DISIDENCIAS DE DESEO FEMENINO EN REPRESENTACIONES LITERARIAS Y CULTURALES DEL MÉXICO CONTEMPORÁNEO (1989-2015)

Alejandra Márquez

A dissertation submitted to the faculty of the University of North Carolina at Chapel Hill in partial fulfillment of the requirements for the degree of Doctor in Philosophy in the Department of Romance Studies (Spanish).

Chapel Hill 2018

Approved by:

Oswaldo Estrada

Rosa Perelmuter

Juan Carlos González-Espitia

Samuel Amago

Robert McKee Irwin

© 2018 Alejandra Márquez ALL RIGHTS RESERVED

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ABSTRACT

Alejandra Márquez: Disidencia de deseo femenino en representaciones literarias y culturales del México contemporáneo (1989-2015) (Under the direction of Oswaldo Estrada)

This study focuses on works depicting same-sex desire among women written after the publication of Amora (1989), considered to be the first lesbian novel in Mexico, in order to examine developments since its publication. By analyzing works by authors such as Artemisa

Téllez, Cristina Rivera Garza, Valeria Luiselli, Mónica Lavín, and Criseida Santos Guevara, among others, I unpack how these works challenge the heteronormative, patriarchal society of contemporary Mexico. In the four chapters of this dissertation, I explore topics often overlooked when discussing lesbianism in Mexico’s literary and cultural productions, such as female masculinity, race, class, and social engagement. My theoretical framework draws from a variety of theorists and critics based in Mexico and the U.S., including Jack Halberstam, Walter

Mignolo, Gloria Anzaldúa, Marta Lamas, and Francesca Gargallo. This transnational scholarly perspective facilitates a productive discussion that helps to understand the ways in which late

20th and early 21st-century experiences and ideas circulate beyond the boundaries of the nation state.

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A Nancy Cárdenas por abrirnos el camino. A Chavela Vargas por derrumbar las puertas. A mi madre por su apoyo incondicional.

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AGRADECIMIENTOS

Agradezco profundamente a mi director, amigo, hermano y gran maestro, Oswaldo

Estrada por estar conmigo en cada paso de este proyecto y de mis estudios doctorales. Por creer en mí cuando yo no lo hice, y por hacerme sentir en casa desde antes de llegar a UNC. A los miembros de mi comité, Juan Carlos González-Espitia, Sam Amago, Robert McKee Irwin y, en especial, a Rosa Perelmuter por años de trabajo juntas, por todo el aprendizaje, por todo el cariño y por ser mi madre en Chapel Hill. A mis profesores en TAMIU: Irma Cantú, Agustín Martínez-

Samos, Lola Norris y a mi adorado director de tesis de maestría, José Cardona-López. A mi hada madrina lésbica, Elena Madrigal, por sus cuentos, por ayudarme con mi investigación, por invitarme al Tercer Coloquio de Escrituras Sáficas en el Colegio de México y por todo su tiempo y dedicación. A Isabel Barranco Lagunas por su incansable trabajo por mantener un archivo lésbico y por abrirme las puertas de su casa. A mis amigas del Sarah Pettit Dissertation Writing

Workshop de la universidad de Yale: Melina, Caitlin y Krystal. Gracias por crear una comunidad más allá de mi campo y por ser mis Avengers.

Agradezco a mi madre por hacerme una mujer fuerte, como ella, por siempre apoyarme en cada una de mis locuras y por siempre estar orgullosa de mí (aunque no haya estudiado medicina). Gracias por ser la persona que más admiro; espero algún día saber la mitad de lo que tú sabes. A mi abuela por enseñarme a leer, y darme su amor incondicional. A mi tía Lolis por inculcarme la lectura desde pequeña llenando mis libreros y por ser mi ejemplo a seguir. A mi padre, Fernando, por todas las sonrisas y complicidades. A Mari por cuidarme, darme tanto amor y leerme cuentos para hacerme comer cuando era niña.

v A mis amigos en México y Texas que siempre me han dado su apoyo: mi hermanita Flor por siempre estar orgullosa de mí; Pam Mason por nuestras discusiones feministas; Lydia por ayudarme a tomar la vida con más ligereza; a las Chicas Superpoderosas (Sandy, Ale, Nessa,

Kesia, Cris y Alyson) y; a Carlos, mi mejor amigo, la persona que siempre ha estado ahí. A mi familia de Chapel Hill: Sarah Booker por ser mi primera amiga y por todas nuestras conversaciones de las que siempre aprendo; a Etna por ser un gran ejemplo de lo que se puede hacer cuando se trabaja mucho y por ser mi carnaliux; a Jhonn por todo el cariño y las risas, y aquellos viajes a Georgia y a México; a Elena por su apoyo, por creer en mí y por siempre obligarme a trabajar cuando no tengo ganas. Y a todos los que no menciono por límites de espacio pero que estuvieron ahí durante todo este trayecto.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN……………………………………………………………………………….1

CAPÍTULO 1: PUNTO DE PARTIDA: ATISBOS DE LESBIANISMO EN LA LITERATURA MEXICANA A FINALES DEL SIGLO XX Y PRINCIPIOS DEL XXI……………………………………………………………………….24

Un idioma propio: La cresta de Ilión (2002) de Cristina Rivera Garza…………………32

Un deleitable vértigo: Cuerpo náufrago (2005) de Ana Clavel…………………………40

¿Te acostabas con mujeres? Los ingrávidos (2011) de Valeria Luiselli…………………46

Una paradoja de carne y hueso: “Amor propio” (1991) de Enrique Serna………………52

Un capricho de vez en cuando: “Baños de pureza” (2005) de Iliana Godoy…………….59

Deseada y deseosa: “Ladies Bar” (2012) de Mónica Lavín……………………………..61

CAPÍTULO 2: MASCULINIDAD FEMENINA Y LESBIANISMO EN LA LITERATURA MEXICANA CONTEMPORÁNEA…………………………………..67

Cosas de hombres: No hay princesa sin dragón (2004) de Ana Klein………………….75

Una lesbiana insoportable: Sandra, secreto amor (2001) de Reyna Barrera……………84

Una gatita ronroneando: “¡Pantera! ¡Pantera!” (2010) de Elena Madrigal………..…….94

Es usted muy bonita, coronel: “De un pestañazo” (1997) de Victoria Enríquez………101

CAPÍTULO 3: LESBIANISMO, RAZA Y CLASE EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO……………………….………………………………109

Alta, delgada, distinguida: Miel azul (2012) de María Luisa Medina………………….114

La repentina culpa de ser una niña burguesa: Requiem por una muñeca rota: cuento para asustar al lobo (2010) de Eve Gil…………………………………………122

vii Una vida sencilla, sin mayores lujos: Vida y peripecias de una buena hija de familia (2015) de Sara Levi Calderón………………….…..……130

Las pinches tripas me están gruñendo regacho: “Graffiti de amor” (2002) de Susana Quiroz e Inés Morales…………………..….……138

Tú no vas a entrar al cielo porque a ti te hizo el diablo: “Santo” (2008) de Víctor Cata………………………………………………….………144

CAPÍTULO 4: ACTIVISMO, VIOLENCIA, MATRIMONIO Y MATERNIDAD COMO PARTE DEL LESBIANISMO EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO……………………………………………….………149

¡Pero si yo soy feminista, y no lo sabía!: De la militancia feminista a la comunidad LGBT……………………………………………………………….…152

Mejor no pienses, no escuches, no sientas: Violencia………………………………….168

La estabilidad amorosa: Monogamia……………………………………………...……177

Tu idea ésta de tener hijos: Maternidad lésbica……………………………...... ……187

CONCLUSIÓN…………………………………………………………………...……….……193

OBRAS CITADAS………………………………………………………………….…….……196

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INTRODUCCIÓN

Los cambios sociales que han tenido lugar a nivel mundial en las últimas tres décadas han traído consigo una mayor ––aunque paulatina–– apertura al tema del lesbianismo. Esto podemos verlo en Estados Unidos en la visibilidad que se le ha dado en series de televisión como The L

Word (2004-2009) u Orange is the New Black (2013- ), o en películas como The Kids Are All

Right (2010), Carol (2015), y Freeheld (2015). También la cultura popular de los últimos años ha visto desfilar a una serie de personajes lésbicos que de una forma u otra han formado parte del imaginario mexicano, aunque a una escala mucho menor. En el ámbito del cine, y de acuerdo con Ignacio Sánchez Prado, a partir de la implementación del neoliberalismo en la década de los noventa, existe un abandono de los temas nacionalistas que se observan en las producciones anteriores para reflejar las experiencias de nuevos grupos que surgen con estas nuevas políticas

(5). Estos cambios en el cine nacional, según Rosana Blanco-Cano, conllevan un deseo de mostrar un México moderno, cosmopolita y multicultural (68). Si bien hay personajes lésbicos en algunos filmes de los últimos veinticinco años como se aprecia, por ejemplo, en Así del precipicio (2006) de Teresa Suárez y La otra familia (2011) de Gustavo Loza, éstos generalmente tienen un papel secundario. La obra cinematográfica que brinda mayor enfoque a las relaciones lésbicas en el México contemporáneo es Todo el mundo tiene a alguien menos yo

(2012) de Raúl Fuentes, cuya falta de distribución hace que sea de difícil acceso tanto dentro como fuera de México.1 El caso más exitoso y polémico de los últimos años es Las Aparicio

1 La cinta de Fuentes estuvo disponible por medio de Netflix durante aproximadamente un año. Sin embargo, ya no se encuentra en la plataforma digital y no se distribuye de forma comercial en formato DVD.

1 (2010-11), una serie televisiva producida por Argos y transmitida por Cadena 3. El programa sigue las vidas de la familia Aparicio liderada por la matriarca Rafaela y sus tres hijas: Mercedes,

Alma y Julia. El elemento lésbico radica en esta última, quien descubre su atracción por su mejor amiga, Mariana, abiertamente lesbiana. Que una buena parte de la serie se enfocara en el amor entre mujeres hizo que ésta se volviera popular entre el público lésbico mexicano y que causara controversia. Paul Julian Smith destaca que hubo cuestionamientos por parte de comentaristas de televisión sobre si el público mexicano estaba listo para este tipo de temática en televisión nacional (141).

Estudiar la cuestión lésbica en la literatura y cultura mexicanas de los últimos veinticinco años abre las puertas a un tema que ha sido, en gran parte, poco explorado por la crítica. Sin embargo, los indicios de homosexualidad femenina han estado presentes en la literatura mexicana desde comienzos del siglo XX. Críticos como Robert McKee Irwin, en su artículo

“‘Las inseparables’ and Other Early Traces of Modern Mexican Lesbianism” (2004), o María

Elena Olivera Córdova, en su imprescindible Entre Amoras. Lesbianismo en la narrativa mexicana (2009), se han ocupado de destacar el origen del personaje lésbico en las letras mexicanas. Destacan, por ejemplo, a La Gaditana, en Santa (1903) de Federico Gamboa; a

Rosario, en Los muros de agua (1941) de José Revueltas; y a los personajes principales en “Las

Inseparables” (1915) de Heriberto Frías, entre otros (Irwin 100-06; Olivera Córdova 9). Por lo general, sin embargo, estas representaciones proceden de la imaginación masculina, y jamás superan su imagen espectral o su calidad de agregado estético (Irwin, “Las inseparables” 109,

100). Por su parte, la narrativa homosexual masculina en México tiene sus orígenes en la obra del grupo Contemporáneos ––sobre todo en la escritura de Salvador Novo y Xavier Villaurrutia–, y más tarde en El diario de José Toledo (1964) de Manuel Barbachano Ponce. A pesar de estas

2 representaciones tempranas, la narrativa homosexual masculina no entra al canon de manera explícita sino hasta 1979 con El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata, la cual se convirtió en un parteaguas para la literatura de temática gay en México. Olivera Córdova destaca el cuento

“Las dulces” (1979) de Beatriz Espejo como la primera obra en representar el deseo erótico amoroso entre mujeres desde un punto de vista distinto al que se ve en los indicios tempranos y a manos de hombres (67). Sin embargo, sólo una década más tarde, Amora (1989) de Rosamaría

Roffiel ficcionaliza abiertamente el lesbianismo en México, y a partir de entonces podemos hablar de una literatura lésbica ––término que definiré más adelante.

Pese a la precariedad de los estudios lésbicos en México ––especialmente en materia de literatura–– el ya citado estudio de María Elena Olivera Córdova es probablemente la obra más completa en torno a este tema.2 Olivera Córdova es una de las principales investigadoras sobre el lesbianismo en México; habiendo entrevistado a autoras como Reyna Barrera y Ana Klein, y ha escrito extensamente sobre la homosexualidad femenina. Texto clave como punto de partida sobre el tema, Entre Amoras (2009), muestra cómo la literatura lésbica en México desafía la hegemonía en términos foucaultianos de biopolítica al cuestionar los modelos de la heterosexualidad como norma y el papel de las políticas reproductivas. El trabajo de Olivera

Córdova presenta el desarrollo del movimiento lésbico en México y su relación con el feminismo, a la vez que provee una lista de obras mexicanas con contenido lésbico.

Curiosamente, su análisis sólo ahonda en cuatro textos y destaca tanto las cuestiones hegemónicas que se han mencionado como en los procesos de prefiguración, configuración y refiguración. Se enfoca, en concreto, en el desarrollo de las novelas Dos mujeres (1990) de Sara

2 En 2014, bajo la coordinación de Elena Madrigal y Leticia Romero, se edita Un juego que cabe entre nosotras, texto sobre la literatura sáfica latinoamericana. A pesar del apoyo recibido por la librería mexicana Voces en Tinta, la edición no llega a imprimirse y, por tanto, se distribuye en formato CD-ROM.

3 Levi Calderón, Requiem por una muñeca rota (2000) de Eve Gil, Sandra, secreto amor (2001) de Reyna Barrera y No hay princesa sin dragón (2004) de Ana Klein, así como en los cuentos

“Con fugitivo paso” (1997) de Victoria Enríquez y “La primera revelación” (2002) de Rosamaría

Roffiel, enfatizando las vidas e influencias de sus autoras. Al mismo tiempo, resultan indispensables los estudios de Norma Mogrovejo, en especial Un amor que se atrevió a decir su nombre: La lucha de las lesbianas y su relación con los movimientos homosexual y feminista en

América Latina (2000) para comprender la evolución de los sujetos lésbicos latinoamericanos.

Aunque existen diversos artículos sobre obras enfocadas en la homosexualidad femenina, faltan estudios más amplios e inclusivos que ahonden en sus representaciones en el México contemporáneo, cosa que me propongo hacer en esta tesis.

Sólo después de Amora surge una mayor producción de obras que “confieren al fin a las personajas homosexuales su derecho a hablar, a ser narradoras de sus historias, y a la práctica erótico-sexual a partir de su propio deseo (femenino)” (Olivera Córdova, Entre amoras 69). Es lo que vemos en textos como Dos mujeres (1990) de Sara Levi-Calderón, quien utilizó un seudónimo para su publicación y debió huir del país tras ser acosada por su propia familia

(Olivera Córdova, Entre amoras 130). Debido a esta nueva corriente de temática lésbica, en aquellos años surgen también obras que “siguieron reproduciendo las imágenes estereotipadas de las mujeres homosexuales o incorporando un sentido de frustración fatalista en sus historias”

(Olivera Córdova, Entre amoras 129), como Infinita (1992) de Ethel Krauze, La muerte alquila un cuarto (1991) de Gabriela Rábago Palafox, Te seguiré buscando (2003) de Josefina Estrada,

Casa de la Magnolia (2004) de Pedro Ángel Palou y ¿Qué fue de Bonita Malacón? (2007) de

José Dimayuga (129). La crítica antepone a estas obras aquellas que surgen después de la obra de

Roffiel y que, a diferencia de las primeras, tienen seis características en común: el haber sido

4 escritas, en su mayoría, por mujeres lesbianas; su representación positiva del lesbianismo; su ideología feminista; la realización de una crítica de los estereotipos lésbicos; las referencias explícitas a espacios urbanos en México; y su cuestionamiento de la hegemonía normativa (Entre amoras 129-30).

Para ahondar en lo que implica un análisis de la literatura y cultura lésbicas podríamos partir de la simple pregunta: ¿Qué es la narrativa lésbica? En este estudio me valgo de las palabras de Inmaculada Pertusa que identifican este género como parte de una reivindicación de los valores y la lucha por la igualdad. Pertusa asegura que en dicha literatura:

[N]o sólo encontramos el establecimiento de fuertes lazos emocionales y/o físicos entre las personajas, sino en la que también podemos observar el esfuerzo del texto por validar las relaciones eróticas entre mujeres en una sociedad que se resiste a aceptar y a reconocerlas como parte del espectro sexual. Por otro lado, a la vez que se van desarrollando las diferentes anécdotas amorosas en cada una de las obras, se descubren también mecanismos de subversión y representación estética por medio de las cuales las sujetas acceden al mismo orden social que les niega su visibilidad y, por extensión, su participación. (Cit. en Olivera Córdova, Entre amoras 27)

Olivera Córdova extiende esta definición para mostrar que en las narrativas lésbicas hallamos la subversión del patriarcado y cierto disentir de la heterosexualidad tácita (Entre amoras 27). Si bien tomo estas definiciones como punto de partida, mi trabajo no se limita a autoras/es que se consideran a sí mismos/as homosexuales o lesbianas o cuya meta sea la de mostrar una buena cara de las relaciones entre mujeres. Esto sólo dejaría de lado textos que, a pesar de incluir personajes lésbicos, no giran alrededor del tema de la homosexualidad. Lo mismo sucedería al ignorar aquellas que a pesar de incluir indicios de deseo entre mujeres sólo lo incluyen como algo pasajero o subrepticio, ya que este tipo de obras muestra la versatilidad de la sexualidad humana y, por lo tanto, la posibilidad de no tener que asumir una identidad homosexual o salir del clóset para experimentar el deseo lésbico.

5 Si en el contexto mexicano ha habido un lento desarrollo en los estudios sobre lesbianismo, así como de las producciones literarias y culturales que lo incluyen, en los ámbitos académicos de Estados Unidos han sido mucho más fructíferos. Es probable que esto se deba a la proliferación de textos literarios de temática lésbica. A pesar de que We Too are Drifting (1934) de Gale Wilhelm suele ser considerada la primera novela lésbica, a partir de los sesenta y las décadas posteriores proliferaron las representaciones de lesbianismo en la literatura estadounidense (sobre todo tras los disturbios en el bar Stonewall en 1969 que desataron el movimiento LGBT)3. Esto puede observarse en obras como A Place for Us (1969) de Alma

Routsong (publicada bajo el seudónimo Isabel Miller, y más tarde con el título Patience and

Sarah en 1972), Who Was That Masked Woman? (1981) o Valley of the Amazons (1984) de

Noretta Koertge y Choices (1994) de Nancy Toder (Encyclopedia 459-60). En consonancia con esta producción, en los Estados Unidos hubo un auge en el surgimiento de diversas editoriales lésbicas en las décadas de los setenta y ochenta, tales como The Naiad Press, Spinsters Ink,

Blazon Books y Alyson Books. Éstas, a pesar de publicar tirajes pequeños, permitieron la publicación de textos de temática lésbica que tal vez no hubieran visto la luz en editoriales más grandes (Encyclopedia 460). Scott Herring también reconoce la importancia para el movimiento gay de la convención del Modern Language Association (MLA) de 1974 en Nueva York, titulada

“Homosexuality and Literature” (1). Y en 1990, con la llegada de la teoría queer a los estudios de género, se publica el libro interdisciplinario The Lesbian and Gay Studies Reader (Herring 4).

Aunque la proliferación de literatura lésbica en Estados Unidos temporalmente no se aleja mucho de la que surge en México, ésta sí es mucho más amplia. A partir del comienzo del

3 A lo largo de mi trabajo utilizo el término LGBT para referirme a la comunidad Lésbica, Gay, Bisexual y Transgénero. Esto lo hago como preferencia por la brevedad y debido a que sus siglas, siempre cambiantes, son distintas en México y los Estados Unidos.

6 movimiento LGBT, la crítica y teoría lésbica en los Estados Unidos tienen un auge que en

México todavía está pendiente. Esto se da, por un lado, debido a la escisión que surge dentro del movimiento feminista y el rechazo de varios de sus sectores hacia las lesbianas. Tal es el caso de

Betty Friedan y su denuncia del movimiento lésbico al cual denominaría la “amenaza lavanda.”

Annamarie Jagose destaca cómo esto creó un debate dentro del National Organization for

Women (NOW), cuando un grupo de lesbianas que se apropiaron del término de Friedan (más tarde se llamarían a sí mismas Radicalesbians) se separó del movimiento y dio a conocer su manifiesto “The Woman-Identified Woman” (1970). El texto denunciaba la homofobia existente en el movimiento feminista y buscaba abrir camino para el fortalecimiento de los grupos lésbicos

(48). Al mismo tiempo, el movimiento también se dio a la tarea de distinguirse del homosexual debido a las diferencias de género y los distintos tipos de opresión que las lesbianas experimentan. Pensando en esta situación, Jagose destaca el texto canónico “Compulsory

Heterosexuality and Lesbian Experience” (1980), de Adrienne Rich, el cual recalca esta distinción y critica la idea de la heterosexualidad como norma.

Si bien sigue habiendo una predominancia blanca dentro de los movimientos LGBT, los grupos marginados en los Estados Unidos han logrado mayor visibilidad que sus contrapartes en

América Latina. De acuerdo con Lourdes Torres, a partir de la década de los ochenta y con el surgimiento de textos como This Bridge Called My Back (1981), editado por Gloria Anzaldúa y

Cherríe Moraga, Loving in the War Years (1983) de Moraga, Borderlands/La Frontera: The New

Mestiza (1987) de Anzaldúa y Compañeras: Latina Lesbians (1987), editado por Juanita Ramos, las lesbianas latinas y chicanas logran ponerse al frente de los cuestionamientos sobre su representación, cosa que no sucede en Latinoamérica (1). Torres destaca también cómo, a pesar de que desde la década de los noventa, y tras la emergencia de la teoría queer, ha habido mayor

7 apertura en la academia estadounidense con respecto de los estudios sobre homosexualidad, en la latinoamericana éstos tienden a enfocarse en la homosexualidad masculina (2). En cuanto a las latinas en los Estados Unidos, postula que han podido expresar su deseo por personas del mismo sexo de una manera mucho más abierta que las lesbianas en partes de América Latina (4). Elena

Poniatowska ha destacado esta apertura y la ha contrastado con la dificultad de expresar la homosexualidad en México:

era muy interesante lo que ellas [las chicanas] hacían, muy atrevido. Allí sí, muy vanguardista porque la mayoría de ellas te decían muy abiertamente que eran lesbianas [...] Pero lo hicieron con una apertura enorme y en México hasta ahorita hay una escritora lesbiana que se llama Rosa María Roffiel (sic), que es una gran escritora. No sabes lo difícil que ha sido para ella reventar toda esta etapa de ostracismo, de rechazo. (Cit. En Alcántar 77-78)

Los comentarios de la escritora dejan entrever la diferencia abismal entre el movimiento lésbico en México y el que nace con las escritoras chicanas. Tal es el caso de Moraga y Anzaldúa, cuyas

“intenciones de escribir desde y definir identidades y opresiones múltiples crean la necesidad tanto de redefinir como criticar su propia cultura en el proceso” (Garza 201, mi traducción). Esta cultura, aunque difiere de la mexicana debido a su propio contexto y su contacto con la estadounidense, contiene rasgos de ella y por lo tanto permite una aproximación al estudio de los sujetos lésbicos en México. No es fortuito que en su reflexióm sobre la sexualidad y su relación con la identidad chicana en Loving in the War Years, Moraga haga uso de los postulados de Paz para establecer una relación entre el arquetipo de la Chingada y la sexualidad femenina. Moraga escribe: “If the simple act of sex then ––the penetration itself–– implies female debasement and non-humanness, it is no wonder Chicanas often divorce ourselves from the conscious recognition of our own sexuality” (110).

Los postulados de las feministas chicanas tienen en cuenta las ideas que surgen desde un contexto mexicano y al mismo tiempo brindan nuevos puntos de vista desde los cuales es posible

8 reflexionar en torno a su sexualidad. Si los argumentos feministas blancos son necesarios como punto de partida, aquellos provenientes de las chicanas ayudan a comprender el machismo específico de México. No en vano Gloria Anzaldúa apunta: “though ‘home’ permeates every sinew and cartilage of my body, I too am afraid of going home. Though I’ll defend my race and culture when they are attacked by non-mexicanos, conozco el malestar de mi cultura. I abhor my culture’s ways, how it cripples its women, como burras, our strengths used against us, lowly burras bearing humility with dignity” (43). Este tipo de reflexiones permiten ir más allá de las denuncias “universales” provenientes de las feministas y teóricas blancas y ayudan a comprender los tipos de opresión sufridos por las lesbianas pertenecientes a minorías y que, por ende, pueden observarse muchas veces en el contexto mexicano. En el caso de Moraga, Yvonne Yarbro-

Bejarano postula que “as a Chicana lesbian writing subject, cannot inhabit a ‘pure’ place of opposition of female desire and the female body. Instead, lesbian desire and the lesbian body themselves become the field of negotiation and (de)construction, Gloria Anzaldúa’s

‘borderlands,’ the ‘third space’ of flux and translation” (4). Si se toma en cuenta ese “tercer espacio,” ese lugar conformado por los intersticios señalados por Anzaldúa en Borderlands/La frontera y que se convierten en espacios entre dos mundos (42), es posible retomar la idea del puente que con This Bridge Called My Back, ambas autoras ––como otras tantas–– buscan construir para conectar las experiencias de las mujeres provenientes de diversos grupos minoritarios en los Estados Unidos. Esta idea, en el contexto del presente estudio, sirve como punto de partida de una conexión entre los estudios lésbicos estadounidenses y los mexicanos si tomamos en cuenta los postulados de los estudios lésbicos chicanos para analizar el lesbianismo y sus representaciones en México. No es casualidad que, en una entrevista, la misma Roffiel haya declarado sentirse identificada con escritoras norteamericanas negras y chicanas (Loisel

9 105), dejando ver la posible conexión entre los grupos marginados de mujeres provenientes de minorías en los Estados Unidos y las lesbianas mexicanas.

Si los estudios sobre lesbianismo y cuestiones queer en los Estados Unidos, tanto chicanos como blancos, facilitan un acercamiento a los estudios de género y sexualidad en

Latinoamérica, es necesario tener en cuenta las diferencias culturales, sociales y raciales que surgen al trasladarlos al contexto mexicano. Podríamos empezar por el simple concepto del término “género” como traducción directa del gender del que escriben múltiples teóricas/os como Judith Butler. Amy Kaminsky arguye que éste es utilizado principalmente como traducción de gender desde la academia estadounidense por críticos que escriben en inglés debido a la persistencia del lenguaje, así como por la cercanía de éstos con las teorías de género que surgen en los Estados Unidos (Ready the Body Politic 9). Destaca, sin embargo, que existen académicos, sobre todo los exiliados, que se resisten a esta adaptación (Reading the Body Politic

9), y Lillian Manzor-Coats, en su introducción para Latin American Writers on Gay and Lesbian

Themes: A Bio-Critical Sourcebook (1994), explica que esto se debe a la constante lucha contra el neocolonialismo estadounidense (Foster y Nelson xviii). Pese a estas tensiones sociales, lingüísticas y culturales, figuras importantes dentro de la academia mexicana (especialmente en las ciencias sociales) han abogado por el uso del término “género” para lograr un entendimiento más amplio que ayude a aproximarse a los distintos temas que se relacionan con la sexualidad.

Marta Lamas, por ejemplo, acepta las múltiples acepciones de gender y su traducción como

“género,” pero lo usa destacando las tres posibles definiciones en español a las que puede referirse: “1) al género clasificatorio (como en género literario); 2) al sexo (como en la acepción original de gender), y 3) al conjunto de creencias, prácticas y mandatos culturales que establecen

10 una división simbólica entre lo ‘propio’ de los hombres (lo masculino) y lo ‘propio’ de las mujeres (lo femenino), con la nueva acepción de gender” (Cuerpo, sexo y política 11).

También hay que tomar en cuenta que la palabra queer no tiene una traducción directa al español con el mismo significado que tiene en inglés. Annamarie Jagose define lo queer como todo aquello que desestabiliza la supuestamente armoniosa relación entre sexo biológico, género y deseo, así como el orden heteronormativo (3). El término, como se sabe, ha sido y es utilizado por críticos que analizan las sexualidades no heteronormativas, así como las prácticas que buscan romper con el orden hegemónico en textos de autores latinoamericanos. Tal es el caso de Ben

Sifuentes-Jaúregui quien, al enfocarse en las diferencias contextuales, destaca la importancia de ver tanto las cuestiones de visibilidad ––el discurso del coming out tan prevalente en los Estados

Unidos vs. la renuencia o necesidad de adoptarlo al sur del Río Bravo–– como las de identidad en Latinoamérica. Asimismo, enfatiza la manera en que los sujetos homosexuales no pueden ser iguales en los Estados Unidos y en los diversos países de América Latina debido a las muchas circunstancias que los diferencian (1-2). Michel Foucault habla de la necesidad de confesión como

tan profundamente incorporada a nosotros que no la percibimos más como efecto de un poder que nos constriñe; al contrario, nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo “pide” salir a la luz; que si no lo hace es porque una coerción la retiene, porque la violencia de un poder pesa sobre ella, y no podrá articularse el fin sino al precio de una especie de liberación. (37)

Sifuentes-Jaúregui, en cambio, arguye que en el contexto latinoamericano es posible la existencia de “queerness-through-silence” (5) y que la narrativa de salir del clóset, tan prevalente en los

Estados Unidos, no siempre se ajusta al contexto latinoamericano. Esto no significa que el salir del clóset sea un fenómeno ajeno a Latinoamérica ––sobre todo desde la consolidación del movimiento LGBT y su activismo––, sino que no siempre es necesario para vivir como sujeto

11 homosexual. Para llevar a cabo un análisis de la comunidad lésbica en México es importante reconocer tanto los alcances como las limitaciones de postulados que surgen desde la academia estadounidense. De acuerdo con David William Foster, la cultura lésbica latinoamericana requiere de una aproximación distinta a la estadounidense excepto cuando se trata de aquellas situaciones presentes entre las mujeres pertenecientes a minorías marginadas (Sexual Textualities

9). Si bien este argumento marca las diferencias entre las experiencias mexicanas y las de las lesbianas en los Estados Unidos, rechazar todos los argumentos que provengan de fuera resulta poco productivo. Por lo tanto, es necesario un acercamiento que utilice las distintas herramientas disponibles para la investigación mientras éstas se contextualicen y no busquen imponer modelos que no son posibles en Latinoamérica.

Como señalo al principio de esta introducción, en el contexto mexicano, tanto el desarrollo de producciones literarias y culturales en torno a la homosexualidad como la crítica que las acompaña, han tendido a centrarse en las figuras masculinas. Bien señala Irwin que, aunque las académicas feministas han enfatizado la importancia de obras escritas por mujeres cuestionando las nociones patriarcales, el tema del lesbianismo en la literatura sigue siendo poco explorado, en especial si se compara con los múltiples estudios que se han realizado sobre la homosexualidad masculina (The Famous 41 5). Esta invisibilidad del lesbianismo puede verse incluso en el canónico ensayo El laberinto de la soledad (1950) de Octavio Paz, donde tras hacer un análisis del papel del hombre y la mujer en México, el autor menciona brevemente la homosexualidad masculina que sigue el mismo patrón de pasividad ––y por lo tanto de sujeto violentado–– que la mujer (61). En ningún momento, empero, Paz hace mención alguna al lesbianismo, dejando ver el discurso falocéntrico que no concibe las prácticas sexuales que excluyan al sujeto masculino.

12 A principios del siglo XX, y tras los hechos que en 1901 se conocerían como el “Baile de los 41,” la sociedad mexicana comenzó a aceptar la existencia de ese sujeto que pasa de ser

“afeminado” a ser considerado “invertido.” Tal y como señala Carlos Monsiváis, a partir de este momento comienza a formarse el sujeto homosexual en México (Cit. en Irwin, The Famous 41

2). En el siglo XIX la búsqueda de la masculinidad mexicana llevó al escarnio de los llamados

“pollos” (Conway 206) o “lagartijos” (Sifuentes-Jáuregui, Transvestism 28; Domínguez-

Ruvalcaba 34); los jóvenes aristócratas que dedicaban gran parte de su tiempo al cuidado de su apariencia y a pasearse por las avenidas de la Ciudad de México. El rechazo hacia éstos radicaba, antes de 1901, en su vida de lujo y poco productiva que parecía acercarse más a la de la mujer

(Macías-González 227-28). Debido a esta feminización, su perfil se alejaba de la masculinidad idealizada, aquella que se requería dentro de los círculos homosociales que forjarían el concepto de nación (Irwin, Mexican Masculinities xiii). A pesar de su aparente “afeminamiento,” estos hombres no serían asociados directamente con la homosexualidad sino hasta después del Baile de los 41. La preocupación machista por estos sujetos a partir de ese momento puede observarse tanto en los medios sensacionalistas de la época como en otro tipo de textos, como el estudio criminológico de Carlos Roumagnac, Los criminales en México. Ensayo de psicología criminal

(1904). Compuesto por una serie de entrevistas realizadas en la cárcel de Belem, el texto de

Roumagnac indaga sobre la vida de los presos, poniendo atención también a sus hábitos sexuales como la masturbación o las prácticas homosexuales. Lo interesante de este texto es que, de manera casi excepcional, menciona el lesbianismo o “el safismo.” El texto de Roumagnac es, pues, la primera representación de la homosexualidad femenina en México a partir de información que pretende ser científica (Irwin, “Las inseparables” 104).

13 El énfasis que la crítica ha puesto en los estudios sobre la homosexualidad masculina en

México resulta necesario para contextualizar el lugar del que parten los aún emergentes estudios lésbicos sobre la cultura y literatura mexicanas. En México se escribe con J (2010), Michael

Schuessler menciona que a diferencia del texto editado por él y Miguel Capistrán, centrado en la homosexualidad masculina, no se ha escrito un volumen sobre cuestiones lésbicas y desea que su obra “constituya una sincera invitación al conglomerado homosexual femenino mexicano

(activistas, escritoras, artistas) a realizar un volumen que complemente el nuestro” (30). La mención de las activistas por parte de Schuessler no es gratuita debido a la importancia que éstas han tenido para el reconocimiento de los sujetos lésbicos en México.

Si bien el desarrollo del movimiento LGBT en México, así como su incorporación a la cultura nacional han sido paulatinos, éstos se vieron fuertemente influenciados por los movimientos estadounidenses de los años sesenta que cuestionaban las conductas normativas, así como por el ambiente mundial de la década. Los sucesos de Tlatalolco en 1968 en México que desembocarían en la matanza y represión de los estudiantes por parte del gobierno, y las reflexiones y movimientos que surgieron a raíz de éstos, permitirían una mayor apertura al tratamiento de estos temas. Para ver esta conexión basta recordar que la primera marcha gay en

México fue en 1979, un año después de que un contingente LGBT se uniera a las movilizaciones del 2 de octubre de 1978 para conmemorar los diez años de la matanza de Tlatelolco (Schuessler

51); esto sucedió sin resistencia alguna, mostrando así el comienzo de un proceso de apertura.

Incluso antes de estos sucesos, hubo un aumento ––aunque no tan amplio como en los Estados

Unidos–– en la visibilidad de los grupos lésbicos, como en el caso de la activista Nancy

Cárdenas, quien en 1971 fue entrevistada por Jacobo Zabludovsky en televisión nacional y habló abiertamente sobre su lesbianismo. Según Olivera Córdova: “Si bien muchas actividades y

14 expresiones de las feministas mexicanas fueron ignoradas por los medios de comunicación, la participación de las lesbianas causó revuelo en la prensa escrita, la que en términos generales dio voz a la lesbofobia, sin embargo, se abría de nuevo el canal de difusión nacional al debate de los derechos homosexuales” (Entre amoras 60). También en 1975, durante la celebración de la

Conferencia Mundial del Año Internacional de la Mujer, los grupos lésbicos mexicanos pidieron la participación de Cárdenas y juntas presentaron su manifiesto titulado Declaración de las lesbianas de México (Olivera Córdova, Entre amoras 60). En estos años las activistas lesbianas muestran intereses propios y surgen tanto el grupo Ácratas como Lesbos y Oikabeth (Olivera

Córdova, Entre Amoras 62). Durante la década de los ochenta se lleva a cabo el Primer

Encuentro de Lesbianas Latinoamericanas y del Caribe, así como la formación de la

Coordinadora Nacional de Lesbianas Feministas en México (Olivera Córdova, Entre Amoras

62).

Aunque los grupos lésbicos han tenido momentos de separación y desacuerdos tanto con grupos LGBT como con los movimientos feministas, esto no significa que se hayan desligado totalmente. De hecho, han actuado en conjunto y diversos sectores de cada grupo han entablado diálogos productivos. Esto puede verse en revistas feministas como Fem, fundada en 1976. Ésta ha publicado artículos y números que se ocupan de los temas que conciernen a las lesbianas en

México y ha apoyado abiertamente los derechos de la población LGBT. Al mismo tiempo, académicas como la socióloga Marta Lamas han publicado estudios que, aunque no se centran en cuestiones de lesbianismo, sí crean espacios y discursos más incluyentes para las homosexuales femeninas.

Teniendo en cuenta la crítica que se ha realizado en torno a los personajes lésbicos en la literatura mexicana contemporánea, en este trabajo analizo su representación en obras publicadas

15 entre 1989 y 2015, así como en diversas revistas lésbico-feministas. Si bien el trabajo de Olivera

Córdova se enfoca en algunas de las obras que la autora considera como literatura lésbica por la centralidad de sus personajes homosexuales, así como sus procesos de configuración, en esta tesis me enfoco en el texto y no en el autor. Mientras que ella se encarga de trazar las trayectorias literarias de las autoras cuyas obras analiza para así entender cómo es que se adentran en la literatura lésbica, yo me centro en la representación literaria y cultural de los personajes lésbicos, así como en la sociedad que éstos retratan. Esto es importante para comprender cómo los personajes han cambiado y proliferado con el paso del tiempo, mostrando la paulatina apertura a la representación de la homosexualidad femenina. A diferencia de Entre Amoras, mi trabajo incluirá obras en las cuales la homosexualidad femenina no es el tema principal, así como aquellas que no intentan mostrar un lesbianismo positivo, sino simplemente plasmarlo desde un punto de vista distinto, disidente, transgresor.

El objetivo principal de mi análisis es identificar si, debido a sus cualidades como personajes marginados que van en contra de la hegemonía, los personajes y el lesbianismo sirven también para cuestionar otros aspectos de la normatividad mexicana. Al mismo tiempo, utilizo el argumento de Adrienne Rich sobre la existencia de un continuo lésbico. Para la crítica, este continuo define las relaciones entre mujeres, yendo desde la amistad hasta algo más íntimo, aunque no exclusivamente sexual (23).4 Sobre este tema en el contexto mexicano, David William

Foster propone que las relaciones entre hombres en México pueden ser analizadas desde un continuo, basado en el de Rich, que va desde el compadrazgo hasta manifestaciones de intimidad física (Sexual Textualities 69). De esta misma manera, mi trabajo propone un análisis de la

4 Aunque me interesa realizar un análisis más a fondo del lesbianismo en sujetos transgénero en la literatura mexicana, hasta la fecha no he encontrado obras que se ocupen de este tema con profundidad. Es por ello que todos mis personajes que no se apegan a un sistema binario de género o que cruzan las fronteras entre éste se sitúan en este primer capítulo.

16 sexualidad femenina e identidad lésbicas basado en un continuo, mostrando así la diversidad dentro de los personajes y la manera en que no es necesario un absoluto para la configuración de identidades propias.

Mi primer capítulo toma en cuenta distintos matices del deseo lésbico en obras que comúnmente no se asocian con la narrativa lésbica, como en las de Cristina Rivera Garza,

Valeria Luiselli y Enrique Serna, por ejemplo. Propongo que los personajes ––aun cuando algunos de ellos tienen un papel periférico dentro de las narrativas–– tienen la función de socavar el poder hegemónico masculino, así como la heterosexualidad, por medio del deseo lésbico.

Reparo, por eso, en la atracción que puede ir desde la simple curiosidad hasta las relaciones lésbicas más explícitas. Esto es algo que puede darse en personajes que cuestionan su sexualidad o en aquellos que sienten un deseo homosexual momentáneo. Analizo, en primera instancia, la novela La cresta de Ilión (2002) de Cristina Rivera Garza. En la obra, la relación lésbica entre los personajes de Amparo Dávila y La Traicionada sirve para excluir y atormentar al protagonista, pues las mujeres tienen un espacio exclusivo y llegan, incluso, a crear un idioma propio. Vistas desde esta perspectiva, las mujeres limitan lo que Rich explica como el acceso de los hombres a las mujeres, llevando a cabo un acto de resistencia al patriarcado (24). También realizo en este capítulo un análisis de Cuerpo náufrago (2005) de Ana Clavel, donde la protagonista, Antonia, despierta un día convertida en hombre. La otrora mujer deberá no sólo aprender a vivir como hombre sino también a repensar su sexualidad, cuestión que le causa un conflicto interno con respecto a su supuesta heterosexualidad.

La última novela que estudio aquí es Los ingrávidos (2011) de Valeria Luiselli, en la cual la protagonista, ya casada y radicando en México, escribe un libro autobiográfico sobre su juventud en Nueva York. Parte de este relato narra su relación homoerótica con su amiga

17 Dakota. Tras leer el manuscrito sin su consentimiento, su marido cuestiona en múltiples ocasiones su sexualidad, mostrando la incomodidad que le causa la posibilidad de que su esposa haya tenido alguna relación sexual fuera del alcance masculino. Al mismo tiempo, su relación con la mujer es sólo permisible siempre y cuando se encuentre en los Estados Unidos, lejos del control patriarcal de su marido, mostrando así la heterosexualidad obligatoria existente en

México.

Continúo el primer capítulo con el análisis de una serie de cuentos que reflejan estos atisbos de lesbianismo. En el caso de “Amor propio” (1991) de Enrique Serna, éste se observa a través de su protagonista, una actriz de telenovelas cuya carrera se encuentra en declive y que siente deseo por un travesti que la imita. Analizo también el cuento de Iliana Godoy, “Baños de pureza” (2005). Este texto narra el encuentro sexual secreto que ocurre entre dos amigas, así como la preocupación de una de ellas en cuanto a la forma en que éste afecta su cumplimiento con los roles de género y la heterosexualidad imperantes en México. Finalmente, analizo “Ladies

Night” (2012) de Mónica Lavín, en el que la protagonista, tras entrar en un bar de bailarinas exóticas, va de pensar que quiere ser como ellas a descubrir que siente deseo sexual por las mujeres. Todos estos personajes permiten un análisis del deseo lésbico en sujetos que, a pesar de no identificarse como lesbianas, cuestionan momentáneamente la heterosexualidad y el poder masculinos presentes en México.

En mi segundo capítulo analizo la representación de los personajes lésbicos que son descritos con características o comportamientos comúnmente asociados con lo masculino.

Abrevo de los postulados de Jack Halberstam en Female Masculinity (1998) y R.W. Connell en

Masculinities (1995), así como de Héctor Domínguez Ruvalcaba en Modernity and the Nation in

Mexican Representations of Masculinity (2007) y Robert McKee Irwin en Mexican Masculinities

18 (2003) para estudiar la forma en que los personajes configuran sus propias masculinidades que no se apegan a la hegemónica. Siguiendo, nuevamente, la idea de un continuo, estudio algunos personajes cuya masculinidad es aparente sólo en ciertos momentos, así como aquellos en los que forma parte imprescindible de su identidad lésbica. Para ello, analizo la obra de Ana Klein,

No hay princesa sin dragón (2004), donde su protagonista se traviste e identifica como niño durante su infancia, mecanismo que le permite descubrir su homosexualidad durante la juventud.

Sin embargo, al ver su masculinidad como algo negativo, la mujer se esmera por apegarse a la feminidad, rechazando por completo su lado masculino al concluir la novela. Estudio también la obra de Reyna Barrera, Sandra, secreto amor (2001). En ésta destaco la idealización de las lesbianas con características femeninas, pues su protagonista se enamora de Sandra, quien da título al texto y cuya apariencia y personalidad se apegan a la feminidad. Esto contrasta con el personaje de Ramona, novia de la protagonista que es descrito como masculino y, consecuentemente, violento.

Continúo con un análisis de dos textos en los cuales la masculinidad femenina se representa como parte importante de la personalidad de sus personajes, mas no es vista como negativa. De esta forma, nos ofrecen una mayor complejidad y van más allá de una visión maniquea que posiciona lo masculino como algo negativo y lo femenino como idóneo. Esto podemos verlo en el cuento “¡Pantera! ¡Pantera!” (2010) de Elena Madrigal, que muestra a una luchadora de personalidad masculina y agresiva en el ring. Sin embargo, también nos presenta la dualidad del personaje, quien, en su papel de amante se comporta con la delicadeza y dulzura asociadas con la feminidad. Concluyo este apartado con el cuento de Victoria Enríquez “De un pestañazo” (1997), basado en la vida del coronel Amelio Robles, quien formó parte de las fuerzas zapatistas durante la Revolución Mexicana. Si bien el personaje histórico fue una de las

19 primeras figuras históricas transgénero, el cuento de Enríquez muestra a una protagonista que no abandona su identidad femenina, al mismo tiempo que demuestra sus proezas en el campo de batalla.

El tercer capítulo examina la forma en que distintas obras tienden a reproducir los mecanismos sociales en cuanto a raza y clase. En su colaboración para This Bridge Called My

Back (1981), Cheryl Clarke arguye que el lesbianismo sirve como un proceso de descolonización al rechazar las imposiciones patriarcales y occidentales. Siguiendo este postulado, analizo los patrones seguidos por algunos personajes para explorar si logran desprenderse de lo que Federico

Navarrete llama “racismo cromático,” es decir, una jerarquía de belleza y estatus social basada en el color de piel y rasgos físicos que distingue lo deseable de lo indeseable y que proviene del legado colonial.

Comienzo la tercera parte de mi estudio con la novela Requiem por una muñeca rota: cuentos para asustar al lobo (2000) de Eve Gil. En ésta, la historia de amor lésbico entre la protagonista y su mejor amiga se ve enmarcada por las preocupaciones de clase y raza de la sociedad que las rodea. Existe un contraste entre las niñas debido a que una es rubia y rica y la otra morena y pertenece a una clase social más baja. Esta última idealiza las características y posición social de su amiga, quien a su vez es explotada por su familia como modelo pues se apega al ideal de belleza que persiste en la sociedad mexicana. Posteriormente analizo textos en los que las características raciales y la pertenencia a una clase social alta les permite a sus personajes triunfar económica y socialmente. Miel azul (2012) de María Luisa Medina, por ejemplo, se sitúa en un México idealizado, donde las protagonistas de piel blanca y cabello rubio pertenecen a una clase alta que jamás entra en contacto con personajes de otras escalas sociales o características raciales. Asimismo, tras algunos breves conflictos, logran estar juntas sin perder

20 su estatus social o influencia. Mi estudio continúa con la novela autobiográfica de Sara Levi-

Calderón, Vida y peripecias de una buena hija de familia (2015). El texto narra el ostracismo que sufre la protagonista por parte de su acaudalada familia judía al revelar su lesbianismo, así como la configuración de su identidad por no pertenecer al ideal nacionalista del mestizaje. A pesar de no ser parte de éste, tiene un desenlace feliz al mudarse a Tepoztlán, donde convive con campesinos y ella y su pareja forman parte de la comunidad.

Asimismo, estudio dos cuentos en los que la marginalidad y pobreza de sus personajes determina su incapacidad de mejorar su situación económica y social. “Graffiti de amor” (2002) de Susana Quiroz e Inés Morales narra la historia de una protagonista que vive su lesbianismo desde la marginalidad creada por su pobreza y exclusión por parte de la sociedad. Si bien la obra narra la manera en que la joven le demuestra su amor a su novia por medio de un grafiti, ninguna de las dos logra salir de los márgenes en los que se encuentran, luchando contra el hambre y la miseria. Finalmente, estudio el cuento de Víctor Cata, “Santo” (2008). Éste presenta la historia de una mujer indígena zapoteca que debe resistirse a la violencia patriarcal que sufre tras ser encontrada en la cama con otra mujer. La única salida de la mujer tras ser golpeada por su padre es matarlo, uniéndose así a la misma violencia que la victimiza para poder estar con la mujer que ama.

A modo de conclusión, en mi cuarto capítulo hago un repaso de los distintos temas que atañen a la comunidad lésbica en México, comenzando con sus inicios en el activismo feminista y, más tarde, su incursión en el movimiento LGBT. Por tanto, parto de un análisis de Amora debido al protagonismo que la militancia feminista, así como la construcción del sujeto lésbico tienen en la obra. Rastreo también el papel de un activismo que cambia y que se construye desde la diversidad sexual en el cuento “Agua de chía” (2015) de Artemisa Téllez, ya como parte de

21 una comunidad LGBT. En éste, la protagonista hace referencia a la importancia que participar en la marcha LGBT de la Ciudad de México tiene en su auto aceptación y su pertenencia a una colectividad. Asimismo, analizo la violencia, no sólo de género sino también homofóbica –– tanto física como psicológica–– sufrida por los personajes debido a su condición marginal dentro de la sociedad. Para ello, me enfoco en los cuentos de Gilda Salinas en Del destete al desempance: Cuentos lésbicos y un colado (2008) para analizar la violencia homofóbica perpetrada contra sus protagonistas. Por ejemplo, en “La reina de la pista”, la protagonista asiste con frecuencia a un bar gay donde se siente acogida y segura, cosa que cambia cuando es violada por uno de los guardias de seguridad que decía ser su amigo, mostrando la vulnerabilidad de las mujeres y los miembros de la comunidad LGBT.

Finalmente, a fin de retomar el lesbianismo como un acto contestatario ante los patrones heteronormativos, analizo el papel del matrimonio y la monogamia en las parejas lésbicas, así como la maternidad. Hago esto en los cuentos de Salinas, en la obra de Roffiel y en la novela

Rhyme & Reason (2008) de Criseida Santos Guevara. En Amora, la protagonista se ve obligada a repensar sus ideales cuando su pareja le propone tener una relación abierta, situación que ésta no acepta. Por otro lado, en el texto de Santos Guevara el personaje principal debe decidir si quiere o no continuar con la maternidad que su pareja ha decidido imponerle al embarazarse. Con el propósito de ahondar en cuanto a la importancia de estos temas más allá de sus representaciones literarias, analizo también varios números de la revista feminista Fem, así como de las publicaciones lésbicas Las Amantes de la Luna, Les Voz y Nota’n Queer. Debido a la falta de información sobre la comunidad de mujeres homosexuales, estas revistas tienen la función de fungir como un archivo que nos permite rastrear las preocupaciones y problemáticas que, al decir

22 de Halberstam, ayudan a construir una memoria colectiva que refleja los cambios en torno a los sujetos lésbicos y el activismo (In a Queer Time and Place 1-2).

Además de discutir la función de los personajes lésbicos para problematizar el sistema heteronormativo y patriarcal del México contemporáneo, mi trabajo ahonda en el tema del lesbianismo en la literatura mexicana a partir de Amora. Éste muestra que la literatura lésbica no termina con la obra de Roffiel, sino que se sigue desarrollando, mostrando una amplia gama de personajes que representan la diversidad existente, no sólo entre lesbianas, sino también dentro de la sexualidad femenina.

23

CAPÍTULO 1

PUNTO DE PARTIDA: ATISBOS DE LESBIANISMO EN LA LITERATURA MEXICANA A FINALES DEL SIGLO XX Y PRINCIPIOS DEL XXI

El siglo XIX sirvió como punto clave para la consolidación de México como nación independiente. Este proceso, sin embargo, brinda protagonismo a los sujetos masculinos y utiliza a la mujer como una forma de perpetuar una hegemonía de género heterosexual. Por lo tanto, no es sorpresa que los valores heteronormativos de la época estén presentes en su literatura. Robert

McKee Irwin destaca la manera en que la literatura del siglo XIX resalta la importancia de los vínculos homosociales masculinos como parte de una alegoría de unión nacional (Mexican

Masculinities xiii). Aunque en el XIX se producen obras que giran en torno a romances heterosexuales, hay una tendencia a situar a la mujer sólo como piedra angular en las relaciones entre hombres que compiten por su afecto basándose en su masculinidad (Irwin, Mexican

Masculinities 48). El año de 1901 sirvió como momento clave para el concepto de masculinidad en México. Lo que se ha llegado a conocer como el Baile de los 41, una fiesta de hombres, de los cuales varios se encontraban vestidos con prendas femeninas, concluyó con una redada policiaca.

Esto, al decir de Carlos Monsiváis, llevo a la consolidación de la homosexualidad en México al convertirse en un conocido escándalo (citado en Irwin, The Famous 41 2). Asimismo, hizo que la homosexualidad se asociara con lo femenino y agrandó la preocupación de la sociedad por las cuestiones de masculinidad. Tras este acontecimiento, y con la llegada del siglo XX, se abren paso narrativas que buscan recalcar los valores viriles y atacar el supuesto afeminamiento masculino y, por lo tanto, la posibilidad de la homosexualidad. Esta masculinidad exacerbada

24 lleva a la propagación del machismo en México, el cual Carlos Monsiváis define como un término que, después de la Revolución, “se prodiga para señalar no a todos los combatientes, sino a los hombres entre hombres, a los que hacen de su autodestrucción un espectáculo, se irritan ante la posposición de la muerte, retan a mentadas y carcajadas a la artillería enemiga”

(Escenas 103). Al mismo tiempo, el autor arguye la manera en que dicho término en un principio se destina para las clases obreras, aunque pronto forma parte de ciertos valores nacionales y del imaginario cultural más allá de los límites de clase (Escenas 108). Sobre la masculinidad y la misoginia que ésta conlleva en México, Monsiváis señala:

La ideología patriarcal hace de un hecho biológico la meta codiciada y prestigiosísima: un hombre, alguien de tal modo desprovisto de fragilidades y debilidades que obtiene la inefable madurez: hacer lo que le venga en gana. Nueva trampa semántica: el muy hombre es el triunfador, fatal destino el de las mujeres…y el de los fracasados. (Escenas 105)

Aunque tanto el autor como Sayak Valencia han apuntado al hecho de que el concepto de masculinidad y los alcances del machismo son contextuales y han ido cambiando paulatinamente

(Monsiváis, Escenas 116; Valencia, “Teoría transfeminista” 76), ambos reconocen que éstos siguen formando parte de la sociedad. Valencia, en ensayo de 2014, apunta que, en México, “las demandas de la masculinidad hegemónica o tradicional” han sido y son “redistribuidas cotidianamente a los varones mexicanos de manera biopolítica por el Estado y la sociedad”

(“Teoría transfeminista” 70). Por consiguiente, existe un vínculo cercano entre las cuestiones de género y el poder nacional que funge desde una serie de normas heteronormativas y patriarcales

(“Teoría transfeminista” 72).

Si comienzo este estudio refiriéndome a la masculinidad y al papel que juega en la hegemonía patriarcal en el contexto mexicano es porque mi trabajo analiza la forma en que el lesbianismo y la apertura femenina a sexualidades no heteronormativas pueden servir para

25 transformar dichos sistemas. Lo hacen rechazando orientaciones y deseos sexuales impuestos desde una jerarquía patriarcal que los ve como única opción. Aunque mi trabajo se enfoca en el lesbianismo, este primer capítulo permite una posición más amplia de la sexualidad debido a que varios de los personajes por explorar transgreden las normas de género y sus objetos de deseo no son estrictamente aquellos que los ubican dentro de un margen heterosexual. El concepto de transfeminismo desarrollado por Valencia sirve como una herramienta epistemológica que:

[N]o se desliga del feminismo ni se propone como la superación de este (sic) sino como una red que es capaz de abrir espacios y campos discursivos a todas aquellas prácticas y sujetos de la contemporaneidad y del devenir minoritario que no habían sido considerados de manera directa por el feminismo blanco e institucional. De igual forma, teje lazos con la memoria histórica y reconoce la herencia aportada por los movimientos feministas integrados por las minorías raciales, sexuales, económicas y migrantes al mismo tiempo que se nutre de ellos, tanto discursiva como políticamente. (“Teoría transfeminista” 68)

El acercamiento de Valencia al transfeminismo se basa, de igual manera, en una lectura interseccional que incluye lo que denomina “los feminismos de color del tercermundo y el tercermundo (sic) estadounidense” (“Teoría transfeminista” 68), así como “La disidencia sexual y su desplazamiento geopolítico y epistémico hacia el sur: del queer al cuir,” la despatologización de las identidades trans y los devenires minoritarios por diversidad funcional, las migraciones y la precarización económica (“Teoría transfeminista” 68). Asimismo, Valencia apunta que los sujetos del transfeminismo pueden ser vistos como parte de una serie de

“multitudes queer/cuir” cuya meta “es desarrollar categorías y ejecutar prácticas que no busquen asimilarse a los sistemas de representación impuestos por la hegemonía capitalista del sistema heteropatriarcal/clasista/racista,” así como, desde el contexto latinoamericano, “inventar otras formas de acción que reconfiguren la posición del sur como un posicionamiento crítico y no sólo como un emplazamiento geopolítico” (“Teoría transfeminista” 69). Si bien mi trabajo no busca posicionarse como transfeminista, los postulados de Valencia nos permiten pensar en la manera

26 en que el género y la sexualidad se entrelazan y pueden ayudar a socavar los mecanismos de la hegemonía presente en el México contemporáneo. Por lo tanto, sus propuestas se alinean con las metas de este trabajo: mostrar la forma en que la literatura mexicana, por medio de personajes homosexuales o que manifiestan deseo lésbico, nos permite repensar las múltiples formas en que la homosexualidad femenina puede socavar o brindar visibilidad a los roles impuestos por el sistema heteronormativo patriarcal. De esta forma, los personajes ayudan a abrir alternativas que permiten un enfoque que va más allá de las figuras masculinas.

Para ello, mi estudio explora los personajes de Amparo Dávila y La Traicionada en La cresta de Ilión (2002) de Cristina Rivera Garza, ya que las mujeres establecen una relación con tintes lésbicos e incluso llegan a crear un idioma propio que las deja fuera del alcance masculino.

Continúo mi trabajo analizando a Antonia, la protagonista de Cuerpo náufrago (2005) de Ana

Clavel porque me interesan los atisbos de lesbianismo en el personaje. Al despertar una mañana convertida en Antón, Antonia es consciente de su identidad como mujer y llega a cuestionar su sexualidad debido a la diferencia entre su mente y su cuerpo. Asimismo, analizo Los ingrávidos

(2011) de Valeria Luiselli debido a las interacciones eróticas que su protagonista (cuyo nombre no se revela) sostiene con una amiga durante su juventud en los Estados Unidos y la manera en que éstas se ven cuestionadas por su marido, años más tarde, en México. Tras explorar estas tres novelas me enfoco en diferentes cuentos para continuar mi análisis. En “Amor propio” (1991) de

Enrique Serna, destaco el lesbianismo ambiguo de uno de sus personajes que se enamora de un travesti vestido como ella y con quien tiene relaciones sexuales tras pedirle que mantenga la ilusión que le permitirá hacerse el amor a sí misma. En “Baños de pureza” (2005), Iliana Godoy narra un encuentro sexual entre dos amigas, permitiéndome observar la manera en que éste se da de forma oculta, así como la insistencia de una de las partícipes en olvidar lo ocurrido debido a

27 su papel dentro de una sociedad heteronormativa. Finalmente, examino “Ladies Night” (2012) de

Mónica Lavín, donde su protagonista, tras entrar en un bar de bailarinas exóticas pasa de querer ser una de ellas a darse cuenta de que quiere poseerlas sexualmente. Las distintas obras me brindan una amplia gama de personajes, así como de manifestaciones de lesbianismo ambiguo que guían la primera parte de mi estudio.

Si retomamos la genealogía del desarrollo de los roles sexuales y de género en la literatura y sociedad en México, es evidente la falta de protagonismo por parte de las mujeres, así como interés en aquellas que sostenían relaciones con otras mujeres (Irwin, “Las inseparables”

98). No obstante, Irwin ha destacado la existencia de personajes cuyo comportamiento podría ser considerado lésbico en obras de principios del siglo XX, aunque éstas son pocas. El crítico destaca que el lesbianismo a principios de siglo en México no va más allá de una imagen espectral que desaparece tan rápido como aparece (“Las inseparables” 100). Teniendo esto en cuenta, así como el subsecuente desarrollo de narrativas queer masculinas en México a partir de la segunda mitad del siglo XX, este capítulo busca abrir la discusión sobre lesbianismo al analizar a un grupo de personajes cuyas acciones y deseos hacia otras mujeres nos obligan a repensar los ideales heteronormativos presentes en México desde su consolidación. Si bien en las obras por analizar no existen indicios de que sus personajes se consideren a sí mismos lesbianas, es posible notar la manera en que éstos fluyen entre la homosexualidad y la heterosexualidad sin tener que pertenecer a ningún concepto absoluto. Esto nos permite ver la manera en que la sexualidad femenina puede desafiar la noción de “heterosexualidad obligatoria,” acuñada por

Adrienne Rich en su ensayo “Compulsory Heterosexuality and Lesbian Existence” (1980). Como se sabe, la crítica sostiene que la heterosexualidad es la norma y, por lo tanto, la homosexualidad es una excepción. Esta conclusión tiene como fin repensar la heterosexualidad como una

28 imposición social y no como la sexualidad base (23). Rich propone la existencia de un “continuo lésbico” (lesbian continuum) que permite destacar las relaciones entre mujeres y posicionarlas al frente de la historia, dándole visibilidad a algo normalmente ignorado por los sistemas falocéntricos ––Rich no sólo se refiere a aquellas relaciones con un componente sexual, sino a aquellas que dejan ver los lazos entre mujeres. A partir de esto es posible retomar los ya destacados vínculos homosociales destacados por Irwin y por Héctor Domínguez Ruvalcaba, cuyos trabajos críticos sientan la base de las relaciones masculinas en México. Siguiendo por este mismo derrotero, en Sexual Textualities: Essays on Queer/ing Latin American Writing

(1997), David William Foster apunta la posible semejanza entre estas relaciones entre hombres

––que van del compadrazgo a las relaciones íntimas–– y el continuo de Rich (69). Sobre este tema, Norma Mogrovejo arguye que: “La opresión heterosexual obstaculiza y niega el amor entre mujeres para impedir o bien su individual autonomía erótica y existencial, o bien la posibilidad de una alianza entre ellas” y que “esta represión de la sexualidad lésbica se añade a la opresión que cada mujer sufre en cuanto mujer” (Un amor 11). Por lo tanto, si ha existido en

México una tendencia a enfocarse en las interacciones masculinas. En su imprescindible Entre amoras. Lesbianismo en la narrativa mexicana, María Elena Olivera Córdova toma en cuenta obras que exploran el lesbianismo abierto en la literatura mexicana contemporánea, incluyendo obras canónicas como Amora. Por mi parte, mi estudio busca un mayor alcance, trazando así las relaciones entre mujeres aún en textos en los que éstas no son el principal enfoque. Asimismo, me interesa el lesbianismo, comenzando por sus atisbos, debido a su capacidad de mostrar resistencia a la visión patriarcal de la sexualidad (Rich 24). Sobre este tema, Irwin arguye que, en oposición a la homosexualidad masculina ––en la que se supone que hay un penetrador y un penetrado que reproducen el acto sexual entre hombre y mujer––, el lesbianismo no se traslada

29 de forma tan fácil a términos heterosexuales, siendo, por ende, un reto para las jerarquías sexuales (“Las inseparables” 99). De acuerdo con Mogrovejo, “Las relaciones entre mujeres, sean o no explícitamente sexuales, tienden a ser pasadas a través del filtro de una hetero-homo- sexualidad masculina socialmente construida y definida, ignorando la experiencia antitética” (Un amor 30).

Antes de proceder a mi análisis, quiero retomar la discusión de lo queer o cuir debido a su relevancia para mi trabajo. Si bien la teoría queer se ha desarrollado en el campo angloparlante desde la década de los noventa, Amy Kaminsky estudia la manera en que ésta apenas comienza a integrarse de forma más extensa en la academia hispana (“Hacia un verbo”

881). Por lo tanto, y debido a que el vocablo queer en inglés no tiene una traducción directa al español, se ha propuesto el término cuir, que busca acercar la discusión de lo queer lingüística y socialmente al contexto hispanohablante. Partiendo de esta idea, Kaminsky propone el verbo

“encuirar”, equivalente al inglés to queer, y lo define de la siguiente manera:

Reminiscente del verbo encuerar y evocandor (sic) del acto de desnudar, encuirar significa des-cubrir la realidad, retirar la capa de la heteronormatividad. Encuirar propone desvestir no solamente para mostrar la realidad debajo de la vestidura engañosa –el outing clásico–, sino también como una forma de deconstrucción. Cuestiona la estabilidad de las normas. Revela la inestabilidad de la identidad y, paradójicamente, revela también la necesidad de crear y defender identidades alternativas para sobrevivir en una cultura regida por la identidad normatizada. (“Hacia un verbo” 879)

De esta manera, podemos pensar en los atisbos de lesbianismo ––momentos que dejan ver el deseo erótico o romántico entre mujeres que no se identifican como lesbianas–– presentes en este capítulo como momentos en los que los personajes logran “encuirar” una sexualidad heteronormativa. Esto nos permite ver una interrupción de lo que, en su canónica obra El género en disputa (1999), Judith Butler llama la “heterosexualización del deseo” que “exige e instaura la producción de oposiciones discretas y asimétricas entre ‘femenino’ y ‘masculino’” (72). Si

30 México, como nación, se ha basado en un sistema heteropatriarcal, es posible pensar en estos momentos de “encuiramiento” en los personajes de las obras que exploro como intermitencias que socavan dicha hegemonía y, por lo tanto, ponen en tela de juicio su legitimidad al proponer otras acciones y realidades que se salen de estos márgenes.

Si bien las acciones de los personajes van en contra ––aunque por momentos o sólo en forma de deseo–– de las relaciones heterosexuales que se ven como parte de la norma, esta interrupción no sólo tiene consecuencias para su apertura sexual, sino para otros mecanismos que forman parte de la heteronormatividad. En The Queer Art of Failure (2011), Jack Halberstam propone una lectura del fracaso como una manera de rebelarse ante las imposiciones heterosexuales capitalistas.5 Para el crítico, el éxito en el contexto norteamericano ––y en gran parte del mundo occidental–– se basa en una serie de nociones sobre la reproducibilidad y el poder adquisitivo proveniente del trabajo arduo, lo cual es preferible a pensar en cuestiones de privilegio en cuanto a género, raza y clase social (3). Para Halberstam, lo queer puede también partir de una renuencia a apegarse a estas normas a partir de un fracaso que puede conllevar un rechazo al conformismo, prácticas anticapitalistas, estilos de vida no-reproductivos, o negatividad, entre otros aspectos (89). Asimismo, gran parte de estos personajes, van más allá de una simple reproducción del modelo heterosexual en sus deseos o acciones lésbicas. De esta manera, rompen también con lo que Lisa Duggan ha acuñado como la “nueva homonormatividad.” Este concepto surge como parte de una política occidental que no cuestiona las imposiciones institucionales heteronormativas, sino que las mantiene en aras de una cultura gay basada en lo doméstico y en el consumo pero que se rehúsa a la movilización crítica o social

5 Si bien algunas de las obras de Halberstam se publican bajo el nombre Judith, sus obras posteriores se publican como Jack Halberstam. Debido a que gran parte de mi marco teórico abreva de sus postulados, me referiré a Halberstam en masculino a lo largo de este estudio.

31 (179). Aunque no es posible asegurar que todos los personajes en las obras que analizo se separan de las nociones de éxito capitalistas por completo, sí podemos pensar en sus atisbos de lesbianismo y las circunstancias que los rodean como intermitencias que amenazan con desestabilizar este sistema. Esto proviene de un cuestionamiento de la propia sexualidad y una interrupción de la genealogía heterosexual reproductiva.

Un idioma propio: La cresta de Ilión (2002) de Cristina Rivera Garza

La obra de Cristina Rivera Garza ya ha sido explorada por la crítica desde el punto de vista de sus transgresiones de género, pero no ha habido acercamientos que consideren La cresta de Ilión a partir de los comportamientos lésbicos de sus personajes. A pesar de que éstos no se describen como abiertamente homosexuales, es posible percibir una ambigüedad en sus acciones que lleva al lector a encontrar ciertas situaciones y características que apuntan al lesbianismo. La novela narra la historia de un médico en la Granja del Buen Reposo cuyo nombre no es revelado.

Un día aparece en su casa una mujer que dice llamarse Amparo Dávila y llega para cambiar su vida, cuestionando su género de forma constante y plantando en él la semilla de la duda. El médico vive con su ex-amante enferma, La Traicionada, quien desarrolla una relación íntima con

Amparo Dávila. A lo largo de la obra, el doctor cuestiona su propia identidad e intenta enfatizar su masculinidad de diversas maneras. Sus esfuerzos se ven truncados cada vez que es tratado como mujer por Amparo y La Traicionada. Al final de la novela “el médico no sólo acepta su atracción hacia otros hombres, sino que se sitúa en un continuo genérico, donde poco importa su apariencia física como hombre o la forma femenina de su hueso pélvico” (Estrada, Ser mujer

235). En el texto de Rivera Garza podemos observar un lesbianismo ambiguo que socava los mecanismos patriarcales que son representados por el médico al principio de la novela. Este

32 posible lesbianismo surge cuando las dos comienzan una relación tan estrecha que comparten una cama y crean su propio lenguaje. De hecho, sólo cuando el médico cruza los límites entre lo masculino y lo femenino, logra penetrar las barreras de dicho lenguaje.

La literatura de Cristina Rivera Garza es, sin duda, difícil de categorizar debido a sus múltiples temas y estructuras. Por ello Oswaldo Estrada asegura que a la autora “Nadie sabe a ciencia cierta dónde situarla, cómo llamarla, a qué grupo pertenece, dónde encerrarla” (Cristina

Rivera Garza 179). En cuando a cuestiones de género, Estrada arguye, siguiendo una lectura de

Christopher Domínguez Michael, que “Rivera Garza utiliza el sexo como piedra angular que va más allá del género, como un misterio del que nuestros fantasmas dan el testimonio más duradero” (Cristina Rivera Garza 112). Aunque Domínguez Michael se refiere a La cresta de

Ilion, Estrada sostiene que “su compatriota (des)construye y problematiza la identidad de sus personajes a lo largo de toda su obra” (Cristina Rivera Garza 180). Esta deconstrucción hace que

La cresta de Ilión se preste para múltiples análisis sobre género y sexualidad. En otro estudio paralelo, el crítico asegura que tanto Rivera Garza como Rosa Beltrán y Ana Clavel, crean metafóricos cuartos propios para combatir representaciones reductivas, no sólo como mujeres, sino como seres humanos que se ven atrapados en constructos sociales (“Against

Representation” 65).

Si bien estoy de acuerdo con esta lectura con respecto a los cuestionamientos de género, los personajes de Amparo Dávila y La Traicionada ejemplifican muy bien el lesbianismo ambiguo. Desde la llegada de Dávila a la casa del médico, las dos mujeres excluyen al protagonista, sobre todo cuando su relación se vuelve más íntima. El narrador comenta, por ejemplo, que Amparo Dávila, “volvió a subir las escaleras y a encerrarse, para mi total desconcierto, en la habitación de La Traicionada. Fue así como supe que habían empezado a

33 dormir juntas” (34). Aunque dicho encerramiento nos hace pensar que las autoras como Rivera

Garza escriben para crear habitaciones propias, al decir de Estrada, el espacio concreto que hallamos en esta novela sólo tiene lugar para las mujeres y rechaza el patriarcado heteronormativo. El desconcierto del doctor se torna en enojo cuando más tarde narra: “La cercanía entre las dos me molestó. Desde la rendija de la puerta pude observar la delicadeza con la que se trataban, la dulzura con la que se veían la una a la otra. Su mutuo encariñamiento acaecido en unos cuantos días y, además, con una de ellas en estado semi-consciente, me hizo sospechar de toda la situación” (36). Aunque dice temer que las mujeres se conozcan y estén tramando una “venganza femenina,” es evidente que esta cercanía entre ambas le causa ansiedad por otros motivos. Teniendo en cuenta que esto ocurre al comienzo de la novela, cuando el doctor todavía no tiene dudas acerca de su masculinidad, queda claro que su miedo surge debido a que la relación entre las mujeres podría llegar a socavar su poder como hombre.

Adrienne Rich articula la manera en que el lesbianismo se desarrolla como un acto de resistencia en contra del patriarcado heteronormativo al resaltar que la existencia de los sujetos lésbicos se conforma por una ruptura de tabúes, así como del rechazo hacia una forma de vida obligatoria. Por lo tanto, estos sujetos y su desarrollo pueden ser vistos como un ataque ––directo o indirecto–– a lo que Rich se refiere como el “derecho masculino de acceso a las mujeres” (mi traducción). Por ello la autora ve la homosexualidad femenina como un acto de resistencia en contra del patriarcado (24). En la novela de Rivera Garza, parte del miedo del médico a ser mujer proviene de su fuerte misoginia al principio de la obra, la cual se hace aparente cuando se refiere a las enfermeras de su trabajo con desprecio: “Porque eran mujeres, su rango menor, claramente inferior comparado con el mío, no les provocaba resentimiento alguno sino, por el contrario, secretos deseos arribistas que, a veces, se mezclaban con extrañas urgencias sexuales” (48). Su

34 comentario revela que el médico se siente superior a las mujeres, no sólo por su género, sino también por su posición laboral de mayor rango. Como bien señala Raewyn Connell, la división de trabajo de acuerdo con el género brinda mayor poder a los hombres. La división sexual del trabajo, al decir de Connell, afecta a distintas categorías de persona y promueve restricciones para ciertos individuos (Gender and Power 99).

En La cresta de Ilión la presencia de personajes femeninos no se limita a las enfermeras que el médico considera como inferiores. No obstante, a través de esta división laboral observamos el poder de una hegemonía heteronormativa y patriarcal, que desde luego privilegia al doctor y lo ubica en la cima de una pirámide de poder. Este poder se ve cuestionado por los personajes de Amparo Dávila y La Traicionada ya que en casa no es él quien tiene el control sino la primera, que atiende a la ex-amante del protagonista y entra en su casa sin que éste pueda evitarlo. Las relaciones cambian en el espacio de la casa y lo llevan a sentirse inferior, “Me sentí aislado y débil como el exiliado que vive en un país que nunca le resultará familiar” (39). Al sugerir, entonces, el desarrollo lésbico de los personajes femeninos y el aislamiento del doctor, la novela invierte las relaciones de poder y la forma en que las mujeres, al estar juntas, socavan la autoridad patriarcal, como sostiene Rich.

Curiosamente, el personaje de Amparo Dávila, es quien mantiene el poder y cuestiona al médico sobre su género, logrando transgredir los roles femeninos asignados por el patriarcado.

Como apunta Linda McDowell Carlsen, Amparo cabe dentro del arquetipo de “loose woman.”

Debra Castillo, en Easy Women (1998), la define como aquella que no cabe dentro del papel de la mujer mexicana sumisa y pura y, por ende, tiene una sexualidad poderosa y transgresora (31-

32). McDowell Carlsen asegura que Castillo descubre la función normalizadora de las mujeres sexualmente transgresoras ––en este caso, las prostitutas (233). Por su parte, Castillo señala la

35 forma en que los hombres necesitan de este tipo de mujeres para darle rienda suelta a su propia sexualidad y en oposición a las consideradas “decentes,” aquellas que no deben descubrir el potencial de sus deseos sexuales (12). En México, como señala la crítica, se tiende a diferenciar entre los dos arquetipos opuestos: por un lado está la virgen/Soldadera y, por el otro, la

Malinche/Chingada (6). El primer tipo de mujer siempre corre el riesgo de convertirse en el segundo en caso de no apegarse a las conductas dictaminadas por el patriarcado. Estos temas han sido discutidos por Octavio Paz, Luis Leal y Roger Bartra y, en mayor o menor medida, todos ellos tienden a estar de acuerdo en el delineamiento de estos dos arquetipos. Si bien en la novela de Rivera Garza no existe un personaje que quepa dentro de la categoría de la mujer pasiva/Virgen/Soldadera, Amparo Dávila actúa como esa Malinche/Chingada/“loose woman” a la que se refiere Castillo. Por un lado, hace al médico sentirse impotente al forjar una relación con La Traicionada mientras que, por otro, al mostrar un posible lesbianismo, se rehúsa a darle acceso a los hombres a ese espacio íntimo. Adrienne Rich desarrolla en su ensayo el concepto de heterosexualidad obligatoria, el cual parte de la imposición de la heterosexualidad desde los ejes de poder y hace que la experiencia lésbica sea percibida en una escala que va desde lo desviado hasta lo aberrante (4). En La cresta de Ilión esta aberración surge con la llegada de Amparo

Dávila, a quien podemos ubicar bajo el arquetipo de la mala mujer. Aunque estos atisbos de lesbianismo no se dan en el espacio del burdel ––esto se aprecia en otra obra de Rivera Garza,

Nadie me verá llorar (1999)––, desde principios de siglo, en México, la homosexualidad femenina se ha asociado con las prostitutas que encarnan a la Malinche/Chingada. Esto puede observarse tanto en novelas como Santa (1903), de Federico Gamboa, con el personaje de La

Gaditana, como en textos criminológicos como Los criminales en México (1904) de Carlos

Roumagnac, donde gran parte del lesbianismo que surge fuera de la cárcel se origina en los

36 burdeles (Irwin, “Las inseparables” 98). El prostíbulo, ese espacio donde los comportamientos sexuales menos ortodoxos se vuelven aceptables de forma momentánea, le niega la entrada a la

Virgen/Soldadera y sólo es permisible siempre y cuando sea el lugar donde los hombres desahogan sus impulsos sexuales. Por lo tanto, incluso dentro del burdel los comportamientos lésbicos son vistos como aberrantes y destinados sólo para mujeres execrables. A pesar de no ser prostituta ––mas sí una “loose woman,” al decir de Castillo–– Amparo desarrolla su posible relación lésbica con La Traicionada en la casa del médico, convirtiéndolo en su testigo, pero impidiéndole penetrar su mundo de complicidad femenina.

Esta falta de acceso al mundo de las mujeres crece cuando el protagonista se da cuenta de que no sólo duermen juntas, sino que también han creado su propio lenguaje:

Tan pronto como abrí la puerta trasera de la casa, sin embargo, la placidez se transformó en horror. Las oí hablar. Al inicio sólo distinguí los murmullos pero, conforme subí la escalera, descubrí que compartían palabras totalmente desconocidas para mí […] Para mi total desconcierto supe entonces que, en el poco o mucho tiempo que llevaban juntas, se habían hecho de un idioma propio. (38)

Este lenguaje sirve como metáfora de su relación y, por lo tanto, del espacio íntimo del cual él no puede participar. A propósito de esto, Rich arguye que el miedo de los hombres a ser excluidos radica en el temor a que las mujeres puedan sentir indiferencia hacia ellos y que, por ende, se les permita acceso sexual, emocional y económico a ellas sólo bajo sus propios términos, dejándolos en la periferia (17).

A pesar de lograr excluir al protagonista, la relación entre las mujeres se desmorona cuando éste invita al Director General a su casa para conocerlas. Para sorpresa de ambas, éste habla su idioma, y comienza a desarrollarse cierta tensión entre las mujeres. Incluso el médico siente la angustia causada por la aparente atracción entre Amparo Dávila y el Director General:

“Yo había detestado su mutuo acercamiento, es cierto, lo había soportado más por terror que por

37 deferencia, pero nada me había preparado para esto” (118). Esto ocurre hacia el final de la novela, después de que el doctor ha comenzado a dudar de su masculinidad, alejándolo del rol patriarcal que habría tenido al comienzo de la obra. Es así que se vuelve un aliado de las mujeres por su posible evolución genérica. Esto se observa cuando Amparo llora con él tras el acercamiento entre La Traicionada y el intruso: “–¿Pero es que no te has dado cuenta? –me preguntó mientras elevaba el rostro y me veía con una combinación de alarma y de burla contenida–. Se pasa ya casi todo el tiempo en el hospital –se interrumpió un poco, dudó otro tanto en continuar, tomó fuerzas y luego siguió adelante–, con el Director General” (130). Sus celos son claros, por lo cual es posible observar de forma más clara la ruptura de su ambigua relación lésbica. Si alguna vez tuvieron su propio espacio y su propio lenguaje, han sido el hombre, la heterosexualidad obligatoria a la que se refiere Rich, y el patriarcado lo que ha terminado con su relación al irrumpir en ellos. En “Queering Feminism: Cristina Rivera Garza’s

La cresta de Ilión and the Feminine Sublime” (2010), Rebecca Garonzik analiza cómo la identidad de género del Director General podría resultar ambigua ya que se le adjudican cualidades comúnmente asociadas con lo femenino como lo son el cuidado del aspecto o, como lo expresa el narrador, el color guinda de su camisa “que había elegido para la tarde me dio a entender que había rasgos de su personalidad, y de sus gustos, que ni siquiera presentía” (116).

Garonzik agrega que la posible homosexualidad o afeminamiento del Director General es problematizada por su aparente atracción hacia Amparo. Pese a que es cierto que se le atribuye cierto gusto sofisticado y que Rivera Garza le brinda cierta ambigüedad, su masculinidad no es escrutada al mismo grado que la del protagonista, manteniendo su posición de poder desde la jerarquía masculina. Por lo tanto, su irrupción en el lenguaje propio de las mujeres ––a diferencia

38 de la del protagonista–– tiene consecuencias negativas para la relación entre ambas al colocarse como un elemento patriarcal que logra separarlas.

Si bien la relación entre La Traicionada y Amparo Dávila, hasta la llegada del Director

General, mantiene fuera a los hombres, el círculo de las mujeres se abre al médico una vez que

éste borra las líneas de género. Sabemos, a lo largo de la novela, que físicamente pertenece al sexo masculino, mas hacia el final de la obra acepta su género femenino. La cresta de Ilión concluye con el doctor aceptando su “secreto,” el hecho de que tal vez las mujeres que se refieren a él como mujer hayan tenido razón, “Sonreí al recordar también que la pelvis es el área más eficaz para determinar el sexo de un individuo. Todas las Emisarias debieron haberlo sabido para poder dar con mi secreto” (158). Resulta interesante que a pesar de que en múltiples ocasiones toca su pene y sus testículos para asegurarse de su masculinidad, sea un atributo físico

––el ancho hueso pélvico característico de las mujeres–– el que delate su femineidad. Oswaldo

Estrada, por cierto, ha analizado estas circunstancias desde los postulados de Judith Butler y arguye que “[c]omo prueba de que las identidades genéricas están circunscritas y se construyen socialmente, en distintos momentos de la novela el doctor siente la necesidad de confirmar su frágil género masculino por lo que es y por lo que tiene” (Ser mujer 234). El crítico también destaca que “Hacia el final de la historia el médico no sólo acepta su atracción hacia otros hombres sino que se sitúa en un continuo genérico, donde poco importa su apariencia física como hombre o la forma femenina de su hueso pélvico” (Ser mujer 235). Si al principio de la novela el médico funciona como una representación del patriarcado heteronormativo debido a su misoginia, así como por lo inquietante que le resulta el no poder penetrar el espacio de La

Traicionada y Amparo Dávila, una vez que logra aceptar su propia femineidad, el lenguaje de las mujeres se abre a él. En un encuentro con La Traicionada hacia el final de La cresta de Ilión, éste

39 (¿o ésta?) logra comunicarse en su lenguaje: “Na pa glu? –dijo la entrañable voz de La

Traicionada [...] Glu hisertu frametu jutyilo, glu-glu –mencioné entonces. Luego cerré los ojos y me dispuse a seguir bebiendo” (143). Es a partir de este cambio en la identidad de género del médico que La Traicionada y Amparo Dávila le permiten entrar a su espacio lingüístico. Esto hace que, siguiendo los postulados se Rich, el/la protagonista pueda introducirse, por su condición de mujer, dentro del continuo lésbico ya que éste refleja una condición, en palabras de

Rich, profundamente femenina ––y que se refiere a una historia y experiencia compartida por mujeres y su relación entre sí, más allá del contacto o deseo sexual (25).

Un deleitable vértigo: Cuerpo náufrago (2005) de Ana Clavel

Las transgresiones de género también nos sirven como punto de partida para repensar la sexualidad en Cuerpo náufrago (2005) de Ana Clavel. En la novela, Clavel cuenta la historia de

Antonia, quien un día despierta en un cuerpo masculino tras haber vivido toda su vida como mujer. La novela relata el desarrollo del personaje en su nuevo cuerpo, pero al mismo tiempo existe una constante conciencia de su género femenino a pesar de su cambio de sexo. Esto la lleva a tener una fascinación con los mingitorios, en los cuales encuentra un parecido con los genitales femeninos. Aunque Antonia se convierte en Antón a partir de su nuevo cuerpo, a lo largo de la novela la narradora se refiere a ella en femenino, dejando ver la flexibilidad de los roles de género a pesar de su biología.

Esta ruptura entre su sexo y su género hace posible una lectura de cierto lesbianismo ambiguo. Cuando comienza a notar su atracción por las mujeres, la narradora comenta que

“Antonia venía ensimismada pero aun así su mirada se sintió atraída por el escote de la mujer donde se apretaban unos senos generosos. Era como si esos senos le hablaran en un murmullo

40 tumultuoso, como si despertaran sus sentidos adormeciéndolos con una promesa avasalladora”

(43). Esta descripción es una de muchas donde, de no ser porque conocemos el contexto de la obra, podría verse a Antonia como lesbiana. No obstante, sabemos que su cuerpo ha cambiado pero su deseo por las mujeres es una parte que apenas va manifestándose en la narración. La interrogante que surge en la protagonista nos hace pensar en diversas nociones en torno a la sexualidad binaria y la heterosexualidad obligatoria. Al respecto, Butler señala:

La división sexo/género y la categoría de sexo en sí parecen dar por sentada una generalización de “el cuerpo” que existe antes de la obtención de su significación sexuada. Con frecuencia, este “cuerpo” parece ser un medio pasivo que es significado por la inscripción de una fuente cultural percibida como “externa” respecto de él (sic). No obstante, cualquier teoría del cuerpo culturalmente construido debería poner en duda “el cuerpo” por ser un constructo de generalidad dudosa cuando se entiende como pasivo y anterior al discurso. (El género en disputa 254)

Pienso en los postulados de Butler porque Antonia se ve influenciada por una serie de nociones preconcebidas con respecto a su género y sexualidad. Si bien la protagonista sigue esta supuesta heterosexualidad ––si observamos su deseo desde fuera ya que tiene un cuerpo masculino––, su psique femenina nos dice algo diferente: su nueva condición le hace cuestionar su orientación debido a que su mente no encaja con su cuerpo. Esta sensación extraña se repite varias veces a lo largo de la obra, como cuando “Un deleitable vértigo se apoderó de ella y sus manos urgieron el

único mástil del que podía asirse mientras imaginaba que metía a una mujer en el baño de hombres y que allí, después de sentarla en uno de los mingitorios, le abría las piernas para hacerla suya” (52). La narradora se refiere a ella en femenino y su deseo la lleva a querer poseer a la mujer en un espacio que, a pesar de ser masculino, para ella tiene un parecido con la fisionomía femenina. La misma Clavel, en su ensayo A la sombra de los deseos en flor: ensayos sobre la fuerza metamórfica del deseo (2008) explica que su novela “explora algunos límites de la identidad y de género, cuestionando si ser hombre o ser mujer no tiene que ver más bien con

41 una suerte de actuación o un disfraz, y desarrolla un peculiar fetichismo en torno a los mingitorios y otras formas de masculinidad” (120). Es clara la influencia de los postulados de

Butler en el argumento de la autora. Sin embargo, gran parte del desarrollo del personaje y su descubrimiento del performance de la masculinidad parten de la sexualidad que se difumina cuando la protagonista no abandona del todo su feminidad interna. Por su parte, Pierre Bourdieu articula en La dominación masculina (1998) que “la virilidad es un concepto eminentemente relacional, construido ante y para los restantes hombres y contra la femineidad, en una especie de miedo de lo femenino, y en primer lugar en sí mismo” (71). El hecho de que Antonia deba aprender a comportarse como hombre a pesar de su nueva biología deja ver el concepto examinado por Bourdieu. Estar del lado masculino y, por tanto, en la cima del poder heteronormativo, le permite explorar su deseo por las mujeres.

El lesbianismo ambiguo de Antonia no sólo se lee entre líneas pues ella misma se cuestiona lo que significa haber sido mujer y ahora desear a otras mujeres. Esto es aparente cuando “Antonia sintió un cosquilleo en la entrepierna. ‘Al ataque...,’ escuchó decir a su pene como si ahí estuviera la verdadera espada. ‘Pero si yo antes era mujer,’ se oyó replicar a sí misma […] ‘Sí, antes era mujer, pero eso ¿de veras crees que importa?’” (57). Este momento sirve como ejemplo de que la protagonista cuestiona su sexualidad a pesar de su nuevo físico.

Antonia se sitúa en un cruce entre su mente femenina, aparentemente heterosexual, y su cuerpo masculino y también heterosexual pero que al yuxtaponerse resulta en una situación poco clara.

De acuerdo con los postulados de Butler:

[L]a “unidad” del género es la consecuencia de una práctica reguladora que intenta uniformizar la identidad del género mediante una heterosexualidad obligatoria. El poder de esta práctica reside en limitar, por medio de un mecanismo de producción excluyente, los significados relativos de ‘heterosexualidad,’ ‘homosexualidad’ y ‘bisexualidad,’ así como los sitios subversivos de su unión y resignificación. (El género en disputa 96)

42 En muchos sentidos, la heterosexualidad obligatoria se impone sobre su cuerpo. Sin embargo, tras tener encuentros sexuales con mujeres y con hombres, la protagonista se cuestiona si su atracción por las primeras no se origina desde antes de su cambio de sexo. Confundida sobre su orientación sexual, reflexiona:

Abriré los ojos y el sueño habrá terminado. Las cosas regresarán a su sitio. Volverán a gustarme sólo los hombres y quizá ahora pueda relacionarme mejor con ellos. Respecto a las mujeres...” Antonia hizo una pausa. No podía engañarse: siempre le habían atraído los cuerpos de otras mujeres. Entonces, ¿había sido lesbiana sin saberlo? Pero los hombres también le gustaban. Carlos, Raimundo, cada uno de manera especial, lo mismo que Malva y también Claudia. (93)

Con estas palabras Clavel nos deja saber que el deseo lésbico de Antonia, antes tan oculto, se revela con naturalidad a partir de su nuevo cuerpo masculino.

Aceptar que la heterosexualidad puede ser una imposición y no una elección socava las bases de la heteronormatividad. Adrienne Rich reflexiona sobre la forma en que la tendencia a ignorar y condenar a los sujetos lésbicos ha llevado al tratamiento de la homosexualidad femenina como algo excepcional en vez de intrínseco. Por eso, la crítica arguye que el no analizar la heterosexualidad como una institución es igual a no admitir que el sistema económico capitalista o el sistema racista de castas se mantienen por una serie de estructuras que incluyen tanto la violencia física como una falsa conciencia (23). Las dudas de Antonia sobre su posible deseo lésbico y su esperanza de que las cosas “regresen a su sitio” proviene de un sistema patriarcal y heterosexual en el que no existe espacio para el deseo entre mujeres. La narradora continúa apuntando que “El mundo era un vasto repertorio de posibilidades. Cierto que desde que tenía pene ––tal vez fuera la alquimia de las hormonas resuelta en desaforadas pasiones–– las mujeres le atraían más” (93). Y enseguida añade: “¿Entonces? Más que náufraga se sintió perdida en un laberinto de sentimientos contradictorios y reconoció que los naufragios también podían darse en tierra firme” (93).

43 Desde el momento en que tiene su órgano masculino, ¿le atraen más las mujeres que los hombres? ¿o sólo le atraen las mujeres más que cuando no lo tenía? Esto no se resuelve en la novela. Lo cierto es que ambas interrogantes abren la puerta a considerar el deseo lésbico de

Antonia. En el texto de Rivera Garza, como vimos anteriormente, existen confrontaciones directas entre los sujetos que demuestran atisbos de lesbianismo y los personajes que representan el orden patriarcal heteronormativo. En Cuerpo náufrago, en cambio, el conflicto de Antonia es interno pues debe luchar con ideas preconcebidas sobre el género y la orientación sexual. El diálogo interno de la protagonista muestra la fluidez de la sexualidad de Antonia.

Considero que es posible ubicar al personaje en un continuo sexual que no es ni completamente heterosexual ni del todo lésbico, dadas su identidad de género y sus cualidades biológicas. Es por esto que Antonia socava la idea de una heterosexualidad obligatoria. Este constante vaivén con respecto de su sexualidad nos permite, sin embargo, encontrar ciertos momentos de deseo lésbico, sin la necesidad de definir una identidad al respecto. Kaminsky arguye que el deseo transgresivo es real, mas apunta que el acto sexual está acompañado de ciertas categorías y que son la sociedad y sus instituciones las que se encargan de castigar a algunos y premias a otros. Sin embargo, destaca la manera en que las categorías de sexualidad no son absolutas ni tienen por qué serlo (“Hacia un verbo” 883). Es precisamente ahí donde reside el poder contestatario de personajes como Antonia que no pertenecen a una categoría. Por consiguiente, y como consecuencia de la tendencia a ignorar los temas lésbicos a lo largo de la historia ––sobre todo en México––,6 resulta productivo pensar en estos atisbos de lesbianismo en la novela de Clavel puesto que, más allá de transgresiones de género, la autora explora el espacio

6 Sobre el México posrevolucionario, Monsiváis arguye que “Las lesbianas no existen en el imaginario popular, sólo las machorras a las que no se les adjudica vida sexual” (“Los iguales” 96).

44 interior de Antonia, donde su nuevo físico no la excluye de los cuestionamientos sobre su orientación.

Estas dudas también tienen efecto en los roles sexuales a lo largo de la obra. En un episodio de la novela, por ejemplo, Antonia mantiene relaciones con una mujer llamada Paula.

Sin embargo, a diferencia de sus encuentros anteriores, la mujer toma la iniciativa, “Al final se decidió: Era mujer pero sabía ser hombre: de un golpe derribó a Antonia y la postró en la cama.

Le abrió las piernas y sin miramientos hizo sentir a Antonia un goce desconocido” (134). Resulta interesante que se diga que Paula sabía ser hombre y que para llegar al encuentro sexual utilice una forma violenta de hacerlo al derribar a Antonia con un golpe. Esto crea una inversión en la relación de poder. Al decir de Bourdieu:

En un caso en el que, como en las relaciones homosexuales, la reciprocidad es posible, los vínculos entre la sexualidad y el poder se desvelan de manera especialmente clara y tanto las posiciones como los papeles asumidos en las relaciones sexuales, activos o sobre todo pasivos, aparecen como indisociables de las relaciones entre las condiciones sociales que determinan tanto su posibilidad como su significación. (35)

Si bien Bourdieu se refiere a la penetración, las acciones de Paula invierten los roles activo y pasivo. No es sino hasta varias líneas más tarde cuando nos damos cuenta de que no ha habido una penetración, sino que Paula le ha practicado sexo oral a Antonia, quien ahora ha experimentado otro tipo de goce como sujeto receptor. Tras su encuentro Paula comenta: “Pues no, mi hombre. La precisión se queda para la biología y ciencias que la acompañan. Cuando uno escribe, y esto me lo aclaró mi anterior marido que era o sigue siendo reconocido escritor, lo que menos importa es que algo sea verdad, basta con que lo parezca” (135). Si lo que importa, en

última instancia, es lo que Antonia parece y no lo que es, al narrar esta escena refiriéndose a protagonista en femenino, Clavel deja entre líneas la posibilidad de un encuentro lésbico. Esto confirma que la biología no juega un papel determinante en su deseo o identidad.

45 Si bien al principio de la obra se describe a Antonia como femenina, hacia el final esto cambia, “Él o ella ––porque cabía la duda sobre su género, aunque poco importara para aquellos que podían percibir su belleza indiferente––” (181). Y así como cabe la duda con respecto de su género, también queda poco clara su sexualidad que, de igual manera, poco importa. Ha logrado

“encuirarla” situándola entre la homosexualidad y la heterosexualidad y cuestionando sobre su identidad de género.

¿Te acostabas con mujeres? Los ingrávidos (2011) de Valeria Luiselli

A diferencia de las primeras dos obras, la novela de Luiselli no tiene como enfoque principal una fuerte carga de transgresiones sexuales o algún tipo de argumento sobre disidencias de género, pero eso no significa que dichas cuestiones no se manifiesten o no merezcan un análisis cuidadoso. Los ingrávidos cuenta la historia de una narradora protagonista cuyo nombre nunca es revelado. La obra se desarrolla por medio de saltos temporales entre la juventud de la mujer como editora en Nueva York y su presente como madre de familia en la Ciudad de

México. Por medio de sus narrativas que se ocupan de temas como el viaje, los idiomas y la literatura universal, Luiselli se ha convertido en una de las escritoras mexicanas más reconocidas por la crítica a nivel internacional. Sus obras han sido traducidas al inglés y publicadas por la editorial Coffee House, dándole una amplia difusión (Reber 12).

Lo que me interesa recalcar de la novela es la relación erótica que su protagonista tiene con su amiga Dakota durante su estancia en Nueva York. Desde el momento en que la protagonista conoce a su amiga, le deja saber al lector la curiosidad que ésta despierta en ella:

“Nunca me lavo las manos en los baños públicos, pero la mujer que se estaba repasando el futuro rostro de Dakota con una esponja me pareció inquietante y quise verla de cerca. Así que me lavé

46 las manos” (24). Su primer encuentro se da en un espacio femenino que, si seguimos las pautas hegemónicas, debería estar exento de este tipo de interacciones por ser un lugar regulado por un sistema de género binario que forma parte de la estructura heteronormativa. Podemos pensar aquí en el acto de “encuirar,” en vista de que su encuentro, sin ningún tipo de contacto físico o sexual, retira esa capa de heteronormatividad del espacio del baño y abre la posibilidad a que existan mujeres que sienten curiosidad por otras, borrando así las líneas de la heterosexualidad obligatoria como parte de un sistema de género binario. Al mismo tiempo, la narradora hace algo que admite no hacer comúnmente para poder acercarse a Dakota, creando así una ruptura en su rutina para llevar a cabo este encuentro. Esta interrupción es importante, en tanto que muestra la suspensión de la heterosexualidad obligatoria debido a su curiosidad por otra joven.

Más tarde, el erotismo de su relación se intensifica cuando Dakota se va a vivir con ella y sus interacciones se vuelven físicas. La narradora cuenta: “Cuando yo no pasaba la noche en otro sitio, dormíamos ambas en mi cama, aunque Dakota llegaba casi siempre muy tarde de trabajar.

Se metía desnuda a la cama y me abrazaba la espalda, también desnuda. Tenía unos senos suaves y abultados; los pezones pequeños” (46). Si bien las mujeres no mantienen relaciones sexuales, sí tienen estos momentos que se acercan a lo erótico. Aunque ninguna de las dos deja de tener relaciones con hombres, estos episodios se dan en la soledad de los espacios donde sólo ellas se encuentran presentes, restringiendo así la entrada de éstos. La narradora, dentro de la libertad que le permiten su juventud y su estadía en los Estados Unidos, más tarde cuenta: “me pesaron los libros que me había robado de tantas bibliotecas; los besos que le di al novio de mi amiga; los que le di a mi amiga” (52). Debido a que no existe ningún momento en la novela que narre un beso entre ella y Dakota, podríamos pensar que los besos que le da al novio de su amiga son una manera de besarla a ella, cuestión que no se explora más a fondo en la obra pero que ofrece un

47 “encuiramiento” del beso heterosexual. Algo parecido observamos en otra ocasión, cuando

Dakota comienza a vivir en un nuevo departamento y surge entre ellas otro episodio de intimidad: “Abrimos todas las ventanas y nos desnudamos hasta los calzones. Pintamos el baño, la cocina y la mitad del único cuarto. Nos pintamos los pezones de azul cobalto. Cuando se acabó la pintura nos tiramos boca arriba en el piso del cuarto y prendimos un cigarro. Dakota quiso que intercambiáramos calzones” (63). Seguido de este fragmento, Luiselli inserta en la novela la invasión del marido de la protagonista: “Todo es ficción, le digo a mi marido, pero no me cree” (63). Aunque las interacciones eróticas con Dakota parecen no tener mayores consecuencias, años más tarde su esposo las cuestionará en México.

Para ahondar en este análisis y comprender cómo la relación con Dakota desestabiliza el orden patriarcal ––aunque sólo cuando la mujer está en México–– es útil pensar en los contrastes entre la vida de la protagonista en los Estados Unidos y su presente como esposa y madre en

México. La narradora recuenta sus múltiples encuentros sexuales con diferentes hombres a lo largo de su estadía en la ciudad. Sin embargo, mientras que su vida en Nueva York durante su juventud parece permitirle cierto grado de libertad y despreocupación, su vida en México está determinada por la presencia de su marido, quien en múltiples ocasiones lee sus historias y cuestiona si éstas son ciertas o sólo ficción. Esto lo hace más de una vez sin permiso de la mujer, representando al patriarcado que cuestiona su pasado, en específico sus encuentros sexuales. A diferencia de su vida en México, su estadía en los Estados Unidos le permite a la mujer una apertura sexual que rompe, aunque sólo por momentos, con los patrones heteronormativos analizados por Halberstam como parte del éxito, como el matrimonio, la procreación, etc. No en vano la posibilidad de que sus relatos sean verídicos molesta tanto a su marido, agente directo de dicho orden patriarcal.

48 La protagonista de la novela de Luiselli crea estos dos espacios en los que México se asocia con los valores patriarcales, mientras Estados Unidos con la posibilidad de dejarlos atrás.

Como bien señala Sayak Valencia, “en el contexto mexicano las construcciones de género están

íntimamente relacionadas con la construcción del Estado” (“Teoría transfeminista” 72). Aunque la obra no se preocupa por una construcción nacional de México, sí deja ver cómo el rol de la mujer, una vez que vuelve a su país, tiene mayor cabida dentro de los papeles de género predominantes, en contraste con la libertad sexual que halla en los Estados Unidos. Si retomamos los postulados de Rich con respecto al control masculino sobre la sexualidad femenina, resulta difícil no pensar en el miedo que surge a la indiferencia o exclusión por parte de las mujeres si llegan a tener control sobre su propia sexualidad, y más aún si lo hacen por medio de encuentros con otras mujeres, dejando a los hombres fuera (17). Por eso mismo, aunque el marido de la protagonista sospecha y siente molestia de sólo pensar que su mujer ha podido vivir una sexualidad abierta, lo que más parece inquietarlo es que haya tenido relaciones con mujeres. Por esta razón cuestiona sus relatos: “Mi marido ha vuelto a leer algunas de estas páginas. ¿Te acostabas con mujeres?, me pregunta” (46). Al principio, la narradora no nos da una respuesta, pero en la siguiente página el hombre repite su pregunta: “¿Pero te has acostado con alguna mujer?, insiste mi marido. Nunca, respondo. No sabría cómo” (47).

Que la posibilidad de una relación lésbica sea inquietante para su marido ––en este caso como representante del patriarcado mexicano–– empata con los postulados de Rich sobre la heterosexualidad obligatoria como el mecanismo desde el cual los hombres, al buscar descartar o condenar el lesbianismo, garantizan su acceso físico, sexual y emocional a las mujeres (22). Al verse presionada, la protagonista asegura que no ha tenido relaciones sexuales con otras mujeres y, para reafirmar su condición heterosexual, dice que no sabría cómo hacerlo. A partir de este

49 momento, el esposo no vuelve a preguntarle sobre su sexualidad puesto que la narradora, como mujer que sigue las pautas heteronormativas, pretende no comprender cómo tener relaciones sexuales con otra mujer. Aunque resulta tentador especular sobre si dice o no la verdad, lo productivo aquí es pensar en su necesidad de asegurarle a su esposo que no tiene la capacidad de hacerlo, dado que esto reivindica su heterosexualidad, al mismo tiempo que la mantiene dentro de los márgenes del pensamiento patriarcal. Ben Sifuentes-Jáuregui arguye que la fascinación de los hombres heterosexuales por los encuentros lésbicos radica no en la posibilidad de presenciar a dos mujeres teniendo relaciones sexuales, sino en tener el poder de hacer que esto suceda

(Transvestism 105). Por otro lado, el pensar que dos mujeres puedan llegar a tener relaciones sin la presencia o el deseo de un hombre heterosexual socava esa posición de poder. Por lo tanto, podemos pensar que los cuestionamientos de su marido provienen del hecho de no haber tenido ningún tipo de poder sobre sus posibles encuentros sexuales con Dakota, volviéndolos inaceptables dentro de un marco heteronormativo que mantenga las relaciones de género y poder.

Sin embargo, el lesbianismo en la novela de Luiselli no queda completamente descartado, pues la propia hermana de la protagonista está casada con una mujer. La narradora describe la relación: “Laura vivía en Filadelfia con su esposa Enea. Todavía viven ahí. Son personas activas, contentas consigo mismas. Enea es argentina, da clases en Princeton. Laura y Enea pertenecen a toda clase de grupos y organizaciones; son académicas; son de izquierda; son vegetarianas. Este año van a subir el Kilimanjaro” (25). Al igual que la curiosidad que la protagonista siente por

Dakota, la relación entre Laura y Enea se da fuera de México y en los Estados Unidos. Autores como Héctor Domínguez Ruvalcaba ya han destacado cómo, durante la consolidación de México como nación y, más tarde, con el surgimiento del concepto de homosexualidad, lo homosexual y, en concreto, lo “afeminado” era visto como sinónimo de lo extranjero (Modernity and the Nation

50 43). Esto se opone al lesbianismo que en México suscita reacciones opuestas o que más bien brilla por su ausencia de reacciones. Así lo manifiesta Carlos Monsiváis en una carta a la activista lesbiana Nancy Cárdenas: “¿Cómo era posible? Mujeres que se entendían entre sí, sin la necesidad de los hombres. El lesbianismo era tan inconcebible que a sus practicantes se les vilipendiaba por el aspecto de ‘marimachas’ o de ‘quedadas profesionales,’ y no por la conducta que la sociedad se negaba a creer posible” (Misógino feminista 131).

Esta deliberada falta de visibilidad ––también analizada por Rich en el contexto estadounidense–– no resulta sorprendente en México si traemos a colación los arquetipos ya mencionados. Debido a que la lesbiana no cabe dentro de la categoría de la Virgen o la

Malinche, o incluso dentro de la de la solterona estudiada por Leal (235), no resulta sorprendente el hecho de que se tienda a ignorar su existencia. Si me he detenido a destacar la falta de reconocimiento de las lesbianas por no caber dentro de los arquetipos mexicanos es porque en la novela de Luiselli hay una relación entre el lesbianismo o el posible deseo lésbico y lo extranjero. Aunque Laura es mexicana, su esposa es argentina y ambas viven y han vivido durante toda su relación en los Estados Unidos. Ahí, se ubican lejos del control patriarcal asociado con lo mexicano. La narradora las describe como contentas consigo mismas. Esto se opone a su propia situación actual en la que su relación con su marido se deteriora cada vez más

––ésta sospecha que éste tiene una amante–– y donde no consigue terminar su novela. No intento decir que la protagonista vea el lesbianismo como una opción preferible. En cambio, sí reconoce la posibilidad de una relación sana entre dos mujeres, siempre y cuando ésta se dé en un espacio lejos del control patriarcal mexicano ––su marido jamás cuestiona la relación entre su cuñada y

Enea, posicionándolas así lejos de su alcance.

51 A pesar de que Los ingrávidos no tiene como argumento central temas de género o sexualidad, sí es posible encontrar atisbos de lesbianismo a lo largo de sus páginas. Estos comportamientos por parte de la protagonista nos permiten cuestionar la manera en que el patriarcado mexicano reacciona a instancias de posible homosexualidad femenina. La reacción negativa por parte del marido de la protagonista demuestra la manera en que, al decir de

Adrienne Rich, el lesbianismo ––o en este caso, los atisbos de lesbianismo–– sirve como un acto de resistencia que causa consternación en el poder patriarcal heteronormativo (24).

Una paradoja de carne y hueso: “Amor propio” (1991) de Enrique Serna

El cuento de Serna forma parte de su colección Amores de segunda mano (1991) y destaca tanto por su forma como por la manera en que el autor utiliza el lenguaje. Aunque el relato no incluye ningún tipo de puntuación, constantemente cambia de punto de vista entre el personaje principal, un travesti de nombre Roberto, y la actriz Marina Olguín. Serna hace esto de tal forma que para el lector resulta difícil saber quién habla y a quién se refiere. Esta técnica logra que haya múltiples ocasiones en las que nos preguntamos si estamos leyendo a uno o dos personajes, creando una especie de reflejo que va más allá de las fronteras de género. “Amor propio” narra la noche en que Roberto conoce a Marina Olguín, la actriz en la que se basa su performance de travesti. La mujer, ahora mayor y en el ocaso de su carrera artística, se siente atraída por Roberto personificándola. Envueltos entre copas y el deseo de Marina por Roberto –– o por sí misma––, la actriz le propone tener sexo con ella y él accede. Al final de la narración, ambos/as vuelven a la realidad y la verdadera Marina, quien parece no recordar lo sucedido, lo desconoce y lo echa a gritos de su cuarto.

52 Desde el comienzo, Serna problematiza las nociones estáticas de género. Lo logra a partir de la primera línea de la narración al darle a un personaje masculino un nombre femenino:

“Cuando Gertrudis el mesero me dijo que Marina Olguín la verdadera Marina Olguín acababa de llegar…” (153). Así como el autor nos ofrece una obra sin puntuación que separe las oraciones, y una voz narrativa que no pertenece de forma clara a ninguno de los dos personajes, hace lo mismo al situar al lector en un lugar donde las fronteras de género y sexualidad se difuminan.

Sobre los sujetos travestis, Sifuentes-Jáuregui asegura que éstos no necesariamente se imaginan a sí mismos convirtiéndose en otra persona, sino que el travestismo puede tener como función un acto de auto-realización, llevando a cabo un cambio epistemológico que deshace la dicotomía entre uno mismo y el otro (Transvestism 4). En el cuento de Serna observamos algo de esto debido a que la voz narrativa borra la frontera lingüística y funde la perspectiva de ambos personajes.

En cuanto a la transgresión de las fronteras de género Butler arguye en Deshacer el género (2004) que, más allá de las categorías de masculino o femenino, existen espacios liminales en los que yacen muchos individuos y que “hay humanos que viven y respiran en los intersticios de esa relación binaria; por tanto, ésta ni es exhaustiva ni es necesaria” (99). Una de las cuestiones que difumina estas fronteras entre los personajes es el hecho de que Roberto imita a Marina. Esto, aunado a la técnica de escritura de Serna, muestra lo que Butler llama “la estructura imitativa del género en sí, así como su contingencia” (El género 269).7 Por su parte,

Marta Lamas analiza la manera en que sujetos como Roberto problematizan las nociones estéticas de género al argüir que: “la proliferación de identidades trans, fronterizas o marginales

7 Aunque en el cuento de Serna hay momentos en los que Roberto se refiere a sí mismo como mujer y otras en las que lo hace en masculino, me refiero a él como travesti ya que no hay evidencia de que se considere a sí mismo transgénero o que adopte una identidad femenina permanente.

53 desata una avalancha de resistencias y desafíos que amplían la matriz del imaginario social al desconstruir la apariencia de naturalidad” (Cuerpo, sexo y política 154-55). Roberto no busca parecer una mujer cualquiera, sino que busca imitar a Marina, una actriz venida a menos que durante sus años de éxito encarnó el prototipo de mujer ideal mexicana. El personaje habla de su esfuerzo por parecerse a ella “el vestido rosa que yo había cosido esmerándome por copiar con exactitud las lentejuelas doradas de los hombros el encaje de florecitas que subía de la cintura al escote formando una V la falda muy entallada para lucir las soberbias nalgas que hicieron de

Marina un símbolo sexual y fueron mi mayor dificultad al montar el número porque soy más plana que un disco” (153).

No sólo se trata de parecerse a alguien más, sino que el protagonista se esmera por seguir cada uno de los detalles que se asocian con una mujer como Marina, quien a su vez es una exageración de los atributos femeninos por ser una estrella de telenovela. Esto sucede al mismo tiempo que el travesti se ve obligado a tratar de esconder sus características masculinas, “Esa noche forcé al máximo las cuerda vocales para evitar que los aullidos de Roberto deslucieran la imitación que había preparado durante meses observando todos sus gestos corporales y faciales”

(154). Siguiendo los argumentos de Butler, es posible pensar en la forma en que el acto de crear una copia de la mujer, expone lo poco orgánicos que son los atributos que se asocian con su feminidad. La crítica arguye que “la ‘travestida’ trastoca completamente la división entre espacio psíquico interno y externo, y de hecho se burla del modelo que expresa el género, así como de la idea de una verdadera identidad de género” (El género 267). Por su parte, Nelly Richard articula que desde el travesti es “la hiperretorización de lo femenino lo que salta a la vista por gracia de su contrahechura: el armado de fachada que le rinde culto iconológico a la Belleza, la estereotipificación del modelo en la fabricación mimética de los roles de la mujer que desenrola

54 el travesti cuando hace reventar el calce sexo-género por incongruencia anatómica” (71). Por eso, la caracterización de Roberto como Marina permite ver lo forzados que pueden ser los supuestos atributos femeninos.

Más allá de las difusas líneas de género se encuentra el posible deseo lésbico por parte de la actriz hacia el travesti, cosa que parte del enamoramiento que siente por su propia figura.

Retomando los arquetipos de la mujer mexicana que se han mencionado con anterioridad, Carlos

Monsiváis arguye que a partir de la década de los veinte y treinta en México, y tras la masificación de las fotografías de mujeres que comienzan a circular en forma de tarjeta postal,

“Aparece una especie diferente, ya no la Madre, ni la Virgen, ni la Prostituta, sino la mujer inaccesible para quienes carecen de poder y dinero” (Escenas 42). Por lo tanto, el deseo de

Marina proviene de esta idealización y sacralización del tipo de mujer que Roberto busca imitar y que ella, en algún momento, logró llegar a ser. Al decir de Monsiváis, “En la religión del cine, ser ‘diosa de la pantalla’ es un cargo literal” (Escenas 166). El crítico hace referencia a la Época de Oro del cine mexicano; sin embargo, en el contexto contemporáneo desde donde escribe

Serna es posible intercambiar el cine por las telenovelas, convertidas en punto de referencia para el pueblo.

Esta idealización de la mujer tiene mucho que ver con los postulados de Laura Mulvey sobre la mirada masculina en el contexto del cine que se posa sobre la mujer como depositaria de su deseo (19). Me refiero a imposiciones que provienen, sin duda, de un orden hegemónico heteronormativo y patriarcal en el que el hombre se posiciona como sujeto activo que observa a la mujer como objeto pasivo. Sin embargo, es posible comprender la reproducción de estas tendencias desde los postulados de Pierre Bourdieu, quien articula los mecanismos de reproducción de la violencia simbólica por parte de las mujeres. Y es que dicha violencia “no

55 reside en las conciencias engañadas que bastaría con iluminar, sino en unas inclinaciones modeladas por las estructuras de dominación que las producen” (68). Aunque no es el momento para analizar que las mujeres, perpetuando un acto de violencia, siguen las pautas de la idealización femenina, tanto la reproducción del arquetipo de la mujer en el cine y las telenovelas como su posicionamiento como depositaria del deseo surgen de estos sistemas de dominación patriarcales y heteronormativos. De acuerdo con Bourdieu, la dominación masculina

convierte a las mujeres en objetos simbólicos, cuyo ser (esse) es un ser percibido (percipi), tiene el efecto de colocarlas en un estado permanente de inseguridad corporal o, mejor dicho, de dependencia simbólica. Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles. Se espera de ellas que sean «femeninas», es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas. Y la supuesta «feminidad» sólo es a menudo una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas, especialmente en materia de incremento del ego. (86)

Por lo tanto podemos afirmar que aunque Marina, a lo largo de su carrera, ha sido depositaria de estos valores femeninos, al posicionarse como sujeto que mira cuando se encuentra con Roberto, deja de ser el objeto observado y despierta en ella una curiosidad por ser el sujeto activo.

En el cuento de Serna, lo que “encuira” la relación entre los personajes es la atracción física que la actriz siente por Roberto cuando lo ve vestido como ella. Por lo tanto, le enoja la posibilidad de que el travesti sea hombre. Esto se aprecia en la siguiente cita: “cómo te llamas le preguntó el imbécil de Carlos yo sólo pude articular dos sílabas de mi nombre masculino pues ella me interrumpió furiosa qué te importa cómo se llama dije porque la verdad no me importaba detrás de los velos siempre hay una decepción o una vulgaridad y yo quería dejar enterrado todo lo que no fuera Marina Olguín” (156). La mujer hace varios intentos por tener contacto físico con el travesti: “se inclinó fingiendo que la oscuridad no me dejaba distinguir las flores para rozar con los labios sus senos rellenos de un hule más natural que mi piel sintió un rechazo instintivo y brindé nuevamente con tal de sacudirme su boca del pecho” (157). Conforme más

56 interactúan los personajes, Serna dificulta más el poder distinguir sus voces. Sin embargo, este fragmento deja claro que Marina desea a la Marina travestida y que Roberto siente un rechazo absoluto hacia ella. Si bien es aparente que Roberto es un hombre homosexual cuya ocupación es travestirse, que el lector lo conozca sólo en su papel de Marina agrega complejidad al cuento.

Sobre la sexualidad y el travestismo, Sifuentes-Jáuregui arguye que la relación entre el travestirse y el performance sexual es difícil ya que se sabe muy poco sobre el travestismo como acto sexual debido a que éste evade los roles prescritos (Transvestism 3).

A pesar de su homosexualidad, Roberto acepta la oferta de Marina, quien le promete un debut en “el canal 2 donde cantaríamos juntas después me presentaría con los Agrasánchez para que debutara en el cine íbamos a casarnos porque nada nos lo impedía somos hombre y mujer

Marina una pareja perfectamente normal” (161). A simple vista la idea de Marina busca seguir las pautas de éxito heteronormativo estipuladas por Halberstam al proponerle un matrimonio heterosexual y el éxito monetario. Sin embargo, cuando recordamos la situación: Roberto es un travesti homosexual y Marina sólo lo desea cuando se encuentra vestido como ella, queda claro el fracaso inminente de esta improbable unión, “encuirando” así cualquier tipo de encuentro entre ambos. De acuerdo con Kaminsky:

lo queer se caracteriza por una serie de prácticas (por provisionales que sean) que en cualquier momento se consideran inaceptables. La normalización de ciertas prácticas homosexuales (las que parecen semejantes a prácticas de la heterosexualidad normativa, como por ejemplo el emparejamiento monógamo, reconocido por el estado, por la comunidad y por la iglesia) puede llevar a cierto nivel de desqueerificación. (“Hacia un verbo” 886)

Esta desqueerificación radica en la manera en que los sujetos no heterosexuales se apropian de ciertas normas o comportamientos y los reproducen. En el caso de Marina, la mujer busca

“desqueerificar” su encuentro con el travesti al ofrecerle una vida normativa. Una vez que llegan al hotel, ésta le dice a Roberto: “Marina mi vida quiero que me hagas arder yo no soy Marina

57 grité me llamo Roberto pero ella subí la voz tampoco soy Marina estúpida mi nombre verdadero es Anastasia Gutiérrez” (161). Aunque para este momento Marina ya le ha dicho a Roberto que pueden ser una pareja “normal,” cuando están a punto de tener relaciones sexuales ésta vuelve a evitar pensar en él como hombre al seguir llamándola Marina y decirle “estúpida.” Al mismo tiempo, revela que su verdadero nombre no es Marina, dejando saber al lector que su deseo, más allá de estar dirigido hacia sí misma, se basa en la figura de la “diosa de la pantalla” analizada por Monsiváis. El encuentro entre ambos continúa:

la empujé sobre la cama nos enredamos los brazos y las piernas rompí los botones de su vestido creí que se desilusionaría cuando quedó al descubierto la prótesis de mis senos pero su perversidad no tenía límites me desgarró el brasier y besé mi plexus solar cuidadosamente rasurado [...] nuestro amor es lo más bello del mundo nuestro amor es lo más grande y profundo porque trascendía la posesión superficial que sólo afirma la separación de los cuerpos era la posesión total gestando una nueva persona yo tú ella dotada de senos testículos clítoris manzana de Adán. (161-62)

Los atributos biológicos de Roberto salen a la luz al tener relaciones con Marina, pero ella parece no desistir ni desilusionarse; en su mente, ella consuma su amor consigo misma.

El cuento de Serna concluye con el choque con la realidad de la mañana siguiente. En el

último párrafo que concluye la historia, el autor utiliza signos de puntuación para mostrar una separación entre los personajes que no se había visto en el resto del cuento. Marina narra lo que ve al despertar: “Entonces encontré a un naco pintarrajeado en mi cama y gritó lárgate de aquí o llamo a la policía pero qué tienes Marina lárgate pendejo. Vi mi peluca en el suelo y entonces deduje recordé el estúpido capricho de la noche anterior que al verme sin el disfraz se había desencantado” (162). Aunque en la primera oración todavía se mezclan sus voces, en la segunda

Roberto narra lo sucedido. Al encontrarse con un hombre y no con Marcela Olguín, la actriz se ve confrontada con la realidad y debe abandonar los atisbos de su deseo lésbico.

58 Un capricho de vez en cuando: “Baños de pureza” (2005) de Iliana Godoy

El cuento “Baños de pureza” forma parte de la colección Ritual de excesos (2005) de

Iliana Godoy. Narra la historia de Ana y Silvia, quienes visitan las ruinas de los baños de

Nezahualcóyotl, no sin antes parar en un balneario donde conocen a un hombre llamado Mauro.

Una vez que los tres llegan a la zona arqueológica, Ana y Mauro entran en una cueva, donde la mujer le practica sexo oral. Tras el encuentro, el hombre desaparece y deja a las dos amigas en los baños. Todavía excitada por lo sucedido con Mauro, Ana comienza a masturbarse junto a

Silvia, y ambas terminan tocándose hasta llegar al orgasmo. Tras lo sucedido, Ana se muestra renuente a hablar sobre ello, mientras que Silvia lo ve como algo normal. La primera continúa una relación con Mauro hasta darse cuenta de que el joven es un bailarín exótico.

Desde su inicio, el cuento de Godoy, en voz de Ana, da a conocer lo que pareciera ser una reflexión de la joven. Ana asegura: “Viéndolo bien el sexo también es cosa de guerreros; en esas lides todo se vale” (43). No obstante, a pesar de que la mujer se ve en situaciones que le permiten “encuirar” sus relaciones con otros personajes, es inhibida por sus propias ideas internalizadas que buscan seguir los patrones heteronormativos patriarcales. Sobre la hipocresía de la supuesta apertura de género que se da hacia finales del siglo XX en México, Carlos

Monsiváis arguye que, aunque “el machismo es nocivo, la mujer no debe perder su femineidad ni el hombre su virilidad, la mujer es un ser humano y debe ser tratada como se merece: con delicadeza. Todo esto sin perder la compostura, reafirmando, mientras se adelanta la pierna derecha para completar la pose, que se pertenece a una generación desinhibida” (Amor perdido

215).

El principal reto para Ana se da cuando ella y Silvia sostienen el encuentro erótico. Al respecto, Godoy narra lo siguiente:

59 Las dos amigas (¿qué tan íntimas?) se sentaron al fondo de una poza profunda que debió ser colectiva. Las banquetas calientes excitaron a Ana recordándole la piel de Mauro; sin darse cuenta deslizó su mano bajo el pantalón. Al sentir en sus ojos la descarga del erotismo, Silvia se levantó la playera, liberó sus senos turgentes [...] una gota de sudor deslizó despacio por en medio, Ana la recogió y se llevó a la boca aquella sal desconocida. A falta de macho, Silvia cabalgaba sobre un sillar derrumbado; su jadeo terminó en un grito ronco. Ana en cambio no lograba venirse; de pronto aterrizó en lo extraño del trance y detuvo el movimiento rítmico de su cuerpo, pero Silvia no iba a dejarla replegarse después de aquella provocación y le mantuvo la mano bajo la ropa mientras se las arreglaba para excitarla, pasándole la lengua por el cuello. (46-47)

El comentario de Godoy entre paréntesis cuestiona el tipo de relación que tienen las amigas debido a lo que está por suceder. Pareciera que Silvia toma la iniciativa, pero en realidad es Ana quien cruza la línea y si tiene dudas, éstas son disipadas por el contacto de su amiga, así como por sus palabras: “Tócate más, excítate, déjate ir, amiga. Ya se sabe que la verga es la verga, pero podemos tener un capricho de vez en cuando” (47). El consejo de Silvia de “dejarse ir” le permite a Ana dejar a un lado su heterosexualidad y sus expectativas sobre lo que se espera de ella. El hecho de llamarlo un “capricho” también le ayuda a minimizar la relevancia y sirve para asegurarle que es algo sin importancia y que no amenaza su orientación sexual. Una vez terminado su encuentro, Ana le advierte a su amiga: “quiero que olvidemos lo que acaba de pasar. Es absurdo” (47) y le pregunta si son amigas, a lo que Silvia contesta que lo son “Para siempre” (47). A pesar de su previo encuentro con Mauro, Ana se preocupa por lo que pueda significar el haber tenido relaciones con Silvia y reprime su posible curiosidad por las mujeres.

Mucha razón tiene Kaminsky al señalar: “En la sociedad heterosexista, la opresión del sujeto homosexual es una práctica de la represión de la homosexualidad. Al oprimir a los homosexuales, la sociedad reprime su propio contenido homosexual, siendo éste no sólo los individuos que practican una sexualidad ‘diferente’ sino también las prácticas simbólicas que representan tal sexualidad” (“Hacia un verbo” 891). En el caso de Ana, si bien no hay una represión del sujeto homosexual, sí la hay de un acto homosexual, demostrando que la mujer no

60 desea salir de los parámetros normativos. Después de haber estado con Silvia, Ana busca a

Mauro, a quien imagina como “fuerte, machete en mano abriendo camino” (47). Su necesidad de volver a situarse dentro de un marco heterosexual la lleva a resaltar los atributos asociados con lo masculino en su amante.

Este mecanismo funciona de forma similar a la protesta masculina de Adler y que Irwin define como el momento en el que un hombre, a partir de un cuestionamiento de su virilidad actúa de cierta manera para sobre-compensar las dudas sobre su masculinidad (Mexican

Masculinities xx-xxi). Aunque no se trate de un hombre tratando de comprobar su masculinidad, la posible vacilación en torno a su sexualidad de Ana la lleva a desear un sujeto con atributos exageradamente masculinos. Por lo tanto, su amistad con Silvia se ve afectada con el paso del tiempo. Godoy narra: “Cierto que se había alterado la comunicación entre ellas, en parte por

Mauro y en parte por el equívoco de los baños” (49), con lo cual entendemos que el encuentro entre las mujeres no sobrevive al miedo de Ana.

Deseada y deseosa: “Ladies Bar” (2012) de Mónica Lavín

El relato “Ladies Bar” de Mónica Lavín proviene de la colección cuentística Manual para enamorarse (2012). Narra la historia de Mayra y Eduardo, quienes exploran un bar de bailarinas exóticas en los bajos fondos de la Ciudad de México. Ahí, la mujer queda fascinada por las bailarinas y desea ser como ellas e incitar el mismo tipo de pasión en Eduardo. Es más, al bailar y volverse el centro de la atención, ella reconoce que el espacio del bar le permite no sólo abandonar su estatus de “mujer correcta” por un momento sino también sentir deseo por las bailarinas y ver que su sexualidad va más allá de las expectativas de su mundo.

61 Como ocurre en la novela de Luiselli, lo que permite el “encuramiento” del deseo de

Mayra en “Ladies Bar” es el espacio donde éste tiene lugar. Desde el comienzo del cuento la narradora hace referencia a “La ciudad prohibida de su ciudad; como descubrir un placer secreto en el cuerpo con el que se ha vivido tanto tiempo” (76). De pronto, nos encontramos en un espacio oscuro, en una ciudad paralela a la ciudad donde Mayra sigue el comportamiento que se espera de ella en la sociedad mexicana. Lavín describe este comportamiento al principio del cuento como la forma en que la protagonista “Tiene gusto por delicadezas como que los hombres se pongan de pie cuando ella se acerca a la mesa, o que alguien se fije en su reloj discreto y de buen gusto, que quien la acompañe ordene del menú lo que es bueno para los dos y le pregunte si está de acuerdo” (75). Esto nos lleva pensar en el análisis de Connell sobre la jerarquía basada en género, así como los comportamientos que hombres y mujeres deben adoptar para caber dentro de sus parámetros. La crítica destaca lo que denomina como feminidad enfatizada, es decir, la subordinación de las mujeres a fin de ajustarse a las expectativas masculinas (183). En el contexto mexicano, Monsiváis analiza la construcción de la “sensibilidad femenina” a partir del siglo XIX, la cual adjudica a la mujer no sólo un rol ornamental, sino que lo justifica debido a la idea de que ésta es un ser delicado que necesita ser cuidado por el sistema patriarcal. El crítico recalca varios de los factores de esta sensibilidad como “el cuidado del habla masculina en su presencia, el sometimiento a la complicada jerarquía paternalista, la prohibición de salir solas, la imposibilidad de recibir trato igualitario de las leyes, la obligación de mostrar cualidades específicas, todo el conjunto de prohibiciones y deberes” (Misógino 89). El contraste entre la vida diaria de Mayra como la describe Lavín al principio del cuento y el momento en el que entra en contacto con la ciudad nocturna y oculta muestra la manera en que, por un instante y en los

62 espacios específicos de los bajos fondos, la protagonista transgrede las normas que la posicionan como un objeto en la jerarquía patriarcal.

En el bar, la protagonista observa a las bailarinas, descritas por su acompañante como ficheras: “Mayra las miró a su gusto; en un lugar así tenía permiso para mirar” (78). Resulta interesante que se refiera a ellas con dicho nombre. Esto nos hace pensar en el popular cine mexicano que en las décadas de los 70 y 80 se enfocaba en los espacios del cabaret, lugar donde las bailarinas recibían una ficha por cada bebida consumida por su cliente. Sergio de la Mora estudia cómo este género tiene sus orígenes en la mitificación de la prostituta y nos remite a la primera versión cinematográfica de Santa, dirigida por Luis G. Peredo en 1918 (84). Esto nos permite retomar los ya mencionados argumentos de Irwin sobre la versión novelística de la obra de Gamboa con el personaje de La Gaditana. En su análisis, el crítico destaca el prostíbulo como el lugar idóneo para la proliferación del lesbianismo de acuerdo con el pensamiento decimonónico (“Las inseparables” 101). Los espacios del burdel y el bar de ficheras forman parte de una división de espacios instaurada desde el patriarcado heteronormativo y tienen como fin el desahogo sexual de los hombres heterosexuales. Sin embargo, como arguyen Irwin y De la

Mora, su permisibilidad sexual posibilita que entre sus límites se cuelen personajes que

“encuiran” la sexualidad, como la loca en el caso de los hombres ––pienso, por ejemplo, en La

Manuela de la novela de José Donoso, El lugar sin límites, llevada al cine por Arturo Ripstein––, y la prostituta lesbiana como La Gaditana. Aunque el contexto del cuento de Lavín es mucho más contemporáneo, el Ladies Bar sigue siendo un espacio de desahogo masculino, donde se dejan de lado las convenciones sociales de sus asistentes. Por ello Mayra se convierte en sujeto activo y mira a las mujeres como objetos para su placer.

63 Al reflexionar sobre su propio papel, la protagonista se adscribe a su rol como objeto. Sin embargo, ya no se ve a sí misma como la mujer sumisa del principio del cuento que se asemeja al arquetipo de la Virgen, sino que se transforma en el de la mujer pecadora de la arquetípica

Malinche (Castillo 6). Esto puede observarse cuando cuestiona el tipo de objeto que le interesa ser en el espacio del bar: “¿Cómo se vería ella en una falda así de ceñida y corta? La pura sensación de la prenda ajustada la exaltó. Sin duda conseguiría las miradas de los hombres” (79).

En este punto, su sexualidad se define por la mirada del sujeto masculino, mostrando la ideología patriarcal de lo que Mulvey llama “to-be-looked-at-ness,” es decir, el adoctrinamiento visible en el mundo del cine que puede ser utilizado para pensar en la forma en que las mujeres, por ser consideradas objetos pasivos, deben ser miradas por un sujeto activo (19). No obstante, cuando la protagonista se levanta a bailar es capaz de apropiarse de su propia sexualidad y se da cuenta de la curiosidad sexual que la mujer despierta en ella: “Miró a la mujer que les había bailado en la mesa acercarse con un paso embestidor y comprendió que la deseaba como Eduardo. Y que sentirse el centro de esos ánimos inflamados la volvían hombre y mujer. Deseada y deseosa.

Quería tocar bajo esa falda, encontrar la humedad viscosa de esa mujer que se ofrecía a ella”

(81).

Debido a la manera en que Mayra dice sentirse hombre y mujer al mismo tiempo, es posible retomar lo estipulado por Irwin en “Las inseparables” al asegurar que el acto lésbico no se traduce fácilmente a términos heterosexuales de activo/pasivo ––o incluso a las categorías de homosexualidad masculina imperantes en Latinoamérica–– y que, por lo tanto, es un reto más radical a las jerarquías de género y sexualidad. Aunque la protagonista y la bailarina no consuman ningún tipo de acto sexual, queda claro debido a sus patrones de pensamiento, enmarcados por el binarismo heterosexual, que Mayra no sabe cómo describir el deseo que siente

64 por la mujer. Si la joven cruza el límite de lo permisible para una mujer al entrar al bar, transgrede las normas aún más al sentirse excitada por la bailarina, “encuirando” la escena al contemplar una opción lésbica y dejando de lado la participación de los hombres, tan necesaria para ella al principio.

Curiosamente, la protagonista del cuento de Lavín recibe un castigo por atreverse a abandonar el papel virginal de la buena mujer y convertirse en una “loose woman” (Castillo 31-

32). Una vez terminado el baile, Mayra sale de su trance y busca a Eduardo, sólo para encontrarse con un hombre que la invita a bailar para “tomarla del talle y repegarla a su cuerpo donde su sexo punzaba por consuelo” (81). Entonces, leemos: “La muchacha correcta intentó escabullirse buscando la protección de Eduardo en la mesa vacía, en el coro que la olvidaba y en la mano que la tomaba se la llevaba a un sitio oscuro diciendo no hay problema, aquí nos venimos a olvidar del mundo” (81). Su acompañante la ha abandonado debido a que ante sus ojos ya no cabe dentro del marco de la mujer virginal. Su doble transgresión, como sucede con toda mujer que cruza las fronteras de lo permisible, la conduce al castigo.

Es de notar que todas las obras que he abordado en este capítulo revelan algún tipo de comportamiento o deseo por parte de sus personajes que los posiciona dentro del continuo lésbico de Adrienne Rich. En todas, además, se evita nombrar el lesbianismo. Si bien críticas como María Elena Olivera Córdova han analizado textos pertenecientes a lo que denominan como “lesboliteratura” (Entrer amoras 29), definida como la literatura que hace una exploración profunda del amor entre mujeres, resulta importante rastrear los personajes periféricos que quedarían fuera de dicho género. La sexualidad femenina, tanto en las letras como en su entorno social, no es estática y amerita ser explorada en sus diversas manifestaciones. El resaltar el posicionamiento de personajes que sienten inquietud, deseo, o que tienen encuentros sexuales

65 con otras mujeres pero que no se definen como lesbianas, nos ayuda a entender cómo las letras mexicanas de diversas maneras han incorporado sexualidades disidentes como parte del desarrollo de sus personajes femeninos. Estas intermitencias sexuales permiten repensar la jerarquía patriarcal heteronormativa, así como la manera en que, por medio de este deseo o estas acciones, los personajes socavan valores que pueden resultar opresivos para la sexualidad femenina. Con este primer capítulo inicio, entonces, la discusión sobre la ficcionalización de ciertos personajes lésbicos y sus comportamientos, desde una perspectiva interseccional ––es decir, una que más allá de la sexualidad, y que nos permite observar la manera en que el lesbianismo converge con cuestiones de género, raza y clase social–– en la literatura mexicana contemporánea.

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CAPÍTULO 2

MASCULINIDAD FEMENINA Y LESBIANISMO EN LA LITERATURA MEXICANA CONTEMPORÁNEA

Si el tema del lesbianismo ha sido poco explorado en la literatura mexicana, los estudios sobre masculinidad femenina en este tipo de personaje brillan por su ausencia. Como señalé en el primer capítulo, la sociedad mexicana, a partir de la llegada del siglo XX y con la redada de los

41, comienza a preocuparse por el concepto de homosexualidad masculina y por el supuesto afeminamiento que éste conlleva (Irwin, Masculinities xii-xiii). Sin embargo, la masculinidad femenina como parte del lesbianismo en México es un tema que tiende a ignorarse; cuando hay representaciones lésbicas en su literatura, éstas suelen darse entre mujeres con características estereotípicamente femeninas. Por eso, este apartado abreva del concepto de masculinidad femenina elaborado por Jack Halberstam en Female Masculinity (1998) para analizar diversas obras publicadas después de 1989 y antes del 2014 y que incluyen personajes lésbicos con características masculinas. Así, analizo la representación de diferentes masculinidades, al igual que la problematización (o falta de problematización) de los mecanismos heteropatriarcales que enmarcan a la sociedad desde la cual se escriben.

En concreto, analizo la novela No hay princesa sin dragón (2004) de Ana Klein, cuya protagonista cuestiona los roles de género y se traviste durante su niñez, al mismo tiempo que acepta su homosexualidad mientras se encuentra a sí misma. También exploro Sandra, secreto amor (2001) de Reyna Barrera, donde el personaje de Ramona se describe como masculino y se muestra con características negativas, idealizando a las lesbianas femeninas. Realizo, asimismo,

67 un análisis del breve cuento “¡Pantera! ¡Pantera!” (2010) de Elena Madrigal, que presenta al personaje de una luchadora masculina y lesbiana que se sirve de la figura del luchador, símbolo de la masculinidad en México. Concluyo el capítulo con el cuento de Victoria Enríquez “De un pestañazo” (1997) basado en el coronel Amelio Robles, quien, a pesar de ser mujer, vivió su vida como hombre y logró formar parte de las fuerzas zapatistas durante la Revolución Mexicana.

El concepto de la mujer “masculinizada” no es nuevo en México. Héctor Domínguez

Ruvalcaba explica que este tipo de personaje llegó a ser común en las narrativas de la

Revolución. Tal es el caso de novelas como La negra Angustias (1944) de Francisco Rojas

González o la película La cucaracha (1958) de Ismael Rodríguez, cuyas protagonistas asumen roles y atavíos masculinos para poder sobrellevar sus circunstancias (Modernity and the Nation

40). Las tramas no exploran a fondo la posibilidad del lesbianismo en los personajes, aunque, al decir de Robert McKee Irwin, sí hay rumores en la obra de Rojas González de que Angustias mantiene relaciones incestuosas con su padre o podría ser lesbiana (Mexican Masculinities 202).

La masculinidad de Angustias proviene, como bien señala el crítico, no de la homosexualidad sino de una respuesta a la violencia machista mexicana de la que ha sido víctima tras ser violada

(Mexican Masculinities 206). Especial mención merece la novela de Salvador Quevedo y

Zubieta, México marimacho (1933) ––casi siempre ignorada por la crítica. Ésta narra la historia de dos mujeres, Eutimia y Guadalupe, quienes además de tener atributos masculinos, mantienen una relación íntima y erótica. A pesar de ser más tardía, la obra tiene un enorme parecido con la novela de Eduardo A. Castrejón, Los cuarenta y uno: una novela crítico-social (1906). Lo digo porque ambas acentúan la transgresión de género que acompaña la homosexualidad de sus personajes, al mismo tiempo que culpan a la élite y a las ideas extranjeras de que esto suceda. Al igual que la novela de Castrejón, México marimacho contiene un prólogo con reflexiones del

68 autor, donde Quevedo y Zubieta narra un encuentro que tuvo con dos jovencitas masculinas y nota “la transformación varonil de nuestras antiguas mujercitas” (6). Quizás una de las mayores diferencias sea que en Los cuarenta y uno, uno de los personajes se redime volviéndose heterosexual, mientras que en la obra de Quevedo y Zubieta tanto Eutimia como Guadalupe mueren a pesar de sus esfuerzos por convertirse en esposas y madres heterosexuales, mostrando que en México sólo hay espacio para la masculinidad entre hombres. En su análisis sobre la obra,

Sofía Ruiz-Alfaro expone que, a pesar de la fama de las adelitas y las coronelas durante la

Revolución, así como de la apertura social que conllevó el caos de la guerra, era inconcebible la posibilidad de una masculinidad femenina dentro del mundo heteronormativo y homofóbico posrevolucionario. Esto por miedo a que tal categoría, además de amenazar tanto el papel de la mujer sumisa como el del macho, pudiera llevar consigo algo tan inimaginable como la homosexualidad femenina (43).8

Esta tendencia a denostar la masculinidad femenina continúa en la década de 1920 cuando, influenciadas por las flappers en Estados Unidos, las mujeres de las clases altas mexicanas comenzaron a cambiar su forma de vestir y a cortarse el cabello, ganándose el apodo de “las pelonas.” Este grupo de mujeres causaron tanto rechazo que, en 1928, un grupo de ellas fueron atacadas y rapadas por varios estudiantes. Sobre las razones que llevaron a este grado de hostilidad, Anne Rubenstein explica que su estilo andrógino amenazaba con borrar las diferencias visuales entre los géneros. Añade que los medios mexicanos argumentaron que también podrían difuminar las fronteras visuales de clase y raza cuando la moda comenzó a expandirse más allá de las clases altas (63). Tal y como ocurre en Los 41: una novela crítico-

8 Si utilizo la palabra “adelita” para referirme a las soldaderas de la Revolución es debido a que, como explica Elizabeth Salas en Soldaderas in the Mexican Military (1990), la propagación del corrido más famoso sobre la guerra, “La Adelita,” así como otras melodías referentes a esta figura hicieron que las soldaderas fueran conocidas como adelitas (93).

69 social o México marimacho, las clases altas y la influencia extranjera son acusadas de corromper a la sociedad mexicana. Para contrarrestarlo, tal y como sucedió con los 41 (pero en una escala mucho menor), un grupo conservador se dio a la tarea de controlar estos cambios capaces de cuestionar los roles e identidades de género. Si bien “las pelonas” no fueron atacadas por un supuesto lesbianismo ––y podemos suponer que la mayoría eran heterosexuales––, sí hay un punto de encuentro entre éstas y los argumentos de Halberstam. Al decir de Rubenstein, parte de los chistes y quejas sobre “las pelonas” se basaban en que se pensaba que se habían vuelto poco atractivas o disponibles a los hombres (63). Halberstam arguye algo similar cuando explica que la lesbiana butch amenaza al hombre heterosexual con la imagen de la mujer no castrada que se rehúsa a participar de las ideas heterosexuales que ven a la mujer femenina como débil e inofensiva (Queer Art 96). En diálogo con Halberstam, Raquel (Lucas) Platero estudia cómo

“Tradicionalmente la masculinidad en las biomujeres se ha identificado con un espacio de fealdad que la identifica como indeseable. Indeseable para los varones y la heterosexualidad” (4).

Esto nos recuerda a los postulados de Rich sobre el lesbianismo como un acto de resistencia al restringir el acceso de los hombres a ciertas mujeres y va más allá al posicionarlas dentro de un continuo de género que socava la estructura heteropatriarcal (23).

Si en mi capítulo anterior hice uso del concepto del continuo lésbico de Rich, en esta sección sigo teniendo su idea como punto de referencia para analizar la masculinidad femenina.

Aprovecho, además, los postulados de Halberstam, sobre distintos tipos de masculinidad que varían de un individuo a otro y se manifiestan de distintas formas (Female Masculinity 9). Esta idea coincide con los análisis de Gayle Rubin y Lilian Faderman que sostienen que hay diversas formas de masculinidad femenina porque cuando las mujeres utilizan estilos y actitudes masculinas, producen un nuevo significado (Rubin 469, Faderman 591). Me interesa pensar en la

70 forma en que estos personajes se representan en las obras ya que nos hacen pensar en su capacidad de socavar la masculinidad dominante. Por ésta me refiero al tipo de masculinidad que, de acuerdo con R.W. Connell, se encuentra en la cima de una jerarquía que subordina otros tipos de masculinidad (como la homosexual, la negra, la indígena y, en este caso, la femenina)

(Masculinities 77). Destaco, por último, cómo las representaciones de los personajes lésbicos masculinos revelan el tipo de estigma que llevan consigo dado que, al decir de Marina

Castañeda, “el problema del lesbianismo en muchas sociedades no es que una mujer tenga relaciones eróticas con otra, sino que una mujer pueda volverse ‘como un hombre’” (110).

Un breve vistazo a las representaciones mediáticas del lesbianismo en el México contemporáneo demuestra la forma en que el personaje lésbico tiende a mostrarse con características femeninas. Aunque es verdad que la sociedad mexicana se ha visto expuesta a un paulatino incremento de este tipo de personaje en la cultura popular, aquellos con características masculinas están ausentes. Esta preferencia por personajes femeninos se puede observar, por ejemplo, en el cine de la década de los 70, cuando se buscaba llenar las butacas por medio de desnudos femeninos y cintas con una mayor apertura sexual. Como destaca Yolanda Mercader, una de las mayores exponentes de este tipo de cine fue Isela Vega, quien representó a personajes lésbicos en películas como Las reglas del juego (1970) de Mauricio Wallerstein, o El festín de la loba (1972) de Francisco del Villar (9). También en la década de los setenta surgen algunos filmes sensacionalistas con referencias a las transgresiones religiosas de los personajes lésbicos que los muestran como seductores y agentes del mal. Tal es el caso de Satánico pandemonium/La sexorcista (1973) de Gilberto Martínez Solares o Alucarda, la hija de las tinieblas (1975) de Juan López Moctezuma (Mercader 10). Si algo tienen en común estos personajes, es que no abandonan su feminidad. Los medios mexicanos han dejado atrás, en su

71 mayoría, las representaciones exageradas y caricaturescas de los personajes lésbicos en pos de personajes con mayor dimensión y que son más representativos de la comunidad LGBT. Sin embargo, la feminidad tiende a estar presente en los escasos personajes lésbicos que encontramos en diversos medios. Esto se observa en filmes más contemporáneos como La otra familia (2011) de Gustavo Loza, Todo incluido (2008) de Rodrigo Ortuzar o Así del precipicio (2006) de Teresa

Suárez. Sobre este último, Rosana Blanco-Cano ha destacado que los dos personajes lésbicos no subvierten las prácticas heterosexuales; ambos cumplen con los requisitos de belleza y feminidad impuestos por el patriarcado y sus encuentros sexuales siguen la estética de la pornografía lésbica producida para un público masculino heterosexual (71). No son sólo las representaciones cinematográficas donde podemos observar este tipo de personaje. En una sociedad como la mexicana, donde las telenovelas han cobrado gran importancia para la industria del entretenimiento, los personajes lésbicos no han sido del todo ignorados. Telenovelas como

Pueblo chico, infierno grande (1997) o Nada Personal (1996) brindaron un poco de visibilidad a la homosexualidad femenina, aunque de forma distinta; en la primera las lesbianas eran siempre prostitutas, en la segunda se trata de una mujer policía. Quizás el ejemplo más importante de personajes lésbicos en la televisión mexicana sea el de la serie Las Aparicio (2010), cuya trama explora con profundidad los sentimientos y vidas de sus personajes homosexuales. En todos estos casos que menciono las lesbianas son representadas como femeninas.

Si me he detenido a explorar estas representaciones en la televisión y el cine es para recalcar su importancia en el imaginario mexicano, para luego pensar en cómo las lesbianas se representan en la literatura. Este es el punto de partida de Halberstam al pensar en las mujeres masculinas o la figura de la butch, definida por Gayle Rubin como una categoría lésbica de género que se constituye por el uso de códigos y símbolos de género masculinos (467).

72 Halberstam comienza su discusión sobre lo butch en The Queer Art of Failure tomando como punto de referencia la popular serie de televisión The L Word (2004-2009) y la manera en que, se articula un nuevo lesbianismo deseable y que cabe dentro de los modelos visuales heterosexuales. Para su desarrollo se debe de dejar a un lado a la butch, quien representa una feminidad fallida y que pareciera anacrónica ante el surgimiento del estereotipo positivo (The

Queer Art 95). Ann M. Ciasullo analiza cómo los medios producen y reproducen una imagen de la mujer homosexual al mismo tiempo que rechazan otra tan legítima e incluso más convencional; la mujer masculina. La crítica sostiene la importancia de diferenciar entre lo que denomina “cultural imagination” y “cultural landscape.” Mientras que la primera se refiere al imaginario de la sociedad, la segunda es la manera en que se representan distintos personajes. Es decir, si bien la lesbiana masculina es parte del imaginario cultural, su representación es precaria

(578-79). Esto ocurre debido a que la lesbiana femenina es un objeto de consumo mediático; es deseada por el hombre heterosexual porque su apariencia no la marca como lesbiana y las mujeres heterosexuales se identifican con ella. La lesbiana masculina, por su parte, no puede desasociarse de su lesbianismo (Ciasullo 604, Smyth 83). Castañeda destaca este punto al argüir que “si nos basamos en la pornografía, la relación sexual entre mujeres está perfectamente aceptada por los heterosexuales mientras éstas sean ‘femeninas’: en las películas pornográficas aparecen mujeres de una feminidad a ultranza, mas nunca las lesbianas ‘butch’, de apariencia masculina, que son igualmente numerosas en el mundo real” (110). Esta tendencia a retratar el lesbianismo como algo que comparte los valores estéticos heteronormativos actúa de forma similar a la “nueva homonormatividad,” a la que me refiero en mi primer capítulo, y establecida por Duggan; intenta mostrar un lesbianismo que no amenaza el orden heterosexual y que establece que las lesbianas siguen los mismos patrones de comportamiento que se esperan de las

73 mujeres heterosexuales (179). Algo similar ocurre con la literatura en México en cuanto a la representación lésbica. Existen algunos pocos ejemplos de mujeres lesbianas con características masculinas en esta narrativa, mas las obras canónicas como Amora (1989) de Rosamaría Roffiel o Dos mujeres (1990) de Sara Levi Calderón se alejan de este tipo de figura al mostrar a la lesbiana femenina favorable mencionada por Halberstam. En el caso de Roffiel, Olivera Córdova arguye que “evitó a las mujeres masculinizadas en nombre de una feminidad transgresora, contraria a la introducida por Radcliff (sic) Hall, como una forma de anteponer una imagen que rompiera con la predominante en el imaginario de la sociedad: ¿cómo podrían ser lesbianas esas mujeres femeninas?” (146).9 Lilian Faderman sostiene que la masculinidad en mujeres socava el conformismo sexual y de género de la década de los 70 en el feminismo lésbico estadounidense que se apegaba a las ideas de feminidad (579).

Por eso mismo me interesa destacar a los personajes lésbicos con características masculinas: ignorarlos deja fuera múltiples posibilidades en las que éstos socavan las normas heteropatriarcales. En su trabajo sobre representaciones de lesbianismo a principios del siglo XX,

Irwin recalca su precariedad (“Las inseparables” 99). Para ello, entra en diálogo con Terry Castle quien, en The Apparitional Lesbian (1993) articula cómo la cultura occidental ha borrado de la historia el papel de las lesbianas (2). Esto sigue vigente en el panorama latinoamericano y

Valeria Flores explica que “La sociedad me lee/interpreta, me ve, como una ‘mujer’, de acuerdo al sistema genérico/sexual imperante, por lo tanto, me heterosexualiza. Pone en juego lo que se ha llamado el dispositivo de feminización, el cual comprende la heterosexualización de las mujeres” (3). Si bien Flores tiene razón, su estudio deja fuera a las mujeres masculinas que no

9 Olivera Córdova se refiere al texto The Well of Loneliness de Radclyffe Call, publicado en 1928. Este texto forma parte del canon lésbico, aunque autores como Halberstam ven la masculinidad de la protagonista de la obra como correspondiente a la posibilidad de que ésta sea transgénero (Female Masculinity 83).

74 son automáticamente heterosexualizadas por la sociedad. En el contexto estadounidense de la década de los 50, Elizabeth Lapovsky Kennedy y Madeline Davis estudian cómo la figura de la butch llegó a atraer tanta atención, que había lesbianas que se sentían incómodas entre mujeres masculinas. Pensaban que las mujeres butch habían ido demasiado lejos al anunciar su sexualidad en público (65). Si traigo esto a colación es porque, a pesar de la diferencia en contextos, la lesbiana masculina tiene la visibilidad que la femenina muchas veces no. Esto se da, no en el cultural landscape, por usar los términos de Ciasullo, sino en el imaginario social.

Como bien arguye Phyllis Burke, el travestirse o presentarse a sí mismo de una forma que no corresponde con lo que se espera de nosotros reta la identidad que la sociedad dicta y declara que uno no está determinado por poderes externos (145). Esta transgresión y la importancia de la masculinidad femenina para la comunidad lésbica son las razones por las que el tema resulta imprescindible en un estudio sobre representaciones de lesbianismo.

Cosas de hombres: No hay princesa sin dragón (2004) de Ana Klein

Abiertamente lesbiana, Klein es una autora que incluye la homosexualidad femenina en su narrativa al considerar que “una no puede escribir de lo que no ha vivido” (Olivera Córdova,

Entre amoras 145). Esto lo hace en sus tres novelas: Si me regreso me muero (1984), No hay princesa sin dragón (2004) y La princesa en las espirales de la luna (2008). A diferencia de autoras como Roffiel, en la obra que nos interesa para este estudio, Klein “retoma el derecho de las mujeres a transgredir el género cultural, al travestismo” (Olivera Córdova, Entre amoras

146). No hay princesa sin dragón cuenta la historia de Camila, quien, desde su infancia en la

Ciudad de México en la década de los 50, rechaza la idea de que hay ciertos comportamientos destinados para los hombres. La obra sigue la vida de la protagonista desde su infancia hasta su

75 madurez y relata sus relaciones fallidas con otras mujeres por temor a su sexualidad. La trama de

Camila se entrelaza con las historias de varios miembros de su familia que siguen las pautas heteronormativas que conceden mayor libertad a los hombres y que exigen que las mujeres sigan ciertos comportamientos. Parto de esta obra por ser la que se encuentra del lado más sutil en el continuo de masculinidad; aunque la masculinidad de Camila no se extiende a lo largo de su vida, forma parte de su desarrollo y pone en tela de juicio los roles de género heteronormativos.

Sobre las expectativas de género a mediados del siglo XX, Monsiváis considera que la sociedad se divide entre “la inmanencia de la familia y la exaltación del macho. Machismo y familia: la primera instancia protege y anima a la segunda y amplía en lo mítico y en lo financiero una realidad histórica, regida por la moral judeo-cristiana y la ideología patriarcal. El destino de la mujer es el sometimiento, la anatomía marca el lugar en la escala social” (Amor perdido 30-31). Esta división de comportamientos se observa desde el principio de la novela de

Klein, cuando relata el momento en que Camila, siendo una niña, le hace saber a su familia su sueño de ser marinera. Éstos, asombrados, “explicaron que una niña no podía ser marinera; aun

Justino, el jardinero, que era sordomudo, le dijo ¡no!, con todas sus letras. ––¿Por qué no? – preguntó Camila, hecha una mar de lágrimas. ––Porque ésas son cosas de hombres –contestó la criada mentirosa, en nombre de la humanidad entera” (16). La negativa de los adultos hace que

Camila comience a rechazar lo femenino y prefiera las actividades y ropa de niño. Traci Craig y

Jessica LaCroix sostienen que las niñas o mujeres a veces rechazan la ropa femenina porque sirve como recordatorio de la desigualdad de género y que, al hacerlo, intentan deshacerse de los estereotipos negativos como la noción de que las mujeres son más débiles o menos competentes que los hombres (452). Esto ocurre en el caso de la protagonista; el querer ser marinera la hace repudiar ser niña y la ropa y comportamientos que se le asignan.

76 Lo que diferencia a Camila de los demás personajes que analizo es que su masculinidad se observa sólo durante la niñez, cuando apenas duda de su sexualidad. Esto corresponde con lo que Halberstam explica como tomboyism ––el cual no tiene una traducción directa al español y que en forma de adjetivo se acerca al término “machorra,” cuya connotación es siempre negativa.

El tomboyism es un tipo de masculinidad que, en el contexto estadounidense, es visto como un paso hacia la feminidad. Halberstam estipula que éste se asocia con el deseo “natural” de mayor libertad y movilidad que tienen los niños y que incluso se ve como una señal de independencia.

Este tipo de masculinidad es alentado, siempre y cuando siga siendo parte de una identidad femenina. En caso de ser asociado con una identificación masculina más extrema, y cuando amenaza con extenderse más allá de la niñez, suele ser castigado (Female Masculinity 6). Por su parte, Craig y LaCroix analizan cómo dicha identidad se utiliza para brindar a las niñas una protección limitada de las implicaciones negativas de la transgresión de las expectativas de género (451). El tomboy ayuda a articular una identidad que no se conforma a una construcción de género binaria y subvertir por un momento los géneros impuestos por el patriarcado (Craig y

LaCroix 452, 458). Este concepto tiene similitudes con el texto de Klein, mas es importante recalcar las diferencias contextuales. Michelle Ann Abate explica la proliferación de la representación del tomboy en los Estados Unidos, en especial durante sus inicios en el siglo XIX, como algo exclusivamente blanco. Sin embargo, reconoce que el tomboyism cruza las fronteras raciales (xxii). A pesar de que su representación literaria es mucho más numerosa en las letras estadounidenses, propongo que el arquetipo también cruza fronteras geográficas y que el personaje de Klein es un tomboy, pero siempre está sujeto al contexto en el que se desarrolla.

Quizás la principal diferencia sea que, como arguye Halberstam, si en los Estados Unidos la etapa de tomboyism es vista como algo positivo, en el contexto mexicano no es así. Basta con

77 pensar en las ideas decimonónicas sobre la “sensibilidad femenina” descritas por Monsiváis que someten a la mujer a una jerarquía paternalista e intentan evitar que se exponga a comportamientos masculinos. Para ello, instauran una serie de prohibiciones sobre sus derechos y comportamientos (Misógino 89).

Si en la cultura estadounidense se alienta a las niñas a explorar dicha etapa, en la obra de

Klein esto se le reprocha a Camila. Desde el momento en el que se traviste por primera vez poniéndose un traje de marinerito que perteneció a su padre durante su infancia, la autora narra que “En el instante del salto visionario, de la muda luminosa, en complot con las estrellas, esta navegante de la imaginación ignoraba por completo el alto precio que debía pagar en este mundo por el intento sagrado de ser exactamente como a uno se le diera su regalada gana” (17). Esta ruptura entre lo que se espera de Camila y lo que la niña hace crea una transgresión en aquello que Marta Lamas llama “hacer género.” Lamas define este mecanismo como el “crear diferencias entre mujeres y hombres desde que nacen, diferencias que no son naturales, aunque se las vea como tales. Al hacer género se mantienen, reproducen y legitiman los acuerdos institucionales, y si no se hace género adecuadamente, se crean problemas. No se puede no hacer género: es inevitable hacer género, aunque a veces se hagan transgresiones” (Sexo, cuerpo y política 147-48). La transgresión de Camila alcanza su punto más alto cuando, vestida de niño, se hace pasar por un amigo de su hermano y no es reconocida por su propia madre. Klein narra:

“Cuando Adela le preguntó su nombre, la niña quiso despojarse de la gorra y lavarse la cara para devolverle el recuerdo a los olvidos de su madre, pero se le metió de golpe un encabronamiento emputecido y le respondió con rencor: ––Jorgito, señora” (50). Por un momento, su deseo de ser hombre se vuelve realidad e incluso es reconocida como tal por su madre, engañando a un miembro de la familia que reprocha su masculinidad. Sobre este acceso, Craig y LaCroix

78 arguyen que la identidad de tomboy les brinda a las niñas acceso a espacios negados a las mujeres (456). En este caso, Camila se traviste por completo y es percibida como niño por su madre ––algo que no coincide con el tomboyism––, pero el hecho de que su hermano se vuelva su cómplice e incluso juegue con ella como si jugara con otro niño muestra el acceso a espacios masculinos que conlleva dicha figura.

En contraste con el desarrollo de Camila y su descubrimiento y aceptación de su sexualidad, Klein intercala su historia con la de sus padres y sus abuelos. Además de tener como trasfondo la historia de México, las historias que se entrelazan con la de Camila muestran el desarrollo de distintos matrimonios heterosexuales, siempre conservando la hegemonía patriarcal. Mientras que los matrimonios contrastan con el propio desarrollo de la homosexualidad de Camila, es la historia de su padre y su masculinidad la que es paralela a la niñez de la protagonista, cuando ésta desea ser hombre. Klein narra la infancia de Antonio, marcada por su gran belleza, cosa que lo vuelve inseguro en cuanto a su masculinidad. El mismo traje de marinerito que Camila se pondrá años más tarde para verse como hombre es lo que marca a Antonio como afeminado. Durante su infancia Antonio, vestido de marinerito, es encontrado por su padre, quien, tras gritar que “Lo van a volver maricón,” “trepó a su hijo en el caballo y se fue con él en ancas, profiriendo injurias contra esa congregación de viejas frígidas.

Primero que nada llevó al niño a la peluquería a que le cortaran el pelo como soldado, y de ahí a la tienda de Don Laureano a que lo vistieran como los hombres [...] le regaló unas pistolas de juguete y hasta le enseñó a montar a caballo” (22). Esto revela la alarma de su padre ante la posibilidad de que su hijo sea afeminado y muestra lo contradictoria que es la masculinidad. Al decir de Bourdieu, “La virilidad, entendida como capacidad reproductora, sexual y social, pero también como aptitud para el combate y para el ejercicio de la violencia (en la venganza sobre

79 todo), es fundamentalmente una carga” (69). Esta carga atormenta al padre de Camila toda su vida y se refleja en su obsesión con el tamaño de su pene. Abrevando de las teorías de Freud,

Connell estudia la catexis como la manera en que la psique invierte energía en ciertas ideas. Por su parte, la crítica amplía su definición e incluye la construcción de relaciones con objetos que conlleva una carga emocional (Gender and Power 112). Aquí me refiero a la constante preocupación de Antonio con su pene, visto como el mayor símbolo de su masculinidad y que por eso intenta agrandar. La catexis hacia su falo hace que Antonio vaya por primera vez a un burdel para constatar su hombría cuando cumple 16 años. Este ritual es aceptado por su madre, quien “entendió que su hijo ya era un hombre y jamás le volvió a preguntar de dónde vienes o adónde vas” (27). Antonio se apega a las normas de la masculinidad dominante, pero es visible la carga a la que se refiere Bourdieu, pues “A pesar de la actitud desafiante que Antonio Caminos mostró siempre ante la vida, en un rincón de sí mismo habitaba un niño cautivo en un traje de marinerito con un pene del tamaño de su dedo meñique al que le daba mucho miedo la posibilidad de no existir” (27). Tanto el tamaño de su pene, como el traje de marinerito le causan una profunda inquietud y “Se entiende que, desde esa perspectiva, que vincula la sexualidad y poder, la peor humillación para un hombre consiste en verse convertido en mujer” (Bourdieu 36).

Esta humillación y la supuesta libertad que brinda la masculinidad son lo que hace que Camila desee ser hombre y marinero, como su abuelo, durante su infancia. Al decir de Olivera Córdova,

“el traje de marinerito representa para el padre, en su infancia, un atentado a su masculinidad, para Camila, en cambio, representa un rechazo a su feminidad” (Entre amoras 148). La importancia del padre y el abuelo revelan que las ideas sobre masculinidad de Camila provienen de los hombres en su familia, a quienes busca parecerse. En cuanto a esto en el contexto estadounidense, Halberstam acuña el término butch mentoring y arguye que, a partir de la década

80 de los 50, las mujeres butch competían entre sí y aprendían comportamientos la una de la otra.

Agrega que para desarrollar una historia butch es necesario tener en cuenta los sistemas de tutoría intergeneracional que facilitan la construcción de género entre mujeres masculinas

(“Between Butches” 62). Camila no podría ser considerada butch, sin embargo, la construcción de su tomboyism también se basa en los comportamientos aprendidos de su padre y su abuelo, sustituyendo el butch mentoring desde sus propios atisbos de masculinidad. Lo que aprende de su padre, y éste del suyo muestran que los códigos masculinos no son orgánicos, sino aprendidos, y revelan que los roles de género no son estables.

Como he mencionado, el deseo de Camila de ser hombre sólo se da en la infancia. A diferencia de otros personajes lésbicos con atributos masculinos, su masculinidad no es paralela a su orientación sexual. Esto queda claro cuando Klein escribe sobre su deseo de abandonar su feminidad: “Esta alquimia no fue inspirada por su sexualidad, como supuso la nana Concepción, sino por su pensamiento marinero” (17). Esto evidencia una de las diferencias entre el tomboy en

Estados Unidos y en México. Craig y LaCroix estipulan que la identidad del tomboy ayuda a proteger a niñas y mujeres de suposiciones sobre su orientación sexual porque adoptar esta identidad sirve para justificar comportamientos masculinos (453). Esta protección no sucede en

México y, como observamos, la nana Concepción asocia su masculinidad con el lesbianismo, mostrando cómo se equiparan identidad de género y sexualidad. En el caso de Camila, sí existe una masculinidad durante su infancia, mas ésta no continúa en la edad adulta. Durante su niñez desea la libertad que no tiene por ser mujer, pero esto cambia una vez que se da cuenta de su capacidad tanto de amar a otras mujeres, como de tener voluntad propia. Su lesbianismo le ayuda a comprender que es posible retar las ideas heteropatriarcales. Esto se observa cuando Klein narra que “Camila Caminos dejó de creer, para siempre, en esa absurda patraña que aseguraba

81 que una niña no podía llegar a las estrellas. Una sonrisa de Valentina bastó para brincar al séptimo cielo en un santiamén” (57). El lesbianismo de Camila no se desarrolla sin obstáculos y aunque el rechazo de su masculinidad proviene de su familia, la figura de la nana Concepción

“representa el oscurantismo social, y acompaña a Camila en el transcurso de su vida, asustándola en la infancia, juzgándola cuando vive su homosexualidad” (Olivera Córdova, Entre amoras

149). Como representante de los valores patriarcales, la nana cumple con su propio papel dentro de la ideología conservadora que, de acuerdo con Connell, ve a la familia como cimiento de la sociedad (Gender and Power 121). Esto lo hace al aferrarse al rol de madre, pariendo veintisiete hijos y reforzando el catolicismo en ellos, algunos de los cuales murieron en la Guerra Cristera.

Los reproches de la nana y el miedo al rechazo, son lo que hace que Camila, una vez aceptada su sexualidad, repare en vivirla. Durante su juventud, la protagonista se enamora de una mujer, pero la rechaza debido a su homofobia interna y al miedo que Concepción le ha infundido. Hacia el final de la novela, la mujer vence su miedo y se enfrenta a la nana. Esto se aprecia cuando

“Camila la escuchó y le respondió como debió hacerlo a los diecisiete años de edad: ––¡Déjame de estar jodiendo de una vez por todas y para siempre con tanta pendejada, nanita. Coger no es pecado, y menos con los alcatraces, carajo!” (112). Acerca de la vergüenza, Sally Munt sostiene que ésta puede ser una experiencia transformativa y que, al ser rechazadas, las personas entran en un nuevo espacio de definición e individuación (7). La vergüenza que la protagonista sintió a lo largo de su vida la lleva a asumir su lesbianismo. Al principio de la novela Camila desea ser hombre para obtener su libertad, pero hacia el final de la historia, durante un argumento con su tío Jerónimo, la mujer grita: “––A mí no se me cayó nada en el camino, pendejo, ni necesito un falo para llegar al cielo. Y para que te enteres, las musas son patrimonio de la imaginación, como

82 la Luna, no de tus cojones, cabrón” (116-17). Esta cita evidencia su desarrollo y que su lesbianismo no es sinónimo de la masculinidad de su infancia.

La manifestación de masculinidad femenina en la obra de Klein termina cuando Camila acepta su sexualidad, creando una distancia entre el lesbianismo y la masculinidad. No hay princesa sin dragón se une a lo que hacen novelas como Amora y Dos mujeres al no desarrollar una masculinidad femenina a fondo y mostrar la “feminidad transgresora” que Olivera observa en Roffiel (Entre amoras 146). Lo que sí hace el texto de Klein es evidenciar la debilidad de los conceptos de género. Al “hacer género,” en palabras de Lamas, Camila demuestra que la masculinidad es algo aprendido y, por lo tanto, no natural, tal y como postula Butler en El género en disputa (266). Al hacerse pasar por niño y evitar que su madre la reconozca, Camila no sólo revela estas debilidades en las estructuras de poder; también penetra el espacio de la masculinidad de forma momentánea y engaña a su madre, representante de los valores familiares conservadores que Klein critica. El personaje que mejor muestra la constante necesidad de manifestar la masculinidad es Antonio Caminos porque cumple con los requisitos que le ayudan a formar parte de la masculinidad hegemónica. Como arguye Irwin, ésta se define por los juicios de los demás, más que de forma interna, y por eso el padre de Camila quiere mostrarle a los demás su hombría, desde su necesidad de ir al burdel hasta su preocupación por el traje de marinerito (Mexican Masculinities xvii). No hay princesa sin dragón no muestra a fondo un personaje femenino con cualidades masculinas, pero sí retrata el arquetipo del tomboy y pone en tela de juicio, a partir de Camila y su padre, las construcciones genéricas impuestas desde un patriarcado heteronormativo.

83 Una lesbiana insoportable: Sandra, secreto amor (2001) de Reyna Barrera

La primera y única novela de Barrera cuenta la historia de un grupo de amigos, Luis,

Arcelia y Eurídice, quienes trabajan para el Festival Internacional Cervantino en Guanajuato. Por medio de una narración no lineal, Barrera va entre el presente y el pasado, y entre México y

Guanajuato para contar las historias de los jóvenes. La novela narra la historia de amor entre

Arcelia y su novio, Armando, pero las historias de Luis y Eurídice tienen mayor peso en la trama. Luis se suicida tras la muerte de su amante, cuando descubre que es VIH positivo, y

Eurídice se enamora de Sandra, una joven con una novia posesiva de nombre Ramona, descrita como masculina. Olivera Córdova explica sobre Ramona que “es necesario señalar que la palabra lesbiana sólo se utiliza en el texto para designar la homosexualidad de Ramona, lo que constituye un punto de vista ideológico de la autora o autor implícito, que relaciona la palabra con la conducta inapropiada de dicha personaja” (Entre amoras 141). Al igual que la obra de

Klein, Sandra, secreto amor trata de configurar esa “feminidad transgresora” explorada por

Olivera Córdova y, al mismo tiempo, mostrar que el amor entre mujeres no significa que alguna de ellas tenga que ser masculina. Esta negativa a utilizar la palabra “lesbiana” para describir a

Sandra y Eurídice probablemente se deba al querer evitar los estereotipos. Sobre esto, Álvaro

Carvajal Vilaplana arguye que “por lo general, se tiende a generalizar que todas las mujeres lesbianas son masculinas. Esto, a la vez, genera un estereotipo que no recoge la riqueza de la realidad de las lesbianas ni la de los hombres trans” (119). El acto de sólo llamar a Ramona lesbiana por ser masculina y de mostrar a Sandra y Eurídice como el arquetipo de la lesbiana femenina favorable estudiado por Halberstam, crea espacios exclusivos y separados. Esto se relaciona con lo articulado por Gabriela Cano, quien argumenta que a pesar de que el término

“lesbianismo” no es sinónimo de masculinización, éste no excluye la identificación masculina;

84 sin embargo, explica que las categorías de identidad son flexibles y no espacios herméticamente cerrados (37-38). De esta forma, es posible pensar en la masculinidad como un continuo, en el que cada mujer tiene, en mayor o menor medida, ciertos atributos masculinos. Los personajes en la novela rechazan a Ramona debido a que se encuentra en una posición muy lejana a la de las protagonistas en el continuo.

Desde el comienzo de la obra, Luis reflexiona sobre el personaje al describirla como

“Ramona, una lesbiana insoportable, sobre todo porque caminaba como un tanque de guerra, bufando” (43). Esta es una de las primeras veces que se hace mención de Ramona y salta a la vista que se le llame insoportable y se le compare con un objeto. Esta deshumanización del personaje se relaciona con lo estudiado por Butler, quien sostiene que “Los géneros diferenciados son una parte de lo que ‘humaniza’ a los individuos dentro de la cultura actual; en realidad, sancionamos constantemente a quienes no representan bien su género” (Género en disputa 272). Luis no menciona la masculinidad de Ramona en un principio, pero sí la compara con un tanque, equiparándola a un instrumento de guerra. Compararla con una herramienta relacionada con lo masculino va en contra de las nociones de feminidad imperantes debido a la asociación de las mujeres con la pasividad y la maternidad. Si se muestra a Ramona como una

“lesbiana insoportable,” el rechazo hacia ella continúa a lo largo de la novela. Olivera Córdova explica que “la configuración de Ramona, como una lesbiana masculina y violenta (reproductora de los papeles heteronormativos más denigrantes), sirve a la autora implícita para configurar por contraste a Eurídice, su rival (nueva heroína al estilo de Guadalupe en Amora), paciente, amorosa, respetuosa de la intimidad y libertad de Sandra” (Entre amoras 141). La constante representación negativa de Ramona es un arma de doble filo puesto que muestra el apego a las normas heterosexuales que ven la feminidad como parte inseparable de las mujeres, validando

85 los roles patriarcales. Denostar a Ramona y mostrarla como indeseable muestra la incomodidad que personajes como ella provocan en un sistema de género binario y, por lo tanto, su capacidad de socavarlo.

Aunque Deborah Shaw estudia las obras de Roffiel y Levi-Calderón, su argumento cabe dentro del análisis de Sandra, secreto amor porque explica que las mujeres gay, como prefieren ser llamadas, enfatizan su feminidad y rechazan las imágenes masculinas, en parte para distanciarse de la negatividad asociada con el estereotipo de la lesbiana butch (54). La crítica destaca el paralelismo entre los mecanismos de representación de las lesbianas en la literatura mexicana y aquellos en los Estados Unidos o el Reino Unido ––por lo que utiliza términos como

“lipstick lesbian” o “designer dyke” para referirse a las lesbianas femeninas. Mientras Eurídice es descrita como amorosa y tierna, Ramona es retratada como violenta y masculina. Al hablar sobre la niñez del personaje, Barrera narra: “Sí, había aparentes contradicciones, pero caían en el olvido y su conducta era como se le daba la gana; es más, el orgullo dominaba en ese temprano carácter. Pero no se llamaba Ramón, ese nombre lo pensaba, lo repetía, era su nombre de batalla, su nombre de héroe. Soñaba con doncellas que olieran a manzanas frescas y que tuviesen sonrisa de cristal. Preferible que jugar a las muñecas” (48). La autora no sólo cuenta su interés por ser como un caballero, sino que también le da un nombre masculino que dice es su nombre de batalla. Su masculinidad, más allá de oponerse a Eurídice e incluso a Sandra, le brinda acceso a espacios masculinos de forma intermitente. Barrera escribe que “Casi se volvió antisocial. Si vestía como muchacho, las adolescentes la rechazaban; pero ellos la adoptaban de inmediato como un camarada más para completar el equipo de béisbol, por ejemplo” (53). Ser aceptada como “un camarada más,” la separa del resto de las mujeres y así penetra los círculos masculinos. Es significativo que esto se dé en el contexto de los deportes porque, como postula

86 Bourdieu, éstos son “adecuados para producir los signos visibles de la masculinidad, y para manifestar y experimentar las cualidades llamadas viriles” (69). Ramona es rechazada por las demás mujeres al asociársele con la violencia patriarcal, como si su masculinidad la volviera cómplice de estos mecanismos. En un episodio donde Eurídice cuestiona la posibilidad de desarrollar una relación con Sandra, debido a los celos de Ramona, ésta reflexiona: “El carácter de Romy era un obstáculo, se trataba de una mujer de armas tomar. Se imaginaba perseguida por

Ramona a bordo de su automóvil a lo largo del periférico, pistola en mano, disparándole a plena luz del día como hizo con Maquis, una dizque rival de amores” (77). Esto dialoga con lo estipulado por Bourdieu sobre la violencia como parte de los atributos que se relacionan con la virilidad, y muestra a Ramona como cómplice de la violencia hacia las mujeres por atacar a

Maquis (68). A pesar de que se le coloca en el mismo plano que los hombres que ejercen violencia, cuando es confundida con un hombre por un policía, Ramona se enoja todavía más:

“–¡Cómo carajos me pide usted a mí una cartilla de servicio militar, pendejo! ¿No ve que soy mujer? ––al tiempo que hacía un disparo al aire” (63). Esto muestra que Ramona, a pesar de seguir los modelos patriarcales machistas, es consciente de ser mujer. Al abandonar el papel de la mujer mexicana sumisa, Ramona comparte la característica transgresora de la “loose woman” analizada por Castillo y, aunque se ubica en un espacio más masculino en el continuo, el personaje reitera su género (31-32). Más allá de la masculinidad de Ramona, ser mujer y saberlo la posiciona como una “mujer liberada.” Monsiváis explica: “En una sociedad sexista, para sobrevivir, la ‘mujer liberada’ debe machificarse. Quien es femenina en demasía o en redundancia, estará perdida, cosificada, un Glorioso Objeto en el mejor de los casos” (Amor perdido 309). La masculinidad de Ramona no necesariamente parte de su búsqueda de liberación, pero sí es transgresora al igual que la “loose woman” y desafía las expectativas de

87 sumisión de la mujer femenina. Este arquetipo articulado por Monsiváis se basa en la figura de la actriz y cantante, Irma Serrano, y el culturólogo mexicano lo analiza de la siguiente forma:

Si la mujer quiere personalizarse, conseguir la individualización, puede probar el Método Serrano: la ‘mujer liberada’ debe aliar la agresividad sexual femenina y la arrogancia social del hombre; será arquetípica, la Hembra de Pelo en Pecho [...] En el mismo sentido que el personaje cinematográfico de María Félix pero en un orden cultural ya distinto, la Serrano es lo hombruno: en las transacciones comerciales la femineidad es un estorbo. (Amor perdido 309).

Ramona no utiliza la agresividad sexual, pero es descrita como hombruna y ve la feminidad como algo que no necesita. El personaje está lejos de ser comparable a Irma Serrano porque la actriz es visiblemente femenina y heterosexual. No obstante, estos arquetipos que entrecruzan lo femenino y lo masculino se desplazan dentro del continuo de género en el contexto mexicano. La novela de Barrera, al rechazar por completo a personajes como Ramona, se apega a las normas impositivas heteropatriarcales que ven a este tipo de mujer como una amenaza a su poder.

El que las protagonistas de la novela se apeguen a la lesbiana favorable articulada por

Halberstam hace a un lado las diferentes expresiones de género que existen en los sujetos lésbicos. De acuerdo con el crítico, a pesar de que la masculinidad femenina y el lesbianismo no son sinónimos, es importante recalcar que, históricamente, la primera ha tenido un papel importante dentro de la homosexualidad femenina. Halberstam explica que la butch ha sido, en muchas ocasiones, lo que define la versión estereotípica de la lesbiana, brindándole así visibilidad y legibilidad como una confluencia de la ruptura de las normas de género y orientación sexual (Female Masculinity 119). Por su parte, la novela de Barrera posiciona la masculinidad de Ramona como paralela a la dominante, haciéndola cómplice de la opresión hacia la mujer. Si bien Bladimir Ruíz estudia la obra de Roffiel, debido a que tanto Amora como

Sandra, secreto amor muestran el lesbianismo como favorable es posible pensar en sus argumentos. El crítico explica que, “En la novela opera, de esta manera, una cancelación de

88 modelos propuestos desde la heterosexualidad normativa: la exageración melodramática, la manipulación sentimental, el despecho, la competencia, el sentimiento ‘machista’ de superioridad. Desde el espacio de la diferencia se construye una idea de amor igualmente diferente” (146). Estos atributos machistas se manifiestan en el personaje de Ramona, como se observa cuando Eurídice se acerca a Sandra: “desde lejos le hacía un saludo porque ella iba acompañada siempre; la sombra de Ramona no se alejaba para nada de su lado” (152), o cuando describe la posesividad de su pareja: “Aquí, en el Festival, se sentía libre del yugo obsesivo de

Romy, quien solía observar sus movimientos, analizar sus horarios e irrumpir en sus llamadas telefónicas sin pretexto alguno” (165). Al hablar del grupo de amigas de Ramona, la novela se refiere a ellas como machistas al narrar que, “La posición machista que este grupo adoptaba era, en general, muy molesta; sobre todo cuando algunas de ellas habían sido amantes entre sí e intercambiaban parejas un tanto a disgusto” (165). A pesar de que la ideología patriarcal y la violencia simbólica tienden a reproducirse, incluso entre las mujeres, equiparar a una mujer como Ramona con los hombres que pertenecen a la masculinidad dominante resulta problemático. Esto es porque el personaje no goza de los privilegios que conlleva ser parte de este grupo. De acuerdo con Halberstam, la masculinidad femenina es, en muchos casos, vista como una imitación de lo que califica como maleness (Female Masculinity 1). Irwin define el concepto de maleness como una serie de características compartidas por los hombres biológicos, es decir, una cualidad vista como absoluta, mientras que la masculinidad se divide en distintos roles a través de un continuo (Mexican Masculinities xvii-xviii). No obstante, Halberstam observa que la idea de que la masculinidad femenina es una imitación de la hegemónica resulta poco productiva ya que el crítico la estudia como un tipo de masculinidad creada por y para las mujeres (15). El crítico basa su investigación en el hecho de que la crítica tiende a ignorar las

89 múltiples contribuciones de las mujeres a lo que se conoce como la masculinidad moderna.

Arguye que lo que conocemos como masculinidad femenina se trata en realidad de una multiplicidad de masculinidades y que, mientras más formas se identifican, éstas tienden a multiplicarse (46). Por lo tanto, representar a Ramona como casi un hombre es una simplificación que ignora las posibilidades dentro del continuo.

La exaltación de la lesbiana favorable en la novela de Barrera tiene sus propias contradicciones por apegarse a una feminidad que proviene de los sistemas de pensamiento patriarcales. La atracción de Sandra por Eurídice se debe a que es lo opuesto a Ramona. Barrera narra que, tras estar con su nueva amante, “Para Sandra fue el instante más reconfortante: lo que ella estaba buscando, un pecho amable, una voz suave, unos brazos firmes” (57). No es problemático que la mujer desee estar con otra tan femenina como ella, mas sí lo es que en

Sandra, secreto amor, feminidad y masculinidad se antepongan y se observen desde una perspectiva maniquea. Sobre la feminidad como parte de un sistema patriarcal, Margarita Pisano arguye que

el diálogo desde lo femenino como parte subordinada de una estructura fija, no puede entablar un diálogo fuera de la masculinidad, ya que vive dentro de ella, es su medio, su límite, allí se acomoda una y otra vez, por tanto, no puede crearse independientemente como referente a sí misma. No lograremos desmontar la cultura masculinista, sin desmontar la feminidad. (7)

Tiene sentido pensar en que si, como explica Domínguez Ruvalcaba, la masculinidad, se define por ser lo opuesto a lo femenino (Modernity and the Nation 1), la feminidad se basa también en su oposición a lo masculino. Esta no es una idea nueva y, en diálogo con Simone De Beauvoir,

Toril Moi arguye que la denuncia de De Beauvoir de la feminidad como un concepto patriarcal es una crítica de la ideología. Moi explica que ésta sigue siendo tan válida como cuando fue escrita; más allá de si creemos que la masculinidad y la feminidad son manifestaciones

90 esenciales o productos performativos, usar etiquetas sobre lo femenino y lo masculino alberga estereotipos de género (107). Si bien no intento decir que la feminidad sea algo negativo en los personajes lésbicos, su exaltación sí debe de ser cuestionada, y verla como una meta acentúa los valores heteropatriarcales que obras como la de Barrera buscan criticar. Al respecto, Pisano explica:

Al abandonar la feminidad como construcción simbólica, como concepto de valores,

como modos de comportamientos y costumbres, abandonamos también el modelo al que

hemos servido tan fielmente y que tenemos instalado en nuestras memorias corporales,

hasta tal punto que creemos que ésa es nuestra identidad y que, al mismo tiempo, hemos

confrontado como signo de rebeldía ante la masculinidad. No olvidemos que esta

construcción de la feminidad ha sido la que nos instala en el espacio intocable,

inamovible y privado de la maternidad masculinista. (6)

Al situarse en oposición a la masculinidad de Ramona, personajes como Sandra y Eurídice recalcan los postulados de Domínguez Ruvalcaba sobre la oposición femenino/masculino. A pesar de que las mujeres tienen una relación, es necesario pensar en que Sandra es pareja de

Ramona antes de la llegada de Eurídice. La feminidad de las mujeres es enfatizada en oposición a la masculinidad de Ramona, mostrando que dependen de ella para defender su posición de lesbiana favorable. Respecto a esto, Halberstam arguye que si la lesbiana femenina (femme en inglés) sólo se percibe como femenina al estar con una mujer masculina, la categoría de feminidad lésbica se convierte en una categoría propia y su autenticidad depende de la masculinidad de su pareja (Female Masculinity 176). Esto se observa cuando Eurídice le dice a

Sandra: “––Tú eres para ella como una tarjeta de presentación, más bien un objeto que aumenta el valor del poseedor. Cree que las bonitas tienen que andar en pareja. De esa manera ella atraía

91 hacia sí un interés especial” (155-56). No habla de forma directa acerca de la oposición binaria que analiza Halberstam, pero da a entender que la utiliza como un objeto, reproduciendo los mecanismos patriarcales que ven a la figura masculina como el sujeto en contraste con la femenina. Ramona es quien parece utilizarla, sin embargo sabemos que Sandra, consciente de ello, continúa permitiéndolo y reconoce que “¡Yo la acompaño a cuanto evento social tiene, es lo

único que le interesa, que la vean conmigo” (155). Sólo cuando conoce a Eurídice rechaza la masculinidad y prefiere a alguien con cualidades femeninas. De todos modos, ambas mujeres necesitan de Ramona para recalcar su propia feminidad.

Ramona se muestra como machista y culpable de perpetuar los valores patriarcales, pero un análisis más profundo del personaje revela que si Sandra, secreto amor posiciona a sus protagonistas femeninas como transgresoras del deseo heterosexual, la mujer masculina es quien quebranta las normas más que ellas. Halberstam se centra en la intersección de género y sexualidad y sostiene que si la masculinidad femenina de sujetos heterosexuales socava la hegemonía, el lesbianismo, aunado a la masculinidad en mujeres resulta más amenazante para la heteronormatividad (Female Masculinity 28). El cuestionamiento de la masculinidad patriarcal en personajes como Ramona se observa en el único personaje que no la rechaza, su amiga

Hellen, quien al hablar de ella exclama: “Yo la quiero así como es, ‘¡la más macha de las machas!’” (63). Aunque se refiere a ella como “macha,” el hecho de que utilice el adjetivo en femenino muestra que Ramona construye una masculinidad propia que, a pesar de las críticas que recibe de otros personajes, no es igual a una masculinidad hegemónica. Incluso cuando se habla de Ramona y sus amigas, hay duda sobre su adhesión al heteropatriarcado. Barrera narra que “El grupo de las amigas de Romy era una masa compacta de mujeres al que solían llevar, de vez en cuando, a jovencitas, como si fuesen una nueva adquisición. En dicha reunión establecían

92 una competencia velada, cuya rivalidad añeja daba un cierto toque ridículo a aquéllas que se habían instruido en un club de tinte varonil al mismo tiempo que criticaban al ‘club de Tobi’”

(164). Si bien vemos la competitividad que se asocia con los comportamientos masculinos descritos por Bourdieu, se dice que su grupo es de “tinte” varonil, mas éste critica el “club de

Tobi,” es decir, cuestiona los espacios masculinos. Acerca de la distancia entre las lesbianas masculinas y los hombres, Rubin sostiene que éstas no se identifican con ellos y que, de hecho, en ocasiones son las butch quienes se confrontan con el privilegio masculino de forma más directa y a las que más les enoja (468-69). Por su parte, Shane Phelan arguye que el tratar la masculinidad femenina como equivalente al travestismo o como una forma de copiar la masculinidad imperante equivale a no reconocer las identidades y experiencias butch como modos válidos de vida que no son sólo parte de un performance sino modos complejos de percepción, deseo y subjetividad (199).

Varios de los personajes de la novela sitúan a Ramona y sus amigas en el lugar ocupado por los hombres en una hegemonía de género, mas queda claro que esto no es posible pues continúan siendo mujeres. Los personajes nos ofrecen una masculinidad alternativa que revela lo poco estático del binario hombre/mujer cuando se posicionan en un espacio intermedio. Ramona cuestiona el mismo sistema que oprime a mujeres como ella. No en vano Pisano arguye: “Al plantear el abandono de la feminidad y de la exaltación de sus valores, estoy planteando el abandono de un modelo que está impregnado de esencialismo y que conlleva el desafío de asumirnos como sujetos políticos, pensantes y actuantes” (6). El abandono de la feminidad de

Ramona hace al personaje más transgresivo en la novela de Barrera; a pesar de que le son adscritos los roles patriarcales masculinos, no sucumbe ante la exaltación de la feminidad. Por su parte, Platero recalca que “El lugar de la masculinidad que se ocupa desde cuerpos de biomujeres

93 se presenta como un espacio de impostura. Somos impostores que desbaratamos las identificaciones inmediatas y automatizadas. Somos impostores a quienes se recibe con recelo y hostilidad” (2). Los momentos en los que Ramona es confundida con un hombre, así como la inquietud que despierta a su alrededor visibiliza su constante transgresión de género. Al concluir la novela, Sandra ha dejado a Ramona por Eurídice y ha decidido rechazar por completo la masculinidad de ésta para exaltar la propia y la de su nueva amante. La mujer masculina se mantiene en un espacio de resistencia ante las normas heteropatriarcales al no redimir su expresión de género ni su sexualidad.

Aunque Reyna Barrera en Sandra, secreto amor plasma una historia de amor lésbico, el tratamiento de personajes como Ramona y sus amigas se apega al deseo de autoras como Roffiel o Levi-Calderón de mostrar a una lesbiana favorable que, a pesar de retar al patriarcado a través de su sexualidad, se limita a las normas de feminidad y repudia a aquellas que no hacen lo mismo. Por eso la obra de Barrera muestra la forma en que la masculinidad femenina, aunada al lesbianismo, sirve como un espacio contestatario que socava los roles e identidades de género y sexualidad existentes en el México contemporáneo.

Una gatita ronroneando: “¡Pantera! ¡Pantera!” (2010) de Elena Madrigal

Elena Madrigal, más allá de producir literatura sobre el amor entre mujeres, es una de las académicas que se han dedicado a aportar ensayos importantes para el estudio de la homosexualidad femenina en la narrativa mexicana. Esto puede observarse en varias de sus publicaciones como “Representaciones lésbico-queer en cuatro poemas de José Juan Tablada”

(2014) o “Un carnaval para el yo lésbico: los cuentos de Gilda Salinas” (2011). Su libro de cuentos Contarte en lésbico (2010) ofrece varias historias sobre la homosexualidad femenina.

94 Me enfoco en el cuento “¡Pantera! ¡Pantera!” el cual presenta la historia de Pantera, una lesbiana masculina que es luchadora, al igual que su relación con una mujer mucho más femenina. El cuento está narrado en primera persona por esta última y ofrece una mirada a la luchadora en el ring y cómo ésta difiere de aquella en su relación amorosa. Si bien los aspectos masculinos de

Pantera son similares a los de Ramona en Sandra, secreto amor, el cuento de Madrigal no los representa como algo negativo. A diferencia de Ramona, en “¡Pantera! ¡Pantera!” la narradora muestra las interacciones íntimas entre las dos mujeres, en las cuales Pantera es más vulnerable y tímida, dejando a un lado su masculinidad agresiva y la figura que encarna en el ring.

La lucha libre ha formado parte importante de la cultura popular mexicana desde la década de los 30.10 A finales de la década de los 50, tras el éxito de la Época de Oro del cine mexicano, la industria cinematográfica mexicana cambió el imaginario popular para mostrar sus pasos hacia la modernidad. Si durante la Época de Oro actores como Pedro Infante y Jorge

Negrete encarnaron el ideal masculino mexicano, a partir de la década de 1950, con películas como El enmascarado de plata (1952), surge un boom en las películas cuyos héroes serían interpretados por los luchadores del momento, dando así proyección a la lucha libre (Pereda y

Murrieta-Torres 6). La figura del macho durante el auge del cine representa al machismo

(llevado a cabo por medio de muestras de dominación, violencia e indiferencia al peligro, aunados al sentimentalismo dramático) como una idea específicamente mexicana del comportamiento masculino ideal, pero la lucha libre se convierte en un espacio muy distinto de representación del machismo (Levi, “Lean Mean” 276). Más allá de las cintas de luchadores que reproducen los roles de género, la década de los 60 vio un aumento en las películas

10 Pereda y Murrieta-Torres datan los comienzos de la lucha libre en México a 1933 y destacan cómo ésta integra elementos de la cultura y mitología mexicanas a lo teatral para crear una forma de entretenimiento cuya popularidad ha ido en aumento desde su fundación (2).

95 protagonizadas por luchadoras. Con la incursión de las mujeres en el campo laboral, el cine mexicano abrió paso a estos personajes, cuyo heroísmo fue comparable al de los luchadores y bien aceptado entre el público (Pereda y Murrieta-Torres 10). Esta apertura en cuestiones de género en la lucha libre se traslada al ring. Tanto Pereda y Murrieta-Torres como Levi destacan no sólo la participación de mujeres, sino la de los luchadores conocidos como “exóticos.” Éstos realizan un performance de la homosexualidad afeminada por medio de la cual subvierten el machismo. Esta homosexualidad sirve como un arma durante las luchas, donde los exóticos pelean contra personajes que se presentan como homofóbicos (Pereda y Murrieta-Flores 11-12).

Levi destaca los postulados de Paz en El laberinto de la soledad acerca del chingón versus la chingada, así como sobre el albur, y los compara con el acto físico de inmovilizar y humillar al oponente en la lucha libre (The World 145). Concluye que los exóticos socavan las expectativas masculinas del homosexual como el ser que es penetrado y humillado, y empoderan a aquellos que no se adhieren a las normas heteronormativas (“Lean Mean” 276). Si me he detenido a hablar sobre los exóticos es para recalcar que, aunque es fácil pensar en la lucha libre como un deporte masculino y patriarcal, ésta pone en marcha mecanismos mucho más complejos. Este deporte funge como un espacio de experimentación de género donde construcciones no hegemónicas de feminidad y masculinidad pueden llevarse a cabo ante un público (Levi, The

World 170).

El personaje del cuento de Madrigal pertenece a un espacio intermedio; es masculina y dominante, mas también se le asignan algunas características femeninas. Al describirla, la narradora anota: “Miré de reojo y noté bajo una manga corta unos bíceps deliciosos y una melena oscura, brillante” (109). Antes de darse cuenta de que se trata de una mujer, la narradora se refiere a ella como “un tipo.” Al decir de Halberstam, el género ambiguo es muchas veces visto

96 como un tercer espacio genérico o como una visión borrosa que no define si se trata de un hombre o una mujer (Female Masculinity 20). A diferencia de la hostilidad que esto desata, como observamos en la novela de Barrera en torno a Ramona, la narradora de “¡Pantera!

¡Pantera!,” debido a su lesbianismo, se siente aliviada cuando se da cuenta de que es mujer.

Cuando Pantera le da un folleto y la invita a las luchas, ésta, pensando que se trata de un hombre, busca excusas para rechazarla. Esto cambia cuando nota que no lo es, “pero al notar el brillo entre dulce y pícaro de sus ojos, el lustre de su piel y el escote en el que sus senos se dibujaban apenas, ya tranquila, sólo farfullé un ‘¿de veras?’” (110-11). Entonces nos damos cuenta de que en Pantera convergen tanto lo masculino como lo femenino, a pesar de que su exterior hace que se le confunda con un hombre.

En el espacio del ring, Pantera se muestra fuerte y lista para enfrentar a su contrincante:

“¿Perderá su cabellera frente a su máscara? Lentejuelas, acrobacias, el golpe seco de las caídas sobre la lona. Rechiflas, vítores, mentadas” (112). Madrigal le deja saber muy poco al lector sobre la mujer y su vida en el ring, pero es evidente que la Pantera de las luchas y la del día a día son similares pero se diferencian de la Pantera en la intimidad. Su personaje de la lucha libre es una especie de performance pues, de acuerdo con Levi, a pesar de que muchos luchadores describen la lucha libre como un deporte competitivo, están de acuerdo en que la función primaria de ésta es entretener al público (“Lean Mean” 277). El performance que se da en el espacio del ring, tan propicio para jugar y subvertir el género, exalta la masculinidad con la que se desenvuelve y la coloca en una posición de poder al derrotar a sus adversarias. Su masculinidad y su lesbianismo la alejan del discurso que permite la aceptación de las mujeres en la lucha libre. Al decir de Levi, las luchadoras, más allá de la división entre rudas y técnicas –– malas y buenas–– tienden a defender su participación basándose en que se trata de trabajo. Al

97 mismo tiempo, tienen cuidado en cómo se presentan y muchas veces, en entrevistas, resaltan el rol de madre. Incluso las luchadoras que no tienen hijos defienden la participación de las mujeres en la lucha libre argumentando que muchas son madres (The World 168-69). Tampoco existe un equivalente en la lucha libre femenina a los exóticos, que permita un performance del lesbianismo o la masculinidad femenina. Si el ring le da la libertad de jugar con los roles de género, Pantera no encaja del todo con las luchadoras a nivel general debido a su masculinidad y al hecho de que no existe por su parte ningún tipo de mención o exaltación de la maternidad.

En su vida diaria, sabemos que Pantera es confundida con un hombre y que viste ropa masculina. Por eso, pienso en el personaje como butch, al igual que lo hice al analizar a Ramona en Sandra, secreto amor. Por su parte, Halberstam estudia la figura de la “stone butch,” popularizada por la novela de Leslie Feinberg, Stone Butch Blues (1993), pero cuya existencia se remonta a la década de 1930, como muestran los testimonios de lesbianas recopilados por

Elizabeth Lapovsky Kennedy y Madeline Davis. Halberstam define la stone butch como una lesbiana masculina que no deja que su pareja la toque al tener relaciones sexuales; se define por lo que no hace (Female Masculinity 123). El personaje de Madrigal no podría ser considerado una stone butch debido a que no tiene un papel dominante en sus relaciones sexuales con la narradora, pero es posible tener este arquetipo en mente al pensar en la conexión entre su papel como luchadora y el que adopta al estar con su amante.

Ya he apuntado el paralelismo recalcado por Levi entre la lucha libre y los arquetipos de

Paz sobre el chingón y el chingado. La lucha libre se trata de inmovilizar y dominar al contrincante y evitar ser humillado. A pesar de que Pantera, al estar en el ring, busca hacer esto con su rival y así proteger su identidad y orgullo como luchadora, al estar con su amante, es la

última quien asume control de la situación. La narradora destaca esto cuando dice: “Pantera... Si

98 es una gatita ronroneando alrededor de mi pierna. ¿O será que una pantera se tira plena en tu cama y espera a que le devores el cuello, a que deslices tu mano bajo su camisa y lego a besos le acabes los pezones?” (112-13). Nombrarla así en su mente le resta poder a la luchadora y muestra la dinámica entre ambas. Si Halberstam define a la stone butch como un ser impenetrable que, igual al luchador, evita ser humillado o chingado, por usar los términos de

Paz, lo que destaca a Pantera es que su rol cambia cuando la narradora entra en su vida y que no adopta el papel activo al tener relaciones sexuales. Esto queda claro cuando la narradora piensa:

Pantera... Que te llevas las manos a la nuca mientras desato tu cinturón hebillado y bajo tu pantalón de hombre [...] ¡Retuércete de gozo, gime, ábrete a mi lengua que mueve tus pliegues y estalla! Estalla cuando mis labios que besan y rebesan el centro de tu sexo y esta diminuta yema te deja exhausta, vuelta toda una carcajada! Pantera... ¿De veras crees que tus zarpazos pueden impedir mis mordiscos en tu cintura? (113-14)

Es así que vemos el verdadero poder que tiene la pareja de Pantera, así como la compleja relación opuesta entre lo privado y lo público. Si retomamos el paralelismo que establece Levi entre las dinámicas de la lucha libre y los postulados de Paz, parece contradictorio que sea

Pantera, una mujer luchadora que además asume la masculinidad femenina, quien es penetrada por su amante mucho más femenina que ella. Paz arguye que “Lo chingado es lo pasivo, lo inerte y abierto, por oposición a lo que chinga, que es activo, agresivo y cerrado. El chingón es el macho, el que abre. La chingada, la hembra, la pasividad pura, inerme ante el exterior” (100). El crítico hace referencia a chingar como un verbo violento, y a pesar de que en este caso no existe una violencia como tal entre las mujeres, queda claro que la amante de Pantera tiene el poder y le pide que se abra. Esto cambia cuando el cuento concluye con la narradora pensando, “Pantera... cuídate: tengo perfectamente tramada tu tercera y última caída” (114). No queda claro a qué se refiere, pero la separación entre la Pantera luchadora y la del espacio íntimo es borrada por su amante al utilizar la lucha libre como metáfora de lo que podrían ser sus intenciones ya sea de

99 someterla sexualmente o lastimarla de manera emocional. Esto recalca la vulnerabilidad de

Pantera ante su amante. Paz realizó su estudio hace más de seis décadas, pero su análisis sobre cómo tienden a observarse los roles sexuales sigue estando vigente, sobre todo cuando pensamos en la homosexualidad en México. Sobre esto, Héctor Domínguez Ruvalcaba sostiene que, en cuanto a las relaciones entre hombres, existe la figura del “mayate,” es decir, el que penetra y que se resiste a identificarse como homosexual por asociarse con lo masculino al ser el penetrador (Modernity and the Nation 131). Esta asociación entre el penetrador y el penetrado como símbolo de poder y sexualidad es destacada por Cherríe Moraga en Loving in the War

Years (1983). La escritora explica su propia renuencia, como lesbiana, a ser penetrada o tocada por miedo a ser vista como La Chingada, y apunta a su ascendencia mexicana como la fuente de este temor (109). Moraga articula:

I was forced to confront how, in all my sexual relationships, I had resisted, at all costs, feeling la chingada––which, in effect, meant that I had resisted fully feeling sex at all. Nobody wants to be made to feel the turtle with its underside all exposed, just pink and folded flesh. In the effort to avoid embodying la chingada, I became the chingón. In the effort not to feel fucked, I became the fucker, even with women. In the effort not to feel pain or desire, I grew a callous around my heart and imagined I felt nothing at all. (115)

Así, vemos cómo a pesar de haberse desarrollado en la década de los 50, las ideas de Paz revelan una tendencia de pensamiento en la sociedad mexicana que sigue teniendo vigencia y nos ayuda a analizar el comportamiento sexual de la lesbiana masculina. Ante la descripción de la stone butch, Ann Cvetkovik articula que el acto de no dejarse tocar también se aúna a una impenetrabilidad emocional que forma parte del aspecto público del hermetismo sexual cuando la masculinidad de la lesbiana butch depende de ella y se define por no mostrarse vulnerable

(160). Para Munt, esta impenetrabilidad sexual no es un requisito para la butch, pues si desea abandonar los roles que se le adscriben y ser penetrada, puede abrir sus fronteras masculinas; para la lesbiana masculina, el acto sexual es el momento en el que le es posible reconfigurar su

100 identidad y permitirse placer sin sentir vergüenza (5). Rubin y Morgan coinciden con esto y analizan cómo la idea de que las mujeres masculinas sólo se sienten atraídas por las femeninas o que siempre son quienes penetran a la otra durante los encuentros sexuales son estereotipos que esconden la variedad existente en la experiencia erótica butch (Rubin 471, Morgan 41).

Pantera se diferencia de la stone butch por su papel en las relaciones sexuales y el hecho de que la narradora tiene el control de sus encuentros, cosa que no invalida su identidad.

Halberstam estudia la forma en que la masculinidad femenina rompe las supuestas líneas que unen el género con la anatomía, la sexualidad con la identidad, y la práctica sexual con la performatividad. Este tipo de masculinidad revela una variedad de géneros queer ––como la stone butch–– que socavan la estabilidad de los sistemas de género binarios (Female Masculinity

139). El cuento de Madrigal explora una masculinidad femenina cuya performatividad ––en el sentido en el que Halberstam emplea la palabra–– es paralela al papel de la luchadora en el ring pero que cambia en el espacio íntimo. Más allá de ofrecernos un vistazo de la lesbiana masculina, Pantera muestra cómo incluso las categorías de género y sexualidad que se escapan de la heteronormatividad son mucho más complejas. Esto lo hace al abandonar las categorías binarias y moverse dentro de un continuo de masculinidad, apegándose o rechazando las normas de lo que se percibe como masculino.

“Es usted muy bonita, coronel”: “De un pestañazo” (1997) de Victoria Enríquez

Victoria Enríquez ha escrito tres novelas, Linderos (1989), Adiós y nunca (1992) y Al abrigo del viento (2008), así como cuentos y ensayos. Ha publicado sus obras en diversos medios como El Nuevo Mal del Siglo, Revista de la UAG, El Diario de Guerrero y la revista lésbica feminista LesVoz, de cuyo consejo editorial forma parte (Olivera Córdova, Entre Amoras

101 150). Me centro en el relato “De un pestañazo” de la colección de cuentos Con fugitivo paso

(1997), sobre la cual Olivera Córdova arguye que Enríquez:

nos da una muestra de la diversidad de mujeres homosexuales, al romper con estereotipos y arquetipos. Las mujeres homosexuales no son iguales, manifiestan de diferente manera sus identidades: se visten de manera masculina o femenina, o no importa cómo se vistan (con hábito incluso), son fuertes o vulnerables, o tampoco importa, rectas o previsoras, prudentes, de mala cabeza, se enamoran o viven sólo el momento, lastiman a otras o son solidarias, en fin, tal y como diversa es la sociedad. (Entre amoras 152)

“De un pestañazo” es la obra con la que cierro este capítulo por encontrarse en un extremo del continuo de masculinidad al presentar a una mujer travestida que vive como hombre, pero se sabe mujer. El cuento se basa en la historia del coronel Amelio Robles, quien, a pesar de ser mujer, luchó en el ejército zapatista durante la Revolución Mexicana bajo una identidad masculina. Gabriela Cano analiza la manera en que, a diferencia del travestismo estratégico ––es decir, la adopción de atavíos masculinos por mujeres durante la guerra para pasar por hombres––

Robles no abandonó su masculinidad una vez concluido el conflicto, sino que continuó viviendo como hombre (37). La crítica recalca que la masculinidad de Robles fue una declaración cultural del cuerpo y un acto político que problematizó la asignación social de género y las normas heterosexuales. Añade que su transgresión cuestionó la naturalidad atribuida a lo femenino y masculino y subvirtió la noción de la identidad de género como una consecuencia inmediata e inevitable de la anatomía (39). Debido a sus datos biográficos, Robles como figura histórica se acerca más a la identidad transgénero. Rubin sostiene que, aunque la experiencia butch y la transgénero son experiencias distintas, muchos hombres trans suelen identificarse primero como mujeres butch y ambos tienen experiencias en común, haciendo permeable la frontera entre las dos categorías (473). Esto es corroborado por Cano, quien destaca que, debido a que las categorías de género son flexibles y no herméticas, es probable que en algún momento el coronel haya ido de ser una butch a un hombre trans (30). La crítica también arguye que Amelio Robles,

102 un macho entre machos, tomó la masculinidad estereotípica que prevalecía en su clase social al extremo. Su creación y recreación de los valores masculinos desestabilizó la naturalidad con la que se veían como atributos viriles. Por eso, Cano concluye que su identidad de género en parte reforzó los valores heteronormativos, pero al mismo tiempo los socavó (42). Debido a las diferencias entre el personaje histórico y el personaje en el cuento de Enríquez, la ubico dentro del continuo de masculinidad femenina pues en múltiples ocasiones se habla de ella en femenino y su posible identificación transgénero no es explorada a fondo en la narración.11 Olivera

Córdova explica que Enríquez crea “un/a personaje ambiguo/a, que conjunta en su ser tanto comportamientos considerados tradicionalmente femeninos, como del ‘deber ser’ masculinos, y trastoca los lésbicos que requerían de personajes andróginas, al construir una personaje masculina travestida” (“Narrativa sáfica” 211).

A grandes rasgos, “De un pestañazo” cuenta la historia del Coronel/Coronela Ansiedad

Topiltzin de Santiago, quien, ya en su vejez, es entrevistado sobre su participación en las fuerzas zapatistas, recordando así su juventud y el momento en el que conoció a su pareja, Carmelita. El cuento comienza refiriéndose a Ansiedad en masculino. Esto se observa cuando ve a Carmelita por primera vez: “Gallardo, envuelto en su sarape; sus ojos de largas pestañas se toparon con los ojos azules y asustados de aquella güera, que abrió la boca ante la loca belleza del coronel y por un eterno momento, deseó saberlo todo de él” (70-71). No es sino hasta cuando se despoja de su ropa para bañarse en el río que Enríquez se refiere a ella en femenino al narrar que “lanzó la camisa hecha bola para la orilla y se zambulló cubriéndose los senos con los brazos, en un ademán inútil, porque los centinelas, apostados en los cerros, aunque quisieran, no podían verla”

11 Si bien el propósito de este estudio no es el de explorar la condición de Ansiedad como personaje trans sino el de analizar la convergencia de su masculinidad y feminidad, me refiero al personaje en femenino cuando la narración de Enríquez así lo hace.

103 (72). No obstante el hecho de que Ansiedad se viste y comporta como hombre, “La manera en que Victoria Enríquez configura al/la protagonista del cuento nos permite saber que para nadie es desconocido que el sexo biológico de Ansiedad es femenino” (Olivera Córdova, “Narrativa sáfica” 210). Esto no la exenta de ser rechazada por su lesbianismo y masculinidad, aunque las pocas menciones que Enríquez hace de esto son por parte de otras mujeres. La escritora añade un toque de fantasía al personaje, otorgándole el poder de leer los pensamientos ajenos. Esto se vuelve más un castigo que un don porque, desde su infancia, Ansiedad escucha el rechazo que provoca en su madre: “volvió a oír la voz de su madre: ¿Por qué amá? Su madre la había mirado asustada. ¿Por qué qué? ¿Por qué dice que soy rara? Yo no he dicho nada” (74). Al mismo tiempo, Ansiedad resulta atractiva para otras mujeres, causándoles cierta repulsión por ella al hacerlas cuestionar su sexualidad. La protagonista reflexiona: “Para acabarla, aparte de andar siempre oyendo lo que a nadie le importa, estaba ese como encanto que ejercía sin buscarlo, sobre las mujeres, y eso mismo, la convertía en chepe, marimacha y en esa palabra que había pensado esa mujer de plumas y sombrero de frutero que enseñaba las piernas en la cantina: lesnabia” (74-75). Enríquez juega con la palabra lesbiana, recalcando que Ansiedad no sabe pronunciarla, mas al insertarla en su narrativa le da un nombre y una identidad a su protagonista, mostrando la convergencia entre masculinidad y lesbianismo. La coronela es rechazada por varias mujeres y no es sino hasta que conoce a Carmelita que se siente deseada. Lo que sobresale de su dinámica es que en casi todas sus interacciones su amante se refiere a ella en femenino, como cuando se topan en el río y ésta asegura “Es usted muy bonita, coronel, dijo muy seria, sobándose los moretones” (73). En ningún momento Ansiedad la corrige o le pide que se refiera a ella como hombre, revelando que, a pesar de apegarse a la masculinidad, es consciente de ser

104 mujer y no le molesta que Carmelita la vea como tal. Es por eso que la masculinidad de

Ansiedad es mucho más compleja. Al decir de Olivera Córdova, la protagonista:

no cubre totalmente las expectativas sobre el comportamiento de hombres ‘machos’ especialmente de los tiempos de la revolución. Ansiedad Topiltzin es valiente, rudo, se sabe imponer, es un líder que enseña estrategias de guerra a hombres y mujeres, tiene manos curtidas por el trabajo fuerte y la lucha, pero es respetuoso de las mujeres y defiende a Carmelita de la violencia que sobre ella ejerce el general. En el proceso de enamoramiento, incluso, no toma la iniciativa, Carmelita lo hace, hay algo en su personalidad en la que compaginan comportamientos que se suponían contrarios. (“Narrativa sáfica” 209-08)

A diferencia de la forma en que se representa a personajes como Ramona en la obra de Barrera,

Ansiedad asume la masculinidad que le rodea, mas no la utiliza para reforzar las cualidades negativas. Crea su propia masculinidad femenina desde la cual consigue el respeto de sus compañeros en la lucha, sin abandonar del todo los comportamientos que se asocian con lo femenino.

Las cualidades transgresoras de Ansiedad, así como su capacidad de socavar el heteropatriarcado no radican sólo en su apariencia masculina y su lesbianismo. Su papel dentro de la Revolución y su talento para el combate le dan acceso a privilegios y reconocimientos. En el caso de las adelitas o las coronelas en la Revolución sí queda clara la participación de mujeres en la guerra,12 no obstante, el caso de Ansiedad es diferente. A pesar de que sus compañeros saben que es mujer, tanto ellos como el gobierno reconocen sus proezas en el campo de batalla y no cuestionan su masculinidad. Resulta contradictorio que el gobierno legitime a Amelio como hombre si, como menciona Sayak Valencia, las construcciones binarias de género están fuertemente relacionadas con la formación del Estado (“Teoría transfeminista” 72). Por ello, la

12 En su obra Las soldaderas (1999), Elena Poniatowska reúne la historia de las mujeres que formaron parte de la Revolución Mexicana. Destaca la importancia que éstas tuvieron para la lucha al explicar que “Sin las soldaderas no hay Revolución Mexicana: ellas la mantuvieron viva y fecunda, como a la tierra. Las enviaban por delante a recoger leña y a prender la lumbre, y la alimentaron a lo largo de los años de guerra. Sin las soldaderas, los hombres llevados de leva hubieran desertado” (14).

105 protagonista del cuento de Enríquez socava este binarismo desde dentro de la institución militar.

Uno de los mayores paralelismos entre Ansiedad y Amelio Robles es que ambos son reconocidos como hombres y galardonados por su contribución a la Revolución. Cano explica que, en el caso de Robles, no sólo se le emitieron documentos que lo acreditaban como miembro de distintas organizaciones políticas y sociales haciendo uso de su nombre masculino, sino que también, en

1974, la Secretaría de Defensa Nacional legitimó la identidad masculina de Amelio al condecorarlo como veterano de guerra. Cano recalca que, aunque este honor le fue dado a más de

300 mujeres por su participación en la lucha, a Amelio le fue respetada su identidad masculina al considerarlo veterano y no veterana (41). En el cuento de Enríquez se alude a la posibilidad de una condecoración, mas al coronel no le interesa. Esto se observa cuando Carmelita le dice:

“vino Elena con unos señores, que vienen a verla porque dicen que el gobierno le va a hacer justicia, que la quieren condecorar,” a lo que Amelio responde, “Dígale que se deje de andar con esas zarandajas, que no le están y que mejor se venga a comer el domingo” (80-81). Si en el caso de Robles sabemos que sí aceptó las condecoraciones, al personaje de Enríquez no le interesan.

Esto quizás se deba a que Ansiedad sólo desea estar con Carmelita e incluso abandona su trabajo como soldado cuando intentan separarlos. Elena Madrigal explica que “el cuento resulta importante al inquirir sobre el tratamiento del tema lésbico porque el amor sáfico corola la lucha de Ansiedad Topiltzin de Santiago Apóstol, la protagonista, por conquistar un lugar en el microcosmos de los revolucionarios en la lucha armada de 1910 en México” (“Ficcionalización”

118). Su falta de interés también demuestra que le da la espalda a las instituciones heteropatriarcales al no necesitar de su legitimación.

Halberstam explica que su trabajo quiere producir un modelo de masculinidad femenina que sea consciente de sus múltiples representaciones, pero también considera importante que su

106 modelo requiera nuevas afirmaciones de diferentes taxonomías de género. Éstas afirmaciones, arguye el crítico, comienzan no al subvertir el poder masculino o al tomar una posición en contra de éste, sino ignorando las masculinidades convencionales y negándose a involucrarse con ellas

(Female Masculinity 9). Aunque mi estudio gira en torno a la masculinidad femenina como algo subversivo ante la hegemonía patriarcal, me interesa este punto específico de Halberstam porque

Ansiedad abandona la guerra y prefiere evitar el conflicto que tal vez resultaría si se apegara por completo a las normas de comportamiento. Esto revela que, a pesar de cumplir con muchas de las características de la masculinidad mexicana de la época, se niega a ser partícipe de la hegemónica. Me refiero al momento en que el general Azoro, amante de Carmelita cuando ésta y

Ansiedad se conocen, se percata de que sostienen una relación e intenta acusar a Ansiedad de traición. Sin embargo, uno de los soldados defiende a la coronela, “Osté ha de perdonar, mi general, osté nonca ha sido enjusto, puede que mi coronel haya hecho ona tarogada pero no traición. Más mejor hable con ella como Dios manda… que pos manca… nostá” (79). Sobre este episodio, Olivera Córdova explica que “En esta frase se conjunta finalmente lo que hace que la personalidad del/la coronel/a sea ambigua, a esa figura denominada en femenino se le atribuye la cualidad de enfrentar, de pelear con las manos, frente a frente con un hombre… un general revolucionario” (“Narrativa sáfica” 211). Ansiedad, quien una vez hiciera uso de su masculinidad para formar parte del sistema patriarcal y participar en la Revolución, se enfrenta a un general que, al ejercer constante violencia contra Carmelita, representa las cualidades opresoras del heteropatriarcado. Ansiedad es experta en combate y que tal vez podría haber ganado un duelo, pero éste no se lleva a cabo, mostrando la forma en que la coronela, a pesar de formar parte de las fuerzas revolucionarias, no utiliza la violencia para estar con Carmelita.

107 Durante su servicio con los zapatistas luchó por la causa revolucionaria, mas al conocer a la mujer abandona el propio sistema que legitimó su masculinidad.

Ansiedad, como el resto de los personajes que he analizado se ubica dentro de lo que llamo un continuo de masculinidad femenina que revela, como arguye Halberstam, que ésta no es estática y se manifiesta de diversas formas en cada uno de ellos. Son pocos los personajes lésbicos masculinos presentes en la literatura mexicana contemporánea, mas merecen ser destacados porque ofrecen nuevas formas de socavar, no sólo un sistema de género y sexualidad binarios, sino también la hegemonía heteropatriarcal en México. Ya sea por medio de pequeños momentos de masculinidad como en el caso de Klein, o de mujeres como Ansiedad, que viven su vida como hombres, estas representaciones muestran las múltiples dimensiones existentes en las lesbianas masculinas.

108

CAPÍTULO 3

LESBIANISMO, RAZA Y CLASE EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO

Uno de los temas poco atendidos por la crítica sobre el lesbianismo en la literatura mexicana es el de las cuestiones de raza y clase que rodean a sus personajes. Si bien he mencionado algunas de las maneras en que el lesbianismo en este tipo de narrativa cuestiona ciertos componentes del pensamiento heteropatriarcal, en este capítulo exploro si esto sucede al analizar las ideas en torno a raza y clase que se manifiestan en la literatura actual. En cuanto a las categorías de género y sexualidad, Norma Mogrovejo explica que éstas son un arma de doble filo pues recalcan estructuras sociales opresivas, pero también sirven como armas de resistencia y unidad (Teoría lésbica 292). Basándome en esta idea, analizo si los personajes lésbicos, al resistirse al sistema patriarcal, también cuestionan de alguna forma el sistema hegemónico de raza y clase del México contemporáneo. Para ello, tomo en cuenta lo que Federico Navarrete llama “racismo cromático.” Éste, basándose en las expectativas raciales de belleza, muestra el rechazo hacia todo lo que no sea blanco y da cuenta de los pasos a seguir para alcanzar el “target aspiracional,” es decir, aquello a lo que todos debemos aspirar a ser según la mercadotecnia

(México racista Cap 3).13 Si bien no intento articular que las obras sean de carácter racista, me interesa pensar en la perpetuación de estas ideas sobre raza y clase.

13 Por “target aspiracional”, Navarrete hace referencia a la idea imperante en la mercadotecnia mexicana para anunciar productos, es necesario adherirse a los estándares blancos de belleza, por lo cual tienden a ignorarse y rechazarse a actores con piel morena o rasgos indígenas (Cap 3).

109 Para mi análisis estudio la novela de Eve Gil, Requiem por una muñeca rota: cuento para asustar al lobo (2000), donde la historia de amor entre la protagonista, Moramay, y su amiga

Vanessa tiene un trasfondo que revela las preocupaciones raciales y de clase que sufren los adultos a su alrededor. Continúo mi análisis con Miel azul (2012) de María Luisa Medina, donde la relación lésbica se da entre dos mujeres de clase alta que siguen los ideales “blancos” de belleza y que jamás entran en contacto con la pobreza o la discriminación racial. También exploro Vida y peripecias de una buena hija de familia (2015), novela autobiográfica de Sara

Levi-Calderón, cuya protagonista sufre el rechazo de su acaudalada familia judía. Analizo, asimismo, el cuento “Graffiti de amor” (2002) de la colección de cuentos El callejón de las vírgenes de Safo, de Susana Quiroz e Inés Morales. Éste narra la vida de Berenice, una joven que habita en la pobreza, así como la forma en que vive su lesbianismo desde la marginalidad.

Finalizo mi trabajo con el análisis del cuento “Santo” (2008) de Víctor Cata, quien relata el rechazo que experimenta Epifanía, mujer indígena zapoteca, por parte de su padre tras ser encontrada en la cama con otra mujer. Si bien no arguyo que las autoras de los textos que no retratan a personajes indígenas o pertenecientes a una clase social más baja deban hacerlo por el solo hecho de ser inclusivas, me interesa analizar las formas en que sus protagonistas y los entornos que las rodean perpetúan (o no) las ideas de raza y clase de la hegemonía heteropatriarcal mexicana.

Deseo retomar la idea de Adrienne Rich que he mencionado a lo largo de mi trabajo sobre el lesbianismo como un acto de rebeldía ante el patriarcado. Los postulados de Cheryl

Clarke nos hacen pensar en los de Rich y van más allá cuando la crítica sostiene que la lesbiana decoloniza su cuerpo al rechazar una vida de servidumbre impuesta por las relaciones occidentales heterosexuales (126). Esta decolonización se refiere al proceso que Walter Mignolo

110 explica como la desvinculación, en pensamiento y acción, del eje colonial de poder

(Globalization 18). Si bien disiento de la idea de que la heterosexualidad necesariamente lleva consigo un aspecto de servidumbre, la idea de la decolonización del cuerpo por medio de la disidencia sexual me parece un punto de partida sobre la utilidad de la teoría queer para mi análisis. El interés en este concepto por parte de críticos latinoamericanos ha llevado a la articulación de lo cuir. Esto es destacado por Sayak Valencia, quien arguye que

Cuir, representa una ostranienie (desfamiliarización) del término queer, es decir, una desautomatización de la mirada lectora y registra la inflexión geopolítica hacia el sur y desde las periferias en contraofensiva a la epistemología colonial y a la historiografía angloamericana. Así, el desplazamiento del queer al cuir refiere a un locus de enunciación con inflexión decolonial, tanto lúdica como crítica. (“Del queer al cuir” 34)

Aunque mi estudio parte específicamente del lesbianismo, lo queer o cuir se refiere, en términos más generales, a todo aquello que va en contra de la heteronormatividad. No obstante, pensar el lesbianismo como parte de lo cuir y, por ende, como una de las identidades que ponen en tela de juicio los sistemas patriarcales e incluso coloniales, revela cómo las sexualidades disidentes propician nuevos diálogos. Pascha Bueno-Hansen subraya que queer, como adjetivo, afirma el papel central de las lesbianas en la formación de los feminismos de mujeres del tercer mundo.

Debido a que las problemáticas lésbicas tienden a ser borradas de este tipo de feminismo, lo queer posiciona la sexualidad como parte de la discusión (321-22). Si bien algunos académicos y activistas creen que la importación de conceptos europeos o estadounidenses al contexto latinoamericano es equivalente a posicionarse en un papel subordinado (Bergmann y Smith 2), este proceso es mucho más complejo. Con respecto a esto, Valencia sostiene que:

el uso del término queer y su derivación en cuir no obedece a un entusiasmo ingenuo –que hunde sus raíces en los deseos de legitimación mediante el consumo cultural y la exportación de contenidos–, sino que su intención es tender puentes transnacionales de identificación y afinidad que reconozcan y visibilicen la vulnerabilidad históricamente compartida; entre los procesos de minorización –que emergieron como protesta crítica en el tercer mundo estadounidense– por medio de las multitudes queer con los procesos de

111 subalternización histórica que se implantaron en nuestros territorios a partir de la colonización y nuestros propios devenires minoritarios –y que se actualizan constantemente vía los aparatos de producción y verificación de la razón blanca heteropatriarcal. (31)

De esta forma, el lesbianismo, entendido como parte de lo cuir, nos ayuda a pensar en la sexualidad femenina como capaz de socavar los sistemas patriarcales que llevan consigo una configuración de clases sociales y jerarquías raciales.

¿Es posible pensar en los personajes lésbicos como capaces de ir más allá de las ideas que favorecen a los sujetos blancos y ricos o de clase media alta? ¿Es posible que, al socavar la heteronormatividad, también logren desprenderse del racismo y clasismo del México contemporáneo? Estas son las preguntas que guían mi capítulo. Así, destaco la posibilidad de que los personajes lésbicos participen de un proceso de decolonización de la epistemología occidental en cuanto a cuestiones raciales y de clase. Por situarse en México, es importante abrir un diálogo con críticas/os que sean conscientes de la necesidad de establecer una epistemología propia. Si bien no digo que se deba dejar a un lado la crítica occidental, al dialogar con ésta, es necesario pensar en las circunstancias desde las cuales se escribe. Al decir de Chandra Mohanty:

“cualquier discusión sobre la construcción intelectual y política de los ‘feminismos del tercer mundo’ debe tratar dos proyectos simultáneos: la crítica interna de los feminismos hegemónicos de ‘occidente’, y la formulación de intereses y estrategias feministas basados en la autonomía, geografía, historia y cultura” (212).14 Si bien Mohanty escribe desde un “tercer mundo” que no es el latinoamericano, Ochy Curiel Pichardo destaca la importancia de críticas como ella debido a que: “Las primeras experiencias descolonizadoras del feminismo las encontramos precisamente

14 Chandra Mohanty define el “tercer mundo” de la siguiente manera: “Geographically, the nation-states of Latin America, the Caribbean, Sub-Saharan Africa, South and Southeast Asia, China, South Africa, and Oceania constitute the parameters of the non-European third world. In addition, black, Latino, Asian, and indigenous peoples in the U.S., Europe, and Australia, some of whom have historic links with the geographically defined third world, also refer to themselves as third world peoples” (5).

112 en feministas radicalizadas, en las lesbianas, en mujeres del ‘Tercer Mundo’, aquellas que se resistieron a la dominación patriarcal, racista y heterosexista, desde posiciones subalternizadas”

(327). Debido a que los feminismos del tercer mundo estadounidense resultan contestatarios ante el canon feminista anglo, me interesa mantener un diálogo abierto con teóricas como Gloria

Anzaldúa y Cherríe Moraga.15 Sus postulados brindan un punto de vista que, a pesar de no coincidir por completo con la experiencia de discriminación en México, sí es alternativo al feminismo canónico estadounidense. Sus ideas como mujeres lesbianas permiten un estudio interseccional que no sólo se base en las especificidades del tercer mundo estadounidense, sino también en cómo éste crea un punto de vista distinto sobre la sexualidad y el género. Tomo la definición de interseccionalidad de Rosario González Arias, quien arguye que ésta: “es la expresión de un sistema complejo de estructuras de opresión múltiples y simultáneas, basadas en todos los mecanismos de dominación que operan con base en las diversas categorías sociales que los sostienen” (111). Aun cuando estas estructuras son distintas para las mujeres chicanas en los

Estados Unidos y las mujeres en México, establecer un diálogo entre ambas ayuda a ampliar la discusión sobre los distintos mecanismos de opresión.

Por ejemplo, Anzaldúa cuestiona la idea del mestizaje al articular una nueva identidad.

La crítica analiza su propia postura como chicana y recalca que la “nueva mestiza” desarrolla una tolerancia ante las contradicciones y la ambigüedad. Esto lo hace al aprender a ser indígena en la cultura mexicana y mexicana desde el punto de vista estadounidense; aprende a moverse entre ambas culturas y no rechaza ni abandona ninguna parte de ellas, creando una identidad a partir de la ambivalencia (Borderlands 101). Debido a su cercanía con México, Anzaldúa parte

15 Utilizo el término “tercer mundo estadounidense” al referirme a críticas, académicas y activistas hispanas, afroamericanas, y pertenecientes a otras minorías. Tomo prestado este término del trabajo de Sayak Valencia al parecerme más apropiado que la traducción literal “mujeres de color”.

113 de la figura del mestizo que, tras la Revolución, se convirtió en depositaria de la identidad nacional (Palou 13). Mignolo sostiene que Anzaldúa, al repensar esta noción desde su subjetividad como mujer, chicana y lesbiana, fractura la idea de una unidad homogénea y que la idea de Latinoamérica, perpetuada en un sujeto masculino, no sólo es transformada por las migraciones de sur a norte, sino también por la conciencia crítica que se desarrolla a partir de ese movimiento (The Idea 137). Por su parte, O. Hugo Benavides recalca que, en las propuestas de

Anzaldúa, “esta ambigüedad social entre emociones de raigambre nacionales y sentimientos foráneos es la que crea nuevas «facultades» que permiten al sujeto queer enfrentar viejas formas de imaginar la vida y el mundo y producir nuevas tradiciones de liberación y plenitud” (120).

Así, podemos observar cómo los sujetos que se encuentran en el margen ––ya sea en el tercer mundo estadounidense o desde las clases y razas menos representadas en México–– son capaces de crear una subjetividad propia que cuestione las ideas patriarcales y heteronormativas de la sociedad en la que se desarrollan.

Alta, delgada, distinguida: Miel azul (2012) de María Luisa Medina

María Luisa Medina se ha destacado como actriz, directora, dramaturga y novelista. Su obra más famosa, Tren nocturno a Georgia (1982) fue finalista en el concurso de dramaturgia de la Sociedad General de Escritores de México en 1991 y otras de sus producciones fueron antologadas en El nuevo teatro (1997) de Víctor Hugo Rascón Banda (Luiselli 6-7). Su obra novelística incluye Tren nocturno (2007) y Miel azul (2012). Esta última narra el surgimiento de la relación romántica entre su protagonista, Carmen Larios, vicepresidenta y dueña de la compañía Belmont y Larios, y su más nueva empleada, Laura Rosales.

114 A diferencia de las otras obras que analizo, las protagonistas de Miel azul no tienen consciencia de su propia diferencia racial o de clase. El mundo en el que deambulan tanto Laura como Carmen se encuentra en una escala social tan alta que rara vez tienen contacto con personas diferentes a ellas. Medina establece, desde el comienzo de la novela, la forma en que ambas mujeres se adhieren a los ideales blancos de belleza. Carmen es descrita como “alta, delgada, distinguida ... su cabello castaño claro peinado hacia atrás y sostenido con un fino broche en la parte baja de la nuca. Su rostro era de facciones finas, sin cirugías, marcado por algunas arrugas propias de sus 54 años. Y en medio de toda esa serena belleza: sus ojos. Azules, hermosos, lejanos, hundidos” (7). Laura, por su parte, tiene “Cabello rubio, lacio, no demasiado largo. Y un rostro magnífico. El óvalo era perfecto. Labios delgados y pintados con cuidado para delinear el contorno de su sensualidad. Nariz fina y ligeramente aguileña. Ojos lánguidos color miel sombreados por espesas pestañas” (8). Las dos mujeres distan de tener características asociadas con lo indígena o piel obscura. Al pensar en el concepto de raza, Mignolo recalca que ya no es una cuestión de color de piel o pureza de sangre, sino de categorizar a los individuos según su nivel de similitud/proximidad a un modelo idealizado de humanidad (The Idea 16). En este sentido, la obra de Medina, más que ser analizada por lo que dice, se presta a ser examinada por lo que omite, es decir, personajes de clase baja o que no se apegan al modelo idealizado descrito por Mignolo. La única excepción a esto son los personajes pertenecientes a la servidumbre o que trabajan para la protagonista y su familia. No obstante, éstos no son descritos físicamente ni se nos brindan detalles sobre su personalidad; son tan superficiales que fácilmente pasan desapercibidos. Esta división de clases y su relación con el racismo son explicadas por

Navarrete de la siguiente forma:

Para abordar la discusión del racismo en la sociedad mexicana es necesario partir de la brutal desigualdad económica que la caracteriza. Esta división jerárquica entre ricos y

115 pobres puede ser explicada como resultado de la división en clases sociales propia del capitalismo; pero también tiene un contenido étnico y racial, pues en general los grupos más blancos y occidentalizados son los más ricos y los menos blancos y occidentalizados son los más pobres. Claro está que ésta no es una ley, pues hay gente de aspecto menos blanco que es rica y gente más blanca que es pobre, pero es un hecho social innegable y colorea las relaciones de clase con un toque racial y étnico. (Las relaciones inter-étnicas 116-17)

Si bien no es posible decir ––debido a la falta de descripciones–– que en la obra de Medina los pocos personajes de clase baja son menos blancos que las protagonistas, sí observamos los ideales de belleza en Carmen y Laura, así como la asociación de éstas con el poder adquisitivo.

Esto es aparente a lo largo de toda la novela. Mientras que María del Carmen vive en la lujosa colonia Lomas de Chapultepec, ambas mujeres gozan de ir a la ópera en el Palacio de Bellas

Artes ––algo que está fuera del alcance de la población que vive en la pobreza en la Ciudad de

México––, y transitan múltiples veces por la exclusiva zona de Polanco, dejando de lado todo sector de la ciudad que se asocie con clases más bajas. Este poder adquisitivo, sobre todo en

Carmen, se ve cuando se le describe: “Frente a la puerta de la casa de las Lomas de Chapultepec estaba una mujer deslumbrante. Su traje café tabaco acentuaba el color miel de sus ojos. Iba muy bien maquillada y su cuerpo despedía el exquisito aroma de ‘Eternity’ de Calvin Klein” (47).

Con esta descripción en mente, retomo la idea de racismo cromático de Navarrete por referirse a la construcción de una jerarquía de deseabilidad basada en los colores de piel y estatus socioeconómico. En la novela, este tipo de racismo coloca a Carmen en la cima de la jerarquía, además de que se asemeja a las campañas publicitarias al hacer referencia a productos Calvin

Klein, asequibles sólo para una minoría afluente. Navarrete arguye:

El racismo entre los mestizos, sin embargo, no es únicamente fenotípico; es decir, no se fija únicamente en el color de la piel y la apariencia, sino que es también cultural y discrimina a los que menos acceso tienen a la cultura occidental, mientas que exalta a los que mayor familiaridad con ella tienen y mayor poder de consumo ostentan. Esta otra forma de discriminación se muestra en los privilegios que otorgamos a aquellos que han estudiado en el extranjero; en el calor que damos a las ideas importadas y a las modas y

116 novedades venidas desde los centros de poder cultural norteamericanos y europeos y también en el desprecio con que nos referimos a los nacos o a los prietos, es decir, a los sectores menos occidentalizados, usando términos que combinan siempre la discriminación por clase y la discriminación racial. (Las relaciones inter-étnicas 117-18)

A pesar de que no existe ningún ejemplo de discriminación racial en Miel azul, el texto sí se apega al enaltecimiento no sólo de los personajes con características “blancas”, sino también de la forma en que éstos se encuentran en una posición que les permite adquirir objetos de consumo estadounidenses.

Medina nos ofrece una serie de personajes que se cobijan bajo una misma clase social de manera uniforme. El mayor conflicto en la novela es la posibilidad de una relación amorosa entre

Laura y Carmen. Si bien Laura no duda en confesarle su amor y estar dispuesta a ser su pareja,

Carmen tiene reservas al respecto. Laura reflexiona sobre las dudas de Carmen y ofrece una posible explicación para su renuencia: “¿Renunciaría a su empleo? Ese debía de ser el siguiente paso. Dejar de verla sería lo más saludable para ambas. Hacía unas cuantas horas había entendido que Carmen jamás dejaría su forma de vida por ella” (144). Laura hace referencia a la forma de vida de Carmen, pero el verdadero miedo de la mujer radica en el rechazo de su hijo.

En Miel azul, no importa que la relación se dé entre la dueña de la empresa y una ejecutiva. A pesar de las dinámicas de poder que surgen por ser Carmen la jefa de Laura, ambas son colocadas en el mismo nivel socioeconómico, ya sea por pertenecer al mundo de los negocios, por sus rasgos blancos, o por ambas cosas. Este deseo de homogenizar a los personajes, a pesar de no llevar consigo algún tipo de nacionalismo ––aunque claramente la obra se da en México––, evoca la idea de la construcción de Nación tras el legado colonial latinoamericano. Al decir de

Carlos Monsiváis, “a lo construido por la extrema violencia de la Conquista sucede la forja de la nación, maniobra encauzada por el clasismo, el racismo, el ánimo patriarcal y la exigencia de uniformidad” (“Los espacios marginales” 241).

117 Esta construcción paralela de la Nación y la identidad en México ya ha sido explorada a fondo por distintos críticos y académicos desde Samuel Ramos hasta Octavio Paz y Roger

Bartra. Paz arguye que “El mexicano no quiere ser ni indio ni español. Tampoco quiere descender de ellos. Los niega. Y no se afirma en tanto que mestizo, sino como abstracción: es un hombre. Se vuelve hijo de la nada. Él empieza en sí mismo” (111). Por su parte, Pedro Ángel

Palou sostiene que el trabajo de Paz, que crea tipologías y arquetipos, es necesario para el poder pues éstas “son fundamentales para el control de los cuerpos individuales y de los grupos sociales que el Estado necesita para perpetuarse” (27). Palou enfatiza lo que Paz descarta en pos de una identidad en blanco; la figura del mestizo. El crítico recalca que “El Estado mexicano se consolida ideológicamente ––políticamente estaba a punto de lograrlo al institucionalizar la revolución–– gracias a la invención de la mexicanidad. El significante maestro que contiene y actualiza todos los sentidos de esta nueva empresa educativa y cultural es la de mestizo” (14). Si menciono la idea del mestizaje y su importancia para la unificación y homogenización del

México post-revolucionario, no es porque me parezca que Miel azul tiene como propósito valerse de la idea de mestizaje para la construcción de sus personajes. Sin embargo, existe un paralelismo entre el concepto de un México donde todos los mestizos son iguales y la manera en que los personajes de Medina pertenecen a una sola clase social homogénea que se aleja de la pobreza y la marginalidad. Por su parte, Benedict Anderson alude a una serie de “comunidades imaginarias”, así plantea que, a pesar de los problemas de opresión y desigualdad, aquellos en el poder se esfuerzan por crear un imaginario que promueve un falso sentido de camaradería y cohesión (7). Si bien Anderson se refiere a los poderes que se ejercen desde la Nación, podemos ver el entorno creado por Medina como parte de este proyecto debido a que los personajes se

118 relacionan entre sí sin la necesidad de pensar en las clases pobres o las personas que no se apegan a los estándares blancos de belleza.

Si bien el miedo de Carmen a ser rechazada se vuelve realidad cuando su hijo, Mauricio, deja de hablarle y no la deja ver a su nieto tras enterarse de su relación con Laura, todo regresa a la normalidad cuando la mujer se enferma y éste recapacita. A pesar de que los momentos de conflicto muestran una cara de la opresión homofóbica, la novela de Medina retrata este problema de forma superficial. A pesar de que los personajes se enfrentan a la homofobia de

Maurico y cuestionan la heteronormatividad patriarcal al continuar su relación, sus problemas se resuelven sin mayores consecuencias. Así, a pesar de que Carmen y Laura “encuiran”, por retomar los términos de Kaminsky, la realidad en la que se encuentran al socavar la heterosexualidad, deconstruir la sexualidad femenina, y crear una identidad alternativa dentro de su clase social (“Hacia un verbo” 879), su subjetividad cuir es unidimensional. Su falta de profundidad radica en que Medina trata el rechazo hacia las lesbianas como algo pasajero y que se soluciona fácilmente sin afectar a los personajes de formas múltiples ––por ser mujeres, por la diferencia de edades, por su contexto en México, etc. Si pensamos el lesbianismo de los personajes desde lo queer/cuir, podemos concluir que fallan al intentar transgredir un sistema más allá de la heterosexualidad. Sobre la posibilidad de un acercamiento a lo queer desde

Latinoamérica, Leticia Sabsay recalca que “la posibilidad de pensar una posición queer decolonial implica entender lo queer como aquello que marca los límites excluyentes que denota la legislación de las categorías. Lo queer, en ese sentido, apuntaría a hacer alianza con el lugar de lo abyectado (sic), lo antagónico, lo excluido, y demarca el vacío donde lo social encuentra el límite para dar cuenta de sí mismo” (55). Además de los momentos de rechazo por parte de

Mauricio, ninguno de los personajes se alía con lo abyecto o lo excluido, mostrando así la falta

119 de interseccionalidad de la problemática que enfrentan Carmen y Laura. Sayak Valencia recalca que lo cuir es:

un movimiento de (auto)crítica y agenciamiento radical que hace alianzas con los (trans)feminismos y con las diversos (sic) procesos de minorización dados por etnia/raza, diversidad funcional, migración, edad, clase, etc., y que reconoce los logros y la historiografía de otros movimientos de transformación social, como las multitudes queer del tercer mundo estadounidense, así como los diversos feminismos: indigenista, ecologista, ciberactivista, etc. En suma, cuir es un proyecto (geo)político y ético, no sólo estético y prostético. (“Del queer al cuir” 35)

Lo cuir en Miel azul no llega al nivel de profundidad destacado por Valencia y sólo es transgresor en cuanto a la sexualidad. Sin embargo, los personajes se encuentran protegidos por su clase social, así como su apego a los ideales físicos blancos. Laura, Carmen y los personajes secundarios forman parte de un sistema capitalista que favorece el poder adquisitivo. De esta forma, la novela de Medina nos presenta una serie de sujetos que siguen las pautas del legado colonial latinoamericano y el concepto de modernidad. Bolívar Echeverría lo define como:

Un proyecto que, a través de un proceso tortuoso, lleno de contradicciones y conflictos, viene a sustituir, con las perspectivas de abundancia y emancipación que él abre, a los proyectos civilizatorios ancestrales o arcaicos, que se basan en la escasez de la naturaleza y la necesidad de instituciones represoras. Pero no sólo eso; el término ‘modernidad’ trae consigo un adjetivo del que pareciera no poder prescindir, el adjetivo de ‘capitalista’. (234-35)

Por su parte, Mignolo sostiene que modernidad y colonialidad son dos lados de la misma moneda; no se puede ser moderno sin ser colonial ni estar del lado de la colonialidad sin involucrarse en el proyecto de modernidad (The Idea 6-7). Esta dependencia del capitalismo de los personajes de Medina, así como su exclusión de todo aquello que no siga los mismos patrones, les impide desarrollar una crítica profunda del mismo sistema que las oprime de forma simultánea a ellas, por su lesbianismo, y a otras personas por su posición económica, raza, etc.

En su análisis de las diversas clases sociales del México contemporáneo, Carlos Monsiváis retrata el arquetipo del yupi, el nuevo burgués que se opone al naco y al pelado. El crítico articula

120 que a pesar de que esto cambia tras la crisis económica de finales del siglo XX, el yupi gozó de múltiples privilegios porque “Ser ‘gringo a la mexicana’ era gozar de ventajas conjuntas: eficacia internacional y el cúmulo de impunidades en la Tierra del desamparo. El yupi tenía gran ventaja: los títulos universitarios, el desenfado, la apariencia de quien ya remodeló su apariencia. A un yupi no le hacía falta triunfar: su medio social lo situaba en el centro de las posibilidades”

(“Léperos, catrines, nacos y yupis” 221). El arquetipo destacado por Monsiváis se asemeja a

Carmen y Laura debido a su posición socioeconómica. Por lo tanto, al encontrarse en el centro, las mujeres no se enfrentan a los múltiples tipos de opresión que sufren aquellas que pertenecen a otra clase social o racial. Deseo retomar las ideas desarrolladas desde el tercer mundo estadounidense ya que, al decir de Pascha Bueno-Hansen, combinar los feminismos articulados por las mujeres queer pertenecientes a minorías en los Estados Unidos con las ideas de lesbianas feministas latinoamericanas unifica y produce una red de apoyo ante las desigualdades históricas y sociales. Por lo tanto, el diálogo ayuda a establecer un intercambio de prácticas, historias, proyectos políticos y estrategias de visibilidad (325). En este caso, deseo contrastar el alcance interseccional de los postulados de Moraga con la experiencia unidimensional de las protagonistas de Miel azul. Moraga arguye que al aceptar su lesbianismo consigue una identificación más profunda con su madre al comprender la opresión de ésta debido a su condición de pobreza, falta de educación y subjetividad chicana. Recalca que su homosexualidad es lo que más le ha enseñado sobre los diversos mecanismos de opresión (“La Güera” 23). Esto nos recuerda a los argumentos de Valencia, pues la experiencia de Moraga le ayuda a comprender diversos tipos de opresión y, por lo tanto, a crear vínculos entre cuestiones como la homosexualidad, la pobreza y las divisiones raciales. Las protagonistas de Medina, por otro lado, no entran en contacto con diferentes tipos de conflicto debido a su posición social. Esto provoca

121 que su homosexualidad, a diferencia de la de Moraga, no funcione para crear un análisis más profundo de los mecanismos de poder que operan en su contexto, sino que la novela trata el lesbianismo como una cuestión aislada y que no se ve afectada por diferentes categorías sociales.

A pesar de retratar el conflicto interior de sus personajes con respecto de su sexualidad,

Miel azul no establece vínculos con los sistemas de opresión ni muestra una problemática más allá de lo superficial. Sin embargo, la novela amerita ser explorada debido a su omisión de las categorías de clase y raciales del México contemporáneo. Aunque la obra de Medina transgrede las normas heterosexuales, el lesbianismo de sus personajes no resulta útil al pensarlo como parte de lo cuir debido a su carácter unidimensional y la poca profundidad de los conflictos que en ella aparecen.

La repentina culpa de ser una niña burguesa: Requiem por una muñeca rota: cuento para asustar al lobo (2010) de Eve Gil

Novelista, cuentista, poeta, ensayista y periodista, Eve Gil ha sido becaria del Fondo

Estatal para la Cultura y las Artes y del Fondo Nacional Para la Cultura y las Artes. Sus obras incluyen el libro de poesía Raíz y canto (1995), las colecciones de cuentos Sueños de Lot (2007), y novelas como Hombres necios (1996), Réquiem por una muñeca rota: Cuento para asustar al lobo (2000) y Tinta violeta (2011), entre muchas otras. Olivera Córdova la describe como una escritora que: “Gusta de escribir géneros híbridos, de confrontar la hipocresía conservadora, de impulsar y dar a conocer la literatura escrita por mujeres” (Entre amoras 134-35). Réquiem por una muñeca rota tiene como tema principal la iniciación sexual de su protagonista, Moramay, y su mejor amiga, Vanessa, con quién sostiene una relación lésbica. Ambas se encuentran “en busca de afecto e identidad, provenientes de familias disfuncionales que las han objetizado y que se han negado a reconocer en ellas personalidades y anhelos propios, las chicas empatizan desde

122 que se conocen, comparten algunas aventuras como amigas y se enamoran” (Olivera Córdova,

Entre amoras 135-36).

Más allá de los problemas que surgen a partir de la iniciación sexual de las jóvenes, la trama se encuentra rodeada de preocupaciones de clase que se entrelazan con las problemáticas raciales del México contemporáneo. Si en la novela de Medina las dos amantes se nos presentan como racialmente “blancas”, Gil plantea un contraste físico entre Moramay y Vanessa ––cosa que no cambia su privilegio de clase. Esto es aparente cuando la protagonista describe a su amiga por primera vez:

Detrás de aquella alargada y respingona nariz se encontraba la clase de chica que todas quisiéramos ser a los trece años: pelo lacio al ras de los hombros, de color castaño claro con vetas soleadas ––y yo, con mi pelo tan negro y tan crespo–, cejas selváticas, tupidas (de última, gracias a Brooke Shields), tez lunar y figura esbelta, más que esbelta a decir verdad, de esas que se requerían para lucir comandos de una pieza como Los ángeles de Charlie. (11)

Al igual que en la novela de Medina, Gil nos ofrece personajes que ejercen el racismo cromático elaborado por Navarrete al apegarse a los ideales de belleza “blancos” y occidentales. Esto es lo que hace que Moramay se sienta inferior en comparación con su amiga y que recalque que todas las jóvenes quieren ser como ella. Al igual que Navarrete, Echeverría destaca estos requisitos de blanquitud:

La nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de Estados de población no- blanca (o del ‘trópico’), requiere la ‘blanquitud’ de sus miembros. Se trata sin duda de un dato a primera vista sorprendente ya que la idea de una identidad nacional parecería excluir la subsunción de ella bajo alguna identidad más general (por ejemplo, ‘europea’ u ‘occidental’), que trascienda las determinaciones étnicas particulares de la comunidad ‘nacionalizada’ por el Estado capitalista. (60)

Esta blanquitud, así como la exaltación del físico de Vanessa son la principal característica de la relación de la niña con su madre, quien la explota como modelo para mantener su estilo de vida.

Pero no es sólo Vanessa a quien se describe con estas características. Moramay hace referencia a

123 su tía lesbiana, quien, junto a sus amigas, se convierte en su cómplice al entender sus sentimientos por Vanessa. Una de esas amigas es Lupita, a quien la niña describe de la siguiente forma: “Era alta y musculosa, muy rubia, auténtica valkiria. Al contrario de lo que pudiera pensarse era vanidosa en extremo, hacía de todo para mantener la blancura cerúlea de su piel: se untaba bloqueadores, acarreaba una sombrillita china bastante ridícula y usaba sombrero de paja de ala ancha” (115). Esta descripción contrasta con el nombre de la mujer al hacer alusión a la virgen morena mexicana. Sin embargo, es posible entender este contraste si tomamos en cuenta los postulados de Navarrete, quien arguye que:

lo que en México se entiende por ‘blanco’ o ‘güero’, por un lado, y por ‘moreno’, ‘naco’ o ‘indio’, por el otro, es muy peculiar. Ni nuestros blancos son tan blancos, ni nuestros morenos tan oscuros, como en otros países de América Latina. Pero precisamente porque nuestra escala cromática no es tan amplia es que los mexicanos nos preocupamos tanto por exagerar nuestras diferencias, por demostrar nuestra blancura, no sólo física sino social, y por separarnos de los que son menos blancos que nosotros, o viceversa” (Cap 3).

No es posible saber si Moramay exagera las características blancas de Lupita, mas su descripción sí muestra la importancia de los ideales de belleza blancos y cómo estos forman parte del imaginario de personajes como la amiga de su tía, que, a pesar de ser abiertamente lesbiana, no está exenta de la obsesión por la blanquitud.

Si retomamos la idea de que el sujeto lésbico, al decir de Rich y Clarke, tiene el poder de separarse de los mecanismos heterosexistas y coloniales, es evidente que en la novela de Gil esto no se pone en marcha. Que Lupita sea lesbiana no significa que tenga que rechazar las ideas raciales hegemónicas, pero el racismo cromático forma parte de los sujetos homosexuales a pesar de provenir de un sistema que también los oprime. Un ejemplo de cómo estas ideas se encuentran presentes dentro de la comunidad lésbica lo da la activista y artista Yan María Castro, quien en entrevista con Norma Mogrovejo sobre el establecimiento de una comuna lésbica en el estado de Morelos durante la década de los 80 explica:

124 Fue una experiencia muy bella pero muy aislada del movimiento, sobre todo porque era un proyecto muy proletario, de mujeres que venían de sectores indígenas de pueblo, desgraciadamente si hubieran sido güeras; hubieran tenido éxito en el D.F., o si hubieran sido de la pequeña burguesía; hubieran tenido mucha trascendencia, pero como eran lesbianas morenitas, flaquitas, bajitas; de extracción popular, esto contribuyó a que no tuviera éxito. Porque desgraciadamente, el racismo y los valores burgueses que permean al movimiento lésbico, sitúan el éxito de una dirigente o un grupo si están guapas las componentes. (Un amor 163)

Esto revela cómo el personaje de Lupita, a pesar de no pertenecer a los movimientos feministas lésbicos, también se apega a las normas raciales y busca resaltar su blanquitud. Al decir de

Echeverría, el sujeto moderno-capitalista participa de lo que denomina “blanquitud civilizatoria”, es decir, “un racismo tolerante, dispuesto a aceptar (condicionadamente) un buen número de rasgos raciales y ‘culturales’ alien, ‘ajenos’ o ‘extranjeros’” (63).

Aunque Moramay resalta las diferencias físicas entre ella y Vanessa, su aspecto, no la ubica dentro de un plano racial que genere rechazo. Esto, en parte, se debe a que su familia pertenece a una clase social alta. Esto lo resalta la protagonista al describir el interés de su padre en darle una educación extranjera:

Mi lugar de estudio presentaba un panorama casi gemelo al de mi hogar, ya que papá, experto en encontrarme escuelas del otro mundo, insistió en matricularme en un colegio británico para señoritas cuyo uniforme consistía en una falda recta color azul marino, una blusa de seda blanca y un chaleco rojo con botones dorados. Gran parte del profesorado respondía a nombres como miss Brysson-Thomas, miss Warwick o mister Bishop. No me explico si era un afán extranjerizante de mi padre o simple casualidad, pero fue divertido. (10)

Mignolo explica el colonialismo como la base del poder que se mantuvo en los países colonizados tras su independencia (The idea 69). Esta continuidad de dicho proceso se observa en el interés del padre de Moramay por darle una educación estrictamente occidental a su hija.

Por su parte, María Lugones arguye que lo colonial no sólo se relaciona con clasificaciones raciales, sino que es un fenómeno que abarca muchos otros ámbitos. La base de poder colonial se inserta en cuestiones como el control de la sexualidad, la autoridad colectiva, el trabajo y la

125 producción de conocimiento (372). Esto revela un rechazo hacia epistemologías y pensamientos propios y generados desde el contexto mexicano ––específicamente indígena o cualquiera que se aleje de lo europeo. Acerca de la idealización del pensamiento occidental, Francesca Gargallo recalca que, a partir del establecimiento de la idea de modernidad en América Latina, “Lo racional, que impulsaba la verdadera ciencia, se identificó con lo blanco y con el progreso, de modo que lo indígena fue no sólo símbolo de atraso sino también de irracionalidad. Desde ese momento, el mundo cultural indígena, sus ideas, perdieron todo valor de verdad y utilidad”

(157). Si bien la novela de Gil no habla directamente del rechazo del pensamiento indígena, la preocupación del padre de Moramay se apega al racismo cromático de Navarrete por su preferencia de una educación proveniente de un país blanco. Asimismo, la protagonista da a conocer tanto su conformidad respecto a su estilo de vida, como los intereses de su padre al comentar: “mi vida era demasiado cómoda y quería conformarme con saber que mi padre era un ingeniero cuyo hobbie era el cine ––Fellini, Bertolucci y Buñuel en especial––, que jugaba golf con el presidente López Portillo en un club rumbo al Desierto de los Leones, que poseía membresía para los Club Med alrededor del mundo” (38). Esta necesidad de consumo del padre se asemeja a la de los personajes de la novela de Medina. Al pensar en este capitalismo,

Navarrete explica que “En la cultura mexicana contemporánea, como en el resto del mundo, el consumo adquiere entonces la propiedad mágica de transformar al consumidor, de acercarlo al ideal social siempre anhelado, alejándolo de todo aquello que lo puede avergonzar o recordarle sus orígenes más humildes” (Cap 8 sec 5). Esto, nos hace pensar en los postulados de Echeverría al establecer un vínculo entre el ideal de modernidad y el enaltecimiento del capitalismo. Si bien estos mecanismos forman parte de la sociedad mexicana, lo que quiero destacar es cómo

126 Moramay, desde su posición queer/cuir, no cuestiona a fondo estas diferencias. Al decir de

Diego Falconi Travez, Santiago Castellanos y María Amelia Viteri:

Lo queer tampoco es externo a los legados de procesos históricos coloniales, postcoloniales o neocoloniales, o a los modos persistentes con los que se experimenta y se vive la violencia social. Al intersectar lo queer y lo latinoamericano, la diferencia y las inequidades (de cualquier tipo) deben ser conceptualizadas como una serie de procesos y no como características inherentes a las personas. (11)

Así, podemos observar cómo, a pesar de que su atracción por Vanessa va más allá de las normas heterosexuales, de forma individual, la conformidad de Moramay con la sociedad que le rodea se apega al sistema hegemónico que oprime a sujetos como ella. Sobre lo queer/cuir, Kaminsky arguye que es una “forma de deconstrucción. Cuestiona la estabilidad de las normas. Revela la inestabilidad de la identidad y, paradójicamente, revela también la necesidad de crear y defender identidades alternativas para sobrevivir en una cultura regida por la identidad normatizada”

(“Hacia un verbo” 879). Aunque la protagonista sí transgrede las normas al estar enamorada de su mejor amiga, su participación en los patrones de opresión desde su nivel social le impide crear una identidad propia que realmente ponga en tela de juicio al heteropatriarcado desde una perspectiva interseccional.

Por su parte, la madre de la protagonista se ocupa de enfatizar las diferencias de clase al no permitirle ser amiga de niños de menor nivel social. Después de que el único amigo de

Moramay en el edificio en el que vive se muda, la niña relata: “no volví a ver niños en el edificio. El único era el hijo de la lavandera, pero mamá me tenía terminantemente prohibido acercarme a él porque, según decía, le gustaba oler resistol” (22). La tajante prohibición de su madre establece una otredad que separa a su hija del niño, quien al oler resistol se asocia con los que viven en las calles mexicanas en extrema pobreza. Al decir de Enrique Dussel, el mito de la modernidad declara al Otro como culpable de su propia victimización, absolviendo así al sujeto

127 moderno de cualquier culpa (64). Si Moramay y su familia utilizan a la lavandera para su propio beneficio como parte de un sistema de clases que dictamina la división laboral, éstos no cuestionan cómo su uso del sistema contribuye a la división de clases. Por otro lado, los intentos de los padres de la niña por alejarla de un mundo distinto al suyo se contraponen a su abuela materna. Moramay la describe: “ésta sí era una verdadera abuela a la que visitábamos en

Hermosillo durante las vacaciones de verano y que, como todas las abuelas normales, contaba cuentos de aparecidos, preparaba postres y pan de canasta, me hacía trenzas, arreaba animales de corral, desplumaba gallinas y se dejaba las arrugas; la otra era un monstruo” (39). Esta es la antítesis de la abuela paterna, más acorde con los ideales del padre, “que maltrataba a la servidumbre, hacía matar chinchillas para hacerse sus abrigos y visitaba un cirujano plástico cada seis meses para que le aplicara sabe Dios que brebaje reversible de las arrugas” (38). Las dos abuelas fungen como representaciones de mundos opuestos; mientras que la abuela paterna, desde la capital urbana representa los valores capitalistas blancos, la materna, en la provincia, muestra la parte de México que los padres de Moramay se empeñan en ocultarle a su hija. Por eso, es relevante pensar no sólo en los valores de las dos mujeres, sino en que una se asocie con el espacio de la ciudad y la abuela materna con el campo. La preferencia de la niña por la abuela materna refleja cierta complicidad con la mujer que se encuentra al margen del ideal de blancura y modernidad. Al decir de Espinosa Miñoso “Si las feministas del Norte han necesitado de la figura de la ‘mujer del tercer mundo’, las feministas (blanca/mestiza, burguesas) del Sur han necesitado y han trabajado activamente por construir su Otra local para poder integrarse en las narrativas criollas de producción europeizante de los Estados-nación latinoamericanos” (318).

Aunque Espinosa Miñoso estudia de forma concreta los movimientos feministas, me interesa que destaca la tendencia en Latinoamérica a crear un Otro para así acercarse a los ideales

128 occidentales. Lo que destaca de Moramay en cuanto a su abuela ––que queda marcada por su otredad en comparación a la paterna–– es que se identifica más con ella a pesar de que, en un sentido más general, tiende a apegarse a su propio privilegio sin cuestionar el sistema que lo pone en marcha. No obstante, al igual que su abuela, Moramay es consciente de su propia otredad debido a los sentimientos que tiene por Vanessa. Así, a pesar de que la protagonista jamás habla abiertamente de su sexualidad, sabe que parte de sí no cabe dentro de las normas.

Este sentimiento es acrecentado cuando su padre decide enviarlas a ella y a su madre a vivir a

Hermosillo con su abuela. Para no verse separadas, Moramay y Vanessa deciden suicidarse. Su decisión me lleva a pensar en los postulados de Jack Halberstam en torno a el papel del fracaso en la subjetividad queer. El crítico se refiere a la manera en que los sujetos queer crean una identidad a partir de su inhabilidad de apegarse a las normas heteronormativas y capitalistas (The

Queer Art 89). Asimismo, destaca la asociación de la pérdida y la obscuridad con lo queer (The

Queer Art 96). En el caso de las chicas en la novela de Gil, lo queer/cuir de su relación va más allá de la transgresión al orden heterosexual cuando deciden quitarse la vida pues eligen el camino del fracaso. No obstante, no logran su cometido pues son descubiertas por la madre de

Vanessa, aumentando su enajenación y derrota. A pesar de que intentan ir por el camino de la pérdida y lo queer destacados por Halberstam, las chicas no sufren mayores consecuencias pues tras el incidente, el padre de Vanessa le promete hacerla una cantante famosa, y la familia de

Moramay decide irse a vivir a Hermosillo.

A pesar de que la problemática de raza y clase presente en la novela de Gil no afecta la relación entre Moramay y Vanessa, es una cuestión palpable a lo largo del texto, mostrando así la preocupación de las minorías afluentes en México por la blanquitud, así como por su papel dentro del capitalismo y el enaltecimiento de las ideas occidentales por las clases altas. Esto

129 revela la forma en que, a pesar de su disidencia sexual, sus propios privilegios de clase impiden la creación de una subjetividad aunada a lo queer/cuir que socave los sistemas de opresión. Si lo queer/cuir sirve como un espacio contestatario que brinda visibilidad a las vulnerabilidades compartidas entre grupos marginados como arguye Valencia (“Del queer al cuir” 31), los personajes de Gil fracasan al cuestionar los valores raciales y de clase social del México contemporáneo.

Una vida sencilla, sin mayores lujos: Vida y peripecias de una buena hija de familia (2015) de Sara Levi-Calderón

Sara Levi-Calderón es el seudónimo bajo el cual Sylvia Feldman se ha dedicado a la labor literaria. Su obra más reconocida y de carácter autobiográfico, Dos mujeres (1990), tuvo un gran éxito en México que llevó a su traducción al inglés bajo el título The Two Mujeres en 1991

(Loyola 142). Más tarde, la difusión de su novela la obligó a huir a Estados Unidos tras el acoso que sufrió por parte de su acaudalada y poderosa familia judía (Olivera Córdova, Entre amoras

130). Levi-Calderón plasma el conflicto que la homosexualidad causa dentro de una familia que se apega fervientemente a los roles de género heteronormativos. Varios académicos se han ocupado de analizar Dos mujeres, tomando en cuenta la construcción identitaria dentro de la obra. La autora publicó en 2015 su más reciente novela, Vida y peripecias de una buena hija de familia, también autobiográfica, donde narra en primera persona su salida de México con su pareja, así como los múltiples encuentros que tiene con su familia tras la muerte de su padre y, más tarde, su vida en Tepoztlán.

A lo largo de la novela es posible encontrar múltiples episodios en los que Sara, la protagonista, reflexiona sobre su identidad como judía, así como la manera en que su homosexualidad le ocasiona el rechazo de su familia. Al mismo tiempo, existe un constante

130 contraste entre su vida al lado de sus padres y la que tiene en el presente con su pareja, Grecia.

Mi estudio se enfoca en el conflicto entre Sara y la comunidad judía, representada por la familia, así como la elección de dejar todo atrás para vivir una vida más sencilla con la mujer que ama. Si utilizo el término elección es porque la protagonista menciona que sus padres, en múltiples ocasiones, le ofrecen volver a vivir con ellos si deja a su pareja. Por lo tanto, Sara elige dejar su posición en la clase alta y acepta los obstáculos que esto supone. Me interesa la importancia de la identidad judía de Sara pues, como articula Beatriz Loyola, “Los núcleos de poblaciones judías han estado casi ausentes del proyecto de identidad nacional en México, como en todos los países latinoamericanos” (12). Esta ausencia se debe, en gran parte, a que los judíos no caben dentro de la configuración de la idea de mestizaje que ya he destacado. Al decir de Navarrete:

De acuerdo con la leyenda, ser mexicano significa ser mestizo y ser mestizo significa ser mexicano. Aquellos grupos que no se han integrado a esta mezcla racial y cultural, que han insistido en mantenerse aparte por excesivo apego a sus tradiciones, como los indígenas, o por infundados prejuicios de superioridad, como los criollos o ciertos inmigrantes, constituyen por ese simple hecho una amenaza a la unidad nacional y un obstáculo al destino histórico de México. (Cap 5)

Si los indígenas amenazan la idea de lo nacional ––o de la comunidad imaginaria por usar los términos de Anderson––, es debido a que se mantienen en el pasado, según el imaginario en torno a la modernidad. Los inmigrantes, por otro lado, al no ser considerados mexicanos, son dejados fuera de esta construcción nacionalista que idealiza al mestizo. Esto me lleva a pensar en los postulados de Judit Bokser Liwerant, quien establece que “el mestizo sería el depositario de la misión de unificar la nacionalidad mexicana. Mientras que en esta misión el indígena era el

Otro susceptible de asimilación, la otra rama fundacional –la hispano-cristiana– convertía al extranjero diferente en un elemento no legítimamente constitutivo de lo nacional” (283). A pesar de que Sara no reflexiona sobre su exclusión del imaginario nacional, sí destaca el papel de su familia dentro de la comunidad judía mexicana y la manera en que ésta ha sido la causa de todos

131 sus problemas. En su análisis sobre Dos mujeres, Ivonne Cuadra arguye que los conflictos que la protagonista “enfrenta, constituyen, en conjunto, un cuestionamiento de las normas que se utilizan para construir los ‘papeles’ más aceptados en el círculo de la clase alta judía” (67). Y que, por lo tanto, las acciones de la protagonista “se convierten en actos políticos porque desmantelan los fundamentos que han definido la identidad de la mujer dentro de este grupo”

(67). Si bien Cuadra no habla específicamente de Vida y peripecias de una buena hija de familia, la similitud entre la trama de ambas novelas, así como su carácter autobiográfico hace posible que sus postulados sirvan al analizar la obra más reciente de Levi-Calderón. Al mismo tiempo que la familia de Sara la rechaza por ser lesbiana, su relación con Grecia es menos permisible por ser mujer pues su familia es capaz de tolerar comportamientos poco aceptados si se trata de los hombres. Esto ocurre cuando, tras la muerte del padre de Sara, ésta pasa tiempo con su familia y se da cuenta de que su hermano mantuvo una relación con una mujer de clase social más baja:

Isidra, la muchacha que trabajó en casa de la familia por más de treinta años, tenía una hermanita más joven, pero menos nativa de aspecto que ella, que se hizo novia de Martín. ¿Cómo sucedió esto? Ni la menor idea tengo. Tampoco sé a ciencia cierta qué había entre ellos. Lo que me pasmaba era que mi madre aceptaba sentarse con la hermana de nuestra sirvienta en los restaurantes cinco estrellas que frecuentaba con mi hermano. Me suponía que lo hacía porque se dio cuenta que su hijo estaba en etapa terminal y dejaba que Martín enseñara lo macho que era. (158)

Cabe señalar que la familia de la protagonista reproduce el racismo cromático por una parte al permitir la relación de Martín con la mujer por ser de “aspecto menos nativo” que la trabajadora doméstica. Al mismo tiempo, Sara reconoce lo inusual que es que su madre acepte la relación de su hijo, mas deja en claro que esto se debe a su condición de macho. Más allá de esto, el contraste entre Sara y su hermano se vuelve aparente cuando la protagonista, al verlo tras el funeral de su padre, admite que “La diferencia estribaba en que Martín no había perdido su estilo de vida, y eso nos convertía en personas de clases sociales distintas” (29). Si Sara deja de

132 pertenecer a la clase alta, es debido al rechazo de sus padres tras enterarse de su lesbianismo.

Así, a diferencia de los personajes de Miel azul, Sara es tratada de forma distinta tanto por su homosexualidad, como por ser mujer. Esto revela el carácter interseccional de sus problemas que se deben a distintos tipos de marginalidad. Sobre la convergencia entre distintas opresiones,

Rosario González Arias recalca que “cuando un factor de discriminación interactúa con otros mecanismos de opresión ya existentes, crean en conjunto una nueva dimensión de desempoderamiento” (111).

En su análisis sobre Dos mujeres Adriana Azucena Rodríguez recalca que “Los padres son, en suma, representaciones de los convencionalismos sociales, de sus mecanismos de represión de la sociedad mexicana conservadora de las clases medias y altas, y los principales obstáculos en la asimilación de la identidad de los hijos” (128). Sin embargo, llegar a esta clase alta no es fácil para la familia de Sara. De acuerdo con Navarrete “A lo largo de los siglos XIX y

XX, todos los inmigrantes que no eran blancos y europeos fueron vistos con recelo y prejuicios racistas por el gobierno de México. Los judíos eran vigilados porque se pensaba que tanto su renuencia a mezclarse con los otros grupos como su religión eran incompatibles con la cultura nacional, firmemente anclada en el catolicismo guadalupano” (Mexico racista, Cap 6). A pesar de que la novela no menciona ningún episodio de antisemitismo, la protagonista sí habla de los orígenes humildes de su padre tras emigrar de Ucrania, los cuales hacen que su familia se aferre a su clase social, y los vínculos que ha creado dentro de la comunidad judía. Por esta razón les resulta impensable tener una hija lesbiana, y más tras haber publicado una novela ––Sara hace alusión a Dos mujeres–– sobre su homosexualidad. Como destaca Cuadra, en la primera obra de

Levi-Calderón, los privilegios de clase están al alcance de la protagonista mientras no se identifique como lesbiana y, por lo tanto, su clase sirve como una forma de opresión (67).

133 El rechazo de su familia y su comunidad va mucho más allá de las cuestiones económicas y también hace a Sara sentirse abandonada. La protagonista narra sobre su padre: “Al desheredarme me había quitado el derecho de pertenecer a mi familia, me había dejado totalmente sola. Me tomó algunos años darme cuenta que el dinero no era lo más importante, sino que esto me había convertido en una outsider, alguien que ya no pertenece ni a su núcleo familiar, ni a su comunidad, alguien que anda suelta como un cometa perdido en la galaxia” (20).

Esto provoca en el personaje una desvinculación de su comunidad y familia. Si bien su identidad judía no la hace sentir diferente, estos sentimientos de otredad son paralelos a los que algunos miembros de esta comunidad han sido sujetos. Al decir de Judit Bokser Liwerant: “Una representación ulterior de la alteridad del judío estaría alimentada por la imagen de una extranjería permanente, grupo carente de vínculos, del Otro como outsider en sus lugares de residencia” (286). Cabe mencionar que, a diferencia de las consecuencias que el ser lesbiana podría tener en personas de clase social más baja, para Sara es posible irse a vivir a San

Francisco con su pareja. Si bien no tiene los recursos para continuar su estilo de vida, su privilegio de clase le brinda otras opciones. Acerca de Dos mujeres, Cuadra explica que la discriminación que sufren los personajes “no se puede comparar con la que sufren otras lesbianas de otros grupos sociales y otras razas. No obstante, esto no minimiza el hecho de que sean oprimidas, aun gozando de otros privilegios” (69).

En el caso de Sara, el ser desheredada y tener que aprender a vivir de forma más modesta causa en ella una transformación. La protagonista asegura que: “El esnobismo de ser socióloga, psicoanalizada, y seguramente el haber crecido como una burguesa, me impedía abrirme a otros mundos. Ahora, en cambio, sabía que estar viva y entera, a pesar de haber sido dada por muerta, había sido mi gran aprendizaje” (147). Por otra parte, su pareja, Grecia, significa para ella un

134 rompimiento con su pasado burgués y una vida más sencilla. Si inicialmente aprende a vivir con menos recursos al irse a San Francisco, Grecia la hace volver a México. Las mujeres se mudan a

Tepoztlán y comienzan un negocio de hierbas curativas. La protagonista no encuentra un lugar donde se siente cómoda ni en la Ciudad de México ni en los Estados Unidos, mas este último sí sirve como un espacio de transición que le ayuda a aceptar su identidad. Sara cuenta que “lo que realmente me había cambiado fue que ser lesbiana en San Francisco no significaba gran cosa. Y ser judía tampoco le causaba impacto a nadie” (148). Destaca el sentirse ajena en los Estados

Unidos como paralelo a la otredad de sus padres como judíos en México: “Sin darme cuenta, había dejado que se fuera imponiendo una manera de pensar que no era la mía. Vivir en el extranjero fue como un lapso de memoria. ‘¿Así habría sido para mis papás también?’, me pregunté pensando en ellos. Yo los veía tan mexicanos como el chile, y sin embargo nadie los reconocía mexicanos. Siempre fueron los judíos” (148). Es posible observar la diferencia racial que he mencionado sobre los judíos debido a que éstos no caben dentro del proyecto de mestizaje. Al decir de Navarrete “la otra premisa de la excepcionalidad histórica de nuestro país, según la leyenda del mestizaje, es la marcha triunfal e inevitable del pueblo mexicano, unificado racial y culturalmente, hacia un glorioso futuro definido por la ‘modernidad’, es decir, plenamente perteneciente a la cultura occidental” (Cap 8 Sec 7). Al ser desheredada e irse a

Tepoztlán, la protagonista cambia su forma de vida y se rodea de personas indígenas y campesinas. Esto no está exento de tener una dimensión problemática, pues Grecia asegura que quiere “hacer más por la gente del poblado. Enseñarles algo de lo que aprendimos nosotras.

Quisiera que vean no sólo lo que les enseñan sus profesores tantas veces mal preparados. Porque

¿cómo va a progresar México con hambre y sin motivación?” (148). Así, refleja las ideas coloniales que siguen en marcha al querer perpetuar la epistemología occidental dentro de las

135 comunidades indígenas y campesinas. Al decir de Yudekys Espinosa Miñoso “si efectivamente existe una colonización discursiva de las mujeres del Tercer Mundo y sus luchas, eso no solo ha sido una tarea de los feminismos hegemónicos del Norte, sino que estos han contado indefectiblemente con la complicidad y el compromiso de los feminismos hegemónicos del Sur, dado sus propios intereses de clase, raza, sexualidad y género normativos, legitimación social y status quo” (317). Por su parte, Gargallo rechaza la idea de imponer pensamientos occidentales a mujeres indígenas y destaca la importancia de abrir espacios de auto representación. La crítica arguye que “pensar la buena vida, la autonomía, el reconocimiento y la justicia por y para las mujeres desde otros cimientos, implica estar dispuestas a criticar la idea de liberación como acceso a la economía capitalista (aunque sea de soporte del individuo femenino) y el cuestionamiento del cómo nos acercamos, hablamos y escuchamos a las mujeres que provienen de las culturas ajenas a los compromisos metafísicos de Occidente” (20).

A pesar de esto, Sara y Grecia aprenden de los miembros de la comunidad, quienes les ayudan con sus plantas medicinales y se unen al proyecto. Al respecto, Sara cuenta: “Ahora bien, muchos de mis amigos apenas y hablaban el español, su idioma era el náhuatl. Vivíamos rodeadas de gente sencilla y eso era una delicia. Amaba el paisaje y disfrutaba mucho del duro trabajo del jardín” (150). Su privilegio de clase sigue siendo aparente pues, a diferencia de las minorías y grupos marginados que viven en pobreza extrema, gusta de su trabajo y tiene comodidades que le permiten disfrutar de su nueva vida. Sin embargo, Sara encuentra un espacio lejos de la ciudad y de los Estados Unidos donde se siente feliz y donde no es rechazada por ser judía ni por ser lesbiana. Este posicionamiento en el que la protagonista debe de negociar sus distintas identidades me hace pensar en los postulados de Anzaldúa. Para la crítica, es desde su subjetividad queer/cuir y su diálogo entre la culturas mexicana y estadounidense que crea una

136 nueva epistemología (Benavides 120). Aunque Sara no pertenece al tercer mundo estadounidense, existe un vínculo entre su experiencia y la de Anzaldúa. Sobre este tipo de diálogo, Carmen Romero Bachiller recalca:

si bien las experiencias sociales no han sido equivalentes, sí parecen relevantes algunas de las aportaciones del feminismo negro y chicano anglosajón de cara a promover prácticas políticas capaces de responder a situaciones vitales de gran complejidad, donde no resulta posible establecer prioridades identitarias, ni solidaridades estables, sino que las pertenencias y exclusiones que solapan, se alternan y contradicen. (151)

Estas exclusiones se hacen evidentes en los postulados de Anzaldúa, quien señala: “Como mestiza no tengo país, mi lugar de origen me ha rechazado; mas todos los países son míos porque yo soy la hermana o posible amante de todas las mujeres. (Al ser lesbiana no tengo raza, mi propia gente me niega; pero soy todas las razas porque la parte queer de mí está en todas las razas) (Borderlands 102, mi traducción). El paralelismo entre la falta de pertenencia de la crítica chicana y la protagonista de Levi-Calderón son claros. A pesar de que su contexto y su identidad son distintos, ambas se sienten sin país y rechazadas por su lesbianismo. Para Anzaldúa, esto la lleva a la creación de la “nueva mestiza”, la cual es una mezcla de culturas y tiene una personalidad plural debido a ella (Borderlands 110). Esta nueva forma de pensar a partir de su subjetividad queer funciona de forma similar a la manera en que Sara ve su vida de forma distinta al adoptar epistemologías indígenas y campesinas y abandonar la modernidad representada por su familia. Así, por medio de lo queer/cuir, al romper con el legado patriarcal, heteronormativo y capitalista de su familia, la protagonista crea una identidad propia en conjunto con las personas que viven y trabajan con ella en Tepoztlán. Esto me hace pensar en el argumento de Clarke acerca de la lesbiana que decoloniza su cuerpo por medio de la homosexualidad; Sara lo hace, no sólo por su lesbianismo, sino también al abandonar el espacio urbano e irse al campo. Al decir de Palou, el proceso de creación de la identidad mestiza llevó

137 consigo una transformación del sujeto indígena: “Para hacerlo persona, sin embargo, habría necesidad de desterritorializarlo, sacarlo de su tierra, hacerlo urbano, y mediante el recurso de la raza, desacralizarlo, neutralizándolo. Al convertirlo en mestizo se le borraría lo indio; al hacerlo habitante de la ciudad moderna se le sacaría del atraso” (14). Sara hace lo opuesto y, al no caber dentro del proyecto de nación, hace alianzas con otras minorías (Valencia 35). Asimismo, al aprender sobre las plantas de la región a través de su trabajo con la gente del pueblo, Sara no sólo decoloniza su propio conocimiento y desarrolla un modo de vida desde el campo, sino también es libre de ser abiertamente lesbiana lejos del alcance de su familia.

La obra de Levi-Calderón ofrece un punto de vista distinto al representado en las novelas de Medina y Gil. En Vida y peripecias de una buena hija de familia, la narradora manifiesta la importancia de las cuestiones de raza y clase para el desarrollo de su personaje. Su otredad por ser judía y lesbiana no le brinda a la protagonista un espacio idóneo para vivir su vida hasta su llegada a Tepoztlán, donde junto con los campesinos e indígenas, se aleja de los requisitos de la modernidad. Así, es por medio de lo cuir que Sara se ve obligada a irse al campo. Sin embargo, esto le ayuda a adoptar otros modos de vida y pensamiento que se alejan del proyecto nacional y que, por lo tanto, son paralelos a su propia transgresión de la heterosexualidad.

Las pinches tripas me están gruñendo regacho: “Graffiti de amor” (2002) de Susana Quiroz e Inés Morales

La colección El callejón de las vírgenes de Safo (2002) reúne poesía, cuentos cortos e incluso teatro para mostrar diferentes personajes lésbicos, sus luchas y su deseo por otras mujeres. Elvira Hernández Carballido arguye que “El callejón de las vírgenes de Safo, de Susana

Quiroz e Inés Morales es honesto y directo, apasionado y pasional, clandestino y libre” (“El callejón de las vírgenes de Safo”). Esto es cierto. En “Graffiti de amor,” por ejemplo, Quiroz y

138 Morales cuentan la historia de Berenice, una joven que vive en la pobreza, pero que, a pesar de su lucha diaria por sobrevivir, acepta su lesbianismo y desarrolla su propia identidad desde el margen.

A diferencia de personajes como los de Medina o Levi-Calderón, Berenice se encuentra de la jerarquía de clase. Si bien no tenemos una descripción física de la joven, su pobreza se hace evidente desde el principio del cuento cuando exclama: “¡Chale!, no puedo concentrarme, las pinches tripas me están gruñendo regacho y aparte de que no hay nada qué tragar, lo que me pagó la Verónica por ayudarle a pintar la casa de su carnala se me fue en pagar la renta del mes pasado de este mugroso cuartucho de azotea” (73). Sobre el punto de encuentro de cuestiones de clase y género, Rosario González Arias arguye que “El problema de esta intersección es que la falta de recursos económicos lleva aparejada además la pérdida de otro tipo de capitales (culturales, sociales, etc.) que en conjunto colocan a las mujeres pobres en posiciones de especial desventaja e inferioridad” (118). Por su parte, Gargallo cuestiona el papel del capitalismo como uno de los factores que contribuye a esta opresión. La crítica recalca que

“el capitalismo, en tanto sistema económico-social, es consustancial al sexismo y al racismo, en tanto despliega el carácter represivo de su poder contra los cuerpos de las mujeres y los pueblos colonizados para garantizarse la producción de la fuerza del trabajo” (163). La falta de acceso al trabajo por parte de Berenice se debe a su posición marginal dentro del sistema hegemónico capitalista de clase y, por lo tanto, su falta de movilidad social no le permite salir de la pobreza.

Esta falta de movilidad es destacada por Palou, quien al analizar la forma en que la idea de mestizaje como consolidación nacional ha fallado, arguye que “puede ser una realidad biológica pero su proyecto de Estado ––con la movilidad social como eje–– fracasó” (26). La realidad socioeconómica a la que se enfrenta Berenice amerita pensar en los arquetipos asociados con la

139 pobreza y marginalidad racial que ya varios críticos han destacado. Durante la consolidación nacional impera la idea de que el traslado del campo a la ciudad y la adopción del mestizaje como común denominador dará pie de la modernidad (Palou 14). Este proceso lleva al desarrollo de los arquetipos como el pelado, objeto de estudio de Samuel Ramos, y al cual le adjudica cualidades exageradamente viriles como consecuencia de un complejo de inferioridad (14). Por su parte, Roger Bartra arguye sobre esta figura que: “Aunque el pelado mantiene algunas de las características típicas de su origen campesino (primitivismo, etcétera), es un ser que ha perdido sus tradiciones y que vive en un contexto que todavía le es extraño: el mundo industrial urbano

(en el caso del pachuco, el mundo capitalista anglosajón)” (122). Concluye que el pelado “es desconfiado, realista, escéptico, pesimista, indisciplinado, desordenado, terco y manifiesta una

«crueldad doblemente ancestral» (indígena y española)” (123). Si bien este arquetipo es masculino, me interesa por ser parte de la genealogía de lo que Monsiváis ve como su sustituto: el naco. El crítico lo define como:

El naco, genuina ‘mancha urbana’, según la elite, engendra la gran certeza: ante el afán reproductivo de las clases populares poco se puede hacer excepto catalogarlas chistosamente. Para la sociedad que no se pretende criolla sino desarrollista, el naco es un filón de las conversaciones: el término es insulto y es referencia humorística, es descripción de la fauna citadina y síntesis facial y vocal de los peligros de la calle. (“Léperos” 219-20)

Así, las clases bajas se verán marcadas por un supuesto destino fatal sin salida. En la obra de

Quiroz y Morales, es visible en la primera cita que he mencionado debido a la forma en que

Berenice asume su marginalidad y pobreza. Al decir de Monsiváis, el naco:

asume la actitud fatalista, acepta que si se fracasó en la escuela se fracasó en la vida y, por eso, en la ‘vulgaridad’ que lo alimenta contempla sus orígenes y su destino. Poquísimos se aceptan nacos pero muchísimos se sospechan pertenecientes a la especie, y la fulminación racista alcanza reverberaciones extraordinarias. Ante el espejo ideal o real, el naco observa la sentencia en la pared. (“Léperos” 220)

140 Al igual que el pelado, el naco tiene sus orígenes en la degradación de lo indígena ––se deriva de

Totonaco––, mas, con el paso del tiempo, se convierte en un término relacionado con lo urbano.

Sin embargo, como destaca Claudio Lomnitz, mientras que el viejo uso de la palabra servía para denominar a los pobres y campesinos como indígenas, en la actualidad se utiliza para marcar a aquellos que no se ajustan a la idea de modernidad (113-14). Si hago mención de esto es porque

Berenice, a pesar de no ser denominada como “naca”, sí pertenece al estrato social asociado inicialmente con este término y, al fracasar en la incorporación a la modernidad, se vuelve parte de los sujetos marginados por la sociedad y el espacio urbano. La pobreza que vive Berenice crea otra dimensión de exclusión dentro del proyecto de integración nacional explicado por

Navarrete. Por su parte, Monsiváis advierte que “desde el principio a los pobres se les hace a un lado, al punto de que jamás forman parte del Nosotros de la nación. Los pobres son siempre lo de afuera, lo inhabilitado para la pertenencia” (“Los espacios marginales” 247) Por ello, la exclusión de sujetos como Berenice del proyecto de Nación hace que la joven cree su propio concepto de identidad desde su espacio de marginación.

Si me he detenido a analizar el papel de personajes como Berenice dentro del imaginario social, es porque, al igual que Sara en la obra de Levi-Calderón, la joven sufre distintos tipos de opresión. Dos son las causas principales: no poder alcanzar la movilidad social por ser pobre y ser rechazada por su familia por su lesbianismo. La protagonista relata el repudio por parte de

ésta debido a su sexualidad al decirle a su vecina: “tú siquiera tienes a tu ruca y a tu jefa, que quieras que no te aceptan, pero yo, que toda mi familia se me volteó y no me quieren ver” (74).

Esto contrasta de cierta forma con lo que observamos en la novela de Levi-Calderón porque en el caso de Sara, a pesar de ser desheredada por su familia, su movilidad social le posibilita irse a vivir a San Francisco. En el caso de Berenice, por el contrario, la joven se ve obligada a sufrir

141 sola en la pobreza. Es evidente, al decir de Monsiváis, que “Las injusticias severísimas y el sorteo de recompensas del clasismo se aplican también a los homosexuales. Por más sujetos que estén a la chacota y el hostigamiento, los ricos y las familias se las arreglan para suavizar la condena” (“Los espacios marginales” 253). Su doble marginalidad es lo que provoca que la joven desarrolle una identidad contra hegemónica. Esto me hace pensar en los postulados de

Halberstam sobre cómo las ideas capitalistas norteamericanas asocian el trabajo duro con un

éxito basado en la riqueza y la genealogía heterosexual en lugar de aceptar los roles que juegan las cuestiones de raza, clase y género en la posibilidad de alcanzar dicho éxito (Queer Art 2-3).

Así, desde su pobreza y su homosexualidad, Berenice sigue las pautas de lo que Halberstam llama el fracaso queer. Esto surge al no participar de los mecanismos heteropatriarcales ni formar parte del proyecto de construcción nacional desde un supuesto fracaso. El crítico ve una serie de posibilidades de crear un pensamiento y una lógica propios al situarse más allá de las ideas normativas (Queer Art 89). Para retomar la contextualización la idea de lo queer, es posible pensar en las ideas de Valencia sobre lo cuir y su traslado a América Latina que, de acuerdo con la crítica:

busca, por un lado, afirmarse como forma legítima y llena de significado geopolítico, que reta a los sistemas de enunciación hegemónica –y a su autoproclamada exclusividad de construir agenciamiento por medio del lenguaje–, invitando a la apropiación, recodificación y desobediencia verbal; a la localización de la lengua con el propósito de escribir en otros términos, más oportunos al presente, que opongan resistencia verbal local exuberante y construyan un pidgin interseccional que nos permita hablar en lenguas a la manera que proponía Gloria Anzaldúa. (“Del queer” 33)

Así, el fracaso de Berenice a adherirse a ciertos comportamientos y formar parte del proyecto de nación y modernidad crea una identidad desde el espacio de lo cuir. Aprovecho la mención a

Anzaldúa por parte de Valencia para pensar en los postulados de la crítica chicana. Como lo hice al analizar la obra de Levi-Calderón, pienso en los argumentos de Anzaldúa sobre la creación de

142 una propia epistemología a partir de lo queer y lo chicano (Borderlands 101). Asimismo,

Anzaldúa articula que la lesbiana “de color” no sólo es invisible, sino que no existe, que su voz no es escuchada, y que habla en sus propios idiomas como el marginado o el loco (“Speaking in tongues” 163). Si bien Berenice se encuentra en un contexto distinto al de las chicanas, su pobreza y su lesbianismo la vuelven invisible como las mujeres del tercer mundo estadounidense. Por lo tanto, la joven crea su propio idioma al asumir y vivir su lesbianismo.

Esto es aparente cuando desarrolla su propia manera de mostrarle su amor a su novia, Alejandra.

Quiroz y Morales narran que “Un día en la madrugada Berenice y Alejandra se van en una bicicleta que les prestaron para rolarla por el barrio, Alejandra se aferra a la cintura de Berenice para no caerse; el aire fresco pega en sus caras y alborota sus cabellos, preguntándole Berenice a

Alejandra: ––Escógete una barda” (77). Posteriormente, la joven pinta la barda con grafiti, creando un gesto romántico desde su posición marginal. Esta acción no sólo se ubica fuera del heterosexismo desde el que se inscribe el nacionalismo, sino que también se sale de la ley al ser un acto vandálico, enfatizando la posición de Berenice fuera de lo aceptable. Así, la joven utiliza el grafiti como su propio lenguaje para comunicarse con Alejandra, ayudándole a desarrollar su propia subjetividad lésbica.

A diferencia de otros personajes que he analizado, la protagonista de “Graffiti de amor” se encuentra en el lado opuesto de la jerarquía racial y de clase. De esta forma, Quiroz y Morales nos ofrecen una perspectiva distinta que revela nuevas maneras de vivir el lesbianismo desde la marginalidad. Al mismo tiempo, la identidad que crea Berenice en torno a su pobreza y su sexualidad provocan que no quepa dentro del marco nacionalista patriarcal.

143 Tú no vas a entrar al cielo porque a ti te hizo el diablo: “Santo” (2008) de Víctor Cata

Víctor Cata es un lingüista, historiador, investigador y escritor zapoteco. Su carrera académica se ha dedicado al rescate y preservación de la lengua zapoteca, por lo cual fue galardonado con la medalla Andrés Henestrosa de la 57 Legislatura del Congreso de Oaxaca en

2015. Algunos de sus cuentos han sido escenificados y traducidos al portugués (Cha’ca). En

Nácasinu diidxa/Sólo somos memoria (2008), Cata reúne una serie de cuentos en zapoteco con traducción al español. En “Santo”, el cuento que analizo para este trabajo, la voz narrativa relata la historia de Epifanía de los Santos, una mujer indígena que, tras ser castigada por su padre al encontrarla en la cama con su cuñada, Celedonia, lo asesina.

Epifanía narra, por medio de recuerdos, la forma en que su padre le impone las normas heteronormativas al conocer su lesbianismo. La protagonista recuerda:

Él sabía quién era yo, me conocía, por eso me arrojó a los brazos de ese borracho para que ya no fuera más una roca tirada a su paso: ––Tú no me vas a embarrar de mierda la cara, ni me vas a echar arena en los ojos ––me dijo, y me entregó en las fauces del infierno. Me casó. Lo único que quería era limpiar el camino de su nombre. Pero lo que no sabía es que cada uno de nosotros carga su destino. Y el mío fue Celedonia, mi cuñada. (95)

Si el padre decide casarla es porque busca, por un lado, “limpiar su nombre” y, por otro, restarle poder a su hija al no permitirle expresar su sexualidad. Esto, al igual que en mi análisis del cuento de Quiroz y Morales, me hace pensar en los postulados de Anzaldúa sobre las lesbianas del tercer mundo estadounidense en cuanto a su invisibilidad y la manera en que no son escuchadas (“Speaking in tongues” 163). Al casarla, su padre busca silenciar su sexualidad pues

ésta no puede existir dentro del imaginario patriarcal. Sobre el contexto específico de las personas indígenas en México, Isabel Altamirano-Jiménez arguye que el nacionalismo indígena, al ser una ideología con ciertos atributos de poder, ha replicado las relaciones de dominación basadas en el género provenientes de los centros de poder (58). Esto nos hace pensar,

144 nuevamente, en los paralelismos entre la opresión de grupos minoritarios en Latinoamérica y el tercer mundo estadounidense (Mignolo, The Idea 137). Para ahondar en esta relación, pienso en

Rosalva Aída Hernández Castillo quien, al estudiar los movimientos de mujeres indígenas en

México incluye como epígrafe de su texto un fragmento de un poema escrito por la feminista negra estadounidense Kate Rushin. Hernández Castillo realiza esta conexión debido a la dimensión interseccional en ambos movimientos y arguye que hay una necesidad de actuar como un “puente entre un movimiento indígena que se niega a reconocer su sexismo y un movimiento feminista que se niega a reconocer su etnocentrismo” (279-80). Por su parte, Gargallo recalca que:

El patriarcado en América Latina tiene características propias de las culturas indígenas, cruzadas por un racismo normalizado por el colonialismo interno. La descolonización del feminismo sólo puede darse reconociendo que las mujeres indígenas no confían en las mujeres blancas y mestizas urbanas, porque las instituciones estatales tienen un comportamiento diferente con unas y con otras, incluyendo los poderes de las organizaciones y la teoría del conocimiento feminista. (163-64)

A pesar de que no hay nada que nos haga pensar en Epifanía como parte de un movimiento feminista o por los derechos de las mujeres indígenas, hago mención de estos mecanismos debido a que nos ayudan a considerar cómo, al ser una mujer indígena, la protagonista tiene un contexto propio que le brinda otra dimensión a los problemas que enfrenta.

Si bien la pobreza y la violencia forman parte de las comunidades marginadas en México

––indígenas o no––, no quisiera caer en argumentos paternalistas al pensar en los sujetos indígenas femeninos como pasivos y en los hombres como violentos. Esta tendencia, de acuerdo con Hernández Castillo y Altamirano-Jiménez, ha sido utilizada por el Estado para socavar los movimientos indígenas al ver a las mujeres como víctimas de su propia cultura o de los “usos y costumbres” de los pueblos a los que pertenecen (Hernández Castillo 288-89, Altamirano-

Jiménez 65). Shannon Speed, a partir del movimiento Zapatista en México, articula la manera en

145 que, dentro de múltiples comunidades indígenas, las mujeres se han esforzado por renegociar las relaciones de género desde una epistemología propia que logre una relación más justa y mutua

(215). Por su parte, Hernández Castillo sostiene:

El contexto económico y cultural en el que las mujeres indígenas han construido sus identidades de género, marca las formas específicas que toman sus luchas, sus concepciones sobre la ‘dignidad de la mujer’ y sus maneras de plantear alianzas políticas. Las identidades étnicas, clasistas y de género han determinado las estrategias de lucha de estas mujeres, que han optado por incorporarse a las luchas más amplias de sus pueblos, pero a la vez han creado espacios específicos de reflexión sobre sus experiencias de exclusión como mujeres y como indígenas. (280)

Sin embargo, en el contexto del cuento de Cata, Epifanía sí es victimizada por su padre debido a que es mujer, indígena y lesbiana. Esta interseccionalidad de opresiones, al decir de María

Lugones, revela lo que no se ve cuando las categorías como género y raza se conceptualizan de forma separada. Analizar estas categorías al mismo tiempo ayuda a visibilizar a aquellos que son oprimidos en términos de ambas ––o las tres, en el caso de la protagonista (373). Las acciones del padre de Epifanía se tornan violentas al darse cuenta de que sus intentos por prevenir su lesbianismo no han dado resultado. Cuando encuentra a su hija en la cama con Celedonia, las golpea y les corta el cabello a ambas. Sobre esto, la protagonista reflexiona:

El día que ató mis manos a las de Febronio en la iglesia, le pedí al diablo que se lo llevara. Veinte años lo pensé tímidamente. Pero ayer que nos apaleó y nos rapó a Celedonia y a mí porque nos encontró desnudas en el lugar donde está tirado ahora, lo invoqué con toda mi alma. No estoy conforme, por qué nos arrancó los cabellos, por qué nos amarró a este mundo para siempre; por pelonas, ya no podremos entrar a la Santa Gloria. (96)

Como representante del patriarcado, su padre busca justicia por el supuesto pecado que han cometido las mujeres. Cabe destacar que mi argumento no busca identificar la violencia de género como un fenómeno único de las clases sociales bajas o las poblaciones indígenas puesto que, como bien señala Valencia:

146 no es una práctica individual de la cual podamos des-adscribirnos o exculparnos fácilmente, sino que es un sistema de relaciones de poder y económicas que destruyen al tejido social y tarde o temprano nos terminan afectando a todos y todas porque, al ser sistémica, se vale de mecanismos de normalización y auto legitimación que necesitan de prácticas cada vez más atroces, para contrastar, confrontar y controlar el entorno social de lo normalizado. (“Teoría transfeminista” 77).

La violencia, en el caso del padre de la protagonista, se trata de una violencia sistémica, pues éste la justifica y normaliza; sus acciones suceden debido al comportamiento inaceptable de su hija.

Anzaldúa arguye que para la lesbiana “de color”, la más grande rebelión contra su cultura es a través de su comportamiento sexual. Así, va en contra de dos prohibiciones: la sexualidad y la homosexualidad (Borderlands 41). Resalta también que Epifanía no se arrepiente de haber vivido su sexualidad, sino que lo único de lo que se queja es de que su padre las haya rapado.

Para la mujer, esto les niega la entrada al cielo. Es posible percibir la importancia del imaginario católico como parte de la identidad. A pesar de que Epifanía no cabe dentro del marco identitario nacionalista, es evidente que el imaginario nacional se hace presente incluso en los sectores marginados como las comunidades indígenas. La protagonista se ve obligada a utilizar la misma violencia a la que es sujeta y a convertirse en victimaria al matar a su padre. La apropiación de la violencia por parte de Epifanía me hace pensar en los postulados de Julia Kristeva en torno a lo abyecto como parte de la reacción a confrontarse con la muerte u otras situaciones traumáticas.

De entrada, podemos pensar en la manera en que, a pesar de sus deseos de ir al cielo, en el momento en que es violentada por su padre, la protagonista le pide justicia al diablo, mostrando su separación de las leyes católicas y el comienzo de sus deseos de asesinar a su padre. Acerca de los crímenes como parte de lo abyecto, Kristeva explica que cualquier crimen, al brindar atención a la fragilidad de las leyes, es abyecto, y el homicidio o la venganza lo son aún más al exacerbar esa fragilidad (4). Asimismo, Kristeva considera la muerte como la mayor manifestación de lo abyecto al hacer palpable la propia caducidad e invadir la vida (4). Si bien

147 los demás personajes que he analizado construyen su propia subjetividad desde los márgenes,

Epifanía no crea una forma de vida propia a partir de la intersección de su lesbianismo e identidad indígena, sino que es envuelta por los mecanismos de opresión y su única salida es convertirse en victimaria. Así, la protagonista se vale de los mismos recursos de violencia utilizados por el patriarcado para intentar sobrevivir. Aunque no sabemos qué pasa después de esto, el cuento concluye con las dos mujeres en brazos, mostrando así que la muerte del padre ha terminado con la opresión de Epifanía por su sexualidad.

Por medio de mi análisis he mostrado las diferentes construcciones de los sujetos lésbicos en obras que revelan distintas posiciones de clase y raza. Esto cuestiona los alcances y limitaciones del lesbianismo en la literatura mexicana al socavar las estructuras patriarcales que también siguen los patrones del racismo cromático propuesto por Navarrete. Asimismo, la poca difusión de los cuentos de Quiroz y Morales y Cata expresa flagrantemente la falta de divulgación de historias sobre lesbianas en posiciones marginales más allá de su sexualidad. Si bien en todas las obras hay cuestiones que reflejan el clasismo y racismo de la sociedad mexicana, sólo la de Levi-Calderón reflexiona al respecto con mayor profundidad. Por lo tanto, es posible notar que, si bien estos textos resultan transgresores con respecto a la sexualidad y la heteronormatividad, es común que reproduzcan el racismo y clasismo de la sociedad mexicana al mostrar protagonistas que se ajustan a las normas raciales que idealizan lo blanco y occidental, haciendo a un lado lo indígena o perteneciente a las clases bajas.

148

CAPÍTULO 4

ACTIVISMO, VIOLENCIA, MATRIMONIO Y MATERNIDAD COMO PARTE DEL LESBIANISMO EN EL MÉXICO CONTEMPORÁNEO

Para Viviane Mahieux, la crónica, debido a su flexibilidad y maleabilidad, es uno de los géneros idóneos para reflejar la vida cotidiana de los sujetos marginales, y tiene, además, el potencial de transformar a la sociedad (166). No obstante, a pesar de que existen crónicas contemporáneas que narran las vicisitudes de sujetos LGBT ––como los trabajos de Juan Pablo

Proal y Guillermo Osorno––,16 aquellas que podrían permitirnos entender las circunstancias de las mujeres lesbianas en un México contemporáneo brillan por su ausencia. No descarto la posible existencia de crónicas lésbicas, mas la poca difusión de la literatura que retrata la vida de mujeres homosexuales dificulta su proliferación y visibilidad. Por eso mismo, en este último capítulo analizo una variedad de artículos, publicados originalmente en las revistas Fem (1976-

2005), Las Amantes de la Luna (1993-2003), LesVoz (1996) y Nota’n Queer (2002).17 Mi interés en las publicaciones radica en que sirven como un archivo que nos permite conocer el desarrollo de las temáticas relacionadas con el movimiento lésbico mexicano. Al decir de Halberstam, el archivo no es simplemente un depósito, sino también una herramienta de gran relevancia

16 A lo largo de mi capítulo utilizo el término LGBT para referirme a la comunidad lésbico-gay a pesar de que éste se utiliza hasta la década de los noventa en México. 17 Aunque no tuve acceso a todas las ediciones de las revistas que analizo debido a las dificultades que supone obtener muchas de ellas ––debido a los pocos tirajes y su poca circulación en los Estados Unidos––, pude revisar el archivo personal de la Dra. Isabel Barranco Lagunas, cuya tesis doctoral analiza varios números de Nota’n Queer, Las Amantes de la Luna, y LesVoz desde sus comienzos hasta el año 2004. Al mismo tiempo, pude accesar el archivo de Fem que alberga la Yale University durante mi participación en el Sarah Pettit Doctoral Dissertation Fellowship en mayo de 2016. Agradezco tanto a la Dra. Barranco Lagunas, como al Department of Women’s, Gender and Sexuality Studies de Yale University.

149 cultural, en tanto que ayuda a la construcción de una memoria colectiva y funge como un registro complejo de la actividad queer (In a Queer Time and Place 97). Asimismo, reviso cuentos y novelas que retratan la lucha diaria de las mujeres lesbianas. Si bien no trato estas obras como crónicas o testimonios, tomo en cuenta el hecho de que, al decir de Adriana Fuentes Ponce, sus aportaciones han sido “el medio para conocer la percepción personal de las autoras al plasmar las problemáticas y sus quimeras desde su observación, su militancia y sus vivencias, quienes han logrado recrear escenas y goces que remiten al erotismo y a los deseos que se albergan en distintas voces que nos muestran la diversa gama existente de las lesbianas” (Decidir sobre el propio cuerpo 26). Así, mi análisis destaca las diferentes preocupaciones que atañen a los personajes y que se observan en cuentos, novelas y los artículos provenientes de las revistas antes mencionadas como manera de entender las problemáticas de la vida lésbica en México a partir de la década de los 80. Si bien no pretendo suponer que los temas son universales debido a que las mujeres lesbianas son diversas, me interesa apuntar algunos de los problemas a los que se enfrentan estas mujeres como sujetos marginados y que pueden observarse dentro de los textos.

Esto me permite analizar si los temas de la vida cotidiana de estos personajes y de las lesbianas en México socavan o no las normas heteropatriarcales que buscan marginalizarlas. Me interesan dichas cuestiones porque contribuyen a ver el lesbianismo como un acto contestatario, siendo

éste el argumento que ha guiado el resto de mi trabajo.

Si anteriormente he organizado mi estudio por obra literaria, en este capítulo final –– debido a los múltiples puntos de contacto entre las obras que analizo–– divido mi análisis en cuatro temas que permiten comprender la forma en que los puntos se entrelazan y se ven presentes de distintos modos. Mi primera sección explora la manera en que las novelas, los artículos y los cuentos representan la importancia de la militancia feminista en los sujetos

150 lésbicos, así como su conexión con el movimiento LGBT. Comienzo con este tema para arrancar con un análisis de Amora, la cual ha sido el punto de partida de mi trabajo. La novela permite entender el paralelismo entre la vida cotidiana en México para los sujetos lésbicos y su relación con el movimiento feminista, el cual sirvió para concientizar a la sociedad y dar voz a la homosexualidad femenina a partir de los años 80. Bajo este primer apartado analizo también la colección de cuentos Fotografías instantáneas (2015) de Artemisa Téllez, la cual retrata la forma en que las preocupaciones por la militancia han cambiado en pos de un movimiento LGBT que, en la década de los 80 se encontraba fragmentado. Discuto también cómo cada una de las revistas aborda el tema de la militancia, ya sea feminista o LGBT. Mi segunda sección analiza la relación entre la violencia contra las mujeres y la homofobia que se hacen presentes en los textos debido a la condición marginal de las lesbianas. Por lo tanto, estudio el libro de cuentos Del destete al desempance: Cuentos lésbicos y un colado (2008) de Gilda Salinas, que, a pesar de su año de publicación, lleva a sus lectores a dar un recorrido por la vida nocturna de la Ciudad de

México en la década de los 80, mostrando la violencia homófoba sufrida por sus protagonistas.

Continúo mi análisis de los cuentos de Salinas y retomo la trama de Amora en mi tercer apartado, ya que éste se basa en cómo la pareja, el matrimonio y la monogamia son representados para dar cuenta de la forma en que los sujetos lésbicos siguen o no las ideas normativas. Finalmente, el

último tema que analizo es el de la maternidad lésbica y la forma en que, así como hay lesbianas que intentan seguir el mismo patrón reproductivo que las mujeres heterosexuales, también existen aquellas que se rehúsan por verlo como una herramienta patriarcal. Para ello, estudio la novela Rhyme & Reason (2008) de Criseida Santos Guevara, cuya protagonista, Claudia, es invadida por la duda de si quiere o no formar una familia con su pareja y, en ese contexto, muestra algunos de los problemas de las imposiciones heteronormativas en las parejas lésbicas.

151 Como complemento a mi análisis de las obras literarias, incluyo en mi estudio diversos artículos de las revistas antes mencionadas para rastrear la correspondencia ––o falta de ésta–– entre personajes literarios y lo que vemos en las revistas.

“¡Pero si yo soy feminista, y no lo sabía!”: De la militancia feminista a la comunidad LGBT

Existen dos ejes de militancia dentro de los textos que analizo. Por un lado, se encuentra la relación estrecha con el feminismo y, por otra, la adhesión al movimiento LGBT en México.

Si bien he destacado la importancia que ocupa la novela de Roffiel en cualquier genealogía de textos lésbicos, Olivera Córdova la considera una novela “que didácticamente sostiene que el amor entre mujeres no es, no quiere ser, no puede ser la pasión romántica porque se alimenta de comprensión, disidencia sin pelea, seducción sin violencia, haciéndose personal acto político y social, acción feminista” (Entre amoras 8-9). Por su parte, Adriana Fuentes Ponce recalca que

“La importancia y la trascendencia de esta publicación radican en el giro que la autora da a la caracterización de las protagonistas, así como en el desenlace de la historia. Además, logra plasmar muchas de sus experiencias y de los recuerdos de su participación en grupos feministas de los años setenta” (24). Es por ello que la mayoría de la crítica sobre temas lésbicos literarios en México se ha enfocado en la obra de Roffiel. Amora cuenta la historia de Guadalupe, una mujer que asume su lesbianismo y narra sus amores y desamores, principalmente la relación que sostiene con Claudia, una joven en pleno proceso de descubrimiento de su sexualidad.

Asimismo, Roffiel se basa en sus propias experiencias para hilvanar una historia sobre su militancia feminista y su sexualidad. Guadalupe asegura que “ni todas las feministas son lesbianas, ni –desafortunadamente– todas las lesbianas son feministas” (32). Si bien pareciera que su argumento está de más, resulta importante destacar la relevancia del movimiento

152 feminista para la comunidad lésbica en México. Al igual que ha sucedido con los feminismos de tercer mundo estadounidense, el movimiento lésbico mexicano se ha visto obligado a defender sus derechos ante su propia comunidad: su homosexualidad ante las compañeras feministas; su feminismo ante los hombres homosexuales en el movimiento homosexual (más tarde LGBT). Si el movimiento feminista mexicano se fortaleció en la década de los 70, las militantes lesbianas se vieron marginadas por sus compañeras, puesto que el feminismo tendía a configurarse desde un punto de vista heterosexual (Fuentes Ponce, Decidir sobre el propio cuerpo 75). Al decir de

Fuentes Ponce sobre 1975, declarado Año Internacional de la Mujer:

Resultaba contrastante que, en aquellas Conferencias del Año Internacional de la Mujer, mujeres europeas y estadounidenses se viviesen abiertamente como lesbianas, sin creer que fuese malo o enfermizo, mientras que en México era rechazada la idea por ser inusual, antinatural y porque podía desestabilizar el sistema que, hasta entonces, mantenía a las mujeres sin mayores oportunidades de expresar libremente su sexualidad. (112)

La inicial ausencia de participación de lesbianas mexicanas en las conversaciones ––y los escándalos–– que surgieron a partir de las declaraciones de asistentes extranjeras sobre su lesbianismo terminaron por incitar a sus colegas mexicanas a realizar una declaración pública.

Fue así que surgió la Declaración de las lesbianas de México, “el primer manifiesto en la historia mexicana elaborado por un grupo de lesbianas, en el que expresaron que sus sentimientos son naturales, normales, dignos y justos” (Mogrovejo, Un amor 66-67), y el cual fue leído públicamente en un foro organizado por lesbianas feministas en la ya mencionada conferencia. Lo mismo sucedió con grupos militantes homosexuales como el Frente de

Liberación Homosexual en 1971 (Mogrovejo, Un amor 63; Fuentes Ponce 109), cuyo liderazgo llegó a recaer en la activista y dramaturga Nancy Cárdenas, y que, más tarde, debido a las diferencias entre hombres y mujeres, dio surgimiento a grupos lésbicos (Mogrovejo, Un amor

68). De esta forma, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, fundado en 1978, “se

153 caracterizó por su composición mayoritariamente masculina. La presencia de algunas mujeres abrió la posibilidad de constituirse como un grupo mixto, sin efectivamente lograrlo de forma equitativa” (Mogrovejo, Un amor 94). Las diferencias entre lesbianas y heterosexuales dentro de las filas del feminismo, aunadas a la falta de visibilidad de las primeras dentro del movimiento homosexual llevarían a la formación de grupos lésbico-feministas como el Grupo Lesbos, primera organización de esta índole que surge en 1977 (Mogrovejo, Un amor 132).

A pesar del distanciamiento entre los grupos, no cabe duda que el feminismo sirvió para educar a las mujeres mexicanas, así como para hacerlas cuestionar las circunstancias que les rodeaban en una sociedad patriarcal. Es por esto que, a diferencia de las narrativas homosexuales masculinas, no es coincidencia que Amora, considerada la primera novela de tema lésbico en

México, relate la importancia del feminismo en las vidas de sus personajes. En su análisis de El vampiro de la colonia Roma (1979), Héctor Domínguez Ruvalcaba destaca cómo Adonis, el protagonista, se rehúsa a acatar las normas de las políticas de identidad y, al contrario, se entrega a un hedonismo que no se preocupa por la militancia o alguna lucha social (Modernity and the

Nation 114). Si bien no descarto la posibilidad de que los textos sobre homosexualidad masculina en México reflejen algún tipo de movimiento político o militancia, una comparación de la novela de Zapata ––muchas veces considerada como la primera y más importante novela gay en México–– y la de Roffiel, muestra la diferencia entre ambas en cuanto a posturas en materia política y de lucha social. La importancia de éstas en Amora es evidente desde el principio de la novela, cuando Guadalupe menciona su incursión en las filas del feminismo:

“Qué lejos esa mañana de octubre de 1977 en que oí hablar a las feministas por primera vez y me dije ––atontada por la sorpresa––, ‘¡Pero si yo soy feminista, y no lo sabía!’ Qué aturdidor el gozo de descubrir que había mujeres que vivían como yo, que esperaban lo que yo, que hablaban

154 mi mismo lenguaje” (31). Si bien la militancia de Guadalupe queda clara desde un principio, lo que realmente resulta contestatario ante los mecanismos de poder heteronormativos es el hecho de que la protagonista, más allá de ver el feminismo como un movimiento sociopolítico, lo ve como una “opción de vida” (160). Más que una agenda política, los ideales de la protagonista de

Roffiel guían su vida y su manera de sobrellevar sus relaciones.

Si bien Amora se nos presenta, en su calidad de texto fundacional, como una obra que está en contacto constante con el movimiento feminista, sus contemporáneas suelen alejarse de la representación de una militancia activa. De hecho, es difícil encontrar obras que le den importancia al movimiento feminista o LGBT––aunque este último no se conocería así sino hasta finales de la década de los noventa (Rocha Osornio 271, Brito 244-45).18 Como bien señala

Alejandro Brito, la militancia que corresponde con las narrativas posteriores a Amora es una que se ha ido transformando y poniendo mayor énfasis en la diversidad (243). Uno de los escasos ejemplos se encuentra en los cuentos de Artemisa Téllez en Fotografías instantáneas. Poeta, prosista, dramaturga y coordinadora de talleres, Téllez ha publicado poemarios como Versos cautivos (2001) y Cuerpo de mi soledad (2010), la novela ilustrada Crema de vainilla (2014) y las colecciones de cuentos Un encuentro y otros (2005), y Nacidas de Eros (2014), entre otros.

Fuentes Ponce la describe de la siguiente forma: “Artemisa Téllez, seguidora eterna de Lilith, se regocija entre la fascinación y el rompimiento de los límites, el destello de sus líneas exaltan

(sic) el erotismo y el cuerpo, y recorre así las facetas de los sentimientos de manera avasalladora, como un gusto para ser disfrutado” (Decidir sobre el propio cuerpo 26). En Fotografías

18 A pesar de que utilizo el término LGBT en mi estudio, éste es posterior a la publicación de obras como Amora. Alejandro Brito divide el movimiento homosexual en México en tres etapas. La primera tiene lugar entre 1978 y 1984, con el surgimiento de los primeros grupos de homosexuales y lesbianas. La segunda ocurre de 1985 a 1994/9 y está caracterizada por su fragmentación, cuando varios de los grupos encuentran diferencias en sus intereses. Finalmente, se encuentra la tercera, de 1999 a 2003, cuando se enfatiza la diversidad y la marcha anual se rebautiza como “Marcha del orgullo lésbico, gay, bisexual y transgenérico” (242-43).

155 instantáneas, Téllez le ofrece al lector una serie de cuentos que, de una forma mucho más introspectiva que Amora, le permiten echar un vistazo a los múltiples sentimientos y situaciones de sus protagonistas en torno al amor lésbico y sus vivencias. Sin embargo, por sus páginas se asoma el interés de una nueva generación por formar parte de la lucha por los derechos LGBT, así como la manera en que las marchas crean un sentido de comunidad. Esto se ve plasmado en

“Limón con chía,” cuento que narra el proceso de auto aceptación de la protagonista que, desde la primera persona, hace un recuento de sus encuentros con otras mujeres. Sobre la importancia de la identidad lésbica, la mujer relata:

La Marcha del Orgullo es un evento que debería figurar en las guías de turistas de esta ciudad. Por unas horas de mágica algarabía, los armarios se abren y dejan escapar mariposas de todos colores y una que otra polilla. Desde 1998, año en que asistí por vez primera, he recopilado una enorme colección de fotografías de personajes ataviados de maneras estrambóticas, mantas con consignas y peticiones y parejas besándose. (90)

La descripción de la narradora nos hace pensar en el carnaval de bakhtiniano. Para Bakhtin, el carnaval propicia una situación en la que ciertos individuos son capaces de socavar el poder dominante al desfilar con disfraces y burlarse de la hegemonía, al mismo tiempo que celebra la destrucción de un mundo antiguo y el nacimiento de uno nuevo (410). Arguye, también, que durante el carnaval el individuo se siente parte indisoluble de una colectividad; el miembro de un cuerpo en masa (255). El carnaval representado por la marcha sirve para visibilizar a los sujetos marginados por la sociedad y Estado mexicanos. Por lo tanto, si la militancia en la obra de Téllez no figura como un tema central ––pues para la época en que se escribe ha habido un cambio en las necesidades colectivas––, se encuentra presente y forma parte de su formación como miembro de una comunidad. Esta visibilidad se antepone a la idea de “normalidad” instaurada por la cultura mexicana. Al decir de David Córdoba García, la homosexualidad “no es un afuera absoluto de la heterosexualidad, sino un afuera interno a su propio funcionamiento y definición,

156 aquello que señala el límite de la clausura de la heterosexualidad como régimen y como identidad. La homosexualidad es el indicador de una falta, de un vacío en la estructura de la heterosexualidad” (50). Así, deja entrever que los sujetos LGBT, a pesar de construirse con base en su otredad, siguen formando parte de la sociedad. Al mismo tiempo, Téllez denuncia la opresión que éstos sufren al describir el evento, “En la marcha he conocido gente, visto pasar a mis ex y a mis futuras gritado y llorado de la emoción: No somos uno, ni somos cien, pinche gobierno cuéntanos bien” (90). Concluye con una reflexión en torno a la situación de las personas LGBT en el país:

México está en pañales, si bien nos va, en tres sexenios pasará la ley, una ley que verdaderamente nos conceda los derechos de un ciudadano regular. La gente tiene miedo, piensa por alguna razón que legislar es aplaudir una conducta, extrañamente nuestra constitución sí contempla violadores, pederastas, traidores a la patria y multihomicidas; jotos no, ni lesbianas; no digamos nada de trans, bi y aquellos que yo misma ignoro y olvido. (91)

A pesar de no ser una obra como la de Roffiel, que se basa en la constante denuncia de las injusticias hacia sujetos marginados, Téllez no deja de lado la indignación y brinda visibilidad a estos problemas. Al decir de Marta Lamas:

Ni la visibilidad ni mucho menos la invisibilidad son actos espontáneos. Se aprende a ver y se invierte mucha energía y pericia en evitar ver. Tanto la visibilidad como la invisibilidad son actos que se construyen. Lo visible se organiza, se administra, se planea, pero también la invisibilidad requiere una serie de operaciones, ya sea para la censura, el ninguneo, la intermitencia o la franca desaparición. (Miradas feministas 195)

De este modo, Téllez, a pesar de ocuparse de escribir una serie de cuentos que plasman las vivencias de diversas mujeres, no deja de lado los problemas que acechan a la comunidad LGBT en México, recordándole a su lector que la visibilidad y la denuncia son parte de la subjetividad lésbica. Sin embargo, el hecho de que éste no sea el eje de su narrativa muestra los cambios que se han dado en los temas representados en las obras sobre la homosexualidad femenina.

157 Las obras literarias analizadas hasta ahora nos brindan dos diferentes acercamientos y actitudes hacia la importancia de los movimientos feminista y LGBT; lo mismo sucede con las revistas Fem, LesVoz, Nota’n Queer y Las Amantes de la Luna. La única publicación cuyo contenido analizo y que no gira exclusivamente en torno a los sujetos lésbicos y homosexuales es

Fem. Publicada por primera vez en 1976 y editada por Alaíde Foppa y Margarita García Flores, la revista se convirtió en una de las de mayor renombre entre académicas y feministas en México y América Latina. Al decir de Alejandra Parra Toledo:

Era una publicación diferente no sólo por su formato y diseño, sino por su contenido; en su primer editorial se lee: “Fem se propone señalar desde diferentes ángulos lo que puede y debe cambiar en la condición social de las mujeres; invita al análisis y a la reflexión. No queremos disociar la investigación de la lucha y consideramos importante apoyarnos en datos verificados y racionales y en argumentos que no sean sólo emotivos.” (“Fem, publicación feminista”)

Fue debido a los costos de producción que ésta dejó de imprimirse en 2005 con miras hacia la publicación virtual, hecho que no sucedió. Sin embargo, ayudó a diseminar ideas sobre el feminismo en México y América Latina a manos de autoras como las mismas Foppa y García

Flores, Elena Poniatowska, Marta Lamas y Carmen Lugo, entre otras. A pesar de que no se dedicó específicamente al movimiento gay y lésbico, sí abrió sus puertas a múltiples notas sobre

éste. Como he mencionado, Fuentes Ponce destaca la ruptura existente entre muchas feministas por miedo a ser asociadas con las lesbianas. Mogrovejo está de acuerdo al explicar que, en la década de los 70, “El movimiento feminista mostraba un rostro lesbofóbico, poco transgresor y una extremada preocupación por ‘las apariencias’” (Un amor 78-79). Sin embargo, Fem, siendo una revista de gran renombre entre feministas latinoamericanas, apoyó a sus compañeras lesbianas. Esto puede observarse en varias de sus ediciones, en las cuales se le brinda espacio a la homosexualidad femenina y su militancia. En su artículo de 1988, “Feminismo en el II

Encuentro Nacional de Lesbianas,” Silvia Peregrina M. ––y aunque es un año anterior a la

158 publicación de Amora–– explica:

Hoy en día, al calor de las nuevas inquietudes que han surgido en torno a la democracia, es urgente hacer entender a todo el movimiento democrático que mientras haya discriminación hacia lesbianas y homosexuales en el trabajo, en lugares públicos, en leyes y prácticas sobre familia, en el lenguaje y en la cultura toda, el principio mismo que sustenta la concepción sobre la democracia está amenazado. (39)

El hecho de que Fem apoyara este tipo de declaraciones dice mucho sobre su compromiso con un feminismo interseccional. Sobre la importancia de estos puntos de encuentro, Mogrovejo explica que “La presencia de las lesbianas y el movimiento lésbico en la vida política latinoamericana ha estado íntimamente ligada a la lucha homosexual y feminista, principalmente a esta última, debido en gran medida a la falta de producción teórica propia que oriente una militancia autónoma, y porque el feminismo le permitió un espacio de trabajo y sobrevivencia” (Un amor

58). Esta interseccionalidad hace posible retomar el término utilizado por Sayak Valencia y que he desarrollado en mi primer capítulo; el transfeminismo. Aunque estas publicaciones son anteriores a los postulados de Valencia, podemos tomarlas como una antesala a la teoría de la crítica. Valencia define esta idea como un tipo de feminismo que incluye a los sujetos del “tercer mundo” y el “tercer mundo estadounidense”, a los sujetos queer (del queer al cuir, en un movimiento transnacional), a las personas trans, y a todas las minorías, tales como los inmigrantes (“Teoría transfeminista” 68). Fem, a pesar de enfocarse en el feminismo como tal, y no en el feminismo de lesbianas, se encargó de ser incluyente de todos aquellos sujetos que eran oprimidos por la hegemonía patriarcal. Abrió espacio para visibilizar al lesbianismo en el mundo literario, como es posible observar en un artículo de 1996 escrito por Rosamaría Roffiel titulado

“¿Existe la literatura lésbica mexicana?” donde la autora reflexiona sobre la falta de literatura con tema lésbico en el país, así como las dificultades que ella misma enfrentó al intentar publicar su obra (43-44). Esto muestra cómo, más allá de la importancia del activismo y la militancia, la

159 escasa literatura lésbica en México ha jugado un papel importante para visibilizar las sexualidades no normativas, como bien señala Fuentes Ponce (Decidir sobre el propio cuerpo

24).

Al mismo tiempo, la revista se ocupó de mostrar puntos de vista más allá de México y su capital al publicar reportajes sobre los distintos encuentros lésbicos que tuvieron lugar en

América Latina. Basta una revisión de estos textos para comprender el desarrollo de las ideas dentro de la militancia lésbica y feminista a través del tiempo, así como los distintos obstáculos a vencer. Por ejemplo, el mismo año del artículo de Roffiel, Fem publicó la ponencia que

Guadalupe López y Marta Nualart del grupo lésbico Patlatonalli dieron en el Segundo Congreso

Nacional de Educación Sexual y Sexología en Aguascalientes. Éste, titulado “10 Años fuera del

Clóset… Armario…Ropero” en el cual abogan por la auto aceptación de las mujeres lesbianas, al mismo tiempo que denuncian la violación de sus derechos por parte del Estado y la sociedad (7).

Igualmente, Ana Isabel López, en un artículo de 1990, destaca la manera en que, durante uno de los encuentros lésbicos en Costa Rica, las participantes se enfrentaron a una gran oposición por la sociedad, liderada por el obispo del país centroamericano. Esto cambió cuando, ayudadas por el grupo lésbico “Las Entendidas”, las asistentes lograron llevar a cabo ponencias, talleres y mesas de trabajo (38). Un año más tarde, en 1991, Fem publica otro artículo firmado por

Patlatonalli titulado “¿Lesbianas en Guadalajara?” el cual visibiliza a las lesbianas en el interior de la República. En éste se manifiesta: “Sí, en esta ciudad tan tradicional, machista, conservadora y católica existimos las mujeres que amamos a otras mujeres” (30). Esto nos recuerda a la postura interseccional articulada por Valencia. Si bien la crítica no hace mención a los diferentes obstáculos para los sujetos cuir dentro de un mismo país sólo por su ubicación geográfica, su argumento nos permite reflexionar sobre la manera en que la comunidad lésbica y gay va más

160 allá de la ciudad capitalina y cómo sus problemas son distintos. Al mismo tiempo, podemos pensar en la falta de oportunidades de ejercer la homosexualidad de manera visible dependiendo de en qué parte del país se vivía al momento de la publicación del artículo de Patlatonalli ––e incluso hoy en día. El hecho de que la revista abriera un espacio para tratar el tema de los encuentros es de gran importancia debido a su trascendencia. Al respecto, Irene León explica, en un artículo publicado en 1992, la proliferación de los espacios de discusión al señalar que se han creado “Encuentros regionales (México 88, Costa Rica 90 y Puerto Rico 92) con el objetivo de permitir el intercambio y delinear estrategias que faciliten el potencial organizativo de las lesbianas que luchan contra la lesbofobia, como también generar espacios para colectivizar los procesos creativos emprendidos por las lesbianas individual o colectivamente” (33). Finalmente,

Fem también se encargó de dar difusión a la revista LesVoz, dirigida específicamente al público lésbico. En su texto de 1997, “Les Voz un espacio de libertad”, Isabel Barranco Lagunas destaca cómo se formó la revista, al mismo tiempo que utiliza el espacio para invitar a las lectoras de

Fem a colaborar con la nueva publicación (18).

LesVoz comenzó a imprimirse en 1996 y “Desde su fundación ha sido dirigida por

Mariana Pérez Ocaña y Juana Lisea Guzmán, quienes se nombran anarquistas y lesbianas feministas autónomas” (Barranco Lagunas, Análisis pragmático 47). Ésta inicia como un fanzine

––una pequeña publicación temática–– llamado HIMeN, tras la marcha del Orgullo Lésbico

Homosexual en 1994. Barranco Lagunas explica que ésta tuvo el apoyo tanto de Fem como de

Debate Feminista y de organizaciones no gubernamentales (Análisis pragmático 50). A diferencia de las otras revistas, LesVoz sigue publicándose en la actualidad. Cabe señalar que, en su caso, algunos de los textos que se ocupan de mencionar la militancia LGBT o feminista en los números analizados son traducciones. Esto sucede con el artículo de 2001, “Lesbianismo,” el

161 cual fue extraído de la Encyclopedie of homosexuality, editada por Waine R. Daynes, y forma parte del material presentado por el Archivo Histórico Lésbico, A.C. como una cortesía para la revista. En éste, la autora explica que “La cultura lésbica no imita una cultura heterosexual o

‘buga’; ni es meramente complementaria de la cultura ‘buga.’ Tiene sus orígenes en el movimiento homofílico de los cincuentas (sic). Sin embargo, es diferente de la cultura gay masculina… La cultura lésbica tiene en su centro una filosofía de feminismo y, por lo tanto, abraza un análisis de la sociedad, algunas veces radical, otras no” (12).19 A diferencia de Fem, los números de Les Voz a los que se tuvo acceso mencionan la militancia LGBT de forma muy breve. Tal es el caso del corto artículo de 1999 “1er Encuentro regional del sureste mexicano por el orgullo lésbico-gay” redactado por Georgina Suárez. Éste realiza un recuento de lo transcurrido en dicha reunión en Veracruz, en el cual “se analizó la necesidad de articular los grupos y activistas en el ámbito regional con la intención de fortalecer y consolidar el movimiento lésbico-gay en la región sureste del país” (4).

A pesar de no cubrir los encuentros lésbico-feministas de la misma forma que Fem o brindar mucho espacio a las movilizaciones sociales, los números analizados de Les Voz le dedican varias páginas a la literatura lésbica mexicana. Si bien este apartado está dedicado al feminismo o militancia LGBT, me interesa destacar algunos de los textos sobre la literatura que narra el amor entre mujeres. Esto debido a lo estipulado por Fuentes Ponce al argüir que

las aportaciones poéticas y los cuentos sobre este tema han sido el medio para conocer la

percepción personal de las autoras al plasmar las problemáticas y sus quimeras desde su

observación, su militancia y sus vivencias, quienes han logrado recrear escenas y goces

que remiten al erotismo y a los deseos que se albergan en distintas voces que nos

19 El término “buga” es utilizado por los miembros de la comunidad LGBT en México para designar a las personas heterosexuales.

162 muestran la diversa gama existente de las lesbianas. (Decidir sobre el propio cuerpo 26)

De esta forma, a pesar de no tratarse de militancia en sí, la literatura lésbica juega un papel contestatario que brinda visibilidad y legitima las relaciones entre mujeres. Les Voz se encargó de difundir este tema. Por ejemplo, en un artículo sin autor, “Literatura lésbica en la XIII semana lésbica-gay” (1999), se combinan los espacios de discusión con la producción literaria en una crónica de lo acontecido durante el evento en la Ciudad de México. Cabe señalar que éste fue organizado por la misma revista y que presentaron su obra Reyna Barrera, Victoria Enríquez y

Rosamaría Roffiel. Al mismo tiempo, la entonces directora y editora de la publicación, Mariana

Pérez Ocaña, aprovechó el espacio para divulgar la convocatoria de un concurso de poesía lésbica organizado por Les Voz, mostrando la atención que la revista le ha dado a la literatura sobre homosexualidad femenina (4). Este interés por lo literario aparece nuevamente en una entrevista de 2001 realizada por Alma González a Norma Mogrovejo y Gilda Salinas titulada

“Literatura lésbica contemporánea”. Si bien Mogrovejo es más conocida como académica y activista, González indaga sobre su obra literaria. No obstante, al preguntarle sobre su papel dentro del activismo, Mogrovejo explica que “el activismo no puede separarse de nuestra personalidad; es una parte intrínseca. Para mí, hay la necesidad de expresar esta realidad desde todos los planos, en mi vida cotidiana y en la profesional […] Desde el feminismo, soy escritora por convicción” (18). Las palabras de Mogrovejo sirven como un claro ejemplo de la intersección entre activismo y literatura, así como el papel que juega la representación lésbica en su postura feminista. Ese mismo año, González volvería a darle difusión a la producción literaria con esta temática en una entrevista a Reyna Barrera tras la entonces reciente publicación de

Sandra, secreto amor. A pesar de la poca atención que se le ha puesto a la literatura lésbica, este tema no es mencionado, sino que la entrevista se enfoca en el proceso creativo de la novela y las

163 experiencias de la autora con Sandra, su pareja y razón del título de la obra (14). A pesar de que los números de Les Voz a los que se tuvo acceso no destacan con profundidad el papel de los sujetos lésbicos en la militancia, ya sea feminista o dentro del movimiento LGBT en México, su enfoque en la literatura es relevante pues, como bien señala Fuentes Ponce, ésta jugó un papel primordial en la visibilidad lésbica desde finales de la década de los ochenta.

Por su parte, la revista Las Amantes de la Luna comienza a publicarse en 1993 bajo la dirección de Eugenia Olson, miembro de Oikabeth 2,20 y Cecilia Riquelme, del colectivo lésbico

Ayuquelén de Chile. Antes de volverse independiente, Las Amantes de la Luna se publica como un complemento de la revista Del otro lado (Barranco Lagunas, Análisis pragmático 39). Las editoras establecen que para la revista “Iniciar un nuevo espacio del periodismo escrito para lesbianas en México, es un desafío, principalmente porque no existe” (Barranco Lagunas,

Análisis pragmático 54). Cabe recalcar que, al decir de Barranco Lagunas, durante sus inicios,

Riquelme estuvo a cargo de la mayoría de los artículos y el resto fueron publicados de forma anónima por miedo a las represalias de asumirse como lesbianas públicamente (Análisis pragmático 41). La revista seguiría publicándose hasta 2003, cuando debió cerrar por falta de recursos. Si bien los números a los que se tuvo acceso a lo largo de esta investigación no se enfocan principalmente en el tema del activismo, sí existen varios ejemplos en los que éste se menciona. Tal es el caso del artículo sobre la sociedad de convivencia propuesta en la ciudad de

México a principios de la década del 2000 en el cual Eugenia Olson, destaca la invisibilidad perpetrada por los medios sobre el tema al explicar que “No podemos obviar el hecho de que generalmente los diarios han oscilado entre la agresividad pasiva del silencio y la indiferencia,

20 Oikabeth 2 surge tras diferencias de opiniones dentro del grupo lésbico Oikabeth debido a que algunas participantes tenían un enfoque más artístico y otras uno más político y socialista. Por lo tanto, y para evitar conflictos por el nombre, se decidió la fundación de Oikabeth 2, a cargo de Patria Jiménez (Fuentes Ponce, Decidir sobre el propio cuerpo 199).

164 pasando por la estación intermedia de la negación, hasta el extremo del acoso inquisitorial” (10).

A pesar de no enfocarse en el feminismo o la militancia, y al igual que la obra de Téllez, revistas como Las Amantes de la Luna le brindan visibilidad, no sólo a los problemas de la comunidad

LGBT, sino también a los problemas que implica ignorarla. Fuentes Ponce arguye que “La visibilización de los sujetos que se rebelan ante el modelo heteronormativo constituye un hecho que les permite hacer patente su existencia, así como sus posturas ante el disciplinamiento y la movilidad de sus actos, mismos que originan nuevas formas de vida, y, por tanto, es la sociedad la que los acoge o estigmatiza” (18). Si bien la autora del artículo destaca la estigmatización, sacar esto a la luz permite crear un nuevo espacio y darle nuevos significados desde la publicación.

A pesar de no ser el enfoque de Las Amantes de la Luna, algunos de los otros artículos en los números analizados sí visibilizan el activismo lésbico, como puede observarse en una crónica de 1994 escrita por Cecilia Riquelme, “Hacia un encuentro nacional lésbico-feminista.” Ésta se asemeja al contenido observado en revistas como Fem, pues hace un recuento de los encuentros lésbicos que se han celebrado, al mismo tiempo que sirve como convocatoria para un nuevo evento y anima al lector a participar con ponencias, cursos, o incorporándose al comité organizador. Cabe señalar que la crónica termina con una cita de Norma Mogrovejo:

“Movimiento Feminista y Movimiento Lésbico, la lucha por la reestructuración de los imaginarios sociales y sexuales” (8). Por otra parte, este enfoque se ve de forma distinta en un artículo de la autoría de Olson titulado “Antecedentes del movimiento lésbico de la Ciudad de

México 1970-1987” (2002). En éste, la autora rastrea esta movilización a partir de la efervescencia social tras lo acontecido en Tlatelolco en 1968, así como los movimientos a nivel mundial. A diferencia de la crónica de Riquelme, por el tono y contenido de éste, es posible

165 concluir que el artículo de Olson está dirigido a un público menos familiarizado con la militancia pues busca brindar un panorama general y educar al lector sobre el surgimiento del movimiento lésbico en la Ciudad de México. Finalmente, Silvia Lailson en “Patlatonalli, una larga lucha por los derechos lésbicos” (2000) aprovecha el décimo aniversario del grupo tapatío para recalcar cómo es que trabaja por “la democracia, el respeto a los derechos humanos y, sobre todo, la lucha constante por la expresión libre y completa, pública y privada, de las mujeres lesbianas”

(32). Asimismo, narra cómo el grupo creó un espacio en un local en Guadalajara para brindar un lugar a miembros de la comunidad LGBT y sus planes a futuro son que funja como un centro de documentación y espacio cultural. De esta manera, la revista ejemplifica el tipo de trabajo realizado por este grupo para crear un sentido de comunidad que va más allá de las lesbianas, pues también está abierto a hombres homosexuales. Esto nos permite ver el cambio que tiene lugar desde la publicación de Amora pues, tras la separación entre lesbianas y homosexuales en la década de los setenta y su colaboración en la década de los noventa, podemos observar una nueva militancia que ya no se enfoca sólo en el feminismo, sino en la diversidad sexual, y que se cobija bajo las siglas de la comunidad LGBT. Por lo tanto, los textos analizados de Las Amantes de la Luna muestran la tendencia y los cambios en el tipo de activismo que vemos en las obras literarias.

Teniendo en mente este cambio, por último, se encuentra Nota’n Queer, a cargo de María

Perea Meraz, y que se inaugura en 2002. Un elemento que diferencia a Nota’n Queer de las demás publicaciones es su surgimiento desde la mercadotecnia. Como bien señala Barranco

Lagunas, “Para publicar la revista fue necesario hacer un estudio de mercado. Esto es, las editoras enfocaron su interés en lo comercial como propuesta ideológica para garantizar el consumo del producto dentro de la comunidad gay” (Análisis pragmático 53). Otra diferencia

166 entre esta publicación y las antes mencionadas es el cambio del uso del término “lesbianismo” y el interés por lo queer. Sobre este tema, Barranco Lagunas arguye que “para Nota’n Queer el ser lesbiana es homónimo de homosexual, lo que la diferencia de las otras dos publicaciones, pues el concepto lesbiana para Las Amantes de la Luna y Les Voz, es una representación sociocultural y política, y no una definición derivada de la psicología y el psicoanálisis” (Análisis pragmático

55). El cambio en la política de identidad es explicado en una nota editorial del 2002, en la que la autora ––bajo el seudónimo Pale–– recalca:

NotanQueer (sic) pretende ofrecer un espacio de expresión y reflexión en torno a los estilos de vida de la población lésbica-homosexual, estableciendo vínculos, estrategias y propuestas de ley con la sociedad mexicana así como la elaboración y puesta en marcha de proyectos sociales, productivos, culturales, educativos y turísticos para el pleno reconocimiento, respeto, protección, defensa y libre ejercicio de los derechos humanos, sexuales y reproductivos de lesbianas y homosexuales en México, desde una postura abierta a la diversidad sexual… (“¿Por qué queer?” 1)

No obstante, Nota’n Queer publica artículos de interés para el público lésbico, mas no enfocados en el activismo sino en temas de corte más comercial y apropiados para la época en que se comienza publicar como la sexualidad, la homofobia, el matrimonio entre personas del mismo sexo y la maternidad homoparental. Lo que resulta contestatario de los pocos números de la revista analizados (sólo se tuvo acceso a cuatro) es este desplazamiento a lo queer que abre la puerta a nuevas interpretaciones para los sujetos LGBT en México. Si bien he discutido ya lo problemático que puede ser adoptar términos generados desde otras latitudes, David García

Córdoba anota cómo esto también puede resultar productivo. El crítico arguye:

utilizar el término queer en inglés nos sitúa en una posición de reconocimiento con una comunidad que, pese a carecer de un suelo o un lugar dentro de las fronteras geopolíticas actuales, ha tenido y tiene una fuerza específica en el ámbito anglosajón; y a la vez nos sitúa en una posición de extrañamiento, de una cierta exterioridad respecto de nuestra cultura nacional, en la cual somos/estamos exiliados. (21)

De esta manera, aunque Nota’n Queer nos permite observar las tendencias en los cambios

167 ocurridos en el tipo de activismo que se asocia con las mujeres lesbianas. Si en Amora vemos una militancia feminista y lésbica que se separa de los homosexuales hombres, en textos como los publicados en Nota’n Queer, así como en el discurso de la revista en sí, podemos observar los cambios sociales que han ocurrido alrededor de los sujetos lésbicos. De esta manera, las publicaciones nos permiten desarrollar el archivo analizado por Halberstam pues ayudan a construir una memoria colectiva que refleja los cambios en torno a los sujetos lésbicos y el activismo (In a Queer Time and Place 1-2).

“Mejor no pienses, no escuches, no sientas”: Violencia

No es de sorprender que la violencia sea uno de los temas más presentes tanto en las obras de ficción como en los artículos de las revistas que incorporo a mi análisis. Tan sólo en el

2016, México figuraba como el segundo lugar a nivel mundial en crímenes de odio contra homosexuales (Pantoja “México, segundo lugar”). Si bien la mayoría de estos crímenes son perpetrados contra hombres homosexuales y mujeres transgénero, las lesbianas no quedan exentas de la violencia en el día a día. A pesar de que en Amora la violencia física narrada no se dirige específicamente hacia sus protagonistas, el trabajo de activismo de Guadalupe la lleva a trabajar en una asociación que apoya a mujeres violadas. Nuevamente, existe un paralelismo entre la obra de Roffiel y las acciones de los grupos feministas pues, como explica Fuentes

Ponce, en 1983, una estudiante de la UNAM acudió a Oikabeth pidiendo ayuda tras haber sido violada y su atacante liberado inmediatamente. De este modo, junto con el grupo feminista Red

Nacional de Mujeres, las activistas llevaron a cabo diversas manifestaciones públicas para apoyar a las mujeres víctimas de la violencia sexual (Decidir sobre el propio cuerpo 155). En el caso de la novela de Roffiel, las mujeres violadas y la impunidad por parte de las autoridades son

168 un tema recurrente que la autora aprovecha para denunciar la situación en México. En un episodio, Pati, amiga de Guadalupe reclama: “Y lo peor, Lupe, ¿qué carajos le dices a una mujer que acaba de pasar por algo así? ¿Qué le prometes? ¿Qué alternativas le ofreces? Ni siquiera le podemos asegurar que ya no la volverán a violar, o que la ley estará de su lado y el violador será castigado. ¡Estoy enferma de impotencia! Ya no sé quién necesita más ayuda psicológica, si ellas o nosotras” (28-29). De esta forma, Amora saca a relucir un problema que no afecta exclusivamente a las lesbianas, sino a todas las mujeres y que desde el discurso feminista funge como una protesta en contra de la impunidad. Al decir de R.W. Connell, la violación se presenta constantemente por los medios como una “desviación” individual, mas ésta es una forma de violencia que está profundamente arraigada a la desigualdad de poder y a la ideología de la supremacía masculina. Así, lejos de ser una desviación de la norma, es un refuerzo de ésta

(Gender and Power 107). La violencia constante contra mujeres en el texto de Roffiel sirve como un recordatorio de su vulnerabilidad. Jorge Luis Gallegos Vargas explica la manera en que las mujeres violadas representan a todas las mujeres, pues “El que una de las víctimas de violación se llame Rosa María, igual que la autora, testifica que todas las mujeres son violables: la violación de una es la de todas. La violencia no sólo es física; el falocentrismo obliga a las mujeres a sentirse ultrajadas con acciones, miradas y agresiones verbales” (81). Asimismo, ellas no están exentas de reproducirla puesto que, como explica la narradora, “También los del

Ministerio Público. Todos se cubren entre sí. Son cómplices. Lo que me desquicia por completo es cuando nos toca una mujer juez y les da razón a los tipos” (15). Esto demuestra lo que

Bourdieu explica de la siguiente manera: “Y las mismas mujeres aplican a cualquier realidad y, en especial, a las relaciones de poder en las que están atrapadas, unos esquemas mentales que son el producto de la asimilación de estas relaciones de poder y que se explican en las oposiciones

169 fundadoras del orden simbólico” (49). En su imprescindible texto, Sobre la violencia (2008),

Slavoj Žižek categoriza los tipos de violencia en tres niveles: subjetiva, simbólica y sistémica.

Mientras que la primera se refiere a aquella que es visible y fácil de identificar ––un asalto o un ataque terrorista, por ejemplo––, las últimas dos forman parte de la sociedad y son difíciles de reconocer. La simbólica se refiere a aquella “encarnada en el lenguaje y sus formas” (10), y que está presente en actos como el racismo o la discriminación. Por otro lado, la sistémica es aquella que se reproduce dentro de los propios sistemas económico y político (10). Por lo tanto, y retomando los postulados de Bourdieu, la jueza reproduce, por un lado, la violencia simbólica, pues este tipo de violencia se implementa por medio del dominado, quien otorga al dominador y a la dominación la reproducción de estructuras de dominación, asumiéndolas como naturales

(51). Al mismo tiempo, al formar parte de un organismo del Estado como lo es el sistema judicial, perpetúa también la violencia sistémica que afecta a las víctimas.

Aunque los personajes de Roffiel rechazan los sistemas de poder que posibilitan la violencia contra las mujeres, son conscientes de que ellas mismas los refuerzan. Debo destacar que, aunque Amora no socava la hegemonía patriarcal en cuanto a la violencia física, sí la pone en evidencia y, por lo tanto, la vuelve visible, yendo así en contra de las normas de género en

México que ven a la mujer como un objeto sobre el cual debe actuar el sujeto masculino. Al decir de Antonio Marquet, “Amora denuncia la situación de la mujer. Aborda la injusticia legal que se comete contra víctimas violadas que se ven obligadas a demostrar su inocencia. Se rebela contra las taras que existen en la educación de la mujer a quien se le exige sacrificio, ser abnegada, sumisa, pudorosa […] contra la desigualdad que padece la mujer” (229). Asimismo, y debido al tema de mi estudio, debo recalcar que esto no lo hace desde un espacio contestatario exclusivamente lésbico, sino desde su papel como mujer que se asume feminista y que busca la

170 equidad de género. Aunque gran parte de la novela se ocupa de denunciar la violencia contra las mujeres en general, sus protagonistas también sufren violencia homofóbica ––aunque verbal y no física. A pesar de que en un par de ocasiones Guadalupe y sus amigas hacen mención del acoso callejero, en un episodio, mientras la protagonista y Claudia caminan por la calle, son atacadas verbalmente por un grupo de hombres debido a su orientación sexual: “¿Qué hongo, güeritas?

¿Por qué tan abrazaditas? ¿Apoco son lesbianas? ¡Qué desperdicio, si están retebuenas…!” (81).

Ante esto, Claudia reacciona y les responde, “Con tipos como ustedes, a una no le cuesta nadita decidirse” (82). Esto los provoca aún más, y les gritan “¡Pinches tortilleras!” y “¡Manfloras!”

(82). Esto sirve como un recordatorio de que no existe un espacio seguro para las mujeres, y aún menos las lesbianas dentro de la sociedad. Córdoba García explica que “El uso del insulto, la injuria como acto de interpelación es un proceso por el cual el sujeto homosexual es constituido como excluido, abyecto, como sujeto no legítimo en un orden o régimen (hetero)sexual” (59).

Las mujeres se ven atrapadas en esta situación pues son violentadas debido a su sexualidad sin importar si responden o no a los insultos. En un artículo de 2004 para Nota’n Queer, Rossana

Quiroz Ennis describe a México de esta manera:

Un país donde, entre la sociedad masculina y heterosexual en general, las lesbianas son adjetivadas bajo el título de “tortilleras” porque el sentido que se le da a las palabras para convertirlas en una forma peyorativa de nombrar las cosas y a las personas, es una práctica tan común, que incluso se reconoce como cultura popular. El famoso albur, la picardía del mexicano y hasta los “piropos” callejeros, son formas culturales de una sociedad básicamente patriarcal, en donde la figura femenina interviene de vez en cuando, de manera aislada e icónica, casi siempre en el marco de la maternidad o el hogar y jamás como lugar común en términos productivos, más que reproductivos. (“Sobre la etimología” 21)

Este acoso se encarga, por lo tanto, de relegar a las mujeres de vuelta a los roles de objeto que les son asignados. Cuando los hombres las miran juntas, inmediatamente despierta en ellos un miedo a no tener acceso a ellas, cosa que resulta inimaginable en el contexto mexicano. David William

171 Foster destaca las contradicciones de la homofobia, pues, aunque ataca a aquellos que no se adhieren a la heterosexualidad, al mismo tiempo los hace visibles “así sea sólo para destacarlos en aras de someterlos a la invisibilización de la violencia, aunque dejarlos tullidos para siempre es, indudablemente, colocarles una marca o un señalamiento por el resto de su vida” (Ensayos

22).

Aunque en menor medida, otra de las autoras que se ocupa de mostrar la violencia hacia las mujeres es Gilda Salinas. Editora, correctora de estilo, coordinadora de talleres literarios y cuentista, Salinas ha publicado la novela Las sombras del safari (1998) y la colección de cuentos que analizo en mi trabajo, Del destete al desempance: cuentos lésbicos y un colado (2008).

Sobre la autora, Fuentes Ponce explica que

Algunos de sus cuentos muestran un sinfín de sinsabores, el “clóset” y las relaciones de las protagonistas lesbianas permiten el reconocimiento de los roles de la época. Una mirada como la de Salinas nos regala las emociones y subjetividades que sólo pueden ser evidenciadas gracias a la agilidad y a la destreza con la que juega en todo momento con sus personajes; las vivencias que guarda celosamente en su memoria le han permitido rastrear los escenarios. (Decidir sobre el propio cuerpo 24-25)

Los cuentos de la colección narran diversas historias sobre amor entre mujeres, los lugares frecuentados por lesbianas en la década de los ochenta en la Ciudad de México y la cultura popular que se ve entremezclada en las vivencias de sus personajes. Deseo destacar el cuento “La reina de la pista” para analizar la violencia que sufre su protagonista. Para lograr el mismo efecto de colectividad que Roffiel, aunque de forma opuesta, Salinas no le da nombre a la joven, pero sí incluye un epígrafe que explica “Porque sé que pasó” (59). En medio de una serie de cuentos lúdicos sobre la existencia lésbica, Salinas inserta una narración que demuestra cómo todas las mujeres lesbianas son vulnerables a ser víctimas de la violencia; al no ser nadie, la protagonista es todas y muchas han sido violentadas de alguna manera. Al comienzo del cuento, la protagonista es presentada por la voz narrativa como una joven tímida que apenas comienza a

172 sentirse cómoda con su sexualidad en un bar gay. Esto se puede observar cuando la narradora explica: “Es cierto al principio venías al Enigma en grupo porque entrar sola implicaba un gran esfuerzo para tu timidez” (59). Sin embargo, la chica se vuelve más segura de sí misma, “Ahora ya no necesitas de guajes, tienes tu rincón, ese huequito oscuro donde eres una sombra, es tuyo, pero antes no eras capaz de escogerlo y sentirte decidida” (59). Debido a las expectativas de la sociedad, así como a la homofobia imperante en México, el espacio del bar funge como el lugar en el que las personas pertenecientes a la comunidad LGBT encuentran una comunidad y cierta seguridad. Al decir de Anahí Russo Garrido, entre las paredes de los bares existe la posibilidad de desarrollar un “espacio seguro” con nuevos significados que socavan la heterosexualidad obligatoria (82). Esta idea se encuentra reflejada en Las Amantes de la Luna en un texto escrito en 1994 bajo el nombre de Montserrat, en el cual la autora explica que “En definitiva, las lesbianas necesitamos lugares en los que nuestra identidad no sea juzgada. Necesitamos espacios libres dónde poder hablar, donde no temamos cortejar a alguien ni confiar nuestras cosas a amigas que quién sabe si nos aceptarán” (“Lugares para mujeres” vi). Con este mismo fin, la revista publica en varios de sus números una sección con información sobre grupos y publicaciones donde las lectoras pueden “conocer otras lesbianas, enterarte del acontecer, de las mujeres, o acudir a una consulta médica en un ambiente de confianza” (“¿A dónde ir… qué hacer?” 15). Como resultado, vemos la necesidad explicada por Russo Garrido de encontrar un espacio propio e, incluso, la manera en que las revistas y publicaciones de esta índole sirvieron para correr la voz sobre este tipo de lugares. Para la protagonista de Salinas, el espacio pierde su valor cuando es violada por El Negro, un mesero del bar, a quien antes consideró su amigo. La narradora relata:

¿Por qué te hace esto si es tu amigo, el derecho, el buena onda? No puedes quitarte, no puedes quitarlo. ¿Qué vas a hacer con todo el coraje? La vergüenza no te cabe en la

173 cabeza, te sientes mierda, excusado público. Quisieras, sí, pero ni modo de ir mañana a una delegación a platicarles que el mesero, el Negro, el que cada sábado te lleva en vilo para aventarte en un taxi seguro es el mismo que en este momento te está cogiendo y brama como animal y te dice todas esas porquerías que no quisieras oír pero ni modo. No, no eres capaz, no serías capaz. ¿Para que te vieran como lo hicieron cuando lo de tu primo? ¿Para que tu madre termine diciendo que de seguro tú le diste entrada? Mejor no pienses, no escuches, no sientas. (64).

Tal como lo explica Russo Garrido, los espacios lésbicos, a pesar de servir como lugares de comunidad, no están exentos de las relaciones de poder que prevalecen en la sociedad mexicana

(86). A pesar de cumplir con la función de crear espacios con nuevos significados, también visibilizan a los sujetos LGBT, volviéndolos más vulnerables. En un artículo para Fem, Luz

María M. y Yan María Castro destacan la manera en que “En muchas ocasiones, a la salida del bar, las mujeres eran aprehendidas por policías quienes las llevaban a carreteras o calles solitarias y extorsionaban con dinero o sexo. Esta era la realidad de aquellas mujeres, que a pesar de toda la represión, decidíamos asumir el ser lesbianas” (“Una experiencia” 27) (1996). Aunque no sabemos mucho sobre El Negro, podríamos pensar que se trata, precisamente, de una de las asistentes al bar que, por ser lesbiana, debe de ser castigada al no acatar las normas de la heterosexualidad. Connell postula que la homofobia en el mundo occidental tiene que ver con que la homosexualidad amenaza la noción “natural” de la ideología de género y un mundo con una dicotomía sexual (Gender and Power 248). Cabe aquí retomar los postulados de Rich sobre el lesbianismo como la limitación del acceso a los hombres. Para la teórica, a pesar de la estigmatización del placer sexual de las mujeres, los hombres, más que temer el “ser devorados” por éstas, lo que realmente les causa temor es la posibilidad de serles indiferentes y sólo poder poseerlas bajo sus propios términos (17). Si seguimos este razonamiento, el Negro debe imponérsele a la protagonista para recordarle su propia vulnerabilidad e indefensión en un mundo controlado por un sistema patriarcal. Sobre este tema, Madrigal señala que

174 El Negro, la voz narradora y la misma protagonista son y representan distintas caras de la lesbofobia y del odio contra las mujeres que el cuidado literario evidencia con sutileza y desnaturaliza. “La reina de la pista” es, en pocas palabras, la historia de todas aquellas que sufren y esconden su preferencia sexual, el abuso, la agresión y el dolor de no hallar apoyo incluso en otras mujeres, sus supuestas iguales. (“Un carnaval” 101)

Si bien Salinas no denuncia a la sociedad y gobierno mexicanos del mismo modo en que lo hace

Roffiel, el hecho de que la protagonista sepa que es inútil acudir a las autoridades o, incluso a su familia, quienes ya han dudado de ella tras un abuso sexual anterior, es un recordatorio de que, tanto la familia heterosexual como el Estado, le dan la espalda a sujetos como la joven; es doblemente culpable por ser mujer y lesbiana. Esta marginalidad es retomada por Fem en el ya mencionado artículo firmado por el grupo lésbico Patlatonalli, en el cual se arguye que:

Escuchar a las lesbianas despedidas de sus trabajos, apresadas en consultorios de sicólogos y siquiatras, señaladas en sus universidades, corridas de sus casas, extorsionadas y vejadas por la policía, marginadas en sus fábricas, violadas en las calles, ignoradas por los machos, condenadas por la “fe,” cuestionadas por muchas mujeres heterosexuales y rechazadas por otras mujeres lesbianas, escucharlas a todas ellas es luchar contra la violencia, es no seguir sosteniendo mitos. (“¿Lesbianas en Guadalajara?” 30)

Por eso considero que tanto Roffiel como Salinas dan voz a las mujeres que son violentadas debido a su género, a su sexualidad, o a ambos. Lo contestatario de mostrar las vejaciones que se sufren a manos del patriarcado y sus normas reside, precisamente, en darles voz y reflejar la impunidad.

Una forma de violencia menos obvia pero que, no obstante, está presente en la comunidad LGBT es la auto negación y las consecuencias de asumir la homofobia por medio de la violencia simbólica. En el caso de Amora, se percibe en la manera en que Claudia, el interés amoroso de Guadalupe, siente rechazo hacia su propia sexualidad. Tras darse una relación entre ambas, la joven le confiesa a la protagonista su miedo al “qué dirán”: “Tengo miedo. A ratos pienso que, en realidad, sólo somos amigas, pero en cuanto hacemos el amor y me haces sentir

175 todo esto, me doy cuenta que me estoy engañando, que somos amantes. ¡Y el miedo regresa!”

(74). Cuando parece que Guadalupe logra convencerla de aceptarse como es, Claudia decide terminar su relación. La protagonista les relata a sus amigas las palabras de su amante: “Ya tuvo su primer brote serio de buguez: ¡La hubieran oído!: ‘¡Yo no soy lesbiana! ¡Yo quiero casarme y tener hijos! ¡A mí me encantan los chavos y siempre los voy a necesitar, aunque no me den ni la mitad de lo que me das tú! ¡Yo soy heterosexual!’” (93). Autores como Monsiváis han explicado la necesidad por parte de la sociedad mexicana de relegar a la mujer al papel de madre y esposa

(Misógino 26). Sin darse cuenta, esta imposición, tan arraigada en Claudia se ve repetida al verse en conflicto y contrastar su posible homosexualidad con lo que le dictamina su entorno. Al verse amenazada por el rechazo que su sexualidad pueda causarle, Claudia se ve a sí misma reducida al papel de la otredad. Sobre lo abyecto y la homosexualidad, Córdoba García explica que

Mediante el mecanismo apuntado por el cual la homosexualidad se convierte en el otro abyecto, en esencia inscrita en los cuerpos de los individuos, a la vez que es un riesgo o peligro al que están sometidos todos los sujetos, también se constituye un tipo muy específico de poder en el cual el juego entre silencio y desvelamiento, entre las instancias legítimas para el descubrimiento y la imposición del secreto son los elementos fundamentales. (51)

Claudia intenta mantener la posibilidad de su heterosexualidad a lo largo de la novela al estar con dos hombres y rechazar a Guadalupe a pesar de tener sentimientos hacia ella. De este modo, la joven se violenta a sí misma al ignorar su voluntad por miedo a la otredad. Sobre el personaje,

Antonio Marquet explica que “Debajo de esta dimensión de la denuncia y del afán de normalizar un tabú (la homosexualidad femenina no es cosa del otro mundo y no constituye ningún horror moral), también es un relato de las dificultades que encuentra Claudia para descubrir, reconocer y asumir sus tendencias homosexuales” (231). Sin embargo, al final de la novela, Claudia decide regresar con Guadalupe, aceptando así su sexualidad. La protagonista la expone al feminismo y le sirve como guía para navegar el amor lésbico. Al decir de Gallegos Vargas, “Las personajas

176 se construyen como lo excluido, lo diferente, lo ilegítimo, confrontando los regímenes de la heteronormatividad” (81). Claudia experimenta un desarrollo a lo largo de la novela que le permite no sólo aceptarse a sí misma, sino también socavar, de cierto modo, la violencia simbólica de la que participa en un principio. En este sentido, Roffiel plasma un proceso que, para muchos sujetos LGBT, es parte del desarrollo de una identidad propia, al mismo tiempo que muestra los mecanismos de violencia presentes aún dentro de la misma comunidad.

“La estabilidad amorosa”: Monogamia

Dos de los temas que se debaten constantemente al hablar de lo queer son la monogamia y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Si bien mi trabajo no se ocupa de esclarecer este debate, me interesa pensar en la forma en que los personajes y las revistas representan diversos acercamientos a estos temas. Ya he destacado anteriormente los postulados de Lisa Duggan sobre la homonormatividad y la búsqueda de algunos sectores del movimiento LGBT por asimilarse a la cultura dominante al no ser una amenaza para instituciones como el matrimonio

(179). Por su parte, Halberstam destaca la existencia de lo que denomina la temporalidad queer, es decir, un uso de la temporalidad que se opone a las instituciones de la familia, la heterosexualidad y la reproducción (In a Queer Time and Place 1). Así, el crítico ve la renuencia a integrarse a la sociedad dominante como un acto de rebeldía en contra de los poderes patriarcales y heteronormativos. Asimismo, explica que, aunque no todos los sujetos LGBT viven sus vidas de maneras radicalmente distintas a las de sus contrapartes heterosexuales, parte de lo que ha vuelto lo queer atractivo como manera de auto descripción ha sido su potencial de abrir nuevas narrativas de vida y relaciones alternativas a la temporalidad (In a Queer Time and

Place 1-2).

177 Si bien el tema del matrimonio entre mujeres no se encuentra presente en las novelas o cuentos, las revistas le prestan atención desde distintos ángulos. En un artículo para Las Amantes de la Luna, Luiza Granado expone: “no necesitamos del matrimonio. Si luchamos por la inserción del matrimonio como un ‘derecho,’ estamos validando una institución opresiva para las mujeres, que de romántica no tiene nada. Se trata simplemente de una forma de mantener el control de la paternidad y, bajo el prisma del capitalismo, la transmisión de la herencia”

(“Casamiento lésbico” iv) (1994). La crítica de Granado corresponde con los postulados de

Domínguez Ruvalcaba, quien explica que existe una contradicción entre la definición de lo queer como inconforme ante las reglas sobre el género y la sexualidad y, por otro lado, la política del matrimonio entre personas del mismo sexo. El crítico reitera que, si el matrimonio es una de las herramientas más poderosas del control patriarcal de acuerdo con los movimientos feminista y de liberación sexual, es posible aseverar que el movimiento LGTB de hoy se ha alejado de las políticas de liberación en pos de una política basada en los derechos (Translating 128-29).

Aunque a lo largo de la novela de Roffiel el feminismo de Guadalupe en Amora va en contra de las instituciones patriarcales, es Claudia quien, momentáneamente, considera opciones que van más allá de la monogamia. Al hablar con su amiga, Vica, la protagonista se lamenta:

“Ella insiste en una relación abierta y yo me declaro incapaz de tener más de una relación intensa al mismo tiempo. Dice que ella es polígama” (116). Más adelante, Guadalupe reitera su rechazo a esta opción, “Acabas siendo propiedad privada tanto si pretenden tu exclusividad como si con su permiso no la pretenden” (117). Por un lado, como destaca Vargas Gallegos, Guadalupe dice no creer en el matrimonio, sin embargo, su rechazo hacia la institución no la exime de creer en la monogamia. Este es uno de los temas discutidos por muchas de las activistas del movimiento lésbico mexicano. Tal es el caso de una de sus figuras más emblemáticas, Yan María Yaoyólotl

178 Castro, quien explica que “Decir soy mujer y amo a todas las mujeres, rompía el esquema de la monogamia, el esquema de la pareja, y el decir es mi mujer nadie la toca, rompe con la propiedad privada… nosotras cuestionamos la heterosexualidad obligatoria, la monogamia, el matrimonio y la familia; es decir, los cuatro pilares de la opresión de la mujer” (Cit. en Fuentes

Ponce, Decidir sobre el propio cuerpo 131). La misma Guadalupe, debido a su ideología, acepta la contradicción que implica su rechazo a la poligamia de Claudia, al decir: “A veces pienso que no estoy siendo coherente, que no tengo por qué jugar a la mujer liberada. Lo que pasa es que en el fondo de mi ser hay una vocecita que me repite que a Claudia, tarde o temprano, le va a caer el veinte” (118). Pese a que el hecho de no desear una relación no monógama no la hace menos feminista, la protagonista sí espera que Claudia piense como ella para obtener el tipo de relación que ella desea. Fuentes Ponce destaca la diversidad de la comunidad lésbica y la necesidad de que así sea “Porque la mujer no es una, porque la lesbiana no es la representación de las lesbianas; hay, pues, incontables maneras de ser lesbianas” (Decidir sobre el propio cuerpo 184).

Resulta productivo tomar en cuenta los postulados de Fuentes Ponce pues, a pesar de que

Guadalupe aboga por la libertad y el feminismo, su adhesión a las relaciones tradicionales es lo que crea parte de la tensión en su relación con Claudia. Esto resulta irónico pues Claudia cuestiona los roles asignados debido a la influencia de Guadalupe en su forma de pensar y por compartirle textos sobre el feminismo. Si en un principio se preocupa en demasía por cumplir con lo esperado de las mujeres, es por medio del activismo y su relación con Guadalupe que se abre a otras posibilidades. Vica comenta, “A mí se me hace que a Claudia le pasa lo que a esas mujeres que descubren el feminismo, oyen lemas como ‘mi cuerpo es mi propiedad,’ y se van a los extremos” (119). A esto, Guadalupe responde: “Claudia está borracha de todo lo que ha venido aprendiendo desde que nos conocimos. Me pregunta, me pide libros, vamos a

179 conferencias. Hay ocasiones en que siento que se le hace bolas el barniz con tanta información”

(119). De este modo, a pesar de que Guadalupe se considera a sí misma feminista, al estar frente a una situación en la cual su interés amoroso aboga por opciones más allá de la monogamia como modo de liberarse de las imposiciones patriarcales, rechaza la posibilidad de estar con ella.

A pesar de que no arguyo que deba de asumir una relación abierta para ser considerada feminista, sus prejuicios son evidentes, mostrando así su condicionamiento dentro del sistema que critica. Esto se refuerza al final de la novela pues la narradora relata: “Pues sí, volví con

Claudia. Lo de siempre: besos, abrazos, promesas. Terminó ya con sus dos galanes. No porque yo se lo pidiera sino por convicción propia. Dice que cuando estaba con ellos pensaba en mí.

Que nuestro amor se le convirtió en una urgente necesidad” (159). A lo largo de la obra, Claudia deja en claro que, más allá de estar confundida sobre su sexualidad, prefiere mantener una relación abierta tanto con hombres como con mujeres. Sin embargo, esto se resuelve sin mucha explicación al final de la obra. A pesar de que se nos muestra el proceso de auto aceptación de la joven, Amora presenta a un personaje que, para poder estar con Guadalupe debe redimirse aceptando la monogamia. Por lo tanto, a pesar de los múltiples elementos que Roffiel ofrece para criticar y socavar la hegemonía patriarcal, se adhiere a ella de cierta forma.

A pesar de que la monogamia funge como el camino a la reivindicación en la novela de

Roffiel, existe otro aspecto en la conformación social de sus personajes que llama la atención por ir en contra de las normas heteronormativas. Me refiero a la relación cercana que Guadalupe tiene con sus amigas y la cual veo como parte de una red de sororidad. Entiéndase por sororidad lo que Posada Kubissa explica como “la conciencia femenina de su sometimiento dentro de la estructura patriarcal y la revuelta ante el mismo” (“Pactos entre mujeres”). Por lo tanto, la crítica arguye que ésta es un resultado del patriarcado mismo y que surge como un modo de

180 supervivencia. Aunque la sororidad se refiere a un vínculo general entre mujeres, Roffiel la plasma de un modo muy específico al mostrar la manera en que Guadalupe vive con sus amigas y llegan a formar su propia familia alternativa, mostrando así que “la sororidad es determinante para la novela” (Gallegos Vargas 86). La protagonista cuenta que “Norma tiene razón. Es mucho más rico vivir con amigas llenas de vida, de ideas, de solidaridad, que con un hombre que insiste que él es el eje central de tu existencia,” y continúa: “Pero sí, esto es como tener una familia que tú escoges, que amas porque te nace y no porque tienes que. Claro que a veces surgen problemas, pero siempre hay diálogo, arreglos. Nos queremos y nos acompañamos sin necesidad de oprimirnos” (50). Al igual que cuando analicé, en mi primer capítulo, el espacio y lenguaje propios creados por los personajes de La Traicionada y Amparo Dávila en La cresta de Ilión, los personajes de Amora configuran su vida alrededor de la sororidad. En cuanto al tema de la creación de un sistema de apoyo femenino, Posada Kubissa explica que “Estas mujeres traspasan sin duda el umbral de la pura conciencia común de su marginación, convirtiendo la sororidad, ya tempranamente, en acciones intelectuales y políticas que rechazan y delatan la ideología de los pactos patriarcales (“Pactos entre mujeres”). No sólo se trata de mujeres, sino también, en su mayoría, lesbianas que desde el espacio doméstico se rehúsan a participar, no sólo del patriarcado, sino también de la institución de la familia, tan interrelacionada con éste. Sobre esta relación Monsiváis recalca que el machismo es el que protege a la institución familiar, la cual se rige por la ideología patriarcal (Amor perdido 30-31). Al crear, pues, una familia propia constituida por amigas, casi todas lesbianas, Guadalupe invierte la institución patriarcal y la amolda a sus ideales basados en el feminismo. Esto nos permite retomar los postulados de Rich sobre la existencia lésbica, la cual, de acuerdo con la crítica, se encarga tanto de romper tabúes como de rechazar un estilo de vida obligatorio. Asimismo, funge como un ataque al supuesto

181 derecho masculino de poseer a las mujeres, sirviendo como un acto de resistencia (24). Esta sororidad se ve retratada nuevamente cuando Guadalupe narra que “En esta casa, la hora del desayuno es la principal. Ahí nos encontramos las tres. Nos contamos los sueños, nos informamos de nuestra situación emocional y psíquica, de las necesidades domésticas, comentamos sobre los artículos de fem (sic), socializamos el periódico, en fin, nos cargamos las baterías” (50). Cabe destacar la presencia de la revista Fem ––a la cual Roffiel contribuyó múltiples veces––, así como los actos de cuidado mutuo que realizan las mujeres. Esto hace alusión a los espacios que se desarrollaron entre las lesbianas feministas de las décadas de los 70 y 80 y que Barranco Lagunas, en el caso de la comuna Cuarto Creciente, explica de la siguiente forma:

Cuarto Creciente se inauguró primero como centro de documentación, pocos meses después como cafetería y foro cultural, y más tarde como una comuna donde sus integrantes, lesbianas feministas, vivieron en el departamento de arriba, conocido como Luna Llena. Las integrantes de Cuarto Creciente fueron militantes de partidos políticos y grupos feministas, compartieron la filosofía del feminismo radical, así como el compromiso y la lucha feminista como proyecto y actitud de vida. (19)

Aunque la realidad de Guadalupe no es la de una comuna, su función es similar al brindarles a las mujeres un espacio propio donde pueden intercambiar ideas y apoyarse emocionalmente. De acuerdo con Russo Garrido, desde la década de los 70 ––y más allá de los antes mencionados bares–– en la Ciudad de México, las casas de amigas, amantes y espacios rentados se convirtieron en espacios seguros donde las mujeres podían construir ideas y experiencias que le brindaban a la vida diaria nuevos significados (49). Así, independientemente de las parejas que

Guadalupe y sus amigas pudieran tener, sus espacios compartidos se vuelven propios y las resguardan, aunque sólo en ciertos momentos, de los mecanismos patriarcales contra los que luchan.

182 Al igual que Amora, Del destete al desempance muestra la búsqueda de la estabilidad de la monogamia. A diferencia de las obras de Roffiel y Téllez, los cuentos de Salinas, más que preocuparse por mostrar algún tipo de militancia de la comunidad LGBT, sirven como un

“catálogo invaluable de sitios de diversión lésbica, la mayoría ya cerrados, que convierte a la testigo en reclamante nostálgica de los espacios que sirvieron de escenarios para más de una anécdota” (Madrigal, “Un carnaval” 96). Los cuentos están estructurados en dos partes, “Para la segunda constante nos prepara este devenir entre el destete ––o descubrimiento de lo azarosas y divertidas que pueden ser las relaciones lésbicas–– y el desempance ––en referencia al licor digestivo con el que culmina una buena comida y que, trasladado al plano amoroso refiere a la consolidación de una pareja” (Madrigal, “Un carnaval” 94). Todos los cuentos, excepto el último

––“El desempance”––, hacen referencia al destete y, por lo tanto, nos muestran una vida nocturna capitalina donde la comunidad lésbica bebe, baila y liga. La protagonista que está presente en varios de los cuentos se encuentra en un espacio intermedio debido a que vive su sexualidad, asemejándose al arquetipo de la “loose woman” de Castillo que no cumple los requisitos de pureza y virginidad que supuestamente debe de tener la mujer mexicana (31-32). Al mismo tiempo, la forma en la que interactúa con las mujeres, e incluso la manera en que piensa en ellas, reproduce los mecanismos misóginos del macho mexicano. En “Roles bimbo,” la protagonista engaña a su novia, apodada “la veracruzana” con una nueva mujer, “la norteña.” La narradora cuenta: “Pude haber pensado ¿y si aparece la veracruzana, en la cochera, con la llave de tuercas?, porque me andaba jugando el pellejo, pero la gula, virtuoso pecado, le nubla a una las entendederas” (82). Por lo tanto, ve a las mujeres como parte de una colección de objetos. Lo mismo sucede en “El desempance,” donde Salinas hace un recuento de la vida de la narradora protagonista, la cual idealiza la figura de Pedro Infante y deshumaniza a las mujeres. Ésta relata:

183 Mi problema y mi fama, haciendo memoria, vinieron de mi identificación con el Pedro Infante de mi niñez y sus canciones: me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las . A todas las mujeres les encontraba algo lindo, en la cara, en el cuerpo, en la voz, en el guiño, en las manos, en la sonrisa, en la forma de caminar, en el carácter, qué busto, ¿ya viste?, qué ojos, tal como la soñé, qué piernas, ¡y todas pa mí!, qué culta, justo la que esperaba […] Como dijo mi sis, un buen palito no se le niega a nadie, y yo siempre he estado atenta a sus consejos. (102)

Más que una lista de virtudes que la protagonista observa en las mujeres, esto recuerda a los ya mencionados postulados de Paz sobre el rol activo y pasivo y su asociación con lo masculino y femenino (100).21 Al mismo tiempo, podemos retomar los argumentos de Mulvey sobre la mujer como el objeto observado desde la mirada masculina subjetiva (19). Si bien la protagonista no es descrita como masculina en lo absoluto, sí se representa como el sujeto activo observando a las mujeres como objetos, apropiándose así del papel masculino. Aunque esto podría parecer una manera de subvertir los mecanismos de poder, los reproduce al seguir posicionando a la mujer en un rol pasivo.

No obstante, conforme avanza “El desempance,” la narradora cuenta su transformación, la cual sigue las pautas de la temporalidad normativa articulada por Halberstam. El teórico explica que en las culturas Occidentales se mide la transición a la edad adulta del turbulento y peligroso período de la adolescencia como un proceso deseable de maduración. Arguye que se favorece la idea de la longevidad y se satanizan los estilos de vida que no muestran una preocupación por ésta. Así, en el ciclo de vida del sujeto Occidental, se tiende a idealizar una supuesta estabilidad y aquellas personas que no la tienen son vistas como inmaduras y peligrosas, por ejemplo, los adictos a las drogas o los alcohólicos (In a Queer Time and Place 5-

6). La narradora de Salinas habla de su juventud y relata: “Quise empinar el codo con singular entusiasmo hasta que una tarde se asumió como doble A y se volvió abstemia” (101). Como

21 En El laberinto de la soledad (1950), el escritor describe al homosexual pasivo y a la mujer como capaces de ser abiertos por un sujeto activo. Al abrirse, es degradado y poseído por quien lo abre (61).

184 consecuencia, la mujer decide “madurar” y abandonar su etapa de rebeldía. Al igual que sucede en Amora, el camino de la redención para ella se basa en una relación estable y monógama.

Fuentes Ponce explica que “Según la regulación social, tenemos la imperiosa necesidad de esforzarnos en emprender una carrera genuina para vivir en pareja, pues no hacerlo es sinónimo de fracaso o una vida señalada como incompleta” (Decidir sobre el propio cuerpo 370). La narradora de “El desempance” relata que “de pronto apareció la norteña y me fue llenando todos los huecos y se me fueron extinguiendo las ganas de darle vuelo a la hilacha, solitas hicieron mutis y no me dejaron ni el sabor de añoranza ni la picazón en las manos tentonas” (102). El cuento concluye tras la reflexión de la mujer sobre cómo “La estabilidad amorosa fue la llave y la cerradura que me hizo madurar y la puerta que me enseñó a compartir, por eso hoy, a punto de cumplir veinte años con mi norteña vuelvo la cabeza hacia atrás y me siento plena” (104). Según esta cita, la protagonista no es capaz de alcanzar la plenitud en su vida hasta que conoce a una mujer que la lleva a la monogamia. Fuentes Ponce arguye que la supuesta necesidad de un relación de pareja es una idea fomentada desde la familia y que es regulada por el Estado

(Decidir sobre el propio cuerpo 368). Al igual que Roffiel, Salinas nos ofrece la monogamia y la consolidación de una pareja como la única opción que redime a su protagonista, reproduciendo así la estructura patriarcal.

A pesar de que en ninguna de las obras de ficción que analizo existe una discusión del matrimonio entre sus personajes, debido al debate de este tema, LesVoz sí se ocupa de representar esta posibilidad. La monogamia y, por tanto, el matrimonio de personas homosexuales puede ser visto desde dos ángulos. Por un lado, como una acción que reproduce las expectativas impuestas desde la heteronormatividad. Sin embargo, también es importante destacar su capacidad de cambiar los significados del matrimonio y la pareja, es decir, si se

185 espera que un matrimonio se conforme por un hombre y una mujer, la apropiación del mismo rompe con estas normas. Domínguez Ruvalcaba retoma ambos lados del debate y explica que la regulación del Estado de las uniones entre personas homosexuales implica una asimilación de la disidencia sexual al control estatal. Significa la imposición de los modelos heteronormativos y reproduce los roles tradicionales e ignora la idea del matrimonio como una forma de violencia

(Translating the Queer 130). Al mismo tiempo, arguye que el matrimonio entre personas del mismo sexo puede verse como un logro del movimiento homosexual que comenzó en Estados

Unidos en la década de los 60, pues es un avance, y no un retroceso, para la meta de alcanzar una ciudadanía completa para la comunidad LGBT. De esta manera, los activistas trabajan desde dentro de las mismas instituciones en lugar de confrontarlas (Translating the Queer 132).

Aunque se trata de una traducción y adaptación por Cynthia L. Cortés Bernal de Our Bodies,

Ourselves del Boston Women’s Health Book Collective, LesVoz publica un artículo que discute las diferentes políticas en distintos países en cuanto a matrimonio igualitario en el momento de su publicación en el año 2000. El texto también abre el debate desde ambas perspectivas. Por un lado, explica: “Rechazamos el matrimonio porque creemos que es una forma de legitimar a las parejas que han decidido tener relaciones con una sola pareja y dejar fuera al resto de nosotras que viven relaciones igualmente comprometidas con más de una persona y también aquellas de nosotras que prefieren permanecer solteras” (18). Esto refleja el pensamiento de algunos grupos feministas como Oikabeth que, al decir de Fuentes Ponce:

Consideraban que el lesbianismo era una virtud de las mujeres que se rehusaban a ser cómplices del sistema social, proclamaron así una posición política de mujeres que luchaban contra una heterosexualidad impuesta. Criticaban y cuestionaban las figuras de matrimonio y familia referentes a la estructura social. Desmitificaban la arraigada idea del instinto maternal, por considerarlo una exigencia del mundo capitalista para tener mano de obra. En cuanto a la estructura ideológica, refutaban los roles masculino y femenino, así como vivir en una sociedad normada bajo una sola posibilidad: la heterosexualidad. (Decidir sobre el propio cuerpo 193-94)

186

Asimismo, Cortés Bernal destaca el otro lado del debate al explicar que “Entre estos modelos heterosexuales, se encuentra la institución del matrimonio, algunas de nosotras, elegimos casarnos porque vemos en el matrimonio una forma de demostrar nuestro compromiso hacia nuestra pareja” (18). De esta manera, LesVoz brinda un espacio para reconocer la diversidad de opiniones dentro de la comunidad lésbica. De acuerdo con José Quiroga, los gays y las lesbianas no son sólo personas que llevan a cabo una serie de prácticas sexuales, sino también se han convertido en una constricción social del capitalismo y, al mismo tiempo, son capaces de representar modos de desafío que usan las mismas herramientas del capitalismo para socavar sus paradigmas represivos (12). Como he expuesto con anterioridad, pese a que no me ocupo de abogar por alguno de los dos lados del debate de la monogamia y el matrimonio en la comunidad lésbica, me parece importante recalcar los diferentes matices de éste. Por consiguiente, podemos observar cómo es posible encontrar elementos que socavan las imposiciones normativas tanto en la monogamia como en los mecanismos que la rechazan.

“Tu idea ésta de tener hijos”: Maternidad lésbica

Uno de los temas que llegó a cobrar importancia dentro de los círculos feministas de finales del siglo XX fue el de la maternidad lésbica. Al decir de Sara Espinosa Islas, “Las madres lesbianas establecen sus relaciones a pesar de que no están aprobadas ni cultural ni socialmente, y viven dentro de la normatividad entablando sus propias estructuras, redes y formas de parentesco como mujeres lesbianas” (30). Como consecuencia, “El Grupo de Madres Lesbianas

(GRUMALE) nació en 1995 ante la necesidad de apoyo de las lesbianas que son madres; sus integrantes buscan compartir experiencias de vida y situaciones que son específicas de las vidas de las madres lesbianas; hablan sobre cómo son sus vidas, sus relaciones de pareja, cuestionan

187 los esquemas establecidos de la heterosexualidad” (Espinosa Islas 57). Esto llevó, en 1996, al primer Encuentro Nacional de Madres Lesbianas en la Ciudad de México. En un artículo para

Las Amantes de la Luna Cecilia Riquelme destaca que, tras la incursión de GRUMALE en la vida pública “Comenzaron a reunirse cada quince días como grupo de autoapoyo y una vez al mes en talleres, en los que trabajaron temas como autoestima, sexo protegido y maternidad.

Después comenzaron a acercarse compañeras que aún no eran madres pero querían inseminarse, y otras mujeres más bien motivadas por la necesidad de pertenecer a un grupo” (21) (2000).

El último texto de ficción que analizo es la novela Rhyme & Reason de Criseida Santos

Guevara. Con esta novela, Santos Guevara recibió Mención Honorífica en el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras/Border of Words. Publicó también la novela La reinita pop no ha muerto en 2013, con la cual obtuvo el Premio de Novela Breve de la Revista Literal.

Rhyme & Reason narra la historia de Claudia de Samos, una joven que, tras su estadía en los

Estados Unidos para estudiar literatura hispana, regresa a Monterrey, Nuevo León con su novia,

Felicia, con quien espera gemelos ––siendo esta última la madre biológica. Sobre la obra,

Cristina Mondragón explica que “esta novela, que en sentido estricto es una novela lésbica, trasciende la cuestión de género sexual y amplía su espectro temático hasta la angustia existencial” (232). Sin embargo, gran parte del cuestionamiento de la protagonista proviene del conflicto que crea en ella la posibilidad de ser madre. Por un lado, es posible pensar en la maternidad lésbica como una manera de socavar el sistema patriarcal al cambiar la definición de maternidad y paternidad. En cuanto a esto, Gloria Careaga explica, en su prólogo para el libro de

Espinosa Islas sobre maternidad lésbica en México:

La oposición que han despertado estas iniciativas y la calificación que han merecido de “atentados” contra el matrimonio y la familia, no están lejos de la realidad, si consideramos que estos avances definitivamente aluden a otras formas de relacionamiento y rompen con siglos de opresión. Es decir, son un atentado contra la

188 estructura social que ha mantenido la opresión hacia las mujeres, la negación de sus capacidades y el rechazo de otras expresiones de amor y de la sexualidad. (11-12)

Si bien es acertado que la maternidad lésbica crea nuevos significados dentro del mismo sistema que la rechaza, si seguimos los postulados ya mencionados de Halberstam en cuanto a la temporalidad queer, resulta evidente que las protagonistas de Santos Guevara siguen el patrón esperado por la sociedad, aunque lo hagan desde un camino no normativo. Espinosa Islas arguye que

hablar de maternidades lésbicas hizo que mi discurso se inscribiera en un debate dicotómico en el que, por un lado, encontraba al género y, por el otro, constantemente hacía acto de presencia la diversidad sexual como un punto reflexivo que me permite plantearme la maternidad lésbica como un fuerte cuestionamiento de la heteronormatividad que presenta como binomio inseparable los lazos parentales y consanguíneos en el interior de la estructura familiar. (23-24)

Como sucede con el discurso del matrimonio, la maternidad lésbica es un arma de doble filo.

Asimismo, lo que Espinosa Islas no toma en cuenta al basar su argumento, en parte, en la importancia de los lazos consanguíneos es cómo, dentro de la sociedad heteronormativa, la adopción por parte de personas de sexos opuestos no es estigmatizada, mostrando la forma en la cual la paternidad o maternidad biológicas no son obligatorias, mas sí lo es la institución de la familia heterosexual. Sin embargo, Santos Guevara construye a una protagonista que se debate su propio papel de madre ––aunque por motivos personales y no políticos o de protesta. Sobre la obra, Mondragón arguye: “Al igual que el hecho de tratarse de una pareja lesbiana no es un problema dentro de la ficción representada, tampoco lo es la opción de la maternidad: se da como algo hecho sin mencionar los conflictos que esta decisión trae consigo en la realidad extratextual, tanto entre las ‘buenas conciencias’ como frente al marco legal” (231). Mondragón acierta al notar la falta de problemas de la pareja ante la sociedad o en cuanto a sus posibilidades de ser madres ––aunque sabemos que Felicia ha quedado embarazada, no queda claro cómo

189 sucedió, lo cual resulta extraño, especialmente si tomamos en cuenta la pobreza de las mujeres.

No obstante, deja de lado la maternidad como gran parte del conflicto interno de la protagonista.

De entrada, Claudia le deja saber al lector que la decisión de ser madre no proviene de ella, sino de su negativa a estar sola y sus deseos de seguir la temporalidad heterosexual articulada por

Halberstam. La protagonista relata sus pensamientos tras la propuesta de Felicia de tener hijos:

“Y lo medité unos cuantos meses, lo pensé bien y llegué a la misma conclusión: sola con ella, pero más sola sin ella, y acepté, me metí en esto de tener hijos, de crecer porque un bulto cagón necesita un adulto y no un ser humano rayando los treinta, todavía con ínfulas de puberta” (61).

A pesar de darnos cuenta de su renuencia, Claudia acepta, en un principio, seguir la temporalidad normativa y así, alcanzar la madurez. Al decir de Halberstam, la noción de una adolescencia prolongada socava la formulación convencional binaria que se divide claramente entre la juventud y la adultez; esta narrativa de vida refleja una obvia transición basada en la responsabilidad adulta que conlleva la reproducción (In a Queer Time and Place 89). No obstante, tras volver a México la protagonista comienza a cuestionar su decisión. Esto, aunado a la mala situación económica de la pareja, crea tensiones entre ambas. Claudia explica que esto se da “Porque estaba harta de mí, de ella, de toda la situación, de sentir la pérdida de mi libertad”

(90). Si bien sabemos de su duda acerca de convertirse en madre cuando describe el haber acordado hacerlo sólo para continuar con Felicia, esto queda claro cuando dice verlo como una pérdida de su libertad. Fuentes Ponce explica los cambios sociales en cuanto a las ideas sobre la maternidad y arguye cómo, aunque antes se trataba de una aspiración, ahora se ha vuelto una acción controlada y decidida por las mujeres. Por consiguiente, al existir la posibilidad de la maternidad no biológica, ésta se convierte en una acción voluntaria y que propicia relaciones afectivas y obligaciones ya sea con una pareja o de manera individual (Decidir sobre el propio

190 cuerpo 399). Esto rastrea la posibilidad de la maternidad como un acto de empoderamiento. Por otra parte, aunque podríamos pensar en la maternidad en la novela como un acto que desafía las normas, el hecho de que la protagonista no lo haga por su propia voluntad hace que exista un paralelismo entre su relación y las expectativas de la sociedad. A pesar de ser una relación lésbica y, por consiguiente, ir en contra de la heterosexualidad obligatoria que postula Rich,

Claudia se ve acorralada por su miedo a la soledad y decide obedecer la temporalidad heterosexual. Sin embargo, conforme sus dudas crecen, la protagonista se da cuenta de que realmente no desea ser madre ni continuar su relación con su pareja. Esto es visible cuando relata el nacimiento de los gemelos: “Cuando vi la alegría de Felicia, cuando la vi postrada en la cama ansiosa por conocer a sus vástagos, las lágrimas casi se me escaparon, y no era una conmoción cursi, no era felicidad, era un sentimiento vago y molesto, una bruma espesa, un deseo tonto de esconderme debajo de la cama y no volver a salir nunca más” (157). Existe un contraste entre la reacción de Felicia y la de Claudia. Mientras que para la primera el nacimiento de los niños significa haber alcanzado la meta de la maternidad, para Claudia este es el momento en el que comienza a cuestionar si debe de terminar su relación con ella. Es aquí cuando va en contra de las normas que, por ser mujer, la ven como destinada a la maternidad. Según Marta Lamas:

al considerar que “lo natural” es que las mujeres sean madres, el hecho de que alguna no desee serlo (aunque ya lo haya sido antes o piense serlo después) se califica como un acto “antinatural,” Una necesidad social –la reproducción de la especie– se vuelve una imposición individual, y a las mujeres que intentan zafarse de que la sexuación se vuelva destino, se les considera perversas, egoístas y criminales. (“Maternidad voluntaria y aborto” 112)

Lo que hace que Claudia vaya en contra de la norma no es el hecho de que no desee ser madre, sino el que haya comenzado la historia planeando serlo junto a su pareja y que, tras cuestionar su propia vida decida no hacerlo. La novela concluye con una protagonista que abandona a su pareja y sus hijos pues se ha dado cuenta de que no desea formar una familia. En un artículo

191 publicado en Fem en 2001, Patricia Karina Vergara Sánchez explica que “Tradicionalmente, el sistema patriarcal bajo el que vivimos concibe al núcleo como la unión de un padre proveedor, la madre, los hijos y sus ramificaciones, aun cuando tal estructura no siempre resulta lo más sano física o psíquicamente (“Familias alternativas” 28). Por lo tanto, la protagonista de Rhyme &

Reason atenta contra el sistema doblemente; por haber considerado la maternidad lésbica y, nuevamente, al abandonar a su pareja. Esto sigue las pautas de los postulados de Halberstam sobre el fracaso como opción queer que desafía lo que se espera en una sociedad capitalista para cumplir con los requisitos del éxito normativo (The Queer Art of Failure 89). Claudia, a pesar de tener la opción de seguir una vida normativa construida desde su lesbianismo, se decide por el

“fracaso,” tomando así una ruta de marginalidad.

A lo largo de este apartado he discutido algunos de los múltiples temas que atañen a la comunidad lésbica en el México contemporáneo. Más allá de discutir la manera en que se ven representados en la literatura, me parece pertinente el haber abordado el alcance extratextual de dichos problemas. De esta forma, es posible observar cómo algunas cuestiones como la militancia, la violencia, o las ideas normativas de monogamia y maternidad están presentes en el día a día de las mujeres que se asumen como lesbianas, así como en la diversa manera en que

éstas se abordan.

192

CONCLUSIÓN

Teniendo en cuenta los postulados de Adrienne Rich sobre el lesbianismo como capaz de socavar el sistema patriarcal, en esta tesis doctoral he examinado diversos textos que visibilizan a personajes que experimentan distintos niveles de deseo lésbico. En concreto, he estudiado la manera en la que algunos de estos textos cuestionan la heterosexualidad obligatoria a la que se refiere Rich, así como otros mecanismos normativos como los roles de género, la hegemonía de raza y clase, e ideas sobre monogamia y maternidad. Si bien podemos pensar en este tipo de texto como idóneo para cuestionar todos los patrones opresivos para los sujetos marginados, en múltiples casos las obras tienden a reproducir estos sistemas.

En el caso del primer capítulo sobre atisbos de lesbianismo, todos los personajes analizados cumplen con la función de crear un hito en los mecanismos patriarcales y en la heteronormatividad de las historias en las que se desarrollan. Esto lo logran por medio de un deseo lésbico que puede o no llegar al contacto físico, pero que funge como una interrupción de su otrora supuesta heterosexualidad. Esta tendencia a socavar el sistema en el cual se inscriben se torna difusa conforme nos adentramos en temas fuertemente arraigados a la cultura y sociedad mexicanas. Por ejemplo, en el caso de la masculinidad femenina, las representaciones de sujetos lésbicos con características consideradas masculinas son precarias. Mientras que algunos de los ejemplos analizados tienden a retratar a este tipo de personajes de forma negativa, asociándolos con la violencia patriarcal o con una feminidad fallida, existen otros que nos presentan a

193 protagonistas con personalidades complejas, capaces de aunar lo masculino y femenino como parte de su identidad de género.

En cuanto al tema de raza y clase, las narrativas con personajes lésbicos tienden a reproducir las imposiciones hegemónicas que favorecen a aquellos sujetos con piel blanca y que se encuentran en una escala social alta. Como compruebo en el caso de Requiem por una muñeca rota: cuentos para asustar al lobo, Miel azul y Vida y peripecias de una buena hija de familia, estos personajes logran triunfar, social, económica y sentimentalmente y sus historias tienen desenlaces felices. Si bien existen representaciones de personajes indígenas y pertenecientes a las clases marginales, éstas se caracterizan por su tono trágico, mostrando una supuesta imposibilidad de vivir su lesbianismo de forma plena debido a las circunstancias que las rodean.

Es lo que vemos, por ejemplo, en “Graffiti de Amor” y “Santo”, donde los personajes permanecen marginados y violentados.

Tanto los textos literarios como las revistas feministas y lésbicas analizadas en mi cuarto capítulo tienen la función de rastrear no sólo las transformaciones que han tenido lugar en el tipo de activismo del cual participan los sujetos lésbicos, sino también de su relevancia durante los

últimos cinco lustros. Al mismo tiempo, en todos estos textos está presente la violencia a la que están sujetas las lesbianas en una sociedad que, a pesar de sus avances, se sigue mostrando hostil hacia aquellos que no siguen sus pautas heteronormativas. Un claro ejemplo de esto se observa, por cierto, en el texto de Rosamaría Roffiel o en los cuentos de Gilda Salinas. Sin embargo, estas obras y revistas también permiten observar las distintas perspectivas de los personajes y miembros de la comunidad lésbica en cuanto a temas como la monogamia y la maternidad, problematizando así la misma estructura que se impone desde la heterosexualidad.

194 A pesar de que mi trabajo incorpora aspectos que no han sido desarrollados por la crítica, así como obras que han sido ignoradas y que representan el deseo lésbico y a los sujetos que lo experimentan, siguen siendo necesarios estudios de mayor extensión que permitan ir más allá de obras canónicas como la de Roffiel. Mi estudio no pretende ser exhaustivo, pero sí intenta abrir nuevas rutas de conocimiento con respecto a la representación del deseo lésbico en México.

Espero que estudios como el mío ayuden a que las obras lésbicas tengan mayor difusión, más atención crítica, nuevos lectores y certeros cuestionamientos críticos, teóricos. La literatura lésbica es un género que sigue desarrollándose en México. Por eso mismo queda pendiente la tarea de seguir estudiando estas obras. Porque por separado y en conjunto dan voz a un sector de la población que continúa resistiéndose a la invisibilidad y luchando por la igualdad.

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