Tormenta José Vasconcelos Prólogo De Enrique Krauze
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LA TORMENTA JOSÉ VASCONCELOS PRÓLOGO DE ENRIQUE KRAUZE Sunset Near-Land's End. Cornwall, England. PRÓLOGO y recordé la historia de su pobre Adriana y pensé que aquel hombre era todo de fuego. Carlos Pellicer: "Elegía apasionada" DOS TORMENTAS, UNA REVELACIÓN En La Tormenta, segundo tomo de su clásica autobiografía, José Vasconcelos narra dos tormentas: la de México y la de José Vasconcelos. Los límites temporales del libro son claros: parte de su escapatoria de la capital a raíz del golpe de Estado de Victoriano Huerta (principios de 1913) y concluye con la caída de Carranza y su inminente regreso al país como rector de la Universidad a mediados de 1920. Aunque por perio- dos breves, Vasconcelos vive estas tormentas en México (durante el go- bierno de la Convención, por ejemplo, entre octubre de 1914 y enero de 1915), la mayor parte del libro ocurre en el exilio: Europa, Estados Unidos, Cuba, Perú y de nuevo Estados Unidos. Sobre la participación de Vasconcelos en la primera tormenta, la revolucionaria, se ha escrito poco y con poco cuidado. Según la opinión autorizada de Friedrich Katz, el papel de Vasconcelos en el periodo fue más marginal de lo que sugieren tanto el Ulises Criollo como La Tormenta. 6 LA TORMENTA Yo comparto su opinión. Investigaciones futuras tendrán, además, mu- chos puntos que aclarar: ¿Cuál fue, en detalle, la relación entre Vasconcelos y Madero? ¿Por qué peleó con Carranza? ¿En qué concepto tenía entonces a Villa y Zapata? ¿Cuál fue su vínculo posterior con Gutiérrez y con los revolucionarios exiliados en Estados Unidos? Cua- lesquiera que sean las respuestas documentadas que se den a éstas y otras cuestiones de importancia biográfica, no modificarían el valor literario de La Tormenta. Sus páginas seguirán siendo, junto con las de Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, el mejor reflejo —honesto, intenso, fiel— del momento revolucionario que vivió el país. Pero si la narración que hace Vasconcelos de la tormenta revolucio- naria necesita afinación biográfica, la que despliega sobre su propia tor- menta es, por sí misma, una clave biográfica perfecta. Si no se entiende la pasión amorosa de Vasconcelos, se desconoce la fuente de su posterior creatividad. A mi juicio, el valor biográfico y humano particular de La Tor- menta reside justamente en esta revelación: al escribir en 1935 sobre el amor que vivió con una mujer veinte arios atrás, Vasconcelos encontraba sin querer una explicación de su mesianismo filosófico, estético y educativo. En torno a la pasión por Elena Arizmendi —la enigmática «Adriana» de La Tormenta — Vasconcelos escribió una de las más intensas historias de amor de la literatura mexicana. Páginas de una feroz sinceridad y valentía, ajenas al romanticismo, los son también el erotismo manifiesto y el subterfugio moral. Una vida y una narración que —según Octavio Paz— sólo admiten un adjetivo: encarnizadas. La historia, descrita por Vasconcelos, es conocida y verosímil. Para él un divorcio debió de ser casi teológicamente impensable. Desde un principio sabe que perderá a Adriana pero construye su amor a partir de esta certeza. Durante el maderismo «la dicha los reclamaba a todas horas». La plenitud es inexpresable, por eso en La Tormenta Vasconcelos sólo la sugiere y entreabre, una y otra vez, con un ritmo literario que en sí mismo resulta una metáfora fiel del ritmo amoroso. Al poco tiempo, en los días de Huerta y la Revolución constitucionalista, empezó el exilio y la caída. Contradicción insuperable: Vasconcelos es, antes que nada, un hombre tocado por el absoluto. «Sólo me conforma el infinito», dijo muchas veces. No condesciende a un amor fragmentario. Para él, Adriana es sola e irremplazable, seguramente la mujer que más amó en su vida. Pero es también un amor condenado de raíz a una existencia parcial, nunca absoluta. Fue su compañera y amiga intelectual, su amante y su soldadera. «Era espantoso —recuerda Vasconcelos en uno de sus frecuentes y admirables momentos desgarrados— no poder darle toda la protección, todo el fervor que su naturaleza extraordinaria demandaba.» Optaron por durar. En La Tormenta, Vasconcelos narra cómo los celos vertiginosos vol- vían amarga, provisional, insuficiente toda posesión. Actos de piedad y rencor, de simpatía y crueldad, regidos por leyes caprichosas. Ritmos, desdenes y reencuentros. Amagos de sacrificio como aquél en el que Adriana se mutila la trenza que debió de ser prodigiosa; escenas absur- das como aquélla en que Vasconcelos y su esposa disuaden a Elena de en- PRÓLOGO 7 trar en un convento. Es difícil escribir sobre esas páginas y reflejar lo que reflejan. Páginas y momentos de humildad, ternura, miseria y hu- millación. Pero quedaba el infierno. Adriana lo abandona en Lima, a fines de 1916 y viaja a Nueva York. Vasconcelos estaba obsesionado por los celos. Su afán —decía— era «la reconciliación o la venganza». Quiso desasirse, descender hasta el fondo: «Contrariar una pasión es quedarse con el resabio de la ilusión mentida, agotarla es liberarse.» Buscó el reencuentro en Nueva York y lo que encontró fue el tragicómico affaire de Adriana con Martín Luis Guzmán, alias Rigoletto, asunto que Vasconcelos, no cabe duda, vivió como una traición liberadora. La Tormenta narra encuentros posteriores en los que el absoluto se ha corrompido. Escenas o fantasías marcadas por la tentación, la ferocidad, «enternecimiento, excusas, piedad». Pero ni la apuesta final, la del paso del tiempo, pudo ayudarle entonces. Vasconcelos se repliega a su anti- gua creencia en la autonomía del alma. Sólo lo consuela el pacto que alguna vez habían hecho, comprometiendo zonas del ser más profundas: «Lo único que entre ella y yo quedaba vivo era el lazo de las almas, el juramento nunca repudiado de la alianza para la eternidad. Su alma estaba atada...» Pero no su vida. Cuando Adriana se casa finalmente con un extran- jero, Vasconcelos le envía a su rival, como delicado regalo de bodas, una carta con los pormenores de su relación con la novia. Quizá nunca sabremos si Adriana respetó siempre —o si lo hubo— aquel pacto. Por su parte, Vasconcelos logró liberarse del amor absoluto mediante una caída en la total abyección. ¿Cuál habrá sido la versión de Adriana? En una carta a Reyes, hacia 1915, Pedro Henríquez Ureria describe un día de playa en Nueva York con Vasconcelos y la «admirable, la calumniada Elena Arizmendi, a la que estimo muchísimo». El propio Vasconcelos despliega con saña su desdén —su incomprensión— por los própositos independientes y profesionales de Adriana. Es más que probable que la pasión según Adriana haya sido mejor y distinta. Vasconcelos buscaba una entelequia, una totalidad, la vuelta al paraíso maternal, «la Carmen (su madre) eterna que en Adriana encarnaba». Elena Arizmendi era real, no era una imagen. En Vasconcelos no buscaba algo ulterior. Buscaba seguramente a Vasconcelos. ¿Pero qué pensar de la versión de Vasconcenlos? ¿Qué sentido tras- cendente puede tener, en el supuesto de ser verdadera? Todo el sentido. Luego de la pérdida de la madre, Vasconcelos había pasado largos años sin saciar su vertiente erótica. Hacia 1933 recordaría su primer bálsamo, «el refugio de los brazos cariñosos de la mexicana descalificada, única compañía de nuestra soledad de parias de cuerpo y alma» (aquellas prostitutas solían enamorarse). Otro refugio fue Serafina Miranda, su esposa, una mujer oaxaqueria que lo quiso siempre y siempre sostuvo contra viento y marea, su hogar. De ella dependió mucho más de lo que Vasconcelos es capaz de ver o admitir en La Tormenta. Pero fue Elena Arizmendi la que introdujo en su vida la fe y el caos. Algunos amigos de 8 LA TORMENTA Vasconcelos recordarían esa relación como su mayor locura. Es posible que la disposición de 1935 —cuando escribió La Tormenta— haya borrado ciertos contornos de la realidad tal como la vivió en 1916. Pero el hecho de que, en medio de la mayor bancarrota, solo, sin dinero y amargado, haya recordado con tal intensidad y frescura su amor por «Adriana», habla por sí mismo. Según Taracena, en 1938 llevaba consigo a todas partes, en la cartera, la foto de Elena joven. Más allá del interés anecdótico o del halo de paradigmas que José Emilio Pacheco ha señalado («Adriana» como la amante quinta-esencial), hay un sentido que el propio Vasconcelos entrevé sólo parcialmente en La Torementa: Vasconcelos narra con valor su desgarramiento pero no sus extrañas derivaciones espirituales. Otros libros suyos las sugieren. En Divagaciones literarias (1921), recordando su estancia en Lima, habla de los «cinco arios (que) duró el monstruo, mitad pulpo, mitad serpiente enroscado en (su) corazón». «Adriana» había sido —zo era aún?— una ponzoña, un narcótico, una permanente alucinación. En uno de sus cuentos, «El fusilado», el protagonista encuentra una muerte apacible y altiva tras una emboscada. Sus últimos pensamientos son de desprecio —y contenida nostalgia— por la «compañera de días felices»: Ya la sentía yo, un poco atrás de mí, llena de aplomo, conversando con el capitán enemigo; pronto se las arreglaría la perra para salvarse; volvería al fasto de las ciudades, a despertar la codicia de todos los ojos... con esa rápida penetración que poseen los últimos instantes, me la representé ganándose amores nuevos. En un ensayo célebre, «Libros que leo sentado y libros que leo de pie», también de esa época, Vasconcelos invoca «a la fiel Andrómaca (que) comparte el lecho del vencedor». En otro escrito, un súbito profeta exclama «Vengo de estrangular a la sirena». En cualquier mortal una separación amorosa provoca tristeza, no siempre ansiedad teológica. Pero Vasconcelos no era cualquier mortal. En Lima intenta todas las pócimas de salvación: correr hasta extenuarse, el consuelo de un buen amigo, el consejo de su humilde casera, un amplio surtido de confitería limeña, solidarias lecturas de Strindberg, Lope de Vega y hasta Kant, y el recuerdo de una frase perfecta de un maestro de Leyes: «No persigas mujer que se va ni carta que no vine.» Pero para salvarse Vasconcelos necesitaba no un consuelo sino una conversión.