La Dama Del Antifaz

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La Dama Del Antifaz Capítulo 1 North Yorkshire, agosto de 1762 Lo de pecar era un asunto fácil, ¿verdad que sí? ¿No lo llamaban el «plácido ritual del coqueteo»? En el oscilante y estruendoso carruaje, Rosamunde Overton ocu - paba un asiento equidistante de todos los cristales de las ventanas; huía hacia casa con su honor aún intacto, por cobardía. Tenía miedo a las ventanas de los carruajes desde el accidente que marcó su rostro de cicatrices, pero no se había percatado de lo asusta - diza que se había vuelto con todo en general. Una persona que se ve obligada a permanecer en cama pierde fuerza en las piernas. Ella, reti - rada durante ocho años en la tranquilidad de Wensleydale, había per - dido toda la fuerza a la hora de relacionarse con desconocidos. ¡Sobre todo a la hora de pecar con ellos! Hundida en el asiento, contemplaba un paisaje que parecía reflejar su estado de ánimo. Tétricas nubes se dibujaban sobre los pastos de ovejas cubiertos de matas que poblaban la elevación de terreno; eran los restos de la tormenta que había retrasado su viaje. La luz del día sólo era un recuerdo carmesí, la luz de la luna un pálida promesa, y ella avanzaba melancólica en el lapso intermedio de color gris cadáver. Pecar les había parecía algo bastante sencillo cuando ella y Diana planearon aquello. Su marido, su hogar y toda la gente de Wenscote necesitaban un niño, pero su marido no podía dárselo. Por lo tanto, se pondría una máscara y se entregaría al desenfreno de un baile de disfraces en Harrogate. Tal y como había prometido Diana, algunos hombres mostraron interés por pecar con ella. Mostraron interés, 7 aunque ninguno pasó a la acción, por ayudarla a engendrar un hijo, sin que el hombre implicado conociera su identidad. Cerró los ojos. ¡Iba a ser tan fácil! Sin embargo, en vez de animar a alguno de estos hombres, Rosa - munde fue revoloteando de pareja en pareja, buscando nerviosa un se - ductor más a su gusto. ¿Qué diantres había esperado? ¿Un príncipe guapo? ¿Un gallardo Lovelace? ¿Un noble Galahad? A medida que la velada avanzaba, pronto comenzó a comprender que aquellos amantes de ensueño no existían. Ya entonces era dema - siado consciente de los defectos de los hombres de carne y hueso. Gordas barrigas, miradas lascivas, labios húmedos, manos sucias, an - dares patizambos… Pese a llevar unas cuantas copas de vino encima para encender su sangre, finalmente perdió el valor y huyó. A la primera oportunidad, antes de que Diana reaccionara, ordenó su carruaje para que la llevara de vuelta a los valles, a la seguridad, a Wenscote. Wenscote, un santuario que no se merecía, pues no estaba dis - puesta a salvarlo. Sin un hijo, la finca pasaría un día a manos de Ed - ward Overton, el sobrino de su marido. Edward se la entregaría in - mediatamente a su severa secta religiosa. La salud de su marido no era buena, y el fracaso de aquella noche tal vez acelerara su muerte. Aque - llo podría acabar con el bondadoso hombre que había ofrecido cobi - jo a una joven herida a los dieciséis años. El doctor Wallace sostenía que la preocupación estaba agravando los problemas internos de Digby y sus ataques de vértigo. ¡Tenía que haber sido tan fácil! Rosamunde se rindió a la imagen idílica de un Digby feliz, que disfrutaba observando a su hijo crecer y descubrir su herencia. Tal vez, con un niño en quien pensar, Digby incluso seguiría las órdenes del doctor para que tomara alimentos sanos y poca bebida. Las lágri - mas le escocían en los ojos, pero eran lágrimas de anhelo. La clave, no obstante, no estaba en sueños ilusionados, sino en el pecado y sus consecuencias, y en eso había fallado… Dejó a un lado sus pensamientos inútiles, bajó rápidamente la ven - tana y gritó: —¡Alto! —¿Alto, milady? —preguntó el cochero. —¡Sí, alto! ¡De inmediato! 8 El carruaje frenó entre sacudidas y se detuvo ligeramente inclina - do, lo que provocó que la doncella de Rosamunde, quien roncaba a pierna suelta, casi dejara caer su considerable masa sobre su señora. Apartó como pudo el cuerpo de Millie y luego se acomodó de nuevo en su propio asiento. —¿Algún problema, milady? —gritó Garforth desde su puesto. —Me ha parecido ver algo tirado en el camino. Tal vez una perso - na. Envía a Tom a echar un vistazo. El coche se zarandeó cuando el joven mozo bajó de un salto. Ro - samunde, asomada por la ventana, siguió su avance en la penumbra. —Un poco más, Tom. No, más allá. ¡Cerca de ese tojo! —¡Demonios, pues es verdad! —exclamó el mozo, quien se aga - chó y se inclinó levemente. Luego alzó la vista—. ¡Es un hombre, se - ñor Garforth! Rosamunde abrió la puerta, se agarró las amplias faldas y bajó de un salto al camino. —¿Está muerto? —gritó ella mientras se acercaba corriendo. —Más bien lleva una borrachera de muerte, milady. Aunque, ¿qué hace aquí tan lejos de…? Rosamunde echó un vistazo a un socavón fangoso. —Morirá si se queda ahí. ¿Puedes levantarlo? Tom metió sus grandes manos bajo los brazos del hombre y tiró hacia arriba. Tom era un tipo fornido, pero con lo mojada que estaba la carga, que además era un peso muerto, incluso él tardó un rato en arrastrar al hombre hasta el camino. Rosamunde se echó de rodillas al lado del bulto, que hedía a lana mojada y ginebra. Con una mueca, cogió su helada muñeca para tomarle el pulso. Al menos estaba vivo. Quejándose de la sombría luz, buscó a tientas he - ridas o lesiones, pero no encontró nada. Como bien había dicho Tom, el hombre estaba borracho como una cuba, pese a que la posada más próxima se encontraba a millas de distancia. —¿Qué vamos a hacer con él, milady? —preguntó Tom. —Llevárnoslo con nosotros, por supuesto. —No, no podéis hacerlo. ¿Quién sabe qué es? Desde luego no es de por aquí. Y aquello prácticamente lo situaba al lado del diablo. Rosamunde miró a Tom a los ojos. —¿Somos entonces como los sacerdotes y levitas, capaces de pasar de largo por el otro lado del camino? ¿O somos buenos samaritanos? Di a Garforth que haga retroceder el coche hasta aquí. 9 Sacudiendo la cabeza, el mozo partió a la carrera. Pese a las refe - rencias bíblicas, estaba segura de que el muchacho se moría de ganas de consultar con su superior la desición alocada de su señora. No era alocada, de todos modos, pues no podía dejar abandonado a aquel hombre, aunque fuera un zarrapastroso y un borracho. Las noches eran frías allí arriba, incluso en verano, y empapado como estaba, tal vez no sobreviviera. Mientras el coche comenzaba a crujir para retroceder hacia ella, y engatusaban a los caballos para que hicieran esta inusual maniobra, Rosamunde estudió su parábola viviente bajo la luz decreciente. ¿Era posible que, como sucedió al hombre en el camino a Jericó, le hubie - ran asaltado los ladrones? Era poco probable. Incluso la penumbra hubiera permitido ver magulladuras o sangre. No, sin duda no era más que un simple juer - guista que había bebido demasiado. De todos modos, no se trataba de un vagabundo, pese al hedor y la incipiente barba en el mentón. Con dedos cuidadosos examinó sus pantalones y la chaqueta de resistente tela. Prendas respetables con un modesto ribete galoneado y botones de asta. Su chaleco era liso, el lazo no estaba ribeteado de encaje. Todo indicaba un hombre formal con empleo y responsabilidades. Aquello la desconcertó. Por su experiencia, los borrachines provenían de las categorías más bajas y más altas de la sociedad, no de las clases trabajadoras, medias, que mejor conocía ella. Llevaba botas de montar. Tal vez aquello explicara algunas cosas. Tal vez se había caído de su caballo por la borrachera. —Todo un misterio, ¿eso es lo que sois, verdad? —murmuró, y examinó con cautela su ropa. Se sintió especialmente incómoda al in - troducir los dedos en los bolsillos de los ajustados pantalones. No pudo evitar tocar la forma de sus flácidas partes masculinas. No sirvió de nada. Aparte de un sencillo pañuelo, tenía los bolsillos vacíos. Tal vez le habían robado todo, o se había gastado hasta el último penique en bebida. Aprovechó el pañuelo de él para limpiar parte del barro del rostro. Cuando el carruaje se detuvo lentamente a su lado, los farolillos arro - jaron un foco de luz vacilante sobre su tarea. Oh, santo cielo. Pese a la barba, los rasguños y una magulladura menor en la meji - lla, sin duda aquel personaje era la debilidad de alguna mujer. El ros - tro no es que fuera magnífico, más bien agradable, con rasgos unifor - 10 mes bien dispuestos, rasgos que pese a estar inconsciente sugerían sonrisas más que ceños. Enternecida de pronto, Rosamunde acunó aquella mejilla sin afei - tar en su mano, contenta de ser capaz de devolver a aquel hombre a la gente a quien sonreía. Sólo podía esperar que la experiencia le sirviera a él de lección. Pero no tendría oportunidad si cogía una afección pul - monar. —¡Deprisa, Garforth! —¡Hago todo lo que puedo, milady! Pudo detectar que a su cochero su acto caritativo no le hacía más gracia que la que le había hecho a Tom. ¿De veras habrían sido capa - ces de dejar allí tirado a aquel hombre para que se muriera? Una vez el coche quedó bien situado, Garforth amarró las cintas y dejó los caballos el tiempo suficiente para ayudar a izar al hombre y meterlo en el vehículo. No era una labor fácil, con su metro noventa y su constitución fuerte. El proceso consiguió despertar a Millie, un milagro en sí, quien después de farfullar y exclamar sacó las mantas reservadas para los viajes más fríos y le envolvió con ellas.
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