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ANTECESORES DE NIETZSCHE COMO “ESPÍRITU LIBRE”: MONTAIGNE, LEOPARDI Y

De todas las figuras que conforman la pléyade de clásicos de la literatura que tuvieron un poderoso influjo en el filósofo alemán , tan sólo comentaré algunos de aquellos que, a mi entender, desempeñaron una pertinaz función en su “conversión espiritual”, en su transformación en una de las máscaras más conocidas y duraderas hasta el fin de sus días, la del “espíritu libre”, con la que, como la serpiente de la piel muerta, se desprende de los ídolos que orientaron su pensamiento y obrar juvenil: la metafísica de Schopenhauer y el proyecto estético- político de . Es el período en que también tomará decisiones personales importantes como la de abandonar su puesto de docente en la Universidad de Basilea.

Véase en esta transformación, no sólo una nueva ciencia, una nueva actitud, jovial y libre, de abordar la naturaleza de las cosas que tendrá su primer anuncio en Humano, demasiado humano (publicado en 1878); sino también una metamorfosis vital, un radical cambio de vida en aras de hallar un equilibrio entre pensamiento y acción, arrimándose así a un ideal de sabiduría en el sentido helenístico del término. El “espíritu libre” no meramente designa un nuevo modo de filosofar nomádico, perspectivista, escéptico, cosmopolita, emancipado de cualquier enclave moral, metafísico y epistemológico, que se acerca temerariamente al fondo problemático de la existencia sin hacer concesión alguna al “instinto de conservación” (tan inclinado a las consoladoras instancias metafísicas); sino también una sabiduría, un arte de vivir, un cuidado de sí, un nuevo modo de escuchar su sí mismo, que implica, al mismo tiempo, la búsqueda incansable y errática de un hábitat en el que llegar a ser lo que se es, de ahí que no debamos separar la ruptura teórica con Schopenhauer de su desvinculación con la política wagneriana, de su renuncia a la docencia universitaria y de su continuo errar por tierras meridionales (Suiza, Francia e Italia) en las que la fisicidad de la luz, el olor de los naranjos y la existencia de un clima cultural (Renacentista, mediterráneo) más elevado y vigoroso confortan la fisiología de nuestro filósofo. Todo ello forma parte de un mismo proyecto, vital e intelectual, y los autores que mentaré a continuación deben ser considerados como una amistosa ayuda para Nietzsche en tal venturosa tarea.

Montaigne: honestidad y ensayo

En 1870, un jovencísimo Nietzsche, recibe de Cósima Wagner, en esa “isla afortunada” que es Tribshen, una estupenda edición de los E ssais de Montaigne. Es curioso el dato, pues, me permito sostener que es precisamente el espíritu de Montaigne, la tradición de pensamiento que inaugurará este hombre nacido en el Perigord en el siglo XVI, adalid de la larga tradición moralista francesa (que llega hasta Stendhal, pasando por La Rochefoucauld, Le Bruyère o Chamfort), uno de los factores que propició la súbita ruptura de nuestro filósofo con la cofradía wagneriana, con el hechizo idealista de su gran mentor de juventud. Un buen discípulo de Montaigne, como trataré de explicar someramente, difícilmente se mantendrá fiel al proyecto germanista que toma realidad efectiva en los festivales de Bayreuth. Ya en su tercera intempestiva, en Schopenhauer como educador, Nietzsche deja adivinar que un nuevo pensamiento se abre paso en su fuero interno:

En términos de integridad, sólo conozco a otro escritor que ubico al mismo nivel, más arriba inclusive que Schopenhauer: Montaigne. Que un hombre se haya puesto a escribir de esta manera incrementa verdaderamente las ganas de vivir en esta tierra. Yo, por lo menos, desde que conocí a este espíritu de sumo vigor y asombrosa libertad, me siento motivado a decir lo mismo que él dijo de Plutarco: “Apenas lancé una mirada sobre él, y me crecieron piernas y alas. Si la tarea fuese hacer de esta tierra un lugar más hospitalario, me quedaría con él.”

Montaigne encarna el ideal de hombre renacentista, dotado de una portentosa cultura clásica, lúcido, dialogante, de sosegado talante. Sobre todos y cada uno de los temas que se concitan en sus E ssais, en diálogo ininterrumpido con los grandes sabios de la Antigüedad (Séneca, Plutarco, Lucrecio, Platón…), Montaigne se asombra de su propia incapacidad a la hora de dar con argumentos conclusivos. Cuanto mayor es su necesidad de encontrar la unidad -un fundamento desde el cual sostener un juicio recto, justo, adecuado respecto a cualquier cosa de la naturaleza (su yo inclusive)-, cuanto mayor es su esfuerzo, mayor es la caída en la incertidumbre, en la certeza de la índole incierta y proteica de la naturaleza, de la falta de una estructura firme y legaliforme que la vertebre y nos sirva de pauta moral. ¿Que sais je? dirá Montaigne. Ahora bien, no cabe ver en Montaigne complacencia con el eterno fluir de todas las cosas, pues bien sabemos que, en muchas ocasiones, abrazar el relativismo esconde a veces secretas motivaciones deleznables como es el caso del bastardo de Fiodor Karamazov, Smerdiakov; es más bien su alto sentido de la honestidad intelectual, su inquebrantable voluntad de verdad, lo que le aboca a la relativización de toda verdad, dado que todo objeto sobre el cual focalizamos nuestras disposiciones intelectuales se revela parcial, fragmentario, multiforme, siempre dependiente del punto de vista y circunstancias desde el que se contempla. Se entenderá mejor ahora lo que decíamos: resulta difícil que un buen lector de Montaigne, que ha leído ensayos como “De los caníbales”, congenie con pomposos ideales cerrados, “provincianos”, etnológicos, racial-nacionalistas de tipo wagneriano. Nietzsche hereda de Montaigne la aversión a toda causa ajena: […] tengo una aversión mortal a comprometerme, directa o indirectamente, con alguien más que no sea yo mismo. Antes de recurrir por cualquier causa, importante o no, a la ayuda ajena, aplico toda mi energía para podérmelas arreglar sin ella […] Una deuda de gratitud puede ser saldada en ocasiones, pero nunca totalmente borrada. Qué atadura tan terrible para alguien que ama tener libertad de movimiento en todas direcciones.

Pero el relativismo, consecuente con la contemplación incansablemente examinada del devenir e inconstancia de todas las cosas, no sume al perigordino en el llanto heraclíteo o un pesimismo o mal du siècle de corte decimonónico; es precisamente el continuo tropiezo con la imposibilidad de hallar una ve rdad, un basamento regular y estable sobre su yo y sobre las cosas que le rodean, y, por ende, con un criterio con el que discernir lo bueno de lo malo -para así orientar su conducta con inquebrantable rectitud y pautar una “buena vida”-, lo que le espolea al continuo ensayo, a una escritura flexible, cambiante, paradójica - desconcertante para los ávidos de dogmatismo y respuestas unívocas-, que fluye al compás de los caprichos de su alma y dudas que le vienen al paso.

El mundo no es más que un perpetuo vaivén. Todo se mueve sin descanso… No puedo fijar mi objeto… No pinto el ser; pinto el tránsito… Es muy cierto que tal vez me contradigo, pero la verdad, como decía Dámades, no la contradigo. Si mi alma pudiera asentarse, no haría ensayos, me mantendría firme; está siempre aprendiendo y poniéndose a prueba.

El pensamiento de Montaigne es un pensamiento que nunca se acaba. Su pensar nunca alcanza nada acabado, absoluto, absuelto de la contingencia. Su itinerario es un camino errático, dubitativo, tentativo, escéptico con cualquier intento de cerrojo cosmovisional, siempre en marcha, en continua “superación de sí” y puesta a prueba por noticias, ya sean experiencias internas y externas, autoconvencido de los límites de nuestro entendimiento y de los insondables secretos que esconde la physis. Bien seguro que, de haber vivido más tiempo, los E ssais hubieran ganado en mayor complejidad, contradicción y tensión interna de la ya existente en ellas; pues, aunque el afán de conocimiento es infinito, mayor es la infinitud que caracteriza el universo.

En Nietzsche hallamos varias huellas de Montaigne, pero de todas ellas destacamos principalmente este gesto de pensamiento siempre en curso, escéptico con respecto a cualquier sistema, y consonante -en la escritura misma entendida como tentativa- con el carácter contradictorio, maleable, problemático, irresuelto de la existencia, de la vida, fundamentalmente atravesado por ese espectro, difícil de tragar, que es el azar. Montaigne, mucho antes que Nietzsche, pondrá en duda esa doctrina socrática que asimila la virtud a la ciencia y el vicio a la ignorancia, pues una ciencia llevada hasta su paroxismo difícilmente alcanza un terra firme que nos sustraiga de la in-firmez a (de aquí, enfermedad) constitutiva al ser. La ciencia, lejos de llevarnos a la solidez, nos aboca al abismo; pero, tanto en uno como en otro, tal abismo no es óbice para salir corriendo, darle la espalda y proclamar un retorno a la brutalidad: se erigen en héroes del conocimiento, hallando precisamente la dignidad humana en ese atravesar la existencia por la cuerda floja, atisbando el abismo con jovialidad, siendo el azar, la contingencia y la indeterminación los fuelles de una vida digna de ser vivida.

Leopardi: desierto y heroísmo

Otro de las influencias decisivas en Nietzsche es el gran poeta italiano Giacomo Leopardi, nacido en en 1789. Su fama llegó gracias a los Canti, al género lírico, pero, como ocurre muy a menudo, explícitamente constatable en sus diarios íntimos de pensamiento, el Zibaldone, Leopardi fue también un auténtico filósofo, aunque soliera expresar sus ideas por medio de los versos, sus famosos Cantos, o de obras en prosa como son las Operatte morali.

El pensamiento de Leopardi recuerda muchísimo a Schopenhauer, lo cual resulta extraño dado que escribieron su obra por las mismas fechas sin conocerse. Los poemas y pensamientos de Leopardi están impregnados de una melancolía y nostalgia desoladora. Se han subrayado sus deformidades físicas y el aislamiento por una excesiva entrega al estudio en la biblioteca paterna, como causas que mermaron precozmente sus fuerzas vitales sumiéndolo en la desesperación. Sin embargo, la concepción pesimista de la vida que destilan sus escritos obedece también a un infeliz descubrimiento de índole filosófica.

Según Leopardi, el iluminismo moderno y su afán por conocer los misterios de la condición humana, lejos de brindarnos remedios para mejorar nuestra vida y proporcionarnos una escalera hacia la felicidad, nos condena a una vida en el dolor, el sinsentido y la desesperanza. Leopardi señalará que la tendencia racionalista desenmascara lo que, para el funcionamiento jovial de la vida humana, más hubiera valido no desenmascarar nunca. Advierte Leopardi que la felicitá tan sólo es factible en los niños y los pueblos primitivos, por la sencilla razón de que desconocen la contradicción entre el deseo infinito de placer y el carácter finito de todo objeto de deseo, pues todo placer es limitado en la duración y en la extensión; toda satisfacción de un deseo viene acompañado de un cierto “vacío” en el alma, en tanto en cuanto, el anhelo infinito de placer no queda saciado, pues sólo lo infinito podría procurarlo. El hombre moderno queda expuesto al desierto, sin un Oriente a la altura de su anhelo, insatisfecho, consciente del dolor como única finalidad o destinación.

El hombre primitivo no sufre tal condena gracias al concurso de la imaginación, de la poesía, mediante la cual subsana la trágica contradicción inherente a toda forma de vida, pues toma ingenuamente por verdad la existencia ilusoria de un mundo trascendente, pleno, infinito, absoluto, mediante el cual promete la saciedad de la sed infinita de placer. El hombre sólo es feliz cuando la imaginación y las potencias falseadoras de lo real rigen su vida; cuando las ilusiones que dicha imaginación forja son creídas como realidad; cuando no hay duda sobre su veracidad, cuando no son cuestionadas, convertidas en objeto susceptible de escrutinio científico.

Leopardi, condenado a la infelicidad por los efectos corrosivos de la razón (o de la “conciencia teórica”), tan sólo halla cierta reminiscencia de la felicidad en instantes privilegiados en los que su imaginación, estimulada por una sensación indefinida (como cuando vemos un pájaro que desaparece en la flagrante luz del mediodía), recrea la idea de infinitud, como queda patente en el célebre poema L’Infinito. Para quién, como Leopardi, ha tomado conciencia del dolor y de su sinsentido, cobran una significación especial estos momentos en los que se produce una caída en un éxtasis contemplativo; por unos instantes, la imaginación emprende el vuelo y viaja haciendo caso omiso a lo que caracteriza la existencia: el límite, la inhibición y la restricción. La imaginación se emancipa del yugo de la razón y recupera la infancia perdida, arcadia en la que predominaba la poesía sobre los trabajos forzados del intelecto. Por instantes, recupera la infinitud, los silencios eternos, los vastos espacios inabarcables, en los que dulcemente naufragar. Pero tal naufragio no pasa de ser un calmante pasajero para la conciencia trágica del hombre moderno.

Por otro lado, la degradación de las verdades al estatuto de ilusiones o proyecciones humanas -uno de los sentidos que para Nietzsche tiene el término “nihilismo”, la progresiva devaluación de todos los valores- trae consigo no sólo la miserable condición de vivir, sino también la desaparición de las grandes gestas, de los actos heroicos; sin la fuerte creencia en un más allá que prometa felicidad eterna, el hombre se envilece, perdiendo toda pulsión de grandeza, volviéndose cobarde e impotente. Leopardi sentirá nostalgia por los tiempos en los que la creencia en el más allá espoleaba a los hombres a dar su vida, a afrontar situaciones belicosas sabiéndose en desventaja.

Hasta aquí Leopardi no dista en demasía de la concepción schopenhaueriana que Nietzsche había abrazado en su juventud. Sin embargo, existen algunos pasajes en los que se atisba un Leopardi que contrasta significativamente con las doctrinas ascéticas de Schopenhauer y que preanuncian el vitalismo heroico nietzscheano. Por momentos Leopardi se desembaraza de la nostalgia de la religión y de la infancia adoptando un tono desafiante para con la verdad descubierta, abriéndose ante sí el horizonte de un nuevo heroísmo más duro e incómodo que el heroísmo hasta entonces conocido.

“… desprecio la cobardía de los hombres, rehúso todo consuelo o engaño pueril y tengo el coraje de sostener la privación de toda esperanza, mirar intrépidamente el desierto de la vida, no disimularme ningún aspecto de la infelicidad humana y aceptar todas las consecuencias de una filosofía dolorosa, pero verdadera” (Prosas Morales, “Diálogo de Tristán y un amigo”)

Ya no es el heroísmo del vikingo en cuyo campo de batalla hallará la puerta de acceso al Valhala, donde, en compañía con los dioses, hallará el deseo infinito de placer plenamente saciado; es el heroísmo del que asume el dolor y el sinsentido radicalmente, del que mira de frente la dura verdad, que, pese a no brindar ninguna utilidad, “procura a los hombres fuertes la altiva complacencia de ver desgarrado todo manto a la encubierta y misteriosa crueldad del destino humano”.

En la obra de Nietzsche hallamos pasajes muy similares en los que se contrapone el hombre débil, siempre predispuesto a creer cualquier placebo moral, y dejarse seducir por cualquier ideal que lo salvaguarde del insoportable nonsense; y el hombre fuerte, tanto más fuerte por cuanto su conocimiento se muestre intolerante a cualquier clase de discurso que edulcore o disuelva el carácter problemático y trágico de la existencia.

“Nadie tendrá fácilmente por verdadera una doctrina tan sólo porque ésta haga felices o haga virtuosos a los hombres: exceptuados, acaso, los queridos «idealistas», que se entusiasman con lo bueno, lo verdadero, lo bello, y que hacen nadar mezcladas en su estanque todas las diversas especies de multicolores, burdas y bonachonas idealidades. La felicidad y la virtud no son argumentos. Pero a la gente, también a los espíritus reflexivos, le gusta olvidar que el hecho de que algo haga infelices y haga malvados a los hombres no es tampoco un argumento en contra. Algo podría ser verdadero: aunque resultase perjudicial y peligroso en grado sumo; podría incluso ocurrir que el que nosotros perezcamos a causa de nuestro conocimiento total formarse parte de la constitución básica de la existencia, - de tal modo que la fortaleza de un espíritu se mediría justamente por la cantidad de «verdad» que soportase o, dicho con más claridad, por el grado en que necesitase que la verdad quedase diluida, encubierta, edulcorada, amortiguada, falseada. (Más allá del bien y del mal, aforismo 39)

Stendhal: europeísmo y el mito del sur

Repasemos algunas bellas palabras con las que Nietzsche glorifica al escritor grenoblino a quién descubre en 1879. En E cce Homo (Por qué soy tan inteligente, 3) elogiará “su mirada anticipadora de psicólogo”, “su habilidad para atrapar los hechos”, el que sea un “ateo honesto”. En Más allá del bien y del mal (Pueblos y patrias, 254) lo considera un “prodigioso epicúreo y hombre- interrogación, […] el último gran psicólogo de Francia […] el rastreador y descubridor de esa alma”. Y en un aforismo posterior (256) incluirá a Stendhal entre los “buenos europeos”, aquellos que, sólo en “sus aspectos superficiales o en horas de debilidad”, hallaron descanso en la adhesión a consignas patrióticas.

Bien mirado, no resulta muy difícil advertir que el genio de la sospecha psicológica está estrechamente vinculado con el ateísmo y el cosmopolitismo; o, en otras palabras, la osadía en la prax is de sacar a la lumbre los resortes psicológicos, las motivaciones ocultas que están detrás de los actos cotidianos, de las conductas morales y estimaciones sociales, ya es un claro indicio de relajamiento del implante moral en la conciencia (de la relativización de los valores tradicionales, de su ineficacia a la hora de predeterminar la mirada) y de la condición de exilado espiritual.

Tanto Stendhal como Nietzsche nunca se hallaron en sintonía con la época y patria que les tocó en suerte. Muy prontamente, cobraron conciencia de su diferencia específica, de su apatridad e intempestividad, y, en consecuencia, sufrieron más que nadie la molestia de verse en la obligación de cargar, asumir, incorporar y reproducir unas reglas del juego, las de su época, pronto entendidas como ajenas, como fardos que lastran el vuelo, de las que cabía, de un modo u otro, emanciparse. Y, como tantos otros (Montaigne, p. e.), buscaron el modo en la escritura, ya fuera a través de la novela o del ensayo filosófico; escritura que cobra una doble función: por un lado, la de convertir en objeto de análisis el hombre de su tiempo y la cultura moderna en general; por otro, el poder de construir refugios imaginarios en los que poder crear nuevos modelos de conducta, paisajes simbólicos y tablas de valor con las que mirar, estimar, bautizar, valorar y jerarquizar el mundo, ya no en la restrictiva concordancia con los valores gregarios de su época.

Y es que ambos advirtieron en la profundidad de su alma la pluralidad que son, una vasta y variopinta variedad de máscaras, personajes y tipos; un caos de pasiones y afectos. En ello radica la honestidad de ambos, su gran descubrimiento, su europeidad. Hallaron tal riqueza y diversidad dentro de sí que, cualquier corsé ideológico, patriótico o moral, o cualquier fijación en un rol social, suponía un auténtico acto represivo e hipócrita, un signo de debilidad, de vértigo a la indeterminación constitutiva. De ahí que quepa ser cuidadoso a la hora de asociarlos con algunos de sus personajes. No debemos caer en la tentación de caracterizar a Nietzsche a la luz de alguno de los personajes que explícitamente ensalza, como el héroe griego, el “aristócrata guerrero”, Zaratustra o el “hombre superior”. Nietzsche es también Sócrates, Jesucristo, hombre sacerdotal y hombre del resentimiento. El espíritu libre no consiste en no ser Sócrates, alemán, rebaño, enfermo, resentido o filisteo; el espíritu libre es contener y equilibrar con justicia esa pluralidad antagónica dentro de sí. Dígase lo mismo de Stendhal. Pese a su “culto a la energía”, pese a su preferencia por personajes que transportan el “fuego sagrado”, Stendhal es buen europeo en tanto en cuanto conviven en él personajes tan heterogéneos y antagónicos como el vanidoso ultra Monsieur Rênal, el cínico y sentimental Conde Mosca, la espontaneo pasional Fabricio del Dongo o el contradictorio Julien Sorel. De lo contrario, de no llevar dentro de sí mismos tal pluralidad de personajes, ¿cómo podrían haber llegado a viviseccionar, con la precisión de un cirujano, sus motivaciones ocultas?

De la mano de Stendhal, Nietzsche descubre el sur y la magnificencia del Renacimiento Italiano, en cuyo clima físico y espiritual, “la planta hombre crece con más fuerza y vigor” (como dice Stendhal en , et y repite Nietzsche en varias ocasiones). Ambos creyeron que la hominización no tiene por qué suponer el ocaso de las pasiones fuertes; no conduce necesariamente a la producción de sujetos en los que su nivel civilizatorio es inversamente proporcional a la supresión de su fondo animal. Ser civilizado no es sinónimo de ser un hombre que da la espalda a sus instintos (como ha hecho creer la moral ascética o sacerdotal platónica y judeocristiana). Al contrario. Descubrieron que las grandes producciones artísticas, aquellas en las que el hombre roza lo sublime y logra asemejarse a los dioses, brotan y florecen en un caldo de cultivo amoral, “tropical”, en que las pasiones salvajes corren con desenvoltura, como bien atestiguan las Memorias de Benvenuto Cellini en las que se refleja nítidamente el estado político (de inseguridad y criminalidad) en el que emergieron las grandes obras artísticas de Leonardo y Miguel Ángel. Descubrieron que la belleza, la alegría y la creatividad tienen el conflicto o agón (el Mal), el “vivir peligrosamente”, como condición de posibilidad; y que cuanto más alto se erigen las ramas del árbol más hondamente descienden sus raíces. Y que a la pulsión jupiterina que domina la modernidad, esa voluntad de estirpe ilustrada que anhela limpiar la vida humana de sus aspectos sombríos y titánicos, le acompaña un progresivo debilitamiento, hasta la extinción, del amor-pasión y, a su vez, de su cortejo nupcial: la creación, la belleza y la felicidad.