<<

ENCUENTROS EN VERINES 2001

Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

ESCRIBO UN TEATRO TENSO Y NO VOTO A LOS TENDEROS.

Alberto Miralles

Algunos vemos la vida como tensión, como un enfrentamiento entre lo que hay y lo que nos gustaría que hubiera. Y parece que esa lucha es una renuncia al imperativo categórico de nuestro tiempo que es la búsqueda de la felicidad a cualquier precio. Los tensos hemos renunciado a ser felices. Pero no puedo -ni quiero- cambiar. Soy heredero de una época de tensiones y no soy capaz de hacer crítica sin implicarme de manera personal. Escribo lo que soy, y soy lo que escribo.

Mi generación -Nuevo teatro o la del 68- escribía un teatro revolucionario porque deseaba cambiar el sistema político. No deseaba rectificarlo, sino destruirlo. Rectificarlo era advertirle los fallos y si éstos eran solucionados, el sistema mejoraría, perpetuándose. Creo que en eso nos diferenciábamos de los realistas de los años 50. Ellos, por desgracia, no podían hacer otra cosa, pero nosotros, con mayor libertad, sí; y era lógico que lo hiciéramos: luchar hasta donde se nos permitía y un poco más para retar la prohibición. Para mí, sólo lo que se escribía a partir de lo prohibido tenía sentido y era honroso porque no admitía la estrategia del posibilismo. Por eso nuestro teatro fue más prohibido que el anterior. Nuestras malas intenciones eran más evidentes. Esa actitud de "enmienda a la totalidad" ha permanecido en alguno de nosotros, pero evolucionando con los tiempos.

Yo veo la crítica como algo irrenunciable, pero ya no se trata de cambiar el sistema, porque este sistema -el democrático, sin calificativos- no deseo cambiarlo, sino mejorarlo. Pero con tensión, siempre con tensión y esa actitud me ha salvado de ser feliz; hubiera podido ser feliz renunciando a los conflictos, pero entonces creo que hubiera sido bobamente feliz.

En la transición, a los que pensábamos, actuábamos y escribíamos con tensión, con espíritu de lucha, se nos dijo que ya no valíamos; que había llegado el tiempo del olvido y la mesura. Algunos se lo creyeron y orientaron su creación a lo festivo, tapándose las narices cuando algo olía mal, porque lo que olía mal era lo que habíamos votado. Y si alguien criticaba el mal olor, era inmediatamente acusado de "nostálgico irredento del viejo mesianismo social", y condenado al silencio. Se nos transmitió la perversa idea de que en democracia ya no existían razones para la indignación movilizadora. Pero eso es falso y parte de la idea de que el inmovilismo es inherente al sistema democrático, como si éste, sobre todo si ha llegado después de una dictadura, fuera a la vez que perfecto, excesivamente débil y no admitiera critica alguna, o por innecesaria, o por no ser estratégica. Pero sin crítica todo comportamiento humano se fosiliza, o progresa hacia atrás.

Con esa exigencia de acriticismo, yo estaba desconcertado; tenso, pero desconcertado, porque se me criticaba lo mismo que un año antes se me aplaudía.

A partir de los años 80, algunos autores de la generación llamada Alternativa -y digo algunos, porque no son todos- nos siguieron rechazando -lo cual es lógico porque hay que matar al padrepero lo hicieron acusándonos de escribir sermones, quizás para justificar que ellos escribieran evasiones con estilos nuevos.

Algunos mentores de esa generación -y digo algunos, porque no son todos- crearon la teoría de que el "teatro-sermón" y no interesaba, que su mayor preocupación era "cómo hacer una obra sobre un tema sin caer en el panfleto, la demagogia, el victicismo y, además, cómo hacer una denuncia sin denunciar".

Es decir, que al teatro de mi generación lo llamaban panfletario, demagógico y victimista. El debate, a veces, se elevaba centrándose en la acusación de que escribíamos un teatro fuertemente ideológico. Es decir, otra vez se me acusaba de algo de lo que yo estaba orgulloso.

Pero "denunciar sin denunciar" como pretendían los Edipos y sus mentores, es un propósito absurdo: la selección de un tema es ya una toma de postura. Si se desvela una realidad injunta, ya se está contribuyendo, solidariamente, a remediarla. No es posible decir, de manera incontaminada, que hay niños en el tercer mundo que son sodomizados, troceados para vender sus vísceras, golpeados y explotados, sin que eso suponga una toma de postura, en mi opinión, muy tensa... afortunadamente.

Yo veo con ilusión, sin embargo, que la teoría "el-teatro-sermón-no-interesa" queda contestada por obras de nuevos dramaturgos que tratan el tema de corrupción política, del terrorismo, de los brotes neonazis, de la concienciación obrera frente al capitalismo, del sometimiento del intelectual al poder, de la de género, del racismo y de la xenofobia. Y me ilusiona aún más que alguna de esas obras -"Las manos" e "Imagina", por ejemplo- haya alcanzado éxito de público y crítica, desmintiendo también la ponzoñosa teoría de que el teatro ideológico está condenado al fracaso.

El problema es que el concepto "alternativo" ha sido capitalizado y uniformado en Madrid y Barcelona por una docena de autores y sus maestros, los cuales, al poseer mayores medios y ámbito nacional, se han erigido en representantes de toda su generación.

El centralismo -en este caso bipolar (Madrid/Barcelona)- sigue presionando y haciendo metonimia al juzgarse a sí mismo como una totalidad. María José Ragué, en sus estudios sobre el teatro de los autores de fin de siglo 1 ha demostrado sobradamente, que la fecundísima autoría nacional es imposible de unificar.

En lo que no hemos cambiado -ni la generación realista, ni la mía, ni la alternativa-, es en nuestra imbecilidad. Mientras los autores críticos nos criticamos, los pescadores de siempre estrenan gracias a ese río revuelto. Y casi todos callamos por miedo a no ser estrenados, cuando los teatros privados con subvención pública o los teatros públicos, reestrenan, marginándonos,

obras antiguas que ya lo eran cuando fueron estrenadas, o insisten en los clásicos o se los inventan. Y a esto hay que añadir una colonización que se hace tanto más evidente cuanto más oímos decir que "la escena española no tiene nada que envidiar a la de Broadway" o que determinada actriz es "nuestra Shirley McLaine", cosa que he oído a propósito tanto de Concha Velasco como de Beatriz Carvajal.

Esas opiniones no hacen sino reforzar nuestro complejo de provincianos. La escena española no tendrá nada que envidiar a la extranjera cuando aquí se estrene no "Hello Dolly", "La bella y la bestia", "La jaula de las locas", "Hermanos de sangre", "Doce hombres ", "Historia de un caballo", "El fantasma de la ópera", o "Panorama desde el puente", sino cuando nuestros genuinos estrenos sean imitados en los escenarios de fuera de España. Como sabemos que eso no va a ocurrir, empeñados como estamos en imitar el género en el que los anglosajones son maestros imbatibles, al menos, no añadamos el ridículo a la impotencia.

¿Qué puede pensarse de la política teatral de un país cuyos escenarios son de reestreno provincial? Si un visitante le dice a la Ministra que desea conocer la dramaturgia española, ¿le llevará a ver obras de -hablo de la cartelera de Madrid- Axelrod, Neil Simon, Stewart, Reginald Rose, Miller, Tolstoi, Zola, Veber, Poiret, Cocteau, Wilder y Hermann?

Quizá la Ministra crea que tenemos malos autores, pero es que son nuestros malos autores y, precisamente por serlo, su misión sería la de crear el clima y apoyo necesario para que fueran mejores. ¿Qué sentido tiene apoyar a Miller? ¡Miller ya es bueno! Y eso sin contar que ese apoyo 1 ¿Nuevas dramaturgias?. INAEM. Centro de Documentación Teatral, 2000. va para obras que ejercen influencia estética antigua en los autores españoles de hoy. Y eso vale exactamente igual para los clásicos, más apoyados que los contemporáneos.

¿Comprenden ahora por qué no soy feliz? Es la tensión.

Y el fenómeno que me la provoca está tan extendido que debería ser una causa nacional; pero todo nuevo político que se hace cargo del teatro, al dar a conocer su programa -siempre vagoinsiste en la protección del autor español. Cuando se va o le echan, lamenta no haber conseguido ese propósito. Y el que lo sustituye, sostiene el mismo programa, pero lo desarrolla con una falta de fe descorazonadora, porque, tal y como el salvaje neoliberalismo impone, esgrime cifras y ahí encuentra argumentos para su abandono: los espectáculos con menos público son los de los autores españoles. Ya se sabe: si Sanidad no va bien, la culpa es de los enfermos y como Tom Cruise recauda más que Fernando Fernán Gómez, que el español aprenda a recaudar más. Es decir, que en teatro se aplica la frase de "El público nunca se equivoca" Pero como esa es una razón mercantil y yo no voto tenderos, debo rechazarla. La rentabilidad que debe buscarse es espiritual y no económica, o debería de cerrarse El Prado. El teatro como negocio nunca aportará por el riesgo ni por la renovación; muy al contrario, basará su programa tanto estético como ideológico, en la condescendencia, el halago y la confirmación de los gustos existentes, porque su finalidad es ganar dinero y no contribuir a la mejora de la sociedad.

A una cartelera con títulos seleccionados para obtener únicamente beneficios económicos, no se le puede llamar cultural.

A una cartelera con títulos seleccionados sólo entre los autores muertos, por muy ilustres que sean, no se le puede llamar cultura viva.

Y un programa político que se ciega voluntariamente a esa realidad está condenado al fracaso, aunque podría ocurrir algo peor: que triunfase, porque entonces el fracaso sería de la sociedad.

Ante este panorama, no caigo en el desánimo gracias a la tensión. Desde el silencio y el olvido sigo intentando escribir, tensa e intensamente, de manera inoportuna. La historia se ha puesto de mi parte: había mucho que criticar y la realidad de hoy confirma esa necesidad que, digámoslo ya, nunca debería desaparecer porque el hombre no es perfecto y las mayorías absolutas provocan aún más imperfección.

Para terminar y ciñéndome al tema de estos oportunos encuentros, concluiré diciendo que "la dramaturgia hoy" es como la de ayer y será como la de mañana: será tensa o no será. Y si no lo es, no será el tipo de dramaturgia por la que valga la pena emplear el tiempo para debatirla.