Teatro para lamentar una ausencia

1 Guillermo schmidHuber de la mora Teatro para lamentar una ausencia Primera edición, agosto de 2016

EDITORIAL ARIADNA Colección Tespis de Icaria/ 3 D.R. © Contenido: Guillermo Schmidhuber de la Mora D.R. © Diseño: Editorial Ariadna

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ISBN: 978-607-8269-05-1

Impreso y hecho en México Printed and made in Mexico

2 guillermo schmidHuber de la mora

Teatro para lamentar una ausencia

Tespis de Icaria/ 3 3 4 Prólogo

Lamentos y ausencias, presencias y anhelos en el teatro de Guillermo Schmidhuber de la mora

Gonzalo Valdés Medellín

uatro obras entrega el doctor Guillermo Schmidhuber de la CMora (Ciudad de México, 1943) en este volumen titulado, con incisivo énfasis: Teatro para lamentar una ausencia. Cuatro piezas de contrastante bagaje propositivo que, empero, discierne justamente la ausencia, el lamento y sus opuestos: la presencia y el ditirambo. La presencia de caracteres y circunstancias aleatorias que, si bien emplazan a los personajes a convulsivas degustaciones anímicas, también descuellan en exhorbitantes madejas morales, sociales, piscólogicas e incluso patológicas. No murieron por la patria (2010) es la primera de las obras, una farsa, que puede enfocarse como un antidrama o bien —tal cual adujera Rodolfo Usigli— como un teatro anti-histórico o una co- media “impolítica”, no obstante que los sucesos en principio reales y verificables sean el hilo conductor de la trama, como expone el mismo Schmidhuber en brevísima nota introductoria:

La trama presenta un suceso histórico: El encuentro de fray Servando Teresa de Mier con Simón Rodríguez, en la Francia revolucionaria; también presenta los desencuentros de estos

5 personajes cuando, juntos, establecieron una escuela de espa- ñol en París y llevaron a cabo la traducción de Atala, una obra de René de Chateaubriand.

En No murieron por la patria Schmidhuber recupera aquellos juegos dramatúrgicos por él ya explorados en sus primeras etapas creadoras como, por sólo poner unos ejemplos, Los héroes inútiles, Obituario y Dramasutra… donde la mascarada impera en el devenir teatral. Sólo que en No murieron por la Patria, la mascarada la impul- san personajes históricos, alterando tiempo y espacio en un caleidos- copio de sucesos, acciones e interioridades que arman un entramado de intersante factura simbolista. En “No murieron por la patria” encontramos algo más aún: otra recuperación de los postulados primigenios shmidhuberianos, la metateatralidad, traducida en im- bricación de géneros diversos como son la narrativa, el ensayo, la crónica y la investigación historiográfica. Schmidhuber juega con los personajes de este antidrama anti- histórico e “impolítico” proponiendo con audacia un antiteatro que revela nomenclaturas nuevas, ya en el manejo de la acción dramática (alterada deliberadamente), ya en la concepción de personajes leja- nos a todo acartonamiento, ya en el impulso discursivo que abunda en humor, sarcasmo e ironía. Servando Teresa de Mier y Simón Ro- dríguez son efocados por el autor como seres de carne y hueso, tan así que de pronto parecería que ellos mismos se revelan contra su in- marcesible envestidura histórica para ser dos hombres comunes y co- rrientes (como sin duda lo fueron en su tiempo y en su espacio), antes de pasar por el tamiz de los historiadores y de la Historia misma. La obra así cobra un relieve de gran espectacularidad al integrar- se a la acción Atala, el personaje femenino desprendido de la clásica novela de Chauteaubriand [“Este autor del romanticismo francés ubicó su novela en América; por lo que el atrevimiento de convertir a esa protagonista en la Relatora de esta farsa, pudiera ser justificable”, apunta Schmidhuber]. El juego entre Simón y Servando se torna hi-

6 larante. Un buen director sabrá sacar toda la chispa comediográfica de estos diálogos filosos, cargados de transgresión metafórica y pe- netrante visión crítica. No murieron por la patria es una obra pletórica de ingenio, de ve- locidad teatral y de encomiables matices escénicos que señalan una dramaturgia nueva, que rompe cartabones y asienta giros formales de asombrosa voracidad compositiva. Cuarteto para llorar una ausencia (2010) llama la atención espe- cialmente en el contexto total del católogo schmidhuberiano, por una razón: poco o nada parecía haberse interesado Schmidhuber en el análisis de la familia mexicana. Y a partir de esta obra, el escri- tor pondrá énfasis en el tema como se comprobará en las dos subse- cuentes piezas acuñadas en este tomo: Aniversario de papel (2012) y El ritual del degüelle (2013) Heredero apasionado de las enseñanzas y postulados de Ro- dolfo Usigli (1905-1979), calificado históricamente como El Padre de la Dramaturgia Mexicana Contemporánea, al grado de haberse convertido —sin proponérselo el mismo Schmidhuber— en el es- pecialista número uno del autor de El gesticulador, El niño y la niebla, Jano es una muchacha, Los viejos y la emblemática novela policial En- sayo de un crimen, el autor de Cuarteto para llorar una ausencia pare- cería evocar personajes, problemas, atmósferas y circunstancias de obras usiglianas como Otra primavera y —ante todo— Medio tono, donde el mismo Usigli aseveraba haber asumido los postulados del teatro realista como en ninguna de sus obras. Citado por el propio Schmidhuber en uno de sus ensayos (ver Biblioteca Virtual Cer- vantes), Usigli admite:

Medio tono es la mejor prueba de mi falta de interés per- sonal en el teatro realista. Mi interés artístico, la perse- cución de una idea o de un clima poético, me hubieran hecho transformar en seres de excepción a estos persona- jes mediocres que debaten aquí su falta de pasión, entre

7 repeticiones de moral de clase, aspiraciones frustradas en su propia mezquina medida, y deseos informes, imperso- nales casi.

Descripción usigliana que dará la tónica de este Cuarteto para llorar una ausencia al trasuntar Schmidhuber un drama familiar en torno al hijo ausente. La obra cobra fuerza discursiva; los personajes patean la pelota de la mediocridad de sus existencias sin lograr me- ter gol. El partido librado sólo encuentra un asidero: la inoperancia de la institución familiar; la mentira como cualidad vital (rasgo de suyo ibseniano) y la competencia desleal en el terreno de los afectos. El realismo utilizado aquí por el dramaturgo es de vena cinema- tográfica; de hecho, la estructura de la obra es la de un guión que se realiza en el espacio cerrado, asfixiante, de una sala familiar de clase media, esa clase que en estos tiempos neoliberales asiste a su propia, irreversible, extinción. El Cuarteto para llorar una ausencia es un homenaje al Usi- gli realista, pero constituye asimismo un intento apremiante de Schmidhuber por encontrar ese tono bergmaneano del realismo contemporáneo ya avisorado por el Woody Allen de Interiores. La propuesta dramática es inquietante. Nuevamente, la metateatra- lidad sella la creación schmidhubereana y Cuarteto para llorar una ausencia se yergue como una provocación para la sensibilidad de los directores de nuestro tiempo. La confluencia-influencia usigliana sigue permeando la factura de este volumen con la siguiente obra, también una farsa: Aniver- sario de papel. Al leerla, y ver la “enfermedad” inicial del hijo (adic- ciones/aflicciones para los padres) recordamos inevitablemente el trayecto temático de la enfermedad en El niño y la niebla, otra pieza clásica de Usigli. Pero la enfermedad no va a detenerse ahí en esta obra; Schmidhuber disloca la argumentación anecdótica. Una mis- ma historia es referida en tres tiempos y un epílogo “¿...o prólogo?”, se cuestiona en autosátira el propio autor.

8 El análisis del núcleo familiar vuelve a aparecer con brío y una inveterada pizca de humor negro (al más puro estilo de Hugo Ar- güelles, otro de los dramaturgos admirados por Schmidhuber) nos plantea la disolución del núcleo familiar como una ventana abierta a la descomposición moral de la sociedad misma, a la vacuidad de las relaciones humanas y a esa aspiración —de pronto ilusoria— de la felicidad nunca jamás conseguida, gracias a atávicos estereotipos y manidos comportamientos. El ritual del degüelle cierra el libro, fantasía estrambótica del au- tor en que la figura del hombre, el macho, es objeto de una autopsia, casi literal, en tanto que la obra gira en torno a la muerte (asesina- to) del protagonista, a manos nada menos de las mujeres que más debieran amarlo y a quienes él mismo podría amar desde su propia naturaleza. De carácter netamente argüelleano, este …ritual… prosigue no obstante con la disección de la entelequia familiar desprendida de Usigli; sólo que en El ritual del degüelle el acercamiento al cáncer moral que ha hecho metástasis en las ligazones familiares del hombre con sus mujeres (madre, esposa e hija) es mayormente cercano a la psicología de los personajes, recordando por sus atmósferas al neorrealismo italiano y, en algunos momentos, a un dramaturgo, también italiano, el Ugo Betti dePecado en la isla de las cabras, una obra donde la presencia de la virilidad eclosiona las relaciones femeninas de una familia. El planteamiento fársico de El ritual del degüelle nos presenta a un Schmidhuber agudo y agitador, que sabe ponerse en los zapatos del género femenino (sin temor a ser etiquetado falazmente de feminista), y sin por ello aprehender las razones del macho víctima y victimario a la vez, como bien asienta con talante hamletiano en uno de los monólogos más reveladores de la obra:

¡Degüelle antes o degüelle después, ésa es la cuestión! No importa que hagas de todo o que no hagas nada. Habité

9 dentro de una mujer que me parió y me crió, penetré a muchas creyendo que renacía, pero me hundía cada vez más. Luego procree una hija y descubrí con horror que era ella a la mujer que más amaba. ¡He vivido en una cárcel con mujeres por carceleras!

Teatro para lamentar una ausencia es un libro inquietante, un teatro transformador. Los personajes que transitan por estas páginas hablan de hombres y mujeres de hoy; son reflejo de nuestro más puro estado de (des)gracia moral, de esa búsqueda a veces infructuosa de la plenitud, de una toma de conciencia desgarradora acerca de la verdadera condición humana, aquella que lucha, sufre y sueña siempre con algo mejor; que aspira, como diría Rosario Castellanos, con esa “otra forma de ser humanos y libres, esa otra forma de ser…” Tlatelolco, Plaza de las Tres Culturas Ciudad de México, 9 de junio de 2016

10 No murieron por la patria

celebración fársica1

1 Fue estrenada en Monterrey, Nuevo León, con el Grupo PROTEAC de esa misma ciudad, el 14 de agosto de 2015, bajo la dirección de Luis Martín Garza, y las actuaciones de Francisco de Luna como fray Servando Teresa de Mier, Gerando Villarreal como Simón Rodríguez y Claudia Garza como Atala. El vestuarista fue Francisco de Luna, los efectos lumínicos de Rober- to Escobedo, y la asistencia de dirección y producción de Araceli Mendoza y Sandi Gutiérrez. La producción de estreno llevó a cabo una gira por cua- tro ciudades del estado de Tamaulipas en 2016.

11 Personajes (3 actores)

Servando Teresa de Mier 35 años, fraile dominico e independentista mexicano.

Simón Rodríguez 31 años, independista venezolano y maestro de Simón Bolívar.

Atala La Relatora, una mujer plena.

Tiempo: Varios meses de 1801, y en otros tiempos y espacios du- rante las guerras de Independencia. Espacio: Caja negra. La casa de fray Servando, contigua a la Parro- quia de Santo Tomás, en París. Mobiliario sobrio, dos grandes me- sas, un sillón alto sin descansabrazos y varias sillas. Muchos libros y dos sábanas. Esta pieza necesita una actriz y dos actores. La trama presenta un suceso histórico: El encuentro de fray Servando Teresa de Mier con Simón Rodríguez, en la Francia revolucionaria; también pre- senta los desencuentros de estos personajes cuando, juntos, esta- blecieron una escuela de español en París y llevaron a cabo la tra- ducción de Atala, una obra de René de Chateaubriand. Este autor del romanticismo francés ubicó su novela en América; por lo que el atrevimiento de convertir a esa protagonista en la Relatora de esta farsa, pudiera ser justificable.

12 Escena I

Servando es un clérigo de 35 años, de estatura mediana y cuerpo esmi- rriado; de rostro agudo y mirada perspicaz; va vestido con sotana negra y hace gala de aliño y limpieza. Si fuera posible diferenciar el acento de cada personaje, Simón hablará a la venezolana moderna, y Servando, a la mexicana. Están en la salita de la modesta casa de fray Servando en el París de 1801. Simón entra y se acerca a Servando con camaradería.

SIMÓN: Servando, ¿te acuerdas de mí? SERVANDO (Irónico.): ¡Claro! Caras como la suya, nunca se ol- vidan. (Se dan un abrazo y un apretón de manos. Simón es efusivo; sus ade- manes poco pulidos lo traicionan. A su lado, Servando aparece elegante, por su figura vertical y por su gesticulación contenida. Simón insiste en el tuteo, mientras Servando utiliza el tratamiento de usted.) SIMÓN: Desde que te vi en Bayona, pensé en visitarte aquí en París. SERVANDO: Tardó muchos meses en cumplir su deseo. SIMÓN: No le pidas mucho a un expatriado. SERVANDO: ¿Expatriado? No presuma, porque nunca ha tenido realmente patria. SIMÓN: Pero la tendré. SERVANDO: Que tenga o no patria, no está en mí otorgarla. ¡Allá usted! SIMÓN: Vine porque tengo un idea. ¡Una gran idea! Los parisi- nos pagarán cualquier cantidad de dinero para que alguien les ense- ñe español. ¡Fundar una academia!... ¿Me puedo sentar? SERVANDO (Una y otra vez sarcástico.): Sí, claro… Pero en Fran- cia no hablan nuestra lengua, precisamente.

13 (Simón toma una silla y se sienta dando muestra de excesiva con- fianza.) SIMÓN: El español es aquí casi una lengua franca. ¡Borbones aquí y borbones en España! SERVANDO: ¿De verdad cree que una escuela haría la diferencia? SIMÓN (Con sinceridad.): De verdad, la cosa en Bayona se puso difícil y quiero comer tres veces al día. SERVANDO: ¡Y también brindar por el embeleso de la libertad! SIMÓN: ¡Servando, no tengo plata! SERVANDO (Ingenioso.): ¡Somos todos iguales! SIMÓN: En Bayona hay demasiados españoles, parece que todos hablan como nosotros. Aquí debe haber familias cultas y pudientes con hijas jóvenes, o mercaderes que quieran hacer negocios en Es- paña. SERVANDO: ¿Pero quién confiaría en un maestro que cree en la igualdad del hombre y la mujer, y en un sacerdote expulsado de México por sus comentarios sobre la aparición de la Virgen de Gua- dalupe? SIMÓN: ¡Habrá más de uno! Ahora hasta tienes parroquia. SERVANDO (Ironiza.): ¡La parroquia de Santo Tomás! SIMÓN: No sé cómo lo hiciste. Cuando pasaste por Bayona, nada tenías, y ahora hasta eres párroco. SERVANDO: Faltan sacerdotes en París. SIMÓN: Y eso que ya no son indispensables. SERVANDO: ¿Cómo que no? Los franceses dejaron de ser reino, pero cristianos, siempre serán. SIMÓN: Yo nunca lo fui. SERVANDO: ¿Quiere abrir la academia o no? SIMÓN: Más que enseñarles a hablar, preferiría que aprendieran a pensar. SERVANDO: Estoy seguro que viene cansado, quédese por esta noche. Le daré comida y dos frazadas, que París se está volviendo frío. Pero eso de la academia, ¡ni lo piense!

14 SIMÓN (Cambia de tema.): ¡Aquí me duelen más los huesos! SERVANDO: ¡Claro! París hace pensar… cuando se sufre del frío. SIMÓN: Por eso, en Caracas, pocos piensan. SERVANDO (Irónico.): ¡Viva la libertad! SIMÓN: ¡Más viva la igualdad! SERVANDO: Quédese… que en esta casa, por el momento, lo único que rige es la fraternidad. Al menos comida y cama no faltará por un par de días. Pero lo de la escuela de español, ¡Ni lo piense!... ¿Queda claro? (Servando es terminante con la negación. Oscuro repentino.)

15 Escena II

Se ilumina lentamente la sala. Es de mañana. Servando lleva una acicalada sotana y laboriosamente intenta limpiar la casa. Simón está sentado frente a una mesa, con la quijada sostenida por ambos brazos, acaba de levantarse y aún lleva pintado en el rostro los pliegues de la frazada.

SERVANDO: ¿No va a hacer algo útil? SIMÓN: ¡Dormir! (Bosteza a pleno pulmón, con los brazos exten- didos.) SERVANDO: Si fuera pintor, lo retrataría tal y como lo veo, y el cuadro se podría titular “El indolente”. SIMÓN (Aún modorro.): ¿No vas a ir a tu parroquia? SERVANDO: Por cierto, ¿cómo se enteró en Bayona de que me nombraron párroco? SIMÓN: Alguien me lo dijo. Es la iglesia de Santo Tomás, ¿no es cierto? SERVANDO: ¿Quién se lo dijo? SIMÓN: Pero Servando, vamos a tutearnos como hacíamos en Bayona. SERVANDO: Está bien… ¿Quién te lo dijo? SIMÓN: Allá todos saben que tienes una iglesia. SERVANDO: Por eso viniste, ¿no es cierto? SIMÓN (Compungido.): No fue por eso… no tenía qué comer. SERVANDO (Irónico.): Y sospechaste que el agua bendita sacia el hambre. SIMÓN: En Bayona, la mitad no habla francés y la otra no quiere aprender español.

16 SERVANDO: ¡Igual que aquí! SIMÓN: No, aquí hay dinero, y tú tienes trabajo. SERVANDO: ¿Cómo sabes tanto de París si acabas de llegar? SIMÓN: Aprendo sólo con preguntar. Mira, hagamos un trato, si sé de algo que crea que te sirva, te lo informo. SERVANDO: Para qué, si yo hablo mejor francés que tú. SIMÓN: Es porque perdonas los pecados en francés. SERVANDO: Dios entiende todos los idiomas… (Sigue bromista.) aunque sólo responde en español. (Sonríe por primera vez.) SIMÓN: Y yo que pensaba que el español era el mejor idioma para hablar con Dios. ¡Vamos, que aquí no se ofrece comida al ham- briento! SERVANDO (Señala algo.): Ahí hay algo de pan y queso… Te traeré una taza de café. ¡Tienes cara de que te gusta mandar! SIMÓN: Lo que se dice mandar, mandar, ni el papa. SERVANDO: Al papa no me lo toques, que le estoy pidiendo mi secularización. SIMÓN: ¿Y te vas a poder casar después? SERVANDO: Ya no voy a ser monje dominico, sino solamente clé- rigo, casi como tú. SIMÓN: ¿Y mi café?... (Servando sale mientras Simón sigue hablan- do en voz fuerte mientras devora los alimentos.) Mira, yo te puedo ser útil aquí, en Bayona hablé con todos los que venían de París… y hasta leí algunos libros que hablan de esta ciudad. (Servando regresa con una taza humeante.) ¡Ah, café! Yo no sobrevivo sin beber café… Voy a probarte que conozco París, ¡pregúntame algo! (Mientras conversan, Simón bebe a grandes sorbos y mastica los ali- mentos con la boca abierta.) SERVANDO: Cambiemos de conversación. París no me interesa tanto. SIMÓN: Anda, ponme una pregunta difícil. SERVANDO: De una vez por todas, no me interesan los chismes de París.

17 SIMÓN: ¡Pregúntame algo que sólo tú puedas saber! SERVANDO: ¡Yo no soy charlatán! SIMÓN: ¡Ésta es tu última oportunidad de ponerme en ridículo! SERVANDO: Está bien… ¿Quién actúa ahora en el Café Borel?2 SIMÓN (Suelta una carcajada y contesta entusiasmado.): ¡Un ven- trílocuo! ¡Ves como sé todo lo de París! ¿Puedo quedarme? SERVANDO: ¡No, porque eres un chismoso incorregible! SIMÓN: ¿Cómo supiste tú del ventrílocuo del Café Borel? SERVANDO: Nunca confieso mis fuentes. SIMÓN (Bromista.): Apuesto a que fue en una confesión. SERVANDO (Iracundo.): ¿Cómo te atreves? SIMÓN: Era una broma, no te enojes. (Intenta cambiar de conver- sación.) Dicen que ese ventrílocuo es un verdadero mago, puede ha- blar francés con el estómago y… ¡Servando, que buena idea tengo, creo que el ventrílocuo podría aprender español! SERVANDO (Escéptico.): ¿De verdad crees que ese mago querría aprender español? SIMÓN: ¡Haría famosa nuestra Academia! SERVANDO: Yo no he aprobado nada al respecto... Si tanto sabes, ¿cómo se dice esto en francés? (Señala su propia cabeza.) SIMÓN: Caput. SERVANDO: Eso es latín. SIMÓN: No lo sé. SERVANDO: ¿Cómo puedes dar clases de español si no sabes francés?

2 La presencia de un ventrílocuo en el Café Borel de París fue apuntada por fray Servando en sus Memorias. El ventrílocuo Fritz-James se presentaba en el Café Borel, ubicado en las Galerías del Palais Royal, como lo cita Honoré Balzac, en Scènes de la vie de province (parte II). Además, este ventrílocuo es mencionado en el Seminario pintoresco español (1859), núm. 45, p. 355. La iglesia de Santo Tomás, de la que fue párroco fray Servando, estaba ubicada en la rue de Filles-de Saint-Thomas, y fue demolida en 1808 para construir el palacio de la Bolsa de París; hoy permanece un tramo de esa calle como conti- nuación de rue de Saint-Augustin.

18 SIMÓN: La gramática es igual. SERVANDO: No enseñas gramática, sino a hablar español. A ver, ¿cómo podrías explicar las reglas gramaticales sin que conozcas su lengua? SIMÓN (Siempre confianzudo.): ¡Me estaba muriendo de hambre en Bayona! ¿Qué querías que hiciera, hermano? ¿Que robara? SERVANDO: ¡Si no tienes dinero para comer, pues regrésate a don- de saliste! SIMÓN: No, allá me matarían por revolucionario porque estuve enredado en un intento de independencia. SERVANDO (Sonríe burlesco.): ¡Pues regresa! ¡Serás un héroe! SIMÓN (Retando a Servando.): ¿Y la virgen de Guadalupe? SERVANDO: ¿Qué tiene que ver en esto la virgen de Guadalupe? SIMÓN: ¡Claro que tiene que ver! ¿Se apareció o no se apareció? SERVANDO: Según tú, ni el diablo se aparece. Según yo, se apa- reció… un barco muchos siglos antes pero por el oeste, no como lo hizo Colón por el este, y este barco nos descubrió. Santo Tomás o alguno de sus seguidores viajaban en ese navío y traían la imagen. SIMÓN (Irónico.): ¡Sabía que el mundo era redondo… pero no que girara al revés! SERVANDO (Cambia de tema. Habla con gran seriedad.): ¡No me gusta tu idea de poner una escuela de español! Porque en esta casa hay una regla sin paliativos: Aquí las mujeres… no entran. SIMÓN: Serían sólo las niñas que quieran aprender español. Y uno que otro comerciante… SERVANDO: Me disgusta la idea porque aquí, en mi casa, no pue- den entrar faldas. SIMÓN: Sólo vendrían a clases… a aprender español. SERVANDO: Aquí, mujeres, ni de dos en dos. SIMÓN: ¿Y por qué entran a confesarse contigo de una en una? SERVANDO: ¡Porque así es! ¡Me desesperas! ¡A veces piensas mucho y otras, nada! SIMÓN: Tienes toda la razón, no te discuto. Pon las leyes que

19 quieras, que yo cumpliré todas. ¡Será fácil! Yo doy las clases por la mañana, vendrán muchos niños y señores, y mientras vas a dar tus misas. Por la tarde, tú cubres las clases y yo me voy a pasear por el Sena. SERVANDO: ¿Y por qué durante la tarde no cuidas tú la parro- quia, mientras yo paseo por París? SIMÓN: No nos parecemos tanto para ser gemelos. Mira, yo me puedo levantar la sotana y tú no. (Simón ríe a carcajadas.) SERVANDO: Chistes obscenos aquí, ni en francés. A ver, ¡dime algo en francés! SIMÓN: ¿Qué quieres que diga? SERVANDO: Algo que demuestre que hablas francés. SIMÓN (Con torpeza.): Bon jour. SERVANDO: Pronuncias con dificultad Presume( su soltura.) ¡Ća va, monsieur Simón Rodrigués! ¿Vous parlez français? SIMÓN: No te burles de mi ignorancia. SERVANDO (Duda y luego respira profundo.): Está bien, quédate. Pondremos la Escuela de Español. SIMÓN (Estupefacto.): ¿De verdad? Servando (Asienta con la cabeza.): Ahora España es apetecible para los franceses. Sin embargo, quisiera poner algunas leyes. SIMÓN: ¡Las que quieras! SERVANDO: Cumplirás las mismas reglas que yo sigo. En esta casa las puertas deben estar siempre abiertas y con alguien cercano que pueda oír lo que pasa dentro. No habrá clases de noche y nin- guna diaria… Se encariñan con uno y el voto de castidad se vuelve cárcel. SIMÓN: ¡Pero yo no tengo voto! SERVANDO: ¡Pues aquí, te amolaste, Simoncito, nada de gran- des proyectos, ni educativos ni menos de otra clase! Enseñarás es- pañol para que hablándolo se vayan los alumnos al cielo. ¡Y nada más! Ahora acompáñame porque voy a oficiar la misa, luego reza- remos el Ángelus; y después de la colación, las oraciones de la tarde.

20 (Simón va dando muestras de susto con tanta rezandera.) ¡No sé si es- toy haciendo algo equivocado con dejarte quedar! Lo hago porque te estás muriendo de hambre… y porque hace mucho que no podía hablar con alguien que tenga cinco dedos de frente. Pondremos la academia de español ¡Y que Dios nos proteja! SIMÓN: ¡Y Santo Tomás! SERVANDO: ¡Y la Virgencita de Guadalupe! (Los dos ríen con risa perspicaz. Oscuro instantáneo en la casa.)

21 Escena III

La sala es iluminada. Servando está trabajando sobre la mesa, que está cubierta de libros y papeles. Simón entra eufórico, regresa de su paseo diario. Atala está sentada en el gran sillón, los hombres no la vislumbran.

SIMÓN: ¿Adivina con quien me topé en el Sena? SERVANDO: No me interesa, estoy muy ocupado. SIMÓN (Finge no haberlo escuchado.): Con René de Chateau- briand. SERVANDO: ¿Y quién es ése? SIMÓN: ¿Cómo? ¿No lo conoces? Es el mejor autor de Francia. SERVANDO: Algún día volverá a haber grandes autores en Fran- cia, porque los guillotinaron todos. SIMÓN (Con presunción.): Quiere que le traduzca su última no- vela. SERVANDO: ¿Tú? SIMÓN (Hipócrita.): Nosotros. SERVANDO (Lo mira con cinismo.): Tradúcelo tú si puedes, aun- que tu francés no sirve ni para cruzar el Sena, y eso que hay puentes. SIMÓN: ¡Dije, nosotros! SERVANDO: Dirás que yo la traduzca. SIMÓN (Simplista.): Es una narración y sucede al norte de tu México. SERVANDO: Que también es el norte de tu Venezuela. SIMÓN: Dicen que es la primera vez que hay una mujer en una narración que sucede en América, y que mucha gente compra el li- bro y lo lee.

22 SERVANDO: Ese libro ya pervirtió a Francia y ahora quieres que pervierta a España. SIMÓN: ¡Y a nuestra América! SERVANDO: Pues no cuentes conmigo. SIMÓN: Esa mujer, Atala, es una indígena que es salvada por un monje. Al final, ella muere virgen y es enterrada por un fraile. SERVANDO (Mostrando interés.): ¿Ya leíste el libro? SIMÓN (Miente.): ¡Todo! Se titula Atala… (Atala responde al llamado de sus futuros traductores y entra a es- cena. Es una mujer hermosa en atavío indio. No camina sino da pasos lentos de baile de la América nuestra, moderna. No hay música. Los otros personajes no notan su presencia Simón observa la reacción de Servando a sus palabras.) SIMÓN: ¡Atala! Es algo muy cristiano… (Intenta mentir.) Dicen que hasta Napoleón lo leyó. SERVANDO: (Perspicaz.) Si Napoleón leyó esa narración, la tra- duciré; pero si llego a descubrir que es una de tus patrañas, ¡te cos- tará la amistad! SIMÓN: Tengo el libro en francés. (Lo muestra.) SERVANDO: ¿Sabes hebreo? SIMÓN: Claro que no. SERVANDO: Pues está en francés, que es como decir hebreo para ti. SIMÓN (Burlesco.): No lo creas, Jajam.3 SERVANDO (Encolerizado.): ¡Qué tiene que ver eso aquí! SIMÓN: ¿No te decían Jajam en Bayona? SERVANDO: ¿Y tú cómo sabes eso? SIMÓN: En Bayona se decía que frecuentabas una sinagoga y que hasta convertiste a tres rabinos. SERVANDO: ¿Oíste eso de mí?

3 Expresión hebrea que significa “gran sabio”; fray Servando menciona en sus Memorias que así le llamaban unos rabinos en Bayona.

23 SIMÓN: Eso y muchas cosas más. SERVANDO: ¡Pues olvídalas! SIMÓN: Sí, Jajam. (Al decir la palabra en hebreo, mira la reacción de su interlocutor). SERVANDO (Perdiendo el control.): ¡No me vuelvas a llamar así! SIMÓN: ¿Qué no te decían así los judíos? SERVANDO (Tímido.): No lo sé. SIMÓN (En broma.): Claro que sabes que Jajam quiere decir “gran sabio”… y hasta rumoraban que una judía rica te propuso matrimonio. SERVANDO: ¡Eso sí que no lo permito! SIMÓN (Cambia de tema.): Chateaubriand prometió venir. (Reta a Servando.) ¡Con tu ayuda o sin ella, traduciré ese libro! (Lo mues- tra en alto.) (Atala ha reaccionado a los parlamentos anteriores.) SERVANDO (Sorprendido.): ¿Vendrá aquí Chateaubriand? SIMÓN: Aquí, a tu puerta. SERVANDO: Ese hombre no es mal cristiano, ¿sabes? Dicen que escribió un libro defendiendo todo lo cristiano, y eso no puede es- tar del todo mal. SIMÓN: ¿Lo conoces desde hace mucho? SERVANDO (Huye con otra mentira.): Conozco París mejor que tú. SIMÓN: Yo traduciré Atala, no tienes de qué mortificarte. SERVANDO (Ataca irónico.): Alimento no nos falta en casa… ¡aunque a ratos, maestro, sí que hace falta! SIMÓN (Herido en su amor propio.): Los alumnos siempre han tenido clase. SERVANDO: ¡Claro!, porque he dado tus clases cuando vas a pa- sear por el Sena y no vuelves a tiempo. SIMÓN: Así fue como conocí a Chateaubriand. SERVANDO: ¡Pues sigue yendo a ver si conoces a Napoleón! SIMÓN: Ganas de conocer a Napoleón, no tengo.

24 SERVANDO: Pues yo sí. Cuando hablamos de libertad, él es el que entiende más. (Se escucha tenue una melodía caribeña. Atala da unos pasos leves de ritmos afroantillanos, y los dos hombres percutan en donde pueden a manera de bongó. Los hombres nunca miran a la sensual dama.) atala: ¡lib… liber… liberalismo! SIMÓN: No me gusta campanear los errores de otros, yo prefiero la igualdad… atala: ¡So… sociedad… socialismo! SERVANDO (En burla.): Más vale ser unos pocos libres, que to- dos, igualmente pobres. SIMÓN: Napoleón podrá entender la libertad, pero nunca sabrá lo que significa la igualdad. SERVANDO: ¿Y a poco el ser todos iguales es el único camino para ser libres? SIMÓN (Condescendiente. Atala reacciona con expresión de feli- cidad.): René de Chateaubriand va a venir aquí, a tu casa, trátalo como a un hombre libre, porque lo es, pero ¿podrías tratarlo como a igual? SERVANDO: Yo lo trataré como a igual, ya de él estará el acep- tarlo. SIMÓN (Vengativo.): Tú no eres libre, ni casarte puedes. (Con sorna.) ¡Manda toda esta vaina al infierno y libérate! SERVANDO: Dios no nos hizo iguales pero sí enteramente libres. ¡Tú eres libre de discutir con Chateaubriand y con Napoleón como el maestro de escuela que eres, pero nunca te sentirás su igual! SIMÓN (Sorprendido mira hacia donde está una ventana.): ¡Cálla- te! ¡Ése que va a entrar a tu casa es Chateaubriand! (Oscuro instantáneo en la casa.)

25 Escena IV

Una luz opalescente distingue a Atala. La magia del Teatro permite que su monólogo pueda ser escuchado por el público.

SIMÓN: Cuando dos hombres pierden la cordura, siempre hay una mujer entre los dos. ¡Y esa fui yo! (Ríe divertida.) Aunque Servando y Simón fueron las únicas cabezas verdaderamente pensantes en las guerras de nuestra Independencia. Yo quedé entre ellos, pero no como ustedes imaginan, no con un vulgar triángulo amoroso: Ella, él y el otro… sino con algo nuevo, un cuadrángulo amoroso: ¡Ella, él, el otro y René de Chateaubriand! Don Servando no aceptó verlo, pero tampoco quiso perderse una sola palabra de lo que se iba a decir… Así que se escondió tras una puerta y escuchó cada pala- bra. ¡Soy testigo que puso tanta atención como cuando escuchaba la confesión de una mujer liviana! (Atala se acerca al gran sillón que está en medio de la sala mientras la sala se ilumina, se sienta con elegancia y observa la escena. Simón está eufórico y deambula de un lugar a otro. Servando está sentado frente a su mesa de trabajo. Atala, de cuando en vez, mira al público en complacencia mutua, reaccionando, afirmando o negando, lo que dicen los otros personajes.) SIMÓN: ¡Me contrató! SERVANDO: Dirás, nos contrató. SIMÓN: ¿Puedes tú firmar un contrato para traducir un libro so- bre la vida de una mujer? (Atala se inquieta.) A ver, ¡tradúcelo sin permiso de tu obispo! SERVANDO: Tradúcelo tú, a ver si puedes sin mí. ¡Yo ya lo leí! SIMÓN (Sentido.): ¿Sustrajiste el libro sin mi permiso? ¡No pue- des hurgar entre mis cosas!

26 SERVANDO (Se incorpora.): Al menos yo sí sé leer francés. SIMÓN: ¡No tenías mi permiso, ni el de tu iglesia para leer obras de amor! SERVANDO: El cantar de los cantares es un libro de amor, esa Ata- la (La mujer reacciona.) me tiene sin cuidado porque bien dijiste, aunque fue una mujer, ¡murió virgen! SIMÓN: Y pasó de ser conversa a ser santa. SERVANDO: Como la virgen María. SIMÓN: ¡No puedes traducir el libro sin el permiso de tu obispo! SERVANDO: Pero me lo puede autorizar. SIMÓN: ¿Cuándo?.. ¡Piénsalo bien! SERVANDO (Se sienta con frustración en una silla.): ¡Eso no lo sé! SIMÓN: ¡No puedes aunque reces al santo patrón de los traduc- tores para que te proteja! SERVANDO: ¿Estás insinuando que no soy libre? SIMÓN: Como dicen los abogados, afirmo sin conceder. SERVANDO: Para comenzar, el santo patrón de los traductores es san Jerónimo. Tradujo la Biblia del griego al latín para que pudiéra- mos entenderla todos. SIMÓN: ¡Lo ves! San Jerónimo pensó en la igualdad. SERVANDO: ¡Estás jugando sucio! SIMÓN: Ante la Biblia, todos somos iguales… o al menos eso fue lo que pensó san Jerónimo. SERVANDO: ¡Ante Dios, todos somos libres! SIMÓN: No tanto, ¿no eres tan libre que puedas dejar de ser fraile dominico? SERVANDO: ¡Soy libre para ser fraile! SIMÓN: Confieso que sí eres libre para ser párroco de santo Tomás. SERVANDO: ¡Y para dejar de serlo! SIMÓN: ¿Para casarte y tener hijos, como todos? SERVANDO (Tras un instante de silencio.): Para tanto, no sé. SIMÓN: Dios nos dio a la mitad de la humanidad una pinga y las ganas de ser padre.

27 SERVANDO: Pues en eso no somos iguales. Yo vivo la contención. SIMÓN: Contención, ¿para qué? SERVANDO: Contención para poder pensar… por ti, que te re- vuelcas fácilmente con cualquier mujer. SIMÓN: Yo estuve casado. SERVANDO: ¿Cómo se llamaba tu mujer? SIMÓN (Con dolor sincero.): María de los Santos. SERVANDO: Yo elegí el celibato. SIMÓN: ¿Y lo has cumplido? SERVANDO (Con gran sinceridad.): Si vamos a ser amigos, te diré que sí. SIMÓN (Con dolor.): A mí se me murió mi mujer y no llegué a ser padre… Tu vida y mi vida son diferentes… Te voy a compartir uno de mis pensamientos: “De los viejos, nada nuevo puede esperarse; de hom- bres puede esperarse algo; de jóvenes, mucho, y de niños, todo... Quién los guíe, piden los niños; quién los dirija, piden los jóvenes; que los toleren, piden los hombres, y que los sostengan, piden los viejos”4… (Continúa enternecido.) Dicen que fui hijo de Rosalía Rodríguez y de un sacerdote que no me dio ni el apellido, ¿cómo quieres que tenga un buen sabor de la iglesia? (Servando se incomo- da.) ¿Cómo fue tu familia? (Atala se enternece.) SERVANDO: Como todas. SIMÓN: No te creo. Tú tienes modales distinguidos y yo soy ordi- nario. Tu apellido parece de alcurnia, los Teresa de Mier; y el mío no. SERVANDO: Tengo familia en Monterrey, mi padre ya murió, pero me relaciono con mi hermano. SIMÓN: ¡Apuesto a que te envía dinero! SERVANDO: Cuando puede. SIMÓN: ¿Lo ves? Mientras no seamos iguales, no construiremos un mundo nuevo.

4 Cita original de Simón Rodríguez.

28 SERVANDO: En eso, ¿qué importan nuestros padres? Lo esencial es quiénes somos tú y yo y qué queremos hacer. Y estas ansias que sentimos por serlo, se llama libertad. SIMÓN: ¡Quitémonos de encima a España y a la iglesia! Aunque hay que tener cuidado porque “la sabiduría de la Europa y la pros- peridad de los Estados Unidos son dos enemigos de la Libertad de pensar en nuestra América”.5 SERVANDO: La iglesia debe ser transformada, pero no anulada. SIMÓN: Dicen que al Cielo podemos ir todos; pero aquí, en , la iglesia está de parte de los poderosos. SERVANDO: Tú tienes fe en la educación, sueñas con que todos los niños tengan escuela juntos, los pobres y los ricos. Pero el mun- do que vas a crear necesitará de un caudillo, y éste se convertirá pronto en dictador. Mira a Francia, ya guillotinaron a la familia real y ¿qué lograron?: ¡pasar al caos! Ahora se va encumbrando Napo- león y pronto él querrá ser emperador. ¡Eso no es democracia! La educación no nos hace iguales, sino distintos... porque nos enseña a soñar. SIMÓN: Dices eso porque tuviste todo de niño, nada te faltó. Pero yo soy como la mayoría, nada tuvimos, y algunos, ni padre. Para cambiar el mundo no hay más camino que la educación y la salud. SERVANDO: Para construir un mundo de iguales, tendrás que imponer la educación y decretar la salud gratuita, pero querrá hacer algo excepcional. ¡Solamente si son libres, podrán soñar! SIMÓN: Tú y yo soñamos con construir una república de perso- nas libres e iguales, pero ¿no querrán también ser felices? ¿Cómo lograrlo? Yo no me siento feliz… nunca lo he sido. ¿Acaso eres feliz? SERVANDO: Dios… SIMÓN (Interrumpiendo.): ¡No lo menciones ahora! SERVANDO: ¿Por qué no?

5 Idem

29 SIMÓN: No importa saber si Dios existe o no, sino cómo cons- truir una sociedad sin pobres ni ignorantes. Para mí, ¡eso será el pa- raíso… pero en la Tierra! Si hay otro paraíso más allá de la muerte, a mí no me interesa. SERVANDO (Iracundo.): ¡No sé cómo podemos vivir en la misma casa! ¡Si estuviéramos casados, yo tendría razón para repudiarte por impiedad! ¡Vete a construir tu paraíso a otro lado! SIMÓN (Suplicante.): Servando, no, yo sólo estaba sincerándome contigo. No me puedes lanzar a la calle. SERVANDO: Y ¿por qué no? SIMÓN: Porque no eres igual a todos, eres mejor persona… No me corras. Te prometo que no volveré a contradecirte. SERVANDO (Con frialdad.): No es eso, sino que es un error tácti- co permitir a un enemigo vivir en casa. SIMÓN: Pero Servando, yo no soy tu enemigo. Los dos quere- mos la libertad de nuestros pueblos. SERVANDO (Continúa iracundo.): Pero ¿qué vamos a hacer cuan- do logremos la Independencia? ¿Qué país vamos a construir? ¿El tuyo o el mío? SIMÓN: Perdóname, Servando, hablo demasiado, siempre me pasa. Lo que piense o no piense, no tiene importancia… porque somos amigos, ¿o no? SERVANDO (Queriendo controlar su ira.): Quédate hasta que ter- minemos de traducir ese maldito libro y después busca a donde te puedas ir, porque aquí, en mi casa, ¡no podrás permanecer! SIMÓN: ¡Así que me corres de tu casa porque no creo en tu Dios, a pesar de que él predicaba la caridad! ¿Tiene alguna lógica lo que dices? SERVANDO (Hace un esfuerzo para conservar la calma y la pierde al final del parlamento.): Para ti, no, ya lo sé… pero para mí, sí lo tie- ne. Al acabar la traducción de Atala, tendrás que partir. ¡Lo quiera Dios o no! (Oscuro instantáneo en la sala de la casa.)

30 Escena V

Servando se adelanta hasta llegar frente al público en el lado derecho de la escena; mientras Simón está de espaldas, en el otro extremo y al fondo. Por un instante están inmóviles como si fueran esculturas. Servando carga un legajo de hojas manuscritas. Atala ya no está presente.

SERVANDO (Toma vida y habla al público.): Venir a Francia no fue mi deseo sino la única solución. Más que vocación para el sa- cerdocio, parecería que tengo vocación para la huida: huí de mi Monterrey natal al convento de los dominicos de la ciudad de México. Allí estudié filosofía y teología y aprendí a predicar tan bien, que el 12 de diciembre de 1798 ―día funesto para mí― fui escogido para dar el sermón guadalupano ante el arzobispo y el virrey. Si los invitan a hablar en un bautizo, no van a mencionar el infierno, ¿verdad? ¡Torpe de mí, eso fue lo que yo hice! No ha- blé de la virgen de Guadalupe, sino de la llegada del cristianismo a América antes del descubrimiento de Colón. Dije que la virgen de Guadalupe era la diosa azteca de la tierra, la Tonatzin, y que el dios indígena Quetzalcóatl no era otro que santo Tomás. Por eso los an- tiguos mexicanos esperaban la llegada de los españoles y ya habían recibido el mensaje cristiano por barcos que atravesaban el océano Pacífico desde Asia. Hubo un gran escándalo porque negaba la apa- rición y, peor aún, porque afirmaba que no debíamos el cristianis- mo a España. El arzobispo me castigó enviándome de cárcel a un convento en España. Allí volví a sentir deseos de huir y me escapé. He querido dejar testimonio de mi vida, y por eso escribí estas Me- morias. (Muestra un legajo de hojas desparpajadas.) Algún día serán publicadas y el mundo sabrá de mi aventura vital.

31 (Servando camina hacia atrás sin dejar de mirar al público, luego se gira y queda inmóvil; mientras simultáneamente Simón ha girado y se adelanta. Ambos movimientos parecen sincronizados.) SIMÓN: A mí… ¡no sé!... me gustaría aprender a perdonar… confesarme con cualquiera para poder respirar a pulmón abierto. ¡Claro que no creo que la conciencia sea la voz de Dios!, pero a ve- ces se le carga a uno el morral de más… Yo quisiera perdonar… ¡lo que se llama perdonar, nunca pude! Mi padre… por muy sacerdote que fuera, tenía que haber cuidado de mi madre y de mí… Pedir perdón quisiera a tantas… a mi madre, quien nunca aceptó mis locuras… A mi esposa, quien me reclamó por soñar con salvar un mundo en donde ella no contaba. Acaso no la cuidé lo suficiente y por eso murió… Pedir perdón por no haber muerto luchando en el primer levantamiento libertario de mi país… Y perdón por exi- liarme como un cobarde en Jamaica para salvar el pellejo y pedir perdón por huir a Europa… Lo que se llama orgulloso, sólo me siento de haber enseñado a niñas y niños desde su primera edad, tanto a ricos como a pobres, todos juntos porque la mujer no es me- nor que el hombre, ni el rico menos que el pobre… Pedir perdón a los padres de mis alumnos porque nunca supe hacerme querer. Escándalo han sido mis clases de anatomía por mostrar mi cuer- po… Nací caraqueño pobre y así quiero morir. Lo único valedero en mi vida es que mis estudiantes mientras aprendían el silabario, yo les enseñaba ¡el libertario!... (Mira al fraile implorando le otorgue el perdón.) ¿Me pudieras, Servando, dar la absolución? (El fraile se gira, sus miradas se cruzan por un instante; luego ambos se dan las espaldas entre sí y se cruzan de brazos. Al momento de apare- cer Atala, los dos hombres quedaron inmóviles.) SIMÓN: ¡Par de ilusos! O para decirlo a la mexicana, o a la ve- nezolana: ¡par de pendejos!... Fueron las dos cabezas más claras de las guerras de Independencia. ¡Mentes brillantes fueron las de fray Servando Teresa de Mier y don Simón Rodríguez!… Sus países tu- vieron grandes generales y multitud de héroes, pero ningún otro

32 pensador… Los dos pensaron mucho y hablaron más, pero nadie escuchó su mensaje… ATALA: A estas alturas se preguntarán, ¿qué hace una mujer en- tre estos dos hombres? Acusadas somos las mujeres de ser la man- zana de la discordia, pero nosotras no iniciamos guerra alguna y nunca a las batallas fuimos invitadas. ¡Los violentos son los hom- bres! (Señala a varios del público y a Servando y Simón.) Y si no están de acuerdo conmigo, observen cómo estos dos hombres van a pe- lear por algo tan nimio… ¡por las palabras de un libro que se resiste a ser traducido al español! ¡No pierdan parlamento porque cerca está el desenlace de la obra! (Atala se dirige a sentarse en el gran sillón, mientras se ilumina pau- latinamente el espacio de la casa.)

33 Escena VI

Servando está sentado frente a la mesa de trabajo, con innumerables hojas de la traducción.

SERVANDO: A ver Simón, ¿cómo te parece esto? (Lee de un borra- dor.) “Innumerables insectos y murciélagos de extraordinario ta- maño ofuscaban nuestra vista; las serpientes de cascabel se hacían oír en todas partes; y los lobos, los osos, los carcajús y los tigres, que aducían a refugiarse en aquellos albergues, los llenaba con sus rugidos”. 6 ¿Cómo te suena? SIMÓN: No sé, en Caracas no hay tigres, ni menos ―¿cómo di- ces?― ¿carcajús? SERVANDO: Pues fíjate que en México, tampoco. Carcajús es un mamífero también llamado gulo gulo. SIMÓN: Yo le diría “glotón”, después de todo nadie notará la di- ferencia. SERVANDO: Pero no se llama así. Este animal sigue la pista de sus víctimas y las ataca por sorpresa. También roba las capturadas por otros carnívoros. ¿Te gusta la traducción o no te gusta? SIMÓN: ¡No sé! ¡Para eso hay diccionarios! SERVANDO: ¿Crees que te iba a preguntar, si no hubiera buscado antes las palabras? SIMÓN: ¡Bueno, niño, cualquiera se equivoca! Es sólo una tra- ducción, no un tratado de zoología. ¡En todos lados, hay los mismos animales!

6 Cita de Atala, de René de Chateaubriand.

34 SERVANDO (Marca las palabras.): ¡Pues fíjate que no! ¡Ése es el punto! Un buen traductor debe ser fiel. Por eso trabajo horas y horas. SIMÓN: Mientras no le llames al personaje de Atala… Alata, todo es perdonable. (La mujer se turba al oír pronunciar su nombre.) SERVANDO: ¿Y qué significa Alata? SIMÓN (Ríe.): Atala al revés, como amor y Roma… o Eva y ave. (Solamente Simón y Atala ríen la ingeniosidad.) SERVANDO (Pierde la paciencia.): ¡Estoy tratando de trabajar ra- cionalmente! SIMÓN (Resentido.): Yo no te hablé, tú me preguntaste. SERVANDO: ¡Chitón! SIMÓN (Después de un instante.): Voy a caminar por el Sena. SERVANDO: No llegues tarde. SIMÓN: Hoy no tengo clases, con eso de que es fiesta nacional. (Servando lo ignoraba.) Celebramos diez años de la República Fran- cesa, ¿no sabías?7 SERVANDO (Servando se impacienta de nuevo.): ¿Celebramos tú y cuántos? SIMÓN: También tú deberías celebrar este aliento de igualdad… ¿No quieres ir a caminar por el Sena conmigo? SERVANDO: ¡No! SIMÓN: Todo París estará ahí. SERVANDO: ¡Dije que no! SIMÓN: Está bien, me voy para no molestarte… en nada... ¿No quieres que te traiga algo? SERVANDO (Servando pierde la poca paciencia que le quedaba.): ¡Tráeme un kilo de silencio! SIMÓN: Perdón, no se diga más… ni una palabra… (Pone el dedo índice sobre su boca en señal de sigilo y sale caminando de puntas.)

7 La primera edición en castellano de la novela Atala lleva en la portada la información que se publicó en 1801, celebrando el décimo aniversario de la Re- pública Francesa.

35 SERVANDO: Espera, Simón, hay algo. (Simón mira solícito a Ser- vando.) ¿Recuerdas el Café Borel? SIMÓN: Claro, el que está en las arcadas del Palais Royal. (Presu- me ahora su pronunciación.) SERVANDO: Tú mencionaste al ventrílocuo que trabaja allí. ¿Pu- dieras ver el espectáculo? SIMÓN: ¿Y por qué no vamos juntos? SERVANDO: Un clérigo no puede ir a un café ni a un teatro. SIMÓN: ¿No que eras libre? SERVANDO: Entiéndeme, puedo pero no debo... Todo París se fijaría en mí. SIMÓN: Está bien, te prometo ir a ver a ese ventrílocuo y después te cuento. SERVANDO (Como queriendo quitar importancia a las palabras.): Y mira si hay forma de que yo pudiera verlo… sin ser visto. SIMÓN (Entusiasmado.): ¡Déjamelo a mí! SERVANDO: Lo mismo dijiste de la traducción y no has ayudado en nada. Yo ya casi la termino, y tú ni siquiera te dignas revisar las hojas traducidas. SIMÓN: Es que de los dos, tú eres el artista. SERVANDO: Es que de los dos, yo soy el trabajador. SIMÓN: En eso sí que me ganas. Soy caraqueño, mi hermano. Servando: Pues ahora sí tienes que ayudarme a revisar la tra- ducción. Cotejas con el original en francés y corriges las palabras. Simón: Mañana le echo un vistazo. Servando: No quiero que nos pase lo que dicen en italiano, ¡traduttore… traditore!... ¡todo traductor es traidor! (El fraile pierde la paciencia.) ¡Tradittore… sudatore! (Con cinismo, Simón sonríe y abandona la escena. Oscuro en la sala mientras avanza el siguiente monólogo. Sólo Atala queda iluminada.) ATALA: ¡Aquí inició el desacuerdo! La traducción adelantaba por la persistencia de Servando, pero Simón en nada ayudaba. Don Servando ―al fin perfeccionista― dudaba en cada palabra.

36 Se sentía San Jerónimo traduciendo la vulgata, pero perdía la pa- ciencia con ese libro plagado de palabras nativas de América, con nombres de animales que no existen allá y con una geografía total- mente alucinada por un francés. ¡No sospechó que traducir fuera labor tan dificultosa! M¡ írenlo, no come, no duerme, sólo piensa en Atala! Entre más me traduce, más se involucra conmigo, y así puedo entrar en su intimidad. ¡Qué persona más asombrosa que es! Busca la verdad cueste lo que cueste, ¡todo por no traicionar al autor! Cuando logra conciliar el sueño, yo le inspiro palabras; luego despierta y se pone a trabajar, pero no sabe que una maga le ayuda a traducir el texto. Por el contrario, don Simón nunca se ha acercado a mí; cuando me lee, su mente vaga, pero él nunca habita el paraíso de Atala. Únicamente se interesa por ir a parlotear con quien se en- cuentre en su diario paseo por la ribera del Sena. Don Servando ha trabajado por horas, ahora debe estar cansado. (Atala mira a la izquierda, hacia donde saldrá Simón.) ATALA (Con urgencia.): ¡Allí viene don Simón! ¡La que se va a armar porque don Servando está que hierve! (Mortificada, Atala hace mutis huyendo por la derecha. Oscuro ins- tantáneo.)

37 Escena VII La ventriloquía8

Entra Simón a la sala de la casa. Está bebido. Servando sigue sentado frente a la mesa trabajando en la traducción; da muestras de fatiga. La relatora no está en la escena.

SERVANDO: ¿Se inundó el Sena? ¿O por qué tardaste tanto en re- gresar? SIMÓN: Me quedé en el Café Borel hasta la presentación del ven- trílocuo. SERVANDO: ¿Se ve que café no bebiste? SIMÓN: ¡Ese hombre es una maravilla! ¡El ventrílocuo habla francés con el vientre y el café estaba lleno de gente hasta la última silla! Todos se desternillan de risa. SERVANDO: ¿Y qué dice? SIMÓN: Si ya el francés suena medio acogotado, ¿cómo quieres que le entienda? ¿Cómo te lo diría? (Duda de cómo contar lo que vio.) ¡Mira, ven, es más fácil que te lo muestre! Simón se sienta en una silla, se pone una frazada sobre la pierna iz- quierda, y la palmea en mensaje para que Servando se siente. El fraile no obedece. Vuelve a palmear con demanda. Servando obedece con timidez. Son ahora una pareja de ventrílocuo y muñeco, o acaso, de amo y esclavo.

8Nota del autor: En esta escena los personajes de Servando y Simón se van a mutar en: 1) Servantín, muñeco con el cuerpo de Servando y la ventrilo- quía de Simón (mismo actor de Servando). 2) Simonín, muñeco con el cuerpo de Simón y la ventriloquía de Servando (mismo actor de Simón). 3) Humanín, muñeco de ventrílocuo (mismo actor de Simón; al principio con la ventriloquía de Servando y, posteriormente, con su propia voz).

38 SIMÓN (Imitando la voz y la gesticulación del ventrílocuo. Se dirige al público.): Mesdames et Messieurs, Señoras y Señores, es un honor presentarles a mi amigo Servantín, el Jajam de los judíos de Bayo- na y el erudito más avioletado de América. Vamos a preguntarle a mi amigo Servantín algo de capital importancia. (Mira a Servando.) Señor Servatín, si no fuera clérigo, ¿qué le gustaría ser? (La voz del muñeco es proferida por Simón con un timbre particular que emula al clérigo. Servando no sabe cómo reaccionar, intenta hablar, pero Simón le arrebata la palabra y dice con la voz gutural del muñeco) VOZ DE SERVANTÍN (Ventriloquía de Simón.): ¡Un seglar como hay tantos! SIMÓN: Amigo Servantín, y si no fuera seglar, ¿qué le gustaría ser? VOZ DE SERVANTÍN (Ventriloquía de Simón.): Hombre, simple- mente. SIMÓN: ¿Y si no fuera hombre? (Intempestivamente Servando se incorpora como si le quemara el regazo de Simón y da por terminado el juego.) SERVANDO: Ya entendí... ¿Y para ver esto paga la gente? SIMÓN: ¡Paga por reírse! También el ventrílocuo actúa sin mu- ñeco y pone la voz en donde le plazca, como si la voz viniera de las paredes. Si unos amigos quieren embromar a alguien, le dan al ven- trílocuo el nombre y datos del tipo, y cuando están en la función, la voz que sale de los rincones lo llama por su nombre y le dice cosas íntimas y el bobo cree que es la voz de Dios. (Simón ríe, pero Servan- do no lo sigue.) SERVANDO: ¡Nada más vienes a desconcentrarme! Cuando es- tás aquí en casa, no puedo traducir. Estoy perdido con tantas pala- bras sobre animales y plantas. Si yo contara con un diccionario de botánica y otro de zoología, pero no los hay. ¡Algún día tendrá que haberlos! SIMÓN (En un intento de interesar a Servando.): El ventrílocuo quiere aprender español. SERVANDO: ¿Hablaste con él?

39 SIMÓN: Por eso tardé tanto. SERVANDO (Aún molesto por el juego.): ¿Para qué quiere apren- der español? Mejor que te invite a ti de muñeco. SIMÓN: El ventrílocuo habla con el estómago y sin mover los labios, la voz del muñeco sale de su esófago. ¡Es un portento! El muñeco tiene la boca articulada, la abre y la cierra según van las palabras. SERVANDO (Irónico.): ¡No me digas! SIMÓN (Continúa con entusiasmo.) ¡Fíjate! Podría hablar francés con las cuerdas bucales, y español, con el píloro… tú sabes, la boca del estómago. (Señala su vientre.) Aquí también hay músculos y aire. SERVANDO (Imitando la voz de Servatín.) ¿Y no puede hablar chi- no con el culo? SIMÓN (Con voz de Servantín.): ¡Chino, no… pero latín, sí! (Ser- vando muestra mayor enojo; Simón continúa fuera del papel de muñe- co.) ¡Ay, Servando, no sabes de bromas! Eres demasiado serio. SERVANDO: ¡Óyeme, te vas a dar una vuelta por el Sena y vuel- ves diciendo… latinajos! SIMÓN (Se incorpora y se acerca a Servando.): Servando, amigo, ¡no he querido molestarte! SERVANDO: No estoy molesto pero te recuerdo quien soy… SIMÓN (Interrumpe.): ¡Perdóname y olvídalo! Está claro que no queremos ser políglotas en esta casa. (Servando amenaza con un ges- to.) Con el español nos basta… No volveré a hablar del Café Borel. Creo que tu inquietud ha quedado más que satisfecha… pero si quieres… SERVANDO (Cortando.): ¡Chitón! SIMÓN (Cambiando de tema.): ¿Cómo avanza la traducción? SERVANDO (Con orgullo.): Dirás: ¿Ya terminaste de trasladar la novela al español? SIMÓN (Evadiendo el tema.): ¿No es hermosa? SERVANDO: Sí, es hermosa. SIMÓN (Pícaro.): ¡La bella Atala!

40 SERVANDO (Aún intrincado.): No me refería a la mujer, sino a las palabras. SIMÓN (En paroxismo teatralizado.): Las palabras informan, re- latan, seducen y, a veces, hasta copulan. SERVANDO (Medio sonríe.): Con que las palabras agiten me basta. SIMÓN (Ríe.): ¿Ves qué fácil es que nos entendamos? SERVANDO: Nunca vas a misa y el día de ayuno te zampas tres huevos, así que entendernos, “mi hermano”, no lo sé. No me queda más que pedir a Dios por ti. SIMÓN: No me enredes en tus rezos, después me vas a querer convertir, y Dios quiso que no fuera creyente. ¡Mejor preparamos juntos una exhibición de ventriloquía y la presentamos en el Café Borel! SERVANDO: ¿Quién querría ver a un dueto cómico formado por un cura amargoso y un maestro desempleado? ¡Vaya fracaso! SIMÓN: ¡No lo creas! Al no hablar francés, nuestra gente no tie- ne ni voz ni voto, y podríamos darle voz en español y quizá, más tarde, hasta voto. ¡Estoy seguro que, al menos, se divertirían! SERVANDO: ¡Y acaso se quedarían pensando! (Ambos ríen divertidos. Repentinamente, la cara de Servando se ilu- mina con una idea.) SIMÓN: Por favor, don Servando, ahora el ventrílocuo será usted. (Con rapidez, Servando se sienta en la misma silla en que Simón estaba apoltronado; se pone la cobija sobre la pierna derecha e imita los ademanes anteriormente hechos por Simón, para indicar en dónde debe sentarse. Éste se resiste y Servando repite el ademán señalatorio. Con picardía, Simón busca algo, toma un chaleco de intenso color, se lo pone y obedece el llamado del ventrílocuo. Simón se convierte en muñeco y se sienta sobre la pierna derecha de Servando.) SERVANDO (Toma en serio su papel de ventrílocuo.): Señor Simo- nín, deme tres razones para ser demócrata. VOZ DE SIMONÍN (Proferida por Servando.): ¡Igualdad, igualdad e igualdad!

41 SERVANDO (Prosiguiendo con el juego.): Y con tanta igualdad, se- ñor Simonín, ¿no se le antoja un poquito de fraternidad? VOZ DE SIMONÍN (Proferida por Servando.): ¡Fraternidad, frater- nidad, fraternidad! SERVANDO: Señor Simonín, con tanta fraternidad, ¿no se le an- toja un poquito de felicidad? SIMÓN (De nuevo fuera de su papel.): ¡Te faltó la libertad! SERVANDO (Fuera del juego.): ¡Eso estaba esperando que pregunta- ras! Ves, sin la libertad, no hay fraternidad, ni mucho menos igualdad. SIMÓN (Se incorpora y se quita la indumentaria de muñeco.): ¡Me hiciste trampa! SERVANDO: ¿De quién aprendería yo eso? SIMÓN: ¡Servando, hermano, estamos perdidos! Los pobres so- ñamos con sobrevivir, los ricos con ser libres y nadie sueña con ser fraternal. SERVANDO: ¿Y de dónde van a sacar los pobres para comer, si los ricos no triunfan? SIMÓN (Con desesperación.): ¡No hay lógica alguna! Somos un pueblo riquísimo, con tierras que van desde el río Colorado hasta la Patagonia, ¿y por qué no podemos ser felices? SERVANDO: ¿Eres tú feliz? SIMÓN (Sincero.): La verdad es… que no soy feliz aquí, expatriado. SERVANDO: Yo fui feliz hasta el día en que te conocí. (Sólo Ser- vando ríe su broma.) ¡Fíjate! Llegaste proponiendo una academia y yo soy el que imparto las clases. Lograste el permiso de la traducción de Atala y yo soy el que trabajo. ¿No querrás que también haga la guerra de Independencia de tu tierra y tú seas el héroe? SIMÓN (Se sienta en una silla, se le ve derrotado.): ¿Podremos al- gún día ser todos felices? SERVANDO: ¡Claro que podemos! SIMÓN: ¿Cómo amputarnos el alma de esclavos que llevamos dentro? Son tres siglos de otra lengua y de otro ideario. SERVANDO: El futuro del cristianismo está en América.

42 SIMÓN: Eso no lo sé, pero el futuro de los futuros tendrá que estar en América. SERVANDO: Aborrezco a los mexicanos sin bravura que repiten como muñecos de ventrílocuo aquello que se les ordena. SIMÓN (Continúa con un mexicanismo burlesco.): ¡Dejémonos de pendejadas! Acepto que no soy libre, ni igualitario, ni menos frater- nal, pero es así como amo la vida, no creo en ningún dios, ni obe- dezco rey alguno, sólo respeto la ley… aunque todavía no ha sido escrita. ¡Esto es democracia, lo demás es mierda! Mira, yo tuve un alumno desde niño. (Se trasfigura por el recuerdo.) Me lo encargaron porque sus padres murieron. Le enseñé a leer y aprendió rápido… pensaba con mente luminosa. Se llamaba Simoncito Bolívar. Tenía todo, heredad, inteligencia y belleza. Yo fui enseñándole el silaba- rio junto con… el libertario. No creo que haya olvidado lo que le enseñé, ahora tendrá unos 18 años. Así como tú rezas cada día tus oraciones, él se estará acordando de los principios de la libertad que le inculqué. Yo soy un simple maestro, pero él es militar y tiene todo para fundar un gran país. Sin rey pero con ley... ¿Te imaginas? Un país con cinco ríos: Al sur (Lo señala.), el río de la Plata y el Amazo- nas, al centro mi Orinoco y tu río Grande, y al norte el río Missis- sippi en las tierras de Atala. ¿Para qué quieres más agua? ¡Imagina este gran pueblo vibrando de felicidad! SERVANDO: ¡Una utopía! SIMÓN: ¡Pero esta utopía ya nos alcanzó!, sólo nos hace falta sa- lud y educación. SERVANDO: ¡Y religión! SIMÓN: ¿Qué quieres que te diga? No sé si Dios existe, pero a veces pienso que la bondad nuestra, cuando aparece, es un reflejo de tu Dios. ¡Más no sé!... Me niego a pensar que somos muñecos de un Dios ventrílocuo. SERVANDO: Dios nos dio la libertad. SIMÓN: ¿Te imaginas un muñeco rebelándose en contra de su amo ventrílocuo y soñando con ser una persona completa?

43 SERVANDO (Entrando en un nuevo juego.): Señores y señoras, Mesdames et Messieurs. ¡Esta noche el Café Borel presenta “La re- belión del muñeco”! Simón: ¡Acepto con la condición de que sea yo el que hable por el muñeco! SERVANDO (Con su voz natural): De acuerdo. (Servando se sienta en la misma silla en que estaba anteriormente, se pone la frazada sobre el regazo y hace un ademán indicándole a Si- món en dónde sentarse. Simón mira alrededor suyo y ve un trapeador de hilos, lo recoge y lo coloca sobre la cabeza a manera de peluca; aún viste el colorido chaleco. Acepta ser el Homúnculo.) SERVANDO (Duda cómo bautizar al personaje.): Señor Humanín, todas las Academias del mundo lo han seleccionado para hacerle una pregunta. VOZ DE HUMANÍN (Voz de muñeco hecha por Simón.): ¿Por qué a mí? SERVANDO: Porque un estudio excepcional lo apuntó por ser el hombre promedio de los promedios, nada de más ni nada de me- nos. Señor Humanín, ¿qué se siente poseer la pinta más nuestra y no destacar en nada? VOZ DE HUMANÍN: Yo juego a la pelota. SERVANDO: Eso todos juegan. VOZ DE HUMANÍN: Soy jornalero. SERVANDO: Todos lo somos, aunque no todos paguen impuestos. VOZ DE HUMANÍN: No creo en Dios. SERVANDO: Señor Humanín, da lo mismo… mientras Dios crea en usted. VOZ DE HUMANÍN: Trabajo para independizar la América es- pañola. SERVANDO: Mientras no lo logre, usted es tan indolente como los demás. VOZ DE HUMANÍN: ¡Lo lograremos en el futuro! SERVANDO: Sin embargo, el señor Humanín no es como todos, porque posee una diferencia.

44 VOZ DE HUMANÍN: ¿Una sola? SERVANDO (Con risa.): Bebe mucho y se baña poco. VOZ DE HUMANÍN: A la Toma de la Bastilla, el pueblo francés no fue recién bañado. ¡Lo digo porque yo estuve allí! 9 SERVANDO: ¡Pff! ¡Qué asco! Por eso Luis XVI y María Antonieta quisieron huir de los apestosos de París. VOZ DE HUMANÍN: Así de mal les fue, perfumados o no, los gui- llotinamos. SERVANDO: Señores del Jurado, condenamos al Señor Huma- nín por mediocre y revoltoso a la cárcel de por vida. VOZ DE HUMANÍN: ¡Allá también haré la revolución! SERVANDO: Y cuando triunfe, quedará como todos los esclavos, en busca de un amo. Voz de Humanín: ¡Yo soy mi amo! SERVANDO: Mire, Señor Humanín, aunque sea hombre libre, es demasiado igual a los demás. ¿Ocupación? VOZ DE HUMANÍN: Desempleado crónico. SERVANDO: ¿Come usted tres veces al día? VOZ DE HUMANÍN: Tres no, pero al menos una. SERVANDO: El que trabaja poco, que coma menos. VOZ DE HUMANÍN: Estaría dispuesto a hacer cualquier cosa para comer. SERVANDO: ¿Robaría? VOZ DE HUMANÍN (Los gestos de Simón avisan que no le va agra- dando el juego.): Para comer, sí. SERVANDO: Siempre se encuentran excusas para romper la Ley. La mejor forma de gobierno es la que impide el crimen. SIMÓN (Fuera del juego, interrumpe el diálogo al hablar con su voz natural.) ¡Así no me gusta jugar! (Desasosegado se incorpora.)

9Simón Rodríguez afirmaba haber sido testigo de la Toma de la Bastilla en París.

45 SERVANDO: ¡Me hiciste romper las reglas del juego! El muñeco no puede hablar. SIMÓN: ¡Qué arrechas son las reglas! No quiero ser muñeco, ¡quiero ser hombre! SERVANDO: Te falta mucho para ser hombre completo. SIMÓN: No tanto como te falta ti para que pudieras ser mi amo. SERVANDO: Yo te puedo destruir. Es tan fácil incinerar a un fan- toche. SIMÓN: Ahora ya no soy un títere, soy un hombre y no estoy solo. SERVANDO: Los que nada valen, aunque se junten, siguen su- mando cero. (Los dos personajes se transforman y personifican a los muñecos li- berándose. Sus movimientos son rápidos, casi mecánicos al principio y, poco a poco, se irán transformando en humanos.) SIMÓN (Imitando la voz de Simonín en este parlamento y en los siguientes.): Yo encabezo una Revolución para que seamos iguales, chico. SERVANDO (Imitando la voz de Servatín en cada parlamento. En tono de arenga.): ¡Yo encabezo una contrarrevolución que no permi- te acechanzas a la Ley! SIMÓN: ¡A la guerra, mis valientes! SERVANDO: ¡Nuestra ventaja es que no declaramos una guerra que no podamos ganar! SIMÓN: ¡Los pobres ganaremos todas las guerras, aunque tarde- mos, porque somos mayoría! SERVANDO: Son muchos, pero muy desordenados… ¡Yo impon- go el orden! SIMÓN: ¡Yo impongo el caos! SERVANDO: Mejor así, porque yo domino el caos con el control. (Saca un silbato y lo sopla; paralelamente se escucha una sirena mo- derna en la lejanía. Las voces de Servando y Simón ya no son de muñe- cos sino humanas.) El pueblo no sabe lo que quiere, pero yo sí lo sé. ¡Viva la libertad! Que cada quien logre lo que pueda.

46 SIMÓN: Quizá no sabemos lo que queremos, pero el Pueblo nun- ca se equivoca. SERVANDO: ¡Y cuando se equivoca abre la puerta a una dictadu- ra de izquierda! SIMÓN (Se pasma.): ¡Cuando los ricos desaciertan montan una dictadura de derecha! SERVANDO (Arrebata el parlamento): ¡Dictadura de derecha que sólo puede ser direccionada por una mente racional como la mía! Pagamos demasiados impuestos, para tener que preocuparnos por- que sigue habiendo pobres. Es mejor vivir en un país de diez fami- lias pudientes que en uno habitado por menesterosos. SIMÓN: ¡Quiero guillotinar la libertad! SERVANDO: ¡Quiero guillotinar la igualdad! Simón y SERVANDO (Casi al unísono.): ¡Queremos guillotinar la fraternidad y la maternidad y la paternidad! (Acaban carcajeándose fuera de su papel.) SIMÓN (En su voz normal.): ¡Buena la hicimos, hermano! SERVANDO (Voz normal. Continúan jugando.): ¡No fraternices conmigo, mientras no me puedas alcanzar! SIMÓN: Con salud y educación, poco tardaremos en ganar. (Ríe creyendo ganar la discusión.) SERVANDO (Ataca juguetón.): ¡El número de tus errores es infinito! SIMÓN: Pero tendremos un acierto, ¡acabar con el liberalismo! SERVANDO: ¡Los socialistas siempre serán chusma! SIMÓN: Nosotros, los desarrapados, podemos conseguir ropas, mientras que a ustedes, los señoritos, ¡ya se les pudrieron sus sedas de tan viejas! SERVANDO: ¡Pero los desarrapados apestan, y nosotros no! SIMÓN: El sudor de los humanos huele igual. La diferencia es que ustedes se perfuman y nosotros, no. (Ríe burlesco.) SERVANDO (Al sentir que está perdiendo la partida, estratégica- mente cambia el tema.): Ahora entiendo por qué en el Café Borel, ese ventrílocuo tiene tanto éxito.

47 SIMÓN: Si te quitas la sotana, podemos ir cualquier noche. (Se incomoda Servando.) ¡Bueno, no te la quites, solamente te la le- vantas! (Ríe disfrutando su ingenio y luego exclama:) ¡Soy libre para cortarte las cuerdas bucales y el píloro hasta dejarte mudo! (Simón brinca como si estuviera en el abordaje de un barco, saca una supuesta daga y pelea.) ¡En guardia! (Parecen niños jugando a los soldaditos.) SERVANDO (Entra en el juego inmediatamente. Se defiende con una silla.): ¡Ésta no es una guerra entre iguales, yo no tengo daga! SIMÓN: ¡Eres libre para quitarme la daga o dejarte matar! SERVANDO: ¡Si muero, seré héroe, y si sobrevivo, seré dictador! (Luchan entre juego y realidad. La daga rueda por el piso. Servando la gana.) ¡Ríndete! SIMÓN: ¡Mátame, que morir de manos de un dictador de dere- chas, es privilegio! SERVANDO: ¡Y morir de manos de un dictador de izquierdas, es desprestigio! SIMÓN (Simulando con las manos un clarín.): ¡Turututú-tutú! ¡Ha sido ordenado un armisticio general y hay que deponer las ar- mas! ¡Nadie ganó! SERVANDO (Entrega ceremonioso la daga a Simón.): Esta arma fratricida no será utilizada más, se expondrá en el Museo de Paz. ¡Ahora todos viviremos como hermanos! (Los dos se abrazan mecá- nicamente como militares, y se separan con rapidez.) Tú te vas hacia la izquierda y yo hacia la derecha, y que Dios se apiade de nosotros. SIMÓN: ¡Dios está de nuestro lado! SERVANDO: ¡Dios está del lado de todos! SIMÓN: ¡Pero escogió ser pobre! SERVANDO (No halla cómo dar término al juego sin perder.): ¡En marcha! (Ordena voz de mando.) ¡Anda! ¡Tú por la izquierda y yo por la derecha! Los dos: ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Un, dos!... (Servando sale marchando por la derecha del escenario, y Simón, por la izquierda. Entra Atala a escena y aplaude socarrona.)

48 ATALA: Y aquí fue donde terminé interponiéndome entre los dos. Servando concluyó la traducción, y Simón aparentó que la re- visaba, pero sólo hizo dos o tres observaciones. No le importaba comprobar si el traductor había traicionado el texto o no. Para mí no fue tan fácil, sentía que no podía vivir en ese sofocante mundo matizado por palabras que no entendía; pero poco a poco, me fui sintiendo cómoda, y hasta me pareció que aprendía a hablar la len- gua de mi padre. ¡Soy una mestiza porque mi madre era india y mi padre español! (Mira hacia donde entrará a escena Servando.) ¡Por ahí viene Servando con una gran noticia! ¡Ahora ya no habrá más juegos, sino la cruda realidad!... ¡Pobrecito, viene tan sofocado!

49 Escena VIII

Servando entra por donde había señalado Atala. Su respiración se oye agitada. Atala va al sillón y mientras reposa observa la escena siguiente.

SERVANDO: ¡Simón! ¡Simón! ¡Ya salió el libro! SIMÓN (Entra por el otro lado de la escena. Actúa con serenidad planeada.): Sí, hace días. SERVANDO: ¿Y por qué no me habías dicho nada? SIMÓN: Has estado tan ocupado con los asuntos de la parroquia. SERVANDO: ¡Mira! (Lee la portada con gran satisfacción.) Atala, de René Chateaubriand. (Con autocomplacencia abre el libro y lee la primera hoja.) Atala… Con traducción de… de… ¿S. R.? ¿Quién es ése? SIMÓN: Samuel Robinson... soy yo… Lo utilizo cuando quiero pasar de incógnito, y como viví en los Estados Unidos y hablo in- glés... (Estupefacto queda Servando al descubrir la verdad.) SERVANDO (Colérico.): ¡Pero yo fui el que tradujo el libro! SIMÓN: No menosprecio tu ayuda, pero yo firmé el contrato. SERVANDO: ¿Cuál contrato? SIMÓN: Bueno, no hay un contrato per se, pero estaba platicado con René antes de que yo llegara a París. SERVANDO: Así que cuando llegaste muerto de hambre, ya esta- bas contratado. ¡No venías buscarme a mí, sino a Chateaubriand! SIMÓN: ¿No dices que todos no somos iguales? Cada quien se beneficia de sus oportunidades. Ves, también yo acepto que no po- demos ser iguales. Servando: Pero… ¡Me mentiste!

50 Portada de la traducción de Atala, 1801

51 Simón: No hablemos más de eso, la traducción está hecha y san- seacabó. SERVANDO: ¿Cuánto te pagó? SIMÓN: Eso es entre el autor y el traductor oficial. SERVANDO: ¡Largo de esta casa! SIMÓN: ¿Así tratas a un hermano? SERVANDO: ¡A la calle, a donde todos son iguales! SIMÓN: Piensa en la Academia de Español, necesita de los dos. SERVANDO: ¡Pues se cierra! De ahora en adelante, en esta casa sólo se hablará latín, per sǽcula sǽculorum. ¡Largo!... ¡Fuera!... ¡¡Fuera!! (Simón se encoleriza y, sintiéndose humillado, abandona la escena con violencia. Hace mutis por la izquierda. Oscuro total.)

52 Escena IX

Monólogos finales

ATALA: ¡Y así acabó la amistad! En cuanto a mí, me hice famosa; las ediciones vinieron en avalancha, tanto en francés como en es- pañol. Todos los lectores querían llorar el destino trágico de Ata- la, porque si no se han dado cuenta, ¡ésa soy yo! La primera mu- jer nacida de un español y una india en el paraíso que está donde La Florida topa con Kentucky.10 ¡El primer mestizaje literario de América! Cuando mi madre aceptó el bautismo, juramentó no vol- verse a entregar a un hombre, y que yo me conservaría virgen... Pero cuando crecí, conocí a un indio llamado Chactas y descubrí el amor… pero antes de traicionar nuestro juramento, decidí entre- garme voluntariamente a la muerte. Años más tarde, llegó un joven llamado René, venía de Francia, y de los labios del viejo Chactas escuchó mi triste historia. René escribió cuanto le había contado el viejo; el manuscrito se publicó y Chateaubriand se hizo famoso. Cuando ustedes leen un libro, se comunican con las palabras, y por medio de las palabras, nosotros, los personajes, podemos leerles la mente. Yo más que verlos a ustedes, los puedo leer… Aquí termina la historia de un pobre que traicionó a un rico por menos de treinta monedas. ¡Una vez más el Traduttore fue traditore! ¡El traductor fue verdadero traidor! (Poco a poco se ilumina la figura de Servando, lleva sotana y se le ve más maduro. Su imagen parece glorificada. SERVANDO: La muerte me alcanzó a la edad de sesenta y dos

10Territorio que René de Chateaubriand otorga a Atala en su narración.

53 años. Sobreviví a todos los grandes, mientras ellos murieron en la guerra o en el paredón, mi partida fue plácida en mi lecho… ¡Nunca estuve en batalla, pero gané la guerra! Logramos todos la Indepen- dencia, ¡pero nada más! Yo auguré malos tiempos en un discurso que calificaron de profético… ¡Fuimos unos ilusos porque fundamos un archipiélago de discordias!... (Se acerca a la mesa situada en el lado de- recho.) Cuando sentí lo poco que me quedaba de vida, invité a todos mis amigos a una celebración, y mientras les contaba una vez más mi aventura vital, llegó mi final. Con( un movimiento rápido se recuesta so- bre la mesa, toma una gran sábana y la extiende sobre su cuerpo. Con la cabeza descubierta termina su parlamento.) No logré ver en mi México una democracia perfecta, pero la dejamos sembrada… “Querer desde el primer ensayo de libertad remontarnos hasta la cima de la perfec- ción social, es la locura de un niño que intentase ser hombre perfecto en un día...”11 ¡A pesar de todo, Dios me perdonó tanto atrevimiento! (Servando se cubre el rostro con el sudario y permanece en posición mortuoria. Una luz cenital ilumina la figura de Simón, no se le mira ordinario sino glorificado.) SIMÓN: ¡Morirme fue menos difícil que vivir! Fui uno de los úl- timos en partir… pero a diferencia de otros, en mi lecho de muerte tuve la compañía de mi hijo. ¡Es la mayor bendición que un hombre pueda tener en la vida! Lloré de dicha al pensar que dejaba a mi hijo un mundo mejor del que yo había encontrado… ¡aunque no como aquél con que yo soñé! (Mira al público.) ¡Somos independientes, pero no libres; dueños del suelo, pero no de nosotros mismos! Y no hemos aprendido a ser hermanos. ¡Cuándo celebraremos un triunfo que dure para siempre! ¡La victoria de las victorias!.. Extraño resulta que en el último instante de mi vida, resonó en mi cabeza el jura- mento que Simón Bolívar hizo ante mí: “Juro delante de usted; juro por el Dios de mis padres; juro por ellos; juro por mi honor, y juro

11 Servando Teresa de Mier, Discurso de las profecías.

54 por mi patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español”. Y lo cumplió, pero su sueño de hacer un continente unido no prosperó porque continuamos imitando a Europa. ¡Inven- tamos o erramos! 12 (Por primera vez mira hacia donde está el túmulo de Servando. Servando ya no puede escuchar su parlamento.) Servando, hermano, he pensado mucho en ti… ¿Me perdonas la traición que te hice? Tú pugnaste por la libertad y yo por la igual- dad, pero los dos nos equivocamos, ¡nos faltó tanta fraternidad! (Se acerca a la mesa situada a la izquierda.) ¡Aquel juego del ventrílocuo está clavado en mi recuerdo como una maldición! (Se recuesta sobre la mesa y extiende una gran sábana sobre su cuerpo.) Nuestros pueblos se parecen al repulsivo muñeco, y los políticos en turno, a su poderoso ventrílocuo… ¡Así no se puede construir una democracia! (Simón se cubre la cabeza con el sudario y queda en posición mor- tuoria.) ATALA: Corre un decir: “Dime en dónde estás enterrado y te diré quién fuiste.” Ustedes no lo saben, pero en la novela de René de Chateaubriand, mi entierro fue apoteósico. (Mira hacia el túmulo de Simón.) Mientras que el entierro de don Simón fue discreto por de- cir lo menos, casi tan discreto como el de su amigo Bolívar… Pasa- do el tiempo, sus restos fueron trasladados de Lima a Caracas, y hoy reposan en el Panteón Nacional de Venezuela al lado de la tumba de su querido alumno… ¡Apuesto a que en las noches parlotean los Si- mones, o al menos juegan al maestro ventrílocuo y al alumno sabio! (Mira hacia al túmulo de Servando.) Don Servando dio qué hablar, tanto en vida como después de muerto. Pasados cuarenta años, en el camposanto donde reposa- ba se descubrieron varias momias y un italiano las compró para

12Dos citas textuales de Simón Rodríguez.

55 exhibirlas en su circo. Cuando el gobierno de México se dio cuenta de que la tumba de don Servando había sido profanada, ya el circo había partido para Buenos Aires; enviaron un oficio a Argentina so- licitando la restitución, pero el circo había emigrado a Bruselas. ¡Y ya no se supo más! (Atala se dirige hacia el gran sillón y se sienta.) Hoy ya nadie lee Atala, ni se acuerda de mí… (Se sienta en el sillón.) Aquí termina esta farsa, con los dos simones en el Panteón Nacional y una momia en algún museo del Horror. Conociendo a don Servando, éste fue uno de sus guiños… (Hace un guiño.) ¡No aceptar tumba alguna hasta que pudiera reposar en un espacio de- mocrático! (Se incorpora y pasea la mirada por el público.) Y ustedes, ¿cuándo van a cumplir el triple empeño de fraternidad, igualdad y libertad?... (De frente al público y con gran intención.) Aunque para muchos de ustedes, yo nadie sea… para más de alguno yo encar- no a la abuela de las abuelas (Da unos pasos y se detiene.)… Hasta me podrían llamar una Malinche o la Chingada… (Un paso más y regresa la mirada al público.) Y hasta para algún bienaventurado pudiera simbolizar a la Tonantzin o a la Pachamama… ¡aunque yo siempre me sintiera simplemente una mujer! (Levanta el brazo de- recho en juramentación.) ¡Yo, Atala, juro que daré por bien vivido mi trágico destino cuando esta isla que llamamos América llegue a ser el Continente de la Felicidad!, pero ¡hasta cuándo!... ¡Hasta cuándo! (Atala queda convertida en una escultura alegórica de la Democra- cia. Repentinamente y con un movimiento simultáneo, los cuerpos de Simón y Servando se sientan sobre sus túmulos y quedan inquisitiva- mente inmóviles. Una música nuestra y una paulatina penumbra he- chizan la escena. Oscuro total y fin de la obra.)

Terminada el 12 de diciembre de 2010 en Córdoba, Argentina

56 Cuarteto para llorar una ausencia

57 La obra fue estrenada en el Foro-Café de Guadalajara, México, el 4 de diciem- bre de 2012, por el grupo Aleph Teatro, bajo la dirección de Lourdes Salmerón; con el siguiente elenco: Isabel, Carmen Fernández; Diego, Ernesto García; Cintia, Mónica Rodríguez y Enrique, Manuel A. Covarrubias.

58 Personajes

Violín Primero: Cintia, bella muchacha en plena juventud Violín Segundo: Diego, empresario, de mediana edad Viola: Isabel, esposa de Diego Chelo: Enrique, sobrino de Isabel, veintiocho años

Tiempo: Hoy Lugar: Una ciudad en la América hispana

59 60 Obra en un Acto

Sala-comedor de una casa amueblada con lujo, lucen objetos de arte en las paredes y sobre los muebles. Una mirada perspicaz pensaría que nada hay que recuerde el mundo contemporáneo en que viven los per- sonajes. Si las casas se parecieran a sus dueños, ésta sería el “retrato ha- blado” de Diego. Tres puertas son visibles, una comunica a la calle, otra al resto de la casa y una más a un baño. Al iniciar la escena, un reloj que está sobre una mesa da las nueve campanadas matutinas. Diego entra por la puerta del interior, lleva traje y corbata. Su pulcritud es compro- bable en la blancura de su camisa, en su rostro limpio y en su calzado abrillantado. Se sienta en la cabecera de la mesa y hojea un periódico que ahí le esperaba.

DIEGO: Aquí estoy. ISABEL (Se asoma desde la puerta interior.): Ahí está tu jugo, en un instante te llevo lo demás. (Isabel regresa al interior de la casa. Diego bebe su jugo lentamente, luego se pone de pie y va hacia un equipo de sonido de reciente factura, lo enciende y Vivaldi inunda la sala.) ISABEL (Entrando con un poco de sofoco, acaso por el trabajo fí- sico o por el sobrepeso. Lleva delantal. De pie le sirve el desayuno.): El jamón estará bueno. (Diego gruñe afirmativamente.) Cambié de marca, antes era el jamón de aquel alemán, ¿te acuerdas? (Diego no reacciona.) ¡Otto, se llamaba! Preparaba las carnes y su mujer las vendía, ¿te acuerdas? Después él enfermó y en el lecho de muerte ella le pidió la receta, pero él se la llevó a la tumba, y los jamones perdieron su sabor.

61 DIEGO: Isabel, por favor, estoy escuchando a Vivaldi (Exaspera- do mira a su esposa y regresa a su lectura.) ISABEL: Perdóname. A mí también me gusta. Toma tu café a gusto. La mermelada debe estar deliciosa. Conseguí naranja agria y una vecina me dio la receta. DIEGO: Da igual. (Bebe el último sorbo de café y se incorpora y se dirige al baño.) ISABEL: ¿Vas al baño? DIEGO: ¿Te sorprende? Es lo que he hecho después de desayunar en los treinta años que llevamos de casados. ISABEL (Temerosa.): Quería decirte algo… DIEGO: No has hecho otra cosa en toda la mañana. ISABEL: Es algo que no te he dicho. DIEGO: ¿Necesitas más dinero? ISABEL: No, no. (Nerviosa se retuerce las manos.) Hoy viene… ella. DIEGO: No te entiendo. ISABEL: Cintia. DIEGO (Encolerizado.): ¡Sabías que esa mujer no puede venir aquí! ISABEL: Si la hubieras oído por el teléfono, estaba llorando. DIEGO: Y te atreviste a invitarla. ISABEL: No, yo no, pero me lo suplicó. DIEGO: ¿Cómo te atreviste a hablar con ella? ISABEL: Ella llamó… tres veces. DIEGO: ¿Por qué no me dijiste antes nada? ISABEL: No quería que te molestaras. DIEGO: ¡Pues lo lograste! ISABEL: Vendrá en unos minutos. Nos quiere entregar unas cosas. Si no quieres, la puedo recibir yo sola. DIEGO: ¡Ah, mujeres, se juntan para gozar los melodramas! ISABEL: Pero ella sufre. DIEGO (Con frialdad.): Tú también y a ella nada le importa.

62 ISABEL: Tendremos que recibirla. DIEGO: Dignidad, precisamente no tienes. Has olvidado que ella hizo que nuestro hijo se alejara de nosotros. ISABEL (Gimoteando.): Si la hubieras oído por teléfono, no te hu- bieras negado. DIEGO: ¿Por qué no habló conmigo? ISABEL: Dijo que lo intentó muchas veces, pero que al oír su voz, tú cortabas. DIEGO (Molesto porque su esposa tuviera esa información.): ¿Por qué tuviste que citarla ahora? ISABEL: Porque quería que estuvieras presente. DIEGO: ¿Por qué no me lo dijiste anoche? ISABEL: Quise que durmieras bien. Yo no dormí bien. DIEGO (Frío.): Voy al baño. Si llega, recíbela. (Ingresa por la puerta del baño.) ISABEL: ¡Gracias! (Siente que le quitan un peso de encima.) (Isabel recoge los restos del desayuno. Se le ve nerviosa. La puerta del baño se abre sorpresivamente.) DIEGO: ¿Dónde está El Quijote? ISABEL: Debe estar sobre la tapa del excusado. Nada más tú lo lees. DIEGO: Estaba caído. (Diego cierra la puerta del baño. Isabel disminuye el volumen de la música y observa si Diego reacciona. Al entrar a la cocina, el timbre de la puerta principal suena. Rápidamente Isabel se quita el delantal, mira desesperada a todos lados de la sala comedor, como si la visitan- te fuera una supervisora de limpieza hogareña. Antes de abrir respira hondo. En la puerta aparece un joven de veintiocho años, es Enrique. Su vestir es anticuado, como si fuera ropa que otros han estrenado años atrás. Isabel se sorprende de no ver a Cintia.) ISABEL: ¿Diga? ENRIQUE (Tímido.): Tía, soy Enrique. ISABEL: ¡Ah, perdona! No te reconocí. Pasa, por favor.

63 ENRIQUE (Entra.): Mi madre me pidió que viniera a darle el pé- same. ISABEL: Gracias. ¿Sabes que no te reconocí? Estás hecho un hombre. Hacía como cinco años que no te veía. ENRIQUE: Mi madre dice que diez. ISABEL: Siéntate, por favor. (Se sientan en la sala.) ¿Cómo está Carlota? ENRIQUE: Bien. Le envía sus saludos. ISABEL: Dale también los míos. (Es obvio que no sabe cómo iniciar la conversación.) ¿Acabas de llegar? ENRIQUE (Miente con impericia.): Sí, hace unos días. ISABEL (Por primera vez cálida.): ¿Por qué no habías venido a vi- sitarnos? ENRIQUE: Estaba muy ocupado con las clases. ISABEL: ¿Qué estudias? ENRIQUE: Quise entrar a contabilidad, pero no logré el ingreso en la universidad. Estoy tomando algunas clases sueltas y esperar el próximo semestre. ISABEL: ¿No habías estudiado carrera antes? ENRIQUE: Tuve que trabajar. ISABEL: Trabajaste… Qué interesante. (Silencio.) ¿En qué traba- jaste? ENRIQUE: Como vendedor. ISABEL: ¿Cómo está Carlota? Perdona, ya me lo dijiste. ¿Quieres un café? ENRIQUE: No, gracias. Tengo que irme. Ya le di el recado de mi madre. ISABEL (Tratando de aparentar naturalidad.): ¿Cómo está tu padre? ENRIQUE: No sé… ISABEL: ¿Qué pasó? ENRIQUE: Hace años que no sabemos de él. ISABEL: No pudo haberse esfumado. ENRIQUE: No sabemos dónde está.

64 ISABEL: Pobre Carlota. ¿Y qué ha hecho para sobrevivir? ENRIQUE: Trabaja en una tienda de ropa. ISABEL (Ríe.): Siempre tuvo gusto con la buena ropa. De niña me robaba los vestidos que papá nos compraba. Ella estrenaba los suyos y los míos. Recuerdo que le gustaban los encajes. ENRIQUE: Trabaja en una tienda de uniformes de enfermera. ISABEL: Entonces, no tienen muchos encajes. ENRIQUE: Ninguno. (Silencio.) Ya le di los saludos de mi madre, señora, quisiera... ISABEL (Interrumpe.): Me puedes llamar tía. ENRIQUE (Se incorpora.): Me tengo que ir. DIEGO: Gracias por venir. (Isabel acompaña a su sobrino a la puerta principal.) ENRIQUE: Reciba también mi pésame. (Tartamudea.) También yo quise mucho a Benjamín. ISABEL (Tierna.): Todos quisimos mucho a Benjamín. Dale mis saludos a Carlota y dile que quisiera volver a verla. (Se le hace un nudo en la garganta.) Dile que a pesar de todo aún sigo siendo su hermana. (Le da la mano.) ENRIQUE: Adiós. (Isabel abre la puerta. Antes de que Enrique salga, la tía le pone la mano en el hombro, lo mira con ternura y lo besa en la mejilla. Enrique no reacciona.) ISABEL (En susurro y mirando temerosa hacia la puerta del baño.): ¿No quisieras algo de la ropa de Benjamín? Perdóname, pero tenía tanta y no la quiero regalar a cualquiera. Creo que te quedará un poco grande, pero tendrá arreglo. ¿Qué dices? ENRIQUE (Muy apenado.): No sé… ISABEL: Yo te lo agradecería. Hay muchos sacos muy finos y a ti te pueden quedar bien. Siéntate, no tardo. ENRIQUE (Obedece mientras se arrepiente una vez más de haber venido.): Gracias. (Isabel se dirige hacia la puerta interior de la casa. La puerta exter-

65 na ha quedado abierta. Isabel cruza el umbral interior de la casa. Por primera vez Enrique observa la casa y sus adornos. Acaricia el sillón principal y se sienta. Toma un poco de confianza y se recuesta cómo- damente. Descubre sobre una de las mesas un centro de cristal cortado con confituras. Duda si tomar una. Mira hacia donde salió Isabel. Con rapidez toma un dulce y lo saborea. Nervioso regresa a sentarse. Luego se incorpora y toma otra confitura e inmediatamente otra. Más que de- gustar los dulces los deglute.) (Mira un reloj antiguo que está sobre una mesa; lo acaricia y con un movimiento torpe, lo tumba y la antigüedad cae al suelo. Muy aver- gonzado mira hacia donde se fue la tía. Decide huir y se dirige precipi- tadamente a la puerta que ha permanecido abierta y, en ese instante, aparece por el umbral una atractiva joven. Es Cintia. Viste con el estilo de la muchacha moderna que es.) ENRIQUE: ¡Perdón! CINTIA: ¿Está la señora Isabel? ENRIQUE (Tartamudeando.): Sí. CINTIA (Entrando con desenvoltura.): ¿Puedo pasar? ENRIQUE: ¡Sí, claro! Ahora regresa ella. Yo ya me iba. CINTIA (Mira el reloj hecho pedazos.): Se les cayó el reloj. ENRIQUE: Sí, se les rompió. CINTIA: ¿Quién eres? ENRIQUE: Enrique. CINTIA: ¿El primo de Benjamín? ENRIQUE (Sorprendido por el reconocimiento.): Sí. CINTIA (Le da un beso en la mejilla con desenfado.): Benjamín me hablaba mucho de ti. ENRIQUE: ¿De mí? CINTIA: De cómo jugaban cuando niños con una caja de arena. Pasaban juntos todos los sábados. Sé que a ti te gustaban las estam- pillas y que tocabas el piano. ENRIQUE (Azorado.): ¿Cómo sabes eso? CINTIA (Sonríe.): Soy Cintia, la… la pareja de Benjamín.

66 ENRIQUE (Rígido.): Mucho gusto. CINTIA: ¿Cuándo llegaste? ENRIQUE: Hace un año (Cae en cuenta que descubrió su mentira.), digo… (Mira temeroso hacia donde se había salido su tía.) CINTIA (Juguetona lo acusa.): ¡Y nunca buscaste a Benjamín! ENRIQUE: Tenía mucho que estudiar. CINTIA: Le hubiera dado tanta alegría verte. ENRIQUE: No sabía en dónde vivían. CINTIA: Tienes razón, nadie lo sabía. ENRIQUE: Ni sabía la dirección de mis tíos. Mi madre me la dio para venir a darles el pésame. CINTIA: ¿Cómo están? ENRIQUE: La tía Isabel se ve bien. CINTIA: ¿Y tu tío? ENRIQUE: No lo sé. CINTIA: ¿Qué estudias? ENRIQUE: Contabilidad. CINTIA: ¿Hasta ahora? Tú tienes la misma edad de Benjamín y él había terminado arquitectura hacía varios años. ENRIQUE: Antes no pude. CINTIA: ¡Qué bueno que te encontré aquí! No quería tener esta entrevista a solas con la señora Isabel. Tú sabes, nunca me quisieron. ¿De verdad no habías oído hablar de mí? (Enrique niega.) Bueno, a lo mejor no soy tan importante (Suspira.) ¿Cómo está tu madre? ENRIQUE: Bien. CINTIA: Benjamín me contó que tu padre los abandonó. ENRIQUE: No sabemos si vive o murió. CINTIA (Cambia su tono festivo por otros más serio.): No conven- drá que le avises a la señora Isabel que estoy aquí. ENRIQUE: Dijo que iba a regresar. CINTIA (Mira el reloj caído por el suelo.) ¿En esta casa el tiempo está detenido? (Sólo ella ríe.) ENRIQUE (Nervioso.): No.

67 CINTIA (Intenta poner las piezas sobre la mesa.): Parece un reloj valioso, de los que ya no se ven. ENRIQUE (En huida.): ¡Ya me tengo que ir! (Inicia mutis y se vuel- ve.) Gusto en conocerla. CINTIA: No me hables de usted, pude haber sido tu prima. ENRIQUE: Adiós. (Precipitadamente intenta retirarse.) (Isabel entra a escena, carga una gran caja que le impide la visión. ISABEL: No encontré una caja adecuada. Ayúdame que está muy voluminosa.) (Cintia lo hace.) Escoge lo que… (Ha visto a Cintia. Ambas mujeres se sorprenden.) CINTIA: Buen día, señora. (La caja con ropa ha caído al vacío. Isabel repara en el estropicio del reloj, pero no dice nada.) ISABEL: No oí el timbre. CINTIA: La puerta estaba abierta. ISABEL: ¿Ya se conocían? (Enrique e Isabel niegan. Luego pregunta a Enrique con aridez.) Escoge la ropa que quieras… (Acomoda la ropa caída.) Van también varias corbatas, son muy finas, algunas las trajimos de Europa. (Mira hacia la puerta del baño y con voz baja dice a Enrique.) Me temo que tendrás que irte. CINTIA: Yo también. Solamente quería entregarle esto (Le da un amarre de cartas unidas con un listón azul.) Pertenecen a ustedes. Benjamín me dijo que si algo le pasaba, quería que les regresara es- tas cartas. (Isabel las reconoce y las abraza emocionada.) ISABEL: ¿Las tenía Benjamín? No había notado su ausencia. CINTIA: Se las llevó de recuerdo el día que se fue de aquí. ISABEL: ¿Las leíste? CINTIA: ¡No! Respeto estas cosas… como quisiera que respe- taran las mías... (Se da cuenta que entró en un sendero peligroso.) me refiero a las cartas que Benjamín me escribió. ISABEL (Con enojo pero a media voz.): ¡No puedes comparar mis cartas con las tuyas! CINTIA: Señora, yo también estuve enamorada.

68 ISABEL: ¡No somos iguales porque yo me casé por la iglesia! CINTIA: Su hijo me eligió de la misma manera como su marido la eligió. Eso es lo importante. ISABEL: ¡Pero tú cambiaste a mi hijo! CINTIA (Defensiva.): Nunca le coarté su libertad. ISABEL (Cuidando de no ser oída desde la distancia.): Yo tampo- co… Siempre luchó en contra de toda autoridad. (Se le mira descon- solada.) CINTIA: Siempre… hasta su muerte. ISABEL (Sorbiéndose las lágrimas y queriendo fingir un tono nor- mal, a Enrique.): Llévate todo. Nadie mejor que tú para que use la ropa de Benjamín. (Benjamín toma la caja y comienza a llorar con pucheros.) CINTIA: Ahora únicamente nos quedan los recuerdos, pero esos no se pueden devolver. (Se escucha el sonido del agua corriente, por lo que los personajes suponen que Diego ha escuchado los diálogos anteriores.) DIEGO (Abre la puerta del baño y habla con gran autoridad.): No nos interesan sus recuerdos, señorita. (Entra a escena con paso seguro.) ISABEL (Trémula.): ¡Diego, más comprensión! DIEGO: Si ella no la tuvo, ni Benjamín, ¿por qué tenemos que ser comprensivos? CINTIA (Con claridad de palabra y de mente.): Porque todos ama- mos a una misma persona. ISABEL: Yo amé a mi hijo desde que lo traía en el seno y usted sólo por dos años, así que no es lo mismo. CINTIA (Mira el reloj roto.): El tiempo no importa, sino la intensidad. DIEGO (Su enojo le impide ver el estropicio.): ¿Intensidad del cora- zón… o de la cama? CINTIA (Ofendida.): Ambos. DIEGO: Ya recibimos las cartas, ahora puede irse. CINTIA (Duda.): Quiero… DIEGO: ¿Una indemnización?

69 CINTIA: Ahora comprendo mejor por qué Benjamín quiso partir. ISABEL: Mejor váyase. DIEGO (En ataque.): Si Benjamín no hubiera muerto, también a usted la hubiera abandonado. CINTIA: Quizá… pero por otra mujer, no por sus padres. DIEGO (Frenético.): ¡Lárguese y que la vida la castigue por la ci- zaña que sembró! CINTIA (Se dirige a la puerta de salida y regresa el rostro.): Algún día, cuando la paz reine en esta casa, me abrirán la puerta y me ro- garán que regrese. ¡Hasta ese día! DIEGO (Tardíamente repara en el reloj estropeado. Iracundo.): ¿Quién rompió mi reloj? (Sospecha la culpabilidad de Isabel y la mira con enojo.) ISABEL: No lo sé. DIEGO: ¡Era mi reloj favorito! Benjamín y yo lo compramos en Praga. ISABEL: Yo no fui. DIEGO: ¿Quién fue? CINTIA: ¿Le importa tanto un reloj? DIEGO: ¿Sabe lo que vale? ENRIQUE (Atemorizado.): Fue un accidente. DIEGO: Accidente es que haya venido a visitarnos. ISABEL: Es Enrique, el hijo de… DIEGO (Interrumpe colérico.): Sí, ya los oí. ENRIQUE (Presenta su mano derecha en señal de saludo.): Mi ma- dre me pidió que les diera el pésame. DIEGO (No corresponde al saludo.): Aceptado. Puede decirle a su madre que es lo único que he aceptado de ella en veinte años, así que puede morir en paz. ¡Ahora váyanse los dos! ISABEL: Diego, por favor. DIEGO (Aparentemente sereno.): Aceptamos de buena manera sus condolencias. Ahora pueden irse y jamás regresar. CINTIA: ¡Yo fui la mujer de su hijo!

70 DIEGO: Amante. CINTIA: Da igual. ISABEL: Mejor váyanse. ENRIQUE (En franca huida.): También yo me voy. (Cintia se interpone con el propósito de entregar a Diego un sobre grande. Enrique busca otra salida, sin atreverse a romper el grupo.) CINTIA: Tengo algo más para ustedes… En el sobre encontra- rán mi teléfono, por si algún día quieren hablarme. DIEGO (Arrebata el sobre.): Gracias. CINTIA: ¡Algún día me rogarán que regrese! DIEGO: ¡Pues hasta ese día! CINTIA: En esta entrevista he comprendido mejor a Benjamín que durante el tiempo que vivimos juntos. ISABEL (Sinceramente interesada.): ¿Y qué has descubierto? CINTIA: Que su odio a las dictaduras lo aprendió aquí. (Enrique quiere aprovechar el instante para fugarse, pero Diego se interpone.) DIEGO: ¿Soy yo esa razón? CINTIA (Evita el conflicto abierto.): De verdad les deseo que en- cuentren la paz. DIEGO: No me va a dar lecciones de solidaridad social. Feliz fue mi hijo entre nosotros y, si él hubiera vivido, habría regresado. (La madre llora.) CINTIA: Es mejor que sobrevivan creyendo esa mentira (Inicia mutis y luego mira a Diego, retadora.), pero nadie desea regresar a una dictadura. (Cintia se aproxima a la puerta de salida y Enrique la sigue con atolondramiento.) ISABEL (En un grito.): ¡Pero Benjamín regresó! Vino a vernos el día del accidente. (Cintia queda estupefacta y regresa. Enrique puede salir y queda detenido entre Cintia y Diego.) CINTIA (No lo sabía.): ¿Vino ese día? (En los diálogos siguien-

71 tes Enrique mira a cada interlocutor como público en partido de tenis.) ISABEL: ¡Sí! (Mira inquisitiva a Diego.) DIEGO (Aparentando poco interés.): Vino a saludarnos. CINTIA: ¿A eso? DIEGO: ¿Le parece poca razón? CINTIA (Comprende con dificultad el hecho.): Entonces, regresa- ba de esta casa cuando tuvo el accidente… ISABEL: Al menos llegué a verlo el día en que murió. DIEGO (Miente.): Benjamín vino a decirnos que quería… volver con nosotros. CINTIA (Titubeante.): No le creo. DIEGO: Aparentemente se había cansado de usted. CINTIA: ¿Sabe a qué se dedicaba su hijo? Mientras usted era el director general de una acerera, Benjamín trabajaba de obrero, y yo, de dependienta. ¡Pero en el mundo de los pobres, fuimos felices! (Enrique se enternece, pero sólo el público lo nota.) DIEGO: ¿Le parece un logro que un genio trabaje de obrero? Truncó su camino por varias razones y una fue usted. CINTIA: Ya no está con vida, no hay necesidad de atacarlo. DIEGO: Usted no conoció a Benjamín. Su coeficiente intelectual era de 140, casi como el de Einstein. Por diez años fuimos a Europa y yo lo inicié en el mundo del arte. (Irónico.) Pero usted se ufana de que lo hizo feliz. CINTIA: Comprendan que pude enviar los sobres por correo… pero necesitaba verlos... Yo no tengo educación, nunca entendí esas co- sas de la cultura. Benjamín escribió muchos versos cuando vivíamos juntos. Me los leía y yo no los entendía, pero los recibía con admiración. DIEGO: ¿Existen esos versos? (Por primera vez Cintia comprende que capta el interés de Diego.) CINTIA: Están en el sobre que le acabo de entregar. No supe qué hacer con ellos. No hablan de mí… Benjamín decía: “Si mi padre viera estos versos…”

72 DIEGO (Extrae del sobre los poemas en hojas sueltas.): ¡Son mu- chos! CINTIA: Más de cien. (Diego hojea con fruición; mientras Isabel lee conmovida algunas de las cartas.) ISABEL: ¡Mira, Diego, son las cartas que tú me enviaste en los primeros años de nuestro matrimonio! Mira ésta: “Estoy decepcio- nado y solo, solamente tú puedes salvarme…” DIEGO (Con dificultad aparta los ojos de los poemas.): ¡Deja eso para después! ISABEL: Y ésta: “Es la primera vez que me separo de casa, los echo de menos, a ti y al bebé. Dale un beso de mi parte cuando esté dormido, como yo lo hago todas las noches”. ¡Hacía tantos años que no leía estas cartas! (Enrique ha sido un público perfecto.) DIEGO: ¿Puedes dejarlo para después? ISABEL: Todas son tuyas. Aquí está la carta que me enviaste cuando perdimos a la niña: “Yo te amaré…”. (Diego le arrebata las cartas a Isabel. Enrique vuelve a la realidad y se azora.) DIEGO: ¡Dije que después! CINTIA: ¿De qué indiscreción puedo enterarme? ¿Que un día amó a su mujer? DIEGO: Hemos recibido las cartas y los versos. Les agradecería- mos que nos dejen solos. (Enrique se dispone a partir, pero Cintia no se mueve.) CINTIA: No debí venir, pero tenía la esperanza de hacer las pa- ces… Los tres amamos a un mismo hombre y para los tres fue el ser más maravilloso que ha existido. ISABEL: ¡Todos amamos por igual, pero usted pronto encontrará otro a quien querer… pero yo nunca! CINTIA: De verdad quiero estar más cercana de usted. La co- nozco más de lo que usted sospecha. Benjamín me contaba… que

73 si el pan de horno de los domingos, que la ropa siempre limpia y acomodada en sus cajones, que si el gazpacho de verano… (Enrique sabía todo eso.) ENRIQUE (Distraído piensa en voz alta.): Las madres son todas iguales. (Todos miran a Enrique y éste se sonroja.) DIEGO: ¡Tu madre no era capaz de sentir amor! ENRIQUE: Yo… quiero decir… que no existen malas madres. DIEGO (Irónico.): Ni tampoco malos padres, supongo. A ver, ¿dónde está tu padre? ¿Acaso lo sabes? ENRIQUE (Alterado.): No lo sé. ISABEL: Diego, déjalo, ya se va. DIEGO: ¡Pues yo sí lo sé y te reto a encontrarlo! CINTIA: Enrique merece un padre. ENRIQUE (Hace esfuerzo para ser defensivo.): No tengo nada en contra de mi padre. DIEGO (Sigue irónico.): Ni a favor, supongo. ISABEL: Diego, cálmate. DIEGO: Tú quieres iniciar tus estudios a la edad que mi hijo ha- bía terminado su maestría. La diferencia es que yo sí supe ser padre, y tu padre, no. ENRIQUE (A punto de soltar el llanto.): Le ruego que no hable así de mi padre. DIEGO: No volveré a nombrarlo, no vale la pena. ENRIQUE (Sacando fuerza de debilidad.): ¡Mi padre nunca lo quiso! DIEGO: Yo no me doy a querer fácilmente. ENRIQUE: Sé que mis padres tuvieron problemas, pero fueron buenos conmigo; mejor que ustedes con Benjamín. DIEGO: Tu madre merecía mejor destino (Isabel se sorprende.), pero equivocó en su elección, debió escoger otro hombre. ISABEL: ¡Diego, ya no vale la pena! DIEGO: Deja que el pasado busque su camino hacia el presen-

74 te. (Mira a Enrique.) ¿Sabías que tu madre estuvo enamorada de mí? ENRIQUE: ¡No quiero saber! DIEGO: Bien sabes que no te conviene… Benjamín creció en un hogar balanceado y nada podría recriminarnos. ENRIQUE: Mis padres tienen mucho qué reprocharle. Fueron pobres y todo por su culpa. DIEGO (Cínico.): ¿Por mi culpa? ENRIQUE: Usted llevó a mi padre a la bancarrota. DIEGO: Para comenzar, la banca no se la rompí, sino le rompí otra cosa... Le había ayudado a hacer buenas inversiones y hasta vivía con cierta comodidad, pero después decidió desoír mis con- sejos. ENRIQUE: ¿Y no pudo salvarlo? DIEGO: Claro que pude, pero no quise. ENRIQUE: Usted hizo que mi padre se alejara y yo sé porqué. DIEGO (Cínico.): Yo también. ENRIQUE: ¿Y no le da remordimientos? DIEGO: Nunca los he sentido. ENRIQUE: Mi madre lo odia. DIEGO: Sus razones tendrá. ISABEL (Fría.): Tu padre odiaba a Diego por celos. ENRIQUE (Azorado.): ¡Usted también lo sabía! ISABEL: Sí… Perdí a mi hermana primero y ahora a Benjamín… (Intenta cambiar el tema.) Cuando Benjamín y tú eran niños, juga- ban juntos y se querían tanto. (Enrique llora compungido.) Calma, calma, no llores, ven a mis brazos. (Lo abraza maternal.) Te pro- meto que te vamos ayudar. Ahora Benjamín no está con nosotros y yo quiero hacerte una promesa: voy a perdonar a mi hermana e intentar ser tu tía… tu madre aquí en la ciudad. (Enrique llora con sonoridad e Isabel lo consuela.) CINTIA: No se puede recuperar la maternidad. ISABEL: ¡Tú qué sabes de maternidad!

75 CINTIA:¡Tanto como usted! ISABEL (En maldición.): Cuando llegues a ser madre, te darás cuenta que el ser que se gestó en tus entrañas nació con el alma po- drida. ¡Yo te maldigo porque me quitaste a mi hijo y porque trajiste a esta casa tanta infelicidad! DIEGO (En ruego.): Isabel, ¡silencio! CINTIA (Sorbiéndose las lágrimas.): Me voy. (Cintia intenta salir y es seguida por Enrique, pero Isabel se inter- pone retadora.) ISABEL: Los rencores que he guardado por tantos años han aflo- rado hoy. Aquí a todos les ha tocado el sillón de los acusadores y ahora me toca a mí. (Mira a Diego.) ¡Siéntate y defiéndete! DIEGO: ¡Cállate! ISABEL: Nadie me va a callar ahora. Era mi niño, el ser que más he querido (Diego se sorprende.) y lo perdí, no cuando murió, fue mucho antes. Él se fue y ya no existíamos en su corazón. Él mismo decidió su vida, pero lo que a mí me duele es que no me tomó en cuenta. CINTIA: ¡No sabe hasta dónde los tomaba en cuenta! ISABEL (A Enrique.): Cuando me casé con tu tío sabía que aún quería a Carlota, pero yo tenía la certeza que era yo la que podía ha- cerlo feliz. (A Enrique.) Tu madre era muy hermosa, su hermosura solamente era sobrepasada por su vanidad. Diego la pretendía pero era entonces un muchacho serio. Ella prefirió a tu padre porque era bello y porque tenía tanta gracia. Después de las bodas, las parejas nos hicimos amigos. Enrique y Diego platicaban por horas. Enri- que pretendiendo ser artista, y Diego terco en hacerlo un hombre práctico. Tu madre y yo volvimos a querernos como si nada hubiera pasado. Después nacieron Benjamín y tú, parecían hermanos. En- tonces vino un tiempo en que nuestras vidas bordearon el infierno. DIEGO: Nadie te pide que recuerdes esto. ISABEL (A Diego con gran autoridad.): Yo no cité a los fantas- mas… aquí han vivido entre nosotros. (A Enrique.) Fue cuando descubrí que Carlota se veía con Diego en secreto (Diego controla

76 su ira.). Noté que tu padre comenzó a beber… (Mira a Diego.) ¡Con- tradíceme si no estoy diciendo la verdad! (A Enrique.) Fue cuando tu padre vendió sus acciones, que entonces no valían mucho, y Die- go las compró. Repentinamente tus padres se fueron a vivir lejos. Años después las acciones subieron de valor… Ésa es la historia. ENRIQUE: Yo supe muchas cosas porque Benjamín me las decía, le gustaba el espionaje... (Sonríe.) Yo lo quise como a un hermano... Mi madre no me pidió que viniera a darles el pésame… Era yo el que quería venir… ¿Por qué no pueden aceptar que fue feliz con Cintia? CINTIA: ¡Porque nadie puede ser feliz aquí! (Se acerca a Enrique y lo besa en la mejilla. Enrique se sonroja.) ISABEL (A Enrique.): Benjamín te quiso mucho. Es una lástima que de grandes dejaron de convivir. Por eso quiero darte su ropa. (Saca una prenda. Cintia se ha puesto tensa.) Este saco lo compramos en Florencia. Este traje se lo hicieron en Madrid. Ponte el saco (Isa- bel le ayuda a probarlo y resulta enorme.) Todo tiene arreglo menos la vida. ¡Esta no te puede quedar mal! (Sonríe y le entrega una bufanda tejida. Cintia la reconoce. Enrique la recibe con alegría.) ENRIQUE: ¡Esta bufanda sí la acepto! ISABEL: ¿Nada más?... Si todo es tuyo. ENRIQUE (Con simpleza.): Nunca he tenido ropa tan bonita. (Juguetón se coloca la bufanda y un sombrerito tirolés y sonríe.) ISABEL: ¡Toma este reloj! Se lo regalamos en su último cumplea- ños. (Enrique se pone el reloj de pulsera.) CINTIA (Iracunda.): ¡No fue su último cumpleaños! Vivió dos años más. Esa bufanda es mía, ¡dénmela! ¿Cómo se atreven a repar- tir sus pertenencias? (Azorado, Enrique le entrega la bufanda. Cintia la arrebata y luego, tierna, la acaricia como si fuera un bebé.) ¡Yo se la tejí! Fue el primer regalo que le di… todos mis regalos fueron hechos con estas manos. ¡Ustedes no quisieron a Benjamín, solamente lo manipu- laron! (A Diego.) ¡No sé qué pudieron haber dicho para que pensara en abandonarme! ¡Maldito! ¡Pero ya tengo a alguien que me quiera!

77 ISABEL (Por primera vez irónica.): ¡Qué pronto se consoló! CINTIA (Llorando.): ¡Ya lo tengo en mis entrañas! (Sorpresa ge- neral. Cintia comprende que ha hablado de más.) DIEGO (En ataque.): No se pase de lista. De nosotros no va a recibir ni un centavo. CINTIA (Inicia la huida.): ¡No quiero nada! (Enrique no sigue a Cintia porque está estupefacto.) DIEGO: Aún si estuviera embarazada, no sabríamos quién fue el padre. CINTIA (Iracunda.): Pero ¿de quién más? (Ha abierto la puerta.) ISABEL: Cintia, espera. ¿Me juras que es hijo de Benjamín? CINTIA (Con certeza.): ¡Sí! ISABEL: ¿Lo supo él? CINTIA: ¡Claro! ISABEL (A Diego.): ¿Te lo dijo a ti? DIEGO: ¡Claro que no! Vino simplemente a pedir dinero. ISABEL (Inquisitiva.): ¿No a regresar? DIEGO (Intentando cubrir su mentira.): También, también. ISABEL: Si vino sólo a eso, ¿por qué quiso hablar a solas contigo? DIEGO: Eso fue lo que pidió. CINTIA: ¡Usted miente! A la hora del accidente yo estaba traba- jando y nunca supe que estuvo aquí. DIEGO: ¡Usted es la que miente! CINTIA: Mentira o verdad… yo únicamente vine a traerles las cartas porque un día me dijo que si algo le pasaba, quería que se publicaran sus versos… Yo no sé de esas cosas. Por eso vine. Las cartas fueron una excusa. (Cintia intenta salir y Enrique la sigue, pero son detenidos por el parlamento de Isabel.) ISABEL: Cintia, te voy a hacer una pregunta que quiero me res- pondas con toda la sinceridad de tu alma. Aún si mentiste antes, tienes ahora que decir la pura verdad. ¿Fue la muerte de Benjamín un suicidio?

78 DIEGO (Casi en un grito.): ¡Isabel, por favor! ISABEL (Con gran fuerza a Diego.): ¡Cállate! (A Cintia.) ¿Fue un suicidio? CINTIA (Después de un silencio.): ¿Qué motivos podía tener? Iba a ser padre y tenía mi amor. ISABEL (A Diego.): Tú fuiste el último que habló con él, ¿fue un suicidio? DIEGO (En falsa salida.): ¡Sí lo fue y la culpa es de esta muchacha! ISABEL (Con gran autoridad.): ¿Solamente de ella? DIEGO: Para mí, él murió el día que abandonó esta casa. ISABEL: ¡Mientes! Sé que algo pasó entre ustedes ese día. Ben- jamín era un gran piloto, no pudo haberse simplemente estrellado. DIEGO: ¡Pues así fue! ISABEL: ¿No puedes llorar un poco por él… y por mí? Me das lástima. DIEGO: A mí no me das lástima porque eres mi esposa. ISABEL: Ser mi marido ya nada significa para ti. Siempre estás dedicado a tus negocios como antes en cubrir de premios a tu hijo. ¿Y yo? A pesar de que te quise por sobre el amor de mi hijo… (Isabel llora plácida. Por un instante nadie habla.) DIEGO (Aparentemente calmado.): Los versos y las cartas han sido recibidos, la ropa ha sido entregada, así es que este melodrama se acabó. Me esperan en la acerera en una junta. (No sonó convin- cente.) CINTIA: Cuando supimos que estaba embarazada, Benjamín decidió hablar con ustedes. Dijo que el bebé tenía el derecho a te- ner abuelos, no como él, que cuando nació ya habían muerto. (Isa- bel reacciona con la información fidedigna.) ¡Se le veía tan feliz! Un hombre así no puede suicidarse, pero nada me dijo de venir a verlos ese día. (Enrique hace un gesto de desesperanza y se sienta en el gran sillón de la sala, desde donde sigue los parlamentos.) DIEGO: Si venía a decir eso, no lo hizo… pero tampoco le di

79 tiempo… como creo que nunca le di tiempo para hablar de tantas cosas. Yo le ofrecí darle a usted una buena cantidad de dinero si él regresaba a casa. Se enfureció y yo le repliqué haciéndole un listado de las oportunidades que estaba desaprovechando. Mencionamos a Enrique (Éste se sorprende. Aún lleva el sombrero tirolés. Le dirige el parlamento a Enrique.), de todo lo que tuvo Benjamín y que a ti te faltó. Benjamín comenzó a llorar y me dijo: “Papá, te necesito”. (Con mirada limpia, ve a Isabel.) Y yo lo dejé hablando, aquí en ese sillón… (Donde está Enrique, quien se incorpora como si le quemara el asiento.) Después me llamaron a la oficina para avisarme que había muerto en un choque. ISABEL (Dolida.): ¿Por qué inventase la historia de que quería volver con nosotros? DIEGO (Excusándose con dificultad.): Por ti… al fin ya estaba muerto. De verdad pensé que era todo tan vulgar que lo dejé ha- blando y me fui a la oficina. ISABEL (Iracunda.): ¡Maldito, tú lo mataste! Has destruido tan- tas vidas, la del padre de este muchacho, la de Benjamín… y la mía. ¡No mereces perdón! CINTIA (Habla para sí.): Nunca sabremos la verdad. ¿Qué hu- biera sido de Benjamín con otro padre? (Mira a Enrique.) ¿O de ti, Enrique? Qué bueno que vine hoy… ahora comprendo mejor a Benjamín y ya no puedo guardarles rencor. (Le entrega a Enrique la bufanda.) Adiós y ojalá hagas a esta ropa feliz. DIEGO (Con gran candidez.): ¿Me juras que es mi nieto? (Isabel queda perpleja por el tono franco de Diego que para ella es desconocido hasta este momento.) CINTIA: Adiós. (Se dirige al umbral de salida.) DIEGO: ¡Te creo! Benjamín me lo dijo y también me dijo que te quería y que era feliz. Que habías sido muy buena con él. (Cintia cruza el umbral y se detiene. Enrique aún queda dentro. Diego levanta el volumen de voz.) No me pidió nada para ustedes, sino todo para el bebé. (Cintia ha salido seguida por Enrique.) ¡No te vayas! Isabel te

80 necesita… (Por primera vez tierno.) Y yo también te necesito… Hoy has traído una esperanza a esta casa… (Cintia regresa y queda en el umbral.) DIEGO: ¡Benjamín no ha muerto del todo!.. ¡Por favor, no te vayas! CINTIA: Algún día les dejaré que vean al bebé. No sé cuándo, pero les prometo que sabrán de nosotros. ISABEL: ¿Por qué esperar hasta entonces? CINTIA: No estamos listos para formar una familia… El tiempo dirá cuándo… (Sale de escena.) ENRIQUE (Después de un instante, con atolondramiento.): ¡Yo también me voy! DIEGO: Enrique, puedes regresar cuando quieras. Ésta es tu casa. Hablaré con el rector y te aseguro una plaza en la universidad. ENRIQUE: No la quiero. Voy a volver al pueblo… Será por unos meses. Necesito buscar a mi padre… aún es tiempo de que poda- mos ser padre e hijo. DIEGO (Sorpresivamente conciliatorio.): Yo sé dónde está tu pa- dre. En mi despacho tengo la dirección. Llámame. (Le entrega una tarjeta personal.) (Enrique toma la tarjeta y se encamina hacia la puerta principal.) ISABEL: ¿No te llevas la ropa? ENRIQUE (Vuelve la mirada a Isabel.): Algún día regresaré por la ropa de Benjamín… (Se acerca a su tía y la besa en la mejilla.) Aún no la merezco. (Isabel abraza amorosamente a su sobrino y él lo acepta. Luego En- rique extiende la mano derecha a Diego y éste la recibe con calidez sin decir palabra, cosa inusitada en él. Enrique hace mutis en silencio. En la escena se siente la ausencia de Cintia y de Enrique, como en un frasco en el que ha agotado el perfume, pero que aún conserva el aroma.) DIEGO (Mira el reloj caído y descubre que no funciona.): El tiempo ha quedado detenido. ISABEL: Pero hemos vivido siglos.

81 DIEGO: Y nos hemos vuelto a quedar solos. ISABEL (Con gran esperanza.): No tanto. DIEGO: ¿Qué han sido para ti estos últimos años? ISABEL (Sin encontrar respuesta con rapidez.): Un desconcierto. DIEGO: Nunca supimos cómo ser felices juntos, ¿verdad? ISABEL: Aún queda tiempo. (Diego recoge el reloj y lo zarandea.) DIEGO: Mira, volvió a caminar… (Isabel nota una nueva mirada de Diego.) Nunca pensé que iba a tener un nieto. ISABEL: Él nos recuperará la felicidad. DIEGO (Habla con entusiasmo.): ¡Un muchacho de nuevo en esta casa! Tendremos que ponerlo en la mejor de las escuelas… O en una escuela especial para niños superdotados. (Isabel desaprueba el comentario de Diego.) Siempre pensé que la educación elemental fue deficiente para Benjamín. Llevaremos al niño a Europa. ¿Cómo se llamará? Necesariamente, Benjamín. Voy a adquirir un seguro para su educación, por si algo nos pasa. ¡Ese niño llegará a ser grande! (Por primera vez mira a Isabel.) ISABEL: Para comenzar no sabemos si será nieta o nieto. DIEGO: Tienes razón. (Isabel queda sorprendida de escuchar estas palabras por primera vez en su matrimonio.) ISABEL: ¡Diego, no hay que repetir la historia! DIEGO (En franco desconcierto.): Perdóname… Si te hubiera escu- chado antes, acaso todo sería diferente... ¿Qué seremos para ese bebé? ISABEL: No sabemos qué querrá su madre… ni qué querrá el muchacho o la muchacha cuando crezca… Tendremos que apren- der todo de nuevo... hay tantas cosas qué revisar… DIEGO: ¡Todo en lo que creía, se ha venido abajo! ISABEL: Para comenzar leeré estas cartas tuyas y mías. DIEGO: Yo leeré los poemas. ISABEL (Ganando en autoridad.): No, tú también necesitas leer estas cartas y redescubrir que un día supiste buscar el amor.

82 DIEGO (Mira sincero a su esposa y con intensidad se pregunta.): ¿Lo supe? ISABEL: ¡Que diga Benjamín si no… y también yo! DIEGO: Tendré que aprender tantas cosas… ISABEL: ¡A pocos el destino nos brinda una segunda oportuni- dad! (La pareja se abraza. El violín segundo y la viola se confunden en un beso. Oscuro paulatino. Fin de la obra.)

Buenos Aires, Argentina 7 de agosto de 2010

83 84 aniversario de papel1 en tres tiempos y un epílogo

1 Fue estrenada el domingo 7 de febrero de 2016, en el Teatro de los Có- micos de la Legua, de la Universidad Autónoma de Querétaro. Dirección de María Guadalupe Pizano López; Padre: Víctor Eduardo Sasia Farías; Madre: Edna Gabriela Pizano López, e Hijo: Mariela León Ugalde.

85 86 A Alex Schmidhuber Hernández, “El Guerrero”, por ser mi primer nieto. Obra escrita durante su gestación, Colón, Argentina 7 de junio de 2012.

87 Personajes

LA MADRE EL PADRE EL HIJO

La edad de los padres puede variar, según conveniencia actoral; el Hijo debe ser adolescente.

Lugar: Sala-comedor de un matrimonio de clase media, en cual- quier país del mundo. Dos puertas, una que comunica con el exte- rior y, otra, al interior del apartamento o casa. Mobiliario sencillo.

Tiempo: Las tres primeros tiempos pertenecen al presente de la obra y son paralelos. El Epilogo sucede quince años antes, no es analepsis sino un tiempo teatral siempre en presente.

En los tres primeros tiempos, el Padre y la Madre difieren en personalidad. En el Epílogo, tres lustros antes, son simplemente una pareja de enamorados. A pesar del realismo escénico de la pie- za, en el final aparece el Misterio.

88 Tiempo Primero

El Padre es dictatorial, y la Madre, sumisa. En medio de la sala hay una valija. El padre está apresurado.

PADRE: ¡Pronto van a estar aquí! Cualquier cosa que se quede la podremos llevar después. (Pausa.) No queremos hacerlos esperar. Fueron tan amables de aceptar venir hasta aquí… Primero se ne- garon… (Entra la Madre. Mujer del montón, aunque un hombre enamorado la vería bella. Lleva el pelo recogido. Sin maquillaje. Viste ropa de casa muy lavada y zapatos bajos. Su apariencia invitaría a ser contratada como obrera, pero no como oficinista. Su expresión es de desaliento.) MADRE: Apenas hubo espacio para toda la ropa. PADRE: No importa, no la usará allá. MADRE: Puse todo, como dijiste. Yo quería que guardáramos algo de recuerdo. PADRE (Serio.): La decisión la tomamos juntos, ¿recuerdas? MADRE (Gimotea.): De eso no me voy a olvidar. PADRE: Será lo mejor para él. MADRE (Limpiándose las lágrimas.): Sé que es lo mejor… pero me duele. PADRE: Quedamos en que seríamos fuertes. MADRE: ¡No sé si podré! PADRE (Ordenando.): Podrás, yo te conozco. MADRE: ¿Y si nos extraña? PADRE: Si no nos reconoce. MADRE: Hablas de él como si fuera un objeto. PADRE: Bien sabes que no me gusta que exageres.

89 MADRE: No exagero. Es que… PADRE (Corta.): Tú y yo quedamos en algo y tenemos que cum- plirlo. MADRE: No digo que no, pero pensé que iba a ser más fácil. PADRE: Lo difícil ya pasó. MADRE: Para ti… no para mí. PADRE (Abraza a la Madre con rudeza.): ¡A ver, princesa, no se acobarde! MADRE: No digas una palabra más, pero eres tú quien me acorraló. PADRE: La culpa no es de nadie; si de alguien fuera, pues sería de Dios. MADRE: ¿Tú citas a Dios? PADRE: Simplemente pongo en palabras tus pensamientos. MADRE: ¿Los míos? Si no me has dejado hablar, menos pensar. PADRE: ¡Cálmate, princesa! MADRE: ¡No me voy a calmar! ¡Cada vez más me hablas como si fuera un animal doméstico! PADRE: Eso es mentira. MADRE: ¿Mentira? Creo que a tu perrita le hablas con más cariño. PADRE: Es que ella no me contradice. MADRE: ¡Ni te dice la verdad! PADRE: Sabiduría, lo que se llama sabiduría, nunca tuviste. MADRE: Acepto que no soy como tú, pero tampoco lo desearía. PADRE: Ya habíamos llegado a un acuerdo. No veo la razón de este alegato. MADRE: ¡No es alegato! PADRE: Pues entonces, ¡cállate! MADRE (Gimotea.): Siempre es lo mismo. No ganas con argu- mentos, sino con amenazas. PADRE: Yo no amenazo a nadie. (Pausa.) Haré lo que debimos hacer hace muchos años. MADRE: ¡Pudimos hacer mucho más! PADRE: ¿Cómo? Si cumpliste todo lo que mandaba tu dios.

90 MADRE (Gimotea.): ¡Es un castigo! PADRE: Pues que te castigue a ti por creyente, no a mí. MADRE: Siempre he hecho lo que has querido y no todo ha sa- lido bien. PADRE (Cínico.): ¡Entonces, la culpa es mía! MADRE: Yo no quería pelear hoy que nuestro hijo se va. PADRE: ¡Sin pelea o con ella, se irá! MADRE: ¡Pero si yo acepté! PADRE: Tu respuesta nunca fue un sí. MADRE: ¡Soy la madre! (El Padre hace un gesto violento de ira y hace mutis por la puerta in- terior. Cuando el Padre ha salido de la escena, la Madre llora más fuerte. Saca un pañuelo. Parece reponerse. El Padre entra a escena de espaldas porque tira de una silla de ruedas con el Hijo, un muchacho de catorce años. El hijo no puede hablar ni fijar la mirada. Es patente su falta de habilidad motriz. Los dedos de sus manos están anudados y las piernas pétreamente inmóviles. Sus gestos casi mecánicos y sus ademanes sinco- pados continuarán en los diálogos siguientes hasta el final del Tiempo.) PADRE (Conciliador.): Estará mejor a donde va. MADRE: Hace años te insistí tanto, pero tú siempre salías con que no debería saberse que tenemos un hijo así. PADRE: Recuerdo que dijiste algo, pero no que insistieras. MADRE: Siempre tenías argumentos inteligentes para decir que no. PADRE: No había necesidad de anunciar que teníamos por hijo a un idiota. (Movimientos del muchacho.) MADRE: Son también tus genes. PADRE: En mi familia nunca hubo uno. MADRE: Bien sabes que en la mía, tampoco. (Conciliadora.) Dios quiso que así fuera. PADRE: Estamos repitiendo diálogos que dijimos años atrás. (El muchacho aumenta sus movimientos.) ¡Hoy se va porque se va! MADRE: Años con mínimo apoyo profesional y ahora ya para

91 qué. (El muchacho aumenta sus movimientos y la Madre lo acaricia cariñosamente.) Calma, calma. PADRE: Yo hubiera preferido un hijo muerto que… que este ade- fesio. MADRE (Iracunda.): ¡Pero es nuestro hijo! (El muchacho casi se cae de la silla pero un cinturón lo detiene. La madre lo sujeta.) PADRE: Lo que sea, me da lo mismo. ¡No comencemos ahora que estamos tan cerca de ser libres! ¿No quieres descansar? (La ma- dre llora.) ¡Yo sí! MADRE: ¡Llévatelo! ¡Llévatelo! Temo que podría arrepentirme. (El Padre inicia mutis mientras guía la silla de ruedas. Con agilidad abre la puerta y sale y cierra la puerta con un sonoro portazo. La bur- buja del conflicto y el dolor desaparecen.) MADRE: ¡Adiós, hijo mío! (La madre se sienta y llora con placidez. Oscuro y fin del Tiempo Primero. )

92 Tiempo Segundo

Cuando la luz regresa, el matrimonio está en medio de la sala. La Ma- dre es una mujer fría y el Padre un ser lejano.

MADRE (Con gran energía.): ¡Pronto van a estar aquí! PADRE: ¿Quién? MADRE: Es hoy o no será nunca. Hablé con el centro de protec- ción del adolescente y pronto van a estar aquí. PADRE (Con ira contenida.): ¿Cómo pudiste hacer esto? MADRE: Es lo único que nos queda por hacer. PADRE: ¿Por qué no me dijiste antes? MADRE: Porque sabía que ibas a decir que no. Solos no podemos con él. PADRE: Ellos menos podrán. ¿Sabes cuánto va a costar? MADRE: No me importan los costos. PADRE: ¿Con qué vamos a pagarlos? MADRE (Desalentada.): Trabajamos mucho pero ganamos poco. PADRE: ¿Por qué no me lo dijiste antes? MADRE: ¡Lo hablé contigo mil veces y nunca me respondiste! PADRE: Un “no”, fue siempre mi respuesta. MADRE: Pues ahora, será un “sí”. Nuestro hijo aún tiene la posi- bilidad de salvarse. PADRE: Ni con un milagro. MADRE: Bien sabes que no creo en milagros… PADRE: Pues yo sí, y de nada me ha servido. MADRE: Tenemos que resolver los problemas de hoy con tec- nología, no con vanas esperanzas. Al menos es lo que enseño a mis alumnos.

93 PADRE: La esperanza cura muchas heridas. MADRE: No las heridas que yo tengo. PADRE: Está bien. Tú ganas, pero tendrás que explicarles a to- dos por qué mandaste a tu hijo a la cárcel. MADRE: Por ser menor de edad no habrá cárcel. PADRE: ¡Esto no te lo perdono! MADRE: ¡No me importa que me perdones o no! PADRE: ¡Una cosa así es como para terminar lo nuestro! MADRE: ¡Mi hijo se salvará, contando contigo o sin ti! PADRE: Nunca he entendido porqué salió así. MADRE: Nada hay sin una causa. Creímos hacer todo lo que po- díamos, pero algo debió de faltar. (Intempestivamente la puerta de la casa se abre y entra el Hijo. Tie- ne el rostro demacrado. Su cuerpo es sano. Su mente no tanto. Tatuajes y perforaciones son notorios. Carga una mochila.) HIJO: ¿Por qué siempre que aparezco ustedes se callan? PADRE: Hablábamos de ti. HIJO: ¿No se cansan de hablar de mí? No valgo la pena. MADRE: Anoche no viniste a dormir. HIJO: Me quedé platicando con unos amigos. MADRE: Me tenías preocupada. HIJO: Tengo catorce años y ya no soy un niño. PADRE: Niño, no, pero hombre, tampoco. MADRE: Vivimos otros tiempos, viejo. PADRE (Iracundo.): ¿Por qué nunca me llamas papá? Y no me gusta que me llames viejo. (El Hijo se burla.) HIJO: Tú nunca me llamas hijo. MADRE: A mí sí me llamas mamá. HIJO: Simplemente llámenme por mi nombre como lo hacen mis amigos. PADRE: Esta conversación ya la habíamos tenido antes. HIJO: Y no llegamos a nada. MADRE: Hijo, tienes que poner algo de tu parte.

94 HIJO: Mamá, no me exijas tanto. (Ríe mordaz.) MADRE: Si simplemente jugaras al futbol y tuvieras novia, sería otra cosa. HIJO (Pierde la paciencia.): ¡De una vez por todas, no tengo no- via, ni novio, y les digo esto para no esperar la pregunta! MADRE: ¡Fumas! Yo veo las cenizas. HIJO: Fumo menos que otros. MADRE: Es marihuana. PADRE: Un porro de vez en cuando hasta los sacerdotes mayas lo recomendaban. MADRE: No es sólo eso… ¡Descubrí una jeringa! HIJO (Mintiendo.): Me la dio un amigo para que se las escondie- ra, porque a su madre le daba por esculcar. MADRE: ¡Pobre madre! HIJO: Nada le pasó. Es mi mejor amigo. PADRE: Si tú prometes dejar la droga, nada malo te va a pasar. HIJO: Y si no, ¿qué? ¿Me van a entregar a la policía? PADRE: Tu madre algo trama. HIJO: ¡Mamá! MADRE (Sintiéndose arrinconada.): ¡Tenemos que aceptar ayuda! HIJO (Inicia su salida por la puerta que comunica a la calle.): ¡Nun- ca te volveré a llamar mamá! MADRE: Yo te di la vida, pero no te pude hacer feliz. HIJO: Allá afuera, ¡soy feliz! Ustedes son los que me hacen sentir desgraciado. MADRE: ¡Necesitas ayuda médica! HIJO: Esa ayuda es la que necesitan ustedes... Loca la madre… ¿cuándo se ha visto una madre que no crea en Dios? Y el padre, obediente… ¿cuándo se ha visto que los hombres obedezcan a sus mujeres? (Los padres se ven dolidos.) MADRE: ¡Te fallamos, lo sé!

95 HIJO: Los padres no juegan al futbol con los hijos para que ten- gan que meter un gol. MADRE: ¡Algo nos salió mal! HIJO: Yo no salí mal. Salí como todos mis amigos. MADRE: Están echando a perder sus vidas. HIJO: ¡Mamá, piensa con la cabeza, nadie se equivocó! La droga no se descubrió en mi generación, no exijan que viva como ustedes. Yo no le temo al qué dirán ni al qué dijeron. ¡La droga es vida! ¡La droga es verdad! Lo demás no me importa. PADRE: Tu madre quiere que vayas a un centro de rehabilita- ción. HIJO: ¿A la cárcel? (Mira a la madre con reproche.) ¡Mandar a tu hijo a la cárcel! MADRE: A un centro para que te dejen limpio. Serán sólo unas semanas. HIJO: Quedar limpio y fichado. M¡ e largo de la casa! (El hijo intenta salir y los padres lo detienen.) PADRE: No puedes irte, tienes sólo trece años. HIJO: ¡Catorce! Mis amigos ya se fueron de sus casas y sus pa- dres no pudieron hacer nada. PADRE: Es tu madre la que quiere. HIJO: ¡Mamá, déjame vivir mi vida! MADRE: No, soy maestra de niños, ¡compréndeme!, y los quiero salvar a todos para que no se conviertan en lo que tú eres. (Llora.) HIJO: ¿Y qué soy? No les pido nada, aunque tampoco los obe- dezco en nada. PADRE: ¡Queremos que seas feliz! (Mira a su esposa.) HIJO: ¡Feliz! ¿Lo fueron ustedes? MADRE: Nunca nos hemos quejado. HIJO: No hay día en que no te quejes, y no hay algo de lo que no te arrepientas. MADRE: No me arrepiento de haberte parido. HIJO: Soy una casualidad y no esperes más en la vida.

96 PADRE (Acusatorio.): Tu madre contactó a un Centro de Reha- bilitación Juvenil y están por llegar. HIJO (A la madre.): ¡Eso hiciste! MADRE: ¡Necesitas ayuda! (El Hijo toma su mochila, sale por la puerta interior, va a su recá- mara por la droga que ahí guarda y algo más.) MADRE: ¡Tuviste que decirle! PADRE: ¿Qué querías? ¿Qué llegara la policía, le pusieran una inyección y se lo llevaran? MADRE (Con desesperanza.): Todos los caminos que recorremos son callejones sin salida. (El Hijo entra a la sala y mira con reproche por última vez a sus pa- dres. Los padres no impiden el abandono definitivo del Hijo a su hogar.) HIJO: ¡Hasta nunca! (Sale el Hijo apresurado. Cierra fuertemente la puerta.) PADRE: ¡Te lo dije! MADRE: ¡Tuviste que decirle! PADRE: ¿Qué querías? ¿Qué llegara la policía, le pusieran una inyección y se lo llevaran? MADRE: ¿Y ahora qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a decirles cuando lleguen los enfermeros? (Oscuro y fin del Tiempo Segundo.)

97 Tiempo Tercero

La sala está iluminada. Todo está en calma. Con gran afán la Madre hace alguna labor de hogar, como picar cebolla. El Padre entra a escena por la puerta interior del hogar. Viste una bata y pantuflas. Se sospecha que la pareja vive plácidamente. Es de mañana. El Padre y la Madre creen en la igualdad dentro del matrimonio.

PADRE: ¿Ya hiciste el café? MADRE: Estará listo en un instante. PADRE: ¿Se fue temprano? MADRE: Tenía partido. PADRE: Anda siempre de carrera. Nunca duerme ocho horas. MADRE: Recuerda como eras cuando joven. PADRE: Te aseguro que menos huracán. MADRE: Aquí está el periódico. (Se lo entrega.) PADRE (Se sienta frente a la mesa del comedor.): Dame una naranja. (La Madre le entrega la fruta y el Padre inicia el pelado.) PADRE (Lee el titular del periódico.): Con solamente leer los titu- lares, sabes que todo anda mal. MADRE: Quedó una rebanada del pan que horneé ayer, ¿la quie- res con tu café? (El Padre afirma.) ¿Vas a salir hoy? PADRE: ¡Bendito sábado! Voy a estar aquí y en bata todo el día. MADRE: Tengo que ir al hospital a firmar el recibo de unas me- dicinas. PADRE: El sábado no trabajas. MADRE: ¿Y si algún enfermo necesita esas medicinas? (Se abre intempestivamente la puerta de la casa y entra el Hijo. Es un muchacho normal. Se le ve agitado por la carrera.)

98 HIJO: Olvidé mi uniforme de futbol. PADRE: ¿Cómo puedes olvidarlo si tenías partido? HIJO: Salí de carrera y se me olvidó. (Inicia mutis hacia dentro de la casa.) MADRE: Al menos dile “buenos días” a tu padre. HIJO (Desde fuera de escena.): ¡Buenos días, papá! (Regresa apre- surado.) ¡Deséenme buena suerte para que meta muchos goles! PADRE: Con uno me conformo. HIJO: ¡Adiós! PADRE: ¡Espera! HIJO: No tengo tiempo. PADRE (Con seriedad.): ¿Tomaste tú dinero de mi cartera? HIJO (Contesta después de un instante.): No, papá. PADRE: No es la primera vez que me falta dinero. (El Hijo intenta huir.) Mírame a los ojos. (El hijo esconde la mirada.) MADRE (Mintiendo.): Yo te tomé unos billetes. PADRE: ¿Cuántos? MADRE: No recuerdo. HIJO: Ves, papá. (Inicia mutis apresurado.) No vengo a comer. (Más que salir, escapa dando un sonoro portazo.) PADRE (Cuando el Hijo ha salido.): ¿Para qué mientes? MADRE: No era el mejor momento para reprenderlo. PADRE: Robar poco también es robar. MADRE: Le haría falta un poco más de dinero. Le damos tan poco. PADRE: Eso no lo exime de la culpa. MADRE: Los pobres roban porque no tienen qué comer. PADRE: Como si los ricos no robaran. MADRE: Eso es diferente. PADRE: La honradez es un principio para todos. (Intempestivamente se abre la puerta de la calle y aparece el Hijo.) HIJO (Contrito.): Papá, lo siento. Te devuelvo lo que te tomé. (Se lo da.)

99 MADRE (Sabiéndose descubierta su mentira.): Yo también tomé dinero. PADRE (Cínico, a la Madre): No sigas la mentira. HIJO: Juro que es la primera vez. PADRE: Entonces, comparto la casa con dos ladrones. MADRE (Saca unos billetes y los entrega al Hijo.): Toma esto y vete, porque vas a llegar tarde. HIJO: Es mucho. MADRE: Después me devuelves lo que te sobre. PADRE: ¿Por qué no le pediste dinero a tu madre? HIJO: No sé, dejaste tu cartera sobre la mesa y se me ocurrió. PADRE: Ahora yo soy el culpable. HIJO: Es que invité a… alguien a salir. MADRE (Entusiasmada con la noticia.): A mí no me has contado nada. HIJO: Es cosa mía. PADRE: Llévate también esto y no vuelvas a tomar lo ajeno. (Le entrega el Padre un billete más, y cuando lo va a tomar el Hijo, lo escon- de bromista.) Con tu madre o conmigo puedes hablar de cualquier cosa… De tu novia, por ejemplo. HIJO (Sonrojado.): No es mi novia. PADRE: Pero lo será, si no ella, alguna otra. HIJO (Sonríe y toma el billete.): Gracias, papá. MADRE: Vas a llegar tarde. HIJO: Adiós, mamá. Gracias, papá. PADRE: Ya vete. (El Hijo hace mutis con un portazo.) PADRE: ¿Cuándo aprenderá a cerrar una puerta? MADRE: Nunca. PADRE: Tendrá que madurar algún día. MADRE: Espero que tardemos en verlo. PADRE: Le gusta demasiado el deporte. MADRE: Aún prefiere el futbol a las chicas.

100 PADRE: Las notas suben y bajan. Es un chico del montón, no se singulariza en nada. MADRE: Eso es lo que más me gusta de él. PADRE: Necesitamos ser estrictos con él. MADRE: Edúcalo como quieras y déjame a mí en libertad. PADRE: Con tu método vas a crear un bueno para nada. MADRE: Tus padres y mis padres fueron demasiado estrictos. PADRE: Pero salimos bien. MADRE: A mí me hubiera gustado un poco más de libertad. PADRE: No vuelvas a mentirme. MADRE (Amorosa.): Mentiré por salvarlo a él… y por salvarte a ti. PADRE: Nunca hay que mentir y punto. MADRE: Yo sólo miento por los que amo. PADRE: Pues aprende a amar menos. MADRE: Tú café debe estar frío, ¿te lo caliento? PADRE: Tú te dedicas a formar su corazón y él a fortalecer sus músculos, pero ¿y su cerebro? MADRE: Para todo hay un tiempo. PADRE: Yo le jalo las riendas y tú las sueltas. MADRE: Pero si no es caballo. PADRE: Como si lo fuera, mano dura. MADRE: Tú edúcalo como quieras, que yo le enseño cómo dosi- ficar su corazón hasta que lo entregue por completo PADRE: El hombre entra al fondo de su corazón cuando encuen- tra a una mujer que lo quiera y que no haya amado a otro. MADRE: Falso. Amamos cuando podemos, sorbemos la última gota de amor tanto como la primera. PADRE: Dale dinero al niño hasta que haga a su amiguita panzona. MADRE: ¡Antes eras más tierno! PADRE: Y de nada me sirvió. MADRE: Pero me tienes a mí. PADRE: Vamos a suspender esta conversación porque me está obligando a hablar de más.

101 MADRE: ¿Dónde está el hombre con quien me casé? PADRE: Aquí estoy, nunca supe que me hubiera ido. MADRE: Éramos una linda pareja, de ésas que la gente decía: “Nacieron el uno para la otra”. PADRE: Y pasan quince años y no es lo mismo, cuando debería ser mejor. ¿No es así? MADRE: Pues yo te quiero por igual. PADRE: Entonces, ¿qué alegas? MADRE: Yo no alego nada. PADRE: Ni yo tampoco. MADRE: No se nos ha acabado el amor, pero ya se nos está aca- bando el hijo aquí con nosotros, pronto volará. PADRE: Para eso tiene cabeza. MADRE: Y para eso va teniendo corazón. PADRE: ¿Tienes todavía corazón para mí? MADRE: ¿Tienes todavía cabeza para mí? (La pareja se abraza.) MADRE: Es que ya nos estamos volviendo viejos. PADRE: Apenas estamos celebrando nuestro aniversario núme- ro quince. MADRE: Son dieciséis años, uno sin el hijo y quince con él. PADRE: Me hubiera gustado tener una niña. MADRE: A mí tres, fueran niños o niñas. PADRE: A pesar de lo fatigosa que es la vida, me siento contento. MADRE: Hemos tenido más que otros. No importa si pobres o ricos, hemos tenido más que otros, a pesar de lo poco que deseamos y no tuvimos, y de lo mucho que tuvimos y nunca deseamos. PADRE (Juguetón.): Quisiera abrir una botella para poder brin- dar por la vida. MADRE (Continua el juego.): Ante la vida, no hay que brindar. Deberíamos hincarnos y besar la tierra. (Lo intenta hacer y él se lo impide sonriendo.). ¡Pero hay que ser agradecidos con la vida! PADRE: ¡Estamos agradecidos con la vida!

102 (Besa el Padre en la frente a la Madre. Oscuro y fin del Tiempo Ter- cero. El grupo teatral que lleva a cabo el montaje, pudiera agregar un Tiempo Cuarto con otros inconvenientes.)

103 Epílogo y prólogo

La escena está vacía y en penumbra. La puerta principal se abre y ve- mos la silueta de Él (el Padre joven) a contraluz. Paralelamente ha apa- recido la silueta de Ella (la Madre joven) por la otra puerta. Ambos personajes lentamente ingresan con pasos rítmicos. Cuando están en el centro de la escena, la luz se intensifica y ambos sueltan una carcajada. Son los mismos pero ahora se les mira más jóvenes. Ella trae el pelo suelto, y él lleva el copete sobre la frente. Los dos visten ropa juvenil. El tiempo se ha movido quince años hacia atrás. Ambos traen sendos ramos de flores.

104 ELLA: ¡Por flores no va a quedar! ÉL: Las tuyas están más bellas. ELLA: No tenemos más que un florero. Pondré los dos ramos juntos. ÉL (Amoroso.): ¡Feliz aniversario! ELLA (Sonriendo.): ¡Feliz primer aniversario! Yo que pensaba que para el aniversario iba a estar embarazada. ÉL (Pícaro.): Seguiremos intentándolo, y cuando nazca será fut- bolista. ELLA: Mejor doctora. ÉL: O ingeniero. ELLA: Niño o niña, pero que nazca bien. (La pareja se besa.) ÉL: Niño o niña, con tal de que crezca sano. ELLA: Lo querremos sea lo que sea. ÉL: Lo querré más si se parece a ti. ELLA: Lo querré aunque sea feo. (Ríe.) ÉL: Yo prefiero que no se parezca a mi madre. ELLA: Ni yo a mi padre. (Ambos ríen.) ÉL: ¿Y si se enferma? ELLA: ¿Y si nace mal? ÉL: ¿Y si no es tan listo? ELLA: Dios sabrá lo que nos manda. ÉL: No comprendo por qué hay tantos buenos matrimonios sin hijos. ELLA: Ni por qué hay tantos niños sin padres. ÉL: Los dejan solos… ELLA: O son huérfanos... ÉL: O abandonados… ELLA: Yo no podría abandonar un hijo mío. ÉL: Pero muchos hijos abandonan a sus padres. ELLA: ¿Te gustaría que la primera fuese niña? ÉL: Tendríamos después al niño. ELLA: Yo sé que tú quieres un niño.

105 ÉL: Si es niña, la querré por igual. Quizá para cuando sea grande, el futbol femenil será el famoso. (Ríe.) ELLA: Lo importante es que sepamos educarlo para que sea fe- liz. Y tú, ¿eres feliz conmigo? ÉL: La felicidad no se enseña. Aunque mi madre decía que a la felicidad hay que perseguirla y agarrarla de los cabellos —ella de- cía peluca— y obligarla a que nos dé las gotas que a cada uno nos corresponden. ELLA: ¡Qué frase tan horrible! ÉL: Creo que no pensaba así cuando era joven, sino cuando se fue haciendo vieja. ELLA: Quién sabe cómo sería mi madre, nunca me hice a la idea de que muriera cuando yo nací. ÉL: A mi madre le fue muy mal con el desgraciado de mi padre. ELLA: ¿De verdad se querían cuando eran jóvenes? ÉL: No sé, los recuerdo siempre peleando. ELLA: Prométeme que nosotros nunca pelearemos. ÉL (Bromista.): Si las peleoneras son las mujeres. ELLA (Juguetona.): ¿Nosotras? ¡Qué va! ÉL: Las mujeres no dicen lo que quieren, y luego se enojan con los hombres porque no atinamos a darles lo que desean. ELLA: Los hombres siempre creen tener la razón y les disgusta que los contradigan. ÉL: Las mujeres siempre cambian de opinión. ELLA: ¡Qué horrible marido me tocó! ÉL: Lo que te tocó, te tocó. ELLA: Yo te di un “sí” con todo mi corazón. ÉL: ¿Quiere eso decir que nunca me pondrás los cuernos? ELLA: Ni de viuda. ÉL: Entonces, ¿me voy a morir primero? ELLA: Yo quisiera morir en el mismo instante que tú. ÉL: Morir de viejos y juntitos. ELLA: Si yo me muriera antes, ¿te volverías a casar?

106 ÉL: Solamente si encontrara a una solicitante que fuera igual a ti. ELLA (Bromista.): ¡Maldito! ÉL: Para mí eres única. ELLA: Hombres como tú, los hay a montones. ÉL: Sería imposible localizar otro más necio que yo. ELLA: ¡Dame un beso! ÉL: Ahora no. ELLA: Entonces, ¿cuándo? ÉL: ¡Feliz primer aniversario! ELLA: Bodas de papel. (El marido expresa duda.) Un año… pa- pel; veinticinco años… plata. ÉL: Entonces, ¿todo lo que hemos hecho es de papel? ELLA: Aprende a esperar y tendrás bodas de oro. ÉL: A mí siempre se me harán pocos años. (La pareja se une en un beso y continúa con arrumacos.) ÉL: ¡Vamos a hacer un niño hoy! ELLA: Que sea niña. ÉL: Hagámoslo dos veces para tener la parejita. ELLA (Pícara.): Mejor hagamos triates. ÉL: Hagamos un bebé, por el momento. (La luz disminuye paulatinamente.) ELLA: ¿Y si nace mal? ÉL: ¿Y si se nos malcría? ELLA: ¿Y si fracasamos como padres? ÉL: Dejemos de pensar, simplemente apostemos a la vida. ELLA: ¡Te quiero! (Busca los labios de su pareja.) ÉL: Siempre te querré. (La besa.) (Eros los une en un prometedor abrazo de papel, cuya imagen se va perdiendo en la penumbra. El monólogo final está ubicado en el espacio mágico del Teatro. Desde un espacio ignoto rueda un huevo germinal; se mueve queriendo romper su cascarón. Pasa de larva a reptil, luego a ave y, por fin, a cuadrúpedo. Al final del monólogo quedará de pie con un movimiento ágil. Es el Hijo. Lleva el dorso desnudo y está descalzo.

107 La escena adquiere irisaciones mágicas. El monólogo inicia en cual- quier momento de la Evolución. La voz no es balbuceante, su timbre suena a clamor arcaico.) HIJO: Tenemos miedo, ninguno pidió nacer… ¡Menos luz! ¡Me- nos luz!... No queremos ser niños. No queremos crecer. No que- remos tener senos ni pene ni vagina… ¡Menos claridad! ¡Menos claridad!... Tenemos dos brazos y dos piernas, para algo servirán. Tenemos cabeza y orejas, algo lograrán. Y una lengua con la que se habla y acaricia. Y diez dedos para el trabajo, y diez uñas para la venganza… Tenemos madre y padre, pero nos sentimos huérfanos. Unos somos hombres y otras somos mujeres… o acaso todos somos un poco de los dos. Sin que haya quién nos enseñe, aprendemos a amar. Crecemos y nos horrorizamos. Somos animales que gozamos de la Natura- leza para luego sacrificarla. Privilegiamos la paz, pero practicamos la guerra. Y nos multiplicamos en número y en pobreza. Unos ga- nan mucho, pero todos perdemos. Unos saben más que otros, pero nadie alcanza la sabiduría… Envejecemos sin dar frutos maduros. ¡Nos marchitamos sin alcanzar la felicidad!... Tarde que temprano a todos nos llega la muerte. Muchos la ex- perimentan cuando son ancianos, aunque otros la gozan en plena lozanía. Es lo único seguro que tenemos al nacer, todo lo demás es fortuito... (El Hijo se ha convertido en un humano pleno y hermoso. La luz cenital que lo ha acompañado se intensifica hasta casi cegar al pú- blico. Han pasado los nueve meses del embarazo.) ¡Y ahora voy a olvi- dar que todo lo sé y me dispondré a vivir! (El Hijo inicia la salida de escena entre el público.) ¡Voy a nacer!... ¡Voy a nacer!... ¡Voy a nacer! (El Hijo ha abandonado la sala teatral —¿o matriz?—. Oscuro del escenario.) ( Fin de la obra.)

108 El ritual del degüelle

obra en un acto

109 Personajes

LA MADRE sesentona, sola y prematuramente vieja. LA ESPOSA cuarentona, harta de vivir en matrimonio. LA HIJA adolescente casi mujer, ingenua. EL HOMBRE cuarentón, tan macho y hermoso como un caballo de sangre.

No hay tiempo calendárico, pudiera ser un pasado ignoto o un futu- ro impredecible; tampoco hay un lugar específico. Su vestuario es andrajoso y debe ser atemporal. Los parlamentos siguen la poética del escuchante porque no fueron escritos como son enunciados, sino como los pudieran escuchar unos oídos creadores. Hay dos entra- das a ese hogar, una comunica con el exterior y otra con un campo interior.

110 Acto único

Entra intempestivamente el Hombre. La Esposa está sentada en un arrimadero —sillón, sofá, tarima—, mientras zurce una rota vesti- menta de varón. Al lado de la mujer está un gran cesto de costura con madejas de hilos, pelotas de estambre y unas largas tijeras sugestivas, que deben ser claramente visibles para el público.

ESPOSA: ¿Por qué no viniste a dormir anoche? HOMBRE (Sin dar importancia.): Me puse a beber con los mu- chachos, se nos pasaron las copas y me quedé dormido. ESPOSA (Seca.): Te estuve esperando. HOMBRE (Insolente.): ¿Para qué? ¿Para pelearme como ahora? ESPOSA (Conciliatoria.): Pudo haberte pasado algo. HOMBRE: Lo que no te hubiera dolido mucho. ESPOSA (Iracunda.): ¡Contigo, ni de buenas ni de malas! HOMBRE: Conmigo, ni mejores ni peores. Todo me da igual. (Se hace un silencio. La esposa reanuda sus labores de zurcidora, mientras reflexiona.) ESPOSA: ¿Qué nos pasó? Así no éramos. HOMBRE: Siempre fuimos llevados por la mala, no sé de qué te quejas. ESPOSA: De que nos hayamos convertido en esto. HOMBRE: ¡Basta de melodrama! A esto llegan todos los matri- monios, se llama el degüelle del amor. ESPOSA (En ataque.): Pero yo despierto sola todas las madruga- das y tú despiertas acompañado. HOMBRE: Esa puerta nunca tuvo llave. Ya no eres tan bella que yo quiera entrar, ni tan fea que no haya quien te invite a salir.

111 ESPOSA: ¿Cómo te atreves? HOMBRE: Mirada de macho sabio. ESPOSA (En ataque franco.): ¡A mí no me engañas, lo leo en tus ojos cuando miras a la niña! HOMBRE: Primeramente ya no es una niña; y en segunda, me recuerda a ti, la mujer de la que me enamoré hace mil años. ESPOSA: ¡No te atrevas a tocarla! HOMBRE: Antes de ser hombre soy padre. ESPOSA: Antes de ser hombre, deberías ser esposo. HOMBRE: Lo femenino nos persigue hasta cuando nos apresan, por eso la policía pone esposas en las muñecas, nada de maridos. ESPOSA: ¡Harta es lo que me tienes! HOMBRE: Harta de las mil veces que hemos hecho el amor, harta de que hemos vivido bajo el mismo techo tantos años, harta… ESPOSA (Interrumpe.): Todo lo que digas, se aplica igualmente a ti. Consorte significa suerte de dos, ycónyuge es yugo llevado por dos. ¿De qué te sorprendes? HOMBRE (La abofetea.): ¡Me estabas pidiendo esto! ¡Un hasta aquí! Las mujeres no saben en dónde parar. ESPOSA: ¡Ay, me pegaste! ¡Nunca lo habías hecho antes! (Gi- motea.) HOMBRE: ¡Aprecia las veces en que me contuve! ESPOSA: ¡Y las mías en que yo no te maté! HOMBRE: ¡A ver! ¡Pégame en la boca con el puño cerrado! ¡Pa- téame en la espinilla como futbolista traidor! ¡Golpéame en el sexo con una patada de karateca! Pero aquí, mi corazón, es intocable para ti. (El Hombre señala triunfante el centro de su pecho. Con rara agili- dad, la Mujer toma las enormes tijeras de su costurero y se las clava en donde apuntaba el Hombre, en su corazón. El movimiento es tan rápi- do que él queda estupefacto y de pie. Ella saca la tijera y por un instante duda, luego vuelve a otro tijeretazo, y luego otro más. El Hombre cae hincado y mira a la asesina con desconcierto.)

112 ESPOSA: ¡Rehúso ser la abandonada! Estas heridas son por las atrocidades de que me enteré, y estas de la espalda por las que no supe (Le da tres tajos más en la espalda. El Hombre cae.) ¡Siempre te quise ver así, a mis pies! (No hay sangre. Con dificultad recarga al moribundo en el arrimadero. El Hombre da un prolongado estertor y fallece.) ¡No mueras tan rápido! ¡Espera un poco más y sufre! (La Esposa trae una sábana y cubre el cadáver. Se sienta en el suelo y apoya la cabeza en las piernas del muerto que quedan ocultas. Suspira aliviada. Pasa un tiempo indefinido, aunque para el reloj del público sea un instante. La puerta principal se abre lentamente y aparece una chica fresca y dulce con gran semejanza a su madre veinte años atrás.) HIJA: ¿Llegó papá? (La Hija se acerca a su madre, la besa en la frente y la ayuda a in- corporarse.) ESPOSA: Llegó de malas como siempre. HIJA: No me cuentes más, lo que tú no puedes zurcir, en vano me lo confiesas. ESPOSA: Tu padre sobrepasó mi límite. HIJA: ¡Pues abandónalo! ESPOSA: ¿Dejarlo solo con sus demonios? Antes cada día que pasaba creía que lo salvaba un poco, hasta hoy en que llegó a ser una víctima propiciatoria. HIJA: ¿Qué es eso? ESPOSA: En la Biblia era el mejor animal que sacrificaban a Dios. HIJA: Papá nunca será una víctima. ESPOSA: ¿Y esto qué es? (Con un movimiento rápido retira la sába- na y la Hija contempla horrorizada al padre muerto.) HIJA: ¡Lo mataste! ESPOSA: No me creías capaz, ¿verdad? HIJA (Sin dolor.): Lo venciste. ESPOSA: Y ¿por qué no lloras? HIJA: No sé, será por la sorpresa. ESPOSA: Anoche no llegó a dormir.

113 HIJA: ¿Y? ESPOSA: Llegó en la mañana y pavoneó su desfachatez. HIJA: ¿Y? ESPOSA: Pensé que si ya no era mío, que no fuera de nadie más. HIJA: Pero fuiste la mujer de su vida. ESPOSA: ¿Yo y cuántas otras? Pero explícame, ¿por qué no lloras? HIJA: No lo sé, acaso porque para mí también será un descanso. ESPOSA: Vi en sus ojos su deseo, algunas noches rondaba tu cama por horas, hacía ruidos casi sordos para que despertaras, y ahí frente a ti se tocaba. ¡Remátalo tú, se lo merece! (La Hija mira las ti- jeras que le ofrece la madre, las toma y duda. La madre de la muchacha queda estupefacta.) ¡Tú también lo odiaste! HIJA: ¡Me tocó!... fingía estar dormida y no darme cuenta. (La Madre guía la mano de la muchacha y juntas le dan un piquete al cuerpo y el puño lo retuercen para hacerlo más profundo. Luego la hija retira la mano como si los ojos de las tijeras le quemaran. La madre lentamente retira la mano.) HIJA: Era un hombre enemigo de sí mismo. No supo ser esposo, ni hijo, ni padre, pero tenía un ángel... ESPOSA: Tenemos que sacar el cadáver y enterrarlo. HIJA: ¿Y si nos descubren? ESPOSA: Será fácil, diremos que se fue al norte a trabajar y que nunca regresó. HIJA: Mejor hubieras dejado que se fuera. ESPOSA: El que es flojo aquí, lo será allá. HIJA: Pero en ese espacio lejano, ya no sería tuyo. ESPOSA: Aunque deseaba liberarme, nunca me creía capaz. HIJA: Ahora me siento incorpórea, como si no pesara. ESPOSA: Así es como me siento yo, ¡libre al fin! HIJA: ¿Y la abuela? ESPOSA: Tenemos que hacerla cómplice. HIJA: Pero es… era su madre. ESPOSA: Pero ella también odió a su marido. Ayúdame a cubrirlo

114 bien. (Entre las dos cubren ritualmente el cadáver con la sábana. No hay manchas de sangre.) ¡Ve por ella y veremos qué sucede! (La Hija va a salir por la puerta exterior con precipitación, cuando la madre dice:) ¡Pero no le digas nada! HIJA (Regresando el rostro.): ¡No podría! (Cuando ha quedado sola, la Esposa dice el siguiente monólogo sin rencor.) ESPOSA: Ésta será la última vez que estaremos a solas. Tú me po- drías reprochar muchas cosas, pero yo te recrimino la seducción y tu abandono, ¡tuve que hablar con mi suegra para decirle que estaba embarazada, ella me dio cobijo porque había sufrido la misma expe- riencia! Durante mi embarazo descubrí tus infidelidades, y cuando nació la niña, no te importé. ¡Todo era para ella! Y si no, ¡era para tu madre! Fuiste su eterno niño. Y tu esposa ¿qué? Aunque vivíamos juntos, ya no convivíamos. Sexo a veces porque así como tú me ha- bías forzado ahora yo te forzaba. A veces ni acababas porque venías copado. ¿Palabras de ternura?, sólo en la noche en que fui tuya… (Se abre la puerta y entran la Hija y la Madre.) MADRE (Catastrófica.): ¿Pasa algo malo? La nena no quiso de- cirme nada. ESPOSA: Llegó el final, su hijo se ha ido. MADRE: ¿Al norte? ¿Sin despedirse? Me lo temía. No quiso de- cirme adiós porque sabía que lo iba a detener. A una madre nada se le niega. ESPOSA: ¿Y a una esposa? MADRE: Tuviste una hija y eso te hace madre, pero nadie es ver- daderamente madre hasta que pare un hijo varón. ESPOSA: ¿Aunque el hijo le salga maldito? MADRE: ¡El mío fue bendito! ESPOSA: ¿Cómo lo puede perdonar si fue responsable de la muerte de su esposo? MADRE: ¿Qué se le iba a hacer? Tenían el mismo nombre y los confundieron.

115 ESPOSA: Y mataron al inocente y no al culpable. MADRE (Defensiva.): Mi hijo es y será siempre inocente. ESPOSA: Lo que se llama inocencia, nunca llegó ni a sospe- charla. (La vieja busca con la mirada apoyo en la nieta.) MADRE: Que la inocente, si ella quiere, sea la que lance la pri- mera piedra. ESPOSA: Eso ni ella ni usted. MADRE: A mis años, eso ya no importa. HIJA: ¡Abuela, nos espera algo terrible! Debemos estar más uni- das que antes. ESPOSA: Hoy quedé viuda, mi hija huérfana y usted sola. MADRE: Mi instinto de madre me dice que volverá, a lo mejor no vuelve contigo, pero a mí nunca me abandonará. ESPOSA: Mire estas tijeras. (Muestra las terribles tijeras.) MADRE: Las tijeras toledanas de mi abuela, yo te las regalé. ESPOSA: ¿Y por qué son tan grandes? MADRE: Con ellas, mi abuela cortaba las tormentas, decía: “Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita con papel y agua bendita. Santa Bárbara doncella, líbranos de la centella y del rayo mal parado”. ¡Y el cielo la obedecía! ESPOSA: Pues con estas tijeras cortamos el hilo de la vida de su hijo. MADRE: Mi hijo no tiene hilos, no es títere de nadie. ESPOSA: Siempre pendió del cordón umbilical. MADRE: ¡Mentira! Ése lo vi cortar el día en que nació, no lloraba y yo temía que hubiera nacido muerto; y en ese instante escuché su llanto con lágrimas de vida. Antes éramos un ser y él lloraba porque nos habían separado. ESPOSA: Hoy va a llorar lágrimas de muerte. HIJA: ¡Mamá, no! ESPOSA: ¡Prepare los ojos para este espectáculo! (La esposa retira la sábana y el cadáver aparece.) MADRE: ¡Hijo mío!, ¿quién te hizo esto?

116 MADRE: ¡Fui yo y fue su nieta! HIJA: ¡Abuela, yo no quería! (La Madre se acerca al cadáver, le arregla el pelo y lo besa en la fren- te y baja hasta posar sus labios en la muda boca.) MADRE (Con gran pathos.): ¡A mi marido me lo mataron y a mi hijo también! Pertenezco a una estirpe maldita. (La nieta se arrebu- ja con la abuela.) ESPOSA: En cada generación, hay un mata-mujeres, que se casa con una que resulta parricida y juntos engendran una estirpe fra- ticida. Este juego se llama la familia feliz… Matarlo fue fácil, más sencillo que abandonarlo. (Mira a su suegra.) Fue maldito con to- das, hasta violó a su nieta. HIJA: Eso es cierto, abuela, me tocó varias veces. ESPOSA (Sigue dialogando con la vieja.): El tenerme de mujer y acostarse con varias amantes, no le bastó, quiso también con la hija. Por eso, en este rito de sangre, le pedí a su nieta que le encajara las tijeras del odio. ¡Fue valiente y lo hizo! (Mira a la muchacha con orgullo.) ¿Verdad, hija? HIJA (Llora.): ¡No quería, pero mi madre me guió la mano! ESPOSA: Ahora le toca a usted. (La Esposa le ofrece las tijeras a la Madre.) MADRE: ¿Yo? ¿Lastimar a mi hijo? ¡Nunca! ESPOSA: Recuerde cómo lo engendró. MADRE: Me abrí de piernas y eso fue todo. Tenía marido, ¿qué iba a hacer? ESPOSA: ¿Y la gonorrea? MADRE: ¡Maldita, un día te lo confié!... Fue su gonorrea y fue mi gonorrea, ¿qué tienes que reclamar? ESPOSA (Lleva la cuenta.): ¡Va una! ¿Y qué pasó el día en que na- ció su bebé? MADRE: No recuerdo más que los dolores de parto. ESPOSA: ¿Cuántos días pasaron para que llegara su esposo a ver al recién nacido?

117 Abuela: No los conté. ESPOSA: ¿Cómo de que no? Había cumplido el niño un mes cuando regresó de festejar. ¡Van dos! MADRE: Pero aún el bebé no gateaba. ESPOSA: Y luego la llenó de ponzoña. En vez de mamar, mordía sus pezones hasta sacarle sangre. ¡Van tres! MADRE (Ríe.): Es que había nacido con dientes, pero yo nunca me quejé. ¿Cómo lo supiste? ESPOSA (Mira a la Hija.): Sobró quien me lo dijera. (Mira a su suegra.) ¿Quiere que siga? O mejor usted diga si tiene alguna cuenta que saldar con su querido hijo. MADRE: ¡Nada le reprocho! ESPOSA: Eso ya lo sé, y nunca aprobé su silencio. Nosotras, las mujeres, tenemos que huir de los tres derroteros que los hombres nos dejan: la casada, la quedada y la abandonada. MADRE: ¿Qué voy a decir? Las desveladas de niño… las pen- dencias de hombre… (Levanta los hombros y mira a la Esposa.) Pen- sé que iba a sentar cabeza contigo, pero no fue así. ESPOSA: La cabeza pensante, más o menos la sentó, pero la otra cabeza no la sentaba sino la acostaba con cualquier ofrecida. HIJA (Leyendo el pensamiento de la Madre.): ¡Madre, no es nece- sario…! ESPOSA: Tiene ella que hacerlo, es la única forma de silenciar nuestros demonios. HIJA: Abuela, ¿verdad que no vas a decir nada? Lo enterramos en el campo de atrás y diremos que papá se fue al norte... Nosotras podemos comenzar una nueva vida. ESPOSA: ¡Tome las tijeras, levántelas y dé un tajo, y quedará li- berada para siempre de tanto dolor! Con sangre limpiará la estirpe, como usted dice. MADRE: Para lavar las heridas, primero hay que hacerlas. ESPOSA: Será fácil, su nieta la ayudará. (A la hija.) ¡Ten las tijeras! (La Hija duda en tomar el instrumento cortante.) ¡Esto

118 corta el diluvio de las lágrimas y detiene el trueno de las tor- mentas! (La Esposa toma la mano de la Hija, le hace sujetar las tijeras, bus- ca la mano de la Madre, la encuentra, y juntas las tres manos se levan- tan, como si las tres iniciaran el movimiento o, acaso, sólo una.) ESPOSA: Cierren los ojos, concéntrense en su dolor, hay que limpiar todos los resquemores. A la de una (Las manos se levantan más.), a la de dos (Se tensan los cuerpos.), y a la de tres (Dan el za- patijeretazo sobre el pecho del difunto.) Ya es sólo un saco de huesos inanimados. Cuando tres mujeres matan a su hombre, no es cruci- fixión, sino liberación... ¡Ahora, somos libres! (Como si fueran las tres gracias deambulan alrededor del cadáver. Intempestivamente, los celos de la Esposa la impulsan a lanzarse con- tra el cadáver. En sus manos encrespadas lleva la enorme tijera, por la cabellera agarra al muerto e intenta degollarlo en medio de grandes resoplidos. No hay sangre. Lucha por terminar la infausta faena y lo logra con sorpresiva facilidad. Levanta la cabeza en señal de triunfo.)1 ESPOSA: ¡No le debemos ni una lágrima! No las mereció mien- tras vivía... Lo enterraremos en el campo abierto, como a un perro, y sanseacabó. (La Esposa repara en los labios besables del cadáver y se le prende, para luego escupir asqueada.) HIJA: ¡Mamá, no! ESPOSA: Es parte del rito de la libertad, debemos despedirnos. ¡Es tu turno, hija! (La Hija, trémula, se acerca.) HIJA: Nunca me besó en la boca. Él quería pero yo me contuve. ESPOSA (Celosa.): ¡Por tu culpa, él metió sus infidelidades a mi casa! (La Hija besa la mejilla y pasa la cabeza a la abuela.)

1Nota para el director: es una cabeza de tramoya—aunque bien hecha—, mientras la verdadera queda cubierta por la sábana, pero se dibuja el cuerpo inmóvil.

119 MADRE (Dirige su parlamente a la muchacha.): Solamente a ti te hacía caso, si tú no pudiste con él, menos nosotras. Se parecía a su padre, olía igual cuando sudaba, igual la barba picaba en mi mejilla al besarme. A ambos se les cayó el pelo, pero sus carnes nunca se volvieron flácidas. Tocar a mi hijo era tocar a mi marido, eran igua- les, sus espaldas siempre estaban duras como en erección. ESPOSA: ¡Saquémoslo al campo! HIJA: ¡Abuela, ya no tenemos escapatoria! MADRE (Habla con cariño.): Quiero besarlo antes de que se lo lleven. (Toma la cabeza, le arregla un poco el pelo con cariño y le quita unas gotas de sudor.) ¡Mi hijo, mi niño, nunca llegaste a ser viejo, algo de bueno harías que mereciste la eterna juventud! (Besa la mejilla y besándola alcanza el clímax de la boca.) ¡Nunca percibí la juventud en los besos de mi marido! (Coloca la cabeza sobre el sudario.) (Las tres desgracias arrastran el cuerpo y juntas inician mutis. La cabeza ha quedado olvidada sobre el arrimadero, sus ojos están cerra- dos y tiene el color cerúleo de la muerte. También ha sido olvidado el gran sudario.) HIJA: Somos una trinidad de brujas. MADRE: Yo soy la diosa madre… ESPOSA: Yo, la diosa mujer… HIJA (Sonríe graciosa.): Y yo la paloma. (Oscuro paulatino hasta el negro total. Tras unos instantes acaso demasiado largos, la luz regresa poco a poco. Primero se ilumina la cabeza, que aún está sobre el arrimadero; sorpresivamente parpadea una vez, dos veces. Y con voz de timbre irresistible, el difunto inicia el parlamento siguiente.)2

2Notas para el director: Opción 1: En el oscuro, el Hombre re- gresa y se introduce dentro del arrimadero, retira la cabeza de tramoya y presenta al público la propia. Opción 2: Otro actor ha permanecido tras el arrimadero desde el inicio de la obra y representa al cadáver después del

120 HOMBRE: Matarme no fue labor fácil porque han muerto con- migo, como yo también sobrevivo en ellas. ¿Por qué me han per- seguido? ¿Por qué no aprendieron a vivir sin mí? Yo no decidí que mi madre me pariera; ni elegí a mi esposa porque nos casaron a la fuerza; ni escogí a mi hija, porque yo quería un varón. ¡Todas me manipulaban y luego querían que fuera feliz! ¡Les pertenecí a todas, pero a ninguna del todo! Si el amor no es eterno, ¿cómo pueden exigir que conmigo lo sea?... Todas mis mujeres fueron peldaños para subir al cadalso. Cuando nací, tuve que llorar para decir que estaba vivo, pero después esas lágrimas me fueron prohibidas. ¡Los hombres no llo- ran!, me decían, y yo me las sorbía. Crecí y ya no supe llorar. Cuan- do quise amar, ¡que no, que eres un niño!, ¡que no, que es tu herma- na!, ¡que no, que es un hombre!, ¡que no, que es de otra clase! ¡Pero cásate por las tres leyes: doblégate a la de Dios, conlleva la ley de la costumbre y resígnate a la jodencia! ¡Y yo insistía en amar! Quería un hijo y sólo llegó una niña, pero cuando me besaba esa niña, la sentía mujer. Celos, de todas, y verdadero amor, de ninguna. Me hice hombre y me llovieron las tentaciones. ¡Que no quería, que sí quería! Todo fue un rosario de decepciones. Nada llegó a ser perfecto, ni completo, todo fue des- encuentros… Unas mujeres parecían diosas y otras diablesas, pero todas me repatriaban a ser simplemente un hombre, ¡pero yo quería ser a la vez héroe-ángel-demonio! ¡Degüelle antes o degüelle después, ésa es la cuestión! No importa que hagas de todo o que no hagas nada. Habité dentro de una mujer que me parió y me crió, penetré a muchas creyendo que renacía, pero me hundía cada vez más. Luego procree una hija y descubrí con horror que ella era la mujer que más amaba. ¡He vivido en una cárcel con mujeres por carceleras!

degüelle y es también el cuerpo sacado de la escena por las tres mujeres; mientras, aprovechando el oscuro, el actor del Hombre se esconde tras el arrimadero y saca la cabeza por un agujero que mira al público.

121 Las tres me asesinaron, pero desde lejos muchos puños feme- ninos conjuntaron esa fuerza. (Dirige su parlamento al público del escuchar creativo.) “¿Quién mató al Malhechor? Fuente Hembruna, señor”. ¡Mi madre me sorbió la infancia! ¡Mi esposa se las arregló para separarme de todas, hasta de ella! Y por mi hija crucé la fron- tera del amor y con horror la hice mía. ¡Pero nadie ha saciado la sed de mujer que tengo! (Durante el monólogo, la luz fue desapareciendo hasta sólo ilumi- nar la cabeza. Oscuro total como si el tiempo hubiera muerto.3 Vuelve la luz y el público constata que la cabeza ha desaparecido; también el sudario.) (La puerta exterior se abre intempestivamente y entra el Hombre, “vivito y coleando”, como en el inicio de la pieza. El público deberá con- cluir que no hubo crimen. El final de la pieza debe ser gozoso.) HOMBRE: ¡Mujeres! ¡Mujeres!, ¿dónde están? (Las tres muje- res se asoman estupefactas y ven al hombre vivo y sonriente.) Traigan agua pare refrescarme que vengo acalorado. (Con rapidez la Esposa toma una palangana y la Hija una jarra con agua; mientras el Hom­ bre se saca la camisa y queda con el dorso desnudo, se inclina y ofrece el rostro y los brazos a la frescura acuática. Luego, se sacude como lo haría un animal recién bañado, mojando a las tres mujeres, sin que el varón lo note. La Esposa le ofrece una toalla, la toma sin dar las gracias. Repa- ra en su Madre.) Mamá, ¿qué haces aquí tan temprano? MADRE: Quería verte, hijo. (El Hombre besa la frente de su ma- dre con ternura.) HOMBRE (Repara en la Hija.): Hija, te miro los ojos tristes. HIJA: No, papá, estoy contenta de volverte a ver. (El Hombre acerca los labios a los de la hija y pasa a besar su mejilla.) HOMBRE: Y tú, mujer, no dices nada.

3 Nota para el director: En este oscuro, el actor que personifica al Hombre sale de escena.

122 ESPOSA: No has desayunado, ¿verdad? HOMBRE: ¿Dónde desayuno más rico que en mi hogar? ¡Es her- moso volver a casa y encontrarme con las tres mujeres de mi vida! (Nota los sentimientos de las mujeres.) ¿Alguna tiene algo en mi con- tra que quiera decirme? MADRE: Hijo, eres la única razón que tengo para desear que la vida se alargue. HIJA: Papá, me has enseñado tanto… contigo comprendí lo que es un hombre. ESPOSA: ¿Qué puedo decir? En medio de la noche odio, pero al amanecer perdono. HOMBRE (No ha escuchado ninguna de las tres respuestas.): ¿Qué sería de mí si no las tuviera a mi alrededor amándome tanto? (Las tres mujeres besan al Hombre con fruición, mientras el macho alfa sonríe complaciente y arropa a sus mujeres con ardientes arruma- cos. Fin.)

Argentina, mientras cenaba. 13 de noviembre de 2013.

123 124 ÍNDICE

Prólogo. Lamentos y ausencias, presencias y anhelos en el teatro de guillermo schmidhuber de la mora,

No murieron por la patria. Celebración fársica, Escena I, Escena II, Escena III, Escena IV, Escena V, Escena VI, Escena VII. La ventriloquía, Escena VIII, Escena IX. Monólogos finales,

Cuarteto para llorar una ausencia. Obra en un acto,

Aniversario de papel. En tres tiempos y un epílogo, Tiempo Primero, Tiempo Segundo, Tiempo Tercero, Epílogo y Prólogo,

El ritual del degüelle. Obra en un acto, Acto único,

125 teatro para lamentar una ausencia se terminó de imprimir en la Ciudad de México en agosto de 2016, en Impresos ADAME, Baja California 445, Col. Obrera, CP 06800 Deleg. Cuauhtémoc. Se utilizó el tipo Arno Pro en 10, 12, 14, 24 puntos.

Tespis nació en Icaria en el siglo VI antes de Cristo. Se le considera el iniciadodor de la tragedia griega e introductor de la máscara.

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