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Fiction and Poetry Humboldt State University Press

2021

Quiebres en California

Lilianet Brintrup Hertling

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Part of the Poetry Commons "En homenaje a los habitantes-viajeros de California" "In Homage to the inhabitants- travelers of California"

Quiebres en California Quiebres en California Lilianet Brintrup Hertling

Humboldt State University Press publishes high-quality, open-access scholarly, intellectual, and creative works by or in support of our campus community. HSU Press operations and publications support the HSU mission to promote understanding of social, economic, and environmental issues. Lilianet Brintrup Hertling Quiebres en California

Humboldt State University Press

Quiebres en California

Lilianet Brintrup Hertling

Front cover photograph: Design Pics, Robert Postma. Forests and Trees of the Redwood Forest in Northern California, August 21, 2019, PicFair. www.picfair.com/pics/09308706-forests-and-trees- of-the-redwood-forest-in-northern-california-the-latin

Back cover photograph: Rocky Northern California Coast, May 30, 2010, Picfair. www.picfair.com/ pics/092988-rocky-northern-california-coast

Interior photographs: Courtesy of Humboldt State University. www.flickr.com/photos/humboldtstate/

© 2020 Lilianet Brintrup Hertling

Humboldt State University Press Humboldt State University Library 1 Harpst Street Arcata, California 95521-8299 [email protected] digitalcommons.humboldt.edu/hsu_press

Layout and Design by Laiza Y. Pacheco Typesetting assistance by Aaron Laughlin

This book is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivatives 4.0 International License.

PRÓLOGO

Quiebres en California Prólogo de Gladys Ilarregui

Como especialista de las narraciones de viajeros en el siglo XIX- deleitada por las lecturas de Ignacio Domeyko, Gustave Verniory, Maria Graham, Paul Treutler, Bernardo y Rodolfo Philippi Krumwiede- Lilianet Brintrup crea su poemario “Quiebres en California” con un título que anticipa la posmodernidad del milenio y que en sus contextos fragmentarios trabaja para contener un todo poético. Este conjunto lírico hace un trabajo lingüístico profundo al presentar la geografía, las identidades, las etnias, espacios y tiempos de los sitios donde se instala el viajero, el inmigrante, la poeta en el curso de los tres quiebres que componen el trabajo completo. Son lugares de observación constante a la manera de las crónicas y anotaciones del descubrimiento europeo en tierras americanas desde el siglo XVI al siglo XXI. En esas escrituras de archivo se abría un cofre conteniendo la visión de la tierra nueva apretada contra la nostalgia del que estaba lejos de su lugar original y que, lanzado a la aventura de encontrar otros rumbos, hallaba que los objetos tenían sus dobles, analogaba lo recién encontrado con lo viejo. Esa es justamente la historia de nuestra América cuando los primeros europeos llegaron hasta los pliegues arrugados de nuestras orillas para comenzar una caminata interior y exterior de mapas y recuerdos que todavía persisten en el

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mundo de los emigrantes de cualquier tierra y hacia cualquier lado en pleno siglo XXI.

California y el sur de Chile funcionan como dos espejos contrapuestos que proveen al Visitador de una visión comparativa sobre los habitantes y los árboles, el mar y los pájaros, la tierra lejana, en el siempre presente retrato ecológico californiano a partir de las notas de viaje que el personaje lleva en su mochila junto a las cartas de amor. El Visitador es como todo viajero, un observador y éste es, a su vez, un personaje que construye su mirada territorial a partir de lo que no tiene. Ya lo recuerda el epígrafe que abre el libro: viajar es una separación, la separación con lo que se ama. El quiebre trasmitido poéticamente expresa nociones fantásticas y posibles desde la geografía emocional hasta la geología de los quiebres de la tierra en esa zona del oeste americano.

La primera parte del poemario se inicia con viajeros ficticios o históricos reconocidos ya en la imaginación global: Pigaffeta, Robinson Crusoe, Alexander Von Humboldt, Poeppig, Colón, Carrió de la Vandera, personajes que necesitaban como el Visitador, un desplazamiento. Desde el comienzo de esta poética de viaje, queda instalada la certeza de que esa otra parte del sur de Chile es el norte de California y que las dos geografías se imitan y se encuentran, aunque las aguas de Chile no se toquen con los Hollywoods ni las industrias cinematográficas, y aunque no haya un paralelo material entre las dos culturas. La primera parte en prosa es convincentemente poética:

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Cuando el viento pasa por dentro, se ve que alguien afuera se asfixia: su mano en el borde de la ventana, los dedos raspando el vidrio las observaciones entre humanos y animales entran en una complejidad rica en medio de las nubes, de la niebla, como cuando dice:

El Visitador aprende que cuando los pájaros, que yacen casi escondidos en las arenas de las playas, no responden a sus gorjeos, es porque sospechan el sigilo del humano, sus preferencias pantanosas, sus articulaciones imperfectas, sus conveniencias ondulantes, su inteligencia peligrosa, su programación del tiempo

Karkar funciona como el lugar simbólico que el viajero “ocupado/ armador/ educado en la flor”, también el “insoportable, ridículo, prepotente, redondo, cuadrado” descubre y por el que se siente imantado, como lo reflejan una serie de notas sobre la naturaleza que dan al poemario su persistente riqueza botánica. Es desde Karkar que el viajero necesita “hacer saber al mundo” sobre la impetuosa flora americana del Nuevo Extremo, nótese la forma de denominar el territorio, Chile Santiago de Nuevo Extremo, completando el sentido del viaje vertiginoso que va y vuelve del sur al norte, la poeta reflexiona:

Como sé que no tengo la verdad diré algo cercano a la verdad sobre el Gran Visitador que irrumpe

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cantando “I would rather be in California,’ I would rather be in California, I would rather be in este lugar de resistencia’

Brintrup imprime el sello de su inconfundible chilenidad a esa resistencia cuando a través del Visitador viene a mostrar lo que recibió como herencia cultural en conjunción y/o confusión con los elementos conceptuales y consumistas de otra cultura, incluso de más de una cultura como lo muestra el uso de la palabra “Kuchen” que invita a pensar en alemana, a la que se suman la incorporación de marcas del marketing internacional incrustadas también en la vida económica de Latinoamérica:

Traigo, dicen que dijo, la empanada de choclo, un mazapán, una frutilla salvada de la furia de miríadas de tijeretas. Traigo el chocolate toyota, el mazapán nissan, la guinda y la frambuesa aún rojas. Puedo desplegar ante los ojos resplandecientes de los californianos toda la lluvia en conserva y a un hombre que arregla los cables de la luz. Puro jugo, pura crema, un puro Chile de cielo azulado. Puedo presentarle al panadero un rico Kuchen, una vaca pastando al lado de una araucaria indomable. Miríadas de mitsubishis de esos que son buenos por dentro. Viveros a 5000 metros.

Es precisamente este juego de identidades y marcas, estas transgresiones de lugares comunes y fijos, lo

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que convierten al texto en un concierto múltiple de espacios y reflexiones, en un riquísimo muestrario de contenidos visuales y afectivos que no pueden separarse uno de otro, como un collage irreductible entre desplazamientos y culturas. El ensayo social multicultural de la vida estadounidense se ve reflejado en la inmigración a California de la que la poeta es parte, en un movimiento oscilante desde la Segunda parte, el Primer Quiebre, donde se sostiene que es difícil explicarse en el inglés puritano y amable y en el Duodécimo Quiebre donde hará referencias a las palabras que no tocan la raza, el color, la política, el sexo o la religión; sin embargo, otra vez en medio de las oscilaciones identitarias y culturales, en el Sexto Quiebre abre la diferencia que la misma poeta ve en su entorno universitario:

La indivisible coexistencia de los últimos hippies y los primeros ecólogos futuristas, a esos, los ve todo el mundo. No hay línea divisoria. Un harapiento se sienta en una sala de clases de una universidad y opina lo contrario que el doctor en Ciencias Físicas, mientras tranquilamente un bello animal pasea por el interior de una sala de clases. Yo prefiero imaginar que así me amarán. Yo prefiero, en realidad, imaginar, cómo serán esos lobos marinos de estas aguas no divididas del Océano Pacífico en algún lugar de California.

Una pregunta que atraviesa esta segunda parte del poemario es la que aparece tanto en letra regular como en itálica: “¿Me habré movido alguna vez del

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sur?” dando sentido a toda esa fuerza exploratoria entre bosques y estrellas, horas del crepúsculo, elementos urbanos, carteles, basuras, árboles frondosos anotados en la computadora portátil donde se escriben esas palabras aprendidas en otro territorio, entre el capitalismo, el archivo, la ciudad y los rieles del tren, los cafés, los apuros.

Una poética de la ecología

En este trabajo es indiscutible la presencia dominante de la naturaleza, un tema que los románticos europeos trataron desde Rousseau hasta los trabajos de literatura y poesía de los siglos XVIII y XIX en toda Europa donde la perspectiva de la naturaleza americana llego a ser parte de una pasión no solo literaria sino también artística y científica. Los cronistas recorrían ese nuevo pasaje de perfumes y formas en los primeros documentos del siglo XVI escritos para el favor real y, progresivamente, se inaugurarían colecciones botánicas con el objeto de estudios importantes en los viajeros subsecuentes cuyos dibujos detallarían las nuevas flores y el color de los frutos nunca vistos. Pensar por ejemplo en Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (1805) donde Alexander Von Humboldt escribió impactado durante esa exploración que tomó desde 1799 a 1804 por los corredores fluviales y biológicos, por los nudos de montañas en esa cordillera de los Andes, por los hallazgos de la naturaleza americana que como él pensaba no podía abarcarse como totalidad

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si sólo se contemplaba científicamente sino también había que entrar a ella literariamente. Así Brintrup no cesa de hacer un muestrario natural del ambiente en el que vive, en un juego de doble espejo geográfico: el norte y el sur:

El norte-norte de California, donde también la mosqueta florece, donde los arándanos negros fueron flores, aunque podrían haber sido maquis, donde de vez en cuando invaden nuestra carne, huesos, nervios, igual que allá en el sur de Chile donde el coihue, el copihue, el alerce, el helecho, la nalca también florecieron verdes y rojos alguna vez (II de parte I)

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Piensa en los campos floridos que a veces nos engañan con su mirada luminosa. Piensa en las tempestades que guardan cada una de las hojas de los árboles en los que te has recostado. (VI- Parte 1)

Como un botánico recurre al latín para un catálogo imponente de las especies de la flora, como cuando menciona- entre otros- el Blepharocalyx Kruckshanksii, un árbol que los chilenos llaman temú o palo colorado por el rojo de su madera, con hermosas flores blancas, y esos son los palos altos con los que el Visitador se va soñando:

Griselinia jodinifolia, Griselinia jodinifolia, dijo, pero nadie que lo escuchaba, creía en ese repentino

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entendimiento de plantas y árboles. El paso por una ciudad menor, le indicó definitivamente que ya no estaba ni en el sur-sur ni en el norte-norte. Se dice que el Visitador murmuraba entredientes Gaultheria phyllyreaefolia, Escallonia pulverulenta, Fabiana imbricata, y ya casi entrando a la ciudad más poblada de California entonaba palabras que eran casi como otro idioma: Fuchsia magellanica, Colliguaya salicifolia, Balsamocarpon brenifolia y ya en medio de la plaza de las dos palmeras dicen que dijo con seriedad impropia: Aristotelia Chilensis y se fue al bosque anotando claramente en su cuaderno de viaje: Blepharocalyx Kruckshanksii. Solo se fue soñando con los palos colorados que se transformaron en altos y gigantescos árboles de madera roja. (IX- Parte I)

En el recorrido poético cabe toda la alegría de los vegetales y las flores que van encontrándose en los diferentes discursos que ofrece el libro desde la prosa poética hasta los poemas escritos en forma más convencional y que no pueden pasar inadvertidos, uno pensaría por momentos que los textos imitan los dibujos de María Graham sobre la flora de Chile, en esos cuadernos ilustrados con su mano de viajera encantada:

Las flores, las callampas, las frambuesas, las frutillas, el cilantro, el perejil, los ajos, las cebollas, las betarragas, los pepinos, los pimientos verdes, rojos, naranjos, morados, amarillos, los duraznos, las manzanas, el cebollino, las lechugas,

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las murras o moras, los choclos-elotes-mazorcas- maíz, los arándanos azules, rojos, negros, todo está a la vista del viajero y del habitante cada verano en la plaza desarmable de Karkar. (Noveno Quiebre, Parte II)

Las tensiones de la naturaleza también están presentes, no siempre es un cuadro idílico, sino que la naturaleza revela sus violencias, sus preferencias, la forma de su propio desarrollo en la biodiversidad y en conjunto con los humanos. Son interconexiones casi de un ecofeminismo, aunque lo genérico no es lo destacado en el poemario y en ese sentido es más un concierto humano que habla sobre ese laboratorio de lo natural que construye y deconstruye tiempos y memorias:

Me hablan de árboles crecidos al arrullo del dolor de muchas madres que murieron tal vez abrazadas a sus bebés enfermos. Árboles crecidos en medio de lluvias y vientos imperdonables. Árboles crecidos en medio de fríos y temblores de tierra. En medio del miedo de ser cortados medio a medio. Árboles que decidieron crecer juntos, casi amontonados para cubrir sus enfermedades, tapar las duras cortezas salidas de las raíces para cubrir las que crecen entorpecidas en busca de aire limpio y claro. Árboles que no querían mirar siempre al mar. (Novegésimo Quiebre, Parte II)

Ante cualquier violencia, frente a cualquier estado del tiempo, la comunidad geográfica seguirá imperturbable en Karkar, no hay hechos que puedan

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alterar esa ecología profunda o la potencia de un espacio verde, cercano al mar, por aire y por agua las criaturas siguen encontrando su lugar, afirmándose sin perturbación:

Karkar permanece en su centro aunque llueva, truene o el cielo despida relámpagos, así están las ballenas en sus aguas, los árboles en sus bosques, las algas en sus piedras, los líquenes en sus rocas, el aire en su atmósfera, las orillas arenosas en sus playas, el espíritu en sus guardabosques, el olor en sus maderas, el canto en sus pájaros, la hortaliza en su huerta, el arándano en su cerco, la vaca en su valle, los caballos en sus pastizales. (Vigésimocuarto Quiebre, Parte II)

En un poema de la última y tercera parte del libro aparece un pesar muy común a la humanidad hoy frente al cambio climático y frente a los problemas concretos que sufre California en el siglo XXI, casi como una reflexión interior se dice:

Observo desde aquí lo que en apenas cien años más ya nadie podrá ver: La lluvia que cae toda de una vez sobre árboles frondosos su murmullo y susurro de contento

El pájaro que aún no cruza el aire extraviando su vuelo y su horizonte Días sin experimentos (Días del milenio)

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Notas poéticas en el camino del migrante

Costas, mares, matas, películas como “Lo que el viento se llevó”, referencias al IRS y Oxford y Lezama o Byron, concluyen la última parte de este libro, que exige una lectura cuidadosa por ese borde azul y rocoso del mar, por las palabras y las comidas, la inmensidad de los lugares ajenos y propios que la poeta Brintrup propone en forma originalísima y que constituye una indagación personal por esos trayectos y caminos que el libro recorre. Su biografía, su propia instalación en California hace ya casi treinta y tres años, colabora en el intertexto de relaciones con el paisaje norte-sur y convierten en porosa esa biculturalidad para recrearla con diferentes registros. Por momentos aparece irreverente, como cuando dice en el poema Un tropiezo: “Soy derecha con la vida como las zanahorias” o cuando admite que: “Irak puede llamarse mi tetera” en el poema El hervor de la memoria. Me animaría a decir que cada migrante encontrará su propio trazado acercando el antes y el después de sus desplazamientos con una especie de “exteriorismo” -una técnica utilizada por Ernesto Cardenal en sus poemas- registrado en este libro por cuanto hay un montaje de imágenes prolífico para reencontrar los espacios de lo perdido y lo aprendido en ese juego de migraciones hoy más radical que nunca en el contexto del siglo XXI. En un apunte de notas poéticas destaco aquí:

Sobre la lengua:

La lluvia bilingüe susurrando en mi oreja (Agudo gusano)

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Sobre la identidad:

Y así, hablar de la gloriosa hispanidad cuando ya el viaje de ida y de vuelta no es más que una espesa raíz (Diálogo inevitable)

Sobre afectos y nostalgias:

Pongo la mano sobre una mesa cerca de una carta. Algo busco. Es la carta del sur que me habla del alboroto de aguas de algunos ríos del norte aún dorados. Por fin entiendo que el cariño enviado en una carta se extravió en un barco camino a California. (Vía California)

Los adioses:

Había que saber morir sin estridencias ni etiquetas como esa foca deslizada por el ojo de arena (Saludos de aquí y allá)

Sobre el tiempo y la vida:

No estoy acostumbrada a beber agua sucia ni a tener arrugas en mi piel (Vaivén)

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Sobre multiculturalidades:

Recuerdos y revuelos en el Lejano Oeste A pesar de mis Hollywoods A pesar de mis disneylandias Diez dedos vírgenes Basuras incompletas El perro del arcoiris (De las cosas)

Sobre los exilios:

Hablo varias lenguas y uso varios vestidos Bebo diversos líquidos Me aplico cremas variadas. Prendo luces en todas las habitaciones Por el lado de afuera de los vidrios y de los retratos de mi casa (Eso que se ve por ahí es California)

En el mundo del presente a través del planeta emigran africanos, tailandeses, pakistaníes, afganos, sirios, muchos de ellos sin poder concretar su paso a la nueva tierra en los pasos fronterizos del desierto del Sahara, en la selva de Darién o en la corriente del Golfo. Los migrantes forman parte de la construcción de las sociedades americanas, específicamente cuando en el siglo XIX llegaban a Estados Unidos personas de Alemania, Rusia, Noruega, Irlanda, Italia. Los noruegos a los bosques, los italianos a las ciudades, y así también las corrientes europeas fueron dejando su profunda huella identitaria en América del sur. Para no hablar ya de la controversia, la violencia

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ejercida contra los migrantes en Estados Unidos, sus diferentes historias de desarraigo y sus luchas políticas, recalcamos que los hablantes de este poemario lírico de El Gran Visitador proponen la preocupación real por el “otro”, la necesidad de que el “otro” se entere, sepa lo que pasa en esas historias de desarraigo y de lucha; y así ingrese con la poesía a ese territorio de fascinación y resistencia, abra como un pliego amarillo y oscuro ese lugar marcado por mapas interiores y por la geografía atesorada desde otra tierra. Y en todo caso, la pregunta que seguirá resonando será la de la biculturalidad y el bilingüismo para los que vivimos en otro idioma, para los que conectamos la memoria con dos espacios:

¿Qué haremos con este insistente afán de acarrear lo del sur al norte y lo del norte al sur? ¿Cuándo nos diremos que es mejor que nuestro equipaje se quede como equipaje y nada más? (XI, Parte I)

Creo que cuando este poemario se cierre en las manos de cualquier lector, se abrirán los momentos interiores de los viajes familiares, los aeropuertos, los debates sobre la identidad dentro y fuera de los registros legales y, sobre todo, la fuerza de las imágenes que nos capturan llevándonos hacia la valoración de esos procesos de desplazamiento y sobrevivencia, los quiebres que metafóricamente se insertan en la vida como en la tierra del planeta que habitamos.

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ÍNDICE

PRÓLOGO ...... v PRIMERA PARTE ...... 1 SEGUNDA PARTE ...... 61 TERCERA PARTE ...... 139 BIOGRAFÍA ...... 219

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EPÍGRAFE

¿No habré visto nada sino el mundo y nada me habrá sucedido sino la vida? ¿Qué maldición nos obliga a vivir donde no queremos y a separarnos de lo que amamos? (Viajes a La India, Augusto D’Halmar)

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Alonso Brintrup Hertling In Memoriam

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PRIMERA PARTE

El Gran Visitador I

Las cosas que se dicen son ciertas. Esa promesa de libertad. Lo que puja por salir. Las puestas en acto de un viajero que quiere jugar. Ves algo retorcidamente intelectual. Esto que escribo no puede ser un cuento, una novela, ni un poema largo, ni ser dividido en treinta y siete cantos. Nada me hará desatenderme del mundo. Me otorgo, después del paso del Gran Visitador, la posibilidad de redondearle y cercarle la palabra a los amos de la naturaleza. Pasaje de paso por el paisaje de que sabe qué hechos. De quien sabe qué hechos. Lo que cuesta soltar velas y remos de este hundimiento. Son sólo metáforas de viajero diría el Visitador. Hay algunos seres a los que hay que enterrar antes de que mueran y empiecen a echar pus. Visitador, cuidado con esas juglaresas que te pueden salir al paso, saludarte o escupirte. Y qué tal si tú, gran minerólogo, hubieras sido una mujer o una mujerzuela, una siútica o fina pintora, geóloga o mariposa, porque una arqueóloga pura no habría visto lo que tú viste, aunque sí visto lo que tú hubieras querido ver: árboles bien dispuestos y a disposición de manos ansiosas; alientos acezantes de viajeros que pasaron antes que tú; o una mujer a quien en realidad no le imputabas nada mientras mirabas tenazmente el orden del mundo. Ni colones ni corteses, sino tú y yo tal vez en el debate de los bordes fronterizos de California y de Chile. Ni astrólogos ni naturalistas, rastreadores de caminos te vieron alzar tu mirada por sobre hojas avanzando hacia el mar, pero yo sí. Yo vi

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más que ellos por mi proclividad al mar: no buscaste oro y el ámbar que buscabas no lo encontraste, porque yo lo tenía guardado en cofrecitos y con el resto había enjoyado mis manos, mi garganta, mis orejas, mis muñecas y tobillos color ámbar. El jade estaba en tu bolsillo cercado por nuestra niebla persistente. ¿Quién te dará la noche? ¿Qué haremos con el exceso de tu astucia? ¿Quién te abrirá el paso hacia los animales que se burlaron de ti? Parecía que debía haber llegado antes de que se hablara de la pica en Flandes que justificó tu husmear por fronteras y minas de California perdido por los bordes de la Florida Tierra. ¡Ah! te apunto con el dedo ahora que no me ves diciéndote que te faltó mirar lo que veías, que te faltó comer lo que comías y aunque digan lo que digan yo les aseguro que tú pasaste por California: te citamos, te leemos en el entrecruce de cientos de bibliotecas. Tu amor no fue real en pleno sueño del amor. Pasó por debajo de tu pie algo parecido a un animal. Soy yo la que busco: la naturaleza de la naturaleza, ese senderito hacia la vejez desasida. Dime cómo puedes con las cosas deshechas que no pudiste desear de este territorio y yo te juro que las dejaré intactas, sólo las oleré, las tocaré apenas con mi mirada acostumbrada al terciopelo de las aguas, a la suave humedad de la niebla, al lomo de los ciervos, al agua en la piel desnuda de alguien.

Fatigado, el Visitador decide, por primera vez, sentarse cómodamente en la parte frontal de un enorme árbol de madera roja y hojas verde-oscuras, buscando posición, tratando-tratando que el sol

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accidental de la tarde caiga sobre los papeles que se propone leer. El Visitador arrebata de su alforja una profusa cantidad de pliegos con sus notas de viaje registradas durante su azaroso viaje desde el sur de Chile al norte de California. Se sospecha que sus notas bien pudieran ser una novela, porque ya se conoce su tendencia al exceso de imaginación. Fantasías y sueños es lo que como lectores de esta larga nota poética debiéramos esperar. Pero no hay nada más indigno que apresurarse en el juicio sobre un viajero. Lo más probable, esto ya se dijo, es que cuando el Visitador entró a California con su pesada alforja, sus monoculares y sus anteojos para el sol, ya venía con el propósito de informarnos algo. Verdad es que no lo hemos querido escuchar en nuestro apuro por decirle nuestra única y vital verdad: que somos de aquí, que lo estábamos esperando y que de verdad somos nosotros los que debemos hablar y no él que viene tan cargado y equipado para emprender un viaje de real envergadura. Pero hoy que lo vemos apoyado en ese árbol con toda su belleza masculina estamos prontos a escuchar su lectura que será un denso susurro como el de la lluvia tupida caída en el momento más tierno de la noche. Sin embargo, se dice, que lo que el Visitador sacó de su mochila no fueron sólo notas de viaje, sino también cartas de amor cruzadas entre él y una mujer que aparentemente habría sido botanista de Karkar. Nada era ya gratuito ni fortuito. Por fin los karkartenses conocerían la razón de por qué este Visitador habría llegado hasta aquí. Algo buscaba: el eslabón amoroso perdido. No le importaban las raíces culturales ni la cuestión de la identidad. Era suficiente para cruzar

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bosques y mares. Era suficiente, se dijo, para que lo imaginara todo de nuevo y como desterrado, recapitulara e indagara la sinrazón y el abuso de su destierro. Los habitantes del lugar pensaron todo esto atropelladamente deponiendo cualquier gesto hostil, deponiendo cualquier desafección.

El Visitador observa que los dos caminos están cerrados. Uno es tortuoso, el otro, resbaladizo. Sus pies no encuentran asidero, aunque sus pasos fueron dados con cautela para no tropezar. Para no caer. Toda morada es lejana en esta tierra distante. Esperando una amorosa mirada, el Visitador avanza en esta única noche que parece no tener fin. En la taberna se le ofrece una copa gratuitamente. Una copa de oro de California que lo despoja de toda falsedad, pero no de la insensatez. La demora no le resuelve nada como tampoco el miedo ni la duda. Avanza a través de bosques espesos, sale a praderas y llanos; habla tres lenguas, pero sólo en una es entendido. Se dice que los habitantes del lugar esperaban que el visitante les trajera algunas noticias. Pero al abrir su boca, el viajero entendió que nadie lo entendería. Pronto aprendió sus leyes para ver si entonces lo entendían. Fue así. Así fue. Ya no necesitó esfuerzos para encontrar la posición precisa de su lengua, para que el sonido de la palabra cayera exactamente en el casillero legal de la mente. Sutil manera que los habitantes agradecieron bebiendo cervezas con él y con ello se hubo roto el hielo, el miedo, la duda, la vacilación, la demora y la insensatez. Sus pies encontraron asidero, dejó de errar por ignorancia y alguien trató de convencerlo que se quedara. Pero la carencia de amor

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fue el exceso que colmó el vaso y derramó palabras agrias que, se dice, acarrearía hasta su tumba.

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II

California guarda con sigilo una relación de méritos y servicios prestados por este Visitador anhelante por algún vislumbre de alguien que lo ame, que le indique las puertas de salida de la ciudad. Un abrumador caudal de datos registra su largo vagabundeo que parece no fijarse en nada, en tolerarlo todo, en ser tan natural que nadie transgrede nada porque nadie hace un alto para señalar la transgresión. Todas sus direcciones poseen límites fijados por procedimientos dignos de alabanzas. No te muevas tanto Visitador que no eres cosa principal.

Yo podría señalar por escrito en algún Memorial de servicios que aquella por quien suspira el viajero ha regresado a California con un fuego ardiente que nunca se hubo apagado. Los alces alzan más sus cabezas para también sentir ese fuego que trepa por entre la niebla que ellos no ven, pero que los habitantes, el viajero y yo vemos y sentimos a nuestro paso. Yo podría acercarme al Visitador que siempre está queriendo hablar y explicar que su miseria verbal errabunda ha terminado aquí en el norte-norte de California, donde también la mosqueta florece, donde los arándanos negros fueron flores aunque podrían haber sido maquis, donde de vez en cuando invaden nuestra carne, huesos, nervios, igual que allá en el sur de Chile donde el coihue, el copihue, el alerce, el helecho, la nalca también florecieron verdes y rojos alguna vez. ¿Por qué no habrás tenido tierras Visitador? Ésta es tu pregunta fenomenal que yo sólo sé leer y escuchar.

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El límite exacto estipulado por las quilas no fue materia aprendida en ningún sitio, eso lo supiste tú a escondidas de la historia y del conocimiento. En este viajero forestal podríamos habernos encontrado tú y yo y resplandecientes de orgullo, haber hecho resonar nuestras joyas de plata y nuestros deseos dorados.

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III

Se dice que los habitantes de California no pusieron atención a las incontables faltas del Visitador, sólo observaron su incursión y la manera torpe, atropellada e huidiza de hablar. Nadie pensó ni imaginó que en este viajero se hallaba un compañero para siempre. Pero por encima de toda posible calumnia y de toda extravagante alabanza, el panadero ofreció al Visitador su pan y las voces murmuradoras de algo raro se acallaron. Se dice que el Visitador fue una vez herido y su agonía fue sentida por toda la población que conocía lo que era haber sido herido en pleno desamparo. Se dice que los bosques se percibían espesos, profundos, húmedos, pantanosos. El océano vasto y hondo, ruge, brama como los animales de los que he hablado: alce, ciervo, zorrillo, mapache, vaca, caballo, foca. Se dice que el dolor estaba siempre en sus ojos. Fue como si una flecha los hubiese atravesado. De una cosa sí los habitantes estaban ciertos, se dice, es que el Visitador no era cazador ni andaba perdido, más bien sabía lo que quería, veía lo que había visto, pensaba lo que alguna vez había pensado. Amaba ya aquello que tarde o temprano debía o tendría que llegar a amar.

Severo dolor, se dijo, empujando la vida un poco más allá para que continuara sin aparentes contradicciones. El Visitador no retrocedió ni un paso, ni miró hacia atrás mientras se quejaba de dolor, hasta que alcanzó los árboles. Allí se apoyó, se abrazó a ellos y se durmió por muchas horas. Después,

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fácilmente encontró el camino que aún no había recorrido. Se sintió huésped.

¿Qué podrían saber los alces de los andares de este viajero? ¿Quién podría remover la paja del ojo del Visitador? ¿Cómo podríamos el viajero y yo movernos de este lugar después de haber aprendido el modo de estos árboles?

Esa única manera de sufrirlo todo, furias, tempestades, plagas y la mano metálica del hombre que le recuerda que tal vez no debió haber viajado y que su regreso no significará nada a nadie.

Se dice que el Visitador anduvo perdido por varias semanas alejado de las entradas principales de la costa, pero también se dijo que al ser encontrado por alguno de los habitantes del lugar, no parecía preocupado en lo más mínimo y, más bien, se puso a hablar en la lengua de los habitantes con soltura y propiedad. Habló de Pigaffeta, de Robinson Crusoe, de Alexander von Humboldt, de Poeppig, de Colón, de Carrió de la Vandera y de algún francés que erró como los otros y como él, justo a la entrada de algún Golfo de México. Erró, se dijo, las cuatrocientas cincuenta millas que separan el Golfo de México del golfo de Mississippi. Se dice que por primera vez se dejó ver su sentido de humor cuando repetía palabras ininteligibles para los habitantes: perdido, sí perdido como hace quinientos años, como hace trescientos años, como hace doscientos años, como hace cien años, como hoy. Se dice que los habitantes lo miraron

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con esa mirada inapelable de futuro y le dijeron: nunca más, nunca más. Anduvo perdido sin tener a mano abalorios, pañuelos rojos y azules, anillos, peinetas, espejitos, baratijas que bien podrían haberlo hecho rico y poderoso. Se dice que su cabeza estuvo baja y que su espalda se curvó en signo indiscutible de resignación. Seguiría mirando y caminando las primeras millas con terror. Pero quinientos años de recuerdos no lo atemorizaron en este punto del Nuevo Extremo del mundo.

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IV

El paisaje más cercano son grandes rocas más bien negras rodeadas de aguas inmensas, firmemente grises, de espumas blancas al roce de la tierra y de la arena. Sobre las aguas y las rocas, cae permanentemente una niebla espesa que humedece la piel de las focas y el traje del viajero.

Ya en la ciudad, el Visitador se da cuenta de que no hablará ni murmurará de esa otra parte del sur que es el norte. Tampoco hará mención de Hollywoods ni de sus industrias cinematográficas; nada dirá del oro que tantos fueron y han venido a buscar. Nada de ese puente famoso que por ser de oro ha hecho entender al mundo entero que sólo hasta ahí llega California. Pero el Visitador lo cruzó un día de fina y espesa neblina que apenas le dejó ver el camino vía Condado de Quilanto ni a sus pinos murmuradores, como tampoco pudo ver bien ese lugar donde la serenidad es verde y posible, donde el mirar de frente a la neblina y a los ciervos no es una cuestión de minutos. No hay oro, pero hay tiempo para pensar en el oro tenaz de nuestros cuentos y de nuestras cuentas. Si el Visitador vino aquí no fue porque, como todos, quería empezar una nueva vida o darle mejor vida a los hijos. El Visitador vino aquí como hijo de alguien que había venido aquí hacía muchos años con gran fortuna. El caudal se fue con las aguas del río principal, se perdió entre la niebla, se confundió bajo los puentes con el cuerpo de un ciervo, se depositó en las copas verdes de los árboles, en el ingenio del silencio, en el caudal del recuerdo transparente de los demás.

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Cuando el viento pasa por dentro, se ve que alguien afuera se asfixia: su mano en el borde de la ventana, los dedos raspando el vidrio, las uñas dibujando algo en el aire que sale de sus pulmones, las piernas juntas, la espalda vuelta al viento, el pecho agarrado a la espalda para no cimbrarse como una cintura acostumbrada al olvido sinuoso del deseo. Sólo así alguien ha podido decir que ha visto al viento de todos los vientos arrasadores de dudas, postergadores de respuestas, podadores de verdades enojosas. Ese viento que pasa por dentro abre la vena y abriga la sangre escupida en la alcoba. El mal genio del viento entra por la boca, diseña muecas, orilla el abandono, acumula dolorcillos, endurece nuestro pan y carcome el deseo. Visitador ¿qué hubiera sido no viajar?

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V

Los pájaros deben tener sus hojas. Los pájaros huérfanos de padre y de hojas deben ser propietarios como nosotros. Vemos caballos que ya no son la cosa más veloz de los bosques.

Mañana asomarán esos mismos pájaros cantando en señal levantada e impenetrablemente sordos. El viento volteará sus plumas y hablaremos de la piel del pájaro como hablaremos del revés de las hojas en pleno invierno del viento. De tanto vivir aquí acabaré por llamarme Quilanto.

Nada me supo igual después del alto del caballo en las faldas del faro: la lengua fría, el oído sordo, la vista corta, el gusto agrio, pero el tacto, intacto. Cuando los dedos de mi mano empiezan a deslizarse por los nudos de la madera de los árboles, por los bordes de los clavos sobresalientes, por ciertas molduras de puertas y ventanas, entonces y sólo entonces y de una sola vez, todo eso que vio el caballo desde la falda del faro, no fue sino una gran imagen perecedera en la memoria de pájaros sordos y traficantes que sobrevuelan con sus plumas volteadas mostrando su piel hablada de pájaros parecidos al revés de las hojas en pleno invierno del invento del viento. La cosa no era tan fácil y querer hablar de esto y no de otra cosa, será cuestión de tiempo, de que alguien vaya y venga siempre por el mismo camino, siempre por el mismo sendero del escándalo, a cielo abierto, al abrigo de escudos y parafernalias. Con

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cuánto gusto diré lo que he dicho. Con cuánto gusto oiré repetir aquello que ya he escrito.

Los soldados repiten su paso y la escala musical. Un perro ladra demasiado lejos para alertar al ladrón. El recuerdo del rugido de un avión no llena de fantasías mi mente, más bien, espanta mi miedo y el bochorno de mi soledad. Su estela aún habla de ese rugido.

El Visitador camina y esta vez, como si nunca hubiera caminado. Es un cisne que bordeando el agua, humedece sus zapatos. Agua del norte-norte y del sur- sur. Es un viajero esta vez celestial, sin alas, pero con alma. Ya vio lo invisible. La palabra ‘oculto’ no responde como eco natural. ¿De qué te asombras Visitador? Al desaparecer tu rostro y tu huella tras las enormes hojas de inmensas plantas que nunca viste porque ya no estaban, quedó sólo una brisa seca y violenta. ¿A quién pensabas enterrar si hubiese habido un vendaval? ¿A quién pensabas enseñar en tu noroeste desigual? Tus cuatro maestros amados no te esperaron. Tu botánica fue tu eternidad. Esta vez eres un viajero que ya escuchó lo que escuchabas. Esta vez eras un viajero que andaba buscando algo que aún no había aparecido. Hojas delgadas y transparentes. Siempre a lo lejos los perros ladran y ladraron. Un miedo espumoso surge. El Visitador da aún más pasos. Retrocede. No es viajero, es viajera. Anda a claras y a oscuras. Se golpea. Se lanza. Se festeja y se da siesta. No a los trabajos de la noche. No a los trabajos del día. La colecta de hojas, palos y piedras sigue. El alma del Visitador se fija. Una

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mariposa reposa. Un duende recolecta las hojas que quedan, que sólo quedan, que no quedan. Ahora era un viajero que olfatea la flor de la planta. Retirado de la ciudad huele su mirada, la encuadra, la mira, la da vueltas. Ni pensar en regresar. Avanza por caminillos que debieron permanecer siempre así y que no debieron abrirse como bocas de dragones maleducados. El asunto era nombrar cada cosa que recogía su vista. El apunte. El dato a cuestas. Zarpazo humano. Sutil devaneo. Gracia encumbrada. Y de vuelta al nombre de todas las cosas que no eran sólo cosas, sino asuntos madereros. Resplandor de alegría verde. Esta vez era un Visitador perturbado que caminaba por un bosque perturbado. No tuvo ganas de tropezar con los troncos derribados no por el viento, no por los años. Todo lo que aún quedaba estaba casi intacto. ¿Podría tocarlo?

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VI

Piensa en los campos floridos que a veces nos engañan con su mirada luminosa. Piensa en las tempestades que guardan cada una de las hojas de los árboles en los que te has recostado. Piensa en las dichosas piedras con las que te habrás tropezado engañado por su timidez. Piensa en las sinuosidades del viaje del otro viajero que anduvo tropezando con esas mismas piedras, pero que a diferencia de ti, no respiró profundo, no se enteró de nada, pero pasó. Pasó raudo como el viento que nos despojó de todo candor. Piensa en el eco de tu paso, en la huella opaca que sigues. No hay otra, dijiste. Es esta huella o nada, repetiste. Pero yo te digo que nada puede siempre servir de guía, nada es la luz resplandeciente que traspasa troncos, árboles y las plantas de las mañanas a eso de las diez. También te digo que te des vuelta y mires de nuevo lo ya mirado para ver si algo ha cambiado. Y te vuelvo a decir lo que ya todos te han dicho alguna vez así paso a paso: que la luz que ves no viene del sol que ya debería haber alumbrado esta mañana, sino de tus ojos de pupila ardiente y con dificultad abro la boca para decirte que aún es tiempo de contemplar la memoria invencible desde el centro de la tierra que rodea nuestro pequeño universo. Pero yo sólo te digo que no dobles tu cuello a la deriva, no levantes tu cabeza en gesto de soberbia indeclinable, no retuerzas tus manos, esos nervios de altanería. Sólo ve tu callejón sin salida, el cerrojo de las puertas, tu bosque que ya dejó de ser bosque, ve los ángeles verdes que anteceden los comedores del espacio. Pido a tus orejas arrogantes lo que mi mirada no desea

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escuchar: un ayayay cercano, lejano de todo lo que se va fugando precipitadamente. Los altos del camino ya no dicen nada a nadie. Pararse o quedarse es lo mismo. Si ya no deseas ver más, deberías regresarte a tu casa, cuidar a tus hijos, volver como todos hemos regresado alguna vez: los ojos fijos en el primer árbol, la voz silenciosa, el oído atento, el pie ágil, la palabra acallada en la mente, la acción en la vergüenza.

Se presentía el peso de la noche: los espejos al revés, volteados, si se quiere. Toda un ala de la casa estaba vacía, los árboles se doblaban por el peso del viento, el coche lejano se confundía con ruidos bien oídos. El peso de la noche nunca debió confundirse con el alma de los vivos. ¿Qué hacían allí tendidas sobre la gran mesa de trabajo esas plantas, esas flores, aquellas ramas y semillas? Ni una sola flor en alfileres y ni un cuadro de marfil debieron haberse distinguido en el hueco de la noche en esa casa vacía. Subasta gelatinosa. Plasma de verdolagas. Refritos dorados. Sin embargo, hubo calurosos aplausos a la ciencia del Gran Visitador.

Haz de saber, Visitador del alma, que nada podrás llevarte de aquí, ni una sola hoja pegada a tu zapato, ni una varita caída por los vientos del otoño, ni una brizna de ese pasto verde y seco, ni una piedra del camino recién construido. Cualquiera diría que los cerros y montañas estaban más bajos vistos desde allí sirviendo a alguna corona desde la Tierra Florida de los incas que no nos conquistaron para lamento de todos los de este lado. Álgida redondez fue la defensa, el ataque de los unos a los otros, esa misma vaina

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hallada en las plantas del norte y del sur. Los oidores escucharon que no era la misma arboleda. Disiento. Era otra vez ese camino por donde ya se ha pasado tantas veces y una vez más, porque ella aún no te ha encontrado. Ella y él aún no se han encontrado.

Se te vio atrapado entre tanta maraña, Visitador. ¿Te gustó el té amargo, la basura de vecinos, la estrechez del gesto? Se te vio sujetándote los pantalones a la una en punto. También se te vio en el justo claro del bosque y otra vez te divisaron entre piedra y tierra rutilantes de luz. Hoy se te fue el alma a los pies mientras caminabas paralelo a los alces. No creas que el alma regresa así como así no más. Su partida es siempre dura y tenaz. Un hoyo que perfore la tierra de un extremo a otro no bastaría para alcanzar a divisarla. Verás sí, los pastos doblegándose ante la cálida brisa, esos pastos largos que por largos asustan al viajero, cuya huella no podrá nunca imprimir el largo de esos pastos que aunque se mecen son silenciosos como tu tranco en el fango. Rompo. Caigo. El pasto me suaviza el alma, que aún está a mis pies, me alarga el aliento, dijiste. ¿No te has fijado cuán larga es la pena del alma de un viajero tranquilo y afanoso? Tus caballos se atan por sí solos y se desensillan por sí mismos. Hay algo que es poderosamente malo hoy por hoy, pero aquí mismo va siendo un lugar seguro por ínfimo, por remoto, por olvidado y perdido. Rincón californiano donde las bombas aún no llegan.

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VII

Cada mañana el Visitador pasa frente a la casa donde se acuña el Memorial de servicios. El abrumador caudal de datos lo retiene más tiempo del prefijado. Se lamenta. Lanza quejas por aquí y por allá, pero al final sus meritorias piernas lo llevan a las andanzas una vez más. Nada parece como parecía. Por el cielo han pasado nubes y aviones incontables y de indescifrables formas. Por el bosque han pasado rayos de sol poco vistos. Por la playa se ha sentido el alma de algunos cuerpos tragados por el mar. Por las ciudades se han visto vagar viajeros que parecían misioneros que parecían científicos, que parecían poetas, que parecían señoras acobardadas por los cables eléctricos estirados por los vientos de este norte y de este sur, que parecían comerciantes admirables, profesores de disciplinas tenaces, seres que a pesar de caminar, levitaban. Todo se debió a las nubes, verdaderos nidos de ángeles que controlan, con un cedulario colgado al cuello, el paso de los viajeros atados al paso de los alces. Nubes, que no tierra detonada por el Hombre.

El Visitador aprende que cuando los pájaros, que yacen casi escondidos en las arenas de las playas, no responden a sus gorjeos, es porque sospechan el sigilo del humano, sus preferencias pantanosas, sus articulaciones imperfectas, sus conveniencias ondulantes, su inteligencia peligrosa, su programación del tiempo, por lo que los pájaros refrenan su diálogo, alzan las alas, giran mirando hacia el lado opuesto de donde deseaban mirar,

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escuchando cómo ladra ese perro, cómo despega ese avión, cómo cantan los sapos, cómo gime el motor de esa máquina y a pesar de ellos mismos, viajan como viajeros.

Quien viaja desde muy lejos nunca vuelve. Es un hecho. Quien pierde el punto final de un itinerario largamente deseado y planeado, viaja a un territorio inesperado del que no se vuelve. Estará lejos de los que ama. El tiempo hará que le brote una raíz que coqueteará con la tierra y se enroscará como serpiente negándose a penetrar al suelo negro y verde. Es mejor volar, no, es mejor soñar. Tal vez sea mejor cruzar este territorio del que tanto se ha oído hablar, que ya es un murmullo de capullos de palabras, con olor a incienso y a perfumes extraídos de los arándanos del lugar que es tu lugar conquistado a golpe de pluma, a palabras, a avión, a pie. Tu desidia, tu ambivalencia, tu ironía y tu sorna no me han conquistado. A lo tuyo: manejas un coche y un avión. Tus tarjetas de crédito poseen crédito ilimitado. Te aseguraron. Se te escucha por donde vas. Te eximieron de los impuestos y de los exámenes. Te alzaron el sueldo de acuerdo al espesor de tus intentos. Niebla. Otra vez niebla. El mar está blanco y alebrestado. El mar no estará por semanas. Cielo blanco y gris. Mar blanco y gris.

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VIII

Se habla de sinfónicas, de cisnes, de restaurantes, pero el Visitador decide que pocas palabras son lo mejor. Ese silencio era también lo mejor. Sin comer, sin ver películas y sin escuchar sinfonías, el viajero rebota en mi casa que es ya una casa de huéspedes oficializada por la gobernación. Nada lo divierte. Su opción no es la diversión. A su ojo le ha entrado una brizna de paja dorada que lo lleva a ver ondulaciones en la zozobra de su amada mujer. Ya sabemos que el Gran Visitador era un hombre que escuchaba la llegada de la medianoche: aquellos sapos y grillos, ese perro de por ahí, ese perro de por allá, ese coche pasando, esa voz juvenil que confunde la calle con un estadio de fútbol.

Cuando un viajero se niega a viajar a un lugar en particular se le debe invitar a tomar el té. Pero no cualquier té sino ése el de las cinco de la tarde, ese tecito de Chile y que aquí en California suena a snack, pero que n’existe pas. Donc, si tu me peu expliquer que-est-ce-que cette chose q'on appell dute, celle chose, celle chose, mon petit c'est le grandeur, la speculation mȇme; apres vouz monsier. Me quedo en el bar del lugar, respiro profundo, me olvido de las cervezas, me concentro en las huellas del Visitador, tal vez eche una aspirina al bolsillo para atenuar cualquier dolor imprevisto. Vuelvo a beber, salgo por fin caminando como ese viajero que admiro y que no puedo alcanzar. Cargante, me dijo un día en que casi le piso los talones y le lustré los zapatos. No habría

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que haber escuchado esta declaración plena de amor. Era febrero. Era inevitable.

Los geógrafos insisten en darle la bienvenida al Visitador, revisarle su alforja, escarbar en sus papeles, ver cuán apretado ha escrito para ahorrar papel, salvar un árbol, delimitar su territorio. Protegerlo para que no sea como ésos de las pampas reportado por ese indio de color corvo. Nada debe parecerse a aquello. El geógrafo acecha, la pluma cosecha.

No era como antes. Era como ahora. El viajero toma su camino y no sabe si va o viene o si va al lugar que lo condujo definitivamente a un camino poco dable a ciencias de oficio. Un avión, si sólo hubiera habido un avión de alguna de las líneas aéreas más cotizadas, entonces sí hubiera habido el riesgo buscado, el desafío anhelado y no estos caminos por los que a pesar de la caminata de tranco uniforme del Visitador está su miradita a lo Ulises, de soslayo y de poca frente que nos habla de varias cosas al mismo tiempo. Tiempo de ángeles que cargan el equipaje temible que no se ha podido dejar en casa.

Te detienes Visitador y un violín que cargabas por las calles de esta vieja ciudad, vuelve a renacer. Su sonido atenúa el sol, adormece a los que siempre serán llamados paxaritos. Su sonido hace volver a las mirtáceas, a la verbena de tres esquinas, a la quila, al colliguay, al michay, a la sin nombre común. Tu pie es el mismo entre el aromo de Castilla, el matico, el

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palguin o pañil o como lo llames. Tu otro pie es también el mismo entre el quebracho, la chilca, el pichiromero, el siete camisas, la patagua marina, el latúe, el piñol y el polizón.Todo fue lo mismo y el intenso olor arrastrado por tu pie llegó, se dice, hasta el mismo centro de la ciudad de las dos palmeras.

El viejo manzano de manzanos, el avellano y el coihue estaban ahí en tu mirada al lado del viejo ahumador que hoy sirve para guardar alcachofas. Algo seguía crujiendo bajo el techo de tablas de alerce, ahora pintadas. El uslero de luma colgaba de la memoria de la cocina de tu infancia. No era la que hoy podría recibirte con esos amplios cojines de colores chillones, sin cueros curtidos de pumas ni lozas austríacas ni mucho menos mates preparados. El silencio encontrado, si vas de regreso, es el mismo silencio dejado: falto de aire y de palabra.

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IX

De pie en el corazón mismo de California, el Visitador piensa por primera vez: he salido de mi casa, como casi todos los viajeros, cuando el canto del chucao traspasaba los verdes de los bosques del norte de California y los del sur de Chile. ¿Adónde volver?

Mi sueño era un rancho en California, y ¿el tuyo Visitador? Se dice que su sueño era el Parque Pulaquen-Pumalen. Igual que ese otro viajero convertido en luchador contra los conquistadores de la nacionalidad. Aquí hay bosques aliados a la plaza de la ciudad de las dos palmeras: respiran un sólo aire, comparten los mismos pájaros y los orines de los perros. Se dice que el Visitador soñaba con California con los ojos abiertos, que caminaba en puntillas para no despertar a nadie de su sueño. ¿Pero a qué horas voy a hablar de todo esto? ¿Y en qué momento del día voy a verte caminando en puntillas para no despertar a nadie de tu sueño de ojos abiertos? ¿A qué hora verás cómo se muere de sueños la gente?

Nadie lamenta decirte que eres un tal por cual, pero decente y pulcro y el peligro mayor: inteligente. Hoy que te quieres retirar temprano, no puedes. Una lechuza que recuerda tu sabiduría, te cierra un ojo y te hace tender en la alfombra tejida por los nativos de este lugar.

Habría que ver eso, dijo, dicen. El puente levadizo más cercano de la ciudad de Karkar está a 280 millas

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al sur de tu sueño custodiado por montes rocosos. Cruzarlo no fue lo mismo para el Visitador que cruzar la plaza de dos palmeras. Una patagua y un pingüino no alcanzan a ser paisaje, dicen que repetía el Visitador afanosamente y con cierta ansiedad, mientras cruzaba el puente sobre el inmenso océano que lo llevaría al norte primero y al sur después de donde ahora no puede salir.

Griselinia jodinifolia, Griselinia jodinifolia, dijo, pero nadie que lo escuchaba, creía en ese repentino entendimiento de plantas y árboles. El paso por una ciudad menor, le indicó definitivamente que ya no estaba ni en el sur-sur ni en el norte-norte. Se dice que el Visitador murmuraba entredientes Gaultheria phyllyreaefolia, Escallonia pulverulenta, Fabiana imbricata, y ya casi entrando a la ciudad más poblada de California entonaba palabras que eran casi como otro idioma: Fuchsia magellanica, Colliguaya salicifolia, Balsamocarpon brenifolia y ya en medio de la plaza de las dos palmeras dicen que dijo con seriedad impropia: Aristotelia Chilensis y se fue al bosque anotando claramente en su cuaderno de viaje: Blepharocalyx Kruckshanksii. Solo se fue soñando con los palos colorados que se transformaron en altos y gigantescos árboles de madera roja.

El desapego del mar de los primeros días. La mirada demasiado rápida de los primeros días. El alboroto en el comer de los primeros días. El sueño perdido de los primeros días. El miedo de los primeros días.

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El asombro de los primeros días. La angustia de los primeros días en que aquél y aquello no están.

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X

Por más que el Visitador fuera viajero que mirara por la ventana no veía lo que yo veía, ni veía lo que vio el que veía ese claro de luna recurrente en las páginas escritas por viajeros tan osados como él. Cada casa de las ciudades de California posee una ventana que no da al mar. Son los miradores invisibles recogedores de hazañas de pájaros y ciervos, pero también cada casa de la ciudad de Karkar posee una gran ventana que sí da al mar frío, alebrestado, remolcador de sueños, destructor de utopías. Esas fueron las ventanas por donde el viajero deseó admirar el mar en vez de recorrer afanosamente sus playas por tan largo tiempo. ¿Cómo asentarse? La caminata diaria fue su castigo glorioso. Había venido tal vez para ese divino recorrido entre sol y arena, entre agua y troncos, entre nubes y bufandas, entre sueños y guantes, entre vientos y mareas, entre llantos y lamentos, entre ida e ida, entre vuelta y vuelta, entre ida y vuelta de todos los caminos de arena que habían recorrido sus pies por tan largo tiempo, sino hubiese sido por las señas inconfundibles de los árboles y arbustos que pasaban y pasaban rodando por las carreteras principales junto al mar.

Viajero educado en la flor Viajero ocupado Viajero amador Viajero ciego Viajero entrada Viajero salida Viajero provisiones

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Viajero infortunios Viajero explorado Viajero tormento Viajero tormenta Viajero encerrado

Alto Visitador. Las fronteras están cerradas. Me pregunto ¿qué harás? Tampoco allá te ha encontrado. Si la frontera se cerró la culpa es tuya y por más que ventees tu pasaporte especial no podrás pasar más allá de esas mirtáceas que limitan hasta a los insectos y a las vagabundas mariposas. No me preguntes quién inventó todo esto. En vez de quedarte quieto esperando que sólo el viento te moviera, hiciste maletas, cogiste sextante, brújula, mesita portable, machete y ojo espiador y te largaste por este norte y por este sur adonde ahora te veo temblar, caminar con paso hesitante, estómago adolorido y mirando y mirando por una de esas tantas rendijas ves, al fin, lo que todos vemos estoicamente: a esa mujer acarreando agua en balde perforado, a ese niñito recogiendo miguitas y basuritas en el bordecito de la callecita, a ese hombre sin aire limpio y claro en los pulmones, esa otra mujer vociferando algo que para ti pudiera ser descabellado, incluso desquiciado, a ese pájaro desorientado en busca de la estación de sus abuelos, ese pez que boquea casi al borde de tus pies untados de un aceite negro que viene, se dice, del mismo infierno. El mejor consejo para ti Visitador, vendría a ser algo así como ¡cierra tus ojos, cierra tus ojos, por Dios, cierra tus ojos! Al fin y al cabo alguien va escribir por ti. Porque si tú te pusieras a escribir. También es posible que tengamos que

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habérnosla con tu silencio. ¿Cuál será tu historia?, me pregunto. La mía es ésta. Tú sabes bien que tu historia no se encontrará así en ninguna página si no la escribes. Se sabe que no quieres estar en la historia de los pueblos. Eso es muy complicado, incluso doloroso. Un país y un estado de un país casi te pueden destrozar el corazón, aunque aviven tu mente, aíslen tu ego, deshagan tus deseos. Con lo del pueblo, no puedes, claro. Quédate aquí entonces. No marches al desierto en donde se ha iniciado la quemazón de todo el aceite negro de todas las cruzadas. La memoria no te hablará.

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XI

¡Qué espacios nos dio Dios! Dios mío. Visitador hermoso yendo al sur y yo, yendo al norte. Aunque no nos reconocimos como viajeros, nuestra mirada de soslayo acusó recibo de nuestro tranco largo hacia árboles y montañas. No iba a importar que reescribiéramos todo lo ya dicho del norte y del sur. ¿Qué haremos con este insistente afán de acarrear lo del sur al norte y lo del norte al sur? ¿Cuándo nos diremos que es mejor que nuestro equipaje se quede como equipaje y nada más? No nos preocuparemos de fechar y esto es lo único que cuenta en este cuento. Y aunque estemos lejos de la naturaleza o aunque nos olvidemos por algún tiempo de ella podremos decir que la hemos visto, sentido, olido. A mí me ha dado por perseguirte en tu recorrido tenaz. Ahora me doy cuenta que puedo escribir porque, por fin, te vi. Eres mi referente absoluto igual que ese árbol que viste, pero del que nada dices, igual que de esos pájaros, igual que de esa plaza de dos palmeras de la ciudad de Karkar.

¿Qué más sabes tú Visitador? ¿Viajar, mirar, observar? ¿Has escrito algún poema? No veo que te ubiques en ninguna parte. Has ido y has venido opinando, comentando, criticando, pero ¿dónde está tu lealtad?

Aún estás inseguro de cómo nombrar las cosas. ¿Es todo aún demasiado heterogéneo para tu gusto y tu amistad? Entras y sales de la ciudad como si no hubiera normas que guardar. Tus pies acostumbrados

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a la tierra húmeda, tus manos acostumbradas a toquetear hoja por hoja de plantas tremendas.

Tu naturalidad confunde a los habitantes. Ellos ya se habrán preguntado ¿cómo acabará este viajero? ¿dentro o fuera de los límites del condado?

Esa plenitud que ostentaba el Visitador no era suya. Me sorprendió verlo corriendo por una calle, yendo a la tienda de las flores, desviar su camino y entrar a la tienda de las telas. Me sorprendió su mirada esquiva que señalaba un amor nunca olvidado, aunque ya perdido. Me sorprendió que enredara su pelo con sus manos ahí sentado en la plaza de las dos palmeras después de haber estado corriendo por todas las calles de California. Me sorprendió sentirlo pensando en su primer amor mientras sentía algo por el último. Todas las flores de esa mañana despertaron azules. Las rojas, las blancas, las amarillas, las fucsias, todas fueron azules como el cielo abierto que sostenía solo su único sol brillante. Nada enceguecía más al Visitador que saberse visto cuando su mirada esquivaba los sitios recorridos por los habitantes de esta ciudad. Después venía la furia. El alma doblada por esa imposibilidad de trastocar espejos, por esa certeza que aquel otro que lo habita no puede estar junto a él mirando lo que mira, sonriendo al que sonríe, por lo que hay que matarlo. Tantas fronteras cruzadas para encontrarse con él mismo, con esta misma criatura del Señor y no con ese otro que se parece a nada o a nadie, pero que golpea su cabeza, abofetea su rostro haciéndolo dudar de la decisión de haber venido. Los días son dudosos, se dijo. Qué más

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me da, dijo. Hasta ahora he contado varios, muchos, todos. Pero todos los días no son como este único día en que he estado siendo perseguido por ella que es como un ángel con equipaje a punto de ser revisado en las aduanas de los aeropuertos. Ella, mi perseguidora, come cajeta y chupa pastillas de menta para hacer como que no viaja, como que no tiene nada que ver con los climas ni mucho menos con la geografía, se dijo sin ser oído.

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XII

Mar rocoso, ciudad sitiada, tiendas cercadas. Brazo partido, mente entorpecida, ánimo destruido fueron las únicas palabras venidas a las mientes de los habitantes que lo vieron esa tarde pasar por frente de la Alcaldía de la ciudad de la plaza de las dos palmeras. Mar rocoso, otra vez. Ciudad sitiada, una vez. Tiendas cercadas, otra vez.

Ni me lo preguntes Visitador: tus zapatos sin lustre, tu camisa deslavada, tu chaquetón brilloso, tus pantalones raídos me hablan de tu origen. Tu soberbia igual, tu arrogancia igual, tu conocimiento igual, me hablan de que había agua para ti y que sin embargo te bebiste el mar y que te comiste la única y última manzana orgánica del paraíso, que vomitaste el mar y la manzana de los que ahora todos bebemos y comemos.

Visitador escúchame: viajero insoportable, ridículo, prepotente, estúpido, imbécil, redondo, cuadrado, te destemplo tu templo de orden y sabiduría. Aquí nos damos la mano de vez en cuando, nos entorpecemos en silencio y nos ridiculizamos por escrito. Ella no piensa regresar a su oficina, así es que búscala y búscala tan tenazmente como ella a ti por el desierto poblado de tanques de guerra oprobiosa. Así es que déjate de oficios maltrechos y sigue adelante para ver adonde te lleva la vida de los otros. Avanza con pie lento, pesado. Me callo. Un viento fino mece las hojas de los árboles que he maltratado. Una pelusa ha sido atrapada en la cáscara del tronco de un árbol. Alguien

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llora. Tantas hojitas pisadas, los nombres de las sombras, los pliegues de esas verdes cosas. Clasificación de verduras y vergüenzas. ¿Qué les explicaremos a ésos que vienen con pie firme a este mundo enclenque de norte a sur y que no miran ni al este ni al oeste?

Bajo sombras arrullaremos lo que no pudimos hablar. Sin tanta palabra tal vez hubiese sido mejor. Libros que deberían ser almas. Libros no siempre abiertos. Libros impensados por la mente de Dios. Conversación de libros. Viajeros con libros. Fatalidad letrada. Se pudo haber caminado sin libros en las alforjas ignorando esa mirada que alguna vez nos alcanzó a todos los viajeros. Sin detentes. Sin agua. Sin ti. Se avanzó y se hizo lo que se pudo. Se pudo lo que se hizo. Contra viento y marea. Con viento en popa. Con ley. Sin ley. Con Dios. Sin Dios. Con los ojos en una estrellita cercana a lo divino. Con o sin respuesta. A capela. Con o sin voz. Con o sin llanto. Con o sin sol. Con o sin cruz. Con el bendito libro desorientador de caminos. Uno tras otro. Una página tras otra página. Un renglón tras otro. Una palabra tras otra. Un sonido tras otro. Silencio fuera menester. Fe fuera merced. No te hagas ilusiones Visitador, que, como yo has caminado tanto, visto tanto, medido tanto, calculado tanto, manipulado tanto, anotado tanto, silenciado tanto, hablado tanto de esos bosques tan recorridos por otros, que no has podido hablarles. De sus hojas y de sus troncos no ha salido ni un solo sonido indicador de un ánimo de conversación. Todo lo has puesto y supuesto tú: el candor de sus pájaros, los despliegues animosos de sus arañas, la agilidad de

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los conejos, la procacidad de ciervos y alces. Has pasado rápido. Algo ha pasado aún más rápido. Has escrito esplendorosamente sobre su fracaso: no corrieron rápido ante el fuego de los cañones ni ante el despliegue aún más animoso de los hombres. Ágil carrera redoblada de contornos de fracaso de color amargo. ¿Qué habría querido decir? ¿Qué sentiste de esto Visitador? ¿Escuchaste tu propio ruido? ¿Nuestro ruido? Todo lo que has visto y conocido ¿No está confuso? ¿Has sido hombre de discernimiento? ¿Has visto por un momento la mirada del ciervo que se cruzó en tu camino, esa mirada del que te salió al paso? ¿Has visto, te interrogo, lo más alto, lo más claro, lo más grande que buscaba tu alma partida ya en el momento de tu partida?

Visitador, eres el gran oidor de esas frutillas silvestres de los bordes de los caminos, luego pasa y siéntate en el banco de la plaza de las dos palmeras y piensa- piensa que todo este camino andado ha sido equivocado, aunque tú creyeras lo contrario. Ni poeta ni científico avanzaste tropezando sin saber mucho de nada y aquí te ves ahora como yo te veo y te anoto en mis papeles. Te noto.

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XIII

Empezar de nuevo no es nacer de nuevo. Tal vez esta vez yo te acompañe. Una mujer a tu lado podría despejar el camino de vez en cuando. Ella sigue en tu búsqueda y ansiosa. Ha abandonado su oficina. Dicen que no regresará. Es todo. Puedes esperar la brutalidad. No hay promesa. No hay palabra. Ya nadie cree en ella. Hay una pena. La pena redonda y grande como la imbecilidad de las palabras. Hay miedo. Silencio fuera menester. ¿Las formas que viste a tu paso por los bosques del norte y del sur están aún en tu mente? Cómo quisiera saberlo. Saberlo magníficamente. ¿Qué quieres Visitador? Tal vez ¿agradecer? Se dice que se te ha visto inclinado, las manos cruzadas en tu espalda, el pecho bajo, la mirada baja, la cabeza baja, casi casi, se dijo, con las rodillas tocando el suelo.

Se dice que el Gran Visitador recorrió amplias extensiones sólo para encontrar pequeñas piedras transparentes que su ciencia no le da. Algunas fueron trasladadas a los escaparates de la ciudad convirtiéndolas en vidrio y desde ahí el Visitador, se dijo, pudo admirar el aura de los habitantes. Algunas playas de reciclaje de vidrios han ido con los años transformando su arena en suelo vidrioso. No es que la modernidad haya llegado con su brillo y su esplendor, sino que se cuenta que cada grano de arena es el resultado de la fricción del agua y de las piedras de las que se habla. Los de la ciudad ya saben que se debe huir de ella, huir a paso lento, pero huir, como quien vuelve al campo para ver correr al animal

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completo, como ese chorro de agua fresca que aún corre al lado de la carretera Uno-Cero-Uno del que la ciudad entera bebe como si fuera el único manantial que avanza hacia el mar que siempre está de vuelta como el vientecillo de cada invierno.

Guarecerse tras la ventana del viento de las casas y atisbar desde ahí el paseo por el aire de árboles y plantas. Es esto y no lo que se arranca sin conmiseración. Arrancar tal vez lo que le faltó a esos hombres armados que cortaron toda respiración allá en la tierra desértica del aceite negro y el paso lento de los ciervos de aquí asustados al verse con sus orejas enhiestas, clara señal de regreso a su ciudad. Su modo vertical de caminar ya no habla de ventolera invernal. La ciudad que parecía desaparecer vuelve en escalofríos de piel. El animal recuerda los árboles de la ciudad a los que no puede volver. Algunas vacas deshabitan la región del oro. Y allá entre las arenas de los desiertos, más allá de los mares conocidos e imaginados, más allá de todo, algo arde y despide olor a carne quemada.

De quién sabe qué helechos me gustaría hablar, sin embargo digo únicamente lo que cuesta soltar velas y remar hasta el hundimiento. El Visitador se detiene entre la ciudad y el campo y siente que piensa que algunos hombres habría que naufragarlos antes de que muriesen. Gusanos que nunca se transformarán en mariposas. Cuidado Visitador con esas juglaresas que te pueden salir al paso para saludarte o escupirte. ¿Y qué tal si tú, que aunque desarmado te jactas de hombre, hubieses sido una mujer o una mujerzuela,

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científica, pintora o geóloga? La arqueóloga pura que no hubiese visto lo que tú viste, pero visto lo que tú hubieras querido ver, sería un inmenso árbol dispuesto a disposición de tu mano ansiosa. ¿Habrías visto el aliento de ese viajero que siempre pasó primero que tú? Dime, ¿Qué habrías podido decir? Se dice que mientras tú mirabas tenazmente el orden del mundo, no levantabas la mirada de ciertos libros de personajes fabulosos de tierras imaginarias, llamados Colón, Cortés, Cabeza de Vaca, Humboldt, Concolorcorvo, Graham, ni siquiera para ver cómo la mirada de ellos se deslizaba por sobre las hojas hacia el mar y más tarde desde el mar hacia las hojas. El oro y el ámbar que buscabas, yo lo tenía engarzado en mis diez dedos, en mi único cuello y en mi propia cintura. El jade en tus bolsillos fue como la niebla persistente, ésa, por la que nadie preguntará. Algo ennegrece el alma humana y desvía nuestra mirada que ya no va más de las hojas al mar.

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XIV

Visitador ¿Quién les dará astutamente el pase a los animales que se burlaron de ti? Se dice que parecía que llegaba lo que iba a llegar antes de que tú pusieras tus pies en territorio firme y hablaras una y otra vez de la pica en Flandes justificando tu husmeo por las fronteras y ruinas mexicanas y por los bordes de Chile y California. Si tú hubieras sabido que sólo faltaba mirar lo que vemos, comer lo que comemos, decir lo que decimos, entonces se podría haber asegurado que tú has pasado por este territorio no antes, ni ahora, sino después de haber atravesado con gran tranco el tronco más endurecido del bosque. Sólo así Gran Visitador, te vimos, te imaginamos, te citamos, te leímos. Tu amor no fue real en pleno ajetreo del amor. Tu viaje no fue tan real en pleno sueño emprendedor. Quiero escribirlo todo desde el principio. Tú dirás. Buscaste la naturaleza en la naturaleza, casi podría jurarlo. Si sólo me pudieras decir las cosas que no hubieras sabido desear.

Nada resiste más que tu deseo de resistir.

Resistir California desde algún punto alejado del poder. Como sé que no tengo la verdad diré algo cercano a la verdad sobre el Gran Visitador que irrumpe cantando I would rather be in California, I would rather be in California, I would rather be in este lugar de resistencia.

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Ser agreste y centauro como delirio silvestre y pensar seriamente en el panadero que ya no piensa más en el descubrimiento del pan.

Cuando el Gran Visitador perdió su condición de viajero, adquirió recursos para pensar cómo poner sus pensamientos del lado izquierdo de sus sueños.

Se dice que el mismo era un regio viajero que amaba el viaje: no permitía que nadie rebuscase en sus maletas, ni que se le designara el camino y ni el borde mismo de las fronteras. Llevaba, en fin, una vida más de viajero que de humano.

Sin hacer caso del tiempo ni de la fatiga y enamorado del viento, de la lluvia y de los árboles, no cuidaba de retirarse pronto a las posadas. Sus desvelos por el canto de los búhos lo convirtieron en el principal vigía de la noche.

No he podido relatar la forma en que el Gran Visitador pensó como el panadero había pensado en cómo se había descubierto el pan. El pan mismo no fue sino una alusión a la vida del viajero. Su preparación para zarpar, su deseo de alejarse de algo que aún no había sido precisado, pero donde sí, se dice, se había librado por lo menos una batalla. Y por fin, su sueño. El sueño estable. Sueño secreto. ¿Quién lo habrá asaltado en ese lugar? Pero ya el lugar daba lo mismo.

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XV

En la explanada alternativa idílica y virtuosa, dime Gran Visitador ¿Qué atrocidad vas a denunciar hoy? Tu queja lastimera se oyó en algún punto del territorio. Se preguntó si acaso eras algún cantor angustiado. Recuerda que ya no va a salir ningún animal en tu camino, ningún hombre feral a quien amar. La guerra es un hecho. La elocuencia la guardarás para después de los besos que ofrecerás

Al norte del norte de California Al norte de California del norte A este norte pero bien al norte

Desde donde sólo así verás que los árboles que le faltan al sur de Chile están todos aquí. Les dirás a los chilenos que inventaban su California que aquí las cosas no andan como ellos las imaginan. Se subvertía algo. Se irían callados de vuelta a casa. Sin chistar. La guerra sobrevuela tejados y techos y cruza estados y fronteras. Tu canto aún resuena por montañas y cascadas I would rather be in California: Canto de tu Primero Sueño. Cómplice eres. Pero en realidad se trataba sólo de la bienvenida de la satisfacción. Si la tierra se mueve es que estás en California sin saberlo y repetirás tu canción hasta la muerte por más abajo que hayas bajado, por más poesía que hayas creado, por más luchas que hayas establecido, por más fuertes y muros que hayas levantado, por más hazañas que hayas realizado, por más crímenes que hayas cometido.

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Había una vez un gran hoyo llamado concavidad que devino espacio para todos los sueños de hoy y del futuro de nuestros señores. Amén. Caigo en cuenta por primera vez en lo que digo. Tal vez para disculparme de los nocturnos sones inventados en California a tu favor y en mi contra. Hoy me levanto con indignación enrojecida por no haber podido llegar antes. Desde mi ventana veo un largo desfile de soldados que van dispuestos a tomar un avión, que como tú, no volverán. California me esperaba. Entonces no había lengua ni envidia contra qué luchar, ni agua que comprar, ni mayores dolores que esconder, ni aceite negro ni blanco por qué robar. Todo estaba ahí, expuesto a la mirada propia del temido y amado foráneo. Todo el que pasa por ahí es paseante que volverá a pasar por ahí sin medir la distancia con sus piernas, ni medir sus dones ni favores con su fiebre. ¡Habráse visto mayor quiebre que éste que aún no se acaba de nombrar! ¡Habráse nunca visto lo que es California del Viejo Extremo! ¡Habráse visto lo que no habríamos de ver después de escucharte decir I rather be in California para no obstaculizar el paso de los dólares acumulados en bancos quebrados! Habría que endilgar a la palabra y decir sigilosamente: llegas a la última región no civilizada del orbe.

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XVI

Pero veamos Gran Visitador, dinos qué traes del territorio del Nuevo Extremo para mostrar aquí, vamos, se te escucha:

Traigo, dicen que dijo, la empanada de choclo, un mazapán, una frutilla salvada de la furia de miríadas de tijeretas. Traigo el chocolate toyota, el mazapán nissan, la guinda y la frambuesa aún rojas. Puedo desplegar ante los ojos resplandecientes de los californianos toda la lluvia en conserva y a un hombre que arregla los cables de la luz. Puro jugo, pura crema, un puro Chile de cielo azulado. Puedo presentarle al panadero un rico strüdel-kirchen- kuchen, una vaca pastando al lado de una araucaria indomable. Miríadas de mitsubishis de ésos que son buenos por dentro. Viveros a 5000 metros. La engorda de algunas vacas. El fin de la restricción de todos los caminos y ese líder de confianza apostado en el cruce del camino. En fin, puedo volver a hablar de las vacas que dan pasto, del acceso a Rukahue, del propóleo cerebral y del hombre de los chocolates que vino y tendió el merengue en la escalera de su casa. De la copec y del susto del gas, de la jalea ralea real, del polen alborotado en medio de la ondulación de los pastos, de la euroboutique, de la enclenque cecina. Diré, dijo, por sobretodo que los grandes príncipes también mueren.

Gran Visitador, por aquí se sabe que has andado por ese Nuevo Extremo cumpliendo la voluntad de Dios

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y que tu nombre anduvo de iglesia en iglesia arrastrando un titulillo de modelito perfecto. ¿Qué dirás de esto ya en territorio democrático? Diré dijo, que el sombrero de nieve que avanza hacia la copa de los volcanes de Chile es un sombrero de espuma que allega primero su sombra y después su ánima. Que todas las aguas azules y edulcoradas ya no son huellas y que las manos ya no son pan, que la arena es igual a la basura plural. Diré que la ligereza de los exploradores, el banco del coihue, la tala de la paja y la profusión del vivero, del copihue y del pellín ausentes, no asombrarán, por lo que no diré nada mejor que el único salmón de aguadulce se reproduce de soslayo en un cuento de hadas azul. Pero también diré que sigo viendo a soldados marchar con paso firme en dirección a aviones que los llevan a las arenas de un desierto, al polvo del pensamiento y de las palmeras, a la sangre directa de los que pudieron haber sido sus amigos. Se verán más casas de techos hechizos, la ventana que es ventanuco, la casa que es casucha, el cerco que no cerca, un vivero en cada esquina, niños y perros que aún no son de la calle, que comen, piensan y no juegan.

Gran Visitador, ahora déjame decirte algo que no sabes, pero que abunda. A lo lejos, cada vez más a lo lejos, puede verse el verde inquieto, la agrupación esporádica de árboles, arbustos, troncos, trozos de verdes oscuros y claros. Esto era un bosque impenetrable, como impenetrable es hoy la basura en el pie y en el ojo. Los niños ya no dejan de pensar y no jugarán más. Los perros lamen sus huesos una y

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otra vez y recuerdan el agua y el aire de las montañas, su cola les cubre las patas y se recogen en el suelo de poca tierra. Infaliblemente todos llegamos al mall, como antes se llegaba al mar. Chile vip, Chile cóndor, Chile condorito. Así y todo me traje como tú la fragancia de las flores, de la rosa roja que deposité a los pies de un hermano asesinado por mano del desquicio femenil, que desde que se fue no volvió. De este Chile memorial quiero que les hables a los de California. El volcán acecha aún desde el momento de la partida de más de un hermano. Se sabe que no volverán como buenos viajeros. La novedad de la lava te la contaré como te la contaba cuando eras pequeño. El lago sigue siendo azul cuando quiere. Los volcanes sostienen tu partida. El horror perforó un hoyo inmenso. Chile aún está recogiendo los pedazos de ciertas almas perforadas. Ciertamente que los átomos del aire han notado ausencia, ese atroz estremecimiento parecido al de una guerra injustificable.

Conoce Gran Visitador, el proyecto que invade el aire de todo Chile: the alien chocolate. Ambrosías de árboles. Rudo habitante. Roñosería hospitalaria. Fraguas. Subterráneos. Hermandad ambigua. Plantas implantadas. Fundación interminable. Recuerdos inconclusos. Todo para exportar. La nuez escondida. Por fin un pedacito de tierra de los antepasados, bajo suelo perpetrado, repartido. Polpaico siempre en obra. Llueve, va a llover o llovió. Arrayán florido. Nalca de 100 pesos. Pangui extinguido. La velocidad de las almas. El infierno encarcelado. Dominios. La

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bala. Algo para echarse a la boca. El veneno. Poco pan. Conductor de rieles y sueños. La datación del calendario del aburrimiento. Cuando se llega al final del proyecto es el mar lo que apenas se ve.

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XVII

Si alguien lee estos largos versos, le dirás Gran Visitador, que no me nombre, no soy el que escribe y quien escribe es el que no importa, aquél que no debe verse. La sorpresa vendrá siempre de la palabra, no de la carne. Gran Visitador, tu gran error fue ese gesto de profesor como queriendo salirse de su chaqueta sin chaleco inglés, tus brazos atrapados, tu pecho hinchándose y entonces por el estómago.

No hay nadie interesado en el interés que despierta tu mirada sobre las cosas de esta guerra cruenta. Puedo escuchar el andamiaje de tu intelecto entrenado. No me salgo de nada. Me toca de todo. Me toca todo. Obstruyo mi locura.

Y ahora, Gran Visitador, si usted no tiene voz, simplemente no sea poeta, aunque todo viajero sea poeta y todo poeta sea lo que sea. ¿Se ha usted imaginado a alguien quejándose porque repican las campanas? Exhumación de huesos es lo que fue cuando me fui. Veo el candor de la buena música, recuerdo el pésame de la gloria, respiro el consuelo de la bondad. El penúltimo puñado de tierra que adorna el mundo se llama 'se hache i elle e', letras de mi nombre que escribirán la tierra alguna tuya vez.

Ese ruido sincopado que entraba y salía por todas las ventanas y traspasaba paredes, techos y bodegas, vino dicen, de América y se aclimató en algún borde de California sin inconvenientes. Es esa isla que adorna mis playas. Es un país que adorna mi isla. Gran

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Visitador, si alguien te reconoce a la sombra del árbol de una plaza de dos palmeras ha sido, por cierto, el gran guardián de tu casa y de tu sitio que cuida tu juguete que no sirvió para jugar. Palos en conserva que no sirvieron para el invierno. El ámbar del frío entibia lentamente al sol. La larga costa de Chile- California es larga por su línea aérea y no por el tamaño de su memoria.

Tú sabes porque ya has viajado. La pasada por la casa, por esa casa. El yunque, el azadón, el recuerdo del fuelle. Ojalá que sí. Un martillazo aún es bien visto. No me dejes, por favor, no me dejes. Bajaré el tono de mi voz. Y si el amor y el árbol cortados hacen dos siglos, lo cobramos hoy, levantaremos la culpa y la cobraremos. Esa cosa. ¿Chile paga? Ancestros perseguidos. De vuelta al yunque. Dar y dar. ¿América paga? Tomar y tomar. Se parte en dos la montaña inmensa. ¿California paga? Sufrir. Lonja mal vista y bien vestida. Los que ven no son de allí. Mejoro mi letra para decirte Gran Visitador, que el ulmo ya no es ciento por ciento puro y que del matadero se alza una voz aguda impropia de poeta. Nadie mira. De vuelta al yunque y al arado. La pampa se reduce. Protestamos amablemente al plantar ese raulí fallecido. Escondemos la escopeta. La abuela se queda sin delantal. Sacudimos los muebles y por fin, con ese jarro rojo te servimos Gran Visitador de frágil memoria en tu copita roja un espeso jugo de frambuesas. Salud, te dijimos. Echamos el pellejo de la nalca al perro que te acompañaba. Observador de su amo, el perro se volvió lobo negro y se instaló para siempre en pleno campo verde.

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De bruces al trabajo. Zapatos rotos. El cielo algo perforado por balas bombas lanzadas en los desiertos del mundo. Todo en un santiamén. El canasto de alcachofas y el saco de papas, la plancha de campo abierto, locuaz, locuaz, locuaz en esa tarde en que el cielo se perforaba con cada tranco del Visitador. Sólo tres terneros hicieron la felicidad seca de los habitantes recién llegados y ya hallados. Galletas enormes, salchichón y frambuesas emblemáticas fueron las vergüenzas de un rato. Hay que ver.

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XVIII

Tú, Gran Visitador, que has sido soberano del rey, cuida tu barco. La ciencia vuelve a asombrarnos con el asunto de la membrana. No hay deslinde. Una sola gran pata de pato. Recuerdo de una y de otra vez con la tía Julia y su rodilla furiosa. Se dijo que íbamos y veníamos a la despensa no siempre en búsqueda de la manteca gorda-gorda. Y ahí acabáramos, pero no. Eso que lucía al fondo de la despensa era el queso más redondo de la estación de la leche y de la crema. Se vio de la ciruela. Vómito violento. Ruda, matico, paico, ajenjo, algo de romero, frutilla y frambuesa, merengues y cremas y de vuelta a las enrojecidas frambuesas. El plumón de la espera. Afuera el viento soplón de noticias.

Algo se desplomaba desde el mismo comienzo de los trancos. Alguien señalaba a gritos más al sur, más al sur. Una ponchera celebró tu aniversario, el escritorio del pirata, la frutera de plata, algún miñaque, el encaje de la abuela manchado con jarabe de frambuesa. Dos grosellas como ojos transparentes ahí, en el fondo del patio chico de las grosellas. De vuelta al yunque. Dar y dar. Tomar y tomar. Sufrir y sufrir. Algo se forja, los árboles se echan abajo, los repollos se pican, la carne se sala, el trigo se hornea. Yo no miento en lo que digo, tal vez en cómo lo escribo.

Gracia y paciencia y de vuelta al yunque del Gran Visitador. Apoyado ahí recuerda los días con sol: la sonrisa de algunas personas, el cariñito solapado, una alegría tibia, el entusiasmo lacerante, esa mano que

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toca, abre y cierra todo lo que sus labios dicen. La flor de repente, sorpresa augusta, estómago preponderante, almita riente, de vuelta al cariñito solapado que entra en la piel amarilla de la luz. Recuerda los días sin sol: demasiadas palabras, una mente obtusa, algunos pastos llagados, la huida de la humildad, la brutalidad recóndita y de frente, el mar de lágrimas en sus ojos, la tez partida, la humillante merced, la caída de la mano y de vuelta a las demasiadas palabras de una mente obtusa oculta en la arrogancia de la recóndita brutalidad.

Debes saber Gran Visitador que me está permitido decir esto y aquello. Que la guerra aún no acaba cuyo tono es de más y más. Veremos quien leerá lo que tanto se ha escrito de ti. Por más que te muevas, la membrana será parte de tu piel de viajero. Algo te he querido decir con toda la fuerza de mi corazón ¿qué será? veré el resultado en tus ojos que bien pudieron haber sido azules si hubieras mirado más largo tiempo el agua de los claros lagos de Chile y de California y no tanto los desiertos reducidos a polvo y a sangre. Esto es esto. Pero no es todo, porque aquí aún el agua corre y los árboles están verdes y frondosos. Esto no es esto. Porque el dolor crece como enredadera invadiendo los huertos y jardines de toda propiedad privada, de los pastizales abiertos, de los campos despoblados, de cada rincón de los inmensos y antes impenetrables bosques. Esto es esto. Aquello es que muy pronto no será como todos quisimos que fuera. Con las montañas en orden alocado, con sus nieves eternas y sempiternas, con esa extremosa longitud y lagos y ríos colgando de todas partes. Hoy tu

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recorrido me muestra que algo poco virtuoso va a imperar. Sobre las playas, yace el papelito de galletas poco inmensas y el del chocolatito, la espuma metálica de las cervezas unidas, toda la comida móvil de las esquinas y otra vez en las playas, las casas y la gente encogida, desaparecida, aquellas gentiles damas y aquellos fuertes caballeros que ya no cantan en los amaneceres rosados y dorados. Estarás tú, sí, para vigilarlo todo. El largo de toda la costa que has recorrido mide exactamente el largo de mi contento truncado y tu suspiro de Ah, ¿Qué se fizieron aquestos caballeros y aquestas damas? Fuésense, fuéronse apuntando a otros de tus loables rincones de la patria querida. Testa de labios torturados. Un chucao y su grito cruzan los aires anunciando la lluvia que nos lavará los pies, más no las manos.

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XIX

Gran Visitador si revisas tus notas podríamos leer juntos algunas de tus preocupaciones, algunas de tus apreciaciones, algunas de tus intelectualizaciones, algunas de tus invenciones, algunas de tus sensaciones, algunas de tus impresiones, algunas de tus hambres. Ese acento que se oye no se extiende. Aire raro. Algo espera a algo. Un sobretodo de miedo. La calle junto a otras calles. Esa gente tumultuosa, bulliciosa. Esa broma. Cierta hambre. Ese alto edificio dorado, vidriado, cementado y cosas que marchan en cuatro ruedas. Tantas. Tantos. Un mísero alto en el camino. Ahí en esa cuna gozosa. El que pasa no se detiene. Cuando yo te vuelvo a echar de menos es en ese tu modo de esquivar las cosas que ruedan por tus ojos para guardarlas en el corazón, en ese tu modo de caminar suave al aire del verano. Veo el vértigo de tu mirada en la esquina. Veo que pisas la Calle 9 y hay alguien que no sabrá nunca que me quedé enredada entre las telas de una tienda pensando en ese paso tuyo. Apoyado en una vitrina te veo Gran Visitador, registrando tu infancia. La perla, el merengue, la gordita de harina, esa cajeta, la mariposa, una bougambilia enrojecida, las hormigas de tu hormiguero. Eres otra vez viajero citadino. La frontera que cruzaste fue sin darte cuenta y me esperas en la esquina por donde pasa todo el mundo hablando en nuestra lengua. Mala cosa. Si yo pusiera atención a tus palabras escucharía el tráfico denso y satisfecho de sí mismo. Y tú dirás Gran Visitador que qué vamos a hacer si ya no podemos detenernos y si

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nos californiamos o no, que mira tú que esto de californear es tan parecido a lo de allá, a lo que tampoco dejamos nunca, pero que de todos modos no se puede cumplir con todo ni con todos y que de todas maneras aquí como allá te dicen que le vaya bien no más.

Se dijo que el Gran Visitador se abrazó a los ojos del hombre de la esquina y fue una sola figura del tiempo. No hubo idiomas distintos. Fueron los mismos acentos. Fue un gesto ritual de entendimiento disfrazado de miedo, de multitud deseosa atravesando sus ojos mientras se los veía de pie frente al mar. Se oyó un suspiro como el aliento de una gaviota blanca. Ambos lloraban por la muerte de tanto hombre llamado soldado. Quisieron haber ido avanzando paso a pasito como quien va bordando un hilo de encaje, el más fino de los encajes. En cambio, sólo les nació el hilo de saliva del enredo de sus pasos, el círculo gestual de sus dedos, dos veces mirándose por encima del hombro y otra vez la saliva chorreando por sus espaldas. Nada sonaba. No les pareció haber estado vivos esos días en que no se deseaban amar. Ya no beben juntos a pesar de la ebriedad de los días y de las noches.

Cuando se pensó que ahí estaba todo el silencio conseguido, se allegaron esos pájaros y sapos en concierto múltiple. El va y viene del revoloteo de las golondrinas oscurecía cada vez más el dichoso silencio del crepúsculo. ¿Estaría asegurado que nuestras guerras no entorpecerían su palabra?

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XX

Se escucharon los pasos del Gran Visitador que mirando hacia atrás pensaba en las despedidas que algún día debería dar pero que hoy eran encuentros claros y definitivos. El bosque por el que cruzaría seguía espeso, impenetrable en la morada de su pensamiento. Veía su mano aventurándose al papel, su mirada transgresora cruzándose con la del Creador. Si nadie se observaba, él tampoco lo haría. Recordando que al país que fueres haz lo que vieres, construía un abismo entre lo que yo y tú apenas percibimos: su depresión no instintiva, caduca, dura y altanera. Había venido hasta aquí y ya no podía hacer lo que veía hacer. La gran lealtad perdida para siempre en códices ya no codiciados. Su palabra, su gesto en búsqueda de una compuerta. Habría que cantar en un poema épico las hazañas del Gran Visitador y las de Bill Gates. Ya no quedaban alternativas. La brusquedad del viento recordaba el hambre de los habitantes. Bien entrada la noche las estrellas ya no decían nada. Y otra vez el viento en contra de las golondrinas silenciosas, los sapos que no salen de sus moradas verdes para no ser vistos por esas golondrinas malhechoras que pisan palos y no las hojas del silencio.

Los pasos en la arena del Gran Visitador, su gesto que está a punto de hablar, su alma que está a punto de coger la pluma, el lápiz o la computadora y escribir de la nada de su viaje. Mejor de la nada. Alguien lo vio sonreír al imaginarse leyendo ese libro escrito sobre una nada anodina y perfectamente lisa y fresca.

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Empezar de nuevo como en ese primer día en que se allegó por aquí a la plaza de las dos palmeras. Entrar en las franjas de la luna. Comprar harina integral y hacer el pan de todos los que no entienden de viajes ni de pan.

El gesto del regreso se repite. Viene otra vez a hablar de algún descubrimiento, de una conquista, de una colonia que dicen que duró tanto tiempo que dio ocasión al nacimiento de muchos eruditos que demoraron tanto tiempo en hablar y escribir de esto y de aquello que aún los árboles botan de sus hojas y de su savia destila palabras olientes a sangre, a metal, a plomo derretido intoxicando para siempre el alma de la tierra, al ángel de la atmósfera y al silencio del perdón.

Aparecieron demasiadas calles. Se cantó demasiada victoria al corazón, se armó un pelotón. Esto es lo que cuentan demasiado. Esto es lo que el Gran Visitador dijo recordar. No hay selvas ni ágatas de cristal. Mi madre no fue la tuya. Mi padre sí. Hay alabanza del frío después de más de quinientos años. Aprenderemos a podarnos las uñas de todo el cuerpo. Gran Visitador debes saber que al pronunciar tus palabras les cambié el acento. Veo que estás encantado con las teorías lingüísticas de la comunicación deshumana. Ahí vamos y por ahí fuimos quebrados por meter el pie en la alta grieta nacida entre el árbol y la roca. No hay que nombrar a nadie para ser señalado en la víspera de cada mañana. De eso tú sabes, alguien lo asegura.

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Es sabido que nadie entiende cada cosa que se dice. Bombardeo de asuntos. Repensar la nieve y el orden del fuego y al medir su sombra el Gran Visitador descubre que es tan grande como pensaba. No eres tan hábil como te pensaron. De la piel, no escribamos, ésa se arruga como el papel en el que no se escribe. De nada sirven los comentarios de los pájaros. Ellos siguen pasando por el aire, doblando esquinas, posándose en algo que no vigila nuestra mirada. Para saber todo, punto y coma, puntocom y ese libro sin arroba que aunque estropeado recoge tus recuerdos llorones y acusadores. Si aceptas consejos te diré que deberías comer pasto alto y así la furia estará de tu parte doblándote en medio de una memoria que insiste en ir y venir. Ni un por qué asoma de tu lengua impropia, ni un para qué asoma de tu alma propia. Callo y enfrío mi delirio.

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XXI

El desliz del hielo. Siempre ese don de hablar en secreto blanco. Siempre ese hablar desdoblado que a veces sucumbe al silencio. El canto de un ave y el avemaría de un ángel se adentran en este libro. Ese silencio de templo, ese respiro de claustro registraron el paso corto del único monje rabioso del monasterio de la ciudad. Ese monje que roncaba con odio mientras seducía a los ángeles. Tal vez, oh Gran Visitador, era el ángel que habías visto esa mañana en que estabas dispuesto a rezar. Fue el bombardeo de ciertos asuntos que nada querían decir. Cuando las puertas amarillas del monasterio se cerraron, claudicó el pájaro que anidaba en una axila de Cristo, hombre que habló alguna vez como los hombres que pudieron imaginar que Cristo hablaría, amarrado a los maderos del monasterio de esta ciudad.

Los vientos no han cesado y el viajero pisa las menudas briznas de polvo depositadas en las huellas de todos aquéllos que caminaron antes que él. Será, como se ha dicho, que un día las losas se partirán y un feroz quejido doblará la espina dorsal de la humanidad. Será ése el momento en que la losa partida dejará salir de su materia los cuerpos de todos los que han muerto para bien o para mal. Nada dices ¡Oh Gran Visitador! de este atropello al silencio. Verás que se levantarán en inmensas multitudes, sus huesos serán tu música, la carne rota y lacerada será tu palabra, ésa con la que nunca pudimos dar.

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La turbación impide. El rayo láser que me falta. Esa puerta que nunca se abrirá. Esa invitación disfrazada de amor. No veo que veamos el dolor de hoy. La calle con tu nombre. El pedazo de tierra con mi nombre. Ese escritor famoso que no me mira. Aquéllos de la clase alta que siguen con la mirada alta. Alguien embarca a Huidobro y a Neruda. Nadie recobra su salud. El gran paisaje de Chile-California recupera sus aplausos.

Se dice que cuando las alforjas del viajero se abrieron, se entrevió esa figura maligna de la que aún se habla. La anormalidad de la naturaleza viva resplandeció justo al lado de la gran civilidad del refinado habitante. No hubo gente pulida que no concurriera al desacato de las alforjas. Manadas de viajeros se desplazaban por bosques y playas, mientras la apabullante figura del Gran Visitador luchaba con su gran fantasma embrutecido. Cuando las alforjas se cerraron se recurrió a la bondad esencial del viajero cambiándole su destino, sellando así su vendaval itinerante y ya no supo si era un Gran Visitador que deseaba ser viajero o un viajero que deseaba ser Gran Visitador. Pero la pregunta prevaleció en bosques, montañas y playas ¿A quién has doblegado inquietante viajero? ¿No nos vas a contar tus toscos sueños de ser volátil y pasajero? ¿No nos vas a revelar tu verdadera naturaleza de viajero?

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SEGUNDA PARTE

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De los quiebres del Gran Visitador

El hombre que pasa por la placita de sólo dos palmeras se sorprende de la luz de sus cuatro calles que la rodean. Una vereda apoyada en seis tiendas confirman al cielo, la mirada de sus habitantes. Más allá, tal vez mucho más allá o sólo un poco más allá está Casa Sana con su Gran Cocina; el ancho espacio que precede su puerta de entrada recuerda a sus habitantes el brillo del anillo caído de alguna dama visitante. El Gran Visitador susurra al oído de una mujer sus Treinta y siete Cantos:

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Primer Quiebre

No deseo hacer sentir cómo pasa el viento en esta ciudad o cómo tan rápido cae la lluvia, esto vendrá después. Ahora es el vidrio, la calle, el cemento, el cartel abandonado, el individuo indigente que deambula, las bicicletas sin luces, los coches de policías amedrentadores, los llamados telefónicos con ofertas conducentes a la perdición de los habitantes, esas manitas sucias sacando pasas doradas de los cajones de la cooperativa, las piedras preciosas de los escaparates, los restaurantes Huilliche y Arauco Bell, las colas en la oficina de correos y del Banco de California. Ah, si yo dijera todo sería corroborada por todos.

Niebla, frío, humedad, amplia soledad inhabitada, alces, perros, escasos y erráticos seres corriendo, poco sol y raro viento. Si yo debo o debiera describir lo que es una playa de la costa californiana, entonces yo escribiré, del balance de las cosas, de las olas tan blancas que hacen concebir la idea de que el mar no existe. Si yo debo o debiera explicar lo que escribo, entonces yo diré o diría que aún no me he perdido entre estas arenas oscuras guiadoras de mi lengua, de mi esfuerzo diario consumido en el inglés puritano y a veces amable, aunque duro como el peñasco más alto de la Gran Roca.

Decir toda la verdad, como todos los viajeros han prometido y seguirán prometiendo a lo largo de la historia, será como decir toda la falsedad de las cosas que veo o que percibo en mis paseos diarios por la ciudad, por las playas, por los bosques.

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Segundo Quiebre

La Tentación de las Telas, la Plaza del Diseño, el misterioso Hotel Karkar, la Plaza de Trueques, la Peluquería, la Tienda de Deportes, El Jardín, la Selección Natural, la Reparadora de Calzado, son casi ya el mar, sin embargo todo gira alrededor del gran imperio llamado Cooperativa. Ahí damos todos. Es casi una iglesia. Es el lugar del encuentro, donde nos vemos las caras, donde vaciamos felices el bolsillo, lugar antipuritano y prohumanitario, extensión necesitada de la cocina de mi casa, despensa amable y permanente; lugar donde los canastos alternan con las flores, con las cremas nocturnas reparadoras de células, donde habitan las dulces mermeladas sin azúcar; lugar donde el azúcar de caña está ubicado en el lugar opuesto al del azúcar blanca mezclada con huesos pulverizados de animal; los aceites contra-estrés aliados a la comida orgánica, olorosa y picante del Cucharón; lugar de espíritu integral como sus harinas y como casi todos los habitantes y viajeros que la visitan. Ahí uno ve el amor por primera y última vez. No hay alfombras. El ritmo es una pizca más lento. Las cajas evitan el plástico. Lo salado puede no contener sal; lo dulce, o se edulcora o desabridamente tal vez te guste más. Si usted que está leyendo esta compresión poética de esta historia tan larga como la costa californiana, elige creerme, tanto mejor.

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Tercer Quiebre

Es ciudad sin principio. Está a la orilla del mar. Me demoro sólo hasta la madrugada imaginando aún más sus precipicios por los que doy a diario mis paseos. Lo que he sabido de estos habitantes es que son dejados, legalistas, futuristas y que no saben a quién echarle la culpa de estas debilidades. También se me ha dicho que son curiosos y que meten su inteligencia en todo lo que hacen los demás. Que su espíritu de observación es brutal y que van escudriñando palo por palo, piedra por piedra, hoja por hoja, foca por foca, ballena por ballena, casa por casa, grano de arena por grano de arena, silueta por silueta, sombra por sombra, pluma de pájaro por pluma de pájaro, corazón por corazón.

Las deformidades de la ciudad sólo las ven los animales que cruzan sus bordes y traspasan sus salidas. Los animales murmuran entre el viento de la costa de California y la del sur de Chile. Los seres de alma y citadinos creen que los animales son ricos porque han acumulado el tiempo y eliminado el oro en sus transacciones. Es difícil para mí creer lo que creen los animales de lo que la gente de Karkar cree. Yo sólo digo que el murmullo que viene de vez en cuando de entre la espesura de los bosques y de la profundidad del mar, también lo escucho. También sé que no es digno de alabanza que seres animados hablen a mis espaldas y me cuenten que soy un Gran Visitador insulso y extranjero, que le saco la lengua a ciertas cosas, algo que bien podría ser producto de la imaginación.

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Cuarto Quiebre

Se trata de este puertecito con puertas abiertas a la furia del exhausto mar de la pesca. El sin casa, el indigente, caminan por muelles adosados al puertito. Su mirada vaga recorre las bodegas imaginándolas repletas de granos, oro y sol. Sus manos afligidas se encogen en los bolsillos del pantalón. Allá, ahí, el vuelo de los pájaros carece de razón. El panadero de la Panadería del Norte hace su entrada tibia cada madrugada mientras el pueblo se restriega los ojos espantando gaviotas recogedoras de migas. El panadero nunca ha escuchado la sirena del mediodía de esta ciudad. A esa hora amasa. Su paso es rápido y sólo le acompaña el pan. El panadero piensa en la gente que acudirá con sus mandíbulas, dientes y manitos a acariciar su dulce y neutral pan. Cada mañana regresa a sus hornos, contento y en paz, sin pan. Nunca dice nada mientras le pagan. Su dueño es albo y de buen corazón. Nadie puede pasar por esta calle sin notar la fortaleza orgánica de granos, flores y del algodón. Los limones abundan, pero las paltas se transforman en aguacates californianos.

Las chimeneas de esta ciudad-puerto no humean todas a la vez. Me han dicho que no todos tienen leña para quemar; se dice que muchos mueren de frío, se dice que otros tantos son encarcelados por no tener con qué pagar sus cuentas. Vibración de luces, de tráfico, de impuestos de abril. Dominio de sí mismo se requiere en este lugar. Los coches en esta ciudad poseen su casa-puerto en el Garage F con mecánicos filósofos que informan al cliente del pulso político y

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económico del país. Los perros, los gatos y los pájaros recurren a su Karkar-Mascota. Sus dueños son amables. Son lugares distintos. En el primero impera la filosofía política de pies y manos fríos y se trabaja tendido en el suelo de cemento bajo coches y con desdén. En el segundo impera el empuje neoliberal del encuentro de la fauna salvaje, doméstica y profesional. Ventanas amplias, mujeres embarazadas, tarritos de carne adolorida de ciervo, cereales secos para discernir. Uno está en su país y el otro, en una ciudad.

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Quinto Quiebre

La ciudad, y lo digo al pasar y fungiendo de Gran Visitador, posee la forma de ese viento generado y huido del mar; por lo que el panadero, el dueño de la cooperativa, el mecánico, el vendedor de cosas para animales y pájaros, ven esta ciudad como un resguardo a las amenazas de las montañas cuando todavía eran montañas de árboles fabulosamente frondosos e innumerables; como un resguardo del mar alebrestado, nebuloso y furioso por los desperdicios que inquietan sus costas y playas.

Ser Gran Visitador en esta ciudad no es fácil. Siempre se puede ver a esos seres pobres con sus perros en correa paseando por la placita de dos palmeras, que una vez por semana se convierte en despensa regional: el Mercado Agrícola del verano reúne los deseos y las ambiciones de la democracia del buen comer. Pero yo sé que no todos ven lo que este viajero ve. Regreso cada sábado de verano a oler el cilantro, las arvejas nuevas y los duraznos de Sauce Llorón. Los sombreros de paja y las gafas me impiden a veces ver quién es quién. Alegría, ensoñación de abundancia, libertad en el caminar, promiscuidad en el hablar. La ciudad-puerto es ahora una sola plaza- mercado sin listas de precios, sin descuentos, sin liquidación. Los responsables del crecimiento de los alimentos están ahí de pie frente a mí, yo consumidor Gran Visitador. Las ostras y las frambuesas se venden justo al lado de la rueca que hila el pelo de la piel de los conejos. Con el tiempo ya hablaba bien el idioma de este pueblo. Si yo hubiera podido haber

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visitado todos sus rincones, calles y veredas y hubiera podido haber sido conocedor de todos sus gestos, entonces yo podría haber sido como ellos y disfrutar de esta vida por fin.

No hay trenes. Y recuerdo que mis vecinos sufren, una y otra vez, la humedad de piezas y almacenes.

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Sexto Quiebre

La piratería no existe en este lado de la costa. Las hambres, los abusos, como las ágatas, abundan. El alcalde de esta ciudad me habla casi al oído al escuchar mi pesado acento casi irrepetible: ¿De dónde es usted, si puedo preguntar? Vengo, explico, de un país más largo que California, con nieve, aire, lluvias, árboles, gentes, desiertos y poetas como aquí. Casi exactamente como aquí, pienso en silencio, pensando en la sombra del dictador. El Alcalde exclama: Ah, usted está aquí porque aquí es como allá. Evito mirarlo porque mi imaginación es rápida. Sólo ha sido en este pasado que yo he viajado investido de Gran Visitador. Ahora ya estoy aquí y ya no viajo, sólo he puesto en todo la palabra primero. Se taparon los baches del camino, se acariciaron los maderos de las casas. Pero hablo de mi viaje y escucho al Alcalde hablarme como si fuera él un viajero experto en anécdotas de viaje. Yo entré hace un año a esta ciudad. Ahí a mi paso y a primera vista estaban esos periódicos, sus jabones aromáticos de salvia, su miel, así es que todo lo que le pueda decir a usted señor Alcalde de la ciudad, usted ya lo ha visto y lo ha probado. Tal vez sólo pudiera reportarle algo más en nuestro próximo encuentro, sin duda será muy poco, porque usted y yo transitamos las mismas calles, vemos las mismas cosas, despachamos las mismas cartas con los mismos sellos, comemos la misma mermelada de moras tomadas de las grandes y generosas plantas que apuntalan los cercos de los alrededores de la ciudad.

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La magnificencia y prosperidad de la ciudad es una gracia perdida en mitad de cada invierno. Su esplendor risueño de sábado por la mañana no es posible encontrarlo durante los largos meses de invierno. Agua, neblina, agua y otra vez agua y un poco más de neblina y niebla otra vez y viento, ventisca, ventarrón, vendaval, tormenta arisca y de vuelta a la niebla intensamente humedecida de verdes musgos, tal vez negros, oscuramente negros y así de retorno empapando el paso de los habitantes del lugar, avanzan a ciegas. Pero hay días en que la magnificencia y la prosperidad de la ciudad se hace visible en los cuadros que cuelgan de las paredes de la Casa Sana de la Gran Cocina, desde ahí veo en lo que no ha devenido Karkar y Karuque Querrampu, hoy con su Mall y sus calles repletas de coches requeridores de gasolina y de aire y con su alumbrado provincial. Frente a esos cuadros, la nostalgia es inevitable por estos pueblos de California. ¿Hablarían igual antes? ¿Tendrían ese modito de caminar tan blando y quedo como el que veo hoy? No hay dioses, sólo cervecerías y muchas agencias de viajes desde donde me miran y me nombran Gran Visitador. El panadero nunca ha visto la cárcel, el hospital, la capilla, la sala de baile para jóvenes, el salón de té, el sauna público, las prostitutas de la ciudad. Todo esto aún no ha sido visto por el panadero. La indivisible coexistencia de los últimos hippies y los primeros ecólogos futuristas, a ésos, los ve todo el mundo. No hay línea divisoria. Un harapiento se sienta en una sala de clases de una y opina lo contrario que el doctor en Ciencias Físicas,

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mientras tranquilamente un bello animal pasea por el interior de una sala de clases. Yo prefiero imaginar que así me amarán. Yo prefiero, en realidad, imaginar, cómo serán esos lobos marinos de estas aguas no divididas del Océano Pacífico en algún lugar de California.

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Séptimo Quiebre

La única parte de la ciudad que verdaderamente quiero ver y donde quisiera vivir está en la parte alta montañosa que rodea la ciudad, allá arriba en Alta Colina con sus casas de madera pálida, flores, árboles, caballos y vacas. Reclusión de la privacidad. ¡Réquiem a la vida! Búsqueda de la no-sociedad, de la no-suciedad. El sueño de volver a ser salvaje. Incontaminado. Uno de estos habitantes me prometió una descripción fiel y honesta de su visión de lo que es una vida feliz allá arriba. Sólo así podré desplazarme hasta allá. Mientras tanto espero imaginando lo que sería vivir por algún momento lo que este habitante habría vivido hasta ahora allí.

La ambición material de la gente ha enterrado a la ciudad de Karuque Querrampu y el deseo de conocer ha iluminado a la de Karkar. Alianza: ni la una sobrevive sin . El desbalance es total. Aunque el ciervo de estos lugares haya crecido en otro ciervo y la foca sea de un color indescriptible o inexistente, yo Gran Visitador como me llaman, insisto en que mirando fijamente las camelias, algún día podré habitar en la cima de Alta Colina donde la lluvia aún golpea los techos de las casas sin misericordia.

No sé bien cuándo nos vamos a entender. Soy viajero curioso y tengo siempre muchas preguntas. Corro por estas calles para verlo todo, deseando que nadie me pregunte nada y al llegar a mi casa, que aún no está en Alta Colina, me quejo para mí mismo de la inhospitalidad de los habitantes, de su frialdad, del

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poco interés que tienen por el otro. Ellos no saben que en el centro de su ciudad hay un traidor que espera todo de ellos, pero que habla mal de ellos a sus espaldas, debido tal vez al espíritu crítico del panadero que tanto ha observado. Es una ciudad sin monumentos, excepto uno. El señor McKurranco lo preside y lo esconde todo. Pero hay flora y fauna hasta en las vitrinas. Hago esfuerzos para que las palabras no me falten para describirla.

En la plaza hay dos palmeras. Yo no sé qué tienen que hacer estas dos palmeras en un suelo en donde no hay plantaciones de palmeras. No hay arena seca y llueve casi siempre. El viento zumba en sus copas y enfría el espíritu del que las mira.

Las casas de campo en medio de los bosques están listas para que se las lleve un incendio natural. Mañana planeo pararme al lado del señor McKurranco y dar un discurso a los viandantes. Anunciaré que un buen día partiré en búsqueda de otro planeta, fuera y lejos de nuestro sol.

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Octavo Quiebre

Las gentes con las que trato durante el día no las veo nunca por la ciudad o tal vez trate de no verlas, de evitarlas. Esto no lo tengo bien claro. Probablemente no sabría qué decirles, cómo saludarlas de nuevo, no podría hablarles de lo único que me interesa: California. Algunos no desean enterarse siquiera que California es parte de un país que quiere llamarse América, pero que, en realidad, se trata de apenas numerables estados bien unidos. Estoy seguro que muchos hombres y mujeres de estas tierras han estado entrando a California. Aquí todo se nota poco, pero al encontrarse alguien con alguno de ellos, el diálogo sostenido nunca es escuchado por nadie más. Todo pasa como que no pasa. Las fuentes de agua natural apostadas a las orillas de la carretera principal siguen corriendo y podemos llenar las vasijas con sólo detener el coche en la "Uno Cero Uno” a la derecha, cuidando de no obstaculizar el tráfico.

¿Quién fue el primer extranjero que llegó a la ciudad de Karkar cuando Karkar había sido ya fundada? Para un Gran Visitador como yo, siempre hay más preguntas que cosas que describir, pero tal vez esto no sea cierto para la ciudad de Karkar. La veremos tres veces.

Toda la acumulación de signos de la ciudad me habla de otro lenguaje que no es precisamente el inglés. ¿Llegará el día en que mi máximo deseo será irme de aquí?

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Noveno Quiebre

La miel, el vino, las uvas, las paltas, los ajíes, los tomates, los espárragos, los brócolis, los repollos, los quesos frescos, las aceitunas verdes y negras --y no hay carnes porque ya no se las desea ver-- las flores, las callampas, las frambuesas, las frutillas, el cilantro, el perejil, los ajos, las cebollas, las betarragas, los pepinos, los pimientos verdes, rojos, naranjos, morados, amarillos, los duraznos, las manzanas, el cebollino, las lechugas, las murras o moras, los choclos-elotes-mazorcas-maíz, los arándanos azules, rojos, negros, todo está a la vista del viajero y del habitante cada verano en la plaza desarmable de Karkar. Es el lugar donde veinticinco centavos adquieren importancia resplandeciente y nacional. Es plaza llena de parasoles inmóviles de gente transitoria. Es plaza de una sola estatua que nadie mira. Suelen haber bandas musicales que afean el sonido de la lengua hablada y los pocos pájaros que habitan en esas dos palmeras huyen a esconderse en los aleros de las tiendas más próximas.

Los habitantes de aquí saben bien una lengua; el viajero sabe que en cuanto ellos abren la boca y por el movimiento raro de las mandíbulas y del gesto extraviado de los ojos y que instalados en la dislexia de su realidad, sólo conocen bien una sola lengua.

Las playas casi no tienen pájaros, son playas sin olor, con fuertes vientos y a veces sol. Crujen, suenan con sonidos de albatros. Carecen de muelles suficientes para que las ballenas eviten las olas, que de acuerdo a

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la leyenda del lugar "Bajan cada año hacia el sur desde Karrapu en el mes de febrero". Mis ojos, desde las playas, han seguido muchas veces a los barcos pesqueros divisados a lo lejos creyendo que se trataba de ballenas viajeras venidas desde Karrapu. Imagino más de lo que puedo ver. Pero por eso estoy aquí aún viajando a lo Gran Visitador por este remoto lugar del planeta mirando lo ya mirado.

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Décimo Quiebre

Nadie regresa a Karkar. Es un hecho. La ciudad parece entender sólo de partidas. El resto quedamos aquí con trenes sin salida ni regreso. Los coches y los aviones pasan ante nuestra boca bien cerrada, porque nunca en realidad pensamos en un regreso definitivo, porque siempre estamos pensando en volver a irnos. Ni aviones, ni coches, ni carretas, ni caballos, ni bicicletas, ni motos, ni autobuses, ni helicópteros, ni nuestros bien plantados dos pies nos llevan a concebir un plan estratégico de salida y de abandono de Karkar. ¿Qué será Dios mío, qué será? ¿Me estaré convirtiendo en el Gran Visitador que no para de nombrar las cosas? Detente.

No hay tardes aquí en las que se delimite la exacta hora del crepúsculo, en donde el alma se apacigüe y se sienta como que el mundo se va a acabar. Siempre hay alguien que está apagando algo. Confusión en medio de la lluvia que golpea mis piernas y chorrea hacia mi cerebro.

Los arándanos pudieran alimentar a los ciervos, a los alces que deambulan a lo largo de las carreteras odiosas que cortan los campos y reducen la mirada. Los coches y sus motores han hecho de las playas pistas de carreras. Arena negra que vemos palidecer. Mi humor de viajero se oscurece, mi alma se endurece. La euforia de las nuevas plantas puede aún invadirlo todo. Sólo puedo pasearme a lo largo de estas playas pensando en mi melancolía. Nostalgia y melancolía envuelven mi alma, dirigen mi tranco y

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hunden mi pie en las arenas oscuras de esta costa californiana. Nunca encuentro nada en estas playas excepto ágatas bien transparentes y piedras blancas en forma de corazón y de zapatitos. Leña para la chimenea de mi casa (no hay posadas para el viajero por aquí). No describiré estas playas por donde paso cada día, playas que me sostienen en mi trabajo diario, playas que organizan mi cuerpo y asientan mi alma. Sé que mis palabras no son ésas con las que yo podría describir las playas de la costa californiana, pero hoy me siento avaro y puritano y diré poco.

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Undécimo Quiebre

No he visitado el matadero de la ciudad. No como carne desde que estoy aquí y allá y desde que he visto ciervos reventados a las orillas de los caminos, desde que cada ciudadano es sospechoso de esconder un arma bajo su camisa, desde que California de América es ya también mía, desde que engaño a Chile del Nuevo Extremo con California del Otro-Nuevo Extremo. ¿Quién diablos me bautizó? La visita al matadero la pospongo en todas las lenguas que sé.

Ciervos, estudiantes, perros, neblina, profesores, comerciantes, personal administrativo, policías, pordioseros, flores y otra vez árboles, gaviotas, focas y ballenas conforman la humanidad sitiada de esta ciudad. Bebés que nacen. Infantes que mueren. Ciudad con su perro transgresor de todas las leyes represivas de los parques públicos y privados, oh, cuánto te he querido perro negro, oído alerta de esta ciudad por la que ambos y solos estábamos pasando.

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Duodécimo Quiebre

Tal vez podré decir ahora cómo ocurre esto que ocurre en este territorio aún verde. No hay amigos, tampoco enemigos identificables. La enemistad proviene del intento de los puros y castos, perfectos planes y proyectos de conducta y actitud. El viajero- extranjero se siente atravesado de exigencias morales inútiles. No hay chistes ni palabras que toquen la raza, el color, la piel, el sexo, el género, la religión, la política. Todo debe quedar sumido en el silencio para seguir creyendo en la infinita capacidad de perfección domesticada. Pero si no puedes hablar de todo esto, bien puedes escribirlo. La letra aguanta, siempre y cuando no leas lo que alguien escribió con toda seriedad. No estoy molesto, estoy sorprendido.

En las playas busco lo que no se mueve, lo que de algún modo permanece. Describo esta ciudad, para así verla y verme con sus habitantes. Si ellos fueran un poco más comunicativos yo ya a estas alturas de mi viaje, sabría todo lo que el canon de una ciudad impone como norma. Así sabría cómo empezar a describirla. Sólo me interesa un único lugar poco soñado, pero sí bien vivido. Ríos, desiertos, costas, montañas, bosques, centros de meditación, cervecerías, universidades, cárceles, tiendas naturistas, almacenes alternativos y mucho más allá, Hollywood y Vegas. La gente me ha hablado de las uvas jugosas, de las paltas aceitosas y compactas, de las naranjas que chorrean jugo anaranjado, de nísperos, de tiendas que reciclan y revenden a resucitados. También hay caravanas de esclavos por

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las carreteras que a veces se parten con profundas grietas y también el cielo se plaga de estrellas titilantes, comunitarias en pequeñas constelaciones que se acercan y se alejan de nuestras cabezas. No hay grandeza, observo yo, sólo enormidad en las casas, gigantismo en las tiendas. No se escucha nunca el murmullo de las voces de los muertos en los cementerios.

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Décimo Tercer Quiebre

Hoy soy el Encargado Plenipotenciario de los Asuntos Naturales de la Ciudad. Me alienta un buen espíritu pues vengo llegando de sus costas que todos me han mandado a visitar pero adonde nadie me ha querido acompañar. No les preguntaré qué quieren saber de su ciudad porque yo soy el que camino más por aquí. Yo soy el que corro por sus calles y sus tiendas siempre apurado y para no ser visto o sorprendido en mi búsqueda de cosas que después me gustaría contarles. A veces se escucha el celaje de una flecha, el chasquido de un látigo sobre algún cuerpo de sangre. Es fácil para mí salirme de la ciudad y describir sus alrededores, porque yo he nacido en el campo y he vivido entre árboles, bosques de campo y aquí todo es como campo. Incluso el centro de la ciudad es casi como un campo, aunque sólo tenga dos palmeras. Un balance perfecto entre ruralidad y sofisticación. Acarreo mi campo del sur hasta aquí, hasta bien al norte de California de la que tanto se ha dicho, de la que tanto se ha escrito en otra época, pero que sin embargo aún puedo decir más o menos lo mismo; todo lo que recuerdo del sur está aquí en el norte. Absolutamente todo. Salvo, la maravilla. Me aventuré a Caeluma y a Caulame, lugares ubicados en direcciones opuestas. En ambas visitas yo vestía una camisa de gasa blanca como lo había leído alguna vez cuando alguien visitaba casi simultáneamente lugares opuestos. ¿Dónde había leído esto? Caulame es una vieja película de vaqueros del Lejano Oeste, sólo que uno echa de menos los caballos amarrados a los postes de las calles, el aire empolvado y el sonido

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de los trajes arrastrándose por el suelo. Pero desde su cementerio ubicado en la parte alta de la ciudad, es la única manera que tiene el viajero de ver totalmente y con precisión, la vieja ciudad del Lejano Oeste. No puede uno perderse en esta angosta ciudad construida para la satisfacción de la memoria.

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Décimo Cuarto Quiebre

Por el contrario, en Caeluma, que no es ciudad, sino catedral de bosques con anchas playas como senderos, es fácil perderse. La vista del viajero --y esto ha sido corroborado por innumerables estadísticas realizadas por el Municipio de Karkar-- se desvía y se disloca entre el movimiento de la piel de los alces propietarios del lugar y el suave ritmo verdoso de las hojas de los cañones espesos de verdes. Los puentes son brevísimos y todas las plantas adquieren rápidamente estatus de arbustos. Es un lugar que no dice adónde va ni por donde se debe ir; los senderos están ahí al paso dispuestos a seguirle a uno por donde vaya. Es lugar de meditación, de silencio impecable. La bravura del mar contrasta con la ternura de los árboles inclinados y siempre proclives a hacernos olvidar nuestras faltas y fallas acumuladas. Los alces vienen hacia el viajero --esto nadie me lo ha dicho, yo lo vi con mis propios ojos-- como señalándonos que están dispuestos a seguirnos hacia nuestro destino sin tomar represalias, sin cobrar lo que les correspondería por derecho. El paso de su tranco puede ser el de un Gran Visitador que, agotado, descarga de su espalda una mochila, aperos y vituallas de viaje. Esto no es del todo imposible. Es lugar para la quietud del gesto, para la inactividad vital, para la pasividad activa. Caeluma aún no ha sido construida para tener que dejar de ser visitada.

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Décimo Quinto Quiebre

Pero también se corren riesgos en Caulame. Las puertas de salida de este invitador pueblo parecen no conducir a ninguna parte precisa, por lo que yo, Gran Visitador, como nunca antes en ninguna otra parte, tiendo a salir, sin saberlo, por salidas que conducen al mar. Esto puede significar que puedo llegar a Pulaquen y aún más allá, a la Costa Perdida, y mirar el mar atónitamente. Querré retirarme del lugar por el viento que apenas me dejará caminar y admirar. Sólo podré guarecerme tras las gigantescas rocas que pueblan las extensas playas y desde ahí atisbar sin hablar lo que mi mirada de conjunto pudiera capturar. Agazapado en las rocas haré una fogata, me quitaré la ropa y la pondré a calentar; ya de nuevo vestido, imaginaré ratones y leones saliendo de las arenas del mar. Me sentaré, estiraré las piernas pensaré cuán lejos está Caulame.

El coche que me llevó hasta allí ha cambiado de color y entre éste y la arena ya no habrá distinción. Sólo un ojo humano sabrá que aquella protuberancia casi innombrable es de mi propiedad. Al tranquilizarme y quitarme otra vez los zapatos sentiré que las algas saben a sal y que la sal viene del mar; que el agua que humedeció mi ropa venía también del mar y de mi transpiración. El viajero que atisba se mece, se endulza, suspira, se retira, jurará que nunca más insultará a nadie, que su alma bondadosa se equiparará a la de este mar, rogará jurando que será feliz, que nunca robará más, que no desbaratará, que no sopesará, que pisará con cuidado sobre los brotes

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verdes que nacen una vez por año en las arenas de toda la costa de California. ¿Qué podría hacer yo Visitador agazapado en las rocas de la costa de Pulaquen? Tal vez todo sería más fácil si tuviera una flor silvestre en la mano. Pero el caso es que no es aún la estación del florecimiento de las flores silvestres. O tal vez que tuviera en mi boca una fruta que nunca pudiera cultivarse en Pulaquen, tal vez sólo así me sentiría un viajero tranquilo y dispuesto a regresar. Se ha dicho que la Costa Perdida no es difícil de encontrar, pero también de la que es difícil salir.

Por aquí es incierto no volver al mar, por eso pongo atención cuando me dicen que hay veces en que no hay mar, que no se ve. Alebrestado, espumoso, escandalosamente blanco rechaza todas las miradas que en él caen. Sólo pocas veces es enteramente azul.

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Décimo Sexto Quiebre

¿Me habré movido alguna vez del sur? Siempre me he visto rodeado de árboles espesos, de aguas azules, de ríos de mar alebrestado, espumoso y escandalosamente blanco. Estoy de acuerdo cuando alguien dice que es un lugar sin fortalezas ni cañones, ni fuertes que generen deseos de echarlos abajo. Todas las puertas de la ciudad deberían abrirse fácilmente, sin embargo no hay puertas, sino Salidas por las cuales se entra para salir. Hay goznes sí, que giran suavemente y los candados son de poco uso. El comercio urbano confía en que los piratas se retiren exactamente una hora antes de que ellos abran sus almacenes, tiendas y oficinas. No es asunto de preocuparse por el destino de los piratas, pues este lugar posee una variedad enorme de posadas en donde la cama y el desayuno son el mayor tesoro.

He buscado durante mis largas caminatas el rostro escondido de esta ciudad, pero todo está ante mis ojos. Por más que me meta en los minúsculos museos del lugar y clave mi mirada en sus cuadros buscando señales escondidas, mensajes ocultos, signos ignotos que descifrar, nada logro, sino apenas sentir el tormento vivido de esos seres que antes vivían o pasaban por aquí. Antes, cuando las plagas de pulgas, de mosquitos y de los zancudos del crepúsculo, eran exactamente como las de ahora.

Por las mañanas, el viajero se detiene en la Piedra Lunar para atisbar yerbas que ya no existen allá afuera en su estado natural. Es el lugar de los

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talismanes, tés balsámicos, libritos, bolsitas olorosas de terciopelo, joyas, aceites, inciensos que hacen al viajero olvidar que afuera hay pájaros que anidan en los aleros de las casas y de los edificios, que hacen olvidar que afuera también aguarda una horda de humanos para desdecir lo que acabo de decir.

No se puede pasear por los jardines cercados de las casas, sin embargo al pasar cerca de ellos puedo aspirar con deleite el aroma de la albahaca, de la alcachofa y del repollo que florecen como flores de adorno en cada jardín. Se dice que los carpinteros martillan los clavos de las casas que construyen al ritmo del batir de las olas del mar y del vuelo de los pájaros. Por eso, las casas aquí son livianas, húmedas y escasas. Es verdad que las gallinas, perros, gatos, ciervos, venados, alces, chivos, vacas, caballos, garzas, patos, gansos, golondrinas, gaviotas, sapos, la babosa banana, conejos, cuervos, halcones, lechuzas, pulgas, osos, moscas, focas y ballenas de la ciudad, aún pueden ser felices en este gran jardín que ningún Gran Visitador debería dejar de ver, aunque sea a vuelo de pájaro.

Pero no es verdad que los tarros de aluminio, las botellas vacías, las bolsas y bolsitas de plástico, las cajas de cartón, los papeles brillantes y los opacos, se apilen en los alrededores de la ciudad y que puedan ser vistos en una rápida ojeada; si así fuera nadie alcanzaría a distinguir estos objetos atesorados por la ciudad. Tal vez sea verdad eso de que a las seis de la mañana el carro recogedor de basura despierta a la ciudad poco a poco e inicia solemne y benevolente su

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tarea de reciclaje perpetuo. El geógrafo de la ciudad me explicó que todo esto no puede ser posible porque Karkar ya no come como antes, ya no tira cosas inservibles como antes, no bebe como antes, no piensa como antes, no está donde estaba antes.

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Décimo Séptimo Quiebre

Es inevitable no volver al mar si se quiere saber qué es esta ciudad: cuando la marea está baja se dice que algunas huellas parecen gigantescas erraduras de caballos que iban al paso. También se dice que se ha visto que el color verde del pasto nuevo sólo alcanza aquel grado de intensidad único aquí en este lugar donde hasta el pan de todos los días es hecho con el trigo verde que se ha negado madurar. Y al retirarse del mar, del pasto, de la panadería de la ciudad, el Gran Visitador no ve mujeres dobladas regando las plantas de los balcones de sus casas verdes.

Hablamos de trenes, de barcos, de pesca, de caza, de reciclarlo todo, de ahorrar, de salvar casi todo. Volvemos a hablar de trenes, de aviones, de coches. No hablamos de golf, de fútbol, ni de polo. Como es una ciudad que nunca ha tenido una caída, que nunca ha sido sitiada, se ve a sí misma abierta a los cuatro vientos y al qué dirán. Aunque muchas cosas para la conversación anden flotando en el aire, no las hablamos. Se prefiere el silencio. Su silencio y el mío. A veces, sin mirarnos directamente a los ojos cuchicheamos metiendo las manos en los bolsillos, entrecerrando un tanto nuestros ojos, arqueando las cejas con disimulo y pretendiendo definitivamente que tú no eres yo y que yo no soy tú; nos prometemos seguir cuchicheando alguna otra vez sobre esta persistente parte del Nuevo Mundo. Eso es todo.

Hay veces en que sus habitantes piensan sobre el momento en que esta ciudad será destruida. Pero lo

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que estos habitantes no saben es que en California las ciudades se construyen sólo para ser remendadas, restauradas, tal vez olvidadas, pero nunca destruidas. Uno nunca ve murallas fisuradas ni paredes descascaradas. Tal vez el poco sol las oculte. Tal vez el apuro las decore. Mucho antes de la puesta de sol ya ha cesado la hora del trabajo, pero no todos ven el crepúsculo y la salida de las estrellas. Algunos de sus habitantes viven permanentemente irritados por esto. Ésos son los que miran las estrellas por todos nosotros.

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Décimo Octavo Quiebre

Mar alebrestado, blancoblanco, espumosoespumoso. A veces azulverdoso, nunca verdeverde. Y aunque se trate de otro día, debo repetir lo ya dicho:

“¿Me habré movido alguna vez del sur? Siempre me he visto rodeado de árboles espesos. No es una playa con fortalezas ni fuertes que echar abajo. Sus fuertes se abren fácilmente, sus goznes giran suaves en cada puerta. Los candados son de poco uso. No hay intercambios ni trueques ni tratados. Hay posadas de cama y desayuno. Ciudad sin rostro escondido. Todo aquí, allí, ahí, frente a mi propio rostro y de mi casa. Busco y miro sus cuadros en los museos, sus trazos en restaurantes para sentir el momento de tormento vivido por esta ciudad. Ciudad con plaga de pulgas, mosquitos, zancudos de crepúsculos. Tiendas abiertas como frascos de boca ancha, talismanes, libros, aceites, joyas, cremas, bálsamos, inciensos y té; afuera pájaros que anidan, hordas humanas. Albahacas, alcachofas, repollos florecen en los jardines como flores; los carpinteros martillan los clavos de las casas que fabrican al ritmo del batir de las alas en vuelo de los pájaros, del cacareo de las gallinas que aún son felices. Es verdad que la ciudad me deja transitar en cierta paz, pero no es verdad que puedo prescindir de ella, porque los tarros de aluminio se apilan en lugares en donde sólo una rápida ojeada alcanza a distinguirlos. Mayor verdad es que mi mirada de Gran Visitador alcanza a distinguir lavadoras, secadoras siempre llenas. A las siete de la mañana el despertador es un Carro

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Recogedor de Basura. Lleva y trae por años el reciclaje perpetuo de la ciudad. Pero Karkar ya no come como antes, no tira basura como antes, no bebe como antes, no piensa como antes; cuando la marea está baja se dice que algunas huellas parecen provenir de gigantescas herraduras de caballos que iban al tranco. También dije que se ha dicho y que se ha visto que el color verde del pasto nuevo sólo alcanza el tinte especial aquí en este lugar donde hasta el trigo con que se hace el pan suele amanecer verdeverde. También dije que se observan mujeres dobladas regando las flores de los balcones de sus casas y el agua les llega siempre naturalmente. Hablamos de trenes, de barcos, de pesca y caza, de reciclarlo todo, de ahorrar salvando casi todo; nada de golf, nada de fútbol; dije que es ciudad que nunca ha tenido una caída, que nunca ha sido sitiada, sino siempre abierta a los cuatro vientos y al qué dirán; que las deformidades de la ciudad sólo las ven los animales que cruzan sus bordes y traspasan sus fuertes. Se dice que son ricos porque han anulado el tiempo y eliminado el oro. ¿Todo esto me habla de algo más, ¿qué es? Puedo asegurar que lo que voy a decir ya lo dije y con la razón del corazón: Tener éxito suficiente para descubrir esta ciudad ¿cuál ciudad? ésta, la que se esconde entre sus árboles, entre las brisas y vientos del mar, la que se tapa de lluvia y niebla. Ciudad que no puede verse o ser vista desde la distancia, ciudad en la que hay que meterse bien adentro para verla. Pero aún no he dicho que Karkar resuena como una gran arcada, arcadia que sostiene algo de lo que nadie me ha podido dar razón. Una gran arcada con una sola puerta que se cierra sólo

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con un gran portazo. Pero recuerdo haberme interrogado ¿cuándo será destruida esta ciudad? En California las ciudades se construyen sólo para ser remendadas, restauradas, tal vez olvidadas, pero nunca para ser destruidas. No hay murallas fisuradas, ni paredes descascaradas. Mucho antes de la puesta del sol ya ha cesado la hora del trabajo, aunque no de todos, pero nadie ve el crepúsculo ni la salida de las estrellas. Dije que algunos de sus habitantes viven permanentemente irritados por esto y que esos miran las estrellas por todos los otros. Es una ciudad que no es anunciada desde lejos ni con letras chicas ni grandes; más bien el viajero adivina qué camino tomar; sus entradas son varias y cada una de lleva a un lugar desde el cual yo, Gran Visitador, no puedo exclamar: ¡Oh, por fin he llegado a Karkar!

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Décimo Noveno Quiebre

Entiendo ya, que el viajero debe entender que es mejor volar para llegar a esta ciudad. Debe entender que no debe prestar atención a los caminos sino al olor que emana de sus bosques. Ésta es verdadera guía y no otra. En cuanto las puertas del avión se abren, golpea y acaricia el rostro y penetra a los pulmones el aire vegetal más espeso de ramas, de flores, de palos podridos, de insectos golosos, de tierra de bien adentro de insectos en descomposición.

El aeropuerto aún no es Karkar, pero el aire y el aroma que lo rodean me hablan de los bosques y de los intentos de la imprudente naturaleza. Me hablan de árboles crecidos al arrullo del dolor de muchas madres que murieron tal vez abrazadas a sus bebés enfermos. Árboles crecidos en medio de lluvias y vientos imperdonables. Árboles crecidos en medio de fríos y temblores de tierra. En medio del miedo de ser cortados medio a medio. Árboles que decidieron crecer juntos, casi amontonados para cubrir sus enfermedades, tapar las duras cortezas salidas de las raíces para cubrir las que crecen entorpecidas en busca de aire limpio y claro. Árboles que no querían mirar siempre al mar.

El Gran Visitador observa desde los pantanos la hora pasada del crepúsculo: la ciudad no es sino un conjunto de brasas encendidas. Sus luces impasibles de la noche crean una fogata que termina en esa brasa de la que suele hablar el viajero. A esa hora, se dice que los sapos cantores de la paz y la irritación de los

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habitantes de la ciudad son un sólo coro fenomenal. Los pájaros en busca de sus nidos sobrevuelan las notas graves y agudas de esos cantos. A lo lejos, las brasas de la ciudad. La ciudad hecha brasas. La mayoría duerme. A esa hora no habría ningún atlas que pudiera indicar ese acto de dormir, mientras los sapos cantan y los pájaros sobrevuelan el lugar. Las señales de las calles parecen como que nunca hubieran existido. Puentes, escalerillas, calles, juncos verdes, arenas, piedrecillas, miasmas, brasas y sapos, todo apunta a mi mirada entreabierta. En lo alto, las estrellas. Planetas visibles sólo a la hora del canto de los sapos. Arrullando-arrullando, los pájaros yacen en sus nidos, el sonido de las hojas de los árboles, cesa. La rama preferida del halcón está ahí enhiesta, firme a toda hora, cantos después del canto de los sapos de esta ciudad.

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Vigésimo Quiebre

Biólogos, antropólogos, ingenieros forestales, físicos, químicos, indigentes, poetas, estudiantes, administradores y ejecutivos visitan esta parte de la ciudad a la hora pasada del crepúsculo buscando en cada centímetro de sonido, la exacta disposición de las plumas de los pájaros, grabando el sonido del canto de los sapos, midiendo los milímetros de su frecuencia. Este otro lado de la ciudad, que a esa hora es un crepúsculo de brasas rojas que no llamean ni humean, es lugar donde el Gran Visitador camina divagando sobre lo que hizo durante el día y sobre lo que hará el día de mañana, sobre éste su gran Gran Visitador que va perdiéndose por las calles de la ciudad. Raro es el viajero, se dice, que detiene su mente. Por eso, a la hora pasada del crepúsculo, los sapos toman la palabra y le hablan a la conciencia del viajero de todo lo que el Gran Visitador no ha podido aún escuchar de la ciudad que visita.

Durante el verano, la ciudad ofrece moras en abundancia y continúa purificando sus aguas. Pocas veces el viajero recuerda el día en que llegó a la ciudad y probablemente recuerde menos el día de su partida. No se sabe bien cómo funciona la ciudad. Se dice que la Municipalidad se encarga de embellecerla y de tomar prisioneros a los maleantes que la afean y a quienes recurren a todo tipo de infracción. Su edificio se erige casi enfrente de la plaza infundiendo tal respeto que aún no se ha podido descifrar. El llamado Centro Comercial no está en el centro, sino lejos, casi al final de una ciudad contigua. No comprar

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pareciera ser el lema de esta ciudad, pero la verdad es que el imaginar un matrimonio con el ser amado, admirado, abre en el Gran Visitador el deseo de comprar.

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Vigésimo Primer Quiebre

Aquí viven quienes me llaman por mi primer nombre, Gran Visitador, sin siquiera conocer mi apellido. Éstos no son la minoría. Es hábito. Es costumbre. Es intento de afecto en lengua inglesa. Es hacer creer que el viajero está presente en su vida. Probablemente todos los de esta ciudad hayan nacido ya y nombrarse de nuevo no será asunto de gran complejidad. Mi imposibilidad de viajar alígero por la ciudad que me ha adjudicado este pesado nombre, es un hecho. Convertido en pez, mi mirada cruza parsimoniosamente de una casa a otra; aún no se ha visto amontonamiento de casas donde mis ojos pudieran abarcarlas de un sólo golpe de vista. Pero si el hombre que pasó por la placita de sólo dos palmeras y que me miró con sorpresa se atreviera a incursionar ciertas áreas de la ciudad que colindan con vados y riachuelos donde las vacas pastan con las patas en el fango donde los árboles son cada vez más ralos donde escasea el cemento y la luz eléctrica, entonces vería aún con sorpresa el amontonamiento inmóvil de casas que tras el disimulo del nombre de Casa Móvil me hacen creer a mí y al hombre que me miró con sorpresa y al resto de los habitantes de la ciudad, que hay espacio suficiente para todos. Pero yo ya no puedo volver atrás y desdecirme. He visto la enormidad del montón, he visto la pequeñez de la casa tras el gigantesco muro que la separa de la carretera principal. He visto que el pez ha muerto. No hablo de la casa de mis sueños. Ya no hablaré más de esa casa, aunque ambas parecieran estar vacías como que nadie las habitara.

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No hay hostilidad en mi contra. Los karkatenses suelen ser amables y generosos cuando reaccionan: si no se asiste puntualmente a sus reuniones es mejor no asistir, porque para ellos simplemente uno no existe. A Passage to California fue la última película que vi en uno de los tantos cines de Karkar. Después no pude dormir tranquilo, nunca más.

No hay maldición que pese sobre esta ciudad. Sin embargo, hay gente que se frota las manos para entrar en calor, algunos corren a ver un partido en la televisión, otros se encierran en sus casas a realizar las mil y una tareas que el sistema inventa. No hay tiempo para preocuparse por los problemas del vecino, no hay tiempo para conversar con el vecino de enfrente ni con el del lado, no hay tiempo para no hacer nada, no hay tiempo, en fin, para vivir. Los habitantes sufren de pesadillas, de malestares estomacales, de alergias. Nadie sabe muy bien qué producen las alergias en esta ciudad que cada año mata a decenas de personas y animales. En cierta época del año, los habitantes en masa concurren a los centros de salud en búsqueda de vacunas que alivien sus alergias y pesadillas, pero sobretodo en busca de una respuesta para tamaño desbalance vital.

Ni maldito ni feliz, el habitante de la ciudad monta sus caballos entre las nieblas de las playas. Coches y caballos compiten su derecho en las negras arenas. Por más fuerte que ambos corran, no logran desestabilizar al país, como tampoco logran devolverle su felicidad que probablemente hubiera podido haber tenido alguna vez. Cuando la luna se

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muestra completa y el viento de la tarde ha cesado, la gente del lugar, poco a poco, se recoge al interior de la cooperativa, entonces yo Gran Visitador, centro mi mirada en las puertas mismas del almacén. Ahí están sentados o de pie los jóvenes más pobremente vestidos de la ciudad. Algunos traen guitarras, otros solicitan firmas para alguna causa social o política, otros simplemente comen, se besan y se abrazan largamente como sosteniéndose a sí mismos y el paseante alcanza a oler sus trajes harapientos y sucios. Estos seres cuidan de los perros vagos y de los huérfanos de la ciudad. Los aman. Se aman. La luna sigue en pleno y yo veo que alguien los mira una y otra vez. La vulnerabilidad es ahora la principal cadena de montañas que rodean a la ciudad. Se dice que estos jóvenes llegaron a California de distintos puntos de los Estados Unidos de América. Sus familias aún existen. Son pacíficos, pobres, idealistas, afectivos, despeinados y sucios. Probablemente comen lo que yo como. La luna los alumbra y no es posible verlos en la selva urbana que se interpone entre ellos y yo.

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Vigésimo Segundo Quiebre

Cuando el cielo estuvo libre de gaviotas, entonces levanté mi cuerpo del borde de la vereda e inicié mi caminata hacia la sombra. Lejos de imaginar que yo vería las cosas como las vería el habitante del lugar, pensé que no me gustaría haber estado en su pellejo y tener que vérmelas con el deterioro de los humanos, con bocas ya sin saliva, con casas sin techos, con enfermedades sin médicos verdaderos, con las ruinas de mi patria sin mineros ardientes; vérmelas con tantos niños en la guerra.

Ciudad abierta, sin abrigo, sin intrigas. Pero no deseo que se me mal entienda, ni dar una imagen distorsionada de las cosas. Mi oreja de Gran Visitador escucha que se dice que los pantanos de la ciudad son los lugares en donde los pájaros sobrevuelan los pastos con la memoria paralizada. Lo que en realidad estoy a punto de decir es que ya no hubo ninguna compasión para mí que ya sabía el idioma mejor que nadie, las sutilezas de la lengua, los conectivos, las expresiones coloquiales, los verbos, la jerga de cada uno de los oficios mayores del lugar. Es ciudad de poesía como esa de la que se conoce en el Sur del Nuevo Extremo. Una sombra de sueños se levanta cada mañana como la niebla conocida y referida que intranquiliza a las bestias. Se cuenta también que la ciudad se calificó con habitantes distraídos, laxos y soñadores; con gente poco dada a hablar pero proclive al llanto y a las puestas de sol como las de allá. Gente vegetariana cuyo mayor pasatiempo entre las horas de trabajo era componer

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todo tipo de versos delectables. Una fiesta anual de poemas era esperada cada tres días ansiosamente por sus habitantes, aunque el intercambio de poemas fuese pobre e improductivo.

La ciudad vuelve a la playa por donde había venido. La ciudad vuelve cuando la playa no es sino una larga arcada blanca y espumosa. La niebla levanta las suelas de los zapatos y desarticula los gestos y algunos dicen que empaña la mirada. Nunca será suficiente ver y re-ver las garzas grises que en vez de sobrevolar plácidamente las aguas de la Gran Laguna, se asientan en las arenas a vernos pasar. Si yo, Gran Visitador, me detengo, ellas vuelan hacia el agua y después hacia la entrada de los bosques. No cantan. En silencio se regodean en el aire y entorpecen el viento.

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Vigésimo Tercer Quiebre

Archívese y comuníquese: vengo con mi máquina. Se dice que un viajero que llega ligero a esta ciudad, ligero se acostumbra a desviar su camino, prefiere esconderse entre los árboles mayores de edad natural, prefiere pasar hambre a dejar de ver la salida del sol de los viernes. Reposado su espíritu de la fatiga de la semana, los viernes deciden atender obsequiosamente al viajante. ¡Dios guarde a usted viajero! me gritó alguien que no sabía que yo era ese día un Gran Visitador en estos territorios que hoy ya son lugares de resguardo, adonde bombas y balas no llegan. Ligero aprendo del apostolado de los árboles, armo mi crucero, transgredo la sirena de las doce con mi arduo trabajo, juego ajedrez por las tardes de los sábados, tomo baños en el sauna y sentado en la copa de un gigantesco pino, pierdo mi inocencia en la niebla del pensamiento al concebir que el territorio al que acabo de llegar es la única zona con futuro. El frágil pulso del árbol me lo ha confesado y la arrogancia profesional lo ha ratificado en informes numerados, el capitalismo lo ha empaquetado y se dice que hoy en día sólo yo puedo leer desde muy arriba sentado en ese pino: archívese y comuníquese.

También se dice que el árbol frondoso de la casa principal de la ciudad perdió sus hojas una a una y que las diez últimas están guardadas en el Municipio Mayor de la ciudad de Karkar en una caja forrada en terciopelo verde con bordes dorados. La quejumbre de los árboles ha sido enorme en favor de la negociación por la devolución de las hojas. El asunto

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permanece irresoluto. Se levanta y se escucha, desde el edificio más antiguo de la universidad de la ciudad, una única y poderosa voz ética sobre este asunto de las hojas. Tómese razón y comuníquese que el tren pasa a las tres y quince cada día. Pasa y no pasa. La alarma suena, los coches se detienen, pero el tren no pasa. La impaciencia por cruzar los rieles es siempre inmensa. El tren no pasa. Pero, por fin, viene y pasa. Se cuentan ochenta y dos vagones. Se comenta que tal vez sería mejor que no pasara.

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Vigésimo Cuarto Quiebre

Delibere, por Dios señor Gran Visitador, delibere. Si yo todavía vivo en el territorio donde los árboles no dan gasolina, entonces todo es fácil y deliberado y no hay nada más que hacer que apoyarme holgadamente en las leyes del mundo y replicar algo así como refréndese, tómese razón y comuníquese.

Se dice que aún se encuentra gente que camina por calles, playas, bosques sin celulares colgando de su mano. Pongo a disposición de usted señor lector las tantas cosas que se dicen de los árboles que hablan y conversan con ellos: que los pájaros viven en permanente estado de jolgorio aunque algo desorientados, que las golondrinas vuelan muy bajo, que los sapos y ranas cantan desafinando arpegios conocidos, que algunos perros han perdido la memoria y otros la van perdiendo obligados a llevar al cuello una correa que los guíe. La ciudad de Karkar entera es un murmullo de chismes, interjecciones, interrogantes, frases inconclusas, verbos oscuros, diálogos inquietantes, susurros elocuentes, amplificativo permanente, minimización palabrera y por fin silencio. Yo paso entremedio de esta maraña verbal sintiendo que las redes de la palabra me cogen, me marchitan, me tironean, me raptan hacia la imbecilidad. Me siento en algún café que nunca será posada. Apuros. La ciudad no reposa frente a su Gran Visitador a pesar de sus vientos, a pesar de sus silencios. Se muestra inquieta, olvidada de permanecer impertérrita al paso de los que la visitan. Yo que fui pez un día, me fatigo caminando esas

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cuatro calles que rodean las dos palmeras de la plaza. Un coche siempre me aguarda para sacarme de allí. No puedo hacer lo que los habitantes hacen: apostarme en una esquina y desde ahí recorrer rostros y rastros con mi mirada. Tomo notas en mi computadora portátil y escribo del inimaginable placer de vagar reconsiderando el revés de las palabras aprendidas en otro territorio y confrontándolas con las de aquí. Karkar permanece en su centro aunque llueva, truene o el cielo despida relámpagos, así están las ballenas en sus aguas, los árboles en sus bosques, las algas en sus piedras, los líquenes en sus rocas, el aire en su atmósfera, las orillas arenosas en sus playas, el espíritu en sus guardabosques, el olor en sus maderas, el canto en sus pájaros, la hortaliza en su huerta, el arándano en su cerco, la vaca en su valle, los caballos en sus pastizales, el profesor en su universo, el niño en sus niños; todo puede estar quieto en esa mirada, que dicen que es mía, apostada en alguna esquina.

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Vigésimo Quinto Quiebre

Promúlguese y llévese a efecto como ley de la República que yo Gran Visitador perseverante, camino y observo: ciudad y universo se cercan. Se le susurra al oído que las corporaciones no avancen tan rápido, se le sonríe al viajero con esa sonrisa de bienvenida que destila la cicuta del pantano. Se dice que cada corporación que intente suprimir su sello en este lugar, ha debido beber de esa cicuta purificadora. Se dice que la sobrevivencia aquí no es fácil. Los ciervos lanzan una mirada de complicidad en esto de la cicuta. Ellos distinguen bien lo que una corporación ofendida puede destilar. A ellos se les consulta. El pueblo de Karkar posee un oráculo: El Santo Bosque y El Dorado. No es necesario hacer un llamado pidiendo refuerzos a Karuque-Querrampu para que tire sus hielos y su sol en este territorio. Si todos aquí hablan y ven claro lo que el humo de las chimeneas de las casas intenta velar, entonces la leña que se quema no debería dejar de ser quemada sin escrutinio riguroso. Los guardabosques tienen la palabra. Se dice que yo pronto los veré, que se pasean al pie de las montañas en los senderos hechos de pasto nuevo, con humildad, pero con determinación. Desde ahí son capaces de observar las chimeneas de las casas y determinar la antigüedad de la leña quemada. No hay acción en contra ni a favor de esto. Los guardabosques son viajeros de una sola ruta y de un solo rumbo; no dicen nada y no piden nada, pero escriben en el aire su dolor desobediente. Se dice que un profesor investigó que cada uno de sus escritos se

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cierra con el eco de estas palabras: refréndese, tómese razón y comuníquese.

Siempre hay alguien que decide seguirme cuando va pasando y pensando por las calles de la ciudad. Ese alguien soy yo o pudiera ser yo me dijo una mujer determinada a hacerse mi amiga; la sigo y descubro que proviene del sur como yo. Me separo de ella y escucho entonces sólo lo que se dice de ella. Mala cosa. Decido adelantarme y ver por mi cuenta, tal vez para demostrarle que todo lo que vio allá, ya lo verá aquí, pero que todo lo que verá aquí no lo vio allá. Se preguntará como yo, a qué vine. Querrá irse; los habitantes del lugar suspirarán de alivio.

Ningún vestigio de monumentos ni de manuscritos de jeroglíficos en mi meseta precolombina del sur. Allí cantaban sólo sus pájaros, hablaban sólo sus habitantes con voz fuerte y clara diciendo varias veces lo mismo de distintas maneras. Después de ti vinieron más como tú y yo. Yo los vi juntarse, echar abajo tus árboles amados en honor a ellos mismos; los vi cercarlos, atar las patas de pájaros y animales y por fin procrearme. Ahora, yo acarreo por estos bosques del norte mis dos apellidos europeos que no responden bien a este suelo democrático, a este clima de vegetales, a esta poca naturaleza aún salvaje. Estoy segura que algún viajero de este lugar nos vio nacer a ti y a mí en estos extremos del norte cientificista y del sur prerromántico.

Se ha dicho que el mundo ha recibido una colosal impresión con mi nacimiento, que por más que huya

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por valles profundos se me buscará implacablemente para homenajearme y criticarme.

Los observadores inteligentes que me siguen las huellas se han apostado entre los troncos de los árboles a observar honrando las miríadas de florecillas silvestres que le van creciendo a los troncos de los árboles más enormes de la creación. De estar apostados, se han trepado a ellos con su permiso y pernoctado ante la indiferencia del habitante del lugar. Lo inusitado de mi tranco hizo temblar la tierra y opacar las estrellas. Se dice que después de mi paso nadie pudo volver a ver Karkar como era antes.

Todo se embelleció en exceso y la región californiana pareció a sus habitantes como una enorme región tropical. Los pájaros se vuelven rojos, azules, naranjos, amarillos, los árboles intensifican sus verdes, las arenas se doran o parecen de vidrio brillante, las aguas adquieren todos los tonos azules y turquesas imaginables. El sitio fue, por fin, imaginado. Ahora era necesario que alguien recorriera conmigo este lugar que podría ser tal vez hasta luminoso, a pesar de su niebla casi permanente.

Se dice que después del paso del otro aún se vio entre la niebla la figura de un buen salvaje que lo venía siguiendo desde el sur. La niebla lo petrificó y hoy constituye una estatua que junto a la del señor McKurranco se erige por sí solo en la plaza de las dos palmeras de Karkar.

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Vigésimo Sexto Quiebre

La sensibilidad del lugar no es una cuestión simbólica: el panadero hace el pan que comemos todos los días, los jóvenes activistas siguen viviendo y durmiendo amarrados en las copas de los árboles, la caridad aún no ha cerrado sus puertas, el mercado agrícola acarrea sus productos semanalmente a la plaza de las dos palmeras; los perros siguen caminando por las orillas de los pantanos y playas sin correas atosigantes, la universidad permanece en su trabajo interdisciplinario e internacional y de justicia en relación al conocimiento y desconocimiento humanos, las vacas mugen cercanas a las casas y apartamentos; los ciervos siguen incomodando a la gente de buena voluntad, los estudiantes tamborean y sueñan con una sensibilidad universal. Se dice que flota en el aire de la ciudad y en sus valles húmedos y bosques espesos, un alma pura y antigua que protege más que todas las compañías de seguro inventadas en todas las áreas de sobrevivencia de la colectividad. ¡Magnífica región es la que habitas Gran Visitador, aunque sea sólo de paso hacia el sur!

La botánica aquí es de todos: flores y frutos son dados a cada habitante cada domingo en celebración pública. Es imposible concebir en este lugar un viaje de circunnavegación; aquí se trata de penetrar valientemente en los bosques y encontrarse con esos habitantes de las copas de los árboles. No hay comarca lejana ni paisaje concluido para el viajero que ha entrado con pie derecho a la Karkar demarcada. Su emoción lo llevará a soñar una y otra

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vez con el aire puro y suelto del sur del otro, con las copas altísimas de las araucarias, de los alerces, de los peumos y de los robles, con lo frondoso y lo tupido, con las flores, frutos, con troncos podridos, lianas derribadas por los vientos, con tierra tapizada de líquenes y enredaderas de flores silvestres rojas, azules, rocas, piedras, senderos y ciervos que parecen troncos y troncos que parecen ciervos. Ahí siempre había algún comisario de la nación que me miraba y que andaba con el corre ve y dile para posibles enlaces fronterizos. Aspiro el aroma emanado de los bosques, pienso en mi salvoconducto, en los convenios que no haré corriendo el riesgo de llegar a ser un rehén o tal vez un embajador de ambos extremos de América. Definitivamente no se me convertirá en lenguaraz: que los habitantes se las arreglen como puedan.

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Vigésimo Séptimo Quiebre

Me ocurrió que yo mismo viera transformado mi Sur en una California llena de granos, oro, frutas, árboles guardadores de toda la fauna invisible recogida al interior de sus bosques. No es esto lo que me ocurre en esta tierra en donde desorientado busco el sol y la diversión. Este oro no es posible encontrarlo en un territorio como éste que se extiende lánguidamente desde Karkar hasta por lo menos Karuque- Querrampu. Se dice que Karuque-Querrampu --y pienso constatarlo alguna vez cuando me decida a la compra de los caballos que ofrece el lugar-- es un pueblo de artistas y leñadores que sueñan con dormir siestas como se dice que se hace en el país de México. El pueblo es azotado por un tráfico interminable que como celaje se dirige a la región Alta y Mayor del oro indoamericano que debiera incluso ser parte del territorio californiano. Hay una frontera poco visible que el viajero, en su rumbo al norte, olvida o simplemente no alcanza a divisar. No hay atisbos ni señales de que se trate de una frontera. Sólo algunas frutas deben ser devueltas a los guardias de las rutas, sólo algún resplandor diferente indica al viajero que tal vez pudiera encontrarse ante otra cosa que no es la misma cosa dejada. Es necesario gran agudeza de mi parte para entender y vislumbrar esto que tan claro apareció ante mis ojos y en el mapa trazado a ley, fuego y sangre. No encuentro rastros de ese fuego ni de esa sangre, sólo siento el peso de la ley desentendida de calor animal. Muchas pruebas de éstas debo cruzar en mi extenso recorrido entre el sur y el norte y cuando mi energía y entusiasmo me llevan

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a continuar mi tranco hacia más arriba de lo que se llama el norte, entonces es cuando la aspereza de los caminos es una ferviente realidad; es cuando los árboles dejan de ser mudos testigos, los animales asoman sus ojos de entre la niebla, la lluvia no borra la huella de sus lágrimas y las casas de los habitantes no son más que castillos inalcanzables. Yo zigzagueo, tropiezo, me levanto y acudo a la ley desentendida de calor animal y entonces recién entiendo que si avanzo un paso más, dejaré de ser feliz para siempre. Es necesario el regreso. Éste es mi verdadero viaje. El paso por Karuque-Querrampu me permite proyectar mi mirada imaginando como será aquello de las compañías sobre productoras de computadoras, de cómo será aquello de una ciudad con cuarenta jardines y cuarenta computadoras, cuarenta aviones bombarderos, con cuarenta ladrones, con cuarenta terrores; que cómo será aquello si en Karuque- Querrampu se alzara un único edificio rojo del que nunca se hubiera aclarado su identidad: pudiera ser una iglesita donde se rezara o pudiera ser un establo lleno de forraje para dos caballos o bien pudiera ser una escuelita para niños que nunca hubieran visto nada. Ninguna de estas posibilidades incomodaría a los habitantes del lugar.

Se dijo, casi por fin, que yo Gran Visitador, proseguí mi camino sin ira. Se dijo que las mariposas tenían aquí poco donde posarse. Los pequeños y grandes pinos picaban sus alas robándose el polen. Los pastos altos y las flores escaseaban en el momento en que aparecían, porque siempre había alguien que estaba cortándolos para la venta; pero que sin embargo era

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posible ver mariposas mansas, aunque rápidas, revoloteando entre los pastos y flores dibujando su propio color.

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Vigésimo Octavo Quiebre

Digo que el oprobio mayor cometido por la ciudad consistió en la destrucción física de senderos y calles de tierra desde y hacia Karkar. Su terracería, orgullo de todo el estado, se vio suplantada, nadie supo muy bien ni cómo ni cuándo ni por qué ni por quién ni por cuáles calles y senderos cuidadosa y sólidamente pavimentados y empedrados, yo Gran Visitador, caminaría. Ya nadie huele el polvo ni las flores como antes, nadie se tropieza o se tuerce el pie. Todos caminan con absoluta certeza y lo que antes tomaba desde una salida del sol hasta su puesta, hoy es tan rápido que la gente pasa inadvertida en su caminata. También se me ha dicho que nadie ha podido dar con un aborigen. Yo tampoco los veo por aquí, así como tampoco los vi allá en el sur. Se me dice que, mientras yo Gran Visitador, entablaba conversaciones con los habitantes de la ciudad, el mar florecía como un jardín de invernadero: en las mareas bajas era posible, se me dijo, ver los brotes de plantas verde-claro desconocidos, no registrados en ningún libro de botánica.

Otra vez las aguas del mar bajaron tanto que por sus largas y sinuosas costas surgió el olor de animal putrefacto nunca antes adivinado por los costeños. Se dijo que el mar en el norte era femenino y mamífero. La ciudad entera entraba en largos debates sobre esta cuestión. Se escribieron libros con cientos de incisos sobre lo debatido en parlamentos interminables que ocupaban volúmenes de papel reciclado sobre la cuestión específica de la femineidad del mar. Nadie

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puso en duda su condición de mamífero. Karkar no es ciudad que pierde el tiempo: es el único lugar, como lo he observado, que por ley ha mandado que toda mujer durante su período de menstruación, deponga y hasta delegue su trabajo por cuatro días hábiles. También es la única ciudad en donde las madres recién paridas poseen un mínimo de cuatro meses de permiso para permanecer en sus casas cuidándose y cuidando al bebé recién nacido. Y se me dijo, aunque no lo he podido comprobar ni yo ni los viajeros de los que hablo, que es la única ciudad en donde a las madres con niños menores de ocho años, se les da un salario mensual para que permanezcan en sus casas y observen su crecimiento y desarrollo. El alma verde de la ciudad inspira tanto al habitante como a los viajeros a permanecer. Se me dice que es ésta la razón por la que más de la mitad de la población de la ciudad es invisible, porque habita en medio de los espesos bosques que la rodean. Hago oídos sordos y les saco la lengua, una y otra vez. Estoy seguro que están equivocados, que han dicho chismes idealistas. Sólo en la noche es posible tener certeza de esto, porque aparecen entre los montículos frondosos y oscuros las luces de las casas.

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Vigésimo Noveno Quiebre

Escucho el llamado del ciervo a esa misma hora de la noche en que veo que las luces de las casas, esa parte invisible de la ciudad, se encienden. Luz, grito, canto, verdes conforman el otro crepúsculo de la otra ciudad. A esa hora el mar ya no muestra sus plantas ni sus furias. Yace tranquilo. Arrulla a alguien. Se me dice que las autoridades de Karkar y de la universidad, nunca han podido explicarles a los viajeros ni a los habitantes, que la virtud del mar y de los árboles es la bondad de aquéllos que pasaron por aquí y que ahora hacen su aparición desde los cuadros con fotos colgados en las murallas del único museo y de la Casa de la Gran Cocina. La ciudad también ha legislado sobre el uso del vidrio en la construcción de las casas: Puesto que lo más importante para los habitantes es mirar el mar y los bosques y el paso de los viajeros mirando los ciervos, casi no usan madera en la construcción de sus casas. Paredes enteras no son sino grandes ventanales, los techos son una serie ininterrumpida de tragaluces y algunas casas para perros están hechas únicamente de vidrio verde oscuro. El alma de ambos tiene que ser diferente. Así lo he comprobado yo que, sin vergüenza, me detengo a mirar hacia el interior de las casas. Se alcanza a ver mucho, pero no se ve a casi nadie. Los habitantes trabajan fuera de casa todo el día, se duermen temprano y se levantan al alba. La civilización pareciera no importarles. El internet resolverá, reflexionan filosóficamente. Se me dice que poco les importa no ser criaturas divinas, que la muerte de la muerte no es asunto de su incumbencia, que el

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hambre de la carne se resuelve en los bosques, que el nacimiento de un animal los llena de sentimientos pasionales como el recrudecimiento del hambre. Sin embargo y a pesar de lo que se me dice, yo he visto que en los grandes banquetes como en la pequeña mesilla de un minúsculo apartamento, la carne, como alimento, está ausente; que sus jardines son huertos jardines con gardenias camelias rododendros azaleas cardenales tulipanes más alcachofas zanahorias arrúgalas repollos papas y betarragas; que sus cementerios son jardines sagrados por preciosos y que hablan del amor a la piedra y a la vida. No podría yo, Gran Visitador, decir que los habitantes de esta ciudad no son ya criaturas divinas. Ante la ausencia del carnicero, el panadero reina en gloria y majestad. Después viene la fruta y el vegetal, el vino tal vez. Cierto es que el aire que circula por la ciudad ha cambiado. Ahora el viento se desliza hasta sesenta millas por hora y azota duramente los metales y las decisiones tomadas por el Concejo Municipal de la ciudad. Pintores, músicos, artesanos, labradores concurren desorientados al Aula Magna en busca de una explicación. Lo que antes hacían en la plaza pública ya no lo pueden hacer más. Pinceles, instrumentos, partituras, fuentes de madera se han encontrado en los bordes de las playas como en las copas de los árboles. Algo quiere decir el viento, se dice. También se murmura que el olor traído por estos vientos provenientes de algún punto del este, penetra los huesos descalcificándolos, que el aire se llena de cierto olor a azufre y a gas de cocina, de cierto olor a odio y que el color del olor del viento no es otro sino

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que plomo puro pesado y traicionero como el oro de las Indias. Pero la ciudad cuenta con grandes subterráneos para cuando aparecen estos vientos incomprendidos y letales.

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Trigésimo Quiebre

Andanzas y malandanzas de este Gran Visitador que soy yo y que resiste su conversión en karkatense. Se me dice que la ciudad es conocida a lo ancho y a lo largo de la nación por un concurso que de suyo es original: un día cada año, tras rigurosos cálculos estadísticos y observaciones meticulosas, se premia a los dueños de casa, apartamentos, estudios, instituciones públicas y privadas, que hayan producido menos basura durante los últimos seis meses. Es increíble cómo no una sino cientos de personas parecieran habérselas arreglado para vivir con lo mínimo, casi de la nada. Se me dice que de continuar así, debido al escaso consumo de los habitantes, esta ciudad llegará a desbalancear la economía tradicional capitalista de todo el estado de California, pero que al mismo tiempo, se me dice, será un modelo para aquéllos que el neoliberalismo económico vaya dejando poco a poco de lado y atrás. Cosas de las andanzas y malandanzas.

La ciudad crece de acuerdo a los censos regulares de modo lento, pero constante. Se piensa en echar mano a territorios vecinos para poder recibir a los viajeros que simplemente no pueden dejar Karkar y sus alrededores, ofreciéndoles algo en cambio, como arándanos rojos, azules, negros, mantequilla y queso orgánicos, duraznos de Sauce Llorón, arrúgalas bien verdes, moras, nalcas, dulces de frambuesa y manzana, pan integral oscuro y denso de semillas amalgamadas. Se especula que los animales se

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arrastrarían hasta los aledaños de esta ciudad y para mantener el diálogo en paz habría constantes reuniones que fomentarían las paces cada vez que la irritación por haber cortado árboles y erosionado la tierra y abrir y pavimentar caminos y contaminar las aguas, alcanzara la consciencia karkatense. Las autoridades de esta ciudad parecen tener las cosas bien claras cuando han decidido eliminar los casinos de cuyos edificios y casas han hecho invernaderos. Se me dice que los jugadores se han visto forzados a emprender el estudio de la agricultura pues se les ha endilgado hacia el cultivo de vegetales, hortalizas y granos en balcones, terrazas y techos de casas como también en maceteros. Como de todos modos han de pagar al gobierno federal y estatal, han decidido exonerarlos de impuestos decretándolos artesanos vitales de la humanidad.

Nada se puede saber a ciencia cierta, como ya lo dije, hacia dónde se encamina esta ciudad. Se me ha dicho que todos los caminos por los que se sale han sido reparados. Se trata de un remiendo constante en que un hoyo tapa otro hoyo. El alquitrán es usado con profusión, de tal suerte que, a veces, al doblar una curva en una parte cualquiera de una carretera, el camino se ve como un largo y ancho río de arena negra.

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Trigésimo Primer Quiebre

¿Qué pasa con aquéllos que no quieren morir en Karkar? Se van. Vuelven. Se van. Se van. Vuelven otra vez y se van. Van. Vanse. La comunidad y sus autoridades permanecen inalterables. El viajero avanza, tal vez se vaya. Yo, Gran Visitador, llegué y me quedé. Tal vez me vaya.

La Plaza de Armas con sus dos palmeras ya no me sorprende pues he ido viendo en mi recorrido por la costa lo que había visto en la costa del sur: mi coigüe- coihue, mis copihues, mis alerces, mis arrayanes, mis ovejas, mis caballos, mis vacas. Vacas con tubos en las ubres. Ubre, leche, tubo, helechos; el cielo azul como el cielo de mi Lago Pulaquen rodeado de yuyos como el Pantano que es yuyo de yuyos. Y un poco más allá de la Plaza de Armas de las dos palmeras, aparecen el ciruelillo, el mitsubichi, la cocacola, la hamburguesa y el celular. Leo al descuido aquí en el norte como en el sur, Berries and Sprouts. El exotismo ¿dónde está? ¿En el norte o en el sur? ¿Dónde están los fosforitos, los chanchitos gordos, los chilcos, las pinatras y los dihueñes, las remolachas y las murtas? Sólo veo astillas, monumento a mi y la Kodak que nunca pudo darme el exacto límite de las quilas. No me permitieron contar más de 1500 árboles más uno extraviado, perdido por mi ambición. Ahí, aquí, allá, acá usted está enfermo de contacto, murmuran los tiuques de ambos puntos.

Un alto en el camino no es lo que pensamos, la vida se trastoca, la ladera la veo . Se habla en

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esta ciudad de incendios, matanzas, capturas de mujeres y niños, de arreos de animales y de quemas de bosques y valles. Hubo reuniones bien intencionadas, hubo temores, hubo amenazas y hasta escaramuzas. Hubo una excursión punitiva a Sauce Llorón.

Debido a los coches ya no quedan lugares alejados ni seguros. Las caravanas masivas de alces que se desplazan de un lugar a otro, me hacen pensar sobre la inquieta aspiración de los hombres que los rodean. Al parecer, allí se habrían asentado los ciervos sobrevivientes del lugar. Los karkatenses dudan que valga la pena consignar este hecho en este libro escrito con tanto infortunio y dificultad, aunque jamás a la ligera.

Se me dice que amparados en las gruesas hojas de los árboles y bajo sus alas, los pájaros se atreven a cantar ante la proximidad de la gente. Aquí como allá, en el norte como en el sur se recurren a mecánicos, panaderos, taladores, costureros, cuando el pasto es como las espigas de trigo. Días de viento tan intensos. Días de pájaros caídos de los árboles. Ese mismo viento que arrasó con los pájaros de los árboles; de estos días se habla por tabernas y posadas en medio del gorgoteo de bebidas espiritosas y del gorgorito doblemente quebrado de la voz. Días de perros sueltos y desobedientes. Días de no matar. Días de no comprar. Días de guardar. Días de guerra contra la discordia. Brrrrrrr. Días de consulta de animales. Días de regocijo. Días de mutilación.

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Trigésimo Segundo Quiebre

Las murras o moras, las murtas se vuelven a cosechar cada año. El soplo del aliento de los vientos, sopla igual en cada calle de la ciudad de Karkar. Se lucha en pro de la equidad. La democracia es singular en su resistencia. Todo parece coincidir en los días de compras de alcachofas, repollos, coliflores, brócolis, papas blancas, rojas y azules. Los ríos del norte acarrean aguas del sur-sur, puras, sin oro por qué lidiar. El pavimento alcanza a cubrir el polvo de aquí y de allá; todos los caminos han sido abiertos y medidos desde el sur hasta aquí donde todo viajero se cansa, donde se quiere entender por qué ha caminado tanto desde allá tan lejos hasta aquí que aún sigue siendo tan lejos. Así, se me dice, que el encuentro de ambas culturas se produce sin armamentos, pero con parlamentos bajo esas dos palmeras de la Plaza de Armas de la ciudad del Nuevo Extremo de California. Soy bienvenido, se me llama en voz alta desde las armas de la Plaza y de la ventana más alta del Hotel Karkar, desde donde veo los cuarenta horrores y a mujeres de pie y en silencio vestidas de negro por la pena negra que acontece dentro y fuera de los extramuros de esta ciudad. Cerrar no puedo mis ojos al dolor de aquéllos.

Y otra vez los vientos, pero esta vez en cielo despejado sin una nube y a noventa millas por hora. La furia del planeta. Y otra vez brrrrrrrr. Los habitantes se guarecen en sus casas-fortalezas. Armados de luz, gas, leña, provisiones, bastimentos, Karkar enmudece y sólo el viento avanza rubricando

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puertas y ventanas, levantando papeles y basuras tiradas al descuido en las calles, haciendo que los árboles se desnuden, e impúdicos, muestren el fondo de sus raíces a pleno aire. Esto ocurre en la mañana entre ocho y once y, a veces, durante todo el día y toda la noche. La llegada del mediodía asusta a gaviotas y personas y por la mente de cada uno de los habitantes y de todo viajero, cruza la imagen de un terremoto devastador. Las sirenas dan el grito de alerta, el grito anunciador de lo tremendo, el graznido del ganso salvaje, el alarido del perro olvidado por su amo también anuncian el quiebre rotundo y estereofónico que sacude al territorio californiano. Lo tremebundo encuentra a los habitantes con cuchillo en mano abriendo cajas de cartón para reducir su volumen, porque parecen tesoros de viejos piratas. Se habla de pilas de cajas encontradas en áreas específicas de la ciudad que han sido ocultadas por almas caritativas. De las gallinas felices consumidas y de los ciervos asesinados no hay cuenta ni cuento. Se me dice que los caminos, cerros y montañas son tan conocidos que nunca se me preguntó cómo se habría llamado este pedazo de tierra ahora que se ve tan plano y llano, tan limpio de polvo y paja. De todos modos escuché decir alguna vez que gallinas y ciervos huyeron despavoridos.

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Trigésimo Tercer Quiebre

Si cada uno de los que amas sale por la mismísima puerta de tu casa, puede decirse entonces, que el sol ha recorrido un camino diferente. Sobreviene un silencio no deseado. en el crujido del lecho de la casa. La comida que no sabe a nada. La agudización del sentido del oído. La amargura de unos pies que no caminan. Se reza, se llama por teléfono, se manotea, se dice algo. Las flores parecen ser de mi propio velorio. Palabras como org parecen familiares. La sonrisa de un Gran Visitador como yo pareciera ser verdadera. Hay ausencia en mis propias palabras. Nadie me va a consolar después que se cierre la puerta de la casa. Sólo me merezco esta hora. La fiesta familiar convertida en fiesta personal conmueve mi alma. Implanta la sangre de mis dos pueblos es el título de uno de mis libros. Karkar es ciudad singular en donde el lema principal de su discurso No dejes que la posesión te posea, es.

Arriba, arriba, arriba están los árboles más silenciosos, los helechos más rebeldes expuestos a cualquier estrago principalmente al de la mano armada, el de los chivos más mirones, a los pájaros más cantores. El paso de los coches levanta el poco polvo del camino, la gente se guarece en sus casas- fuertes, pero si alguna vez un viajero llega a tocarlas, éste se da cuenta de que sus vallas carecen de electricidad, que sus portones están sin candados, que todo podría ser llegar y pasar y no llevar; y más arriba del arriba del que hablo se erige majestuoso un monasterio budista que nunca se supo cómo se fundó

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ni quien fue el primer monje que descubrió ese alto camino que parte desde el corazón mismo de la ciudad de Karkar. Los peregrinos y devotos, en el afán por llegar hasta el monasterio han ido comprándose tierras, quedándose en el borde del camino, edificando sus propias casas-monasterios rodeadas de inmensos y exuberantes jardines. Pocos llegaron hasta la cumbre de la montaña para enterarse de la bella y pacífica vida de los monjes. La distancia entre éstos y los devotos que se quedaron a medio camino, se me dice, es el espacio creado por los monjes a quienes nunca les interesó el oro puro de California, en cambio los otros debieron repetir una y otra vez el viaje a la fuente principal del oro centenario que aún fluye en algunas partes del norte de California. Se dice que los montañeses vestidos de cueros de diversos animales, que antes bajaban a la ciudad de Karkar en busca de compañía más que de alimentos, ahora se dirigen al monasterio y permanecen allí largas temporadas. De cortar troncos pasaron a la oración, de cocinar pasaron a la oración, de hacer zapatos pasaron de rodillas a la oración.

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Trigésimo Cuarto Quiebre

Se me dice que un Visitador científico pasó por aquí antes que yo Gran Visitador. De no creerse. Pasó sin culpa por caminos ya construidos. Dejó su nombre en el condado y en la arena. Lanzó un edicto pidiendo que todo quedara como estaba hasta ese momento. Se negó a describir porque dijo, me dicen, que todo intento de descripción estaría condenado al fracaso, que se trataba de un territorio y de habitantes que habrían que describir con algo más que palabras, gráficos y dibujos; más allá de las palabras, dijo en europeo y se fue, no por donde había llegado y venido, sino cruzando las montañas, recogiendo zetas, alzando su mirada para atisbar a los pájaros anidados en las copas de los pinos, olvidándose de las estadísticas, que inventaría para sus lectores californianos, olvidándose de los nombres de los alces y los ciervos que lo miraban meneando sus cabezas al constatar la liviandad y aspereza de la mano y del pie del científico. Se me cuenta que este otro Visitador enamorado de las ciencias y se sentó bajo un árbol gigantesco, lo dibujó y lo guardó en su cartera de viaje parsimoniosamente, se limpió el barro de sus gruesos zapatones, lanzó un suspiro de satisfacción por el cosmos antes no visto, sintió el amor de todos y se volvió a su casa. Atrás dejaba una mina inexplorada que no pensaba comentarla con nadie. Se me dice que dijo antes de sentir el amor de todos en esta catedral yo podría rezar: las plántulas, la biósfera, el boscoso, el alerzal. Su lengua se espesaba y desde el norte de California y en medio de la espesura de sus bosques y grandeza de sus animales

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iba y venía de extremo a extremo en una verborrea poderosa. Atrás dejaba la ciudad. Los habitantes de estas montañas lo escucharon decir con los ojos siempre puestos en las copas de los árboles: araucaria araucana, pehuén, coigües-coihues, ulmos, robles, mañíos, laureles, tepas, lingues, arrayanes, raulíes, mamífero, ave, reptil, anfibio, invertebrado. Y desviando la vista de un pino a un ciprés me dicen que dijo Pilgero dendrum uvífera, Oh, Flora Naturallea. Este otro Visitador enredado en su ciencia, acompañó su viaje de regreso con palabras sólo oídas por algunos de los habitantes del lugar. El eco de las montañas permitió que otros un poco más alejados, también las escucharan. Me dicen algunos de estos habitantes que el Visitador éste se fue hablando solo y repitiendo en voz alta y por largo tiempo: Lo putrescible, lo putrefacto y yo Gran Visitador no sopoprto esto. No me he quedado atrás y consumido por la rabia y la envidia sigo mi camino hablando solo, cantando más bien: Troncos cubiertos de líquenes, ramas llenas de líquenes colgantes. Floridas plantas epífitas. Olivillos, mirtáceas, gesneriáceas, esclerófilo siempreverde, peumo, belloto, patagua, litre, quillay, plama, mañío, lleuque queule, pitao, voquipilfuco, lenga, canelo y ayayay y leña dura. Para parecerse al otro, siguió su camino por donde aún no había camino; se fue con el flujo natural de su boca y de las aguas de la vida silvestre.

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Trigésimo Quinto Quiebre

Cierto es que esta ciudad nada me recuerda a la ciudad dejada atrás. Basura limpia, juncos laureados, el pájaro indeciso que como la golondrina de verano que vuela tan bajo, conoce los pasos secretos de los habitantes del lugar. Las calles poseen letras y números. En las esquinas todo se esfuma por el grito desgarrador del desorientado. Es ciudad que se alarma ante sus propios quejidos y cuando decido que ya basta de mi deseo de partir y me instauro como Gran Visitador, entonces las golondrinas alzan un poco más su vuelo para no oír los lamentos de los otros pájaros que no soportan la idea de ser abandonados. La ciudad respira en las mañanas de los domingos. No hay campanas sino aire; no hay viento, sino luz. Se sabe que las iglesias están por ahí, como los museos de arte histórico natural, como las bibliotecas, como las tiendas de las perlas falsas todas invisibles a mi mirada astuta a la que nada pareciera pasarle inadvertido. Por ahí sigo mi camino, aunque sea domingo. El apego a la ciencia, a la verdad, a la luz de todo saber y de todos los caminos del cosmos me ponen a marcha forzada, arrebatan mi sentimentalismo, me atan al pecado del progreso, me corrompen en el mejor sentido. Las lianas y las arañas apenas me dejan pasar, pero a la salida del bosque aparece frente a mis ojos el preclaro poblado de Karuque-Querrampu. Los árboles ahí se han transformado en osos esculpidos, en molinos holandeses, en cabezas amplias. Cierro los ojos, no sé si aplaudir o llorar. Hubiera llorado. Sólo sé que me queda un largo camino por andar y muchas

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pruebas que sobrepasar. Un caballo me llevará de vuelta a mi casa. Mi boca permanecerá muda. Ya durante el crucero de los espesos bosques del norte de California dije todo lo que tenía que decir. Ésta fue mi única ambición. Ningún otro deseo cruzó mi mente y a diferencia del otro Visitador científico que vendría después con su mente cargada, pero a quien le seguí sus pasos para parecerme a él. Sin embargo alguien más levantaría la voz del deseo y diría que este Gran Visitador que sois, ese otro de todos que soy, ya no saldría tan fácilmente de Karuque-Querrampu. El Gran Visitador escucha y grita: ¡No tengo un dólar para un caballo! Guardaré mi irritación para siempre. Mi genio avispado tratará con todos. Repentinamente se detiene y piensa: todo lo encuentro desmedido, extravagante; sólo aquél que camina pausadamente respirando aire puro, aquél que duerme ocho horas diarias sin congojas por estrecheces económicas, aquél que come sólo el bollón de las lechugas, parecieran interesarme. Pero, aquí estoy yo, el Gran Visitador, siguiendo los pasos del otro Visitador que pasó antes que yo. Retrocedo un paso y desde Karuque- Querrampu bautizo al condado. No puedo imaginar cómo sería ser despertado por una caravana de motos negras montadas por seres también vestidos de negro. Algo me llama a quedarme por aquí: qué será-será la vida me lo dirá, que será, será. Así es que cuando la golondrina se alborotó al paso del ruido de las motos negras, ningún otro pájaro decidió competir con su velocidad de fierro: el aire no se movió y ronqué seis minutos, los pájaros cantaron, bebieron y aún se besan.

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Trigésimo Sexto Quiebre

Aquí estaban el mar, el agua, la montaña, todo lo que yo veía desde la ventana de mi casa en el sur. Ha sido comprobado por palabras inusitadas y confiables. No vi ni un tigre, ni un avestruz, ni un guanaco, ni un pudú, ni un solitario huemul. La precisión del interés hizo que sólo el sur-sur y el norte-norte nos hablaran al mismo tiempo en el entretejido de las lianas, hojas y humedad. Repasamos con los habitantes del lugar, a la orilla del camino de Karuque-Querrampu, nuestra visión del choroy comiendo piñones y de la paz de los venados. En ambos territorios tan dilatados, nadie huye o se sorprende por la fuga de animales feroces. Nos confesamos que avanzamos en contravención de las leyes de los vientos del sur y del norte. Yo le advertí al Gran Visitador que en el sur se cortaban árboles tanto como aquí. Ellos me contaron de unas semillas de origen desconocido que yo habría encontrado en el sur y que ellos premunidos de un pasaporte especial y espacial las harían llegar a como diera lugar, hasta bien entrado al norte.

El libre paso por este territorio lo permitiría, se me dijo. Yo les dije que ya no era suficiente lo de las semillas, tal vez sería necesario para hacer más habitable el territorio californiano, hacer sacar sables, espadas, tanques, fusiles, machetes, hachas que por algún lugar de allá y del más allá se han acuñado como moneda única. La inteligencia vendría después, se me dijo. Prometiéronme hablar con el Ministro Secretario de Asuntos de California para la prevención de cualquier obstáculo de la entrada de

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dichos instrumentos a California, así en singular, porque California, se me dijo, hay una sola. Prometiéronme también ocuparse del museo donde se los ubicaría. Yo les hablé de ponchos, mantas, de la harina integral; les hablé de la carne de yegua y de alce que los habitantes desgastados y arrinconados de Pulaquen y de Karuque-Querrampu podrían reconsiderar en sus diálogos de paz y así dejar de ingerir.

Se me dice que al meter la mano a las aguas casi estancadas se recogen huevos de gualas, verdes, grandes de dura cáscara. Los habitantes comen de estos huevos una vez por semana cuidando siempre dejar algunos en sus nidos para que las aves vuelvan regularmente a sus puestos de ponedera. Yo Gran Visitador, suspiro, Ah, la historia de los pueblos, ah, el conocimiento de la naturaleza. Os digo y os repito, cómo me habría gustado haberos llevado a mi sur de huevos verdes de gualas, pero no, habéis tenido que venir al norte para, por fin, verlo.

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Trigésimo Séptimo Quiebre

Todo esto me habla de algo más. ¿Qué será? Tal vez no tenga energía suficiente para descubrir esta ciudad que deseo dorada, pero que se esconde entre árboles, arbustos y matas, entre brisas rosadas y vientos grises propietarios del mar; una ciudad que se cubre con su lluvia y su niebla para no ver ni escuchar el tormento que acarrean sus vientos noticiosos. Yo, Gran Visitador, debo parar la cosa, por lo que con un oído escucho tambores y con el otro, oigo el caer de bombas y el fragor de su explosión. Con un ojo veo cuerpos cortados y con el otro, percibo átomos de carne mutilada de allí, de algún lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. Entender la cosa primero, porque hoy huelo la sangre que corre en ese punto lejano tras la niebla, tras los bosques, tras la arena de las arenas.

Esta ciudad que tanto trabajo me dio dar con ella, porque no puede verse desde la distancia, sólo puede verse en el momento en que se está metido en ella, encarado con ella, no es ciudad anunciada ni con grandes ni pequeños letreros, ciudad donde más bien he adivinado qué camino tomar. Sus entradas son varias y en cada una de ellas pude exclamar con temblor en las piernas y en el corazón: ¡por fin he llegado! Me cuesta entender que para llegar a esta ciudad es mejor volar, porque en cuanto las puertas del avión se abren, la duda creada por la desorientación del viaje, cesa: la caricia-golpe del aire en plena cara me hace renacer abriéndome los pulmones al más espeso de los aromas de flores,

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plantas, palos podridos de árboles milenarios, de insectos golosos reventados por las miríadas de hojas que caen cuando uno se aproxima a esta tierra por avión. ¡Aquí estaban entonces todos esos árboles que le faltaban al sur! Habían venido en son de paz y hermandad. Ni el avión ni el aeropuerto son aún Karkar, pero el aire y el aroma que merodean, habla de una sola vez a todo viajero de bosques de imprudente naturaleza que valientemente acosan a la ciudad. A partir de ese sólo instante de la llegada, uno tiene en su imaginación árboles nacidos al arrullo del dolor de muchas madres que murieron abrazadas a sus bebés enfermos o víctimas de la depredación de la guerra; de árboles crecidos en medio de lluvias y vientos imperdonables; de árboles crecidos en medio de fríos y temblores de tierra; de árboles crecidos en medio del miedo de ser talados medio a medio, de árboles que decidieron crecer juntos casi hacinados para cubrir sus deformidades, para tapar las duras cortezas salidas de sus troncos, para cubrir las raíces que crecen trepando enloquecidas en busca de aire puro, de este aire que ahora saliendo del avión, yo, Gran Visitador, respiro como si fuera el aire más limpio de la humanidad y lloro a lágrima viva, pulsando mis días y mis horas recorridas entre la niebla y la ciudad. Nadie me ha visto llegar, nadie me ha visto pasar. En pleno silencio, en el paso adelantado del misterio mayor, marco mi extranjería buscada y amada.

Ahora, con la juventud delirante del empeño y el esfuerzo magno puesto en cada cosa, yo Gran Visitador, expreso protocolarmente mi deseo de

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retirarme con parsimonia y con mis ojos llenos de lágrimas; le saco la lengua por última vez al mar, a los bosques, a Karkar y tirando el oro recogido me vuelvo a las plantas crecidas alrededor de los árboles arropados de niebla. Me retiro triste e irritado. Sin embargo, sé que desde el avión veré el mar y me diré que no es imposible vivir aquí con cierta imaginación. Optaré mejor pensar que Karkar resuena como una gran arcada que sostiene algo de lo que nadie ha podido dar razón a ningún Gran Visitador. Karkar será llevada en el corazón de alguien como una gran arcada con una gran puerta que se cierra sólo con un gran portazo.

La lluvia cesó después del gran portazo y el sol recrudeció de tal forma que doró árboles y bosques completos; la tierra se hizo dura y seca como yesca y el agua alzó su vuelo hacia el sur. Deslizándose por las calles de Karkar observó sin mayor detención, que las suelas de los zapatos se pegaban como chicles en el duro cemento ardiente. Algo en algún punto del planeta ardería para siempre, se le dijo al Gran Visitador quien procuraba levitar, evitar el roce de los altos grados de temperaturas abismantes. Su inteligencia de viajero se alzaba: ¿Qué hacer ahora con tanto sol y tantos fuegos? ¿Qué hacer y qué decir con tanto coche deambulando entre restos de cosas y basurales, buscando guaridas donde guarecerse?

¿Qué hacer con tanta sequedad? ¿Qué hacer con esta Karkar tan sin luces y con tanta cosa chamuscada? Era hora de irse, de irse al espacio, se dijo el Gran Visitador en su búsqueda de gotas y besos.

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TERCERA PARTE

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En California uno no sólo se dora la piel

Si te armas de palas, barretas, whisky, fierro y valor, aún puedes encontrar oro en California. Oro verde, ajado, peludo y amoroso, pero oro al fin y al cabo. Venid hijos míos que aún hay oro en California algo roído y escaseado, pero algo es algo.

Que no se crea eso de que aquí ya se acabó el dorado ni el sueño afiebrado. Aún brilla el metal confinado. Ya no es necesario herir la tierra en su búsqueda, está allí al alcance de la mano, en la hoja florida, en la piel del ciervo y en las orillas arenosas de los ríos, en la miel de las abejas, en los cuernos de los alces, en el plumaje brillante de los pájaros azules, en esa luna que murmura en no sé cuál lengua, pero que no es inglés ni español. Con sólo alzar la vista lo verás: es oro pionero agarrado a los árboles para impedir su tala; es pala, barreta y pico barrenando almas encogidas por la lluvia y el sol. El tiempo es dinero sigue siendo la más dura metáfora que corre por los ríos como ardiente vertiente inagotable. Pásame la cuenta es palabra que aquí no se oye. Te acompaño viene de una lengua que no se escucha.

Oro picado, brutal y reciclado. Memoria dorada y subterránea del territorio Californiano.

Y con una pepa de oro de un kilo en las manos, rezamos: Lamémosla, suspirémosla, fisurémosla, atosigémosla, enseñémosla, señalémosla, sopesémosla. Alzamiento de pronombres personales, artículos movedizos, verbos trastocados por intransitivos, complementos a como Dios dé a entender.

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¡Oro pulido, el museo es tu destino!

Rezamos en la bocamina: que vaya con el barrito lebrijano y que vaya con la gramática que andamos triendo y que vaya con Dios le digo que para eso me pagan y contra los dólares de mi sueño doradito no hay nada que hacer que realmente valga la pena y la cena. Vénganos Dios a tu Reino y hágase la luz en lo único que me queda del mercado internacional.

De la nada a la nada como red vacía, se ventila la identidad. Alto por aquí y alto por acá y dale que dale en el sentido más estricto de la vida dorada. Construcción de justicia desamparada. Detrás de la pepa de oro de un kilo, veo el tiempo detenido en nuestra miseria inventiva; veo la imagen cinematográfica de nuestros suspiros globalizados.

Caro cuervo de ala negra, no encontrarás tu camino por estas definitivas y rocosas avenidas doradas de paupérrimo poder.

¿Qué les diremos a los que vienen bien detrás de nosotros buscando el oro de California? Tal vez, que los ríos son las vidas que van a morir al mar contaminado ya sin algas, ya sin peces cuya vida acuosa redimía a cada uno de los pecados colectivos; les diremos, mordiéndonos la lengua, tal vez, que el pueblo unido jamás será vencido en esta soledad de ripio brillante que danza como masa analfabeta y ciega por ti; les diremos que de nada sirve todo lo aprendido si no tenemos bien satisfecho el corazón que hoy busca desesperado la calma y el perdón. Les

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diremos poco y, poco a poco, que el acopio de la duda tampoco duró poco tanto en la mente como en el corazón. Hablaremos solos, largamente solos, del aire, de la leche maltratada, de la carne sufriente de los animales admirados, del ángel guardián de las mujeres, de los hijos que ya no nos aman, de la bacteria y el virus desmesurados. Seguiremos hablando en mal español y peor inglés, de precios recortados, de abrazos subversivos, de cómo no ser lo que se es, del infaltable tango-bolero, caras de una misma moneda de oro; del poeta caído en desgracia en pleno canto, del gallo del alba y de la frontera permanente que nos crece por detrás de las palabras.

Cuando uno se quiebra un pie avanza, claro, con pie quebrado, sosteniendo en el bolsillo el sólido papel del seguro médico. Pan centeno y dorado repleta nuestra sangre californiana. Si te doblas te duele, si te duele te quejas, si te quejas te rajas. Jodido por todos lados, evitas el dolor de todos, el tuyo te lo muerdes o lo alojas en la ciénaga del Señor. Mi vida, vamos jurando que el amor no está aquí porque por esta mina no pasaron ni se quedaron los exploradores de las Españas ni de las guadañas, ni los viajeros oportunos que tanto han dado de qué hablar de sus fallas. De nada sirvió la sangre que abonó las hierbas- yerbas eriazas de nuestros ex-jardines. De nada sirvió el suspiro del Emperador, de nada el lamento agitado de Padre Conquistador ni de llegada ni de retirada. De nada, de nada, de nada se habló más que de América dialogando con el león de la raza. América, apresúrate a rendir cuentas de todo el mal que le has hecho a tu América, júraselo en español, susúrraselo en español,

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invéntaselo en español. El viento pasa nunca cesa cerca de un arma de cañón. Dame la luz que ya tengo todo organizado y no hay de qué temer: la silla rueda, la campana silva, el motor huye, la saliva bulle, el oro se escabulle.

Cuando se cuida de que la sombra no sea sombra, uno se cuida del color rojo con que escribe y mirando a lo alto del arcoiris que curva al cielito lindo de mi corazón bendito, dice: adelante, adelante que adelantados fuisteis. Reconozco los aires, los duelos, las malquerencias sinuosas, el malquiste airado cuando la cosa era hacer la cosa sin ruido, a pie descalzo, como quien hacía nidos para la paz. Tierra fallada, sinvergüenza, roedora y movediza, de seis indicativos de las fuentes del tiempo. En tu honor se dobla el oro en esfuerzos sensatos. De las hojas de tus árboles observados penden filosofías angélicas como una simple falla humana. Reposo de dolida gente, reposo de marchita flor, reposo de rendida cruz.

Hoy pasó la luna por este territorio de piel intranquila sin siquiera mirarnos, erguida, brillante y silenciosa; nos dio el alma en vez de la cara incinerada por los niños de la tierra. Se cuenta que un arcabuz acorazado le clavó una cruz en toda su nomenclatura. Se cuenta que las casacas y las pelucas llenaban prados y jardines. La luna está al corriente de todo y de todos los que fuimos al mercado por choapinos, petates y tapetes y por nuestro pan terroso y dorado que despide un aroma de piel resquebrajada, hoy, en las Américas de California.

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Días del milenio I

Testigo de los primeros días del milenio Observo desde aquí lo que en apenas cien años más ya nadie podrá ver: la lluvia que cae toda de una vez sobre árboles frondosos su murmullo y susurro de contento El pájaro que aún no cruza el aire extraviando su vuelo y su horizonte Días sin experimentos ni de lengua ni de animales Días que pueden ser nombrados como tenebrosos, y que aún sus caminos ensucian nuestros zapatos. Observo los días en que empezamos a comer algas cáscaras de papas y betarragas crudas Días en los que aún buscamos algo por las playas sin desesperarnos, huevos de patos, huellas de focas Días primeros del milenio en que levantamos con gracia desperdicios desparramados en grama arenosa. Cierto es que medimos el éxito y que aún preferimos la televisión Aún es más cierto que respondemos con cordura a nuestra ambición, pero ¿qué habrá allá tan lejos que se lleva todo nuestro afán? Otra California, sin duda, no es.

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Días del milenio II

En estos últimos días de 1999 y tal, llegó a estas tierras un nuevo peón, testigo de lo que no soy. En el puente levadizo dice: Pasa y no preguntes quien soy Es alto y vigoroso como un Cid Campeador Se convierte fácil a todo lo que otorgue perdón Rodilla en tierra pide mi corazón Yo me digo que de estas tierras no saldré sin amor No cogeré un barco, porque él por los mares rehúsa navegar Caballo En cinto dorado parece un lalalá ¿Qué te haces Don Rodrigo en días de vivar que no encuentras el oro que tus descendientes habríamos de encontrar? Él no responde porque hoy el español no se le da Sus pasos son de gigante devorador de la paz California le queda estrecho en su aliento tan fugaz Retira de mí el silencio que pletórico estalla ya: no abandones California que sus naranjas sed no te dan ¡No olvides California que está ya a punto de hablar! Estruendosos son los pasos que cruzando el valle van En la costa ya no hay centinelas a quienes interrogar.

Alma hispánica viva no te detengas si vas a amar. Qué bueno que viniste y ahora te permites jugar Último día de milenio me pareces un alhelí perfumado y doloroso como un dorado jazmín en la espada del Cid Yo no sé lo que esta piel siente por mí El Cid mío me revuelve la flor que hay en mí

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¡Callad! que les digo que el futuro vuestro también lo podríamos tener Sin embargo, férreo silencio altera nuestro saber Vimos sangre correr y ojos humedecer Vimos ojos caer y corazones enternecer Aquí te ofrezco estas playas de mi California que no te vieron nacer Podrás galopar y galopar hasta llegar al fiero mar Podrás amar y amar hasta la piel resquebrajar Aún es tiempo en estos últimos días de 1999 y tal No habrá otra Conquista, Inquisición, Independencia Dictadura ni Revolución Sólo caballos negros a galope bordeando el mar.

Prometo la paz del caballero y su caballo, la retirada de toda imperfección. Los aviones lanzarán su canto general Y las industrias bien luego desaparecerán Habrá granos de arena y trigo y por donde quiera no habrá mal Justeza será la rienda que conduzca nuestro caudal Amarás a California y la dejarás respirar La vida te será dada ensillada en la cruz de tu costal Y un pasaporte amoroso responderá desde Los Ángeles para tu bienestar Alce Dios la copa y nos envíe un San Francisco para la salud generosa de nuestra bondad Siglos habrán como éste aquí en esta ciudad Álzate indignado si California no te cumple en su amistad Recuérdale a este ángel que vivimos por casualidad y sólo su suelo amable sostiene nuestra curiosa levedad. Cid Mío campeador y peleador respóndeme de tus hechos

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y te respondo de mis derechos Doy todo por saber Te cuento que en esta sala de invernadero el Príncipe de Tierra Firme se proclama como verdadero Ven sin espada ni caballo y habla con él Pudiera haber una hora de este milenio que California prestara oídos y pudiera, tal vez, responder.

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Quiebre de voz

Abandonados a la bondad del inglés que se avalanza de tanta alabanza haciéndonos creer que hemos estado en cada una de sus intervenciones, que hemos probado sus toboganes, subido por las escalinatas del Capitolio y escuchado a sus Parentis y a sus Bushes y entonces la voz se quiebra. Asintiendo y disintiendo vamos bajo la lluvia y el polvo de desiertos amplios que, a su pesar, se apoderan de jugos aún verdes del valle de California.

Pero veamos: hablar entre nosotros sobre ellos es un placer sádico, nórdico y súdico sin cruz ni humo. Nos aseguramos que nadie nos entienda porque el miedo es cosa viva, es color sangre salida de pies abiertos. Porque vaya qué cositas tendríamos que decir, como si allá en tierra de plumas prehispánicas nada de esto viéramos y que lo que aquí se dice o se vende no se encontrara por ningún lado, allá. Es hora de morder la lengua, lenguaraz. No es que no nos queramos quejar, sino querer el querer ser Adelantados sin par y responder escuetamente el teléfono.

Escándalo monosilábico ése de que no te van a dar ni el sí ni el no sobre algún anhelado trabajo; éste que tampoco le van a dar a usted, porque dar y hospedar han devenido actos dolorosos tanto en inglés como en español. Tanto si te vas como si te quedas total para eso eres un casi-nadie con tu coche a la puerta, tus bolsas de basura reciclables y tus frases políticamente correctas que arrastras eficientemente por tu casita

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agradeciendo no sé qué, pero sabiendo que hay tanto que agradecer y desde esta tierra te lo piensas más de una vez: Que lo más probable es que te quedes y se te deje ser legal ciudadano mientras otros por allá no más tranzan con la legalidad. Pensar es lo peor, ya se sabe. Es mejor rezar: "Tú que has limpiado tu casa y la del prójimo, tú que has hecho el amor en casa arrendada, tú que has limpiado la nariz a tus hijos, tú que has hecho la señal de la cruz en la frente de tu mujer que lo puede ya todo, menos los recuerdos, tú irás y hablarás a los de acá para que así sea. Amén. Y vuelta otra vez a pensar para ver si nos pesa un poco menos el alma cuando nos quede otra de vernos los unos a los otros tan bien ocupaditos en nuestras oficinas sensacionalmente computarizadas. Suspiro en la única pausa que nos deja la mudez del pago y del pensamiento.

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Agudo gusano

Así nos lo contaron los agudos gusanos rápidos como el dolor en trepar: Hablamos del morir con miedo, viendo caer el cuerpo por detrás y bajo ruedas de automóviles eléctricos y de aviones obligatorios. Hablamos de un bebé no planificado que aún no nos nace. Hablamos de la historia que se nos va para atrás y que nadie nos compadece ni nos endilga al asunto principal de ser propietarios de una historia que tenga sufridera y dirección. Ni en este norte-norte ni en ese sur-sur. Se dijeron los gusanos: ¿Dónde está la quietud que debimos haber tenido?.

Árbol, roca, ciervo vivo, foca, aumento de sueldo, cambio de cinco mil toneladas de piel y lengua inmensa de siglos de Manriques, Garcilasos de allá, de acá, de Cervantes, Quevedos, Lorcas, Vallejos, Mistrales, Nerudas, Huidobros y Paces, que no están ni son así como la única página erudita de edición príncipe nos lo mienta a la mente. También quisieron algo diferente: la diferencia entre lo que yo te digo y lo que ése me dijo. El gusano trepa en la tierra fresca y húmeda, horadándola. El dulce lamentar de ciertos pastores de la palabra no nos ayuda a persuadir a nuestros interlocutores de que jamás podré decirles lo que sonetamente pienso: gusanita de hispánica piel en territorio bélico de gran subida hasta llegar a Hollywood, a Williamsburg a Capitol California Hill o Michilimackinac Hasta llegar a misa de once para ver a un hermoso animal arrodillado pidiendo en latín el regreso de su piel.

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¡Ay! cómo me duele tu alma que sueña y sueña la inteligencia hispana. Pero alguien en cuclillas susurra agusanadamente De nada sirve lo que aquí os digo. Lo sé, pero al pie de los árboles, grupos de jóvenes extendían sus brazos y se tomaban de las manos para soñar. Mariposa amarilla, gusano anaranjado Sobre volaron los pastos de ese verano en la Gran Colombia mientras moría la sangre en plena calle de Santiago del Nuevo Extremo y el viento batía agusanadoras sombras en las encrucijadas de las montañas caladas y perforadas de este Nuevo Extremo de California.

La lluvia bilinge susurrando en mi oreja Yo, oidora de mi propia lengua española con aspiración a botanista, rectifico mis pasos, multiplico mis sentidos y escucho el canto de los paxaritos para entender que se trataba sólo de un árbol y de un gusanito. Mi carne enjuta sostiene un pecado que viene y va como ola sin salida Como ese largo susto californiano, desconversado, desollado y encontrado en el sur suyo de Chile.

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Me voy por donde vine, se dijo un gusano californiano cuidando de no arrastrarse por las mismas piedras de no escuchar lo indebido de dar ojos al paisaje de dar oídos al susurro de murallas y fronteras sin poros. Sufrir entonces por lo sufrido antes Por el sufriente que pudo no haber sufrido Si no hubiera sido apenas enemigo de un gusano.

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Pero entonces sobrevino el diálogo inevitable

Y así, al hablar de la gloriosa hispanidad cuando ya el viaje de ida y de vuelta no era más que una espesa raíz, veíamos cómo lucían nuestras carnes en medio del deseado imperio. Atenta al cuerpo, paro mi oreja oidora y escucho lo que se dice:

La luna en California tiene un lado bien clarito. Bueno, déjate de chingaderas y al grano: sírveme el mate bien caliente que para eso estamos en la hora de la luna y de las onces y sí pásale, pásale que tengo frío y cierra la puerta pero sobre todo pásale, que se acabó la leña y el sueldo, que en vez de subir parece que se quema con el sol del invierno. Y ahorita sí que la ley no se sale con la suya carajo no más porque para eso están los sindicatos y la agrupación y póngale y sácate y con una chingada que qué buenos están estos tomatillos tan recaros y que siempre los necesito altiro y ahorita por supuesto, ve con Dios maja del alma y Dios bendito ahora sí que la amolaste, porque no se puede vivir regaloneándote todo el día aunque la vida sin sirvientes es una bendición y tú dale que dale que quieres que te apapachen en esta mera noche, la merita verdad.

Dejo de oír y respondo:

Mira, el ángel y la ballena caminan de la mano sobre el mar Pacífico bien al norte donde se habla bien complicado y casi tocando los cuernos de los ciervos bien machos.

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Paro la oreja y escucho:

Y el teléfono no debe contestarse antes de no haberte fregado y jodido más de diez años. Mira nada más, así suavecito y suavemente se me dijo que aquí se hablaba inglés, pero que podría darle gracias a la virgencita, aunque la purita verdad que yo sólo le doy gracias a Dios por aquéllos que de ida y venida al carajo trabajo que buscan como huérfanos la calidez de las frutas recogidas a brazo partido.

Dejo de oír y respondo:

Si no eres profesor de español no entiendes qué diablos se le pide a Dios. Sin embargo y sea como sea, los aguacates y las paltas aquí en la California, se van derecho al cielo después de morirse.

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Un tropiezo

Un tropiezo lo tiene cualquiera en la historia de los pueblos.

Si Dios nos permite entre dos tortillas de maíz azul y olor a copihue rojo exclamar, ¿dónde está mi pancito calientito al más puro estilo europeo y mi bolillito con frijolitos y huevitos californianos? Entonces, sea la paz y declaro: Soy derecha con la vida como las zanahorias.

Llueve, nadie duda que llueve, y no es tiempo para pensar en grandes cosas, ni en la conjunción de las cosas, ni en la licencia de conducir las aguas y el aire cada vez más amarillentos en la historia de los pueblos.

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Palabra guardada

He guardado esta palabra hasta hoy, para decirla lenta y despaciosamente, y así como el habla de la nube estropeada pasando sobre mi pie. Necesitaba un día como éste de pequeña humedad. Un día en que mi beso vagara impíamente y cuando necesitara no perderte de vista en los campos de las sombras. Sólo hoy podré decirte esta palabra que ha llenado mis días. Mi beso te dice que no hay ningún dolor por el que no haya pasado mi palabra, hoy.

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El arte de la guerra

El arte de moverse en una Conquista no consiste en desplazarse, sino en dislocarse el pulmón de hierro que le nace al guerrero entre pecho y espalda. Lamento de pulmón evocador de noches sin cena de lanzamientos de libros Lamento del frío-frío en el desierto milenario. Recuerdo una imagen de alguien perdido, talvez de un conquistador perdido. Exilio de manteles Desabastecimiento de maneras La gran falta de unas pocas cosas Planes prósperos Visión añosa y mañosa Amargura de esta década Arándanos en conserva Patrullas conmovedoras Y ahí, ahí el niño que no ha comido por el arte de la guerra La culpa del cientopiés. Álzame aquí tu copa y tu cáliz León de pura sangre véngame de mis pérdidas perdidas Muévele, rúgele al viento que infla ese pulmón de hierro. Es noche que sólo se siente en el estómago de otros es sangre de hambre de alce vengativo.

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Pero no es de allá de lo que quiero hablar, sino de aquí, de los que habitamos donde los leones no existen aunque sus rugidos resuenen. Tras el grito de la bestia se alza una larga ventana que sostiene los siete pisos que alcanzo a ver. Cerco a palos mi ciudad Levanto una valla de cemento con vientos de piedra. Es mi casa fuera del arte de la guerra que ahora por fin, no se mueve. Es mi ciudad lejos de cualquier guerra, que vende comida orgánica regala flores en vez de balas y prohíbe sacar de sus arcas pasas doradas por el sol californiano.

Entre arte y arte Entrego mis dólares a los bancos Saludo al policía y reverencio al recaudador. Moriré en mi ciudad conquistada que me cerca de actos cívicos dislocados y me libera como a sus alces. Si algo queda del arte de la guerra de la Conquista es cierto gesto de reciclar botellas silbando a todo pulmón como un escarabajo movedizo de hierro dorado.

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Vía California

Pongo mi mano sobre una mesa cerca de una carta. Algo busco. Es la carta del sur que me habla del alboroto de aguas de algunos ríos del norte aún dorados. Por fin entiendo que el cariño enviado en una carta se extravió en un barco camino a California. Leo una crónica y así lo decido. Esbirros todopoderosos nunca vuelvan la mirada sobre crímenes por cometer Déjenlos crujir en la mente y no mienten sino una pura verdad. La carta de amor extraviado me hablaba de tu pie caminando demasiado rápido hacia ese tesoro que no estuvo nunca allá, sino aquí en un norte bien norte. No digo nada sin querer Te busco aquí en el borde de esta mesa aún unida a la tinta de las arcas del sur. Eres animal hembra de tranco voluptuoso como un alce celoso de arrebato de trébol de suspiro de un pecho de ceniza, decía la carta de un claro varón.

A hurtadillas te leí bien, cuidando de no insertar datos laboriosos que pudieran esgrimir

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tu pena contra mi corazón. Hablemos claro, claro varón: mientras busco en tu carta el tumulto de voces ajenas comienzo a elaborar los silencios de tus líneas y pliegos. Mira cómo estoy diciéndotelo: En el momento previo de ir a lanzar por correo aéreo mi respuesta fatigosa por tu amor desperdigado en este imperio. El cariño enviado en esa carta perdida vía California camino a lo que también fueron las Indias, yace plácidamente en esta mesa tocada por mi mano nunca besada por el claro varón que me escribe.

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Alguien en una calle de San Francisco

Aunque sea sólo la calle y su vereda las que me señalen a un pobre viejo adosado en una esquina, podría ser yo, señaladamente, un insulto culpable y viviente. Sin embargo las luces de la ciudad alumbran sólo algunos bordes de sus harapos. Nada nítido vemos al escarbar el cemento que tiende siempre a sepultar algo. En nuestra desmemoria recurrente la única planta que florece irrumpe en la ciudad que pudo haber sido imaginada, pero que yo descubrí por casualidad en un mapa alebrestado como el mar de todas las Californias. Te vendrás despacito por ese camino lateral, lleno de gente adosada en su esquina, sin llegar a las puertas de esta ciudad de cerros, colinas y cuestas. Yo marcho a pie por calles de papeles, tarros, envases, soldados, anuncios abatidos. Marcho despacio casi descalza por esta capa de tierra a punto de resquebrajarse. Nada se puede lamentar

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sin que el viejo llore al pasar frente al mar de San Francisco. Nada se puede culpar sin que un temblor se incline a tus pies ésos con los que caminas rápido por esta ciudad distinguida por miles al no ver al pobre viejo del que siempre me hablas agazapado en su esquina, que no desea culparte de nada, sino suplicarte que no lo mires y que, señaladamente, no lo olvides.

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El hervor de la memoria

Este cajón sagrado no se abre sólo Cuando pongo a hervir mi tetera. El vapor me alienta Sus gotas de agua me reposan Algo se me adentra Mi lengua humedece mi mano Tiembla mi espalda Y a mi pesar, describo el recuerdo de lo que no quiero rememorar. Retengo el hambre que no tengo Sostengo el lápiz que no necesito. El cajón sagrado ya se abre. Devoro racimos de telegramas cotidianos Busco temblando en la severa tierra una palabra húmeda que no hiera mi memoria ni hierva como mi tetera. Apago el cajón sagrado No doy más Mi llanto moja pies húmedos de muertos jóvenes y frescos que llegan como inmigrantes a su tierra de origen. Vacío puede llamarse mi tetera No hay saludos, no hay ofrecimientos de manos, No hay palabras, hay miedo, hay infierno en el alma. Me escondo temblante y confusa en mi California fructuosa Me armo de valor entre su gente que calma el hervor de mi memoria.

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Costumbre inofensiva

Si me acostumbrara a la oscuridad mis pasos vendrían en tu defensa. El lugar no sería uno cualquiera y codo a codo, en su negrura, lo habitaríamos. Si nos acostumbráramos a la oscuridad los ríos serían sólo murmullos y las grullas, cenicientas celosías. Reverencia de adobe oscuro Garganta terrosa no eres parte de esta honda agonía. Eres sólo memoria futura de ojos oscuros piadosamente inventada que no luce ni susurra. Si me acostumbrara a la oscuridad vería a mi pesar el lugar del atraso el escenario de la postergación el secuestro del olvidado la felicidad de una única pasión.

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Vaivén

No estoy dispuesta a beber agua sucia ni a tener arrugas en la piel. Aviva el seso y dispónganme a este turbio vaivén.

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Por esas calles californianas de Dios

Las calles de gente remendada, aunque renovada, llevan ya muchos años de silencio. Me recuerdan que alguna vez por ellas no se hablaba ni inglés ni francés sólo castellano sin pompa, así no más, como se habla cuando se sabe que se es propietario de una lengua brava e indócil. No hay fuentes en estas calles por donde aún circule mi lengua, ni desiertos que mi cuerpo los recorra desnudo. Ni lo pienses más: es tuyo el estuche de oro robado es tuyo también todo lo de la calle hallado. Es aún más tuyo todo episodio biológico acontecido en las calles de allá abajo, aquéllas que aún están allá abajo, sin puente y sin fuente. Busca un mercado Sustrae de tus cuentas Come de tu papa y frijol Mientras esperamos que el maíz se transforme en choclo o elote.

Entre tortilla y tortilla miraremos nuestra película dominguera: ésa del robo del anillo encantado en donde los nibelungos se defendieron hasta morir, en silencio, en plena calle de gente remendada, sin pompa, sin lengua.

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No se equivocó la paloma

Hoy que ha vuelto, por fin, la paloma que espiaba las raíces de los trigales, suspiro. No hay pan, es cierto, así es que tuerce tu hambre, ladéala y verás el brillo entristecido de sus alas tratando de entibiarte el corazón y darte una armazón. Es cierto, se comió todas las raíces de nuestro trigo, pero el pecado de la gula no es un relámpago, es un rayo erróneo y errabundo que vuela como vísceras hambrientas y perseverantes. Este sol podría recaer sobre ti, sol de la pobreza y de la sordidez. Escarbar sea la pluma o cuero de paloma, los pecados por purgar. La sangre equivocada de la paloma, corre desde algún lado de nuestra frontera por miedo a los teatros del dolor.

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De las cosas

De las cosas triviales de la vida: Tropezar con una piedra Dar a luz Esconder el alma Saludar Darle vueltas a la vida en desorden neuronal en puente de libertad en campo verde en cielo azul en espiga dorada en canto de pájaro intervenido.

De las cosas algo triviales de la vida: Recuerdos y revuelos en el Lejano Oeste A pesar de mis Hollywoods A pesar de mis disneylandias Diez dedos vírgenes Basuras incompletas Relación non-grata El perro del arcoiris Un pedacito de cielo granado Dolor de espino y de cruz de inciensos Techos rojos, suelos blancos Arma en el alma.

De las cosas aún algo más triviales de la vida, respondo yo pecadora: Cazar un ciervo Doblar la hoja de un naranjo

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Podar la rama de un ciprés Ahogar un pez por su brillo Destemplar un pájaro por su himno.

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Sufro en la esquina

Pájaro azul de la calle quisiera que fueras. Detengo mi pie Levanto mi mano Sufro en la esquina. No estás Te dije que no estuvieras. Ni una hoja resbala Ni un alma en la marmórea arboleda Sólo ese persistente pájaro azul imaginado tiritando en la plancha fría de algún mármol. Nada me invita a reír Muevo mi pie Hago un gesto de partir Me animo a la noche Sin viento sin lluvia Mármol azulado Luna de plata Baldosa callejera Pájaro azul de la calle quisiera que fueras.

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De los cuervos

Sin volar Sin navegar Sin suspirar Aparece por aquí de bolina en pantalla brillante e inodora con la fuerza de un cuervo inocente de plumaje refulgente y turbulento Tu figura de negro hablándome de que las cosas que digo son ciertamente negras. Ala de cuervo es la moda que habla por mi página electrónica El cuervo recorre la negrura de mis ojos Al resplandor de la luz, se le adentra un dolor espléndido de paz cuerda de cuervo. Vaga demencia Registro de algunos avances citadinos de alas de color cuervo desatendidas en su corvo vuelo.

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Mi dolor (a R.H.)

Recuerdo el pésame de tu palabra El vaticinio de tu sombra El dolor de unos ojos empequeñecidos de perdida pérdida. Tu cuerpo inmóvil abrazado a tu palabra. Mi crueldad aprendida. Recuerdo la hamaca balanceada por tu dolor de puerto de San Ángel y mi nauseabunda mano de espino con la que estrujé tu corazón. Ahora ya no veo el mar ni las hamacas sin que se me curve la espina dorsal de mi corazón. En mis ojos habrá siempre lágrimas que no cayeron ni en tus manos ni en el mar. Fue así. Así como te lo cuento. Fui feliz cuando no pensé en tu elegante dolor. La maldad estuvo ahí visitándome malgré elle como dirías tú.

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La gran planicie del trabajador

La gran planicie del verbo divino no nos deja pensar. Invento salobre y amargo Estampido de platos El pie en agua caliente Trabajos en la noria Y de vuelta a los árboles, arbustos y plantas y por fin, el lago azul que por más lejos que esté siempre es azul.

Hoy prefiero la cercanía de las palabras para mantener el equilibrio entre el invento y el estampido de progreso del verbo divino. Estela de aviones Y más trabajo Lluvia de pájaros que aún quedan en la planicie añorada. Lluvia de huérfanos trabajadores Que aún quedan en la gran planicie desierta. Hoy prefiero olfatearla, tentar su roca, palpar su pasto.

Ver y sentir la gran planicie trabajada fue como redondearle y cercarle la palabra a ciertos amos de la naturaleza.

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No recuerdo haber soñado

No recuerdo haber soñado contigo de nuevo, ni con el impacto de la palabra breve. Pero sí recuerdo la noche en que el dolor detuvo mi sueño ése que movilizó mi mano que avanzaba hacia un arma y que apagó la luz de sopetón. Ahora duermo en mi sueño que armo contigo para nunca tener que pedirte perdón.

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La quietud del gigante

Aquel virreinato de quietos movimientos verdes se parece al de tu mano que nos dijo adiós. Roedores trenzados de la Conquista pululan aún en sombras membranosas, que unen los dos puntos de donde vengo: el sur-sur y el norte-norte. Gigantes, llaman a los árboles aquí, sin embargo, algo pequeñísimo murmura a la sombra del pulso de tu mano que dijo adiós al árbol, a la hoja y a su sombra.

Encuentro rotundo no fue, Sino algo así como un suspiro largo agitado por el resoplido de una memoria quieta y ciega que fundó dos reinos de dolor. ¡Quieto! ¡Desagrédete! ¿Que no te han enseñado a dormir cuando pasa el viento arrastrando los impuestos de la ciudad? ¿Es que no te han endilgado por secuelas de enfermedades mayores? Hay que vaciar las arcas No recoger las manzanas de cada otoño en este largo territorio.

El ripio que permanezca en su lugar La mina virreinal que siga sin explotar Zurcir el calcetín una vez más Recoger lo inservible Reposar el alma de deseos e insatisfacciones

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No atender tantos gustos Pintar todos los coches de un sólo color Dejar tranquilo al artista y al poeta Permitir perderse y no vocear a nadie Comprar el mismo vestido de la primavera pasada Tener menos cosas que antes porque todo tiempo pasado fue peor, fue horrorosamente benigno, aunque pareciera ser como ese quieto gigante que nos dijo hace mucho tiempo con palabras verdes, adiós.

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Palabra

Raro, como el oscuro aire de un pulmón herido que no aspira a nada que no levanta el pecho oscuro y raro de la noche, en donde el aire no entra, no sopla ni avanza hacia el retroceso.

¡Ah! la tristeza que no se aviene con los recuerdos de anchos valles de aire puro. No a nada, bajo naranjales de palabras heridas que aunque suenen magníficas como cosechas de duraznos y sostengan tu mundo creyéndose aún el granero del mundo, ¡Palabra! que alguien cae de tristeza, palabra. ¡Palabra! que alguien cae de pulmón herido, palabra.

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Californialia

Una hoja Una cáscara de piel cualquiera Una célula ya calcárea crece de mí haciéndome otra. Otra con la palma por corazón bruscamente apaciguada torpemente regocijada obligadamente acallada.

Hablo fuerte Regaño al asco No toco lo que amo Ni amo lo que toco A pesar de la hoja californialia que no rompe ni raja mi piel ya calcárea.

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Lo que el viento se llevó

Llego tarde y apenas. Soy apuro equivocado y gesto mal visto y maltratado. Tráeme la cinta del viento que quedó enganchada en los vagones cruceros de las altas y bajas montañas de California. Malestar de árboles apretados No hay un sitio para el vestigio de ese viento de aquéllos que caminaron y caminaron y caminaron para llegar hasta aquí. Llegaron tarde y apenas para encontrar tanto de todo para los ojos de todos, pero que se fue con el viento así como lo que el viento se llevó por detrás de los árboles y por los bordes de esta costa arenosa arisca y revoltosa.

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A caballo a California

Enormes penas y pieles nos rondan y esconden estos caballos de tiro. Yegua larga eres de lengua torpe. Todo lo dices en lamento inerme, porque fue en esa noche en que tu par masculino no vino. Lastre de cansancio tiraba un caballo en cierta noche de paso oscuro y allí relinchó:

Resido en tu codo de linaje duro. ¡Ay! ¡cuándo llegaremos a California!

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Frutos

Como fruto flamante recorro calles pobladas de caridad. Hay dedos que se acortan Piel que se reduce a fruto Alma que se agosta en agosto aguado. Agua digo. Que nos vamos al mar por el mar para tocar tierra no tórrida para respirar frutos opulentos y mínimos de la California: peritas, manzanitas, aguacatitos naranjitas, duraznitos y uvitas que esperan en sus esquinas cercadas remachadas, alambradas, cerecitas. Se siente el perdón de lejos por lo que vas a hacer por lo que no puedes decir: estilete, adiós, suicidio jugoso. De nuevo el hombre posa su mano sobre el fruto de piel inmensa Abre sus cajas fruteras Cierra su pecho Recurre al vecino por su picota y su cosecha fructuosa.

Pero alguien limpia una azotea Camina lento Atrapa a un ángel Cosecha un fruto

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férreo y tremendo de piel inmensa como el sueño cerecita de color California.

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Pasos

Y en medio de montañas rocosas y por la tarde, la piel se arruga y con el grano porfiado confluyen. Se aguarda el paso Se roza el aliento en medio del trote del indígena y del californiano. Nadie entiende la caminata ofensiva del silencio. Se vuelve a caminar Se ven fantasmas alertas y uno sólo de ellos te persigue. Es el mar, no puede ser sino el mar de California, caliente, tibio, frío que se abre paso hacia sus montañas. Algas, sesos que saben agrios después del dolor de llagas de pies y de manos.

El paso del indígena rubrica aquello de no morirse juntos ni junto al mar ni pegados a la tierra ni de cara al viento. Morirnos Olvidarnos de todo. Miserables en un pantano orgánico que ya no tira, sino que empuja al revés y te tiende

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para bien morir. En su caminata lavaron, por fin, el oro, el odio de nuestra carne florida. Hornearon armaduras metálicas casaca, casco-peluca de alhelí y de ayayay de copihues maltratados por pasos amorosos y odiosos esparcidos en las amadas montañas rocosas.

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Saludos desde aquí y allá

Aprieta una sola mano y retén el polvo de la entretela vencida por la agonía del saludo.

Caminemos, por las costas de California que aún esperan tendidas y despejadas.

Había que saber morir, sola con circo y medalla, morir con algo y con nada con voces y en silencio de puro macho mancomunado.

Había que saber morir sin estridencias ni etiquetas como esa foca deslizada por el ojo de arena. Morir sin miedo al tormento ni a la terquedad.

Aquí te saludo en gran venia, en aderezo y reverencia. Así lentamente te saludo desde la roca más baja de California: doblando el lomo,

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estrechando tu mano y la de todos los olvidados. De ésos que no saben cómo lavaron esas manos de huesos errabundos llenos de barro y oro.

Hoy era allá un día para elevar un volantín Rojo, fucsia y amarillo elevado por el aire resoplando irían en tu aire-mano cazadora de pájaros hechos de niebla espesa y redonda.

Hoy era allá un día para elevar un volantín pero voló el día tras la niebla del saludo de un sólo día.

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Patria

Lodo, lobo que acecha Gasa sobre la culpa maloliente. Trago amargo dice el tango de tu memoria Ahí vienen los guerreros muertos de hombre en zanja en granja de animal sin lágrimas. Se viene de un pozo sin retozo. El ojo cae la lengua mece el diente decae Y ese mar que tranquilo te baña te daña se empaña como el filo de un puñal.

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Compras en California

No perder la voz Ni el tranco Alterar un lugar Llegar a la hora Remar Leche. Pero compro: Una secuela en la costilla del mar Un afroamericano de viva voz Un Gran Adelantado Algo profundamente raro Un poco de asombro Un recurrente dolor de estómago Una silueta con tu nombre Una forma liviana en forma de elle Un bebé hilarante y calzado Un no me dejes sola por vida y caridad de Dios Sal. Compro sal Un álzame en tus brazos para ver ese mundo del que me sueles hablar Una eucaristía en el desierto Un no lo hagas porque se te pega como azote de Dios

No compro Una plaga triste que acosa manos inertes. Compro harina.

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Un pon música y Un vete despacio que así verás la luna y dos estrellas en esta noche oblicua. Compro aceite. Un no quiero más lácteos ni vegetales Un ni perder la voz Compro un puro aceite de España para sobarme la piel y suavizar la aceituna negra del valle del alma desolada de California.

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Agua

Reveo las torres húmedas de las hojas Pedregal acuoso Ánfora de piedad La suerte del temor del palo El temor por la suerte del palo. Paleontóloga de hojas, yo doy al agua lo que es del agua: mi pie mi ojo de largo rato, la capa de nuestro suelo. Y tú máscame la lengua para no hablar demás. Refuerza mis oscuridades Lame el vapor hecho soufflé. Vente en lluvia en granizo si puedes Bájale la fiebre al pasto pisoteado por el aliento reseco de máscame estas palabras que nunca debieron haber sido dichas por mí.

Bajo es el ojo cubierto de vapor Ve lo que no se permite lo que no se decide lo que no se deja lo que ve un alma dormida lo que avive el seso y despierta que sin aguas blandas y cristalinas no seremos nada en California.

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Tal vez un pavor bien empapado como lo anuncia la humedad de la faz de esta tierra eterna.

Dictamen de no muy cerca ni de muy lejos. Un pájaro despunta en nuestra única llaga húmeda: agua. Por más que nos hubimos amado por más que nos hayan amado en nuestro descuido por tanta agua bebida en esta larga mordedura cristalina llamada agua californiana.

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Pastos

La tierra aparece así de repente, pero, en realidad, es sólo la vida con sus pastos redondos, vacas y caballos. No dejaré que los toque mi palabra para que no sean como aquéllos que les ponen correa a sus perros para que no pisen los pastos de las playas ni el piso sucio que piso. Se me empuja, se me desliga de la llaga lanzándome al vínculo. Y el perro aún y siempre en la playa con la correa al cuello De la bofetada al vínculo Pastizales verdes de vacas sin correas al cuello que pacen pastos vinculados a mi leche hidrófuga

De mi almendra que aún yace en alguna panza animal De la piedra que se parece a la tierra que da pasto Del sopapo al sapo de lana y la macana hablan los pastos.

No asusto a nadie estando bien lejos de los cercos que guardan los pastos oscuros y arteriales de California Paso verde por ramas que no alcanzo De las noticias que van por las ramas, del aviso, del panfleto de la palabra y de la pantufla de los valientes valles.

Veo todo, las colas de zorro, los picos, las montañas que van de camino al mar repitiendo el eco imposible de su mal.

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El aire que no pasa, el aire que no sale al paso del mar La palmera que ya ha crecido varios pisos dejando atrás al edificio fenomenal La liga aprieta una pierna La boca ingiere helados y flan y en tu vida no se atisba ni un sólo bisonte para guiñarle un ojo mientras pasta. Alguien anduvo jugando en otros pastos y estos verdes castillos olvidó.

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Aeropuerto

A punto de partir tomo asiento en un aeropuerto que quisiera fuera de algodón Pienso en el puerto de aire a punto de partir a punto de morir Miedo y gozo en este callejón. Admiro lo que se ha hecho tras de mí Resplandezco ante el porvenir Me deslizo por amplios corredores del año 3000 Veo sus exhibiciones doradas sus chocolates plateados Las telas de moda Escucho el rugido áspero de aviones del amanecer. De repente, mis ojos se clavan en la suela partida de los zapatos de un gran hombrón. A punto de despegar tomo asiento en mi dolor que quisiera hoy fuera de algodón.

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Espuma

Un día de nieve en California se encuentra a menudo en el mar. Sobre esta larga ameba ploma la nieve espumosa ya se parece al mar. Las gaviotas confundidas revuelan de par en par Por las tardes de febrero en California nieva espuma en el mar. Palideces y duermes ante tamaño huracán al no imaginarte en medio de la espuma fría del mar.

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De los datos históricos de San Francisco

El que vino a Sacramento perdió su huella. Pero el que vino a San Francisco que ya no es una simple ciudad se enorgullece de sus curvas melancólicas y atrevidas San Francisco recorre sus calles en zapatillas chinas Blasón y escudo de los elegantes su palabra suena y resuena en su puerta-puente de oro Oeste de pequeñez solemne.

¡Oh, este puente dorado! Lengua operática del mundo Perdedero y encuentro de cientos de miles Megalópolis de frente alta y capa altanera Busco en tus libros la caída de tus príncipes mercaderes, de tus halcones y de tus caballerangos. La paz de tu aire es la que me da tu mar ocupado y tu cielo de aéreos motores. Un rey, un rey es lo que se tiende a veces en tus ladeados caminos Un rey que como el viento, aplaca la furia de las aguas que te rodean Ya ves, te tuteo de una buena vez y aprovecho a decirte que tu Berkeley y tu Palo Alto, que no son tuyos, me enorgullecen y que quisiera poder a todo pulmón decir: de ahí vengo yo ¡No, aún mejor! ¡Para allá voy yo! Quítense de mi camino ladeado que el triunfo es poco como poco el tiempo para vivir en mi casa de poco alumbrado, de poca hermandad y de mucha humedad.

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San Francisco de lo caro y de lo barato te meces como tus barcos apostados listos para zarpar a San Quintín de la Libertad y al Oriente de la Frugalidad.

Tiendas innúmeras Avisos entorpecidos de romances y bulevares celestes. Sol, humedad, función. Diverso como tus banderas multicolores Como tus arcoiris flameantes Vamos, vamos que para eso estamos Que aquí sí que me la puedo con San Francisco y la California del Nuevo y del Viejo Extremo.

Pero todo depende de qué lado te miremos, desde qué lado se vuelva hacia ti, todo depende. Lo gritaré en los periódicos, en la televisión y en tu salón. Los deshabitados mendigos recorren bulevares académicos en respuesta a toda gran acción en situación de calle.

No hay nadie que no desee haber dicho alguna vez: "Al pasar por San Francisco hacía viento y sol" Se tiene el problema del agua siempre azul, pero al doblar una esquina una mirada torva asentada y apostada espía pasos.

No hay palomitas de maíz, sólo aves marinas que olisquean nuestra pena por no poder ser de ahí. Casas unidas de habitantes desesperanzados por vivir cerca de un mar siempre azul. Insatisfacción de muelles abiertos a la nada, aunque les llegue de todo.

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Recojo mi mirada en tu Puerta de Oro que me deja siempre foráneamente extranjera. Te quiero y deseo quedarme y tocar tu perla de fin de mundo Recorrer tu Oriente y Poniente Ir y venir una y otra vez como las olas de tu mar.

Hoy he bajado bordeando tus montañas laterales ya casi sin árboles, plenas de vientos que te visten. Acudo a tus farmacias divinamente chinas Pierdo mi mirada en tus barcos y me ausento de tu ópera y de tu filarmónica en medio de áreas de niebla. Paso y me quedo en tus tiendas de ropa usada. Pernocto en tu gran hotel de cinco estrellas por una vez en mi franciscana vida, según historiográfica datación.

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Irse

¡Y no me voy de aquí! Se lo dije una y otra vez. Y no me voy de aquí, aunque me echen, aunque me digan que ya no hay espacio para nadie más, aunque me hablen de esos habitantes que se beben de a poco el mar ocupando sus arenas. Aunque me digan que la nostalgia sentida es sólo por los barcos que cargan y descargan no sé qué todos los días. Aunque me repitan que los piratas del desbalance económico rodean calles y cercan jardines con historias breves. Aunque me digan esto y más. Aunque la disputa sea feroz como el fuego que a veces invade estos territorios propios por diversos. Yo no me voy de San Francisco, porque ser de aquí es levantar a pulso los trozos esparcidos de las Californias.

Algas blasonadas y abulones apergaminados se pegan a la piel borrando cierto color de origen. La blanca-la blanquita, la morena-la morenita, la rubia-la rubita la negra-la negrita que algún día habitarán un San Francisco seco de aguas, no sabrán lo que allí le pasará a una especie extraña sin envidia y sin temor. Verán cómo a la especie le nace un orgullo caótico entre el chocolate Ghirardelli y los alcatraces de la ley. ¡Quiénes serán Dios Nuestro Franciscano, quiénes serán!

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Los ancianos ya pasaron, los niños van a pasar bajo la rúbrica que hoy leo en el Puente Dorado: The island in a lake in ashore under a sing of the water. I write this because I know I am never been white enough to resist restrictions. It is habitat by ashes. Fascinated by ruins. Picking up the remembrance of birds sanctuary. You get this at any country at any place. A low case of any law. Así y todo, de aquí no me voy.

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Eso que se ve por ahí es California

Por fin se tiene el silencio deseado. Se reza, se medita, se yoga se acogen flores derribadas por la madurez del viento. Se juntan frutos del suelo con escobas de bruja. Incienso, velas y purísimos aromas encandecen el lecho de la tarde.

Comparto fragmentos cotidianos Hablo varias lenguas y uso varios vestidos Bebo diversos líquidos Me aplico cremas variadas Prendo luces en todas las habitaciones.

Por el borde de los vidrios y de los retratos de mi casa, los ciervos olfatean mi diversidad recordando mis nombres, pero se van para no volver nunca jamás.

Un pájaro estrena su voz en un disco negro y brillante y un poco de metal de las Indias aún descansa en mis dedos.

El encino robusto, la hierba escondida y el pino alerta no responden

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de las alas apasionadas de los aviones.

Volveremos a mirar lo que echamos de menos: una madre serena llevando de la mano a su hijo a la escuela, un padre reposando de su trabajo abrazado a un ramo de flores. Y eso que se ve por ahí el prado verde el cordero feliz la gallina ponedora el perro juguetón son por fin mi casa de silencio deseado en donde el ciervo que, por fin, me echa de menos, vuelve, olfatea y atisba feliz mi escondida diversidad.

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En algún lugar de California, tiemblo

Ni una voz poderosa ni un ejemplo en letra china El duelo del dolor El pan que no está Antología de una sola voz. Pasaré la vida sin cantar Y otra vez la casa la casa sin voz.

Mezo una cuna Mi vientre se inquieta El mar sigue ahí Yo sigo ahí sin el canto del mar Debo ser como el mar Seguir siendo como el mar. No hablar.

Soledad es la de mi vecino. Desde el mar de rocas de los cañones californianos, una bala entra por el patio trasero de la casa de un hispano. Se rompe la nomenclatura del idioma por el miedo del que no habla mi lengua. Nos abrazamos aquí en el centro, por fin, el del norte y el del sur.

Buscamos la mirada del animal que nos une y que reúne músculos y sangre en su ojo que mira y mira. En su oído que oye y oye, se detiene la balada de este Lejano Oeste.

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Intranquilidad se llama aquí mi afán Soledad es la sobremesa y siesta. Tiemblo en plena ambigüedad.

Invito a alguien a hablar conmigo a la costa natural de las focas. Invito a las ballenas a cruzarme como si fuera su animal. ¡Ay! ¡Qué llantos de árboles espesos amparan mi soledad! ¿Por qué sólo hoy me saludaron todos los rostros? Pájaro, iré contigo siguiendo el boulevard del canto de tus alas negras. Alcanzaré el ritmo de tus patas en cada puesta de sol. Detendré mi aliento cuando te vea hablar de soslayo y en el silencio de esta casa detendré mi aliento para que cuando me dirijas la palabra, tiemble.

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Páramo

La huella de este pájaro del que te hablo alumbra cuando le hablo de los relámpagos. Debo acogerme a sus plumas, a sus planes, a su sabia ruta, a su rabia rota en canto claro, al susurro del aire al asomo de su alma de pájaro-compañero de la tarde sola de California. Y no hay más, no hay más pájaros que puedan calmar este pálpito, este soplo esplendoroso de lo que no es materia radiante.

En esta intemperie de las arenas de la tierra húmeda, vibrante, exultante, dichosa, exuberante, rocosamente fértil, yo sigo mi camino casi sin mirar hacia el olvido fielmente guardado en mi memoria.

Despegaré un día como los pájaros de altanería, pero como el ciervo de páramo, no volveré. Sufriré como estos dichosos pájaros, pero no huiré al viento ni al cambio de estación. Resistiré el páramo hasta mi partida. Pero hace ya mucho tiempo que una fuga empezó muy cerca de aquí: el viento rotundo del norte de California, que pasó sin rozar el ego humano, arrasó los frutos rojos de sus Árboles Sagrados. Nuestra especie acorazada atacó a los vientos limpiadores de facetas y fachadas. Vientos borradores de rumbos equivocados. El tren ya no pasa, pasaba. El territorio se inundó de gasolina y hoy lo habita un humo fétido gris envuelto en medio de las más esplendorosas luces. Me quedaré en casa sin resistir de nuevo al páramo, porque el mundo ya no necesita otro testigo.

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Me quedo aquí esquivando la mirada acusadora del pájaro al no encontrar su huella. Haré sonetos, pienso, mientras sostengo mi pupila en la suya. Haré un romance o una lira. Haré arroz con leche y sopaipillas me repito al inclinarme ante pájaros detenidos en el páramo por un relámpago arrodillado.

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Luz

El canalla de la palabra escribe y escribe tal vez, hable y hable Nocturno Paganas Tertulias. Juntas de sindicato obrero con títulos de las últimas óperas de la estación otoñal. Calla canalla Besa mi mano operática que tanto hace que daña. Este no es un horizonte equívoco en donde lo que para ti era aquello, y para aquél era esto. Las piedras con las que no puedes tropezar están contadas como los escalones exactos que debes pisar Al llegar verás el sol, la niebla, la luna, el mar y al final, al final de la palabra, la luz.

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Un sueño

Un alce te alza la mirada Un mapache te reverencia Una gaviota te sobrevuela Un perro te acompaña Una vaca te mira. Y los pájaros, por Dios, los pájaros te hablan de mi bienvenida y de tu desgraciada partida.

La garza persigue tu sueño que cambia de ubicación y solar. El arcoiris colorea tu palidez Adonde vayas, los arándanos están prontos a endulzar tu boca, atrapar tu lengua y teñir tu sangre.

Pon tu planta en la manta verde del musgo húmedo de mi sueño y no querrás irte antes de soñar.

He quitado el teléfono He clausurado mi e-mail He devuelto el fax recién comprado

Me preparo a soñar en este valle-montañoso que no me deja salir. Soñar para no nombrar la monotonía de sus árboles y la regularidad de sus hojas. Soñar para no hablar y acusar a esas hojas por el agua que se han bebido. Soñar, para no sentir el jubileo de las raíces de estos árboles. La lluvia perturba el estruendo de mi sueño inicial. Ya no me voy.

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Plantas, hongos, troncos, arándanos renuevan mi horizonte. Nuevamente me preparo a soñar: de nuevo no me voy. Ha sonado una campana que llama y reclama a la lealtad: el trabajo me espera, ese duelo casi fatal. Soñaré otro día de vendaval, porque en California hay de todo para aún soñar: gente viva, especias raras, grandes focas, pájaros blancos y el famoso unicornio legalmente azul. Raro impuesto que no se sabe cómo pagar, se lee en la contratapa del último Manual para soñar: California

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Alguna vez la nostalgia

Estoy segura de que allí hubo un rey armado alguna vez. La neblina y la lluvia me impiden verlo. Ni pensar ni hablar de sensaciones ni de sentimientos escondidos.

El río que cruza violentamente esta roca me impide pensar que no estoy de pie parada ni en Praga o en Cracovia. Plaza cruzada por pasos de reyes detenidos por las aguas de sus ríos de piedra roja, tiñen las hojas de sus árboles volviéndolas llamaradas. Estoy escribiendo en California, pensando en Praga y en Cracovia. El puente que cruzo debió haber sido levadizo, estoy segura, para que el rey pudiera haber pasado por esas aguas cromadas que desembocan en el lecho de su habitación. Al levantar la vista hacia las estrellas de la noche, emerge un cielo raso cortado en cientos de cabezas.

Oigo pasos en la neblina que no me deja ver el cactus que alguna vez tuvo que haber habido allí. Te lo cuento para que en el año diez mil alguien lo pueda ver. La pampa seca, dura y café, el arrebol del pasto, la estrella en la piedra reventando, la espina vegetal clavada en un corazón misericordioso y moreno detienen a todo rey. La tierra de esa pampa del cactus no es la pampa del pino de jugos verdes. No, no es. El cactus es carnívoro y no da lo que tiene que dar a sus amigos de la frontera.

De California no paso, porque no sé nadar.

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Las frías aguas de ese ancho río que aquí se llama mar, retienen mis brazos, endurecen mi corazón y apacientan mi nostalgia. Voy a contártelo bien sufridamente como te gusta oír cada cosa que se te cuenta aquí, de allá. Y no será de otro modo, porque mi rey de reyes patea el suelo sacando rayos de su empedrado allá en Cracovia, allá en Praga. Estoy segura otra vez que allí hubo un rey desarmado alguna vez.

Ya estaba por sacar las cartas y echar a rodar los dados y comerme un caramelo azucarado, cuando enmudecí de sorpresa al darme cuenta que no quería nada, sino mi tajada europea de nostalgias, ésa donde la lluvia no moja por orden del rey. Oigo pasos en la neblina y recuerdo con fuerza mi tajada californiana de nostalgias, ésa donde la lluvia moja sin orden de ningún rey.

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Piedra

La piedra más triste yace entre arenas y palos Un insecto de grandes alas lanza su aliento levantando el alma de esta piedra, la más triste. Piedra a la que le quitaron sus vecinos a la que pintaron en sus muros a la que se lanzó río abajo sin importar ni para qué, ni cómo ni cuándo ni por qué.

Los domingos a las dos de la tarde grupos de seres pisan ignorando a la piedra más triste Su doblez de cuerno de alce parece llagado Su vientre pedregoso hundido al suave viento y a la mirada arrogante. Su densidad callada no responde ni confiesa nada. La piedra más triste del mundo está a treinta grados norte, a nueve millas al norte de un árbol sagrado. que crece verde y rojo desde el día que lo planté. La piedra existe, porque yo la vi primero. Existe, porque yo primero, me compadecí. Quise agacharme, recogerla y lanzarla bien lejos al centro del mar. Las olas no siempre devuelven las piedras tiradas por compasión o por dolor al mar. Pero ahí se fue volando, brillando en su transparencia como si se tratara de un ágata de altanería.

Hoy camino por el sendero que habitaba la piedra Veo su alma de grano oscuro Siento su aire de respiración Trepo en su silencio humilde y redondo Toco su habitación y detengo mi marcha: Su triste huella aún me odia, porque no pude serle fiel.

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Nacer

Yo sólo estaba guareciéndome en ese tiempo en que el Emperador de los Reyes invadía lo que podía, bajo un puente moderno de gárgolas y estatuillas de uvas frescas. El cisne rosado que no podía ver se deslizaba entre la tinta y mi papel.

En el libro enjoyado donde guardaba el dato de mi nacimiento, se levantaba un signo de árbol y de humedad. Nacía yo con ganas de cruzar puentes de piedra. Nacía con espíritu hablador en mi casa espléndida, de olor a pergaminos. Nacía yo con espíritu de madera de juguetes olorosos a papá y a mamá. Alguien gritaba desde una torre agujereada por mano desconocida para que entrara el sol. Era el Emperador de los Reyes que reprobaba hasta mi piel.

Pero nacía yo sobre la tierra de las uvas del valle jugoso de California. Sé que nacía yo que allá, tan lejos de ese territorio de donde yo salí, alguna vez en medio de afiebrados reinos, de castillos medievales, de purgas ancestrales, de dominios emparentados con el oro, con el azul, con el armiño y con el dragón, pero yo sé que allá no se me conoció. Cabalgué obligándolos a ver mi caballo negro nacido en California, con un racimo de uvas blancas poblándome ambas manos y con mi mochila ardiente y pesada de oro puro y con mi problema resuelto a medias, al estilo californiano.

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Como Rey de Reyes cabalgué para ser vista y oída en esa ciudad adonde nadie va, porque nadie cree ya más que se va a ninguna parte. El castillo soberano que nos defiende de invasores, que ya hoy no se llama y así, sino conquistadores; pero que tampoco hoy se llaman así, sino activos ejecutivos neoliberales por necesidad; e inmigrantes pasivos, por piedad; pero que tampoco se llaman así, sino mercaderes, comerciantes, a quienes yo admiro como a los caminos bien pavimentados.

Quédate en silencio inmigrante, no te muevas, nace. Recuerda que el Gran Emperador de los Reyes inicia su entrada a la vida para que alguna vez a su llegada, tú lo beses en la mano y en la majestad.

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Pájaro

Me allegué despacio al pájaro de aquel espacio Ambos susurramos Frotamos nuestras alas plomas y alzadas Todo era silencio esa mañana. El pájaro era de la ciudad y yo del campo vivo. El pájaro sabía cruzar andamios deslizar su pico por las ventanas esquivar el humo de chimeneas doblar esquinas leer semáforos. El pájaro caminaba por la vereda evitando los sobresaltos de las calles Yo lo miraba y la comida y mi mano en mi bolsa, temblaron.

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Es difícil ver el campo

Es difícil ver el campo en California, todo se vuelve costa azul y roca, incluso la palabra, el sentimiento, la comida.

Yo he querido alguna vez hablar de otra cosa que no sea el mar agitado de poco olor y de pocas gaviotas. Pero cualquiera que haya sido el intento de mi escritura, he vuelto a la costa, a sus rocas, piedras, piedrecillas, pastos, matas de arándanos, arbustos elegantes y hasta esos árboles peinados en la intensidad del viento tan diferentes a los otros árboles erguidos, húmedos, frescos y risueños que me han insistido en la rocosa costa azul.

Los árboles de la costa norte son serios y rotundos, enfrentan la ternura y la ira diaria del mar. En ellos se posan pájaros marinos atentos a la mirada de las focas y leones del mar. Nada puede ser igual a cualquier otro lado de la tierra en esta costa que se quiebra por jugar. El sol que la orienta se pierde en la sequedad de su sal. La inmensidad reposa en cada piedra que es un imán, en cada ola que es un animal.

Por estas costas yo quiero que lleguen los que aún no saben lo que es un día fenomenal junto al mar: la liturgia de las ballenas, la ausencia de alimañas, la visita de las bestias, el aleteo de pájaros blancos y grises, el paso despacioso y respetuoso de sus hombres, las brumas poco asoleadas, la lluvia fina-fina, la lentitud furiosa de las olas lamiendo arenas, el malabarismo de los pájaros y el sol que se pone amarillo y morado una y otra vez, para ver, por fin cuán difícil es ver el campo de la California azul.

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Quiero un rancho en California

La faena en la tierra había consumido manos y pies resecos. Siete minerales roían la ebullición de mi ambición Las paredes verdes no brillaban Hubo un rato tierno en Los Ángeles y un beso cálido en San Francisco Se levantaron las construcciones viriles del futuro para ser vividas ayer.

Pero una voz que tiembla se alza en medio del reclamo: Me llamo Juan y hablo: Nadie me saluda en la calle el IRS sigue cobrándome impuestos, he cerrado la puerta de mi casa, cancelado todas mis tarjetas de crédito, he abusado de las bebidas sin alcohol, he cortado el pasto he mirado, he escuchado todas las noticias he visitado tu mansión y los amplios patios de Oxford, he fotografiado la paloma sobre la torre de Cracovia, he caminado por el puente de Buda, he vuelto a mirar por la calle gritando justicia te he visto vestido de azul el domingo por la tarde, he leído a Lezama y a Byron, he votado en la reunión, he comido una empanada de zanahorias, he bebido el tónico con que alimentan tu sangre.

Yo recuerdo ese porvenir de cowboy en silla rizada por los vientos del Lejano Oeste y mi voz ha vuelto a reclamar.

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Por eso aquí te busco caballero de cincha al aire, de crin rala, de alma en vilo. Condenada a soñarte y a vivir de pie y a pie te busco sonámbula, para que prestes oídos a mi desamparado reclamo. Llegará el día, dicen, que el olfato nos una y que la pasta húmeda de tierra que alojamos bajo nuestras pisadas, nos trate bien y nos dé rancho ancho.

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BIOGRAFÍA

Lilianet Brintrup Hertling nace en Chile. Reside en Estados Unidos desde 1981. Es profesora de Lengua Española y Literatura Hispanoamericana en Humboldt State University, California. Obtuvo su doctorado en Literatura Hispanoamericana en The University of Michigan, Ann Arbor. Es autora del libro En Tierra Firme (1993), Amor y Caos (1994), El libro natural, (1999) y ha dado término a su poemario Chile, en particular. Su colección de poemas sobre la sangre aparecerá en la Antología Migraciones de la sangre (2021). Su poesía ha aparecido en los libros: Mujeres mirando al Sur. Antología de poetas sudamericanas en USA (Madrid, 2004); La Poesía Hispánica de los Estados Unidos. Aproximaciones Críticas (Sevilla, 2001); La Poética de la Mirada (Madrid, 2004); Aérea. Anuario Hispanoamericano de Poesía, Número 9 (2006). Es autora de dos Prólogos: Mis tres patrias y un puñado de Polvo, de Andrés Berger-Kiss (Madrid, 2004); y de Pequeño Mal de Carolina Depetris (2014). Ha dado recitales en varios países: USA, Canadá, Chile, México, España, Hungría, Polonia, República Checa y Alemania. Ha publicado poemas en Revistas Digitales como Labrapalabra (USA 2016); Ecozone (Inglaterra 2017); y Tintas (Italia 2017). Es autora del libro sobre literatura de viajes, Viaje y Escritura: Viajeros Románticos Chilenos (1992) y del libro Ignacio Domeyko: La Memoria del Exilio (inédito). Sus estudios críticos han aparecido en libros y revistas especializadas como Acta Literaria, Estudios Filológicos, Revista Chilena de Literatura, Viajeras entre dos mundos, Isis Internacional: Mujeres en Acción, Anales de Literatura Chilena, Letras Femeninas, Monographic Review;

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Homenaje a Alejandro de Humboldt; Poética de la Mirada; Viajeros a Latinoamérica y al Caribe. Sus trabajos críticos sobre el tema de los “Viajes” han sido presentados en distintos congresos internacionales (USA, Chile, México, Alemania, Francia, Holanda, España, Italia, Marruecos, China, Lituania). Ha sido presidenta de Cuatro Congresos Internacionales de Poesía Hispana (Sevilla, España 1998; Valdivia, Chile 2001; Pécs, Hungría, 2002; Vancouver, Canadá 2006). Ha sido organizadora y participante de una serie de Recitales y performances de Poesía en su universidad. Ha sido Organizadora del “Primer Congreso Internacional de Poesía, Poética y Literatura de viaje de los Desiertos del mundo” (Parras, México 2008). Es autora de crónicas y relatos de viaje: “Turbulent Times”, en Becoming American. Personal Essays by First Generation Immigrant Women (2000); “Viaje al Tibet” (2006). Ha incursionado en el tema de la Literatura y Derechos Humanos (Milán, Gargano del Garda, Italia 2015 y Michoacán México 2018). Ha creado el primer Seminario interdisciplinario: “Astronomy and Latin America” (HSU 2015) y el primer curso sobre “Hispanic Women” (2017). Ha sido Presidenta de los Congresos internacionales de literatura de viajes “Alexander von Humboldt” (Arcata, California, USA 2001; Veracruz, México 2005; Xi’an, China 2006; Berlín, Alemania 2009; Rabat-Kénitra, Marruecos 2011; Santiago, Chile 2014). Ha sido miembro del Comité Organizador y Científico del “II Congreso Internacional “Alexander von Humboldt” (Morelia, México 2003); del “VI Congreso Humboldt-Bonpland” (París, Francia 2016); y del “IX Congreso Internacional e Interdisciplinario Alexander von Humboldt y Viajeros por Yucatán” (Mérida, México 2018). Es Vicepresidenta del

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“X Congreso Humboldt y los Viajeros desde y hacia España de todos los tiempos” (León, España 2022). Ha sido miembro del Comité Organizador del “I y II Simposios de Libros, Viajes y Viajeros” (Puebla, México 2016 y Oaxaca, México 2017)”; y del “III Symposium Books, Travels and Travelers and the Discourse of Blood” (Sibiu, Romania 2019). Es miembro de Comité Organizador del “IV Simposio Libros, Viajes y Viajeros y el Discurso del Agua” (Flensburg, Alemania 2022). Ha recibido el Premio“2019 Planet Humboldt Fire of Life Award” otorgado por la comunidad científica del Condado de Humboldt en California por su extensa trayectoria de congresos sobre la figura científica y humanística de Alexander von Humboldt alrededor del mundo.

221 "En homenaje a los habitantes-viajeros de California" "In Homage to the inhabitants- travelers of California"

Quiebres en California Quiebres en California Lilianet Brintrup Hertling

Humboldt State University Press publishes high-quality, open-access scholarly, intellectual, and creative works by or in support of our campus community. HSU Press operations and publications support the HSU mission to promote understanding of social, economic, and environmental issues. Lilianet Brintrup Hertling