LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA

Por José María Manuel García-Osuna y Rodríguez (Calificado con sobresaliente los cursos de doctorado y en el Trabajo de Investigación) (Doctor en Historia y Médico de Familia)

RESUMEN Summary La presente monografía analiza las This monograph analices the tres grandes conflagraciones mediterrá- three great Mediterranean wars between Rome and Carthage, neas entre Roma y Cartago, con especial with especial significance towards significación hacia la Segunda Guerra the second Roman-Punic war. Romano-Púnica. Se considera la «per- The Roman perfidy, the main fidia romana», causa primordial de las cause of the wars between both guerras entre ambos Imperios y se trata empires, is considered and a at- tempt is made to erase the myth de desmitificar los calificativos, hoy en of the disqualifications, nowadays revisión, sobre la responsabilidad de la being reconsidered, of the re- urbe tiria africana. Contemplándose, sin sponsibility of African Tyrian city, ambages, la especial relación entre los with a major consideration given púnicos y las tierras oretanas de la actual to the special relation between the Carthaginians and the Oretanian Jaén, nota destacada estriba en la im- lands of modern-day Jaen. The portante relación amorosa, con fruto fi- important amorous relationship, lial consiguiente, entre la castulense Hi- with the consequent descendant, milce y el gran Aníbal Barca, uno de between Himilce, the princess of los generales y políticos más paradig- Castulo and the great Hannibal Barca, one of the most important máticos de la Antigüedad. generals and politicians of antiq- uity is given special mention.

Boletín del Instituto de Estudios Giennenses N.º 195 / 2007 - Págs. 51-119 - I.S.S.N.: 0561-3590 52 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

PREFACIO n hombre se abalanzó sobre el cadáver. Aunque no tuviese «Ubarba, llevaba sobre sus hombros el manto de los sacerdotes de Moloch, y a la cintura el cuchillo que le servía para cortar las carnes sagradas y que terminaba, en el extremo del mango, en una espátula de oro. De un tajo, hendió el pecho de Matho, luego le arrancó el corazón, lo colocó sobre la cuchara y Schahabarim, levantando el brazo, se lo ofreció al Sol. El sol se hundía en el mar; sus rayos llegaban como largas flechas al corazón en- sangrentado. A medida que el sol desaparecía, las palpitaciones de la entraña disminuían, y con la última palpitación, desapareció el globo de fuego. Cartago estaba como convulsa en el espasmo de la alegría titánica y de una esperanza sin límites. Salambó se levantó, como su esposo, con una copa, en la mano, para beber también. Pero cayó con la cabeza hacia atrás, por encima del dosel de su trono, pálida, rígida, con los labios abiertos y sus ca- bellos destrenzados colgando hasta el suelo. Así murió la hija de Amílcar por haber tocado el velo de Tanit. En cuanto a Mathos y sus compañeros, en el curso de un triunfo celebrado en Cartago, los jóvenes les infligieron los suplicios más crueles» (G.Flaubert. Salambó). Hacia el año 820 a. C., Mattán deja el trono de la ciudad fenicia de Tiro, en manos de su hijo, Pigmalión, que por entonces sólo contaba once años de edad. Hacia el año 814 a. C., su hermana Elissa-Dido había huido de Tiro y fundado Cartago; entre los príncipes que acompañaron a Elisha en su huida figuraban Bitias, comandante de la flota de Tiro, y Barcas, antepasado de los Bárcidas. Su primera escala fue Chipre-Kitión, donde se unió a la ex- pedición el Sumo Sacerdote de Astarté, que puso como condición que en la tierra que iban a colonizar, el sacerdocio fuera hereditario entre los miem- bros de su propia familia. A partir de este momento, la aristocracia de Tiro y el templo estarán involucrados en la fundación de la Ciudad Nueva de Oc- cidente, Cartago o Qart Hadasht, que lo sería en el año 814 a. C. A todos los efectos, Cartago nace con el rango de colonia tiria.

EL PODERÍO DE CARTAGO «Los puertos de Cartago se comunicaban entre ellos y tenían una en- trada común, desde el mar, de 70 pies de ancho, que podían cerrar con ca- denas de hierro. El primer puerto era para barcos mercantes y había en él gran cantidad y variedad de aparejos; en el interior del segundo puerto, en su parte central, había una isla, y la isla y el puerto estaban interceptados a intervalos BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 53 por grandes diques, los cuales albergaban astilleros con capacidad para 200 naves, y adosados a los astilleros, había almacenes para los aparejos de las trirremes. Delante de cada astillero había dos columnas jónicas que daban el aspecto de un pórtico continuo al puerto y a la isla. En la isla estaba la re- sidencia del almirante, desde la cual el trompetero daba las señales y el al- mirante lo inspeccionaba todo. La isla estaba situada a la entrada del puerto y tenía gran altura, de manera que el almirante veía todo lo que sucedía en mar abierto y, a su vez, los que penetraban en el puerto no podían tener una visión clara del interior. Ni siquiera eran visibles, en su conjunto, los asti- lleros para los barcos mercantes cuando entraban en puerto, pues los rodeaba una muralla doble con puertas que llevaban a los barcos, desde el primer puerto a la ciudad sin atravesar los astilleros.» (Apiano, Lib.). Desde Cicerón, cuando menos, los romanos presentaron a su terrible enemigo como un imperio exclusivamente comercial, que no exhibía ningún interés por la agricultura y la milicia. A principios del s. IV a. C., Roma es- taba asomando su naciente identidad poco más allá de sus murallas y no es- taba en disposición de jugarse el todo por el todo. El tráfico de mercancías era el recurso económico fenicio que habían tenido que defender frente al cambio de los griegos, que buscaban su necesario desahogo étnico-demo- gráfico, primigeniamente buscando nuevas tierras, para asentarse y culti- varlas, no desdeñando a continuación la aventura del ventajoso tráfico de mercancías. Los helenos prescindieron de mantener intereses y apetencias sobre el ámbito meridional europeo donde «los hombres vestidos de púrpura» (es decir los fenicios) marcaban las normas. El comercio de los metales comenzó a atraer a los griegos, ya que era de- masiado rentable como para dejarlo al albur de las migajas que les permitieran recoger las dos potencias del orbe conocido y, curiosamente, con una buena relación política en el momento: los etruscos en las costas tirrenas y los car- tagineses en el Mediterráneo occidental. Tiro lleva más de un siglo defen- diéndose, con desesperación, de los intentos del Imperio Asirio por anexio- nársela, desde Nínive sólo les van a dejar, a los tirios, la capacidad de traficar mínimamente y esto hará que los lazos con sus colonias occidentales se aflojen. Cartago, la más conspicua de ellas, fortalecida por su situación geo- gráfica y por la vigorosa energía comercial que siempre hará blasón en su trá- gico devenir vivencial, plantará cara a los griegos y paralizará, con compar- timentos estancos comerciales y de influjo político, las apetencias helénicas europeas. En vísperas de su confrontación con Roma, que los cartagineses 54 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

nunca comprendieron, y que a través de tres concusiones bélicas terribles les conduciría, sin solución de continuidad, a su destrucción y desaparición de la historia de la época, Cartago domina por la convicción de la existencia de nu- merosos centros comerciales por diversas islas, Malta y Gozzo, Pentellaria, Si- cilia, Cerdeña, donde ocupaban un amplio territorio no sólo en la franja cos- tera, Baleares (especialmente en Ibiza, cuyo nombre fenicio es Ibashim) y en el sur de Hispania, donde desde antaño se habían asentado en el país de Tars- hish, lugar notable por su minería de plata y oro; y en la ciudad de Gadir, que incluso aparece en leyendas de monedas e inscripciones. Al perder sus territorios ultramarinos, por causa de la sevicia romana, se replegaron a su territorio africano, recuperando con bastante rapidez su poder económico; la paráfrasis sería la vitalidad y el ingenio de este pueblo tan singular. «Cartago, dueña de un imperio, conservó las instituciones de una ciudad. Los cartagineses pasan por estar bien gobernados. Su constitu- ción es, en muchos aspectos, superior a las demás. Los romanos y los car- tagineses, cuyas instituciones políticas son tan notables. Algunas constitu- ciones tienen una reputación de excelencia de la que prácticamente todos los historiadores se hacen eco: la constitución de los lacedemonios, la de los mantineos y los cartagineses, me parece que las instituciones políticas del Estado cartaginés han sido, en sus características esenciales, bien concebidas. Los cartagineses se pueden comparar con aquellos de entre los griegos que están mejor gobernados.» (Aristóteles. Política). A principios del s. III a. C., el Oriente helenístico, aunque muy rico, ca- recía ya de un liderato claro, Alejandro Magno, de Macedonia, había falle- cido, Esparta sólo mantenía su instinto de supervivencia, Atenas sólo se pre- ocupaba, y no era poco, por mantener la llama de la cultura y el rey Pirro del Epiro era ya un recuerdo; se preparaba, por tanto, la gran conflagración entre el norte, representado por el aparente primitivismo de la central Roma, y el sur que representaba Cartago, más marginal en lo geográfico pero en el eje clave de la unión de ambas cuencas mediterráneas, la concusión será te- rrible y al sur, a Cartago, no le dejará Roma ni los ojos para llorar, ¡Vae Victis! Cartago presentaba dos puntos flacos: por un lado, el ejército que era pro- fesional, estaba conformado en lo fundamental por mercenarios, de incierta lealtad por tanto y en función de que recibieran el pertinente peculio; y en se- gundo lugar, una cohesión geográfica débil por su consolidación africana te- rritorial insuficiente, aunque es indudable su expansión africana hegemó- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 55 nica; todo lo que antecede será palmario en el abandono de todo su hinter- land, Útica incluida, en el colapso definitivo de la tercera guerra púnica.

ANTECEDENTES DE LA PRIMERA GUERRA ROMANO-PÚNICA Las diversas potencias mediterráneas tenían intereses nacionales pa- ralelos no confluentes y, por tanto, entraron en juego la diplomacia y el equi- librio de fuerzas, lo que condujo fatalmente al entendimiento entre etruscos y cartagineses, los dos pueblos con menos intereses comunes, y juntos frente a los griegos, cuyos ámbitos de actividad colisionaban con ambos. En 535 a. C., se produce la derrota de la flota griega, en Alalia, frente a la coalición etrusco-cartaginesa, que sirvió para establecer con claridad las di- ferentes esferas de intereses de las tres potencias, los griegos quedaron circunscritos a la Magna Grecia y parte de Sicilia, Marsalia controlaba las costas catalano-levantinas de Iberia, los metales preciosos occidentales quedaban, de nuevo, en poder de los púnicos, en este estado de delimita- ción de fronteras parece que se inscribe el hipotético tratado púnico-romano de 509 a. C. «Angebant ingentis Spiritus uirum Sicilia Sardiniaque amissae»: esta frase resumía el espíritu de un hombre valerosísimo, pero atormentado por la pérdida de Sicilia y Cerdeña, tras la inexplicable y extrañísima, en sus efectos, Primera Guerra Púnica. Se trataba de Amílcar (Hml’k, siervo de Mel- kart) Barca («el sobrenombre de Barca que le atribuyen los autores antiguos, aunque los apodos son muy raros entre los cartagineses, puede significar en primer lugar: un nombre de persona teóforo e hipocorístico, formado por la raíz BRK-bendecir, según lo cual sería un segundo nombre y no un apodo, añadido al de Amílcar, lo cual es absolutamente infrecuente entre los púnicos; en segundo lugar, puede ser la transcripción del vocablo semita BRQ, («re- lámpago, rayo»), aunque esta palabra no está atestiguada de momento en el vocabulario cartaginés, sí aparece en el hebreo bíblico como palabra y nombre de persona, no como apodo, así como en ugarítico, en arameo y pal- miriano, también en subarábigo y en la transcripción griega de este nombre semítico, «Barka-Barkaios». En resumen, es posible e incluso probable que el nombre de Barca fuera el sobrenombre de Amílcar como el relámpago, pero utilizar el apelativo Bárcida para designar a toda su familia es arbitrario desde el punto de vista cartaginés, entre los cuales no era costumbre que un apodo, caracterizador de virtudes o defectos de una persona, pudiera ser apli- 56 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

cado a toda la familia» C. Nicolet) que de 246-242 a. C. había estado a punto de neutralizar a los romanos en Sicilia.

En los prolegómenos del s. III a.C., Roma sometía definitivamente a la patria de sus reyes, Etruria; paralelamente vencía a Pirro, rey del Epiro, que moría no demasiado heroicamente, «luchando en las calles de Argos, una vieja observó desde una azotea cómo su hijo, en combate singular contra Pirro, llevaba la peor parte, no reparando en gastos, lanzó sobre el rey una teja que lo dejó sin sentido, otro soldado entonces le cortó la cabeza», lo que le aseguraba el control de todo el sur de Italia, ahora contemplaba con ojos ávidos la isla de Sicilia. En 306 a.C., se había concluido un tratado entre Roma y Cartago, que excluía taxativamente a «los romanos de penetrar en cualquier lugar de Sicilia y a los cartagineses en Italia».

PRIMERA GUERRA ROMANO-PÚNICA El casus belli lo constituyó el asunto de los mamertinos de Messana- Mesina que eran bandas de mercenarios campanos, se otorgaban el nombre proveniente de Mamers, apelativo osco de Marte, estaban conformadas por soldados de fortuna de procedencia diversa, samnita, lucana o bruttia, la pre- sencia autoritaria de Roma impedía sus razzias en la Italia central, Sicilia era su tierra de promisión por causa de lo fragmentada de su política urbana. La muerte, en 289 a. C., de uno de sus patronos, Agatocles de Siracusa, los había desparramado por la isla dispuestos al pillaje y al saqueo, decidieron esta- blecerse en Messana-Mesina a sangre y fuego para transformarla en una ciudad pirata; en ese instante Siracusa está otra vez bendecida por la fortuna, Hierón es el nuevo tirano de la urbe conseguida tras un golpe de Estado, crea un ejército eficaz y sin elementos indeseables para dar batalla en el río Longano a los mamertinos, que son aplastados; la opinión pública mamer- tina se divide entonces sobre a qué potencia dirigirse para recabar ayuda contra el renacido poder siracusano, mientras unos instalan una formación cartaginesa en la ciudadela, otro grupo se dirige a Roma para invocar la ita- lianidad como argumento de protección. Ya están todos los peones preparados para el drama púnico-romano que se avecina, y que ya el rey Pirro había va- lorado con lucidez: «¡Qué campo de batalla [Sicilia] dejamos a los cartagi- neses y a los romanos!», aunque sí es verdad que Pirro pensaba que la lucha tomaría otros derroteros diferentes. El Senado de Roma no tomó ninguna decisión a través de los comicios centuriados, pero el pueblo aceptó la petición mamertina, lo que para los ro- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 57

Mosaico de Itálica. manos equivalía a una deditio-sumisión, el cónsul Apio Claudio Caudex de- sembarca no lejos de Mesina y de facto declara la guerra a Cartago. Polibio hace valer los sentimientos del pueblo como el apoyo inequívoco para los cónsules «... porque estaba esperanzado con el botín que estimaban sería va- lioso...». En Roma, los cónsules de origen en la Campania, los Atilios, ocu- paron siete veces el consulado (267-245 a. C.), esta guerra contra los púnicos sería su guerra, como las que mantuvieron contra los etruscos habían sido obra de los Fabios; el nepotismo beneficiaba, sin duda, en ese momento a la Campania, con la consolidación innegable de su riqueza triguera, flore- ciente exportación de sus vinos y una producción cerámica que empezaba a eclipsar a Apulia y Tarento. En 263 a. C., Hierón cambia de bando y jura fidelidad a los romanos, abasteciéndolos durante todo el conflicto. Tras la derrota de Agrigento (262 a. C.), el general Aníbal, que comandaba los ejércitos púnicos, modificó su táctica en pos de la poliorcética, con lo que mantuvo en jaque a los ro- 58 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

manos durante años. Hacia 260 a. C., el azar ayuda a Roma, que captura una nave cartaginesa que copia fielmente; el cónsul Duilio da, al fin, la pri- mera victoria naval, en Mylae-Milazzo, a los romanos, al utilizar el famoso «cuervo» (era un dispositivo que permitía inmovilizar la nave enemiga, manteniéndola sujeta y pegada a su propia nave, esto permitía la táctica ro- mana del abordaje y anulaba la de la embestida, tan grata a la marina car- taginesa, los africanos perdieron 50 naves y el almirante Aníbal fue cruci- ficado en Cerdeña por sus propios soldados. Roma decidió acabar con la guerra, que amenazaba con eternizarse, llevando la situación bélica a África, los cónsules L. Manlio Vulso y M. Atilio Régulo dirigieron una flota que, tras derrotar a los púnicos en el cabo Ecnomo, se presentó en Clypea-Aspis, la dificultad de la resolución del problema de la subsistencia en un territorio tan hostil recayó en el cónsul Régulo, que derrotó, como ocurría casi siempre, la precipitación cartaginesa ante la fortaleza de Adys, se apoderó de Túnez y estableció en ella sus cuarteles de invierno. Las exigencias draconianas, a las que Cartago no estaba acostumbrada hasta ahora: abandono de Sicilia y Cerdeña, entrega de los prisioneros ro- manos sin rescate, pago de los gastos de guerra y de un tributo anual y la propia supervisión de la política exterior púnica por Roma; hizo que las ne- gociaciones fracasaran estrepitosamente. Los cartagineses aprendieron nuevas técnicas militares para la batalla campal y en ellas tuvo un papel pre- eminente la llegada de un asesor militar contratado como técnico, un lace- demonio o espartano llamado Jantipo-Xanthippos, que consiguió de Ré- gulo el aceptar el combate, erróneamente, sobre terreno llano, donde la ca- ballería númida y los panzers púnicos de la época, sus elefantes, podían ma- niobrar plenamente y desbaratar con cierta facilidad la formación mani- pular romana: sólo 2.000 romanos escaparon de la gran matanza e incluso Régulo fue detenido. Roma preparó el golpe definitivo contra Cartago: rescataron a los su- pervivientes de la desdichada operación militar de Régulo y se obtuvo una victoria fácil sobre una flota púnica en el cabo Bon; este hecho no presagió la catástrofe marítima frente a la ciudad de Camarina, en que un temporal arrasó la flota romana: cerca de cien mil hombres y doscientos buques que- daron en el mar. A partir de este hecho, Régulo entra en el mundo de la le- yenda, ya que Cicerón, Tito Livio, Floro, Valerio Máximo y Aulo Gelio re- latan que en 250 a. C., los cartagineses devolvieron al cónsul a Roma, para que consiguiera un intercambio de prisioneros y el fin de las hostilidades, a BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 59 lo que se había comprometido. Régulo había jurado volver a Cartago si fracasaba en su misión, en Roma no cumplió nada de lo pactado en África, y aconsejó al Senado la continuación de las hostilidades, volviendo a Car- tago para morir en la cruz, «¡Nada más hermoso, a nivel de la ética indivi- dual, que el sacrificio de este hombre en aras del deber! ¡Qué bello ejemplo, además, de la fides romana, frente a la fides púnica, es decir, la perfidia car- taginesa!» (Diodoro Sículo). De nuevo la guerra está en Sicilia, cae Palermo-Panormo, el cuartel ge- neral cartaginés de la isla; Tyndaris, Solunto y se unieron a la causa romana, tras expulsar a las correspondientes guarniciones púnicas. En África, las tribus númidas aprovecharon el momento para rebelarse contra Car- tago, que respondió de manera fulminante.

AMÍLCAR BARCA ENTRA EN ESCENA La ayuda de los temporales, en el cabo Palinuro, contra los romanos, tampoco sirvió a los cartagineses, que, tras la derrota en el intento de la re- conquista de Palermo (250 a. C.), se encontraron con el triunfo, en Cartago, del partido de la aristocracia agraria africanista que, representada por el general Hannón el Grande (280-201 a. C.), propugnaba llegar a una paz a cualquier precio con Roma para propulsar una política africana de con- quista del territorio númida, paradójicamente el mando en Sicilia se le otorga a Amílcar Barca, que dirigía el partido favorable a mantener la tra- dicional actividad marítima y comercial. La típica indecisión de la Balanza (así se denominaba en Cartago al Senado, porque en el dintel de entrada de la casa de sesiones había una balanza esculpida, era el emblema de los Tagos, antiguos propietarios del edificio) en los momentos clave sería, a la postre, la mejor aliada de sus enemigos romanos. En el verano de 242 a. C., Roma ya estaba en disposición de presentar batalla en el mar, lo cual se pro- dujo en las islas Egates, y la debacle púnica fue épica, Amílcar comenzó las conversaciones de paz con el cónsul G. Lutacio Cátulo.

CONDICIONES DE PAZ Cartago debería abandonar Sicilia, devolver los prisioneros romanos sin rescate y pagar una indemnización de guerra de dos mil doscientos talentos en veinte años. El Senado de Roma pretendió una modificación al alza de las condiciones, a lo que Amílcar Barca se negó categóricamente y sólo hubo 60 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

algún pequeño retoque. Cartago perdió mucho, con esta primera confla- gración contra los romanos, más que la isla de Sicilia; la red comercial que se había ido tejiendo empezaba a desmoronarse, Cerdeña y Córcega eran vul- nerables. La metrópoli africana quedó perpleja del resultado de su primera gran concusión mundial, el impacto económico y social para los púnicos fue inmarcesible, la crisis pecuniaria africana fue tal que la rebelión de los mer- cenarios se transformó en una guerra implacable hasta la victoria final en 238 a. C., en que Amílcar Barca consiguió atraer a los insurrectos al desfiladero del Hacha, donde fueron, hambrientos, masacrados por el Bárcida y sus elefantes: Espendio y los demás jefes mercenarios fueron crucificados de- lante de los muros de Cartago y ante los ojos del último jefe de los insu- rrectos, un libio llamado Mathos que pagó con su vía crucis particular, por las calles de la urbe púnica, hecho relatado con todo lujo de detalles en la sin par novela histórica Salambó, de Gustave Flaubert, como un fresco digno de la antología de los suplicios.

EL PERÍODO DE ENTREGUERRAS Tras el final de la guerra de los mercenarios, Roma apoyó a los mer- cenarios insurrectos de Cerdeña, Cartago no tuvo otra opción que ceder, re- nunciar además a la isla y pagar mil doscientos talentos más como indem- nización. Este tratado adicional al de 241 a. C. fue considerado por la urbe púnica como un caso auténtico de bandolerismo, prácticamente primigenio en el devenir político de los imperios antañones hasta ese momento, este diktat fue envenenando la sensibilidad de los púnicos con respecto a llegar a la conciencia de cómo se comportaba el naciente imperialismo romano con sus adversarios más insignes; los Bárcidas tomarían nota cumplida y ma- durarían la revancha cartaginesa en otros escenarios más proclives al sufri- miento romano. Desde su primera gran conflagración con la urbe púnica, se había ido creando en Roma un virulento partido anticartaginés que tenía en su prio- ridad política más conspicua la destrucción hasta sus cimientos del Estado cartaginés. La Tercera y definitiva guerra romano-púnica fue declarada por los romanos con un cinismo que impresionó al mundo entero, no fue, en pu- ridad, más que una guerra de exterminio, un genocidio sensu stricto de los más brutales que recuerda la historia de la humanidad; que, si duró tres años, fue debido a la heroica defensa de una población desesperada, que en estos días terribles de su agonía consiguió por fin formar en su seno la base BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 61

La península ibérica según Estrabón. del patriotismo que no había conseguido conformar Aníbal con sus asaltos victoriosos en Italia; este comportamiento romano escandalizó y perturbó a la opinión mundial, que descubrió con estupor la forma romana de hacer la guerra como una guerra total, que desembocaba en el aniquilamiento polí- tico de sus enemigos. El poder de Cartago, antes de sus desastres frente a Roma, centenario era el de un imperio del mar. El fruto maduro de este hecho incuestionable era su constante apertura al exterior, que explicaba la denominada plasticidad de aquella ciudad, que permaneció semita en la esencia más profunda - sobre todo en lo religioso- pero también se adaptó a ser griega (a los Bár- cidas así los consideraban entre los suyos), ibérica e incluso italiana y, por supuesto, africana, donde estaba su boyante agricultura. «Sus habitantes no se aferran a su residencia, sino que se alejan de sus casas movidos por de- seos y esperanzas que les dan alas». «Los romanos forzaron no a algunas regiones, sino casi a todos los pue- blos de la tierra a obedecerles, de forma que no hay nadie en la actualidad 62 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

que pueda resistirles y que, en el futuro, pueda pensar en superarles.» (Po- libio). Designado para tomar posesión de Cerdeña en nombre de Roma, el cónsul ad hoc, Sempronio Graco, se hizo de paso también con Córcega. Para salvaguardar su vocación de potencia comercial, que se había visto margi- nada en estos años de guerra y reducida en lo esencial a un territorio afri- cano que había sabido incrementar, la urbe púnica empezó a mirar hacia el oeste, donde tenía un lugar de comienzo inigualable; en el sur de Hispania estaba Gades y desde ahí debería partir la resurrección cartaginesa. La Ba- lanza púnica, agrupada en su núcleo, alrededor de la familia del general afri- canista Hannón, se opuso y Amílcar debió recurrir a la habitual técnica ne- gociadora de su yerno Asdrúbal (Azarba‘al- Baal ha ayudado), líder de los grupos artesanos, marinos y mercaderes, que constituían la gran mayoría de la población urbana y fue en la Asamblea del Pueblo donde se aprobó, para recibir los medios necesarios con los que intentar la empresa en Iberia-His- pania (actuales Estados de España y Portugal).

LOS BARCIDAS EN HISPANIA Amílcar Barca (280-229 a. C.) reunió a su ejército e hizo jurar, solem- nemente, acompañado del sacrificio de un ternero, a sus tres hijos varones, ante Baal Shamin (el Zeus-Júpiter para griegos y romanos) que nunca serían amigos de los romanos. El Bárcida tenía seis hijos: tres hijas mayores, casadas con Bomílcar (su hijo Hannón participará en la guerra en Hispania y quedará al mando de los territorios sometidos entre Pirineos y Ebro), Asdrúbal Janto, El Bello (261-203 a. C.), y Navaras, respectivamente; y tres hijos varones, el mayor de los cuales era Aníbal (247-183 a. C.), que matrimoniaría en Iberia- Hispania con Himilce, dama importante por ser la hija de un régulo de Cás- tulo-Linares, y al que seguían Asdrúbal (245-207 a. C.) y Magón (243-203 a. C.), las relaciones familiares serían siempre magníficas y afectuosas, el grupo familiar sería un piña frente a las adversidades de la vida. «En los que humildemente te servimos, a la Dama, a Tanit, Rostro de Baal, y al Señor, Baal Shamin, prosperidad y juicio para Cartago y para los Barca. No nos apartes de tu rostro y concédenos el galardón de restaurar la jus- ticia. Que nuestra mano castigue la perfidia de Roma, que juró tratados, en tu nombre, que ahora vulnera» (Polibio). Cincuenta años después, refugiado en el palacio del rey Antíoco III el Grande de Siria, Aníbal Barca revelaría aquel juramento que había marcado su vida e impulsado su conducta. Amén de BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 63 que la prosperidad volviese a manos llenas a Cartago, Amílcar Barca pretendía instaurar en el sur hispano una administración política y militar similar a la que los púnicos habían establecido en sus lares africanos, alejarse de la ira belicosa de Roma y reiniciar el camino de la venganza contra la injusticia romana; se ha pensado que este principado ibérico de los Bárcidas se fundamentaba en un auténtico patrimonio familiar: las monedas acuñadas hacia finales del s. III a. C. en Cástulo representan a Amílcar con la maza de Hércules-Melqart coro- nado con laurel y la diadema real de los monarcas helenísticos, la tradición de la idea monárquica para los Bárcidas, en Iberia, proviene del dardo escrito, en- venenado lanzado por uno de los historiadores romanos más hostiles hacia Car- tago; se trata de Fabio Píctor, y hay que matizar su aserto a derecha e izquierda de la globalidad del planteamiento. La fragmentación del sur ibérico favorece los proyectos bárcidas de conquista en el sur costero, las factorías fenicias ofrecían los primeros puntos de apoyo obvios, el valle del Guadalquivir alimentaba el territorio de los turdetanos, era la vía más prístina para penetrar en la rica región mi- nera de la Sierra Morena, la zona levantina que serviría para la construc- ción de Cartago Nova cerraba el Mare Nostrum de los romanos a todo el occidente; al norte se hallaban los edetanos y contestanos, más hacia el in- terior, septentrionales con respecto a los turdetanos (antes tartésicos po- derosos y hoy fragmentados en «taifas» enfrentadas unas con otras, y re- gímenes económicos basados en agricultura y ganadería), de oeste a este los lusitanos y oretanos con regímenes sociales de carácter tribal y mayor pervivencia de la tradición militar, consecuencia de sus magras, sobre todo pastoriles, posibilidades económicas. Los romanos, alarmados por los continuos éxitos de Amílcar en Iberia, enviaron una embajada, hacia 231 a. C., para pedirle explicaciones sobre sus intenciones, la sutil inteligencia de Amílcar se mostró palpable en la res- puesta, llena de ironía, que manifestó a los legados de Roma: los recursos ibéricos eran para pagar las indemnizaciones de guerra a Roma. Amílcar ha- llaría la muerte sitiando Heliké, en el valle del Segura (229 a. C.), al aho- garse en retirada cruzando el río Júcar. Amílcar Barca había gozado en His- pania de algo semejante a lo que los romanos llamaban un proconsulado, la Balanza cartaginesa no creó problemas, cosa que no había hecho, con de- sastrosas consecuencias, con los generales púnicos, Asdrúbal, Aníbal, Hannón, Jantipo o Giscón, entre otros, en la primera guerra púnica. 64 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

EL TRATADO DEL EBRO El ejército, por aclamación, eligió a su yerno Asdrúbal Janto, El Bello, como general en jefe, la Asamblea popular en Cartago ratificó el nombra- miento de su otrora líder político. Fabio Píctor responsabiliza a Asdrúbal de un intento de golpe de estado en Cartago, apoyado en el pueblo y el ejército, para derribar a la conservadora oligarquía agraria en el poder, el putsch fracasaría y Asdrúbal intentaría la creación de un auténtico reino en Iberia sin aceptar las directrices del Senado en Cartago, y para conseguir, a cual- quier precio, la ansiada revancha contra Roma. Asdrúbal cambia, muy inteligentemente, el estilo de la campaña en Iberia, primigeniamente aplasta al rey Orissón, responsable de la muerte de su suegro; su tendencia ineluctable estriba en fortalecer el dominio púnico por medio de la labor diplomática y el convencimiento por la negociación; la fór- mula es una política de atracción y amistad hacia estos régulos hispánicos, incluso casándose con la hija de uno de ellos, así se acentuaban las tenden- cias monárquicas de los africanos en Iberia. Fijó las obligaciones tributarias de las tribus domeñadas, que se garantizaban con rehenes siempre bien tra- tados; se planifica correctamente la agricultura científica basada en mano de obra esclava de modo y manera semejante a la practicada en la metrópoli afri- cana; se explotan racionalmente las minas de la zona, revitalizándose a la par las industrias navales y pesqueras. Asdrúbal sustituyó la capital escogida por su suegro, Akra Leuke, con la erección de una urbe, ex novo, que fue bau- tizada como Qart Hadasht-Cartago Nova-Cartagena: la topografía escogida por el Bárcida era perfecta para los fines que se pretendían. Polibio realiza una más que cuidada descripción de la ciudad, estuvo en ella y describe con todo lujo de detalles el lujoso palacio construido por Asdrúbal. Toda esta parafernalia llevó a Roma noticias inquietantes y de nuevo la república latina envió una embajada, en el 226 a. C., para firmar el malha- dado tratado del Ebro, que tantos ríos de tinta, antaño y hogaño, ha consu- mido y la condición sine qua non para aceptar razones morales por parte de Roma, para el casus belli que dará origen a la segunda guerra romano-pú- nica se resumía en que el caudillo púnico no atravesaría el gran río Iberus- Ebro con fines bélicos. En 222 a. C., por motivos no aclarados, Asdrúbal fue asesinado por un indígena. Roma estaba en ese momento en una peligrosa situación contra los galos cisalpinos y deseaba una neutralidad cartaginesa asegurada en esos instantes. BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 65

ANÍBAL BARCA De nuevo, las tropas tomaron la iniciativa de elegir por aclamación al sucesor en la persona del hijo mayor varón de Amílcar Barca, Aníbal (Hnb ‘l-amado de Baal) era muy joven pero la Asamblea Popular en Cartago ra- tificó la decisión. Ya está en el eje del engranaje de la tragedia púnica pos- terior su más paradigmático personaje. Aníbal sobrepasa su marco tem- poral y espacial para insertarse en el plano de un gran personaje ejemplar en la historia de la humanidad. Tiene en este momento crucial unos 24 años, pero ya es venerado por las tropas y tiene una experiencia increíble para su edad, a la par que inteligencia y sagacidad inconmensurables; Asdrúbal de- legaba en su cuñado las cuestiones que requerían mano dura. «Cuando había que realizar alguna acción audaz o difícil, no había otro a quien Asdrúbal prefiriese confiársela, ni otro jefe que inspirase a los soldados mayor confianza y coraje. A la mayor capacidad de arrojo para afrontar cualquier peligro unía la máxima prudencia cuando se encontraba sumido en los peligros mismos. Ningún esfuerzo lograba agotar su cuerpo o abatir su espíritu; su capacidad de soportar el calor igualaba a la de su re- sistencia al frío, su apetito de comida y de bebida era el que le imponía la natural necesidad, no el placer; sus horas de sueño y de vigilia no estaban dictadas por el día ni por la noche, pues daba al sueño el tiempo que le so- braba una vez realizado su trabajo, sin tratar de propiciarlo con una cama blanda ni con el silencio. Muchos fueron los que lo vieron a menudo acos- tarse en el suelo, envuelto en un capote militar, entre los centinelas y los es- cuchas. Su vestido en nada se distinguía del de sus iguales, pero sus armas y sus caballos llamaban la atención. Era el mejor de sus jinetes y de sus pe- ones, el primero a la hora de entrar en combate y el último en retirarse al tér- mino del mismo. Estas magníficas cualidades de aquel hombre estaban contrarrestadas por sus monstruosos defectos: su inhumana crueldad, su perfidia más que púnica; para él nada valían la verdad, la santidad, el temor de los dioses, los juramentos, la religión. Con esta carga de virtudes y de vi- cios sirvió por espacio de tres años a las órdenes de Asdrúbal, sin dejar de hacer nada de lo que debe ser hecho o visto por uno que está destinado a ser un gran general» (Tito Livio). A la diplomacia de Asdrúbal la iba a sustituir la actividad bélica. Tal como había sido planteada años atrás por su padre, Amílcar Barca, para de- mostrar cuál es su talante, dirige una campaña contra los ólcades, entre el Tajo y el Guadiana, de donde regresó cargado de botín. Al año siguiente (223 66 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

a. C.) llegó hasta las tierras de los vettones (Helmantiké) y vacceos (Arbu- cala-Toro), expugnando sus ciudades e, incluso, triunfaría sobre una coali- ción de tribus al repasar, a la vuelta, el río Tajo. Parece colegirse de estas ac- ciones tan alejadas de Cartago Nova, sus auténticos cuarteles, el deseo ine- luctable de allegar botín y pertrechos pecuniarios para lo que ya tiene per- geñado. Sus objetivos militares en Italia ya están pensados en su mente preclara, «no riño contra los romanos una guerra de exterminio, sino com- bato por la dignitas y el imperium de Cartago», es obvio que lo que pretende discutir, bélicamente, con Roma se va a referir sobre cual será la hegemó- nica entre las dos ciudades imperiales, Roma y Cartago, que se reparten el orbe conocido del Mediterráneo occidental. Aníbal siempre esperará la negociación por parte de la caput del Lacio, la paz que les hubiera dictado, a los romanos, sería dura y aprendida con pelos y señales de los ejemplos que los enemigos de Italia habían ido dic- tando en anteriores ocasiones a su patria, verbigracia con motivo de la pseu- doderrota en la primera guerra romano-púnica , que los Bárcidas nunca tu- vieron claro. Aníbal no hubiera dejado intacto el imperio italiano de Roma y, concretamente, durante su estancia bélica en Italia, prometería solemne- mente al pueblo de Capua (216 a. C.) que sería la capital de Italia y que, asi- mismo, abandonaría la península itálica, «cuando Roma haya negociado» (así lo manifiesta a Filipo V de Macedonia); se preveía que Roma siguiera exis- tiendo como estado independiente, aunque alejado de Iliria, que era un te- rritorio dentro de las apetencias de expansión del gigante de Oriente, el reino de Macedonia. Su negativa a avanzar contra Roma, tras Cannas, se debió a variadas razones, militares y técnicas (conocía que los asedios no eran su fuerte y además su ejército no estaba preparado para la poliorcética como objetivo palmario), otras causas eran diplomáticas, las cuales conducían a convencer a los romanos de que la saña y el odio indomeñables no estaban entre sus condicionantes intelectuales. Aníbal deseaba tan sólo, y no era poco, obtener una victoria reconocida por las naciones del momento sobre los romanos y variar, por tanto, en be- neficio de Cartago, la humillante situación creada por los tratados, que él juz- gaba reprobables, de los años 241 y 236 a. C. La negativa, ad infinitum, de Roma a negociar, la persistencia de la solidez en las alianzas de la metrópoli con otras urbes latinas y campanienses y los enormes recursos que vol- caban constantemente los romanos en las batallas, condenaron su empresa al fracaso. Roma soportó, como pudo, la importancia considerable de la BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 67 sangría humana y demográfica subsiguiente, que en la primera guerra ro- mano-púnica se había llevado ya el 17 % de su población. En todo lo que antecede se inscribe la resistencia de varios meses de la urbe aliada de Roma, Sagunto, que, a través de una serie de circunstancias concatenadas, complicará las relaciones púnico-romanas hasta límites tales que no posi- bilitarían el retorno y serán las causas primordiales del desencadenante de la segunda guerra púnica.

SAGUNTO. HIMILCE. CÁSTULO-LINARES La primera guerra romano-púnica había dejado en Cartago un poso de desasosiego ciudadano y político tan claro, que la urbe africana esperaba un desquite que le permitiera volver a respirar. Entre ambas guerras púnicas sólo transcurre una generación, el mar Tirreno se había perdido de una forma ig- nominiosa, y prudentemente los cartagineses evitaron un conflicto de inte- reses en las zonas sobre las que Roma pretendía un control, es en este pa- limpsesto donde se inscribe el tratado del Ebro y Sagunto, cuando lo más ló- gico hubiera sido los Pirineos como frontera natural, pero aquí aparece otra personalidad política implicada y obviamente aliada con Roma, se trata de la ciudad griega de Marsella. Massalia es tradicional competidora y enemiga de Cartago, el tratado con Roma se puede calificar de alianza formal; serán los marselleses los que presionen constantemente a los romanos para la vigilancia de las activi- dades de los africanos, que estorban su preeminencia entre las ciudades griegas del Mediterráneo occidental; Roma acepta la sugerencia massaliota de cortar cualquier actividad púnica en Iberia, Massalia subrayó ante Roma su preferencia de que la frontera estuviese en el río Ebro; por encima exis- tían dos de sus más paradigmáticos emporios, Rhode-Rosas y Ampurias. Roma utilizaría todo este estado de manifestaciones sociales, económicas y políticas para entorpecer y clausurar, si fuera preciso, las actividades his- pánicas de la punta del iceberg cartaginés, que era la dinastía Bárcida. Aníbal tenía unas ideas muy claras con respecto a lo que significaba el tratado del Ebro y así lo manifestaría en 218 a. C. en las vísperas de la ba- talla del río Tesino: «Los límites que han fijado los romanos no los ob- servan ni ellos. ¡No crucéis el Ebro! ¡Ninguna relación con los saguntinos! ¿Estará Sagunto encima del Ebro? ¡No deis un solo paso!» (Polibio). En- clavada en la costa, sobre una perfecta posición geoestratégica, era una ciudad edetana, pero relacionada magníficamente con los circuitos econó- 68 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Cabeza de guerrero que formaba parte del conjunto escultórico del Cerrillo Blanco de Porcuna (Jaén). Museo de Jaén. BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 69 micos, políticos y marítimos de los griegos; está claro que la proximidad Bár- cida no presagiaba nada bueno, dada su consciencia y pertenencia a un de- terminado bando político, el griego, que desde el pasado más remoto había estado enfrentado en todas las ocasiones al mundo cartaginés. La oligarquía saguntina meditó ampliamente los pasos a dar y no fue algo baladí el pensar en pasarse al bando cartaginés, ya que el partido púnico tenía adeptos in- tramuros. Roma aceptó el arbitraje que conllevaba, sin solución de conti- nuidad, la liquidación pura y dura de los elementos pro-cartagineses. Dicho y hecho, Roma estableció un tratado en toda regla con Sagunto, no en la fór- mula de consideración de un foedus o deditio, sino en aquella de fides o ami- citia que comportaba obligaciones morales más que jurídicas. «Los viejos soldados cartagineses veían en el joven Aníbal Barca al propio Amílcar Barca redivivo, el mismo vigor en su fisonomía, la misma energía en la mirada, la misma apostura, los mismos rasgos. El joven general hizo que cuanto tenía su padre, quedara relegado a un segundo término frente a sus soldados» (Tito Livio). Aníbal preparó el terreno, en lo político, para que la responsabilidad de la guerra recayera a posteriori en los ro- manos; Roma era una especie de gendarme universal contra Cartago y fis- calizaba, sin que los Bárcidas tuvieran claro el porqué, todas las acciones pú- nicas, que debían dar cuenta con pelos y señales de cada actuación realizada o por realizar. La tribu de los turboletas –localizable en la plana de Caste- llón o en la región de Teruel- se prestó a los deseos de Aníbal con respecto a Sagunto, acusando a los saguntinos de depredaciones en su territorio y so- licitando la ayuda de la urbe púnica, los saguntinos, ante la inminencia del cerco, acudieron a los romanos; la guerra fría se le estaba escapando al Se- nado romano de las manos, y decidió la intervención, aunque todavía dentro del campo de las negociaciones y la presión. A finales del verano de 219 a. C., Aníbal Barca recibió a la legación romana que le recordaba el tratado del Ebro y su imposibilidad de actuar contra Sagunto, pero ahora la tierra de nadie alrededor de la urbe edetana era ya africana y el gran Aníbal tuvo la suficiente sangre fría para contestar a los embajadores de Roma que «el ar- bitraje de Roma en Sagunto era parcial y los cartagineses tenían, también, la obligación de defender a sus aliados contra las provocaciones de la ciudad de Sagunto. El Senado de Cartago manifestó que el tratado del Ebro era un acuerdo privado con Asdrúbal Barca y se circunscribió escuetamente a la paz de G. Lutacio Cátulo, en la primera guerra romano-púnica (241 a. C.), en la que Sagunto no aparecía como aliada de Roma». 70 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Aníbal pidió la aprobación de la Balanza cartaginesa, la cual consiguió sin dificultad, y puso sitio a Sagunto y tras ocho meses (primavera de 218 a. C.) la ciudad cayó en su poder. En primer lugar, Roma no apoyó militar- mente a la ciudad, luego, al tener noticia de la caída de Sagunto, envió una embajada a Cartago, presidida por M. Fabio Buteo, para presentar un ulti- mátum, que consistía sucintamente en la entrega de Aníbal y sus consejeros o la declaración de guerra. El intento de diálogo de los senadores púnicos sobre las responsabilidades fue cortado abrupta y teatralmente por Fabio Buteo, Cartago era cómplice de Aníbal si no lo entregaba, y la Balanza debía decidir de qué lado estaba; los senadores africanos, acalorados al máximo por la presunción y afrenta romanas, remitieron la elección del camino a seguir para la resolución del problema a los propios romanos, M. Fabio Buteo se abrió histriónicamente la toga, lo que suponía la declaración de la guerra. La polémica de las responsabilidades todavía será arma arrojadiza con el devenir de los tiempos. La propaganda romana y su opinión pública car- garon siempre a Aníbal Barca con toda la responsabilidad. Los cartagi- neses, vencidos, ¡vae victis!, no tuvieron como posibilidad más que un for- zado silencio. Aníbal no se puso en marcha desde Cartago Nova hasta que no recibió la noticia de la declaración de guerra por parte de la Balanza de Cartago; atrás quedaba, en lo personal, su esposa Himilce, hija de Mucro, régulo de Cástulo y su hijo recién nacido («Sic ille: at contra Cirrhaei san- guinis Imilce Castalii, cui materno nomina dicta, Castulo Phoebei servat cog- nómina vatis; atque sacra respetebat stirpe parentes: tempore quo Baccus po- pulus dominabat Iberos, concutiens thyrso atque armata Moenade Calpen, lascivo genitus Satyro nymphaque Myrice, Milichus indigenis late regnarat in oriis, cornigeram adtollens genitoris imagine frontem. Hinc patriam cla- rumque genus referebat Imilce carborica paulum vitato nomine lingua». Silio Itálico, 388). «Cástulo, urbs Hispania valida ac nobilis et aedo co- niuncta societate Poenis, ut uxor inde Hannibalis esset, ad Romanos defecit». (Tito Livio, Annales, XXIV, 41). En ambos textos el historiador latino ex- plica sobre linaje de el Himilce, inclusive proveniente de los dioses y acerca de su ciudad (Cástulo-Linares), que primero era favorable a Cartago y luego a Roma El templo citado para la ceremonia religiosa es el Herakleion (Mel- kart-Heraklés-Hércules) de Gades, donde Aníbal depositó las ofrendas medio abrasadas que había traído de Sagunto, pero estaba preocupado por asuntos más graves («Hannibal, cum recensuisset omnium gentium auxilia, Gadis profectus Herculi vota exsolvit novisque se obligat votis, sicetera prospere evenissent», T. Livio, XXI, 21, 9). BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 71

En el Senado de Roma, la opinión se escindió en dos bloques, L. Cor- nelio Léntulo exigió una intervención inmediata, Q. Fabio Máximo Cunc- tator defendía una acción más prudente que él subrayaba en el envío de una nueva embajada a Cartago para discutir, amplia y serenamente, los princi- pios jurídicos; como en Cartago, la oligarquía romana estaba escindida en dos bloques, uno deseaba la expansión mediterránea y otro creía mayor fruto en hundir raíces en Italia, todavía no muy fortalecidas.

INVASIÓN DE ITALIA Roma era ahora la más fuerte en el mar, lo que le permitía interferir los envíos de ayuda para el Bárcida desde Cartago, los romanos tenían la con- vicción, que se demostraría palmariamente falsa, de que el ejército cartaginés, formado por mercenarios, no resistiría, a largo plazo, una guerra de desgaste, lo sorprendente para ellos fue que, hasta Zama, Aníbal evitó siempre con bri- llantez los problemas de un ejército profesional para la época: dificultad de mando, versatilidad, motines, etc. Es obvio que no confiaba por igual en todos sus mandos, pero nunca fue traicionado en el campo de batalla, en su milicia había también ciudadanos, si bien es verdad que en menor medida que en las legiones romanas; en Zama se puede manifestar fehacientemente que sumaban 12.000 los soldados africanos y españoles, los cargos medios y superiores de sus tropas estaban mayoritariamente en manos de púnicos, su ejército pequeño mantuvo, incluso después de 211 a. C., siempre a dis- tancia a los romanos, siempre prudentes frente a él, su táctica de envolvi- miento por medio de la caballería númida, que comandaba su primo Ma- harbal, era una táctica genial que los romanos, después de Cannas, apren- dieron por la tremenda. «Vincere scis, Hannibal, victoria uti nescis!» (Tito Livio. Frase de Ma- harbal tras la victoria de Cannas y tras la negativa de Aníbal a ir al asedio de Roma). A comienzos de junio de 218 a. C., Aníbal atravesó el río Ebro, tras duros combates con ilergetes y lacetanos del norte del río, bargusios, au- setanos y airenosios, el ejército africano alcanzó las estribaciones pire- naicas. El total de hombres movilizados por Cartago era de unos cien mil sol- dados, su hermano Asdrúbal se quedaría en Cartago Nova para proteger el territorio; Hannón, su sobrino, debería defender los dominios entre Ebro y Pirineos. Cuando desemboque en la península italiana, al strate-gós cartaginés sólo le quedarán 20.000 infantes y 6.000 jinetes, amén de 36 elefantes, que perecerán antes del final del primer año de guerra, el último sería su prefe- 72 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

rido, Surus, el elefante blanco que el propio Aníbal montaría tras la pérdida de un ojo por una oftalmia carente de cuidados, «jefe tuerto montado en un elefante getulo». Los romanos movilizaron su ejército, los cónsules eran P. Cornelio Es- cipión (llevaría sus fuerzas a Marsella, por mar, para desde allí actuar contra Aníbal en Iberia o en la Galia Cisalpina) y T. Sempronio Longo (con el resto de la flota, embarcaría para Lilibeo y desde allí atacar a la propia Cartago en África), el valle del río Po se le encargó al dominio del pretor, L. Manlio Vulso. Los romanos no supieron entender que para el Bárcida la Galia no era un fin, sino un simple lugar de paso; con amenazas y regalos llegó a 120 km de la desembocadura del río Ródano, siguiendo la margen izquierda hasta la con- fluencia con el río Isera, Aníbal llegó a las estribaciones de los Alpes, que atravesó por el puerto del Clapier o por el antiguo paso del Petit-Mont- Cenis, Aníbal Barca prefirió alargar su trayecto hasta desembocar en la ci- salpina, porque conocía con toda certeza, en este final del otoño del año 218 a. C., que los habitantes galos de la zona, los alobroges, estaban en franca situación de guerra civil, Aníbal apoyó a la facción vencedora y se ganó así sus buenos oficios. La aventura del paso de los Alpes ha despertado, desde siempre, un interés preferente, Aníbal sabía que cuanto más lejos estuviera del mar, menor era el porcentaje de posibilidades de toparse con los romanos, sabía que debía llegar lo antes posible a la llanura padana de la Galia ci- salpina, donde hallaría contingentes aliados de celtas para engrosar su es- cuálido ejército. La travesía de los grandes puertos alpinos, con la llegada del invierno, fue agotadora, atravesó los Alpes en quince días, pero pagó un altísimo precio en vidas humanas. Al llegar al territorio de los galos-insubres, cerca de Turín, contaba con una menguada milicia conformada por una infan- tería de doce mil africanos y ocho mil íberos y seis mil jinetes mayorita- riamente númidas y púnicos; Aníbal hizo grabar estas cifras en la estela del cabo Lacinio en memoria de sus res gestae. «Aníbal vio a sus tropas des- moralizadas tanto por las penalidades precedentes como por las que preveían. Congregó a sus hombres e intentó estimularles, tomando para ello como única ocasión la vista de Italia. Y así logró infundir elevada moral a sus sol- dados. Los romanos recordarían durante mucho tiempo, al observar cómo los galos cisalpinos se pasaban al bando cartaginés, lo que, tras su inacción pri- migenia en el asunto saguntino, les habían contestado senados de pueblos de Iberia: «¿No os da vergüenza, romanos, pedirnos que prefiramos vuestra BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 73 amistad a la de los cartagineses cuando con quienes así lo hicieron vosotros fuisteis más crueles al traicionarlos, que el enemigo cartaginés al acabar con ellos? Mi opinión es que vayáis a buscar aliados donde no se conozca el de- sastre de Sagunto; para los pueblos de Hispania, las ruinas de Sagunto serán un ejemplo tan siniestro como señalado para que nadie se fíe de la lealtad o de la alianza romanas» (Polibio).

TESINO-TREBIA Desde hacía lustros, en su relación con etruscos y púnicos, sus enemigos seculares, los romanos habían impuesto condiciones militares y políticas, ahora su estrategia militar se circunscribiría al plano meramente defensivo, sobre todo en la Galia-Cisalpina, donde las ciudades de colonias ciuda- danas recientemente constituidas, Piacenza y Cremona, podían ser consi- deradas de fidelidad a toda prueba. El río Po era el más seguro para la de- fensa y baluarte de la zona, P. Cornelio Escipión en busca de la gloria, más efímera ahora si cabe; como posteriormente realizaría otro general alocado en otra situación, época, continente geográfico diferentes, George Armstrong Custer en Little Big Horn contra la confederación lakota-cheyenne; atravesó el río Po sin esperar a su colega consular para enfrentarse a los africanos lo antes posible. Escipión sabía que los habitantes de la zona, los insubres, es- taban en connivencia con el cartaginés, por lo que lo mejor era establecer sus cuarteles en el afluente más domeñable, septentrional, el río Tesino-Ticino; Aníbal tenía necesidad de avituallarse y obtener los prometidos refuerzos galos, destruyó en su avance la urbe más preclara de los taurinos, Turín, ene- miga de los insubres; el puente de barcas del cónsul para pasar el río con su caballería y tropas ligeras se topó de buenas a primeras con la vanguardia de la caballería númida de Aníbal, la batalla entablada e imposible de ser rehusada conllevó la derrota sin paliativos de los romanos, los galos que ser- vían en las legiones de Roma se volvían contra ella, para ponerse al servicio del púnico; Escipión, herido de gravedad, sólo pudo a duras penas desandar el río Tesino para esperar la llegada de T. Sempronio Longo, para mayor se- guridad se asentó en las márgenes del río Trebia, afluente meridional del río Po, que rodeado de colinas le ofrecía baluartes importantes en la retaguardia; el tanteo previo del Tesino no había sido grave, poco más que una escara- muza, pero había dejado claro la fuerza formidable del hijo, heredada de Amílcar Barca, al que la Balanza había cortado de raíz su empuje en Sicilia, 74 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

en la primera guerra romano-púnica: el peligro que entrañaba estaba fuera de toda discusión. Un cuerpo legionario de infantes y jinetes galos de la milicia romana, pasado en masa a las tropas de Aníbal, fue el arma de propaganda que el afri- cano utilizó para conseguir efectivos en todas las tribus. En el mes de di- ciembre, el cónsul Sempronio Longo alcanzaba el acuartelamiento de su co- lega, con sorpresa conocieron que Aníbal había cruzado el Po y tomado por asalto la fortaleza de Clastidium, donde los cónsules tenían sus almacenes; la batalla del Trebia, ya en toda regla, tiene un culpable claro de la derrota de los romanos: es el cónsul Sempronio Longo que, sin esperar el restable- cimiento de su compañero, con la petulancia, arrogancia e impaciencia típicas del trato que los romanos daban, hasta este instante, a los cartagineses, pre- tendió vencer su ansiedad por la obtención de los laureles del triunfo, con una derrota en toda regla de Aníbal, el Barca provocó el encuentro y atrajo al romano hacia su terreno táctico, preparó previamente una trampa que el romano aceptó sin vacilar y alocadamente. Anibal dispuso todas sus fuerzas en la llanura frente al río, para que los romanos tuvieran visión clara de a lo que se enfrentaban; la caballería númida cruzó el río con prontitud para provocar a las legiones a trabar combate, los romanos se lanzaron, sin dudar, a las aguas heladas del Trebia; ya los tenía Aníbal donde deseaba, por la es- palda los atacaba un cuerpo de ejército al mando de Magón, el hermano pe- queño de Aníbal, emboscado desde la noche anterior, la caballería númida, muy superior, aplastaba las alas del ejército romano. En el campo de batalla quedaron veinte mil romanos, alrededor de diez mil hombres volvieron sobre sus pasos para refugiarse en Piacenza y Cremona, el gran Aníbal sólo había perdido ayudantes galos, estaba más que interesado en preservar la élite de sus tropas; no obstante, el frío intenso y húmedo había causado estragos entre los suyos, muchas de sus monturas, caballos, mulas y casi todos los ele- fantes habían caído. Aníbal se retiró cerca de Bolonia para pasar el invierno y reponer sus fuerzas, a su presencia llegaron miles de galos para ponerse bajo sus órdenes. El Bárcida apreciaba su ayuda, pero desconfiaba de su pro- verbial versatilidad, los trataba sin ningún miramiento, también consideraba que su etnia e idiosincrasia cartaginesa eran superiores. «Para evitar ser reconocido con demasiada facilidad en su campamento y así tener información de primera mano sobre el estado anímico de sus tropas, se hizo fabricar varias pelucas para diferentes edades de la vida, y se las ponía según el papel deseado, escogiendo a la par vestimenta apropiada BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 75 para cada peluca. Se describe que ni sus propios familiares, su hermano Magón o su primo Maharbal podían reconocerle con facilidad.» (Tito Livio).

PLANES DE DEFENSA DE LOS ROMANOS. TRASIMENO El pasmo y la perplejidad fue el efecto político que precedió a la febril actividad de las decisiones consulares de 217 a. C. Los patricios consi- guieron su representación por Gn. Servilio Gémino y el pueblo impuso a su viejo líder G. Flaminio, vencedor antaño de los galos insubres. Escipión era enviado a Hispania como procónsul con su hermano Gneo, la guerra em- pezaba a complicarse y había que incrementar medios e intereses para acabar de la mejor manera posible, que en el caso de Roma estribaba en la victoria total sin paliativos. Se pusieron en pie de guerra once legiones (cuatro en el Po, dos en His- pania, dos en Sicilia, una en Cerdeña y dos urbanas) y se aumentó la flota hasta llegar a 235 navíos. Flaminio se situó en Lucca para cerrar los pasos de los Apeninos y Servilio se colocó en el Ariminium para impedir la marcha cartaginesa hacia el mar Adriático, cortándole el paso a la Italia cen- tral por la vía Flaminia, el riesgo era el de aislar ambos cuerpos de ejército, pero la contrapartida positiva era la convergencia si Aníbal se decidía a utilizar la Etruria para la invasión del Lacio. La primavera del año 217 a. C. fue cruda, fría y lluviosa en el norte de Italia. En las zonas pantanosas de la Etruria, las tropas cartaginesas, no acostumbradas a ese tipo de clima, su- frieron mucho, Aníbal, por una tracomatosis mal cuidada, perdió un ojo (la transmisión de la enfermedad, por Chlamidia trachomatis, se realiza de ojo a ojo a través de las manos, moscas o fomites, hay regiones donde es en- démica, en zonas no endémicas la enfermedad suele limitarse a una con- juntivitis causada por una sero-variedad que se transmite desde el tracto ge- nital hasta el ojo). Recuperado de esa enfermedad, aunque con la pérdida definitiva e irreversible de un ojo, Aníbal retomó nueva y rápidamente la iniciativa, continuando su ruta por la Etruria, donde con el saqueo inmisericorde de los campos, trata de atraer hacia él al ejército romano más propincuo, que era el del cónsul Flaminio. Éste observó con inquietud cómo el púnico parecía dirigirse hacia Roma y le salió al paso, Aníbal, bien informado de la región, le había preparado la consiguiente trampa, entre Cortona y la ribera sep- tentrional del lago Trasimeno. Aníbal hizo pasar a su ejército por la es- trecha llanura a orillas del lago y acampó a la salida del estrecho, no sin antes 76 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

colocar tropas en los altos que cierran, por el noreste, este desfiladero, el cónsul popular se atrevió a entrar. En tres horas, la concusión había termi- nado. La batalla se convirtió en una auténtica carnicería, los romanos per- dieron quince mil hombres, incluido el propio cónsul, Flaminio, contra dos mil quinientos solamente en las filas africanas. Fiel a su método de división de las fuerzas italianas, Aníbal, tras la batalla, devolvió a sus casas a los aliados de Roma sin exigir rescate. La vanguardia de caballería que había enviado Servilio fue aniquilada por el jefe de la caballería númida, Maharbal, Aníbal estaba a tres días de marcha de Roma, pero el asedio de la urbe no era el fin del púnico, que daba la impresión de que hacía honor a la significación de su nombre cartaginés, Honiba‘al, ‘Baal ha favorecido’, lo débil de sus efectivos que eran primor- diales, junto a su sentido táctico y su rapidez de maniobra, basada en la ca- ballería, para las batallas en campo abierto, de nada le servían en una guerra de posiciones, un asedio requería, además, la posesión y fabricación de má- quinas de asalto, lentas y dificultosas en su elaboración y utilización. Su intención era aislar a Roma del gigantesco aparato de aliados que le prestaba toda su fuerza. Por todo lo que antecede, se dirigió a la región del Picenum, en la costa adriática, buscando el merecido descanso para sus tropas en una región muy rica, antes de intentar la misma táctica política, di- plomática y militar en la Italia meridional. «Entonces Maharbal, prefecto de la caballería númida, su primo hermano, convencido de que no se debía perder ni un instante, dijo: «Al contrario; para que sepas lo que se ha jugado en la batalla, dentro de cinco días celebrarás la victoria con un banquete en el Capitolio. Sígueme; yo iré delante con la caballería para que antes se en- teren de que hemos llegado que de que vamos a llegar». Por tanto, dijo que alababa la voluntad de Maharbal, pero que para sopesar la propuesta se requería tiempo. Maharbal replicó: «La verdad es que los dioses no se lo con- ceden todo a una misma persona. Sabes vencer, Aníbal; no sabes aprovechar la victoria.» (Tito Livio). En el Picenum, la riqueza agrícola le iba a facilitar la recuperación de animales y hombres, además podía reequipar a su infantería libio-cartaginesa con las armas que habían arrebatado a los romanos en el lago Trasimeno.

DICTADURA DE FABIO MÁXIMO. ANÍBAL EN CAMPANIA «Cuando el pretor subió a la tribuna y declaró a la multitud reunida: «Hemos perdido una gran batalla», se produjo tal consternación que quienes BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 77 habían vivido ambas circunstancias creyeron que lo sucedido entonces era mucho peor que lo ocurrido en la propia batalla.» (Tito Livio). En Roma, el shock político en este año 217 a. C. era de tal calibre, que se resucitó la vieja institución de salvación pública de la dictadura; de los dos cónsules, uno había muerto y el otro, Servilio, bloqueado en Rímini y aislado. Los comi- cios centuriados se encargaron del nombramiento, que recayó en un pa- tricio, Q. Fabio Máximo, pero hubo un freno para el teórico poder absoluto concentrado en las únicas manos del dictador que se relativizó en que los co- micios nombraron al magister equitum o lugarteniente, en la persona de M. Minucio Rufo, pasaría tiempo hasta el poder omnímodo del dictador per- petuo en la persona de Gaius Iulius Caesar, enterrador oficial de la república, el sistema todavía estaba vigoroso y tenía control sobre sus decisiones más arriesgadas. Desde la época de la monarquía, periclitada en el infausto re- cuerdo del etrusco Tarquinio el Soberbio, existía una desconfianza ancestral ante el poder absoluto, concentrado, por ende, en una única persona, fuera cual fuera su categoría política. Aníbal no dudó ni un instante en la realización del análisis pormeno- rizado de la situación que, obviamente, variaba hacia mayor cohesión romana y, por el contrario, mayores dificultades bélicas para sus proyectos. Fabio Má- ximo trató de superar el pesimismo popular romano con toda una parafer- nalia de ceremonias religiosas, aunque él era un escéptico por antonomasia, reclutó dos nuevas legiones que, unidas a las de Servilio, movilizó en se- guimiento de Aníbal, a través de la vía Latina, hacia Apulia, donde estaba el strate-gós cartaginés, éste trató en vano de provocar al Cunctator-con- temporizador al combate. Fabio, por el contrario, había hostigado en la Campania, primigeniamente, a Aníbal Barca, intentando la deserción de Capua y de su rico hinterland. Por aquellos tiempos, la moral romana empezaba a recobrarse cuando se recibían noticias de la derrota y prisión de Hannón en la actual Cataluña, a finales de 217 a. C., las legiones romanas seguían ganando terreno en Iberia, estableciéndose en los alrededores de Sagunto. Fabio había desen- cadenado una auténtica guerra de nervios, esperando que los púnicos, se mire como se quiera, se consumieran de inanición al estar en territorio hostil, los recursos italianos podían soportar la táctica de tierra quemada, ya que sus re- cursos eran enormes, pero el populacho romano deseaba una táctica militar imperial y por tanto inmediata hacia la victoria, había que acabar para siempre con aquel otro imperio enemigo, Cartago, que erróneamente no se había ahogado hasta la extinción tras la primera guerra púnica. 78 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Aníbal devastó los territorios de Arpi y Luceria y este hecho, conjun- tamente con la presencia anhelada romana de Fabio, motivó que, salvo ex- cepciones muy honrosas, las urbes de Campania le siguieran cerrando sus puertas. Había que abandonar la Campania, donde el grano escaseaba y sus fortificadas urbes le dificultaban la obtención de recursos, había que buscar regiones donde las defecciones urbanas se incrementaran. Fabio impedía la huida, al apostarse en el desfiladero entre Teanum y Cales; Minucio Rufo es- taba en Lautulae. «Aníbal ideó una estratagema genial para salir de la rato- nera; dispersó durante la noche dos mil bueyes con antorchas atadas a sus cuernos, que hicieron creer a Minucio Rufo que el ejército púnico se estaba poniendo en marcha. Mientras el magister equitum acudía a comprobarlo, abandonando su puesto, Aníbal dirigía sus fuerzas tranquilamente a través del paso sin vigilancia», cuando en Roma se supo de la gran evasión de Aníbal, la credibilidad en la prudencia como táctica, de Fabio, se vino es- trepitosamente abajo. El Senado le ordenó volver a la urbe y Minucio tomó el imperium, los cartagineses acamparon cerca de Geronium, e incluso Mi- nucio tuvo éxito en una escaramuza, en Roma la reacción fue de un opti- mismo desbordante, lo que motivó la concesión a Minucio Rufo de po- deres dictatoriales semejantes a los de Fabio, el batiburrillo político estaba a punto de poner en bandeja de plata la cuestión de la segunda guerra pú- nica en el lado de los africanos, y obviamente el Bárcida no iba a desperdiciar la ocasión, preparó minuciosamente el golpe pero en último término se abs- tuvo ante la llegada inesperada del Cunctator, la co-dictadura finalizó sin que las legiones sufrieran la nueva masacre que estaba pendiente de un hilo.

CANNAS. LA APOTEOSIS DE ANÍBAL BARCA Las elecciones consulares, en los comicios del año 217 a. C., estu- vieron mediatizadas exclusivamente por la fórmula para conducir positiva- mente la guerra contra el Bárcida. La pesadilla de Aníbal ya se estaba cro- nificando y había que extirparla. Triunfaron el aristócrata, L. Emilio Paulo, vencedor de la guerra iliria de 219 a. C., y un plebeyo, G. Terencio Varrón, homo novus al que el populacho se entregó tras su campaña de enfebrecido belicismo. Aníbal lo estaba esperando, quería una definitiva batalla campal que obligara a Roma a capitular y, por consiguiente, a negociar nuevas con- diciones de relación entre potencias. Aníbal, para precipitar los acontecimientos, conquistó la ciudadela de Cannae, a orillas del río Aufidio-Ofanto, al sur de Gargano. El 29 de julio BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 79 de 216 a. C., los romanos le presentaron la batalla que tanto había anhelado, la orilla derecha del río fue la elegida, armas y equipos fueron recogidos al día siguiente por los púnicos, que aprovecharon para enterrar a sus muertos, probablemente los romanos quedarían insepultos. El Bárcida volvió a de- mostrar su genio militar con el típico movimiento envolvente de su caballería númida. «A su izquierda, Aníbal colocó junto al río la caballería íbera y celta, frente a los jinetes romanos; de inmediato, la mitad de la infantería pesada africana y, a continuación de ésta, la infantería íbera y celta. A su espalda co- locó a la otra mitad de los africanos y, finalmente, en el flanco derecho formó la caballería númida. Hizo avanzar el centro íbero-celta hasta formar una media luna con intención de emplearlos en lo más duro del choque, man- teniendo a los libio-cartagineses como reserva; éstos iban armados como los romanos, pues habían adoptado las armas arrebatadas a los romanos en las anteriores batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno. En cambio, el escudo de los íberos y los celtas era muy parecido; no así las espadas, pues las de los íberos podían herir lo mismo de punta que de filo, pero las de los celtas ser- vían únicamente para atacar de tajo y contando con cierta distancia, por eso Aníbal los situaba en compañías alternas, de manera que se complementasen. Los celtas combatían desnudos; los íberos, cubiertos con túnicas de lino de color púrpura» (Tito Livio). «Las claves de la victoria del Bárcida estuvieron, primero, en el plan- teamiento de la batalla entre las colinas y el río, forzando, por un lado, un frente estrecho donde los romanos no pudieran hacer valer su gran supe- rioridad numérica; por otro lado, ideando una táctica en la que el propio em- puje de las legiones de Roma fabricase la bolsa donde quedarían ence- rradas. Segundo: en el empuje de la caballería pesada de celtas e íberos, man- dada por el cartaginés Asdrúbal Lacón, compañero de armas de Aníbal Barca durante muchos años. Tras salvar una feroz resistencia, íberos y celtas quebraron la resistencia de la caballería romana y la dispersaron; volvieron luego, sobre la caballería aliada, que formaba el ala izquierda de Roma –a la que no habían podido vencer los númidas de Maharbal– y la dispersaron; en la tercera fase de su acción, dejando la persecución de la caballería ro- mana a Maharbal, cargaron sobre la retaguardia de las legiones, causando en ella una espantosa matanza. Y tercero: en la resistencia presentada por íberos y celtas a las legiones romanas, que les duplicaban en número, pero no podían desplegarse por lo angosto del frente de batalla. La infantería li- gera de Aníbal Barca cedió el terreno muy lentamente, metiendo en una mor- tífera trampa a los legionarios. Aníbal estimaba que su actuación constituía 80 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

el centro de su estrategia, tanto que la arengó personalmente antes del com- bate y se hizo cargo del mando de esas tropas, dirigiendo la batalla en su re- taguardia. El sol, muy oportunamente, caía oblicuo sobre ambas partes, sea porque se habían colocado así adrede o bien porque coincidió así, mirando los romanos hacia el sur y los púnicos hacia el norte; un viento que los ha- bitantes de la región llaman Volturno empezó a soplar de cara a los ro- manos, quitándoles la visibilidad al lanzarles al rostro gran cantidad de polvo» (A. Goldsworthy). «Sólo Terencio Varrón logró ganar Venusia con cerca de una cincuen- tena de caballeros. Los muertos fueron cuarenta y cinco mil soldados de a pie y dos mil setecientos de a caballo, en una proporción similar entre ciu- dadanos y aliados; entre ellos, los dos cuestores de los cónsules, Lucio At- tilio y Lucio Furio Bibáculo, y veintinueve tribunos militares, algunos ex- cónsules, ex-pretores y ex-ediles –entre los cuales se incluyen Gneo Servilio Gémino y Marco Minucio Rufo, que había sido jefe de la caballería el año anterior y cónsul unos años antes–, además de ochenta senadores o que ha- bían desempeñado cargos que los hacían elegibles para el Senado y que se habían enrolado en las legiones como voluntarios. Según dicen, fueron cap- turados tres mil hombres de a pie y mil quinientos de a caballo. Del bando cartaginés cayeron cuatro mil galos, mil quinientos entre hispanos y africanos y dos centenares de jinetes.» (Tito Livio).

LA SITUACIÓN TRAS CANNAE Aníbal desplegó entonces una gran actividad diplomática por las re- giones del meridión italiano, sobre todo entre apulios, lucanos, brutios y sam- nitas, pactó tratados con varias ciudades, tratados que garantizaban la au- tonomía urbana, respeto y conservación de sus leyes e instituciones, sin imponerles tributos ni guarniciones africanas. Un caso muy particular fue el de Capua, era la segunda ciudad de Italia y llevaba más de un siglo cola- borando con Roma, la región que encabezaba, la Campania, era la más ci- vilizada y rica, y competía políticamente con el Lacio, Roma mantenía un protectorado político y económico sobre ella que los capuanos tenían la es- peranza de sacudirse de una vez por todas y reconquistar la caput en el global de las urbes campanienses. Recibido Aníbal por el Senado capuano, prometió a los ciudadanos que serían la capital de toda Italia. A partir de ahora, la guerra sería menos espectacular, pero dura e implacable, una guerra de posiciones que no le gus- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 81 taba nada al Bárcida, trataría de aniquilarse al adversario por el método de la consunción. Ganaría el que demostrara mayor capacidad de resistencia y sufrimiento, incluyendo superior cantidad de medios. En este estado de cosas todo iba a depender del patriotismo de la facción oligárquica agraria del general Hannón el Grande en Cartago, y si su escepticismo y cicatería, con cierta dosis de envidia, podían ser superados en pos de conseguir los ob- jetivos que los Bárcidas se habían fijado antaño, para el resarcimiento moral y material de su patria, los hechos demostrarían que en los clímax de todo su devenir vivencial bélico contra los romanos, Cartago no estaba a la altura y por esto los Bárcidas habían llevado sus ambiciones y deseos lejos del am- biente irrespirable, según sus patrones éticos, morales, económicos y polí- ticos, de la urbe africana que era su patria e incluso tenían sus patrimonios africanos lejos de Cartago, concretamente en Hadrumeto.

LA GUERRA EN ITALIA La fuerza de carácter, el espíritu de sacrificio y el coraje de los romanos defraudaron las esperanzas bárcidas de una capitulación. El Senado incluso se negó a tratar el rescate de los romanos caídos en poder de los púnicos. El senador, Fabio Píctor, partió a consultar al oráculo de Delfos, se resuci- taron, incluso, ritos antiguos de sacrificios humanos y las ceremonias reli- giosas elevaron el anhelo romano por el cambio de bando de la diosa For- tuna. Se duplicó el tributum o impuesto sobre la propiedad y se suscri- bieron empréstitos especiales. Todo se puso en manos de un dictador militar, M. Junio Pera, que alistó incluso a los jóvenes a partir de los 17 años, a los esclavos (dos legiones) y a los delincuentes, el Estado puso en pie de guerra 19 legiones, hasta llegar en los próximos años a 250.000 soldados. Aníbal contaba con que Capua arrastraría a la Campania a su huerto, allí podían ser enviados los refuerzos africanos, había que completar la independencia de las urbes de la Magna Grecia; estos planes hacían necesaria la inversión de medios y Carthago pensó que era más rentable la dispersión de los frentes para distraer los recursos del enemigo, que se vería obligado a malgastarlos en campos de guerra muy distantes entre sí.

CAPUA. ASDRÚBAL BARCA. LA BATALLA DE METAURO Aníbal Barca pretendió, tras Cannas, infructuosamente, una salida al mar, en territorio campaniense, se estrelló contra las murallas de Cumas y Nápoles, un respiro obtuvo cuando cayeron en su poder todas las ciudades 82 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

de la península del Bruttium y las urbes helénicas de Locroi, Crotona y Caulonia. Cartago le envió menguados refuerzos, ya que la mayoría de las tropas tuvieron que desviarse a Iberia, para paliar los resultados espectacu- lares de los Escipiones. La ofensiva de los cartagineses en la Campania va a ceder muy pronto su puesto a la impositiva defensa, los romanos han es- tabilizado sus líneas y van a atacar con firmeza y precisión la gran defección de toda la guerra, la urbe de Capua, su dominio era una cuestión de prestigio para los contendientes, la táctica empleada será la de Fabio Máximo, cónsul en 215-214 a. C. y consejero de su hijo Quinto; ataques con riesgos con- trolados, persecuciones continuas con hostigamientos y devastaciones de los ubérrimos campos trigueros de la Campania, para anular los vitales avitua- llamientos de Aníbal. El Bárcida no pudo ayudar a Capua y tuvo, tras agotar todas las maniobras de distracción y provocación, precedido todo el caso ca- puano de una derrota en Benevento, que abandonar la Campania y dejar a los romanos abiertas las puertas del Samnio. Los cartagineses concentraron sus esfuerzos, entonces, en el meridión peninsular, Tarento, la opulenta urbe de la Magna Grecia y única fundación colonial de Esparta en el exte- rior de la Lacedemonia helena, fue entregada al Bárcida por un grupo de ciu- dadanos proclives a los africanos, pero por paradojas de los hados que em- piezan a torcerse para el púnico, la fortaleza que está en manos de la guar- nición romana no puede ser tomada. Le ha llegado el turno a Capua, se van a consumir gran cantidad de medios para domeñar la colusión capuana con Aníbal, la urbe, presa del pá- nico, envió embajadas repetidas al Bárcida, éste envió un ejército al mando de su sobrino, Hannón, para poder avituallarla, pero el fracaso fue estre- pitoso, incluso el propio Aníbal lo intentó pero nada pudo conseguir ante la presión que sobre sus posiciones del sur le estaban empezando a realizar los cónsules, G. Fulvio Flacco y Apio Claudio Caudex, las noticias de His- pania tenían continuos vaivenes sin que se produjera ninguna decisión final hacia ningún lado; en este momento, la Parca cortaba los hilos de la vida de los hermanos Escipión. El año 211 a. C. marca el comienzo del ocaso cartaginés en Italia, Capua es reducida por el hambre, Aníbal parte de Tarento para auxiliarla, pero el cerco romano es asfixiante y el cartaginés no puede ni tan siquiera acercarse, intenta una estratagema y observa con desazón que su caudal de ardides empieza a ser conocido por los romanos, los cuales no responden a ninguna de sus maquinaciones provocativas como él hubiera esperado, de esta guisa el Bárcida se dirigió a la propia Roma y lo que hubiera tenido ra- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 83 zones sin cuento tras Trasimeno o Cannas eran ahora fuegos de artificio, pero sí es cierto que las matronas romanas gritaron horrorizadas aquello de «¡Hannibal ante portas!», no se sabe nada de lo realizado ante los muros ca- pitolinos, los romanos sabían que ahora no pasaba de ser más que una simple añagaza y Aníbal comprendió, con su aguda inteligencia, muy su- perior a la media de su época, que había sido un fracaso. Polibio y Tito Livio, por el contrario, aseguran que «la presencia de Aníbal respondía al interés del africano por atacar la ciudad; después de todo, era la primera vez que se encontraba frente a las murallas de Roma. Sin embargo, mientras que para Polibio su intento de ataque se vio frustrado por la imprevista y fortuita lle- gada de los componentes de una legión recién formada, para Tito Livio los acontecimientos desde la salida del púnico de Capua hasta su forzada reti- rada de Roma se desarrollaron de forma mucho más accidentada. Tito Livio asegura que «la inminente presencia del Barca desató un importante debate entre los senadores de Roma sobre las medidas a tomar, llegándose a la de- cisión de hacer venir de Capua a uno de los cónsules». No hubo enfrenta- miento entre cartagineses y romanos, a excepción de la pequeña escara- muza que tuvo lugar entre ambas caballerías, mientras los númidas inspec- cionaban las murallas de la ciudad. Según Tito Livio, las condiciones climatológicas de la estación impi- dieron en varias ocasiones el combate, para Aníbal Barca era la expresión ine- quívoca de la voluntad de los dioses que frustraban su intento de llevar la guerra a las calles de la propia urbe. «...¿Él, que a pesar de resultar vencedor en Cannas no se había atrevido, sin embargo, a marchar sobre Roma, ahora rechazado en Capua, se había hecho la ilusión de apoderarse de la ciudad de Roma? No venía a asediar Roma, sino a liberar Capua». Ya nada podía salvar a Capua, la rendición fue incondicional, Roma, como siempre, no pa- gaba a los que su ética, tan particular, consideraba traidores; condenas de muerte para los responsables, esclavizaciones y deportaciones en masa, sus- tracción de todos los privilegios jurídicos y grandes amputaciones en su hin- terland, la gran urbe de la Campania ya no se recuperaría jamás, como le iba a ocurrir a Cartago, a lo largo y ancho del devenir de los tiempos. «...¡Cuánto más constantes eran los romanos como enemigos que los cartagineses como amigos!..., no habían cruzado los Alpes para hacer la guerra contra las urbes de Reggio en Calabria o Tarento en la Magna Grecia, los ejércitos cartagineses debían estar allí donde estuvieran las legiones romanas; así se había conse- guido la victoria en Cannas, y en el Trasimeno: actuando a la vez, acampando frente al enemigo, tentando a la suerte» (Tito Livio). 84 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Roma estaba agotada y redujo su actividad a pequeñas operaciones contra ciudades aisladas con una crueldad que asombraba a los contempo- ráneos. La Liga Latina hizo un esfuerzo sobrehumano para arrojar a Aníbal de suelo itálico, se acudió a recursos más que extraordinarios, en este caso las reservas dinerarias de los templos. En el año 210 a. C., el cónsul Gn. Fulvio Centúmalo perdió la vida frente a Aníbal ante las murallas de Her- donia. Había que sustraer a Tarento del poder cartaginés, así los romanos evi- tarían la posibilidad portuaria para la recepción de refuerzos por parte del Bárcida. Aníbal llegó tarde y sólo pudo retirar su ejército al otro lado del Brandano, a Metaponte. Aníbal todavía alentaba y sus zarpazos eran le- tales; en 208 a. C., en un encuentro con el cartaginés cerca de Venusia, fueron muertos los dos cónsules, T. Quinctio Crispino y M. Claudio Marcelo, el conquistador, antaño, de Siracusa. Mucho más inquietante fue la noticia de que Asdrúbal, el hermano de Aníbal, había burlado en Iberia el cerco a que le había sometido el joven P. Cornelio Escipión, conquistador de Cartago Nova, y se dirigía a Italia con un ejército de 20.000 hombres para reunirse con su hermano. 23 legiones fueron puestas en pie de guerra para crear una línea defensiva en el norte que impidiera la conjunción de los dos Bárcidas. El azar, como en tantas oca- siones, se puso del lado de los romanos, dejando de lado a los africanos. As- drúbal perdió un tiempo precioso en un intento absurdo de tomar la co- lonia romana, en la llanura padana, de Piacenza, envió correos por la vía Adriática a su gran hermano para comunicarle su llegada, fueron milagro- samente interceptados por los romanos y, tras una equivocada batalla en el río Metauro, Aníbal sólo recibió la cabeza de Asdrúbal, arrojada en un saco por encima de las murallas de su campamento de Canusium. El último hermano de Aníbal, Magón, fue enviado por Cartago a His- pania, con 12.000 infantes, 15.000 jinetes y 60 naves de guerra; tras el fra- caso hispano y desde las Baleares desembarcó en Gerona, que tomó al asalto, a pesar de sus esfuerzos sólo consiguió un vagar desangelado durante dos años por la Liguria y la Cisalpina, donde al fin fue derrotado y herido gravemente por los romanos, no llegaría a ver las costas africanas porque mo- riría en el trayecto de vuelta.

LA GUERRA EN EL TIRRENO. SIRACUSA Cartago no olvidaba la importancia estratégica del Tirreno, donde an- taño había estado su dominio, perdido de forma espuria tras la primera BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 85 guerra púnica. A tal fin, envió dos cuerpos de ejército, navales, para in- tentar apoderarse de las islas Lipari, desde ellas se realizarían los consi- guientes puentes militares para atacar la Magna Grecia; lo intentó con Li- libeo, el puerto más occidental de Sicilia como llave de su situación geo- gráfica africana, no lo consiguieron aunque la flota cartaginesa consiguió apo- derarse de Malta. Cuando Roma ya había eliminado casi todos los focos insulares afri- canos, se interrumpió la periclitación del hecho bélico porque hubo que re- enviar las tropas a Italia para plantar cara a un Aníbal que ya desembocaba en la llanura padana. Los romanos abandonaron, en cantidad, momentáne- amente Sicilia, aunque su valetudinario aliado Hierón de Siracusa se encargó de mantener la isla al lado de los romanos. En Cerdeña, los sardos, que ha- bían estado durante siglos, profundamente vinculados a los púnicos, se ad- hirieron a una auténtica conjura para sublevarse en toda la isla contra los ro- manos. Roma conoció lo que significaba tener una isla cartaginesa frente a sus costas y envió al ex-cónsul, T. Manlio Torquato, para que actuara con energía contra la coalición sardo-púnica que comandaban el indígena Hamp- sicora y los generales cartagineses Asdrúbal el Calvo y Magón Barca (her- mano pequeño y preferido de Aníbal), en 215 a. C. se decidía en tierra y en mar la continuación de la isla en el lado romano; los indígenas siguieron es- tando levantiscos, por lo que fue necesario mantener dos legiones perma- nentemente en la isla. Los africanos consideraban la recuperación de Sicilia como su objetivo más preclaro y para ello volcaron multitud de acciones bélicas y diplomá- ticas intentando minar la actitud prorromana del rey Hierón de Siracusa, pa- rece ser que su hijo Gelón inició tratos con la urbe africana, la cuestión pa- recía que se arreglaba para Carthago, cuando en 215 a. C. moría el viejo rey siracusano, y poco después también fallecía su hijo primogénito y todo el en- tramado que, con tanto mimo, habían preparado los cartagineses quedó en las inexpertas manos del nieto adolescente, Hierónimo; como siempre, Aníbal no perdió el tiempo y envió a dos de sus oficiales para tratar con los tutores del joven: el tratado prometía a Siracusa el dominio sobre la mitad oriental de la isla, los siracusanos se alinearon de modo y manera urgente contra los romanos, que se vieron privados, inesperadamente, del trigo de la isla, tan necesario en ese momento. Hacia 214 a. C. estalló una revuelta po- pular que eliminó al rey y a toda la casa real, el Senado procartaginés se de- fendió y nombró como generales a dos representantes de los púnicos en la urbe siciliana, Epícides e Hipócrates, que provocaron una auténtica ma- 86 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

tanza, casa por casa, de todos los ciudadanos que defendían los intereses del bando romano; los siracusanos no tenían ninguna duda de que su situación y, sobre todo, sus murallas dionisíacas les proporcionarían una defensa que sería imposible de quebrar por parte de los romanos. La ciudad se defendió al principio con gran éxito, gracias a todos los inventos maquinarios bélicos del más sapiente y conspicuo de sus ciudadanos, el matemático y despistado Arquímedes, Roma pretendió expugnar la ciudad por medio de la rendición por hambre y agotamiento. Carthago envió su ejército al mando de Himilcón, que capturó Agri- gento, la en ese instante segunda ciudad en categoría e importancia de la isla. M. Claudio Marcelo actuó con furia y domeñó a las urbes rebeldes con tanta brutalidad, como en Henna, que el efecto en la isla fue el contrario a lo pre- tendido, ya que la sublevación se extendió a toda la isla y los romanos debieron incrementar hasta cuatro el número de legiones. Durante todo el año 212 a. C., las legiones romanas se dedicaron a presionar a Siracusa por todos los lados, las fuerzas navales y terrestres enviadas por Carthago se rebelaron incapaces para romper el cerco, ya que una epidemia diezmó los efectivos púnicos, que debieron abandonar la urbe a su propia suerte, en 211 a. C., Siracusa caía en manos romanas. Arquímedes, como sabio distraído que era, estaba absorto en la resolución de un problema geométrico, con su ábaco, distraído del ruido y del furor del saqueo de su ciudad, cuando murió a manos de un soldado ro- mano que no lo reconoció. Todavía los romanos consiguieron otra victoria sobre los cartagineses en las llanuras de Hímera. En 210 a. C., caía Agrigento por la acción bélica de P. Valerio Levino y se cerraba definitivamente la re- sistencia insular siciliana contra Roma.

LA GUERRA EN EL ADRIÁTICO. EL REY FILIPO V DE MACEDONIA Y SU TRATADO CON ANÍBAL «Iurare iussit numquam me in amicitia cum romanis fore.» (Polibio. Ju- ramento de Aníbal a los nueve años de edad, antes de ir a Hispania con su padre Amílcar Barca). Hacia el año 215 a. C. y durante diez años, los romanos van a chocar directamente, aunque de modo y manera intrascendente, con la todavía po- derosa maquinaria bélica macedónica. El rey de la otrora patria originaria de Alejandro Magno es un curiosísimo personaje que se llama Filipo V, tratará siempre de hacer honor al nombre del taimado antepasado que, desde Pella, había engendrado, con la reina Olimpia, a Alejandro el Grande y además, y BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 87 sobre todo, tejido todo el entramado político, para que el resto de Grecia es- tuviese bajo la égida y el poder de aquella monarquía del norte, Macedonia, extraña mixtificación étnica despreciada por el resto de los helenos con el apelativo de bárbaros. Filipo V observó con fruición las dificultades a que Aníbal estaba sometiendo al Estado romano y pensó que era la ocasión para ocupar el protectorado romano, manu militari, de Illiria. Se aproximó políticamente a Aníbal y concluyó un pacto con él, donde se estipulaba el apoyo formal a los cartagineses, militarmente, contra Roma a cambio de una garantía diplomática sobre la Illiria; Roma conoció por un venturoso golpe de fortuna el texto del tratado y actuó en consecuencia, enviando al pretor, Levino, con 50 naves a vigilar el canal de Otranto. Roma contraatacó acer- cándose, políticamente, a los enemigos del rey de Macedonia, creándole a Filipo V un más que serio contratiempo que le obligó a renunciar a sus apetencias sobre Illiria. «Los cartagineses serán enemigos de los que hagan la guerra al rey Filipo, a excepción de los reyes, las ciudades y los linajes con los cuales tengamos juramento de amistad. Vosotros, los macedonios, se- réis también aliados en esta guerra contra los romanos, hasta que los dioses nos cedan a todos la victoria. Nos ayudaréis como convenga, en la forma que acordemos. Y si los dioses hacen que esta guerra que hacemos todos contra Roma y sus aliados la acabemos con buen éxito y ellos buscan nuestra amistad, accederemos, pero de manera que esta amistad valga también para vosotros, y así no les sea nunca lícito declararos la guerra, ni dominar Cor- cira, ni Apolonia, ni Epidauro, ni Pharos, ni Dimale, ni Partino, ni Atintania. Restituirán a Demetrio de Faros sus amigos que ahora se encuentran en poder de los romanos. Y así éstos os declaran la guerra, o nos la declaran a nosotros, nos ayudaremos mutuamente, según precisemos unos y otros. Y también si la declaran a terceros, a excepción de aquellos reyes, ciudades o linajes con los cuales tengamos juramentos de amistad. Y si nos parece ne- cesario añadir o suprimir algo de este juramento, lo suprimiremos o añadi- remos según parezca bien a las dos partes» (Tratado entre Aníbal Barca y Fi- lipo V de Macedonia, realizado en el año 215 a. C. en el Bruttium, presidía la embajada macedónica Jenófanes. Polibio). «El acuerdo entre Aníbal de Cartago y Filipo V de Macedonia es el único documento contemporáneo que permite concluir sobre las metas po- líticas de Aníbal Barca. No se pretende borrar a Roma del mapa político, la potencia del Lacio, por el contrario, no pagaría lustros después a los púnicos con la misma moneda y planificaría su destrucción absoluta borrándolos de la faz de la tierra. Aníbal pretende evitar la prepotencia romana en el Me- 88 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

diterráneo occidental, tienen un recuerdo más que próximo del resultado de la soberbia romana, verbigracia en la incautación artera de Sicilia y el rapto con rapiña de Cerdeña. No pretende el Bárcida la construcción de un todo- poderoso Imperio cartaginés que anulara la existencia política de sus ri- vales; la propuesta cartaginesa es la del sistema de soberanía compartida entre estados más o menos comparables. Se intenta plasmar un sistema que remede al helenístico en el oriente del Mare Nostrum, donde las monarquías recor- tadas y desgajadas del ubérrimo tronco imperial del macedonio, Alejandro el Grande, Siria, Macedonia, Egipto, se contrarrestan entre sí e impiden la formación de un estado hegemónico que las pueda subyugar. Las concep- ciones de Aníbal el Grande son pragmáticas y tienen una clara visión del fu- turo, a la par que un análisis realista sobre los recursos cartagineses y los de los romanos.» (S. Lancel). A finales de 212 a. C., fructificaron las negociaciones de Levino con las ciudades de la Liga Etolia, que se comprometieron a atacar a Filipo V por tierra, mientras Roma se encargaría de la cuestión bélica en el mar, el botín sería repartido a partes iguales, la riqueza macedónica despertó la usura de todos los contendientes, que se vieron envueltos en una guerra brutal con dos partidos: promacedónicos (la Liga Aquea, beocios, eubeos, focidios, te- salios y epirotas) y antimacedónicos (Pérgamo, Mesenia, Esparta, Eleos), los romanos, organizado el conflicto, se fueron poco a poco apartando hasta que dejó a los etolios frente a los macedonios, que como vencedores pactaron, con Roma, la paz de Phoiniké, 205 a. C., para que los romanos tuvieran las manos libres y poderse preparar para el asalto definitivo contra Cartago, cediendo parte de Illiria a la dependencia macedónica, en ningún momento hubo ejércitos ma- cedónicos apoyando a Aníbal Barca, ni éste envió contingentes africanos para ayudar en las múltiples cuitas del reino de Filipo V, en román paladino, el tra- tado entre Aníbal y Filipo V fue papel mojado y fuegos de artificio para in- crementar el terror romano hacia las continuas añagazas del Bárcida.

LA GUERRA EN HISPANIA. PUBLIO CORNELIO ESCIPIÓN AFRICANO ENTRA EN LA LID. BATALLA DE BAÉCULA-SANTO TOMÉ (JAÉN) «Hispania non quam Italia modo, sed quam ulla pars terrarum bello re- parando aptior erat, locorum hominumque ingeniis» (más que Italia y que cualquier país de la Tierra, es «Hispania» a propósito para hacer insistente- mente la guerra, dada la forma del terreno y el carácter de sus habitantes). BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 89

«Los hispanos, cuando no tienen enemigo exterior, lo buscan en casa.» Roma, que contaba con buenos estrategas y, sobre todo, una gran cantidad de hombres para los reemplazos múltiples de sus ejércitos, llegó a la con- vicción de que derrotar a Aníbal no sería empresa fácil en Italia, si antes no se acababa con las fuerzas vivas que alimentaban su retaguardia, y en His- pania estaba el patrimonio en que los Bárcidas se habían fijado siempre para enaltecer a Cartago y su dinastía. El primer encuentro romano-cartaginés tuvo lugar en Cesse, la posterior imperial Tarraco y aquí Gneo Escipión tuvo un enfrentamiento bélico con Hannón, el sobrino de Aníbal e hijo de su cuñado Bomílcar, encargado de la defensa de la zona, que fue derrotado y los ro- manos se apoderaron del importante botín que Aníbal y sus soldados le ha- bían confiado antes de adentrarse en las cumbres pirenaicas, las cuales desde los Alpes les conducirían a Italia; la derrota púnica sirvió, a la par, para que los romanos consiguieran una buena base donde centralizarían toda su actuación en Iberia, primigeniamente debería ser la diplomacia, en la que Aníbal había demostrado ser un maestro, la que guiaría los pasos de los ro- manos para ganarse la turbamulta de tribus y etnias, primarias y belicosas en su comportamiento social y de relación entre individuos; todo debería ser combinado con la fuerza y el primer experimento se realizó con la entidad tribal más importante allende el río Ebro, y además aliados de Aníbal Barca, los ilergetes. Las cosas fueron regular pero por lo menos comenzaron a in- corporar indígenas hispanos a sus cuadros legionarios auxiliares, ya que gran parte de los contingentes militares de los africanos, a los que se en- frentaban, eran, como es público y notorio tropas mercenarias. La escaramuza contra Asdrúbal Barca, en la desembocadura del Ebro, también fue favorable a los romanos. La llegada de P. Cornelio Escipión como procónsul revitalizó el frente hispano, a esto se unió que los cartagineses empezaron a tener problemas con los turdetanos, los refuerzos hispanos para Aníbal en Italia debieron ser utilizados para sofocar la revuelta en el meridión ibérico, incluso tropas de refresco llegaron desde África, Cartago seguía dando a His- pania y su dominio una importancia prioritaria. Asdrúbal Barca, conseguida la pacificación, comenzó a marchar hacia el Ebro para seguir el camino de Aníbal y llegar a Italia, los Escipiones le salieron al paso y en una batalla campal en toda regla lo derrotaron (año 215 a. C.). La diplomacia de Roma se dirigió entonces hacia la Sierra Morena, donde las fórmulas uti- lizadas en la explotación de las minas habían creado bastante malestar; Ili- turgi se pasó al bando de los romanos. 90 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

De nuevo la Balanza de Cartago desvió nuevos efectivos a Iberia, que deberían ser esenciales para el gran Aníbal en Italia. Los romanos recon- quistaron Sagunto (212 a. C.). Por fin, parece que en el año 211 a. C. las des- dichadas cosechas de derrotas púnicas en Iberia están comenzando a cam- biar, Gneo y Publio Cornelio Escipión son vencidos y destruidos por los her- manos Asdrúbal y Magón Barca, con el concurso de otro general carta- ginés, Asdrúbal Giscón; los romanos se retiraron al otro lado del Ebro a la espera de refuerzos, que efectivamente llegaron pero mandados por otro con- temporizador, G. Claudio Nerón. En el año 210 a. C. es elegido caudillo de las fuerzas peninsulares, en circunstancias bastante espurias, el joven Publio Cornelio Escipión, a pesar de que la historiografía prorromana ha pretendido adornarle con excesivas muestras de fantasía y admiración, no es una figura providencial en el momento, sino un personaje magnífico de la oligarquía senatorial: brillante y temprana carrera, indudables dotes militares y políticas, abierto siempre a la comprensión del pensamiento del oriente, aunque im- buido del orgullo educacional de ser y sentirse romano, inteligente y hábil en grado sumo, consiguió explotar el carisma personal adquirido tras la de- rrota de Aníbal en Zama y todo junto le concedió presupuesto bastante para emprender una meteórica carrera militar. En 213 a. C., Escipión Africano había conseguido en el estricto cursus honorum la magistratura de los ediles, por voto popular, con un imperium de rango proconsular para llevar la di- rección de la guerra en Hispania, estuvo apoyado por su facción política y la habitual clientela de su familia; como propraetor se le colocó a M. Junio Silano. Tenía entonces unos 25 años, pero desde que había tomado la toga viril había participado en casi todas las grandes batallas contra el Barca e in- cluso en el río Tesino había salvado a su padre de la muerte. En el campo de batalla, se había ido familiarizando con la táctica y maniobras del strate-gós púnico, no comenzaba ninguna actividad sin recogerse primero en el Capitolio para impetrar la ayuda de los dioses, este modo de comportarse recordaba a los romanos el estilo taumatúrgico del rey Numa Pompilio; dejó creer que había sido engendrado por una serpiente monstruosa apare- cida en el lecho de su madre. Desde Ampurias, 210 a. C., comenzó a fortificar las posiciones al norte del Ebro, los cartagineses divididos en tres cuerpos de ejército comenzaron los preparativos para plantarle cara, pero en una acción relámpago con- junta, terrestre y marítima, consolidó su situación hasta tal punto que con- siguió la conquista de Cartago Nova (209 a. C.), lo que le proporcionó un rico botín, material de guerra sin medida y 300 rehenes que los africanos BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 91 mantenían en la ciudad como garantía de fidelidad de los indígenas, in- cluso los régulos ilergetes Indíbil y Mandonio firmaron, de forma transitoria, junto con los edetanos, pactos de amistad con los romanos. El poder carta- ginés en Iberia se estaba empezando a desmoronar como un castillo de naipes, sólo había que empujarlo y de esto se va a encargar Escipión Afri- cano con la batalla de Baecula (no en Bailén, como se presumía, sino en Santo Tomé, según A. Ruiz, J. P. Pellón y F. Gómez del «Proyecto Baecula» de la Univ. de Jaén), que ganó sin ningún género de dudas, los hispanos le ofrecieron el título de rey, pero prefirió el romano de imperator. Los púnicos se replantearon la política militar hispánica: mientras Asdrúbal Barca, bur- lando la vigilancia de los romanos, se dirigiría a Italia en una odisea seme- jante a la de Aníbal, atravesaría los Alpes (208-207 a. C.) y se presentaría en la Galia Cisalpina; Magón Barca se dirigiría a las Baleares para conse- guir mercenarios; Asdrúbal Giscón, partidario de reorganizar las fuerzas y conseguir recursos para plantar cara de nuevo y con efectividad a Escipión Africano, aceptó la solución de compromiso de retirarse a la Lusitania para reclutar soldados entre aquellas tribus montaraces y valerosas que estaban acostumbradas a vencer la orografía, con sus rebaños ovejeros, y la clima- tología, tan ásperas como su vivir cotidiano. La nueva táctica tampoco, por incompleta y enfrentada, tuvo el buen resultado apetecido por los púnicos, todo se resolvería ante Gades, la última base fundacional fenicia en Iberia; la batalla que decidió la suerte de Hispania en la segunda guerra romano-pú- nica se celebró en Ilipa (cerca de Hispalis-Sevilla), 207 a. C.; previamente el propraetor M. Junio Silano dispersó a los aliados celtíberos e incluso apresó a Magón Barca; no obstante, el general Hannón, recién llegado de Carthago, y Giscón plantaron cara a Escipión y fueron derrotados amplia- mente, Asdrúbal Giscón a duras penas pudo refugiarse en Cartago Nova. Escipión se dirigió, 206 a. C., a África, para atraerse al númida Syfax al campo romano, quizás en previsión de un futuro desembarco en el propio corazón africano. Paralelamente, se pacificó la parte hispánica que había sido el Imperio bárcida en Iberia, incluso con la brutalidad que relatan las cró- nicas, ejemplo prístino fue Cástulo, reprimida hasta la ignominia. Los iler- getes, Indíbil y Mandonio, fueron derrotados, aunque en este caso la urgencia del regreso de Escipión a Roma impidió la represión que hubiera significado la continuación de la guerra y utilizar grandes efectivos, cuyo teatro de ac- tuación más necesario estaba en Italia; se aceptó la sumisión de los vencidos y sólo se les impuso una contribución pecuniaria, a la par había mantenido 92 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

conversaciones en los alrededores de Gades con otro reyezuelo númida, Massinisa, quien sólo manifestó su adhesión en el momento oportuno. Cuando Magón Barca, que había intentado la reconquista de Cartago Nova con un audaz pero infructuoso golpe de mano, pretendió refugiarse en Gades, la ciudad fenicia le cerró las puertas; así se cerraba el paso de los Bár- cidas por Iberia y su sueño de que Hispania fuera la base del renacimiento cartaginés en el Mediterráneo occidental. «Así, a grandes rasgos, bajo el mando y los auspicios de Publio Escipión, fueron expulsados de Hispania los cartagineses, trece años después de iniciada la guerra y cuatro después de que Publio Escipión se hizo cargo de la provincia y del ejército.»

LA GUERRA EN ÁFRICA. ZAMA. TODO SE HA CONSUMADO «Dicen que pocas veces dejó nadie su patria para ir al destierro tan aba- tido como iba Aníbal cuando abandonó la tierra enemiga; que repetidas veces volvió la vista hacia las costas de Italia, y que, acusando a los dioses y a los hombres, echó maldiciones sobre sí mismo y su propia cabeza por no haber conducido sus tropas a Roma cuando aún estaban cubiertas de sangre por la victoria de Cannas...» (Tito Livio). En el otoño del año 206 a. C., Es- cipión volvió a Roma para conseguir el consulado que le permitiera asestar a Carthago la estocada final en África, en esto seguía la política heredada de su familia y de la oligarquía senatorial anticartaginesa visceral que pre- tendía llevar la guerra a África, siguiendo el modelo que Aníbal había pri- migeniamente patentado con su llegada a Italia para derrotar al enemigo en sus propios lares. Fue elegido en olor de multitud con P. Licinio Craso como colega y pontifex maximus, lo que le obligaba a éste a permanecer en Italia por motivos jurídico-religiosos insoslayables. El Senado otorgó Sicilia a Escipión para desde allí preparar la expedición a África, el reclutamiento se realizó mayoritariamente con hombres provenientes de su amplia red de clientes políticos y personales. A finales de 205 a. C., se hallaba listo para la empresa africana. Aníbal se encontraba en el Bruttium, entre Locroi y Crotona, vigilado solamente y hostigado por prácticas de pillaje por los romanos, a pesar de que el caudillo cartaginés todavía tenía las esperanzas, cada vez más mer- madas, de recibir refuerzos; Asdrúbal Barca había muerto en el Metauro, Magón Barca era incapaz desde Liguria de penetrar en la Italia central, un convoy enviado desde Cartago para reforzar a Magón había sido destruido en las costas de Cerdeña. La caída de Locroi recayó en un lugarteniente, A. BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 93

Pleminio, que saqueó el templo de Perséfone, asesinó a dos tribunos y rea- lizó otros múltiples desmanes; la facción contraria a Escipión intrigó para destituirlo, pero con su habitual mano izquierda consiguió sustraerse a las acusaciones y fue prorrogado en su mando, como procónsul. Aníbal Barca, reducido exclusivamente a su último refugio en Crotona, fue cuando redactó, en el templo de Hera Lacinia, una estela o inscripción en púnico y griego con el relato de su aventura en Italia. Las intenciones de Aníbal, con esta resis- tencia ya inútil, permanecen en la más absoluta de las oscuridades. Escipión dirigió entonces su estrategia a la desestabilización de los aliados seculares de los cartagineses y que le habían aportado durante lus- tros lo más granado de su caballería, la susodicha procedía de Numidia, di- vidida esta en dos territorios: el oriental de los maessyli estaba acaudillado por el rey Gaia, al que sucedió su hijo Massinisa, y el occidental de los mas- saesyli, cuyo caudillo era Syfax. Las relaciones con la metrópoli púnica estaban sujetas a constantes cambios, desde la colaboración más absoluta hasta el enfrentamiento más sangriento, entre sí los dos países númidas ri- valizaban con violencia muchas veces. En el inicio, Massinisa apoyó a Car- tago; Syfax, por el contrario, aprovechando la situación bélica en que se encontraba Cartago, reafirmaba la independencia absoluta de los pueblos bajo su dominio, Cartago le reconoció esta situación, que Syfax aprovechó para apoderarse de buena parte del territorio de los maessyli, expulsando de paso al pretendiente Massinisa. Cartago casó a Safonbaal («aquélla que Baal ha protegido»), hija hermosísima de Asdrúbal Giscón con Syfax; era joven, instruida, bella, con encanto y gracia, lo tenía todo para seducir a un hombre y retenerlo. Cuando en 203 a. C. Massinisa conquistó el palacio de Cirte, se enamoró de ella, «amore captivae victor captus», hasta tal punto que la hizo matar con veneno antes que entregarla a Escipión, con el consentimiento de ella misma, que prefirió la muerte antes que una vida en cautividad en el campo de los enemigos mortales de su patria cartaginesa, curiosamente, su estancia en la galería de las mujeres preclaras, a lo largo de la historia, se de- berá a un historiador enemigo, Tito Livio. En la primavera de 204 a. C., Escipión, como procónsul de África, parte por fin con un conglomerado militar de 25.000 hombres y 40 navíos. El desembarco se produjo en el hinterland de la segunda ciudad fenicia en importancia en la zona, Útica, donde el romano fue absolutamente incapaz de poderla tomar; para ir minando la resistencia de la casi inexpugnable Car- tago, Escipión comenzó por arrasar la fértil llanura del Bagradas. Syfax in- 94 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

tentó ganar tiempo, realizando un acercamiento entre P. Cornelio Escipión Africano y Asdrúbal Giscón, se aceptó el statu quo, pero el subsiguiente ar- misticio fue frenado, porque los cartagineses llegaron a la convicción de que el romano no tenía ninguna intención de respetarlo y lo único que quería era ganar tiempo para la obtención de la victoria definitiva. De forma absolu- tamente sorpresiva y con dos frentes, Escipión atacó los acuartelamientos car- tagineses, mientras Massinisa incendiaba el campamento de Syfax; el nuevo incumplimiento de un tratado por parte de los romanos le costó a Cartago 40.000 hombres y Escipión quedó dueño absoluto del hinterland de Útica. El encuentro decisivo tuvo lugar en los Campi Magni, «las Grandes Lla- nuras», y en él perdió Cartago la última posibilidad de poder apoyarse en los recursos militares de la otrora todopoderosa caballería númida. Lelio y Massinisa hicieron prisionero a Syfax. Túnez fue cercada y el Senado car- taginés inició las negociaciones de paz, reforzando los muros de la urbe y reclamando la vuelta de Aníbal y Magón Barca desde Italia. Los Bárcidas desembarcaron en Leptis Minor; Magón ya era cadáver al no haberse recu- perado en la travesía de las heridas padecidas en Liguria, Aníbal llegó hasta Hadrumeto, donde montó sus cuarteles de invierno. En la costa Byzacena tenía su familia propiedades y clientes y su seguridad personal estaba ga- rantizada. Aníbal no se sentía un africano en ese momento, su ciudad le era extraña, ya que era un niño cuando la había abandonado con su padre para marchar hasta Iberia, la Balanza estaba dominada por la facción rival de su familia, era la del viejo general Hannón el Grande; Aníbal Barca lo consi- deraba el verdadero responsable de su fracaso en Italia, su envidia, su cobardía y sus campañas de denigración habían domeñado la Balanza car- taginesa durante todo el tiempo que Aníbal Barca había protagonizado la se- gunda guerra púnica. «[...] Al preguntarle el Africano a Aníbal Barca quién había sido, en su opinión, el más grande de los generales, respondió que Alejandro, el rey de los macedonios, porque con un puñado de hombres había derrotado a ejér- citos incalculablemente numerosos, y porque había recorrido regiones re- motísimas que el hombre no tenía esperanzas de visitar. Cuando a conti- nuación le preguntó a quién ponía en segundo lugar, dijo que Pirro, el rey del Epiro, que había sido el primero en enseñar el arte de emplazar un cam- pamento, aparte de que nadie lo había superado en la habilidad para elegir el terreno y organizar una defensa; además, había demostrado tal arte para atraerse a la gente, que los pueblos de Italia preferían el imperio de un rey BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 95 extranjero al del pueblo romano, tanto tiempo a la cabeza de aquel país. Le siguió preguntando a quién consideraba el tercero, y dijo que sin lugar a dudas a él mismo. Entonces, Escipión rompió a reír y añadió: «¿Qué dirías si me hubieras vencido?» «En ese caso, la verdad», replicó, «me pondría de- lante de Alejandro y de Pirro y de cualquier otro general del pasado y del pre- sente» (Entrevista en Éfeso entre Aníbal y Escipión. Tito Livio). La paz no tuvo efecto, ya que en la primavera de 202 a. C., los carta- gineses, con carencias más que importantes de comida, consiguieron hacerse con unas naves romanas que el temporal había embarrancado en el cabo Bon, para a continuación asesinar a los embajadores enviados por Escipión para exigir una explicación sobre los hechos, todo esto puso broche dramático a la situación, visiblemente anhelada por la facción anti-romana y belicista del Senado púnico. Aníbal abandonó pues, sus cuarteles de invierno y, de nuevo, sacrificó sus deseos en pos del engrandecimiento y auxilio de su patria que tan ingrata era con los Bárcidas, se dirigió hacia el oeste para establecer su campamento a cinco días de marcha, cerca de Zama, sin poder impedir la conjunción de los ejércitos de Escipión y de Massinisa y a la par no conse- guir los refuerzos prometidos por el hijo de Syfax, Vermina. Ya están frente a frente, romanos y cartagineses, Aníbal todavía hace un definitivo intento para evitar el fatal y previsible desenlace de la batalla, mediante una entre- vista personal con Escipión, todas las fuentes romanas lo resaltan con dra- matismo. Aníbal se mostró dispuesto a renunciar a todas las posesiones te- rritoriales cartaginesas fuera de África y a todo intento de reconquistarlas, para salvar la flota de guerra africana. Escipión, que deseaba la victoria total, rehusó y la batalla se produjo, los romanos eran, en esta ocasión, muy superiores, sobre todo por la elasticidad de la disposición de su ejército. «Hizo todo lo que pudo para obtener la victoria. Si fracasó, debemos ser com- prensivos con él; hasta ahora no había conocido la derrota. Hay ocasiones en que la fortuna y el azar se oponen a los intereses de hombres valientes.» Veinte mil soldados cartagineses quedaron sobre el campo de batalla y otros tantos fueron hechos prisioneros; era octubre de 202 a. C., Aníbal Barca había dispuesto para esta batalla de una infantería algo superior a la romana, 50.000 hombres, pero más inexperta, salvo en el contingente de sus veteranos de Italia, su caballería, que tantos momentos de gloria le había pro- ducido, era inferior a los númidas del rey Massinisa, ahora en el bando de los romanos, Aníbal había encontrado 80 elefantes en Cartago que fueron pre- cipitándose por los pasillos abiertos por las alas de la caballería de Lelio y 96 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Massinisa, sin crear grandes quebrantos ni pérdidas en el ejército romano. Fue una masacre y una desbandada. Aníbal, con una débil escolta de caba- llería, huyó sin tregua hasta llegar a Hadrumeto. La Balanza de Cartago se apresuró a pedir la paz.

TRATADO DE PAZ. ¡VAE VICTIS! SUFETADO DE ANÍBAL BARCA EN CARTAGO «Curiosamente, somos sensibles a las calamidades públicas en la me- dida en que repercuten en nuestros intereses particulares, y en cuanto a éstos, nada nos escuece más que el perder dinero. Por eso, mientras se le arrancaban los despojos de guerra a Cartago, derrotada, nadie se quejó a pesar de ver cómo quedaba ahora desasistida, inerme y despojada en medio de tantos pueblos armados de África. Ahora es preciso pagar el tributo con di- nero privado, lloráis a coro como si fueran los funerales del país. ¡Mucho me temo que bien pronto os deis cuenta de que hoy habéis derramado lágrimas por un problema sin la menor importancia!» Así les habló Aníbal a los car- tagineses.» Las negociaciones tuvieron lugar en Túnez y las condiciones ro- manas se endurecieron en lo político y en lo económico: «el territorio afri- cano de Cartago se devolvía a los límites anteriores a la primera guerra pú- nica, con expresa prohibición de sobrepasarlos; renuncia a cualquier ac- ción política, no sólo en el ámbito del Mediterráneo, incluido el reclutamiento de mercenarios, sino en la propia África, en donde, llegado el caso de un con- flicto, sería previa la consulta a Roma; las contribuciones de guerra se ele- vaban a diez mil talentos, a pagar en 50 años, garantizados con la entrega de cien rehenes escogidos por el propio Escipión» (Tito Livio). El procónsul romano tampoco pensó nunca en la destrucción de Car- tago. En el Senado romano ya se había constituido un partido anticarta- ginés que pretendía, como poco, contener las apetencias púnicas y confinar al enemigo a su territorio africano, hasta las denominadas Fossae Punicae, tuvo, además, que entregar sus elefantes y comprometerse a no adquirir ninguno más, abandonar sus naves largas, es decir, las militares, salvo diez. La flota cartaginesa fue llevada a alta mar e incendiada ante los ojos de todo el mundo. Aníbal se mantuvo durante algún tiempo como strate-gós en el im- perium del ejército cartaginés. Puso a sus veteranos a trabajar como agri- cultores, plantando olivos en Byzacena. Escipión regresó a Roma, para recibir un triunfo delirante y el sobre- nombre de Africano. Los romanos son, a partir de este momento, los que de- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 97 ciden todo lo que se puede o no hacer en el Mare Nostrum; sus horizontes ya traspasan el ámbito, verbigracia en Hispania, de su antigua enemiga Cartago, la dinámica del nuevo desarrollo social romano hacia un imperia- lismo sin mesura no hubiera sido posible sin las confrontaciones bélicas contra los cartagineses, para los comportamientos romanos, el imperialismo se podría relativizar en la disposición consciente y con programa del Estado romano hacia una política expansiva que tiene como consecuencia la do- minación, hegemónica, de grupos humanos, etnias, pueblos, ciudades y es- tados con sus territorios, sometidos a la par que sus instituciones, que hasta ese instante de la colisión de intereses con Roma, les regían en todas sus re- laciones sociales. Roma tiene clara cuál debe ser su tendencia, que va ine- quívocamente hacia la dominación universal. Su concepto de hegemonía es- triba en plasmar su posición política y su status en la dirección, indubitable, de dirigir todo tipo de estructuras y sistemas de estados o ligas por medio de la influencia dominadora de otros estados de la liga. En este caso no se pretende la incorporación de territorios al dominio geográfico romano, aunque el predominio siga existiendo. En el meollo de la cuestión están la mentalidad, actitudes e idiosincrasia de la oligarquía senatorial romana, que pretende conjugar, con enorme dificultad y una gran carga de cinismo, los ideales de nobilitas –suma de dignitas, virtus, gloria– con el pragmatismo de ganar y fortalecer un prestigio social necesario. Los romanos no conocen ni comprenden la noción de equilibrio, ni el sometimiento al juego cambiante de las relaciones diplomáticas que eran tan caras para los estados helenísticos liberados del yugo de la dinastía de Pella, tras el caos macedónico a la muerte del gran Alejandro. Roma basa su tran- quilidad pura y simplemente en la seguridad que le otorga el control o la li- quidación del enemigo, para todo lo que antecede crea una nueva teoría so- ciopolítica que se circunscribe a ahogar económicamente al enemigo como la forma paradigmática de conseguir: botín e indemnizaciones de guerra, tri- butos y extorsiones, explotación de riquezas y, sobre todo, la presión sobre el adversario por grupos financieros y mercantiles. Mientras tanto, Cartago, con el concurso de su agricultura siempre prós- pera y boyante y su actividad marítima y comercial, estaba ya, en 191 a. C., en condiciones plenas de ofrecer al Estado romano la cancelación absoluta de la deuda e incluso de construir y equipar una flota para ponerla a dispo- sición de los propios romanos en su lucha contra Antíoco III el Grande, de- trás del cual estaban los planes de Aníbal Barca, que era el jefe del «alto es- 98 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

tado mayor» del rey de Siria. Pues bien, en este estado de cosas, Aníbal Barca accede, pues, a la máxima categoría política de su patria, el sufetado de 196 a. C., «sufetes, quod velut consulare imperium apud eos erat. Ut enim Romae consules, sic Karthagine quotannis annui bini reges creabantur» (Tito Livio), apoyado, como siempre, en-por la Asamblea del Pueblo. Su pri- mera acción fue convocar a un magistrado de la administración de las fi- nanzas, un quaestor, se negó éste a acudir a la llamada del Bárcida, Aníbal lo hizo arrestar y comparecer ante la Asamblea del Pueblo, que no sólo lo depuso a instancias del sufete Aníbal, sino que votó una ley que establecía que los futuros jueces serían elegidos sólo por un año y sin posibilidad de reelección inmediata. Aníbal pasó, con este acto, por encima de la Balanza, y la casta oligárquica africanista que la dirigía no olvidará esta afrenta. Aníbal siguió presionando a éstos que él consideraba enemigos, que habían vendido a Cartago y que no tenían ningún concepto de patria o estado, más que aquello que les dictaban sus mezquinos deseos económicos. Aníbal Barca, desde el sufetado, quiso que los senadores dieran cuenta de la situación de las finanzas públicas, esta auténtica auditoría sacó a la luz pública las pérdidas del estado cartaginés causadas por la malversación y la rapiña por parte de la oligarquía africanista, Aníbal obligó a los prevaricadores a restituir las cantidades robadas. Emisarios enviados a Roma acusaron al sufete de mantener relaciones secretas con Antíoco III para una nueva con- flagración contra Roma. A pesar de las reservas y críticas de P. Cornelio Es- cipión Africano, el partido anticartaginés, en el Senado de Roma, envió a tres de sus miembros más conspicuos para formular una acusación en toda regla contra Aníbal Barca, ante el propio Senado de Cartago. Era el verano del año 195 a. C., Aníbal había abandonado ya su cargo anual de sufete y ahora era legalmente vulnerable, los romanos deslizaron arteramente rumores sobre que en realidad su llegada a Cartago estribaba en arbitrar sobre el litigio de la ciudad africana contra Massinisa, el Bárcida salió discretamente de Cartago con dos sirvientes. Llegó a Cercina en una nave y luego hasta la madre patria, la urbe de Tiro, de ahí había salido la fundadora de Cartago mil años antes. La Balanza senatorial cartaginesa que domeñaba con mano inmiseri- corde la facción del general Hannón el Grande, carente de la más mínima dignidad, se humilló ante los legados romanos, llegando hasta la abyec- ción, en modo y manera de la confiscación de todos los bienes del Bárcida, declarándolo un exiliado, y arrasando su casa y posesiones. De esta forma, la oligarquía agraria de Cartago premiaba al hombre más brillante de su etnia y que la había hecho brillar con luz propia. «De vuelta a su patria, Aníbal BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 99 fue elegido rey, después de haber sido general durante veinte años. De igual forma, en efecto, que en Roma se dan los cónsules, Cartago elegía cada año dos reyes provistos de poderes anuales. En esta magistratura, Aníbal dio pruebas palpables de la misma capacidad de gestión que había mostrado du- rante la guerra; estableció, por ejemplo, nuevos impuestos para procurarse la plata suficiente con que devolver a los romanos las contribuciones con- venidas y al mismo tiempo conservar el tesoro público. Habiéndose enterado Aníbal de lo que producían los impuestos de tierra y mar y del destino de los fondos, de lo que se invertía en las necesidades generales del Estado pú- nico y lo que desaparecía por las conclusiones, declaró en plena asamblea que exigiendo todas las cantidades que quedaban sin empleo, se evitaría le- vantar un impuesto sobre los particulares y la República tendrá bastantes re- cursos para pagar el impuesto que debía a los romanos. En efecto, cumplió lo prometido; pero entonces todos aquellos que se habían enriquecido durante muchos años con las dilapidaciones se entregaron al furor del resentimiento, como si les despojasen de sus bienes, en vez de arrancarles de las manos el fruto de su latrocinio, y excitaron contra Aníbal a los romanos que, por su parte, solamente deseaban un pretexto para satisfacer su rencor.» (C. Nepote).

PLANES. IDEAS. OBJETIVOS. ÉTICA DE ANÍBAL BARCA. SU MUERTE Aníbal no es un hombre acabado y resignado cuando abandona Cartago, las numerosas actividades y planes estudiados minuciosamente lo acreditan como un personaje lleno de ideas y de dinamismo. En Éfeso se reúne con el rey Antíoco III (otoño de 195 a. C.), descendiente directo de uno de los ge- nerales de Alejandro Magno, Seleuco, cuyo dominio patrimonial abarcaba Siria y gran parte del Asia Menor. Antíoco III mantenía una relación muy tensa con los romanos, y deseaba obtener de Aníbal información fidedigna del potencial militar romano en el Mediterráneo occidental. En la conferencia de Lisimaquea, los romanos le habían exigido la renuncia a algunas ciudades, conquistadas previamente por el seleúcida. Antíoco consideró la injerencia del imperialismo romano como intolerable. Aníbal Barca presenta un plan al rey, de acuerdo con el cual, Antíoco III concedería al Bárcida los recursos ne- cesarios para que al frente de una armada se dirigiera hacia Cartago, con la misión de fomentar la guerra en la retaguardia de Roma. Entre tanto, Antíoco debería ocuparse de iniciar las hostilidades en Grecia y de estar preparado para invadir Italia en el momento más oportuno. Estos planes llegaron al conoci- 100 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

miento de los enemigos de los Bárcidas en Cartago, quienes se apresuraron a utilizarlos en provecho de claros y personales beneficios políticos. Enviaron una delegación a Roma para poner en conocimiento de los ro- manos los planes de Aníbal Barca. De este modo, esperaban tener a los ro- manos de su parte, con la pretensión de obtener como contrapartida apoyos contra Massinisa, cuyas apetencias territoriales, inaceptables siempre para los cartagineses, contaban aún con el apoyo de los romanos. Roma envió dos embajadas, la primera con P. Cornelio Escipión llegó a Cartago para recabar más información e intimidar a los partidarios de los Bárcidas e impedir una plausible toma del poder en la Balanza cartaginesa; la segunda llegó a Éfeso, donde en vez del rey Antíoco III, se encontró inopinadamente al propio Aníbal Barca, los romanos tergiversaron el resultado de este en- cuentro y sembraron la cizaña en las relaciones entre Antíoco III el Grande y Aníbal Barca, el fugitivo de Cartago se encontraba de nuevo en la cuerda floja y en medio de un turbio juego de intrigas manejado por los romanos, tras un intento de aproximación física del Bárcida a Cartago por medio de una pequeña flota con la que había llegado a Cirene, para tantear la opinión de su ciudad, comprendió que había que esperar el momento oportuno, ya que la opinión pública estaba muy dividida. Las tropas seleúcidas fueron derrotadas en las Termópilas (191 a. C.) por el cónsul M. Acilio Glabrion y expulsadas de Grecia. Cartago puso seis barcos a disposición del almirante romano, G. Livio Salinator, para la batalla de Syde, además suministraron cereales a los romanos, también se ofrecen para pagar de una vez por todas las cantidades adeudadas por reparaciones de guerra (un talento correspondería a 28.800.000 pesetas o 173.092 Euros por lo que los diez mil talentos de indemnización del año 201 a. C. equi- valdrían a 288.000 millones de pesetas o 1.730.914.861 Euros). Teniendo en cuenta que la suma era exorbitante, cabe pensar que las reformas fiscales puestas en vigor en Cartago, durante el sufetado de Aníbal, habrían surtido efecto y conseguido además sanear rápida y eficazmente las finanzas de la hacienda cartaginesa. Tras el triunfo romano en Magnesia de Sypilos, donde Aníbal no desempeñó ningún rol, aunque se trataba de una batalla terrestre, en las riberas del río Hermos (189 a. C.), donde murieron 50.000 seleúcidas frente a 400 romanos, ratificado por el tratado de paz de Apamea (188 a. C.), donde Roma exige a Antíoco la entrega de Aníbal, el Bárcida vuelve a con- vertirse en fugitivo, llegando a Gortina, en Creta (189 a. C.). BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 101

«Aníbal llenó varias ánforas de plomo, pero cubrió el borde con una fina capa de oro. En presencia de las autoridades cretenses las llevó al templo de Artemisa, e hizo como si encomendara su fortuna en Fe y Fidelidad. Des- pués de haberles engañado de esta forma, llenó con su oro las estatuas de bronce, que había traído consigo a la isla, y las dejó en el antepatio de la casa donde habitaba como si no tuvieran ningún valor» (C. Nepote); a los cre- tenses se les tenía en la antigüedad por amantes de lo ajeno y algo ladinos, mientras que los romanos atribuían a Aníbal fama de codicioso. La in- fluencia romana le obliga a huir nuevamente, en este caso se dirige a Ar- menia, donde el rey Artaxias le encarga de la superintendencia de todas las obras públicas del reino, lo que implica la construcción de la nueva ciudad residencial del monarca. Aníbal diseña todo el complejo, planos incluidos, demostrando que todas las facetas de la vida estaban dentro de sus posibi- lidades intelectuales y de plasmación. Preocupado por el incremento del influjo de Roma en todo el Asia Menor, decide buscar un refugio más adecuado, y lo encuentra en la corte de Prusias de Bitinia. Enemistado el rey con los romanos por el partidismo de la república del Lacio hacia el rey de Pérgamo, enemigo de Prusias, aquí Aníbal realiza los planos de la ciudad de Prusa, convertida en la nueva residencia real el año 184 a. C. La llegada del legado romano, Tito Quinctio Flaminino a Bitinia, 183 a. C., para con la disculpa de arbitrar, en el secular conflicto entre Pérgamo y Bitinia, no dejar escapar esta ocasión para ajustar las cuentas al mayor adversario de Roma. «Aún este pájaro, demasiado viejo para volar, y que había perdido las plumas de la cola era capaz de man- tener vivo el temor y el odio de la omnipotente Roma» (Plutarco). Aníbal debe, finalmente, asumir el implacable y amargo destino que le estaba reservado y al que estaba condenado por la imposición de Roma. Marcado por la impotencia y la resignación forzosas, no vio otra salida a la situación límite en la que se encontraba que la del suicidio; bebió unos polvos ponzoñosos que ocultaba dentro del sello de hierro de los Bárcidas, el rey Prusias de Bitinia lo hizo sepultar en una cista de piedra con tres gradas junto a Libisa, en el camino de Nicea. Era el mes de junio del año 183 a. C; tenía 64 años. «Queremos liberar al pueblo romano de una gran preo- cupación, ya que cree haber esperado demasiado tiempo en consumar la muerte de un hombre viejo. Tito Quinctio Flaminino no logrará su gran- dioso y memorable triunfo sobre un hombre desarmado y traicionado. Este día demostrará cómo han cambiado las costumbres del pueblo romano. Los 102 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

antiguos romanos advirtieron al rey Pirro, un enemigo armado que se en- contraba en Italia con su ejército, que se cuidara del veneno. Ahora han en- viado a un ex-cónsul como emisario para obligar al rey Prusias de Bitinia a que asesine a su huésped, rompiendo así las leyes divinas de la hospita- lidad» (Tito Livio). Los historiadores prorromanos convirtieron a Aníbal en un demonio, para justificar jurídicamente a Roma, pero en sus tratados no aparece ni un solo ejemplo del carácter cruel y traicionero que le atribuyen al Bárcida. De- jando al margen la absoluta inhumanidad de todas las guerras, mutatis mu- tandis, las formas bélicas de Aníbal eran humanitarias, valga la expresión y salvando épocas, hechos y voluntades, se dirigía casi exclusivamente contra objetivos militares, y en muy contadas ocasiones utilizó el terror o la de- vastación para alcanzar objetivos tácticos, estas fórmulas sí formaban parte de la estrategia militar romana. El fin de la guerra estaba motivado por el deseo ineluctable de la expansión romana y la conservación o autodefensa púnica. Cartago no tocó durante siglos las lenguas, costumbres e instituciones autónomas de los pueblos derrotados, que nunca ocupaba realmente (a ex- cepción de los territorios limítrofes de su hinterland africano, ya que para comenzar hacían falta siempre personas con las que comerciar). A excepción de algunas tropas coloniales en Sicilia, Cerdeña e Hispania y de cuerpos mi- litares de vigilancia, Cartago no mantenía ningún ejército permanente; cuando sus intereses comerciales se veían amenazados, los cartagineses re- clutaban mercenarios por un periodo de tiempo limitado, siempre con los ciu- dadanos en los cuadros medios y superiores del ejército. Aníbal Barca tenía claro que la guerra se decidiría en Italia, pero la Balanza senatorial africana agraria envió sus refuerzos militares, para máximos esfuerzos bélicos a re- giones donde estaban las provisiones de sus intereses comerciales. Proba- blemente, los púnicos siempre se preguntaron qué harían con sus ejércitos, fieles constantemente a su caudillo, Aníbal Barca, y no a la metrópoli. En la actualidad, más que quizá aquel talante excepcional de general o de estratega genial, se valora a Aníbal Barca, sobre todo, por la poliva- lencia de una experiencia humana, donde se superponen, en el breve lapso de una vida, todas las características tan ricas y dispares del Mediterráneo de la antigüedad. Su conocimiento de las sociedades y cultura hispánicas, sobre todo en sus regiones ibéricas, su acercamiento curioso al mundo celta en la Galia cisalpina y por fin, y sobre todo, la fuerte atracción que ejercieron sobre su deseo de aprender los países de Campania y el Samnio y las ri- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 103 quísimas ciudades de la Magna Grecia y más adelante el oriente helenístico, todo lo que antecede jamás borraría su sentido de pertenecer a la cultura fe- nicia, ni de la fidelidad que debía a su patria cartaginesa, Aníbal reunía en su persona el sentido de lo universal del momento, de él dijo Napoleón I Bo- naparte, ya en Santa Elena: «Este hombre, el más audaz de todos, el más sor- prendente tal vez, tan intrépido, tan seguro, tan generoso en todas sus cosas; que a sus 26 años concibe lo que apenas es concebible; realiza lo que debía considerarse imposible, un hombre que, renunciando a toda comunicación con su país, recorre pueblos enemigos o desconocidos a los que hay que atacar y vencer, atraviesa unos Pirineos y unos Alpes que se creían insupe- rables, y llega a Italia pagando con la mitad de su ejército la única adquisi- ción de su campo de batalla, el solo derecho de combatir; un hombre que ocupa, recorre y gobierna aquella Italia durante 16 años, que estará varias veces a un paso de sentenciar a la terrible y temida Roma, y que sólo suelta su presa cuando ésta aprovecha la lección que él mismo le había enseñado de enfrentarse a él en su propio terreno.»

«DELENDA EST CARTAGO». CATÓN EL CENSOR «En una fecha que se sitúa entre los años 153 o 152 a. C., llegó a Car- tago una de aquellas embajadas romanas que venían de vez en cuando a in- formarse de la situación o a arbitrar conflictos entre los cartagineses y sus vecinos númidas. De esa embajada formaba parte el viejo Catón el Censor, que tenía entonces 81 años, y que era todavía en el Senado de Roma el ac- tivo jefe de filas de los partidarios de una guerra profiláctica contra la me- trópoli púnica, durante su misión, Catón y los demás embajadores romanos, quedaron sorprendidos por los aires de prosperidad de Carthago y de los campos cerealísticos vecinos. Catón habría encontrado a la ciudad africana llena de toda clase de armas y rebosante de preparativos bélicos; habría visto incluso material suficiente para levantar una flota. Habría sido a la vuelta de esta embajada cuando en cada sesión del Senado, y hasta su muerte en 150 a. C., Catón el Censor habría repetido hasta la saciedad y como una letanía, la fórmula que marcaba el inicio de cada una de sus in- tervenciones, fuera o no relevante para el tema tratado: «Praeterea censo Carthaginem esse delendam» («opino que hay que destruir Cartago»). Y se conoce la anécdota trágica, según la cual, para materializar lo que sentía como una amenaza constante, habría llevado un día a la curia un higo, su- 104 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

puestamente fresco, cogido en Cartago tres días antes, para añadir: «¡Pues sí, tenemos un enemigo tan cerca de nuestras murallas!» (S. Lancel).

LA SOLUCIÓN FINAL SOBRE QART HADASHT «Homines bellicosos populi Romani inimicos.» «Decidir, para asegurar la dominación de su patria, apartar una amenaza que pesaba sobre ella y subyugar a una ciudad que tan frecuentemente le había disputado la supremacía que, llegado el momento, podría disputársela de nuevo» (Polibio). Alrededor de 151 a. C., el partido popular, que había apoyado siempre a los Bárcidas, subió al poder en el gobierno de Cartago, eran más proclives a parar los pies a los constantes desafueros de la senilidad de Massinisa. Como primera medida, se expulsó de la ciudad a los elementos pronúmidas, el rey de Numidia exigió, por medio de una embajada, encabezada por sus propios hijos, su readmisión en Cartago. En las revueltas consiguientes a esta provocación, perdió la vida uno de los miembros de la legación. Massinisa invadió el territorio púnico y los cartagineses reaccionaron preparando un ejército de 50.000 soldados, que a las órdenes de Asdrúbal Boetarca fue aplastado en la ciudad de Oroscopa. A pesar del paso atrás dado por Cartago, enviando en primer lugar una legación a Roma, que pretendía cargar las tintas sobre Massinisa, minimizando a la par, la responsabilidad de Cartago, y en segundo lugar condenando a muerte en la cruz a Cartalón y Asdrúbal, los ge- nerales líderes del partido nacionalista, de nada sirvieron las disculpas car- taginesas y Roma decidió la guerra, no la declaró y taimadamente ocultó sus intenciones. Cartago supo que Roma se movilizaba contra ella, Útica, que com- prendió lo que se avecinaba, desertó y se puso bajo la protección de Roma, la oligarquía agraria africanista, que había estado representada, en su tiempo, por el general Hannón el Grande, siempre prorromana, cogió de nuevo las riendas del poder, derrotando conceptualmente a las otras dos tendencias o partidos, que estaban conformados por los nacionalistas seguidores de los Bárcidas, con Amílcar Samnita y Cartalón a la cabeza y otro proclive a una alianza con Massinisa para sacar a Cartago de la sumisión a Roma y que regía Aníbal Estornino. El partido de Hannón fue de nuevo a hincarse de ro- dillas ante el enemigo secular del Lacio; los cónsules M. Manilio y L. Marcio Censorino se instalaron en la secesionista Útica y comunicaron a la BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 105 legación cartaginesa sus condiciones, que eran auténticamente leoninas: la entrega antes de treinta días de trescientos rehenes; enviados éstos, Cartago conoció el resto de las condiciones, se garantizaban las propiedades, li- bertad y leyes propias si la urbe africana accedía a la entrega de todas las armas y todas las máquinas de guerra, la Balanza senatorial cartaginesa obedeció. Se describe por parte de los historiadores prorromanos el cansino caminar del largo transporte de unas 200.000 piezas de armamento ligero completas y dos mil máquinas de asedio (lanzamiento, balistas y catapultas), desde Cartago hasta Útica. El desarme de Cartago no cumplía el aserto romano de «si vis pacem para bellum», por fin, fue descubierta por los cónsules la condición principal de la deditio que el Senado romano no había querido revelar a los enviados cartagineses del Consejo de los Cien: los habitantes de Cartago debían abandonar la ciudad, que sería destruida a continuación, e instalarse en cualquier punto de su territorio a no menos de 80 estadios (unos 15 km.) del mar, que, según los romanos, tantos males les había reportado a lo largo de la historia, los representantes del pueblo púnico quedaron estupefactos, hasta tal punto que algunos huyeron y no se atrevieron a presentarse ante el pueblo cartaginés por el miedo, más que fundado, a la reacción colérica de sus gentes. Tal dictado equivalía a una sentencia de muerte para toda una civilización, era un genocidio puro y simple, no existía precedente hasta ese momento en la historia de la humanidad de una urbe que hubiera sobrevivido políticamente a la erradicación de la esencia territorial de su ámbito sagrado; a la subsiguiente destrucción de sus templos y de sus necrópolis y a la consiguiente deportación de sus cultos religiosos ances- trales, el desplazamiento poblacional que conllevaba era la negación misma de lo que había sido durante siglos la vocación primigenia multi- secular del ser de Cartago y los cartagineses como ciudad marítima y co- mercial; por fin, los cartagineses comprendieron que Roma los había con- denado y el ser una colonia cerealista de los romanos, era la máxima as- piración que les concedían los hombres del Lacio, tras más de un centenar de años siendo sus más leales y acérrimos enemigos. En opinión del Senado de Roma, los cartagineses debían agradecerle la decisión tomada de alejarlos del mar, así, les manifestaron cínicamente, aca- barían con todos sus demonios familiares que les habían acarreado sus des- dichas. En el libro II de su República, M. Tulio Cicerón atribuye estas teo- rías al maquiavelismo de P. Cornelio Escipión Emiliano el Segundo Africano o el Numantino. En la primavera del año 146 a. C., en el mes de abril, todo 106 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

estaba presto para el asalto final hasta la capitulación sin condiciones de la ciudad de Cartago. Según Apiano: «Todo estaba lleno de gemidos, lamentos, gritos y de toda clase de quejidos de agonía, al morir unos en combate cuerpo a cuerpo, otros arrojados de los tejados contra el suelo, todavía vivos, y algunos cayendo sobre las puntas de otras armas o sobre las lanzas o las es- padas. Nadie consiguió quemar ninguna casa a causa de los que estaban sobre los tejados, hasta que Escipión llegó a Brysa. Entonces prendió fuego a las tres callejuelas a la vez y ordenó a otros que mantuvieran expedito el ca- mino de material quemado, a fin de que el ejército atacara moviéndose con facilidad. A continuación, se sucedieron otras escenas de terror. El fuego devoraba y se llevaba todo a su paso, y los soldados no derrumbaban los edi- ficios poco a poco, sino que los echaban abajo todos juntos. Por ello, el ruido era mucho mayor y, junto con las piedras, caían también en medio los cadáveres amontonados. Otros estaban todavía vivos, en especial ancianos, niños y mujeres que se habían ocultado en los rincones más profundos de las casas, algunos heridos y otros más o menos quemados, dejando escapar ho- rribles gritos. Otros, arrastrados desde una altura tan grande con las piedras, maderas y fuego, sufrieron, al caer, toda suerte de horrores, llenos de fracturas y despedazados. Y ni siquiera esto supuso el final de sus desgracias. En efecto, los encargados de la limpieza de las calles, al remover los escombros con hachas, machetes y picas, a fin de dejarlas transitables para las fuerzas de ataque, golpeaban unos con las hachas y machetes y otros con la punta de las picas a los muertos y a los que todavía estaban vivos en los huecos del suelo, apartándolos como a la madera y las piedras y dándoles la vuelta con el hierro, y servían de relleno de los fosos. Algunos fueron arrojados de ca- beza y sus piernas, sobresaliendo del suelo, se agitaban con convulsiones du- rante mucho tiempo. Otros cayeron de pies con la cabeza por encima del nivel del suelo y los caballos, al pasar sobre ellos, les destrozaban la cara o el en- céfalo, no por voluntad de sus jinetes, sino a causa de su prisa, puesto que tam- poco los que limpiaban las calles hacían todo esto voluntariamente. Sin em- bargo, el esfuerzo de la guerra, la gloria de la victoria cercana, la premura del ejército, los ruidos confusos de heraldos y trompeteros, los tribunos y cen- turiones, al moverse de un lado para otro y atacar, volvían a todos frenéticos y despreocupados, a causa de su afán, por aquello que veían. Se consu- mieron seis días y seis noches en todas estas acciones, relevándose las tropas, a fin de no agotarse por la falta de sueño, el cansancio, la matanza y este es- pectáculo horrible. Se rindieron 50.000 hombres y mujeres, que fueron agru- pados y vigilados para ser más tarde vendidos como esclavos. La ciudad es- BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 107 tuvo ardiendo durante seis días. El séptimo día, Emiliano se retiró a la colina de Juno, mientras sus soldados se dedicaban al saqueo y a la expoliación.» «Y entonces, cuentan, lloró y compadeció sin reposo al enemigo. Luego se sumió en un mar de meditaciones y vio que la divinidad fomenta el cambio en ciudades, pueblos e imperios, igual que lo provoca en los hom- bres. Pues lo experimentó Ilión-Troya, ciudad feliz en otro tiempo, lo sufrió el imperio de los asirios, el de los medos y los persas, que en tiempos ha- bían sido formidables, e incluso Macedonia, cuyo esplendor era aún más re- ciente.» (Polibio) Poco después, Roma envió una comisión de diez miem- bros que decidieron que la ciudad fuera arrasada, el suelo cartaginés decla- rado sacer, su territorio ager publicus y su emplazamiento abandonados. Útica fue sobremanera premiada, ya que recibió todas las tierras entre Hippo Acra y Cartago, a posteriori se convertiría en la sede de la administración romana colonial y por ello la urbe más rica del África romana. Cartago entró en el ocaso definitivo y durante siglos se hizo el más ominoso de los silencios sobre aquellas ruinas que antes habían contenido una de las urbes más bellas de la antigüedad. «Noche cruel que fue, para todo un pueblo, una noche eterna» (S. Lancel).

EL IMPERIALISMO ROMANO Este concepto es la causa inequívoca de que Roma suplante violenta- mente, por medio de la concusión bélica, valga la redundancia, a la estruc- tura política mediterránea que mantenía con ella un necesario statu quo, lo que era Cartago; también causa perplejidad el odio con que Roma manejó la relación con Carthago, hubo que esperar incluso hasta el año 29 a. C. para que cesara la prohibición que afectaba al suelo urbano cartaginés, sería el princeps, emperador, Gayo Julio César Octaviano «Augusto» quien lo haría, creando una urbe con el nombre de Colonia Iulia Concordia Carthago. Tras la segunda guerra púnica, Cartago ya no representaba un peligro real para Roma. Catón el Censor resucitaría el viejo metus punicus, que sólo podía ser periclitado con la destrucción de la ciudad y todo lo que repre- sentaba. No obstante, en el Senado de Roma, existía otro partido que, re- presentado por P. Cornelio Escipión y sus clientes, rechazaba el absoluto de- bilitamiento de los cartagineses para poder mantener los romanos en con- cordia y acuerdo permanentes, por temor a su enemigo púnico, la desapa- rición de Cartago generaría un estado de soberbia e indisciplina populares, que se volvería contra el orden establecido por el Senado de Roma, la 108 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

propia esencia republicana no se sostendría y las constantes discordias civiles acabarían con ella, por citar algunas se pueden indicar someramente a Sila y Mario, Pompeyo y Julio César, el intento de resurrección republicana de Bruto y Casio con el asesinato de César que acabó en tragedia y, por fin, la nacencia del principado subsecuente a la guerra entre Marco Antonio y Oc- taviano César Augusto. Al principio, prevaleció el partido de Escipión Násica, pero Roma no conocía medios, salvo los del arbitraje, para mantener su hegemonía en el Mediterráneo. Cartago llevaba cinco lustros acudiendo a arbitrajes territo- riales romanos, que casi siempre la perjudicaban, y consideró llegado el mo- mento de romperlos, Roma no tenía o sabía otra fórmula para volver a la si- tuación anterior que el uso de la fuerza; para ello, se colocaría a la urbe de la dinastía Bárcida en la tesitura vital del existir o no. Tras todo este com- portamiento político de destrucción y subsiguiente provincialización, se ha- llan los intereses más o menos espurios de sujetos concretos, que representan sin ambages los intereses propios o de sus grupos de presión (familia y clientes): son intereses económicos que van a proporcionar la satisfacción de las ambiciones del poder. La segunda guerra romano-púnica colocó en Roma elementos econó- micos que iban en contra de la pequeña propiedad de subsistencia, por el con- trario el prestigio senatorial durante la guerra y el enriquecimiento de su casta oligárquica fueron las bases para que la curia senatorial incrementara sus competencias en todos los ámbitos de la política y de la economía, elimi- nando todo tipo de trabas legales que dificultaran el monopolio del poder. Frente a la crisis y la inestabilidad suscitadas por la evolución económica y la política más que desafortunada en el exterior, como consecuencia de las tres guerras contra Cartago, la aristocracia, empujada por la inercia de la ca- dena sociológica de prevalencia en que está inmersa, se ve obligada a man- tener la guerra para sostener su prestigio y su riqueza. Esto que antecede es la carrera desesperada y contrarreloj por el mando militar antesala del triunfo y en la que las relaciones de la oligarquía sólo se solventan con guerras civiles cada vez más feroces. Ya no existe Cartago, que es el principio y fin de todos los males y quien hasta ese instante, y durante un siglo, era el pararrayos de todas las inhibiciones sociales de los romanos. La maquinaria romana cubrió como pudo, y pudo bastante deficientemente al principio, el hueco dejado en la historia antigua por los cartagineses; la concepción sociológica fue absolutamente dispar, se romanizó a la tremenda BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 109 todos los lugares por donde habían pasado los púnicos y se abrió, definiti- vamente, el Mediterráneo occidental (Hispania y África) a las necesidades expansivas y económicas de Roma. En un principio, el vocablo hostis no designaba al enemigo, sensu stricto, sino al extranjero con el que Roma mantenía relaciones amistosas. El ius fetiale suponía relaciones jurídicas originales con todo tipo de co- lectividades no romanas, antes incluso de que se hubiera establecido ningún tipo de tratado (foedus). Según lo que antecede, el concepto romano de guerra justa se apoyaba tan sólo en el respeto de las formas más o menos ri- tuales, a posteriori adquiriría el valor jurídico y moral del sentido de todo aquello que suponía una injusticia contra Roma y sus intereses, que solían ser indisolubles y cambiantes y, por ende, existía una exigencia de repara- ción económica y política antes de emprender cualquier acción bélica. Tras la derrota de un enemigo, se producía un foedus desigual que es- taba imbricado en un concepto fundamental y que estribaba en que los ven- cidos realizaban una deditio; en román paladino, se ponían en personas y bienes bajo la férula de los romanos, el formulario ritual lo especificaba cla- ramente con aquello de «venire in fidem»; este hecho sorprendía prístina- mente a estados fuertes, autosuficientes y que competían con los romanos, léase: Cartago, Macedonia, Liga de los Etolios, Siria y Antíoco entre otros, pero, mutatis mutandis, ésta era la fórmula sine qua non que inspiraba a la diplomacia de Roma. Por ende, la fides romana era una relación recíproca que implicaba obligaciones de clemencia, moderación y protección por parte del vencedor romano, se encuentra dentro del mismo talante de los lazos de clientela. Con la tercera guerra romano-púnica, nace un nuevo concepto, en la política romana, que es el concepto de guerra preventiva, de este concepto novísimo en su época, se pasó con suma facilidad a su conse- cuencia, que sería aquélla que manifestaba que los reyes o los pueblos que hu- bieran establecido un tratado con Roma, aunque fueran declarados libres, in- dependientes y amigos del pueblo romano con toda solemnidad, no debían su libertad e incluso su existencia sino a la sentencia de Roma, que podía ser re- vocada. Roma arbitraba múltiples conflictos e incluso el rey Massinisa había manifestado que la propiedad de su pueblo pertenecía al pueblo romano y él sólo era un procurator de su reino. Estábamos en los tiempos en que el pueblo romano recibía en herencia, por medio de un testamento regio, los bienes privados y los reinos de los so- beranos; esto era aberrante e impensable para una urbe y se situaba en la 110 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

suma de la concepción patrimonialista de los reinos helenísticos y las pre- tensiones jurídicas del pueblo romano a la dominación universal. Roma tenía el derecho de tomar posesión de una región conquistada cuando le plugiera. La jurisprudencia romana era a veces tan vaga y neblinosa, que permitía todo tipo de interpretaciones, que dejaban paso, sin solución de continuidad, al ci- nismo más absoluto. Aunque, al principio, la República Romana se funda- mentaba en que las decisiones debían ser debatidas amplia y públicamente, es decir, era un régimen de opinión en diversos grados, luego empezaron a tener concepciones comunes profundamente enraizadas en su subconsciente o en sus tradiciones colectivas, el triunfo, no obstante, de una determinada corriente de opinión se abría paso con dificultades y entonces la triunfadora llevaba sobre sí todo el peso específico de la orientación de la política exterior. Antes de la llegada del Imperio, el imperialismo romano se sostenía ad- ministrativa, judicial y militarmente en sus provincias por medio del mando responsable de sus propios magistrados, el quid de la cuestión se relativi- zaba en que había que improvisar una clase dirigente –impregnada en el prin- cipio de un espíritu cívico bastante estrecho– que fuera capaz de administrar territorios exóticos extensos, sin que contara siempre con la continuidad o la competencia necesarias. El sistema paralelo de rotación de los cargos como en la metrópoli no era efectivo. Por todo lo que antecede, hay que manifestar que fue en el Lacio donde comenzó la aventura paradójica de una urbe que nunca dejó de crecer y que, contrariamente a los cartagineses, no asociaba su hori- zonte vivencial a un territorio ni una etnia concretos. Su moderada timo- cracia no era sobresaliente, aunque su crecimiento doble: vertical y horizontal de nacencia dúplice, sabinos y latinos en asambleas centuriada y tributa, fue la capacidad de protección para evitar su explosión, sin enfrentamientos, hasta el año 133 a. C. «Las pobres provincias de Roma se veían afligidas por tantos males y mi- serias que no hay hombre que pueda creerlo ni lengua que supiera expresarlo y eso se debía a la cruel avaricia de los arrendatarios y usureros romanos que las devoraban y las mantenían en un estado tal de cautividad que, particular- mente y en privado, los pobres padres se veían obligados a vender a sus niños y a sus niñas, tenían que obligarlas a casarse para pagar el impuesto y la usura del dinero que habían tomado en préstamo para satisfacerlo y pública- mente y en común, debían los cuadros dedicados a los templos, las estatuas de los dioses y otros objetos preciosos de sus iglesias; e incluso al final ellos mismos eran entregados como esclavos a sus acreedores, para pasar el resto BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 111 de sus días en misérrimo cautiverio, y peor era aún lo que les hacían soportar antes de esclavizarlos; pues les llevaban a prisión, les aplicaban la tortura por el fuego, les desgarraban en el potro, les metían en el cepo y les obligaban a permanecer de pie en el calor más intenso del verano y en invierno en el fango o bajo el hielo, de tal forma que la esclavitud les parecía el alivio de sus miserias y un reposo para sus tormentos» (Salustio).

EPÍLOGO DE CARTAGO El Imperio cartaginés no pudo sobrevivir a sus terribles guerras contra Roma, sí es cierto que se conservaron algunas de las peculiaridades culturales cartaginesas en la África romana, las cuales van a influir en la lengua, la re- ligión y la arquitectura de los númidas, nuevos aliados de Roma, algunas ciudades africanas denominarán a sus magistrados como sufetes. Los ro- manos no pretendieron destruir la cultura de Cartago, lo cual se les otorgó por añadidura, sino destruir al único Estado que les hacía sombra y cuyos intereses entraban en conflicto flagrante con los propios. Esta amenaza debía ser eli- minada de raíz y así se hizo. A partir del año 146 a.C., Roma creará seis pro- vincias permanentes en la otra orilla del Mare Nostrum o Mediterráneo, a saber: Sicilia, Cerdeña y Córcega, gobernadas al unísono, y las Hispaniae Citerior y Ulterior, África y Macedonia; salvo esta última, el resto le habían sido arrebatadas a la gran urbe-estado norteafricana, la tiria Cartago. A finales del siglo I a. C., Roma se había establecido en otras dos provincias: Asia y la Galia Transalpina o Comata (Melenuda). Su influencia en Grecia u Oriente era muy superior a la de cualquier otro Estado del momento. Solo el Estado de Car- tago demostró ser rival adecuado para la seriedad bélica del Estado de Roma. La Primera y la Segunda Guerras Romano-Púnicas acostumbraron a los hombres del Lacio a comprometerse masivamente en lo que se refiere a hom- bres y recursos, y consiguientemente al incremento del tiempo de las campañas de ultramar. Tras las Guerras contra Cartago, el SPQR («Senatus Populusque Romanus». El Senado y el Pueblo Romano) necesitó nombrar gobernadores para un más elevado número de provincias, debiendo decidir sobre si debía en- viar a nuevos magistrados elegidos o prorrogar el mando del procónsul del mo- mento. Los pequeños Estados mediterráneos advertían que la amistad con Roma era el oxígeno vital para poder sobrevivir, y obtener numerosas ventajas. Su enorme reserva de soldados permitió a Roma hacer frente a las pérdidas co- losales sufridas en las dos primeras guerras contra los cartagineses. Los pú- nicos podían reclutar con rapidez a un buen número de mercenarios y de 112 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

Representación de un ciudadano cartaginés en una estela votiva del siglo III a. C. BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 113 contingentes de aliados, ya que la rica urbe norteafricana tenía recursos eco- nómicos para ello (durante la Segunda Guerra Romano-Púnica, el monetarismo del Estado de Cartago era unas 70 veces superior al del Estado de Roma). La calidad global de la milicia cartaginesa era buena, en el caso del ejército del gran Aníbal Barca era excelente. El entrenamiento era largo, por lo que los pú- nicos tenían en elevada estima y valoración el hecho de deber conservar lo más posible sus fuerzas, y no perderlas a la ligera; Cartago no tenía la misma ca- pacidad que Roma para movilizar en el campo de batalla el mismo número de soldados, todo lo que antecede explica las precauciones y el conservadurismo bélico de los generales cartagineses, eran, salvo excepciones como los Bárcidas, mucho menos agresivos que sus enemigos romanos. En los diez años que si- guieron a la Batalla de Cannas, Roma mantuvo regularmente en servicio a más de veinte legiones, incrementadas en un número similar de tropas auxiliares. Ningún otro Estado de la Antigüedad fue capaz de llevar a cabo una tan ex- tensa movilización de sus ciudadanos, a la par que con el nivel de eficacia mi- litar alcanzado por las legiones romanas.

LAS GUERRAS DE ROMA CONTRA CARTAGO Y SUS POSIBLES CONSECUENCIAS Si Cartago hubiese vencido, y estuvo muy cerca de conseguirlo en la Primera, pero sobre todo en la Segunda con Aníbal Barca en acción, el mundo que conocemos hubiese sido muy diferente y algunos historiadores pensamos que mejor. Es obvio que Roma sólo hubiese aceptado la derrota si Cartago les hubiera infligido un daño irreparable, mucho más que si sólo demostraba que era capaz de hacerlo; ésta es la posible explicación de la no aceptación del armisticio propuesto tras Cannas, quizás esperaban la inme- diata presencia de Anibal Barca ante Roma para realizar un asedio en toda regla; al no producirse, esperaron la solución que les iba a llegar de Hispania, donde sus armas tenían mejores perspectivas. La derrota de Roma en esas tres Guerras Mundiales contra Cartago hubiese provocado el hundimiento de Roma como Estado, aunque no se sabe el significado de las palabras de Aníbal con relación a que no pretendía destruir Roma, sino que luchaba por la dignidad y el mando de Cartago. La cultura grecorromana no se hubiese extendido por todo el mundo me- diterráneo y no habría dejado su poderosa influencia, los griegos eran ene- migos seculares de los fenicios, a los que calificaban, sin ninguna razón, de bárbaros. Es indudable que las lenguas no habrían derivado del latín, pero 114 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

no hay razones para pensar que tampoco del griego, ya que Cartago era una polis fuertemente helenizada y en su metrópoli había gran número de ciu- dadanos procedentes de Grecia. La relación del Imperio de Roma con el cris- tianismo, que se expandió con relativa facilidad y creándose en Roma la sede capital de la Iglesia Católica, no sería la misma sino la prelación la hu- biese conducido el Imperio de Cartago, pueblo muy religioso (los nombres cartagineses son teóforos) y que tenían gran respeto por los dioses de las demás naciones. Roma se negó a admitir la derrota, y venció por la firme determinación y el deseo fehaciente de invertir recursos masivos en las guerras. La soli- daridad de todas las clases sociales en Roma fue sobresaliente y, en la mayor parte de las ocasiones, sus aliados latinos se mantuvieron firmes con la capital del Lacio frente a los norteafricanos. Todo lo contrario que se hizo en la metrópoli cartaginesa, donde lo enteco de las miras políticas de la fac- ción oligárquica africanista del general Hannon «el Grande», siempre tor- pedeó la agilidad militar y política de los Bárcidas. El esfuerzo bélico del Es- tado de Cartago nunca fue tan intenso como el de Roma, y hasta el año 149 a.C. no se lo tomaron con la misma seriedad, momento en que se enfrentan al genocidio de la Tercera Guerra Romano-Púnica; no se debe achacar esto a que Cartago fuese un Estado de comerciantes, sino que era actitud habi- tual de cualquier Estado mediterráneo de la época. Sólo los romanos del final de la República contemplaban la guerra contra Cartago como una lucha de vida o muerte, con la supervivencia o no como telón de fondo. Aníbal rea- lizará una presión fortísima sobre Roma y esta responderá, aunque sí es verdad que los Bárcidas tenían claro lo que se jugaban en el envite. Para un cambio absoluto de relaciones políticas, Asdrúbal Janto o «el Bello» había creado una ciudad nueva en Iberia, lejos del politiqueo de la metrópoli tiria del norte de África, a la que denominó como la Nueva Cartago y que sus con- quistadores romanos denominaron Cartago Nova. Sería la diferente pos- tura de romanos y cartagineses ante el hecho bélico lo que contribuyó en no pequeña medida a la reiniciación de las hostilidades en los años 218 y 149 a. C. En los Estados mediterráneos de la Antigüedad causó profunda desazón el comportamiento del Estado romano contra los cartagineses, y los coetá- neos del momento tuvieron siempre la convicción de que Roma no se daba nunca por vencida y luchaba hasta la extenuación, ya que en ello le iba la supervivencia y la concepción de pueblo elegido por los dioses, que los romanos tenían de sí mismos. Paradójicamente será Cartago, con su desa- parición (la todopoderosa maquinaria burocrática no tardará en cubrir el BOLETÍN DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES LA SEGUNDA GUERRA ROMANO-PÚNICA Y EL GRAN ANÍBAL BARCA 115 hueco dejado por el Estado cartaginés), la que realice la apertura e inclusión del Mediterráneo occidental en la órbita cultural y política romana, y la confirmación de su poderoso imperio. «Ivstitia elevat gentem miseros avtem facit populos peccatvm». 116 JOSÉ MARÍA MANUEL GARCÍA-OSUNA Y RODRÍGUEZ

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