SE DESHOJO LA FLOR

J. BALMOHI

JESUS DALMOM. 2/

SI BiSHOJÓ LA FLBB

NOVELA FILIPINA

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MANUA-I915 ES PROPIEDAD. Quejan Uecìioi los registros <¡ue marca Ai ï.ey* Se deshojó la Fior OFRENDA Dedico este libro á DOLORES, á NATIVIDAD, d NIEVES y á ROS AMO, cuatro Angeles de mi y u arda en la vida. JESéS BALMORÍ. Porque fu* humilde como fos matas de las violetas, ¡Cantad, poetas! Porque fué buena sufriendo engaños y padeceres ¡Orad, mujeres! Porque fué un vuelo de mil palomas Su dulce vida de bandolines. (Alzad por ella vuestros aromas Blancos roca!es de los jardines! Porque en b vida fué como un coro De ruiseñores y golondrinas, ^Verted por ella llantos de oro Santas campanas maravillosas de Filipinas!

JESÚS BALMORI. PRIMERA PARTE >E W.SHOJÚ Ì.K H OR

I.

—Tema, rosas comò tu boca. Y Rafael le golpeó el ramo de las rojas flores sobre el hombro desnudo,* sin el pañuelo de la cami­ sa, a la dulce. Volvióse ella, sobre el banquillo del piano, brin- dadora de su alma intensamente en sus labios y en sas ojos y en el divino estremecimiento de sus car­ nes sacudidas ¡or el ramo; y se inclinó, primero para mirar si en la caida alguien les observaba, para des­ pués suspirar mejor que hablarle al cuñado: —Rosas como mi boca y como ésto. Ije sacaba la lengua, roja, fina, pequeña, como la hoja caída de una rosa de aquel ramo de rosas, apretadamente, entre los labios; y tomó de las ma­ nos de el con las suyas cargadas de pulseras, una a una las flores, para prendérselas en los cabellos, con una larga horquilla de oro. Rafael se alejaba, huía en tanto j>or no allí mis. mo acercársela al alma y bebería como a un perfume* ella se volvía al piano, gentil, provocadora con un dulce vals al alma apasionada del en pasión dulcísima rendido; y tarareaba la música apagadamente, en los ojos de el clavados los suyos a través de la luna bi- Velada del es¡*jo sobre ti piano lustroso, mientras él íeguía amándola, suspirándola. 12 PCR JESÍS BAfMOR!

Adorábala así, extasiada, con ojos de loco, de ebrio, deseneajadamente abiertos, visionarios de todo un poema de amor Inconmensurable, de un afin de toda ella, anhelosa el alma y los labios resecos en la fiebre Incensadora de la espera. Mas, de pronto dejó de nvrarla, do beber en sus pupilas el ensuerto de luz encantado; y se volvió, le volvió las espaldas para inclinarse sobre el balcón, sobre el jardín, al morir despacioso de la tarde olorosa de Mayo, como las a ella abiertas—incensarlos de petalos,—sampa- guitas; tarde alba, como su primera estrella abierta en el viento. De abajo, las altas copas de los flang-ilangss e alzaban cargadas de dorados ramos; más allá del jar­ dín el mar temblaba arrojando sus olas como cofres de esmeraldas a la playa ancha y limpia. Ermita softaba bajo el véspero aureo por las almas de todas sus mujeres, de todas sus olas, de todas sus flores; de su humilde iglesia en la torre con melancolía so­ naban las campanas la oración de los ángeles. Y pensaba Rafael. Kl pretérito fijamente des­ plegado ante su vista: su entrada en la familia Delio, adorado por la de él rendida de amor, esposa suya ahora, Dolores; y de entonces, dos arios, convertido en seftorón el pobre artista de familia pobre y pro­ vinciana, sin más porvenir que cuatro pinceles y un par de cuadros, por él ¡u*gado* excelsos y para el re>to de los hombres indiferentemente desconocidos ó desaprobados trozos de mar azul y una vela como un jacinto abierta sobre una barca en blancura de nieves, cestos de flores de las flores cogidas en el jardín para modelo; y rostros de mujeres, muchos SS DtSUOJO IAFLOg j i^ rostros, identicamente parecidos, monótonamente iguales, de ojos lánguidos y chinos, de pálidas son­ risas; la cara tal de la cufiada, Leonarda. Y seguía pensando, sobre la flora, sobre la pompa de las ramas, varias hacia él tendidas como brazos largos y velludos en sus hojas, hasta que la voz de Dolores sonó a sus espaldas, en tanto en ti viento seguían encendiéndose, lentamente, estrellas. —\ ^rand^s, divinos de tagala pura, los oblicuamente rascados do la hermana, que sostuvie­ ron el mirar en triunfo provocativo, hasta ya una vez sentados a la mc*a, sin importarles la presencia de D.a Carmen y 1). Simplicio, sus jadres, preocupados el uno en los negocias del día y la otra en las nove­ nas de la tarde, hablar.J > de números y santos, mien­ tras ante Rafael sentada !>eonarda, le ponía s- bre cl pié bu pie arrancado a la zapatilla, desnudo, cosqui- Ufándole con sus «ledos más leves que las hojas de un jatmm, hablando en tanto con la l>oca llena de pollo. — l'apa, mañana esci Lîota Flores. Alzó la cabeza D. Simplicio: —Dueño ¿qué? —Que vendrán por mi las de Silva, para la pro­ cesión. —Pues vete con las de Sil\a,

Al fin se alzó, caprichosa y rara, como siempre y por costumbre, de la mesa, a encerrarse en su cuarto y dorm.r o nonar sin cerrados los nárretdos teñese en la cama, n„ sin antes mirar, .cnd.da, al cufiaco y lue«o, aima, a la h, rmana tund.Ja Cn do brasas dudas, be alzó como una culebra ¿c rosas ¿E rrMiojó iA.ri.cx 15

Bver.o. Dcbres y Rafael también'se fueron, Jtjando a los viejos, al uno haciendo restas con d forno del tenedor sobre el mantel y la otra *urtando en San Apapucio, patrón de les paneleros, tri>tes r.o saUan los dos por qué, sus corazones. C)cron a Levitai da en ¡a sala tocar el piano un va!s más loco que ella, estruendosamente; y en el cuarto, Dolores cayó tronchada, corrò una flor de luz herida sobre la nieve de las sábanas, haciendo garrir el lecho al gcîpe de su cuerpo, a las palpita­ ciones de su corazón, —¿Por qué lleras? Xo contestó, llevándose las manos abiertas a los ojos farà enjugarse las lágrimas, que a la voz de el, brotaron con fuerza más ardi» ntr, él insano: —d'or qué Horas? Alta noche. La luna rodaba como un jazmín por las nubes; su luz, por las ventanas del cuarto abiertas, llegaba excelsa al lecho; de abajo subía, como de un incensario al ara, el olor de las, a dulces golpes de luna y viento, abiertas Mores; el vals de Leonarda seguía sonando lejos triunfal, perverso. •Porqué lloraba! <1o quería saber de una vez? —Pues l!co porque le quieres a Leonarda, ¿El? ¿que él le quería a Leonarda... Pero ¡qué reteestú^da era Dolores! iOh! Se ahogaba de Harto* de martirio, de celo?, cía misma no sab'a qué tiempo, y asi, hasta el día agüente por la tarde sin hallarle siquiera a Ra­ ía*!, dolida. Y al día siguiente, un alboroto en el jardín. Las de Silva que no querían pasar, impacientes por la hora, ansiosas p>r llegar pronto a la procesión, Ha. mando a Lconarda que tardaba vistiéndose entre ñores, jara el Bota Flores. *~* • I rorido. —iPronto! Se alzalxm sus voces, sus risas, flotando claras y miedosas al azul de la tai de, mientras Leonarda, a prisa, nerviosa, se llenaba de las últimas sampagui- tas la frente, ante el espeio del armario toda e¡!!íi>;ó I.A ii.ca *7 lores se le había acercado, despacio, como una som­ bra —¿A dónde vas? —A la fiesta. —¿Tú? no, señor. —¿Por qué?- —Porque no. Rió tremulo, nervioso: —Vamos, mujer, cestas loca? Pasó Leonarda, casi corriendo, dejando a su pasar uri olor a templo, a flor; él quiso seguirla; se lo impidió Dolores. —Te he dicho que no vas: La vio los ojos arrasados en lágrimas, y cómo después fueron cayendo lentamente grandes, redon. cas, por su cara triste; le tuvo piedad: —Pero ¿que tiene de particular? ¿a ver? —Oue vas por Leonarda. —- —¿Yo5... La empujó, brusco,contra la pared» para abrirse paso; y saíió dejándola caída, como muerta sobre tí suelo, para ourrer tras de Leonarda y sus ami- gas, ya lejos, cerca de la Iglesia. » Volteaban las campanas despidiendo a la proce­ sión presidida por la cruz y los ciriales y un fraile -1 frente de dos filas de herniosas jóvenes porta­ doras de cestos de flores, entre un grupo de ra­ paces qucíkl/aban en triunfo caftas en cu>as puntas colorinescos faroles de pajel en forma de estrellas de gaí!os,do rosas, do peces, suspensos temblaban ai los aires pausadamente, y.trc una orquesta ¿r gui- tirra* y band-aria i que sonaban marcha*. • l IS 1\>K JLblS KU.MORl

—¿Ves5 ilWaî —Pues ¿hala? ¿hala! Hablaban, impacientes por reunirse al grupo cuanto antes, corriendo por el atrio perseguidas jK>r Rafael. Y llegaron al f>n, riendo, alborotando; a Leo» narda se le cayeron flores del cesto; él las recogió, se las guardó. —No, dámelas, son para la Virgen. —Para la Virgen o para Dios/ Yo soy tu D*;DS. Callaron el rápido hablar en vez baJ3, más apa­ gado aún por el revolar de los vibrantes campaneos, la procesión seguía, calle arriba, en dirección al Ma­ lecón, hacia la Catedral, donde la Virgen Maria del Pandan aguardaba en su ara de platas refulgentes a las vírgenes de Mayo, dulces vírgenes en flor que iban a arrojarla flores menos flores que ellas. El mar se tendía, de un verde naranja, ha- beando espumas sobre la playa; en el viento, dos es­ trellas encendidas; la luneta llena de curiosos viendo pasar la procesión. Le -secretearon a Lconarda: —Ahí está Crisòstomo. Miró. Venía hacia ellas rápido, fijó en ella, su prometida gentilísima. Y saludó a todos; ioli, qué hermosa estaba la de su alma, alma! —¿De veras?... No contestó .Cristobal; la miraba ahora enter- necido, como en éxtasis ante una maravilla, mientras Rafael se ajanaba, siguiéndoles de lejos, dejándoles hablar, abandonando m conducios al pobre novio si risHo;ó ix rica *9 squél ¿e galantear y creerse arredo por la que sola­ mente per eî, por Rafael, señaba y pactaba; y se distra^ mirando al mar que poco a poco ennegrecía y a las estreüas que se multiplicaban, mientras ¿el set allá a lo lejos, apenas si quedaba ena tenue man­ cha l la- So naba la orquesta, confundida su música con las voces de las daîa^as charladoras; el buen cura párroco a veces volvía la cara para hablar de orden; entonces sus moisescas barbas Motaban al viento y se le encandilaban los ojos con rebrillar de luceros. Llegaban a Intramuros, al gran templo; volteo de campanas, trompeteo de órgano, olor a incienso, a crio ardiente, a jaron de rosas, a carne de mujer. r La ceremonia ieligk>sa.% Ellas variando a los p és de Marta sus cestas de rio»es; y ruego, vuelta a la Ermita otra ve*, siempre en procesión, \ a de noche, por el mismo camino cabe el mar. Terminada la Eesta. Al salir del convento er- mltense, donde dos o tres frailes comenraron a re­ partir dulces y estampas a las jóvenes, Lecnarda, apartada a un lado, le habló al novio. —Vête, cSabes? Hoy no podemos hablar en casa; estoy fat;£ad's;r~af y al Hegar me acuesto- —Entonce*, macana. —Sí, mañana te espero. Se desdidieren, cHa indiferente; ti delirando en e~a, mordisqueando de eia un flan^-tían;* entre los labios. Ya era tíemjo; Rafael le \'vj partir; üegaba. —tXos vamos? —Vamos SaLercn, casi huyendo, apo) ata cIU en el brazo IV& j».sís rAL^i¿ y^^^i"^^^^»* 0* ti, só protexto do dolerle los pies por la larga ca- roiriau emprendida; aquellos pies que Rafael quena como a dos rosas. —Pobres ¿te duelen mucho? -Si. Y para corroborar que sí, que le dolían mucho, se colaba casi, del brazo apoyador, cargando su di- vino peso, tan junta a Rafael que le aplastaba con- tra ci pecho, el pecho. Cruzaban la calle en silencio, mudos, aterrados, conocedores de su loco amor y por su amor acari­ ciándose con el contacto de sus carnes. Iban des­ pacio, despacio, anhelosos acaso de retardar la lle­ gada a casa; de pronto él la |>aró bajo la sombra de una acacia en la sómbia de la calle desierta: —iLeonarda! No contestó. Y sintióla el sólo temblar y cómo dobló la frente sobre su hombro en un suspiro. —iLconarda! Continuaron la marcha, cobarde él, provocativa eüa; y llegaron a ca^a sin sentirlo. Se sentó ella a! piano; "La música Prohivita"; el se metíó en su cuarto, a oscuras; encendió la luz. iEn donde estaría su mujer? Comenzó a desnudarse, recreándose en la dulce romanza; sí; también su pasión, la pasión de los afa- nes de é! y de ella, era prohibida, pero también era acariciadora y celestial como aquella música arran- cada acaso p.nra él, de la clave harmoniosa; ¡oh, las manos, dos flores que caían sobre el teclado blanco' dosn re . i JMÍ5' ° * que temblaban sobre los pedales bailoteantes!... Sintió paso,, luego un rumor «n rrsnojo i.\ IICR 21

¿e tildas, que la puerta se abría, un perfume leve de violetas, Dolores. —¿Has vuelto? —;No lo ves? Se le acercó, le rodeó con los brazos el cuello, le Leso en los ojos —lîueno, mira; antes íuí una tonta, pero oye, tú me hiciste caer y me hice dafto. Doblaba la frente hacia atrás para que él se la viera* lastimada de un £o!pe: —Pero no importa, ¿sabe*' no importa; yo sé que no lo has hecho por malo, porque ya no me quieras, porque ya no quieras a tu Dolores ¿Vrerdad, Rafael? Volvió a besarle. Y lloró. SE PF-SIIOJÓ ÍA n.OR *3

II.

—¿Quieres, Iomboy? Le invitaba Leonarda a Dolores, frente a una gran taza de la negra fruta remojada en agua y sal, desde el comedor frente al mar bañado en lumbres. Se acercó» se sentó junto a ella, y aceptadora de la invitación, comieron juntas. Rafael en la oficina, con su suegro, en la casa naviera Delio y Compañía, en la que desde los tres meses después de su boda comenzara, con un im­ portante cargo, a trabajar. D.* Carmen aún no ha­ bía vuelco de la iglesia, retenida acaso, en alguna Sacristía, en alguna conferencia sobre las benditas ánimas del Purgatorio con el corro de perpetuas beatas. —Dulces <"nn? —Sí. Comían, arrojando los morados huesos por el balcón a la playa; Leonarda de pronto rió una sonora y loca carcajada. —¿Por qué te rics? —Mira tu boca; parece boca de muerta.... —Pues la tuya, igual. La suya ¡horror! Se levantó, a mirársela en el espejo del apara- dor platero; volvió después, encogiéndose de hom. bros., —No importa, me lavo bien después. Y siguieron comiendo; en la playa un grupo de chicuelos alborotaban bañándose; Dolores los mi­ raba encantada; sobre todo a uno, pequeflín y regor. déte, en cueros vivos. iVof qué Dios no les daba a su Rafael y a ella, un nino, un granujilla de esos, cielo de las madres, alma de las casas? Flotante su pensamiento, pájaro de amor, voló al marido, al amado para ella tan ingrato sabiéndose de ella ídolo en lo más alto de su amor: tembló de pronto encarándose con la hermana: —Oye, ¿qué te cuenta Rafael cuando estáis so­ los, cuando te habla? —¿Y a qué venía aquella pregunta? Pálida un solo, instante, fijos sus ojos en los ojos de la triste interrogadora, altísima, ingenua, murmuró: —i\ mi? ¿qué me dice a mí tu marido? pues puedes figurarte que no me estará haciendo el amor. ¡Oh! La vio abatir la frente, y como de sus manos mal cerradas caía el lomboy, negro como el dolor, a) fondo de la ta¿a. Y piadosa en mentira compasiva, explicó: —Tonta, a veces me da bromas de Cristobal ¿acaso no oye» tú como me río? Verdad. La oía reír. Tero aquella risa no sería provocada por.... ¡ay Dios! no quería ella ser mal prosada; además de que él, Kafacl, la juró a flor d*: dulzuras la noche tk 1 Üota Flores quo entre él y Lconurda sólo jodia existir im carino de herma- SE nrsuc.jó i.\ FIOR 25 »^^*^^* nos, de cacados; y hasta -llegó a compararlas a las dos en su afán de sincerarse torpemente; tú, Dolo- res, la decía ¡tan buena, tan dulce, tan amoi! ¡y ella uri hasta china! ¡vamos!.... Estremecida, arrepentida, clamó: —Perdón, Leonarda; tu «abes lo que quiero a Rafael... La interrumpió: —Pero, mujer, conmigo... Callaron. De la playa subía la gritería de los chiquillos; Dolores volvió a la playa sus ojos; bus­ caba al chiquitín aquél, que la hiciera soñar en uno suyo; pero ya no estaba el niAo y ella se fué. —¿No quieres más? * Le ofrecía más lomboy, Leonarda. Gracias. Tenia que hacer. Iba a arreglar el cuarto todo alborotado. Se fué. El cuartodaba al jardín. ¿Qué iba »a trabajar en el cuarto? La que buscaba era sole­ dad, sin que ella misma supiera porqué esta cruel misantropía; se asomó a la ventana; los troncos de los ilang ilangs se erguían negros, recubiertos de gusanos: pensó, filósofo, que la vida también pudiera ser así, un tronco altivo, lleno de savia, sostenedor de una copa de flores perfumadas, peí o tristemente corroído, ennegrecido por gusanos. Y pensi) en Rafael.

Rafael, asedándola de amores noche y día. De todo hacía tres años. Recordaba... Luego ella, por él rendida, brîndadora en sus labios de su alma, en un beso bajo el orto de! so!, en el sendero de un òjfis, ocultos en las frondas de cuya pompa el rocío caía poco a poco, como lá- grimas. Y las relaciones ocultas luego; y la^ oposición de los padres al saberlo en Manila después; y los golpes que sufriera; y las amenazas y e! llanto que costó a sus ojos; y, al fin, por encima de todos y de todo, ella, la cobarde, la ingenua, (ella misma hasta ahera no sabía qué fuerzas, qué nervios, qué alas diérale el amor entonces) una noche bruna y tene­ brosa, luego de besar a Leonarda, niña aún que dormía junto a ella, atravesando el jardín corriendo, para caer desmayada de ternura y gloria en los brazos de Rafael. Y la fuga, en vehículo, hacía una casa de ñipa lejos, en Sta. Ana; y la noche... ¡aquella noche! Recordaba... Luego !a boda, ante un sacerdote cualquiera, a las cuatro del día, sin dormir la noche toda en !a Iglesia de Sta. Ana. Y luego días y mas días'en que el Rafael del alma suya le besábalos cabellos ' loa ojos, las manps, llamándola ¡mi vida! ¡mi cielo. * Recordaba... Luego lo doloroso, !a madre lio. rosa, mconso ada/una tardo legando a su casa en ausencia do Rafad.

Hija, hija de mi alma

Y tüa en los brazos de la madre llorando, coft h madre confundida en llanto, en suspiro*. Y las explicaciones; el secreto de família igno. raio, revelándose bruscamente abrumador. —Tú no eres hija de tu padre. Dolores; tú ere» hija m:a, mía Sola; cuando Simplicio se casu conmigo yo era una pobre desgraciada que como piedad de la desgracia te tenía a tí, a tí, tierna, pé- quelita, desamparada, hija de mi corazón. Más suspiros... —Simplicio, loco por mí, porque yo como tú era muy guapa, se casó conmigo apesar de todo, olvidándolo todo, y te reconoció. Con el tuve tu hermana Leonarda, y puedes comprender, Dolores, puedes comprender porque tienes talento, !o que él querrá más a su hija que a tí, y puedes comprender su disgusto, su casi rencor y reproche a mí por mi hija fugada, perdida de casa con un cualquiera. Recordaba que ella entonces protestó: —".Un cualquiera su Rafael! Y lloró por él, en su ausencia, lágrimas de re­ beldía y desconsuelo. Luego el arreglo; la madre venía por éso; que ella y su esposo vivieran en casa ya que todo es­ taba hecho y la cosa sin remedio: —Yo no puedo vivir sin tí cnsamicn- to; el viento del mar sacudía las ramas; los troncos de los ilang-ilangs seguían negros de gusanos; vol­ vió a filosofar si sería así la vida; un tronco así sos­ tenedor de una copa llena de flores perfumadas, de pájaros, de luz... ¿seria así su Rafael? No. Y al día siguiente, domingo, sin trabajo, saltó de la cama él y sin lavarse encendió un cigarrillo. Ella dormía aún, cubierta hasta medio cueqx) por la inmensa sábana que caía al suelo en sus bor- des de encajes; j>or el escotado camisón asomaba el pecho abultado y moreno, descubriendo el nacimiento de los senos, erectos y suaves como |K>mpones'de seda china. Cerró los cristales del balcón, abiertos a la no­ che por el calor excesivo y ahora dejando penetrar con los primeros rayos del sol el viento mañanero ino y oloroso; y se tendió sobre una mecedora con una Revista escogida del velador, cualquiera. 3 o rok jcsCs EAtSîoki

Repicaban en la puerta con los dedos: —Dolores, Dolores... —¿Quien? Do.^a Carmen. Se acercó él al lecho, sacudió levemente por un brazo a la dulce dormida. —Dolores.. Iüla se dobló a un lado, cerrados los ojos, en un suspiro. —Dolores... Volvió a suspirar, entre ensueños: —¿Qué? —Tu mamá, que te llama. Poco a poco se abrieron sus ojos preñados aun de sueño y llenos de sueño* todavía; le sonrió ten­ diéndole los brazos: —Álzame.. La cogió, alzándola, sentándola en el lecho; de afuera volvía a llamar Doña Carmen: —Dolores... —Mamá. —A misa, hija, que es tarde. Se llevó las manos a los ojos; luego, descalza, saltó de la cama, aprisa, para empezar a vestirse, abierto de par en par el armario oloroso a ilangilang seco en la pila de ropas amontonadas en sus gradas. Se vistió; se puso ti velo a la cabeza, cerró el ar­ mario y se contempló en la luna biselada de su es­ pejo, toda ella gentilmente. El, leyendo, la sentía de un lado para otro, arrastrando las enaguas almidonadas, derramando por el cuarto el perfume de los frascos de olor que abría y ti encantado aroma tic los polvos "Rose de France." Se le acercaba con un pequeflo estuche (!e terciopelo rojo entre las manos: —Pónine los pendientes. Se lus puso. Y en los rosados lóbulos de las orejas temblaron, claros, los brillantes, como dos Rotas de rocío sobre dos rosas. Bueno. Le daba un beso. Hasta luego ¿eh?... ¿No iba el a misa? —Más tarde: después. Pues, adiós; hasta luego. —Adiós. Salió, empulserándose la mano con el rosario de contar, Doña Carmen aguardaba en la caída, im- paciente; Lconarda tardaba vistiéndose, dos siglos. Pero al fin apareció guapísima, perfumada, he­ cha una máscara; en el coche, Dolores, riendo, tuvo que advertirla: —iCómo tienes la cara, mujer! —¿De qué? —De polvos; jereces un Pierrot. Se los cmj>ezó a quitar con el paAuclito, sir. viéndola de espejo los ojos de la hermana. —¿Estoy bien ya? —Un joco más, debajo de los labios... Llegaban a la iglesia de San Ignacio. En el altar mayor, entre flores y candelabros ardientes, vestida de azul, coronada c'c estrellas, bajo sus pies la luna, unidas las manos, y los ojos en la altura como sintiendo la nostalgia de los cielos, sonreía an« \2 I OR Ji'SlS B.VI.MOK! célicamente una Purísima. A ella, Dolore*, de hi- nojos", elevó fervorosa su oración. —Dios te salve, reina y madre, vida y dulzura... La interrumpid Lconarda, sccrctcándola |KV>. irada a su lado: Uyc. -cQué? —Préstame el devocionario; me olvidé el mio en casa. Se lo dio. Y continuò orando. Pedia de todo corazón que la hiciera feliz y eternamente amada, aquella virgen tan guapa del altar; pedía de todo coraron que hiciera bueno, muy bueno a su Rafael; pedia de todo corazón que bo­ rrase de su frente, la Virgen, los malos pensamien­ tos; y a cambio de todo, enternecida, semillorosa en el ambiente saturado de incienso, en la grave y tea­ tral quietud del templo, ella, Dolores de los Dolores, le ofrecía a la Reina, alma, \ida y corazón... —A tí, celestial princesa, Virgen sagrada María, Te ofrezco desde este día, Alma vida y corazón. Sonaban campanillas; sonaba el órgano. Ante el altar ti Jesuíta vestido de oro alzaba a Dios en la Hostia Santa; Dolores, inclinada la frente como una flor, seguía suspirando: —Alma, vida y corazón... Terminada la misa, se fueron, no sin gran con­ trariedad de doña Carmen que quería pasar por el sMn <¡z visitas para conferenciar con el Padre Ma« s:: DESHOJÓ UK ii.oa ¿J v»w^ r.trto sobre un Importante asunto de cofradía. Leo­ nida protestaba: —iPcro mamá, sin desayunar! A mi me duele ya el estómago. Volvería, tendría que volver ella a las nueve: tvii Leon JÍ Ja nu se j>odía ir a ninguna parte. Partió el coche rápido, arrastrado velozmente per el tronco de magníficos bayos; y ya en casa, la primera en subir corriendo las escaleras fué Leo­ nardi que se encontró a Rafael, bajando para misa o par?, el Club, y que la retuvo una mano, mirán­ dose en sus ojos, a f.or de luces la mirada- —Suelta, allí está Dolores. La soltó, no sin que Dolores se apercibiera de toda ¿A dónde iba él tan temprano? —¿A dónde vas tú tan temprano? —Pues a misa. —¿Y para ir a misa necesitas cogerle las ma­ nos a Ixonardo?

U pebre, no lo oyera—ti, amigo Cristobal, se fu­ traba en todo eso* CrUrobal sonreía inclinando !a cabeza en afir» macón compieta y absoluta de cuanto Ü. Simplicio susurraba, en tanto ei naviero continuaba cada tn mas enaltado y haciendo gaîa de ateismo y hereda: —Créame usted, Cristobal; todo eso de reñi y confesiones y comuniones, farsa, negocio; buceo para níAos de teta y viejas de ochenta aftosfo que yo me rio, amigo, lo que yo me rio de mi betdu mujer*..-. Y continuaba: —Porque para probarlo « usted lo absurdo ¿c todo eso, le empezaré por echar patas abajo la L¿- ilia, ¿se Vie?— la Biblia en pasta» amì^o mio. : Y enumeraba errores.. —For de pronto ¿cómo era aquel'o Ce que ua Dios inmensamente sabio y t>cdcroíO necesitara s^Is ¡Lis pira crear un mundo, hornija comparado cen» iA ¿ en profundo sueíto para arrant at îc una cos tuta y fer­ mar U muy rquu forra ca^^^ su came, î«ir.£re y ¿ lu sav^rr, rW.so de MM huesos, y que le dir;a h ¡oí q;e teñirían ip.:»; cnif.tr v conui pçrrxrs jara ü ¿ sînvGÎvirrnciito d'.l. j»«.'.-ir.rj humar.* v pih'.VnJo, V¿n ¿¿b*ò;un ju*to y tau j.:rañ<5»*5» cr*.tl:U\# -No s-:, mami ¿el* habérseme metido ¿rena tab* c;os; me ¿¿tien, ne b-rimcan... —Pues lavati los, hip. Se metió en cl cuarto, serena, tranquila y a poco volvió a continuar el desayuno interrumpido; U* «^impiiuu, iju»i^- •«•— ' adrada, —Va.

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íi pebre, r.o lo oyera—él, anillo Cristobal, se fu­ traba en todo eso. Cristobal sonreía inclinando la cabeza en afir. rución completa y absoluta de cuanto D. Simplicio susurraba, en tanto el naviero continuaba cada vez r.ú> exultado y haciendo gata de ateismo y herejía: —Créame usted, Cristobal; todo eso de misa y cor/esiones y comuniones, farsa, negocio; bueno para ranos de teta y viejas de ochenta aflos;¡loque }o me r;'o, amigo, lo que yo me rio de mi bendita ir» **jcr«»»« Y continuaba: —Porque para probarle a usted lo absurdo de todo eso, le empezaré por echar patas abajo la Bi­ blia, ese rit»?... la Biblia en pasta, amigo mío. Y enumeraba errores. —Por de pronto ¿cómo era aquello de que un Dios inmensamente sabio y poderoso necesitara seis das para crear un mundo, hormiga comparado con el sol y las estrella* que formó de un soplo?

111.

Amaneció el día lloviendo y siguió lloviendo todo el día; a la tarde barrió los nubarrones una fuerte tormenta; el éter se hizo azul y la tierra lim­ pia y húmeda olió a búcaro. . ¡Jetaban D. Simplicio y Rafael de la oficina. Se encontraron a Dolores y Leonarda jugando el sin- tdk en la sala, sentadas sobre el suelo. Dolores se alzó corriendo hacia el marido; D. Simplicio se me­ tió en su cuarto y comenzó a desnudarse sin arran­ car un solo movimiento a doña Carmen postrada ante el altar lleno de Santas y Santos, novena en mano, los ojos en blanco, como en éxtasis, como erantes de una visión celeste, y los labios trémulos, en continuo farfullar de padre nuestros y avemarias. Rafael estrechó a su mujer por la cintura; ve­ nía del gran humor, acrecentado ahora al ver tan en harmonía a sus amores; no, rjue no se molestara su mujercita en ayudarle a desnudarse; que siguiera jugando con Leonarda; el saldría después a mezclar­ se en el juego. Se desnudó; volvió a la sala en camisa de chi- no, y se sentó a jugar al siutak con tilas sobre el piso. —iDe ejuíen son estas zapatillas? De Leonardo. Las cogió, las separó a un lado 9 ••* t* dí.cUT.í-:¿; eüa ccr.0 tr.ccr.sclcr.te, entretenida, ij -est!; T^¿J, por el juego, ncrJo y alborotando cerno ni leca, dejaba esalar por k* velantes de La saya sus pies c!arccs, líeseos suaves tal cual bs abs ce las nalomas: y, ;tak! ItaVt caían las redonda* pled-ec^as redando se neramente por el suelo, y vo­ lila el ftzztjfj a la atura, y siempre por cualquier pretexta, las mar.es d>¿ Rafael se unían a las de Le^-arda r sui cTos se miraban en sus ojos. Y Deleres aüi, hacendó de no ver, prudente y rairtr en dsFmuîos torpes que no poS* ardendo j*; r t:s aires r f ,J,! ruf » , cft "SL*! ;'T Í*O.-OÜJO; ct caer Je

C-J *-...* tut b» «IcTs»; y ¿J jir¿.i ,a»oU tv sr. rrsHOjó IA FIOR 39 peso, abrumador, penetrando confundido perlas ven­ taras, un perfume do ¡langihng, karrjinings y jar*

[TV** its. Dejó caer las piedras al suelo: —Juega; te tocaba a tí. Rafael no se movió, no contestó; seguíala mi­ rando fascinado; seguíala acariciando con la mirada la carne de maravilla rosa-perla. —Pero ¿qué haces? Juega. Hablaba lánguida, al ¿ando la cara hacia atrás, con los ojos entornados, moviendo los pies que sa­ lían desnudos por c! borde de la saya azul, bajo las tras bordadas de la enagua. Brusco, él cogió uno de los pies, le puso en un dedo una sortija de rubíes y lo besó una, dos, y más veces, como a una reliquia un pobre fanático, cosquilleándolo tedo, mientras ella, de e^pa!das a la caida, asustada, trémula, caída de langor, le dejaba hacer, vuelta la cara^en temor de ser vista o sorprendida. —Hasta, loco, basta... Retiró los pies al fin, ocultándolos en la saya; y se alzó sonriéndole. amenazándole con la mano: —Tilío, ¡verás! Y se sentó al piano; y cayó un torrente de harmonía excelsa por la sala. D.l Conde de Luxem­ burg, el \aîs del beso. ' Se acercó a ella; —Leorurdj, blanca flor del jazminero, ídolo mío... Continuó sin mirarle, fija en el piano, atenta a sus nanos que iban saltando por el teclado como dos 'mariposas de .mata en mata, como arrebatada- por las ondas del \a!s, como muerta en música, en ideal, en cefcstialidad; y cl seguía a sus espaldas acariciándola la nuca con sus suspiros, llamándola, gimiéndola: —Blanca flor del jazminero.. Se desprendía de sus carnes un olor de virgen, de jazmín; sus cabellos, recogidos en un moflo tan bajo que le caía a la nuca, prendido de flores, olían a (¿n'taJ; el gran espejo de luna biselada sobre el plano reflejaba la adoración. Un fulgor vivísimo, semi azul, semi púrpura, relumbró un instante velando las luces de las lám­ paras eléctricas; seguidamente un trueno hizo tem­ blar los vidrios de la ventanas, fugándose después a modo de un lejano cañoneo. Ella se alzó, asus­ tada, cerrando de un golpe el piano; Rafael la cogió por la cintura; i\ dónde iba? Temblaba en sus brazos de miedo, de amor. Rafael repetía, besándola ahora en la boca hú­ meda, abierta para él, para sus besos: —¿A dónde vas? Otro relámpago más vivo, más intenso, tornó a relumbrar; y el estrépito del trueno fué mayor; se diría que la exhalación había caído allí mismo, en el jardín, sobre la copa j>omposa de alguno de aque- líos abuelos ilangüang. ¡Oh! se le cefiía tcmbtoro- sa; cl la habló sobre los labios. —Ven. —

Mataria las luces, cerrarían las puertas, y que ca- yeran rayos y truenos y hasta los astros. . —Ven, ven, sé mía, como lo eres en el alma, en tu carne de oro y de rosas, ídolo. La invitaba, la arrastraba febrilmente a un rin­ cón; ella se dejaba llevar, se dejaba empujar a la glo­ ria de la vida bajo la lluvia de los besos y la apo­ teosis de los relámpagos. l)c pronto, las lámparas se apagaron; pareció incendiarse todo; un estrépito horrísono, como si la casa se desplomase, retumbó largamente; y Leonarda caída, derrotada, venada, sintió en sus carnes el contacto ardiente de las ma­ nos trémulas de Rafael. ¡Oh! Murieron el relámpago y el trueno; las lampa ras volvieron a arder luminosas; y entonces, incor­ porándose avergonzada, ruborosa y cobarde bajo la luz, huyó, huyó corriendo, arrugada la camisa, ensan- g.etados los labios, dañándose el pié al correr des­ calza con el dedo ensortijado de rubíes; huyó sin vol­ ver la cara, como si huyera de la tormenta, como si huyera de aquél que a punto estuvo como a una mar­ garita de arnor, de deshojarla. —¡Leonarda!... iRafacl!... Salía vociferando dort a Carmen, con voz ronca de espanto, apricamente, seguida de Dolores: —íLeonarda!... ¡Rafael! Les salió Rafael al encuentro; estaba solo; ¿Leo­ narda? No sabia él donde estaba Leonarda. La vieron, los tres, luego, salir de su cuarto, se- rena, altísima; ¿que si había sentido los truenos? el 42 SOR jr.SfS tVI.MPRf

último, que h despertó porque se había quedado dormida. esquivaba la mirada de Rafael, de todos, pa- sindone las manos por los ojos tal que si ciertamen­ te arábase de despertar; amparábanla cu Id mentira sus cabellos revueltos y lo marchito de sus ropas. La tormenta en tanto se fugaba, galopando per el viento, arrastrada por sus bridones cuyos cascos al golpear las nubes hacían retemblar la tierra y de cuyos belfos caían los rayos como largos jacintos de goteantes fulgores. Y al fugarse ìa tormenta galo­ pando, galopando, los nervios volvían a su primitiva regular función, los pechos oprimidos respiraban an­ chamente, hambrientos de respirar; y Rafael ante Leo­ nardi pudorosa, jadeante, dulcísima, se preguntaba si fué un sueño aquéllo de la sala, y si fué él quien palpó y besó et cuerpo superbo de la divina chiqui­ lla encantadora. La cení fué de prisa; parecían todos y cada uno preocupados de diverso modo; se levantaron los manteles; las mujeres se fueron a la sala; Rafael tuvo que quedarse con el suegro, allí mismo, sobre la mesa de comer, ayudándole a resolver unas cuentas- Oía el piano; oía el vals del beso del *Conde de Luxenburgo"; Leonardi se lo recordaba, se lo repitii esplcnderosnmcntc; y soñando cucila, Rafael, lleno aun su cuerpo del ¡>erfume de eUa, se pcrd'a y embrollaba las cuentas multiplicando cuatro o cin­ co veces una misma operación. Seguía distraído, luciendo númcios; oyó de pronto la voz de su mujer cantando el vals: SE DrsHCj'j i-v n OR 43

Por favor, m Por favor, * Dame un beso De amor... Muy bonito, su mujer teníala voz como e! 2LT.2, dulcemente melancólica. Don Simplicio acabó por distraerse también con la música; y acabó por quitarse los lentes y re­ cocer los papeles: —Mira, mejor es que lo dejemos para maca­ na, en la oficina. Abrió la petaca: —¿Quieres un cigarrillo? Se lo tomó, dándole en cambio un fósforo en­ cendido; fumaron sin moverse de sus asientos, fijos en el humo de los cigarrillos que se alzaba lento y roto en flores y en quimeras. Gemía el viento golpeando el ventanal dé con­ chas entreabierto; bramaba el mar; tímidamente ful­ guraba una estrella; y un claro azul anunciaba el re­ nacimiento de la luna. Discutían a gritos los viejos pescadoics en-la playa si lanzarse con sus bánhas a la pesca o no; la llama de sus farolillos rojos ponía en su reflejo manchas débiles de sangre sobre la arena; cl mur- mullo de sus voces roncas, alcohólicas, se unía al de lasolas.como en hermano a otro. % Don Simplicio acabó jor tirar el cigarrillo > bostezar: —íAaah!.., Bueno, tenía sueño; se iba a descansar; hasta maftana. En h si'a había ccs-do toil música; Deleres

* ^ «^o* * "urn < —:No ¿tres su-e'o?

Crunrcn k calda y k sak desiertas. 2 escura;

Se agitaba. Era frío y húmedo el viento de la noche, de esta noche de Mayo, poblada aún de tenues relampagueos, de errantes estrellas y una luna de oro velada; se agitaba Rafael; Dolores ter­ minaba su oración: —Rafael, Rafaelirig, ¿duermes? —No. La sintió subirse a la cama y tender sobre los dos la sábana; el contacto de su carne fría; el beso de buenas noches de sus labios; el arco de seda de sus brazos que se alzaban para rodearle en un certi- dò abrazo luego. Y volvió a cerrar los ojos, fama- seando que quien asi le amaba era Leonarda, Leo narda de su vida. Y mísero, la abrazó a su vez y la besó, muy cerrados los ojos. ICI aroma del cuerpo y el de Pi- r.aud, los mismos eran en Leonarda que en Dolores; lentamente se rindió a la quimera, al deseo, al fraude, y, ardiente y tarifioso, ilusionando en su mujer a Leonarda, se durmió. Roncaba prosaicamente; ella incorporada sobre 01, le adoraba velándole el sueno, hallándole dor­ mido. —No, si tú no eres malo, si tú no quieres a nadie sino a mí ¿verdad, amor mío? Le contemplaba, le besaba despacto para no romperle el sueño, hasta que al fin, caída ella de sueño, cerró los ojos.

Pasaron d/as y Rafael quedó solo en casa; toda !a familia en Antipolo y desde el día anterior, sábado, también don Simplicio abandonó la oficina hasta el lunes. Una mañana se despertó temprano, cuando los pájaros y los gallos cantaban al alba que nacía; y saltó del lecho, aquel gran lecho que parecía helado, no tener alma y arrojarle de él, despojo de amor. Eran las primeras veces que en tres años dor­ mía sin Dolores; y en el tiempo de su ausencia no podía acostumbrarse a dormirse sin la dulce miseri­ cordia de su beso y Sudar, dormido, entre sus bra­ zos y confundir con ella hasta el aliento. Una leve blancura, como de sangre de nardos, resbalaba por el cristal de las ventanas; el día des­ pertaba con Rafael; poco a poco la blancura se hizo rosa y el sol se alzó por los aires, bola de luz. Se vistió con un tr?je de franela; la noche pa­ sada había sido toda de tormenta y la mañana diá­ fana, apárcete fría, olorosa a tierra húmeda y flores M: r:>ì;»vv> i.\ IUR 4*> y^^Mb^^^'M^MM'N^^^^^O^^^ '

v jc. .o>u!-s cc^ô sj caballete y su paleta y s/fcff

Era k!:i. Podà pintar con libertad sîn qttanx vii vlr.lcra a perturbarle r.ï a cutiosear su traLvijc>; k barrente, ante cl caballete, con li pa'eta ücrü de cc'eru» y cl pincel pronto a tra/ar cl esbozo, su frente se enccr.&a como sí hasta ella, tal que los do- raies ilangüang que alfombraban las sendas caye­ ran arcmadis de gloria, la flores de la gloria. Y pensó; E! Honro era grande; el tiempo de sobra ¿per què no hacer un cuadra5 tun cuadro seficr? ¿el pri. nero?.- Quiso pintar de memoria y pintó. Selva oriental, patria; a su sombra culebreando ta riachuelo y pronta a entrar en el agua, inclinada sobre sus linfas, virginalmente desnuda, sin más velo pora el sexo que el del catello destrenzado, caído, alborotado a Jo largo del cuerpo, una mujer. ¿Lconarda? Sobre el paisaje, el oro de un vago ful-or /7//c1 S Uso** aba anhcbntc >' rœsuroso para tirarle muerto todas las mujeres y todos los hombres, ce- jándoles solos en la tierra a él y a la gentil sombra desnuda, palpitante "en el cuadro. —¿Señorito? —¿Eh? Un criado que le alargaba la correspondencia —cartas, paquetes, periódicos—y que a sus espal­ das quedó aguardando maravillado y boquiabierto ar.tc el cuadro. —Súbelo tojo a mi cuarto. ¿Qué hora es? Eran las doce. —Bueno, dile a Tomas que venga. Siguió pintando, retocando mejor, la obra rá­ pidamente terminada; luego, con la paleta y los pin­ celes húmedos de color, marchó tras el criado que subía la imagen. Se sentó a la mesa; iqué triste cerner solo! no había desayunado y, sin embargo, maldita la gana de almorzar que tenía; pidió coñac y se bebió dos copas. » Le abrió forzadamente el apetito, y el vino, al no.acostumbrado a tomarlo, acabó de embriagar al ya borracho de :rte; concluyó de! comer; encen­ dió un cigarro; se metió en su cuarto. Y fumó, tendido, tumbado en una mecedora- ante Leonarda desnuda, maravillosa y brindada ¡or cl para él mismo en gloria de arte y voluptuosidad; y de rejunte tiró el cigarro, se acercó al lienzo, y borró con sus labios en .larga mancha de carmín y rosa, la boca aún fresca de carmín y rosa en la pin- tura de la poderosamente ídolo. Tuvo que volver a pintarla, a la tarde, sonando ss rnsìiojò IÀ ne* 40 mw rfw-

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IV.

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TV—1 * 4- , Sunsaba Rafael las cassdades de los seis che­ ques Hhrados a favor de la casa aqpel dia; guardó Za neta y se los estregó si cajero. Ascsr-aba per la campara áz sa despacho la crade! sue^ror —¿Deséala esteJ a!¿o? Entru. Xada, «pe en el trtn de la L·rCt se T^ria a Anrîpcîo, q:;e sí quena îrse cen il; ç„ Era cerca al med¿o da; etrró su c%cri- teño jr a^sardá a epe sa suegro acabara en t j des- pscîio; juntos se vu vieren a casa. i/;';'Er>tro en %a cuno; como siempre, ly ¡cimero, c^e$a?to a sus ojos'"fué el «TAT.: cuadro, (¿è la Uaaca «toorrnídad rcsr/íandoroM de Leccarda ¿c$~ ;'ftâiw'jpièstà''âÎ3para su ídsairta, Se acercó, recocido en cargosa veneración; h pintura estaba seca; ¿>csó la imagen. La refractaban sus ojos amantes destacada del lienzo como una enorme, gigantesca flor, con sus f íes de nácar con matiz de rosas soterrados en la arena, con sus suaves macíseces escalofriadas de gloria, con sus pedios de virgen, con sus muslos de combas lujuriantes y sus cabellos tendidos en negra diafanidad de tul sobre el venero misterioso de la vida. Y la ca-a dulcemente china, de muñeca guapa, aquella cara que no jxxlía Rafael conservar en modo alguno sobre el lienzo, s'brc el magnífico desnudo a'Ií en su cuarto ni en ninguna parte. Esto no se le haba ocurrido sinó ahora que había gente en casa, que estaba don Simplicio; cicádidamente tenía que desfigurar (accionis, matar dulzuras; ¡un crimen? Lo dzjò para después de comer, tan tarde ya, que tuvo un críaJo que advertirle que el sefior le estaba en la mesa; cogió una sábana y cubrió el lienzo; luego saíió tranquilo al comedor. Don Simplicio charlaba hasta por los codos du­ rante la comida; Rafael comía aprisa, limitándose a contestar con asentacior.es de cabeza y menosca­ bos; cqué le importarían a el todas aquellas historias escandalosas de Antipole?... Más escándalo que ti de el y la mujer en cueros que le aguardaba mansa­ mente en el cuarto!... Bueno; un poco de jaqueca; se iba a acostar un rato; hasta las tres. Se levantó. —Pero, hombre, ¿no temas postre, manga? Va había tomado dulces, gracias. SÜ DCSIIOJÓ IA FIOR 5.>

Volvió al cuarto, cerró la puerta, descorrió la sábana del cuadro, cogió los pinceles y la paleta y sia mirar siquiera el lienzo, trémula la mano, el alma, la vida toda en concreción de una amargura indeed ble, de un solo brochazo borró la cabeza de Leonarda. Tenía los ojos moteados de rojo, luminosos, tal que si debajo de los párpados dos lágrimas de fuego quisieran estallar; se volvió al lienzo y comenzó a pintar otra cara cualquiera: la tuvo que borrar. Era la misma; de tal suerte tenía el muy amante perfumada en los ojos, en el alma, en el cerebro, la visión de la adorada; y tuvo que borrar la divina ca­ beza pr.ra recomenzar otra. ¡Oh, esta vez era dife­ rente, absolutamente; sólo tenía de Leonarda la son« risa hechicera! Se abrió de golpe la puerta y apareció don Simplicio. ¿Pero qué hacia RafacP Eran las tres. y quince. Se quedó parado de pronto, mudo, absorto, ante el cuadro y ante Rafael, absorto también y mudo ante la sorpresa; jamás su suegro.se había permi-. tido la libettad de entrar sin anunciarse en su cuar. to; hubo un largo silencio; don Simplicio se aproxi­ mó al cuadro, se detuvo \m buen rato ante él, y al fin habló: —Chico, chico, ¡esto es suprior, archique su. perior, admirable! ¿has pintado tú ésto? Rafael respiró. Sí, lo había pintado hacía al­ gunos días, aburrido, solo en la casa; tas antiguas aficione* resurrectas en las hora* fastidiosas: ¿te pa­ recía bien al suegro? era un mamarracho; hasta un poco indecente; ¿eh? ahora lo estaba retocando,.. (Mamarracho? ¿indecente? ¡Vamos hombre! ¿Por que era mamarracho; indecente aquello? Protestaba don Simplicio, ¿por el denudo? iUna maravilla, re- diez! ¡preciosísimo! Ya le constaban a Rafael sus gustos, sus ideas; con él no iban hipocresías ni val/an desentendimien­ tos; mira—y seftaíaba a la imagen—de esas carnes desnudas salimos desnudos todos, y con esos pechos nos dan la vida a todos, al descubierto, lo mismo a los Papas de Roma que a los cargadores de la ofi- ciña; que me vengan a mí toda la partida de mora­ listas diciendo que no saben lo que es un pecho des­ nudo de mujer. ¡Puñales! ia menos que se hayan criado con biberón y leche condensada!... No pudo menos de sonreír Rafael; don Simpli­ cio continuó, siempre admirando el cuadro y siem­ pre, como cada vez que se trataba de algo en pug­ na con sus ideas, exaltándose. —Créeme, Rafael, créeme; al menos esc cua­ dro es real, es arte, es vida;* una maravilla, hombre; no creía yo que pintaras lan bien. Y hablaba de arte, deleitado ante el desnudo; él entendía de pintura; en Europa, entre aquel bri. llame grupo de filipinos, Ri/al, Pedro Paterno, Luna, Marcelo del Pilar, Resurrección Hidalgo, Gregorio Aguilera y otros, él hab/a rodado por les museos y había mascado arte; la gloria imperecedera de los Goya, los Rembrandt, los Tiziano, los Miguel An- gel, o* Murillo, Van Dylc, Rafael, Carlos Dolce, Gui­ do, Ken. I ouv;.n, Adams, Miers, Teniers, Gerardo )ow, Salvador Rosa y cien más. ¡Qué cuadros, Ra- fari, que cuadros' Pero aquello no se vé mas que 5~ L:_>::;;J i.\ ilea 55

:TJ; r.o* s-'ed- -"i; p"f b n:?nc>» hiy q*->e est^r en

S-^>T:ó; ¡Esp3'*1- :*-* ^s-2ra ^e las pnr.ee- T sis, dr li £* :~rraf de bs tores y ts reps cea c ¿-

—Tú teñirías que I-erb, K*btí, tesdnas ÇJ~ verla; después de ésta, h tkrra n¿s fcers^a del

Se^ia fijisJase, en tanto I^V-iba, ea d Heme; ce pronto se L-terru.Tip:ó brusco ¿a q*-¿éa se tureca esta mujer? £a qu'en? Se cTó una fs'mada en la frenis. ¡RedTez! se pareo* a Ijecmrda ¿eJi? q-je se £jara el artista; !a sonrisa de Leonord*. Raía d friinciend-> d cerio hizo de mirar al esa- drou ¿La cor.rî-a dì Leonardi3 TaZ-nente, no;ar^o, por lo ¿¿¡ce entre la ro~a de los hblcs y los hoyue­ las en las mejïlas rota, erxantadora~ente rosa. Se Toîiî * a contestar. —Muy poco, r2£XTrer.te_-. ¿Pocr*? ¡Rediez! Taîrr.er.te, absortamente, hem- tre! q»;e la rìsi o la sonrisa a^ueüa la vjrra la ma- ¿re que b par io; eh. Rafael, en cuestiones picióri- ras no îe ¿iba a él rade H rr.:co; Leccarda, pefa- îe£ la sonrisa de Leccarda. Rafael ca!bba; co^>6 un |*r,eel mcjsJo en 1>CT. r^rüSn y runico tì cuadro. hie^o corr.cr-róa vestirse a-te el «^-e^ro >a \rrpzr^ly jara el viaje, spigando e-: m t.* vacíos Cehs maVta% muJas ile ropas arrancadas a) arers d--<- de j^e, 3a «¿aba ílstn; no f-cra <;\>e j*/¿>.ran d tren; zr.d¿r*¿o. Urparen al ta?r,car»o de roche. KenvTJos cu .t.. - - -ii, u «-1-II-I -r- - i --. ui - i- ~i » i ' • ' ' " " * * ' * •'-•••• . i tn fueteo ¿el tren, prefirieron a la incómoda carre mita, las hi.T.âcas y entraron tendidos, fumando sendos carros, en el pueblo uno detras de otro llevados per los hombros de cuatro fornidos £a- ' *r •» »c Cuando licuaron a la casa, cofia Cannen y Do- lores, previamente por un telegrama de donSím. pudo advertidas de su Helada, les a;juardaban aso- iradas a la ventana; Rafee! fué el primero en divi­ sar a su mujer, distinguiéndola desde lejos, como desfallecido y oculto bajo la tolda de la hamaca que le recubría y ocultaba a modo de un enorme casco de tortuca. —4Do!ores! r— iRaíad! Le recibió en sus brazos, en sus besos, en el rdlrno de la escalera,abrazada a él, como hambrienta y sedienta de él y de él perdidamente enamorada la ¡mortal pasta flores de carne y corazón; y él, en­ contrándola otra a través de la ausencia, correspon- ¿ó febrilmente a sus carif.os, cariñoso. Subían las escaleras abrazados; don Simpudo detrás. —¡Hola, dofta Carmen! ¿y Leonarda? îAy, Simpudo! apenas si apare­ cía por casa; se la llevaban y se la traían tas ami. gas, las de Silva, las de Cruz, las de Camacho, y veinte más; era uní locura aquella ñifla perdida y embargada por la locura en fiestas de todas sus amigas. Kei'a don Símpücio: —Iíucno, mujer, déjala que se dmcita; ha he- rciuo c! espíritu juerguista de su padre; sí tú me hubieras conocido a los veinte abriles, ¡rediez!... Cenaron, sin Leonardi, invitada aquella noche, como muchas otras anteriores, en casa de las de SÜ/a; la noche reía blanca, coronada de cs:*-c!!as; ¿z pronto sonaron guitarras en la calle; alguien can­ tó dolida, tiernamente, un Kundhnan de amor. Se. renata a Lconarda. Rafael, riendo, se asomó a la ventana. —Caballeros ¿es a mí la emprentada? Le saludó una gritería; hombre, no; pero que bajara, que se uniera a ellos; estaban dando serena­ ta a todas las chicas del pueblo. —Pues aquí no hay más chicas que yo; podéis ahorraros gritos ¡hombre, qué canto, ni David! —¡I3aja, Rafael! —No puedo; acabo de llegar, estoy rendido, y además, en paños menores... Le interrumpieron, vociferando, ahogándole las palabras. ¡Recontra! que se pusiera unos calzoncillos y una camisa de chino. —¡Baja, hombre! vente con nosotros. —Mariana, dejadme esta noche descansar. Salió del grupo una voz de bajo fingida, for­ midable; —iAdíos, queridos seres; dejarle descansar! Un alboroto.—¡Sí, sí, dejarle descansar!—¡No, no, que venga! I-a voz de bajo fingida, formidable, volvió a tronar. —¡Vaya, Rafael, aunque sea en clástica! lo 5§ FOR JESÍS B.U.MOR1 q le no pueden pasar son los calzoncillos; ponte una saya de serpentina. —Bueno, callaos; ja que os empeñáis, allá voy. Se dispersaron, corriendo, alborotando; les ha bia echado una palangana de agua; la voz de bajo volvió a sonar a distancia, como la trom¡>eta de un órgano; —Otra vez, avisa, icarambas! ino das ni tiem­ po a que se ponga uno el capote!... Se alejaban, rasgueando las guitarras, canean­ do, silbando; se perdieron sus huellas, sus voces, a lo largo del camino polvoriento y blanco bajo la luna; Rafael, rien !o en la ventana, alzó la frente al cielo; y el ciclo, como la juventud, reía por todas las bo­ cas de sus estrellas en su azul. Se le acercó su mujer: —¿Se fueron? Con bastante fresco; les eché el agua de la pa. langana; no hay miedo de que vuelvan a dar la lata. En la sala, Leonarda con cinco o seis amigas, seguidas j>or varios jóvenes, entre ellos Crisòstomo, acabados de llegar; Rafael st mordió los labios de des¡>echo, de celos despiertos de improviso; ¡cómo se divertía la grandísima chispas; venerada reina y señora por todo aquel enjambre de imbéciles? Le tendió la mano como a las demás, como a todos, fría y ceremoniosamente; en vano ella le brindó el alma en su mirada y en la rosa de sus la­ bios la sonrisa dulcísima; se Imo el desentendido; él sal/a disimilar enormemente aquella angustia por ve! primera sentida tan adentro, tan en lo hondo de su si: DESHOJÓ ÌK no* 59.

JrXi loca amargura que !e Inda temblar como nun­ ca y con mas fuerza ti loco corazón enamorado. Ella no le notó el dolor, la ansiedad; descarada* rente se sentó a sa lado mientras en la sala se ha­ cia tertulia, seguida por las miradas ardorosas del novio. —¿Vas a estar aqui pocos d/as? Pareció despertar de pronto,'y sacudirse es­ tremecido de un suerto de quebranto; /que? ¿qué le preguntaba? —Si vienes por mucho tiempo. —¿Te importa saberlo? Le quedó mirando sorprendida, enfadosa: —c'Qué tienes? ¿porqué me hablas así? Se levantó sin contestar, dejándola con la pa­ labra en los labios; que dispensaran los amigos la descortesía, pero estaba molido del viaje y se ¿ba a la cama; y se fu<*; muy buenas noches. Quedó asombrada, blanca, sin saber que con­ jeturar, Leonarda; ¿ser/a estúpido? ¿qué de malo !c había dicho o hecho ella para que fuera tan grosero? Se desquitó del desvío poniéndose visiblemen­ te empala,/ia con el novio, matmdo, cariñosa con el novio, su amalgama de dolor y asombro hacia Rafael. Y poco a poco fué decayendo la animación en «tertulia; parecían candados al fin dç tanta charla invola; y al Cm se fueron despidiendo, citándose to. co* paraci día sígnente, en la misa, hasta quedar •oía Leonardi, lloiando no sabía ella si de irá o de amor, mientras Rafael, adormilado sobre cl sait* citi cuarto, junto a Dolores, la decía besándola, c: suspiros. —Tú sí que eres buena; tú s¡ que eres una fior.

Se despertaron tarde. Alborotaban, desde la calle, sin subir los amigos, para la iglesia; se les unieron el!os; y el'grupo marchó lento y risotero hasta el itrio, pleno en confusión de gentes. «Nanay, tatay. Narito ka na pali. IsigYôn ffiO SrvO. Nang isang pera»... Bien. Entraron a rempujones, deshaciéndose de la'chiquillería limosnera, de las manos de los por- dioseros a ellos tendidas, de las cien tenderas con sus cíen bilioi llenos de ex-votos de cera sucia y candelas amarillas y rojas; abriéndose paso brus­ camente, ahogados entre aquel montón de carne hu­ mana, contubernio esplendoroso en olor de mugre, sampaguitas, de pábilo extinto y carne perfumada de mujer. Y al fin, vencidas las escalas, llegaron a la jwerta lateral del templo. ¿Dios, qué calor! Venía Rafael, el primero, seguido por las mu­ jeres, por los amigos; se había presentado volun- tario para estar a vanguardia y abrir el paso entre la gleba; ya estaban todos ¿eh? Se busca sK wsiiojó I.A ucRi » W***0^ S^»»^^*»^^^^^6i ^ — — — • MMWk/MMM

* , c- llamaban, se contaban con los ojos; ¿hala,

Se cerraban las sombrillas de ellas bajo el por- t-:o ¿rado de sol, lentamente, a modo de Rigantcs- c:s Hores rojas, lilas, verdes, y entraron en la iglesia rri de «na compacta multitud abigarrada de ipdzz Us razas y todas las castas y todos los colores en maravilla de contrastes, postrados unos, en pié otros, reptando los demás; puestos de hinojos sobre el sudo pavimento, del centro hacia el aîtar, y orando en to­ dos los dialectos filipinos, en chino, en castellano, y hasta en latin, desesperadamentei a voz en grito, CGir.o si la buena Señora que en lo alto del ara reci­ bía tanto fervor, recubierta de oros y joyas sobre una nube de incienso, de luz, de flores, no íes escuchara o estuviera sorda. Se acomodaron como pudieron las mujeres en ua banco cedido por algunos jóvenes, galantemente; a Leonarda se le había perdido el pañuelito; estaba cen la cabeza descubierta, llena de flores. —¿Quieres este? Le ofrecía su pañuelo Rafael, alti a su lado a . Vf í? ,Crisostomo baciale la oferta del suyo* tomó d del novio sonándole, cubriéndose a m¿ Sltttc ?dorabl.c. Çentilmente, con el pañuelo Unco,Rafael se mordía los labios despechado. Z ¡ni IUPÏ * ?n?nlada blanca fior * los ka. &íénd0SC d? ¿1 rcndida abcsos [* »*>ca wTeÈL*.^/ d ^ hs Carncs jipadas * la luz del sol y de los ojos de su padre mis. rr.o, de Cwir.tcsq oleran verlo, maestramente,pere!, du\e y ¿¿Uo nuestro de summer. AI d:a siguiente mismo, por ri primer tren, se \o!v.a a Minila; basta de rid.culo; estaba harto de las ûrsas de ella y su> incidas adoraciones al novio por carte en *a caccia a ti «o (¡Uv c»« •w-»1«^* o obtenía en la cabeza .Cuernos? ¡Si, señorita! Y ni s iar^os que los de! diablo, y aquí mismo, en p!c no tempto y ante una virgen adorada y pura, el im­ bécil a'jut! del Crisòstomo. Se volvió a ella y h miró. Estaba de rodillas, sobre el banco, de cara a' altar, rezando; caía sobre su frente, como una au* reota, un iris de colores desprendido de los vidrios de las claraboyas, en lo alto; parecía un ensuerto, la princesa durmiente de vn de hadas el cuento de en­ canto. ¡Oh, hermosa! Tenía la falda roja y el pecho azul. Su boca, de color de limón; una mejHIa era violeta y la otra ámbar, en su frente se dijera que hubieran caldo, despetaladas, mil champacas. Segua quieta, séria, gloriosa de saberse divina bajo e! íufcer de !a c!a de céleres que palpitaba en sus carnes y sus ropas; y Rafael, encantado, arras. trado en encaro de hermosura de la amada, a la amada, la besó, en ilusiones, ti amarillo de oro, ti morado, d a/uL. lur^o el rosa de la frente, el belio- tropo de los labios, bs violetas de sus ofos.

Le llamaba invitándole Dolores; iban a subir SK M.SHOJÛ LA n Oft ¿}

:,: Jos a besar el manto de la Virgen, Je Marò ¿e la Dr. —Bueno, í>abes? all/ arriba hace un caíor tre- rr.er.do; id todos; yo le beso a la Virgen desde aquí. Leccarda se negaba también a subir ¿con aquel calor?' ¿con aquella gentuza apírtad3, estrujándose sube que te baja? que la dejaran quieta; estaba re- lando el rosario; lo que iba ella a hacer era volverse a casa lo más pronto posible. Les dejaron. Dolores le secreteó a) marido to­ davía. Bueno, tila le dai Ya dos b¿sos a /a Virgen, per los dos. Sí, que la diera mil y que bajara cuanto antes; se estaba marcando; quería volverse a casa. Buscó a Crisòstomo; no estaba: se había ido coa los de la expedición al beso.v —¡Leonarda'... Silencio; se oía el suspiro de su alma en Jos labios. —¡LeónardaL. —Déjame rezar. —¡Leonarda, por Dios.1 —Que me dejes, que nos está viendo todo el mundo. —Vero, c'es qué piensas seguir asi? —Pregúntaselo a tu corazón... —Dice que no, que no. —Pues e! mío dice que sí, que si. Has el fa­ vor de dejarme rezar. Le arrancó bruscamente el pañuelo blanco de la cabeza y huyó perdido entre el flujo y reflujo de U niultilud como un octano dentro del templo. De 64 I-PS K>l:S PAl-MoKl h freme de tila, cayeron arrastradis con el partue!û algunas llores; ¡oh, Rafael!... Ni ella supo después qué tiempo, pensando insensateces continuó de rodillas sobre el banco; estaba como idiota; al llegar a casa armó un escán- di!o; se desmayó. Y le repitieron los desmayos dos o tres veces durante c! día; el Doctor, a la noche, llamó confida:- cialmente a don Simplicio: ¿tenía novio la niflx* Hombre, si; ¿porgué ío preguntaba? —Pues... pues porque sería conveniente casarla cuanto antes; remedio infalible; se acababan enfer, melad y desmayos por encanto. Don Simplicio pedía explicaciones. ¡Qué pu­ ri ales! ¿1 *enia ideas modernistas apesar de sus arlos y sus cms, Doctor; ¿por qué necesitaba casarse tan súbitamente la muchacha? ¿Es que existía algo en deshonor?... ¡Vamos! ¿algún desliz de los chicos5 El Doctor negaba rotundamente con la cabeza; no, no, don Simplicio se había alarmado sin motivo alguno; lo que había era!.. Le cruzó un brazo por la espalda, se lo llevó i una ventana abierta, y allí, sobre el marco los doi apoyados, le explicó, despacito, el caso... Sí, eso; ijuventud! ¡primavera! Estallido de flores y de caries; la tierra virgen, fuerte, hermo­ sa que se secaba, se agrietaba, se moría falta de gérmenes, de sol, de ¡luvia de cielos, o de lluvias de amor. Todo aquello era, aquello: Histerismo. El cielo estaba cuajado de luceros; el aire anti- polerto erraba suavemente; por la calle vagaban mil nombras; y a!U, desde lejos, oyeron en pausa de si- s;: DtsHOjó !A it.ük 65

Lncio cl Doctor y don Sîmr lido, Korar de pronto >s.z% guitarras, una canción tarata. Sa silong ng langît at mata ng binvan Ako'y naririto at íyong tunghayan Ako'y nag iîsa't ang tampó rig búhay Ang tanging sa aki'y nakikíulayaw.

Ang lamig ng hanging taós fcáJuluwa Sa puso ko'y wari batí ng balísa Ang gunîguni ko'y walang nakîkîta Kungdi kamatayan bago.mag umaga-

Ang búhay ng tao'y na sa pagibîg, Pagibig ang lupà, pag-ibîg ang langît; Kahima't kumilos, kung uhaw ang dîbdib, Sa dagtâ ng puso'y patay ang kawangîs.

Kayâ tunghayan mo îtong akîng palad Na naghihingalò sa pagkawakawak Sa pag iisa ko'y ang îyong pagliyag Ang tangi kong buhay, aliw, twa't lunas. Se iiguìó de pronto, cl Doctor. — ta tiempo. Quedó roncando don Simpíido al annuo de las Salves a Moría de la Paz que con lacla unden murmuraba su mujer; y roncando soi ó, scSó que etra vez, al lado del Doctor que le hablaba de primaveras y de novios, oía b dulce quejumbre de las guitarras y la uova dulzona y tagabL, Ang Luhay n¿ tao'y nasa sa pag-ibîg Pag-ibig ang lupa, pag-ibig ang bn¿it, Kahima't kumiíos kung uhaw ang d:bd;b, Sa ¿agtá ng puso'y patay ang kawar¿is. ¿Si! ¡Hores! .besos! ¿luces! Las carnes de las vírgenes en Incas de lira reventando de harmonio; Jos cucrpvs de los efebos, recios y fuertes y altos, negros de arder coroo los kamagones de las patrias selvas, alzándolos brazos a bs nubes, al azul, para robar estrtlbs. ¡SE a ida! ívida! Y sobre la vida L·si afán~. ¡El afán del amor!

•vv SEGUNDA PARTE ^v^>

I.

Como una novia bianca y olorosa se había muerto Mayo. Y ahora las noches no tenían besos n¡ los jardines rosas. La tarde bochornosa, sin un aura, declinaba doliente; y como lágrimas de oro caían de los árboles las hojas secas. Para que todo fueran tristezas, Dolores había enfermado, de tan grave enfermedad que la casa en- tera andaba revuelta; y un médico cualquiera lo ha­ bía dicho, moría de consunsión; aquella llama azul de estrellas se cstinguía; el dulce aroma de violetas se apagaba; el alma pura, alma de ángeles y de Mo­ res, enferma de amores de amor ¡ba a morir. ¿Se iba morir? En su cuarto, en su gran lecho blanco se ador­ milaba, mientras doña Carmen junto al lecho, recli­ nada en un sillón se atiborraba con la vida y mila­ gros de no im¡)orta que santos. En la sala Lconarda hacía la visita a las d; Silva; sus risas, sus voces, y de vez en vez la música del piano, llegaban hasta el etano alborotando. Llegaba Kafacl también, sabía Dios de donde, a la tertulia; aquel medio día había tenido riña con Lconarda jor cuestión de un beso y volvía bebido* nacía tiempo que hacia esto; ahogar las ¡xrnas en a!. cohol, como cualquier infeliz. Venia florojatado con un enorme Linneo pom­ pon de camias; arrastrando una silla se sentó junto a Lecnarda. Elia le susurraba, burlándosele en h can: —Apestas a flor y a vino... ¡Oh seftora! a flor y a vino; de lo que se com- ponían sus esencias. —Pero hombre, al menos debe darte ver. guenza... —¿El qué? ¿Quiea> ¿Las de Silva?... Ahora verás. Se acercó a Charing Silva, siempre arrastrand} por el salón su asiento, y a su lado, pegándose a ella y orando leve su charla, cínicamente le habló c!e amor. Quedaron apartados en un rincóncerc a al piano ajbícrto, Bajo los abanicos rfe una enorme bonga chi­ na; ella reía a cada palabra seductora de él, mirándole enternecida, loca, sin saber que pensar y dudando si la enamoraba por estar bebido; y el, cada dulce sonrisa y cada mirada Iangorosa de ella, se las brin­ daba a Leonarda haciendo gestos y visajes. ¿Eh? ¿Qué se había creído Leonarda? íque se fijará en la Charing reventando de ilusión por él! Y eso qué era más bonita, («ro mucho más bonita que Leonarda. —Cante V., Charing. —¿Yo? ¿cantar? ¿para que se ría V. de mi? ¿Reírse él? ¡vamos, que barbaridad! —Si lo que me pasa a mi cuando la oigo es que me entran unas ganas tremendas de darle un Uucno; Leonarda, ¿quieres hacer el favor de acom $:: r:>::r>!Ó r.\ nez ;t

:.v*ar a h Señorita de Silva a! pur.c? Va a cantar cl v^!s de Eva. —lAy, pero bi cl vais de Eva?.. Leonardo, -había oído? e! viU de Ev.i; rue Io ¿a a cantar Eva, es decir, Charing.., . Se levanto, se acercó al piano y puso cl papel t.- cl atril; lis letras c^î vals él las había cambiado per ctras compuestas por el mismo; desde cl piano c-imo: —;Ya está! Se le acercaron; Leonardi trémula de ira, ¿e rencor, de no sabía ella cuantas ganas de abofetear il grandísimo sin vergüenza de su cufiado; Charing» rosa îa cara y cl vestido, toda ella temblando her. tr.csa y pura como un rosal de flores abrumado. Sonó el preludio, dulcísimo, y luego aun mas dulce la voz alagadora, volando lentamente— Es en la vida el mayor dolor Que vida y alma hace estremecer, Cuando se muere llorando el amor Y no nos besa ninguna mujer... Junto a ella, casi a su oído, murmuró Rafael: —Ninguna mujer como V.# por supuesto. Tembló ella un solo instante; las rosas de su cara 5c hicieron púrpura; sin mirarle siquiera, siguió cantando: Y es en b vidi el mayor pîaccr I-as rebeldías ahogar en flor Y de rodillas ante una mujer Toder Iîcrar de amor... IO* jrSÍS BAUIORI .jCrVM"»'*'* a**

Si-uìó cantando; élla admiraba en tanto a* briaco por su voz, por toda su gentil figura per ci atoma emanado de sus carnes, de virgen, de li* non. Y mientras Lconarda le miraba a él a hurta. dflhs admirando su solemnísima desfacnatés, él dije- rase extasiado en la cara de la chiquilla que ilumina- ban dos temblorosos h:Ios de brillantes pendientes de los lóbulos de las orejas, como dos pétalos de rosa. Cuando acabó la canción, Charing Silva se sentó junto a Leonarda; quedó Rafael lejos, frente a ellas mal humorado y triste; ninguna de las dos le hacía caso, Charing esquivándole. las miradas y Leonarda hablando con Mercedes, la hermana de Charing. . Bueno. Dios las criaba y ellas se... etc. Ya verían las dos, Charing y Leonarda, si con él se ju­ gaba con fuego; por lo t>ronto a Charing no serian, cíe fijo, los mosquitos los que a Ja noche le quitaran el sueno. Pero era tarde y las de Silva se iban; volaron, sonando, besos por la sala; y recuerdos, y alivios para la enferma; Lconarda y Rafael las despejan 0 C Calc ra; [t /° *,'? f t «""*> *e Pedieron en

l£; ¿ÜC| ** ,te rÍCS? *° I»** «ber? noria Jri C> * ^ * tU ^ D i™ ^ revfcnufd^to-*K^ lû b V« «• «e» e» que -... SE DESHOJÓ U HOR 73

—Tú, scrtora, y con razón, porque Charing es rucho más bonita, mucho más mujer, y mucho más lien educada que tú. Ni menos ni más; y que se enterara bien. ¡Vaya, quien hablaba de educación, D. Rafael Lozano etc. etc.! lo que él debía hacer era cuidar a su mujer que se estaba muriendo de consunción y de consumición; y esto era de lo que ci podía enterarse; ni menos ni más. Se separaron, odiándose, como enemigos irre- conciliables, prontos a poder, hacerse tricas almas y carnes allí mismo, a araftazos o a besos; él mareado, sin darse cuenta de lo hecho ni lo dicho; ella real y verdaderamente celosa, humillada en su amor o en su amor propio hacía Rafael, por Rafael en sus amo­ rosos rendimientos a la de Silva. Y se separaron, por no poder acometerse, los dos con una idea de venganza unánime. Ella pen­ sando que luego de la cena, vendría Cristobal, su no­ vio, y que sería capaz hasta de darle un beso con tal de que Rafael lo viera y se muriera de envidias y de celos; y él pensando que cuando llegará Cris­ tobal se las pagaba todas i>or juntas Leonarda, por- que el novio biombo aquel se cargaba una tomadu­ ra de pelo de las de tres con cuatro. Cenaron, sin Dolores, débil a levantarse de la cama y sin dona Carmen que jx>r ro dejar sola a su hija se hizo servir la cena en la misma habitación; don Simplicio los miraba a los dos enfurruñados, le­ jos, porque Rafael había cambiado de sitio y se ha- |>|a sentado al estremo opuesto de li mesa; les ha t.ó con el tenedor al aire lleno de fritura: —¿Que? chabía camora? Ko, nada; que estaban mal humorados por Ja enfermedad de la pobre Dolores; y luego la lata de las visitas; h% cursis de las de Silva.., LcOiuiJa fué la primera en ¡Mutar: —Que son tres marisabidillas a cual más entro­ metidas, fastidiosas... —Estúpidas, feas, endiabladas, continao Ra­ fael, haciendo muecas con la boca llena. Leonarda le miraba ahora, sorprendida, dudan- do si reírse o soltarle una fresca; verdaderamente era un cínico, pero un cínico enei colmo del cinismo, cf gran Rafael. Le habló, por todo lo alto: —Hombre, al menos Glaring no te parece eso; bien que la estuviste dando coba... —¡Hola! ¡hola! murmuró D. Simplicio. —Nada, figúrese V., atajó Rafael, que estaba empegada en que yo le diera lecciones de inglés; y yo no sabía en que forma disculparme; está loca aho­ ra por el inglés; debe tener algún novio americano. —¡Mentira! clamó Leonarda. Y D. Simplicio: ~ —Bueno, iy que disculpa diste? —rucs sencillísima; que no sabia del ingles más que la última palabra: ¡Gordemis! —Don Simplicio soltó la carcajada, mientras él, con ti gesto más hipócrita del mundo miraba a Lconarda;cl!a le sacaba la lengua, furiosa, haciéndole muecas. ¿Eh? ¡Qué se chupara esa y volviera por otra! Cuando concluyeron el yantar, ya estaba Cri- sn PESIÏOJÜ !A noa 75 . xMW* «»">«« » I^I^»XM^criód¡cos en las manos. —Hola, Crisòstomo! Cristobal se levantaba a saludar al viejo; Rafael, siempre en el centro del salón, con las manos a la cintura, contemplaba a Leonarda riéndose, retándola; D. Simplicio le interrogó: —Justabas pronunciando al^ún discurso? —Kstaba dando lecciones de Ortojiedia a Cris, to; e* un pefectísimo camole; figúreseV . que a estas fechas y con su facha, me viene a mi con la teoria ÌZ Lz>::o;j LA ÌUZ ;;

¿•/-r.dìJaporél ;por Aníbal! de brusìi d en FTIp:- : adelas virger.es de nuestra Sociedad, «ja! íja! ;ja!.., —Hombre ¡no vayas a erter tú tampoco çue ;^i.s sean unas pes! — w»aro es que é*ay csccpc¡vSri, como en toco; pero desencájese V.; después del targo, /jtr¿af^ Siro etra cosa peer... Leonardi se Iba, canino del cierto de b en- ferma; D. Simpudo se alzaba de hcebros; Crisòs­ tomo tronó: —Hombre; tú estás faltando, insultando a b crjjcr filipina, a b mujer más bandita del mundo per dulce, por humilde, por buena; la mujer que Dios hizo de flores solamente para amar y arañar en la vida; y esto lo haces sin importarte un b!edo el cu- tu mujer sea tagala y ta/nadre sea tagala y tus her" mar-as sean tagalas, hombre! Rafael gesticuló: ^ -Te he dicho que en todo hay escepdóa, ¡m- Don Simplicio calmó. No nescríuhan txnerse de ese modo, y recurrir a tiendas pS ÊS .puíi'es! las cosas en su lugar «scuiir

t,u> mo dos los CluS* \, ,n . JC Y ^ ««a* en to- Cristobal se despedía, se iba; temblaba todo él de ganas d¿ abofetear a Rafael; le deban asco sus palabras, sus ideas, todo loqte de él pudiera ema- 'nar y proceder; al despedirse de él, en ve* de escu. pirle a la cara como le impulsaba su alma honrada, se contentó con decirle: —Si hablaras así en otro lugar que no fuera tu casa y a amigos te podrían dar un disgusto bas­ tante serio. Se reía a carcajadas. ¿Disgustos? a él, disgustos? ino había nacido ek hijo de su mamá, Cristo! Cuando quedaron solos, L). Simplicio amo­ nestó: —No, Rafael, no tanto; que hay alguna que otra zorra bajo plumas de paloma, y alguno que otro macho cabrio de írac y lentes de oro entre tanta gente como compone la alta, la buena Sociedad, bueno; en todas partes del mundo, y en otras partes mis que aquí, pasa esto, inevitablemente; pero de eso a lo que tú sustentas, una enormidad, una atro­ cidad, una barbaridad -ríMirc V. que le puedo citar casos estu­ pendos! —No te digo que no; si te empiezo por recono­ cer que los hay, que existen; pero es que tu genera­ lizas, tiendes la re^la en general, y eso, ya te lo he dicho y te repito que es absurdo y criminal. Bueno, también su suegro, abogado de ... Se mordió los labios; tentaciones le daban de gritarle que él también, el defensor de una Sociedad corrotti, pida y corruptora, era el primero en tirar el dinero Si: MI.MIOJÓ 1A MCk 70^

• v ) mujer y de sus hijas con cuatro indecentes lu- / s job Zarzuela, coa más roña que hermosura y r'\ coloretes que vergüenza; |x.ro se contuvo, dejó ! suegro eropoltronado, a que leyera la Prensa I: la noche, y *c salió a! comedor a temar algo; 5.:\:ía una sed abrasadora. cOue bebería? bah, cualquier cosa; !c pidió a un criado, coñac; y se bebió medio vaso de un sólo serbo; la cara se le arreboló y sus ojos lagrimearon Je pronto; ¡bah! otro medio vaso más; así dormiria cemo un lirón, sin pensar, sin sentir, sin soñar... Se encaminó a su cuarto; su mujer dormia con los labios abiertos, respirando anhelosa; junto al le­ cho, en el gran sillón tendida, doña Carmen dormía uinbién; se cambió de ropas y se acostó en un diván. Imposible dormir; se revolvía y se agitaba sin poder conciliar el sueño; ¡maldito insomnio, y maldito co*ac, y maldito calori ni un soplo de brisa penetraba en la estancia, y por los balcones blancos a la luz del f-ïeniîunio, se miraban les árboles y las matas con las hojas y las (lores sin un solo temblor." Imposible dormir. Se calzó las zapatillas y se tajó al jardín; la luna llena, cercada a distancias azu les, de estrellas, teñía de plau el viento "y el solar; ola a malacocos, a champacas, a mujer; sobre el combo surtidor de una fuente, caía un hilo de agua <^c se hacia azul, plata, morado, lila, rosa... Deambulaba Rafael por los senderos blancos y y penosos, bajo el palio de las acacias desmayadas y ios naranjos perfumados; una vez tropezó, y sintió «•» Rolpc violento en ti pecho, lin la bolsa dd 14. Jfcna tenia el revolver. * or disparar... Sintió sobre él, muy alto, un trémulo aleteo; miró; eran tres gallinas, grandes, blancas, posadas las tres en h rama de un naranjo ¡las grandísimas..: puercas! estas eran más pura?, más castas que las señoronas que él conocía; al menos dormían sin tí ansia del gallo; pero seflorona había a quien no le bastaba en una noche un par de caballeros, el ma­ rido y el amante. ¡Eso! ¡Una verdad más grande que d Palacio Ep:seopal! No, en el mundo no podían vivir las HONRADAS; ¡pues no faltaba más! Empuñó la Browning y apuntó: ¡Pum! Se oyó un revuelo de alas, un trémolo de píos, y por el aire, girando como una nivea fior rizada, cayó una gallina. ¡Pum! cayó otra gallina. ¡Pum! cayó la úlüma gallina... Y Rafael, borracho perdido, contempló a sus pies, temblando ensangrentadas, las blancas aves destrozadas a tiros, por puas, por virtuosas, bajo una lluvia de azahares deshojados, ?ns cápsulas de oro llenas de aroma y miel de las naranjas, y la luna. SS DESHOJÓ ! À FLOU &t

II.

Se echô co un vato tres dedos de cortac, en­ cendió un cigarrillo y Ve asomó al balcón. Amanecía. ^En el vîeniô se.dijera que se iba lentamente abriendo üná.'rosá ^gantesc^ y enorme. El airelleno del ozono de las flores y del yodo "del mar Centró en su pechp'dilátándolo como una onda pura, Sà'y'âAt. el pecho pprioiído'/y'ahgusuáuQ coc! des­ vao a la enferma y en el olor a drogas, a diablos Una lluvia fina¡ Imperceptible^ como un polvillo levísimo de cristal caía sobre el Jardín; tos pi jaros despiertos; aleteando refugiadose n los aleros délas tartanas arrullaban aguardando el sol; là mañana de FHipinas era hermosa convj \\ sonrisa ài sus níflos. _La "enferma dormía r^iran^ [anhelosamente íobre la pompa'de'aquel lechof ¿l b<¿ cómo un iV menso azahar que* recogió .en su brocce cl misterio is !îAi.Mok!

Se volvió: —¿í}u¿»

Muy temprano, cl Medico de cabecera leyendo h última temperatura en el termómetro movía la caben, a su pesar, con desaliento. —^** >M<«*^ iw^'Ki^^nx^»'»^» rosa do la suerte de una vida para ella idolatrada; ;rué cosas tienen las madres, seflor, que cosas! Quedó dofia Carmen sin saber que pensar; pero estaba serena y sus ojos brillaban constelados de esperanzas. ¡Sí! iDios! Dios era el único que sab/a de esto do ¡a vida tío las mujeres y los hombres en la vida; y Dios respondía al corazón de las madres, cuando las madres eran buenas y lloraban por sus hijos. Entró en su cuarto, se postró ante su altar, allí estaba Dios clavado en una cruz, mirándola, como aguardando su oración. Y doria Carmen oró, oró fervorosamente, mu­ cho tiempo, no sabía ella cuanto tiempo; y cuando se alzó apoyándose en el respaldo del reclinato­ rio para no caer muerta de abatimiento, desfalle­ cida, le pareció ver temblar los labios del Cristo. iEa, la salvaba Él! ~-S¡, salvadla, Dios de los Dioses, Dios Pa. dre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo.. La voz. de su marido la hurtó del éxtasis divino: —¿Qué ha dicho el Medico? ¿cómo esti? —El Médico no ha dicho nada, pero el Seflor me acaba de decir que mi hija no se muere, Sim- {HiCIO. D. Simplicio sonrió: i » ~*A*" sca» muJer, asi sea; mira que sería horri- fc« eso de ¡vamos! no quiero ni ansarlo; seria «paz de volar la casa; ¡así reventamos todos! fl"-íu\ *£ftIc ,!cSó cl ,,adrc Ma™«° con re!¡. 1-as, con huesos de el supiera que Santos o que pitos; tenia la voz pastosa, con un fuerte y arras, trante acento cataUn; ellos, los Misioneros de la Com- pania de Jesús, no tenían por costumbre iraYisitara casas particulares, pero ¿\ en gracia a la familia y a la pobrecita enferma, había venido; ¿cómo estaba la enfermita? ¡bah! si aquello no era nada íverdad? nada; un poco de calentura, 'algunos d/as en la cama, y luego ¡tan frescos! Se plegaba cPmanteo sobre las rodillas, ele­ gantísimo; se afirmaba sobre las narices de ave de rapiña los fulgurantes lentes de oro; Rafael en tanto le ofrecía una cerveza. —Gracias, no se moleste, no bebemos. —Un cigarro, entonces. —No se moleste, no se moleste, no fumamos. Cuando se fué, D. Simplicio llamó a Rafael; —¿Como sigue Dolores? —Lo mismo ¿por qué? —Pues porque, porque ¡puñales! como he visto sali: de vuestro cuarto un murciélago!.. —¿El Padre Mamerto? —No sé quien; todos son iguales; en cuanto aparecen en alguna |>a te ¡catástrofe en puertas! Se dirigieron al cuarto. Aquella vez la infer­ ma parecía tranquila, más tranquila; no había tosido y sus ops muy abiertos vagaban luminosos de cara en cara, d'? cosa en cosa. De pronto entró Leo. narda con un enorme ramo de llores; se las traía a su hermana; la pondrían buena, ya vería; tan hueñis como eran, tan olorosan, las Hores Su voz vibrante y musical se al;al»a como en gorjro; en el cuarto esUlu toda la fami ia congre nia; h enferma scutrîa a Lccnan'a por b p'icdzd ¿i sus fìores, de sus palabras; parecía que sii alma Itios ya Je todo lo h.imano oUîdase la miseria de b carne para abrirse en cruz y i*-r donar. La puso las flores sobre la cama y se sentó a su lado; —¡Pobrecita, que fiaca V penes!... Dolores la seguía sonriendQ. En un rincón, Rafael jugaba al ajedrés con su suegro; en realidad su pensamiento volaba muy le­ jos; le parecía un sueño, un cuento, aquel lecho blanco destacado en la penumbra sobre ti que entre P.ores su mujer moría; veíala )a muerta entre las rosas y la sombra azul de la vida de Leonarda triun­ fal junto a ella como na triunfo de la Vida sobre la Muerte. ¡Oh, si muriese Dolores! ¿qué haría él? ¿sería feliz o desgraciado' de todas suertes quedaba libre, libre para amar y gozar a su antojo, sin los Ramos y los orlos y las bobadas de su mujer... —îUeinaî gritó D. Simplicio; ¿te duermes? Jugó ma<4uinalmente, fijoe n la idea de la muerte de Dolores; no se le había ocurrido esto sino ahora, ahora que la contemplaba yerta entre flores y las campanas de la iglesia doblaban llorosas. —Oración: Dotta Carmen |>oniéndosc la primera en pié comen/aba el re/o de- la tarde: —El ángel del Señor anunció a María San. « v.ma... U resiiondian Leonarda y Rafael y la enferma Todamente; D. Simplicio había encendido un ciga- rn.;o y «-guía las ondas de su humo añiles erran. SS ro* jrsfs PAT.MORI tes y pérdidas.. Cuando terminó la dradón ya no jijaron; el viejo tenía que -revisar unos papeles e3 su despacho. Se fué. Rafael se acercó al lecho; la enferma Julia cerrado los ojos; los ojos de Leonarda lagrimeaban. —¿Duerme? —Si ¿no lo ves? Se separaren, muy despacio, de la cama, los dos; el cuarto estaba todavía en sombras, sin la lámpara encendida; so!o lo iluminaban débilmente y a trechos las% dos velas ardientes sobre el altarito, junto al sillón en el que dofta Carmen inmóvil parecía no existir. Se sentaron juntos en un diván. Y hubo un silencio largo antes de que hablaran: —Leonarda... —¿Qué, Rafael?... —¿Por que llorabas? —Por Dolores, pobrecita; parece que se vá a morir. ¡Qué burrada! ¿Qué se iba a morir Dolores* ¡Si estaba mejorando a ojos vistos!... No sabia el porque esta hora del crepúsculo ponía sensiblero el corazón de las mujeres., —Te estarías acordando de Cristobal, por eso. —No digas tonterías. —¿Sabes tú, Leonarda, lo que pasa aquí? pues que tu mama con tantos aspavientos y tantas nove na* y tantos lloriqueos, parece que es la que está de­ seando que se lleven a Dolores al Cementerio del Norte. —No hables así, Rafael. —Mira, no te negaré que está enferma, que ss rr>:¡v\K> u rica S3

::::okaya estado un poco grave; pero de t>to a ••:• s¿ vaya a morir, hombre, ni sotarlo. V No, si rih tarocco creía c*>; pero estaba tan : :ra, un |viitui, que w*a Cv/ui¿'.oti*i \W»»^ —¿No te la inspira a ti? —¿Y por eso me voy a poner a llorar comò .Ù natio? Habían hecho las paces, hacía días jurándole el por todo lo jurable que Rosario Silva le merecía la misma pasíón que el gallo de la idem; y ahora con la enfermedad de la Obstáculo, su amor triunfaba y andaba todo el día tras ella buscándola, anhelándola. La cogía las manos oprimiéndoselas le veniente, s^bre el diván. Así, de azul, îqué bon itaera! se pa­ recía a la Virgen de las estampas caladas; se parecía a la princesa encantada de los cuentos de hadas ma­ drinas y dragones alados; se precia a los lirios que tiemblan de amor en las noches de luna., —i Mira como te adoro! bésame. Se encendió la lámpara y el cuarto quedó en 1-z; ella se fué entonces; la enferma seguía durmicn- do; dofli Carmen seguía como momificada en su pol. trona. Y Rafael quedó sofiando. i rJY S* rcaTmcntc se muriera, se apagará la vida <* Dolores? Oh, entonces... Entonces si, estaba resucito; se casaría con ^narda; 1a quería con todo el corazón, estaba *Zwo% de su amor. Guardaría como en una rtl¡. f.w «-1 fondo de! alma el recuerdo del carino y U bondad cquen1to. Una vez, la Virgen iba a coigar los nafla!cs

t Dolores dormía, caída de nuevo en uno de aquellos sopores que la horrible enfermedad hacia en ella tan continuos. Rafael lo aprovecho para salir, para huir de la bruja de su suegra... Bueno, la huida a Egipto. Buscaba a Leonarda; le quedó de ella el perfu­ me como un gayuma\ el perfume divino de su cuer­ po virgen, de sus ropas zahumadas, de sus cabellos recogidos en un moño por dos rosas; la buscaba por la sala, por la caída, por el despacho de su suegro, por la galería, por el comedor, no estaba; al fin se atrevió y llamó despacio a la puerta cerrada de su cuarto. Le abrió la puerta en bata japonesa, con los cabellos sueltos, descalza; el cuarto estaba a oscuras. —Oh, Rafael! —or el viente: Algún día ha de ser, tiene que ser, convéncete, mía;

—lOue, qué quiere usted5 Aqulîîo que habia ¿li, en el rircín, cubierto », !i sábana; ¿qué era aquella' —Un cuadro. —;Dc algún Santo? —De una Santa. —A ver, a ver... Se alzó la v:eja y a la luz blanca y llena de los :~s bembones

^5, esc demonio es vuestra hija, en su verdadera g 4 103 JVSÍS PA I.MORI belleza, como debieran ic todas las^nujeres hermo­ sas por el mundo... Pero le asustó tanta enormidad y el enorme­ mente raro y sorbedor de vida diáfana, pura, se calió. —Quémalo. Quítalo de a!I/. Que vergüenza... Maflana, seflora, mariana; que no se pusiera as/ por tan poca cosa; que no se ahogara en una charca de agua; después de todo no era ningún pecado mor- tal escomulgado por.ningún Pontífice un desnudo de arte... Y concluyó pensando: —¡Bah! Cuando yo quiera de verás, el oririnal de la estampa que te asusta, así, en cueros, se me muere de amor entre los brazos'

-^i«t»^^ III.

Estaba cansado de velar, harto de estar ence­ rrado en casa hacia días Rafael, bin más afanes que ii ilusión, el amor de Leonarda^y un sinsabor, la - r.ierrncdad de su mujer. La tarde azul, de Agósto, que arrojaba tem­ iendo a lo lejos, las hojas muertas de los árboles, precia arrojarle a él también, lejos, no sabía a don. ¿?, con su amor y su pena alma adentro. Y salió, a,pié, sin saberse a donde ir, discurrien­ do por las calles de la Ermita, como un autómata, sia pensar, sin sentir, cansados cerebro y corazón. De pronto se desplegó ^ en lo alto, ante sus ojos, sobre una ventana, algo .como una bandera azul, champaka, y rojo. Miró. Eran las ¿z Silvi asomadas de colorín colorado; sonrío; pues bien, ya tenía donde pasar el rato. Subió. Las tres hermanas se le diputaron en la cariñosa acojida; sobre todo Charing, tan guapa quella tarde resaltando su blancor de perla del sua- '•e ckimpaca de sus ropas. Llegaban visitas; jóvenes pretendientes de las Urmanas de Charing; Rafael quedó solo hablando '•-i ella en un «-ingulo del silón. —Y el de V., ctu.mdo Üe-a* —El m/o, ¿cju¿? No valían desentendimientos; de sobra sal;* ¿la por lo que preguntaba, por ti príncipe ¿d suefio que llegaba de lejos a ensenara besar a todas las mujeres. —¡Qué equivocado esta V., Rafael! Le preguntaba, haciendo de rehuir la conver­ sación, ;*>r Dolores. ¿Cómo seguía? Desde luego buena, cuando a él, que era un modelo de maridos ya se le veía de paseo ¿verdad? El a- ent/a con la cabeza, y las palabras, poco a poco, de los dos, fueron haciéndose íntimas y la charla varió de cien temas, y concluyeron por el de amores y amoríos. A Rafael admirábale ahora la cultura, la eru­ dición, de esta linda muchacha de quien una vez ya le sorprendiera la hermosura; de esta dulce Cha- ring a quien él tuviera tiempo atrás por una tonta y pasara a su lado y estuviera junto a ella tantas veess sin parar maldito la atención en ella. ¡Qué canción en su voz! ¡Qué luz en su sonrisa! ¡Y qué sonrisa de luz en sus miradas, en sus ojos! La contemplaba embebecido, sin atreverse a rom­ perla la feliz palabrería por el gusto de oírla, de oiría siempre hablar; y solo cuando calló un ins- tante, acaso por no saber ya que decir, se indicó a ella para murmurarla, fijos los ojos en el ciclo: —Mire V., la luna... Se alzaba, plena, en el viento moteado de luces; él continuó: —La luna que es el corazóo;. y saliendo de esc corazón palabras de cariflo, de luz, que van y vienen ¿No cree V. que sea -así la vida, to

Oye, Charing, una cosa: Cuentan que al sentir su fin Sobre su rosal la rosa, Llora por la mariposa Que vino a violarla ruin.

Alguien me causó una herida; Pero yo-, como la flor, Dejo en la mano querida Mientras deshoja mi vida Una lágrima de amor... Ç5 I OR jLSt S BAt.MOKl

—Son muy bonitos; ;>arece V. poeta. —Y ustcJ tina muñeca. Sonrió. Y charló: iOh, si el supiera lo que a día !e gustaban hi verso*! ¡se moría por les versos! ni pretendiente ¿? Mercede? que era poeta, no hacia mis que pecürk autógrafos; pero las poesías que le gustaban masera.! las de... cías había leído Rafaei? una divinidad Si, las había leído; conocía las producciones di­ casi todos los poetas patrios; podían codearse con los más afamados de Europa y de América Lat'na; en ambos mundos eran admirados. —Mire V.; ésta. Le mostraba otra postal pintada al óleo, de una dilaga del terruño bañándose en el río; era admiraba la miniatura, la piuturita aquella; y en la frente de Ra- fael aleteó un instante la imagen de su cuadro en la imagen todo poderosa de Leonarda,su amor. —Yo he pintado, porque yo pinto,

quién? t!e interesaba, acaso? el poda pmtar todas cuantas mujeres quisiera. —Pínteme V. a mi. * ~-cA V.? (¿Q verás lo dice V ? !•* dÏlS* Kr0 ,IenC ** *' * «""»*• " —Aunque ica

—Pues convenidos. —Convenidos. Vendría él, a la mariana siguiente muy de ma: rana, y la pintaría en la playa sobre un fondo de mar azul, de olas; así fuera ella a modo de una perla arro- jaJa a la arena y recojida por sus manos de él para él y para su loco corazón.. '. —(No, Charing? No le entendía, pero quedaban convenidos en que al día siguiente empesarían el retrato. Y batía como una niña, de alegría, las manos, viéndose ya trasladada al lienzo; ¿de qué color quería el pintor que se pusiera el .vestida' ¿de cualquiera? bueno; verdad que él podría colorearlo a su gusto. Y a la mariana siguiente, fiel a su palabra y a no sabía que impulso innovador xle su alma, Rafael cargado de todo lo necesario para pintar, comenzó en la playa la cara de Rosario Silva. Reía el mar. Sobre su lomo azul, a fior de espumas volaban las gaviotas, y primero una, luego otra y luego otra, cargadas de pesca iban arribando las Sancas a la arena. —Estése quieta; sonríase,un poco, así... Retocaba los labios de su boca de flor leve­ mente abiertos en una sonrisa; el pincel lleno de rosa temblaba en su mano; el artista se imponía al hombre y aquella sola mañana, en una sola sesión, terminó de pintar la cabeza de Rosario. Cuando ella, seguida de sus hermana* rodearon al pintor para curiosear el lienzo, todo fueron txcla. !0Ô ÍV& JISÍS HAlMOkt madones iîc admiración. El admitía como natun. y letico el incienso quemado en su honor, el apbj. so unànime de las tres lindas muchachas; y bs s:« «Iones SÍ repitieron cuatro o anco veces más, cada ver mis abroadas por Rafael que se aprovéchala de ellas para hablarla de amor a la de Silva. Estaba encaprichado, loco de remate por ccn. seguii que cüa se'enamorara de él para él hacera suya; anhelaba de todas veras aquel cticrpccito es­ belto y mórbido de perfume de virgen, de azucena?, en cuya cintura se podía cerrar una pulsera; aquellas manos y pies*tan suaves y pequeños; aquella cara dulce y blanda y langorosa. Y tan prendado estaba, que en sus fervorosas y nuevas adoraciones por la de Silva, su alma de mariposa volaba lejos de Lconarda, de Dolores, de b casa toda; y solo ahora una estrella sendereaba su ruta, Rosai io; y un atan consumía sus afanes, su amer. Una tarde en que Iîej;o a la casa más tempra. no que otras veces, le salió al encuentro Beatriz sola- Rosario y Mercedes estaban en la playa, cogiendo' Otti WIS. k ^ Podia encontrarlas, si quería; no andarían muy Bajó.

cha en bu>ca de! molusco; lo¡ úhïmos fu ¿r» 0 1 «¿coronaban su cabera, ce colores; Rafael a" "i $n rr.Nüoj(i LA ma ^JüJL

—'.Salve, ondina! Se asustó; alió la frente: —iOh, Rafael! Tenía junto así un lilao Heno de caracoles; !c- jes, Mercedes inclinada a la playa parecía una man­ ciù azul, un retazo de cielo azul caído y ondulante sobre la arena y las espumas. Y alanos "pájaros ¡¿r.aban volando sobre sus frentes, como ensueflos. —Cuidado, no se acerque V. se vá a manchar; estoy perdida de arena y agua. Rafael la miraba las rodillas, como dos lirios de triunfales; ella, notándolo, se soltó e! prendido de la saya. ¡Vaya, después que él había saboreado la maravilla! —¿Y què va V. a hacer con tanto a!¿»:is? —Sopas, para V. Le sonreía, le provocaba con la sonrisa, con la mirada, con todo su cuer|x>, vaso de aromas, vara ce nardos; decididamente la de Silva Je quería !c quería, Y Rafael recordó rápidamente cómo una noche, hablando de amonis, le dijo eíla sin hipocrc sias ni escrúpulos que el d;a que amara, amaría has. ^an^do:,m,"rUrle * ^ ^ * dC ^ >' cnrr-r ™i!* h» "«nos... ZSrulC, Y\?uc sc csü "anchando... •CharínK: Ahora quc citano» solo,, escuche 10J ICR )!^SJ!A1.V0M KWWO «W»^^«><

V., escuche V. por favor, c!c unì vez y para siempre. —Pero ¿qué qui.re V.?. —Quiero... quiero decirla, que la quiero. —1\ roi? Se le encendió la cara y quedó sin saber si po­ nerse «¿ría o reírse, con los ojos fijos en el liho del ahvnis; él, sin soltarla las manos, repet/a exalta, do, como utí nirto cuando pide vn rnufleco: •^Que le quiero, que le quiero, que le quiero. Por Dios, Rafael, que pensara bien lo que ha. cía; ella no podía en modo alguno consentir en eso; se iban a perder los dos¿ a perderse para siempre— El la interrumpía; ¿perderse? lo que iban a ha­ cer era ganarse, unirse para siempre en un corazón y en una felicidad: —Porque tu me quieres, no lo niegues, me quieres, amor mío, y yo, ite adoro? La playa se llenaba de sombras, sin aves ya, sin luz; cuando el primer lucero rutiló, Rosario Silva apoyaba su frente sebre el pecho de Rafael y su guir. nalda de colores de sol estaba rota a besos. Aquella noche, cuando Rafael volvió a su casa y se acercó a la cama de su mujer, la j>obrc mujer abrió los ojo* pira hablarle: —Ya sabía qu? «rras tú; cono/co hasta tus pa- sos; ¿a donde vas luce días, que te ausentas tanto tierna I apa dice que hoy no has estado en la oficinx —Porque lo ha querido decir; yo no me tengo la culpa de que no me haya usto. —¿Y a donde vai todas hs tardes' —Por allí, a dar vueltas, cerno los tromjv-•; sn Dr.cnojti XA nox to%

:e d.'as nuc me ^;íc'e 'a ^beza atrozmente; no te ; Ì jueves fiorar. Sonreía ella ante la inocente falsedad; parecía r:~:ira que con ti talento de su marido no cncon- t.-ira escusa más indigna de ser creída que aquella; ít t^dos modos debía estar más a su lado; se sentía r.jy débil, muy mal: —Mira, siquiera estes días, no te alejes mucho ¿t mi; a lo mejor vuelves y me eucuentras ya muerta: —iVamos, hombre! —Créeme, Rafael, créeme; tú te piensas que estoy mejor, que estoy buena; todos se piensan eso; piro yo sola sé lo que siento, yo sola sé como me encuentro, y por eso te imploro que no te vayas muy lejos de mi lado; ¡bastante tiempo tendrás después ^ara divertirte y ha~er el amor a todas las mujeres que quieras! Protestaba. No, Dolores, no; que no hablara así; él no quería a nadie, a nadie en el mundo sino a ella, su Dolores del corazón suyo; lo.que había era, que ella mojor que nadie sabia de sus hábitos bohemios, de su afán de va£art sorbedor do a*ul% cabí cl mar, bajo ci sol o la luna. La acariciaba la cara con sus manos, la be­ saba en la cabellera destrenzada; ella, a través de todo, notaba su fahedad; pero callaba, callaba en el ¿-Ice consuelo de sentirse como en mejores días, acariebda por la voz y el contacto, aunque fuera finada, de MI Rafael. De sobras sabía sus trapisondas cun Lconarda y con quien no era Lconarda; y de eso se enferma rvx jr«í< txtxou. t., y cor eso moría, y se iba poc o a r*co un r ¿1- rSa abandonarle en libertad cíe ameres, a do'r^ la luz se extingue y tl f*rfume se apaga. AI esfuerzo cue hizo por hablarle, tosió y r - d j luego tronchada sobre cl blancor de las alma* dis; se dormía; deliraba.- Era una mujer, la que siempre veía, la que !: daba Crío, Usando a la puerta del cuarto; Ra¿e! temblaba, acobardado, escuchando ci àtìhio; lar.: jer no se atrevía a entrar; pero la enfermarse helaba-. Doña Carmen, en tanto, redoblaba sus reres, sus votos, sus promesas cor la habitación Motaba una onda de desconsuelo, de pavor; se diría que de- amblaban espectros por ella, o en sus rincones hi­ cieran, almas en pena, su refugio. Una de estas noches de alta fiebre y más a!to delirio, creyeron que se mona; se alborotó la casa y hasta se fué corriendo en busca de un padre confe­ sor, a la mañana siguiente la llevaron el Santo Vía- tico. Aquel *CK> conmovió a Rafael y no volvió a sa.nr se contentaba ahora, metido en el cuarto y fc.

. t v . * sueuarse s;emprc con las âV>« mitando el t emoo en *»c/Vi : t • s una v en ^ L ^^biilc uvA.x* cartas a !a ura y en aprovechar todas la* dal>'~ ^. * » gozar de la otra I ^ «£%V ,CS ocasUjn« de tav Era « Ini*t. ! ' * C|,m«ta!a a sus c^r- se DESHOJÓ i A r i:oR 105 ciando estaban solos, se dejaba, fingiendo desrna* yci, caer a besos, entre sus brazos. Una vez allí, en el mismo cuarto, le sorprendió h enferma; cuando Leonarda se fué, le habló a él, llo­ rando: —Rafael asión, besoteados sus cabe­ llos, sus ¡arpados, su boca; recordó todo esto, y sonrió. Un pensamiento macabro, abrumador, surgió de pronto de las negruras de su «\rcbro como una llamarada diabólica haciendo culebrear por sus car­ nes un escalofrío de terror y sorpresa; era el mismo de^ otras veces, sin que, como ahora, tan fijo, tan abiertamente espantoso se clavara en él: —iSi ella se muriera'.., cr de un mazazo las ca Jena?, a destruir e! yugo; il estaba en pié; ¡y era cl mis fuerte! —;Si el?a se. muriera!... Pero luego pareció despertarle un suerto ho­ rrible, do unafpcsadflla enorme.y cruel; salir de un encierro tenebroso y encontrarse de pronto, ante ios ojos, ardiendo el sol; ¡que horror, desear una muerte! ¡y la muerte de su Dolores! l'ero ¿estaba loco? no, Dios mío no; que viviera la pobre mujer que si de algo pecó fué de amarle con toda §u alma en su vida toda. Que viviera Dolores, por los si. glos de los siglos. Se acercó a su cama; le arropó con las sábanas. —¿Duermes? Dormía. Encendió un cigarrillo, se sentó fren­ te a un velador y comenzó a escribir con un lápiz ro­ bre el marmol: Charing. Leonarda. Charing. Leo- narda. Leonarda..*. Entraba su suegra y aprovechó la ocasión para salir; la odiaba; se ie había hecho insoportable la condenada de la vieja beata desde que le obligó á romper el cuadro de Leonarda, su gran cuadro. Y no le valió ni la intervensiéa de don Simplicio para evitar el cr/men; que ella misma rasgó el lienzo a ti- jeretazos. —Bueno: se queda V., ¿eh? tengo que hacer fuera; Dolore* está dormida. AI día siguiente se despertó a las à\çz de b mariana; *c había p^adS h noche bebiendo WisUc y leyendo a Felipe Trigo; ahora que fuera a li of.- eina cl ! adre Mamerto; el a donde se iba era alWo. sr: nrsitojá IA ri OR io;

Se vistió una bata japonesa y salló. El baflo estaba cerrado; el agua île la ducha caía sonora y fresca; ¿quién estaría dentro? Puso una silla frente a la puerta y se subió para mirar sobre el tabique que no llegaba al techo. No le engaftaba su corazón; era Leonarda la del baño; la veía ahora como la sonó mil veces, ve­ lada levemente por el fino camisón mojado, pegado al cuerpo, haciéndole triunfar la carne en su gloria de formas, de líneas; era ella, blanca bajo la lluvia sutil, con los brazos cruzados sobre los pechos y la frente en lo alto, dejando caer sobre hombros y espaldas la endrina cabellera suelta, con los ojos entornados y en toda la cara una espresión indefinible de volup­ tuosidad al contacto del agua que la recorría toda acariciándola. La veía toda entera. El cuello císnal, como t\ de una gardenia. Los pechos, dos bolas de ámoar y coral. Y las piernas de Venus, lineadas hasta los breves lindos pies, con un lomboy morado, por an­ tojos de su madre, en un muslo virginal, de ópalos. La miraba; la miraba temblar como una lira, de frío, de gozo, mientras el mirándola temblaba de gloria y de ilusión; y tuvo, a lo mejor, un pensa- miento; se bajó de la silla y corrió al comedor a por fares sobre la mesa de comer. Volvió con ellas, cargado de ellas, a su impro­ visado observatorio; el agua ya no corría; Leonarda surgía ante sus ojos desnuda, superba de hermosura y maravilla. Le tiró las flores,toda s las flores;lueg o se bajó ¿s en salto y se fugó refugiándose en c! despe:;. do sa suegro. Quedó eüa con el grito del susto ahogado en:- los labios; de fijo.era el: ¿quien, s¡ no, de atrevido ; Joco? la había Msto cu cueros, se había relamido en la contemplaron de su cuerpo entero... Bueno, ztpc. lío si que no podía, ni debía quedar así; era derra­ bado descarado Rafael. En tanto él, sentado ton un cigarro entre h* labios, revolvía la mesa despacho, de su sucçn abriendo y cerrando los cajones, sonriendo a cadi nuevo lío descubierto, algún nuevo secreto del grzr. D. Simplicio. ¡Valiente punto! tenía cerca de tira docena de retratos de tiples y no tiples de la zar­ zuela española, con sendas y tiernas dedicatorias; las leiV. "A mí Simplicio de m¡ alma, de su Amparo/ "Al vejestorio de mis entrañas, Matilde.'* "Para e! nene de su, Remedios..." etc. etc. etc. ¡Valiente pun­ to! ¡valiente punto estaba hecho su suegro! Y entre los retratos, cartas y cintas y ramitos de violetas se­ cas y... y no pudo ver mas, Rafael, porque Leonardi le llamaba desde la puerta. —;QMé? —Oye, íque eres un grandísimo sinvergüenza, y que desde hoy hemos terminado! —Pero /por que?... Temblaba cüa de enojo, de ira, de desecho de saberse enteramente vista, descubierta en su enea* tau> virginal misterio; él segua, sin arañarse tí agarro de los labios, sonriendo despectivamente. ¿Que? cqué le había hecho de malo5 ¿a que \c i aquella nueva esplosi¿n de locuras y ce insti-

Ya verían él a que venían; sí no fuera por Do* ; res que se moriría del disgusto, armaba un cscá.i- ¿a!o; Pcro s*a necesidad de esto y para que *c Mi­ sera lo que era él, se lo iba a contar todofahora ir.ismo, a su madre. —Pero ¿el que? ¿qpc vas a contar tú? —Hazte el desentendido, ihifxScrita! ¿So has estado viéndome mientras me bañaba, todo el cucr· po, y me has echado, por encima del tabique, flores5 —¿Y me tengo yo la culpa de que te bafics tú desnuda? Debes dar un millón de gradas a que te eché las flores y no fui yo el que me tiré adentro ¿I verte tan divina. ¡Vamos, hombre! ¿Era cso*cuan- to tenías que contar a tú madre? . Pues puedes de­ cirla también, de mi parte, que le beso a Lconarda en los labios y en donde me dá la gana, cuando me di la gana. —¡Rafael! —Me llamo... Se alejó, soberbia, altiva, como una princesa ultrajada; ahora como no podía tocar el piano por la enfermedad de Dolores, se encerraba en el cuarto a darse los grandes atracones de lectura con los nove* luchos de la Üraamc y la Invernilo. A el le buscaba «n criado, con dos cartas recien llegadas a su nom- ore. Las abrió para leerlas allí mismo, en el despacho. ^ De la de Silva, la una; que fuera a la tarde sin Ma; quería verle; necesitaba hablarle. De su ma* <

# Era inútil otro tratamiento, más drogas; nue siguiera con lo mismo, con todo el tratamiento an. tenor. Rafael pasó toda la siesta en el cuarto, locuaz, alegre, cannoso hasta con ; a la tarde dijo vK nrsHo.iii u no« ^ ILL r:c se ¡ba a dir una vuelta; mandó ¡.reparar cl au!i\ se perfumó hasta los calcetines y se fué a casa de hs de Silva. Rosario le esperaba, asomada al balcón; había recibido su carta; que presumido era... —Porque lo que >o tengo que decirte, no es lo que tú supones, ni te quería ver para pedirte lo que dices. Para lo que fuera; aquí estaba el, amándola, adorándola, lindísima, muñeca; aquí estaba tí; que hablara ¿quería la luna o quería esto?... La besó en los labios una, dos, diez xcecs.,. Estaban solos en la galería que iba apenunbran- do la tarde al apagarse; era esa hora de dulce ro­ manticismo en que parece que el alma se envueve en alas, que es la vida un perfume perdurable. Fren­ te a ellos, el mar babeaba sus espumas que hacía lu­ minosas el último celeste resplandor; veían las velas de las barcas allá lejos; los pájaros marinos revolan­ do; y huecas, broncas, quebrando la jx>csia ves­ peral, hasta ellos llegaban los gritos de los pescado­ res que se hablaban perdiéndose ma/ adentro. Se estrechaban las manos, juntos, tan juntos que se escuchaban el latir del corazón. Parecía men- tira, !UAI

fiorita; ù ver? que moviera la mano... i cn ia un- brta relumbraba la pedrería tic los anillos corno un relámpago. Sus dos figuras marcaban una silueta única en el fondo, como la una en la otra refugiadas; ella le contcmpl-ba arrobada, tomo a un Dios. Rafael, Rafael de su vida, que no la dejara nun^ ca. Le buscaría de rodillas llorando por el mundo. Seria su esclava, ya que él lo quizo, ya que él lo de­ seó. Rafael de su vida, Rafael de su alma, Rafael de su corazón... La sed de mar y ser amada-hacíala temblar de amor; él la estrechó por la cintura, y alzó un brazo - tendiéndolo hacia el mar, hacía los cielos: -Mira, la luna. La luna que es el corazüru V saliendo de ese corazón besos de am*. y Wenen, besos de amor qu son h vS 2* ^ Charing? Toma un beso' Dame un ¿t,'*?£??• es eso, besos... eso* « vida ss n\<;:o:ó IA no* ift

IV.

Aquel día llegó Crisòstomo Cristobal a casa de lV::o de punta en negro; rígido y estirado, afectan­ do solemne gravedad; !e acompasaba su padre, un v;?jo tocado a la antigua, de alba y reluciente ca­ misa ta£a!a abotonada con brillantes. —i Ando>! —Simplicio... Se abrazaron, cordialmente; eran íntimos, lo habían sido desde su juventud, condic/puJos en San ¡¿iti de Letrán; y apesar del antagonismo de sus ca­ racteres, completamente opuestos, se querían, seque- ruin..» —Chico, ¡tanto tiempo! ¡te creía difunto, pu- fiaîes* :Qué quería, chicoy? Se había pasado en la La­ guna más de un aflo; la gente se le iba; aquello era un desbarajjstc; todo abandonado; con tanto sinver­ güenza politicastro y tanto vicio y tanto... en fin, chicoy, que había tenido que hacer ti sacri (icio de pasarse unos meses por allá para poner las cosas en erden... —cY tú? c*t,is mus panzudo; buena vida, ('eh? rúenos nc^ociob? Se sentaron frente a frente, en U <.iM.it mim. tras Crisòstomo lo lucü en el s.iícn junto a Leo. I «i t ivk JIMS PAI MUX» rarda; cSabia ella para que había venido su padre? Pues para arrecar la boda, su boda de ellos, oh aJoradx Leonarda le escuchaba encendida, temblorosa como una rama cargada de flores; su frente se pò. bîaba de mil pensamientos, diversos, locos, maripo- saîes; y cuando habló, cuando a las'de el, palabras m^tJ¿adoras de amor, entrabrió el milagro de sus hbios, habló murmurando: —Pero... ¿ya? tfan pronto? ¿tanta prNa, Crisòs­ tomo?... El la decía que sí con la cabeza y con los labios; U quería, su>a, cuanto antes más Miz; ya llevaban dos años tratándose, amándose a traves de obstáculos mil, que a él le impedían periodicamente mirarse en sus ojos como en el cristal del agua los lotos sus co'ores; que le impedían no poder, por el respeto a la novia, morir en las dulzuras que a la espesa bnndiríacn besos, en suspiros, sin ¡m FZ™ íl am0r V"? l—verberada™ £ > morir Mil cosas, oh adorada; suplidos M¿ los y afanes y ensueños que ella no Sa^rt no le quería, como él a ella, comprender. W* r

y Jétalo le d.jo que no. ero muy pronto, muy pronto. Volvía ella a pensar en el otro; ¿por qué tem­ blaba su corazón? ¿de amor? ¿de miedo?, ¿de qué?... Sor mentirosa de champaca, ¿por qué temblaba su corazón? La quebró la vacilación de alma, la voz atipla­ da y temblona del futuro papá suegro. —Esa picarona, ¿dónde esta esa picarona? que quiero verla... Se alzó, vara de rosas, de luz, de carne de dia* fanidad y maravilla, la que de luz y flores semeja­ ba estar hecha toda la gloriosa; y arrastrando las zapatillas en su paso lento, inclinada hacia un*hom- bro y hacia atrás la cabeza, caído el pañuelo de !a camisa a un lado, los labios enjoyados de sonrisa, se adelantó por la caída, triunfal. Quedó ti viejo boquiabierto, largo tiempo mu- do; pero... ¿pero era ésta, Leonarda? ¿aquella chiqui- Iicuatra de Leonarda? ¿que milagro le había conver­ tido en... en, ¡vamos! en tan guapa? porque, ¡vaya si era guapa la chispas de la chiquilla! Y a don Andoy le fulguraban los ojillos semi- ocultos bajólas enormes patas de gallo que le llena ban la cara, y le trcmulaba la voz silbante entre las encías desdentadas. Hombre, que se acercara para que la viera bien; así; caracoles; si parecía una murteca; a ver, a ver... Se caló las gafas para contemplai la a su sabor, M reía nerviosa, visiblemente molesta con el exa- .-VfcAr%>.**<> nen del vejete; concluyó j.or colerla la cara con L; manos. . « ^ J**AI %-Bueno, iy qué? de quieres mucho a este? Este era Crisòstomo, allí cerca de ella, radiante de gozo por la buena impresión de! viejo; Leonardi no contesto; sus mejillas, granadas dijéransc que Ú! contacto más leve reventaran para estallar en púr- pura. En tanto, don Andoy. seguía el animado hablar; ya estaba concertado lo del casamiento; prontito, prontitc*, el tiempo necesario para las amonestació. nes; pasadas estas, la gran fiesta, si señora, la gran fiesta; el gran bail uh an en su casa; y después, De* minus Vobhcuni; a vivir como Dios y el mundo mandan! ¿eh? ¡equdoaia! Nada, se hab'a salvado el mundo; el buen ve­ jete lo arreglaba todo-cn un amén; don Simplicio lo aprobaba todo, y duna Carmen no se o¡>onía a nada. A la. hora de comer, el suegro le dio la gran noticia a Rafael. —Hay novedades, ¿sabes? y gordas. ¿Gordas?... Como no fueran la Amparo y com­ pañía de las dedicatorias faltas de ortografía que- había descubierto en su escritorio; más gordas que

Siguió comiendo tranquilamente: —t'stcd dirá. siesta/'™' * "• "*>" <**<"« *»

L«o... ¿Qud íc ca4iba Lconarc!a>... —Si, hombre, $•'; hoy lu venido Andoy i j«e- ¿rnt-la para Crisòstomo. I-a quedó mirando con los ojos de ¡ar en par abiertos como estatuado t!c improviso ante la enor­ midad d *1 notición {qué se cariba I eonarda? ¿qué se c?.ñba Leonardi?... —¿Te casas? Al*ó ella la frente doblada hacía la mesa, y sin mirarle, murmuro: —¿No lo dice japá? No hablaron ya durante el resto de la comida, aprisa y triste, sino de la enfermedad de Dolores, ce cía en día más enferma; Rafael se levantó antes que nadie: ibi a relevar, en su cuarto, a dofla Car- rúen f*ara que saliera a comer. Leonarda le siguió: —Oye. Se volvió: —¿Qué' —Esta noche, cuando todos duerman, espé­ rame en la azotea, üi'-n; la esperaría. Y sin siquiera mirarla, pasó al cuarto de su mujer. !,a enferma estaba despierta, incorporada so­ bre !a* almohadas de h cama; su cara blanca, tan páüda, crecía la lux de la luna; sus ojos y sus la. tíos se alebraron; su jiccho suspiró: —Rafael... or ella; Me'or. como nunca mejor; animadísima y a:. va fiebre; hacia i:n rato, charlaba; ahora se ha; a faticai un poco; ibi a cbrnvrse cuando el entró. 4 Se sentó a su lado; le acarició la cara, las ma­ nos juntas sobre el pecho como un par de alas di una paloma en reposo: —Dolores... Doíoretes... Dolontas... Suspiraba, fijos en él los ojos, el alma, toda la vida; sintiéndose de él en amor acariciada" como en el ciclo; él, enternecido, despierto a mil memo­ rias y mil recuerdos de ella el corazón, de pronto, y sin saber porqué, seguía arrullándola dulcemente: —Dolores, Doíoretes, Dolontas... Se dormía. Y él veía, cómo, poco a poco, se cerraban sus párpados y sus labios se abrían en angustioso respi­ rar, ti veía, cómo, la cabeza coronada de los negros cabellos que besó tantas veces, resbalaba lenta por el blancor de las almohadas. Siguió allí, junto a ella, velando su sueño, en- trepido en un libro; y acabó fatigado de pensar y de leer, por dormirse también. Y sonar. Era un día de fiesta. Era un día de boda das r^creT * ""^ * flores' dc ,UCCS'>* * ^

n-raa^

' ,,ern,osa» pura, como en su primer dia de amor, envuelta en los albores de su traje nupcial, feliz y pudorosa, llena dé sampaguitas... Sa velo parecía las hojas de los lirios, su paso el lemblor de una nube errante en el azuJ, y 'el ¡n* denso que arde sagrado en los templos el olor de sus carnes, y la rosa que se abre galana en los cam* pos su sonrisa. En el fondo del suefio se alzaba un altar de oro y de estrellas. Hacía él las lindas mujeres empuja- ban a Rafael. Entonces cesaron las músicas, las risas, las palabras, y se vio ante el ara. Pero se vio solo. ¿Dónde estaba la novia gentil? ¿Dónde estás, Dolores, la del velo tejido de ho­ jas de lirios la del i>aso como una nube errante en el azul, la, como el incienso que arde sagrado en los templos el olor de las cames y las ropas, la como la rosa que se abre galana en los campos, .la son­ risa? c'Dóndf estás, tú, la llena de pureza y sampa- guitas, mi pálida y dulce desposada?.... De pronto se apagaron las luces, se murieron las flores, se callaron las músicas, se borraron las mujeres; y Rafael, recostado en el sillón, con los brazos este ndidos a las sombras, desertó. Atardecía. Dolores seguía durmiendo; dona Carmen oraba, sabía Dios que novena a que Santo de la Celeste Corte. ¡Olí, que suerto! ¡Qué locura de suefloí... Se alzó, restregándose los ojos con los puflos cerrados; \uyo se vistió y se largó a casa de las de Suva. Necesitaba allí, a besos en los labios de Cha- îi~*. ahogar cï sinsabor cel suefío, Leber la vi.!;.. arr.nr, y í:er.:e al rur cannonerò y murmurador, c:

—¿Sabes, Charing? Tecs he softado una b:r- barldai Calcula. Oueme cacaba ¿z nuevo, pero cea qu:éa ni en suecos tú ¡«drías imaginarte; c¿n De!: res. ETia !e sonría enigmáticamente; el continuó; D^eno, aquello era el sueflo, pero en verdad que !e guardaba el muy hacía poco sorprendido, una sorpresa que también se dijera cosa de sueños; la teda de Leonarda con_ con el gran&simo caprípe­ de ce Crisfsnmo. —Pero, ¿Leonarda?... —Mira, a t¡ que eres para mí lo que eres, te ciré, sia que per ello llores ni celes, que Leonardi hace b:*n en casarse con Cristobal o con el primero que s? ¡e presente, porque es de oro y piedras pre­ ciosas; ¡si tj sepieras!... No la he hecho mi que­ rida por lástima y porque es hermana de m¡ mujer. Calló. El mar iba rizando, como blondas, sus o!as; lejos, ca su fondo verdinegro, temblaban los faroles ro'os de las vin'as pescad >ras; el air*, llega­ ba cuente a resaca; en Io alto, b noche lloraba su primera lágrima de luz. Mar de la Ermita, canta. Tus olas como las cuerdas de un arpa gigantes­ ca, que de cosas tan dulces cuentan girrit «do a! cora­ zón! Ahora que el vierto te arrastra como el man­ to ¿? cna Reina v te besa la hit a, .canta! abra tu* espumas; b noche esiá de novios esta 'noche es ur, beso. SE DFMIOJÓ !A H OR }2L·

—Tú y yo, perdidos, lejos, por allí, por las olas, pescadores de alma con el anzuelo ¿z tes be- sos; sobre tu frente, ardiendo jXtra que yo te pueda contemplar, una estrella, Venus; nuestra banca iria ¿c aquí para allá como la vida de los homares, y los ft^mos mal sujetos por mis manes, caerían chapo­ teando, el uno a un lado, como una ala y el otro al otro, como otra ala: Tu cantarías, hermosa mía, la música triste de unos versos que yo por ti soñara y te enseñara a cantar a besos... erlas. Le acariciaba mientras y se dejaba acariciar la loca;' las nunca encantadas escuchadas palabras, red tendida eran en donde sus últimos escrúpulos contorcionaban presos; el último pudor se lo mató el glorioso arrastrándola en gloria hacíala playa, ha. cía las sombras. —Ven. Vamos... La banca se mecía como una mancha negra, sujeta por una cuerda a una enorme piedra; él la de! samarró y cnttarcaron. Olia a pescado en un olor marisco y penetran. te nue exaltaba los nervios la embarcación aqutía arrastrada mar adentro, en tanto, sobre una such red abandonada en su paiva, la d- Silva se inclinaba ñor caída a! cenagal, más blanca al íuígor celeste, temblorosa de miedo y de ansiedad. Y fué, allí, donde él quería, sobre el retiemblo de las aguas y entre las sombras azules de la noche, suya.

—Toma, tus corchos. Se los alcanzaba a la aturdida presurosa, que saltó á la play? en miedo de ser por la tardanza sor. prendida, descalza; y la vio alejarse corriendo, co­ rriendo, hasta per dorse en el solar y en la casa llenos ahora de su impureza virginal. Sí, había caído, caído para siempre y con una facilidad que a él mismo le asombrara la ingenua so­ nadora de afán de amores encendida; y como (illa, ¡cuantas! ¡Cuantas |>obres vírgenes apagaban sus lámparas ante el altar de maravilla ardiente* y miste riosoî Pensaba Rafael en las conquistas rápidas de que tan orgullosos mostrábanse, al narrarlas escan­ dalosamente a la hora postprandial «le algun Resto­ rán de moda, sus grandes amigotcs. V sonreía. ¡Oh. si en aquellas lenguas cayera su aventura?... yue nueva hermosa ingenua para la gran exposi- s.ón de las Pilar, las Paz, las Felisa, |M armen, las babel, y las ciento mas de pobres (lores caídas, la SE DESHOJÓ LA FI OR ijtj que no en una red mal oliente de una vìnta, en la as. sucrosa red tendida por cualquier salvaje dcshoJ3dor de flores.,. Algo desconocido, algo Heno de aroma, como una bondad dormida despertó de pronto en el fondo de su alma; y se vio miserable, vencido, arrepentido; rota la quimera, vaciló en el vacío de amor, de amor no, de ilusión únicamente, porque él, Rafael, no amaba ni podía amar a la dp Silva. Ahora*lo veía en todo su esplendor de clarida- des, de realidad tangible, comparando, en su vida, la hora de encanto inicial con la gentil chiquilla, a la otra hora en que por primera vez gozara a su mujer en la misma suerte del idilio; y triste, con la tristeza del animal satisfecho, de la carne harta, de la moral hecha lampazos, Rafael se encaminó a su casa lenta­ mente. Se informaba al llegar sin atreverse a entrar en su cuarto, por la salud de Dolores; ¿seguía mejo­ rando? Le dijeron qi*e sí, y se entretuvo has,ta la hora de la cena en ojear un Magasine. IJebió mas que comió, y luego se bajó al jardín. Le envolvía un olor de sampaguitas, de ibng- ilangs, de malvarosas y malacocos desparramados por el viento recio y húmtdo, heraldo de lluvia, bajo las negras nubes que se iban tragando estrellas; y le envolvía también, le seguía envolviendo no sabía él porque con tama obsesión y a pesar de haber .en vino querido ahogarlas muy profundas, la tristeza animal de la carne y el doloroso escrúpulo del alma. No, no; no amaba a Rosario Silva, ni a Leo- _j»_rxrV¥- i~*i "i •* f* " * - ~i "ir r . rarJi. rJ a ranina otra mujer; estala de ésto líts o-wro; sin que esto sorprendente y nuevo que vera ahora a contarle ti cora/ón, fuera a efectos c!d vino que le daivaba en la cabeza; y sín embargo, sola mente horas antes, ¿qué no hubiera hecho el por h?, dos hermosas creyOmln-?^ en mentira terpe, catr |or ellas de adoración? Sintió un leve rumor de |asos, y cómo una ra­ ma de pabias caía doblada a tierra; oyó su nombre vjsurrado aprima y quietamente después. —¿Rafael?... ;Oh, Leonarda! Le habja visto bajar y venía por la cita dada 2 anticipársela cuanto antes; necesitaba hablarle. «-- ¡Habla! Pues nada, lo de la boda; que ella, decididamen. te, se casaba con Cristobal —Porqué, ¡desensáñate, Rafael! lo que tu y vo hemos hecho, es una locura. —¿Locura? —Sí, medítalo V VÍT-ÍC* n¡ t.» .v, te .,u,ero ¿no te !o ha dicho el cordón» ' ^ > Ad..mas, Dolores..

n»e b^^ESÍfÍ* ,a *** —hacha donosa como emL" f . «mstno, ansiándola «•-' »na c" a,¡a,5 i»77"h caU''a' f» lirias alas J , i i1"1'0' "-««nScnJ.. ,, a a >or su —Como antes ¿sabes* como hermanos; cerro tuer.os hermanos... ¡Puah! No podía ya contenerse; no podía as'' verse fríamente ultrajado por las palabras en moral repentina de la que de él sabíase hasta desnuda con- lemptada; no podía ni en un sueño.imaginarse ti, que para oír cuatro latinajos y recibir la bendición de un mamarracho con sotanas, al lado de el venado de Crisostomo, viniera el!a a aplanarle en sus desvíos; r.o, no jiodia, ni debía, ni quera permitirlo y se in- incorporó al verla tratar de volverse, sujetándola las rcanos: —Oye, al menos ¡devuélveme mis besos? Ella, rápida, le había esquivado y se alejaba hu­ yendo por las sombras del jardín; la vio desaparecer, f.jaen ella la mirada... ¡Bah, que cochinos las muje­ res y el amor! Pero ésta... —Oh, tú, señora, me las tienes que pagar! Un grito horrible, desgarrador, que partió de los altos de la casa, le hizo estremecer de pronto; sodamente oyó sollozos, largos y angustiosos sol ÎÎ02OS que espantaron la paz del lugar alzando ecos lastimeros en la noche dormida; cuando llegó tem. traodo a la caída se encontró a doña Carmen retor. céndosc en una soia comò una sicq>c herida, y a su suegro que le salía al encuentro con los brazos en cruz, cn -Bueno, ¡puñales! esto se acabó; ten rcsívna. cían, Kafacl... * 1 20 h'K USI'S BAIMCkl

iEh! d'ero que estaba hablando cl suegro? ¿Qué pasaba aquí* —Pues, pasa.. pasa, que Dolores... —¿Dolores, qué? —Ha muerto, ¡puñales! que la lian encontrado mu ci ta. Muerta, si; allí estaba, en su lecho, rigida, con los ojos abiertos todavía, como aguardándole para jx3r vez última mirarle y despedirse de él, de su Ra­ fas); allí estaba la pobre; se murió como una flor. El cuarto fué invadido; hasta los criados llora- ban; la vieja casa entera, temblaba de dolor; había muerto la buena para todos, la santa de los amores, la mansa y humilde de corazón. Soîo Rafael no lloraba, no sufría; y en vano afectando la más teatral pena posible, llamaba a las lágrimas a fuerza de restregarse los ojos con el pa­ ñuelo, y recordaba cosas tristísimas para despertar sentimentalismos en su alma; sus ojos seguían secos y su alma, cual de improviso convertida en piedra, se hacía inaccesible a todo entermecimicnto. —Bueno, írediez! no seas nifio; ya no tiene re­ medio; la pobre ha descansado. V Don Simplicio, llena la cara de lagrimones, se llevaba a Rafael,* que se dejaba arrastrar en pleno fingimiento fuera del cuarto. La casase llenaba de visitas, de achones ardien­ tes, de flores y más flores; el cuarto de la muerta se dijera un jardin; y sobre el cuerpo muerto, con las rosas, caían oraciones y responsos de la partida de Jesuítas amigos de dora Carmen que oía como una Qclccoà cca tcdbs Ics pc2a!es ¿cl deler ¿avais ^x cl se», Ics tcrpes ¿arroses consueles de Ics can padres cíe Loyo&L A U tarde fue ti entierro; Rafael, ¿e rijcrcso 5iS\ ¿I lado de su scevro, cn las puertas del ceces- sris, renia 2ÍccU£*i> uà quebranto y una gravedad coy lejos de él, el pésame de los arriaos qne fer- •nahan c! cortejo. Al vc-ïver a casa se emborrachó, se &nsí

0.,c arrojó al abrírsele; y a!h estaba el blanco , S,] cho entre sel, gigantescos candelabro , I.e.... S sus blancuras aún de bs huelbs * la adone;, con las últimas rosas, como de oro, secas en.r; sus oros. Sobre sus blancuras y sus rosas cayó, cap también él como muerto en cruz, en divinidad, en verdulero amor, en no importa que diáfanas y su t'Jo <. art >ransas dulcísimas de amor... ;Oh, todos los rostros de bellas mujeres y sus besos!._ El era un derrotado, un vencido, un idiota? Uoraba, ahogándose primero, tragándose las lágrimas qt'c reventaban en sus ojos, hinchándole los párpados temblorosos; reciamente después, tal que si ya abiertas las fuentes del llanto quisieran desbordarse impetuosas por su cara y su pecho en enormes gemidos más semejantes a aullidos que a sollozos; y se alzó de pronto para recorrer el cuarto, para buscarla por debajo de los muebles, detrás de las cortinas, entre las sábanas del lecho No, no podía creer que la había perdido, que no estaba en la casa, que dormía para siempre ya debajo de un montón de tierra y flores, la pobre amada, la pobre rema de su amor. No, no podía creer este absurdo, este imposible, cbte destrtr'o absoluto y total de su vida entera V SU?LT «scorno P*- tridos, llenábanla hïbiació« ,>.v»«r- cDonJc i-stis, Uo'ores, la del v*!o tejido dc !;oliS iîe lirîos h del jaso como tina r#üLc errarle ca cl azul, la, como cl incienso ejus arde sagrado cu los altares el olor de las carnei y las roj>as, la como la rosa tjuc so abre galana en los camj os, îa sonrisa?.., ¿Donde estas tú, la llena de pureza y samja- guitas, amada mu, esposa mía5... TERCERA PARTE SE DESHOJÓ lA MOR tj£

I.

Volvía el caballo con las riendas sueltas que Rafael abandonaba por su cuello bayo, pastando flo­ res por los bordes del camino. El sol caía dorando el viento, por d :trás de la montaña; y bajo la sombra que empezaba a envolver la sementera, las mujeres tornaban, de pilar el palay march'tas, a su§ casas, dejando las huellas de sus pies descalzos en el pol­ vo; y los pájaros volvían a sus nidos, a la arbole­ da de la selva, dejando el ruido de sus alas en la luz. A la entraba del pueblo divisó a sus hermanas acompañadas de Quico, el viejo datan, que le salían al encuentro, asustadas Susana y Andrea, de fijo, de que no hubiera vuelto de la montaña en todo el día. —¡Kh! les gritó, ¡no me he perdido! Y alzaba tremolando por el aire un haz de margaritas silves­ tres, saívajes, doradas. Se juntaron al fin; se apeó 01; y envió a Quico con el caballo por delante. Las hermanas le hablaban, resentidas; padre es­ taba muy inquieto y madre había Horado de miedo por que le hubiera pasado algo de malo, y de despe­ cho, por haberle preparado un guiso de setas y pi. chones que él, por no haber vuelto, no pudo catar, tan bueno como estaba. Se le colgaron la una de un brazo, la otra de ct:o Imo. Erar. l!ancx% con caras de irü/.ca, '-uar:<:r.a> las tics. Susam tcr.â oyuclcs en las cte^a*; y Andrea un I^rar cr> Li teca que pa- rc¿a un bianco prematadamente puesto ala para in £Îcr:cso tlrvlco de Lc^os. Ra'ael las nuraba, embeîesado, volviendo h caVcra île un h Jo a! ctro liJo; ¡Oh, sus hcrmar-is! :0\ las clu!cts tas humildes. Las lindas pueblen- cas* Estas si, que ca el rincón azul ce selv^i y c;e!o ça que crecan, como matas de sampar^is crecían, o!crosas y pûx«^ Le levaban a rastras, entre las dos, tirando de ¿1 aîisiosas de llegar cuanto actes a calmar les temores de* la vieja y la inquietud del viejo; y Andrea le «peda esplîcaciones: —Pero ¿per q;-é no has vuelto? ¿qué has hecho toJo el da en ci bosque? ¿qué ros comido? Calma, Señorita. No había vuelto porque se ¿trajo perdido, después de txito tempo sia ver cl mor.te, per c! monte; y las heras se le fueron vo­ lando como mariposas. En cuanto a comer, haba ce mi io; epe a falta ¿e los pichones y las setas de madre, había mabclos y £uayabas y cereras en la selva, —Como cuando era r.Í¿\>; ¿no os scordai* ya? A lo mejor me ila aî £*5¿t y r.o aparecía por casa ta varios c!as; en car.ro \oívia. p-adre mi dala cuatro bejacxcqs, y i'iuoühaua la próxima! % ;0:^. : aq^cl'os eran los das fc; cc% sus das cV ri*V>t SUÍ das éc r.i/*o\*. Se ponía tríst-, caTando de ¡mproilso; Su>ara si? DF.SIIOIA ÌA n.oR I 35

SÌ lo notabi y le atajaba los malos pensamientos habîa'idole en sonrisas... —¿Y cuándo te bañabas en el río y volvías a îa tarde con la cara encendida como una macopa, ¿te acuerdas? Una vez volviste desnudo, pasando' desnudo por todo el pueblo, porque tus ropas se hs había llevado la corriente... Reían las dos, consiguiendo hacerle a él reír tambión con los gratos recuerdos de la infancia. Susana continuaba: —Una vez, tragiste una culebra, y padre se puso furioso: estuviste sin postre en las comidas más de una, semana; pero nos( tras te guardabarros locayo% y te salía bien el castigo, porque te encon­ trabas con doble ración ¿te acuerdas? . —¿Y te acut rdas, decía Aïidrea, cuando te pe­ leabas con nosotras por que 'dejabas desolado el jardín para chupar el tallo c*e las flores que tu decías que eran dulces? ¿te acuerdas?... Sí, se acordaba de todo, de todo, hasta de cuando les rompía las muñecas y los kalanes y las cllitai de barro, y las camisolas^ peleando a araría, zos, como un gato, con ellas. Que distante ya aquel tiempo. IQue distante y que hermoso! Llegaban a su casa, una casa de ñipas, de ca. nas y maderas, perdida en un inmenso soTar lleno de árboles frutales y plantas florecida*. Entraron espantando a un mundo de pavos, de patos, de gan. sos y gallinas que invadían la eo'trada disputan, cose el grano que dona Feliza, la madre de R.v Ucl, les echaba a puñados... ¡Oh, Rafael, hijo, vaya un día que les había dado de zozobra y de te. rr.or. Abandonaba las aves, para avisar, a gritos, al marido, que llegaba Rafael; el vîejo le contes- taba a gritos también, desde el otro lado del solar en donde estaba podando malvarrosas, que ¡ba, que ya iba; y media hora después la fimiìia reunida en el comedor, cenaba charlando alegremente. Hacia quince días que Rafael había llegado y hacia tres semanas qud Dolores había "muerto. El había llegado enfermo, llaço, macilento, a refu­ giar su corazón hecho polvo en el pedazo de tierra en que nació y a llorar su dolor en el regazo ben­ dito de la buena mujer que le dio el ser. Odiaba la casa, le aplastaba, le ahogaba, se le venía encima la maldita casa aquella en donde paseaba como un fantasma negro y silente la beata empedernida de su suegra; en donde su suegro lo llenaba todo de ¡Puñales! en donde Leoriarda impura y hermosa, perpetua provocación era a instantes de cópula y locura; ¡y en donde como una flor se deshojó su amor, su único amor, Dolores!... ¡Oh, paz, dulce y suave y dormida paz del pueblo! ¡Oh, visión constantemente azul de la mon­ tana, el rio, el viento y la campiña! ¡Oh, espesura olorosa y temblorosa, como una novia, de la selva! ¡Oh, rústico albergue lleno del encanto virginal de dos chiquillas y la santa tranquilidad de vida y cora­ zón de dos viejos honrados!... Un optimismo de vivir, una alegría inesperada de gozar invadía de nuevo como abierto torrente cau- daloso el alma dei siti ventura; un ansia de amor, de tener a quien amar, le latía en la sangre; y amaba, amaba y bendec/a la paz del terruño, el aroma sat- SÜ PCSHOJÓ u FI.OS U7 vro de tas fiorcs, la olorosa carne de las frutas, la purera de la leche rizada en encajes de espuma, la larga crin de í»St su bayo caballejo, la nieve tem* b'.orosa de los gansos, la dulzura inenarrable de Su* sana y Andrea... Lo amaba todo, todo, en el ansia fervorosa y ardiente de amar; como el Santo de Asís, su pobre enlutado connón abarcaba el universo; y a él, a ve­ ces, imuchas veces! le era dable esclamar también: —Hermana agua; hermano lobo; hetmana /lor... Pero una noche, Quico, el viejo ¿a/a», le habló de venados. Había una pareja espléndida; no hacía una semana él la había visto chapoteando a orillas ilei río, en un rincón del bosque. ¿Los quería cazar Rafael? ¡Desde luego, hombre! Y haber desembucha­ do mucho antes el notición. Bueno. Entonces prepararía el viejo la ce­ lada, la red, los hombres, las luces que fascinaban, porque la cosa seria de noche... ¡Qué red, ni qué luces, n¡ qué noches! Que le ensenara el viejo el habitáculo; él iría a pleno sol, frente a frente, y los mataría a tiros. r— !*o que tú vas a hacer ahora mismo es lim­ piarme el rifle; mañana a la madrugada/andando. Y a !a madrugada fría, perfumada, bajo el ciclo que se tenía de un tenue rosa bordado de estrellas, atravesaron los campos cuajados de rocío a inter- narse en el bosque que les abría sus puertas de fio- res, de ramas y de pomas, tal que un paraíso sin Lvas ni amores... —¡Hala, Quico! fOR jrSÍS BAI MORI

Volvía !a cabeza, subiendo la pendiente mon. u:.osa, para animar al viejo que se quedaba atrás, hipando, apoyado en una escopeta mas vieja que su abuelo. A su paso huía por la maleza, silban- do, una serpiente; o desde el copón de un árbol tendía el vuelo, asustado, un pajarraco. Distaba aún el tugar de la caza, y Rafael acabó, como el viejo, por^ rendirse. ¡Eh, Quíco; se moría de sed; ¿dónde diablos encontrarían a^ua, leche, vino, o cuernos coronados? El murmullo del río, lejano, que la brisa desparramaba por el bosque y que el eco dividido en mil ecos agrandaba fantástico, aumentaba la sed del cansado cazador. —Hay un remedio, proponía Quico. —¿Cual? —Masticar hojas de guayaba. ¡Pues era verdad! iy haberse él olvidado de eso!... Se internó, por un sendero abierto en la espe­ sura en busca de un árbol de guayabas; de pronto oyó el ladrido de un perro; apartó las ramas y ¡oh! ¡arriba, corazón! en un claro del bosque se alza, ba una choza bajo las hojas como estrellas de oro y azur del pomposo cartaveral. Silbó, grito después, llamando a Quico; rero Quico no aparecía, acaso por no dar cond sendero ?2£¿¡L?fol,ajci cl,pcrrüte ^ « wiS Síh cal^a T?7 >'a Íba Rrf*'«« latirle de un toS^^^d*?1 acomcdda. cuando llaman. ai anima!, surgió de pronto, en el fondo azul de 52 r-ZSllOjÒ IA HCR Ij9 lis ca£is, CO.T.0 un pe Jaro de so! ca/do del espa. cb» tra larga y notante mancha roja; una mujer. ;Ohî ¿Pero estaba sotando Rafael, o Dc!o- res, su Do'orcs, su amor, le salía al encuentro tras ei can sumiso y quiero ahora? Porque era ella, ella, ¡Dios! con sus cabellos lardos, riegros, cubriéndole los hombros, las espal­ das, los fíes; ella con sus ojos grandes y divinos de tagala pura; ella con su triste sonrisa, con su dulce boca de perlas y corales; ella, da misma, larga y piíida como un lirio de un huerto sacrosante.. ;Dxs! Se le acercó, saludándola en tagalo, hablando- la en tagalo, a la gentil. Era una rústica y dulce lj¿ Heno que le ofrecía con ambas manos; él, entonces, 5ació su sed; Iue£o, qui- tinsse el sombrero y terci-indose el riîîe sobre el hombro, habló: —(Querría usted permitirme, hasta que lle^a- , o roa I:.MS CALMOM ra mi criado lamente, descansar en el fiafaf ter. c:;J o frente a su casa, en su solar? Dudó ella. Estaba sola. Su padre, en la se- rr.er.tcra, no volvería ya si no a la hora vesperal; sin embargo, ante el humilde que rendido y hermoso lç peda un instante do descanso a la sombra de su choza, por caridad, dijo que sí, que la siguiera, y Rafael, tras el manto perfumado de sus cabellos sueltos, fijos los ojos en los talones de fresa y de leche de sus pies descalzos, la siguió, sintiendo, co sabía él porque, sollozar su corazón, sin que tampo­ co supiera o comprendiera, si el lloro era de angus- tia .o felicidad... Se sentó, se reclinó, mejor, sobre el inmenso ïaP*Z\ bajo el tcldo blancamente florido de un cerezo, mientras ella también se sentaba, se reclina­ ba, mejor, en el mas alto peldaño de la escala de cafias de la choza, y el perro deambulaba al rede­ dor de Rafael, olfateándolo, y escapando de pronto a perseguir las sombras fugaces de las ramas. Alzó él la cabeza a sorprender con la mirada a la que fijos en él los ojos le miraba ahora compia, cida. • —¿Usted baja al pueblo, alguna vez? —Algunas veces. —¿Muchas? Ir. oZ^T^ n0; C"and0 «CnK0 nCCCSidld dc —¿Sola? —Si sc-fior; so!x -¿Tiene usted pariente» en ti pueblo? —No sef.or, estamos solos en el mundo, mi pire y yo. Pausa. El perro ladraba en !a entrada del sentiero. Ella, inclinándose, se ponía la mano abier­ ta a modo de \ ¡cera'ante los ojos para ver quien llegaba. Nadie. Rafael en unto, quieto, como un autómata, no apartaba de cjla su mirada. —¿Conoce V. mucha sente, en c! pueblo? —Algunas tenderas del faltnqui y dos o tres air.igas; nada más. —¿Quiere V. decirme su nombre? Se hecho eila a reír: —¿Para qué? —Para que seamos amibos /quiere. V.? Yo vengo siempre al bosque a pasear, a cazar; acaso un dia, otro día cualquiera, vuelva a pedirla a V. un poco de agua. Dudó ella un momento; luego, dejando de reír, aprisa, nerviosa, le brindó su nombre... —Margarita. Volvía a ladrar el perro, y esta ver, si; esta vez llegaba gente; ella obligó al guardian:—¡Aquí, Su!tin, quieto!—Y al final del sendero surgió la bruna y encorvada silueta de! viejo Quico. —Debe ser su criado, ¿no? —Si, mi criado. -Pues voy por agua; tamban debe traer sed. » Fué por el (abo, lo volvió a llenar y se lo a!can¿6 al viejo, que caía tronchado de fatiga junto a kafael, estaban molidos, ni menos r.i más; tres ho­ ra» y más de caminata. ¡4J roa Tisis MU'Qjil

-Eh, fr/i.¿«; me parece que hoy se ríen dì nosotros los venados. . H viejo asentaba, moviendo h cabeza afirma- tivamJnte; traía herido e! píe; se le había clavado en la phnta un espino de aroma. Día se entraba en la casa, a preparar la co­ mida; podían quelarse; a seguir descansando, si querían, él !e habló todavía antes de que ella se —¿De dónde se proveen usteues de a£ca? ¿dd ría tan distante? Del rio; y nada de distante, sino bien cerca; ¿veía él aquellos ftfaft/s, a la izquierda? pues por allí cuestión de media hora llenar ¡a ban^a y volver con ella a la cabeza. —¿Y usted?... ¿Usted es la que vá? Sí seftor, ella misma; ¿de qué se estragaba el señorito? Desde el pap

Ya apenas si veía las ondas dispersas de humo rue arrojaba un kaldn% ardiendo como un incensario, al techo ahumado á¿ la rústica cocina; ya apenas si veía los pies grandes, como de fresa y leche, de Mar­ garita; después, nada; ya no veía nada; se había queda­ do mansamente dormido sobre las cañas entreabier* tas del taPa!t\ bajo el palio del ceroso albescente de flores. E! perro se había tendido a sus pies, silencioso, espantando quietamente a las moscas que venían a posársele en sus largas ,y negras orejas moteadas de amarillo; Ouicose había subido a la cocina, a ayu­ dar, a la fuerza, a la muchacha, en su trabajo; un lato bato lloraba su canción dolida desde lo alto de un santo/. Margarita le preguntó, de pronto, al viejo que se quemaba los dedos dando vueltas sobre la brasa a dos tomates. —Su señorito de V. ¿es de aquí, del pueblo? Tero, iquéí R )ESCS BAtMOM l· u l·,% , V *» *•^^« ^ - »-• ' .'"»" « • »r- »* •' "»•• ','•· •""" « "^^«^^>~* ' " ' * ^*

—No, víudo. —•¿Viudo?... —S¡ viudo do una mujer bellísima, riquísima, de lo nus notab'e de Manila, que acaba de morir. La oyó ti viejo suspirar. —iTan joven! Bueno. ¿Y a qué venían todas aquellas pre- guntas, aquel suspiro? Se fijaba el vejete en la chi- quilla, que se dejaba mirar sin sonrrosarse por el examen de los ojos hundidos entre nubes de arru. gas... Como linda, vaya, ya lo creo que era Jinda la salvaje... Maliciosamente, guiñando sus ojillos, habló Quico. —Si, es casi un niño; todavía puede casarse siete veces. El sol, en lo alto, traspasaba su cerco dorán­ dolo todo con su ardiente resplandor; hacía dos ho­ ras, más, que Rafael dormía; la muchacha invitaba a comer al viejo y... -rSi él como de ésto, tan pobre, despiértelo »... Se bajó el viejo a despertar a Rafael; ella que. daba arriba, de pié en la puerta de la escala, miran- dolo dormido. Cuando él abrió los ojos, su mirada curiosa, dulce, no sabía él cómo, le envolvía enigma, tica. Y oía su vor, sonora como un golpeado cristal -Suba V.; es muy humilde la comida; pero es mejor que nada... * X asado tlIa dc U^Ì^\ h^ "*«* ™ "oro Raía Cl SC aV Ia5 manosmrTsinít, sentado en iel soti¿z ! comenz° ™»°>>ó a comer y co,n dlaes fallecido de hambre, todo cuanto ella, sonriendo ante el gran apetito de él, le ofrecía sobre el dulang. Y como después de cerner era muy malo el caminar al calor del sol, convinieron en que se vol­ vería al pueblo cuando el sol apagase el incendio de sus rayos. Pero ella tenía trabajo, tenía que lavar, y les dejó de nuevo solos a ocultarse, a inclinarse en el tatelán sobre una enorme batea llena de mojadas ropas; Rafael se volvió a tender abajo, en el solar; pero ahora no dormía; y no obstante ísofiaba! sus ojos de par en par abiertos leian bajo las flores del cerezo una historia de amor. Cuando el sol, declinando, se iba a hundir en la cresta iluminada del monte, Rafael se despidió de la muchacha. Volvería, oh, volvería... —Si vuelvo ime dará V. otra vez, hospitalidad? Ella le contaría a su padre lo pasado, su amis­ tad; sí, ¿por qué no? él podía volver... Se alejaba Rafael, se alejaba por el sendero azul, cuadrado de silvestres violetas; ella le miraba alejarse, desde lo alto del baUlán% con las manos y tos brazos desnudos llenos de espumas de jabón. Se alejaba, se alejaba Rafael en pos del viejo (pe ahora caminaba aprisn, ¡anuiente abajo; y ya iba a desaparecer en una recodo; oculto ¡>or la es- pesura temblorosa, cuando volvió la cara y la vio to. davía en el lejano batalán, fijos en él sus ojos llenos de tristeza, de poesía, de dulzura... Alzó la mano; —íAdíos: la 14'» *A!fLli2l¿? fvM-ffift*

Ella no se movió; siguió mirándole, hasta una vez ¡>crd¡do ya. Y entonces inclinó la frente sobre el pecho, y cubierta por la noche perfumada de sus cabellos, suspiró.

SJW» y¿ i·i'

II.<

Había caído la hembra acribillada a balazos y el macho en vez de huir, aguardaba a su vez Ja muerte junto a* su amada compañera, estremeciendo íl bosque con sus gemidos de dolor. Rafael dirigía a él ahora el cartón del rifle, ecuíto entre la pompa del follaje. Sonó el disparo, subió por el aire una ligera onda cíe humo, y el cervo se desplomó batiendo la tierra con sus enor< res y rizadas astas. —Quicooo!... —Señorito'. —'.Hala, tulisán% amarra a la j>areja y arrástra­ la hasta abajo. Se los llevaba el viejo a casa del ntagsasaeá; Rafael había prometido regalarles uno, si mataba a los dos; él se encaminaba al río, silbando tina can­ ción en boga. Nadie. El río se deslizaba como el vc!o de tul de una princesa, perfumado por las matas en Sor de sus orillas; y sin embargo, el reloj de su pulcera marcaba a las nueve, y esta era media hora nus tarde de la que ella solía venir a llenar de agua u banga. Ifcjó el rif.c aun lado y se tendió sobre las ^cra!d¿s del campo con los brazos cruzados por debajo de h nuex No, no podía tardar; y así LÌ cómo pasados dos, cinco, dies minutos, surgió ella de pronto, forma!, altiva, con su iat¡¿a a la cabeza cerno una monstruosa corona que el sol hacía de oro. No se movió, no sintió un solo laudo estreme- cerlc, y siguió así, tumbado en la ribera sin poder ver de ella sino los pies y las rodillas que h saya corta y arremangada dejaba a pícra luz, en tanto eüa avanzaba hasta llegar junto a él, que entonces, de un salto se puso en pié, atajándola. —Margarita, flor del bosque... Reía, enseñando la doble hilera de sus diente- citos más blancos que las carnes del coco; ya sabía e!!a que andaba el señorito por allí'; había oído las detonaciones de su rifle. ¿En donde estaban las víc­ timas? El la dijo en donde, mientras le ayudaba a He- nar de agua el cacharro; al inclinarse la descubría el seno, y bajo la camisa que los marcaba excelsos, miraba temblar sus pechos, como dos amapolas. Si, se parecía a Dolores, pero solo de cara, nada mas. que su cara. El cuerpo no, ni softa/!o; ésta era bronca y basta; y sus pies y sus manos eran grandes y toscos aunque fueran de rosas y blancuras de leche ¡Oh, pero sus ojos, su boca, el óvalo armonio- so de su rostro y su larga cabellera inmensa! —Margarita, flor del bosque... Dejaron la òan^t junto, al rifle, cubriendo su boca d- hojas d<; pütano para evitar al agua c!t-l polvo y de! calor; y ie untaron juntos, mirando a !o> faûAv que arrastraba el río como arrastra el amor el corazón de las hijas de los hombres. —Margarita, oh, Margarita! Ahora sí, ahora descompasadamente !e klian las venas, el pulso, el corazón; ella, con los ojos ba­ jos bajo los párpados de blanco terciopelo, musitaba; —¿Qué? ¿qué quiere V. de mi? Se lo dijo, al fin, confesándole el incauto su pa. síónj la quería, U quería porque ella se parecía como una gota a otra gota de agua a una mujer que él llevaba adorándola imposiblemente, porque ya estaba muerta, en el fondo de su corazón. Y unía sus manos, sobre el pecho, brindando su corazón, tumba de amor, al nuevo amor que bro­ taba sobre la misma tumba como una flor azul. —Te amo, dispuesto a hacerte mia para toda la vida, no imjorta a que precios de vida y felicidad; haré manto tú quieras, lo que tú mandes; y con tal de tenerte tempre, de verte a cada instante, de envolverme en tin cabellos, en tus brazos, y aspirar, besándote, ti aroma de tus labios y el suspiro de tu alma, seré un esclavo, un pobre buen esclavo que de rodillas a tus pies, te adorará. Ella escuchaba. —Viviremos aquí; yo haré que alzcn para no­ sotros una choza aquí, en el bosque en donde tú seas dulcísima Eva y yo serpiente que te ahogue de amor entre mis ai os después de haberte tentado de amor, de haberte puesto en los labios la manzana y los besos de un amor y un paraíso; y nuestra vida será un momento azul, que, como la corriente vjs r.\i.v:M

¿s t>s r.o se ti f.^-rJD sa!* Dios a donde, re— U5 cr.cvt es núslca > cristal. Ei.! esru:>~ba. •Y ésta r.cche,—Esta roche es de luna—ta-

pa: Invadendo sus enttóas con un beso de hirvientes taja-'»"" w* D contìnuo, errándola: —Margaría me quiere. ¿Qué piensa V. de t^do ésto? Y como ta padre me dirá—Eso, a2i vosotros, si queréis casaros—yo, Margarita, yo, Margarita nua, para probarte que te quiero, que es honrada nú intención y que estoy deseando, muriendo, por mirarme eu tu hermosura, me caso contigo, digan Io que cT^an, pese a quien pese, jasando por endma odi mundo cutero. Inclinada al pecho, ocultaba ella la cara entre sjsnianos blancas, grandes, bastas sin h luz de un brif ante m d olor de un perfume; él se las separó para mirarla; cataba EoranJo.

•Oh, la», ¿-v., ,i « *»'* *e cubren lo rí"„ Rcncs •>** a1 l^fiar el

J **Jr **^en I orar!... ss t:5;:o;¿ ÎA ricg *5f

Siri una palabra más, sin e! mas leve contacto, sin un solo beso qije sellara la pasión mutuamente con­ fesada, élla ayudó a posarse la ban*a en la cabera. Ko podían îr juntos por el estrecho sendero y marchaba en pos de ella, fijos los ojos en c! temblor de su Uph colorado, en las plantas de sus p:és blancos, grandes, como masas de leche y ¿e cere- sas. El sal ardía en las ramas del bosque, en el bitin de flores y frutas que cí viento col implaba. Y el murmullo del río era un trueno de risas sofocadas— Cuando Rafael llegó a su casa con el mejor buen humor de su vida, su padre le llamó, ceremo­ nioso como nunca !e conociera él, con un aìre cîe preocupación y gravedad del todo opuestos a la pe­ riódica alegría del buen viejo. ¡Eh, Rafael! Tenían que hablar. (Hablai? ¿De qué? *»lhh, de lo que fuera! Si le llamaba para reprenderle por sus amores con Mar­ garita, tiempo perdido; él estaba dispuesto a unirse como Dios manda con la dulce (a%a ítdid% por en­ cima de todo, con tal de no perderla; que allá que­ daba ella, esta noche de luna, en el perfume de su selva, de sus carnes, con una sortija de brillantes en las manos, prometida suya para toda la vida. Se encaminó a la sala. El buen viejo no es- uba solo: le acompañaban dofta Felisa, Susana, An- dr*a, y tío Pepe, un viejo hermano de su madre, un vie/j de ideas endiabladas apesar de ser el organista de la iglesia del pueblo y haberle dejado al cura pa. rroco más de una vez sin moscatel que trincaren la misa iSangrc de Cristo!... ¡Sangre de Baco! decía él. > • Rafael se inmutó. Aquello tenía todas lastra :as do un concejo de faglia. Apostaba la cabe;;, sin temor a perderla, a que el escándalo de la no. via del bosque, llegado a su casa sabia Dios en que forma a-randado por los chismes y la malicia paita­ das del hampa pueblerina, origen iba a ser de ufi mis grave, verdadero escándalo en el seno del hogar. Más se quedó absorto, sin saber que responder, cuando su padre cometo a hablar: —Siéntate, Rafael, siéntate, que tenemos que hablar de asuntos algo serios. Yo tengo un plan en todo aprobado por tu madre y tu tío Pepe, y desde luego que tú, más que nosotros llamado por la esperiencia a darnos o a no darnos la razón,.fa­ llarás. Se trata del porvenir de tus hermanas* de Susana y Andrea. —¡Ah! respiró Rafael. —Pues como te iba diciendo, continuo el viejo, tu madre que tiene hechos algunos ah'orrillos, ha pensado conmigo, y muy divinamente, en que las ni- fias que ya van para verdaderas mujeres, pues Su sana tiene diez y siete años cumplidos y Andrea va a cumplir los diez y seis, no saben absolutamente nada de nada, y no las vendría mal el pasarse aira, nos cursos en cualquier Escuela del Gobierno para seguur una carrera, la de maestras, por ejemptoP Rafael pegó un brinco en su asiento. tes de e-o „TCa' nUnCa; de nín^na manera! An

í^iKÁ^^ *•** fuc™ "nas burra, —Pero hombre, ^por qué? •i ru:::-;} IA ÍÍCÍ 153 %WMWa ' • "^

;Pcr q-¿? Pcrq :c en lis esc-elas p-tücas ¿e ! !ir.rju ca.'an cerno resas a! Ioio hs rxbres hócen­ les provincianas; y antes de salir rentras ¿cl estu­ dií fcjîés, ¡Recristo! \a eran maestras consona. ¿¿s y consumidas de toda clase ¿e ¡mirtee!» en^ el trJLs prc'.ñco deshonor, arrastradas por una parida ¿* /rrv 6 miiiert de gaías de oro, corbatas ¿e rosa y a.T: encanas de seda hasta las rodeas. —Pero hombre, ¡y Jos profesores? —Les profesores son profesores, y no inspec­ tores de ccraüdad; basante hacen coa mei críes en la cabeza el Òxlznglanjr de asignaturas que cursan; sin ellos; ellos los que luego de la dase se encar­ gan por su cuenta de abrir otra cátedra en donde la más inocente obra de texto es b gramática abierta por el verbo besar. Yo beso, tú besas, ti besa; nosotros besamos, vosotros besáis.- ¡todos besan! —De modo ¿que tú crées?... —Que- están muy bien donde están, padre; que la carrera, b úrica carrera a que debe aspirar era mujer, es a b de ser esposa de un ciudadano Honrado y ser más Urde una madre nonada, gloría y orgullo de su hogar y de su Patria; que, ¡ya se Jo he dicho a V., padre! preferiria verbs acarreando xacate por el pueblo, antes que saberlas en Manila, cerno unas locas \*>t las calles hallando « l ingles en los tranvías con cuatro criados de americanos dis. abeja es que confecciona dilìgente la miel que ha ¿: endubar los labios de h Patria. —Pero hijo, no todas... —Nada. No admito objeciones discusiones; tiendo la regla en general; cl país no necesita mues, tras, ni médicas, ni abogadas, ni farmacéuticas, ¡par- tida de mujeres estériles!... el país necesita vírge- nes, vírgenes que dejen de serlo cuando quieran y con quién quieran, vírgenes que procreen, que ges­ ten, que conciban, ique nos den otros nueve millo­ nes de habitantes!... Dofta Felisa creyó del caso intervenir: —Pero hijo, Rafael; no todas serán como las pintas tú; ya sabes que en estos casos, todo depen­ de de la mujer­ il atajó, Rafael: —Madre, ninguna mujer es mala porque ella lo quiso. Bien sabe usted ésto. Hien comprende usted ésto. El tío Pepe habló entonces: —Estoy en todo con tu hijo, Felisa; mira tú, si no, la sobrina del cura; se marchó a Manila para estudiar farmacia y, bueno, sí, salió farmaceutica; pero tanto se entusiasmó con la farmacia, ique se trajo la botica! —No te entiendo... —Que llegó con una barriga de siete meses mujer! —Verdad; la Rosita. —Si señora, la Rosita, la Rosita; y luego ven- Kan los bestias de aquí en calumniar al pobre cura murmurando en que'si era él o no era él el editor responsable ¿cl hf¡i/i/r9 cuando al pobre ¿cl padre Miguel le falta agua bendita para tantos bautizos.-. —Pepe, ¡;x>r Dios! —Por Dios date una vuelta cualquier dia por el convento y fíjate en la azotea; si aquello ro parc- ce una lavandería infantil, cese de tocar yo el órga- r.o fer sécula secuhmm\ verás más pañales que hos­ tias se haya jamado el bendito padre Miguel desde que es cura párroco, mujer. . El viejo habló mirando fijamente a Rafael: —De modo que de ninguna manera, eli? —De ninguna manera, de ninguna. Se disolvió la reunion. Susana y Andrea un poco tristes por ver caída para siempre a sus pies la ilusión del Manila maravilloso, abierto como un cuento azul de hadas a sus ojos de pobres pro­ vincianas; dofta FelUa y don Ponciano, cabisbajos, pensativos; Rafael excitado todavía y el tío Pepe riéndose del mundo entero con la boca y los ojos velados y ocultos tras los enormes cristales de unas gafas ahumadas. Y cada cual por su lado ya, Ra- fací se asomó a la galería, en la blanca noche ilumi­ nada por la luna. Miraba al ciclo lleno de estrellas, que recor- taban cercanas las cumbres de los montes plateados. Alïi estaba ella, allí, en el cielo lleno de luna! viendo como arrastraba fu vida miserable, solo y mal aventurado, sin su peregrino amor

A la tarde se fué, caballero sobre fíob% a ver a Margarita; la llevaba un rosario de casi un me­ tro de largo de champacas y sampagas. De no­ che'ya, se apeó junto a su choza; ella ajena.a su llegada, oculta en el fondo de su casucho, remen- daba, cantando una doliente leyenda de la selva* b luna como una bola de jabón azul, de azul teñía 'los velos de la noche; Rafael aguardó abajo, silencioso, escuchando la canción que le empapaba de un mila- grò d¿ duzuras el alma toda estremecida. Y ella cantaba: "En una selva india y en flor, cierto pastor Gualba su rebano, fclo era en el Abril Cuando tiemblan las flores eomr, \~ . , ,lorcs como tesos de amor.* Calló un instante; luego continuó; I astor indio y g€nti| Cofiador idolcnte, perezoso pastor, Con algo de romántico y mucho de juglar, Que a la sombra tendíase de algún árbol en fior, Fara, cara a ios ciclos, sin dormirse, soñar/ Calló. Suspiró. Siguió despues: •Una tarde, arrastrándose basta él, de su ensueño Le alejó algo vibrante, silbador y pequeño;

Un 3¿wá% que perdido por la selva reptaba. Y el cojió a la serpiente, la'amansó en su cariño Y Jugando con ella con diabluras de niño Cada sol que rodaba en la selva le hallaba. ¡Cuantos soles pasaron! ¡Cuanto y cuanto jugaron Y se amaron bailando y silbando a Ja parí El pastor obsequioso y la sierpe confiada, Como dos compañeros, como un niño y un hada En el bosque que el sol convertía en altar. Eran ambos tan niños... Tero un día, ¡oh, aquel día1. —Retemblaba del bosque como un trueno la tierra— Por el bosque pasaron con horrible alegría Mil soldados que se iban a morir a la guerra. Y el pastor, no se sabe por que cosa o que instinto, Arrastrado lo mismo que en el viento una hoja, Fué a vagar tras sus pasos, con el bolo en el cinto, Bajo el vuelo bendito de una flámula roja. Hizo una pausa. Su voz, vibrante, virginal, se perdía entre las hojas, en las flores, en la noche..! •Y fué un año y otro año y otro año. Y un día, El pastor ya era un hombre que volvió de la guerra; Sobre el bosque encantado el sol de oro moría Y de frutas y rosas se llenaba la tierra. ¿Y el sawái ¿donde estaba la íclU compañera Pe tus juegos de niño? ¿donde e»taba U amada? i;S JOIN JIMS ISA! VJM

RI castor la llamaba, impaciente en la espera Pero nada en el bosque respondíale nada. Y ya a! fin, de rtpente, retemblaron las ramas, Se tronchó de fctfújs una rama flotante Y surgió como un tronco de viscosas escamas^ Un ofidio tremendo, una sierpe gigante... ¡Oh, Sdiva de su vida! ¡Cómo había crecido!... Vero no le temía ni !e huía por eso; ?cro quie\o, ¿h? nada de silbar a su oido Que era ya muy gandul para darle a el un beso*... Se interrumpió de pronto; suspirando otra vez. Y terminó así. Pero fué la serpiente y envolviéndole loca Anillada a su cuerpo se sació de sus besos... Y la sangre una rosa parecía en su boca ¡Al hundirse sus carnes y romperse sus huesos!" Calló. Rafael sintió entonces hacerse el silencio en torno de él y de la selva; solo las hojas temblaban en el viento susurando bajo la noche inmensamente clara. (Terminaba así la salvaje, la tiste y trágica le­ yenda* No. Apoyándose, recostándose, mejor, con- tra d tronco de nu árbol, alzó su voz, a su vez, can­ tando estremecido: "En una selva india y en flor que alguien *oi\ó. Mujer, hay un pastor, y ese pastor soy yo Hiy pijaros y flores y luna, (jUe es Abril Y tu e»U» en U selva Como un Sawá ^ Como un ¿*wé de estrellas, de müslcts y flores Tú reinas en Ir selva en donde soy pastor, Y por cuanto eres sola mi amor de mis amores, Enrroscas a mi vida tus aros seductores jY entre tus dulces aros me matas con tu amor!" Las hojas seguían temblandoi como encaje* arules; y un òaiobató, el vago ruisefior de los bos­ ques filipinos, irumpió de pronto, en contagio de ar­ monías, en un himno que caía como un hilo de per­ las hecho pedazos, a la luna. —iOh, Rafael! —¡Margarita, Margarita! Caballeros: ¿habéis tenido alguna vez, una no­ via muy blanca y muy bonita que viviera lejos, en el rincón enmaraAado de una selva y una noche de luna con ella completamente a solas la besasteis la boca?... ¡Qué más cielo en la vida que los labios de la nr.ujer que se adora, que los labios olorosos, húme­ dos, abiertos por un beso!... —»Qué más cielo en la vida que tu boca, Margarita! La tenía quieta, sujeta por las manos, después de haberla, por primera vez en su amor, abierto los labios con un beso. La miraba toda, lleno de ella, de su alma, do su virginidad rota ya en el dormido amor; con ansias de desposarse con ella ahora, en el mismo minuto, bajo aquella blanca alcahueta de los ciclos, y aquel acre perfume de las (lores salvajes. Pero no, no era la hora todavía;

III.

Por cl luto recientísimo y sin más invitados que los pocos íntimos amigos de la casa, se iba a cele­ brar por,fin labodade Leonarda con Crisòstomo, casi en familia, Le había escrito don Simpudo; a Rafael partici­ pándole la noticià/iirgiéndole la vuelta a'.Manila; t"y ella, Leonarda, también le decía en dos lineaste pos­ tal, eso; que se casaban y que ella le quería por uno de los testigos de su enlace. Bueno; las bodas de Candan; solo que aquí el milagro consistía en los bultos que tuvo tenía y ten­ dría el chiflado romántico aquel, antes, en, y,después, del parto. Dudó si concurrir, pretestando cualquier viaje, cualquier rápida enfermedad. Bien 'visto'Jet'caso, ¡ique papel iba a desempeñar él en Ja dichosa boda sino la de borra- fiestas en la fiesta? A más de#que metafisiqueando detenidamente, por encima de endia­ bladas certezas, el verdadero cornudo ahora wiíaá ter él, Rafael Decididamente no iba. Ni escribir ¡au r Va po­ dían Don Fútales y "compañía quedarse esperándole hasta ti día del Juicio. -Esto, «i antes no se caían del susto de saberle por tí propio informados que

11 rar su ¿na ahora con ci ou»^ r. valica margarita de amor. # noche Tcdo esto lo pensaba a la siesta; por la cambió de parecer, iría. na Iria, ¡vaya, s»! tria; ¡pues no faltaba mas! Ln curiosidad sin limites se adueñaba de todo su espí- ritupor\era Lconarda, a la PUDICA Leonarda disfrazada de virgen en el nevar de sus rojias y sus ñores; digna de verse, si sefior, la alt/sima come­ dianta acaso deshecha en lloro'de pudor y de Dios supiera arrepentida de que impudores, al sentirse lue­ go de las rituales teatrales ceremonias arrancada para s:e*npre de su \ida de... Bueno; que averigua­ ra el Nuncio que clase de vida se proponía la encan­ tadora aquella en lo futuro... A menos que el ma­ rido se terciara en las puertas de su casa parapetán­ dolas con sus astas y no pudiera ella salir, ni aga­ chándose, a sus cosas. A la noche, las hermanas le arreglaron Ja ma­ leta. Aprovecharía además ti los d/as de su estan­ cia en la capital para acabar de arreglar sus cosas y traerse todo cuanto a Dolores y a el pertenecían, a Cn Cl Ccnado funcral SÍaqueSl abandonad. ?o doi" s días después de la tragedia«wto * 8ÎS v ::T ikmú° a CaÍT,bhr r>or cornac o

^r Moaca a Usos, le aguardaba se panojó LAnon *¿3_ llorando, de un resal de pasión la rosa pasionaria,

Ya en cl tren, mientras el tren rodaba cstruen- ¿osamente hacia Manila, pensó en poner dos letras a la ingenua, a la que no tuvo tíer.po de decir adío*, a la que en tantos días no podría ir a adorar.... Pero, bah, recordaba. Era completamente inútil ésto de las dos letras, ya que en ésto de letras no entendía e»»a la /\. Llevaba encerrada en un viejo estuche de rojo terciopelo para la Leonarda de su ensueño y de sus exaltisimos amores, una pulsera de amatistas; para Crisòstomo iun cuerno! Que le regalara su suegra la vida del P. Mamerto en rústica. Eso. Se reía, arrojando por el ventanuco del tren el humo del cigarro; frente a él, de pasajeras, venían dos señorías enlutadas hablando en pampango, en alemán para él; una de ellas parecía una imagen de cera, tan pálida, tan diáfana. La otra tenía los la­ bios purpurados de buyo. Un minuto se distrajo observándolas. .Y el co­ lor aquel de muerta de la señorita pampanga, le re­ cordó a Doîores, como un muñeco de papel perdida en el inmenso lecho de su cuarto convertido por la Intrusa en capilla ardiente de lutos y dolor. Iba, volvía a la casa palacio aquella en la que fuera tan feliz y también tan desgraciado; volvería a ver .el camastrón aquel, los muebles aquellos, su cuarto blanco lleno de espejos refractando en sus cristales la pompa en flor de los jardines; iba a ver «fc nuevo todo aquello semi extinto ya en !a bruma emmaraftada y desolada de su vida La casa, desile la caüe, a traves de sus vastos jardines, parecía un templo ardiendo. Rafael era de la comitiva ci último en üegar de vuelta ¿e ìa i¿!es:a, en el auto que traspasaba ahera h dorada canecía, a deslizarse silencioso por la calle central de los jardines- Paró el auto. Bajó él. De arriba caía por las ducales escaleras alfombradas la cascada de músi­ cas y luces. Y todas aquellas alfombras que inun­ daban toda la casa, estaban llenas de rosas y azaha­ res esparcidos. Cerno un templo de amor. Y aîlâ en lo alto, a lado de un monigote de frac florojalado de azaha­ res también,—;Qué grada, Crisòstomo, de virgen!— y guantes blancos, eíla, Lconarda bellísima como Rafael jamás adoraría pudo en un ensueño, como ura estatua de oro y alabastro, en esta fiesta de amor como en los rosales las de brisas y besos de la* rosas. ¿Eh? Recordaba Rafael, subiendo las escale- ras, Ajo en 5a pareja tras la cual y entre la cual aso- maban las gafas do oro de doria Carrr.cn, aquello «fe Valle îr.cîan. "1-a madre linosa, lir.ofa y rajona, que se mea en Li hoguera y guarda d cuerno m h faltriquera. V <.cl ejerzo hac- Un alf.ïeteruî Madre bruèi que con U a-u;a que Beva cri cl cucrro co.c Io* wrgos en maridos cabrcnea*\.. sr. r»;.?!L..:5 IA MOS I^5

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Se quitó cel frac cl capullo grande y rojo y se mîab-erto

«ronchadovcaían ¿nií^^^™ * I.A H- :: lü>

—Lconnrda, vida mía, yo rr.c muero sin Vss ojos sin tu alrna,*sm tu vida. iVo te adoro!- Cerró los ojes ella, a sus bi'baros besos. Y porque él la ob!:go volviéndole la cabeza entre las nanos, ella dejó los cerrados ojos hacía el aiul. Y por que el, después, trató de situarla con menos po­ blada violencia sobre el temblor azul de las hojas, ella no protestó. Se morii rendida en aquella acti- cud imprevista que estaba como ahogándola el pe- tho. Y no se entregaba, obedecía locamente, ma- quinalmente , sabiendo inútil toda íesistencia, todo clamor. Muerta, muerta con un fuego de so!es por el rostro, le sentía hacer. Luego, aprisa, oh!... La ahogó él, con sus besos, el grito de dolor, de ansiedad y de dulzura- Luego, nada; el temblor de su alma por el alma, su cuerpo por el cuerpo— Y tarde ya. Inutil y estúpido todo intento de repulsión, de rebelión, en esta derrota inmensa de delirio ¡menso. Labios en los labios, vida en otra vi­ da... ¡DESHOJADA! Giró la cara a un lado y lloró, entre si;;pros y sollozos. Él aún intentaba retenerla más. Pero al fin se desceñía de sus brazos, se fugaba cayéndose.. 1.a sobrefalda de tul de seda y oro estaba echa girones; de su frente, entre sus cabellos despeinados, se habían roto loi azahares; sobre una de sus me! días blancas, diáfanas, que trasparentaban como una blanca luz las carnes de sus pies, como una rosa se abría hiñiendo todavía una gota de sanare... Se encerró en su cuarto. Se mudó toda. Pa. recia una idiota después por d salón. Io:< jnSÚS PALVOKI

For aivid salón de resplandor de templo en nU fcstt & a-.or como en los rosales las de brisas y teses ¿e las rosas.

Se ¡ban apagando lámparas. Por los balcones tv.í . par en par abiertos entraba vagamente el fulgor de la aurora. Los últimos convidados se habían ido. Había muerto la fiesta como las muertas pisoteadas fiores de las alfombras del palacio. D. Simplicio y su mujer y Crisòstomo comen­ taban la fiesta sentados en torno a un mármol lleno de regalos; Leonarda, un poco distante de Crisos­ tomo, con la cabeza caída en la palmas de las ma- nos, ¿en qué pensaba? Las cinco. Salió Rafael del cuarto con su maleta de viaj-% preparado para el viaje. . —Pero, ¡puflales! tú, si lo que debías hacer ahora es descansar, dormir. —Si, en el tren. —¿Tanto carifto le has cobrado al £v6a:}% No contestó. Se fijaba en su suegra, en su ex. suegra .oh, gracias a Dios!, que no le decía jota, que parecía alegrarse de su marcha pronta; aquella con-

nunca la ¿S T^ U? ,Knro*a aho™ como nuncdemonioa Ja. sonaron ;lne<-1-« ni nombres|mmKM,. , parecí. ^ a ^ry •Leonarda! rr TTF:ÏO*J i y ne:: 17 *

No quería miraría, pensar ya más en d!a, cíe; in­ doli abandonada en brazos de aque! bestia. Pero ¡qué, hombre! icómo se la dejaba! ique viniera, ha!a, que viniera ahora a defender vírgenes el grandjsimo caprípede! —Bueno, adiós. Se despedía, tendiendo las manos, del suegro, de la suegra, de Crisótomo. Luego, de ella; —Adiós, Leonarda.., Y por lo bajo, sin importarle que le oyera Cris- tobal, que lo oyeran todos: Tú, de ahorary para siempre, ESPOSA MIA... Tembló sacudida de terror, espantada de su osadía y de su amor. —Adiós, Rafael, adiós. El la retuvo todavía violentamente, la mano, entre sus manos: —Tú, de ahora y para siempre, ESPOSA MIA... El chofer sonaba la bocina desde el jardm para anunciar que estaba listo el auto. D. Simplicio inte rrogaba: —¿Y todas las cosas que te ibas a llevar?... Las dejaba. Que cerraran el cuarto. Ya vol vería él a por ellas alguna vex. Se fué, seguido por don Simplicio que le acom­ pañaba hasta abajo. Leonarda se alzó de pronto* cejando al marido con su madre. Y el marido le habló: —

Se contuvo, en la culminación pronta d»; u:.: ir.:.j;Ica llamara Ja cíe celos, de angustias^ ' Si, iba a verlo partir* Por no supiera ella r¿\ locura se le había adentrado de repente en el con,. 2Ón ci color ce no Sv!\ciîe a ver... » ci cr J, *J;Í, él era al fin el que en sus manos y a sus besos, apretándola contra su pecho, la deshojó como a una fior. Corno ansioso al balcón; se inclinó a su baran­ da... El auto iba a partir. —iRafael! Alzó él la cabeza. —» Adiós! Y él se puso las manos sobre los labios, y con los dedos, mientras el auto partía lentamente, le fe- echando al vuelo, en el aire azul del día que nacía* como palomas, como rosas, besos.

tSiaS» IV.

Un nies. Y otro rr.cs. Y ot:o más. Octubre había toreado hs violetas. —H:y>, Rafael, tu quieres reventar. —No madre, por favor; déjeme usted —Péro sì es que eso es un veneno... —No madre, cl veneno es la vida, esta mise­ rable vida nuestra que arrastramos sin haberla men- citado a nadie por el mundo; el veneno es el amor, los ojos, los besos, la carne de las mujeres. —Hijo, Rafael. Sorbió un gran trago del segundo vaso Iîeco que se había servido: —El vino no es veneno, madre; el vino es un consuelo, un bálsamo que apaga todo do!or, que seca todo llanto, que ahoga toda cobardía; Dios después de crear la mujer, cargado de remordimien­ tos, hizo el vino. Movía la pobre vieja la cabeza en desconsuelo; que cosan, Virgen del Rosario, que cosas se le ocu­ rrían af aquel chiquillo. Decididamente la perdida de su esposa fe había trastornado la vida; porque ct no era así, no; no había sido nunca asi. Aquella manara había llegado al pueblo Cha. ring Silva, hecha una loca, fugada de su casa jara * m. n^-Wh. <*-, te en tanto y andaba buscando la fusta; ¿por donde andaba la fustx* Al finia encontró, tirada en un rincón cualquiera. Bueno, hasta después, cuestión de un galope de dos horas. Se fué, rehuyendo las miradas, los ojos aman- tísirnos de su* hermanas, de su madre. Ya en el Fustigó a Bob que salió disparado calle arriba- Al cimar por la plaza del pueblo, divìso a los nota. b!es del pueblo a través de los cristales de la botica

la Constabularia, el tío Pepe y varios mas. Rafael paró un instante. —Eh, tio Pepe! Se le acercó el tio bajo un enorme paraguas entreabierto. —¿Qué? ¿Vas a casa? —No, voy a otra parte. Diga usted; ¿cómo está aquella? Tues aquella le estaba aguardando hacia medio da; concho, y como se hacia él de "desear, S¡ fue­ ra él, el tío Pepe, en cualquier hora se movía de su laco ni un rmnuto Porque, vaya si era una mu- neca, una diumdad de mujer la chiquilla aquella. Miro, dila que no vaya el Domîn-o a mío SIS h¡\2Í ,,adrC ^ «I-rea d n^í

Rafael sonrió.

cr,a ,,0>> I^ro que manara, maftana quedará su vîda arreglada para siempre; adiós. —Oye, baja antes a tomacte unas copas... —e> ¿L:Q de su alma, *u escfava» su reina, su amor de ves anxres. ¡Pebre tfclcres! iPcbre anrer! St, tardad. Xadle en la Vida le querría ya CSÍTJO cía te^ quiso, ni él peda ya querer a radie czrza a cua en la sida. Y esta vida rota, esta vida desolada sia el incr de ero ¿e !o> des, de cHa que *t murió HoranJo para dejarle acaso en el tonrento d* fo% remcrdln::entcs y t* pasión por rila, însatîs- kobos y desconocidos, ¿para qué conûuiarla viviendo sí es sotna, se moría vûkndota, asi intentara aJíc^ar MU muerte y e>:- sufrúrlent > en el for.vío de mi! co» fa* y en Us entrabas de mil FACILES? l&Iahaa Lis Suc>irr-a¿as en ta porcia de! bos. ?:*. N-asca corro ahera cl a cl bosque a 2cr. En ri deb comodamente sereno ya, se abrían á gran- ecs trechos,grandes retazos de azul. Bob ibi paso a paso, con las riendas sobre su cuello abandonadas, relinchando al olor de las flores y ci alto kògon per. fumado. Lejos, lejos él, Rafael, a morir, de la pobre mujer que a su vez moriría de dolor al ver rota !a vida que ella formó entre dolores y dulzores en lo más profundo de sus santas entrañas. Lejos, lejos a morir de aquellas sus hermanas que le llorarían, que por él orarían como angeles y que al vede en- sangrentado y contraído por ti último gesto de quien supiera que dulzura o que pavor, soñarían con él, miedosas, con horribles pesadillas. Lejos a morir de aquella estúpida romántica que acaso ahora mis­ mo crispada de lujuria le aguardaba consumiéndose en la espera, tendida sobreseí sahig del bahay del tío Pepe. Lejos, muy lejos a morir de todos; y más que de todoi, de aquella única culpable y responsa­ ble de toda esta novela, de toda esta tragedia, de Leonardi. l'orque era ella la que iba a matarle y no una bala de la browning, flespués de haber matado a su Dolores, si, ella y él con ella a complizado, asesino de su amor. En el viento se encendía una estrella. La re­ fractaban en su humedad las anchas hojas dormidas de la selva. Rafael al¿ó al cíclala cabe/a. Y a tra ves de la estrella buscó a Dios. Antes de que aquella estrella se apagara, Dios Mn a exigirle a el estricta cuenta de sus actos todos en la vida. \ bien, no le temía, le adoraba. Ante Else postraría con la fronte cn lo alto; que aquel Dios inmensamente sabio, justo, misericordioso y poderoso, no era el Dios que los mamarrachos de sus pseudo representantes en la tierra, pintaban arrojando razas cuteras a fantásticos infiernos, ni era tampoco el Dios que ponían como un juguete en las palmas de !as manos de no importa que santos. Era algo mas grande, algo mas que un alcahuete de los impostores que en su nombre santísimo iban robando por el mundo doncelleces de mujer y mo­ nedas d ¿ oro; algo tan inmenso, tan inmenso, que se caía ante El de adoración y los ojos cegaban ante El, más luminoso que un millón de soles; era Aquel que hecho carne, carne miserable de hombre, supo morir de amor en lo alto de una cumbre y de ima cruz entre la sociedad de dos ladrones. .No le temía, no; le adoraba. Temer el castigo es hacerse acreedor a él; y el confiaba, para el per­ dón de sus pecados en la infinita mansedumbre de aquel dulce poeta Nazareno, de aquel suavísimo Je. sus del corazón transverberado de amores. Que toda aquella música de infiernos y purgatorios es­ taba* bien para estafar a toda la gran recua de bea­ tas y sacristanes que tenían el sentido común por donde las avispas depositai) sus mieles. Y toda aquella fábula de confesiones, comuniones y pre­ ceptos creados por los papas de Roma, la farsa mas enorme de que se valían estos tios con faldas jara hurtar a mansalva y satisfacer sus trágicas lujurias. En esto llevaba como un oro acrisolado la con- ciencia. Si en algo había pecado en su existencia îi c-J¡:a había sido solamente un compendio mu!;!- püeido, ¿cl pecado origins!. Llegaba al fondo de la selva. Ahora ci cìe!o lucìa mas estrellas y el viento era claro, como te- LUC"". t¿*c Ck'WitvtkMw^ •—- *••• |- -.-«»* '•'« - «-» plata. De pronto, ante sus ojos, surgió asilada en. tre los árboles, la casita encantada donde aquella lánguida amada suya, Margarita, acaara siempre, siempre, sin nunca más volver a separarse, lejos de Leonardas y Rosarios, lejos de toda clase te mujeres que pudieran de nuevo ser obstáculo a la felicidad que tntrc los ángeles, j>or ella, ángel de y? ri^io^iA ara JílL· arr.or de sus amores, íb^n los dos a gozar percer*- iK •« « V • —Ya verás tú, mi relr.3, ya verás tú ccrr.o a ti volando vá mi a!ma. ApiCtó ci >;ajiï;o. Disparo. Y cayó desplo­ mado a* t'erra, de cara a los cíelos, coa los Lraios en cruz... Mientras, saludando al naciente sol, los kalaos y las cátalas tendían sus plumajes de colores por el bosque.

Las cuatro. Aqutlla era justamente la hora en que el viejo nta*sasaJtd se deseyunaba diariamen­ te. Margarita cubierta por su inmensa cabellera, asaba en las brasas del kalan un puñado de sardi, nas secas» De pronto se estremeció: —Padre-. —Eh. qué. —¿Habéis oído? —Sí. —V.x\ tiro, un tiro muy cerca. —Sí. —Alguien que ha matado, o alguien que ha muerto... Acaso Rafael... Ll viejo se echó a reír. —l'ues claro que Rafael. I£s el único que IlT.a a disparar hasta aquí; habrá matado tin kajao* fr-ro temprano viene hoy... * . 1 Ih sufría, inquieta, MU saber for que; fu coraza saluba, saltaba como nunca adentro cíe vi

El uejo siguió comiendo.

• •» *•• *»•• • -Uh. —¿Y si fuera una desgracia, si no fuera Ka- fací o fuera Rafael que... El viejo volvió a sonreír; pero de pronto le, heló en tos labios la sonrisa, lîob que llegaba so!o relinchando, desmontado. Se levantó el mussatala de un salto. —Dueño, mira; todavía no es muy claro; en. ciendeme el su-u y voy a ver lo que ha pasado,, Ella había visto ya el caballo que |>arccía pedir auxilio en el solar; sin volver a hablar, trémula como la ondulante llama del suiti corrió en pos de su padre que corriendo se perdía en la espesura rumoro.'a. FI 5^1 nacía. El viento era de rosa, de oro, de azul. La selva estaba llena de flores. Un pá. jaro se aízó de pronto poblando del temblor de sus alas el follaje. Y de pronto también, pudo ver Margarita cómo su padre se paraba bruscamente alia en lo alto y se inclinaba al suelo, horrorizado. • Se detuvo vacilando, muriendo, y le f;ritó... —... El viejo* volvía a aî/arsr; ahora se cogía la frente con la* manos. Ella volvió a fritar; —

3PIN.

Manila, Mayo de 1914. ALGUNOS JUICIOS CRÍTICOS

ACERCA DEL AUTOR Y DE

SUS OBRAS SALMODI aperas se había revelado como prosista y novelador. Algún cuento, algún articulo de periódico, algún boceto de no­ vela poco afortunado, era cuanto conoria- vrss dé ¿L Como poeta, si. Como, poeta de altes vuelos e inspiración robusta, de íntima delica­ deza, cuando no cae en prosaímos de mal gusto oca extravagancias de senil imitación, >a le conocíamos y apreciábamos. He leído dos veces Bancarrota de almas y con» Teso que no he podcdîdo aún despejar la incógnita. llincarrota di almas es, desde luego, una novela. Pero ¿es una novela filipina? La respuesta es más difícil de lo que a primera vista parece. Fdipinq es el escenario en que se desenlaza la tragedia (por­ que Ilanearreia di atmas es un poema trágico). La evocación del paisaje filipino, que todavía nadie ha descrito y cantado como se merece, es ofortuna- disíma en la novela de BalmorL La aparición de Angela y Ventura sobre la playa de la Ermita una matara grísea, nebulosa, de esas mañanas incon. fundibles que siguen a las noches de les baguios fi. •Hi»'û-4, constituye uno de los más felfee** arirrtnt de Uaímori preveía su príulcgiado temperamento de artista. Vudvc a sur-ïr la visión del paisaje filipi. r.o en lai cartas que escribe Ventura a su prima ¿-Je su Ibclcr.da ¿c h raminga. Retorna, por ù*Vo h evocación oportuna y .evebdora al final ¿. la novela, cuanJj ti Util que conduce a Angela y Ventura se fíenle en la lejanía tic los campos lu z;»n*ccs... Fil pinos ?on umlicn los ¡personajes y cañete- res de b no\eIa. Angela y Ventura, Valdivia. Margarita, San José, Petra. Doria Ro¿enda, IV Ale- jar,dro„. son hïipîr.os y, lo que más vale, filipinos de C2rne y hueso, con músculo y sanare, no muñe­ cos de cartón fantasmas de terreo. Hay en lian- ¿jrr.\'j de chías mudia* y grandes inexperiencias y lagunas, pero pasa s>brc loda la novela una ráfaga tan para e Intensa de |>asión c idealismo, de poesia y verdad, que borra las micubs y deja en el ánimo dd lector la huella del arte. La noveb interesa v subyuga desde las prime­ ras lineas, causa profunda emoción estética y deja en el espíritu sensación inefable de piedad y melai. co!ja. Ba'mori, que se cree un rebelde y un inadap­ tado, y no es más que un buen muchacho a quien Dios ha dado una imaginación poderosa y una visión fantástica t!c la vi Ja, ha crudo seguramente escribir una obra inmoral, una obra, mejor dicho, que fuera ca'ifcada de inmoral for la moral acomodaticia y burguesa del pesimismo materialista ambiente, Ese pueril prurito asoma frcojtntemcntc entre las pinnas de la novela, con visible esfuerzo, pero 5!^lal £! .í?**** »»r U PüJan'* Je la realidad y

una novela IH inmoral y, con su trágica trama, como con fa de Calisto y MtM**% pxiría componer algún predicador elocuente un buen sermón sobre la vanidad y nadería de îas cosas humanas que se deshojan y marchitan cual el alma buena de Angela, ¡nocente pecadora, victima propiciatoria del amor, más jwdcroso que la muerte, cuando el objeto de sus ansias no es pere­ cedero, delvrnab!? y misero, cuando sirve asertorque se puede morir. He citado La Cettina y debo aclarar la cita. No se perqué, reconociendo la distancia que los se­ para, los amores de Angelí y Augusto han evocado en mi imaginación el recuerdo de Calixto y Melibea. Quizás esté el parentesco espiritual que me ha parecido percibir entre las dos fábulas en el am­ biente de verdad y poesía que rodea en ambos ca. sos a los amantes y los absuelve literariamente del pecado que cometen» en el tribunal del arte, menos escrupuloso |>ara casos tales que el tribunal de la penitencia. Quizás esté esc parentesco ideal en el trágico soplo que trunca el idilio en flor, en uno y otro caso, lîaîmori probablemente no ha leído La Celestina y no puede haberse inspirado en ella. A lialmori no le atraen mucho los autores que llama­ mos vulgarmente clásicos aunque es bastante culto y tiene suficiente tcmjicramcnto de artista para apre, ciar sus méritos y gozar de sus bellezas, llalmori, él mismo lo dice, en liancarrota tte almas imita a Trigo, y, sin embargo, es necesario decirle una cosa que probablemente le causará cstujienda sorpresa. I odo lo que en liancarrota de almas hay de pequcrlo y frágil es de Tri^o, todo lo que hay de grande y fuerte es de Dalmori. Cuando llalmori se ha in?p¡. IV nio en 1v¿o ha caìabra, cuando ha querido scr otro, no ha sido nadie. Cuando no ha querido ser naie, ha'stdo lla!mcri. Así resulta que en Banca* rr:U ¿e olmas% como digo antes, es malo cuanto es de Trigo, desde el estilo, dislocado, hasta la psico­ loga, barata, y es bueno cuanto es de Balmori, ¿esce la forma, cálida y \¡viente, hasla ti cSpiiUu, generoso y humano. La acción de la novela se desenvuelve de ma nera lógica y verosímil, (salvo aquellas ínexperíen- cias de q»ie ya he hablado, naturales en autor tan joven), sin dislocaciones rebuscadas ni violencias ar. artificiales, encadenada |or una e-pecic de fatalidad y ijrcdcs;inación irremediable, superior y aún exte­ rior a la voluntad de los personajes que intervienen en la Cábula, juguetes de las incertidumbres de la vida y del amor, como en la ya evoca vía espantosa tragicomedia de Calisto y Melibea. Angela es un alma inocente que peca con (oda ingenuidad, con toda espontaneidad, con toda pureza de intención, sin medir él abismo moral a que se asoma ni verlo siquiera. Casi a punto de entregarse a Ventura, se entrega a Valvidia y, sin embargo, en las flaquezas de su carne pecadora,.prisión y marti­ rio de su alma buena, no hay rastro de liviandad ní de lascivia. Hay solo un dolor intimo, un dolor humano, el dolor de la ¡/.felicidad y de la muerte. Ni aún cuando, después de la muerte de Valvidia, se casa con Ventura, hay asomo de traición en su gesto de mártir resignada y marchita. Hstc ha sido otro genial acierto de l\*!inori. Redimir a Angela V ¿i toia impureza de intención, s:n desinar SJ ca­ rácter ni sacaría de la realidad en qte vive. Cuando se casa, forzada por las circunstancias, superiores a su voluntad y si temple de su espíritu, ofrendando a la memoria del amado inolvidable y del hijo presen tido aquel postrer sacrificio, el engaño de que es víctima Ventura no inspira repugnancia ni indigna­ ción, sino solo compasión y lástim?, piedad y mise- ricordia- para las flaquezas involuntarias o indiscer- nidas de los hombres y de las mujeres buenos. Valdivia, el pipeta Augusto Valdivia, es tam­ bién un ser real, y la sobriedad y exactitud con que está pintado el proceso de su tisis homicida avalora el mérito de la novela. A Ventura, carácter com­ plejo, el personaje más complicado de la novela, lo àia dibujado Bal mori con igual - maestría, aunque afean el diseño algunas acciones y omisiones no del todo justificadas. El matrimonio Margarita—San José constituye otro verdadero acierto. El y ella son seres con realidad corpórea y tangible. Una vez trabado conocimiento con uno y otro, no se les olvida fácilmente^ ¿Y Doria Roscnda? Es otro tipo arrancado a la realidad, un prodigio de observación. Apenas pasa por las páginas déla novela y en cuatro trazos definitivos queda indeleblemente delineada. Su misma ausencia constante de la acción, justifica ésta. Si Doria Roscnda se cuidase más de su hija que del f>anguingue% la pobre Angela no caería en la tentación y en el pecado, en la deshonra y en la desgracia. s hombres y muje­ res en Bancarrota de almas caen y se levantan, y vuelven a caer y a levantarse, cediendo a presiones cd esp.ntu o a estímulos del medio, pero sin doble*, sin engaño, sin perversión, sin maldad, limpios de corazón. Lna virtud (de virtus, valor) ennoblece dora y fuerte, constituye el fondo común a todos los hombres y a todas las mujeres que desfilan por las U loTuntnd y los halagos del vicio üueda, pues, demostrado que Bancarrota de VII */isMi es una novela, y, apesar de todos sus defec­ tos, una buena novela, a inmensa distancia de toda la anterior producción literaria de üalmori, sin excluir acaso su labor poética. Tero, vuelvo a preguntar: ¿es una novela////» fin** Nótese que eî autor no la ha titulado di costumbres filifinas% sino filifÍ9¡a% sin duda porque en rj\\ las ccitzr,:bn$% eî f*iuijt% la oÍítica, es, sin embargo, un nuevo y poderoso alegato nacionalista. Els la desmostración más clara y luminosa de que en Filipinas, en tre* siglos de contacto con la civilización española, se ha formado un pueblo nuevo, apto para la realización de sus destinos sobre la tierra, que se ha asimilado las esencias fundamentales de Incultura latina, con­ servando lo que le era connatural y característico de sus modalidades prehistóricas. Seguramente, La. kandola redivivo no reconocería en Angela, Augusto y Ventura a comjatriotas suyos. Les separan tres tiglos en el tiemj>o y una inmensidad en el espíritu, aunque en el fondo de su alma queda un sedimento común. ¿Duda alguien que Legaspi resucitado vería en Angela, Ventura y Augusto Vgo muy suyo, y amorosamente los reconocería y adoptaría por hijos espirituales* Les srparan, también, es cierto, tre* %i. g!o* de distancia en el tiempo, pero hay en los re- Vili pliegues de su espíritu simpáticas afinidades. Existe, pues, una civilización hispano filipina, que no es solo aborigen ni solo curóla, sino que procede y se ha formado de la fusión de ambas, y esc tesoro que los siglos han ido acumulando es el que hemos de salvar líe los peligros que lo amenazan cuantos lo hemos re­ conocido y amado. Hay que defender los restos de h espiritualjch¿de la raza, afirmando !a propia per. *53ìuiiivlui irente a Jainvasión de elementos exóticos. Ebta generosa y ncceSaoabbor deben realizarla, y realísanla, más que Jos hombres políticos, los hom- bres de letras. Poetas, noveladores, periodistas, forman la legión caballeresca encargada de velar por el sagrado patrimonio que nuestros antepasados nos legaron, de mantener enhiesta la bandera del ideal y de obligar constantemente a las muchedumbres, in­ constantes y varias, a fijar la vista en la alta cima donde, a la luz de la verdad, tienen su asiento todas las realidades del espíritu...

JOAQUIN PELLICENA CAMACHO.

Director de Cultura Filyi„a> IX He UíwO con fruición intensa Bantzrrcta d$ aimai de Je^s Ihlmori. Francamente, me ha jus­ tado mucho. Y tanto, que después se la día leer a la más simpàtica de mis amibas, quien ha te­ nido sobre el libro una impresión igual a.la mia* Tcdo esto es para mi el rr.rjor galardón que puedo dicernir a su joven'autor; ese poeta adorable de ¿mu multiforme y complicada, frivola y reflexiva, ñifla y decadente, a veces inconsolable y retadora en ocasionés; que de la noche a la mariana de pobre se hace rico y viceversa, que sabe besar volup: tuosamente muselinas olorosas a no se qué, para quemarlas después; agresivo cuando está (urJat pero bonachón y leal si el alcohol no le. trastorna; bohe­ mio como el último decadentista barriolatinesco y aristócrata del tipo del primer abate que recorría la gama de los refinamientos y exquisiteces en las fies­ tas galantes del Trianón; que es, en fin, un homo du­ plex... con mucho de dios* y no poco de diablo. Angela, no hay que dudar, es un tipo adorable, Pero na es filipina de pura cepa. Complicada y.ca­ prichosísima, carece de la sencillez de la mujer ma­ laya. María Cara, a pesar de ser mestiza% está a diez mil leguas de Angela. Tal como pinta el autor a su heroína, ésta tiene más de alma europea que oriental. El capricho de Angela, * muy excusable, porque es mas bien producto de la inocencia que de una corrupción moral, de besar a su primo Ventura, temendo ya entregado todo su espíritu al poeta Val- divia, se me antoja muy poco típico. Contribuye a corroborar esta opinión mía, la ocurrencia de An- gela, muy encantadora j-or cierto, pero exótica, de enterrar el cadaver de Uly% su /// /,*///, en una caja de maque, a ori'.hs de! mar de !i Ermita, bajo la'me'incoíta nostalgica de! crepúsculo. La data¡* besa y acaricia, con travestiras de ñifla mimada, a : sus fi!s% pero no se !c ocurren las re flex ones de Angela sobre su Lily, hij -s de un medio ambiente completamente occidental. El entierro del cadaver de Lily por Angeîa y Margarita es un capitulo hermosísimo, por lo exqui­ sito, encantador y frtWo; pero es un cuadro de ma­ tices muy poco filipinos, y estaría mejor expuesto en una sala de Londres que en las aldeas legenda- rías de Magát SaÍámat— I Angela! Me agrada el nombre escogido, por Ba!mor¡ para heroína de su novela. Porque se presta mucho a carifiosos diminutivos, y además... además, me recuerda un nombre, a quien ha acau­ dado siempre mi fantasía con voluptuosidades de poeta... Leyendo Bancarrota de almas, se nota que Dalmori está atacado de una enfermedad moral, del narcisismo. El protagonista Valdivia, poeta laurea do, co!aboraco se Preocupan de üna dOCCna y medIa Servcifjficaa , coJ?n máss o menos tiíf*nt« «>&r •^««nno* . s dec y buCM *<-:Ur.taiJ(cons,¡,u>cr, nucsûoSlL fv ,

«* ¿«encameS"?' * s'-'™™. ,odo aunque ta Gloria le II,»,' "* mov«w- Y J ¿fa. fuer £fiï£ ^atf'?' '™'"e " - -U>, acá. muy ^"S^ÍS Xïll ¿z cviuf la degradi & morirse con h\ pypîfcs atWtas. Yo también soy asi: natcisistj. I-a confesión, toda sinceridad, no me sonroja. Y no sólo yo, sino todo* los artistas. El mismísimo fArise/, el AU/sffi, el poeta j>or antonomasia, el más modesto de todos nosotros, habri sonreído de intima satisfacción más de una ve*, al {.aladear la embriagante nucí de su* estrofas cinceladas en las amables horas dd recoci­ miento crepuscular y Ce las diafanidades mpiutinis'. Y ¿Cátulo, el genial? Tues, ese, para insinuar una sonrisa, necesita ¿r.tcs burlarse de todo y de todos. Mi narcisismo llega en ocasíoncs^a-ü'na verda­ dera exageración. No sólo me baten sonreír sin­ cera" y tranclfmèíuè* ris ..versoi- Me produce el (r.i3mo efecto la contemplación de mis retratos. Y cuando bien vestidito, con un perfumado bouqutl de violetas en ta solapa de la americana, me pongo tieso y ufano ante una luna veneciana, hago lo que hacen todas las damas, aún las rematadamente feas: sonreír con mucha coquetería, dar una docena de vueltas gráciles, marcharme y volverme a mirar con más coquetería y fxrtulancia. A mí me llaman orgulloso. Acaso tengan ra zón. *,Y bien! Sabiendo, como lo sé, que se burlan de mí, no hago mis que devolver la jKrlota-vItalmori es también orgulloso. Se lo digo en sus propias nances. Pero su orgullo, como el mío y como el de todos los artistas ingenuos, *% adorable. Es un orgullo más bien psíquico que otra cosa, un orgullo a lo Orts Ramos. Halrnori es capa/ tie regalar y aun de vender sus producciones literarias. l)c \Q que U no puede desprenderse Ualmori es de su km- XIV perimento emotivo, de sus intensidades y nervosi*. mos, de su alma multiforme de sublimes e infinitas complicaciones. ¿Orgullosos los literatos? ¿Y qué? Si nuestra feu soberbia e intolerable no se justifica por nuestra labor na^na, está legitimada por nuestro exiguo número. Somos muy pocos. Apenas llegamos a veinte. Y hay que tener en cuenta que son pocos ios héroes de la patria, son pocos los bienaventura- dos-cíe.Cristo, son pocos, en una palabra, los elegi­ dos. Y Aunque no fuéramos poetas ni literatos, sino bandidos», tendríamos e! mismo gesto de rebeldía, si fuéramos como somos: muy contados. Sencillamente, porque constituímos un microcosmos separado de la generalidad. Todos pueden contemplar la belleza, pero no todos pueden sentirla. Lo primero es don de todo animal. Lo segundo es patrimonio exclusivo del artista. Los animales son legión. Ix>s artistas son apenas un pufiado.

CLARO M. RECTO De Renactmuntê Filipina.

—•^*ttTA«~»*— XV Batteri, cl poeta de hs sensaciones nuevas y reates, acaba de dar a luz un libro lleno de verda­ des, titulado Bancarrota dt almas. Este libro para algún que otro moralista timo­ rato sera todo un pecado mortal; pero esto no le debe preocupar a su autor, todo lo contrarío, es una ñama para que Balmori nos escriba pronto otra no­ vela: porque to*ta que se diga que un îibio c*tá excomulgado para que hasta las beatas lo lean. De aquí que se pueda augurar un completo triunfo mo­ netario al autor de Bancarrota dt almas, libro que pasará muy pronto de mano en mano, y casi me atrevo a asegurar que en las librerías de lloílo no quedará pronto ni un tomo de él por vender. Balmori ha tenido muy presente que en los li­ bros modernos estan de más las careta.*, esa hipp- crecia con que suelen revestir sus relatos ciertos autores anticuados. En Bancarrota de almas el lector no encuentra nada de esto. Su lectura no cansa, porque es la misma histo­ ria de la realidad. Uñase a esto la prosa clara, y elegante en que está escrito, salpicada de poesías sujestivas, y se verá que el autor de esta producción ha triunfado en toda la linca. Y ante todo, y sobre todo a nadie le solaza saber pamplinas, falsedades, inverosimilitudes y jor eso Balmori ha triunfado, por que relata un manojo de verdades, claras, terminantes. En una palabra, el autor de Bancarrota dt almas debió titular su nueva producción La verdad desnuda. Balmori nos presenta una historia admirable, mente escrita en la que descuella por su bcllc/a y XVI coraron ¡a tierna dj!j¿:¡¡tet AngUn*enamorada del calavera r^oeta Valdivia. Es toda una bîstoria de amor que, sin ser pe­ sada, tier.e como en todas, sus besos y sus ligrimas. lil argumento de la novela se desarrolla en el barrio manilense de la Ermita, en medio de ese dui. cisimo ambiente del plis de las sampaguitas, de las mujeres cíe cabellos negros, y ojos muy grandes; en ía tierra calida de las adorables da/a^as que son todo amor, que son todo poesia. cV que mas se puede dear de un libro como fiíncirreta dealmas% en que su autor ha puesto toda su inteligencia de escritor y toda su alma de joven, al escribir una producción tan realista? Pues poner una escalera de plata al joven poeta; jara que suba mas en el mundo de las letras; para que su nuevo libró no sea el último; para que tenga Filipinas un Felipe Trigo; para que sea, Halmori el escritor favorito de las mujeres de su tierra, y ten­ gan estas un paladín decidido de sus belle/as y de SU:» virtudes. K(>M! RAI. De HI '/ïiMfo dt /loth,

* • * Mi verbo cs reto para cl Modernismo; pero no lo cs para tí, porque ci» ti el Modernismo es ritmo y armonia del alma.

MACARIO APRIATICO. DÌ /a ìiiai AútJttiiu Esf anota. •\VII ... Pese a Retaiu que vccft'era contra ti Mo* dernismo, tu eres siempre el delicioso poeta e irre. ducubíe bohemio. l'Y.uuANt» BASA. Dadi Madrid, Esfafia.

Tiene un sabor de mar, d<* cosa salobre .como el llanto, la primera novela de Balmori, Bancairota dt almas. Se insinúa como un lamento del agua en las antes deliciosas playas de la Ermita y derrá­ mase, pecho adentro, con un impulso de vida y un cosquilleo de amor voluptuosísimo. La impresión total de la obra, en cuanto a la acción se refiere, es de un vtrismo ¡jroteico, dulce y sentimental a veces y a veces combativo y crudo; se abre a la mejor, como un ramo de ilangdlangs fra­ gantes, para estallar de súbito a la manera de una nube eléctrica, en apostrofes á la impostura y al tar. tufismo y en himnos cálidos y vibrantes al gozo y al dolor de amar... • Balmori estiliza, pero se adivina la fuente en que ha bebido. La musa de Felipe, Trigo, psicó- logo y erotista, le ha dicho sus secretos y le ha en sertado a catar la manzana de 'Las litas dd Paraíso. Balmori parecerá carnal y hasta despreocupado a los pontífices de la moral al uso, pero esa salacidad y ese desenfado son simples derivaciones de esta vida nuestra, tan llena de sensaciones, de acuidades y de dulcedumbres divinamente tentadoras...

• • • Por encima de todo, tengo para mi que este Balmori puede tener sus flaquezas pero es un gran poeta, un VERDADERO poeta; su merito principa! es la fantasía con que sabe dorar sus ideas, es decir SUECOS. Tedas sus producciones pueden dc/inír» XIX se diciendo; Variaciones sobre e! mismo tema, e! amor* Ivjìmorì seguirà viviendo asi, a pesar de todo. Y esto seri un bien para las Musas y para los afí- cierros a c"as, El día en que Baîmori deje de so- for es por que habrá muerto de borrachera, es decir, vX SUC*O» ÇK.C es ser consecuente con les pnndpíos. i Verdad, anù^o Jesús?

TtoDcso M. KALAW. Dïrxfsr ¿t "El Remjrimiexl&r

Como ïaJîci sa tirdo, en esie comercio oc

•Si cn «tempre .tapfcrta^ esa mi Tacili* Ufe, produciría .«ta, -maravillas. JWoT^ •«ï!: um sonador rperpemo, que ¿îwiiiwr e^ ^,, 1 vr^n,v> minuendo, a^bmo/lod^^î •iartt.••irti**1 » ¿¿¿adaa'eaîeaa«Ktt « «ai» «* que tsdo « ¡JjdcKii. Y isi era rf v¿o c¡x cese. Uoacw Go.wifc» Lfcjcnt. Zfc "£f //¿ti"

AsiÍ£o jesús: %- He \t2¿o ta Ebro y asi que b hube fedo jr tt* borrado/co se ejoe alabar en éi> si ta beCea jr la írenuoscra ¿el arg^mesto, si b briBantés y jpramSe» ¿e íx rid* que has retratado, o la riqueza y La pe­ reza ce ta estío empleado ea la co veía- Sí se ta de ¿preciar 7 procíarTvar sa rîqaeza y sa Lerabsnra, no Iiay palabra EUS digna ót dia ^œ estai Admirable» PATBICIO ÜIAJUKO D€ mT*55<¡? tadudabfemegtcv la personaÎKiari sodai co desa- parece e» d literato y poeta; asi Temos que ~st ~sr> colmante ^Jesus Baünori es na verdadero tço, lo es tam&etx como prosata jr coa» poeta, coya orrgtcau 5¿iii y Cujtasra exuberante a¿r¿aa y mrt^>t

Uceo ZAUUAJL. ihrtcUr di ~La Drwtacnuùu • • -. • ¿¿sènio cococe a jesús BaTroor? ts «o poeta, uo gran pocu que por cadi poesia que sa prt &gia¿> escro produce, metete im laura Como pesista Boîmcr^ ea /Urne*,,** ¿4 €, fc* derostxado Urtar a una altura a la r^ XII crjy rar^s y n-j e¿cc¿'~;s Kevins ¿e litri* pce- dea Ie~*r. Cea c^ebo ¿e Lasco Ibsf-cj, ca a*;; o ¿e D'Aszsán, y no poco ce TKgo, tH^Sd^J clvba ca ti o:rrx2o de la nortia, pueden tsttdes Cgzrzryt si co es este Ei^cd esa gbná, ca k£úzx> cr¡~Zo y gloria de nüplras.' „ DJL Jrjjc RIVOLI. LALULO. m DÌTOLT ¿I An* DrwiocrscixT

« • # Es ^a poeta epe w> puedo comparar eoa Ics n£stícrcs dà bosque. " Para asalzaHo oc ùlraa los prmcfpaJes e ta- ¿IspcrraVies desiertos rcastrros. Debo seguirlo basta donde poeda, pocs es de lascp£empiezadcam^aax^scba3aremc>a!ado basta cas ala de las cebes. Sa fantasìa es de las que se escapan por sobre los muros dd templo CrepopáDco o por debajo la camisa de (berza de algún Samson y Cega basta donde se disipan los vapores amüÜcos. . Por cszo no se puede comparar con e! ruiseñor del bosque. Sos tersos son toda una composición química de palabras aromáticas. - ',..: Es amigo de las flores y de la* mariposas; por esto hace fiotar de h atmosfera nubes espumosas de los mundos irreales. . -. En sus ensuefios, invoca su bandera como sí fecra «na princesa que rive en d destierro. Craza los campos de amapola*, se eScta basta d azulado firmamento y en las fraguas del Sol funde su ira, despenando con la satisfacción fatigosa de la victoria, May momeno* en qoc sus estrofas espiar XXIi \eis en rilas leones de indios gandiendo Ian/as y Lcïos. No hay que asustarse. Termina siempre con h aparición de una reina con carnes rosadas, o una Sultana morera con ojos de cieîc y labios de rosa. Ka No me es posible seguirle. Nuestro poeta es un bohemio que se pasa muchas horas hablando cea la luna, ¿De qué hablan? No lo sé. Los bo­ hemios confian sus secretos a la reina de la noche y bajo su plateada luz encuentran el goce de la mente y les placeres espirituales. Caminan siempre sin dirección; la ilusión'les guia, desprecian los desengaños* La resignación para ellos es un vicio. Por esto son resignados. Para seguirle de cerca, para analizarle, ya he dicho que m€ faltaba lo principal. Os lo diré en voz baja, ya que no estamos solos. Necesitaría fumar opio, beber éter y darme inyecciones de morfina. Estos ingredientes me fa- cuitarían el camino de los paraísos artificiales. Allí encontraría a nuestro poeta rodeado de las bellas musas que nos cantan su fogosa fantasía... FRANCISCO CAMPILI A. Director dei ".ìferc+rior Es muy joven, pues solo cuenta veintisiete artos no obstante lo cual hace ya bastante tiempo se le conoce ventajosamente dentro y fuera de Filipinas incomposiciones se señalan ¡or lo ardiente de Já Ilación que las inspira y el bello reflejo de las m.\5Xet. Resulta sempre un verdadero geólogo M "JUilly.DaiUUrtr Madridi fofa ña.