LA PAZ 450 AÑOS Libro Publicado Por La Honorable Alcaldía Municipal De La Paz (1998), Coordinado Por José De Mesa Figueroa, Teresa Gisbert Y Carlos D
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1 LA PAZ 450 AÑOS Libro Publicado por la Honorable Alcaldía Municipal de La Paz (1998), coordinado por José de Mesa Figueroa, Teresa Gisbert y Carlos D. Mesa Gisbert SE INCLUYEN TODOS LOS TEXTOS ESCRITOS POR CARLOS D. MESA GISBERT EN EL CITADO LIBRO 2 LA PAZ CIUDAD DESCOLGADA DE LOS ANDES Carlos D. Mesa Gisbert “Qué extraño es el hechizo que me llama, ciudad nacida de la guerra, que tengo los minutos inundados de desearte, los labios secos sin tu valle” C.D. Mesa Si algún rasgo define a la ciudad y la distingue entre las demás, es su altitud, inconmensurable, atemorizadora, pero también solitaria. De pronto, en medio del inmenso altiplano la meseta más alta de América, se abre como una herida cortada a cuchillo el valle de Chuquiago, como para romper la soledad, o engañarla. La puna gigantesca tiene en un flanco la cadena de los Andes, en el otro, cercano al valle, el lago, mágico y secreto. Es el occidente de Bolivia, allí donde un puñado de hombres, hace algo menos de 10.000 años, comenzó a construir un mundo propio que sería luego uno de los centros culturales más poderosos del continente. En este lugar tiene sentido la fuerza del viento, la soledad, la transparencia, la extraña fascinación de sentir el tiempo detenido, la belleza de lo desmesurado y el terror de la aridez que parece no tener fin. Aquí está desparramado el altiplano, en 200.000 km2 a 4.000 mts. de altura sobre el lejano mar. El gris es su color fundamental, descompuesto en una 3 sinfonía de tonos que no se podrían contar, ni siquiera explicar si no se los mira una y otra vez. Frente al gris y contra el gris se despliegan el azul del cielo y del lago (la transparencia) y el blanco-gris de las nubes y la nieve cordillerana. En el valle que baja de la gran plataforma está La Paz la ciudad más grande y más india de los Andes. Fundada en 1548 por un capitán español de airoso nombre para sellar la pacificación de las guerras intestinas entre conquistadores, la ciudad se amasó en sangre y tuvo como destino ser el centro complejo y atribulado de la historia de la República, que se empeñaron en fundar un mariscal idealista y un inteligente, ladino e inescrutable doctor altoperuano. La ciudad tiene hoy 1.300.000 habitantes, de ellos casi el 70% aymaras o de origen aymara, son el corazón de la ciudad, el motor de su vida agitada y desplegada en las calles. No sólo sobrevivieron, sino que han marcado a fuego la personalidad y el espíritu de la gran ciudad andina. Dominadores primero, dominados después, protagonistas al fin, los aymaras son los mismos, aquellos que sojuzgaron a los Urus, que sufrieron y pelearon a los incas, que vieron llegar a Almagro y soportaron tres siglos de conquista y colonia hispánica, que recibieron a Bolívar y engendraron al mestizo Santa Cruz. Los mismos que contemplaron un país que se podía mirar pero no tocar, hasta que junto al abogado de la incipiente clase media y al revolucionario de la casi inexistente pequeña burguesía, decidieron descolgarse a la ciudad y hacer la Revolución. Desde entonces la ciudad fue tomada y construida en olor de multitud. La capital que buscaba desesperadamente parecerse a Buenos Aires, o por lo menos a Lima, encontró su destino en el mestizaje y, difícil como su propia geografía, se desparramó en un caldo abigarrado, con el sabor fuerte de uno de sus platos típicos, el chairo, picante y espeso. 4 Pero La Paz, es casi por encima de todo sus montañas. Un inmenso mar encrespado de montañas la rodea y la marca. La ciudad más que parte de los Andes, es los Andes, tiene su mismo poder inescrutable. Es un medio fuerte, con una personalidad inconfundible, la misma que los cerros transmiten, por eso la ciudad los va tomando y mezclándose en sus colores. Año tras año las casas trepan hasta alfombrar la tierra y hacerla suya. Negándose a la asfixia de su espacio limitado, la ciudad subió para buscar el aire y comenzó a invadir el altiplano. Nació un inmenso conglomerado humano cortado por el viento implacable que llega del lago, se afirmó en los bordes del valle y se inventó una nueva ciudad a la que puso el único nombre posible para una locura como esa: El Alto. Una parte, la más solitaria y difícil de La Paz. Chuquiago nació a los pies de un hito mítico y bello, el que le da fuerza y le permite reconocerse cada mañana, el Illimani (el Resplandeciente). Con 6.462 mts. de altura, tres cumbres (una de ellas una simple ilusión en la distancia) y unas formas majestuosas, siempre coronadas de blanco, el Illimani es el eje radiante de La Paz, hace y define el paisaje, expresa lo andino y hace comprensible el que una cultura milenaria venerase la montaña y constrúyese leyendas en sus vértices. A su lado están también las deidades menores. El Mururata inmenso cerro descabezado con un gigantesco copo de nieve sobre el cuello cortado, el Huayna Potosí, más cerca de la altipampa que de la ciudad, o la Muela del Diablo en la parte baja del valle, donde el gris comienza a descomponerse en tierra sorprendentemente roja. Detrás, en el horizonte (tan distinto a la línea infinita del Océano) las puntas de decenas y decenas de cerros que alimentan los ojos de los paceños y les marcan el alma, y les definen el espacio vital. La Paz expresa para la historia la incapacidad de la sociedad boliviana de resolver sus conflictos interiores. Es parte de la mirada traumática al pasado, la negación del padre y la vergüenza por la madre. Estamos ahitos de repetir las grandezas de Tiahunacu y de idealizar irreflexivamente al incario nacido (la magia de 5 la Leyenda) de las entrañas del Titicaca. Pero mantenemos sorda y pertinaz una batalla racial en las entrañas. De esa lucha hemos engendrado la paradoja, el personaje que recorre y construye la ciudad: el cholo. Lo indio y lo cholo transforman la calle en mercado, de olores, de gritos, de toldos y polleras, de entreveradas voces aymaras tan duras como los rostros casi negros requemados por el sol implacable. Buenos Aires esquina Tumusla, la más célebre esquina de la ciudad, la más abigarrada, la más paceña, la más fea tal vez. Es el tiempo del cemento y del ladrillo, de los perfiles de hierro imitando la idea del progreso. Y más arriba los colores hechos luz, el verde palta, el amarillo patito, el púrpura arzobispal, o el naranja, todos rabiosos salpican las laderas que suben desde la Garita de Lima hasta el mismo cielo. En esas calles que recuerdan inmensos bazares dieciochescos, parece cierto aquello de que “todo boliviano tiene algo que vender”. El corazón paceño se ha clavado en el punto de confluencia de las dos ciudades, la india-mestiza que baja desde la ceja del Alto y se apodera de sus calles y la criolla que sube desde los eucaliptos de Aranjuez, en el Sur. Las dos se encuentran y se mezclan en la plaza Pérez Velasco (un general liberal de principios de siglo que creyó en el federalismo y peleó para arrebatarle a Sucre la sede del gobierno). En ese punto está la esencia de la urbe colla. La vieja plaza de Churubamba, hoy Alonso de Mendoza (homenaje al fundador), está apenas a unos metros de este centro vital, todavía flanqueada por las casonas coloniales de época como el Tambo Quirquincho, o la iglesia de San Sebastian. De la “Pérez” parte la calle Comercio que llega a la plaza de armas, denominada Pedro Domingo Murillo, el personaje paceño de la independencia por antonomasia. En la plaza, víctima del progreso hecho asfalto, está el Palacio Quemado, una casa de opereta de acuerdo a algún visitante cáustico, en el que murió Belzu asesinado sin compasión y olvidado (fue sólo una fracción de segundo), por los mestizos que siempre lo adoraron. De uno de sus balcones fue arrojado el cuerpo inerte del joven teniente coronel Villarroel que sería colgado en horroroso rito de sangre, en uno de los 6 faroles de la plaza. Y como una reparación otra multitud enfervorizada y triunfante (o quizás la misma) vitoreó al joven Presidente que sonriente y con la mano hecha V de victoria, saludaba desde otro balcón del Palacio (o quizás el mismo) anunciando el advenimiento de la Revolución. Las calles que llegan y salen de la Plaza conservan aún el aire de la arquitectura que marcó el paso entre el XIX y el XX con sus fachadas decoradas con la paciencia y el arte del repostero; en ellas pusieron sus manos de hábiles artesanos los mestizos que construirían luego los pujantes y horribles barrios populares de la nueva La Paz. Abriendo la ruta hacia la “gran ciudad”, está la plaza de San Francisco, bautizada así por el nombre de la imponente iglesia construida en lo que fue el límite original entre la villa española y la villa india en el siglo XVI. El templo franciscano es un testimonio vivo de la riqueza del mestizaje. En las columnas salomónicas de uvas, mascarones, monstruos de labio leporino y orejas de puma, está la grandeza de una sociedad que en pleno siglo XVIII y a menos de cincuenta años de su independencia, fue capaz de hacer una arquitectura nueva y suya, mezclada y original, como las calles y casas asentadas en ese particular espacio cerca del cielo. Al pie de la portada se congregan, se mezclan y se expresan los paceños.