Cholo Sotil: el amague de la soledad MANUEL BONILLA ROJAS* ¡Échame más ají, sí, dale, a puro macho», vocifera un hombre que permanece oculto bajo una gorra de béisbol, mientras adelanta el plato de plástico con las papas amarillas a medio comer y los restos de un huevo sancochado. Doña Rosario accede y vierte la salsa que inflama gargantas. Agradece con una mueca y hunde la cabeza. Come a grandes bocados, solo mira el ir y venir del tenedor. Los otros comensales, sentados en la banca, procuran no verlo, ahí en el borde. Ahora, apura un choclo tiernito. La doña sigue despachando su chanfainita a sol, con su tallarín más y su papita con huevo. Es la hora de la jamancia, media mañana, y en el mercado Cánepa se permite un descanso para engañar la tripa. El de la gorra le sigue dando curso al segundo choclo, a filo parejo. Alguien se acerca por detrás y le palmea el hombro: «¡Cholo, qué ha sido de tu vida, comparito!». El aludido se levanta, se acomoda, amaga, la gorra cae y le encaja tamaño abrazo. Los gritos de euforia y las carcajadas solo se dan en dos ocasiones peruanísimas: cuando dos compadres se encuentran luego de muchos años, y cuando un mortal anida la de treinta y dos paños en el arco rival y todos gozan con el orgasmo futbolero, el gol. Este «cholo» no podía ocultar su alegría (y los tajos del licor de hace unas horas). Ahí, en el corazón de La Victoria y en el riñón de ese emporio llamado Gamarra, estaba aquel hombre que responde al nombre de Hugo Sotil, El Cholo.

LA GAMBETA NACE EN EL BARRIO El terruño o el barrunto, en todo caso la esquina o la canchita de fútbol, se levantan como las instituciones del imaginario colectivo, del sentir y de la zanja abierta en la molleja popular. Ahí uno se hace macho (cuando no, en otras canchas). Salido de su Ica natal (de ese lecho de grandes pateadores del balón; el cañonero Lolo también venía de esos lares, de Cañete) y arrojado a la monstruosa a punto de su parto social, Hugo Sotil se cuadró a doce pasos de la Rica Vicky y se instaló en el área chica de la canchita de cemento. Allí brilló con regate y habilidad, con quimbosidad de boxeador que no levanta cabeza, como toro que embiste. Paticorto, trinchudo y corajudo. Sin la talla del típico goleador, este Hugo que mojaba en cualquier arco que le pusieran enfrente, jugaba como gigante y empujaba con maña. El cuerpo maceteado, bien plantado y con una melena terca, insolente, que no aguantaba peines. El Cholo se ha sentado con aquel amigo en la banca (no la de los suplentes); algo le dice al oído, como DT orientando al pupilo, «sí, entra y quiero que abras la cancha, juega por ambas bandas y rompe al troncazo ese del central, habla con Drago, ya Cholo, tú mismo eres». La gorra está atrapada entre los gordos dedos de Sotil, el buzo «Lomas» azul marino esconde las piernas cansadas y un polo con publicidad local trasluce una panza descuidada. El Cholo mira el suelo. El amigo lo sujeta por el cuello y lo sacude. Doña Rosario, desde la trastienda de la carpa, le alcanza una cerveza, «ahí está, Quique». La recibe y asiente. Son las once de la mañana y se destapa la primera. Sirve dos vasos. Salud, Cholo. Salud, Enrique.

ECHA MUNI De la pichanguita a primera. En 1968 y con 18, Hugo Sotil moja el chimpún y debuta. Enrique Noriega (Quique en boca de los amigos), dirigente del , que entonces militaba en segunda, lo descubrió. Él lo llevó al equipo, que de la mano del ya reconocido Cholo Sotil subió a primera. Con firma aprendida se inscribe en los anales del club. Viene su meteórica carrera. Su amigo y manager, Quique, lo conducirá hasta que pudo. Pero Hugo Sotil, en el juego como en la vida, era inmarcable, imparable e indomable. Para nadie resultó indiferente la aparición de Sotil. Padrino de la finta pícara con cacha y el pase con chanfle, dueño de la zurda que cosía y descosía cinturas de los defensores contrarios. Al año siguiente, Didí lo convocaba a la selección rojiblanca y en el mundial de México ya zampaba un gol en la valla de Marruecos. Del equipo de la franja roja pasaría a las filas blan-quiazules. El Alianza Lima, de puro sentimiento, era un club de media mampara, redil de la mazamorra racial. Con el Nene Cubillas y comparsa harán diabluras: se había formado el primer rodillo negro, repartiendo goles y fútbol por canchas extranjeras. Partirá en gira por Europa con un equipo remix del Alianza y el Muni, donde caerán vencidos el Bayern de Beckenbauer y el Benfica de Eusebio. Su rostro se conserva intacto, con las inevitables arrugas del tiempo. El orgullo que mostraron todos los jugadores que regresaron ganadores de aquella gira se pierde en el fondo del vaso del Cholo. Quique no lo suelta, le habla de cerca, como en confesión. Ya hay tres chapas regadas en el piso. Son los únicos en la banca. Doña Rosario lava los platos sucios y atestigua. Imposible verle los ojos, se mantiene agachado y balbucea y susurra, como rezando. Quizá no quiere que lo reconozcan, que lo vean al lado de un evidente borracho aunque amigo, que lo vean tomando con ese amigo, que lo vean en la banca de un mercado, que lo vean en su soledad, acaso la tentación de un fracaso eminente. Los goles ya no los cantan.

JODER ¿NO ES EL CHOLO? En 1973, el club español cargaba una sequía de casi catorce años sin saborear una copa. Los azulgrana, en esa temporada y durante tres años más, contaron con la marca registrada del Cholo Sotil, que derramaba habilidad en los predios de la Madre Patria. Y allí vivió y ahí gozó, y fue vitrina y fue aclamado junto a su cómplice y además padrino de su hijo, el mismísimo . Nada le faltó, nada guardó. Era el Cholo ídolo jaranero, a veces guarapero, otras mujeriego, y siempre jugando con maestría siniestra (por la zurda). Se le podía perdonar todo. Y seguía ganando. Como en final de película, en el año 1975 Perú jugaba la hoy llamada Copa América (entonces Sudamericano); el Cholo, recién bajado del avión, jugó el partido final y clavó un señor gol en el arco de Colombia. Campeones y el Cholo Sotil en hombros, en la cumbre. Dicen que de lo bueno poco. Luego del Mundial de Argentina 78, de otra temporada en el equipo de Matute y con solo diez años en el fútbol activo y macho, el Cholo sorprende a todos y cuelga los de toperoles. Dos mundiales, ocho partidos, trescientos cincuenta y cinco minutos jugados, bicampeón con Alianza, de española con el Barsa, campeón con Perú en el Sudamericano y con cinco cervezas para acompañar a Quique. Esos sus números; la que viene, su despedida. Levanta la frente, una barba de pocos días asoma por su mentón siempre lampiño, los ojos vidriosos y la nariz afilada. Quique promete un próximo encuentro, el Cholo lo esquiva y se perfila, sin marca, hacia la avenida. El andar del viejo bailaor, de lado a lado, se prepara, arremete y... extiende la mano. Un taxi se detiene, regatea el precio, sube y se acomoda la casaca. 