EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social GUIDO PICCOLI

pajaro-bk.p65 3 23/04/2005, 10:20 Publicaciones ILSA ISBN colección: 958-9262-28-7 ISBN este número: 958- Título original: Colombia, il paese dell´eccesso 1ª Edición: Italia, 2003. 1ª Edición en español: El sistema del pájaro. Colombia, laboratorio de barbarie Ediciones Txalaparta s.l., febrero de 2004 Traducción: José María Pérez Bustero 2ª Edición en español Diseño y producción: Publicaciones ILSA Fotografías de cubierta: Archivo El Tiempo, Impresión: Ediciones Antropos Bogotá, Colombia, abril de 2005

© Guido Piccoli © 2º Edición en español: Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos, ILSA Calle 38 No. 16-45. Teléfonos: (571) 2455955, 2884772, 2884437, 2880416 Página web: www.ilsa.org.co Correo electrónico: [email protected]

pajaro-bk.p65 4 23/04/2005, 10:20 “...le han disparado. ¿Habéis sentido también vosotros que estabais durmiendo?” Mahmoud Darwish

A Mari Cruz Telleria y Felipe Eguiluz y a Simonetta Boranga y Sisto Turra que han perdido en Colombia a Iñigo y a Giacomo

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pajaro-bk.p65 5 23/04/2005, 10:20 AGRADECIMIENTOS

racias a todos los colombianos que no merecen lo que hace demasia- Gdo tiempoles sucede. Colombianos que, en palabras de Asier Huegun, el joven vasco secuestrado y liberado por la guerrilla del ELN el 24 de no- viembre de 2003, “son gente muy hospitalaria y agradable que, dentro de lo que sufre, vive con una alegría que aquí nos falta un poquito”. Un agra- decimiento particular a una periodista de gran corazón, a un valiente y grácil sacerdote y a un intelectual de risa contagiosa, que viven en Bogotá, y a otro sacerdote, “mi hermano”, que vive en Medellín. Es forzoso velar la identidad de todos ellos. Gracias a Giovanni Giacopuzzi por sus conse- jos y su entusiasmo. Y finalmente gracias a Antonio Caballero, periodista y escritor colombiano residente en España, insuperable divulgador de “ver- dades incómodas” sobre Colombia y sobre el mundo.

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pajaro-bk.p65 7 23/04/2005, 10:20 Contenido

11 PRÓLOGO 15 YAIR Y PABLO 11 31 LA ÚLTIMA CORRIDA 22 43 EL AGUJERO NEGRO 33 55 LA OBSESIÓN DEL AGUA 44 71 LOS BENEFICIOS DE LA MÁSCARA 55 83 SANGRE Y COCA 66 99 LOS SILENCIADORES OFICIALES 77 113 LA LEY DE LA MOTOSIERRA 88 129 LOS MALOS DE LA PELÍCULA 99 145 EL TERROR DE LA PAZ 1010

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pajaro-bk.p65 9 23/04/2005, 10:20 165 LOS CABALLEROS DE LA LLAMA OXHÍDRICA 1111 185 EL MONSTRUO BUENO 1212 205 UN FUTURO SIN SALIDA 1313 213 CASARSE, POR FIN 1414 225 LOS MISMOS CON LAS MISMAS 1515 233 CRONOLOGÍA

237 BIBLIOGRAFÍA

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pajaro-bk.p65 10 23/04/2005, 10:20 Prólogo

l mundo es cada vez más injusto. Crecen las diferencias entre países Ericos y países pobres, y entre pobres y ricos en cada país. No es ideolo- gía. Lo dicen todos. Sin embargo, los países ricos que lo dominan pretenden, creen, o fingen instalar la democracia en todas partes. Pero la democracia no pue- de con la injusticia. Con la auténtica no, por lo menos. ¿Qué ha- cer entonces? Este libro presenta un sistema para resolver esa contradicción. Eficaz, moderno, refinado y, como todos los sistemas, en modo alguno casual. Colombia, donde este sistema ha sido experimentado con mayor tesón y éxito, sirve de cobaya al resto del mundo. Un laboratorio del mundo globalizado, escandalosamente injusto pero “democrático”. El sistema ha demostrado que funciona respetando, por lo menos formalmente, las reglas de la democracia representativa y del Estado so- cial de derecho. Aunque Colombia es considerada generalmente como una democracia representativa, con un Estado social de derecho, tiene, sin embargo, sus peros. En Colombia se vota, incluso con frecuencia, y son legales los partidos de cualquier ideología, incluido el comunista. Pero los partidos tienen asegurada su existencia solamente mientras no atacan los privile- gios, no desgarran, no denuncian el sistema. A la Unión Patriótica (UP), que se ha atrevido a hacerlo, le ha sido aplicado este sistema sin piedad.

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pajaro-bk.p65 11 23/04/2005, 10:20 12 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Ha sido exterminada. Eso sí, discretamente, a cuentagotas, al ritmo de un muerto cada 19 horas durante 7 años, hasta la extinción completa. He- chos los cálculos se llega, muerto arriba o abajo, a 3.200 asesinados entre diputados, concejales municipales, dirigentes y simples militantes en un exterminio que sigue completándose: en los primeros dos años del gobier- no Uribe 71 sobrevivientes han sido asesinados y otros 30 han sido “des- aparecidos”. Alguien ha tenido el valor en Colombia de atribuir su desaparición a la caída del muro de Berlín. En Europa, por el contrario, el dirigente de un partido de izquierda ha imputado “errores políticos” a la UP. ¡Como para no cometerlos, con un muerto cada 19 horas! Las libertades están garantizadas en Colombia. La de una infor- mación libre e independiente, por ejemplo. Aparentemente, todos los pe- riodistas pueden expresar lo que deseen. Alguno como Antonio Caballero, famoso y citado en más de una ocasión en este libro, hasta puede permi- tirse denunciar sarcásticamente el terrorismo de Estado. El semanario en que escribe es leído solamente por ricos. Su precio equivale a una jornada de salario mínimo. Quien haga la crónica en una de las tres o cuatro gran- des ciudades del país puede escribir de todo, con tal de no profundizar de- masiado en sus indagaciones sobre asuntos sucios, ni herir ciertas sensibilidades. Si lo hace, le llamarán por teléfono durante la noche. Una voz, que puede ser incluso educada, le recordará el camino que recorren sus hijos para ir al colegio. Si uno vive lejos, tiene que estar más atento. No hace falta mucho para desaparecer, o para acabar en una zanja con una bala en la cabeza. Así se explica que Colombia detente desde hace años el récord mundial de periodistas asesinados. En todo caso, hay quienes se encuentran en peor situación. Los sindicalistas, por ejemplo. Todo es normal, aparentemente. Existe el dere- cho a organizarse y a hacer huelgas, hay convenios colectivos, un minis- tro de Trabajo. Pero si uno insiste en sus protestas y reivindicaciones, es eliminado. Simplemente. El sistema se aplica indistintamente a los enfer- meros del hospital público San Juan de Dios de Bogotá, sin sueldo desde hace tres años, a los obreros petroleros de Barranca, a los braceros de las plantaciones de los latifundistas que trabajan para Del Monte, a los cocaleros que venden la coca a los emisarios de los narcos, a los maestros que luchan contra el desmantelamiento de la escuela pública, y a los habi- tantes de cualquier barrio que exigen agua, tendido eléctrico, alcantarilla- do o carreteras. En todos los casos se aplica una especie de manual. Inicialmente se los ignora en lo posible, luego se intenta asustarlos con la policía o el ejército. Si resisten, se acepta negociar y se les hacen promesas y compromisos que se pudrirán en los papeles. En el caso de que reanuden

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pajaro-bk.p65 12 23/04/2005, 10:20 13 PRÓLOGO

las protestas, se les comienza a acusar –si no lo han hecho para entonces– de respaldar a la guerrilla. Luego se va por los líderes, uno tras otro. “Cuan- do los empresarios ven que un empleado se prepara y tiene condiciones para discutir con ellos, es hombre muerto”, referían los trabajadores de las bananeras. De esa manera fueron asesinados, por ejemplo, 23 delega- dos de los 27 que pertenecían al movimiento de los cocaleros, que bloquea- ron en 1996 las regiones del sur para protestar contra las fumigaciones. Desde hace décadas son diezmados los directivos sindicales de los sectores de riesgo. Así, según la Conferencia Internacional de Organizaciones Sin- dicales Libres (CIOLS) en 2002, de los 312 sindicalistas asesinados en el mundo entero, 280 lo fueron tan solo en Colombia. La lista podría continuar con los activistas de los derechos huma- nos, los abogados de los opositores políticos, los jueces que se atienen a las leyes, los moralistas, los honestos, los entrometidos… Podríamos citar luego a los ladrones de caminos, a los vagabundos, las prostitutas, los enfermos mentales… a todos los expuestos al sistema. Evidentemente, la aplicación del sistema requiere un mecanismo engrasado y una red de ejecutores amplia y extendida por el territorio nacional. No existe ninguno tan poderoso, estructurado y manifiesto en país alguno como en Colombia, ni ha obtenido en parte alguna una acep- tación social tan extensa. Este libro recorre el fenómeno de la privatización del empleo de la fuerza y la degradación paralela del Estado. Cuenta las hazañas de los guerreros privados, desde pájaros como el Cóndor, o el Vampiro, el Negro Vladimir y King Kong, hasta el italiano Salvatore Mancuso, el narco “para” don Berna, o los capos de los capos, Fidel y Carlos Castaño. También habla de sus empresarios, los políticos y estrategas que han diseñado y aproba- do el sistema sin ensuciarse las manos, como los presidentes Kennedy y Uribe, los ministros y los oligarcas colombianos. Y de quienes se las ensu- cian a menudo: generales, coroneles, tenientes y capitanes. Este libro también habla de droga y de guerrilla. Alguien objetará que habla poco. Desde hace muchos años se fomenta la creencia de que la barbarie colombiana depende de la droga, y se vende la idea de que se aca- baría con ella si fuera eliminada la guerrilla. Por más que Göbbels dijera que una mentira repetida cien veces se convierte en realidad, estas afirma- ciones siguen siendo mentira aunque se repitan cien y hasta un millón de veces. La barbarie, como la guerrilla, nace y depende de la injusticia, obs- cena y creciente, que no puede ser defendida por una pantomima de de- mocracia. Si el narcotráfico terminara por arte de magia, y fuera derrotada

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pajaro-bk.p65 13 23/04/2005, 10:20 14 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

la guerrilla por un milagro, todo continuaría como antes. La guerra utili- zaría otros recursos para seguir adelante, y la miseria y el despotismo producirían otras guerrillas. El sistema no hace milagros, por muy eficaz y moderno que sea. Solamente llena cementerios y fosas comunes.

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Yair y Pablo 111

air Klein gritó “¡Fuego!” Cuando el Toyota se acercó a los blancos de Y cartón, los alumnos de los asientos de atrás sacaron el cuerpo por las ventanillas y descargaron sus metralletas mini Uzi. no quiso participar en la exhibición final del pri- mer curso de matones realizado en Colombia. Los instructores israelíes no le resultaban simpáticos. Quienes sí se encontraban aquel día de febrero de 1988 en el improvisado polígono de tiro de la finca El Cincuenta eran los Pérez y algún otro latifundista de la región del Magdalena Medio, el alcalde de Puerto Boyacá y algunos oficiales del destacamento local del ejército, como el coronel Luis Bohórquez. Hacía los honores de la casa Gonzalo Rodríguez Gacha, apodado El Mexicano, que parecía el más entu- siasmado con el curso que acababa de diplomar a 30 nuevos sicarios, en- tre los que se hallaba su hijo Freddy. “Hemos gastado en cada uno de ustedes más de un millón y medio de pesos, y recuperaremos ese dinero hasta el último centavo”, manifestó en un discurso improvisado el considerado, después de Escobar,1 el segundo capo del cartel de Medellín.

1. La reconstrucción de las escuelas de sicariato y de la realidad vivida en Urabá está basada en los testimonios realizados por varios paramilitares arrepentidos ante el Tribunal Especial, como Diego Viáfara y Jesús Alberto Molina Herrera, y en los in- formes del DAS sobre la actividad de Acdegam en Puerto Boyacá, publicados en 1989 por la revista Semana, y los periódicos El Tiempo, El Espectador y La Prensa. Muchos detalles se han tomado de Medina (1990) y de Duzán (1992).

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pajaro-bk.p65 15 23/04/2005, 10:20 16 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

El Mexicano estaba orgulloso de su primogénito de 17 años, apo- dado Pocillo por sus considerables orejas, al que había regalado reciente- mente una motocicleta dorada. El jefe se lo podía permitir. Precisamente aquel año le había dedicado una portada la revista Fortuna, y Forbes lo había situado en la lista de los hombres más ricos del mundo, aunque lejos de Pablo Escobar quien, en el puesto 14, contaba con unas ganancias anuales de 3.000 millones de dólares. Don Pablo tenía su imperio a nombre de decenas de testaferros, reservando desde luego un lugar preferente a sus familiares más cercanos (su hija Juana Manuela era propietaria, a sus cuatro años, de 66 garajes, 34 parqueaderos privados, 8 oficinas, 12 re- vistas y 13 apartamentos). Entre Escobar y Rodríguez Gacha no existía competencia. Se res- petaban y temían mutuamente, y se habían repartido de forma ecuánime las diferentes tareas y campos de actuación.2 Una vez concluida la aventura política que lo había llevado en 1982 al Congreso como diputado liberal, Escobar había preferido ocupar- se del negocio del narcotráfico, del desarrollo de las redes de su distribu- ción en el extranjero, y de las rutas aéreas y navales utilizadas para el transporte de la droga. Dirigía, asimismo, la guerra contra cualquiera que obstaculizara los negocios del cartel, comenzando por los narcos de Cali, y lideraba la cruzada contra la ley de extradición de los colombianos. “Prefe- rimos una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos”, era desde hacía tiempo el lema de los narcos. El Mexicano, por su parte, se hallaba comprometido en la lucha contra la guerrilla, con la que había empezado a enfrentarse hacía cuatro años en las selvas surorientales de Colombia. Según él, “las FARC primero empezaron a robar el dinero que mandábamos para comprar la pasta de coca, luego a asaltarnos y a intentar secuestrarnos”. Rodríguez Gacha se había expuesto a los chantajes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) al invertir gran parte de sus ganancias en las tierras más fértiles del país. Su anticomunismo lo había acercado, por otra parte, a los generales, que hacía tiempo aplicaban la “doctrina de seguridad nacional”, aprendida en las academias militares norteamericanas de Panamá y Fort Bragg. “Mientras el Estado les concede algunas medallas, yo los lleno de dinero”, dijo en una entrevista a la revista española Interviú. Rodríguez Gacha solía distribuir públicamente su propina, una vez al mes, a los mi-

2. Sobre las actividades de Escobar y Rodríguez Gacha, véase Piccoli (1994) y Casti- llo (1991).

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pajaro-bk.p65 16 23/04/2005, 10:20 17 YAIR Y PABLO

litares del cuartel de Pacho, una población rodeada de plantaciones de cí- tricos, a dos horas en carro de Bogotá, donde era considerado una especie de dios. Solamente ahorraba el humillante desfile frente al bar de la plaza principal a los oficiales. Ellos podían encontrarlo en las haciendas de Chihuahua y Santa Rosa, donde recibían fajos de dólares y regalos sustan- ciosos, como los Rólex de oro. Aquellas atenciones tenían su vuelta. El ejér- cito le permitía circular libremente por el país, a pesar de haber acumulado diversas órdenes de captura: las colombianas eran por tráfico de estupefa- cientes y lavado de dinero sucio, y las norteamericanas por homicidio y conspiración. En más de una ocasión, los militares se habían ofrecido in- cluso a liquidar a algunos de sus competidores. Escobar y Rodríguez Gacha habían llegado al Magdalena Medio cuando los latifundistas y los dirigentes locales de la Texas Petroleum Company, o Texaco (uno de los primeros grupos norteamericanos autori- zados a explotar los yacimientos del país), estaban organizándose con la ayuda de los comandantes militares de la zona, para responder a la extor- sión, cada vez más frecuente, del IV Frente de las FARC. Los mafiosos juz- garon conveniente invertir sus capitales precisamente en regiones como Antioquia, la Costa Atlántica y los Llanos Orientales, donde los precios de la tierra se habían derrumbado ante la actividad de los rebeldes. Escobar y Rodríguez Gacha decidieron exhibir sin reserva sus riquezas en el Magda- lena Medio. En 1979 don Pablo compró en La Dorada, a medio camino entre Bogotá y Medellín, la hacienda Nápoles, con sus 2.000 hectáreas en la margen derecha del río Magdalena. Un hombre empleaba casi una hora para llegar andando desde la entrada hasta la casa principal, La Mayora, y cinco días a caballo para recorrer su perímetro. En pocos años la había equipado con una pista clandestina de aterrizaje, llamada Mama Rosa, custodiada por decenas de hombres ar- mados, varias villas, piscinas, caballerizas, campos de fútbol, de tenis y de golf, y una plaza de toros. Se destacaba un zoológico con 2.000 animales traídos de todos los continentes, entre los que se veían jirafas, hipopóta- mos, elefantes, tigres, antílopes, canguros, alces y rinocerontes. Asimis- mo, habían sido reconstruidos a tamaño natural los esqueletos de un dinosaurio, un brontosauro y un mamut, animales extinguidos, por des- gracia, como explicaban las hojas publicitarias del zoológico. En un repor- taje de Forbes se decía que “Escobar ha tenido más problemas legales en Colombia con la importación de animales exóticos que con la exportación de cocaína”. Más problemas tuvo, en realidad, la juez Carmencita Londoño cuando investigó aquel extravagante tráfico. En mayo de 1986 recibió una carta amenazadora que le decía, entre otras cosas:

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pajaro-bk.p65 17 23/04/2005, 10:20 18 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Es una desgracia que usted, sin mostrar respeto por la ley y la propiedad, quiera poner a Pablo Escobar en la cárcel por haber traído progreso a Colombia y contribuido a la naturaleza y a la fauna silvestre de nuestro país… Le garantizamos que usted no logrará un ascenso en su carrera profesional, sino más bien un descenso a las profundidades de la muerte, que es todo lo que usted se merece.

Una semana después, la Londoño cayó en el centro de Bogotá bajo los disparos de dos matones en motocicleta. El homicidio no redujo la afluencia al zoológico, el más surtido y el único gratuito del país. “Es del pueblo y el pueblo no puede pagar por visitar lo que es suyo”, afirmaba don Pablo. Más tarde se descubrió que el jefe no pensaba sólo en la educa- ción científica popular, sino que utilizaba los excrementos de las fieras para impregnar con su olor las bolsas destinadas al transporte de la cocaína, con el objetivo de despistar a los perros antidroga. El exhibicionismo de Escobar no conocía límites. Para no dar lugar a dudas sobre el origen de su fortuna, don Pablo mandó colocar a la entrada de Nápoles el pequeño Piper en el que había transportado personalmente la primera carga de cocaína a Florida. Durante una década, la avioneta pudo verse desde la carretera que une a Bogotá con Medellín. También hizo colocar sobre un pedestal de mármol, en la explanada situada frente al zoológico, un automóvil de los años treinta acribillado a balazos, que había pertenecido, según afirmaba con orgullo el jefe, nada menos que a la pareja de bandidos norteamerica- nos Bonny Parker y Clyde Barrow. Rodríguez Gacha no era mucho más discreto. Había comprado a un esmeraldero, (al que más tarde haría fusilar, junto con veinte personas más, por un pelotón militar a su servicio), en la margen izquierda del río Magdalena, la hacienda El Sortilegio. En ella hizo construir el más moder- no criadero de gallos de pelea –una de sus grandes pasiones–, que levantó ampollas entre los campesinos de la región por las instalaciones de aire acondicionado con las que había equipado las jaulas. Pero la finca se hizo famosa porque su picadero hospedaba el maravilloso alazán Tupac Amaru, al que apodaban Caballo alado, destinado solamente a la reproducción –cada monta podía costar hasta 10.000 dólares–, dado que no se le permi- tía participar en ninguna carrera por demostrarse invencible. Cuando Rodríguez Gacha caracoleaba sobre su soberbio caballo por Puerto Boyacá, la Policía llegaba a detener el tráfico. El Mexicano pagó gran parte de los 800.000 dólares estipulados por los cursos a cargo de Yair Klein y los instructores de la sociedad

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pajaro-bk.p65 18 23/04/2005, 10:20 19 YAIR Y PABLO

Spearhead. Dotó a sus alumnos de uniformes del ejército de Tel Aviv, y fusiles ametralladoras Galil y Uzi, provistas de miras telescópicas,3 les impuso una disciplina de hierro. Al concluir la exhibición de febrero, los treinta sicarios diplomados cantaron el himno de la Asociación Campesi- na de Agricultores y Ganaderos del Magdalena Medio (Acdegam): “Un día fuimos comunistas/ obligados a luchar/ por doctrinas que llegaron/ y están contra la paz. Nuestro lema es defender/ nuestros hijos, nuestros bienes/ nuestras tierras/ y lo vamos a lograr”. Después hicieron disparos al aire gritando: “¡muerte a los comunistas, muerte a las FARC!” Hacía años que numerosos latifundistas del centro agrícola de Colombia se estaban apoderando por la fuerza de los terrenos de miles de pequeños y medianos propietarios, asfixiados por las tasas, o vacuna ga- nadera de las FARC. Algunos fueron obligados a vender su propiedad a precios irrisorios. “Si no firmas hoy, tratamos mañana con la viuda”, era la frase ritual. La estrategia antiguerrilla de “quitar el agua al pez” había llevado a la eliminación de más de 5.000 personas entre 1982 y 1985, y era a veces un pretexto para acabar con sindicalistas, braceros o acreedo- res de los latifundistas. Un paramilitar arrepentido confesó que había matado a un leña- dor por encargo de Carlos Delgado, que era un propietario de tierras y miembro de Acdegam.

Yo y el sargento Medina lo capturamos, lo llevamos hasta la ori- lla del río y yo personalmente lo indagué y no vi razones para hacer daños a ese señor y le manifesté al sargento que ese señor no era ningún guerrillero, que era un tipo trabajador pero él me manifestó que don Carlos había dado la orden y había que creer- le, entonces se le arrimó y Medina le metió un tiro en la cabeza y dos en la espalda… lo tiramos al río… Yo averigüé por mis pro- pios medios que Carlos Delgado le debía a Marín cinco años de tra- bajo… entonces para no pagarle había hablado con el sargento.4

Antonio Caballero, el periodista colombiano más famoso, escri- bió en El Espectador que “el río Magdalena es la columna vertebral de Co- lombia y por él (ahora que los pesticidas han matado a los peces) sólo bajan cadáveres de hombres asesinados”.

3. Sobre las actividades de los mercenarios israelíes y sobre el export de Israel en Co- lombia, véase Cockburn y Cockburn (1991). 4. Los testimonios sobre la muerte del leñador por motivos económicos, en Tras los pasos perdidos de la guerra sucia (1995).

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pajaro-bk.p65 19 23/04/2005, 10:20 20 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

En el mismo periódico denunció Gabriel García Márquez que

los autores materiales del genocidio son bandas armadas de pis- toleros a sueldo, que matan a pleno día, una vez a cara descu- bierta y otras con la cara pintada, y a quienes todo el mundo conoce pero no se atreve a denunciar. Su método, por desgracia, es inmemorial en la historia de Colombia, y nos resulta familiar por su barbarie. Los cadáveres que flotan en las aguas o que ya- cen sin dueño en las veredas, han sido despellejados a cuchillo, y aparecen con los órganos cortados y a veces metidos en la boca, sin lengua y sin orejas. Las masacres sucedían con total impunidad y con el visto bueno del poder y de la prensa del régimen, comenzando por El Tiempo, el diario más vendido, que definía a Puerto Boyacá como “la capital antisubversiva de Colombia”, y así aparecía escrito en letras mayúsculas sobre un enor- me cartel colocado a la entrada de la población. La limpieza política era financiada a pleno día en el Magdalena Me- dio por la Texaco, que pagaba a los batallones que actuaban en la zona, gra- cias a la legalización de los acuerdos privados entre las multinacionales y el ejército colombiano. Para extenderse a otras regiones necesitaba, sin embar- go, capitales enormes, como los de Escobar y Rodríguez Gacha. Los herma- nos Pérez, que pertenecían a los latifundistas más aguerridos de la zona, dijeron a sus hombres: “muchachos, vamos a trabajar un poco para la mafia”. El curso de sicariato, organizado en 1988 por la sociedad de Yair Klein, reforzó la alianza de los narcos con el movimiento paramilitar que estaba surgiendo. El ex coronel israelí consideraba tranquila aquella misión en Co- lombia. Había sido contratado por una sociedad del Ministerio de Defensa colombiano, gracias a la mediación de un paisano suyo, Eitan Koren quien, tras haber sido el responsable de la seguridad del premier Menachem Begin, representaba en América Latina a la empresa militar Israel Security Defense System (ISDS). En aquella época Colombia era el mejor cliente comercial de la industria bélica israelí, con encargos de 500 millones de dólares. A su llegada al aeropuerto de Bogotá, Klein había sido recibido por un mayor de los servicios secretos. Antes de salir hacia el Magdalena Medio se había contactado con otros oficiales del ejército colombiano, con un senador, algunos directivos del Banco Ganadero y hasta con un viceministro que, con lágrimas en los ojos, había definido a los instructores israelíes como “la última esperanza de Colombia antes de que se convierta en otra Cuba o Nicaragua”.

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pajaro-bk.p65 20 23/04/2005, 10:20 21 YAIR Y PABLO

Los mercenarios que acompañaban a Klein a Puerto Boyacá eran personajes totalmente respetables de los servicios secretos del Estado he- breo. Entre ellos se encontraban Abrahán Txadaka, ex comandante de las unidades de antiterrorismo de las fuerzas armadas de Tel Aviv; el teniente coronel Amatzia Shuaili, instructor de las tropas especiales guatemaltecas; Michael Harari, jefe de seguridad de la organización secreta Lakam, com- prometida en el desarrollo de los programas israelitas, y el agente Arik Afek, que resultó implicado en la triangulación de armas y droga a favor de los contras nicaragüenses. Ya en Puerto Boyacá, los israelíes fueron recibidos por el coman- dante del batallón Bárbula. La hacienda en la que se desarrollaban los cur- sos de formación era punto de afluencia de oficiales y suboficiales, a quienes les gustaba competir al tiro al blanco con los israelíes y sus alumnos. Klein se sentía tan seguro de sí mismo que permitió al ex teniente Óscar Echandía, coordinador de los cursos a cuenta de Acdegam, filmar un video de promoción para la Spearhead en Colombia. La cámara no gra- bó a los patrocinadores de la escuela de sicariato, lógicamente, sino sola- mente a Klein y Shuali, y a sus alumnos, entre los que sobresalía un gigante negro de casi dos metros. Pablo Escobar aportó su cuota para financiar al ejército paramilitar en formación, aunque prefería ir a los partidos de fútbol que a las exhibi- ciones de los mercenarios. En noviembre de 1987 jugó en un torneo orga- nizado dentro de su hacienda Nápoles contra los ases del Nacional de Medellín. Al acabar el partido, el acrobático portero René Higuita entregó una medalla a don Pablo, que como muchos sabían, era el dueño del equi- po que dos años antes había disputado la Copa Intercontinental al Milán de Van Basten. Rodríguez Gacha intentó a menudo convencerlo de la uti- lidad del proyecto anticomunista de Puerto Boyacá. “Si le ayudamos a vencer a sus enemigos, el Estado nos dejará dedicarnos tranquilamente a nuestros negocios”. Don Pablo, que había conocido de cerca el mundo de la política, seguía con sus dudas. Más tarde afirmó que nunca había com- partido las ideas de El Mexicano, sino que había intentado convencerlo de no seguir con el exterminio de la gente de izquierda. Escobar estaba empeñado sobre todo en la guerra contra la ex- tradición, llevada adelante al son de homicidios y secuestros, y en la que resultaba aliado de la izquierda, en lucha “contra el imperialismo yanqui”. El secuestro de Pastrana, futuro presidente de la República, en enero de 1988, sumó un punto a favor del jefe. Lo cierto es que, si unas semanas antes el ministro de Justicia había emitido cinco órdenes de captura que

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incluían además la autorización para la inmediata extradicón a Estados Unidos –y Escobar figuraba como primero de la lista–, unos días después del secuestro de Pastrana, el Consejo de Estado las suspendió. Don Pablo se hallaba comprometido asimismo en la guerra, to- davía más sangrienta, contra los enemigos de Cali, que también disponían de bandas de sicarios y de instructores extranjeros. Utilizando la media- ción de los servicios colombianos, los Rodríguez Orejuela contrataron a un grupo de ex agentes del Special Air Service (SAS), comandado por los coroneles Peter McAleese y Dave Tomkins. En junio de 1989 utilizaron un helicóptero de la policía colombiana para un ataque sorpresa desafortu- nado, proyectado con ayuda de la CIA, que intentó sorprender y matar al jefe de Medellín.5 Un grupo de policías al servicio del Cartel de Cali se había atrevido a colocar unos meses antes, el 13 de febrero, un coche bomba delante del edificio Mónaco, en el barrio “bien” de Poblado de Medellín, donde residía su familia. La explosión, además de pulverizar a dos vigi- lantes, produjo una lesión crónica en el oído de su hijita. Fue una afrenta intolerable para el jefe, que había amenazado de muerte en más de una ocasión a quien osara “tocar un pelo” a sus familiares. En septiembre de 1984, por ejemplo, había descubierto y exterminado a una banda entera de pobres diablos que habían secuestrado a su padre Abel. En agosto de 1989 reivindicó la muerte de un coronel de policía, por haber retenido e impedido durante unas horas que su mujer, María Victoria, diera el bibe- rón a la pequeña Juana Manuela. Así pues, el desarrollo del proyecto paramilitar quedó exclusi- vamente a cargo de Rodríguez Gacha y sus aliados anticomunistas, civiles y militares. Juntos decidieron enviar al grupo de sicarios entrenados por Klein a Urabá, la región limítrofe con Panamá, utilizada para el tráfico ilegal de droga y de armas, riquísima en materiales preciosos, y adecuada por su exuberante naturaleza para cultivos intensivos. En aquella zona se había instalado a comienzos de los años sesenta la United Fruit con el propósito de dedicarse al cultivo del banano, convertido en el tercer producto de ex- portación de Colombia, después del café y del petróleo. Las plantaciones de Urabá, que comercializaban la fruta con las marcas Del Monte, Dole y Chiquita, ocupaban en 1988 a casi 30.000 bra- ceros, obligados a trabajar hasta 70 horas semanales, sin seguros ni asis- tencia sanitaria, y viviendo con sus familias en tugurios sin luz, agua

5. Sobre la actividad de mercenarios ingleses en Colombia, véase Guillén (1993).

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corriente, ni desagües. Las condiciones inhumanas –que provocaban la muerte por tuberculosis de uno de cada cuatro trabajadores– favorecieron la expansión de los sindicatos, a pesar de la violenta oposición de los lati- fundistas, más propensos a resolver los conflictos laborales a disparos que a través de negociaciones. El acaparamiento de tierras efectuado por las compañías bana- neras, y por muchos políticos, generales y narcotraficantes, había provo- cado la expulsión de decenas de miles de campesinos, pero asimismo había favorecido la expansión de las FARC y del Ejército Popular de Liberación (EPL). El círculo vicioso no podía sino aumentar . La guerrilla imponía el pago de fuertes comisiones a los latifundistas de la zona, amenazándolos con el secuestro y, eventualmente, con la muerte. Éstos, a su vez, crearon milicias privadas o pagaron para su protección a los ofi- ciales de los batallones del ejército que operaban por la zona. Los sindicalistas fueron asesinados uno tras otro. “Cuando los empresarios ven que un empleado se prepara y tiene condiciones para dis- cutir con ellos, es hombre muerto”, manifestaron algunos braceros a la enviada de El Espectador. En los últimos seis meses de 1987 fueron muer- tos 39 dirigentes sindicalistas en la región. Cada huelga era precedida o seguida por decenas de funerales. El ejército y la policía, que se demostraban incapaces de detener a un solo matón, tomaban partido claramente en favor de los latifundistas. “Aquí en Urabá existen movimientos sindicales con brazo armado”, afir- mó el comandante de la brigada que operaba en la región. También caían bajo los disparos de los sicarios los militantes de la Unión Patriótica (UP), el movimiento de izquierda que había conseguido en las últimas eleccio- nes las principales alcaldías, como Turbo y Apartadó. Lo mismo sucedía a los exponentes del Nuevo Liberalismo, el ala progresista del Partido Liberal. En la misma fecha que finalizó en Puerto Boyacá el primer curso de sicariato, algunos pelotones del batallón Voltígeros entraron en un ba- rracón de trabajadores bananeros y detuvieron a cuatro braceros, entre quienes se hallaba una joven embarazada de 16 años. Ésta acusó, después de diez días de tortura, a un grupo de conocidos suyos de militar en la guerrilla.6 En las noches siguientes fue llevada en un todoterreno con cris- tales opacos para que señalara a los presuntos guerrilleros en los pobla- dos de Honduras y La Negra. Los cuatro braceros fueron entregados al

6. Sobre la masacre de “Honduras” y “La Negra”, véase Liga Internacional para la Defensa de los Derechos y la Liberación de los Pueblos (1990).

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juez dos semanas después de su arresto, una práctica facilitada por el Es- tatuto Antiterrorista para combatir a los narcos y aplicado casi exclusiva- mente a los opositores políticos y sociales. Posteriormente se descubrió que en el acta de los interrogatorios figuraba como abogado defensor un ofi- cial que había participado activamente en las torturas a los detenidos. Aquella operación fue dirigida por el mayor Luis Felipe Becerra, el mismo que unos días más tarde pagaría con su tarjeta de crédito la es- tancia en el Hotel Intercontinental de Medellín del grupo de matones de Puerto Boyacá que se dirigía a Urabá. La compleja máquina de muerte se puso en marcha en la noche de plenilunio del 4 de marzo. A la una de la madrugada los habitantes del miserable campamento de la hacienda Hon- duras fueron despertados por la llegada de algunas todoterreno y los gri- tos de un grupo de hombres armados. “¡Abran todas las puertas!”, fue la primera orden inteligible. Rodearon sin más la barraca de los solteros, que fueron empujados fuera y obligados a tumbarse sobre el empedrado del patio central. Tres de ellos lograron milagrosamente salvarse, escondién- dose bajo el techo. La gente, aterrorizada, distinguió a la entrada del cam- pamento la sombra de dos camiones llenos de soldados, inmóviles. Nadie se ilusionó de que acudirían en su ayuda. El jefe de los milicianos era un gigante negro, con un gorro rojo. Algunos de ellos gritaban “¡Muerte al EPL!” “¡Vivan las FARC!” En unos segundos reunieron a 17 braceros, todos ellos afiliados al sindicato. Los familiares, encerrados en sus casas, no podían hacer otra cosa que rezar y llorar. Primero oyeron los gritos de algunos jóvenes mien- tras les arrancaban las uñas. Después, una ráfaga aislada y, finalmente, una descarga interminable de disparos. Se oyó “¡Cabo, hay uno vivo!” al hacerse silencio. La última ráfaga acabó con Pedro, un bracero de 25 años. El primero que murió fue Alirio que, aprovechando un momento de des- cuido del comando, había tratado de huir, pero fue alcanzado y asesinado en medio del campo donde solían jugar fútbol los trabajadores el domingo por la tarde. Antes de marcharse, escoltados por los dos camiones militares, los asesinos quemaron el cobertizo bajo el que se hacían las reuniones sin- dicales, y destruyeron el pequeño camión de la comunidad utilizado para el transporte escolar. Sin embargo, no habían concluido su incursión. En la hacienda cercana, La Negra, mataron delante de sus familiares a otros tres braceros. Cuando empezó a clarear en la hacienda Honduras, las mujeres lloraban junto a los cuerpos casi decapitados de sus hombres, al- canzados en pleno rostro por balas explosivas. Otras vagaban sin tino. Se

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veían buitres sobrevolando cuando llegaron varios camiones llenos de militares del batallón Voltígeros. Los sobrevivientes reconocieron entre ellos al gigante negro que había dirigido unas horas antes el comando homici- da. Los soldados se preocuparon solamente de recoger los casquillos es- parcidos por el terreno, en medio de los charcos de sangre coagulada y de fragmentos de masas cerebrales. Un oficial hizo algunas preguntas pero no le respondió nadie. Los sobrevivientes empezaron a protestar sólo cuando los militares cargaron en un camión los cadáveres y se marcharon sin es- perar la llegada de las autoridades judiciales. Inmediatamente después la comunidad entera se puso en marcha hacia Apartadó, donde pudo refu- giarse en la parroquia de la Divina Eucaristía. Aquella misma tarde del 4 de marzo de 1989, un grupo de hom- bres encapuchados obligó a descender de un autobús que se dirigía a Medellín a ocho hombres del movimiento de izquierda A Luchar que esta- ban dejando la región. Sus cuerpos torturados fueron hallados dos días más tarde en un bosque cercano. En esa misma fecha comenzaron una huelga indefinida 22.000 trabajadores bananeros, exigiendo la destitución del general Sanmiguel Buenaventura, y el nombramiento de una comi- sión presidencial que investigara las matanzas. El gobierno central se des- hizo en condenas y promesas de justicia. Para aclarar aquellos “genocidios perpetrados por grupos antisociales”, designó a 30 de los mejores agentes del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), el único servicio secreto que dependía directamente del presidente de la república. Fue de- cretado el estado de sitio en Urabá, y nombraron gobernador militar de la región a un mayor que, unos años antes, había sido señalado por una comisión investigadora de la Procuraduría como uno de los fundadores de los primeros grupos paramilitares. En las calles de Turbo y Apartadó se decía en voz baja que “el remedio es peor que la enfermedad”. La matanza, sin embargo, no había terminado. El 3 de abril fueron asesinados 28 campesinos del poblado La Mejor Esquina, en el vecino corregimiento de Buenavista, sorprendidos durante una fiesta. Ocho días más tarde les tocó a 26 campesinos de Punta Coquitos. También en dichas ocasio- nes estuvo el gigante de color llevando la lista de los condenados a muerte. La investigación de aquellas masacres corrió a cargo de la joven juez Martha Lucía González. Los testimonios de los sobrevivientes, las contradicciones de los militares halladas durante los interrogatorios, y las confesiones de los primeros arrepentidos, la convencieron de la responsa- bilidad de varios oficiales, entre quienes figuraban algunos comandantes de batallón y de brigada.

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Según avanzaban sus indagaciones aumentaba el nerviosismo del ejército. En el mes de agosto siguiente, el procurador general de la nación, Horacio Serpa, comunicó en una carta al presidente Virgilio Barco que las masacres “no son errores, actos de venganza o actos irracionales de indivi- duos que han unido sus fuerzas para sacrificar colombianos aquí y allá. To- dos estos actos tienen el carácter de crímenes políticos o adhieren a ciertas ideologías, para intimidar a comunidades enteras, para mantener un cierto status quo económico”. La respuesta del gobierno no se hizo esperar. El minis- tro de Defensa polemizó con los sectores “anhelantes de que haya militares comprometidos en esas masacres”. El presidente Barco trató de tranquilizar al ejército, prometiendo que aumentaría la plantilla y la financiación de las Fuerzas Armadas. El ministro César Gaviria, que unos meses antes había denunciado la presencia en el país de 128 grupos paramilitares, declaró en televisión que eventuales acciones ilegales de militares en activo no podían haber sido realizadas sino a nivel personal, y aseguró que la violencia del país debía ser imputada al acuerdo entre narcotraficantes y terroristas. Escondido tranquilamente en uno de sus innumerables refugios secretos, y protegido por un cordón de seguridad de cientos de hombres armados, dispuestos a jugarse la vida por él, don Pablo no se perdía un solo noticiero. Cuando escuchó el discurso de César Gaviria, que en un par de años se convertiría en presidente de la República, intuyó que la estrate- gia anticomunista de su socio, don Gonzalo, acabaría llevando a un calle- jón sin salida al cartel de Medellín. Lo iban a convertir en chivo expiatorio. Y todavía se convenció más cuando leyó el texto de los primeros informes “estrictamente confidenciales” del DAS sobre las matanzas de Urabá, fil- trados a la prensa colombiana. Mientras la juez González llamaba a testificar a oficiales de grado cada vez más alto, el DAS desviaba la atención hacia otros sujetos de la alianza paramilitar: a varios latifundistas de Acdegam y a los narcos de Medellín. A finales de abril, el servicio secreto dirigido por el general Mi- guel Maza Márquez, pariente lejano de Gabriel García Márquez, entregó a la prensa un informe que atribuía las masacres a un grupo de justicieros llamados Los Magníficos o Amor por Colombia, que trabajaban para los propietarios de las bananeras, “presionados por la subversión”. El DAS exoneraba de toda responsabilidad como mandante o cómplice de los es- tragos al personal militar. Mientras tanto, en Puerto Boyacá todo discurría tranquilamen- te. En mayo de 1988 Yair Klein empezó el segundo curso de sicariato, que solamente fue interrumpido porque muchos alumnos se presentaban ebrios a los ejercicios. El tercer curso, por su parte, hubo de ser transferido a una

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hacienda de Rodríguez Gacha en la región del Putumayo, a raíz de un ras- treo de la Policía antinarcóticos por la zona. En aquella ocasión Klein comenzó a darse cuenta de la complejidad del rompecabezas colombiano. “Era muy curioso que el ejército, por un lado, apoyara a Acdegam y que, por otro, la policía quisiera hacer un operativo contra el campamento”, contará algunos años más tarde el ex coronel israelí. Después de unos años en que las denuncias del genocidio en el Magdalena Medio fueron liquidadas como “fruto de la propaganda comu- nista”, la justicia comenzó a actuar. Pero indagar en esta región resultaba peligroso incluso para los funcionarios del Ministerio de Justicia. La juez González se dirigió inútilmente un par de veces a Puerto Boyacá para in- terrogar a los militares denunciados. El ejército y la policía local la boico- teaban a porfía, obligándola a esperas desquiciantes, cambiando improvisadamente los programas y llegando a declarar que no podían garantizar su seguridad. No escatimaron medios para hacerla desistir de su intento. Desconocidos la llamaban por teléfono a altas horas de la no- che interesándose por la salud de sus familiares. Otros le colocaban bajo las sábanas montones de escarabajos o ratas muertas en los albergues donde se alojaba durante sus misiones. La juez González no se dejó intimidar. El 25 de junio firmó varias órdenes de captura contra narcos como Rodríguez Gacha, Pablo Escobar y Hernán Giraldo, el jefe de la Sierra Nevada, así como contra los dirigentes de Acdegam, el alcalde de Puerto Boyacá y, por vez primera, contra mili- tares en activo: un teniente y un cabo. Según la juez González, ambos “aceptaron, facilitaron, auxiliaron y permitieron el genocidio del 4 de marzo”. El 31 de agosto añadió a su lista al mayor Luis Felipe Becerra. Fue su última actuación judicial. Un atentado frustrado en el centro de Bogo- tá la convenció de aceptar un cargo diplomático en la embajada de un país cuyo nombre se mantuvo en secreto. Para entonces ya habían sido eliminados cinco campesinos de Urabá que se habían atrevido a testificar sobre las matanzas. Unos meses más tarde, dos sicarios en moto mataron en pleno centro de Bogotá a su padre Álvaro, ex gobernador del departamento de Boyacá, en la clásica “venganza transversal”. La misma suerte corrió la juez que la sustituyó. Tras haber reci- bido varias amenazas de muerte, María Helena Díaz fue asesinada junto con dos policías de su escolta el 28 de julio de 1989 por un grupo de hom- bres encapuchados. Aquellos homicidios fueron atribuidos a la “mafia de la droga”. Pocos días antes de ser asesinada, la juez Díaz había ratificado las órdenes de captura emitidas por su colega. Fue una decisión tan va-

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liente como inútil, dado que ninguna autoridad se tomó la molestia de ejecutarlas. Mientras Escobar, los demás narcos y los paramilitares esta- ban protegidos por sus milicias privadas, los militares implicados tenían el amparo de la jefatura de las Fuerzas Armadas. Alejado del cuerpo a finales de 1988, el mayor Becerra fue poste- riormente reintegrado y ascendido a teniente coronel. Un año más tarde se le envió a un curso militar de seis meses en Fort Bragg y de allí pasó a la dirección de la Oficina de Relaciones Públicas del ejército, cargo que le lle- vó a frecuentar los encuentros de la prensa extranjera en Bogotá. En di- ciembre de 2003 el Estado colombiano resarció con 1600 millones de pesos a los familiares de 13 campesinos, víctimas de la masacre realizada diez años antes en Riofrío, en el departamento del Valle, condenando a 12 me- ses de arresto a Becerra, quien para entonces había fallecido, tras haber sido ascendido a coronel. El alcalde de Puerto Boyacá continuó tranquilamente en su pues- to y organizó un concurrido Foro por la defensa del honor y la dignidad del Magdalena Medio, en el que participaron representantes del gobierno, diputados, altos oficiales en activo y en retiro, y el presidente de la pode- rosa Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan). Volviéndose éste a los directivos de Acdegam les dijo: “No están solos. Somos sus hermanos, somos sus amigos y sus admiradores”.7 En el mes de febrero siguiente, el gobierno suspendió al alcalde, que fue detenido por tenencia ilícita de ar- mas, y liberado tres horas más tarde por un comando armado. Después del exilio forzoso de González y el sacrificio de Díaz, el Tribunal Especial de Orden Público decidió ahorrar otras muertes inútiles y revocó todas las órdenes de captura, exceptuando la emitida contra un miembro del grupo paramilitar Los Magníficos. Vale decir que, transcu- rrido año y medio, y con 90 muertos –entre braceros, sindicalistas, jueces, hombres de escolta, testigos– solamente él había terminado en prisión por las masacres de Urabá. La máquina de la muerte sufrió, sin embargo, un percance imprevisto. En junio de 1989 el Noticiero Nacional transmitió el video de promoción de la Speardhead, filmado en la granja El Cincuenta. El ex capo militar de Acdegam, Óscar Echandía, había entregado una co- pia a un redactor, deseando hacer más creíble su disociación del castillo narco-paramilitar, que a su juicio estaba ya agrietándose. Para los colombianos fue traumático ver a los aprendices de ma- tones disparar y lanzar granadas como locos.

7. El Tiempo, 25 de agosto de 1988.

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Cuando el video fue distribuido en todo el mundo por la cadena norteamericana CBS, el Estado colombiano fue presa del pánico. El minis- tro de Defensa, general Óscar Botero, y el director del DAS, Maza Márquez, comenzaron un baile de mentiras y admisiones a medias. Se pasó del ini- cial “no tenemos ninguna información al respecto,” a la confirmación de que Klein había sido recibido a su llegada a Bogotá por algunos oficiales del ejército quienes, en todo caso, “no actuaron en nombre del gobierno ni del Ministerio de Defensa”, según afirmó Botero ante el Senado. El video arrojó un poco de luz sobre las masacres de Urabá. Algunos sobrevivientes recono- cieron en el desertor de las FARC, Luis Alfonso de Jesús Baquero, apodado el Negro Vladimiro, al gigante que iba al mando del destacamento asesino. Ante las dimensiones del escándalo, el Estado colombiano se vio en la necesidad de sacrificar a alguien. La elección recayó en el teniente coronel Luis Bohórquez, que pagó de esa forma la acogida reservada unos meses antes a Yair Klein. Fue destituido y definido como “enemigo de la paz” por el ministro de Defensa. Al oficial no le gustó ser vendido como la excepción que confirma la regla, y se defendió de todas las maneras. En una conferencia de prensa a raíz de su destitución, afirmó: “Luzco este camuflaje y no voy a permitir que lo mancillen… Soy un fanático del no a la subversión”. Más tarde, en una carta publicada sin comentario algu- no por los periódicos colombianos, recordó que “los grupos de autodefensa responden a una política del gobierno”, y que varios generales conocían la situación existente en el Magdalena Medio. “Jamás me hicieron una leve llamada de atención”.8 En la misma carta, Bohórquez manifestó que Yair Klein había llegado a Puerto Boyacá para “cumplir una misión legal”. El oficial también hizo circular una fotografía en la que aparecía en Puerto Boyacá, en agosto de 1988, con el embajador norteamericano Charles Gillespie, quien visitaba asiduamente la “capital antisubversiva” de Colombia. En cuanto se apaciguó la opinión pública, Bohórquez fue reinte- grado y asignado a la Dirección de los Servicios de Seguridad del ejército. En el año 1991 amenazó con nuevas revelaciones sobre los vínculos entre el grupo de Klein y la cúpula de las Fuerzas Armadas. Probablemente ten- só demasiado la cuerda. El 24 de julio fue asesinado por dos sicarios en moto en el centro de Bogotá. Los periódicos no echaron esa vez la culpa a Escobar. Don Pablo tenía otras preocupaciones. Desde hacía casi un mes estaba preso en la cárcel de “cinco estrellas” de La Catedral, en la que trans- currió otro loco capítulo de su vida criminal tan llena de aventuras.

8. El Espectador, 13 de octubre de 1989.

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n Bogotá soplaba un viento frío por los adoquines de la plaza de Santa EMaría, proveniente de los nevados occidentales que brillaban a lo lejos. Cuando el último toro de la corrida de aquel domingo, a finales de marzo de 1949, salió a la plaza, los espectadores comenzaron a aplaudir para entrar en calor y animar al toro y al torero. En unos minutos se dieron cuenta de que el animal no tenía intención alguna de morir dignamente y menos dando un espectáculo. Era demasiado lento, casi manso. Tal vez resignado. Nada parecía sacarlo de su pereza. Ni los aplausos, que se trans- formaron pronto en protestas y luego en silbidos e insultos, ni la capa roja que el esbelto torero agitaba ante sus ojos, y tampoco la media docena de banderillas que le fueron clavadas sin piedad en el lomo. El público co- menzó a gritar. Un joven saltó la barrera y se lanzó al ruedo. Fue detenido por un par de policías, y arreciaron las protestas. Después de unos mo- mentos fue imitado por otros, produciéndose frenéticas escaramuzas con los agentes. Aquélla fue, desde ese momento, la verdadera corrida. Dentro del ruedo había ya un sinfín de gente. Los policías desistieron, retrocediendo pistola en mano hacia la salida. Lo mismo hizo el atónito torero, empu- ñando la espada. Detrás de él salieron los picadores. El toro se quedó solo, rodeado por un centenar de hombres descamisados y vociferantes. Por un momento pareció salir de su letargo. Hizo un intento de atacar, pero que- dó sin más paralizado, como una estatua en medio de la arena. El círculo se fue estrechando a su alrededor. Aparecieron cuchillos y puñales e inclu-

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so un machete y un hacha. Y algún revólver. Sonó un disparo. Fue la señal del asalto. De pronto se le echaron todos encima. El toro apenas conseguía mover el testuz, mugiendo desesperadamente. Un hombretón lo agarró por los cuernos, los demás empezaron a darle patadas y puñetazos. Aca- baron despedazándolo. Primero le cortaron el rabo, luego los ambiciona- dísimos testículos y las orejas. El toro daba bramidos que parecían humanos pero nadie se apiadaba de él. Muchos le hincaban los cuchillos por el lomo o le agarraban con las manos para arrancarle pedazos de carne. Las heri- das salpicaban de sangre a quienes se apostaban sobre el animal. Reducido a una masa de carne viva, el toro acabó cayendo sobre un costado, aplastando a un muchacho, aunque nadie pareció darse cuen- ta de ello. Todos continuaron golpeándole, excitados por el olor de la san- gre. Cuando le sacaron las vísceras, alguno vomitó. Quien no tenía cuchillo trataba de arrancar trozos de carne con las manos. Había hambre en aquella violencia. Un hombre tiznado de rojo se alejó del revuelo con una masa oscura palpitante, que debía ser el corazón. La orgía concluyó solamente cuando los policías dispararon al aire. Tardaron unos minutos en apartar al gentío de aquella masa de carne y arena, bajo la cual continuaba gri- tando y agitándose el muchacho atrapado. En el cielo aparecieron, pun- tuales, los primeros buitres.1 En los primeros meses de 1949 muchos hombres, mujeres y ni- ños acabaron como el toro: descuartizados, degollados o decapitados, con una ferocidad que es difícil de encontrar en una guerra civil. La violencia no había abandonado Colombia desde la guerra de la independencia de los españoles. En diciembre de 1829, Simón Bolívar murió consumido por la tisis pero también por la desilusión de no haber logrado gobernar ni si- quiera el país sobre el que había pretendido edificar el sueño de una sola nación americana. Sin olvidar los egoísmos de los caciques locales, ni las maquinaciones de sus generales, el Libertador había sido vencido sobre todo por la geografía. Su Colombia se había manifestado como una especie de archipiélago refractario a cualquier autoridad central, dividida por tres imponentes cordilleras y por ríos caudalosos como el Magdalena y el Cauca, y con enormes diferencias en su interior, como eran la costa atlántica y la pacífica, los desiertos del Caribe, los altiplanos, las interminables selvas amazónicas y las inmensas llanuras orientales.2

1. Sobre la corrida véase Alape (1983) y Galeano (1989). 2. La reconstrucción histórica del capítulo, en Oquist (1986), Pearce (1990) y Sán- chez y Meertens (1988).

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Los conquistadores no habían encontrado en aquella tierra un imperio semejante al de los mayas o los incas, sino miles de pueblos dife- rentes entre sí que tardaron siglos en rendirse al rey de Castilla. Los mis- mos españoles primero, después Bolívar, y posteriormente los diferentes gobiernos republicanos de Bogotá, se vieron envueltos más que ningún otro país de Latinoamérica en endémicas guerras civiles y continuos con- flictos de guerrilla. Un académico inglés dijo que en Colombia “es posible crear una guerrilla hasta en el jardín de casa”. Hay, desde luego, espacio para todos, pero también la posibilidad de matarse hasta el infinito. Entre 1848 y 1849 los conservadores y liberales se constituyeron en partido, e inmediatamente se declararon enemigos y comenzaron a matarse entre sí. Desde entonces, también en el siglo XIX, además de dos guerras con Ecuador, se libraron en Colombia ocho guerras civiles de ám- bito nacional y 14 regionales, además de estallar innumerables revueltas. Una carnicería ininterrumpida, realizada, paradójicamente, en nombre o a cuenta de dos partidos semejantes por su nacimiento y convertidos con el tiempo uno en copia del otro. Es cierto que hace siglo y medio, sus jefes agitaban consignas di- ferentes. “Dios, patria y familia”, los conservadores; “Liberté, égalité, et fraternité”, los liberales. El fundador del Partido Conservador, Mariano Ospina, declaró las doctrinas de la Revolución Francesa “funestas y con- trarias a las costumbres de la nación”. En su oscurantismo, los conserva- dores consideraban a la Iglesia como un bastión contra la barbarie, mientras que los liberales la juzgaban un obstáculo para la modernización del país. Aunque divididos por el cielo, ambos partidos se unían en cues- tiones terrenas y, sobre todo, en un “miedo al pueblo” común. Los libera- les parecían secundar las reivindicaciones populares, pero las traicionaban puntualmente cuando atacaban los intereses de la oligarquía en el poder. Por ejemplo, apoyaron las sociedades democráticas, pero las reprimieron, unidos con los conservadores, cuando aquellos embriones de sindicatos obreros comenzaron a luchar bajo el lema “Pan, trabajo o muerte”. Am- bos partidos practicaban la táctica política de la exclusión del adversario, que podían realizar de manera despiadada el uno contra el otro, pero que los unía cuando algún grupo político o social ponía en peligro sus privile- gios (Tirado, 1971; Pecaut, 1979). En el siglo XIX tanto liberales como conservadores solían confi- nar a los perturbadores del orden y de la moral –revoltosos endurecidos, ladrones, prostitutas, vagabundos e hijos ilegítimos– en los llamados “ba- sureros sociales” de las selvas del Carare o sobre las montañas del Quindío.

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Allí fue donde se desarrollaron núcleos de sociedades espiritistas, grupos masónicos y bandas de malhechores. La misma táctica provocaría en la segunda mitad del siglo XX el nacimiento de “repúblicas independientes”, en las que se formaron las actuales guerrillas comunistas. Cuando no tenían un enemigo común que combatir, liberales y conservadores trataban sobre todo de excluirse mutuamente de los orga- nismos del Estado, que ambos consideraban un botín a conquistar y un arma para anular al partido adversario, utilizando la magistratura, la policía y el ejército cada vez que alcanzaban el poder. Si lo juzgaban opor- tuno, movilizaban al pueblo. En las ciudades, y sobre todo, en las zonas rurales, los colombianos se dividieron, sin darse cuenta siquiera, en rojos (liberales) y azules (conservadores), acostumbrándose a matar y a morir en guerras cuya razón desconocían absolutamente. La de 1876, procla- mada por los conservadores para frenar el proyecto liberal de introducir la escuela laica en lugar de la religiosa, fue librada por una masa de pobres que no había podido frecuentar ni una ni otra. Los conservadores creían luchar en nombre de Dios, y los libera- les por confusos ideales de justicia y progreso. Pero lo hacían sobre todo porque habitaban en la zona donde el cacique era un latifundista que los trataba y explotaba de la misma manera, fuera rojo o azul. Las mismas atrocidades de las guerras contribuyeron a consolidar lazos indisolubles con un partido y a radicalizar odios frente al otro, atrocidades que eran llevadas a cabo sin hacer diferencia alguna entre un adversario armado o desarmado. Las razones de la pertenencia partidista por parte de los ricos: lati- fundistas, comerciantes, industriales o notables (que se dividieron ecuáni- memente en liberales y conservadores) eran menos sangrientas, visto que podían ser otros quienes muriesen por ellos, pero no más nobles. En 1899, por ejemplo, los liberales empezaron la guerra de los Mil Días, porque los conservadores los habían excluido de todo cargo público. Después de tres años en los que, como escribió un político de la época “un viento de muer- te había pasado sobre el país entero”, dejando sobre el terreno más de 100.000 víctimas, Colombia se precipitó en el caos. Estados Unidos se aprovechó de ello en 1903 para instigar una revuelta secesionista en Pa- namá y reconocer inmediatamente la república que se proclamó a conti- nuación, asegurándose la construcción y la propiedad del canal transoceánico. Los 25 millones de dólares de indemnización por lo que fue definido como “el robo de Panamá”, junto con los cobros derivados de las concesiones territoriales a las multinacionales del petróleo y de la fruta, sirvieron para organizar el Estado, cuyo control se convirtió en una cues-

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tión (en sentido literal muy propio de Colombia), de vida o muerte para los dos partidos. “Se podría afirmar de forma genérica, sujeta naturalmente a ex- cepciones, que no hay ninguna empresa grande, ninguna industria prós- pera y rica en el país que no tenga el amparo de una ley, decreto o contrato”, admitió en 1936 el presidente liberal Alfonso López Pumarejo. El Estado era quien decidía la fortuna de los latifundistas y de los industriales, conce- diendo o negando los créditos agrarios, los contratos para obras públicas, las exenciones aduaneras, los descuentos fiscales y el apoyo institucional en los conflictos laborales. Mientras ambos partidos se diferenciaban cada vez menos, tanto en los programas como en la práctica, la afiliación política constituía pa- radójicamente el aspecto determinante de la sociedad colombiana, pues dividía no solamente a los proletarios de las ciudades y de las zonas rura- les, sino también a sectores ajenos a los procesos de producción, como por ejemplo las mujeres, ancianos o niños. Nadie podía proclamarse neutral y sentirse seguro. En un comunicado conjunto de marzo de 1949 liberales y conservadores admitieron que “para vergüenza de nuestra cultura políti- ca, acontece que en algunas regiones del país existen poblaciones donde la violencia ha adquirido caracteres permanentes y sistemáticos, hasta el punto de que a los miembros del partido minoritario les ha sido casi im- posible continuar viviendo allí y han tenido que abandonar sus hogares y sus bienes”. Dado que la violencia lo seguía a uno por todas partes “más que una novia fea”, como se dice en Colombia, no bastaba con huir para salvarse. La creación de zonas políticamente homogéneas, del todo rojas o azules, exponía a los habitantes a la masacre de bandas contrarias. Durante el periodo ininterrumpido de gobierno conservador, en- tre 1885 y 1930, surgieron las primeras fábricas, sobre todo textiles, de cigarrillos y cerveza, y se comenzó la construcción de carreteras, líneas ferroviarias y puertos. El ejemplo de la revolución bolchevique animó a la formación de sindicatos y partidos socialistas, que preocupó a los liberales incluso más que a los conservadores. “No veo razón alguna en fundar un tercer partido cuando todas las aspiraciones de los trabajadores encajan en el liberalismo”, afirmó un político liberal durante la campaña electoral de 1922. Los trabajadores colombianos se tomaron en serio las ideas so- cialistas. En algunas regiones se llegó a bautizar a los hijos con la fórmula “en el santo nombre de la humanidad oprimida”. Entre los más activos se contaban los trabajadores del puerto, los transportadores del río Magda- lena y los petroleros de la ciudad de Barrancabermeja, que promovieron fuertes huelgas en 1924 y 1927. Pero la lucha más dura la llevaron a cabo

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los braceros de las plantaciones de banano, propiedad de la norteamerica- na United Fruit. Después de diez años esperando una respuesta de la dirección de Boston, en los últimos meses de 1928 los trabajadores bananeros de la zona de Santa María se cruzaron de brazos. Sus reivindicaciones eran siempre las mismas: descanso semanal, condiciones sanitarias humanas, seguros contra los accidentes laborales, algún aumento de sueldo y, sobre todo, el pago del salario en dinero y no en bonos que había que gastar en los co- mercios de la empresa, donde se podían adquirir solamente, y a precios carísimos, las mercancías made in USA, importadas para aprovechar el viaje de regreso de los barcos que habían llevado el banano a New Orleans. El 5 de diciembre miles de personas, entre las que estaban no sólo los braceros y sus familias sino también los comerciantes de la zona, empobrecidos por la United Fruit, ocuparon la estación ferroviaria de Ciénaga a la espera de la llegada de un negociador del gobierno. Pero lo que el gobierno mandó fue el ejército. Un coronel leyó el decreto de desalojo ante la multitud exas- perada, llamando incluso forajidos a los huelguistas. Tras mandar a la gente que se dispersara, el coronel no esperó siquiera el cumplimiento del ulti- mátum y ordenó a sus soldados que disparasen contra el cuerpo. Cientos de cadáveres quedaron tendidos sobre la plaza de la estación. Si no hubie- ra sido porque Gabriel García Márquez lo contó en su Cien años de soledad, la masacre de Ciénaga habría pasado como uno más de tantos excepciona- les e incomprensibles episodios de violencia. Aquella matanza indujo a la compañía norteamericana a cam- biar la modalidad de explotación. La United Fruit pasó a llamarse Frutera de Sevilla y, para no verse implicada en cuestiones laborales y de orden público, comenzó a funcionar como financiera, prestando capitales a los productores locales y reservándose el derecho de fijar los precios y las va- riedades agrícolas que se debían comprar. En pocas palabras, se lavó las manos e hizo que se las ensuciaran los latifundistas locales, como sucede- ría unas décadas más tarde en las haciendas Honduras y La Negra. La car- nicería de la Ciénaga dejó claro, además, que las Fuerzas Armadas colombianas estaban dispuestas a actuar como un pelotón de ejecución de su pueblo, con tal de proteger los intereses del capital extranjero. Para los generales no se trataba solamente de una elección política o ideológica. Las empresas norteamericanas, sobre todo las petroleras, estaban acostum- bradas a confiarles la protección de sus dirigentes y de sus instalaciones. Entre los pocos que protestaron contra aquellos estragos se des- tacó el joven abogado Jorge Eliécer Gaitán, líder de la Unión Nacional de la Izquierda Revolucionaria (UNIR), que movilizó a los campesinos en mu-

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chas regiones bajo la consigna: “La tierra para quien la trabaja”. Gaitán imprecaba contra las falsas divisiones en el seno del pueblo.

En Colombia hay dos países: el país político que se preocupa por las elecciones, las sinecuras burocráticas, los privilegios y las in- fluencias… El país político y la oligarquía son la misma cosa. Y el país nacional, el pueblo que piensa en su trabajo, su salud, su cultura… Nosotros pertenecemos al país nacional, al pueblo de todos los partidos que luchan contra el país político, contra las oligarquías de todos los partidos.

Gaitán comprendía que el principal enemigo de Colombia era el partido único con dos caras, que protegía solamente los intereses de las oligarquías, mientras éstas a su vez saqueaban el país y despreciaban al pueblo. Liberales y conservadores, sorprendidos por sus ataques, comen- zaron a reaccionar, soltando a sus matones. A partir de 1934 los jefes cam- pesinos de UNIR cayeron bajo los disparos de las guardias regionales financiadas por los latifundistas. Después de matanzas de docenas de mi- litantes, Gaitán decidió hacer confluir su movimiento con el Partido Libe- ral, en el que tenía cabida todo, y que desde hacía algunas décadas oscilaba entre su confluencia con los conservadores en el Congreso de Bogotá, y la amenaza, apenas insinuada, de una insurrección armada. La doble políti- ca del Partido Liberal continuó incluso tras su victoria electoral de 1930, conseguida gracias a las divisiones surgidas entre los conservadores. El nuevo régimen intentó modernizar el país, especialmente bajo la presidencia del banquero Alfonso López Pumarejo. Hijo del mayor exportador de café, el líder liberal creó muchas esperanzas proclamando la “Revolución en marcha”, y promulgando la Ley 200, que reconocía la función social de la propiedad de la tierra, y preveía una distribución con- trolada de los terrenos no cultivados. La nueva dirección, que para algu- nos liberales era simplemente “el fin de la Edad Media”, provocó la encendida reacción de la Iglesia, que se transformó en uno de los mayores instigadores de la violencia. El obispo de Santa Rosa, por ejemplo, manifestó que el pro- greso causaba “una terrible regresión espiritual de los trabajadores, que se olvidan de Dios para entregarse al baile, al juego y a la fornicación”. López intentó situar a los sindicatos bajo el control estatal, como había sucedido en el México posrevolucionario, contando asimismo con el apoyo del Partido Comunista recién creado (PCC), que mostraba gran moderación, oponiéndose a la ocupación de la tierra. “No somos subversi- vos. Los únicos subversivos son los conservadores falangistas. Nosotros los comunistas aspiramos a convertirnos en los campesinos de la paz y del

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orden”, escribía en 1937 el periódico comunista Tierra. La izquierda espe- raba que López realizara las reformas prometidas y, sobre todo, hiciera cumplir la famosa Ley 200. Pero se hacía ilusiones. Cansados de esperar, los campesinos comenzaron a ocupar las zonas no cultivadas. En algunas regiones de la cordillera fueron constitui- das las primeras organizaciones de “autodefensa campesina”, como la Guardia Roja o las Juntas de Colonos, para resistir a los ataques de los militares y de los primeros grupos de paramilitares organizados por los latifundistas, y asimismo, para obtener del gobierno central el reconoci- miento de sus derechos a la tierra. También para enfrentarse a las protes- tas de los trabajadores se constituyeron diversas organizaciones patronales, desde la Federación Nacional de Cafeteros hasta la Asociación Nacional de Industriales (ANDI) y la de ganaderos, Fedegan. El Partido Conservador contrapuso a la famosa “Revolución en marcha” liberal, una más concreta “Revolución en el orden”, lanzando continuas llamadas a la movilización contra los subversivos y los ateos. Obligado a elegir una de las partes, López Pumarejo se tragó du- rante el segundo gobierno todos los proyectos reformistas, anulando de hecho la Ley 200. Su sucesor, Alberto Lleras Camargo, que sucedió a López tras haber dimitido éste por un escándalo financiero, se alineó contra los sindicatos y el creciente movimiento obrero y campesino. En la asamblea de la ANDI manifestó que “a medida que el obrero, urbano o rural, obtie- ne mejores salarios, asegura el pago de las horas extras, se garantiza con- tra el riesgo del trabajo y contra la enfermedad y el desempleo, la producción comienza a disminuir su ritmo”. El nuevo presidente liberal se lanzó a un pulso con el sindicato de transportadores del río Magdalena, que había convocado una huelga declarada ilegal. Afirmando que no podía permitir que en Colombia hubiera “dos gobiernos, uno en el río y otro en el resto del país”, reprimió con dureza aquella movilización y las diversas huelgas declaradas en apoyo. En el Partido Liberal explotó entonces la divergencia entre el ala moderada y burocrática, dirigida por Gabriel Turbay, y la popu- lista, guiada por Gaitán, convertido para entonces en un infatigable movilizador de masas. El Partido Conservador aprovechó aquella división para elevar a la presidencia a su candidato Mariano Ospina Pérez. Pero las elecciones de 1946, marcadas por la violencia y las acusaciones de fraude, consagraron el extraordinario impacto de Gaitán, que obtuvo casi los mismos votos que el candidato oficial del Partido Liberal, Gabriel Turbay. Sus discursos eran difundidos por las emisoras radiofónicas más importantes de Colombia y escuchados con veneración hasta en las zonas más lejanas. Gaitán no era

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comunista y no proponía salida alguna del capitalismo, pero sus llamadas “al país nacional contra el país político” asustaron mortalmente al poder. La democracia participativa y las reformas sociales que proponía causa- ban más miedo que el espectro lejano del comunismo. La gran prensa co- menzó a orquestar una campaña de calumnias y difamaciones contra Gaitán y sus seguidores. Las elecciones parlamentarias de 1947 fueron ganadas por los li- berales que, al conquistar la mayoría en el Congreso, aspiraban a neutra- lizar el poder ejecutivo en manos de los conservadores. La ilusión gaitanista daba fuerza a las manifestaciones populares, que se extendieron a todos los sectores productivos. En mayo de 1947 una huelga general fue repri- mida y 1500 trabajadores acabaron en la cárcel. En un clima político y social cada vez más tenso, el ejército y la policía actuaban como cuerpos desligados, muestra de un país abiertamente dividido. Mientras los mili- tares obedecían las órdenes del presidente conservador, los policías actuaban según las indicaciones de las autoridades locales. La radicalización del país permitió a Gaitán conquistar el apoyo de todo el Partido Liberal, superando a la corriente moderada, que temía sus proyectos reformadores. Sus mítines atraían a un gentío increíble, compuesto sobre todo de trabajadores y personas humildes, fascinados por su fuerza persuasiva y su voz timbrada. Después de la derrota de las or- ganizaciones sindicales y campesinas, el gaitanismo se había convertido en la única fuerza capaz de unir a los pobres de las ciudades y de las zonas rurales. Gaitán era considerado ya como seguro vencedor de las elecciones de 1950. Los conservadores, ayudados por la Iglesia, crearon en algunas regiones milicias privadas para perseguir a los liberales y sus familias. El primer contingente fue reclutado entre los campesinos de Chulavita, vere- da ultracatólica de Boavita (Boyacá). Desde entonces, los policías chulavitas dejaron una estela de sangre por todo el país. Un comunicado de la dirección del Partido Liberal aparecido en El Tiempo advertía: “Los liberales respetan la ley pero las autoridades no pres- tan garantías, ni atienden los clamores del pueblo perseguido y atropella- do. Mejor es morir luchando que seguir viviendo bajo la esclavitud”. Unos días después, el periódico conservador El Siglo respondió atribuyendo la violencia a las “hordas gaitanistas”. El gobierno minimizaba en Bogotá las denuncias, hablando de “deplorables aunque aislados episodios de violen- cia”. Un ministro declaró que la violencia se acabaría si los periódicos de- jaran de hablar sobre ella. Sólo en 1947 se contabilizaron 14.000 víctimas de la guerra civil que estaba propagándose. En enero de 1948 Gaitán hizo público un “Memorial de agravios” sufridos por los liberales a manos de

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los chulavitas. La clase política confiaba en la indisciplina del llamado “país de los bastardos”, capitaneado por Gaitán. El 7 de febrero, el líder liberal respondió congregando en las calles de Bogotá a casi la mitad de sus habi- tantes en una impresionante “marcha del silencio”. En la plaza de Bolívar, abarrotada de gente, a un centenar de metros del Palacio presidencial, Gaitán dirigió al presidente conservador Ospina unas palabras solemnes: “Todo lo que pedimos, señor presidente, es garantía para la vida humana, que es lo mínimo que una nación puede pedir”. Aquel mismo día fue ahogada en sangre otra manifestación libe- ral convocada en Manizales, con un saldo de 14 muertos. El Partido Libe- ral, contra el parecer de la mayoría de sus directivos, actuaba ya como un partido de clase. Gaitán propuso una reforma agraria radical que provocó el enojo de la oligarquía. El país cayó en el caos. La preocupación alcanzó incluso a Washington. La posibilidad de que Gaitán fuera elegido presi- dente de Colombia era considerada una catástrofe. El embajador nortea- mericano John Wiley no se anduvo por las ramas: “Mi reciente almuerzo con él trajo a mi memoria un almuerzo que compartí alguna vez en Berlín con el doctor Göbbels”. Según Wiley, Gaitán tenía “un prejuicio primitivo y violento contra Estados Unidos”.3 El líder liberal sabía que arriesgaba su vida. No le faltaban ante- cedentes históricos. En 1881 el embajador argentino en Bogotá había manifestado que en Colombia “matar al contrincante no es propiamente un crimen, sino el desarrollo de una táctica política”.4 Gaitán rehusaba obstinadamente la protección de una escolta. Repetía a sus amigos: “Quien se proponga asesinarme sabe que si me mata será asesinado”. Y así fue. Apenas fue herido Gaitán por tres disparos de una pistola Smith & Wesson 32, Juan Roa Sierra, de 24 años, fue alcanzado, masacrado a puñetazos y patadas, apaleado, librado de la gente por un policía, encerrado en una tienda a la espera de refuerzos, agarrado de nuevo por la masa enfurecida, linchado, golpeado con piedras y ladrillos, aplastado por un carro tirado por un mulo y, finalmente, abandonado, ya cadáver, ante las verjas del palacio presidencial, semidesnudo, llevando encima tan sólo un par de calzoncillos y, extrañamente, dos corbatas al cuello. Gaitán había salido hacía poco de su oficina cuando fue abaleado en la esquina entre la carrera Séptima y avenida Jiménez, en pleno centro

3. Informe confidencial estadounidense del 16 de mayo 1947, publicado en Grandes potencias, el 9 de abril y la violencia, a cargo de Gonzalo Sánchez. 4. El Colombiano, 29 de octubre de 2000.

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de Bogotá. Aquella mañana había ganado uno de los procesos más difíci- les de su carrera de abogado, iniciada después de un largo periodo de estu- dios en Italia. En el momento del atentado tenía un nutrido grupo de amigos alrededor de él. A su lado caminaban dos dirigentes liberales que lo tenían agarrado estrechamente por el brazo. Tal vez con cierta excesiva firmeza. Era la una y cinco de la tarde del 9 de abril de 1948, la fecha más infausta de la historia de Colombia. Aquel día empezó una de las más feroces car- nicerías del siglo XX. La corrida de hacía dos domingos había sido sola- mente una trágica premonición.

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demás de ser una buena persona, don Gonzalo era muy trabajador. Se A levantaba al amanecer y seguidamente iba a las montañas de Norcasia a cortar árboles. Una mañana su hermana no le trajo el almuerzo, como solía hacer todos los días. Cuando don Gonzalo volvió a casa, la encontró muerta, atada a un poste. La habían violado. En el patio estaban los cadá- veres sin cabeza de los dos hermanos, mientras que los cuerpos de los padres yacían en casa, en el pasillo. El único que aún vivía era el hermano más pequeño. Antes de morir en sus brazos, pudo decirle que los autores de aquella matanza habían sido los bandidos. Desde entonces don Gonzalo se dedicó a cortar cabezas de bandoleros. Era su verdadera obsesión. Cuando había que matar a alguno, el primero en ofrecerse era él. Lo mismo hizo aquel día sobre el puente de Río Manso, cuando los soldados le llevaron 30 prisioneros que había que matar. No eran ban- didos. Su única culpa era vivir en una pueblo considerado liberal. Estaba don Gonzalo afilando el machete cuando colocaron primer campesino so- bre el parapeto. Le cortó la cabeza con el clásico “corte de franela”, un corte que rozaba el cuello de la camiseta de franela usada por los campesinos. Así hizo con todos. Primero caían las cabezas al río. Después, los soldados que sostenían a los condenados, arrojaban al agua los troncos salpicados de sangre. La matanza realizada por don Gonzalo, el Mochacabezas, fue vista por don Rafael, un campesino de Norcasia, escondido detrás de unas matas en la colina cercana. “Yo veía caer las cabezas, los cuerpos, la san- gre escurriendo y se me agriaba el corazón. Cortar la cabeza es dejar al

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cuerpo sin alma. Ahí tiene uno su inteligencia, su amor, sus ojos, es que uno es su cabeza, lo otro es importante, pero uno vive sin una mano, sin un pie, pero sin cabeza no”, recuerda don Rafael (Salazar, 1990). No todos los colombianos se convirtieron en cortacabezas, como don Gonzalo, en los años que siguieron al asesinato de Gaitán, pero mu- chos de los 300.000 asesinados en aquella época lo fueron de manera no menos atroz que sus familiares y que los 30 hombres decapitados sobre el puente de Río Manso. Millones de hombres vieron, como don Rafael, epi- sodios de violencia que les marcaron para toda la vida. En aquel fatídico 9 de abril de 1948, la noticia del atentado con- tra el líder liberal se propagó en unos instantes por la capital y, a través de la radio, por Colombia entera. No fue necesario convocar una huelga ge- neral. El país paró espontáneamente y una parte del pueblo comenzó a reaccionar, guiándose solamente por la ira y el deseo de venganza, sordo a cualquier invitación a la calma e incluso a las directivas del Partido Liberal o Comunista. En Bogotá estaban celebrando la Novena Conferencia Pana- mericana. Entre los participantes se hallaba el secretario de Estado norte- americano, el general George Marshall. En la ciudad, tomando parte en un congreso de estudiantes latinoamericanos, estaba asimismo el joven cubano Fidel Castro. Apenas explotó la revuelta, Marshall fue introducido en el primer avión a punto de despegar y enviado a Washington. Castro, por su parte, se sintió entusiasmado al principio por aquella furia devastadora, pero luego se vio desolado por su fracaso. Quienes bajaron por las calles de Bogotá y se lanzaron contra los símbolos del poder político y económico que los había marginado y em- pobrecido fueron vagabundos, desempleados, y obreros, pero también comerciantes, profesores y artesanos, componentes de aquel pueblo al que Gaitán había dado identidad y voz y que, con su muerte, se encontraba de golpe desesperadamente huérfano. Una muchedumbre cada vez más nu- merosa, armada de fusiles, pistolas, picos y palos asaltó como una marea imparable, y prendió fuego a los edificios donde tenía sus sedes el Partido Conservador, o se hallaban las viviendas de sus dirigentes, los locales del periódico El Siglo, y las oficinas de las grandes industrias y bancos. Tam- bién incendiaron alguna iglesia. Cuando estaban dirigiéndose a la de San Ignacio, en pleno centro, los manifestantes fueron detenidos por los curas que disparaban como locos desde el campanario. Tanto el ejército como la policía fueron pillados por sorpresa. En un cuartel del centro, los policías distribuyeron armas a los manifestantes. En otros cuarteles los recibieron a tiros de fusil. Los militares tuvieron que emplearse a fondo para llegar hasta el Palacio presidencial y formar un cordón defensivo. En las prime-

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pajaro-bk.p65 44 23/04/2005, 10:20 45 EL AGUJERO NEGRO

ras dos horas tras el asesinato de Gaitán, el presidente Mariano Ospina y su mujer doña Berta no habían tenido más defensa que la de 30 guardias. En cuanto cayó la noche empezaron los saqueos, con la ciudad semi- destruida e iluminada por las llamas. A pesar de las invitaciones a la dis- ciplina lanzadas por los dirigentes liberales, comunistas y sindicales, la revuelta hizo posible que vándalos y borrachos se dedicaran a robos y saqueos. La protesta se extendió por todo el país, tomando las caracterís- ticas de un golpe de Estado en las regiones rojas, donde fueron encarcela- dos, expulsados y, en muchos casos, fusilados los representantes del gobierno. Ningún colombiano dudaba que Gaitán había sido asesinado por el Partido Conservador. También lo creían así los diplomáticos norteame- ricanos. En un documento top secret del 24 de mayo, el coronel de la em- bajada de Estados Unidos en Bogotá escribió: “La teoría más consistente es que Roa ejecutó un plan diseñado por una pequeña conspiración de furi- bundos conservadores”, añadiendo que “todo el mundo, salvo los gaitanistas furibundos, parecen sentirse contentos de que Gaitán se haya ido”.1 Con el pasar de los años se abrió paso, por el contrario, la opinión de que el homicidio de Gaitán hubiera sido el primer complot organizado por la Central Intelligence Agency (CIA), creada sólo siete meses antes por el presidente Harry Truman. De esa manera Estados Unidos hubiera querido frenar la expansión comunista en su área de influencia. La CIA, en cam- bio, continuó durante más de medio siglo atribuyendo el asesinato de Gaitán a “un puro acto de venganza personal”, inventando una rivalidad senti- mental entre el líder y su presunto asesino, Juan Roa Sierra. La tesis del complot ha sido sostenida por Gabriel García Márquez, que, aquel viernes de abril se precipitó al lugar del atentado desde la pensión cercana donde se alojaba cuando frecuentaba los cursos universitarios en Bogotá, y ob- servó a “un hombre alto y muy dueño de sí con un traje gris impecable, como para una boda” que instigaba a la gente contra Roa Sierra y que, una vez concluido el linchamiento, desapareció subiendo a un automóvil “demasiado nuevo” (García Márquez, 2002). Ninguna autoridad mostró intención de clarificar los misterios de la muerte de Gaitán. Mientras el Federal Bureau of Investigation (FBI) destruyó en 1972 la mayoría de los documentos sobre el magnicidio que guardaba en sus archivos (como se

1. De los informes remitidos por el funcionario militar de la embajada en Bogotá, coronel William W. F. Hausman, recogidos por el periodista e historiador Paul Wolf, que promueve desde hace años la batalla en pro de la apertura de los archivos del FBI y de la CIA sobre la muerte de Gaitán.

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pajaro-bk.p65 45 23/04/2005, 10:20 46 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

logró conocer en febrero 2005), la CIA, por su parte, ha continuado ne- gándose a abrir sus archivos “por razones de seguridad nacional”, con una actitud inexplicable si se recuerda que sí los habia abierto en el caso del golpe chileno contra el gobierno de Salvador Allende. El 9 de abril de 1948 la gente común solamente dio importancia al hecho de que su héroe había sido asesinado. El país se precipitó en un verdadero caos. La dirección liberal pidió formalmente la dimisión del pre- sidente Ospina a las dos horas del atentado. La cúpula del ejército se incli- nó por la formación de una junta militar con el objetivo de restaurar el orden. El presidente, contra lo que todos esperaban, rehusó dimitir, insti- gado por su belicosa mujer, que se fotografió con casco y fusil en bande- rola. Solamente su hijo salió hacia la embajada norteamericana, acompañado por un grupo de jesuitas. Al amanecer del 10 de abril, el ejér- cito, apostado en los puntos estratégicos de la ciudad, abrió fuego contra los manifestantes. Se veían las bocas de docenas de fusiles que aparecían por las ventanas de los edificios y disparaban indistintamente contra milita- res y civiles. El llamado “Bogotazo”, una de las revueltas urbanas más vio- lentas del siglo XX, causó oficialmente, en sólo tres días, 2.585 muertos. Las noticias que llegaban sobre los enfrentamientos de otras ciu- dades, en muchas de las cuales la policía se había unido a los revoltosos, alarmaron no sólo a los conservadores sino también a los liberales. No tenían intención alguna de aprovechar el potencial revolucionario que se había manifestado de manera espontánea, sino que lo temían profunda- mente. El “miedo al pueblo” indujo a Ospina a aceptar una recomposición del Gobierno, y convenció a los dirigentes liberales para que impusieran a los sindicalistas la suspensión de las huelgas que estaban produciéndose. Diez días después de la muerte de Gaitán, los dirigentes conservadores y liberales hicieron un llamado conjunto a la moderación, aunque “con la fervorosa defensa de los ideales y programas de los dos partidos”, ocul- tando que dicha defensa era cumplida a disparos de fusil y golpes de ma- chete en las zonas lejanas a la capital. Muchos partidarios de Gaitán continuaron la revuelta. El más decidido fue el alcalde del centro petrolero de Barrancabermeja, que formó una junta revolucionaria. En algunas zonas de la Cordillera Central y en los Llanos Orientales, comenzaron a actuar pequeños grupos armados. Algunos liberales que se negaron a entregar las armas formaron durante los años siguientes los primeros núcleos de la guerrilla campesina comu- nista. Asustados por la furia popular, los jefes de ambos partidos comen- zaron a hostigar a sus propios seguidores y a hurgar en diferencias ideológicas con el objetivo de tapar las contradicciones sociales que la po-

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lítica de Gaitán había hecho surgir. Comenzada la orgía de sangre, todos encontraron razones para continuarla. Apenas conseguida una cierta calma, los conservadores desata- ron la guerra, persiguiendo a los “nueve abrileños”, como llamaron a los liberales del día de la revuelta. El gobierno proclamó el estado de sitio, prohibió las huelgas y las reuniones políticas, cerró las sedes sindicales e hizo despedir y arrestar a miles de trabajadores gaitanistas. Los industria- les aprovecharon de inmediato el nuevo clima represivo. “La situación colombiana es la mejor que hemos conocido jamás”, declaró el presidente de la ANDI al año siguiente, en el que murieron por razones políticas casi 30.000 colombianos. Entre 1948 y 1953 la producción industrial creció el 56%, mientras que los salarios perdieron el 14% de su poder adquisitivo. Los conservadores empezaron entonces a practicar sistemática- mente el “terrorismo de Estado”. La policía, depurada ya de todo elemento liberal, se convirtió en un cuerpo armado al servicio del partido en el po- der, reclutando, según un documento liberal, “criminales genuinos, temi- dos y odiados por las gentes pacíficas”. Perdió hasta tal punto toda legitimidad que una gran parte de la población no requería sus servicios ni siquiera en los casos ajenos a toda motivación política. En junio de 1949, el directorio liberal escribió: “hay departamentos donde el simple anuncio de la llegada de la policía a un municipio determina un éxodo en masa”. Concluida la represión del “Bogotazo”, el ejército permaneció de momento imparcial frente a la lucha política. Los liberales opinaban que su presencia garantizaba “tranquilidad, moderación y orden”. En las re- giones rojas los campesinos escribían sobre los muros: “no queremos pe- lear con el ejército”. En todo caso, la Policía continuó reclutando sus hombres en las zonas dominadas por el clero fanático. Según el general José Joaquín Matallana,

enviaron a la policía política chulavita a zonas como el Casanare. Fueron en condiciones muy precarias, apenas con un uniforme, un fusil, cartucheras y equipo muy rudimentario. Los chulavitas eran gente muy valiosa y poco disciplinada. Llegaron al Llano, a lo mejor muchos de ellos con la mejor intención, y al ver que pasaban los meses y ni el sueldo les llegaba, comenzaron los pro- blemas con quienes los alojaban, con la alimentación y con las mujeres los atropellos se fueron generalizando. A estos destacamentos en uniforme se les unieron equipos de ci- viles, como los “aplanchadores” en la región de Antioquia, y los “pájaros”, llamados así porque solían actuar y desaparecer rápidamente, en el depar-

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tamento de Valle, por la zona de Cali. El gobernador de dicho departamen- to, Nicolás Borrero, propuso a los industriales, ganaderos y agricultores, financiar a grupos armados privados, ofreciendo “la facilidad de crear un cuerpo de vigilancia de sus respectivas propiedades, el cual tendría todo el respaldo de la autoridad y podría actuar en nombre de ella”. Aquellos gru- pos, que deberían haberse limitado a combatir el robo de ganado y a desa- rrollar tareas de vigilancia, se dedicaron realmente al exterminio sistemático de los liberales. Los “pájaros” actuaron inicialmente en las zonas rurales, en unidades de cuatro o cinco hombres, que se trasladaban en automóvi- les sin matrícula. Cuando se proponían eliminar a algún opositor, actuaban de noche. En el caso de querer aterrorizar a una comunidad entera, actuaban a la luz del día, portando a menudo un estandarte de la Virgen del Carmen. Los “pájaros” fueron utilizados para eliminar o convertir por la fuerza a los liberales más radicales, a los comunistas, protestantes y ma- sones, dentro de una especie de cruzada contra las fuerzas del mal. Según el Vampiro, uno de los jefes más sanguinarios de la Cordillera Occidental, “todos colaboraban sin saber muy bien por qué. Yo llegaba a una cantina o a una vereda y decía hay que ir a tal parte a hacer tal trabajito y ense- guida salían cinco o diez paisanos que se ofrecían”. Muchos latifundistas aprovecharon la ocasión para ajustar cuentas pendientes con los campesi- nos que habían ocupados sus tierras en las décadas anteriores. Con el paso del tiempo, los “pájaros” comenzaron a actuar tam- bién en las ciudades más importantes, convirtiéndose en verdaderos mer- cenarios del crimen al servicio de las autoridades gubernamentales y de los dirigentes del Partido Conservador. Los homicidios eran acompañados a menudo de la mutilación de las víctimas. Los asesinos probaban la rea- lización de su “trabajito” llevando una oreja o un dedo a quien había dado la orden. Hubo veces en pueblos del departamento de Tolima, en que “pá- jaros” y chulavitas descargaron de sus camiones en la plaza principal do- cenas de cabezas cortadas, o mostraron cestos llenos de ojos arrancados a los enemigos. Estando vivos, naturalmente. Con el terror se intentaba inducir a comunidades enteras al aban- dono de sus tierras, o por lo menos a venderlas a cualquier precio. Entre 1946 y 1953, casi 400.000 familias fueron obligadas a huir a la periferia de las ciudades o a internarse en los territorios más inhóspitos del país, como los Llanos Orientales o las selvas amazónicas. Muchos de los 200.000 terrenos que cambiaron de propiedad acabaron en manos de las empresas agrícolas, sobre todo las dedicadas al algodón y el azúcar. Durante los años más sangrientos de la guerra civil, se duplicó en el Tolima la tierra desti-

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nada a la producción de algodón, y se cuadriplicó su rendimiento. El mon- to de la exportación de café pasó de 242 millones de dólares en 1949 a 492 millones en 1953. En muchas ocasiones los mismos curas participaban personalmen- te en las sangrientas correrías. En la zona cafetera de Armenia se hizo fa- moso un sacerdote que pasaba las noches asaltando las haciendas de los liberales, a quienes robaba sacos de café que, al día siguiente, exponía puntualmente en el pórtico de la iglesia. No le fueron a la zaga obispos y monseñores. El primado del país, monseñor Ismael Perdomo, recordó en una carta pastoral dirigida a los fieles que “el liberalismo está reprobado por la Iglesia y ningún católico puede favorecerlo, está caracterizado... por la proclamación de la pretendida independencia o autonomía de la razón humana ante la autoridad de Dios y de la Iglesia”. El obispo de Pasto, por su parte, afirmó que estaban enfrentándose en el país

las fuerzas del bien a las cuales pertenecen los partidos del orden y la justicia, y de otro, todas las fuerzas que han producido ma- les inmensos como el 9 de abril, con las que se han solidarizado los jefes de los partidos que hostigan siempre a la Iglesia, llámense comunistas, izquierdistas, demócratas, liberales o como quieran.

Era la misma mentalidad del obispo de Santa Rosa, para quien el dilema en Colombia era “o militamos en Cristo, cuyo vicario reside en Roma, o con Belial, cuyo principal agente reside en Moscú… Nuestro ideal es de- fender a Cristo y sus derechos sacrosantos, sostener la religión, aunque tengamos que rendir la vida en su defensa” (Nieto, 1956). Un “pájaro” que se tomó al pie de la letra estas proclamas fue León María Lozano, un insignificante vendedor de quesos del departamento de Valle, asmático de nacimiento, que el 9 de abril de 1948 se convirtió en un mito para los conservadores por haber defendido con dinamita la capi- lla del Colegio Salesiano de Cali, al ser atacada por manifestantes liberales. Desde aquel día los jefes conservadores y el gobernador Borrero le enco- mendaron la tarea de limpiar de liberales toda la zona. Lozano, a quien dieron el nombre de El Cóndor, comenzó a exterminarlos al grito de “Viva Cristo Rey”, a la cabeza de bandas cada vez más numerosas de matones. Fueron asimismo asesinados los pocos magistrados que intentaron inda- gar sobre determinados delitos, así como muchos testigos de sus críme- nes. Diez prestigiosos liberales de Valle, que publicaron en el periódico El Tiempo una carta abierta sobre los lazos políticos de Lozano, fueron muer- tos uno tras otro. En todo caso, la carta de quienes fueron apodados sar- cásticamente el escuadrón suicida hizo que el gobierno ordenara el

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confinamiento de Lozano, que había perdido, además, el control de sus milicias, y éstas sembraban el terror entre los mismos conservadores. A los siete años de su bautismo de fuego, aquel 9 de abril de 1948, El Cóndor fue muerto en una calle de Pereira por el hijo de una de sus primeras víctimas. Otras veces fue el destino quien se encargó de castigar a los res- ponsables de tanta sangre. El gobernador Nicolás Borrero murió en un accidente automovilístico el año 1951, cuando regresaba de una reunión de “pájaros”. Su coche se estrelló contra un gran árbol y en los días si- guientes aparecieron en él carteles colocados por manos desconocidas. Uno decía “Del pájaro no quedaron ni las plumas”. Otro recordaba: “Suele ocu- rrir que los pájaros se caguen en los árboles, este árbol es el único que se cagó en los pájaros”. Desde entonces se produjeron junto al árbol enfren- tamientos a disparos y machetazos. Los liberales lo consideraban un mo- numento, y lo regaban y le quitaban el polvo a las hojas, llegando a depositarle flores y encender velas. Los conservadores lo utilizaban como orinal y querían abatirlo (Betancourt y García, 1990). Frente a la violencia conservadora organizada desde el poder cen- tral, la del variopinto frente liberal tuvo características diferentes según las zonas. En algunas regiones se organizaron “grupos de autodefensa” con el objetivo de proteger a las “familias del enemigo”. Donde prevalecían los elementos más radicales, dichos grupos se transformaron en guerri- llas, dispuestas a responder golpe por golpe a los ataques de las milicias conservadoras, utilizando a veces su misma ferocidad. En todo caso, los liberales apostaban más bien por vencer a sus rivales mediante el voto. Pero cuando intentaron aprobar una ley que ade- lantara en unos meses las elecciones previstas para 1950, los conservado- res llevaron la guerra hasta el hemiciclo del Congreso, donde fue asesinado a disparos un diputado liberal. Después de masacres abominables, como la de Ceilán, donde fueron quemadas vivas 150 personas, y la de Belalcázar, con 112 muertos, los liberales se retiraron de la pugna electoral, dejando libre el camino para la elección del candidato conservador Laureano Gómez, un admirador fanático de la España franquista. Aquel año de 1950 fue el más sangriento de la guerra civil, con más de 50.000 víctimas. Años más tarde, la Comisión Investigadora de las Causas de la Violencia, creada por el presidente Alberto Lleras Camargo y compuesta por un monseñor, un general, un político conservador y otro liberal, señaló entre las principales causas de la proliferación de guerrille- ros liberales, el trauma causado por haber presenciado “cómo violaban a sus mujeres, hermanas e hijas, mientras ellos, atados, se encontraban impotentes”.

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Los guerrilleros liberales se distanciaron pronto de los dirigentes del partido, que no habían empuñado nunca un fusil y que se mostraban siempre dispuestos a pactos con los conservadores, y hasta con los propie- tarios de tierras, asustados por la simpatía que estaban despertando los rebeldes en las zonas rurales. Los guerrilleros dominaban ya zonas ente- ras del país, comenzando por las inmensas extensiones de los Llanos. Tam- bién se transformaron en “territorios liberados” muchas zonas de las cordilleras, donde se había arraigado el PCC y seguía vivo el recuerdo de Gaitán. Se hicieron legendarios los nombres del campesino Guadalupe Salcedo, del desertor del ejército Dumar Aljure, del general Vencedor y del capitán Peligro.

Comíamos muy bien, había buena carne, era ganado de las ha- ciendas. Se vivía sabroso, yo no recuerdo una sola vez en que hu- biéramos pasado hambre… Si uno pasaba por una vereda, tenía que desayunar dos y tres veces. No había riesgo, la gente era ca- riñosa y protectora. La guerrilla subsiste porque el pueblo la quiere, porque el pueblo la mira con simpatía y colabora,

recordó un ex guerrillero. Los conservadores y los liberales diferían en la forma de acabar con los rebeldes. Los primeros aspiraban a imponer el orden con la fuerza. Los segundos proponían una desmovilización consensuada. Ambas tácti- cas eran complementarias. Cuando la mediación liberal fracasaba, el go- bierno conservador mandaba al ejército, que hacía tiempo había abandonado su posición de relativa neutralidad. “Del odio liberal-conser- vador estábamos pasando al verdadero problema de la lucha de clases”, dijo el general Matallana. Fue una transformación muy rápida. Los guerrilleros rompieron en casi todas partes los acuerdos con los grandes propietarios liberales, y éstos impusieron al partido que apoyara la represión de los llamados ban- doleros. Cuando empezaron a coordinarse los principales frentes de resis- tencia, la burguesía colombiana temió que pudiera crearse un nuevo movimiento, popular y armado, en el país. Y sintió verdadero terror cuando los rebeldes enarbolaron la hoz y el martillo, se propusieron como primer objetivo la reforma agraria, y pasaron a la ofensiva en el plano militar. El primer gran revés del ejército tuvo lugar en El Turpial, en los Llanos, don- de un destacamento cayó en una emboscada. De los 98 militares que lo componían, los guerrilleros de Guadalupe Salcedo no dejaron con vida más que a dos, enviándolos desnudos a notificar la matanza a las autoridades. Otra acción que desconcertó al país fue el asalto realizado por 200 campe-

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sinos, mal armados y en parte borrachos, contra la base aérea de Palanquero, (departamento de Cundinamarca), que demostró, a pesar de su fracaso, el aislamiento en que se hallaba el ejército hasta en las proxi- midades de la capital. Esto fue suficiente para llevar a ambos partidos a un nuevo pacto. El odio arraigado entre sus militantes aconsejó a los líde- res entrar en una fase de transición. Su instrumento fue el general Gusta- vo Rojas Pinilla, que el 10 de junio de 1953 dirigió un golpe militar acordado. Como dijo el general Fernando Landazábal, “los golpes militares en Co- lombia, lejos de ser una ambición de los militares para tomarse el poder, han sido una estrategia de la clase política para no perderlo” (1983: 119). Así es como, hartos de tanta violencia, los colombianos se deja- ron convencer por las promesas de Rojas Pinilla, que hablaba de “paz, jus- ticia y libertad”. La mayor parte de los guerrilleros se acogió a la amnistía que el general presentó en su primer discurso a la nación. El mismo día en que el general entró en el Palacio de Nariño, se abrió en una localidad de los Llanos el primer Congreso Guerrillero liberal, que puso en el orden del día la toma del poder. Cuando estaban a punto de concluir su encuentro, tras una semana de discusiones, llegaron de Bogotá invitaciones a la desmovilización, llenas de ambigüedad. Guadalupe Salcedo dijo a los par- ticipantes: “De la dirección liberal no volvimos a saber nada, no sabemos si será por influencia del enemigo, pero más o menos ha habido una trai- ción”. Durante los tres meses que siguieron, más de 10.000 guerrilleros entregaron las armas, imaginando que iban a poder regresar tranquila- mente a sus casas. Los únicos grupos que no aceptaron la amnistía fueron los que actuaban en el sur de Tolima, uno de los cuales estaba al mando de un pequeño propietario de tierras, al que llamaban Tirofijo por su exce- lente puntería. Poco duró la ilusión. La única institución que se reforzó durante los cuatro años del régimen de Rojas Pinilla fue el ejército, que dirigió su principal actividad contra las bandas de rebeldes refugiados en las cordi- lleras. Los dos partidos, que aspiraban a gobernar entre bastidores, co- menzaron con el tiempo a asustarse ante el proyecto populista de Rojas Pinilla, que intentaba establecer un eje directo entre las Fuerzas Armadas y el pueblo. Pronto se les unieron los periódicos más importantes y los grandes grupos económicos. Temiendo éstos sus propuestas de tipo pero- nista, se sublevaron cuando Rojas Pinilla amenazó con nacionalizar los ban- cos. La ANDI convocó entonces la única huelga patronal de su historia. La violencia comenzó de nuevo a sembrar de muertos el país. En algunas zonas procedieron de nuevo a matarse liberales y conservadores, en otras resurgieron los “pájaros” que, en conexión con los agentes de las

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diferentes policías secretas, eliminaron a muchos ex guerrilleros. El go- bierno de Rojas Pinilla mostró toda su debilidad atacando a ciegas lo mis- mo a estudiantes utilizados por la oposición partidista, que a sindicalistas que iban al frente de las manifestaciones contra la política de austeridad decretada tras la caída del precio del café, el producto de exportación más importante de la época. En poco tiempo, Rojas Pinilla logró enemistarse con todos. Alber- to Lleras y Laureano Gómez eligieron una amena localidad turística cata- lana, Sitges, para firmar un pacto llamado Frente Nacional. Según dicho acuerdo, los partidos conservador y liberal se alternarían en el poder du- rante 16 años, repartiéndose la torta estatal, desde los cargos de ministros hasta los últimos puestos de funcionarios locales. Y cerrando por decreto la puerta del poder a cualquier otra formación. Rojas Pinilla les ahorró la molestia el 10 de mayo de 1957 al aban- donar su cargo. “Ha vuelto la democracia”, escribieron a toda página los periódicos colombianos. En realidad habían regresado los capos de siem- pre de los partidos de siempre, caminando triunfantes sobre los cadáveres de más de 200.000 colombianos.

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nastasia era una muchacha muy hermosa y atractiva de Marquetalia. A Sus curvas turbaban el sueño de los 46 guerrilleros más que el avance de los miles y miles de , contra quienes combatían desde el 26 de mayo de 1964, fecha del inicio de la más desproporcionada y frustrante operación de las Fuerzas Armadas colombianas. En su honor, Manuel Marulanda Vélez, apodado Tirofijo, bautizó con el nombre de Anastasia a una mina hecha de dinamita y trozos de hierro, introducidos en una ba- rrica de aguardiente. Anastasia cumplió plenamente su misión, extermi- nando a un pelotón de soldados y haciendo recuperar una docena de fusi- les a los guerrilleros. Aquella noche, Tirofijo y sus hombres celebraron el atentado con bailes y canciones revolucionarias, acompañándose con gui- tarras y maracas (Behar, 1985). “Se vivía, se peleaba, se comía, se dormía, se cantaba, hasta se montaban pequeñas obras de teatro. Éramos felices”, recordó Jacobo Arenas, que se convertiría en secretario de las FARC antes de Tirofijo, y moriría de un infarto a la edad de 74 años, en 1990. Arenas, que había manifestado en más de una ocasión su deseo de “morir en com- bate, abrazado al cañón caliente de una submetralladora”, murió, pues, de muerte natural, como se decía en Colombia antes de que lo natural fuera acabar con una bala en el cuerpo. El conflicto había empezado en el valle de Marquetalia, en la Cor- dillera Oriental, donde se habían refugiado cientos de campesinos escapando de las zonas más castigadas por la violencia. Desconfiados ante la pacifi- cación propuesta, se organizaron los primeros núcleos de resistencia para

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defender sus propiedades. Apenas se tuvo noticia de ello en Bogotá, algu- nos diputados conservadores denunciaron el nacimiento de “repúblicas in- dependientes” dentro del territorio nacional. La cúpula del ejército colombiano y los instructores norteamericanos eligieron Marquetalia para experimentar en el país la Latin American Security Operation (Operación Laso). El ataque comenzó con bombas de napalm y continuó con el avan- ce de los batallones de la contraguerrilla, de reciente constitución. El gru- po de rebeldes no se atemorizó. Divididos en núcleos de cinco hombres, y aprovechando su perfecto conocimiento de la región, Tirofijo y los suyos hicieron saltar los engranajes de la poderosa máquina de guerra, con em- boscadas y ataques por sorpresa. Al mismo tiempo que combatían, envia- ron llamadas de ayuda incluso a las capitales europeas, donde se ganaron la solidaridad pública de Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. El ataque de Marquetalia duró casi un año. La noticia de la parti- cipación norteamericana en la operación contribuyó a desatar una oleada de simpatía nacionalista hacia Tirofijo y los suyos. Al núcleo inicial se unieron los campesinos revolucionarios de otras zonas, y también intelec- tuales, como el mismo Arenas, enviado desde Bogotá como comisario po- lítico del Partido Comunista. A pesar de los combates en curso, los rebeldes hallaron ocasión para celebrar, el 20 de julio de 1964, una asamblea gene- ral que votó un programa agrario para contraponerlo “al de mentiras de la burguesía”. Cuando Tirofijo y los suyos se retiraron, utilizando un sendero secreto escondido entre el monte, que desembocaba en la otra zona libera- da de Riochiquito, los generales finalmente pudieron cantar victoria. En realidad fue precisamente a raíz de aquel episodio de resistencia armada en un pequeño altiplano de la Cordillera Central, sembrado de café, maíz y cacao, cuando nació la guerrilla comunista en Colombia. A fuerza de hablar del “peligro comunista”, el Estado colombiano había conseguido convertirlo en realidad. Así nació en Colombia otro tipo de violencia que fue llamada iró- nicamente “tardía”. La otra, la de los liberales y conservadores, había con- cluido formalmente en 1958, con la elección del primer presidente del Frente Nacional, Alberto Lleras. El nuevo gobierno se situó desde el primer mo- mento bajo el ala, que suponía protectora, de Estados Unidos y, sobre todo, del Banco Mundial, que favoreció la modernización del país, financiando la construcción, entre otras cosas, del ferrocarril entre Bogotá y Santa Marta, y gran parte de la red de carreteras. Convertida en la cuarta bene- ficiaria mundial de sus préstamos, Colombia conquistó el título de “hija

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pajaro-bk.p65 56 23/04/2005, 10:20 57 LA OBSESIÓN DEL AGUA

predilecta” del organismo internacional, sometiéndose a todas sus impo- siciones y pagando regularmente las deudas. Para conquistar la confianza de Estados Unidos, el gobierno del Frente Nacional se distanció incluso de la Iglesia, suscribiendo un programa de control de natalidad que, en me- nos de 20 años, redujo drásticamente el crecimiento demográfico, pasan- do de siete a tres hijos por familia. Otros requerimientos del Banco Mundial, como el de un cambio capitalista en la agricultura, que exigía una despoblación relativa de las zonas rurales (en abierta contradicción con una verdadera reforma agra- ria) fueron cumplidos por la violencia misma. La idea del economista del Banco Mundial Lauchlin Currie, consejero de cinco presidentes de la repú- blica colombiana, de combatir la economía de subsistencia para dotar al país de grandes haciendas mecanizadas, fue realizado a sangre (Desarrollo económico, 1968). Según el investigador Héctor Mondragón, desde enton- ces en Colombia “no sólo hay desplazados porque hay guerra sino espe- cialmente hay guerra para que haya desplazados”. Entre 1951 y 1964 se duplicó la población urbana. La mayoría de los nueve millones de personas que vivían en las ciudades quedó redu- cida a la indigencia, a la pequeña delincuencia, o se habituaron a una exis- tencia de expedientes y a los trabajos precarios ligados a la llamada “economía informal”. A los gobernantes del Frente Nacional no les quitó el sueño el progresivo aumento de pobres y oprimidos dentro de una po- blación extenuada ya por la guerra civil. Liberales y conservadores se feli- citaban ante las alabanzas de los organismos internacionales y de los países ricos, que podían meter mano en los recursos del país como en ninguna otra parte del mundo. No solamente fueron perseguidos los sindicatos, como la Unión Sindical Obrera del sector petrolero (USO), sino también los políticos mínimamente nacionalistas. A inicios de los años sesenta el go- bierno norteamericano impuso la dimisión del ministro de Recursos Energé- ticos, culpable de haber intentado favorecer a la compañía petrolera estatal, Ecopetrol, y limitar los beneficios de las multinacionales del sector. La maquinaria estatal fue puesta al servicio, y a veces en las manos, de las asociaciones de empresarios: la ANDI diseñaba la política industrial, Fedegan decidía la agrícola, y era la potentísima Federación de Cafeteros, considerada un “Estado dentro del Estado”, la que imponía las leyes del comercio exterior. Para la mayoría de los colombianos no existía el Estado, o era solamente símbolo de corrupción y, sobre todo en las zo- nas rurales, significaba exclusivamente la “ley”, el ejército y la policía. Con el Frente Nacional se instauró en el país la llamada “demo- cracia restringida”, que mezclaba elementos de democracia formal con

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mecanismos típicos de los regímenes autoritarios, como la aplicación casi permanente del estado de excepción para combatir las luchas sociales. Tal situación estaba abocada a la violencia. La misma amnistía ofrecida a ve- ces por el gobierno a los llamados bandoleros se demostró una trampa. La primera víctima fue el más famoso guerrillero, Guadalupe Salcedo, muer- to en una calle de Bogotá en junio de 1957. Por su parte, Álvaro Parra, el “vice” de Salcedo, dos meses antes de ser asesinado por un “pájaro” del Valle en una taberna de Villavicencio, dijo al mediador del gobierno que lo había convencido a dejar las armas: “Antes de un año todos vamos a estar muertos, nos van a matar uno por uno”. Muchos guerrilleros que sobre- vivieron a la matanza se hicieron bandidos. A ellos se unieron cientos de adolescentes, sedientos de venganza. Entre 1958 y 1965, hombres como Peligro, Sangrenegra, Desquite, Chispas, Efraín González, Tarzán y Capi- tán Venganza, formaron más de cien bandas con el único programa de “destruir por destruir”. Algunas se pusieron al servicio de latifundistas liberales. Otras asumieron un carácter ocasionalmente social, aunque mostrándose sordas e incluso hostiles ante cualquier proyecto político. Los bandoleros continuaron en todo caso sintiéndose defrauda- dos por la gente “de bien”. En los Llanos se dejaron convencer y apoyaron a Alfonso López Michelsen, fundador del Movimiento Revolucionario Li- beral (MRL), surgido en abierta oposición al Frente Nacional. Con el lema “Pasajeros de la revolución por favor seguir a bordo”, López Michelsen se proclamó heredero de Gaitán, declarándose dispuesto a colaborar con el Partido Comunista y a colocar como primer punto de su programa la re- forma agraria. Bastó que tras las elecciones de 1966 el Frente Nacional le ofreciera un ministerio para olvidar sus promesas y los pactos firmados. El líder del MRL atacó a los comunistas. “No permitiremos que el descon- tento y la frustración que el Frente Nacional está incubando se refugien bajo la hoz y el martillo”. Los bandoleros volvieron a ser un peligro de orden público. El general encargado en darles caza declaró que “contra bandoleros y seres rebeldes y desnaturalizados, la única solución está en el fuego eficaz de las armas”.1 Desde entonces se hizo habitual en los cen- tros de poder de Bogotá asociar a los comunistas con los bandoleros, y vice- versa, olvidando las causas sociales y económicas de la violencia. Para reducir el progresivo apoyo que unos y otros conseguían en las zonas rura- les hubiera sido necesario y también suficiente realizar la reforma agraria. El triunfo de la revolución cubana de 1959, y la distribución de la tierra decidida por los castristas suscitó gran entusiasmo entre los pue-

1. Revista del Ejército, 24 de marzo de 1966.

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blos latinoamericanos. La reunión de jefes de Estado celebrada posterior- mente en Punta del Este, concluyó con el compromiso de “impulsar, den- tro de las particularidades de cada país, programas de reforma agraria integral orientada a la efectiva transformación de las estructuras y siste- mas injustos de tenencia y explotación de la tierra”. En el Congreso co- lombiano fueron presentados tres proyectos de reforma agraria, pero todos ellos se demostraron “variaciones alrededor de la nada”. Algunos políticos opinaban que no debía ser distribuida la tierra sino la gente. Al final se realizó una reforma que benefició a los propietarios ricos y a las multina- cionales norteamericanas que les vendían la maquinaria agrícola. Los ries- gos de una situación explosiva en el campo eran, en todo caso, evidentes. El presidente Carlos Lleras Restrepo explicó en 1967, durante una cumbre la- tinoamericana, las razones de conveniencia política de la reforma agraria:

Nuestros campesinos, en su mayoría, son hombres que no tie- nen nada que perder y sobre esa masa que no tiene nada que per- der, sobre esa masa inorgánica, ignorante, es donde la infiltración revolucionaria puede cosechar sus mayores frutos… Entonces, aunque sólo sea por egoísmo, quienes son propietarios de tierras ¿no deben detenerse a meditar en los peligros que encierra la pro- liferación de esta vasta, de esta inmensa masa desamparada que constituye el campesino pobre colombiano? ¿O es que acaso se cree que con simples medidas militares puede controlarse una si- tuación de esa clase?

Su buen sentido no modificó la mentalidad de la oligarquía co- lombiana que, con tal de mantener sus privilegios, prefirió entregarse a las medidas militares. Éstas pronto demostraron que no eran tan simples. Según perdía la guerra su carácter de conflicto bipartidista y se convertía en una de tantas batallas de la guerra fría, las Fuerzas Armadas colombianas aumentaban su peso en el país. Antes del 9 de abril de 1948 contaban solamente con 8.000 hombres. Un año más tarde duplicaron sus efectivos. Mientras los guerrilleros mantuvieron lazos con el Partido Libe- ral, el ejército aplicó en muchas regiones un cómodo acuerdo basado en el “vivir y dejar vivir”. En todo caso, los aparatos del Estado seguían a veces estrategias y métodos contradictorios. Podía suceder a veces que la policía no advirtiera al ejército que se estaba produciendo una concentración de guerrilleros dispuestos a tenderles una emboscada. En otras ocasiones era el ejército quien tomaba el camino más largo cuando debía socorrer a un puesto de policía atacado por la guerrilla, y llegaba a tiempo sólo para enterrar a los muertos.

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La reestructuración del ejército comenzó en 1951, cuando el pre- sidente conservador Laureano Gómez, para obtener el perdón de Estados Unidos por sus pasadas simpatías hacia la Falange franquista, envió un batallón a la guerra de Corea bajo las órdenes del general Alberto Ruiz Novoa. Colombia fue el único país latinoamericano que participó en aquella contienda lejana “contra el comunismo”. Fue también uno de los primeros en firmar en 1952 un acuerdo de mutua defensa con Estados Unidos, y el primero en poner en marcha cursos de entrenamiento específicos de contraguerrilla. Un episodio decisivo en la reorganización de las Fuerzas Armadas colombianas tuvo lugar en 1962, cuando Ruiz Novoa fue nom- brado ministro de Defensa. Entonces llegaron a las academias colombia- nas los primeros instructores militares norteamericanos, y fueron enviados los primeros oficiales colombianos a la Escuela de las Américas de Pana- má. Había mucho que aprender. La tensión Este-Oeste impuso un cambio de estrategia “en el pa- tio trasero de Estados Unidos” cuando triunfó la revolución cubana. En un discurso de 1962, dirigido a los oficiales de la Academia Militar de West Point, el nuevo presidente de Estados Unidos, John Kennedy, dijo: “La sub- versión es otro tipo de guerra, nuevo en su intensidad aunque de antiguo origen… Cuando debemos contrarrestar ese tipo de guerra, estamos obli- gados a emplear una nueva estrategia, una fuerza militar diferente”. Eran las bases de la llamada “guerra de baja intensidad” (Jaramillo, s.f.). Según el ex ministro de Relaciones Exteriores colombiano, Alfredo Vázquez, la administración Kennedy se esforzó mucho en transformar los ejércitos regulares en brigadas contrainsurgentes. El Pentágono distribuyó en América Latina manuales que asig- naban a los ejércitos tareas “militares, paramilitares, políticas, económi- cas y psicológicas” con el objetivo de combatir al “enemigo interno” que se hallaba infiltrado en amplios sectores de la sociedad. Los manuales esta- blecían los criterios para la formación de los grupos de civiles que debían flanquear a los militares. Después de visitar Colombia en 1962, el director de la Escuela de Guerra de Fort Bragg, general William Yarborough (McClintock, s.f.), manifestó que dichos grupos deberían desempeñar fun- ciones de “contrainteligencia y contrapropaganda y, si fuera necesario, ejecutar actividades paramilitares de sabotaje o terrorismo contra conoci- dos defensores del comunismo”. En el mismo documento, el citado gene- ral sugería la realización en Colombia de “un programa intensivo de registro de civiles, con fotografías y huellas dactilares”, y proponía que el personal del ejército y de la policía se especializara en “interrogatorios con uso de sodio, pentotal o de la máquina de la verdad”. Era preciso impedir a los

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subversivos “moverse entre el pueblo como pez en el agua”, tal como indi- caba en sus escritos Mao Tse-tung. Pronto se pasó de las palabras a los hechos. Estados Unidos comenzó a proporcionar cada vez más asistencia bélica y armas a Colombia, hasta hacerla su “partner” privilegiado en el continente latinoamericano. Además de visitar el país, Kennedy envió cien- tos de jóvenes de los Cuerpos de Paz para que hicieran propaganda de los valores occidentales y contrarrestaran la simpatía popular hacia la revo- lución cubana. Los principios de la Doctrina de Seguridad Nacional fueron pro- puestos a los militares colombianos en un momento en que el ejército atra- vesaba una fase de reflexión. La Escuela Superior de Guerra de Bogotá había publicado en 1960 un documento titulado “Una franca apreciación de la situación de orden público en el país y de la intervención del comunismo en las zonas de violencia”, en el que se admitía que “las acciones militares con tropas regulares contra los bandoleros le han restado prestigio a las Fuerzas Armadas y contribuyeron a aumentar las fuerzas de bandoleros”. El general Ruiz Novoa afirmó en 1961 que era absolutamente necesario destruir el verdadero estado de “complicidad colectiva” disfrutado por los elementos “antisociales”. La reorganización del ejército llevó a la forma- ción de la primera brigada móvil de contraguerrilla, compuesta por gru- pos ágiles, organizados según el esquema de las unidades guerrilleras. Un nuevo organismo de policía, el DAS, promovió la infiltración en los gru- pos bandoleros, y la utilización masiva de informantes, elegidos preferen- temente entre ex bandidos que se habían beneficiado de la amnistía. El ejército trató de equiparse para la lucha antisubversiva también a nivel teórico. En 1963 se imprimió el libro La guerra moderna, que centraba su análisis en la experiencia contraguerrillera de Vietnam y Argelia y estaba dirigido a los oficiales. Ruiz Novoa estimuló el compromiso cívico-social de las Fuerzas Armadas que, en las regiones de mayor conflicto, pusieron en marcha cursos de alfabetización, abrieron centros médicos ambulatorios, constru- yeron puentes y carreteras, siempre con el objetivo de “ganar los corazo- nes y las mentes del pueblo”. La actividad de las brigadas “cívico-militares” no duró mucho, además de que siempre estuvo acompañada por la “gue- rra psicológica”, que era más clásica. En las montañas de Quindío, cerca de Armenia, fueron lanzados pasquines para ayudar a los campesinos a diferenciar a los militares de los guerrilleros. “El ejército emplea un trato correcto con los ciudadanos, en ningún momento emplea palabras soeces ni mal trato… visten uniformes iguales… y no usan zapatos de caucho sino botas de cuero”, podía leerse.

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Una de las primeras medidas adoptadas consistió en la cataloga- ción de todos los trabajadores fijos. Con ello resultaban sospechosos todos los trabajadores temporales o los desempleados. En una región llegaron a prohibir la ruana, porque era “típico disfraz de los bandoleros”. En otra ordenaron a los campesinos encerrar en casa a los perros porque, según afirmaba un alto oficial en el periódico El Espectador, “las experiencias en la región demuestran que el perro es un elemento amaestrado para anun- ciar únicamente la presencia de las tropas y no de los bandoleros”. En todo caso, el meollo de la nueva estrategia militar fue la creación de núcleos de “campesinos honrados”, que tomaron el nombre de “autodefensa campe- sina”, como los promovidos en décadas anteriores por los liberales rebel- des y por los comunistas. En 1961, el gobierno permitió a dichos grupos “la adquisición de armas convenientemente matriculadas para la defensa de sus vidas y bienes”. Los militares de la región cafetera de Caldas empe- zaron a distribuir, durante ese mismo año, fusiles y pistolas a los propie- tarios de tierras recomendados por las autoridades. Al año siguiente, las armas fueron distribuidas directamente en las sedes de la federación de cafeteros. En el Tolima se ordenó llevar armas a los conductores de los me- dios de transporte públicos. La puesta en práctica en Colombia de la Doctrina de Seguridad Nacional cosechó pronto el fracaso. Aunque fueron conquistados “el cora- zón y la mente” de una pequeña parte de la población “honorable” y digna de confianza, la mayor parte se sintió impulsada a identificarse con el enemigo y a adherirse a sus grupos. La batalla de Marquetalia representó su derrota más sonada. Los comunistas colombianos no tenían por en- tonces intención belicosa alguna. En 1958 Tirofijo escribió en el periódico La Tribuna de Ibagué: “Como patriotas no estamos interesados en la lucha armada y deseamos colaborar cuanto podamos en la tarea de pacificación”. Su estructura militar en algunos territorios aislados de las cordilleras era debida solamente a la persecución de los “pájaros”. Quien realmente de- sencadenó la guerra contra la “república independiente” de Marquetalia fue Álvaro Gómez, hijo de Laureano Gómez, que había sido uno de los pre- sidentes más reaccionarios de la historia colombiana. La Operación Laso sólo consiguió diseminar a los guerrilleros por otras regiones del país. Los militares hicieron algunos intentos de emanciparse del papel de defensores violentos de un Estado injusto. En ello se destacó general Ruiz Novoa que escribió en 1962: “La defensa contra el comunismo no reside esencialmente en la fuerza de las armas; ella se encuentra en la eli- minación de las desigualdades sociales siguiendo las normas democráticas y cristianas” (Valencia, 2002). El antiguo combatiente de Corea opinaba

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que el ejército debería comprender sus orígenes sociales para combatir más eficazmente a la guerrilla. Cuando Ruiz Novoa propuso en 1965 un plan de estudios en las academias militares que preveía la enseñanza de disci- plinas económicas y sociales impartidas por profesores progresistas, fue obligado a dimitir por el Frente Nacional, con la excusa de un presunto “primado de la sociedad civil”. La misma suerte sufriría diez años más tarde el general Álvaro Valencia. También a él le resultó fatal la decisión de or- ganizar ciclos de conferencias sobre las causas sociales del conflicto en la Universidad Militar. La elite bipartidista lo acusó en primera instancia de intentar un golpe, y después lo obligó a dimitir. Los pocos oficiales pro- gresistas que se reunieron en los años setenta bajo el nombre Estrella Do- rada, fueron identificados y expulsados del ejército, tal como le sucedió al famoso general José Joaquín Matallana, forzado a dimitir en 1976 por haber criticado la excesiva sumisión de Bogotá hacia los intereses de Esta- dos Unidos. El sistema político no soportaba intrusiones. Sólo estaba dis- puesto a distribuir a la cúpula de las Fuerzas Armadas una tajada importante de riqueza y privilegios, permitiéndoles, mediante leyes dicta- das al caso, ponerse al servicio de las empresas privadas y de las multina- cionales. La British Petroleum, por ejemplo, se comprometió a pagar un “impuesto de guerra” de 1,25 dólares por barril de petróleo extraído, re- signándose a repartir una especie de comisión a los oficiales establecidos en las zonas de sus pozos y por donde transcurrían sus oleoductos. Por supuesto, el ejército tenía mano libre en la llamada gestión del orden pú- blico y en la defensa de los intereses del gran capital.2 Con esa prerrogativa extendió por el territorio nacional la “gue- rra no convencional” que, utilizando sicarios de forma masiva, tenía como objetivo la “eliminación selectiva del enemigo (líderes políticos, sindicales y populares), la masacre colectiva (contra quienes apoyan la subversión y se niegan a brindar información a la inteligencia militar), y el genocidio (contra las zonas y regiones en las que exista un reconocimiento formal de la influencia del movimiento insurgente)” (Medina Gallego, 1990). Los gobiernos reforzaron su legislación de guerra proclamando continuos es- tados de asedio o de emergencia, que conllevaban la suspensión de los de- rechos constitucionales y la transferencia de amplios poderes judiciales a las Fuerzas Armadas. En 1965 fue promulgado el Decreto 3398 que con- templaba “la organización y previsión de empleo de todos los habitantes y recursos del país, en tiempo de paz, para garantizar la independencia na- cional y la estabilidad de las instituciones”. Tres años más tarde fue vota-

2. The Economist, 19 de julio de 1997.

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da la Ley 48 que autorizaba al gobierno a “crear patrullas civiles” y pro- veerlas de “armas de fuego para el uso privativo de las Fuerzas Armadas”. Era el fundamento legal del paramilitarismo en Colombia. “Los campesi- nos de la zona permanecían en sus fincas de lunes a viernes trabajando y los sábados y domingos se concentraban en unidades militares donde re- cibían cursos de inteligencia y contrainteligencia”, recordó Henry Pérez, jefe paramilitar en el Magdalena Medio.3 La cúpula de las Fuerzas Armadas colombianas puso en circulación varios manuales, la mayoría top secret, sobre la organización de la pobla- ción civil. Según el Reglamento de combate para la contraguerrilla, de 1969,

las juntas de autodefensa conforman una organización de tipo militar que se hace con el personal civil seleccionado de la zona de combate, que se entrena y equipa para desarrollar acciones contra grupos de guerrilleros en coordinación con tropas en ac- ciones de combate.

Las unidades militares debían, de acuerdo con el reglamento, suministrar el armamento necesario en casos específicos, incluso gratui- tamente. Otro documento indicaba la necesidad de poner a prueba la leal- tad de los ciudadanos. “Los que no pasan la prueba se ponen en una lista negra. Los que no dejan clara su lealtad se ponen en una lista gris. Ambos deben recibir amenazas anónimas, haciéndoles creer que están compro- metidos y que deben abandonar la región”. Si en los manuales norteame- ricanos eran los comunistas los enemigos a combatir, en los colombianos eran todos los protagonistas de las luchas sociales. Según el general Luis Carlos Camacho, los sindicatos no eran sino el “brazo político de la sub- versión”, mientras que para el general Fernando Landazábal (1980), no había error mayor “que dedicar todo el esfuerzo al combate y represión de las organizaciones armadas del enemigo, dejando en plena capacidad de ejercicio libre de su acción a la dirección política del movimiento”. Sin embargo, frenar la protesta social era un objetivo casi impo- sible de alcanzar. Los partidos del Frente Nacional continuaron evitando cualquier reforma, concibiendo la dinámica electoral como meros ejerci- cios de democracia vacía. Un colosal fraude electoral le arrebató en 1970 la victoria al general Rojas Pinilla quien, a la cabeza del movimiento Alianza Nacional Popular (Anapo), se enfrentó al candidato Misael Pastrana, del Frente Nacional. La desilusión popular hizo aumentar el abstensionismo

3. Semana, 16 de abril de 1991.

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en las elecciones siguientes, que pasó del 50% de ese año al 60% de las pre- sidenciales de 1978, con puntas del 88% en Bogotá. Colombia demostraba ser una “democracia sin pueblo”, mientras continuaba vendiéndose la imagen de un país moderno, rico y democrático, con un pueblo a quien se impedía tener una representación política o hasta protestar, so pena de ser acusado de subversión. Y la subversión creció, inevitablemente. En varias regiones del país se crearon organizaciones armadas de orientación guevarista, entre las que se destacaron, además de las FARC, el filocubano Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el EPL, de orientación maoista. Existía la profunda convicción en los sectores progresistas de que después de Cuba le iba a tocar el turno a Colombia. Una parte amplia de la población no podía sino sentir simpatía hacia quienes la gran prensa llamaba habitualmente bandoleros. El paternalismo bipartidista y la guerra civil comenzada el 9 de abril de 1948 había debilitado notablemente otras formas organizadas del movimiento popular. También se habían agravado las condiciones de vida, ya misera- bles, de los colombianos. La desesperación originó protestas de todo tipo, a menudo espontáneas. Los campesinos utilizaron los espacios abiertos por la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC), constituida por el presidente del Frente Nacional más iluminado de su época, Lleras Restrepo, para mantener su protesta de moderada reforma agraria. Pero cuando ANUC se emancipó de la tutela gubernamental y organizó manifestacio- nes y ocupaciones de fincas abandonadas, sobre todo a lo largo de la costa atlántica, los latifundistas soltaron las bandas de pájaros contra sus diri- gentes. El movimiento campesino se vio debilitado, asimismo, por las lu- chas internas desde la mitad de los años setenta, entre un ala moderada y gobiernista, un sector influenciado por el Partido Comunista, y otro toda- vía más radical controlado por los maoístas. En esta fase emergieron como vanguardia social los movimientos cívicos urbanos, estimulados involuntariamente por las juntas de acción municipal, creadas por el gobierno para involucrar a la población en los proyectos de mejora de los servicios públicos. También en este caso, las juntas comenzaron muy pronto a organizar manifestaciones para protes- tar contra los aumentos de las tarifas o para reclamar servicios básicos, como agua corriente, alcantarillado y electrificación. Muchos militantes católicos decidieron trabajar en el nuevo movimiento. El gobierno osciló entre compromisos formales de colaboración y la represión más brutal, sistemáticamente anunciada por acusaciones de infiltraciones guerrilleras. En 1985 eran más de 32.000 las organizaciones cívicas de ciudad o de barrio, y tenían cinco millones de afiliados, con una consistencia ja-

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más alcanzada por el movimiento sindical, numérica y políticamente dé- bil en Colombia. La bajísima sindicalización, que rondaba el 5% de la fuer- za laboral total, era debida, por una parte, a la alta incidencia de la economía informal, pero también a la implacable represión realizada mediante la criminalización constante de las protestas y por una cadena casi habitual de detenciones y asesinatos de dirigentes sindicales. El movimiento indígena encontró dificultades parecidas para con- seguir su propio derecho a la tierra y a la cultura. De los 150 grupos étnicos existentes en el país, que representaban a medio millón de personas, el más fuerte y organizado era el del pueblo nasa (páez), en el departamento andino de Cauca. Estimulados por la ANUC local, los indígenas fundaron en 1971 el Consejo Regional Indígena de Cauca (CRIC), que impulsó la ocupación de decenas de miles de hectáreas de tierra, manteniendo su autonomía frente a los grupos revolucionarios. “La politización debe llegar como resultado de un proceso en el cual no se pueden saltar etapas y en el que el trabajo paciente y serio debe ser la norma fundamental”, opinaban los dirigentes del CRIC. La experiencia del pueblo Páez animó a los otros grupos indíge- nas. En 1980 fue creada la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), con el lema: “Unidad, tierra, cultura y autonomía”. Fue una deci- sión dura. Algunos indígenas fueron perseguidos por los guerrilleros, y muchos más por los “pájaros” al servicio de los latifundistas. El CRIC creó a su vez un grupo armado para defender a su pueblo, que tomó el nombre de un antiguo dirigente, Quintín Lame. La criminalización de todo movimiento de protesta determinó el refuerzo de las organizaciones ilegales, armadas y clandestinas. El ELN hizo su primera aparición pública a comienzos de 1965, cuando 27 hombres armados de fusiles de caza realizaron la clásica “toma guerrillera” de un pueblo de Santander, al noreste del país. Muchos de ellos habían sido en- trenados en Cuba. Creían que sería suficiente prender una cerilla para in- cendiar la pradera. “Un gran problema de nuestra práctica fue la absolutización de la lucha armada… Lo que hicimos fue casarnos con ella y no la soltamos por ningún lado”, recordará más tarde un dirigente del ELN. El grupo se hizo muy popular cuando ingresó en él Camilo Torres, el primer sacerdote que rompió con la tradición que promovía una Iglesia anclada en las posiciones políticas más reaccionarias. Torres se internó en las montañas de Santander para meterse en las filas guerrilleras, y morir durante su primer combate, el 15 de febrero de 1966. La figura del cura guerrillero llevó hasta el ELN a muchos jóvenes, e incluso a otros religio- sos, tanto sacerdotes como monjas, que compartían su idea de que “el deber

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de todo cristiano es ser revolucionario y el deber de todo revolucionario es hacer la revolución”. Después de la muerte de Camilo Torres comenzaron las divisio- nes dentro del ELN. “La discusión se daba en el hostil ambiente de la selva, muy agresivo y bajo la constante amenaza de la muerte, representada en la fiebre amarilla, el hambre, la culebra, las múltiples penalidades, el pa- ludismo y la actitud del hombre, que se va convirtiendo también en hostil y agresivo”, recordó un ex guerrillero. Comenzó un periodo trágico de juicios sumarios, concluidos a menudo ante los pelotones de ejecución. La consigna de Dantón, “Audacia, siempre audacia”, se convirtió en el lema de la tendencia militarista que superó a la que daba más importancia al trabajo de arraigo entre la gente. La derrota del ELN tuvo lugar en 1973, cuando 30.000 soldados rodearon y diezmaron el grueso de sus hombres con la Operación Anorí. A diferencia de lo sucedido en Marquetalia en 1964, el ejército no avanzó de manera compacta, para no exponerse a las em- boscadas de los rebeldes, sino dividido en pequeñas unidades. Después de va- rias semanas de combate, fueron muertos o hechos prisioneros más de 200 guerrilleros. En diferentes fases desmantelaron luego las redes urbanas de los elenos, los cuales en todo caso consiguieron superar la tortura y politizar los procesos en las salas de los tribunales militares, consiguiendo ganar la solidaridad de intelectuales colombianos como Gabriel García Márquez. El EPL, por su parte, intentó promover al occidente del país la “guerra popular prolongada”, según el modelo maoísta. Sus militantes influyeron en el profesorado, en las juntas de acción comunal y, sobre todo, entre los braceros de las bananeras, consiguiendo ascendiente en los sindi- catos de las regiones de Córdoba y Urabá. En 1967 la organización se con- centró en las zonas rurales para construir “embriones de poder alternativo”. El comandante Ernesto Rojas refirió que “la gente se organizaba en cada vereda y celebraba reuniones cada ocho días en las que hasta los niños con edades mínimas hablaban sobre sus propios problemas… Cuando no ha- bía combates estábamos con la gente ayudándola en sus labores y de no- che enseñábamos a leer y escribir en las escuelas que se conformaron”. Los guerrilleros de orientación maoísta sufrieron, por lo demás, una despiadada persecución militar, facilitada por sus propias divisiones inter- nas, a menudo resueltas a tiros. También las FARC sufrieron duros reveses militares, aunque nunca se vieron en riesgo de desaparecer. El buen sentido campesino de sus jefes, comenzando por Tirofijo, les indujo a hacerse fuertes en las zonas más aisladas del territorio colombiano donde, ejerciendo funciones típicas de una autoridad estatal, lograron ganar la confianza de la gente por su ca-

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pacidad de imponer el orden y el respeto a las leyes más básicas de convi- vencia. En algunos casos obtuvieron incluso la gratitud de los propieta- rios de los campos, por su función de guardias rurales. En los primeros 15 años de vida de la organización, los hombres de Tirofijo evitaron provocar al ejército, dentro de lo posible, siguiendo la línea del Partido Comunista que no consideraba el enfrentamiento como “la principal forma de lucha”. Precisamente a causa de esta renuncia, algunos jóvenes dirigen- tes provocaron una pequeña escisión, de la que surgió el M-19. “Se nece- sitaba meterle masas al movimiento armado y meterle fuerza al movimiento de masas”, recordó un comandante del Eme, como se llamó enseguida al grupo (Villamizar, s.f.). Se llevaron a cabo una serie de hur- tos para dotarse de armas y financiar el periódico Mayorías. “Las grandes peleas que se dieron inicialmente fueron sobre si cantábamos el himno nacional o la Internacional”, contaron sus dirigentes. El nombre M-19 se eligió para recordar el fraude electoral que el 19 de abril de 1970 había robado la victoria a la Anapo del general Rojas Pinilla. Aquel fraude los había persuadido de la imposibilidad de una vía democrática. “Es imposi- ble pensar en una solución democrática en Colombia si no hay moviliza- ción de masas y triunfo militar” afirmaba Álvaro Fayad, uno de los líderes del nuevo movimiento, que fue asimismo el responsable de la primera aparición pública del Eme. En el año 1974 que finalizaba el acuerdo del Frente Nacional en- tre los partidos liberal y conservador. Pero también era un año marcado por un fuerte crecimiento del movimiento popular, con huelgas, ocupa- ción de tierras y manifestaciones ciudadanas, y por un cierto despertar del movimiento guerrillero. Los jóvenes fundadores del nuevo grupo armado diseñaron un singular lanzamiento promocional. El responsable de las páginas publicitarias de El Tiempo no sospechó nada cuando un par de hombres le pidieron publicar durante seis días consecutivos varios anun- cios que promovían un nuevo producto. “Arriba el M-19”, apareció en el primero, que iba asimismo acompañado de un extraño logotipo en forma de corbata. Después sucedieron otros, como “¿Parásitos, gusanos? Espera el M-19”; “Decaimiento, pérdida de memoria: espera el M-19”; y “¿Falta de energía, inactividad? Espera el M-19”, hasta el triunfante “Hoy llega el M-19”. Y el M-19, finalmente, llegó. A las cinco de la tarde de un frío miércoles de enero, Álvaro Fayad rompió la urna de cristal que contenía la espada del Libertador en el Mu- seo de la Quinta de Bolívar, que había sido su residencia en el corazón de La Candelaria, el barrio colonial de Bogotá, a pocas cuadras del palacio presidencial. “Queríamos hacer un movimiento para el país, para la gente

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común y corriente, para la gente que quisiera cambiar este país… Ya no era simplemente retomar toda la historia de Bolívar, era recomenzar su lucha… por eso escogimos la espada”, recordó Fayad. Fue una acción per- fecta, realizada por supuestos turistas que esperaron el cierre del museo para actuar. En una hoja puesta sobre el lecho del caudillo, dejaron escri- to: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha”. Era una espada de 85 centíme- tros de largo, con una empuñadura de oro y plata y el escudo real de la corona francesa, que había acompañado a Bolívar desde sus quince años hasta la muerte. El Eme prometió restituirla cuando Colombia hubiera con- quistado “justicia e independencia”. Desde aquel momento, los guerrilleros del M-19, influidos por la experiencia de los Tupamaros uruguayos, comenzaron a realizar acciones a lo Robin Hood, con incursiones de hombres encapuchados en las univer- sidades, interrupciones de programas televisivos con lectura de comuni- cados, y asaltos a los camiones de víveres y juguetes, botín que distribuían después en los barrios más pobres de las ciudades. Posteriormente pasa- ron a acciones más llamativas, como secuestros de empresarios, extranje- ros o colombianos, para financiarse y apoyar las luchas sindicales. Cuando subió a la presidencia Julio César Turbay, el Eme no era el grupo más fuerte, pero sí el más audaz. “El mismo día de mi posesión encontré sobre mi escritorio un boletín en que dicho movimiento, antes de comenzar mi gobierno, se colocaba irrazonablemente en pie de batalla contra la nueva administración”, recordó Turbay. El nuevo presidente puso como primer punto de su programa de gobierno la lucha contra los grupos arma- dos, dotando a los militares de los “medios más eficaces” para combatirlo. En septiembre de 1978 Turbay firmó el Estatuto de Seguridad, que aumentaba las penas por los delitos políticos y autorizaba a los militares a retener a cual- quier persona durante diez días antes de pasarla a disposición judicial. La re- presión se generalizó. Durante el primer año del gobierno Turbay, según un documento de Defensa, fueron detenidas más de 60.000 personas, buena parte de las cuales fue sometida a torturas y procesada por tribunales militares. “Se implantó en Colombia por primera vez la tortura como mecanismo institucionalizado de interrogatorio”, afirmó el periodista Daniel Samper, hermano del futuro presidente liberal Ernesto Samper.4 El ministro de Defensa de Turbay, general Luis Carlos Camacho, afirmó en diciembre de 1978 que “todo ciudadano debe armarse como

4. El juicio de Daniel Samper sobre el carácter sistemático de la tortura, está en Tras los pasos perdidos, Ediciones Ncos, 1995.

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pueda” para defenderse de la oleada de inseguridad existente en el país. El Eme le tomó la palabra poco después. Una pareja de militantes llamados Rafael Arteaga y Esther Morón, en modo alguno sospechosos, alquiló una casa en un barrio residencial de Bogotá y desde ella, por espacio de dos meses, decenas de militantes excavaron un túnel de 80 metros de largo, que desembocó en la armería del cuartel Cantón Norte. Mientras Turbay dirigía, en el ritual saludo a la nación, una invitación “a los violentos a deponer las armas”, en la tarde del último día de 1978, un grupo de guerrilleros del M-19 comenzó a car- gar en camiones las 7000 armas almacenadas en el principal arsenal del país. Todos los cálculos de la que a muchos había parecido una operación desatinada, se demostraron exactos. Los guerrilleros aprovecharon los tres días festivos de cierre del arsenal para vaciarlo completamente. Antes de marcharse por el túnel, una vez desocupado el último estante de la arme- ría, un joven guerrillero respondió a la invitación del general Luis Carlos Camacho, escribiendo con mayúsculas en la pared: “… Y lo hicimos”. Tras haber transportado el arsenal a un barracón de la periferia de Bogotá y colocarlo bajo una lona azul, los guerrilleros no tuvieron mucho tiempo para celebrar la operación Ballena Azul, llamada así por la gigantesca dimensión de aquella masa de armas y municiones. Tenían la orden de desaparecer de la ciudad en la mayor brevedad posible. Rafael subió al primer vuelo que salía para Panamá junto con Esther y sus dos hijos. Cuando al día siguiente el hijo más pequeño vio por televisión el reportaje sobre el robo de armas más famoso de la historia contemporá- nea y reconoció su casa, comprendió inmediatamente la razón del extraño ajetreo de los últimos dos meses. Su única pregunta fue: “¿Esto quiere decir, papito, que nos quedamos sin casa y sin carro?”

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Los beneficios de la máscara 555

ecuerdo aquella mañana. Amanecía 1979. Mi primera reac- Rción fue de incredulidad. Estábamos acostumbrados al tipo de acciones de las FARC que han sido muy cuidadosas en no tocar fibras sensibles, de pronto sucede una emboscada en algún veri- cueto de la selva… no nos llegan tan al alma. Cuando se llevaron las armas, nuestra reacción fue grande, dolorosa, pero también nos produjo el conocimiento de que para vivir en un estado de guerra hay que hacer conciencia de que se está en guerra, dijo un general de tres estrellas (Behar, 1985). En los cinco días que siguie- ron al clamoroso hurto del Cantón Norte fueron realizadas un millar de pesquisas que condujeron a la detención de 646 personas, entre militantes y meros simpatizantes del M-19. La primera vergüenza fue lavada con sangre. “Creo que hubo un afán de cerrar la herida causada”, afirmó un alto oficial. Por su parte, Turbay había sido categórico con los generales: “Ustedes en un mes me recuperan esas armas, hagan lo que tengan que hacer, pero las armas hay que recuperarlas”. El ejército obedeció, hacien- do cuanto fue necesario. Mientras la tortura se volvía sistemática, no faltaba quien hacía bromas sobre ello. Hernando Santos, propietario y director de El Tiempo, escribió en una editorial: “Me encantan las tapaditas, pero no tanto como las torturas” (Behar, 1985). Entre tantos otros, fue arrestado el responsa- ble de la operación del Cantón Norte, el actor y director de televisión, Car- los Duplat, llamado don Isidro por los compañeros del Eme.

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Llegamos a un lugar frío y húmedo que parecía una caverna. Allí me desnudaron, y me vendaron los ojos, me subieron encima de una mesa, me ataron las manos atrás y luego quitaron la mesa quedándome suspendido en el aire. Ahí comenzó la paliza. Re- cuerdo que inicialmente me separaron las piernas y alguien me golpeaba los testículos, creo que como con un cepillo de los que utilizan para lavar caballos. Un rato me tenían colgado y me golpeaban, otro rato me bajaban, oí los gritos de otras personas; me decían que tenían familiares míos ahí,

recordó más tarde Duplat. Las técnicas de tortura se hicieron más refinadas cada vez. A los 18 días, tras quitarle las calzas de los dientes, comenzaron a barrenarle en las caries abiertas. Duplat se rindió. “Les dije lo que ellos querían que les dijera”.1 Cuando descubrieron el escondrijo del arsenal, los pocos compañeros todavía libres solamente habían consegui- do distribuir una parte de las armas a los comandos. La revista Alternati- va dedujo sarcásticamente que no había en todo el país 7.000 personas “dispuestas a empuñar todos aquellos fusiles”. Amnistía Internacional comenzó a denunciar la represión existente en el país: en su informe de 1980 recogieron 6.000 casos de tortura. El presidente Julio César Turbay manifestó que los prisioneros se “autotorturaban” para denigrarlo. En las paredes de Bogotá apareció escrito: “Ayuda a la policía. Tortúrate tú mis- mo”. Entre el Eme y el ejército estalló una guerra abierta. Dos dirigentes detenidos en la cárcel La Picota de Bogotá recibieron una carta con el mem- brete del Ministerio de Defensa que decía:

Ustedes desde la cárcel planean el desarrollo de distintos hechos violentos, atentando contra la vida y los bienes de las personas. En días pasados, después de cometer un robo, intentaron asesi- nar a un coronel del ejército. Si el atentado hubiera tenido éxito, los principales cabecillas del M-19 recluidos en La Picota hubie- ran tenido que afrontar idénticas consecuencias. Mediten sobre esta advertencia antes de disponer en lo sucesivo acciones simila- res contra el personal militar. Los jefes del Eme eran conscientes de haber dado un paso más largo que la pierna. “Hasta ahí éramos la pureza en chanclas. Entonces viene el enfrentamiento inevitable con el ejército” dijo en una entrevista Jaime Bateman, número uno de la organización. A la propaganda del gobierno que lo daba por aplastado, el movimiento respondió con la consigna “El

1. El Tiempo, 21 de noviembre de 2001.

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M-19 ni se calla, ni se aísla, ni se rinde”, que apareció de pronto en las paredes de las ciudades, en las universidades y en las fábricas, pero sobre todo en los bares y discotecas. Los rebeldes parecían multiplicarse. Cuan- do no atacaban cuarteles o puestos policiales, realizaban incursiones au- daces, como la del museo de la Quinta de San Pedro Alejandrino de Santa Marta, donde robaron el bastón de mando del Libertador. En todo caso, era la suerte de los detenidos lo que más preocupa- ba a los dirigentes del Eme. Mientras Turbay continuaba con sus ironías (“el único prisionero político en Colombia soy yo”, dijo en una visita di- plomática a Italia), más de 400 guerrilleros eran sometidos a un cruel ré- gimen en las cárceles. El 27 de febrero de 1980, un comando asaltó y tomó, tras un tiroteo de varias horas, la embajada dominicana en Bogotá, se- cuestrando a una docena de embajadores, entre quienes se hallaba el de Estados Unidos. Se trataba de otra acción que lindaba con la locura. “Es posible que puedan morir todos ustedes y por ello la Dirección permite, por primera vez, que hoy cada uno piense de nuevo si quiere participar”, se había dicho a los 16 rebeldes antes de entrar en acción. El M-19 exigió inicialmente la liberación de todos los compañeros encarcelados. Al cabo de 61 días de negociaciones extenuantes, el comando se contentó con un millón de dólares y poder tomar un avión para Cuba, tras haber alcanza- do el aeropuerto de Bogotá entre dos hileras de gente que les festejaba. Reforzado por los éxitos en las ciudades, el Eme decidió operar en las regiones meridionales donde, mientras tanto, habían despertado las FARC, que entre 1979 y 1983 habían aumentado sus frentes de 9 a 27. En su séptima conferencia, realizada en mayo de 1982, el grupo de Tirofijo decidió adoptar una estrategia más ofensiva, intensificando las embosca- das y los asaltos en las ciudades. El nuevo clima favoreció asimismo la resurrección del ELN. Aunque su estructura militar había quedado diez- mada, el recuerdo de Camilo Torres seguía vivo en la memoria de muchos dirigentes populares y sindicales. En la primera reunión del grupo fue ele- gido secretario otro religioso, el ex sacerdote español Manuel Pérez. Mientras ejército y guerrilla combatían, la progresiva consolida- ción de un nuevo sujeto, la mafia de la droga, contribuyó a complicar más el ya violento escenario colombiano. La marihuana y la coca no habían sido hasta los años sesenta más que plantas sagradas y curativas de los indígenas y campesinos de muchas regiones del país. Posteriormente se produjo la invasión de la costa atlántica por parte de jóvenes estudiantes de los Cuerpos de Paz, destinados a divulgar los valores de la sociedad norteamericana pero que, según el embajador colombiano en Estados Unidos, Víctor Mosquera “enseñaron a los aborígenes los procedimientos

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químicos de la droga”. Entonces se multiplicaron por las riberas del Urabá las plantaciones de marihuana, que era embarcada entre los racimos de banano, con la complicidad de aduaneros y policías. Más tarde fueron tras- ladadas las plantaciones al paraíso natural de la Sierra Nevada de Santa Marta que, con sus 5.770 metros, era la más alta cadena montañosa tro- pical del mundo asomada al mar. Las múltiples ensenadas constituían perfectos embarcaderos naturales, mientras el cercano desierto de La Gua- jira era ideal para equipar pistas clandestinas de pequeños aviones. Du- rante años, la marihuana producida en la Sierra, la “Santa Marta Gold”, pobló el mundo hippie con el eslogan “fume colombiano, fume mejor”. A lo largo de la costa atlántica aparecieron contrabandistas locales y jóvenes norteamericanos que viajaban con maletas Samsonite, repletas de dóla- res, que hicieron historia hasta el punto de que todavía hoy, en algunas regiones de Colombia se dice “pago Samsonite” para indicar dinero con- tante. Bastaba un puñado de dólares para comprar el silencio de las auto- ridades. En los primeros años ochenta, los aeropuertos internacionales de las principales ciudades, desde Barranquilla hasta Santa Marta, padecie- ron extraños apagones justamente cuando partían grandes cargas dirigi- das a Estados Unidos. El tráfico de la marihuana y del contrabando era controlado por unas pocas familias de la costa. La fiesta concluyó cuando un sobrino de Julio César Turbay fue acusado de comerciar con droga. No era la primera mancha del nuevo presidente colombiano. Algunos periódicos habían revelado para esas fe- chas sus lazos con los mafiosos de esmeraldas. El gobierno de Estados Unidos aprovechó la situación para imponer a Turbay la firma de un tra- tado de extradición que permitía encerrar en cárceles norteamericanas a los narcos colombianos, y el compromiso de arrancar las plantaciones de marihuana de la Sierra Nevada. Más de 10.000 soldados invadieron la región, matando o deteniendo a centenares de indígenas y campesinos, mientras la aviación quemaba, a la par que las plantaciones, miles de hec- táreas de reserva natural. A partir de mediados de los años sesenta, los campos de marihuana se desplazaron sobre todo a Estados Unidos y Ja- maica. A lo largo de la costa colombiana quedaron solamente campos y ríos envenenados, junto con la criminalidad, la corrupción y el desempleo generados por el negocio de la droga. Muchos colombianos caían ahora en la cuenta del beneficio que producían aquellas actividades, por ilegales que fueran. En 1981, la revis- ta Newsweek escribía: “En América Latina se está construyendo un mundo sobre las bases de la costumbre a la marihuana, debido a la negligencia y tolerancia de los gobiernos locales”. Los primeros en percibirlo fueron al-

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gunos habitantes de Medellín, llamados “paisas”, educados en el principio de “por la plata lo que sea”. El hecho de que la cocaína acabara en las na- rices de los jóvenes norteamericanos no enternecía, desde luego, a los cientos de miles de pobres campesinos, muchos de ellos fugitivos de la violencia. Así es como empezaron a sobrevivir de la droga, trabajando en los campos y en los laboratorios. Se notaba simpatía y hasta admiración por los mafiosos que empezaban a surgir.

Las fortunas, grandes o pequeñas, siempre tienen un comienzo. La mayoría de los grandes millonarios de Colombia y del mundo han comenzado de la nada. Pero es precisamente esto lo que los convier- te en leyendas, en mitos, en un ejemplo para la gente. El hacer dine- ro en una sociedad capitalista no es un crimen sino una virtud,

dijo Pablo Escobar en una de sus primeras entrevistas (Child y Arango, 1985). Hijo de un mayordomo y de una maestra rural, Escobar se metió a robar y desguazar automóviles apenas acabado el bachillerato. En 1975 la policía colombiana de frontera lo vigilaba ya por narcotraficante. Un año más tarde pasó tres meses en prisión por haber introducido 33 kilos de cocaína en Ecuador. Para salir limpio de pruebas, provocó una impre- sionante estela de sangre y terror, haciendo desaparecer documentos y testigos, eliminando agentes y amenazando a jueces. Don Pablo comenzó a invertir sus ganancias en finca raíz, en terrenos situados en las zonas más fértiles del país y en algunos pequeños aviones, conocidos como de turismo en el resto del mundo pero que en Colombia se les llama “de coca”. Durante un viaje a Estados Unidos se dio cuenta que el paso de la cultura hippie a la yuppie significaría el boom de la cocaína. Era necesario unir las fuerzas para formar un cartel que estuviera en condiciones de responder a una demanda cada vez mayor de droga. Y había que asegurar la materia prima tratando con los narcos de otros países andinos, construir megalaboratorios para refinar, y organizar una red de distribución capaz de llegar a las grandes ciudades norteamericanas y europeas. Los narcodólares empezaron a entrar en Colombia, con la media- ción de los dirigentes sin prejuicios del Banco de la República. Toda la clase política y económica se benefició de una masa monetaria que ya en 1983 representaba la mitad de las transferencias del exterior. Cuando invirtió en la región agrícola del Magdalena Medio, Escobar conoció a Gonzalo Rodríguez Gacha, destinado a convertirse en el otro capo del cartel de Medellín. Don Gonzalo era un hombre ambicioso y violento que, después de haber trabajado como recolector de café, camarero y guardaespaldas de

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un mafioso de la zona, se había marchado durante seis meses a la jungla amazónica del Guaviare, cerca de la pequeña ciudad de Mapiripán, para aprender los secretos del cultivo y la refinación de la coca. Rodríguez Ga- cha se movía con la autoridad de un rey, reclutando a los mejores cocine- ros peruanos en las refinerías y pagando a los camioneros más experimentados en el transporte de pacas de cocaína. Se conducía como un industrial perspicaz. Además de un buen sueldo, aseguraba a sus hom- bres la asistencia sanitaria y el descanso semanal con diversión garantiza- da, ya que los camiones regresaban a la zona llenos de cajas de alcohol y de prostitutas. Lógicamente, puso asimismo en nómina a un grupo cada vez más numeroso de pistoleros y trató de ganarse la protección del ejér- cito y de la guerrilla. Para pasar sus cargamentos de coca bastaba con dis- parar a los militares emplazados en San José del Guaviare “un obús de millones de pesos” como se decía en la jerga. Con el III frente de las FARC, por su parte, don Gonzalo tuvo que firmar un pacto de no beligerancia, basado en el denominado “impuesto al gramaje”, y que consistía en pagar a la guerrilla 80 pesos por cada gramo de cocaína refinada. Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha estaban destinados a unir sus vidas. Ambos eran aficionados al fútbol y se habían convertido en dueños, como muchos sabían, de los dos equipos más fuertes del país, el potentísimo Nacional de Medellín y el Millonarios de Bogotá, donde había jugado años antes el mismo Alfredo di Stefano. Atraído por el escenario político, Escobar había hecho carrera dentro del Partido Liberal liderado por el senador Alberto Santofimio, apodado significativamente Santomafio, logrando ser elegido representante en 1982. El jefe buscaba sobre todo ga- rantizarse la inmunidad parlamentaria. Rodríguez Gacha, nacido en la ciudad de Pacho, Cundinamarca, prefería, por su parte, financiar las cam- pañas del Partido Conservador. Solía participar en los comicios al lado de los grandes capos conservadores, como el ex presidente de la república Misael Pastrana y el enemigo fanático de las “repúblicas independientes guerrilleras”, Álvaro Gómez. La pertenencia a dos partidos diferentes no significaba problema alguno. Tanto don Pablo como don Gonzalo sabían que eran perfectamente intercambiables e igualmente corrompibles. Para conquistar el apoyo popular y convertirse en el “Robin Hood paisa”, Esco- bar financió la construcción de iglesias, casas para necesitados y campos de fútbol para los muchachos de los barrios más pobres. En su periódico Medellín cívico, Escobar afirmaba que compartía con los guerrilleros “el deseo de una Colombia con mayor igualdad social”. Rodríguez Gacha, por el contrario, había empezado ya su guerra personal con los rebeldes.

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Cuando en noviembre de 1981 un comando del M-19 secuestró en el campus de la Universidad de Antioquia a Martha Ochoa, la hermana de tres capos del cartel de Medellín, tanto Escobar como Rodríguez Gacha acudieron en ayuda de sus socios. Los guerrilleros exigieron un rescate de 15 millones de dólares. Hasta entonces los narcos, a quienes molestaban las investigaciones sobre el origen de sus fortunas, habían accedido y pa- gado siempre. En aquella ocasión, sin embargo, los Ochoa se rebelaron con- vocando en su hacienda cercana a Medellín a los jefes de todos los clanes del país, que decidieron financiar un ejército común de matones. Carlos Lehder, un extravagante mafioso filonazi, famoso por ha- ber transformado una isla de las Bahamas en escala de los aviones de la droga dirigidos a Florida, fue el encargado del lanzamiento propagandís- tico de la nueva organización de la muerte, llamada MAS, abreviación de “Muerte a secuestradores”. Lehder, que en 1987 fue vendido por el cartel de Medellín a la Drug Enforcement Agency (DEA) para acabar más tarde como testigo de la acusación contra el dictador panameño Manuel Noriega, hizo las cosas a lo grande. Utilizó un bimotor blanco para lanzar en el estadio de Cali, durante el partido más importante de la liga colombiana, entre el América, equipo local, y el Nacional de Medellín, miles de pasquines que anunciaban el nacimiento del MAS. “La publicidad de siempre”, pensaron los aficionados. Sin embar- go, los pasquines con los bordes negros y una cruz a la derecha informa- ban que 223 personas “de bien” –que en realidad eran mafiosos, contrabandistas, comerciantes de esmeraldas y latifundistas–, habían de- terminado promover una nueva guerra en el país. El mensaje era elocuen- te. “Los secuestradores serán ejecutados en público; serán colgados en lugares públicos o ejecutados por pelotones de fusilamiento”. Los promo- tores del jefe solicitaban la colaboración de los ciudadanos. “Por favor no rompa este comunicado. Péguelo en una parte visible; en su oficina, nego- cio, fábrica o sitios de especial reunión, o páselo a un amigo. Colabore”. Era el 3 de diciembre de 1981, una fecha que significó un giro en la histo- ria de Colombia. Muchos promotores de MAS pretendían solamente protegerse contra los rebeldes. Pero la intención de otros era atacar a los guerrilleros para granjearse la tolerancia del Estado frente a sus negocios. En los días que siguieron a aquel fatídico 3 de diciembre, sobre todo en Medellín y Cali, comenzaron a aparecer cadáveres llenos de plomo en las calles, y de agua a lo largo de las orillas de los ríos, e incluso colgando de las farolas, en pleno centro de la ciudad. Eran supuestos guerrilleros. Todos tenían al

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cuello un cartel que decía “Soy un secuestrador”. El ritual que sucedía después de cada asesinato –noticias rutinarias en la prensa, investigacio- nes carentes de empeño por parte de la policía y condenas formales de al- gunos exponentes políticos pronunciadas ante aquella mortandad– dejaba traslucir cierta simpatía de las autoridades y poderes fácticos ante aque- llos métodos de lucha sin prejuicios contra la delincuencia política. Los guerrilleros utilizaron también un avión para denunciar el nuevo pacto paramilitar. El 27 de enero de 1982, ocho hombres y una mujer del comando Luis Javier Cifuentes, nombre de un dirigente sindical asesi- nado unos días antes, asaltaron un avión de línea con 128 pasajeros a bordo. Tras una negociación llevada a cabo sobre la pista del aeropuerto de Cali, el grupo de asaltantes liberó a todos los pasajeros para tomar luego un pequeño avión que los llevó hasta Cuba. Concluido el secuestro, el M-19 acusó al ejército de dirigir a los matones del MAS con un método “utiliza- do por los militares en muchos otros países de América Latina que les per- mite actuar con libertad, sin que la imagen de las Fuerzas Armadas se deteriore”. A pesar de los reveses sufridos tras el hurto del arsenal del Can- tón Norte, el Eme conservaba todavía un papel protagonista, que le gran- jeaba las simpatías de un pueblo extenuado por la miseria y la represión. La guerra entre los masetos y el Eme se prolongó en emboscadas, homici- dios y delaciones mutuas. Cuando los matones de los mafiosos no podían actuar solos, indicaban a los militares los escondrijos de los guerrilleros o de sus parientes y amigos. Los guerrilleros, por su parte, se vengaban haciendo descubrir cargas de droga. Para frenar la carnicería contra sus militantes, el M-19 liberó a Martha Ochoa el 16 de febrero de 1982. Desde entonces los guerrilleros comprendieron que tenían de frente un nuevo po- der, aguerrido y sanguinario. Y trataron, en lo posible, de no provocarlo más. La experiencia del MAS inspiró a su vez a las jefaturas del ejérci- to, que se veían cada vez más incapaces de contener la rebelión. Las Fuer- zas Armadas habían continuado editando manuales sobre la “guerra de baja intensidad”. En el remitido por el Comando General del Ejército en 1979 a los comandantes de compañía, se recomendaba “llevar a cabo ope- raciones de tipo irregular para localizar, capturar o destruir movimientos subversivos armados”, utilizando grupos de autodefensa. Hacía años que los militares practicaban por su cuenta el terror. En noviembre de 1975 la revista mensual Alternativa, de carácter progresista, había publicado una entrevista significativa en la que el director del DAS afirmaba que “en Colombia no hay comandos militares de derecha. Los elementos capaces de ejecutar estos actos no se encuentran sino dentro de los propios servi-

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cios secretos del Estado. Los integrantes del Binci, por ejemplo, son duchos en esta clase de actividades. Todo esto con la evidente asesoría de la CIA en sus tareas de represión clandestina de los movimientos de izquierda”. El Binci era la sigla del Batallón de Inteligencia y Contra Inteligencia del ejér- cito colombiano, mejor conocido como XX brigada. Al año siguiente fue la misma revista del ejército la que publicó una apología de las operaciones clandestinas en un artículo titulado “El terrorismo como arma psicológi- ca”, en el que se afirmaba que “hay que combatir al terrorista con sus mismas tácticas”. Aunque no se aconsejaba explícitamente en los manua- les la eliminación física de los opositores mediante el homicidio extrajudicial y la desaparición forzada, ésta era practicada ampliamente. Una vez que Turbay tomó posesión del Palacio Nariño, aparecie- ron casi diariamente cadáveres mutilados en los basureros de Bogotá. Al mismo tiempo recibían amenazas de muerte los abogados de los detenidos políticos y los críticos del Estatuto de Seguridad. Aparecían en las paredes escritos a favor de la guerra sucia, firmados por el grupo Alianza Anticomunista Americana, que recordaba a la organización terrorista Argentina del mismo nombre. El PCC acusó a los paramilitares del atenta- do que destruyó su sede en 1978. Sin embargo, se equivocaba. La llamada Triple A no era sino la máscara del Binci, dirigido ahora por el teniente coronel Harold Bedoya (Tras los pasos, 1995). Cuando los investigadores descubrieron que eran militares de rango medio y alto, incluyendo mayo- res y tenientes coroneles, quienes habían ordenado diversos homicidios, se pusieron en marcha los mecanismos de impunidad de la justicia militar y la solidaridad del cuerpo, que llenó de promociones y medallas a los im- putados. Los militares no eran nuevos en la guerra sucia, pero el nivel del enfrentamiento en que se hallaba el país exigía un salto cualitativo. Varios departamentos decidieron colaborar con los matones mafiosos o utiliza- ron la sigla MAS para consumo propio. O inventaron otras. Todo el país se llenó de pronto de cadáveres de hombres de izquierda y de nuevas siglas situadas a la extrema derecha, desde Caquetá al Magdalena Medio. A la Triple A y al MAS se añadieron el Movimiento Democrático contra la Sub- versión, el Movimiento Patriótico de Autodefensa Nacional, la Mano Ne- gra, el Escuadrón del Machete y varios Muerte a los Comunistas, Muerte a los revolucionarios del Noreste, y Muerte a los Revolucionarios y a los Comunistas. Dado que no se castigaba ningún delito, la carnicería se di- fundió por todo Colombia como un deporte popular. Jóvenes fanáticos de las familias “de bien” se unieron a los policías y militares para ejercitarse en el tiro al blanco nocturno contra vagabundos, prostitutas y travestidos,

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reivindicando la “limpieza social” con siglas como Amor por Medellín, Cali Limpia o Bogotá Linda. Mientras crecía el terror institucional, se hundía en la ruina la política de Turbay. No solamente la de guerra sino también la de paz. Su propuesta de amnistía fue acogida solamente por cinco guerrilleros, y tres bombas de mortero que el Eme hizo caer al amanecer del 20 de julio de 1981 en el recinto del palacio presidencial, hiriendo a dos militares de la guardia personal de Turbay. Tras el atentado se endureció todavía más la represión. Fue entonces cuando Gabriel García Márquez abandonó el país por razones políticas. Todos los candidatos a las elecciones presidenciales de 1982 pro- metieron la paz. El más convincente resultó el conservador Belisario Betancur. Las FARC aceptaron una tregua sin condiciones. El M-19 expre- só su disponibilidad al diálogo “en el que se pacte un acuerdo patriótico por la apertura democrática y la justicia social”. Betancur adoptó medidas que parecían casi temerarias. Creó una Comisión de Paz que incluía, in- cluso, a representantes del Partido Comunista y concedió una amnistía que sacó de la cárcel a cientos de guerrilleros, entre ellos, al líder del M-19. El general Fernando Landazábal, nombrado hacía poco ministro de Defensa, protestó públicamente: “Cuando se ha estado a punto de obtener la victo- ria militar definitiva sobre los alzados en armas, la acción de la autoridad política interviene transformando sus derrotas en victorias de gran resonan- cia”.2 Lo mismo opinaban exponentes de las grandes familias del país, que en más de una ocasión afirmaron que no entendían por qué se rebajaba a pactos con una guerrilla que se hallaba muy lejos de la toma del poder. En octubre de 1982, Betancur invitó formalmente a la Procura- duría General, un organismo gubernamental de control de los funciona- rios estatales, a llevar a cabo una investigación sobre el fenómeno paramilitar en Colombia, y sobre el MAS en particular. Un grupo de jue- ces trabajó durante tres meses en las regiones de mayor violencia. En el mes de febrero siguiente, el procurador general Carlos Jiménez Gómez hizo público un documento que acusaba a 163 personas de pertenencia al MAS, entre quienes se contaban 59 oficiales y militares en activo. Jiménez los definió como “oficiales que se desbordan frente a las tentaciones de multi- plicar su capacidad de acción y de aprovechar agentes privados, a quienes empiezan a tomar como guías e informantes, colaboradores y auxiliares en general y terminan utilizando como brazo oculto para que en plan de

2. El Tiempo, 31 de octubre de 1982.

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sicarios hagan oficiosamente lo que oficialmente no pueden hacer”.3 Aun- que utilizando un lenguaje contorsionado, el sentido era clarísimo. La respuesta del Estado fue furibunda pero compacta. El general Landazábal amenazó con un golpe de Estado. Según él, los militares “ante las perspectivas de desdoro de su dignidad, podrían disponer de su ánimo para una contienda de proporciones incalculables e imprevisibles”.4 La cúpula de las Fuerzas Armadas invitó a todos los militares, desde los gene- rales hasta el último de los soldados, a devolver un día de paga para los gastos de defensa de los acusados. Una medida inútil, dado que el caso de los 59 investigados quedó en manos de la justicia militar y se le echó in- mediatamente tierra encima. En los años siguientes, muchos oficiales que figuraban en aquella lista hicieron una carrera vertiginosa. El teniente coronel Álvaro Velandia pasó a dirigir el Binci, mientras que el coronel Ramón Emilio Gil fue enviado a Estados Unidos como adjunto militar de la embajada colombiana de Washington, para ser promovido posterior- mente nada menos que a comandante de las Fuerzas Armadas. Los políticos no fueron menos severos con la Procuraduría Gene- ral. Los dirigentes de los partidos liberal y conservador emitieron un co- municado unitario solidarizándose con las Fuerzas Armadas. Igualmente hicieron las asociaciones de empresarios, industriales y agricultores. En un mensaje a la nación, Betancur aseguró que “las Fuerzas Armadas no utilizan fuerzas paramilitares, ni las necesitan. Su disciplina castrense está lejos de apelar a medios que no se ajusten a la Constitución, de la que son los mejores guardianes”. Ninguna voz se levantó para defender al procu- rador general y sus hombres, que se resignaron a actuar desde aquel mo- mento como funcionarios timoratos de la llamada “procuraduría de opinión”. En febrero de 1983, el Estado colombiano demostró su legitima- ción del paramilitarismo adhiriéndose de hecho a la llamada de las 223 personas “de bien” lanzada sobre el estadio de Cali.

3. El Espectador, 20 febrero de 1983 4. El Tiempo, 20 de abril de 1983.

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n gigante gordinflón, negro, de mirada triste y bondadosa: tal era el Uaspecto del hombre que en 1990 confesó haber matado a más de 200 personas. Alonso de Jesús Baquero decidió hablar después de ser condena- do a 30 años de cárcel por la matanza de doce personas, entre jueces y agentes judiciales, que indagaban delitos cometidos por los paramilitares. El hombre se había sentido abandonado por sus protectores, sobre todo por los generales Carlos Gil, Faruk Yanine Díaz y Salcedo Lora. Éstos le habían hecho saber antes de la sentencia que saldría pronto en libertad si no citaba sus nombres. Los jueces emplearon seis meses para resumir en 61 páginas la narración de Baquero, más conocido como el Negro Vladimir, alumno de los cursos dirigidos por Yair Klein en el Magdalena Medio. “Los militares nos organizaron para que nosotros hiciéramos lo que ellos no podían ha- cer, que era matar gente y cometer masacres” dijo Alonso.1 A propósito de la muerte de 19 comerciantes, sospechosos de vender productos a la gue- rrilla, Alonso refirió: “Hermano, hicimos una carnicería la hijueputa. Los llevamos de la escuela 01, que era una escuela de entrenamiento de patru- lleros de la organización paramilitar donde yo estuve tres meses de ins- tructor, hasta El Palo de Mango y ahí los matamos, los picamos y los echamos al río. Allá hablar de picar la gente es despedazar la persona por

1. Revista Cambio 16, 7 de octubre de 1996.

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las coyunturas, le quitan las manos, la cabeza, los pies, les sacan los intes- tinos y echan el cuerpo aparte. Esto con el objeto de que no aparezca flo- tando”. La confesión del capo paramilitar hizo posible esclarecer varias matanzas de los años ochenta, entre ellas las de las aldeas Honduras y La Negra en la zona bananera de Urabá. Y, naturalmente, la famosa de La Rochela del 18 de enero de 1989.

El mayor Echandía llamó a Henry Pérez diciéndole que él llama- ba porque Tiberio Villarreal, que en ese tiempo era senador, le había dicho que esa comisión judicial había que hacerla desapa- recer… Henry tomó la palabra y expuso los pros y los contras que se presentarían al matar a esa comisión. La comisión entró a investigar la desaparición de los 19 comerciantes y ahí derecho estaban investigando algunos nexos que había entre Rodríguez Gacha y algunos militares de la zona… Al día siguiente los mu- chachos me llaman y me dicen que ya tienen la comisión y yo les digo que los traslade para el caserío de La Rochela que yo necesi- taba hablar con ellos. Hablé con el juez y la jueza y me presenté como el comandante Vladimir, haciéndome pasar por grupo de guerrilla y les dije que yo les iba a ayudar a esclarecer un sinnú- mero de hechos que sucedían ahí… Los íbamos amarrando y los metíamos a los carros de ellos mismos. Cuando los amarrába- mos ellos nos preguntaron que por qué los amarrábamos y no- sotros les contestamos que los íbamos a trasladar de ese lugar y de pronto nos encontrábamos con el ejército y así ellos podían decir que los llevábamos secuestrados. Yo mandé a los funciona- rios con Robinsón y a él le dije que matara uno por uno a los funcionarios; no les niegue proveedor y que después de eso le metiera la granada a los carros… Yo le entregué a Robinsón un tarro de aerosol para que pintara los carros con letreros alusivos a las FARC. Estando en Puerto Berrío me llamó el general Gil Co- lorado y me dijo que por qué habíamos hecho la matanza de los jueces. Yo le comenté las razones y dijo: “no pues si el doctor Ti- berio estaba pidiendo eso, yo voy a tratar de apaciguar los áni- mos ahora”. El general Faruk Yanine Díaz le comentó a Henry Pérez que de todas las vueltas que habíamos hecho la única vuel- ta buena era la de los jueces… Después de la muerte de los fun- cionarios, Rodríguez Gacha le dio en agradecimiento 1500 millones de pesos a Henry Pérez y Pablo Escobar también dio 1500 millones. El Negro Vladimir no fue el único paramilitar arrepentido de aque- lla época. El primero y más famoso fue Diego Viáfara quien, en febrero de 1989, refirió durante cinco días seguidos su experiencia en el ejército

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paramilitar al director de El Espectador, Guillermo Cano, y al director del DAS, general Maza Márquez. Viáfara había sido apresado en 1984, cuan- do militaba en el M-19, por los militares del batallón Bárbula, y entregado a los paras, sometido a cuatro fusilamientos simulados, y finalmente acep- tado como médico en Acdegam. “Si no sirve lo matamos”, le dijo Henry Pérez. Viáfara aclaró muchos misterios de la guerra sucia. Fue el primero que habló de los cursos de instrucción dirigidos por el israelí Yair Klein. También declararon varios militares en servicio o pasados a las filas de los paras, como el mayor Óscar Echandía, que reveló los lazos entre el ejército y los narcos en la región del Magdalena Medio, y el teniente Luis Antonio Meneses, que explicó al detalle cómo el ejército había formado grupos paramilitares en diversas regiones de Colombia (Human, 1996). A los jueces no les faltaban ciertamente pruebas y testimonios sobre la guerra sucia, pero pocos se atrevieron a buscarlas. Carecían ade- más de valor para instruir verdaderos procesos en vez de las farsas orga- nizadas por los tribunales militares, cuya ausencia de pudor llegó a niveles extremos. Un oficial que había ordenado en 1987 el asesinato de una muchacha de 17 años en el departamento de Norte de Santander, hizo de juez instructor en un proceso que lo involucraba como acusado. Obvia- mente, no halló prueba alguna.2 Todos los altos oficiales implicados en las investigaciones fueron premiados posteriormente con ascensos, puntual- mente avalados por el poder legislativo. El general Yanine Díaz, inculpado por Baquero y otros arrepentidos, fue absuelto en 1997 por un tribunal militar, a quien el Consejo Superior de Justicia había asignado asimismo el caso de 19 comerciantes masacrados. Los jueces definieron la matanza como “un acto de servicio”. El entonces comandante de las Fuerzas Arma- das, Harold Bedoya, dijo refiriéndose a Díaz: “Ójala hubiera en Colombia más generales como él”.3 Al gozar del apoyo del Estado, los oficiales se sintieron con derecho a continuar realizando “actos de servicio” del mis- mo tipo. Los magistrados, en general, continuaron usando guantes de seda con los responsables del exterminio de la oposición colombiana. Los pocos que decidieron proceder con rigor y honestidad fueron boicoteados, blo- queados mediante amenazas y, si era necesario, por las balas de los sicarios, acusados luego de trabajar exclusivamente al servicio de los narcos.

2. Segundo informe sobre derechos humanos en Colombia, de la Comisión Intera- mericana de la OEA - Washington. 3. Cambio 16, 2 de diciembre de 1996.

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Los buenos propósitos del presidente Betancur caducaron poco después de su toma de posesión. Los potentados económicos no estaban dispuestos a secundar ninguna reforma social, y los militares, enojados por las propuestas de paz del presidente, amenazaron en más de una oca- sión con rebelarse. Esfumadas las esperanzas de diálogo, la guerrilla retomó con fu- ror la lucha. “Los que han estado a la defensiva son los guerrilleros, espe- rando a que el ejército mate a la gente impunemente. Esta actitud la vamos a suspender. Antes de que el ejército nos busque, nosotros tendremos que buscar al ejército”, dijo el líder guerrillero Jaime Bateman en abril de 1993, pocos días antes de morir en un accidente aéreo, como acaeció en aquellos años a varios exponentes progresistas latinoamericanos, tanto que llegó a escribir García Márquez: “No es fácil creer que tantos desastres sucesivos sean casuales, porque no es tan selectivo el índice de la muerte que hasta las mismas fatalidades tienen sus leyes inexorables” (Torrijos, 1981). El 28 de marzo de 1984, en la localidad de La Uribe, baluarte de su comandancia, las FARC firmaron sorprendentemente una tregua con el gobierno, prometiendo poner fin a los secuestros y proyectando consti- tuirse en un partido político legal en el plazo de un año. Tirofijo expresó el deseo de ser concejal de Marquetalia, de donde había sido expulsado veinte años antes por la Operación Laso. El M-19, por el contrario, multiplicó sus acciones militares en diferentes regiones del sur, ocupando durante algunos días centros urbanos como Florencia y Corinto. “El que no pelea en Colombia no consigue nada”, afirmó su dirigente Álvaro Fayad. En la tarde del 30 de abril de 1984, el ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla, fue muerto en una calle de la zona norte de Bogotá por un joven sicario, casi un niño, en moto, que rompió a llorar delante de las cámaras tras ser detenido. Lara Bonilla fue la primera víctima importante de los narcos. Desde aquel día la cuestión de la droga entró en la guerra civil colombiana. Mes y medio antes de su muerte, un grupo de policías había descubierto en los montes cercanos al río Yarí, en la intendencia de Caquetá, un enorme complejo de refinación de cocaína, llamado Tranquilandia. Cuando los agentes comprobaron la dimensión del labora- torio, inventaron la presencia de guerrilleros en la zona para justificar su solicitud de refuerzos al ejército, que hasta entonces no se había metido en los asuntos del narcotráfico. Unos días más tarde se puso en marcha una serie impresionante de denuncias sobre la alianza entre la mafia y los re- beldes de izquierda. El embajador norteamericano, Lewis Tambs, anunció en el transcurso de una conferencia de prensa en Bogotá el nacimiento de un nuevo peligro para Occidente: la narcoguerrilla.

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La revista Semana fue el único medio que mandó un enviado a la zona, y publicó un artículo con el título: “Narcoguerrilla. ¿Otro embu- chado? Después del Yarí, muchas acusaciones y ninguna prueba sobre la narcoguerrilla”.4 Sin embargo, no era momento para dudas. La instrumentalización del problema de la droga, que iba a caracterizar des- de entonces la política norteamericana, no se puso ya en discusión. Inclu- so fue exportada a otros países. Pasados unos meses desde el descubrimiento de Tranquilandia, fue acusado de narcotráfico el gobierno sandinista de Nicaragua. En las agencias internacionales circuló una fotografía desen- focada que mostraba a dos hombres con sacos en las manos. Se los iden- tificó respectivamente como Pablo Escobar y el secretario personal del ministro de Interior sandinista, Tomás Borge, en el momento de introdu- cir la droga en un avión en el aeropuerto César Sandino de Managua. Mucha fantasía se necesitaba para afirmar algo así, y además creerlo, pero no hubo periódico que mostrara dudas al respecto. Tras el homicidio de Lara Bonilla, el gobierno Betancur declaró el estado de emergencia y adoptó las medidas de excepción exigidas hacía tiem- po por las Fuerzas Armadas. El presidente aseguró que iban a utilizarlas para combatir a los denominados “escuadrones de la muerte”, es decir, las bandas de matones ligadas estrechamente al narcotráfico. En realidad, fueron usadas exclusivamente para atacar a la oposición armada y a la protesta popular en alza. Durante la presidencia de Betancur, el romplecabezas colombia- no se había hecho más complicado que nunca. Una guerra se sobreponía y confundía con la otra. El ejército luchaba únicamente contra la guerrilla y su presumible zona de apoyo. La policía realizaba alguna tímida opera- ción contra la mafia de la droga, de la que seguía embolsándose dinero en la mayor parte de los casos. En noviembre de 1983 fue utilizada por un narcotraficante una compañía entera de soldados para transportar en un avión militar las sofisticadas piezas de un laboratorio de refinación de cocaí- na desde la selva amazónica colombiana a la brasileña, mucho más segura ésta que aquélla. Aunque se demostró que el ministro de Defensa, general Miguel Vega, había dado autorización solamente se les suspendió el servicio por un año a los tres oficiales que habían dirigido el insólito transporte.5 La mafia no se limitó a corromper, sino que estrechó una alianza de funcionamiento con los militares y organismos de seguridad del ejérci-

4. Semana, 20 de marzo de 1984. 5. El Espectador, 1º de agosto de 1985.

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to y de la policía. Además de sus pugnas internas para repartirse el botín del narcotráfico, los carteles actuaban contra los escasos representantes del Estado que les molestaban, y contra juristas y periodistas que se mos- traban partidarios de extraditar narcos a Estados Unidos. Los jueces de la Corte Suprema de Justicia, llamados a decidir sobre la constitucionalidad del tratado de extradición, recibieron una carta amenazadora de los lla- mados “extraditables”, que decía:

Le escribimos para solicitarle su apoyo a nuestra causa. No acep- tamos renuncias, ni años sabáticos, ni enfermedades ficticias… Cualquier posición en contra nuestra será considerada como una aceptación de nuestra declaración de guerra. Desde la cárcel or- denaremos su ejecución y a sangre y plomo eliminaremos a los más queridos miembros de su familia (Duzán, 1992).

En las zonas de cultivo de droga, los jefes del narcotráfico halla- ron la forma de convivir con la guerrilla. Por el contrario, les hacían la guerra más despiadada en los sitios donde habían invertido en factorías y empresas sus fabulosas ganancias. Después de las FARC, también el Eme y el EPL aceptaron en agosto de 1984 un alto el fuego, bajo el lema: “Silen- cio a los fusiles, paso al diálogo nacional”. El entusiasmo no alcanzó a los militares, irritados especialmente por los reportajes televisivos sobre los festejos que siguieron a la proclamación de la tregua, en los que se mos- traban guerrilleros armados mezclados con la gente de los pueblos situa- dos por las cordilleras. El ejército violaba a menudo de forma abierta las órdenes de Betancur y atacaba en las montañas las instalaciones rebeldes y los llamados “campamentos de paz” establecidos en los barrios más po- bres de las ciudades. El 30 de septiembre de 1985, varios guerrilleros fue- ron tomados presos y asesinados luego a quemarropa por un grupo de policías ante la gente, sorprendidos cuando repartían cajas de leche a los habitantes del barrio Las Malvinas de Cali, que era el botín de un asalto al camión de un supermercado. Cuando el M-19 llenó las plazas principales de las ciudades con manifestaciones populares masivas, aprovechando una especie de legali- zación, comenzaron a asustarse incluso las asociaciones de empresarios del país, que expresaron su desacuerdo con el proceso de paz. Los ganade- ros de diferentes regiones anunciaron públicamente su intención de de- fenderse por su cuenta de la guerrilla. Los dos partidos tradicionales se alejaron todavía más del presidente Betancur, sobre todo tras un sondeo realizado en las cinco principales ciudades del país que otorgaba al M-19 el 36% de la intención de voto. Fue bloqueado todo proyecto de reforma.

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La agraria, por ejemplo, fue enterrada en 1985 con el nombramiento en el Ministerio de Agricultura del presidente de la Federación Colombiana de Ganaderos (Fedegan), la organización empresarial más reaccionaria del país. El M-19 jugó entonces una carta desesperada. A las once y media del 6 de noviembre de 1985, 34 guerrilleros guiados por los comandantes Luis Otero y Andrés Almarales asaltaron el Palacio de Justicia, en el marco de la céntrica plaza de Bolívar de Bogotá. En su interior se hallaban más de mil personas, entre ellas quince de los magistrados más importantes de la Corte Suprema de Justicia. Los guerrilleros pretendían hacer un proceso público al gobierno Betancur. Inmediatamente, el Palacio fue rodeado por dos mil soldados de la XIII Brigada. Un tanque blindado abatió el portón principal y comenzó a disparar granadas en el edificio. El presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes, hizo una llamada conmovedora a Betancur, que fue transmitida por la radio. Pero el presidente había declinado ya toda decisión, dejándola en manos de la cúpula militar. A la mañana del día siguiente, los guerrilleros se limitaron a pedir la publicación en los perió- dicos nacionales del texto de los acuerdos de paz firmados un año antes e incumplidos por el Gobierno. Los generales, que habían establecido su cuartel general en el cercano Museo del 20 de Julio (Casa del Florero), exi- gían la rendición incondicional. Incluso se negaron a esperar la llegada de un comando de cabezas de cuero israelíes. Continuaron atacando con gra- nadas y cohetes, hasta provocar el incendio del edificio. Cuando los gue- rrilleros liberaron a un juez con el propósito de proponer una negociación, los militares se limitaron a interrogarlo para recabar información sobre el número, armamento y emplazamiento de los rebeldes. Antes del asalto final, los guerrilleros, atrincherados en el cuarto piso del palacio con los rehenes, decidieron liberar a los heridos y a las mujeres. Entres éstas, y siguiendo las órdenes de Almarales, se camufló la guerrillera Irma Franco. A primeras horas de la tarde, transcurridas 28 horas desde el co- mienzo de la ocupación, el ejército lanzó el asalto final, venciendo la últi- ma resistencia que todavía hallaron dentro del edificio en llamas. La ocupación costó la vida a 43 rehenes, 12 de ellos jueces; 33 guerrilleros, muchos de ellos muertos fríamente al acabar el enfrentamiento; y 11 sol- dados y policías. En las horas siguientes se hizo desaparecer a 13 sobrevi- vientes de la masacre, algunos de los cuales fueron vistos salir entre dos filas de militares. Entre ellos Irma Franco, el administrador y varios ca- mareros de la cafetería del tribunal (Salgado y Rojas, 1986). Cinco días más tarde, el mayor Samudio Molina, futuro ministro de Defensa, declaró durante una conferencia militar en Santiago de Chile: “El asalto al Palacio de Justicia fue un ejemplo para el mundo de cómo se debe actuar”. Los

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familiares de los civiles desaparecidos intentaron más tarde que se hiciera justicia, aunque en vano. Algunos años más tarde, la Procuraduría General de la Nación acusó formalmente al comandante de la XIII brigada, de “haber omitido todas aquellas acciones tendientes a salvaguardar la vida e integridad de los rehenes”, y al jefe del servicio secreto del ejército por la desaparición y muerte de la guerrillera Irma Franco. Bastaron estas disposiciones para desencadenar la misma furibunda reacción habida en 1983 con ocasión del primer documento sobre el MAS. También en esta ocasión se movilizaron las cúpulas militares y los partidos tradicionales. La amarga conclusión del procurador Jiménez Gómez fue que

no rigen en Colombia una sino, dos constituciones: la que ven- den en librerías y farmacias, edición en rústica para uso de la generalidad de los colombianos, y otra vendida sutilmente a pa- sos inaudibles y sigilosamente entronizada en el corazón de la sociedad y del Estado, no se sabe cuándo, ni cómo, ni por quién, de uso privativo de las Fuerzas Armadas (Procuraduría, 1986).

Transcurrida una semana desde el asalto al Palacio, 23.000 per- sonas de la ciudad de Armero perecieron por la erupción del volcán neva- do del Ruiz. Una catástrofe que hubiera podido evitarse si cualquier autoridad se hubiera preocupado de avisar sobre la caída de la masa de barro, que tardó muchas horas en llegar al valle desde la cima del volcán. Hubo quien sospechó que aquella ineptitud no fuera casual sino dirigida a desviar la opinión pública de la tragedia del Palacio de Justicia. También circularon otras sospechas. El subsecretario de Estado para los problemas latinoamericanos de la administración Reagan, Eliot Abrams, sostuvo que el asalto demostraba la existencia de la narcoguerrilla en el continente. “Los objetivos del M-19 eran los magistrados y los archivos que tuvieran que ver con la extradición”. La acusación ofendió a los narcos, que estaban contribuyendo al exterminio de la oposición política y social para legitimarse. Y no era poco el trabajo a realizar en esa dirección ya que, precisamente en aquel perio- do, había comenzado a actuar públicamente la Unión Patriótica (UP), sur- gida a raíz de los acuerdos de La Uribe entre el gobierno Betancur y las FARC. A la UP se habían adherido no solamente los militantes comunistas sino también muchos exponentes liberales y conservadores, que juzgaban provechosa para la democracia colombiana una alternativa legal a los partidos tradicionales. El movimiento consiguió pronto un éxito inespera- do: en las elecciones de 1986 conquistó el 4,5% de los votos, obteniendo 14

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escaños entre senadores y representantes, 343 concejales y miembros de instituciones provinciales, y contribuyendo asimismo a la victoria de dife- rentes formaciones cívicas. El PCC propuso una estrategia sin prejuicios basada en la “combinación de formas de lucha”, refiriéndose a la lucha armada mantenida por las FARC y la político-legal de la UP. Partiendo de ello, los anticomunistas, tanto dentro como fuera del Estado, hallaron mucho más cómodo eliminar a los militantes de la izquierda que a los guerrilleros de las FARC. La UP se convirtió de esa manera en el blanco de la guerra sucia, a pesar del compromiso del gobierno de ofrecer al movimiento “con base en la Constitución y la ley, las garantías indispensables para desarrollar en manera idéntica a los otros grupos políticos su acción de proselitismo”.6 En los primeros cinco años de vida del nuevo movimiento fue asesinado, en promedio, un dirigente o militante por día. El primer senador muerto fue Pedro Nel Jiménez, asesinado por un par de matones dirigidos por un teniente del ejército en Villavicencio. La víctima más conocida de aquel exterminio fue el candidato presidencial Jaime Pardo Leal, magistrado y profesor universitario, que pagó con su vida las denuncias de las activida- des paramilitares del ejército. Fue muerto el 11 de octubre de 1987, cuan- do viajaba con su mujer y dos hijos por la carretera que une la localidad de La Mesa con Bogotá, por un grupo de matones de Rodríguez Gacha que actuaron de acuerdo con los servicios secretos de la brigada que operaba en la zona. Las víctimas de la guerra sucia no obtuvieron sino las habitua- les condolencias en los palacios del poder, mientras El Tiempo describía como “mentiras comunistas” las denuncias del genocidio que estaban perpetrando. Cuando el tecnócrata liberal Virgilio Barco se instaló en el palacio Nariño, después de haber vencido fácilmente en las elecciones de 1986, el exterminio de la UP se encontraba en sus inicios. Barco tenía ante sí dos modelos de gestión del orden público que habían fracasado: el abiertamente represivo de Turbay, y el tímidamente pacificador de Betancur. Tenía que vérselas, además, con un escenario más complicado que el de sus predece- sores tanto auge del paramilitarismo y de la mafia de la droga, y la explo- siva situación social. La mitad de la población vivía realmente en la miseria. En Colombia se estaba verificando una concentración acelerada de la propiedad de la tierra, debida sobre todo a las inversiones de los narcos. Una gran parte de la población, al ser expulsada del campo –donde el 7% de los propietarios era dueña del 83% de las tierras cultivables–, estaba

6. El Espectador, 13 octubre de 2002.

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hacinándose en las ciudades. En éstas, la propiedad se hallaba todavía más concentrada, con el 1% de propietarios que poseía el 70% del suelo urbano. El gobierno Barco se limitó a invertir en gasto social el 17% del producto bruto, mientras se mostraba más puntual que nadie en el pago de los pla- zos de la deuda externa. Los proyectos reformistas de Barco, desde el Plan Nacional de Rehabilitación hasta el Plan contra la Pobreza Absoluta, se demostraron pronto arcas vacías. Los políticos se hallaban menos preocu- pados que nadie por el bienestar de la población. En 1987 un proyecto inocuo de reforma agraria se perdió, encallado en un aula desierta: de los 114 senadores que se encontraban presentes sólo aparecieron 22 en el momento de la votación. Más suerte tuvo la reforma administrativa que hizo posible la votación popular de los alcaldes, hasta ahora nombrados desde el gobierno central. Pero el entusiasmo popular ante la “democracia descentralizada” se frustró pronto ante los recortes financieros realizados desde el gobierno de Bogotá y, sobre todo, por la violenta reacción de los jefes políticos locales, que no estaban dispuestos a perder fuerza ante su clientela. Alcaldes y concejales comenzaron a morir como moscas. Duran- te aquel año fueron asesinados 327. Antes de las elecciones de 1988 fue muerto uno de cada tres candidatos de UP. El terror atacó también a los electores. El 11 de noviembre de 1988, un grupo de matones guiado por Alonso Baquero apareció en las calles de Segovia, una pequeña ciudad del departamento de Antioquia que había votado masivamente por la UP, y se puso a disparar a mansalva, dejando 43 muertos y casi un centenar de heridos sobre el terreno. Una hora antes de la incursión habían sido lla- mados a sus cuarteles tanto militares como policías. Las indagaciones posteriores probaron que la masacre había sido anunciada en el país a tra- vés de un pasquín firmado por el grupo Muerte a los Revolucionarios del Noreste (MNR), e impreso gracias al comandante del batallón Bomboná, que operaba en la zona. La prensa nacional lo atribuyó, por el contrario, a los narcos (Tras los pasos, 1995). Colombia continuaba preocupando a la comunidad internacional. Una delegación de la ONU visitó el país para indagar sobre el número cada vez más elevado de desaparecidos. No se necesitaban profundas investigaciones para enterarse de quién era el res- ponsable: cada vez que se presentaba un proyecto encaminado a introdu- cir en el Código Penal el delito de desaparición forzada, era rechazado porque el Ministerio de Defensa lo estimaba “no conveniente”, y la cúpula de las Fuerzas Armadas lo juzgaba “una limitación de la posibilidad de iniciativa militar”. El informe de Amnistía Internacional de 1988 denunció que “exis- ten pruebas convincentes de que las Fuerzas Armadas de Colombia han adoptado una política del terror con el propósito de intimidar y eliminar a sus oponentes sin recurrir a la ley”.

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Si un militar era declarado culpable de homicidio, el castigo se reducía normalmente a una multa. En octubre de 1988 el diario El Tiempo titulaba “Sí se castiga” un artículo que daba la noticia de la suspensión por un mes impuesta a algunos policías, culpables de haber torturado y matado a un hombre. Unos días más tarde escribió Antonio Caballero en El Espectador:

Lo más grave de todo es que la prensa –por oficialista que sea, por militarista que sea– aplauda esa parodia de justicia como si se tratara de una cosa seria. No puede ser que a un periodista en pleno uso de sus facultades morales y mentales le parezca ade- cuada y ejemplar la pena de un día de suspensión de sueldo por cada patada en los testículos y otro día por un culatazo en las encías, y otro más por cada colgamiento, y todavía otro por cada ahogamiento en excrementos, y así hasta veintinueve, y en total treinta si el torturado acaba de morirse a fuerza de patadas y ahogamientos. No puede ser. Debe tratarse una vez más de un error tipográfico. Da un poco de risa. Da un poco de miedo. Da un poco de asco.7

Las huelgas en las fábricas, las marchas campesinas y las protes- tas cívicas fueron prohibidas sistemáticamente e interceptadas con blin- dados y ametralladoras. La incapacidad del Estado para hacer frente a la crisis social y a la criminalización de toda protesta no podían conseguir sino que aumentaran los grupos guerrilleros. La represión abierta y gene- ralizada, acompañada cada vez más por la selectiva, empujaba a la clan- destinidad a muchos líderes populares. Entre los años 1985 y 1987 la guerrilla empezó a penetrar en la periferia de las grandes ciudades, donde había llegado con las masas de campesinos dispersados. En septiembre de 1987, los grupos guerrilleros fundaron la Coor- dinadora Guerrillera Simón Bolívar. La formación con mayores dificulta- des, sobre todo después de la carnicería del Palacio de Justicia, era el M-19, obstinado todavía en realizar acciones espectaculares, como la interferen- cia televisiva durante el discurso del Papa Wojtila, en su visita pastoral a Colombia, y el bombardeo con morteros de la embajada norteamericana y de Coca-Cola de Bogotá. Los otros movimientos armados se estaban re- forzando sensiblemente. El ELN había multiplicado por cinco sus fuerzas bajo la dirección de Manuel Pérez, que en 1985 lanzó su campaña “Des- pierta, Colombia. Se roban el petróleo”, con atentados contra los oleoduc-

7. El Espectador, 20 de noviembre de 1988.

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tos y efectuando secuestros de dirigentes y técnicos de las multinacionales presentes en el país. Las FARC, por su parte, habían roto la tregua en julio de 1987, pasando a la ofensiva en sus cincuenta frentes. Crecía asimismo EPL, aunque con la dificultad de moverse en las zonas de mayor radicalización, Córdoba y Urabá, teniendo enfrente a los grupos paramilitares que estaban empezando, protegidos por los batallones de contraguerrilla del ejército. El ministro César Gaviria, futuro presidente de la República, ad- mitió en septiembre de 1987 la existencia a lo largo del país de más de 128 grupos de “justicia privada”, que definió como “respuesta errónea a la presión de la guerrilla”. El análisis hecho desde la izquierda era muy di- ferente. “No hay duda alguna de que existe una organización paramilitar de carácter nacional. Aunque sean los mafiosos de la droga quienes finan- cian la oleada criminal, no puede ocultarse el alto grado de complicidad de sectores enteros de las Fuerzas Armadas, y no solamente de algún oficial aislado”, fue el juicio que expresó José Antequera, el joven secretario de la UP, unos días antes de ser asesinado por ráfagas de ametralladora en el aeropuerto de Bogotá, convirtiéndose en la víctima número 721 de su or- ganización. La guerra sucia diezmaba asimismo a los demás movimientos legales de la izquierda, como el grupo A Luchar, formado por simpatizan- tes del ELN, y las directivas sindicales de diversos sectores, como braceros, maestros, magistrados, empleados públicos y trabajadores petroleros. Después de una impresionante serie de matanzas en las zonas rurales, el presidente Barco afirmó solemnemente en el Congreso: “La mayoría de sus víctimas no son guerrilleros. Son hombres, mujeres e incluso niños que no han tomado las armas contra las instituciones. Son colombianos pací- ficos”.8 Estaban de acuerdo con él los mismos políticos, convencidos de que los diferentes grupos de justicieros privados estaban exagerando, y que se hallaban ya al servicio de los narcos. Pero de ahí a combatirlos había un gran trecho. Dado que los militares no parecían tener intención alguna de atacar a sus valiosos cómplices, Barco recurrió al DAS. Sus agentes descubrieron en poco tiempo campos de instrucción de los paras y fosas comunes con docenas de cadáveres, y apresaron e hicieron confesar a muchos paramilitares. Sus testimonios demostraron que los episodios de la guerra sucia no eran la práctica de algunas “ovejas negras” ni “ruedas locas”, sino

8. El Tiempo, 20 de abril de 1989.

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que pertenecían a la actividad normal de los grupos operativos del ejérci- to. Frente a esa realidad, sin embargo, prevaleció la “razón de Estado”. La atención de los servicios secretos se centró en la pieza menos defendible del complejo paramilitar, es decir, los narcos. Éstos replicaron a su mane- ra. El 30 de mayo de 1989, el director del DAS, general Maza Márquez, escapó milagrosamente de un coche bomba que explotó en la carrera Sép- tima, en el centro de Bogotá, al paso del automóvil blindado que lo llevaba al trabajo. Seis transeúntes murieron y cincuenta resultaron heridos. La mafia se había convertido en un pilar de la economía colom- biana, una vez introducida profundamente en el corazón del Estado, y contaba en su nómina con generales, políticos, gobernantes y magistra- dos. En 1989 el narcotráfico suponía el 5% del Producto Interno Bruto, y mantenía directa o indirectamente a una quinta parte de los colombianos. Solamente el sector más politizado y ambicioso de los narcos se enfrenta- ba al Estado, es decir, el cartel de Medellín de Pablo Escobar y Rodríguez Gacha. El cartel de Cali, de los hermanos Rodríguez Orejuela, era mucho más prudente y discreto: prefería corromper antes que matar. En abril de 1989, Barco promovió la constitución de un “bloque de búsqueda” contra los “escuadrones de la muerte”, bandas de sicarios o “grupos de autodefensa”. Solamente después de una polémica con las or- ganizaciones proderechos humanos, accedió el presidente a denominarlos paramilitares, añadiendo que no deseaba enredarse en cuestiones semánticas. La Corte Suprema de Justicia, por su parte, revocó la Ley 48, fundamento legal del paramilitarismo, que facultaba a las Fuerzas Arma- das para distribuir armas a los civiles. Los paras reaccionaron indignados. En una carta abierta publicada por varios periódicos, un presunto coman- dante de varios grupos de la costa atlántica declaró que “el gobierno no puede estar en contra de los grupos de autodefensa porque él fue su crea- dor… El gobierno tiene que explicar por qué nos creo, por qué nos ha apo- yado, por qué continúa apoyándonos”.9 Sus temores eran infundados, en todo caso. La nueva guerra se dirigía solamente contra los jefes de Medellín, que se habían vuelto demasiado poderosos e incómodos para la elite polí- tica y, sobre todo, habían sido declarados de pronto por Estados Unidos como enemigo principal. Una vez reducido el peligro comunista tras la caída de los regí- menes del Este europeo, Estados Unidos había descubierto un nuevo Belial en los narcos. Según un sondeo realizado en 1988 por la CBS y el New York

9. La Prensa, 14 de octubre de 1989.

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Times, el 63% de los norteamericanos consideraba más peligrosa la droga que el comunismo. El alcalde de Nueva York, Edward Kock, llegó a propo- ner que se bombardeara Medellín, mientras que para el “zar” antidroga, William Bennet, no sería inmoral decapitar a los narcos. El secretario de Defensa, Richard Cheney, declaró que “el Pentágono considera la repre- sión del narcotráfico una prioridad y un objetivo de seguridad nacional”. El presidente George Bush, que se encontraba ultimando los últimos deta- lles de la invasión de Panamá, exigió a Barco que combatiera en serio la mafia de la droga. Sin embargo, cuando se pasó de las palabras a los he- chos se enarboló una vez más el fantasma del comunismo como punto de máximo temor, y las ayudas militares, que habían aumentado en 900% respecto a las de hacía cuatro años, fueron utilizadas casi en su totalidad para comprar aviones y helicópteros de combate. El ejército se vio asimismo envuelto en la llamada “guerra a la droga”. Durante algunos meses la guerrilla pareció sentarse en sus mon- tañas asistiendo al espectáculo de ver enfrentarse a sus enemigos. Todos los grupos se adhirieron al alto el fuego. Quien lo llevó al extremo fue el M-19, reducido a un millar de combatientes, con una dirección inconsis- tente. El Eme parecía dispuesto a “una paz a cualquier precio”. Finalmente tuvo que contentarse con la promesa de una constitución que sustituyera a la que estaba en vigor hacia más de un siglo. Una parte de la izquierda acusó a sus jefes de haberse vendido por “casas, coches, becas y algún puesto en la burocracia”. Cuando los narcos comprendieron que el Estado iba en serio, pi- dieron un trato semejante al concedido al Eme. Propusieron pagar la deu- da externa del país que ascendía a 14.000 millones de dólares. Los ofrecimientos de Escobar y sus socios fueron desatendidos a causa del veto impuesto por Washington. Los narcos se sintieron traicionados y reaccio- naron como fieras heridas. En 1989 se convirtieron en los principales pro- tagonistas de la violencia en Colombia. Atacaron principalmente a los jueces, sus enemigos directos dentro del Estado. De los 4.500 magistrados que actuaban en el país, 1.600 fueron amenazados de muerte. Hicieron explo- tar bombas, por ejemplo en un avión de línea con 107 personas a bordo, y otras que provocaron 80 muertos ante la sede de DAS en Bogotá. También se les atribuyeron algunos homicidios de gran resonancia, aunque se mantienen grandes dudas, todavía hoy, sobre algunos de ellos. El 18 de agosto de 1989 fue tiroteado el líder liberal Luis Carlos Galán cuando durante una concentración en la periferia de Bogotá. El can- didato presidencial que más se había distinguido en la lucha contra la co- rrupción, estaba dirigiéndose a miles de personas, protegido por una fuerte

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escolta, que lo dejó de pronto extrañamente solo en el momento del aten- tado (Castillo,1996). En los años siguientes, Santiago Medina (1997), te- sorero del Partido Liberal, reveló que Galán había sido rematado con un tiro en el estómago disparado por uno de los guardias, en el automóvil que lo transportaba al hospital. El homicidio más famoso realizado en Colombia tuvo, en realidad, todos los ingredientes de un complot. Dos semanas antes, por ejemplo, fue cambiada su escolta sin causa aparente, confiándola a un desconocido sargento de los servicios secretos, que des- apareció el día del atentado. En vez de buscar a los culpables y aclarar los numerosos puntos oscuros del asunto, la policía y el DAS orquestaron con pruebas falsas y testigos comprados una “pista árabe” increíble que con- ducía a Escobar, y que tardó 42 meses en diluirse, al verse obligados los jueces a poner en libertad a una docena de inocentes. En todo caso nadie puso en duda la responsabilidad del cartel de Medellín. Se abrió la caza contra Pablo Escobar y Gonzalo Rodríguez Gacha. En tres meses fueron detenidas 11.000 personas, ocupadas mili- tarmente Medellín, el Magdalena Medio y la región de Urabá. Impro- visadamente se pasó de la tolerancia desvergonzada frente a los narcos a la aplicación de los métodos de la guerra sucia, utilizados hasta ese mo- mento únicamente contra la izquierda. Tras el atentado contra la sede del DAS comenzaron a aparecer en un vertedero de Bogotá, llamado El Bota- dero de Doña Juana, cadáveres de hombres y mujeres con terribles signos de tortura y que llevaban al cuello carteles en que aparecía escrito “Por hijueputa” o “Por asesino”, firmado por las Urracas, un grupo desconoci- do hasta entonces. Los periódicos aseguraban con toda ligereza que aque- llos cuerpos correspondían a los responsables de los atentados realizados durante aquellos días. Era el visto bueno a la justicia privada. La mafia replicó con nuevos atentados. Escobar se refugió en su reino de Medellín, protegido por un cordón de sicarios dispuestos a inmo- larse por él. Rodríguez Gacha escapó a la costa atlántica en compañía de su hijo Freddy y de un pequeño grupo de fieles. Sin embargo, había entre ellos un espía, Jorge Enrique Velásquez, llamado el Navegante, que traba- jaba hacía años para los de Cali. Fue él quien ofreció sobre una bandeja de plata la cabeza del jefe. El 15 de diciembre de 1969 El Mexicano se mató cebando una granada apoyada en la cabeza después de haber sido herido por disparos de metralleta desde un helicóptero de la policía, en la zona entre Tolú y Coveñas. Fragmentos de cerebro del inventor del narcomilita- rismo quedaron adheridos al tronco de un pino.

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Será presidente quien llegue vivo a las elecciones” parecía una frase in- “geniosa surgida ante el impacto emocional del asesinato del candidato liberal Luis Carlos Galán. Pero se convirtió en realidad. El 21 de marzo de 1990 fue muerto en la sala de espera del aeropuerto de Bogotá Bernardo Jaramillo, el candidato de Unión Patriótica. Junto a él se encontraban 13 escoltas y su mujer, con quien proyectaba pasar el fin de semana en la costa del Caribe. Antes de ser alcanzado por los disparos de los escoltas, el matón, un muchacho menudo de 15 años, se puso a gritar y a bailar, como si estuviera celebrando un gol. A raíz de la muerte de Galán, Jaramillo había manifestado: “Es- cobar va a ser el chivo expiatorio de todas las porquerías que se han hecho durante estos años”. Fue un buen oráculo. También su muerte fue atribui- da a don Pablo, que se mostró ofendido y escribió una carta con su huella dactilar afirmando que “el gobierno encuentra un culpable para justificar ante el pueblo los asesinatos cometidos por sus sicarios oficiales”. Sólo tres días antes, Jaramillo había sido acusado por el ministro Carlos Lemos Simmonds de dirigir un movimiento de “testaferros políticos de la guerri- lla”. El presidente de la UP le replicó: “Me acaba de colgar la lápida”. En el año 2000, Lemos Simmonds reconocerá públicamente las prácticas crimi- nales del poder contra la oposición política.

“En Colombia se ha hecho de todo para silenciar a los adversarios políticos… con la censura, la intimidación, el bloqueo económi-

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co, la conspiración del silencio, la acusación temeraria, la calum- nia, el exilio, el descrédito, el secuestro y, cada día con más horri- ble frecuencia, el atentado personal”.1

Cuando mataron a Jaramillo, Colombia, y Bogotá en particular, se hallaban en estado de sitio, con militares y policías por todas partes. Uno de los lugares más controlados era el aeropuerto. Resultaba imposi- ble entrar sin ser registrado minuciosamente. Sin embargo aquel día fue introducida sin problemas la metralleta que hizo de Jaramillo la víctima 1557 de la UP. Ése fue uno de los misterios del atentado, del que nada quisieron saber los jueces que interrogaron al joven sicario, una vez recu- perado de los disparos recibidos. Para cerrar definitivamente la cuestión, uno de ellos le concedió al año y medio del atentado un permiso para visi- tar a su familia en Medellín, y allí fue muerto a puñaladas, mientras pa- seaba con su padre. Lo mismo se repitió un mes más tarde, el 26 de abril, cuando Carlos Pizarro, el candidato del ya desmovilizado M-19, fue muerto en un avión de línea que realizaba el vuelo entre Bogotá y Barranquilla. En el tiroteo, que tuvo lugar a los pocos minutos del despegue, pereció el joven sicario, muerto inexplicablemente, por un agente del DAS, después de haberse ren- dido. A pesar de encontrarse ya a 6.000 metros de altura, el Boeing consi- guió aterrizar minutos más tarde en Bogotá, pero no había nada que hacer por Pizarro. También en ese caso los representantes del Estado, en vez de explicar, por ejemplo, cómo había podido ser introducida un arma en el avión donde viajaba uno de los hombres más amenazados del país, echa- ron la culpa a Escobar, quien de nuevo negó, asqueado, añadiendo que había “tenido siempre las mejores relaciones con los compañeros del M-19”. Por otra parte, no había razón alguna para que Escobar deseara la muerte de Jaramillo, ni de Pizarro, los únicos exponentes políticos que, por motivos diferentes a los suyos, eran contrarios a la ley de extradición, una medida contra la que se habían posicionado, según un sondeo reali- zado por los periódicos US Today y El Tiempo, el 80% de los colombianos. Por el contrario tenían razones, y muchas, tanto la derecha civil como la militar. Al no caer en los defectos típicos de la izquierda, el sectarismo y la marginalidad, ambos líderes significaban una verdadera amenaza para el sistema político tradicional. Además eran jóvenes, simpáticos y llenos de carisma. Quien más opciones tenía era Pizarro, hijo de un ex comandante de las Fuerzas Armadas, luchador magistral y, según cierto rotativo, el

1. El Tiempo, 18 de agosto de 2000.

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colombiano vivo más apuesto, una mezcla de Che Guevara y Omar Sharif. A su llegada a Bogotá para firmar el acuerdo desmovilizador del Eme, había sido acogido como un triunfador. Fue recibido por el mismo ex presidente Julio César Turbay, quien doce años antes había inaugurado la época de “terrorismo de Estado” de Colombia. Jaramillo y Pizarro habrían unido seguramente sus fuerzas en la segunda vuelta electoral, con muchas posi- bilidades de vencer a los candidatos del partido liberal y conservador. Pero debían haber llegado vivos a la votación. Mientras el Estado limitaba sus acusaciones a Escobar, muchos periódicos indicaban también como posible ordenante de los asesinatos a Fidel Castaño, conocido como Rambo, y aliado paramilitar del jefe. “Se- gún las autoridades, el cartel de Medellín tiene dos brazos armados: el urbano, que es el sicariato de la capital antioqueña, y el rural, que son los paramilitares… el cartel es sólo uno y, hasta donde se sabe, Escobar lo manda de verdad y Castaño es un lugarteniente”, escribía la revista Sema- na, mientras un oficial norteamericano afirmaba en el Washington Post que Fidel es “quien impone la ley para el cártel. Él aporta el músculo”. Según demostró en junio de 2002 la Fiscalía (organismo judicial destinado a in- dagar las violaciones del Código Penal), fueron efectivamente los Castaño, Fidel y su hermano Carlos, quienes ordenaron la muerte de Pizarro. Pero no por cuenta de Escobar, de quien se habían distanciado hacía tiempo los paramilitares. Cuando el gobierno Barco declaró la guerra al cartel de Medellín, los paras fueron pillados por sorpresa. Congelaron sus acciones durante un tiempo. En diciembre de 1989, al morir Rodríguez Gacha, el mayor anticomunista de todos, decidieron abandonar a los narcos de Medellín. Primero lo hicieron los del Magdalena Medio, que se habían puesto en evidencia durante años con manifestaciones públicas y con la creación del grupo de extrema derecha Movimiento de Renovación Nacional (Morena). “Escobar empezó a secuestrar amigos nuestros, ganaderos de la región” explicó en una entrevista a Semana el capo paramilitar Henry Pérez. En realidad, los paras habían empezado a trabajar no sólo para el ejército sino también para aquellos sectores estatales contra quienes habían combatido hasta entonces. Entre éstos se hallaban el DAS y el “bloque de búsqueda”, éste último creado por el presidente Barco al comienzo de 1989, oficial- mente para combatir el fenómeno paramilitar y, de hecho, dedicados úni- camente a dar caza a Escobar. Era su forma de ganarse la impunidad. Pero aquella decisión de colaborar con el Estado no les salvó la vida. En 1991 fueron eliminados

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casi todos los líderes paramilitares de Magdalena Medio, incluidos los Pérez. El baño de sangre fue atribuido, y esta vez con razón, a Escobar. Algunos de ellos tenían varias cuentas pendientes con él. Pero también murieron militares o ex militares que eran depositarios de innumerables secretos de la guerra sucia de las Fuerzas Armadas. En Bogotá mataron al coronel Luis Bohórquez, implicado en la conexión israelí de Klein. No le fue mejor al ex teniente Luis Antonio Meneses quien, tras su detención en 1989, afirmó que los decretos del presidente Barco habían introducido un solo cambio en las relaciones entre los paras y los militares: “Hasta comienzos de 1989, los contactos se hacían con el Estado Mayor del ejército y actualmente se utilizan intermediarios…” (Tras los pasos, 1995). Recuperada la libertad, intentó repudiar su pasado, promoviendo la desmovilización de centena- res de miembros de las autodefensas. En enero de 1992, una semana antes de que su cadáver apareciera cortado en trozos y quemado, Meneses había pedido ayuda a exponentes del desmovilizado M-19 para poder exiliarse a Cuba con su familia (Corporación, 2002). En Córdoba y Urabá, los protagonistas de la guerra sucia seguían en plena amistad y concordia, pues todavía eran fuertes sus enemigos comunes: la guerrilla comunista, la izquierda política y, en particular, el movimiento sindical de las plantaciones de banano. En aquella zona des- tacaba ya como líder del movimiento paramilitar un latifundista paisa Fidel Castaño, enriquecido gracias al tráfico de esmeraldas y de droga. El origen de su feroz anticomunismo se remontaba a 1981, cuando los guerrilleros del IV frente de las FARC secuestraron a su padre. Entonces los hermanos Castaño comenzaron a formar grupos de autodefensa, regularizados por la Ley 48. Sus hombres, llamados inicialmente tangueros, nombre deriva- do de una de las mayores haciendas de los Castaño, actuaban en coordina- ción con los batallones de la contraguerrilla. Mientras los militares luchaban contra la guerrilla, los tangueros eliminaban a sus presuntos colaborado- res. Era suficiente una sospecha, un comentario, para que hallaran la muerte sindicalistas, maestros, estudiantes y, sobre todo, jornaleros y cam- pesinos. Un militar testificó que en su hacienda Las Tangas solamente entraban los comandantes, saliendo luego de ella “con cajas de licores, ci- garrillos, enlatados y refrescos para servirles a los soldados un banquete en las puertas de la hacienda”. El mismo Escobar reveló que la policía de la zona solía utilizar una frecuencia especial de radio para advertir a los hom- bres de Castaño sobre eventuales pesquisas en sus fincas. Aunque se había convertido en uno de los hombres más buscados del país, Fidel Castaño

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acudía normalmente a las fiestas sociales de Montería, capital del depar- tamento de Córdoba, y entraba y salía tranquilamente de Colombia para dirigirse sobre todo a sus lujosas residencias de Tel Aviv y París.2 Su maniobra más inteligente fue apoyar la campaña electoral de los ex guerrilleros del EPL, que decidieron en marzo de 1991 seguir el ejem- plo de M-19, entregando las armas y fundando el movimiento Esperanza, Paz y Libertad. Su líder, Bernardo Gutiérrez, fue elegido senador y recom- pensado a continuación con un cargo de funcionario en la FAO, mientras buena parte de los rebeldes entraron en las filas de los paramilitares o de los organismos de seguridad, y comenzaron a librar una lucha encarniza- da con los guerrilleros del EPL que no se habían rendido, y sobre todo con- tra los frentes de las FARC que operaban en la zona. Castaño se ganó, además, fama de benefactor cuando promovió la Fundación para la Paz de Córdoba (Funpazcor) nacida, según sus estatutos, con el propósito de fa- cilitar “la igualdad social por medio de donaciones en tierra y asistencia técnica gratuita”. Mientras Castaño aumentaba su poder, Pablo Escobar trataba de escapar de la caza cada día más violenta que el Estado había desencadenado contra él, refugiándose en los barrios miserables de Medellín, donde había crecido y donde miles de jóvenes delincuentes estaban dispues- tos a sacrificar su vida por él. Sintiéndose seguido de cerca, Escobar decla- ró su guerra personal, prometiendo una recompensa de 4.000 dólares por cada policía ajusticiado, y de 8.000 dólares por los miembros del Bloque de Búsqueda. En Medellín fueron muertos 250 en 1990. La policía respon- dió de manera igualmente sanguinaria. En su libro Mi guerra en Medellín, el coronel Augusto Bahamón, vicecomandante de la IV brigada del ejérci- to, escribió: La reacción por la muerte de los dos policías fueron las matanzas colectivas. En Medellín se volvió común el caso de vehículos sin placas que llegaban a los barrios reconocidos como guarida de sicarios, y de ellos bajaban hombres armados, vestidos de civil, disparando armas automáticas y lanzando granadas contra las personas que se encontraban en establecimientos públicos, en las esquinas o en las canchas deportivas. En unos pocos minutos, diez o veinte cadáveres rodaban por el suelo… Las matanzas se con- virtieron en un hecho tan común que la opinión pública se volvió insensible y los sucesos dejaron de ser noticia” (Bacon, 1992: 107).

2. La historia de los Castaño está basada, en parte, en el libro de Mauricio Aranguren (2001).

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Uno de los episodios más significativos sucedió el 27 de julio, cuando una patrulla de soldados sorprendió a un grupo de encapuchados a punto de fusilar a quince niños en un campo de fútbol. Después de cru- zarse varios disparos, se descubrió que eran agentes de la Dijin, uno de los servicios secretos de la policía colombiana. Aunque llegó a dominio públi- co, el caso fue encubierto inmediatamente. Sólo algún ciudadano tuvo la valentía de protestar. En la sección de cartas de El Tiempo del 7 de septiem- bre de 1992, un lector escribía:

¡Cobardes! Sí señor, somos unos cobardes. Aquí en Medellín se sabe (y nadie lo denuncia) que algunos miembros de la policía son responsables de masacres ocurridas en esquinas y tabernas de nuestra ciudad… Entonces ¿con qué bases pide la policía que toda una comunidad le sea solidaria ante la muerte alevosa de sus hombres? En aquella época se contabilizaron en Medellín hasta 6.000 ho- micidios al año, con una tasa de mortalidad (354 asesinatos por cada 100.000 habitantes) que un experto en estadística criminal indicó que superaba la de soldados norteamericanos durante la Segunda Guerra mundial.3 “Hay una organización que sale de noche a esos barrios pobres y fumiga, inmisericordemente, a todos los muchachos”, afirmó Escobar en una de sus denuncias públicas a Amnistía Internacional. Aunque resul- taba paradójico a todos que don Pablo se hubiera convertido en paladín de los derechos humanos, sus llamadas hacían mella en la población, víctima de las absurdas matanzas de los agentes estatales. En una carta remitida a varios diputados de Medellín, escribió: “En una sociedad, los delincuentes y los criminales pueden ser delincuentes y criminales, pero los policías no pueden serlo porque ellos representan el bien, la honestidad y la moral”. Sus proclamas se acercaban cada vez más a las emitidas por los guerrille- ros. Hablaban de miseria, desempleo, carencia de servicios sociales y, lógi- camente, del imperialismo, dado que su mayor pesadilla continuaba siendo una celda en Estados Unidos. Sin embargo, sus métodos continuaban siendo crueles. Para vengar las matanzas de los “muchachos de los barrios po- bres”, sus jovencísimos sicarios realizaron terribles masacres frente a las discotecas de la zona bien de Medellín. Solo contra todos, Escobar se metió en un callejón sin salida. Mientras unas miradas se dirigían a la caza que le daban sus enemigos, cada vez más numerosos, la vida colombiana giraba entorno a la nueva

3. El Colombiano, 23 de mayo de 2001.

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carta constitucional. Las elecciones de la Asamblea Constituyente del 9 de diciembre de 1990 marcaron un éxito clamoroso del M-19, que conquistó 18 de los 80 escaños posibles, confirmando la tendencia de los colombia- nos a premiar, al margen de sus méritos, cualquier novedad que se les propusiera. Los principales protagonistas de la situación nacional trata- ron de condicionar las decisiones de dicha Asamblea. Escobar impuso con amenazas y corrupción, “la no extradición de los ciudadanos colombia- nos”. Las Fuerzas Armadas hicieron más. En el mismo día –9 de diciembre de 1990– en que el país elegía la Asamblea Constituyente, los militares bombardearon en las selvas de la Cordillera Oriental, cerca del pueblo de La Uribe, Casa Verde, sede reconocida de la comandancia de las FARC. El asalto, acompañado de gran publicidad y titulares a toda página, recordó la Operación Laso de 1964 por su fracaso sustancial, dado que los guerri- lleros fueron capaces de resistir y retirarse ordenadamente, sin sufrir pér- didas significativas. En todo caso, los generales habían querido expresar a su modo el desacuerdo con la política de paz proclamada por el presidente César Gaviria. Durante los meses siguientes, los militares consiguieron que la nueva Constitución, muy avanzada en ciertos temas, reconociera todos sus privilegios, garantizados incluso por algunos baldones jurídicos como la célebre “obediencia debida”, según la cual un agente estatal podía justi- ficar cualquier conducta delictiva declarando haber actuado por órdenes superiores. El futuro ministro de Defensa, Fernando Botero, hijo del fa- moso pintor, afirmó que dicho principio era un “pilar de la disciplina mi- litar” (America’s, 1992:247). No solamente se alinearon con las Fuerzas Armadas la mayor parte de los congresistas de los dos partidos tradicio- nales, sino también los exponentes del M-19, ansiosos de asegurarse, ade- más de la supervivencia personal, la bonanza política obtenida tras 20 años de guerrilla. La nueva carta constitucional, aprobada en julio de 1991, que semejaba un paquete medio vacío pero muy bien confeccionado, exigía, en todo caso, un Estado igualmente moderno y, sobre todo, presentable hacia el exterior. Los primeros movimientos del presidente Gaviria fueron esperanzadores. Después de 40 años de monopolio militar ininterrumpi- do, fue nombrado un civil, Rafael Pardo, como ministro de Defensa. Una vez más, sin embargo, las esperanzas de un giro democrático del Estado no obtuvieron respuesta. En mayo de 1991 levantó ampollas la dura acu- sación pronunciada ante la Asamblea Constituyente por el secretario de Amnistía Internacional, Jan Martin, sobre la represión de la oposición y el apoyo de las Fuerzas Armadas a los grupos paramilitares. Todas las fuer-

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zas políticas se mostraron escandalizadas ante sus afirmaciones, definién- dolas como “unilaterales, exageradas, inaceptables y absurdas”. Solamen- te disintió la única representante de la Unión Patriótica que había sobrevivido, Aida Abella, y que se vio obligada a refugiarse en Suiza, des- pués de sufrir un atentado con bazuca en Bogotá. La Iglesia también com- partía las preocupaciones de Amnistía Internacional. El futuro cardenal, Darío Castrillón, denunció que algunos generales colombianos solían aplicar “la pena de muerte por medio de ejecuciones extrajudiciales”.4 La distancia más abismal entre la retórica y la realidad se evidenció precisamente en la cuestión de los derechos humanos. Gaviria instituyó, por ejemplo, una especie de Fiscalía con la intención de controlar el respeto a los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas. Todo pareció liso y llano mien- tras el responsable nombrado al efecto se limitó a recitar un informe in- ofensivo. Pero cuando se tomó en serio su misión, estalló el conflicto de siempre entre las filas del Estado, resuelto una vez más a favor de la “línea dura”. En 1995, el procurador delegado de derechos humanos, Hernando Valencia, fue obligado a refugiarse en España, después de las amenazas recibidas por haber ordenado las destituciones del general Álvaro Velandia, culpable de haber hecho matar y desaparecer a una joven guerrillera del M-19. Valencia fue definido como “un prófugo de la justicia” por el co- mandante de las Fuerzas Armadas, general Harold Bedoya, ante el silencio embarazoso del gobierno y del presidente de la República. Una vez entra en vigor la nueva constitución, los dos principales enemigos del Estado, Escobar y la guerrilla, eligieron caminos opuestos. Conjurado el peligro de acabar en una cárcel norteamericana, el jefe deci- dió entregarse, aprovechando la mediación de un famoso y pintoresco sacerdote. Las FARC y el ELN, por el contrario, lanzaron una ofensiva por todo el país, negándose a recorrer la vía de pacificación abierta por el Eme. Se entreveía la inutilidad de los reinsertados para el pueblo. De hecho, éste le castigó en la primera contienda electoral otorgándole un pobre 3% de los votos, que distaba mucho del 22,5% logrado en las elecciones para la Asamblea Constituyente. La administración Gaviria, llamada “gobierno kinder” por la ju- ventud de sus ministros, proclamó en octubre de 1992 la “guerra inte- gral” a la guerrilla, reactivando el paramilitarismo. El ministro Héctor Riveros afirmó que no debían “tenerle miedo a la palabra ‘autodefensa’”. El presidente de los ganaderos sostuvo que “no se alcanzará jamás la paz

4. El Espectador, 1º de septiembre de 1993.

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mientras se oponga a la fuerza bruta la simple fuerza del derecho”. En la clausura del congreso de Fedegan, en noviembre de 1992, el ministro de Defensa, Rafael Pardo, anunció que “las fuerzas militares y la Policía Na- cional recibirán instrucciones claras a nivel regional y local para que en- tren en contacto con los gremios y grupos de ganaderos con el fin de establecer planes y acciones conjuntas dirigidas a combatir la subversión y la delincuencia”.5 No parecía la misma persona que, tres años antes, había declarado que “los grupos paramilitares representan la mayor amenaza para la estabilidad institucional del país”. El escritor Plinio Apuleyo Mendoza, posteriormente embajador colombiano en Lisboa, escribió en el periódico El Tiempo que las “autodefensas” son “un arma vital en la lucha antisubversiva… ojos y oídos de las Fuerzas Armadas cumplieron una labor muy eficaz en el Magdalena Medio, en Córdoba y Urabá”. Es decir, en las re- giones donde se había efectuado el exterminio más cruel de la oposición.6 Hacía un año, en realidad, que las Fuerzas Armadas habían reci- bido la Normativa 200-05/91, un manual de reorganización de los servi- cios de seguridad inspirado en el modelo paramilitar experimentado en la región del Magdalena Medio, que preveía la organización a lo largo del territorio nacional de 30 unidades destinadas al ejército, 7 a la aviación y 4 a la Marina. En el manual se indicaba que cada unidad debía estar diri- gida por “un oficial en activo con gran conocimiento del área”, ayudado por un civil, con “fachada, historia ficticia”, y compuesta como máximo por “50 agentes secretos” civiles, autorizados a contratar informantes ad hoc. La normativa recomendaba de forma especial el secreto de la estruc- tura jerárquica de la unidad, y prohibía el uso de cualquier orden o con- trato escrito. Investigando la actividad de la Unidad Especial de Barrancabermeja, los activistas norteamericanos de Human Rights Watch llegarán a la conclusión de que ésta “asumió como su objetivo la elimina- ción no sólo de cualquier sospechoso de apoyar la guerrilla, sino también de miembros de la oposición política, periodistas, sindicalistas y trabaja- dores de los derechos humanos, especialmente si estaban investigando o criticando sus tácticas de terror”. Las gravísimas acusaciones estaban ba- sadas en los testimonios de los pocos familiares de las víctimas que habían tenido el valor de hablar, pero sobre todo en las declaraciones de algunos agentes arrepentidos, que acabarían pagando un alto precio por ello. El sargento de Marina, Saulo Segura, se convirtió en “objetivo militar” por haberse negado a ejecutar las órdenes de eliminar a cuatro hombres que

5. El Tiempo, 6 de noviembre de 1992. 6. “Lecturas dominicales”, El Tiempo, 7 de noviembre de 1992.

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trabajaban en una cooperativa de pescadores, dadas por el comandante de los servicios secretos de la Marina de Barrancabermeja, teniente coronel Rodrigo Quiñones. “Yo le respondí que en mis investigaciones había logra- do establecer que los que mandaban a tumbar no eran guerrilleros, ni colaboradores de los mismos, ni narcotraficantes, ni traficantes de armas, al contrario eran personas muy queridas en la región”, reveló a los jueces. Unos días más tarde Segura fue herido por algunos sicarios, uno de los cuales admitió que la orden “de desvincularlo de la empresa” había parti- do del teniente coronel Quiñones. Segura se refugió en Panamá una vez que sanó, donde fue abordado por la policía colombiana, con la propuesta de retractarse de su declaración, garantizándole una condena irrisoria por sus actividades ilegales desarrolladas en la Unidad Especial. En vísperas de Navidad de 1994, después de haber transcurrido 16 meses en la cárcel, Segura fue asesinado a disparos de pistola en el pabellón de máxima segu- ridad de la cárcel Modelo de Bogotá. Su homicidio, como el de cientos de víctimas de las llamadas “unidades especiales”, quedó impune (Human, 1996). El teniente coronel Quiñones, a pesar de hallarse implicado en 57 homicidios de sindicalistas, activistas de los derechos humanos y dirigen- tes sociales, fue absuelto por un tribunal militar y ascendido posterior- mente a coronel y más tarde a general. En julio de 2001, Quiñones, convertido en comandante de la I Brigada de la Marina, fue acusado junto con otros siete oficiales de la contraguerrilla, de haber favorecido la ma- tanza de 27 personas a manos de los paras en Chengue, en el departamen- to de Sucre. Quiñones fue obligado a dimitir de su cargo de consejero militar en la Embajada colombiana en Israel a raíz de la acusación de un tribunal estadounidense de complicidad con varios capos del cartel de Cali. A comienzos de los noventa, el paramilitarismo se reforzó por deci- sión expresa del Estado colombiano, o al menos del sector dominante que gi- raba en torno al poder militar. También Estados Unidos hizo lo suyo. De hecho, fue una comisión de expertos de la CIA, requerida por el Estado Mayor de las Fuerzas Armadas colombianas, la que planificó en 1990 le reestructuración de los organismos de seguridad y sugirió la alternativa paramilitar. Por otra parte, la CIA privatizó asimismo en aquella época la guerra contra Esco- bar, retomada con fuerza después de su sonada entrega en junio de 1991. Escobar había continuado mofándose del gobierno desde la pri- sión. En primer lugar eligió el lugar de su retención: un edificio llamado La Catedral, construido en Envigado, el municipio donde tenía su residen- cia, en la periferia de Medellín, sobre terrenos de su propiedad, tanto que el Estado pagaba a un testaferro suyo 250 dólares de alquiler al mes. Tam- bién eligió sus 14 compañeros de celda entre los lugartenientes de mayor

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confianza, y asimismo a los guardias de la cárcel, que le permitían recibir todo tipo de visitas. En los dos primeros meses de prisión, el jefe se encon- tró con más de 300 personas, entre quienes había conocidos futbolistas, famosas actrices de televisión y hasta cerca de 40 sospechosos, buscados por homicidio y narcotráfico. Circulaban a diario noticias sobre festines, y fotografías de las celdas con las comodidades de un hotel de cinco estre- llas.7 Pero, al mismo tiempo, crecieron las amenazas contra don Pablo desde el variopinto tropel de sus enemigos. Incluso los aviones de la DEA empe- zaron a volar sobre La Catedral, cada vez a menor altura. Cuando Escobar descubrió que los mafiosos de Cali habían comprado varias bombas aé- reas MK-82 al ejército de El Salvador, sintió pánico y decidió fugarse. Las pruebas de que el jefe había mandado secuestrar y matar a los hermanos Galeano y otros socios de Medellín, acusándolos de traicio- narlo, impulsaron al gobierno a cambiarlo de prisión. El 21 de julio de 1992, la presidencia de la República informó en un comunicado enigmático, que el ejército estaba a punto de asumir “el control y la vigilancia interna y externa de la cárcel”. Era admitir abiertamente que hasta entonces el Esta- do no había tenido el control del lugar de detención. Pero en Bogotá no habían calculado el poder de Escobar. Para escapar junto con sus hombres bastó con que don Pablo distribuyera a una docena de militares una bolsa llena de pesos y unas raciones de pasta. Gaviria, ridiculizado a nivel inter- nacional, desencadenó la caza del evadido. El gobierno de Washington, que ya no estaba entretenido en la guerra de Irak, impuso la línea dura. No solamente se quería detener o matar al jefe, sino también impedir una eventual segunda rendición, que hubiera podido minar todavía más la credibilidad del Estado colombiano. Viendo que las operaciones normales de policía se demostraban impotentes frente a la eficacia del aparato de seguridad de Escobar, se de- cidió jugar la carta terrorista, creando un grupo paralelo clandestino, los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), que colaboró con el nuevo Bloque de Búsqueda, creado por Gaviria al día siguiente de la fuga de La Catedral. En pocos meses fueron muertas 300 personas entre abogados y familia- res, amigos y socios del jefe y de sus hombres. Muchas de las víctimas fueron halladas horriblemente torturadas y con un cartel colgado al cue- llo en el que estaba escrito “Muerto por haber ayudado al infanticida Pa- blo Escobar”. También fueron atacadas muchas de sus propiedades inmobiliarias y sus haberes más simbólicos, como la colección de automó- viles de los años treinta, y su caballo preferido, que fue robado y castrado.

7. El Tiempo, 2 de agosto de 1991.

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En los meses siguientes de 1993 explotaron en Bogotá y Medellín coches bomba que produjeron 120 víctimas. Éstas fueron atribuidas a Escobar, aunque favorecían evidentemente a quienes se oponían a las ne- gociaciones entre el jefe y el Estado. “Aunque pueda sonar increíble, en Colombia está corriendo sangre y están explotando bombas por un hom- bre cuya única meta es volver a la cárcel”, escribía Semana.8 Era realmente increíble que Pablo Escobar, definido por un empresario y ex ministro co- lombiano “un hombre de calibre intelectual desconcertante: entiende todo al vuelo y cada pregunta suya va al meollo del asunto” (Gómez, 1991), se hubiera vuelto repentinamente tan loco que creyera poder conquistar con el terror una celda más confortable, el derecho a más llamadas por teléfo- no semanales o el permiso para jugar al fútbol con los otros presos. Ninguno aventuró la hipótesis de que aquellas bombas fueran colocadas por sus ene- migos. Solamente Antonio Caballero se atrevió a recordar que “los únicos a quienes sirve de algo el terrorismo anónimo es a los dueños de la seguridad”.9 Tanto los Pepes como los paramilitares actuaban sin trabas en las zonas más militarizadas del país, a menudo cerca de los mismos cuarteles y comisarías. Cada uno de sus atentados era condenado formalmente por las autoridades y apoyado veladamente por la prensa. “La gente de Esco- bar ya no sólo causa daños sino que los recibe”, escribió, por ejemplo, Se- mana. Cuando los Pepes comenzaron a matar un promedio de cinco personas al día, los periódicos señalaron como responsable a Fidel Casta- ño. Algunos afirmaron que la terrible banda de justicieros estaba com- puesta por disidentes del cartel de Medellín, por los mafiosos de Cali y por algunos miembros de la policía. Ninguno imaginaba, sin embargo, que los servicios secretos norteamericanos pudieran encontrarse también en- tre quienes ayudaban a los Pepes. En diciembre de 2000, el periódico Philadelphia Inquirer publicó los resultados de una investigación de dos años, que demostró que dicha “extraña alianza” había comenzado en 1989, cuando el presidente George Bush autorizó un plan de actividades secre- tas, llamado Heavy Shadow, para capturar a los capos del cartel de Medellín. Tras la fuga de Escobar, los servicios norteamericanos intensificaron sus relaciones con los oficiales del Bloque de Búsqueda, a pesar de que el direc- tor de la DEA en Bogotá, Bill Wagner, supiera que éstos actuaban de forma coordinada con los Pepes.10 En febrero de 1993, el agente de la DEA, Javier

8. Semana, 26 de enero de 1993. 9. Semana, 9 de marzo de 1993. 10. Las revelaciones del Philadelphia Inquirer aparecieron en El Espectador y El Tiempo del 27 y 28 abril de 2001.

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Peña, reveló que diversas redadas del Bloque de Búsqueda habían sido di- rigidas personalmente por el mismo Fidel Castaño. Después de 16 meses de cacería, a primeras horas de la tarde del 2 de diciembre de 1993, Pablo Escobar fue identificado y muerto junto con su guardia personal, el Limón, en una casa del barrio La América de Medellín. El equipo de un avión espía norteamericano había identificado poco antes la conversación telefónica entre don Pablo y sus familiares, que le felicitaban al cumplir 44 años. “Huele a gladiolo,” era la frase codificada que Escobar utilizaba para designar a sus futuras víctimas. Y entre gladiolos fue sepultado, junto a su fiel Limón, en el cementerio Jardines Monte Sa- cro, en la periferia de Medellín, en medio de una muchedumbre desbor- dante que desafió la vigilancia para saludar por última vez a su ídolo. A pesar de los diversos mandatos de captura por homicidio y estragos que pesaban sobre ellos, los hermanos Castaño fueron bien recompensados por su contribución a la caza de Escobar. Fidel continuó disfrutando tranqui- lamente de libertad. El hermano menor, Carlos, consiguió a finales de 1993, según Time, la visa de entrada en Estados Unidos, donde pudo visitar Disneyland, como había soñado siempre.11

11. El Colombiano, 22 de noviembre de 2000.

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Estoy dispuesta a acostarme con alguno de los capos con tal de lograr “información que a ustedes les sirva”, susurró la fascinante mujer que le habían presentado como posible recurso para capturar a los capos del cartel de Cali. El coronel Carlos Alfonso Velásquez no sospechaba que era precisamente a él a quien María de la Vega deseaba llevarse a la cama. Tras la muerte de Pablo Escobar, la Casa Blanca había impuesto al gobierno de Bogotá la lucha contra los nuevos señores del narcotráfico mundial, quie- nes a su vez confiaban haber ganado el reconocimiento del Estado suramericano por el papel desempeñado en la caza a don Pablo. Al mando del enésimo Bloque de Búsqueda colombiano había sido designado precisamente Velásquez. Después de unos meses persiguiendo a los hermanos Rodríguez Orejuela y sus socios, el coronel capituló ante la ardiente rubia. Solamente se dio cuenta de la trampa en que había caído cuando, unos días después de la primera noche de amor en un motel de la periferia de Cali, descubrió el contenido de un videocasete, dejado miste- riosamente sobre el escritorio. Viéndose desnudo en los brazos de la hermosa María, sintió que se le venía el mundo encima. Aunque consciente del escán- dalo que iba a estallar, Velásquez decidió no aceptar el chantaje mafioso y confesó todo a sus superiores. El ministro de Defensa y el comandante del ejército le renovaron su confianza, y obtuvo además el perdón de su mujer, que fue definida por la prensa rosa como “la Hillary Clinton colombiana”.1

1. “La historia del coronel Velásquez”, Semana, 16 de agosto de 1994; El Espectador,

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A pesar de que había cedido a las primeras de cambio a las lison- jas de la sensual caleña, Velásquez había demostrado ser, en cualquier caso, un hombre honesto. E intentó serlo también cuando fue asignado a la XVII brigada establecida en la violenta región de Urabá, como ayudante del general Rito Alejo del Río. Velásquez, que había recibido hasta entonces una docena de reconocimientos y medallas por su actividad contrague- rrillera, se dio cuenta de que en la zona bananera militares y paramilitares actuaban como un solo cuerpo. En vez de tomar parte en el baño de san- gre en curso, el coronel denunció a los superiores que el general Del Río coordinaba las operaciones de sus soldados con los paras. Esta vez, sin embargo, los encontró mucho menos comprensivos. El Estado Mayor del ejército le descubrió “problemas mentales” y forzó su dimisión por “oficial peligroso, desleal con la institución”, acusándolo de haber cultivado una “gran amistad con personas e instituciones que se han declarado abierta- mente enemigas del ejército”, o sea, sindicalistas, activistas de los dere- chos humanos y sobrevivientes de la Unión Patriótica. También fue acusado el coronel de mantener relaciones con la alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuartas, señalada por Del Río como colaboradora de los rebeldes. La Cuar- tas había caído en desgracia ante el ejército desde que había revelado que los paras habían decapitado a un muchachito de 12 años delante de sus compañeros de escuela, y no los guerrilleros de las FARC, como había de- nunciado la prensa nacional e internacional. A pesar de que posteriormente, en abril de 2001, el general Del Río fue arrestado bajo la acusación de haber pagado a testigos falsos para calumniar a las organizaciones de los derechos humanos y de haber for- mado grupos de paramilitares, en los aparatos del Estado prevaleció una vez más la “línea dura” en su enfrentamiento con el coronel Velásquez. Era el primer oficial de alta graduación que osaba denunciar la convivencia con los paramilitares, y se le obligó a presentar su dimisión del ejército. Cuando en 1994 fue elegido presidente Ernesto Samper, conside- rado un liberal progresista, muchos imaginaron ilusionados que Colom- bia había enfilado la senda de la democracia. En su discurso de investidura, Samper declaró solemnemente que “ningún Estado puede exigir respeto a sus ciudadanos si sus propios agentes obran de manera arbitraria atrope- llando los derechos de los individuos”. A pesar del comienzo prometedor, no faltaron los escépticos. En una carta pública dirigida a Samper, Jaime Córdoba Triviño, defensor del pueblo, figura institucional creada por la nueva constitución, escribió: “Hay un dramático y notable contraste en-

11 de agosto de 1994, y Cambio 16, 13 de enero de 1997.

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pajaro-bk.p65 114 23/04/2005, 10:20 115 LA LEY DE LA MOTOSIERRA

tre la consagración nominal de los derechos fundamentales e inalienables de todo ser humano –generosamente enunciados y reconocidos (por la Constitución)– y la crítica situación padecida por ellos en la práctica”.2 Dos días después de la toma de posesión de Samper, tres sicarios mataron a Manuel Cepeda, el único senador de la UP, en un barrio del sur de Bogotá después de haber detenido el automóvil en el que viajaba con su escolta. Desde hacía varios meses Cepeda estaba denunciando un plan de exterminio institucional de la izquierda legal, llamado “Golpe de gracia”. Inmediatamente después de su homicidio, y antes de ser acusado, el ejérci- to negó su participación hasta el punto de hacer pensar que “hasta los militares sospechan de sí mismos”. El homicidio número 2444 de la Unión Patriótica fue atribuido por los periódicos a los paramilitares, si bien unos años más tarde fueron condenados como ejecutores de aquel crimen dos sargentos en activo. Después del asesinato de Cepeda, Semana escribió

Esta resurrección del paramilitarismo era previsible en cierto modo... Los latifundistas, los ganaderos, los campesinos, los po- licías y miembros del ejército viendo que el gobierno responde a la guerrilla con generosas ofertas, y advirtiendo poca claridad en la política pierde, como es normal, la confianza en las institucio- nes y deciden tomarse la justicia por sí mismos.3 Conmocionado por la muerte de Cepeda, Samper prometió tomar- se en serio la guerra contra los paras. “Perseguiremos a los paramilitares hasta el infierno”. Su ministro del Interior, Horacio Serpa, se comprome- tió a poner en funcionamiento la Comisión Antisicarial olvidada sobre el papel desde 1989. “Militares versus Paramilitares: ¿la próxima batalla?”, titulaban los periódicos. Mientras los generales prometían combatir de la misma forma a “todos los violentos”, los soldados comprometidos en los batallones de contraguerrilla admitían, con mucha mayor sinceridad, que contra los paras “no les podíamos hacer nada porque nos ayudan a frenar a las FARC”. El mayor de un grupo establecido en la región del Putumayo declaró a un enviado del Miami Herald: “Si yo tengo un arma, ¿no piensas que voy a usarla contra la guerrilla que me está disparando antes que contra un tipo que está asimismo disparando contra la guerrilla?”. Fidel Castaño, en una carta abierta dirigida al gobierno y publicada por El Tiempo en noviembre de 1994, escribió: “No será sencillo mandar a las Fuerzas Armadas a que hagan la guerra contra las autodefensas antes que a nues-

2. Su defensor, septiembre de 1994. 3. Semana, 16 de agosto de 1994.

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pajaro-bk.p65 115 23/04/2005, 10:20 116 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

tro poderoso enemigo común”. Las promesas de Ernesto Samper queda- ron en papel mojado a pesar de haber sufrido personalmente los efectos de la guerra sucia. Cinco años antes, en el mes de marzo, había Estado du- rante una semana entre la vida y la muerte por cruzarse en la trayectoria de los disparos que eliminaron, en el aeropuerto El Dorado de Bogotá, al joven dirigente comunista José Antequera. Samper tenía todavía en el cuerpo cuatro de las once balas que le habían alcanzado en aquella oca- sión. Quienes habían apostado sobre su mano firme frente a los parami- litares, tuvieron que cambiar de idea. Ernesto Samper fue, en todo caso, un presidente criticado en el Palacio Nariño hasta que se descubrió que su campaña electoral había sido financiada con seis millones de dólares del cartel de Cali. “Si ha entrado dinero de procedencia ilícita, ha sido a mis espaldas”, se defendió Samper. Para no ser destituido y evitar la cárcel, como había sucedido a su minis- tro de Defensa Fernando Botero, Samper intentó congraciarse con el go- bierno de Washington convirtiéndose en paladín de la más insensata “guerra a la droga”. Con la promesa de arrancar en dos años los cultivos de coca, Samper decidió atacar las regiones cocaleras del sur, donde el Estado se hallaba representado casi exclusivamente por establecimientos militares, aislados o sin poder alejarse de sus guarniciones, y donde el verdadero poder estaba representado por las FARC, que administraban justicia, reclutaban jóvenes para su ejército y, sobre todo, regulaban todo tipo de comercio, comenzando por el de la droga. Cuando los aviones comenzaron a arrojar toneladas de veneno sobre los campos, se desencadenó una verdadera re- vuelta. En año de 1996, 300.000 campesinos ocuparon las mayores ciu- dades del sur del país, exigiendo al gobierno que cesara las fumigaciones aéreas o que pusiera en marcha una política seria de cultivos alternativos. Además, el glifosato se regaba indiscriminadamente, destruyendo también otros cultivos, contaminando los ríos y constituyendo una seria amenaza para la salud de los niños y del ganado. Las autoridades civiles y la Iglesia apoyaron la protesta. “Es una guerra estúpida. Es como tratar de matar una serpiente comenzando a golpearla por la cola y no por la cabeza”, dijo el obispo de Florencia, en el departamento de Caquetá. El Estado colombiano respondió a los campesinos con el esquema de siempre. Primero los ignoró. Después los acusó de ser manipulados por la narcoguerrilla. Y finalmente los reprimió. Hubo 18 muertos, cientos de heridos y varios desaparecidos entre los manifestantes. Después de nego- ciaciones extenuantes, se llegó a la firma de un acuerdo que prometía en- fáticamente “un desarrollo que liberara a los campesinos de la tenebrosa economía de la cocaína”. Pero se trataba de simple literatura. Las escasas

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partidas presupuestarias acabaron en los bolsillos de los políticos locales, liberales y conservadores. Disueltas las manifestaciones, se volvió a las fumigaciones y, sobre todo, se llevó a cabo la venganza más vil. Al año escaso de finalizar las protestas fueron asesinados o desaparecidos 23 de los 27 delegados campesinos.4 Su líder principal fue muerto el 7 de marzo de 1997 en la oficina central de la Unión Sindical Agraria, en pleno centro de Bogotá. El gobierno central continuó aplicando de ese modo la estrate- gia utilizada desde 1781 por la administración española contra el movi- miento campesino e indígena anticolonial de los Comuneros. También entonces tenía lugar la persecución de los jefes de la revuelta una vez que se firmaban acuerdos, convertidos luego en papel mojado. El principal di- rigente, José Antonio Galán, fue detenido, ahorcado y descuartizado de- lante de la muchedumbre que le seguía. Samper no logró, en todo caso, librarse del fantasma de la droga, que pareció jugar a ridiculizarlo el 20 de septiembre de 1996, cuando se descubrieron cuatro kilos de cocaína en el avión presidencial que estaba a punto de despegar hacia Nueva York, donde estaba prevista una Asamblea General de las Naciones Unidas. Al apearse en Estados Unidos, Samper tuvo un golpe de ingenio: “He llegado con algún kilo de menos”. La evidente debilidad del gobierno legal reforzaba al gobierno ilegal, cuya punta de lanza era el paramilitarismo. Había muchos factores que contribuían a ello. El desmantelamiento del cartel de Medellín, con sus componentes re- partidos por cárceles y cementerios, y el del cartel de Cali, conseguido de forma menos ruidosa, habían dejado sin trabajo a miles de jóvenes sicarios, dispuestos a enrolarse en el nuevo ejército de los paras. En los miserables barracones de Medellín algunos grupos formaron los Comandos Armados del Pueblo (CAP) y las Milicias Populares, ligados a la guerrilla, mientras que la mayor parte de las bandas pasaron a trabajar para los hermanos Castaño. La más famosa, la de La Terraza, que tomó el nombre de una conocida heladería de la comuna nororiental, ante la que habían realizado una matanza los policías, se hizo responsable de algunos de los homici- dios más sonados de la última década. La desaparición de los carteles originó una notable reestructura- ción del narcotráfico. Los mafiosos colombianos comprendieron que era arriesgado crear megaestructuras, con un imponente aparato militar, pues acababan llamando la atención de las autoridades. Los hermanos Castaño se presentaron como interlocutores capaces de satisfacer cualquier exigencia de seguridad, evitando confusiones de papeles e interferencias dañinas,

4. El Tiempo, 8 de marzo de 1987.

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pajaro-bk.p65 117 23/04/2005, 10:20 118 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

como había sucedido con el narcoparamilitarismo de los años ochenta. Solamente debería haber un ejército, el de ellos. El modelo a aplicar seguía siendo el de Puerto Boyacá, donde a la vuelta de unos años, el MAS había realizado una especie de pax romana, alejando a los grupos de guerrille- ros, eliminando todo tipo de organización popular, arrancando la tierra a los pequeños campesinos y concentrándola en manos de los empresarios agrícolas ligados a la exportación. La llamada “modernización” del Mag- dalena Medio, ayudada por la ampliación de la electrificación y el mejora- miento de la red de carreteras, produjo miles de desempleados. A muchos de ellos se les propuso enrolarse en el ejército o en las milicias paramilitares. Los paras se demostraron verdaderos “capitalistas de la inseguridad”. Ade- más de acaparar terrenos como “botín de guerra”, compraron otros a pocos miles de pesos por hectárea, para venderlos más tarde, un vez concluida la “pacificación”, a un precio mucho más alto.5 Los Castaño acometieron, también, actuaciones más arriesgadas. Después de haber participado en la caza de Escobar junto a los narcos de Cali, se distanciaron de ellos. Cuando José Santacruz, tercer hombre del cartel tras los hermanos Rodríguez Orejuela, se escapó de la supercárcel La Picota de Bogotá, Castaño ideó la forma de poner remedio a la enésima humillación del Estado. Apenas fue descubierto su cadáver frente a un lujoso hotel de Medellín, el jefe de la Policía, Rosso José Serrano, atribuyó la muerte a sus propios hombres, demostrando manejar “un operativo limpio, rápi- do y certero”. Tuvo que desdecirse precipitadamente ya que fueron descu- biertas las huellas de salvajes torturas en el cuerpo del jefe, y el cuerpo descuartizado de su chofer (Castillo, 1996). Castaño prestaba servicios fúnebres sobre todo al ejército, aportando los hombres para las tramas estatales más oscuras e imprevisibles. El 5 de noviembre de 1995 fue muerto en Bogotá el líder conservador Álvaro Gómez. El delito fue inicialmente adjudicado a la guerrilla, pues Gómez había sido su despiadado enemigo desde los tiempos de la Operación Laso. Las investigaciones sucesivas develaron que los asesinos de Gómez habían sido militares de permiso, coordinados por Castaño.6 La misma formación asesina eliminaría tres años más tarde al general y ex ministro de Defensa, Fernando Landazábal, otro símbolo de la derecha militar. Los paras, en todo caso, continuaron desarrollando prioritaria- mente su misión de eliminar a los civiles que Castaño llamaba “guerrille-

5. La definición de “capitalistas de la inseguridad” es tratada por Fernando Cubides (1999). 6. El Tiempo, 9 de junio de 2000.

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pajaro-bk.p65 118 23/04/2005, 10:20 119 LA LEY DE LA MOTOSIERRA

ros desarmados”. A mitad de los años noventa, su campo de acción se li- mitaba todavía a los territorios de Córdoba y de Urabá, donde habían te- nido lugar más de la mitad de las matanzas del país. Los colombianos parecían haberse acostumbrado a ello. Cada tanto despertaban ampollas algunos testimonios de los noticieros sobre el matadero humano en que estaba convertida la región bananera. “Hace tres días no teníamos ningún entierro en este lugar y estábamos muy contentos de la tranquilidad”, dijo un sacerdote de la diócesis de Apartadó, después de una de las matanzas más terribles de campesinos.7 La alcaldesa de la ciudad, Gloria Cuartas, contó que a menudo los matones no daban el golpe de gracia a sus vícti- mas para que murieran desangrándose lentamente. “Usted va por la calle, ve un herido y convoca a la población para que done sangre y la gente no lo hace. Le dicen: no done sangre que lo matan, no recoja al herido que lo matan”.8 En las zonas rurales podía suceder que los sicarios impidieran a los familiares de las víctimas enterrar los cadáveres, dejándolos de pasto a los buitres. Muchos líderes políticos o sindicales fueron perseguidos y eli- minados por sicarios incluso en las ciudades donde se habían refugiado. Cuando no conseguían matarlos, se resarcían con la mujer o sus hijos. La típica acción guerrillera era la emboscada a la patrulla militar. A veces los rebeldes de las FARC organizaban retenes móviles que localiza- ban a los soldados que se hallaban de permiso, y los fusilaban allí mismo. Era raro, por el contrario, que se demostrase su implicación en masacres. Desde luego, era difícil entender a veces quiénes podían ser los responsa- bles del baño de sangre. En agosto de 1995 los militares de la contraguerrilla se vistieron de paras antes de eliminar a 18 campesinos en una taberna de Chigorodó.9 La población aterrorizada puso en marcha un toque de queda que empezaba con la puesta del sol. Los alcaldes llegaron a prohibir en toda la región cualquier tipo de música después de las 10 de la noche. Exas- perados, acabaron solicitando permiso para poder abrir un diálogo regio- nal con los grupos armados. El gobierno Samper se opuso enfáticamente “para no llevar la anarquía a la zona”. En las elecciones de 1997, la UP decidió no presentarse en Urabá, donde hacía años se había convertido en el partido mayoritario. Le faltaban garantías de seguridad y sobre todo candidatos dispuestos a dejarse matar. La Operación Retorno, lanzada por Gaviria seis años antes, podía darse por concluida.

7. El Universal, 20 de agosto de 1995. 8. El Espectador, 14 de agosto de 1995. 9. El Espectador, 17 de agosto de 1995.

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Desde que el presidente Samper había declarado la costa pacífica colombiana como “tierra de progreso”, los paras comenzaron a realizar incursiones cada vez más frecuentes en el vecino Chocó, ignorado hasta entonces por el gobierno y hasta por los grupos armados. En un docu- mento de la diócesis de Quibdó, de marzo de 1997, se leía: “La guerra que padece hoy el Chocó no es casual, diríamos en su lugar que es causal. Cuando se ven todos los intereses nacionales e internacionales que se cier- nen y proyectan sobre el Chocó, se entiende cómo por esos mismos intere- ses se viene asesinando y desplazando a los pobladores; se entiende y comprende cómo cuando empiezan a concentrarse las miradas económi- cas sobre el Chocó se va incrementando el cordón paramilitar”. Eran sobre todo empresas multinacionales las que deseaban explotar una tierra única en el mundo por su biodiversidad, riquísima en materiales preciosos y, además, adecuada para realizar megaproyectos de infraestructura, como por ejemplo el canal interoceánico sobre el río Atrato, destinado a susti- tuir al ya obsoleto de Panamá. Los paras allanaban el camino a todo “plan de desarrollo”, haciendo pagar a sus habitantes, la mayoría indígenas y negros, la riqueza de su tierra.10 El objetivo de Castaño era transformar la región en un enorme prado, dado que, según decía, “detrás de cada árbol hay un guerrillero”. En su congreso de finales de 1994, realizado en una hacienda de Córdoba, los hombres de Castaño abandonaron el nombre de tangueros, que resul- taba ya incómodo, para llamarse Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), presentándose todavía como “campesinos forzados a ar- marse para defenderse de los abusos de la guerrilla”. Organizados en gru- pos de combate, espionaje y apoyo político, decidieron pasar a la ofensiva en zonas cada vez más amplias del territorio nacional. En todas partes actuaban en coordinación con los batallones del ejército. Éstos operaban unas veces como retaguardia, preparados para entrar en acción en caso de producirse ataques guerrilleros, y otras les precedían, amenazando a la gente con la llegada de los “mochacabezas”. En una entrevista a El Colombiano, Castaño afirmó que hay “civi- les colaboradores por obligación, a quienes cuando se puede se les exige no colaborar más, colaboradores voluntarios a los cuales se les da quince días para abandonar la región y de no acatar la orden se los considera objetivo militar, y por fin guerrilleros camuflados considerados objetivo militar”.11

10. Alternativa, julio de 1997. 11. Cinep, Cien días, enero, 1997.

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Las ACCU comenzaron a mandar cartas amenazantes a las sedes políticas y sindicales. Se trató de intimidar al sindicato de maestros en Urabá escri- biéndoles:

Tenemos los datos de sus familias, lugares de residencia, parien- tes cercanos, rutas, sitios y lugares donde se encierran a montar cachos a los cabrones. Somos el bloque de búsqueda y exterminio de la cuadrilla de subversivos agitadores embaucadores y sabue- sos que se anida en el sindicato de profesores. Pensaron que todo el tiempo iban a estar sin control, pero vaya ese error. No inten- ten esconderse o dar a conocer esto a la prensa o al comité de maestros amenazados, ya que de nada les servirá. Donde se me- tan serán sacados como ratas. Ya conocen nuestros métodos y no nos importa explotar o incendiar una casa para sacarlos de ella. Desde ahora no pueden hacer paros, marchas, asambleas, sacar comunicados, platicar y hablar por la radio.

El avance paramilitar se llevaba a efecto según un esquema ya consagrado. Durante la primera fase intervenía masivamente el ejército y, si era necesario, la aviación, que bombardeaba los pueblos con el objetivo de alejar eventuales grupos de guerrilleros y preparar el terreno para la segunda fase, “de limpieza”, realizada por los paras, con incursiones im- previstas en las comunidades. “Las masacres de sospechosos, por ejemplo, son una notificación eficaz a la población para que corte sus lazos de apo- yo a la guerrilla… y la región queda recuperada y después puede devol- vérsela al Estado”, explicaban los jefes paras. Las acciones más cruentas y aparentemente inexplicables, como decapitaciones, descuartizamientos con motosierras, castraciones, violencias carnales y muertes de mujeres em- barazadas, no eran objetivos en sí mismos, sino medios eficaces para con- seguir, según los casos, el terror, la obediencia absoluta o el despoblamiento de las tierras destinadas a planes de desarrollo. Era, por tanto, la economía más que la política la que guiaba las actuaciones de los paras. Según una investigación del Alto Comisionado de Derechos Humanos de la ONU, la guerrilla se encontraba presente so- lamente en el 30% de los municipios sujetos a las incursiones paramilitares. “Esto origina sospechas sobre sus verdaderos objetivos”.12 En la costa at- lántica, el terror servía para la creación de una sociedad colonial, bajo unos pocos caciques, servidos y reverenciados por todos, defendidos por sus ejér- citos privados y por los funcionarios estatales a su servicio. La redistribución

12. El Colombiano, 27 de julio de 1998.

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de las tierras, la mayoría de ellas arrancadas a las víctimas eliminadas o puestas en fuga, la financiación de pequeñas empresas y la promoción de actos culturales o deportivos servían para crear el necesario consenso so- cial. “Ahora sí que vivimos en paz”, se leía sobre las paredes de las zonas costeras del Golfo de Urabá, la primera región conquistada por los paras. En Arboletes, por ejemplo, se llevó a cabo una concentración excepcional de la propiedad: 69.000 de sus 72.000 hectáreas pasaron a manos de sólo cinco personas, ligadas al narcotráfico o al capital extranjero. Por el con- trario, en las ciudades fue decisivo de cara al éxito del nuevo orden de los paras, la contribución aportada por los dirigentes del EPL, que fueron elegi- dos alcaldes de la mayor parte de las poblaciones como Turbo y Apartadó, o hasta crearon sindicatos patronales, sobre todo en las bananeras. Las fases de la expansión de los paramilitares fueron enunciadas eficazmente en octubre de 2002 por la Corporación Regional para los De- rechos Humanos (Credhos, 2002), que trabaja en el Magdalena Medio. La estrategia paramilitar es un medio funcional a los fines políti- cos y económicos del Estado y de sectores importantes de la clase dominante. No es casual que las regiones de Urabá y el Magdale- na Medio hayan sido seleccionadas por el Estado como zonas de planeación y desarrollo estratégico desde hace 30 años [...] 1. Fase de aniquilamiento y destrucción del tejido social demo- crático de la población civil. Esta fase muestra al terrorismo como esencia del régimen autoritario y de la política de gobernabilidad en el ejercicio del poder; su aplicación es una constante durante la implantación, desarrollo y consolidación del modelo. En este periodo se ejecutan los actos bárbaros y atroces contra la vida, la dignidad humana y la organización social; tiene como finalidad dispersar y aniquilar la base social y liderazgo alternativo, y neutralizar y desarticular el tejido social democrático. En este periodo se incrementan las viola- ciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos y de los mínimos humanitarios. En esta fase el paramilitarismo sien- ta las bases para ejercer el control y neutralización de la pobla- ción y de las organizaciones civiles. 2. Fase de control social. A partir de esta etapa los grupos paramili- tares actúan como una organziación complementaria o sustitutiva de las fuerzas de seguridad del Estado. Además, con- trolan organizaciones de seguridad privada, desarrollan patrullajes y cuentan con lugares fijos de operación. Restrin- gen las libertades, dan el visto bueno de candidaturas, e impo- nen a la comunidad por quién votar; obligan a la población civil

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a movilizarse para generar hechos políticos que reafirmen su consolidación para posibilitar el paso a la tercera fase de la re- organización social. Consolidan economías ilegales y estable- cen tarifas impositivas. 3. Fase de reorganización social. En este estado del proceso hacen aparición múltiples organizaciones políticas, económicas, de se- guridad, sociales, culturales, sustitutas de las organizaciones desarticuladas en la primera fase, hijas afirmantes y voceras de la nueva realidad imperante; aparecen como las nuevas orientadoras, comunicándole a la población civil cómo deben ser las cosas. Este tipo de organizaciones está lejos de empren- der luchas reivindicativas en lo social y económico. 4. Fase de legalización y legitimación. El paramilitarismo sufre una transformación significativa, y transita aceleradamente ha- cia la paraestatización de los poderes públicos del Estado y al condicionamiento de funcionarios públicos, hasta el punto de debilitar al Estado social y constitucional de derecho, que di- cen defender, estableciendo una gobernabilidad y control tota- litarios y de facto, situación que es facilitada por una impunidad casi absoluta. Establecen la connivencia territorial y la tolerancia con la Fuerza Pública, y comparten con ella el ejercicio de la auto- ridad. La organización de eventos culturales es el medio utilizado para llegar a la gente y así articular su base social y legitimar el proyecto totalitario; se hacen esfuerzos para mostrar una ima- gen positiva y próspera de la región, llegando algunos servidores públicos locales, incluso, a afirmar que “ya se consiguió la paz”, con el propósito de atraer la inversión del capital. El paramilitarismo en Barrancabermeja. El proyecto paramilitar en la región del Magdalena Medio ha su- frido modificaciones en su implementación; estas han obedecido a la multiplicidad de intereses políticos y económicos del Estado, actores civiles y militares y a la configuración y maduración de un proyecto político agenciado desde su estructura militar. Esto ha llevado a que en Barrancabermeja las fases o parte de las fases de su implementación se den manera simultánea.

El gobierno parecía ignorar la expansión del fenómeno paramilitar. La única novedad aportada por Samper fueron sus actos de contrición con los que intentaba conmover a la opinión pública y demostrar su buena fe a la comunidad internacional. En enero de 1995, por ejemplo, reconoció la responsabilidad del Estado en la masacre de casi 200 personas en Trujillo,

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Valle, con varios oficiales involucrados en ella, comenzando por el mayor Alirio Ureña. Un informante del ejército, Daniel Arcila, había confesado: A las víctimas les cubrieron la cabeza con costales y las arrojaron al suelo. Con una manguera, el mayor Ureña les puso un chorro de agua en la cara, a la altura de la boca y de la nariz mientras los interrogaba. Luego los amontonaron en la peladora. Alguien ordenó traer el soplete y la motosierra. Los retenidos fueron descuartizados con la motosierra, dejándolos desangrar. Las ca- bezas y los troncos de las víctimas fueron depositados en costales diferentes, y el 1º de abril 1990, una volqueta Ford azul llevó los cadáveres hasta el río Cauca. Tras el reconocimiento público de culpabilidad por parte de Samper, fueron muertas o hechas desaparecer en Trujillo otras 130 personas, entre las que se hallaba el mismo Arcila, a quien los abogados de los militares investigados habían intentado desacreditar, afirmando que padecía tras- tornos psíquicos (Comisión Interamericana, 1995). “Prometieron el cielo y la tierra pero seguimos igual”, dijeron los sobrevivientes de Trujillo, a quienes no se hizo justicia ni se les resarció, como se les tenía prometido. En otra ocasión, Samper pidió perdón en presencia de los familiares de las víctimas, del embajador norteamericano Curtis Kamman, de altos funcio- narios de la ONU y representantes de diversas organizaciones humanita- rias, en nombre del Estado, por los actos de “una violencia delirante” realizados por sus agentes. “¿Para qué disculpas si no hay castigo?”, le replicaron los padres de nueve muchachitos fusilados en un oratorio de Medellín en noviembre de 1992 por un grupo de policías, posteriormente absueltos por la justicia militar.13 Otras medidas lanzadas por el presidente resultaron claramente paradójicas. La apertura, en las guarniciones de las brigadas militares, de ventanillas públicas adonde podían dirigirse los familiares de las víctimas de violaciones de los derechos humanos para presentar sus denuncias, no hicieron sino hacer todavía más penoso su calvario y aumentar el riesgo de ser eliminados. Cuando comprobó que las organizaciones de los dere- chos humanos no se contentaban con sus escenificaciones, Samper se en- fureció, declarando que “prefería ver, como presidente y comandante de las Fuerzas Armadas, a los militares combatiendo en las montañas, que respondiendo a acusaciones infundadas en los tribunales”. Al no poder acabar con el paramilitarismo, Samper decidió legalizarlo. En diciembre de 1994 promovió las Cooperativas Comunitarias de Vigilancia Rural (Con-

13. El Colombiano, 30 de julio de 1998.

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vivir). Presentadas como “instrumentos de defensa civil“, financiadas por personas privadas, armadas y coordinadas por la policía y el ejército, las Convivir eran la copia de los grupos creados veinte años antes con la Ley 48. A pesar de la oleada de críticas formuladas por las organizaciones no gubernamentales (ONG), tanto nacionales como internacionales, a las que se sumó el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, fue- ron constituidas más de 700 en tres años.13 Para formar una cooperativa era suficiente llenar un impreso con los datos de los representantes legales y de los socios, y presentar la documentación al batallón más cercano. El ex coronel Carlos Alfonso Velásquez criticó estos nuevos organismos. “Si el Estado no tiene capacidad suficiente para mantener controlados a sus propios militares y policías, mucho menos la va a tener para controlar a la gente que no es del Estado”. Los militares se mostraban, por el contra- rio, muy contentos. “Si queremos ganarle la guerra a la guerrilla, hay que armar a la gente porque nosotros nunca podremos patrullar bien un país tan grande como Colombia”. En agosto de 1997, el ministro de Interior admitió que descono- cía cuántas eran las cooperativas Convivir y qué número de hombres y armas tenían. El organismo que debería haberlas controlado en todo el territorio nacional, la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Priva- da, contaba con una plantilla de 30 personas, y un presupuesto que a ve- ces nos les permitía siquiera salir de Bogotá. El Estado había creado un nuevo ente armado que se le había ido de las manos. Las Convivir,14 pron- to llamadas por muchos Conmorir, se asentaron sobre todo en las zonas donde era más fuerte el paramilitarismo. Su creación fue solamente una de las concesiones hechas por Samper a la cúpula militar, que desde hacía años afirmaba que tenía las manos atadas en la guerra contra la subver- sión. Toda excusa era buena para justificar ciertas derrotas clamorosas, sufridas sobre todo a manos de las FARC, que eran ya capaces de enfren- tarse abiertamente a compañías enteras de soldados profesionales. En eta- pas sucesivas fue proclamado el Estado de excepción, con el consiguiente establecimiento de “zonas especiales de orden público”, que suponían la restricción de los derechos civiles de la población local y la toma de plenos poderes por parte de los comandantes militares. En las regiones de mayor conflicto se puso en marcha un meca- nismo perverso: el ejército favorecía el crecimiento de grupos paramilitares, que realizaban terribles masacres, el Estado central respondía a las pro-

14. Sobre las Convivir, véase Alternativa, 15 de marzo de 1997, y Cambio 16, 18 de agosto de 1997.

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testas y acusaciones enviando al lugar contingentes militares, y éstos, en vez de combatirlos, facilitaban todavía más sus actividades. En el noreste del país, sembrado de minas de oro y oleoductos, por ejemplo, aumenta- ron paralelamente tanto el número de brigadas móviles y de batallones de contraguerrilla como el de bandas paramilitares. Cuando, por una coinci- dencia, se descubría a un oficial colaborando con los paras, sus superiores se apresuraban a mostrarlo como un caso aislado que nada tenía que ver con la institución, para luego apoyarlo discretamente de mil formas, evi- tándole la cárcel o cualquier tipo de condena. La prensa, más o menos conscientemente, tomó parte activa en la “guerra sucia”. En mayo de 1997, por citar un dato, los periódicos pu- blicaron los nombres de 138 alcaldes acusados de colaborar con los gue- rrilleros, desviando a ellos parte de los fondos públicos. Gloria Cuartas dijo que “le pusieron una lápida encima”. Solamente después de desmentidos y de protestas, los periódicos atribuyeron la acusación a una fuente militar sin identificar. En todo caso, durante los meses sucesivos fueron asesina- dos una docena de alcaldes que figuraban en aquella lista, mientras otros dimitieron y abandonaron su zona. La estrategia de los paras era considerada la única eficaz frente a la rebelión social. Así empezaron a afirmarlo, con menos pudor cada día, amplios sectores del poder económico. En 1994 Fidel Castaño admitió que “los grupos de autodefensa son financiados históricamente por quienes tienen intereses económicos”. En una entrevista concedida siete años des- pués al periodista y filósofo francés Bernard Henry-Levy, su hermano Carlos afirmó “¿Atentados ciegos? ¿Nosotros? ¡Jamás! Siempre hay una razón. Los sindicalistas, por ejemplo. ¡Le impiden trabajar a la gente! Por eso los matamos”.15 Según el padre Javier Giraldo, entonces director de la Comisión Justicia y Paz de la Conferencia de Religiosos de Colombia,

el paramilitarismo ha ido pasando, en el curso de menos de dos décadas, de “Escuadrón de la Muerte”, al cual se podrían transfe- rir con estrategias de imagen y de encubrimiento todos los crí- menes de Estado, a ser asumido como una instancia justiciera, única que se va mostrando eficaz en el campo de una justicia vindicativa, y que va ganando vertiginosamente terreno en el campo de la legitimación social: sus líderes gozan de un amplio poder en los mass media, de tolerancia e impunidad absoluta, y

15. Semana, 10 de octubre 1994, y 10 de junio de 2001

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sus cuarteles generales son fortalezas protegidas por todos los poderes del Estado. Son ya interlocutores políticos para el Estado y la clase empresarial (Comisión Intercongregacional, 1997).

En realidad los paras, por lo menos en las regiones del Atlántico, no eran ya solamente un instrumento de muerte, pues se habían conver- tido en la expresión de un proyecto político, económico y social autorita- rio, ligado a los barones locales de los dos partidos tradicionales, y protegido por los sectores económicos amenazados por la actividad guerrillera. En 1990 el gobierno había reconocido la existencia de grupos paramilitares en cinco de los 32 departamentos del país. En noviembre de 1997, los paras actuaban ya en 25 departamentos. “Pueden ser 2000 o 3000 hombres armados pero, con la movilidad que tienen y las puertas que se les abren, es como si fueran 10.000”, afirmaba el sociólogo Alfredo Molano.16 En el mismo mes en que se había producido la enésima matan- za realizada en La Horqueta, con 14 víctimas, el gobierno Samper creó un nuevo Bloque de Búsqueda de los grupos de “justicia privada”, formado por representantes de todos los aparatos represivos del Estado y que, des- pués de haber prometido solemnemente luchar contra los paramilitares, desapareció en unas semanas. La burla de la lucha contra el paramilitarismo era conocida también por Washington. El Departamento de Estado norte- americano subrayó en su informe de 1996 que el gobierno Samper mos- traba una “política de aquiescencia” frente a los paras. Aunque se trataba de juicios severos, no llegaron a ejercer presión alguna sobre el poder co- lombiano. Seguros de nos ser combatidos por nadie, los paras de Castaño se unieron en diciembre de 1996 en la Coordinadora Nacional Contra- guerrillera con sus homólogos del Magdalena Medio y del Meta, bajo el mando del esmeraldero Víctor Carranza, y tomaron el nombre de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Aspirando a convertirse en la guerrilla de la derecha, decidieron copiar a las FARC y al ELN. La primera proclama “desde las montañas de Colombia” parecía más un manual de espionaje y técnicas de contraguerrilla que un documento político-ideoló- gico. En los documentos posteriores los paras afinaron su discurso. El único elemento que los diferenciaba de la guerrilla se encontraba en los princi- pios básicos del movimiento, que hacían referencia “al abandono de los deberes de tutelar la vida, patrimonio y libertad de los ciudadanos”. Por lo demás, las AUC afirmaban que su lucha iba contra la corrupción estatal,

16. Cambio 16, primero de diciembre de 1997.

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a favor de la democratización de la sociedad, y por la justicia social, hasta tal punto que los periódicos se preguntaban: “Entonces, ¿por qué pelean?”.17 Algún intelectual formuló hipótesis tan sugestivas como ingenuas. “Si son tan persistentes las convergencias, la guerrilla y las autodefensas podrían terminar aliadas contra los factores que para ellos impiden el cambio, como son los terratenientes, la clase política corrupta y todos los representantes del establecimiento”. El discurso de las AUC era en realidad simple propaganda que nadie podía tomar en serio. Los paras se decían favorables a una intervención estatal fuerte en favor de una economía solidaria, teniendo como punto central una verdadera reforma agraria, afirmando que los realizados has- ta entonces no habían sido sino “un simple y limitado programa de incen- tivo del sector agrícola”.18 Y, sin embargo, continuaban actuando cada día como guerreros despiadados de la contrarreforma que había entregado a los narcos 5 millones de hectáreas de las mejores tierras del país. Dos mi- llones de ellas habían ido al esmeraldero Víctor Carranza, y uno a la fami- lia Ochoa. Las fincas superiores a 500 hectáreas, que en 1985 comprendían 9,6 millones de hectáreas, abarcaban casi 20 millones en 1996. Según El Tiempo, 500.000 de las 850.000 hectáreas de la región controlada por los paras de Córdoba acabaron durante aquellos años en manos de los mafiosos.19 El objetivo de las AUC era extenderse hacia las regiones controla- das por la guerrilla: hacia el noreste, históricamente bajo la influencia del ELN, y hacia el sur, donde prevalecía la economía cocalera y se hallaban los mayores contingentes de las FARC. Era necesario, sin embargo, dar un golpe de efecto y quitarse de la espalda un pasado lleno de terror ensucia- do por la droga y, por ello, poco presentable. En 1996 desapareció Fidel Castaño, junto con otros hombres, en la selva del Darien, en las fronteras con Panamá. Al dar la noticia, su hermano Carlos se presentó como el nuevo Rambo. Nadie vio el cadáver de Fidel. Muchos dudaron de su muerte. Los mitos, incluso los peores, están destinados a durar mucho tiempo.

17. Semana, 11 de mayo de 1998. 18. Planteamiento sobre la solución política negociada al conflicto armado interno, documento AUC del 9 mayo de 1998. 19. El Tiempo, 9 de mayo de 1997.

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Los malos de la película 999

quella mañana los perros empezaron a ladrar furiosamente, desper- A tando a Leonardo Cortés Novoa. El joven juez abrió los ojos, aunque no se movió de la cama para no despertar a su mujer Rosario. Empezó a darle vueltas a la mente. Algunos días antes se habían marchado con sus familias el alcalde, el tesorero y el secretario municipal. “Habrán ido de vacaciones”, se decía en el bar. ¿Todos juntos? Nunca había sucedido hasta entonces que él, Leonardo, se convirtiera en la única autoridad civil de Mapiripán. Hasta ese día se había ocupado en la pequeña ciudad junto al río Guaviare, como máximo, de alguna muerte entre borrachos, agresio- nes por problemas de cuernos y algunos robos de ganado. Los militares se habían marchado hacía tiempo. Los soldados del batallón Joaquín París, estacionados en San José del Guaviare, a veinte minutos en helicóptero y un par de horas por el río, volvían cada tanto, nerviosos y cautos como una tropa de ocupación. Los policías habían aban- donado el poblado en el mes de septiembre anterior, cuando su edificio había sido asaltado y destruido por las FARC. Aquella acción, en la que había muerto un joven agente, había estado conducida por Alexander, un gue- rrillero procedente de Mapiripán, que ocupaba el cuarto lugar en la jerar- quía del XLIV Frente, después del comandante John 40 y los capitanes Ben Hur y Hernando. Se murmuraba desde algunos días que el propio Alexander había desertado, pasando a las filas de los paramilitares con cuatro gue- rrilleras más, tras haber extorsionado por 40 millones de pesos a los co- merciantes de la zona.

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Leonardo recordó que el día anterior se había ido también la fa- milia de Alexander. ¿Otras vacaciones? En medio de los ladridos, el juez empezó de pronto a distinguir el ruido inconfundible de órdenes militares, gritos, insultos. Y comenzó a tener miedo. Un día antes, él mismo había llamado por teléfono a la policía de Charras para tener noticias sobre los movimientos de algunas tropas estacionadas a la otra orilla del Guaviare. “Aquí solamente está el ejército”, le habían tranquilizado. Cuando empe- zaron las patadas contra la puerta, haciéndole saltar de la cama y desper- tando bruscamente a la mujer y a los cuatro hijos, Leonardo quiso creer que se trataba de soldados del batallón Joaquín París. Abrió la puerta y comprendió que no era así. “¿Es usted el juez?”, le preguntó un hombre, con una ametralladora AK47 a la espalda, que llevaba el brazalete rojo de las autodefensas. No bastó la respuesta afirmativa de Leonardo. Sin aña- dir palabra, el hombre armado penetró en la casa y, con otro soldado ves- tido con ropa de camuflaje, comenzó a sacar los cajones y a abrir las puertas del aparador. Uno de los dos milicianos le dijo aparte: “¿Tienes miedo?” Lo tu- teaba. Mala señal. “No, ¿por qué iba a tener? Soy el juez”, repitió Leonardo, tal vez para convencerse de que no podía sucederle nada. El otro, que pa- recía ser el jefe, exigió que le entregara la llave de la casita que hacía las veces de juzgado. “¿Tienes otra copia?”, “no”, respondió instintivamente. Esa mentira podía costarle la vida, pero Leonardo pensó que no podía per- der la única posibilidad que le quedaba de defender a la gente de Mapiripán. En el juzgado se hallaba uno de los pocos teléfonos del poblado, desde el que habría podido pedir auxilio a San José, a Villavicencio e, incluso, a Bogotá. Le vino a la memoria su abuelo, uno de los primeros socialistas del Meta, y su padre, subteniente del ejército, que se había encontrado sie- te veces ante el Consejo de Guerra por haber ayudado a los indígenas de la región de Vichada a organizarse y a luchar por sus derechos. “Mientras permanecemos en el pueblo no se te ocurra entrar en el juzgado”. “Pero yo tengo que administrar la justicia…”. El hombre lo fulminó con la mirada. “Ahora la justicia la administramos nosotros. Y de forma más eficaz que tú”. Leonardo no replicó. Ya era suficiente estar vivo. Por aquel día, al menos. Toda su familia estaba allí. La mujer y la hija mayor asustadas, los hijos más pequeños, todos varones, que se restregaban los ojos sin entender qué estaba sucediendo. Después decidió salir de casa para comprobar personalmente qué había sucedido. Besó a todos. Podría ser la última vez que los veía. Ya en la calle, se dio cuenta de que los paras ha- bían invadido Mapiripán y tenían retenidos a sus tres mil habitantes. A la altura del parque Gaitán, encontró a Antonio Barrera, al que llamaban

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Catumare, uno de los fundadores del pueblo, comerciante y dueño del bar y billar, y de la pensión Catumare. Estaba rodeado por un grupo de milicianos armados con pistolas y machetes. Al mando se encontraba un negro enorme que, en aquel momento, increpaba con dureza al prisione- ro. Leonardo y Catumare estaban unidos por una amistad instintiva y por la antigua militancia en la Unión Patriótica. Se miraron sin decir palabra. Más adelante encontró a Vladimiro Muñoz, secretario municipal. También a él le habían pedido la llave del Concejo. Aquel martes, 15 de julio de 1997, los paramilitares secuestraron a ocho hombres. Catumare quedó encerrado en una casa. Cuando lo supo Leonardo se dirigió allí jun- to con uno de sus hijos. A la puerta se encontraban solamente dos milicianos tomando cerveza. Leonardo levantó el tono de la voz al hablar y, al sentir- lo, Catumare empezó a gritar: “¡Señor juez, señor juez! ¿Ha venido a liberarme?” “No, Antonio”, respondió Leonardo. “¿Cree que me harán daño? ¡Señor juez, sálveme!” Leonardo no se atrevió a responderle. Se alejó con una angustia tremenda. En la taberna de enfrente se hallaba el negro de casi dos metros de altura, a quien todos llamaban King Kong. “Soy el juez. ¿Con quién puedo hablar acerca del señor Barrera?” Con un marcado acento de la costa atlántica, el hombre respondió que quien decidiría el destino de “aquella mierda” era Águila 4. El juez recorrió todo el pueblo antes de hallar al comandante de los paras. Era un blanco del departamento de Cundinamarca. “¿Es amigo suyo?”, le preguntó bruscamente. “No, pero quisiera saber qué piensan hacerle”. “Usted no puede salvarlo de ninguna manera”. “Pero ¿de qué lo acusan?”. “Usted, señor juez, no es un huevón sino una persona instrui- da. Debería saber que ese hombre es un colaborador de la guerrilla”, le dijo mirándole fijamente a los ojos. Leonardo lo intentó todo. Se hizo el tonto. Trató incluso de filosofar, hablando de la inutilidad de la pena de muerte. Logró que dejaran libres a tres personas, aunque no a Catumare. Juró que en los diez meses de permanencia en Mapiripán no lo había visto nunca hablar con los guerrilleros. Águila 4 le cortó secamente, y tuvo que marcharse. Al barquero Sinaí Blanco le ordenaron no moverse de su casa. También a él le acusaban de colaboración con los guerrilleros. Sinaí era uno de los cuatro habitantes de Mapiripán que recaudaba el impuesto de la gasolina que llegaba al pueblo, utilizada en su mayor parte para el fun- cionamiento de los laboratorios de cocaína esparcidos por la selva, al otro lado del río Guaviare. Una cuota de la llamada “tasa revolucionaria” se quedaba en Mapiripán, por decisión de los guerrilleros, y servía para cons- truir y reparar las calles, mantenimiento del hospital y paga de los maes-

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tros de la escuela. Los paras no lo consideraban atenuante. Las hijas de Sinaí le suplicaron que intercediera, pero el juez no podía en modo alguno volver donde Águila 4. Sugirió a las muchachas que convencieran a su padre de que esperase a que oscureciera para intentar la huida, aunque sabiendo que Sinaí no lo hubiera hecho nunca. Durante toda su vida había huido de la violencia. Aquel 15 de julio hacía un calor sofocante. Todos imaginaban lo que podía suceder. Cada vez se acercaba más gente al juez para pedirle consejo y comunicarle que habían apresado a otros. ¿Los matarían, los harían desaparecer u organizarían un proceso en la plaza como solía ha- cer la guerrilla? Al ponerse el sol creció el miedo. No necesitaron ninguna orden para encerrarse todos en sus casas. Los paramilitares apagaron las plantas eléctricas antes de que anocheciera. Rosario convenció a sus hijos de que se acostaran. Leonardo permaneció en la puerta de su casa, sin hacer caso a su mujer que le pedía que entrase. Solamente lo hizo cuando sintió que venía gente. Oculto tras los visillos de la ventana vio pasar a seis o siete hombres armados, mandados por King Kong que empujaban a dos personas vendadas y con las manos atadas a la espalda. El juez reconoció la voz de Catumare. “¿Adónde nos llevan?”, preguntaba insistentemente el viejo. Leonardo temía saberlo. A unos cien metros de la casa, en el ba- rrio El Alto, se hallaba uno de los tres mataderos del pueblo. Esperó unos segundos antes de salir por la puerta de atrás, sin hacer caso a su mujer. Trató de no hacer ruido, aprovechando que los perros no habían cesado de ladrar a lo largo de aquel día terrible. El horror no es como uno lo imagina, sino mucho peor. Leonardo hubiera preferido no ver el espectáculo que su deber como juez le obligaba a mirar, a la luz de la luna casi llena. El primero en quien se centró King Kong fue precisamente en Catumare. Aquella bestia lo levantó con una mano y con la otra le clavó por detrás de la nunca el gancho para colgar los trozos grandes de carne. Catumare gritaba con voz ronca. Los milicianos se echaron a reír y empezaron a atormentarlo con los machetes por el pecho, espalda, vientre. King Kong le golpeaba con ferocidad, abriéndole heridas que se llenaban de sangre. Catumare gritaba. Imploraba que no lo mata- ran de aquella manera. Casi no se entendían sus palabras. Leonardo se secó las lágrimas que le caían sin darse cuenta. Sentía que debía seguir miran- do aquel horror. Cuando tenía un brazo medio desgajado y el vientre abier- to, el viejo comenzó a invocar el nombre de Agustín, tal vez un amigo o un hermano. Nadie podía ayudarle. Leonardo deseaba solamente que ter- minara aquel tormento cuanto antes. Transcurrieron casi diez minutos hasta que King Kong decidió abrirle la garganta, haciéndole sacar el últi- mo y atroz estertor. Leonardo se sentía paralizado.

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Antes de meterse con el otro prisionero, que se mantenía en si- lencio, acaso llorando, los milicianos tomaron otra cerveza. Estaban exci- tados. Leonardo abandonó su escondrijo detrás de un árbol. No era capaz de asistir a otra ejecución. Temblaba. Llegó a casa y vio a Rosario llorando. Los hijos estaban despiertos, excepto el pequeño. Casi a la vez, le pregun- taron todos sobre aquellos gritos. “Son los vecinos que están discutien- do”. Pero los gritos comenzaron de nuevo. Seguramente habían clavado el gancho al otro prisionero. El juez miró el reloj. El suplicio duró mucho más que antes. Casi veinte minutos. Tal vez la víctima era más joven que Catumare. O tal vez se habían entretenido en interrogarlo. Aquella noche Leonardo se mantuvo en vela hasta que el grupo de asesinos pasó de nuevo por delante de su casa. Se despertó con la idea fija de acabar con aquel horror. Las calles del poblado se hallaban desier- tas. Pocos habían conseguido dormir aquella noche. Llegó hasta el mata- dero. Había más moscas que otras veces, o tal vez era solamente una impresión. Cuando salió el sol la gente se le acercó pidiéndole que hiciera algo. Alguien criticó al alcalde que había escapado, y al cura, don Marco Vinicio Pérez, que se había escondido en la iglesia. Habían ido en su busca para que bendijera los restos de los cadáveres hallados junto al embarca- dero, sin que ninguno se atreviera a acercarse ante las amenazas de repre- salia de los asesinos. A mediodía se corrió la voz de que los paras estaban a punto de irse. Tras haberse reunido, salieron, efectivamente, hacia el norte. Algunos se ilusionaron imaginando que había concluido la pesadilla. Leonardo aprovechó para llegar hasta su oficina, y se puso a redactar con su vieja máquina de escribir un informe, que luego enviaría por fax a su superior del Tribunal de Villavicencio, Fausto Rubén Díaz. Se daba cuenta de que arriesgaba la vida. Las teclas nunca habían hecho un ruido tan fuerte. Cualquiera podría escucharlo desde la calle. Cuando salió poco antes de la puesta del sol, se enteró de la noticia: los mercenarios habían regresado con algunos campesinos capturados a lo largo del día. Las ejecuciones se llevaron a cabo ininterrumpidamente desde las 10 hasta las 2 de la madrugada. El juez no presenció el espectá- culo. Los hijos no le preguntaron nada. Rosario no se durmió hasta el amanecer. Leonardo temía que llamaran a la puerta. A la mañana siguiente lo despertó un muchacho avisándole que había una llamada para él en el teléfono del hotel Montserrat. Se vistió y llegó al albergue. Un hombre, que se identificaba como el mayor Hernán Orozco, primer oficial del bata- llón Joaquín París, le pedía información sobre una especie de juicio popu- lar que habían realizado en el pueblo los guerrilleros del XLVI Frente de las FARC. Leonardo le respondió con monosílabos, sorprendido de que el ma-

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yor se interesara por un suceso que había tenido lugar hacía dos meses. Cautelosamente le informó de que Mapiripán había sido invadido por un grupo de hombres armados. “¿Guerrilleros?” “No”. “Están cometiendo algún delito?” Leonardo empezó a dudar de si estaría cayendo en una tram- pa. Tal vez el que se hallaba al otro lado del hilo telefónico era de las AUC. “No, no… se están comportando de manera decente”. Una vez colgado el teléfono, Leonardo volvió a llamar al batallón de San José. Sus temores eran infundados. Acababa de hablar realmente con el mayor Orozco, que había sustituido desde hacía unos días al coro- nel Carlos Eduardo Ávila, que se había marchado de vacaciones. Leonardo le describió lo que estaba sucediendo en Mapiripán, y lo mismo hizo du- rante los cuatro días siguientes, con llamadas por teléfono cada vez más desesperadas. Orozco no llegaba a creerle. “¿Cómo es posible que hagan esas cosas? ¿Están drogados?” De todas maneras no accedió a la solicitud del juez de mandar rápidamente un destacamento. Orozco dijo que no podía dejar desguarnecida la base de San José. Precisamente aquellos días sus soldados habían salido de misión a Calamar, en el Caquetá. Solamente le prometió que pediría instrucciones al comandante de la XII Brigada, gene- ral Jaime Humberto Uscátegui. “Mayor, acudo a su honor militar para que no deje que nos sigan masacrando”, dijo Cortés. Cuando el oficial empezó a enumerar los kilómetros cuadrados que debían controlar sus militares y los pocos medios que tenía a su disposición, Leonardo entendió que su vida y la del resto de habitantes de Mapiripán estaban en manos de los paras. El día 17 los muertos podían superar ya la veintena. Fue enton- ces cuando el alcalde Jaime Calderón regresó al pueblo con un bimotor de alquiler, y apareció asimismo el cura. Ambos trataron de minimizar lo que estaba sucediendo. En Mapiripán sólo concebían ilusiones cuando, al con- cluir la mañana, se juntaban en la plaza los milicianos de las AUC para salir del pueblo. Cada tanto llegaban los ruidos de una batalla lejana. Se comentaba que diversos frentes de guerrilleros habían atacado a los paras por la zona de la Cooperativa. Tal vez andaban por allí quienes habían invadido Mapiripán. Se decía también que los helicópteros de San José es- taban ametrallando a los hombres de las FARC. Dado que el Estado se mostraba indiferente ante la matanza de sus ciudadanos, Leonardo había confiado que los muchachos llegaran hasta Mapiripán. Pero empezaba a pensar que tampoco los guerrilleros de las FARC se interesaran por la vida de la pobre gente. También aquel día llamó al mayor Orozco. Desgraciadamente, los milicianos regresaron con otras víctimas, que entregaron a King Kong. “No es gente de aquí. Serán guerrilleros”, le

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comentó el alcalde queriendo tranquilizarlo. La noche transcurrió terri- blemente igual a las precedentes, con la sola novedad de un helicóptero que sobrevoló el pueblo durante unos diez minutos. Leonardo quiso creer por un momento que fuera el ejército. Pero cuando notó que era de color blanco, recordó que el jefe de las AUC, Carlos Castaño, solía utilizar un aparato de aquel tipo por todo el territorio nacional sin que nadie le mo- lestara, para coordinar las acciones de sus tropas. Los gritos de las víctimas mantenían despiertos a los habitantes de Mapiripán. Durante la noche del 17 de julio se escucharon de los dos matade- ros cercanos al río Guaviare. King Kong encontraba más cómodo descuarti- zar sus víctimas cerca del río, para así arrojar los miembros y las vísceras de modo que el tronco se hundiera más fácilmente. A veces el Guaviare devolvía aquellos restos en otro lugar que se adivinaba al día siguiente por el vuelo circular de los buitres. Entre los cadáveres devueltos por el río se encontraba el de Sinaí Blanco, que había sido sacado de su casa la tarde anterior a pesar de los ruegos de las hijas, tras haber permanecido en ella, desesperado, aguar- dando la muerte. Su asesinato causó una gran impresión porque Sinaí era una de las personas más amables y queridas de todo el pueblo. Mapiripán se hallaba presa del terror. No había actividad alguna. Era un pueblo silencioso. No salía de las casas el sonido de la música de los joropos y el vallenato que antes se confundían en el aire, transmitidas a todo volumen por las radios locales. Solamente en las tabernas donde vivaqueaban pequeños grupos de los paras se oía alguna canción. Entre una cerveza y otra, los milicianos de las AUC no se inhibían de hablar de política con los pocos clientes del pueblo, la mayoría viejos convencidos de que ellos no tenían nada que temer. Los miem- bros de las AUC aseguraban que estaban protegidos por el gobierno y finan- ciados por los latifundistas de la zona, cansados de pagar impuestos a la guerrilla. Eran las mismas ideas que aparecían en los pasquines distribuidos por el pueblo. “Llegamos para responder a la población convencida de que el Estado no alcanza a cumplir con sus funciones de velar por la seguri- dad”. Bajo el letrero de la heladería Las Brisas los paras habían escrito con pintura roja: “No nos vamos hasta que acabemos con la guerrilla”, y más abajo: “Fuera guerrilla del Meta… Si te desertas con el fusil se te dan dos millones de pesos y se te respeta tu vida a ti y a tu familia”. Y por todas partes “Muerte a las FARC y al ELN”, y “Viva los paras”. Sólo era conocido uno de los paramilitares, un tal Álvaro, que había frecuentado la escuela de Mapiripán. La mayor parte eran negros de la costa atlántica o pacífica. Los jefes tenían todos el inconfundible acento paisa, de la región de Medellín. Excepto los agresivos hombres de King Kong, los demás parecían tranqui- los, como si estuvieran realizando un trabajo como cualquier otro.

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La pesadilla duraba ya cinco días. ¿Cuántas personas iban a ma- tar todavía los paramilitares? ¿Cuánto tiempo iba a transcurrir antes de que el Estado se moviera para salvar a los ciudadanos de Mapiripán? Leonardo llamó de nuevo al mayor Orozco. Estaba fuera de sí. El oficial le dijo que esperara y, después de unos minutos, se puso en contacto por radio con un superior. Las palabras que oyó Leonardo claramente, a pesar de los ruidos de las frecuencias, lo dejaron frío. “Dígale a ése que si él no ha he- cho nada malo, no tiene nada que temer y que no siga jodiendo”. Com- prendió que había expuesto demasiado. La noche del sábado fue todavía más trágica que las otras. Un grupo de paras secuestró a Ronald Valencia, el negro que trabajaba en el aeropuerto como radio operador, expendedor de billetes y mozo de equi- paje. Era padre de seis hijos. Lo acusaron de proporcionar aviones a los comandantes de la guerrilla, le obligaron a ponerse de rodillas y le corta- ron la cabeza de un machetazo, precisamente en el momento en que llega- ba el correo de Villavicencio. Después, delante de los pocos viajeros horrorizados, se pusieron a jugar a fútbol con su cabeza. Ronald no fue el único al que decapitaron aquella noche. A la orilla del río Guaviare fue encontrada, sobre un palo todavía ensangrentado, la cabeza de un cierto Nelson, que había llegado un mes antes, con su mujer, del Valle, en busca de fortuna. No le bastó jurar que era un reservista del ejército, y pagó la culpa de no llevar consigo los documentos de identidad. Aquella noche podría haber sido la última para el juez Leonardo Cortés. Al amanecer y salir de casa, se encontró con un vecino que se sor- prendió al hallarlo todavía con vida. “Los he oído con mis propias orejas. Decían haber descubierto que usted es el espía y que lo iban a matar por ello”. Leonardo fue presa del pánico. Volvió a casa y encontró llorando a su mujer. “Ha venido el inspector. Dice que debes escapar”. Arriesgando el todo por el todo, Leonardo fue a su oficina, aprovechando que los paramilitares parecían haber desaparecido del pueblo. Llamó de nuevo al mayor Orozco. Le dijo que había sido denunciado a los paras por alguno de su batallón. “Lo único que puedo hacer es enviarle un medio, un ca- mión o un helicóptero, para salvarlo a usted y a su familia”, respondió el oficial. “Si tienen un helicóptero pueden enviar también la tropa para aca- bar con esta masacre”. “Para eso necesito la orden de mi general que toda- vía no me ha respondido”. A pesar de hallarse abrumado por el miedo, no quería abandonar a sus paisanos. En casa encontró al vecino, que había contratado para entonces una avioneta en San José. El piloto exigía 200.000 pesos, una suma que Leonardo no poseía. “Los adelanto yo. Algún día me los devol-

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verá”, le dijo el vecino. Leonardo y Rosario necesitaron pocos minutos para llenar unas bolsas y vestir a los niños. Se dirigieron hacia el aeropuerto temiendo tropezarse con los paras. En la pista había un gran gentío. Todos querían escapar. Aterrizaron tres o cuatro aviones. Entre ellos, la avioneta alquilada por Leonardo. Sólo veinte minutos de vuelo separaban el infier- no de Mapiripán de San José.1 Era el 20 de julio, día de la Independencia. El juez estaba demasia- do tenso como para notar un gran movimiento de altos oficiales en el ae- ropuerto de San José. Se acababa de consumar la dramática ruptura entre el presidente Ernesto Samper y el comandante de las Fuerzas Armadas, Harold Bedoya, que había hecho temer incluso un golpe militar. Por pri- mera vez en Colombia, los poderes del Estado celebraban separadamente la fiesta de la Independencia. El poder político se había reunido en la Casa de Nariño en Bogotá. Buena parte de la cúpula militar se había juntado, a su vez, en la escuela de las Special Forces del ejército, en el islote de Barrancón, construida con el dinero de Estados Unidos, a poca distancia de San José y a algunos kilómetros de Mapiripán. Las idas y venidas de los generales no distrajeron en todo caso al mayor Orozco, que envió un automóvil para recibir a Leonardo y los su- yos, y llevarlos seguidamente al hotel Apaporis. Orozco llegó poco des- pués en compañía de un par de amigas. Invitó a todos a desayunar. Mostró al juez los fax enviados al general Uscátegui en los que pedía “montar con los métodos humanos y materiales de la II Brigada móvil una operación rápida e incisiva sobre Mapiripán”. Cuando el mayor le ofreció una escol- ta, Leonardo comprendió que era necesario alejarse todavía más y lo antes posible de Mapiripán. Durante los primeros dos días de permanencia en San José, Leonardo se dio cuenta de que periódicos y noticieros de televisión daban como primera noticia la matanza de Mapiripán, adonde habían llegado la Cruz Roja, los periodistas y, finalmente, el 21 de julio, los militares. La delegada de la Cruz Roja, la suiza Anne Sylvie Lander, que se cruzó con los paramilitares mientras abandonaban el lugar, declaró que “nunca habría encontrado un país donde la gente tuviera tanto miedo a hablar, a pesar de que he trabajado hasta hoy en Croacia, Azerbaiyán y Cisjordania”.2 Por los mismos noticieros entendió el juez que muchos trataban de minimizar

1. El relato de la masacre de Mapiripán se basa en entrevistas realizadas por el autor al juez Leonardo Cortés Novoa en agosto de 2000, y a los abogados Luis Guiller- mo Pérez Casas en julio de 2002, y Eduardo Carreño en agosto de 2004. 2. El artículo citado de Ignacio Gómez es del 27 de febrero de 2000.

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la matanza. El párroco, don Vinicio Pérez, declaró, por ejemplo, que con- sideraba exagerado el interés de la prensa por un suceso que había causa- do “sólo algunas víctimas”. El coronel Luis Fernando Saavedra, jefe de la Policía de San José, defendió que los muertos no pasaban de tres. A su parecer mucha gente había desaparecido “del susto”. El más cínico, en todo caso, fue el general Manuel José Bonnet, según el cual “de primerazo eso de Mapiripán es una rencilla entre narcotraficantes”. Precisamente en aque- llos días, Bonnet, destinado a sustituir a Bedoya en la cúpula de las Fuer- zas Armadas, era descrito por la prensa como un hombre sensible al tema de los derechos humanos.3 Leonardo tenía prisa por ir a Villavicencio para dar su versión de los hechos al magistrado Fausto Rubén Díaz, su superior. El 22 de julio tomó un avión de línea para Villavicencio, junto con Rosario y sus hijos. Ese mismo día desembarcaba en el aeropuerto de San José, junto con un grupo de jueces, el delegado presidencial para los derechos humanos, Luis Manuel Lazo, enviado con toda urgencia a Mapiripán por el presidente Ernesto Samper. Dos días antes se había firmado en Washington un acuer- do, por el que el gobierno de Bogotá se comprometía a entregar un infor- me periódico sobre las violaciones de los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas. La matanza de Mapiripán ofrecía a Samper la oca- sión de demostrar su celo en un tema que parecía interesar de pronto a Estados Unidos. Aquel mismo 22 de julio, el comandante de las Fuerzas Armadas, general Harold Bedoya, denunció, en un acto que tenía todo el aire de rebelión, su postura contraria a cualquier tipo de control civil so- bre el ejército y a toda reforma del Código Penal Militar que pudiera sacar de la jurisdicción militar los delitos de lesa humanidad. Apenas desembarcado en San José, el delegado presidencial para los derechos humanos, Luis Manuel Lazo, comprendió que el ambiente era muy tenso. Los acuerdos hechos en Bogotá preveían que sería acompaña- do en helicóptero hasta Mapiripán. En el aeropuerto de San José, por el contrario, un general lo ridiculizó por su joven edad y después lo abando- nó en tierra junto con los jueces, hasta el punto de verse obligado a alqui- lar un avión privado. Ya en el aeropuerto de Mapiripán, el grupo permaneció solo, desde las 11 hasta las 16 horas, sin atreverse a salir en ningún mo- mento del edificio municipal. “Tenían mucho miedo”, recuerdan en el pue- blo. Unos días más tarde, el fiscal general de la Nación, Alfonso Gómez,

3. La declaración de la delegada de la Cruz Roja y el comentario del general Bonnet, en Cambio 16, 28 de julio de 1997.

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afirmó que sus hombres no querían sufrir el mismo final de sus colegas asesinados en 1989 en La Rochela. Durante los meses siguientes fue reconstruida la desconcertante dinámica de la matanza. Los paramilitares comandados por Águila 4 ha- bían llegado de diversas regiones de Colombia. Unos 40 de ellos, origina- rios de Casanare y del Meta, a las órdenes del esmeraldero Víctor Carranza, habían pasado por el río Manacacías. Varias docenas habían llegado de las regiones de Boyacá y de Cundinamarca. Y el resto, unos 60 hombres de Carlos Castaño, habían descendido de dos aviones, un DC-3 de la Aerolínea Selva, y un Antonov, que habían despegado de los aeropuertos de Necoclí y de Apartadó, en Urabá. Los paras habían llegado el 12 de julio al aero- puerto de San José del Guaviare. Llevaban consigo armas y varios quinta- les de material propagandístico: manifiestos, pasquines y la revista Colombia libre de las AUC, cuyo cuadernillo había sido distribuido segui- damente tanto en Charras como en el mismo Medellín. Que hubieran aterrizado los dos aviones aquel día, lo confirmaba el registro de aeronáutica civil, aunque ni los militares del batallón Joa- quín París ni la Policía con sede en el aeropuerto parecieron darse cuenta de ello. En San José, en plena zona cocalera, no se podía, por norma, tran- sitar sin ser registrado y revisado cuidadosamente. Y, sin embargo, aquel fatídico 12 de julio de 1997, los paras pasaron sin problemas y sin dejar huella alguna. Ningún oficial asignado al aeropuerto logró explicar nunca aquel misterio. “En la pista había personal militar y yo paré frente a la Policía Antinarcóticos, pero nadie dijo nada. Es más, los del Ejército posa- ron y se tomaron fotos al lado del avión”, dijo a un juez el piloto del DC- 3, antes de ser misteriosamente asesinado. Tampoco tuvieron problema alguno los paras en su partida a Mapiripán, y pasaron tranquilamente delante de los puestos militares de control hasta llegar a su meta. La verdad sobre Mapiripán estaba subiendo a la superficie gra- cias al valor de Leonardo Cortés. El juez describió la dinámica de la ma- sacre al procurador general en Bogotá y, en Villavicencio, al presidente del Tribunal, Fausto Rubén Díaz. Leonardo comprendía que los riesgos corri- dos durante los días de la matanza, aunque no habían servido para evitar- la, podían tal vez lograr que no quedara sin castigo. Los militares comenzaron a defenderse. El general Uscátegui sostuvo que lo habían te- nido desinformado de todo hasta el 20 de julio. Echó la culpa al superior de Leonardo. “Si el Tribunal de Justicia recibió un fax del juez, ¿por qué no informó?” El magistrado respondió cándidamente que ni siquiera había pensado hacerlo, habida cuenta de las estrechas relaciones entre oficiales y paramilitares.

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Al comienzo, pareció dominar dentro del ejército el principio de silencio corporativo. Los dos oficiales más implicados en el asunto trata- ron de no contradecirse mutuamente. El mayor Orozco intentó, bastante burdamente, justificar al general Uscátegui. “Instrucciones sí se dieron”, afirmó sin indicar cuáles. Uscátegui, por su parte, declaró con firmeza que el ejército se veía forzado a marcar prioridades cada día. “No podía quitar la tropa de Calamar para mandarla a Mapiripán”. Mientras tanto, Leonardo recibió varias llamadas telefónicas amenazadoras en Villavicencio. En dos ocasiones una mujer lo alcanzó en el momento en que entraba en casa de los parientes donde se había aloja- do: “No se preocupe, que de ésta no se salva”. El juez cambió de casa, trató de salir lo menos posible y no ir solo a ninguna parte. Durante las sema- nas en que residió en Villavicencio viajó dos veces a Mapiripán, convertido ahora en un pueblo fantasma. Solamente se había quedado un tercio de los vecinos. Los más reacios a dejar el lugar eran los viejos, acostumbra- dos a todo tipo de barbaries. Leonardo se alojó en el hotel Montserrat. No se veía ni sombra de los militares que el gobierno había prometido enviar para proteger el pueblo, aunque tampoco paras, concentrados para en- tonces por la zona de Puerto Gaitán, en el Meta nororiental, para respon- der a un ataque en toda regla de las fuerzas de la guerrilla. Después de la matanza de Mapiripán, el duro de las FARC, Jorge Suárez Briceño, llama- do Mono Jojoy, había dicho: “No podemos quedarnos cazando moscas mientras el enemigo gira tranquilamente con las motosierras y los ma- chetes”. En Mapiripán, Leonardo debía recoger la documentación necesa- ria para justificar su ausencia del pueblo, ya que no faltaban lenguas que decían en la administración del Ministerio de Justicia que él podía conti- nuar tranquilamente ejerciendo sus funciones de juez. La angustia no le abandonaba en ningún momento mientras se hallaba en Mapiripán. Se vio asimismo con el alcalde, quien le pidió que “no lo comprometiera” en sus declaraciones, llegando a ofrecerle dinero y hasta un queso. Los superiores de Villavicencio le propusieron un cargo en Carurú, en el Vaupés, una región amazónica dominada por las FARC, que Leonardo rehusó pues no quería ganarse la reputación de “juez de la guerrilla”. Después de un par de meses fue asignado a El Cairo, cerca de Cartago, en el norte del Valle del Cauca, sometida al cartel del norte del Valle, marcado con otras matanzas terribles, como la de Trujillo. Le resultaba difícil pasar inadvertido. Sin asentarse siquiera en El Cairo, empezó a recibir amena- zas. Un día encontró llorando a Mabel, su secretaria. “Dicen todos en el pueblo que usted será asesinado pronto”. Al día siguiente Leonardo fue interceptado por varios hombres que acababan de bajar de un Toyota con

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las ventanillas opacas. Afortunadamente no eran matones sino funciona- rios judiciales de Cali, que le invitaron a seguirles. “No puede quedarse un día más”, le dijeron mostrándole una orden de comparecencia. Leonardo no tenía dinero para pagarse el hotel, ya que daba a su mujer casi toda la paga. En Cali se vio obligado a hospedarse durante ocho días en las casas de los agentes judiciales. La situación comenzaba a ser insoportable, entre otras cosas, porque todos tenían la costumbre de llamarle “comandante”, incluso en la fiscalía, como se hacía con los jefes guerrilleros. Para sustraerlo a la persecución se movilizaron varias asociacio- nes humanitarias, entre ellas Amnistía Internacional. De esa forma pudo llegar hasta Bogotá, reunirse con la familia y, después de dos días, viajar hacia Suiza, donde todavía reside como exiliado político. El exilio es la única alternativa al cementerio. Con el tiempo, después de recibir repetidamente amenazas de muerte, también su padre y sus seis hermanos se vieron obligados a abandonar Colombia. El exilio fue también el destino del periodista Ignacio Gómez, res- ponsable de la sección de investigación de El Espectador. Gómez se tomó la tarea de leer las 4500 páginas de los documentos oficiales sobre la matan- za de Mapiripán, encontradas gracias a la colaboración del senador norte- americano Patrick Leahy promotor, junto con Edward Kennedy, de la norma que prohíbe al ejército de Estados Unidos instruir a militares involucrados en la violación de derechos humanos. Gómez descubrió que el 21 de junio de 1997, el comandante de la II Brigada móvil del ejército colombiano, coronel Lino Sánchez, había revelado su intención de introducir a los paramilitares en la región. Según un informe oficial, Sánchez se dirigió a la sede de la Policía de San José para solicitar su apoyo a los paras, contan- do con ellos para “darle una lección a la guerrilla”. Un desertor militar, detenido en los meses siguientes a la masacre, acusó a Sánchez de haber coordinado la llegada de los paras y todos sus movimientos. En noviem- bre de 2001, el coronel Sánchez fue arrestado y destituido por dar una imagen del ejército “como una institución proclive al entablamiento de nexos con grupos paramilitares y a la ejecución de actos terroristas”. Ignacio Gómez demostró que, en la época de la matanza, el des- tacamento mandado por Sánchez estaba haciendo un curso en la base de Barrancón, dirigido por decenas de instructores del VII destacamento de las Special Forces, con sede en Fort Bragg, en Carolina del Norte. Desde mayo hasta octubre de 1997, los famosos boinas verdes, de habla españo- la, realizaron varios cursos de “planeamiento de la misión” y toma “de la decisión militar y entrenamientos de combate fluvial”. ¿Se encontraban presentes militares norteamericanos en la zona durante los días de la

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masacre? Según el consejero presidencial Luis María Lazo y los magistra- dos llegados a Mapiripán el 22 de julio, los oficiales de Estados Unidos estaban celebrando el final de su curso. Gómez escribió en El Espectador un artículo titulado “Los peligros de la ayuda militar”, en un momento en que el gobierno Clinton estaba valorando si dar y en qué condiciones, dentro del , 1.600 millones de dólares al gobierno colombiano, de los que el 80% se destinaba al ejército.4 Alguien decidió hacérselo pagar. Después de recibir varias lla- madas telefónicas, el periodista fue interceptado el 30 de mayo de 2000 en una calle de Bogotá, por dos hombres que intentaron meterlo dentro de un automóvil. Logró desasirse y llamar a la Policía con su móvil. En la comisaría los oficiales le dijeron que no podían garantizar su seguridad.5 A los dos días escapó a Estados Unidos, puesto que no quería terminar con un tiro en la cabeza, o en un vertedero, como ha sucedido a decenas de colegas suyos desde 1998 hasta hoy en día. Le fue mejor a María Cristina Caballero, enviada por la revista Cambio 16, que llegó a Mapiripán tras la partida de los paras, para luego escribir un excelente reportaje titulado “Mapiripán, una puerta al terror”. Posteriormente fue obligada a retractarse. Hubo de efectuar una entrevis- ta a Carlos Castaño, que la revista publicó, con grandes titulares y en va- rias entregas, cuatro meses más tarde. El capo de las AUC afirmó que la gente amenazada de Mapiripán era “de lo más peligroso y despreciable”, y negó que sus hombres los hubieran despedazado. “Cuando hay que matar a alguien se le mete un tiro”.6 El periódico El Tiempo, bien informado siempre de las intenciones de los paramilitares, anunció en septiembre de 1997 que: “Va a haber muchos Mapiripanes”. Y efectivamente fue así, al ritmo de 300 a 400 matanzas al año, aunque ninguna tuvo tanto eco como la de Mapiripán. Tampoco dieron demasiadas preocupaciones al ejército. Las denuncias del juez Leonardo Cortés Novoa, y los artículos de María Cristina Caballero e Ignacio Gómez impidieron, al menos, que el suceso cayera en el olvido. En los meses que siguieron a la masacre, los superiores obligaron al mayor Orozco a no hablar con los periodistas. El general Uscátegui lo persuadió de que destruyera, o al menos modificara los informes que le habían remitido por fax durante la incursión de los paras. Transcurrieron

4. El Espectador, 6 de junio de 2000. 5. Cambio 16, por entregas desde el 5 de diciembre de 1997. 6. El Espectador, 22 de julio de 1999.

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dos años antes de que la Fiscalía interrogara a Orozco, ascendido a coronel y confinado en la pequeña ciudad de Leticia, en el Amazonas, colindante con Brasil y Perú. Las manipulaciones de los fax pidiendo ayuda eran de- masiado burdas para ser negadas. Cuando Orozco decidió contar la ver- dad sobre la masacre, Uscátegui fue arrestado. Desde entonces Orozco comenzó a recibir amenazas. En una entrevista a El Espectador contó que un ministro de Defensa le había invitado a ponerse a salvo. “Me dijo, Co- ronel acuérdese de que estamos en Colombia, y me preguntó si tenía un carro blindado”.7 Afortunadamente no se le puso delante ningún sicario, sino solamente la justicia militar que, después de haber sustraído el caso a la civil, lo condenó en marzo de 2001 a 38 meses de cárcel por “haberse limitado sólo a enviar la advertencia a Uscátegui y no insistir en el envío de tropas”, castigando al general solamente con dos meses más por el de- lito “de prevaricación por omisión, en la masacre”. Cuarenta meses de cárcel por los 48 muertos de Mapiripán. Human Rights Watch afirmó que la ab- surda sentencia contenía un claro mensaje para los oficiales jóvenes: “Ten- gan cerrada la boca, o lo pagarán”. Aunque parezca increíble, a los periódicos colombianos les pareció una sentencia ejemplar. El Tiempo escribió: “El que haya sido la jurisdicción militar, tan satanizada por las organizaciones de derechos humanos, la que impuso tan drástica sanción a un general de la República, despeja en algo la sospe- cha que ha hecho carrera en círculos de prensa extranjera, ONG y el De- partamento de Estado de Estados Unidos, de que por una mal entendida solidaridad de cuerpo, los altos mandos encubren a sus colegas, sobre todo si son de alto rango. A fin de cuentas, en el degradado conflicto colombia- no, los militares no son los malos de la película, como los pinta la comu- nidad internacional”.8 En noviembre de 2001, la Corte Constitucional anuló la senten- cia contra Orozco y Uscátegui, sosteniendo que casos de aquella índole deberían haber sido juzgados por un tribunal civil. La Organización de los Estados Americanos tuvo que intervenir para salvar la vida de Orozco. Sus convicciones se habían vuelto incómodas. Éste dijo a un juez: “En la ac- tualidad los militares en el Ejército consideran el paramilitarismo como la Sexta División, nombre simbólico que se le ha dado a esa organización que los recibe y los termina de preparar para confrontar a la subversión... es absolutamente cierto que existe una cultura e ideología al interior del Ejér-

7. El Tiempo, 15 de febrero de 2001. 8. El Espectador, 22 de mayo de 2001.

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cito para facilitar el cumplimiento de los objetivos militares de las autodefensas”. Antes le fue asignada una escolta de confianza y después le fue permitido exiliarse con su familia en Miami. A Uscátegui le fue peor: el 23 de febrero de 2003 fue arrestado de nuevo como presunto autor, por omisión, de los delitos de homicidio agravado, secuestro agravado y false- dad en documento público. Detenido en una vivienda en la Escuela de Ca- ballería del Ejército, al norte de Bogotá, en la víspera del juicio, amenazó con revelar varios secretos sobre “una cuestión que nosotros toda la vida hemos negado, que es el vínculo de los militares con los paramilitares”. Según el general, “los panfletos que entregaron las autodefensas en la ma- sacre de Mapiripán los hicieron en ese computador en el batallón París”. El 20 de junio de 2003, un tribunal de Bogotá halló culpable de la masacre de Mapiripán a Carlos Castaño, que se reconoció reo sin pudor alguno, y lo condenó a cuarenta años de prisión. La misma pena le fue aplicada al coronel Lino Sánchez mientras condenó a 32 y 22 años a dos sargentos del batallón Joaquín París, además de condenar a varios sicarios paramilitares. Dichas condenas fueron confirmadas en febrero de 2005 por la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, donde salieron a la luz otros cómplices de la masacre. Uscátegui no “prendió el ventilador”, como ha- bía amenazado, diciendo que prefería que sus hijos “tengan un padre pre- so y no un padre en una tumba”. Pero otros testigos hicieron afirmaciones contundentes. El empresario de Medellín, Pedro Juan Moreno, dijo que todos los altos mandos de la policía y del ejército de Antioquia sabían lo que iba a pasar en Mapiripán.9 Una verdad conocida también por la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, que en octubre de 2003 admitió formalmente la de- manda por la masacre de Mapiripán, en la que se acusa al Estado colom- biano de omisión y colaboración con los grupos paramilitares que cometieron el crimen. Al cabo de siete años de aquel atroz baño de sangre que vio y tuvo coraje de denunciar, el juez Leonardo Cortés cobró en cierto modo su pre- mio, aunque nada ni nadie esté en condiciones de ahorrarle a él y su fami- lia un penoso exilio al otro lado del mundo.

9. El Tiempo, 20 de junio de 2003; Cambio, 29 de marzo de 2004; Semana, 6 de febrero de 2005 y El Tiempo, 26 de enero y 7 de febrero de 2005.

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o tenía ninguna posibilidad de llegar a viejo. Además de defender a Nsindicalistas y prisioneros políticos, se ocupaba de los crímenes más crueles del país. Entre ellos, la desaparición y muerte a manos de militares de los 13 sobrevivientes de la toma del Palacio de Justicia de Bogotá en 1985, y hasta del homicidio del dirigente liberal Jorge Eliécer Gaitán, que había inaugurado la guerra civil colombiana en 1948. El 18 de abril de 1998, dos hombres y una mujer entraron en su residencia de Bogotá, cercana al estadio El Campín, haciéndose pasar por periodistas, le obligaron a ponerse de rodillas y le dispararon tres tiros en la sien con una pistola provista de silenciador.1 Después se marcharon, saludando cortésmente al portero. Eduardo Umaña tenía 51 años. Cuan- do un ministro de Samper atribuyó su homicidio, en el noticiero de la tar- de, a “fuerzas oscuras que intentan desestabilizar el país”, parecía incluso avergonzarse de sus palabras. Prensa y televisión ofrecieron acusaciones muy duras procedentes de todas partes. Importaba muy poco que los tres matones fueran militares o paramilitares. Casi todos consideraban el de Umaña un clásico homicidio de Estado. Durante la ceremonia fúnebre que tuvo lugar en el recinto de la Universidad Nacional ante miles de personas, en una Bogotá paralizada, los compañeros de la víctima pidieron a Samper que asumiera, como pre-

1. El Tiempo, 18 de abril de 1998 y Cambio 16, 27 de abril de 1998.

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sidente de la República, la responsabilidad del asesinato. Carlos Castaño, a quien se dirigían todas las miradas, proclamó su inocencia. La cúpula militar, por su parte, se mantuvo en silencio. Después de unos días algún general se limitó a decir que “en un Estado de derecho no se puede acusar a nadie sin pruebas”. Tres meses antes, Umaña había declarado que temía por su vida en una carta a la magistratura. “Doy a conocer que recibí en los primeros días del mes de febrero sendas llamadas telefónicas, ambas en las horas de la mañana, por parte de una voz masculina, quien mani- festó en una y otra ocasión la preocupación de mi asesinato por parte de los funcionarios judiciales de investigación criminal, miembros de inteli- gencia militar y altos funcionarios de seguridad interna de la empresa Ecopetrol”. Eduardo Umaña defendía desde algunos meses a 18 sindicalis- tas de la Unión Sindical Obrera (USO), acusados de planear atentados contra los oleoductos junto con los guerrilleros del ELN. Había conseguido desen- mascarar un montaje organizado por la XX Brigada y avalado por los denominados “jueces sin rostro”, al haber demostrado que los testigos de la acusación, también ellos “sin rostro”, eran realmente conocidos paramilitares pagados por el ejército. El estudio de las huellas digitales que aparecían en el acta demostró que a un testigo le habían atribuido identi- dades diferentes en varios procesos. Unas semanas antes la Procuraduría General había castigado a tres jueces por aquella clonación, desmontando por completo su castillo de pruebas. Habían utilizado todos los sistemas para atacar a la USO, consi- derada por los servicios secretos “el brazo político militar de las organiza- ciones narcoterroristas”. Era la idea de siempre respecto a la oposición social. “Sólo un 15% de los subversivos está alzado en armas; el 85% lleva ade- lante la guerra política”, afirmaron algunos oficiales de la XX Brigada del ejército a los representantes en Bogotá del Alto Comisionado para los De- rechos Humanos de la ONU.2 Eduardo Umaña no era más que la última y más conocida vícti- ma de la matanza de activistas de derechos humanos, inaugurada la no- che del 19 de mayo de 1997, con la muerte de Mario Calderón y Elsa Alvarado, y del padre de ésta, abaleados en su residencia, en el centro de Bogotá por cinco falsos agentes judiciales. Mario y Elsa formaban una pareja de pacifistas y ecologistas, con un niño de dos años. Éste se salvó porque su madre, al sentir a los sicarios, tuvo la lucidez de esconderlo en un armario. Elsa era la fascinante encargada de prensa del Cinep, un cen-

2. Semana, 27 de abril de 1998.

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tro para los derechos humanos que el comandante del ejército, general Manuel Bonnet, había definido como un cubil “de amigos de la guerrilla” (Cinep, 1997). El Cinep denunció que el triple homicidio era “consecuencia del hostigamiento contra las organizaciones no gubernamentales y socia- les desatado por los organismos de seguridad del Estado y, bajo su protec- ción, por los grupos paramilitares”. Después de aquellas muertes, los dirigentes de dichas organizaciones rechazaron las escoltas de los organis- mos de seguridad, manifestando que “no resultaría lógico que la protec- ción de sus trabajadores quede en manos de esos mismos organismos”. Un mes más tarde, en la pequeña ciudad de Cartagena de Chairá, las FARC liberaron a 70 soldados capturados durante un cruento ataque contra la base antinarcóticos de Las Delicias. Colombia entera pudo ver en directo por televisión a los prisioneros escuchando en posición de firmes el himno de los rebeldes. Fue una humillación insoportable para los oficiales y para el comandante de las Fuerzas Armadas, Harold Bedoya, que definió la ceremonia de Cartagena como un “circo con muchos payasos”, refirién- dose a Samper y a los mediadores del gobierno, acusados de debilidad frente a las FARC.3 La entrega pública de los soldados era la demostración de la patente incapacidad del ejército, no únicamente para derrotar a los gue- rrilleros, como prometían los generales desde hacía años, sino para liberar a los 500 hombres retenidos por las FARC. La respuesta de los militares llegó dos días después de la ceremo- nia de Cartagena. Su tribunal absolvió escandalosamente al general Faruk Yanine, acusado de haber ordenado varias masacres y de colaborar con los grupos paramilitares. Bedoya declaró a Yanine “héroe de la patria”. Cuan- do entró a formar parte de la cúpula de las Fuerzas Armadas, Bedoya mostró su solidaridad incluso con los militares acusados de los delitos más crueles de lesa humanidad. En febrero de 1995 criticó la decisión del pre- sidente Samper de echar del ejército al mayor Alirio Ureña, uno de los car- niceros de Trujillo. ¿Por qué mataban a los defensores más importantes de los dere- chos humanos? Un periódico colombiano afirmó que “la guerra sucia suele agudizarse después de las derrotas militares?”, sugiriendo que tal vez era la única guerra que el Estado podía llegar a vencer.4 Durante el último año de la presidencia de Samper, las “autodefensas” se habían ramificado por todo el país, irrumpiendo en territorios considerados hasta entonces neu-

3. Cambio 16, 2 de diciembre de 1996. 4. Cambio 16, 27 de abril de 1998.

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trales, como demostraron las muertes de Mario y Elsa Calderón, y de Eduar- do Umaña en Bogotá. El 25 de julio de 1997, el general Bedoya dimitió después de ha- ber expresado por enésima vez su desacuerdo con las tímidas iniciativas de paz de Samper, y presentó su candidatura a la presidencia, encabezan- do el movimiento Fuerza Colombia. En aquellos días, precisamente, las AUC realizaron la matanza de Mapiripán. Aunque reafirmaban su voluntad de continuar con el exterminio de los “guerrilleros desarmados”, los paras trataron de mostrar su cara más limpia. Castaño afirmó que representaba “el ala moderada de las autodefensas”. La grotesca afirmación intentaba no solamente lavar su imagen de asesino, sino permitir nuevas iniciativas criminales de las AUC. Además de la presión internacional, habían empe- zado en varias regiones a actuar contra ellas algunos sectores del Estado, compuestos sobre todo por jueces y funcionarios de la Fiscalía. Para neu- tralizarlos, Castaño inventó paras malos. El 3 de octubre de 1997, una patrulla de milicianos encapuchados atacó un convoy de la Fiscalía en las montañas del Meta, asesinando a 11 hombres e hiriendo a seis. Los investigadores habían entrado recientemente en la hacienda de un narcotraficante y confiscado una carga de 350 kilos de cocaína. Castaño negó haber dirigido la emboscada. “Ni que yo fuera el superhombre. Ni que tuviera el don de la ubicuidad. Dios quiera que esté al alcance de poder controlar las autodefensas”. Después de unos días, comunicó a la prensa que había convocado a los comandantes de la región controlada por el “rey de las esmeraldas”, Víctor Carranza. “De compro- barse la responsabilidad de alguno de sus aliados en la mencionada ma- sacre, exigiremos a su comandante ponerse a disposición de la Fiscalía”.5 Obviamente, allí quedó todo. En diciembre de 1997, Samper firmó el decreto para constituir el enésimo Bloque de Búsqueda contra las autodefensas, que no llegó a re- unirse nunca. En esta ocasión, el ejército y los servicios secretos no se molestaron siquiera en nombrar un representante. Después de la matan- za del Meta, el director de la Fiscalía, Pablo González, lamentó que sus hombres fueran enviados al fracaso. A finales de 1998 la Fiscalía manifes- tó que el ejército y la policía habían hecho caso omiso de 600 órdenes de captura contra miembros paramilitares, entre ellas la dirigida contra Car- los Castaño.6 “No se ha logrado por la misma razón por la cual no se ha

5. El Colombiano, 11 de marzo de 1998. 6. El Espectador, 14 de agosto de 2000.

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capturado a Tirofijo. Tienen postas que les avisan”, explicó, en nombre de los generales, el ministro de Defensa Gilberto Echeverri, ocultando que el líder guerrillero vivía en las selvas de las cordilleras, protegido por miles de rebeldes, mientras que el jefe de las AUC recibía a diario, en sus hacien- das de Córdoba, a parlamentarios, policías, alcaldes, concejales, altos oficia- les, obispos y periodistas. Todos sabían dónde encontrarlo menos las fuerzas del orden. La violencia aumentó durante la campaña electoral de 1998. De nuevo estaban solos en la contienda por la presidencia de la República el Partido Liberal y el Partido Conservador. El M-19 había quedado absorbi- do hacía tiempo por la dinámica del sistema tradicional mientras que, a la izquierda, el Partido Comunista no había conseguido ni siquiera las 50.000 firmas necesarias para presentarse a las elecciones. El Tiempo atribuyó su quiebra a la caída del muro de Berlín y no al exterminio sistemático de sus dirigentes. “En Colombia no se prohíbe la disidencia ni la protesta; simple- mente se mata a quien disiente o protesta”, escribió por entonces Antonio Caballero. También aquella campaña estuvo llena de humillaciones mili- tares y horrores paramilitares. Un duro golpe al honor militar llegó por sorpresa de manos del embajador norteamericano, Myles Frechette, quien declaró sin medias tintas que, desde su llegada a Bogotá, el gobierno colombiano no había hecho nada para castigar las violaciones de derechos humanos cometidas por los militares, añadiendo que la XX Brigada actuaba como un “escuadrón de la muerte”. Los ministros y generales, que no se habían imaginado nunca gritando “yankee go home”, se sintieron de pronto encendidos nacionalis- tas. El ministro de Defensa, Gilberto Echeverri, después de comparar a Frechette con “una sirvienta que insulta a la señora”, afirmó lleno de fu- ria: “No se le puede entregar la justicia colombiana a los Estados Unidos”. El comandante de las Fuerzas Armadas, Manuel Bonnet, definió por su parte al embajador norteamericano como “desleal, traicionero y felón”. Muchos editorialistas recordaron de pronto que Estados Unidos no tenía autoridad moral para lanzar aquel tipo de acusaciones, ya que había pla- nificado y enseñado durante décadas las violaciones de los derechos hu- manos en América Latina y en el mundo.7 En todo caso, la XX Brigada fue disuelta por el gobierno. El procedimiento fue explicado a la comunidad internacional como una decisión punitiva, mientras que a los militares se les hablaba de una simple medida de reestructuración, decidida ya hacía

7. Cambio 16, 28 de julio de 1997 y El Colombiano, 14 de julio de 1997.

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tiempo. Los oficiales de la XX Brigada fueron ascendidos en su totalidad y destinados a dirigir brigadas y divisiones que se movían por el país. Desde Washington continuaron llegando señales contradictorias. El Departamento de Estado negó la visa de entrada a varios generales co- lombianos, como Iván Ramírez y Rito Alejo del Río, acusados de colabora- ción con los grupos paramilitares. Más tarde ofreció instructores para organizar cursos sobre derechos humanos en todos los cuarteles colom- bianos. Era más que suficiente para enojar a las Fuerzas Armadas colom- bianas e inducirlas a vengarse en el campo de batalla. Eligieron como objetivo la región del Caquetá. Los generales tenían varias razones para hacerlo. En ella había tenido lugar el famoso “circo con muchos payasos”, pero asimismo era una región con muchas plantaciones de coca, y donde operaba la unidad principal de las FARC, el Bloque Sur, reforzado enorme- mente después de la salvaje represión de las protestas de los cocaleros de 1996. Mientras los colombianos se preparaban para elegir entre el libe- ral Horacio Serpa y el conservador Andrés Pastrana, los generales envia- ron a lo largo del río Caguán a la I Brigada Móvil de contraguerrilla, cuyos rangers solían asustar con sus caras pintadas de negro y sus gritos de guerra a los espectadores en los desfiles militares que organizaban por el centro de Bogotá. La selva amazónica se demostró, sin embargo, mucho más hostil que la carrera Séptima. “Es como meter la cabeza en la boca de un tigre con la esperanza de que no la cierre”, advirtió el obispo de San Vicente del Caguán. Y la boca, como podía preverse, se cerró. Los guerrilleros lograron atraer a los hombres del LII Batallón hasta la confluencia de los ríos El Billar y Caguán, y después los atacaron por todas partes. Tras doce horas de enfrentamientos quedaron sobre el terreno 83 soldados profesionales, y 43 fueron hechos prisioneros. El co- mandante del Bloque Sur de las FARC, Fabián Ramírez, fue quien dio la noticia de los hechos al pedir la intervención de la Cruz Roja para auxiliar a los soldados heridos, abandonados como estaban en una selva poblada por animales feroces, como jaguares, serpientes y caimanes. El general Galán se opuso categóricamente. “La guerrilla quiere impedir nuestra con- traofensiva”. Se habían alejado ya los guerrilleros cuando la aviación bom- bardeó los pueblos de la zona, matando a una veintena de campesinos. Mientras los periódicos anunciaban a toda página la nueva “ca- tástrofe militar” y la “humillación de los Rambo”, las FARC organizaron una conferencia de prensa ante diversos periodistas colombianos y extran- jeros en la zona de los enfrentamientos, que el comandante de las Fuerzas Armadas afirmaba incautamente que había sido puesta “bajo el total con-

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trol del Estado”. Mientras condecoraban apresuradamente en Bogotá a los 28 sobrevivientes del batallón, enviaron sin orden ni control a las familias los cadáveres recuperados. Estalló otro escándalo que dejó todavía más en ridículo al ejército. “Nos dieron un cadáver que no es nuestro”, se lamen- taron varios parientes de las víctimas.8 La desastrosa derrota del río El Billar, una más de una larga serie de catástrofes militares, provocó grandes discusiones entre los expertos políticos colombianos. El politólogo Alejo Vargas escribió en El Colombia- no: “En los últimos tiempos se tiene la sensación de que el ejército prefiera la estrategia extrainstitucional, es decir, apoyar a los grupos paramilitares”. Consciente del papel que había asumido su milicia, Castaño respondió convocando a sus hombres en una de sus haciendas de la región de Córdo- ba. Al concluir la cumbre, fue aprobado un documento que afirmaba, entre otras cosas: “La incapacidad operativa de las Fuerzas Armadas, en razón de la presión de los organismos de derechos humanos, coloca a las AUC a la vanguardia de la lucha”. Los hombres de Castaño, que llegaban ya a 5000, manifestaron su intención de recuperar la zona suroriental de Co- lombia, “colonizada por la guerrilla”. La masacre de Mapiripán fue la pri- mera acción de la “Operación Conquista”. La organización de Castaño incrementó sus efectivos durante 1998, cuando el gobierno colombiano, apremiado por las protestas inter- nacionales, fijó ciertos límites a la actividad de las Convivir. La simple res- tricción de armas obligó a la disolución de muchos grupos que se habían transformado en bandas de matones, y 38 de ellos decidieron públicamente pasar a las filas de las AUC.9 Muchos otros lo hicieron a escondidas. La mayor parte de los arsenales adquiridos no fueron devueltos. Durante sus tres años de actividad, las Convivir habían practicado la defensa de la po- blación en una sola dirección. A la vez que se oponían a los intentos de extorsión de la guerrilla o eliminaban a sus presuntos colaboradores, par- ticipaban activamente en las acciones sangrientas de los paramilitares. Las AUC acogían también a los escasísimos oficiales expulsados del ejército por “violación de los derechos humanos”, y a los soldados de las brigadas de contraguerrilla. El reclutamiento de tropas de Castaño se llevaba a cabo a plena luz en el momento mismo del despido, tanto fuera como incluso dentro de los cuarteles. Según el líder de los paras, se contaban entre sus hombres 135 ex oficiales, más de 1000 ex soldados y 800 ex guerrilleros.

8. El Tiempo, 21 de marzo de 1998. 9. El Colombiano, 3 de agosto de 1998.

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En mayo de 1998 fue elegido presidente de la República el candi- dato conservador Andrés Pastrana, un locutor de noticieros, periodista y ex presentador de televisión que había sido, sin desdoro ni aplauso, alcal- de de Bogotá. Aunque era a su vez hijo del presidente Misael Pastrana, representaba una cierta novedad frente a su adversario liberal, Horacio Serpa, ministro del Interior en el gobierno Samper. Pastrana hizo determi- nados gestos que le valieron la victoria. En primer lugar, envió a los res- ponsables de su campaña a las montañas de la Cordillera Oriental para encontrarse con Tirofijo, quien aceptó fotografiarse con un reloj en la muñeca, que era una de las baratijas electorales del Partido Conservador. Después, fue personalmente a la Cordillera Oriental a conversar amable- mente con el jefe guerrillero, a quien había descrito durante años como hombre sanguinario a la cabeza de una banda de asesinos sin ideales. El impacto publicitario, que parecía tener la huella del realismo mágico de García Márquez, funcionó perfectamente. Transformado en el votante más autorizado de Pastrana, Tirofijo determinó paradójicamente el éxito de las elecciones. Pastrana se dejó llevar por la euforia de su victo- ria. Durante un viaje a Francia prometió pacificar el país en un semestre. Unos días después del histórico encuentro con Pastrana, el viejo jefe de las FARC ordenó a los suyos una ofensiva en contra del ejército en 18 regiones colombianas. El Bloque Sur hizo las cosas a lo grande, destruyendo Miraflores, la mayor base de la contraguerrilla en el país, considerada hasta entonces inviolable. Murieron 35 soldados y más de cien se sumaron a los prisioneros de la guerrilla. Aunque no era un comienzo prometedor, Pastrana se mostró extrañamente comprensivo. “Esta ofensiva es un adiós a Samper, no una bienvenida a mí”. El nuevo presidente reveló que el pre- cio a pagar por abrir el camino de la paz, y por el apoyo electoral de Tirofijo, era la desmilitarización de un territorio tan grande como Suiza, al sur del país, en que se desarrollarían las negociaciones. Los generales no escondieron su enojo. El informe anual de Am- nistía Internacional, que denunciaba la convivencia entre militares y pa- ras, hizo perder la cabeza al general Bonnet. En aquellas páginas, según él, se veía “la mano de la narcosubversión”.10 Bonnet no quiso repetir la acusación cuando el Departamento de Estado norteamericano afirmó que la mayor parte de las masacres de Colombia eran obra de las AUC “con la complicidad de soldados o unidades militares o con el conocimiento y apro- bación tácita de altos funcionarios militares”. Prefirió hacer gesto de con-

10. El Tiempo, 3 de noviembre de 1998.

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graciarse con quienes habían elaborado el informe estadounidense ya que habían subrayado al mismo tiempo la “constante y sustancial disminu- ción” de las violaciones de los derechos humanos por parte de las Fuerzas Armadas, que había pasado del 54 al 7,5% del total de los crímenes de aquel género cometidos en el país. No hacía falta mucho para entender que la práctica de la guerra sucia había sido adjudicada en aquel periodo sobre todo a los paramilitares. Todos prefirieron poner cara de no haber caído en ello, incluida la prensa colombiana, forzada muchas veces a realizar una degradante labor de desinformación. Pastrana intentó en vano tranquili- zar a los generales. “Ningún colombiano, incluida la guerrilla, quiere que la paz se haga a espaldas de las Fuerzas Armadas”, dijo mientras firmaba la orden de evacuación del Caguán por parte de los militares. Los genera- les comenzaron a mostrar su despecho, a veces de manera casi infantil. Por ejemplo, retrasaron durante varias semanas y con pretextos inverosí- miles, la evacuación del batallón Cazadores, de San Vicente. Comprendiendo el meollo de la estrategia enemiga, los hombres de Tirofijo cambiaron de pronto su objetivo. Hasta entonces se había asis- tido en Colombia a dos guerras diferentes y superpuestas: la del ejército contra la guerrilla, y la de los paras contra la población civil. En una ac- tuación audaz y simbólica, 500 guerrilleros de las FARC asaltaron duran- te las fiestas de Navidad de 1998 el altiplano del Nudo de Paramillo, en la región de Córdoba, que albergaba desde hacía años el campamento central de Carlos Castaño. Murieron decenas de paras y campesinos de la zona. Durante un par de días fue dado por muerto incluso el jefe de las AUC. Nadie había imaginado una incursión de aquella índole en un territorio que se consideraba completamente controlado por los paramilitares. La vergüenza fue lavada una vez más con sangre. En los mismos días en que se iniciaban las conversaciones de paz entre el gobierno y las FARC, en San Vicente del Caguán, ante un millar de observadores llegados de todo el mundo, las bandas paramilitares sembraron de terror el país, masacrando a más de 200 personas, entre ellas, algún niño. Todas fusila- das, descuartizadas o decapitadas. “No lloren por esos canallas. Eran to- dos colaboradores de la guerrilla”, aseguró Castaño. Era su forma de estar presente en la mesa de negociaciones o, mejor dicho, de romperla, puesto que las FARC decidieron congelar la negociación apenas iniciada, acusan- do al gobierno de continuar protegiendo a los paras. La ofensiva sangrienta de Castaño seguía una estrategia muy precisa. Correspondió explicarla a El Tiempo. Las matanzas llevadas a cabo en la región de Córdoba eran “educativas“: querían enseñar a los campesi- nos de la región a que indicaran la presencia de guerrilleros para así impe-

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dir nuevos ataques por sorpresa. Los ataques realizados en el centro del país tenían, por su parte, objetivos económicos: alejar a las FARC y al ELN de los yacimientos de petróleo, oro y plata. Y los ataques del sur, especial- mente en el Putumayo y Caquetá, habían tenido como objetivo cortar los suministros de armas y víveres que recibían las FARC desde Perú y Ecua- dor, atacando asimismo su mayor fuente de financiación, los impuestos por narcotráfico. El prestigioso periódico de Bogotá evitaba, sin embargo, explicar cómo podían moverse con tanta libertad por el país los grupos de paras, como si fuera el ejército el único que no los percibía. Era la cuestión a la que nunca se daba respuesta. Cuando las FARC se retiraron de la mesa de conversaciones, Pastrana les pidió, enojado, que demostraran las acusaciones de colabora- ción del Estado con los paramilitares. Al documento redactado por los guerrilleros, que concluía con un listado de políticos, industriales, latifun- distas y militares ligados a los paras, el gobierno respondió con otro docu- mento que recordaba todas las medidas tomadas contra las AUC y la lista de oficiales investigados por la magistratura. Era una lista ampliamente conocida, pero que bastó para desatar la protesta de las cúpulas militares, que lamentaron “haber sido echadas como pasto a los delincuentes”. Cas- taño se presentó de nuevo como su paladín, acusando al gobierno de “man- dar al patíbulo a los familiares de cientos de colombianos antisubversivos”. Pastrana debía convencer no solamente a las FARC de sus reales intenciones de combatir el paramilitarismo, sino también a los países eu- ropeos garantes del proceso de paz. Apenas elegido, se vio envuelto en la explosiva situación del puerto petrolero de Barrancabermeja.11 Hacía más de un año Carlos Castaño había prometido instalar su hamaca en la zona de las montañas de San Lucas, controlada desde hacía décadas por los re- beldes del ELN, y donde se hallaba el 80% del oro colombiano. Los guerri- lleros defendían a los pequeños mineros, que los paras deseaban desalojar para facilitar la explotación a algunas multinacionales, como la norteame- ricana Corona Goldfields, controlar así el mercado del oro y blanquear más cómodamente los capitales obtenidos con la cocaína. Los hombres de Cas- taño intensificaron las masacres iniciadas en 1995. Miles de prófugos se refugiaron en Barrancabermeja. La guerra llegó a esta ciudad petrolera, bastión de la USO, cuyos dirigentes fueron declarados “objetivos milita-

11. Sobre la situación de Barrancabermeja véase Panorama actual de la situación de derechos humanos en Barrancabermeja y Sur de Bolívar publicado en la internet por Nizkor, el 13 de abril de 1999, y en periódicos como El Colombiano, 18 y 21 mayo de 1998.

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res” por las AUC. La primera matanza de Barrancabermeja tuvo lugar en mayo de 1998, con el resultado de 11 muertos y hasta 35 secuestrados. Cuando los paras anunciaron unos días después, “el proceso, la ejecución y la cremación” de estos últimos, los barrios populares quedaron bloquea- dos durante cuatro días. Miles de personas vigilaron simbólicamente 35 ataúdes vacíos, desafiando a los paras, a los soldados de la contraguerrilla y a los policías, que actuaban como un solo ejército. Cada vez que eran identificados, casualmente, los responsables de una matanza, se descubría entre ellos a algún militar activo. El movimiento de denuncia de la guerra sucia vigente obligó a Pastrana a viajar hasta Barrancabermeja. El 4 de octubre de 1998, el pre- sidente se comprometió con los grupos de desplazados a combatir a los paras, a cortar toda colaboración del ejército con las AUC y a financiar obras sociales en aquella zona. Cuando el presidente suscribió los acuer- dos con los delegados de los colectivos, subrayó enfáticamente que había querido evitar “promesas irresponsables”, asegurando que los pactos iban a ser respetados “con gran puntualidad”. No faltó quien dudara de su buena fe. Jaime Zuluaga, politólogo de la Universidad Nacional de Bogotá, ma- nifestó que “el gobierno puede tomar la decisión, pero si quienes deben realizarla tienen un vínculo con los paramilitares, las medidas se pueden quedar en el papel”.12 No se equivocaba. En la región de Bolívar todo con- tinuó como siempre. El único resultado de las negociaciones con el gobier- no fue la muerte o el exilio forzoso de casi todos los delegados de las comunidades en lucha. En noviembre de 1998 fue detenido, torturado y muerto, junto con su compañero, el líder campesino más querido de la zona, Édgar Quiroga, incluido en el Sistema de Protección de los defenso- res de los derechos humanos. Los organismos humanitarios manifestaron en aquella ocasión dirigiéndose a Pastrana: “Este crimen demuestra que sus promesas no eran más que pura retórica”. El presidente de la repúbli- ca no se dignó siquiera responder, pues se encontraba atareado en descon- gelar las conversaciones con las FARC queriendo implicar en ellas a los potentados de la economía nacional. No era empresa fácil. Un sondeo Gallup realizado entre 538 propietarios o dirigentes de las principales haciendas del país reveló que el 82% de los entrevistados se mostraba absolutamente contrario a las concesiones hechas a las FARC. Más allá de las rituales declaraciones de buena voluntad, la oli- garquía colombiana demostraba, por tanto, que prefería la guerra civil a una paz que implicara una mejora de la justicia social, y que convivía tran-

12. El Espectador, 6 de octubre de 1998.

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quilamente en un país en el que, de 43 millones de habitantes, 33 millones de pobres subsistían con menos de dos dólares al día, de los que 9 millones vivían tan miserablemente que no llegaban al dólar diario. Con tal de mantener sus privilegios, ya escandalosos, los ricos colombianos soporta- ban las molestias y la angustia de una existencia entre búnker, escoltas armadas, autos blindados, y bajo la amenaza constante del secuestro, único delito que parecía indignarles. Probablemente apreciaban los efectos bené- ficos del conflicto que, a pesar de absorber, según datos gubernamentales, el 25% del PIB, o sea, cerca de 23.000 millones de dólares al año, se había revelado eficaz para la modernización del campo en la forma aconsejada durante años por los expertos del Banco Mundial, y pretendida por las multinacionales y la sociedad colombiana ligada a ellas. El drama de los tres millones de personas expulsadas violentamente de sus tierras, defini- do por las agencias internaciones como “la peor tragedia humanitaria del hemisferio occidental”, no conmovía ni a los gobernantes, ni mucho me- nos a los burgueses de Bogotá. Los desplazados colombianos les parecían tan lejanos a los residentes ricos de la capital como los de Burundi o Sudán. Muchos economistas repetían satisfechos que “el país va mal, pero la eco- nomía va bien”. La guerra era también un negocio para los generales en activo, acostumbrados a enriquecerse con los regalos de las grandes com- pañías privadas y las comisiones que recibían por cada contrato de sumi- nistros militares. Lo era también para los oficiales despedidos que, o pasaban a las filas de Castaño, o eran contratados por las empresas de seguridad, el único sector con una expansión asegurada, además de la droga. La guerra era incluso una forma de vida para los guerrilleros, habituados a la lucha desde hacía tres generaciones, y que desconfiaban de todo proceso de paci- ficación, visto que los experimentos hechos hasta el momento habían pro- ducido más muertos que posibilidades de vivir con dignidad. El proceso de paz con las FARC caminaba con grandes dificulta- des, sobre todo por la constante acción de quienes deseaban sabotearlo. La denominada “república del Caguán” era acusada continuamente por ge- nerales y políticos de ser un almacén de carros robados y niños secuestra- dos, además de mantener laboratorios que trabajaban a pleno rendimiento en la producción de droga. Ninguno se tomaba jamás la molestia de de- mostrar aquellas acusaciones.13 Los servicios secretos del ejército construían periódicamente montajes, más o menos burdos, para boicotear las con- versaciones. En mayo de 2000, por ejemplo, murió una pequeña propie- taria de tierras de un poblado de la Cordillera Oriental, junto con el policía

13. Semana, 7 de diciembre de 2001.

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que intentaba desactivar un mecanismo explosivo colocado alrededor del cuello de la mujer por unos desconocidos. El ejército acusó a las FARC del llamado “collar bomba“, afirmando disponer de grabaciones de llamadas telefónicas hechas a la víctima por los guerrilleros del frente rebelde que operaba en la zona. El director de la Policía Nacional, general Rosso José Serrano, culpabilizó a los guerrilleros de las FARC “que trabajan desde al- gún tiempo con asesoría extranjera de grupos terroristas como ETA, IRA y grupos de Argelia”. Ante la presión de la ANDI, la confederación de indus- triales, Pastrana suspendió las negociaciones con las FARC afirmando que “los violentos han colocado un collar de dinamita no sólo sobre doña Elvira sino sobre la esperanza de todos los colombianos”. Después de unos días, la Fiscalía exculpó a las FARC, aunque evitando otras indagaciones, tal vez para no hallar pistas que pudieran escocer. De aquella historia cruel, que produjo escalofríos por el mundo, solamente quedaron dos víctimas y la impunidad de siempre.14 El recrudecimiento de la guerra producido por la estrategia paramilitar contagiaba a la misma guerrilla. La política de “tierra quema- da“, llevada a cabo por Castaño en amplias zonas del país empujaba a más y más hombres a entrar en los frentes guerrilleros, pero debilitaba los la- zos hasta entonces existentes entre los rebeldes y la gran masa de campe- sinos. La población de las zonas rurales se convirtió en la principal víctima de una guerra sin reglas. El reclutamiento masivo, efectuado sobre todo por las FARC, conllevaba un empobrecimiento político e ideológico de los combatientes, que alcanzaba a comandantes de nivel medio y alto. Así lo demostraron algunos episodios crueles y absurdos, como la muerte a san- gre fría de tres militantes ecologistas estadounidenses en marzo de 1999, que luchaban junto a los indígenas Uwa contra la multinacional del pe- tróleo Oxy, o el fusilamiento en febrero de 2001 de siete jóvenes excursio- nistas de Bogotá en el parque natural de Puracé, confundidos con espías paramilitares. La dificultad en el suministro de armas convencionales empujaba a las FARC a utilizar, cada vez con mayor frecuencia, armas artesanales, tan mortales como imprecisas, como las bombonas de gas, que provocaban estragos entre los civiles. Así sucedió el 2 de mayo 2002, durante una batalla con los paras en el pueblo de Bojayá, en la región de Chocó, dejando un saldo de 118 víctimas. “Cuando un movimiento tiende a parecerse a su enemigo en su forma de actuar y de combatir, las razones de su lucha comienzan a volatilizarse”, escribió Alfredo Molano, replican- do al Estado Mayor de las FARC que acababa de definir a Human Rights

14. El Tiempo y El Colombiano, 19 al 30 de abril de 2000.

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Watch “idiota útil del imperialismo”. El malestar de los intelectuales pro- gresistas frente a la crueldad progresiva de la guerra era, sin embargo, muy poca cosa ante lo que sufrían los colombianos que vivían “entre dos fuegos” en gran parte del país. Era suficiente residir en una zona de in- fluencia de las AUC o de la guerrilla para ser considerado “objetivo mili- tar”, lo mismo que había sucedido 40 años antes, durante la época de violencia entre liberales y conservadores. Podía, por ello mismo, entender- se que la población campesina empezara a sentir en muchas zonas más temor que estima o simpatía hacia los rebeldes. La desconfianza de la gen- te era asimismo motivada por la gran cantidad de guerrilleros que, al pa- sar a las filas enemigas, se ganaban la confianza de los jefes paras, denunciando la red de apoyo y acusando a todo el que hubiera tenido re- lación con los rebeldes, aunque hubiera sido simplemente por venderles alimentos. Muchos de los peores carniceros de las AUC, comenzando por el Negro Vladimir, habían sido guerrilleros. La decisión de “hablar sobre paz mientras se hace la guerra”, pro- ducía a veces efectos paradójicos. A menudo los noticieros televisivos al- ternaban reportajes sobre combates sangrientos que terminaban con pilas de cadáveres y montones de escombros, con grabaciones de la zona des- militarizada del Caguán, y disertaciones “temáticas” televisadas, en las que tomaban parte miles de colombianos. A los tres años de comenzar las ne- gociaciones se logró solamente confeccionar una lista de 47 temas funda- mentales de discusión, llamada pomposamente Agenda hacia el Cambio por la Nueva Colombia. El portavoz internacional de las FARC, Raúl Re- yes, declaró: “Somos conscientes del pesimismo, pero estamos haciendo como quien inicia la construcción de un edificio. Ya construimos las bases. Quizá entonces la parte de arriba sea más fácil levantarla”.15 Una pax centroamericana, limitada al silencio de las armas sin que nada se hiciera para remover las causas originarias de la guerra civil, hubiera sido inútil, como se decía irónicamente sobre Guatemala, que había acabado siendo Guatepeor al acabar la guerra civil. Cada tema de la Agen- da se transformaba en un escollo insalvable. ¿Cómo pensar, por ejemplo, en una verdadera reforma agraria en un país donde, gracias sobre todo al terror paramilitar, se estaba realizando hacía décadas una contrarreforma despiadada? Entre 1994 y 2001 los grandes latifundistas habían pasado de ser dueños del 34% a poseer el 48% de las tierras del país, dejándolas sin cultivar en buena parte. De los 51 millones de hectáreas aptas para el cul-

15. El Tiempo, 11 de junio de 2001.

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tivo, 46 se encontraban abandonadas o destinadas a pastos. En un país con una naturaleza extraordinariamente fructífera se había producido un aumento de importación, casi exclusivamente de Estados Unidos, de ali- mentos básicos, como frijoles, patatas y grano, de hasta el 700% en los últimos 10 años (Mondragón, 2000a). Mientras la mafia del narcotráfico había transformado los campos en pastos, con sus inversiones, el capita- lismo financiero y especulativo que dirigía la política agraria de Bogotá encontraba ventajosa la instalación de una moderna industria agraria de exportación. La clase política en el poder era quien bloqueaba más que nadie la reforma agraria: el 70% de los senadores colombianos son grandes te- rratenientes (Mondragón, 2000b). No podía tampoco imaginarse en Colombia, estando vigente un total liberalismo que funcionaba sin piedad alguna, que se limitara, por ejemplo, el enorme poder de las multinacionales petroleras, como pedía la guerrilla. Dicho poder había seguido creciendo durante los cuatro años de gobierno de Pastrana: las empresas extranjeras habían obtenido alrededor de 70 concesiones de explotación por parte del Ministerio de Minas, con una reducción de impuestos del 16 al 5%, y la cuota de participación des- tinada a Ecopetrol había sido reducida del 50% al 25%. Eran también ilusorias las medidas de protección de los trabaja- dores en un país donde más de la mitad de la población intentaba sobrevi- vir con la llamada economía informal, donde el 32% de los asalariados no disponía de ningún tipo de asistencia, y donde sólo el 6% de la fuerza labo- ral estaba sindicalizada. El Estado y los empresarios preferían las actua- ciones de fuerza, que iban desde la prohibición de huelgas hasta la eliminación sistemática de los sindicalistas, a las “relaciones industriales” normales. Según la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), entre 2001 y 2002 fueron asesinados casi 400 sindicalistas, que suponían el 90% de los asesinados en el resto del mundo durante ese periodo.16 “¿Quiere usted morir en el curso de los próximos días? La fórmula es simple: afíliese a un sindi- cato. En menos que canta un gallo las fuerzas oscuras que pululan en este país y que son simplemente eso, fuerzas oscuras, lo darán de baja en cual- quier esquina”, escribió en agosto de 2002 el editorialista de El Espectador, Fernando Garavito, después de una carnicería más. Era asimismo inconcebible un cambio de tendencia en la guerra contra la droga, a pesar de que demostraba continuamente su inutilidad a la hora de frenar el narcotráfico y reducir las zonas de cultivo ilegal. La

16. El Tiempo, 19 de junio de 2002 y 9 junio de 2003.

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fórmula “militarización del territorio y erradicación violenta de las plan- taciones” continuaba siendo impuesta al gobierno por Estados Unidos, que era su principal consumidor, su más acérrimo perseguidor y el mayor beneficiario económico de su comercialización, todo al mismo tiempo. Tampoco podía pensarse que el ejército terminara depurando a los oficia- les acusados de graves violaciones de los derechos humanos, pues eso hu- biera diezmado la cúpula de las Fuerzas Armadas. Con estas premisas, las negociaciones del Caguán parecían más una utopía que una esperanza. Un sector cada vez más amplio de pobla- ción las consideraba una “mamadera de gallo”, por utilizar una expresión de García Márquez, es decir, una tomadura de pelo por parte de Tirofijo y de Pastrana al resto del país. Tanto el Estado como las FARC se beneficia- ban de aquella paz ficticia. Al ser establecida una zona desmilitarizada, la comandancia guerrillera había conquistado, no solamente un reconoci- miento internacional inimaginable unos años antes, sino también zonas de paso seguras por donde dirigir a los combatientes, que pasaron, según los analistas, de 20.000 a 27.000 en tres años, de los que casi 10.000 eran urbanos.17 Durante las negociaciones del Caguán, por otra parte, también se había reforzado el ejército, gracias y sobre todo al Plan Colombia. Diseñado dicho plan en 1999 en colaboración con el Pentágono, y presentado “como un proyecto para la paz, la prosperidad y el reforza- miento del Estado”, su verdadero objetivo era atacar las zonas fuertes de las FARC, en el sur, que se financiaban ante todo con los impuestos sobre el tráfico de droga. Los primeros 1300 millones de dólares entregados por Estados Unidos sirvieron para preparar nuevos destacamentos móviles y para comprar 69 helicópteros blindados, Black Hawk y Huey, adaptados para combatir a grupos guerrilleros, no para atacar a los narcos. Aunque estaba dirigido formalmente al reforzamiento de la capacidad operativa de los militares, el Plan Colombia no olvidaba a los paras, cuya creciente actividad como narcotraficantes se encubría tanto en Bogotá como en Washington. La realización del plan en la el Putumayo fue precedida por la llegada masiva de los hombres de Castaño. “Los militares de la brigada antinarcóticos dependen enteramente de nosotros; saben dónde estamos y realizan las operaciones de erradicación solamente en las zonas que noso- tros hemos conquistado y limpiado previamente”, declaró un jefe de las AUC al enviado del Boston Globe.18 El Alto Comisionado para los Derechos

17. El Colombiano, 14 de febrero de 2002. 18. Boston Globe, 28 de marzo de 2001.

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Humanos de la ONU denunció en más de una ocasión la existencia de ba- ses, puestos de control y sedes de reunión de los paramilitares, a poca dis- tancia de los cuarteles de la Brigada de Contraguerrilla establecida en el Putumayo. Fue todo inútil. Para no molestar a sus aliados, la cúpula mi- litar prefirió no dar la cara, o negó la evidencia de los hechos, evitando tomar la más mínima medida al respecto. A pesar de que seguían lamentándose de que “el cáncer se está tratando con aspirina”, las Fuerzas Armadas evitaban todo riesgo de su- frir las derrotas catastróficas del pasado, con los cuarteles en llamas y pelotones enteros de soldados muertos o hechos prisioneros. Tuvieron más hombres, dinero y poder. Los soldados profesionales, por ejemplo, pasa- ron a lo largo de los tres años de negociaciones, de 21.000 a 55.000, con un armamento casi completamente renovado. El aumento del número de helicópteros blindados y de aviones para el transporte de tropas, recono- cimiento y combate, debido al Plan Colombia, llevó a decir a Pastrana en julio de 2002: “Que tiemblen los terroristas porque recibirán sin descanso su fuego justiciero”.19 En junio de 2001 el Congreso aprobó una ley “de seguridad y defensa nacional”, que parecía una copia del Estatuto de Seguridad vigen- te durante el oscuro periodo de Julio César Turbay. Al asignar competen- cias de policía judicial a los militares, y con la prolongación del tiempo de detención en los cuarteles, se retomaba la normativa que había originado la tortura y las desapariciones forzadas en el país. Colombia fue en 2001, junto con Nepal y Camerún, el país con mayor número de desaparecidos del mundo, siendo la mayoría de ellos opositores políticos que se perdían en los meandros del sistema carcelario nacional, incluso estando oficial- mente detenidos.20 La nueva ley restablecía asimismo la filosofía del paramilitarismo, volviendo a dar a las unidades militares la facultad de utilizar “cuando se considere necesario, los servicios de vigilancia y segu- ridad privada… a los fines de la Seguridad y la Defensa de la Nación”. En esa misma época, la guerrilla anunció su intención de incrementar la acti- vidad extorsiva para financiar su ejército. En 2002 fueron realizados cerca de 4000 secuestros en Colombia, casi tantos como los que se verificaron en el resto del mundo durante ese año. A pesar de todo, las negociaciones en el Caguán hubieran podido arrastrarse cansinamente hasta la conclusión del mandato presidencial de

19. El Espectador, 13 de julio de 2002. 20. El Tiempo, 25 de marzo de 2002, y sobre las acaecidas en las cárceles, en El Es- pectador, 9 de julio de 2001.

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Andrés Pastrana. Pero los atentados del 11 de septiembre de 2001 modifi- caron radicalmente el escenario colombiano. La proclamación de la cam- paña mundial Enduring Freedom por parte de Bush, dificultó las cosas a Pastrana, que se obstinaba en dialogar con unos guerrilleros a quienes la Casa Blanca consideraba terroristas. Los servicios secretos colombianos se movieron para resolver la contradicción, “descubriendo” las relaciones de las FARC con otros grupos internacionales. El montaje mayor se realizó con tres irlandeses detenidos en Bogotá ya en agosto anterior, apenas ba- jaron de un avión de Satena (aerolínea propiedad del Ministerio de Defen- sa colombiano), cuando regresaban de una visita autorizada al Caguán. Los tres militantes del Sinn Fein fueron acusados de haber instruido en el manejo de explosivos a los hombres de las FARC. Ni siquiera la Comisión de Asuntos Externos de la Cámara estadounidense, reunida para discutir el Plan Colombia, a la que se llevó el caso, pudo creer que los rebeldes co- lombianos necesitaran un curso de adiestramiento de aquel tipo después de cuarenta años de práctica. Para solucionar el montaje, en abril de 2004 los tres fueron absueltos y liberados para ser condenados, ocho meses despues, a 17 años de cárcel. Obviamente en contumacia. Algunas sema- nas después del comienzo de la guerra de Afganistán, las FARC fueron tam- bién acusadas de mantener relaciones con los talibanes de Al Qaeda. En julio de 2002, los cerebros de los servicios secretos inventaron incluso que Tirofijo había ofrecido dos millones de dólares a un ex piloto de Escobar, enfermo de cáncer, para lanzarse con un avión contra el palacio presiden- cial. La trama, más que sorprender dio risa, hasta el punto de que El Tiem- po llegó a pedir un poco más de seriedad a la denominada inteligencia militar.21 La presión del ejército y de los comandos de las AUC fue crecien- do en los alrededores de la zona desmilitarizada. Cuando los aviones mili- tares comenzaron a sobrevolar los campamentos donde se alojaban los comandantes de las FARC, los rebeldes interrumpieron por enésima vez las negociaciones. En enero de 2002, el representante de las Naciones Uni- das y los embajadores del grupo de países “amigos” lograron salvar in extremis el proceso de paz, para enojo de la cúpula de las Fuerzas Arma- das, que estaba a punto de ordenar la invasión de Caguán. Apenas supera- da aquella crisis, las FARC lanzaron una ofensiva de inusitada intensidad, sobre todo con atentados contra puentes, oleoductos y tendidos eléctricos, que contribuyó a eliminar la reducida credibilidad de las negociaciones.

21. Sobre las dudas de Estados Unidos acerca de la “Ira connection” y sobre la crítica de los servicios secretos, véase El Tiempo, 25 de abril y 28 de julio de 2002.

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pajaro-bk.p65 162 23/04/2005, 10:20 163 EL TERROR DE LA PAZ

El pretexto para la ruptura fue el desvío de un avión, realizado por un grupo de guerrilleros para secuestrar a un senador liberal. Pastrana acusó inmediatamente a las FARC de que no eran unos “Robin Hoods que luchan por el pueblo oprimido, sino personas sin escrúpulos que no tie- nen problemas en asesinar a niños para conseguir sus fines”. No habían pasado tres horas desde su discurso televisado, cuando decenas de aviones comenzaron a bombardear la región, en contra de los acuerdos firmados en enero de 1999 que preveían, en el caso de una ruptura de las negocia- ciones, 48 horas para el desalojo de la región por parte de los rebeldes. Fue el primer acto de la operación de “Recuperación del suelo patrio”, bautiza- da lúgubremente como Operación Tánatos. Al desconcierto de los colom- bianos frente al recrudecimiento de la guerra, se añadió la frustración ante un proceso de paz concluido sin haber aclarado siquiera qué estaba dis- puesto a conceder el gobierno, en términos políticos y económicos, para acabar con la violencia, que se mantenía en activo desde hacía medio siglo. Gobierno y FARC volvieron a endilgarse los apelativos de los peo- res tiempos, como “oligarquía militarista” y “narcoterroristas sin escrú- pulos ni ideales”. Los rebeldes acusaron al gobierno de haber querido “escamotear al pueblo colombiano la discusión de los temas fundamenta- les contenidos en la agenda común que trazan el camino a través de la mesa hacia una nueva Colombia”. Era sólo propaganda. Nadie podía creer que en los escasos meses que faltaban para las elecciones presidenciales, gobierno y FARC hubieran realizado lo que no habían conseguido hacer en los tres años precedentes. Y se regresó a la guerra sucia, sin que ésta hu- biera sido realmente abandonada nunca. Las víctimas del conflicto arma- do pasaron de un promedio diario de doce hasta veinte (quince civiles entre ellas), entre enero de 1999 y enero de 2002, y los desplazados, de 690 a 970.22 El progresista Lucho Garzón, candidato por el Polo Democrático a las elecciones presidenciales de mayo de 2002, declaró que las negociacio- nes de paz se retomarían “sobre el arrume de un millón de cadáveres”. Era más o menos la misma cifra de colombianos que habían huido legalmente del país en los últimos cinco años. Quien podía escapar, lo hacía. Los de- más se contentaban con sobrevivir. En el Parque Nacional de Bogotá, en agosto de 2000, durante un encuentro internacional de escritores hispanoamericanos, Fernando Vallejo, autor del libro La virgen de los sicarios, lanzó un llamado provocador: “Jó-

22. Los datos sobre la violencia durante las negociaciones de Caguán son tomados del informe anual de la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplaza- miento (Codhes).

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venes colombianos, no hagan a los demás lo que les han hecho a ustedes: no se reproduzcan, no engendren otros infelices en este infierno a extin- guir”. Parecía una proclama destinada a caer en el vacío, teniendo en cuenta que hacer hijos, sobre todo entre los desesperados, es el desafío más natu- ral a la muerte. Sin embargo, dos años más tarde, el 25 de julio de 2002, se reunieron en el mismo parque 20.000 mujeres que provenían de todo el país, reclamando la paz y gritando que no querían “parir hijos para la guerra”.

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Los caballeros de la llama oxhídrica 111111

iete segundos y medio. Ése fue el tiempo que transcurrió desde la ex- Splosión de las cargas colocadas junto a las puertas hasta el momento en que las cabezas de cuero dispararon contra los palestinos, que habían secuestrado a noventa pasajeros y a diez miembros de la tripulación de un Boeing de Sabena. La Operación Isótopo en la pista del aeropuerto Ben Gurion de Tel Aviv, se puso en marcha a las 16:22 del 8 de mayo de 1972. Aquel ataque relámpago, que provocó la muerte de dos hombres e hirió a dos mujeres del Frente Popular para la Liberación de Palestina, de George Habbash fue, en su género, un ejemplo mortífero de eficacia militar. En el comando israelí se encontraban, camuflados con uniformes blancos de técnicos del aeropuerto, dos futuros ministros: Ehud Barak y Benyamin Netanyahu. Y alguien que será buscado internacionalmente en el futuro: Yair Klein.1 Cuando entró en el ejército, Klein era casi un adolescente. Una vez licenciado, en 1978, con sólo 36 años, dirigió una estación gasolinera, y más tarde un restaurante en las riberas del Jordán. Al producirse la in- vasión de Líbano por parte de Israel en 1982, Klein no supo resistir la lla- mada de las armas y aceptó el mando de un destacamento de infantería.

1. Sobre las actividades de Klein en Colombia véase Jorge Velásquez (1993); María Jimena Duzán (1992); diversos informes del Das; Semana, 2 de mayo de 1990; Yediot Aharonot, 11 de junio de 2000; “El Ma’ariv”, reproducido por El Colombia- no, 11 de junio de 2000.

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Un año más tarde, en su segunda licencia, trató de conciliar la vocación de soldado con los negocios, creando, como muchos otros oficiales, su propia compañía de seguridad, a la que denominó significativamente Hod Hahanit en hebreo, y Spearhead en inglés, o sea, “punta de lanza“. Su primer ne- gocio fue la venta de armas y equipamiento por dos millones de dólares a los falangistas libaneses, con quienes había colaborado en el asedio de Beirut, y que habían sido los ejecutores de las masacres de Sabra y Chatila. En los años siguientes amplió su comercio a muchos otros clientes inter- nacionales. La industria bélica israelí obtenía pingües beneficios merced a la intermediación de compañías privadas como la de Klein, explotando in- cluso mercados abandonados por Estados Unidos por motivos diplomáti- cos, sobre todo durante la presidencia de Carter. Israel no sintió nunca escrúpulos en armar y colaborar con las dictaduras más sanguinarias y racistas del mundo. Aquellas sociedades figuraban en el “Anuario de pro- mociones” del Ministerio de Defensa. La Spearhead, que había recibido personalmente del ministro Yitzhak Rabin el permiso para “exportar tec- nología militar”, ocupó una página entera en la edición de 1988, año trans- currido por Klein y los suyos instruyendo a los sicarios paramilitares de Puerto Boyacá. Los negocios más oscuros se basaban, por lo demás, en pactos muy claros. Si algo andaba mal, la culpa recaía en las sociedades privadas. Y así sucedió con los servicios de Klein en Colombia. El gobierno de Tel Aviv conocía perfectamente la tarea que desempeñaba el ex coronel en el Magdalena Medio. “Antes de dejar Israel he comunicado que iba a instruir a campesinos. Me dijeron solamente que tuviera cuidado de mí mismo”, afirmó Klein. En abril de 1989 el jefe de seguridad de la Embajada israelí en Bogotá lo invitó a abandonar precipitadamente el país, al ente- rarse de que el DAS había descubierto la existencia de los campos de entre- namiento de los paras. El gobierno israelí se vio implicado, en todo caso, en un asunto más enojoso: la venta a los narcoparamilitares colombianos de una parti- da de 400 fusiles Galil, 100 metralletas UZI y 250.000 municiones, ade- más de explosivos, armas con rayos infrarrojos e instrumental médico. El escándalo explotó en diciembre de 1989, cuando parte del arsenal fue des- cubierto en la finca del alcalde de Montería, después del asesinato de Gon- zalo Rodríguez Gacha, El Mexicano. No era difícil adivinar cómo había entrado en Colombia. Tras ser embarcados en el puerto israelí de Haifa en un navío alquilado por el Ministerio de Defensa israelí, los contenedores con la etiqueta “piezas de maquinaria” habían viajado hasta Antigua, siendo transportados desde allí a la costa colombiana por el Seapoint, un barco

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de Jorge Enrique Velásquez, apodado El Navegante. Precisamente en esta ocasión, Velásquez, que había estado en la nómina del cartel de Cali, se ganó la confianza de Rodríguez Gacha, para acabar traicionándolo unos meses más tarde, dando pie a la operación que condujo a su muerte. “Tengo gente en Israel. Trabajo con el gobierno de este país y eso nos facilita las cosas. Quiero traer un contenedor de armas”, había dicho Rodríguez Gacha al Navegante. Sin embargo, fue Klein quien pagó en Antigua por el visto bueno de la operación al hijo del primer ministro, Vere Bird junior. En Colombia habían colaborado los jefes paras amigos de El Mexicano: Luis Meneses y Fidel Castaño. Este último soñaba con armar un pequeño ejército para atacar el santuario de las FARC, y controlaba, ya entonces, a los políticos del departamento de Córdoba, entre quienes esta- ba el alcalde de Montería. Cuando fue descubierto el arsenal, todos intentaron lavarse las manos. El gobierno israelí manifestó que lo había enviado al Ministerio de Seguridad Nacional de Antigua, ya que éste deseaba modernizar el ejército local. Las autoridades de la isla caribeña negaron que hubieran hecho se- mejante requerimiento, especificando que no existía ministerio alguno con aquella denominación y que, además, sus Fuerzas Armadas contaban so- lamente con 90 soldados. Klein no negó su participación en la transac- ción, aunque afirmó que las armas deberían haber concluido su viaje en Panamá, en manos de los opositores del general Manuel Noriega que, mira por dónde, se había convertido precisamente por entonces en un mons- truo para Estados Unidos. El gobierno colombiano, que hubiera podido explicar aquel cúmulo de mentiras, se limitó a proclamarse víctima de un complot y decidió echar la culpa al difunto Rodríguez Gacha y, entre los vivos, únicamente a Yair Klein. El mercenario no pareció excesivamente contrariado: eran los gajes del oficio. Permaneció tranquilamente en su hacienda cercana a Tel Aviv, soportando las molestias de un proceso “por haber proyectado dirigir una escuela de subversión” y por “haber expor- tado material y tecnología de defensa”, sin los permisos necesarios, que concluyó con la condena de un año de cárcel, posteriormente anulada en la apelación. Visto que el Ministerio de Defensa no había anulado ni por un día la licencia a Spearhead, Klein continuó sus negocios a escala inter- nacional, mientras promocionaba una empresa, con sede en Jericó, que vendía botellas en forma de cruz que contenían agua del Jordán. Cuando comprendió que aquella extravagante iniciativa no funcionaba, decidió regresar a su antigua pasión por la guerra. “No voy a sentarme en una oficina con aire acondicionado en Israel y estar aburrido el resto de mi vida”.

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Evitó Colombia, que se veía como un laberinto indescifrable y peligroso incluso para un individuo como él, y eligió África, que desde hacía años revelaba ser un maná para mercenarios dispuestos a todo. En enero de 1999 Klein fue detenido en Sierra Leona por venta de armas, que pro- venían de Ucrania y Libia, a los rebeldes de Revolutionary United Front. Unos años antes había llegado al país africano como instructor de las tro- pas gubernamentales, recibiendo del presidente Ahman Tejan Kabbah la concesión para explotar una mina de diamantes. Al parecer, decidió pasar- se al enemigo un tiempo después. El gobierno israelí logró conseguir la libertad de su inquieto ciudadano, que estaba ya cruzando la barrera de los 60 años pero que no daba la impresión de querer jubilarse. “Tengo valor, fui entrenado para eso, y soy bueno en ello. Entro a lugares donde otros no pueden o no quieren entrar, y entiendo de armas y de sistemas de lu- cha mejor que los demás”, afirmó Klein poco después de haber sido libera- do, tras un año de cárcel y un intento, fracasado, de evasión. Solamente parecía asustarlo el fantasma de Colombia. En marzo de 2002, un tribunal de Manizales lo condenó a diez años y ocho meses de prisión por el entrenamiento impartido a grupos de terroristas a finales de los ochenta. “Si me callo no me hacen nada, si abro la boca terminaré como Amiram Nir y la entrenadora de delfines que encontraron muerta con un alambre de púas alrededor de su cuello en el centro de Tel Aviv, y créame, no se suicidó”. Nir había sido intermediario de Shimon Peres en el asunto Irangate, que llevó a la liberación de los norteamericanos mante- nidos como rehenes por militantes chiítas en Beirut; en la venta de armas a Irán y, posteriormente, en la financiación clandestina de los contras antisandinistas en Nicaragua. “Un día, si es necesario, abriré este episo- dio, y todo el que pensó que entrené al cartel de Medellín tendrá que tra- garse sus palabras”, dijo el ex coronel de los Comandos Especiales, en una larga entrevista al diario israelí Ma’ariv, en la que afirmó que había ido a Colombia por invitación de Estados Unidos. “Todo lo que Estados Unidos no puede hacer, porque tiene prohibido intervenir en asuntos de gobier- nos extranjeros, lo hace, por supuesto que sí, pero por medio de otros”. Yair Klein reveló el axioma de todos los mercenarios. Pero no ha sido siempre de la misma manera. Seis siglos antes, sir John Hackwood fue contratado por Florencia para someter a los territorios vecinos.2 En italiano le llamaban Giovanni Acuto y había trabajado anteriormente para Inglaterra, Saboya, Milán, Pisa y el Pontificado. A su muerte, quisieron

2. Respecto a las alusiones históricas véase Giovanni (1974); Ana María Ezcurra (1988); Mary Kaldor (1999).

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honrarlo los aristócratas florentinos y encargaron a Paolo Uccello un re- trato ecuestre suyo, que puede admirarse en la fachada interna de la cate- dral de Santa María del Fiore. También a la muerte de otro condotiero, Bartolomeo Colleoni, llamado el Invencible por sus soldados, sonaron a duelo las campanas de todas las ciudades de la República Serenísima, y más tarde le erigieron una estatua ecuestre en Venecia, en el Campo de los santos Juan y Pablo. Resulta difícil imaginar honras semejantes en honor de Yair Klein en la parroquia de la plaza mayor de Puerto Boyacá. La ra- zón es simple. Sir John Hackwood y Bartolomeo Colleoni, aunque por cuenta de terceros, hacían la guerra. Klein y los suyos solamente realizan su versión malvada y encubierta. Los más inclinados a la guerra en otros tiempos eran los suizos. Sobre ellos escribió Francesco Guicciardini, historiador y político florentino: “Ha engrandecido el nombre de esta gente, tan horrenda e inculta, su unión y la gloria de las armas, con las que, por su ferocidad natural y la discipli- na a las órdenes, no solamente han defendido valerosamente su país, sino ejercitado también fuera de él la milicia con suma alabanza, que hubiera sido sin comparación mayor si la hubieran ejercitado para su imperio y no a sueldo y para propagar el imperio de los otros”. Alguna vez acaeció que los suizos se enfrentaron entre ellos, bajo banderas diferentes, y se exterminaron sin piedad, como en la cruenta batalla de los Gigantes, li- brada en 1515 en Mariñano, entre el ejército del joven rey de Francia, Fran- cisco I, y el del ducado de Milán. Entre los siglos XV y XVII, los ejércitos que luchaban en Europa estaban formados, en buena parte, por mercenarios a cuenta de los seño- res de la guerra y de los empresarios militares, que les abastecían de ar- mas, alimentos, uniformes y medios de transporte. Los Estados más fuertes intentaban depender lo menos posible de las tropas mercenarias, contra- tándolas solamente de vez en cuando y sometiéndolas casi siempre a jefes propios de comprobada fidelidad. Las naciones más pequeñas, por el con- trario, se veían obligadas a contratar el ejército entero, desde el general hasta el último soldado. Era la guerra por comisión, sanguinaria pero, en cierto modo, limpia. Cuando la guerra exigió ejércitos mayores y recursos financieros superiores a las posibilidades de los Estados, los soberanos y los gobernantes, a menudo endeudados con los grandes empresarios béli- cos, optaron por el reclutamiento nacional. Aunque de mala gana, prefi- rieron armar al pueblo antes que correr el riesgo de que se les rebelara a causa de los tributos cada vez mayores que imponían para pagar a los odiosos ejércitos extranjeros, con soldados dispuestos a amotinarse cuan- do no llegaban las pagas.

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Si estaban motivados y eran bien dirigidos, los soldados de leva combatían mejor, podían sentirse identificados con el propio gobernante y unirse más fácilmente contra el extranjero. “Quienes luchan por la propia gloria son buenos y fieles soldados”, escribía Nicolás Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, y añadía: “Es necesario para querer mantener un Estado, para querer mantener una república o un reino, armarse de súbditos propios”. Era el año 1513. Dos siglos más tarde, los gobernantes europeos prescindieron de los mercenarios, desarmaron a los señores locales y destruyeron sus fortalezas. Para financiar ejércitos per- manentes se vieron obligados a regularizar la administración, a organizar el fisco y hacer respetar la ley dentro de sus propias fronteras. Nacieron así los Estados modernos. Fue un proceso difícil y largo. Fueron requisa- das las armas y controlada su producción, prohibidos los duelos, e intro- ducidos los permisos de armas. “El Estado es una comunidad humana que [con éxito] reivindica el ‘monopolio del uso legítimo de la fuerza física’ dentro de un territorio dado”, escribió Max Weber. La pacificación del espacio interno del Estado modificó las características de la política y de la guerra, que se convirtió en una actividad centralizada que involucraba a la sociedad entera, teniendo además en cuenta el empleo cada vez más generalizado de armas mortífe- ras. Los conflictos aumentaban en número, aunque disminuyeran en los países europeos, donde eran, eso sí, más devastadores. El potencial des- tructivo de las guerras mundiales empujó a los gobernantes a firmar con- venciones y acuerdos referidos, por ejemplo, al tratamiento dado a los prisioneros y heridos, y a la salvaguardia de la población civil. A pesar de que a menudo se quedaba en papel mojado, este corpus de derecho inter- nacional se demostró un reductor de la barbarie. Los soldados tenían li- cencia para ejercer la violencia por cuenta del Estado, pero debían llevar el uniforme, portar públicamente las armas, obedecer a un comandante res- ponsable de sus acciones. La guerra era “la continuación de la política por otros medios”, y debía rendir cuentas a la política. Los Klein y los Castaño, como los demás guerreros enmascara- dos de las guerras modernas, no se asemejan a los condotieros surgidos a finales de la Edad Media, y ni siquiera hubieran encontrado su sitio en las guerras convencionales del siglo pasado. El cambio llegó exactamente des- pués de Vietnam. Tras la vergonzosa derrota y el sucesivo periodo de des- bandada, casi de parálisis, originado por la “política de distensión”, Estados Unidos, pasó bajo la presidencia de Reagan, a la ofensiva estratégica. La nueva doctrina se basaba en la hipótesis de que la URSS, evitando una confrontación abierta y directa, estaba realizando una maniobra envol-

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vente, sobre todo en el llamado Tercer Mundo, mediante el terrorismo, con las llamadas “luchas por la liberación nacional”, y la amenaza contra las fuentes de energía de Occidente. El secretario de Estado norteamericano, Gaspar Weinberger, no tenía dudas: “hoy el mundo está en guerra. No es una guerra global, aun- que se da alrededor del globo. No es una guerra entre ejércitos completa- mente movilizados, aunque no es menos destructiva. No es una guerra bajo las leyes de la guerra…” (Defense, 1986). Era la guerra de baja inten- sidad. No importaba tanto saber si la URSS originaba o simplemente apro- vechaba los conflictos aparecidos por el mundo. Lo esencial era tener en cuenta que el enemigo anidaba en cualquier parte del mundo, en cada una de las batallas, aunque no fueran militares, y en todos los conflictos so- ciales. El objetivo de la guerra no era ya, como había explicado Von Clause- witz, “la derrota y la destrucción de las fuerzas armadas enemigas”, sino la conquista de la población. Por consiguiente, los instrumentos no po- dían ser únicamente militares. “El ser humano tiene su punto más crítico en la mente. Una vez alcanzada su mente, ha sido vencido el animal polí- tico sin recibir necesariamente balas”, afirmaba el Manual de Operaciones psicológicas en guerra de guerrillas, producido por la CIA.3 Pero, a la vista de que el menú del llamado “capitalismo democrático” no ofrecía elemen- tos seductores a las poblaciones del Tercer Mundo, más allá de la libertad de empresa y de la democracia formal, las balas continuaban siendo de- terminantes para sostener los regímenes de sociedades que eran cada vez más pobres e injustas. Para sostener las guerras no convencionales fueron creadas las Special Operation Forces (SOF), los Boinas Verdes, los Rangers, los Nay Seals y la Fuerza Delta, además de las unidades especializadas en la guerra antiterrorista, psicólogica y propagandística. Se incrementó el apoyo a los movimientos contrarrevolucionarios, etiquetados como “combatientes de la libertad”, sobre todo en Afganistán, Camboya, Angola y Nicaragua. Era necesario evitar, dentro de lo posible, una intervención directa de Estados Unidos, para no empantanarse como en Vietnam, y no ofrecer de nuevo al pueblo norteamericano el triste espectáculo del desembarco de tantos ataúdes envueltos en la bandera de barras y estrellas. Desde entonces tu- vieron que morir en las guerras, preferentemente, “los otros”. Las inter- venciones armadas deberían ser, por tanto, lo más rápidas y seguras posibles, gracias a la potencia de los nuevos destacamentos móviles y a la

3. Manual de sabotaje y guerra psicológica de la CIA para derrocar al bandolero san- dinista, Fundamentos, 1985.

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aplastante superioridad de las fuerzas y medios empleados, como sucedió efectivamente en las invasiones de Granada y Panamá, y en las guerras del Golfo y de los Balcanes. También iban a ser más despiadadas. El profe- sor de Ciencias Políticas Sam Sarkesian, uno de los teóricos de la nueva doctrina, escribió que en las guerras de baja intensidad se dan “todos los ingredientes para un conflicto ‘sucio’, no caballeresco y orientado hacia el terror”.4 Ya en 1954, una comisión constituida por el presidente Eisenhower para estudiar la eficacia de las operaciones clandestinas, había manifesta- do: “Si Estados Unidos quiere sobrevivir deben reconsiderarse los concep- tos tradicionales norteamericanos del fair play. Debemos desarrollar un servicio eficaz de espionaje y contraespionaje, y aprender a subvertir, sa- botear y destruir a nuestros enemigos con métodos más astutos, más sofisticados y más efectivos que los que son utilizados contra nosotros. Es necesario que el pueblo norteamericano se familiarice, comprenda y apo- ye esta filosofía tan repulsiva” (Woodward, 1992). En los años siguientes, Hollywood realizó también su tarea, haciendo propaganda del mito de superhombre que extermina a los enemigos (que cambian en las pantallas según sea el adversario de turno indicado desde el gobierno de Washing- ton), enarbolando los principios sagrados de “Dios, patria y familia”. El mundo entero fue invadido por Sylvester Stallone y Arnold Schwarzenegger antes que por los Rambo reales. Una encuesta de la Unesco, de 1997, mos- traba que nueve de cada diez niños se identificaban con ellos. Estados Unidos proclamó, cada vez con menos discreción, su de- recho a violar las leyes internacionales. “Las restricciones de la Carta de las Naciones Unidas a la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, incluyen una excepción específica para el caso del derecho de autodefensa”, afirmó el secretario de Estado, George Schultz.5 En nom- bre de la seguridad nacional fueron bendecidas las covert-action, operaciones secretas que no tenían en cuenta las fronteras, espacios aéreos ni aguas territoriales. El banco de pruebas de la llamada “doctrina Reagan” fue Ni- caragua. El 1º de diciembre de 1981, el presidente Reagan firmó una autori- zación secreta que permitía las operaciones paramilitares en Centroamérica, para derribar el régimen sandinista. Fue aprobada la constitución de una fuerza de 500 contrarrevolucionarios con base en Honduras, bajo exper- tos militares de la dictadura argentina y no bajo instructores norteameri- canos, para tranquilidad del Congreso. Desde entonces fue la CIA quien

4. “Low-Intensity Conflict: concepts, principies and policy guidelines” Air University Review, 1985. 5. “Low-intensity Warfare: the Challenge of ambiguity”, Current Policy, 1986.

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asumió, en realidad, la dirección de la política exterior centroamericana. Fueron atacados aeropuertos, minados puentes y alcanzadas refinerías. Para la política de conspiración Reagan eran estrechas no solamente las leyes internacionales, sino incluso las norteamericanas. Cuando el Congreso prohibió al gobierno que continuara sosteniendo una guerra “jamás de- clarada” a los sandinistas y cortó la ayuda a los contras, el apoyo a su cau- sa fue garantizado secretamente por el “gobierno sombra”. De esa foma emergió la figura del coronel Oliver North, un faná- tico católico carismático, a quien le gustaba ser llamado Rambo, que rambizó la política exterior norteamericana, asumiendo el papel de “se- cretario de Estado de la doctrina Reagan“. Tras el atentado contra la Em- bajada de Beirut, que causó la muerte a 246 marines, desplegó la National Security Decision Directive, que autorizaba de hecho la caza y muerte de los terroristas en cualquier parte del mundo. Planificó el ataque a Libia, y la invasión de Granada. También coordinó las medidas antiterroristas con los países europeos. La mayor obsesión de Oliver North era, en todo caso, Nicaragua. El incansable coronel organizó cientos de conferencias en Estados Unidos para recoger fondos con destino a los contras y para movilizar a las aso- ciaciones privadas más reaccionarias del país, como la Liga Anticomunista Mundial, Citizen for America, Civilian Military Assistence, y la revista para mercenarios Soldier of Fortune. North programó la campaña difamatoria contra el régimen sandinista, reunió armas y aviones y construyó en Cos- ta Rica, en la finca del embajador norteamericano Lewis Tambs, un aero- puerto clandestino, que fue utilizado por los aviones cargados de armas y de cocaína colombiana, que luego era vendida en Estados Unidos para fi- nanciar la guerra clandestina. Para sacar adelante su cruzada, North había concebido uno de los complots más temerarios de nuestros días, la Irán-Contras-Gate. La co- misión de investigación impuesta por el Congreso se convirtió en el mejor instrumento de propaganda de la “doctrina Reagan”. Mientras la embara- zada oposición democrática se limitó a protestar contra el método, y no contra la esencia de la política de conspiración, el principal imputado, Oliver North, salió en programas televisados en medio mundo como un verdade- ro héroe. Olly defendió a capa y espada la filosofía de la covert-action.

Creo que es muy importante para el pueblo americano entender que éste es un mundo peligroso, que vivimos en riesgo, y no de- bería pensar que esta nación no puede y no debe conducir opera- ciones encubiertas… Los luchadores de la libertad nicaragüenses

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han tenido que sufrir una guerra desesperada por la libertad, con un apoyo esporádico y confuso de los Estados Unidos de Améri- ca. Ellos necesitan un flujo de dinero, de armas, vestimenta y su- ministros médicos. El Congreso de Estados Unidos permitió que el Ejecutivo los animara a dar batalla, y luego los abandonó. Cuan- do el brazo ejecutivo hizo todo lo posible ustedes entonces hacen esta investigación para culpar del problema a esa rama ejecutiva. Esto no tiene sentido para mí... Yo voy a salir de aquí con mi cabeza alta y mis hombros erguidos porque estoy orgulloso de lo que rea- lizamos. Estoy orgulloso de la pelea que llevamos a cabo. Estoy or- gulloso de servir en la administración de un gran presidente.6

A pesar del escándalo, la “doctrina de Reagan“ salió victoriosa en Nicaragua, donde los sandinistas capitularon en las votaciones de 1989, extenuados por la presión militar norteamericana. Y se plasmó cada vez más como modelo para los conflictos existentes o futuros. Desde aquel momento, los gobernantes de un número siempre mayor de Estados, po- derosos o débiles, renunciaron al monopolio de la fuerza, requiriendo los servicios de gente como Klein y Castaño. La intriga se convirtió progresi- vamente en materia e instrumento de las relaciones internacionales. Mu- chos gobiernos han destinado en las últimas décadas recursos ingentes a la creación, además del ejército, marina y aviación, de una cuarta fuerza armada irregular, dotada de “una organización y metodología similares a las militares aunque sin serlo”. Cuando el Estado se sentía fuerte, reivindicaba abiertamente esa alternativa. Lo hizo, por ejemplo, Efraín Ríos Montt en Guatemala, pro- moviendo las autodefensas con el programa “Fusiles y fríjoles”, y en Perú las cúpulas de las Fuerzas Armadas organizando las Rondas Campesinas: los campesinos y los indígenas que las formaban, mal armados y adies- trados, eran utilizados más como “carne de cañón” que como una tropa enviada a la guerra sucia, de la que continuaban ocupándose los destaca- mentos militares. Normalmente, el Estado negaba toda paternidad en la formación de esta cuarta fuerza y, cuando reconocía su existencia, la atri- buía a las condiciones negativas del conflicto o a la reacción de sectores de la sociedad ante los abusos de la subversión. Se hizo habitual mentir sin pudor alguno, negar la evidencia o endosar a las denominadas “fuerzas oscuras” los episodios más crueles de la guerra sucia. De la misma manera que la reina Isabel, cuando se encon-

6. North saves the freedom fighters, Informe A/M, agosto de 1987.

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traba con Felipe II, fingía desconocer las andanzas a través de los océanos del corsario Francis Drake, así sostenía el presidente yugoslavo Slobodan Milosevic que los “Tigres” de Zeljko Raztanovic, más conocido como Arkan, las “águilas blancas” y los otros paramilitares que realizaban estupros, torturas y masacres en Bosnia, eran “bandidos y vagabundos” que ni él ni sus generales conocían. La mentira de Slobo era la misma que la de los gobernantes croatas que organizaron a los Lobos y a los Ustascia, y la de los bosnios que utilizaron a los Mujihidin afganos. Lo mismo hicieron el presidente mexicano Ernesto Zedillo y la cúpula de las Fuerzas Armadas de su país, que trataron de impedir el contagio zapatista apoyando en Chiapas a los grupos de asesinos de Paz y Justicia, y a Los Chinchulines. Era una práctica habitual en México, activada en octubre de 1968 cuando, para garantizar el desarrollo sin sobresaltos de los Juegos Olímpicos, un grupo paramilitar llamado Olimpia, organizado directamente por el mi- nistro del Interior, mató a golpes de bayoneta y utilizando armas de fuego cargadas con balas explosivas, a 300 jóvenes manifestantes en la plaza de Tlatelolco de Ciudad de México. No existe ya conflicto alguno en el mundo que no tenga, entre sus protagonistas, grupos paramilitares, fundados o protegidos por las fuerzas regulares. Si resultó evidente en Irak, donde los mercenarios pri- vados representan el segundo ejercito más poderoso entre las fuerzas ocu- pantes, el fenómeno de la privatización está presente, por ejemplo, en India, Pakistán, Indonesia, Filipinas, Chechenia, Burundi, Georgia, Tayikistán, Turquía, Algeria, Marruecos, Senegal, y ha existido, aunque con caracte- rísticas más definidas, como “terrorismo de Estado” en países con una “democracia consolidada” como Francia, Italia y España. Así sucedió con l‘Organisation Armée Secrète (OAS) frente a la independencia argelina, Gladio contra el peligro comunista, y los Grupos Antiterroristas de Libe- ración (GAL) contra la ETA vasca. En algunos casos, la privatización del uso de la fuerza se apoyaba en la organización espontánea de algunos sectores sociales, pero en nin- gún país, ni siquiera en la Colombia de los años ochenta, en el momento de oro de los carteles de Cali y Medellín, los narcos y sus aliados latifun- distas habrían podido crear una fuerza militar sin la colaboración activa del ejército y la tolerancia del gobierno. Tampoco en El Salvador hubieran podido actuar y extenderse los escuadrones de la muerte, que se adhirie- ron al partido Arena, capitaneado por la “mayor llama oxhídrica”, Rober- to D’Aubuisson, sin la cobertura de las jefaturas militares. Muchas veces era Estados Unidos quien teledirigía la formación de los grupos paramilitares. En la época de Reagan, el procedimiento era

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activado clandestinamente, pero con una clara coherencia. Bill Clinton modificó la forma pero no la sustancia. Cuando subió Jean-Bertrand Aristide al poder en Haití, en las primeras elecciones libres del país, fue la CIA quien organizó a los tonton macoutes del Frente para el Avance y Pro- greso Haitiano (FRAPH) que colaboraron en 1991 en el golpe militar del general Raúl Cédras. Cuatro años más tarde, al enviar a los marines a “de- volver la democracia” a la isla, Clinton se cuidó muy bien de recordar que el terrorismo de los militares y de los paramilitares del FRAPH había sido programado en Washington para moderar el programa reformista de Aristide e impedir el nacimiento, basado en el voto, de otra Cuba en el Caribe. Con la ayuda de Cédras y los dirigentes de las FRAPH, Estados Unidos adoptó en Haití la fórmula de “crea, usa y tira”, que echaba de menos Klein y temía Castaño. La “doctrina Reagan“ continuó, por tanto, guiando la política externa norteamericana, aunque durante la presiden- cia de Clinton fue condimentada con abundancia de referencias a los dere- chos humanos. La mezcla produjo a veces efectos grotescos. En 1995, por ejemplo, en la misma semana en que el Departamento de Estado norte- americano presentaba el informe anual sobre las violaciones de los dere- chos humanos en el mundo, la CIA publicaba su propio Manual de instrucción para la explotación de los recursos humanos, en el que se suministraban amplios detalles sobre la forma de llevar a cabo los interrogatorios, recu- rriendo incluso a la tortura. Algún personaje más iluminado de Washing- ton hizo insertar en la introducción al volumen una frase que intentaba ser tranquilizadora: “Aunque no aconsejamos el uso de técnicas coerciti- vas, creemos oportuno informarles sobre su existencia y la forma más adecuada de utilizarlas”.7 Como Estados Unidos deseaba cada vez menos ensuciarse las ma- nos en conflictos locales, las guerras de baja intensidad necesitaban protago- nistas eficientes, modernos, aparentemente neutrales, concebidos y aleccionados no en campos de batalla o mesas de tortura, sino en conforta- bles oficinas de Londres, Nueva York, Tel Aviv, Pretoria y Bruselas. Desde fi- nales de los años ochenta aparecieron en el escenario internacional decenas de Military Private Companies (MPC), empresas creadas para suministrar segu- ridad y estabilidad, la mercancía más apetecida por el Nuevo Desorden Mun- dial heredado desde el fin de la guerra fría (Abdel-Fatau y Kayode, 2000). Veinte años antes habían surgido, casi de la nada, algunos gru- pos de mercenarios que habían truncado, por ejemplo, la revuelta de los

7. “The Times of India”, tomado de Internazionale, 14 de febrero de 1997.

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Simba en Katanga, o intentado hacer caer los gobiernos de Benin y Comore. Parecían sobrevivientes del antiguo colonialismo y, sin embargo, eran los primeros guerreros del nuevo. El fin del enfrentamiento Este-Oeste había dejado espacio para la acción, en algunos casos directa, de las sociedades multinacionales que provocaban o utilizaban la explosión de los conflic- tos civiles, étnicos o tribales para asegurarse la explotación de los recursos naturales en amplias zonas del planeta. Las MPC se presentaron así con sus ejércitos, eligiendo como zona de actuación sobre todo África, donde la naturaleza es más rica y la humanidad más pobre y abandonada. “De- trás de ellos pervive la antigua estructura colonial, camuflada de sociedad multinacional, con teléfono vía satélite”, ha escrito la investigadora Elizabeth Rabin en la revista Harper’s.8 O mejor dicho, las MPC son el arma del nuevo colonialismo, cuyo orden garantizan al mismo tiempo que las multinacionales realizan la explotación del territorio y algunas ONG prac- tican la caridad. En África el recurso a lo “privado” ha sido favorecido por la debi- lidad de lo “público”, propia de los Estados jóvenes nacionales, incapaces de controlar sus países, pero también por los organismos armados africa- nos e internacionales, llamados a intervenir en ellos. Los “cascos azules“, por ejemplo, han sido acusados a menudo de entrar en acción con retraso, o de actuar como “eunucos en una orgía”. Las MPC recibían ofertas de trabajo de las multinacionales mineras y petroleras y de las empresas oc- cidentales en general, que consideraban que los sistemas de protección propios de las fuerzas armadas locales eran inadecuados para sus instala- ciones. También requerían sus servicios los gobiernos amenazados por revueltas populares y movimientos secesionistas, e incluso otros, que las condenaban verbalmente o que habían sufrido en el pasado sus expeditivas intervenciones armadas. Para las agencias de mercenarios fue, indudable- mente, una gran satisfacción recibir demandas de protección por parte de los funcionarios de la ONU en Sierra Leona, o trabajar para el gobierno de Nelson Mandela o para el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), antiguos enemigos suyos. En realidad, las MPC aspiraban a con- vertirse en los guerreros pragmáticos del peace-keeping, y sustituir los cos- tosos e ineficaces destacamentos de la ONU. No se podía pretender, claro está, que sus guerreros, carentes de un control constitucional, fueran efi- cientes y, al mismo tiempo, respetuosos con los derechos humanos. Su personal dirigente se hallaba compuesto, como máximo, por oficiales reti-

8. Las afirmaciones de Rabin y Van Creveld han sido tomadas de Covert Action Quar- terly, otoño de 1997, publicadas por Guerre&Pace, noviembre de 1988.

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rados, con experiencia en unidades especiales de espionaje y de seguridad de ejércitos occidentales, sobre todo inglés, norteamericano, israelí y sudafricano. La tropa, por su parte, procedía mayormente de países orien- tales, latinoamericanos o africanos. En los años noventa, los ejércitos privados se convirtieron en co- losos económicos que se apoderaron de hecho, sobre todo en África, de muchas zonas del territorio. El historiador y militar Martin van Creveld ha escrito: “El deber cotidiano de la defensa de la sociedad contra el peligro de los conflictos de baja intensidad fue transferido a las empresas de servi- cios de seguridad en auge, y llegó pronto el momento en que los que com- prendieron la potencialidad de ese negocio, como los antiguos condotieros, se adueñaron de los Estados”. El presente parece darle la razón. En África, la principal MPC es la Executive Outcomes (EO), fundada en 1989 y diri- gida por un ex comandante de las fuerzas especiales sudafricanas, que ha realizado sus misiones principales en Sierra Leona, para cortar el avance de los rebeldes del RUF, a solicitud del gobierno de Freetown, y en Angola para combatir, por cuenta del gobierno, a los rebeldes de Unión para la Total Independencia de Angola (Unita). En ambos casos, EO cobró en con- cesiones petroleras y diamantíferas, llevando la gestión a través de su aso- ciada, Diamond Works. La Military Resources Profesional Incorporated (MRPI) es una sociedad estadounidense fundada en 1987, con sede en Alejandría, y con una planta de 400 personas de tiempo completo. En su publicidad afirma que es “el conjunto más potente de experiencia militar existente en el mundo”. Sus personajes más llamativos son el ex general Carl Vuono, veterano de la guerra del golfo, y el ex comandante del ejército de Estados Unidos en Europa, Frederick Kroesen. La MRPI instruyó al ejército croata antes de la sangrienta ofensiva en la región de la Krajina, de mayoría serbia, que provocó la matanza de cientos de civiles y la deportación de 170.000 personas. Después colaboró en la reestructuración del ejército bosnio. El 95% de sus 1300 millones de dólares de facturación anual proviene de contratos con el gobierno estadounidense. La Defense System Limited (DSL), con sede en Londres, a poca distancia de Buckingham Palace, emplea a 4000 personas, y opera en unos 30 países, especialmente en la protección de las instalaciones de las sociedades mineras y petroleras, y de los edificios de algunas embajadas. Sus hombres han instruido ejércitos de diversos paí- ses en guerra, como el cingalés. La DynCorp es acaso la MPC más antigua en activo. De hecho fue fundada en 1946 para vender el “sobrante” de aviones de combate de la Segunda Guerra mundial. Gran parte de sus 1500 hombres son veteranos de las guerras de Corea, Vietnam, golfo pérsico, El

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Salvador y Guatemala. En los Balcanes ha controlado la retirada de las tropas serbias de Kosovo. Debido a sus óptimas relaciones con la CIA, ha recibido encargos militares en Kuwait, Honduras, El Salvador, Haití y Pa- namá. En su página web, esta sociedad que acredita una facturación anual de 400 millones de dólares, afirma que ofrece sus servicios “con una pizca de humanidad” y que trata “la alta tecnología militar como una forma de arte”. Colombia es, naturalmente, una ganga para las empresas de los “nuevos señores de la guerra”. La DSL se halla presente desde 1991, como Defense Systems Colombia (DSC), sobre todo en la protección de las insta- laciones y oleoductos de la British Petroleum. La USO y las organizaciones de los derechos humanos la han acusado en diversas ocasiones de haber fichado a los sindicalistas y entregado sus correspondientes expedientes al ejército y a la policía de la zona, quienes a su vez ponían en acción a los paramilitares de las AUC. En todo caso, los negocios más consistentes son los que llevan a cabo las siete MPC comprometidas en el Plan Colombia y, entre ellas, se llevan la parte del león la MRPI y la Dyncorp.9 Los 1000 millones de dóla- res de ayuda militar asignados por el gobierno estadounidense al colom- biano están destinados a regresar casi enteros al remitente. En buena parte, a las industrias bélicas, como la Bell-Textron y la United Technologies Sikorsky Aircraf, que han suministrado los helicópteros de combate a las Fuerzas Armadas colombianas, pero también a las sociedades que impar- ten instrucción a los llamados batallones antinarcóticos, o que participan en las misiones de erradicación aérea de los campos de coca. Casi la mitad de los 370 millones que Estados Unidos dedicó a Colombia durante 2002 para financiar operaciones militares y policiales ha sido utilizada para pagar a los mercenarios de las 17 compañías privadas norteamericanas que pres- tan una amplia gama de servicios, desde montar radares y entrenar pilo- tos hasta monitorear las densas selvas colombianas.10 “Nos están utilizando para llevar a cabo la política exterior nor- teamericana”, admitió el ex general de la Defense Intelligence Agency (DIA), Ed Soyster, convertido en portavoz de la MPI. Evidentemente, ahorrándo- se todos los riesgos del caso. Quienes se juegan la vida, más que los ins- tructores que trabajan en bases fortificadas en plena selva amazónica, son los pilotos que sobrevuelan las zonas controladas por la guerrilla. Una vez

9. Sobre las actividades de la Dyncorp en Colombia véase Miami Herald, 26 de fe- brero de 2001, y El Espectador, 17 de julio de 2001. 10. El Tiempo, 18 de junio de 2003.

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entrados en Colombia con una visa de turismo, alternan quince días de vuelo con quince días de reposo en Estados Unidos, con un sueldo neto de 100.000 dólares al año. Desde 1997 han muerto una veintena. En julio de 1999 murieron cinco norteamericanos en un avión espía que se estrelló sobre las montañas en la frontera con Ecuador, del que no se conocen las causas del accidente, pero que probablemente fue alcanzado por las posi- ciones antiaéreas, artesanales pero eficaces, de la guerrilla. Todos optaron por minimizar el accidente. El gobierno norteameri- cano deseaba esconder una misión militar que no respetaba los límites de la lucha antidroga, que era la única admitida por el Congreso de Estados Uni- dos en Colombia. Las FARC preferían no enrarecer las conversaciones de paz en el Caguán. Los cinco miembros de la tripulación perecieron en el accidente, a diferencia de lo sucedido el 13 de febrero de 2003, cuando un Cessna 208 fue abatido en la selva del Caquetá. De los cuatro agentes de la CIA, a sueldo de la California Microwave Systems, que sobrevivieron tras el aterrizaje forzoso, fue muerto inmediatamente un multicondecorado de Vietnam, mientras que los tres restantes fueron capturados por los rebel- des de XV frente de las FARC. La infructuosa búsqueda de estos últimos provocó nuevas pérdidas entre las fuerzas estadounidenses. El 25 de mar- zo siguiente murieron otros tres oficiales de la CIA, al resultar abatido de nuevo por los rebeldes un Cessna, también en el Caquetá. Aunque en este último caso Estados Unidos reaccionó de manera furibunda y Bush llegó a acusar a los guerrilleros de ser asesinos despiadados, la opción de la privatización se demostraba especialmente eficaz. “Si alguien resulta muerto o lo que sea, siempre puedes decir que no es un miembro de las Fuerzas Armadas”, explicó el ex embajador nor- teamericano en Colombia, Myles Frechette.11 Las empresas privadas ser- vían, además, para eludir la ley sin que resultara tan insolente, y de manera probablemente más eficaz que las intervenciones realizadas por North y sus socios bajo la presidencia de Reagan. Inicialmente las MPC sirvieron para desviar a la lucha contra la subversión los fondos destinados exclusi- vamente a la guerra contra la droga. Desde agosto de 2002, el obstáculo quedó eliminado por Bush con una ley expresamente aprobada “en apoyo de una campaña unificada contra el narcotráfico, las FARC, el ELN y los paramilitares, y para proteger la salud humana en situaciones de emer- gencia”. Bajo la obsesión de Vietnam, el Congreso de Estados Unidos fijó en 800 el límite de hombres a emplear en Colombia, entre militares y civi-

11. Las declaraciones de Soyster y Frechette, en St. Petersburg Times, 3 de diciembre de 2000.

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les, para duplicarlo en octubre 2004 debido a las presiones de la adminis- tración Bush. La política de contratos permitía agilizar el trámite, utili- zando mercenarios de diversos países latinoamericanos. Todas las MPC operaban bajo la responsabilidad del Departamento de Estado norteame- ricano, que garantizaba su impunidad en cualquier asunto que llevaran a cabo sus hombres. El 13 de diciembre de 1998, algunos pilotos de la Air Scan International Inc. participaron en el bombardeo del poblado de Santo Domingo, en el departamento de Arauca, causando la muerte de 18 civi- les. La acción fue explicada por la presencia sobre el terreno de fuerzas guerrilleras, empeñadas en oponerse a las operaciones de erradicación. Ningún miembro de la MPC fue sometido a procedimiento judicial algu- no. En agosto de 2002 fue solicitada expresamente y de inmediato conce- dida la impunidad para estas fuerzas, por Marc Grossman, subsecretario para los asuntos Políticos del Departamento de Estado norteamericano. “Sirve para proteger a las fuerzas militares de Estados Unidos y a funcio- narios nuestros que están sirviendo en Colombia de lo que nos preocupa sean persecuciones políticas”.12 Los problemas mayores procedían de la droga. El 12 de mayo de 2000, la Policía Antinarcóticos del aeropuerto El Dorado de Bogotá descu- brió dos botellas de líquido viscoso, que contenían heroína, entre los pa- quetes postales que partían con la Federal Express, expedidos por la Dyncorp y destinadas a la base aérea de Patrick, en Florida. El asunto fue descubier- to sólo al cabo de un año, gracias a las averiguaciones del diario canadien- se The Nation.13 Las autoridades norteamericanas habían logrado encubrir todo hasta entonces, imponiendo silencio a las colombianas. El presidente Pastrana fue obligado, bajo la presión de la embajada estadounidense en Bogotá, a licenciar al general de la policía culpable de haber promovido una investigación sobre el asunto. En su estudio titulado “El problema de la droga en Dyncorp”, The Nation reveló que los mercenarios se hallaban involucrados en problemas de drogas. En agosto de 2002 había muerto por una sobredosis de cocaína un paramédico de la Dyncorp, en la base de Tres Esquinas. El año anterior se habían visto implicados otros diez fun- cionarios de la Dyncorp en tráfico de anfetaminas. En ambos episodios la documentación desapareció misteriosamente, y los jueces que tenían asig- nado el caso se vieron obligados a frenar las indagaciones. Se trataba poco más o menos del mismo mecanismo de impunidad utilizado durante mu- chos años por Pablo Escobar y otros narcos.

12. El Espectador, 15 de agosto de 2002. 13. The Nation, 16 julio de 2001.

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La droga entró con gran escándalo asimismo en la Embajada de Estados Unidos de Bogotá, viéndose implicado nada menos que el coronel James Hiett, coordinador de las operaciones anti narcos en Colombia, cuya mujer fue detenida en agosto de 1999 en Brooklyn, acusada de haber in- troducido en el país, aprovechando las valijas diplomáticas, heroína y co- caína por un valor de cientos de miles de dólares. Hiett utilizó una parte de los beneficios del tráfico para adquirir una vivienda. Las diferentes ins- tituciones hicieron su labor lo mejor posible para tapar el escándalo, que resquebrajaba la credibilidad de la cruzada antidroga norteamericana. La Embajada norteamericana en Bogotá y el Pentágono trataron de exonerar al coronel de toda responsabilidad, los tribunales federales concedieron a la pareja todos los atenuantes posibles, y los mass media de Estados Uni- dos escondieron el caso.14 “Los gringos que fumigan siguiendo el Plan Colombia son una banda de Rambos sin Dios ni ley, que han sido pillados hasta traficando heroína”, escribió la revista Semana. La palabra Rambo no era elegida por casualidad. En junio de 2001 un periodista estadounidense de buena me- moria reveló que la Eagle Aviation Services and Technology (EAST), una de las sociedades que había recibido, subcontratada por la Dyncorp, el encargo de lanzar pasquines sobre las regiones del sur de Colombia, era la misma utilizada por Oliver North en los años ochenta para transportar armas a los contras. Y que en sus viajes de regreso transportaba droga colombiana para financiar la guerra clandestina. “Eso fue hace 15 años. La cuestión es lo que están haciendo, y no lo que hicieron”, se limitaron a responder, avergonzados y enojados, los altos responsables del Plan Co- lombia. Oliver North respondió a su vez escribiendo un artículo encendido sobre el Plan Colombia, con su estilo a lo Rambo, en Washington Times. “Lo deberían llamar por lo que es: el último esfuerzo de Estados Unidos con armas y asesores militares para evitar que Colombia caiga en la anar- quía”.15 Pocas ideas, pero claras, de quien se sentía dispuesto a volver a la trinchera. George Bush junior necesitaba gente como Oliver North, sobre todo después del 11 de septiembre. Han sido exonerados de nuevo todos sus socios de maldades de la época Reagan. Entre ellos, John Dimitri Negro- ponte (ex embajador en Tegucigalpa desde abril de 2004, embajador en el Irak ocupado para ser elegido en febrero de 2005 director de Inteligencia

14. El Tiempo, 8 de julio de 2000 y Semana, 15 de noviembre de 2000. 15. Washington Times, 12 de junio de 2001.

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Nacional de Estados Unidos), Eliott Abrams, que pasó de subsecretario para los problemas latinoamericanos a director en el Consejo Nacional de Segu- ridad, y especialmente Otto Reich, promovido a secretario de Estado para el hemisferio occidental.16 Reich fue declarado culpable en 1987 de haber impulsado, siendo jefe de la Oficina de Asuntos Políticos para América Latina, “actividades de propaganda prohibidas y encubiertas destinadas a influir en las políticas de la administración hacia América Latina”. Nacido en La Habana y refugiado en Miami, Reich ha estado siempre obsesionado por la idea de acabar con el régimen castrista y sus aliados, verdaderos o presuntos. Convertido en embajador de Venezuela tras el escándalo Iran- Contras-Gate, Reich movió todos sus hilos para liberar a un anticastrista que en 1976 había hecho explotar una bomba dentro de un avión con 73 pasajeros, entre quienes se encontraban los miembros del equipo olímpico cubano de esgrima. Contratado por Bacardi como consejero en la opera- ción legal que intentó arrebatar la marca Havana Club a la industria esta- tal de ron, Reich endureció el embargo que pesa contra la isla hasta el punto de impedir un partido entre un equipo de béisbol norteamericano y otro cubano, explicando que habría sido como jugar fútbol en Auschwitz. De- finido por el escritor mexicano Carlos Fuentes como uno “de los más si- niestros personajes del imperialismo pasado”, el nuevo responsable para América Latina ha dejado pronto su sello en la zona andina. Después de dirigir, en abril de 2002, el fracasado golpe contra el presidente venezola- no Hugo Chávez, coleccionó un fracaso tras otro en el continente. En marzo de 2003, el departamento de Estado colocó en su lugar a otro duro del staff de Reagan, el ex agente de la CIA Roger Noriega, implicado en diversos hechos oscuros de la guerra sucia en Centroamerica, entre ellos, de la muer- te, en diciembre de 1980, de cuatro monjas estadounidenses en El Salva- dor por parte de los escuadrones de la muerte.17 Con semejantes patrones, los guerreros modernos seguirán tenien- do carta blanca.

16. Sobre el papel de Reich en América Latina, véanse Página 12, 16 de enero de 2002; Uno más uno, diciembre de 2000; Semana, 19 de junio de 2002; El País, 25 de febrero de 2001. 17. Reuters, enero de 2003 y Associated Press, 24 de marzo de 2003.

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n el año de 1999, Jaime Garzón parecía un intocable, lo mismo que EGarcía Márquez y Antonio Caballero. Gabo había dejado hacía tiempo la indumentaria de contestatario. Aunque no renegaba de su amistad con Castro, se relacionaba con gente como Kissinger, Rockefeller y algunos ex presidentes colombianos, incluido Julio César Turbay, que había llevado a cabo la represión que empujó al mismo Gabo al exilio en 1979. Cambio 16, revista de la que se había convertido hacía poco en socio mayoritario, no se parecía en absoluto a la valiente revista Alternativa, con la que colabo- raba en aquella época. En todo caso, cuando se movía por Bogotá o dentro de las murallas de la vieja Cartagena, donde vivía en una especie de fortín de color rojo pompeyano frente al mar Caribe, García Márquez iba siem- pre acompañado por la escolta. Antonio Caballero era el periodista más famoso de Colombia. El país que conserva el récord mundial de periodistas asesinados, parecía perdonarle su audacia de escribir lo que los colombianos apenas se atre- vían a susurrar dentro de las paredes de su casa. Incluso en la época más sanguinaria de los carteles mafiosos, Caballero continuó repitiendo, por ejemplo, que no existía en el país una organización más turbia y criminal que el Estado. A diferencia de Gabo, le gustaba provocar a los poderosos de todo tipo. Y no sólo escribiendo. En 1995 participó en una de las confe- rencias organizadas en el Teatro Patria de la Escuela Superior de Guerra. A un oficial que le pedía su opinión sobre la propuesta de reintroducir en el país la pena de muerte, respondió Caballero dirigiéndose a la platea, llena

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pajaro-bk.p65 185 23/04/2005, 10:20 186 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

de generales y coroneles: “Lo que haría falta es eliminarla, dado que la están aplicando cada día”. A pesar de recibir a menudo amenazas de muerte, rehusaba la escolta militar. Hubiera supuesto una contradicción con lo que escribía. Solamente le tranquilizaba la llamada amnesia colombiana. “Me ha bastado salir del país un par de meses para olvidarse de mí quien me había amenazado”. En todo caso, y para tampoco desafiar demasiado al destino, desde finales de los ochenta Caballero pasaba gran parte de su vida en Madrid, donde le gustaba escribir sobre las corridas. Jaime Garzón era seguramente más popular en Colombia que Antonio Caballero, y más querido que el mismo García Márquez. Cada domingo hacía reír a millones de espectadores de televisión con sus fan- tásticas caricaturas –un portero, una camarera, un limpiabotas o la coci- nera del palacio presidencial– que se burlaban con dureza de los poderosos.1 En la universidad fue uno de los fundadores del Movimiento Rotundo Va- gabundo, cuyo único propósito era convencer a la gente para “no hacer absolutamente nada”. No era un tipo atado a una ideología. Aunque era de izquierda, organizó en 1986 las elecciones del candidato conservador Andrés Pastrana quien, una vez elegido alcalde, lo nombró, para pagar su deuda, alcalde de San Juan de Sumapaz, una aldea de la cordillera domi- nada por las FARC. Cuando el líder guerrillero Tirofijo lo supo, indicó a los suyos que le trajeran a “aquel tipo tan raro”, para conocerlo. No fue, sin embargo, la cordial conversación con el jefe de los rebeldes la que quemó su carrera, sino la pintoresca y dura respuesta (“Aquí sólo están las putas FARC”) que dio a la pregunta de la secretaria municipal de Bogotá, intere- sada en saber si en San Juan existían “casas de lenocinio”. La inmediata destitución obligó a Jaime a renunciar a los sueños de carrera política y a intentar la de cómico. Después de años de éxitos cada vez más amplios en la televisión, no se contentó con hacer reír a los colombianos de sus pro- pias tragedias sino que se puso a ayudarles, concretamente, como sólo podía hacerlo un personaje de su tipo. Empezó casualmente, convenciendo a los comandantes guerrilleros de la región de Sumapaz de que liberasen a un conocido suyo, que había sido secuestrado. Desde entonces no acertó ya a negar su ayuda a otras familias que sufrían el mismo drama. Garzón ha- cía todo a la luz del día, de manera desinteresada y con el permiso de la Oficina Antisecuestro de la Presidencia de la República. Pero su actividad de mediador no agradaba a los militares, que preferían la organización de

1. Sobre la historia de Garzón, véase Cambio 16, 31 de agosto de 1998; Semana, 23 de agosto de 1999; El Tiempo, 8 de julio y 6 de agosto de 2000; El Colombia- no, 13 de marzo de 2002; El Espectador, 13 de diciembre de 2003.

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operaciones de rescate arriesgadas y a veces insensatas. Jaime Garzón co- menzó a recibir llamadas telefónicas de amenaza. En mayo de 1999, du- rante un coctel al que asistían diferentes personalidades, entre ellas el embajador de Estados Unidos, reveló que el comandante del ejército, Jorge Enrique Mora, le estaba acusando de ser “un colaborador de las FARC”. Sintiéndose en peligro, visitó a finales de julio, en la supercárcel La Modelo de Bogotá, a un comandante paramilitar para establecer un contacto con el mayor distribuidor de muerte del país, Carlos Castaño. Todo fue inútil. Unos días más tarde, el 13 de agosto de 1999, a las seis de la mañana, un sicario en motocicleta se colocó a su altura en un semáforo, cerca de la sede de Radionet, una cadena radial en la que colaboraba hacía tiempo, y le propinó varios disparos con una P38. A pesar de encontrarse herido, Garzón consiguió apretar el acelerador de su Cherokee beige, has- ta chocar contra un poste de electricidad, a unos cincuenta metros. Gar- zón tenía 37 años. “Es como si hubieran matado al miembro más ingenioso y alegre de cada familia”, dijeron en la radio. La oleada emotiva originada por su homicidio recordó la que había tenido lugar tras el fatídico 9 de abril de 1948. La muerte de Garzón no desató ninguna revuelta, sino una amplia consternación. Cuando diversos políticos, protegidos por policías, trataron de acercarse al féretro durante el funeral, celebrado ante medio millón de personas, se levantó un vocerío de la multitud gritándoles a coro “¡fariseos, fariseos!” Los periódicos transformaron el habitual “¿quién ha sido?”, por el más apropiado de “¿quién ha podido hacer una cosa semejante?” Unas horas después del homicidio, Castaño negó ser el responsable. El ejército, por el contrario, rompió su silencio cuando Francisco Santos, jefe redactor de El Tiempo escribió: “En este caso no hay duda. A Jaime Garzón lo mató la extrema derecha militar”.2 Las jefaturas del ejército, la aviación y la marina pidieron en un comunicado conjunto, a dicho periódico, el más cercano al gobierno del país, que aportara las pruebas de una acusación “tan infamante”. El gobierno creó una megacomisión de investigación, compuesta por ejército, Policía, DAS, Procuraduría General y Fiscalía. En marzo de 2002 se emitió una orden de captura contra dos presuntos matones y Carlos Castaño, quien sería condenado a 38 años de prisión como autor intelec- tual del homicidio . En diciembre de 2003 la Procuraduría General acusó a la Fiscalía y al DAS de haber manipulado las indagaciones. Varios sicarios

2. El Tiempo, 15 de agosto 1999.

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de la banda La Terraza refirieron que habían recibido por aquella muerte 39 millones de pesos del jefe de las AUC, con la intención de hacer “un favorcito” al general Mora, como había sucedido en el pasado con la muerte, entre otros, del abogado Eduardo Umaña o del matrimonio de Elsa Alvarado y Mario Calderón.3 Probablemente los estrategas de la guerra sucia esta- ban asignando a Castaño el papel desempeñado durante años por Pablo Escobar. Pero había una diferencia esencial. Mientras don Pablo había sido el “monstruo bueno para todos los crímenes”, a Castaño se lo mostraba cada vez más como el “monstruo bueno y basta”. Los grandes grupos informativos colombianos, que habían ne- gado o minimizado su existencia durante años, comenzaron de pronto a ocuparse del fenómeno paramilitar, procurando negar su origen insti- tucional y presentándolo como una respuesta natural, ilegal pero com- prensible, a la violencia guerrillera. El canal de televisión de la poderosa Radio Cadena Nacional (RCN) transmitió una entrevista a Rambo, realiza- da por la periodista más in del momento, dentro de un clima de amable charla entre dos amigos de la buena sociedad.4 “Debemos dar la palabra a todos los contendientes”, se justificó el director de RCN. La simpatía hacia los paras tampoco se camuflaba mucho. En noviembre de 2000, la cadena Caracol sostuvo que más del 80% de los colombianos era favorable a la creación, por parte del Estado, de grupos armados civiles. Unos días más tarde se descubrió que en la encuesta virtual sobre el tema habían sido consultadas un total de 23 personas.5 El juego de la legitimación de Castaño estaba bien articulado. Mientras le concedían entrevistas fáciles, que Rambo utilizaba para mez- clar reivindicaciones de masacres con actos de contrición por “eventuales excesos cometidos”, los mass media fingían estar preocupados por la pre- sunta simpatía de la opinión pública colombiana hacia las AUC. Los polí- ticos y militares tampoco ahorraban banalidades y lugares comunes. Pastrana afirmó, por ejemplo, que “no hay mayor equivocación que pen- sar que se puede llegar al cielo apoyándose en la espalda del diablo”. El cielo era en dicho supuesto “un país sin guerrilla” y el diablo era Castaño. El ministro de Defensa, Luis Fernando Ramírez, declaró solemnemente que “la violencia no se derrota con matanzas”. Para el comandante de las Fuerzas Armadas, Fernando Tapias, por su parte, “los grupos de justicia privada y

3. Semana, 20 de diciembre de 2000; El Tiempo, 10 marzo de 2004. 4. La entrevista en RCN de Castaño es del 10 de abril de 2001. 5. El sondeo es del 24 de noviembre de 2000.

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las ‘autodefensas’ se expanden porque el Estado es débil”. Pastrana estaba de acuerdo ya que afirmó: “Hay quienes en el concierto internacional, pretenden que Colombia luche contra el narcotráfico y controle a los gru- pos de autodefensa y otras manifestaciones de delincuencia pero, al mis- mo tiempo, critican cualquier acción destinada a fortalecer el ejército y la policía”. Tanto Tapias como Pastrana se cuidaban muy bien de recordar que, en el pasado, toda medida de aquel género no lograba sino aumentar la presencia paramilitar. Y si alguien se lo recordaba, reaccionaban indig- nados, como hizo un general de división que acusó a Human Rights Watch de conspirar con los narcotraficantes para difamar al ejército. Como una prueba más de su voluntad de combatir a los paras, el Estado podía hacer ostentación de decretos, discursos y promesas, pero ningún hecho concreto. Tuvo una excelente ocasión para demostrar lo contrario en abril de 2001, cuando el ejército apresó a unos 70 paras que, en los días anteriores, habían masacrado a 50 indígenas de la zona del Alto Naya, al sur de Cali.6 Los periódicos definieron la operación militar como “la prueba de que la lucha contra el paramilitarismo se hace por convic- ción y no por la imposición de la comunidad internacional”. En realidad, el comportamiento del Estado no fue tan transparente. La masacre del Alto Naya había sido perfectamente anunciada: en diciembre pasado Castaño había acusado a los habitantes de la región de proteger a los guerrilleros del ELN, que habían secuestrado a un nutrido grupo de personas en Cali. A continuación de aquel secuestro, que suscitó gran conmoción, el ejército había comenzado una operación de rescate, que detuvo Pastrana porque la juzgaba muy arriesgada. La intervención del presidente fue criticada duramente por la jefatura militar. El comandante de la brigada local, ge- neral Jaime Canal, formado en la School of America de Panamá, dimitió mostrando su disgusto por “no haber podido matar a ningún bandido”. Enviando sus comandos a la zona, Castaño quiso de nuevo ven- gar la afrenta sufrida por las Fuerzas Armadas. Sólo al cabo de varios días de comenzar la matanza fueron enviados a la zona 400 militares. Pero más que capturar a los paras, los salvaron de los guerrilleros, ya que les habían cortado toda vía de fuga y se preparaban para exterminarlos. El carácter excepcional de aquel episodio obligó a Pastrana y al general Mora a volar hasta Buenaventura, la ciudad más cercana al Alto Naya, donde declararon: “Nadie puede llamarse a engaño. Nuestras Fuerzas Armadas

6. El relato sobre la masacre en Alto Naya y las declaraciones posteriores son de El Tiempo, 18 de abril de 2001; El Colombiano, 4 de mayo de 2001; Semana, 9 de mayo de 2001.

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combaten por igual a todos los enemigos del Estado, sean de izquierdas o de derechas”. Mientras ambos charlaban con los periodistas convocados en la ciudad portuaria del Pacífico, los soldados de los batallones de contraguerrilla luchaban en los montes del Alto Naya contra los grupos del ELN y de las FARC, y los voluntarios de la Cruz Roja metían en sacos de plástico los restos de los cadáveres recuperados. “Si las autoridades en- cuentran un solo cadáver cercenado en el Naya con motosierra, yo me entrego ahí mismo”, juró en esa ocasión Carlos Castaño. Un general, en- viado al lugar de la matanza trató de explicar al enviado de El Espectador la ferocidad de los hombres de las AUC: “Yo creo que –y perdónenme acá– el orgasmo de esas personas es cuando asesinan... Sería bueno volver a la niñez de esas personas y saber si conocieron a sus padres, si saben qué es tener una madre, qué es tener el calor de un hogar”. Lo sucedido se repetía cada día, si bien en proporciones menores, en diferentes regiones del país. Una y otra vez los militares llegaban cuan- do había concluido la masacre, incluso cuando las AUC anunciaban anti- cipadamente sus proyectos, y las poblaciones amenazadas lanzaban llamadas desesperadas de socorro. En mayo de 1998 había tenido lugar una matanza en Puerto Alvira, una pequeña ciudad a 66 kilómetros de Mapiripán. Los habitantes enviaron inútilmente, a lo largo de semanas, hasta 45 cartas pidiendo auxilio a ministros, generales del ejército y de la Policía, gobernadores y alcaldes. Hasta la Aeronáutica Civil había sido advertida por las mismas AUC, vía fax: “Piloto, técnico o controlador aé- reo que efectúe o autorice aterrizajes será declarado objetivo militar”. Nin- guna autoridad, sin embargo, se movió para impedir que los paras mataran a 23 presuntos “colaboradores de la guerrilla”, entre quienes había una niña de 5 años.7 Las solicitudes de ayuda caían asimismo en el vacío cuan- do procedían de organismos prestigiosos, como el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR) que en julio de 1999 indicó que los paras iban a invadir la zona de La Gabarra, en la frontera con Venezuela. El comandante de la brigada que operaba en la zona dijo que la amenaza da las AUC era “una quimera y en la actualidad un imposible de cumplir pues las tropas del Batallón 46 asumieron el control de la localidad”. En- tre el 20 y el 22 de agosto, 200 paras mataron sin impedimento alguno a unos 40 campesinos.8

7. El Espectador y El Colombiano, 7 de mayo de 1998 y Semana, 11 de mayo de 1998. 8. Semana, 15 de mayo de 2000.

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Las autoridades militares inventaban una excusa diferente según la ocasión para justificar su ausencia. La más habitual era la falta de per- sonal, como había sucedido en el caso de Mapiripán. El comandante de la brigada que operaba en la región explicó la falta de intervención en Puerto Alvira, recordando que los habitantes de la zona habían manifestado unos meses antes el deseo de que todos los contendientes –paramilitares, gue- rrilleros y militares– se mantuvieran lejos de la ciudad. En el caso de Alto Naya, un coronel afirmó que el retraso en prestar ayuda se había debido a los fuertes temporales. De todas maneras la complicidad del ejército con las AUC continuaba siendo evidente, al margen de los compromisos oficiales. El politólogo Eduardo Pizarro explicó en Semana las diversas ten- dencias existentes dentro del Estado en relación con los paramilitares.

En primer término, los sectores que les han brindado todo su apoyo e, incluso, que las han incorporado plenamente en el dis- positivo de contrainsurgencia de las Fuerzas Armadas. Es impo- sible saber si esta política ha gozado de un respaldo de la cúpula militar. Sin embargo, sería intentar cubrir el sol con las manos negar el apoyo del que han gozado estos grupos por parte de múltiples oficiales, brigadas y batallones en distintas regiones del país. En segundo término, los sectores que consideran a estos grupos como un mal necesario, debido a los pobres resultados de las Fuerzas Militares. Si bien se oponen a que se les brinde un apoyo, tampoco consideran conveniente desmontar a los únicos grupos que han logrado paralizar el avance de la guerrilla en al- gunas áreas del país. En tercer término, los sectores del Estado que piensan que estos grupos deben ser combatidos por la fuerza pública sin contemplaciones, debido a su carácter abiertamente criminal. Finalmente, encontramos a quienes consideran que es- tos grupos deben ser reconocidos como parte del conflicto; es decir, como actores políticos… A nuestro modo de ver, la actitud ma- yoritaria en el seno del Estado es la segunda, o sea la de la convi- vencia pragmática… que podría ser ‘ni se les apoya ni se les combate’.9

En 1988, Antonio Caballero había aprovechado la columna se- manal que llevaba su firma en El Espectador para publicar un listado de las 65 masacres llevadas a cabo durante el año en curso, de las que 58 habían sido realizadas por paramilitares. Al concluir la lista que incluía

9. Cambio, 26 de enero de 1998.

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lugar, fecha y número de víctimas de cada matanza, Caballero añadía amargamente: “No se qué lecciones se pueden sacar de todo esto. Tal vez alguna lección de geografía”. Trece años más tarde, Caballero hubiera te- nido que disponer de una página entera del diario para colocar la lista entera de las casi 400 matanzas cometidas en 2001. Desde los años ochenta no solamente había cambiado la cantidad sino también la calidad de los es- tragos. Al principio, se atribuían casi todos a las llamadas “fuerzas oscu- ras”. Desde finales de los noventa fueron reivindicados como episodios normales de guerra y considerados como tales por el poder y la gran prensa, lo que era todavía más significativo. Cuando los políticos y los politólogos reconocían a los paras “una capacidad demostrada de contención de la guerrilla” no podían sino referirse a su actividad militar principal, sino única, que consistía en eliminar civiles inermes, dado que las AUC conti- nuaba dejando al ejército la tarea de combatir a la guerrilla. Como recom- pensa por el trabajo desarrollado, Castaño empezó a exigir cada vez más abiertamente el reconocimiento político de su movimiento. Los represen- tantes del Estado le respondían de manera contradictoria, a veces incluso grotesca. Cuando se encontraban con Rambo, se justificaban aduciendo “razones humanitarias” o lo hacían a escondidas, para mantener la farsa de su presunta clandestinidad. Era una comedia indecorosa para un go- bierno que aspiraba a ser respetable, aunque nadie parecía avergonzarse de ello en Bogotá. En 1998 comenzaron a ser más insistentes las iniciativas de Cas- taño para conseguir un estatus idéntico al asignado a la guerrilla. En julio se reunió hasta con 11 representantes de la llamada “sociedad civil”, a quienes prometió respetar las diferentes organizaciones, llegando a firmar el denominado “acuerdo del Nudo de Paramillo”, que demostró ser una burla, vistas las cientos de masacres que continuó ordenando a sus hom- bres. En noviembre de 2000, Castaño intentó una jugada más arriesgada: organizó el secuestro de siete diputados en la región de Córdoba. Más que un acto de violencia fue una mezcla de vacaciones y seminario al aire libre entre amigos, que compartían parecidas opiniones sobre la realidad del país.10 La farsa terminó cuando Pastrana aceptó el envío de una delega- ción encabezada por el ministro del Interior para escuchar las lamentacio- nes del líder paramilitar acerca de las conversaciones de paz en el Caguán, y sobre todo en torno a la propuesta de ley que debería permitir el canje de soldados prisioneros de las FARC por guerrilleros detenidos en las cárceles colombianas. Rambo se hizo entonces portavoz de los militares, que con-

10. El Tiempo, 18 de noviembre de 2000, y Semana, 6 de noviembre de 2000.

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sideraban una afrenta cualquier hipótesis semejante. Castaño era cons- ciente de la importancia cada vez mayor de su papel. “El ejército no tiene las fuerzas suficientes para combatirnos a nosotros y a la guerrilla al mis- mo tiempo, y es obvio que dé prioridad en su lucha a quienes atacan al Estado”. Desde el comienzo de la negociación con las FARC temía ser trai- cionado por sus protectores institucionales. Sospechaba sobre todo de Pastrana. “Ha utilizado las AUC cada vez que ha querido, como si fuéra- mos un Rod Weiler del Palacio Nariño, lo saca para asustar y lo vuelve a encerrar simbólicamente” (Castaño, 2002), afirmó en su hagiografía. Tam- bién lo pensaban y se lo deseaban sus enemigos. Un comandante guerri- llero del ELN afirmó en la revista Futuro que “Carlos Castaño va a terminar como Pablo Escobar o como El Mexicano… muerto o en la cárcel, o de pronto como Noriega, allá, zampado en una cárcel de los Estados Unidos”. Los temores de Rambo parecieron concretarse en mayo de 2001, cuando un grupo de jueces de la Fiscalía, apoyados por 200 militares de las Fuerzas Especiales del ejército, desembarcaron en Montería, capital del departamento de Córdoba, para atacar la red de financiación de las AUC.11 La primera en ser registrada fue la sede de la fundación Funpazcor, aloja- da en un edificio frente al cuartel de la policía. Durante la operación los jueces encontraron pruebas de que la fundación era utilizada para vehiculizar las contribuciones de cientos de empresarios y latifundistas de la región al ejército de los paras. Los jueces descubrieron asimismo que la cuñada de Rambo había recuperado casi enteramente las 12.000 hectá- reas distribuidas con gran bombo, al comienzo de los noventa, a los ex guerrilleros del EPL.12 Las indagaciones en las casas de los mayores pro- pietarios de la ciudad desataron reacciones furibundas. Jorge Visbal Martelo, presidente de Fedegan, manifestó que la acción policial era irres- ponsable y bellaca. “Ojalá que esta actitud de estar persiguiendo a gente honorable del país la siguieran y desarrollaran, por ejemplo, en el Caguán y fueran a capturar a los bandidos de las FARC”. Rodrigo García, un pode- roso ganadero da la zona, que había propuesto levantar una estatua a Castaño en la plaza principal de Montería, se defendió con uñas y dientes. “Quieren castigarnos por la gratitud y la simpatía que podamos tener con él”. El gobernador de Córdoba habló de “insulto a la región entera”, y con- vocó una marcha de protesta, a la que se adhirieron los comerciantes y todas las empresas de servicios.

11. El Tiempo, 31 de mayo de 2001; El Colombiano, 7 de junio de 2001. 12. El Tiempo, 1º de junio de 2001.

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Los únicos que permanecieron en silencio, claramente desacredi- tados por la operación realizada a espaldas suyas, fueron los destacamen- tos locales del ejército y de la policía, convertidos desde hacía años en el cordón de seguridad de Castaño. Aquella operación relámpago asombró a muchos observadores políticos. Sorprendía sobre todo el hecho de que hubiera sido efectuada en Córdoba, territorio considerado completamente sumiso a Castaño. Paradójicamente, aquella región en la que funcionaba la pax paramilitar, con las organizaciones sociales liquidadas y la guerri- lla obligada a actuar lejos de los centros urbanos, era la más indicada para una iniciativa de aquel género. El monstruo había ya cumplido su misión hasta el fondo, y comenzaba a resultar incómodo. Debía ser, por ello, mermado. Donde todavía quedaba tarea por desarrollar, se le dejaba campo libre. El ejemplo más evidente se dio en la serranía de San Lucas, el macizo montañoso frente a Barrancabermeja en Sur Bolívar, donde debían efec- tuarse las conversaciones de paz con el ELN, según los acuerdos.13 En los primeros meses de 2001, el ejército invadió la zona en plan provocador. Cuando Pastrana ordenó a los militares retirarse, intervinieron con fuerza los paras, obligando a los habitantes de la región a bloquear la carretera que une Bogotá con la costa del Caribe Oriental, para protestar contra la hipótesis de desmilitarización de la zona. “No nos someteremos a presio- nes”, dijo Pastrana. Pero él no podía desalojar a los manifestantes y com- batir a las AUC. “El apoyo del ejército a los planes de paz del presidente Pastrana será medido por si confrontan o no a los paras en esa zona”, es- cribió un articulista del Washington Post. Suponía la fatídica prueba del 9 para el presidente. Bastaron pocos días para comprender que no podría superarla.14 En aquella ocasión, Alfredo Molano comparó a los militares co- lombianos con el mayordomo, interpretado por Dick Bogarde, en la pe- lícula El Siervo, de Joseph Losey, “que maneja al patrón, le administra sus bienes y le da órdenes, salvo a la hora del té, cuando llegan las visitas, y se muestra obediente para que la desvalorización de su víctima no le afec- te”.15 Al no poder criticar a las Fuerzas Armadas, el ministro del Interior, Armando Estrada, la tomó patéticamente con Carlos Castaño, quien ha- bía dicho en un principio que “no iba a interferir en el proceso de paz”.

13. Sobre la batalla en pro y en contra de la desmilitarización de Bolívar, véase El Es- pectador, 12 de abril de 2001; El Tiempo, 17 de abril de 2001. 14. La declaración del Washington Post es citada en El Tiempo, 22 de abril de 2001. 15. El Espectador, 22 de abril de 2001.

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Después de casi tres años de iniciada la ofensiva, Rambo no había instala- do su hamaca, como tenía prometido, en la serranía de San Lucas –donde se mantenía atrincherada la guerrilla– pero podía vanagloriarse de haber hecho saltar las negociaciones con el ELN y conquistado casi todos los cen- tros de la región, incluyendo gran parte de los barrios de Barrancabermeja, donde llevaba a cabo impunemente la eliminación sistemática de los sindi- calistas de la USO y de los líderes de la comunidad. Mientras las AUC im- ponían su “manual de convivencia” en la ciudad, regulando los horarios de las tiendas, la recogida de basuras y hasta los juegos de azar y el uso de la minifalda, el Estado central se desacreditaba cada día más. El 12 de ju- nio, por ejemplo, la población del puerto petrolero asistió a la entrega de cien ataúdes, por parte del Ministerio del Interior, junto con algunas tone- ladas de alimentos y de ropa. Un regalo ciertamente útil teniendo en cuenta los 3000 homicidios acaecidos durante los tres últimos años en su ciudad, que contaba con poco más de 200.000 habitantes. Tenía, desde luego, mucho de macabro. El obispo de Barrancabermeja comentó: “Quiera Dios que no nos vayan a donar sufragios”.16 La incursión repentina en la región de Córdoba contra los financiadores de los paras se demostró una excepción, no la regla. En todo caso, condujo a un cambio histórico en las AUC. A los pocos días apareció en la Internet una carta telegráfica de dimisión de Carlos Castaño: “Com- pañeros de causa, somos en las AUC amigos y respetuosos de las institu- ciones del Estado. Este principio es inviolable. Respétenlo. Renuncio irrevocablemente a mi cargo otorgado por ustedes”.17 El poder político y la prensa reaccionaron desconcertados. “No quiere hacerle la guerra al Esta- do y prefiere hacerse a un lado para no terminar como Escobar”, manifes- taron algunos articulistas, mientras otros empezaban a sentir nostalgia de Rambo. “Le daba un mínimo de racionalidad a la barbarie”.18 Castaño había hecho una jugada inteligente y bien articulada. Para librarse de la imagen de capo sanguinario, y proponer un “paramilitarismo de rostro humano” dejó su puesto de mando de las AUC a Salvatore Mancuso, un individuo de 37 años de origen italiano, hijo de un ferroviario de la pro- vincia de Salerno, llegado a Colombia en los años sesenta, y convertido en poco tiempo en importante latifundista.19 Después de haber estudiado sie-

16. El Tiempo, 12 de junio de 2000. 17. La ubicación de las AUC en la internet es: www.colombialibre.org 18. Véanse Los comentarios sobre la dimisión de Castaño, El Tiempo, 1º y 4 de junio de 2001. 19. El Colombiano, 31 de agosto de 2001.

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te semestres de ingeniería civil en la elitista universidad Javeriana de Bo- gotá, Mancuso había vuelto a casa para ocuparse de las fincas de su pro- piedad, acrecentadas posteriormente al casarse con una muchacha de origen francés, que pertenecía a una de las familias más poderosas de la zona. Los hermanos Castaño conocieron en 1990 a Mancuso, que había organi- zado una milicia personal privada, ayudado por la XI Brigada establecida en Montería. En los años siguientes, el ítalo-colombiano hizo cursos de contraguerrilla, aprendiendo a conducir los helicópteros que componían la dotación de los paras. Precisamente con un Black Hawk, Mancuso logró salvar a Carlos Castaño de los guerrilleros de las FARC el 28 de diciembre de 1998 en la finca El Diamante. Sus cualidades militares lo llevaron al mando de las AUC en las regiones atlánticas orientales, donde más fuertes eran los enfrentamientos, sobre todo con el ELN. Pasado a la clandestini- dad en 1998, Mancuso comenzó a coleccionar órdenes de captura por homicidio, secuestro y asociación para delinquir, hasta estar vinculado en una gigantesca operación antidroga internacional, que descubrió en enero de 2004 una conexión entre la poderosa organización criminal italiana Ndrangheta Calabresa y las AUC. Cuando Castaño dijo en el 2001: “No respondo por las acciones de Mancuso”, los periódicos especularon sobre la existencia de “dos líneas” en los paras. En realidad, Rambo no hacía sino repetir el guión que el Es- tado había recitado siempre con los paramilitares. El paso del mando a Mancuso no fue su único gesto. En noviembre de 2001, reunidos los 14 comandantes de la cúpula de las AUC en la IV conferencia nacional, mani- festaron su voluntad de “humanizar” el conflicto, poniendo fin a las masacres, desapariciones forzosas, torturas y sevicias. “Si algún bloque o comandante incurre en un hecho como éstos, será única y exclusivamente su responsabilidad y tendrá que responder por él ante el Estado Mayor de las autodefensas”, dijo El Alemán, uno de los más conocidos jefes de las AUC.20 En realidad, el baño de sangre continuó como antes. Unos veinte días más tarde, por ejemplo, 15 pasajeros de un autobús que recorría la orilla de la laguna de Tota, en el departamento de Boyacá, fueron obliga- dos a apearse y luego ametrallados por un grupo de paras, que acusaron a algunas de las víctimas de simpatizar con la guerrilla. Los periódicos, en todo caso, elogiaron el denominado “giro hu- manitario” de las AUC. El Tiempo escribió que “los paramilitares han de- mostrado, por lo menos verbalmente, estar más en sintonía que las FARC

20. El Colombiano, 17 de noviembre de 2001.

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con los cambios en el mundo, y han dado señales claras de que entienden las implicaciones de la nueva coyuntura y su inclusión en la lista de terro- ristas internacionales”.21 El Departamento de Estado norteamericano ha- bía incluido a las AUC en abril de 2001 en dicha lista. A pesar de que Washington reconocía que los paras “no atentan directamente contra los intereses de Estados Unidos y de los ciudadanos estadounidenses”, para Castaño suponía un baldón ver a su movimiento confundido, no solamente con las FARC y el ELN, sino además con Al-Qaeda de Bin Laden y con to- dos los movimientos fundamentalistas islámicos. Rambo era también cons- ciente de hasta qué punto el gobierno de Estados Unidos era sensible ante el tema de la droga, utilizándola, además, como pretexto. Y para ganárse- lo, jugó todas sus cartas. La primera, de la que no podía vanagloriarse públicamente, era la colaboración que aportaban las AUC en las regiones del sur al Plan Colombia, mediante la “limpieza política” realizada por sus bloques de dicha zona. Castaño continuaba, asimismo, haciendo de intermediador entre la DEA y los narcos, en particular ante los hermanos Rodríguez Orejuela, capos del desmantelado cartel de Cali, dispuestos a pactar sus condenas en los tribunales estadounidenses. Según el periódico New Herald, las AUC habían sido recompensadas con varios suministros de armas por la tenebrosa colaboración con la DEA, que arrancaba de los tiempos de caza a Escobar.22 A Castaño se le tenía previsto un premio en efectivo. Parte del dinero obtenido con la rendición de 114 narcotraficantes a la justicia nor- teamericana iría a los paramilitares: así fue decidido durante las reunio- nes celebradas entre noviembre de 1990 y febrero de 2000 en Panamá por hombres de los organismos antinarcóticos de Estados Unidos y los narcos, según el abogado Baruch Vega, que entonces actuaba de intermediario. “Esto fue llevado a cabo como en el caso Irán-Contras, que sirvió para finan- ciar operaciones secretas con el dinero del narcotráfico. Allí se quería eli- minar una cosa, y acá darle ayuda al paramilitarismo”, reveló Baruch Vega al periodista Fabio Castillo.23 Dado que a esas alturas resultaba evidente la implicación de las AUC en el comercio de droga, Castaño comenzó a recitar en 2002 el guión de luchador integérrimo. Reconociendo que “la corrupción originada por el narcotráfico ha llevado a las Autodefensas a una situación crítica”, y

21. El Tiempo, 7 de diciembre de 2001. 22. New Herald, 10 de agosto de 2000, 24 de marzo de 2001 y 15 de marzo de 2002. 23. El Espectador, 1 de diciembre de 2002.

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que las costas colombianas, y en particular el golfo de Urabá (que estaban bajo el domino casi exclusivo de las AUC) eran utilizadas para embarcar droga, Rambo amenazó con denunciar a los narcos ante las autoridades y considerarlos “objetivos militares” de sus hombres. En el afán de limpiar su propia imagen, fingió disolver las AUC el 12 de julio, anunciando la vuelta a su feudo, tomando de nuevo el mando, junto a su fidelísimo Mancuso, de las Autodefensas de Córdoba y Urabá (ACCU) que suponían el 70% de la organización paramilitar. “No podemos convertirnos en un refugio de bandidos”, dijo Castaño cuando decretó la expulsión de algunos grupos, como el de Tolima y el de Casanare. Su show duró poco. En sen- das cartas enviadas los primeros días de septiembre al secretario general de la ONU, Kofi Annan, a la embajadora estadounidense, Anne Patterson, y al cardenal Pedro Rubiano, informó que las AUC se habían reunificado.24 El encuentro mantenido por 18 jefes militares, que había tenido lugar durante cinco días en las montañas de Urabá, concluyó con el enésimo compromiso solemne: “Cualquier miembro de las AUC que resultara involucrado en las actividades del narcotráfico, en sus etapas de procesa- miento, embarque o exportación, será denunciado públicamente por no- sotros”. Quedaron excluidos el Bloque Central Bolívar y un grupo que actuaba en el Meta, responsable de varios secuestros de latifundistas y, por el contrario, se ratificó la paz con el Bloque de Santa Marta, dirigido por Hernán Giraldo, a quien Castaño había conocido en los años ochenta en Puerto Boyacá, junto a Escobar y Rodríguez Gacha, y que era uno de los ejecutores de las matanzas de Honduras y La Negra de 1988. La de Giraldo era la única verdadera oposición interna de Rambo. Surgida a causa del asesinato por parte de los hombres del jefe de Santa Marta de dos agentes de la DEA, la guerra había producido unos 70 muertos, concluyendo en febrero de 2002 con un pacto de no agresión. Castaño intentaba, por una parte, evitar un final como el de Pa- blo Escobar o Antonio Noriega tendiendo la mano a la DEA y al gobierno de Estados Unidos, “las apariciones públicas de Castaño desde 1995 han tenido el propósito de buscar su legitimación política”, según el ex coronel Carlos Alfonso Velásquez.25 Rambo esperaba imitar al salvadoreño Rober- to D’Aubuisson, capaz de pasar en poco tiempo de capo de los escuadro- nes de la muerte a figura institucional de primera plana en el país centroamericano.

24. El Espectador, 8 septiembre de 2002. 25. El Tiempo, 17 julio de 2002.

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En septiembre de 2001 las AUC anunciaron la constitución del Movimiento Nacional Democrático (MND). “Hemos hecho pie en la otra orilla, la de la política. Nacimos para la guerra para acabar con la guerra, confluimos en la política para dignificar la política y hacer posible la paz”.26 Castaño añadió: “no volveremos a hablar sottovoce con gobierno alguno, nuestros diálogos tienen que ser públicos, de cara al país y por encima de la prepotencia subversiva. No aceptaremos tratos discriminados, una gue- rrilla y una antiguerrilla sólo pueden ser la misma cosa”. Con él concor- daban sectores cada vez más significativos de la sociedad colombiana. También había muchos políticos, sobre todo del Partido Liberal, que eran partidarios del “diálogo a tres”, y a ellos se unió monseñor Alberto Giraldo, presidente de la Comisión Episcopal Colombiana, quien afirmó que en “una situación como la que tenemos en este momento, de alguna manera todos los actores del conflicto deben entrar en diálogo en mesas diferentes”. El influyente periódico El Tiempo escribió: “No parece coherente que el Esta- do colombiano negocie con quienes han buscado su derrocamiento y se abstenga de hacerlo con los que no lo atacan”. Idéntica opinión tenían en Washington. El secretario de Estado para el Hemisferio Occidental, Otto Reich, no tenía dudas. “Creemos que todos los grupos terroristas deben participar en el diálogo”.27 Entre las pocas voces discordantes se encontraba la del consejero especial de la ONU para el proceso de paz colombiano, James Lemoyne, quien afirmó en enero de 2002 que las AUC no podían ser consideradas un “interlocutor político legítimo” por “la táctica que, hasta ahora ha sido puramente, no de forma total, pero sí en muchos aspectos, de ataques contra la población”. Eran, sin embargo, consideraciones que dejaban in- diferentes a los políticos y representantes de la oligarquía, a quienes siem- pre había importado muy poco la suerte de la población rural sometida a la violencia más brutal. El papel y el proyecto político de Castaño se reforzaron tras el fracaso de las negociaciones del Caguán. Su estrategia antisubversiva y sus métodos sanguinarios resultaron vencedores de nuevo, frente a la in- capacidad evidente del Estado para llegar a la paz con la guerrilla sin costo ni sacrificio alguno para la clase dominante, así como de vencer una gue- rra utilizando únicamente el ejército regular. Unos días después de recu-

26. El Tiempo, 5 septiembre de 2001. 27. Véanse las afirmaciones de monseñor Giraldo y de Otto Reich en El Tiempo, 3 de noviembre de 2000 y 29 de mayo de 2002.

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perar la zona desmilitarizada, el general Gustavo Porras, comandante de la XII Brigada estacionada en la región del Caguán, dimitió ante los esca- sos resultados obtenidos precisamente por la Operación Tánatos, afirmando que para vencer la guerra “se necesita armar un millón de civiles”. Ese mismo día se conoció un documento de 70 páginas, de la Escuela de Gue- rra de Estados Unidos, según el cual “el problema contrainsurgente de Colombia radica en que los ciudadanos no están involucrados en la gue- rra. Bogotá, en vez de resolverlo directamente como lo han hecho todos los que sufren guerras internas, es decir, movilizando y organizando al pueblo para que sea su auxiliador en la antiinsurgencia, ha recargado todo el trabajo sobre el ejército”.28 La afirmación del paramilitarismo derivaba asimismo de una so- ciedad extenuada por una barbarie en expansión. Castaño se había con- vertido, gracias al trabajo propagandístico de quienes lo apoyaban de forma manifiesta u oculta, en el líder de un bloque económico, político, social y cultural que crecía. Ser para no significaba ya la adhesión a su movimien- to, sino asimismo un canon de conducta autoritaria que preveía la solu- ción violenta –no necesariamente con ametralladoras y machetes– de toda actitud problemática, desde la del ladrón de barrio o del mendigo insisten- te hasta la del trabajador sindicalizado y el oponente político, y puede que hasta del rival en el amor. Fuera de los núcleos de las grandes ciudades, Colombia tenía ya la imagen de un país fragmentado y disputado por las bandas armadas, comprendida la estatal, con uniformes y hasta con esti- los de conducta cada vez más semejantes. Se combatía sin respetar frentes ni normas, haciendo blanco, ante todo, en la población indefensa. Cada comunidad se veía inducida, por ello, a garantizarse su seguridad utili- zando el único instrumento eficaz, es decir, las armas. Una vez puesto en marcha y alimentado, el proceso de privatización y de recrudecimiento de la guerra funcionaba de manera autónoma. Castaño, que era su principal producto y artífice, resultaba su natural y gran beneficiario político. La primera confirmación se dio en las elecciones parlamentarias de marzo de 2002, que tuvieron lugar pocas semanas después del fin de las ilusiones que representaba el Caguán, y que premió las listas indepen- dientes, además de asestar un duro golpe a la maquinaria burocrática de los dos partidos tradicionales. En algunas de ellas había conocidos sindi- calistas, activistas de los derechos humanos y algún comunista que había sobrevivido a las balas. En otros triunfaron figuras más o menos desco-

28. Véanse las afirmaciones del general Porras y de la Escuela de guerra de Estados Unidos en El Tiempo, 1, 3 y 4 de marzo de 2002.

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nocidas de la capital y de la costa atlántica, que Salvatore Mancuso señaló como representantes políticos de los paramilitares. “La meta original del 35% ha sido largamente superada y constituye un hito en la historia de las AUC”.29 Entre ellos se encontraban, naturalmente, algunos diputados del llamado autosecuestro de noviembre de 2000. Pero la consagración de la ideología paramilitar se produjo en las elecciones presidenciales dos meses más tarde, con la victoria del candida- to liberal independiente, Álvaro Uribe Vélez. Su victoria se había visto fa- vorecida por la crisis de los dos partidos tradicionales, el fracaso de las negociaciones de paz (a las que Uribe se había opuesto frontalmente siem- pre), y asimismo por la ofensiva realizada por la guerrilla en vísperas de las elecciones. “Podría decirse que si las FARC hace cuatro años con gran habilidad política, contribuyeron a llevar a la presidencia a Andrés Pastrana Arango, en esta oportunidad, con reiterada torpeza, han facilitado los ar- gumentos para la elección de Álvaro Uribe a la presidencia”, escribió Luis Guillermo Pérez Casas, el abogado forzado al exilio después de heredar muchas de las causas llevadas por Eduardo Umaña. La perspectiva de la presidencia de Uribe desataba sentimientos contradictorios. Citando al poeta nadaísta colombiano Gonzalo Arango (“Usted promete una felicidad que mata pero no da resurrección”), la ex alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuar- tas, manifestó en una carta pública que sentía miedo ante esa posibilidad. En el espacio de la Internet de los paras, Carlos Castaño afirmó que Uribe habría “favorecido a la gran mayoría de los colombianos y, entre ellos, a la base social de las AUC”. El currículum del candidato no dejaba dudas al respecto. Los pocos periodistas que se atrevieron a levantar algunos epi- sodios oscuros de su vida pagaron cara su valentía.30 Laureado en leyes e introducido con sólo 24 años en el staff que dirigía la Administración de Medellín, Uribe había sido uno de los firman- tes de las leyes destinadas a desmantelar los ya exiguos derechos de los trabajadores. Amigo de la familia Ochoa, el mayor clan de mafiosos del país, Uribe no había escatimado favores a los narcos, a decir de varios comentaristas. En los pocos meses que ocupó la alcaldía de Medellín, ha- bía promocionado los “proyectos sociales” de Pablo Escobar. En calidad de director de la Aeronáutica Civil, había entregado patentes de vuelo a mu-

29. El Tiempo, 12 de marzo de 2002. 30. Tres de ellos, Fernando Garavito, articulista del El Espectador; Daniel Coronel, di- rector de Noticias Uno, y Gonzalo Guillén, corresponsal del New Herald de Miami se vieron obligados a exiliarse, tras varias amenazas de muerte. El 2 de diciembre de 2002 la dirección del El Espectador suspendía la rúbrica de Garavito.

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chos pilotos contratados por los carteles de la mafia, y permitido la cons- trucción de pistas privadas utilizadas por ellos. Como diputado, se había manifestado en 1989 en contra de la ley de extradición, verdadero fantas- ma de los capos mafiosos. La implicación directa de su familia en el narcotráfico resultó evidente en 1984, cuando la policía, que había descu- bierto el gigantesco complejo de refinado de cocaína, llamado Tranquilandia, halló, entre otras cosas, un helicóptero propiedad de su padre Alberto. Ninguna autoridad colombiana creyó conveniente profundizar en el he- cho, prefiriendo apoyar, a partir de entonces, la teoría de la “narcogue- rrilla”.31 Los gringos seguían sus pasos. Según las revelaciones de la revista Newsweek en agosto de 2004, la Agencia de Inteligencia del Pentágono lo consideraba en 1991 uno de los cien colombianos más peligrosos afirmando que Álvaro Uribe “tenía en ese entonces relaciones con el narcotráfico y el cartel de Medellín». Lo que más preocupó a los colombianos durante la campaña electoral de 2002 fue, en todo caso, su relación con los métodos y los protagonistas de la guerra sucia. En 1982, por ejemplo, Uribe había traspasado su hacienda La Mundial a los 76 dependientes que trabajaban en el cultivo de la caña de azúcar, para resarcirlos de los sueldos y cuotas sociales jamás abonados. Los dirigentes pagaron caro aquel acuerdo, fir- mado tras cinco años de duras luchas. Uno tras otro fueron asesinados o hechos desaparecer. Según los autores del informe “Nunca más”, otras fin- cas de su familia, como La Manada y Las Guacharacas, habían sido utili- zadas como base de grupos paramilitares. Cuando en 1995 llegó a gobernador de Antioquia, Uribe declaró la región “Zona especial de orden público”, asignando poderes especiales a las Fuerzas Armadas, y promo- viendo la formación de unas 70 Convivir, que contribuyeron activamente en el exterminio de la oposición política y social, hasta el punto de que, al concluir su mandato, la región había pasado casi totalmente bajo el con- trol de las AUC. Uribe no negó nunca su solidaridad con los oficiales acu- sados de violar los derechos humanos. En 1999, durante una ceremonia organizada en un hotel de Bogotá, pronunció un discurso defendiendo al general Del Río, suspendido hacía poco de servicio por haber favorecido la actividad de las AUC en Urabá. En su descarnado programa electoral, Uribe se apartó de la teoría clásica del monopolio estatal de la violencia para proponer el reclutamien- to, junto a las Fuerzas Armadas, de un millón de colombianos “para la prevención del delito y la promoción de la vida comunitaria”, a quienes dotaría de radioteléfono y de armas genéricamente definidas como “de-

31. El Tiempo, 23 de abril de 2002, y Newsweek, 2 de agosto de 2004.

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fensivas”. Según Uribe, centenares de miles de conductores de autobús y de taxi, además de campesinos de las regiones más desperdigadas del país y las “personas de bien” de las ciudades, deberían convertirse en “ojos y oídos del Estado” Uribe prometía orden, autoridad y guerra a la corrup- ción. Su consigna “Mano fuerte, corazón grande”, impactó al 24% de los colombianos con derecho a voto, que acudieron a las urnas el 26 de mayo de 2002, desafiando la apatía, el escepticismo y el boicot ritual de la gue- rrilla. El porcentaje le permitió, en todo caso, ser elegido presidente en la primera vuelta, dejando lejos al candidato oficial del Partido Liberal, el ex ministro Horacio Serpa y, todavía más, al socialdemócrata Luis Eduardo Garzón. Los primeros en felicitar a Uribe fueron sus aliados militares, es- condidos u ocultos. Salvatore Mancuso declaró en el espacio web de las AUC: “Se ha elegido a conciencia a un digno presidente para una Patria que quiere pacificarse y crecer solidariamente”.32 La embajadora de Esta- dos Unidos en Bogotá, Anne Patterson, para felicitarlo llegó a romper in- cluso el protocolo, que imponía esperar a la proclamación del resultado oficial. Los periódicos norteamericanos subrayaron la total sintonía de Uribe con la Casa Blanca. El Wall Street Journal dio al nuevo presidente el sobre- nombre de George W. Uribe, el Dallas Morning News escribió que “Colom- bia ha elegido a su Ariel Sharon”. En el país, parte de la opinión pública pareció caer de pronto en cuenta de la elección que acababa de hacer. Mien- tras Ana Teresa Bernal, responsable de Redepaz, la coordinadora más im- portante para la paz, afirmaba “que la gente en las grandes ciudades ve la violencia por televisión y apuesta por la guerra”,33 una encuesta realizada en las cinco mayores ciudades reveló que el 65% de los colombianos pedía a Uribe que excluyese la solución de fuerza y optara decididamente por la vuelta a las negociaciones con la guerrilla.34 Pero ya era tarde. Las FARC demostraron que aceptaban el desafío de Uribe, aco- giendo la toma de posesión de su cargo, el 7 de agosto de 2002, con una ráfaga de cohetes y granadas dirigidas contra el palacio presidencial. La demostración de fuerza se transformó en una imperdonable masacre, con la muerte y mutilación de decenas de indigentes de la miserable calle del Cartucho (que distaba al menos 800 metros del palacio) causada, según la fría terminología técnica, por “el cambio de dirección de una carga explo- siva”.35

32. Agencia Efe, 26 de mayo de 2002. 33. El Colombiano, 19 de junio de 2002. 34. El Tiempo, 24 de junio de 2002. 35. www.redresistencia.org, 8 agosto de 2002.

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Obedeciendo la invitación de la embajadora Patterson, Uribe lla- mó a 40.000 reservistas. Después anunció que, durante su mandato, de- seaba aumentar la plantilla de las Fuerzas Armadas de 240.000 a 400.000. Suspendió los permisos militares durante varios meses y comenzó a con- cretar su idea de enrolar a “un millón de colombianos”, reclutando 20.000 jóvenes campesinos para la defensa de 500 poblaciones que no contaban con una presencia militar significativa. Aunque los nuevos ministros y los generales juraron que no querían repetir las sangrientas experiencias de las “rondas campesinas” peruanas y guatemaltecas, ni tampoco dar nue- va vida a las Convivir, el camino hacia la generalización de la guerra civil estaba abierto. Y todo hacía pensar que iba a desatarse una guerra todavía más insensata y bárbara que las sufridas hasta entonces por el país. A pesar de expresar cierta perplejidad en sus editoriales, los grandes periódicos nacionales aceptaron el giro autoritario, apoyando mediante artículos y encuestas la “red de informantes”, que constituía la niña de los ojos de la estrategia político-militar de Uribe. Los resultados fueron trágicómicos. Al requerimiento de que explicara cómo podría reconocer a una persona sospechosa, uno de los primeros campesinos reclutados en la región del Cesar respondió:

Yo tengo un don para analizar a la gente. Le miro directo a los ojos. Si me rehúye es que algo esconde… Si un tipo se viste como pigua [campesino], no sabe combinar la ropa, se pone una cami- sa roja con verde… y tiene rasguños en los brazos ahí mismito le analizo la cintura porque puede ser guerrillero…36 Desde el Palacio de Nariño se abrieron las puertas a las AUC. “Hay que ser realistas, existen, y por lo tanto hay que trabajar para desarmar a cualquiera que tenga un arma ilegal”, dijo el presidente Uribe, apenas tomó posesión de su cargo.37 Castaño respondió inmediata y debidamente, de- clarándose disponible para un proceso de desarme “inmediato o cuando el gobierno lo requiera”. En su comunicado, el capo de los paras subrayó asimismo que “es inocultable la contención que hemos representado para las intenciones totalitarias de la subversión. Sin la participación de la antisubversión civil, las guerrillas andarían cerca de tomarse el poder”.38 En el momento de pasar por caja, Rambo recordaba, con poca ele- gancia, la eficacia del “sistema del pájaro”.

36. El Tiempo, 19 de agosto de 2002. 37. Semana, 11 agosto de 2002. 38. El Espectador, 14 de agosto de 2002.

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Un futuro sin salida 131313

ingún presidente latinoamericano fue invitado a la festiva y protestada Nceremonia de juramento de George Bush como 43º presidente de Es- tados Unidos. En compensación, se encontraba entre los huéspedes de la súper blindada Casa Blanca de aquel gélido 20 de enero de 2002, el colom- biano Rodrigo Villamizar, un antiguo amigo del nuevo presidente. Ambos se habían conocido en una fiesta estudiantil en la universidad de Yale, en el lejano 1972. Desde entonces se habían ayudado siempre. George había colocado a Rodrigo en la burocracia de Texas, primero en el Comité de Pro- gramación Económica y después en la Comisión de Servicios Públicos. El colombiano, que mientras tanto se había convertido en “el hombre justo en el puesto justo”, se lo retribuyó unos años más tarde. George consiguió en 1986 de la Harken Energy, por la venta de la fracasada compañía pe- trolera Arbusto, propiedad de la familia Bush, un paquete de acciones por valor de 2.000 millones de dólares, el pago anual de 122.000 dólares anuales y un puesto en el consejo de administración. Cuando Rodrigo entró en el go- bierno colombiano como ministro de Minas, adjudicó tres concesiones de ex- plotación energética a la Harken, sobre todo en el Magdalena Medio, donde narcos y paras estaban realizando una despiadada “desinfección” política. Todo continuó igual desde entonces. En el Magdalena Medio si- guieron actuando tanto los paramilitares, gracias a la colaboración bene- volente del ejército, como la Harken, gracias a la generosa financiación del Banco Mundial. Tampoco cambió la amistad entre George y Rodrigo. Ape- nas instalado en la Casa Blanca, Bush pensó incluso promover a su amigo

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a Secretario de Estado para el Hemisferio Occidental, aunque el cargo que- dó asignado luego a Otto Reich.1 Hubiera sido una prueba de afecto y es- tima hacia el hombre que le servía de consejero en la difícil “cuestión colombiana”, y que luchaba desde hacía tiempo contra un cáncer. Hubiera sido, por otra parte, un desafío, ya que desde 1999 Villamizar era buscan- do formalmente por la justicia colombiana, a raíz de un escandaloso asunto de corrupción, del que resultó posteriormente condenado a cuatro años de prisión. En los últimos días de julio de 2002, los representantes de las mayores multinacionales que operaban en Colombia se reunieron con el presidente Álvaro Uribe Vélez para solicitarle nuevos privilegios y, sobre todo, más seguridad para los dirigentes de sus instalaciones. Formaban parte de la delegación la Xerox, 3M, NCR, Kodak, Frontier y Gillette, pero ninguna empresa del sector energético. Había un motivo: Chevron, Oxy, Texaco, BP y Reliant y Harken se hallaban suficientemente protegidas por Washington y no necesitaban participar en encuentros como aquéllos. Aconsejado por Villamizar, George Bush rectificó la ruta del Plan Colom- bia, desviando el timón de la droga hacia el petróleo, y de los narcos a los guerrilleros, culpables de la desestabilización del país, pero sobre todo de atacar a los intereses económicos norteamericanos allí existentes. En el nuevo paquete de ayudas aprobado por el gobierno de Estados Unidos para el 2003, se destacaban 98 millones de dólares destinados a la instrucción de un nuevo batallón para defensa de los oleoductos que transportaban el crudo desde los yacimientos hasta los puertos del Caribe (objetivos casi diarios de los atentados de las FARC y del ELN ), que en febrero 2005 reci- bió diez helicópteros estadounidenses para mejorar la vigilancia de los oleo- ductos.2 Paradójicamente, la primera empresa beneficiada fue la Oxy, que contaba entre sus mayores accionistas a Gore, el adversario electoral de Bush, aunque el programa de protección incluía, evidentemente, los oleo- ductos de la Global Energy Development, socia de Harken, los gaseoductos de Enron, y las instalaciones de Haliburton, la antigua compañía de Dick Cheney. Para contentar a Bush, Álvaro Uribe militarizó poco después de su toma de posesión una gran parte de Arauca, la región colombiana con los mayores yacimientos de hidrocarburos, donde se instalaron un cente- nar de instructores del ejército norteamericano y de las MPC. “Después del 11 de septiembre, el asunto de seguridad petrolera se ha vuelto prioritario para Estados Unidos”, admitió la embajadora norteamericana en Bogotá,

1. Counterpunch, 12 de julio de 2002. 2. Newsweek, 25 de marzo de 2002 y El Tiempo, 20 de febrero de 2005.

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pajaro-bk.p65 206 23/04/2005, 10:20 207 UN FUTURO SIN SALIDA

Anne Patterson, desvelando anticipadamente el “síndrome de Irak” de su gobierno.3 Por más que la lucha contra el narcotráfico continuaba siendo enarbolada como primer objetivo en la guerra colombiana, era obvio que el tema de la droga enmascaraba otros intereses y que servía principal- mente para difamar y atacar a los grupos rebeldes. Desde que las FARC habían empezado a convivir con los cultivos de coca, marihuana y ama- pola, cobrando tasas como hacían con cualquier otra fuente de riqueza existente en las zonas bajo su control, los gobiernos de Washington, y sobre todo de Bogotá, habían cambiado varias veces, y sin rubor alguno, de opinión sobre la relación entre la guerrilla y los narcos. En vísperas de las negociaciones con los hombres de Tirofijo en Caguán, el presidente Pastrana declaró, por ejemplo, que “Colombia padece dos guerras nítidamente diferenciables: la guerra del narcotráfico contra el país y contra el mundo, y la confrontación de la guerrilla por un modelo económico, social y po- lítico que considera injusto, corrupto y auspiciador de privilegios”.4 Utili- zó un acto importante en el Palacio de Nariño para dar, como subrayaron los periódicos colombianos, una especie de “adiós a la narcoguerrilla”. En realidad se trataba solamente de un “hasta la vista”. En los primeros me- ses de 2002, Pastrana volvió de pronto a describir a las FARC como bandi- dos y narcoterroristas. No había cambiado nada en ese tiempo por las cordilleras y selvas amazónicas, aunque sí en Manhattan, donde dos avio- nes, presumiblemente teledirigidos por Bin Laden, se habían abatido con- tra sendas torres. Sobre el tema terciaron asimismo, y en diversas ocasiones algunos representantes norteamericanos. El director de la DEA, por ejem- plo, declaró después de los terribles atentados que “no hay evidencia de que ninguna unidad de las FARC o del ELN haya establecido redes de trans- porte internacional, distribución de grandes cantidades de droga o siste- mas de lavado de dinero proveniente de la droga en Estados Unidos o Europa”. Pero unos días más tarde, la Casa Blanca y el Pentágono volvie- ron a acusar a las FARC de ser el cartel más importante de la cocaína. El contenido propagandístico de semejantes afirmaciones era evi- dente, así como sus efectos prácticos. La guerra financiada con el Plan Colombia y concentrada en las regiones meridionales del país, controladas por las FARC, solamente atacaba al 1% del narcotráfico nacional. Eso sig- nificaban los 50 millones de dólares de ganancia que el ex zar de la droga,

3. El Tiempo, 16 de febrero de 2002. 4. El Espectador, 23 de octubre de 1998.

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pajaro-bk.p65 207 23/04/2005, 10:20 208 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

Barry Mc Caffrey atribuía a la guerrilla de Tirofijo, frente a los 50 mil millones del total de ingresos en Colombia por la venta de estupefacien- tes.5 Estados Unidos y el gobierno colombiano se mostraban inermes ante el comercio realizado por centenares de organizaciones esparcidas por el país y que, por sus reducidas dimensiones, lograban escapar al control de la policía o tenían mayores posibilidades de corromperla. Y, sobre todo, ambos gobiernos toleraban la unión cada vez más estrecha entre los nue- vos jefes mafiosos y los jefes paramilitares, dueños de buena parte de las costas pacífica y atlántica y, especialmente, de los principales puertos del país, desde Tumaco y Buenaventura hasta Turbo y Santa Marta, por don- de salían las cargas de droga. Después de la destrucción de los carteles de Medellín y Cali, habían emergido sólo los clanes del Norte del Valle y de Envigado, una fracción de Medellín, dirigidos por hombres como Diego Montoya o Julio Fabio Urdinola y, el más importante de todos, Diego Fer- nando Murillo, con su doble identidad de narcos y paramilitares. Después de que su jefe, Fernando Galeano, fue muerto por Escobar, Murillo comandó junto con Castaño el grupo de los Pepes, ganándose, como muchos otros, una especie de salvoconducto por parte de la policía colombiana y de la DEA.6 Conocido con el apodo de don Berna, alcanzó muy pronto el vértice de las AUC, desde el que gestionaba toda actividad ligada al tráfico de dro- ga, cuyo control ejercía a través de los bloques paramilitares que domina- ban las regiones que asoman al Océano Pacífico. Con estas premisas no podían sino extenderse el tráfico y los cul- tivos ilegales, a pesar del bombardeo salvaje de herbicidas, prohibidos en Estados Unidos pero lanzados copiosa y demencialmente en Colombia, con efectos desastrosos sobre la naturaleza y sobre la salud de los habitantes. “Hace dos años había en Colombia 125.000 hectáreas sembradas de coca y amapola, y se han destruido 100.000 con fumigación química, pero hoy hay 165.000: la destrucción total es de 265.000 pues la destrucción de la siembra y de la fumigación no se contrarrestan sino que se suman”, escri- bía amargamente Antonio Caballero.7 El fracaso del tan aclamado Plan Colombia estaba previsto inclu- so por la CIA. Un informe del 2000 de la agencia norteamericana pronos- ticaba un “efecto globo”, por el que las fumigaciones se habían llevado a cabo solamente sobre los cultivos de toda el área andina, sin involucrarse

5. Datos de la Dirección Antinarcóticos de la policía colombiana, en: www.policia.gov.co, y de diversas revistas, como The Economist, agosto de 2001. 6. El Tiempo, 16 de agosto de 2002. 7. Semana, 17 de febrero de 2002.

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para nada con el narcotráfico.8 Pero esto tampoco importaba mucho a Estados Unidos ya que lo estaba transformando con el tiempo en la Inicia- tiva Andina, es decir, en un ambicioso programa de sumisión del área donde más riesgo corrían los intereses norteamericanos en el continente. En los años setenta Estados Unidos había logrado responder al desafío surgido en países del cono Sur, como Argentina, Uruguay y Chile, promoviendo diferentes golpes de Estado. En la década siguiente, había intervenido en Centroamérica, financiando ejércitos mercenarios en Nicaragua e incentivando el terrorismo institucional de El Salvador y Guatemala. Pero desde los años noventa, se veía de nuevo presionado por la poderosa gue- rrilla colombiana, el régimen del ex coronel paracaidista Hugo Chávez en Venezuela, y por el movimiento indígena y campesino de Ecuador, que había demostrado en muchas ocasiones su enorme capacidad de movilización popular. Tres enemigos diferentes en países con el elemento común de poseer grandes yacimientos de petróleo, materia prima más indispensable aún tras el agravamiento de la tensión en Oriente Medio y en el golfo pérsico. Tres enemigos, además, que mostraban una solidaridad objetiva entre sí, con la negativa de Hugo Chávez a ceder su propio espacio aéreo a los avio- nes de reconocimiento de Estados Unidos, o la continua movilización en Ecuador contra la militarización de la frontera con Colombia. El así lla- mado “triángulo radical” preocupaba todavía más por el riesgo de que contagiara a otros países vecinos, como Perú, Brasil, Bolivia, Argentina y Paraguay, sacudidos ya por movimientos sociales cada vez más organiza- dos contra las políticas neoliberales y contra el proyecto de integración del continente americano para beneficio total de Estados Unidos. La Casa Blanca había decidido comenzar por Colombia para someter el área andina, apro- vechando que había elegido a Uribe Vélez, un presidente fiel y afín ideoló- gicamente a Bush. La Iniciativa Andina tenía asimismo el propósito de reafirmar dentro del “patio trasero” la creencia de que el gringo era invencible y la inevitabilidad de las políticas neoliberales, a pesar de sus enormes fraca- sos. “Una vez que se desafía a la mística y el cuestionamiento se extiende sobre el continente, se da un nuevo ímpetu a las fuerzas de la oposición, desafiando las reglas de juego y las normativas neoliberales que facilitan el saqueos de sus economías”, ha explicado el escritor James Petras.9 La iniciativa norteamericana en el “triángulo radical” utilizaba armas dife- rentes. Mientras en Venezuela insistía en la presión de las elites privilegia-

8. El Tiempo, 20 de enero de 2004. 9. James Petras, Cuba Siglo XXI, en http://www.cubaxxi.f2s.com

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das para alimentar el descontento contra el gobierno bolivariano, en Ecuador se valía de los chantajes financieros para obtener una subordinación comple- ta del ex coronel Lucio Gutiérrez (olvidado de todas las promesas sociales y nacionalistas que lo habían llevado a la presidencia), y en Colombia daba su primacía al aspecto bélico, mediante un apoyo incondicional a Uribe. El gobierno norteamericano no escondía su entusiasmo por su política social y de orden público. Leyes como la que ampliaba por decreto la jornada laboral normal en cinco horas, situándola entre las 5 de la mañana y las 9 de la noche, o la que preveía penas de ocho a doce años de cárcel para los periodistas culpables de difundir “informaciones que pue- dan obstaculizar el eficaz desarrollo de las operaciones militares”, eran una puesta en práctica ejemplar del ideal neoliberal autoritario de la adminis- tración Bush.10 Las decisiones del gobierno colombiano resultaban de to- das maneras arriesgadas. Aplicando la fórmula “corazón grande” únicamente con los poderosos, las multinaciones extranjeras, los empre- sarios y los latifundistas, y la “mano firme” con los trabajadores y los más pobres,11 se enemistó con la mayoría de la población, extenuada por una política económica que se centraba en los gastos militares. Una clamorosa confirmación se obtuvo en el último fin de semana de octubre de 2003. Mientras el sábado un referéndum presentado como moralizador y trans- formado por Uribe en un plebiscito sobre su persona no lograba alcanzar el quórum necesario del 25%, en las elecciones administrativas del domin- go eran derrotados la mayor parte de sus candidatos por los del Polo De- mocrático. Además de conquistar con Lucho Garzón la alcaldía de Bogotá, considerado el puesto de poder más importante tras el presidencial, posi- ciones contrarias a la seguridad democrática consiguieron para sus hom- bres la alcaldía de Medellín, Cartagena y hasta de algunos centros sometidos a la presencia paramilitar, como el puerto petrolero sobre el río Magdale- na de Barrancabermeja. La consternación se difundió por la oligarquía y la gran prensa que, desde que Uribe había alcanzado la presidencia, había continuado atribuyéndole a coro una popularidad del 70%, sin otro fun- damento que sus propios deseos. Al descubrir su propia debilidad, Uribe pareció devanar improvisadamente: cambió a varios ministros clave de su gobierno y confió el mando de las Fuerzas Armadas al general Carlos Ospina, acusado por las organizaciones humanitarias más importantes de haber colaborado con los escuadrones paramilitares dirigidos por Salvatore Mancuso. Y se ató de manera irremediable cada vez más a Estados Uni-

10. El Tiempo, 26 de agosto de 2002 y El Espectador, 1° de septiembre de 2003. 11. El Tiempo, 3 de agosto de 2002.

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dos, al que está ligado por una ayuda militar calculada en casi tres mil millones de dólares en los tres últimos años que, en buena parte, retornan al remitente como pago de armas e instructores públicos y privados. Y dado que, como dice el título de un artículo de Semana “No hay almuerzo gratis”, Uribe debe satisfacer toda petición de Washington, comenzando por el apoyo solitario dentro del ámbito suramericano dado por Colombia a Estados Uni- dos en la invasión iraquí, y permitiendo que la misión diplomática estado- unidense, la mayor del planeta, controle, entre otras cosas, la actividad de los batallones militares, las fumigaciones de los cultivos ilícitos, los organismos de investigación penal, desde la Fiscalía, la policía, el DAS y Medicina Legal, las cárceles de máxima seguridad, el entrenamiento de los jueces, el nuevo sistema acusatorio e incluso, el entrenamiento de los perros antinarcóticos.12 A pesar de sus cuantiosos recursos, tanto la Casa Blanca como su sucursal del Palacio de Nariño no tienen grandes posibilidades de ganar la primera de las batallas andinas, es decir, derrotar militarmente a la gue- rrilla o debilitarla hasta el punto de obligarla a una rendición parecida a la firmada en los años noventa por algunos grupos rebeldes de Colombia, El Salvador o Guatemala. Las previsiones optimistas de los gobiernos norte- americanos y colombianos proceden en gran parte de análisis erróneos o de su misma costumbre de creer las mentiras que ellos mismos cuentan. Por ejemplo, cuando exageran la dependencia del narcotráfico por parte de la guerrilla, olvidan los orígenes de las FARC –y del ELN–, muy anteriores a la “bonanza” de la cocaína, e infravaloran las otras fuentes de aprovisio- namiento rebelde (sobre todo comisiones, extorsiones y robos). Y cuando aseguran que pueden borrar el narcotráfico del país, ocultan los repetidos fracasos de las diferentes cruzadas llevadas a cabo hasta el presente. Para aislar y combatir la guerrilla, Washington y Bogotá deberían eliminar o atenuar las causas políticas y sociales que la han generado y que continúan alimentándola. Así como para combatir al narcotráfico deberían anular su razón de ser, legalizando la producción y el comercio de la droga. Pero no hay nada de esto en las intenciones de ambos presidentes. Por el contrario, las diferentes medidas tomadas y todas las estrategias –desde el Plan Colombia hasta la Iniciativa Andina–, sirven solamente para defender un sistema de poder político y económico que nutre ese estado de miseria, injusticia, odio y frustración que, por diversos caminos, engrosa las filas de la delincuencia más o menos organizada y, más todavía, las de la subversión.

12. El Tiempo, 28 de enero de 2004.

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¡Por fin, vamos a dejar de ser la amante y pasar a ser la esposa!” Con “esa pintoresca expresión criolla Carlos Castaño aclaró mejor que cual- quier libro o documento cuál era y, sobre todo, cuál había sido la relación entre las AUC y el Estado colombiano.1 Días antes, el 25 de noviembre de 2003, con una solemne cere- monia en el Centro de Exposiciones de Medellín, se había disuelto el pri- mer núcleo de su ejército paramilitar, cumpliendo la primera fase del acuerdo de desmovilización, firmado en julio en Santa Fe de Ralito. Tras haber escuchado atentamente el himno nacional, y respe- tando un minuto de silencio por “las víctimas de la violencia”, 870 milicianos del Bloque Cacique Nutibara (BCN) entregaron 112 fusiles AK- 47, unas decenas de pistolas y de fusiles oxidados y una ametralladora antiaérea rusa de anticuario. Castaño y Mancuso intervinieron solamente con un breve mensaje en video-conferencia, tal como había hecho don Berna, el comandante del BCN y de otros bloques que habían ejercido des- de hacía años el control de Medellín y de las costas pacíficas, desde las que partía buena parte de la cocaína colombiana: ninguno de ellos había con- seguido todavía el salvoconducto para moverse libremente por toda Co- lombia. Mientras don Berna, a quien El Tiempo había llamado “el exterminador” por haber ordenado decenas de masacres con las motosie-

1. El Tiempo, 4 de diciembre de 2003.

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rras, como la del Alto Naya, declaraba: “No pagaré un solo día de cárcel” durante una tranquila entrevista en una de sus haciendas de Córdoba, sus 870 hombres comenzaban el curso de tres semanas, basado en lecciones de “civilización” y “respeto al prójimo” en una finca del municipio de La Ceja, cercano a Medellín. Los llamados “reinsertados” podían contar con la promesa de un subsidio gubernamental de 6300 dólares al año que, según diversos testimonios, había sido esgrimida por los jefes de BCN para reclu- tar, en el último momento, a muchachos desocupados de los barrios más pobres de la ciudad: “Lo único que tienen que hacer es ponerse un uniforme y pre- sentarse con nosotros”. El psiquiatra Luis Carlos Restrepo, nombrado por Uribe nuevo Comisionado de Paz (y apodado doctor Ternura por la gran disponibi- lidad mostrada hacia la causa de los paras) se hizo el de la vista gorda hasta admitir, únicamente un año después, que “nos devolvieron delincuentes ca- llejeros 48 horas antes y nos los metieron en el paquete de desmovilizados”.2 Según las denuncias de Amnistía Internacional, muchos paras estaban dis- puestos a cambiar la ropa de camuflaje por el uniforme de vigilantes pri- vados previstos por el municipio de Medellín en las denominadas “zonas seguras”, es decir, en aquellos barrios llenos de miseria, como la Comuna 13, arrancados con algunas operaciones de guerra a las milicias relacio- nadas por el ejército y la policía con la guerrilla, para dejar precisamente en manos de los paras la responsabilidad del “trabajo sucio” selectivo. “En la comuna 13 es muy común ver tomando cerveza a los po- licías y a los paras y que tomen cerveza en sí no es un problema: el proble- ma es que desaparecen personas”. Esta consideración de una lectora de Medellín que se firmaba Jenny había asomado entre los comentarios, vía internet, sobre un artículo con el irónico título “¿Meras coincidencias?”, publicado sorprendentemente por Semana. Después de poner de relieve la drástica reducción de los ataques guerrilleros registrados, según las auto- ridades, durante el primer año de la presidencia Uribe, el semanario había escrito que “el lado preocupante de estos éxitos es que estas operaciones del ejército y de la policía coinciden con una fuerte expansión paramilitar en esas zonas”. Semana sostenía que, si bien “los casos de negligencia, con- nivencia, o incluso corrupción, de algunos miembros de la Fuerza Pública en relación con grupos paramilitares no son nuevos ni comenzaron con este gobierno, sin embargo sí es preocupante que se hayan tornado más abiertos y generalizados, y precisamente en lugares donde hay una fuerte presencia oficial”. Entre los diferentes ejemplos citados, el de Medellín era con mucho el más significativo. No eran observaciones nuevas: unos me-

2. Semana, 26 de septiembre de 2004.

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ses antes, un analista, mantenido prudentemente en el anonimato, había afirmado en El Tiempo, que no se luchaba contra las Autodefensas “sim- plemente porque funcionan dentro del modelo de pacificación que se quie- re implantar en la ciudad”.3 Las acusaciones de colaboración con las AUC no inquietaban a las cúpulas políticas y militares ni siquiera cuando provenían de autoriza- dos observadores internacionales de las Naciones Unidas o de la Organi- zación de Estados Americanos. En más de una ocasión, el general Mario Montoya Uribe, comandante de la IV Brigada, y el director de la policía metropolitana, el general José Leonardo Gallego, se habían limitado a re- plicar que “nadie hizo una sola denuncia”, como si ignorasen qué habría sucedido a quien se hubiera atrevido a hacerlas. Resultaba evidente que Uribe tenía ya clara para entonces su in- tención de no hacer caso al New York Times que le había pedido al día si- guiente de su elección que no concediera “el marco gubernamental a los escuadrones de la muerte que campaban en la Colombia rural”, e incluso en la urbana, como era precisamente el caso de Medellín.4 A pesar de sus pésimas referencias, sólo dos días después de su movida toma de posesión en el Palacio de Nariño, Uribe había despertado la esperanza de tener el propósito de combatir a los paramilitares, utili- zando también con ellos la mano fuerte que prometía contra los guerrille- ros. El 9 de agosto de 2002, un reparto del Batallón Especial número 8 mató a 24 paras del Bloque Metro en las cercanías de Segovia: un lugar de gran simbolismo por la memoria de la masacre sucedida 14 años antes, cuando fueron muertos 43 entre hombres, mujeres y niños para hacerles pagar su voto masivo por la Unión Patriótica. La batalla campal, bautiza- da solemnemente como Operación Tormenta por la cúpula militar, fue exhibida por varios ministros como un trofeo. “Hubo un combate en el que murieron estas personas ilegales, armadas y uniformadas de las autodefensas”, proclamó Francisco Santos, el vice de Uribe, con una acti- tud muy diferente de la demostrada en agosto 1999 cuando, como colum- nista de El Tiempo, se había atrevido a atribuir al ejército la muerte de Jaime Garzón. Nadie pareció dudar entonces de la versión oficial de un enfrenta- miento que había producido tantos muertos entre los paras y ni siquiera un rasguño entre los soldados, y que resultaba sospechoso, dada la tipología de los adversarios históricamente aliados.

3. Semana, 19 de julio de 2003 y El Tiempo, 18 de octubre de 2002. 4. New York Times, 28 de mayo de 2002.

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A finales de septiembre emergió la verdad de improviso. Según el dramático relato de un paramilitar sobreviviente y presentado por el Was- hington Post, en la tarde del 9 agosto, 36 milicianos del Bloque Metro, es- condidos bajo la lona de un camión, habían salido de Segovia para acudir a una cita propuesta por el teniente Oscar Velandia del Batallón Especial número 8, que operaba en la zona, con el objetivo de atacar conjuntamen- te un campamento guerrillero. Cuando llegaron al punto acordado, los paras descubrieron que habían caído en una trampa.

Los soldados nos quitaron el fusil y nos hicieron tender boca abajo uno por uno... No teníamos miedo. Pensábamos que nos iban a capturar y llevar a la cárcel, pero cuando faltaban por bajar 5 ó 6 compañeros, comenzaron a dispararnos y a lanzarnos granadas desde un barranco al lado de la carretera. La mayoría de los muchachos quedaron ahí tendidos. A mí me pegaron un tiro en el muslo derecho y otro en la espalda. En medio de la confusión me arrastré hacia un barranco y me arrojé. Rodé hasta el fondo en una oscuridad total. No sé cuánto tiempo pasó, media hora, una hora... Escuché a unas personas que pasaban y les pedí auxi- lio. Eran mineros, les dije que me llevaran a la casa de mi mamá. Logré salvarme.

recordó el paramilitar.5 El clamoroso testimonio provocó no poca desazón en las redacciones de los periódicos colombianos, que habían dado un crédito acelerado a la versión oficial. Los directores de los diarios co- lombianos tuvieron reacciones diferentes. Algunos impusieron silencio sobre aquel asunto tan sórdido y embrollado. Y es que, además de denunciar la matanza, el anónimo sobreviviente del Bloque Metro había confesado que él y sus compañeros cometían homicidios de presuntos guerrilleros, a pe- tición de los militares, que únicamente les recomendaban “no abandonar los cadáveres cerca de sus bases”. Sólo al cabo de una semana, el diario El Tiempo recogió la noticia del suceso, que definió como “el hecho más evi- dente hasta entonces sobre los lazos entre oficiales, suboficiales y paramilitares en las zonas de guerra”. De todas maneras, el prestigioso diario de Bogotá no quiso ir más allá de una exposición del relato de la masacre, limitándose a traducir el comentario que aparecía en el periódico norteamericano: “En Washington, donde existía preocupación por la vo- luntad de Uribe en la lucha contra el paramilitarismo, la Operación Tor- menta parecía disipar estas preocupaciones”. La tesis implícita, que pesaba

5. El Tiempo, 6 octubre de 2002.

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como un mazo, demostraba que los 24 cadáveres de Segovia habían sido utilizados para tapar la boca a la oposición democrática estadounidense que desconfiaba de Uribe, en vísperas de la aprobación de un sustancioso paquete de ayudas militares a Colombia. Sucesivamente, por miedo o por costumbre de autocensura, nadie se atrevió a esclarecer el episodio, alu- diendo como disculpa al “absoluto hermetismo militar” sobre el caso. La escasa reacción en la cúpula de las AUC ante lo que aparecía como una verdadera masacre podía abrir paso a otra verdad. Las víctimas de Segovia pertenecían, de hecho, al grupo disidente Bloque Metro. Tras aquella matanza siguieron otras, que fueron utilizadas por el ejército como propaganda para mostrar su imparcialidad frente a cualquier “grupo ile- gal”, pero que atacaban a las facciones paras que se hallaban enfrentadas a Castaño. En mayo de 2003, por ejemplo, las Autodefensas Campesinas del Casanare (ACC) denunciaban que habían sido atacadas por un contin- gente mixto de soldados de la VII Brigada y por paras de las AUC. “Cuál sería nuestra consternación y sorpresa, al enterarnos por los medios de comunicación que entre las bajas causadas al grupo ilegal armado se su- man las de un capitán y varios soldados del ejército,” afirmó en aquella ocasión Martín Llanos, jefe político de las ACC. Unos días más tarde fue- ron de nuevo los del Bloque Metro quienes sufrieron una ofensiva con un saldo de numerosos muertos y desaparecidos por parte de los militares de la IV Brigada y de los milicianos de Castaño, primero en el barrio de La Sierra de Medellín y después en las proximidades de la aldea de Montebello, en el departamento de Antioquia. El 11 de diciembre de 2003, las ACC per- dieron otros 22 hombres, en una batalla con militares en Puerto Gaitán, sobre la que el nuevo comandante del ejército, general Martín Orlando Carreño, dijo que “habla por sí sola a todos estos críticos”, que denuncia- ban que las Fuerzas Militares no luchaban contra el paramilitarismo.6 Entre las diferentes acusaciones que le dirigían los disidentes, la que irritaba de forma especial a Carlos Castaño era la que le lanzaba el Bloque Metro, de capitanear una organización ampliamente dedicada al narcotráfico. Rambo sabía perfectamente que la última palabra sobre su futuro la tendría al cabo el gobierno de Washington, y éste había mostra- do en más de una ocasión que consideraba infinitamente más grave intro- ducir una carga de cocaína en Estados Unidos que masacrar a campesinos indefensos en Colombia.

6. El Tiempo, 23 de mayo, 5 y 6 de junio 2003; El Espectador, 12 de diciembre de 2003.

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Pocos días después de la matanza de Segovia, Castaño manifestó de pronto que estaba dispuesto a entregarse a la justicia estadounidense en el caso de que solicitara su extradición al gobierno colombiano. Aun- que, efectivamente, alguno aprovechó la ocasión para encomiar su valor cívico, el gesto de Castaño no era sino un chiste o un episodio de una ope- ración mediática más compleja y articulada, dentro de un escenario inter- nacional y con una ficha artística de lo más nutrida. El desenlace tuvo lugar un par de semanas más tarde, durante la primera visita de Álvaro Uribe a Washington, cuando el fiscal general de Estados Unidos, John Ashcroft, hizo pública la solicitud de extradición que Castaño había preanunciado, extendiéndola asimismo a Mancuso y a otro capo paramilitar. Los tres fueron acusados de haber introducido en Estados Unidos 17 toneladas de cocaína en 1998. A pesar de que los periódicos colombianos se lamentaran de que “el caso Castaño se robó el show y dejó por momentos a Uribe en un segundo plano”, la jugada de Ashcroft tenía sus propias y fuertes ra- zones. “El gobierno quería dejar claro a los estadounidenses, y especial- mente a los demócratas, que Estados Unidos no hacía distinción en su lucha contra el terrorismo. Existía la sensación de que se estaba persiguiendo con vigor a las FARC, pero no se le prestaba atención debida al para- militarismo. El caso Castaño equilibraba las cargas, y ningún momento mejor para anunciar su demanda que con Uribe en la ciudad”, manifestó un diplomático norteamericano.7 No habían pasado cuatro horas desde el anuncio de Ashcroft, cuando Castaño afirmó que deseaba entregarse, en una patética carta abierta a la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson: “Ruego a Dios me ayude a demostrar mi más grande verdad de una vida limpia de vínculos con un narcotráfico que he combatido”.8 En una declaración posterior emitida por la cadena RCN, Rambo aseguró que deseaba “servirle al gobierno de los Estados Unidos en la lucha contra el narcotráfico, contra la guerrilla”. Tras haber acogido a Uribe en la Casa Blanca como “un amigo de la libertad”, Bush apareció implacable hacia Castaño: “Tomó la decisión de ser terrorista y nosotros tomamos la deci- sión de que pague por ello”. Rambo no se asustó mucho: era sabedor de los grandes méritos adquiridos durante la caza a Escobar y sobre todo en tantos años de feroz cruzada anticomunista. Encontró un importante res- paldo en Fernando Londoño, ministro de Interior y de Justicia del gobier- no Uribe, quien sostuvo la ilegitimidad de su eventual extradición por crímenes de “lesa humanidad”, puesto que Castaño había “solamente co-

7. El Tiempo, 26 de septiembre de 2002. 8. Semana, 30 de septiembre de 2002.

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metido delitos contra los Estados Unidos en cuanto vinculado a bandas de narcotraficantes no en cuanto terrorista”.9 Con tal de ayudarle, Londoño desmentía, como un picapleitos sin escrúpulos, una equiparación que fun- cionaba desde un par de décadas como el fundamento de la estrategia po- lítica estadounidense en toda América Latina. Fueron suficientes, sin embargo, muy pocos días para que el caso tomara la figura de un novelón. Mientras policías y militares eran los únicos en no dar con ellos, Castaño y Mancuso lanzaron un gran ofensiva diplo- mática. El primero se reunió con el cardenal Pedro Rubiano Sáenz, presi- dente de la Conferencia Episcopal Colombiana, y con otros cinco obispos, además del negociador Luis Carlos Restrepo. El segundo utilizó nada me- nos que la sala de El Nogal, un club exclusivo del norte de Bogotá, para discutir sobre el futuro del paramilitarismo con varios parlamentarios “a plena luz del día, como si se tratara de un almuerzo cualquiera de traba- jo”. Tras la explosión de un coche bomba, que tuvo lugar el 7 de febrero de 2003, se descubrió que el sitio de Internet de las AUC estaba registrado en la misma dirección del Club El Nogal. El bestial atentado provocó 36 muer- tos y 16 heridos, junto con la acostumbrada secuela de misterios en su investigación. Pocos meses después decidió la primera fiscal encargada, Amelia Pérez, refugiarse en Canadá relevada por negarse a las presiones para que acusara sin pruebas a las FARC del atentado. En julio de 2003 se retiró por razones no aclaradas el segundo fiscal encargado, Humberto Camacho, que fue asesinado ocho meses después, mientras el tercero, Edgar Reina, renunció en mayo de 2004, denunciando amenazas contra su vida.10 Los partidarios de la legalización de los paras se movilizaron al unísono. Con el pretexto de que “el país no puede hacer oídos sordos fren- te a la voluntad de paz de uno de los actores del conflicto armado”, el Congreso reformó con insólita rapidez la ley que permitía al ejecutivo pro- mover negociaciones y firmar acuerdos con las organizaciones armadas, eliminando el requisito previo de su carácter político, que las AUC no ha- bían obtenido nunca por defender el sistema con la práctica habitual de matar gente inerme. El poder judicial no se quedó atrás, afirmando que “lo político pesa más que lo jurídico”. El fiscal general, Luis Camilo Osorio, manifestó que las órdenes de captura contra Castaño y Mancuso no hu- bieran impedido un diálogo con ellos. Desde su nombramiento en junio de

9. El Tiempo, 26 de septiembre de 2002. 10. Semana, 24 de noviembre de 2002; El Tiempo 11 de marzo y 28 de septiembre de 2003; Semana, 5 de abril de 2003; El Tiempo, 28 de mayo de 2004; www.redresistencia.org,

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2001, Osorio había llevado a cabo, mediante la preclusión de casos que “escocían” y purgas de jueces incómodos, la normalización del único or- ganismo estatal que se había atrevido a enfrentarse a la estrategia paramilitaren algunas ocasiones, siempre hablando del pasado. Pero el beneplácito decisivo en el “cambio” de las AUC llegó de Bush quien, en una charla con Uribe, puso como como única condición a su legalización “que salgan del negocio de la coca y entreguen rutas, dine- ro y laboratorios”. Para Estados Unidos no representaba problema alguno la vigente inclusión de los paras entre las Organizaciones Terroristas Ex- tranjeras. “Esa lista no es estática”, declaró una alta fuente del Departa- mento de Estado, anticipando la eliminación efectiva de las AUC de la lista “negra” en el 2003.11 Esta vez la montaña parió mucho más que un ratón. El 29 de noviembre de 2002 las AUC anunciaron “la decisión histórica de declarar un cese unilateral de hostilidades, con alcance nacional”. Para llegar a una desmovilización definitiva los paras requerían, entre otras cosas, “al Estado que asuma con voluntad política la defensa y protección de poblaciones, te- rritorios, infraestructura productiva y de la inversión nacional y extranjera”, además del “sostenimiento de sus combatientes”, la suspensión de “las accio- nes judiciales en curso contra quienes formen parte del equipo negociador en representación de esa organización” y la búsqueda “de mecanismos que per- mitan la excarcelación masiva de los paramilitares que hoy están en prisión”. La mayor parte de la prensa saludó la decisión de Rambo como un paso determinante hacia la pacificación del país. Además de alegrarse por la disolución del mayor responsable de la barbarie nacional, no faltó quien quiso ver incluso un factor favorable a la negociación con la guerri- lla. “Con este acuerdo se despejaría el principal obstáculo que tuvo el pro- ceso de paz de Andrés Pastrana que fue la exigencia de las FARC de que se eliminara militarmente a los paramilitares como un prerrequisito para avanzar en forma seria en la negociación” escribía, por ejemplo, Semana omitiendo con ligereza que los paras no habían sido combatidos, ni mu- cho menos eliminados, militarmente. Un editorial de la dirección de El Tiem- po preveía, por el contrario, que “adelantar esa negociación sin comprometer al Estado, sin tender un manto de perdón y olvido sobre crí- menes atroces y sin reforzar la idea que tienen algunos sectores interna- cionales de que el Presidente simpatiza con los paras, no será nada fácil”.12

11. El Espectador, 1º de diciembre de 2002; El Tiempo, 2 de octubre de 2003. 12. El Tiempo, 12 de febrero 2003.

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Era una consideración más que razonable. Lo que se había puesto en mar- cha era, en verdad, un proceso de paz sui géneris, que parecía más un arre- glo entre socios que habían combatido a un enemigo común, con reparto de objetivos y ayudándose de manera más o menos oculta. La farsa puesta en escena no parecía escandalizar a Washington, ya que la embajadora estadounidense en Bogotá, Anne Patterson, reveló que su gobierno, que se había opuesto de mil maneras a las negociaciones del Caguán con las FARC, estaba dispuesto a financiar la reinserción de hasta tres mil hombres de las AUC “a través de entidades privadas y orga- nizaciones no gubernamentales”. Mientras mantenía formalmente la de- manda de extradición por narcotráfico contra Castaño y Mancuso, Estados Unidos no tenía empacho alguno en mandar agentes de la CIA a consul- tarles sobre las rutas del narcotráfico y sobre la estructura de la guerrilla, prometiéndoles en cambio propuestas de impunidad no bien especificadas.13 Aunque mirado con recelo por algunos sectores paramilitares, como el Bloque Metro y la ACC que acaso temían ser traicionados y mal vendidos, la negociación siguió su marcha hasta llegar a la firma del acuerdo de Santafé de Ralito, que preveía la desmovilización de las AUC, a más tardar, el 31 de diciembre de 2005, sin dejar claro no ya cuál sería la repa- ración de sus víctimas, sino siquiera la pena que deberían sufrir Castaño, Mancuso, don Berna y los demás capos. Y mucho menos, sus hombres, cuyo número inflaba con desenvoltura la prensa nacional de mes en mes y hasta de un artículo a otro, llegando a cifrar en veinte mil sus milicianos. Aquel ficticio hinchamiento de los números respondía a las apetencias de la cúpula de las AUC, que necesitaba mostrar una fuerza superior a la que realmente tenía, y que en parte derivaba del reclutamiento estimulado por la enorme generosidad del acuerdo gubernamental, transformado en la “la ocasión de la vida” para condonar cualquier tipo de bandidaje, desde los grandes narcos hasta los pequeños delincuentes, y consolidando even- tuales riquezas acumuladas, entre ellas los cientos de miles de hectáreas arrancadas a los desplazados por la violencia. En el Congreso de Bogotá había comenzado, incluso, a circular un proyecto de “ley de alternatividad penal”, elaborado con ayuda de ofi- ciales estadounidenses, que preveía como máximo un confinamiento de cinco años, sereno y exento de molestias, en sus inmensas fincas de Cór- doba y del Magdalena Medio a un personaje como Castaño, que tenía pen- diente una condena, entre otras, de 22 años por el asesinato de Bernardo

13. El Tiempo, 19 junio de 2003; El Espectador, 8 de junio de 2003.

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Jaramillo, de 40 años por la masacre de Mapiripán, además de 35 proce- sos pendientes, con 27 órdenes de captura, y que se había atribuido públi- camente decenas de masacres y el asesinato de muchos líderes políticos y sindicales. Mientras los observadores, escandalizados o por lo menos crí- ticos ante lo que se mostraba como una amnistía carente de todo pudor eran acallados con siempre mayores dificultades por parte del patético vi- cepresidente Francisco Santos, que firmaba documentos sobre el respeto a los derechos humanos, tragándose la befa de los ministros que los recha- zaban puntualmente como “actos inconsultos”, Uribe continuaba su ca- mino sin detenerse.14 Era clara su intención de integrar a los paras en la lucha contra la guerrilla bajo los nuevos uniformes de informantes o sol- dados campesinos, o al menos dentro de aquel millón de colombianos que había previsto en tareas de colaboración con el ejército. Cuando “para reincorporarlos a la vida civil” Uribe dejó escapar que muchos habrían podido trabajar como guardabosques, alguien comentó, macabro, que la idea debió surgirle al conocer su pericia en el manejo de la motosierra. Reforzado con la protección de Bush, Uribe parecía preocuparse tan sólo por la forma de sustituir a los paras en las zonas que ahora con- trolaban y, sobre todo, de suplir su eficaz práctica basada en la barbarie. No era una empresa fácil. A principio de diciembre de 2003, el Congreso aprobó de manera definitiva un “estatuto antiterrorista” que, derogando algunos artículos de la Constitución de 1991, permitía al ejército adelan- tar capturas, allanamientos e interceptación de comunicaciones sin previa orden judicial, recoger pruebas y hacer levantamiento de cadáveres en zonas de difícil acceso. Según el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos, Amnistía Internacional y las organizaciones humanitarias na- cionales, la llamadas “nuevas herramientas de lucha contra el terrorismo” abrían “el camino a la arbitrariedad”, aumentando el número de los ho- micidios extrajudiciales, de los torturados y de los desaparecidos y, en tér- minos generales, la impunidad y las violaciones de los derechos humanos. La amenaza expresada por Uribe en diciembre de 2003 de “aca- bar con el terrorismo, a las buenas o a las malas”, atemorizó a los sectores progresistas de la sociedad colombiana, ciertamente más que el ejército gue- rrillero de Tirofijo, capaz de reemplazar sus muertos con cuantos se refu- giaban en la montaña para escapar de la represión y de la miseria. En un encuentro con los representantes de las mayores ONG co- lombianas en junio de 2003 Álvaro Uribe se había negado en diferenciar

14. New York Times, 20 de septiembre de 2003 y El Tiempo, 5 de noviembre de 2003.

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entre combatientes y población civil, afirmando que no existían en el país combatientes sino sólo terroristas.15 Se trataba de la misma lógica con la que Carlos Castaño justificaba desde hacía años sus “excesos” contra los colombianos indefensos que él había considerado, dentro de su incensurable juicio, colaboradores de la guerrilla. El matrimonio que se estaba celebrando en Colombia se basaba en intereses comunes y sintonía de puntos de vista, pero también en una gran atracción. Inconfesable y, por ello mismo, todavía más bella y fuerte.

15. Comunicado de prensa de la Comisión Colombiana de Juristas, 13 de junio 2003; El Tiempo, 6 de diciembre de 2003.

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e dicen que lo están buscando, le piden que se esconda. En la mañana L del 21 de febrero de 2005, Luis Eduardo decide no huir de la violencia que lo ha acompañado desde que nació hace treinta y cinco años. No quie- re dejar a su nueva compañera Bellanira ni a Deiner, su hijo de once años que cojea desde agosto pasado a causa de la explosión de una granada aban- donada por el ejército. Es uno de los líderes más reconocidos de San José de Apartadó. Quizá se siente protegido por la solidaridad recibida en Esta- dos Unidos y en varios países. Tal vez no se imagina que quieran matarlo. Se equivoca. Luis Eduardo, Bellanira y Deiner son interceptados cerca del río Mulatos, llevados a la playa, descuartizados a machete y decapitados. Cerca, otro grupo entra disparando a la casa de Alfonso Bolívar, miembro de la Comunidad de Paz de su pueblo. El hombre logra escapar. Escapa también un campesino de nombre Alejandro que pasaba en ese momento por el camino cercano: una bala le da en la espalda, es alcanzado y asesi- nado. Alfonso habría podido salvarse, pero cuando oye los gritos de su mujer, Sandra Milena, que pide piedad para sus hijos, se devuelve a morir con su familia. Los machetes se ensañan en su cuerpo y en el de Sandra. Tampoco hay piedad para Natalia de cuatro años ni para Santiago de sólo 18 meses. Los testigos de las dos masacres: el hermano medio de Luis Eduar- do y un vecino de Alfonso cuentan una verdad espantosa: esta vez los victimarios no son de las Autodefensas Unidas, los principales protago- nistas de veinte años de desangre colombiano, sino los militares del Bata- llón 33° de contraguerrilla del ejército. Desde hace cuatro días toda la re-

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gión es sobrevolada por helicópteros y aviones bombarderos, y ocupada por efectivos de la Brigada XVII con sede en la base de Carepa. Es la res- puesta a la emboscada de hace una semana en el Valle de la Llorona por parte del V frente de las Farc, que costó la vida a dieciséis soldados. Como otras veces, son civiles indefensos las víctimas a sacrificar en represalia. “En los tiempos más duros de la guerra sucia ocurría con frecuencia que, tras un ataque de las Farc al Ejército, a los pocos días se perpetrara una masacre”, recuerda un analista en la revista Cambio 16. Desde cuando, en 1997, los desplazados de San José de Apartadó se proclamaron Comunidad de Paz, negándose a colaborar con cualquier actor armado, incluido el ejército, muchos generales los consideran apoyo de los rebeldes. El mismo presidente Álvaro Uribe, en el curso de una cum- bre en mayo pasado en la vecina Apartadó, sostuvo que San José era real- mente un corredor usado por las Farc. Indolente frente a las sentencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humano y de la misma Corte Constitucional colombiana que en varias ocasiones, han conminado al Estado colombiano a “otorgar un tratamiento de especial cuidado y pro- tección” a la Comunidad de San José, Uribe ordenó a la policía arrestar, si fuere necesario, a sus dirigentes y a deportar a los voluntarios que los prote- gen, primero que todo a los miembros de las Brigadas Internacionales de Paz. Cuando en San José se sabe de la masacre, aparecen el clamor a parar la carnicería y los llamados a las organizaciones humanitarias de Colombia y el mundo. Para recuperar los cuerpos de las víctimas se orga- niza una expedición de cien personas, acompañada de sacerdotes, cooperantes internacionales y la ex alcaldesa de Apartadó, Gloria Cuartas. La comitiva se dirige a Mulatos, a la finca de Alfonso, repleta de vecinos que esperan la llegada de los funcionarios judiciales. Es el 25 de febrero. Al día siguiente los chulos que vuelan en círculos concéntricos los guían para descubrir los cadáveres destrozados de Luis Eduardo y los suyos. En la zona aún se mueven grupos de soldados. A diferencia de otras veces, su com- portamiento es descarado. Hay el que, ironizando sobre el hedor que sa- tura el ambiente, sostiene que “eso huele a puro guerrillero muerto”. Otro acusa al grupo de estar allí por órdenes de las Farc. Se toman fotos y se amenaza a los campesinos. La actitud de los militares equivale a una rei- vindicación. Obviamente son de otro tono las respuestas que las autoridades dan públicamente a Gloria Cuartas, a los abogados de la Corporación Ju- rídica Libertad y al padre jesuita Javier Giraldo que denuncian la respon- sabilidad de la XVII Brigada en la masacre: mientras que el comandante del ejército, Reynaldo Castellanos, define estas acusaciones como “temera-

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rias”, el ministro de Defensa, Jorge Alberto Uribe, asegura que “la Fuerza Pública está tranquila porque no fue ella la que cometió este crimen”. Para parar las protestas indignadas que llueven de todo el mundo, el gobierno de Bogotá comienza la habitual contraofensiva orquestada por el vicepre- sidente Francisco Santos, entrenado para representar en el equipo de Uribe el papel del más patético defensor de oficio. Aparece un supuesto reinsertado de las FARC, que cuenta la increíble historia de que Luis Eduardo lo habría llamado por teléfono pidiéndole ayuda porque quería desmovilizarse de- jando la comunidad de San José (utilizada “como sitio de descanso y vera- neo”, según el director Seccional de Fiscalías de Antioquia). Supuestamente esa conversación habría sido escuchada por la guerrilla y esa sería la causa de su muerte. La absurda tesis es retomada por los medios de comunicación. El 2 de marzo llega a la zona una comisión judicial que se estrella contra un muro de silencio: nadie quiere hablar con los jueces. Ni siquiera Gloria Cuartas quiere declarar: “la experiencia demuestra que durante ocho años de denuncias siempre se buscó el testimonio de la víctima pero nunca el de los victimarios. Y en todas las denuncias que hicimos siempre fueron amenazados o asesinados quienes llegaron a presentar sus declaraciones”, recuerda. Desde la posesión de Uribe, hablar de justicia en Colombia es un eufemismo. Sometida a amenazas y limpia de casi todos los elementos honestos, la magistratura continúa secundando la hermandad entre la cúpula del ejército y el núcleo central de las AUC. En Urabá es peor. Ade- más de intimidar a los testigos o de acumular inútilmente sus denuncias, a menudo los jueces dejan filtrar su identificación para que los asesinos estatales y paraestatales los callen para siempre. Desde 1997, de los dos mil habitantes de San José, han sido asesinados 165; una veintena por parte de las Farc y el ELN, y el resto por parte de militares y paramilitares. En el centro del pueblo se levanta un monumento de piedra con los nombres de las víctimas. Detrás de la fila de casas crece el cementerio. Mientras desde Bogotá Uribe grita que “ningún centímetro del territorio” debe estar vedado a las Fuerzas Militares, su vicepresidente, Francisco Santos, afirma que “las comunidades de paz no son, ni pueden ser Estados independientes”. Si su declaración recuerda las proclamas de Álvaro Gómez Hur- tado hace medio siglo contra la “república independiente” de Marquetalia, la responsabilidad militar de la masacre de Mulatos –también por la bar- barie que no ha respetado ni a los niños– representa un mensaje escalo- friante para el país: con la desmovilización de los paramilitares, el “trabajo sucio” que les fue encomendado durante años vuelve a ser tomado por el ejército regular. No basta que el general Reynaldo Castellanos asegure que

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“no somos unos criminales” para negar una realidad evidente en Mulatos, como en muchos casos recientes; por ejemplo en Arauca, o en el Cauca, en Totoró donde un bus que transportaba niños fue tiroteado por los milita- res, o en Tacueyó, donde un capitán del Ejército, después de una embosca- da guerrillera disparó en la plaza llena de gente, gritando a los presentes “guerrilleros”.1 Después de la masacre de Mulatos, el Defensor del Pueblo, Wólmar Pérez, pide a las autodefensas que le digan al país si los responsables de estos crímenes pertenecen a esa colectividad. La pregunta es un pleonas- mo ridículo que sabe no merecer otra respuesta que una carcajada desde las cercanas montañas de Ralito. Entre septiembre de 2002 (cuando co- menzaron las conversaciones oficiales con el gobierno Uribe y proclama- ron el cese de hostilidades) y septiembre de 2004, según la Coordinación Colombia-Europa-EU (que asocia a 130 ONG) los miembros de las AUC han asesinado a 1899 personas2 con total impunidad, garantizada como siempre por militares y jueces, y, en una ocasión, hasta reivindicada por el mismo Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo, que en una conver- sación con los jefes de las AUC en Santa Fe de Ralito, hecha pública en sep- tiembre de 2004 por la revista Semana, afirmó que el gobierno ha “manejado con el mayor cuidado para evitar un escándalo público” varios asesinatos de los paramilitares en los alrededores. La revelación de un comportamiento que en un país normal hubiera sido judicializado como complicidad en homicidio, fue desestimada tranquilamente como un “pequeño pleito” por el mismo Restrepo. La masacre de Mulatos significa mucho más. Recuerda, por ejem- plo, el nexo entre la violencia y el “progreso económico”. Como sugiere Alfredo Molano, detrás del terror y del anunciado plan de desalojo de las comunidades de paz de Urabá y del Chocó, comenzando por San José, está la sustitución de los bosques naturales por plantaciones de palma africa- na, que producirán un desastre ambiental, cultural y social incalculable en la región, y asegurarán enormes ganancias a las multinacionales pal- meras tuteladas por los gobiernos de Bogotá y defendidas a sangre y fue- go por militares y paramilitares.3

1. Sobre la masacre de Mulatos véase El Tiempo, El Espectador, Cambio, comunica- dos de la Comunidad de Paz de San José de Apartadó, de la Corporación Jurídica Libertad, de la agencia Prensa Rural y de Brigadas Internacionales de Paz, Colom- bia. 2. El Espectador, 26 de febrero de 2005. 3. El Espectador, 13 de marzo de 2005.

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La anunciada aniquilación de las comunidades de paz es además una etapa simbólica e importante del proyecto de Álvaro Uribe de reclutar al pueblo para la guerra contra la subversión: nadie puede ser neutral y todos son útiles, comenzando por los paramilitares reciclados. En febrero de 2005, cuando Uribe propone una alianza entre el sector privado y la fuerza pública en contra de la guerrilla, reaparece el fantasma de las Con- vivir. El jefe paramilitar Jorge 40 afirma la necesidad de un “empalme” entre los comandantes de las AUC y los oficiales del Ejército Nacional con el propósito de “evitar baches que posibiliten el regreso de las guerrillas a las poblaciones y áreas que han vivido los últimos años libres de su pre- sencia”. La propuesta tiene el apoyo de la Federación de Ganaderos en va- rios departamentos: “La idea es que cada finca acoja a uno o varios miembros desmovilizados de las autodefensas para conformar una red de comunicaciones y de cooperantes, y así ayudar a las Fuerzas Militares en su lucha contra la subversión”. Como señala Alirio Uribe, del Colectivo de Abogados “José Alvear Restrepo”, está dibujada la “reingeniería del paramilitarismo”. Los periódicos aplauden subrayando que “los grupos paramilitares, de una u otra forma, ayudaron a controlar el embate de la insurgencia”.4 El hecho de que “una u otra forma” contemple sobre todo la eliminación salvaje de civiles mediante masacres, homicidios y desapa- riciones, no representa un problema: evidentemente “el fin justifica los medios”, todos. Para que el Estado colombiano pueda incorporar a los paras en su estructura es necesaria una ley que borre su pasado criminal. Los máxi- mos jefes, que recuerdan este pasado, han resuelto el problema: desde Carlos Castaño, desaparecido en circunstancias oscuras en abril de 2004, hasta Salvatore Mancuso que, desmovilizándose en diciembre del mismo año después de su aparición como triunfador en el Congreso en julio, se ganó el reconocimiento de El Tiempo que definió como “un gesto valeroso” su pedido de perdón al país. Queda el problema del contenido de la ley que ha pasado de llamarse “de alternatividad penal”, al más impactante “de paz y justicia”. Un problema complicado: parece difícil que Uribe pueda respe- tar las generosas promesas hechas en su tiempo a las AUC, concretándo- las en un marco jurídico que no ofenda el sentido común, además de las leyes colombianas e internacionales. Una dificultad generada por la parti- cularidad de una negociación sui géneris. Como lo explica muy bien Javier Giraldo, entre el Estado y las AUC no hay una negociación política debido a la ausencia de diferencias importantes entre los dos. Ambos tienen el

4. El Espectador, 7 de marzo de 2005.

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mismo enemigo, un mismo modelo social que defender, la misma doctri- na llamada de “seguridad nacional”, unas mismas prácticas represivas, una solidaridad de cuerpo, unos mismos parámetros de estigmatización de los movimientos sociales y de las ideologías políticas alternativas, así como la coordinación, combinación y distribución de acciones legales e ilegales con el fin de que sirvan a la causa de aniquilar dichos movimientos. “La paz se negocia solamente entre enemigos y jamás entre amigos”, repite Giraldo recordando cómo la supuesta persecución estatal a los paras ha sido orien- tada contra los grupos disidentes cuando no se han “dado de baja” ele- mentos de bajo rango o humildes campesinos o pobladores cuyos cadáveres se hacen aparecer como de paramilitares.5 En este diálogo “entre socios de la guerra sucia”, como lo ha defi- nido Antonio Caballero, que no garantiza ni la desmovilización ni el des- monte del paramilitarismo, y tampoco verdad, justicia y reparación para las víctimas, el gobierno colombiano, más que como interlocutor, actúa como el abogado defensor, el relacionista público, el asesor cuando no el cómplice de las AUC. El cinismo de Uribe es tan grande que quiere pintar de “político”, para perdonarlo, hasta el delito de narcotráfico, considerado por Estados Unidos, por lo menos en Colombia, el más grave de los críme- nes de lesa humanidad. Todo para asegurar un futuro “democrático” a los paramilitares que ya han anunciado que se lanzarán a la política como Alianza por la Unidad de Colombia, nombre pensado para mantener la sigla AUC. No importan las alarmas lanzadas por el mismo diario El Tiempo, que en una edición dominical habla de una realidad abrumadora: “Colom- bia se ha paramilitarizado”. El periódico, que en los años ochenta fue fun- damental en el nacimiento del fenómeno, afirma que “hoy el país está constatando que, luego de una ofensiva que involucró los peores críme- nes, una porción sustancial del territorio, de la vida diaria de millones de personas, de la política, la economía y de los presupuestos locales, y una cantidad desconocida de poder e influencia al nivel de instituciones cen- trales como el Congreso está en manos paramilitares”. Según la ONG Codhes, únicamente entre 1997 y 2003 los paras se han quedado con 5 millones de hectáreas de tierras usurpadas a los que engrosan el ejército de tres millones de desplazados. Analizando el modelo de avance de las autodefensas desde mediados de los años noventa, ejecutado de modo idén- tico en casi todas las zonas a donde se propusieron llegar, El Tiempo afirma

5. El artículo de Giraldo está en el sitio www.javiergiraldo.org

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que, en la última fase, la de dominación real de un territorio, “los índices de criminalidad bajan, la oposición prácticamente no existe y se consolida un proyecto político y social”.6 “La paz del desierto” parece gustarle a los países del “mundo civi- lizado”, del que forma parte Europa, que desde hace años la financia con su melosa hipocresía. Y le gusta a la oligarquía colombiana: durante el 2004 las grandes empresas incrementaron sus ganancias un 44%.7 En Colombia se repite que “el país va mal, pero la economía va bien”. Lo mis- mo de siempre. ¿Hasta cuándo?

* * *

Muchos juzgarán estas páginas amargas, lúgubres y sin esperan- za. Puede ser que los colombianos sobre todo tengan esta sensación. Ellos, que han aprendido a convivir desde siempre con una realidad de violencia, y que siguen descubriendo quién sabe dónde una alegría que enamora a los extranjeros que pasan por su país, tienen razón. Aunque por defini- ción no debería, este ensayo no propone remedios. La razón es banal: no los veo. Son miserables y trágicos los efec- tos de las recetas agresivas como la de Uribe, sustancialmente similar a aquellas aplicadas por los que, por décadas, se han sucedido en la direc- ción del Estado colombiano. Mientras se oyen soluciones no practicables, los guerreros colombianos se han contagiado de barbarie demostrando, en diferente medida unos y otros, un profundo desprecio por la vida hu- mana. Los oligarcas, con su corte de vasallos, lo mismo que el imperio estadounidense y sus aliados europeos son cínicos e hipócritas. Nadie quiere parar la rapiña a la cual se han acostumbrado en el paraíso colombiano. Todos, de una manera u otra, se unen para acrecentar la injusticia y aca- bar con los últimos vestigios de la democracia. Si es verdad que la paz se hace entre enemigos, es igualmente cierto que un proceso de pacificación no puede relegar al papel de espectadores a las víctimas, a las fuerzas or- ganizadas sobrevivientes, a las expresiones auténticas del pueblo que, desde siempre, piden diálogo y buscan solución a los problemas reales del país. Una perspectiva puede ser la alianza entre las aspiraciones de esta sociedad y el cosmopolitismo de las entidades transnacionales que, basa-

6. El Tiempo, 25 de septiembre y 21 de diciembre de 2004. 7. El Tiempo, 1° de marzo de 2005.

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das en los principios de legitimidad, imparcialidad y consenso, operan ya en Colombia. ¿Una perspectiva de paz? No todavía. Esta alianza, por aho- ra, es sólo una propuesta para organizar elementos de civilización en con- tra de la barbarie. Una luz que puede ayudar a vislumbrar, no todavía, la luz al final del túnel. Que, personalmente, no veo.

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pajaro-bk.p65 232 23/04/2005, 10:20 Cronología

1948. El 9 de abril es asesinado Jorge Eliécer Gaitán, el líder más popu- lar de la historia colombiana, quien, tras haber derrotado a la co- rriente moderada de Gabriel Turbay, era considerado como segu- ro nuevo presidente de la república. La violencia entre liberales y conservadores se extiende por todo el país, causando más de dos- cientos mil muertos en los cinco años siguientes. 1951. Colombia es el único país que envía un contingente militar a Corea, consolidando con ello las relaciones con Estados Unidos. 1953. En el intento de detener la violencia que desde hace tiempo va asu- miendo características de lucha de clases, liberales y conservado- res allanan el camino al golpe de estado del general Gustavo Ro- jas Pinilla. Con la promesa de pacificar el país, Rojas propone una amnistía a los grupos guerrilleros, exceptuando los comunistas. Gran parte de los jefes rebeldes que aceptan deponer las armas serán posteriormente eliminados. 1957. Los partidos tradicionales fuerzan la dimisión de Rojas, uniéndo- se en lo que llaman Frente Nacional, un acuerdo de reparto de poder para los 16 años siguientes. 1962. La doctrina estadounidense de la guerra de baja intensidad, ten- diente sobre todo a frenar el contagio de la revolución cubana en América Latina, se convierte en el dogma de las fuerzas armadas colombianas.

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pajaro-bk.p65 233 23/04/2005, 10:20 234 EL SISTEMA DEL PÁJARO Colombia, paramilitarismo y conflicto social

1964. El ejército lanza en mayo, bajo supervisión norteamericana, una ofensiva tan masiva como estéril contra un reducidísimo grupo de rebeldes, conducidos por un joven propietario de tierras, Ma- nuel Marulanda, apodado Tirofijo, que serán el origen de las FARC. 1968. En el intento de involucrar a la población en la lucha contra la subversión, el gobierno pone en marcha la ley 48, que prevé la creación de patrullas civiles y que representa el pilar del paramilitarismo. 1969. Diversos grupos guerrilleros comienzan a actuar en nuevas re- giones del país, sacudido por fuertes protestas sociales. 1970. Un fraude colosal en las elecciones presidenciales del 19 de abril priva de la victoria al ex-general Rojas Pinilla, que se ha situado en posiciones populistas, adjudicándola a Misael Pastrana, candidado del Frente Nacional. 1974. Pese al vencimiento del pacto del Frente Nacional, liberales y con- servadores continúan colaborando en la gestión conjunta del po- der. 1978. Es elegido presidente Julio César Turbay quien, con el objetivo de truncar la subversión, firma una serie de leyes represivas, reco- gidas en el Estatuto de Seguridad, que son puestas en marcha in- mediatamente después del clamoroso robo del arsenal del ejército en el Cantón Norte. 1981. Se forma el primer grupo de justicia privada, MAS, por el que los narcos asumen un papel en la vida política colombiana. Pablo Es- cobar comienza su escalada al parlamento dentro de una corriente del Partido Liberal. 1982. Victoria del conservador Belisario Betancur, quien en su intento pacificador, pide a la Procuraduría General que indague sobre el MAS, para luego rechazar sus conclusiones bajo la presión de los potentados económicos y de los militares. 1984. Es muerto el ministro de justicia Lara Bonilla. El embajador esta- dounidense en Bogotá, Lewis Tambs, lanza la teoría de la narco- guerrilla. Los diferentes grupos rebeldes aceptan la tregua pro- puesta por Betancur. Las FARC dan vida al partido Unión Patrió- tica (UP). 1985. Con el propósito de denunciar el incumplimiento de los acuerdos de paz, un comando del M-19 asalta el 6 de noviembre el Palacio de Justicia, liberado violentamente un día después por el ejército. Comienza la masacre de la UP.

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1986. Es elegido presidente el tecnócrata liberal Virgilio Barco. Todos los propósitos reformistas quedan sobre el papel, mientras se extien- de la guerra sucia. 1987. Las organizaciones rebeldes amplían su radio de acción y se re- únen en la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar. El gobierno admite la existencia de más de cien grupos de paramilitares. 1989. Empujadas por Estados Unidos, las autoridades colombianas em- piezan la guerra contra la mafia de la droga, que se convierte en protagonista de muchos atentados. En agosto es asesinado el can- didato presidencial del Partido Liberal, Carlos Galán, y en diciem- bre el jefe de Medellín, Gonzalo Rodríguez Gacha. 1990. Tras la muerte de los dos candidatos de la izquierda, –de la UP y del M-19 recientemente desmovilizado–, es elegido presidente César Gaviria. El mismo día en que es elegida la Asamblea Cons- tituyente, el ejército ataca sin éxito el campamento de las FARC. 1991. Se reaviva la guerra entre la Coordinadora y el ejército que, ase- sorado por la CIA, estrecha sus relaciones con los grupos de jus- ticia privada y los paramilitares que han abandonado el jefe de Medellín. Escobar se entrega el 19 de junio. 1992. La clamorosa fuga de Escobar de la cárcel consolida la relación entre todos sus enemigos, desde los servicios secretos estadouni- denses hasta los paras, y desde los mafiosos de Cali hasta las au- toridades colombianas. 1993. A pesar de agravarse el conflicto con la guerrilla, la atención de la opinión pública se concentra en la caza de Escobar, que concluye con su muerte el 2 de diciembre en Medellín. 1994. Antes incluso de ser elegido presidente, el liberal Ernesto Samper es acusado de haber recibido del cartel de Cali el dinero para su campaña. No obstante sus promesas de renovación, Samper pro- sigue la política de los gobiernos precedentes. Su debilidad lo in- duce a obedecer a todos los poderes fuertes, desde el económico y militar hasta Estados Unidos. 1995. Los paramilitares intensifican sus masacres contra las comuni- dades acusadas de colaborar con los guerrilleros. 1996. Los cocaleros bloquean durante meses las regiones del sur para protestar contra las fumigaciones aéreas de los cultivos ilegales. Los paras crean las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). 1997. Como resultado de varias derrotas sufridas a manos de las FARC, de las denuncias de relación con los paramilitares, y metido en

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polémica con el presidente Samper, dimite el comandante de las Fuerzas Armadas, Harold Bedoya. 1998. Reforzado por la benevolencia de las FARC, resulta elegido presi- dente el conservador Andres Pastrana, hijo del ex presidente Misael Pastrana que, de acuerdo con los rebeldes, establece una vasta zona desmilitarizada en la región del Caguán, en la que proceden a la negociación de paz. 1999. Los paramilitares responden con masacres a la negociación del Caguán, que prosigue con mucha dificultad. El gobierno anuncia la puesta en marcha del Plan Colombia, financiado en gran parte por Estados Unidos, y dirigido formalmente a combatir el fenó- meno del narcotráfico y a reforzar el Estado colombiano. 2000. Mientras se estanca, entre acusaciones recíprocas, la negociación en el Caguán entre el gobierno y las FARC, los paramilitares avan- zan por las zonas controladas por el ELN, y aumentan las inicia- tivas para su legalización en conversaciones secretas con las au- toridades colombianas y norteamericanas. 2001. Los paramilitares consiguen bloquear, con el apoyo de los milita- res, la negociación con el ELN, mientras que la del Caguán sigue entre incidentes, acuerdos parciales e intercambio de prisioneros. Después del 11 de septiembre crece la tensión en torno a la región desmilitarizada. 2002. Pastrana suspende en febrero la negociación y el Caguán es inva- dido por el ejército. El enfrentamiento favorece la victoria del par- tidario de la línea dura, Álvaro Uribe Vélez. Se hacen públicas las conversaciones entre el nuevo gobierno y los paramilitares. 2003. El conflicto tiende a agravarse todavía más con la implicación cada vez más directa de Estados Unidos. La mayoría de los paramilitares entra en un proceso de legalización. 2004. Reforzado por el apoyo estadounidense, el gobierno Uribe sigue con sus decisiones autoritarias y su política neoliberal. Desapare- ce Carlos Castaño, sustituido por Salvatore Mancuso. 2005. Mientras las Farc parecen pasar del repliegue táctico a una ofen- siva militar para demostrar el fracaso de la estrategia de “seguri- dad democrática” de Uribe, la legalización de los paras se ve como una cubierta demasiado pequeña para satisfacer a Mancuso y los suyos sin escandalizar excesivamente a la diplomacia internacional.

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