Frangoise Dolto

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a u F a Título original: La cause des enfants Publicado en francés por Robert Laffont, París

Traducción de Irene Agoff

Cubierta de Julio Vivas

1 edición, 1986 4.‘ reimpresión, 1996

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier método o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

© 1985 by Éditions Robert Laffont, S. A., París © de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires

ISBN: 84-7509-642-5 Depósito legal: B-14.364/1996

Impreso en Novagráfik, S.L. Puigcerdá, 127 - 08019 Barcelona

Impreso en España - Printed in Spain INDICE

Una nueva mirada, 11. Modo de empleo, 12.

Primera parte Mientras haya niños

Capítulo 1 El cuerpo disfrazado, 15. Descubrimiento del cuerpo del niño, 15. La identidad sexual, 20. Sexualidad infantil: el muro del silencio, 23.

Capítulo 2 La falta, 29. “Dejar que los niños vengan a mí” , o la fuente de la culpabilización, 29. s f. Capítulo 3 Memorias de la infancia, 33. El ángel, el enano y el esclavo o el niño en la literatura, 33. “Piel de asno” y “Planeta azul” (de los cuentos de hadas a la ciencia-ficción), 42. El niño sándwich, 46.

Capítulo 4 El encierro, 48. El espacio del niño, 48. Camino a la escuela, 57. La fuente y el vertedero, 58. ¿Seguridad, para hacer qué?, 59. El aprendizaje de los riesgos, 65. Los 400 golpes o la seguridad afectiva, 81.

Capítulo 5 El niño-cobayo, 84. El discurso científico, 84. Los niños-maniquíes, 86. La cámara-vio­ lación, 87. Los manipuladores son maniqueos, 98. El esperma Nobel, 101.

Capítulo 6 La cabeza sin las piernas, 103. ¿El ordenador al servicio de los niños?, 103.

Capítulo 7 Una angustia arcaica. ..,110. La infancia simbólica de la humanidad, 110. Miedo de morir, miedo de vivir, 114. Desesperación de los jóvenes, 121. El poder por el terror, 123. La ayuda a los niños del Cuarto Mundo 125. Los dere­ chos y los slogans, 126. Psiquiatría sin frontera, 128.

Capítulo 8 La causa de los niños: primer balance, 130. Capítulo 1 La iniciación, 137. Las babuchas de Abukassem, 137.

Capítulo 2 Génesis y combate de una psicoanalista de niños, 147.

Capítulo 3 Los niños de Freud, 168.

Capítulo 4 El segundo nacimiento, 173. El ser humano en estado de infancia, 173. ¿Por qué inspira miedo la vitalidad de la juventud?, 174. El doble nacimiento, 176. La experiencia del tiempo, 182. Bebé animal y cría humana..., 186. “Tú me das”, 192. Alimentar el deseo..., 193 .. .Pero dominar el deseo... y pasar el relevo, 195. Contra el peligro de imitar al adulto, 197. El paso del ser al tener, 201.

Capítulo 5 El drama de los primeros ocho días, 204. Medicina y psicología prenatales, 204. El secuestro de las materni­ dades, 211. Destete precoz, niños retrasados, 214.

Capítulo 6 Padres difíciles, niños del sadismo, 220. Canto sin palabras, 220. Los contrasentidos pedagógicos, 226. El adulto de referencia, 230. Los “nuevos” padres, 231. La clase de edad: los padres con los padres, los niños con los niños, 235. Los padres asistidos, 236. El divorcio en la secundaria, 237. El Estado-padre, 243.

Capítulo 7 Un descubrimiento capital, 249. La “solidaridad genética” , 249. El origen ético de las enfermedades, 251. Fracaso deprimente, enfermedad iniciadora, 255. El débil, factor de equilibrio, 258.

Capítulo 1 Jugar a los adultos, 263. En la casa de los niños, 263.

Capítulo 2 La escuela a toda hora y a la carta, 268. En los apriscos de la educación nacional, 268. La revolución france­ sa educativa, 271. Para acabar de una vez por todas con la guerra laica, 281. La comedia del buen alumno, 286. La escolaridad a tiempo elegido, 287. La escuela asilo de noche, 288.

8 Capitulo 3 Un nuevo espacio para los niños, 291. Los bebés en la fábrica, 291. Las faenas al programa, 295. Cómo hacer amar la escuela, 295.

Capítulo 4 Abrir los asilos, 298. Repoblar el departamento de la infancia inadaptada, 298.

Capítulo 5 Los estados generales de los niños, 301. Nuevas relaciones con el dinero, 301. ¿Un ministerio de ios jóvenes en una sociedad para los niños?, 307. Hacer votar a los niños, 313.

Capítulo 1 La escucha, Jiy . Antes de los cuatro años..., 319.

Capítulo 2 Acoger al nacimiento, 322. Conversaciones “in útero” , 322. Prevención de la violencia, 326.

Capítulo 3 Curar a los autistas, 330. Aprender de los psicóticos, 330. Los autistas, 331.

Capítulo 4 Iremos a la Casa Verde, 340. ¿El “mejor parvulario del mundo”?, 340. La Casa Verde, 344. Cómo hablan los bebés en la Casa Verde, 356. El pudor no tiene edad, 365. Con las maternantes del albergue infantil, 368. Anima­ dores sin límite de edad, 375.

Capítulo 5 Niños para decirlo, 377. A los futuros padres que no quieren ser pedofílicos, 377. La ayuda mutua no es asistencia, 380. Vacunar al niño contra la enfermedad de la madre o del padre, 383. El enigma irreductible de la vida, 385.

Anexos, 389. Investigadores cuyos trabajos se han citado en esta obra (clasifi­ cados por disciplina), 389. Hitos cronológicos, 390. Declaración universal de los derechos del niño, 393. Legalización del aborto, 396. Utilización de tejidos fetales, 397. La edad de la primera comunión, 398. La población de niños de 0 a 11-12 años, 399.

9 En colaboración con un equipo colectivo dirigido por André Contin. UNA NUEVA MIRADA

La causa de los niños está muy mal defendida en el mundo, y ello por tres razones: — El discurso científico, cada vez más abundante en la materia, disputa al discurso literario el monopolio del conocimiento de la primera edad de la vida. Ese discurso oculta la realidad simbólica, la capacidad específica, la energía potencial que cada niño encierra. Objeto de deseo para el novelista, el niño pasa a ser objeto de estudio para el investigador en,medicina y en ciencias humanas; — La primera preocupación lie la sociedad es rentabilizar el costo de los niños; — Los adultos tienen miedo de liberar ciertas fuerzas, ciertas energías que los pequeños evidencian y que ponen en cuestión su autoridad, sus conquistas, sus privilegios sociales. Ellos proyectan sobre los niños sus deseos contrariados, su malestar, y les imponen sus modelos. Examinar la “lección de la historia” , indagando en los orígenes de los fracasos y en las fuentes de los errores que desde hace siglos desvirtúan las relaciones entre adultos y niños, y proponer un nuevo enfoque para una mejor prevención: he aquí el eje del presente trabajo. Hasta el día de hoy, las elaboraciones en materia de pediatría o educación cedían todas ellas a la vieja tradición del “adultocentrismo” , limitándose a poner al día o a elevar a la categoría de moda las eternas riendas ideadas eñ interés de las familias. Esta es, indefectiblemente, la escuela de los padres. ¿Al servicio de los niños? No, al servicio de los padres. La metodología de este colectivo de investiga­ ción cambia radicalmente el ángulo de visión: consiste en adoptar la auténtica perspectiva del ser en devenir, liberada del prisma parental y d e ja óptica defor­ mante de los manuales y tratados mal llamados “pedagógicos” .

11 MODO DE EMPLEO

La finalidad de este trabajo de equipo es someter a la mirada del psicoanálisis un conjunto de datos históricos, sociológicos, etnográficos, literarios, científicos, recogidos a lo largo de una investigación, realizada en Francia y en otros países, sobre el lugar que la sociedad reserva a los niños. Procedimiento original: Fran^oise Dolto reflexiona y comenta aportando su doble experiencia de médica psicoanalista de niños y de madre de familia. Los pasajes en letra más pequeña presentan a la Dra. Fran?oise Dolto tenden­ cias, corrientes, modas y constantes y los puntos de debate y preguntas en suspen­ so, tal como aparecen al término de la encuesta. Framjoise Dolto responde, confron­ ta estos datos con sus observaciones, aporta su testimonio personal, explica su punto de vista. La primera parte de esta obra intenta trazar un balance histórico y establecer un diagnóstico. La segunda, bosqueja un nuevo enfoque de la infancia. La tercera parte expone propuestas para una sociedad al servicio de la infancia. La cuarta y última, echa las bases para una prevención precoz de las neurosis infantiles. La revolución de los pasitos. La auténtica revolución.

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12 PRIMERA PARTE

MIENTRAS HAYA NIÑOS

EL NIÑO EN LA SOCIEDAD: CONSTANTE^ CAMBIOS Y ORIGENES DE LOS FRACASOS

“Los padres educan a los niños como los príncipes gobiernan a los pueblos.” “Tenemos un mito de progresión del feto, desde el naci­ miento hasta la edad adulta, que nos hace identificar la evolución del cuerpo con la de la inteligencia. Sin embargo, la inteligencia simbólica es la misma desde la concepción hasta la muerte.” “Para el adulto es un escándalo que el ser humano en estado de infancia sea su igual.” Framjoise Dolto )

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Capítulo 1

EL CUERPO DISFRAZADO

DESCUBRIMIENTO DEL CUERPO DEL NIÑO

Entre los siglos XV y XVIII, el niño disfrazado de adulto es una constante de , la pintura. Es reveladora en este sentido'la exposición"realizada en Colonia, en el Wallraf Richartz Museum, de 1965-1966. El préstamo no afecta sólo al traje, tam­ bién se confunde el físico. Esto es visible en un grabado de Durero que representa a un niño de condición humilde cuyos rasgos son los de un anciano. En la Satirische Schulszene de Bruegel, los niños muestran comportamientos y actitudes de “personas mayores”. Sólo se distinguen por la talla. En DerGártner (Le Nain, 1655), las chiquillas que ayudan en la preparación de la comida aparecen como verdaderas mujeres, y hastl llevan el mismo traje que su madre. Son “modelos reducidos” de su progenitora. Lo mismo en cuanto a los chavales, con la salvedad -de qUé^en el siglo XVII aún no siguen la moda masculina, y visten no como sus padres sino como sus abuelos del Medioevo. Hasta el siglo XVIII, el cuerpo del niño está completamente sepultado bajo su roparLcTque distingue a los chiquillos de las niñas son los botones delanteros, nada TrnásT Y los niños dé ambos sexos tienen algo en comün^ las cintas. Antes de llevar calzón, el hombre adulto vistió una camisa. Poco a poco descubrirá sus piernas y se pondrá calzas. Pero el niñito no está autorizado a ello: sigue estancado en dos o tres siglos. Se le pone el vestido llevado por el adulto dos o tres siglos antes. En los retratos de familia los niños llevan vestidos de cintas sueltas, dos o cuatro. Eso los distingue de los enanos adultos. ¿Por qué estas cintas? Philippe Ariés se pregunta si no serán una especie de secuela, de residuo de las mangas sueltas del vestido medieval. Por atrofia, esas man­ gas flotantes habrían acabado en cintas. Lo cual tendería a probar que en el siglo XVII aún no se ha inventado nada en materia de vestimenta infantil. Al niño se le hace llevar lo que el adulto usaba en otros tiempos.1

1 L 'Enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime, Le Seuil, I, 3, pág. 83 (col. “Points Histoire”).

± Hay otra explicación posible: estas .cintas serían u n resabio de l as riendas^. Cuando los niños empezaban a caminar, se los tenía su jeto S j Como se lleva dé las riendas a los caballos. Y cuando eran más p5quetTCK"áun, se enganchaba a la ^trfeff^farí-qtlITSflÓs^lel alcance de las ratas o para que estuvieran más al calor, el calor que se desprendía del fogón alto en la sala de estar. También se los dejaba suspendidos cuando los mayores se marchaban a trabajar. A la postre, las cintas serían, en el siglo XVII, un resabio de las correas o cinchas de los bebés de la época anterior. El ñiño ya no la necesita pero la cinta es el signo de que todavía tiene derecho a retroceder, como si, para la mente del adulto, hubiese conservado el traje 3él~pequeñín equipado con lazos, cuerdas, riendas. Por otra parte, hoy en día venden en las tiendas ameses para pasear a los niños por log^comercios o por la calle, que tiene tanta fama de peligrosa. ¡Ahora se los engancha a los padres! De la Edad Media a la énoca clásica, el cuerpo del niño, es verdader-amp-nte en—* carcelado, ocultado. Sólo se Ío descubre' para zurrarlo, para golpearlo. Lo cual debía l e ser uña~ternbléhumillación, porque se trataba de las partes que tenían que quedar ocultas. Cuando los pintores italianos o flamencos representan al niño desnudo, es un angelote; se lo utiliza como símbolo. Pero poco a poco Eros se pre­ sentará con todos sus efectivos... Ante la Iglesia el bebé desnudo seguirá siendo ofi­ cialmente un símbolo, pero de hecho los nintnres se lo pasan en grande y hay ahí una sensualidad que acabará por soltarse, al menos en la iconografía; tal vez no en la realidad, porque a los niños había que hacerlos posar ante los pintores, única ocasión para que fuesen mirados, queridos, admirados por sus cuerpos desnudos. En la lite- *rátura-casi-ntrnay descripciones, pero este pasaje de Madame de Sévigné hablando de su nieta, traduce una erotización del cuerpo del niño: “Es una cosa extraordina­ ria, hay que ver cómo agita la mano, cómo se estremece su naricita. . .” “Su tez, su garganta y su cuerpecito son admirables. Hace cien monerías, acaricia, pega, se santigua, pide perdón, hace la reverencia, alza los hombros, baila, da su mano, toma la barbilla: en fin, es bonita por donde se la mire. Me entretengo con ella horas enteras.” Carta de Madame de Sévigné del 20 de mayo de 1672, referente a su “amiguita” . El cuerpo desnudo de su nieta la deja extasiada. Pero rápidamente se advierte que para ella no es sino un juguete. El 30 de mayo de 1677 escribe a la señora de Grignan, siempre a propósito de su nieta: “Pauline me parece digna de ser su juguete.” La abuela goza de ella sensualmente, voluptuosamente, pero no muestra el menor atisbo de sentir que su espíritu es el de una persona, el de un ser humano en comunicación con ella. •: Hay que decir que por aquel entonces estó no ha entrado para nada en las cos­ tumbres, más aun cuando lo corriente era tener, muchos hijos: muchos morían. _ Madame de Sévigné: “He perdido dos nietas...” No es el caso de “reencontré diez” , pero algo de esto hay. Actitud comparable también en Montaigne, quien comenta haber perdido dos hijos como quien dice: ‘Jj¿4ieidido-a-4n4S-dcis.4ifirros o a mis dos gatos” . coiL-idéntica-indifereneia-stal pérdida forma parte de los sucesos corrientes- p a r c A h i ^

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En el texto, Montaigne ni siquiera dice que “han muerto” o “fallecido” (igno­ ro si en esa época se decía “fallecido”) o que “se han marchado a la Casa del Pa­ dre” . . dice que ha perdido objetos. No habla de-eHos-como_de individuos-que habrían cesado de vivir. ¿Qué dicen los adultos cuando pierden a un ser querido? ¿Qbé~die»B'dtríStáTrMerte? Dicen: “Fulano ha muerto” ; hablan de él como sujeto de un verbo. En esa época, el niflo no es todavía sujeto de un verbo; es objeto de un verbo para quiénTíabTadeéf. Quedan no oSsTañtéTumbas’ con'representaciones de niños" muertos a muy corta edad y que se supone han ido al limbo. Son quizá las primicias del reconocimiento del niño como ta l... Pero primicias enteramente limi­ tadas, porque cabe preguntarse: el niño al que representan en forma de angelito, ¿no será el alma? Los adultos difuntos también son representados como niños en sus tumbas. Lo que así se simboliza es su alma, sin duda. En los iconos del Tránsito de la Virgen, Cristo toma a un bebé, que es repre­ sentativo del alma de la Virgen. Los primeros signos de la aparición del niño como tal aún atípicos y minoritarios, no son evidentes. Lo vemos representado en una tum­ ba cuando ha muerto siendo muy pequeño, pero no podemos afirmar que lo figura­ do no sea el alma. En cualquier caso, no es por fuerza el niño, en cuanto individuo fallecido e inhumado en tal fecha. En el lenguaje escrito, el niño sigue_siendo ob- jeto. Tendrá que pasar mucho tiempo para que se lo reconozca como sujeto. Antes de 1789, el aprendizaje sigue siendo el rito de pasaje: nacimiento del niño-individuo. Se lo reconoce como sujeto del verbo “hacer” a partir del momento en que se lo coloca en casa ajena como alguien capaz de realizar un trabajo útil. Pero entonces se lo trata como a una máquina de producir, puesto que se le puede azotar hasta reventarlo; dar al traste con él, matarlo (el correctivo paterno puede llegar a la muerte).

La representación del niño pequeño, aun en la pintura clásica, muestra a las claras que su cuerpo no es considerado por lo que es realmente sino por Ib que la sociedad quiere ocultar de-la infancia.

La verdad anatómica es juzgada indigna del hijo de Dios. ¿Podría el espíritu encarnarse en una criatura inmadura y desproporcionada? Se prefiere entonces conceder al Niño Jesús las proporciones normales del adulto: la relación entre la cabeza y el resto del cuerpo es de 1 a 8. Sin embargo, a esta edad", es de 1 a 4. La cabeza debería ser tan grande como la de la madre. Peto lo que se procura es disimular esta desproporción que pone de manifiesto el desarrollo cerebral del hombre en su primera infancia. Es significativo que, en ciertas catedrales, los capi­ teles muestran campesinos representados según la morfqlogía del cuerpo infantil, siendo la proporción de la cabeza de 1 a 4. Aquí el artista se somete al designio del príncipe. Se trata de recordarle al pueblo llano que sólo el poder es adulto. Lo inverso, siervos, pobres, niños, el mismcTretrato, el m f

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\ Hace unos años tuvo lugar en Alemania (Weimar, 25 de mayo - 15 de octubre de 1972) una exposición: “La imagen del niño visto por los maestros de la pintura, variaciones sobre un tema, de Lucas Cranach a nuestros días”. Los cuadros del período medieval confirman lo que se sabe de la situación del niño en esa época, cuando estaba completamente integrado en la vida del adulto. Pero una obra del siglo XV atrae poderosamente la atención por su carácter excepcional: “Cristo bendiciendo a los niños”. Sin dejar de respetar las convenciones de. su época, los artistas tienen súbitas fulgurancias, golpes de vista que pueden revelar la faz secreta de las cosas, la vida interior, incluso a espaldas de sus comanditarios. Tal es el caso del atípico cuadro en que se ven niños jugando, captados del natural, y que carecen de esa máscara de enanos tristes y lúgubres que por lo general se presta a los peque­ ños entre los siglos XIV y XVIII. Una de las niñas que rodean a Cristo —“Dejad que los niños vengan a mí”— tiene una muñeca: sin duda una de las primeras muñecas en la historia de la pintura occidental. El niño -fuera de este cuadro atípico excepcionalmente no conformista- no es representado por él mismo. Su cuerpo es un instrumento de la decoración reli­ giosa, el niño es el bibelot tutelar, el pequeño genio que escolta a santas y santos. El niño presta su máscara mofletuda, sus brazos regordetes y sus nalgas rollizas al ange­ lote que se multiplica en farándula celestial. La Iglesia ha prevenido tanto a los espíritus contra el pequeño inmaduro, sede de maléficas potencias, que se lo obliga a hacer el ángel para que no sea la bestia. Pero tras esa máscara impregnada de devo­ ción, rápidamente asoma la sonrisa socarrona de Eros. Los muñecos barrocos tienen caritas de amor! Una Venus de Cranach, tocada con un increíble sombrero de flores, concede a uno de estos angelotes pillos el favor de asir su cintura. En los cuadros de la escuela de Le Nain, las reuniones de campesinos dejan ver a los pequeñines en las rodillas de un padre o de un abuelo, en presencia de la madre. Los pequeños pululan con toda vivacidad en tomo de los adultos. Pero siem­ pre se trata de escenas de la vida campesina./Nunca tamaña espontaneidad en el seno de las familias burguesas que posan ante el pintor. En las familias campesinas, al niño se lo integra con valor igual a los demás según su edad. Aun cuando, relega­ do en su rincón, se dedique a su actividad propia, aun cuando su mirada no converja hacia el pintor o hacia lo que hoy en día llamamos el objetivo, su lugar es necesario en la composición del cuadro. El pintor lo introdujo en él de una manera incons­ ciente, pero como parte integrante e indispensable para el equilibrio de su obra. El niño presenta una actitud disociada de la de los adultos, su mirada no sigue la misma dirección. Está ahí como una promesa de otro grupo social que él construirá rrtás adelante. Por ahora vive en paralelo con sus antecesores, al tiempo que anuncia ya una suerte de síntesis familiar. Ya no es un parásito ni está enfeudado completa­ mente a su familia. Con .su juguete, edifica un pensamiento-laborioso que le espro- pio, y además se siente seguro.

Los pintores sometidos a las convenciones de la época y que, a pedido, repre­ sentaban figuras impuestas, podían, recurriendo a ciertos detalles, hacer otro cuadro dentro del cuadro. el pintor quería que algo escapara a los adultos de su cuadro de familia, es porque él mismo tenía que expresar que conservaba un espíritu de infancia que escapaba a la productividad general de su entorno, de su etnia. Porque un pintor es, en cualquier caso, un marginal. Crea para el porvenir. Está seguro de que no integra el concierto de los industriosos del momento, y probablemente es por eso que puede identificarse con el niño que todavía es del grupo pero que ya anticipa el futuro. El pintor, para poder fijar el misterio del devenir. se coloca fuera del tiempo.

La exposición se componía de 150 obras. Si se investiga, a lo largo de los cinco siglos abarcados, la evolución del maternado en las escenas en que el niño está en la cuna o en brazos de un mayor, se observa una única actitud no convencional, en un cuadro donde el recién nacido de la familia es matemado por su hermana mayor. Ya no se trata de la madre y el niño estereotipados. La hermana grande retozona se divierte con su hermanito, no se siente observada por el ojo de la sociedad^Actitud lúdica que se ve tan sólo una vez en toda la exposición. En la pintura del siglo XVIII, el niño, vestido siempre como un pequeño adul­ to, se desprende un poco sin embargo del marco familiar, del obligado retrato de familia. Se lojiescubre en la naturaleza, jugando en grupo o con los animales. Hay que esperar el sigIo~XtX~parírque aparézca él solo en traje de colegjaTcon actitudes de niño. En Legros fErdkundes tunde), se apunta una clara distinción entre los chi­ cos de cabellos cortos y las niñas de delantal y vestido y con moño en el pelo. Están en grupo de amigos o son hermana y hermano. Asoma el sentimiento en las expre­ siones del rostro. Ejjiiño se ha vuelto un ser humano dotado de afectividad. En el período contemporáneo —la muestra se detiene eñ 1960— el niño aparece sobre todo en grupo o de a dos, rara vez solo, pero, aun si lo está, se le hace adoptar la pose típica de la fotografía. Se trate del niño en la guerra, del niño en la miseria, del niño en las barricadas o en las fiestas; la actitud es desesperadamente conven­ cional. Guiñaposo o endomingado, es el monito de su mamá o del pintor-fotógrafo. Hasta en el cubismo se observa una expresión melodramática de la infancia, tanto en su condición burguesa como en situación de indigencia. Sobre todo los chavales. Las niñas, hasta la Segunda Guerra Mundial son las “chiquillas modelo” .

Rápida ojeada a una tela fechada en 1950, de un artista alemán desconocido en Francia: el niño sólo parece ser captado por sí mismo, cogido en una expresión ambigua, expresión de ausencia y ensueño. En las otras telas se representa al niño desdichado o explotado o bien, desde la perspectiva del realismo soviético, al pione­ ro de su equipo, pulcro e integrado en la élite dominante. Pero no en lo que puede tener de irreductible e incognoscible.

El mensaje ideológico del adulto está permanentemente sustrayéndolo a sí mismo, privándolo de su historia.

19 LA IDENTIDAD SEXUAL 3 años a quien llevé una muñeca, pues había ido a visitar a su madre. De inmediato la puso cabeza abajo, le separó las piernas y, tras quitarle la braga, la tiró a un Hasta el siglo presente, falocracia mediante, se impuso la falsa idea según la rincón diciendo: “Es fea.” - “ ¿Y por qué es fea?” - “No tiene botón.” Primero cual las niñas, frente a los chavales, sólo experimentan su diferencia sexual como creí que estaba hablando de los botones a presión que cerraban el vestido y el pele­ una falta de pene. ¿En qué momentos de su evolución chicas y chicos descubren su le de la muñeca. En absoluto. No se trataba de esos botones. Me mostró la entre­ identidad sexual? pierna desnuda. —“ ¡Ah!, ¿tenía que tener un botón en el cuerpo?”- “ ¡Yo, tengo tres!” fie refería a su aparato genital, los botones de sus senos y el clítoris. Poste­ Son dos experiencias bien diferenciadas en los niños y en las niñas. Las madres riormente, como médico, oí a muchas chiquillas hablar de los “tres botones, uno pueden observarlas tal como lo he hecho yo. Es igual para los chavales de hoy y de abajo, con un agujero” , y los otros dos “en los pechos” . " mañana, igual que ayer fue para mi hijo Jean. No cabe duda de que es el contacto mamario el que despierta en las niñas la Hasta ese día, Jean. .. sabía perfectamente que la hinchazón de su verga a conciencia de no ser del sexo opuesto, mucho antes de ver a un hermanito o primo ¡AAfcCtóX) menudo iba acompañada por ganas de hacer pipí. Entonces orinaba y su pene i .. desnudo en la playa o en el baño.Es un error de los hombres haber pensado que las quedaba tranquilo. Jean no necesitaba más para encontrar una relación entre el C C l<)t) niñas, no poseyendo pene (que para los chavales es ante todo su “pipí”), no sienten fenómeno eréctil y la función urinaria. la existencia de su sexo, asociado por ellas de entrada al placer independiente de la Pero de pronto -acaba de cumplir 29 meses- constata un cambio extraordina­ iA a 'O - 0 necesidad y ligado al deseo, mientras que en los chicos el placer eréctil peniano está rio: su colita está levantada, Jean cree que va a hacer pipí. Pero mientras está tur- ligado al placer de aliviar una necesidad antes de descubrirlo independiente de él. gente no pasa nada. El incidente se repite. Si la erección cesa, el niño puede orinar. Y 'r Las chicas superan rápidamente la angustia de no tener pene por la certeza de Es la primera vez que presiente, sin tener palabras para expresarlo, que su verga tener senos muy pronto, con lo cual, para ellas, la ausencia o el retraso de desarro­ puede tener una actividad extraurinaria, una vida propia. Jean está haciendo la llo mamario suele ser dramático. Su hipertrofia también las hace sufrir. experiencia de todos los chicos de su edad. Entre los 28 y los 30 meses el bebé de Un chico puede mirar el sexo de una chica sin reparar en la diferencia, hasta sexo masculino descubre la erección del pene disociada de la micción, momento en los 2 años y medio. Comienza a ser muy sensible a ella cuando, en el momento de que despierta al conocimiento de su identidad de varón. f . la micción, observa las variaciones de volumen que su sexo experimenta. Le asalta Las chicas descubren su identidad sexual interesándose por los “botones” de el miedo a la mutilación. La erección cesa. ¿Volverá? ¿Perderá él su pene eréctil? sus senos y por el “botón” de su sexo, semejantes al tacto, y tocándolos. La mastur­ 3 0 Este miedo no es sino una proyección más tardía de la angustia-de castración pri­ bación de esta zona erógena es el signo más indiscutible del momento de su historia mitiva. en que tienen la revelación de la gran diferencia. 6f^cVí\ La angustia de castración obedece al hecho de que, para tragar, trituramos. Siendo yo una joven médica externa en Bretonneau, mientras cambiaba los Hay una representación inconsciente de este hecho. Es una angustia de partición vendajes de los pequeños quemados observaba que las niñitas se frotaban nerviosa­ que se fija en particular a aquello que “rebasa” las partes protrusivas del cuerpo. mente la punta de los senos para soportar mejor el dolor. Los vendajes de las que­ Los egipcios sujetaban al cuerpo los brazos de los muertos para que su ser fuese maduras son dolorosos. Cuando hay injerto de piel, la manipulación es aun más entero al reino de las sombras. Para que todo el ser del niño prosiga su evolución, delicada. Como yo no era torpe -había adquirido esta habilidad en mi primera éste tiene que tener conciencia de preservar la integridad de su cuerpo. Esto en el experiencia como enfermera-, si no estaba en la sala, me llamaban. Un día, acudo niño no se produce naturalmente. Si se le ponen guantes, pierde noción de dónde así a la cabecera de una chiquilla de 6 años, y al comenzar a humedecer la venda están sus dedos. Ya no tiene la referencia de los ojos, que predomina en el niño para despegarla veo -y a no era una sorpresa para m í- que la niña se acaricia los vidente. Hay que palpárselos para que se los represente y los deslice uno por uno en pezones eréctiles. l^a supervisora, que había estado mirando para otra parte, se da cada dedo del guante. (Se le pondrán los guantes cuando esté distraído y mirando cuenta y amonesta severamente a la pequeña. “Te he visto y no volverás a hacerlo. para otra parte.) Asimismo, cuando se le prueba un zapato, el niño hace una pelota Puerca.” Me dio un trabajo enorme calmar su indignación. “Le duele, necesita un con el pie: ha “perdido” su pie. Es la pesadilla de las vendedoras de calzado. Si no alivio. De esta manera se acuerda de que tuvo una mamá que le daba el pecho.. .” tiene por lo menos 6 años, el niño se escabulle, le riñen, la madre se pone nerviosa. —“ ¡Anda y a ..., excusa que valga, no quiero niños cochinos en mi servi­ Muchas empleadas me agradecen haber puesto fin a su suplicio indicándoles el cio!” , así se encolerizaba esta funcionaría de la Asistencia Pública, que no quería ■e( modo de empleo: haced que el niño se arrodille antes de probarle los zapatos nue saber nada de la búsqueda de la libido primitiva como autoanalgésica. w b vos. No ve entonces sus pies, se interesa en otra cosa y se deja calzar. Cuando yo estaba en análisis, quedé asombrada ante una chiquilla de menos de líO La angustia de castración del chiquillo no se expresa únicamente en el miedo

2 0 21 de que caiga su pene sino también por la aprensión ante toda idea de mutilación, como la de perder los dedos. La chica de menos de 3 años, ante el pene de un chaval puede suponer que ella ha tenido uno, y siente también ese temor de un nuevo menoscabo en su integridad física. Nadie resuelve nunca la angustia de castración. Es lo que alimenta nuestro sen­ timiento de la muerte. De partición en partición, es el desmembramiento para la última anulación carnal, soporte de nuestra existencia que lleva el nombre de muer­ te. Hablar de ella es tranquilizador.

Entre los negros, no hay adulto que no le diga a un pequeño -antes de la inicia­ ción—: "Te agarraré la colita y te la cortaré.” Esto forma parte de los ritos de buena convivencia: No es que el niño crea en la amenaza, pero le satisface que le hablen de su sexo.

Entre nosotros se suele exclamar: “ ¡Eso no se debe decir, es traumatizante!” Depende de la manera de decirlo. “Es una broma.” Poner palabras en la angustia que existe en todo chaval es saludable.

¿Quién sabe por qué una niña atrapa lo “femenino” de su padre o un chico lo “masculino” de su madre, según expresión de ciertos psicólogos? Circunstancias especiales que se han olvidado, hechos de la primera infancia que quedaron relega­ dos y que no vuelven a surgir sino en un psicoanálisis ulterior, pueden favorecer los trastornos de la conducta sexual, las ambigüedades, la confusión de identidad, el miedo a la mujer-madre, etcétera.

Me llamó una madre que se siente atemorizada por la violencia de su hijo ado­ lescente. Dice que en la calle ataca a las mujeres parecidas a ella. También me informa que el adolescente le levanta la mano si ella se ocupa de su hija. “Mi herma­ na es mía.” ¿Repite él eso desde que es chiquito? —“Sí, efectivamente.” A este niño le faltó ciertamente que su madre lo reprendiera la primera vez que le oyó apropiarse de su hermana. Y el padre con su actitud no supo lograr que su hijo respetara a su mujer ni en palabras ni en conductas, ni supo prohibírsela sexualmen- te lo mismo que a su hermana, como “mujeres con quienes él no tendrá jamás relaciones sexuales” , así como él, su padre, nunca las tuvo con su propia madre ni con su hermana, abuela y tía paternas de sus hijos. Lo no dicho prolonga peligrosamente el equívoco del incesto. Lo importante es decirle a un chaval que no puede ocupar el lugar del padre y que hay relaciones de pareja entre sus padres a las que no puede aspirar y que él conocerá a su vez con una mujer que no será su madre. Hay preguntas que permanecen desgraciadamente sin respuesta durante años y se enquistan en una ambigüedad vergonzante o sagrada. Es sagrado, no se toca.JLa prohibición del incesto J ebe sgr,explicitada en respuesta a la “pregunta muda” que [de^ repetirse bajo diversas forma? y querían tas niadres no saben ó ir A

22 P. niña que se masturba las puntas de los senos plantea la “pregunta muda” . Y también se trata de ésta si coge el bolso y los zapatos de mamá y se pasea diciendo: “ ¿Cómo es que me haré mujer si soy chata y no tengo colita como los chavales?” Las niñas creen que las madres sí tienen. Pregunta muda del chico que se disfraza con las cosas de su madre: “Cuandp sea grande, ¿seré mujer como tú, también yo llevaré bebés en mi panza?” No hay que dejar pasar la ocasión de nombrar su sexo: “Nunca serás una mujer. Si quieres jugar al mayor, ¡ponte los zapatos de tu padre!” Esto me recuerda a una chiquilla de 4 años y medio que decía: “Cuando sea abuelo, haré esto y aquello con mis nietitos." Había dejado atrás el estadio de no saber que era una chica. Pero nadie la encaraba diciéndole: “Cuando seas vieja serás una abue­ la, y esto sólo si has tenido hijos que a su vez han sido padre o madre y no simple­ mente porque has envejecido.” La ambigüedad del dejar hablar puede detener el desarrollo sexual. Todo niño puede seguir divirtiéndose imitando a niños y adultos del otro sexo siempre que esto sea un juego, no un proyecto. No se explica esta diferencia a los niños. Así como las necesitan para compren­ der por qué no se deben tocar los enchufes, necesitan palabras que aclaren las contradicciones entre la tentación que seduce al espíritu y su peligroso cumpli­ miento.

SEXUALIDAD INFANTIL: EL MURO DEL SILENCIO

Después de la última guerra, una engorrosa pregunta vino a atormentar a los educadores de las altas esferas: ¿Daremos o no información sexual en el marco

Me tocó asistir a una reunión oficial organizada en la Sorbona. La perspectiva trastomabairdos-inspectores de enseñanza, quienes veían un solo remedio para calmar, los^ardores. de la prepubertad. Uña única medida se impone: extenuar a todos estos jóvenes con trabajo intelectual y ejercicios físicos para que no les queden fuerzas ni tiempo para masturbarse de noche en los dormitorios. La fatiga mental y física expulsará las fantasías asociadas a las pulsiones genitales, los lazos afectivos y sensuales entre niños o entre niños y adultos, heterosexuales u homo­ sexuales. Ultima carta de triunfo de Jules Ferry, cuya ética educativa encontraba aquí su apéndice. ? En última instancia, este remedio forzado obedece a la lógica concentraciona- ria: en los campos de concentración las raciones son escasas adrede, para que los deportados queden tan hambrientos que no piensen más que en comer, en vez de pensar en sus relaciones interpsíquicas. Quienes están agotados y amenazados de muerte si paran de trabajar, no tienen tiempo para esos intercambios. El medio para explotar el trabajo .del hombre es utilizar su energía, o sustraerla. Volviendo a los institutos de segunda enseñanza, la idea de corregir la pedago-

23 al orden del cuerpo, de la comida, al mismo tiempo que todo lo que hay de más gía de Jules Ferry introduciendo la información sexual no hizo otra cosa que aña­ trascendente, ya que Gargantúa nació “de” la oreja de Garganelle; “de la oreja” , dir un ejercicio retórico más, con un discurso despojado e impersonal sobre la cues­ no “por la oreja” materna. Nació de la palabra que su madre oía. Nació por el len­ tión. A una edad en que se está bajo presión y fantaseando, no todo se resuelve en guaje. . . a la humanidad. Y del lenguaje hizo palabras, hizo el regocijo de todos en términos de biología. común, y que no tienen nada erótico que ocultar. Es una erótica para el goce del De cualquier manera, esta información aparece mucho más tarde. Porque grupo. desde nuestra llegada al mundo la sexualidad tiene una importancia enorme: y no cesa de expresarse en el niño, día a día, con el vocabulario fleT cuerpo. Las pulsio­ _No hav meior nrenaración para la información sexual que ser iniciado desde la nes genitales generan una comunicación interpsíquica que es permanente entre los primera infancia en el lenguaje de 11 vida, que dacúenta, por medio.de la metáfora, 'léreTTmmáiños desde el inicio de sus vidas. Son proyectadas en un lenguaje, pero en dé~todásTas funciones del cuerpo. Hasta en una casa moderna llena de aparatos, un lenguaje a nivel de nuestro desarrollo. En la etapa de la pubertad, cuando sale a quedan restos de ese lenguaje metafórico; por ejemplo, complementamos unos obje­ luz el sentimiento de la responsabilidad, el psiquismo, que es una metáfora de lo tos con respecto a otros para que cobren su sentido: la parte macho y la parte físico, estaría máduro para la responsabilidad de un acto sexual que implica reso­ hembra de los enchufes; la ventana que se abre gracias al pestillo y que se cierra nancias emocionales afectivas, sociales y psicológicas. Pero para arribar a este gracias a la correspondencia del objeto penetrante en el objeto penetrado. Todo esto estadio habría hecho falta, desde la infancia, haberlo considerado simplemente es una metáfora de la sexualidad productora de cohesión y, tras esto, creadora de como un hecho, ni bueno ni malo, motivado por la fisiología humana, y luego como placer, felicidad y también de utilidad cívica. una relación de intención fecundadora. Este juego creador cambia enteramente de Creo que actualmente hay dos aberraciones en el sistema educativo que hacen estilo con el sentimiento de la responsabilidad recíproca de los seres sexuados.. . que el adolescente no pueda hallar ese acuerdo con su cuerpoTjosejeFcicios fi'si- Y es preciso que esto haya venido preparado de largo tiempo atrás por el senti­ „ t j eos esiaiTehteramente centrados en la competición, y no en el descubrimientcTSel miento de la responsabilidad de sus actos.. . cosa que no se cumple: no hay en Pr^pitrcue'rpó-o' en el placer íúdico.Lo que le falta al niño escolarizado, objeto de absoluto, en el sentido de una ética estructurada del deseo, educación moral; i test, arrastrado al deporte y a los exámenes, es disfrutar con juegos dondejiay un siempre hay una educación-máscara para otro de deseos innombrados, escondidos. ganador y un perdedor que no se sintió humillado por su derrota si la partida fue ¿En qué consiste la educación cívica de los niños? Guiar a un ciego por la calle; _tmena. La segunda aberración educativa es el descuido en que se deja a las manos y ceder el asiento a una anciana; saber cómo se vota... Así se imparte la educación el empobrecimiento del lenguaje referido a su inteligencia. Se ha sustraído del cívica. . . Pero no ha habido educación en la dignidad del cuerpo y en el sentido de vocabulario todo lo que era concreto, todo lo que correspondía, o bien a las funcio­ la nobleza del cuerpo en todas sus partes, y tino no sabe cómo ocuparse de su pro­ nes del cuerpo, o bien a los objetos que se manipulan. Y cada vez más temprana­ pio cuerpo, _?n lo que respecta a su mantenimienta,._a su crecimiento, al respeto de mente. Hace veinte años, en la escuela primaria, la aritmética mencionaba realida­ sus ritmosv-hay descompensación y, con ello, desviación de las fuerzas humanas... des (balanzas, frascos, barreños, grifos. . .). Hoy, hasta en las matemáticas, casi de Todo esta debería ..ser-.objeto de información e instrucción desde la edad del pafc entrada se enseña a los niños a manipular (mentalmente) conceptos totalmente vulario. Pero no existei ha_vmna. carencia, en el ser humano, mantenida por la omi- abstractos. La práctica del deporte puramente competitivo y el lenguaje abstracto, sión sistemática de hablar de ello en la escuela, una ignorancia totaí y una incapa- muy conceptualizado desde los ocho años, no es lo que puede ayudar a un niño a cidad para asumir lo que le llega al niño de su cuerpq.^^Es desesperante.——' vivir en acuerdo con su cuerpo. Lo que aparece en la representación del niño en la naturaleza, en las artes Se tranquiliza uno la conciencia diciendo: “Ahora los niños hacen deportes.. . plásticas.. . lo que aparece también en el discurso sobre el niño es que, práctica­ Ahora hay libertad de lenguaje porque los niños pueden emplear con sus padres, o mente hasta el siglo actual, se ha separado el alma del cuerpo. Se ha codificado delante de sus padres, palabras directas.” ¡Pero es que eso no tiene nada que ver! todo, la formación del “espíritu” , en el sentido de la formación de su cerebro, pero Sirve para liberar alguna agresividad, pero no es eso lo formador. Este lenguaje no se olvida al cuerpo (cuando no caen sobre él todos los vicios, todos los pecados... es creativo. Nuestros niños ya no tienen vocabulario. Se marcha a contramano de lo todo lo que es maléfico, negativo). Se lo olvida, se lo oculta, salvo para darle basto­ que sería más favorable para el equilibrio del adolescente. nazos, latigazos, para prohibirle moverse. Se presenta a las actividades naturales del cuerpo como triviales, como un insulto al espíritu humano, como una humillación ¿Cómo explicar el tenaz oscurantismo que ha levantado un muro de silencio infligida a la especie humana. Y, sin embargo, la cultura francesa contaba con un ante la sexualidad infantil y conduce a padres y educadores de la III República a maestro del pensar que hubiese podido ser, desde la edad del parvulario, un maestro actuar como si ella no existiera? 1 1 del vocabulario: Rabelais. Rabelais sublima con el lenguaje todo lo que pertenece

25 a O j 24 s\Q CQroi ^ 1 $ 0 " > La memoria del adulto borra todo lo que correspondió al período preedípi- co. Por eso le dio tanto trabajo a la sociedad aceptar la sexualidad infantil. En los siglos precedentes sólo las nodrizas la conocían. Los padres, la ignoraban. Las no­ drizas la conocían porque vivían en un mismo nivel con los niños, a diferencia de los padres, en los medios burgueses e incluso en los rurales. Las personas que se ocupaban de los niños eran gente especial, que poseía la comprensión de un pre­ lenguaje no en palabras sino en conductas. Cuando Freud habló de la masturbación infantil los adultos pusieron el grito en el cielo, pero las nodrizas decían: “Pues claro que s í... todos los niños.” Entonces, ¿por qué no lo habían dicho? Porque para la mayoría de los adultos los niños eran como animalitos de compañía o de cría según que se los amara o no.

En sociedades como la del siglo XVII, muchos niños de clases acomodadas eran criados por amas de leche; alcanzaban fácil y precozmente el estadio de la autonomía. Cabe preguntarse si con las nodrizas, finalmente, no vivían bastante bien su sexualidad infantil, pues ellas no tenían las prohibiciones que las madres tuvieron después, en el siglo XVIII, en el siglo XIX, cuando empezaron a ama­ mantar a sus propios hijos.2 La infancia de Luis XIII, descrita por Philippe Ariés, muestra lo que puede ser una primera etapa de la vida sin prohibiciones. Hasta los seis años, los adultos se comportaban con el príncipe de una manera perversa: jugaban con su sexo, le permitían jugar con el sexo de otro y acostarse en la cama de los adultos, bromear con los adultos. Todo esto estaba permitido. Pero de pronto, a los seis años, le ponen un disfraz de adulto y acto seguido el niño debe conducirse como un adulto gobernado por la “etiqueta”.3

Sin perjuicio del trauma que podía sobrevenir, al menos se preservaba algo esen­ cial, ya que en sus primeros años de vida el niño vivió cabalmente su sexualidad, y con personas distintas de sus progenitores. Tenía más posibilidades que cualquiera de salir airoso, pese a la precocidad del disfraz de adulto que le pusieron. Su ejem­ plo sólo es válido para las clases ricas. Entonces, en los otros niveles de la sociedad, 1 ¿cómo podía el niño de esa época reprimir su deseo incestuoso y sublimarlo? Lo ' ayudaba el hecho de trabajar desde muy pequeño. Como los embarazos de las madres eran muy seguidos, el niño era rápidamente reemplazado en las rodillas de su madre, ya que llegaban otros pequeños y además, para él, las prerrogativas sensuales eran patrimonio de lo pueril, mientrás que a él se lo incluía en la lista de quienes contribuían al trabajo familiar. El niño comprendía que quien tenía dere­ chos sobre la madre era el que concebía los hijos, y que a él su inmadurez sexual

2 L'Histoire des méres du Moyen Age a nos jours, Yvonne Knibiehler, Cathe- rine Fouquet, pág. 90, la buena nodriza. 3 Ph. Ariés, obra citada, I, 5, del impudor a la inocencia, pág. 145.

26 le hacía ser suplantado por parte de la madre. El padre, o un sustituto del padre, seguía obligándolo a promocionarse durante todo el transcurso de la vida genital, fecunda, de las mujeres, porque él no era ni capaz de ser un bebé ni tampoco capaz de tener niños. Pero lo asombroso es que las chiquillas, desde los catorce años, eran objetos sexuales de vejetes. No parece que el incesto tuviese necesidad de ser dicho de la misma manera, en realidad parece que se lo retrasaba: “Cuando sea grande podré acostarme con mujeres de la edad de mi madre. . . cuando sea viejo me acos­ taré con mi hija en otra muje£ . . ” La situación de Agnés, en La escuela de las mujeres, era sin duda corriente. Pienso que el descubrimiento de Freud se produjo en un momento en que el niño ha vivido mucho más “en familia” en vez de ser criado por una nodriza o de ponerse a trabajar precozmente fuera de casa. En la familia nuclear actual, sobre todo en las ciudades, las tensiones y conflictos son mucho más explosivos, puesto que permanecen subyacentes. Hoy en día, el número de personas con quienes el niño tiene contactos es más reducido comparado con los adultos que antaño lo rodeaban. En los siglos XVII y XVIII, el niño podía transfe­ rir sus sentimientos incestuosos sobre otras mujeres que encontraban muy divertido practicar juegos sexuales con chavalines y jóvenes que no eran hijos propios. De hecho, se advierte que hoy, de algún modo, el niño que prácticamente no ve a sus abuelos, salvo en unas pocas reuniones, para una cantidad de cosas está cada vez más encerrado dentro de una tríada: el padre, la madre y el hijo único. A la postre queda apresado en este núcleo, aunque se tienda a decir, porque existe la televisión, porque existen las salidas en grupo, los viajes, que el niño dispone de un espacio más amplio. Pero esto es muy relativo. Tiene un espacio material más amplio, pero su espacio relacional afectivo se ha reducido. Para vivir los sentimientos que acompañan a las relaciones interhumanas el niño está mucho más limitado que antes; y se conecta mucho más con su progeni­ tor y progenitora, que le dan de comer y le educan. Antes, los padres por lo general ni daban de comer ni educaban, pero eran los compañeros de ritos de trabajo o de ritos de representación. El niño actuaba como ellos frente al mundo, frente al espa­ cio, y entre ellos había muchos adultos de reemplazo, para manifestar sus senti­ mientos y su sexualidad incestuosa que se desplazaba por transferencia sobre perso­ nas del entorno de los padres. También había exutorios como las fiestas de carnaval, las fiestas de máscaras. Estas fiestas concedían una permisividad de las pulsiones sexuales bajo máscara, al menos una vez al año; en ocasiones dos: Carnestolendas y mediados de cuaresma eran dos días, en la estación fría en la Europa del Norte, en que familiares y vecinos pasaban al anonimato; las máscaras ocultaban el rostro y uno podía disfrutar de los deseos sexuales, de los juegos, las fantasías y a veces de la realización de deseos sexuales, sin asumirlos, porque era Cuaresma.

Hoy, el martes de carnaval ha pasado a ser, como el día del padre, una opera­ ción puramente publicitaria, para vender pequeñas chucherías. Los adultos ya no

27 conocen festejos de desborde emocional, y ello incluso en sitios donde comercial­ mente se pretende mantenerlos, como en Niza o en el Norte con los Gilíes en Bél­ gica.4 Sin duda alguna hay una represión mucho mayor en nuestra sociedad que en tiempos pasados. También a nivel de los niños. No parece que antaño hayan existi­ do las mismas prohibiciones de juegos sexuales entre niños, excepto hermanos y hermanas, o entré niños y adultos, excepto sus padres.

En el siglo XIX existían las prohibiciones pero en la práctica había recursos, gracias a las personas laterales. Cantidad de chavales hicieron sus primeras arm-x sexuales con las sirvientas de la familia, y no sólo en los medios burgueses, «««, también en la granja. En cuanto a las muchachas, si las casaban muy jóvene- eia porque se sabía que, casadas o no, serían el objeto sexual de los hombres, y era preferible que hubiese un hombre responsable de ello, con lo que el padre concedía la mano de su hija para que quedara a salvo. Lo que resulta muy extraño para nues­ tras costumbres es que al yerno se le daba una mujer con dinero, como si fuera una carga, en vez de hacérsela pagar a él, como en ciertos países africanos dondt a la mujer hay que comprarla porque es un valor. Entre nosotros pasa lo contr ino: había que hacer tragar la píldora dando una dote. En los medios occidentales aco­ modados, el matrimonio de las jóvenes fue, hasta el siglo XX, algo del orden del proxenetismo legal. La negociación de la dote introducía en el matrimonio un matiz de venalidad. En primer lugar, infantilizaba al yerno, situándolo como alguien incapaz de mantener a su mujer puesto que ni siquiera podía darle su valor. En segundo lugar, infantilizaba a la mujer, porque parecía significar: cuestas dinero, o sea que no sirves para nada. Implicaba, también, hacer de la hija un objeto de pose­ sión de su padre al que a éste le costaba renunciar. Al dotarla, él le significaba su amor. Y, más allá de su pertenencia a otro hombre, la dote que él le había dado lo hacía presente materialmente en la pareja de su hija.

4 Véase Le Carnaval de Binche, Samuel Glotz (1975), Ed. Duculot.

2 8 )

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) “DEJAD QUE LOS NIÑOS VENGAN A MI”, O LA FUENTE DE LA CULPABILIZACIÓN ) Anteriormente al siglo XIII, los niños comulgaban el mismo día de su bautis­ mo, con la gota de vino consagrado que se les echaba en los labios. En el XIII, los ) niños varones tomaban su comunión pública a los 14 años, y las niñas a los 12. A partir del Concilio de Trento, en el siglo XVI, niños y niñas eran admitidos en la \ ; sagrada mesa a los 11 y 12 años. Pío X, quien redujo la edad de discreción a los 7 años, e instituyó la comunión privada haciéndola preceder por la confesión,1 hizo un regalo envenenado a los “inocentes” , creyendo responder así a la Palabra d? Cristo: “Dejad que los niños vengan a mí.”

Esta innovación en el culto católico fue urt^acto de perversión asociado a una neró una precocísima culpahllización del niño y una eroti- zacTOíTOe Ta confidencia Fécha a alguíeiT que sé ocultaba en la penumbra del confe­ sionario. Para recibir el sacramento de la penitencia el niño debe tener inculcado el ^sentimiento del pecado. Este niño no se sentía culpable ante Dios; desde su infan- ) r Á cia, sentía que actuaba mal cuando disgustaba aT adulto. Era feliz o desdichado (X I (L ^ según que recibiera caramelos y felicitaciones o castigos y golpes por parte de sus ) educadores. No tenía ninguna posibilidad de discriminar entre el bien y el mal y lo agradable y desagradable. Para la cristiandad de Occidente significólainaugurac-ión.de un rito que insti- tucionalizajel valor de la culpabilidad a una edad (antes del Edipo) en que el niño confunde la imaginación con el pensamiento, el deseo inconsciente con la acción, el decir con el hacer y. lo que es peor, a Dios con sus padres y maestros. Antes de que la comunión privada viniera a pervertirlo todo, se salía de la )

) ’ Véase Decreto de la Congregación para los Sacramentos “Quam singulari” , 8 de agosto de 1910. (Véanse Anexos, regla práctica I, pág. 214.) ) 29 )

) infancia con la confesión general de las faltas, en el momento de la comunión solemne, terminada la infancia; y el nido pasaba a ser un igual de sus padres frente a Dios, en el plano místico. Era también la edad de la inserción social. Por esa época, en Europa, muchos niños de 12 años se habían volcado al mundo del traba­ jo, se separaban del hogar familiar, se confrontaban con la realidad y, ante la ley de los hombres, se volvían adolescentes responsables. Era costumbre entre las familias que la víspera de su comunión solemne el niño fuera a pedir perdón a sus padres por haberlos ofendido, a sabiendas o no, durante la infancia. Después, a partir de este festejo familiar y social parroquial, participaban, las niñas con las mujeres y los niños con los hombres, en las actividades sociales. Conversaban en la mesa, tenían derecho a la palabra en familia, cosa que hasta ese momento no podían hacer. En Francia, en las familias que seguían educando a sus hijos como antes de Pío X, los niños, todavía en 1940, no tenían derecho a hablar en la mesa hasta después de su primera comunión, que era solemne, a los 1 l_ó 12 años (en el 6o curso del colegio). Estas familias cristianas desconocían la comunión privada previa. Los niños toma­ ban la primera comunión durante el primero o segundo año de estudios secundarios, y después de tres años de instrucción religiosa. Por tanto, antes de eso no había confesión; no se mezclaba a Dios en las exacciones contra la moral laica “pueril y honesta” . Y la religión no inducía por este hecho a los niños a calibrar el bien y el mal ante Dios según los caprichos o las neurosis de sus padres y educadores.

Según la perspectiva del etnólogo, el acceso al comulgatorio puede ser considera­ do como un rito de pasaje.

Antes sí, después de Pío X no. Una cosa es el sacramento instituido por Cristo, fundador de la religión, y otra el ritual que acompaña a su dación. Si se produjera a tiempo, sería un rito promo- cionante y liberador. Hay anticipación si uno y otro de estos sacramentos inducen culpabilidad en vez de confianza en uno mismo y en los demás. Confundir el sacra- ,-mento de penitencia con el sacramento de la eucaristía no es ya benéfico, pero se le añade también la confusión entre lo esencial de estos sacramentos y la contingencia de los ritos. Evidentemente, todo dependía de la forma en que madres y padres (sobre todo las madres) preparaban al niño para la autocrítica, frente a la ley de Dios y no la de ellos. Muy pocos son los adultos tutelares que dan el ejemplo a los niños que los ven vivir. Muy pocos prestan confianza a la vida que significan el hijo y su intuición; y no hablo más que de la vida del cuerpo. Muchos adultos siembran la desconfianza de sí y de los demás, el miedo a las experiencias, el miedo a las enfermedades (desde que se sabe cómo prevenir los contagios). La culpabilidad está por todas partes, hasta la de morir. Una observancia estricta en el ritual contin­ gente parecía antaño importante: el ayuno. Cuando se iba a la comunión había que estar en ayunas. Por qué no, si era liberador... Pero esto mantuvo también una cierta ambigüedad, como si la comida espiritual, mística, referida a las Palabras de Jesús, alimento simbólico de nuestra realidad humana, fuera antinómica de un bienestar digestivo. El bienestar orgánico, al servicio de nuestra realidad vital temporal y espacial, ¿no es necesario para los intercambios y, por qué no también, para la creatividad espiritual? ¿Por qué razón la comunión a partir de la edad de discreción de 7 años? ¿Por qué no de 0 a 7 años, como entre los ortodoxos? El niño participa en todo inser­ tándole sus interpretaciones mágicas del tomar y del hacer, magia de la oralidad y de la analidad. No conoce su parte de libertad en sus actos, agradables o desagrada­ bles, útiles o perniciosos, para él mismo y para el prójimo. Cuando toma conciencia de ellos, adquiere también el sentimiento del bien y del mal, que las más de las veces no tiene nada que ver con el pecado espiritual. El sentido de la falta es un senti­ miento laico. El niño advierte la imprudencia de ceder a actos que angustian a los padres y que éstos han prohibido. Se cree culpable si se lastima torpemente por perseguir una necesidad o un deseo. En la época de los castigos corporales, cuando le pegaban en la parte sensible y motriz de su individuo, no era Dios quien le casti­ gaba sino el guardián de sus bienes propios, de los que su cuerpo foimaba parte y que él había puesto en peligro. Pero desde el momento en que el niño se sentía culpable, le instruían en los mandamientos de Dios, que no se deben confundir con las órdenes humanas. Los ortodoxos practican una interrupción de dos años en la admisión del niño a la comunión, durante la instrucción religiosa que lo prepara para su comunión privada solemne. La confesión se realiza a la vista de todos, en medio del coro; el sacerdote está presente pero el penitente se dirige a un icono del Salvador. El niño no dice nada de su vida personal. El sacerdote pregunta: “ ¿Has pecado contra el primer mandamiento?” - “Sí, soy pecador”. — “ ¿Contra el se­ gundo mandamiento?” — “Sí, soy pecador... Soy pecador en todo”. Pero no tiene que detallar sus propios actos a un interlocutor curioso. Al cabo de estos dos años de instrucción, conocedor de los rudimentos de su religión, el niño es admitido a la comunión de nuevo, en medio de un pequeño festejo familiar, como un “adul­ to responsable de sus actos” . Para el niño católico las cosas son diferentes: desde los 5 años se lo somete a un pequeño catecismo. Imagina a Dios en el lugar de sus padres. En vez de un despertar a la vida espiritual, el rito es reducido a una psicolopizacrón de la mística y_-amna^xotiMetóirthr7oebrcirifFí5PniñQ.i¿nJriosJ.y yicev.ersarPara los adultos era una manera de presionar al niño amenazándolo con el castigo supremo de la Provi­ dencia, con el “pecado mortal” , ¡el Infierno! A ciertos niños les es ya difícil en­ tender lo que es pecar por acción, y pecar por omisión todavía más. Pero pecar con el pensamiento, para un niño, es algo desprovisto de sentido. El niño, a los 7 años, no sabe lo que es pensar. Pensar es un acto voluntario. Por otra parte, muy pocos seres humanos piensan (“Nadie medita” , decía Monsieur Teste). El pensa­ miento dirigido, el pensamiento que trabaja en algo como el cantor puede traba­ jar su voz, es un acto mental que no tiene nada que ver con las fantasías. El niño toma sus fantasías por pensamientos. Entonces, entre los pecados con el pensa-

31 miento y las faltas por omisión, ¿qué diferencia puede concebir? De esto sólo retiene el miedo al pecado mortal. ¡Este decreto de la Iglesia católica culpabilizó inútilmente a todas las generaciones de nuestro siglo, en nombre del mismo Jesús a quien supuestamente los niños podrían acercarse! El, que ha venido para los malvivientes, para los pecadores, para los inmorales, para quienes están fuera de la ley o que al menos son juzgados como tales por los defensores del orden. Y qué decir de la culpabilización del cuerpo p de las actuales exigencias de relacionarse Ttrera-dd'medio familiar impuestas a la llegada de la pubertad, con la explosión vital ije la adolescencia- qué decitjie lamasturbacíoñvivida como un fracaso, como un recursoprudencial para salir deTpaso7~¿pur 'qúeUéclaratla pecado ante Dios? ¡También se podría llamar pecador al atleta qué.TTumillado por su impo­ tencia, ño pasa la barra que se había empecinado en saltar! i

: pec& do, tzí?

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32

% Capítulo 3

MEMORIAS DE LA INFANCIA

EL ANGEL, EL ENANO Y EL ESCLAVO O EL NIÑO EN LA LITERATURA -

En la literatura medieval de Europa occidental, el niño ha ocupado el lugar del pobre, cuando no del apestado, del paria. Esta fue la voluntad de la Iglesia. Los textos de los clérigos recuerdan que el niño es un ser del que hay que desconfiar, porque puede ser asiento de fuerzas oscuras. El recién nacido_nertenece todavía a la especie inferior y afín ha de nacer a la vida del espíritu. Carga con la maldición del hombre^ejtptrtsádo del para-feo^-Eaga por los vicios de los adultos como si siem- pre fuera fruto del pecado. Los términos que se emplean a su respecto son des­ preciativos y hasta injuriosos. Largo período de desgracia que se explica por el hecho de que el niño es bautizado tardíamente. Aun cuando se lo bautizará sistemá­ ticamente, se dice que el sacramento del bautismo ho borra el pecado original. A este oscurantismo sucede el humanismo del Renacimiento, que va a poner fin á la desgracia de los retacos de Dios, que están en el purgatorio cuando no en el infierno de los inferiores, domésticos, siervos y animales. M. Alcofribas a la cabeza, con su genial parábola de Gargantüa quien, por el poder del verbo, nace gigante. Se pide al adulto que recupere el espíritu de la niñez. Espíritu de infancia que, en el siglo XVIII, pasará a ser la primera de las virtudes cristianas. La Iglesia, que en un princi­ pio arrojó a la cría del hombre a las tinieblas, la rehabilitará en las conciencias. “El Evangelio nos prohíbe despreciarlos (a los niños) por la alta consideración de que hay ángeles bienaventurados que los protegen”, Traité du choix et de la méthode des études, Fleury, 1686. “Sed como niños recién nacidos”, recomienda Jacqueline Pascal en una oración incluida en el reglamento de los pequeños pensionistas de Port-Royal (Reglamento para los niños, 1721).

Es posible que el culto del Niño Jesús haya preparado y facilitado esta rehabili­ tación. En cualquier caso, marca una etapa, una primera conquista. El pesebre fue inventado por san Francisco de Asís, a comienzos del siglo XIII. Antes de él, no había cuna del niño símbolo. Angel o demonio, era criatura aérea o permanecía en

33 sus ascuas. El niño símbolo está entre el cielo y la tierra, entre dos sillas de beatos, acostado entre dos reclinatorios. Es, bien uri ángel caído, bien el héroe futuro. Otra causa histórica de la rehabilitación del niño fue el culto de los principitos. Comenzó en pleifa guerra de religión. Durante el enfrentamiento entre católicos y protestantes, Catalina de Médicis se propuso dar la vuelta a Francia en su carroza exhibiendo a la muchedumbre al nuevo rey, Carlos IX, quien entonces tenía diez años. Fue en 1560. Cuando Luis XIII es aún un niño, se le trata realmente como al niño rey. La corte cuida de su popularidad como jamás se lo había hecho con un infante. Todo lo que concierne a la condición del niño y a su lugar en la sociedad, es cíclico. Pero la dialéctica del discurso de que es objeto es mucho más compleja y sutil de lo que las dominantes permiten creer. Por tanto, no se puede afirmar que en la Edad Media no exista el niño símbolo de inocencia y pureza. Si bien no ocupa la primera línea en el discurso literario, existe en las canciones populares, en los cantos de Navidad. En el siglo XHI el repertorio lírico celebra la maternidad. Cierto es que estas dominantes fuerzan el rasgo hasta el extremo, y desfiguran las cosas al ocultar todos los otros momentos dialécticos, al dejar en la sombra las otras facetas. Pero no son pura ficción, juicio arbitrario carente de fundamento. Cada una de las dominantes recuerda al hombre que, a finales del siglo XX, puede aspirar, ya que no a captar el fenómeno en su totalidad, al menos a conocer el misterio en su compleji­ dad y respetarlo, una de las componentes de la realidad del ser humano en devenir. El juicio dominante de la Edad Media revela que el consenso de estos siglos quiso retener ante todo la maleabilidad, la plasticidad de la infancia y la influencia del medio, de la educación sobre los jóvenes cerebros; el niño es un perverso en estado latente. Sólo la religión lo salva. Es la corriente de pensamiento que prescri­ be Fenelón con su Telémaco, racionalizando y laicizando el juicio de los hombres de la Iglesia: el niño debe ser enteramente modelado por la educación para no resultar un perverso. Rousseau inventa el postulado: el niño nace como el buen salvaje, quien lo pervierte es la sociedad. Lenín retomará para sus pequeños pione­ ros el modelo de Telémaco. El ciclo reproduce incesantemente estas contradicciones internas. Pero antes, los románticos toman el legado de Rousseau. El Emilio de Rousseau abre el camino a la pequeña Fadette* y a Pablo y Virginia2. A principios del siglo XIX, según la dialéctica dominante, el angelismo sale vencedor y pasa a un primer plano. Todos los poetas románticos cantan al niño. Pero la representación que hacen de éste es pueril. El niño está mal encarnado, muy poco corporizado. No es sino un frágil espectro que evoca el origen divino del hombre y el paraíso perdido. El recuerda al adulto la pureza primitiva, el aspecto más noble y más carismático de la condición humana. Los novelistas del siglo XIX buscan situar al niño en su medio social y dramati-

' De George Sand. 2 De Bemardin de Saint-Pierre.

34 zan la desventura de su condición. El niño es víctima de la sociedad, desde chivo emisario a mártir, y asciende tramo por tramo su vía crucis.

Aunque se conmueva con la infancia, aunque considere al niño un personaje de novela, la literatura del siglo XIX ofrece de él una representación sólo social y moral o bien hace una recreación poética del verde paraíso perdido o de la ino­ cencia escarnecida. Es nada más que un discurso adulto sobre lo que se ha conveni­ do en denominar “el niño”. Romanticismo obliga, los autores, compadecidos por las víctimas de un orden establecido, lo ponen en escena según una visión sentimen­ tal y humanitaria: Gavroche, Oliver Twist, David Copjperfield. Pero dejan a un lado el mundo imaginario de los primeros años. La subjetividad sigue siendo la de los adultos que idealizan su propia juventud. Revancha del escritor libertario sobre los

DERECHO DE VIDA O DE MUERTE

En Germania, en tiempos del Imperio Romano, la sociedad sólo parece haber otorgado al padre derecho de vida y muerte sobre el hijo en el momento de su nacimiento y antes de la primera lactancia. En Roma, las decisiones de los magistrados tenían fuerza de ley y ponían límites a la patria potestad, que era un derecho de facto. En el siglo II d.C., Adriano condenó a un padre de familia a la deportación por haber matado a su hijo, culpable de adulterio cometido con su suegra, circunstancias empero muy desfavorables para la víctima. A comienzos del siglo III d. C., los jueces exigieron que los padres no diesen muerte a sus hijos sino que los sometieran a juicio. A comienzos del siglo IV, según términos de una constitución dictada por Constantino, el padre asesinó debía sufrir la pena de infanticidio (L. unic., C., De his parent vel. Lib. occid., IX, 17). En el siglo VI, el Código de Justiciano pone fin al derecho de vida y muerte (IX 17, ley única, 318).

INFANTICIDIOS

En los procesos por infanticidio, pese a su impresionante número, es difícil deslindar una ética de la jurisprudencia. El asesinato de un recién nacido, ¿se paga menos caro que el de un niño más grande? ¿Impresiona más al Tribunal el “modo operatorio” (sevicias, veneno, cuchillo. . .)? Pareciera que el infanticidio seguido de una tentativa de suici­ dio del criminal aceptara esta circunstancia como atenuante. Ejemplos. En 1976, Jocelyne L .. ., de 30 años de edad, mata a su hijo de 10 años e intenta suicidarse: es condenada a 4 años de reclusión en 1977. En 1975, Eliane G. sumerge en agua hirviendo a su hijo de 2 años: reclusión perpetua.

35 SEVICIAS GRAVES

Los magistrados parecen optar por una menor severidad de las penas, esti­ mando que la sanción penal de los padres culpables no resuelve el conflicto con el niño víctima. Obsérvese que los niños mártires carecen de defensa legal (un abogado que los represente). En materia de malos tratos infligidos a niños por sus padres, la impunidad es más frecuente que la represión. El silencio del medio circundante tapa los actos del o los torturadores. Los que dan la alerta son el médico, la asistente social, a veces un vecino. Los golpes y heridas por sevicias reiteradas tienen mayor sanción que las oca­ sionadas por un “correctivo paterno”, muy a menudo excusado como acci­ dente lamentable. La violación de un niño por el padre o el abuelo es ocultada casi siempre como secreto de familia. Si llega a intervenir la justicia, tiene dificultad para distinguir entre la relación sexual por coacción y el acto de violencia del vínculo por resignación y con complicidad del medio circundante.

clérigos, ellos argumentan lo contrario que la Iglesia: nacemos sin pecado. La que pervierte es la sociedad. Con el exaltado naturalismo reaparece la ambivalencia. Otra vez queda en tela de juicio la bondad natural del niño. Demostrando que se adapta con suma facili­ dad a medios que suponen peligros para él (Dickens, Hugo), haciéndolo andar por las calles y sentirse en ellas como pez en el agua, el novelista revela sus cualidades de maña y astucia, sus dotes de imitador lo mismo de los vicios cuanto de las virtu­ des de los adultos, sus tretas, su simulación, su capacidad para vivir en la violencia y de la violencia social, su amoralidad. El niño es perfectamente apto para la margi- nación, y el hambre o la necesidad de protección lo disponen cómodamente a la complicidad con la delincuencia. En la visión naturalista (Zola), el niño ya no es un personaje que el novelista quiere adornar y gratificar a toda costa. Se pretende mos­ trarlo tal como es, lleno de vida, pero ni bueno ni malo. El hombre pobre y des­ nudo en miniatura, la humanidad sufriente resumida. Algunos hasta recargan el modelo natural prestando a los chavalines de la calle todos los vicios, como si quisieran dar razón a los clérigos de los siglos pasados y adoptaran su misma actitud negativa frente a los huérfanos de Dios.3 Jules Vallés (l’Enfant) rompe con el melodrama naturalista sobre la endeble criatura, eterna víctima infantil. Víctima, sí, pero ni resignada ni pasiva. A la defen­ siva. Suena la hora de la revuelta. La insurrección de la juventud conoce sus prime­ ros sobresaltos durante la trágica utopía de la Comuna. El niño de Vallés en las barricadas prosigue la escalada cuya primera piedra había inaugurado Gavroche.

Marina Bethlenfalvay: Les visages de l’enfant dans la littérature francaise du XlXe siécle, esquisse d ’une typologie, Ginebra, Librairie Droz, 1979. *

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) En este aspecto nuestro siglo XX no habrá de inventar nada. Acelerará el tiem­ po reproduciendo el mismo ciclo dialéctico, a tal punto que todos los temas domi­ nantes o latentes de la Edad Media al posromanticismo serán utilizados una y otra vez por los escritores, en dos generaciones. El existencialismo asume la sucesión del naturalismo con otros términos. En Las palabras de Sartre, el narrador recons­ truye sus años de juventud como un conjunto de actitudes y de poses fotográficas ante los suyos. El niño camaleón adapta su comportamiento al de su entorno, para manipularlo o para vivir en paz. El espectáculo que se le impone lo enajena tanto que se busca modelos y no logra otra cosa que imitar. En toda esta tradición literaria y sus rebrotes, sólo la conducta social del niño es tomada en cuenta, estudiada, descrita. La única novedad, en Sartre, es que trata de ser neutral. Opuestamente, hay precursores, marginales que dirigen a la infancia otra mira­ da: de este lado duerme la imaginación sin poder, la creatividad que crece en el desierto, y todo el problema es impedir que los adultos la asfixien. Pero ¿cómo? ¿Quién se interesa por el consciente y el inconsciente de los primeros años, por el imaginario de esta soledad tan desesperante como promisoria? ¿Quién explora estas galerías, estos pozos, estas fuentes naturales como un universo subterráneo, invisi­ ble pero real? ) Tom Sawyer, Huckleberry Finn, de Marc Twain, son una primera manifesta­ ción del descubrimiento del niño como ser humano tomado por sí mismo, inten­ tando iniciarse en la vida a través de sus propias experiencias.4 Finalmente llega Isidoro Ducasse. En los Cantos de Maldoror, la metáfora no se deja descifrar con facilidad, pero Lautréamont nos ha brindado el más penetran­ te documento escrito en lengua francesa sobre la subjetividad del. niño. Pero el lenguaje es iniciático. Sólo se accede a él mediante la intuición poética o con la inteligencia del psicoanálisis.

Una novela autobiográfica brasileña señala un giro decisivo en el discurso lite­ rario sobre el niño: Mi planta de naranja-lima de José Mauro de Vasconcelos. El árbol es el confidente de un chiquillo de cinco años. El relato posee una extraordi­ naria fuerza instintiva. Me pregunto' cómo pudo un adulto recordar y expresar tan bien todo lo que sintió a esa edad. Narra el duelo de toda la vida imaginaria de sus primeros años -cuando se trata de esta edad la literatura occidental es muy pobre- durante una enfermedad que hubiera podido llevárselo. Escribe desde el punto de vista de la subjetividad del niño que él fué, su propia subjetividad memorizada, algo así como un completamiento diferente de la subjetividad adulta, su propia subjetividad de escritor. Subjetividad actual que ha pasado por la castración. Adop-

. Max Primault, Henri Lhong y Jean Malrieu: Tenes de l ’enfance. Le mythe de l’enfance dans la littérature contemporaine, París, P.U.F., 1961.

37 lando un padre simbólico abandonó el mundo imaginario animado por su árbol -que representa su vida simbólica- para aceptar el mundo de la realidad. Resuelve la crisis edípica mediante una fijación homosexual infantil sobre un anciano casto a quien aína como a un abuelo ideal y que se torna sostén de su evolución. El hombre muere en un accidente cuando estaba a punto de adoptarlo. El niño realiza de este modo el descubrimiento de la muerte, que marca para él el fm del mundo de lo imaginario y su entrada iniciática en otro mundo donde todo es comercio y lucha por la vida. La prueba se cumple absolutamente fuera de la moral o de la contesta­ ción social. No hay rebelión. En literatura, Mi planta de naranja-lima es una obra marginal, que llega hasta el alma, ilógica y poética, diferente de todas las novelas de costumbres o de crítica social que ponen niños en escena. Vivir a esta edad es vivir como el héroe de Mi planta de naranja-lima. Y, posteriormente, vivir como adulto es algo completamente distinto: es aceptar la muerte. En Europa no hallaría su fuente de inspiración un testimonio semejante. El niño está demasiado encuadrado por las instituciones. En el país del autor, los niños no van a la escuela desde los tres años, tienen a sus padres pero se ven con quien quieren. Su existencia es un poco salvaje. En la literatura de recuerdos, en los trabajos de memorias, el niño no es más que proyección del adulto. Al llegar a la adolescencia proyectamos nuestra infancia sobre otro individuo que no tiene nuestra historia y a quien le interpretamos lo que vive en función de nuestra propia historia, o más bien de lo que nos queda de ella, en estado consciente. No hemos sido, en nuestros primeros años, lo que proyectamos más tarde. Y nunca podremos ser totalmente verídicos sobre nuestra vivencia infantil. Si así nos traicionamos a nosotros mismos, ¿cómo íbamos a respe­ tar la subjetividad de los otros niños? Esta anulación del otro, si es un niño, es ine­ luctable. Forma parte de la represión de los afectos de este período. El sacrificio del mundo mágico en provecho del mundo racional es una etapa tan real como la pérdida de los dientes de leche. Forma parte de la castración del ser humano. El niño reproduce el ciclo de la humanidad desde sus orígenes: cree en la razón mágica, mientras que nosotros nos sometemos a las leyes de la ciencia, que lo explica todo de manera racional. En el lenguaje sigue siendo un enano. Es impo­ sible abstraer a un niño de la etnia en la que ha nacido. Pero lo nuevo para nosotros los occidentales es que la etnia descubre modos de comunicación y técnicas a las que el niño se adapta con mucha más rapidez que los adultos. De ahí la inversión de las relaciones hijos/padres. Se lo comprueba en las guerras: los adultos les temen y los niños —ya sea que sobrevivan o que mueran poco les importa—, se meten de lleno y con todas sus energías. Pero llega un momento en que ya no se puede vivir así, y es cuando se experimenta el sentimiento de la responsabilidad por el próji­ mo en un mundo de la realidad pensada y prevista; tenemos que idear las leyes de la realidad. Y descubrir el miedo y el peligro. El niño es una persona que por su estado no tiene en cuenta su historia, ni la experiencia del paso de la despreocupa­ ción impaciente de la infancia a la responsabilidad de la pubertad asumida. En el

38 fondo, el niño es como un sonámbulo. El sonámbulo no.se cae del tejado, pero una persona despierta, que toma conciencia del vacío, comprende el peligro del riesgo, se asusta y cae. Y los adultos se lo pasan queriendo despertarlo. No hay que desper­ tarlo demasiado pronto, y , al mismo tiempo, no es posible no despertarlo un día, porque él forma parte de una etnia que fatalmente lo despertará. Iniciarlo demasia­ do precozmente le hace perder potencialidades. De todas formas, en todos los seres humanos tiene lugar, tarde o temprano, una mutación. En Mi planta de naranja-lima, el encuentro entre el anciano y el niño es capital. Ambos parecen vivir algo juntos y pueden comprenderse: el viejo ya no tiene una vida sexual erótica, y el niño todavía no la tiene, y los dos viven su am or.. . un amor entre aquel que va a morir y aquel que acaba de dejar el limbo. Un libro precioso da cuenta también de la relación auténtica entre el pequeñín y el adulto: Les dimanches de Ville-d’Avray. La sociedad no acepta esta inocencia. Y, sin embargo, qué fundamentales son este intercambio, esta vida que se dan uno al otro esos dos seres mediante una comunicación simbólica y casta. El campo imaginario de la infancia es absolutamente incompatible con el campo de racionalidad a través del cual el adulto asume su responsabilidad sobre el niño. Testimoniarlo auténticamente, sin proyección del narrador, sin repetición de tópicos, sin referencia a un modelo social, fuera de toda moral y de toda psicolo­ gía, y sin intentar hacer poesía con ello es, en última instancia, “intraducibie” para el adulto. Entonces, la verdadera literatura, ¿será la que escribiría un niño (como Anna Frank, pero ella no relata sus primeros años)? Habría que animarlo a eso. No se parecería a la literatura escrita para gustar a los niños. Pero aunque no interese al vecino, tal vez sería una terapéutica de la escritura. Cumpliría la Palabra de San Pablo: “Cuando yo era niño, hablaba como un niño...” (Epístola a los Corintios). ¿No tendría valor de testimonio? Mi planta de naranja-lima prueba que esta tentativa de reconstruir y recrear la subjetividad de la infancia es comunicable, y al mismo tiempo posee un gran valor literario. Si florecieran trabajos de este género, a diferencia de todos los novelistas conocidos que se sirven de su infancia bajo el prestanombre de un héroe para contar una historia, parafrasear un mito o saldar sus cuentas en un planfleto social, ¿no contribuiría esto a desarrollar en el lector el respeto por la subjetividad del niño? ¿El presentimiento de que en los primeros años de nuestra vida vivimos una experiencia sensorial e imaginaria sin relación con lo que se proyecta más tarde? Puede ser, pero forma parte de la evolución normal de cada individuo traicionar y deformar algún día su propia subjetividad.

Hasta el siglo XX, el niño sólo aparece en la literatura dominante como un símbolo de la debilidad fundamental del hombre, ya sea positivo: es un ángel caído; ya sea negativo: es un pequeño monstruo. . . es realmente el patito feo; sólo el humanismo puede salvarlo. En los cuentos y leyendas, y en las canciones, encontra­ mos ya, o bien al niño malvado, o bien al niño angelical.

39 La tradición popular reúne en colección todos los clisés establecidos por siglos de hábitos y prejuicios y que sirven para distinguir a los niñitos de las niñitas. Estas son imitación de las mujeres, y los niñitos, imitaciones de hombres. A-unos y otras se les indica el camino a seguir para no echarse a perder. Se considera al niño como un ser inmaduro, como un ser inferior, sin que exista una clara línea diviso­ ria entre niño y niña. Entonces, ¿cuándo aparecen los personajes de niñas en la literatura? Es indiscutible que, hasta el siglo XX, los pequeños protagonistas mascu­ linos son mucho más frecuentes que los femeninos. En los cuentos y leyendas, Caperucita Roja podría ser, en último extremo, un chiquillo, salvo que el lobo se la come y que finalmente el lobo es un viejo sátiro. Pero se sabe que un niñito también tiene motivos para temer a los sátiros. Durante mucho tiempo los personajes femeninos de la literatura novelesca se limitaron a personificar a la madre del niño, o a la joven casadera, a la mujer madre o a la mujer futura. Parece haber sido preciso vencer más que la inercia, el rechazo de toda una sociedad, para que la chiquilla entrara realmente en la literatura como personaje principal. Se entiende que el niño de los cuentos no esté sexualmente diferenciado cuando no es un varón típico, porque es una emanación de una socie­ dad conducida por hombres, cuando no profundamente misógina. Hay que recono­ cer que la mayoría de los escritores son hombres. George Sand fue una vanguar­ dista. En Francia, La pequeña Fadette es la primera heroína con faldas. Les Petites Filies modeles, bajo su manto rosa, introduce la ambigüedad erótica en el perso­ naje. Sophie es la nieta de Justine. La Condesa de Ségur no escribía para los adultos, sino para sus nietos. No consideraba que su obra fuese literatura. Sólo ahora se dice que es literatura. Está un poco en la línea de los cuentos cuya moraleja debe inducir al niño a aceptar la norma, pero el tema del sadismo está muy presente; éste es, por lo demás, el punto más original: hay toda una tradición educativa de la novela escrita para los jóvenes con el fin de indicarles el camino a seguir, el saber vivir, el código de la integración social. La Condesa de Ségur lamentaba que no fuese posible flagelar a las indóciles hasta hacerlas sangrar. ¿Acaso no decía: “El castigo debe inspirar terror” ?

Tess, de Thomas Hardy, es una figura premonitoria, una mártir de la rebelión del segundo sexo. Siendo muy pequeña, a los 11 años, se la coloca al servicio de un castellano. A los 15 es más o menos violada por el hijo del señor. Se marcha, tiene un hijo y se casa. Pero nunca olvidará a ese hombre que la forzó y la doblegó. Acabará por liquidarlo, con rabia en el alma. Está rebelión femenina es nueva en literatura a finales del siglo XIX. Pero la rebelión sólo es obra de la mujer que ha alcanzado la madurez. De pequeña, es una víctima social. Rebelión femenina de clase y no rebelión sexista en el interior de la clase burguesa, como sucede con Simone de Beauvoir.

40 El niño víctima de la sociedad es una concepción del siglo XIX. En nuestro fin de siglo, el tema de la mujer-ñifla explotada por el hombre nos desvía de la verda­ dera cuestión: el discurso sobre el niño oculta el imaginario de los diez primeros años de la vida. ¿Es ineluctable, como un destino, no poder utilizar la escritura más que para una recreación Hteraria de nuestra juventud, más que para inventar una infancia que no existe en la realidad o para servir a una ideología imponiendo sus modelos? ¿Es la literatura la expresión más enajenadora de la infancia al mismo tiempo que la más iniciativa del paso a la vida adulta? En este sentido, sería el prin­ cipal instrumento de la llamada al orden, del adoctrinamiento, del sofocamiento de la sensibilidad artística, con el escritor cediendo inconscientemente al mimetismo que la sociedad desarrolla en los “buenos alumnos” , más que su creatividad. ¿Acaso la literatura no puede, también ella, dar testimonio de la subjetividad de la primera edad e incitar a un mayor respeto de la persona humana en su estado de máxima fragilidad? La poesía de Lautréamont y Rimbaud es en el plano escrito lo que el psicoaná­ lisis infantil fue en el plano oral, desde hace cincuenta años.

¡Hoy día, quién no cuenta sus recuerdos de la niñez! En la literatura francesa actual este narcisimo comprime marcadamente el universo novelesco, y hay que leer la producción extranjera para encontrar temas más épicos, más cósmicos. Michel Tournier intenta efectivamente recuperar los grandes mitos, pero en con­ junto la inspiración de la novela francesa actual se basa en la infancia que el autor ha tenido o no.

Tal vez esto sea obra del psicoanálisis, que va entrando en la cultura de los intelectuales. Estos sospechan más que nunca la importancia de sus primeras sensa­ ciones. Esta “cuna” imaginaria que preside el dormitorio de nuestros novelistas con­ temporáneos no hace más que representar el espacio cada vez mayor concedido por la sociedad de la década de 1960 a los problemas de la infancia. ¿Moda, culto? Si hay un culto de la infancia, ¿es reciente en nuestra sociedad occidental? En lo que respecta a la concepción actual —digamos americana—, no creo que se pueda hablar de culto del niño, ni siquiera en la primera parte del siglo XX: más bien se trata de una entrada del niño como personaje de pleno derecho, pero en cualquier caso está enteramente nimbado de símbolos. Esto hace que realmente no se pueda decir que se lo toma por él mismo, que se lo estudia por él mismo, con una actitud neutra, y que se lo muestra tal como es, sin verborragia poético-mitológica. El niño sigue prisionero de todos los símbolos que se le asignan, y el adulto centra en él todos sus sueños y ve en él una edad de oro perdida. E incluso, actualmente, ¿se puede hablar de un culto del niño? No es seguro que verdaderamente se defienda al niño como persona. También este “culto del niño” tiene una faceta mítica. No por concedérsele hoy día un lugar en apariencia muy considerable se hace más clara la

41 mirada dirigida al niño. Tengo la impresión de que el discurso sobre el niño sigue siendo tributario de toda una herencia cultural y mitológica. El Niño mayúsculo no existe más que la Mujer con M mayúscula. Ambos son entidades abstractas que ocultan a los individuos. En el análisis del discurso litera­ rio, el paralelo entre las relaciones niños-sociedad y las relaciones hombre-mujer es revelador de la fuente común a todas las neurosis. Así como los adultos pro­ yectan sobre los niños lo que rechazan de un universo o lo que no encuentran en sí y quieren magnificar, así también el hombre proyecta sobre la mujer sus fantasías, sus sueños defraudados, su malestar. La mujer-madre hace otro tanto al cobijar a un compañero que busca un ala protectora. Las parejas se infantilizan. Si la actitud del adulto, tanto hombre , cambiara respecto de los niños, quizá la misma relación de la pareja se sanearía. El fin del sexismo, de la falsa rivalidad y de la psicosis de alienación machista pasaría por un mayor respeto a la persona del niño y a su autonomía, lo que implica una mejor vitalidad sexual y amorosa entre adultos en pareja, padres.

“PIEL DE ASNO” Y “ PLANETA AZUL” (DE LOS CUENTOS DE HADAS A LA CIENCIA-FICCION)

Los autores de cuentos y leyendas, los que transcribieron la tradición oral de ese patrimonio común que es el folklore, parecen haber tenido la segunda intención de ayudar a sus pequeños lectores a pasar del estado de infancia a la vida adulta, de iniciarlos en el aprendizaje de los riesgos y en la adquisición de los medios de autodefensa. Bruno Bettelheim5 traza, así, una línea divisoria entre cuentos de hadas y mitos. Los mitos ponen en escena personalidades ideales que actúan según las exigencias del superyó, mientras que los cuentos de hadas pintan una integración del yo que permite una satisfacción conveniente de los deseos del ello. Esta diferen­ cia subraya el contraste entre el pesimismo penetrante de los mitos y el optimismo fundamental de los cuentos de hadas.

Los mitos proponen el ejemplo del héroe con quien no es posible identificarse porque es un dios o un semidiós, realiza hazañas extraordinarias a las que no se puede aspirar. Los cuentos de hadas, en cambio, hablan de la vida cotidiana; a menudo, los personajes principales, chiquillos, niñitas, los adultos, las hadas, etc., ni siquiera tienen nombre: se dice “un niño... una niña. .. un pastor. . No tienen historia ni padres. Son seres humanos de familia indeterminada. No son el príncipe de. . . el rey d e .. . Los héroes de la mitología tienen algo de inimitable. Encontrarse ante una montaña inaccesible es desesperante. Desempeñan para el niño el papel del padre aplastante. 8

8 Bruno Bettelheim: Psychanalyse des contes de fées (The uses of enchant- ment), R. Laffont, 1976, págs. 39 y 58.

42 No todos los héroes griegos tienen un fin trágico como Prometeo o Sísifo. Ulises regresa a Itaca. Esto es importante para los lectores muy pequeños. Si el personaje con el que se ha identificado muere o conoce el suplicio eterno, el niño, que sí debe seguir viviendo, puede verse tentado a abandonar la lucha. El happy- end es necesario para alentarlo al esfuerzo, a la combatividad. Con todo, los mitos poseen un valor de iniciación para el joven lector: se hace perceptible la noción de prueba; si se hacen esfuerzos a menudo es posible, si no siempre, salir victorioso en las pruebas inevitables de la vida. Pienso que el happy-end de los cuentos de hadas proporciona al niño la imagen de pruebas que, evidentemente, distan de su realidad, pero que le permiten momen­ táneamente identificarse con héroes que atraviesan trances difíciles y que aun así conseguirán vencer los obstáculos.

Antes de la era de la televisión, los pequeños leían o se hacían leer cuentos de hadas, de una generación a la otra. Ahora, en la pequeña pantalla miran historias de “ciencia-ficción”.

Pienso que hay una sustitución. Un signo: los niños quieren el happy-end. Él otro día seguí por la TV un combate entre ovnis y me dije: “Es el exacto equiva­ lente de los cuentos de hadas: hay suspenso, un héroe con el que el niño se identi­ fica, los robots cumplen el papel de las hadas malvadas o de las hadas buenas, pero siempre hay un sujeto humano. En el film de ovnis en cuestión, una mujer supuesta­ mente extraterrestre se convertía de golpe en una bella joven y el robot desaparecía. No obstante, en estas historias de “ciencia-ficción” , los telespectadores de menos de cinco años no encuentran reemplazante para el chiquillo y la niñita de los cuen­ tos de hadas. Bruno Bettelheim, que no' hace culto del pasado, que no acusa sistemática­ mente a la televisión o al cine, no encuentra en ellos equivalente, páralos menores de cinco años, de los cuentos de hadas. Todavía hay en la televisión francesa cuen­ tos de hadas escenificados de manera dramática, pero forzando lo grotesco, lo bufonesco. El niño ya no encuentra en ellos la ética que sostiene su deseo de iden­ tificarse con un héroe. Devolvamos los cuentos de hadas a su contexto social. ¿Se habían hecho para los niños? No lo creo. Los cuentos de hadas se hicieron para las veladas, tanto para los adultos como para los niños. Eran un mensaje. Podían ser entendidos “por todas las edades” , pero para aprender verdades crudas. Piel de Asno es completamente chocante para los niños: perseguida por su padre incestuoso, es obligada a disfra­ zarse de asna a fin de impedir que su padre la posea. Piel de Asno es la historia de una muchacha que esquiva el placer incestuoso de su padre. Los adultos entendían esto de una manera totalmente erótica, y los niños también. Y al mismo tiempo se daba a entender que, cuando la madre ha muerto, es peligroso que una niña perma­ nezca en contacto con su padre.

43 Las más de las veces se confunde los cuentos para niños con los cuentos que los adultos cuentan a los niños, que los padres o abuelos gustan de contar a los niños.

La historia de Pulgarcito o la historia de Piel de Asno aparecen también en China: son arquetipos. La Cenicienta nació en el Tibet. Lo atestigua este folklore ladaji, recogido para los refugiados tibetanos de Oíd Delhi (India) por Ngawang Sopa: “En el fondo de un valle vivía un rey. Y allá arriba, sobre la ladera, una vieja permanecía sola con su hija. . .” Queda planteado el tema de Cenicienta. En esta versión tibetana, Cenicienta, engatusada por su madrastra, ha matado a su madre con sus propias manos: mientras ésta machacaba cebada en la piedra de amolar, la hija soltó la rueda del molino que aplastó a su madre. Su trabajo de fregona y su vida de exiliada son un medio para asumir la falta o el error de su existencia pre­ cedente.

Son historias de la evolución del niño en dificultades con los adultos, el cos­ mos, la naturaleza, la realidad. Representar a un niño enfrentado al gigante de ningún modo es mostrar al pequeño ser inmaduro, pero no hay mejor metáfora del pasaje obligado de todo futuro adulto: o pasa usted al lado, o se mete dentro sin darse cuenta. Pero, si se da cuenta, eso es lo que usted será llevado a vivir. Aunque sea un discurso escrito para el adulto y por adultos, no hay nada más valorizador para el niño. Me pregunto si los mitos no sirven más al destino de un ser humano esencial, y que por tanto todo ser humano encuentra, mientras que el cuento de hadas servi­ ría de apoyo a los estadios particulares de ciertas personas. Los mitos darían cuenta de las relaciones del niño en cuanto individuo de la humanidad, del niño cósmico frente a las fuerzas de la naturaleza en cuanto tienen de incomprensible, enfrentado con lo real que no conoceremos nunca. Y el cuento de hadas sería, más bien, la representación del niño histórico y social. Pero considerando “niño” , salvo en los cuentos pervertidos, o sea edificantes, de una manera absolutamente apersonal, despersonalizada, y comprendiéndolo en su totalidad. En los mitos nunca aparecen personajes enfermos; en los cuentos de hadas sí, aparece el niño enfermo, la madre enferma, el padre herido a raíz de un maleficio echado por una bruja. En los mitos son prisioneros de fuerzas, pero no son en­ fermos. Otro aspecto específico es que los mitos suelen representar los orígenes de la humanidad, pues a menudo se trata de conflictos y filiaciones entre dioses. Es ésta tal vez- una función propia de los mitos y que no encontramos por fuerza en los cuentos de hadas. . . Así es entre los hindúes, en toda la cuenca mediterránea: se trata del combate de los dioses, de la infancia de los dioses, de las duras pruebas atravesadas por los dioses; de las guerras entre dioses, del odio, los celos, el amor, el incesto entre dioses. Son historia o prehistoria, mientras que los cuentos de hadas poseen el espacio de lo imaginario.

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) “Había una vez” . . así comienzan los cuentos, mientras que los mitos son actuales, una manera de antropomorfizar fuerzas cósmicas, telúricas, de siempre. ) En este sentido se puede decir que el mito es un aprendizaje de la metafísica y de la religión, del hombre cósmico en relación con las fuerzas y con la llamada de ) los orígenes, mientras que el cuento de hadas sería mucho más el aprendizaje de la preparación para la integración social. Por lo demás, en su diversidad, de un país al ) otro, a través de sus objetos, decorados y modo de vida, se reflejan tipos de socie­ dad dados. En los mitos, las constantes son más sorprendentes: los incestos, las ) maldiciones, los tabúes infringidos, todo esto se dice casi tal cual en los mitos hin­ dúes, grecorromanos, africanos. Es asombroso ver que en el mito de la creación del mundo massai hay una mezcla de arquetipos cristianos, bíblicos y puramente ) animistas. Dios creó un hombre y una mujer, con un toro. Antes que de Ulises o Prometeo, sería quizá más interesante hablarles a nues­ ) tros hijos de la Luna, de Plutón, de Marte; contarles, en realidad, cuentos del espacio. Tal vez sea una literatura que podríamos adoptar, pero cuyos anteceden-' ) tes existen; bastaría simplemente con utilizar más leyendas procedentes de Asia, América y Africa. ) Michel Tournier, sus Reyes Magos mediante, intenta retomar el hilo de la tradición parafraseando libremente la leyenda. El inventó al cuarto Rey Mago que llega a Belén únicamente para encontrar la receta de los likums: es un glotón. Se ) trata de un humor capaz de divertir mucho a los niños de hoy. Y por mi parte creo que, por diversas razones, el cuento de hadas de Perrault ) ha dejado de ser un mediador (primero porque ya no hay contexto para contarlo, porque ya no hay abuelos que lo cuenten. . . Y.después, porque el mundo ha cam­ ) biado). Me pregunto si entre la ciencia-ficción, la conquista del espacio y los gran­ des mitos no hay una nueva osmosis; quizá estemos en un momento en que los ) niños pueden nutrirse en los arquetipos planetarios y tomar contacto directo con los grandes mitos, y quizá al mismo tiempo con un vocabulario y un espacio dife­ rentes. Los dibujos animados los han preparado para ello. ) Contrariamente a los cuentos de hadas, los dibujos animados son historias sin palabras pero no sin colores ni sonoridades. Se trata de lenguaje en actos (pasivos ) y activos), en medio de un decorado natural o creado por la mano del hombre pero simplificado, casi abstracto; marco para la historia en que un héroe (no forzosa­ ) mente humano) tiene que resolver los problemas de vida, supervivencia, vecindad, rivalidad, prestigio, celos, malevolencia, malentendidos, violencia, humillación del ) débil por el fuerte, pero todas estas pruebas acaban compensadas, cuando no resueltas, por el amor. Los dibujos animados han suplantado a las historias conta­ das por los adultos a los niños. Los héroes animales enanos permiten a los menores ) de 5 años identificarse con ellos, y los niños que tienen poco vocabulario comprenden el texto latente. Lástima que falte una persona amada con quien poner en palabras ) las emociones que esta historia en imágenes ha suscitado como respuesta a expe­ riencias reales o a fantasías que los niños imaginan en sus momentos de soledad. ) 45

) EL NINO-SANDWICH

Cuando yo era pequeña, la publicidad no mostraba imágenes de niñitos varo­ nes; los bebés tenían el sexo de los ángeles. En los anuncios y propagandas, era el bebé-objeto. Desde que se inventó el daguerrotipo se tomó la costumbre de fotogra­ fiar a los recién nacidos desnudos pero panza abajo. La colita, ni vistani ccmxxcida. En los álbumes de familia, los chiquillos se esfuman bajo su largo vestido de bautis^- mo. Esta indiferenciación o esta ambigüedad se mantuvo prácticamente hasta las vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Los primeros anuncios ilustrados relativos a los lactantes se ceban en las amas de cría. Presentan nodrizas y nodrizas. Después se publicitaron las primeras leches envasadas. Después las féculas. Se representaba la Fosfatina Falliére con una gran sopera y una retahila de niños trepándose a ella al asalto. Sucedáneos de los angelo­ tes de antaño. La primera representación publicitaria de una chiquilla aparece en el afiche del Chocolate Menier: la niña se esmera en escribir sobre una pared “Cho­ colate Menier” con una escritura de buena alumna acorde con el estándar de la época. Este precedente —la intrusión de las pequeñas modelos en la publicidad- queda largo tiempo sin continuación. Observamos que a partir del momento en que la representacjóft-publicitaria del niño se hace claramente sexuada, domina, hasta la década dé 1950,já imagen masculina. Como si la publicidad fuera cosa de hombres, grandes-a-petjueños, para elegir la marca y el color. Paralelamente, el vestido de bautismo del niñito desapa­ rece del álbum familiar, a medida que aquél pasa a ser, en las paredes de la ciudad, el parangón delnifio-consumidor^o-más bien mediador de compra. ~~T.u~sríEffilogía es una muletilla resaltar que los spots publicitarios de la televi­ sión sorflos programas que más atraen a los telespectadores pequeños. Después de mayo del 68, se denunció este “desvío de menores” cultural: “ ¡Qué calamidad, tomar al niño por un consumidor!" Es verdad, pero la respuesta del interesado no es pasiva. El niño no es tonto y ejerce su sentido critico: sólo se ríe si el gag le divierte, y no retiene más que los slogans cuyas aproximaciones, gazapos y aso­ nancias caen bien a sus oídos. La publicidad juega con el lenguaje, inventa efectos cómicos_La,vida cotidiana es poco relajada; la'l2riEdád7HlíansañcÍóxrispáh' los rostros de los adultos. Pocas son las personas de buen humor, y los juegos de pala­ bras que no hace mucho divertían a los colegiales son reemplazados por las onoma- topeyas de los dibujos animados. Los spots publicitarios desdramatizan el “de casa al trabajo y del trabajó a ¿asa" 'y ayudan al niño a liberarse de ciertas situaciones conflictivas mediantciarisa olajlgarabja.___ ™— — No debe excluirse que el lenguaje publicitario, con sus gags visuales y verba­ les, desarrolle las facultades críticas del niño más aun que la escuela. El niño puede decir: si elijo, no lo haré forzosamente como el chico de la película. La niñita del Chocolate Menier estaba en la vanguardia al comenzar el s'.glo de los medios de comunicación de masas. Anunciaba, con cincuenta años de adelanto, que el niño de menos de diez años iba a ser la estrella en las paredes de la ciudad y en los extraños tragaluces, por millones. La conquista tendría lugar por etapas: hubo un reinado de la pareja madre-bebé, después vino la familia nuclear, radiante gracias a la marca tal, el papá-gallina sucedió al soltero musculoso y la publicidad presentó al principito solo sobre su orinal. El niño-sandwich, clamaron los publi- fóbicos. En realidad, este 1 ugac..de..ptLrngr--plnnn ,que se Je asigna es más bien valori­ zados Ahora la sociedad leí reconoce el derecho a elegir/El niño forma parte de la decisión de compra. Se lo representa despiértoTastuto, de manos diestras, de buen gusto, con facilidad de palabra. Adiós a los tópicos del chico-catástrofe. El tema de la explotación de los niños por parte de los medios de comunicación de masas es una causa equivocada.

47 Capítulo 4

EL ENCIERRO

F.L ESPACIO DEL NI

¿Hasta qué punto ha cambiado el espacio en qúéel pequeño se mueve? Debido a la privatización del área social y familiar, está más cercado que en la época medie­ val. El encierro es en el siglo XIX, y hasta mediados del XX, el destino de los hijos de la clase acomodada, pequeña y mediana burguesía. Actualmente, la mayor movi­ lidad de las familias casi no reabre ese espacio demasiado protegido, porque los niños son llevados de puerta a puerta en medios de transporte y, al ser cada vez más rápidos los grandes desplazamientos para los recorridos cotidianos, el espacio atra­ vesado pasa a ser un poco irreal, sin relación con los habitantes de estos lugares. ¿De dónde salió la idea de la casa burguesa donde vivimos encerrados entre cuatro paredes, replegados sobre nosotros mismos? Para entenderlo, hay que re­ montarse a la época del feudalismo, cuando la seguridad colectiva estaba garanti­ zada por un señor feudal, por un príncipe.

Disponer de murallas tras las cuales guarecerse, de reservas para aguantar un sitio, de arhias para defenderse, eran prerrogativas de un amo a quien se le pagaban impuestos a cambio de su protección. A ejemplo de los jefes de toda una región, jefes de menor rango imaginan vivir como él a escala reducida. La casa es como un i castillo en pequeño, en cuyo interior todo el mundo puede sentirse seguro. Poco a poco, en la casa burguesa se acaba poseyendo habitaciones privadas “como en el castillo” . La imagen del amo alimentó el deseo de modificar la arquitectura interna divi­ diendo en compartimientos la unidad de vida. Pero es probable que haya tenido más prevalencia en el campo que en la ciudad. Las ciudadelas estaban rodeadas de murallas y por la noche grandes puertas las cerraban; milicias asalariadas patrulla­ ban para asegurar la protección de la gente; en el Renacimiento la fortuna privada estaba repartida entre más personas que a comienzos de la Edad Media. La privatización del espacio es un fenómeno de los tiempos modernos, aun

48 cuando ya en el siglo XV, en los palacios italianos y hasta en las casas de los nota­ bles, los arquitectos dispongan más estancias reservadas a la intimidad de la familia. Sea como fuere, los patios, las loggias abiertas permiten aún el paso de una multi­ tud de visitantes. Sigue habiendo un lugar común donde todas las clases de mez­ clan y por donde el niño se desplaza y adquiere muy pronto una gran experiencia de las relaciones sociales.

En las viviendas de los artesanos y campesinos, el papel de la sala común se­ guirá preponderando largo tiempo aún. La socialización del espacio tiene también su razón práctica, que no se debe olvidar. Es comprensible que la privatización haya sido mucho más tardía en el campo, donde la técnica penetró en los hogares con un siglo de diferencia en comparación con el fenómeno urbano.

Calor del fuego, calor humano: el hogar reunió mucho tiempo a adultos y niños en torno d iu n a única fuente de calor para la velada, en la casa fría.-Activi­ dades y descanso tenían lugar dentro de una misma habitación. La técnica puso fin F ia promiscuidad familiar. Pero al mismo tiempo desalojó a la convivencia. En cuanto fue posible caldear varias habitaciones, los niños dispusieron de cuartos separados de los de sus padres.

^- ''X a privatización del espacio supone paralelamente una evolución de la vida fajnihar. El niño, si sobrevive a las enfermedades de la primera edad, ante todo debe servir para defender los intereses de la casa paterna y para conservar el patrimonio. En el periodo medieval, a los siete años se le consideraba un preadulto destinado sin demora al servicio de la sociedad, es decir de su grupo social, de la corporación del padre, y no solamente de su familia. A partir del momento en que sólo está al servicio de la casa paterna, la familia del siglo XIX tiende menos a confiarlo al exte­ rior —salvo en la primera edad—, a ponerlo en instrucción desde los siete años. Se le tiene en casa.

Sienda reducido su espacio de vida, Jo que gana en intercambios colectivos con sus padres, más próximos a él, más atentos, más vigilantes también de su salud, lo perderá en autonomía, en contactos con los demás. Este encierro burgués le brinda una protección ilusoria, porque sólo la expe­ riencia de los riesgos lo inmuniza realmente contra los peligros que pueden amena­ zar su integridad física.

La multiplicación de escuelas completó la internación del niño. “Es culpa de Carlomagno.” Y no es sólo una leyenda. Todo comenzó bajo su reinado. En las primeras escuelas religiosas, los adultos acudían con los niños a escuchar a los clé­ rigos. Pero, a finales de la Edad Media, aparecen en Occidente las primicias de los ciclos de escolarización de nuestros tiempos modernos: los alumnos son agrupa-

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dos según su edad en vez de mezclárselos con otros por disciplinas y por niveles de instrucción.1

) Los más ricos escaparon más tiempo a la internación escolar. Los hijos de los señores feudales prosiguieron el aprendizaje del oficio de las armas, disfrutaron de todos los contactos sociales ofrecidos por una existencia abierta al exterior, había ) solidaridad de casta pero no segregación por edades o clases sociales: en los juegos y torneos, se mezclaban con las gentes del pueblo. En las escuelas, los pobres eran ) los buenos alumnos, y los ricos los malos. Porque quienes ostentaban los medios del poder político por nacimiento acudían menos a los clérigos que dispensaban el ) poder intelectual. Estaban consagrados a la vida de las armas. Los hijos de los ple­ beyos, que podían esperar una promoción en este aspecto, se aplicaban a la vida del ) estudio. Ocupaban la primera línea de los segregados por los enseñantes que preten­ dían hacer de sus escuelas semilleros de clérigos. Así, el saber libresco, la erudición, quedaron desviados de la caballería. Aquí pueden hallarse los fermentos de la ) revolución. Porque esto desemboca en un cambio de manos del poder político. Lo que sucedió en la Galia y la Francia medieval tuvo lugar en Africa negra ) en los siglos XIX y XX. En nuestras antiguas colonias, los primeros escolarizados fueron los hijos de los griots* los hijos de los más pobres, de las concubinas sin ) futuro. Los hijos de los notables, de los jefes consuetudinarios, no sentían necesi­ dad de una valorización por la escuela para que la sociedad los tuviera en cuenta. Les bastaba el prestigio de su apellido, el poder de su casta. Para los desheredados ,) no había otra posibilidad de promoción social que aceptar la enseñanza del ocupan­ te francés dispensada a los niños negros. Aquellos que se escolarizaron en lengua ) francesa llegaron a ser dueños del país. Esta segregación escolar, buscada por la antigua élite de poder hereditario, fue origen de una verdadera revolución social ) en el Africa negra francófona. Como en la Francia de la Edad Media. La apertura de las escuelas de clérigos fue para la Iglesia un medio para contar ) sus rebaños, para adueñarse de sus fieles desde la primera infancia. En efecto, los clérigos no admitían más que a los sujetos cuyos apellidos constaban en el registro de bautismos. Había una razón de política interna para esto: eran los únicos cristia­ ) nos a los que se quería instruir. Y también una razón práctica: ¿cómo efectuar un control de la asiduidad si no se puede llamar a cada alumno por su apellido? Toda­ ) vía en el imperio carolingio no había prisa por bautizar: basta con ver los bau­ tisterios, del tamaño de una pequeña bañera. Es decir que se los concebía para ) acoger, no a recién nacidos, sino a niños ya crecidos.

1 André Coutin: Huit siécles de violence au quartier Latín, Editions Stock, 1969. * Griot: Término con que se designa al negro africano perteneciente a una casta especial, a la vez poeta, músico y brujo. [T.] 50

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) Cuando la iglesia convenció a los franceses de que hav-nne escolarizar al niño, confiarlo a la escuela, los registros de bautismo se llenaron y la ceremonia no se aplazó más. En los países evangelizados por misiones muy católicas observamos recaídas coloniales de este fenómeno nacido en el Occidente medieval. Hoy en día, en Brasil, los padres no pueden llevar a la escuela a un niño no inscrito en el Regis­ tro Civil. La no declaración en este Registro está penalizada. Y quienes dejan pasar varios años antes de hacerla pagan una multa mayor. Entonces, para pagar una penalización menor, los retrasados declaran una edad inferior a la edad real, y hacen entrar en el primer curso a niños que podrían estar en el cuarto o quinto. Quienes dirigen las escuelas, contentos de tener “clientes” , sólo miran la edad que informa el ftppietrq riuii Estos chanchullos ocasionaron lamentables errores de diagnóstico. Los médicos se veían con casos muy precoces de pubertad. Chicos púberes que según el Registro Civil no tenían más de ocho años. Los servicios de endocrinología los atendían sin preguntar sobre los cinco años que sus padres les habían restado para pagar la multa más baja.

La separación geográfica entre niños ricos y niños pobres de las ciudades de Europa data del siglo XIX. En la Edad Media, la ostentación de riqueza era un espectáculo. Un rico no vacilaba en concurrir lujosamente vestido a un hospicio miserable o a una casa muy pobre. Las clases sociales se mezclaban en la calle y los lugares públicos. La segrega­ ción no dividía a la ciudad en hermosos barrios y guetos miserables. La insalubri­ dad era para todos. Las poblaciones europeas se mezclaban constantemente. Un estudiante extranjero de familia noble llegaba a París con su criado o su hermano de leche y, no habiendo internado, se alojaba en casa del habitante del barrio latino, sin buscar una casa de su condición.2

Practicantes del celibato, los clérigos recibían como hijos propios a quienes no podían continuar a cargo de sus padres, y los alojaban mientras duraban sus estu­ dios. A cambio de lo cual se los destinaba a engrosar el número de clérigos de la Iglesia. Sólo en la segunda mitad del áiglo XVIII comenzaron los ricos a encerrarse en barrios reservados y a separarse de la población trabajadora. La noción de barrios acomodados data de Haussmann. Antes del siglo XIX, ¿quién hubiera dicho “esta zona se está degradando”? La burguesía se rozaba todo el tiempo con el pueblo de París. Mientras los clérigos se multiplicaban reclutando sus hombres en la clase pobre, la nobleza continuaba la tradición de la colocación de los jóvenes. El hijo de un hombre de rango elevado partía para un aprendizaje, de los siete a los catorce años, a casa de otro noble, con el fin de llegar a ser él mismo un señor,

2 Id., obra citada, Huit siécles de violence au quartier Latín.

51 4.000 AÑOS DE COMEDIA ESCOLAR

“Escolar, ¿a dónde has ido desde tu más tierna infancia?” —He ido a la escue­ la.- ¿Qué has hecho en la escuela? —He leído en voz alta mi tablilla, he tomado mi almuerzo, he preparado mi nueva tablilla, la he llenado con escritura, la he terminado; después se me indicó mi recitado, y por la tarde se me indicó mi ejercicio de escritura. Acabada la clase, volví a mi casa, entré y encontré a mi padre sentado. Hablé con mi padre de mi ejercicio de escritura, luego le leí en voz alta mi tablilla, y mi padre quedó encantado.. . Cuando me desperté, muy temprano en la mañana, me dirigí a mi madre y le dije: “Dame mi almuerzo, debo ir a la escuela.” Mi madre me dio dos panecillos y me puse en camino. En la escuela, el celador de servicio me dijo: “ ¿Por qué has llegado tarde?” Asustado y con el corazón palpitante, me presenté ante el maestro y le hice una respetuosa reverencia. El me reprendió por mi retraso. Después me castigó por levantarme en clase. . . Yo le mostré mi tablilla y él me dijo: “Tu escritura no es satisfactoria.” También recibí el látigo. El escolar dijo a su padre: “Invita ál maestro a casa.” A lo que dijo el escolar, el padre prestó atención. Hicieron llamar ál maestro y una vez en el interior de la casa le hicieron sentar en el lugar de honor. El alumno lo sirvió y lo rodeó de atenciones, y de todo lo que había aprendido sobre el arte de escribir en las tablillas hizo exhibición ante su padre. El padre convidó con vino al maestro y le vistió con un ropaje nuevo, le hizo un regalo, puso un anillo en su dedo. El maestro dijo al alumno: “Muchacho, como no habéis desdeñado mi palabra, ni la habéis arrumbado, pudiérais alcanzar el pináculo del arte del escriba, pudiérais ganarlo plenamente.. . De vuestros hermanos pudiérais ser el guía; de vuestros amigos, el conductor; pudiérais alcanzar el más elevado rango entre los escolares.. . Habéis cumplido perfectamente vuestras tareas escolares, sois ahora un hombre de saber.”

(Texto reconstruido de tablillas sumerias y publicado en el Journal o f the American Oriental Society después de trabajos de los más eminentes asirió- logos.) un amo que dispondría de servidores. La idea saludable era que para aprender a ser bien servido, primero había que saber servir. Los niños pobres colocados en casas permanecían al servicio del señor después de los catorce años, o se los colocaba en otra parte. Pero también ellos habían apro­ vechado el tiempo de aprendizaje. A los ocho años, para todo lo relativo a la vida práctica, eran auxiliares manuales de los niños de la casa, más pequeños que ellos y aprendían junto con el joven amo mientras iban creciendo. Cuando el criado servía la comida, su amo le hablaba de lo que aprendía y, si era inteligente, le enseñaba. El oía al amo estudiar y, a la postre, mientras lo entretenía, estudiaba con él. Con las

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iñásjla cosa era diferente, porque se quedahan en las cocinas o en la lencería, y IS Ia aprendían las labores domésticas. A los quince años se las casaba., La enseñanza Je íis?niñas "separadas de su familia estaba reservada a las que estaban destinadas a ser religiosas; los pensionados las tomaban como pupilas. Iglesia contribuyó en no escasa medida a cargar a los niños con todos los pecados del mundo, y a afirmar que su vulnerabilidad los hace sospechosos: son permeables a los malos espíritus. ¿Acaso no enseñaba y, más aun, no proclamaba que ni siquiera el bautismo borra el pecado original? El niño nace marcado. Mar­ cado por la desgracia, por su debilidad. Se desconfía de él, cuando no se lo despre­ cia.' Siendo lo que es, tiene necesidad de una completa remodelación, de una com­ pleta reelaboración para escapar al poder maléfico que en esta fácil presa encuentra su asiento predilecto. El rito de pasaje era la primera comunión. Antes de esta iniciación, en casi todos los sectores y hasta la Segunda Guerra Mundial, tes niños no hablaban en la mesa, en presencia del padre, salvo si les hacían pregüñfeT--No-tenTarr3érecho a ttnrrar—la palabra si no se les invitaba a ello. Sólo podían escuchar a los demás co­ mensales. Era un resabio de la educación religiosa de sus antepasados. Sólo a partir del momento de su admisión en la sagrada mesa, quedaban autorizados a hablar en la mesa profana de la familia. Antes de la primera comunión, el espíritu no alien­ ta en ellos. En 1914 yo tenía cinco años y medio, y esto sucedía en mi propia fami­ lia. Y continuó, en el sector de los “niños bien educados” , hasta 1939. El respeto al padre no era patrimonio de las familias burguesas. Aun en las casas campesinas, los niños trataban a su padre de usted. Habrá que esperar la ruptu­ ra de la década de 19óÜ~para que el niño, en la mesa, pueda interrumpir al adulto y expresarle su desacuerdo. En los medios artesanales y obreros es diferente; el apren­ diz, aunque no tenga diez años, habla con el maestro. Finalmente, los que más po­ dían desarrollar su inteligencia de la vida eran tes jóvenes que pertenecían a una estructura social y económica inferior. En los medios burgueses, la admisión en la mesa paterna se aplazaba hasta la adolescencia. El niño no toma susj^inidas.aLmisrno tiempo que sus padres. Come en compañía de~TñaidéJñoiséIÍ?^la gobernanta que preside sus comidas casi siem­ pre compartiéndolas y encargada de enseñar a los niños las buenas maneras. Sentar­ se derecho, las manos sobre la mesa pero no los codos, el tenedor a la izquierda, el cuchillo a la derecha, delicadamente dirigidos hacia el plato. No masticar nunca con la boca abierta, etcétera.

Con la doble internación, familiar y escolar, el espacio concedido al niño de las ciudades se fue estrechando de más en más. Y al que le queda se le echa el cerrojo, se lo baliza, se lo jalona con interdicciones.

Camino a la escuela los pequeños de la aldea conservaban unas cuantas inicia­ tivas, se encontraban unos con otros, inventaban travesuras y juegos. Ahora, el

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transporte escolar los priva de todo contacto con la naturaleza y con la vida de los adultos. El trayecto se reduce a un vehículo que va de una puerta a otra. No hay más rodeos, no hay más encuentros por el camino. Las madres vienen a buscar a sus chiquillos en coche, o el autobús los transporta como paquetes certificados. El nifio-paquete ya no tiene tiempo para observar, para vagar. ' f ) En un reciente coloquio sobreTós'Trácasos escolares, ciertos maestros compro­ b a ro n que les era más fácil captar la atención de sus alumnos en el medio rural que ¿ en el urbano. Señalaron que el mayor grado de concentración en clase se produce ujaún en los pueblos donde no hay transporte escolar organizado. El trayecto a pie 1 (¿A, y'y hacia la escuela permite a los niños ver el mundo existente: un mundo de trio, de A, A /C a to rfge. vicrrro'^K ^ e ^ b e S u y la el suelo-, aL ser. pisad o, es muy duro, o barroso, > ¿ t^ > ( o seco, sin contar los pájaros, los ruidos de la naturaleza, los arroyos, los animales, etc. Esto proporciona a los niños el sentido de las cosas, como por ejemplo la razón ) . de ponerse una ropa protectora; y hace que recoñozcán'ifiás importancia al trabajo

) son los padres los que compran los libros a sus hijos, y por tanto a sus ojos pierden importancia. En el campo, al llegar a clase los niños están físicamente cansados, ) pero se encuentran intelectualmente disponibles y quieren progresar socialmente y, para conseguirlo, trabajarán más. Por otro lado, lo mismo sucede con los niños que “cumplen” su año escolar ) durante el mes de clase en la nieve. En general, los profesores obtienen excelentes resultados. Los alumnos hacen una experiencia de su cuerpo al exterior, tienen un espacio donde se sienten responsables de sí mismos, y cuando vuelven a clase su espí­ ritu está muy atento porque toda su necesidad de motricidad ha tenido empleo. Además, por la tarde, no tienen que ingresar de nuevo en el pueril status moral: “dile a mamá” , “dile a papá” , contar todas las noches lo que han hecho. Son real­ mente autónomos en el pueblo donde está instalada su clase de esquí, y por la noche no tienen que informar a sus padres sobre sus diferentes actividades. Se di­ ría que los padres no viven sino según lo que sus hijos les van a contar. Además, su aprehensión del afuera y el adentro no es la misma; no se reduce a un discurso sobre la seguridad. Es verdad que hay que prestar atención en las pistas, cuidar el material, escuchar al instructor, pero en el camino no se oye: “Puedes encontrarte con un sádico que te ofrezca caramelos”, o bien “Tus compañeros te pueden arras­ trar a las tragamonedas”. No hay prohibiciones (“los menores no pueden hacer esto o aquello” ; “te atropellará un coche” . . .). -En la ciudad, el espacio está lleno de prohibiciones porque está lleno de tentaciones que el niño carece de capacidad monetaria para pagar, y donde se encuentra a merced de cualquiera que le ofrezca un juguete si se para ante un escaparate; en síntesis, es un espacio lleno de peligros eventuales. En los pueblos donde el niño asiste a la clase de esquí también hay frenos y prohibiciones necesarios, pero que valen también para los adultos: por ejemplo, no hacer lo que se le antoje sobre las pistas.

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) Se ha enfatizado un tanto excesivamente el hecho de que los resultados escola­ res son mejores en la clase de esquí porque los alumnos están separados de sus pa­ dres, y los padres, todos los días, desbaratan algo del orden de la vida de infancia estructurado en la escuela... No creo que sea ésta la única explicación. Creo que se debe a que la vida en libertad, la vida de expresión de uno mismo, la intensa activi­ dad física es más poderosa que el tiempo de encierro. La concentración mental es posible después de un gran gasto corporal, de los gritos, risas, emociones. Hubo profesores que me dijeron: — Durante ese mes un niño realiza todo su año escolar. Recuperan el espacio imaginario de su cuerpo; ven una montaña: “ ¡Llegaré hasta arriba!” Se identifican con la gente; recuperan también el derecho imaginario a su propio tiempo de niño, en relación con sus padres. Evidentemente están some­ tidos a cursos de esquí además de las horas de clase. Lo que su cuerpo aprende no es una disciplina obligatoria sino un juego, una actividad placentera. Hasta tal punto que la escuela también les causa placer. La escolaridad les causa placer. Todo se moviliza, la necesidad de motricidad, de vida imaginaria, de promoción. Lograr el dominio del esquí valoriza al alumno ante sí mismo así como frente a sus compa­ ñeros.

Si un guardia del orden público encuentra a un niño vagando solo por la calle en horas extraescolares, tiene derecho a interpelarlo, preguntarle el domicilio de sus padres e inducirlo a volver a su,casa. Incluso tiene autoridad para llevarlo, Pero si resulta que el niño está desamparado, se podrá abrir una encuesta social. En Francia no hay restricciones a la circulación por reglamento policial, pero el repre­ sentante del orden puede limitarla de facto en nombre de la protección de menores. Sin embargo, los seguros pueden no cubrir el riesgo de accidente si el escolar se des­ vía del camino a la escuela. Lo cual induce a los tutores legales del niño a obligar al escolar, acompañándolo o controlando su tiempo, a permanecer estrictamente en el trayecto domicilio-escuela en las horas de apertura y cierre del establecimien­ to. No hay fuerza de ley o reglamento de policía pero el seguro es —salvo que el contrato prevea una cobertura más amplia— un argumento disuasivo que conduce a canalizar al niño e impedirle pasear solo.

Mi marido conoció en Rusia, antes de la guerra de 1914, estas restricciones a la circulación de los escolares. Cuando alguien encontraba a un niño en la calle fuera de las horas reglamentarias, lo interrogaba y lo llevaba a su casa. La ley les prohibía salir a su antojo después de la escuela, y la policía de la ciudad velaba por su aplica­ ción, con el concurso de la población. Los escolares sólo estaban autorizados para hacer el ida y vuelta de su casa a la escuela, y punto. Y no era un toque de queda en época de perturbaciones, sino la reglamentación normal. Hoy, una medida semejan­ te evoca los rigores de una educación vigilada. Allá, en esa época, se había integrado a las costumbres. Y para infringirla había que disfrazarse y contar con cómplices. A los dieciséis años, mi marido, que cumplía sus últimos cursos del bachillerato,

55 deseaba ir al teatro para admirar a la mujer de su profesor, una actriz de quien estaba prendado. Su madre lo autorizó a llevar bigotes falsos y a ponerse el gabán y el sombrero de su padre. Y él se escondía bajo este atavío. Vigilantes del instituto se apostaban en el teatro para sorprender a los alumnos contraventores que, sin embargo, eran adolescentes de los últimos cursos. Felizmente, los jóvenes del insti­ tuto contaban con la ayuda de dos mujeres viudas y menopáusicas que integraban el consejo de profesores y que servían de iniciadoras en la vida social... y en la galantería de buena ley.

Según testimonio de un ingeniero de comité de estudios enviado en misión al Zaire, los policías de Kinshasa, para mejorar sus ingresos, detienen sistemática­ mente durante el día a niños que juegan en la calle. Conocen muy bien a sus padres, que trabajan, y saben perfectamente que los niños no están vagabundeando. Cuando los padres regresan a casa saben muy bien dónde encontrar a sus hijos “raptados” : en la comisarla, donde les son devueltos a cambio de dinero. Es como el diezmo de una custodia forzosa.

Lo que se hace en Zaire con celo intempestivo, corrupción aparte, no es más que una caricatura de lo que podrían hacer los policías franceses: teóricamente, todo niño sorprendido jugando en la calle es pasible de ser llevado a la comisaría. Si no lleva dinero, de todas formas incurre en delito de vagabundeo. Para ciertos padres beneméritos, las calles de París son lugares de perdición. Los padres del niño que prendió fuego al colegio Pailleron vivían en un barrio de construcción reciente, frente a la sede del Partido Comunista francés, en la plaza Colonel-Fabien. Ambos trabajaban y educaban a su hijo según el principio de que con malas compañías no se puede conseguir nada en la vida. Cada mañana la madre repetía a su hijo: “Vuelve pronto, tu abuela te espera, no hagas nada por el camino. ¡No estés afuera porque es una selva!” Se observa aquí en concreto la confiscación del espacio. El que le queda al niño está sembrado de restricciones: “Atención a tu seguridad, vuel­ ve directamente, atención a tus compañías, no hables con nadie...” Así pues, todo el día el niño estaba encerrado en la escuela y también en su casa. A la inversa, para quedarse tranquilas, madres alojadas en viviendas reducidas envían a sus hijos a desquitarse en la calle. ¡Cuántos niños de la gran ciudad no saben a dónde ir tras salir de la escuela! Para unos, en casa no hay nadie; los otros son indeseables, y los sobreprotegidos no tienen ganas de volver inmediatamente a casa.

En los colegios modulares como el Pailleron, de galerías superpuestas, durante los recreos se cierran no sólo las aulas sino también los corredores. Todo el mundo se junta en el patio. Como el patio' central de la cárcel a la hora del paseo de los pre­ sos. Y los alumnos sienten esto con cierto malestar.3

3 André Coutin: Les Cahiers au feu, Ed. Hallier, 1975, págs. 164-465.

56 En los internados, los dormitorios se cierran con llave todo el día. Los intemos no pueden ir a buscar un objeto a su armario, no pueden tumbarse en la cama para descansar unos minutos. Como si, en una casa, un miembro de la familia ro tuviera derecho a entrar a acostarse en la habitación antes de la puesta de sol. ¿Acaso no es la habitación donde puede uno reponer fuerzas? Cuando1 se está cansado o depri­ mido, hay que ir a la cama. ¿Por qué puede hacerlo el adulto y se priva de ello al niño, que lo necesita más? Cuando vuelve a casa, al alumno externo lo plantan ante el televisor. Al menos, mientras está hipnotizado por la imagen, no molesta. La pequeña pantalla es una ventana abierta a otro mundo, al mundo exterior en el espacio cerrado en que se lo aprisiona. Esa boca que vomita un puré de imágenes e informaciones puede tras­ tornar impunemente al niño para quien no se tiene tiempo de explicarle las cosas. Está sometido a un bombardeo cuantitativo, no selecciona, y los padres no tienen tiempo de hacerlo con él. Ese espacio privatizado es verdaderamente una piel de zapa. La sociedad mo­ derna ha ido modelando y destruyendo el espacio en que los niños pueden descu­ brir su esquema corporal, observar, imaginar, conocer los riesgos y los placeres. El encierro reproduce hipócritamente el concepto de la vida en las prisiones. El poder discrecional con que los adultos restringen la civilización de los pequeños es un racismo de adulto inconsciente ejercido en contra de la raza-niño.

CAMINO A LA ESCUELA

La carretera en las vacaciones e incluso el camino que lleva a la escuela, sobre todo en el medio rural, eran en tiempos pasados ocasión, para el niño de 6 años, de descubrir el mundo más allá de su pequeño territorio. Para que el trayecto que va de su lugar de vida a estos lugares de intercambios nuevos, despierte su interés es preciso que el desfile del paisaje sea relativamente lento. Ahora bien, esto era posible cuando existía la caminata, el viaje en acarreo, el paso del caballo, que era una velocidad humanizada, pero ahora que lo transportan en coche por autopis­ tas, el niño necesita larguísimos trayectos para que por flashes sucesivos, que nunca son los mismos, descubra de golpe un trozo de paisaje y conecte con la represen­ tación que tiene de sí mismo en ese momento. El avión, más todavía, desrealiza completamente el desplazamiento. El viaje de París a Lyon tenía sentido cuando se hacía en un tren que no corría a alta velocidad y que paraba en todas las estaciones. Carece de sentido cuando ni siquiera se ve el paisaje atravesado. Ya no se advierte que cambia uno al ritmo de los desplazamientos; estos saltos de pulga por el espacio nos permiten conocer unas pequeñas manchas sobre la tierra, pero no lo que las enlaza ni lo que> nos une a ella. Para los bebés del siglo de la velocidad, no hay dife­ rencia entre el espacio que recorren sobre el planeta y un espacio fuera del planeta en otra galaxia. Ayer el chiquillo era transportado de un sitio a otro al ritmo del

57 paso, casi el mismo de cuando era un feto. Ahora, el ritmo con que se transporta a los niños no es el de la madre que los llevaba en su seno. En todos estos desplaza­ mientos dependen siempre de un colectivo o de una institución organizada. Inven­ tor de itinerarios, el escolar de antaño marchaba a campo traviesa. El regreso de la escuela era menos monótono. Hoy, el pequeño telespectador, que viaja por el espa­ cio con la imaginación, se desplaza menos con el cuerpo. Antes de que André Ribaud hablase en Le Canard Enchainé de los “extraños tragaluces” , llamaba yo “extrañas ventanas” a la pequeña pantalla. Antes de que la televisión invadiera los hogares, el espejo era para los niños la primera extraña ven­ tana en la que descubrían a un niño. Y cada cual comprendía que se trataba de él mismo. Primero le intrigaba este cara a cara desconocido. Pero después vino la T.V., trayendo al lugar donde se vive gentes completamente deformadas: pequeñí­ simas, en columna, en grupo. Monigotes minúsculos pululan por la pantalla y se pegan en broma o a muerte. Todo ello constituye un mundo abierto a una extrañei- dad visual que se vuelve tan habitual que entra en cada niño de manera inconscien­ te haciéndolo “bizarro” , sin que ni siquiera se dé cuenta. Para nosotros ha sido un progreso que vino a robustecer nuestra memoria, a satisfacer nuestro deseo de saber lo que ocurre en el mundo. Nosotros no nacimos ante un receptor de T.V., ya habíamos recibido una formación. Me acuerdo de mi hemnanito Jacques. Cuando éramos niños, no teníamos gramófono pero todas las noches hacíamos música en casa. Jacques tenía una canasta con dos carteriUas que él llevaba y traía y que era su electrófono. Fingía poner un disco y se ponía a cantar óperas. Cuando un cantante no le gustaba, decía: “Señor, deje hablar a la señora, su turno terminó” . Abría la canasta y hablaba con los señores y señoras que cantaban, tan convencido estaba de su presencia en la canasta. A mamá le gustaba Manon. El se saltaba las réplicas de Manon para interpretar nada más que el rol de Des Grieux. En esa época no reparé en este lenguaje infantil, pero mi hermanito fue el primero que me hizo interesar­ me en él. Tenía unos 3 años y medio. A los 4 dejó de practicar este juego porque pudo servirse de un electrófono de verdad. ¿Y ahora? Juegan a fabricarse un televi­ sor. He visto un niño de 4 ó 5 años con una cámara fotográfica de madera que simu­ laba la forma exacta de una Kodak con una correa que le pasaba por el cuello. Este chico inteligente se pasaba el día haciendo “clic-clic” , sin tener que pulsar ningún botón. Todo era ficción salvo la forma de la caja. Se divertía mucho más que si hu­ biese tenido una verdadera.

LA FUENTE Y EL VERTEDERO

En otro tiempo, para deshacerse de los detritos había que ir al vertedero públi­ co, pero cada cual tenía su montón de estiércol y su cubo particular; no había letrina pública. Lo que se excretaba se guardaba. En cambio, el agua se sacaba de la fuente. Debió de existir una comunidad de fuente, porque todos iban a buscar agua pura al mismo sitio. Y los vertederos eran individuales. Los excrementos, con los cuales marcan su territorio los animales, no estaban en comunidad, o sólo lo que no olía mal: los objetos demasiado voluminosos para dejarlos en la basura, las cosas que se tiraban y que no era posible quemar, iban al vertedero público. Pero en la actualidad las cosas se han invertido: hay semicomunidad de vertedero, al menos los desechos son juntados para su recogida, mientras que cada cual tiene su propia fuente de agua. Desde el nacimiento, la fuente y el vertedero son fundamentales para la forma­ ción del individuo social. Si en determinado momento son privados para unos y públicos para los otros, de aquí derivan sin duda grandes diferencias. No es el mismo el aprendizaje de la vida comunitaria para quienes han tenido agua corrien­ te y w.c. particulares en su casa y para quienes no los han tenido. Tal vez signifi­ que un cambio importante de sociedad privatizar a la vez la fuente y el vertedero. Existieron y aún existen baños púbücos que obligan a una comunidad de los cuer­ pos, a una deserotización. Hasta hace muy poco éste era el caso de la sociedad japo­ nesa que, con pequeñas piscinas públicas, permitía efectuar baños familiares en una misma sala. En Occidente se dice: “Eso es privado” o “Eso es público” con connotación de promiscuidad o de pudibundez. Hace cuatro o cinco siglos los japoneses inven­ taron una fórmula interesantísima que concilia algo que, entre los europeos, siempre pareció antagónico. Un equilibrio imposible. (Así como en la casa tradicional de tabiques no hay ni adentro ni afuera, tampoco hay mamparo estanco entre privado y público). El niño pudo moverse en un espacio mucho menos cerrado, mucho menos limitado y, al mismo tiempo, la relación con su cuerpo y el de los demás fue mucho menos erótica sin dejar de estar perfectamente al lado de la naturaleza, perfectamente socializada, en absoluto vergonzosa; no se esconde nada. Hay que citar la experiencia del Japón.

¿SEGURIDAD, PARA HACER QUE?

En la sociedad todo se hace, me parece, a imagen de los poderosos. Los burgue­ ses acomodados quieren vivir —en pequeño— a imagen del príncipe. Los obreros quieren vivir a imagen del burgués acomodado. No es una lucha de clases, es una imagen idealizada: se idealiza al poderoso. Por un lado lo que exhibe es algo desea­ ble, y que le hace feliz, y quienes pretenden imitarlo le prestan sentido de la respon­ sabilidad: el poderoso no se guarda para él solo las ventajas de su poder, sino que distribuye una parte a quienes le rodean. Y creo que de esto no se habló para nada en la lucha de clases: debe asumirse la contradicción de estar en contra del amo cuando éste es un ejemplo y, siendo amo de su propia seguridad, comparte su segu­ ridad con los demás. Así posee silos y la gente puede depositar en ellos su trigo,

59 a cambio de lo cual le pagan el impuesto de su tiempo de trabajo. Además, da a las personas que él distingue los medios para alcanzar esa seguridad. Esto es exactamen­ te lo que se hace con la escolaridad, distinguiendo a ciertos alumnos a quienes se conceden beca: para que estudien y luego, tras salir exitosos en las oposiciones, la seguridad de ser funcionarios, con lo cual se evitan el riesgo de un trabajo por cuen­ ta propia o de una colocación bajo un “patrón” que no es “el Estado” . ¡La seguridad! No tienen más que esta palabra en la boca todos aquellos pa­ dres que, funcionarios o no —pero entonces los envidian—, nos traen niños patoló­ gicos “que no quieren estudiar” . Si les pregunto: “ ¿Por qué, estudiar? —. .. ¡Para conseguir un buen trabajo! —¿Un buen trabajo como el suyo? —. . .Sí, por ejemplo. —¿A usted le gusta su trabajo?-... ¡Ah, no, pero tengo seguridad!”

Así que lo que queremos para nuestros hijos es seguridad. De acuerdo. Pero, ¿seguridad para hacer qué?. . . Si el precio de la seguridad es quedarse sin imagina­ ción, sin creatividad, sin libertad, yo creo que la seguridad es una necesidad primor­ dial pero no tiene que haber demasiada. Demasiada seguridad descabeza el deseo y el riesgo necesario para sentirse en todo momento “vivo” , “cuestionado” . Ese adul­ to que está tan obsesionado con su seguridad que pierde toda imaginación, ¿no fue en otro tiempo un niño a quien, en sus primeros años, en sus primeras semanas, le faltó cruelmente la seguridad? Todos hemos sido así: todos los humanos son niñitos que no tienen seguridad si sus padres no la tienen. El psicoanálisis nos demuestra que este miedo actúa sobre varias generaciones: fulano, que no piensa más que en su seguridad, es hijo de unos padres que en su infancia no la tuvieron de padres que a su vez no la tenían. Creo que a una sociedad hay que observarla a lo largo de varias generaciones, porque todo ser humano se encuentra inseguro si el adulto no le da esta seguridad. Si sobre­ vivió, es porque el adulto se la dio en el inicio de su vida, pero sobre todo porque permitió que la adquiriera por experiencia. No hay seguridad que se adquiera por dependencia de otro. Si es fatal esta dependencia respecto de la instancia tutelar en los comienzos de la vida, su prolongación impide estructurar la autoconfianza. Pero no se trata sólo de la seguridad material, también está la seguridad de los padres respecto de sus propios padrés, y creo que, transmitida ésta, permite al niño brindar sus potencialidades. Para tomar solamente mi ejemplo (los psicoanalistas son bastante personalizantes), ¿por qué quise estudiar medicina? Debido a la guerra del 14. .. Vi a mi alrededor tantas mujeres desamparadas que caían en la locura, tantos niños que se hundían en los trastornos del carácter y en el fracaso social debido a que el padre había desaparecido o se había muerto, que de un día para otro se quedaba sin tener cómo vivir, pues la madre no tenía una profesión. Y me dije, durante toda mi niñez: no es cuestión de crecer sin tener un oficio. Cuando una mujer tiene hijos bajo su responsabilidad, si el hombre falta hay que tener un oficio para poder ganarse la vida. .. En eso llegó la Seguridad social, el seguro contra enfermedades, la jubilación para todos. Y llegó el paro. Entonces, con el

60 seguro laboral, es decir con el subsidio por desempleo, tiene una relativa seguridad, aunque no haga nada. Actualmente, aunque el padre se haya marchado, la madre recibe asignaciones por los hijos, etc. Todo eso lo aportó la ley. .. porque todo el mundo vivió esa inseguridad y todas las personas que han sido niños, como yo que no la experimenté pero sí la observé, han tenido esa experiencia de la insegu­ ridad. Después de las catastróficas inundaciones habidas en la región de Limoges en 1982, las compañías de seguros deben cubrir los riesgos en caso de siniestro climá­ tico. Antes sólo aseguraban por siniestro individualizado, pero no por un siniestro social general o por un siniestro climático general. Esto se terminó: las compañías de seguros ya no tienen derecho a mantener tal cláusula en sus contratos. Las expe­ riencias de la generación precedente sirven a la generación siguiente para combatir la inseguridad que ocasionó tantos fracasos de los mayores. El sentimiento de insegu­ ridad en el niño pequeño procede menos de la ansiedad de una madre que no sabe criarlo, que del hecho de ver cómo se menoscaban sus potencialidades, en la edad consciente, entre los nueve y los veinte años, a consecuencia de un cataclismo social, o de la desaparición precoz de un padre, en una sociedad que no asegura estos riegos. Los viejos angustian a los jóvenes si éstos deben tomarlos a su cargo, como en tiempos pasados. A esto, una sociedad como la nuestra le ha hecho frente. Pero cuidado, si exagera demasiado esta protección convierte a todo el mundo en asisti­ do. Y ahí está el peligro: si ya no hay riesgos, ya no hay libido. Cuando los jóvenes emprenden raids solitarios, suelen chocar con la incomprensión del medio, que dice: “ ¿Por qué este desafío?”

El espíritu de aventura suele estar desconectado de lo real. No está de más que el joven enfrente los peligros cotidianos de ciertos medios desfavorecidos. En este aspecto, la experiencia de una joven austríaca que se fue a vivir con los indios wayapi, de Guyana, es reveladora. Durante los primeros meses toleraban su presen­ cia, pero parecían desinteresarse de ella. En realidad, la tenían en observación. Se tomaban tiempo para probarla. Así, para pescar en el río la joven ponía lombrices en el anzuelo y regresaba con las manos vacías. Los wayapi no le decían que se trataba de peces herbívoros y que, para poder atraparlos, había que poner pequeñas bayas salvajes en el anzuelo. ¿Qué hacer para llamar su atención? Demostrar valor. Como remaba bien, se había traído su kayac. Una mañana se internó en unos rápi­ dos por los que los indios no se aventuraban. Y los atravesó sin zozobrar. Los indios la miraron hacer, un tanto alelados. . . y ella comprendió que no les había causado la menor impresión; ellos le dijeron: “Te has arriesgado a cosas completamente inútiles.” En la selva amazónica hay que luchar tanto para sobrevivir, que a los indios ni se les ocurría aumentar el número de sus hazañas.4

4 Elfie Stejskal: Wayapi, ein Jahr im Djungel Guyanas, Urac-Pietsch Verlag, Viena, 1981.

61 El ser humano necesita una parcela de riesgo en su vida en relación con sus congéneres y con el cosmos, pero si lo encuentra para satisfacer sus necesidades, no necesita exponerse a él por mero deseo. La muchacha austríaca comprendió que para no quedarse al margen de la comunidad de los hombres de la selva, había que asumir todos los riesgos que im­ plicaba la supervivencia, y no inventarse otros suplementarios. En la Europa medieval, en el interior de la morada del príncipe la curiosidad y el interés hallaban alimento de sobra: los trovadores, saltimbanquis y mercaderes ambulantes traían novedades del mundo exterior y la enriquecían cada vez más; el príncipe, para cada uno, era un superdesarrollado. A imagen del príncipe, los pobladores cerraron su casa sobre sí mismos, acumulando algunos muebles, acumu­ lando todo su capital; pero no les quedaba seguridad para filtrar a los visitantes. Si un salteador penetraba en la casa del señor, había tres o cuatro hombres para ponerlo de patitas en la calle. Pero esto no es posible en casa de un particular... Así que los burgueses tuvieron que hacer el amo sin serlo: es decir, sin alimentarse de los en­ cuentros con el mundo exterior. Creo que los intercambios fueron disminuyendo y eso provocó esa especie de asfixia de la vida burguesa en los siglos XVIII y XIX, esa asfixia que hizo a la gente cada vez más recelosa respecto de la manera de vivir de los demás. Aun así es curioso que, al tiempo que pretendían seguir el ejemplo del señor, quien disfrutaba ampliamente su libido y su sexualidad, viajaba, se interesa­ ba en las artes, recibía a artistas y sabios, ellos, por el contrario, la redujeron hasta no disfrutar de nada pues no abrían su puerta, salvo muy de tarde en tarde, a los vendedores ambulantes (“el plantador de kaifa”) que pasaban y que entonces les hacían algún niño a las mujeres descuidadas por los hombres. El encierro social que sucedió a la privatización de la vivienda fue viable mien­ tras las fronteras permanecieron abiertas. Los patitos feos de estas familias, que desbordando de riquezas libidinales se sentían marginales, partían a las colonias, a regiones inexploradas. Había seres humanos que no podían contentarse con repri­ mir todo el tiempo sus deseos en aras de la seguridad. Entonces se marchaban en busca de aventuras o bien se hacían delincuentes; para librarse de ellos, se los despa­ chaba a América o a la Guyana. A través de pruebas, riesgos e inventividad, pobla­ rían el mundo. ¿Quiénes eran estos delincuentes? Al comienzo, gentes tan normales como sus vecinos, salvo que su libido no entraba en la norma. Así pues, ¿qué es lo que produce niños delincuentes o débiles mentales? Se los traumatizó siendo muy niños, o bien están dotados genéticamente de tan inten­ sas necesidades o deseos que su personalidad no entra en el marco dispuesto. En­ tonces timan o embaucan, y el medio se libra de ellos de una o de otra manera... o ellos mismos se libran de las contingencias e imperativos partiendo a la aventura. Siempre había guerras en las que se podía entrar como mercenario: arriesgarse... O bien barcos que llevaban a tierras desconocidas, etc. De no haber existido la privati­ zación, quizá no hubiese habido grandes viajeros, emigrantes al Nuevo Mundo. Hoy vivimos en una sociedad completamente diferente, que ha cerrado sus fron­

62 teras. ¿Qué destino espera a quienes no entran en el código de la seguridad obliga­ toria? Esto constituye un grave problema, y así se explica el que ya no se deje nacer a los bebés. Se dice: “Pues no. .. es una inseguridad terrible que haya demasiados seres humanos” . Y es ciertamente al revés: cuantos más seres humanos haya, más medios para vivir de otra manera descubrirían... Y esto cambiaría a la sociedad. Los Estados se repliegan sobre sí mismos, la expansión colonial ha llegado a su fin; la legión extranjera ya no es lo que era. Los presidios son desafectados; las cár­ celes están llenas y se teme, precisamente, crear otras y abrir las qué están superpo­ bladas. A regañadientes se mantiene las que existen: los presos resultan muy caros. Como ya no hay exutorio ni purgatorio, como ya no se envía a nadie al infier­ no, las sociedades cerradas son explosivas. Quienes no aceptan ser meras copias en regla ya no pueden largarse, y los marginales, puestos de patitas en la calle, están condenados a una inactividad detestable. Esto explica que los seres humanos de pronto estén retrocediendo a una mentalidad malthusiana a escala planetaria. De ello resulta una política de reducción de los nacimientos y una mayor normaliza­ ción de los que alcanzan a nacer o quieren nacer. Cada vez es más necesario que acepten el código. En otra época existía una soüdaridad de “casta” . Era, por decirlo así, una soli­ daridad de oficio, cualquiera que fuese la clase. Sorches y oficiales confraterniza­ ban en la guerra. Actualmente, esta necesidad de solidaridad se ha desplazado. Sólo existe en la reivindicación: reivindicación del derecho a satisfacer necesidades y deseos. Pero la marginalidad ya no tiene el sostén de poderosos protectores. Los ricos eran mecenas de marginales que tenían como medio de expresión de su libido la pintura, la música, los viajes, las expediciones. Ahora, no hay mecenazgo de los artistas e inventores, y esta carencia perjudica ciertamente a la cultura. Si la libido toma la senda de una creatividad por el arte, no puede estar sometida a la ley de las mayorías, pues es sabido que las mayorías quieren lo repetitivo y no lo nuevo... o sea que la masa no puede mantener a los artistas que hacen cosas nuevas. ¿Por qué lo hacían los mecenas? Probablemente porque su libido los arrastraba mucho más allá de la defensa de sus prerrogativas; estaban aprisionados y hubiesen querido ellos mismos hacer pintura, viajar, y pagaban a gentes que eran capaces de hacerlo en su lugar y en su nombre pero que no podían ganarse la vida solos, y que sin la protección del príncipe carecían de prestigio. Animaba a los mecenas el afán de identificarse con los artistas, o, en todo caso, de solidarizarse con ellos, para acceder a ese otro mundo del espíritu, mientras que la clase burguesa quería pertenecer a él mediante la realidad del poder. Y la clase simple quería pertenecer a él mediante las pizcas de gloria que les caían desde arriba: el que servía a un rico se sentía alguien. Y los ricos sabían que no tenían nada que desear que no fuese del orden de lo imaginario. Había una especie de conciencia artesanal de tener un buen amo y de ser un excelente criado. Era un honor llevar librea. No sería justo decir que esto era infame e insoportable para todos: primera-

63 mente, dependía del amo, y también, sin duda, de las pulsiones individuales: había quienes, en el fondo, se sentían bien así. Por lo demás, se podía cambiar de amo pero no de condición. Los servidores querían estar orgullosos de su amo, de su casa, y formar parte de su familia. Recuerdo mis vacaciones en Deauville, cuando era pequeña; por ios altavoces llamaban á los chóferes para que llevaran el coche hasta el parking, que todavía no se denominaba así. Los llamaban por el apellido de su propietario, por ejemplo: ¡Rothschild. .. La Rochefoucault! El que servía a esta familia era “de la Casa” . Y estaba muy orgulloso. Pero nuestro medio siglo ha decretado que los oficios domés­ ticos son una vergüenza social, olvidando la tradición medieval de la colocación de los jóvenes aprendices en casa de las familias ricas. Se los colocaba en casa de otro señor. Hasta el siglo XIX, los granjeros importantes colocaban como criados a sus hijos de doce a dieciséis años en casa de otro granjero. En Normandía, por ejemplo, ropa para tres años era guardada en un armario que llamaban “de criado” , enorme cofre dividido en dos: de un lado el guardarropa y, del otro, tablas para colocar las prendas dobladas y una tabla más baja para las botas, los zapatos. Y se grababa el nombre del chico: “Jean-Marie. . . Lote, etc.” Los padres cargaban el cofre en la carretilla y llevaban al hijo vestido de domingo de verano o de domingo de invierno. Se trataba de la gente más honorable enviando a su hijo como aprendiz a casa de un par. Como contraparte, tomaban en las mismas condiciones al hijo de otro granjero. A menudo el criado se casaba con la hija de su huésped. lijan a aprender el oficio que ejercerían después en casa de sus propios padres. En Charente, el “aprendiz” llegaba con un armario llamado “hombre de pie” . El “hombre de pie” es más alto que el armario de criado normando: alrededor de 1,70 m, como un hombre... Tiene en la parte superior una puerta de una sola hoja, un cajón en el medio, y una puerta en la parte inferior. Es diferente de los “armarios de matrimonio” , amplios y de doble hoja, y que se entregaban como dote a la hija, con las sábanas y la lence­ ría de la casa. Estos dos tipos de armarios, “de criado” y “hombre de pie” , muestran perfectamente las costumbres de la época: el criado no era mantenido por su amo; llegaba con todas sus pertenencias a casa de su huésped; todo lo pagaban los padres, lo cual probaba que eran ricos. . . La formación de los jóvenes, en todas las categorías de fortuna, era entera­ mente extraescolar; Tos más pobres eran los clérigos, a quienes escolarizaban los sacerdotes. Dentro de las castas se aprendía a vivir compartiendo las actividades de los adultos y escuchando sus conversaciones. Este sistema de instrucción se fue empobreciendo debido a que la instrucción de los clérigos no se adquiría con la cultura, es decir, no se inscribía en su cuerpo merced a la frecuentación de los adul­ tos y sus amigos. Era una existencia donde sólo la escuela les aportaba algo; sus familias no les aportaban nada. Ahora bien, ¿qué es la cultura? Encontrar personas que viven lo que enseñan. Pero los profesores no viven lo que enseñan; al escuchar las clases, sentados en grupo a horas fijas, ni los alumnos ni el profesor viven el decir

64 enseñado. Es un empobrecimiento completo. La libido no se ha inscrito como antes en la vivencia del niño desde que es pequeño; la libido no ha inscrito la cultura; la información no se ha inscrito en su cuerpo a medida que llega. ¿De qué modo se impartió la enseñanza escolar al futuro amo? Por las palabras de alguien, sentado, y como muerto, delante de él. La cultura libresca es letra muerta. Así, sólo tardía­ mente comprenden los niños que es un autor el que se confía a ellos en un libro de clase. Detrás de un libro hay una persona de carne y hueso. Aunque se trate de un manual de historia, de física o de aritmética. Cuando yo era pequeña, leía siempre los prefacios de mis libros de clase, los demás no lo hacían. Y me sorprendía mucho encontrar en estos prefacios a verdaderos seres humanos. ¡El prefacio de las gramá­ ticas es algo extraordinario! Leyendo esos prólogos comprendí que eran seres huma­ nos los que se planteaban el problema de la enseñanza de la gramática a la que pare­ cían amar (es asombroso, pero parecían amar eso), . . . y que desplegaban sus re­ flexiones, sus dudas sobre la ubicación de los capítulos para que la lengua fuese, rápidamente comprendida y mejor asimilada. Todos los libros de clase llevan prefa­ cios muy interesantes para los niños. ¿Por qué no se les dice: “Se empieza por el prefacio?” Pues no, el prefacio es algo que no se lee a los niños, con el pretexto de que es para los adultos. El enseñante podría presentar primero al autor. Incluso podría incluirse una breve reseña biográfica. ¿No suele llamarse a un libro por su autor? Se dice: “Coja su Georgin.. . Coja su Bled” . Al señor Bled se le vio por televi­ sión, es un hombre la mar de agradable. Mientras que su libro era, me atrevo a decir, muy aburrido. Creo que todo eso se perdió en la enseñanza, cuando de hecho se lo podía preservar sin alterar las evoluciones necesarias.

EL APRENDIZAJE DE LOS RIESGOS

El descubrimiento del espacio por un niñito pequeño es el aprendizaje de los riesgos. El espacio del que disponía el niño europeo antes de 1939 fue cambiando, ciertamente, puesto que la familia nuclear ya no vive de la misma manera: es un espacio menos sedentario, de una movilidad mucho mayor. En nuestros países, el niño está teóricamente más protegido por la ley pero, por otro lado, con el cambio del espacio que va descubriendo, corre riesgos más grandes. Tiene al alcance de su mano productos nocivos que puede tragar, máquinas peligrosas que ve accionar a sus padres y que, por mimetismo con ellos, el niño cree poder manipular, sin siquiera haber comprendido su tecnología; hace ademanes que imitan los de los padres, con lo que corre mucho más peligro que antaño. Quizá tiende más a considear como juguetes objetos que son puramente utilitarios, pero que son peligrosos.. . y cabe preguntarse si, comparado con el niño de la sociedad industrial, el niño de una sociedad predominantemente rural, más rápidamente tratado como un adulto para todos los gestos de la vida cotidiana, movido a realizar una parte del trabajo de los adultos, sobre todo en la granja, no hacía un mejor aprendizaje del fuego, del frío y de los riesgos de tocar instrumentos, de que una máquina le cogiera los dedos. . .

En la actualidad, el niño tiene gran necesidad de una verbalización que le infor­ me sobre la tecnología y la razón de todo. Así, puede ocurrir que el niño crea que todo peligro es un castigo. El padre y la madre son, para él, dueños de todo lo que sucede. . . entonces, si por tocar un enchufe recibe una descarga eléctrica, así como un antiguo decía: “Es Júpiter que está dentro” , el niño dice: “Papá está ahí.” He tenido un ejemplo impresionante. Mi marido le había dicho a uno de mis hijos, por entonces de 9 meses: - “Los enchufes no se tocan” , porque todos los padres dicen eso a los niños... Y, como tenía que ocurrir, cada niño intenta transgredir la prohi­ bición, para afirmarse y liacer la experiencia de lo que le dicen que es peligroso.. . porque ser una persona humana es eso. Así pues, la primera vez que recibió una descarga eléctrica al tocar el enchufe, vino a decirme: “Ahí papá” mostrando el enchufe. Empezaba a hablar y decía papá, mamá, ahí, ahí n o ... Todavía no camina­ ba. Se acercaba a los invitados y, llamando su atención, les mostraba un enchufe: “Ahí papá” . A su padre, cuando estaba en casa, le hacía lo mismo. Y su padre repetía: “Sí, está prohibido tocar eso, es peligroso.” Papá estaba ahí donde había existido la confirmación de la "palabra dripadTETTomtra-fimralápaiabiXdeLpadje . lá~que habíágolpeado al niño y no aquello de lo que la palabra del padre había hablado. Y esto eS mUy interesante desde el punto de vista del inconsciente del niñoTTodo lo que es objeto manipulado por los padres es para el niño una prolon- gación délos padres. Así pues, si los padres manipulan objetos y estos mismos obje­ tos tocados o manipulados por el niño son peügrosos o exponen al niño a un ries­ go, para él es el padre o la madre el que, estando en ese objeto, le prohíbe su ini- ciativa o su motricidad. es decir que limitan su humanización a siTimagen. Tuve que explicar a mi lujo que no era su padre sino la corriente eléctrica lo que él había sentido; que si su padre o yo hubiéramos hecho el mismo ademán que él, también habríamos recibido la descarga eléctrica; que la electricidad es una fuerza útil, con sus leyes que deben ser respetadas tanto por los adultos como por los niños; que no era que su padre lo hubiese castigado, ni que estuviera él mismo dentro del enchufe. Después de esta experiencia, y de las palabras explicativas que siguieron a las falsas deducciones un tanto obsesivas de la presencia paterna en todos los en­ chufes, este niño aprendió a enchufar las lámparas, la tostadora... con la misma habilidad que un adulto, y dejó de correr riesgos inútiles con la electricidad. Un saber técnico había reemplazado a la magia. El niño ganó confianza en sí mismo y el deseo de actuar como los adultos, observando y solicitando con la mirada y la voz exphcaciones técnicas, cuando no conseguía hacer lo que ellos. Si se enseña a un niño que el riesgo de electrocución también existe para el padre, admitirá la realidad del peligro. Esta pequeña historia del enchufe confirma que toda prohibición, para un niño, sólo tiene sentido si lo prohibido también lo está para los padres. Además, es así como entra en la ley del Edipo. Si el chavalín declara que su madre es su mujer, es porque, por identificación con su padre, desea comportarse ante su madre como su marido. Pero sólo comprendiendo que su padre nunca se comportó ante su propia madre como se comporta con su mujer, sólo así el niño integra un devenir biológico e integra la ley de la prohibición del incesto, que es la de todos los humanos ante su progenitora. Pero al niño esto se le hace muy difícil, porque, en el inicio de su vida y no antes de varios años, no tiene forma de entender que el padre y la madre puedan haber sido niños que tuvieron con sus padres la misma relación que él con ellos. La relación de masa del cuerpo también escapa a su entendimiento. Que su padre o su madre hayan sido bebés, cuando ve fotos de ellos, es algo que no tiene sentido para un niño. Se le dice: “Es tu padre cuando era pequeño.” Pero él contesta: “No es papá, soy yo.” Antes de los cinco o seis años, un niño no puede aceptar que su padre o su madre hayan sido niños a su vez. Para ir haciendo comprender al niño que la realidad no es como él la imagina, es necesario introducirlo en el lenguaje. El lenguaje abarca los recuerdos del pasado tanto como los proyectos y tanto como las realidades de las que de momento sólo posee el testimonio, a menudo engañoso, de sus sentidos. El niño no puede situar a su padre en relación con los demás. No se lo puede representar en otra parte de manera distinta de como es para él. El hecho de oír decir que su padre ha sido peque­ ño es, para un niño, lesa majestad .'Antes de los siete-ocho años, pensar que su padre ha sido un bebé es ridiculizarlo. Pero si tiene la suerte de oír a su padre diciéndoles “mamá” o “papá” a su propio padre o a su propia madre, este lenguaje lo prepara para admitir lo que se le explica, sin comprenderlo todavía. De ahí la importancia que tiene para los niños el encuentro frecuente con los abuelos; importancia de su nominación diferenciada según que se trate de los abuelos maternos o paternos; importancia, si han fallecido, o si, están lejos, o peleados con su hijo, progenitor o padre legal, de hablar de estas personas en familia explicitando las razones por las que el niño no puede conocerlos. Todo lo que no se dice respecto de los abuelos, como todo lo que no se dice respecto de uno de los progenitores no conocido por el niño, constituye una amputación simbólica que produce en el inconsciente, es decir, en la estructura somato-lingüistica, repercusiones a largo plazo en un nivel de la sexualidad en el sentido freudiano del término (libido energía de expresión fecunda en sociedad creadora o procreadora).

En nuestra época, en vez de iniciar al niño en la segundad mediante una palabra clara sobre la manipulación de todos los objetos, se lo pone a resguardo en el parque. El parque de niños se inventó no hace muchos años, cuando las ciudades adoptaron la arquitectura vertical y generalizaron el alumbrado y la calefacción a electricidad o a fuel. Se introdujeron parapetos para que los pequeños no rueden por las escaleras de los edificios de varias plantas y también para que no se quemen tocándolo todo.

67 Sí, pero en lugar de iniciarlo mediante el lenguaje, se lo trató cada vez más como un cuerpo peligroso para sí mismo. Y éste es un hándicap que en nuestra sociedad actual tenemos que eliminar. Inversamente, tampoco hay que subestimar el riesgo al que el niño pequeño está naturalmente expuesto. Porque el espacio que lo rodea es para él la misma cosa que su mamá; le inspira, pues, plena confianza, con lo que se encuentra en peligro total. Esto exige un enorme trabajo por parte de la madre para significarle ló que no debe tocar -com o el adulto- y, además, un entendimiento perfecto con ella; si no siente que lo que ella le prohíbe es también lo que le está prohibido a ella, no dejará de hacer lo que ella le ha prohibido. Por ejemplo, cuando una madre prohíbe al niño tocar o beber lejía, le dirá: —La lejía es peligrosa; en pequeñas dosis es buena para la limpieza.. . Yo pongo mucha atención; pura, me quemaría, quemaría el tejido, y , si la bebiera, me enve­ nenaría. El niño no tocará la lejía, pues se sentiría como la madre. Pero en cambio ésta suele decirle: “No toques” lo que ella toca, sin explicarle cómo lo hace, las pre­ cauciones que toma, las que toma todo el mundo, y que si un día él lo hace también deberá tomar. En cierto modo, con estas prohibiciones constantes es como si se pusiera el Edipo en todo.5 Los padres deberían situarse en la misma ley que los hijos con respecto a todas las cosas de la vida en que tienen que imitarlos con el ejemplo y la palabra, y en cambio siguen actuando como si tuvieran que hacer los omnipotentes respecto de un omni-impotente. En realidad, el niño, aunque sea muy pequeño, es tan capaz como ellos. . . Pero a condición de que le induzcan confianza, de que le enseñen la tecnología de su saber hacer y le hagan entender e integrarla realidad de las cosas que ellos mismos, en verdad, afrontan, enseñando el porqué de los riesgos y peligros. Hasta tal punto que, sea cual fuere el pequeño incidente que se provoca así mismo en un momento en que el adulto tutelar no se halla presente, no teme hablarle de ello, comprende que se debió a que empleó una mala tecnolo­ gía respecto de lo que se le había dicho, y a partir de este momento manifiesta ple­ na confianza en el adulto, guía en quien puede creer. El adulto que haya explicado antes que el peligro sería el mismo para él que para el niño si actuara como lo hace éste, ni lo humilla ni lo culpabiliza. Educar a un niño es eso: informarlo por adelantado de lo que su experiencia le probará. De esta manera, sabe que no debe hacer tal cosa no porque se lo hayan

5 El Edipo, en resumen, es el sexo de los padres cuyo contacto está prohibido; el incesto es prohibición de realización, pero no su deseo imaginario. Aquí, es el mundo. Se puede decir de otra manera, el mundo aprehendido por la vista no es aprehensible de derecho al niño por su tacto y su prensión. Es cosa sagrada, prohi­ bida a! niño en lo absoluto, y no en función de la experiencia a la que se confronta temporiamente y que le enseña a capacitarse para ella mediante la tecnología prudencial y eficaz en que a semejanza de los adultos se le solicita adquiera con­ fianza.

68 prohibido sino porque sería una imprudencia, por la naturaleza de las cosas, por las leyes universales, y también por su falta de experiencia y de ejercicio previo en pre­ sencia del adulto-guía.

Al transportárselo puerta a puerta desde un interior confortable a un ambiente climatizado, se dispensa demasiado al niño de la ciudad de cumplir personalmente la experiencia del caíor y del frío.

Le falta, por un lado, hacer él mismo esta experiencia y, por él otro, tener palabras sobre esta experiencia, porque hacen falta las dos cosas; no basta que cier­ tas sensaciones hayan informado al cuerpo del niño, por lo agradable o por lo desa­ gradable, sobre la experiencia vivida por él mismo; se precisan palabras del adulto, explicaciones, no reproches ni juicios como: “Eres to n to ... Deja eso... No toques más.. . Tápate, ‘cogerás’ frío, etc.” En ocasiones en que la conversación tendría un valor inigualable, el niño recibe un castigo, una reprimenda, y a veces una paliza. La próxima vez que se encuentre en igual situación volverá a tener la misma dificultad para evitar el incidente, ya que no ha intelectualizado el riesgo y no se le considera capaz de garantizar su propia seguridad. Es nocivo desvalorizar a un niño cuando ha realizado una expe­ riencia nefasta, ya sea de frío o de calor, con el riesgo eventual de que “coja” un resfriado. Por ejemplo, respecto del frío: se impide al niño salir como él quiere, sin su grueso abrigo, en vez de dejarlo salir sin esta vestimenta porque él lo quiere así; no se va a morir por eso y, al menos, cuando vuelva diciendo que está helado, se le dirá: “Por eso yo te decía esta mañana que te pusieras tu abrigo grueso, ya que tienes uno.” Actualmente, cuando llegan los primeros fríos, el niño sale de la casa para ir a la escuela y no vuelve sino para la comida del mediodía o ya caída la noche. La madre hace todo un escándalo pues esa mañana no se ha puesto su ropa de abrigo. A veces hay una pelea. El niño se siente agobiado por una soücitud ma­ terna que para él es abusiva, irritante. En otro tiempo, ir al retrete, que estaba fue­ ra, le significaba la posibilidad de hacer la experiencia por unos minutos; ¿que no quería ponerse el abrigo? ¡Allá él! El niño salía, volvía, se calentaba junto al hogar, pero había hecho la experiencia, y al cabo de dos o tres veces se ponía, como la madre, un chal, un jersey. . . en cualquier caso una ropa abrigada. Comprendía que todo lo mundo lo hiciera, y que no era para ejercer un dominio sobre él por lo que le decían que se pusiera lo que no se quería poner, sino porque todo el mundo estaba sometido a esa misma condición y él era como todos los seres humanos y estaba en las mismas condiciones que ellos. Lo mismo sucede con el apetito. La obligación de comer, de dormir. Hoy, el niño no sabe que está en la misma situación que todos los hombres del globo, porque se le evita tomar conciencia de ello. Le llevan a cuestas, pues hay que andar rápido, le sobreprotegen y así se le impide rea­ lizar sus experiencias. . . Resultado: ¡el niño de la sociedad moderna ya no tiene seguridad!

69 Paradoja de nuestra época que asegura contra todos los riesgos: los pequeños y los jóvenes son cada vez más vulnerables por falta de experiencia adquirida día tras día. Lo que da seguridad se experimenta y hay palabras que decir sobre la tecnolo­ gía de esta seguridad. Al niño no se le dan estas claves. En lugar de verbalizar bien los riesgos inmediatos de su propia vida cotidiana, el adulto, a través de los medios de comunicación de masas, no cesa de hablar de los riesgos planetarios. Al comien­ zo, para el pequeño oyente y telespectador, quizá esto no quiera decir nada... Y luego, muy rápidamente, ve al individuo que se lo pasa hablando del fin del mun­ do, del riesgo de que saltemos todos por los aires, de la quiebra de los países ricos.. . de que el dinero ya no tiene valor. .. del incierto futuro. Este clima de inse­ guridad general, ¿no es un fenómeno relativamente reciente para el niño? Es verdad, porque nunca hemos atravesado una etapa tan larga sin guerras de fuego y de san­ gre. Pero la guerra económica y la carrera armamentista engendran un miedo más sordo y no permiten apreciar los riesgos reales de una manera concreta. En la época feudal, había momentos en que se hacía preciso refugiarse en el castillo porque estaban por pasar las bandas. Había invasores, tropas extranjeras..., y hasta peque­ ños alsacianos en la época de Tour de France de deux enfants. .. Entonces, había realmente un enemigo concreto, que además era enemigo tanto de los adultos como de los niños. Mientras que ahora, se habla de un riesgo absolutamente global, pero invisible. Esto me recuerda a nuestro segundo hijo: en el parvulario le habían hablado de la bomba atómica. Corría el año 1947, el chaval tenía tres años. Al regresar, me dijo: — Mamá, ¿es verdad lo de la bomba atómica? — Sí, es verdad. — Entonces, ¿es verdad que una bomba atómica podría destruir todo París? — Sí, es posible. Hizo un silencio y después me dijo: — ¿Y podría ocurrir antes del almuerzo o después del almuerzo? Yo dije: — Podría ocurrir si estuviésemos en guerra, pero en este momento no estamos en guerra. El repitió: — ¿Podría ocurrir antes de almorzar o después de almorzar? - S í . — Ah, bueno, yo prefiero que ocurra después de almorzar. Luego nos fuimos a almorzar y asunto terminado. Véase cómo luchó él contra ese imaginario. Encontró la seguridad en una panza bien llena.. . — Y bueno, mala suerte, yo prefiero que ocurra después de almorzar. Un recurso del hombre moderno es sacar de apuros a su cuerpo para encontrar­ se más sólido ante cualquier prueba difícil. Es lo que hace el soldado. El soldado bajo el fuego aprende a vivir de instante en instante y a protegerse así del miedo a la muerte. Y esto es lo que nuestra sociedad enseña actualmente. Hay sin duda una enorme diferencia en la relación con la muerte en los niños de hoy y los de ayer. Los adolescentes de hoy temen mucho más al paro que a la muerte; se exponen a riesgos mortales por placer, sabiendo que se exponen, porque creo que los jóvenes tienen necesidad de enfrentar riesgos, y porque no se pueden correr riesgos útiles, o al menos riesgos lúdicos. Incumplir las leyes de la prudencia, pagar quizá con la vida el placer de procurarse sensaciones intensas. Los jóvenes han jugado con el peligro en todas las épocas. ¿Es peor en la actualidad? Tal vez ninguna época ha visto como ahora la pérdida del contento de vivir que lleva a tantos niños y jóvenes a intentar suicidarse, y a demasiados a conseguirlo sin siquiera haberse arriesgado a vivir o a poner su afán de riesgos al servicio de causas nobles. Lo mismo sucede con los adultos, mientras que en ellos es tradicional el sentido de sus responsabilidades familiares.

El riesgo útil casi se ha suprimido en el mundo del trabajo, entonces se afron­ tan riesgos inútiles. ¿Por qué resulta tan difícil hacer observar las normas de seguri­ dad en las fábricas? Se precisa que un obrero haya sido víctima de un accidente para que, por dos o tres meses, sus compañeros de taller presten atención a las normas de seguridad. Y después las incumplen de nuevo.

¿Cómo puede vivirse la libido en un trabajo monótono y fastidioso? Violando el reglamento, adoptando una conducta peligrosa. Sin embargo, si se produce un accidente, la culpa es de la sociedad y no de quien no tomó las precauciones exigi­ das. En épocas prolongadas de paz, ¿tendemos a afrontar riesgos inútiles? Siendo entonces la muerte demasiado distante, demasiado abstracta, ¿necesita la libido sentir de nuevo su proximidad, desafiándola? El ser humano ya no tiene otra esca­ patoria en una sociedad donde la educación no ha empujado a sus émulos a alcan­ zar el nivel del placer ideando cosas nuevas, creando; el trabajador está demasiado encerrado en el hábito del hacer; y el hacer sin riesgos no es humano; es el aburrido destino de la bestia de carga. Para romper con este ritmo taciturno y resignado, para tomar alguna iniciativa cueste lo que cueste, se concede uno a las calladas la libertad de violar la consigna de seguridad. Los conductores que corren riesgos en la carretera los corren por ellos mismos, pero también por todos los que se encuentran en el interior de su vehículo y también por todos los que vienen de frente. Son feli­ ces corriendo riesgos; dejarán en esto el pellejo pero, al fin y al cabo, lo prefieren. Los malos conductores se cuentan quizá entre aquellas personas que no han pasado suficientes pruebas, que no han tenido suficiente experiencia de la muerte, o que nc tienen el necesario sentido de sus responsabilidades familiares y cívicas.

Maurice Trintignant decía que todos los pilotos de carrera automovilística, en los circuitos, corren riesgos calculados, pero enormes —la mortalidad de los pilotos

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■'■.-a: ■ v- m m m m de carrera es considerable— pero en la carretera nunca les sucede nada, porque no se exponen al menor riesgo; no les apetece. Disponen de un juego de la muerte, así que no necesitan jugar a eso en la vía pública, a expensas de los demás y sin ninguna regla.

Podemos preguntamos si privar a un niño de “juegos peligrosos” no es incitar­ lo a perder el gusto de vivir, a deprimirse o a vivir entonces peligrosamente. Todas esas normativas para que los juguetes dejen dé ser peligrosos terminan de dispensar a los padres de asumir su papel tutelar junto al niño.

Si un niño se queja de que otro le pega es porque no tiene relaciones sociales normales. Si las tuviera en la escuela, ningún compañero lo molestaría individual­ mente, porque él tendría su grupo que haría frente al grupo del otro; se trata de un niño que no participa en absoluto en la sociedad, aunque haga yudo. . . El yudo no lo integra para nada en la sociedad, porque es un deporte individual; no es un de­ porte de equipo.

En nuestra sociedad de hoy, lo trágico es que los niños que no triunfan en la escuela tienen una vida social, y los niños que sí triunfan no la tienen. Los alumnos que padecen de fracaso escolar tienen padres que no les han dado el vocabulario relativo a la manera de vivir, el vocabulario iñterrelacional, ni el vocabulario de la tecnología, de la destreza manual y corporal. Se han expuesto ellos mismos a ries­ gos y son todavía muy animales; no tienen identidad de sujetos humanos, pero, gregarios, tienen una identidad en el grupo, en la acción, y particularmente en la violencia. Escuchemos hablar a todos estos jóvenes, individualmente o en “banda” : no se entiende lo que dicen, tan poco construida está su sintaxis; pero integran un grupo sumamente bien construido para atacar y defenderse. Es una sociedad tribal constituida por violentos interdependientes que mantienen entre sí un entendi­ miento social, pero que son delincuentes potenciales porque no tienen código de lenguaje y no pueden adquirir las sublimaciones culturales de las pulsiones arcai­ cas (esto son las adquisiciones escolares). El tomar y el hacer no fue educado con­ juntamente con palabras. Entonces, "tienen el tomar delincuente y el hacer delin­ cuente, pero en grupo. Los que no tienen amigos y su madre los inscribe por la fuerza en yudo, a menudo son educados como pequeños individuos que carecen de vida social. Y, libreto clásico, si otro joven, a la salida de la escuela, agrede, zarandea a uno de estos pequeños aislados, éste se lo cuenta a mamá. Y mamá le dice: “ ¡Defiéndete!” , lo cual es una tontería, porque da a entender que él no es capaz de hacerlo. Creo que en un caso así lo correcto sería decir: - ¿Qué pasa contigo que un compañero te anda molestando? Si lo hace todos los días, es que lo necesitarás. Seguro que tú necesitas esta experiencia. En vez de quejarte, observa cómo puede él contigo. Hacerlo hablar de lo que sucede en lugar de decirle: “ ¡Defiéndete!” . .. ¿Cómo

72 defenderse de alguien que nos agrede cuando no sabemos todavía cómo defender­ nos, ni observar a los otros, ni hablarles? Esto lo enseña la vida en sociedad. El niño debe descubrir personalmente que si se asocia a varios compañeros, si se hace de amigos, se hallará menos expuesto. El interés vital del ser humano es desarrollar la ayuda mutua, la relación social. Antes de que hubiese sociedad estuvieron Caín y Abel. Abel es eliminado porque no fue capaz de defenderse. ..Ya quien Dios asig­ na el papel de jefe de las ciudades es a Caín. El tenía un compañero, su hermano, y lo mató. Está tan desesperado que se esconde de Dios creyéndose culpable, y sobre todo le angustia no tener ya nadie con quien hablar. Y en ese momento, Dios le dice: - Tú serás el jefe, el patrón de las ciudades, y nadie te tocará un pelo. Es decir que se asociará a muchos hombres en peligro; en lugar del peligro inte­ rior de sus pulsiones, lo que va a afrontar con todos los demás es el peligro exterior. Pasa a ser el fundador de las ciudades, el que asegura la protección de los individuos asociados por contrato y reglamentos en beneficio del grupo, contra los peligros exteriores. Pero fue preciso que pasara por la experiencia del peligro interior de su violencia. La historia de Caín y Abel es ejemplar. En ella se describe el fratricidio como experimental, prueba iniciática. Constituye un hecho de evolución “mal” vivido por el asesino, quien sufre de no tener ya a su hermano con él, porque solo no se puede hacer nada, y de a dos tampoco: siempre estará el riesgo del espejo o de la rivalidad. Jalar, canibalizar, cargarse a alguien, son sexualidad primitiva... Pero desde el momento en que somos varios, por lo menos tres, uno moviliza süs medios de defensa, asociado con los otros contra un peligro exterior. Hoy día, el escolar víctima de otro se encuentra en peligro interior, porque no tiene vida social. Su agresor puede proporcionarle los medios para descubrir dentro de sí el riesgo de no tener amigos. La unión hace la fuerza. Ese compañero que lo joroba, ¿no es el que le ofrece ahora una experiencia altamente provechosa? Y la madre o el padre que sólo saben decirle: “ ¡Defiéndete!”, no saben explicárselo. Un deporte como el yudo no introduce a los niños en el grupo. A los padres que están atentos a su hijo les cuesta mucho aceptar que un niño vaya en grupo con todos los

LA SANCION-PROMOCION O EL CULPABLE-RESPONSABLE

Todos los testimonios concuerdan: los indios xingu (Amazonas) jamás pegan a los niños. Un día, cierto niño prendió fuego a una cabaña. Muy pronto el fuego se extendió a todo el caserío, que quedó completamente destruido. No se castigó al niño incendiario. Se le apodó, simplemente, “capitán del fuego”. Comparar con la historia de Caín y Abel. Caín mató a su hermano Abel y Dios le nombró responsable de la seguridad de las ciudades. demás. Lo protegen y hasta lo sobreprotegen. La acera, el terreno baldío con los demás niños es para aquellos cuyos padres no se ocupan de él. El caso es que suministramos al niño seguridad pero mediante la imposibilidad de correr riesgos, que lo coloca en situación de inseguridad. Este género de seguri­ dad dada por los padres y no conquistada con su asistencia, sobre los otros chicos, no crea en el niño una identidad responsable de su cuerpo; identidad de sí mismo, con el derecho a iniciativas que se ve compensado por su propia autorresponsabili- dad, la autodefensa experimentada al servicio de la integridad de su cuerpo, junto a todos los compañeros de su edad y desde la primera infancia. En los países europeos, el niño es hoy más móvil, más nómade que sus padres a su edad; se desplaza más u oye hablar de viajes, ve fotografías de países lejanos; pero, al mismo tiempo, tiene mucho menos conocimiento de la naturaleza. La vida urbana no le enseña lo que es la tierra, sus estaciones, lo que es el cielo, las estrellas, el lugar del hombre en el mundo viviente. Este ensanchamiento geográfico exigiría una vida social cada vez más rica, que no se le hace familiar cuando es pequeño. Actualmente un niño puede componérselas a través de la vida social, y nunca solo. Es mucho el tiempo en que está reducido a su familia.

Si comparamos, por ejemplo, los viajes que se practicaban hace 50 años, poco frecuentes pero más aventureros, con los que se hacen ahora, vemos que el niño no ha ganado en experiencia. En el viaje moderno se le da todo preparado, todo masti­ cado. Se suba a un coche o a un avión, está como en un capullo. Antes, el niño participaba en un viaje mucho más lento, con medios de transporte mucho más incómodos, con etapas y mayores riesgos de detener la marcha por averías. Mientras que ahora se transporta el mismo encierro de un punto a otro. El adulto padece hoy la misma limitación, y otro era el caso de sus antepasa­ dos. Cuando viaja, el niño se halla ahora exactamente en el mismo nivel de experien­ cia que los adultos. Ya no existe ninguna diferencia, salvo que ignora cómo se consi­ guen los documentos y el dinero. Pero el carnet de identidad da una seguridad muy relativa. Si el tren se parara, la mayoría de los pasajeros no sabrían qué hacer. Se los transporta de un punto a otro únicamente porque tienen documentos y dinero. Al igual que los niños, los adultos no saben desplazarse solos, y ál menor imprevisto se quedan tan desorientados como aquéllos. Esto le quita al viaje todo valor educa­ tivo. Por eso, el triunfalismo de los responsables que dicen: “Hoy el niño tiene más oportunidades que antes para alcanzar su autonomía, para insertarse” no tiene fundamento. Se observa una regresión. Se puede tener esa autonomía si los adultos delegan al niño su saber... porque todo el saber relativo a la deambulación por la ciudad, los niños lo tienen tanto como ellos; también pueden tomar los autobuses, el metro. .. y desde los tres años. Pero si el adulto se las arregla para dejar al niño sin libertad espacial, quitándole el derecho a las iniciativas y a la libertad de deambulación, ¿no es para someter el mayor tiempo posible al niño al poder del adulto? Parecería que los medios tecno­

74 lógicos, que podrían ser perfectamente utilizados por los niños bien informados, se vuelven precisamente en su contra, debido a que los adultos quieren conservar un poder discrecional sobre ellos. Están tan infantilizados que sus hijos necesitan pueri- lizarse proporcionalmente a este infantilismo. Los instrumentos de que se ha dotado la sociedad no son peligrosos por sí mismos; peligrosa es la actitud de los adultos que, quizá, aprovechan todos esos medios para intimidar a los niños y ejercer su poder sádico. Los medios modernos pueden a la vez tranquilizar sus conciencias con la ilusión de que los niños tienen más suerte que antes, que son más libres, más autónomos, y a fin de cuentas les permiten ejercer una mayor presión, excusándose, tranquilizando sus conciencias. La crianza coercitiva, la educación mezquina de los niños es el nuevo flagelo de las sociedades humanas que se llaman civilizadas. En el estadio de la nutrición el aprendizaje es muy defectuoso, porque, preci­ samente, lo que escapa al deseo,del niño es un alimento. No se le pregunta, qué le gustaría que preparara su mamá, ni lo que quiere o no comer. El debe comer. Si no come “bien” , es decir, en cantidad decidida por el adulto, se lo amenaza, como si se tratara de algo muy malo. En nuestras sociedades occidentales, ni siquiera tiene derecho a la experiencia de pasar hambre. Mientras la humanidad en su conjunto carece de alimentos, a los niños de la sociedad civilizada se los atraca por la fuerza. — Si no comes, ¡el doctor te pondrá una inyección! En fin, es increíble, se amenaza a los niños, se quiere “formar” el cuerpo con necesidades, comida y excrementaciones, según el deseo del adulto. Otra amenaza: no crecerás. El poder médico se hace cómplice al convertir este atiborramiento en una obli­ gación. Una obligación absurda para el niño que no tiene hambre. Una obligación pervertidora. Finalmente, tal vez su reacción de rehusar este atiborramiento es bien salu­ dable. . . porque ya no tiene opción, ya no tiene derecho a tener hambre o a desear tal o cual alimento. Por eso, entre una comida y otra, se lanza a los distribuidores automáticos de golosinas.. . y de paso recobra el placer de la succión; además, elige comer fuera de los horarios obligados. Muchas familias se sorprenden de que a la hora de comer el niño esté sin apetito, sin ganas. Hay escuelas que en lugar de dar la comida a mediodía, como en las pensiones, ofrecen un autoservicio; y con buen resultado. La cocinera ve qué platos quedan, qué cosas los niños prefieren no comer. Ellos pueden elegir entre dos platos. Y entonces al niño le apetece lo que toma. A veces no ha tomado una comida correcta, pero está contento de lo que tomó. Y además están los trueques... siente que con lo que cogió tiene un poder frente a sus compañeros: — Sí, tú coge dos postres y yo te daré queso.. . etc. ¿Por qué no? En casa no sería fácil. De tal modo, allí donde se restituye una libertad y una cierta elección, otra vez se humaniza. Pero la sociedad considera que debe haber, como para el soldado, raciones; y en

75 esto se entromete el poder médico. La dietética ha pasado a ser obligación de comer cosas sanas, equilibradas, etcétera. Le cuesta al niño lograr autonomía en sus desplazamientos, gestos e iniciativas si no se responde a su curiosidad, a su inventiva, a su sentido del descubrimiento. Por ejemplo, cuando se ha lastimado y viene a contarlo llorando, cuántas madres tienen el reflejo de preguntarle: — ¿Te has fijado cómo fue? ¿Qué pasó? ¿Cuántas se preocupan por saber si asimiló la experiencia para que otra vez, en el mismo espacio, se encuentre seguro? En tal caso sacará provecho de una pequeña experiencia de relativa inseguridad que no había previsto. Pero las más de las veces la madre impide al niño volver a su actividad y renovar con ella su experiencia. — Siendo así, no volverás a ese sitio. Así habla una madre que destruye el fruto de la experiencia del niño. Si cuando el niño ha corrido algún riesgo se habla de ello con él sin regañarlo, queda inmuni­ zado para la próxima vez. ¡Cuántas madres cluecas hacen lo inverso! ¿Un niño se ha hecho daño al esquiar? — ¡Pues bien, no volverás a esquiar! ¿Se cayó bajando las escaleras a toda velocidad? — ¡Bien, desde ahora tomarás el ascensor! Un día, el ascensor se paró: — ¡Subirás por la escalera! Si él mismo, hecha la experiencia, prefiere no coger el ascensor, es cosa suya, ¿por qué debe la madre impedirle hacer una experiencia de la que ha salido bien parado y de la que ha obtenido un fruto? Es un ser humano como cualquiera. La interdicción de la madre suele recaer sobre los “dos ruedas” . Los chicos, cada vez más pronto, desde los diez años, quieren tener ya la “bici” del hermano o del amiguito. Muchas madres dicen: — ¡Válgame Dios, eso sí que no! Y hasta le prohíben la moto a muchachos de dieciocho años (mayores). Aquí hay falta de fe en el ser humano. Cada cual tiene su destino. Todos esta­ mos destinados a morir y detrás de este miedo a la muerte prematura siempre hay fantasías de deseos de muerte. El discurso más constructivo consistiría en advertir tempranamente a los niños de los peligros, pero sin prohibir nada. Es la mejor manera de evitar los que son inevitables, que conozca bien su máquina y el código caminero, que sepa controlarse, que aprenda a observar, a reflexionar. — Escucha, debes saber que lo grave no es tanto morirse directamente, lo grave és quedar impedido de por vida. Cada uno de nosotros es el administrador de su propia vida. Y se cita a los accidentados del centro de rehabilitación. En sí, no está mal darle esta información al niño, siempre que rio se le impida actuar por sí mismo. — Ya estás avisado. Ahora haz lo que quieras. Es verdad que un accidente puede dejarle a uno incapacitado. Por desgracia,

76 hay muchos ejemplos. Pero no es una razón para prohibir al niño utilizar un “dos ruedas” a la edad en que la ley lo autoriza. Ahora que sabe a lo que se expone, es un problema de él. Y si él mismo ve a otro niño en el suelo, integra mucho más que si lo cuentan. La educación humanizadora es la experiencia basada en lo vivido. En tiempos pasados, la muerte era una cosa familiar; se la ha desalojado de la vida de los niños, esta vez, además, con la misma manía de protección consistente en esconder a los pequeños todo aquello que asusta a los adultos: la senescencia, la enfermedad, la muerte. La cámara mortuoria debería seguir abierta para los niños. No se trata de empujarlos al lecho del difunto, sino de decir las palabras: — ¿Puedo ver al señor muerto? — Quieres decir al cadáver, si quieres puedes acompañarme. Si lo pide, un niño debe poder ver a un muerto, sobre todo si es un pariente cercano, sin que esto resulte chocante a los adultos. Cuántos niños no sólo son sustraídos a esta experiencia tratándose del padre, del abuelo, abuela o madre, sino que incluso se les impide asistir a sus exequias. Hace muy poco los dominicos de Toulouse me invitaron a hablar de la muerte. Philippe Ariés habló de la muerte en la Historia; Schwarzenberg de la muerte de los cancerosos; Ginette y Emile Rimbaud de la muerte de niños por enfermedades incurables. La noche de mi conferencia sobre la muerte había más de 3.000 perso­ nas en aquella gran iglesia. Yo estaba impresionada: ¡cuántos jóvenes habían venido a escuchar a alguien que no sabía del tema más que ellos! — No sé más que vosotros acerca de la muerte, ¡y deseáis escucharme! ¿Qué tiene de fascinante oír hablar a alguien de algo que no conoce? De veras, es asombroso. Es completamente surrealista. — Quizá tengáis una respuesta sobre el porqué de esta afluencia para semejante tema de conferencia. — ¡ Entonces, me la dáis! La muerte dejó de ser algo corriente en la existencia; desde la primera infancia, está en la fantasía. Y he aquí que alguien va a hablar de ella y se creerá que ése no tiene fantasía. Sobre la muerte, lo único que tenemos es eso, si no la conocemos.

En el libro La Vie aprés la Viee, daban su testimonio seres que habían pade­ cido comas prolongados, que habrían estado en la antecámara de la muerte; muy cerca de ella.

Es la clase de experiencias que me comunicaron personas que habían salido del coma. Exactamente eso. Tres o cuatro de ellas, en particular una mujer que entró en pleno coma poco después de nacer su hija y sin anomalías humorales, mientras que nada así le había sucedido al nacer su hijo. En realidad, ella revivió lo que había vivido su madre en el momento de su llegada al mundo. Nunca supo que su madre 6

6 Dr. Raymond Moody: La vie aprés la vie, Ed. Robert Laffont. se había vuelto loca cuando ella nació; no había querido verla, sin tener ganas de matarla. A estos desarreglos se les llama neurosis puerperales. Así que las separaron y a la pequeña le dijeron que su madre estaba tuberculosa y que se había marchado a Suiza; la educó una institutriz. Una vez mujer, la muchacha hace una crisis nervio­ sa puerperal tras dar nacimiento a una niña, su segundo hijo, repitiendo lo que había sucedido y que ella ignoraba de su madre'“muerta para su hija” afectivamen­ te, pero sin perder no obstante la lucidez. Los padres de la joven vinieron a visitar a su hija. La madre se quedó afuera, con fobia de ver que su hija se moría. El padre la visitó solo y se encontró con su yerno. Y le contó la historia del nacimiento de la muchacha, que nadie conocía. El joven marido, que en una época anterior se había analizado, vino a verme, desesperado: — ¡No lo voy a tolerar! Antes que ver a mi mujer salir del coma para quedar impedida de por vida, prefiero matarla... Verá usted mi nombre en los periódicos. Adoraba a esa mujer, joven y bella. Se negaba a asumirla toda la vida paralíti­ ca de los cuatro miembros, pues ése era el pronóstico poscomatoso si la joven sobre­ vivía, considerando el ritmo plano del electroencefalograma. ¡Seguían reanimándo­ la y él vivía un drama insoportable! ¡Me pedía socorro! Yo le dije que fuera a comer, a dormir, lo que no había hecho en dos días, que después fuera a ver a su mujer y, aunque estuviese en coma, le contara la historia de su nacimiento. Mientras él le contaba esto, el trazado del electroencefalograma se restableció y la muchacha despertó. Sus primeras palabras fueron: — Creo que sé por qué no tenía derecho a tener una hija. Por eso había entrado en coma, cuando de hecho no presentaba ninguno de los síntomas de la eclampsia que se creyó padecía. Exactamente doce horas después de nacer su hija se declara en coma. En su caso, y a despecho de las apariencias, se trataba únicamente de histeria, pero, sin la revelación del sentido de sus síntomas, habría muerto. Después ella le contó cómo había vivido su coma. Lo vivió en un ángulo del techo, en una esquina de las paredes, testigo de su marido y del cirujano reanimador que se encontraban rodeando la silueta de papel como una lámina, que la representaba a ella. Cuando decían “trazado plano” (el significante, como dice Lacan), ella oía este significante “plano” . Pero, ¿quién lo oía? Porque ella estaba en el rincón, a la vez curiosa e indiferente a lo que sucedía. — Es cierto que está aplanada; está rapla-plá, pensó. ¿Qué harán ellos? ¿Cómo inflarán eso de nuevo? Es papel, no tiene sustancia. Luego, después de ese momento sin duración, no supo dónde estaba, sólo que en medio de una oscuridad espantosa, con una impresión de dolor intenso moral y físico. Tuvo la representación de ella misma entrando por su cráneo y llenando con un dolor espantoso su cuerpo; y ella “pasaba” a la sensibilidad. Qué agradable era hallarse insensible, antes, en otra parte. En ese momento sintió la mano de su marido, que ella apretó; abrió los ojos y le dijo: — Creo que sé por qué no tenía derecho a tener una hija... Luego “Quisiera

78 ver a mi pequeña.” El marido cuenta al reanimador este “despertar” de su mujer y el médico le dice: — ¡De ninguna manera! Vaya usted y explíquele que la niña quedó en la mater­ nidad, que volverá pero que ella debe curar completamente. El reanimador cons­ tató la reanudación del ritmo en el electroencefalograma. Pues bien, esta mujer curó totalmente, sin ninguna secuela, después de Itabei presentado dos veces un trazado plano. Hizo la experiencia de ser testigo de lo que sucedía con su organismo estando fuera de su cuerpo, sin sufrirlo y sin recordar ni que acababa de dar a luz ni quién era. A su marido no lo veía como su marido, sino como un hombre atento a su imagen completamente plana. Esta presencia del testigo, pienso que es algo que existe también en los pequeños cuando no son reco­ nocidos por el afecto y el lenguaje de ternura de los padres. Pienso que los niños son testigos, y que de ahí proviene su sabiduría, su inteligencia. Cuando escuchan las conversaciones, sin escucharlas, al tiempo que las escuchan, son los testigos en lo absoluto de lo que vive. No se trata sólo de estados posmortales, sino de aquellos en los que podríamos estar nosotros, los vivos. Ocurre que sólo los tenemos en el momento llamado “de coma” (o casi), a espaldas de quienes piensan que los lactan­ tes y los niños que aún no hablan no comprenden nada.

Es posible que en el estado de infancia, de adulto futuro, haya percepciones, facultades absolutamente específicas de este estado del devenir.

Los niños no sienten ningún terror por la muerte. ¿Por qué no quieren los padres que los niños tengan contacto con la muerte, si no le tienen ningún terror? Para ellos es un hecho que les suscita preguntas. Pero si no tienen respuesta, no se asustan; ya la buscarán. ¿De qué tienen miedo los adultos? Ellos temen que los niños, que no tienen miedo a la muerte, quieran hacer la experiencia y los adultos se queden sin descen­ dencia. Creo que es simplemente eso. Pero los niños no tienen miedo a la muerte. En la actualidad veo casos de pequeños pirómanos. Se intenta tratarlos. Pero ellos no tienen miedo de quemarse. Quieren hacer la experiencia hasta morir eventual­ mente por su causa, con arrobamiento. Que los otros se quemen, por qué no... dado que uno les hace a los demás lo que querría que le hicieran a uno. “ ¿Y si el fuego me quema?” El niño no tiene la experiencia de esto, pero tiene el deseo de hacer la experiencia, aunque en ello vaya a dejar el pellejo. Para él, vivir no tiene sentido si no es por satisfacer una gran curiosidad. Y creo que los padres temen eso porque, para el niño, la muerte no es un fin: es, como todo aquello de lo que oye hablar, un medio de placer eventual. Pienso en una declaración que hizo Gilíes Villeneuve, el piloto de carreras automovilísticas que se mató en el Gran Premio de Canadá. Tuvo muchos choques y le curaron no sé cuántas fracturas, pero no le era posible imaginar que moriría de un accidente:

79 — Yo, dijo por la radio, no moriré nunca de un accidente... Sí, quizá tenga más, pero qué tiene que ver. ¡Siempre me siento mejor después! No tenía el sentido de la responsabilidad de una esposa y dos hijos. Esa entrevista me pareció estúpida, sobre todo por su comentario. El mismo día, por la tarde, se mató corriendo. No se trata de héroe a un adulto que, al hablar así siendo padre de familia, parece un irresponsable. Sólo faltaba decir: “Este corredor había contratado seguros de vida tan importantes que sus hijos, aunque su padre haya muerto, gracias a su preocupación tienen la educación asegurada; y su mujer también, porque cobrará indemnizaciones millonarias” . No se puede poner como ejemplo a alguien que ignora las consecuencias de sus actos mientras ejerce una profesión peligrosa. De hecho, este piloto había conservado un espíritu de infancia. En apariencia me contradigo a mí misma al decir esto, porque yo sostengo que lo más hermoso que tiene el Evangelio es el espíritu de infancia. Pero no el espíritu de infancia de los córredores de coches, sino el espíritu de arriesgarlo todo por una idea que servirá a los demás. Pero aquello no le servía a nadie más que a él: ser el primero, el que corre más rápido. Es cierto que los niños no tienen miedo délo que ignoran porque lo que ignoran es lo que los excita: el impulso epistemológico de conocer... nacer de este conocimiento nuevo. Finalmente, es la raíz misma del deseo. El deseo es conocer lo nuevo. Sólo que también hay una estructura que se hace con nuestro espíritu consciente, la responsabilidad. El sentimiento de formar parte de un tejido social del que somos responsables: primero es familiar, después se extiende a los seres queridos y después a los otros miembros de la sociedad. Hay una responsabilidad de cada cual con todos. Y creo que un ser humano que no fue suscitado para esta evolución —la responsabilidad de cada cual con todos— es un ser inacabado. Y su vida no cesa de plantear la cuestión de la finalidad. ¿Tiene un fin espiritual o el de ser únicamente un cadáver? Todo es polvo... Aquí, creo yo, se desmaman dos seres que serían psicoanalistas tanto el uno como el. o tro .. . Es que no creo que la evolución humana consista en retornar al carnero, simplemente porque somos carne. .Creo que ésta es la parte telúrica, plane­ taria de nuestra existencia. Pero, ¿quién puede decirme si estoy errada o no? Creo que hay otra existencia, dado que la palabra no forma parte de la tierra. La palabra no es la simbólica pura del sentido. Es otra cosa que lo que procede de los elemen­ tos materiales de la tierra; la potencialidad de la palabra está contenida en la especie humana, pero el ser humano es de palabra, de sentido, más allá de su vida efímera de cuerpo sobre el planeta tierra. Se me puede decir (y es cierto, no digo que no): - Lo que ocurre es que usted es cristiana. ¡Es verdad! Pero creo que todas las civilizaciones se han construido con una espiritualidad. Aun para el más escéptico, para el más agnóstico, hay una extraña coincidencia entre lo que revela el psicoanálisis (de manera experimental, de manera vivida) y el discurso de los Evangelios, que sigue al del Antiguo Testamento: un orden de la dinámica d;l ser humano.

80 La simbólica demuestra que la palabra va efectivamente más allá, lleva consigo un más allá, viene de un más allá o de un más acá. Pero que no se detiene. No está sólo el soplo, el emisor físico o el soporte material conservador de la palabra, sino también el poder que ella tiene. Está esa relación sutil y creadora entre humanos que parece escapar a las leyes físicas, que trascienden el tiempo y el espacio. Los padres temen hablar a los niños de la muerte porque, justamente, el niño no tiene todavía el sentido de responsabilidad de su vida respecto del otro, aún se halla sólo en el deseo. Y aquí, creo que en nosotros tiene que seguir habiendo un ser humano niño, pero al mismo tiempo, si su cuerpo ha engendrado, también un adulto, hombre o mujer; debe tener el sentido de su responsabilidad. Tienen que estar los dos. Picasso dibujaba como un niño, pero como un niño que había adqui­ rido la maestría técnica e instrumental y la perfección del adulto artista trabajador, capaz de una perfecta reproducción de las formas. Al mismo tiempo, pervivía el niño de mirada fresca, de corazón maravillado; manos de adulto hábil concurrían a una creación continua que ya nada tiene que ver con las formas “mecánicas” estáticas; son las formas de su vida interior emocionada, vibrante, al contacto de la realidad que él expresa con la inventividad libre de la infancia pero con la maestría tecnológica de alguien que no utiliza su mano de cualquier manera, de alguien que domina totalmente composición, trazado, colores, para expresar conscientemente el espíritu del deseo que lo habita, mientras que el niño, con genio o con torpeza, lo expresa inconscientemente, sin saber lo que dice. El dibuja por placer, sin ser siquiera rozado por el sentimiento de responsabilidad hacia el otro, ni por el arte de su época.

LOS 400 GOLPES O LA SEGURIDAD AFECTIVA

Olvidamos que el niño es sujeto y no sujeto para y de discusión. AI nacer y después, en todas las ocasiones. Por ejemplo, para la guarda del hijo del divorcio. Los magistrados no piensan que el niño es el único “juez” . Creen que el mejor padre es el que tiene más dinero y más tiempo libre y más espacio en su casa. Cuando no es esto lo que cuenta para un niño, sino la tolerancia que se tenga con sus dificulta­ des para adaptarse a la vida, y el amor que se le dé para ayudarlo a tomar conciencia de ellas. La seguridad material está mucho después que la seguridad afectiva. Truffaut lo advirtió perfectamente en Los 400 golpes. El joven Antoine Doisnel hace todo cuanto puede por encontrar adultos dignos de ejercer un poder sobre él. Cuando hay poder, pero si el niño siente que el riesgo merece la pena, puede acep­ tarlo. Es como un boxeador que acepta que su mánager le impida hacer el amor durante las tres semanas que preceden al match. Esto tiene un sentido. Pero lo que el niño no comprende es el poder presuntamente educativo que pretende darle una ética, cuando la persona que tiene ese poder no se somete a esa misma ética. Antoine Doisnel busca ante todo en sus padres una verdad interior.

81 En el film de Truffaut, el niño es ante todo un estorbo. Sobra. Su madre era madre soltera; quiso abortarlo y la abuela materna la disuadió de hacerlo. Esta abuela crió al pequeño antes de que su hija se casara con un buen tipo que quiere una mujer para su lecho y que se alimenta de todas las pequeñas historias del taller donde trabaja; cuando vuelve sólo tiene eso para contar (“La secretaria con el contramaestre...”). Y desposó a esta mujer que tenía un hijo. El niño no le incum­ be. El es sólo cortés e indiferente, e incluso un poco cómplice homosexual. Una noche la madre telefonea para decir que debe permanecer en su oficina. El compa­ ñero cena solo con el niño: “¡Muy bien! ahora estamos entre hombres, los dos nos liaremos nuestra comidita...” Y habla cosas idiotas y le da unas palmaditas. Cuan­ do la mujer vuelve, él le hace una escena: “Te has quedado en la oficina y no te darán la paga extra” . A todo esto, el pequeño la vio al salir de la oficina, besándose con un hombre, y ella vio que él la vio. No suelta palabra y soporta los cuernos de su padrastro porque, a cambio de su silencio, la madre se muestra más amable. Un día, para apaciguar a un profesor que lo había tomado como cabeza de turco, dice: “Mi madre ha muerto” . El profesor: “Pobrecito, te pido discuplas... Debiste decírmelo...” Le incomodó mucho haber estado ocho días tomando a este alumno como cabeza de turco. Lo agrede por la angustia que le suscita la falta de resultados con este chico inteligente que debería ser de los más destacados de la clase. Llegan los dos padres. Y el padrastro le da un pescozón por haber dicho: “Mi madre ha muerto”. ¡Es tan cierto que su madre ha muerto! Es profundamente cierto que ya no le queda ninguna seguridad de fondo. Después de esto se fuga. Y, por las noches, se las apaña birlando botellas de leche. Lo sorprendente es que

EN LA ESCUELA JAPONESA

En Japón, el maestro impone a los chiquillos de ocho años una prueba muy dura: castiga a uno de los mejores alumnos, ante toda la clase, por una falta que no ha cometido. “Has robado dinero de mi bolsillo” , o “Has mentido”. Después de la sanción, le explica su “error judicial” : “Debes saber que el mejor de los maestros, el mejor de los padres, puede ser injusto. Aprende a soportar la injusticia del mundo sin dejar de ser un hombre justo” . A veces, el niño sometido a tamaña conmoción enferma por su causa. Esta prueba tiene por doble efecto olvidar la idolatría, el culto de un segundo padre, de un héroe infalible. Hay que saber, por momentos, perder las ilusiones, y aprender a sobrevivir a la traición del propio ideal, así como a la decepción afectiva. Esto se puede comparar con la técnica de la humillación impuesta a sus discípulos por los gurúes de la India. La admiración es efíme­ ra. ¿No es acaso con duelos superados como se afina la dinámica del sujeto: el deseo hasta el amor? sigue yendo a la escuela. Incluso ha escrito una carta a sus padres anunciándoles que no perturbará más su vida de pareja. Cuando haya hecho su vida y alcanzado su nivel de dignidad, entonces volverá para verlos. Los padres acuden a la escuela y constatan que él concurre. Asombro. Se ve que este chico lo único que estaría pidiendo es promocionarse para ia sociedad, ya que sigue yendo a la escuela pese a sus dificultades, pues sufre el frío de las noches y no come casi nada. La escuela le importa mucho, y la escuela le tira a matar. El padre visita el juez de menores: “Estamos desbordados, no podemos m ás.. .” Y mandan al niño al correccional. Creo que otros padres pueden ser tan torpes como los de Antoine Doisnel y el niño no caer en la delincuencia: basta con que se sienta amado.

83 Capítulo 5

EL NIÑO - COBAYO

EL DISCURSO CIENTIFICO

El discurso sobre el niño, cada vez más prolijo, ha adoptado los instrumentos de las ciencias de lo viviente y de las ciencias humanas: biología, economía, estadís­ tica, psicología experimental. Tiene poco más de un siglo. Las primeras publicacio­ nes en materia de pediatría datan de mediados del siglo XIX. Y podemos decir que la indagación sobre el comportamiento del recién nacido —¿qué necesita primero: aporte nutricio o amor?— es incluso más reciente; sólo hace unos pocos decenios que todas estas cuestiones son objeto de minuciosos estudios. ¿Se acabaría barrien­ do con la sabiduría de las viejas, con los cuentos de hadas, la mitología, las ideolo­ gías establecidas y divulgadas en el discurso literario? ¿O, por el contrario, se descu­ briría el fundamento de la intuición de poetas y novelistas? Con ello la condición del niño podría salir gananciosa. La ciencia, que tantas esperanzas suscitó en el siglo XIX, estaba llamada, parecería ser, a ponerse al servicio del niño.

No hubo nada de eso. La ciencia no se puso al servicio del niño. Se puso al servicio del orden establecido, de la instrucción pública, de la policía. O de la Cien­ cia misma. Investigar por investigar. Tampoco aquí, por desdicha, está ausente la ideología. Se enfrentan escuelas de pensamiento, tendencias. La infancia como campo de estudio es eje de debate entre los modernos: unos, psicosociólogos, privi­ legian el papel del medio, del entorno; otros, los factores bioquímicos, los factores genéticos. Y los primeros acusan a los segundos de ser, si no reaccionarios, al menos aliados objetivos de la nueva derecha. Prejuicios, replican los neurobiólogos que reivindican la inocencia de las palomas.

Como dice el profesor Imbert, responsable del laboratorio de neurobiología del desarrollo de la Universidad París Sur (Orsay), el denominador común a los niños de cualquier origen y medio, desheredados o de fortuna, es el cerebro. Desde la perspectiva de las neurociencias, el niño no es un adulto en miniatura,

84 la diferencia no es solamente alométrica. La dependencia del menor, familiar, jurídica, económica, no es la única que crea, mediante cierto condicionamiento social, el estado de infancia. En el plano del sistema nervioso central la especificidad de la infancia es una realidad: lo primero que constata la neuxofisiología es una marcadísima fragilidad, una sensibilidad muy aguda a los choques del entorno. Pero esta fragilidad no es sólo negativa. Presenta también una ventaja de plasticidad sobre el estadio adulto: en caso de lesión, una gran capacidad de recuperación. La afasia resultante de una lesión cerebral no es reversible en el adulto. En el niño, sí. Producidas una necrosis o una exéresis de una región de un hemisferio cerebral, se constata que el cerebro del niño puede generar derivaciones, compensaciones, movilizaciones.

Lo que más retiene hoy la atención de los neurobiólogos no es tanto la extrema fragilidad del recién nacido como su plasticidad, es decir, su posibilidad, en el plano del cerebro, en el plano del sistema nervioso, de recuperar o de encontrar otros circuitos, si hay lesión. Hasta los 6 años es posible extirpar un hemisferio; si por alguna razón resultó lesionado, es mejor quitarlo que dejarlo, porque perturba al otro. El niño sometido a la ablación se desarrolla como un niño que tiene sus dos hemisferios sanos, mientras que si se deja un hemisferio con cicatrices o mal irriga­ do, el otro se torna impotente. Es increíble: tenemos un hemisferio de más. Yo creo que durante toda la vida las células del cerebro pueden estorbarse unas a otras; pare­ cen cumplir sus tareas por partida doble y esperar relevarse en caso de accidente. No utilizamos todas las potencialidades de un cerebro; siempre tiene reservas. Las neurociencias confirman la intuición fundamental del psicoanálisis sobre el potencial del lactante y la importancia de los primeros momentos de la vida. Se ha dicho: todo se juega antes de los seis años; posteriormente se determinó que los tres primeros son los decisivos en la formación de la personalidad. Quizá todo se juegue en ocho días, los primeros días de la vida. La época de las primeras marcas indelebles y de las heridas cicatriciales se reduciría al período peri- natal.

Los neurobiólogos están seguros, y el profesor Imbert lo confirma, de que el niño, desde que nace, exactamente después de la expulsión, discriminaría los senti­ dos lingüísticos de los sonidos no lingüísticos. Más aún, identificaría ya la voz de su madre con respecto a la de cualquier otra persona.

Sin duda, y sobre todo la voz de su padre, porque ésta es la que oyó desde el útero: en el útero el niño percibe sobre todo los tonos graves, y distingue perfecta­ mente la voz del padre de la de la madre. En Pithiviers la experiencia se ha hecho clásica, se constata que el feto reacciona a los impulsos fónicos del futuro padre que es solicitado a comunicarse con él. Las experimentaciones científicas aún no han confirmado esto. El profesor Imbert, del Colegio de Francia, mantiene reservas sobre el punto: “Hay que probarlo” . Debemos decir que en este terreno el progreso

85 de la investigación es muy lento. Los trabajos tropiezan sobre todo con obstáculos metodológicos; cada vez que se supera uno, se descubre algo más que viene a añadirse al capital cognitivo y perceptivo del recién nacido. Así pues, se puede infe­ rir que el potencial del niño es más bien superior a lo que se considera adquirido; puede preverse que se descubrirán en el recién nacido capacidades mucho más importantes que las que ya se le reconocen.

BEBES QUE SE SIENTAN

“El examen neurológico habitual dista mucho de explotar la totalidad de las aptitudes sensoriomotrices neonatales.” Un pediatra del Centro hospitalario de Bayona, el doctor A. Grenier, construyó un material adaptado a los lactantes de 1 5 a 20 días y realizó diversas pruebas tendientes a “despara- sitar” a los bebés respecto de varias restricciones que inhiben su capacidad motriz real. En un film realizado con su equipo aparecen recién nacidos a los que se ha conseguido sentar sobre una pequeña mesa escritorio, sujetándoles la cabeza con dos dedos. Entablada una comunicación con su maternante, estos bebés sentados son capaces, según se ve en la película, de asir un objeto que se les presenta. Comportamiento motor del que no se sospechaba capaces a los recién nacidos.

LOS NIÑOS-MANIQUIES

Conocí a una mujer joven que se mantenía únicamente con los cachéis de su hijo. Pero éste se hallaba muy perturbado. Vino a verme, con el niño. Muerto su compañero, se encontró sin recursos. Como no estaban casados, tuvo que dejar su vivienda para ceder el sitio a los herederos. ¿Qué hacer? Alguien le sugirió que vendiera en publicidad la carita y las nalgas de su bebé. Desde la edad de 6 meses, y hasta los 2 años y medio, dos veces por semana, este niño —espléndido- se hizo maniquí. Y la madre pudo subsistir, conservar a su hijo con ella y prepararse para una profesión con el dinero que su hijo le permitía ganar. Cuando las sesiones para posar eran de día, el niño no dormía por la noche; era muy inquieto, muy excita­ ble; se pegaba a su madre todo el tiempo; se mostraba inseguro, como si le hubieran arrancado la piel, sobre todo cuando era muy pequeño. En aquella época no lo vi, sólo cuando comenzó a sufrir de aquello, a los 2 años y medio. Hablé con el niño. Le expliqué que su mamá podía vivir gracias a él. Algún tiempo después ella me trajo noticias: el niño había soportado mucho mejor el trabajo en estudios después que su madre le dijera: “ ¿Sabes? La señora te lo explicó. .. Tendremos dinero.. . ” Y, como yo le sugerí, le mostró el dinero que ganaba gracias a él. Había tomado una decisión: "Acabaré esto cuando él cumpla 3 anos, porque habré terminado mi formación profesional” . Es una dura prueba para un niño permanecer bajo las luces, cambiarse continua­ mente de ropa, ser fotografiado, tener que sonreír y que coger determinado juguete, ser, finalmente, el juguete de las cámaras y de las personas que, detrás de las máqui­ nas, lo miran. En esta situación, lo primero que se debe hacer es proponer un senti­ do a lo que el chiquillo está obligado a realizar: “Ves, para tu mamá, que no tenía dinero, esto tiene un sentido, y como a ella le pagan cada vez que te pones un traje y que haces publicidad. ..” Recomendé a la madre que le mostrara las pu­ blicidades hechas cuando era pequeño. Se le explicó, pues, con ^retraso, la utili­ dad, para la madre y para él mismo, de este “trabajo” , y esto no bien daba mues­ tras de una fuerte tensión nerviosa después de las sesiones fotográficas. Si se le hubiera hablado así desde el comienzo, a los seis meses, se habría perturbado menos. Si se lleva a un niño a una filmación, a una sesión de fotos, a que le hagan tests, es probable que el trastorno resulte sensiblemente compensado por una expli­ cación detallada: prevenirle que se lo observará mientras trabaja, juega o come, pero también decirle a quién, para qué sirve esta experiencia. El investigador podría precisarle que realmente necesita filmar niños para proseguir sus trabajos. La solu­ ción no está en volverse contra'los experimentadores: “Hágalo usted con sus hijos pero no con los ajenos.” Porque en última instancia ya no hay razones para que sean los hijos de los investigadores y no otros los que sirvan de cobayos. Los hijos de un psicólogo o de un biólogo pon de él, pero no le pertenecen como personas. Quizá no sea inútil incitarlos a limitar manipulaciones tan delicadas pidiéndo­ les que tengan siempre en mente esta pequeña pregunta: “ ¿Lo haría usted con sus propios hijos?”

LA CAMARA-VIOLACION

¡Cuántas generaciones han sido acunadas, en el siglo XX, en la larga noche del recién nacido! Los pediatras y psicólogos de la primera edad lo tenían todo regis­ trado. Su primera sonrisa, la primera visión de su imagen reflejada en un espejo. Y su imitación de los gestos de quien le alimentaba. René Zazzo, brillante continuador de su maestro H. Wallon en el Departamento de psicología de la Sorbona, había vuelto su mirada, más que hacia sus pares france­ ses, que hallaba demasiado encerrados en controversias teóricas, hacia los trabajos de sus colegas anglosajones y canadienses, cuya experimentación sobre el terreno apreciaba. Un día contó a sus pares lo que observó en su nieto: éste, que contaba tres semanas de vida, le había sacado la lengua. ¿Zazzo había estado soñando? ¿O era sólo una interpretación abusiva de una mímica sin importancia? Para convencerse, René Zazzo provocó el estímulo. Le sacó la lengua al bebé. Y éste respondió haciendo otro tanto.

87 Hasta su jefe se mostró incrédulo. Durante veinte años, los principales psicólo­ gos franceses no quisieron tomar en cuenta esta manifestación del lactante, aunque fuese repetitiva. Durante veinte años René Zazzo clamó en el desierto. Le contes­ taban que era imposible, porque el bebé no podía ver al que le hacía muecas, aun si el rostro del observador se colocaba muy cerca del suyo.1

Entiendo que en el caso de un recién nacido no se puede hablar de un campo de visión, pero a muy corta distancia sí dispone de un campo de percepción. Hoy en día, la psicología experimental oficial ha admitido que el lactante es capaz de imitar las mímicas del adulto. Más que descubrimos un hecho nuevo, estos experimentos confirman lo que ya sabíamos. Mucho tiempo atrás afirmé yo que el niño reconoce a su madre por el olfato, y sólo obtuve un escepticismo socarrón. Y he aquí que, en un congreso, el profesor Montagner, quien realiza experimentos en un parvulario de Besangon (primero y segundo año), me interpela: “Señora Dolto,he probado que tiene usted razón en lo relativo al olor de la madre. Hace treinta años yo creía que usted inven­ taba, decía que no era verdad. El film que verá a continuación confirma que el fenó­ meno es científicamente irrefutable.” ¿Qué nos muestra el film del profesor Mon­ tagner? En una clase de parvulario en que los niños están ocupados, se distingue bien a los pequeños líderes, los mejor adaptados al medio exterior, los que tienen ya dominio sensorial, de los más pasivos. Cuando un líder propone un juego, los otros lo imitan. En determinado momento se hace la experiencia del olor de la ma­ dre. En la parte superior de un pequeño armario se coloca lencería llevada por la madre de un niño líder. Se filman las reacciones del grupo en su conjunto. El líder se separa del grupo, abandona su juego, gira en redondo y se retira a un rincón, do­ blado como en posición fetal y chupándose el pulgar... Un instante después, la muchacha quita la ropa con el olor de la madre y el niño, poco a poco, se incorpora, suelta el pulgar, como si despertara de un sueño, recupera su compostura... y su ascendiente sobre los demás. ¡Es increíble! Por el contrario, el niño pasivo, mal adaptado, lento, al ser introducido el olor de su madre, mientras que el niño líder se aparta de todo lo que estaba haciendo él, como si le cambiaran su compostura, se pone alegre, tónico, vivaz.. . Pero cuando se llevan de la habitación el olor de su madre, en pocos instantes vuelve a su pasividad habitual. Yo sabía todo esto. ¿Era preciso emplear semejantes medios para probarlo? Considero que esta experiencia, inútil a la vez que extraña y peligrosa, puede ser traumática para los niños cobayos. Digo sin miramientos al profesor Montagner: “De últimas, es igual que si hiciérais aparecer de golpe, ante un adulto, en una reu­ nión de amigos, el fantasma de su madre cuando él tenía cuatro o cinco años; ahí está ese fantasma, provocador! insólito, y el adulto se siente perdido.. . Des­ realizáis completamente a los niños sometidos a semejante prueba: hacer retornar el

' Oú en est la psychologie de l'enfant?, Denoél, Médiations.

88 fantasma de una relación privilegiada en la época que tenia de cero a tres meses y cuando sólo contaba con el olfato para su relación con el otro. No es de extrañar que el niño tónico y avanzado, forzado brutalmente a semejante regresión, se ponga a chuparse el pulgar, sustituto del seno materno, y se refugie en la posición fetal. A mi entender, este niño fue autista durante dos minutos... El olor se va y él vuelve a la realidad. En cuanto al otro, el niño dependiente, pasivo en grupo de su edad, está como excitado por una alucinación: su madre, de la que fue mal destetado (dejando plumas en esa relación fusional pasada), su madre está ahí. El siente una seguridad completa... Pero después, vuelve a esa otra seguridad herida por su ausencia. Esta manipulación tiene algo de horroroso.” El profesor Montagner me respondió que fue la única manera de verificar las intuiciones científicas. Y yo le dije: "Puede ser, pero ¿y las consecuencias de este test sobre el niño?” En medicina, en toda experimentación —y en psicología debería ser igual— antes de cualquier experiencia sobre un ser humano habría que estar absolutamente seguros de no ocasionar daños. De lo contrario, abstenerse.

¿No sería preferible asociar al niño a la investigación sobre el niño? Si es real­ mente necesario proseguir las indagaciones sobre el potencial, sobre las adquisicio­ nes del niño, sobre los estadios de su desarrollo psíquico para no quedarse en las etapas esquemáticas del aprendizaje cognitivo según Piaget, ¿no sería un mal menor no hacerlo a espaldas del niño?

¡Si al menos, apenas acabada la experiencia, la persona matemante explicara al niño lo que ha sucedido,y por qué se “jugó a eso” ! Si la investigación sobre el niño no es motivadora para su deseo infantil, lo que se consigue es alienarlo en un deseo de adulto; hacerle cumplir el papel de objeto de placer del adulto. Aquí, alienarlo a un deseo de adulto de voyeurismo, supuesta­ mente científico. Además, ¿qué función sugestionadora inconsciente cumple la maestra de clase cómplice del profesor Montagner?

¿Entonces no hay salida? Entre una observación efectuada a sus espaldas o a pesar de él, y una observación en la que él participaría.. . ¿No se puede respetar una cierta ética de la experimentación?

Esto es sumamente delicado. Podría creerse que la proyección de un film de aficionado, realizado en familia, puede ayudar a un niño a tomar distancia, a partir de lo que llamamos el Edipo, a partir del momento en que ha hecho el duelo de su infancia. Pero ni siquiera esas imágenes son inofensivas. Citaré el ejemplo de una película tomada en nuestras vacaciones. Nuestro hijo mayor, que tenía trein­ ta meses, dirigía el dedo a la pantalla: “Mirá cómo riego el jardín, y G. (su herma­ no) juega a la pelota con el abuelo.” Yo rectifiqué: “No es así, pasaremos la pelícu­ la de nuevo, verás que tu hermano está de pie a mi lado y que yo estoy sentada;

89 )

ese verano todavía no caminaba. £1 que juega a la pelota con el abuelo eres tú, y el que riega el jardín es P., tu tío.” Sin responder, el niño, con el rostro súbitamen­ te contraído, cenó de un portazo la puerta de la habitación donde proyectábamos el film, luego la de su cuarto, y se quedó en él sin reunirse con nosotros hasta la cena. Los domingos, cuando mirábamos películas, no volvió a unirse a nosotros. Esto hasta los cinco-seis años. “No, prefiero jugar”, decía. Y un día vino cuando mirábamos películas y, ante la imagen del tío regando, me dijo esta frase (yo ya ni pensaba en aquella historia): “Te acuerdas, cuando era pequeño no quería creer que era yo.” Pero había tomado distancia respecto de ese pasado, y ahora lo divertía verse y encontrarse con sus recuerdos. En ese momento sabía que era un niño de seis años y no se confundía con el pequeño de tres; le causó gracia verse a los ) tres años; sabía quién era, con, al decir de los ingleses, un self constituido. Pero hacia los tres años aspiraba a verse en un acto que realizara su deseo promocionante de lle­ ) gar a ser un hombre. ¿Y qué hay más promocionante para llegar a ser un hombre, a esta edad uretral prevalente, que sostener una gran manguera y regar el jardín? Más que no haber querido, no había podido reconocerse. .. Yo lo había lastimado. ) Diciéndole la verdad, lo había colocado en un “non possumus”. No había que decir: “Sí, queridito, eres tú el que riega el jardín, y el que juega con el abuelo es ) tu hermano.” Hubiera sido burlarse de él. Yo creo que hay trances que el niño debe soportar si sus padres no lo agreden con un: “ ¡Qué tonto eres!” Yo le dije: “Mira ) mejor. Tu padre pasará de nuevo la película”. Y me extrañó esa escapada que era, para él, una reacción salvadora: al mismo tiempo recobraba su cohesión yendo a ) jugar a su cuarto. Para él, justamente, esta experiencia de repasar con la vista las va­ caciones de verano, sólo dos meses después, carecía de todo interés. Posteriormen­ te, en cambio, a los 6 años, le causó gracia verse cuando era pequeño. A los niños les gusta mucho ver las fotos de familia. A fin de cuentas, creo que en verdad no puede haber demanda real del niño en el marco de las experiencias concertadas por el adulto. Pero cabe prever que este tipo de investigación seguirá desarrollándose.

En el mundo animal, las cámaras infrarrojas permiten observar la vida de las espe­ cies nocturnas. Y es lógico que los neurobiólogos se sientan tentados de utilizar en el futuro todo este material disponible para observar a los niños.

Me pregunto qué será de estos niños identificados de manera conductista. En el ser humano no es eso lo importante, sino lo que siente. Lo que se anota es un comportamiento, pero ¿qué ha sentido ese niño? Las cámaras de Montagner, insta­ ladas en los dos parvularios experimentales de Besanfon, no revelan lo que el niño ha sentido ni el perjuicio eventual causado en él. Se puede afirmar, sin duda, que para comprender la entrada en estados diferentes al habitual, es interesante ver cómo es posible convertir a un niño en un autista por tres minutos o en un pseu- domaníaco por tres minutos en comparación con su forma de ser habitual. Esto

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) ■riBorniwTTTTirr" ------rwn~ ) prueba la fragilidad de la estructura en vías de organización de un niño de esta edad, aunque sea tónico y en apariencia se sienta seguro de sí en sociedad. El olor de su madre es más dominante que su propia actividad; tiene una madre interiorizada para poder entrar en contacto con los otros, y cuando se le exterioriza su madre en forma olfativa, que es una percepción relativizada en relación con las percepciones táctiles, motrices, aquélla se hace predominante. Cuando el olor íntimo de su madre aparece de pronto en la sociedad en que está inmerso, el niño ya no es el niño de esta sociedad, sino que vuelve a ser el bebé de su madre. En cuanto al pequeño que sale de su pasividad merced al clima suscitado por el olor de la lencería de su madre, es evidente que si no se adapta al grupo es porque no ha integrado suficientemente dentro de sí una seguridad originada en su relación materna. Montagner parecía encantado con lo que él consideraba una colaboración objetiva entre el psicólogo experimental y el psicoanálisis.

Ya que estos experimentos no se pueden evitar, al menos deberían ser cumpli­ dos en colaboración con los psicoanalistas. . . con aquellos que se interesan en lo que el niño siente, y que tienen una concepción mucho más global del sujeto.

Tal vez. .. Sólo que “el niño” no existe.. . Se hace un discurso sobre el NIÑO, mientras que cada niño es absolutamente desemejante de otro en cuanto a su vida interior, en cuanto a la forma en que se estructura según lo que siente, percibe y según las particularidades de los adultos que lo crían. El estado de infancia existe en relación con la edad adulta futura en la medida en que hay diferencias específi­ cas como, por poner un ejemplo, las etapas de desarrollo del sistema nervioso. Así, las interacciones que se producen entre el sistema nervioso y el medio son sumamente ricas en los niños, como demuestra la fantástica velocidad con que se adquiere, por ejemplo, el lenguaje. También está la inmadurez sexual. Pero si consi­ deramos a los seres en su relación recíproca, ya no deberíamos hablar de niños, sino de tal individuo relativamente comparable (según tal o cual parámetro) con tales otros, de la primera edad, de la segunda, etcétera. Los inconvenientes y riesgos implicados por los experimentos para los niños observados no detienen a los investigadores. Todo esto es muy perturbador porque no es posible, efectivamente, codificarlo. En última instancia, habría que decir que estas experiencias cuestan muy caras quizá a los individuos a quienes se observa, y no invocar tanto la utilidad de la ciencia para la humanidad. No se puede pensar bien de estas experiencias. Por otro lado, como son inevitables, cabe prever que se desarrollarán con nuevos medios tecnológicos.. . Como no es posible ignorarlas, hay sin embargo una cierta ética muy difícil, pero en definitiva una ética que se debe promover. En medicina somática, los ensayos clínicos también dejan víctimas. Hay enfermedades iatrogénicas; hay accidentes terapéuticos, e incluso, hay también selección; ¿por qué determinado grupo de cancerosos tiene derecho a cierto medica­ mento nuevo, y tal otro a la quimioterapia clásica? Porque es preciso comparar la

wmmm I eficacia terapéutica estadística de ambos grupos. De manera que hay, por fuerza, una injusticia social. Pero que permitió obtener beneficios para otros enfermos. En psicología experimental, los investigadores afirman que si algunas de sus experien­ cias han podido lesionar a un niflo o al grupo de niños observados, los resultados beneficiarán en cambio a los niños venideros. ¿Cómo probar lo contrario? ¿Con qué criterio juzgar de antemano que cierto ensayo es tal vez pernicioso, poco nece­ sario, y a veces incluso completamente inútil? La curiosidad propia del espíritu humano no lo justifica todo. Vamos, señores psicólogos, ¿dónde está lo observable, desde el exterior, de la realidad de un ser humano? Estudiar las hormonas de un individuo, cualquiera que sea su edad, es tomar la parte por el todo. Si algunas de estas hormonas presentan un déficit, no sólo compensándolas se ayudará a este ser a recobrar un equilibrio verdadero. Porque es la relación psíquica de los seres humanos entre sí lo que da un sentido a su vida. Supongamos que se administre la dosis hormonal “adecua­ da” a una persona cuya relación con los demás está interrumpida. Prescribiendo esta farmacopea, se mira tan sólo su estado de salud física. Su enfermedad es una señal: se destruye esta señal. ¿Cómo nos hará saber que se encuentra en estado de desamparo interrelacional? Cada sujeto tiene un deseo de ser y quiere manifestar esta intencionalidad. Pero si toda intencionalidad está hecha para el placer del “príncipe” , lo que hay es una negación de la persona humana. ¿Es nuestro propó­ sito crear alfas, betas.. . con qué fin? ¿Acaso estamos preparando Un mundo feliz?2 Corremos el riesgo de encaminarnos a un totalitarismo horroroso, con una especie de Gran Ordenador imponiéndonos su norma general a todos. Los experimentadores pretenden tranquilizarnos con la seriedad científica de sus tests. Hasta ahora se actuaba por tanteo, dicen, se orientaba a los jóvenes según el humor de los educadores, en forma completamente arbitraria, y, en cualquier caso, aleatoria, mientras que en lo sucesivo se podrá actuar de una manera mucho más rigurosa, mucho más objetiva, se podrá hacer un balance de las aptitudes, de la capacidad de cada pequeño. Es la hora de las neurociencias. Y su fatal llegada me preocupa. Para esta disciplina todo se centra en el desarrollo de la inteligencia, cuando es la afectividad lo que da un sentido a la inteligencia de todos los seres humanos. La inteligencia sola no existe. La salud física sola no existe. Es todo un conjunto lo que construye a la persona y ordena sus variancias. Me pregunto si, finalmente, el período pospiagetiano que vamos a atravesar no arriesga ser terriblemente intelectualista. Las neurociencias son excesivamente obje­ tivantes, lo cual contraviene todos nuestros esfuerzos por dirigimos a la subjetiva- ción de cada cual: mejor sería procurar interesarse por cada niño, sean las que fue­ ren sus ocupaciones preferidas, en vez de canalizar demasiado pronto su interés según datos escolares que son los mismos para todos. Los tests vienen con trampa. En ellos se pretende verificar lo que el maestro desea ver confirmado. El experi-

2 Novela de Aldous Huxley.

92 mentador se siente satisfecho. Lo prueba este test realizado en E.U.A. ¿Un test? Un “señuelo” presentado a expensas de un centenar de niños “retardados” : se eligie­ ron de manera arbitraria 50 que formarían el grupo de los que, en dos años, iban a desarrollarse. Piadoso silencio sobre los otros 50.. . condenados de antemano por el test a ser el grupo testigo que a los dos años se queda como está. Estos últimos 50 fueron elegidos absolutamente al azar. Los educadores consiguieron buenos resulta­ dos con los 50 del primer grupo, porque los científicos habían detectado pre­ suntamente, con un test (inexistente), que estos 50 se desarrollarían en los próxi­ mos dos años. Fue la actitud de los educadores hacia estos 50 niños lo que favore­ ció su despertar, porque volcaron en ellos un interés que negaron a los otros 50, de quienes se dijo: “Estos, no sabemos cuándo harán eclosión... pero es seguro que en dos años, no” , Es aberrante. Me diréis que nadie puede afirmar que a causa de esta superchería psicológica alguien pudo resultar perjudicado. ¿Quién puede aseverar que el éxito escolar entre tal y cual edad es especialmente significativo? ¿O que el fracaso es pernicioso?

Hay una moda de instalar cámaras por todas partes y hacer cine-verdad. Impo­ ner la filmación a los niños constituye una actitud incontrolada e irresponsable del audiovisual, porque no se conocen todos los efectos de este instrumento sobre seres más o menos frágiles.

Invitada a un programa de televisión, contemplé extractos de filmes rodados con niños; entre otros, filmes de Godard. Ignoro por completo cuáles son las opiniones políticas de Godard, pero su comportamiento con los niños es chocante. Es una cámara-violación. No ha entendido para nada a los niños. Los niños a quienes inte­ rroga son sometidos a preguntas y se los trata con sadismo. A una niñita de 9 años, de aire inteligente: “ ¿Estás segura de que existes?” Entonces ella dice: “Si” — “ ¿Y cómo puedes estar segura de que existes?” — “No sé” — “Mira, en este momen­ to te estoy filmando; después, los demás verán una imagen tuya. . . ¿O acaso sólo eres una inagen? Cuando te miras en el espejo, ¿qué es lo que ves? ¿Te ves a ti, o ves tu imagen?” —“¡A mí!” —“¡Pero es una imagen!” - “Sí, es la imagen de mí” —“Entonces, lo que existe, ¿es tu imagen o eres tú?” - “Soy yo, porque, aunque no haya espejo, yo sigo existiendo” —“¿Cómo lo sabes?” . .. Es trágico ver a un niño sometido a este alud de preguntas. Y el juego tonto y malvado se prolonga. Godard se encarniza. —“Tú haces cosas... tu cama, ¿la haces? ¿Pues quién la hace? ¿Mamá? ¿O la portera que viene a ayudar a mamá en casa? ¿Y tú?. . . ¿Y si no la hiciera nadie?” La niña responde, con buen sentido: —“¡Ah, bueno, no importa! Ella se acosta­ ría lo mismo. Y si la cama no está hecha, le importa un bledo” . —“Entonces, si no haces nada, tú eres la imagen.” El estúpido juego tenía lugar en una escuela, con la misma niña y durante el recreo. La chiquilla estaba castigada: tenía que escribir 50 veces “No debo hacer ruido en clase” . Ella sabía que la iba a filmar un cineasta, y esto es algo molesto en medio de los compañeros. Así que seguramente se excitó con los preparativos, los cables que se pasaban, la instalación de proyectores, las pruebas de iluminación, la excitación de ser el punto de mira. Y la maestra la cas­ tigó. Seguramente habló con su vecina. “No se debe hacer ruido en clase.” 50 veces tenía que escribir este castigo. Y Godard que la interrogaba, cuando ella sabía que si no acababa el castigo se perdería el recreo siguiente... La idiotez de un profesor que hace escribir eso... Se la veía escribiendo. Godard le hablaba y ella dejaba de escribir. Cuando él terminaba de hacerle una pregunta imbécil, ella reanudaba la escritura. - “ ¿Estás escribiendo un castigo?” —“Sí, porque he hablado en clase.” —“¿Qué es lo que escribes?” - “Tengo que escribir 50 veces: No debo hablar en clase.” El la azuzaba. ¿Y para decirle qué? —“¿Te gusta a ti la clase? Sin embargo estás castigada. Te han echado los demás.” Entonces ella le dice: “¡Que no!” —“Sin embargo, no estás en recreo.” —“ ¡Porque tengo que hacer mi castigo!” - “ ¿En­ tonces te echó la maestra?” —“¡Que no!” —“¿Y qué ha hecho ella?” —“Bueno, quiere que no hable más en clase.” Ella justificaba el sistema imbécil, pero tenía que hacer algo y él se lo impedía, con el pretexto de que ella se pusiera contestata­ ria. . . Contestataria de nada: ella padecía a la maestra y este imbécil que le impedía hacer lo que ella tenía que hacer; se la privaría, pues, de un segundo recreo. Después, Godard la filma en su casa. Le dice: “ ¿Te joroba que esté aquí?” Y ella responde: - “Bueno, no. .. Mamá me ha dicho...” (su madre le había dicho que la iban a fotografiar). Y se oía a la madre diciendo: —“Desvístete pronto” . Ahora bien, ella sabía que la cámara estaba rodando. Godard la increpa: “ ¡Hace un momento no querías que te viera las nalgas!” Al principio se había escondido para que él no la viera. Ahora parecía furioso de que ella dejase de contrariar su voyeurismo. Después se veía un cartel donde estaba escrito “OSCURO”, con letras gruesas. - “ ¿Qué es, para ti, la oscuridad?” - “Bueno, lo negro.” —“Y lo negro, ¿qué es?” —“Bueno, cuando uno duerme.” —“¿Y por qué, cuando uno duerme? Uno puede dormir aunque sea de día.” —“Sí, pero yo cierro los ojos y está negro.” —“En­ tonces, cuando duermes, ¿está oscuro dentro de ti?” Aquí la niña no supo qué responder... Es tan idiota: son preguntas de intelectuales ( ¿de izquierda?) comple­ tamente idiotas, pero que al mismo tiempo intentan crear una suerte de desfase, provocar una interferencia entre dos lenguajes que no coinciden. Este estudio no es de voyeurismo, es de violación. La utilización del audio­ visual se ha pervertido. Estamos lejos de la “cámara invisible” que responde al viejo sueño del adulto de observar a los animales salvajes en su estado natural. Estamos lejos también de la “cámara-pluma” o del cine verdad. Otro sueño de adulto de un cine de niños hecho por los niños. Hay una tercera fantasía adulta que consiste en conectar la cámara-violación al niño-objeto de experiencia. Godard se da el gusto de decir: “Ve usted, he hecho un film sobre los niños que no está destinado a los niños, pero no me engaño. Y usted tampoco, señora Dolto. Usted, espectadora, es libre de ver justamente todo lo que escapa a la cámara y al entrevistador” . Podría defenderse como un jesuita: “El niño tiene cierta manera de defenderse, de respon­ der con sentido común o de esquivar mediante el silencio. Y ahí está la verdad. Pese a la agresividad del entrevistador, y a despecho de las inquisiciones de la cámara, el niño escapa.” Ni siquiera está justificación es aceptable. El niño escapa... pero queda marcado. Este juego no es inofensivo.

Godard es de quienes sacralizaron la cámara. Para él, que considera completa­ mente discutible el sistema escolar actual (el castigo, etc.), la cámara que irrumpe en la escuela cumple una misión salvadora: ella exorciza, libera al niño, y el padre y la sociedad adulta que miran el film pueden ver sin tapujos lo absurdo del sistema.

¡Ciertamente! ¿Y si fuera lo absurdo del cineasta, en este caso? También encuentro que los padres que autorizaron esta experiencia no asumie­ ron su rol de padres, como los adultos tutelares no asumieron su rol de proteger también a los hijos ajenos. Por todo esto dije a Héléne Vida, la presentadora del programa: “Me irrita que ofrezca usted estas imágenes al gran público como si fueran un documento de inte­ rés. Si Godard estuviese aquí, yo le diría: viola usted a los niños sin ningún interés científico. No hay ningún interés científico en lo que usted ha hecho” .

Los investigadores que estudian las interacciones entre el niño y su medio difieren en cuanto a los métodos utilizados: unos trabajan en laboratorio con gru­ pos de niños, con o sin cámaras; otros, preocupados por desvirtuar lo menos posible la experiencia, son partidarios no de formar grupos sino de observarlos en su propio ámbito. Por ejemplo, en los campos de juego, en la escuela, en casa, de vacacio­ nes. .. En síntesis, observarlos allí donde viven, más que transplantarlos a un labora­ torio o reconstruir su vida en estudios. Así, meter a niños de uno o dos años en un estudio, con cubos, objetos para identificar, etc., falsea completamente el juego, mientras que filmarlos en el parvulario o en sus casas, en el decorado natural donde se mueven, preserva mejor la espontaneidad de los individuos observados.3

Primeramente, hay imperativos técnicos, iluminación, encuadre, etc., un tiempo limitado para ver, para demostrar. . . Y luego se tropieza con el obstáculo metodo­ lógico fundamental: el observador cambia algo por el hecho mismo de que observa. Sobre todo si un ser humano observa a otro ser humano. La cuestión no es saber si se puede minimizar un poquito la parte de subjetividad del observador; no es posi­ ble reducirla lo bastante, aun si se evita un trasplante del niño, aun si se evita una puesta en escena... como con la cámara de Godard. Citaré un film que se rodó en una escuela de las nuevas donde los niños son responsables del curso de parvulario. Los cineastas se plantaron allí ocho días con

3 Véanse trabajos del Centro de etnología social y de psicosociología conduci­ do por Marie-José Chombart de Lauwe.

95 I sus cámaras y sus cables. De cuando en cuando simulaban filmar. Pero luego los niños se olvidaron de ellos... teóricamente. Los profesores me comunicaron sor­ prendentes reacciones de una chiquilla que presentaba cierto retraso respecto de sus compañeros. En esta escuela los niños eligen: “Yo me ocuparé de las plantas”, “Yo me ocuparé de los cobayos”, etc. Cada uno tenia su programa, sus tareas para la semana. Ahora bien, durante todo el rodaje fue esa niña la que animó la clase, y en cambio, los alumnos que antes eran los líderes más activos y más participativos, estuvieron amorfos. Hay que decir que los padres vistieron de domingo a sus hijos. Estaban peinados y llevaban ropas distintas de las habituales. La niñita que fue estre­ lla del rodaje había sido peinada por su madre, lo que nunca sucedía. La madre, sabiendo que habría espectáculo, se ocupó de ella.. . Tal vez no más que las otras madres, en cualquier caso lo mismo, cosa que antes no hacía. Pues bien, a los espec­ tadores del film esta niña les pareció la más vivaz, la más inteligente. La maestra declaró: “Al día siguiente, cuando las cámaras se marcharon, volvió a su pasividad absoluta.” Como Cenicienta, sólo cambió totalmente para la fiesta. ¿Qué mirada le importaba? Tal vez la de un cámara del equipo. No sabemos lo que pasó ni lo sabre­ mos nunca. Pero a continuación, la niña volvió a adoptar su rol de parásito de la clase. Y los demás recobraron su ritmo. ¿Qué significado tiene todo esto? El film no lo dirá. .. y nadie llegó a entenderlo. Tampoco lo entendieron los profesores, que estaban estupefactos. Experiencias como ésta no se malograrían si se filmaran las reacciones de los niños, padres y profesores, después de ver la película. En el servicio de investiga­ ciones del antiguo Organismo de Radiodifusión y Televisión Francesas se hicieron pruebas interesantes. Consistían en filmar a una personalidad o grupo y proyectar­ les la película para que se vieran, seis meses después. Pierre Schaeffer, el director del servicio, había aceptado que su hija, cineasta, registrara un programa durante el cual se confrontaban la filmación de una escuela tradicional y la de una escuela nueva. Fui invitada a una mesa redonda, con los profesores de las dos clases observadas y los inspectores respectivos. La discusión se grabó y debía formar parte del programa. Por desdicha, el film, muy interesante, no se difundió nunca: Pierre Schaeffer se opuso (?). Hay un hecho cierto: la intrusión de las cámaras en la vida privada trastorna la vida de las personas filmadas. Entonces, ¿cómo será para un niño? Ñique lo supié­ ramos. Razón de más para actuar en esto con delicadeza. ¿Y no habría que consul­ tar a los interesados, en vez de tratarlos como cobayos? Cuando se hacen prue­ bas pedagógicas a los niños no se les pide su opinión, como en los ensayos clínicos cuando se solicita la autorización del enfermo o de sus familiares. En el hospital no se prueba un medicamento nuevo sin previo acuerdo de los pacientes. ¿Quién piensa en consultar a los alumnos cuando se prueba la reforma en una clase y se continúa el antiguo sistema en otra, para después hacer la comparación? Si se inten­ ta echar las bases de una ética de los experimentos pedagógicos, a esta condición previa —consultar a los niños— hay que añadirle la discusión en común tras la pro-

96 ye;;uón del film. Los investigadores, el realizador tendrían que interrogarse y re­ flexionar seriamente sobre el sentido y el alcance de su experiencia. Si los niños quedaron traumatizados, creo que dejando que se vean con una cierta distancia, se puede desactivar, desdramatizar, compensar el efecto de choqiie. Por desgracia, esto no se ha hecho. Queda por examinar el valor científico de los experimentos. ¿Qué alcance - tienen las verbalizaciones de niños grabadas? Esto es sumamente perturbador, porque, estrictamente, el hecho de ser objetos de experiencias lo desvirtúa todo. ¿Cómo asegurar condiciones constantes para hacer correctivos, como-se hace en física o química con la temperatura? ¿Se lo puede hacer en psicología experimen­ tal? Los investigadores del Centro Nacional de la Investigación Científica publican diagramas, gráficos. Todo eso es muy impresionante. La metodología parece muy afinada. ¿Pero qué es lo que realmente se puede inferir de todos esos datos de encuesta sobre las interacciones entre el medio sociocultural, la edad y el sexo de los parientes cercanos que se ocupan del niño, la movilidad (familia nómade o sedentaria)? Se encuentran constantes en estas interacciones: determinado compor­ tamiento con un conjunto de factores que son justamente la inestabilidad de la familia, con o sin padre. . . En fin, se determinan frecuencias estadísticas. En general, no hay sorpresas. Y esto es, quizá, lo que me alarma. Porque si se descu­ brieran paradojas, quizá uno buscaría más diciéndose: “Oye, ahí hay algo inespe­ rado, incomprensible” . Pero los resultados de las encuestas de los psicosociólogos confirman la voz del buen sentido, o el trabajo de los analistas en los tratamientos individuales. ¡Cuántas tesis, cuántos trabajos de laboratorio para revelar. . . lo que ya se sabía! Es la montaña dando a luz un ratón.

Los psicólogos están más a sus anchas cuando estudian las interacciones en los medios llamados desfavorecidos que en los medios privilegiados. Al parecer, estu­ diar científicamente lo que tiene de específico el estado de infancia sería extrema­ damente difícil. Parece más fácil cada vez que el niño se encuentra en una situación extrema, que atenta contra su libertad, contra su integridad física y moral, cada vez que padece una gran miseria o que sufre malos tratos. Cuanto más se acerca uno a los medios privilegiados occidentales, donde el niño está aparentemente provisto, asegurado de lo necesario, más difícil se hace comprender los bloqueos, los despis­ tes, los fracasos. Se pueden filmar las reacciones de sujetos cuyas necesidades están manifiestamente insatisfechas, pero lo que concierne a los deseos no se puede filmar. En el campo de lo observable, el psicoanálisis —en los centros de higiene men­ tal— puede ir mucho más lejos que la psicología experimental. Es el único método de trabajo que respeta al sujeto, a la vez como ser humano en su medio y como ser humano tomado por él mismo, cualquiera que sea el medio. Sólo el psicoanálisis permite entrar en verdadero contacto con la búsqueda de comunicación que un sujeto, el psicoanalista, intenta con un individuo, sea cual fuere su edad, económica-

97 mente favorecido o desfavorecido y cualquiera que sea su situación familiar y afec­ tiva. No existe Niño con N mayúscula: existe un individuo en la época de su infancia que en cuanto a lo esencial de su ser en el mundo, es lo que será siempre. Y tan cierto es esto que, por mi parte, trabajo con adultos a quienes conocí a los tres años de edad que vuelven a mi consulta. Hace pocos años me visitó una mujer: “ ¿Se acuerda usted de mí? Vine a verla cuando tenía tres años, ¡fue extraordinario para mí haberla conocido!” —“¿Qué recuerda usted de aquello?” —“Me acuerdo que le hice un dibujo y que usted me dijo: ‘Vaya, tú piensas cuando te duermes’, y era verdad, y yole dije: ‘Pues sí, pienso’, y después miré a mi mamá” . Ese era el momen­ to del que se acordaba. Añadió: “Entonces me dije: también tengo derecho a pen­ sar en mi papá. Fue una revelación fantástica que cambió toda mi vida” . Yo conser­ vaba el documento de esa consulta; la niña no me había hablado de su padre (del que la madre se había divorciado cuando ella era muy pequeña). En análisis, es posible sacar a la luz recuerdos muy anteriores a los tres o dos años. Lo que no es dicho, expresado, no puede ser conocido por “el observador” , pero justamente lo que sucede en “el observado” , indecible y no localizable por el observador, es lo más importante de su encuentro. Lo mismo ocurre entre dos interlocutores humanos.

LOS MANIPULADORES SON MANIQUEOS

Aunque se encuentre en declinación o en desgracia, el juego de ideologías ha impreso en las mentalidades, incluso en la medicina, el razonamiento maniqueo, la higiene de vida: esto es bueno o es malo. Por ejemplo, respecto del parto sin violen­ cia, unos dicen: “ ¡De ninguna manera, es inaceptable!” y otros “Es el único cami­ no: ¡no se puede seguir otro!” y obligan al padre a presenciarlo aunque sea una persona impresionable. Este es un comportamiento maniqueo. Con estas recetas únicas pasa como con las ideologías. Lo mismo en cuanto a la llamada nueva educación, que también es de concep­ ción maniquea: se han hecho las experiencias pedagógicas más opuestas; es como si se fuera a tomar dos grupos de niños, diciendo: como no sabemos a dónde vamos, para el primero instauraremos una libertad total y al segundo le impondremos la educación de los jesuítas: bajo la férula.

Los psicólogos estudian el comportamiento aparente sin darse cuenta de que el ser humano es una complicidad psíquica, a la vez inconsciente y afectiva, pero que no puede ser dicha, y que para cada uno toca a su verdadero incognoscible por otro. El comportamiento aparente no informa sobre el sujeto ni sobre lo que su sensibi­ lidad le hace experimentar. Es de temer, por lo demás, que el florecimiento contemporáneo de artículos, enciclopedias, guías educacionales, invite a las parejas de hoy a adoptar normas y

98 reglas. Para no hablar de recetas milagrosas. Este también es un condicionamiento maniqueo, porque los sistemas educativos propuestos son contrarios; no se enseña a los jóvenes padres a modular, interpretar, escuchar su intuición: vuestro hijo ha nacido de vosotros y tal como sois, sed auténticos, decid con palabras lo que sentís, lo que vuestro hijo más necesita es vuestra sinceridad. El propio lenguaje actual deviene puramente conceptual, desapegado. Quizá sea, simplemente, la muerte de una civilización. La involución de la materia cósmica de que hablan los físicos, ¿se acompaña quizá de una involución del psiquismo humano, o bien es expresión de una presun­ ta observación que no sería más que una proyección y no una realidad?

La tendencia maniquea se encuentra incluso entre los mejores ensayistas. Hay que matizar las conclusiones de Elisabeth Badinter4 sobre la ausencia de solicitud materna que se podía constatar en el siglo XVII. La actitud con los niños no era tan rígida, a despecho de los discursos en boga. Testimonios escritos prueban que existían muchos ciudadanos y ciudadanas que brindaban al niño una solicitud muy desarrollada, perfectamente comparable a la de hoy, con los mismos defectos que hoy (adoración excesiva, proyección del adulto, asimilación a un juguete), siempre con esta interrogación: ¿tiene el niño un alma? En caso afirmativo, ¿hay que modelarla? Aries discrimina más que E. Badinter cuando distingue entre “sentimiento de la infancia” y “afecto por el niño” (véase obra citada, págs. 117 y 313). Pero esto no autoriza a esquematizar y decir: el sentimiento materno es una cosa que no se ve aparecer hasta el siglo XIX. Esto es históricamente inexacto: encontramos muchas manifestaciones, que a todas luces podemos calificar de atípicas, pero hoy también podríamos hallar muchísimos ejemplos en nuestra sociedad; a la inversa de la moda actual que hace del niño el centro, podríamos demostrar que hay igual­ mente cierto número de personas que, por el contrario, se conducen con el niño como en la Edad Media o como en el siglo XVII (por ejemplo, en el Movimiento de Liberación Femenina se elevan voces que reivindican el derecho a rechazar la mater­ nidad después de nacer el niño, sin juzgar por ello al abandono de desnaturaliza­ do). O sea que debemos matizar el estado del balance, porque de nuestra encuesta surge que la relación sigue siendo prácticamente la misma: no hay cambio funda­ mental.

Hay no obstante una gran diferencia: en la Edad Media o en el siglo XVII, el niño siempre era alimentado al pecho de una mujer —de lo contrario, moría—, que podía ser o no su madre. Esta alimentación al pecho continuaba mientras la mujer tuviera leche, y no venía orquestada por un hombre exterior —un conocedor, un médico— que dijera: “Está mal, es usted culpable si amamanta a su hijo (como sucede ahora) más allá de los cuatro meses” . Hoy , el cuerpo médico prohíbe a las

4 L ’Amour en plus, Flammarion. [Hay versión castellana: ¿Existe el amor maternal?, Barcelona, Paidós, 1981.]

99 » « mujeres amamantar a su hijo a su gusto, o bien, si la mujer insiste, la “autoriza” por unos meses más, seis o siete como máximo.

Invirtamos los términos: en nuestra conversación lo que importa es el niño, no los padres. ¿ c ^ O. Hasta el presente, se ha estudiado más bienia actitud de los adultos con respec­ to al niño; en realidad, ello servía principalmente para estudiar la sociedad de la época. Mientras que si se considera únicamente al niño, el interés del niño, sus posi- bdjdades de estructuración, se advierte que en el siglo XVII la imagen materna esta­ ba quizá perfectamente desarrollada para el niño, desde el momento en que una mujer lo amamantaba y ésta se hallaba en comunicación con su compañero adulto y con sus otros hijos. Lo que hoy existe es más bien una regresión con respecto al siglo XVII, pues ya no hay nodrizas. Hay mecanización. Sea quien fuere la nodriza, está mecanizada, en el sentido de que debe darle, a los dos meses y medio, zumo de carne; hay anonimato y neutralización de la nutrición, en nombre de la Ciencia. Y la Ciencia no considera al niño sino en cuanto animal de observación y no como sujeto de sensibilidad; no intenta conocer lo que el niño expresa. Parece impensable que un niño tenga algo que decir que le concierna. El discurso actual presta a nuestra época el privilegio de haber concedido por fin alruño el lugáf~c~éntral, con respecto a los siglos precedente».- Pero esto es bien relativo. Cabe preguntarse - a la lectura de los siglos pasados— si justamente ello no se vuelve contra el auténtico interés del niño, y si incluso éste no sale per­ diendo. Se dice sin parar: “Por fin, los contemporáneos, empezamos a dar al niño el lugar que le conviene: empezamos a respetar sus derechos, empezamos a abrirle el espacio. ..” sin advertir que, finalmente, se lo traslada de un sitio a otro como un paquete, con nuevas prohibiciones que son más coactivas que los límites de su terri­ torio en la Francia rural. Cabe preguntarse, en cuanto al maternado, si el niño no es considerado como un cobayo de cría industrial, y si no es porque hay una amplifi­ cación del discurso sobre el niño fhov se dan treinta y seis métodos para estudiar al niño desde la primera infancia) por lo que es mTs" res^tado^^iTpYfSaa^L," ~ Mientras tanto, ;.qué resulta de todo esto para él? No por tapizarse las paredes de la ciudad con imágenes de bebés la causa de los niños avanza seriamente.

Es saludable sacudir la autosatisfacción contemporánea consistente en decir: “Nunca se hizo tanto por el niño como hoy; comparado con el oscurantismo de que fue víctima en los siglos precedentes, la perspectiva es espléndida”. El discurso actual confunde aun más las cosas, en vez de aclararlas. Esto nos lleva a ser mucho más afinados y relativistas que cuando miramos la situación del niño en los siglos precedentes. Porque encontramos las mismas contradicciones.

El siglo XIX y la primera parte del XX heredaron el encierro del niño, en ruptu- ra con la Edad Media que era ciertamente más favorable al aprendizaje de su auto­ nomía. Se le daba en seguridad una comunicación social con todos aquellos con quienes la nodriza se rodeaba; ella era su fuente de alimento al mismo tiempo que la iniciadora en la comunicación: el medio favorecía su individuación.

EL ESPERMA NOBEL

En Estados Unidos hay un banco de esperma de premios Nobel americanos. Después de una inseminación, una tal Mrs. Blake habría dado a luz a un niño cuyo padre sería un célebre matemático. ¿Cuál podrá ser el destino de este niño, concebi­ do con semejante espíritu y que será observado, controlado y testado como si debiera responder precozmente a la expectativa de los experimentadores?

El entorno espera, exige incluso, que se destaque entre los niños de su edad. Ahora bien, la inteligencia humana puede hallarse en situación de receptividad y no demostrarlo. Si este niño no manifiesta nada excepcional lo que no significa que no vaya a ser un adulto muy inteligente—, este niño Nobel tendrá muchos pro­ blemas para salir adelante, pues desde que nace se lo acoge como alguien que por fuerza ha de ser un superdotado. Se expone a tener que soportar el fracaso de la experiencia —fracaso aparente—, que los adultos no toleran bien. Por el momento no podemos decir nada más. Esperemos. Por los frutos reconoceremos si la expe­ riencia presentaba algún interés. Ahora sólo se puede discutir en el vacío. Sabemos que la educación cumple un importantísimo papel en el sentido de los intercambios con los padres responsables, viéndose el niño tan adulto como lo son sus tutelares. Por lo tanto, en el caso de esta inseminación, el bebé Blake se ve adulto como ese padre que le proponen como modelo; pero ese padre le importa a este pequeño no en tanto matemático, sino en tanto portador de una dinámica de vida o de una diná­ mica de negación que él le va a transmitir. Y nadie puede decir que ser matemáti­ co sea un signo de inteligencia. La inteligencia es una suma de corazón, generosidad, deseo de autenticidad dado al niño que va a nacer. No se distingue por su inteligen­ cia el adulto que aspira a que la vida del niño sea repetición de la propia, lo cual equivale a proyectar en él su muerte. Se verá dentro de diez, veinte años, lo que hará este bebé Nobel. Suceda lo que suceda, será un animal de laboratorio. Lógi­ camente, hoy en día nos resulta chocante. ¿Será así dentro de unos años? Lo igno­ ro. Este niño es un Jesucristo, un sacrificado. Una rata de laboratorio, si la cosa se malogra. Pero habría podido no nacer. Nadie lo obligaba a sobrevivir. El eligió este destino que es quizá de servicio a los humanos sobre el planeta. No se sabe. Lo que me parece excepcional es que una madre y un padre legales acepten esta expe­ riencia. ¡Qué vacío entre ellos, qué ausencia de relaciones auténticas para que encarguen un niño ante todo por su inteligencia, como si a falta de ese “don para la matemática” no pudieran soportar seguir viviendo juntos! En el plano genético, este niño desciende de linajes que no son los de las personas que lo educan. ¿Por qué lo educan? ¿Por curiosidad? ¿Por generosidad hacia la humanidad? ¿Es esta madre una santa María y este padre un san José? ¿O son padres que quieren exhibir )

) un bebé intelectual? Veo desde aquí a la mujer dando el biberón al chiquillo con todas sus amigas asistiendo a la comida del príncipe: “Oh, es el hijo de un premio Nobel. . . ¿y tu marido, qué dice? ¿Qué se siente-dándole el biberón a Einstein? ' La gente olvida que Einstein no fue un buen alumno. Sin embargo, quieren un niño que sea inteligente desde que nace. Mientras que la inteligencia puede desarrollarse mucho más tarde en una expresión inesperada de sí misma y, en el intervalo, ocultarse detrás de una apariencia de debilidad mental. Einstein, retrasado escolar, poco hablador, soñador: sus padres lo amaban así, sin saber que era inteligente, y aceptando que fuese incapaz de rendir un examen. Era “el pobre chiquito del que nunca sacaremos nada”. Pero fue esto, quizá, lo que al mismo tiempo estimuló , su inteligencia. ¿Quién sabe? Si Einstein hubiera sido otro, ya reconocido como genial desde su infancia, quizá nunca hubiera llegado a ser Einstein. En cualquier caso, una experiencia como ésta exige ser compartida por una etnia y un grupo excepcionales a fin de que todo el mundo la disfrute. Pero ¿cuál es la actitud profunda de ese padre y esa madre frente a sus propios padres y frente a ese ser humano emparentado con otros linajes que ellos no conocen? Ni siquiera se sabe si en la familia del donante hubo mujeres-niñas o padres sádicos. Justamente, quizá ) este niño será, como retoño de ese linaje, más ligero, más dispuesto si sus padres educadores no tienen antecedentes demasiado neuróticos. Ahí está la incógnita. Y el premio Nobel no puede contra ello.

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) Capítulo 6

LA CABEZA SIN LAS PIERNAS

0=3 = 7

¿EL ORDENADOR AL SERVICIO DE LOS ÑIÑOS?

Si el cuerpo del niño no puede expresarse hoy de la misma manera que antaño —está mucho más encerrado, prisionero—, en cambio su espíritu puede liberarse y construir mundos, jugando con un ordenador. ¿No está la telemática al servicio de los niños?

(£a telemática presenta cierto aspecto positivo en el sentido de que los ñiños no están bajo el poder de un ser humano que quiere imponerse ¡a su sensibilidad. Tam- bién advierten que su espíritu, en cuanto a la lógica, se agudiza tanto como el del adulto. Pero eso no impide que la afectividad esté ausente de estos juegos, y que el placer no sea más que un placer de excitación mental: la sensibilidad está fuera del cuerpo: con razón o sin ella. —Te has equivocado, o bien, como no te has equivo­ cado con el circuito, tienes razón. Mientras que no se trata de lo uno ni de lo otro; se trata sólo de un circuito, que es un m edio.. . ¿Pero un medio para qué? Los juegos electrónicos aíslan a los niños, mientras que el tocadiscos automá- tíco'ñel~bar se comparte con los amigos. Los niños se agrupan frente a aquellos aparatos a horas determmadas y juegan uno por vez delante de los demás. Golpean la máquina para que caigan las monedas, o se pasan fichas. Con el juego electró­ nico, se aísla uno como si fuese a telefonear, pero el interlocutor es lógico y anóni­ mo, no tiene imagen ni corazón. Estamos dentro de un simulador y nos aprestamos a una guerra interplanetaria como los cosmonautas en su cápsula. Un juego lanzado con éxito sintetiza la voz del interlocutor del niño; cuando responde bien o hace bien su combinación, la voz del robot dice al niño: “Eres for­ midable” . A los psicólogos, alarmados por las consecuencias afectivas sobre el niño, los partidarios de estos juguetes les replican: “Es que precisamente hay un diálogo en el que los padres no intervienen, con lo que el niño obtiene confianza en sí mismo y en su inteligencia. Esto en la medida en que es una inteligencia lógica” .

103 t I Los pedagogos afirman que la voz sintética de una máquina de enseñar nunca sustituirá a la relación oral con el profesor. Si el maestro se contenta con imponer un saber y una actitud, si no es un incitador y un animador, el ordenador progra­ mado puede hacer las veces de distribuidor de conocimientos. Al menos, este susti­ tuto no ejerce sobre sus alumnos una autoridad sádica.

Los nostálgicos de los viejos juguetes de construcciones dicen que la telemáti­ ca impide al niño proyectar su imaginación. Los modelos en miniatura telecoman­ dados, que son bonitas copias de instrumentos del mundo moderno, impedirían que el niño sueñe. ¿Son de veras tan frustrantes? Parece que maniobrar aparatos teleguiados es excelente para la lateralidad del niño: izquierda, derecha, adelante, atrás.. .

Creo que sumidos en nuestro mundo tenemos el defecto de no advertir las transposiciones y compensaciones que la tecnología fuerza a descubrir. A la postre, cuando el decorado cambia, cambia el ritmo de vida y el espacio se modifica. Habría que confiar en la capacidad genérica del hombre para adaptarse y recuperar, bajo formas completamente distintas, las mismas funciones, o compensaciones para aquellas funciones que el hombre no podía ejercer de la misma manera que sus antepasados. El hombre acaba defendiéndose y realizándose por otros medios.

“Ya no es como antes” no implica, forzosamente, una regresión. Los “moder­ nos” defienden nuevas formas que permiten al hombre contemporáneo dialogar de igual a igual con el hombre de la Antigüedad, mientras que los “antiguos” , por el contrario, son nostálgicos que no ven nada positivo ni creativo en las obras de sus descendientes. Lloran sobre un pasado que ven como la edad de oro, olvidando que, en ese pasado, había limitaciones, frustraciones de otro orden pero que eran quizá tan esterilizantes como las de hoy. El tema de los juguetes motiva a su vez una polé­ mica entre antiguos y modernos. Los niños de hoy no respetan los juguetes de plás­ tico: los rompen sin el menor pesar; sus padres, en cambio, se entristecían en su época cuando perdían sus juguetes de madera o metal.

Los juguetes preferidos de los niños eran juguetes con los que se identificaban; si se estropeaban, era como si se perdiera un amigo. El juego electrónico no es un amigo, es un instrumento. Ya se observó esto con las muñecas que hablaban, con las muñecas que hacían pis (no se sabe por qué); cuantas más funciones se progra­ man en un mismo objeto menos puede quererlo el niño, porque no puede proyec­ tar sobre este juguete una vida afectiva; se trata de una vida funcional y no de una vida afectiva. La muñeca que repite a la orden lo que hay en una cinta magnética, y no otra cosa, es un ser repetitivo, y por tanto no es un ser humano que inventa sentimientos y pensamientos cada día. En cambio, estos nuevos juguetes subraya­ rán el comportamiento animal, por reflejo condicionado, en lugar de favorecer el intercambio relacional.

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JUEGOS DE ÑIÑOS, JUEGOS DE ADULTOS )

Muchas veces, aunque no siempre, los juegos de los niños son una deforma­ ) ción o una imitación de los juegos de adultos. Por ejemplo, los juegos de pelota de los chavales son un resabio de los jeux de paume practicados por jóvenes y guerreros; pero las canicas, la pídola, el juego del oso (hoy casi ) desaparecido y que me significó en la escuela secundaria de Niza, mis buenos chichones), las barras, etc., son específicamente juegos infantiles. Con todo, ) la gallina ciega, también producto de las costumbres modernas, en el siglo XVIII era todavía un juego de adultos, como lo atestiguan numerosas estam­ pas. . . Las carracas que nuestros pihuelos compran en la verbena y hacen ) girar el año entero proceden directamente de las carracas que se sacudían únicamente durante el oficio de Tinieblas y que representan a las campanas ) primitivas de nuestras iglesias; porque, durante los primeros siglos del cristia­ nismo, las iglesias no tenían campanas, y los fieles eran llamados al oficio por tarreñas y carracas a veces enormes, de las que aún quedan en ciertas iglesias ) de Oriente. Asimismo, las muñecas de nuestras hijitas eran, primitivamente, representaciones de diversas deidades; en Marruecos, todavía están las muñe­ ) cas que figuran la Lluvia, y en tiempos de sequía se las pasea ceremonialmen­ te. Se trataba, pues, de estatuillas sagradas portátiles que en Europa perdieron esta significación relativamente tarde, hace apenas tres o cuatro siglos, y pasa­ ) ron a ser un juguete común a todas nuestras niñas. Lo cual no significa que en todo tiempo las pequeñas no se hayan fabricado “bebés” ; porque jugar a ) la mamá es biológicamente un preejercicio, así como el caballo representado por un bastón es un preejercicio de los chavales en todas las naciones del mundo. . . Que_eL-juege- ée- los niños, y dejos adolescentes sea un precierci- ) cio, es decir, un entrenamiento para actividades práctica o fisiológicamente útiles durante la madurez, es de toda evidencia: sin embargo, esta evidencia ) apareció hace poco; y se ha producido un exceso, ya que la manera de idear los juegos y deportes de nuestros días tiende a fatigar y debilitar a sus aceptos. )

Arnold Van Gennep ) Coutumes et croyances populaires en France (Le Chemin vert) )

) Observemos las relaciones entre los niños y los objetos de peluche. Conservan uno con largo ) la afectividad de te rn u r a ^ suavidad táctil, cálida y acariciadora, como con el adul­ to de aquella época. Algunos^TTTTOmTíTsuTaniá ñásta'ToS quince años. ¿Hasta qué~e3a3~1ó"s"ñiñosllel ordenador tendrán necesidad, por compensación, de acari­ ) ciar ositos? ¿Se puede amar a un ordenador como se ama a un compañero? No lo ) 105 )

) creo. Se lo quiere como se quiere a un esclavo. Es un esclavo que se rom pe... Se lo reemplaza por otro, pero ¿se lo ama? ¿Qué se ha hecho de la ternura? Con los juegos de ajedrez electrónicos, estamos-solos ante el aparato y priva­ dos de todo el lado afectivo de la rivalidad humana: “Me has ganado, te he ga­ nado. .. Cuánto tarda en pensar... ¿Qué hará él ahora?” He jugado con mi padre tardes enteras al ajedrez, y había una especie de elemento ¿e rivalidad humana. Un buen día, mi padre dijo: “Me gustaría mucho jugar al ajedrez, ¿quién quiere jugar conmigo?” Así que nos iniciamos juntos, con un manual los dos, mi padre y yo. Al comienzo estábamos prácticamente en igualdad de condiciones; y después él se iba a ver a sus amigotes del X; volvía y dos o tres días me ganaba; pero después yo alcanzaba su nivel y le ganaba; y él volvía a su grupo de ex politécnicos. Estas superaciones sucesivas fueron muy divertidas para ambos. Sólo que, de tanto perfeccionarse con conocedores de matemática de razonamiento enormemente complejo, se tomaba mucho tiempo para mover cada pieza, tanto que mientras él pensaba yo leía. Por mi parte, yo no pensaba más que un par de minutos. No me hacía mayores complicaciones y me decía: “Puede ser que no haya previsto todo lo que podía pasar, pero estoy leyendo” . Si no jugaba yo, su compañera de ajedrez era mi madre, pero ella prefería las cartas. Mi madre, mientras él reflexionaba, se dormía; no le resultaba divertido ver a alguien pensando (a mí tampoco), por eso yo leía. Pero a mi padre le gustaba que alguien presenciara su reflexión. Y en efecto es muy divertido, por algún tiempo, ver que el otro piensa, porque uno piensa en su lugar: como si estuviera de su lado; se hace la jugada y: “Mira, ¿qué podría hacer él?” Uno cree captar, de manera pura­ mente intuitiva, los procesos ideativos de su compañero. Este cónyuge imaginario es quizás un cónyuge edípico, como lo era mi padre, un cónyuge compañero. Cosa que no podía divertir a mi madre porque, precisamente, él era su cónyuge genital. Mi madre se iba a jugar al bridge con mis hermanos, dejándome su lugar frente a mi padre. Digo que de haber contado inmediatamente con un interlocutor perfecto -en los juegos electrónicos es, teóricamente, el aparato- en lugar de progresar al contacto de otro que al comienzo también está relativamente limitado y que se perfecciona cada vez más, me habría perdido el auténtico placer de jugar. El ajedrez, como puro juego combinatorio desprovisto de relación con la afectividad y con el espíritu de alguien con quien uno gusta de hacer intercambios, es bastante estéril. No existe el placer de decirse después de la partida: “Ah, te he ganado” . - “Sí, pero ya verás, cuando tome mi lección con Fulano te ganaré yo”. Eso era lo que nos entretenía a mi padre y a mí. El volvía y en una tarde había hecho progresos. Entonces yo progresaba al contacto de los que había hecho él. Este pla­ cer del ajedrez no me lo puede dar ninguna máquina. Con la llegada de los juegos electrónicos, desde la primera infancia, uno se habitúa a estar solo con un aparato, con una máquina, sin intercambio con camara­ das.

106 Una experiencia límite. Niños cuyos padres trabajan en una juguetería y disponen gratuitamente para sus hijos de todos los prototipos de juguetes nuevos, de aparatos telecoman­ dados, de modelos en miniatura; niños cuyos padres viajan mucho y que traen a casa juguetes de cualquier país del mundo. Estos niños, y los vecinitos invitados, se ven en figurillas para elegir entre todo ese baratillo a domicilio. Escogen libremente. ¿Qué se observa? Sus relaciones lúdicas son pobres y las partidas acaban mal.

Los intercambios no se establecen, ni entre compañeros ni entre un niño y el juguete elegido. Entonces hay que hacer algo: pelear o romper. Al menos es un acto personal.

Una imagen caída en desuso. El padre que se entretiene con el tren eléctrico de papá Noel cuyo destinatario es todavía demasiado pequeño para ensamblarlo y hacerlo funcionar solo. Hoy ya no está de moda comprar un juguete para complacer a los padres. “Usted no inter­ venga, deje elegir al niño.” Ahora, en algunas tiendas piloto, los muñecos de papá Noel comandan sus juguetes por ordenador. Se dirá que esto es bueno para el niño porque le parece que es él quien lo elige. En realidad, está el condicionamiento publicitario que le lleva a elegir justamente lo que se quiere que elija; o bien, el pro­ grama del ordenador quizá no incluya suficientes opciones; el niño no puede comandar nada que no esté en'el programa. Evidentemente, no es el programa de los padres... Pero está el condicionamiento publicitario.

Al fin y al cabo, ¿no sale perdiendo? ¿Acaso en su primera infancia era realmente frustrante para el niño que el padre o la madre gustaran de sus juguetes? Ellos juegan también, participan, diciendo: “Mira este animal, qué gracioso e s .. . ” o miran los libros. Antes, la madre los leía y decía al pequeño que mirara las ilus­ traciones; el niño le hacía preguntas.. . Ahora, hay libros-discos que los pequeños ponen solos. Lo que tiene de bueno es que le niño debe servirse por sí mismo; nadie viene a jugar en su lugar; nadie le molesta. Sólo que hay muchos menos con­ tactos. Como contrapartida, está apareciendo una nueva moda de juegos de sociedad para seis, siete, ocho, diez jugadores. Se trata de juegos de estrategia, de estrategia militar o de estrategia económica. Siempre con esa preocupación de desarrollar sola­ mente la inteligencia, el cociente intelectual. En realidad, pienso que estos juegos se deberían jugar en la escuela. Y el idio­ ma, finalmente, debería ser la única enseñanza impartida por el maestro de escuela.

En los institutos de segunda enseñanza se han introducido juegos de estrate­ gia; hubo experiencias en Versailles: jóvenes de los últimos cursos fueron invitados a participar en simulaciones de situaciones reales que se les presentan a las empre­ sas: reconversión, compra por un grupo extranjero, oferta pública de compra, la

107 > 1 competencia, la exportación. Pero este juego de estrategia les fue propuesto a una edad en que ya son adultos. ¿No habría que utilizarlos con los más pequeños?

Lo que les falta a todos estos juegos es el vocabulario de intercambio entre dos personas, entre dos sujetos. Son instrumentos. Los individuos se vuelven inconscien­ temente inteligentes pero pierden vocabulario para hablarse.

En los juguetes del siglo XIX y principios del XX (muñecos, disfraces), encon­ tramos una proyección de todas las ideas establecidas acerca de los modelos que se debe dar a los niños (la niñita que llora porque le rompieron su muñeca, el chiqui­ llo que puede vestirse de soldado, etc.). ¿Corresponde esta proyección a arquetipos indiscutibles, o imponía al niño modelos absolutamente estúpidos? Seguimos inte­ rrogándonos sobre la experiencia que se realizó en Suecia: de un lado ponían un grupo de niños varones, del otro un grupo de niñas mujeres; se les dio cierto número de elementos y las niñas mostraron una clara tendencia a construir ciudades; los chiquillos, a destruirlas.

Es patente. Hace mucho tiempo que no voy a una playa... Pero, cuando éra­ mos pequeños, íbamos siempre a una playa que tenía una arena muy fina. Era in­ creíble ver el fervor con que jugaban chicas y chicos; las niñas instalaban barcos y vivían en ellos con la imaginación como si fueran transatlánticos. Los chicos, por su parte, hacían castillos, y las chicas los ayudaban. Como para construir se utiliza arena mojada de la marea precedente, cuando la marea subía los chavales derriba­ ban lo que habían levantado, incluso antes de que llegara la marea, mientras que las niñas miraban subir el mar y deshacer lo que ellas habían hecho. Pero nunca hubie­ ran ayudado a los chicos a derribar sus construcciones. Tras haber sido construc­ tores unas cuantas horas, la parte en verdad más excitante del juego era, para los chavalines, derribarlo todo; las chicas los miraban y decían: “ ¡Oh, qué lástima!” Hubiesen podido contemplar cómo el mar socavaba poco a poco el castillo, pero ellos no, no querían esperar y jugaban a los derribos. Lo cual no impedía que, mien­ tras construían, se enfurecieran si alguien pisaba sin querer la torre o el camino de acceso. Hay chicos que son conservadores, que no gustan de destruir lo que han edifica­ do pero que prefieren hacerlo ellos mismos activamente y no que lo haga el mar. Puede suceder que una chica destruya la obra de su vecina, pero jamás la propia. La agresividad es relacional. Pero en aquella playa de mi infancia veíamos cómo se repetían las conductas en el momento del derribo que la vida cósmica iba a produ­ cir. Ninguna de las niñas jugaba a demoler, mientras que para los chicos esto era en sí un juego: ya que el mar va a venir a derrumbarlo todo, juguemos a derrumbar nosotros. A las chicas no, no las divertía nada. Siendo niña esto me impresionó. Me acuerdo: con todo esmero levantábamos la cocina, el salón, sabiendo que el mar llegaría; trabajábamos hasta el último mo­ mento; y en eso, p u f.. . una ola se llevaba la casa y nosotras contemplábamos la

108 catástrofe natural. Mientras que los chavales, viendo que el mar subía, derribaban su castillo. . . y el mar anegaba tan sólo unas ruinas. Es muy curioso. Los anales de la guerra y de la paz, ¿qué muestran? Los que hacen la guerra de Troya son los hombres, no las mujeres. Miremos en Irlanda: mujeres de ámbitos e ideologías completamente adversas se han reunido para que la guerra acabe.. . Los hombres no lo han hecho nunca. Las mujeres pueden encender la guerra por vengan­ za, pero nunca por placer, mientras que en el hombre hay un ludismo de des­ trucción. El juguete electrónico es todavía un lujo. Por eso lamento que no se lo intro­ duzca en las escuelas. Me acuerdo de unos juegos de enciclopedia en ilustraciones. Había una serie de contactos, y sobre ellos había que colocar unas planchas ilus­ tradas convenientemente perforadas. Era un test de conocimientos. Para saber si la respuesta era correcta, se empalmaban dos contactos y sonaba un timbre. Al principio me apetecía jugar porque me decía: “Se aprende mucho con es­ to” ; y estaba muy contenta... Pero al cabo de tres o cuatro partidas, como sabía que aquello siempre sonaba cuando uno hacía coincidir las mismas conexiones, me pareció insípido y aburrido. El circuito era siempre el mismo, y yo sabía que a este contacto le correspondía aquel otro; tanto que, a la cuarta vez, ya no hacía falta poner la plancha sobre el aparato: teníamos las respuestas en la cabeza; habi­ mos integrado el circuito. Creo que las actuales máquinas de enseñar son como aquellos juegos, pero perfeccionados. Ahí están los ordenadores con sus bancos de datos para suministrarnos el contenido de los diccionarios enciclopédicos: la edad que tenía Edison cuando des­ cubrió el fonógrafo; o la cantidad de habitantes de tal ciudad. Ahora creo que hay más preocupación por aprender a aprender, por conocer métodos de trabajo, y por disponer de herramientas que permitan reciclarse cuatro veces en la vida a partir de un tronco común adquirido al comienzo. Ha llegado la hora de introducir la telemática en la escuela pública —tódas esas máquinas con programas, con lógicas-. De momento, aún estamos en la novedad electrónica, sobre todo con los juguetes, pues los juguetes son objeto de todo un condicionamiento comercial. Me parece deseable que el gran proyecto de introducir ordenadores en las escuelas pueda llevarse a cabo. Entiendo que esta experiencia marcará el fin de la enseñanza sólo basada en lo que se balbucea, en lo que se aprende de memoria, y que finalmente constituye una acumulación de conocimientos que uno registra a bulto y sin modo de empleo. Hasta hace muy poco tiempo, incluso habiendo completado los estudios superiores, los jóvenes se lanzaban a la vida activa sin haber aprendido a trabajar; sin haber aprendido a aprender. Capítulo 7

UNA ANGUSTIA ARCAICA...

LA INFANCIA SIMBOLICA DE LA HUMANIDAD

En la secuencia final de La guerra del fuego, se ve a una pareja, en los albores de la humanidad, saliendo del bestiario del amor y del acoplamiento animal para inventar la sexualidad de frente, mirándose a los ojos.

Estos dos seres, que habían permanecido en la castración primaria, descubren en el coito algo que representa simbólicamente la cara de la que cada uno está pri­ vado. Es una revelación ver el rostro de la persona amada en vez de satisfacer los instintos con la parte inferior del cuerpo sobre un mamífero humano. La excita­ ción-necesidad-tensión cede paso al deseo de encuentro. Y desde ese momento el lenguaje se asocia al cosmos y al “reconocimiento” , conocimiento juntos, hallado en la unión de los cuerpos, del valor respetado por los otros, el del amor, sutil armo­ nía del deseo humano. Es visible que esta nueva adquisición tiene una cualidad muy distinta de aquella que permite no pasar hambre y frío gracias al fuego, luego que mantiene a los animales a distancia y que el hombre sabe encender de nuevo cuando se apaga. Cabe pensar que en este estadio o en esta edad de la humanidad comienzan las fantasías, porque aunque el otro deseado esté ausente, su imagen permanece en la memoria, y a partir de aquí va desarrollándose el lenguaje simbólico. A mi entender, el film La guerra del fuego es de una gran profundidad, y casi merecería ser objeto de debates, aunque algunos críticos digan que es más bien tonto. Creo que tontos son los que dicen eso. Tienen tanto miedo de lo que hay en ellos; el miedo de los personajes del film es su propio miedo. La guerra del fuego nos desnuda. Aún en la actualidad, por más que e| peligro y i no nos domine (por ejemplo el riesgo de morir, de no satisfacer la necesidad de comer), seguimos hab'itados por una angustia arcaica que hace que todo ser humano pueda ser nuestro despiadado enemigo. No hay más que leer la página de sucesos

110 de los periódicos. No existiendo ya razón para ser tan peligrosos los unos para los otros, seguimos albergando en nuestro interior la peligrosa agresividad de las pulsio­ nes reprimidas. De ahí el imperativo de sublimar estas pulsiones en la cultura, de lo contrario volveríamos al crimen fratricida. Es lo que sucede en los países totali­ tarios, y en los goulags. Con los nazis, vimos la destrucción de una “especie” por otra. Las “ especies” eran los judíos y los supuestos arios. Si no duerme en cada uno de nosotros, el espectro merodea. Y basta que se lo justifique para pasar al acto de la destrucción del otro, para alimentarse de él; la eucaristía es sublimación. Ha ense­ ñado, en efecto, que a través de la destrucción de la vida, del sabio genocidio del tri­ go, símbolo de la materialidad de las criaturas vivientes, y en el amor del trabajo de cada uno aplicado cada día a la agricultura y a la panadería, ahí reside el Hijo de Dios, que nosotros comemos —alimento siempre sacrificial obtenido a expensas de la muerte de nuestra vida que de él se sustenta—. Y que solamente las palabras de amor fraternal conservadas dan sentido de vida espiritual a esa carnicería ininte­ rrumpida, necesaria sobre nuestro planeta para la supervivencia de las especies. La ¡aterra del es La-infancia-simbólica de la humanidad,Todos los niños agreden al principio, todos. Los que siendo adultos persisten, son individuos que no tuvieron la póSEDÍdairHrS'iib limar estas pulsiones agresivas en actividades creativas y lícitas. Si uno revive su historia con ellos, debe comprender lo que sucedió en su juventud. Muy a menudo, estos adultos agresivos fueron “niños mimados” . El aná- Iisis revela que la madrejioló-k»sédeseos del hijo satisfaciéndole más allá de las nece- sidades, por miedo a que-muriera de privación o a que buscara disfrutarlos con -.Otros, sin ella. La angustiarse-debe^que su libidó^é precipitó en ese objeto surgido de ella, en vez de mantenerse en relación con los niños de su edad, y, en cuanto a la madre, con los adultos de su propio sexo y del otro. El niño pasó a ser el fetiche de esta madre; ella se masturba el ombligo, por decirlo así, representado por el hijo. El onanismo cumple un papel capital en las relaciones madre-hijo, padre-hijo, como, por lo demás, entre hombre y mujer; hay muchísimo onanismo disfrazado de un supuesto hacer el amor; la fornicación, en el sentido de alivio de una excitación localizada en una parte del cuerpo, es onanismo entre dos. Este alivio que puede no efectuarse por la mano del sujeto, se efectúa por un objeto que es intermediario entre él y la madre; por ejemplo, vemos pequeños débiles mentales que han pasado a serio debido a gravísimas situaciones familiares, y que no pueden masturbarse sino con un cojín, nunca con sus propias manos; además, sus manos no hacen na­ da. . . porque la masturbación comienza por tocarse la boca, meter todo lo que sea en la boca, después meter las manos en la boca del otro, en el ano, en las nalgas, etc., y progresivamente sobre objetos de transición del placer con el propio cuer­ po, sus zonas erógenas, esos objetos parciales, por el placer a descubrir con otro. Entonces ese otro es una parte de uno mjsmo. En última instancia, mi interlocutor es una parte de mí, mientras yo le hablo... como mínimo, le presto mis oídos; y cuando me callo y él me habla, él me presta los suyos. Cuando la madre, por angustia, colmando al niño, ha contrariado su búsqueda

111 » I personal de placer en pos de satisfacciones “de segunda mano” , procuradas por su inventiva en torno de necesidades, ahí se desencadena el proceso de agresividad. El niño tiene necesidad de seguridad. Equivocadamente, la madre cree que se la da dándole todo lo que él parece querer. El niño sólo puede recibir esta seguridad de alguien que suscite en él un progreso cotidiano, que le hable de sus deseos, y que le hable de lo que le interesa: “Estás mirando la luz; la apagamos; ya ves, la luz está apagada; se ha encendido la luz; es este botoncito que estoy oprimiendo...” Y, a un bebé, se le puede hacer oprimir el botón diciéndole: “Ahora apagas, ahora enciendes” , él sabe entonces que es dueño de una percepción. No sabe muy bien cómo, pero su madre se lo ha enseñado, con palabras, y cuando oiga que se encien­ de la luz y vea que la luz se enciende, o se apaga, sabrá que ha existido una media­ ción humana para hacerlo; en lugar de creer en la magia, o en la omnipotencia materna. La agresividad de ciertos individuos de nuestra etnia se aclara al saberse que ninguna verbalización procedente de la madre o del padre los inició en el hecho de que es el deseo el que está en el origen de su existencia. Casi siempre se enseña al niño que en el origen de su existencia hubo un funcionamiento del cuerpo, y no una opción deseante entre dos seres, ese deseo que crea la vida y el enigma de su propio ser. Aunque no haya sido “programado”, querido .por. sus progenitores, todo ser, por el hecho de que nace, ha deseado nacer. Y es preciso recibirlo así: “Has nacido de un deseo inconsciente... y, más aün por no haber sido conscientemente anhe­ lado, deseado por tus padres, y aquí te tenemos, vivo, por ello más eres sujeto de deseo. Eres tanto más sujeto de tu ser de deseo cuanto que no eras objeto de su espera durante su abrazo, cuanto que la concepción fue una sorpresa para tus pa­ dres, pero porque te permitieron llegar hasta el final.” Este es el niño-deseo: él ha deseado nacer, mientras que sus padres no sabían que él deseaba surgir, él es deseo siempre, con frecuencia amor, “camalizado” . Cada ser humano es así verbo encar­ nado (exactamente lo que se dice de Jesucristo). En efecto, cada ser humano mere­ ce esta misma definición en el momento de su concepción. Si no fue programado, hay menos posibilidad de que la madre se lo apropie y se identifique con él. En cualquier caso, el niño tuvo al menos tres semanas, cuando no de uno a dos meses (antes de que ella tuviera sus reglas siguientes) para ser un viviente sólo conocido por él mismo, significante del deseo inconsciente de sus dos progenitores. Los niños que fueron deseados y concebidos después de una larga espera de sus padres, no tienen esa potencia'vital de vida secreta a espaldas de todos, puesto que satisfacen el deseo de sus padres. El niño sorpresa, inesperado, es el pro­ totipo del ser humano más rico por su pura dinámica vital, sin auxiliar en alerta al comienzo de su existencia. A veces pienso que la falta original sería, para los humanos, haber comido a sus propios bebés; carentes de animales para comer, atenazados por el hambre, los padres habrían terminado por concebir la idea de comerse a sus hijos... y los niños

112 BAUTISMO A LA CHINA

En Longbow, cuando un niño cumple su primer mes de vida, se le destina una figura de tigre a manera de patrono. Además, para alejar a los demonios que amenazan al niño, prudentes padres han puesto a sus hijos nombres repugnan­ tes como “hija de porquería” , “niño malvado” o, simplemente, “suciedad” . El espíritu de los nuevos tiempos dejó surgir nombres no menos caprichosos: “Sirve al Pueblo”, “Defiende a Oriente” y “Pequeño Ejército” se codean, hoy en día, en el aula escolar.

de hoy pueden sentir que son capaces de comerse a su madre, y de ser comidos tam­ bién ellos. En nosotros sucede lo mismo. Y éste sería el origen de la función simbólica que se revela en el lenguaje familiar: “es delicioso, me lo comería” , etc., así como en los trastornos psicosomáticos. El mito nos lo dice. Para los griegos fue la tragedia del destino del Hombre, la fatalidad, la causa del infortunio de la sociedad. Descubrir así los basamentos de toda nuestra dinámica psicológica y creadora marcó un progreso considerable. Vivimos una época apasionante. Si los seres humanos fueran realmente capaces de un respeto total por el más pequeño de ellos —y el mensaje de ese loco que fue Cristo incluye esto-; si se lle­ gara a reconocer tanto valor a lo que hace un pequeñín como a lo que hace un adulto, y que ya está construido con lógica, creo que sería una revolución conside­ rable. El que se comunica con lo que tiene más valor en el mundo es el niño, pero como es pequeño materialmente, débil físicamente, le imponemos la potencia que los fuertes imponen a los débiles. El mensaje revolucionario del siglo XX consiste en decir: el más enfermo que no es agresivo, el más pequeño que no es dañino, que es como es.. . ése es el más bello. Hay que invitar a mirar a ese pequeño, a ese futuro, a ese ser en devenir, no desde el ángulo de la fragilidad y de la debilidad, sino desde el ángulo de lo que tiene de nuevo, de creador, de dinámico y de revelador de sí mismo y de los demás a su contacto también; de los demás que están en vías de crecimiento o de decreci­ miento, en estado de salud o de enfermedad desvitalizadora. El recién nacido tiene que afrontarlos. En el Manuel á l ’usage des enfants qui ont des parents difficiles' encontramos esta frase: “Los niños son en verdad los únicos que pueden algo para los padres, porque tienen la ventaja de no haber sido adultos todavía” . Precisamen­ te, el niño aún no ha sido deformado por la vida de los adultos. Hay que interesar-

' Jeanne Van den Brouck, ediciones Jean-Pierre Delarge.

113 se por él, no sólo porque tiene derecho a vivir, derecho a ser él mismo (lo tiene, des­ de luego, pero no es esto lo más movilizador para la colectividad de los adultos), sino porque aporta mucho más de lo que se piensa, porque él es el amor, la presen­ cia entre nosotros del amor. El niño es el talón de Aquiles del adulto: el más fuerte en apariencia tiene mie­ do de quedar desarmado ante este ser de verdad.

MIEDO DE MORIR, MIEDO DE VIVIR

Si observamos los diferentes tipos de comunidades, los ritos de aprendizaje o los estilos educativos, tenemos la impresión de que ciertos tipos de sociedad (ejemplos de Sumeria, del Egipto faraónico, del imperio Inca, de los aztecas) cumplen un papel de equilibramiento con respecto a la acción neurótica de los pa­ dres. Sin embargo, el conservadurismo, el inmovüismo de las sociedades arcaicas muy jerarquizadas revelan que el Estado-padre, el clan, es más “Carcelaris” que la casa familiar. Por razones económicas o por miedo a la aventura, a lo desconocido, toda sociedad desconfía de la libertad de los jóvenes, de su impaciencia. En el fon­ do, ¿la sociedad quiere una profunda mejora de la condición del niño? Se le recono­ cen derechos. Se lucha contra la desnutrición, se condena —tibiamente— los malos tratos, pero ésta es la parte visible del iceberg. Pues todos los otros niños que tie­ nen prácticamente lo que necesitan material y orgánicamente, ¿con qué cuentan para desarrollarse como personas? En última instancia, a despecho de todos los dis­ cursos, y todos los grandes laboratorios se ocupan de ello, no se puede decir que haya un progreso lineal del que cada niño disfrute. De ahí la hipótesis de que hay una suerte de rechazo colectivo inconsciente: la sociedad tiene miedo del genio propio del niño.

No en el sentido de genio artístico, sino de genio sexual en el sentido libidinal de deseo. Los niños expresan la libertad más que el adulto. Ellos impiden o retar­ dan la esclerosis de las civilizaciones. La generación en ascenso es una fuerza que impide a los adultos sentirse en seguridad (falsa) repitiendo siempre sus mismos modos de relación entre ellos. El malestar particular de nuestra época se debe a que la evolución técnica ha sido tan veloz que la evolución de la relación entre los seres humanos se ha vuelto como secundaria con respecto a los esfuerzos técnicos que los adultos deben hacer. . . A tal punto que ya no pueden encuadrar a sus niños. Estos viven entonces en montón, lo que les da una enorme potencia que no está humani­ zada. Actualmente, conocemos y observamos a muchísimos niños que no están humanizados en relación con sus pulsiones, es decir, que no tienen ética para vol­ verse ellos mismos creadores, seres humanos con derecho a pensar, amar, dirigirse, tener iniciativas.. . . La fase de latencia está mal preparada para las sublimaciones válidas y provechosas para el grupo, para la comunidad y para ellos mismos, pues procuran placer y alegría al niño que eventualmente repercute sobre su familia,

114 pero que, expresándose con los niños de su edad, lo hace estimable y le concede la alegría y el placer de una proyección en la sociedad de su tiempo.

El drama más terrible de la condición humana es que en el momento de más viva creatividad, de más aguda videncia, somos colocados bajo la dependencia del adulto. Paradójicamente, la inmadurez física acompaña a una extraordinaria preco­ cidad del talento natural y de la sensibilidad.

El último punto de osificación, que está en las clavículas, tiene lugar a los 21 años; en ese momento el individuo de la especie humana es por fin adulto, en su totalidad somática y psíquica. Aun cuando ya está sexuado, aun cuando es capaz de procrear antes de los 21 años, todavía no es totalmente adulto desde el punto de vista estrictamente orgánico. Y, a partir de los 21 años, hay un período estaciona­ rio, hasta los 30 ó 35 años. Después, desde el punto de vista orgánico, declina y entra poco a poco en la vejez, sin dejar de mantener su vida, de tener una vida de plena madurez en la sociedad, pero su organismo ya se está gastando y rodando por la pendiente que lleva a la muerte. A fin de cuentas, el ser humano es el único ser creado —criatura animal, dado que es también un animal mamífero— que dedica tanto tiempo a hacerse autónomo, que necesita tanto tiempo una protección par­ ticular. Si no tuviera la tutela de sus padres, moriría. En cambio, un animal joven puede hacer su vida porque trota, anda poco después de nacer. Evidentemente, ne­ cesita ser amamantado algún tiempo, pero se desarrolla y defiende su organismo; asume solo su instinto de conservación en cuanto se apoya sobre sus patas. El ser humano, al nacer, camina.. . si le sostienen en la cama; pero en pocos días lo pier­ de. Si camina es porque estaba contenido en un organismo que caminaba: el de su madre. Y él es como su madre, tiene ya todas las funciones de ésta pero todavía no puede movilizarlas solo. Desde el mismo momento en que el adulto responde a esta necesidad de tutela del recién nacido, no puede evitar herir, menoscabar al pequeño ser, producir daños que reducen su formidable potencial. Al mismo tiempo que ejerce una presión pató­ gena, tiene la responsabilidad decisiva de introducir al niño en el lenguaje. Ahí se establece la ruptura, se anuda la crisis, porque el lenguaje, en 1984, no es el mismo que en 1784. Basta oír hablar a los canadienses que emigraron con el lengua­ je de sus padres franceses de los siglos XVII y XVIII, y que evolucionaron de otra manera, en un mundo social más reducido que el lugar de donde provenían y don­ de, a causa de la Revolución francesa, no sólo el lenguaje gramatical sino también la manera de vivir cambió. Lo más revolucionario que hay actualmente eh el globo es que ia comunicación entre los seres humanos les permite recibir de todas partes elementos de sus funciones simbólicas, no enlazados únicamente a sus seres dilec­ tos ni a su pequeño grupo. De ahí que estemos viviendo, social y etnológicamente, una revolución extraordinaria; y comprendemos que, sea cual fuere su individuación, la educación marca profundamente a un ser humano y ello, por el lenguaje, no sólo I

LOS CUIDADOS MATERNOS EN EL ORIGEN DE LA VERTICALIDAD DEL BIPEDO

Incluyendo a los insectos, el 99 por ciento de los animales no prestan ningún cuidado a su progenie. La nueva sociobiología vino a reforzar la hipótesis de los evolucionistas según la cual el objetivo del individuo de cada especie es asegurar la continuidad de su capital genético. Ahora bien, hay dos estrategias para conseguirlo: 1) producir una enorme cantidad de huevos fecundados sin ocuparse de ninguno de ellos; 2) a la inversa, producir muy pocos pero ocu­ parse mucho de cada uno. El hombre y la ostra encarnan las dos actitudes extremas en materia de cría de los pequeños: el primero es pródigo en cuida­ dos para proteger a una descendencia frágil, amenazada y costosa, y lo apuesta todo a la cabeza de uno o dos hijos, mientras que el molusco pone hasta 500 millones de huevos por año y esta abundancia compensa toda ausencia de cuidados. Pero la estrategia del matemado conoce sus reveses: cuando los nacimientos son espaciados y los padres han gastado mucha ener­ gía en criar a sus hijos, la pérdida de un ejemplar joven de la especie debida a la acción de los predadores o de los flagelos naturales, es catastrófica. La tasa de mortalidad infantil debe ser reducida cuando el esfuerzo parental es pro­ longado. La precaución contra el peligro de extinción de la especie más mater- nante consiste en desarrollar la capacidad de aprendizaje del recién nacido, para incrementar su aptitud para adaptarse a un medio hostil y, con ello, sus posibilidades de sobrevida. Según ciertos etólogos, como el profesor Lovejoy, de Ohio (E.U.A.), la locomoción bípeda habría sido una de las respuestas a este problema de matemado en los primeros homínidos. La hembra puede cargar al pequeño a menor riesgo, a diferencia de los monos que van de rama en rama con el pequeño aferrado a la espalda, y ocuparse más cómodamente de dos o tres crías a la vez. La elección del matemado habría sido determi­ nante en el paso del homínido cuadrúpedo al homínido bípedo. Otros especialistas del comportamiento animal objetan que la evolución de los grandes mamíferos no deja de presentar formas de matemado bastante desa­ rrolladas en ciertos cuadrúpedos (como el elefante). Aun cuando, entre los hominianos, el hecho de ponerse en pie no tuvo la finalidad de facilitar la labor de la madre, cabe admitir que la carga del matemado estimula en el ser vivo el comportamiento inteligente y que el desarrollo cerebral así indu­ cido pudo favorecer la especialización del miembro anterior en las funciones de prensión y manipulación, lo que habría refinado e individualizado los cuidados a los recién nacidos.

verbal sino también gestual. El hombre sigue el ejemplo que el grupo le ofrece como modelo de lo que él mismo tiene que llegar a ser.

116 En 1984, ¿de qué manera puede el tutor ser-más respetuoso del deseo del niño que sus ascendientes?

Para ser más respetuoso, no hace falta que necesite a ese niño para afirmarse; hace falta que participe totalmente en la vida de deseo con los adultos de su misma generación, y que sostenga al pequeño que tiene en tutela para que llegue a ser él mismo, entre los de su generación respectiva, sin ser molestado por diferencias. Debe apostar cada vez más a lo desconocido; dar crédito a una evolución cada vez más imprevisible. Ya no hay referencia, término de comparación. A los 35 años, se es un viejo para un joven de 15. Y los reflejos de ex combatiente son cada vez más incongruentes. “Yo, a tu edad.. .” ¿Por qué compararlo con este anciano cuan­ do tenía su edad? Nos hallamos hoy en una situación inasible, porque ignoramos por completo para qué sociedad se desarrolla un niño, tanta es la rapidez del cambio social que la comunicación planetaria acelera.

Es posible que las sociedades, sean las que fueren, segreguen anticuerpos que se oponen inconscientemente a todo mejoramiento profundo de la condición del niño.

El grupo social dominante resiste al cambio por miedo a ser destituido, relega­ do, desechado, pero la sociedad entera sabe que, para no morir es preciso no estan­ carse: la vida no conoce el estancamiento. Pienso que el ser humano está llamado a otra cosa que a depender exclusiva­ mente de un grupo social, según la estructura actual de nuestra sociedad. Llegará sin duda el momento en que la humanidad planetaria estará en intercomunicación constante.

Cuando se observan los ejemplos dé todas las civilizaciones que existieron en 4.000 años, se tiene realmente la impresión de que, más allá de la evolución del discurso sobre el niño —desde hace 1 50 años, la ciencia al servicio del niño, la pro­ tección jurídica de los menores, la toma de conciencia planetaria “todos los niños del mundo”—, el antagonismo entre veteranos y jóvenes, entre lo maduro y lo inmaduro, entre el pasado-presente y el futuro cercano, subsiste con la misma tena­ cidad que la querella de los antiguos y los modernos, como si ninguna sociedad pudiera conciliar intereses totalmente contradictorios.

La resistencia a lo que podemos llamar la revolución freudiana me hace pensar en la que se suscitó antes de la revolución galileana, o copernicana, que forzó a la hu­ manidad a aceptar de golpe que el planeta no era más que un elemento del espacio incluido en un conjunto sideral, cuando hasta entonces debía ser el centro del mun­ do. Se supo entonces que no es más que un minúsculo punto en el espacio, incon­ mensurable éste para el común de los mortales. Sin embargo, aceptamos lo que

117 parecía una humillación y una contradicción total con el pensamiento de los hom­ bres más avanzados de la época. La revolución psicoanalítica es el equivalente en lo que toca a la comprensión de la individuación y de la identidad de cada cual. Los hombres, tras una viva resis­ tencia, a la larga serán capaces también de asumir este cambio radical de escala “mental” , y de reconocer a cada ser humano su responsabilidad, en igualdad con la de todos los demás, de sostener ese misterio que es un ser humano, que es un ser de verbo que se ha encarnado; pero que este organismo emisor y receptor de lenguaje es un ser puntiforme en comparación con el verbo que toda la humanidad junta expresa, que hace ser a cada cual con su función significante en relación crea­ dora y dinámica en el mundo y que, para mí, es Dios en y a través de cada cual. No hay otra palabra para decirlo, aunque esta palabra “d'yeux"*, como también se la puede oír (nuestros ojos que perciben la luz), es además metáfora de algo muy diferente... Si hay intereses contradictorios entre la supervivencia de la espe­ cie o de la sociedad en general y el desarrollo del individuo, no rne parece que se deba a razones económicas, porque ahora es fácil determinar el costo enorme de la multiplicación de errores, de la no prevención, de la incapacidad de producción de los individuos que han sido maltratados, que han sido destruidos, que no pudie­ ron construirse a sí mismos. Hoy en día, la sociedad ya no puede ignorar que su interés económico le exige modificar sus actitudes, organizarse de otra manera y conceder mucha más importancia al desarrollo del niño y a los medios para conse­ guirlo. Ahora bien, aunque se haga este balance, ello no modifica la política del grupo respecto de los niños. Así pues, la razón no parece de orden económico. Todos quienes son responsables de niños chocan con el hecho de que se niega la ayuda pública. Pero la falta de créditos suele ser un mal argumento cuando, a fin de cuentas, son las mentalidades lo que no se puede o no se quiere cambiar. Los adultos resisten. Tienen miedo, miedo de la vida, que es imprevisible. Piensan que todo debe estar “programado” . Precisamente, yo creo que este inmovilismo se debe a que la humanidad infan­ til aporta la certeza de la muerte a los adultos, aunque éstos puedan rechazar la muerte confiando e identificándose con esa vida que asciende. En vez de apostarlo todo a esa cantera que asegura su supervivencia sobre la tierra, le impiden crecer, con el pretexto de que, si queremos seguir viviendo como vivimos, no podemos dejar a los más jóvenes libertad para imaginar, libertad de iniciativas. Extraña perversión, los hombres de una misma generación - y que tienen parcelas de poder— razonan como si la especie humana no fuera otra cosa que una especie animal, y piensan que su misión es únicamente reproducir el mismo capital genético, sin cambiar el programa. De hecho, son generaciones y generaciones las que se privan de futuro. Todo indicaría que no quieren un futuro. Los hombres son asesinos, no son suici-

Juego de homofonía entre Dieu, Dios, y d ’yeux, de ojos. [T.] das sino que quieren sobrevivir al precio del asesinato de quienes desean llegar a la tierra .. .¿Qué es un país que no favorece más el espíritu de invención, la creativi­ dad, la alegría de vivir, la renovación, el desarrollo de los seres jóvenes? Es un país que decae. Por más que se repita esto, pues todo el mundo está de acuerdo... ¡los responsables no cambian de actitud! .Muestra sociedad actual desea vivir de las conquistas materiales, como si la joven _gengración no tuviese inventiva para concebir una manera de vivírdiferente. Cada cual obedece al~rruedó a la propia muerte y quiere defender su supervivencia, como se defenderían los animales y no como humanos, seres de deseo y de comu­ nicación que deberían confiar en la inventividad constante del espírjtu humano para hallar la forma de vivir de otra manera. Nuestro futuro son los jóvenes; en ellos debe depositar su confianza el país.

En siglos anteriores se construía, se “obraba” para la posteridad. El deseo del artista, siempre en actividad, creaba, y esta creación quedaba después de él como un testimonio para otros. Ahora vemos hombres de negocios que construyen fortunas destinadas, precisamente, a desaparecer, sepultadas junto con ellos. Hay dictadores que anuncian: “Después de mí, el diluvio” , y actúan de tal modo que lo que legarán será un campo de ruinas. Como Hitler. Incluso a escala de la familia, hay parejas que sólo viven para sí mismas, del patrimonio no debe quedar nada, con el pretexto de que: “Sólo se puede vivir al día, así disfrutamos, pues no se sabe lo que ocurrirá mañana.. .”

Pero, ¿de qué disfrutan? No disfrutan de lo que es esencialmente humano, que es la comunicación con los demás. La única posibilidad que tenían los nuevos de crear algo, de tener una inicia­ tiva, de cambiar un poquitín su sociedad, su entorno, era que, alrededor de ellos, los gerontes, los que tenían el poder, los veteranos, dejaran intersticios, almenas... Mientras que ahora todo el mundo, con más miedo que nunca al porvenir, se refu­ gia en la idea de que todo es incontrolable y de que es imposible influir sobre el curso de las cosas. Se crearon aparatos para hacer predicciones —los ordenado­ res— pero ellos no gobiernan en absoluto, porque son emanaciones del espíritu humano y están realizados para conservar lo repetitivo.

La generación en ascenso ¿no estará aun más privada de futuro que las gene­ raciones pasadas, que sólo tenían que superar el obstáculo de unos veteranos que no querían ceder su sitio, que no querían cambiar de doctrina, que no querían salir de su rutina. . .? El pavor al arma nuclear, el catastrofismo planetario son nue­ vas armas de disuasión para las poblaciones, la coartada sin réplica para replegarse al abrigo de los hábitos y así congelar una sociedad ya bloqueada. La coyuntura no es prometedora para los niños de este final de siglo.

A no ser que se produzca una súbita mutación... Supongamos que, de pronto,

119 I los hombres tomen conciencia de su obligación de compartirlo todo con los demás . . . Tanto sus pensamientos como sus bienes materiales. Es posible que la energía potencial retenida sea tan grande que las barreras salten. Los frenos de la sociedad no hacen más que reforzar el deseo de esa joven generación que, a la larga, va a aportar un reflorecimiento del amor transformando una unión contra en una comu­ nicación para, en una interpenetración de unos y otros. En un mundo de excedentes, de plétora de bienes materiales mal repartidos, el único bien es, precisamente, el amor entre los seres. Tenemos una manera completamente alienada de vivir con los bienes materiales. Cuantos más se tienen, mayor es la inseguridad: hay miedo de perderlos. Pero si nos apegamos a valores que dan menos relevancia al acontecimiento, seguro que, en ese momento, el miedo será más manejable. Un ser vivo es una individuación viviente; tiene su identidad, que es creadora y comunicante, vaya donde vaya. .. si hay en él una seguridad. Pero el miedo al futuro, el miedo al mañana, no puede sino reforzar la colonización de los niños y la prohibición de vivir a los niños que desean nacer.

La frase más escuchada .estos últim.os años^-pronuneiada pondolescentes y por no tan adolescentes, es: “No hemos pedido nacer.”

Tal vez no han “pedido” , pero sí han “deseado” . .. Demanda y deseo no son lo mismo. El deseo es inconsciente y la demanda es consciente. Lo han deseado, de lo contrario no estarían aquí. Ejlos asumen el deseo de sobrevivir. En realidad es una queja, un grito. *• Cuantío el_.niiedo^ria^muert?lcrinv®Je“totlt)7 los niños encuentran una resis- • tenciaca3ií"vez más dura del grupo social. Ej absurdo y trágico, puesto que sólo sabemos-que~ estamos v+vos p0íqué7sab'erTÍós quedamos a morir. Es la definición de 'T áT ñ d ar’esta criatura viviente es vivi«iTé'"p0fqúemorirá; ella nace, se desarrolla y muere. La vida se define, pues, por la muerte. Y tenemos miedo de aquello que defi-

, finalmente, miedo de vivir. Puede haber un cambio de mentalidad en los años venideros, porque actual­ mente se está llegando a una suerte de inmovilismo terriblemente esterilizante. La gente se hace la vida imposible e impide nacer a los nuevos. Ya no se puede circular libremente por el mundo. Hay una voluntad colectiva de paralizarlo todo. El poder mismo no puede sostenerse sino mistificando a la gente e intoxicándola con palabras... con abusos del lenguaje. Se dice, por ejemplo: “Todo el mundo tiene derecho a la salud...” pero esto no significa nada, ya que la salud es el resúltado de una manera de estar en el mundo. Se podría decir: “Cada ciudadano tiene derecho a la atención médica” , pero no “a la salud” , esto no significa nada. Pienso que la gente tiene también derecho a la enfermedad. . . Tiene derecho a estar enferma. La enfermedad es una expresión. Cuando algo no puede decirse con palabras, corf setiÜliiitfiTios, es el cuerpo el que habla. En nuestra sociedad. Ja^enfbrrñedid se vive como una sanción. Cuando un individuó"está_ del sufrimiento o de la mutilación que pueden resultar, sp r.nlpahiliza Mientras que en el momento en que un individuo entra en pérdida, el grupo tiene la responsabilidad de ayudarlo a comprender, a reasumirse él mismo a su manera, y no por la fuerza, como se quiere que se asuma. Cambiar al hombre. ¿En qué consiste esto? Consiste en preguntar a cada uno: ¿Cuál es tu deseo propio? Hablemos de tu deseo. Todo aquel que se consagre a escuchar la respuesta de los niños es un espíritu revolucionario. Las otras supuestas revoluciones no cambiarán nada. Durante la última “Jornada de los viejos” , descubrí lo hipócrita que era esta política a favor de la 3a. y la 4a. edad. Creo que hay mucho que entender en el sentimiento de desventaja de los viejos. Sucede con los viejos y sucede con los minusválidos; se trata a los pequeños como si fueran minusválidos a los que hay que rehabilitar, programar, porque si no, seguirán siendo minusválidos. Y me digo que estamos desacertados, porque cual­ quiera que sea la edad de un ser humano, el hecho de que se sienta minusválido se debe a la dominante del yo ideal-adulto que tenemos en nuestra época actual. En la comunicación, él es lo que tiene que ser, y todo el tiempo se olvida esto. Creemos que hay que reemplazar lo que no tiene, que hay que socorrerlo en lo que le falta, mientras que nada de esto es cierto. ¡Hay que comunicarse con él, eso es todo! Vivimos actualmente en una sociedad que rióM iñííFHÍviejosjij^^ hay café ^ r estgñrante-¿I-^úé^óáámós~emrar crin üijTiébé7cóñTiri niño de cero a siete años. NoJLicnen-'Str ásíenTó_éETfñTéstáUrante, como no fienen su asiento en un sitio de diversiones, ni en un sitio de conferencias donde hablan los adultos, ni en un lugar chic como un golf. Sería menos hipócrita colocar este letrero: TlErohib idala entrada a perros y bebés” . —EnTos supenmrcados^a-la-eaate-fle-le-gusta-ver-niños indispuestos, o mojados, o mugrientos:— — '"'Tengo la impresión de que en la sociedad pasa esto: ¡no se admiten perros, ni se desean-bebés! Ni siquiera están previstos, porque, en realidad, están de más.

DESESPERACION DE LOS JOVENES

Los mitos colectivos han fracasado. Cada cual se siente más responsable de sí y busca alcanzar su propia línea de indagación. La religión se interpreta mucho más simbólicamente pero no es tomada al pie de la letra, como antes; ya no es religión de Estado, ya no es explotada política­ mente para someter a los seres o justificar las desigualdades. En los países donde el

121 partido único no ha suplantado a la Iglesia romana y donde no se manipula al hombre en la muchedumbre, el ciudadano despierta a una suerte de autodefensa del individuo, de repliegue sobre sí mismo. Pero el fenómeno de masificación va acompañado por una normalización de toda la vida colectiva. Finalmente, lo para­ dójico es que, en la evolución de la sociedad actual, se acaba por considerar la propia autonomía como una cosa absolutamente urgente, vital, para salir del aprie­ to, para sobrevivir, mientras que, en realidad, todo tiende a impedirlo.

El margen de libertad para la búsqueda del propio camino se esfuma cada vez más. El menor comportamiento que trasunte una iniciativa, una imaginación, inme­ diatamente queda trabado. “No, no, no es por ahí por donde hay que ir. .. Así es.. . No busques tu camino, aquí lo tienes.” El desamparo, la ausencia de esperanza de los jóvenes me deja consternada. Yo creía que se trataba de un fenómeno parisiense, limitado a las grandes ciudades. En Francia, el interior también desespera, hasta en Aurillac, donde he escuchado a alumnos de los últimos cursos, a estudiantes de psicología, de segundo año de facultad, a enfermeras, a un bachiller que cursaba el primer año en la escuela de cine, a un profesor de instituto. La política, por ejemplo, no les interesa, cosa bastante inexplicable; un poquitín la ecología, la naturaleza. Como no se quieren drogar, beben, pero es lo mismo, y para discurrir en abstracto. ¿Prepararse para la vida actual? ¿Hacer su vida? “Como no se puede hacer nada, ¿de qué sirve?” Todos: “Vamos hacia la nada” . Al menos los alumnos de institutos, ¿reman en la misma galera? “Ni siquiera. Nadie tiene contacto con nadie.” —“¿Tiene usted amigos en su clase?” - “ ¡Qué va! No somos amigos; cuando nuestros padres dicen que se divertían en el colegio.. . además, ya ni jaleo hay; no existe; ni en la facultad ni en ninguna parte. Que la clase termine rápido así uno se va a casa, a estar tranqui­ lo. .. Y a quién le interesan las clases.. .” Una alumna de instituto: “Quiero acabar mi último año y me intereso en ello; voy porque si no lo hago sacaría una mala nota, ¡pero tengo la sensación de perder el tiempo!” Entonces, ¿nada contra los profesores? “Son estupendos, dan sus clases, a nosotros nos importa un pimiento y a ellos también.. .” ¡Caramba! Y son personas que no tienen nada de patológicas, ni sus padres tampoco. . . “La juventud es así, dicen los padres, Es curioso, antes no era así.” Y se va tirando entre el emparedado, la amigota (o el amigóte), la logomaquia y el diluvio sonoro, para embriagarse con algo. Todo esto es muy sado-oral. Es una especie de refugio en un goce primario, una consumación muy primaria. Son perso­ nas bulímicas. Porque ya no se puede hacer nada útil. El deseo ya no se sublima en esta ausencia de auténtica relación, de verdadera pulsión de vida. Dónde estarían para ellos las pulsiones de vida, si no pueden tener hijos, aunque todos estén en pareja. .. Todos estos jóvenes estaban en pareja; casi casados incluso (pero “sólo amigos”), no comprometidos el uno con el otro para lo mejor y para lo peor. No tienen dinero y les da un poco de vergüenza que papá y mamá todavía les

122 ayuden. “No queda más remedio, pues no podemos ganarnos la vida mientras no nos diplomemos... Y, cuando nos diplomemos, ¿cuánto vamos a ganar? Para tener una familia, no.” Están completamente en vilo, y cada vez más, pues entablan relaciones preco­ ces, una vida de pareja muy precoz, son mantenidos y sufren por serlo, cursan estudios que no conducen a nada, que no prometen nada, que no aseguran nada, con una política en la que se niegan terminantemente a entrar porque les parece absolutamente caduca. Después de mayo de 1981, los estudiantes que votaron por los socialistas dicen: "Bueno, tuvimos fiesta pero todo sigue igual” . A fin de cuen­ tas, Mitterrand es un viejo político que administra como puede un montón de cosas que lo desbordan. Razonan así. Esperanzas, no hay. Y toleran menos aún ver a sus padres arreglando trajes usados o simplemente viviendo al día, embrutecidos por un trabajo rutinario y subviniendo a sus necesidades siendo que ellos están ya en pareja . . . parejas que no llevan a nada porque son collages o mera gimnasia sexual.

EL PODER POR EL TERROR

Un informe secreto sobre la infancia y la juventud que Tocqueville había encar­ gado al conde de Gobineau, en' 1843, narra una revuelta en una colonia penitencia­ ria de la época situada en Mettray en Indre-et-Loire2. Se trata de un correccional modelo, designado como “paternal y agrícola”. Los pensionistas son semidelin- cuentes y niños abandonados. El motín se produce cuando el anuncio del paso de un cometa por el cielo ha puesto nerviosos a los detenidos. Los sublevados reclaman el castigo de sus carceleros y una carta de derechos de los jóvenes prisioneros. El informante que visita este presidio para niños declara: “Los jóvenes son uno de los mayores peligros que amenazan a nuestra civilización. . . La única política conve­ niente para la juventud es la del terror”. La domesticación por el terror. Un terror organizado a nivel del Estado y que se encarniza con los jóvenes recalcitrantes. Es la primera vez que se registra fríamente por escrito la justificación del terror ejercido sobre los débiles y los pequeños. Lo que no se tiene el valor de decir y queda sepultado en la conciencia de los responsables. Este informe secreto es a la infancia lo que Mein Kampf fue a la raza judía.

El poder que oculta su mano de hierro en guante de terciopelo tiene miedo a la espontaneidad, al genio propio, a la condición natural del joven, que molestan por cuestionar buena parte de los valores establecidos y del sistema. Pero, además, escucharlo es extenuante. Puede que ésta sea la clave del auténtico y único cambio, que nadie desea. Los amotinados secuestraron al director de la institución y a un inspector general llegado de París para confeccionar un informe (hoy sería, en Francia, el

2 Marc Soriano: La Semaine de la Comete, Stock.

123 t I

¿QUIEN PUEDE MATAR A UN NIÑO?

¿Quién puede matar a un niño? es el título de una película española de Narci­ so Ibáñez Serrador, una de las más terribles del género. El prólogo presenta secuencias de documentales sobre masacres de niños en el campo de concen­ tración de Auschwitz, en Vietnam, Biafra, India. Estas pequeñas víctimas del mundo de los adultos, de sus guerras e injusticias entre pueblos y clases, justifican en cierto sentido la rebeldía de los niños, su dominación por la inversión del poder adulto/niño. Un joven matrimonio en vacaciones llega a una encantadora isla española, que el marido conoció siendo estudiante. Los reciben niños de rostro hermético o somisa inquietante. No quedan adultos en la isla, pues los niños los han matado, salvo un anciano al que masacran. La muchacha está encinta. Una niñita se acerca a ella y le acaricia el vientre: contamina así al bebé, que destroza a su madre por dentro y la mata. El marido no ha osado disparar contra los niños. Al llegar un barco de policía, los hombres descubren demasiado tarde la verdad, que no podían creer. Los matan, lo mismo que al joven. Entonces se ve un barco de estos niños mutados o contaminados, no se sabe, que se dirige hacia la costa, donde quieren contactar con los otros niños para atraerlos a su “juego”. . . Marie- José Chombart de Lauwe, jefe de investigaciones del C.N.R.S., del centro de Etnología social y de Psicosociología, clasifica a este film según su tipología de puestas en escena: la sociedad que se autodestruye. El niño mutado, origen de una nueva raza, expresa crueldad, odio a los adultos, deseo de venganza. “Es una película que materializa la mala conciencia de los adultos respecto de los niños y su temor a las generaciones en ascenso, que los cuestionan y con las cuales les parece cada vez más difícil entenderse. Ante la crisis de las sociedades modernas, el retorno a la infancia es un reflejo de protección o una proyección de la angustia, o incluso una llamada a otra manera de existir. Los propios realizadores han vivido con estos sentimientos y los percibieron en el público. Pusieron en escena niños dotados de sus propios puntos de vista, de sus sensibilidades. Pero el conjunto de la producción se explica también en función de un lenguaje sobre y a partir del niño que es a la vez común a los hombres de una misma sociedad y que echa raíces en lo más profundo del psiquismo de cada cual: la representación del niño es objeto y lugar de la articulación de lo psicológico con lo social.”

Marie-José Chombart de Lauwe L'enfant dans le film, 1980.

director de la educación vigilada, del Ministerio de Justicia). Gobineau, testigo de la revuelta, interviene como mediador de los niños. Hace hablar a todos los cabecillas

124 como si fueran hombres y les habla como a los adultos: mano a mano. No se achi­ ca ante ellos como los demás. Negocia y les pide que participen en una mesa redon­ da en la que se redactará una carta de los derechos de los niños. Es un documento revelador del desprecio de las fuerzas vivas, de una etnia.

LA AYUDA A LOS NIÑOS DEL CUARTO MUNDO

Los responsables de la familia y de la profilaxis social profieren a su respecto el discurso de los ex colonizadores a sus antiguos protegidos. Y quieren ganarse el perdón por las culpas pasadas y recuperar el tiempo perdido por el “estúpido” siglo XIX y el inhumano siglo XX: “Se dejó al niño demasiado de lado y ahora lo vamos a proteger más, vamos a ocuparnos de él, etc.”

¿Qué resulta de esto? Una sobreprotección. Se vigila que no entre en el mundo real, con el pretexto de protegerlo, de prolongar la infancia. . . por temor a que no tenga infancia. Se lo separa del resto manteniéndolo en un universo supuestamente mágico. Y esto se vuelve en su contra. ¿Queremos de veras cambiar algo o bien tranquilizar nuestras conciencias? Finalmente, ¿qué otra cosa hacemos que reconocer al niño derechos teóricos, en vez de insertarlo realmente en la sociedad, de pleno derecho? En la actualidad, dentro del marco de los organismos internacionales, la ayuda a la infancia consiste en decir: “Es preciso que los niños de Nigeria, los niños de Sahel, los niños de Camboya, los niños de Colombia, en el fondo, vivan como noso­ tros” . Se olvida que en las sociedades tradicionales de estos países no todo era pernicioso para el niño: la ritualización de los actos de la vida y de las relaciones con los adultos, la iniciación, daban a cada uno valor de hombre. Es de temer que sólo se repare en la desnutrición, en la miseria del niño, en los estragos de la guerra, y que a cambio se proponga un falso modelo occidental. Es demasiado fácil condenar estos tipos de sociedad. Por el contrario, hay emestas poblaciones, sean hindúes o africanas, experiencias sociales comunitarias sumamen­ te interesantes. Así pues, desarraigarlas completamente para proponerles esta asis­ tencia no significa felicidad para sus niños. Como si, por ejemplo, los niños cambo- yanos tuvieran necesidad del mismo modo de vida que nosotros. Sería más apropia­ do analizar nuestros propios fracasos personales en nuestra sociedad, antes que ir a proponer soluciones milagrosas a escala mundial. Gracias a la nueva ilusión así creada, la buena conciencia planetaria, las sociedades industriales que han tenido un pasado colonial y están liquidándolo experimentan siempre la necesidad de actuar como supuestos padres frente a estas poblaciones del tercero y el cuarto mundo, aprovechando las guerras, las hambrunas, etc. Donde antes se enviaban misioneros, ahora se envían médicos-sin-fronteras. Para los casos urgentes, de acuerdo. Todo ser

125 )

tiene derecho a que lo socorran después de un cataclismo o de una catástrofe. Pero si es para imponer un modelo sanitario, familiar, social, entonces no. Incluso en el plano de la renutrición. El profesor Trémoliéres, cuyo humanismo nadie ponía en duda, denunció las intervenciones un tanto simplistas efectuadas con ocasión de la guerra de Biafra... con niños ibos traídos por avión a los países vecinos.. . O, por ejemplo, enviar toneladas de víveres: ésa no es una solución. Hay que averiguar cuál es el modo alimentario tradicional; a una madre africana no se le puede imponer cualquier alimento para su hijito. Además, debe cuidarse de no herir su mentalidad, sus creencias, ni exponerse a cortar la palabra que ella intercambia con su pequeño, ni, para salvarlos físicamente, separar a los niños de sus familiares, de su lengua, de su clima.

LOS DERECHOS Y LOS SLOGANS

Libertad, igualdad, fraternidad: Revolución francesa. 1789. Los beneficiarios eran los hombres. Las mujeres estaban excluidas. Ni derecho a voto, ni acceso a los cargos de responsabilidad, ni igualdad de salarios, ni estudios superiores, etcétera. De ahí la lucha de las mujeres por conquistar los mismos derechos que sus compañeros masculinos. En aquella época se separaba a los niños según el sexo, se los discriminaba. Los hombres instruían a los chicos, las mujeres a las niñas, que en un siglo conquista­ ban el derecho al estudio. Posteriormente, los hombres abandonaron la carrera de la enseñanza, y los puestos de maestros y profesores fueron ocupados en su mayoría por mujeres. Como las mujeres enseñaban a los chicos varones, se juntó a los alumnos de ambos sexos. Se instituía, por la fuerza de las cosas, la escuela mixta. Hoy se da relevancia a los derechos de los niños, como ayer las minorías luchaban por los derechos de la mujer. Los slogans acaban por detonar can.oíos en el comportamiento social, sin “orden” que venga de arriba. Para los niños, yo sería muy partidaria de: “igualdad de oportunidades” . Pero, ¿qué quieren decir los derechos a esto o a aquello? No se trata de enunciar un juicio de valor sobre los cambios del modo educati­ vo de una sociedad y de una época a la otra. Nos contentaremos con constatar los hechos. Preguntarse si un sistema de ayer es mejor o peor que un método nuevo es como pensar hacia atrás. Esto no significa que la causa de los niños no progrese. Es beneficioso para el niño que el padre biológico deje de ser el centro del poder y sus enseñantes los únicos poseedores del saber.

126

) Lo que falta en la educación actual es la función de iniciación; el rito de pasaje colectivo. Las máquinas de enseñar bastan para aprender las técnicas. ¿Por qué no enseñar a cada uno la tecnología de la disciplina que tiene ganas de practicar? Los profesores no son más que examinadores de un control permanente del rendimiento. Los estudios sólo están destinados a los que comprenden más rápido que los demás, y en quienes el profesor reconoce a sus mejores imitadores. La educación nacional ha basado todo el sistema escolar en el postulado de que el hombre desciende del mono. Las “humanidades” eran la conservación de la cultura burguesa. Se privilegia­ ba en los niños su habilidad para el mimetismo del hombre. Imitar, conservar, repetir. Este sistema, que reduce la educación a la transmisión del saber, queda en tela de juicio ante la proporción de fracasos escolares. El fenómeno “masa” , aumento de la población escolar, no explica por sí solo la inadecuación del sistema, el desin­ terés de los alumnos: ante las condiciones del mundo actual, la escuela francesa no prepara para la vida adulta. Los jóvenes tienen otras fuentes de información. Necesitan aprender técnicas y tener interlocutores con quienes discutir y de quienes fiarse. Interlocutores entusiastas que dominen la tecnología o la disciplina que enseñan pero que no actúen como jueces. No censores y fiscales que pontifiquen sino guías dispuestos a escuchar y deseo­ sos de formar a los jóvenes por la senda que ellos mismos han elegido. Los jóvenes ya no hablan la lengua de sus mayores. ¿Por qué no estimular y recompensar la ejercitación de la memoria? El “de memoria” , sobre todo en la infancia. La inteligencia más aguda, sin memoria, está frenada en su eficacia. El desfase comenzó en 1936, con la indemnización por despido. Y no cesó de acentuarse con la institución de las vacaciones familiares y la creciente importan­ cia asignada al tiempo del ocio. Los niños se acostumbraron a tener padres sólo en las vacaciones. Durante todo el año, ven volver a casa a un hombre y una mujer cansados, amargados, impedidos de disfrutar, quejándose de su patrón o de su trabajo. ¿Cómo extrañarse de que el trabajo se desvalorice a los ojos de los niños? La ecología es quizá un recurso para recobrar, en una mejor relación con la naturaleza, ese intercambio perdido con el padre y la madre. Si hay tantos jóvenes que rezongan por la “faena” de la sociedad industrial y que aspiran a un modo de vida cercano a los ritmos naturales de trabajo, de producción, de crecimiento animal y vegetal, es porque han perdido la triangulación que es lo único que permite comu­ nicarse. En la sociedad de consumo, sólo conocen el razonamiento binario: sí, no. Rechazan el trabajo monótono, sedentario y asalariado, pero despersonalizado.

127 I * PSIQUIATRIA SIN FRONTERA

Todos somos “transculturales” . En la vieja Europa, el racismo que opone a negros y blancos hace estragos con otras formas: sexismo, racismo niños/adultos. Por la información que recibo de las medicinas tradicionales de Africa o América, sé que mantienen nuestras prácticas y creencias de hace varios siglos, y que nosotros consideramos, equivocadamente, caducas, superadas, cuando en realidad las hemos trasladado a otros objetos y disfrazado con apariencias tomadas de la vida moderna e incluso de la alta tecnici- dad. Cuando decimos, respecto de un enfermo: “La culpa es de la falta de potasio” , somos continuadores directos de la mentalidad arcaica de quienes decían: “la culpa es del mal de ojo” . Los “quimboiseurs" (quimbois = toma, bebe), brujos de las Antillas que os libran del “mal de ojo” , del maleficio que alguien os ha echado, conocen la natura­ leza del hombre tanto como el moderno recetador de potasio. Un psicoanalista comprende bien la eficacia de los brujos-curadores: cierta decocción de plantas puede modificar bruscamente, por ejemplo, la actividad secre­ tora, perturbando así sensaciones habituales del cuerpo, y otras decocciones pueden alterar los comportamientos habituales, induciendo una regresión; esto puede llevar al paciente a operar una transferencia sobre el brujo. Este ocupa el lugar del padre o de la madre tutelar que presumimos nos sacarán de nuestras dificultades. En Martinica, la sociedad quedó infantilizada por una actitud mental que es una supervivencia del pensamiento animista en el modo de vida occidentalizado, pero vaciada de su contenido original, de su prehistoria, y que consiste en proyectar el sentimiento de culpabilidad sobre los seres y las cosas. Todo lo que es desagrada­ ble viene del mundo exterior, siempre es obra de otro lo que os envenena, os embruja, os roba el alma. La culpabilidad así “exteriorizada” , así falsamente mate­ rializada, escapa a toda toma de conciencia, a toda revelación de la represión incons­ ciente. La culpabilidad fijada sobre el yo, aun en su forma más patógena, es rever­ sible. Cabe la esperanza de resolverla y de hacerse uno responsable, por conocer su historia y aceptarla. En nuestras sociedades industriales, créase o no, el “culto” de la culpabilidad diluida sigue haciendo estragos. Nuestros hijos se nos escapan porque, ya sea la frecuentación de malas compañías, ya sean los objetos-artefactos que ponemos en sus manos, nos los quitan. Ceguera que nos impide decirnos: creemos que se pierden porque no sabemos amarlos y confiar en su juventud. Cualesquiera que sean el tipo de sociedad y el modo de educación, el hombre vuelve a caer en la trampa de confundir culpabilidad y responsabilidad. El lenguaje ambivalente mantiene la confusión: lo natural es a la vez puro e impuro, lo salvaje es bueno y peligroso. El acto de conocimiento es victoria y pecado. El psicoanálisis tiene una función importante que cumplir en una sociedad de

12 8 asistidos y en un mundo que, en nombre de la supuesta ciencia, desecha lo sagrado, fuente del amor y de la esperanza. El inconsciente corresponde al misterio del ser, a lo incognoscible, a lo inde­ cible. Nos apartamos de él, como huimos de lo sagrado, porque le tenemos miedo. Es lo desconocido de lo Real más acá y más allá de la realidad. Para los laboratorios farmacéuticos, los casos de enfermos curados con sus medicamentos, son matrículas: R .. . 64 años, S. .. 39 años, T. . . 25 años, etc., en resumen, cuerpos de mamíferos bípedos y no de individuos con una historia personal y única ligada a un padre y una madre. La medicina tradicional dice: Fulano tiene esta conducta patológica porque tiene un déficit en potasio o en calcio. Entonces, démosle el medicamento químico que le aporte aquello que le falta. En realidad, la enfermedad no es disociable de una interacción entre lo orgáni­ co y lo psíquico, que trae aparejado un exceso de gasto bioquímico, el cual crea la necesidad momentánea de un oligoelemento en el metabolismo. Los recetadores de medicamentos a menudo no tratan en el hombre sino al mamífero, o bien, si no lo hacen en realidad con sus pacientes, no toman en cuenta la relación paciente-asistente cuando dan cuenta de sus curas: eso no sería científi­ co. ¿Pero acaso la ciencia humana necesita realmente considerar a los pacientes como mamíferos? Capítulo 8

LA CAUSA DE LOS NIÑOS: PRIMER BALANCE1

Si el hambre, la guerra, la explotación de la mano de obra, la prostitución, los tráficos de toda clase alcanzan a los hombres más venerables, la infancia es la que menos se libra de estos “flagelos” . Se hacen encuestas, se invocan los derechos humanos, se inaugura el “año de la infancia”. Buenas obras, bellos discursos, todo el mundo suelta su lagrimita y su óbolo, se denuncia a los verdugos de niños, a los Minotauros de este siglo, a los ogros tecnóciatas... La frontera entre los niños protegidos y los desheredados, entre los mimados y los aplastados, es arbitraria y equívoca. Y esto impide percibir las reacciones de defensa de la sociedad. Busquemos el denominador común de la infancia: ningún niño, esté bien alimentado o carezca de vivienda adecuada, esté escolarizado, sea el pequeño campeón o el pequeño esclavo, ninguno es tratado como una persona. El destmg rgsejjade-alós ñhTOydepende. Aeja^actitud de los adultos. La causa de los piños no será defendida con seriedad mientras no se diagnostique el rechazo iñcons- ciente que induce a toda sociedad a nojquereflratar al niño como persqña,’desde que nace, y frente al cual cada uno se comporta como le gustánáque secompo lia­ ran eorréL ~~------Los malos tratos, las perversiones sexuales, la esclavitud, la desnutrición, el divorcio, los fracasos escolares, las enfermedades infantiles han pasado a ser temas literarios. Más excepcionales son los estudios e investigaciones sobre el “misterio” , sobre lo desconocido de la infancia: potencial, carga emocional, relación íntima con las fuerzas de la naturaleza, don mediúmnico para comunicarse. Desde hace siglos, el discurso sobre el niño subraya mucho más su inmadurez que su potencialidad, sus aptitudes propias, su genio natural. El discurso científico ha tomado el mismo partido. La sociedad adulta tiene dificultad para indagar en la realidad intrínseca de la

' Fránjense Dolto y colectivo de investigación. EL DISCURSO SOBRE EL NIÑO

Dialéctica sumaria de la relación de fuerzas (antes del psicoanálisis y del descubrimiento de las leyes del inconsciente durante el desarrollo del ser humano)

Debilidad del “pequeño 1 Imágenes negativas X niño-juguete bebé animal a apropiarse •i niño-tubo digestivo enano minusválido 1 hiperproteccióni explotación

(angustia de los adultos) (recelo de la sociedad) X -X La sociedad de los adultos fija las normas del crecimiento del “pequeño” 1 Fuerza del niño

Imágenes negativas Imágenes positivas i l (tiranuelo, demonio, (portador de futuro, 1 vándalo, temerario) pequeño genio) 1 represión escucha/recelo

infancia sin recurrir a un criterio de orden económico, al rendimiento, a la renta­ bilidad. El niño es el futuro hombre al que hav-que-formaLy armar para que sea productivo. Cada vez que se aceptaconsiderar su creatividad, se espera de él alguna producción artística o científica;si deja.de ser tratado como un inocente, como alguien -fútil-,-resulta" un enano inteligente, un pequeño adulto, un niño prodigio. - Sólo~se reconoce su creat ividad si beneficia al mundo_.de los adultos. EiTeste senudoTTacreatividad —de orden artístico o científico— es caracterís­ tica tanto del niño de menos de diez años como del adolescente en ruptura que

131 I I sublima un desequilibrio, que se disocia de su entorno inmediato. Por el contrario, los diez o doce primeros años de vida corresponden a la plepa-expansión de la espontajisiílatLJEl niño es capaz de una invención muy drvérsa, de un florecimiento ■perpetuo en su vida cotidiana, en su lenguaje. Y esto es algo muy distinto de la crea­ ción en el ámbito del arte o de la investigación científica. Los educadores modernos confunden creatividad y espontaneidad. Ejerciendo esta última, el niño libera su genio propio, que no por ello lo convierte en un pequeño genio. Ni artista ni erudito de élite. El suyo es el genio de la libertad, que es la cosa mejor compartida del mundo por todos los niños que no han sido lanzados demasiado pronto a la compe­ tencia. ¿Dónde se revelan las verdaderas percepciones, sentimientos, conocimientos del niño menor de diez años? ¿En los tests? ¿En las entrevistas? Hasta esa edad, él adapta sus respuestas a la demanda del adulto; lo imita voluntariamente o se deja encerrar en un mimetismo inconsciente. Sus interlocutores descifran su lenguaje ‘0 según sus propios criterios, referencias y patrones. Lo recuperan queriendo descu­ o brir a toda costa un don, un trauma, un empleo posible en la sociedad. Se lo regis­ u >' tra en función de su aptitud para la inserción social. ¿Para qué sirve la infancia si es otra cosa que un pasaje delicado y necesario, feamente uñTíempóTi'Siclacjón y d e~apreñdizaje? Para nada, desdé’eT" punto de vista déT'écóñómista y del sociólogo. Sin embargo, puede brindar a los demás algo insustituible. Un indicio: el niño se mueve en la mitología como pez en el agua. La recrea incesantemente. Es su lenguaje primero. La mitología ocupa y puebla su imagina­ ción. Un sueño despierto. Un viaje que lo libera de los límites de su cuerpo y de la dimensión temporal. Puede que el niño sea el médium de la realidad. Está en contacto directo con una realidad esencial que los adultos sólo captamos deformada a través de metáforas y símbolos, mediante un sistema de convenciones. ¿Percibirá acaso el niño la realidad de nuestra realidad? Esto es más que una hipótesis. En los primeros meses de su vida, carece de la reflexividad, pero en el curso de su devenir va a reflejar su inteligencia. En esta metáfora, la inteligencia es como una luz, como una iluminación del mundo que cada cual lleva en sí mismo. Reflejar su inteligencia: para esto hacen falta objetos. Puede también irradiar su inteligencia o incluso esconderla si, a causa de su inteligencia, es víctima de la visión que los demás tienen de ella. Son, en efecto, los niños inteligentes precoces —no considerados como tales, es decir, interlocutores válidos desconocidos—, los que, por falta de objetos vinculados al lenguaje, de intercambios sustanciales sensoriales o sutiles sensoriales, sonidos, formas, palabras, música, juguetes, movimientos, a partir de unos pocos meses se muestran retrasados, psicóticos, autistas. Su función simbólica -e l lenguaje del corazón- no ha sido integrada en los intercambios corpo­ rales necesarios para la supervivencia física.

132 EVOLUCION DEL VALOR DEL NINO

la. época: Sociedades endogámicas. Traer al mundo aun niño (varón) es servir al clan, a la colectividad; asegurar el relevo. Así se paga el tributo de productividad; una aportación de brazos suplementarios.

2a. época: Sociedades exogámicas. El hijo que llega al mundo es un regalo a la familia que espera un heredero masculino. El niño, cualquiera que sea su sexo, es la coronación de la pareja.

3a. época: Sociedades malthusianas. El costo del niño es demasiado alto; la masificación causa exce­ sivos problemas, de ahí la regulación de los nacimientos y la legislación del aborto.

4a. época: La sociedad del egoísmo colectivo. El niño es una carga para la pareja y un estorbo para su goce egoísta. Y como el Estado ya no puede hacerse cargo de él. . . sin someterlo a una norma única, no tiene ninguna posibilidad de estar en el mundo como persona.

Decenas de millones de niños en el mundo, que “no pidieron nacer” , son rechazados de antemano por la comunidad. Se adaptan para sobrevivir. Los adultos están prestos a explotar esta “sub-mano de obra” . ¡Guanta energía malgastada, cuántas dotes precoces rápidamente agotadas! Queriendo “rentabílizar” al niño a toda prisa, la sociedad se priva de un poten­ cial humano inestimable que permitiría asegurar el reemplazo si se le proporcionara el tiempo de maduración necesario. Sobrevivir: dura prueba de la primera edad, aun para aquellos de nuestros niños cuyo desarrollo físico no está amenazado. Si éstos no están expue-rps i morir d° hambre, de guerra o de droga, todos tienen que librar un singular combate contra la enfermedad mental inducida por sus seres más próximos. " —~ Senrir quiénes han sobrevivido a la dura prueba de la primera edad son conmi­ nados a no ser bocas inútiles; margínale.' o protegidos, caen bajo el golpe de la explotación sistemática. Infancia protegida es igual, con frecuencia, a infancia alienada. Las leyes, la inserción social, la vacunación í.o evitan al niño de la sociedad industrial los riesgos de la alienación, ni lo sustraen a ru condición. El niño compar­ te la inferioridad de los de su edad. Pertenece, a pesai suyo, a un subcontinente.

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i A despecho de las apariencias, la condición del niño casi no ha variado en cuatro mil años (Sumeria). En lo tocante a su causa, podemos hablar de las ilusiones del progreso. Toda “ventaja” perjudica su interés verdadero. Cada vez más abundante, el discurso sobre el niño, sea literario o científico, tiende a reducir el campo de estudio al de su relación con sus padres. Se atribuye demasiada importancia a la función de los padres. La educación y la pedagogía se han anexado abusivamente el universo del niño que, considerado en sus auténticas dimensiones, rebasa con mucho el ámbito y la competencia de los sustentadores y educadores. Lo esencial queda siempre esquivado y disimulado. Nadie osa abordar el problema en su auténtica subversión. La sociedad tiene miedo_rle_ abordarlo. Y enmascara la realidad con imágenes tranquilizadoras. Decir la verdad sobre este subcontinente negro es como hacer la revolución. ¿Por qué parece subversivo decir que los padres no tienen ningún derecho sobre sus hijos? En cuanto a ellos respecta, tienen sólo deberes, mientras que sus hijos no tienen frente a ellos más que derechos, hasta la mayoría de edad. ¿Por qué parece subversivo decir que todo adulto debe acoger a todo ser humano desde que nace, como a él mismo le gustaría ser acogido? ¿Que todo bebé y niño debe ser asis­ tido, por todo adulto, en su indigencia física, en su incoordinación e impotencia física, en su afasia, en su incontinencia, en su necesidad de cuidados y de seguridad, con el mismo respeto que ese adulto pretendería si se hallara en la situación de ese niño (y no como él mismo fue o cree haber sido tratado en su infancia)? Todo niño, hombre o mujer en devenir, es ya sostén espiritual y fuerza viva del grupo familiar y social que lo toma materialmente a su cargo. Esa fuerza, esa espe­ ranza de renovación vital que el niño representa, se diría que los adultos se niegan a reconocerlas, y quien se las recuerda es subversivo. ¿Por qué se ha roto en nuestra civilización industrial h^cadena_de jespeto y amor entre las generaciones? SinlññEa1go7'c5 , y en toda época, en todas Tas látítudes, quienes hoy récibenaun niño^y lo asisten y lo protegen, serán en su vejez los asistidos y protegidos de este niño hecho adultoTSólo a través de sus testimonios orales a los jovenes a quiénes a sil vez~ésé’adulto tendrá la obligación de asistir, es como quedarán en la memoria de este grupo étnico los actos valiosos de los ancianos. Todo aquello que, de los actos, de los pensamientos, de las esperanzas, de los fracasos, haya sido humanizado por la palabra, será vivificante en el corazón de quienes están unidos los unos a los otros más allá de su breve existencia por esa cadena de amor y de intereses comunes. ¿Cómo es posible que recordar el valor inapreciable de un ser humano en deve­ nir cuando es joven, en recuerdo cuando es viejo, parezca subversivo? SEGUNDA PARTE

UN SER DE LENGUAJE

NUEVO ENFOQUE DE LA PRIMERA EDAD

“De él se habla mucho pero, a él, no se le habla.” “Los niños gravemente retrasados y deficientes son úti­ les, indispensables a la sociedad en su ser de sufrimiento.”

Fran?oise Dolto

I «

Algo cambió tal vez en la condición del niño cuando la mirada del psicoanálisis se posó sobre los más pequeños sin limitación de edad. Hace treinta años, el cuerpo médico no admitía que la relación del lenguaje pudiera instaurarse desde el nacimiento. La experiencia personal de Franpoise Dolto arroja una viva luz sobre las resistencias de la sociedad y sobre las dificultades que surgen en cuanto se intenta modificar la actitud del adulto frente a los niños, y tratar a cada uno de éstos como alguien "más pequeño que uno pero de igual dignidad". Capitulo 1

LA INICIACION

El texto que sigue inaugura un nuevo discurso literario sobre la infancia. Este texto no es una proyección narcisística o ideológica del adulto escritor o educador, ni juego de arquetipos ni ejercicio de estilo convencional; es una auténtica historia de niños, escuchada desde dentro y de voz transparente y liberada. La fuerza del deseo que mueve a esta niña de cinco años a sobrellevar el aprendizaje, a salir airosa de la dura prueba, a aceptar el doloroso pasaje del libro imaginario a la banalidad objetiva del relato escrito por los adultos para los niños dóciles. Se aprecia aquí lo que pueden tener de violentos los métodos de lectura, hasta qué punto todo pasaje iniciático es sufrimiento, aunque sólo fuese la aceptación de la realidad, pero el nuevo lector descubre asimismo que también él puede ser tomado por los demás como un objeto, como un objeto cubierto de signos. En las páginas siguientes Franpoise Dolto hace el relato de su aprendizaje de la lectura. Despierta en tantos que la leyeron el recuerdo olvidado de su propia expe- riencia, que no parece inapropiaéo-..poneíI^te^texto~aT gefvicio’ ffe" la causa de los ”'HÍfrósri““"'“....

LAS BABUCHAS DE ABUKASSEM

He decidido contarle una historia1: “Las babuchas de Abukassem” o, mejor dicho, cómo descubrí, con trabajos y decepciones, la dicha de la lectura.. . esto es.. . la dicha ulterior, sin duda. .. ¡“Las babuchas de Abukassem” ! Prestigioso título, ¿verdad? Asiente usted como cuando le prometen un partido de fútbol. Es el título de aquel libro de bella encuademación roja asociado en mí a horas en que se mezclaban lágrimas y esperan-

' La autora dedicó este testimonio al filósofo belga Alphonse de Waelhens, quien visitaba su consulta de niños del hospital Trousseau, “como un joven aprendiz de psicoanalista” . za. (“- ¿Frangoise, por qué lloras? -¡Porque nunca lo conseguiré!”) Los fonemas de este título me evocan un día radiante de agosto de 1913 a orillas del mar, en Normandía, cuando tuve la revelación que bruscamente me hizo pasar del analfa­ betismo a la cultura. ¿Era acaso la repetición del largo trabajo en la oscuridad y en el paciente silencio que habían preparado, para mí, el clamoroso deslumbra­ miento de mi llegada al mundo? ¿Mi nacimiento? ¿Leer? ¡Qué sorpresa extraordinaria para mí! Y a quienes me rodeaban les parecía, en cambio, la mar de natural: la consecuencia lógica de los acontecimien­ tos, como dicen los grandes, que no se sorprenden de nada. No sólo el milagro que un nacimiento siempre constituye, sino este otro milagro, el de que un objeto compuesto de hojas repletas de pequeños signos negros cuente una historia, evoque una atmósfera, un paisaje, dé vida a seres imaginarios. También el milagro de que "paTaBras mezcladas con nuestros pensamientos nos trasladen el mundo, las gentes, ahí a nuestro cuarto. Milagro de que, en la playa de luz de una lámpara, el tesoro que todo Übro constituye propague por nuestro corazón la vida aprisionada que él oculta en los pequeños signos que descifrar. Y también, qué extraño es que esas páginas mágicas, sin lector, o “el objeto” vuelto a cerrar, sean pura y simplemente una cosa. Un objeto, quizá nunca como otro, pero que, por su parte, no sueña: un libro. ¿No somos nosotros mismos, cada uno de nosotros, en nuestra carne, cosa nueva, roja o dorada, o vieja y ajada? ¿No estamos cubiertos de pequeños signos? Los otros pueden leer en ellos, un día de atención despierta, de corazón iluminado, sin que lo sepamos ni lo soñemos. Así pues, cada uno de nosotros, ¿no ofrece a los demás, gracias a nuestra existencia como objeto, algo para ser leído, para ser desci­ frado, para saber con ello de ellos mismos y del mundo, y para soñar? Me acuerdo como si fuera hoy de aquella revolución en mi corazón infantil. Cuántos placeres prometidos en todos esos otros libros ordenados en la biblioteca cuyos títulos yo descubría. Porque, desde ese día de agosto (apacible) memorable de mis cercanos cinco años (yo que disfrutaba mucho jugando y, lo que es más, cuarto hijo de una familia numerosa, la tranquilidad se acaba cuando la casa se despierta, con su buen olor de pan tostado), me acuerdo del rayo de luz entre los postigos cerrados, cuando todo dormía aún, de esa hora de encanto y silencio tami­ zado. Acurrucada en un sillón, en el pequeño haz de sol donde danzaba sin descanso el misterioso polvillo, abría uno de mis libros y, glotona y sorda, me sumía en él. Libros nuevos o estropeados, libros de clase de mis hermanos mayores, de cuentos y de aventuras, libros de lujo, con la marca del Uceo de Vanves rodeada por una corona de laureles, trofeos ganados por mi padre de pequeño: Historia de Roma, Julio Verne, cuentos de Florián, de Grimm, de Andersen, de Perrault. Pági­ nas de canto dorado, colección encuadernada de “Mi diario”, semanario para niños fechado en 1880, con estampas de niños de ropas anticuadas como las que llevaban mi padre y mi madre en las fotografías Nadar... Y además... como al aprendera leer había aprendido a escribir.. . en hojas de rayas muy espaciadas donde, entre esos raíles, escribía con lápiz cartas (quiero decir misivas hechas de letras en fila india, seguramente muy difíciles de leer) a mis abuelas y a mi bisabuela que, adora­ ble, inmediatamente contestaba. Por entonces, desde la algazara del desayuno yo esperaba al cartero.. . Como puede usted ver, “Las babuchas de Abukassem” habían revolucionado mi vida. Cuánta gratitud reservé a “Mademoiselle” , una joven institutriz luxemburguesa que había venido, en ese verano de 1913, a ayudar a mi madre pues mi hermano, el quinto, acababa de nacer. Había venido por “los grandes” . Con.ella, íbamos a la playa, donde hacía punto o bordaba. Yo admiraba su destreza, apostada frente a ella bajo el refugio del quitasol. —¡Anda, Frangoise, ve a jugar, haz un pozo, no estés ahí “entreteniéndote” ! Era su manera de decir cuando uno se ponía a observar o a cavilar. ¡Querida Mademoiselle! Estaba siempre ocupada, siempre “haciendo algo” . Para ella, vivir y cavilar era “entretenerse” : ¡algo inútil! Esto me sorprendía. Y un día trajo a la playa agujas de punto para mí ( ¡para mí!) y montó las mallas “para mí” , para que yo le hiciera una colcha a la cuna de mi muñeca. Formidable. ¡Yo sabía hacer punto, y esto me divertía, me divertía! Nos llevábamos bien, Mademoiselle y yo. Al atardecer los mayores hacían sus deberes de vacaciones y, junto a ellos, sacando la lengua, yo tricotaba. Increíble, Mademoiselle sabía recoger los puntos que se soltaban (—solos no, me decía, ahí has hecho “un pou ").* Durante mucho tiempo, hasta las trincheras de la guerra del ’14, creí que los piojos eran fallos de tricot. (Me sorprendió mucho enterarme de que los pobres soldados tuviesen muchos.) Así pues, en casa, cuando los demás “trabajaban con Mademoiselle” , yo descubrí un libro rojo, no muy gordo, que contenía unas láminas fascinantes. Cuando había hecho demasiados “piojos” o perdido demasiados puntos, esperaba que Mademoi­ selle tuviera tiempo de reparar las desgracias, y —a la manera en que a veces me leía historias— yo leía esas imágenes prestigiosas para mí. Yo “me entretenía” , sin duda, sin hacer ruido. Mademoiselle me miraba con el rabillo del ojo. A veces yo contem­ plaba la cubierta de cartón. Soñaba. Intentaba recordar todos los detalles de una lámina (había que decir “grabados”), después abría el libro y siempre me asombra­ ba encontrar la imagen tal como era. En mi recuerdo, los camellos, los asnos, los hombres de turbante, todo se movía, y yo me los encontraba inmóviles. A fuerza de verme hacer la maniobra de abrir el libro, cerrarlo, volverlo a abrir y, sin duda viendo mi expresión, los otros, los grandes se reían a carcajadas. Sobre todo cuando les contaba mi sorpresa, siempre renovada. Mademoiselle no. Ella me decía los nombres de las cosas: mezquitas, mercado oriental, Media Luna, como un croissant de luna, turbante, caftán, fez, mujeres con velos, palmeras, babuchas. Ahora estaba bien que las láminas no se movieran, yo las miraba con todas esas palabras maravillosas en mi cabeza y era como si estuviese ahí. Un día me dijo que

* Un pou, literalmente “un piojo”. Probablemente la institutriz dijera un pouh, que incluye una interjección equivalente a “ ¡puf!” , “ ¡zas!” [T. ]

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t « el libro se llamaba “ Las babuchas de Abukassem”, Abukassem era ése, con su tur­ bante, su barba, su caftán, su ancho cinturón, siempre discutiendo en el mercado estriado de sombras y de luces crudas, el zoco. Fuera de las páginas con grabados, el resto estaba lleno de gruesos caracteres. Al cabo de unos pocos días, Mademoiselle me dijo: — Si quieres aprender a leer, podrás hacerlo con este libro y conocer la historia que él cuenta. — ¡Sí! ¡Quiero aprender a leer! Comenzamos al día siguiente. El famoso libro “Las babuchas de Abukassem” estaba ahí, sobre la mesa, pero no era ése el que Mademoiselle abría. Era otro, pe­ queño y chato, forrado con papel azul y que tenía pegada una etiqueta, blanca, rectangular, bordeada por dos trazos azules como un cuello marinero azul lo está de galones blancos. Sobre la etiqueta, escrita por Mademoiselle, la palabra que ella me dijo era “ Fran<;oise” . — Es tu libro de clase: “ El método de lectura” . En aquellos tiempos se aprendía a leer así. Lo abrió en la primera página. Al abrirse, este libro delgado quedaba chatísi­ mo; no hacía falta .sujetarlo como a “Las babuchas de Abukassem”, que si no se lo sostenía con las dos manos se volvía a cerrar. Había signos sueltos, “letras” , decía Mademoiselle. Se pronunciaban con sonidos. Había mayúsculas y minúsculas. Las había de trazos gruesos y las mismas de trazos delgadísimos, derechas e inclinadas estiradas y menos estiradas, de imprenta y de escritura cursiva. Qué linda palabra, pensé. ( ¡Escribir en cursiva!, ¡como para M. Jourdain hablar en prosa! ¿no era má­ gico?) Estaban las vocales y las consonantes, las que no tenían sonido, si uno no las unía a una vocal, y también los diptongos y también.. . los chascos. Los chascos eran los signos que uno se olvida de poner, los acentos, las diéresis, los puntos, los apóstrofos, los guiones, las cedidas, las comas y todos esos signos que uno se olvida de poner, que no parecen servir para nada, que no se pronuncian pero que cambian los sonidos de las letras y hacen que se las pronuncie de otra manera, o incluso, ¡caray!, cambian el sentido de estos grupos de palabras, convirtiéndolos en pregun­ tas o en respuestas, en bromas o en cosas muy serias. Este método de Mademoiselle era realmente extraordinario, pero no lo fue mucho tiempo. Todas las mañanas, Mademoiselle me llamaba. En cada página había, a la dere­ cha, una pequeña imagen de una cosa, y la palabra para decirla empezaba por el sonido claro o sordo (¡consonante!) del signo mayúsculo y del gemelo minúsculo, cada uno en letra de imprenta y en cursiva, diferentes al verlos pero que sonaban igual. Estos signos ocupaban la parte izquierda de la página. Cada página presenta­ ba la misma ordenación. La mitad superior de cada página contenía esto. La otra mitad contenía grupos de estos signos que se veían con los de las páginas anterio­ res. Mademoiselle señalaba los signos con la punta del cortapapeles, y yo buscaba el sonido que correspondía a los signos. Mi atención encendida se asemejaba a la

140 que se pone para descubrir un truco, para encontrar una adivinanza. Si yo acerta­ ba, la punta del cortapapeles avanzaba. Si no, se quedaba en el mismo sitio o, peor aun, Mademoiselle volvía a una de las páginas anteriores y ahí nos quedába­ mos hasta que yo encontrara lo buscado y después volvíamos a la página dejada en suspenso. Yo quería avanzar, mirar las páginas que seguían. Nada que hacer. ¡Patatrás! Un grupo de signos que yo no conocía obligaba a volver atrás, a la página del “mé­ todo” donde, decía ella, yo había aprendido estos signos y su sonido por primera vez. Después, Mademoiselle tomaba un cuadernito de anchos renglones donde yo debía escribir las letras del día en escritura cursiva, con un lápiz cuya punta solía rompérseme, tanto apretaba yo. Ella no me regañaba. Yo me sentía tonta y torpe. Con su pequeño cortaplumas ella tallaba la madera, y después la punta, paciente­ mente, diciendo: — Mientras tanto, deja tu mano bien floja, así. No, no mires la hora. Debes hacer toda la página del libro, son tres renglones de escritura. Yo no encontraba relación entre este “trabajo” , como decía ella, y la esperanza cada vez más apremiante de leer la historia de aquel libro maravilloso, cerrado sobre un ángulo de la mesa: “Las babuchas de Abukassem” . Y mi hermana y hermanos mayores que se burlaban de mí cuando bajaba de la habitación de Mademoiselle: - ¿Qué? ¿Interesantes las babuchas de Abukassem? Y yo que contestaba presuntuosa (muy humillada): -S í, mucho. - ¡Mentirosa! ¿Qué contaba hoy? Ay, yo no podía decirles “Pa, pe, pi, po, pu. Ña, ñe, fii, ño, ñu” , y entonces decía: — Leimos el mercado oriental, las palmeras del desierto... todo eso. .. ¡Sois demasiado tontos para que os lo cuente! Mademoiselle acudía a veces en mi ayuda: —No os burléis, la niña aprende muy rápido, pronto sabrá leer. ¿Cómo? ¿Eso se llamaba aprender a leer, pasarse media hora en medio de esfuerzos completamente absurdos? Esta Mademoiselle siempre serena llamaba, con expresión satisfecha, “nuestro trabajo con Fran$oise” a algo cuyo sentido se me escapaba y donde no podía divisar el final de aquellos balbuceos de sonidos que no querían decir ninguna otra cosa que los sonidos mismos. Por fin llegamos a la última página, la de la Z (zeta), con la imagen del zorro. Nuestra casa de París quedaba en la calle Gustave-Zedé. Pues bien, créaseme o no, en la hoja del cuaderno Mademoiselle trazó, entre los anchos renglones, un modelo “Rué Gustave Zé-dé” que yo copié aplicadamente como si fuera un dibujo, esos signos que no estaban en el libro, sin entender que se trataba de sonidos escritos y conocidos por mi. Recuerdo haber admitido, por dar gusto a Mademoiselle, que había escrito el nombre de nuestra calle de París,pero sin comprender qué la movía a hacerme creer y decir eso. Los trenes de letras, los grupos de signos que yo balbuceaba y que escribía en las hojas de mi cuaderno no tenían ninguna relación con el conjunto tan natural de la voz que me traía como recuerdo la imagen de nuestra calle, cuando, correteando al volver de un paseo, yo exclamaba jubilosa, olvidando mi cansancio y el miedo de haber perdido para siempre el camino a casa: — ¡Aquí está! ¡Hemos llegado a la calle Gustave-Zédé! A continuación de la página de la zeta, había unas páginas sin imágenes, con renglones de signos negros primero gruesos y luego más pequeños. Eran los “ejerci­ cios de lectura” . ¡Vaya faena! Sólo eran “texto” , decía Mademoiselle. — ¡Vamos! ¡Puedes hacerlo, sabes! Allí me iba yo. Con cada tropiezo o error, vuelta a la página en que ese grupo de signos, esa “sílaba” , ese “diptongo” que yo no reconocía habían sido estudiados la primera vez. Qué misterio y qué miseria esa vuelta a las páginas anteriores, cuando yo creía a punto de acabar ese método del demonio. ¡Esa culminación del método que, me decía Mademoiselle, me permitiría leer “Las babuchas de Abukassem” ! Pues bien, había que conseguirlo, leer de una buena vez esas cuatro últimas páginas de “textos” . Después de una semana que me pareció larguísima, Mademoiselle dijo que todo marchaba muy bien: — Esta vez, has leído sin ningún error. Para mí, esos “textos” eran abstrusos. Mademoiselle estaba encantada. ¡Sí que eran incomprensibles los grandes! — Mañana, Framjoise, comenzaremos “Las babuchas de Abukassem” . — ¡Qué suerte! ¿Hemos terminado el método? — Sí, pero lo tendremos con nosotras, por si necesitas consultarlo... Al día siguiente llegué al trabajo de lo más excitada. — Llegaremos hasta aquí, dijo ella poniendo una marca con lápiz en la quinta o sexta línea del “Primer capítulo” . —No, no, hasta acá, dije yo mostrando el pie de la primera página. Ella se sonrió: — Ya veremos. Y heme aquí balbuceando las sílabas de los signos reunidos, saltándome una demasiado complicada y alcanzando el final de la palabra. — No, no, presta atención, has saltado una silaba. Y, con un lápiz, Mademoiselle limitaba con un arco de círculo cada sílaba, escondiendo las siguientes. Y corregía: — No, no es así: deletrea “a” , “r” , no es “ra” , es “ar” , y después “B.oJ.” (sí, lee “bol”). Mira la palabra entera (envolvía los dos arcos pequeños con uno

142 grande): “ ár-bol”, “árbol”. Ya lo ves, “árbol” no quiere decir nada. Bueno. Pero estás cansada, hasta aquí has leído muy bien y sin errores y ahora lo haces a la buena de Dios. Dejemos por hoy. ¡Ni siquiera habíamos llegado hasta la marca del lápiz! — Seguiremos mañana, pero si quieres, escribirás las dos primeras líneas, aquí, hasta el punto, en tu cuaderno, con letras de escritura. En el libro están con letras de imprenta, presta atención. Era divertido otra vez, incluso muy divertido, escribir lo mismo pero de otra manera. Mademoiselle ni chistaba. Yo la miraba, deteniéndome: —Sigue, está bien: no hay ningún error. Pero, ¿por qué todo eso? Yo quería mucho a Mademoiselle, pero no entendía nada de lo que me ordena­ ba hacer. ¿A dónde nos conducía esto? Recuerdo el día en que leí sin enores (como ella decía) la primera frase ente­ ra. Era una frase porque había empezado por una mayúscula, tenía comas, en las que había que detenerse para respirar, y porque, llegada al punto, debí parar. — Bien, sigue con la segunda frase. Y mis ojos correteaban balbuceando con voz tensa y monocorde los pequeños signos de las palabras que mi dedo seguía. Mademoiselle ya no ponía arcos de círcu­ lo con lápiz encima de las lítjeas, ni tapaba con su pulgar la parte de la línea no leída. Por fin, llegué al “punto y aparte” . ¡Ya está, conseguido! — Muy bien. Entonces, ¿qué es lo que has leído? Yo mostraba el párrafo: — Todo esto. — Sí, ¿y qué es lo que has leído?... ¿Qué se cuenta ahí? En la página de la derecha había una lámina. Así que me puse a inventar lo que contaba la lámina (según me parecía). Mademoiselle, muy seria y siempre tranquila, me dijo: — No, eso lo estás inventando. No es lo que está escrito y que tú has leído muy bien. — ¿Cómo? (¿qué quiere decir ella con “leído muy bien”?) Le aseguro que es eso. — Vamos, empieza otra vez (lágrimas, pañuelo). Vamos, ánimo, ya lo consegui­ remos. — (¿Para qué? siempre empezar de nuevo, siempre empezar de nuevo) No, no, ya no me apetece leer. — Vamos, Framjoise, que casi estás... ¡Animo! Y yo, resoplando por entre mis lágrimas, volvía a empezar la media página. Insípida y absurda actividad sonora, más difícil aun cuando se está llorando y moqueando. Al llegar por tercera o cuarta vez al final de la condenada frase, Mademoiselle, siempre serena:

143 I < — Y bien, qué se cuenta a h í.. . Bueno, sécate las lágrimas, suénate la nariz, bebe un poco de agua, así es, ahora empieza de nuevo. — ¡No! esto no quiere decir nada. — Sí, esto quiere decir algo. Vamos, anda, empieza, pararás en las comas. Escucha bien lo que lees. ¿Escuchar? ¿Escuchar? Vuelvo a empezar y ¡se hace el milagro! ¡Yo escu­ chaba lo que leía y la frase adquiría un sentido! ¡Era extraordinario! Una vez que llegaba al punto, continuaba, escuchaba, y luego, arribando al “punto y aparte” , volvía a empezar sin que Mademoiselle me dijera nada, por placer; leía primero len­ tamente, escuchaba, y mi voz tensa y monocorde se hacía menos tensa, leía más rápido, me detenía en las comas, proseguía, ¡bajaba el tono en el punto! Quería seguir sin parar, pero anunciaban el almuerzo. ¿Era eso, leer? Las frases, los párra­ fos querían decir algo. Sí, pero... En la mesa, Mademoiselle dijo a mi madre:

— Ya está, Franfoise sabe leer. — Ah, muy bien, no llevó mucho tiempo. — No, pero para Framjoise sí, y además no estoy segura de que esté conten­ ta, ¿no es cierto, Fran?oise? f- — S í..., es que yo no sabía qué era eso de leer. l Y mis hermanos que decían: — ¿Qué creías tú que era? — No sé. .., otra cosa. — Qué tonta es ésa. Leer es leer, siempre lo mismo, escribir es escribir, no otra cosa. Claro, ellos tenían razón, seguramente era eso. Esa tarde, en la playa, me acerqué al quitasol donde Mademoiselle estaba bor­ dando. — ¿Mademoiselle? — Dime. % — Quisiera saber cómo se aprende a leer de veras. i — Pues ahora lo sabes. — Sí, porque usted me dijo que escuchara... y aquello quería decir algo, ¡pero a lo mejor mañana ya no sabré! i — Pues no, eso no se olvida, es como caminar: cuando se sabe, ya no se lo t olvida. I — Sí, pero lo que allí dice. Dice algo, claro, pero no es interesante, no son las £ verdaderas “Babuchas de Abukassem” . f t — Que sí; es el comienzo de la historia; has leído el primer capítulo. ■I — Yo estuve pensando. — ¿Qué es lo que piensas? — Pienso por qué, antes, usted no me había dicho que escuchara. | 1 144 - Pues sí, te lo decía todo el tiempo, pero tú no lograbas escuchar, estabas demasiado ocupada con tus ojos, quizá. - Pero cuando uno lee escuchando, ¿no es la historia que está dibujada? - Ve a jugar, mañana veremos qué te anda preocupando. Y al día siguiente yo leía más rápido y comprendía lo que leía, pero en verdad que aquello no contaba lo que yo hubiera querido saber. - ¿Por qué dice cosas que no están en las láminas? - Oye -m e reveló Mademoiselle- el que hizo e! dibujo primero leyó la historia y luego inventó imágenes sobre lo que había leído. También tú, si no hubieras visto las láminas, las hubieras inventado, partiendo del texto. - Pero “los textos” estaban en las últimas páginas del m étodo... - Ah, sí, tienes razón, pero la historia, la de las Babuchas de Abukassem, también es un texto. - Ah, ¿es un texto? ¿Un texto es una historia? (yo estaba perpleja). En el método, los textos no querían decir nada; eran ejercicios de lectura. - Que sí, eran frases que contaban algo. ¿No te habías dado cuenta? - No, no había láminas, eran palabras. - Justamente, leer es eso; no hace falta la imagen; uno piensa en lo que eso

— ¡mi, 01 ■ pi-ivo níi_v poiauiaa ijuc nu liaren jicnsar en nada. Comenzaba a vislumbrar algo; al mismo tiempo que este saber nuevo, compren­ día algo que para mí, antes de esa conquista, era impensable. Las maravillosas lá­ minas de aquel libro mágico habían dado alas a mi imaginación, y esto resultó ser una trampa. La historia que yo quería conocer había sido el anzuelo por el cual deseé tanto aprender a leer, gracias al cual lo había aprendido, como se dice, “muy rápido” , pero, ¡qué decepción asociada a este nuevo saber! Lo que entonces me asombró es que podía aprender a leer. Ya estaba, y era eso... ¡nada más que eso! y ya no podía olvidar ese saber. Después me di cuenta de que cuando uno sabía montar en bicicleta era igual. Esto no se olvidaba. El nombre de los colores, ya no podía uno confundirlos, o las notas desafinadas o justas. Qué extraño me parecía todo esto. Me'puse a intentar no saber leer. .. En­ contré que poniendo los ojos de una determinada manera, veía las líneas borro­ sas. .. como si ya no supiera leer. Pero yo sabía que estaba usando un truco diver­ tido: ya no “podía” leer pero seguía “sabiendo” . Y además el truco no marchaba con las letras grandes, como los nombres de los periódicos. Era, lo recuerdo, una niñita, sumida en cavilaciones sobre la irreversibilidad de lo adquirido; aunque ya no le apeteciera a uno lo adquirido, que poseía tras haberlo codiciado (era el caso de la lectura, con la cual, al comienzo de mi saber, me sentí.. . embaucada.. . tonta por haber querido poseerla). Sin embargo, el recuerdo de esta mutación irreversible quedó fijado para mí a aquel título inolvidable, “Las babuchas de Abukassem” , a esos “grabados” en blanco y negro para mí sublimes, a un texto chato, inadecuado para el despliegue

145 imaginario con el que las imágenes parlantes habían suscitado mi deseo y mi perse­ verante esfuerzo de aprender a leer, esfuerzo que, gracias a Mademoiselle y ^‘al método” , me había abierto el camino de la cultura. ¿Y si no hubiese estado perso­ nalmente motivada por un libro preciso, elegTdo por m í como la única cosa desea­ ble? Y si hubiese estado en la escuela horas y horas, en medio de treinta niños para quienes, no más que yo, la urgencia de leer determinado libro no habría dado sentido a la lección de lectura, urgencia comprendida y utilizada por Mademoiselle que tenía que luchar contra mis resistencias, mi cansancio, que sabía sostener mi ánimo y negociar mis momentos de renuncia; esa “urgencia motivadora” fue la que —al mismo tiempo que el método, y sobre todo la relación interpersonal de la alumna y la institutriz confiadas una en la otra— todo eso junto fue lo eficaz. Alfabetizar a alguien. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Para.hacer-qué?- — v Si hubieramrcidrí ancüenta años después, en la época de los dibujos animados, del audiovisual, de la T.V. ¿habría tenido yo un deseo tan ardiente de aprender a leer? Tal vez sea una pregunta para filósofos.

146 Capítulo 2

GENESIS Y COMBATE DE UNA PSICOANALISTA DE NIÑOS

Para una mejor comprensión del trabajo de Frangoise Dolto y del interés que suscita, y que aumenta con el desfase de las generaciones, es importante resituarlo en su contexto histórico y evocar no sólo los obstáculos que aparecieron en su camino sino también la andadura progresiva de lo que fue tanto una “idea” de investigador como una vocación. Veremos que el psicoanálisis no hizo más que al­ canzar y confirmar una intuición de niña, de jovencita y de mujer.

Tras descubrir así la lectura, a la edad de cinco años, consideré mi vida traza­ da: sería editora de un periódico infantil. Antes de saber leer, me fascinaban los periódicos de niños que veía exhibidos en los kioscos o en manos de mis hermanos mayores. Quedaba maravillada ante los modelos a realizar con cartulina o tela sin poder leer todavía el modo de empleo. Los hermanos y hermanas de mi madre habían encuadernado semanarios de 1880. Yo les notaba sus cualidades y sus defectos. Quien fuera adulto e inteligente haría un periódico infantil que tendría las cualidades de los otros pero con sus defectos corregidos, en particular la inverosimilitud de las historias verdaderas inventadas. A los ocho años, cambié de proyecto. — Y tú, Frangoise, ¿qué quisieras ser cuando seas grande? — Médico de educación. — ¿Y eso qué significa? — Significa un médico que sabe que los niños pueden caer enfermos por cosas de la educación. Yo era el cuarto hijo de la familia (por entonces ya éramos seis). Había disputas entre la inglesa que se ocupaba de los pequeños (mi madre se ocupaba de los más grandes) y la cocinera. El recién nacido vomitaba. Avisado el médico, éste acudía. Y lo ponía a dieta. El niño lloraba: tenía hambre, simplemente. Yo observé que tensiones domésticas que eran ocultadas a mi madre provocaban alteraciones en el ritmo de los niños. Lo sabía pero no decía esta boca es mía. Había comprendido.

147 I * En mi rincón, me preguntaba: ¿Cómo puede ser que el doctor no pregunte qué es lo que sucedió? ¿Cómo puede ser que, ante la indigestión de mi hermanito me­ nor, diga: Hay que ponerlo a dieta y no sacarlo de casa durante tres días. ..? Cuando, si hubiera preguntado lo que sucedió entre las seis y las ocho de la tarde, momento en que mi hermano comenzó a vomitar, habría sabido que la inglesa riñó con la cocinera, que le hizo una escena a causa de su bandeja... Yo lo había obser­ vado (tenía cinco años), pero nadie me preguntó nada. Me dije que el médico, de haberlo sabido, hubiera podido tranquilizar a mi hermanito: — No tienes por qué preocuparte, ellas han reñido pero no te tienes que alar­ mar. . . Son cosas de mujeres, la cocinera y Miss. Como yo lo comprendí a mi vez, no hay necesidad de vomitar. ¡Pasa de sus historias! Entre mis tíos, tías y abuelos, siempre habíaunu©hfl-^eflte-«a_casa. MuchajLfe. gría pero también tensiones. Esta intensa vida familiar permitía que una niña obser- vadófS y receptiva como era yo entonces se diera cuenta de hasta qué punto las relacio­ nes entre las personas, las Situaciones difíciles, alteraban su tono afectivo, su salud. Las reacciones que llamaban enfermedades y que, en realidad, eran emocionales. Yo había podido observar que mujeres y niños se venían abajo física o psicológicamen­ te porque un padre, un hermano, un novio había desaparecido en la guerra, porque a un hijo le daban de baja por enfermedad.. Y me decía: “Qué tontos son jos dge- tores, que no entienden a J.os^n4ñps__Y tampoco entienden a los mayores; a lo rnéjOTtsi esas personas gritaran o lloraran no tendrían necesidad de medicinas” . Deseaba que el médico llamado por la madre a la cabecera de un niño que sufría no fuese embaucado por lo que creía la madre —que el niño estaba enfermo—, sino que comprendiese que el niño tenía algo que expresar, y lo descubriera. Mientras que la madre se angustiaba y lo creía enfermo. Desde luego, el niño no podía decirle a su madre lo que había sucedido. Quizá hasta lo había olvidado. Cuando nos indisponíamos, mi madre se enfurecía (en realidad se angustiaba). Nos sentíamos culpables de causarle inquietudes a nuestra madre. Venía el médico, nos dejaba en cama, nos jorobábamos. Yo, por mi parte, consideraba que cuando un niño convaleciente se sentía capaz de hacer algo, había que dejarlo levantarse y jugar. Mi madre habría escuchado al médico, si éste hubiese opinado algo así. Porque era una mujer activa. — El doctor ha prohibido que salgas, que te fatigues... o incluso: que te levan­ tes sí no has llegado a los 36° 8. Nos sentíamos recompuestos y había que fingir que estábamos inválidos, sien­ do que teníamos suficientes fuerzas para levantarnos—Permanecer, pasivos. Me parecía estúpido e injusto. Porque alguien de afuera decreta que uno debe quedarse acostado. ¿Que uno debe quedarse acostado? Qué estupidez. Los médicos de otros tiempos hacían “quedarse en la habitación.” Pero era la estancia donde vivían todos los demás. Ahora que la calefacción alcanza a todas las habitaciones, la palabra es sinónimo de cámara de aislamiento. Aunque la enfermedad no sea o haya dejado de ser contagiosa. No ir a clase, si yo podía contagiar a las otras alumnas, esto lo comprendía. Pero en casa me habría podido divertir, leer, hacer lo que quisiera. ¿Por qué aburrirse en la cama porque uno está supuestamente enfermo pero tiene ganas de levantarse? En mi opinión de ñifla, un “médico de educación” no habría hecho eso. ¡Oh, eso sí que noT Para rnf.no. había lugar a dudas: las enfermedades estaban provocadas por cues­ tiones délfamilia. (Por supuesto, hay otras cosas). A los_niños les es perfectamente posible tener la presencia de lo que todos los niños necesitan. Muy pronto alcanzan la edad de ser consultados. Viniendo de mí, ¿sé trataba "3e*una intuición fundamental de lo que dos o tres décadas después se desarrollaría con la denominación de “psicosomática” ? No. Creo que fue la expe­ riencia de la guerra de 1914 lo que me indujo a elegir una profesión que me diera ascendencia sobre el porvenir, referido al presente_y_jLpasad«>. Tenía yo cinco años y medio cuando estalló el conflicto mundial. Entre esta edad y los diez años, en 1918, asistí a la transfonñaíiém-de-familias y me conmo­ vieron enormemente numerosos dramas existenciales de gentes que no estaban pre­ paradas para asumir su suerte si no tenían un medio protector rodeándolas. Familias enteras se derrumbaban por la falta del padre. Algunas mujeres se volvían locas, y otras “neurasténicas” . La fragilidad de los mayores. Y el dinero. Sin conocer un oficio, una viuda debía ganarse la vida. Veía a mi alrededor comerciantes, emplea­ das, que trabajaban y estaban equilibradas, aunque su hijo o su marido hubiese muerto en la guerra. Las modistas se ganaban la vida y no les avergonzaba ser modistas. Pero una viuda de guerra de un medio burgués, no podía ser modista; aunque tuviese unas manos hábiles, no tenía oficio, nadie la quería; debía hacer cosas a escondidas, para venderlas a través de aprovechadas patronas del negocito, que les daban cuatro centavos. . . y ellas que no podían mantener a sus hijos como en vida del marido. . . Entonces, desdichadas, mal alimentadas, mal amadas, humilladas, perdían su pres­ tancia, o sus fuerzas, y todo se venía abajo. Esto me impresionó. Y yo me decía: un ser humano debe contar sólo consigo mismo y poder disponer de dinero por su propio trabajo en caso de necesidad. Se arraigó en mí la idea de que una mujer que cría niños debe haber aprendido un oficio antes de casarse, para que si a su marido le ocurre una desgracia, debido a la guerra, a un accidente o enfermedad, pueda seguir proporcionando a sus hijos la vida y la educación que ella y su marido preco­ nizaran para ellos. Por lo tanto, tener un oficio. Pero no cualquiera. Otra observación me inclinaba a elegir un oficio que no fuese únicamente comercial. Durante la guerra de 1940, existieron los B.O.F.’ Durante la de 1914,

1 Beurre-Oeuf-Fromage [Mantequilla-Huevo-Queso], los que bajo la Ocupa­ ción se enriquecieron con el mercado negro.

149 los llamaban los “Nuevos ricos” . Se sabía que prosperaban con la miseria de la gente. Especulaban con el infortunio de los demás, comprando a bajo precio casas, muebles, joyas, terrenos, para revenderlos lo más caro posible. Yo no quería adoptar un oficio comercial porque el comercio se me había presentado como un oficio de canallas. Y no es cierto. Los intermediarios son necesarios, y todo depende de la manera, ajustada o no a las leyes, de ejercer la mediación. La.ley moral del provecho en detrimento de otro me chocó mucho. Durante la guerra vi personas a las que admiraba por su honestidad convertirse ante mis ojos en gentes deshonestas, explotar con el trabajó él tiempo, la salud de la gente. Para mí, se habían degradado Hay oficios, me decía, que hacen perder el sentido hu- — i...... ni mu...... mili iirnri mano.” Ésto me hizo volverme hacia la atención de los niños Vciertos adultos me defráü(iaban~7-DorQue todo estaba por hacerse con estos seres en devenir; todavía no deformados, no arruinados por las pruebas de la vida (o sus provechos)...... - .....— ■ ~ -■ • • - - . . . .“Médico de educación.” El, al menos, tendría ascendiente sobre el devenir. También pensaba casarme, tener hijos, y si con el trabajo de mi marido tenía­ mos suficiente, vivir a la manera burguesa, mantenida por mi esposo. Esto no me parecía peyorativo; a mi entender, el rol de la mujer era atender su hogar y educar a los niños. Si el marido gana bien, por qué no. Pero me decía: antes de casarme, quiero tener una profesión, para el caso en que. . . Había visto tantas viudas quedar a cargo de sus hijos y sin recursos. La Seguridad Social no se creó hasta 1936. No sólo la guerra arruinaba a la gente. También estaban las crisis, el crack americano de 1929, la revolución rusa y sus emigrados. Estaba la enfermedad. . . Concluido el bachillerato, a los dieciséis años, quise estudiar para médico. Pero debí esperar años antes de inscribirme en la facultad. ¿Por qué? Porque mi madre se oponía y mi padre la siguió: eres ahora nuestra única hija. Tienes cinco herma­ nos. Quédate con nosotros. No tienes ninguna urgencia en ganarte la vida. — A los veinticinco años harás lo que quieras. Pero hasta entonces, estás bajo nuestro techo. Después, si sigues obstinándote, te marcharás. Yo no tenía ninguna razón para afligir a mis padres. Al principio éramos dos hijas y cuatro hijos varones. Yo era la cuarta. Mi hermana mayor murió de cáncer en pocos meses, a los 18 años, cuando yo tenía 12. Teniendo yo 15 nació un quinto hijo varón. Para mi madre, la idea de que la única hija que le quedaba viviera fuera de casa era insoportable. Además, para ella, si una hija escogía el camino del estudio, se condenaba al celibato y a la esterilidad. De las dos ramas familiares, yo era la primera hija mujer que manifestaba deseos de estudiar.

— No estás hecha para eso, repetía. — Quiero tener mi dinero, contestaba yo, vivir en mi propia casa. — Puedes quedarte con nosotros y después te casarás.. . — Quiero estudiar y tener una profesión.

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I — ¿Entonces, no quieres casarte? Puedes hacer todos los estudios que quieras, £■ pero sin ir a la facultad. — Sí, es verdad, sólo que quiero estudiar medicina. Me interesa mucho y quiero asegurarme una profesión aunque, si me caso y tengo hijos, no tenga que ejercerla. Para una madre, quebrantar los hábitos de las mujeres pertenecientes a su medio social era, sencillamente, echarse a perder. En su medio, la idea de que una mujer estudiara para ganarse la vida suscitaba terror. Yo me exponía a lo peor: volverme lo que mi madre predecía, una mujer no casadera. Lo que significaba pri­ varla y privarme de descendencia. Una locura. Una vergüenza. Incluso para padres como los míos, abiertos a la cultura: en casa no existía ninguna restricción de lec­ tura. Y como yo tenía intereses variados, costura, música, deportes, no tenía tiem­ po para aburrirme. Me armé de paciencia. Y no lo lamento. Pude abordar, un poco mayor que mis compañeros, estudios que, en esa época, ponían inmediatamente al estudiante en el hospital, en contacto con la aflicción humana.

Otro recuerdo-jalón que denota derta soltura natural para dirigirse a Igs, niños pequeños tratándolos corno-seres de igual dignidad:. Eranfoise Dolto no se fija en la talla, como la mayoría de la gente. A sus ojos, que los seres sean grandes o peque-

Siendo niña tuve ocasión de leer ciertos libros de un sueco: gimnasia para mujeres, para hombres, para niños. Eran conjuntos de ilustraciones, de reciente apa­ rición, que proponían movimientos muy simples. Esta gimnasia sueca en familia obedecía al precepto de que, para estar sanos, hay que hacer gimnasia desde peque­ ños. Mi mirada se detenía sobre imágenes de niños yendo en trineo por la nieve, cosas que nunca había visto. Eran como seres de sueño, paisajes de cuentos de hadas. Me pareció maravilloso. El único deporte practicado por mis padres era la bicicleta, en vacaciones. En aquellas láminas todos parecían contentos: los niños parecían dichosos de correr en plena naturaleza. Mucho me hubiese gustado hacer otro tanto, yo que siempre andaba con vestidos, calcetines, zapatos. ¡En esa época, los baños de mar se cronometraban! Realizamos cursos de gimnasia. Mi madre pensaba que se había quedado peque­ ña porque en su juventud no había hecho gimnasia. Su hermano y su hermana, edu­ cados como ella, eran altos. .. Por mi parte, yo no la encontraba pequeña. Es curioso, tenía la talla de mi hija, que mide 1,51 m y que no me parece bajita. Pero ella sufrió por su pequeñez, mientras que mi hija no. Yo no concedo ninguna importancia a la talla de las personas, con tal de que se

alta ni bajita.

151 I I Bajo el rasero, mi padre, mis hermanos y mi hermana se clasificaban entre los altos; el más pequeño de mis hermanos mide 1,76 m. Aun siendo niña, la altura de unos y otros no me importaba, puesto que estaban llenos de vida y se comunicaban. ¡Lo cual sorprendió mucho a mi marido, quien decía ser bajo y medía 1,69 m! Era muy ucraniano, ruso del Mediodía, pero musculoso, proporcionado... ¿Entonces? Otra idea que se oponía a la de mis padres y a la de muchas personas que pensa­ ban que era “bueno” ser alto. A mi entender, ser médico no era cultivar la perfección del cuerpo, sino asociar la salud y la vida del corazón y del espíritu. Era la búsqueda de un equilibrio entre una vida para uno mismo y la vida con los demás, pero no la persecución de “nor- masn7i.- ■ "listo era un poco impreciso, pero yo no tenía ninguna tendencia a buscar “normas” , ni físicas ni mentales.

Excursiones mitológicas con su hermanito convencerán a la joven de que los .niños se hallan eq las fuentes del saber v_ dfenue es peligroso frenar su función ima-

Tenía yo quince años cuando nació el benjamín de la familia. Decepción de mi madre que acababa de perder a su hija mayor y que no deseaba un quinto hijo varón. Lo amamantó como a todos nosotros pero, ocupada ella de los “medianos”, me confió la atención del chiquito, de sus juegos, de su educación. Yo le conté cuentos y leyendas inspirados en los grandes mitos. Pude observar con üué soltura y júbilo naturales un niño pequeño desarrolla y anima una vida imaginaria que es T f W '1'* rrnl~'láli' 7“ 111..|J,.realidad esencial del sueño despierto colectivo! "X*sus ojos, los personajes de la mitología vivían entre nosotros. PaseánáoTo poL'eTJardín de las Tullerías,le mostré el Saona y el Ródano, representados como mujeres y hom­ bres, y él descubrió con placer que en la gran familia de los cursos de agua, los ríos son adultos y los afluentes, sus hijos, y para mi sorpresa recordaba muy bien sus nombres. Que un caballo tenga alas era perfectamente lógico cuando había visto con sus propios ojos la estatua de Dada Pégase. Ya a los cuatro-cinco años adoraba ir al museo, porque en él reencontraba a sus amigos de la mitología. El mayor castigo era privarlo del museo. Yo obtenía entonces una reducción de la pena: “Iremos sólo una hora.” El hermano que me seguía, Philippe, dotado de una preciosa voz, comparable, decíanla la de los niños de la capilla Sixtina, era el aedo de la familia. Amagaba actitudes heroicas, interpretaba trozos épicos que él mismo había compuesto y en los cuales yo reconocía palabras y expresiones de adultos que él había captado al vuelo con un oído siempre alerta. En sus improvisaciones de ópera, sin duda a causa del volumen sonoro, era más “criticado” por el entorno que nuestro hermano más pequeño, cuyo parloteo era no obstante fabuloso, porque ningún adulto le estaba encima para encontrar su discurso delirante. Pero Philippe, ya muchachito, sólo tendría que haberse ocupado de sus deberes y lecciones; cada tanto le rogaban

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,V t 5 0 1 |-t>í ¿ X ¡ l \ 0 € í> que se callara, porque su canto molestaba y así el pobre chico se sentía humillado. Gracias a que pudo dar rienda suelta a sus -incursiones verbales, Jacques, mi hermano más pequeño, no tuvo ninguna dificultad para insertarse en el mundo extra­ familiar, para llevar tempranamente una cómoda vida social. Mi hermano Philippe, cuyo “lirismo” molestaba, sufrió la represión de sus dotes artísticas, por las que se le reprendía.reprendía Recuerdo ~ que tras la muerte de nuestra hermana improvisó un intermi- —ríáBTeyrna)y magnífico oratorio en tono menor acerca de un árbol fulminado. ¿Dónde iría a buscar el lenguaje épico del poema dramático que traducía inconscientemente el duelo familiar? Largos recitativos interrumpidos por lamentos modulados expre­ saban la desolación de todo el bosque, sus árboles, sus animales que.lloraban a su compañero. Yo, sola ahora en el cuarto “de las chicas” , lo escuchaba cantar así “una desgracia” en la habitación “de los pequeños” , con la puerta cerrada.. . para no molestar a los demás. A mí esto me ayudaba a vivir. . . Y d_c._proa.tQel oratorio sé interrumpía: la voz de un adulto había ordenado secamente al niño en duelo que se callara. “ ¡No tieñes~cofáz"cün“Tq3aTa familia está tnste' y ül untando!" Y el ruño desdichado, culpable, se callaba. El artista, el sensible, era derribado como el árbol... felizmente el canto de su aflicción se reanudaba tras un momento, primero a capella, y después con el lirismo inocente de nuevas palabras de desolación. Yo tenía doce años y lo encontraba valiente, pero él no lo sabía. No podía comportarse de otro modo a pesar de los reproches y rezongos de que era objeto por parte de los adultos incomprensivós. Creo que en vez de sofocar sin descanso, en nombre de su edad, de la razón,

X* relámpagos, destellos, fulgurancias sin cálculo, sin razón interesada, impulsos que sTmaruTi?Rt‘an friera de las reglas del comercio—, la sociedad de los adultos debería dejar a los niños la libertad de su lenguaje propio, para la expansión, no sólo de la primera infancia sino también de la gran infancia. Cuántos bloqueos se evitarían o al menos se reducirían. Pero para eso habría que dar vuelta el barco. Respetar las características expresivas de cada cual. Al ocuparme de mHterffiáñito, descubrí hasta qué punto los niños se encuen­ tran en las fuentes del saber. Son seres que hacen las verdaderas preguntas. Buscan respuestas que los adultos no pí5e«r.~» liando los ^rtnltoc qinefen comprendet-a asi siempre, pira dominarlos. Deberían escucharlos_y, más a menudo e lo que se cree, descubrirían que los niños poseen las claves del amor, de la espe­ ranza y de la fe en la vida mSTafla de los sufrimientos v. de los dramas familiares o sociales cuyas amarguras comparten, cada uno según su edad y sus dotes natu­ rales. Así, pues, yo esperaba el momento de iniciar mis estudios. Dos años antes del plazo previsto, mi madre me permitió estudiar enfermería. Acepté sin vacilar. Al fin y al cabo sería una profesión, si los estudios de medicina resultaban demasiado arduos, cosa que temía.

153 Ella esperaba, como me dijo tiempo después, que me conformaría con eso, que incluso este estudio me disgustaría. Por el contrario, me sirvió enormemente después porque, por desgracia, los estudios de medicina no contemplan nada que desarrolle la destreza manual, la eficiencia gestual. En cambio, la enfermera aprende al servicio de los enfermos, “al dorso” del decorado hospitalario. Hay siempre una puesta en escena cuando pasa “el doctor” ; sólo después el enfermo deja de defen­ der su prestancia, con el sufrimiento que lo aplasta, lo desanima. No es al médico, excesivamente aureolado de poder, o de saber, a quien la familia le expresa su angustia, sus dificultades morales o materiales, sino al personal asistente, y su in­ quietud, su desasosiego respecto del tratamiento, del diagnóstico del médico... Para mí fue una excelente escuela que me sirvió mucho en mis primeros años de vida hospitalaria médica. Comencé mis estudios de P.C.N. (Física-Química-C¡encías naturales) en 1933. Por entonces, ésta era la propedéutica de la medicina. Allí conocí a Marc Schlumberger, el hijo de Jean, el escritor. Ingeniero en prospección de petróleo en formación, pero ya psicoanalista formado en Austria y luego en Inglaterra (había estado en la escuela de Summerhill), quería llegar a médico para practicar libremente el psicoanálisis en Francia. Fue él quien me dijo que si quería hacer lo que yo llamaba “medicina de educación” , como le expliqué, debía estudiar Psicoanálisis. Primero me sorprendí mucho, porque para mí, que había elegido el psicoaná­ lisis como materia optativa para el bachillerato de filosofía, se trataba de una rama nueva de la filosofía, y yo quería ocuparme del desarrollo de los seres humanos, no sólo de especulación de ideas, por interesantes que fuesen. ¿Qué sabía yo del psicoanálisis? Por entonces se trataba de una disciplina que sólo se había introducido en ciertos medios, y más en el extranjero que en Francia. Hurgando en la bibüoteca de mi padre, leí lo que se podía leer en francés, hacia 1924, sobre Freud. Para el examen escrito del bachillerato yo había hecho un buen deber de filosofía clásica. En el oral, el examinador me interroga sobre el psicoaná­ lisis. Yo le digo: - Es el tiempo y el espacio cruzados de la infancia que, siempre presente, inconsciente, vuelve en las imágenes de los sueños. Era este sincronismo remanente lo que me había interesado, y no estaba tan mal. Expliqué al profesor lo que entonces había entendido del psicoanálisis: que las asociaciones de ideas pueden hallarse también en el inconsciente y que, en el sueño, la actividad del soñar preservaba el reposo del durmiente que no está fisioló­ gicamente en condiciones de tener una vida de relación pero que la fantasea combi­ nando el recuerdo del pasado real con sus deseos del momento. Mi exposición había divertido al examinador. Entonces abordó la pregunta inevitable en psicoanálisis: — ¿Y el lugar de la sexualidad, señorita? ¿Qué piensa usted del pansexualismo de Freud?

154 — Eso quizá no lo entendí muy bien, pero lo que me interesó sobre el dormir y los sueños prueba que todo el resto también debe de ser muy interesante. Discreto, él no insistió... Estábamos.

Debo a Marc Schlumberger, mi compañero del P.C.N. en 1933, haber leído a Freud entonces traducido al francés (Psicopatologia de la vida cotidiana, El chiste y su relación con lo inconsciente, Los tres ensayos y luego La interpretación de los sueños). Fue una revelación. Por otra parte, me sentía culpable de perturbar el orden familiar al optar por la realización de mis proyectos de estudio. Cuál no sería mi angustia cuando René Laforgue, con quien fui a hablar de mi preocupación ante el consejo de Marc, me aceptó. Mi psicoanálisis, muy clásico, duró tres años. Para esa época era un análisis larguísimo, y la experiencia, muy poco frecuente. Lo seguí tres años enteros, con sólo una interrupción de un mes durante las vacaciones. En Francia, me distingo de los demás por haberme analizado antes de ser esposa y madre. No conozco otras psicoáriahstas~de'rnrgetteración que hayan e; ese caso. ~A~ffifmésÍgnificó un esfuerzo enorme, pero fue una ayuda extraordinaria en mi vida de mujer y en mi profesión, y también, creo, una suerte para mis propios hijos. En análisis, comprendí que mi madre había querido rete­ nerme junto a ella por amor maternal, para compensar la pérdida dramática de su Sí hija mayor. Para ella, mi presencia en la casa había pasado a ser una compañía cv'C-*k imprescindible. A sus ojos, ser médico era, para una mujer, perderse para toda vida de familia. Se trataba de una profesión que obligaba a la mujer a quedarse soltera —y por tanto sola—, librada a los peligros de la promiscuidad. Por aquella época, entre los psicoanalistas, para dedicarse a tratar niños bastaba con no tener dificultades en la vida personal. Yo consideraba que para estar a la altura de los niños y de sus padres, debía hacer un prolongado análisis, idea ésta absolutamente revolucionaria. Por suerte, mi analista aceptó esa prolongación. Aún hoy pienso que si. un analista quiere ocuparse de niños, de psicoanálisis de y niños quiero decir, debe remontarse mÜY„atBs-en-su ¿ÍQpíiLÍilstO£ia7'porque~pay psicoterapias-jle-aonltos o de niños que no pertenecen_ai psicoanálisis—que son solo una guía, lo cual es otra cosa. - Durante mi externado en el hospital de Niños-Enfermos, mis compañeros se extrañaban y evidenciaban cierta ironía al oírme hablar de los recién nacidos. Los niños eran para mí los hijos de sus padres. Yo les hablaba de que su papá y su mamá vendrían a verlos, de sus vecinitos de cuna, de mis relaciones con ellos. Si me hubie­ se atraído críticas en el plano profesional, pediátrico, me hubiesen aislado como a una descocada. Por fortuna, prestaba mi asistencia con bastante habilidad y traba­ jaba seriamente. En la sala de guardia me discutían mucho, le tomaban el pelo a la joven externa que se analizaba tanto tiempo y qqe, en el hospitshospital, hablaba con los bebés. Me repetían: — Hahl!>rl'“: "" tirV(‘ d** nada, no entienden., Yo respondía que los pequeños parecían comprenderlo todo v ellos se reían

155 * * con sigilo, sin criticarme con crueldad excesiva. Porque estaba claro que a los nifíos les gustaba que me ocupara de ellos. Por mi parte, yo no sabía que amaba a los niños.. . Yo amaba a los seres humanos, eso _estodo. Además, no he cambiado: no amo a los niños más que"a los" adultos^ amo a los niños en cuanto seres humanos, y a sus padres desamparados tanto como a ellos. J Un sábado, estándolmcasa de unos amigos, me levanté súbitamente: — ¡Olvidé despedirme de Michel! Vuelvo en una hora... Planté, pues, a mis extrañados huéspedes, quienes estaban muy lejos de adivinar quién era el famoso Michel. Al llegar, siempre saludaba a “mis” niños y me despedía de ellos al partir. Aquél día, a mediodía, Michel, uno de los pequeños (dieciocho meses), estaba en el servi­ cio de radiología cuando acabé mi servicio. Me había prometido ir a despedirme al departamento de radiología, más aún cuando no le vería hasta el lunes por la maña­ na. Pero me marché sin hacerlo, olvidé ir a saludarlo al servicio de radiología. Así, pues, volví por la tarde a la sala de Niños-Enfermos. La supervisora me dijo: “ ¿Ol­ vidó usted algo? —Sí, olvidé despedirme de Michel.— ¡Ah, Michel! desde que volvió de radiología no se encuentra bien. No ha tomado su merienda. Y eso que esta mañana estaba muchísimo mejor. - ¿Y la fiebre?- Ha subido un poco.” Me acer­ qué a la camita de Michel, triste, postrado, con aire indiferente. Los otros niños me interpelaban: “ ¡Seoita, seoita!” — “De vosotros me he despedido, de Michel no.” Y, dirigiéndome a Michel: “Ya lo ves, tu señorita Marette es muy mala. Esta mañana olvidé saludarte cuando estabas en radiología. . . Parece que no has meren­ dado, ¿no te sientes bien? Escúchame, yo pienso en ti. . . y ahora el doctor. . . va a pasar (era el interno) y yo vuelvo el lunes por la mañana. Mañana es domingo, es un día en que yo no vengo pero el doctor está aquí y además tu mamá y tu papá vendrán a verte, y además tienes a tus amigos. Hasta el lunes.” _ El lunes por la mañana, la supervisora me dijo: — Es increíble. Después de pasar usted el sábado por la tarde, Michel. de lo más \A contento, tuvcr deseos ae beber. Le presentaron su biberón. Lo tomó, y eso que (Á mediü hura antes'lo-habw-recftazado. Ayer por la mañana la fiebre bajo—smin a sus padrésTJCuego todo siguió bien! Lá súpervisora, después de esto, me trató de maravillas. Hasta hace pocos años tenía olvidado el episodio. Fue preciso que una persona que asistió a aquella reunión de amigos de cuarenta años atrás despertara este recuer­ do. Esa era mi vida cotidiana como externa. Yo era así con los pequeños. Yo les explicaba lo que iban a hacerles. Los tranquilizaba. Y mis compañeros médicos no entendían que hablara de tal suerte con unos pequeñitos que aún no poseían el lenguaje inteligible. ¿Por qué de pronto, en casa de mis amigos, pensé en Michel? ¿Sentí que tenía necesidad de mí? ¿Estaría rechazando su biberón e inquietando a la enfermera? Creo que esta intuición forma parte de la relación de los asistentes con los asistidos.

156 ’ero en aquella época no rae daba cuenta, todavía no era analis­ ta y por otra parte no rae apetecía nada llegar a serlo. Entonces, ¿cómo me hice analista? Uno de mis jefes de externado, el profesor Heuyer, quien militaba por la evolu­ ción de la psiquiatría y además era muy reticente respecto del psicoanálisis, me ins­ tó a que hiciera mi internado en los hospitales psiquiátricos, en vez de los hospita­ les de París, que en esa época se llamaban asilos. Estaba preparándose el concurso para el Internado de los asilos departamentales (era el del Sena). Tuve oportunidad de hacer un reemplazo de interna en un asilo cercano a París, en el servicio de mujeres. Ahí se lo pasaban abriendo y cerrando puertas con un pesado manojo de llaves. En este estado carcelario los pensionistas permanecían en una inactividad total. Era dramático. El aspecto relacional estaba ausente. Había un interno por cada mil o mil doscientos enfermos, y no existía un personal hospitalario formado. Nosotros recibíamos los ingresos cotidianos: muchas demen­ cias seniles, pero también mujeres de edad mediana en período de menopau­ sia, algunas que habían ejercido un oficio, jóvenes amas de casa —súbitamente deli­ rantes con ocasión de una decepción o de una situación difícil, o de un duelo- habían caído en un estado depresivo. Y muchachas con alguna frustración amoro­ sa ... o después de un aborto, muy culpabilizadas... Recogidas en la vía pública, enviadas en tránsito a la enfermería especial del depositó, eran colocadas en un asilo de la periferia. También se enviaba a la periferia enfermas que, internadas en Sainte- Anne, no recibían visitas. A su llegada, se les suprimía faja, medias, zapatos, cepillos, peines ( ¡para que no se hicieran daño!). Quedaban sólo con una camisa y un vestido largo sin cinturón. Ningún objeto en las manos ni nada para hacer. Joven- citas mezcladas con dementes seniles. Una muchacha de mi edad se desesperaba, al ver a todas esas mujeres trastornadas. Cada quince días había que llenar hojas de prolongación de internación copiando las precedentes, sin tiempo para hablar con la enferma, sin averiguar lo que la había llevado a su descompensación. Encontré esto tan abominable que me decidí a intervenir por el comienzo: hay que trabajar con los niños. Ante el esnanto y la imposibilidad de hacer algo con los adul- tos porque es demasiado tarde, me dije: ¡liav que ocuparse.de.lus niños, antes-de que lleguena~esto! Eñ este estadio, le compete a la medicina general pero iluminada por el psicoanálisis. Eso es lo que había que hacer. Me daba cuenta de que, cualquiera que fuese su gravedad psiquiátrica, todas esas mujeres, ya sea a propósito de~süFaIñcinacione?~tndg~tmrama'rgúra reciente, habláBüT de su primera infancia. Hav que “ayudar, me dije. a~estós~séres a hablar de ella antes de que se descompensen gravemente, para que esos restos reprimidos de la infancia puedan expresarse y no se despierten, irreconociblesTlxm ocasion de una el bebé que deseaba, o que ha perdido un ruño, puede reproducir la angustia de su madre, ¡a quien le ocurrió esto cuando ella tenía tres o cuatro años! Presenta entonces bruscamente una suerte de fisura en su identidad, confundiendo el modo de ideación de un adulto y de un niño. Yo observaba que eran historias debidas al súbito eclipsamiento del sentimien­ to de identidad, porque resabios de la infancia habían resurgido en la vida de la persona con ocasión de un incidente o de una prueba difícil. Y esto me confirmó que había que ocuparse de los niños, para prevenir: hacer que se expresara lo que, no dicho, estallaría después. Esto se correspondía perfectamente con lo que había" comprendido durante mi propio análisis. Pensé en la aplicación del psicoanálisis a la prevención de enfermedades. Al comienzo, partí de la aplicación de la medicina a la prevención de los trastornos caracteriales y sociales en familia, debidos al desconocimiento del médico respecto de acontecimientos afectivos que provocaban síntomas físicos funcionales no reconocidos como tales y tratados como auténticas enfermedades. Los acontecimientos causados por la guerra me habían enseñado mucho, en mi medio social limitado, pero el hospital y el asilo psiquiátrico me demostraban que la neurosis era un problema de todas las capas sociales. Para esa época, fue una suerte increíble haberme psicoanalizado de joven por alguien que no manipuló nada de mi interior, que me dejó ser como era. Cierta­ mente, debo a esa especificidad el no haber tenido ideas preconcebidas ante los niños a quienes atendía. Posteriormente, madre yo misma, me proyecté, como lo hace toda madre, en mis hijos, pero seguramente no con la misma inquietud de actuar bien o actuar mal, no con la misma angustia ante sus sufrimientos, ante dificultades que habrían sido mías si no me hubiese analizado, pero con mis hijos nunca reaccioné ni como médico ni como psicoanalista, al menos conscientemente. ¡Yo sabía que no sabía! El lenguaje de verdad es salvador pero terrible, porque hay que aceptarse tal como uno es con humildad, uno va hacia lo que le es esencial pero sin estar orgullo­ so de sí mismo. El sufrimiento de estar asociada al deseo de perseverar en la exis­ tencia, sin razón lógica, y reconocerse, va siendo soportable poco a poco. Vivir es día tras día estar con los demás y edificar algo. De mi análisis nació el deseo de ser auténtica, pero de ninguna manera el de hacerme yo misma psicoanalista. Acabé siéndolo p o r... la demanda social, me atrevo a decir. Al empezar, me Ocupé de algunos adultos neuróticos que estallaban de angustia, enviados por los psiquiatras y que otros psicoanalistas no querían porque eran personas que ya no trabajaban, que no podían pagar. Porque, en todos los niveles socioeconómicos, la neurosis amengua los intercambios hasta el punto de ser (o sentirse) rechazado de los vivos que se comunican. Comunicarse de nuevo, aunque sólo sea con una única persona que auténticamente escucha, sin saber ni poder, pero en un contrato limitado en tiempo y espacio, esto sostiene a la función simbólica para que se reanime, a la vida para que se reanude. Hice así mi aprendizaje al mismo tiempo que concluía mis estudios de medicina. En la consulta de pediatría del hospital Bretonneau —medi­ cina de niños—, el Dr. Pichón me situó exclusivamente como asistente de psicotera­ pia. Pipí en la cama, insomnios, pesadillas, problemas escolares y caracteriales. Para escribir mi tesis, yo había retenido dieciséis casos. En esa época pensaba que esto podía interesar al personal médico, y edité mi tesis por cuenta del autor. No podía sospechar que, treinta años después, el mismo texto llegaría al gran público.2 La primera tesis de medicina consagrada al psicoanálisis poco antes de la mía, la de Schlumberger, era un estudio psicoanalítico de un sueño pivote en el análisis de un adolescente depresivo que se curó, el famoso sueño de la taza rota. La mía, presen­ tada en julio de 1939, tenía como tema de estudio “El complejo de castración”. Era ese conflicto estructurante dinámico inconsciente que Freud llamó así porque se trata de la angustia ligada en todo niño al renunciamiento a la realización del incesto, a su adaptación a los imperativos de la realidad, el sufrimiento, la muerte, así como a la aceptación de la impotencia humana de los adultos. El paso a la edad del juicio, se decía antes del psicoanálisis. Esta tesis la dediqué a los pediatras llama­ dos a atender los trastornos de este sensible período. Llegó la guerra y todos los niños de París se marcharon al éxodo. Se temía que cayeran gases asfixiantes sobre París. Entre octubre de 1939 y octubre de 1940, se cerraron todas las escuelas primarias y los hospitales de niños. En aquel momento, las mujeres médicos fueron requisadas, por la Orden de los médicos que acababa de constituirse, para formar equipos volantes encargados de controlar la salud y detectar a los niños enfermos entre los llevados fuera de París. Estos recorri­ dos duraron sólo lo que la “guerra fantasma” .* Cuando los alemanes ocuparon la mitad norte del país y se organizó la vida bajo la ocupación, los servicios pediátri­ cos de los hospitales volvieron a funcionar y fui encargada de consultas de niños en el hospital Trousseau, al tiempo que, en Boulogne, sustituía a un generalista. Pero, poco a poco, tuve las suficientes demandas como para hacer sólo psicoanálisis de adultos en mi casa. Acabé dejando de prácticar la medicina general para ser tan sólo un médico de la relación hablada, tanto con los niños como con los adultos. Siempre trabajé en consultas ho*pitalarias-p!lra-ninrt< Y Los padres v e n ían a qiuqsrw -dp pipí en )a cama, de retraso mental, de retraso escolar, etc., y yo veía al niño sin los padres. Y luego, poco a poco, me percaté de que los padres se desequilibraban cuando sus hijos mejoraban.3 Así que había que hablar con los padre», nr^pocoj sin que-fuexa-tealmente una terapia para ellos, va ~ qae^n^-a4a-eorisñ{t5~dé un hospifáLde-ntños. ¿Y qué observé? En viertes-casos. (gráñTóT padres Jos que enfermaban^ sus hijos^en otros, el daño estaba hecKoTunos ■'ytJRus-airiiSíján' IIrtIrSf-el'estado'del'flífró én tratamiento mejoraba, constataba que

*, Psychanalyse et pédiatrie, Ed. du Seuil. (■b ' * En el original, dróle de guerre, expresión con que se denomina a la primera fase de la Segunda Guerra Mundial, debido a la calma que reinó entonces en todo el frente francés. [T.] 3 Extraña consecuencia inconsciente de su satisfacción consciente. Fenómeno dinámico positivo, análogo a las “resistencias” en las curas de adultos.

159 h P j C ? ') el dej^pádre que lo había solicitado empeoraba. Los niños nuni-a rlpgpqnjlíhran orque los padres mejoran; es al contrario; siempre son los padres los que, se desequilibran cuando el niño mejora. Esto nos llevó a decir, en ciertos casos, sobre toHfTerfconsultas privadas y no en el hospital de niños: — Primero comenzad vosotros, padre y madre, a venir a hablar cuatr.o-Q-cinco veces, con o sin vuestro hijo, a fin de que se entienda lo que le sucede al niño y lo que os inquieta a vosotros, y de que comprendamos deque sufre. Así fue como unas veces atendíamos a los padres y otras seguidamente a los niños; en otros casos incIus6, él padfe hablaba un poco y decía: — Yo no ando bien.. . El niño está bien ahora. Entonces yo decía: — Yo sigo con su hijo, y usted acuda a otro por usted mismo. Los terapeutas ya habíamos advertido que era pernicioso que el padre se tratara con el mismo psicoanalista que el niño; era como si, en er inconsciente del psicoanalista, éste pasara a ser el “referente sabedor” ilusorio, tanto de la madre o del padre como del niño. Así pues, preferimos dar las señas de otro psicoanalista para aquel que, secundariamente, tiene necesidad de tratamiento. Yo puedo dar fe de los inicios del psicoanálisis en Francia. ¡Pero cuando vemos lo que es ahora! Por todas partes hay psicoterapeutas de niños, “psi” listos para manipular y recuperar a m niños en lo social, reeducarlos... en lugar de permitir a un niño ser lo que es, det~erfíTÍTlafse en~élácmn con el medio que lo rodea manteniendo su confianza en si? mismo y en el séñtidode su vida. Advertimos que la escuela tampoco es para mucKoTmnos lo que debe ser; en la mayoría de los casos los niños tienen serias dificultades parasaiir a umsotnñTFf escuela tal como es, desarrollando al mismo tiem­ po alegría de vivir y sentimiento de su libertad creadora y lúdica. Se ha considerado bueno crear pedagogías especializadas. . . ¿por qué no? La sociedad se modifica, y la espuela oue_p.ertrecha a los niños para la vida debe cambiar. Pero, en mi opinión, o.,q.ui^av--que--feggr~e5~-a~una--PifiyencÍQn mucho_más profunda.de la relación padres-hijos, hijos-sociedad de los adultos, gracias al descubrimiento de las leyes dinámicas deHnctmsHéTnftfrLiT psicología de los procesos conscientes ha desarro­ llado una finalidad de sociedad que acentuó el espíritu de imitación y el instinto gregario que tiende a reencauzar todo lo que parece desviacionista. En consecuen­ cia, hay que definir para todo la norma. Lo cual no puede significar una expansión para el pequeño, sino más bien una regresión, si se lo obliga a ser o parecer lo más cercano a la norma en vez de sentirse motivado para expresarse para un placer compartido con los otros motivados como él. Cierto es que esta trivialización del 'Sicologismo en SÍ no es regocijante. Hoy Se sabe lo importante que es rnmnnjrargp ventilaL-emocioftes-iTiediaTTteÍ3-&xpresión_a algiiiem ljjmiaqrsicoanalítú&a-ayuda a poner jralahras-e*-lo que se yive. Cuando tiene “palabras para decirlo” , para tomar la expresión-de Marie-Cardinale, el niño que está ligado a los padres y que es detec­ tor de éstos, no necesita, con perturbaciones, traducir_que él recibe v padece los efectos de aquello que su madre o su padre sufren y que él percibe. Cuando la

160 madre puede decir con palabras sus angustias, el niño recibe menos el impacto dese­ quilibrante y, con eso, mejora... Es verdad, y se lo advierte en los niños pequeños. Mientras que muchas personas estén formadas en la escucha de los otros, es algo deseable. Pero manipular o culpabilizar a los que no están dentro de la norma es hacer más daño que bien. No es mejor agobiar a los padres que sufren del fracaso de su hijo para la felicidad. — “Es culpa suya.” Tal vez sea obra suya, pero no su culpa. Es terrible esa culpabilización que se ha inoculado a la pareja en nombre del psicoanálisis, pues la pareja, desde Adán y Eva ya había acusado bastante el golpe. En realidad, es una mala aplicación del psicoanálisis, una perversión (incons­ ciente) de la utilización consciente de los descubrimientos de las leyes de la diná­ mica del inconsciente. En la época en que redacté mi tesis de medicina, nadie nos enseñaba un enfoque específico de los niños. Yo no sabía “ocuparme de niños” . Quizás fue mejor. En lo tocante al psicoanálisis, todo estaba aún por descifrar. Yo avancé paso a paso, con una técnica de psicoanálisis muy clásico pero obedeciendo a mi intuición. La señora Morgenstern4 había comenzado a despejar el continente negro de la infancia demostrando que un ñifla., bloqueado inclusive, seexnresa cuando se le facilita un medio de comunicación no codificado por el adulto, como el dibujo. Freud, enelcasodeTuanito, no se sirvióHérdíbujo.Se-átenía áia palabra aei padre de Juanito, el niño fóbico. Lo que él analizó, más que al propio niño, fueron las proyecciones del padre y sus fantasías, en fin, aquello que el padre recordaba de lo que su hijo le decía, que no es lo mismo. La señora Morgenstern, formada por Freud, psicoanalista de adultos, que también trabajaba en París, tomó la iniciativa de dar papel y lápiz a niños que no hablaban pero que tenían por lo menos cuatro años. Si rompían su mutismo, si su estado parecía mejorar, ella no iba más allá en análisis. Ella no hablaba, o muy poco., con los padres. No se sabía hacerlo con los más pequeños. Yo, por mi parte, intenté avanzar más con ellos, hablar como con los adultos, buscando observar y analizar la transferencia en la relación del asistido al asistente. Asistente en pediatría de lactantes, me di cuenta de que reaccionan ante nuestras expresiones. Y de que sus estados somáticos son respuestas a cosas recibi­ das en casa. Es su modo de lenguaje. Conté esto en mi tesis. Era algo enteramente novedoso. Procurar expresar, verbalizar esta interacción era establecer una comuni­ cación con el ser humano, más profunda de cuanto se había hecho hasta entonces. Era el estudio de la transferencia, inaugurada por Freud, pero aplicada a las curas de niños. Yo detectaba entre las neurosis infantiles algunas cuyos inicios precocísi-

4 Su familia judía, que había quedado en Polonia, fue deportada. Fue la primera psicoanalista freudiana que se ocupó de niños. Se suicidó, a los setenta y ocho años, el día de la entrada de los alemanes en París. mos habían pasado inadvertidos; trastornos de salud o de relación repetidos, debi­ dos a la angustia pero que se atribuía a causas orgánicas o a caprichos caracteriales. Así, pues, era en la edad de la crianza, de la primera educación, cuando había que vigilar y prevenir las neurosis, y descifrar el sentido de esos trastornos repetitivos en los que se agotaba la energía de comunicación y del corazón a corazón. Médico de educación: también puede significar que hace falta un médico para reparar los errores dje-una-ethir.;ir:ión q¡ie~~p«ede. hacer más mal que bien. Y cuando yo •pensañá'^ducaciói), no pensaba en tal o cual sistema consciente pedagógico,,sino en las interrelaciones inconsciente »» «»«■'■ jjjHn nnvUil ’ -----La iñterrelación de los adultos sobre los niños, y viceversa, induce patología o salud. Hay que trapaiar por la comprensión v por el saneanúemtTdelisías relacío'ñes. Ayudar a los niños a comprenderse, o a los propiospadres, no era la psicop’edago- gía^que me ínteresaba/TisiTpüEsr'ñóTñás internado eiTlbs asIloTsmoTráBajó en los gabinetes de "consulta; la pediatría, pero orientada hacia las dificultades caracteria­ les, psicoafectivas, famihares o sociales, los desórdenes funcionales innumerables de las consultas de niños y adolescentes. Hasta la década de 1950, en los servicios de pediatría franceses la mirada del psicoanálisis no se posaba todavía sobre los recién nacidos. Las pocas personas que intentaban comprender los altibajos de los lactantes, sus rápidas recaídas, sus súbi­ tos restablecimientos, las variaciones llamadas “imprevisibles” de su estado orgáni­ co, participaban de un enfoque intuitivo pero no tenían la ayuda del psicoanálisis, que apenas comenzaba a ganar derecho de ciudadanía para la gran infancia. La señora Aubry 9, sin ser psicoanalista, descubrió que el niño expresa bonanza o males­ tar psicoafectivo con su tubo digestivo, y que una atmósfera de tensión provoca trastornos digestivos. Sus trabajos marcaron un giro decisivo en la pediatría fran­ cesa. En la asistencia pública había observado niños rechazados por sus nodrizas porque vomitaban. Se los recogía en una guardería hospitalaria donde se los resta­ blecía fisiológicamente. La pediatra responsable, al dejar su servicio al mediodía, dejaba a los niños en perfecto estado. A las 2 de la tarde, la llamaban de urgencia por toxicosis o diarrea verde... Ella llegaba inmediatamente, hacía analizar las deposiciones, veía que no había infección... Preguntaba qué había sucedido cerca de este niño. . . Entonces se descubría que el bebé había enfermado después de ser testigo de una disputa entre su cuidadora y la supervisora. El médico decidía darle otra vez un biberón, cuyo contenido se iba inmediatamente en forma de diarrea; darle un biberón más.. . y finalmente, llenando, colmando el tubo digestivo del niño, se lo dejaba fuera de peligro. ¿Por qué, de un estado no infeccioso, pasaba a síntomas de infección grave? Porque estaba exacerbado su peristaltismo; el niño

5 Jenny Aubry, pediatra en hospitales, luego psicoanalista tras su viaje a U.S.A. en 1945.

162 hablaba con su tubo digestivo para situarse en el nivel de tensión del clima afectivo de su matemante, estaba al unísono con ella, como un niño de doce a dieciocho meses llora porque su madre llora, y está contento si ella lo está. Estimulado por la intensidad verbal y emocional de la persona que se ocupa de él, un bebé de pocas semanas reacciona mediante un peristaltismo sobreactivado que le hace marchar en vacío, tras haber expulsado él contenido del tubo digestivo. Al principio no hay infección. Entonces, si le llenan el tubo digestivo, se da a éste algo que triturar, que manipular, y la ocupación de esta sobreactividad calma al niño, sobre todo si se le habla de lo que él está expresando. Poco a poco se restablece el orden. No hay más diarrea: la mucosa ya no está infectada. Antes de que se comprendiera este proce­ so dinámico reactivo, se ponía al niño a dieta, a beber sólo agua, se “vigilaba” . Esta alimentación forzada no fue todo. Tiempo después se experimentó un tratamiento por la relación hablada que explica al bebé y al adulto asistente su simbiosis funcional simbólica. Cuántas veces no habré visto a la madre reír entre lágrimas y decirme: — ¿Usted cree que él puede entender? En la época en que la señora Jenny Aubry descubrió que un clima de tensión provoca trastornos digestivos en los lactantes hospitalizados, se ignoraba que era posible tranquilizar al niño angustiado acunándolo. ¡Acunar a los niños era un método campesino retrasado! Las camas estaban fijas porque no se había previsto que se debería mecerlos suavemente. Ahora bien, acunar a los bebés es ayudarlos a reencontrarse imaginariamente en el vientre de su madre, y es, por tanto, un rease­ guro apaciguador. Yo tuve muy tempranamente la intuición de todas estas cosas, pero carecía de “las palabras para decirlo” . Cuando era estudiante de medicina, este enfoque era todavía insólito y sólo había pocos “originales” que daban importancia a la angustia de los bebés, y además había mucho que hacer con los niños en edad escolar, que hablaban, farfullaban, tenían tics, robaban, tenían pesadillas, se fugaban. Con los trabajos de Piaget, las evaluaciones del nivel de inteligencia estaban-a la orden del día. Importaban la conciencia, la memoria, el juicio, el contraste del vocabulario. Y los trabajos de Montessori, Freynet y tantos otros conectaban con las conclusio­ nes de los contrastes psicotécnicos, el papel de la relación con los maestros, de la confianza recíproca, de la curiosidad personal de cada ser humano librado de la competitividad, el respeto del camino y del ritmo de cada uno por los demás. Enfo­ ques todos ellos muy distantes del psicoanálisis. En realidad éste era mal visto por esos medios, pero yo, que pensaba como una psicoanalizada joven, apasionada, encontraba muy interesantes aquellos trabajos, y con la comprensión psicoanalíti- ca intentaba esclarecer la andadura de los niños mediante estas técnicas pedagógi­ cas, asociadas al deseo vivificante de maestros comprensivos. Para mí lo más difícil era no permanecer aislada, como una “original” que habla sólo para sí misma. Lo importante era no acelerar excesivamente las cosas, pero no obstante convencer a los médicos jóvenes de que se dirigieran a los niños

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I muy pequeños, hasta a los recién nacidos, como a seres de lenguaje. Mientras yo me aventuraba por esta senda aún poco segura, de búsqueda hacia la prevención precoz de las neurosis, y por la del psicoanálisis precoz, mis colegas acumulaban paciente­ mente sus reproches. Y después, cuando tras algún tiempo el nuevo enfoque comenzó a interesar a jóvenes colegas y quise dirigirme a ellos, la Sociedad Interna­ cional de Psicoanálisis —estábamos en 1960— me excluyó, considerándome persona non grata. El destino me favorecía, porque esta exclusión me hizo un gran servicio. Podía trabajar con entera libertad. Los responsables de la_Sociedad-Ln-ternacional dieron tres razones para mi exclusión: 1. Es usted una intuitiva, y en psicoanálisis esto es inútil y hasta pernicioso. 2. Personas que no la conocen hacen una transferencia salvaje sobre usted. 3. Las ideas sociales que se esconden detrás de su búsqueda de prevención ¡nos parecen sospechosas—de_c©munismo!'Es peligroso para jóvenes analistas tomar contacto con usted, aunque por otra parte "sepamos que conduce usted curas ente­ ramente clásicas. Usted les da ideas.. . Hay que inculcar un método. La investiga­ ción para después, quédese con nosotros y publique, pero no forme más jóvenes. En conclusión, se me pedía que renunciara a comunicar oralmente mi trabajo si quería permanecer en la Sociedad. Mis pares manifestaban a mi respecto las reac­ ciones de defensa que el adulto tiene frente al niño que representa el peligro para el orden admitido vigente. f ;.^íé~ténia'yó"d'étarrlfrq'uietante'L rrecoñpreconizaba el abandono de la medicina que yo llamaba veterinaria, tal como la veía practicar cuando se trataba de niños. Preconizaba el abandono del amaestra­ miento durante la primera edad, sustituyéndolo por el wqwto dehido a un ser humano receptivo del lenguaje, sensible, igual en algo sutil y esencial al adulto que éTcontiene v prepara, pero que es impotente para expresarse mediante la palabra, que se expresa reaccionando con todo su ser a las alegrías y a las penas de vivir de los seres de su grupo familiar, alegrías y penas que él comparte a su manera. Yo quería hacer comprender el valor estructurante de la verdad dicha en palabras a los niños, incluso a los más pequeños, concerniente a los acontecimientos en que se ven implicados, lo que sucede y modifica el humor y el clima familiar, en vez de escon­ dérselo. Yo preconizaba responder verídicamente a sus preguntas, pero también, y al mismo tiempo, respetar su ilogismo, sus fabulaciones, su poesía, su imprevisión también, gracias a los cuales —aunque sabiendo la verdad de los adultos— se preser­ vaban el tiempo que les es necesario por la imaginación de lo maravilloso, los dichos mentirosos por placer o para escapar a una realidad penosa (si varios creyéramos una mentira. .. ¿no sería entonces una realidad?). Lo verdadero tiene varios niveles según la experiencia adquirida. Cada edad sólo puede construirse desde el saber, por su experiencia. Pero todo saber no es más que una escisión entre una pregunta a la que él parece responder y otra que busca respuesta. Yo trabajaba, sí, de manera “clásica” , como psicoanalista convencida de

164 que hay que seguir aplicando el método inaugurado por Freud. El enjuiciamiento permanente de un saber que hacen juntos el paciente y el practicante a través de una cura que es cuestionamiento permanente, que plantea la transferencia: relación recíproca del paciente —fabulada o real— y el psicoanalista que lo escucha aplicán­ dose a develar qué estará haciendo él para inducir esa relación. Y si no la induce como persona, entonces es por el papel que juega como catalizador como puede ayudar a su paciente a descifrar un trabajo energético de química sentimental e ideativa referida a la reviviscencia de la historia de este paciente en su transferencia de emociones reprimidas. Este, que es el trabajo clásico en la cura, puede ser el mismo con niños que hablan y siempre que el propio niño desee ser ayudado. Para aquellos que no hablaban, perseguí esta misma forma de trabajo con medios de expresión distintos de los verbales, siempre asociados a la palabra - dibujos, modelados, fantasías representadas con objetos (juego libre) porque conducen al niño a revivir su pasado en las sesiones en su relación de transferencia con el analis­ ta. El trabajo analítico no es sino esta explicación del pasado reactivado. En cuanto a su vida actual, es cosa de sus padres, de su médico, de sus educadores -y de él si quiere y puede contribuir a orientarlos— sostenerlo en sus miras actuales. Acon­ sejar a los padres o al propio niño respecto de los actos interrelacionales de la vida presente no .es misión del practicante a cargo de una cura psicoanalítica, como tampoco de un adulto o un niño. Esta es la gran diferencia, tan mal comprendida por tanta gente, entre el psico­ análisis (que no concierne a la persona sino a través de la experiencia aunque sólo se trate de un niño— de su historia pasada) y la psicoterapia (que puede adoptar toda clase de medios para la ayuda directa en las dificultades actuales). El psicoanálisis es un trabajo lento que - a veces- parece tener un efecto tera­ péutico rápido, a veces no, e incluso a menudo es poco conveniente a breve plazo. Por el contrario, muchas curas psicoterapéuticas dan resultados apreciables en corto tiempo, y sin recidivas. Esta es una de las razones de la desconfianza de tanta gente al psicoanálisis y de su menor recelo ante las numerosas psicoterapias más o menos justificadas por teorías surgidas del psicoanálisis y aplicadas, al menos en lo que respecta a sus fundadores, por psicoanalistas de formación, defraudados por la extensa duración del trabajo en muchas curas denominadas clásicas. No soy enemiga de las psicote­ rapias, y hasta he realizado algunas. Sin embargo, cualquiera que sea el tiempo otorgado a un psicoanálisis, aun si se lo interrumpe antes de su final, la experien­ cia demuestra que los efectos a largo plazo son siempre positivos y provechosos, no sólo para el paciente sino también para sus descendientes (cuando los tenga, si se trata de un niño o de un adolescente). En cambio, los efectos de una psicoterapia exitosa acaban cuando acaba ésta, y no cumplen un papel preventivo sobre la evo­ lución ulterior, cuando el niño llegue a la adolescencia, practique la actividad geni­ tal social y sea él mismo padre. Además, están las indicaciones. Nunca es demasiado pronto para hacer un psicoanálisis, pero a veces es demasiado tarde en adultos

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que han comprendido su palabra y su responsabilidad por razones neuróticas dominantes. Sin hablar del volver a partir de cero, que no existe (porque la expe­ riencia jamás se puede eludir y un fracaso comprendido es beneficioso), un psico­ análisis lleva al paciente a cambiar en cierto modo por completo, en un tiempo más o menos largo, y sobre todo a finiquitar totalmente con su pasado tanto como con su psicoanalista. La psicoterapia toca poco el pasado, brinda apoyo al paciente para que salga de su atolladero ansiógeno actual, para que tome decisiones factibles respecto de lo que consideraba sin salida antes de haber examinado todos sus aspectos con su psicoterapeuta. La transferencia con el psicoterapeuta, que es el nervio motor del trabajo, se utiliza pero no se clarifica como señuelo neurótico que sostiene ilusoria­ mente al paciente en la convicción de que su psicoterapeuta sabe por él. Este papel de ser el que supuestamente sabe es cumplido, para el paciente de psicoterapia, por su psicoterapeuta (quien utiliza esta confianza para ayudarlo). Por el contrario, el psicoanalista sabe que no sabe nada o que no sabe gran cosa, y solamente en lo que a él mismo concierne, en cualquier caso que no sabe nada en lo que concierne a su paciente. Es el paciente el que sabe (sin saber que sabe) respecto de todo cuanto le concierne (y ello aunque se trate de un niño, de un bebé). El trabajo que hacen juntos demistifica rápidamente la ilusión del paciente que querría que su psicoanalista fuese para él el que lo sabe todo. .» _,^Lo que impide al ser humano, incluso adulto, set un viviente^autónomo en sociedad, son cosas arcaicas infantiles. .Recibió el lenguaje pero, antes del análisis. kTqüe pucíoser dicho no se dirigió a él. Guardar silencio con el pretexto de que el paciente, por ejemplo, no comprende, no es una actitud psicoanalítica. Se le puede hablar a un sordo. ¿Qué oye éste? No lo sé. El intuye lo que se le quiere decir. Yo les he hablado a sordos que he tenido en tratamiento, aunque sabiéndolos incapaces de percibir el sonido de mi voz, porque en mí es natural hablar cuando me comu­ nico con alguien. Pero si un niño puesto en relación conmigo se manifiesta despreo- cupado, sin nada que decirme ni esperando nada de mí, no le hablo. Á un niño que dibuja nunca le explico lo que su dibujo traduce. Nunca. El niño dibuja, está bien... Después, si me~To da. le pregunto si puede y quiere contar ío que ha dibu- jado. A veces relata una fantasía, a veces enumera: árbol, mesa, casa, hombre.re. i. Yo enlazo: — ¿El árbol le dice algo a la mesa? i(b /e El niño responde o no responde. La sesión siguiente irá mejor. Yo lo llamo, lo C k s j ~>\f - invito a hablar a través de lo que ha dicho, pero si no habla, tanto peor, o tanto mejor. Jb En cuanto a mi propia experiencia de madre, yo que crié tres hijos, me pregun­ y . to qué conflictos pueden perturbar la comunicación más allá de los 7-8 años. Deja de haberlos desde el momento en que se permite al niño vivir autónomo en familia para todo cuanto le atañe, y cuando cada cual hace lo que tiene que hacer y se habla con él de todo. De vez en cuando, alzar un poco la voz pone las cosas en su

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) ir C-O» ^ r~ s 6 t V CorN^rcW/ f e l t ó ^ ^ r ^e/\¿r ([ ¡)o^^>0 p; lugar. “Mira que eres desordenado.. . el día en que estés dispuesto te ayudaré, pues hay que ver lo difícil que es andar por tu habitación y encontrar tus cosas.. .” Es preciso, claro está, esperar la demanda: “ ¡Mamá, ven!, no puedo encontrar nada...” Entre ambos ordenan todo y acuerdan volverlo a hacer cada quince días o cada tres semanas. Se ocupan de este arreglo con ímpetu y alegría, mofándose el uno del otro por sus manías o sus pequeñas torpezas. Las madres y los padres tienen tantas como los niños. Cuando las comidas son tranquilas y agradables, los niños se ponen a la mesa porque esto es más diverdito que quedarse solo,se habla de todo. Pero si es para forzarlos a comer lo que no quieren, se les induce rechazo. “ ¡Qué mal saben estos huevos con salsa!” “Pues bien, si prefieres huevos al plato, ház­ telos.” Y los niños se los hacen, ¿por qué no? Nunca impedí a mis hijos hacerse huevos al plato, ni comer únicamente lo que querían si ese día no les gustaba lo que yo les servía. Y se poníanJa_ma£-d£ contentos. Hay que decir que desde muy peque­ ños se habituaron a-sgfaut ónomos^ o bien les apetecía. Yo no conocí esas presio­ nes, esos chantajes de niños de los que se quejan tantas madres: “Si no me haces un mimo, no como” , o: “Si no me das un beso, no me acuesto” . Es tan sencillo' rdecir “Si nn te quieres agostar no lo hagas; nosotros sí nos vamos a acostar” . En casa esto no duraba. “No estásobligado a acostarte si no tienes sueño; nosotros teneiaaj sügftt¿’^Mo-he tenido que repgSie-ttegvgcies. Pero preciso es decir que la mejor de las preveñcttmesjio impide las cnfcmicda-. des, los accidentes, el sufrimiento, la muerte de los seres que nos son queridos. Hay fracasos, hay duelos. Hay sobre todo períodos sensibles que hacen que determinado niño reaccione con violencia o “encaje” , sin demostrar nada en el momento de los sucesos que marcarán toda su vida o que, en apariencia olvidados, entrarán en resonancia con las pruebas ulteriores. Una zona de fragilidad o varias devienen, con la edad, zona de fractura. Una cosa es perfeccionar la crianza y educación de los niños, y otra muy distinta emprender la cura de las neurosis y psicosis ya instaladas, organizadas en los niños. También en medicina tenemos la higiene pública familiar, las vacunaciones, la erradicación de ciertos flagelos para la salud, pero subsisten enfermedades cuyas víctimas presentan trastornos reconocibles. Si a veces se ataca directamente la pululación del agente microbiano patógeno, esto no impide que, aun en este caso, las secuelas de esta enfermedad deban ser tratadas diferentemente según cada per­ sona. Lo mismo en cuanto a muchas consecuencias de desórdenes microbianos.

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I I Capítulo 3

LOS NIÑOS DE FREUD

Se manifiesta actualmente una actitud de rechazo en ciertos escritores, sobre todo mujeres, que desearían romper sus lazos con el descubrimiento de Freud, lo que retuvieron de ese descubrimiento, sin haberse analizado. En sus novelas aparece este leitmotiv: “Hay que deshacerse de la imagen paterna y de la imagen de la madre.. . Hay que matar al padre mítico y a la madre mítica” ; a primera vista no parece del todo contradictorio, ya que, de hecho, lo que el psicoanálisis revela es la necesidad, para ser, de superar, de liberarse, y por tanto de “matar” al padre y la madre imaginarios. Pero al fin y al cabo lo que estas mujeres quieren decir es que hay que desembarazarse del concepto del Edipo y entablazxelaciones-nuevas-con los- niños y también con sus padres, relaciones que sean, dicen ellas, mucho más cáli­ das, relajadas, menos conllictivas, etc. ¿A qué obedecerá esta reivindicación, este aíájL-dge^i^IEnttBnF_dFTó3i-esta conquista cultural como si fuera una suerte de 'TOntficionamientofNpe la misma manera, al parecer, durante cierto tiempo las Teminictnc irrihTaron como caballo de batalla el argumento de que el dolor de parto no tenía otro origen que el reflejo condicionado, pues la tía o la abuela habían dicho: “Ah, querida, sufrirás al parir, etc.”, y concluyeron: En realidad, todo el destino de la mujer, incluso sus visceras, etc., son finalmente un inmenso cuento multisecular que nos ha condicionado. Y sostienen que es posible liberarse de todo este fárrago y crear a la mujer nueva. Ahora se habla de la nueva madre, del nuevo padre, del cambio de las relaciones eñtre hijo y padre y madre.

Ilusión de intelectuales. ¡Como si bastara con un acto de voluntad, con decidir un buen día que Freud representa una herencia cultural que rechazamos! Cuando estas mujeres de letras anuncian que hay que matar al padre mítico, lo expresan conscientemente, mientras que el psicoanálisis descubre que se trata de procesos inconscientes. Su rechazo es tan sólo una renegación del discurso del psicoanálisis, o de lo que ellas creyeron entender de éste, más que de una verdadera liberación de aquellos procesos subterráneos que el psicoanálisis sabe se albergan en el interior de cada ser humano, y que son sobre todo inconscientes.

168 Negar su existencia no prueba que no exista y que podamos sustraernos al Edipo. Para hacer que un hijo mate al padre mítico basta con que, según va crecien­ do, el padre sea verdaderamente real. El niño no necesita tener uno mítico, porque el padre está verdaderamente ahí. ¡Qué error cometen muchos intelectuales a quie­ nes se dice “liberados” al hacerse llamar por su nombre! Que los adolescentes dejen de decir “papá” como los bebés, y digan “padre” , esto es indispensable, y si el padre lo llama “hijo” , se afirma como el padre real. Para matar al padre mítico tiene que haber más realidad paterna. Y, para robustecerla, es enteramente inútil e inclu­ so contraindicado negar la relación genética, y por ella el poder de desilusión de uno respecto del otro; el joven toma a su padre como su modelo, y el padre toma al hijo como representante de su genitud. Es narcisismo compartido. Si el hijo triunfa, él está orgulloso de su semen. Pero si el hijo se encuentra en una situación de fra­ caso, se siente impotente. Como si haber traído al mundo un niño que a sus ojos no es válido significara que él es un impotente genital. Piensa: “He hecho una mier­ da” . Esto es lo que ocurre con los padres que no están satisfechos con su hijo: cuando no marcha bien en la escuela, el niño recibe la angustia de sus padres. “Todo el mundo ve que soy un pobre tipo, porque mi hijo es un pobre tipo.” No se anulará esta relación narcisista y edípica porque el chico llame a su progeni­ tor “José” en vez de “padre” o “papá” . La misma relación se deja ver entre ense­ ñante y enseñado: el profesor se pone furioso si tiene un mal alumno, ya que este fracaso significa que él es un mal profesor, sobre todo si percibe que, por lo demás, el chico es un niño inteligente. “Inútil” , “sin futuro” , escribían los profesores del joven Einstein, mal alumno, inconformista. Tratar de imaginar un poder sobre el otro que no corresponde a su deseo es una condición del ser humano. Este límite al poder da origen a nuestro sufrimiento. El psicoanálisis aporta una lucidez nueva sobre la verdad de los lazos entre engen­ drados y engendrado res. Pero, en lugar de aceptar esta verdad, las personas quieren negarlas y ahorrarse el sufrimiento. Sin embargo, hay que pasar por él. Un padre o una madre no pueden evitar sufrir ante su impotencia para dar al hijo lo que éste pide, o lo que ellos creen que él pide.. . Quisieran, de una manera absoluta, que su hijo los Satisfaga, y es absolutamente preciso que experimenten esta decepción. Al principio actúan como si fuera un ser que hay que modelar. Sólo el sufrimiento les enseñará a respetar el hecho de vida que este niño encierra. En la reacción de las novelistas de marras, lo sintomático es que las exaspera la influencia, que sin duda han experimentado personalmente, del padre en la vida de una mujer. .. Si desearan al menos que, por el cambio de la sociedad y por el hecho de tener intercambios más verídicos, más vivos, el padre mítico resulte en ese momento dominado, borrado por el padre real. . . Es justo desear ver a las genera­ ciones un poco menos cautivas de aquella influencia. . . Pero negar el conflicto y pretender suprimir el sufrimiento es una ilusión peligrosa. Así como es patológico agravar sistemáticamente (a ejemplo de Hervé Bazin) la lucha entre padres e hijos con el pretexto de que existe.. .

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En este sentido ha habido excesos. Una moda expulsa a la otra. Se digirió mal toda la literatura muy mal teñida de freudismo, por lo cual ahora se tiene la impre­ sión de que hay que liberarse de la hipertrofia del Edipo. Ahora bien, la lihualiifa no puede más que ser narcisística, ya que sólo escriben personas que sufrcá de deseos que no pueden satisfacer y que los satisfacen escri­ biendo sus fantasías. Hay una auténtica inflación de los recuerdos de la infancia. Todo el mundo escribe sobre su infancia imaginaria y la da por autobiográfica. Puede que esta moda cree un efecto de saturación y conduzca a novelistas carentes de otras novedades a buscar otra cosa, con el riesgo de caer en el exceso inverso. Lo malo está en que no se escribe buena literatura haciendo psicoanálisis como se haría novela histórica o novela de tesis. El gran novelista lo hace sin saberlo. Inconscientemente. No hay nada más. La comedia humana es una descripción dfe Ja dinámica del inconsciente de los huiIlaiiusvRtíléamijs Piel de zapa, Las ilusiones pefíHdas, Esplendor y rhiseruiiie las cortesanas, Padre Goriot. .. Asimismo, Zola y ciertos autores que han contado sagas de familia, como Jules Romains: son exposi­ ciones psicoanalíticas. Y también la historia de i.-P. Chabrol sobre los hombres de 1935-36: las crónicas regionales son una iniciación en el juego inconsciente de las influencias recíprocas en la vida, en la muerte, en la enfermedad, en las delincuen­ cias y los éxitos sociales, de todo lo que hoy se clarifica gracias al psicoanálisis. Si quisiéramos analizar estas obras psicoanalíticamente, encontraríamos verda­ des, y muy pocas veces errores. ¿A qué se debe esta exactitud? A que se trata de auténticos novelisías que no presumen de entender las teorías analíticas, y que se conforman con describir finamente, con marcada receptividad, relaciones de deseo y de fuerza pero sin por ello advertir sus interferencias. Son juegos practicados por debajo. Si sobre una tierra árida aparece una vegetación, es porque hay corrientes de agua subterráneas que no se ven. Toda la geografía de la superficie se explica por el subsuelo. Y es simplemente esta “profundidad del ser” lo que el psicoanálisis esclareció al analizar, en la época marcada por el desarrollo de los niños, los encuen­ tros significantes, vitalizantes y desvitalizantes de las ideas y las emociones, o de las percepciones y las palabras que las validaban. El psicoanálisis está, avant la le jlre^rrEsquiJo y en Sófocles. Si Freud tomó de ellos el (complejo de Edipo^gs porque_es-eterno.-,. sn aporta- ción original es haber hallado. noTuiT ladtu~mrerigvés y. ñor el otro un método para c que Tas mutilaciones, las aberraciones, los frenos nuedan hablándose restablecer á~véces la diriánnca de un individuo a su servicio. Eso es todo. Pero no cambió la realidad ae tos hechos. El psicoanálisis,“como la ciencia, no hace más que descu- brir lo que existía antes y que aun-fK»-s£-sahía, ¡Q ueno se diga que esto culpabi- nza1~Bsto~mas bien descufpabiliza, ya que, como se puede prevet,_d£spi£xta~un sen­ tido dé'respoñsabihdaa, pero no~(ie c ulpabahdad en el_ssn*idf>-rifc.“He actuado mal” , ¡nrd .Poqnr^HIaa vprHaíj |fo~Ts~lo mismo que saher qne_se.Jha cometido lina falta. / Con ello se sale de un estado de ignorancia para entrar en un período de indagación. ' ”'

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) Nunca se sabe cuál es el comienzo. Puede haber sido en el siglo XVI, un abuelo o una abuela incestuosos. Uno lleva consigo todo eso, y a partir del momento en que se ha instalado cierto efecto neurótico, lesiones, etc., si uno conoce sus distan­ cias, las admite; sabe que tiene quizá la posibilidad de no perseverar en el error, de no seguir por este camino; quizá pueda uno mejorar las cosas; en cualquier caso, no agravarlas. La conciencia de ser responsable no produce agobio. Lo hecho, hecho está, lo que sucedió nos ha construido, pero sabemos que quizá tengamos una influencia en lo que nos seguirá, en el desarrollo de nuestro hijo o en el propio. En realidad, todo se plasma en angustia; es imposible vivir sin ella; de lo que se trata es de vivir con ella en tal forma que sea soportable. Y hasta puede ser crea­ dora.

En las que llaman ciencias del hombre, el psicoanálisis puede aclarar la dinámi­ ca del inconsciente en lo incumbente a la medicina, a la psicología, a la pedagogía, a la sociología y a la etnología. Pero cada una de estas ciencias conserva su especi­ ficidad: y si bien el psicoanálisis pone en cuestión el sentido, la finalidad, los fraca­ sos o el éxito de estas ciencias, jamás puede dar respuesta cuando se trata de la angustia humana y de sus condicionamientos, pero igualmente cuando se trata de las alegrías humanas, de las esperanzas, de las creaciones, como ciencia basada en la observación empírica de las interrelaciones emocionales. El psicoanálisis permite elahnrM-htitÜlésüS SóblC el uúino. uno nunca pebre el porqué del vivir y del morir. ¡El psicoanálisis no es ni una metafísica ni una ciencia oculta!

Si el lenguaje oscuro del inconsciente, que reúne a todos los seres humanos, que f los asocia, que los estructura, que los teje unos a otros, no es dicho, el que habla este lenguaje es el cuerpo. En el niño toda lamatoloeia es psicosomática. y sigue siéndolo aún en el adulto, en lo que “él” no puede decir-se. V''"~~¿Por qué-erl^ffiu^ajyai^uienes la escuchan, una psicoterapia,?Jorque es_ya jiña simbolización •dfrtáseTnncinnes e intercambios entre humano;, en nn-cód-igo ^ / artístico que no es un código fijado como unienguaie pefo-que-traduce-emoeiones v de. una ’pérsóM~a ótra~.' Lo prevéfbal es ya simbólico. Y es un intercambio. Es la expresión del ser humano que todavía no puede hablar: el niño habla mediante su mímica, y si la mímica no es “oída” como respuesta a lo que se juega alrededor de él, su manera propia de escuchar y de aportar su significancia al conjunto de lo que se dice en ese momento es expresarlo con su cuerpo, a riesgo de menoscabar en él lo que es humano y de sobrevalorar lo animal. Y lo animal no es humano, son las pulsiones de muerte (en el sentido de muerte del sujeto del deseo y vitalidad del individuo anónimo de la especie en cuanto mamífero de la especie, pero no sujeto de lenguaje). El •4eseo-es-dfi_un deseo de comunicación., interpsíqiiic.a entre los / humanos, y el lenguaje es eso. Y el inconsciente está todo el tiempo en el lenguaje^ 'a condición de que quien se expresa sea espontáneo. . ' ¿Cuál es, pues, el lenguaje que el niño oye? El niño no oye (en el sentido de )

entendimiento)* más que un ritual nutritivo de sustento de su cuerpo, si no se Capítulo 4 lo introduce en el lenguaje de los sentimientos, de las ideas, mediante palabras que se los expresen. Los animales comen cuando encuentran qué comer, pero los peque­ EL SEGUNDO NACIMIENTO ños humanos pueden permanecer fijados al ritual alimentario. Y éste, establecido por el grupo, por el saber médico, puede desviar el sentido simbólico de los inter­ cambios nutricios. La madre ya no escucha la llamada de su bebé desde que se le inculca la regla general: es “preciso” alimentar a todo niño cada tres horas, porque \rj .rsrsQC^' \ la,ciencia dice que es cada tres horas. Al pecho, era alimentado cuando tenía ambre; con el biberón, todo quedó regularizado y normalizado. Esto empobrece el lensuai^ d e los sentimientos. Con las comidas para bebés -e n potécitos- ya lis'tas [ o * * * £ * > y donde todos los alimentos han pasado por el tamiz, ¡la higiene está a salvo! Pero la espera golosa, la observación de la madre atareada preparando la comida y f< L r á C después presentando el plato inventado, pensado, cocinado por ella entre el olor particular de las legumbres y de las frutas que iba pelando mientras hablaba con el niño.. . Todo eso que encantaba los sentidos del niño después del d e stete y que per- EL SER HUMANO EN ESTADO DE INFANCIA sonalizabáTaYélágl'Ó'Ei ma^re-hijo. toda esta riquezajen sentido simbólico está, en los países industrializados, desapareciendo. ¡Fast food! - El deseo que habita el organismo de un espécimen humano en estado de infan­ cia es alcanzar, por su crecimiento, la madurez. El objetivo, si todo va bien, es pro­ crear a fin de que su muerte deje algo vivo. Esta es la ley universal de los individuos 0 ( o \ q. / ^ ícx, de las especies vivientes. Lo imaginario del ser humano, de un poder enorme, está emtenguaje desde el inicio de su vida, desde la vida fetal y desde la vida lactante. rramos los adultos al creer que el niño sólo puede comprender el lenguaje si posee su técnica expresiva gramatical oral. En realidad, él intuye la verdad de lo que se le dice» quiza como~Tar"pIañiñs, de las que se dice que sienten la aféctividadTe las personas presentes, si son personas que podrían serles dañosas o personas que"aman a las plantas. Las experiencias demuestran que a las plantas no se las engaña. Si el botánico experimentador se acerca a una con sus tijeras sin intención de agredirla, la planta no cree en el gesto ni se encoge. Y siente al que la desprecia, al que la c M r pisaría, aunque éste no tenga nada en las manos. El experimentador dice: “Te voy a ( j v o quemar” ; ella sabe que no es verdad y que son meras palabras; no lo cree. Y esto coincide precisamente con la comprensión del niño frente a su padre o su madre; de hecho, frente al adulto que lo rodea: el adulto puede decirle palabras agresivas, y el niño no las cree cuando no siente la agresividad destructiva rechazante de ese adulto; son palabras, gero el niño no las vive. Es curioso. Recibir un cachete de alguien por quien uno se sabe estimado y amado no tendrá en absoluto el mismo valor que recibir un cachete de alguien que os desprecia. Lo mismo sucede con los tos y palabras “amables” pero carentes de sentimiento real F.I niño tiene la in te - igencia de la verdad, en cualquier caso de la sinceridad de los intercambios afecti- voirgi un agüito agrede tísicamente- ~á"un ñiño, erpóYqüe' a surespecto no tiene palabra; no kTconsidera Huniano. Si despreciamos lo vegetativo que hay en nosotros * El verbo entendre, cuya primera acepción es es porque hemos conferido una inflación a lo intelectual y a lo operacional: nos prender, entender”. [T.] servimos de una planta para cortarla, para que luzca en un jardín, etc., la planta

172 173 teme a este jardinero... pero al que no agrede a la planta por su propio placer, la planta no le teme. Hay en la infancia, en el período aparentemente vegetativo pues todavía no es motor, del lactante, este mismo estilo de comprensión con respecto a las intencio­ nes profundas del adulto, con respecto a lo que, en el adulto, ha sido niño y tiene respeto por el niño. Al nacer, el hombre es va él mismo, enteramente, pero bajo una forma donde todo está por advenir. Las cosas se realizarán poco a poco, se expresarán más tarde, según sus encuentros formadores. Pero todo está ahí y merece, pues, ser respetado al mismo título que si tuviera SO expertos años, más aún cuanto que los años pueden degradar y estropear las riquezas primigenias. Se puede sacar una lección de la historia del niño salvaje' que Truffaut llevó al cine: debido a que el niño no tuvo los intercambios con el adulto desde el comienzo de su vida, la comunicación nunca tendrá lugar. Truffaut representó a 'AimterdrajtrcTaguacero como situviera ritos religiosos con la lluvia; el niño está en comunicación lingüística y simbólica con fuerzas cósmicas, como si fuera un vege­ tal que gozara de recibir la fecundidad por vía dé la lluvia. En ese instante parece presa jte.Ja.locura: está loco para nosotros.porque su sistema simbólico es diferente défristrmiajdmh-ólico que se enseña a los niños.: Se dice: “Recibí una rociada de palos” , “Llovió a cántaros” , en fin, usamos todo el tiempo imágenes como éstas, que son imágenes donde el cosmos representa ajo s humanos. Todo niño tiene un lenguaje, se expresa, tiene amigos en la natu­ raleza; no siempré~los tiene entre los humánosi'Es'ün ser de“cómumcációri' desde él origen de Su Vidajy, UO habiendo réTOd'b'ñaha humanopercThabiéildo Sobrevivido a ésta' ¿usencia"ele protección, continuó siendo .un ser de lenguaje. Esta función simbólica es utilizada por los humanos que dan su código al niño porque lo prote­ gen. Pero yo creo que no se reparó bien en que, cualquiera que sea el ser humano, cualquiera que sea su nivel de edad o de comportamiento, es siempre un ser inteli­ gente, animado en todos los instantes de su estado de vigilia por su fundón.simbó­ lica y su memoria.

¿POR QUE INSPIRA MIEDO LA VITALIDAD DE LA JUVENTUD?

El trabajo que se abre ante nosotros desde que se comprendió lo que sucede en el inconsciente nos descorazonaría de antemano si no se pensara en el relevo de las generaciones siguientes. Se tiene la impresión de desembocar en una antropolo- \ / gía enteramente nueva: el hombre no es lo que creía ser, el niño no es lo qu¿ los adultos creen que es. Los adultosrepnmen enellos al niño, mientras que aspiran \

Según Víctor de l’Aveyron.

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) a que el niño se comporte como ellos quieren. Este sentido educativo es falso. Apunta a nacer que se repita una sociedad para adultos, es decir, amputada de las fuerzas inventivas, creativas, audaces y poéticas de la infancia y de la juventud, fermento de renovación de las sociedades.

Singular especie que, en la edad adulta, no quiere evolucionar por miedo a la muerte y que teme instintivamente la vida.

or tener miedo de la muerte, nos aferramos al hecho de estar vivos por la mera conservación del cuerpo, objeto conocido, mientras que la vida es mucho más que este cuerpo. Ese miedo impide la vida. Tenemos miedo de que nos maten, de que nos reemplacen, de que nos suplanten, de haber acabado, pero, al hacerlo, uno se achica a sí mismo y asfixia a su hijo, el niño que uno ha sido y que él representa, y qüeliunca pudo serlo uno lo slIfrciente 'como'''paia aceptar que ha renunciado a él en uño mismo. Sólo los pocos individuos^qtrereTl sil hláttfria, consiguen “no dejar morir al niño en ellos” logran crear algo y hacer avanzar las cosas, por saltos, descu­ brimientos, emociones que aportan a la sociedad, abriendo nuevas ventanas, nuevas puertas. Pero los más inventivos, los más innovadores están aislados, marginaliza- dos, siempre amenazados por la psicosis. Por lo demás, ya se ve: hay toda una lite­ ratura, todo un discurso sobre loGura y genio. Finalmente, la sociedad ha inscrito en el inconsciente, o en cualquier caso en el subconsciente, la idea de que el artista es sospechoso, v el investigador también. Hay una visión patológica del arte y de la "deñcíaTcuando es creadora. Con cuánta rapidez se dice: “Ese inventor está loco” . ¡Qué loco, qué esquizofrénico debió de ser Arquímedes! Todo el mundo ha tomado su baño, todo el mundo ha tenido la sensación de facilidad para levantar un brazo, o de un esfuerzo fácil o difícil de realizar en el agua.. . Pero nadie había mirado nunca su brazo como una cosa que podía ser un objeto enteramente distin­ to que el perteneciente a su cuerpo, y así formarse una idea del cálculo de la fuerza que ese brazo recibía... Para eso hacía falta que pudiese a la vez sentir su brazo y a la vez considerarlo como un objeto parcial cualquiera que podía ser el del vecino. ¡Es extraordinario haber descubierto eso! ¿Qué imagen de su cuerpo tenía Arquí­ medes cuando estaba en el baño, para haber podido separarse de él hasta ese punto? Hacía millares de años que los hombres vivían esta experiencia, y jamás dedujeron de ella nada. Los cuerpos flotan. . . sí, pero lo científico es la medida calculable de la masa. ¡Se puede pensar entonces que ese ser “mutante” tuvo que ser descuidado por su madre para no conocer su cuerpo del todo!, para que le diera exactamente igual que su brazo, que su mano fueran un objeto parcial. Su cerebro meditaba sobre este cuerpo en el espacio como si estuviera en pedazos. ¿Arquímedes... un caso clínico?

175 t EL DOBLE NACIMIENTO

Para comunicarse con |ff¡i ir*™ ■ ■ ’■ |" ...... ’ni'lr°° rrp.vprnn nppffsarin im itar ni “ h nh ln fifi h

E1 “habla del beberes la no comunicación. Durante la primera edad, las madres sonprnpensas a tener con los bebés el mismo lenguajequeJaJgiñtere serva a los animales domésticos: del amrnar _domést.icQ._s_ejiahja, no se le habla. Hay más. Ciertas personas les hablan más fácilmente a un perro o a un gato que a un nifio. Pienso que la causa está en que, para eytrlrt1lrarnns como adultos, estamos obliga­ dos a reprimir todo b _que pertenece .a,la^iníáiicia.-.Fascinainos por un pasado completamente caduco para nosotros seria rnmn hablarle al-fnntnsmn-it°Tl7Tsritrns inisffTós. Entonces, nos abstenemos de hacerlo. Nos negamos a hablar a nuestros ebés v. sin embargo, viéndolos, nos identificamos con nuestra madre cuando éra- mos bebés nosotros. Es lo que hacen los padres éspoñtáneámente; se identifican con sus propios padres, al mismo tiempo que se identifican con el bebezón uñí iela- ción nareisista-€QO_eUos mismos en un bebé “imaginado’'^ en vez de ser una relación con este bebé en la realidad. Y esa relación con ellos mismos, la objetivan teniendo una relación con otro adulto/con quien hablan del niño sin hablarle a éste mismo.

¿Qué sucede cuando evocamos nuestra infancia?

A menudo se oye a la gente hablar de sí misma, diciendo, por ejemplo: “Hiji- ta, dejarás de fumar” . . . O incluso: “Me he dicho qué es lo que haré en esa situa­ ción” . Hay mucha gente que habla de sí misma tuteándose; es más raro que se hable de sí diciendo “él” , pero sucede. Una vez invitamos a alguien a cenar; le sugerimos que repitiera un plato y nos contestó (es un artista): “No, él ha comido mucho... No quiero que repita”. No era una broma. Se trataba de un recurso eficaz para no comer demasiado.

Cuando la popularidad de los hombres públicos entra en la leyenda, tienden a hablar de sí en tercera persona. De Gaulle, por ejemplo, decía: “De Gaulle se debe a Francia.. . ” Escritores célebres sé inventan seudónimos (Gary-Ajar) que les dan mucha más facilidad para hablar de ellos como si fueran otro. Si uno habla de sí mismo en pasado, a la postre sería más sano hacerlo como si se hablara de otro, hablar en tercera persona.

Si yo digo: “Cuando era niña, hacía tonterías” , o “Cuando era ñifla, mis padres me encontraban muy vivaz entre los demás niflitos.. hablo de mí en pasado, no de la que soy ahora. No se puede hablar en tiempo presente de uno mismo en el pasado. No conseguimos hablarle al niflo en presente, pues hablaríamos al niflo que está en nosotros en imperfecto. Por eso se le puede hablar a un perro, porque noso-

176 tros tenemos un presente que es mudo y que consideramos como un animal domés­ tico de nosotros mismos, que está a nuestro servicio como nuestro cuerpo está a nuestro servicio. Y hablamos al animal doméstico... “No estás contento...” como a una parte de nosotros que no estaría contenta. Pero al niño con el -qug-B<»s-i4ent i- firamns rn el pasado nos cuesta hablarle “de veras” : lo consideramos tan inteligen- te como nosotros, y a menudo más. No podemo^ admitirló^Siempre esa confusión de valor con fuerza, de falta de experiencia con necesdad, de razón con poder de intimidación.

Cuando se sale de un análisis, se restablece la relación exacta entre el yo presen­ te y el yo niño, la buena distancia.

Es más que una distancia. Por sí mismo, presente e incluso más pasado, uno ya no se interesa. En mi opinión, éste fue el principal resultado de mi análisis: mi pasa­ do ya no me interesa en absoluto en lo que yo sentía por él. Pasa lo mismo que con las fotografías: de cuando en cuando, uno piensa en ellas. . . en familia. Pero, uno mismo. . . es algo muerto. Sólo es “resucitable” porque hay otras personas alrededor, como testigos ante los cuales uno ha vivido determinada cosa. Pasó a ser “histórico” . Sucede a veces que una persona de su familia le habla de cuando era usted niño, y le dice: “Cuando había gente reunida parecías pensar, tenías los ojos muy abiertos... Te callabas y decían: Qué estará pensando con su cabecita.. . etc.” No tengo ningún recuerdo de que pensara algo, pero como la gente me lo cuenta, soy con ellos, por su decir, testigo de mí niña, y admito que debía de ser como esa chiquilla que se ve en las fotos. Para mí, son pequeñas huellas de alegres recuerdos. Puede ser que ciertas personas conserven expresiones mías de los recuer­ dos más sufrientes. Pero yo, no. En cualquier caso, no me acuerdo de la alegría; sólo recuerdo haber sido testigo cercano de un momento de vida; una persona que debía de ser yo, estaba alegre. En cambio, el aroma de la primavera, el despertar de la naturaleza durante las vacaciones de Semana Santa, en el campo. .. ciertas tor­ mentas de París en abril.. . Recuerdo todo eso con una sensación muy clara: la jubilosa sorpresa de que eso existiera. No obstante, está ligado a lo que soy ahora, y despierto a ello por momentos. Si es la unidad reencontrada entre el niño y el adulto que están en uno mismo, aquel momento se vive quizá realmente en presen­ te. En la serenidad de la reconciliación consigo mismo. Cuando se dice que uno persigue una unidad, creo que es ésa. No hay que confundirla con la que la gente cree haber tenido en la vida fetal, con su madre. Ilusión. Jamás existió. Jamás han tenido fusión con su madre: el huevo con sus envolturas en el vientre de una mujer no son la unidad, y no hubo unidad de percepción; hubo contaminación química y física, por supuesto: el calor de la madre hace el calor del feto; la vida de la madre, la vida del feto; el azúcar en la sangre de la madre alimenta la sangre del feto; es una comunicación fisiológica, de percepciones auditivas que son las del exterior, en parte las de la voz de la madre, pero jamás hay fusión... la unidad que supuesta­ mente se busca con la madre, yo no creo que sea con la madre. Mis recuerdos me retrotraen con emoción a sensaciones que son de orden respiratorio y de orden olfativo, y que están ligadas a lo cósmico. Me pregunto si no es la verdadera perso­

177 nalidad que está desprendida de la historia relacional con la madre y el padre. En ese momento se libera la sensibilidad particular que uno tiene en la relación con el mundo, por fin despojada de todo el resto. Tengo recuerdos asociados a otras per­ sonas. Como no soy hija única (era la cuarta de siete) había todo un mundo a mi alrededor. Pero yo, lo que siento, yo, no es realmente sino yo. Y las personas que están ahí, tal vez lo sintieron, pero esto no se comunicaba. Ellas no me decían: “Cómo disfruto de la primavera. ..” Sensaciones que jamás fueron dichas y que sin duda eran compartidas. Entonces, hay otras personas además de mí que lo experi­ mentan en otros momentos de la vida actual, cuando algo de la geografía física, del tiempo, me lo hace volver a experimentar.. . Y en ese momento me encuentro siendo la misma que en mi primera infancia, experimento sin duda una reminis­ cencia, es como un flash sensorial. Cada uno de nosotros tiene unos pequeños recuerdos de su narcisismo reali­ mentado. Y este resurgimiento es ciertamente más frágil si se debe al encuentro y al decir de terceras personas que si se debe al de un espacio geográfico y un aconte­ cimiento climático o cósmico. Allí se lo puede encontrar semejante o casi, mien­ tras que las personas, tal como eran, están perdidas.

En el fondo, ¿la condición del ser humano no será librarse de las marcas y los traumas de la vida fetal, puesto que es forzoso hacerse cargo del pasado, de lo vivi­ do por los ascendientes?

Puesto que estamos estructurados por ellos, de ellos no nos podemos librar. El niño que nace en 1981 no es el mismo que el de 1913 ó 1908. No es el mismo niño francés, sobre la tierra de Francia. . . Tiene el pasado de sus padres, que no es el mismo, y que lo formó como capital presensorial a desarrollar, como una foto a revelar que está en él. Y es esto, en mi sensibilidad, lo que existe al comienzo. No nacemos Cromagnon, la memoria como una cera aún virgen. De ninguna manera. Todos los recuerdos de nuestros padres, de nuestros antepasados están incluidos en .nosotros. Somos, en nuestro ser, representantes de una historia, aunque no lo sepa- --jnos, y a partir de"el!a7i5s v5nTtJ5 a desarrollar

Hay todo un ciclo de pruebas que atravesar antes de poder expandirse verdade­ ramente, liberar lo que cada cual tiene de único, de específico, es decir, de singular en cada uno de nosotros.

Para entenderlo, es necesario hacer una comparación entre alguien que tuvo un destino continuo, educado por sus progenitores como padres tutelares, educado­ res, y alguien que fue abandonado por sus progenitores, de quienes nunca conocerá ni el rostro ni la historia. Es su representante y nunca tuvo palabras ni presencia de gentes que le presentaran el lazo que lo une a sus dos linajes. Y ahí se advierte que este ser no es un Adán, en absoluto, aunque no haya conocido padres. Es realmen­ te de su tiempo, aun de muy pequeño: es el resultado de una historia de sus padres, que no puede serie^dicha-oor nadie con palabras. Y eso es lo que él no puede supe-

El -Edipo de los niños abandonados no se puede resolver verdaderamente, ¡porque permanecen prisioneros de un enigma."

Cada uno de estos niños es prisionero de un enigma.. Resuelve un cierto Edipo que ha tomado como peón representativo de las personas que lo criaron. Pero está siempre a la búsqueda de sus progenitores y de sus hermanos. Prueba de ello es esta fantasía que tienen todos los niñosab’a ñdónád o s o adoptados: lajle! riesgo de ena- morarse. sin saberlo, de su hermanado de su hermano. Esto les induce a buscar un cónyuge en regiones distantes de aquellas en que nacieron, es decir, donde su madre dio a luz. El tabú del incesto pesa sobre ellos. Temen que si alguien les cae simpáti­ co, sea su hermano o su Hermana. Y, para estar seguros de no cometer incesto, eli­ gen alguien completamente ajeno a su región de origen. Por lo tanto^el Edipo está ahí, enterrado en alguna parte.

Cualquiera que sea la vivencia propia del individuo, incluso si no ha padecido estrés prenatal o complicaciones neonatales, todo paso de la vida fetal a la vida aérea es en sí un traumatismo, algo así como la prueba inicial de la que nadie se restablece del todo: es el duelo de la placenta, primera en fecha de nuestras “cas­ traciones", particiones dolorosamente irreversibles.

Es una partición por un lado cimentadora de nuestro metabolismo, la pérdida de las envolturas amnióticas y de la placenta. Sólo podemos recuperarnos de ella después de muchas pruebas e iniciaciones. Y todas estas mutaciones no se cumpli­ rán sino según el modelo del nacimiento. Cuando se tiene mi edad y se ha conocido a muchos niños, cuando se supo cómo han nacido, el proceso de su alumbramiento, de su aparición en el mundo, se puede decir que cada vez que han tenido una muta­ ción en su existencia, se produjo de la misma manera que su nacimiento. Hablo de niños que no fueron alumbrados química o agresivamente, que nacieron de un parto espontáneo. Ningún ser humano nace de la misma manera. Citaré a esa madre que tenía siete u ocho hijos en la época en que no existía el “monitoreo” (ahora los partos son absolutamente mecánicos y científicos): “Yo lo sé, uno de mis hijos nació de esta determinada manera, pues bien, pasará la prueba de los once-doce años de la misma manera” . Muchas otras madres me han hablado en idénticos tér-

179 I < minos. Y además se implicaban a sí mismas, diciendo: “Me siento ansiosa por el giro decisivo que va a dar, pero no me preocupo, porque yo estaba ansiosa en el momen­ to de su nacimiento y todo marchó muy bien .. . con él (o ella), me pongo ansiosa cada vez que va a darse un giro decisivo en su vida”. Cuando se topaban con una dificultad, estos niños se comportaban de la misma manera en que habían negocia­ do el paso de la vida de feto a la de lactante. Cuando vemos individuos que toman decisiones importantes, que producen cambios de vida radicales, con una suerte de inconciencia o de tranquilidad, proba­ blemente sea que tuvieron un parto más fácil que otros, sin choques, sin dolor. Pertenece a la condición del hombre no poder expandir verdaderamente su personalidad sino en un segundo nacimiento. El Evangelio lo dice—La-geate-cree que es u f l iñguajelñístico, pero défíecho es, sencillamente, el proceso de humani­ zación. ETprimer nacimiento es un nacimiento mamifera. el paso deTrtr-estado-vege- tativ(ra~ün estado animal, y el segundo nacimiento es el paso del estado de depen­ dencia animaf a lá nbcTtad humami3é1sí y del no, un naciiniento_al espijitu, a la conciencia delavida simbólica. Esta sería la mutación que habría hecho del mamí- féSTsüpenoFün ser humano, la especificidad de tener un doble nacimiento, el riesgo de la muerte seguido de una transfiguración. El primer nacimiento nos separa de aquel mundo de comunicación que noso­ tros los adultos ignoramos y que puede tener el feto. Es también el nacimiento al lenguaje que se cumple con la cesura del cordón umbilical. El segundo nacimien­ to, sin el cual no llegaríamos a ser realmente nosotros mismos, es lo que nos vuelve a sumir en el antecódigo con los padres para reencontrar nuestra naturaleza, pero nuestra naturaleza con el elemento de la cultura que ha codificado el lenguaje. Esta frase del Evangelio: “Si no volvéis a ser niños. . . ” se aclara. Al mismo tiempo que vivimos nuestra relación con el otro, lógica, remitiéndonos al sentido de las pala­ bras, vivimos también sobre otro registro una relación a la que no prestamos aten­ ción, que pertenece al ámbito del inconsciente, y ésa siempre ha existido. Pero el lenguaje corriente sólo retiene lo que es lógico, localizable, en los intercambios con las personas. Ahora bien, hay mucho de ilógico entre las personas que se comuni­ can, pero ya no lo sabemos. Y es preciso renacer a esta inteligencia de lo ilógico, a veces mucho más dinámica que lo que es lógico y existe ahí. El lenguaje claro, cuando es espontáneo, al mismo tiempo que de su decir manifiesto es portador de un decir latente, el lenguaje del inconsciente. Se podría decir que el segundo naci­ miento sirve para hacer el duelo del primer nacimiento, en cuanto muerte en noso­ tros del mamífero humano, pero conservando lo que existía, transmisible y vivo, la comunicación sin palabras. Es preciso que el primer nacimiento sea sentido como una muerte para que haya resurrección, es decir, mutación en otra vida: el paso de la placenta orgánica a la placenta aérea. Desde el punto de vista respiratorio, tenemos como placenta la atmósfera, que es la misma placenta aérea para todo el mundo; y, desde el punto de vista digestivo, estamos sobre la tierra, de la que toma­ mos por la boca los elementos nutritivos y a la que devolvemos lo inútil por el ano

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...... ' ( )

( ) y el meato urinario. Después de nuestra expulsión del vientre materno, nuestro alimento, en lugar de ser la sangre que circula, llegada a nosotros por el ombligo y que restituimos a la placenta, viene de la tierra: construimos nuestro cuerpo con los alimentos que tragamos por la boca. La boca es a la vez nuestro cordón umbilical ) —la nariz también— y al mismo tiempo, por ella, gritamos y luego hablamos, que es cosa muy diferente; expresamos lo que sentimos, lo cual en la vida fetal no era posi­ ble. Allí está lo nuevo, porque cuando nos expresamos con el código de lenguaje que los otros comprenden, todo lo que no entra en ese código sin embargo también existe.. . pero permanece en el inconsciente. Nos comunicamos de inconsciente a inconsciente aunque haya un lenguaje que, codificado y consciente, nos impida decirlo todo, y a los otros entenderlo todo, de lo que expresamos.

De hecho, la adaptación a esa otra vida no cae por su peso pero puede durar la vida entera de un individuo. Y surge de nuestra “encuesta histórica” que se ha pres­ tado mucha más atención, hablando de la inmadurez del hombre, a su desarrollo intelectual, ligado al tiempo de formación del sistema nervioso central, mucho más que a ese verdadero dominio de la comunicación, que parece ser la condición misma del desarrollo de la personalidad. Nunca se centraron realmente las investi­ gaciones, los estudios, sobre esa condición misma del ser humano siempre en tran­ ce de duelo de él mismo, desde que nace, y aun todo su tiempo llamado de vida. Tras haber acabado con los balbuceos actuales sobre lo que ahora llaman psi­ cología prenatal, neonatal, etc., se debería circunscribir un poco más la “ley” esencial obrante en los individuos de la especie humana, esa especie cuyos indivi- ,) dúos, gracias a su memoria del pasado, tienen recuerdos y, gracias a su imaginación, anticipan el porvenir, lo temen o lo esperan.

Me parece importantísimo el punto de vista aportado por el psicoanálisis: que la cesura del cordón umbilical es una castración, en el sentido de que es una parti- ciónLfisicá'ftgrcuerpo. con la pérdida de una parte hasta ahí esencial a la vida del individuo, qué'T5~5entfda"comó la alternativa fundamental: “Sal de^tus-envolturas. '[Sal! 0'TU placentaro-la-mu«'Fte-rSi-te-qnécíaTcon tu placenta, te mueres. Si dejas tu plácettta-xietrásAóJriJ..tfiJJtpcm^-a-vivir;'pefó“qúizá también mueras, eso depende de ' ) tu fuerza para respirar...” Salir del abrigo de las envolturas inseparadas del orga­ nismo materno, e indisociables de la placenta. Dejar la placenta, dejar las envoltu­ < ) ras, es decir dejar la oxigenación pasiva, el pasivo nutritivo y al mismo tiempo la seguridad para el cuerpo entero, es realmente salir de un estado vital, el único cono­ cido, morir. Pero sólo desde esta misma experiencia, vivida hasta su más grande < ) riesgo, se abren de una vez los pulmones al son del primer grito, al mismo tiempo que se cierra el corazón: el niño pierde la audición de su propio corazón y oye como ) el ritmo del corazón de la madre que jugaba con el balanceo rápido perdido del corazón fetal. Ya no oye dos ritmos que se buscaban, que se casaban. Pienso que toda esta vitalidad orgánica del mamífero humano reaparece en forma de lenguaje arcaico en los tam-tam y en la música de percusión. Los africanos y los hindúes

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) bailan y cantan al batir de los tambores durante horas y horas, sin cansarse en apa­ riencia, como si se hallasen fuera del tiempo y dél espacio, como antaño in Utero, con el machucamiento de ritmos que los mantenían en una vitalidad cargada de con­ tinuo presente. Recobran, mediante el arte de los ritmos, la vitalidad uterina mante­ nida por sí misma, al parecer, sin ningún trabajo ni fatiga para hacerlo. Pero no están solos. El grupo entero carga con cada uno, como una madre con su feto.

¿Es ésta una nueva versión del mito del paraíso perdido? ¿Una visión bioló­ gica?

Cuando se habla de regresión, se trata de una regresión a conductas de su histo­ ria de cuerpo y de afectividad. La propia palabra “regresión” implica que haya también progresión y estancamiento respecto de un currículum biológico. La regre­ sión significa: retomar medios de expresión, o medios de sustentación, o medios de vitalidad de intercambio con el mundo exterior que son arcaicos para nosotros, es decir, que fueron los de una historia, o deseados en una época de nuestra historia, y detenidos en ese preciso momento sin palabras. Y volver a ellos es tomar fuerzas para reanudar la marcha.

LA EXPERIENCIA DEL TIEMPO

^os niños de la primera edad no conocen pasado ni futuro. Viven en la etemi- ¿Cómo ingresan en la dimensión del tiempo humano?

“Espera” , “Espera” , palabra esencial para iniciar al bebé en el transcurso del tiempo en el momento de darle el biberón, haciéndole captar el desajuste entre su demanda y la satisfacción de la necesidad .£1 deseo nos-hace-entrar en la dimensión temporal, y viceversa. Los niños sordos no han tenido esa primera experiencia de la espera de “res­ puesta” a la demanda. Al no haber recibido, como los que oyen, palabras de tem- poralización, no adquirieron el sentido de la hora. En las escuelas especializadas, al principio no se exige puntualidad a los alumnos. Esta no se obtiene sin aprendi­ zaje. Muchos daños se ocasionan en las maternidades cuando se separa al recién naci­ do de su madre. Su primera experiencia son los lapsos que corren entre los reen­ cuentros con ésta. Sin ella, el niño está como sumido en la noche, ahogado entre los berridos de los otros bebés. El tleseoaíg^upervivencia del cuerpo está saciado, pero lactantes están dos pisos encima de las parturientas. Si la madre no le da el pecho, no ve a su hijo más que cinco minutos por día, a la hora de las visitas. ¿Hay esperan­ zas de ser oído? Las jóvenes enfermeras, agobiadas por el tiempo de la institucción, comienzan a cuestionarla. Los niños por nacer heredan esta institucionalización de todo. Para orientar la prevención hav que considerar tres momentos cruciales, críti-

— La separación de la_majire_y del recién nacido en la maternidad. — La guardTdíTlos niños en guarderías. — El parvulario a los dosañosTEñ~el parvulario no se tienen en cuenta ni las elecciones del ritmo deídeseo ni las elecciones de los niños. Estos hitos son localizables; es posible influir sobre el desarrollo del niño en estas situaciones2, siempre que se prevean los relevos y, sobre todo, que se hable al niño de las razones que obligan a actuar a su respecto del modo en que se lo hace y que son penosas y hasta perniciosas para él, pero, en el estado actual de la sociedad en que ha nacido, se las juzga inevitables porque son soluciones necesarias para los padres. No es que esté “bien” , pero es así. ¿Incluso podría excusarse uno con los pequeños, verdad? xS i el tiempo del niño esestnicturado demasiado pronto por el deseo de la ma- /n re. él no puede expresar su curiosidad por el mundo., vive con un ritmo-impuesto por las obsesiones del adulto y a menudo contra rio, .al suyo . 0 se somete, o lo recha­ za todo. ¡En qué dependencia colocan ciertas personas tutelares al niño del que se ocupan! Madres y celadoras no son conscientes de estar induciendo una vida a con­ trasentido, a contrarritmo, al imponer a los bebés una suerte de empleo del tiempo estándar: hay que ir al parque, hay que ir de paseo. Yo les pregunto: “Usted, seño­ ra, ¿tiene ganas de ir al parqueT^A h, no, lo hago por él. —¿Para tener una buen relación con él y verlo^ichósoT^Por~que~estTopearle el tiempo disfrutable en casa si ni a usted ni a él mismo les apetece? Un niño que ñoTténe ganas de salir, es por­ que le satisface quedarse en casa, haciendo cosas divertidas. ¿Y si parara usted en el camino? —Oh, sí, él se pararía en todos los escaparates” . Un niño de dieciocho meses, de dos años, no “toma solamente el aire” , se interesa en todo lo que ocune a su alrededor. Hable usted con él de todo lo que le interesa. Ese será el verdadero j i aseo. Demasiacla5~pers6ñas creen queel niño necesariamente tiene que ir a hacer construcciones en la arena. ¿Por qué “necesariamente”? Creo que son personas que no saben estar en relación con el niño. Con semejante empleo del tiempo, el bebé no puede descubrir su articulación con el mundo de la sociedad; ni siquiera tiene ocasión para descubrirla y hablar de ella sobre todo con quien lo pasea. Es interesante observar las desviaciones de las relaciones madre-hijo en la di­ mensión temporal, en la vivencia del tiempo.

Véase 4a. parte: Prevención.

183 t nletaménte contrariado por una actitud obsesiva del adulto. Se le impone un ritmo arbitrario, contrario a su propio, ritmo.^- Actualmente, las cosas se agravan mucho más en el plano escolar al establecer­ se que un niño no puede entrar en un curso si no nació antes del Io de enero, o cuando, durante el recreo, se impide al niño elegir compañeros de juegos de más o de menos edad que él, alumnos de los otros cursos. Lo que debería importar es el ritmo de cada cual y no la edad civil. Se prbera- ma a los niños como si fueran máquinas- ~~ La edad afectiva, la dinámica del deseo del niño deberían ser el único funda- mento del paso al curso superior, de la aceptación de niños de más edad entre otros ~“ueños o más-grantlgs y cuyo modo de vida es más conveniente para él si es aceptadcTpor ellos. Con mis hermanos hemos mirado las fotografías de los cursos en que había­ mos participado y nos preguntamos qué sería de nuestros condiscípulos. Los que mejor se adaptaban no superaron profesionalmente la media decente, la buena mediocridad. Las personas que consiguieron ser autónomas en el transcurso de su vida adulta, durante dos o tres años de sus estudios primarios o secundarios habían tenido una conducta calamitosa o marginal, y en cualquier caso habían sido alum­ nos muy irregulares en trabajo y en disciplina. En esa época no se les hacía repetir el curso, cosa que hoy ya no es posible. Actualmente son los que quedan segrega­ dos. El tiempo apremia. Si un niño no es inscrito en una guardería casi antes de nacer, no conseguirá un lnpar Todo está hecho para no dejarlo ser. No hay lugar para él si no ha entrado en carréra F.s angustiante. Los niños oyen decir precozmente: “No habrá lugar para ti, es demasiado tarde” . Y, lo que es más: “No habrá trabajo para todos. Así que pasa brillantemente tus exámenes porque si no te quedarás sin oficio” . Itiva la angustia, que pasa a serla base de la ediirariqp Ella es origen de gran número de desórdenes adolescentes^ En la propia relación madre-hijo se origina la noción del tiempo positivo para el desarrollo de un ser o del tiempo persecutorio, como si fuera una persona. Pues­ to que es una persona representativa de la sociedad la que estaba de acuerdo con el tiempo para ser tan perseguida por él como el niño. O se adapta uno por completo y el deseo agoniza, o se niega a ser fusional para ese perseguidor y entonces tiene impedido vivir. Cada cual es objeto de la necesidad devoradora del tiempo, nuestro ser entero está sometido a él, en los otros, o es una sobra del tiempo, rechazado por no confo- marse a la medida que los otros -en el espacio común al de nuestro cuerpo— espe­ cifican como “normal” .

¿En qué estadio de su desarrollo sabe el niño lo que es “mañana”? ( ~iL-r^yz- ^ Cc)r> C 'i[o b e l 6 3

Ia Q-z y ^ ^ v ^j u ^ ''

Lo he notado al llegar a la familia un recién nacido (hermano o hermana): la noción del tiempo que corre, irreversible, se adquiere al superarse los celos provo­ cados por este nacimiento y con la instalación de derecho del segundo hijo en la familia. El mayor comienza por regresar hacia etapas anteriores de su relación con el mundo, a veces con su cuerpo, para ser tan valioso como un pequeño. Es preciso dominar este peligro de identificación. Cuando el niño oye decir: “Deja al bebé con su mamá, y tú, el grande (o la grande)... hagamos cosas más interesantes” , como es mayor que el recién llegado puede conservar su identidad y el nivel adqui­ rido de sus intercambios, acepta ser y a los ocho días surge en él la noción en los verbos del pasado y del futuro. Me parece que los hijos únicos carecen de esta expe­ riencia del tiempo. Sin saberlo, no pueden estar en cohesión consigo mismos. Están siempre listos para identificarse con el otro del ser amado. Sólo la superación de los celos proporciona al individuo, desde su propio interior, un arraigo en su ser, en su tiempo y cuerpo propios y no en el tiempo y cuerpo de otro. Fue en ese momento cuando vi aparecer la conciencia del tiempo en los niños. Mi hija, que era la más pequeña y además la única mujer de tres hijos, no co­ noció un hermanito menor que la expusiera a regresión por rivalizar con él. Conser­ vó por más tiempo la noción de sentirse, a su edad, como si fuera más grande, quizá arrastrada por sus hermanos mayores. No tuvo que pasar por la dura prueba de compararse con uno más pequeño. Esto fue quizás una fragilidad. Es absolutamen­ te necesario que cada niño supere en sí mismo las potencialidades regresivas. Lo que le hace sufrir es la nostalgia del pasado, y también la constatación de impotencia con respecto al deseo de “ser grande”, de actuar “solo” como lo hacen los adultos. Amarse a sí mismo más que amar su relación con otro o la de otro para con uno mismo. El principio de realidad obra en contra de esto. “No es valioso sentir que se es pequeño. No puedes volver atrás” . El ayer ya se cumplió, el mañana siem­ pre está por llegar. Es la muerte pero, si se la acepta, también es la transfiguración. La repetición de una satisfacción de deseo es mortífera; el deseo nunca repetiti­ vo, siempre inventivo, conduce a un amor liberador. Hasta la edad adulta, la regresión está ligada a la relación con la madre y con los allegados a la madre. El niño se identifica con el padre y la madre en él intro- yectados, más aún que con sus padres reales actuales. En la etapa de la pubertad a lo sumo, es cuando habría que abandonar este modelo interior de padre y madre, y el deseo que padre y madre educadores expresan, y sobre todo el placer a propor­ cionarles, para centrarse sólo en el deseo y en el placer de realización de sí con y para los otros fuera de la familia. De lo contrario, ¿cómo arribar a la pubertad si no se afana uno en semejante libertad, en semejante aspiración desmedida a la incógnita del futuro que sólo se vive arriesgando? Además, defraudar a los padres es tan doloroso como ser defraudado por ellos. La lentitud que se observa en los niños púberes procede de esta difícil instan-

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cía. Lo mismo que la devoración de alimentos, verdaderamente inútil, caracterís­ tica de tantos adolescentes. Comen como tragones y no como su cuerpo necesita. Se trata de un retorno a la edad en que eran pequeños y en que se les repetía: “Come para crecer” . A su edad actual, es: “Salir para crecer” , y ya no es “comer” . Salir al exterior de la familia. Los adolescentes sanos no hablan de otra cosa: “No quieren que salga” . Objeción de los padres (refrán): “La casa parece una pensión” . Pues sí. Es necesario. Los dueños de pensiones deberían alegrarse de ver volver a los adolescentes, tras haberse divertido u ocupado fuera. Los adultos deben alegrar­ se de ser el abra, el puerto. Frustración de los padres: los niños ya no son instrumentos de deseo, ya no aportan placeres. No vienen más que a aprovecharse. El barco ebrio que zarpa a la aventura y regresa a puerto. Cuando el puerto es demasiado ansiógeno, los adoles­ centes se fugan. La fuga es saludable, aunque, sin experiencia, el joven corra riesgos. Conocí a un juez que se afligía porque la ley estuviera en contra del interés del adolescente que se fuga, con el pretexto del recelo que inspiran los riesgos desco­ nocidos a que se expone el adolescente sin experiencia. Quien da cobijo a un fugado y le ofrece asilo momentáneo es un delincuente, si no lo denuncia a la comisaría de su barrio o a la gendarmería. Es cómplice de la fuga. Sería saludable la experiencia de ser socorrido por otro adulto, si la familia avisada por éste o por el propio joven viniera a buscarlo unos días después, pero sin que esto implicara meter en el asunto a la sociedad... Buena ocasión para los pa­ dres de enterarse de que su hijo se asfixia con ellos. Esto no es asunto de la socie­ dad. ¿Por qué castigar el asilo a un joven escapado? Es tan grande el miedo a la explotación de jóvenes por los perversos que no se permite a los adultos acoger a los niños que se fugan. “S.O.S. Niños” ha sido su­ primido por la ley. Sin embargo, estos “perros perdidos sin collar” tenían un local al que podían acudir. Parece que los responsables se habrían dejado seducir por algunos de estos jóvenes o los habrían seducido ellos. ¿Y después? Es peor ser sedu­ cidos por los padres que por uno de afuera. Quien tomó la iniciativa fue el hijo de Robert Boulin. Había, no cabe duda, algunos predelincuentes, pero no pocos otros que sólo necesitaban escaparse por quince días del círculo familiar asfixiante. Se avisaba a los padres: “Su hijo o hija está en nuestra casa. Es mejor que estar en la calle” .

BEBE ANIMAL Y CRIA HUMANA. . .

¿Hay algo más común que nuestra ternura con los animalitos pequeños? Sobre todo con los mamíferos. Esa especie de enternecimiento ante los animalitos'pequeños obedece sin duda a nuestro propio sentimiento de mamífero que no puede expresarse de otro modo

186 que por la motricidad, cuando somos pequeños. Esto nos retrotrae a antes de la época en que acertábamos o errábamos, cuando manifestábamos torpes conductas parlantes —en fin, no habladas por nosotros y habladas por los adultos—, y creo que por eso hay personas desmesuradamente molestas con su cuerpo y que para salir de aprietos necesitan beber, para retornar a la época en que ésa era la única manera de relación con otros, porque habiendo bebido, intoxicados, tienen comportamien­ tos que ellos no critican, e incluso comportamientos animales. También es ésa sin duda la razón que explica su necesidad de un animal de compañía.

Ingerir decocciones excitantes, bebidas fuertes entre las tribus llamadas primi­ tivas así como en las sociedades modernas, tendría por motor secreto e irresistible reencontrar la supuesta seguridad de los primeros antropoides, una abohción de la angustia de estar solo en un presente insatisfactorio entre un pasado muerto y un futuro que aún no ha nacido.

Cada vez que se toma una bebida fuerte — caliente o fría—, es decir, algo que hace impacto en nuestra temperatura corporal, el estómago se presentifica y reapa­ rece una sensación arcaica de plenitud. Es, precisamente, un aseguramiento del ser humano desde su más arcaica relación con el otro.

Examinemos nuestra actitud de éxtasis ante el bebé animal. ¿No lo sustituimos, inconscientemente, por la cría humana?

Esto no es estructurante para quien es objeto de este deseo mirón. Muchas madres emplean con sus bebés un lenguaje erotofílico: obtienen placer, se anima­ lizan como cuando acarician a los animalitos. Es una relación de la época oral; uno actúa, el otro padece esa acción; no es una relación de sujeto a sujeto; es una rela­ ción de sí con el otro én cuanto objeto. Conduce a la relación de objeto anal, es decir, a un deseo de expulsar el objeto que primero se deseó ingerir. Ya no hay lugar para la madre si el niño es un objeto totalmente invasor. Y ella tiende a rechazarlo. Es la historia de Ionesco, Amadeo o ¿Cómo salir del paso? Al principio, es tan bue­ no ese niño que ha asentado sus patas en la casa. Como él es sujeto, siente su posi­ ción de objeto como un valor para sus padres, que son fatalmente sus modelos por ser adultos: lo educan para que coja volumen, volumen... Pero él no sabe quién es; es volumen y se torna ávido, como es ávida la madre. Y llega un momento en que la madre está invadida: siente que ya no puede hacer nada; en cuanto no la ve, él se pone a gritar, pues quiere estar como cuando era pequeño, en brazos de ella. Ella ya no puede llevarlo pues se ha vuelto pesadísimo. El se halla en una situación de expansión fálica (fálica quiere decir, simbólicamente, el valor para siempre inac­ cesible).

En lugar de Amadeo, se puede recurrir a la metáfora del bebé animal criado en un apartamento. En Estados Unidos fue moda el bebé cocodrilo; al principio

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I < es divertido, sus mordiscos no causaban daño, se lo ponía en la bañera y después, con su mandíbula, era capaz de cortar un dedo. Y cuando pasaba de un metro resul­ taba un estorbo. Entonces se lo echaba en las alcantarillas, donde comenzaba a proliferar. Eso dio lugar a una caza pesadillesca del cocodrilo. Es lo mismo que sucede todos los veranos, cuando hay tantos animales abandonados. Sus propieta­ rios los cogieron porque eran pequeños. Pero cuando crecen, molestan. Uno es responsable de sus depredaciones, de sus robos, de los ruidos que hacen, de los aulli­ dos. Entonces se los echa a la calle. O se los abandona en una carretera, en medio del campo.

Este comportamiento posesivo consuela a su propietario de muchas frustra­ ciones: se desplaza a un ser vivo ajeno a su especie para hacer con él todo lo que quiere. Es lo mismo que se suele hacer con un niño: se lo desplaza de lo que consti­ tuye el genio de su especie, o mejor dicho de su edad corporal, que es su expresión, sus juegos, su comunicación con niños y niñas de su edad. El adulto se identifica con él, creyendo que su único placer es comer, y lo atiborra de comida, cuando en realidad este niño necesita una relación de respeto a su persona y de sujeto en comunicación de deseo; el niño está enteramente en el lenguaje, oye y comprende todo pero no sabe hacerse oír ni entender. Si después uno se separa de él, el niño se pone exigente, pues en la época feliz y carente de conflictos de su primera infancia formaba parte del ser de su madre, y luego era objeto de su tener, objeto de su poder. La pesadilla del niño que tiene miedo a las panteras o al lobo se debe a que en él creció una madre pantera o loba, a imagen de la madre de quien él sentía, sin darse ella cuenta, esa agresión materna, consciente o solicitante de la que él era permanentemente objeto en la época en que su relación con el mundo y con su madre era de dependencia vital. Como un animal contra su predador, el niño se defiende con toda esa intensi­ dad oral y al mismo tiempo con la intensidad anal de hacer (cagar en su cama y, si no está acostado durante el día, en el pantalón). Hará lo que llaman tonterías, es decir, experiencias, que se acompañaron de risas o refunfuños, de caricias o gritos pero que nunca fueron moduladas por lenguaje correctamente dirigido a él. Lo cual le induce a desviar de su uso corriente todos los óbjetos que ve. Es el niño que llaman caprichoso, y que en realidad es un desdichado, un prisionero del rechazo o de la solicitud de los padres. Ninguna autonomía es posible para él si no se coloca en situaciones de gran riesgo o de continua dependencia. De un niño que no ha conocido a su padre o que no ha tenido a su madre, se dice que es un niño infeliz y que está condenado a sufrir dificultades de adaptación. Los parientes laterales pueden hacer algo fundamental por un niño del que saben que no conoce a su padre, a condición de que no le dejen apartarse de sus raíces y de hablarle como a un niño cuya vida se originó en un progenitor desconocido quizás, pero valedero por el solo hecho de que lo engendró niño o niña. Nadie procede de sí mismo, ni puede considerarse fruto únicamente de la madre por ser la única conocida; todo ser humano tiene su doble origen en dos linajes. Pienso que

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éste es el problema de los niños adoptados, como también, por otra parte, de los de nuestra sangre. Si, apenas nacido, o durante el embarazo, fue deshonrado por haberse encar­ nado, y luego deshonrado al nacer, cualesquiera que sean las razones (alumbramien­ to difícil, sexo no deseado), el niño puede retener la idea —sobre todo si no se le informó de esto con palabras— de que la significancia de su ser es dolor, desprecio, tristeza. Creo que en este caso es como si provocara a su madre, a quien lo cría y que a veces es su progenitora, para que no le reconozca a su primera madre, a su primer padre, su primer tiempo de vida. Pienso que un ser humano necesita que se lo enlace a su origen encarnado, a ese momento de lo que llamamos la escena primi­ tiva, es decir, la escena de la concepción, procreativa, y ello ilustrando la alegría de aquel momento o su rehabilitación por aquel que le habla, aceptándolo en su actual presencia si esa concepción fue, para su progenitora, problemática. Momento en que tres deseos asociados dieron origen a la auténtica vida de este ser humano viviente que hoy se ama; el amor no puede separarlo de lo que fue el inicio de su estar en el mundo, esperado ya o deshonrado con respecto a lo que ahora se ama. Pienso que esta continuidad desde el germen constituye lo positivo de un ser humano. Si no es criado por sus padres de sangre, sino por laterales o adoptivos, éstos tienen que decirle; “Bendita sea tu madre, bendito sea tu padre por quien tengo hoy la dicha de amarte” , o: “ ¡Cuánto agradezco a tu padre o a tu madre!” Eso es amar a un ser humano viviente, hijo o hija de hombre y de mujer que se desearon para engendrarlo. “Amo hoy en ti al representante aquí y ahora de dos historias entrecruzadas, alguien valedero, retoño de dos familias destinado a crear y tal vez a prolongarlas.” Esto es, a mi entender, lo que significa a un niño el sen­ tido de su vida por la relación de palabra estructurante de un narcisismo sano. Los Derechos del Hombre expresan una regla completamente apartada del contexto afectivo inconsciente dinámico más allá del cuerpo material. Si se dice: “En nombre del derecho del individuo,yo te respeto” , esto no quiere decir nada. Son palabras, palabras vacías de sentido. Tendría que nacer del interior. Debería expresarlo una convicción interior del adulto. Se asemeja, quizá, a lo que los matemáticos dicen de otra manera: que todo se organiza alrededor del punto más minúsculo; este lápiz es el centro del mundo, todo es el centro del mundo. Todos nuestros lugares de centro convergen al mismo punto: el centro de aquel que le habla a otro es el centro de ese interlocutor que es el centro de sus hijos, de su mujer, de sus seres queridos, y todo lo humano coincide en una suerte de origen común. Creo que por eso el dios único de nuestra civilización posee el sentido que tiene. Se pone a este dios único en cualquier otro lugar, mientras que está ahí, en el centro de cada cual, en el mismo punto para cada cual. Aún no se ha llegado a decir­ lo. Se lo dijo del Sol: la Tierra era el centro del universo, y después se descubrió que el centro era el Sol. Ahora sabemos que él es tan sólo una mínima parte de ese universo. En el plano de la metáfora afectiva y espiritual de los humanos, existe esa misma revolución del pensamiento, la de que el yo es el mismo en cada uno, y la

189 vida que emana de cada uno de nosotros, sabemqs que emana del mismo punto, ese yo que está en el otro 3. Creo que aquí está la clave de la salud que nos damos los unos a los otros, o de la enfermedad que nos contamina. Rechazar al otro es recha­ zar a una parte de uno mismo. Para no tratar al interlocutor como a un objeto, hay que tener esta conciencia de ser portador de un punto que puede ser también el centro del otro y que el otro, recíprocamente, es también otro centro idéntico. Esta conciencia permanece oculta en el ser humano a causa de su sensorialidad individuada en el organismo. En la sensorialidad, somos individuos separados y ya no podemos vivir en un cuerpo a cuerpo fusional, no separados. Pero la comunica­ ción psíquica es posible entre dos seres de cuerpos separados porque el espíritu es el mismo en todos, y este espíritu es, precisamente, el verbo, es decir, el deseo comunicante; está en lugares artificialmente diferentes, pero es el mismo. Se dice; “ ¡Dios mío!” Y mi Dios, ¿qué cosa es? Es el centro de nosotros; no está lejos y en el exterior. O sea que está en todas partes: todo es centro y nada es periferia, al mismo tiempo que somos seres separados en el espacio de nuestros sentidos y estamos todos en la periferia unos de otros. Lo más frecuente es que nuestra sensorialidad gobierne las relaciones adultos- niños. Frente al niño de la primera edad, el adulto se siente devorador de placer, con los ojos, con los oídos, por el contacto de la piel. Pero puede que sea con él mismo con quien toma contacto para reconciliarse con una parte de sí totalmente olvidada o bien reprimida. Y más adelante, cuando el niño crece y le estorba porque se vuelve invasor, un buen día el adulto rechaza ese tipo de erotismo cuyo deseo provocó al prolongar el goce de éste en su hijo. Así es la inconciencia humana. Esta dialéctica de la absorción y la expulsión, del acaparamiento y del rechazo es quizás una, relación con la vida y la muerte. “Tú me das la vida, yo te cobijo, y luego hay un momento en que te rechazo porque perturbas mi vida, me das la muerte, me gastas, me fatigas, me matas.” Es frecuente oír a madres decir de su hijo: “Me mata”. Hay una referencia a la muerte asociada al vivir de su hijo. Poco tiempo antes, oyó a su misma madre decir: “El es mi vida; sin él no puedo vivir; no, no, no puedo separarme de él” . Compor­ tamiento de mamífero. Cuando su hijo es pequeño, él es incapaz de sobrevivir sin ellas. Hay mamíferos que se lanzan al fuego por salvar a su cría, corriendo el riesgo de no poder zafarse; y luego hay un momento en que la ignoran, el momento en que esta cría es capaz de sobrevivir, de encontrar su alimento, de autodefenderse de los otros, y sobre todo cuando alcanza la madurez genital. En el adulto humano esto tiene lugar mucho más tarde que en el animal. Y ello se debe a que en el hombre siempre hay, en alguna cosa, confusión del deseo y las necesidades. El adulto —en cualquier caso el adulto madre— prosigue una gestación simbólica más

s Y no el yo gramatical.

190 allá del parto; desde el momento en que inviste a un bebé, sea la nodriza o la proge- nitora, ella es tan responsable de este bebé como de su propia conservación; si es la nodriza, tiene necesidad del niño que la amamante, y, si el niño no lo hace, a menudo tiene que sacarse la leche porque ésta no se agota inmediatamente. Los hombres son como padres que se alimentarían de dar su propio alimento, su tener, su saber, su poder, a su hijo, como a sí mismos, de una manera enteramente narci- sística: en apariencia necesitan de este niño, pero es un deseo hasta el momento en que el niño se vuelve tan grande y fuerte —un poco como en la obra Amadeo, de Ionesco— que ya no se sabe cómo librarse de él si su propio deseo no lo lleva fuera de su familia de origen. Entonces lo invade todo, daría ganas de plantarlo. Demasia­ do tarde, el niño que de pequeño era un protegido, como gigante es un tirano doméstico.

¿Existe un fundamento biológico de las malas relaciones pervertidas adultos- niños?

Sí, un fundamento biológico que es la confusión del deseo y la necesidad. Está en el niño desde su principio: si se le habla, la palabra que constituye lazo a distan­ cia con el adulto (el lenguaje verbal, la sonoridad verbal) reemplaza a esa plenitud física que él necesita de manera repetitiva pero no constante. Mientras está despier­ to es un deseo constante. Es el deseo de comunicación. Esta comunicación, para que se la sienta, debe caracterizarse por variancias de percepciones. Si es continua, de modalidad constante, el niño deja de sentirla; clima emocional o baño continuo de palabras que, si es monótono, rápidamente pierde significado. Lo que se repite pierde sentido para el deseo. La variancia sutil, sensorial, ideativa, hace vivir al cora­ zón y al espíritu del ser humano. Y el deseo es todo el tiempo una búsqueda de lo nuevo; creo que esto procede biológicamente de nuestro inmenso encéfalo, que anticipa nuestro actuar por la imaginación referida a la memoria, recuerdo de las percepciones recibidas. La función simbólica establece entre nuestras percepciones un sentido de encuentros que son creadores a su vez de relaciones. El ser humano niño es impotente para actuar pero no para percibir por largo tiempo; moriría físicamente si no existiera el adulto que va hacia él obrando por su supervivencia. El es, por tanto, el centro de todo lo que viene hacia él, para mantener su vida. Y esa vida que se madura progresivamente, en ese momento se ha informado de la manera de ser a su respecto para actuar de la misma manera frente al otro. La relación devoradora de la mujer que lo alimenta le hizo comprender la actividad de su cuerpo como individuada con respecto al otro a medida que ella se aleja, que él sufre de su falta, y que ella vuelve a él. Al desarrollarse, él también quiere ir al cuerpo ausente del otro, para dar o para tomar, y es entonces cuando el simbolismo le permite dar y tomar palabras y guardarlas consigo como representantes del otro en su actividad creadora imaginaria que a su vez funciona en relación con los mate­ riales que el cosmos o la industria humana ofrecen a su manipulación. Y para que

191 ■ « suija esa variancia emocional en la manifestación de la afectividad, como en la comunicación por el lenguaje hablado, es necesario que-la relación entre niño y adulto tutelar no sea dual sino triangular, que el niño sea testigo de que el ser desea­ do, indispensable para su supervivencia, es amado y deseado por otro que deviene entonces modelo relacional humano. El lenguaje que emplean es para él un-punto de referencia que codifica las variancias de sus relaciones de necesidades y deseos. Es así como por el otro, del otro es suscitado el ser humano niño —si ese otro está más desarrollado que él— para desarrollarse y adquirir sus caracteres, que él cons­ tata valiosos ante su ser dilecto. Es preferible también que haya cierto número de costumbres y de conductas del grupo de niños que favorezcan estas tomas de con­ ciencia. Para evitar que todo sea monótono, continuo y pletórico, ciertos tipos de sociedad inventaron soluciones que no son forzosamente aplicables, transportables a hoy, pero que pueden dar cuenta justamente de ciertas búsquedas de equilibrio. Por ejemplo, repartir los intercambios entre los otros miembros de la familia, o con los vecinos.

T U ME DAS”

En un parvulario de Besandon donde Montagner filmó a pequeñuelos de entre dos y tres años, tres y cuatro años, me interesó el gesto de un chiquillo que manio­ braba con un camión. Una cuidadora acababa de desvestir a un chiquillo que se había ensuciado; el niño estaba inclinado hacia adelante y ella le limpiaba el trasero. El chico del camión, al principio no involucrado por la escena, se acercó a esa luna partida del bebé (del que sólo se veía el trasero pues estaba inclinado hacia adelan­ te) y tendió su camión a este trasero desnudo. La cuidadora no reparó en nada. Hasta creo que antes que yo nadie había observado esta breve secuencia del film, porque cuando hablé de ella después de la proyección, mi observación no tuvo eco y por desgracia no tuvimos tiempo para ver de nuevo y discutir el film con el profe­ sor Montagner y sus colaboradoras después del congreso, donde, como siempre, todo transcurre con excesiva rapidez. Ahora bien, en el transcurso de este film de observación de una clase de parvulario, se descubría y se probaba el acierto de lo que Montagner llama, creo, “un pattem dominante que provoca el don” . Se trata de una postura, muda de palabras (o hablada, esto no cambia nada), que suscita indefecti­ blemente el don del objeto que un niño manipula y que, haga o diga lo que fuere, aparte de este gesto particular, el niño rehúsa soltar o dar. Basta que el demandante incline su cabeza sobre uno de sus hombros, cambiando así de vertical a horizontal el eje del rostro, y de inmediato el niño le tiende el objeto valioso que no quería soltar, como si no pudiera resistir el impulso de dar. A este gesto que provoca el don, el profesor Montagner lo denominó doctoralmente: "pattem que provoca el don” . En la secuencia que yo observé, viendo que su gesto no tenía ninguna respuesta, el

192 niño, chasqueado, tomó el camión entre sus brazos, lo apoyó contra su pecho y se marchó del lugar. ¿Qué significaba, esta pequeña secuencia? ¿Qué había sucedido para que el espectáculo de la grupa de un niño de su edad desencadenara el gesto del don, exac­ tamente como si, frente a él, otro niño (o un adulto) cualquiera hubiera inclinado su cabeza, esa mímica en apariencia inconscientemente codificada (?) de súplica eficaz, irremediable? Reflexioné y me dije: cuando una madre cambia los pañales de su bebé que está acostado, para limpiarle el trasero, inclina la cabeza sobre el hombro, y con su mano activa, mientras el pequeño está tendido sobre una mesa o sobre sus rodillas, ella le levanta a veces el trasero, manteniendo los pies con su mano pasiva, e incli­ na la cabeza para mirar bien lo que hace con la otra mano. Como esto es repetitivo, el niño asocia sin duda el hecho de ver a la madre con la cabeza inclinada en el momento en que él “dio” caca a mamá que toma caca (y da cuidados de aseo). Cuando un visitante entra en un centro de débiles mentales, éstos avanzan hacia él inclinando la cabeza a un lado. ¿Tortícolis congénita, o actitud para recibir el don? Ellos esperan algo. Es una pregunta muda para: “Dame algo” . Se pide al niño que hable con el rostro, pero todo su cuerpo y todos sus funcio­ namientos pueden ser parlantes y a veces elocuentes.

tr ty 'fJ ix S 0 .

En ciertos laboratorios ~aer--psicQbÍQlagXaHr!Tantil, los jefes de investigación empiezan a sostener que en el lactante humano la necesidad de afectividad precede a la de nutrición, cuando hasta ahora más bien se decía: el encariñamiento del niño se teje y se anuda alrededor del acto nutricional.

Ese era el discurso corriente. Pero yo creo que es al revés: el niño vive más de palabras y del de_s£0-aua^s£. tiene de comunicarse con el sujeto que él es-.que de aúdgxfeg~fTsicos -asegurado, claro está, el mínimo vital-. Todo lo que se ponía en primer término, la higiene, la dietética, posee su valor en cuanto al organismo, ¡pero sólo vale en segundo lugar! El lazo-cornoral cobra sentido grac.ias al lazo afec- tivo. Lo primordial es la disponibilidad del adulto para entrar en contacto verbal y afectivo con este niño. Contrariamente a las campañas realizadas sobre las buenas nodrizas, la buena nodriza se reconoce menos por su lactación que por su poder de comunicación. La voz de quien da el aümento es un factor importantísimo. Se es zurdo o no zurdo de la voz según el oído directriz. Se puede tener un ojo no zurdo, un oído zurdo, y al mismo tiempo utilizar mejor la mano derecha. Esto es muy importante en la escritura: los zurdos que no lo son del ojo tienen enormes proble­ mas de escolaridad, y desde el comienzo. Porque un niño pequeño no puede actuar

193 si no es muy cerca de su cara. Es como si su cata fuera una mitad y todo lo que hiciera fuese la otra m itad.. . Un niño zurdo de la mano pero no del ojo y que no es miope, ve a tres kilómetros pero no puede hacer nada con las manos a distancia de su cara. La escritura es un suplicio para un niño cuyo cuello está sometido a una fuerte tensión muscular. En cambio, si es zurdo del ojo y zurdo de la mano, todo anda de perillas porque su ojo rector y su mano rectora van juntos. Menos grave es ser zurdo del ojo y no zurdo de la mano. Porque el zurdo del ojo inclina la cabeza. Pero también es muy incómodo. A los diez años esto no tiene ninguna importancia, porque a esta edad el niño ya no necesita escribir muy cerca de su ojo. Un cantor que tiene un oído zurdo tiene una voz zurda (porque uno tiene la voz de su oído); actualmente, los aparatos de grabación compensan, pero en audi­ ción pública esas zurdeces de voz no se soportan, cualquiera que sea la calidad de timbre de sus voces. Sólo pueden cantar en coros; no se los aprecia como solistas, mientras que el estudio científico de su voz revela que poseen un órgano magní­ fico. Hay niños a quienes se les da una nodriza zurda de la voz y que, a causa de esto, se vuelven sordos para todo de tan desagradable que les resulta oírla. Pero la elección no ha de basarse únicamente en la lateralización de la nodriza. Intervienen otros factores que pueden compensarla. Sólo que, cuando se pregunta uno por estos factores, advierte que se escapan multitud de elementos, y los investigadores pueden llegar a circunscribirlos sin que por ello se pueda decidir, ni ser normativos. La creatividad del ser humano proviene de sus deseos reprimidos en un clima afectivo lo bastante gratificante para que pueda sublimarlos a ejemplo de quien lo rodea. Un Estado que decidiera separar de su hijo a una madre natural, porque tendría una voz contraria, sería “Un mundo feliz” 4, es decir, contrario a la humanidad auténtica. Es precisamente sóbrelo que le faltará con esa madre como el niño va a construir su diferencia, y no la del vecino. Creo que cuanto más diferencia hay entre los seres, más creativo es el deseo contrariado. Con las adquisiciones y los datos de la ciencia, hay que cuidarse de pretender crear condiciones ideales, pero hay cierta actitud respecto de los niños, y sobre todo una actitud verbal, que permite decir estas diferencias, estas faltas, y que justifica y humaniza el sufrimiento de lo que falta, el sufrimiento de no ver satisfecho el deseo. Se justifica el deseo, pero no se lo satisface. No satisfaciendo un deseo, pero justificándolo (por ejemplo, es el caso de padres que se creen obligados a dar a su hijo todo lo que pide 5, reclama y hasta exige —si encaprichándose lo consigue, advier­ ten que están en una situación sin salida: el niño está siempre descontento—). Si

4 Novela de Aldous Hur.ley. 5 La demanda es siempre máscara del deseo, aun si es metáfora de éste. el adulto considera una demanda como algo que debe ser satisfecho, es como si, para él, fuera una necesidad: el niño considerará que no está justificado en su deseo, y el caso contrario es cuando esa demanda es hablada, atemperada o declarada imposible de satisfacer. No hay otras soluciones que hablar al niño del deseo que tiene, bajo la cubierta de su demanda reconocida justificándole por tener ese deseo, estimándole por desear eso, hablar de ello y detallar el objeto ansiado por él, pero rehusándole la satisfacción con el cuerpo, el consumo o el gozo físico. Todo deseo puede ser dicho, todo objeto ser representado, etc. Es la introducción en la cultura. Toda la cultura es producto del desplazamiento del objeto del deseo o de la pulsión misma sobre otro objeto, sirviendo aquél para la comunicación entre sujetos de v lenguaje.

.'. PERO DOMINAR EL DESEO. .. Y PASAR EL RELEVO

El deseo siempre satisfecho implica la muerte del deseo. Decirle “no” , da ocasión para verbauzar en "torno uer objeto de la negativa, siempre que se respete él derecho del niño a hacer una escena. “No hago lo que quieres, tienes razón. .. Pero considero que tengo razón al no hacerlo.” Se suscita entonces una tensión, de esta tensión deriva una relación verdadera-entre ese niño que emite u n 0 o y el adulto que expresa el suyo, dándose por supuesto que, en cuanto a nece- sidaltenitálés, el niño no carece de nada. Dos sujetos que sostienen, cada uno, su deseo. Caso prototípico: la agradable diversión denominada “mirar escaparates” . Su hijo ve un coche en el escaparate de una juguetería. Desea tocarlo. En vez de entrar en la tienda, hágale comentar con detalles la belleza del juguete. Así transcu­ rre media hora de rica comunicación con el adulto. Y el niño dice: “Quiero com­ prarlo” . —“Claro, tienes razón, sería muy bueno comprarlo, pero no te lo puedo comprar. Volveremos mañana, lo veremos todos los días; hablaremos de él todos los días.” El beneficio es doble: el hecho de hablar del deseo justifica el deseo mismo y, al mismo tiempo, no obliga al padre a satisfacer todos los deseos. Un niño echa el ojo a un objeto y pide poseerlo en el acto. La única respuesta constructiva consiste en verbalizar y comunicarse en palabras con él acerca de la seducción que este objeto ejerce sobre él. Decir: “En mi época no teníamos eso” , es identificar al niño con su padre niño; es desplazarlo de su tiempo, de su espacio y de su deseo. 0 incluso: “Ni lo pienses, no es para nosotros” . No, no hay más solución que decir: “Tienes razón, es un juguete precioso; quisieras tenerlo y yo no te lo puedo comprar. Si pagara eso, esta noche no podría­ mos comer carne... porque tengo sólo este dinero y si lo gasto en eso, no lo tendré para otra cosa” . Claro que él puede responder: “Me da igual; prefiero comer sólo pan” . —“Bueno, pero a mí, a mí no me da igual.” El niño se halla frente a alguien I que tiene un-deseo y lo defiende; no lo hace adrede para ejercer sadismo sobre él; le explica a su pequeño interlocutor que él ejerce su responsabilidad de adulto, y que su oposición no es sino el dominio de su propio deseorflay- rna jerarquía de sus deSeos-giie-el adulto asume—fd~contTicto ~eBtre su deseo y el del niño también debe

No es bueno que el niño, con el pretexto de que se expanda libremente, nunca encuentre resistencia; es preciso que encuentre otros actos de deseo, el de los demás; y que correspondan a edades diferentes de la suya. Si al niño se le cediera todo, sé anularía por completo sus poderes creativos, ^ejonJa.ardjc/j^ busqueda ^de satisfacer iin_deseo jamás colmante y tpifl 'éñ la parte en que se satisface, se desvía en esto al menos del objeto y se satisface de otra manera. Paliativos sociales, las ludotecas son sitios donde hay muchos juguetes: los padres abonan un depósito (como para un libro) y el niño tiene derecho a tomar prestado un juguete distinto cada semana y llevárselo a su casa. Experimenta con este juguete, lo devuelve y toma otro. De esta manera, se construye sensorialmente y se crea imágenes de dominio de este juguete. No es el juguete nuevo lo que inte­ resa a los niños, sino hacer funcionar y dominar un juguete prestado momentánea­ mente e incorporarlo a sus fantasías. Es lo mismo que con los libros: lo que el niño desea es adueñarse del concepto, también fantasear su placer, y encontrar en otro el consentimiento relativo al valor reconocido de su demanda, aunque tal vez sea imposible de satisfacer en la actualidad. Denegar el propio deseo como el zorro de la fábula es típico de la astucia, inteligencia no humana que se satisface tontamente de su impotencia razonable. “ ¡Veamos, sé razonable! renuncia a tu proyecto... Quizás a tal o cual, pero no a tu deseo.” Además, la unión con varios es ya un placer si se puede hablar juntos de lo inaccesible deseado, y si se hacen proyectos, y si se trabaja en realizarlos, en resolver los obstáculos que se oponen de momento, y en este sitio, a la satisfacción del deseo codiciado. Cuánto hacía que los hijos de los hombres deseaban ir a la Luna y oían decir de abuelo en nieto: “es imposible...” .

Y cuántos otros deseos cuya imposible satisfacción centuplicó en los hombres la energía para sostenerlos. Cada generación se apoyó en el trabajo y el saber de la generación precedente, que obró legando el fruto de sus tentativas aparentemente estériles, de su trabajo todavía inutilizable para la generación siguiente; el ser huma­ no emplea de época en época su fuerza y su inteligencia sin gozar de la satisfacción de alcanzar el objeto deseado, pero, gracias al relevo, como en una carrera, uno de ellos alcanza la meta sostenido por la esperanza de todos cuantos lo precedieron y cuyo camino él prosiguió con determinación y coraje. El deseo es creador de hom­ bres. Por los hombres, deseosos de superar los límites de lo posible, lo imposible adviene.. . a veces, renovando su fe en su deseo y la esperanza en su dominio.

196 CONTRA EL PELIGRO DE IMITAR AL ADULTO

Hay una pregunta alrededor de la cual gira en nuestra época el debate de psicó­ logos, sociólogos, psicosociólogos, etnólogos, médicos, en fin, aquellos que se preguntan por la realidad del niño en relación con su devenir, con el devenir del Hombre. ¿Hay una especificidad de la infancia? ¿Tiene el niño una realidad propia, aun­ que sólo sea transitoria, o bien es simplemente una etapa? Todas las disciplinas muestran la misma ambigüedad y la misma perplejidad para definir al niño.

La pregunta es falsa, porque la frontera psíquica entre infancia y edad adulta no está muy determinada. ¿Quién puede sentirse adulto? Hay, ciertamente, indica­ dores somáticos: la maduración gonádica; la terminación de la osificación; la tra­ yectoria de desarrollo que puede medirse en una curva y que se aquieta en el apogeo de la “fuerza de la edad” . Desde este punto de vista -crecimiento, edad celular, etc.—, el niño es un pre-adulto... y el adulto un pre-viejo.

Para manipularlo, no se lo respeta como futuro adulto, se lo trata como no- persona, como si no estuviera en ese porvenir. Los novelistas y poetas que le reconocen un poder mágico contribuyen a acre­ ditar esa leyenda de irrealidad, de mundo aparte, ese angelismo que justifica no con­ siderar a los niños como personas con todas las letras. Pierre Emmanuel escribe: “Preservemos el continente maravilloso, único e irreemplazable del niño.” A este título, lo reduce al estado de no-persona, al mismo tiempo que de irreal.

Es verdad que los niños son poetas. El adulto también puede ser poeta, pero ha olvidado que fue niño. Ha perdido este sentido. Saint-John Perse es un adulto, pero conservó en sí el continente de la infancia, de donde brota la fuente de la poesía. La poesía está siempre subyacente; sólo la educación o, mejor dicho, la instrucción puede aplastar en un niño las posibilidades poéticas. El pequeñín imagina -hay que librarlo de esta idea que domina a cada uno de nosotros hasta los cuatro-cinco años— que el adulto es la imagen de él mismo cuando tenga su fuerza. Es verdad que el niño desea conquistar la potencia de ese adulto. Además, por eso aprende, según el código inteligible para los demás, la lengua que hablan quienes lo educan; él quiere expresarse como se expresan estos adultos; y si algunos no aprenden bien la lengua, es porque ya tienen su propio código de lenguaje, que es diferente del lenguaje de los adultos. Entre ellos, los poetas son los que aceptan la lengua vehicular, la lengua de todo el mundo, que permite a unos y a otros comunicarse con palabras que deberían decir otra cosa, y al mismo tiempo continúan hablándole “a su árbol” , como el héroe de Mi planta de narania-lima, a seres visibles o invisibles, e imaginarios que conservan dentro de sí. Les hablan por medio de una lengua que tiene otro código, que a la vez se basa en la música, en las imágenes, y al mismo tiempo en las escansiones que en la lengua

197 c!'.' comunicación no podrían servir a lo funcional: es una lengua de placer, y no cualquiera, de placer que no se puede impedir, que les es indispensable, el placer de crear; el poeta, .ú no escribe poesía, sufre hasta morir. Las personas escriben porque, si no escribieran, enfermarían. Pero casi siempre, en vez de desarrollar su singulari­ dad, los niños se ven grandes como los adultos que los rodean. El niño lleva los genes de aquellos adultos, pero tendrá que ser diferente de ellos. Y creo que por eso me complace la forma en que entiendo la Palabra de Jesús de Nazareth: “Dejad que los niños vengan a M í”, M í representaría, en el momento en que habla, a Yo, Hijo de Dios6, es decir, uno distinto a cada uno de los humanos de hoy, aparentemente sus únicos modelos. Dejadlos advenir a algo muy distinto de vosotros. Así lo comprendo yo. Es difícil, pero necesario, extirpar en el niño esa “ilusión mágica” de que su padre es el modelo, el que sabe y a imitación del cual él tiene que advenir. Posterior­ mente, el “hacer como papá hace hoy (o como mamá)” es reemplazado por “hacer como los otros chicos (o chicas)” ; es la búsqueda de una identidad admitida por los demás. Es siempre en parte una alienación inevitable a un parecer valioso. El niño tiene que advenir él mismo en relación con su origen vital, su deseo, no por el placer de otro, así fuese su venerado padre. Aquí está, en mi opinión, la novedad que el psicoanálisis ha aportado como idea de educación preventiva de pérdidas de energía del corazón y de la inteligencia. Si se tuviera en cuenta esta adquisición para formar maestros y educadores, éstos aprenderían a preparar a un niño para advenir a lo que tiene que advenir según lo que él vive, lo que él es, lo que él siente, y no solamente según lo que le apetece y que posee otro a sus ojos, diciéndole, en esencia: “Me pides consejo, te lo doy, pero sobre todo síguelo sólo si lo deseas tú mismo, porque este consejo no tiene más valor que el de un intercambio hablado; es la reacción de alguien de otra generación ante lo que te cuestiona. Tenías necesidad de hablar de tu cuestionamiento, y de que yo te respondiera, pero no tomes lo que te digo por una verdad, es solamente mi opinión. Como los humanos tienen necesidad de comunicación, yo te digo lo que tus preguntas han suscitado de reflexión en mí, pero, sobre todo, no sigas este consejo; pregunta a muchas otras personas y, gracias a eso, elaborarás por ti mismo la respuesta a tu interrogación” . Lo importante es que se diga esto al niño desde que es muy pequeño: no imitar ni someterse nunca al otro, aunque sea adulto, sino hallar su propia respuesta a lo que lo cuestiona. “¿Qué buscas? Veamos juntos cómo podrías hallarlo... Y, cuando lo encuentres, me dirás lo que encontraste, y

6 “Antes de que Moisés y Abraham hubiesen nacido, yo soy. .. Yo seré con vosotros hasta el fin de los tiempos”. Integramos una civilización que llaman era cristiana, al menos en Occidente, donde la cultura es iluminada por estos decires fundadores. Pero ellos contravienen el deseo posesivo del amo sobre el esclavo, del fuerte sobre el débil, del adulto sobre el niño.

198 cómo; hablaremos de eso.” Así debería ser la educación, siempre. El adulto velaría por que el niño escape al riesgo de imitación y de sumisión a su saber, a sus métodos y a sus límites, o de oposición a otro, así fuese prestigioso a sus ojos, y que no encuentra valioso obedecer a otro sin crítica, ni que quien quiere someterlo encuen- I tre valioso tener sometido al niño a su dirección, sin crítica. Es sumamente engaño­ so considerar a los humanos en período de infancia como un mundo aparte. Ence­ rrarlos juntos en un supuesto círculo mágico es esterilizante. El papel del adulto es suscitar y ayudar al niño a insertarse en la sociedad, de la que es un elemento vivo necesario, durante el tiempo que permanece en la familia. Para sostener su desarro­ llo, hay que considerarlo en su advenir y confiar en el adulto que él apunta a ser. Lo dramático es que, desde el momento en que ya no se lo mira como a un pequeño poeta, como a un niño que sueña, que tiene su mundo aparte, se hace intervenir el modelo impuesto. “Eres un preadulto, pero en relación con lo que yo mismo soy como adulto.” Por el contrario, es un preadulto, es verdad, pero de un estilo que no existe todavía, que está por ser inventado, que él mismo debe hallar. Los niños resultan casi siempre, en la trágica condición que se les instaura, adultados o avasallados. Rebotan entre estos*doTTratamiehtos, amBDsnftrnsivOs: la ñLitada' CUillliuvida sobre su verde paraíso: “Disfrutad de él como lo hicimos noso­ tros a vuestra edad” ; o bien el dedo alzado, en apoyo de correctivos, hacia un modelo a imitar. En las dos actitudes, el conformismo es reductor. Oculta la verdad: el niño que llega al mundo debería recordarnos que el ser humano es un ser que viene de otra parte y que cada cual nace para aportar a su época algo nuevo. Se trata en verdad de dos comportamientos del adulto respecto del niño, en apariencia antitéticos pero ambos desviadores de menores. Al niño, o se lo encierra, n se. In «Yplptfli é1 es, por tum o, sueño de infancia, fantasía nostálgica, jarduTpara admirar y objeto de poder, discípulo sumiso, servidor celoso, digno heredero.. . Pienso que éste es el drama permanente de la condición del niño: el ser humano es un ser de deseo al inicio de su vida y que se engaña con el deseo de imitar al padre, al cual, por su parte, le satisface ser imitado. En vez de dejarlo tomar cada día sus iniciativas y desarrollarse con su propia orientacióftrsegúmsupropicrdeseo, ~ el adulto piensa que, si lo somete a "51, su hijO^onendrálrrdQ'con más facilidad y con menos riesgos. ¿Por qué no seguir el ejemplo de la medicina del cuerpo? Ya que se aplican vacunas contra los peligros de las enfermedades, por qué no vacunar tempfanafnente aTmño contra el peligro de la imitación y la identificación abusivas . . . Está obligado a pasar por eso7HeSicTfra-qne -es'péque ño y tiene la intuición de “él mismo grande” , y quiere, persona que es ya, remedar al adulto. El niño no busca adivinas, como los adultos, para conocer su futuro. A la pregunta “ ¿Cómo seré cuan­ do sea grande?”, se contesta: “Seré ‘él’ (o ‘ella’), así que conozco mi futuro”. El niño conoce su futuro: ser como el adulto al que frecuenta, primero de sexo que él no sabe diferenciado, y después del adulto de su sexo, hasta el día en que está tan decepcionado que entonces ya no le apetece ningún futuro. Y se torna más verda­ dero, además, pero también se halla en peligro con respecto a la sociedad, ya que los

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t I padres no lo reconocen si él no se reconoce en ellos. Ahí está el problema. Y es así como los niños no buscan conocer el futuro, y la muerte no es un problema para ellos, como para el adulto que la teme. El niño, no: él vive al día.

Pero sucede que esto lo conduce a la muerte, lo conduce a lo que llaman la castración, es decir, la pérdida de sus posibilidades de vivir una vez que las ha agota­ do como niño, y de ello saldrá púber y después será adulto. Pero todo esto él no lo prevé, y por eso todas las personas que hacen literatura basada en el psicoanálisis enfocan la cuestión de manera lateral: en efecto, no se trata de describir los proce­ sos inconscientes desde fuera, sino de entender el hablar y el actuar de alguien que los vive a su manera, diferente de los demás.

Así vivimos el tiempo de la infancia: algo no marcha, no se hace ningún pro­ yecto, los recursos son para lo inmediato: un hermano mayor, un padre adoptivo, un árbol, un avión que cruza el cielo... Ha balizado uno su sendero, su terreno, avanza inconscientemente al advenir del adulto. Y si tiene uno ganas de concluir, siempre habrá un río que no está lejos, o el árbol desde el que uno se arrojará, o bien se irá a la casa de o tro .. . Andaremos diez kilómetros, haremos autostop. Esto es muy limitado. El niño no busca conocer el futuro; lo hace, crea el futuro. No es prudente. No guarda reservas. Actúa según su deseo, asume sus consecuencias.

En sus relaciones con la naturaleza, su antropomorfismo no es científico ni poético: es todo eso junto. Se trata, sin duda, de aquella época de la conciencia humana en que efectivamente las cosas no están separadas en disciplinas. Es como si fuésemos al río a buscar arena aurífera para levantar con ella nuestra casa, sin separar previamente las pepitas de oro. Totalidad que hallamos, no en el niño tipo sino en el niño que hay en cada ser humano. Quizá sería ya un progreso (en cualquier caso metodológico) hablar tan sólo de infancia.. . La infancia de cada hombre, de cada mujer. De ninguna manera los Niños o la Infancia... Me enfurece pillarme diciendo “el Niño” , porque tenemos la costumbre de decir “el niño” , pero esta abstracción no existe, es un concepto falso, no quiere decir nada. Para mí es: un niño, ese niño; pero también un adulto y una mujer; la mujer, no existe. Y “los niños” , también es peligroso; lo engloba todo; habría que decir “ciertos niños” o “ese niño” . Podemos decir: los humanos en estado de infancia. De lo contrario, caemos de nuevo en la trampa del no-adulto y del pre-adulto, abstracto y por tanto inexistente. Se puede comparar con un árbol que, en primavera, aún no tiene frutos. No reacciona ante el mundo, las intemperies, el cosmos, como lo hará cuando tenga fru­ tos. En estado de infancia, cada hombre es ese ser portador de potencialidades crea­ doras pero que lo ignora o bien, si lo imagina en sus fantasías, no les hace caso. Dichosa imprevisión, correlativa del amor por la vida, de la esperanza en ella y de la confianza en uno mismo.

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EL PASO DEL SER AL TENER

En realidad, la mayor diferencia entre un ser humano en estado adulto y el ser humano en estado dé niño es que, en el organismo del niño, el adulto es potencial y él intuye sus poderes por el juego del deseo. Mientras que el adulto tiene la cica­ trización de su estado de infancia, perdido por él para siempre. Más doloroso que una nostalgia, carga con el recuerdo penoso de su impotencia para ser hoy el adulto que aspiraba a ser y, al mismo tiempo, siente su impotencia para gozar una vez más del modo de vida del niño: la visión de un niño que confía en sí mismo no sabién­ dose aún impotente o totalmente confiado en la persona de su padre, acentúa este )| sentimiento del “nunca más” . La suerte está echada. Para él, el niño es representan­ I te de un sueño, bueno o malo, que le recuerda aquella época cumplida en que tenía ), esperanzas y donde ya no las tiene. El ha pasado a ser una realidad, y las esperanzas que tenía de niño, si las recuerda, son demasiado penosas de evocar, ante lo que es ahora. Creo que por eso el niño le presentifica un recuerdo penoso, porque ahora )' que es adulto no puede cambiar su vida. Es probable que hasta los cinco-seis años, el niño no conciba al adulto que será, ) no lo “vea” de otra manera que según sus modelos parentales. Pero después, incluso a los siete-ocho años, hay individuos que tienen un proyecto, más o menos cons­ ) ciente pero proyecto al fin, y que va a oponerse al modelo que le proponen o impo­ nen. Esto produce a veces individuos un tanto ariscos, aunque no forzosamente, porque pueden estar “quebrados” , pero pienso que el adulto que anida en ellos puede expresarse muy precozmente. Probablemente no antes de los cinco años, pero con toda seguridad que antes de los diez, hacia los ocho-nueve años. Fn^sn primera edad, el niño lleva en sí al adulto que será. Pero el niño no lo concibe como un advenifr4%fS“éI7^radúlt¿ ue se cónvertTrá él lo lleva tanto en eseo, perono busca sa b e r'siTtrreali z ará

as niños revelan en las circunstancias dramáticas, en la familiaridad con la muerte, con las cosas más importantes, que poseen una humanidad total. En los pequeños leucémicos hay una determinación, una fuerza, una personalidad afirma­ da. La cercanía de la muerte que amenaza a su organismo, la presencia del peligro ponen al descubierto no sólo una lucidez sublime frente a la enfermedad, sino también una asombrosa percepción de la vida. Y esta facultad no se la procura la enfermedad. Ella nb hace más que acentuarla, revelarla, testimoniando así el poten­ cial de todo ser desde el comienzo de su vida. Los niños poseen lo esencial del ser humano, desde su concepción y hasta su muerte: lo esencial, aflore o no, sean los otros sus testigos o no, está siempre ahí. He oído a un huérfano de tres años, rebelado, clamar: “Tengo derecho a tener a mi madre; si ha muerto, es porque mi padre lo quiso” . Por más que se le explicara que su padre no podía impedir esa muerte, él no quería entenderlo. Su sufrimiento necesitaba un responsable. ¿Por qué razón su madre no había podido sobrevivir?

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) En cualquier caso, oír esta reflexión en un niño de tres años mueve a pensar que no es una casualidad, una inspiración excepcional, sino una muestra del potencial de todos los niños del mundo. Hay sin duda manifestaciones que quizá sean más indicaciones para los otros que una verdadera estructura de personalidad. Estos niños no son conscientes de lo que dicen. Ahí está la diferencia: el adulto piensa en sí mismo; el niño no; él es. El adultsjúensa-en^sfmismo porque está haciendo el duelo de su infancia, v posteriormente puede descubrir cómoefaTlhpra gn* Ijljf-r- didó ü é pasado. Ha conservado un recuerdoTconsciente o inconsciente por huellas de su propio cuerpo: “Yo estaba en una casa y esa casa fue demolida, estoy en otra; pienso en la casa que demolieron” . Pero el niño que inviste esa casa no se aplica a saber cómo es, ni a describirla; él inviste esa casa y vive en ella, en ella produce lo que tiene que producir, y no reflexiona sobre lo que esa casa representa para él ni para los demás. El es co-esa casa, como es co-sus padres sin interrogarse sobre ellos. Así nos incumbe la enorme responsabilidad que tenemos de educar a los niños. Tal vez el paso a la edad adulta sea el paso del ser al tener; quiero decir la opo­ sición entre el ser y el tener. Tal vez el niño sea esencialmente un hecho de ser, y el adulto de tener, al tiempo que reflexiona, se cuenta, se objetiva. Comienza uno a poseer un pasado, como se posee una casa. El niño no tiene casa: él está en la casa, o bien está fuera de ella. En su primer contacto conmigo, más de un niño me abor­ dó en estos términos: “ ¿Y tú, qué tienes?” Por nuestro papel de psicoanalistas, debemos decir: “Sea, te lo diré, pero cuéntame lo que tienes tú” . Se discute enton­ ces quién será el primero en hablar. Y luego estos niños dicen lo que tienen: “Tengo un papá, una mamá, un hermano, una chacha...” , en fin, todo lo que tienen, como seres de relación con ellos. “Yo ya lo dije. ¿Y tú?” —“¿Qué quieres que te diga?” —“¿Tienes un marido?” - “S í.. . ¿Y si no lo tuviera?” —“Pues. .. es mejor que lo tengas... ¿Tienes hijos?” —“¿Y si no te lo digo?” —“Pues... no es justo, yo sí te dije...” A menudo, así se establece el intercambio de lenguaje con los niños, y me asombra que jamás “declaren” tener otra cosa que personas con las que están en relación. Cuando lo escriben, viendo que no es mucho, añaden: “Ah, y también tengo un tío, y también la señora que me llevaba al parque cuando era pequeño” . Los niños nunca hablan de posesiones materiales; para ellos, tener, es tener - seres de relacion.TüantosingTien quTTcónfórmarse con tener... una o dos personas. Pienso en aquella mujer que traía a su hija y a los hijos de sus vecinas a nuestra Casa Verde7 y que, un día, me dijo respecto de una niñita: “No tiene padre” . Y la chiquilla estaba ahí, a nuestro lado. Me dirigí a la pequeña: “ ¿Oyes lo que dice la

7 En el distrito XV de París, experiencia-piloto de lugar de encuentro abierto a los niños acompañados por su madre y/o su padre, para prepararlos para la guarde­ ría y el parvulario, sitios donde se recibe a los pequeños con la condición de sepa­ rarlos de sus padres. Véase 4a. parte, el capítulo “Prevención”.

202 señora? Dice que no tienes padre, pero no es verdad. Puede que ella no sepa” . Acto seguido, la mujer volvió a empezar: “Es cierto: no tiene padre, murió cuando su mamá estaba embarazada de ella; yo le conocí” . —“Pues si usted le conoció, la niña tiene un padre.” Entonces la mujer refirió: “El la quería tanto, deseaba que fuese una niñita, ya le había comprado un vestidito, fue él quien le eligió el nom­ bre. ..” A esta niña siempre le habían dicho que no tenía padre, convirtiéndola en una hemipléjica simbólica. Esta mujer, su nodriza, portera, desde que ella nació conocía al padre de la niña, ¡pero la niña pensaba que no había tenido padre! Esta revela­ ción transformó la vida de la niña y, a través de ello, la vida de su madre, una vida de trabajo consagrado a su hija: pasaba todo su tiempo Ubre en casa del matrimonio que cuidaba a su hija, como si fuera una chiquilla, emparejada a su hija y detenida en el recuerdo de las circunstancias de la muerte accidental de su joven esposo, de quien nunca había hablado a su hija como padre.

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