La Última Página
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UltimaPagina7.indd 1 8/26/14 12:14 PM UltimaPagina7.indd 2 8/26/14 12:14 PM La última página Autores Españoles e Iberoamericanos UltimaPagina7.inddLA ULTIMA PAGINA_prelis.indd 3 3 8/26/1407/08/14 12:14 15:48 PM UltimaPagina7.indd 4 8/26/14 12:14 PM Laura Martínez-Belli La última página LAUltimaPagina7.indd ULTIMA PAGINA_prelis.indd 5 5 8/26/1407/08/14 12:14 15:49 PM Diseño de portada: Genoveva Saavedra / aciditadiseño Imágenes de portada: © Shutterstock / Asife (chica) y MorganStudio (libro) Fotografía de la autora: Blanca Charolet © 2014, Laura Martínez-Belli c/o Guillermo Schavelzon & Asoc., Agencia Literaria www.schavelzon.com Derechos reservados © 2014, Editorial Planeta Mexicana, S.A. de C.V. Bajo el sello editorial PLANETA M.R. Avenida Presidente Masarik núm. 111, 2o. piso Colonia Chapultepec Morales C.P. 11570, México, D.F. www.editorialplaneta.com.mx Primera edición: septiembre de 2014 ISBN: 978-607-07-2394-0 No se permite la reproducción total o parcial de este libro ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualqui- er medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Arts. 229 y siguientes de la Ley Federal de Derechos de Autor y Arts. 424 y siguientes del Código Penal). Impreso en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A. de C.V. Centeno núm. 162, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F. Impreso y hecho en México – Printed and made in Mexico UltimaPagina7.indd 6 8/26/14 12:57 PM A la risa contagiosa de mi padre. A la dulce sonrisa de mi madre. UltimaPagina7.indd 7 8/26/14 12:14 PM UltimaPagina7.indd 8 8/26/14 12:14 PM I También eres eterno mientras inventas historias. Uno escribe siempre contra la muerte. Rosa Montero en La loca de la casa UltimaPagina7.indd 9 8/26/14 12:14 PM UltimaPagina7.indd 10 8/26/14 12:14 PM Soledad Morir, ese acto difícil y complejo, es a veces precedido por el olvido. Un olvido que mata antes de la muerte porque sumerge en la misma nada. Pero de vez en cuando surge alguien capaz de burlarlo, aun- que no eternamente ni por mucho tiempo, con las palabras. Afuera luce un día espléndido. El sol brilla con insolencia, como se espera que haga en las bodas. No es el clima propicio para un en- tierro, donde secretamente deseas poder cobijarte bajo la cúpula de un paraguas, arrullada por el pesar de las gotas al caer. Pues no. El día ha estado estupendo y no he podido refugiarme en la pesadum- bre de la lluvia ni en el tronar del cielo. Eduard ha muerto. Se ha muerto despacio. Creí poder encontrar cierta paz cuando él muriera. Y sin embar- go, la verdad es que no puedo con la sensación de vacío. Cuando lo conocí, él aún sabía quién era, quién había sido y có- mo quería morir. Aún tenía la mirada altiva de quienes no lo han contado todo. Después, esa seguridad se fue borrando. Pero antes de irse, me mostró los vericuetos de una doble vida. La doble vida que tenemos todos o, aún más inquietante, deseamos tener. Eso también lo aprendí de él. En los oscuros escondites de nuestros deseos, don- de no hay censuras morales ni temor a ser juzgados, residen las vidas que viviríamos si tuviéramos suficiente valor. Ahora lo sé. Soy dos mujeres. Dos mujeres distintas en una misma persona. Él me las presentó. Me arrojó a un mundo de secretos del alma, arma- da únicamente con un teclado, una computadora y una palmada en la mejilla. Así me despertó del letargo de la rutina. Yo era un pez na- dando con la corriente. Hasta que nos cruzamos en la misma agua 11 UltimaPagina7.indd 11 8/26/14 12:14 PM forzándome a cambiar el rumbo. La vida es así, de pronto te cimbra como un temblor de tierra. Te salen grietas. Como si estuvieras he- cha de barro. Nadie me ha resquebrajado como él. En ese entonces yo rozaba la mitad de la treintena. Ni los aman- tes, ni los amores falsamente eternos, ni el abandono paterno, ni la vocación frustrada me desbocaron en torrente como me sucedió al conocer al señor Eduard Castells. 12 UltimaPagina7.indd 12 8/26/14 12:14 PM 1 Llevaba meses sin trabajar. A esas alturas, me daba igual qué empleo consiguiera. No importaba. Necesitaba trabajo: el que fuera. Había perdido las esperanzas de encontrar algo en lo mío: letras. En mis pe- sadillas, podía escuchar la voz de muchos incordiándome, inquirién- dome de qué pensaba yo vivir. «Las letras dan cultura, sí, pero no dan dinero.» Y de la cultura no se vive. Eso está muy bien para el prínci- pe William y demás aristocracia de cuna o comprada, pero para gen- te con la vida resuelta. No era carrera —seamos realistas— para una chica que a duras penas contaba con el apoyo de una madre que se había dejado la vida multiempleándose para sacar adelante a ambas. Una madre, dicho sea de paso, salvada de la ruina gracias a unas se- gundas nupcias de última hora. No era carrera para una huérfana de padre, y no porque el sinvergüenza hubiese muerto, sino porque un día se largó con otra para ser padre de una hija postiza, desapa- reciendo del mapa sin dejar rastro, sin tener la decencia de pasar ni pensión, ni cariño. No era carrera para alguien que pretendiera salir del hoyo económico en el que estaba desde hacía años. —Búscate algo más lucrativo, algo que te asegure un futuro, al- go que te empuje hacia delante. Y si no, ya de perdida, búscate a al- guien que te mantenga —ésa era la cantaleta con la que mi madre abonaba los desayunos. Pero a mí los comentarios se me resbalaban como mantequilla untada sobre el pan. Yo aún tenía fe en el ser humano. En los libros. Hice caso omiso. Y, sin serlo, me puse al nivel de un príncipe en un salto cuántico. Si tenía suerte a veces me pagaban por mi trabajo, pe- ro en la mayoría de los casos me contrataban por proyecto y argumen- 13 UltimaPagina7.indd 13 8/26/14 12:14 PM taban que la gran recompensa por participar en festivales literarios, organización de seminarios, mesas de trabajo de ferias del libro y lec- turas nocturnas de El Quijote, consistía en la experiencia adquirida. Caché para el currículum. Eso era todo. Hasta que tras siete años sin poder recrearme en los vericuetos de las clases medias de Cheever, ni entre los centenos de Salinger, ni tras los gatos negros de Poe, humi- llada por toda clase de empleos temporales, cuya temporalidad a ve- ces no superaba un mes, fui claudicando. Las deudas pudieron más que los libros. Los bancos empezaron a mortificarme y, aunque sé que hubiera accedido, no tenía cara para pedirle un centavo al marido de mi madre para pagar la renta, después del desplante infantil y egoísta de negarme a acudir a su boda. Mi madre conoció a Arturo en un jardín de la tercera de edad. Hasta entonces, los únicos jardines de los que yo tenía conocimien- to eran el botánico y los de infancia, pero mi madre un día me llamó entusiasmada, feliz con el descubrimiento de un «jardín de viejitos», decía ella, en donde por muy pocas monedas daban clases de todo lo que ella había querido hacer en la vida, y que por falta de tiempo, dinero o merma de autoestima, había ido postergando: taichi, tango, inglés, piano, yoga, pintura. Las nueve musas, así se llamaba. Mi ma- dre relució con lozanía a las pocas semanas de empezar a frecuentar el lugar. Al principio lo atribuí a que las ocupaciones le habían traí- do paz y alegría, y entonces yo misma la motivaba a ir. Al menos al es- tar ocupada con lo suyo, dejaba de ocuparse en lo mío y me dejaba mi dotación de aire y oxígeno, un espacio en dónde poder agobiar- me sin la ayuda de nadie. Dejó de preguntarme por mis trabajos, to- dos descalificados por ella, dejó de atosigarme con su charla de que «ya me lo había advertido», pero que por necia no quise ser abogada. Dejó de interesarse por mis fracasos. Al principio, claro, me sentí re- lajada y supuse que mi madre, por fin, había dado un paso adelante en cortar el cordón umbilical que nos unía desde el abandono de mi padre. Mi lucha no era la suya. Hasta que un día fui dándome cuenta de que no era el taichi lo que la relajaba, sino Arturo. Un día, me lo contó entre una taza de café y otra, como si me dijera que le pasara el azúcar. Lo hizo de una manera tan natural, que enseguida deduje que llevaba varios días ensayándolo. —He conocido a un hombre, ¿te sirvo otro café? 14 UltimaPagina7.indd 14 8/26/14 12:14 PM —¿A un hombre? —Te va a encantar. Pensé que se trataba de un apaño para mí. Volví a sentirme con quince años, cuando mi madre se empeñaba en presentarme a los buenos partidos de los hijos de sus jefes, cuando ella aún tenía la es- peranza de que mi matrimonio nos sacara de la pobreza y de la me- diocridad. —No necesito que me presentes a nadie, mamá.