La Trama Del Escorpión Robert Ludlum
Total Page:16
File Type:pdf, Size:1020Kb
LA TRAMA DEL ESCORPIÓN ROBERT LUDLUM http://www.librodot.com Librodot La trama del escorpión Robert Ludlum 2 PRELUDIO Askelón, Israel, 2.47 de la madrugada La lluvia caía en la noche como puñales de plata; el tenebroso cielo estaba cubierto de masas oscuras de negros nubarrones arremolinados; las olas marinas y las ráfagas del vendaval castigaban sin piedad las dos barcazas de goma; trincadas entre sí, mientras ambas se aproximaban a la costa. Los miembros del comando invasor estaban empapados; por sus rostros pintarrajeados de negro chorreaba el sudor, nacido del nerviosismo, y resbalaba la lluvia; sus ojos estaban sometidos a un continuo parpadeo, debido al esfuerzo por divisar algún destello en la playa. El pelotón estaba integrado por ocho palestinos procedentes del valle de la Bekaa y por una mujer que no había abrazado su causa por razones de nacimiento, sino porque la causa palestina era parte de la suya propia, inseparable del compromiso que había contraído hacía ya muchos años: ¡Muerte a toda autoridad! Era la esposa del comandante del pelotón de asalto. -¡Estamos llegando! -gritó el cabecilla, arrodillándose junto a la mujer; al igual que los otros, llevaba sus armas firmemente sujetas con correas a sus oscuras ropas, y una mochila impermeable llena de explosivos en lo alto de la espalda-. Recuerda, en cuanto saltemos a tierra, echa el ancla entre los dos botes; es muy importante. -Entendido, amor mío, pero hubiese preferido ir contigo... -¿Y quedarnos sin posibilidad de huir para poder seguir combatiendo? -pregunto el hombre-. Las líneas de alta tensión están a unos tres kilómetros de la costa; alumbra Tel Avid, y cuando las hayamos volado se producirá el caos. Robaremos algún vehículo y habremos regresado en una hora; pero ¡nuestro equipo ha de estar aquí! -Te entiendo. -¿De verdad, querida? ¿Te imaginas lo que ocurrirá? ¡La mayor parte de Tel Aviv quedará a oscuras! Quiza toda la ciudad. Y el propio Askelón, por supuesto. Es un plan perfecto... y tu, amor mío, tú fuiste quien descubrió el punto vulnerable, ¡el blanco perfecto! -Me limité a sugerirlo -replicó la mujer, acariciándole las mejillas- Vuelve pronto conmigo, amado mío, pues eres mi único amor. -Nadie lo duda, mi ardiente Amaya... Estamos unidos para siempre... ¡Vamos! El jefe del pelotón invasor dio la orden a los ocupantes de ambas lanchas. Todos saltaron a una por las bordas, hundiéndose en la furia de las olas, y, con las armas mantenidas en alto y sus cuerpos azotados por la resaca, avanzaron tambaleándose por la blanda arena hacia la playa. Ya en tierra, el jefe encendió y apagó su linterna, emitiendo un único y breve destello, indicando así que todo el comando se encontraba en territorio enemigo, dispuesto a penetrar en él y cumplir con su misión. La mujer arrojó por la borda la pesada ancla entre las dos lanchas de goma, mecidas ahora al compás del oleaje que las fustigaba. Dispuso su receptor de radio, listo para recibir y transmitir mensajes, pero tan sólo lo utilizaría en caso de emergencia, ya que los judíos eran demasiado precavidos como para no controlar las comunicaciones radiofónicas en el litoral. Y entonces, de repente, con terrible fatalidad, todos sus sueños de gloria se desvanecieron bajo las furiosas descargas de armas de fuego que surgieron en los flancos del comando invasor. Fue una auténtica masacre: los soldados cargaron hacia la playa, disparando sus armas sobre los cuerpos aún palpitantes de la Brigada Askelón, saltándoles los sesos, sin mostrar clemencia alguna hacia esos invasores. -¡Nada de prisioneros! ¡Matadlos a todos! 2 Librodot Librodot La trama del escorpión Robert Ludlum 3 En la lancha de goma, la mujer y esposa reaccionó con rapidez, pese a la conmoción que había paralizado su mente; la celeridad de sus movimientos no contribuyó a aplacar la terrible angustia que se había apoderado de ella, tan solo sirvió para encubrirla con esa actividad febril que nos impone el instinto de supervivencia. Hundió su largo y afilado cuchillo en las bordas y las quillas de las dos lanchas de polivin¡lo, cogió la mochila impermeable que contenía armas y documentos falsos, y saltó al embravecido mar. Luchando contra el oleaje y la resaca, empleando en ello todas las fuerzas de su bien entrenado cuerpo, avanzó hacia el sur unos cincuenta metros, manteniéndose alejada de la costa, y luego nadó en diagonal a través de las olas hasta alcanzar la playa. Arrastrándose boca abajo por las arenas lamidas por las aguas, casi enceguecida por la rabiosa lluvia, se aproximó al lugar de la matanza. Entonces escuchó las voces de los soldados israelíes, que gritaban en hebreo; en cada músculo y en cada tendón de su cuerpo sentía la rigidez de la cólera que la abrasaba v congelaba. -Teníamos que haber tomado prisioneros. -¿Para qué? ¿Para que después matasen a nuestros hijos, al igual que masacraron brutalmente a mis dos niños en el autobús escolar? -Nos echarán en cara el que estén todos muertos. -También lo están mi padre y mi madre. Esos cerdos los mataron a tiros en un viñedo; allí quedaron los dos ancianos en medio de las parras. -!Que se pudra en los infiernos! ¡Los del Hezbollah torturaron a mi hermano hasta la muerte! -¡Coged sus armas y disparadlas..., rozad nuestras armas con sus balas y hagámonos alguna herida en las piernas! -¡Jacob tiene razón! ¡Esos tipos dispararon primero! !Podriamos estar todos muertos! -¡Y que luego vaya uno de nosotros al campamento a pedir refuerzos! -¿Donde están sus botes? -¡Ya se habrán largado, pues no se ve nada! ¡Quizá se habían quedado dormidos! ¡Por eso pudimos dar muerte a los que vimos! -¡Aprisa, Jacob! !No podemos arrojar carnada a esa maldita Prensa liberal! -!Espera!. ¡Ese sigue aun con vida! -¡Deja que se muera! ¡Recoged sus armas y empecemos a disparar! El staccato de la descarga cerrada se impuso a la noche y a la lluvia. Los soldados arrojaron luego las armas del comando invasor junto a sus cadáveres y se retiraron por los médanos cubiertos de hierba. Fugaces e irregulares, hubo algunos destellos, cuando los soldados encendían cerillas o mecheros en las cuencas de sus manos; el salvajismo de la matanza había terminado, comenzaba la vuelta en busca del refugio. Cautelosamente, la mujer siguió avanzando a rastras, con el vientre pegado a la arena encharcada, mientras los ecos sonoros de las descargas alimentaban aún el odio que la consumía, el rencor avivado por su inmensa pérdida. Habían acribillado al único hombre que podía amar sobre esta tierra, al único ser al que pudo entregarse como a un igual, pues ningún otro hombre podía equipararse con ella en fuerza y determinación. Ahora había muerto y jamás encontraría a otro como él, como aquel revolucionario divino de mirada feroz y cuya palabra podía arrastrar a las multitudes tanto al llanto como a la risa. Siempre había estado a su lado, orientándolo, adorándolo. En el mundo de la violencia no se volvería a ver nunca más un equipo como el formado por aquella pareja. La mujer escuchó un gemido, un grito sofocado que desgarró los sonidos de la lluvia y la marejada. Un cuerpo bajó rodando por la pendiente de arena hasta la orilla del mar, deteniéndose a tan sólo unos pies de ella. Arrastrándose con rapidez, la mujer se acercó al cuerpo y lo abrazó; tenía el rostro hundido en la arena. Le dio media vuelta y la lluvia lavó sus facciones empapadas en sangre. Era su marido; gran parte de su garganta y su cráneo no era 3 Librodot Librodot La trama del escorpión Robert Ludlum 4 más que una masa de tejido escarlata. Lo estrechó desesperadamente; le abrió los ojos durante unos instantes y luego los cerró por última vez. La mujer alzó la mirada hacia los médanos y divisó a través de la lluvia los cónicos resplandores de cigarrillos encendidos. Con dinero y su documentación falsa se abriría camino a través de la odiada Israel, dejando tras de sí una estela de muertes. Regresaría al valle de la Bekaa y allí se pondría en contacto con los miembros de la aljama. Sabía exactamente lo que haría: ¡Muerte a toda autoridad! Valle de la Bekaa, Líbano, 12.17 del mediodía El sol abrasador del mediodía calcinaba los caminos de tierra del campo de refugiados, enclave de gente desplazada, en su mayoría machacada hasta la sumisión por acontecimientos que no podían penetrar ni controlar. Sus andares eran lentos, penosos; llevaban la cabeza gacha, y en sus ojos negros y abatidos se plasmaba la vaciedad, reflejo del dolor de los recuerdos borrosos, de las imágenes que jamás volverían a convertirse en realidad. Otros, sin embargo, se mostraban desafiantes, vilipendiaban la mansedumbre y no concebían siquiera la posibilidad de aceptar el orden establecido, pues tal actitud les merecía desprecio. Estos últimos eran los fedayines, los guerreros de Alá, los vengadores de Dios. Caminaban resueltamente, a paso rápido, con sus armas omnipresentes echadas al hombro; movían sus cabezas con brusquedad, en constante alerta, y sus ceñudas miradas destilaban odio. Fue a los cuatro días de la masacre de Askelón. La mujer, vestida con un uniforme caqui verdoso y la camisa arremangada, salió de su modesta construcción de tres habitaciones; «casa» sería un término engañoso. La puerta estaba tapada por una tela negra: el emblema universal de la muerte, contemplado por todos los que pasaban por delante, que elevaban la mirada al cielo, rezando entre dientes por el fallecido, lanzando de vez en cuando algún lamento y suplicando a Alá que vengase aquella espantosa muerte. Y es que aquél había sido el hogar del jefe de la Brigada Askelón; y la mujer que se alejaba a paso ligero por el camino de tierra había sido su esposa, aunque era algo más que una mujer, algo más que una esposa.