11 Emilio Gutiérrez Caba es actor y miembro de una extensa familia de intérpretes cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XIX. Nació en Valladolid durante una gira teatral en 1942, pero se crió en . Dio el salto definitivo a las tablas a principios de la década de los sesenta. Rápidamente tuvo un prometedor arranque en el Nuevo Cine Español con , y algunos de los Nueve Cartas a Berta y La caza uadernos tecmerin c Pasar la espacios televisivos más emblemáticos de los inicios, como Primera Fila o Estudio 1. Ha participado en más de doscientas producciones y ha sido galardonado con dos premios Goya a la mejor interpretación masculina de reparto. También es miembro de Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión (AISGE) desde sus inicios en batería el año 1990. Guion de vida de Helena Galán Fajardo es profesora titular en el Departamento de Periodismo Emilio Gutiérrez Caba y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid y miembro del grupo de investigación TECMERIN. Doctora en Comunicación Audiovisual, co-autora de Historia de los medios de comunicación (Alianza, 2014), El guion de ficción en televi- sión (Síntesis, 2011) y autora de La imagen social de la mujer en las series de ficción (UEX-IMEX, 2006).

Asier Gil Vázquez disfruta de un contrato predoctoral en el Departamento de Helena Galán Fajardo Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid y es miembro del grupo de investigación TECMERIN. Su tesis se centra en la intersección del Asier Gil Vázquez género y la edad en el cine popular español. Helena Galán Fajardo / Asier Gil Vázquez

Pasar la batería cuadernos11 tecmerin 11 Título: Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba Autores: Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

Apoyos: Proyecto I+D+i “Cine y televisión 1986-1995: modernidad y emergencia de la cul- tura global" (CSO2016-78354-P). Ministerio de Economía y Competitividad, Go- bierno de España.

Edición: Grupo de Investigación “Televisión-Cine: memoria, representación e industria” (TECMERIN) de la Universidad Carlos III de Madrid, Getafe. www.tecmerin.es Director de la colección: Manuel Palacio Coordinación editorial: Sagrario Beceiro, Ana Mejón

Copyright: Los autores de los textos y el Grupo de Investigación “Televisión-Cine: memo- ria, representación e industria” (TECMERIN) de la Universidad Carlos III de Madrid.

Año 2017

ISBN: 978-84-697-8174-6 Depósito legal: M-35615-2017 Colección Cuadernos Tecmerin: ISSN: 2387-1016 Maquetación e impresión: 2Color Goherco, S.L. Foto de portada: Marivi Ibarrola

Reconocimiento - NoComercial - SinObraDerivada (by-nc-nd) No se permite un uso comercial de la obra original ni la generación de obras derivadas. cuadernos tecmerin

Pasar la batería 11Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

HELENA GALÁN FAJARDO ASIER GIL VÁZQUEZ Índice Págs.

Cuadernos Tecmerin, Manuel Palacio ...... 9 Emilio Gutiérrez Caba: La magia generosa, Fernando Neira ...... 11 Introducción, Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez ...... 13

Árbol genealógico ...... 15 Vocación, talento y aprendizaje. Tras la pista de una familia de intérpretes ...... 17 Emilio Gutiérrez Caba: recuerdos de infancia y juventud (1942-1962) ...... 35 La televisión en directo y el Nuevo Cine Es- pañol (1963-1975) ...... 49

Llegaron los cambios (1976-1982) ...... 83 La “Ley Miró”, la creación de AISGE y las televisiones privadas (1983-1999) ...... 99 La comunidad y la noche de los Goya (2000- 2016) ...... 117

La continuación de una saga ...... 125 7 CUADERNOS TECMERIN Manuel Palacio

El Grupo de Investigación “Televisión-Cine: memoria, representación e industria (TECMERIN)” fue fundado en 2006 en el seno de la Universidad Carlos III de Madrid. El grupo, integrado por docentes e investigadores del Área de Comunicación Audiovisual, ha buscado a lo largo de estos años profundizar en aspectos poco desarrollados por las metodologías de análisis del audiovisual en España en aspectos tan diversos como los estudios televisivos y fílmicos, la economía política, la geopolítica del audiovisual, las representaciones sociales y las tecnologías de la imagen. La colección Cuadernos Tecmerin supone un nuevo paso adelante para el grupo de investigación, que cuenta así con su propio espacio editorial para la publicación de los resultados de las diferentes líneas de investigación desarrolladas en el seno del grupo. Además, esta colección adopta una formal dual, siendo editada en papel y como libro electrónico disponible en la página web del grupo (www.tecmerin.es). El ímpetu para los primeros volúmenes que van a integrar la colección nace del interés del grupo en el concepto historiográfico de lo que se conoce internacionalmente como History from Below. De esta manera, los Cuadernos Tecmerin se conciben como una serie de trabajos en los que toman la palabra aquellos y aquellas cuya voz habitualmente no se escucha cuando se elaboran los relatos históricos hegemónicos, en la certeza que proporcionan nuevas maneras de entender el pasado y la memoria. Creemos con ello mantener (y restituir) la memoria y la identidad audiovisual de nuestro país a través de las fuentes y testimonios orales.

Manuel Palacio, Director de la colección Cuadernos Tecmerin.

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EMIlIO GUTIéRREz CABA: lA MAGIA GENEROSA Fernando Neira

Emilio empieza por E de entusiasmo. Su importancia en la his- toria del cine español (en la de la interpretación en España) es tan descomunal y abrumadora, cincuenta y tantos años después de sus primeras andanzas, que podríamos hoy tenerle por un escéptico in- curable, o un desencantado, o un veterano que se dosifica para con- vertir cada una de sus apariciones en un enigma insospechado, en una circunstancia excepcional. Y sí, Emilio Gutiérrez-Caba es un hombre excepcional, por sabiduría y bagaje (¡Nueve cartas a Berta!), pero nada escurridizo. Más bien al contrario: Emilio es pa- sión volcánica. Un artista que podría dar lecciones magistrales sobre interpretación, pero se coloca a ras con su interlocutor para sumer- girse en tertulias doctas y amenas. De esas para las que él dispondría siempre de suficiente argumentario hasta la siguiente amanecida.

Desde que es consejero de AISGE y patrono de la Fundación AISGE, su cabeza solo conoce el modo perpetuum mobile a la hora de contribuir a la difusión y conocimiento de nuestro acervo cultural. Hace poco nos lo encontramos prologando un volumen en torno a Ricardo Calvo Agostí, uno de esos actores esenciales del siglo XX sobre el que resultaría ignominioso que cayera el manto del olvido. Y en las últimas cuatro temporadas ha hilvanado otros tantos ciclos temáticos de cine en la sede madrileña de la Fundación (Ruiz de Alarcón, 11) en torno a Cine y I Guerra Mundial, Cine y Derecho, Cine y Danza y La Mujer y el Cine. Él se encarga de escoger los lar- gometrajes, irreprochables ejemplos de buen hacer en el cine anglo- sajón y español; a veces míticos, otras, necesitados de una revisión siempre merecida. Él presenta en persona las películas y se brinda al debate con los asistentes, generoso y sin limitaciones. Y a él le hemos visto incrementar en cada tertulia esa admiración genuina que despierta: cinéfilo de corazón, amante documentadísimo de la

11 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

historia y dueño de una memoria envidiable, el pequeño de los her- manos Gutiérrez Caba constituye una garantía de amenidad.

Así las cosas, Emilio no es solo uno de los principales activos (o activos en activo) del cine español, sino un tesoro de la divulgación y la empatía. Ya lo ven, empatía: otra letra E que nos atañe. Sobre el vallisoletano podríamos aportar aquí una larga lista de premios, reconocimientos y condecoraciones que avalan su lugar señero en nuestras pantallas. Pero nos lo vamos a ahorrar: ese palmarés resul- taría monótono, de puro exhaustivo; podrán encontrarlo con una sencilla búsqueda en su terminal y, sobre todo, no basta para perfilar al EGC que conocemos. Preferimos encontrarnos a Emilio en un viejo cine de Madrid, a finales de enero de 2017, en el trance de re- coger la Medalla del CEC por el conjunto de su trayectoria. Podrí- amos imaginarle sereno, templado por la honda sapiencia, conocedor del aplauso en cientos de escenarios. Pero a nuestro pro- tagonista se le entrecortaba la voz temblorosa cuando quiso pronun- ciar las siguientes palabras: “Me he entregado a las emociones y palabras de otros, y ha valido la pena. Aunque haya renunciado a muchas cosas, también he llenado de magia muchos días de mi vida”

En efecto, él sabe mejor que nadie en qué consiste esa magia ge- nerosa. La magia de quien, de alguna manera, optó por consagrar su vida a los demás.

Fernando Neira es periodista cultural y director de Comunicación de la Fundación AISGE

12 INTRODUCCIÓN Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

“Cuando veamos que de nuevo se aprecia y recompensa a los actores que llevan al escenario o a la pantalla generosi- dad, deseo, vida orgánica, acciones ejecutadas libremente - sin deseo de recompensa ni miedo a la censura o a la incomprensión- tendremos una de las primeras señales de nuestra época introvertida y desdichada ha comenzado a cambiar, y que volveremos a tener el anhelo y la disposición de contemplarnos a nosotros mismos”.

David Mamet

En su infancia a Emilio le fascinaban los trenes, hecho bastante habitual en los niños. Asomaba la cabeza por la ventanilla para medir la distancia hasta la luz y, de ese modo, calcular la longitud. Su madre, hecho bastante habitual en las madres, le advertía que tuviese cuidado no le fuese a entrar gravilla en los ojos o se fuese a lastimar con algún saliente. Pero Emilio, atento a sus cálculos, ya empezaba a apuntar un carácter curioso y entusiasta. Nuestra primera toma de contacto con él tiene lugar en febrero de 2017. Tras un rotundo “sí, quiero” por su parte comenzamos a trabajar, visionando las más de doscientas películas y series de televisión en las que ha actuado. Semanas después quedamos en una cafetería cercana a su casa a la que suele acudir con asiduidad; una cafetería de barrio con olor a café recién hecho, tostadas con mantequilla y un constante rumor de fondo que no es otro que el de la canción del verano y las tertulias de televisión. Lo primero que pensamos es que quizás no sea el mejor lugar para llevar a cabo una entrevista, pero decidimos dar prioridad al hecho de que se sienta cómodo. Y así parece por el modo en que saluda a los camareros y el respeto y cercanía con que ellos se dirigen hacia él como “Don Emilio”. Nos cuenta que, en su familia,

13 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

lo de ser actor ha sido una forma de ganarse la vida más allá de una gran pasión, quizás eso explique que se encuentre más a gusto paseando por su barrio que por los photocall. Llega puntual. Viste un polo de sport, una bonita sonrisa y excelentes modales. Las primeras cuatro horas se nos van en hablar de los antepasados; su árbol genealógico abarca por lo menos un siglo, que se dice pronto. Cuando le comentamos lo absortos que nos tiene con su privilegiada memoria, nos confiesa que él también está escribiendo un libro sobre su familia, enfocado especialmente en el mundo del teatro. Hablamos del talento y nos menciona el don que tienen algunos intérpretes para “pasar la batería” o las candilejas, esto es, la línea de luces al borde del escenario. Bien sea con su presencia, sus movimientos o una simple acción, consiguen tejer un hilo invisible con los espectadores, de tal manera que no puedan apartar la mirada. Utiliza como ejemplo la película Amadeus en la que joven Mozart consigue hipnotizar a los oyentes mediante una interpretación palpitante mientras Sallieri, a pesar de ser técnicamente perfecto, resulta frío y mecánico. Nos gusta tanto el término, no solo por su significado sino también por la extrañeza que genera, que decidimos elegirlo como título para el libro. A lo largo de estas páginas y a través de su voz, tan prolija en fechas y detalles, trazamos el itinerario de una saga de intérpretes esenciales en la historia del teatro, el cine y la televisión en España, donde las mujeres, grandes actrices, han tenido un rol primordial. Porque en la familia de Emilio ha habido de todo: un enorme talento, pero también trabajo, mucho trabajo. Su trayectoria profesional es tan extensa y sobresaliente que resulta imposible sintetizarla en estas páginas, por eso optamos por centrarnos en sus inicios y consolidación como actor de prestigio. Agradecemos desde aquí la cordialidad y excelente disposición que ha tenido con nosotros durante todo el proceso. Nos quedamos con la mirada entusiasta de un actor que sigue ilusionándose por los nuevos proyectos, sin sucumbir a las peligrosas trampas de la nostalgia.

Getafe, 15 de diciembre de 2017 14

VOCACIÓN, TAlENTO Y APRENDIzAJE. TRAS lA PISTA DE UNA FAMIlIA DE INTéRPRETES

Desde hace años vienes trabajando en un libro sobre tu historia fa- miliar. ¿Cuándo y por qué se te ocurrió la idea? La recopilación de datos comenzó en el año 1978, el porqué es di- fícil de precisar. Decidir qué información queremos que permanezca en la memoria de los demás es una cuestión muy subjetiva. A veces, ante el fallecimiento de un determinado artista o intérprete, su familia, por un concepto de pseudointimidad, destruye toda la corresponden- cia, con lo cual las fuentes de conocimiento se pierden. Pienso que es importante recoger el legado porque al final, y como decía Fernando Fernán Gómez, lo único que nos quedan son los recuerdos.

¿Cómo empezaste a tirar de la madeja? Yo era un profano en la materia de investigación así que co- mencé sacando títulos en unas hojas muy primarias y, a partir de ese momento, fui buscando en las revistas que había en mi casa, en mis álbumes, etc. Cuando la informática empezó a formar parte de mi vida, decidí hacerme una base de datos, pero… ¿cómo se hace una base de datos? Podía ser enorme. Entonces me decanté por una muy escueta que no tuviera nada más que el título de la función y el personaje. Continué ampliándola, buscando en hemerotecas, en bibliotecas, archivos, entrando en un mundo que yo desconocía: el mundo de las signaturas, de un funcionario que te ayuda, otro que no, y todo tipo de sorpresas por el camino: descuidos, cambios, ocultación o destrucción de documentos… Recuerdo que me dije: “de mi bisabuelo no voy a encontrar nada” y, al llegar a Navajas, su pueblo de origen, encontré su partida de bautismo. Fue cuando pensé que si había hallado aquella información era evidente que también podía encontrar datos sobre mi tía-abuela Leocadia, la hija de este señor.

17 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

¿Y no fue así? No. Al ir a buscar su partida de bautismo a una iglesia en Valen- cia, la ciudad donde nació, resultó que se habían quemado los ar- chivos en una de las revoluciones, aunque el sacerdote no me supo especificar en cuál.

A las dificultades ocasionadas por la distancia temporal habría que añadir otros inconvenientes, ya que la gente del teatro rara vez per- manecía en un punto fijo con giras que incluso llegaban a Latino- américa. Ese fue otro de los problemas. Para conseguir algunos datos debía viajar a Santiago de Chile o a Buenos Aires y suponía un dineral, pero mira por dónde me surgió la oportunidad de hacer dos películas en ambos países, lo que me sirvió para cubrir los datos que faltaban. Fue una bendición.

¿Qué dos películas? La primera fue Francisco-El padre Jorge (2015). Había un hueco importante que rellenar que eran las temporadas que mi abuela había hecho en Buenos Aires, desde 1896 hasta 1902, así que cuando me propusieron rodar la película les dije que sí, pero que quería estar allí cinco días. Aceptaron y tuve la oportunidad de ir a la Biblioteca Nacional para completar los datos, tanto de mi abuela como de mi tía-abuela. La hemeroteca no estaba digitalizada, pero conseguí ha- cerlo. Al año siguiente tuve otra magnífica oportunidad cuando me llamaron para hacer Neruda (2016), de Pablo Larraín, en Santiago de Chile, donde mi abuela estuvo actuando durante una temporada. Así que volví a pedir las mismas condiciones y estuve allí cinco días.

¿Cómo te han ayudado tus hermanas en la recopilación de todos estos datos? Irene me contó muchas anécdotas del pasado familiar y también le pedí que me rellenara unas hojas con sus actuaciones y sus giras

18 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez que no llegó a completar, ella que era tan organizada y metódica… Eso me ha creado un vacío de información bastante grave porque hay cosas de Irene que no tengo registradas y que no sé dónde en- contrar. Si lo hubiera hecho como Julia me habría venido muy bien.

Vayamos entonces con la historia familiar: ¿quién inició la vena in- terpretativa y cuándo? Mi bisabuelo Pascual Alba. Sus padres eran labradores y natura- les de Paterna en Valencia. ¿Por qué estaban en Navajas cuando nació en mayo de 1843? Probablemente hubo una epidemia de có- lera y se fueron hasta allí porque era un sitio de aguas medicinales, pero esto son solo hipótesis. Lo que sí he podido averiguar a través de su partida de bautismo es que tuvo una hermana que se llamaba Juana Alba y que esa rama familiar no tuvo nada que ver con la in- terpretación. La primera prueba documental que tengo de su exis- tencia como actor es un programa de teatro de diciembre de 1869, de Sevilla, donde formaba parte de una compañía bastante conocida en Madrid: la de José Mata y Enriqueta Lirón, aunque es probable que él estuviera allí antes de esa fecha. Con el tiempo se convirtió en actor secundario que se dedicaba a la gerencia de compañías y de teatros como el Principal de Alicante, pero las dos veces que he estado en Sevilla intentando recabar datos en la hemeroteca muni- cipal, no lo he conseguido.

Pasados unos años, tu bisabuelo se casó con Irene Abad. ¿Ella tam- bién era actriz? No, en el censo de Valencia figura como costurera. Vivía con la tía de Pascual y era de Alcoy, un año o dos mayor que él. Tuvieron varios hijos. Primero, una niña que murió con un año y que se lla- maba Antonia, en honor a la madre de él. Esa fue la primera sorpresa que me llevé en Valencia. Luego nació Leocadia, que siempre habí- amos creído que era la primera, en 1866 y, más tarde, tuvieron un varón, José Alba. La última fue Irene, mi abuela, que nació en 1873, en Madrid, al igual que su hermano. Vinieron porque mi abuela tenía

19 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

un tío que era herbólogo y vivía en la calle de la Fé, en el barrio de Lavapiés.

A la interpretación solo se dedicaron las dos hijas, Irene y Leocadia Alba. Sí. José se dedicó a la carrera militar, algo habitual en los varones porque era una profesión segura y daba cierto prestigio, aunque tam- bién hizo sus pinitos literarios. Editó cosas interesantes, entre ellas Historia sintética de Madrid que los bibliófilos estiman mucho… hasta guardo los manuscritos y la historia de 1944; y, como autor teatral, escribió dos funciones malísimas en colaboración con mi abuelo.

¿Quién fue la primera de sus hijas en actuar de forma profesional? Leocadia, que ya había interpretado algunos papelitos en funcio- nes de Semana Santa y Navidad como la pasión de Cristo y el naci- miento de Jesús. En aquella época las mujeres tenían muy complicado trabajar, pero el hecho de que su padre estuviese en una compañía donde era el alma mater, lo que quiere decir gerente y al mismo tiempo “barba”, las benefició. Seguramente las quiso intro- ducir en el mundo del teatro por necesidades económicas.

Explícanos eso de “barba” … Es un apelativo que se utilizaba en el teatro para denominar a los que utilizaban barbas postizas para caracterizar a los personajes. A veces en los programas del siglo XIX te encuentras con “primer barba”, “segundo barba”, etc. dependiendo de la categoría y del papel de “barba” que hicieran.

Irene y Leocadia, las hermanas Alba, fueron las primeras mujeres de la saga en hacer cine. La primera fue Irene, en una película que se rodó en el año 1923: Alma de Dios, una adaptación de la obra de Carlos Arniches, del mismo nombre. Hay una copia restaurada en la Filmoteca de Zara-

20 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez goza que no tiene el metraje completo original. Aparece con Juan Bonafé, con quien formaba compañía de teatro. Ellos a su vez eran co-protagonistas junto a una actriz de la época: Elisa Ruiz Romero, “la Romerito”, una mujer bastante guapa. También rodó Los Gra- nujas (1924) al año siguiente.

¿Y Leocadia sólo trabajó en El genio alegre (1939)? Y en otra de la que solo conservo algunos fotogramas, una pelí- cula que se hizo con personajes históricos en 1927 o 1928 en la que aparecía mucha gente. Es probable que hiciese una pequeña inter- vención, pero lo pongo entre interrogaciones porque tengo dudas.

Una película con problemas a raíz de la guerra… Sí, aunque se estrenó después. La protagonista era Rosita Díaz Gimeno, una actriz muy conocida en 1936 en España, que estaba muy vinculada al hijo de Juan Negrín, por lo que la eliminaron del reparto —a ella y a Edmundo Barbero—. Esto hizo que, en los títu- los de crédito, a mi tía Leocadia le dieran un protagonismo que en realidad no tenía porque aparecía solo en una secuencia. En la pelí- cula trabajaba Fernando Fernández de Córdoba, el que hizo que de- tuvieran a Rosita Díaz Gimeno. Al final la canjearon por no sé quién del bando rebelde, la pusieron en la frontera francesa y se fue a Es- tados Unidos con el hijo de Juan Negrín, que era neurocirujano.

¿Y cómo se conocieron tus abuelos? En una compañía de zarzuela. Cuando su hermana Leocadia y su padre volvieron de una gira por Argentina, a la que habían ido en 1885, mi abuela Irene había comenzado a trabajar. En el verano de 1887 entró a formar parte de un reparto en el Teatro Maravillas, ubi- cado en el mismo lugar donde está hoy. En esa compañía estaba mi abuelo, Manuel Caba. Entonces iniciaron una relación hasta que se casaron en 1896 cuando ya había fallecido mi bisabuelo. Tuvieron cinco hijos: la primera fue Carmen (1898) que murió en 1902, mi madre Irene (1899), Manuel (1901), Julia (1902) y Josefa (1914).

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¿Y sólo Irene y Julia se dedicaron a la interpretación? Josefa también, aunque de una manera marginal. Además, murió joven, en noviembre de 1930, un mes después que mi abuela. Un año duro para la familia.

¿Cuándo debutaron? Mi madre debutó en el teatro Cervantes de Madrid en 1915. Tenía en ese momento 16 años aunque, como era alta y espigada, parecía mayor. Y luego, en el año 1920 o 1921 debutó mi tía Julia.

¿Y tus padres? ¿Cuándo coincidieron por primera vez? Mi padre, que cantaba poco, pero bailaba algo, había estado ha- ciendo fundamentalmente lo que se podría llamar “comedia musi- cal” en el Teatro Apolo de Madrid. Cuando la abandonó, entró en la compañía del Teatro de la Comedia en la que estaba mi abuela; la admiraba mucho como actriz y se hizo novio de mi madre a partir del año 1921 o 1922, hasta que se casaron en 1926, se fueron a París y, cuando regresaron, le contaron a mi abuela lo maravilloso que era, y entonces la familia entera viajó a París. Guardo en casa una fotografía muy grande de la compañía Alba-Bonafé en la que apa- recen parejas que, al cabo de los años, se convirtieron en matrimo- nios, como Rafael Rivelles y María Fernanda Ladrón de Guevara o mis padres.

Unos años más tarde nacieron tus hermanas Irene y Julia. ¿Cómo fue su infancia? Fue una niñez normal y feliz hasta 1936, a pesar del problema que ocurrió a raíz de la muerte de mi abuela, en 1930; un problema económico, aparte del familiar. Su infancia, en alguna medida, guarda paralelismo con la biografía de Fernando Fernán Gómez por el tipo de viajes que hacían. Nunca hablaron mal de aquella época, jugaban mucho y se llevaban excelentemente. Se llevaron bien toda la vida.

22 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

¿Cómo eran sus juegos? ¿Enredaban con los disfraces de los baúles de tus padres? Sí. A la que le gustaba disfrazarse era a Irene que, por lo visto, era la que mandaba. Ella iba de princesa y Julia de príncipe o de paje, por lo que le tocaba llevar a Irene sobre una alfombra, salu- dando. Hasta que un día Julia tiró fuerte de la alfombra e Irene se cayó y se pegó un buen golpe en la cabeza.

Si jugaban tanto con los disfraces de tus padres, imagino que el des- cubrimiento de los Reyes Magos sería un poco diferente en tu fami- lia… Claro. Sabían que los Reyes Magos de las cabalgatas no eran los de verdad porque, cuando los veían en el desfile, decían: “¿cómo van a ser los Reyes Magos si van con la misma peluca y barba que nuestro padre?”.

¿Fuisteis los tres al mismo colegio? Sí, al Colegio Hispano-Francés. Ellas prácticamente no tuvieron estudios superiores, entre otras cosas porque la guerra cortó todo eso y porque en aquella época las mujeres de clase media no tenían acceso a un nivel de formación superior, salvo en muy contadas oportunidades. Además, mi madre creía, con criterio, que sus hijas se iban a dedicar al teatro.

Tu madre, Irene Caba Alba, dio el salto al cine durante la II Repú- blica en títulos de gran éxito popular. ¿Te habló alguna vez de esas películas? Trabajó en El bailarín y el trabajador (1936), Madre alegría… (1937). Después hizo Nuestro Culpable en 1938, que es una película muy curiosa, la verdad, un musical anticapitalista hecho por los anarquistas. Sin embargo, mi madre no contaba nada sobre estos ro- dajes. Esas películas pertenecen a un periodo históricamente silen- cioso de la posguerra.

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¿Estaba tu familia en Madrid durante la guerra civil? Sí. Cuando estalló la rebelión militar en julio se suspendió la ac- tividad teatral, al menos en Madrid, y no se reanudó hasta marzo de 1937. No sé cómo sobrevivieron esos meses porque no tenían aho- rros. Mi padre tenía treinta y nueve años y mi madre treinta y ocho. Mi padre intervino en todas las revistas que se hicieron en el Reina Victoria desde 1937 a 1939 y mi madre volvió a trabajar en el Teatro Infanta Beatriz que durante la República se llamaba simplemente “el Beatriz”. Después se reincorporó al Teatro Reina Victoria al que durante la guerra llamaron el Joaquín Dicenta.

Y, más allá de lo profesional, ¿cómo les afectó en su día a día? Mi padre pesaba setenta y tantos kilos cuando empezó la guerra y terminó pesando cuarenta y cinco, así que te lo puedes imaginar. La pérdida de peso fue fundamentalmente por hambre, claro, y eso le produjo una distonía neurovegetativa, una depresión nerviosa. Mi tía Julia dejó de trabajar, se había casado con mi tío Manuel San Román en 1935, quedó embarazada y tuvo un niño que murió a los pocos meses y del que no habló nunca.

Tus hermanas debieron quedarse impresionadas. Eran solo unas niñas… Además, los años de guerra para ellas fueron muy duros porque tenían que bajar a los refugios. Vivían en la Calle Mayor que la ar- tillería franquista empezó a bombardear en noviembre del 36, y tu- vieron que trasladarse al barrio de Salamanca, que no era zona de guerra sino algo así como una zona de exclusión de bombardeos pues estaban conservando la propiedad, digamos noble, de Madrid. Cuando acabó la guerra la situación no era nada fácil, y menos para unas adolescentes como ellas.

¿Cómo cambió la situación laboral para tus padres y para tu tía? Estaban todos en una situación muy precaria porque, en Madrid, las escaseces eran bastante graves. Es una época muy complicada

24 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez de estudiar, faltan muchos datos. Además, a partir del 1 de abril de 1939, los periódicos, que habían sido tan ricos en información, se volvieron escuetos en noticias teatrales y en carteleras. En el verano del 39 mi madre fue a Italia a rodar Santa Rogelia (1940), Lluvia de millones (1940) y El nacimiento de Salomé (1940) y se llevó a mis hermanas. Y, cuando Italia parecía que iba a entrar en guerra, regre- saron. Tengo incluso controlados los vuelos en los que fueron, con una compañía aérea que se llamaba Ala Littoria, que operaba hidro- aviones que salían desde Barcelona y cubrían la ruta Mallorca-Bar- celona-Puerto de Ostia, aterrizaban allí y se trasladaban luego a Roma.

Por aquellos años tu padre también empezó a hacer cine. Mi padre hizo algunas películas como Los cuatro Robinsones en 1939, aunque hizo poco cine, pero sí mucho teatro. Fue un buen actor. Se defendía muy bien en los personajes de característico y tra- bajaba en el Infanta Isabel, donde mi madre era la gran caracterís- tica. Ahí estaba Isabel Garcés, que además era la primera actriz absoluta, y que estuvo interpretando a mujeres jóvenes y atractivas hasta los cincuenta y tres años. Por eso, en la profesión, le llamaban “Isabuelita” Garcés.

Casualmente Isabel Garcés ha pasado a la posterioridad por ser la abuelita que acompañaba a Marisol y a las demás niñas prodigio. Sí, además en aquellos años ella despreciaba el cine. A menudo, exclamaba: “¡Todo el día haciendo cine y después llegan ustedes cansados!”. Lo mismo que su marido, el inefable Arturo Serrano. Cuando mi madre le decía: “Don Arturo, que voy a hacer una pelí- cula, que me han llamado”, él respondía: “eso del cine es una estu- pidez ¿por qué lo hace usted?”, y ella le repetía que tenía que ganar dinero. La verdad es que lo que les pagaban tampoco era para tirar cohetes.

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En los años 40 tu tía Julia empezó a aparecer en algunas películas. ¿Cómo entró en el mundo del cine? Con una compañía que se formó en el Teatro Lara en 1946, en la que estaba con grandes figuras de la época como Ana Mariscal, creo que y otras muy conocidas como Conchita Montes. Los directores eran Ladislao Vajda y Edgar Neville, que fue el que contrató a mi tía para hacer El crimen de la calle de Bordadores (1946). Tanto mi tía, como mi madre o mi hermana Julia, fueron siempre muy precavidas, por eso mi tía le dijo a Neville: “bueno, usted me hace una prueba, pero si no sirvo, no hago la película”. Hizo la prueba y le gustó tanto que la contrató para interpretar a una reclusa y, a partir de ese momento, la empezó a llamar con frecuencia.

No sólo la empezó a llamar él… Trabajó con muchos. Hacía pequeñas intervenciones, aunque an- tológicas, con directores como José Luis Sáenz de Heredia, Rafael Gil y Luis Lucía, que la reclamaban constantemente. Además, como mi madre estuvo de gira fuera de Madrid en 1950 y 1951, los direc- tores recurrían a mi tía Julia o a Milagros Leal. Al final, llegó a hacer más de cien películas, aunque cuando más cine rodó fue entre 1946 y 1957, pero no era tan conocida como podía ser Manolo Morán o Pepe Isbert en ese momento.

En muchos de los títulos en los que aparecía tu tía, también traba- jaba su marido Manuel San Román. Yo creo que mi tío era muy flojo como actor. Era muy vocacional, pero, en relación a mi padre, no había ni punto de comparación. Eran como la noche y el día. Eso sí, era un hombre muy afable que con- taba chistes, unos chistes malísimos. Yo creo que mi tía tenía celos de él porque era muy simpático, muy galante con las mujeres y muy extrovertido. Y claro, mi tía que era bajita y feílla tenía miedo de que pudiera estar con otra, algo bastante común en esa época. Yo me acuerdo, por ejemplo, de una actriz muy conocida que montaba unos numeritos a su marido…

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¿Qué tipo de numeritos? Trabajaba en la compañía de mis padres, en el Infanta Isabel, yo tendría diez u once años. En verano coincidían en San Sebastián las compañías de teatro y las compañías de revista. Este señor, su ma- rido, había hecho revista de joven e iba al Principal de San Sebastian a hablar con los amigos y, cuando volvía a hacer la función por la tarde y su mujer estaba en el camerino, ella le increpaba: “¿Qué? ¿A que has estado viendo a las vedettes? Seguro que has estado con alguna”. Y él, que era un pedazo de pan: “pero mujer, qué va… Cómo voy a estar yo…” y ella, otra vez: “Sí, sí, tú has sido siempre muy mujeriego”. Todo esto a voz en grito en el teatro que tenía como una especie de corrala donde estaban los camerinos. Además, había que ver al personaje… ¡Como para ser un seductor…! Era un tipo muy megalómano. Se montaba unas películas tremendas sobre lo que había sido en la vida. Sin embargo era encantador, porque no era malicioso. Me acuerdo un día que comentó que cuando el ballet de Nijinsky estuvo en el Teatro Real, se puso malo un bailarín del conjunto y que, como él era bailarín, le pidieron que si no le impor- taría sustituirle. Llegaba a los casos más insólitos: en esa época le había dado con que el griego era muy fácil de pronunciar porque no tenía acentos ni musicalidad, algo que era totalmente falso, y siem- pre llevaba encima una especie de manual de griego. Un día mis pa- dres iban con él y se encontraron con una amiga de Madrid en la entrada del Teatro Príncipe de San Sebastián, y les presentaron: “mire, doña Manolita, le voy a presentar a un compañero nuestro de teatro”, y va el tío y delante de todos se presentó como Catedrático de griego.

¿Y por qué crees que lo hacía? Eran sus pequeños apoyos de plusvalía. Visto desde hoy en día y desde la perspectiva que los años te dan, me produce una enorme ternura. Ahora comprendo muchas cosas porque yo no lo pasé tan mal como lo debieron de pasar ellos. Por ejemplo, el hecho de no poder decir “soy actor” si se encontraban a alguien por la calle y

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tener que añadir algo más para que les concediesen más categoría social.

Volviendo a los personajes característicos que representaba tu madre en la compañía del Infanta Isabel, podemos decir que esos papeles en tu familia fueron la norma, especialmente en el caso de las mujeres, que han seguido una línea de trabajo como actrices de reparto. ¿Eran lo que en argot teatral se llama “actrices de carác- ter”? Sí. Es el caso de mi tía Leocadia, mi tía Julia y mi madre. Por ejemplo, mi tía abuela Leocadia era muy feíta y su hermana Irene, mi abuela, era muy guapa. Hay retratos de antes de casarse con mi abuelo y era realmente bella. En aquellos años todos los críticos pi- carones de Granada y Sevilla, cada vez que iban las hermanas Alba de gira, escribían que Leocadia era una magnífica cantante y de mi abuela siempre ponderaban su belleza, aunque de la voz no decían nada porque no cantaba igual que su hermana.

Tu tía Julia aseguraba en una entrevista que había sido siempre “tan feíta y tan poquita cosa” que no hizo nunca un papel de pri- mera actriz. ¿Le dolía esa situación? No creo, además sí que fue protagonista de un programa de tele- visión que se llamaba Los pajaritos (1974) y antes había intervenido de co-protagonista en algunas películas: Maribel y la extraña familia (1960), en teatro y después en cine; también en Las aventuras de Juan Lucas (1949) interpretando a una extraña especie de guerri- llera, una gitana que se llamaba “la médica”.

Pero en esta última el protagonista indudable era Fernando Rey. Precisamente con el personaje de Fernando Rey queda claro el tema que estamos hablando de adecuación del físico al papel. Ahí hacía de un muchacho, una especie de bandolero con un puntito ca- nalla que, de pronto, se enamoraba de la hija del marqués. Pero Fer- nando no tenía pinta de muchacho, nunca la tuvo. Era como un

28 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez hombre mayor y no era creíble que le dijesen: “muchacho, agárrame el caballo”, deberían decirle: “don Fernando, agárreme usted el ca- ballo”. De Juan Lucas hubiera estado mejor Jorge Mistral, porque Fernando era un caballero, un hombre muy elegante y vestido de bandolero no quedaba bien. No le pegaba ni con cola el personaje.

Ahora que mencionas la edad, ¿comenzaban desde jóvenes como actrices de carácter o era algo que se iba forjando con el tiempo? En el caso de mi madre, sí. Cuando mi abuela se retiró, mi madre pasó a hacer sus personajes porque era alta, desgarbada y había te- nido una lesión en la espalda por lo que caminaba un poco encor- vada. Mi tía, en cambio, empezó haciendo niñas bien hasta que después de la guerra derivó hacia un tipo de personajes caracterís- ticos.

¿Tiraban de baúl para componer los personajes? Sí, tenían unos baúles llenos de accesorios a los que, por desgra- cia, he perdido la pista. Mi padre tenía uno lleno de pelucas, de bi- gotes, de barbas y otro con diferentes calzados, cosas insólitas porque en ese momento la compañía nunca se hacía cargo del vestuario, lo tenías que tener tú. Por lo tanto, eso significaba disponer de una es- pecie de guardarropía teatral en tu casa; tenías que tener trajes para según qué cosas, por ejemplo, para el Tenorio. En el caso del cine sí les proporcionaban vestuario, pero solían aportar sus propios acce- sorios. Si tenían que hacer de portera, por ejemplo, le decían al di- rector que tenían un mandil de no sé qué y se lo llevaban, éste daba el visto bueno y se lo ponían en el rodaje. Todo lo que eran pendien- tes, pulseras, anillos, impertinentes, gafas, etc. lo llevaban ellas.

Imagino que sabrían qué accesorios funcionaban, al existir en tea- tro un contacto directo con el público. Claro, esa podría ser una de las vías. Sabían que había una compo- sición que el público reconocía muy bien. Ahora, la gente no tiene nin- gún punto de referencia y, cuando sale alguien a escena, uno se

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pregunta por qué sale así vestido. Esa especie de desorientación que se da entre los personajes y el público no existía antes, por ejemplo, en el siglo XVII, cuando los personajes iban de verde eso quería decir que eran malos, con lo cual la gente tenía la primera pista. Si mi tía Julia hacía de criada, por ejemplo, nunca vestía a sus personajes con alhajas ni nada parecido. Ahora, si salía de señora rica como en Aero- puerto (1953), lo hacía muy tildada y muy fina. Mi madre también si- guió ese camino.

¿Encajaban estos personajes dentro de los cánones oficiales de fe- minidad? No, porque la perfecta esposa tenía que ser primera actriz. La “buena hembra” siempre era muy sumisa, joven, casada y sufrida. Maruchi Fresno, por ejemplo, es un gran prototipo de sufridora. Las clases populares o no tan populares, me refiero a los personajes se- cundarios en general, podían permitirse esas libertades. En Aero- puerto, mi tía controlaba mucho a Juanito Vázquez porque hacía el papel de mandona, una tipa imposible. En La ironía del dinero (1957) era mi madre la que pegaba a Antonio Vico, un excelentísimo actor con un físico muy adecuado para hacer de hombres tímidos.

Regresando a la vida cotidiana y profesional de tus padres, ¿qué relación tenían con otras sagas de intérpretes? Era difícil mantener una relación. Hay que tener en cuenta que el hecho de trabajar tarde y noche, incluso de ensayar, les impedía mantener contactos personales. Se veían en los cafés, en las tertulias y en los rodajes. Yo recuerdo que en mi casa mi familia llegaba del teatro, cenaba rápidamente y se volvía al teatro, con lo cual yo me quedaba solo a las diez y media de la noche y la única vez que po- díamos cenar juntos era el día de Nochebuena. Ese día se abría un comedor de mi casa, en el que hacía un frío espantoso, e invitaban a algún miembro de la compañía del Infanta Isabel que no pudiera trasladarse con su familia o que estuviera soltera o soltero, para que la pasase en nuestra casa. Y para mí que hubiera un extraño en casa era toda una fiesta. 30 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

En muchos de esos rodajes coincidieron con las hermanas Muñoz Sampedro, otra de las grandes sagas. Por lo que se cuenta de ellas eran bastante divertidas… Sí, ¡muy divertidas! Hay una anécdota con Guadalupe. El autor estaba terminando de leer la función a la compañía entera y, al con- cluir, Guadalupe que tenía su propia compañía, dijo: “pues a ver si esta obra tiene mucho éxito, ganamos mucho dinero y puedo formar una buena compañía”. No se daba cuenta. Eran despistes. A Guada- lupe la conocí porque mi hermana Irene estuvo precisamente allí y recuerdo que se pasaba todo el día: “oi, hijito”, esas cosas que decía en cine. Lo más divertido era cuando hacían teatro juntas. Una vez Matilde y Guadalupe, o Mercedes, no recuerdo quién, se pusieron a hablar encima del escenario, en una de las escenas: “que te toca a ti…”, “no, que te toca a ti…”, “que eres tú la que tienes que ha- blar…”, “no, eres tú…”, delante de todo el público. Esas cosas sólo las podían hacer las Muñoz Sampedro.

Entonces el carácter despistado de Guadalupe en las películas era el suyo ¿no? ¿Incorporaban también tu madre o tu tía su carácter a los personajes? Mi madre era en realidad una persona encantadora, muy bro- mista, aunque siempre le daban personajes muy duros como en Ba- rrio (1947), que es una película tremenda en la que prácticamente hacía de furia griega. Mi tía era también muy graciosa.

En Novio a la vista (1954) de Berlanga estaban muchas de las ac- trices de carácter de la época, como las Caba Alba, Mercedes Muñoz Sampedro, Julia Lajos… Sí, fue un rodaje muy bonito y peculiar. Además se produjo fuera de Madrid, creo que en Benicássim. A mi madre le gustaba mucho esa zona, incluso le ofrecieron unos terrenos que no pudo comprar porque no tenía dinero. Lo pasó muy bien haciendo la película, aun- que no tan bien con Berlanga porque era muy puñetero y sufrió mucho en las secuencias del castillo cuando les tiraban piñas ¡por-

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que les tiraban piñas de verdad! Pero disfrutó porque estaban todas juntas. Me contaba que se sentaban en la playa y se ponían a hacer punto y a intercambiarse recetas de cocina, cosas completamente ajenas a la profesión. Eran como unas amas de casa haciendo una película.

¿Qué importancia crees que tuvieron los intérpretes de reparto, como tu madre Irene o tu tía Julia, en el cine de ese período? Los directores se fiaban de los actores y actrices de carácter porque eran muy sólidos. Estaba el famoso Juan Espantaleón, que lloraba mucho en todas las películas, Antonio Riquelme, Felix Fernández... toda una pléyade de actrices y actores que, en el mejor sentido de la palabra, soportaban lo endeble de una serie de intérpretes.

En el caso de Irene y Julia pareciese que, además de por los genes, la vocación pudo venir determinada por los nombres… La primera en llamarse Irene fue mi bisabuela Irene Abad e ima- gino que una de sus hijas también se llamó Irene por ella: Irene Alba. No sabemos por qué le pusieron Leocadia a la otra. Luego mi madre fue Irene por continuidad, como todas las demás “Irenes”. ¿Por qué sus hermanas se llamaron Julia y Pepita, o sea, Josefina? No lo sa- bemos, quizás por el padrino o la madrina. En el caso de mi hermana Julia no fue por nuestra tía sino por la madre de mi padre, que se llamaba Julia: doña Julia. Y, a veces, la decisión era mucho más sen- cilla, como en mi caso. Supongo que mi padre no quiso romperse la cabeza y dijo: “igual que yo”. No existía esa discusión que existe hoy en día sobre qué nombre ponemos. Se elegían los mismos nom- bres inmediatamente, quizás para reafirmar la continuidad.

Teniendo en cuenta además que la tuya es una familia de intérpretes y con proyección pública, las consecuencias inmediatas serían las comparaciones o confusiones… Las dos que reinaban al final del siglo XIX y principio del XX eran Irene y Leocadia Alba, por lo tanto ahí no hubo problema. Le-

32 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez ocadia estaba en un sitio e Irene en otro. El conflicto llegó después cuando mis hermanas, Julia e Irene, empezaron a trabajar y coinci- dieron con mi madre y mi tía. Por eso hay muchísimas confusiones en las críticas cinematográficas y en los repartos de las películas. De pronto ponían Irene Caba y era Irene Gutiérrez.

¿Qué crees entonces que ha pesado más en tu extenso árbol gene- alógico: el talento y la vocación, o el trabajo y la experiencia? A nosotros siempre se nos ha tildado de vocacionales, pero la vo- cación solo ha existido, desde mi punto de vista, en dos Irenes: mi abuela, Irene Alba, y mi hermana, Irene Gutiérrez Caba, y quizás también en la más joven: Irene Escolar. En estos tres casos es posible que venga determinado por los genes pero, a diferencia de las ante- riores, mi tía Julia y mi madre se dedicaron a la interpretación por- que era un modus vivendi, una forma de ganarse la vida. Ni mi madre era una vocacional que se pegara por hacer un papel, ni mi tía tampoco.

¿No sucede lo mismo en el caso de tu hermana Julia? Julia se incorporó algo más tarde al mundo del teatro porque antes había trabajado en una tienda de modas. Creo que fue en el 51 cuando salió por primera vez al escenario, y lo hizo porque no tuvo más remedio, porque mi madre le dijo: “oye, el abuelo ha muerto, tienes que venirte con nosotros y ganar algo, aunque sean cien pe- setas” y entonces empezó a trabajar. A ella le resultaba muy incó- modo esto del teatro. Todo lo contrario que a mi hermana Irene, que iba encantada.

Viendo su trayectoria posterior, quién lo diría… Las primeras veces que hizo teatro procuró interpretar papeles muy pequeños porque le daba un miedo espantoso salir al escenario. Hasta llegó a pedirle a Catalina Bárcena que le diera papeles de menor importancia y, por lo que parece, doña Catalina se extrañó porque había sido la primera intérprete en pedirle algo así.

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Sin embargo, todas ellas, incluso sin ser vocacionales, trabajaron sin parar… Sabían que había enormes dificultades para vivir de esta profe- sión, y hacían lo que sabían hacer. Además lo hacían muy bien por- que no les costaba y, sobre todo, tenían muy clara la idea de clan. Para ellas, sobre todo para mi madre y mi tía, la familia era funda- mental. Trabajaban tanto, tanto, tanto que se tiraban al agua y apren- dían a nadar. Cambiaban de título casi a diario y de forma de interpretar. Benavente no era lo mismo que Arniches y eso hacía que hubiese que cambiar el chip interpretativo, el chip de diálogos. Aquello creaba una especie de entramado profesional muy potente, donde tan sólo los que sabían nadar mejor eran los que se salvaban y los otros se quedaban en una especie de medianía. En ese sentido, Leocadia e Irene, mi abuela y mi tía abuela, se especializaron muy bien y a sus hijas les pasó igual, estaban constantemente trabajando.

¿Cómo crees que ha cambiado la manera de entender el oficio? Desde mi punto de vista, hoy en día se abusa de cursos que están quitando la verdadera raíz a lo que es el teatro. Bergman define que la línea es clarísima: la palabra o lo que podríamos llamar texto, los actores y el público. La falta de público hace que todo quede colap- sado entre texto e intérpretes. Es que no hay, como antes, posibilidad de representar a diario dos veces, cambiar el repertorio, cambiar constantemente de autores… Naturalmente eso iba calando en la ac- triz o el actor. Ahora se está creando un estándar de interpretación y no una interpretación personal que, en aquella época, era muy ne- cesaria.

34 EMIlIO GUTIéRREz CABA: RECUERDOS DE INFANCIA Y JUVENTUD (1942-1962)

Naciste el 26 de septiembre de 1942 en Valladolid, ¿fue en una gira de tus padres? Sí, mi madre quedó embarazada cuando hacía una comedia que se llamaba Chiruca en la compañía del Teatro Infanta Isabel y que tuvo gran éxito en los años cuarenta. La obra se estrenó en el 41 y ella interpretaba a una campesina gallega, con lo cual llevaba una falda muy grande y pudo esconder el embarazo hasta que la com- pañía empezó la gira por el norte de España. Entonces le dijo al empresario, Arturo Serrano, que estaba a punto de dar a luz y que quería hacerlo en Madrid, para ver cómo lo podían arreglar. Este señor, que era un ser terrible y mentiroso, le pidió que se esperase a llegar a Barcelona y que luego la dejaría regresar a Madrid. Cuando llegaron a Barcelona le pidió que esperase a terminar en San Sebastián y una vez allí, que siguiese hasta Valladolid. Y así fue como nací, después de una función de noche y en una casa par- ticular, porque entonces la mayoría de actores se hospedaban en casas particulares.

¿Cómo recibieron tu nacimiento en una época tan dura, cuando además te llevabas varios años de diferencia con tus hermanas? Mi madre siempre tuvo un gran pesar porque mi abuela quería un varón ya que su hijo había fallecido y no había varones en la fa- milia. Cuando llegué yo, once años después, fue un verdadero acon- tecimiento, ¡por fin un varón!, y me trataron maravillosamente. Por eso, con las mujeres de mi familia, tanto con mis hermanas como con mi madre, siempre he tenido una relación muy cordial, muy ca- riñosa. Ellas eran las que me cuidaban en alguna medida, las que me llevaban al cine, a pasear, a jugar.

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No debía ser fácil para ellos trabajar en el teatro y criar a tres hijos. Me consta que mi madre sacrificó parte de su carrera por mi na- cimiento. Si no hubiese nacido yo, seguramente ella, con sus hijas ya mayores, podía haber elegido otras compañías, otros proyectos que no la ataran tanto tiempo en Madrid, que le permitieran hacer cine. Lo del colegio en aquella época era muy complicado y le obli- gaba en parte a elegir una compañía que le garantizara permanecer en Madrid largas temporadas. Además, mi madre consideraba que la familia no se debía separar y eso, quieras o no, le condicionaba bastante en todo.

¿Cómo recuerdas la vida cotidiana? Mi madre se levantaba muy pronto: a las ocho y media de la ma- ñana o a las nueve, teniendo en cuenta lo tarde que se acostaba y, al despertarse, se dedicaba a las labores domésticas. Aunque tenían una asistenta, ella le ayudaba a hacer las habitaciones, a ordenar la ropa y a planchar. Es curioso porque podían permitirse una criada y una cocinera, pero no podían comprar pollo porque era un lujo. Des- pués comíamos sobre las dos de la tarde y se iban al teatro.

¿Y tu padre? Tenían los horarios cambiados. Cuando llegaba del teatro se que- daba haciendo cosas y se acostaba tardísimo; por eso se levantaba muy tarde: a la una y media, generalmente. Por la noche le gustaba componer rompecabezas, era muy habilidoso en bricolaje y supongo que leería algo. Cuando acabó la guerra estaba muy tocado y todo eso le produjo insomnio y una serie de trastornos. Con mi hermana Irene sostuve una serie de conversaciones al respecto, aunque no llegamos a averiguar cuál era el motivo por el que mi padre se acos- taba tan tarde. Mis dos hermanas querían mucho más a mi abuelo, le adoraban. Incluso en una de las conversaciones que he tenido con Julia, ha enfatizado tanto la palabra “adorar”, que describe muy bien lo que sentía por él. Eso es porque mi padre era una persona distante, lejano a ellas y por supuesto también a mí.

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Aún así, tuviste una infancia feliz. ¿Qué diferencias había por el hecho de haber nacido en una familia de actores? Fue una infancia diferente a la de otros niños porque el pertenecer a una compañía que viajaba todos los veranos de gira, a veces me hacía perder el último mes de curso y, a su vez, me confería una es- pecie de conocimiento in situ de muchos lugares de los que luego en el colegio podía hablar con cierto conocimiento de causa. Las playas del norte me las conocía muy bien, desde Vigo hasta San Se- bastián, y los viajes en tren en una España en la que apenas se movía nadie, eran muy duros. Tampoco presumía de todo eso en el colegio, pero si alguien me preguntaba sobre el norte de España, yo sabía perfectamente cómo A Coruña era diferente a San Sebastián o cómo Pamplona no tenía nada que ver con Valladolid. Me gustaba mucho viajar con la compañía. Entraba en un mundo totalmente distinto.

¿Algún destino que recuerdes con mayor cariño? San Sebastián. La compañía del Infanta Isabel iba generalmente al Teatro Príncipe y enfrente del teatro había una gran explanada donde está el museo San Telmo. Por las noches era fantástico porque estaba muy iluminada y yo era el único niño jugando con un balón por aquellos lugares. Igual pasaba en Barcelona con unos jardines que había al lado del Teatro de la Comedia. Lo pasaba muy bien.

¿Y durante las giras, qué hacías? Me gustaba estar en el escenario y ayudar a los tramoyistas a des- montar los decorados, con gran enfado de mi padre que se ponía nervioso. En el montaje no participaba porque había que levantar aquellos trastos envarillados de madera, lo que suponía tener que clavarlos y existía más peligro. Me gustaba mucho quitar las tachue- las con el martillo cuando desmontaban, era un juego fascinante.

Fuiste al Colegio Hispano-francés al que habían ido tus hermanas… Sí. Estaba muy cerca de mi casa, en San Felipe Neri, una calle muy pequeña que va desde la Calle Mayor hasta la Plaza de Herra-

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dores. Era mixto, algo muy raro en la época franquista. Había cuatro chicas que se sentaban en los bancos delanteros y ocho o nueve chi- cos que nos sentábamos detrás. La convivencia con ellas era normal. Cuando teníamos doce años salíamos juntos y fumábamos los pri- meros pitillos, aunque ni siquiera nos rozábamos las manos… A veces tirábamos las gomas y los lápices al suelo para agacharnos y de ese modo verles las piernas, pero la profesora se daba cuenta en- seguida y nos castigaba.

¿Cómo eran tus profesores? Eran mayoritariamente mujeres. Por supuesto nosotros vertíamos nuestros afectos hacia ellas por aquello de que había alguna más guapa que otra o que nos trataba mejor. Sólo teníamos dos profeso- res: el de la asignatura Formación del Espíritu Nacional y un cura que daba las clases de religión; un tipo repulsivo que nos torturaba, nos ponía de rodillas y con los brazos en cruz. Un déspota.

Algunas actrices comentan en sus memorias las dificultades para escolarizar en ciertos centros a los hijos de la gente del teatro. ¿Os ocurrió algo así a vosotros? No, en el Colegio Hispano-francés nunca hubo problemas. Re- cuerdo que Doña Eulalia, la directora, una mujer muy alta y muy parecida a Carlos III hasta en el peinado, estaba muy contenta de que mis hermanas fueran ya figuras del teatro. Cuando en el año 1965 o 66 le dedicaron a Julia un programa de Esta es su vida, una de las personas que acudió fue ella, porque consideraba un orgullo que hubiésemos estudiado en su colegio.

¿Y cuando estabas en Madrid seguías curioseando por los esce- narios? No, había una especie de separación de sentimientos. Iba muy poco al teatro Infanta Isabel, entre otras cosas porque a Arturo Se- rrano, el empresario que comentaba antes, no le gustaban demasiado los niños, aunque yo fuese el hijo de la segunda figura de su teatro,

38 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez así que mi madre procuraba llevarme poco. A mí tampoco me gus- taba ir a aquel sitio en el que tenía que estar siempre callado.

¿Y qué hay del cine? ¿Recuerdas ir al cine de niño? Sí. Iba a los cines de reestreno los sábados, y a los de estreno los domingos en primera sesión, a las cuatro y media. El cine era un sitio en el que había un silencio religioso, las pantallas eran gigan- tescas, el cinemascope, el Todd-AO… todo tenía una justificación y asistir era una verdadera ceremonia. Cuando llegaba el descanso entre el NO-DO y la película, salían unos chicos muy jovencitos vendiendo patatas fritas y bombones helados. Yo no compraba nada porque no teníamos dinero para chucherías. Ahora se permite hasta comer hamburguesas. Un asco y una pena.

¿Y con quién ibas o quién te llevaba? Sobre todo mi hermana Julia, que no trabajaba en teatro y tenía más libertad de horarios, o mi tía Julia a la que llamábamos “la po- derosa”, porque era la que más dinero tenía de la familia. Solía ve- nirme a buscar después del colegio con un bocadillo de jamón y me llevaba al cine de estreno en la Gran Vía y además a butaca. Me cui- daba mucho, aunque yo tenía muy claro de niño que no podía des- bandarme con ella porque era muy seria y, si le hacía algo, me respondía: “oye, niño, estáte quieto”. Mi tía era muy flamenca, así que iba con un cuidado temeroso.

¿Hubo alguna película que te marcara de manera especial? Sí, hubo varias, por ejemplo Fort Apache (1948) de John Ford, una de las primeras películas en las que la caballería americana per- día una batalla. La vi en el Palacio del cine, que hoy es la sala Fer- nando Rojas en el Círculo de Bellas Artes. Ponían programa doble y le di un tostón terrible a mi hermana Julia porque me molestó mucho que los indios ganaran. Tan sorprendido me dejó que, cuando acabó la segunda película del programa, le dije que quería volver a ver Fort Apache porque ese no podía ser el final, tenía que ganar la

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caballería americana. Y claro, no ganó. Otra que me gustó mucho fue Scaramouche (1952) de George Sidney, por la larguísima escena de diez minutos de duelo, y que de pronto tuviese amores con Ele- anor Parker, aunque al final acababa enamorándose de Janet Leigh, una joven hermosa. También me gustó mucho El prisionero de Zenda (1952), pero la segunda versión: la de James Mason y Stewart Granger.

¿Te fijabas en algunos de esos actores como modelos a seguir? En aquella época iba como mero espectador, no pensaba dedi- carme al cine y simplemente disfrutaba de las películas. Luego, cuando fui creciendo, empecé a valorar a los intérpretes como Cary Grant, Stewart Granger, James Stewart...

¿Hablabas de estas películas con tus amigos y compañeros de clase? Claro. Había un compañero en el colegio que se llamaba Julián García que iba al cine con sus hermanas mayores. No sé cómo con- siguió ver Arroz amargo (1949) y Ana (1951), protagonizadas por Silvana Mangano. Al parecer había un acomodador que conocía a la familia y les dejaban entrar y, cuando llegaba al colegio, nos con- taba la historia pasada por su imaginación: que si aparecía desnuda, que si cuando bailaba un bayón se le veía un muslo… Eso nos im- presionaba, sobre todo a través del relato que nos hacía él, que era mucho más sugerente.

¿Y tus padres te llevaban a ver las películas en las que salían ellos? ¿Qué emociones te generaba verles en la pantalla? Yo estaba acostumbrado a verles, era su trabajo y además ellos hablaban siempre de la escasez, del problema del dinero, de cosas completamente lógicas. Mi padre hizo poco cine y, en el caso de mi madre, no me dejaban entrar a ver las películas porque no eran aptas en su mayoría. Sí pude ir a ver alguna como Jeromín (1953).

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¿Notabas las limitaciones de la época? Para mi fueron limitaciones relativas, como el hecho de no haber probado el azúcar hasta los seis años o no haber conocido el choco- late hasta los nueve, algo normal en aquel momento.

¿Recuerdas qué se leía en tu casa, más allá de los guiones con los que trabajaban? Había muchas obras de teatro, no de alto nivel sino más bien de un nivel medio-bajo porque no era una casa en la que predominara la cultura de un modo profundo. Teníamos Los Episodios Naciona- les de Galdós, pero no Dostoyevski, por ejemplo. Aún así considero que la formación que me dieron fue buena, pese a no tener un padre muy aficionado a la música o una madre muy aficionada a la lectura porque no tenían tiempo tampoco, y eso hay que entenderlo y no re- prochárselo. Yo se lo reprocho al señorito andaluz que no pega golpe, pero no a ellos que estaban todo el día trabajando.

¿Y a ti qué te gustaba leer? Me apasionaba la historia de España y, más adelante, comencé a interesarme por la historia del mundo. Cuando me ponía malo, con una gripe o lo que fuera, me quedaba metido en la cama y siempre pedía una historia de España que había en la librería y la devoraba. Era muy bonita porque estaba totalmente ilustrada y, más que el texto, en lo que me fijaba era en los pies de ilustración y en los di- bujos. Otra publicación que me gustaba mucho era La Esfera, de comienzos del siglo XX, en la que se incluían una serie de ilustra- ciones muy buenas de la I Guerra Mundial, en forma de grabados. Seguramente debido a esa especie de carencia es por lo que, cuando empecé a ganar cierta cantidad de dinero, me fui montando una bi- blioteca. Me siguen apasionando los libros.

¿Tenías por aquellos años alguna idea de dedicarte a la interpretación? En absoluto, porque veía cómo eran las cosas en la compañía del Infanta Isabel y, por ese motivo, tenía un cierto rechazo al teatro desde

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niño. Me reconcilié con él a través de la compañía de Catalina Bárcena, con la que estuvo mi familia durante dos o tres años haciendo giras por España. Ahí fue cuando conocí con bastante profundidad otros lu- gares que no había visto nunca: Canarias, parte de Andalucía y Cata- luña. La relación que tenía Catalina Bárcena con el resto de los intérpretes, con mi familia y conmigo era bastante diferente a la del Infanta Isabel. Era una señora en todos los sentidos, una mujer magní- fica a la que yo, a través de mi colección de cromos bélicos, le contaba la guerra de Corea o la Segunda Guerra Mundial y ella se quedaba fas- cinada con aquel mequetrefe de doce años que le contaba ese tipo de historias. Le gustaba oírme; además lo hacía con muchísimo cariño. Y todo eso a mí me producía una sensación magnífica que cambió mi idea del teatro. Había una permisividad social que no coincidía con la oficial, ya que algunas parejas estaban casadas, pero otras no. También había dos homosexuales que mantenían una relación y nadie se metía con ellos. Todos eran muy solidarios y se cuidaban mutuamente, lo que me producía la sensación de que las cosas podían ser de otra ma- nera a como funcionaban en la compañía del Infanta Isabel.

A mediados de los años cincuenta tu madre enfermó. Sí, en septiembre de 1956 cuando se estrenó Un trono para Chris tie con mi hermana Julia, mi madre ya no pudo hacer la obra porque estaba muy enferma. En septiembre de ese año el médico le dijo que el cáncer que padecía estaba demasiado desarrollado y que tenía que dejar de actuar. Dejó de trabajar un jueves y se fue a casa. Cuando el lunes tocó cobrar las nóminas correspondientes, Arturo Serrano les pagó a mi padre y a mi hermana Julia los siete días com- pletos, pero a mi madre le abonó solo cuatro días. Llevaba en ese teatro toda la vida, desde 1941-49 y desde 1951-56, pero así era aquel tipo. Un mezquino.

¿Cómo afectó la muerte de tu madre a la situación familiar? Bueno, nos marcó de una manera tremenda, no solamente en el plano emocional sino que, al dejar de trabajar, los ingresos de la fa-

42 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez milia se vieron muy mermados. En aquella época no había Seguri- dad Social y todos los medicamentos y el tratamiento del tumor lo tenían que pagar con el poquísimo dinero que entraba en casa, lo que implicaba vivir al día. Cuando mi madre falleció en 1957, mi hermana Julia aún no era primera actriz y cobraba mucho menos que mi madre, mi padre estaba prácticamente en retirada y ganaba muy poco dinero, e Irene acababa de casarse y tampoco le iban muy bien las cosas.

¿Cómo recuerdas esos meses con tu madre? De forma muy borrosa. Fíjate que ni siquiera recuerdo la navidad de aquel año.

Tal vez has bloqueado el recuerdo de ese trauma. No porque yo tuviese noción de la gravedad de lo que tenía mi madre, sino porque era un hecho extraño que ella, que era la cabeza de la familia, estuviera en casa. Lo que era normal en otras familias, para mi era algo extraordinario.

¿Y todavía estabas estudiando? Sí, yo tenía 14 años y tenía que elegir bachillerato de ciencias o de letras. Cuando falleció mi madre, una de las cosas que me advir- tió mi padre fue que estábamos con el agua al cuello. Me preguntó qué iba a hacer al año siguiente, qué quería estudiar. Le dije que el bachillerato de letras, pero él me contestó que de letras nada, que tenía que ser de ciencias por el sacrificio enorme que tenían que hacer para pagármelo. Eso o me ponía a trabajar. Yo, con las cien- cias, tenía un escollo enorme que eran las matemáticas, nunca se me dieron bien, así que me puse a trabajar en un laboratorio de cine: Madrid Film.

¿Cuál fue tu primer sueldo y en qué lo empleaste? Primero entré como aprendiz y luego, a partir del primer año, me nombraron auxiliar. Eso significaba que entré cobrando cuatrocien-

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tas pesetas al mes (2,4 euros de los de ahora), y pasé a cobrar mil cien pesetas que no era nada (6,6 euros). Sólo me quedaba con cien pesetas y las restantes pasaban al fondo familiar. Estuve allí dos años o un año y medio aproximadamente.

¿Y en aquellos años en el laboratorio no pensabas todavía en ser actor? No. Esos años los dediqué exclusivamente a revelar películas, a verlas en el laboratorio y a enterarme un poco de lo que era el cine. Hay una parte de conocimiento técnico, desde mi punto de vista muy interesante, que adquirí ahí. Veía cómo era el negativo y cómo era el positivo, qué se hacía en montaje. Todo eso lo controlaba bastante bien. En aquella época las montadoras pegaban la película con ace- tato: cortaban con una especie de guillotina y luego pegaban foto- grama con fotograma y los sellaban. Me sirvió mucho como disciplina laboral porque tenía que llegar a una hora determinada, las relaciones no eran las mismas que en el colegio y había unos jefes que mandaban y un director de laboratorio.

Entonces, ¿por qué lo dejaste? Porque Julia empezó a ganar más dinero y me dijo si quería se- guir estudiando el bachillerato de letras. Fue cuando recuperé los estudios en el Instituto de San Isidro de Madrid. Allí conocí a una serie de personas muy interesantes, entre ellas a Manuel Collado, que no es el mismo Manuel Collado de mi hermana Julia, Manuel Galiana, Esperanza Alonso, José Carabias…

¿Cómo fue tu experiencia al regresar al Instituto? Estupenda. Conseguí hacer dos cursos en un año. Había apren- dido todas las tropelías en el laboratorio y llegué con un renovado espíritu de estudio. En ese momento había un cuadro de profesores y catedráticos magníficos, entre los que estaba Antonio Ayora, que había sido amigo de Fernando Fernán Gómez y había pertenecido a la compañía en la que había trabajado mi tía, en 1946, en el Teatro

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Lara. Ayora había sido comunista, militante activo durante la guerra civil en el bando republicano y también amigo de Cipriano Rivas Cherif. Después de la guerra, la policía lo detuvo y lo encarcelaron tres o cuatro años en la cárcel en Burgos y cuando salió, volvió al teatro y empezó a ver que tenía poco porvenir allí.

¿Erais vosotros conscientes del pasado de Ayora? No, en aquella época las inclinaciones políticas de la gente no se sabían. En la compañía de teatro de mi madre no hablaban, por ejemplo, de las bondades o maldades del Régimen franquista o de lo que había pasado antes. De Ayora no supimos nunca que había pertenecido a ese mundo del teatro de trincheras o que había sido amigo de Cipriano Rivas Cherif. Lo que sí recibimos de él fue otro concepto del teatro.

¿Hubo en Ayora algo que te impactara de manera especial? Sí. Ayora tenía un ático en la calle Fuencarral y la primera vez que entré me quedé deslumbrado por sus libros, muy distintos a los que había en mi casa. También tenía un tocadiscos y un magnetofón con grabaciones de actrices y actores. Era un mundo intelectual y cultural muy distinto al que yo había visto y vivido.

¿Fue él quien descubrió en ti cualidades interpretativas? ¿O fue en tu casa donde te animaron a iniciarte en el camino de la interpre- tación? Ayora fue quien me animó y me empezó a dar papeles de res- ponsabilidad, como el protagonista de El caballero de Olmedo. Para mi familia lo de ser actor era lo más normal del mundo, por eso cuando hacía representaciones en el Instituto de San Isidro me iban a ver y les divertía, pero tampoco le prestaban demasiada atención. Ayora creó en el instituto un clima tan importante que hoy en día una de las clases lleva su nombre. Gracias a él empecé a ver el teatro de otra manera, porque fue donde comenzó mi interés por la inter- pretación, condicionado todavía por muchas circunstancias. Pri-

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mero, porque tenía que hacer el servicio militar, que era una especie de barrera o frontera, desagradable frontera no digo que fundamen- tal, y no sabía qué iba a pasar después. La formación que nos daban era que, una vez hecha la mili, tenías que buscarte la vida.

Y si en aquella época no hubieras elegido la interpretación, ¿qué te habría gustado ser? Historiador o escritor, o las dos cosas. La historia siempre me ha apasionado, es una fuente de conocimiento del pasado para conocer el futuro que nos espera o que nos puede esperar.

¿Cuál fue tu formación teatral? Ninguna. Solamente la práctica. Hay que tener en cuenta que el Teatro Estudio de Madrid se inició, me parece, en 1962 o 63. Sola- mente estaba el conservatorio, y mi familia me decía que en ningún caso había que ir al conservatorio porque no iba a aprender muchas más cosas que haciendo teatro.

¿Y recuerdas cómo fueron tus primeras representaciones? El repertorio que se hacía en el Instituto de San Isidro, dos o tres obras al año, nos sirvió para muchas cosas, no solamente para salir al escenario y trabajar como actores sino que también aprendimos a montar decorados. Yo empecé haciendo una obra que se llamaba Cervantes y El Quijote, en la que era una especie de presentador.

¿Cuál fue tu primer contacto con la interpretación de una manera profesional? Antes de empezar el servicio militar tuve la oportunidad, a través de Manolo Collado, de entrar en la compañía de Lilí Murati en el verano de 1962, porque un actor de la compañía dejaba la gira en Bilbao y Manolo me preguntó si me interesaría sustituirlo. Entonces mi padre me quiso acompañar y aquello me molestó porque ya tenía 20 años y me sentía libre, no me apetecía estar con él encima, con- trolándome y durmiendo conmigo. ¡Vaya desastre! A pesar de todo

46 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez fui a Bilbao y conecté por primera vez como intérprete con el teatro profesional, aunque seguía pensando que tenía que hacer el servicio militar al año siguiente y eso me condicionaba bastante. Ese mismo año, 1963, Ángel Fernández Montesinos contactó con mi tía Julia y le dijo: “creo que tiene usted un sobrino que quiere dedicarse al te- atro y que ya ha estado haciendo cosas este verano”. Ella respondió afirmativamente y me llamó para que fuera a verle. Entonces me ofreció hacer Peter Pan y acepté encantado.

¿Y cómo hiciste para compaginar Peter Pan y el servicio militar? Pues como os imaginaréis con algunos problemas. Entré en el servicio de aviación en Getafe un jueves de marzo, en el año 1963, y ya tenía función ese mismo domingo en el María Guerrero, así que le dije al capitán que necesitaba salir el sábado porque tenía que actuar al día siguiente. Recuerdo que él me respondió que solo sal- dría si sabía saludar a los superiores. Todos lo hacíamos fatal porque no habíamos hecho apenas instrucción y, claro, nos echaban para atrás. Así que, muy preocupado, llamé a Madrid varias veces expli- cando lo que sucedía y tuve la suerte de que aquella tarde vino con nosotros otro capitán y aproveché para explicarle mi caso. Me res- pondió que no me preocupara, que saliera y que si veía a algún ofi- cial de tierra o de marina procurara saludar lo menos posible. Al cabo de dos semanas ya sabía saludar y no tuve ningún problema. Inmediatamente después empecé a hacer televisión.

Con lo largo que era el servicio militar, sigue pareciendo insólito que pudieses estar en tantos sitios a la vez. Tenía un cabo primera que me ayudaba. En 1964, cuando falleció mi padre, me dieron lo que se llamaba “fuerzas sin haber”; es decir, una licencia indefinida. Hice prácticamente un año de mili y me pude incorporar al mundo del cine, del teatro y de la televisión.

47 lA TElEVISIÓN EN DIRECTO Y El NUEVO CINE ESPAÑOl (1963-1975)

¿Cómo entraste en televisión? Gracias a que llamó a mi hermana Julia y le preguntó por mí. Imagino que me había visto en Peter Pan o había leído algo en la prensa. Él estaba preparando la serie Fernández, punto y coma (1963), en la que el protagonista tenía tres edades: el Fernández niño, que hizo Juan Ramón Torremocha; el Fernández adolescente-adulto, que hice yo; y luego el maduro, que hizo Adolfo. En cada etapa el personaje tenía que guardar cierto parecido y yo tenía un corte de cara bastante similar al de Adolfo. Se grabó en Se- villa Films que estaba contratado como estudio de televisión y donde se hacían algunas producciones como los dramáticos de Primera fila (1962-1965) y es que todavía no habíamos ido a Prado del Rey, eso fue en la primavera de 1964.

Las grabaciones de entonces debían ser bastantes complicadas… En el caso de Fernández, punto y coma lo llevábamos bien por- que habíamos ensayado mucho, lo que ocurría es que el magnetos- copio estaba en Paseo de la Habana, lo que implicaba que había que llamar desde el control con un teléfono de manivela para que la chica, que estaba al otro lado, grabara. Ella arrancaba el magnetos- copio y enviaban la señal a Paseo de la Habana, con lo cual a veces se producían situaciones insólitas como que la técnico se hubiera marchado a tomar café cuando estábamos a punto de empezar. Ade- más, en esos programas todavía no se podía cortar la cinta. Entonces lo que hacían era grabarlo completo y sin errores, porque si había un fallo en el minuto 29 teníamos que volver al principio.

¿Recuerdas cómo fue la llegada de la televisión a tu casa? En casa no tuvimos televisión hasta pasado bastante tiempo. En aquellos años tenías que verla en directo, pero si estabas trabajando

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en teatro era imposible porque los pases tenían lugar por la tarde o por la noche. Yo compré el primer televisor cuando me vine a vivir aquí, a López de Hoyos en 1967 pero, como digo, apenas la veía.

Fernández punto y coma te abrió las puertas para hacer más tra- bajos… Sí, porque Pedro Amalio López se fijó en mí. En ese momento sólo había cuatro grandes realizadores de Primera Fila: Pedro Ama- lio, Marcos Reyes, Gustavo Pérez Puig y Juan Guerrero Zamora.

¿Cómo era tu relación con ellos? Muy cordial, especialmente con Pedro Amalio. Recuerdo que hace unos cuantos años, en el 99, le llamé para decirle que le agra- decía mucho que hubiese confiado en mí al principio de mi carrera. Creo que le desconcerté bastante, la verdad. No se puso contento, simplemente me dijo algo muy normal como que lo hacía muy bien. A pesar de todo volví a insistir en que para mí aquello había sido muy emocionante.

Podríamos decir que tuviste un buen aterrizaje en televisión espa- ñola. No recuerdo grandes problemas o broncas en esa primera época. Tal vez alguna cuando entró Alberto González Vergel, que tenía un carácter muy especial. Alberto trabajó mucho, sobre todo textos rusos. Hice con él El jardín de los cerezos (1969). En aquellos años se grabó mucho teatro ruso y también teatro clásico porque no se pagaban los derechos; es decir, los rusos no pagaban los derechos de las obras españolas y los españoles no pagaban los de los autores rusos.

¿A qué te refieres cuando dices que González Vergel tenía un ca- rácter especial? A que era un hombre muy metódico con su trabajo y tenías que pillarle el punto. Con Alberto fui bastante brutal la primera vez que trabajé con él porque, cuando llegué al ensayo, le dije que me habían

50 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez contado que trataba muy mal a los intérpretes y que debía advertirle que si me decía una palabra más alta que la otra me largaba sin de- cirle nada. Él me respondió que no, que si la gente hacía las cosas bien, él nunca decía nada. Y efectivamente no tuve problemas. In- cluso me acuerdo de una vez que Galiana y yo estábamos grabando un programa y no nos sabíamos el texto, una vergüenza. Y en la pri- mera escena, que era un diálogo entre los dos, hicimos como catorce o quince tomas porque se nos iba la letra. Alberto estaba en el con- trol y no dijo más que: “¡estamos buenos esta mañana!”. El pro- blema llegó cuando en el segundo bloque de la grabación intervino un actor mayor que no era de primera fila y que representaba a un militar y soltó una arenga que no gustó nada a Alberto. Todas las furias que había estado reprimiendo contra nosotros las lanzó contra aquel pobre hombre, y Manolo y yo le dijimos que ya estaba bien, que le dejara tranquilo, porque cuando a Alberto le plantabas cara se echaba para atrás.

¿Qué experiencia laboral previa tenían estos realizadores? ¿Eran principalmente gente relacionada con el teatro? Narciso Ibáñez Serrador venía de Argentina y Marco Reyes de Venezuela, y los dos sabían bastante de televisión. Pero general- mente los realizadores conocían muy bien el medio teatral como Gustavo Pérez Puig, Juan Guerrero Zamora o Pedro Amalio López. Había poca gente que no tuviese ese tipo de formación, lo que faci- litaba el proceso en la adaptación de las obras y en su realización.

¿Notabas diferencias entre ellos en la manera de trabajar? Gustavo Pérez Puig se dedicaba sobre todo a obras de Jardiel Poncela, con una planificación bastante primaria. Hice con él An- gelina o el honor de un brigadier. Sin embargo, tanto Marcos Reyes, como Pedro Amalio o Juan Guerrero empezaban a mover las cáma- ras, a hacer travellings, a planificar con rigor. Las cámaras estaban en trípodes y tampoco se podían mover mucho porque eran autén- ticos armatostes. Había normalmente tres por plató y las grúas eran

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pesadas, había que montarlas en una vía y aquello era complicado. Tampoco las cámaras tenían cambio de objetivos y estaban muy li- mitados técnicamente. Además, los equipos venían revendidos, tanto los aparatos de edición como los equipos de cámara, así que cuando llegábamos y encontrábamos un equipo de cámaras nuevo, nos lle- vábamos una alegría…

¿Y cómo era tu relación con el resto del equipo técnico? Era buenísima porque nosotros nos fiábamos mucho de los cá- maras. Había un equipo estrella que eran Zarza, Carballo y Romay. Uno iba en la grúa y los otros dos en las cámaras fijas. Cuando íba- mos a hacer un Estudio 1 (1965-1984) siempre preguntábamos quién estaba en el equipo de cámaras porque, aparte de que las mo- vían muy bien, te ayudaban en lo que necesitases. Estoy hablando del directo, claro, en programas como los Estudio 1 o Primera Fila.

¿De qué manera os ayudaban? Por ejemplo, haciéndote un gesto para que entrases en plano o moviendo la cámara para situarte. Si se te olvidaba algo, el regidor de plató te lo apuntaba y, cuando la cosa ya no tenía remedio porque había desbarajuste de movimientos o de lo que fuera, se iban a negro y podías leer un rótulo que señalaba que había habido un problema técnico, que disculparan las molestias. De ese modo nos daba tiempo a reorganizarlo todo.

¿Y cuánto tardabais en la grabación de un dramático? Era un poco angustioso porque tardábamos como diez días en ensayar una obra de teatro que después quedaba resumida en 50 mi- nutos o una hora. Cuando llegabas al estudio y veías por primera vez todo el mobiliario te descontrolaba un poco porque, aunque ha- bías ensayado con espacios marcados con tiza o con cinta, no era lo mismo. Una vez en el estudio ensayábamos muy poco, una o dos veces antes de la emisión en directo; te cantaban el último anuncio, no sé, Persil, por ejemplo, y decías: “tengo 30 segundos y esto ya

52 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez no tiene remedio”. Primero había un fundido a negro o rótulos que iban en una especie de pequeño mueble de madera en el que metían los cartones con los nombres de la obra, del realizador, de los acto- res… y, cuando acababan los carteles, tú ya estabas haciendo cosas en acción. Al aparecer el último con “realizador fulano” empezaba la obra en sí. Era muy estresante.

¿Y cómo te sentías en medio de tanta improvisación? Al principio me agobiaba la tensión del ambiente y pensaba que nunca lo iba a controlar. Pero un día, mientras esperaba inquieto de- trás de una puerta para aparecer en el decorado, me dije al oír el pie y abrir la puerta: “pues qué cómodo estoy aquí”. A partir de ese mo- mento nunca tuve problemas en televisión a la hora de relacionarme con la cámaras y con el entorno.

Cuando tenías momentos de nervios ¿no acudías a tus hermanas? No. Es curioso. No lo hacía porque había visto precisamente en ellas que eso se pasaba. Si hubiera llegado a ser un problema grave les habría consultado, pero nunca fue tan importante como para llegar a hacerlo porque para nosotros lo más importante era hacer teatro.

¿Cuál era la formación de los intérpretes en televisión? Casi todos veníamos del entorno teatral o del mundo del cine. En general, no era gente que empezara en televisión después de haber hecho uno o dos cursos de interpretación o nada, como sucede ahora. Es que si no tenías un buen sustento teatral era muy difícil hacer te- levisión o cine, cine de interpretación.

¿Y qué ambiente se respiraba? El ambiente era muy bueno, aunque yo te puedo hablar de lo que viví, no de lo que vivieron los demás. El tratamiento de los actores estaba muy marcado por la categoría teatral, porque la televisión tomó los moldes del teatro y todos los intérpretes mantenían su misma categoría. Por lo tanto, los primeros actores eran los que mar-

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caban los sueldos y, nosotros, por muy protagonistas que fuéramos, no podíamos cobrar lo que cobraban ellos. Había distintas catego- rías: A, B, C, y la gente joven estábamos en la B. Era absurdo.

Y en cine, ¿cuál fue tu primer proyecto? Como dos gotas de agua (1964) de Luis César Amadori. Me pa- rece que comenzó a rodarse en el verano de 1963, en los estudios CEA de Ciudad Lineal. Allí fue donde me encontré con Pili y Mili y con Jaime Blanch. A Jaime lo conocía desde hacía años porque vivía en la Calle Mayor y su padre, su tío y sus tías trabajaban en el teatro.

¿Cómo llegaste a esta película? A través de dos actores: Jesús Guzman y José Morales, el hermano de Gracita, con el que había hecho Peter Pan. Ellos le hablaron a Amadori de mí, me hizo una prueba y me dio el visto bueno. Imagino que Luis Cesar lo habría consultado antes porque sabía que era hijo de Irene Caba Alba y quiénes eran mis hermanas. Esos eran los avales; avales que no utilizábamos nosotros, sino que utilizaban los demás.

¿Y cómo fue esa primera experiencia en Como dos gotas de agua? Muy agradable. Para mí el mundo del cine no era un mundo des- conocido porque lo había visto de niño ya que alguna vez había acompañado a mi madre o a mi tía a algún rodaje. Aquello del ca- merino y la inclusión de mi nombre en la orden de rodaje me pareció algo estupendo y me acordé de mi madre, que había rodado varias películas en el mismo estudio. Además utilizaron los mismos deco- rados de la misma corrala en los que por la noche se rodaba La ver- bena de la paloma (1963) de Sáenz de Heredia, con Conchita Velasco y Vicente Parra como protagonistas.

Y coincidiste con Isabel Garcés… Efectivamente. Al igual que en Las cuatro bodas de Marisol (1967) donde tuve un papel mayor. En ese caso también coincidí con su marido, Arturo Serrano, que le había acompañado al estudio.

54 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

¿Qué tal el reencuentro? Recuerdo que tenía una silla de tijera para descansar y, mientras grababa un plano, llegó Arturo que era ajeno al rodaje. Cuando ter- miné, me lo encontré sentado en mi silla y le dije: “Don Arturo ¿no le importaría levantarse, por favor, que tengo que sentarme? Es que es la silla que tenemos para descansar nosotros, tiene que ir a buscar otra...”. Aquello le molestó enormemente, porque yo, para él, era el hijo de la señora que había estado en su teatro muchos años. Lo hice a propósito; con otra persona jamás hubiera hecho eso.

En Las cuatro bodas de Marisol estuviste a las órdenes de Luis Lucia. Sí. Recuerdo que tenía un carácter endemoniado, pero yo le pillé en baja forma. Antes del rodaje me dijo que había unos planos cortos en los que tenía que torear un becerro y me preguntó si sabría dar capotazos. Yo no tenía ni idea y me dijo que entonces la faena la haría un doble e incluiría primeros planos de mi cara, que fuera en- sayando con lo del becerro. Así que cogí un profesor, pero no me lo tomé en serio, la verdad, porque en aquella época era un incons - ciente. Di un par de capotazos y pensé que con eso podía apañarme. Cuando llegó el momento y fui a rodar, resultó una catástrofe. Tuvo que montar casi toda la secuencia en plano general porque yo no sabía hacer nada, solo gritaba “¡ooo! ¡ooo!” al animal, mientras Luis me gritaba a mi: “¡Eres el único español al que no le gustan los toros! ¿Esto qué es?”. Y repetía mucho algo que luego Fernando Fernán Gómez incorporó a El viaje a ninguna parte (1986): “¡Me cago en el padre de los hermanos Lumière!”. Lo cierto es que estuvo bastante correcto a pesar de todo. El que lo había hecho fatal era yo y me lo merecía.

Trabajaste con Pili y Mili, después con Marisol y con Rocío Dúrcal. ¿Cómo era ese cine de niñas prodigio? Eran películas al servicio de todas ellas. Con Rocío hice Tengo 17 años (1964) y Cristina Guzmán (1968); con Marisol: Las cuatro

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bodas de Marisol y, luego, un pequeño papel en Carola de día, Ca- rola de noche (1969).

¿Qué tal el trato con ellas? Con Marisol y Rocío Durcal me llevé muy bien y con las gemelas Pili y Mili intimé menos. Rocío era una mujer muy cariñosa que se portaba estupendamente con todos nosotros, y Marisol lo mismo. Con ella incluso tuve la oportunidad de hablar sobre un guion que luego no pudo hacer.

En estas películas, así como en Vacaciones para Ivette (1964) o Los chicos del Preu (1967), hacías de chico joven y cándido. ¿Te veías como galán juvenil? En Vacaciones para Ivette tenía un papelito de nada. Fue el pri- mer contacto con la productora de Masó. En general no es que me gustara hacer esos personajes aunque tampoco me disgustaba, me resultaba indiferente. Quiero decir, ¿qué me ofrecían alternativa- mente? López Vázquez siempre decía que si tenías dos películas, eligieras la que creías que era mejor, pero que si solo tenías una eli- gieras esa, que había que trabajar y aprender. Nosotros teníamos esa idea muy interiorizada: que había que trabajar y tener algo de dinero para los tiempos difíciles. En Los chicos del Preu, que es una de las películas que más recuerda la gente, también hacía de chico bueno y no pensaba en ningún momento que la gente se fuera a acordar, como no se iban a acordar del torerillo de ¿Qué hacemos con los hijos? (1967). Pero como ahora pasan esos títulos constantemente por la tele, pues la recuerdan. ¡Ya lo creo que la recuerdan!

Además de aparecer en las películas de niñas prodigio, en los se- senta y los setenta, lo hiciste en otras como las de Martínez Soria que ahora se pueden ver en Cine de barrio. ¿Cómo las percibes con el paso de los años? Me siguen pareciendo igual de flojas, no les veo casi ninguna virtud. Quiero decir, no ha cambiado mi opinión sobre ellas. Tienen

56 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez alguna escena que puede ser graciosa o interesante gracias a los in- térpretes, que eran estupendos, pero sigo creyendo que eran pelícu- las bastante flojas. Por lo menos los directores, como Mariano Ozores, eran gente agradable que nunca te creaban problemas de ningún tipo y que sabían perfectamente la clase de producto que es- taban haciendo.

Tu padre falleció el 11 de marzo de 1964. Así que, huérfanos de padre y madre, tus hermanas y tú os quedasteis sosteniendo todo el peso profesional… Yo había empezado a hacer televisión y cine, y mi hermana Irene, que había estado haciendo teatro y televisión sin parar, empezaba a tener una época buena. A mi hermana Julia también le iba muy bien, tenía compañía propia. Había actuado en A las cinco de la tarde (1960) y Nunca pasa nada (1965), ambas con Bardem y también trabajaba en televisión. Por lo tanto, no nos afectó en lo profesional ni en lo económico, sino personalmente.

¿Te fuiste a vivir por tu cuenta a raíz de su muerte? Yo vivía con mi hermana Irene y aportaba dinero al fondo fami- liar además de reservar una cantidad para lo que en ese momento eran mis aficiones, como comprarme un disco de vez en cuando, ropa y tabaco. De todos modos, en el verano del 65 había empezado una relación con Elsa Baeza, que vivía en la casa en la que yo vivo ahora y, mientras no estaban sus padres, me pasaba el día allí. A Irene le ponían triste aquellas ausencias, pero al final terminó com- prendiéndolas.

A mediados de los sesenta fuiste protagonista en nada menos que tres películas. Dos de ellas han pasado a ser una referencia obliga- toria en la historia del cine español. ¿Cómo se produjo ese golpe de suerte? 1965 fue un año fantástico, pero todo sucedió por casualidad. La llamada (1965) fue en el mes de enero, Nueve cartas a Berta (1966)

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en abril y La caza (1966) en julio de ese mismo año. Primero me llamó Javier Setó para hacer La llamada, no sé si le había fallado alguien, porque siempre ocurre eso: tú estás en número uno o nú- mero dos de reparto y, si falla otro actor, te llaman a ti. En el caso de Basilio Martín Patino ocurrió porque el representante que yo tenía entonces, Lorenzo García Iglesias, era amigo suyo y presionó para que Basilio, que ya me conocía, me considerara para el Lorenzo de Nueve Cartas a Berta. En La caza hubo muchos dimes y diretes para que interpretase uno de los protagonistas: Enrique. Al final, Carlos Saura se convenció y me dio el papel.

De las tres la menos conocida es La llamada. ¿Qué nos puedes con- tar de una película de terror tan insólita? Está considerada como película de culto. Durante el franquismo no se permitía hacer películas en las que aparecieran espíritus no re- ligiosos, más que en contadas ocasiones, porque estaba mal visto por la Iglesia. Que yo recuerde la única en la que habían aparecido algunos espíritus en plan serio había sido La torre de los siete joro- bados (1944). En La llamada que era una película de terror no con- sideraron, por extraño que pueda parecer, que atentara contra los principios éticos y morales; y eso que no eran espíritus bondadosos sino bastante siniestros.

Igual la censura no le dio importancia porque la acción transcurría en Francia. Los amores de los dos protagonistas empezaban primero aquí, en Madrid y luego en Francia, y sí, seguramente el hecho de extra- polar los sucesos al país vecino les ayudó a que se pudiese filmar. En cualquier caso, era algo que ya pasaba en el Siglo de Oro con las comedias ligeras, que los autores las ubicaban en Italia o, si eran muy tremendas, en Polonia. Pero no conozco las razones de la cen- sura porque eran absolutamente insólitas. Podían levantarse con el pie derecho o con el izquierdo. Nunca se sabía.

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¿Y cómo fue tu paso por dos rodajes clave del Nuevo Cine Espa- ñol? Los rodajes de Nueve cartas a Berta y de La caza no fueron nada fáciles por distintas razones. El de Nueve cartas a Berta, porque Ba- silio en aquel momento era pesadísimo; uno de los directores más pesados que me he encontrado en la vida. Recuerdo que el primer día, que era domingo, empezábamos a rodar el lunes, nos montaron en un autobús para llevarnos a Salamanca y, cuando llegamos, nos dejaron comer y descansar un poco. A eso de las seis, Basilio nos llevó a Elsa y a mí, sin conocernos casi de nada a ensayar el beso mientras él controlaba desde el visor las diferentes posibilidades. Nos lo hizo repetir toda la tarde porque quería una postura especial para que se vieran las caras en el encuadre: que si de este lado, que si del otro... Y, bueno, fue un aburrimiento, pero al final me enamoré de Elsa y ella de mi. De hecho en un momento dado estuve más por ella, por vivir la primavera en Salamanca con una señora maravi- llosa, atractiva y cubana, que por la película en sí. Esa es la verdad.

¿Y la relación con Basilio Martín Patino? No era fácil trabajar con él. Nunca nos dejaba ver la proyección aunque en realidad casi ningún director nos dejaba verla. Pero cuando le preguntábamos cómo estábamos o cómo había salido, siempre decía que muy mal, con lo cual uno cogía unos enfados y rebotes de narices. La película tenía un magnífico equipo de direc- ción; Basilio estaba muy bien arropado con Ricardo Muñoz Suay, Fernando Arribas, Teo Escamilla, Quique Torán como operador jefe y eso facilitaba las cosas.

¿Qué nos puedes contar del rodaje de La caza? Fue una experiencia atronadora, un infierno. Rodamos desde 15 de julio al 15 de agosto en un coto cerca de Seseña y el entorno era el desierto, horrible. El único consuelo es que, a pesar de que sud- ábamos como bestias, nuestro sudor no marcaba las camisas por lo

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que nos tenían que mojar con agua y aquello era muy agradable. La relación entre nosotros, por el contrario, fue muy buena.

¿Trabajar con veteranos como Alfredo Mayo, Ismael Merlo o José María Prada daba facilidades o asustaba? Los conocía a todos a través de mi familia y ellos me conocían a mí. Más a José María Prada porque había trabajado con él en tele- visión. Bueno, no me conocían; en realidad tenían otro trato distinto conmigo porque sabían de dónde venía pues no era lo mismo que tener que tratar con un muchacho que acababa de llegar al mundo del cine. Además, me llevé la cámara de fotos e hice tres o cuatro carretes mientras el equipo estaba durmiendo la siesta o Saura pre- paraba un plano con Teo Escamilla y Luis Cuadrado. Era gente muy amable, estupenda. Trabajar con cualquiera de ellos fue fantástico porque sabían muy bien qué tenían que hacer y te llevaban por donde querían. Paralelamente trabajé en televisión con Bódalo, Fer- nando Rey o Fernán Gómez, que era muy cordial, aunque imponía mucho. Recuerdo que una vez me dijo: “¿cuándo me vas a tutear?”, y yo: “Fernando, perdóneme”, “Pero… ¿otra vez? ¡Háblame de tú, coño!”.

Ese año te convertiste en una de las caras visibles de lo que se ha llamado el Nuevo Cine Español. ¿Eras consciente, cuando partici- pabas en esos proyectos, de la relevancia que tenían o podían llegar a tener? Evidentemente comprendía que era una temática distinta, que po- dían tener otro tipo de trascendencia. Lo que no sabía era cuándo iban a ser importantes: si en el momento de estrenarse o años des- pués. Lo cierto es que cuando hice Nueve cartas a Berta pensé que podía gustarle mucho al público o no gustar nada. Además, como tampoco las promocionaban demasiado, pasaban desapercibidas dentro de la marea general del cine pero no para la gente que for- maba parte de la industria, para las nuevas generaciones y todos los directores que vinieron después como Claudio Guerín. Eran títulos

60 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez que significaban mucho, en especial para la carrera de Carlos Saura que arrancó ahí, cuando fue a Berlín y consiguió el Oso de Plata.

¿Fuiste tú también? No, yo no fui.

¿Temías confiarte? Yo venía de una familia en la que siempre habían sido muy sóli- dos en su trabajo, pero no habían tenido comienzos tan brillantes. Cuando llegué al mundo del cine tuve este arranque tan solo a los dos años de empezar. No me fié demasiado porque sabía que de pronto podía venir una crisis enorme, como efectivamente a lo largo de los años he podido comprobar. Como he visto lo que he visto, soy y siempre he sido muy cauto, bueno, a veces no tanto.

En estas dos películas te doblaron, ¿a qué se debió? En Nueve cartas a Berta fue una decisión de Basilio. Él dijo que mi voz no le iba a la imagen, pero era la mía y ¿qué quieres que te diga…? En ese momento no tenía puesto en la cláusula de contrato que solo me podía doblar a mí mismo. Yo estaba confiado porque doblaba a mucha gente y no tenía ningún problema para encajar los diálogos, pero dobló a Elsa y me dobló a mí. En el caso de La caza fue distinto. Carlos Saura me llamó pero yo estaba en Barcelona, me dijo que cogiera un avión para ir a Madrid a doblar y que regresara en el día. En aquella época tenía un pavor espan- toso a los aviones y, más aún, a un avión francés que estaba utili- zando en aquel momento Iberia, un modelo que se llamaba Caravelle que no sé por qué demonios se movía tanto. Yo lo pasaba fatal en aquel maldito avión, entonces le dije a Carlos que lo sentía, que si no me lo retrasaba hasta dentro de unos días, no podía ir. Pero como no pudo retrasar el doblaje le dije que me doblara y lo hizo el chico que me había doblado en Nueve cartas a Berta. Era una imitación de mi voz, prácticamente el mismo tono. Lo hizo muy bien.

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Precisamente en aquellas fechas comenzaste a trabajar doblando a Mike Kennedy, a Julio Iglesias… … y a Raphael en Cuando tú no estás (1966), de Mario Camus. Creo que fue la primera de todas.

¿Cómo fue aquella labor de doblaje? Lo que hoy en día se entiende como actor de doblaje y técnicas de doblaje no tiene nada que ver con lo de entonces. Antes grabába- mos por takes y la sincronía tenía que ser casi exacta y eso implicaba muchísimo tiempo y dedicación: te podías tirar una mañana entera doblando solo cinco takes. Era algo casi artesanal, aunque tanto Julio Iglesias como Raphael no tenían muchos diálogos en sus pe- lículas.

Y mientras rodabas todos estos proyectos, también compatibilizabas tu carrera de actor cinematográfico con tus proyectos en televisión. En el año 1966, por ejemplo, interpretaste a Fernando VII en la serie Diego de Acevedo ¿Cómo te preparaste para abordar un per- sonaje histórico de tal magnitud? Fernando VII no era para mí un personaje agradable porque co- nociendo la historia de España resulta un tipo siniestro. Lo planteé como un rey dubitativo, altivo, de una manera despótica; es decir, no lo hice grato al espectador. Por otro lado, nos dieron muchas fa- cilidades para rodar la serie y trabajábamos solo ocho horas diarias, porque íbamos a rodar exteriores a la Granja, a Aranjuez, al Esco- rial… aquello fue creando un clima de credibilidad muy interesante. Además, el vestuario era muy bonito. Una lástima que no se hiciera en color, pero no había presupuesto.

¿Qué recuerdos tienes de esta superproducción de la época? Fue la primera superproducción televisiva y además la filmaron, me parece, en 16 mm. Se planteó como un rodaje de grandes retos. Estábamos en el año 1966 cuando el Régimen tenía que apostar fuerte por la modernización de España y se hicieron ese tipo de cosas patrocinadas desde el Ministerio de Información y Turismo.

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Después hubo otras producciones de corte similar en las que yo no intervine.

Ese mismo año arrancó el UHF donde trabajaste desde el principio. ¿Qué diferencias percibías en las producciones de este segundo canal de Televisión Española? Fue el momento en el que Fraga Iribarne decidió que, ya que en el país había un cierto desarrollo económico, tenía que proyectarse una imagen de libertad, de cultura, por lo que crearon la segunda cadena. En cuanto a los contenidos, eran un poco más elitistas que los de la primera. Además entró otra generación de realizadores por- que necesitaban más gente. Hubo un cambio bastante significativo. Todo eso se hacía ya en Prado del Rey y también en los estudios Bronston, que luego fueron Estudios Buñuel y que hoy en día han sido derribados. Allí hice algunas obras en Teatro de siempre (1966- 1979), un espacio que duró muchos años en emisión, con textos in- teresantes y en el que se rodaron cosas insólitas, de cierto peso.

¿En qué medida la experiencia teatral de quienes trabajabais en TVE influyó en el lenguaje televisivo? Influyó en cierto modo. Utilizábamos recursos que, a nosotros, al haber estado haciendo teatro y cine, no nos resultaban extraños, como transgredir la cuarta pared, por ejemplo. Todos estos meca- nismos se fueron desarrollando posteriormente y, en lo que a técnica se refiere, se ha mejorado mucho.

También en el cuidado de la puesta en escena o en el hecho de pre- venir las anacronías porque, en El Príncipe y el mendigo, adapta- ción de Mark Twain para el espacio Novela (1963-1978) y donde hacías de narrador, Juan Ramón Torremocha aparecía con brackets o “aparato”, como se decía antes. Es que no se prestaba atención a esas cosas y, sobre todo, no exis- tía la idea de que los programas se fuesen a volver a ver. En ese sen- tido no ocurría lo mismo que con el cine.

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En 1967 interpretaste un pequeño papel en Historia de la frivolidad, que protagonizaba tu hermana Irene… Eso fue por mi amistad con Narciso Ibáñez Serrador. Yo intervine muy brevemente, hice de caballero del siglo XVIII y decía aquello de: “su señora, gracias señor, su señora”.

Se trató de un programa que se burlaba de la censura existente y que, curiosamente fue censurado… No conozco mucho los entresijos, lo que sí veía es que con la censura no había realmente un criterio fijo, y eso era lo más descon- certante. Tú no podías hacer una pieza en la que se alabara el co- munismo, hubiera sexo… Eso no. Pero en el resto no se fijaban tanto.

¿Y en televisión, concretamente, cómo actuaba la censura? Los guiones ya habían sido censurados con anterioridad a la emisión, así que no había ningún problema. En cuanto a las imá- genes no se hacía nada realmente delirante. Bueno, a ver… había algunas situaciones surrealistas. Por ejemplo, cuando la televisión se emitía desde Paseo de la Habana, quien veía todos los progra- mas era la mujer de Gabriel Arias Salgado, entonces Ministro de Información y Turismo. Esta señora tenía el televisor en su casa, con el teléfono al lado y, cuando algo no le gustaba, llamaba di- rectamente a control y decía: “¡ese plano, que se le ve el canali- llo!”, con lo cual la cámara hacía una panorámica vertical y lo evitaba. Recuerdo que una vez llamó a control, muy alarmada, mientras estaban emitiendo danza clásica porque había visto que una de las bailarinas tenía un poco abierto el escote y gritó: “¿por qué no le han puesto ustedes el chal? ¡Se le ve el canalillo!”. En aquel momento, el realizador le dijo al cámara que cambiara el plano y el cámara, ni corto ni perezoso, como lo hacían con mani- vela, cambió a los testículos del bailarín y la mujer del Ministro comenzó a protestar de nuevo: “¿pero se puede saber qué ha hecho…?”.

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¿Y alguna anécdota que te sucediera a ti? Sí, en Hamlet, Príncipe de Dinamarca, estoy hablando del año 70, dirigida por Claudio Guerín. Cuando estábamos ensayando la lucha final entre Laertes y Hamlet, llegó Claudio completamente alterado y dijo que le habían presionado para que cambiase el tí- tulo, que en vez de ser Hamlet, príncipe de Dinamarca tenía que ser Hamlet, Duque de Dinamarca porque la censura consideraba peligroso que el hijo matara al padre, aunque fuera padrastro, no fuese que los telespectadores interpretasen que Don Juan Carlos iba a matar a su padre, Don Juan de Borbón. Claudio habló con alguien porque tenía bastante mano en El Pardo, para que les lla- masen al orden y cambiaran su criterio. Además había otro censor que, al igual que la mujer del Ministro, se pegaba a los monitores de control para autorizar el plano y comprobar si se les veía el pecho a las señoras. También viví un período en Prado del Rey en el que siempre había una especie de controlador que prohibía en- trar en el camerino a las parejas mixtas. Un día Carlos Larrañaga, que iba a entrar en el suyo con María Luisa Merlo, le dijo que era su mujer y pegó un puñetazo a la puerta y montó la de Dios es Cristo; quiero decir que había una variedad de tonterías que crea- ban un clima de inseguridad porque tú no sabías exactamente por dónde iban a salir.

En televisión, como en cine, aparecías de manera recurrente con otros actores y actrices como María José Goyanes, Manuel Galiana, Cristina Galbó… ¿Os veíais como una generación más cercana al público juvenil? No creo que en aquella época se tuviese en cuenta la idea del pú- blico juvenil, ni tampoco que hubiera ningún tipo de consigna como “la juventud actual al poder”. Posiblemente sí que representábamos a ese tipo de chico: el yerno perfecto, pulidito y limpito que no se deja barba ni melenas con el que a las madres les gustaría que se ca- saran sus hijas.

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Muchos de vosotros fuisteis grandes amigos. ¿En qué espacios se forjaban las redes de compañerismo y cómo crees que han ido cam- biando hoy en día? En cine hay menos compañerismo que en teatro, aunque los ro- dajes fuera de Madrid siempre generan más vínculos, porque surgen unos lazos de amistad especiales al vivir en el mismo hotel, comer juntos... En Madrid cada uno se va a su casa cuando acaba el rodaje y adiós muy buenas. Ahora ni te cuento, ahora nos vamos a los dos minutos.

¿Crees entonces que se ha ido perdiendo esa camaradería? Bueno, cuando estamos haciendo películas fuera seguimos reu- niéndonos y nos vamos a cenar y todo eso. Por ejemplo, en Palme- ras en la nieve, que se rodó en 2015, Alain Hernández, Fernando Cayo, Daniel Grao y yo nos relacionamos bastante. En ese sentido, lo que sucede en estas grandes producciones es parecido a lo que sucedía antes.

Volviendo a la televisión, en los sesenta comenzaste a trabajar con Ibáñez Serrador en el espacio Historias para no dormir (1964-1968). Sí, participé en algunos capítulos, pero había trabajado con él en Mañana puede ser verdad (1964-1965), que es anterior, con guiones suyos de ciencia ficción inspirados en historias de Bradbury, de Asi- mov y otros escritores del género. Las hacía con un criterio bastante amplio en cuanto a puesta en escena; construyó, por ejemplo, el in- terior de cohete espacial y le salió muy bien, porque tenía presu- puesto para este tipo de cosas.

¿Qué recuerdo tienes de Narciso Ibáñez Serrador? Era muy creativo, muy meticuloso, el que más ensayaba y el que grababa más días. Trabajar con él daba gusto, era como si estuvieses haciendo una película de Spielberg. Fue el primero que empezó a cortar y a editar cintas de vídeo. Cuando Narciso te llamaba para hacer algo sabías que ibas a disponer de todos los medios técnicos

66 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez y que iba a estar todo perfectamente ambientado, hasta el último de- talle, porque trabajaba con una rigurosidad enorme. La lástima fue que luego se decantara por los concursos y otro tipo de formatos que le dieron más dinero. Hubo una época en la que tuve mucha amistad con él y desde 1964 o 1965 hasta 1968 trabajamos mucho juntos.

De hecho, en 1968 apareciste en El premio, una serie sobre algunos de los ganadores del Premio Nobel… Sí, esa serie estaba estupendamente hecha, muy bien ambientada. Aparecían varios premios como Rudyard Kipling o Marconi. Pero ocurrió una cosa con Jesús Aparicio Bernal, que era en ese momento era Director General de Televisión y al que llamaban por los pasillos “el Director General asesino”, porque se había visto implicado en dos accidentes de tráfico. Cuando ya se había grabado y se iba a emitir, Aparicio Bernal dijo que Alfred Nobel era masón y que no se podía emitir, así que dejaron la serie arrinconada y, al cabo de un año, recibieron una carta de protesta de la Embajada Sueca, porque habían hecho una entrevista al rey Gustavo Adolfo que tenían que haber emitido antes del programa. Así que cuando llamaron para preguntar el motivo, Aparicio Bernal tembló y le dio luz verde en- seguida. Era un personaje absurdo y servil, como casi todos los di- rectores generales de aquella época.

Participaste también en las Fábulas (1968) de Jaime de Armiñán, con quien has colaborado en numerosas ocasiones. ¿Cómo era tra- bajar con él? Cuando Jaime nos llamaba sabíamos que íbamos a trabajar con un grupo de actrices y actores muy bueno y muy bien dirigido. Nos- otros percibíamos que Jaime, al igual que Adolfo Marsillach, escri- bía guiones distintos, muy bien desarrollados. Hice con él programas muy bonitos, por ejemplo, El último toro que luego desarrolló en la serie Juncal, en 1989.

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Parece que tienes un buen recuerdo de todos estos trabajos en tele- visión… Hay también alguna serie para olvidar…

¿Por ejemplo? Bajo el mismo techo, de 1970. Me pareció una serie horrible. Comparativamente con los guiones de Jaime o de Adolfo, esa serie de José Luis Martín Vigil era muy floja. Hablaba de una familia es- pañola, convencional, con muchos hijos. Era muy tópica.

Tus padres en esa ficción eran Antonio Ferrandis y tu hermana Irene, ¿cómo era tener a tu hermana de madre? No hubo ningún problema. Mis hermanas han sido siempre muy maternales conmigo por la diferencia de edad, pero nunca se metían en lo que hacía o decía, jamás. Con Irene estuve en bastantes pro- ducciones del Teatro de siempre o en las series de Jaime de Armiñán. De hecho, en Tiempo y hora (1965-1967), de mediados de los se- senta, coincidí con las dos en un episodio que no se conserva que se titulaba La mano en la frente, una pena.

En 1967 te concedieron el premio del Sindicato Nacional del Es- pectáculo a mejor actor secundario, y en 1971 te hiciste con el Pre- mio Anual de la Asociación de Críticos de Televisión. Sí, el Quijote de los críticos. Aunque no lo tengo, se rompió por- que era de escayola. Me dijeron que me iban a dar otro y no fue así, con lo cual figura como premio concedido, pero no tengo la estatui- lla físicamente.

Con tan solo diez años de carrera todo parecía ir sobre ruedas. ¿Qué sacrificios tuviste que hacer teniendo en cuenta tu edad? Siempre he sido muy disciplinado. Seguramente sacrificaba las relaciones personales, que para mi han sido tan importantes. Lo de hacer dos funciones diarias en teatro me limitaba mucho porque en- traba a trabajar a las seis de la tarde y hasta la una de la noche no terminaba. En general, en mi vida de actor he sacrificado bastantes

68 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez aspectos a nivel social como celebraciones de cumpleaños, bodas y reuniones de ex alumnos, aunque nunca he llevado una vida social intensa.

Un poco sí saldrías, al menos después de las actuaciones… Sí, porque cuando terminas de actuar estás absolutamente lleno de adrenalina, con todo el subidón encima y no eres capaz de irte a dormir, al menos yo. Por eso iba a discotecas, que era una forma de relacionarme con la gente.

En cuanto a la popularidad, ¿empezabas a notar que la televisión o el cine te iban convirtiendo en un personaje conocido? Sí, lo noté desde el principio. Si hacíamos una Primera fila un miércoles, el domingo salía la crítica en ABC y el lunes en la Hoja del Lunes, incluso con caricaturas. La prensa le daba bastante im- portancia a las producciones dramáticas y eso significaba que la gente veía ese programa de televisión. Podía tener un millón y medio o dos de telespectadores, porque lo único que se podía ver era esa televisión, no había otra.

Apareciste en dos de las tres películas que dirigió Alfonso Paso. ¿Se debía a la relación laboral que tu familia había tenido con él en te- atro? No, fue por deseo propio de Alfonso que me tenía mucho afecto como intérprete desde que hice Un matrimonio muy muy feliz. Esa fue mi primera comedia con María José Goyanes y duró bastante en el antiguo Teatro Valle Inclán, que no es el mismo, sino que estaba situado donde ahora hay una discoteca en la calle Princesa, en los bajos de la Torre de Madrid.

¿Cómo era Alfonso Paso? Era exuberante. Quería hacerlo todo. Su modelo a seguir, su gran anhelo era ser como Lope de Vega, un gran creador de textos y más textos… Hubo una época en que llegó a tener a la vez hasta nueve obras en cartel en Madrid. Fue un hombre que tocó todas las cuerdas

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y hasta llegó a cantar en un café-teatro. El cine le encantaba, pero era muy atrevido porque no sabía dirigir. Con él hice Vamos por la parejita (1971), insólita película en la que hago de un melenudo con guitarra y No somos ni Romeo ni Julieta (1969). En ambas interpreto al novio de Enriqueta Carballeira.

En 1973 participaste en Las señoritas de mala compañía. ¿Te sor- prendió encontrarte a un director como Nieves Conde en una co- media tan populachera? Sí, me sorprendió que hiciera eso, la verdad. Es que por él siento una gran admiración a partir de Surcos (1951). Es un director que podría haber hecho muchas cosas si este país hubiera sido de otra manera. Pero en Las señoritas de mala compañía el productor es José Frade y está hecha manga por hombro, muy descuidada, es una película sin desarrollar. La idea se basaba en la interpretación de Concha Velasco e Isabel Garcés. Eso del pueblo con la lotería ga- nadora y el prostíbulo lo han vuelto a hacer después. Es una película de la que no guardo ningún recuerdo especial, solo haber trabajado con María Luisa San José porque nos encontramos al cabo del tiempo y me alegré mucho de que hubiera prosperado tanto en el mundo del cine.

Con la estrella juvenil Ornella Mutti trabajaste en dos producciones en un mismo año, ¿cómo fueron estas películas? Con Ornella hice Una chica y un señor (1974) que produjo Pedro Masó, y Cebo para una adolescente (1974) que produjo PICASA. A Masó no le gustó nada que trabajara en esta segunda y me pre- guntó por qué había aceptado el papel si acababa de hacer una suya. En Una chica y un señor mi relación laboral con Pedro se acabó de- finitivamente, pero no sólo por el caso de Ornella.

¿Qué sucedió exactamente? Una chica y un señor era una película bastante sosa rodada para agasajar la belleza de Ornella, igual que Cebo para una adolescente.

70 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

Estaban hechas por dos directores que no son directores, sino unos señores a los que les gustaba el cine y decir: “motor, acción…”, pero que no tenían aptitudes. Había una escena en la que Ornella cantaba en el auditorio de Palma y su grupo de amigos del que yo formaba parte, porque en estas películas siempre hay una chica que tiene un grupo de amigos totalmente artificiales, teníamos que bajar por el patio de butacas, corriendo y aplaudiendo. A mí me daba mucha ver- güenza aquello de bajar en tropel como si fuéramos fans enloqueci- dos y le pregunté a Pedro si lo podíamos hacer de otra manera, pero él se opuso rotundamente porque lo veía muy bonito.

¿Y te negaste? No, no se me ocurrió mejor idea que, cuando bajábamos y llegá- bamos a primer término aplaudiendo de una manera demencial, se puede ver en la película perfectamente, esconderme detrás de un actor que era muy alto y fornido. En los ensayos tenía la marca para estar dentro de imagen, pero no la respeté. La escena se rodó y, como en aquel momento no había combo, no podían ver lo que había pa- sado. A los dos días, cuando Pedro vio la proyección, me llamó y me dijo que le parecía mentira que hubiese hecho eso, que él con- trataba a actores como yo para compensar la inexperiencia de esos otros chicos y para sostener la historia. Yo defendí mi parcela como actor y le dije que no estaba para cubrir las imperfecciones de los demás porque creo que eso es algo que hay que discutir entre un di- rector y un actor para llegar a entenderse. Él se molestó mucho y, como además hice la otra película con Ornella, ahí se acabó nuestra relación.

En 1974 en el espacio Silencio, estrenamos, de Adolfo Marsillach. Fue tu última colaboración con él en televisión. Sí. Unos años antes había trabajado en Habitación 508 (1966), concretamente en un capítulo en el que se invertían los roles: los padres eran como los hijos y los hijos como los padres, con lo cual el padre era el pasota y los hijos los responsables, gente de orden. Recuerdo que yo le echaba la bronca a Adolfo: “¡Qué vergüenza

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irte de copas, fíjate, yo tengo veintitantos y estoy aquí cum- pliendo!”. Fue divertido. Y la otra serie que hice con él fue Silencio, estrenamos, en la que interpretaba a un periodista que hacía una serie de preguntas insensatas sobre la creación literaria de la obra dramática.

Después de la emisión de esa serie Marsillach se encontró con pro- blemas entre la gente de la profesión por el retrato que hacía del mundo del teatro. ¿Qué opinión te merece a ti, que conoces bien el medio? Sí, se metía con los críticos, con los periodistas… Era un punto de vista bastante correcto, irónico en algunos casos, sarcástico en otros. Narraba las vicisitudes de un autor para llegar a estrenar, todos los departamentos por los que tenía que pasar: desde el director, hasta el primer actor, el crítico, el censor… Silencio, estrenamos era muy fiel al mundo del teatro, no sólo de ese momento, sino también del anterior. Él tomó anécdotas de los años cuarenta y de los cin- cuenta cuando estuvo en Barcelona en el Teatro Windsor, en su pri- mera compañía con Amparo Soler Leal, que fue su primera mujer. Previamente había hecho otra similar sobre el mundo del cine que se llamó Silencio, se rueda (1961), y Silencio, vivimos (1962-1963), que formó la trilogía y era más de tipo social, dentro de lo que podía entenderse como social en el franquismo. Esta trilogía es muy inte- resante porque toca parte de su vida y de sus muchas andanzas.

¿Y no encontró obstáculos en televisión por hablar de la censura? Adolfo siempre tuvo problemas en televisión porque estaba ca- lificado como hombre de izquierdas y le miraban con lupa. En la serie, el título de la obra que pretendían estrenar era La virtud re- compensada siempre, y el personaje del censor le corregía diciendo que tenía que añadir “en España”. Aquello molestó mucho porque era un poco lo que pasaba o lo que había pasado. Se hablaba de que todo era glorioso aquí, España como el vigía de occidente, todas esas cosas… Aunque es parecido a lo que les ocurre ahora, que de

72 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez pronto hablan de la “marca España” y parece como una marca de pimientos.

¿Cómo resumirías tu larga colaboración con Marsillach? Adolfo supuso una serie de acontecimientos muy importantes en mi vida, le debo mucho. En primer lugar, el haber entrado en tele- visión. Si no hubiera sido por Fernández, punto y coma… Siempre confió en mí como confió en mis hermanas, sobre todo en Julia para Silencio vivimos y Silencio se rueda, y cuando montó la Compañía Nacional de Teatro Clásico, me llamó para formar parte de ella. Re- cuerdo que, cuando estaba muy mal de salud, hablé con él por telé- fono; fue como una despedida porque murió poco tiempo después. Siempre le he tenido un gran afecto.

En 1974 te casaste con Diana Poliakov, que había trabajado como tú en Silencio, estrenamos. ¿Fue ahí donde os conocisteis? Me parece que hacía de mi secretaria, pero no fue ahí donde la conocí sino en Barcelona cuatro años antes. Era hermana de una modelo, Carola, y de una fotógrafa estupenda, Silvia. Las tres eran unas mujeronas altísimas y guapísimas. Nos casamos en Londres, por lo civil. Es la única vez que he estado casado, nos separamos más tarde.

¿Y fue todo el clan familiar a la boda? A mi familia le dije que me iba a casar en Londres pero no les pedí que vinieran porque eso significaba para mis hermanas suspen- der la gira, tener que viajar, etc. Y, además, a mi hermana Irene le causaban pavor los aviones y ni te digo lo que hubiera significado para mi tía Julia coger un avión ¡los detestaba!. Luego, al cabo del tiempo, mi hermana Julia me dijo que les había sorprendido mucho que no les invitara a la boda. Le di estas razones y ella lo entendió porque sabía que hubiera sido muy molesto ponerles en el compro- miso de tener que suspender la gira para venir a Londres durante tres días.

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La Vanguardia anunció tu separación como “El récord de Emi- lio”… ¿Por el récord de días que estuve casado? Claro, lo que no cuen- tan es el récord de días que viví con ella antes de casarme. Ese es el que marca. El objetivo de mi matrimonio fue en parte que mi mujer, que era inglesa aunque se había criado en Barcelona, obtuviese el DNI y la nacionalidad española.

¿Qué eco tuvieron tu boda y posterior separación en la prensa rosa del momento? Lecturas y Diez minutos fueron en alguna medida las más respe- tuosas. Salimos en la portada de Diez minutos, el reportaje lo hizo Agustín Trialasos, pero ni Diana ni yo pedimos un duro. Él vino a A Coruña un mes y medio o dos después de que nos casáramos, por- que sabía que empezábamos ahí la gira. Nadie le llamó.

Ni tú ni nadie de tu familia habéis dado mucho de qué hablar en ese sentido. A la única persona de mi familia a la que se le pueden achacar algunas cosas es a mí. No escandalosas, porque nunca me vi en- vuelto en un escándalo de droga o de alcohol, pero sí de salir con una señora u otra. Mis hermanas han sido mujeres absolutamente fieles. Pilar Miró siempre decía: “¡es que tus hermanas son dema- siado honestas y es una lata!”, hasta un día me llegó a recriminar que yo siempre que hablaba en la prensa de ellas las trataba bien, que a ver si alguna vez decía algo en su contra para crear polémica.

¿Cómo habéis llevado lo de ser rostros famosos? Hay actrices y actores que viven su vida como una prolongación fuera del escenario o fuera del plató, se sienten un poco imbuidos o abducidos por su condición de intérpretes y están siempre actuando. Mi familia nunca se ha movido por ese impulso. Cuando salíamos de rodar igual teníamos que ir a comprar pan y eso nos sacaba de un mundo irreal y nos colocaba en el mundo de la cotidianidad. En

74 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez mi caso, que me pidan autógrafos por la calle o me digan: “te hemos visto en una película” o que me feliciten, me da un cierto grado de confianza en mi trabajo, de que lo estoy haciendo más o menos bien, que llevo un camino adecuado. Pero he visto tantas cosas, he cono- cido tantas historias en las que todo se ha torcido, que al final te das importancia cuando estás trabajando en el escenario, no cuando estás en el plató, ni siquiera saludando al acabar una función. Yo no me siento cómodo con los aplausos, me siento cohibido, como si ya hu- biera salido de mi papel y estuviera representando otra cosa. Como si fuera yo el que recoge los aplausos y no el personaje. Es difícil de explicar.

El año de tu boda con Diana, 1974, también fue el año en que se estrenó el espacio Los libros. Apareciste en la adaptación de “El licenciado Vidriera”. ¿Qué novedades supuso en relación a otros programas de adaptaciones literarias? Ese capítulo lo hizo Jesús Fernández Santos, que era un hombre que sabía muchísimo de literatura, un magnífico escritor. Los libros era un programa divulgativo interesante porque iba alternando dra- matizaciones y a veces ponían fotos, no sé si de Florencia o Roma, y te lo iban explicando. Se ve que tenían poco presupuesto porque los exteriores los sustituían por pinturas de la época, era una forma de hablar de la historia del arte.

¿Existía entonces una mayor vocación pedagógica en televisión? No creo que hubiera un sentimiento pedagógico por parte de las autoridades franquistas, sino que ese sentimiento estaba en los altos cargos, en quienes estaban programando esos espacios pues, además de cumplir con unos objetivos, tenían que ofrecer algo de calidad. Tampoco había que romperse la cabeza buscando un programa con- curso ni pagar a unos guionistas determinados, sencillamente había que adaptar novelas. Naturalmente cubrían todos los espacios al igual que se hacían distintos formatos musicales como zarzuela u ópera porque consideraban que eran muy interesantes para el público.

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En febrero de 1975 se convocó la célebre huelga de actores, ¿tuviste alguna implicación? Claro que tuve implicación. Todos los que trabajábamos en el medio tuvimos implicación porque cerramos los teatros, falló muy poca gente y además obedecimos consignas. Estuvimos tres sema- nas de huelga. Lo curioso es que la gente compraba las entradas y, al llegar las siete de la tarde, tenían que devolverles el dinero porque la función se había suspendido. Después se enfadaban con nosotros, pero la huelga estaba anunciada, se sabía perfectamente.

¿Cuál era el objetivo? Se pretendía introducir a once representantes, prácticamente todos ellos del partido comunista, en la lista electoral del sindicato del espectáculo. El sindicato era un asco y la huelga absurda porque, tal y como estaba planteada, su objetivo era imposible.

¿Crees que vuestro sector, actores y actrices, fue un agente de cam- bio en la Transición? No, me parece que no, aunque fuimos una parte. Seguramente tuvieron más relevancia los mineros o los metalúrgicos que nosotros, no lo pongo en duda, pero nosotros éramos más visibles. Que detu- vieran a Rocío Dúrcal o a Aurora Bautista siempre era más impor- tante y me refiero, claro está, a importancia pública. No, no considero que tuviéramos una mayor influencia. La que sí tomó buena nota de todo esto fue la derecha. A partir de ese momento hemos sido para ellos una especie de elemento transgresor, izquier- dista, más cercano a posiciones radicales, lo cual no es cierto.

Precisamente y debido al carácter público de quienes participasteis, han aparecido anécdotas curiosas de esta huelga… Sí, una de las más extraordinarias fue cuando detuvieron a Aurora Bautista, que iba en el piquete de Juan Diego, y se los llevaron a co- misaría para interrogarlos. Aurora estaba sentada en un banco y, cuando salió Juan Diego tras declarar, le dijo de una manera épica,

76 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez en ese tono del personaje de Agustina de Aragón: “Juan, yo no te he delatado”.

Tus hermanas también estuvieron implicadas en la liberación de Tina Sainz… Así fue. La fianza para sacarla de la cárcel la pagaron entre Julia e Irene y fueron 25.000 pesetas de aquella época. Además Irene iba a hacer una obra con ella en televisión y cuando le dijeron que Tina estaba vetada, Irene se plantó. Fueron muy valientes y opino que hay que ser así porque hay que ser solidario con la gente. Lo que no se puede hacer es lavarse las manos como está pasando ahora, que cada uno va a lo suyo.

Después te mudaste a Barcelona, ¿qué te llevó a hacer ese cambio? En el 75, después de la huelga de actores en Madrid, yo estaba haciendo Una rosa para el desayuno de Barillet y Gredy. Era una compañía con gente bastante guapa porque estaba Mercedes Sam- pietro, María José Goyanes, un chico que se llamaba Luis Suárez y Joaquín Kremel… El problema vino cuando María José se quedó embarazada y tuvo que dejar el montaje y la sustituyó otra actriz, Ana María Barbany. Más tarde también se quedó embarazada, con lo cual aquello fue una especie de desastre porque cada actriz que entraba pensábamos que se iba a quedar em- barazada. Yo también comenzaba a estar un poco quemado de hacer teatro y venía de la separación de Diana unos meses antes. Me acuerdo perfectamente cuando tomé la decisión. Fue en abril del 75, teníamos temporada hasta junio y recuerdo que un domingo estu- pendo miré al cielo, que estaba de un azul maravilloso y pensé que la gente debía de estar en el campo tomando tortilla de patata y que yo no podía estar metido en Madrid, en una sala oscura, todo el día haciendo teatro a las siete de la tarde. Cuando llegó el final de la temporada, en junio, el empresario, que era Manuel Collado, me propuso continuar haciendo Una rosa en el desayuno, de gira por España. Estaba muy cansado de hacer esa obra, sobre todo porque

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habíamos tenido todo tipo de dificultades por los embarazos, y ade- más Ana María Barbany se había roto la pierna y trabajaba con la pierna escayolada. Un desastre. En ese momento me llamaron para hacer La saga de los Rius (1976) en Barcelona y no lo dudé.

Entonces no pensabas que te quedarías en Cataluña más de diez años… La verdad es que no, pero en septiembre conocí, a través de una amiga de Fernando Guillén, a una mujer que vivía en la Costa Brava y empezamos a entablar una relación. Estuve yendo y viniendo de Madrid a la Costa todos los fines de semana. Esas navidades las pasé en Madrid y en enero volví a Barcelona para seguir rodando. Ya había muerto Franco.

¿Dónde estabas cuando sucedió? Estaba en Madrid viendo la televisión mientras hacía recortes de prensa o cosas de sellos. De hecho, en aquella época tenía una fiebre filatélica enorme. Había estado en Barcelona todo el mes de octubre y me dije que sería estupendo mandar todos los días una carta a mi domicilio de Madrid con el sello de Franco para que coincidiera el matasellos con la fecha en que muriese. Iban llegando las cartas, pero ese hombre no moría nunca y yo estaba hasta el gorro. Justa- mente el 18 de noviembre escribí la última, y el 20 fue cuando murió. Me tiraba de los pelos. Casualmente, ese mismo día un amigo me había mandado una carta desde Alicante con el sello de Franco. Objetivo cumplido.

¿Cómo recuerdas la noticia? ¿Qué hiciste cuándo te enteraste? Como te comentaba, estaba viendo la televisión y vi que aquello empezaba a ponerse grave cuando empezaron a poner música clá- sica, así que me esperé hasta el mensaje. Sobre las cinco de la ma- drugada lo dieron y yo me sentí feliz y pensé: “ahora a ver qué pasa”. Por la mañana fui a comprar la prensa y luego, con Fernando Guillén, que estaba en Madrid porque esos días no rodábamos La

78 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez saga de los Rius, fuimos a los alrededores del Palacio de Oriente para ver a toda la gente que había allí, colas kilométricas esperando para ver el cadáver. Estuvimos merodeando y analizando sus caras.

¿Seguiste viviendo en Cataluña después del rodaje de esta serie? Sí, en el 76 definitivamente me quedé en la Costa Brava a ver qué pasaba, e hice dos o tres cosas en Barcelona y aquello me em- pezó a gustar mucho, aparte de aquella mujer que también me em- pezaba a gustar mucho. El paisaje, la temperatura, la humedad, ver el mar todos los días… la antítesis de lo que es Madrid. Descubrí gentes distintas que no tenían nada que ver con el cine ni con el te- atro, su gastronomía… En fin, una serie de alicientes que a mí me parecían estupendos. Fue una época en la que me dediqué sobre todo a hacer televisión y cine.

Bueno, te dedicaste a hacer televisión, cine y a ser jurado de Miss España. ¿Qué hacía alguien como tú en un sitio como ese? La propuesta vino a través del jefe de producción de La saga de los Rius. Él organizaba el festival y me preguntó si me apetecía ir unos cuantos días a Tenerife y quedarme en la playa de las Américas. Dije que sí porque en Barcelona estaba pasando calor y teníamos un período de no rodaje. La experiencia me resultó bastante diver- tida porque estábamos todo el día comiendo, bañándonos en la playa y en la piscina y luego elegíamos entre las candidatas.

¿Y cómo se tomaba esa decisión? Tuvimos una bronca tremenda en el jurado. Estaba Conchita Márquez Piquer, que era muy temperamental y que además defendía una postura que yo apoyaba, y un periodista que quería que saliera otra candidata. Supongo que había conseguido la exclusiva de la chica para un reportaje de fotos, pero nosotros no lo entendíamos y le decíamos: “¡si la más mona es ésta!”. Al final salió la que quería Conchita. Yo iba detrás de otra Miss España de años anteriores que estaba por allí. Ella tenía un negocio en Tenerife y me quedé una

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semana en Santa Cruz a cuerpo de rey, pagado por el organizador de aquella historia. Esta señorita vendía abrigos de pieles y yo, para congraciarme, le compré un abrigo de hombre que me costó un di- neral. Me parece que fueron 150.000 pesetas (90 euros) de aquella época. No conseguí más que el abrigo de pieles. Más tarde se lo re- galé a una persona con la que viví muchos años y a la que le corres- pondía más un abrigo así, aunque poco antes, en el rodaje de La petición (1976) con Pilar Miró, me vino muy bien para las escenas en las que aparecía desnudo porque hacía un frío tremendo.

¡Pues sí que le sacaste partido al abrigo! Y volviendo a tu etapa en Barcelona, ¿qué panorama laboral encontraste al regresar? Asistí a una época muy peculiar porque en el 76 ocurrieron una serie de acontecimientos muy interesantes. Se formó la Asociación de Directores y Actores de Cataluña, al igual que aquí se fundó la Unión de Actores, una de las primeras organizaciones sindicales de la post-dictadura. Llegamos a hacer un modelo magnífico que duró muy poco tiempo y que consistía en que nombráramos semanal- mente a un delegado de intérpretes, una actriz o un actor, en cada producción.

¿A qué se dedicaba esa persona delegada? Se enfrentaba a todos los problemas que había de horarios o de quejas, era como una especie de delegado que iba y venía. Si, por ejemplo, el director decía que necesitaba rodar una hora extra, se consultaba al equipo artístico y, si estaba de acuerdo, se hacía, y si no no se hacía. En el 76-77, antes de las primeras elecciones demo- cráticas, hubo un periodo muy interesante porque se trató de crear algo que luego no se ha hecho, vamos, que los poderes políticos no han dejado hacer, que era el poder de la sociedad civil.

¿Ese delegado existía también en televisión? Sí. Televisión Española nos reconoció el derecho a tener un de- legado en cada producción. Yo lo fui en El idiota, que se hizo en

80 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez junio del 76 y en otras ocasiones, aunque luego no se continuó con aquella dinámica porque se hicieron cargo los sindicatos. Fue un ca- mino que se empezó a explorar y que podía haber tenido mucho re- corrido pero que, como tantos otros en este país, no se han tenido en cuenta.

¿Cómo recuerdas la televisión en Barcelona? En esa etapa entró un personaje en mi vida que me ayudó mucho, una persona excelente que es Josep Maria Benet i Jornet. Él fue el factotum, digamos, de que hiciera más adelante Recordar, peligro de muerte (1986). También estaba Josep Montañes, que fue director del Instituto de Teatro de Barcelona. A este hombre le caí muy bien artística y personalmente y me incluyó en muchas de las cosas que hizo como las Novelas. Rodé bastantes producciones allí y percibí que no existía ese tipo de desgana que había en Madrid, ese espíritu de Prado del Rey tan negativo. Es decir, eran más serios trabajando y creían en lo que estaban haciendo, no había esa especie de “el que vale, vale y el que no a Televisión Española”, todas esas frases que yo aborrecía.

Llegaste incluso a hacer producciones en catalán… Posteriormente, sí. Hice una primera producción que era muy corta y en la que tuve una relativa permisividad con el acento. Eso fue ya en el 95, cuando había fallecido mi hermana Irene. Benet i Jornet me preguntó si me atrevería a hacer una serie en catalán en la que naturalmente se iba a decir que mi personaje no era catalán, pero que lo había aprendido. Le contesté que lo podía intentar, y efectivamente lo hice. Fue una serie que tuvo mucho éxito. Se lla- maba La Rosa (1996). Yo interpretaba a un notario madrileño que vivía en Manresa y que hablaba catalán con acento castellano y con palabras castellanas a veces. Es una serie que a mi me proporcionó mucha popularidad en Cataluña porque les gustó que rodase en su idioma.

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¿Cómo de costoso fue empezar a trabajar en catalán? Para mí era muy complicado memorizarlo, mucho más que en castellano. Eso me obligaba a quedarme en la Costa Brava para ha- cerme con el acento y hablarlo y me permitió acceder a una serie de palabras y a un vocabulario que desconocía. Lo que pasa es que siempre, en todas esas películas se tenía que decir que no era origi- nario de Cataluña o bien que había vivido allí o bien que había lle- gado de pequeño porque, claro, tengo acento. Además, había una correctora lingüística. No tuve el menor problema porque entiendo perfectamente cuál es el fenómeno del bilingüismo y el tesoro que es ser bilingüe. Aquí la gran desventaja es que los castellanos no nos ponemos a aprender gallego o euskera o catalán.

82 llEGARON lOS CAMBIOS (1976-1982)

En el año 1976 rodaste La Petición, con Pilar Miró. ¿Conocías a Pilar de los programas de TVE? La conocí de regidora de plató, desde donde pasó a ayudante de dirección y luego ya a dirigir. Ella confió mucho en mí, me dio opor- tunidades. Una de ellas fue El deseo bajo los olmos que se hizo en Estudio 1. Luego me dio el protagonista, junto a Ana Belén, de su primera película.

¿Qué tal la experiencia de trabajar con ella? Dura, dura. Pilar era muy dura. Además era su primera película, estaba todavía muy insegura y quería llevar todo al extremo. Por ejemplo, cuando Ana me echaba cera en la piel, me echaba cera de verdad; y me quemó. Calentaba unas tijeras en una vela y luego me las ponía sobre el cuerpo haciendo que pegase un bote en el ensayo. Pilar me dijo que era un exagerado hasta que no pude más y le res- pondí que esperara un momento. Cogí la tijera, la calenté, se la puse en la piel y, cuando pegó un bote, exclamé: “¿Ves como no es un problema de exageración? ¡Es que quema! Hay otras formas de hacer esto”. Tuvimos bastantes enganchones de ese tipo. Lo nuestro fue un encuentro-desencuentro constante.

¿Y qué pasó con la escena final? Que me quería tirar al lago donde, en la película, el barquero ti- raba el cadáver. Quería que fuera yo el que se metiera en aquella profundidad negra, una noche de abril, con un traje de neopreno. Le dije que para qué, que al día siguiente iba a estar enfermo de la gar- ganta, que para eso había un doble, y ella respondió que era para dar realismo a la escena. Se molestó mucho porque no lo quise hacer.

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Teníais una relación de años, ¿no afectó a vuestra amistad? En realidad, cuando la conocías bien era tierna, pero hasta que le encontrabas el punto te decía unas cosas… Bueno, y tú también le soltabas otras. Aunque había fricciones entre nosotros, en el fondo nos llevábamos muy bien.

Un año después apareciste en El delantero centro murió al amane- cer, para el espacio Teatro club (1976-1977) de Televisión Espa- ñola… Sí, se grabó en Barcelona. Es una obra del argentino Agustín Cuz- zani escrita hace muchos años; en 1960 se la vi interpretar a Manolo Galiana en el Instituto de San Isidro de Madrid cuando retomé los estudios. Sin embargo, sigue estando vigente hoy en día porque todos conocen el mundo del fútbol.

Llama la atención que esta obra tenga una carga tan crítica y a su vez tan actual, igual que ocurre con El tintero de 1978… Sí, esa era una obra de Carlos Muñiz que hice con Tina Sainz en la que mi personaje intentaba rebelarse contra las estructuras socia- les, el mundo laboral… Carlos había sido un escritor de temas so- ciales muy interesante y estuvo en los ensayos. Hay unos personajes que son unos chupatintas y cantan una coplilla: “viva la vida alegre y divertida”. Me gustó mucho hacerla.

Ambas pusieron la lupa en la sociedad del momento, ¿mantiene la televisión actual esa vocación crítica? No, la televisión ya no está para eso. Vamos, podría estar pero es un problema de índole sociopolítica porque ni unos ni otros quieren apostar por nada. El papel formativo y docente de la televisión que se empezaba a hacer antes permitiría que un determinado sector del público se inte- resase por ese tipo de narraciones. No digo que se haga lo que se hacía entonces, pero sí con un formato distinto. Observa que las series que se están haciendo, tanto en Netflix como en todas las plataformas, no tie- nen ese objetivo o ese fin. Hay una enorme búsqueda de temas policí-

84 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez acos, de asesinatos, de médicos forenses, y luego los programas blancos, los muy merengues al estilo de Te quiero Lucy (1951-1957). Ninguno tiene nada de crítico. Tal vez lo que pasa es que a la gente le han obli- gado a ir a una velocidad mental y de imágenes que no se presta a estos tiempos. Y ¿por qué han hecho eso? Porque tiene un objetivo. Antes yo era bastante ingenuo y creía que no había una manipulación, ahora opino sinceramente que la hay. El tiempo de ir asimilando se ha elimi- nado, todo tiene que ser entretenimiento para que no pienses.

¿Y cuándo notaste ese cambio en Televisión Española? Hay distintas etapas. Una de ellas es la entrada de UCD, que marcó el inicio la democracia y, otra, la llegada a televisión de Ra- fael Ansón, que significó el comienzo de la plantilla fija y, por tanto, de una especie de burocratización. Y luego hubo otro cambio muy importante, seguramente poco conocido, que es la toma de poder de la información; es decir, la televisión era plural en tanto que podías hacer igual un Estudio 1 que un programa musical.

¿Plural en cuanto a contenidos? Porque en otros aspectos no era muy plural... Claro que había telediarios con una información muy sesgada y controladísima por el Régimen, o programas muy ñoños como los dedicados a la mujer, pero también otros espacios como Tengo un libro en las manos (1959-66) de un hombre entrañable que fue Luis de Sosa. A lo que me refiero es a que había una pluralidad de sensi- bilidades, había mucha variedad. Poco a poco esas personas que vi- nieron de otros mundos como de la crítica literaria, del cine o del teatro, fueron sustituidas por gente de la información, periodistas que sólo se dedicaban a informar. El gran golpe empezó con Ansón. Ahí empezaron a complicarse mucho las cosas.

Trabajaste paralelamente en espacios dramáticos para radio. Sí, en Radio Nacional he hecho bastantes novelas, teatro… hasta producciones originales: una de Francisco Nieva sobre Picasso, otra

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de Ramón J. Sender que se titulaba El bandido adolescente o Las cerezas del cementerio de Gabriel Miró…

Existe menos documentación sobre este tipo de trabajos radiofóni- cos. ¿De qué años estamos hablando? La historia del teatro en la radio no se ha escrito. Yo hice radio en los años 60 y 80. Radio Nacional tenía un cuadro de actores bas- tante importante, lo que pasa es que la gente que estaba allí eran casi funcionarios y nosotros íbamos de vez en cuando como invitados, ensayábamos un poco la obra y grabábamos. Esto acabó con la en- trada de Eduardo Sotillos como director de Radio Nacional porque eliminó el cuadro de actores.

En 1977 trabajaste con tu hermana Julia en Doña Perfecta. Puede decirse que esta película supuso un parón de veinte años en su ca- rrera cinematográfica. ¿Hay dificultades para las actrices conforme maduran? Las hay y las ha habido siempre. Naturalmente es muy injusto y, sobre todo, dice muy poco en favor de la querencia profesional. Ahora vemos que hay series en Estados Unidos como la de Bette Davis y Joan Crawford en las que están trabajando Jessica Lange y Susan Sarandon; o, en Francia, donde Trintignant hizo una película con Emmanuelle Riva. Quiero decir que lo del cine español y la te- levisión española es una cosa insólita.

¿No crees que es una limitación que, por suerte, puede ir cam- biando? Sí, claro que puede ir cambiando porque también va cambiando el país. Las temáticas han sido distintas en las diferentes épocas. Aquí hubo una “tierra de nadie” yo diría que hasta casi el primer gobierno socialista entre 1976 y 1981, una época en la que se per- mitieron muchísimas cosas, por ejemplo todo el cine de destape, con eso de: “sí, sí, creo que me tengo que desnudar porque está justifi- cado”. Fue cuando hice La petición, en la que hay escenas tremen- das. Estaban las películas de Iquino como Estas chicas tan pu…

86 (1982) o Las que empiezan a los quince años (1978), que iban cu- briendo un vacío que, por desgracia, no se había cubierto de una manera más suave en años y con temáticas anteriores. Si aquí se hu- biera hecho Jules et Jim (1972), igual no habría habido necesidad de hacer Las que empiezan a los quince años, pero como aquí había una “casposidad social” enorme, había que hacerla.

Con esto del destape ya sabes que hay distintas visiones y puntos de vista. ¿Cuál es tu opinión? No considero que fuera un cine machista. Fue un estallido por la represión enorme que había habido en este país en materia de rela- ciones humanas y sexuales. Es evidente que puede haber un tinte machista en según qué producciones, pero más que nada era la libe- ración del cuerpo, la liberación a unas corrientes europeas. Había- mos estado yendo a Perpignan y a Biarritz a ver películas como El último tango (1972) o Emmanuelle (1974) y, de pronto, podíamos hacerlas aquí.

A mediados de los setenta e incluso ya entrados los ochenta, parti- cipaste en algunos cortometrajes y aún lo sigues haciendo. Sí, el primero se tituló Ir por lana y lo dirigió Miguel Ángel Díez en 1976, que hizo Luces de bohemia (1985) casi una década des- pués. En este primer cortometraje estábamos , Mari Paz Ballesteros y yo, que interpretaba a un encuestador que iba al piso de unas chicas que vivían solas. Ellas me tendían una trampa y me hacían creer que una se quería acostar conmigo y era mentira. Todos los diálogos eran improvisados: Miguel Ángel indicaba a Car- men más o menos lo que tenía que decir y a mí me indicaba que me mantuviera en mi postura de encuestador, pero Carmen, que tenía unas salidas tremendas, me sorprendía siempre.

Con Miguel Ángel Díaz hiciste el largometraje De fresa, limón y menta (1978), que fue bastante desconocido. Es una película prácticamente inédita. Imanol Uribe era el pro- ductor de esa película y de ¿Qué hace una chica como tú en un sitio

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como este? (1979) que se hizo el mismo año. El tratamiento de es- treno de las dos fue totalmente diferente porque se decantó por la otra. De fresa, limón y menta se estrenó en Granada y me parece que no se vio en el resto de España. Además, hubo problemas entre Miguel Ángel Díez e Imanol Uribe y está completamente bloqueada. Es una lástima porque es una película visible, no digo yo que sea una obra excelente, pero interesante.

Desde Cataluña venías lo mismo para un proyecto de comedia ma- drileña que para trabajar de presentador en Gente de sábado (1977). Gente de sábado era un programa magazine dirigido por Gustavo Pérez Puig. Era cómodo porque grababa en un día y luego me volvía a marchar a Barcelona. Mi papel de presentador lo tomaba como una interpretación: memorizaba lo que tenía que decir e improvisaba sobre la marcha. Fue una experiencia bastante desagradable, no por- que no tuviera éxito, a mi eso me daba igual y, además, no tuve crí- ticas desfavorables. Lo que sí tuve fueron anónimos y amenazas de periodistas o gente de la propia televisión que decían que me estaba metiendo en un espacio que no era el mío, que eso era el trabajo de otros y que yo era un “intrusista”… Unas cosas insólitas. Incluso en una de las amenazas me decían que era un “rojo” porque presentaba el programa sin corbata.

Eso no te frenó para participar más adelante en otros espacios… Años después presenté una serie de programas sobre produc- ciones de la segunda cadena, con José Antonio Páramo como rea- lizador. No se metieron conmigo porque trataba temas más específicos de ficción y de producciones dramáticas. Pero como Gente del sábado era un magazine y lo mismo hablabas de cocina que de turismo, se debieron creer que eso era más para periodistas o gente de informativos. Y eso que nosotros nunca nos hemos opuesto en el mundo del cine a que entre alguien que no sea de la profesión.

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Entonces abandonaste las labores de presentador para ponerte la sotana… ¿Te refieres a El sacerdote (1978)? Sí, hice de cura “progre”. Además, me acuerdo de una cosa espeluznante que nos pasó. Está- bamos seis o siete actores caracterizados de sacerdotes a las afueras de una iglesia en Alcobendas y llegó un duelo de verdad, con un fu- neral de corpore insepulto. De pronto se bajó de uno de los coches una señora que vino hacia nosotros absolutamente desolada, y nos dijo que su hijo se había matado porque se había caído de un anda- mio. Nos miramos y empezamos a actuar. La consolamos diciendo frases muy vagas como que por favor creyera en Dios y que pensara que su hijo estaba en el mejor de los mundos posibles. Una barba- ridad detrás de otra, pero ella se marchó bastante más tranquila de allí. Luego se acercó un chico que había estado cerca y nos dio las gracias porque sabía que no éramos sacerdotes, que estábamos ro- dando y nos dijo que su madre lo estaba pasando muy mal.

Al margen de esta escena, ¿cómo recuerdas el rodaje con Eloy de la Iglesia? Eloy trató en El sacerdote un asunto interesante que era el celi- bato, a través de la historia de unos sacerdotes españoles y narrada por un cura obrero. Pero Eloy buscaba algo más, siempre incidía en lo sexual y además tocaba los temas siempre desde una perspectiva social. Le servían de paso para meter todo lo que le daba la gana, como que un cura de pronto tuviese alucinaciones y viese que José Manuel Cervino le hacía un cunnilingus a Esperanza Roy debajo de la mesa. Estas situaciones dieron lugar a escenas muy jocosas. Y Esperanza, que es muy divertida en el sentido más salvaje de la pa- labra, le decía a Eloy: “¿Cómo vamos a estar celebrando aquí la co- munión del niño y este se va a meter debajo de la mesa?”.

1980 fue uno de los años en los que más películas estrenaste. Sí, fueron años de actividad económica bastante fuertes. Se pro- dujo mucho teatro y se hizo mucho cine, diferentes tipos de películas

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y de todos los géneros. Hubo como una especie de expansión que quedó un poco frenada a partir del 23-F, en 1981.

Uno de esos títulos fue El gran secreto (1980), con un reparto re- pleto de nombres de primera fila. Sí, la rodamos en La Alberca. Estaban Manuel Zarzo, Charo López, África Pratt, José Luis López Vázquez, María Luisa San José, María Asquerino, Paco Rabal… Fueron días inolvidables. Re- cuerdo que íbamos a un mesón de unos señores de Salamanca que estaba en medio de la carretera donde se comía estupendamente y Paco Rabal se ponía a hablar de sus conquistas, porque se pasaba todo el día hablando de lo mismo.

¿Y los dueños del mesón no se escandalizaban? Estaban fascinados y siempre se quedaban hasta el final de la conversación, salvo una noche en que se lió una disputa política: Paco Rabal con sus posturas comunistas y López Vázquez, o no sé quién, con otras más conservadoras. Fue una conversación bastante áspera y menos divertida que la de todos los días. Cuando terminó la cena e íbamos a pagar, aquella pobre pareja de santos que nos aguantaba, dijo: “perdón señor Rabal, pero hoy les vamos a invitar nosotros. Verá, solamente les vamos a invitar con una condición, que, si siguen ustedes viniendo aquí, no tengan conversaciones sobre política, sino que nos siga usted contando su vida amorosa, porque a nosotros nos gusta mucho más. Si hablan de política no nos gusta tanto”. Fue cuando Paco dijo que no se preocupasen y así fue. En las tres o cuatro cenas siguientes no se habló más de política, volvi- mos a sus conquistas y otros temas.

Curiosamente ese año compartiste reparto en tres ocasiones con Ana García Obregón. Sí, una de las películas fue Tres mujeres de hoy (1980) con Robin Ellis, Norma Duval y otra actriz que se llamaba Taida Urruzola. Eran historias distintas con cada una de las mujeres y a mí me tocaba Ana

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García Obregón. Luego fuimos a Niza dos o tres días y Robin Ellis se sinceró y me dijo: “¿Te puedo preguntar una cosa? Porque sé que tú eres actor. ¿Estas chicas que están trabajando con nosotros son actrices?”. El hombre estaba un poco asombrado de su comporta- miento. Le dije que Norma Duval era vedette y que Ana y la otra chica acababan de empezar y contestó que era un suplicio rodar con ellas porque hacían lo que les daba la gana.

¿Sucedió algo similar con Julio Iglesias en Me olvidé de vivir (1980)? Ese rodaje fue anterior, del 1978-79. Era una película musical del director cubano Orlando Jiménez. Todo era a mayor gloria de Julio Iglesias. Julio tuvo un trato exquisito con todos los intérpretes y pude conocer por primera vez Estados Unidos. Estuvimos en Flo- rida, en Nueva York, y luego fuimos a Panamá, México y Guate- mala, a los sitios más lujosos que puedas imaginar como la isla de Contadora, con un silencio estupendo y unos bungalows extraordi- narios. Fue una película fantástica para nosotros.

Al margen de las localizaciones, ¿el resultado fue tan fantástico? Bueno, este director trabajaba con un guion inexistente y, como no había guion, cada vez que cogíamos un avión de un sitio a otro, se sentaba con nosotros y nos decía que teníamos que improvisar un diálogo cuando llegáramos a tal sitio, una cosa divertida a ver qué se nos ocurría. Antonio Gamero hacía de periodista y yo de fo- tógrafo, pero lo único que se le ocurría decirme a Antonio era: “haz una foto de Julio, haz otra foto”, y yo protestaba porque siempre es- taba repitiendo lo mismo. El rodaje fue insólito y, como la película era para Julio Iglesias, no sucedía nada, solo paisajes y amores.

En compañía de Antonio Gamero seguro que por lo menos tendrías entretenimiento… Sí, Gamero era la monda. Cuando llevábamos diez días en Nueva York, donde tuve ocasión de conocer a Cyd Charisse y a su marido

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Tony Martin, y estábamos a punto de irnos a México y Guatemala, dijo que estaba muy decepcionado de la ciudad y, al preguntarle el motivo, me respondió que era porque llevábamos dos semanas allí y no nos había atracado nadie: “Pero tú eres un anormal, ¿por qué quieres que te atraquen?” —le pregunté— “Para contar algo en Es- paña”. Es que era así. Gamero era una locura.

En esa época trabajaste con tu hermana Irene en tres películas. ¿Qué seguridad daba trabajar con la familia? Trabajé con Julia en teatro, cosa que nunca hice con Irene. Sin embargo, con ella hice más cine que con Julia. En fin, coincidir con la familia ni te cohibe ni tampoco te facilita más las cosas. En ese sentido se desliga mucho lo uno de lo otro. En cualquier caso, tanto con Irene como con Julia tuve una relación excelente, dentro y fuera del set. Nunca hubo ningún problema. En el año 80 trabajé con ella en Otra vez, adiós (1980), en la que yo aparecía muy poco y en Es- tigma (1980), que rodé en inglés, en un inglés espantoso porque José Ramón Larraz, el director, quiso que la rodara en ese idioma.

¿Y cómo fue ser dirigido por un profesor de esoterismo en Viaje al más allá (1980)? El otro día me preguntaron si quería hablar sobre esta película en un documental que están haciendo sobre Sebastián D’Arbó y les respondí que no tenía nada que decir porque es una película espan- tosa. Además, pasó de todo en en ese rodaje. Trabajaba Narciso Ibá- ñez Menta, que hacía una especie de profesor misterioso y, por un problema de planificación, se dieron cuenta de que tenía que soltar un parlamento en el funicular de Nuria, a dónde él no podía ir porque tenía que trabajar en otra cosa. Así que el último día que rodaba Nar- ciso, llevaron una foto enorme de la puerta del vagón del funicular y la pusieron de fondo para que Narciso rodara su parte. De pronto, el funicular tenía que traquetear, pero Narciso había estado quieto, así que repitieron y, para que se moviera, le pusieron un pie a una altura y el otro en el suelo. Cuando finalmente llegamos a Nuria, ya

92 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez sin Narciso, el vagón se movía diez veces más que lo que había hecho él en su plano, con lo cual no se pudo montar la escena.

Pues vaya chapuza… Sí, aunque no fue la única. Cuando en una secuencia el tren salía del túnel, fumigaban una especie de niebla que no olía a la niebla habitual que utilizábamos en cine. Así que pregunté al de efectos especiales qué estaban quemando y me dijo que era un fumigador agrícola, que el otro era más caro. Total, que se montó la de Dios: “Viaje al más allá” ¡Y tanto!

La que sí resultó más grata, o al menos dio mejor resultado, fue Viva la clase media (1980). ¿Qué tal la relación con José María González-Sinde, con el que trabajaste en las dos películas que diri- gió? José María es una de las personas que siempre creyó en mí y me dio el personaje protagonista. También trabajaba mi hermana Irene y volví a repetir con Enriqueta Carballeira como pareja. Viva la clase media cuenta una historia muy interesante sobre la relación del par- tido comunista de los años sesenta con la clase media. Es un poco lo que le sucedió a José María González-Sinde. Mi personaje se lla- maba José María y el que hace Garci, que yo creo que fue un gran error, porque Garci no es actor, era en la vida real Antonio Gamero, que se quedó sordo de una paliza que le dieron en la Dirección Ge- neral de Seguridad.

¿Por qué crees que hay tan pocas películas sobre la militancia co- munista durante las últimas décadas de franquismo, en compara- ción con películas sobre la guerra civil o la posguerra? Me parece que es un problema de productores y distribuidores. Esa temática no les interesa porque este país no quiere recuperar memoria y son películas que tampoco tienen una explotación co- mercial, no pueden ganar dinero con eso. Sería más una labor de una serie o de las producciones hechas por las televisiones, pero

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tampoco se llevan a cabo porque no quieren. Se ha hecho algo, muy poco, de todo lo que fue el Partido Comunista durante los cincuenta en España, la durísima vida que tuvieron, cómo se les trataba de fo- rajidos. Lo que sucede es que no hay intención ninguna, como digo, por saber que había un partido comunista que fue muy importante en la lucha por las libertades.

¿Pudo tener algo que ver con el tibio recibimiento en el estreno? En realidad, Viva la clase media estaba pensada como primera parte de Asignatura pendiente (1977), pero, como hablaba del par- tido comunista y en el 76 el partido comunista no estaba legalizado, no pudieron hacerla. Cuando rodaron Viva la clase media quedó un poco descolgada porque socialmente era un momento que ya estaba superado.

Con esta película fuisteis a Berlín. Pero no al festival. Fuimos a una semana insólita en la República Democrática Alemana donde se proyectaron varias películas, no sólo la nuestra que, por cierto, a los ortodoxos del comunismo ale- mán les gustó más bien poco. Tampoco les gustó ver que el partido comunista español hubiera utilizado esas tácticas para entrar dentro de la clase media, no les hizo ninguna gracia. Estuvimos una semana entera allí y sucedieron miles de anécdotas.

Cuéntanos alguna… Fue fascinante. Estuvimos en un sitio maravilloso que se llama Schwerin y que está al norte de Berlín, casi al lado del Báltico. Pre- sentamos la película y luego fuimos a Halle, que está cerca de Leip- zig, donde hicimos otra presentación. Ellos creían que si habíamos ido era porque teníamos algo que ver políticamente con el Régimen, o sea, que éramos funcionarios del Estado. Por eso en cada cena o en cada comida daban un discurso y acababan siempre diciendo que lo deseable sería la paz entre los pueblos y que los bloques militares eran muy malos y que era una lástima que España entrase en la

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OTAN. Nosotros nos veíamos comprometidos a contestarles, porque era lo protocolario, y les decíamos las cosas más peregrinas. Siem- pre contábamos que sí, que la paz entre los pueblos era muy bene- ficiosa, que ya lo contaba la historia y que Julio César… las mayores barbaridades. Era un poco “berlanguiano”, porque nosotros tampoco éramos partidarios de esa decisión, pero si se había votado en refe- réndum y había salido por mayoría…

¿No se generaron situaciones tensas? Por supuesto. Una de ellas fue cuando José María le dijo al tra- ductor que, para distender el asunto, les contara un chiste de Stalin. El traductor dijo que no podía contárselo a los comisarios, pero José María insistió. Al terminar el chiste hubo un silencio de muerte, hasta que el comisario jefe empezó a reír y fue como en una de esas escenas de Un, dos, tres (1961) de Billy Wilder. Pensábamos que nos iban a fusilar a todos, sobre todo a Sinde que sí había sido del partido comunista.

Un par de años después, en 1982, apareciste en De camisa vieja a chaqueta nueva una película diametralmente opuesta en el plano ideológico. ¿Te supuso inconvenientes éticos tener que rodarla? Hacía de falangista, un hombre totalmente desengañado con todo lo que estaba pasando, ese chaqueteo que ha ocurrido constante- mente. Diría que se trataba de un tipo de personaje en algún sentido puro, al menos en lo ideológico, que, de una manera equivocada, hizo las cosas creyendo que estaba haciendo lo más justo. Lo inter- preté, entre otros motivos porque, como decía López Vázquez, si te ofrecen dos películas… Fue un día de rodaje nada más, me parece que dos escenas. Entonces no teníamos demasiados escrúpulos a la hora de elegir un proyecto u otro, si estaba bien rodado… Y yo sabía que con Rafael Gil no iba a estar mal. Aún así, es una película que no tiene nada que ver con mi ideología. Luego hice el Réquiem por un campesino español (1985) donde el personaje era un falangista centurión, y ese sí que era terrible.

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¿Y alguna vez has rechazado alguna propuesta por motivos ideoló- gicos? Las cosas que he rechazado estaban bien rechazadas como A la Legión le gustan las mujeres (… y a las mujeres les gusta la Legión) (1976). También otras cuyo nombre realmente no recuerdo.

Por otro lado, apareciste en algunas que han pasado a la historia, como La colmena (1982) de Mario Camus. Fue una película que me propuso José Luis Dibildos, que apostó por mí desde que rodé Hasta que el matrimonio nos separe (1977). En el caso de La Colmena, se trataba de una obra coral en la que, desde el principio, sabía que iba a rodar muy pocos días. Me parece que fueron seis en total. Pepe Sacristán tenía un personaje más im- portante. Recuerdo la escena con en la cama: pasamos un frío terrible porque eso se rodó en pleno enero en la calle Horta- leza, en una casa antigua que estaban a punto de demoler. Es una película que me gustó mucho.

¿Y hubo a alguien a quien no le gustara cómo se había adaptado una obra tan canónica? Me acuerdo, anecdóticamente, del estreno. Me parece que fue en el Palacio de la Música y estaba Francisco Umbral, que era un ser desatado. De repente empezó a dar grandes voces en el hall del cine diciendo: “¡Una traición! ¡Han traicionado a Cela! ¡Todos han trai- cionado a Cela!”, rasgándose las vestiduras. La película obtuvo el Oso de Oro en Berlín, pero él tenía que montar el numerito. Dibildos le dijo que se callara y que no fuera tonto, y Mario Camus, el direc- tor de la película, que le iba a pegar. Hubo un pequeño rifirrafe. Se- guramente montó ese escándalo para que la gente se fijara en él.

Ahora que mencionas a Dibildos, ¿qué labor crees que hizo en el cine español de la Transición? Él utilizó mucho lo que se llamó “la tercera vía del cine español”. Trató de hacer un cine con una cierta solidez comercial y, al mismo

96 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez tiempo, con un tipo de ideología distinta, por eso están Los nuevos españoles (1974) y Españolas en París (1971) en las que trató de ver otro segmento social, seguramente siempre en clave de comedia. Quiso que su cine estuviera bien hecho, con buenos directores, y él fue un productor en el mejor sentido de la palabra. Para mi gusto La colmena está muy bien producida, quiero decir que, en general, las producciones que tiene Dibildos son muy dignas. Mi relación con él fue magnífica, tan buena que iba a cenar a su casa algunas veces y hasta me invitó a Berlín. Guardo todas las fotos del día en que en- tregaron el premio y pudimos tocar el Oso. Para mí fue un regreso triunfal porque con La Caza no fui. Incluso tengo una reproducción del premio que nos regaló Dibildos a cada intérprete, hecho de es- cayola.

97 lA “lEY MIRÓ”, lA CREACIÓN DE AISGE Y lAS TElEVISIONES PRIVADAS (1983-1999)

A finales de 1983 se aprobó la llamada “Ley Miró”. ¿Os afectó en alguna medida a los intérpretes de cine? No. Pilar intentó hacer una ley que se acercara más a la protec- ción del cine español y lo consiguió en gran medida porque tampoco le dejaron avanzar mucho más. Cuando formé parte de la comisión de clasificación de las películas, Fernando Méndez Leite nos contó que ciertas órdenes que llegaban al Ministerio de Cultura no venían del gobierno de Estados Unidos sino de las majors, que llamaban directamente para decir cómo querían que se estrenaran sus películas en España o cuáles debían ir al festival de San Sebastián.

Tú que la conocías bien ¿cómo crees que le afectaron a Pilar Miró los cargos de responsabilidad? Pilar fue una mujer que se creó muchos enemigos a partir de las dos direcciones generales, la de televisión y la de cine; más con la de televisión, con la encerrona que parece ser que le hizo Alfonso Guerra, lo de la famosa factura… Eso afectó mucho a su salud, el verse juzgada. Como fue una mujer poderosa en su momento nadie quería discutir con ella o plantarle cara profesionalmente.

Volviste a trabajar con ella en estos años, ¿fue mejor el trato que durante el rodaje de La petición? Bueno, cuando estaba ensayando con ella la obra de teatro Hijos de un dios menor le avisé que tenía que rodar una película compro- metida con anterioridad. Me dijo que no me preocupara, pero en los ensayos empezaron los problemas de coincidencia de horarios. Re- ñimos y me advirtió que o iba a los ensayos o abandonaba la pro- ducción. Así que abandoné, ella se molestó bastante y estuvo un tiempo sin hablarme.

99 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

Sin embargo, te volvió a llamar para más proyectos… Sí, se le pasó. Conmigo no fue rencorosa. Era una mujer inteli- gente, seguro que lo analizó bien y, como sabía que había obrado con justicia, volvió a contactarme y tuvimos una relación excelente. Cuando murió mi hermana Irene me llamó desde Portugal donde estaba rodando El perro del hortelano (1996). Y cuando Pilar murió, me llevé un disgusto enorme. Hicimos juntos Werther (1986) y, en Hijos de un dios menor (1986), me llamó para que doblara a William Hurt porque sabía que había estudiado el personaje, e incluso se llegó a enfrentar al director de doblaje. En teatro también hice con ella La verdad sospechosa.

¿Fue la obra que desencadenó el desencuentro con Adolfo Marsi- llach? Sí. En sus memorias Adolfo contó ese incidente a su manera, pero yo sí sé la versión real porque asistí a la rueda de prensa en la que entró a por ella directamente. Se había estrenado La verdad sospechosa en Madrid y fue un triunfo absoluto de Pilar, hasta llegó a convertirse en la gran producción del año en la Compañía Nacio- nal de Teatro Clásico (CNTC). En marzo, Adolfo volvió como di- rector de la compañía; no había perdonado que Pilar hubiera programado mal una serie que había hecho en Televisión Española unos años antes. Adolfo quería acabar con La verdad sospechosa como fuera, siendo la obra de más éxito. Cuando estábamos en Al- magro, en julio, nos enteramos que la obra iba a terminar en no- viembre y nos pareció injusto. Nos reunimos Josep Maria Pou, Carlos Hipólito y yo con Adolfo en el parador de Almagro, en una comida, para exponerle nuestra queja por tratar así la función. Él nos juró y nos perjuró que no era así, que era un problema de pro- gramación; le dijimos que creíamos que tenía algo personal contra Pilar y que nos estaba perjudicando también a nosotros. Adolfo la tenía que haber apoyado en ese momento porque sabía lo que estaba pasando con los juicios.

100 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

En 1984, un año después de la aprobación de la Ley Miró, hiciste Las bicicletas son para el verano con Jaime Chávarri… Me lo propuso Alfredo Matas, el productor de la película. Era un solo día de rodaje. Fui a las ocho de la mañana y rodamos en Chi- cote, donde Laura del Sol tenía que bailar encima de la barra del bar, pero pasaban las horas, pasaban las horas, pasaban las horas… y aquello no se terminaba. Hasta que a la una y media o las dos vino Jaime Chávarri y me dijo que había un problema. Resultaba que era el último día de rodaje y teníamos que acabar a las tres y media por- que la gente quería festejarlo y tomarse una copa, de modo que no tenía más remedio que rodar mi escena en dos planos secuencia, uno lateral y otro frontal. Y así lo hicimos. Esa secuencia, que para mí era tan bonita, quedó muy reducida por tener que hacerlo a mucha velocidad para festejar el final de rodaje. Son las pequeñas frustra- ciones o las grandes frustraciones que uno se encuentra en el mundo del cine y, sobre todo, en el cine español.

Tú que creciste en una época muy marcada por la guerra, ¿qué opi- nas de ese relato? Son las vivencias del propio Fernando Fernán Gómez que Jaime Chávarri supo reflejar muy bien. Tiene unos valores muy interesan- tes y me parece que recoge de un modo bastante exacto lo que fue la melancolía en plena guerra civil. Un poco en relación a esa teoría curiosa que Santos Zunzunegui desarrolla en el libro Bajo el signo de la melancolía, donde explica la relación que existe entre deter- minados títulos de cine y la melancolía.

Por esas fechas te llegó la oportunidad de trabajar con Pedro Al- modóvar en un pequeño papel en ¡¡Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) Fue divertido, aunque me tocó una parte complicada que era tra- bajar con Gonzalo Suárez. Como Gonzalo no era actor, no se acor- daba de lo que tenía que decir o lo cambiaba. La pena de mi personaje es que se cortó un trozo que era muy similar a lo que pasaba con Ja-

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vier Gurruchaga cuando se enamoraba del niño. Eso mismo me su- cedía a mí con la niña que tenía visiones mágicas. Yo me entusias- maba mucho con ella y había una escena en el circo en la que ella adivinaba el pensamiento a los espectadores, entonces le proponía ser su tutor y educarla. La escena se rodó, pero no se montó. Debie- ron pensar que era demasiado similar a la anterior, y también un poco bestia que se repitiera la misma situación de pedofilia.

Hay actores que se han quejado de su trato o más bien maltrato… Pedro está un poco endiosado, o lo han endiosado. Entonces no tenía la categoría internacional que luego ha tenido, por lo que era más accesible y menos duro en ese sentido, según me han contado. Para nosotros era un director que empezaba a despegar y esa fue una de sus grandes películas, no hubo ningún problema.

¿La vanidad es uno de los grandes riesgos en el mundo artístico? La vanidad es gravísima. Es necesario ser vanidoso hasta cierto punto. Es como todo, como con las copas, por ejemplo: si tomamos dos copas está bien, pero si tomamos tres ya puede ser perjudicial. De todos modos, y ahora que lo analizo, te aseguro que no sucede solo en el mundo artístico. Lo que pasa es que es más visible y más palpable por las apariciones públicas, por esa especie de devoción por los medios que yo no tengo. Pero la vanidad se da también en los políticos, empresarios, el deporte... todos están encantados de salir en la foto y en los entornos del poder debe de ser tremendo.

Más de veinte años después de hacer tu primera película, concre- tamente en 1985, te ofrecieron la posibilidad de interpretar a un verdadero villano y quitarte el “sambenito” de buena persona. Sí, en Réquiem por un campesino español. Lo disfruté mucho, porque además interpretaba a un falangista. Me encantó hacer aquel centurión. Coincidí en 2017 en Lleida con Francesc Betriu y me agradeció que siempre hablase bien de la película. Verdaderamente lo pasé muy bien porque además estaba Antonio Ferrandis, Fer-

102 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez nando Fernán Gómez, Simón Andreu, , Terele Pávez... Y hacer de falangista me gustaba mucho porque había que hacerlo malísimo, como debían de ser esas personas, en 1936, con una pistola en la mano.

Pero por mucho que disfrutarais el rodaje, en los ratos de asueto os quitaríais el uniforme ¿no? No te creas. Fernando Fernán Gómez iba vestido de falangista desde Embid de la Ribera, en Catalayud, al hotel, que estaba como a veinte kilómetros, porque se quería cambiar allí y, .... con la camisa con el yugo y las flechas se sentaba a tomar un vino en la entrada y a jugar al mus con tipos de la zona. La reacción de los lugareños cuando nos veían tomando café vestidos con el uniforme era muy curiosa, no creas que nos miraban con buenos ojos. Aunque sabían que éramos actores, estaban recelosos. Les traía viejos y malos re- cuerdos, porque debían haber sufrido en sus carnes todo aquello.

¿Te costó preparar un papel al que estabas poco habituado en cine y que podía caer fácilmente en la estereotipia? Había un momento en que notaba que algo no me salía bien. Era la escena en la que íbamos buscando casa por casa al personaje de Antonio Banderas y no lo localizábamos. Betriu me dijo que tenía que estar rabioso y yo estaba muy rabioso, pero veía que no me salía el gesto de impotencia que buscaba. En una de las tomas se me ocu- rrió de pronto arrearle una patada en el culo al chico que salía a de- cirme que no lo habían encontrado. Betriu dijo que había servido y así está montado. El pobre chico, al cabo de veinte minutos, se acercó a preguntar si había hecho algo mal en esa toma, por lo de la patada y le expliqué que había sido una cosa improvisada y espon- tánea. Le pedí perdón por no haberle dicho nada después.

¿Y en cine son bienvenidas las improvisaciones? Desde mi punto de vista tienes que sorprender a los directores. Debe haber una fase en la que consultes con ellos, pero en pleno ro-

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daje, salvo que haya una cosa catastrófica, no debes darles mucho la lata porque todo el mundo les pregunta cosas: el operador-jefe, el cámara, el escenógrafo, el maquillador… Si has ensayado con ellos antes, no tienes que preguntar más.

¿También en televisión existe ese margen para improvisar? Hay menos margen, mucho menos, diría que prácticamente no existe. Bueno, en caso de Gran Reserva (2010-2013) tuve suerte de contar con muy buenos directores en todas las temporadas, con los que teníamos un ensayo previo antes de la toma, incluso arreglába- mos diálogos que estaban bastante mal construidos desde nuestro punto de vista. El director nos daba sugerencias de movimientos y otras indicaciones. En televisión lo único que cuenta es el tiempo, que desgraciadamente brilla por su ausencia. El gasto de material apenas existe porque es digital y se puede repetir. No ocurre lo mismo que en el cine.

Siguiendo con los uniformes, en La guerra de los locos (1987) vuel- ves a hacer de militar… Sí, pero ahí no era un malvado sino un tipo dubitativo, manejable, que estaba un poco a las órdenes de lo que decía el personaje de y, aunque era un comandante rebelde, tampoco tenía actitudes demasiado férreas, se dejaba llevar por las circuns- tancias.

En La tarde (1987) también volviste a repetir, esta vez no como mi- litar sino como presentador. ¿Recibiste de nuevo anónimos amena- zantes o fue más distendido? No. Fue diferente porque ese programa lo hacía todo el mundo. Cada semana era un presentador distinto. Lo podía presentar tanto un deportista como un cocinero, un torero... Era un espacio bastante interesante porque llevabas a gente que conocías y con la que podías hablar de los temas más variados.

104 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

¿Y qué han aportado esas labores de presentador a tu carrera de intérprete? Esas facetas para nuestra carrera actoral no significaban nada, simplemente acceder a otra realidad distinta. A mí siempre me ha gustado enfrentarme a algo nuevo para ver si soy capaz. Pero si hu- biera tenido que elegir en ese momento y en esa franja horaria entre una película o una obra de teatro y el programa, me habría decantado por algunas de las otras dos opciones. Como entonces no estaba tra- bajando en teatro, porque estaba en la Comunidad de Madrid como programador teatral, tenía más disponibilidad. Por tanto, si había tiempo y oportunidad de hacerlo, pues lo hacía.

¿Y cómo es un rodaje cuando el que te dirige es también actor, como en el caso de Cara de acelga dirigida por José Sacristán en el año 1987? Intervine muy poco en la película, pero me gustó que Pepe confiase en mí, volverme a encontrar con él y trabajar juntos. Me alegró que estuviera dirigiendo después de los inicios que tuvo en teatro y en cine y lo mal que lo había pasado a nivel personal. En cuanto a las órdenes o las sugerencias que te puede dar un director-actor son mucho más cercanas a nuestro lenguaje y las entendemos mucho mejor.

¿Y nunca has pensado en escribir o dirigir como José Sacristán? Teatro sí que he hecho. El año pasado, en 2016, escribí y dirigí Escrito en las estrellas, una obra basada en el El amante liberal de Miguel de Cervantes, que se estrenó y tuvo unas críticas exce- lentes, pero no me sirvió para nada porque esa obra no se pudo ver en Madrid, y eso que era el año de Cervantes. En su momento hice varios guiones de televisión. Uno de ellos era una serie sobre un tío que empezaba a recorrer España y, a través de sus viejos amores, iba describiendo cómo era el país. Ese lo presenté en 1976, lo leyó Pedro Amalio López y no sé quién más, pero tam- poco creas tú que les hizo mucha ilusión, seguramente estaba es- crito de una manera horrible. Y luego hice alguno sobre la

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Segunda Guerra Mundial, que no salió. También hablé con Álvaro del Amo, hace ya bastante tiempo, para contar la historia de Mar- garita Xirgu, que se fue a América y dejó a Lorca aquí, hizo toda la gira en México y, ya en Buenos Aires, les pilló la guerra civil junto a otra compañía española, que era la de Irene López Here- dia. Se reunían en unos cafés de la Avenida de Mayo que aún con- tinúan, afortunadamente no los han tirado como aquí, y había unas peleas ideológicas gigantescas. Todo eso estaba mezclado con obras de teatro, algunos que se volvían a España a combatir en los dos bandos, el final de la guerra... Era una historia que podía haber sido muy larga y que se podía haber presentado en televi- sión cuando aparecieron títulos como La forja de un rebelde (1990) o series de ese tipo.

¿Cómo fue tu paso por La forja de un rebelde, ahora que la men- cionas? Muy buena. Los libros de Barea son excelentes y están muy bien adaptados en la serie. Mario Camus la cuidó con detalle por- que es un director estupendo y se notaba mucho por cómo estaba planificada. Antonio Valero también estaba fantástico en esa his- toria.

¿Se echa de menos hoy en día esa dedicación casi artesanal a la hora de hacer series? No tiene nada que ver. Es un mundo totalmente distinto. El hori- zonte que había en los años 80, durante el segundo gobierno socia- lista, era de grandes posibilidades. Se pretendía que la televisión pública se convirtiera en la BBC, que se dedicase un presupuesto sólido e incluso que se pudiera exportar fuera de España. Era muy esperanzador. Eso luego quedó frustrado con la entrada de las tele- visiones privadas, que crearon otro sistema, el del “todo vale”, y desembocó en lo que desembocó.

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¿Qué supuso entonces la aparición de las cadenas privadas para vosotros los actores? A las televisiones privadas nunca les he pedido nada. Cuando nos decían eso de que tendríamos más trabajo, yo respondía que proba- blemente pero que ya veríamos qué trabajo, qué calidad y qué suel- dos. En este momento la televisión lo que refleja es exactamente la sociedad en que estamos viviendo: hay diez señores que cobran mu- chísimo y el resto no cobran. Lo mismo que pasa en todos los sitios. Y todo esto se traduce en abaratar costes, lo cual no es bueno para el producto. Si fuera bueno para el producto podrían seguir haciendo La forja de un rebelde, sin embargo, no hay más Forja de un rebelde aunque al público le interesaba.

¿Fue en esos primeros años noventa cuando empezaste a notar cam- bios significativos? Sí, más o menos en el año 1992 o 1993 cuando me dejaron un guion sobre Felipe II y todos sus amores con Isabel de Valois que se iba a llamar El pañuelo ensangrentado, escrito por Jesús García de Dueñas. Se contaba realmente que en la España de Felipe II había dos bandos: uno, que era el bando de intervención en Flandes, di- rectamente belicista, y otro que era el bando que pretendía tomar al príncipe Carlos y ponerlo en el trono de Flandes para así ahorrarse una guerra y, al mismo tiempo, convencer a los holandeses y a los flamencos de que tenían un rey allí. Esa conspiración la llevó a cabo la princesa de Éboli y su marido, personaje que iba a hacer yo. His- tóricamente era perfecta porque se veía el escalonamiento de la te- oría política, la entrada de la guerra y ya sabemos donde terminó todo: en la ruina de este país, como siempre sucede en las guerras. Pasó por varios filtros, no de asesorías sino de opinión. Uno de los filtros fue el de la tutora del actual Rey, entonces Príncipe Felipe, que ahora está en la Academia de la Historia. Esta señora había pa- sado un informe en el que ponía a parir la serie, en una defensa a ultranza de lo que era su idea de monarquía porque para ella, las de- bilidades de los Reyes no existían. Felipe II no era sifilítico, lo cual

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está demostrado, y decía que no se podía poner. Además tampoco se hablaba mal de la monarquía, se hablaba de lo que fue, de lo que estamos viendo habitualmente, pero su voz pesaba mucho. Con esto quiero decir que las esperanzas fueron cercenadas.

¿Hasta qué punto crees que influyen los cambios de gobierno en esa construcción de la memoria colectiva a través de las series? No considero que sean parámetros políticos, sino que, sencilla- mente, es una temática que en un momento determinado gusta o no. Es más importante que haya una sociedad, incluso un grupo de dis- tribución y exhibición, proclive a recibir esos productos. Bueno, no sucede el caso de La forja de un rebelde donde sí había una inten- ción de hacer una producción sólida, pero sí en la mayoría. Lo único que sé que ha hecho el PP de memoria histórica ha sido toda la ce- remonia sobre lo del 2 de mayo, en 2008 y fue patético.

¿Sangre de mayo (2008)? Sí, Sangre de mayo fue una cosa tremenda. La memoria histórica no sé si se ha parado mucho en cuanto a producción, pero más que eso el conflicto está en la creencia de que es un asunto que no inte- resa, un asunto que no hay que remover. Eso es por los propios ex- hibidores y distribuidores, que seguramente estén más en la cuerda del “para qué”.

En realidad, es un problema que va más allá de la producción tele- visiva o cinematográfica… Con la memoria histórica no se pueden investigar una serie de lí- neas absolutamente apasionantes porque no te van a dejar, no quie- ren, no les interesa. Precisamente el otro día Rafael Hernando decía que la gente se aprovechaba de las subvenciones para sacar a sus fa- miliares de las cunetas. ¿Tú te crees que con esa moral ese tipo puede ser portavoz de un partido político? Yo no tengo a nadie en la cuneta, gracias a Dios, pero veo eso y me quedo con ojos como platos. La memoria histórica hay que defenderla, hay que sacarla adelante.

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En 1990 hiciste La sombra del ciprés es alargada. ¿Te gustó la adap- tación de Delibes? Fue una versión en la que participó Luis Alcoriza, ya un poco en declive en su carrera. En la película hubo dos partes que, desde mi punto de vista, son muy complicadas de casar: la infancia y luego la parte mexicana en la estaba Juanjo Guerenabarrena que, por cierto, es un apellido imposible para la cinematografía. Supongo que Delibes pensaría que no había salido muy allá.

¿No sabes qué le pareció esa adaptación? No, nunca hablé con él de esa historia. Sé que El camino (1963), en la que salía mi tía, sí le gustó. Era muy generoso en cuanto a las adaptaciones. Casi todas las películas que se basaron en sus novelas le gustaron o por lo menos daba un margen de confianza porque en- tendía que era otro tipo de creación. Bien es cierto que Delibes había sido crítico de cine en El Norte de Castilla, un crítico muy ponde- rado y muy educado, nunca decía una grosería y, si alguna vez no le gustaba una película, enumeraba las razones. Una gran personalidad.

Quizás porque entendía qué era una adaptación y se alejaba de aquello que decía Benavente de que “cuando a un autor teatral le adaptan una comedia a la pantalla, lo que le pagan son los desper- fectos causados”. Claro, lo que no puedes creer es que lo que tú has imaginado ha sido traicionado, que es un verbo que jamás utilizaría porque es lo normal, es otro punto de vista. Tú, si fueras escritor, te quedarías sorprendido al preguntar a los lectores sobre lo que han leído, porque cada uno tendrá interpretaciones diferentes. Y en cine hay una visión global y colectiva.

Ahora que hablamos del pasado de Delibes como crítico, ¿ha ha- bido alguna crítica especialmente dolorosa sobre tu trabajo inter- pretativo? Críticas así, malas, malas, no he tenido ninguna. Han podido decir que estaba fuera del personaje, pero nunca han dicho que no

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se me entienda o algo similar, hecho que me hubiera dolido mucho. Cuando pegaban un palo, se lo pegaban a todos y yo estaba incluido. Había un periodista de ABC, Lorenzo López Sancho, que no me tenía mucha simpatía. En cine ha habido críticos que me han tratado mal, como Fernando Trueba aunque supongo que no le debo gustar porque luego no he hecho ninguna película suya. Yo no puedo entrar en el gusto de un director o de un productor. Las que yo más temía eran las de Eduardo Haro Tecglen, porque era un hombre que sabía mucho de teatro. Afortunadamente siempre fue bastante bondadoso conmigo.

¿Y tú cómo te tratas? ¿Eres muy autocrítico? Sí. Sé que en algún momento tendría que haberme aplicado más en según qué cosas y haber tomado más interés en según qué otras. De haberlo hecho habría descuidado otras facetas de mi forma de ser, por lo tanto, no sé si he hecho bien o mal. No he sido un actor obsesivo que llega a perder el contacto con la realidad como Daniel Day-Lewis, que aprendió a hacer canoas para rodar El último mo- hicano (1992) o no se cuidó una neumonía porque su personaje de Gangs of New York (2002) no se la habría cuidado.

Entonces, ¿no eres de los que se lleva el personaje a casa? Sí, me llevo el personaje a casa, pienso cómo enriquecerlo y lo estoy moviendo constantemente en la cabeza, pero eso no significa que no sepa desligarlo de mi vida cotidiana. No es cuestión de ser una actriz o un actor absorto por su personalidad de intérprete, a mí me gusta hacer otras cosas.

En 1990, concretamente el 30 de noviembre, se fundó AISGE (Ar- tistas Intérpretes, Sociedad de Gestión) a la que perteneces… Sucedió a raíz de la salida de la Ley de Propiedad Intelectual que obligó que se descentralizasen las sociedades de gestión, ya que solo estaba la SGAE. A partir de ese momento aparecieron la de produc- tores, de editores de libros, de ejecutantes musicales… Cuando se

110 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez fundó la sociedad había que pagar cinco mil pesetas que luego se devolvían. Ahora mismo hay once mil socios.

¿Debería haber más responsabilidad por preservar la memoria de los compañeros? Es fundamental. Los intérpretes deben tener claro que vienen de algún sitio y que forman parte de un acervo cultural que está ahí y, a su vez, deben transmitirlo a otras generaciones.

Si tenemos en cuenta lo prolífico que venías siendo en tus colabo- raciones, ¿por qué comenzó a descender notablemente tu partici- pación a partir de los noventa en proyectos para cine y televisión? Lo que pasó es que me dediqué a hacer la obra La mujer de negro y una serie de cosas que me llevaron mucho tiempo. De todos modos, creo que son ciclos. Mi carrera ha sido muy desigual. Luego dicen que trabajo mucho y sí, es verdad, pero hay gente que ha tra- bajado más que yo y que se ha prodigado también más. Nunca paro porque soy muy inquieto: me pongo a escribir o a hacer alguna adap- tación, lo que no significa que me estén constantemente mandando guiones o llamando para proyectos.

Algunas de tus apariciones más exitosas de esa época fueron en co- medias como Boca a boca (1995) de Manuel Gómez Pereira y otras de Miguel Albaladejo. ¿Qué cambios has visto en la manera de hacer humor? Bueno, los argumentos han sido distintos. A medida que ha ido desarrollándose este país, todo ha evolucionado, desde la comedia madrileña como De fresa, limón y menta, Ópera prima (1980) o Qué hace una chica como tú en un sitio como este. Cada vez se tiende más a obviar la realidad o el realismo y a pasar a temas delirantes. En algunos casos, como La primera noche de mi vida (1998) de Al- badalejo, sí coincide en parte con ese marasmo gigantesco del ex- trarradio de Madrid, de las autopistas que no se abren, de aquellos que se pierden en ellas. Hemos llegado a una sal gorda que se sin- tetiza con los apellidos vascos y los apellidos catalanes.

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¿A qué te refieres? A que se está reflejando una sociedad distorsionada porque los problemas que existen no son como aparecen ahí. Por poner un ejemplo, la familia de la mujer con la que vivía en la Costa Brava no era catalana: la madre era aragonesa y su padre madrileño y vi- vían en Mataró. Ella me contaba que, cuando era niña, los catalanes paseaban por una acera y los castellanos por otra. Aprendió natural- mente a hablar catalán y, la madre, cuando llegaba a su casa y em- pezaba a hablar castellano, le pegaba porque le decía que lo que tenía que hacer era integrarse en la sociedad catalana. Esto lo refle- jaba bastante bien una película que se llamaba La piel quemada (1967), pero son hechos que hoy en día no se recogen en ninguna parte. Y pongo este caso de los años cincuenta porque ahora en Ca- taluña están sucediendo otros conflictos que no va a contar nadie, de momento.

Has hecho muchas comedias a lo largo de tu carrera. ¿Qué opinas de este género? La comedia, como elemento de crítica social, es excelente y muy importante. Depende mucho de la inteligencia de quién la escriba y de cómo lo haga. Hay situaciones que son patéticas y, sin embargo, resultan cómicas. Se puede incluso hacer comedia política. Yo hice Vota a Gundisalvo con Lazaga, en el 1977, que recoge aquel mo- mento tremendo con todo el montaje que hubo en aquellas eleccio- nes democráticas. Eso también se podía haber contado ahora.

¿Crees que hay un tipo de humor propio y característico de los es- pañoles? Bueno, yo creo que hay algo, como una especie de tamiz por el que se pasan todas las noticias imposibles y se les da una perspectiva humorística muy curiosa: por ejemplo, esas equivocaciones de nues- tro inefable presidente que la gente se toma a broma. Es una faceta que a mi me parece interesante y que marca en alguna medida nues- tro carácter. Siempre lo relaciono con el clima, con la posición geo-

112 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez gráfica, con las temperaturas, con la comida. Ser espectador de tea- tro o de cine en España es un hecho heroico habida cuenta que este es un país con muchísimas horas de luz y, por tanto, de entreteni- miento al aire libre. En Suecia, por ejemplo, hay una especie de “co- cimiento” cerebral que origina que el teatro tenga una serie muy interesante de ideas que, al mismo tiempo, son tortuosas. Todo eso determina mucho el tipo de humor con el que tratas las historias y retratas a la gente. Vamos, creo yo. Entonces ¿cómo se justifica la existencia del teatro aquí? Por las fiestas ¿Y cómo tienen que ser las fiestas? pues divertidas, que si no... Recuerdo una vez que estába- mos haciendo un recital de poemas y canciones de Bertolt Bretch al aire libre, en Pozuelo de Alarcón después de la corrida de toros, en un tablao, con unos micrófonos y un piano...

Eso si que es una combinación esperpéntica: Pozuelo de Alarcón, toros y Bertolt Bretch… Tremenda. Carmen Sansa estaba recitando y de pronto me toca- ron en la pierna y un tipo me dijo: “¿Falta mucho para el baile?”. Así, literalmente. Miré al pianista, le hice un gesto para que fuera cortando y, el recital, que duraba una hora y diez minutos, quedó re- ducido a treinta.

Sin embargo, hemos tenido grandes autores que han trabajado con éxito otras formas de humor como el absurdo… Sí, porque eran personas muy lúcidas y por eso han dejado ver- daderas joyas. Es el caso de Mihura, Tono o Jardiel Poncela, que de pronto escribían historias absurdas, seguramente porque creían que todo esto era absurdo. Yo también lo veo así, pero no tengo la facul- tad de ser inteligente como ellos y escribirlo. Me acuerdo de una anécdota que contaban de Mihura, Edgar Neville y Tono cuando iban en coche a Alicante o a Valencia y Edgar Neville conducía como un loco. Al pasar por un pueblo donde había unas gallinas, las atropelló. Después de un rato, pasó un conejo por la carretera y se lo cargó. Aterrorizados los otros dos por cómo conducía, no le dijeron nada, y

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así kilómetros y kilómetros. Y ya, cuando estaban llegando a Valen- cia, creo que fue Mihura el que le dijo: “Oye, Edgar, ¿por qué no te sales de la carretera, atropellas un arrozal de estos y nos hacemos una paella?”. Ese sentido del humor totalmente surrealista se entiende en el marco del teatro que hacían. Como el humor que tenían Martes y Trece, que era estupendo, o el que tenían Tip y Coll. Hoy en día los humoristas de espacios como El club de la comedia me parecen otra cosa, siempre hablan de los mismo: que si eres un guarro, que si eres una guarra, que si la suegra no sé qué, que si das asco…

De todos modos y, como decías al principio, hay una serie de cam- bios graduales que van parejos a la sociedad. Uno de ellos ha sido la incorporación de las mujeres a la dirección. Sí. En cine acabo de hacer una película con Roser Aguilar que se estrena ahora. Pero he trabajado con Rosa Vergés, Judith Colell, Ana Díez...

¿Y encuentras diferencias en la forma en que dirigen estas directo- ras? Sí, sí las hay. No dirigen igual ni tampoco escriben lo mismo. Tienen otra perspectiva, otro tipo de sensibilidad. En el caso de Pilar Miró y Josefina Molina habían sido ayudantes de dirección en un entorno lleno de hombres y se notaba mucho en su forma de dirigir: más autoritaria, más seca… Sin embargo, tanto Judith como Ana o Roser Aguilar lo hacen con cierta minuciosidad, son muy educadas y no levantan nunca la voz. En eso las veo mucho mejor.

Hablando de mujeres, has afirmado en numerosas ocasiones que has estado muy unido a tus hermanas. A mediados de los noventa, Irene enferma. ¿Cómo te afectó su enfermedad? Al principio Irene no apuntaba nada grave en los análisis y cuando se declaró que realmente era grave nos quedamos desolados. Además hubo un pacto de silencio porque decidimos no contárselo ni a ella ni a mi cuñado. De algún modo él tampoco quiso enterarse porque, en ese caso, nos hubiera preguntado a mi sobrino o a mí.

114 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

Además, sabíamos que si se lo comentábamos, Irene se iba a dar cuenta enseguida porque él no sería capaz de callarlo, aunque creo que ella sospechaba que no era una hepatitis ni nada por el estilo. Fue su hijo, mi sobrino, quien llevó el timón de la historia.

¿Y siguió trabajando pese a todo? Sí. Recuerdo que la fui a verla al Teatro Reina Victoria donde es- taba haciendo Siempre en otoño con mi hermana Julia y con Amparo Baró. Yo tenía la convicción de que era la última función en la que la vería. Sabía que el tumor que tenía era maligno, así que fue una tarde muy amarga. Luego la operaron, se recuperó, grabó un pro- grama para televisión, volvió a hacer teatro, hizo una pequeña gira y, cuando iban a Barcelona en octubre de ese mismo año, le dijeron que la tenían que volver a intervenir. La operaron en noviembre y en julio del año siguiente murió.

¿Cómo vivisteis esos últimos meses? Fueron muy duros. Mi hermana Julia y yo íbamos a verla casi a diario y nuestra vida giraba un poco en torno a lo que le estaba pa- sando. Yo tuve que grabarle unas entradas de voz que me pidieron en la Academia de Cine para su diccionario de cine español y claro, me volvía loco buscando datos porque sabía que iban a ser los últi- mos. Lo pasamos todos muy mal, me parece que Julia más que yo. Para ella fue un palo gigantesco porque habían estado muy unidas. Ver que su hermana se iba la destrozó y encima tenía a su marido enfermo. Es duro darse cuenta y, al mismo tiempo, crea una sensa- ción de normalidad; es decir, la muerte forma parte de lo que somos y, por lo tanto, tienes que aceptar que es así. Yo no creo en el con- suelo de Dios ni de la Virgen ni de casi nada.

No obstante, seguiste trabajando durante el tiempo que duró su en- fermedad. Sí. Recuerdo que cuando estaba muy enferma me pasaron el guion de Asunto interno (1996). Se rodó en una especie de fortaleza

115 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

militar al lado de Girona y en Barcelona. Llamaba todos los días para saber cómo estaba. Me encontraba más pendiente de lo que pa- saba en Madrid que de lo que estaba rodando.

¿Te dejó mal recuerdo ese rodaje? Hombre, el guion es interesante y me gustó hacerlo. Habla del último fusilamiento de un militar en la España franquista, aunque está rodada de manera desigual porque de pronto hay una historia de amor que, en estas cosas, no funciona. Sobre todo me gustó que se contara algo que no se había contado nunca, igual que en Palme- ras en la nieve con lo de Guinea, que estará mal o bien hecha, pero lo importante es que se haya roto ese silencio.

En el año 1994, en la película El día nunca por la tarde (1994), mue- res en pantalla. También mueres, o te matan, en muchas series de televisión. ¿Cómo se siente uno al ver su propio funeral represen- tado de formas diferentes, una y otra vez? No tiene nada que ver porque no haces una comparativa con lo que puede sucederte a ti. Sabes que es un personaje. En esta película en concreto sí que me impresionó un poco cuando aparecía en el fé- retro, pero es un juego. Soy muy inconformista y la muerte es la única cosa contra lo que no puedo luchar, porque además puede lle- gar cuando le dé la gana. Eso lo supe cuando me metieron por pri- mera vez en un quirófano. Sin embargo, esa sensación de miedo no apareció.

116 lA COMUNIDAD Y lA NOCHE DE lOS GOYA (2000-2016)

Con el cambio de milenio te surgió la oportunidad de rodar La co- munidad (2000), de Alex de la Iglesia, que te conduciría a tu primer Goya. ¿Te explicó alguna vez cómo y por qué se fijó en ti para ese papel? Él me había ido a ver a La mujer de negro, que se había estrenado en 1998 en teatro. Tenía muy claro que todos los intérpretes debía- mos ser sólidos intérpretes, por eso están María Asquerino, Terele Pávez, Manolo Tejada, Marta Fernández Muro, Paca Gabaldón, San- cho Gracia... Luego no me ha vuelto a llamar para rodar nada más.

Ahí tuviste la oportunidad de repetir como villano… Sí, y ese título es el que marca la continuidad de los malvados en mi carrera. Con anterioridad a La Comunidad se suponía que tenía un aspecto demasiado blando como para hacer de malo, o eso dijo un crítico. La verdad es que no sé cómo tiene que ser un malvado: si es malo da igual el físico que tenga, pero al parecer yo no me adaptaba al prototipo que se esperaba.

Pues el crítico no tuvo mucho ojo, vistos los resultados, porque fuiste además un malvado muy convincente. ¿Y qué pasó en la fa- mosa escena de violencia que tuviste con Carmen Maura en la pe- lícula? Recuerdo que fuimos a un piso que tenía alquilado Carmen en Madrid y estuvimos ensayando las escenas que quería Alex, sobre todo la escena del golpeo. Sabíamos más o menos cómo iba a ser el decorado y estuvimos probando movimientos. Cuando llegamos al plató, la escena estaba muy asimilada por parte de los tres. Tardamos una semana en rodarla porque algunas situaciones eran muy com- plicadas. Cuando me golpeaba la sien con el grifo, por ejemplo y, para que no me hiciese daño, me ponían un trozo de goma-espuma

117 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

aunque me dolía igual. Además, a veces se requería que a Carmen la sustituyese la doble y eso llevaba tiempo porque había que vol- verla a vestir, respetar su raccord… fue muy divertido porque Alex nos jaleaba mucho las tomas. Él estaba delante del combo, riéndose a carcajadas y decía: “Vamos a hacer otra. ¡A ver si en esta le puedes pegar más fuerte!”. En una de ellas yo tenía que pegarle una cuchi- llada y romperle el vestido a la altura del brazo derecho. Carmen llevaba debajo una protección y había que romper una bolsa de san- gre oculta, pero aquella maldita bolsa no reventaba y empecé a rom- per la tela como si estuviera cortando un filete y eso se ve en la película. Alex decidió dejarlo, porque se estaba partiendo de risa y creyó que funcionaría.

Y funcionó. De hecho, la noche de los Goya del año 2001 fue la de los Gutiérrez Caba. Tú ganaste el premio a mejor actor de reparto y tu hermana Julia el equivalente pero en la categoría femenina. ¡Eso es entrar con buen pie en el siglo XXI! Fue muy emocionante. Estaba preocupado por si Julia no ganaba el premio porque en las apuestas no estaba ella, estaba Terele. Pen- saba que si lo ganaba yo y no ella, iba a ser delicado porque segu- ramente yo podría ganarlo más adelante y ella tenía más limitadas las posibilidades. Así que cuando lo gané, me subieron en un ascen- sor a la sala de prensa y empezaron a hacerme preguntas y fotos. Yo estaba como en una nube, no paraba de preguntar a quién le habían dado el de categoría femenina que iba inmediatamente después, pero no lo sabían. Entonces, cuando se abrió la puerta y apareció mi her- mana, se resolvió el enigma. ¡Fue una alegría!

¿Y a quién dedicasteis vuestros premios? Una oportunidad así no se da todos los días… Se lo dedicamos a nuestra familia de cómicas y cómicos, a su memoria, sobre todo por las dificultades que pasaron y, en especial, a nuestra hermana Irene.

118 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

¿Te podías imaginar que te volverían a dar el Goya un año más tarde por El cielo abierto (2001), de Albaladejo? En absoluto. Era una película muy bonita pero, ¿tanto como para que yo ganara el premio de nuevo? Ignoro por qué ocurrió. Nunca lo sabré y realmente es muy curioso que sucediese. Me consta que ha pasado algo así en casos en que la decisión ha sido muy compli- cada. Entonces, cuando surgía un tercero, te lo daban a ti porque eras el que menos problemas les creabas.

Quizás por eso no lo recogiste con la misma ilusión… Lo que ocurrió es que estaba en Valencia haciendo La mujer de negro. Le dije a María Adánez, con la que estaba ensayando El prín- cipe y la corista que, aunque no creía que sonase la flauta que, si ocurría, si no le importaba recogerlo en mi nombre porque no iba a ir nadie de mi familia. Ese mismo día, justo en el momento en que llegué al camerino durante el descanso de la obra y puse Radio Clá- sica, dieron los nombres de los premiados a los Goya y me citaron. Mi primera reacción al oír aquello fue apagar la radio, como si dije- sen que estaba en búsqueda y captura. Después me llamó María Adá- nez y me dio la enhorabuena. Más adelante me volvieron a nominar en La torre de Suso (2007), donde tenía competidores muy fuertes, pero entonces sí que era ya muy difícil que me lo volvieran a dar.

Las tres nominaciones las tuviste en la categoría de actor de re- parto, ¿te hubiera gustado haber hecho más roles protagónicos en cine? Hombre, a nadie le amarga un dulce. Es evidente que me hubiera gustado hacer más, pero si no lo han considerado oportuno… Hay muchas cosas que podría haber hecho y no he hecho, en el cine y en la vida.

¿Crees que a partir de ciertas edades es más difícil? No, me parece que no. Por ejemplo, Manuel Alexandre hizo pro- tagonistas en las últimas películas de su vida y nunca los había

119 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

hecho antes. Es circunstancial. Son preguntas que hay que hacer a los productores o exhibidores.

¿Y qué tipologías de personajes has representado con más frecuen- cia a lo largo de tu carrera? De joven, la tipología que encarnaba solía ser de estudiante, de una persona con cierta enjundia social, burgués, hijo de familia bien. Hasta que no envejecí un poco no consideraron que pudiera hacer de villano, aunque Réquiem por un campesino español fue un ade- lanto. También he hecho comedia, pero no con la comicidad de Pepe Sacristán, que jugaba con su físico delgado y con esa mirada per- dida. Además, nunca he pertenecido a esos arquetipos de o José Luis López Vázquez, que trabajaban y trabajaban y que conectaban mejor con el público.

¿En España han sido precisamente esas tipologías las que han go- zado de mayor popularidad? En este país generalmente suelen gustar los muy apuestos como Rafael Durán, Jorge Mistral o Juan Luis Galiardo, o esa gama de cómicos que eran excelentísimos actores, pero el público percibía a sus personajes como ridículos: Landa, Martínez Soria o López Váz- quez. He tenido un físico y unas condiciones que no son muy de este país. Podría haber hecho lo que hizo Jacques Perrin o lo que hizo Jean Pierre Léaud con Truffaut en Francia, pero aquí no había ese tipo de cine, solo en contadas ocasiones como en Viva la clase media, La caza o Nueve cartas a Berta encajó con mi manera de hacer las cosas.

Y de vuelta a la televisión, participaste en series de gran populari- dad como Javier ya no vive solo, de 2002. ¿Qué nos puedes contar de tu experiencia con Emilio Aragón? El trato con Emilio fue correcto, normal, porque es una persona muy educada, muy optimista y vital, y me llevé bien con él. Tampoco es una serie a la que yo prestara mucha atención porque en ese momento estaba

120 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez de gira con El príncipe y la corista, y pedí trabajar dos días a la semana. Eso condicionó mucho mi personaje que acabó en la cárcel y sólo salía bajo permiso penitenciario. Luego hice otras series: Círculo Rojo (2007) para Antena 3, y Al filo de la ley (2005) en TVE-1.

A partir del nuevo milenio has aparecido de manera recurrente en ficciones históricas como Amar en tiempos revueltos (2005-2012) o 23-F: el día más difícil del rey (2009). ¿Qué opinas de la serie? Que tenía un guion muy bien desarrollado, dirigido por Silvia Quer, una realizadora catalana muy buena. Se rodó íntegramente en Barcelona, toda la parte que son los despachos del Rey se grabaron en una especie de cámara de comercio que hay en Tarrasa, lo que nos obligaba a trabajar de noche. Allí tuve una conexión de trabajo muy especial con Lluís Homar y eso se notó. La crítica la trató muy bien, sobre todo por cómo estaba facturada y me parece que tenía toda la razón. Además gustó bastante a la monarquía y batió récords de audiencia. Es cierto que la serie presentaba todas las defensas po- sibles de la monarquía y, en ese sentido, puse más la atención en el papel de mi personaje de Sabino Fernández Campo.

¿Cómo lo preparaste? Fue un trabajo que hice con mucha delicadeza. Sabino fue un or- todoxo que salió rebotado del Palacio de la Zarzuela porque, al pare- cer, recriminaba mucho al Rey sus aventuras amorosas. Silvia Quer nos dejó mucho terreno libre para explorar, así que intenté hacerlo creíble buscando determinados gestos en el comportamiento del personaje con respecto a la figura del Rey, como no darle la es- palda, ni tocarle; ese tipo de detalles. Sabino Fernández Campo siem- pre creyó que un rey debía comportarse de manera ejemplar.

¿Le llegaste a conocer en persona? No. Pero sabía bastante de él porque había leído artículos y me parecía un hombre bastante íntegro, salvando las distancias sociales y otra serie de cosas como su defensa de la monarquía, ya que él era

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muy monárquico y muy amante de la Institución, más que de los que la constituyen. En ese sentido tenía bastante documentación.

Murió pocos meses después de estrenar la serie. ¿Nunca supiste si la había llegado a ver? Pues me sucedió una anécdota muy curiosa. Un día iba por la calle Doctor Fleming y un señor que iba en moto me dijo que espe- rara un momento. Se acercó y me dijo que quería felicitarme por la serie del 23-F, porque era hijo de Sabino Fernández Campo. Me ase- guró que había interpretado el papel tan bien que parecía su padre. Le dije que su padre y yo no nos parecíamos en nada físicamente, pero me insistió en que había clavado su espíritu y forma de ser. Está muy bien que un familiar te venga así, de repente, a decirte que has hecho un buen trabajo.

En la ficción histórica más reciente, en concreto en Lo que escon- dían sus ojos (2016), has interpretado al Marqués de Llanzol. Ha sido una serie controvertida por el tratamiento que se ha dado a la figura de Serrano Suñer… Yo no había leído la novela de Nieves Herrero, pero sabía que se iban a contar los acontecimientos de manera muy sesgada y que no iban entrar en grandes problemas. La historia que realmente le inte- resaba a Telecinco era la relación amorosa entre Serrano Suñer y la Marquesa de Llanzol. Si se hubiera planteado cómo fue esa época podría haber sido apasionante, porque se habría demostrado que esta señora era absolutamente despótica, caprichosa, altiva… Otra veta a explotar y que no se explotó tampoco fue la historia de la que surge Carmen Díez de Rivera, sobre todo por la importancia que tuvo en la vida política española de la transición. Claro, eso se perdió, in- cluso que el mismo Serrano Suñer se negara a reconocer a su hija. Pero ahí estaban trabajando con hechos demasiado cercanos en el tiempo y la hija de la marquesa debió coger un rebote tremendo con la serie. Esas circunstancias y presiones externas les coartaron la li- bertad de llevarla por otro lado.

122 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

Alguien que no conozca a Serrano Suñer, por más que se trate de una ficción, se va a quedar sólo en la historia de amor… Si un diez por ciento de la gente que ha visto la serie se interesara por la figura de Serrano Suñer y tratara de analizar la parte política, ya sería bastante, pero en general la sociedad no está interesada en prácticamente nada. Yo les diría: “interésese usted por algún aspecto de esta historia o por la historia misma de esta señora”, porque en la serie todo está tergiversado por los condicionantes comerciales.

Y cuando el resultado de un producto no te convence, ¿te arrepientes de haber participado? Lo de arrepentirse es muy católico y a mí no me gusta lo del per- dón y la culpa. Yo prefiero hablar de responsabilidad. Me siento res- ponsable del trabajo que hago.

En los últimos años has intervenido en grandes producciones de cine, como la ya mencionada Palmeras en la nieve o Anacleto: agente secreto (2015) y El hombre de las mil caras (2016). ¿Qué im- plicación tienes con estas películas? Depende mucho del personaje que asumas y del trabajo que hagas. De las tres, con la que tuve mayor vinculación fue con Pal- meras en la nieve, porque trabajé en ella bastantes días. Además, el tema me parecía interesante, sobre todo porque trataba una parte desconocida de la historia reciente y porque se rodó fuera, en Las Palmas y Colombia. Trabajé con gente muy profesional y el director Fernando Jiménez-Molina llevaba muy bien la planificación. En cambio, en Anacleto estuve muy poco tiempo, igual que pasó en El hombre de las mil caras, que fueron actuaciones sueltas en Madrid y, por ese motivo, no hubo la misma dinámica de rodaje. Sin em- bargo, tuve la oportunidad de trabajar con Alberto Rodríguez, que me parece un director al que merece la pena seguir la pista porque es un director con mucho conocimiento de lo que quiere hacer y mucho rigor en su trabajo. La película está bien realizada, sobre todo siendo un tema tan complicado y tan escabroso. Él me comentaba

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que a veces no sabía lo que iba a salir, que era un tema con muchos lados oscuros… pero lo resolvió de forma muy inteligente. Además, como director es muy cordial, da las órdenes y las instrucciones muy bien; es excelente trabajar así. Lo de estar siempre en zozobra o lo de la bronca no me gusta nada, no es mi estilo, no estoy acostum- brado a trabajar de esa manera y nunca lo he estado.

124 lA CONTINUACIÓN DE UNA SAGA

Tu sobrino José Luis Escolar, hijo de tu hermana Irene, se ha dedi- cado al cine pero no como actor, sino en labores de producción. ¿Os extrañó que no se dedicara a la interpretación? No, él se fue a estudiar al Juilliard College de Nueva York. Sor- prendentemente, en una cena familiar nos dijo a mi hermana Julia y a mí que le hubiera gustado ser actor. Nos dejó un poco sorprendi- dos, le preguntamos por qué no lo había hecho, que se lo hubiera dicho a su madre o a nosotros.

¿Qué nos dices de tu sobrina-nieta Irene Escolar? Pese a su juven- tud, ganó un Goya en el año 2016 como mejor actriz revelación en Un otoño sin Berlín (2015). Irene tiene vocación, desde luego. Desde que era muy niña le gustaba disfrazarse y ahí estaba en la línea de su abuela, de cuando jugaba con su hermana Julia. El primer montaje en el que participó fue Mariana Pineda, que curiosamente yo había estado haciendo. Pero cuando llegó a Madrid tuve que dejarlo porque me había com- prometido a hacer La mujer de negro. A mi sobrina, que era muy pequeñita, le dio mucha pena. Más adelante se empezó a interesar por la profesión de otra manera. Fue a la universidad y tuvo una for- mación humanística muy importante.

¿Ha encontrado ella algún desafío al empezar con una familia tan sólida a sus espaldas? Dijo que si no conseguía ser la mejor de la familia no seguía en esto. A la vez tiene una protección enorme tanto de su madre como de su padre. Puede permitirse “lujos” que nosotros, mi hermana Julia y yo nunca pudimos permitirnos.

¿A qué tipo de “lujos” te refieres? Por ejemplo, si quiere cobrar menos porque se trata de un pro- yecto que le interesa, cobra menos. Eso nosotros no lo podíamos

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hacer y seguramente tampoco lo habríamos hecho porque nuestra mentalidad era distinta, ya que hemos defendido siempre que el es- tatus de sueldos es el que marca el reconocimiento por parte de pro- ductores y público. No digo que lo que ella hace esté mal, aunque le aconsejamos que no permita que le bajen el sueldo. Ella dice que como son amigos… ¡Pues vaya amigos!

¿Habéis visto en Irene un cambio en la manera de forjarse una ca- rrera en comparación con vuestra propia experiencia? Para nosotros y para las generaciones anteriores hacer teatro o cine era un oficio, una profesión de la que tenías que vivir y eso li- mitaba mucho. Por ejemplo, lo de elegir trabajos lo podía hacer un señor en Hollywood que cobraba dos mil quinientos dólares sema- nales, pero nosotros aquí nunca hemos cobrado eso. Por lo tanto, nuestra generación estaba dedicada exclusivamente a trabajar, a ganar dinero y a formarse.

¿Y sientes que las nuevas generaciones se acercan a ti con interés por conocer lo que vosotros, los veteranos, habéis hecho? No, no preguntan casi nada. El problema está en que se sienten más vinculados a la figura del director padre o directora madre que a los intérpretes que les han precedido. Es evidente que mucha gente de mi generación tampoco se ha interesado por la historia del teatro ni ha investigado como he tratado de hacer yo. No es una obligación, pero sí una devoción.

¿Cuál sería el primer paso? Que se acerquen a la historia del cine y a conocer qué hay dentro de Surcos, Barrio, La calle sin sol (1948), Bienvenido Mr. Marshall (1953), Plácido (1961) … en fin, te hablo de 20 o 25 títulos. Y que sepan quiénes forman parte de eso, la parte técnica y artística. Sería una formación fundamental, muy loable. Al igual que conocer una serie de obras de Mihura o de Buero Vallejo. Eso también es una labor de las escuelas.

126 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

…que es donde estudian interpretación la mayor parte de los jóve- nes que quieren dedicarse al teatro y sobre todo a la televisión, in- cluida tu sobrina Irene… El nivel de formación actoral en las nuevas generaciones es su- perior en conocimientos interpretativos al que había en nuestra época, aunque hay un descenso en cuanto al nivel de personalidad. Ya no se encuentran intérpretes que deslumbren, alguno hay, pero no eso que tú veías en Amparo Rivelles, que hacía que te sorpren- dieras tanto. Hemos llegado a una uniformidad que es muy mala. Es como si en el fútbol todos fueran de tercera división, es decir, que jugasen bien al fútbol y que no hubiese nadie que cogiese el balón e hiciese cosas diabólicas. Y ese tipo de virguerías sí las hacía de pronto mi tía, como en su primera película El crimen de la calle de Bordadores, cuando daba un quiebro al diálogo y te preguntabas cómo lo había hecho. Eso le venía del teatro, de transmitir al pú- blico.

¿Crees que una sólida carrera teatral puede mejorar estas cualida- des? Desde luego la alquimia del teatro les falla, porque evidente- mente estas criaturas no tienen una continuidad con el público. Es dramático que estemos haciendo dos funciones por mes. Eso antes era impensable porque hacíamos catorce representaciones en una semana, con lo cual a la siguiente ya tenías un control sobre el texto y las posibilidades que ofrecía.

Quizás por ese motivo no eres muy partidario de cursos, academias o escuelas… Nunca podré despreciar un curso en el que enseñen cómo es el teatro de Goldoni, de Chéjov o el de Ibsen. Me parece que es pri- mordial no sólo saber aplicar el método Stanivslasky sino saber a qué aplicarlo, porque Stanivslasky con Yerma no sirve. Si lo aplicas mal es como aplicar una medicina inadecuada a según qué enfer- medad. Todo esto significa que hoy en día están muy bien formados

127 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba

y, cuando llega el momento de comunicar, parece que no les importa el público. Tienen la barrera de la lengua, de hacerse entender, de seducir con la palabra. Cuidan poquísimo la voz y la dicción, que ya en mi época adolecía de cuidarse poco. No se les entiende porque en televisión y en cine se va hacia una pseudonaturalidad que no existe en el cine inglés o norteamericano, donde sí se comprende lo que hablan. Yo no sé por qué los directores de pronto dicen: “no, no, esto no me lo actúes, déjamelo dicho así, entre medias”. Eso será en la vida. El cine, la televisión o el teatro son un juego de la vida, por lo tanto, hay que comprender que los intérpretes no tienen que estar gestualmente muy bien, sino también se les debe entender en cada momento. Además, están trabajando de una manera difícil por- que no tienen tiempo y tienen que buscar arquetipos que no poseen. El arquetipo lo puedes construir a partir de trabajos muy sólidos en otras ramas. Lo que tienes en teatro lo colocas en seguida en televi- sión, por ejemplo.

E Irene, ¿se deja aconsejar? Porque es sabido que en casa de he- rrero… A veces viene a buscar consejo, pero nosotros nunca vamos a de- cirle: “oye te voy a contar que estás muy mal en esta escena…”. Nos causa mucho pudor porque si otra persona ha dirigido una escena o una obra, ¿por qué tenemos nosotros que decirle nada? Como mucho podemos comentarle si nos gusta o no nos gusta en una determinada interpretación, o si podría ir por este lado o por el otro.

Algún consejo le daréis… Le decimos, por ejemplo, que basar toda su vida en el drama a lo mejor es una opción, pero que tiene una excelente vis cómica que no utiliza porque le da menos valor. Esa línea la podría seguir muy bien porque además con sus condicionantes físicos debe decantarse más por lo que fue su abuela, por lo que fue mi tía Julia. Debería ser una gran característica.

128 Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez

¿Y ella os da consejos a vosotros? Recuerdo que cuando estábamos haciendo Drácula en Sevilla vino con su novio de entonces, Martiño Rivas y, cuando acabó la función, se acercó con un cuaderno y me preguntó si me podía dar notas. Le dije que no, que no me diera ni una nota, que la producción tenía un director y unos intérpretes y que ella me tenía que dar su opinión de la obra, pero que no me dijera por dónde tenía que ir.

No me digas que tú nunca hiciste algo así con un veterano cuando empezabas… En mi época nunca nos atreveríamos a decirles nada. Hubiera sido una osadía. A nosotros esas actitudes nos sorprenden, aunque sé que es un asunto generacional.

¿No crees que ese conocimiento, además del cambio generacional, lo da la experiencia? Claro, e Irene empieza a entenderlo, a preguntarse sobre esta pro- fesión, sobre los altibajos y los parones que tiene… Tanto Julia como yo le decimos que esta carrera es así y que no lo puede cam- biar, que es muy duro, que las líneas de trabajo pueden variar y que en ocasiones no se pueden elegir los proyectos. Es el tiempo el que te va puliendo las aristas. La experiencia sólo sirve para conocer el fracaso, por eso cuando me dicen: “es usted un hombre muy expe- rimentado…”, yo suelo responder: “bueno, he triunfado cuarenta veces, pero también he fracasado otras cuarenta”.

129 GRUPO DE INVESTIGACIÓN TECMERIN

El grupo de investigación Televisión-Cine: memoria, represen- tación e industria (TECMERIN) comenzó su actividad en el año 2006. Se encuentra inscrito en la Universidad Carlos III de Madrid (Departamento de Periodismo y Comunicación Audiovisual) y está dirigido por el Dr. Manuel Palacio. Lo componen investigadores es- pecializados en estudios sobre la televisión y el cine y su relación con la historia, las representaciones sociales de la comunicación au- diovisual, las coproducciones y los procesos trasnacionales ligados a la geopolítica del audiovisual, las políticas públicas e industriales y la integración tecnológica y la accesibilidad.

En el año 2012, el grupo comenzó a editar la presente colección Cuadernos Tecmerin. Desde 2013, entrega anualmente la Medalla Tecmerin de reco- nocimiento al trabajo académico a investigadores y profesionales externos que colaboran con el grupo. Desde 2015, convoca en colaboración con la revista Secuencias. Revista de Historia del Cine el Premio Alberto Elena, en homenaje del que fuera investigador de TECMERIN.

Grupo de investigación TECMERIN www.tecmerin.es [email protected]

131 CUADERNOS TECMERIN PUBlICADOS

Cuaderno Tecmerin 1 Por una mirada ética. Conversaciones con Alicia Gómez Montano. Autor: Carlos Gómez 2012 Cuaderno Tecmerin 2 Modos de mostrar. Encuentros con Lola Salvador. Autora: Susana Díaz Prólogo: Enrique Urbizu 2012

Cuaderno Tecmerin 3 La noche inmensa. La palabra de Gonzalo Goicoechea. Autor: Alejandro Melero 2013

Cuaderno Tecmerin 4 El mapa de la India. Conversaciones con Manolo Matji. Autor: Asier Aranzubia Prólogo: Enrique Urbizu 2013

Cuaderno Tecmerin 5 Verdad y Libertad. Escuchando a José Ramón Pérez Ornia. Autor: Anto J. Benítez 2014

Cuaderno Tecmerin 6 La pistola y el corazón. Conversaciones con Agustín Díaz Yanes. Autor: Rubén Romero Santos Prólogo: Borja Cobeaga 2014

132 Cuaderno Tecmerin 7 Mujeres en el aire: haciendo televisión. Lola Álvarez, Carmen Domínguez, Matilde Fernández Jarrín, Ana Martínez y María José Royo. Autoras: Concepción Cascajosa Virino y Natalia Martínez Pérez 2015

Cuaderno Tecmerin 8 El pasado es un prólogo. Conversaciones con Emilio Martínez-Lázaro. Autor: Farshad Zahedi Prólogo: Borja Cobeaga 2015

Cuaderno Tecmerin 9 El cuerpo y la voz de Margarita Alexandre. Autora: Sonia García López 2016

Cuaderno Tecmerin 10 Joaquín Oristrell. Necesidad de Contar. Autores: Vicente Rodríguez Ortega y Paula Iglesias Prólogo: Borja Cobeaga 2016

Cuaderno Tecmerin 11 Pasar la batería. Guion de vida de Emilio Gutiérrez Caba. Autores: Helena Galán Fajardo y Asier Gil Vázquez Prólogo: Fernando Neira 2017

Cuaderno Tecmerin 12 Vivir y rodar. Conversaciones con Alfonso Albacete. Autores: Alejandro Melero y Santiago Lomas Prólogo: Fernando Colomo Próximamente

133 11 Emilio Gutiérrez Caba es actor y miembro de una extensa familia de intérpretes cuyos orígenes se remontan a mediados del siglo XIX. Nació en Valladolid durante una gira teatral en 1942, pero se crió en Madrid. Dio el salto definitivo a las tablas a principios de la década de los sesenta. Rápidamente tuvo un prometedor arranque en el Nuevo Cine Español con , y algunos de los Nueve Cartas a Berta y La caza uadernos tecmerin c Pasar la espacios televisivos más emblemáticos de los inicios, como Primera Fila o Estudio 1. Ha participado en más de doscientas producciones y ha sido galardonado con dos premios Goya a la mejor interpretación masculina de reparto. También es miembro de Artistas Intérpretes, Sociedad de Gestión (AISGE) desde sus inicios en batería el año 1990. Guion de vida de Helena Galán Fajardo es profesora titular en el Departamento de Periodismo Emilio Gutiérrez Caba y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid y miembro del grupo de investigación TECMERIN. Doctora en Comunicación Audiovisual, co-autora de Historia de los medios de comunicación (Alianza, 2014), El guion de ficción en televi- sión (Síntesis, 2011) y autora de La imagen social de la mujer en las series de ficción (UEX-IMEX, 2006).

Asier Gil Vázquez disfruta de un contrato predoctoral en el Departamento de Helena Galán Fajardo Periodismo y Comunicación Audiovisual en la Universidad Carlos III de Madrid y es miembro del grupo de investigación TECMERIN. Su tesis se centra en la intersección del Asier Gil Vázquez género y la edad en el cine popular español. Helena Galán Fajardo / Asier Gil Vázquez

Pasar la batería cuadernos11 tecmerin