Prisionera Del Deseo
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PRISIONERA DEL DESEO JENNIFER BLAKE CAPITULO 1 Era un espectáculo fantástico y centelleante. El teatro St. Charles deslumbraba con la luz de gas que emitían las grandes arañas góticas de hierro forjado, con sus globos de opalina. El suelo de madera estaba encerado de tal modo que reflejaba no sólo cálidos charcos de luz, sino también las columnas de yeso blanco, con su decoración de hojas doradas, el terciopelo carmesí del telón, las balaustradas de los palcos y el diseño en forma de lira del techo. Desde la bóveda se habían suspendido cintas de seda roja, verde y dorada, hasta los palcos altos. Se mecían suavemente en el calor ascendente que despedían las luces de gas, como si se movieran al compás del vals cadencioso que ejecutaba la orquesta. Los bailarines giraban en la pista, vestidos de seda, terciopelo y encaje, con sus ojos chispeantes de placer bajo las ranuras de las máscaras. Aquí, una muchacha vestida de dama medieval, con un sombrero en punta, envuelto en velos, bailaba en compañía de un beduino de túnica flotante. Allí, un monje, con una cruz balanceándose sobre sus rodillas, formaba pareja con una mujer vestida de vestal. Del brazo de un soldado dragón iba una dama de peluca empolvada y cinta roja al cuello, proclamando su pertenencia a la época de la Revolución Francesa. Centelleaba el paño de oro. Las plumas flotaban y se mecían en los sombreros. Falsas piedras competían en fulgor con el brillo discreto de las joyas auténticas. El aire olía a perfume con un dejo de alcanfor, pues muchos de los disfraces habían permanecido almacenados hasta ese martes de carnaval. Se oía un rumor de alegría y conversaciones, que a veces se imponía a la música. En el ambiente flotaba un aire de osadía, de placer audaz, mientras se coqueteaba discretamente tras el anonimato de los disfraces protectores. Anya Hamilton, que observaba a la multitud desde su puesto, contra una de las grandes columnas que sostenían el círculo de palcos, ahogó un bostezo. Bajó sus oscuras pestañas de puntas rojizas. El humo y el olor del gas parcialmente quemado le estaban causando dolor de cabeza; o tal vez era el lazo fuertemente atado que sostenía su antifaz. La música era demasiado estridente, combinada con el parloteo de voces, que casi la ahogaban. Apenas comenzaba la velada, pero Anya había trasnochado mucho en las últimas semanas. Ése era su quinto baile de máscaras desde que llegara a Nueva Orleans, poco después de Navidad, y no le habría molestado que fuera el último, aunque bien sabía que faltaban dos semanas de festejos semejantes para que llegara el bendito alivio del Miércoles de Ceniza. El Mardi Gras había sido, en otros tiempos, una festividad pagana en honor de la fertilidad y los ritos de primavera. Llamado Lupercalia en aquellos tiempos, por las cuevas en que se llevaban a cabo los festejos relativos a la adoración del dios Pan, deidad de la tierra de los amantes o Arcadia, se había convertido en una excusa para la conducta licenciosa durante el tiempo de los romanos. Los primeros Padres cristianos trataron de suprimirlo, pero al fracasar rotundamente lo incorporaron a los ritos de la Resurrección. Por lo tanto, se declaró que el martes de carnaval sería el último día de festines antes del Miércoles de Ceniza, que anunciaba los cuarenta días de ayuno precedentes a la Pascua. Los sacerdotes llamaron a esa festividad con la palabra latina carnelevare, que se podría traducir, libremente, como adiós a la carne. Fueron los franceses quienes le dieron el nombre de Mardi Gras, literalmente «martes gordo», por la costumbre de desfilar por las calles con un toro enorme, como símbolo del día. También fueron los franceses, en el reinado de Luis XV, quienes popularizaron la costumbre de realizar opulentos festejos antes de la última celebración, así como la tradición del baile de máscaras. Por eso último, Anya sentía cierto rencor contra el pueblo galo. No porque le disgustaran los bailes de disfraces. Por el contrario, siempre disfrutaba con uno o dos, los primeros de la temporada invernal, le salson des visites, como se la conocía en Nueva Orleans. Pero no comprendía por qué Madame Rosa y Celestine tenían que ir a todos aquellos para los cuales recibían invitación. Tal vez era su herencia anglosajona la que deploraba esos festejos prolongados. Para ella, eran aburridos, pero, por encima de todo, agotadores. - ¡Despierta, Anya! ¡La gente te está mirando! Anya levantó sus pestañas con cierta ironía tras la calidez de sus ojos, que tenían el azul de los mares septentrionales. Giró su cabeza para mirar a Celestine, su hermanastra. - Creía que la gente se había pasado la noche mirándome los tobillos, por lo que has dicho. - ¡Y es bien cierto! No comprendo cómo puedes quedarte tan tranquila, mientras todos los hombres que pasan devoran con los ojos la parte inferior de tus piernas. Anya echó una breve mirada a su compañera, disfrazada de pastora, deliciosamente voluptuosa, cuyo escote descubría una buena porción de redondeado seno, y bajó la vista a su silueta, completamente cubierta, descontando los tobillos, que asomaban escasos cinco centímetros bajo el ruedo de una prenda de piel de gamo, que la convertía en una princesa india. Tomó una de sus gruesas trenzas, que tenía el brillo y el rico tono rojizo del palo de rosa lustrado. Mientras agitaba la punta, en un gesto desdeñoso, dijo: - Escandaloso, ¿verdad? - Ya lo creo. Lo que me extraña es que maman lo permita. - Voy enmascarada. Celestine soltó un femenino resoplido. - Con antifaz. Poca protección. - Una india con las faldas hasta el suelo habría sido algo ridículo, bien lo sabes. Si había que ponerse un disfraz, he preferido que fuera auténtico. En cuanto a Madame Rosa, es demasiado buena para tratar de oponérseme. - ¡Más bien di que no tienes jamás en cuenta sus deseos ni los de nadie! Anya sonrió a su hermanastra, apaciguadora. - Mi querida Celestine, estoy aquí, ¿verdad? No te enfades o te saldrán arrugas. De inmediato se alisó la frente de la menor. Eso no le impidió proseguir: - Sólo me preocupa lo que dirán de ti las ancianas. - ¡Qué amable de tu parte, chére! - dijo Anya, dedicando a la otra el término cariñoso que, entre los criollos, se oía mil veces al día -. Pero temo que llegas demasiado tarde. Ya llevan un rato dándole a la lengua. Sería una pena privarlas de la diversión. Celestine miró a su hermana mayor; estudió el suave óvalo de su cara, el chisporroteo de sus ojos detrás de la máscara, la nariz recta y la calidez de la sonrisa que curvaba su boca, perfectamente dibujada. Con la preocupación reflejada en sus ojos pardos, apartó la vista para contemplar el salón. - Hasta ahora sólo te tratan de excéntrica. Hasta ahora. - De pronto se puso tiesa - . Mira a ese hombre. ¿Ves cómo te observa? ¡A eso me refería! Anya volvió su cabeza para mirar en la dirección indicada. El hombre al que Celestine se refería estaba de pie en la primera hilera de palcos, al otro lado del salón, con una mano apoyada en la columna y otra en su cadera. Era alto y de hombros anchos, impresión que se acentuaba por su disfraz negro y plateado, que representaba al Caballero Negro, con manto hasta el suelo y yelmo con visera, que le cubría la cabeza y los hombros. Era una figura poderosa y romántica, aunque con aire peligroso. Tan completo era su disfraz que ocultaba por entero su identidad, pero, aún así, la rejilla centelleante de su yelmo estaba vuelta hacia ella. Resultaba inquietante; esa contemplación firme, sin rostro, casi parecía ocultar una amenaza. Anya sintió un escalofrío inquieto, y al mismo tiempo una extraña conciencia de ser mujer. Su pulso se aceleró, lanzando un cosquilleo a lo largo de sus nervios. Eso fue en aumento hasta que ella, aspirando bruscamente, apartó su mirada. - ¿Me está mirando? No estoy segura - mintió. - Hace media hora que te está observando. - Hechizado por mis tobillos, sin duda alguna. - Anya adelantó su pie, exhibiendo un tobillo que, si bien esbelto y bien torneado, revelaba demasiada fuerza para dar la debida impresión de fragilidad -. Oh, vamos, Celestine, estás imaginándotelo. De lo contrario, es que te gusta ese caballero, pues tienes que haber estado observándolo para saber que él me observaba. ¡Escandaloso! Se lo diré a Murray. - ¡No se te ocurra! - Sabes que no lo haré, aunque la oportunidad es perfecta. Aquí viene. Por detrás de Celestine, Anya había divisado a un joven de rostro fresco. Iba vestido de Cyrano de Bergerac, pero se había quitado la máscara de nariz larga, para dejarla colgando de su cuello. Era de mediana estatura, pelo espeso y rizado, ingenuos ojos de avellana y dueño de una sonrisa que arrugaba sus mejillas bronceadas formando hoyuelos de consumado encanto. En ese momento, se abría camino por el borde de la pista de baile, llevando, con cierta precariedad, dos tazas de limonada. - Siento haber tardado tanto - dijo, entregando su carga a las damas -. Junto al cuenco de limonada había una aglomeración increíble. Es por el calor. Les aseguro que nunca hemos tenido nada así en Illinois, en pleno mes de febrero. Anya probó su limonada, resistiéndose a mirar hacia el palco donde había visto al Caballero Negro; en cambio, fijó su atención en la pareja que la acompañaba. Murray Nicholls era el prometido de Celestine. Las relaciones previas habían sido largas, pero el período de compromiso se prolongaba. Por una vez, Madame Rosa había abandonado su natural indolencia para imponer su punto de vista. No le parecía bien casar a dos desconocidos. El amor era una emoción que necesitaba tiempo para revelarse y establecerse con firmeza, no una tormenta sentimental que llegara como los huracanes de otoño arrasándolo todo a su paso.