Tu piel enfría mi rostro Martes, 16 de junio. ¿De qué año? Mi cumpleaños. Ocho primaveras. Apenas nada. Mi abuela me había regalado una muñeca de porcelana muy hermosa, aunque no jugaba con ella porque por las noches me daba realmente miedo. Siempre que la veía, me costaba conciliar el sueño. Se apoderaba de mí un mal presentimiento que me hacía estremecer. Mi prima (¿cómo se llamaba, ahora que lo he olvidado casi todo) era como mi hermana. Llegó unas semanas después y compartíamos habitación. Ella era muy curiosa y había oído a la abuela mencionar a aquella muñeca, y me preguntó dónde estaba. La quería ver, tocar, sentir que aquellas cosas que le contaba sobre su efecto perverso no podían ser verdad. -Durante el día está sobre mi cómoda, pero al llegar la noche prefiero encerrarla en el armario; sus ojos, entonces, se vuelven brillantes y llenos de vida –le dije. Mi prima se puso a reírse a carcajadas, no podía parar de reír, mientras decía que tenía una gran imaginación. De pronto, me cogió del brazo y subimos juntas las escaleras hacia mi habitación. Cuando entramos, la cómoda donde había dejado a la muñeca esa mañana estaba vacía. Nunca volví a ver a la muñeca después de que mi prima se fuera de casa. Pensé que se la había llevado ella y me sentí traicionada. Solo con el tiempo llegué a saber que nunca había robado nada. En una de nuestras conversaciones, cuando nos contábamos cualquier inquietud o misterio que zarandeaba nuestras existencias, a ella se le ocurrió ponerle un nombre. -Se llamará Julia –me dijo-, ¿verdad que es un hermoso nombre. Yo no dejaba de mirar aquel rostro de porcelana que parecía cobrar vida, mirarnos, entender nuestras preguntas. Hablábamos de ella como si fuera una niña; era extremadamente delgada y exageradamente alta, vestía siempre barrocos conjuntos que oscurecían su blanquecina tez y endurecían su infantil mirada. Una noche, al cerrar los ojos, oí que se abría una puerta y un poco desorientada fijé mi mirada en el fondo de la habitación, entre las sombras que acompañaban mi soledad. Una presencia demasiado cercana me heló la sangre. Allí seguían los ojos fijos en mí, el brillo del rostro, la boca entreabierta que quería pronunciar algún sonido. Quería acercarme hasta ella, pero el miedo helaba cualquier posibilidad de movimiento. Esa fue la última noche que la vi; después, incluso la frialdad de su presencia fue ausentándose por largos periodos de tiempo hasta que me olvidé de que alguna vez había existido. Después de muchos años, mi mejor amigo, Marcelo, me hizo una gran confidencia. -Fui yo quien la robó, ¿me podrás perdonar alguna vez? El problema que surgió fue que su hermana, a la que había hablado de esa hermosa figura, la encontró en su habitación y se encariñó de ella. Como estaba muy enferma, no pudo negarle el juguete. Por eso, cuando Marcelo confesó que había sido él quien se había llevado la muñeca, nada de lo que había pensado antes tuvo sentido. Tras la traición y la mentira, vino el rubor por haber culpado durante años a mi prima, que había sido mi hermana, mi amiga y a la que había apartado un poco de mi vida por el supuesto robo. Todo había sido distinto y frío desde entonces, y todo por una triquiñuela de Marcelo... -Era un día de verano agradable, que invitaba a jugar en el jardín de la casa –continuó con la confidencia-. Era nuestro lugar favorito para divertirnos. Julia, la muñeca, formaba parte de nuestros juegos, todos querían cogerla, era una preciosidad... Marcelo continuó relatando los detalles. Mencionó que aquel día, exhaustos, cuando anocheció, mi prima y yo muy contentas nos fuimos a la cama. La muñeca permanecía con nosotras, pero entre risas y risa de pronto se fue la luz. Marcelo quiso arreglar la muñeca para ocultar, en realidad, cierto temor que le profesaba su mirada. Una mirada de ojos tristes en una cara lívida y marchita. Lo que hubiera dado por transformar esa cadavérica figura por una risueña y colorida criatura de ojos radiantes. Pero, ¿por qué lo había hecho Marcelo? ¿Qué veía de inquietante en la mirada de fango verde de aquella muñeca? Además, no era la única, ni mucho menos, en el armario, entre las sombras de la noche, dos ojos brillaban. Yo oía unos ruidos en el armario, como arañazos en la puerta, me cambié de dormitorio varias veces, pero lo seguía oyendo; luego, empezaron las risas, primero muy lejanas, me volvía a cambiar de habitación. Pocas noches recuerdo tan largas como aquella. Me volví a cambiar de habitación. Elegí una contigua a la de Marcelo, supuse que saberlo cerca de mí me daría cierta tranquilidad. Cuando agudicé el oído, me percaté de que lo que antes eran ruidos ahora se habían convertido en palabras que surgían de una garganta transformada por la locura y que dialogaba con alguien de voz meliflua. Comencé a temblar, sentí un frío ajeno, percibí una canción lánguida y eterna, ajena al transcurrir del momento me abandoné a unos maternos brazos sintiendo una ternura difícil de explicar. -¿Por qué lo hiciste? ¡Dime! -alcancé a entender a una de las voces. Las palabras, apenas inteligibles, sonaban de un modo lejano, metálico-. Yo nunca te fallé. ¿Por qué lo hiciste, por qué? Aquellas palabras comenzaron a hacerse cada vez más nítidas, más cercanas. Paralizada por el terror, lo único que podía hacer era balbucear vagas palabras de disculpa, anhelando que mis ruegos alcanzasen a aquellas voces y me dejasen tranquila en aquella habitación. Quizá fueron sólo pesadillas por la tristeza y la ansiedad que me produjo la traición de mi prima. A la mañana siguiente, apenas podía mirar a Marcelo a la cara, me sentía tan confundida... -¿Por qué lloras? No supe explicarle, pero a él le dio pena dejarme en casa y ese día se ofreció a llevarme con él a la vendimia. El día siguiente fue muy agradable y divertido. Agradecí mucho a Marcelo que me hubiera dado la oportunidad de acompañarle, conseguí olvidarme de todo lo que había ocurrido la noche anterior. Aunque, desafortunadamente, la tranquilidad era momentánea. Cuando llegó la hora de irse a dormir, los nervios y la incertidumbre se volvieron a apoderar de mí. Nada más acostarme en la cama de mi habitación de nuevo apareció Julia, mi muñeca de porcelana... y corriendo la metí de nuevo en el armario de donde nunca debía de haber salido y, dejando tras de mí un sonoro portazo, me acurruqué sobre mi cama tapándome con la colcha hasta la cabeza... Poco después se oyeron esos ruidos estremecedores, que tan bien conocía, de unas uñas arañando la madera. Tenía el miedo metido en el cuerpo y el irracional sentimiento de que algo estaba a punto de ocurrir, algo que fuera de mi entendimiento, pero que me inquietaba. Recordé que esa sensación no era nueva, que ya se había repetido ante mis ojos -o en mi cabeza- una y otra vez. Siempre la historia había continuado de la misma manera, había tomado las pastillas para dormir que me había mandado el médico y había entrado en un sueño profundo. Pero, en esta ocasión, no fue así. -¿Puedes oírme? -Sí. -¿Por qué no puedo verte? -No quieres hacerlo -¿Me necesitas para algo? -Sí. -¿Para qué? -¿Recuerdas la celebración de tu octavo cumpleaños? Ese día llegué a tus manos, fui el regalo menos apreciado, incluso odiado. Y tal fue tu desprecio que me tiraste al suelo con fuerza y mi mano derecha se rompió… ¿No te acuerdas de aquello? -No, no es verdad, yo no pude hacer eso… -Junto a la mano también se me rompió el corazón. La mano han conseguido arreglarla, pero el corazón no tiene solución. Eres una insensata. -No, insisto en que no es verdad… -el pánico había secado mi lengua y a duras penas podía articular palabra. -Deja de poner excusas y de gimotear -dijo la muñeca bruscamente. No podía quitarme esas palabras de mi cabeza. Así que decidí pedir ayuda. La sala de espera no era nada confortable: tres sillas y dos desvencijados sofás alrededor de una mesa repleta de revistas insustanciales componían todo el mobiliario. Tampoco el tono exageradamente amable de la mujer que tomó mis datos me tranquilizó. -Siento que tengas que esperar. El doctor no mide su tiempo. Estaba nerviosa. Sentía un pudor inmenso por tener que contarle mis tormentos a un desconocido. Pero necesitaba ayuda. -Ana, ya puedes pasar, el doctor te está esperando. ¿Cómo explicarle que el temor a una muñeca me impide dormir? ¿Qué su voz retumba en mi cabeza? ¿Qué el miedo está metido en mi cuerpo? Sabía que era el momento de hacerlo. Era mi única esperanza de volver a dormir plácidamente. Habían pasado 20 años y muchas noches, sobre todo las de luna llena, seguía despertándome sobresaltada entre sudores fríos. Desconocía dónde había ido a parar la muñeca después de que Marcelo se ha diera su hermana; después de la muerte de esta, a buen seguro que habría acabado en un contenedor de basura o en una tienda de objetos de segunda mano. Sin embargo, a pesar de las pesquisas y las conjeturas, algo me había guiado a ese doctor: sentía que él podría ayudarme, que el momento y el lugar eran los adecuados. Pero no, no podía ser, ¡Julia estaba allí! ¿Cómo era posible? -Pasa, Ana. ¿Le habían dicho mi nombre? ¿Qué sabía él de mí?? El doctor me hizo sentar en una silla en la que me encontré empequeñecida. Yo era una mujer adulta, pero en ese asiento me sentía como los niños a los que hay que poner un cojín para que alcancen la mesa.
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