Tu piel enfría mi rostro

Martes, 16 de junio. ¿De qué año? Mi cumpleaños. Ocho primaveras. Apenas nada. Mi abuela me había regalado una muñeca de porcelana muy hermosa, aunque no jugaba con ella porque por las noches me daba realmente miedo. Siempre que la veía, me costaba conciliar el sueño. Se apoderaba de mí un mal presentimiento que me hacía estremecer. Mi prima (¿cómo se llamaba, ahora que lo he olvidado casi todo) era como mi hermana. Llegó unas semanas después y compartíamos habitación. Ella era muy curiosa y había oído a la abuela mencionar a aquella muñeca, y me preguntó dónde estaba. La quería ver, tocar, sentir que aquellas cosas que le contaba sobre su efecto perverso no podían ser verdad. -Durante el día está sobre mi cómoda, pero al llegar la noche prefiero encerrarla en el armario; sus ojos, entonces, se vuelven brillantes y llenos de vida –le dije. Mi prima se puso a reírse a carcajadas, no podía parar de reír, mientras decía que tenía una gran imaginación. De pronto, me cogió del brazo y subimos juntas las escaleras hacia mi habitación. Cuando entramos, la cómoda donde había dejado a la muñeca esa mañana estaba vacía. Nunca volví a ver a la muñeca después de que mi prima se fuera de casa. Pensé que se la había llevado ella y me sentí traicionada. Solo con el tiempo llegué a saber que nunca había robado nada. En una de nuestras conversaciones, cuando nos contábamos cualquier inquietud o misterio que zarandeaba nuestras existencias, a ella se le ocurrió ponerle un nombre. -Se llamará Julia –me dijo-, ¿verdad que es un hermoso nombre. Yo no dejaba de mirar aquel rostro de porcelana que parecía cobrar vida, mirarnos, entender nuestras preguntas. Hablábamos de ella como si fuera una niña; era extremadamente delgada y exageradamente alta, vestía siempre barrocos conjuntos que oscurecían su blanquecina tez y endurecían su infantil mirada. Una noche, al cerrar los ojos, oí que se abría una puerta y un poco desorientada fijé mi mirada en el fondo de la habitación, entre las sombras que acompañaban mi soledad. Una presencia demasiado cercana me heló la sangre. Allí seguían los ojos fijos en mí, el brillo del rostro, la boca entreabierta que quería pronunciar algún sonido. Quería acercarme hasta ella, pero el miedo helaba cualquier posibilidad de movimiento. Esa fue la última noche que la vi; después, incluso la frialdad de su presencia fue ausentándose por largos periodos de tiempo hasta que me olvidé de que alguna vez había existido. Después de muchos años, mi mejor amigo, Marcelo, me hizo una gran confidencia. -Fui yo quien la robó, ¿me podrás perdonar alguna vez? El problema que surgió fue que su hermana, a la que había hablado de esa hermosa figura, la encontró en su habitación y se encariñó de ella. Como estaba muy enferma, no pudo negarle el juguete. Por eso, cuando Marcelo confesó que había sido él quien se había llevado la muñeca, nada de lo que había pensado antes tuvo sentido. Tras la traición y la mentira, vino el rubor por haber culpado durante años a mi prima, que había sido mi hermana, mi amiga y a la que había apartado un poco de mi vida por el supuesto robo. Todo había sido distinto y frío desde entonces, y todo por una triquiñuela de Marcelo... -Era un día de verano agradable, que invitaba a jugar en el jardín de la casa –continuó con la confidencia-. Era nuestro lugar favorito para divertirnos. Julia, la muñeca, formaba parte de nuestros juegos, todos querían cogerla, era una preciosidad... Marcelo continuó relatando los detalles. Mencionó que aquel día, exhaustos, cuando anocheció, mi prima y yo muy contentas nos fuimos a la cama. La muñeca permanecía con nosotras, pero entre risas y risa de pronto se fue la luz. Marcelo quiso arreglar la muñeca para ocultar, en realidad, cierto temor que le profesaba su mirada. Una mirada de ojos tristes en una cara lívida y marchita. Lo que hubiera dado por transformar esa cadavérica figura por una risueña y colorida criatura de ojos radiantes. Pero, ¿por qué lo había hecho Marcelo? ¿Qué veía de inquietante en la mirada de fango verde de aquella muñeca? Además, no era la única, ni mucho menos, en el armario, entre las sombras de la noche, dos ojos brillaban. Yo oía unos ruidos en el armario, como arañazos en la puerta, me cambié de dormitorio varias veces, pero lo seguía oyendo; luego, empezaron las risas, primero muy lejanas, me volvía a cambiar de habitación. Pocas noches recuerdo tan largas como aquella. Me volví a cambiar de habitación. Elegí una contigua a la de Marcelo, supuse que saberlo cerca de mí me daría cierta tranquilidad. Cuando agudicé el oído, me percaté de que lo que antes eran ruidos ahora se habían convertido en palabras que surgían de una garganta transformada por la locura y que dialogaba con alguien de voz meliflua. Comencé a temblar, sentí un frío ajeno, percibí una canción lánguida y eterna, ajena al transcurrir del momento me abandoné a unos maternos brazos sintiendo una ternura difícil de explicar. -¿Por qué lo hiciste? ¡Dime! -alcancé a entender a una de las voces. Las palabras, apenas inteligibles, sonaban de un modo lejano, metálico-. Yo nunca te fallé. ¿Por qué lo hiciste, por qué? Aquellas palabras comenzaron a hacerse cada vez más nítidas, más cercanas. Paralizada por el terror, lo único que podía hacer era balbucear vagas palabras de disculpa, anhelando que mis ruegos alcanzasen a aquellas voces y me dejasen tranquila en aquella habitación. Quizá fueron sólo pesadillas por la tristeza y la ansiedad que me produjo la traición de mi prima. A la mañana siguiente, apenas podía mirar a Marcelo a la cara, me sentía tan confundida... -¿Por qué lloras? No supe explicarle, pero a él le dio pena dejarme en casa y ese día se ofreció a llevarme con él a la vendimia. El día siguiente fue muy agradable y divertido. Agradecí mucho a Marcelo que me hubiera dado la oportunidad de acompañarle, conseguí olvidarme de todo lo que había ocurrido la noche anterior. Aunque, desafortunadamente, la tranquilidad era momentánea. Cuando llegó la hora de irse a dormir, los nervios y la se volvieron a apoderar de mí. Nada más acostarme en la cama de mi habitación de nuevo apareció Julia, mi muñeca de porcelana... y corriendo la metí de nuevo en el armario de donde nunca debía de haber salido y, dejando tras de mí un sonoro portazo, me acurruqué sobre mi cama tapándome con la colcha hasta la cabeza... Poco después se oyeron esos ruidos estremecedores, que tan bien conocía, de unas uñas arañando la madera. Tenía el miedo metido en el cuerpo y el irracional sentimiento de que algo estaba a punto de ocurrir, algo que fuera de mi entendimiento, pero que me inquietaba. Recordé que esa sensación no era nueva, que ya se había repetido ante mis ojos -o en mi cabeza- una y otra vez. Siempre la historia había continuado de la misma manera, había tomado las pastillas para dormir que me había mandado el médico y había entrado en un sueño profundo. Pero, en esta ocasión, no fue así. -¿Puedes oírme? -Sí. -¿Por qué no puedo verte? -No quieres hacerlo -¿Me necesitas para algo? -Sí. -¿Para qué? -¿Recuerdas la celebración de tu octavo cumpleaños? Ese día llegué a tus manos, fui el regalo menos apreciado, incluso odiado. Y tal fue tu desprecio que me tiraste al suelo con fuerza y mi mano derecha se rompió… ¿No te acuerdas de aquello? -No, no es verdad, yo no pude hacer eso… -Junto a la mano también se me rompió el corazón. La mano han conseguido arreglarla, pero el corazón no tiene solución. Eres una insensata. -No, insisto en que no es verdad… -el pánico había secado mi lengua y a duras penas podía articular palabra. -Deja de poner excusas y de gimotear -dijo la muñeca bruscamente. No podía quitarme esas palabras de mi cabeza. Así que decidí pedir ayuda. La sala de espera no era nada confortable: tres sillas y dos desvencijados sofás alrededor de una mesa repleta de revistas insustanciales componían todo el mobiliario. Tampoco el tono exageradamente amable de la mujer que tomó mis datos me tranquilizó. -Siento que tengas que esperar. El doctor no mide su tiempo. Estaba nerviosa. Sentía un pudor inmenso por tener que contarle mis tormentos a un desconocido. Pero necesitaba ayuda. -Ana, ya puedes pasar, el doctor te está esperando. ¿Cómo explicarle que el temor a una muñeca me impide dormir? ¿Qué su voz retumba en mi cabeza? ¿Qué el miedo está metido en mi cuerpo? Sabía que era el momento de hacerlo. Era mi única esperanza de volver a dormir plácidamente. Habían pasado 20 años y muchas noches, sobre todo las de luna llena, seguía despertándome sobresaltada entre sudores fríos. Desconocía dónde había ido a parar la muñeca después de que Marcelo se ha diera su hermana; después de la muerte de esta, a buen seguro que habría acabado en un contenedor de basura o en una tienda de objetos de segunda mano. Sin embargo, a pesar de las pesquisas y las conjeturas, algo me había guiado a ese doctor: sentía que él podría ayudarme, que el momento y el lugar eran los adecuados. Pero no, no podía ser, ¡Julia estaba allí! ¿Cómo era posible? -Pasa, Ana. ¿Le habían dicho mi nombre? ¿Qué sabía él de mí?? El doctor me hizo sentar en una silla en la que me encontré empequeñecida. Yo era una mujer adulta, pero en ese asiento me sentía como los niños a los que hay que poner un cojín para que alcancen la mesa. -¿Ves, Julia? -dijo con su voz grave dirigiéndose a la muñeca que esbozaba una sonrisa en habitaba la estantería-, te dije que finalmente Ana se reuniría con nosotros. Al oír aquellas palabras, a la sensación de empequeñecimiento se unió un extraño bienestar que me inundó y que parecía aflorar desde regiones remotas de mi espíritu, como si regresara a casa tras un largo viaje o me acomodara en un mullido colchón hecho a la forma de mi cuerpo. Además, la voz de aquel adusto doctor no me era del todo desconocida y despertó en mí vagos recuerdos de luces y sonidos de un patio con árboles en un verano remoto. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al recordar a una pequeña Ana que recorría un patio con aromas de jazmín. Los rayos de sol penetraban en una frondosa lila e inundaban de luz una pequeña mesa preparada para una suculenta merienda infantil. Tardes soleadas y meriendas entre risas. Risas que se iban alejando Pero, ¿qué hacía Julia allí? Acaso el doctor tenía alguna relación con Marcelo y su hermana. Alarmada y fuera de sí, como si los astros se hubieran confabulado contra aquella joven que yo era a la que perseguía una pesadilla sin remedio, escapé de la consulta con el pánico recorriéndome los huesos; caminé si rumbo durante horas y, de pronto, me vi frente a la casa de mi infancia. Desde que murió la abuela, no había vuelto a acercarme a ella. Una fuerza extraña acariciaba mi rostro y me invitaba a entrar. Mis piernas no obedecían la orden que impulsaba el miedo. Presa del pánico, pero si poder mirar atrás, ascendí hasta mi antigua habitación atraída por una fuerza magnética. Esta vez no fueron arañazos lo que oí, sino fuertes golpes dentro del armario, mi desesperación me impedía abrirlo. Quería volver atrás y no podía. Una gota de sudor descendió hasta mis labios, que temblaban sin remedio. Ajeno a mi voluntad, estuve a punto de desmayarme, pero finalmente me quedé dormida en un rincón de la habitación. A la mañana siguiente, extrañada, amanecí en mi cama. ¿Cómo había llegado hasta allí? Llamaron a la puerta y apareció el doctor de la consulta. Su voz meliflua resultaba convincente, después de todo. -¿Has pensado qué vas a hacer durante tu permiso? Me habría gustado preguntarle cómo había llegado hasta allí, así que desistí de hacerlo. -¿Está ella… aquí? –balbuceé. -¿Tu prima? Sí, viene todos los sábados. Viene con un muchacho ciertamente hermoso. Dice que te conoce y que hace mucho que no te ve. Me ha traído esto para ti. Te esperan en la sala de espera. Miré el envoltorio. Sí, tenía una forma particular. Algo parecía latir bajo el papel de regalo. -Déjelo debajo de la cama, doctor, muchas gracias. Se alejó con una sonrisa en los labios. Ellos –todos- estaban aquí de nuevo. -Ahora mismo voy, digales que saldré enseguida. Por la ventana, una luz tenue se adentraba entre las nubes. Es curioso: acababa de olvidar el nombre de la abuela.

ES LA HORA, MUÑECA Un robo se convierte también en una de las bellas artes. Marcelo llevaba tiempo queriendo robar en aquella mansión. Una enorme casa palaciega del S. XVIII de dos plantas que le tenía obsesionado. Había algo en ella que le atraía sobremanera. Miró el reloj. Eran las 8:20 de una calurosa mañana de septiembre; los niños debían de caminar rumbo al colegio, porque apenas se escuchaba nada en los alrededores. Llevaba meses controlando a las personas que vivían allí, quería tenerlo todo bien preparado para cuando llegase ese día tan importante que cambiaría su vida. Pero había algo que todavía se le escapaba de las manos. Si no entraba en la casa, no cumpliría su deseo; pero, si entraba, podía encontrarse con una sorpresa desagradable. Se sentía como los gemelos Pablo y Pedro Vicario; como esas veces en las que uno no sabe si lo que está haciendo sale de su cerebro o del de otra persona o, mejor aún, como si no fuera su cuerpo el que iba a llevar a cabo los aciagos acontecimientos que le marcarían para siempre. El sol ya pegaba con fuerza a esa hora, capaz de derretir la cabeza mejor amueblada. Maldito verano, que prorrogaba inmisericorde su extensión de días azules que cegaban con su sol violento cualquier mirada curiosa. Marcelo pensaba que aquel era un buen día como para entrar sin ser visto. Unos piensan en robar oro, otros joyas o dinero. Pero lo único que Marcelo quería tener entre sus manos era aquella muñeca. Sin pensárselo dos veces y con la ayuda de una ganzúa, forzó la cerradura de una pequeña puerta situada en un lateral de la casa y que daba a una entrada utilizada tiempo atrás por las doncellas. Despacio y con la ayuda de una linterna, comenzó a subir escaleras buscando aquella vitrina que tantas veces su bisabuela le describió y donde la señora de la casa guardaba una valiosa colección de muñecas de porcelana. Minutos, que parecían horas, duró la infructuosa búsqueda de aquella vitrina que ahora parecía un cuento de abuelas como lo fuera en su infancia la cueva de Ali Babá. Sin embargo, encontró un tesoro de valor menos tangible y más incalculable: un cofre, lleno de fotografías antiguas. De entre todas , le llamó la atención una donde su madre y su abuela disfrutaban jugando con las muñecas de porcelana y, al fondo de la fotografía, se observaba la figura de un hombre, alto, moreno, con una profunda mirada. ¿Quién sería aquella misteriosa figura? No podía creer lo que veían sus ojos. Esas fotografías; su madre, su abuela, aquel hombre... ¡Todo coincidía! Eran la prueba evidente de que, efectivamente, aquella terrible pérdida familiar podría haber tenido lugar en esa misma casa; es más, estaba convencido de que incluso en aquella misma estancia; justo en el mismo lugar donde respiraba acaloradamente… No, mejor no pensar en esas cosas, los malos augurios no debían apoderarse de su mente aquel día. Se detuvo en las fotografías antiguas, en aquel hombre alto y moreno que le resultaba familiar. ¿Qué hacían en aquel lugar fotos de su madre y de su abuela? Miró la foto del hombre y reconoció al abuelo de su amiga, con Julia, la muñeca, entre sus manos. ¡Cómo se parecían! ¿Qué relación tenía él con el abuelo de su amiga? Un frío intenso se apoderó de Marcelo y, aunque su primera y única intención era robar, cuando se disponía a perpetrar su acción aquella calurosa mañana algo le hizo cambiar de planes. De golpe, esas fotografías, esa oscura figura que le observaba desde el fondo de una imagen vieja y ajada, parecieron responderle a su larga obsesión por entrar a esa casa. No buscaba en ella objetos que robar, sino respuestas. Respuestas a preguntas prolongadamente escondidas en lo más profundo de su mente. ¿Qué ocurrió realmente aquel día? ¿Qué conexión tenía esa casa con su familia? Marcelo miró a su alrededor y vio salir a los vendimiadores de las casas vecinas que se dirigían esa mañana hacia el campo. Su sorpresa fue mayúscula cuando, junto a los hombres, vio salir a una niña pequeña de unos 6 años con una mochila de la que asomaba aquella muñeca de porcelana que andaba buscando. ¿Cómo habría llegado a manos de la niña? Sintió una atracción indescriptible hacia la mirada de la niña, una mirada desnuda que le llevó al suelo del impacto. Así, de rodillas, permaneció un tiempo largo e impreciso que se vio interrumpido por la humedad de sus mejillas, unas lágrimas que le alertaban. Su mente estaba revuelta pensando en las fotografías, en su abuela, en su madre, en su dura infancia llena de privaciones, en la soledad de crecer sin padre. Un sordo sentimiento de ira le hacía temblar las manos levemente mientras pensaba en todo lo que la vida le había robado. Aquella niña boba agitaba la muñeca a lo lejos. Su muñeca. Siguió mirando todo lo que le rodeaba: la casa, las personas que salían de ella, la gran llanura que se extendía ante él y oteó el horizonte pensativo, absorto por unos segundos de tiempo como buscando respuestas, conectando los recuerdos que se agolpaban en su mente. ¿Por qué esa niña tenía su muñeca? Su rostro fue tornándose en una expresión de confusión y sorpresa. Aquella niña tenía un parecido especial a la persona de la vieja fotografía que tanto lo obsesionaba. Se dirigió a la niña pensando que el destino le favorecía, podría matar dos pájaros de un tiro. Primero preguntaría a la niña, obtendría información de quién era y de si estaba relacionada de alguna forma con las personas de la fotografía. Después, le quitaría la muñeca, sería fácil puesto que solo era una ingenua niña. Salió rápido de la casa y, sin dudarlo, fue corriendo hacia el grupo de vendimiadores. Su mirada y la de la niña se cruzaron, un gran escalofrío recorrió el cuerpo de Marcelo. Esa cara y esa mirada eran muy familiares para él. Estaba tan emocionado por volver a tener a su muñeca tan cerca después de tanto tiempo que, sin darse cuenta, de repente, se había acercado a ellos una mujer. La voz de aquella mujer le pareció cercana, aunque su cara, ajada por los años y el sol de muchos septiembres pasados, perturbaban unos recuerdos agridulces que se juntaban en su cabeza y no conseguía aclarar. Confundido y temeroso por aquello que iba a descubrir, se acercó a ella, que desde el primer momento lo miraba con ojos penetrantes. -¡Ricardo, Ricardo! -gritó la anciana con una voz entrecortada por la sorpresa y la alegría. Mi niño, mi ángel desaparecido. Marcelo se quedó helado, atónito, cual estatua de mármol. Su voz, no podía producir ningún sonido, ni una sola palabra. -¡Qué sorpresa! ¿No me recuerdas? Me habían dicho que estabas en el extranjero y que te habías marchado para olvidar la tragedia sucedida. Marcelo no podía articular palabra. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué aquella mujer le llamaba Ricardo? La sorpresa había sellado su boca. Imágenes confusas se agolpaban en su mente, rostros cuyos rasgos no podía discernir y… aquel fuego arrasándolo todo. Marcelo comenzó a hablar de forma atropellada. -Yo, yo.. no me llamo Ricardo, me llamo Marcelo. No sé quién es usted. Ni siquiera soy de esta ciudad. ¿De qué tragedía me habla... ? No podía pensar con claridad, el encuentro con la anciana fue perturbador. Los recuerdos como una catarata llegaron a su mente y sintió que se ahogaba. Ricardo… Ese nombre le era familiar. Como si lo hubiera escuchado en su más tierna infancia. De repente, un recuerdo llegó a su mente. Estaba jugando con un niño en aquella casa de la que acaba de salir corriendo. Tendrían apenas dos años, y ambos tenía un gran parecido. No era posible. «¿Tengo un hermano?», Marcelo no podía sacarse esa idea de la cabeza. ¿Un hermano? Después de tantos años de triste soledad, muertas ya su abuela y su madre, solo en un mundo que no le brindó ni la más leve de las oportunidades ni el más leve de los apoyos. ¿Un hermano? Sangre de su sangre, alguien que le habría entendido que le habría ayudado en sus momentos de más profunda tristeza y soledad. ¡No, la vida no habría jugado tan miserablemente con él! Pero, ¿por qué sentía entonces ese vértigo, esa angustia que le subía desde la boca del estómago? En aquel momento, algo hizo que saliera de sus preocupaciones, apenas una caricia tan suave que lo despertó de aquellas profundas dudas. Sí, una caricia. La niña de la muñeca lo había asido de la mano y le tocaba con suavidad el brazo. ¡Qué sensaciones tan desconocidas para él le estaba despertando aquella chiquilla! La pequeña se le acercó y le habló. -Tu muñeca y yo te estábamos esperando. El chico se quedó asombrado, pues nadie de la casa le aclaraba nada, sólo la niña supo darle las respuestas que necesitaba. Sí, había tenido un hermano gemelo, Ricardo. Lo adivinó en cada gesto, cada insinuación, cada mirada cálida de la niña, más que en sus parcas y enigmáticas palabras. De pequeños, su hermano y él fueron separados, hasta que un trágico accidente lo hizo languidecer enfermo con Julia, la muñeca de porcelana, en su regazo. -Me llamo Ana, ¿por qué has tardado tanto? –dijo la pequeña-. Te llevo esperando aquí desde hace días. Ella –pronunció, girando la cabeza hacia la parte superior de la mochila, donde el pelo natural de la muñeca de porcelana se mecía al ritmo del viento como un oleaje suave. Ana me tomó de la mano y miró mi reloj. -Es la hora, tenemos que irnos. Desde entonces, todos los días, mientras miro las fotografías, se me aparece esa niña de la que no recuerdo exactamente más allá de su caricia sobre mi rostro. -Es la hora, insiste. Una lenta costumbre de escombros acuna las horas mientras ella, asomando de la mochila, esboza una sonrisa terrible y profundamente hermosa.

Tu sueño envenena mi nombre

En aquella calle, muy transitada ya en el mes de septiembre y a tan temprana hora, puesto que no eran ni las 9 de la mañana, ningún turista ni transeúnte podía imaginar lo que estaba a punto de suceder a escasos metros. Al final de la calle se encontraba la enorme casa palaciega del siglo XVIII que albergaba grandes secretos e historias entre sus paredes. Una visita inesperada estaba a punto de llegar. Los turistas se fotografiaban junto a la fachada casi a diario, aunque pocos conocían la verdadera historia, y ninguno buscó otra explicación a las misteriosas sombras que se reflejaban en las ventanas. De repente, y calle abajo, una alegre comitiva le llamó la atención. Era una especie de pasacalles con músicos, saltimbanquis y titiriteros. El sonido del trombón inundó la calle; detrás, dos hombres tocaban la trompeta y muy cerca de uno de ellos caminaba una niña pequeña, posiblemente su hija. La chiquilla corría detrás de los músicos, despreocupada. En la mano llevaba una muñeca que se precipitó contra el suelo, víctima de las prisas de la comparsa en aquella veraniega mañana de 1919. Rauda y veloz, otra pequeña damisela, que flotaba en el aire como un halo, salió del caserón para rescatar aquella belleza de trapo y porcelana. La desgracia tiñó la calle de cristal y escarlata. Desde la calle, se observaban cómo rostros diminutos se asomaban a los ventanales. El gentío apenas dejaba vislumbrar lo sucedido. Un halo de incertidumbre se aglomeraba a escasos metros de aquella puerta de solemnes aldabas. Parecía que incluso el cielo se sentía cómplice de aquella confusión, tornándose sombrío en una mañana antes espléndida. Y Julia, ¿dónde se encontraba ahora? La calle concurrida no sabía de aquella pequeña muñeca cuyo nombre rememoraba un pasado lejano: ella, a la que nadie había considerado con vida, había sobrevivido; su ama, su valedora, su cómplice, había envejecido hasta morir... Y, ahora, aquella niña que la llevaba entre sus brazos, el desgraciado accidente que había hecho que la trageia se repitiera una vez más. Además, cuando recordaba ahora aquellos años (1919, se repetía una y otra vez, como un soniquete siniestro, bajo su piel ebúrnea), el bullicio de la calle (¿era el Trastévere?) la incomodaba. Julia solo quería paz; nadie de los que la miraban como un trasto antiguo que podía tener como destino un vertedero comprendía que la vida latía incluso allá donde el corazón permanecía silenciado. Julia vivía en los recuerdos, en sus años de esplendor y admiración. Pero la realidad no la dejaba, los ecos que llegaban del exterior le indicaban que tarde o temprano su tranquilidad iba a ser interrumpida y sus peores instintos saldrían de nuevo a flote. Ella lo había intentado, pero era imposible permanecer inmune a las tentaciones humanas. El bullicio le interrumpía su vida, le aflojaba el relleno de ese cuerpo que había nutrido con imaginación a través de los estímulos que percibía por los sentidos. El eco de la risa y la algarabía de la calle le traían el presente, la mancha de sangre sobre el asfalto, Ana, su amiga Ana, gravemente herida con un cordel de rosas oscuras saliéndole de su cabello oscuro. Deseaba salir afuera, respirar el aire libre, sentir los rayos de sol sobre su piel de porcelana. El cuerpo de su amiga seguía sobre el asfalto, lejos de la gasa que la había elevado de nuevo, después de tanto tiempo, hasta esa ventana, su casa y al mismo tiempo su presidio. Pero, por otra parte, sentía miedo de las personas de la calle, quienes, en su tránsito atareado, quizás la ignoraran. O, peor aún, podría ser que se fijaran en ella para después despreciarla. ¿Y de qué modo iba a sacudirse antes la costra de polvo que había ido cubriéndola a lo largo de los años? ¿Y de qué modo iba a librarse de la tela de su ropa? Esa tela rancia hecha con madejas de hilo, hilo de besos, de caricias, de castigos en la estantería del cuarto oscuro. ¿Cómo podía mudarse de ropa? De repente, sin que lo esperara, se abrió la puerta y un hombre entró. Se dirigió a la vitrina donde descansaban las muñecas de porcelana. El hombre se movía de un lado a otro, parecía que buscaba algo importante. Tomó a Julia, que cerró los ojos para que la tristeza no nublara sus ojos de lágrimas, y la observó de arriba abajo. Cualquier persona que viera la escena diría que se la iba a quedar. Pero no fue así, volvió a dejarla en la vitrina. Julia no había reconocido al individuo, no conocía sus intenciones; pero, aún así, muy en el fondo de su corazón se hubiera dejado coger, sin resistir. Hacía ya mucho tiempo que su melancolía la llevaba a la desesperada. Hubiera deseado ser apresada y dejarse llevar... para poner punto y final, para dejarse a la suerte y cambiar definitivamente el rumbo. En aquel preciso instante, sonó un despertador. Julia salió de su ensimismamiento. El hombre que la había tomado en brazos ya no estaba allí. Y Ana, ¿qué había sido de ella? ¿La tragedia se repetiría una y otra vez, hasta la eternidad? Lentamente, en la habitación de al lado, escuchó el sonido del somier. ¿Quién estaría ahí? Abrió la puerta, era el mismo hombre, que lo había tomado un rato antes, ¿cuántas horas, días o semanas habían transcurrido?; se acercó a ella y la cogió otra vez dulcemente en sus manos. De pronto, notó algo extraño cuando tocaba el viejo vestido y allí, en un pequeño bolsillo escondido en el dobladillo, encontró una nota escrita en un papel amarillento por el paso del tiempo.

"Plasencia, 13 de abril de 1826

Querido Gonzalo:

No tengo apenas ánimo para escribir. El médico dice que debo comer más, que tras el parto es necesario coger fuerzas. Imagino que con la criatura en brazos todo se hace más fácil. Pero el haberla perdido me provoca tanto dolor... Mi Julia... si hubieses visto sus ojos, sus manitas, su..." (La última palabra era ininteligible, apenas una sombra. El lector de la nota imaginó una lágrima que, al caer, borraba parte de lo escrito).

No pudo terminar de leer las primeras palabras cuando una voz lo sobresaltó. -Hola, Marcelo. Ana tenía un aspecto extraño; su vestido infantil se había vuelto extravagante, su cabello aún con restos de sangre seca parecía haberse vuelto más firme, como si se hubiera aireado en espacios lejanos. Julia cerró los ojos, no podía creer lo que tenía delante. Con estos atormentados pensamientos, y como única compañía la tenue luz del atardecer que entraba tímidamente por la ventana, le indujeron a pensar que, quizás, la solución a su vida estuviese en volar de nuevo hasta el desierto del Thar. Allí encontró a la paz hace demasiado tiempo. Afuera, en el Trastévere, debía seguir aquella escultura de Santa Cecilia, los cafés harto concurridos de turistas, la música de las bandas y los saltimbanquis que continuaban con su algazara, ignorantes de que una niña, Ana, había sufrido un grave accidente… ¿O eso mismo había pasado mucho tiempo atrás y ahora confundía aquel lejano día aciago con la consuetudinaria rutina de la espera? La luz rosada del atardecer languidecía en el horizonte. Julia sintió que lo que vivía ahora estaba sucediendo hace mucho, demasiado tiempo. Escuchó las palabras fatídicas: -Espero que este viaje sirva para encontrar a aquella niña feliz, contenta, risueña que fui.