Molly Cochran Y Warren Murphy El Regreso Del Rey Arturo
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MOLLY COCHRAN Y WARREN MURPHY EL REGRESO DEL REY ARTURO REX QUONDAM ET REX FUTURUS - 1 - INDICE PRÓLOGO ............................................................................................................................ 3 EL NIÑO ............................................................................................................................... 4 LA COPA .......................................................................................................................... 121 EL REY ............................................................................................................................. 220 - 2 - PRÓLOGO El rey había muerto, no cabía duda alguna. El anciano había ido hasta el castillo y había visto a los caballeros, vestidos con armadura de ceremonia, portando el cuerpo de su soberano hasta el lago, donde lo subieron a una barca funeraria y lanzaron ésta a la deriva. Luego, cuando los caballeros se hubieron marchado, el viejo fue hasta el lago y recuperó de las aguas la espada adornada con piedras preciosas del rey de donde la habían arrojado los caballeros. Se la llevó consigo a la cueva donde ahora pasaba casi todo el tiempo solo. Durante muchas noches, a la luz vacilante de una hoguera, contempló la espada. Y, en más de una ocasión, lloró por el muchacho que había sido su alumno y su amigo, respecto al cual había abrigado tantas esperanzas. Una vez, incluso se había atrevido a imaginar que el joven reinaría eternamente. Pero esta esperanza había muerto. Todo moría con el tiempo, pensó el viejo lleno de amargura. Guardó luto hasta que volvió a ser luna nueva, y entonces se dirigió de nuevo al campo que rodeaba el castillo. Al llegar allí, mezcló arena y piedra caliza pulverizada con agua. Cavó un hoyo en el suelo, colocó amorosamente la espada en él y a continuación echó el mortero hasta llenar el hoyo. Jamás encontrarían la espada. Con el tiempo, también el castillo caería en ruinas. No quedarían canciones ni historias escritas que hablaran del rey muerto. Sería como si nunca hubiera existido, como si nada hubiera ocurrido. Y quizá fuera mejor así. Quizá fuera mejor dejar que los sueños de justicia murieran. ¿Por qué entonces el afligido anciano se detuvo por un instante mirando cómo se secaba rápidamente el mortero en el que estaba encerrada la espada y, con el dedo, grabó un mensaje en él? Porque no era más que un viejo tonto y supersticioso, se dijo a sí mismo. Luego se alejó a grandes pasos, dio la espalda al gigantesco castillo y volvió a su pequeña cueva donde se envolvió en pieles de animales y se echó en el suelo dispuesto a morir. Pero sólo durmió. ... y soñó. ... y esperó. - 3 - EL NIÑO Aquí estaba él de nuevo. En el calor de la tarde de julio, el luminoso fuego anaranjado era sofocante, abrasador. En medio del estrépito de los maderos crujientes y el silbar de las furiosas y altísimas llamas provocadas por la gasolina, que sorbían el aire, las voces frenéticas de los bomberos sonaban débiles y apagadas. Hal Woczniak tragó saliva. Sus manos subían y bajaban espamódicamente. Tenía los rasgos de la cara contorsionados, todavía con la expresión de sorpresa que había seguido a la explosión. Cerca de él, sudorosos e impotentes, había un pequeño ejército de hombres sin poder hacer nada, formado por seis miembros del FBI, un equipo de operaciones especiales armado hasta los dientes y la policía local. Un hombre robusto, con una calvicie incipiente, desenvolvió un trozo de chicle y se lo echó a la boca. -Olvídalo, Hal -dijo éste a Woczniak. En medio del calor, el edificio se nublaba y estremecía. Dos bomberos sacaron a rastras por la puerta un cuerpo, o lo que quedaba de él. -¡Dejadlo! -gritó Woczniak. El hombre macizo, en un gesto de imposición, colocó la mano sobre el pecho de Woczniak -Jefe, ¡hay un niño ahí dentro! -protestó Woczniak. -Lo saben -señaló el jefe con aire conciliador-. Pero acaban de llegar. Tienen que sacar ese cuerpo. Dales una oportunidad. -Y ¿qué oportunidad le damos al crío? -rezongó Woczniak. Apartó la mano del jefe y echó a correr hacia la casa. En medio de la densa humareda que salía del edificio, sus piernas subían y bajaban como impelidas por un motor mientras el humo negro hacía que le dolieran los pulmones. -¡Woczniak! ¡Hal! -gritó el jefe-. ¡Por el amor de Dios, que alguien detenga a ese hombre! Dos bomberos se lanzaron sobre él, pero Woczniak se zafó de ellos sin esfuerzo y se precipitó de cabeza en el infierno. Dentro reinaba la más negra oscuridad, rota tan sólo por las altas lenguas de llama anaranjada que no arrojaban luz alguna en medio de la espesa humareda. Tosiendo, Woczniak se arrancó la camisa y se envolvió con ella la cabeza al tiempo que subía a cuatro patas como una araña, los escalones de madera, frágiles y recalentados. Con un - 4 - crujido ensordecedor, un madero se partió y cayó hacia él. Woczniak, al lanzarse adelante, chocó contra la pared situada delante de la escalera. A ciegas en la oscuridad, un fragmento de cristal procedente de un espejo roto se le clavó profundamente en la mejilla. Woczniak no sintió más que un mortecino dolor cuando lo arrancó de sus carnes. -¡Jeff! Semiagachado y a tientas, halló una puerta y la abrió de un tirón. El chico estará ahí, atado a la silla. El chico estará ahí; esta vez llegaré hasta él. Esta vez Jeffáabrirá sus ojos azules y sonreirá; yo le desordenare el pelo de panocha y el crío volverá con los suyos. Este escapará. Esta vez. Pero lo que encontró no fue el niño del pelo de panocha atado a la silla. En su lugar había un monstruo, un dragón salido de un cuento de hadas que escupía fuego, con los ojos del color de la sangre y escamas que se erizaban al retorcerse su cuerpo. La bestia abrió la boca, y con el fétido aliento salieron estas palabras: -Eres el mejor, chico. No hay otro como tú. Y a continuación la criatura, la temible bestia que, de algún modo, Hal Woczniak sabía en todo momento que se iba a encontrar en esta estancia, soltó una carcajada cuyo sonido parecía el del cristal al romperse. Chillando, Woczniak se lanzó sobre el saurio y atenazó el delgado cuello. La bestia le sonrió con una maliciosa expresión de triunfo. Luego, como si estuviera hecho de nubes, el animal se desvaneció y Woczniak volvió a la realidad de su vida. En el lugar del monstruo estaba ahora el niño pelirrojo, atado a la silla... muerto como lo había estado siempre, muerto como lo estaba siempre en estos sueños. Woczniak siguió chillando sin poder parar. Y chillando despertó. -Cielo. Eh, señor.-Hal abría y cerraba la boca buscando aire. Estaba cubierto de un sudor frío y pegajoso-. Debes haber tenido una pesadilla. Era una voz de mujer. La miró, tendida a su lado. Tardó un momento en orientarse y reconocer dónde estaba. Estaba tendido en una cama, en una destartalada habitación que de mala gana reconoció como la suya. La mujer se hallaba a su lado. Ambos estaban desnudos. -¿Te conozco? -preguntó semiatontado, pasándose las manos por el rostro. La mujer sonrió. Era casi bonita. -Claro, nene. Desde anoche, al menos -dijo, acurrucándose contra el cuerpo de Hal y rodeándole el pecho con los brazos. -Vete, vete de aquí -respondió Hal al tiempo que la empujaba. - 5 - -¿Qué pasa? Ni siquiera está enfadada, pensó Hal. Está acostumbrada. Apartó las mantas que los cubrían y vio ahora las magulladuras de la mujer. -¿Te lo he hecho yo? Ella paseó la mirada por su cuerpo, los brazos extendidos para verse mejor. -Oh, no. No, cielo, has estado muy amable. Aunque un poco borracho.-Le sonrió-. Seguro que quieres que me vaya, ¿verdad? Sin esperar respuesta, se puso un vestido barato de color amarillo. -¿Qué... bueno... qué te debo? -preguntó Hal, pensando si tendría dinero. Recordaba que le había pedido prestados veinte a Zellie Moscowitz, quien acababa de traficar unos diamantes para un ladrón de pisos de Queens. Esto había sido ayer. O anteayer. Se presionó los ojos con los dedos. Demonios, quizá había sido la semana pasada, en realidad. -¿Qué día es hoy? -Jueves -contestó la mujer. Ya no sonreía. Tenía los hombros caídos sobre el busto bajo de su vestido-. Y no soy una buscona. -Perdona. -Séee. -Se subió la cremallera del vestido-. Pero, ya que lo has mencionado, no me vendría mal que me pagaras el taxi. -Claro. Hal se sentó desmadejadamente en el borde de la cama y alargó el brazo para coger los pantalones colgados sobre el respaldo de una silla. Olían a bebida rancia y a tabaco, y con toda probabilidad a orina. Había cuatro billetes de un dólar en su cartera y se los entregó a la mujer. -No tengo más. -Vale -dijo ella-. Me llamo Rhonda. Vivo en Jersey. En Union City. -Encantado de conocerte -respondió Hal. -Y tú, ¿cómo te llamas? Mientras colocaba de nuevo la cartera en su sitio, Hal pudo ver su propio reflejo en el triángulo del espejo roto situado encima del fregadero. Un par de ojos acuosos, inyectados en sangre, le miraban fija y estúpidamente; debajo, podían verse unas mejillas abotargadas cubiertas de una barba grisácea de tres días. - 6 - -Digo que quién eres tú. Hal permanecía inmóvil, transfigurado por la visión. -Nadie -contestó quedamente-. Nadie en absoluto. No oyó salir a la mujer. Eres el mejor, chico. No hay otro como tú. Esto fue lo que dijo el jefe cuando Hal presentó su dimisión del FBI. No hay nadie mejor que tú. Abrió el grifo del fregadero. El delgado chorro de agua fría importunó a dos cucarachas que por lo visto habían pasado la noche en un envoltorio de Twinkies1 metido en un envase de café de plástico manchado de oscuro. Hal se echó agua a la cara. Con las manos todavía goteando, se tocó la cicatriz de la mejilla, la que le había dejado el corte producido durante el incendio.