El boxeador: genealogía y transformación de un ícono en la literatura mexicana de los siglos XX y XXI

(The Boxer: Genealogy and Transformation of an Icon in Mexican Literature from the 20th and 21st Centuries) By Luis Miguel Estrada Orozco Master in Mexican Literature

A dissertation submitted to the Graduate School of the University of Cincinnati in partial fulfillment of the requirements for the degree of Doctor of Philosophy in the Department of Romance Languages and Literatures

Committee Chair: Dr Patricia Valladares-Ruiz.

©2017

ABSTRACT

In this research I analyse a corpus of three short stories, one chronicle, and four novels by Mexican authors that use boxers as main characters. The chronicle is “Las glorias del gran Púas”, by Ricardo Garibay (1978). The short stories are “Fuera del ring”, by Guillermo Samperio (1975); “El Rayo Macoy”, by Rafael Ramírez Heredia (1985); and “Campeón ligero”, by Juan Villoro (1999). The novels are Con la muerte en los puños, by Pedro Ángel Palou (2003); Las paredes desnudas, by Imanol Caneyada (2011); Juan Tres Dieciséis, by Hilario Peña (2014); and Artillería nocaut, by Víctor Solorio (2014). I approach this texts from an interdisciplinary perspective, drawing from journalism, sociology, film studies, and history of sports focused on the inclusion of ethnic minorities. My intentions are to examine the icon of the Mexican boxer in pop culture and to explore the evolution of its portrayals in Mexican literature, by reviewing paradigmatic representations in cinema and press that preceded the literature around boxing. These paradigmatic portrayals include those created from the Mexican nationalist point of view of Mexican Golden Age Cinema. I demonstrate how the fictional depiction of the boxer has been that of one of the “pelados” (as Samuel Ramos called them) at the core of the stereotypes generated by the discussion on national identity in the after math of Mexican Revolution. I argue that the boxer has been an ambiguous icon. In one hand, it is a figure prone to a catastrophic failure during the 20th century, often used to portrait certain stereotypes that emphasize shortcomings linked to social class, race and gender. However, it has also been used as a champion-figure representing those who come from the margins of society and questioning the power structures in after the social movements of 1968. Certain features have been essential to this ambiguity: strategies of hipermasculinization and questionings of masculinity, the creation of a champion of the people who ends up being both a hero and a scapegoat, and its public visibility that allows society to question itself by questioning the iconicity of the boxer. I argue that in the 21st century the Mexican boxer has been used in Mexican literature in a new way. It has been introduced through neo-detective literature as a potential hero who can overcome certain stereotypes from the 20th century. This hero fulfills the path suggested by Joseph Campbell and in doing so is also a vehicle of criticism towards drug-related violence, and life on the Mexico-United States border, and gender issues. We even encounter the first female boxer in the history of Mexican literature. However, the boxer remains a scapegoat, but in a more dynamic way, as proposed by René Girard: the boxer fulfills the functions of the receiver of public hate, but also, admiration. As Girard conceived it, this scapegoat carries in itself both harming violence and benefic violence. The boxer is a new type of hero for a new type of society.

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AGRADECIMIENTOS

A Yvonn Márquez, mi esposa, mi compañera en el viaje, mi cómplice en proyectos y mi interlocutora infatigable. A mi familia en México, sobre todo a mis padres Juan Manuel y

Rosa Martha, a quienes no les puedo fallar. A mis amigos en México, que creyeron en mí mucho antes que yo. A mis amigos en Cincinnati, esta ciudad que fue mi hogar porque ellos la hicieron crecer: Julie Recoque, Simon Ouvrard, Aurelio Auseré, Alicia Tilly-Auseré. A la gente en The Puch House, en especial a mi entrenador Zach Thomas; con ellos aprendí a seguir adelante a pesar de la fatiga. A Patricia Valladares Ruiz, que más que una asesora de tesis fue una guía infalible. A Andrés Pérez Simón, a Carlos Gutiérrez, a Michael Gott, que me apoyaron siempre. A todos los que escucharon este proyecto y lo enriquecieron con sus comentarios. A todos, gracias.

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ÍNDICE

INTRODUCCIÓN 7

CAPÍTULO 1: La genealogía del boxeador en la literatura mexicana 23

1.1 Un ícono reconocible 23

1.2 José Juan Tablada y el primer campeón mexicano 26

1.3 El boxeo en México a principios del siglo XX: hacia la construcción del ídolo 34

1.4 Rodolfo Casanova y el paradigma narrativo del boxeador mexicano 42

1.5 La fijación del ícono a través del cine 52

1.6 El boxeador mexicano y la filosofía de lo mexicano 65

1.7 El box en la imprenta mexicana: el boxeador antes de su ícono 79

1.8 El “Púas” Olivares: el relajo entre las dieciséis cuerdas 95

CAPÍTULO 2: Del lugar común al cuestionamiento del culto a la virilidad 110

2.1 Los peligros del lugar común y el exotismo en la literatura de boxeo 110

2.2 Boxeadores que se narran, observadores que nos narran boxeadores 118

2.3 El referente como estrategia 137

2.4 Masculinidades y cuestionamientos 157

2.4.1 Estrategias de hipermasculinización y el reverso femenino 157

2.4.2 La presencia disruptiva de la mujer 171

2.4.3 La homosexualidad: el cuestionamiento al culto a la virilidad 183

2.4.4 Nota final sobre la masculinidad y el boxeo en la literatura mexicana 195

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CAPÍTULO 3: El ciclo del ídolo y el ciclo de la , dos espirales ilusorias 198

3.1 Salir del barrio. Orígenes: entorno social, económico y familiar 198

3.2 El ídolo: una visión en conflicto 211

3.3 La violencia reglamentada y la violencia criminal 229

CAPÍTULO 4: El héroe 254

4.1 Boxeadores, perdedores y detectives 254

4.1.1 El culto a la derrota y la retórica del fracaso 254

4.1.2 Los perdedores éticos y la novela neopoliciaca 267

4.1.3 La novela neopoliciaca en la periferia mexicana 271

4.1.4 Los buenos de la película 275

4.2 Los héroes, las víctimas, las huellas del rito en un altar deportivo 293

CONCLUSIONES 321

BIBLIOGRAFÍA CITADA 326

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INTRODUCCIÓN

El boxeador mexicano ha peleado en centenares de páginas. Su zona de combate regular ha sido la prensa deportiva a lo largo de los más de cien años del deporte en el país. Durante el siglo XX y el XXI, algunos escritores mexicanos se han acercado al deporte atraídos por alguna de sus múltiples facetas. En los inicios del siglo XX Juan José Tablada participó activamente en la promoción de la cultura física desde sus columnas del diario El Imparcial, y fue uno de los promotores secretos del primer campeonato mexicano de boxeo. Salvador

Novo, en 1925, observó el deporte con el espíritu lúdico del poeta y la mirada sorprendida de quien se asoma a un mundo desconocido. Más de seis décadas después, Carlos Monsiváis observaría de nuevo los cuadriláteros con su propia mirada de cronista intelectual de la vida popular mexicana. Luis Spota participó como presidente de la Comisión Mexicana de Boxeo desde 1959 hasta su fallecimiento en 1985 y, aunque nunca escribió un libro sobre el deporte, participó activamente en la vida boxística nacional durante más de veinticinco años. Los campeones mundiales mexicanos en la historia pasan ya de los 150 y el deporte de los puños sólo rivaliza en popularidad con el futbol soccer. El boxeo, sin embargo, se asoma tan solo como una nota de color en columnas de diarios, como una pincelada en el gran lienzo de la vida urbana en memorias, narraciones y crónicas. A pesar de la popularidad del pugilismo,

México carece de una tradición literaria de boxeo tan amplia y variada como la de Estados

Unidos. Esto, por otro lado, no significa que esta tradición sea inexistente o que no esté en vías de asentarse como una de las vetas más interesantes de la producción literaria reciente.

El interés por la presente investigación viene de distintos sitios. Primero, soy aficionado a los deportes de contacto. Durante una buena parte de los últimos diez años, he

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participado en entrenamientos de distintas artes marciales y disciplinas de combate. Esta pasión personal se unió a un fenómeno particular en la televisión mexicana: la vuelta del boxeo a las pantallas. Entre 2006 y 2007, la televisora mexicana Tv Azteca volvió a transmitir funciones de box, luego de que el deporte abandonara la pantalla chica durante casi quince años. Las dos televisoras principales de México, y Tv Azteca, compiten descarnadamente por la audiencia de sus señales entregadas por vía aérea, es decir, son canales de televisión de acceso gratuito. de Tv Azteca por revivir el interés en el boxeo en México fue un éxito que no fue ajeno al mundo editorial. Con el inicio del siglo

XXI, la oferta editorial con el boxeo como tema central tuvo un crecimiento importante tanto en número de libros publicados como en variedad de ofertas: biografías, recopilaciones de entrevistas, recuentos históricos, ficción. Yo mismo fui parte de este renovado interés en el boxeo y desde 2010 escribí para diversos medios electrónicos notas sobre boxeo, principalmente crónicas y perfiles de boxeadores. En 2013, publiqué un libro de crónicas de boxeo con la recién nacida editorial La Dulce Ciencia Ediciones, cuyos fundadores Mauricio

Salvador y Rodrigo Castillo compartían una visión similar a la mía: escribir literatura sobre el box en la cual tanto lo boxístico como lo literario fueran igualmente importante. Es decir, seguir los pasos de Joyce Carol Oates, Gay Talese, A.J. Liebling, Thomas Hauser, Springs

Toledo, con un poco de suerte, Norman Mailer… Así, me vi inmerso sin saberlo en un constante trabajo de investigación sobre la literatura del tema. Por estos motivos recurrí a bibliografía específica en inglés y en español tanto del continente americano como europeo.

Al indagar sobre la literatura producida específicamente en México, noté lo que he hecho constar en el párrafo anterior: en México se esboza una tradición de literatura de boxeo. Ya hay suficientes productos literarios como para juzgar que esta tradición existe, pero no hay tantos como para asegurar que es una tradición sólida.

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Una de las razones que me hace pensar que existe una tradición literaria sobre el tema va más allá de la cantidad de libros colocados en estanterías. En los materiales que analizo existe una línea conductora que alude a la iconografía del boxeador en términos más o menos coherentes. Es decir, el boxeador es un símbolo de algo más, y ese algo más, en México, adquiere ciertas formas del lugar común, particularmente en la literatura producida al final del siglo XX. Los orígenes de este lugar común fueron una de mis principales preocupaciones durante la investigación. ¿De dónde surge esa imagen tan repetida del boxeador mexicano que sale de los márgenes de la sociedad, se encumbra como un gran campeón, y luego cae víctima del peso de su fama y sus debilidades? Al ahondar en la investigación y encontrar aproximaciones que retaban este concepto del boxeador como ese perdedor a toda prueba, encontré tres novelas escritas en el siglo XXI que utilizan al boxeador exactamente en sentido opuesto: construyen a un héroe. ¿Cómo se llegó a ese cambio? ¿Por qué el campeón del pueblo se había vuelto un perdedor y por qué había vuelto a formarse como una especie de héroe redentor?

Las respuestas a varias de estas preguntas vienen de los sitios más variados. El boxeo como fenómeno cultural ha sido estudiado principalmente por el periodismo, la historia, la antropología y la sociología. La literatura no ha sido la única de las artes que ha utilizado al boxeador como un personaje central. El gran atractivo visual del boxeo, además de su historia

íntimamente ligada con la televisión, han favorecido que el cine sea nuestro gran contador de historias sobre púgiles. De esta manera, a pesar de que mi estudio se encuentra centrado específicamente en ficciones narrativas, ha sido necesario abrevar de fuentes de varias disciplinas. Por otro lado, una de las constantes de esta investigación fue la reiterada vinculación entre la figura del boxeador y la filosofía nacional mexicana. Esta “filosofía del mexicano” tiene una historia particular en el campo de los estudios nacionales y es un área

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dinámica de constante cuestionamiento sobre esa “entelequia intelectual”, como la llamara

Roger Bartra, que es el concepto monolítico del mexicano. La definición del mexicano proviene de sus observadores, muchos de los cuales son al mismo tiempo son parte del territorio observado. Sin embargo, los grandes pensadores de la “mexicanidad” como Samuel

Ramos, Octavio Paz, Emilio Uranga o Leopoldo Zea observan a esa otra entelequia llamada el pueblo desde la distancia de la brecha entre el intelectual de élite y el hombre de a pie. Una distancia similar media entre ciertos escritores y los boxeadores que construyen. Por ello, no sorprende que algunos de los rasgos distintivos del mexicano creado desde la altura intelectual se correspondan parte por parte con los del boxeador concebido desde un escritorio. De esta manera, el abordaje de mis materiales de estudio no sólo es interdisciplinario, pues recurre a distintas áreas de estudio, sino también se circunscribe a los estudios culturales, pues no analiza el hecho literario de manera aislada, sino que lo pone en diálogo con diversas series culturales relevantes.

Esta aproximación general tiene distintos beneficios, pero también, presenta ciertos retos. A pesar del tema elegido, ninguno de los libros es absolutamente fiel a la realidad del boxeo. No tienen por qué serlo. Ahora, muchas de sus estrategias dependen del uso de referentes a la realidad. Hay consecuencias más o menos afortunadas de esto. Así, en la presente investigación, como en muchas investigaciones interdisciplinarias, camino en una cuerda floja. Por un lado, la realidad; por otro lado, su representación. Ni todas las observaciones sobre el ejercicio real del boxeo pueden aplicarse a los textos seleccionados, ni todo lo expuesto en los textos puede estar en completo desapego de la ejecución del boxeo tal como la conocemos quienes hemos investigado y practicado durante años. Los boxeadores de verdad no se meten a detectives, ni narran sus vidas en ordenados legajos manuscritos.

Tampoco improvisan líneas de sabiduría profunda. Los boxeadores de verdad se levantan a

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correr, saltan la cuerda, hacen sombra, costal, pera, manoplas y cantidades obscenas de abdominales. Hacen esparrin y aprenden más de los golpes que reciben que de los que dan; siguen golpeando cuando se les ha acabado el aire y cuando los hombros han dejado de doler por doler tanto: sus puños vuelan solos en el aire, separados de sus cuerpos por la extenuación, los mantiene en alto el ritmo, la disciplina, el reloj que anuncia con un pitido electrónico y una luz amarilla que faltan treinta segundos para la luz roja y el descanso, y luego empezar de nuevo cuando se encienda la luz verde. Los boxeadores no son lo que aparece en las páginas de los cuentos y novelas. Son algo superior. La ficción de box habla más de las miradas de quienes la escriben, por eso están llenas de excesos. Y en esos excesos puede haber un discreto homenaje, un error garrafal o un libro a la altura de sus héroes. El reto de esta investigación ha sido también ese: entregar una aproximación valorativa de la relación entre la representación y lo representado; entre el signo y su referente, esa relación de la cual emerge el significado.

Lo expuesto anteriormente urge a una clarificación acerca del material elegido para mi análisis. En principio, elegí mi corpus dando preferencia a la ficción narrativa. Durante el desarrollo de esta tesis, abundo en las razones que me llevaron a hacerlo, que se resumen fácilmente. La ficción sobre el boxeo en México llegó tardíamente a la literatura, en comparación con otras tradiciones. Frente al cuento “Por un bistec”, que en 1917 comienza la tradición de la literatura de boxeo en Estados Unidos, en México hubo que esperar hasta

1975 para que Guillermo Samperio sembrara un cuento germinal, “Fuera del ring”, y luego, hasta 1978 para que Ricardo Garibay diera el disparo oficial de salida de la literatura del género: Las glorias del gran Púas, una extraordinaria crónica con tintes de novela que se incluye dentro de lo más representativo de la obra del escritor mexiquense. De esta manera, la literatura de boxeo llegó tarde, pero enriquecida por lo que a su vez ya habían explorado

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sobre el boxeo y el boxeador otros discursos durante la primera mitad del siglo XX, principalmente, el periodístico y el fílmico.

Los materiales en los que se centra mi análisis, así, son los ya mencionados “Fuera del ring” y Las glorias del gran Púas, además de los cuentos “El Rayo Macoy”, de 1985, de

Rafael Ramírez Heredia, y “Campeón ligero”, de Juan Villoro, incluido en su libro de 1999

La casa pierde. A esta producción de cuento y crónica novelada, he sumado las novelas Con la muerte en los puños, de 2003, de Pedro Ángel Palou; Las paredes desnudas, de 2013, de

Imanol Caneyada; Juan Tres Dieciséis, de 2014, de Hilario Peña, y Artillería nocaut, de

2014, de Víctor Solorio.

Es indudable que sobre el boxeo se han escrito más páginas periodísticas que de literatura en sentido estricto (es decir, canónico). Sin embargo, en la literatura los rasgos adquieren una potencia simbólica deliberada. Debido a esta capacidad simbólica inherente a su estrategia discursiva, decidí centrarme en los textos literarios, aunque he utilizado como fuentes de consulta diversos libros periodísticos que le dan primacía al tratamiento objetivo del boxeo y sus boxeadores. Por otro lado, se encuentran las importantes diferencias entre cierta vertiente del periodismo deportivo principalmente en habla inglesa y el periodismo deportivo en México. En México, carecemos de una tradición investigativa y ensayística que una a través del deporte lo mundano con lo artístico, lo cual no quiere decir que carezcamos de tradiciones ensayísticas ni de periodismo investigativo. Únicamente, los mejores exponentes de estos géneros se han orientado hacia otros horizontes. Acaso el fútbol soccer es la excepción a esta regla, pero en el gran panorama carecemos de epígonos de Joyce Carol

Oates o Norman Mailer en lo que respecta al ensayo o la investigación periodística de boxeo.

Sin embargo, el valor del periodismo sobre el pugilato en México tiene un valor indiscutible

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y es por ello que reviso su bibliografía para apuntalar mis observaciones sobre la ficción mexicana de boxeo, aunque no lo abordo como objeto de estudio.

Acaso el siglo XXI camine hacia la inclusión del boxeo y otros deportes en la tradición de la literatura canónica en México. Sus logros hablan por sí solos. Así es el caso de Rodolfo Casanova y la temporada de oro del boxeo mexicano, una investigación emotiva y erudita de Mauricio Salvador. Este libro, quizás, es apenas un homenaje necesario al hombre que ha sido visto como la gran metáfora del perdedor. La reivindicación de Salvador viene apuntalada por una investigación minuciosa y presentada en una prosa vigorosa que es

única entre las investigaciones del boxeo en México. Igualmente, he utilizado como fuente consultada y no como objeto de estudio las entrevistas de Alejandro Toledo en su libro De puño y letra: historias de boxeadores, que tanta información arrojan sobre los mecanismos internos de grandes peleadores como Ricardo “Finito” López y Daniel Zaragoza. Por razones distintas he decidido no incluir en mi análisis el particular libro El boxeo en México: la fe en el campeón, con texto de Mauricio Mejía y comentarios iconográficos de Luis Ignacio Sáinz.

La elección ha respondido básicamente a un criterio centrado en la obra: su objetivo es presentar perfiles de boxeadores, no narrarlos ni volverlos ficción. A pesar de que Mejía presenta una serie de mecanismos ficcionales para la presentación con los púgiles (por ejemplo, entrevistas que no ocurrieron o reflexiones en una primera persona que asume la identidad del boxeador), el conjunto de la obra no busca convertir en ficción a un personaje de la vida real. Si dejo de lado la obra de Mejía, no lo hago porque no juzgue que tiene intenciones estéticas (pues las tiene), sino porque no ha surgido como un esfuerzo de ficción narrativa. Y la ficción narrativa tiene la posibilidad que me interesa explorar en esta investigación y que ya he sugerido antes: la ficción magnifica deliberadamente ciertos rasgos, se inscribe en una tradición ideológica, y puede evitar los matices y aclaraciones que los

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esfuerzos investigativos no pueden dejar de lado sin vulnerar sus propios principios éticos.

El boxeador de la investigación periodística es simbólico, pero integral hasta cierto punto; aunque una investigación periodística sobre boxeo de esta naturaleza apenas está surgiendo, como dije. El boxeador de la literatura es una construcción sesgada y con una simbología creada tanto por las áreas en las que arroja luz como por las áreas que quedan en la oscuridad.

La libertad creativa de la ficción lleva a elecciones que me interesa más analizar que la libertad de elección de temas y figuras del periodismo. Es por ello que el único material surgido del periodismo que utilizo es Las glorias del gran Púas. Como abunda Vicente

Leñero en su introducción a las obras reunidas de Garibay, el libro sobre el boxeador Rubén

Olivares recurre a tantos elementos de ficcionalización y lingüísticos que su función como crónica periodística queda supeditaba a su función como artefacto estético. Es por ello que lo considero la bisagra en la que periodismo y literatura sobre el tema se articulan.

Por razones metodológicas, he debido dejar fuera las obras teatrales que tratan sobre box. Para el presente trabajo, me he centrado exclusivamente en cuentos y novelas. Como cualquier decisión metodológica, tiene ciertos pros y ciertos contras. Entre los beneficios se cuenta la cohesión del corpus y la limitación de herramientas de análisis del discurso. El texto teatral es susceptible de ser analizado con herramientas similares a las del texto narrativo literario, aunque su naturaleza no sea exactamente la misma. El texto teatral es una base para la representación, en tanto que el texto narrativo literario es el hecho estético en sí. Basado en esta diferencia, decidí dejar para otro momento el análisis de obras teatrales con tema boxístico. Por estas razones de metodología de investigación, he dejado fuera, por ejemplo,

Baños Roma, una obra que aborda tangencialmente la vida boxística del cubano-mexicano

José Mantequilla Nápoles, estrenada en 2013, a la par que se desarrollaban los primeros pasos de esta investigación. También he dejado fuera Gancho al hígado, de Vicente Leñero, cuyos

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logros estéticos son menores a los de su otra obra de tema boxístico, reestrenada en 2013:

¡Pelearán diez round! En realidad, la más grande pérdida en la decisión metodológica de dejar el teatro fuera, fue la de dejar fuera esta obra, a la que considero entre lo mejor que se ha escrito sobre box en México. En otro lugar he analizado con un cierto grado de profundidad esta obra de Vicente Leñero desde una perspectiva en la que predomina la semiótica del arreglo escénico: un ring simulado del que los personajes entran y salen al tiempo que tienen “combates” verbales. La obra inspirada en la vida trágica del boxeador chicano Bobby Chacón da cuenta de la mirada aguda de Leñero y de su capacidad de crear una parábola compleja a partir de la aparente sencillez desnuda de la escena. Justo como lo hace el box.

Hay dos casos más de los cuales debo hacer mención. El primero de ellos es En el pabellón de las dieciséis cuerdas, de Josué Sánchez. Su libro de relatos utiliza al boxeo como un leitmotiv que une a todas sus narraciones, pero estas no tratan sobre box o boxeadores en toda ley. Tratan sobre peleas, sobre parodias del boxeo, sobre el box como un motivo estético latente, pero no se acercan al deporte y a sus ejecutantes como el centro de sus narraciones.

“Pueden llamarme Jake” es acaso el mejor cuento del volumen y su mejor logro es conseguir una parodia del cúmulo de lugares comunes que existen alrededor del boxeador y sus ambientes predilectos. En este sentido, a través de la parodia, Josué Sánchez desmonta una mitología y ridiculiza ciertas secuencias del imaginario adquirido a través de la visión del boxeador del cine estadunidense. La otra excepción es Campeón gabacho, de Aura Xilonen, el cual dejé fuera inicialmente debido a que fue publicado en una fecha posterior a la selección final de mi corpus. Para los fines específicos de este trabajo, sin embargo, la ausencia del libro no es una gran pérdida. El libro aborda el boxeo, de nuevo, de una manera tangencial. El centro de su narración es la vida del migrante mexicano en Estados Unidos en

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condiciones de extrema pobreza y desposesión. A pesar de que el libro cuenta cómo Liborio se convierte en boxeador, la autora utiliza lugares comunes sobre el boxeo muy similares a los que analizo en obras como Con la muerte en los puños, de Pedro Ángel Palou. Ambos,

Palou y Xilonen, exponen un conocimiento muy limitado (o nulo, en el caso de Xilonen) sobre boxeo, pero intentan explorar mecanismos del lenguaje a través del desarrollo de una voz particular: la del boxeador en primera persona. Sus estrategias son distintas. Palou recurre a la recreación de la voz popular mientras que Xilonen inventa su propio lenguaje, en ocasiones emulando los recursos del glíglico de Julio Cortázar. Acaso este último aspecto sea lo más relevante del libro de Xilonen y seguramente despertará el interés de algún otro investigador a quien la incomprensión del boxeo y la presentación ingenua de la experiencia migrante no le impidan acercarse a la estética de la obra.

La estructura del presente trabajo pretende acercar al lector al tema, primero, desde una perspectiva cronológica y temática. El primer capítulo aborda el tema del boxeo en México desde un punto de vista particular: la forma en que ha sido narrado y su vinculación con cierta filosofía nacional. A pesar de mi interés en el tema, este primer capítulo no es estrictamente una historia del box como deporte o como práctica cultural. Sobre ello, existe una nutrida bibliografía de la cual he echado mano sólo en tanto que la evolución mundial del boxeo se relaciona directamente con México, con sus boxeadores o con los escritores de mi selección de obras. La propia historia del boxeo en México es tratada de manera sucinta, basada igualmente en fuentes fidedignas, aunque discretas. Una historia detallada del deporte en

México es una tarea que aún está pendiente. Como he mencionado antes, sobre la historia del boxeo en México me he centrado prioritariamente en la manera en que el boxeador se consolidó como ícono y en la manera en que los rasgos esenciales con los cuales sería

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distinguido se formaron a través de sus observadores. En este sentido, la prensa deportiva de

México, principalmente la revista La Afición, participó activamente en el trazo original del boxeador mexicano como un héroe deportivo nacional: cuando México buscaba reintegrarse en la arena internacional tras la Revolución, en ningún era tan competitivo como en el boxeo.

Posteriormente, el cine concluiría con el esbozo. Con la película Campeón sin corona, de

1945, se terminaría de delinear el paradigma narrativo que acompañaría al boxeador mexicano durante el resto del siglo XX, pero distaría de los logros encomiados por la prensa y se convertiría las advertencias y consejos de los colaboradores en profecías para la vida del boxeador: desde entonces, el boxeador sería un perdedor condenado a una salida momentánea y gloriosa del barrio, sólo para volver a él derrotado.

En este primer capítulo, me interesa vincular la figura del boxeador con la filosofía de lo mexicano que Octavio Paz volviera a poner sobre la mesa en 1950. Después de

Campeón sin corona el boxeador mexicano no abandonó el cine durante los siguientes veinte años. Algo de la narrativa cinematográfica mexicana de la mitad del siglo XX, particularmente la centrada en este personaje, se encuentra muy influida dos nociones predominantes venidas de Samuel Ramos y Octavio Paz: el complejo de inferioridad y el machismo. Sostengo, junto con Jorge Ayala Blanco, que el boxeador mexicano como personaje dentro de la narrativa fílmica se convirtió en nuestro “pelado” por excelencia, es decir, el habitante marginal de la ciudad que se convirtió en el receptáculo predilecto para ser el espejo de los vicios y limitaciones de un pretendido espíritu nacional. Así, la prensa comenzó un esbozo Aquí, recurro a la postura de Roger Bartra en La jaula de la melancolía, para analizar desde una distancia crítica las diversas posturas sobre la “mexicanidad”, con un afán de encontrar las posibles implicaciones de fondo de la permeación de un cierto aparato ideológico en la creación del estereotipo del boxeador mexicano derrotado. Finalmente,

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repaso algunos libros de memorias, biografía y estampas periodísticas que abrieron la brecha para la incursión del boxeador mexicano en la literatura. Así, el capítulo cierra con un análisis del libro Las glorias del gran Púas, de Ricardo Garibay. Este libro es un producto a medio camino entre la crónica y la novela que articula muchas de las perspectivas que se discuten en este capítulo. Más aún, la versión fílmica del libro me permite hacer dialogar estos tres discursos (la prensa, la literatura y el cine) desde los puntos de vista revisados en el capítulo.

El segundo capítulo comienza con una discusión necesaria sobre los peligros y posibilidades del lugar común. El estereotipo del boxeador mexicano predispone al lector tanto si está consciente como si no lo está. Más aún, predispone al escritor que aborda el tema y sostengo que una gran parte del éxito o fracaso estético de la literatura que lo aborda se encuentra precisamente en la consciencia de este estereotipo y la capacidad de los autores de darle nuevas significaciones o encontrar desviaciones creativas al paradigma narrativo. Por ello, una de las primeras decisiones en la narrativa de boxeo es una de las más importantes: el narrador. En términos generales, existen dos posturas: boxeadores en primera persona y boxeadores que son narrados por un observador. En este capítulo, me detengo en las implicaciones de ambos casos y reviso las consecuencias específicas de las estrategias que utilizan los autores de mi corpus. Entre ellas, me detengo en la utilización de referentes reales en tanto argumentos de autoridad, con una valoración de los distintos grados de éxito obtenidos. En cuanto a las estrategias específicas en la creación de las voces narrativas, me ha preocupado la manera en que la idea de un “habla popular” algunas de estas narraciones. En este capítulo las reviso con detenimiento a fin de establecer lo que me parece ha sido obviado en la figura estereotípica del boxeador y que resulta evidente al revisar la voz con la cual se le pretende crear: el boxeador es mirado como un perdedor en la literatura porque es retratado a través de los ojos de un intelectual. La historia de la narrativa literaria

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sobre boxeo prueba que para el hombre de letras mexicano del siglo XX el boxeador sigue siendo ese barril de vicios que era el lépero para el positivista decimonónico. La brecha apenas ha comenzado a cerrarse en el siglo XXI y la voz del boxeador es una prueba de ello.

El capítulo concluye revisando algunas de las estrategias más socorridas en la creación del personaje del boxeador: las relativas a la masculinidad. Estas estrategias son particularmente interesantes en la literatura mexicana, pues dentro de la ideología de lo nacional la masculinidad en la forma exacerbada y nociva del machismo ocupa un lugar central. Por ello, es relevante descubrir que esta vinculación estrecha entre la masculinidad, la identidad nacional y el poder, ocupa un lugar primordial en la hipermasculinización como estrategia de creación del personaje. Este recurso servirá para cuestionar precisamente la hegemonía de la heteronormatividad y la masculinidad a través de diferentes aproximaciones.

Una de ellas, las incursiones de personajes femeninos, incluida la figura de la primera boxeadora de la literatura mexicana, Jacqueline Saldívar de Las paredes desnudas.

Igualmente importante será la presencia de sexualidades alternativas en los boxeadores. A través de ellas, la literatura de boxeo reta el culto a la virilidad en la ideología nacional.

El capítulo tercero aborda el desarrollo específico del arco narrativo paradigmático en los textos de mi corpus, específicamente, el que se refiere a un origen desde los márgenes de la sociedad urbana, el encumbramiento del ídolo y su caída. La primera parte de este capítulo se centra en el análisis del proceso de identificación entre el boxeador y las comunidades de las que surge. Es decir, a través de las narraciones que he seleccionado, busco responder a las preguntas del porqué de su popularidad. Pero sobre todo, me interesa la creación de lo que llamo un “ídolo popular” en su relación con el público que lo observa.

Las razones tienen diversos motivos. Entre ellos, la identificación socioeconómica y el complejo problema de la identificación étnica del boxeador mexicano en el extranjero. Esta

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última es compleja en tanto que al interior del país, el boxeador logra su identificación al pertenecer a una clase social, pero cuando se encuentra en el extranjero, particularmente en

Estados Unidos, uno de los motivos de su triunfo es el de ser el representante de una minoría

étnica, algo que no pasa en el país de origen, predominantemente mestizo. En este capítulo, surge de manera más explícita uno de las hipótesis que han guiado esta investigación: la visión predominante del siglo XX es la de ese ídolo que cae.

Los boxeadores de mi corpus, en tanto figuras públicas dignas de admiración y, sobre todo, en tanto ídolos condenados a la caída, establecen relaciones dinámicas con sus sociedades en las cuales el individuo funge como un espejo de los propios yerros del cuerpo social. Se trata de una relación de identificación en la cual el boxeador no es relevante como individuo sino como ícono. Uno de los ámbitos más reveladores, además de la marginación social debido a las condiciones económicas, es el relativo la violencia deportiva opuesta a la violencia criminal. La narrativa del boxeo visto como una opción a la criminalidad tiene una larga tradición en la concepción mundial del deporte. Sin embargo, lo que muchas de las narraciones nos muestran es un ciclo ineludible en el que el boxeador logra evadirse de esta violencia criminal de las calles, pero no consigue escapar completamente a ella, debido a la cercanía del espectáculo con los círculos políticos, empresariales y del crimen organizado.

En las narraciones que analizo, estos tres círculos pertenecen a una sola categoría: la del gran sistema opresor, la de la violencia simbólica de la que es imposible escapar.

El último capítulo da un paso adelante en la interpretación simbólica del boxeador, tal como ha sido presentado en el corpus. Para ello, me interesa analizar diversas posturas sobre la derrota y los perdedores tanto desde el punto de vista de la filosofía de lo mexicano, como de estudios comprehensivos del mundo hispanohablante. La derrota como una posibilidad de aprendizaje y el perdedor como un objetor de conciencia del sistema político

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guían la primera parte de mi análisis. Las vinculaciones entre lo que Amar Sánchez llama

“perdedores éticos” y la narrativa “neopoliciaca” en México ofrecen vetas de análisis relevantes, debido a la importancia que el subgénero ha cobrado en México y, en particular, debido al cambio de paradigma que ofrece en la visión del boxeador en el siglo XXI. En este capítulo esbozo mis apreciaciones en torno a una nueva forma de ver al boxeador en la literatura mexicana, centrando mi análisis en tres novelas neopoliciacas publicadas en el siglo

XXI que ofrecen una visión más allá del ídolo caído: la del héroe trágico.

Las novelas neopoliciacas ofrecen una posibilidad en el trayecto narrativo del boxeador que no ha sido sino esbozada apenas en los productos literarios del siglo XX.

Ofrecen la posibilidad de configurarlo como un héroe, en un sentido próximo al del héroe mítico de Joseph Campbell. La utilización del aparato teórico de Campbell me ha llevado a consideraciones más profundas en cuanto a las posibilidades simbólicas del boxeador en estas novelas. Principalmente, el uso de motivos religiosos en Juan Tres Dieciséis y el constante recurso del concepto de la redención en Artillería nocaut y Las paredes desnudas, han orientado mis esfuerzos de interpretación hacia la emergencia de un héroe con características trágicas. El análisis de los modos y géneros narrativos hecho por Northrop Frye sustenta algunas de mis observaciones, pero el análisis de René Girard de la vinculación entre la violencia y lo sagrado, y sus nexos con la literatura trágica, terminan por explicar la caracterización ambivalente del boxeador en la literatura que reviso. Por un lado, se trata de un personaje próximo a la víctima propiciatoria. Por el otro, se trata de un héroe de características míticas cuya vuelta a su comunidad de origen es iluminadora.

Con este trabajo, espero establecer una primera aproximación al estudio interdisciplinario de la figura del boxeador en México. La creciente popularidad del deporte me hace sospechar que las novelas que he analizado no serán la última pelea del boxeador en

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la literatura mexicana. El interés creciente por expresiones dentro de la cultura popular manifestado en la nueva forma de representarlo, me hacen pensar que después de décadas y del paso de un siglo a otro, el boxeador en la literatura mexicana ha roto algunos de los moldes de su estereotipo y de su paradigma narrativo. Así, las creaciones que vengan seguramente podrán ser revisadas desde algunos de las líneas de análisis que sugiero en el presente trabajo. Sin embargo, tanto como estudioso teórico del tema, así como apasionado lector y seguidor del deporte, espero la sorpresa de lo inesperado: el triunfo dramático de un underdog.

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CAPÍTULO 1: La genealogía del boxeador en la literatura mexicana.

1.1 Un ícono reconocible.

El boxeador de la literatura mexicana de los siglos XX y XXI es producto de un siglo de relaciones entre el deporte y los medios masivos de comunicación. De esta relación han surgido los elementos icónicos que han identificado al boxeador mexicano y que se antojan tan evidentes que no parece que haya habido ninguna necesidad de explicar ni cuáles son ni de dónde provienen. El boxeador como un cliché, es decir, como una suma de lugares comunes, no es ajeno a la tradición boxística mexicana. Tal como expone Loïc Wacquant, se puede establecer una síntesis estilizada del boxeador estadunidense:

Los boxeadores son jóvenes ásperos, casi analfabetos que crecieron en hogares desintegrados y con privaciones, que se las arreglaron por sí mismos para salir de una cuneta llegar a la fama y la fortuna, cambiando su ira hacia el mundo y las ansias de violencia sadomasoquista en millones de dólares, salvo por aquellos que, cruel y despiadadamente, han sido explotados por los mánagers y promotores, y acabaron en la miseria con los huesos y el corazón roto. (“La lógica social” 3)

En el caso del boxeador mexicano, hay ciertas coincidencias, pero también, importantes distinciones: el boxeador mexicano es un hombre pobre de la ciudad (o recientemente emigrado a ella) que encuentra una oportunidad sin igual en la violencia del ring. Ahí obtiene dinero más allá de sus modestos sueños y el fugaz respeto del público, un sentimiento que le ha sido negado durante toda su vida. El boxeador se convierte en un ídolo del momento y se codea con esferas más allá de sus humildes posibilidades. En el ring, defiende el orgullo nacional con una muestra suprema de virilidad. Sin embargo, el boxeador mexicano está destinado a caer por su propio peso: el alcohol, las mujeres, la mala administración, su propia condición de perdedor nato, todo ha de alinearse para que el ídolo con pies de barro caiga y se haga trizas. Tanto la síntesis ofrecida por Wacquant sobre el boxeador estadunidense como

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la que yo he ofrecido contemplan un desenlace final adverso para el boxeador. Quizás la diferencia más importante es que para el boxeador estadunidense la desgracia viene como resultado de su explotación, en tanto que para el boxeador mexicano esta desgracia ocurre por una condición que le es intrínseca en apariencia.

Lo que he descrito arriba es un trayecto armado con lugares comunes. Tanto las virtudes como los defectos, tanto el triunfo como la derrota, parecen trazados con un invariable cartabón. Por ahora, no me detendré a discutir si el cartabón es cierto o falso. Me interesa más el proceso mediante el cual ha llegado a pensarse en el boxeador mexicano como una suma de todo esto y, sobre todo, me interesa cómo es que la fijación de estos lugares comunes ha llegado a la literatura mexicana. Debo enfatizar aquí que, a diferencia de otras literaturas, la figura del boxeador mexicano aparece tardíamente en la literatura.

Específicamente en la literatura estadunidense, la escritura de boxeo inicia en 1910, cuando el negro Jack Johnson defendía su corona contra Jim Jeffries: “a bout fraught with social and racial implications” (Kimball xii). Antes de esta pelea, aunque el box llamaba la atención de la prensa, su escritura estaba muy lejos de ser lo que conocemos actualmente. El autor de una serie de artículos sobre la pelea entre Johnson y Jeffries fue, ni más ni menos, el escritor Jack

London. London, el año anterior a la pelea, había publicado uno de los cuentos más famosos sobre el tema boxístico: “A piece of steak”, una pequeña obra maestra. De esta manera, el ejercicio literario y la atención de la prensa a través de escritores especializados con renombre son prácticamente contemporáneos. Siguiendo con la tradición en lengua inglesa, Sir Arthur

Conan Doyle ya publicaba en 1896 una novela en la que el boxeo era uno de los dos focos de atención de la Inglaterra de las guerras contra “el Gran Corso”, Napoleón Bonaparte. La novela de Conan Doyle hace una recreación histórica del ambiente pugilístico del tardío siglo

XVIII y del ambiente de los dandis que lo rodeaba. El momento de publicación de la novela,

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coincide con el desplazamiento del centro de atención pugilística de Inglaterra hacia Estados

Unidos (Boddy 110). Así, a la par que la prensa seguía las nuevas dinámicas de los boxeadores, la literatura en lengua inglesa los desarrollaba como personajes. En México, el seguimiento más entusiasta de la prensa hacia el boxeo surge hacia 1930, pero no es hasta

1978 que un producto de indudable solidez literaria aparece, Las glorias del Gran Púas, de

Ricardo Garibay. Antes de este libro, los productos impresos son de corte periodístico, biográfico y de anecdotario, pero sobre todo, con una intención predominantemente informativa y solo incidentalmente estética. De esta naturaleza son las viñetas memorísticas que el ex boxeador y posterior periodista deportivo Raúl Talán reúne en En el 3er round, de

1952, y en ¡Y… fueron ídolos!, publicado en 1954, así como la biografía del boxeador mexicano Joe Conde, Nacido para pelear, de Adela Palacios, publicada diez años después1.

El boxeador mexicano, antes de llegar a la literatura, transitó por la prensa y por el cine. En realidad, la primera reproducción estética de un boxeador ficticio es cinematográfica, no literaria como en las literaturas que he comentado. Así, en el presente capítulo expondré la evolución de la genealogía de este ícono a través de las voces que lo han descrito desde la introducción del deporte en México, también, a través de la manera en que ha sido mostrado en la gran pantalla. Lo que se ha dicho de él y lo que se ha mostrado, a fuerza de repetirse, se ha fijado en el tiempo y en el imaginario tan firmemente, que me parece digno de notar que ciertas novelas en el temprano siglo XXI hayan optado por nadar a

1 Se trata de tres libros cuyo fin no es estrictamente estético. Abundaré un poco más sobre ellos en la medida en que forman un antecedente claro de este interés constante (aunque menos numeroso del que se podría esperar) por la publicación de libros de boxeo en México. Existe un libro más en esta misma línea al que no me ha sido posible tener acceso ni en México ni en Estados Unidos: 30 años en el ring, autobiografía de Luis Villanueva, el Kid Azteca, editada en 1963. 25

contracorriente y ofrecer nuevas aproximaciones estéticas a un personaje que, desde su inicio, se parece demasiado a sí mismo.

1.2 José Juan Tablada y el primer campeón mexicano.

La introducción del boxeo en México tuvo que esperar a la estabilización de un país que desde su independencia en 1821 lidió con tres intervenciones de potencias extranjeras (la francesa de 1838 a 1839; la estadunidense de 1846 a 1849; y la segunda intervención francesa de 1862 a 1867). Así, el país recién pacificado, observaría los primeros encuentros de este ejercicio reglamentado de la violencia, tan popular en Europa, y que empezaba a serlo en los

Estados Unidos. Existen dos curiosidades en los ingresos del deporte en México. Por un lado, sus primeros instructores eran originarios de las potencias invasoras. Por otro, su promoción inicial lo ofrecía como una alternativa menos fatal a la tradicional forma de resolución de disputas en el país durante el siglo XIX, el duelo:

Como alternativa de los duelos con pistola, el francés Nicolás Poupard abrió una escuela de esgrima en 1867. El coronel Thomas Hoyer Monstery, recién llegado de Estados Unidos, abrió una segunda escuela de artes de combate en febrero de 1868. […] En su escuela brindaba clases de florete, sable, bayoneta, cuchillo y boxeo. (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 13)

Ambos, Poupard y Monstery se enfrentaron en una demostración de esgrima y pugilismo el

15 de febrero de 1868, frente a “una enorme multitud, incluyendo muchos militares mexicanos […] El dominio de Monstery con el florete fue tal que el francés le concedió los demás eventos” (13). Sin embargo, el propio Monstery y un tal señor Valdez, pupilo suyo, hicieron una demostración de pugilismo, levantando curiosidad con los guantes y ocasionado el ingreso de varios jóvenes y oficiales del ejército en la academia del estadounidense (13).

No sería esta la última exhibición de pugilato del siglo XIX. Los estadounidenses Arthur y 26

Gover se enfrentaron en “una plaza de toros acondicionada como arena” y es “la primera registrada en foto, el 19 de septiembre de 1894” (13). Un año más tarde, “el gobernador hidalguense Rafael Cravioto estuvo de acuerdo en permitir una contienda de boxeo en

Pachuca, en 1895, […] con la esperanza de que los mexicanos, viendo esta exhibición, aprendieran a solucionar sus diferencias sin armas” (12).

El primer escritor mexicano en darnos alguna cuenta del boxeo y de sus ejecutantes es José Juan Tablada2. En Las sombras largas, segundo tomo de sus memorias, editado en

1937 (González de Mendoza), Tablada nos refiere las actividades de la vida en la capital mexicana durante el inicio del siglo XX y hace un alto para hablarnos de una de sus inquietudes recurrentes, además del modernismo, la micología, la poesía japonesa y la larga lista de saberes que fueron compañeros frecuentes en el viaje intelectual de un mexicano universal: la cultura física. En el mencionado libro de memorias, que “reúne las colaboraciones publicadas en El Universal entre el 4 de marzo de 1926 y el 12 de julio de

1928” (Tablada 13), Tablada recuerda su campaña “por la cultura física y por los deportes atléticos, actividades casi desconocidas por las masas y que la prensa de la época veía con negligencia” (193). Esta campaña fue llevada a cabo “con exuberante entusiasmo, no sólo como periodista […] sino acudiendo a los gimnasios, adiestrándome en ellos” (193). A la sazón, Tablada era colaborador del periódico El Universal. Lo fue desde 1891 (Rivera) y luego lo sería de El Imparcial, desde 1909 (Miranda Bello).

Sus descripciones de los gimnasios de la época muestran el contraste de la cultura física de la época con la idea del boxeo que trajeron personajes ya mencionados como el francés Nicolas Poupard o el estadunidense Thomas Hoyer Monstery a finales del siglo XIX,

2 Poeta, escritor, periodista y diplomático mexicano (Ciudad de México, 1871 – Nueva York, 1945). 27

pero sobre todo, el tejano Billy Kid Mitchell, quien llegara a México a principios del siglo

XX y popularizara las lecciones de boxeo a través de exhibiciones pugilísticas (González

Gamio). Tablada fue un fiel promotor y discípulo de Mitchell y del pugilismo, así como un detractor de la forma en que las actividades gimnásticas eran llevadas a cabo en la Ciudad de

México de principios de siglo XX: “en los artículos que escribía para El Imparcial, el poeta

José Juan Tablada, iniciador y promotor de esta moderna cultura física y atlética, mostraba la situación crítica de los lugares donde se podía practicar el deporte” (Maldonado y Zamora,

Cosecha de campeones I 14). Se trataba de lugares pobremente acondicionados en edificios en condiciones ruinosas (14). Pero más allá de denunciar las malas condiciones en las que florecieron las academias deportivas en los últimos años del gobierno dictatorial de Porfirio

Díaz (periodo conocido como el “porfiriato”), Tablada subraya el desconocimiento del deporte y del ejecutante del pugilato. Los dos gimnasios más importantes de la Ciudad de

México en los primeros años del siglo XX eran el Club Olímpico, dirigido por Fernando

Colín y el Club Urgatechea, en donde Tablada se inscribió y llegó a fungir como gerente

(Tablada 193). Entre las actividades con las que buscó obtener patrocinio de la Subsecretaria de Educación, Tablada menciona un encuentro de box que “estuvo a punto de dar al traste con el porvenir del club y el anhelado patrocinio oficial” (194). Se trata de un encuentro entre dos púgiles de nombres olvidados por el autor, “verdaderos representantes de la edad de piedra del pugilismo mexicano” (194), hombres de facciones aindiadas que se manifestaban un odio recíproco, como si hubieran sido entrenados por algún gallero, “porque entonces las riñas de gallos y los encuentros de box se identificaban en la mente popular” (194). El encuentro terminó en un zafarrancho en donde las reglas fueron ignoradas y la violencia enardecida tomó el papel protagónico: “¡El referee resultó con una mordida en la oreja y los segundos fueron los primeros en huir! Corría la sangre… Todo el tablado, como los códices

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de la peregrinación, estaba lleno de huellas pedestres, estampadas con sangre enemiga” (194).

Con este ejemplo, Tablada busca ilustrar “las ideas erróneas que la sazón reinaban sobre la cultura física” (194). Sin duda, las peculiaridades del boxeo lo hacen un deporte adecuado para poner de manifiesto estas ideas erróneas:

Cuando Kid Mitchel llegó a México, el arte pugilístico no sólo era ingenua y grotescamente ignorado, sino que se desconocía la cultura física y en su lugar se practicaba una gimnasia más bien fatal que provechosa, sólo dirigida al desarrollo del volumen muscular que tenía como ideal prototipo al hércules de los circos o de las ferias francesas (196)

Los primeros boxeadores que llegaron a México al final del siglo XIX se opusieron a esta idea de cuerpos hercúleos (197). Tablada, desde su trinchera cultural, inicia la larga historia de atracciones entre los pugilistas y los hombres de letras en México: “Porque tuve el devaneo de usar a Kid Mitchel [sic] como protagonista o antagonista de una novela en proyecto, lo observé cuanto me fue dado y pude ver desprenderse de la figura del púgil la inesperada de un Don Juan populachero que pasó por nuestros barrios” (199). Esta atracción y este proyecto no pasarán de ser uno más de los muchos productos prometidos por Tablada y nunca concretados. El poeta, en el cambio de siglo del XIX al XX, obraba como un Lord Byron con un siglo de retraso y también era fascinado por el viril arte de los puños. En efecto, el tipo de fascinación de Tablada por el deporte de los puños responde al ideal inglés de un arte viril de la defensa cuyo aprendizaje era provechoso y deseable para el varón educado. No es sorpresa que los “fifís” del México finisecular hayan buscado recibir lecciones de boxeo de los extranjeros recién llegados como alguna vez lo hicieron los jóvenes dandis ingleses. Esta tradición proviene del retiro del campeón inglés John Jackson, convertido en profesor de pugilato y socio de negocios del instructor de esgrima Harry Angelo. Con esta dupla se inició una nueva tradición en la formación gimnástica de la aristocracia, en la que la práctica del 29

boxeo se consideraba ineludible (Boddy 47). Lord Byron, como muchos de los nobles ingleses, fue un fanático del deporte y un practicante ocasional que ensalzó tanto sus facultades vigorizantes como sus aspectos positivos en la agilidad mental (Gems 17). El afán cosmopolita del México del modernismo llevó a muchos de sus figuras clave a emular estos modelos traídos de otros países. No es ninguna sorpresa dentro del contexto social mexicano de la época, pues antes de la Revolución, los mayores entusiastas de prácticas estrictamente deportivas eran una reducida élite de la clase media urbana, cuyos entretenimientos eran importados de los países más desarrollados (Brewster, “Patriotic Pastimes” 144). Sin embargo, esto no era impedimento para que la percepción de Tablada del boxeador estuviera imbuida por idealizaciones románticas todavía afines al espíritu del siglo XIX mexicano:

La sociedad no necesita sabios hemipléjicos, ni intelectuales ahogados en alcohol, lo que requiere es una suma de hombres equilibrados y cabales… Pero en el dilema forzoso, debiendo escoger a un tipo de estos dos, escogería a los pugilistas. Una sociedad integrada por éstos sería, si lo quieres, una sociedad neolítica, pero al menos, la especie se salvaría (203).

A pesar de esta visión romantizada, o quizás justo por ella, algunos de los vicios y excesos que harán célebres a otros boxeadores en el futuro se encuentran presentes ya en algunos, como el mismo Kid Mitchell. En su mismo libro de memorias, Tablada narra cómo un rival intelectual, Enrique Zepeda, tergiversa las palabras del poeta en sus columnas hasta hacer creer al boxeador estadunidense que Tablada lo insulta públicamente. Su mente se encuentra predispuesta pues Zepeda “lo había hecho fumar marihuana y beber whisky copiosamente”

(206). A pesar de que el boxeador que ocupa la memoria de Tablada no es un mexicano, ya hay una vinculación temprana entre quienes ejercen el deporte de los puños y su comportamiento réprobo debajo de los encordados.

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Cuando el joven Tablada llegó al boxeo, el deporte seguía sin ser ampliamente conocido en el país, a pesar de su mediana popularidad en ciertos círculos de la Ciudad de

México. Los deportes más practicados por aquellos mexicanos que tenían la libertad económica para hacerlo eran el golf, el polo, el béisbol, el ciclismo y la equitación, entre otros (Brewster, “Patriotic Pastimes” 144). Sin embargo, el mismo Tablada resultó uno de los promotores de la primera pelea de campeonato sostenida en México, el 17 de noviembre de 1905 (Salvador, “El boxeo científico”). El encuentro se llevó acabo entre “dos simpáticos muchachos, hijos de buenas familias mexicanas, Fernando Colín y Salvador Esperón”

(Tablada 298). Ambos peleadores, desde la descripción de Tablada, parecen antípodas dentro del ejercicio del mismo arte. Esperón es descrito como un joven “alto, delgado y moreno”

(298) y “realizaba mejor el tipo atlético. […] Era también de movimientos ágiles” además de poseer una musculatura notable (299). Mientras tanto, Colín era “todo lo contrario, pareciendo más bien frágil, a cuya impresión ayudaba la miopía que lo hacía usar lentes y le daba un aspecto de estudiante quieto y reposado” (298). A pesar de ello, “ocultaba Colín agilidad sorprendente, rapidez y precisión en sus movimientos, y una vez lanzado a la pelea, un coraje, una tenaz energía que lo hacían temible y habían hecho que triunfara en encuentros callejeros y en luchas dentro del gimnasio” (298-299).

Mauricio Salvador ha querido ver en este encuentro fundacional entre dos boxeadores mexicanos una primera oposición entre dos estilos, pero más allá de esto:

La pelea sería también una curiosa premonición del boxeo mexicano. El fajador había vencido al esteta a fuerza de pelear con “cada pulgada de su cuerpo”, como dijera Tablada. En las décadas siguientes una serie de boxeadores mexicanos repetiría su hazaña al imponer la voluntad sobre la técnica de sus oponentes. La fiereza mexicana se convertiría en método de sobrevivencia, luego en estilo y, finalmente, en tradición. (Salvador, “El boxeo científico”)

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El desarrollo de la pelea, narrado por Tablada, se encuentra lleno de curiosidades. Una de ellas, su ilegalidad. Toda función boxística entonces era exclusivamente amateur y sostenida en los límites de la legalidad que permitían los gimnasios. A este tipo de exhibiciones pertenecían las de Kid Mitchell. Por lo demás, el boxeo profesional, es decir, con una bolsa en monetario y con apostadores en cada esquina, se encontraba prohibido:

Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, varios estados en México prohibieron, si no las exhibiciones de boxeo, sí las peleas por dinero en las que apostadores y mafiosos querían hacer valer sus reglas. Para las autoridades porfirianas, el boxeo debía representar un gran salto atrás en el proceso civilizatorio que tanto ansiaban y no dudaban en ejercer la fuerza con tal de impedir una pelea profesional. (Salvador, “El boxeo científico”)

La fama de ambos jóvenes era bien conocida en la ciudad y, sobre todo, celebrada por los aficionados a las fiestas donde se reunían los jóvenes fifís afectos a las proezas del cuerpo.

Tablada y sus amigos Benjamín Barrios y Pablito Escandón se confabularon para “organizar en el mismo Cosmopolitan Club la pelea de los dos pretendidos campeones de México,

Fernando Colín y Salvador Esperón” (Tablada 300), con una bolsa que Tablada no precisa,

“aunque creo que pasaba de dos mil pesos, y se cruzaron entre los aficionados numerosas apuestas” (301). La investigación de Salvador no sólo arroja este detalle, sino que nos da una idea más exacta de la pelea:

Tras discutirlo se pactó que la pelea se realizaría el 15 de noviembre de 1905 en el patio del Club Cosmopolitan, cuyas instalaciones permitirían acomodar sillas para 500 personas y admitir de pie a otra cantidad igual. Bajo las reglas del Marqués de Quensberry3 los boxeadores usarían guantes de cinco onzas y pelearían 20 rounds de

3 Publicadas en 1867 en Inglaterra, inicialmente trataban de regular enfrentamientos amateur. “The new rules introduced the use of padded gloves rather than bare fists, and stipulated that timed rounds of three minutes each with a one-minute rest period in between would replace the untimed rounds measured by a fall or knockdown in the London Prize Ring rules of 1838” (Gems 25). La primera versión de las reglas conocidas como London Prize Ring fueron redactadas en Inglaterra en 1743 por Jack Broughton, el boxeador “más grande 32

tres minutos con un minuto de descanso. La bolsa para el vencedor sería de 1500 pesos. (“El boxeo científico”)

A pesar de la expectativa que la pelea generara, a pesar de la nutrida multitud que se reunió en el club para presenciar , los asistentes tuvieron que abandonar “sus asientos en fuga precipitada, al grito de: ‘¡La policía! ¡La policía!” (Tablada 301). El desalojo no desanimó a los organizadores del evento, uno de los cuales era Pablo Escandón, hijo del propio gobernador del Distrito Federal en esos años, Guillermo Landa y Escandón. Dos noches después, un público seleccionado fue puesto sobre aviso para que a una hora convenida y reunidos en “tres o cuatro bares de las calles de Plateros y San Francisco” (302), esperaran a alguno de los organizadores, que “pasaría a recogerlos para luego dirigirse en carruajes al misterioso lugar donde se había levantado la palestra o ring” (302). Temerosos de una nueva intervención de la policía, nadie sino los organizadores conocían el lugar de la pelea y sólo los elegidos sabían y seña que les granjearía la entrada una vez que los carruajes secretos los hubieran recogido, “como en las novelas de capa y espada o en las ciudades bajo ley marcial…” (303). El lugar secreto, en una de esas grandes ironías de la historia mexicana, fue la propia casa del gobernador, quien se encontraba en una fiesta cuando su hijo decidió usar su casa para llevar a cabo el encuentro de box (Salvador “El boxeo científico”).

Según la investigación de Salvador, “la pelea fue una guerra, no menos que cualquiera de los combates que han hecho del boxeo mexicano una atracción mundial. Desde el primer round ambos peleadores salieron a imponerse” (2015). En la esquina de Esperón, es decir, del lado del esteta, se encontraba el poeta mexicano, junto a Kid Mitchell. A pesar de las

e importante conocido hasta entonces. […] Con ligeras modificaciones el código establecido por Broughton tuvo vigencia hasta 1838” (Rodríguez 15). 33

capacidades técnicas de Esperón en los primeros rounds que “demostró una evidente superioridad desde el punto de vista artístico” (Tablada 305), la fiereza de Colín ganó terreno en el avance del combate, pues estaba “convertido en un verdadero ciclón y tupió sus golpes, haciendo que su rival regresara a su rincón desfallecido, casi agotado y arrojando sangre por la boca…” (305). Así concluyó el séptimo round, y con éste, la pelea. El mismo Tablada arrojó la esponja en señal de que su boxeador era incapaz de continuar (307). Las diferencias entre los dos estilos de pelea se hicieron manifiestas:

Esperón era un dandy y como tal se preocupaba extremadamente por la elegancia, por la actitud gallarda, por la apariencia irreprochable que debía tener al pelear ante la vista de los demás. Colín, en cambio, nunca se preocupó por la parte estética y estatuaria ni del bien parecer, sino de la eficacia y lo certero de los golpes. (308)

El esteta, el dandy, había perdido. Colín, el fajador, el menos elegante, había ganado, y con

él, un estilo que haría tradición. Adicionalmente, triunfaría una idea de la que tal vez Tablada no fue completamente consciente: el boxeador con una apariencia física menos sorprendente se impondría al peleador de mayores atributos físicos por un rasgo de carácter. Este rasgo de carácter, al avanzar el tiempo y las narraciones sobre los boxeadores, sería identificado como un rasgo de carácter nacional.

1.3 El boxeo en México a principios del siglo XX: hacia la construcción del ídolo.

La década de 1930, como se verá, tiene dos hechos importantes para el boxeo mexicano y para la configuración del boxeador como un personaje en la imaginación popular. En principio de cuentas, se trata de la década en que los peleadores nacidos y entrenados en

México empezaron a ser competitivos internacionalmente. Por otro lado, se trata de la década en que la prensa ingresó de lleno a la narrativa del boxeo a través de las revistas 34

especializadas. No es de sorprender que las colaboraciones de Tablada de las que he hablado anteriormente hayan tocado el boxeo como lo hicieron al terminar los años 1920. La popularidad del boxeo, como detallaré, se encontraba en ascenso en esa época, hasta llegar a su epítome en el año de 1932.

Tras la breve popularidad que el boxeo había alcanzado como un deporte promovido por figuras como José Juan Tablada, la Revolución Mexicana (1910-1917) puso un alto a su promoción y su práctica amateur, dado que su ejercicio profesional permaneció prohibido durante el porfiriato. Sin embargo, “recién pasados los aires revolucionarios, los encuentros se improvisaban en cualquier lugar donde entraran más y más espectadores” (Maldonado y

Zamora, Cosecha de campeones I 17). El boxeo en la Ciudad de México, a pesar del creciente número de practicantes hacia 1921, seguía siendo una actividad que no aportaba mucho a la economía (Salvador, Rodolfo Casanova 35) y, por ende, “no contaba con su propia infraestructura, a pesar de que los deportes en general vieron incrementados sus activos” (36).

Las veladas de boxeo se llevaban a cabo en cines, teatros, toreos, frontones y cualquier sitio que permitiera dar cabida a espectadores suficientes para contemplar un pleito. Era la época de los “campeones importados”, en la que un factor de la esfera internacional había desplazado a una buena cantidad de boxeadores extranjeros, principalmente estadunidenses, a México:

Había terminado la primera guerra mundial, y a su ‘glorioso’ retorno a casa [los boxeadores estadunidenses] vieron desilusionados que existían muchísimos boxeadores y se contrataban por cualquier cantidad que les pagaran […] Olfatearon que las oportunidades se encontraban pasando la frontera y se descolgaron a México. Los sueldos sonaban maravillosos y había pocos peleadores mexicanos que les pudieran hacer competencia, al contrario de como sucedía en su país (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 20-21).

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En este ambiente, surgió la figura del promotor Baldomero Romero, quien llego a la ciudad de México proveniente de Tijuana y Calexico en 1922. El ambiente de la ciudad, entonces, era propicio para un hombre de negocios que pudiera tantear las aguas del estado emocional de un país que a no mucho había salido de uno de sus conflictos bélicos más cruentos:

“Habían dejado de sonar los balazos de la revolución y se buscaban diversiones para frenar esa urgencia de vértigo y desfogue que traía la pacificación” (Cosecha de campeones I 20).

Esta opinión era incluso compartida por el antiguo retador al campeonato mexicano que

Tablada apoyara: “Salvador Esperón de la Flor, uno de los elegantes pioneros del boxeo en

México, lo resumió mejor que nadie: ‘Tras la revolución, fue como si le hubieran dado guantes a todos’” (Salvador, Rodolfo Casanova 36-37). Este ambiente era motivado aún más por la visita de grandes personalidades del pugilismo internacional. La primera de ellas, el antiguo campeón de los pesados, Jack Johnson, que visitó México en 1919, una visita promovida por Enrique Urgatechea. La visita, “en el mismo mes en que asesinaron a

Emiliano Zapata. Su presencia inundó los periódicos de la ciudad, más que por sus proezas boxísticas, por su vida de dandy y por los estragos que provocó en más de un establecimiento”

(Salvador Rodolfo Casanova 15). Por otro lado, la visita del legendario Jack Dempsey, en

1925, “tuvo lugar en un momento en que el boxeo vivía una suerte de primer nacimiento”

(16). Las promociones de Baldomero, quien “se empeñaba en hacer en hacer temporadas esporádicas, que siempre tenían un mismo fin: la quiebra” (Aguilar “Caras nuevas” 9), habían dejado lugar a veladas de mejor organización en la Ciudad de México por parte del exboxeador convertido en promotor y matchmaker, Jimmy Fitten (Salvador, Rodolfo

Casanova 16). Según Mauricio Salvador, uno de sus principales aportes al pugilismo mexicano fue entrenar a peleadores que carecían de técnica aunque tenían corazón de sobra

(16). De esta manera, el México de los años 1920 entró en una dinámica que, a la larga, haría

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que los frutos del boxeo mexicano fueron más y mejores: “el desarrollo de nuevos boxeadores” (Aguilar “Caras nuevas” 10). En un interesante artículo de 1933, Alejandro

Aguilar, firmando bajo su conocido seudónimo Fray Nano, asegura que este desarrollo de boxeadores fue lo que permitió que el boxeo nacional se volviera una actividad rentable en el país en la misma época en que no era tan rentable en Estados Unidos debido a los estragos de la Gran Depresión. Adicionalmente, la creación de una Comisión de Boxeo en 1923

(Salvador, Rodolfo Casanova 14) y el cambio en sus reglas en 1926, que a partir de entonces exigieron que los campeones nacionales fueran ciudadanos mexicanos (Maldonado y

Zamora, 1999: 19), se unieron a estas condiciones favorables de nuevos promotores, al creciente interés del público, y a las constantes interacciones con figuras internacionales para lograr que hacia 1930 el boxeo mexicano al fin comenzara a generar figuras emblemáticas no sólo en la capital del país, sino más allá de sus fronteras. Precisamente durante este periodo de crecimiento de la popularidad del boxeo es que otro escritor mexicano de renombre escribe sobre el boxeo: “Hacia 1925, unas pocas visitas a la arena (a razón de dos pesos la entrada en ring general) convierten al joven Salvador Novo en devoto de este deporte” (Toledo 11).

Novo utiliza sus dones líricos para hablar sobre este deporte y la manera en que su popularidad ha invadido la realidad urbana: “El box es punto implícito de reunión de México entero” (Novo 209), afirma el poeta y cronista, para luego hacer un breve comentario que resume la distancia entre ciertas élites intelectuales y el boxeo, una constante que veremos repetida décadas más tarde: “Hace muy poco que los sabios consejos de amigos míos me decidieron a lo que a priori juzgaba fastidioso. Todo lo contrario, el box es el más completo de los espectáculos descubiertos, porque hace un actor de cada espectador” (209, mis cursivas). En efecto, lo que atrae a Novo del boxeo es la incapacidad del espectador de fundirse con la acción sobre el ring: “Todos nuestros músculos siguen el dinamismo de los

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contrincantes, nos sentimos capaces de aconsejarlos, de competir con ellos y, ebrios de fuerza, de retar al vencedor” (209). Remata las emociones de sus observaciones con un sagaz juego intertextual que lleva los mismos versos de Sor Juana Inés de la Cruz, poeta del barroco mexicano, a un replanteamiento frente a la acción entre el ensogado:

Sor Juan dice “Si al imán de tus gracias, atractivo / sirve mi pecho de obediente acero” refiriéndose al corazón —el imán—, en un juego donde se fusiona el yo/tú, Salvador Novo utiliza estos mismos versos para fraguar la descripción de la gimnasia sueca que se hace con los brazos, al asestar a sus lectores los versos sorjuanescos: “al imán de sus golpes atractivos sirven los pobres de obediente acero” (Barrera 114)

A pesar de este entusiasmo inicial, el de Novo es un ejercicio aislado en su literatura y el boxeo queda relegado a una dimensión más folklórica que cultural, no obstante el creciente impacto que va adquiriendo en la cultura mexicana.

Por otro lado, he mencionado de manera muy somera el factor internacional y político en el desarrollo del boxeo mexicano, pero es digno de notar que no sólo en México, sino en

Estados Unidos, el boxeador mexicano se había ido introduciendo lentamente en las dinámicas económicas y socioculturales. Lo que es más importante para esta investigación, el boxeador mexicano en Estados Unidos empezó, con el siglo XX, a hacer su propia leyenda.

Con el boxeo internacional recibiendo más y más atención mediática conforme el siglo avanzaba, el boxeador mexicano comenzó a desarrollar ciertas características que no abandonarían a la percepción de sus ejecutantes. Tomemos por ejemplo al boxeador que

Douglas Cavanaugh ha llamado el “primer súper estrella latino”, Aurelio Herrera, nacido en

San José, California, de padres mexicanos en 1876, y quien empezara a boxear en 1895 para desvanecerse del boxeo en 1904: “Herrera fue el prototipo de peleador latino de buena pegada y buena bebida, famoso en sus días por poseer el golpe más duro (y la sed más dura) de cualquier peleador en o alrededor de su peso” (Cavanaugh 6). Violencia y autodestrucción 38

se encuentran ya dentro de la forma de percibir al boxeador de origen latino, más específicamente, mexicano. Alrededor de la misma época en que Colín y Esperón estar por definir el predominio de un estilo de pelea, Herrera ya lo está popularizando y le añade el componente de la parranda interminable.

La influencia de los boxeadores de origen mexicano radicados en California fue decisiva también para el auge del boxeo en México y para definir las líneas generales que terminarán definiendo una tónica narrativa del púgil. Además de Herrera, es imprescindible recordar al icónico Bert Colima, nacido en Whittier, California en 1902, bajo el nombre de

Eusebio Romero que le dieron sus padres mexicanos. La parte más importante de la carrera de Colima ocurrió entre 1919 y 1925. Para 1920, su fama era tal que su pelea de noviembre contra Young George se llevó a cabo al aire libre, en un estadio de béisbol: “Esta decisión, al parecer sin precedentes, modificó la forma de pensar el box. Gracias a Bert Colima y al menos entre los miembros de la colonia mexicana de Los Ángeles, el box crecía constantemente en popularidad” (Ortoll 41). Colima, en 1926 y 1928, viajaría a México en dos viajes que el historiador Servando Ortoll ha analizado desde el punto de vista político:

En México lo hizo famoso el golpeteo de las máquinas de escribir de los reporteros. Fueron ellos —quizás siguiendo órdenes de las altas esferas gubernamentales— quienes convirtieron a un virtual desconocido, representante de un deporte entonces poco apreciado, en un ídolo del momento, en todo un héroe nacional. Parte de esto último se debió a que el Estado mexicano, encabezado entonces por Plutarco Elías Calles, requería distraer la atención de los mexicanos que entre 1926 y 1929 se encontraban involucrados en una insurrección que estalló en respuesta a sus políticas anticatólicas y pro agraristas (12, mi énfasis)

Si la estrategia del gobierno de Calles es como supone Ortoll, entonces la identificación del boxeador mexicano con un héroe nacional fue orquestada desde un inicio por las esferas del

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poder y la popularidad del deporte ingresó de manera “artificial” (84) a la capital mexicana, a fin de distraer a la población de la capital del estallido del conflicto llamado Guerra de los

Cristeros4, en su primera visita. Como quiera que sea, las visitas de Colima a México no fueron el éxito que se buscaba. La primera de sus peleas debió cancelarse debido a una suspensión del promotor vigente en Estados Unidos, para luego posponerse y finalmente llevarse a cabo en contra de un peleador sustituto, Arthur Shackles, de muy pobre reputación.

Al final, Colima, el héroe traído de fuera, fue descalificado debido a un golpe bajo (107).

Es importante no descartar el peso de la mirada internacional en el país al momento de evaluar la importancia de las visitas de Bert Colima al país. Por un lado, México había sido el anfitrión de los Juegos Centroamericanos en 1926, mientras al menos una parte importante del país no se encontraba del todo pacificada. El gobierno buscó aprovechar el evento deportivo para su propia agenda: “to convince international observers that the nation had emerged from years of bitter civil war to resume its traditional roles as the region’s political leader” (Brewster, “Patriotic Pastimes” 139). Así, las visitas de Colima pueden verse dentro de la misma gran campaña de pacificación y de búsqueda de unidad nacional que el gobierno de Obregón inició y que continuarían posteriormente los gobiernos de Calles y subsecuentes a lo largo de casi una década más. Sus mayores preocupaciones serían “to pacify the country, to heal the deep wounds of civil war and to convince Mexicans that the cessation of hostilities marked the beginning of a bright new future” (“Redeeming the

‘Indian’” 219). Para lograr estos propósitos, tanto las prácticas deportivas como la promoción

4 Es difícil resumir el conflicto, pero su punto neurálgico era la imposición de la Ley Calles, de 1926, bajo la cual ciertas libertades religiosas eran puestas en entredicho y todos los ministros religiosos y sus actos públicos debían ser autorizados por el gobierno. El blanco era el poder político de la Iglesia Católica. 40

de espectáculos que avivaran el fervor nacional serían esenciales. A pesar de sus reveses, las visitas de Colima servían a estos propósitos.

La segunda vez que Colima visitó la capital, lo haría a dos meses y medio del asesinato de Álvaro Obregón, quien entonces había salido de su retiro político y se había convertido en presidente electo de México el 1 de julio de 1928, con miras a continuar la política de represión religiosa de Calles. Obregón fue fulminado a tiros por el católico José de León Toral. Así, durante la segunda visita de Bert Colima en la capital los periódicos tenían instrucciones precisas: “asegurar que los espectadores posaran su mirada en el cuadrilátero, que se olvidaran del caudillo caído de la Revolución” (Ortoll 116). El pleito contra el estadunidense avecinado en México, Tommy White, fue otro fiasco: Colima fue declarado vencedor por puntos, ante la rechifla del público, que vio ganar a White. Su última visita a la Ciudad de México en calidad de peleador, fue precisamente en 1932, durante la

Temporada de Oro, en la que debutaría Rodolfo Casanova.

La Temporada de Oro de 1932 en la ciudad de México, vino a llenar el hueco más importante que sufría el boxeo mexicano: había una afición, pero no había un ídolo. Debido a los alcances de esta investigación, he tenido que obviar algunos nombres de boxeadores importantes de los años 1920 mexicanos, como Carlos Pavón, el Sheik de San Miguel, o como Alfredo Gaona, acaso, el peleador que más cerca estuvo de convertirse en un verdadero

ídolo de multitudes, pero que fue incapaz de lograrlo por su falta de entrega en el ring a pesar de sus facultades (Salvador, Rodolfo Casanova 21). Él, como varios más (Luis Arizona,

David Velasco o Manuel Villa) “no habían demostrado sino ser simples estatuillas de barro”

(Mauleón, El tiempo 219). Es por ello que el surgimiento de Rodolfo Casanova en el panorama del boxeo nacional es relevante. No sólo llenó con su cuerpo fibroso el nicho del

ídolo, convirtiéndose por derecho propio en una auténtica celebridad nacional, sino que su

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magnetismo dio un impulso económico decisivo al boxeo: “Esa gran Arena Nacional” escribe

Alejandro Aguilar en 1933, “de la cual podemos enorgullecernos, ha sido construida con las ganancias que a la empresa produjeron tres boxeadores el año pasado: Casanovita, en un sesenta y seis por ciento, y Nájera y Luna el resto” (“Caras nuevas”, 11). Esta popularidad arrojó un tercer resultado, el resultado más importante para la manera en la que el boxeador mexicano se ha percibido durante años: con el Chango Casanova, el boxeador mexicano encontró un ícono, un paradigma narrativo que se enriquecería de los boxeadores que lo precedieron y que arrojaría una larga sombra sobre la manera en la que el boxeador mexicano es percibido y representado en diversas narrativas. El Chango Casanova afianzó el boxeo mexicano y también le entregó su paradigma narrativo.

1.4 Rodolfo Casanova y el paradigma narrativo del boxeador mexicano.

La biografía de Casanova es tan sencilla que parece un cliché. En realidad, es lo opuesto. Es el original del que han salido muchos de los clichés de las historias de boxeo posteriores a él.

Nació el 21 de junio de 1915, en plena Revolución, “en Guanajuato, en el seno de una de las tantas familias pobres y analfabetas que eran mayoría en el estado” (Salvador, Rodolfo

Casanova 34). Su padre fue enrolado en el ejército, desplazado a , y muerto en acción poco después del nacimiento de su hijo. La madre del Chango Casanova, Jerónima

Núñez, “emigró a la capital y se instaló con sus hijos en las cercanías de Tlatelolco”

(Mauleón, El tiempo 222), en el corazón de la Ciudad de México. La ubicación geográfica de su domicilio en la calle Libertad fue afortunada para el futuro boxeador: los centros deportivos, los gimnasios de box y las arenas principales en donde por entonces se llevaban a cabo los combates del periodo durante el que el box creció, se encontraban todos a sólo unas calles de distancia (Salvador, Rodolfo Casanova 25). Su hermano mayor, Carlos

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Casanova, se calzó los guantes y se probó en los gimnasios para buscar un lugar entre los boxeadores que irían a los Olímpicos de 1928. A pesar de que no lo logró, probaría suerte como profesional, una carrera intrascendente, “sólo recordable porque abrió el camino para

Rodolfo” (27). El chofer de la línea Roma-Mérida Manuel Canseco descubrió a Rodolfo entre los aficionados que peleaban en las arenas, siguiendo los pasos de su hermano, y lo incorporó a sus peleadores amateur. Es ahí donde Fray Nano lo encuentra y lo presenta con el promotor y matchmaker Jimmy Fitten y decidió colocarlo dentro de los peleadores que participarían en la llamada Temporada de Oro de 1932.

La idea de la Temporada de Oro fue orquestada desde la prensa, en particular, a través de las propuestas de Fray Nano, seudónimo del periodista deportivo Alejandro Aguilar

Reyes. Su vida en el periodismo comenzó el periódico El Universal. En un breve viaje a

Estados Unidos, “se dio cuenta de que los deportes se habían convertido en una actividad a la que los norteamericanos dedicaban todo su tiempo libre” (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 38). A su vuelta a México, decidió impulsar estas actividades. “La falta de empresarios que las promovieran lo convenció de que era necesaria su participación, por lo cual fundó, en 1923 y junto con otros periodistas, la Comisión de Box, para que se encargara de reglamentar e impulsar ese deporte” (38). Años más tarde, convencido de que el periodismo deportivo requería de un lugar propio, fundó La Afición, periódico dedicado exclusivamente al deporte, nacido en la Navidad de 1930 y que “contó como único capital lo adquirido al empeñar dos relojes de oro que [Fray Nano] había sacado a crédito” (40). En una nota editorial que acompaña a un artículo sobre Kid Azteca de 1933, el mismo Fray Nano recuerda a sus lectores el propósito de La Afición (que para entonces ya contaba con una publicación semanal periódica y una más, mensual, en formato de magazine): “dotar a la

República de un vehículo de publicidad moderno, en el que, sin descuidar la estética de sus

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páginas, se recoja en ellas las hazañas de los de casa, sin perder aquellas otras que se desarrollan en el gran escenario del mundo, y que por su significación puedan servir de estímulo y ejemplo a los deportistas mexicanos” (Aguilar, “Kid Azteca” 1). Las páginas de

La Afición, desde su origen, “se convirtieron en una capilla en al que se adoró a lo primeros

ídolos del boxeo” (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 41), pero su misión fue también la de “educar a un naciente público aficionado al deporte de los puños” (41). De esta manera, cuando “los periódicos daban por muerto el boxeo en la capital” pues “el año de

1931 había sido desastroso para el espectáculo” (44), la Comisión de box convocó a una asamblea a fin de revivirlo.

Fray Nano, quien conocía el mundo del boxeo mexicano mejor que nadie, conversó con el ex promotor Jimmy Fitten y lo convenció de ayudar a la creación de una empresa boxística que, con el apoyo de la Comisión Mexicana de Boxeo, ofreciera al público capitalino una temporada sinigual y sentara las bases para la creación de buenos pugilistas nacionales. (Salvador, Rodolfo Casanova 23)

Fray Nano sabía que hacían falta tres cosas “un rollo de billetes de banco, un matchmaker y un publicista” (Maldonado y Zamora Cosecha de campeones I 44). El rollo de billetes lo puso el empresario teatral Carlos Lavergne, Jimmy Fitten fue el matchmaker, y Fray Nano el publicista, desde su periódico La Afición. “Así había empezado un torrente que nadie podía detener. La era de la juventud. La época dorada del boxeo. La etapa de las taquillas gordas.

La fase de la explotación inmisericorde. Empezaba la Temporada de Oro del boxeo mexicano” (45).

Aquí es donde la biografía de Rodolfo Casanova se convierte en mito. Cautivó al público desde su debut y con un puñado de peleas se convirtió en un consentido de la afición; tenía la onza en la mano: “A pesar de que su técnica era pobre, Rodolfo tenía la esperanza

última del punch, gracias al cual podía decidir una contienda de otro modo perdida” 44

(Salvador, Rodolfo Casanova 27). Durante seis meses más, Casanova subiría periódicamente al ring para aniquilar a la oposición: ganó nueve pleitos por nocaut y dos por puntos. Héctor de Mauleón llama a la memoria del periodista Sonny Alarcón: “En una época en la que la televisión no existía, la radio estaba en pañales y los periódicos eran poco leídos, la fama que con unas cuantas peleas adquirió Casanova comenzó a correr con una rapidez sorprendente”

(Mauleón, El tiempo 219). Con dieciocho años y seis meses de experiencia profesional, a

Casanova se le acababan los talentos locales para demoler. Por ello, para el 23 de octubre de

1932, se pacta un pleito con el filipino Diosdado Posadas, conocido en el ambiente pugilístico como Speedy Dado. El filipino era un veterano peleador, profesional desde 1925. “Además de ocupar una posición privilegiada en la clasificación internacional, el portento de sus puños, que combinaba la velocidad con la contundencia, había logrado demoler a más de un campeón mundial” (220). Se trataba del primer rival de talla internacional de Casanova que, encima, estaba ranqueado dentro de los primeros tres del mundo (Salvador, Rodolfo

Casanova 97). En la función de El Toreo se agolparon cerca de veinte mil personas para presenciar el pleito (2013: 100). En la pelea previa, Luis Villanueva, el Kid Azteca, ganó el campeonato wélter a David Velazco, pero aún así el público le respondió de manera tibia

(103). En cuatro rounds de infierno, Casanova apaleó a Dado, le rompió la mandíbula y lo mandó al suelo noqueado, “fue de tal magnitud el nocaut, que el mismo Casanova ayudó a

Cruz a llevar al filipino a su esquina” (105). Desde esa pelea de alarido, la prensa supo que en Casanova había surgido alguien a quien habría que seguir de cerca. En el periódico El

Nacional, Armando Quimera escribe al día siguiente de la victoria sobre el filipino: “Tiene la madera de las grandes figuras del ring; tiene el colorido suficiente para pasar por ellos, dejando tras de sí una estela de pasiones y entusiasmo; es el tipo de los hombres que arrastran

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a las multitudes, que las enloquecen, que las subyugan” (3). “Casanova había nacido y empezaba la leyenda” (Mauleón, El tiempo 221).

El siguiente año, la leyenda sólo recibiría su confirmación: doce nocauts y un solo revés, además de apariciones en el Olympic de Los Ángeles, frente a la afición de la colonia mexicana residente en California. La prensa deportiva lo ama tanto como el público que abarrota los lugares en los que se presenta. Fray Nano, extasiado, escribe sobre él:

“Casanovita, antes de 20 peleas profesionales ha peleado con lo mejor del mundo y noqueado a tres clasificados entre los primeros cinco” (Aguilar, “Casanovita” 1) y luego agrega:

“Dempsey, Tunney, Canzoneri, el mismo Harry Greb, nunca hicieron lo que ha hecho

Casanovita” (40) y advierte: “Tal vez un día de estos, cuando menos se espere, caerá, que en el boxeo todo puede suceder […] Casanovita, un mexicano, un paisano mío, hijo de esta querida tierra azteca, ha hecho lo que nadie en el mundo ha consumado” (1, mis cursivas).

Es ilustrativo mirar cómo Fray Nano establece dos series valores para enaltecer a Casanova.

Por un lado, se trata de una excepción histórica en el boxeo: nadie con tan poca edad ni tan pocas peleas profesionales ha conseguido despachar a clasificados muy por encima de sí mismo. Por otro lado, hay un énfasis bastante claro en la cuestión nacional. México, aún en

1934, carece de deportistas que sean capaces de destacar internacionalmente: “Nuestro incipiente deporte siempre sufre derrotas en las justas internacionales. ¿A qué se debe?

Simple y sencillamente a que no tenemos deportistas que enfrentarles a las más fuertes y mejor preparadas naciones con que competimos” (“Caras nuevas” 21, mis cursivas). Sin embargo, “el boxeo es indudablemente el deporte en el que mejor estamos” (20). Casanova, como Kid Azteca, Baby Arizmendi y Manuel Villa, son una muestra de ello. Fray Nano es enfático en la importancia de esta situación en la forma en que México es percibido en el extranjero. Contra las constantes derrotas del deporte nacional en las Olimpiadas y la imagen

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belicosa que la Revolución ha dejado a México, opone los logros de los boxeadores que he mencionado en un artículo de finales de 1933, donde enfatiza la figura de Luis Villanueva, mejor conocido como Kid Azteca: “Tocó al boxeo en primer término demostrar al mundo que en México aparte de hacer revoluciones, sabíamos ejecutar un deporte” (Aguilar, “Kid

Azteca” 1). Los deportistas mexicanos, los boxeadores, no sólo pueden competir contra los mejores del mundo, sino pueden lograr hazañas históricas. El discurso nacional que emplea la prensa, particularmente La Afición, para enaltecer a sus ídolos tiene ciertas particularidades que me ocuparé de mencionar adelante, pues se relacionan con algunos elementos de la filosofía de lo mexicano que revisaré al hablar sobre el cine. Baste decir por ahora que La

Afición era consciente no sólo de la importancia de enarbolar un ideal patrio, sino de luchar contra quienes atentaban contra él. Ante las críticas a ciertos boxeadores como Jesús Nájera y Rodolfo Casanova, Fray Nano recuerda a sus lectores el mal estado del deporte nacional y lo poco cálido que es el público mexicano con sus mejores exponentes: “[El público] Quiere que los nuestros venzan, y cuando vencen se enojan porque ganan. Chocan en su alma los sentimientos del patriotismo y la envidia” (“Patriotismo y envidia” 40).

A pesar del fuerte peso en la identidad nacional que Fray Nano atribuye particularmente a la figura de Casanova, hemos visto que también aludió a su posible caída incluso cuando se encontraba en la cima de su carrera. Fray Nano no sólo era un conocedor del deporte en su cuestión monetaria. También lo era en su cuestión histórica y en la manera en que sus púgiles se relacionan con el público. En 1934, Fray Nano hace un recuento histórico de los boxeadores y el box en México muy similar al que he abordado en la primera parte de esta investigación, pero se centra en los “ídolos” para ello. Es decir, recorre el boxeo a través de las personas que han llamado la atención del público. Cuando menciona a

Fernando Colín, del que escribiera Tablada, recuerda: “Sin embargo, por noticias que me ha

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llegado, sé que los clientes se inclinaban más por Colín que por él [Salvador Esperón]. Que

Colín era el ídolo, porque era muy ” (“Los ídolos” 15). Durante la época de los

“campeones importados”, menciona a un boxeador ahora desconocido llamado Patricio: “Era relojero de barrio populoso y el público lo seguía, lo animaba, gustaba de su valentía y de su arrojo” (15, mis cursivas). Sobre Carlos Pavón, figura de los 1920, destaca: “se cubría en forma desagradable; pero tenía el divino tesoro, el ponch, y a quien le ponía la mano encima probablemente lo noqueaba” (16). De manera similar, alaba el estilo elegante y aguerrido a la vez de Bert Colima. Casanova, así, reunía todas las características de los peleadores que lo precedieron; era el summum del boxeador mexicano y por ello era un favorito no sólo de

La Afición, sino del público. En junio de 1934, escribe sobre él, al mencionar a los ases en la baraja del boxeo nacional: “Su estilo es de los que subyugan, muy parecido al de Jack

Dempsey (…) Se preocupa más de pegar que de que le peguen ¡Y cómo pega! Es agresivo por excelencia. Golpeador y peleador, amén de que poco a poco ha ido aprendiendo cómo quitarse los golpes, sin perder su estilo” (“Nuestros cuatro ases” 22).

Fray Nano no se equivoca ni exagera al comparar a Rodolfo Casanova con Jack

Dempsey. Stephen Allen, en su valiosa disertación inédita Boxing in Mexico, hace una comparación similar. Allen recuerda la oposición de estilos entre el disciplinado Gene

Tunney y el feroz Jack Dempsey que Elliot Gorn ha revisado ya. Mientras que Gorn concluye que el estilo de Dempsey “represented the secret impulse to smash through the restrictions imposed on men by bourgeois, bureaucratic society” (Gorn 44), Allen concluye que de manera análoga “Casanova’s life served to remind Mexicans in the 1930s not only that they were not alone in their instability, but also that they could potentially break out of their condition” (Allen 25).

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Sin embargo, no todo es felicidad, y a la par que Casanova construye su leyenda como un ídolo de talento y carisma sin precedentes, empieza a labrar su perdición:

“Desgraciadamente”, escribe Fray Nano en junio de 1934, “sus amigos le han hecho un flaco favor. Se lo llevan a parrandas infames y un día sus facultades pueden fallar, un día puede derrumbarse estrepitosamente, como se derrumban todos los boxeadores que no se cuidan”

(22, mis cursivas). Ese mismo mes, y como cumpliendo el vaticinio, el héroe nacional

Casanova es noqueado por el puertorriqueño Sixto Escobar en Canadá, adonde había ido a conseguir una oportunidad de título mundial. Fray Nano, en septiembre, recuerda que a las facultades del boxeador hay que cuidarlas de su mayor enemigo: la mala condición ocasionada por “las borracheras, las desveladas, las mujeres” (14). Su ejemplo, Casanova en

Canadá. La leyenda reza que al volver de su derrota, con un fardo de parrandas ya bien conocidos por la prensa a sus espaldas, encontró que la novia a quien había dejado empeñada palabra de matrimonio antes de ir a pelear había huido. Con el corazón destrozado, desapareció por varios meses (Mauleón, El tiempo 226). Sólo los trabajos de un militar, el general Palma, pudieron regresarlo al entrenamiento libre de vicios, en preparación para su reencuentro con el público en una pelea contra Juan Zurita (227): “Casanovita, aunque sea a la fuerza, ha regresado al buen camino, y en su pelea con Zurita se exhibió potente, lleno de vida” (Aguilar, “Las facultades” 15). El peligro que estos goces guardan para los boxeadores no es secreto para nadie. Carlos Vera, en 1934, escribe sobre la caída del genial pugilista cubano Eligio Sardiñas, conocido como Kid Chocolate: “Ha sido la historia de siempre, el derrumbe de un ídolo no preparado para resistir a las tentaciones de las francachelas, la vida nocturna, las mujeres…” (32). Y la comparación con Casanova no se hace esperar. Aunque no hay una alusión directa a los excesos del púgil mexicano, es lógico suponer que la asociación del periodista no es ingenua ni casual frente a los lectores de 1934: “Chocolate,

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como nuestro Casanovita, fue un peleador surgido de improviso de la masa de chamacos paupérrimos que aman el boxeo, y ven en cada pugilista un verdadero dios” (32). Casanova así, le daba un carácter de tragedia al boxeador mexicano que iba más allá de la idea común del propio daño sostenido por el deporte: la autodestrucción. Sin embargo, Casanova fijó en el ídolo mexicano esa identificación que lo hacía conectar con su público: un origen tan humilde como el de las personas que miran los encuentros. Raúl Talán describe así, en 1952, el magnetismo de Casanova en su apogeo:

[Casanova] nos dio tardes y noches gloriosas debido en primer lugar a su enorme personalidad, en segundo, a su gran “pegue” y modo intuitivo de boxear (nació para pugilista) y finalmente, ¿por qué no decirlo? por ser un representante auténtico de nuestra raza y el público es amante, además, de premiar al que “viene de abajo”, pues el “Chango”, aun cuando en varias ocasiones se vistió de etiqueta, siempre siguió siendo “chango” y como a uno de los suyos lo querían las galerías (En el 3er. Round, 83, mis cursivas)

La vida de Casanova, así, se dividirá entre su furia en el ring, sus nocauts imposibles y su vida en las cantinas de la Ciudad de México. En la cima de su fama, su vida comienza a volverse un torbellino. Escribe Héctor de Mauleón: “No importa que Rodolfo amanezca cada vez con mayor frecuencia en las delegaciones, que el manager deba ir a sacarlo de las cantinas, que su afición al relajo lo vuelva incontrolable. ¿Qué importa, si el gancho a la quijada aparece invariablemente, y Rodolfo es fajador, duro, valiente y siempre está listo en el momento justo” (El tiempo 224). “En enero de 1936 Casanova todavía está en la cima de su gloria y acomete la empresa más grande de su carrera: en una de las peleas más dramáticas que se recuerden, vence al campeón mundial Freddie Miller, que había permanecido invicto a lo largo de ciento setenta combates” (227). Casanova inicia el combate yéndose a la lona frente a veinticinco mil mexicanos que han pagado por verlo en el Toreo de la .

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“Casanova, sin embargo, no se entrega fácilmente: sigue yendo al frente, cabecea, se encorva, mueve las piernas” (228) y con el avance de los rounds logra el milagro prometido “Freddie

Miller comienza a recibir la peor paliza de su vida […] No está en juego el título mundial, pero eso a nadie le importa: Abelardo Rodríguez, presidente de México, se pone en pie, algunas mujeres se echan a llorar, y Fray Nano escribe la columna que bautiza a Casanova como un ‘campeón sin corona’” (229). La columna, recuperada por el exboxeador Raúl

Talán, afirma: “Casanova es el auténtico campeón sin corona, pues ha vencido a los dos campeones ‘oficiales’ del mundo: Baby Arizmendi y Freddie Miller” (citado en En el 3er.

Round, 79). La pelea contra Freddie Miller es de su vida, la pelea de su consagración, y su

última gran actuación en público. Hacia 1938, su carrera comienza una debacle dolorosa. Es posible que la razón haya sido la muerte en un accidente de Luis Morales, mánager y protector. Casanova “desmoralizado, se dedicó a vagar, a emborracharse, no había nadie que lo pudiera salvar. Sólo lograban mantenerlo sobrio unas horas antes de que subiera a pelear; al bajar regresaba de nuevo a las andadas” (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I

53). Su alcoholismo se acentúa y ya en 1943 “alguien que se parece a Rodolfo Casanova sube al ring de la Arena Coliseo (…) De ahí en más Casanova encarnaría el mito del perdedor, entrando y saliendo del manicomio, rehabilitándose durante algunos meses para volver a caer después” (Mauleón, El tiempo 229). El resto de su vida transcurre en una dolorosa oscuridad hasta su muerte en 1980, empobrecido, solo, convertido en un vagabundo. Durante el resto de su vida se le escatimaría el mérito que tuvo su carrera profesional, en aras de la imagen de derrotado que persistió a través en la imaginación popular. Él fue la punta de lanza con la que México entró de lleno en el nivel internacional del boxeo. Tras la gira de Casanova y Kid

Azteca por Estados Unidos, en 1933, la revista The ring, según investigación de Maldonado y Zamora, anotó que la época de los norteamericanos, de los italianos, de los irlandeses, había

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pasado. “Los más indicados para resplandecer en el pugilismo internacional dentro de muy poco tiempo son los peleadores mexicanos” (citado por Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 33). El tamiz de héroe nacional que gracias a su notoriedad le dieran los periodistas que clamaban porque Casanova fuera declarado tesoro nacional a fin de protegerlo de sí mismo (53), permanecería vinculado a la imagen del boxeador con tanta fuerza como lo haría la de su propia debacle.

1.5 La fijación del ícono a través del cine.

Casi a la par de las últimas apariciones de Casanova en los cuadriláteros, su figura entra al imaginario popular mexicano a través de una película, Campeón sin corona, de 1945, escrita y dirigida por Alejandro Galindo y protagonizada por David Silva. La película es rica en alusiones a la vida de Casanova y a la rivalidad que cautivó al público de la época: “La similitud entre el personaje ficticio Kid Terranova y el deplorable personaje real apenas se disfraza. Incluso los demás boxeadores que aparecen en la película son fácilmente identificables: Joe Conde se convierte en Joe Ronda y Juan Zurita en Juan Zubieta” (Ayala,

175). Joe Conde, mazatleco de madre sinaloense y de padre escocés, vivió desde 1914 en San

Francisco, desplazado por la Revolución, donde aprendió a boxear para imponerse a la segregación racial de California (Mejía y Sáinz 43). Su primera gira por México, entre 1929 y 1931, lo hizo famoso no sólo por imponerse a boxeadores de renombre como Manuel Villa, sino por una serie de extravagancias “traje de casimir inglés, portando bombín y bastón con daga encubierta y empuñadura de oro, acompañado de Fritz un nervioso salchicha, Teddy un chango tití, La chilindrina, una dulce fox terrier, y Bobby, un gran bull terrier” (47). Encarnó la figura del dandy boxeador y se distinguió por ser un peleador de distancia, de desplazamientos elusivos en el ring; todo lo opuesto al temperamento aguerrido y violento

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de Casanova. Entretanto, Juan Zurita nació en Veracruz en 1917, para desplazarse a

Guadalajara e ingresó al boxeo en esa ciudad impulsado por su hermano Benjamín, quien fuera boxeador profesional (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I 58). Su estilo fajador lo congració con el público, aunque no era un gran golpeador (Mejía y Sáinz 62).

Adicionalmente, su comportamiento fuera del cuadrilátero era alejado del cliché: “Parco con los ‘amigos’, visionario en los negocios y, sobre todo, sin los vicios que habían hundido a más de uno de sus compañeros de profesión” (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones

I 59)5. Entre 1934 y 1938, los tres boxeadores pelearon varias veces entre ellos, turnándose el centro mexicano de los pesos gallo. El resultado, fueron seis peleas entre Casanova y

Zurita, con cinco victorias para Casanova y una para Zurita; por otro lado, Casanova y Conde pelearon tres veces, con dos victorias para Conde, ambas por nocaut, y sólo una vitoria para

Casanova. Zurita, por su parte, se enfrentó a Conde once veces, con diez victorias a su favor y sólo una victoria para Conde. En el boxeo, si A le gana a B y B le gana a C, esto no significa que A deba ganar necesariamente a C. El adagio reza “los estilos hacen peleas” y el triángulo de los boxeadores mexicanos lo demuestra.

Entre muchas explicaciones posibles de la dinámica de este triángulo, está la preferencia del estilo a media y larga distancia de Conde, sobre el estilo de choque de

Casanova. A decir de Raúl Talán, en un volumen publicado en 1952, “Casanovita, era ya cosa sabida, tenía ‘quijada de cristal’” (En el 3er. Round, 77), lo que tal vez explique sus estrepitosas derrotas por nocaut en contra de Conde. Este defecto notado por Talán es obviado en cuanto a la construcción de Casanova como mito, y en muchos casos, como la ha hecho

5 A pesar de estar alejado del cliché, Zurita no era una excepción. Otro grande de la época, Luis Villanueva, el Kid Azteca, logró mantenerse activo durante varias décadas gracias a su disciplina espartana. A pesar de ello, el público nunca se entregó a él como a Casanova (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones I: 50-51; 72- 73) 53

Fray Nano, la existencia de una falta de quijada se le achaca más bien a una falta de preparación física debido a los excesos de Casanova en sus parrandas. Incluso el mismo Talán explica la razón de las complicaciones de Casanova en su épica batalla contra Freddie Miller:

“lo que nunca se supo, es que el insigne ‘Chango’ Casanova llegó perfectamente CRUDO al ring” (En el 3er. Round, 78, mayúsculas en el original). El mito, pues, se ha construido en favor del estilo frontal, violento y de poder de demolición que distinguía a Casanova, y que añadía la tensión de las debilidades a la que lo orillaban sus excesos. Es por ello que más allá de la explicación boxística de sus derrotas contra Conde subsiste una fábula de la época, engrandecida con el paso del tiempo. Sobre la realidad, se impone la leyenda. Y la leyenda dice que Casanova perdía contra Conde porque el dandy mazatleco le hablaba en inglés en los clinchs y que el Chango, el acomplejado hombre del barrio, caía bajo el peso de su propio complejo de inferioridad (Maldonado y Zamora, 1999: 60; Mauleón, El tiempo 241). Si sólo bastara el lenguaje para derrotarlo, recuerda Salvador, Casanova habría perdido todos sus encuentros fuera de México, lo cual no ocurrió así (Salvador, Rodolfo Casanova 27), sin embargo, la leyenda ha pervivido y en gran medida, lo ha hecho debido a la película Campeón sin corona.

En ella, Kid Terranova salta de las peleas de aficionados al profesionalismo convirtiéndose en un éxito. Su oficio, como el de Casanova, es el de nevero. Su secreto, como el de Casanova, el punch. Sus primeros detractores, las dos mujeres de su vida: su novia

Lupita, que atiende la taquería del barrio, y su propia madre. Entre los boxeadores que vence en México destaca el ficticio Juan Zubieta. En un paseo por la feria, está a punto de liarse a golpes con él por un caballito de que su novia quiere montar. Zubieta evita la bronca con elegancia, pues es un boxeador profesional que sólo golpea a comisión y sobre el encordado. Al ser noqueado, Zubieta muestra gran deportivismo y estrecha la mano de

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Terranova, augurándole un gran futuro desde una honesta sonrisa amable. Sin embargo, su siguiente pelea importante es frente a Joe Ronda, quien lo derrota por nocaut aún antes de la primera campanada: desde la firma de contratos se presenta hablando inglés, Terranova comienza la debacle:

Todo lo ayuda en su voluntad de autodestrucción. Conoce a Susana (Nelly Montiel), una mujer de nivel social superior, y acepta dócilmente servirle de entretenimiento. Desatiende a Lupita; se vuelve exigente e irritable. Susana se harta de cohabitar con su inferior y lo abandona. Herido en su amor propio, Terranova acepta una gira deportiva a través de Norteamérica (Ayala 176, mis cursivas).

El final de la película se precipita desde su vuelta de Estados Unidos. Hace un escándalo en la casa de Susana, es llevado preso, permanece ahí hasta antes de su siguiente pelea con

Ronda pues su mánager quiere alejarlo del alcohol. “Por fin vence a Ronda, pero se siente moralmente liquidado. La caída es vertiginosa. Se dedica a la bebida y a la juerga. Desciende cada vez más hasta metamorfosearse en un borracho astroso” (176). En los últimos minutos de la película, el sonido de una transmisión de radio lo llama a una cantina. Zubieta gana el título mundial en el extranjero. En 1944, el año anterior al estreno de la película, Zurita ganaba el título mundial en Hollywood, California, contra Sammy Angott, convirtiéndose en el segundo mexicano en conquistar un título mundial6 (Mejía y Sáinz 64). En la ficción de

1945, Zubieta lanza un discurso inspirado por el boxeador que lo venció, pero que no terminó bien. Terranova escucha, cerveza en ristre, como Zubieta afirma que no sólo los extranjeros son buenos; que él conoció a un boxeador mejor que él que pudo ser campeón pero no se

6 El primero fue Baby Arizmendi, en 1933, contra el panameño Al Brown (Magno). Sobre la disputa acerca de si el primer mexicano con un título fue él o José Pérez, alias Battling Shaw, Andrew Furman ha escrito un artículo lleno de precisiones que zanja la discusión: Battling Shaw era texano por nacimiento, identificado étnicamente como mexicano por el público estadunidense y en su pelea de 1933 contra Johnny Jaddick no había título de por medio (Furman), aunque Jaddick era el campeón reinante. Algo similar sucedió en la pelea entre Casanova y el oriundo de Cincinnati, Freddie Miller: el cinturón de Miller no estaba en disputa, para su buena fortuna y para estigma de Casanova. 55

tuvo fe. Zubieta lo aclara: el mexicano, para triunfar, debe creer en sí mismo. Terranova escapa de la cantina y es recogido en la calle por su madre y por su novia, quien le dice que puede volver a la nevería. El final es melodramático, la película es moralizante, pero su anécdota y la manera en que los personajes son enriquecidos llama a una concepción ideológica potente que ha sido merecedora de un análisis detenido, sobre todo, por las implicaciones que la figura del boxeador Casanova-Terranova han tenido en sus comentaristas posteriores.

En principio de cuentas, el crítico e historiador de cine Jorge Ayala Blanco, pone los puntos sobre las íes acerca de qué es lo que presenciamos en Campeón sin corona: “Alejandro

Galindo describe el drama del ‘pelado’ desde adentro, sin distancia crítica. Evidentemente el director se siente implicado en la frustración del boxeador que sale de la nada para regresar, humillado y ofendido, al lugar de donde partió” (177, mis cursivas). Esta vuelta al sitio de partida tiene un tono moralizante por el contraste que genera con Juan Zubieta. La lección moral es sólo discurso; la vuelta a la nevería que le promete Lupita, es resignación: “La película describe el rodeo engañoso que conduce de nuevo al punto de partida. El héroe positivo es inconcebible en un buen cine mexicano. Aunque se pretenda ejemplarizante, ningún destino puede ser ejemplar” (178). Galindo ha partido de una historia real y conocida, seguida de cerca por la prensa deportiva y sobre ella, ha elegido al boxeador para representar el espíritu del “pelado” por sobre cualquier otro miembro de la clase baja urbana: “Kid

Terranova es un personaje que acata todos los mitos de su ambiente. No hay diferencia entre su mentalidad y la de otros ciudadanos de su situación social. Frecuenta el billar, detesta la miseria, se estremece de impotencia y considera como un honor inmerecido la gloria deportiva” (177, mis cursivas). Ayala Blanco se remite a la idea difundida, para 1993, de la noción de un complejo de inferioridad en la psicología del mexicano. Campeón sin corona

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parece llevar al límite las ideas de Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en

México, publicada en 1934, el año en que Casanova era noqueado por Sixto Escobar, y retomadas por El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, publicado en 1950, pero concebido en California entre 1943 y 1944 (Paz 3), los años en que Casanova subía al cuadrilátero hecho un remedo de sí mismo, y Juan Zurita ganaba la corona mundial de los gallos:

Perteneciente a la psicología social, a una curiosa ontología de lo mexicano, el drama de Kid Terranova lo mismo podría suceder sobre el cuadrilátero que en el aparentemente más vasto mundo cultural. Los prejuicios y valores ambientales que prevalecen tienen idéntico denominador común. Existe una inferioridad real e histórica: el subdesarrollo, la ignorancia, la lucha contra el hambre, la educación deficiente. Existe una inferioridad inmediata: la hostilidad del medio (Ayala 179, mis cursivas).

Con Campeón sin corona se afianzan ciertos lugares que la prensa ha ido construyendo, aunque se enfatizan otros que la filosofía de lo mexicano ha ido construyendo a través del tejido de la ideología. El boxeador, para ganarse al público, debe ser fajador, triunfa en condiciones adversas, es de un extracto social bajo, representa el orgullo nacional. Sin embargo, esta película ha fijado la estampa del perdedor sobre la relevancia de sus victorias.

En este sentido, la frase de Joyce Carol Oates sobre la victoria y la derrota en el boxeo adquiere dimensiones profundas: “The defeat of one man is the triumph of the other: but we are apt to read this ‘triumph’ as merely temporary and provisional. Only the defeat is permanent” (Oates, “On boxing” 61, mis cursivas), incluso, si la derrota ocurre fuera de los encordados.

Dentro de la cinematografía mexicana existen numerosas películas que retoman al boxeador como personaje central. Después de Campeón sin corona, varias producciones incorporaron boxeadores reales como personajes secundarios o principales, en busca de

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brindar un atractivo añadido al público (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones II 34).

Una película que usa la figura del boxeador como una gran metáfora de la vida de las masas urbanas, que examina un tipo nacional, y que entrelaza la ficción con las figuras deportivas de la vida real es Guantes de oro, de 1959. Fue una de las varias películas de box y que el director Chano Ureta filmó (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones II 35).

La película sigue la historia de Polo Guerrero, un ladronzuelo que es “convencido por unas antigua glorias del boxeo para que deje su vergonzosa actividad y se convierta en campeón”.

En la película, un encuentro casual de Guerrero con Rodolfo Ramírez, el Rielero (campeón nacional ligero entre 1939 y 1945) lleva a Guerrero a entrenar en un gimnasio bajo la batuta de varias glorias del pasado, entre las que destacan Kid Azteca y Rodolfo Casanova, entre otros. Llamados por sus antiguos compañeros y rivales, varios boxeadores salen de sus discretos oficios o de sus vidas en la oscuridad para poner su nombre como garantía para el joven púgil. Guerrero debe luchar contra la hostilidad del público y contra su propia tendencia a pelear de manera indecorosa y llena de artimañas. Al final, sus viejos compañeros del hampa lo convencen de vender una pelea. Casi lo logran, aunque en un último momento de lucidez, los boxeadores, con quienes se ha peleado al dedicarse a la vida disipada de los delincuentes, lo hacen recapacitar. El momento clave de la pelea es la antesala a su primera pelea. El presentador del ring llama al centro del cuadrilátero a cada una de las figuras del pasado. El homenaje se convierte en una inesperada lección moral. Algunos han logrado conservar el físico, otros están irremisiblemente estragados. Algunos han hecho dinero en negocios alejados del boxeo, otros han caído en la pobreza. La escena tiene la facultad de mostrar el contraste en la vida del boxeador: la cima es un lugar luminoso, el ring es un escenario donde todo brilla; sin embargo, la vida que aguarda al boxeador tras su retiro carece de ninguna garantía: la única certeza es el olvido del público. De una manera u otra, el

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trayecto narrativo del boxeador es inalterable: al final, sólo aguarda la derrota, la caída del

ídolo, así sea por virtud de su olvido.

Para el año en que Guantes de oro fue filmada, el boxeador ya era una figura recurrente en el cine mexicano. Campeón sin corona, de 1945, y Pepe el Toro, de 1953, son las películas mexicanas por excelencia sobre box en la época más importante del cine mexicano. Más aún, son dos formas de mirar el mismo ícono, la misma figura pública, y de orientarla en base a un juego de valores distintos, pero siempre “nacionales”. Estas dos formas de representar al boxeador macarán la pauta en las participaciones de este ícono en las expresiones estéticas mexicanas del siglo XX. Si hemos visto que en Campeón sin corona se hace una radiografía del pelado mexicano, en Pepe el Toro se propende a la idealización de su macho de barriada. Además del auge del cine mexicano, los distintos movimientos intelectuales y nacionalizadores (que analizaré con mayor detenimiento adelante), la popularidad de los boxeadores de la época contribuyó a esta diferencia. Al momento de filmarse Campeón sin corona, ningún otro boxeador había alcanzado la fama del Chango

Casanova, aunque muchos seguían siendo exitosos competidores internacionales. Sin embargo, al momento de filmarse Pepe el Toro, existe un ídolo de multitudes cuya fama opacaría la de Casanova y se convertiría él mismo en ídolo y leyenda: Raúl, el Ratón, Macías.

Bajo la batuta del mismo Chano Urueta, Macías filmó Mi campeón, en 1952, y El

Ratón, en 1956, ambas anteriores a Guantes de oro. La forma en que el boxeador es representado tiene un cambio de óptica respecto a Campeón sin corona: el boxeador es un hombre de origen humilde, pero libre de vicios y ajeno a las malas compañías. En este sentido, se asemeja más a la otra figura ficticia del boxeador más famosa en la filmografía que ya he mencionado: Pepe el Toro, interpretado por Pedro Infante en la película homónima de 1953, la última de la trilogía de la moralidad de las clases bajas urbanas conformada por

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Nosotros los pobres, de 1948, y Ustedes los ricos, del mismo año, todas bajo la dirección de

Ismael Rodríguez (Bertaccini 52-57). Las películas del Ratón Macías responden al mismo juego de expectativas llevadas a su máxima expresión en Pepe el Toro. En estas expectativas se unen ideología y cinematografía, todo dentro del reino de la llamada Época de Oro, que inicia en 1941 y que languidece hacia finales de los años cincuenta, en buena medida, debido a la muerte de Pedro Infante (Bertaccini 33). “Entre 1941 y 1945, mientras el escenario internacional estaba ensimismado en los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, para el cine mexicano inició la denominada época de oro, que duraría hasta finales de los años cincuenta” (Bertaccini 33). Durante el mandato de Lázaro Cárdenas, de 1934 a 1940, el cine mexicano había recibido un impulso significativo, de manera que al llegar la baja de producciones hollywoodenses y europeas a razón de la Gran Guerra, el cine mexicano se benefició adicionalmente de la falta de competencia en las carteleras (35-36), además de ser uno de los dos países de toda la América de lengua española que tenía producción cinematográfica” (36). El boxeo, como hemos visto, inicia su apogeo alrededor de los años en que el cine mexicano recibe sus primeros y decisivos impulsos. Cuando el boxeo ya es una realidad urbana instalada en el seno de la sociedad, el cine comienza a reflejarlo y a decantar sus estereotipos. Más aún, orienta definitivamente algunos: “From the 1930s to

1950s, Mexican cinema performed an educational function: it taught rural migrant Mexicans how to survive and properly function in their new urban environments” (Allen 62). Al mismo tiempo, también funciona como una especie de brújula moral urbana: “Films such as

Nosotros los pobres (1947) and Los olvidados (1950) warned of the dangers inherent in the poorer neighborhoods of , such as , which also was known as one of the city’s best sources of boxing talent” (62). Su saldo está más allá de toda duda: “El cine había representado un momento fundamental en la nacionalización de las masas: era nacional en

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cuanto que formaba parte de la nueva industria del estado, fue nacionalista por los contenidos de los temas tratados y ‘nacionalitario’ porque estaba completamente inmerso en el proceso de construcción de la nación” (41).

No es ninguna coincidencia que la fama del Ratón Macías y la de Pedro Infante hayan confluido. Incluso, que hayan caído en las mismas fechas. Pedro Infante murió en 1957, el mismo año en que el Ratón Macías perdía su corona por nocaut en Los Ángeles contra

Alphonse Halimi (Garmabella 78). La fama del Ratón Macías, durante su breve carrera de ocho años (1951-1959) se debió tanto a su calidad de peleador internacional, como a su capacidad de consumar los valores de la sociedad mexicana de la década de 1950: “De Raúl emanaba una imagen perfecta: un ejemplo de rectitud y moralidad para los jóvenes […].

Incluso en las películas en las cuales actuó […] proponían el mismo tipo de moralidad: historias de boxeadores que, solos y a fuerza de fe, salían de la pobreza y del anonimato logrando fama y éxito” (Bertaccini 126). Esta forma de conducirse en la vía pública como un modelo social “estaba estrechamente vinculada con sus relaciones con el Partido

Revolucionario Institucional (PRI)” (126). Esta vinculación con el PRI nacería públicamente justo en el sexenio de Ruiz Cortinez (1952-1958), cuya “tendencia moralizadora” orillaría al surgimiento y fijación de héroes populares con características normativas: “El héroe de este sexenio fue el boxeador Raúl, ‘el Ratón’ Macías” (145). Cercanos al poder político, también lo fueron el mismo Pedro Infante y Rodolfo Guzmán, conocido en el ambiente de la lucha libre como el Santo (146-150).

Se trataba de una sociedad que había superado los rezagos de su doloroso inicio de siglo y que había encontrado en las posibilidades económicas de la Segunda Guerra Mundial una oportunidad para la estabilización material y del proyecto político nacional (Meyer, “De la estabilidad” 893). La emergencia de Macías como figura central del boxeo es importante

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para la evolución del ícono del boxeador porque vemos en él “un héroe directamente ligado a la política institucional, en un intercambio mutuo en que el boxeador y el partido acrecentaban sucesivamente su popularidad” (Bertaccini 127). Como integrante del partido, tras su carrera boxística, Macías llegó incluso a ocupar una diputación federal en el Congreso de la Unión (Garmabella 72). Sin embargo, a pesar de sus facultades, de su corrección, de sus noches bailando danzón de la mano de su esposa para conservar su juego de pies

(Garmabella 66-67) y de su retiro afortunado, la derrota más importante de su carrera, en

1957, sigue siendo vista como una “caída de un ídolo”. La pelea se llevó a cabo en Los

Ángeles y miles de mexicanos la siguieron por la radio, según recrea la crónica de Héctor de

Mauleón. El fracaso no es visto como una de las posibles eventualidades del boxeo, sino como un destino ineludible, incluso para el más correcto de sus practicantes: “Las crónicas cuentan que el barrio de Tepito estuvo aquella noche más triste y más oscuro que nunca. El decaimiento inunda la ciudad entera. Por alguna causa, todo el mundo sabe que la carrera del niño prodigio ha terminado […] En sólo quince asaltos, la ‘ratonitis’, la carrera del ídolo, ha terminado” (El derrumbe 235)

En virtud de su calidad de figuras moralizadoras, la vida de Pedro Infante y del Ratón

Macías se encuentran indudablemente unidas. Además de ser amigos personales y de entrenar juntos más aún (Garmabella 68-69), su participación dentro de la vida pública alimentó el imaginario sobre el boxeador. Pepe el Toro, en este sentido, abunda sobre los clichés del origen humilde del boxeador y de su dedicación al pugilismo como un desesperado intento por conseguir dinero. Víctimas de un engaño y de una estafa por parte de ciertos vendedores,

Pepe y su hermana se ven obligados a conseguir una cantidad de dinero superior a sus posibilidades. Un giro del destino lleva a Pepe a reencontrarse con Lalo Gallardo, amigo de la infancia convertido en un boxeador famoso. Gallardo entrega sus ahorros a Pepe para que

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lo invierta en maquinaria para su carpintería, que le ayudará a saldar sus deudas. Amalia7, la mujer de Gallardo, desconfía de Pepe, aunque Gallardo enaltece la nobleza de los pobres, su candidez, y su desapego económico. Uno de los acreedores ejerce un embargo mercantil sobre la maquinaria. El dinero de Gallardo se pierde y Pepe debe boxear para salir del paso.

Sus inicios son torpes, pero después de una gira por el norte del país, genera suficientes habilidades como para hacerse de un nombre respetable. Gallardo y Pepe son puestos en la misma cartelera como rivales, pues los mánagers han lucrado con la especulación de dos amigos compitiendo sobre el ring por una oportunidad por pelear contra el campeón Bobby

Galeana, interpretado por el actor polaco avecindado en México Wolf Ruvinskis, quien trata de seducir a Amalia. Pepe interviene en defensa del honor de la mujer de su amigo. Al llegar la pelea con Gallardo, Pepe mata a golpes a Gallardo. Cae en depresión. Es rescatado por

Amalia. Pelea contra Galeana y recibe la paliza de su vida; sólo el rostro de Amalia en ringside lo hace recurrir a un último esfuerzo, noquear al odioso y extranjero rival, y fincar una amistad casta con Amalia que se sella con ambos llevando flores a la tumba de Gallardo el Día de Muertos.

Me he detenido en la trama de la película pues hay un hecho al parecer de poca trascendencia que es el que más me ha interesado en el análisis de la evolución del boxeador como figura dentro de las expresiones estéticas: el enfoque. De los varios boxeadores de la película, el único que interesa es aquél a quien persigue la tragedia. Pepe el Toro, en la tercera entrega de la trilogía, ya ha criado a su sobrina fingiendo que es su hija para salvar el honor familiar, pues su hermana fue burlada por un hombre rico, el padre ausente de Chachita. La hermana muere en trabajo de parto. La madre de Pepe muere postrada en una silla de ruedas.

7 Acaso por la popularidad de la actriz, acaso como una gozosa coincidencia para este trabajo, la actriz Amanda del Llano interpretó tanto a esta abnegada esposa de un púgil como a Lupita, la novia de Kid Terranova. 63

Pepe es acusado de homicidio falsamente, va a la cárcel, se escapa para probar su inocencia.

Su mejor amigo es mutilado por un tranvía y muere. Su primogénito muere cuando sus enemigos incendian su carpintería. Su mujer y sus dos hijos también mueren cuando el autobús de transporte colectivo en el que viajan sufre un accidente. La vida de Pepe es excesivamente desgraciada. No importa la vida de Gallardo, quien ha hecho una vida similar a la de Raúl Macías en la vida real: familiar y en plenitud de facultades. Al pasar al discurso narrativo estético, el boxeador debe ser trágico. El foco no puede ser Gallardo, pues su triunfo a nadie interesa, sino Pepe, cuya desgracia es aleccionadora. La condición de Pepe el Toro es, en cierta forma, similar a la de Casanova en tanto que se trata de un hombre que pierde al final de todo. Esta condición del boxeador será interesante en el análisis del siguiente capítulo de este trabajo, pues está vinculada con la figura de un cierto tipo de perdedor que es recurrente en las narrativas latinoamericanas y que Amar Sánchez identifica como

“perdedores éticos” (40). Pepe el Toro, como ninguna otra película de su época, encarna la forma en que el boxeador es visto dentro del espíritu del cine mexicano de la Época de Oro:

Carpinteros, mecánicos, ladrones, exboxeadores, son los que encarnan a los pugilistas de la pantalla. El box es una profesión de y para los pobres. Casi todas estas películas conllevan una moraleja: si el peleador osa traspasar la barrera social es traicionado, engañado o simplemente descubre el buen corazón de su barrio, de donde nunca debió salir (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones II 35).

Estas películas, como mucho del cine de su época, son grandes lecciones de inmovilidad social, de un conformismo hecho a la medida de los pelados, que por un momento eran capaces de mirar las ficciones con las que su inferioridad era enmascarada en la pantalla grande.

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1.6 El boxeador mexicano y el espíritu nacional.

La década de 1950 es un buen momento en este recorrido para hacer un alto y plantear desde una óptica ideológica la utilización del boxeador en conexión con ciertas ideas de la llamada

“filosofía de lo mexicano”. Dentro de su análisis de los héroes populares, Tiziana Bertaccini logra una adjetivación clara al llamar a los héroes surgidos entre 1940 y 1968 como héroes normativos: “en cuanto a propositores y/o reproductores de normas de comportamiento social y político que se ajustan a parámetros que podríamos definir institucionales” (Bertaccini,

140). Dentro de esta categoría, como ella lo hace notar, se encuentran tanto Raúl Macías como Pedro Infante, y por extensión, su personaje Pepe el Toro. Es decir, las figuras más icónicas del boxeo como actividad real y en su representación ficticia. Me interesa repasar algunas ideas de las indagaciones sobre el ser mexicano, porque considero que, si como

Bertaccini afirma, el boxeo y sus boxeadores lograron colocarse como héroes normativos ajustados a parámetros institucionales, se debe en buena medida a que actualizaban o reflejaban ideas de “mexicanidad” que la institucionalidad partidista del poder en México había ya asimilado a su estructura ideológica y se habían integrado a las formas de representación estética del mexicano por el mexicano.

Creo, con Roger Bartra, que “los estudios sobre ‘lo mexicano’ constituyen una expresión de la cultura política dominante” (Bartra 14) y que la creación de ciertas formas de subjetividad que desembocan en estereotipos, nociones de heroísmo y visiones históricas componen el muestrario de ciertos paradigmas universales ajustados a la cultura política hegemónica mexicana (15). Así, eso que es el carácter mexicano no es más que una

“entelequia artificial: existe principalmente en los libros y discursos que lo describen o exaltan, y allí es posible encontrar las huellas de su origen: una voluntad de poder nacionalista ligada a la unificación e institucionalización del Estado capitalista moderno” (16). Como

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queda claro, este “Estado capitalista moderno” en México, durante gran parte del siglo XX, estuvo representado por el Partido Revolucionario Institucional, de ahí mi mención repetida de los vínculos entre Raúl Macías y Pedro Infante. Por supuesto, un sucinto análisis de su historia, llevará a comprender las razones por las cuales la promoción y difusión del boxeo ha estado vinculada a figuras que lo precedieron. Plutarco Elías Calles promoviendo tras bambalinas la visita de Bert Colima no es ninguna casualidad, como bien lo preveía Servanto

Ortoll. El PRI comienza con su fundación como Partido Nacional Revolucionario, durante la presidencia de Plutarco Elías Calles, en 1928 y conserva ese nombre hasta 1938, (Meyer, “La institucionalización” 832). Entonces, la política del presidente Lázaro Cárdenas obligó al partido a una posición más moderada en sus líneas duras, con una concentración de poder menos evidente que incluyera a las emergentes agrupaciones sindicales, y refundó el partido bajo el nombre de Partido de la Revolución Mexicana (856-857). En 1946, recibió su último cambio de nombre, coincidiendo con la época de estabilización del poder político y de ciertos factores macroeconómicos (“De la estabilidad” 890).

Es importante comprender las indagaciones sobre lo mexicano dentro de ese contexto histórico-político. Esta indagación “patriótica” sobre el ser nacional tiene sus orígenes en el siglo XIX, con el discurso que el filósofo positivista mexicano Gabino Barreda pronunciara el 16 de septiembre de 1867 en Guanajuato (Villegas 13), el mismo año en que terminara la intervención francesa y que Nicolás Poupard abriera su escuela de esgrima, una de las primeras en incorporar pugilismo en México. Con el amanecer del siglo, Justo Sierra,

“expresó tres ideas que luego habrían de repetirse sistemáticamente en el desarrollo de la filosofía del mexicano, a saber: la necesidad de investigar nuestra realidad, la de inventar soluciones de nuestros problemas y la de no desconectarnos de lo universal” (13). Dentro de esta investigación de la realidad, el ya mencionado “pelado” ocupará un lugar privilegiado.

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En su puntual revisión crítica de las definiciones del carácter nacional, Bartra recuerda su genealogía:

En el pelado es recuperada la horrenda imagen porfirista y novohispana del lépero; esa plebe, el leperaje, que era vista por los científicos del siglo XIX como un pozo sin fondo de vicios, de animalidad y de atavismos sanguinarios, resurge a los ojos de la intelectualidad postrevolucionaria como el pelado, dominado ciertamente por un sentimiento de inferioridad –según Ramos y Paz– pero en el cual anida, oculta, la compleja tragedia de la soledad humana. (51)

La tragedia de la soledad del pelado va de la mano con el imaginario del “héroe agachado”, el mito del hombre mexicano expulsado del campo, el héroe primigenio que ha perdido el

Edén original, “un héroe trágico escindido, que cumple diversas funciones: representa las virtudes aborígenes heridas que nunca volveremos a ver; al mismo tiempo, representa el chivo expiatorio de nuestras culpas, y sobre él se abate la fría que se destila de las frustraciones de nuestra cultura nacional” (109). Por esta capacidad de absorber vicios, por su condición de receptáculo de rasgos exacerbados del carácter nacional, el pelado es elegido por Samuel Ramos para su análisis de la psicología del mexicano. De la pléyade de filósofos que abordaran el problema de lo mexicano, Ramos ha conocido una trascendencia sin igual.

En principio, la herencia más extendida de la filosofía de Ramos sobre el carácter del mexicano es su tesis sobre el sentimiento de inferioridad mexicano, que Ayala Blanco ya ha retomado al comentar Campeón sin corona. Este sentimiento de inferioridad es abordado por

Samuel Ramos desde el punto de vista de la psicología de Alfred Adler, buscando así darle un sustento científico a lo que hasta entonces, según Ramos, no ha pasado de ser un comentario general (Ramos 73). México, según Ramos apoyado en Alfonso Reyes, llegó al mundo moderno cuando todos los países occidentales se encontraban en un grado de desarrollo superior (Ramos 30). La analogía que surge de esta situación con el pensamiento

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de Adler es sencilla, pero de consecuencias profundas: “Afirma Adler que el sentimiento de inferioridad aparece en el niño al darse cuenta de lo insignificante de su fuerza, en comparación con la de sus padres. Al nacer México, se encontró en el mundo civilizado en la misma relación del niño frente a sus mayores” (Ramos 73). Así, la lógica de la psicología mexicana se basará en los mecanismos de la ocultación de tal sentimiento de inferioridad. El análisis de Ramos sobre la psicología mexicana toma para su ejemplificación “un tipo social en donde todos sus movimientos se encuentran exacerbados” (Ramos 76), el llamado

“pelado”, el cual “pertenece a una fauna social de categoría ínfima y representa el desecho humano de la gran ciudad […] La vida le ha sido hostil por todos lados, y su actitud ante ella es de un negro resentimiento. Es un ser de naturaleza explosiva cuyo trato es peligroso, porque estalla al roce más leve” (Ramos 77). Ramos abunda en el espíritu belicoso del pelado, así como en la naturaleza agresiva y sexual de sus usos lingüísticos, su fijación sexual que enaltece la masculinidad y las expresiones fálicas, la inadecuación de su ser ficticio de macho enaltecido, contra la realidad de su ínfima posición social llena de resentimiento, un resentimiento que se traduce en una desconfianza perenne (Ramos 78-82). Finalmente, afirma que el sentimiento de inferioridad podría achacarse exclusivamente a la condición proletaria, sin embargo, “éste asocia su concepto de hombría con el de nacionalidad, creando el error de que la valentía es la nota peculiar del mexicano” (Ramos 83), y según Ramos, “la frecuencia de las manifestaciones patrióticas individuales y colectivas es un símbolo de que el mexicano está inseguro del valor de su nacionalidad” (84), manifestaciones que perviven incluso en la burguesía cultivada.

Ha habido diversas oposiciones a la postura de Ramos. Una de las más significativas, fue la de Emilio Uranga, quien propone “insuficiencia” en lugar de “inferioridad”, pues se trata de un concepto menos sesgado, más incluyente (Uranga 146-150). Uranga, por otro

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lado, continúa con la larga línea de pensamiento que identifica al carácter de mexicano ligado profundamente con sus sentimientos: no sólo es un ser emotivo, sino que es interiormente frágil al grado de sentir la urgencia por ocultar esta fragilidad (147). Esta ocultación tiene su forma predilecta en la máscara, de quien primero hablara el dramaturgo Rodolfo Usigli (136-

139), pero cuya difusión más grande correspondiera al tratamiento que le da Octavio Paz en su libro esencial El laberinto de la soledad, precisamente, reflexionando sobre las ideas de

Samuel Ramos: “el mexicano es un ser que cuando se expresa se oculta; sus palabras y sus gestos son casi siempre máscaras” (Paz 170). Otra de las objeciones, ha sido la de Bartra, quien considera que en su análisis de la violencia surgida de la inferioridad, Samuel Ramos

“no logra borrar el hecho fundamental: esos mexicanos que no sólo son peleoneros y agresivos en las cantinas, sino que han desencadenado una de las más violentas revoluciones de la era moderna” (122).

Antes de continuar hacia las observaciones de Paz, es importante notar que las ideas de Ramos parecen ser el fundamento filosófico sobre el que se alza no sólo Campeón sin corona, sino muchas de las películas de la época en la que el boxeador mexicano es, no sólo el pelado en su drama cotidiano, sino una expresión de un cierto carácter nacional asumido en la cinematografía como verdadero e inalterable. Todos los elementos descritos por Ramos se encuentran ahí, incluso el resentimiento contra lo extranjero de la tendencia nacionalista del arte de la época que tanto pesar la causaba a Ramos por la fijación por el pintoresquismo de los indios en traje de manta, los charros y las chinas poblanas (146-147). Terranova es ese hombre aclamado por el público, pero que es víctima de su propio vituperio: puede convocar a las masas, pero no puede convencerse a sí mismo de su valor. Lucha por los triunfos nimios, pero palidece ante los retos grandes. A pesar de que Ramos expresa sin tapujos que la inferioridad es un sentimiento y no una realidad (74), esta condición domina la vida de

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Terranova. Nadie como el boxeador para llevar al máximo la encarnación de estas contradicciones: un ídolo en el cuadrilátero, un perdedor debajo de él. Ahora, esta relación entre la obra de Ramos y la película de Galindo es una observación parcial. Parcial, pues he destacado sólo ciertos aspectos de la obra de Ramos, de la película de Galindo y de las observaciones que las vinculan a través de los comentarios de Ayala Blanco. Lo he hecho, pues me interesa precisamente la manera en que ideología, representación y crítica interactúan:

Es preciso destacar el hecho de que hay un abismo entre la vida de un pelado de Tepito y el modelo que el cine, la televisión, la literatura o la filosofía le proponen a la sociedad como punto de referencia. La situación aumenta de complejidad debido a que los medios masivos de comunicación reciclan los estereotipos populares prefabricados por la cultura hegemónica; de manera que, a su vez, ejercen una influencia en el modo de vida de las clases populares. (Bartra 168, mis cursivas)

De entre los primeros sorprendidos de la manera en que tales estereotipos reciclados son recibidos, destaca el propio realizador Alejandro Galindo, quien, por un lado, reconoce la contradicción entre lo proyectado en la pantalla y la realidad (236). A esto, Roger Bartra explica que existe entre público y realizadores: “una concordancia que usa como referente otra realidad [sic], otra estructura de significados que no es la que los científicos sociales suelen entender como realidad objetiva” (236), sino es una serie de subjetividades fincadas en estos estereotipos.

Ahora, de entre los estereotipos que Paz vincula con las máscaras del mexicano, el que más interesa a la presente investigación es la del macho, “el polo masculino de la vida”

(101) en el cual encontraremos exacerbadas las condiciones violentas del hombre mexicano.

En realidad, esta máscara interesa porque la imagen del boxeador mexicano como la hemos analizado sume tanto esta posición de violencia extrema como su opuesto, aunque no lo

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parezca. Con el ejemplo de Colín, habíamos visto una situación particular, que se repetiría con Casanova: sus condiciones como pugilistas técnicos son inferiores con el toque divino del punch. Pueden cambiar el rumbo de una pelea con un solo golpe, aunque para ello tengan que recibir cien. Contra el carácter de agresividad constante que es acentuado por otros pueblos, dice Paz, nosotros apreciamos el carácter defensivo: “La hombría se mide por la invulnerabilidad ante las armas enemigas o ante los impactos del mundo exterior. El estoicismo es la más alta de nuestras virtudes guerreras y políticas. […] Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad” (60); nos conmueve, digamos, el hombre que entra al ring a fajarse sin miramientos, el que no le importa recibir con tal de dar, el que pelea para vencer aún a costa de su integridad física, a lo macho.

El boxeador mexicano no se encuentra solo en el panteón de los héroes trágicos.

Octavio Paz, al cuestionarse por la devoción católica en el pueblo mexicano, especifica una dirección de este sentimiento: “El mexicano venera al Cristo sangrante y humillado, golpeado por los soldados, condenado por los jueces, porque ve en él la imagen transfigurada de su propio destino” (Paz 103). Del mismo modo, hay una identificación con otro héroe mitológico: Cuauhtémoc, el último emperador azteca que recibió el gobierno de un pueblo casi derrotado durante la guerra de Conquista. Con su pueblo sojuzgado, es hecho preso, toturado para revelar el tesoro secreto de los aztecas y finalmente ahorcado en medio de la selva. La etimología lo define: águila que cae. “Asciende sólo para caer, como un héroe mítico. […] Sólo que el ciclo heroico no se cierra: héroe caído, aún espera su resurrección.

No es sorprendente que para la mayoría de los mexicanos, Cuauhtémoc sea el ‘joven abuelo’, el origen de México: la tumba del héroe es la cuna del pueblo” (109).

Aquí, probablemente, es cuando encontremos de una manera más clara el punto axial en el que se unen las ideas de lo mexicano con el particular tipo de percepción que se tiene

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del boxeador tanto como un personaje destinado a la caída como un personaje cuyas características lo emparentan con un carácter nacional identificado desde ciertas formas de discurso hegemónico. A través de las observaciones de Paz, Ramos, y con apoyo en otros pensadores mexicanos, hemos visto que hay ciertas líneas de pensamiento sobre el carácter nacional que el boxeador llena con facilidad. Destaco la línea de pensamiento que ha llevado del positivismo de fines del siglo XIX al pensamiento posrevolucionario y, con él, la urgencia de “inventar un personaje que encarne el drama de la modernidad” (Bartra, 2014: 123). El héroe agachado como indígena que lo ha perdido todo por la Conquista es insuficiente. El pelado no solo lo incluye, sino que lo supera, incluso en que puede incluir todos sus aspectos vinculados al primitivismo que encarecían las exaltaciones populistas posrevolucionaria. El pelado, como campesino de la ciudad, “vive la tragedia del fin del mundo agrario y del inicio de la civilización industrial […] se ofrece como modelo a seguir desde mediados del siglo

XX; tiene el atractivo adicional de permitirle al mexicano asomarse al abismo del drama existencial y sentir el vértigo de la modernidad” (126). Aquí, palabras como “drama” y

“tragedia” no son una elección caprichosa, sino necesaria, pues “el héroe de la modernidad mexicana, para ejercer una fascinación sobre sus contemporáneos de carne y hueso, debe mostrar una dimensión trágica y dramática […]; ha de ser un paria de la propia sociedad que lo ha creado: su contorno urbano y sus propios compañeros en la miseria lo traicionan y lo agreden” (153). Ese es el origen de su resentimiento y también el secreto de su tragedia: todo conjura en contra suya; incluso el origen interno de su propio resentimiento. Es un ser condenado desde su nacimiento. El surgimiento y evolución de este héroe está más vinculado con las ideas estéticas de lo que podría parecer. Monsiváis nota que en las primeras décadas del siglo XX los temas de las novelas de la literatura mexicana están dominadas por un espíritu trágico y por un evidente cambio en sus temas: de la tragedia del campo a los dramas

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de la ciudad (“Notas” 1026-1028). Él mismo será uno de los mayores difusores, a la postre, de la imagen del Chango Casanova que se conocen en el imaginario popular. Es decir, el trayecto ideológico del que hemos hablado, desemboca en este ejemplo en donde se unen las ideas de lo mexicano, su personificación exacerbada en el pelado, y el espíritu trágico que no ha abandonado a la manera mexicana de leer la realidad. Al preguntarse sobre Rodolfo

Casanova y su legado, Carlos Monsiváis afirma:

¿Quién es Rodolfo Casanova? […] un derrotado, un símbolo: el happening del triunfo, la constancia del fracaso. El símbolo y la síntesis del peladito mexicano en su avidez de gloria. […] Casanova es importante en nuestro precario mapa de emblemas porque significa la legalización del pesimismo, la canonización del desastre […] Casanova encarna hasta lo definitivo un concepto: el born loser, el nacido para perder, el coleccionista del desastre; el mexicano típico (Días de guardar 280)

Al abundar sobre su simbolismo, Monsiváis lo emparenta con figuras históricas, entre las cuales no sería descabellado incluir al mismo Cuauhtémoc que interesa a Paz:

En un pueblo de vencidos-mientras-viven y vencedores a-partir-de-su-muerte (ese relato de las reivindicaciones póstumas que va de Hidalgo y Guerrero a Madero y Pino Suárez, de Santos Degollado y Melchor Ocampo a Felipe Ángeles y Usted tiene el nombre en la Punta de la Lengua), en un pueblo donde el éxito se vincula con la explotación y la perdurabilidad, con la traición, hacía falta alguien que no conociera más sentido final que la continuidad en la derrota. (Días de guardar 280)

Por otro lado, Mauricio Salvador opone:

Pero qué poco supo Monsiváis de las alegrías y las victorias reales de Casanova. Y qué poco del negocio y carácter del boxeo, donde el fracaso es parte esencial de su ser, incluso un rito de paso necesario para su subsistencia. […] Quienes en una profesión tan brutal como el boxeo lograron distinguirse y cosechar algunos éxitos podían al menos aspirar a algo mejor, a la gloria pasajera, a unos buenos pesos, o al menos ingresar a un espacio donde sus personalidades podían expresarse, como

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valientes, como bravos, como dignos representantes de sus barrios y de su raza (Rodolfo Casanova 12)

Desde estos diversos puntos de vista, quiero destacar la forma en la que Monsiváis se encuentra más próximo a la manera en que la intelligentsia mexicana ha percibido no sólo al boxeador, sino a un cierto segmento demográfico a través de él. Monsiváis no está solo en estas apreciaciones. Sealtiel Alatriste, en 2006, volverá sobre el tema al abundar sobre el caso del futbolista José “Jamaicón” Villegas, un brillante defensa derecha del futbol mexicano de la década de 1950, cuya estrella se eclipsó al hacer una gira con Europa con la selección nacional. El Jamaicón, en el extranjero, era víctima de su propio complejo de inferioridad.

Por supuesto, Rodolfo Casanova es uno de sus precursores más preclaros: “Se dice que este boxeador, baluarte del complejo de inferioridad a la mexicana, era agresivo con los que consideraba igual de nacos que él, pero que se apantallaba con los gringos. De todos es conocida su derrota frente a un boxeador estadounidense por la sencilla razón de que le habló en inglés” (Alatriste 92). Alatriste confunde los hechos, los tergiversa y los simplifica, todo en pro de la leyenda ya fundada, que se ajusta con la línea del pensamiento intelectual dominante. Nuevamente, el estudio que Stephen Allen hace de Casanova en el primer capítulo de su disertación es iluminador, pues establece que la percepción de la figura pública de Casanova y su fábula moral se desprenden de las tensiones sociales entre las clases mexicanas dominantes y la bulliciosa clase popular que, como Casanova, siempre representa el riesgo de saltar al primer plano: “Casanova provided optimism, as he broke through

Mexico’s rigid social structures, and served as a cautionary tale to Mexicans in the 1930s, as his lack of self-discipline led to a life of abject poverty. When current events did not conform to the ideals of Mexican elites, the immediate past became a useful compensatory tool” (23-

24).

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Veíamos con Bartra que un cierto tipo de percepciones sobre el carácter nacional acentúan al poder hegemónico y en cierta medida justifican su forma de ejercer el poder.

Además, la manera en que los tipos sociales, estereotipos y mitos nacionales interactúan con el imaginario, permite una actuación dinámica en la que no se instalan de manera vertical, sino que hay movimientos oblicuos, en los que esferas en distintos niveles y de distintos sectores miran cómo sus influencias se desplazan recíprocamente (Canclini, 320-325). Creo que la razón por la que la figura del boxeador funcionó tan bien en la Temporada de Oro y luego en el cine, es porque encarna la evolución de los héroes de la mitología mexicana que se han pensado para explicar el carácter nacional. Adicionalmente, el boxeo es un contexto particularmente generoso para las pasiones de corte étnico y racial que llegan a incluirse en las nociones superiores de nacionalidad e identidad nacional. Aquí, con Laurence A.

DeGaris, reconozco la diferencia elemental entre raza y etnicidad que propone en su estudio

Meaning and Identity in Boxing: Intersections of Race, Ethnicity, Class and Age: lo arbitrariamente definido en base a rasgos físicos contra la herencia cultural. Para mis propósitos, el término de etnicidad es próximo a la identificación nacional que ha quedado evidentemente demarcado en la vinculación entre el público y un pugislista idoloatrado:

“Ethnicity here refers to a historical heritage on ancestors based primarily on heritage” (13).

Este énfasis en la cuestión étnica es significativa, porque he repetido que una buena parte de la popularidad de los boxeadores o su forma de legitimarse también estaba vinculada a las confrontaciones en los Estados Unidos, particularmente en California: “Los promotores y los manejadores de boxeo sabían desde tiempo atrás que para lograr que los trabajadores compartieran sus bien ganados salarios era necesario desarrollar el talento que mejor reflejara los sabores raciales y étnicos del lugar donde operaran” (Cavanaugh 6). Y estos sabores

étnicos no distan de los sabores nacionales que he venido recalcando.

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La importancia del factor étnico en la configuración del boxeador como una figura reconocible a través de diversos rasgos estéticos recae en el ambiente posrevolucionario que dio origen tanto una cierta idea de mexicanidad como a cierta actitud hacia el deporte. Por un lado, los factores étnicos en México parecen ser menos determinantes que en otros países de América Latina (Brewster, “Redeeming the ‘Indian’” 213), aunque la manera en que se ha lidiado con ellos arroja bastante luz sobre ciertas nociones que ya he mencionado a través de la evolución del “héroe agachado” al “pelado” comentados por Bartra. Si bien es cierto que los gobiernos posteriores a la revolución intentaron iniciativas con el fin de celebrar la riqueza étnica y racial del país, lo hicieron a través de un esfuerzo homogeneizador de la idea nacional centrando la identidad mexicana en el mestizo (214). Esta idea de mestizaje directamente vinculado a la mexicanidad es tan determinante en el pensamiento mexicano que filósofos de primera línea como Leopoldo Zea lo colocan como uno de los grandes logros al conformar la amalgama nacional que surge acrisolada tras el de la revolución: “La revolución vino a ser un gran crisol donde grupos raciales aún no contaminados se fundieron en la gran masa mestiza. La sangre se mezcló en todos los puntos del país. Se rompieron las barreras sociales que, con pretextos más económicos que raciales, se mantuvieron durante la etapa porfirista” (Zea 121). A pesar de esta apreciación de Zea, hay algo más que factores meramente económicos en el esfuerzo integrador del programa del mestizaje como identidad.

En el desarrollo de las políticas deportivas entre 1920 y 1940, Keith Brewster encuentra un importante énfasis por parte del poder hegemónico para canalizar las energías del indio hacia lugares menos peligrosos: “The raw energy of the counstryside had to be channelled into non-threatening outlets” (“Patriotic Pastimes” 140). Para las clases dominantes, siempre habitantes de contextos urbanos, el indio y su capacidad para la guerra son importantes aliados en tiempos bélicos, pero durante la paz son devueltos a los márgenes de la sociedad

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(“Redeeming the ‘Indian’” 216). De ahí que la imagen de los ejércitos de Villa y Zapata marchando por la Ciudad de México en 1914 haya ofrecido a los mestizos urbanos el espectáculo de un futuro aciago: “The Revolution delivered a salutary message: when the dust settled, steps needed to be taken to ensure that never again would the physical potential of the Indian pose a threat” (218). Esos hombres morenos marchando son los léperos en camino a convertirse en los pelados. Entre ellos, viene la generación de los padres de muchos de los boxeadores de la Temporada de Oro de 1932. La práctica deportiva, así, es concebida como una “panacea for the political, religious, social and ethnic divisions that beset the nation” (“Patriotic Pastimes” 140). El deporte pretendía inculcar rasgos de disciplina, trabajo cooperativo, higiene y fervor patrio, aniquilando los viejos vicios conocidos de los indios: su propensión a la violencia y el alcohol (“Redeeming the ‘Indian’” 221). Como en cada ocasión que el gobierno mexicano ha tratado de dar un mensaje de modernidad a la comunidad internacional, el deporte fue usado como bandera. Antes, el gobierno de Porfirio Díaz lo había utilizado para promover la modernidad centrado en disciplinas de élite como la equitación (Allen 29) y posteriormente los gobiernos post-revolucionarios lo promovieron de dos modos: la mencionada incorporación a la sociedad a través de la integración de programas escolares y la organización de eventos deportivos internacionales que colocaran a

México en el diálogo internacional de la modernidad occidental, como los Juegos

Panamericanos de 1926 (Allen 30).

Más allá de la implementación del deporte en la estrategia propagandística de una modernidad tras la Revolución, es importante destacar que después de la Revolución, México en verdad se concibe como un país en el que la constitución racial y la herencia étnica no importan más que como activos culturales en el balance de la nación. Sin embargo, las características antes atribuidas a cuestiones étnicas son desde entonces y en adelante,

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percibidas como cuestiones de clase. Y es la clase en donde el boxeador surge; una clase cuya formación en el discurso hegemónico viene forjada también desde prejuicios étnicos.

Finalmente, destaco que a pesar de los esfuerzos de usar el deporte como una forma de pacificación y unificación, el boxeo brilla como rara avis. El apoyo gubernamental se destinó a deportes como el béisbol, la gimnasia o las prácticas competitivas autóctonas (224), mientras que el box evolucionó mayormente desde su propio éxito comercial. El deporte era visto como una panacea y sin embargo muchos de los más célebres boxeadores como los depositarios de los vicios que el deporte debería evitar. A pesar de los esfuerzos, los deportes en México con un nivel de competencia internacional tardaron en rendir frutos. Por su parte, el box comenzó a dar frutos en contiendas profesionales desde muy temprano. La construcción de la identidad del boxeador a través de un componente étnico como una de las varias partes que la conforman, será un tema que aborde en detenimiento en el siguiente capítulo.

Finalmente, destaco que el boxeador incluye la tragedia del hombre de la urbe, así como los rasgos más acentuados de los caracteres negativos identificados con lo nacional a través de su tipo social más estudiado, el pelado, y de su paradigma narrativo más socorrido: la tragedia. Muchos de estos conceptos trascienden incluso los años de estabilización política y llegan hasta los años de movimientos contraculturales posteriores a 1968. En estos años de cambios sociales es cuando la figura del boxeador mexicano conquista un nuevo canal, de la mano de un periodista, Ricardo Garibay, y de un púgil cuya figura pública tendría más ecos de Casanova que de Raúl Macías, más esquina que barrio, más punch que danzón: con el

Púas Olivares, el box entra en la literatura mexicana.

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1.7 El box en la imprenta mexicana: el boxeador antes de su ícono.

En la introducción a este capítulo he afirmado que antes de Las glorias del gran Púas el boxeador se encuentra ausente de la literatura mexicana. Debo puntualizar que me refiero a la literatura como un arte, es decir, como un mecanismo textual con intención predominantemente estética. Más aún, por las razones que ya he expuesto en la introducción general a esta disertación, la literatura que me interesa aquí es la de los géneros narrativos.

Antes de 1978, fecha de publicación de Las glorias del gran Púas, los productos impresos en México y escritos por mexicanos en formato de libro que abordaban la figura del boxeador tenían intenciones más afines al periodismo: se trataba de libros de recuentos de boxeadores, de memorias, manuales de boxeo, biografía de algún boxeador, etc. Es decir, libros cuyo interés era difundir el conocimiento de un deporte y de sus mayores exponentes al gran público. Paradójicamente, incluso el único libro de ficción que he ubicado en esta época, 13 cuentos con ponch, del cronista deportivo Selsso Tiborro, no dista mucho de cumplir precisamente esta función, a pesar de que ha elegido un género de ficción para ello.

Sólo hasta 1975, el escritor mexicano Guillermo Samperio, escribe una ficción breve con plena intención estética utilizando a un boxeador como figura central. Su cuento “Fuera del ring”, sin embargo, toma al boxeador y su mundo como un motivo general (un hombre que ha sido engañado en un asunto de negocios) y no como un personaje en cuyo desarrollo específico se profundice. Como ficción breve, “Fuera del ring” es un logro destacable. Como literatura de boxeo, esboza apenas una serie de motivos recurrentes, pero deja fuera muchos otros, mayormente el ejercicio del pugilato. Su centro es la relación conflictiva de negocios entre dos hombres y el desenlace fatal de una disputa que se resuelve en un puñado de líneas de diálogo feroces, precisas y mortales. Al final de este apartado, le dedicaré la atención que merece. Por ahora, me interesa describir algunos de los libros sobre box publicados en

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México entre 1945 y 1965. Ninguno de ellos, como he dicho, busca ser literario, es decir, estético. Todos buscan difundir el box y a los boxeadores.

En 1945, dos libros sobre box llegaron a las imprentas mexicanas. El primero de ellos,

El boxeo científico, de Salvador Esperón de la Flor, ha sido reeditado recientemente por La

Dulce Ciencia Ediciones. Recordamos a Esperón como el dandy de la primera pelea de campeonato en México, es decir, el boxeador que tenía al poeta José Juan Tablada en su esquina. El ilustrador proemio a su libro, confirma lo que Mauricio Salvador ya había sospechado en la curiosa premonición que fue el resultado de la pelea entre Esperón y

Fernando Colín: la fundación de una tradición en el boxeo nacional, y por ende el primer establecimiento de un rasgo distintivo del boxeador mexicano: su fiereza.

En la apertura de su libro Esperón critica la falta de conocimiento científico y metódico que permea en el boxeo de la década de los cuarentas, cuando lo que abunda en el boxeo mexicano son peleadores que confían más en su potencia natural y en su quijada que en cualquier tipo de práctica atlética sistemática: “Y así, desde 1912 en que Patricio Martínez

Arredondo fundó en México la ‘escuela del valor’ todos nuestros boxeadores han seguido por espíritu de imitación el mismo camino, con más o menos suerte” (Esperón, 10). La popularidad de Patricio Martínez será confirmada después por el volumen de perfiles de boxeadores En el 3er. Round, del exboxeador Raúl Talán. Talán llama a Martínez Arredondo sin tapujos “el primer ídolo” del boxeo mexicano. Igualmente, en la entrevista que recupera en el volumen mencionado, el mismo Martínez Arredondo habla de las razones por las que

Esperón jamás peleó con él: “Esperón de plano me tiró a ‘lucas’, pues él se fajaba entonces con Kid Lavín y con Fernando Colín que eran los mejores; sin embargo, después nos hicimos amigos y a él le debo mucho de los que sé de box” (Talán, En el 3er. Round, 16, mis cursivas).

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Precisamente el libro de Esperón tiene ese objetivo por el que Martínez Arredondo encomia a Esperón: es un manual de boxeo y es un libro didáctico.

En el primer sentido, es un manual pues es un ejercicio descriptivo de técnicas y estrategias ocasionalmente vinculadas con la historia internacional del deporte en caso de necesidad: “El jab, invención de Jack Dempsey, hace su aparición en 1919, en su combate con Jess Willard” (Esperón, 39). Este manual no busca hablar sobre boxeadores, ni de las posibles metáforas de la pelea, sino hablar sobre boxeo en su sentido más técnico: “El drawing en clinch, como se habrá comprendido, no consiste sino en inclinar la cabeza cuando se quiera uppercut, o en levantarla para facilitar la entrada del swing” (100). Es también un libro didáctico, pues se anuncia con una intención más allá de la pura educación técnica: “me decido al fin a publicar este tomo, sin pretensión alguna, y esperando tan sólo sea para bien del boxeo nacional y en pro de nuestra raza a la que hace tanta falta el deporte” (11). No sólo hay un dejo de nacionalismo presente, sino que hay también una intención de proteger a los boxeadores en ciernes:

Un consejo a todos los boxeadores: No traten jamás de adornarse, ni hagan exhibición de boxeo, incluso cuando tengan enfrente a un peleador fácil en apariencia. Ganen tan pronto como puedan. Busquen siempre el KO, que es el único que no admite discusión. Muchas peleas han perdido los mejores boxeadores del mundo por buscar ovaciones y aplausos, o por complacer a los amigos oficiosos, que a diario dan consejos, sin haber estado nunca dentro de un ring. (15)

El libro de Esperón favorece la defensa y el contragolpe sobre la ofensiva pundonorosa; favorece también la estrategia sobre el arrojo y el acondicionamiento sobre los talentos naturales. Favorece, en suma, aquello que a la gran afición mexicana de la época le interesa mucho menos.

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Del mismo año de 1945 es la peculiar colección de narraciones 13 cuentos con ponch, firmada con el nom de plume del periodista deportivo Selsso Tiborro. El prólogo que hace

Fray Nano a la edición resume en unas líneas tanto los alcances como los límites del libro al esbozar las razones por las cuales se trata de un libro de interés: “A usted, fan o gente del boxeo, estamos seguros, también le interesarán profundamente, si no conoce ese íntimo del boxeo, porque lo descubrirá; si ya es de su conocimiento, porque le hará recordar momentos que ha vivido” (Aguilar, “Prólogo”, 7). El argumento central de Fray Nano es el conocimiento de primera mano del deporte que tiene un observador como Tiborro, quien contaba con unos veinte años de experiencia como cronista de boxeo, según el mismo Fray

Nano. Las limitaciones en cuanto a la calidad de los cuentos y a sus posibilidades estéticas se encuentran precisamente en la falta de experiencia del autor en el ámbito literario. Sus referencias son precisas, sus ambientes son los mismos de las narraciones de La Afición y su prosa, sobre todo su prosa, es la misma que se utilizaba en ciertas columnas de los mismos años (1930-1945). Salvador Esperón, en el mencionado proemio de su erudito manual de boxeo en el mismo 1945, advertía que de tiempo atrás tenía la intención de escribir el libro

“que comprendiese, no tan sólo una colección de retratos de los más famosos peleadores mundiales, o una reseña de los combates más dignos de mención, sino algo sobre lo que no hay nada escrito, ya que, por lo común, los boxeadores son incapaces de escribir y los escritores no saben de boxeo” (7, mis cursivas). Al pasar sobre el volumen de Tiborro, a esta afirmación podríamos sumar que el problema de este escritor deportivo en particular es una falta de desarrollo en las situaciones dramáticas que propone. Pasarán los años y de entre los escritores mexicanos que mejor han escrito sobre boxeo estarán justamente los que comparten el pasado periodístico de Tiborro.

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Para dar una perspectiva general de sus cuentos, diré que sus boxeadores son hombres que pelean para impresionar a una mujer o al público y que cuando pierden mueren, se retiran a cantinas o salen de escena sin más. Bajo este modelo se construye “El primero y último

’”, en donde un boxeador invicto muere de una puñalada al increpar a un hombre que ha estado siguiendo a su novia. También “Chasqueados…”, donde dos boxeadores pelean para impresionar a una mujer y ella termina escapándose con un tercero. Igual, “Bon

Ami”, en el que un boxeador afamado recibe un cachorro como regalo de una admiradora, sufre una lesión en una mano, pierde fama y dinero en dos párrafos y termina vagando por cantinas en busca de la mujer anónima que le regaló el perro.

La otra línea de sus cuentos es la de los triunfos intrascendentes, como “Una abertura original”, en el que el boxeador protagonista logra el triunfo al distraer a su oponente haciéndolo creer que su esposa llegó a la arena. También “Zapatos viejos”, en el que un buen prospecto recupera su trabajo de pies cuando le calzan los zapatos gastados con los que inició su entrenamiento. O “Buen golpe”, en el que un boxeador profesional participa anónimamente en una pelea de exhibición en la provincia y su contrincante, que le está complicando la noche, pierde finalmente al saber que en realidad pelea con un profesional.

El problema con los cuentos es que no se puede sacar nada de ellos más que las anécdotas que he esbozado. Son bastante escuetos en lo que respecta a elementos estéticos.

No hay caracterización más que ciertos lugares comunes sin profundidad ni interés más allá del esbozo de los ambientes desconocidos en ocasiones para el aficionado, como los breves intercambios de palabras entre mánager y boxeador antes o después de un pleito. Los resultados finales de las peleas son una derrota melodramática o un triunfo sin consecuencias.

Sin embargo, hay ciertas constantes que ya han surgido tanto en la prensa y que están a punto de fijarse en el cine (Campeón sin corona es de 1946, después de todo). La primera de ellas

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es la afirmación de la hombría surgida por la resolución del conflicto causado por el deseo de una mujer: “Le voy a enseñar que no debe meterse con lo que no es suyo y menos con lo que sabe que es de un boxeador” (Tiborro, 14). La segunda constante es el bajo fondo urbano como un origen y posible destino final del boxeador. El cuento “Zapatos viejos” es particularmente ilustrativo, pues es el apodo que se le da en el mundillo al boxeador del cuento debido a que ganó una pelea importante cuando su mánager “El Pollo” le cambia el calzado en la mitad de ella para que recupere su trabajo de pies. Al ponerse los zapatos gastados y torcidos de sus viejos días de pobreza, se opera el cambio milagroso: “La gente quedó admirada. El chico de ‘El Pollo’ era una maravilla”. La vuelta a la pobreza y subdesarrollo urbano también es una constante. Por ejemplo, así es descrita la “piquera” donde termina Toño Moreno, protagonista del cuento “Bon Ami”: “Las palabras sonaban raras en aquel ambiente y tenían un valor convencional. Sólo los policías hábiles podrían haber descifrado aquellas conversaciones en caló repugnante que olía a aguardiente y a mugre” (43). En este destino final está implícita la derrota, pero una derrota permanente, que es una de las constantes del libro que hace eco a la frase de Oates acerca de la fugacidad del triunfo y la perdurabilidad de la derrota: “si su golpe cruzado ya no servía, ¿qué sería de Toño

Moreno? Imposible, si no conseguía seguir siendo un ‘top-notcher’, colgaría los guantes para siempre. Se iría lejos, muy lejos, a cargar bultos a un puerto, de marino o de cualquier cosa”

(42). Todas las victorias del libro son intrascendentes; apenas se perciben como giros curiosos de un anecdotario, pero no representan nada ni en la caracterización de los boxeadores ficticios ni en el desarrollo dramático del cuento.

Finalmente, existe una constante que reinará posteriormente en la literatura de boxeo y que exploraré con mayor detenimiento en el capítulo siguiente: el uso de referentes del mundo boxístico real. Para describir la capacidad de movimientos de piernas del protagonista

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de “Zapatos viejos”, Tiborro explica: “Nadie recordaba haber visto piernas tan maravillosas en el cuerpo de ningún pugilista mexicano. Ni Colima, ni Gaona…” (62). El niño protagonista de “Navidad” está orgulloso por “haber cargado una vez el veliz al ‘Chango’

Casanova, no obstante las protestas del ‘Gordo’ Morales; y a ‘Azteca’ una vez le había hablado…; ¡ah!, y esto no hay que olvidarlo, una vez se retrató con Manuel Villa, el más accesible de todos…” (28). El cuento que cierra el libro, por su parte, es en realidad una estampa de la época, pues recuerda a un aficionado anónimo que llevaba una matraca gigantesca a las peleas de Rodolfo Casanova. En particular, el cuento (más bien una estampa del ambiente) recuerda la pelea de 1936 contra Juan Zurita. Acaso lo más relevante de este cuento es poner de manifiesto la potente imagen de Casanova en el imaginario del público de la época: “todavía varios años después siguió Rodolfo siendo la máxima atracción del ring mexicano… y hasta la fecha, a principios de 1945, la afición continúa esperando a alguno que le haga olvidar, aunque sea en parte, al gran ‘Chango’ Casanova…” (94).

Es difícil hablar desde una perspectiva crítica literaria sobre un libro que no fue escrito con esa intención. El libro de Tiborro es, hasta donde yo tengo conocimiento, el primer ejercicio de ficción literaria del mundo del boxeo mexicano. Sin embargo, no es un material que destaque por la explotación expresiva de artificios literarios, pues esta no es la función que pretende cumplir. Su fin es interesar al aficionado de boxeo, al mismo que lee la prensa deportiva. En ese sentido, cumple con su cometido. Tratar de encontrar algo más allá, sería buscar demasiado. Es un caso peculiar, pero el texto habla por sí solo: la construcción icónica del boxeador mexicano como un depositario de una serie de elementos culturales o de valores simbólicos se encuentra en 1945 (y se encontrará durante algunos años más) sobre todo en la prensa deportiva, no en los materiales publicados. En la prensa deportiva, pues esta busca crear a ídolos apetecibles para los aficionados. Con su introducción dentro del cine, el

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boxeador se integra al diálogo cultural de la época a través de productos estéticos de mayor calado.

Debido a que pertenecen al territorio de la prensa, los libros de Raúl Talán ofrecen más información acerca de los rasgos persistentes que van conformando lentamente la personalidad del peleador mexicano. El libro de Talán ofrece una compilación de sus artículos publicados en la revista Mañana, y se compone de 25 retratos veloces de peleadores mexicanos de entre 1910 y 1950. Por supuesto, cada peleador es, en buena medida, sus rivales, por lo que el libro se expande y ramifica en un nutrido enjambre de anécdotas en las que Talán a veces pierde el hilo de lo que narra. Este libro, después de todo, es un libro de memorias de boxeadores narrado por un boxeador que en más de una ocasión peleó contra los propios hombres a los que describe. Como tal, Talán se encuentra preso en la paradoja proustiana de la memoria: quien recuerda es al mismo tiempo el explorador y el territorio ignoto. Fray Nano (siempre este gran inventor del arte de narrar el box en México) explica en su prólogo al libro el resultado de este enjambre memorístico: “viene a ser prácticamente, todo hilado, la historia del boxeo en México, casi desde sus principios” (Aguilar, “Prólogo

(Talán)” XII). Esta historia, empero, no es una historia fidedigna y el mismo Talán es el primero en advertirlo: “De antemano pido mil disculpas por algún error u omisión que ya sabe el lector, son completamente involuntarios, pues este libro es un ‘libro blanco’ en que he tratado de ensalzar lo bueno de cada uno de mis viejos compañeros y naturalmente poner un velo de piadoso silencio sobre algunos defectillos que… ¿quién no los tiene?” (VIII).

Antes, mencioné un breve recorrido de 1934 de Fray Nano por la historia del boxeo mexicano, en el que favorece a los peleadores con pegada y valentía como los preferidos del público (“Los ídolos en el boxeo”). El libro de Talán es una exploración aún más profunda sobre estos campeones, pero sobre todo, sobre esta preferencia del público que, para 1952,

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ya está completamente fijada. Lo que distingue a la mayoría de los boxeadores es su pegada deslumbrante, que los lleva a alturas míticas como al olvidado Eduardo Huaracha.

Trabajando en un rastro de Los Ángeles, ganó una apuesta al matar a un buey de un golpe colocado en donde se les pone la puntilla y se convirtió en un espectáculo antes de convertirse en boxeador. Él, como muchos otros golpeadores, encarna el otro mito que ya he venido desgranando: la ruina como trámite final del boxeo, como lo expresa Juan Villoro (40).

Talán, con su volumen de memorias que será continuado en 1954 con la segunda parte, Y…¡fueron ídolos! Establece los dos paradigmas posibles para el boxeador mexicano que ya he discutido: el paradigma del pobre que cae por su propensión a las mujeres y al alcohol y el boxeador que consigue una vida calma y discreta tras su paso por el cuadrilátero.

Si antes he comentado que la forma de presentar a los boxeadores en el cine es evidentemente moralizante, es de notar que esta misma pretensión didáctica no escapa a los volúmenes de

Talán. Al hablar sobre Marcial Zavala, quien triunfara en la Olimpiada de 1928, se convirtiera en profesional en Nueva York y luego perdiera sus mejores años en el cabaret “Simmer” de la Ciudad de México, Raúl Talán escribe: “ese salón de baile que estaba hace años en 16 de

Septiembre, con ‘200 profesoras de baile esperándole con los brazos abiertos’, frente al cine

Olimpia y que bien pudo llamarse el cementerio de los boxeadores mexicano, pues allí se perdieron grandes figuras que podrían haber sido campeones mundiales” (En el 3er. Round,

53, mis cursivas). La ruina final de Zavala, como la de Carlos Pavón, Patricio Martínez,

Rodolfo Casanova, entre muchos otros, es presentada con un fin de escarnio para los interesados del boxeo. La longevidad disciplinada de Kid Azteca, la carrera de piloto aviador de Alberto Casselli, el puesto de consultor para Petróleos Mexicanos de Carlos Antonio Ruiz y el mismo retiro decoroso de Raúl Macías son ensalzados y colocados como ejemplos moralizantes. Raúl Talán, al ser uno de ellos, recurre a métodos que no todos los periodistas

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pueden utilizar: es capaz de sentarse a hacer entrevistas, indagar por medio de terceros, recordar las anécdotas de la gente de los gimnasios o trazar perfiles de memoria con la certeza de hablar como una de las partes involucradas en lo que recuerda. La promoción del boxeo, para Talán, es una empresa personal en la que una especie de somatización del ambiente es una tarea necesaria.

Esta es una tendencia que no puede soslayarse: la de la reivindicación, pues el siglo

XX, como demostraré en el desarrollo de esta disertación, es ajeno a ella cuando el boxeador llega al terreno de la ficcionalización y es mucho menos recurrente en la misma prensa. Talán percibe sin duda algo de esa necesidad de hacer ciertas reivindicaciones a las figuras de algunos de los peleadores sobre los que es escribe al titular a su perfil del longevo y disciplinado Kid Azteca como “El Patito Feo”, recordando lo que Fray Nano había comentado de él durante el apogeo de Casanova y de Zurita: “Azteca despacio, pero muy firmemente se fué colocando hasta llegar a ser el primer welter del mundo, en seguidita del campeón. Mucho tiempo le estuvieron gritando a Azteca ‘Patito Feo’ como una reverencia a su tenacidad y esfuerzo” (118). Curiosamente, el único escritor que le hizo a Azteca un homenaje merecido a su fino arte de defensa y de ataque fue el argentino Julio Cortázar. En la primera página de La vuelta al día en ochenta mundos, Cortázar evoca la figura del jazzista

Lester Young y, para dar una idea más acabada de su arte, remite a la visita a del púgil mexicano:

Ahora Lester escogía el perfil, casi la ausencia del tema, evocándolo como quizá la antimateria evoca la materia, y yo pensé en Mallarmé y en Kid Azteca, un boxeador que conocí en hacia los años cuarenta y que frente al caos sanfesino del adversario de esa noche armaba una ausencia perfecta a base de imperceptibles esquives, dibujando una lección de huecos donde iban a deshilacharse las patéticas andanadas de ocho onzas (7)

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Las reivindicaciones de boxeadores, como la que hace Talán de Kid Azteca, no son excepcionales y marcan una cierta pauta en la producción periodística de la época. Talán, al explorar la figura de Joe Conde, anuncia: “Joe Conde trabaja ahora en el Departamento de

Salubridad y está pendiente de editar un libro que será todo un éxito a no dudarlo, ya el nombre lo dice: ‘Nacido para pelear’ y lo escribió la cultísima escritora e inmejorable amiga,

Adela Palacios” (En el 3er. Round, 86). Joe Conde, el ejecutor de Casanova, obtiene así el raro beneficio de ser objeto de una biografía reivindicatoria escrita por una persona cercana a los círculos intelectuales de la época. Adela Palacios es la esposa de Samuel Ramos. Con ella, ocurre el primer cruce entre la intelectualidad y el boxeo mexicanos.

A pesar de la trayectoria de Palacios, la obra no es un logro estético, y esta obra en particular pasó tan desapercibida que incluso un investigador con las credenciales de Héctor de Mauleón se remite a ella como un manuscrito inédito (Mauleón, El tiempo, 234) en lugar de una obra publicada en edición de autor. El mejor logro de Nacido para pelear (la vida de

Joe Conde) es acercar al lector a la vida íntima de un boxeador que se aleja mucho de las preconcepciones por una multitud de razones que trataré de esbozar: no comenzó a boxear para salir de una pobreza de terror, no carece de una cierta educación escolarizada, vivió prejuicios de los dos lados de la frontera por razones similares de nacionalismo excluyente

(en Estados Unidos fue considerado una minoría racial a pesar de ser hijo de un blanco escocés y en México lo consideraban extranjero a pesar de haber nacido de madre mexicana en Mazatlán, Sinaloa). Las excepciones siguen: su carrera es larga y sus facultades físicas se conservan a pesar del castigo y de la posibilidad de un daño permanente, su vida personal es sumamente conservadora (en el sentido familiar en que lo es la del Ratón Macías), su retiro es afortunado y al final de su carrera tiene una especie de reconciliación con público y prensa; finalmente, su vida después del box es discretamente exitosa. Por supuesto, una vida con este

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final es tan poco atractiva que el mismo Mauleón, en su libro de 2008, decide aproximarse de forma distinta a Conde en un texto que titula, reveladoramente, “Los escombros del ídolo”.

En él, toma como punto de partida una entrevista sostenida entre el excampeón, su segunda esposa Elda Peña, y el propio cronista. El inicio marca el tono del texto: “Joe Conde, el

Dandy, se ha quedado sin voz, sin imaginación, sin memoria. Desde el sillón donde yace, exangüe, recorre con la vista las paredes de su cuarto, el trozo de un mundo que no descifra, que no comprende. Tiene las manos desfiguradas por los golpes, amoratadas por los efectos de una titubeante circulación. No logra hilar cuatro palabras” (El tiempo, 231). Mauleón se aproxima a Conde del mismo modo en que se ha aproximado a otras figuras del imaginario popular tales como Casanova, el propio Raúl Macías o el luchador enmascarado Black

Shadow. Elige al ídolo postrado. No importa que la enfermedad de Conde nada tenga que ver con sus años como boxeador. Importa que “el mundo lo ha olvidado” (247), porque nada más parece aguardar al final de una carrera boxística.

El libro de Palacios es una curiosa oposición en 1964 a esta narrativa que ya está en plena gestación en ese mismo año y que será la dominante para cuando Mauleón haga su crónica. Para Palacios, en la biografía que firma junto a Conde: “se le proclamó como ‘El

Caballero del Ring’ por sus excepcionales condiciones de gentileza y corrección, dotes muy poco comunes entre los cultivadores del viril deporte de los puños” (Conde y Palacios, 5).

Tanto su tono como su selección de extractos de notas periodísticas comparten un cierto tono de vida ejemplar o de narración moralizante que ya hemos visto en Raúl Talán y que se destacan por la distancia que guardan con el paradigma narrativo más conocido del campeón en desgracia tras la derrota.

En suma, todo parece apuntar a una especie de novela que navega a contrapelo de dos tendencias importantes: la que ya he mencionado del prejuicio del boxeador, pero también la

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que tiene que ver con la forma en que Conde fue percibido por la prensa durante su carrera pugilística. Su estilo no era de choque sino de manejo de ring, su forma de vestir era atildada y sus modales aburguesados; por si fuera poco, era un hijo de un extranjero que se había criado en otro país. En muchos sentidos, Joe Conde era el enemigo, el boxeador cobarde, el extranjero tanto por haberse criado en el extranjero, como por no haber vivido durante años en la capital: el dandy de la provincia en la capital de los mestizos.

Esta configuración de Conde como un opuesto necesario es expresada mejor en una frase de Raúl Talán, quien lo contrapone con Rodolfo Casanova, como fue común durante la carrera de ambos, como lo fue cuando sus historias se convirtieron en mito y como lo fue desde la rivalidad entre Esperón y Colín, y lo ha seguido siendo siempre que se oponen dos estilos y dos prejuicios físicos: “Conde era la antítesis de Rodolfo, pues Joe siempre vistió y viste aún atildadamente y fue un caballero del ring” (En el 3er. Round, 84). Palacios recurre a diferentes estrategias para neutralizar estas generalizaciones de su vida o estas percepciones no favorables del boxeador que es objeto de su narración. En principio, aunque no descarta la importancia de la figura de Casanova, no la convierte en un punto central. Casanova es sólo uno más de los muchos contrincantes de la carrera de Joe Conde. En segundo lugar, las connotaciones afeminadas del vestuario de Conde son descartadas al igual que las connotaciones de su estilo defensivo. En principio, en lo que respecta a su forma exterior, la biografía establece una distancia que aleja a Conde del estereotipo mexicano y que lo acerca a un cierto tipo de peleador dandy menos común en México, aunque más afín a los inicios del siglo en Estados Unidos: “A los púgiles capitalinos les pareció excéntrico. Juzgaron que era un vanidoso que vestía a la última moda para presumirles, no sabían que José Alejandro acostumbró desde niño a vestir con lujo y refinamiento; no habían visto a campeones del mundo como Jackie Fields, Young Corbett y Max Baer, que eran figurines con bombín,

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bastón y flor en el ojal (Conde y Palacios, 25-26). Cuando ha de ser contrapuesto directamente a Casanova, entonces Conde es rectificado por voces distintas a las de la narración; en este caso, la de las notas de la época entrecomilladas, pero no referidas, lo cual hace de su confirmación una tarea titánica. Tras el nocaut sobre Casanova en su primer encuentro, la biografía cita a la prensa: “El Dandy es el héroe del día pues obtuvo un triunfo legítimo en medio de la hostilidad de las chusmas ululantes que menospreciaban al boxeador mazatleco porque es un muchacho correctísimo y no bebe ni parrandea” (citado en Conde y

Palacios, 65). Por supuesto, dedica un párrafo a saldar la discusión acerca del mito de las palabras murmuradas en inglés al oído de Casanova:

Por buscarle impopularidad los enemigos de El Dandy comentaban que siempre que peleaba con El Chango le decía insultos en inglés que cegaban de furia a Casanova haciéndolo perder los encuentros. Pero esto era mentira, el de Mazatlán nunca tuvo tiempo de hablarle mientras se golpeaban, además sentía cariño por Rodolfo lo que no le ocurría con otros púgiles a los que sí les hablaba para distraerlos, a los que sí insultaba para que la rabia los entorpeciera (Conde y Palacios, 82, mis cursivas).

No pretendo abundar sobre este material en particular, aunque debo decir que dentro de sus limitaciones es destacable la forma excepcional en que trata a un boxeador que gozó de gran popularidad, pero que jugó el papel de villano en más de una ocasión en la prensa de la época.

En esta biografía es un ejemplo deportivo y moral. Nada en su vida es escandaloso: ni su vida familiar, ni su vida nocturna, salvo por algunos pleitos de cantina que gozan de los eufemismos del romance en la anécdota. Una de sus debilidades (y una de las razones por las que no “redime” la figura de Conde como se lo propone) es que el mismo Joe Conde pesa demasiado como filtro de la historia. Al tratarse de una biografía a cuatro manos, en la que uno de los autores es el mismo objeto de la biografía, no hay espacio para la objetividad en la investigación.

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Ahora, de los materiales revisados podemos extraer una serie de conclusiones que nos darán luz sobre la forma en que el boxeador es presentado en materiales literarios posteriores, es decir, predominantemente estéticos. En principio, el boxeador, para ser narrado, debe ser entrevistado o visto de primera mano. El narrador de las historias de box urge a una cercanía incuestionable: es uno de ellos o es alguien demasiado cercano a ellos. Esto va de la mano con otro requisito, el de “fidelidad al ambiente”. En estos productos la vemos como una condición sine qua non para uno de los deportes más celosos de sus mitos y de sus mecanismos internos. Además de la fidelidad al ambiente, el éxito y fracaso de ciertas visiones, aproximaciones y trabajos con la figura del boxeador nos llevan a otro lugar: al menos durante el siglo XX, hay una necesidad de fidelidad al paradigma. El triunfo del boxeador es menos aceptable que la descripción de su caída y su fracaso.

Las posibilidades que abren en sus tratamientos estéticos ya han sido mencionadas, pero no quisiera dejar de notar sus posibles continuidades con la prensa deportiva contemporánea. En realidad, en el periodismo deportivo no hay mucho espacio para donde hacerse. Así, desde estos productos generados en menos de veinte años, ya tenemos cubiertas las principales vertientes que seguirán posteriores libros de boxeo en México: el manual, la memoria y la biografía.

Un producto especial, precisamente porque marca el rompimiento con cualquier de estos tres, es el cuento “Fuera del ring”, de Guillermo Samperio, publicado en 1975 en el libro del mismo nombre. El cuento breve (menos de una página) tiene lugar en una cantina en donde un peleador increpa a su mánager por lo que parece que es un mal resultado en un negocio. El boxeador lo golpea. El mánager le descerraja un tiro. Muchos de los elementos que hemos discutido están ahí: el conflicto entre la violencia regulada y la violencia social con resultados criminales, el fracaso del boxeador a quien un sistema de falta de escrúpulos

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se le impone por sobre su capacidad física y un ambiente urbano de bajos fondos. Su distancia con mucho de la narrativa de boxeo que le seguirá es la de una ausencia de motivos para la derrota que serán internos, como analizaré en el segundo capítulo. La derrota, en un modo más similar a la narración inglesa, tiene un origen externo al que el boxeador es casi ajeno.

En este sentido, comparte mucho con el teatro de Vicente Leñero con tema boxístico, del cual ¡Pelerarán diez rounds!, obra de 1984, es el mejor logro. Otros cuentos de Samperio, como “Medianoche” utilizan al box como una especie de motivo alegórico: dos obreros entablan una discusión sobre temas laborales en una fábrica mientras en la pantalla ocurre una pelea. A esto, sigue una reflexión clara de parte de uno de los personajes: “Es lo mismo, antes era el Zurdo de Oro, Memo Díez, el Toluco, todos suben, se estancan y bajan. Nosotros somos como boxeadores, aunque ellos se la rajan en menos tiempo” (122). El cuento “Fuera del ring” opera de forma similar: es una especie de cuento sobre box que no tiene que ver con el box sino con el hampa y su metáfora sobre la imposición de los valores económicos sobre las vidas individuales, o el vencimiento de la pureza atlética por la suciedad urbana:

El mánager intentaba incorporarse cuando Rodolfo tiró el primer golpe, el mánager volvió a caer mientras una gruesa mancha de sangre aparecía debajo de oreja. Con esa manía tan conocida en él, Rodolfo levantó los puños a la altura de los pómulos. Al restregarse la cara con la mano izquierda no sintió la nariz; después intentó tocarse los labios, pero tampoco descubrió la boca: miró a su alrededor como buscando una respuesta. El mánager, debajo de la última mesa, sale, se pone de rodillas, saca una pistola y dispara cuatro veces contra el pecho de Rodolfo (34).

Quizás sea leer más allá de los límites del cuento, pero llama la atención la selección del nombre del boxeador: Rodolfo, como Rodolfo Casanova. Más importante aún, no hay gimnasios, no hay rings, no hay peleas profesionales, no hay entrenamientos, sólo una estampa de la derrota y eso ya mismo vaticinará mucho de la narrativa posterior.

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1.8 El “Púas” Olivares: el relajo entre las dieciséis cuerdas.

A la fama del Ratón Macías sucedieron las fugaces carreras de Ricardo “Pajarito” Moreno y

José “Toluco” López. Ambos fueron contemporáneos en los encordados de Raúl Macías, aunque este se retiró antes que ellos. Ambos fueron cómplices uno del otro en las barras y continuadores de la para entonces ya larga tradición de boxeadores envueltos en vicios y escándalos. En buena medida, lo que ha trascendido de estos peleadores ha sido su infatigable capacidad para la parranda y es en buena medida esto lo que los convirtió en una especie de modelos y referentes para boxeadores ficticios, como me ocuparé en detallar en el siguiente capítulo. Su carrera pugilística, aunque destacable y muy remunerada, nunca estuvo acompañada de una popularidad de la magnitud de la de Macías. El hueco dejado en el sitial del ídolo lo llenó Rubén “Púas” Olivares, quien inició su carrera profesional en 1965, después de un sonoro paso por los circuitos amateur. Venía engrandecido por la leyenda de su poder de puños y de su capacidad para asimilar castigo: había ganado el campeonato amateur de los Guantes de Oro, en la Ciudad de México, peleando con la quijada fracturada (Mejía y

Sáinz 175). Con el paso de los años, se forjaría una leyenda gracias a dos factores además de su poder de demolición y su “invulnerabilidad ante las armas enemigas”: el carisma de su habla estropajosa y desvergonzada, y su capacidad descomunal de consumo alcohólico y de otros estimulantes. Para 1969, disputó su primera pelea de título contra el australiano Lionel

Rosse, que ganó en cinco rounds con un nocaut espectacular que sorprendió a los expertos

(Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones II 43). Esta victoria, acompañada del carisma que derrochaba frente a las cámaras de televisión y a los medios impresos que lo entrevistaban, lo convirtió en una sensación: “La prensa lo acosaba. La televisión no dejaba de apuntarle con las cámaras. Los dueños de cantinas donde pasaba a ‘echar la copa’ se

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anunciaban como amigos del campeón. Su hablar cantado y cantinflesco lo parodiaron los cómicos de la época hasta el cansancio” (44, mis cursivas). En diez años, la falta de preparación le había costado una serie de derrotas entre 1974 y 1975. Sin mucho pulimento de técnica, tenía una confianza total en un balance sencillo: era capaz de infligir más daño a sus adversarios de lo que ellos podían lastimarlo a él; su efectividad de 75 por ciento de nocauts es la evidencia8:

Rubén “Púas” Olivares es, quizá, el último de los ídolos mexicanos cuyas enormes facultades naturales tenía en su poseedor a su más acérrimo enemigo. Con olivares llegó al extremo esta mezcla paradójica, que tanto apasiona al público mexicano, del héroe que, sin perder la sonrisa, se autoinmola en el altar ritual de sus propios e insondables apetitos. (42)

Para cuando el periodista, escritor y poeta, Ricardo Garibay, lo entrevistó con miras a publicar un libro, la carrera de Olivares se encontraba en franco declive. Todos lo sabían.

Las glorias del gran Púas fue publicado originalmente en 1978 por Editorial Grijalbo

(Miranda López). La fecha es significativa, porque un breve panorama de los cambios culturales y políticos de la época harán explicable que se trata de una representación de un boxeador distinta a aquella que Bertaccini ha identificado con sus héroes normativos. Para

Bertaccini, los movimientos contraculturales de la década de 1960 son el origen de lo que posteriormente llamará “héroes eversivos”, aquellos que rompen con los valores propios del establishment y que abren un espacio para la disidencia de la hegemonía política (148-149).

Además de diversos cambios culturales destacados, como los cuestionamientos sobre la unidad familiar, la proliferación del uso de drogas y de prácticas sexuales menos restrictivas

(129), la autora fija su atención en la distancia implantada por el lenguaje jipiteca “compuesto

8 Una tasa tan alta de victorias por nocaut en el boxeo profesional es una excepción. Dos peleadores con una tasa similar vienen a la mente: Mike Tyson y Julio César Chávez. 96

por desusados coloquialismos populares, términos carcelarios, juegos de palabras y neologismos del inglés” (129). Este lenguaje no es ajeno a una de las tendencias literarias de la época: la Onda, otra de las manifestaciones contraculturales de la mencionada década

(128). Para Carlos Monsiváis, el lenguaje de la Onda es “derivado del idioma de las drogas, la cárcel y la frontera, idioma plástico y arbitrario” (Monsiváis, “Notas” 1044). Su mayor

éxito es de la renovación; su condena, ser efímero e incapaz de resistir “al saqueo de la publicidad comercial y su utilización fetichista en la decoración de un nuevo estatus social”

(1045). Para Bertaccini, estos movimientos contraculturales, marcados por una creciente importación de comportamientos y expresiones culturales extranjeras, llegaron a su clímax de tensión con la hegemonía política con el movimiento estudiantil de 1968 que fue suprimido con la matanza de estudiantes de Tlatelolco el 2 de octubre del mismo año (128).

Monsiváis, en sus mismas “Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX” destaca el cambio de rumbo en la narrativa nacional posterior al 68; una narrativa siempre incapaz de abordar críticamente la tragedia de la Plaza de las Tres Culturas, logrando sólo “desplegar la tragedia sobre un fondo melodramático” (1045). No sólo hay un viraje político, sino también, estético: “Erotismo, humor, hippies, rock, la guerra de Vietnam, la literatura como escape de la beatería de la literatura” (1045, mis cursivas).

En este estado de cosas es como arranca y continúa la década de 1970, cuando Rubén

Olivares está en la cima de su popularidad: “Fuera del ring, la vida del Púas fue asociada con los cánones negativos que el sistema se esforzaba en combatir: el Púas escuchaba música rock, fumaba marihuana con sus vecinos de Tepito, no era católico, tenía una vida sentimental agitada y no pertenecía al PRI.” (Bertaccini 133). No es sorpresa, en un contexto con tales tendencias estéticas y con un personaje así como centro de su trabajo, que Garibay parezca incumplir intencionalmente con las normas del género periodístico que escribe: “El volumen

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no profundizaba en la biografía del personaje [Olivares], limitándose a la reproducción de la imagen estereotipada de mujeriego y drogadicto, sino que demostraba un interesante análisis del nuevo lenguaje” (Bertaccini 135, mis cursivas). Este nuevo lenguaje es una de las obsesiones estéticas de Garibay, obsesión que no sólo invadirá gradualmente sus novelas, sino que explotará en sus trabajos periodísticos: “Es en el fragor de la urgencia periodística donde Garibay parece ir descubriendo, gracias a su privilegiado oído que hasta sus más severos críticos le reconocen, el ritmo y la fonética del habla coloquial. Se le vuelve obsesión, tarea inaplazable” (Leñero, “Aproximaciones” 18). Precisamente Las glorias del gran Púas es calificado por Leñero como “la cumbre de ese alarde garibayesco en torno al lenguaje”

(18).

La recopilación de sus obras completas publicada en 2001 ubica el material dentro del volumen correspondiente a las crónicas periodísticas de Garibay. Vicente Leñero, en su introducción, se refiere a la condición recurrentemente anfibia de los textos de Garibay.

Textos cuya clasificación estricta es muchas veces elusiva: “El número [de novelas publicadas por Garibay] siempre será impreciso porque hay libros periodísticos como

Acapulco (1978) o Las glorias del gran Púas (1978), autobiográficos como Fiera infancia y otros años, que bien podrían clasificarse dentro del género mayor” (Leñero,

“Aproximaciones” 14-15). Y luego abunda sobre el caso particular de Las glorias del gran

Púas: “En realidad es un texto periodístico, pero bien podría clasificarse como una novela de non-fiction” (18).

Como he destacado antes, el lenguaje es la razón por la que Leñero concibe este texto en particular como uno perteneciente al territorio de la estética como función central (la novela) a pesar de haber sido publicado como un texto de un género de intenciones esencialmente no estéticas (crónica periodística). Creo, con Leñero, que el lenguaje es la

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característica más importante del libro. Igualmente, considero que debido a su trascendencia, tanto por el lugar que ocupa en la obra de Garibay como por la favorable recepción crítica

(17), este libro inaugura formalmente la literatura de boxeo en México.

Hasta ahora, como hemos visto, la mayoría de los textos son de tinte completamente periodístico, con las cuestiones estéticas relegadas a segundo plano. La recreación estereotipada que comenta Bertaccini es otra de las razones que me induce a pensar que este texto es necesariamente literario. Hemos visto, en Bartra y Canclini, la importancia del reciclaje de estereotipos en las dinámicas entre la sociedad y el poder hegemónico. En el caso que nos ocupa, el estereotipo es al fin utilizado en toda su dimensión en la literatura. Así que en donde Bertaccini ve un tratamiento estereotipado, yo considero que existe un tratamiento que responde a una cierta tradición narrativa (de parte de la prensa) que a pesar del estereotipo socialmente aceptado no había entrado en pleno en la literatura. La figura del boxeador como ha sido representada en el imaginario popular emergió de la narrativa periodística y se fijó a través de la cinematografía. No es una sorpresa que el primer texto literario que trata al boxeador como ícono, ídolo nacional caído y figura trágica, sea un texto que une literatura y periodismo. El periodismo, como hemos visto, es el origen de toda la narrativa que nos ocupa ahora, así como de sus paradigmas.

En efecto, el título mismo es un juego o una ironía. Narrada en cuatro raunds, la primera línea de la obra es una pregunta de Garibay hacia Olivares: “¿El pleito está arreglado,

Rubén? ¿Tongazo?” (Garibay, “Las glorias” 217). Olivares está a punto de pelear en Los

Ángeles, California, en contra de un tailandés apenas conocido, que la voz del narrador asegura ha sido traído como parte de un arreglo para lucir al Púas y enfilarlo a un quinto campeonato mundial: “arranque del derrumbe definitivo de una maciza gloria mexicana”

(217, mis cursivas). He dicho ya que el texto retoma los estereotipos del boxeador fijados por

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la prensa y el cine, y los reúne todos (o su mayoría) en una obra de literatura por primera vez.

En realidad, lo único que se encuentra ausente es el arco narrativo de auge y caída, pero esto responde precisamente al uso de un personaje conocido en una actividad ampliamente conocida. Si la pieza periodística no abunda en los giros de la biografía del personaje, es en buena medida por que confía en dos cosas: el lector de su época conoce al Púas por su continuada presencia mediática, y si no es así, el paradigma preexistente bastará para que se pueda intuir la historia hasta el punto que se presenta: si estamos en las últimas peleas desesperadas de un campeón, es porque el resto del drama conocido ha pasado ya: “Y hay que ver a un peleador doble A, mundial, enamorado de vicios diarios y letales, lejos ya de sus mejores días, reducido –por el fantasma de la bancarrota y el gimnasio– a una báscula que no es más la suya y a la extemporánea búsqueda de un último campanazo de taquilla […] hace dos años apenas, eran sus glorias” (225, mis cursivas).

Apenas sin tomar agua o ningún líquido, Olivares es torturado hasta dar el peso. El camino hacia el nuevo “campanazo de taquilla” es todo menos glorioso, porque no se trata solamente de desgaste regular de una preparación física:

Sísifo casi de veras, inagotable casi, Rubén Olivares emprendía esa noche una nueva ascensión, a cuestas su fardo de mujeres, de alcohol, de mariguana, de parásitos, de coca, de vagancia, de tedio, de impaciencia, de desamor, de anarquía, de nota roja, carnitas y totopos y fatalismos y resignaciones y prodigiosas facultades naturales para el arte de desmadrarse entre las doce cuerdas. (217)

Entre la espera para el pesaje, asistimos al diálogo entre Garibay y Olivares, con las recurrentes intervenciones del séquito que sigue al campéon. Los diálogos están plagados de onomatopeyas, de recursos fonéticos, de guiños a las pronunciaciones dialectales: “—Ya bienen ai, ya vienen, todo lo rebisé con tiempo Rupén […] El Jarocho habla con descarado acento yucateco” (221) o de imitaciones imposibles de un inglés chapurrado combinado con 100

el habla tepiteña: “—Chost laik e taiger ¿mocos buey?” (224). Para el crítico Christopher

Domínguez Michael, “Esta parafernalia no suele ser un gasto inútil. Es una estrategia que brinda todas las posibilidades escénicas a ese lenguaje popular que Garibay aprendió a oír.

[…] El patetismo de Garibay demostró que el lenguaje popular podía ser exagerado [sic] en el sentido literario y no en el de sus limitaciones como instrumento de expiación moral”

(Domínguez, Diccionario 174, este último énfasis me pertenece). Sobre la vinculación entre lenguaje y moralidad, abundaré al vincular esta obra con la forma en que fue llevada a la pantalla grande en 1984.

A este lenguaje, se une la imagen de Sísifo, un acierto de Garibay para brindar una metáfora precisa del constante camino y caída del boxeador. Olivares, como Casanova es en cierta medida un héroe nacional que encarna defectos y virtudes, el único poseedor del secreto de su propia destrucción, como una víctima de un juego de intereses económicos del que no puede sustraerse. El conocimiento de boxeo y de literatura de Garibay, quien también fue un practicante amateur del deporte (Leñero, “Aproximaciones” 15), lo facultan para transmitir no sólo los elementos evidentes de lo que ocurre en la parafernalia boxística, sino de sus conexiones sociales y de referencias clásicas:

Un pequeño ejército de especialistas los ha preparado minuciosamente durante semanas y semanas, y los ha convertido en maquinarias casi perfectas para la violencia y el destrozo: del hígado a las manos, de la frente a los pies cada uno de ellos es un hombre tranquilamente mortífero, matar a un ser natural de su peso les llevaría menos de un minuto; son muy jóvenes y son viejos maestros en humillaciones y pobrezas, son humildes, un poco estrábicos ya, ya un poco entontecidos; los amenaza la ceguera, la idiotez y la mendicidad, y poseen todos el campeonato indiscutible de la explotación padecida en la sociedad de consumo. Hoy en la noche ganarán algún dinero del que verán aparecer en su bolsa, si bien les va, la tercera parte. Tienen párpados duros y orejas tapiadas de carne cocodrila. Son reminiscencia

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aberrante de aquellos Áyax y Diómedes –gloriosos asesinos– a quienes Aquiles interrumpió el combate para que no quedara humillado ninguno de los dos. (Garibay, “Las glorias” 222, mis cursivas)

Del uso de un narrador con visos de alta cultura y de la recreación de un lenguaje popular, surgen dos de las aportaciones más importantes y quizás menos evidentes de la obra. Estas aportaciones serán reproducidas en más de una ocasión por las siguientes obras de boxeo en la literatura mexicana. Existe la figura de un escritor, un periodista o algún destinatario de las palabras del boxeador. Es decir, se busca satisfacer esa necesidad de darle palabras a un mundo esencialmente carente de ellas de la que hablaba Joyce Carol Oates (“On boxing” 50).

Esta necesidad, y he aquí otra constante, no será satisfecha a pesar de la búsqueda. Buscar un sentido verbalmente coherente en el boxeo se revela como un fracaso. En este sentido, los mundos condenados a la derrota del boxeador y del escritor se hermanan.

La voz de Garibay elegida para narrar el mundo del boxeo es una voz con autoridad moral. El trasfondo monetario del prize-fighting es una preocupación constante en Las glorias… tanto en la manera en que el Púas se refiere a su relación con mánagers y promotores: “¡Porque conmigo se hinchan los cabrones!” (220), como en la forma en que el propio narrador se refiere a ese romanticismo que el box encarnó alguna vez y que ahora ha terminado para dar paso a una realidad de mercado deshumanizada:

El boxeo como gloria romántica, como escandaloso quehacer de un hombre dotado con prodigio para la rijosidad, la cárcel y el manicomio, como pasión inconfesada del hombre de las pantuflas y ejemplo a no ser seguido jamás, como imagen de la bruta fealdad y el ronroneo que deja el odio de oficio en la cara y en el alma, como eso, el boxeo llegó hasta los cuarenta, y desde entonces no es más que una modesta tecnología al alcance de cualquier adolescente haragán y más o menos riñonudo; fabriquita de campeonatos tan fugaces como los timbrazos de la caja registradora; claunería gansteril (228).

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Garibay, como muchos de los observadores del boxeo, no es ajeno a las dos realidades que conviven en él: “Only the ring is square. Outside the ring, a sport of courage turns to a business of exploitation” (Hauser 58). El mismo Garibay, años después de publicado su libro, lanzó una diatriba final contra el boxeo en el que algunos de los puntos de vista expresados en Las glorias… son llevados a una crítica mucho más directa: “La cosecha literaria del box es el vacío, como miseria económica y moral, como tara mental, como desesperanza. El púgil ha de acabar convertido en el bagazo de la sociedad canalla, en desecho de los publicistas y los apostadores” (Garibay, “Cuentos de boxeo” 519). Esta diatriba final no es ajena a otros que han dedicado parte de su vida a observar y comentar el deporte. Acaso, uno de los casos más famosos sea el del periodista deportivo, especialista de boxeo, Pete Hamill, quien en

1997 escribiera para la revista Esquire este artículo recuperado por Letras Libres: “Durante un tiempo demasiado largo fui amante del deporte brutal de las peleas de campeonato, pero ahora he llegado finalmente al gélido amanecer. No se puede amar a lo que habita una alcantarilla. Y el mundo del boxeo es ahora más fétido y repugnante de lo que jamás había sido en su escuálida historia” (Hamill).

La otra aportación será la propia voz del boxeador. El narrador, en la literatura mexicana, parece insuficiente para contar la historia. El boxeador por sí mismo parece una urgencia en los autores que lo han abordado, y esta urgencia parece estar anidada en el logro estético del lenguaje en Las glorias del gran Púas. Ahora, he comentado acerca de la importancia del uso del lenguaje en el contexto específico en que la obra fue escrita y publicada, así como la particular aproximación estética de Garibay al habla popular en su escritura. En Las glorias… el habla de Olivares y de su séquito tiene implicaciones más profundas que la simple traslación o imitación de un habla popular en un texto escrito. Por un lado, existe todo el universo connotado de un discurso articulado de esta manera. Esto es

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precisamente lo que el lingüista francés Gérard Genette analizaba al fijar una distancia entre los conceptos de comprensión y connotación. De su línea de pensamiento, la que me interesa por ahora es la siguiente:

A esta elección puramente (gnoseo)lógica entre dos definiciones geométricas se opone una elección entre dos registros del habla. Entre esos dos polos se extiende toda una gama de valores intermedios, según predomine el aspecto del objeto designado o la actitud o pertinencia lingüística del designador, y lo que es válido para una palabra también lo es manifiestamente para la totalidad de un discurso. (Genette 83-84, mis cursivas)

En este sentido, el lenguaje literario que Garibay crea a partir del habla popular nos remite a ese mundo de pertinencia lingüística del designador: el barrio, los orígenes de ciertas hablas retomadas por los movimientos contraculturales. Adicionalmente, nos habla de la forma en que el propio autor mira a esos seres que ha elegido recrear: acaso, sin distanciarse por completo de las formas de representación para el universo de pelados que predominaba en la intelectualidad mexicana.

Adicionalmente, existe otra consecuencia que está imbricada tanto en el lenguaje como en la propia caracterización del Púas en la crónica novelada de Garibay. Su presencia sobre el ring es anunciada por la radio con evidentes visos nacionalistas, algo nada ajeno a todo lo que he analizado hasta ahora: “querido público de la lejana patria que nos está escuchando […] ¡Y oiga usted cómo lo recibe este público de hermanos de sangre y de historia y de corazón! […] Rugía la multitud, y Olivares bostezaba bailoteando en la lona”

(Garibay, “Las glorias” 229). Esta oposición entre una multitud de fanáticos embelesados con el púgil y el Púas como un hombre harto de la fama, de la gente y de sí mismo, es uno de los mejores logros en la construcción del personaje que consigue Garibay. El Púas siempre está a medio camino de una fuga. Tras rehidratarse luego del pesaje a base de agua, jugo de

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naranja, cerveza, coñac y jugo de carne bebido mientras mastica puños de chiles enteros en medio de un “éxtasis mandibular” (226), el Púas cae plácidamente dormido. Su séquito se mueve de puntillas para no despertarlo y llevarlo de inmediato al hotel: “¡Cuidado, no perderlo de vista ni un instante; ya recobró el buen ánimo y hay señoras, cuidado! En un abrir y cerrar de ojos quedaría para el arrastre” (227). Así, el pesaje y la pelea que ocupan los dos primeros raunds de la narración, dan paso a una infructuosa búsqueda del púgil tras la pelea.

Consigue noquear al tailandés y el Garibay-personaje de la crónica no lo vuelve a ver durante semanas. Tras la fiesta en el bar del Púas, el Bradley’s, en que se discute de box y se bebe a manos llenas, el púgil desaparece y el escritor desespera tratando de encontrarlo. Los sitios en los que puede estar son variados: con alguna de sus amantes, en alguno de los bares que frecuenta, en los sitios aislados en donde se droga solo o en compañía, en las diversas vecindades en donde lo conocen, en uno o varios sitios de México o Los Ángeles: “El tremendo Trabuco de la Bondojo es un hombre que no está donde lo buscas, y no importa dónde lo busques. Es el revés del ubicuo. No está aquí, no está allá ni estuvo (“uuuu quiace que no anda por estos lados”) ni estará, probablemente” (232).

Apenas se aventura alguna explicación en la crónica en voz de uno de los allegados al boxeador, Nacho Castillo, quien dice: “Si Rubén estuviera aquí con nosotros, no sabría dónde va a estar dentro de diez minutos […] Eso se lo aseguro: estaría diciendo cada cinco minutos: ‘Bueno qué o que, a dónde vamos, qué vamos a hacer o qué plan, cuál es la onda, no los calienten tanto’” (233). Según Castillo, se aburre constantemente, salta de un capricho a otro, así sean sus mujeres, sus casas, sus amigos con los que bebe o fuma marihuana, come a deshoras o lo dejan dormirse en cualquier sitio (233-235), pero según Castillo, esto no es una excepción. Más bien, el Púas es una condición perenne en los boxeadores llevada hasta el extremo: “El dinero les sirve para tener más y más y más y más de lo mismo que siempre

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tuvieron, más y más y más y más mierda. Y luego se acaban pronto, no tienen mucho que dar, recuerde aquellas glorias: Edi Cerda, Azteca, Arizmendi, el Chango, Conde, Zurita,

Manzanillo. ¡Señor ahí tenía usted madera! Pero estos pendejos” (235). La reaparición de

Olivares, después de una búsqueda por Los Ángeles y la Ciudad de México, ocurre justo después de un intento balbuciente de Enrique García por definir a su amigo:

es desatento, y es de mal humor, y es borracho, y es drogadicto, y es mujeriego, y es de contentillo, y es abusivo, y es un tirano, y es un güevón, y no es parejo, y es dejado, y es mugroso, y es un desmadre… como yo, yo soy esto también, como aquí todos, como usted creo yo, así con eso mismo usted puede definir a muchos, ¿no? (239)

En este “definir a muchos” es donde yace la fuerza del estereotipo. Aquí, ese “muchos” tiene connotaciones de nacionalidad. Púas, en verdad, es como muchos como él: gente de barrio, ese siempre útil pelado o desecho suburbano. El “desmadre”, entre todas las formas de definir al Púas, es la palabra esencial. Acaso, la más nacional.

El “desmadre”, es tan sólo una manifestación extrema del “relajo”. Este comportamiento fue analizado de manera brillante por el filósofo mexicano José Portilla, muerto prematuramente a los cuarenta y cinco años, y cuyo único libro, póstumo, La fenomenología del relajo, lo sobrevive como uno de los análisis más agudos de este particular fenómeno de la conducta del mexicano. En particular, su aporte radica en hallar lo que hay de profundo en una forma de comportamiento que parece toda superficialidad. En principio,

“la significación o sentido del relajo es suspender la seriedad. Es decir, suspender o aniquilar la adhesión del sujeto a un valor propuesto a su libertad […] El relajo suspende la seriedad, es decir, cancela normal al valor, desligándome del compromiso de su realización” (Portilla 181). Esta suspensión ocurre de diversas maneras, una de ellas, es a través de la risa o el humor, a través del desplazamiento de la atención, las digresiones. “Lo

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esencial es la decisión íntima de no comprometerse ante la exigencia que emana del valor presente” (183). En estas condiciones, Portilla asegura que el relajo es “un movimiento autodestructivo” (184), y una negación al futuro pues “hay en el relajo un cierto volverle la cara al futuro para realizar un simple acto de negación del pasado inmediato” (184). La dimensión temporal del “relajiento” es lo que se convierte en el asunto medular de su ser en lenguaje popular mexicano. Se trata de un hombre sin porvenir pues “él mismo lo destruye al tomar sus propios proyectos como objeto de burla y esta destrucción simbólica se proyecta en el tiempo objetivo convirtiéndolo en un hombre carente de futuro” (184).

Ese no-ser del Púas, esa urgencia constante por estar en otro lado, por hacer una broma, un albur, un juego de palabras en cualquier momento de la narración, su característico ser el reverso del ubicuo, todo eso el relajo, el arte de desmadrarse entre las cuerdas y afuera de ellas. Hemos visto que el pelado, esa encarnación de todos los males del país, funciona como un chivo expiatorio con el cual se purgan los pecados nacionales: su escarnio es la salvación de la patria moderna (Bartra 182), aunque con su escarnio sólo se perpetúen sus vicios y el ciclo parezca nunca terminar. Si algo queda después de la expiación, si aún persiste alguna violencia posible, algún tipo de estallido a la espera de detonar, el relajo siempre puede ser donde naufragan tanto las posibles revoluciones como los sueños de grandeza

(182).

El relajo del Púas en la versión literaria es una reflexión vertida en un personaje y su lenguaje. Sin embargo, cualquier atisbo de rebelión, de héroe eversivo que pudiera quedar en la figura del púgil es neutralizado en la versión fílmica del mismo nombre: Las glorias del

Púas, película de 1984, dirigida por Roberto G. Rivera. La película es un exceso de lugares comunes, de estética kitsch, de mal gusto, y un excelente muestrario de esa larga cadena de fracasos sistemáticos y aparentemente intencionales que fue el cine mexicano en la década

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de 1980. El Púas Olivares actúa como él mismo. Garibay es representado por el actor Manuel

Castro y por la película desfilan bellezas del cine de ficheras como Sasha Montenegro, en el papel de una virginal mesera de cantina que es ofrecida como la turgente carne para el púgil por uno de sus socios. Montenegro apenas dura dos minutos en pantalla sin mostrar los senos.

El Púas, caballero, rechaza el ofrecimiento, respeta a la dama y tartajea insultos contra la falta de honor, de hombría, de quien le ha ofrecido a la mujer. Su forma de hablar es un eco sin intención de Cantinflas, quien para Roger Bartra:

no sólo es el estereotipo del mexicano pobre de las ciudades: es un simulacro lastimero del vínculo profundo y estructural que debe existir entre el despotismo del Estado y la corrupción del pueblo. El mensaje de Cantinflas es transparente: la miseria es un estado permanente de primitivismo estúpido que es necesario reivindicar en forma hilarante: se expresa principalmente por su típica corrupción del habla, por una verdadera implosión de los sentidos: es el delirio de la metamorfosis en donde todo cambia sin sentido aparente alguno (170).

El peligro del relajo que advierte Garibay en su crónica, no sólo es actualizado, llevado a primer plano, sino celebrado en la adaptación cinematográfica. El reciclaje del estereotipo aniquila su fuerza crítica. Lo normaliza. El boxeador, ese ícono, se enfrenta a la tragedia de la masificación. En el caso de Casanova, el ícono original, su tragedia fue la de encarnar el mito del perdedor. Para el Púas Olivares, fue la de volverse un chiste.

Al comenzar este capítulo, comentaba que el boxeador mexicano ha sido armado sobre diversos lugares comunes. Estos lugares comunes han sido rastreados a través de sus distintas manifestaciones en la prensa deportiva, en la memoria literaria, en el ensayo ocasional y en las representaciones cinematográficas hasta llegar a la crónica deportiva que es más bien un pretexto para una estética literaria. Como he destacado, existe un paradigma narrativo en el cual podemos notar que se hace énfasis en alguna acción determinada o en el

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tono en que el arco bien conocido de ascenso y caída es presentado. Estos énfasis se deben a diversas causas, entre las que destaco las ideológicas, como el caso de las películas Campeón sin corona y Pepe el Toro, y las estéticas, como Las glorias del Gran Púas, en su versión literaria. Del gran abanico de rasgos que conforman al peleador mexicano, la repetición ha hecho que algunos se vuelvan inevitables, tales como los relativos a la fiereza y la virilidad, el estigma que acarrean las taras nacionales, su condición de ídolo, héroe y perdedor, entre otras. Hasta este punto, la evolución del boxeador se ha centrado en la decantación de rasgos identificables y en la acentuación, atenuación o variación en los matices de estos rasgos. A partir de 1978, los productos literarios que surgieron hasta el siglo XXI, siguen esta misma lógica de seguimiento del paradigma narrativo, presentando variedades en la manera en que se acercan a los rasgos y en los logros estéticos que consiguen a través de diversas aproximaciones a la figura del boxeador. En los siguientes capítulos, analizaré la manera en que estos rasgos se ponen de manifiesto, así como la forma en que el siglo XX ha presentado al boxeador a manera de ídolo caído y cómo el siglo XXI le ha entregado una condición heroica de la que carecía hasta ese momento. Por ahora, las primeras décadas de su evolución, nos entregan un panorama de su surgimiento y de la integración y fijación de diversos rasgos a través del tiempo.

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CAPÍTULO 2: Del lugar común al cuestionamiento del culto a la virilidad.

2.1 Los peligros del lugar común y el exotismo en la literatura de boxeo.

Desde que el boxeador consiguió su entrada a la literatura mexicana, han existido ciertos rasgos recurrentes en su caracterización, producto de la evolución que he detallado en el capítulo anterior. El boxeador mexicano, para los autores mexicanos que lo escriben, es una suma de rasgos distintivos arreglados en torno a la narrativa paradigmática que contempla su auge y caída. Los mejores productos literarios han logrado tomar muchos de estos elementos o rasgos y convertirlos en elementos altamente simbólicos, además de establecer desviaciones sutiles pero significativas del cartabón con que la figura del boxeador parece estar trazada. En buena medida, la literatura de boxeo depende de las expectativas que se tienen de ella gracias a los lugares comunes. Sostengo que uno de los secretos del éxito o del fracaso de la literatura mexicana de boxeo, desde el punto de vista estético, es la capacidad de usar o subvertir esos lugares comunes (tanto los rasgos recurrentes como el paradigma narrativo) para profundizar, criticar, impugnar o reinventar la figura del boxeador mexicano.

Sin embargo, sorprende que en un país en el que el deporte tiene una tradición tan larga, la literatura sobre el tema haya sido casi exigua durante tanto tiempo. El mismo material en el cual me centraré para mi análisis es mucho menos cuantioso del que se podría suponer: cuatro novelas, dos cuentos y un libro de crónica que ya he comentado, además de un par de obras teatrales que discutiré en menor profundidad, pues no es mi intención acercarme a ellas con las mismas herramientas de análisis que destinaré a los textos narrativos literarios.

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Esta ausencia de productos numerosos con tema boxístico sorprende incluso al periodismo, género que ha sido el más generoso con el boxeo en cuanto a obras publicadas9:

“nunca ha dejado de extrañarme que al menos en México exista muy poca literatura al respecto, cuando el pugilismo rentado, a presar de su crueldad intrínseca, o quizá por eso, resulta fascinante; esto claro, sin dejar de tomar en cuenta que más de un centenar de boxeadores mexicanos han sido o son campeones mundiales” (Garmabella 19, mis cursivas).

El crítico Rafael Lemus, al reseñar la novela de 2001, Con la muerte en los puños, del integrante del Crack Pedro Ángel Palou, no es ajeno a la ausencia del tema en las letras nacionales: “El interés del libro reside, casi exclusivamente, en el tema abordado. Palou apenas si tiene otro objetivo que el de escribir sobre un asunto poco trabajado, el boxeo y la caída de sus campeones” (Lemus, mis cursivas).

Así, tanto para el especialista deportivo como para el crítico literario, la presencia de los boxeadores entre las tapas de un libro se percibe como una excepción. La misma Elena

Poniatowska, al hablar del mismo libro de Palou, refiere: “A Kid Pedro Angel Palou le debo haber leído una novela formidable, un texto extraordinariamente sabroso y estimulante que me enseñó mucho sobre la vida no sólo la de los boxeadores sino la mía propia. Pero también le debo, y eso no se lo agradezco, interesarme en el boxeo” (Poniatowska). Acaso esta observación pone en evidencia la distancia que la comunidad intelectual mexicana (aquella que hace la literatura de alto cuño, es decir, la literatura que conforma el canon mexicano) ha mantenido con el boxeo y el boxeador hasta los últimos cuarenta años. Y aún dentro de esos cuarenta años (pensados a partir de “Fuera del ring”, de Guillermo Samperio), es evidente lo poco explorado que ha sido el boxeador. Como veremos, esta distancia impactará no sólo la

9 Solamente desde la concepción de la presenta investigación, en 2012, hasta 2016, se publicaron en México más de diez libros de índole periodística sobre el tema. 111

manera en que los boxeadores son representados, sino los términos en los que el propio discurso es presentado y la manera en que el boxeador se convierte en un receptáculo para preocupaciones de índole fuertemente ideológica. Por ello llama la atención que a pesar de lo poco trabajado que el terreno se encuentra en la literatura, Lemus juzgue a la obra de Palou como fallida, y con sobrada razón, debido precisamente a que la sucesión de rasgos característicos y el seguimiento del paradigma no se desvía un ápice del cartabón cuya evolución he detallado ya. Es decir, al tratar un tema poco abordado, resulta que se hace a través del modo menos creativo: “La historia, por ejemplo, se construye a través de meros lugares comunes. Baby Cifuentes, ex campeón de peso welter, atraviesa una a una las escalas del calvario típico: la pobreza, las mujeres, las drogas y, una vez más, la miseria. Nada sorprende y nada cobra intensidad en los 15 rounds que dura el itinerario” (Lemus, mis cursivas). En breve, enunciaré diversas razones por las cuales considero que la obra es fallida, más allá de la falta de imaginación al trabajar los lugares comunes. Por ahora, los lugares comunes de los que habla Lemus son el centro de mi interés.

Tanto en la lectura como en la escritura de literatura de boxeo, estos lugares comunes son un riesgo debido a su poder magnético. Como he descrito en el capítulo anterior, han estado tanto tiempo ahí que es imposible evitarlos. Al hablar sobre el boxeo como un tema de estudio, el sociólogo francés Loïc Wacquant asegura que las investigaciones sistemáticas son escasas y llenas de malentendidos (“Los tres cuerpos” 2-3; “La lógica social” 3). Estos malentendidos, en buena medida, se deben “al fácil recurso de recurrir al exotismo prefabricado de la parte publicitada de la institución” (“Los tres cuerpos” 3). La literatura, como el cine y la prensa, han contribuido a distribuir y fijar esta exotización. La iconicidad del boxeador es resultado de la dinámica de la percepción del público que observa el deporte

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y de la selección y fijación de rasgos repetitivos, unidades narrativas paradigmáticas y la exageración de ambas, por los discursos narrativos que se han ocupado de él.

La relación entre los ejercicios narrativos (ya sea la prensa, la literatura o el cine) y el boxeo es larga y siempre sujeta a críticas diversas. Por un lado, la atracción de los escritores por el boxeo ha despertado numerosos comentarios. Las razones de su origen son varias. Para

Oates: “Each boxing match is a story—a unique and highly condensed drama without words”

(“On boxing” 8, mis cursivas). Este drama puede desarrollarse tanto en su forma más inmediata, lo que ocurre dentro de los rounds pactados, como en su forma más profunda, la manera en que esos rounds afectan la vida y carrera de los púgiles. Para que cada uno de ellos, el combate que realizan es definitorio. La derrota, en el boxeo, tiene una dimensión doble en su potencia destructora. Por un lado, la que lo une a los ámbitos deportivos y comerciales:

Any fight can end at any moment, and any loss stains a fighter’s record forever. A baseball player can got hitless at bat, and come back the next day to redeem himself. A pitcher can get knocked out of the box in the first inning, and return three days later to even the score. But a fighter can’t have an off-day. He can’t say “it’s not my day” and walk away flat. If he loses, it might take two or three years to get his career back to where it was before he lost—or it might never get there (Hauser 46-47, mis cursivas)

Pero su potencial va más allá de la pérdida de posiciones en los ránkings de los organismos que avalan los títulos mundiales. Su peligro radica en el temible hecho de que el cuerpo puede resultar tan lastimado que jamás volverá a ser apto para luchar al más alto nivel. Si no su cuerpo, su psique: “Even one fight, if it’s a war, can destroy a fighter, particularly if the fighter is over thirty. Sometimes, after a particularly bad physical defeat a fighter becomes gunshy. Rarely is he the same again.” (22) Por ello hablar de la derrota es inevitable en las

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caracterizaciones de los boxeadores. La derrota es más que la proverbial espada de Damocles sobre la cabeza del boxeador; es una certeza ineludible que puede ocurrir en cualquier momento, pero que sin duda ocurrirá. Sin embargo, la derrota no es un tema sobre el que los boxeadores hablen recurrentemente. Hombres de pocas palabras, salvo por las excéntricas excepciones como la de Muhammed Ali, los boxeadores solo hablan con sus puños como decía el campeón de los pesados Joe Louis (Rodríguez 293). De esta manera no es solo la existencia de una historia la que atrae a diversos narradores, sino la ausencia de palabras que parece urgir a alguien, a quien sea, a contar lo que ocurre dentro y fuera del ring: “Its most immediate appeal is that of the spectacle, in itself wordless, lacking a language, that requires others to define it, celebrate it, complete it” (Oates, “On boxing” 50, mis cursivas). Definir el boxeo, para así poder celebrarlo, requiere poner de relieve la serie de contradicciones que le son inherentes. La primera, el ser una “actividad que parece situada entre naturaleza y cultura” (Wacquant, Entre las cuerdas 32) debido a su base de violencia básica y su ejecución reglamentada. Por otro lado, opone, une e idealiza la relación cuerpo y alma (o psique, o espíritu), como Hortensia Moreno ha destacado en observación de campo: “idealiza una práctica cuestionable en función de su capacidad de sublimar sus contenidos más inmediatos

—violencia, brutalidad, riesgo— en imágenes de espiritualidad y trascendencia, control corporal y sometimiento riguroso del cuerpo a la mente” (Moreno, “El boxeo como tecnología” 157). Se trata de la celebración del cuerpo en un deporte cuya ejecución no se comprende sin atentar contra él mismo. Además, es un deporte de ejecución personal que se basa en un aprendizaje colectivo, como el mismo Wacquant observa (Entre las cuerdas 32).

Finalmente, otra serie de contradicciones que genera se debe a sus aspectos económicos:

El boxeo está lleno de paradojas, sobre todo en el plano económico, dado que se mueve en una frontera muy borrosa entre legitimidad e ilegalidad, sobre todo por la

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realización de las apuestas. Esto permite que los atletas mejor pagados del mundo sean los boxeadores de campeonato, pero eso no quiere decir que los boxeadores como clase sean los deportistas que reciben más altos sueldos, sino todo lo contrario (Moreno, “El boxeo como tecnología” 161).

Así, el atractivo para la literatura y su lenguaje se vuelve doble: “boxing is narrative, but it is also poetic; only language that is figurative can contain its contradictions” (Conover xix). De ahí que, como veremos en el análisis de los materiales seleccionados, no sólo la historia a contar sino el lenguaje con el que está contada tengan un gran peso en la estrategia narrativa.

Un peso, por otro lado, que no puede evitar una cierta expectativa de capacidad metafórica o simbólica doble. En principio, el boxeo se percibe como una actividad simbólica: “Boxing is appreciated by large audiences not only as an enthralling sport but also as a metaphor, a focus of profound identification, whether in terms of a situation—a mythical struggle, a binary opposition—or a combatant—a potential hero, a symbol of personal, communal, or racial investment (Scott xxviii). Una capacidad, por cierto, compartida con la idea general del deporte en el mundo civilizado. Para Norbert Elias, la capacidad mimética de los deportes es esencial tanto para justificar su existencia como para comprender el desarrollo de sus reglas hacia actividades cada vez menos violentas siempre que sean capaces de mantener su condición de espectáculos y prácticas en los que se pueden sentir y expresar las mismas emociones que producirán actividades abiertamente violentas, como la guerra

(“Introduction” 48-51). Para algunos, como recuerda Oates, la constante regulación del boxeo hacia su deportivización, como la entiende Elias, es equiparable a su feminización

(“On boxing” 90-91). Pero incluso en el mundo deportivo, el boxeo mantiene un estatus particular frente al resto de las actividades deportivas, pues nada en su violencia es mimético,

“el boxeo no es teatral” (Moreno, “El boxeo como tecnología 159). Por ello, esta capacidad

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metafórica no es compartida a ultranza por todos sus observadores: “Life is like boxing in many unsettling respects. But boxing is only like boxing” (Oates, “On boxing” 4); “For boxing really isn’t a metaphor, it is the thing in itself” (102). Por otro lado, la misma Oates ha especulado que lo que el boxeo mimetiza, como muchos de las disciplinas de combate, es el combate a muerte (43-44).

Cuando el boxeo es llevado al terreno del arte, nos encontramos entonces con un sistema de mímesis doble. En principio, el arte es en sí una actividad que simboliza, y en particular en la literatura narrativa hay un ejercicio de mímesis en mayor o menor grado. De esta manera, al colocar el boxeo como tema de una disciplina estética nos encontramos frente a una serie de productos literarios (en el caso que nos ocupa) cuya posibilidad de interpretación se vuelve aún más densa. Es una actividad aceptada como una evocación, metáfora o símbolo, representada en un campo que se concibe a sí mismo como evocativo, metafórico y simbólico.

Además de su narrativa sin palabras, de su capacidad evocativa, el boxeo posee otro elemento que ha llamado la atención de escritores, periodistas y cineastas: los boxeadores.

De este elemento central han surgido las exotizaciones desde las que emanan los lugares comunes que, a su vez, nos han permitido discutir la emergencia de ciertos rasgos y paradigmas narrativos recurrentes. Un par de comentarios entre mil bastan para explicar el atractivo de los boxeadores. El primero de ellos, de Colum McCann: “What’s most beautiful about boxing are the lives behind it. They’re so goddam literary. Every boxer you ever met was fathered by Hamlet, and if not the Dane, well, at least Coriolanus” (x, mis cursivas). En su comentario introductorio a At the Fights: American Writers on Boxing, McCann refiere a una condición particular del boxeador como personaje que Joyce Carol Oates completa y aún extiende, pues el boxeador no tiene una personalidad magnética tan sólo por su ejecución

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sobre el ring, sino por su vida fuera de él, como hemos visto ya: “And boxers have frequently displayed themselves, inside the ring and out, as characters in the literary sense of the word.

Extravagant fictions without a structure to contain them” (52, énfasis original). De este modo, podemos afirmar que la literatura y el cine fomentan los lugares comunes emanados del deporte y sus ejecutantes tanto por su atractivo como por su capacidad dramática.

Seguramente, también por una cierta facilidad de mercados editoriales. La fijación de narrativas desde la prensa es un buen ejemplo del modo en que los intereses económicos influyen, tal como Willard DeGaris explica de manera amplia al abordar el problema de la credibilidad de las fuentes documentales en las diversas historias del pugilismo:

The credibility of these studies is called into question because of a heavy reliance on newspaper reports. The print media have always been a valuable ally in the promotion of prizefighters and boxers as celebrities so that most media accounts of prizefights and boxing matches are part of a commercial endeavor to promote fights and matches, and concomitantly to sell more newspapers. Because of the absence of the primary historical data and first-hand accounts not part of a commercial agenda, historical studies often resemble “readings” of individuals as texts. High profile professional boxers and prizefighters are often symbolic of cultural meanings and identities. (33, mis cursivas)

De este modo, es lícito afirmar que no hay una narrativa de boxeo en la que no se incurran en las exotizaciones que Wacquant advierte como el principal obstáculo para un estudio objetivo del boxeo como práctica social. En realidad, lo que ahora mismo me propongo analizar es de qué manera ocurre esta exotización dentro de la literatura mexicana de boxeo.

Ya hemos visto cómo evolucionaron los lugares comunes sobre el boxeador mexicano, ahora veremos cómo se han manifestado específicamente en la literatura mexicana.

Para ello, abordaré los textos de mi corpus, primero, desde las voces que los narran.

Me interesa observar con cierto detenimiento quiénes son los que cuentan las historias para 117

así extraer observaciones acerca del modo de exotizar desde un cierto punto de vista y las posibles razones por las cuales ocurre esto. En segundo lugar, remitiré a la relación del texto narrado con el referente real como una de las estrategias clásicas del acto de narrar el box en forma de literatura. Aludiré a sus posibles consecuencias y los riesgos que ciertos recursos entrañan. Finalmente, me detendré en el rasgo recurrente más destacado dentro de la literatura de boxeo en México: la masculinidad y la serie de valores que se asocian a ella.

En tanto que sea posible, me permitiré contextualizar estos puntos de análisis en su relación con características reconocidas en el imaginario de la construcción de la identidad nacional. De esta manera, aunque recurriré a varias fuentes que han analizado el ejercicio del boxeo desde diversos puntos de vista (sociológico, periodístico, estético, etc.), la búsqueda permanece enmarcada dentro de dos palabras claves: literatura mexicana, en el entendido de que se trata de las ficciones literarias creadas en el marco ideológico de una nación. Como se verá en este análisis, y como destacaré con mayor profundidad en los capítulos siguientes, la manera en que el boxeador es tratado en la literatura mexicana ha sufrido un cambio importante. Las obras producidas en el siglo XX recrean con mayor fidelidad estos lugares comunes, a pesar de encontrar alternativas creativas a ellos, en tanto que las del siglo XXI optan por una simbolización distinta del boxeador y por mayores desviaciones del paradigma narrativo. Algunas de estas desviaciones o recomprensiones son menos evidentes y por ellos serán objeto de análisis detenidos.

2.2 Boxeadores que se narran, observadores que nos narran boxeadores.

La urgencia que Oates ha mencionado por definir, celebrar y completar el boxeo tiene uno de sus más claros ejemplos en la elección del narrador. Cuando ese ritual sin palabras es capturado en el discurso literario quién cuenta la historia, y cómo la cuenta, tiene una

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importancia capital al tratarse de un mundo de mecanismos internos celosos y de practicantes cuya identidad es definida poderosamente por eso que hacen.

En términos de estrategias narrativas, debo aclarar que en lo sucesivo hablaré de autor refiriéndome al autor modelo, ese dispositivo en el discurso que según Umberto Eco forma la estrategia con la que prevé la existencia de un lector modelo. Este será capaz de cooperar con la actualización textual debido al uso de tres medios por parte del Autor Modelo: “la elección de una lengua […], la elección de un tipo de enciclopedia […], la elección de determinado patrimonio léxico y estilístico” (Eco 80). Así, para la interrelación de estos dos, autor y lector modelo, es necesaria la mediación de un narrador que activará estos tres medios en el texto. Este autor, este narrador y estos tres medios por los que se logra la actualización textual son el centro de mis observaciones.

La forma de narrar de Ricardo Garibay en Las glorias del gran Púas establece un modelo en dos vertientes. En el capítulo anterior he comentado el énfasis en una visión estética de la obra de Garibay y la manera en la que su narrativa hecha de onomatopeyas, castellanizaciones, ajustes a palabras importadas del inglés por el filtro de la mala pronunciación o los recursos ortográficos para emular acentos del español se comprende como una parte integral de su obra. Desde el punto de vista del mundo creado por la narración, hay un interés de recreación de un mundo urbano y también la recreación de un personaje que, como se mencionó antes, era celebrado y repudiado en los medios mexicanos por su personalidad, la cual le salía por los poros, pero en particular por la lengua. La crónica- novela de Garibay se mueve entre una tarea simple y la dificultad titánica de realizarla:

—Bueno. Sale. Si no, vamos a seguir de mamones… Y entons qué, cómo está este rollo, digo, qué pedo saco. Digo, con todo respeto ¡ay sí!

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—Lo dicho. Tú me cuentas tu vida, tal cual; yo la escribo; el periódico la edita; y vendemos un millón de ejemplares. —¿Un millón? Dónde fue el truene ¡ay sí! Y eso qué o cuánto. —Chingo de luz. —Para mirármelo a gusto ¡ay sí! ¿no?, chingo de luz para mirármelo a gusto… (“Las glorias” 218)

El narrador de Garibay se mueve así entre dos registros y entre dos mundos: el mundo verbalmente ordenado y planificado del periodismo deportivo, y el mundo de torrente verbal que es el objeto de su estudio. Más aún, es un mundo en donde la palabra tiene un valor distinto. Su orden no radica en ella sino en los cuerpos y en lo que pueden hacer: “Le revisan dientes, muelas, lengua, paladar, reflejos oculares, orejas, presión arterial y pulsaciones antes y después de veinte sentadillas, respiración, corazón, brazos, puños, nudillos, falanges, estómago, piernas, pies… Perfecto. Báscula: justo en el límite” (224).

El narrador de Garibay intenta acercarse tanto como puede al registro de su entrevistado, pero hay una distancia, una barrera que no puede saltar jamás: no es uno de ellos, ni de los peleadores ni de los hombres del barrio. La voz del Olivares de la crónica es donde queda patente esa distancia y esa oposición de mundos. Él, como el narrador, también sabe que los registros son distintos y puede imitarlos, pero en tanto que el narrador lo hace para acercarse, Olivares lo hace para satirizar: “—Hay que regresar a tambor batiente, como dicen tus cuates periodistas. ‘¡Olivares enrrachado y en plenas facultades!’ ¿No ves que mi público quiere verme otra vez en el pináculo? (Ríe.) ¡Buitres ojetes!” (220, mis cursivas).

Olivares no es el único de ese mundo verbal del que el narrador se encuentra distanciado. El resto de los habitantes del hábitat pugilístico viven en un mundo de argot, referencias y jerga barriobajera que manejan con soltura natural. Las reuniones tras las peleas no sólo son un exceso etílico sino discretos homenajes al boxeo y a su mundo: “Bobi Chacón

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muy paradito el muchacho y su desgracia fue el caunter se entregaba al caunter fácil y esa fue su desgracias y ¿sabes quién fintaba con todo el cuerpo y le espantaban las moscas con el caunter y ya tenía encima media docena de madrazos? Shugar pendejo acuérdate el

Shugarróbinson ¡palabras mayores! y sin ir tan lejos el Mantecas” (237). En cambio, las observaciones del narrador sobre, digamos, el antiguo Hotel Alejandría, en donde en el pasado se hospedaron los mejores boxeadores, contrastan por su cuidada elaboración: “En el amanecer o en la calma de la siesta, gibosas sombras gigantescas, legendarias, de ojos mansos y quijadas de piedra, se balancean rumiando, gruñendo, dando traspiés de acá para allá, buscándose bajo las polvosas arañas del lobi del Hotel Alejandría” (229). El logro del autor en este texto es imbricar todos estos universos verbales en un mecanismo armonioso. Si ha elegido al periodista, es decir, al hombre que mira el boxeo desde afuera, es para que estas distancias y contrastes funcionen en un sistema de oposiciones y de complementaciones cuyo logro es destacable. Garibay incluye en su texto los dos registros del boxeo que dominan la literatura: el de sus observadores y el de sus participantes.

El observador que narra una historia de boxeo o de boxeadores no puede ser ajeno al mundo, o no completamente. Juan Villoro, en “Campeón ligero”, sigue una estrategia similar a la del periodista en busca de la historia. El narrador de su historia nos ofrece la caída de

Ignacio Barrientos. En este caso, se trata de un narrador que ha sido cronista deportivo durante años y cuya columna es especializada en boxeo. Sin embargo, su cercanía con

Barrientos va más allá del apasionamiento de quien observa por lo que es observado: “Seguí sus setenta y dos peleas y escribí sobre ella en Arena, no sólo para llenar mi columna ‘Las doce cuerdas’ sino porque verlo me revolvía el estómago y más de una vez me hizo gritar y alzar los puños como si también yo ganara algo, mal y demasiado tarde” (10, mis énfasis).

Esta cercanía proviene de compartir un pasado en común: “Crecimos juntos, ya lo dije, en

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las barrancas que dominan un flanco de la ciudad de México. Vimos las luces en la noche y anhelamos lo mismo. Entré en su casa incontables veces” (14).

Hay un último elemento que configura al narrador, y desde él, la manera en que la historia es abordada. Se trata de un periodista que quiso ser escritor o, al menos, dedicarse a algo menos mundano que el periodismo deportivo y que está sumergido en ese mundo a regañadientes y siempre como una especie de ente extraño:

Hay que saber ocultar el respeto que uno le tiene a la cultura. Tal vez por eso olvidé el borrador de mi única novela en el último taxi cocodrilo que abordé en mi vida […]. He llevado libros a la redacción, pero siempre a escondidas. Uso gabán de pintor, que me gusta por las bolsas anchas en las que cabe tan bien Onetti; forro las portadas con páginas de nuestro periódico, impreso en inolvidables azul y blanco, y leo en las horas muertas […]. Todo esto explica en parte que haya tomado la carretera a Valle de Bravo; necesitaba sacarme de encima los años en la redacción donde torturamos los teclados, inventarme capaz de otra cosa: si no podía escribir una historia podía provocarla. (12- 13) Así, el narrador impondrá a su objeto narrado, Barrientos, dos elementos importantes: la cercanía visceral con una historia personal y paralela (su carrera como boxeador y la carrera del narrador como periodista) y el interés de provocar una historia. El objetivo final del narrador es hacerle saber a Barrientos que es inocente del crimen que piensa que cometió en la adolescencia, y que lo impulsó a la violencia del boxeo. No busca redimirlo, sino acabarlo como peleador, pues él mismo busca una suerte de redención personal. Para Ryan Long la relación entre el narrador de esta historia y el boxeador sobre el que habla es altamente simbólica y dinámica en las ambigüedades que produce:

El narrador describe la motivación de relatar el cuento de Barrientos como el deseo de exculparse. Pero es el acto de relatarla confesión a Barrientos lo que provoca el final de la amistad entre el narrador y su amigo. La paradoja con que el cuento

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concluye es que la vuelta a la narración se propone como la solución a un problema originalmente causado por el acto de narrar. El cuento de Villoro muestra que la forma de redención que produce la escritura siempre será incompleta por estar basada en el abismo de la significación (324-325).

En cierto modo, el resultado ambiguo de la narración (buscar redención, pero ocasionar aún más dolor) es un reflejo del acto de pelear en la vida de Barrientos. Abundaré sobre este particular en mi último capítulo, pero por ahora, me detendré en el trabajo del lenguaje de

Villoro. La prosa de Villoro está llena de aciertos, pero sobre todo, de cuidado en el fraseo y en el uso de recursos narrativos. No se preocupa por imitar las voces del mundo del boxeo, sino por darle densidad tanto a la historia que narra como al personaje central de ella. La voz del boxeador, el habla de Barrientos, apenas se escucha en un par de ocasiones porque él importa como objeto, no como enunciante. La voz del narrador se impone sobre todo el mundo. Es una voz que une periodismo deportivo y literatura, en la que predomina el interés estético de dotar de simbolismo al campeón de los ligeros, su ascenso y su forma tortuosa y casi suicida de pelear.

Tanto en Las glorias del gran Púas como en “Campeón ligero” la prensa es el origen de la narración. La extendida relación del boxeo con la prensa, como ha sido revisado en el capítulo pasado, hace de ella uno de los medios ideales para hablar del boxeo y sus boxeadores. Los narradores que surgen de ella no sólo conocen de lo que hablan, desde el punto de vista enciclopédico (como lo describe Eco), sino que están dotados para construir esa historia profunda más allá de la historia evidente. Es decir, la historia del hombre más allá de la historia de la pelea.

“El Rayo Macoy”, de Rafael Ramírez Heredia, nos ofrece una narración que aporta sus propios elementos significativos. Si la narración de Garibay apuntaba a una división entre

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observadores (como la prensa) y los participantes (boxeadores, séconds, mánagers, etc.), el cuento de Ramírez Heredia aporta un elemento de ambigüedad a los límites de pertenencia al mundo boxístico. Este cuento fue un parteaguas en la carrera literaria de Ramírez Heredia, pues con él obtuvo el prestigioso premio Juan Rulfo otorgado por Radio France Internationale en 1984 (Matali). En el cuento: “un conocido del Rayo Macoy relata, en un argot impecable, el ascenso vertiginoso de un boxeador: desde su empleo de repartido de medicinas hasta llegar a la antesala de la pelea por el campeonato del mundo: desde nadie a los contratos millonarios y la popularidad desbordante” (Campos, mis cursivas). Como lo nota Campos, el narrador pertenece al círculo cercano de Filiberto Macario Reyes, conocido en el boxeo como el Rayo Macoy. Sin embargo, nunca nos es dicho ni quién es ese conocido, ni cuánto tiempo hace que lo conoce, ni cuál es su propia participación dentro del mundo del boxeo o en la vida personal del Rayo. A pesar de lo iluminadora que me parece la opinión de Campos, no existe ninguna marca textual en la que el narrador se identifique a sí mismo. Nunca utiliza un “yo”, un “nosotros” o ningún pronombre que refiera de manera directa su relación con el

Rayo (algo como un “me dijo” lo colocaría en algún lugar de ese mundo). Por otro lado, su pertenencia al entorno social del Rayo queda marcada por las repetidas alusiones a las historias escuchadas con los que se construye la historia: “eso era lo que Filiberto entendía cuando a media función, o en el intermedio, se hablaba de su primera pelea” (81, mis cursivas); “y dicen que al gordo tuvieron que darle varias puntadas de la patadona que el

Kiko le dio” (85, mis cursivas); “en las arenas del sur de donde lo anunciaban con una masticada R de Rayo” (86, mis cursivas).

Esta aparente distancia de la historia construida desde afuera, sin cercanía física explícita, se anula a partir de la interioridad del Rayo creada por ese mismo narrador. El origen del apodo, inexplicable, es expuesto así: “Fue una combinación de ideas y recuerdos.

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Una combinación tan rara que no es explicable desde aquí sino que tendría que meterse a buscar sus propios suspiros y por allá encontrar a un vaquero de una canción tarareada a medias que hablaba de Tom Mix y Tim Macoy” (86, mis cursivas). No hay una diferencia en los registros de aquello que el Rayo recuerda y de aquello que el narrador cuenta según escuchó o supo que se dijo. Lo único que podemos afirmar a ciencia cierta de este narrador, por otro lado sumamente efectivo, es que comparte con el boxeador, desde el lenguaje, muchas de las características estereotípicas del habla del ambiente urbano. La construcción de ambientes urbanos desde su ambientación, pero sobre todo desde las elecciones léxicas del discurso, es una de las características más destacadas de la prosa de Ramírez Heredia:

“Sus páginas más intensas las encontramos, sin duda, cuando se introduce en sus mundos de barrios clasemedieros o populares: de cabarets de medio pelo, de cantinas sucias y departamentos sórdidos” (Campos). En estos ambientes urbanos populares es donde la desgracia del Rayo se gesta, y es uno de los sitios en donde se puede medir su fama:

sabía que antes de empezar la variedad le iban a echar las luces y el anunciador, con el saco blando, con el anillo bien brilloso, bien balín, sacaría la lengua y anunciar a todos ustedes, señores y señoras, distinguida concurrencia de su centro preferido La Media Naranja, que aquí, con nosotros, se encuentra esa gran personalidad, ese hombre que arrastra multitudes, que es el ídolo de México, con ustedes el Raaaaayo Macoyyy (87-88, mi énfasis)

Uno de los logros de este cuento, desde el punto de vista del manejo del lenguaje y del establecimiento de una oposición dentro/fuera para el ambiente boxístico, es que el “dentro” es determinado por la pertenencia social y la pertenencia social es marcada por el lenguaje.

La cofradía del Rayo no son solo los que boxean, sino los que se mueven en sus ambientes.

Esto es determinante en el cuento porque el universo psicosocial es configurado a través del universo léxico. Como veremos al analizar los elementos de masculinidad y sus

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cuestionamientos en un apartado de este capítulo, la relevancia del narrador no está solamente en lo que dice del Rayo, sino en lo que no se dice de él o de sus conductas homosexuales una vez que comiencen a manifestarse. Ramírez Heredia elige así a un narrador que opera con cercanía de estrato social pero que mantiene la misma incapacidad de crítica o reflexión profunda sobre las conductas que comparten los allegados a los séquitos de los boxeadores.

En tanto que es el mundo al que pertenece, lo mira acríticamente. Existe una implicación adicional: para quién está narrado, o para quién le parece al lector que está narrado. Está narrado desde su mundo para su mundo. Si bien el lenguaje construye ese ambiente y ese mundo, también lo hace críptico o ajeno para quien lo lee y no pertenece a él. El boxeador y quien lo narra están representados en un lenguaje que le es ajeno al medio escrito. Le son extraños, tanto como lo son los boxeadores al medio cultural en ese punto de la literatura mexicana. La diferencia entre el mundo de los autores y los boxeadores es tan grande que su lenguaje es arcano; pero sobre todo, es “popular” en un sentido que mantiene una fuerte oposición a “culto”.

El narrador de Las paredes desnudas, de Imanol Caneyada, se aleja del mundo del boxeo por partida doble. Por un lado, Jeremías Mendizábal, narrador y personaje, no es un entusiasta de la Dulce Ciencia, mucho menos un periodista: “Además, el boxeo me parecía infame, que fuera femenil no cambiaba la cosa. Pero el griterío de los demás fue empujándome al espectáculo” (24). Su relación con la boxeadora Jacqueline la Perra Saldívar surge de su empleo como enfermero, pues ella llega al hospital San Rafael, donde él trabaja, después de ser noqueada brutalmente. Jeremías ayuda a la Perra en la búsqueda de su hermana Marina Saldívar, quien ha desaparecido en una red de trata de blancas en una ciudad fronteriza que permanece innombrada. La novela sigue esa búsqueda como su principal hilo conductor, pero establece dos tiempos en la narración. Por un lado, está el tiempo de la

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historia narrada, que comienza in media res y que recurre a la analepsis para completar los tramos narrativos en el lector. Por otro lado, está la reconstrucción de la biografía de la Perra

Saldívar, que busca arrojar luz sobre el mundo del que proviene, su relación con su hermana desaparecida y su carrera en el mundo del boxeo. Estos fragmentos, los que más me interesan por ahora, se narran desde el otro elemento creador de distancia: un hombre que pertenece a un mundo distinto. Mientras la familia Saldívar salió de una colonia marginal, Jeremías ha logrado vivir en la ciudad, estudiar una carrera universitaria, desarrollar un gusto por la literatura y el teatro, y establecer un negocio propio, aunque fugaz. Mientras avanza la novela, todas estas diferencias son importantes para entender la forma en que Jeremías nos presenta tanto a la boxeadora como al boxeo mismo y al mundo de violencia y criminal al que él, a pesar de todo, no es ajeno. En la ciudad fronteriza sin nombre de la ficción de

Caneyada el único factor igualador es que todos sus habitantes están expuestos a la violencia.

La distancia, empero, entre su propia vida y la de Jeremías es la que aporta el tono de drama íntimo de la clase baja a la biografía de la Perra Saldívar. Jeremías, en su función de narrador de la vida de su amiga, lo hace explícito:

La memoria de Jacqueline carecía de matices. En la narración no había rabia ni derrota ni orgullo. Sólo una mujer y una niña viniendo de un pozo todas las mañanas. Era yo el que colmaba de indignación aquellas palabras. La indignación de quien toda su vida ha abierto una llave para que corra el agua a raudales. Una indignación de andar por casa (56, mis cursivas).

Las apreciaciones de la biografía de Jacqueline están llenas de información que ella entrega

(y sus observaciones) pero también está construida por las apreciaciones y los matices que

Jeremías adiciona. Mientras cuenta la historia de cómo siguen el rastro de la hermana desaparecida, Jeremías se basta a sí mismo para narrar. Pero al contar la historia de Saldívar sus prejuicios se mezclan con las anécdotas de ella, en las que ocasionalmente salta a la 127

primera persona del discurso indirecto: “Mi madre llegó del sur mucho antes de que yo naciera, me contó una mañana Jaqueline la Perra Saldívar” (31).

Estas anécdotas han surgido desde una cama de hospital, antes de que empiece la búsqueda de la hermana, y han sido contadas por una persona que ha sido puesta inconsciente de uno de los peores modos: una golpiza de nueve rounds: “Jacqueline se había convertido en una fuente de imágenes fragmentadas. Era como si el golpe en la cabeza hubiera abierto un abismo en el que debía sumergirse una y otra vez hasta recuperar un instante preciso que le quemaba las entrañas. Yo quería que me hablara de su carrera de boxeadora. A fin de cuentas se trataba de una celebridad” (55, mis cursivas). De un modo similar a lo que hace el narrador de “Campeón ligero”, la función de este narrador es organizar aquello que el otro no puede ordenar. Jeremías se convierte en un principio ordenador de esa fragmentación. A pesar de no ser un entusiasta, sabe lo que representa su posición en la sociedad y no su interés se despierta.

Al final de la novela, cuando la trama se ha resuelto y los personajes vuelven cada cual a su esfera regular, el narrador ha cambiado en su forma de apreciar el boxeo: “La pelea coincidió con mi día de descanso. Sólo en mi casa prendí la tele, abrí una cerveza y seguí los derroteros del enfrentamiento. Los comentaristas coincidían en que Jacqueline Saldívar había mejorado su técnica. Tenía que ver con que don Lalo estuviera en su esquina asistiéndola”

(334). Para este punto, él ya tiene un involucramiento afectivo con la boxeadora a la que no ha vuelto a ver y también tiene un conocimiento de quién fue don Lalo para Saldívar (su primer entrenador) y ha entablado conversaciones de primera mano tanto con el entrenador como con el tétrico representante Varesi. Su grado de conocimiento de ese mundo ha aumentado y desde ahí, su capacidad de ordenar la historia y comprender sus propios

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descubrimientos permea la narración que hemos leído. Ciertas distancias, para este narrador, se han acortado por virtud de la propia historia que ha narrado.

La narración, en Juan Tres Dieciséis, sigue una estrategia doble, en parte similar a la de Las paredes desnudas. Se trata del último libro (de cuatro, hasta ahora) de la saga de

Tomás Peralta, el Malasuerte; detective pelirrojo que resuelve casos que se entrecruzan en la ciudad de Tijuana, la frontera norte de México. La acción arranca con el asesinato del marido de Marlene Carrasco, hija del empresario Renato Carrasco, quien finalmente será asesinado también y esto constituirá uno de los dos ejes centrales de la historia. Por otro lado, está el asesinato de Gabriela Pacheco, la pareja sentimental del boxeador Juan Tres Dieciséis, el cual desaparece después de que se despierta en un cuarto de hotel con el cadáver mutilado de

Gabriela Pacheco al lado suyo. Malasuerte, contactado por el entrenador de Juan Tres

Dieciséis, Montalvo, debe encontrar al verdadero asesino de Pacheco, aunque todas las pruebas apuntan al peleador. Una de las pruebas esenciales en el caso es el manuscrito autobiográfico del boxeador, dirigido al padre de su pareja sentimental asesinada (el doctor

Elías Pacheco, quien también morirá en un accidente automovilístico). En este manuscrito,

Juan Tres Dieciséis describe sus orígenes, la razón de su nombre peculiar, el desarrollo de su carrera profesional, su relación con su círculo inmediato y los procedimientos de delirio, culpa y locura que lo llevan eventualmente a matar a un contrincante en el cuadrilátero y a proclamar que su muerte ha sido un sacrificio de naturaleza religiosa. Este manuscrito es la segunda parte, y la más extensa, de las tres en que la novela se divide. A esta parte dedicaré varios comentarios.

Debido a que toda la acción del libro es narrada en primera persona por Malasuerte, el subtítulo con que se presenta la Parte Dos del libro es tan sugerente como conveniente:

“EL CUADERNO DE JUAN TRES DIECISÉIS (EDITADO)” (Peña 49, mis cursivas). El

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lector desconoce el contenido exacto del cuaderno, pero puede ver una versión filtrada por la lectura de Malasuerte, quien lo recibe al finalizar la Parte Uno de manos del doctor Elías

Pacheco, padre de la pareja sentimental de Juan Tres Dieciséis, asesinada. Esta técnica tiene ecos de las populares autobiografías de los boxeadores de las épocas clásicas del boxeo, a veces, explícitamente asistidas por editores o autores (como Joe Louis, My Life, de Joe Louis y Edna Rust, 1978, o Raging Bull: My Story, de Jake LaMotta y Joseph Carter), pero también con ejercicios como el del mexicano José Ramón Garmabella, en 2009, Grandes leyendas del boxeo, en la que el periodista-escritor forma una “autobiografía” simulando la voz del boxeador en base a series de entrevistas. A raíz de esta estrategia, podemos ver una diferencia en los usos léxicos entre ambos narradores. A pesar de que el cuaderno de Juan Tres Dieciséis está editado, conserva una autonomía en su estilo, tiene una voz propia. La voz de Malasuerte se concentra en los crímenes y su resolución, en tanto que la voz del Dieciséis se concentra en sí mismo. Narra con libertad pues no sabe que el cuaderno será leído por alguien más que su suegro, quien lo insta a escribirlo, según Juan, “esperando que el hacerlo ayude a curar el fanatismo religioso que usted y Gabriela dicen que padezco” (51).

Una de las peculiaridades del manuscrito, en cuanto a la configuración del personaje, es la atención minuciosa a los detalles de índole pugilística. Abundaré sobre el particular en el apartado siguiente, pues las consecuencias del uso de referentes tienen consecuencias que se expanden más allá del manuscrito y permean la novela entera. En cuanto a la voz con que

Juan narra, uno de sus detalles más destacados es una constante tensión en su forma de percibir este fanatismo religioso del que habla. Peña elige que el boxeador no se narre a sí mismo desde el lugar común de generar un registro que emule el habla popular. El personaje sabe que no está hablando, sino que escribe y lo hace con atención. Más aún, la “edición” que sabemos que se hace lo acerca más y más al registro escrito con todo y sus características

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tipográficas: entrecomillados, cursivas, guiones para los diálogos, comentarios parentéticos, etc. Es un texto hecho para leerse y, puesto que es un texto escrito sin ninguna intención estética por parte del narrador (aunque genere elementos estéticos por la configuración por parte de la estrategia autoral), no recurre a las onomatopeyas ni a ningún esfuerzo fonético de reflejar particularidades lingüísticas. El resto de la novela, narrada por Malasuerte, comparte muchos de estos elementos, e incluso las alusiones a revistas populares (Hombre saludable, en el caso del Dieciséis; Selecciones de Reader’s Digest, en el caso de Malasuerte) los colocan en un nivel de paridad. Quien se acerca a la historia del boxeador para presentarla

(editada) se encuentra en el mismo nivel social que el boxeador y, aunque ninguno es un erudito, un escritor o un periodista, ambos son perfectamente capaces de distinguir que los registros escritos difieren de los orales y obran en consecuencia.

Esto parecería una distinción intrascendente, pero la consecuencia es que la distancia entre el boxeador que se narra a sí mismo y el narrador que lo incluye en su historia es mínima. Como se verá en el desarrollo del siguiente capítulo, ambos comparten ambientes e infancias similares. Ambos comparten niveles educativos análogos. El que se interesa en la historia del boxeador, en este libro, no se encuentra en una situación intelectual superior y esto tendrá consecuencias decisivas en la configuración heroica final del Dieciséis, que expondré en el capítulo final.

Hay dos novelas más que utilizan una estrategia similar de otorgar la voz al boxeador para que se narre a sí mismo. La primera de ellas es Artillería Nocaut, de Víctor Solorio. En su novela, el boxeador Eleuterio el Detective Marto se encuentra en el final de su carrera pugilística: vende derrotas a requisición de su mánager, a pesar de que aún es un peleador competente. Su ahijada se presenta a una de sus peleas y le pide que localice a su padre,

Agustín Correa, compadre de Marto con quien se ha distanciado desde hace años. Al

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investigar la desaparición de su compadre, Marto regresa a sus contactos de sus años en el ejército y descubre una trama de crimen, narcotráfico y violencia que pone a la ciudad entera en alarma total. El uso de la voz de Marto es peculiar. Solorio, al igual que Peña, elude el recurso de plasmar un “habla” particular para el boxeador, en el sentido de que no se esfuerza en emular registros populares. De nuevo, el boxeador representado por su voz no es presentado como un objeto ajeno, un ente verbal extraño al que hay que llenar de palabras altisonantes, errores de pronunciación y albures. No tiene el primitivismo del cantinfleo en el que Bartra identificaba una posición ideológica en favor de una cierta élite del poder. Marto es un narrador competente que responde a las necesidades de su mundo: no elabora complicados juegos verbales ni desarrolla figuras retóricas en exceso, sino que narra de forma directa y clara. En este sentido, sigue la tradición narrativa de los hard-boiled estadunidenses10. Durante la presentación del libro, sostenida en el Centro Cultural Morelia de la Universidad Nacional Autónoma de México, el 29 de julio de 2015, el autor abundó sobre el particular afirmando que su narrador es un descendiente directo de Philip Marlowe, el detective de cabecera de Raymond Chandler. Es decir, la presentación de la voz del narrador responde más a los presupuestos estéticos de la tradición literaria anglosajona de novela sobre el crimen que a la tradición literaria latinoamericana de la búsqueda de voces populares. Su texto, obra en consecuencia.

En mi análisis he destacado el recurso persistente de un trato particular a la voz del boxeador. Puesto que se sabe que proviene de una clase social baja y sin educación, la representación de su voz es consecuentemente la de un iletrado. Así lo hemos visto en Las

10 En el capítulo 4 dedicaré un análisis más detenido a la relación de la literatura mexicana de boxeo con el subgénero conocido como “neopoliciaco”. Este subgénero parte del hard-boiled estadunidense, aunque desarrolla sus características particulares en la literatura escrita en español. 132

glorias del gran Púas, de 1978, en “El Rayo Macoy”, de 1984, y lo veremos cuando abunde sobre Con la muerte en los puños, de 2003. La voz del boxeador, a medida que avanza el siglo XXI, se ha integrado a la narración sin una urgencia de emular esa habla. A eso apunta la estrategia de Las paredes desnudas, originalmente publicada en 2010, aunque mantiene también esa forma condescendiente de tratar a la voz de la Perra Saldívar. Pero sobre todo, a eso apuntan Juan Tres Dieciséis, de 2014, y Artillería Nocaut, galardonada con el Premio

Otra Vuelta de Tuerca en ese mismo año. La implicación de esta normalización de la voz del boxeador, apunta a una normalización del personaje también, pero más aún, a la reducción de la distancia inicial con que se ha tratado al boxeador en la literatura mexicana. Una vez que la estrategia autoral deja de hacerlo que hable con un lenguaje populachero ya pertenece al mundo de lo literario y de sus enunciantes posibles. Al fin puede narrar sin sonar como un invasor de la esfera escrita.

La otra novela que utiliza al boxeador como un narrador en primera persona es Con la muerte en los puños, de Pedro Ángel Palou. Esta novela, publicada en 2002, usa la voz de manera opuesta a lo que hacen las novelas posteriores. La manera en que el registro del narrador ha sido utilizado es uno de los puntos en los que cierta crítica especializada ha reparado. Si antes vimos que Rafael Lemus objetaba el uso de lugares comunes como un punto flaco de la historia, la voz del narrador que cuenta su propia historia es otra de las objeciones del crítico:

La novela también fracasa en el punto más sensible: en la recreación del lenguaje popular. Palou entrega la voz a Baby Cifuentes, y éste narra no en español sino en chilango, esa calamidad. El tono es coloquial y los giros, de barrio. El discurso se arma desorganizadamente y nada apunta hacia una estilización del habla popular. El objetivo es la autenticidad: plasmar con realismo la voz de un pugilista emanado de la miseria. Al principio, la tarea se cumple medianamente; después, todo se torna fácil

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y mecánico. Palou abusa de un método bárbaro: salpicar groserías aquí y allá. (Lemus, mis cursivas)

En algunos de nuestros textos analizados anteriormente, hemos visto que esa misma urgencia por dotar de realismo a la voz de un pugilista de extracción social baja se convierte en uno de los aciertos estéticos. Tanto en “El Rayo Macoy” como en Las glorias del gran Púas, una parte del éxito recae en esa estilización adecuada. No es exactamente el habla popular, sino una apropiación de este, una reinvención cuyo fin último es el de apoyar un producto literario.

Palou ha revelado en entrevista que el libro surgió a través del conocimiento de un boxeador real, Abraham Martínez, quien hasta 2011 aún trabajaba como bolero en el centro histórico de la ciudad mexicana de Puebla. Se trata de “uno de los pocos campeones mexicanos en la categoría de peso welter11” (Herrera). En su entrevista con Herrera, Palou asegura que creyó que le bastaría escuchar la biografía de Abraham Martínez para escribir el libro, pero Martínez “como la mayoría de los boxeadores, no entiende nada de su pasado; no podía narrarme ni un fragmento de su biografía para que yo la novelara” (Herrera, mis cursivas), por lo cual Palou se dedicó a investigar sobre el mundo del boxeo durante más de un año:

Después de tanto indagar supe que debía alejarme de la investigación y hacer un ejercicio lingüístico, e inventé un lenguaje abstracto, literario y ficticio, con el objeto de que mi historia sonara bien real. A partir de ese momento la novela fluyó; la escribí como en dieciocho días. La dejé reposar, pues el lenguaje que utilicé no tiene nada que ver con el mío, y antes de corregirla se la di a leer al “Finito” López, a José Sulaimán y al “Pollo” Meneses (Herrera, mis cursivas).

11 A pesar de mis esfuerzos, nunca he podido ubicar un registro fidedigno de sus peleas o alguna nota deportiva que lo coloque como campeón de ninguno de los principales organismos internacionales. 134

He decidido destacar varios segmentos de este fragmento de la entrevista, pues me interesan en lo que respecta a estrategia desde fuera del discurso. En principio, la observación de

Lemus ya ha dejado claro que el lenguaje del libro no es literario ni ficticio; es decir, no hay una estilización a través de la cual se trabaje literariamente el lenguaje popular, o esa entelequia que es el lenguaje popular para la literatura culta. La estrategia de trabajo de lenguaje ha fracasado, por lo cual se recurre a la estrategia de justificación autoral. En el apartado siguiente abundaré sobre esta manera de justificar el libro desde fuera de él, a través del uso de referentes. Por ahora, me interesa destacar la particular distancia que se finca entre quien narra y lo narrado. Esta distancia está presente tanto en la voz como en el objeto, algo que nada tiene que ver con el autor empírico, pero cuyas limitaciones trascienden al autor modelo. Como he recordado anteriormente, el autor que me interesa aquí es el que surge de una estrategia textual. Al encontrar que el discurso es endeble desde esta estrategia, he querido ahondar en las causas desde la estrategia fuera de él con que se pretende justificarlo.

Cuando hablaba de la manera en que Poniatowska veía esta novela, como una oportunidad para conocer un mundo que le era por completo ajeno. Este mundo, puesto que es ajeno para un cierto segmento de la intelectualidad, se vuelve incomprensible. Su lenguaje, por lo tanto, es inapresable. Es un mundo que no tiene nada que ver con ellos y, por ello, por esa distancia, se apela a dos estereotipos para construirlo: el mito del perdedor y el habla del arrabal.

Dado que el texto es endeble desde dentro, hay que recurrir al uso de autoridades. En este caso, dos boxeadores retirados, López y Meneses, y el que entonces era presidente del

Consejo Mundial de Box, Sulaimán. Es una estrategia recurrente desde el punto de vista editorial, aunque dudosa una vez que el texto es revisado cuidadosamente. Es curioso, sin embargo, que la estrategia de justificación desde fuera del texto rinda frutos. Incluso el mismo Guillermo Samperio, uno de los pioneros en la literatura de boxeo en México, acepta

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este uso de gente de box como validación parcial del texto, pero no puede dejar de notar que hay un problema de tipo francamente estético:

Sé que a Palou le apasiona que los lectores de esta novela no sean críticos ni lectores de literatura quizá sí apasionados del box y los deportes, que también los hay escritores, y yo me incluyo, pues podría resultar más verídica o creíble desde el punto de vista del boxeador y no de los críticos. Lo peligroso es que ese efecto se limite sólo a ese entorno y que el público lector, por lo regular exigente, no se crea esa veracidad (Samperio, “Por las viejas”, mis cursivas).

Este peligro es justo el que se desencadena del uso del lenguaje elegido y del tratamiento dado. La postura de Samperio revela la distancia y, de cierto modo, la condescendencia de un tema emanado desde lo “popular” en un vehículo concebido como “culto”. Revela también uno de los asuntos medulares en la elección de narrador y en la forma en que se aborda el universo boxístico: el problema de la autoridad de la voz narrativa. En otro momento, analizaré la importancia del uso de referentes y del comportamiento corporal narrado en las obras que me interesan, así que por ahora no abundaré en la multitud de errores en que la obra de Palou incurre al describir los entrenamientos, las peleas y las técnicas aprendidas en el gimnasio.

De los ejemplos que he extraído, se puede coludir esa conclusión que ya anticipaba: con el avance del tiempo, hay ciertos lugares comunes que se han acentuado y cuya recomprensión favorece al tratamiento estético de la figura del boxeador; del mismo modo, el uso de registros y la manera en que los narradores se posicionan frente al boxeador como figura literaria establecen una relación de cercanía o de distancia, esto es, de normalización o extrañamiento. Estos dos enfoques serán definitorios en la manera en que la figura del boxeador ha sido recomprendida con el avance del siglo XXI, una comprensión que debe mucho a los narradores que nos acercan las historias. Es desde estos narradores que los

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autores de los textos que analizo vinculan el mundo ficcional y el mundo real a través de usos de referentes.

2.3 El referente como estrategia.

Antes de entrar de lleno en el análisis de los distintos rasgos comunes a los boxeadores del corpus seleccionado, detendré mi atención en un elemento que, en mayor o menor medida, también comparten los materiales que captarán mi atención: el uso de referentes del mundo del boxeo como estrategia de autoridad del narrador. Al hablar de referentes, me refiero tanto a los personajes históricos como a los de la inmediatez del contexto nacional en la narración.

Adicionalmente, como comentaré, existe también un uso del argot específico y diversas exposiciones del conocimiento del ejercicio pugilístico que fungen como estrategia que autoriza la voz del narrador (con mayores y menores grados de éxito), a la vez que establece la distancia con el mundo narrado. Si el lenguaje establece una distancia sociocultural, el argot y los tecnicismos, así como las descripciones del ejercicio corporal, establecen la lucidez en el manejo del conocimiento enciclopédico del mundo que es objeto de la narración.

Como hemos visto, debido al gran peso que tiene el boxeo como deporte, espectáculo y práctica social, el hecho real y objetivo, pero sobre todo la exotización preexistente, se impone de cierto modo como un precedente ineludible a la narrativa ficticia. De los materiales que he consultado, apenas dos de ellos (las novelas Artillería Nocaut, de Víctor

Solorio, y Las paredes desnudas, de Imanol Caneyada) han evitado utilizar referencias a boxeadores históricos o a boxeadores activos al momento de la publicación tanto como para enmarcar las acciones de su trama como para ejemplificar o parangonar a su peleador ficticio con un referente conocido en el amplio mundo del boxeo. El resto de los materiales han echado mano de distintas referencias al boxeo nacional e internacional con estrategias

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diversas, e incluso han utilizado referencias a boxeadores ficticios que ya forman parte del folklor. Por el momento, dejaré de lado la crónica de Ricardo Garibay, de la que ya me he ocupado, porque este aspecto particular se encuentra tan profundamente imbricado (después de todo, es una crónica “novelada”) que cualquier intento de vinculación con referentes caería en el exceso o la redundancia. Sin embargo, no es así con materiales como el cuento de 1984,

“El Rayo Macoy”, de Rafael Ramírez Heredia.

El cuento, además del uso del habla popular que ya he referido, destaca por la feroz caracterización del Filiberto Macario Reyes, alias el Rayo Macoy, como un hombre decididamente entregado a dos placeres máximos: el alcohol y el sexo. El resultado es su precipitación final hacia el abismo justo cuando se encuentra en el punto más alto de su carrera. Es, pues, un cuento paradigmático tal como lo he venido indicando, y como indicaré a profundidad en su momento. El uso de las referencias que utiliza sobre otras figuras del boxeo es lo que me interesa por ahora. En principio de cuentas, su educación sentimental dentro de su pobreza está influenciada por las figuras cinematográficas, pues los exiguos ahorros que tiene mientras es repartidor de medicinas en bicicleta los usa “para comprarse el tequilita los sábados, o meterse al cine a ver a Armando Silvestre o a David Silva en Campeón sin corona” (81). La película es mencionada hasta en dos ocasiones, la siguiente, cuando el narrador recuerda la actitud belicosa del Rayo cuando su amada Sofía Santos, de los tiempos cuando del pueblo cercano a Valle de Bravo (su lugar de origen), era importunada por los léperos locales: “que se pone como perro del mal y ni las manos metieron esos cuates y entonces cada vez que había bronca le hablaban al Filiberto que nomás se ponía como David

Silva en Campeón sin corona y parecía que le entraban ganas de tumbar a todos” (84). Es de notar que el contexto en que se descubren las habilidades camorreras del Rayo no dista mucho del cartabón trazado por la película de Galindo: hay una defensa de la dama, hay un ejercicio

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de barriada de la violencia y hay un destino más o menos similar: el despeñamiento al fondo de una botella. Por otro lado, la forma de medir su fama se encuentra vinculada directamente con los boxeadores de quienes se puede aventurar que Ramírez Heredia se ha inspirado. La gente que sigue su carrera se pregunta “si el Barretero de Valle era mejor que el ex nevero de Peralvillo o el Toluco” (88). Acaso no sea necesario ser un entendido del box para saber que se refiere a Rodolfo Casanova, quien fuera nevero en la colonia Peralvillo, y al Toluco

López, el célebre campeón peso gallo de finales de la década de 1950 cuya ferocidad dentro del ring sólo era comparable a su afición por la bebida (Mejía y Sáinz 82). Esta comparativa, el mundo de referentes creados, es apenas suficiente para que se entiendan en sus niveles connotativos. No sólo hay una vinculación de la fama del boxeador ficticio con la fama de los boxeadores reales, sino que se parangonan sus actuaciones fuera del cuadrilátero así como ciertos rasgos conocidos. Es decir, se le puede comparar con golpeadores serios, pero no con estetas del cuadrilátero. Esta comparación, desde luego, no escapa a sus comentaristas, como a Marco Antonio Campos, quien extiende el universo de comparaciones posibles: “El Rayo

Macoy es una suerte de personaje síntesis donde hay algo, creemos notar, de los grandes

ídolos populares: el Pajarito Moreno, el Toluco López y Rubén Olivares, por citar tres: los que tienen todo y lo arruinan —arruinándose— todo” (Campos, mis cursivas). Por lo demás, el mundo de referencias inmediatas a las calles de la Ciudad de México y centros de reunión

(como la plaza Garibaldi) establece el contexto urbano de subdesarrollo y vicio en el que el

Rayo se mueve, a pesar de que no hay una temporalidad precisa. Jamás sabemos exactamente en qué año o década existe el cuento, aunque resulta algo sin importancia capital en el cuento.

En el capítulo siguiente, me detendré a analizar el trayecto del boxeador como ha sido narrado en la literatura mexicana desde su surgimiento de un entorno socioeconómico particular. Con diferentes grados, las descripciones de los entornos no sólo apoyan la verosimilitud del

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personaje, en tanto que se adecúa con la expectativa de “boxeador surgido del arrabal que nunca abandona por completo el arrabal”. Además, importan pues pueden apoyar consideraciones sobre una posible crítica social en los productos literarios: la pobreza como origen de la violencia, la marginación como un estigma que nunca abandona, la segregación racial como una actividad de facto a pesar del discurso de la identidad nacional mestiza, etc.

Juan Villoro, en su cuento “Campeón ligero”, sigue una estrategia similar, aunque mucho más explícita en su uso de referentes al mundo del boxeo mexicano consignado en los anales deportivos. El tiempo del cuento transcurre mientras el ya mencionado periodista anónimo amigo del boxeador Ignacio Barrientos rememora la historia del campeón de los ligeros en vísperas de la pelea de unificación. Barrientos presenta algunas características peculiares que han sido seguidas de cerca por el periodista deportivo que ha dedicado buena parte de su carrera en el ficticio diario Arena a tratar de congraciar a Barrientos con el público.

Para darnos una idea de quién es Barrientos, el narrador se dirige, nuevamente, a la historia del box, una estrategia común en la prensa deportiva: “Ignacio Barrientos nunca fue un ídolo.

No tuvo la estrella impecable del Ratón Macías ni la estrella turbia del Púas Olivares, no alcanzó la gloria del apodo único (Chiquita o Mantequilla), ni el honor dinástico del apodo derivado (el enésimo Kid de Tamaulipas o de ” (10). Su mejor talento es el de recibir castigo y conseguir nocauts “de angustia” en el último minuto. A través de la voz del periodista, asistimos a la historia de la caída de Barrientos. Su caída, llena de peculiaridades, no tendrá una causa en el lugar común. No es el alcohol, ni las mujeres, ni las drogas. Lo que acaba con Barrientos es el alma en paz. Barrientos, durante más de veinte años, ha creído que mató a un hombre en un robo durante su juventud. Ese es el secreto de su estilo de pelea: una culpa que lo urge a castigarse. Una vez que se entera que el hombre que creyó haber matado no fue víctima suya sino de un tercero, Barrientos inicia un declive en su carrera, para luego

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retirarse del boxeo y morir de una afección pulmonar. A pesar de que no hay una referencia explícita a ningún boxeador mexicano en este truco de la psique, puedo aventurar que Villoro retoma la historia del boxeador italo-americano Jake LaMotta: “For eleven years he mistakenly believed he had murdered a man in a robbery, and, unconfessed, yet guilty, wanting to be punishd, LaMotta threw himself into boxing as much to be hurt as to hurt”

(Oates, “On boxing” 85). Y del mismo modo que en el cuento de Villoro, el conocimiento de la inocencia afecta la manera de boxear: “When LaMotta eventually learned that his victim had not died, however, his zest for boxing waned, and his career began its abrupt decline”

(85). Por supuesto, no se trata aquí de un peleador mexicano, sino de una anécdota que remite a un peleador famoso grandemente recordado por soportar de pie una paliza soberbia a manos de Sugar Ray Robinson (inmortalizada en la escena más violenta de la película Raging Bull, de Martin Scorsese). Lo que me interesa del trabajo de Villoro es su manera de enmarcar a

Barrientos como una excepción notable en el pugilismo nacional. Su excepcionalidad radica, contradictoriamente, en su falta de carisma: “Ni siquiera en su caída Ignacio Barrientos fue carismático. Salvo en los casos del Ratón Macías, Pipino Cuevas y otros pocos, la ruina es el trámite final del boxeo. Nacho se eclipsó sin originalidad” (39-40).

Esta forma de fincar distancia desde los referentes tiene varias consecuencias para el cuento. En principio, convierte al boxeador en un perdedor perenne, alguien que incluso

“ganaba como si perdiera” (11). Tratándose de un cuento que forma parte de un tomo titulado

La casa pierde, es evidente que Villoro busca explorar justo esa veta de la derrota, pero para ello crea un boxeador peculiar: un triunfador en el palmarés que carece de capacidad de arrastre de las masas a pesar de su forma de inmolarse sobre el cuadrilátero. Podría objetar que un estilo de pelea como ese causaría muchas reacciones en el público mexicano salvo la indiferencia. Incluso, algo de Barrientos recuerda al boxeador mexicano campeón gallo y

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super gallo entre 1988 y 1997, Daniel Zaragoza. El periodista Alejandro Toledo, al describir la manera en que la cara de Zaragoza sangraba en su pelea por el cinturón gallo en 1982, acota: “La sangre manaba peligrosamente. Volvían los fantasmas de las heridas en el rostro, de la posible descalificación, fantasmas que lo han acompañado en toda su carrera. Casi todas sus peleas se construyen bajo el signo de lo dramático” (84-85). Sobre Barrientos, el narrador creado por Villoro dice: “A Nacho sólo podían levantarle el brazo de ganador cuando su rostro estuviera destrozado” (24) y describe una de sus múltiples victorias: “Finalmente,

Nacho saltó al ring y retuvo la corona con un uppercut en el noveno asalto, segundos antes de que el réferi decidiera que sus cejas abiertas calificaban como nocaut técnico” (29). A pesar de las similitudes en los estilos del peleador ficticio, poco admirado por el público, y el peleador real, altamente respetado en el ambiente, creo que es lícito comprender que la estrategia de Villoro es la de conmover al lector. Es decir, la posibilidad de que un asimilador de castigo que consigue nocauts de angustia resulte impopular es baja12, pero si uno la acepta como premisa del cuento, se descubre que el trabajo de empatía es hacia el lector, no hacia el público ficticio. Este puede reaccionar de cualquier manera que Villoro describa siempre que se entienda que el lector es el destinatario final de una empatía similar a la que el narrador expresa por el boxeador. De este modo, la otra consecuencia en el uso de los referentes del deporte es la configuración tanto del narrador (como periodista y amigo) así como la modelación de la entidad receptora del cuento. Es, pues, una estrategia narrativa.

El caso de Juan Tres Dieciséis es algo más complejo, pues la novela hace varios entramados referenciales. En principio de cuentas, tiene referentes directos y referentes indirectos. Llamo directos a los referentes claros, evidentes e identificables en el mundo

12 Abundaré sobre las razones de esto más adelante en este mismo capítulo. 142

pugilístico: personajes, empresas y lugares. Llamo referentes indirectos a aquellos que son identificables para el entusiasta como alusiones (o posibles alusiones) a púgiles reales o a empresas, situaciones o personas reales, pero que no son explícitos en la obra.

El primer juego de referentes directos se encuentra cuando el detective creado por

Hilario Peña, Tomás Peralta, el “Malasuerte”, lee en la prensa deportiva de que el boxeador

Juan Tres Dieciséis se encuentra prófugo de la justicia, acusado de asesinar violentamente a

Gabriela Pacheco, su pareja sentimental: “Al final, el artículo periodístico hacía referencias a otras leyendas del boxeo involucradas en crímenes pasionales –gigantes como Carlos

Monzón, Arturo Gatti, Alexis Argüello y Edwin Valero–, sin dejar de mencionar los líos con mujeres de estrellas como Tyson, Mayweather Jr. y el Chocolatito González” (20). Las referencias ubican a Juan Tres Dieciséis en una constelación de púgiles de cualidades excepcionales implicados en crímenes o líos deleznables de violencia de género. Mientras mira la misma nota, recuerda que el siguiente fin de semana se llevará a cabo la pelea entre

Julio César Chávez Jr. y Marco Antonio “” Rubio, con lo cual el marco temporal de la novela queda fijado, pues esta pelea por el cinturón de los pesos medios del Consejo

Mundial de Boxeo tuvo lugar el 12 de junio de 2012, en , Texas.

Más allá de la caracterización del boxeador y la ubicación temporal, las referencias directas buscan contribuir a la creación del ambiente de las peleas. El informante de

Malasuerte en el mundo pugilístico es un exboxeador que ahora vende tortas apodado el Yuca

(recurrente en la saga detectivesca de Malasuerte). Dado que la acción ocurre en Tijuana, el

Yuca tiene en su negocio fotografías “al lado de boxeadores como José Luis Castillo, Julio

César Chávez, la Chiquita González, Héctor Velázquez y Juan Tres Dieciséis” (42), al menos tres de ellos con una importante relación con Tijuana durante algún tiempo, ya por ser su lugar de residencia, ya por ser donde se prepararon para peleas o porque ahí consolidaron su

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fama nacional. Con el avance de su carrera, Juan Tres Dieciséis asegura tener algún tipo de camaradería profesional con boxeadores de la talla del supergallo Guillermo Rigoundeaux

(184), medallista olímpico que se expatrió de Cuba y cuya historia personal es una novela por sí misma. Aunque la pelea más importante de la carrera de Juan Tres Dieciséis es en el

MGM Grand de Las Vegas contra un boxeador igualmente ficticio, Ariel “la Bestia”

Cárdenas, todo lo que ocurre alrededor de ellos tiene referentes reales como el mismo casino en donde pelean. En un elevador del hotel MGM Grand, en donde está hospedado el

Dieciséis, el personaje dialoga con los comentaristas Max Kellerman y Jerry Olaya de la cadena HBO; al salir del elevador, se encuentra con Richard Schaefer y Eric Gómez, de la empresa Golden Boy Promotions propiedad de Óscar de la Hoya (168-169). El réferi de la pelea es Tony Weeks (176), quien recientemente ha participado como réferi en peleas de Saúl

“Canelo” Álvarez, Floyd Mayweather Jr. y Julio César Chávez Jr., entre muchos otros. El anunciador en el centro del cuadrilátero es Michael Buffer (182), la voz oficial que anuncia a los púgiles para HBO a través de la empresa Top Rank Inc. Incluso los jueces que llevarán las tarjetas de las peleas son referencias reales, y esto tiene una injerencia en las acciones pues su historial de jueceo muestra una tendencia a favorecer el volumen de golpeo sobre los golpes de poder, tal como lo asegura el promotor ficticio Edmundo Yáñez al entrenador

Montalvo:

—Lisa Giampa tenía empatado el primer combate entre Salido y López, además de tener cerrado el de Iván Calderón en contra de Giovanni Segura. El otro juez, Dennis Nelson, tenía empatado el segundo pleito de Salido contra López, luego de darle el gane a Devon Alexander sobre Lucas Matthyse. John Keane vio a Mayweather ganarle por cuatro puntos a Castillo en su primer enfrentamiento. Los tres jueces se dejan guiar por el público y favorecen las cachetadas. Eso te conviene a ti, Juan, porque eres el local y porque… (181)

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Todas las referencias son corroborables y acertadas. Incluso, aquellas que se refieren a los rumores de sobra conocidos sobre los pugilistas y sus restricciones en cuanto a comportamientos sexuales, tal como lo hace Celeste Betancourt, la mujer que entra en la vida de Juan Tres Dieciséis justo la noche antes de la pelea y que rechaza acostarse con él por razones meramente boxísticas: “—Ve lo que le pasó a Tyson con Buster Douglas, por andarse metiendo con las japonesitas que le servían en Tokio. Además, Rocky Marciano permanecía célibe durante toda su preparación, y él se retiró invicto. Lo mismo hacían Sugar Ray

Robinson, el Ratón Macías, Liston y Frazier” (170).

Las referencias abundan, pero las que he mencionado bastan para establecer su uso con fines de verosimilitud, ambientación e incluso algo que es más sutil, pero no por ello menos importante: credibilidad de la voz narrativa. Sin importar quien narre, es importante para la estrategia textual construida que los datos aportados sean precisos, verificables, pero sobre todo relevantes y consistentes, pues eso la autoriza. Es un despliegue de conocimientos enciclopédicos que rivalizan con los del lector entusiasta del boxeo y que bien pueden estar orientados a ganarse su respeto con los datos duros en aras de aceptar aquello que estará dentro de la ficción. Especialmente porque estos datos no son disparados a la ligera, sino participan de la estrategia textual, apuntalándola.

En cuanto a los referentes indirectos, los más evidentes se encuentran en el ascenso a la fama de Juan Tres Dieciséis: “La televisora envió un equipo de producción a entrevistarme al gimnasio para lo del torneo patrocinado por la Cerveza Ligera” (86, mi énfasis). La

“televisora” jamás es vinculada con ninguna de las dos televisoras más importantes de

México, Televisa y TV Azteca, pero es evidente que se trata de una referencia a cualquiera de ellas. El boxeo en México solía transmitirse por televisión abierta (libre de paga) a través de Televisa hasta 1992 y sólo volvió a ella hasta 2007, cuando TV Azteca llegó a un acuerdo

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con el Consejo Mundial de Box para transmitir algunas de las peleas de la organización

(Santos). Esta popularidad tradicionalmente ha contado con el respaldo de cervecerías como patrocinadores, principalmente, la marca Corona, del Grupo Modelo, y la marca Tecate, de

Cuauhtémoc-Moctezuma. Así, la “televisora” puede ser cualquier empresa mexicana así como la Cerveza Ligera puede ser cualquier marca de las mencionadas. Lo esencial es establecer la imbricación de televisoras y cervecerías en el aspecto promocional del boxeo y la participación inevitable del Dieciséis en sus estrategias. Sobre las razones por no hacer la alusión directa pueden encontrarse dos: una intención estética por crear un universo con cierta independencia o, por otro lado, un compromiso económico, pues Fundación Azteca, Círculo

Editorial Azteca, el canal televisivo Proyecto 40 (todos parte del Grupo Salinas-Pliego, propietarios de TV Azteca), aparecen como patrocinadores de la edición del libro publicado en Random House México.

Finalmente, el boxeador ficticio Rodrigo Torreslanda configura un referente indirecto más. En la novela, se trata de un campeón de papel, cuya fama la debe más a sus buenas relaciones que a su talento. Es uno de los productos más criticados del boxeo: el campeón

“inflado” gracias a los intereses económicos vinculados de los medios de comunicación y de los promotores de boxeo. Adicionalmente, apunta a un tema recurrente en la literatura de boxeo al menos desde la década de 1950, cuando la televisión comenzó a buscar transmisiones de peleas como una forma de llenar sus horarios. En 1956, A. J. Liebling escribía sobre la crisis de calidad de los boxeadores, en comparación a los de la primera mitad del siglo XX: “The immediate crisis in the United States, forestalling the one high living standards might bring on, has been caused by the popularization of a ridiculous gadget called television. This is utilized in the sale of beer and razor blades” (5); y la consecuencia más importante de la urgencia de rostros nuevos para poblar las pantallas era la disminución de

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la calidad, a decir de Liebling: “Consequently the number of good new prospects diminishes with every year, and the peddlers’ public is already being asked to believe that a boy with perhpas ten or fifteen fights behind him is a topnotch performer” (5). Peña es consciente de esta larga relación de amor-odio entre televisión y boxeo, sobre la cual hablaré con más detalle en el siguiente capítulo. Adicionalmente, su novela fue publicada cuando dos figuras del boxeo mexicano eran fuertemente criticadas por combatir rivales a modo y por ser favorecidas por los promotores y las televisoras: Saúl “Canelo” Álvarez y Julio César Chávez

Jr. Peña no sólo apela a una cuestión histórica en el boxeo como espectáculo sino a un hecho relevante en el universo de sus lectores potenciales.

Rodrigo Torreslanda, en la ficción, constantemente presume de haber peleado contra los parientes de peleadores de renombre, cuyos apellidos favorecen la impresión de haber vencido a un rival importante así se trate de un primo o hermano desconocido y sin calidad como boxeador (Peña 70; 82). Esta situación persiguió al menos en dos ocasiones a Saúl

Álvarez, en su pelea de 2010 contra José Miguel Cotto (hermano del célebre Miguel Cotto, contra quien al momento de la publicación de la novela Álvarez aún no había peleado) y contra Matthew Hatton (hermano del excampeón Ricky Hatton). La relación entre

Torreslanda y Juan Tres Dieciséis inicia cordialmente, pues el equipo de Torreslanda le ayuda a conseguir peleas e incluso le aconsejan el uso de redes sociales como Twitter para formar una base de aficionados (104), algo nada deleznable pues la prensa actual sigue con puntualidad lo que los principales boxeadores publican en sus cuentas oficiales13. Sin embargo, llega a un momento de ruptura cuando Juan noquea a Torreslanda en una sesión de

13 Para muestra, el escándalo de Manny Pacquiao, quien utilizó su cuenta oficial de Twitter como uno de los primeros medios público para disculparse por los comentarios homofóbicos hechos en una entrevista en Filipinas el 17 de febrero de 2016. 147

esparrin y el evento es grabado por un curioso y subido a la plataforma digital YouTube. El video se vuelve viral y Torreslanda resulta humillado, expuesto y comentado en programa deportivo del experto real José Ramón Fernández, en la cadena ESPN (Peña 113-114). La referencia indirecta, en medio de un mundo de referentes claros como el comentarista deportivo, el canal de televisión y las plataformas digitales, cumple varias funciones: nos muestra, sin ahondar en ellas, las distintas posibilidades de relación boxeador-público-prensa en un mundo en el que televisión e internet son los principales medios de contacto con el público; además hace escarnio de uno de los mecanismos más nocivos (y comunes) del boxeo profesional: los boxeadores beneficiados por el márketing. En este orden de cosas posiciona a Juan Tres Dieciséis como un boxeador “puro”, ajeno a los manejos turbios del boxeo. Por oposición a Torreslanda, Juan representa la serie de valores positivos de valor e integridad que aquel sacrifica en aras de la economía y la fama.

La novela Artillería Nocaut comparte con Las paredes desnudas una ausencia total de referencias directas al mundo del boxeo. Estas novelas abordan la figura del boxeador de una manera tan poco convencional en la literatura mexicana y comparten diversas similitudes. Una de ellas es construir desde dentro al boxeador como un personaje independiente hasta cierto punto del mundo referencial al que las otras novelas sí apelan. Sin embargo, hay diversas estrategias para referir a la ejecución real del box, algo insoslayable debido el tipo de personaje que han seleccionado: uno construido desde de su oficio.

El conocimiento boxístico de Solorio, en Artillería Nocaut, se materializa en la acción física del combate de Eleuterio “el Detective” Marto. De una manera similar a como lo hace

Peña, Solorio es preciso y meticuloso en la descripción de los combates, de manera que se describan movimientos lógicos de acuerdo a la disciplina boxística. Se trata de secuencias basadas en patrones conocidos por cualquiera que haya estudiado el movimiento de los

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boxeadores, asistido a un gimnasio de boxeo en calidad de aprendiz, o combatido en disciplinas análogas en cuanto al uso de las manos en combate de impacto contundente (es decir, con el fin de golpear y no de sujetar, derribar y/o someter, como en el jujitsu o el judo).

Tanto en las novelas de Peña como de Solorio las secuencias están narradas por los boxeadores, como ya he descrito en el apartado anterior, de manera que su discurso es consistente con lo que intuimos que es el conocimiento que poseen. Solorio no recurre a enciclopedia de referentes históricos para autorizarse, sino que recurre a la construcción de la mirada autorreflexiva del experto: Marto explica cómo ataca, finta, esquiva y busca debilidades y fortalezas en sus adversarios. La acción es armónica y las acciones descritas son pertinentes; es decir, comparten el espíritu de Hemingway al tener sentido para alguien que ha practicado u observado la disciplina y que sigue sus representaciones literarias con el mismo puntillismo que seguiría su ejercicio. Solorio, además de lo anterior, recurre constantemente a comparaciones boxísticas en la voz de Marto, tanto para hablar de sí mismo, “Me sentía como si hubiera peleado doce asaltos tres veces seguidas” (151), como para describir a los demás, “Tenía complexión de welter, el ojo izquierdo brillando sin emoción” (157). Así, a pesar de Solorio no recurre directamente al mundo pugilístico para construir su mundo, ni establecer el tiempo de la obra, ni para matizar el carácter de su boxeador, toda la obra se encuentra permeada por el conocimiento boxístico de Marto, un filtro que nunca desaparece y que es complementado por su otra formación: la del ejército.

En Las paredes desnudas, Imanol Caneyada decide crear un mundo autosuficiente en el que la ausencia a referencias directas tanto en el mundo del box como en la descripción geográfica de la ciudad responden a una misma lógica: una suerte de ambigüedad que les permita una universalidad. El nombre de la ciudad no aparece y tampoco nada que pueda hacer suponer con certeza que se trata de Tijuana, Ciudad Juárez o . La Perra

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Saldívar nos da pocas pistas de su ubicación en el mundo de referentes del box. Acaso, haga falta recurrir a las referencias indirectas para ver de qué manera obra la estrategia de

Caneyada. La primera pista, es el nombre de la boxeadora, Jacqueline, que de inmediato trae a la mente a la tijuanense Jackie Nava. Sin embargo, ni el estilo de pelea ni la descripción física de la Perra Saldívar corresponden a las de la boxeadora de carne y hueso. Es más probable que sus rasgos evoquen, por el año en que la novela fue publicada, a otra boxeadora mexicana: Ana María “la Guerrera” Torres. Por otro lado, Saldívar llega al hospital San

Rafael después de ser noqueada por su rival La Maniquí Rojas. Esta referencia indirecta, aunque vedada, parece aludir a la boxeadora mexicana Mariana la Barbie Juárez, con quien

Ana María Torres tenía una cierta rivalidad mediática que nunca llegó a un enfrentamiento.

Es difícil decir a ciencia cierta si las referencias indirectas son o no las que he mencionado pues todo indica que para el autor basta con que sus personajes se acerquen más bien a estereotipos. Su intención, tal como con la vaguedad de las descripciones de la ciudad y de la ausencia de su nombre, es la de sugerir posibilidades al lector. El mundo referencial del boxeo se encuentra en otro lado: en las descripciones de los combates, en la presencia sostenida del gimnasio como lugar de seguridad para la boxeadora, en la fama que rodea a una mujer que es la celebridad más grande de una ciudad en la que precisamente las mujeres se encuentran en peligro. El personaje de Saldívar, como Eleuterio Marto, recurre a la violencia cuando lo necesita, con un distanciamiento propio de quien la ejerce de un modo rutinario. Y cuando lo hace, su cuerpo arremete de manera experta: “dio un paso atrás, se encorvó apenas unos centímetros, alzó la guardia, cabeceó, fintó con la derecha y soltó un gancho de izquierda que entró como una brasa ardiente en el hígado” (162). Esa expertise viene dada desde la monótona repetición del gimnasio: “caminar con el compás abierto, mantener la guardia arriba, desplazarse con pasos laterales, guardar el mentón en el pecho,

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cabecear, mover la cintura. Todo en una exasperante cámara lenta, un ballet de hipopótamos.

La velocidad, le decía [su entrenador], vendrá con el tiempo” (221). El boxeo, como deporte y ejercicio, se toca poco y con el cuidado de un territorio del que el narrador, Jeremías, confiesa saber muy poco. Esta distancia entre la actividad que ha llevado a la fama a Saldívar y la voz de su Sancho accidental convierten al boxeo, en un pretexto en una serie de juegos referenciales y de diversas subversiones de roles de género que analizaré con más detalle en el apartado siguiente. A pesar de esta distancia cuidadosa, la boxeadora, como detallaré, se encuentra enriquecida por diversos rasgos que la hacen parte de una gran estirpe de boxeadores mexicanos. Al ser Jeremías quien narra la mayor parte de la acción de la novela, es comprensible que su mundo referencial sea limitado. Sin embargo, cuando Jeremías abreva de la voz de Saldívar (como cuando ella recuerda su entrenamiento) es consistente y verosímil.

He dejado hasta el final la novela cuya aparición en el mercado fue anterior a las dos que he mencionado: Con la muerte en los puños. He decidido hacerlo porque considero que el uso de sus referentes de la historiografía boxística nacional, en este caso, arroja luz sobre los problemas a los que puede enfrentarse la narración cuando estos son utilizados con la libertad con la que lo hace Pedro Ángel Palou. Igualmente, su conocimiento del ejercicio pugilístico es tan limitado que obra justo en la dirección opuesta que pretende: desautoriza la voz detrás de la narración. En gran medida, comparte algunos de los problemas de aproximación en la estrategia autoral que ya he visto cuando analicé el registro utilizado, pero en una escala mayor.

En principio de cuentas, las referencias a boxeadores en la vida de “Baby” Cifuentes

(tal es su nombre de batalla) lo ubican en una temporalidad más o menos precisa. Al requerirle que venda una pelea por una oportunidad de competir por un título, los

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organizadores del tongo le preguntan: “¿No te gustaría pelear por el título contra el Toluco

López?” (53). El Toluco López ya ha sido referido con anterioridad como un boxeador real que destacó en la división de los pesos gallos. Fue campeón nacional de esa división (118 libras) hasta 1958, cuando el título le fue arrebatado por la Comisión de Box debido a que no lo defendió “en los tiempos reglamentarios” (Maldonado y Zamora, Cosecha de campeones

II 16). La temporalidad de la obra se confirma cuando, en uno de los puntos más altos de su fama, Cifuentes visita al presidente mexicano Adolfo Ruiz Cortines, quien incluso le sugiere convertirse en diputado (124). El problema surge cuando este encuentro y esta referencia se colocan en relación con el resto de las referencias de la obra. Uno de los ejes centrales de la narración, es la muerte de Marisol, cabaretera amante del narcotraficante Tomás Chávez de la que Cifuentes se enamora. Al verla en San Francisco, California, a donde él ha ido a boxear y ella a vivir con su amante, suena en la radio “All I have to do is dream”, canción de The

Everly Brothers estrenada en 1960 (unos dos años después de su momento de fama, quebrando la temporalidad por ser un anacronismo). Asumiendo que la entrevista con Ruiz

Cortines hubiera ocurrido antes de una de sus peleas más famosas, cosa que es muy poco clara y es una concesión mía, el momento de la narración se ubicaría en 1992, pues Cifuentes, al recordar la extraña y violenta situación en la que Marisol muere a no mucho de que se han encontrado en San Francisco, asegura: “La escena ha vuelto durante treinta y dos años” (113).

Sin embargo, mientras recuerda sus viajes de juventud a Acapulco, nos dice: “Hace poco vi una noticia en la tele de un huracán, el Paulina” (147) el cual causó daños y pérdida de vidas en Acapulco en el año de 1997, otro anacronismo. Por lo demás, la edad de Cifuentes es indefinible, pues podemos asumir que nació en algún punto de la década de 1930 (al igual que el Toluco López), pero no podemos definir en qué año ocurre la narración. De este modo, podría tener cualquier edad entre 60 y 70 años, aunque ninguno de los intelectuales que

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frecuenta (uno de los cuales le regala el cuaderno que, presumiblemente, es la historia que leemos) hacen la menor alusión a su edad. La edad es un factor pues el cuerpo de los boxeadores se gasta a un ritmo vertiginoso: “Los años de los púgiles vuelan, más rápido quizás que cualquier otro atleta (me quedé paralizado, en verdad, horrorizado cuando vi fotos de mis compañeros de gimnasio dos años antes de que se hubieran convertido en profesionales, en las cuales se veían una década más jóvenes)” (Wacquant “Los tres cuerpos”

17). Además, debemos recordar que se trata de un bebedor consuetudinario, lo cual difícilmente favorece a una senectud activa como la que parece llevar el personaje. Más aún, su nombre de guerra lo toma de su abuelo, de quien sabemos que fue un boxeador por lo que el mismo Cifuentes recuerda. De la carrera del abuelo, sabemos que lo mismo peleó con

Jimmy Dundee que con Jim Smith, conocido como “Black Diamond” (Palou 156). Ambos fueron púgiles en el panorama nacional durante la década de 1920 (Maldonado y Zamora

Cosecha de campeones I 19), lo cual contribuye a hacer menos identificable la edad del protagonista en el presente narrativo, aunque es moderadamente consistente con la primera ubicación temporal de cierta parte de su carrera.

La carrera de este boxeador, por lo demás, tiene una inconsistencia grande: el peso.

He mencionado que su primer oportunidad titular le llega en la división de las 118 libras en un año que podemos asumir que rondaba 1958. Para 1960 se encuentra en California defendiendo un título welter (109), es decir, un título de 147 libras (66.67 kilogramos), el cual pierde pues se encuentra atribulado por su laguna mental en los hechos que condujeron al homicidio de Marisol. La prensa, inexplicablemente, no se entera y él no es citado ni siquiera a declarar por las autoridades estadunidenses: “Regresamos a un México que me sabía derrotado, pero me perdonaba. No tenía ni puta idea de lo otro, gracias a los buenos oficios del griego y de don Lupe. Ni siquiera quedé fichado” (120). Se trata de una

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inconsistencia, gracias a la cercanía que conocemos de la prensa con los boxeadores y de su particular fascinación por seguir sus excesos y caídas. Inmediatamente a su vuelta a México se dedica a entrenar para competir en categorías de peso superiores: “pronto di los ochenta y uno reglamentarios, el semipesado” (122), lo cual supone que ha subido unos catorce kilos de músculo en, quizás, un par de meses. En su siguiente pelea, noquea a su rival y en seguida hace planes para recuperar su título welter (123), lo cual hace suponer que planea bajar los catorce kilos que ya subió. Más adelante, Cifuentes hace un recuento de los rounds más memorables de la historia e incluye referencias a su propia carrera: “Patterson-Johansson, tercera pelea, primer raund (yo le gané a los dos)” (153). Se trata de Floyd Patterson, campeón mundial de los pesos completos de 1956 a 1959, quien perdió el título contra Ingmar

Johansson ese mismo año y lo recuperó al año siguiente. Tanto Patterson como Johansson hicieron toda su carrera profesional en el peso completo, es decir, con 200 libras de límite inferior (91 kilos). Por lo tanto, el Cifuentes de la ficción ha conseguido subir desde las 118 del peso gallo hasta el peso completo: unas 82 libras de músculo sólido para competir (y ganarle) a dos campeones mundiales de peso completo. El aumento de peso que sugiere Palou sumado a un sostenimiento de nivel competitivo es imposible. En medio párrafo se encuentran resumidas todas las incongruencias a las que me refiero: “Luego le gané a Kid

Anáhuac, al Toluco. Acabé con todos los de mi peso y se les ocurrió que debía subir de categoría, meses de comer papa y camote y entrenar para semipesado” (99).

Los nombres que arroja y el nombre de las divisiones de peso parecen buscar demostrar esa suerte de conocimiento enciclopédico propio de un narrador que se mueve como pez en el agua en el ambiente que conoce a profundidad. El resultado es el opuesto: queda de relieve que la investigación no rindió los frutos deseados. La voz narrativa se desautoriza por ausencia de conocimiento y por incongruencia, y la narración deja de ser

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verosímil. Al analizar el uso de la voz en primera persona, he abundado en la manera en que

Palou asegura que construyó al personaje y también los lectores a quienes sometió su manuscrito. Si leyeron la novela o no, es irrelevante. Lo que me interesa aquí es que, dado que la obra se encuentra plagada de errores en cuando a su cronología, las posibilidades físicas del cuerpo humano, la consistencia de los referentes que utiliza y algún conocimiento sobre boxeo (no me detendré en los yerros en las descripciones de entrenamientos y peleas), existe una estrategia externa al texto en la cual se busca validar lo narrado recurriendo a lectores expertos en el tema, pero que carecen de conocimiento de literatura. Una estrategia que, por otro lado, resulta un tanto contraproducente en virtud de la prodigalidad de incongruencias.

He querido abundar en el uso de los referentes por la cercanía casi inevitable de la figura del boxeador con las figuras nacionales que lo preceden y con las figuras internacional que permiten enmarcar a un ente ficticio en un ambiente harto frecuentado por los fanáticos del boxeo, esos acumuladores de detalles y estadísticas. El uso de estos referentes reales tiene dos consecuencias posibles y esto es el centro de mi argumentación: en principio, dan una especie de marco al lector, establecen un tramado simbólico en el cual se pueden encontrar ciertas coordenadas tanto temporales como estereotípicas. Es decir, se ubica al boxeador ficticio más cercano al paradigma de Casanova o al de Macías, tal vez nuestros dos extremos en cuanto a la configuración de los estereotipos del boxeador mexicano, o se le compara con otros casos famosos del ámbito internacional, ya por sus capacidades, ya por sus errores y excesos. La delimitación temporal es importante pues en base a ella hay una serie de posibilidades en cuanto a la verosimilitud (pues la manera en que los réferis, mánagers y prensa intervienen en el mundo boxístico ha cambiado con el tiempo, las comunicaciones y

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las distintas reglamentaciones), la ambientación y la relevancia del boxeador ficticio por comparación con aquellos reales con quienes se les hace convivir.

La otra consecuencia posible es la convención literaria de apego a la realidad en narrativas que se proponen como realistas. Adicionalmente, establece el grado de conocimiento del mundo pugilístico que tiene el autor de la obra y a través de ello valida las posibles desviaciones de las convenciones establecidas por esta percepción de la realidad. En este punto, debo aclarar que me refiero al autor modelo, ese dispositivo en el discurso que según Umberto Eco forma la estrategia con la que prevé la existencia de un lector modelo.

Este será capaz de cooperar con la actualización textual debido al uso de tres medios por parte del Autor Modelo: “la elección de una lengua […], la elección de un tipo de enciclopedia […], la elección de determinado patrimonio léxico y estilístico” (Eco 80). Aquí, me he centrado en el tipo de enciclopedia debido al peso particular que he demostrado que tiene en el capítulo anterior. Apelar a esta enciclopedia, como hemos visto, es una estrategia cuidadosa, que no se soluciona con las extensas citas de estadísticas históricas que, por ejemplo, Palou pone en boca del entrenador de Cifuentes, don Lupe: la pelea con más rounds disputados, el peleador con más peleas invicto, y una serie de datos duros que son irrelevantes para la trama (Palou 103; 128). Estas citas, fuera de contexto, pueden parecer que muestran conocimiento y por lo cual participan del éxito de la estrategia autoral. Sin embargo, puestas en contexto, participan de una estrategia fallida de prueba de erudición: no importa que todos estos datos sean correctos, cuando nada de lo investigado parece haber sido aplicado a la novela. Más aún, el hecho de que existan datos así, asegura que la investigación del tema fue realizada hasta cierto punto, a pesar de que el aprendizaje sobre el objeto observado haya sido limitado, por decir lo menos.

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2.4 Masculinidades y cuestionamientos

2.4.1 Estrategias de hipermasculinización y el reverso femenino.

No sorprende que lo que el boxeo sea un campo fecundo para ejemplificar lo que Evelyn P.

Stevens llama el “culto a la virilidad” (848). El mismo boxeo es un deporte (y una actividad, una serie de ritos, una manifestación cultural) en cuyo centro se encuentra la masculinidad.

Hortensia Moreno no ha dudado en llamarlo una “tecnología de la masculinidad”, aplicando la nomenclatura de “tecnología de género” de Teresa de Lauretis, en tanto que se encuentra ligado con “prácticas socioculturales, discursos e instituciones capaces de crear ‘efectos de significado’ en la producción de sujetos hombres y mujeres” (Moreno, “El boxeo como tecnología” 162, mis cursivas). Entre los discursos, Moreno identifica tanto aquellos que se resisten a la participación de elementos femeninos (170-171) como aquellos que vinculan los beneficios del boxeo y la sublimación de su práctica con atributos masculinos (187; 190). La institución por excelencia en la que el “arte viril de la defensa personal” es el gimnasio, un lugar que ha provocado largas reflexiones en Loïc Wacquant acerca de la codificación estrictamente masculina del espacio y de sus interacciones sociales:

Las formas de respeto habituales en el gym son formas exclusivamente masculinas, que afirman no sólo la solidaridad y la jerarquía de los boxeadores entre sí sino, además, y de una forma más eficaz puesto que no es consciente, la superioridad de los hombres (es decir, los «verdaderos» hombres) sobre las mujeres, término físicamente ausente pero simbólicamente omnipresente en negativo tanto en la sala como en el universo pugilístico (Entre las cuerdas 74).

Joyce Carol Oates brinda otro de sus apuntes categóricos al analizar el elemento masculino en el boxeo: “Boxing is a purely masculine activity and it inhabits a purely masculine world”

(On boxing 70). Para ella, el boxeo es más que algo que se pueda adjetivar como “masculino”:

“Boxing is for men, and is about men, and is men. A celebration of the lost religion of

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masculinity and the more trenchant for its being lost” (72, énfasis original). Y en este orden de cosas, councuerda con Loïc Wacquant en la existencia de una noción jerárquica:

“Masculinity in this terms is strictly hierarchical—two men cannot occupy the same space at the same time” (75). En la observación de la preeminencia de una masculinidad por encima de otra, Shelley MacDonald ha notado que existe una lucha por controlar un espacio femenino, como David Scott apunta en su revisión de la autora: “[She] analyses the sport in terms of a phallic male desire, acted out unconsciously by the boxer, to reappropriate a feminine or even maternal space—that of the boxing ring—by asserting the law of his dominance over other male opposition” (Scott 41).

Dentro de una larga selección posible de análisis que vinculan al boxeo con la masculinidad, he querido centrarme en estos para favorecer la diversidad de opiniones, así como las observaciones que derivan de un interés científico (como las de Wacquant y

Moreno) y las que derivan de una percepción estética (como las de Oates, Scott y

MacDonald). El siguiente comentario de Fernando Delgado arroja suficiente luz como para seguir adelante con el análisis del material que he seleccionado, así como establecer ciertos criterios para los valores semánticos que buscaré en las obras: “From these viewpoints boxing would appear to be an athletic activity designed to test, perform and sustain masculinity, with the visión of the masculine it engenders a particularly violent and predatory one” (197,

énfasis original). A esta actividad que prueba, ejecuta y sustenta la masculinidad de manera violenta y predatoria, yo agregaré que excluye y marginaliza a la feminidad más conservadora o a la masculinidad no hegemónica, como explicaré en un momento.

Entre la serie de rasgos que caracterizan al boxeador, la masculinidad tiene un lugar preeminente, como queda claro. Ahora, cuando se trata del boxeador mexicano, este rasgo adquiere dimensiones aún mayores. La construcción de la identidad mexicana ha sido

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cultivada a través de ciertos rasgos vinculados a la masculinidad, la virilidad y el machismo como su expresión exacerbada. Antes, Ramos y Octavio Paz me han apuntado hacia esta dirección de análisis, pero comprobaré que no están solos en los diversos estudios que citaré en el desarrollo del presente análisis.

En principio, hemos aceptado que nuestros materiales incurren intencionalmente en una exotización de la figura del boxeador por medio de exageraciones de rasgos distintivos.

Considero que el boxeador en la literatura mexicana es hipermasculinizado a través de diversas estrategias. No basta que sea un hombre para que sea icónico, debe ser más hombre que los demás. Una de estas estrategias es la de la descripción de un estilo de pelea que remite a una tradición boxística y de fijación de estereotipos. El estilo de boxeo del boxeador de la literatura mexicana es un estilo que combina dos elementos directamente vinculados con la masculinidad: la capacidad para asimilar castigo y el poder de destrucción. Para comenzar, recordaré una línea de Samuel Ramos que resume la determinación masculina llevada al límite superior de las aspiraciones nacionales del mexicano: “Y ¿cuál es el deseo más fuerte y más íntimo del mexicano? Quisiera ser un hombre que predomina entre los demás por su valentía y poder” (Ramos 90-91, mis cursivas). Estos dos valores, valentía y poder, pueden asociarse con el boxeador mexicano si los traducimos en dos características físicas: aguante y pegada.

Cuando analizaba el texto de Mauricio Salvador en donde se discutía la primera pelea de campeonato nacional a través del poeta José Juan Tablada, en 1905, ya veíamos que este estilo de pelea era el que había triunfado con Fernando Colín, por encima de la elegancia de

Salvador Esperón. De nuevo, nos encontramos en una serie de oposiciones y rivalidades que ya hemos visto en el boxeo mexicano. No sólo Esperón contra Colín, sino también Joe Conde contra Rodolfo Casanova; el Dandy contra el Chango. A pesar de que la fiereza del Chango

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era vencida por la elegancia del Dandy, es Casanova quien queda como ícono y no al revés.

Este estilo de pelea y su vinculación con la masculinidad es relevante, pues se impone sobre cierta percepción que se tiene del peleador.

Fernando Delgado, al analizar las razones por las que la comunidad latina, y específicamente la comunidad de origen mexicano de Los Ángeles, cuestionaba la masculinidad de Óscar de la Hoya, sugiere que una parte de ello radica en la forma de conducirse en el ring y fuera de él: “In contrast to the tradition of Mexican and Mexican

American fighters who prefer one speed and one direction – all out and moving forward –

De La Hoya’s style and demeanour have suggested another way” (Delgado 200). Aunque el análisis de la figura de De la Hoya fuera del ring es tan sugerente como lo que hacía dentro de él, por ahora me centraré únicamente en las expectativas del estilo de pelea que De la

Hoya parece traicionar. Delgado, remitiendo a la investigación de Connell, entre otros, recuerda que las figuras deportivas y su filtración a través de medios de comunicación masiva

(entre los que yo me atrevo a colocar también a los productos literarios) participan de la generación y sostenimiento de una masculinidad hegemónica como una forma de masculinidad idealizada culturalmente (Delgado 201). Hago énfasis en el aspecto cultural, pues Scott, al contraponer la forma de ver el boxeo en el continente americano con la forma de concebirlo en Inglaterra, establece una distinción importante. Mientras en que la expectativa americana, específicamente la de la televisión estadounidense, es la de esta violenta competencia étnica por escapar de la pobreza (Scott 136), la visión europea tiene un punto de interés distinto: “the interaction of the two opponents, in the resilience, flair, and elegance of their boxing style” (xxiv, mi énfasis). Si bien la elegancia en el boxeo puede ser recibida con beneplácito entre los observadores europeos, esta misma elegancia y despliegue técnico es poco apreciada entre los observadores mexicanos y es origen de un

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cuestionamiento tanto a la hombría del peleador como a su pertenencia étnica (Delgado 203-

205). Tal parece que para pertenecer a esa raza brava de guerreros mexicanos el peleador tiene que recibir para medir cuán hombre es y debe ser capaz de ganar por nocaut. Las victorias por puntos son poco celebradas.

En “El Rayo Macoy” es particularmente significativo que la forma en que se construye la importancia del boxeador en el universo del cuento sea justamente a través de la forma en que su estilo es percibido por la afición del sur de Texas y de Los Ángeles.

Además de la ya mencionada comparación con Casanova y el Toluco López (ambos de estilos aguerridos y gargantas fieras), se habla de “que los puños eran demoledores y que era cosa de ver al futuro campeón mundial gallo” (88). Igualmente, sus combates están marcados por el signo del poder en los puños: “y el Rayo que le pega el primer chingacabronazo y el negro Wilfred se fue contra el encordado y de ahí pal real, escuchó el oyero, fue de rincón a cuerdas y no lejó ni pa billetero hasta que el tercer hombre detuvo la pelea” (91).

De manera similar, Ignacio Barrientos en “Campeón ligero” es un hombre que encarna muchas de las cualidades apreciadas en el boxeador mexicano. La menos comentada durante el cuento es su pegada. A pesar de que no es comentada tan largamente como su veta masoquista, es claro que es un ingrediente de su éxito profesional: “Fui el primero en descubrir su pegada prodigiosa porque me rompió la nariz” (14). Más allá de su pegada, el secreto de su triunfo está en la manera en que Barrientos resuelve las peleas. Ese brillo

“paranoico” en su mirada cuando ha sido castigado por su rival y está a punto de cambiar el curos de la pelea es muy similar a lo que Oates describe como una imposición de una potencia masculina sobre un rival menor, que es evidente a través de la expresión facial de los boxeadores en la posición de aniquiladores: “‘dead eyes’ and ‘deadpan’ expression” (74).

Este violencia proveniente desde el interior arrebata el valor, la hombría, al oponente: “los

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ojos del campeón tenían un brillo paranoico, sus manos empezaban a golpear, y la cara del

Negro se humanizaba con la mueca del espanto” (11). Esa capacidad de resolver las peleas con una última y definitiva forma de violencia contrasta con una aptitud aún más sobresaliente: “ganaba como si perdiera, su rostro ultrajado invitaba a desviar la vista al primer anuncio de Corona Extra” (11). Barrientos es un campeón que está “más orgulloso de sus heridas que de su récord” y que “sólo aceptó medirse con los sparrings del Constitución cuando supo que lo respetarían lo suficiente para golpearlo hasta que orinara sangre” (18).

Antes, he destacado la caracterización de Barrientos como un campeón que deja que lo golpeen en exceso y que sólo al final consigue “nocauts de angustia” (9), aunque es “incapaz de convertir las caídas y la sangre en una personalidad de embrujo” (10). Estoy seguro de que el análisis introductorio de la forma en como es percibido el estilo de pelea asociado con boxeadores mexicanos arroja suficiente luz como para concluir que un boxeador que ataca como lo hace Barrientos sería bastante apreciado por la afición mexicana. Nuevamente, insisto en que los observadores de la figura de Barrientos en el mundo del cuento son menos importantes para la estrategia narrativa que los lectores que perciben a Barrientos y que, debido a la exaltación de este castigo, pueden sentirse atraídos a la figura lastimada del boxeador.

En varios de los boxeadores mexicanos que analizaré podemos ver en mayor o menor medida lo que en Barrientos es su característica distintiva: el sufrimiento físico participa de la articulación de la subjetividad masculina. Independientemente de las razones que lo llevan a aceptar el castigo, su masculinidad, y por extensión su mexicanidad, jamás quedan en entredicho. De nuevo viene a la mente Octavio Paz y su comentario de valorar la

“invulnerabilidad ante las armas enemigas” (60) como una de las principales virtudes guerreras del mexicano: “más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la

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adversidad” (60) y Barrientos es la personificación de esa entereza. Esta entereza, por otro lado, es una habilidad particular llamada “corazón” en el argot boxístico: “what boxers call

‘heart’ –the ability to keep fighting when one has been hurt” (Oates, “On Boxing” 79). No es la única expresión para designar esta cualidad: “El idiolecto pugilístico abunda además en expresiones que designan y glorifican la capacidad de encajar los golpes y de soportar el dolor” (Wacquant, Entre las cuerdas 94). Esto ha llevado a ciertas ideas un tanto lejanas de la realidad, pero que representan la manera exagerada en la que se identifica la masculinidad no sólo con una capacidad de dañar, sino de resistir al poder del otro: “Más que instinto asesino, el peleador natural tiene vocación suicida; su primera prueba de talento consiste en inhibir el instinto de supervivencia, y nadie sabe cómo se conquista el deseo de recibir castigo. La miseria y los buenos reflejos no bastan” (Villoro 15, mi énfasis). Esto, por supuesto, no deja de ser una convención más aceptada por los observadores que por los practicantes: “Contrariamente a una idea muy extendida, los boxeadores no tienen ninguna afición personal por el dolor” (Wacquant, Entre las cuerdas 94). La excepción, por supuesto, son los peleadores que en el dolor encuentran algo más que una demostración de invulnerabilidad, de machismo, o que encuentran en el dolor la razón ulterior por la cual boxean.

He buscado, sin éxito, alguna explicación científicamente satisfactoria a estos dos talentos naturales de los boxeadores: el punch y la quijada. El punch es el tesoro divino que puede cambiar de curso una pelea en cualquier momento. La quijada es su antídoto natural y cuando ambos convergen en un mismo peleador, existe algo digno de observar. No se puede entrenar la quijada, no se puede comprar una ni desarrollarla. Sólo se sabe si se tiene o no se tiene quijada cuando se comete un error y el golpe del otro entra franco. Si se sigue de pie, existe, si no, hay que ser el mejor amigo del entrenamiento defensivo. Una “quijada de

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cristal” será el eterno peligro para el boxeador que la posea. Por otro lado, se puede aumentar un poco la pegada a través del acondicionamiento físico, pero el punch no está en los músculos, y eso lo sabe cualquiera que ha sido golpeado.

Entre otros mitos latentes en el idiolecto boxístico que relacionan al boxeador con la masculinidad está su disposición natural para el combate, algo siempre sujeto a polémica.

Cuando Juan Tres Dieciséis, en la novela homónima de Hilario Peña, describe sus primeros sparrings en el gimnasio de boxeo de Tijuana en donde entrena, narra la sorpresa que ocasiona su hazaña de derrotar a un boxeador más experimentado que él, Gonzalo “un boxeador sin quijada ni pegada, y por tanto sin futuro en el boxeo mexicano” (66). Según

Juan Tres Dieciséis “Gonzalo se había topado con un peleador no sólo de extraordinaria fortaleza, sino además dotado de una enorme inteligencia y sentido de la ubicación, esto es, un natural del boxeo” (59, mi énfasis). Aunque esta no es una opinión que comparten todos los habitantes de estas novelas. La opinión de don Lupe, el entrenador de Baby Cifuentes en

Con la muerte en los puños, es esta: “No hay boxeadores naturales, eso es una mierda. Igual que no hay bailarines naturales, tienen que practicar como pendejos, igual que los pianistas”

(Palou 105). Es importante que las interacciones que llevan a estos cuestionamientos ocurren precisamente en ese lugar esencialmente masculino que es el gimnasio.

Juan Tres Dieciséis es un peleador prototípico en el sentido de que su estilo, aunque no adolece de técnica, está centrado en la dupla de aguante y pegada, esas condiciones del hombre mexicano. Las dos peleas que lo lanzan a la fama, ganándose el apoyo de la afición mexicana en ambos lados de la frontera México-Estados unidos, son la que ocurre dentro del programa televisivo en el que participa con “la televisora” y su primera incursión en Las

Vegas. Ambas repiten el cartabón básico de resistencia inicial al castigo y triunfo final por

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nocaut (88-92). Al describir el éxito que tiene en contra del ucraniano ficticio Sergei

Kashchenko, quien lo corta con cabezazos al principio, narra:

Nadie estaba más sorprendido de mi capacidad de recuperación que el ucraniano, quien vio ahí mismo perdidas su esperanzas de agenciarse la victoria. Lo liquidé en los últimos segundos del noveno. Un gancho al hígado puso punto final a mi primera presentación en Las Vegas. Mi pelea contra Sergei Kashchenko se convirtió en candidata a la pelea del año de la revista Ring (92).

De hecho, un inesperado aumento de su fama y un aumento de nivel en la jerarquía simbólica del mundo del boxeo también surgen de su pegada. El engreído boxeador Torreslanda hace sparring con el Dieciséis, a quien su equipo le ha advertido que deje que Torreslanda juegue con él para lucirse con amigas que ha llevado al gimnasio. Juan, harto de la humillación, decide convertir la sesión de sparring en una pelea: “Lo noqueé a pesar de que contaba con su careta para protegerse” (113), y a pesar de que Torreslanda es un peleador de un peso superior: “una verdadera hazaña para los que estaban ahí” (113), mayormente un público femenino.

Su prueba de fuego viene al encontrarse contra el ficticio peleador panameño Ariel

“la Bestia” Cárdenas, quien está dotado de una pegada superior a la de Juan Tres Dieciséis, además de boxear en la siempre complicada guardia zurda y de haber noqueado en el primer asalto a sus últimos diecinueve oponentes. De esta manera, lo que parece una pelea imposible en la que Juan se asume como un animal de sacrificio, tiene un giro inesperado cuando

Celeste Betancourt le aconseja la mejor estrategia para vencerlo: encajar el golpe de la mano zurda y contraatacar en el hueco que deja la defensa de la Bestia, pues “no se protege ni con su hombro ni con su codo, y deja su quijada desprotegida, ¿lo ves? Es su debilidad. Hasta ahora no ha tenido problema con ello porque nadie ha sido capaz de contragolpearlo con la diestra, pero mi papá y yo creemos que tú sí puedes aguantar su pegada” (172, mis cursivas). 165

Tras superar el angustiante primer round sin ser noqueado, Juan sale al segundo a recibir golpes que no lo lastiman ya, y para describirlo, utiliza una expresión idiomática mexicana del pugilismo: “se me había calentado la quijada. Ahora sería mucho más difícil tumbarme. Me encontraba vacunado contra su poder” (189, mi énfasis). El desenlace de esta pelea trepidante es una golpiza formidable en la que Juan Tres Dieciséis mata al panameño combinando golpes ilegales y legales (194). La imposición de Juan y su masculinidad es extrema, sobre todo, considerando que la postura dominante de la Bestia ha sido tipificada como la del hombre incuestionablemente más fuerte: “La Bestia no era ningún ventajoso.

Tenía seguridad en sí mismo. Se sabía el único hombre en un deporte invadido por maricas”

(95, mis cursivas). Esta presencia de “maricas” en el deporte ya ha sido notada por el mismo

Juan en la sesión de sparring contra Torreslanda, justo antes de noquear al fanfarrón: “Esperé su jab de mariquita, lo absorbí sin problemas” (113). De este modo, si la definición de la

Bestia es el “único hombre”, Juan se convierte en el hombre supremo que no sólo labra su camino por derecho propio, sino que al derrotarlo, se ha impuesto simbólicamente a todos los demás con su valentía y poder. En buena medida, esto se encuentra relacionado con lo que Robert Anasi, narrando sobre sus propias experiencias en el torneo amateur de los

Guantes de Oro, considera sobre noquear al rival: para él, es equivalente a despojarlo de su hombría (101). Este despojo de la hombría, que va de la mano con la feminización del rival, es otra de las estrategias de hipermasculinización que he detectado en el corpus. Sobre ella, abundaré más adelante.

En Artillería Nocaut, Víctor Solorio ofrece una curiosa visión de este paradigma en el uso del estilo de pelea en la hipermasculinización del boxeador, pues la carrera de Eleuterio

“el Detective” Marto es todo menos promisoria, de manera que no hay un mundo boxístico en el que él pueda proponerse como el hombre que se impone a los demás: “Mi carrera estaba

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muerta, todos la habían olvidado. Algunos pocos recordaban. A veces, en la calle me paraban, decían: ‘Te vi contra el Manitas, Detective; te vi contra el Caballo en la Morelos’. Decían

‘Ganaste con ley’. Ahora Fernando me decía cuándo irme a la lona. Para eso era para lo

único que yo servía” (Solorio 17-18, mi énfasis). En efecto, la novela comienza con el

Detective entregando una pelea vendida mientras su ahijada interrumpe en el vestidor al visitarlo. Su compadre Agustín Correa ha desaparecido y ella quiere que su padrino la ayude a descubrir su paradero o si es que ha muerto. La derrota pactada que Marto sufre está teñida de esa aura de aguante propio del hombre de verdad: “El réferi contó hasta seis y yo negué con la cabeza. Pedí esquina sin necesitarla de verdad, convincente a fuerza de repetirlo tantas veces” (18-19, mi énfasis). Aunque en el momento en el que lo vemos Marto ha dejado de ser el hombre triunfante que evoca la figura de un campeón, hay una serie de reminiscencias evocadas por otros personajes que nos ayudan a formarnos una idea de su poder físico y de las cualidades altamente masculinas de su carácter. Humberto Torres, antiguo compañero de armas en el ejército y suboficial de la Policía Federal, recuerda la promesa del boxeador que fue Marto mientras habla con él y con el joven Mateo, boxeador y policía federal también:

—Una vez, estuvimos doce días acuartelados y este [Marto] se la pasó trepado en el ring todo el tiempo. —Me señaló con el dedo viendo a Mateo—. Todos lo retamos y a todos nos sacó zumbando. Luego que se sube un subteniente recién egresado del colegio. Muy chicho según él. Creímos que lo ibas a dejar ganar, ¿cómo que un soldado se iba a madrear a un oficial? Pero no. El detective lo buscó y lo buscó, y ¡adentro! No vio ni la lona cuando cayó. Te trajo de bajada como un año, ¿no? Pero antes muerto que perder, ¿verdad, mi Detective? (36, mi énfasis).

La figura de hombre dominante que el resto de los boxeadores analizados en este corpus obtiene sobre el cuadrilátero, Marto la obtiene al aplicar sus conocimientos de combate fuera del ring, pero en confrontación directa. Harto de perder, Marto renuncia a su carrera boxística

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después de golpear a su manager (105) y se dedica de lleno a la investigación de la muerte de su compadre Agustín Correa. En la acción de la novela, aquí es cuando Marto comienza a golpear a aquellos que se interponen en su búsqueda de justicia o que de un modo u otro están implicados en la intrincada red criminal que descubre. Aquí es cuando su violencia lo coloca en la posición dominante, digamos, frente a los guardaespaldas de un líder sindical de recolectores de basura: “Bigotes se desinfló al ver a su cómplice caído. En los ojos le vi el miedo, no iba a entrarle” (118). Cuando el oficial Mateo trata de detenerlo, luego de una persecución en auto, tienen una pelea en la que ambos se mueven como boxeadores y Mateo sale airoso: “Se movía bien, pero no tenía experiencia” (146). No sólo es su superioridad física, sino también el camino de resistencia al dolor que Marto ha recorrido y Mateo no: “No te puedes considerar boxeador hasta que alguien te quiebra la nariz. De nada” (147). Marto no sólo es capaz de golpear más y mejor, sino de tolerar más castigo del que puede dar. Sus enfrentamientos con diversos personajes encuentran su clímax en la rivalidad que surge entre

él y Bronte, el asesino de la organización criminal de la novela llamada La Compañía. Bronte, un hombre tuerto que mata a comisión, combate en dos ocasiones con Marto. En la primera,

Bronte piensa que ha ahogado a Marto en un aljibe y huye de la escena del crimen (157-158) y en la segunda ocasión se muelen a golpes en la casa de un empresario implicado en una red criminal. El combate es sangriento y lleva a Marto a soportar un castigo excepcional, sumado a la gran paliza que ha sido el resto de la novela. Con el cuerpo a punto de dar de sí, después de varios días de peleas constantes, Marto se impone por la hazaña del poder de puños: “Le volví a dar en la órbita, arriba del pómulo. El hueso crujió. Al impacto, el ojo le estalló como una uva de sangre. Nocaut.” (190).

Parecería que entre todas estas novelas, Las paredes desnudas viene a ofrecernos una subversión de los paradigmas, pues se trata de una boxeadora como uno de los personajes

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centrales. Quizás lo más sorpresivo de la caracterización de Jacqueline Saldívar es precisamente que ni siquiera su condición de mujer la hace escapar al lugar común del boxeador mexicano camorrero. El narrador de la novela, Jeremías, describe así su impresión al ver por la televisión el combate que lleva a la boxeadora al hospital:

En la pantalla, a un lado de Sandra Maniquí Rojas, [la Perra Saldívar] parecía un pequeño gorila, un simio implacable. La Maniquí bailaba grácil sobre el ring perseguida por la Perra Saldívar que caminaba frontal, encajando jabs, opers y directos. No daba la impresión de que le afectaran. Marchaba al frente como un robot, tirando bombazos que se perdían en los guantes de la Maniquí o en la nada (Caneyada 155).

Con dos trazos, Caneyada evoca la larga tradición de las oposiciones de estilos y no elige como protagonista a la boxeadora que posee la gracia, sino quien recibe el castigo estoicamente y guarda la sorpresa de la pegada: “[La Maniquí] Retrocedía con estilo mientras tiraba golpes precisos que estallaban en los pómulos, en la quijada, en la orejas, en la nariz de Jacqueline. Le estaba poniendo una paliza. Segundos antes de finalizar el octavo asalto, uno de los bombazos de la Perra encontró el mentón de su oponente. La Maniquí cayó sobre la lona” (170). El desenlace de la pelea es brutal, pues Jacqueline no consigue triunfar y es noqueada de forma tan espectacular que convulsiona sobre el cuadrilátero (177). Sin embargo, destaco que la elección del personaje y su primera caracterización remite justo a esta dupla de valores que hemos visto como eminentemente masculinos: la pegada y la valentía.

La Perra Saldívar no es un personaje típicamente femenino a pesar de que es un boxeador típicamente mexicano. La reiteración de los valores como una tradición de combate han sido fijados por repetición y ni siquiera esta rara avis de la literatura mexicana escapa a ellos por ser mujer. Cuando asistimos a la formación de la Perra Saldívar como boxeadora

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encontramos a una mujer que al boxear se apropia de las características que tradicionalmente han sido asociadas con el polo masculino. Nadie se lo impone. Esto viene desde la propia boxeadora y de su preferencia por la camorra sobre la técnica: “—La neta es que nunca le aprendí nada al pobre viejo. Lo mío era caminar al frente y tirar golpes. Me pasaba algo bien cabrón, en el ring no sentía los putazos” (221, mi énfasis). Esta apropiación de características masculinas alcanza un nivel de jerarquía mayor dentro del gimnasio cuando el entrenador don Lalo pone a Saldívar a hacer sparring con uno de sus muchachos varones. Don Lalo sabe que su pupilo tiene una quijada frágil y prefiere que pelee con una mujer para no ser lastimado: “Ella entró al ring con la misma actitud con que se plantaba frente al costal. Encajó todos los golpes que le tiró el oponente. Eran blandos, sin eso que los expertos llaman punch y que no tiene que ver ni con la fuerza ni con la técnica. Jaqueline lo prendió un par de veces y lo dejó tambaleante” (222, mis cursivas). A pesar de que es un hombre quien está con ella en el ring, ella lo supera en agresividad y violencia, características que han sido identificadas por la literatura mexicana de boxeo como hombría gracias a las nociones más tradicionales del “hombre mexicano”. Si el oponente puede ser feminizado al ser despojado de su hombría por otro que lo supera en el cuadrilátero, la Perra Saldívar se la arrebata dos veces a ese muchacho frágil: primero, porque se apropia de valores que le deberían pertenecer a él desde el polo opuesto; segundo, porque los utiliza efectivamente para imponerse sobre él.

He mencionado antes que además del establecimiento de un estilo de pelea, la hipermasculinización del boxeador es alcanzada por otra estrategia particular: la feminización del oponente. Esta estrategia se encuentra presente, como vimos, tanto en la idea de la Bestia Cárdenas como el único hombre en una tierra de “maricas”, como en la manera en que Juan Tres Dieciséis “hereda” su lugar. En el caso particular de Con la muerte en los puños esta feminización ocurre cuando Baby Cifuentes busca seducir a una mujer:

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“Me le quedé viendo con cierto orgullo, como veía a los retadores: una mirada que más de uno temía, de la que todos me desviaban sus ojos, los pinches putos. Una mirada que dice, si te descuidas te puedo matar, cabrón” (Palou 44, mi énfasis).

Tanto la imposición psicológica como la imposición física nos lleva a dos consecuencias: afirmación de hombría y feminización del otro. En este caso, la feminización no siempre ocurre por la presencia efectiva de características relacionadas con la idea tradicional de lo femenino, sino que en su mayoría se trata de una exclusión de las características del polo masculino en la parte derrotada. Es decir, quien ha sido derrotado no es suficientemente hombre, luego, debe ser mujer. La forma en que esta feminización ocurre me lleva a uno de las formas de representación más sorpresivas que he encontrado en el análisis de las obras seleccionadas: a través de ciertas estrategias de hipermasculinización, la misma masculinidad hegemónica es impugnada a través de la figura del boxeador. Las formas de impugnación ocurren de dos maneras: en los resultados de la irrupción de la mujer en el mundo del boxeador y en la forma de relacionarse sexualmente con otros hombres. Si el boxeador se construye como el “único hombre” a través de su violencia en el cuadrilátero, sus interacciones con las figuras femeninas serán determinantes, y estas afirmaciones valen también para la Perra Saldívar, como demostraré. Adicionalmente, en diversas narraciones el elemento homoerótico del boxeo es explotado de tal manera por varios de los autores del presente corpus hasta convertirlo en un elemento crítico.

2.4.2 La presencia disruptiva de la mujer.

Al revisar las estrategias de hipermasculinización, establecí que el polo masculino es el centro del boxeo. El polo femenino se encuentra en su periferia y cualquier alteración a este balance dentro de las narraciones de mi corpus tiene consecuencias funestas. En cierta

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manera, es como si alterar lo masculino al mezclarlo con lo femenino ocasionara un desajuste difícil de reparar. De nuevo, aquí estoy hablando de nociones tradicionales cuya tensión y actualización generará dinámicas particulares.

En principio, la figura de la mujer, a pesar de la existencia y de la proliferación del boxeo femenino, es una figura que permanece “fuera” en varios niveles. Para Joyce Carol

Oates, “women’s role in the sport has always been extremely marginal” (“On boxing” 70).

El rol que juegan “is limited to that of a card girl and occasional National Anthem singer: stereotypical functions usually performed in stereotypically zestful feminine way—for women have no natural place in the spectacle otherwise” (72, mis cursivas). La ausencia de un espacio natural para las mujeres no sólo ocurre en el momento del espectáculo, sino que viene desde antes, desde la formación misma del boxeador en ese espacio esencialmente masculino que es el gimnasio: “Aunque no exista una barrera formal para su participación— algunos entrenadores rechazan las reticencias hacia el boxeo femenino—las mujeres no son bienvenidas en la sala porque su presencia perturba, si no el buen funcionamiento material, al menos el orden simbólico del universo pugilístico” (Wacquant, Entre las cuerdas 59, mi

énfasis). La presencia de la mujer como un elemento disruptivo no es exclusiva de Wacquant y de su experiencia en un gimnasio de Chicago a finales de la década de 1980. A raíz de sus observaciones en gimnasios de la ciudad de México en pleno siglo XXI, Hortensia Moreno apunta: “A pesar de que en la actualidad los gimnasios de boxeo son espacios abiertos a personas de uno u otro sexo, su vocación genérica sigue siendo una condición problemática.

Esto significa que el ingreso de las mujeres al boxeo aún se lee como una transgresión de fronteras: ellas están invadiendo un territorio masculino” (“El boxeo como tecnología” 169, mi énfasis), y llega a una conclusión que, al menos en el universo estético de las novelas y cuentos sobre boxeo y la figura del boxeador en la literatura mexicana, es particularmente

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iluminadora: “En este ambiente, la presencia de las mujeres se percibe como una discordancia” (193).

Debo enfatizar que Moreno investiga la presencia de las mujeres como partícipes activos del deporte en gimnasios mexicanos dedicados a generar peleadores. El mismo tipo de gimnasios en otros países (como en ciertos gimnasios en Estados Unidos) y que se dedican a otras disciplinas además del boxeo (como las artes marciales mixtas) tienen dinámicas distintas en las que las mujeres son vistas con menos reticencia debido a su rentabilidad en otros deportes de contacto. En México, los gimnasios dedicados a actividades de acondicionamiento físico que usan el boxeo como una de sus herramientas, incluso si es la más importante, también distan mucho de las dinámicas de los gimnasios en los que surgen competidores de buen nivel. Es en estos gimnasios en donde Moreno hace sus observaciones y son estos espacios los que se asemejan a los que la literatura mexicana ha utilizado para construir sus ficciones. Si para Moreno la presencia de mujeres como agentes activos en el deporte es una “trasgresión” y una “discordancia”, es lícito concluir que su presencia como agentes no activos será aún más problemática. Wacquant se refiere a esto cuando habla de ciertas excepciones que permitían la presencia de mujeres en los gimnasios de que tuvo conocimiento de primera mano; además de especificar cuáles son las expectativas de lo que debe hacer una mujer en el entrenamiento:

Sólo en circunstancias excepcionales, como la proximidad de un torneo importante o el día después de una victoria decisiva, se permite a las amigas o esposas asistir a un entrenamiento de su hombre. Cuando van, deben quedarse sentadas inmóviles y en silencio en las sillas colocadas detrás del ring; y normalmente se sitúan a los lados, contra la pared, de forma que no entren en la zona de ejercicio propiamente dicha, aunque no esté ocupada. Se da por supuesto que no deben interferir de ningún modo con el entrenamiento, excepto para ayudar a prolongar sus efectos en casa tomando a

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su cargo las tareas cotidianas de limpieza y a los niños, cocinando los platos necesarios y proporcionando un apoyo emocional e incluso financiero sin tacha (Wacquant, 2006: 59-60).

La presencia de la mujer que traspasa estos límites de actuación es problemática por dos razones: primero, porque se asume que el boxeo desarrolla valores positivos relacionados con el polo masculino. Para Wacquant, el trabajo en el gimnasio de boxeo es “el medio de acceder a un universo distintivo en el que se entremezclan aventura, honor masculino y prestigio” (Entre las cuerdas 30), del mismo modo que pertenecer a él “es la marca tangible de haber sido aceptado en una cofradía viril que permite despojarse del anonimato de la masa y, en consecuencia, granjearse la admiración y el reconocimiento local” (31). Segundo, porque todas estas cualidades “se oponen implícitamente a las características de las mujeres en un juego en el que los principios de lo humano se identifican con lo masculino” (Moreno,

“El boxeo como tecnología” 192). De esta manera, la presencia de la mujer, y en especial su presencia sexualmente activa en la vida del boxeador, se identifica con uno de los mayores riesgos debido a que dispara una serie de consecuencias nocivas, todas ellas relacionadas con los vicios o desviaciones indeseables de conducta en un púgil comprometido con el boxeo.

Para Loïc Wacquant, “sacrificio” es la palabra que mejor define la relación del boxeador con su oficio y con la manera en que el resto del mundo queda excluido de él:

“Debe colocar su oficio por encima de cualquier otra cosa, llámese familia o amigos, su mujer o amante(s), su trabajo (si tiene) y todas las preocupaciones mundanas” (Entre las cuerdas

140). Entre los mandamientos, tres son esenciales, según Wacquant: no comer alimentos dañinos (141-142); abstenerse de la vida disipada (143-145), y abstenerse del intercambio sexual (146-149). La presencia de la mujer pone en riesgo este mandamiento final, y cuando uno se infringe, el resto no tardan en caer. Igualmente, la vida disipada es una invitación a

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que entre la mujer, y con ella la serie de valores no-masculinos que rigen al mundo boxístico.

Para el boxeador mexicano en la literatura, mujer, vicios y derrota pueden entrar a la par, y generalmente lo hacen, sobre todo porque hay una predisposición a aceptar esta narrativa repetida y fijada a lo largo del tiempo. La literatura mexicana se ha alimentado tanto de esta narrativa estereotípica que incluso en el caso en que la mujer es un elemento positivo para la carrera de un boxeador, resulta ser el elemento clave de su ruina final, como ocurre en

“Campeón ligero”. Igualmente, el caso de la Perra Saldívar abreva de las consecuencias nocivas de la irrupción de lo femenino en el mundo pugilístico. Lo que me parece más destacado del caso es que el elemento femenino que irrumpe no es ella misma, pues ha sido tan masculinizada o tan alineada con un paradigma estrechamente vinculado al polo masculino, que sus características femeninas se vuelven inocuas en el ambiente pugilístico.

Las de su hermana menor, no. Ella es la mujer que se convierte en una presencia disruptiva para el boxeador (la boxeadora) y su mundo.

En el cuento “Campeón ligero”, la presencia de la mujer es disruptiva por lo que desencadena, no por lo que representa en la carrera de Barrientos. En principio, la presencia de Miriam parece menos importante de lo que en realidad es. La relación entre los dos hombres principales del cuento, el periodista narrador e Ignacio Barrientos, parece la de un par de amigos a quienes la vida ha llevado por distintos derroteros. La sensación de culpa del narrador por haber orillado a Barrientos a la ruina parece genuina: “estuve en su invencible periferia, más el testigo o el espectador que el cómplice, y sin embargo, algo hice para arruinarlo: lo tuve a mi alcance en la tarde inmóvil y le di la mejor de las noticias” (9). Al finalizar el cuento, queda claro que su relación es mucho menos cordial de lo que parece, pero sobre todo, el narrador expresa la razón de la discordia: “Gracias a mí, Nacho murió en

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paz y destruido. Quizá fue mi forma de boxear con él y de vencerlo como cronista; también de demostrarle a Miriam que yo la quería más” (41, mis cursivas).

Miriam es el personaje por el que la amistad entre periodista y narrador comienza a quebrarse. Siguiendo la noción de que la mujer introduce comportamientos ajenos al mundo del boxeo, cuando Miriam conoce al narrador en una fiesta en la casa de un promotor de box

(el padre de ella, Samuel); ella lo conduce a un baño en donde le ofrece al periodista un tazón con cocaína: “El enorme espejo del baño había sido cubierto por una pátina adicional, color ostión. En esa difusa superficie contemplé la desnudez de Miriam” (22). Semanas después, ella le pide al narrador que la presente con el boxeador Barrientos y no sólo termina casada con él, sino su padre, don Samuel, se convierte en su promotor: “promovió todas las peleas de Ignacio Barrientos y lo convirtió en una eficaz máquina de hacer dinero” (26). Hay ciertas condiciones particulares en Miriam que saltan a la vista para el narrador y que la hacen no sólo distinta de las otras parejas sentimentales de su amigo, sino además lo alejan de él:

“Miriam empezó a cambiar los días del campeón; no puedo decir cómo lo hizo porque su primera medida fue protegerlo de su pasado, ponerlo a salvo de los recuerdos agraviantes que no compaginaban con su fama. En pocas palabras: dejó de verme” (25). El desenlace del cuento pone de manifiesto la razón subyacente de la distancia que Miriam pone entre los dos amigos. Una vez que el periodista ha enterado a Nacho de que es inocente del crimen que piensa haber cometido, Barrientos pierde sus peleas, se divorcia de Miriam, se retira y muere discretamente. Miriam le reclama al periodista haberlo enterado de su inocencia y él comprende la estrategia por la cual ella intimó con él y luego mantuvo la distancia: “Me usó para llegar a él, pero sobre todo, en aquella noche irreal, de cocaína y grullas que escupían agua, obtuvo un pretexto para que yo jamás volviera a estar muy cerca de ella: Nacho tenía un motivo para destruirme” (39).

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El personaje femenino entra en la vida del boxeador para disparar su carrera, en cierta medida, para apropiarse de ella por vía monetaria, pues las ganancias de Barrientos quedan en la familia de Miriam y don Samuel. El problema real, y la tensión que la mujer genera, se debe a que se convierte en un objeto de deseo, búsqueda y conflicto entre los dos hombres a quienes se ha acercado con una estrategia sexual. Si bien ella no interfiere con la carrera del boxeador, sino que la apoya, ni siquiera de este modo la figura femenina en el mundo del boxeo puede traer más que complicaciones. Ella se convierte a través del sexo que ha ofrecido a ambos amigos en la manzana de la discordia o la puerta a los infiernos. Barrientos, solo, abandonado, empobrecido por el divorcio que Miriam interpuso después del declive del boxeador, muere casi olvidado.

Antes de abordar otros tratamientos en los que la irrupción de lo femenino como foco disruptivo conduce a cuestionamientos de mayor calado sobre la figura masculina, abordaré al personaje de la Perra Saldívar, de Las paredes desnudas. En principio, se trata de una mujer distinta de la que percibe Oates como la típica chica del cartel que anuncia los rounds o canta el himno. La caracterización de Jacqueline como una mujer poco atractiva busca neutralizar el aspecto de objeto sexual vinculado tradicionalmente al polo femenino. De esta manera, la acerca aún más al polo masculino al alejarla del estereotipo que Oates describe.

Su caracterización, debido a su oficio y a sus atributos físicos, es tan alejada del concepto conservador de la feminidad, que al mismo Jeremías le sorprende la naturaleza de la debilidad por cierto tipo de pasteles que tiene la Perra: “Nunca hubiera pensado que Jacqueline la Perra

Saldívar tendría una debilidad tan específica, pero más que nada, tan femenina” (18). A

Jeremías le extraña que la boxeadora se comporte como mujer. Jeremías, como narrador de la historia, ofrece un filtro para como percibimos a Saldívar. Él no es ajeno a ciertos valores que lo masculino y lo femenino tienen tradicionalmente en el mundo del boxeo. Al hablar de

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cómo Saldívar descubrió sus cualidades pugilísticas y de cómo su entrenador le veía futuro en el boxeo, el narrador reflexiona: “Pero que una mujer tuviera futuro en el boxeo no significaba nada. Una mujer en ese mundo era nalgas, tetas y un agujero en donde meter la verga. Jacqueline carecía de esos atributos, pero tampoco era un hombre” (222-223, mis cursivas). Saldívar queda en una especie de limbo, pues no es una mujer con atractivo suficiente para cubrir su rol estereotípico, pero tampoco es un hombre biológicamente. El mundo en el que vive le permite considerar el boxeo como una ocupación válida; según su entrenador: “El box femenil está agarrando mucha fuerza en el país, somos potencia mundial”

(220). Pero incluso los comentarios del narrador dudan de las razones por las cuales dos mujeres peleando pueden ser atractivas para el público predominantemente masculino:

“Carne dura, joven y sudorosa. Carne amoratada, sangre y cardenales. Y la cosita de los machitos del público brincando inquieta en el pantalón. Un buen negocio” (223). La postura de Jeremías frente al boxeo femenil revela mucho de una postura general de la incursión de mujeres en deportes de contacto al ser contemplados por un observador masculino poco especializado. Jeremías no concibe que haya un motivo distinto de una cosificación sexual.

No puede aceptar que la presencia de las mujeres en el ojo público tenga otra función que excitar a los observadores masculinos.

A pesar de esta resistencia al boxeo femenil, que como hemos visto en Moreno, es una resistencia común por varios motivos, hay una serie de oposiciones con los otros personajes que hacen que la presencia de Saldívar se normalice en la práctica boxística.

Primero, hay diferencias físicas importantes con su hermana Marina. Marina ha desaparecido víctima de una red de trata de personas. Es de una belleza excepcional en la barriada Primero de Mayo, donde nacieron ella y la Perra: “flor de fango, mirada fatal, exceso de maquillaje.

Peligrosa fórmula de la belleza y la ambición” (95). Jacqueline es la golpeadora, la que recibe

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castigo y la que carece de atractivo sexual. Su hermana es lo opuesto. Jacqueline ha asimilado ciertos atributos “mexicanos”, “masculinos”, y su hermana acentúa la oposición al encarnar los atributos tradicionalmente femeninos. Si hay un elemento femenino disruptivo en la vida de la boxeadora es precisamente el elemento más conservadoramente femenino: su propia hermana: “—Cuando empecé a ganar lana con esto del box, pero lana en serio, se alocó la morra; traía un gastadero la hija de la chingada” (95). La razón por la que sale del hospital apresuradamente es para buscarla, pues sabe que ha desaparecido mientras ella entrenaba para su pelea:

—Hace dos meses, cuando se acercaba el cumpleaños de Marina, hablé con Reina, quería hacerle algo especial mi hermana, una fiesta chingona. Yo estaba clavada con la preparación para el combate contra la Maniquí. Un año atrás, no había podido estar en su quinceañera porque tenía una pelea en el otro lado contra una negra gorda y torpe. Estaba agarrando buena feria y la neta, me sentía mal con la morrita, como si la hubiera abandonado. Reina me dijo que hacía por lo menos una semana que no sabía nada de ella (224).

La presencia de la mujer, es decir, de la mujer en su sentido más conservador, sigue siendo una irrupción en el mundo del boxeo, incluso para una mujer boxeadora. Saldívar no produce ningún efecto importante en el mundo masculino pues su atractivo sexual es casi nulo. En cambio su hermana es un elemento altamente conflictivo, especialmente en el modo en que los dos personajes son contrapuestos. Como veremos en ejemplos de los otros materiales del corpus, el mundo de la disipación sexual aparece en oposición al mundo de disciplina del boxeo. La red de trata de personas, una red criminal con fines sexuales, conforma el mundo de valores opuestos a los que han hecho de la Perra una celebridad. Sólo durante el inicio de la carrera de Saldívar es que la presencia de su hermana es una presencia disruptiva en los términos que lo hemos venido analizando. En realidad, lo que entra en el mundo de Saldívar

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a través del secuestro de Marina no es tan solo la presencia disruptiva de la mujer, sino la presencia ominosa de la peor parte de un universo mayormente regulado por la explotación más descarnada de la mujer por el hombre: la trata de personas.

Saldívar es ajena a este universo como víctima posible debido a su condición de personaje asexuado. La ausencia del sexo en la vida de Saldívar es palpable: sólo conocemos a un compañero sexual en su vida, el hombre en silla de ruedas que apodan el Gitano, quien la seduce con el fin de convertirla en su compañera de crímenes mientras crece en la colonia marginal. Al abordar con más detenimiento el mundo criminal de la novela, el elemento de masculinización de Saldívar volverá a ser relevante, pues no es sólo la disciplina del entrenamiento la que la ha ayudado a salvar los riesgos de su sociedad, sino también su carencia de atractivo sexual. Este atractivo sexual sólo se revela veladamente a Jeremías, quien se siente atraído a Saldívar de forma casi platónica. Por otro lado, Jeremías es todo menos un hombre prototípico: obeso, aficionado a los videojuegos y a la comida chatarra, su trabajo de enfermero lo hace objeto de burlas constantes. La Perra Saldívar es la primera en hacerlo: “—Los batos que ven mis peleas no chambean de enfermeros” (75), y luego, Reina

Saldívar, la madre de la Perra: “—Qué chistoso, nunca había conocido a un enfermero hombre” (166). Él es el primero en aceptar que el mundo en el que se mueve la Perra le es ajeno y le produce una cierta vergüenza que sus características poco masculinas entren a los terrenos de ella, como cuando visitan el gimnasio de don Lalo, su antiguo entrenador: “Me sentí un poco cobarde por seguir callado, un monigote en ese mundo de testosterona que no perdonaba la debilidad de un tipo como yo” (129). En realidad, su atracción por Saldívar surge por la cercanía y la solidaridad. Es digno de notar que un personaje como Jeremías, un hombre feminizado por ausencia de características masculinas también sea un intruso en ese mundo.

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La configuración que logra Imanol Caneyada es reveladora de los valores bajo los que opera el mundo del boxeo. Mientras que la Perra representa encarna el polo masculino,

Jeremías y Marina encarnan distintos valores femeninos. Ambos afectan el mundo en que

Saldívar se mueve de distintas formas, Marina por la serie de problemas que detona con su atractivo sexual, y Jeremías por ser a ratos un estorbo o peso muerto que detiene a Jacqueline y la obliga a protegerlo o a repensar sus actividades. En entrevista con Iván Farías, Caneyada ha manifestado que su interés por invertir los roles tradicionales de lo que se entiende por masculino y femenino surgen del mismo tema de la trata de personas:

Una las razones principales de la trata es el machismo. Esta forma de ver como objeto a la mujer permite que haya una tolerancia para comprar y vender al individuo, principalmente a ella. Aunque insisto, también existe comercio con hombres pero principalmente los que la sufren son ellas. En esta sociedad la mujer es transformado en objeto de cambio, entonces se compra y se vende sin culpa, sin escrúpulos. Por eso me pareció pertinente para que funcionara la historia, es decir que un hombre se metiera en este conflicto, había que invertir los roles. Así que ideé que el hombre debería tener las características que les adjudicamos a las mujeres. Por el contrario; si una mujer debería enfrentarse a este mundo de comercio carnal, debe ser asexuada y muy fuerte, por eso pensé que fuera boxeadora. (Farías, mis cursivas).

Antes había mencionado las particularidades de Jeremías como narrador al mantener una distancia con el mundo de la Perra Saldívar desde diversos ángulos: no es ni ha sido pobre jamás, no conoce nada del mundo del boxeo. Aquí me gustaría agregar otra consecuencia de la elección de un narrador como Jeremías: la configuración del personaje “asexuado” de la

Perra Saldívar parte exclusivamente de las observaciones de Jeremías. A pesar de su notoria falta de masculinidad tradicional, Jeremías es el definidor de la identidad de género de

Saldívar. Cuando a él se le cuestiona su masculinidad por dedicarse a la enfermería, tiene toda una novela para narrarnos su vida y dejar clara su identidad de género y sus tendencias

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sexuales. Saldívar nunca tiene esta oportunidad. Ella sólo es cuestionada, es contrastada con su hermana y es pasada a juicio por la actividad a la que se dedica. Este personaje “asexuado” sólo puede adquirir género bajo la mirada del único hombre cercano a ella durante la novela,

Jeremías: “me quedé bajo el dintel de la puerta contemplando la de Jacqueline, de espaldas a mí, entregada al chorro del agua. Las formas eran las de una mujer” (Caneyada

124). Jeremías se da el lujo de sorprenderse de ese descubrimiento del mismo modo en que lo hizo cuando descubrió que a la Perra le gusta la repostería. En la novela no hay ningún momento en el que ella haga ninguna mención del rol que su género juega en su propia identidad. Aunque es un personaje al que se le otorgan muchas capacidades, no se le da la palabra para autodefinirse genéricamente en una novela en donde el género es crucial.

Aunque hay varios lugares comunes que la boxeadora asume por el deporte que practica, su condición de mujer le impide asumir, como sí lo hacen varios de los otros boxeadores del corpus los lugares comunes que tienen que ver con la conducta sexual.

Artillería Nocaut es una novela que comparte con Las paredes desnudas varios elementos en la construcción de su narración. Por principio, se trata también de un boxeador que se convierte en un detective. En el caso específico de la mujer como elemento que rompe la armonía del mundo del box, Víctor Solorio es tan directo como se puede ser. La primera línea de la novela es una mujer, la ahijada del boxeador Eleuterio Marto, entrando en un vestidor: “La chica entró al vestidor pasando por debajo del guardia que, en teoría, evitaba que nadie se metiera” (15). Las irrupciones de las mujeres en la vida de Marto son un problema constante. Su carrera, en efecto, terminó debido a la relación adúltera que Marto sostenía con la esposa de su compadre. Mientras la mujer se mantiene dentro del ámbito de los roles establecidos, la armonía prevalece. Su esposa es el mejor ejemplo: “En aquellos días, Aranza tenía la costumbre de esperarme afuera del gimnasio durante la práctica. Había

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una florería enfrente. Se hizo amiga de la dueña y a veces, cuando salía de hacer esparrin, la encontraba ayudándole a arreglar flores en disposiciones exóticas” (99). Sin embargo, en cuanto la disipación sexual entra en la vida del boxeador afecta todos los ámbitos de su vida:

“Éramos muy cuidadosos con estas escapadas, las falsedades estaban medidas con precisión.

Ella llevaba dos días cuidando a su madre enferma. Yo iba a practicar para la siguiente pelea.

Ni el compadre Agustín ni Aranza se enteraban. O eso queríamos creer” (133). Cuando la verdad se descubre su carrera profesional termina y su vida personal queda arruinada, pues su mujer decide suicidarse: “La cuerda atada al cuello, colgada de la regadera. Aranza, pálida, parecía flotar” (133). Acaso este ejemplo extremo muestre lo incompatible que es la disipación sexual con el boxeo, al menos en la forma en que es representado en la literatura que aquí nos ocupa.

2.4.3 La homosexualidad: el cuestionamiento al culto a la virilidad

Hasta aquí, he aceptado que el boxeo es un mundo masculino y que la hipermasculinización de los boxeadores representados en la literatura mexicana sobre el deporte toca no sólo las concepciones de éste, sino también las propias concepciones de masculinidad mexicana. En otras palabras, el boxeador de la literatura mexicana visto como proto-hombre se encuentra en donde se intersectan las coordenadas del boxeo como actividad viril de valores deseables y en mayor o menor medida los estereotipos del macho mexicano.

Matthew C. Gutmann en The Meanings of Macho: Being a Man in Mexico City, analiza ciertos lugares comunes de la figura del macho en el entorno urbano de la capital del país al final del siglo XX y la evolución que el propio concepto de masculinidad ha tenido en la colonia popular Santo Domingo, en donde lleva a cabo el grueso de sus observaciones.

Entre ellas, analiza la extendida concepción del hombre mexicano como un ser promiscuo

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sujeto a su deseo sexual que es incapaz de contenerse cuando una mujer le atrae o cuando una mujer lo seduce (129-130). Esta falta de control es percibida como consecuencia de una gran potencia sexual. La ausencia de control sexual se relaciona con otras áreas del comportamiento, en donde el exceso también es visto como un comportamiento típicamente masculino. La más común es el consumo excesivo de alcohol: “According to most anthropological studies of other location and times in Mexico, for instance, it has been common to equate ser hombre (being a man) with at least periodic public inebriation” (174, en cursivas en el original). Entre los estudios antropológicos sobre el mexicano a los que

Guttman se refiere, se encuentran los de Orrin Klapp, a quien recurriré en mi siguiente capítulo de manera más extensa. Por ahora, destaco que esa noción de “ser hombre” a la que se refiere Guttman es retratada de esta manera por Klapp, en 1964: “a real man, a good drinker, lover, Singer, fighter, brave and willing to defend what he believes in” (“Mexican

Social Types” 404, mis cursivas).

El boxeador y el consumo alcohólico han sido vinculados estrechamente en el imaginario a través de muchas de las figuras que hemos revisado (como el Chango Casanova, el Toluco López, el Pajarito Moreno, el Púas Olivares). El boxeo como universo masculino tiene una relación conflictiva con la expresión de la masculinidad exacerbada del machismo mexicano: la temperancia como característica viril que Moreno encuentra en Foucault y que relaciona con el boxeo (“El boxeo como tecnología” 187-188) choca con el exceso sexual y de placeres que acompañan al estereotipo del macho mexicano. El boxeador reúne dos extremos de la masculinidad dentro del mismo individuo. Finalmente, la intemperancia sexual y la percepción del hombre mexicano como un ser sujeto a ella va de la mano con uno de los componentes esenciales de machismo, como posteriormente lo explica Guttman: “his

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relationship to female bodies (…) Together with men’s sexual conquest of women, abusive male physicality is for many women and men the essence of machismo” (237).

De este grueso de observaciones, no es sorprendente la apertura de la novela de Pedro

Ángel Palou: “Me pregunto cuánto tiempo hace que mi mujer me caga la madre” (13), seguida del recuerdo de Baby Cifuentes de su primera infidelidad la noche antes a una pelea en Ciudad Juárez: “Si don Lupe, mi mánager, se hubiera imaginado que estaba faltando a una máxima del boxeo, la abstinencia sexual antes de la pelea, me hubiera partido la madre” (14), lo cual es rematado con la respuesta a la pregunta del personaje Juan Gavito, el insípido intelectual al que le bolea los zapatos y que ha decidido regalarle una libreta para que escriba su vida, sobre si el alcohol fue lo que acabó con su carrera boxística: “Nanay, fueron las pinches viejas” (14). Una gran cantidad de páginas de la novela, en efecto, están dedicadas a describir los pormenores de aventuras sexuales intrascendentes con mujeres que no afectan la trama. Sin embargo, lo único que se parece a la intriga es su relación con Marisol, la vedette que conoce en una cantina, pareja del mafioso Tomás Chávez que exporta heroína a Estados

Unidos, y que termina asesinada sin que Baby recuerde nada. En efecto, el asesinato de

Marisol y los actos que lo preceden parecen todos una forma de caída por vías venéreas que ilustra este conflicto entre el hombre de disciplina espartana y una habilidad sinigual para la camorra, y su derrumbe por virtud de una incapacidad de freno ante los impulsos básicos.

Antes de defender su cetro wélter, Baby Cifuentes localiza a Marisol en San Francisco, hace el amor con ella, se hace invitar a una fiesta de Tomás Chávez para seguir a la mujer de la que se ha enamorado, y es humillado por los guardaespaldas de Chávez al ser arrojado a una piscina de la casa del mafioso (62-71). Al usar la ropa seca de Chávez, es llevado a una oficina aparte donde el mafioso lo obliga, pistola en mano, a tener sexo con Marisol en presencia suya, después de obligar a ambos a consumir cocaína: “Así nos estuvimos haciendo

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pendejos, ella chupando y yo sin poder. No se me paraba, qué pinche angustia” (72). Chávez incluso sugiere la homosexualidad de Cifuentes, ante su fracaso como garañón: “Así que andas con un pinche puto, ¿quieres que yo te la meta, pendejo?” (72). Cifuentes es inyectado con un coctel de drogas, pierde el conocimiento, sólo para despertar en un hotel junto al cuerpo baleado de Marisol y sin memoria de cómo llegó allí. Por alguna razón, sospecha que

él pudo ser el homicida, aunque es demasiado evidente que no es así.

Este breve recuento de la relación con Marisol y Tomás Chávez es ilustrativo de la dañina interrupción de la mujer (o mejor, de la sexualidad femenina) en el universo boxístico que discutía en el apartado anterior. Adicionalmente, abunda sobre el problema de una hombría desplazada. En realidad, Cifuentes es un personaje cuya hombría es exaltada por sus aventuras sexuales, pero arrebatada constantemente de una manera simbólica o de hecho. Al recordar sus años en el ejército, donde comenzó a boxear, Cifuentes recuerda que fue víctima de un asalto sexual por parte de su sargento Hugo Sepúlveda, durante maniobras militares en la sierra del estado de Guerrero: “Me bajó el pantalón y me la metió por el culo de un solo golpe, como un pinche experto. Me dolió como la chingada. Y grité como el carajo.

Sepúlveda me pegó con su rifle y me abrió la cara. Esa cicatriz todos creen que fue del box, pero ni madres. Fue esa tarde, en Guerrero” (79). La oposición entre un memento físico de un desplante de hombría, el box, se superpone a un evento traumático de feminización forzada y humillante. Una feminización o un despojo de su hombría que le ocurre tanto frente a Tomás Chávez, con la convenientemente fálica pistola en mano, como cuando es noqueado al pelear justo después de la muerte de Marisol (otra inconsistencia, pues a pesar de un homicidio y de las drogas que le inyectaron a nadie se le ocurre cancelar la pelea): “La lona.

No pude meter ni las manos, caí como Marisol después del balazo” (117, mis cursivas). Es probable que este elemento de despojo de la hombría ya estuviera presente en la formulación

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del personaje desde su inicio, pues cuando evoca su primer encuentro sexual extramarital en

Ciudad Juárez, antes de que ocurran todos los eventos que lo destruyen, él bromea sobre sus fantasías sexuales al decirle en broma a la prostituta con quien acaba de tener sexo la actividad que prefiere: “Que me la metan” (15); lo cual vuelve ambigua la frase con la cual se refiere a la experiencia de sexo anal con Ariadna, la última mujer de la vida de Cifuentes de la que tenemos noticia: “Se siente bien rico por el culo” (140). A pesar de lo terrible que es la experiencia de la muerte de Marisol, la carrera de Cifuentes no concluye y es justo cuando decide escapar con Ariadna a Acapulco que viene la desgracia final: son embestidos de frente por un tráiler mientras regresan de su viaje pues Cifuentes debe entrenar para una pelea en Japón (155). Debido a las lesiones, abandona el box, vive en Nueva York como inmigrante ilegal y sólo al final de una sucesión de eventos más bien propiciados por el deus ex machina se vuelve a encontrar con Tomás Chávez y logra vengarse. Uno de sus antiguos amigos del ejército se ha convertido en narcotraficante y rival de Chávez. En una revelación final que pretende ser sorpresiva, Cifuentes se entera de que el hombre que fue una sombra oscura en su vida era un homosexual desenfrenado. Pero algo queda claro al final: “La culpa de todo en mi vida la han tenido las viejas” (163).

En esta novela, el abuso de lugares comunes hacen más evidente el análisis de lo que ocurre en términos generales con la idea de masculinidad en los boxeadores presentados bajo el paradigma del macho mexicano: el trayecto de su derrota puede leerse como la pérdida de su masculinidad, en tanto que la masculinidad se vincula con una noción de poder. La figura recurrente del boxeador como un perdedor en la literatura mexicana va de la mano con la indagación en las resquebrajaduras del esquema de poder-masculinidad que se ha instalado en la psique nacional a través de la manifestación extrema del machismo y de uno de los personajes extremos de la virilidad: el boxeador. Si la vinculación entre el poder y la virilidad

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son susceptibles de ser impugnados, ¿quién mejor para ello que el más hombre entre los hombres, el campeón del arte viril? Evelyn P. Stevens ya ha analizado esta vinculación entre el poder y la virilidad en la idea del machismo, y de su aplicación al ejemplo que he venido tratando del boxeador, se pueden extraer interesantes observaciones. Dice Stevens: “Contrary to the misconception prevalent in popular non-Latin literature, the distinguishing characteristic of machismo is not violence but intransigence. Each man is convinced that there is only one right way of doing things: his way” (849). Me interesa la observación que hace Stevens de esa intransigencia al ámbito político, pues la época de los caudillos revolucionarios y la concepción general del político mexicano, en la visión de Stevens, está permeado por esta imposición de un hombre por encima de todos los hombres (853). En el caso del boxeador, y en particular, lo que hemos visto en el caso de Cifuentes, la resquebrajadura de esta capacidad de imponer su voluntad se sucede en capas de influencia social: dentro del cuadrilátero, se puede ser imbatible, el más hombre, hasta que llega alguien que desde fuera del ring es insuperable: un hombre más hombre. La tragedia del “pelado”, de nuevo, viene a la mente: allí, en algún lugar, hay alguien siempre más macho.

El cuestionamiento de esta vinculación poder-masculinidad se cuela a través de una de las grietas de la figura hipermasculinizada que es más evidente en varios de los productos literarios que analizo ahora: al parecer, la tentación de obrar en contra del mito de la masculinidad encuentra una preferencia marcada en poner en entredicho su heterosexualidad.

Esto ya lo hemos visto en el caso de la novela de Palou, aunque Cifuentes nunca se declara homosexual sino que es sometido sexualmente. Sin embargo, casos de homosexualidad, bisexualidad o sexualidades alternativas son más evidentes en “El Rayo Macoy” y en Juan

Tres Dieciséis.

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El comportamiento sexual del Rayo Macoy no es muy distinto del comportamiento sexual desbocado de Cifuentes. El Rayo Macoy también es propenso al alcohol: “aunque muchos emboscados y envidiosos digan que chupa de a madres y que un día se lo va a llevar la tía de las muchachas” (89). Incluye además un elemento de dominación extrema sobre el cuerpo femenino, la violencia física que se desencadena con el estado de ebriedad: “Ya embravecido, con los ojos que le daban vueltas y el pelo chorreando grasa pero sin poder alisarlo, levantó las manos y mandó a la tiznada las técnicas enseñadas por don Atenógenes y le cruzó la cara hasta en dos ocasiones antes de que Tina Louis botara la lámpara de pie y se estrellara contra la mesita” (89). La violencia del Rayo va en aumento conforme su carrera asciende, pero no es el único elemento que el alcohol desencadena. En una nueva farra, esta vez en un cabaret en México, la cantante rubia se sienta en la mesa del Rayo y sus amigos:

“el Virote con la lengua pastosa de los tragos le dice al oído que se cuidara porque esa pinche güera se le hacía que era machimbre y el Rayo nomás levantó los hombros y se restregó con las manos la entrepierna entre carcajadas: si el hoyo es blanco no importa de quién” (95). La farra sale del cabaret hacia el automóvil del Rayo: “y la güera-güero le metía la mano al campeón, que lo sería de veras cuando le rompiera toda su madre al culero de Brady, y le decía que con razón, con ra mi champ, era el mero mero Ron Potrero si los tenía tamaño caguama” (96). La presumida condición de un hombre viril en la cima de la pirámide contrasta con la actividad homosexual que el Rayo sostiene con total conocimiento. No ha sido engañado ni ha sido forzado. Pero cuando ocurre el accidente vial que culmina la noche, una de las preocupaciones centrales es alejarlo del escándalo de la presencia de Fabián Clutié, nombre de escena del güero-güera.

Las interacciones homosexuales del Rayo no son accidentales. En medio de una borrachera en Acapulco, adonde había ido a ocultarse de la mirada pública, decide casarse

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con otra vedette que frecuenta en el ambiente del puerto, Mónica Azuara. Después de la boda civil discute con ella, la agrede verbalmente, ella se recluye en su habitación de hotel y él se integra a la parranda que celebra el matrimonio. Allí, se encuentra con Cascabel, un hombre homosexual del ambiente de los cabarets “y entonces que el Cascabel se mete y junta la boca a la del Rayo y éste lo besa largamente y beben de la misma copa” (108). La acción del cuento concluye con el Rayo pidiendo a gritos una bicicleta como la que usaba en sus tiempos de repartidor de medicina, “y ahí el Cascabel le quitaba el resto de la ropa a Filiberto Macario

Reyes y éste lloraba y pedía una bicicleta para dar vueltas por todos los sitios tocando puertas y entregando los paquetes” (109). Nadie, ni el Rayo ni ninguno de sus cuates articula otra cosa que no sea una negación a la posibilidad de que el Rayo sea lo que evidentemente es: un homosexual reprimido por un ambiente hostil a su preferencia sexual. No hace falta conocer el desenlace de la pelea que ha de ocurrir contra el ficticio rival Brady. Sabemos que el Rayo se encuentra derrotado desde antes de subir al ring, o que lo estará en cuanto baje de

él de nuevo y vuelva a buscar a otro hombre.

Juan Tres Dieciséis nos ofrece una aproximación distinta al tratamiento del boxeador, la presencia disruptiva de la mujer y la feminización a través del abordaje de una sexualidad alternativa. Durante el recuento que Juan Tres Dieciséis hace de su preparación, presenta al personaje de Gabriela Pacheco, quien se convertirá en su pareja y desencadenará las acciones al aparecer muerta y su cadáver mutilado junto a Juan, en un hotel de playa Rosarito. Gabriela entra en la vida de Juan al mismo tiempo que el box. Tan pronto como Juan ingresa a un gimnasio, con la intención de desarrollar su cuerpo para ser más atractivo a las mujeres:

“Luego me empezaron a gustar las muchachas, y para tener el estómago lleno de cuadritos, todas las mañanas antes de irme a la escuela hacía una rutina de media hora que venía en la revista Hombre Saludable” (55), cuando su amigo Rafa le comenta que la rutina de boxeo es

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más demandante y efectiva, Juan decide ir a un gimnasio: “Aún así, el primer día que fui al

Velázquez Gym nomás me quedé sentado a menos de metro y medio de su preciosa hija”

(55). Gabriela es codiciada por los otros asistentes al gimnasio, pero es Juan quien al desarrollar su talento logra conquistarla: “Estaba dicho, a Gabriela le gustaban los boxeadores

(si no, ¿por qué le gustaba tanto estar en el gimnasio?), y yo era el mejor de todos” (64).

Pronto, la tensión sexual comienza a aparecer mientras su relación se afianza y el entrenamiento de Juan requiere la vida de restricciones del boxeo. Su abstinencia de alcohol le cuesta amistades aunque su abstinencia sexual es respetada por Gabriela:

Me dijo que, de todos modos, no le interesaba mucho el sexo. Yo también trataba de no pensar mucho en eso. La excitación que me daba el estar junto a Gabriela la canalizaba en otro sentido. La aplicaba en el ring, para desgracia de mis sparrings, quienes me veían como una fiera salvaje. Me sorprendía a mí mismo tirando guantes con el pene erecto. Temía estarme volviendo maricón (85).

Este párrafo, quizás de manera más explícita que en las anteriores obras, pone de manifiesto uno de los múltiples mandamientos del boxeo vinculado con la regulación de conducta, pero sobre todo, vinculado con una noción de boxeo exclusivamente masculina. Antes, he mencionado que la abstinencia sexual que se considera adecuada para el entrenamiento del boxeo previo a las peleas tiene una vinculación con valores masculinos como el autocontrol.

El sexo, su socialización previa y las consecuencias de un estado mental relajado, son nocivas para el boxeador, como observa Loïc Wacquant al abundar sobre la manera en que los practicantes perciben las razones de la abstinencia sexual: “el sexo en sentido amplio tiende a ablandar, debilitar, tranquilizar, en dos palabras ‘feminizar’ el cuerpo del boxeador. Y por este motivo debe evitarse como una plaga” (Entre las cuerdas 148).

Sin embargo, varios autores también han vinculado la abstinencia con una particularidad del rito masculino del combate: su homoerotismo, al que también alude el 191

párrafo de Peña que cité anteriormente. El mismo Wacquant lo observa desde una perspectiva de las ciencias sociales: “el ritual pugilístico de abstinencia sirve para redireccionar el anhelo sexual del boxeador de la cama al ring –y de la mujer al hombre. Esto desvía su (heterosexual) libido sexual de su habitual objeto de predilección para reconvertirlo en (homoerótica) libido pugilística, el deseo urgente de entrar en un violento corps à corps con otro hombre” (“Los tres cuerpos” 26). Por su parte, Oates y Scott lo perciben desde sus posibilidades estéticas.

Oates reflexiona en profundidad sobre la presencia de este homoerotismo tanto en el combate mismo como en la preparación previa a la pelea:

No sport appears more powerfully homoerotic: the confrontation in the ring—the disrobing—the sweaty heated combat that is part dance, courtship, coupling—the frequent urgent pursuit by one boxer of the other in the fight’s natural and violent movement toward the ‘knockout’: surely boxing derives much of its appeal from this mimicry of a species of erotic love in which one man overcomes the other in an exhibition of superior strength and will. The heralded celibacy of the fighter-in- training is very much a part of boxing lore: instead of focusing his energies and fantasies upon a woman the boxer focuses them upon an opponent. Where Woman has been, Opponent must be (“On boxing” 30, mis cursivas).

David Scott ha opuesto a esta visión externa de Oates (y femenina, desde la perspectiva de

Scott) la visión de mujeres escritoras practicantes de box como una forma de repensar conceptos como masculinidad y agresividad, así como de replantear el aspecto erótico que se ha visto tradicionalmente en él: “Participation in boxing also enables them to develop a more nuanced understanding than that offered by Oates of the erotic aspect of the sport. For

Denfeld, contact sports such as boxing promote a heightened physical awareness, a sensuality that is physically intense without necessarily being sexual” (43, mis cursivas). Aunque el caso de Juan Tres Dieciséis apela a una manera de desplazar el cuerpo deseado sexualmente desde un punto de vista más conservador, el giro sucede cuando nos enteremos de que este 192

desplazamiento es más complicado de lo que parece. Malasuerte descubre que Gabriela no es una mujer, sino un hombre. El desenlace de la historia detectivesca de la novela revela un aspecto de la trama que ha permanecido oculto, y es en buena medida su parte más débil, pues responde a una forma modelo de hacer un final de novela de este género: la revelación sorpresiva descubierta en el último momento por la sagacidad del detective. Al confrontar al entrenador Montalvo (quien es responsable de la muerte de Gabriela y el posterior asesinato de Juan), el detective Malasuerte expone así el resultado de su investigación:

—El dinero que extrajo Gabriela era para su cambio de sexo. Esa operación que tú le habías requerido y nunca Juan. Pero ahora que se había convertido al cristianismo no podía seguir al lado de un travesti. Un travesti al que tú mismo enviaste con tu peleador como un modo de conseguir el dinero suficiente para convertirlo en mujer. Porque no te hacías a la idea de tener a un transexual como pareja. Tu orgullo no te lo permitía, a pesar de que la querías. Por eso, cuando te anunció que lucharía contra Celeste por el amor de Juan, tú te volviste loco y la mataste (316, mis cursivas).

Tanto en las breves alusiones de Con la muerte en los puños como en los apuntes más explícitos de “El Rayo Macoy” y Juan Tres Dieciséis, la presencia de una figura femenina oculta algo nefando: la fuerte presencia aún más disruptiva del homosexual en un entorno sociocultural fuertemente masculinizado. En estos casos no es la mujer la que rompe desde fuera el ambiente masculino del boxeo, sino que son las sexualidades alternativas latentes las que son detonadas gracias a esta irrupción. Es destacable la manera en que Juan Tres

Dieciséis, por lo que Malasuerte descubre, decide abandonar la práctica homosexual debido a un tabú religioso. Su vuelta a la heteronormatividad hegemónica es un gesto que no han intentado hacer los otros boxeadores, que se han empeñado en esconder su preferencia o en soterrar las experiencias homosexuales.

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Debido a la vinculación de nacionalismo-masculinidad y de boxeador-masculinidad, es comprensible que uno de los mecanismos preferidos de los autores para desactivar, cuestionar o poner un punto de controversia al caracterizar a un boxeador sea precisamente la tendencia homosexual. Un hombre teóricamente hiper-masculino, un condensado del gran macho mexicano, es puesto en entredicho por sus prácticas privadas, y con él, todo un sistema ideológico. Este desarrollo no es ajeno a la literatura mexicana. En su detallado Mexican

Masculinities Robert Mckee Irwin explora el desarrollo y la presencia de la homosexualidad en México, particularmente en sus expresiones literarias. La presencia de las relaciones homosociales son vistas por el autor como un punto central del discurso decimonónico que rápido se contamina por el discurso emergente de la homosexualidad: “However, homosexuality was quickly made safe by equating it with effeminacy in men. If only effeminate men were homosexuals, male bonding among machos remained kosher” (227).

Sin embargo, autores como Octavio Paz cuestionan esta visión y numerosas obras literarias hacen lo propio, según el mismo Irwin: “The queer side of hypermasculinity was revealed and a veritable paranoia of male bonding in mid-century novels such as Pedro Páramo is the result” (227). Este lado queer de la hipermasculinidad es lo que volvemos a encontrarnos en la caracterización del boxeador que tratan las narraciones en las que me he detenido.

En un contexto más urbano y contemporáneo, Guttman, en The Meanings of Being

Macho, nota el uso de palabras como “puto” o “marica” como sinónimos de cobarde. Pero sus observaciones sobre la variada nomenclatura hacia los hombres homosexuales en México pone de relieve algo más importante vinculado con la categorización del hombre homosexual en México: “men who have sex with other men are by some people’s definition outside the bounds of masculinanity altogether and would not even consitutue a separate male gender type” (238). En realidad, esta forma de observar al hombre homosexual le niega un espacio

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de definición tanto en la esfera masculina como en la femenina. La identidad masculina se define en oposición a su opuesto y subalterno, la identidad femenina, pero el homosexual queda excluido de la dupla por no cumplir a cabalidad las características de ninguno. Es una identidad feminizada hasta cierto punto, pero en un sentido más profundo el homosexual no tiene presencia en la idiosincrasia nacional por una razón importante: la niega, la cuestiona y al desarrollar la figura de un boxeador homosexual, las representaciones que he analizado buscan sacudirla desde sus cimientos en busca de redefiniciones. Como anunciaba antes, la masculinidad del boxeador aparece para muchos escritores tan cercana a la identidad nacional más conservadora que lo utilizan para cuestionar un sistema de ideas y valores que parecen decantados en él.

2.4.4 Nota final sobre la masculinidad y el boxeo en la literatura mexicana.

La masculinidad es sólo uno de los varios elementos claves en la figura del boxeador, pero el desarrollo de las novelas del siglo XX, y aún de un par de ellas en el siglo XXI, me parece que validan la presencia recurrente de un trayecto en el cual el derrotado pasa de un polo hipermasculino (construido por sus puños y su fama) a un polo de sumisión feminizada.

La excepción es la Perra Saldívar, pues de manera similar a lo que hace Artillería Nocaut, el paradigma de la carrera del boxeador como foco de la narración o hilo conductor que vincula los otros ámbitos de su vida, es anulado en favor de un conflicto específico distinto del boxeo.

Así, Artillería Nocaut consigue un logro que no es menor de ningún modo: presenta un trayecto triunfal exactamente opuesto al estereotípico revitalizando la figura de lo que parece ser, a primera vista, un hombre derrotado. Marto, mientras va consiguiendo lo que se propone, se coloca en una posición de poder simbólico cada vez más grande. En cierto modo, recupera su posición de hombre que domina a través de la valentía y el poder. De modo

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similar, Las paredes desnudas termina con el éxito del objetivo perseguido por Saldívar: recuperar a su hermana. El desarrollo de este personaje es peculiar, pues para lograr ser una figura del boxeo ha debido “masculinizarse”14 del mismo modo en que su falta de

“feminidad” la ha alejado del destino sexual de las mujeres bellas del mundo creado en la novela. Ahora, en cuanto consigue su propósito, la revancha pactada con la Maniquí Rojas tiene un capital económico y simbólico para su comunidad que la vincula con la esfera del poder. Su posición en su sociedad se incrementa. A pesar de que no gana la pela, aumenta y conserva el respeto por su “corazón”, esa otra palabra para la quijada y el aguante. Su derrota tiene otras connotaciones y sobre la derrota, abundaré en el siguiente capítulo. En Jacqueline la Perra Saldívar, sin duda, encontramos un personaje particular. A través de la ejecución de un deporte que enaltece ciertos valores identificados tradicionalmente con la masculinidad,

Saldívar es capaz de convertirse en una heroína para su familia y para su entorno. Sin embargo, gran parte del filtro por el que observamos todo esto es un narrador masculino que participa de algunos prejuicios, pero que al adentrarse en el mundo de Saldívar y el secuestro de su hermana nos lleva al lugar extremo al que tales prejuicios y preconcepciones de roles de género pueden llevar. Imanol Caneyada, en cierto modo, convierte “lo masculino” en “lo guerrero”: configura a Jacqueline Saldívar como un personaje que puede hacer uso de las armas que han puesto a su género en una condición de desventaja en el entorno que presenta y de esta manera propone la conversión de su personaje en un agente activo de su sociedad, al tiempo que reflexiona sobre los extremos de una problemática social viva.

Los desplazamientos de valores que he observado en los apartados referentes a la masculinidad y el boxeo pueden resumirse de dos modos. Desde un polo masculino a un polo

14 Entrecomillo los términos pues los utilizo en el sentido más conservador. 196

femenino en el trayecto de triunfo a derrota, y desde un polo femenino a uno masculino desde una posición de derrota hacia el triunfo. He discutido, en el capítulo anterior, ciertas lecturas de nacionalismo centrado en una narrativa de mestizaje y urbanismo, esto es, la transición del héroe indígena agachado hacia el lépero y finalmente hacia el pelado. De una manera similar, la narrativa heteronormativa (o el pelado como un macho), ha partido de un esfuerzo intelectual de definición que es producto tanto de observaciones como de mecanismos dinámicos desde los discursos del poder (político y/o intelectual) al igual que desde discursos populares. En lo que toca a la masculinidad que analizo por ahora, Matthew C. Guttaman va un paso adelante en sus observaciones sobre este fenómeno y asegura que “Mexican machismo as a national artifact was in this sense partially declared into being” (240); y aún más, “Mexican masculinity has been the heart of defining a Mexican nation in terms of both its past and its future” (241). El artefacto nacional del machismo mexicano ha mostrado tantos problemas que incluso las obras sobre un deporte canónicamente viril intentan colaborar con su carga de dinamita en contra de esta forma de masculinidad exacerbada. Si bien no logran deshacerse completamente de la distancia que separa al mundo intelectual del mundo del “pelado”, al menos han conseguido abrir nuevas brechas en el modo en que vemos representados ciertas idealizaciones excluyentes. Con esto no afirmo que las obras que analizo sean incluyentes. Al contrario, muestran de modo descarnado los resultados de ciertas exclusiones sistémicas en el imaginario nacional de la identidad.

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CAPÍTULO 3: El ciclo del ídolo y el ciclo de la violencia, dos espirales ilusorias.

3.1 Salir del barrio. Orígenes: entorno social, económico y familiar.

En el capítulo anterior advertía sobre los peligros del exotismo y del lugar común dentro de la literatura de boxeo. Igualmente, comenté que este tipo de literatura basada en un personaje icónico responde en cierta medida a las expectativas que genera. Estos dos polos generan una tensión entre el cliché y la originalidad que se resuelve en logros estéticos relevantes cuando se consigue dar un giro a los lugares comunes y al exotismo fácil.

Uno de los sus elementos narrativos más atractivos del boxeador es su salida de la pobreza. La relación del boxeo profesional con las clases sociales bajas ha sido un motivo constante de investigación y comentario, al grado que todos los trabajos de investigación académica, investigación periodística, crónica, bibliografía u obra literaria de ficción que he consultado sobre el boxeo abordan explícitamente la extracción socioeconómica baja de los boxeadores. No sorprende, de esta manera, que el boxeo haya sido sujeto de numerosos análisis en Estados Unidos que no solo abordan el tema de la extracción social y la masculinidad (de la cual ya he hablado), sino que suman a esta otro elemento crítico en la sociedad estadunidense: la extracción étnica. Aquí preciso aclarar la aproximación teórica que abordaré, pues he discriminado observaciones importantes sobre la cuestión étnica por una razón importante: para la literatura mexicana es más relevante la extracción social que la filiación étnica. Al utilizar el término étnico, lo utilizo en el sentido amplio con el que surgió durante la primera mitad del siglo XX, que es el sentido en que lo han discutido varios de los autores estadunidenses al abordar el tema del boxeo, cuyo auge e inclusión en la televisión nacional ocurrió en la misma época. Específicamente, me refiero al uso de “etnicidad” como un concepto teórico más inclusivo y menos obtuso que “raza”, tal como lo describe Gems:

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“sociologists at the University of Chicago and anthropologist Franz Boas at Columbia

University discredited much of the presumed ‘science of racialization,’ opting for a new concept of ethnicity, which categorizes people by their shared cultural practices, such as language, foods, social cohesiveness, and identity rather than skin color or biological characteristics” (137). En este sentido, Willard DeGaris tiene una apreciación similar, que comparto y a la que ya me he referido antes: “Ethnicity here refers to a historical heritage on ancestors based primarily on heritage” (13).

La evolución de una noción racial basada estrictamente en características físicas ha existido en México como en cualquier otro lugar, pero el proyecto de una identidad mexicana que desarrollé en el primer capítulo arroja suficiente luz como para comprender bajo qué mecanismos los vicios y virtudes vistos originalmente (y erróneamente, sobra decirlo) bajo la luz de las diferencias raciales han terminado viéndose como diferencias inherentes a las clases sociales; un paso ineludible, si se piensa, en un país con 90% de su población considerada mestiza. De esta manera, la idea de raza ha sido equiparada al gran igualador del mestizaje, mientras que la idea de “etnicidad” ha sido sólo parcialmente equiparada a la pertenencia a grupos indígenas autóctonos; algo que, en este estudio particular, enfocado en comunidades urbanas mestizas, tiene un impacto mucho menor. Debido a esta situación particular, la utilidad de algunos estudios de boxeo para mi análisis tiene ciertas limitaciones.

En realidad, el concepto de “etnicidad” me interesa solamente por la manera en que el boxeador mexicano es percibido en los Estados Unidos a través de sus medios de comunicación masiva. En ese contexto, su pertenencia a un grupo social a través de herencias culturales se vuelve importante pues no sólo establece un anclaje de identificación del otro para el presumible público estadunidense, sino que este establecimiento de una otredad participa en la construcción de una identidad imaginada: si el boxeador mexicano es visto

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como un ente externo, las comunidades mexicanas buscarán características comunes más allá de rasgos físicos o particularidades regionales.

Algunas de las observaciones que hago ahora, sin embargo, se desprenden de las anotaciones del boxeo en Estados Unidos relacionadas con la figura romántica del boxeador salido de la pobreza abyecta que creo que son suficientemente generales como para aplicarse al boxeo en México. Sobre todo, al mirarlas a través del filtro que me interesa aquí: sus representaciones en productos literarios. Específicamente, en el corpus de esta investigación todos nuestros boxeadores se encuentran marcados por la pobreza desde una edad temprana.

Pero más allá de la pobreza, se encuentran marcados por la marginalización.

Es importante notar que los grados de pobreza y de marginalización tienen una lógica importante que va de la mano con la cronología de los textos publicados. En los dos materiales más tempranos que he elegido, los personajes se encuentran en situaciones de pobreza, pero no son completamente parias sociales o, para ponerlo de otro modo, las narraciones presentan un mundo en el que existen opciones además del boxeo.

El material de 1985, “El Rayo Macoy”, presenta a Filiberto como un boxeador que recuerda su pasado como repartidor en bicicleta para una farmacia en la Colonia del Valle, en la Ciudad de México. A pesar de trabajar ahí, no pertenece a esta colonia de la clase media, sino a las afueras de la ciudad: “él jalaba con su bicicleta y se bamboleaba más allá de las vías del ferrocarril a Cuernavaca y tirando patadas a los perros nocheros llegaba hasta la casa de sus tíos para tumbarse en la colchoneta sucia a descansar” (Ramírez 81). Igualmente, queda establecido que ha llegado a la ciudad desde una zona rural de Valle de Bravo, en el vecino Estado de México (81). La tensión que prevalece en el cuento es la que surge entre el pasado rural de Filiberto y su presente urbano, entre su vida en el margen y la de los jóvenes de la Colonia del Valle que se burlan de él, pues tienen más dinero: “Filiberto sentía que lo

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hacían menos y que de seguro sabían que él vivía más allá de la vía del tren de Cuernavaca mientras estos cuates eran de esas mismas calles” (83). A pesar de que la clase social marginada es evidente, incluso por su geografía, y es uno de los motores de resentimiento para Filiberto, está inserto en una dinámica que le permite interacciones con otras clases sociales y acceso a fuentes de empleo. Estas interacciones son lo que le ha conseguido su trabajo de repartidor (80) y lo han acercado al tipo de influencias como el cine, la música en inglés y su propia mezcla con la lucha libre y las dinámicas de barrio que le han permitido hallar el apodo con el que se presenta al público (86-87).

La situación de Ignacio Barrientos en “Campeón ligero” es aún más reveladora si atendemos a su narrador. El amigo de la infancia de Barrientos nos da dos claves importantes:

“Crecimos juntos, ya lo dije, en las barrancas que dominan un flanco de la ciudad de México.

Vimos las luces en la noche y anhelamos lo mismo” (Villoro 14). Se trata, por su descripción, de una barranca ocasionada por las minas de arena que rodean a la ciudad (40). El entorno de ingresos bajos es evidente, pero no extremo, si pensamos en la ocupación a la que se dedica el narrador mismo: “Cuando llegué a Arena, tenía una molesta aura intelectual porque había cubierto dos guerras centroamericanas, y aunque eso me sirvió para atrapar más que noticias, los veteranos de mil estadios me vieron como un pretencioso que venía de las zonas serias del periodismo” (12). A pesar de la marginalidad, pues, tanto el boxeador como su amigo habitan un mundo en el que es posible una carrera universitaria que conduzca, por ejemplo, al periodismo. Tanto en el mundo del Rayo Macoy como en el de Ignacio Barrientos existen de manera patente salidas decorosas. No discuto la inexistencia de ellas como una condición absolutamente necesaria para la narración, sino que me parece significativo que ocupaciones diversas coexistan de manera armónica, sin conflicto, con el universo del boxeo.

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Cuando nos acercamos a narraciones del siglo XXI, las situaciones de las que surgen los personajes se vuelven más extremas o el énfasis de la narración pone mayor hincapié en ellas. Es decir, la distancia del entorno del boxeador con la sociedad crece debido a varios elementos que pondré de relieve.

Para Baby Cifuentes, sus primeros años están marcados por dos espacios de pobreza extrema y también por situaciones sociales que agravan sus condiciones ya de por sí lamentables. Primero, la casa de su madre en los alrededores de los campamentos ferrocarrileros de la estación de carga situada en Nonoalco Tlatelolco15. “Vivimos en

Nonoalco-Tlatelolco, en una casa improvisada, en un vagón. Es un vagón grande, así que todos cabemos, mis seis hermanos, el abuelo y mi padrastro, el muy culero y borracho”

(Palou 27). Su vida familiar está marcada por la violencia. Su padrastro golpea a su madre, trata de violarla y él decide atacarlo aún adolescente. “Le pegué con el sartén de los frijoles en la cabeza, tan fuerte como pude. Se cayó el pendejo como si nunca hubiera estado parado”

(30). La madre asume la muerte del padrastro y es encarcelada. “Cuando mi mamá salió de la cárcel, como a los diez años, mis mediohermanos ya no me hablaban, tal vez estaban esperando el momento para la revancha, quién sabe, hasta ahora nunca se dio. Poco a poco dejé de ir a verla cuando regresaba a la capital, como si fuera la madre de esos otros cabrones, no la mía. Y de tantas ganas que le puse para olvidarla lo logré, me cae” (32). Su nombre de guerra, Baby Cifuentes, está vinculado fuertemente a este pasado. Como dije en el capítulo anterior, lo toma de su abuelo, quien también fue boxeador. Después de la muerte de su padrastro y el encarcelamiento de su madre, se muda a vivir con una tía a la colonia Santa

15 Esta parte de la Ciudad de México es un sitio relevante en al menos dos grandes novelas mexicanas: La región más transparente, de Carlos Fuentes, publicada en 1958, y José Trigo, de Fernando del Paso, de 1966 (Mata 82). Ambas se refieren a ella cuando aún era estación de carga de ferrocarriles, aunque no parece que Palou haga ninguna referencia más a ellas. 202

María la Ribera. “En la Santa María aprendí lo que es el hambre, el estómago más vacío que el corazón más hueco” (30), en donde el hacinamiento es nuevamente la tónica de su vida doméstica: “En la vecindad el departamento de mis tíos tenía dos habitaciones. En una dormían mis tíos y en otra nosotros [sus dos primos y él], así que compartía la cama” (31).

Cifuentes es enfático en recordar su pobreza como una condición necesaria para boxear: “Se necesita la miseria, la más cabrona pobreza, el hambre. Me cae, se necesita haber sentido mucha hambre para dejar que un güey te madree entre las cuerdas” (43). Además de que es lo pone en primera fila con la criminalidad del fuero común: “A pelear sí [aprendí], tal vez, para sobrevivir a las pandillas de vividores de mi edad” (96). Por otro lado, su vida familiar posterior no es muy distinta al antecedente que ha fincado su infancia: su hijo nace con una tara mental, su hija apenas lo conoce, su esposa se divorcia de él y nunca vuelve a saber de ellos (40-42).

Las paredes desnudas comparte una forma similar de ver el origen del boxeador. La primera noticia de la pobreza de la Perra Saldívar son las condiciones extrema en las que su madre consigue una vivienda. La ciudad sin nombre de la ficción de Caneyada tiene como centro económico la vida de las maquiladoras y la dinámica con la frontera con Estados

Unidos. Reina Saldívar, la madre de la boxeadora, llega del sur “siguiendo la ruta del hambre” (Caneyada 31) y junto a otros trabajadores invade los terrenos a las afueras que en otro tiempo fueron un tiradero de basura para establecerse de manera ilegal. “Trabajaron diligentes en cercar los lotes con alambre, madera, hule, plástico, cartón. La basura se levantó orgullosa en propiedad privada” (33). Este asentamiento ilegal será regularizado como contraprestación a la compra de votos en temporada electoral, y rebautizado con el irónico nombre de colonia Primero de Mayo (34). La vida de Jacqueline Saldívar transcurre entre brazos de mujeres desconocidas que la cuidan mientras su madre trabaja, viajes al pozo de

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agua cercano para acarrear cubetas, y juegos entre lotes baldíos atestados de deshechos, cucarachas y el descubrimiento ocasional de cadáveres de mujeres violentadas sexualmente.

Su hermana y ella no comparten el mismo padre, pues su madre es incapaz de establecer relaciones afectivas duraderas. Su madre, ya establecida como una figura prominente de la colonia, se dedica a atender un puesto en el tianguis del lugar, donde Jacqueline le ayuda cuando es expulsada de la escuela por arrancarle de un mordisco una oreja a un compañero que la agrede (142). Esta, por cierto, es la razón por la que su apodo sea La Perra. Su distancia con ella crece con el tiempo: “Siempre nos hemos llevado del nabo. Odia que me dedique al box, hubiera querido que me quedara en el tianguis toda la pinche vida” (169). En ese puesto del tianguis, o mercado al aire libre, es donde conoce a su única relación amorosa, el Gitano, quien la convierte en asaltante y quien terminará en la cárcel por disparar contra una persona en un asalto frustrado (180-182). La Perra Saldívar, por ese acto criminal, pasará algún tiempo en un albergue tutelar para menores delincuentes (188).

La vida de Juan en la novela Juan Tres Dieciséis no es mucho más afortunada.

Residente de Tijuana, él y su familia son oriundos de Ciudad Obregón, Sonora. Su padre es un drogadicto que durante su vida pasó por muchos empleos, por el robo de autos, y que eventualmente causó su separación marital debido a que administraba un modesto negocio de prostitución (53). Su padre, por cierto, es quien decide bautizarlo como un versículo de la

Biblia durante un período de rehabilitación (51). Su vida después del abandono de su padre está marcada por la presencia de su padrastro. “Un señor alto y de pelo güero, como le gustan a ella, porque quería tener un hijo o una hija de pelo güero. Bien celoso. Llegaba casi todas las noches borracho, llamándole puta y golpeándonos a los dos” (54). Al final, la salida del padrastro de la vida de Juan tendrá que ver con un acto violento. La nueva pareja tiene a

Kevin, de pelo güero y siete años menor que Juan, “a quien yo siempre quise mucho y lo

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cuidé hasta los diez años, cuando murió de los martillazos en la cabeza que le dio su papá, antes de salir huyendo de la ciudad” (54). Al igual que los otros dos boxeadores que he analizado, la vida familiar de Juan no es estable. Cuando va a participar en su primer combate televisado, sabe que ninguno de sus padres lo verá: “Desde hacía mucho tiempo me había quedado claro que estaba solo en el mundo. Mi mamá nunca me hizo mucho caso. Menos cuando nació mi hermano, y mucho menos luego de que falleció. Siento que hasta me agarró ojeriza después de eso. Casi no me hablaba. Me veía con odio” (75). En el desarrollo de la novela, nos enteraremos de que Juan es en realidad el responsable de la muerte de su hermano menor, según se lo revela Celeste Betancourt a Malasuerte: “Lo que atormentaba a Juan era saber que sus triunfos se debían a la furia que sentía al recordar el asesinato de su hermano, el cual llevó a cabo empujado por los mismos motivos que Caín” (321). Durante toda la novela, Juan alucina con el ente que llama “el Hermano Ángel de la Tierra”, un ser presumidamente sobrenatural, que puede ser un eco de su hermano muerto, y que lo impele a hacer cosas como matar a la Bestia Cárdenas, aunque también obra en favor de su carrera.

Juan supone que el Hermano Ángel guía su carrera en cierto modo e incluso es este amigo imaginario quien sugiere que utilicen a Brandon Zamora, el joven y violento narcotraficante hijo de Malasuerte, para ordenar el asesinato de Torreslanda después de que sus relaciones se deterioran.

Acaso Eleuterio Marto es el boxeador de quien menos se explota sus condiciones de pobreza. Son mencionadas y puestas de relieve, pero algo en la actitud del narrador es distinta. Efectivamente, durante el tiempo que está casado y comienza a boxear su vida no es holgada: “Ella [su esposa Aranza] soñaba, yo dormía. Quería un jardín, el macetero en el patio no la satisfacía. En el barrio era imposible. Sin electricidad, sin drenaje y sin cimientos, un jardín era un sueño guajiro” (Solorio 100). Marto siempre se refiere a su lugar de origen,

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donde aún vive, como “el barrio”. Líneas después, menciona que no sólo el boxeo era su fuente de ingresos sino también el robo de autopartes con su compadre (100), lo que puede dar una idea más acabada de la pobreza en la que se mueve. Su propio compadre asesinado no se dedica a nada mucho más aceptable socialmente: es un recolector de basura (27). Las relaciones más problemáticas de Marto con su entorno surgen precisamente de sus relaciones más cercanas. En principio, es hijo de una madre soltera que entra al ejército “porque mi jefa ya no me aguantaba. Llegó al punto en que no me podía ver. Me corrió de la casa” (37). El ejército ignora sus antecedentes penales porque “estaban urgidos de rasos” (37). Una más de las muestras de descomposición del tejido social se encuentra en el origen del apodo que lo identifica, “el Detective”. Cuando tenía dieciséis años, decidió buscar a su padre, a quien no conocía y de quien su madre jamás le habló: “Me decepcioné. Era un alcohólico. Trabajaba de guardia en un estacionamiento; no quería saber nada de mí. Cuando regresé al barrio todos me empezaron a decir Detective” (103), un apodo que se le ocurrió a su compadre, cuyo homicidio detona la trama de la novela. Su relación con su compadre es quizás una de las más importantes de la novela, pues está lejos de ser ideal, aunque tiene un gran peso simbólico para Marto. Cuando se encuentra en su apogeo y sueña con pelear en Las Vegas desarrolla un plan paralelo que bautiza el Proyecto: es un robo a una caja popular que hará con su compadre. Sin embargo, mantiene un idilio con la esposa de éste, quien espera un hijo de Marto. Su entorno social se destruye cuando su esposa se entera del idilio y el embarazo, y decide suicidarse (133). Esta culpa termina con su carrera y lo separa de su mundo conocido definitivamente. Su hijo es criado por su compadre y su carrera de boxeador se convierte en una secuencia de derrotas que su mánager vende a quien las necesite.

Estos esbozos de los orígenes de los boxeadores de las ficciones que analizo evidencian dos posturas distintas acerca del origen del boxeador: la pobreza extrema o la

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pobreza que trataré de llamar moderada, es decir, menos alarmante. Como otras preconcepciones en la figura del boxeador, el boxeador surgido del extremo es una visión alimentada desde los medios de comunicación, principalmente el periodismo deportivo y sus líneas narrativas llevadas a la televisión. Los trazos biográficos que he analizado van de la mano con lo que varios periodistas deportivos en México han señalado sobre el boxeo mexicano recientemente: “El boxeo profesional, debido a su propia naturaleza, deber ser considerado como el deporte de la miseria” (Garmabella 31, mi énfasis); “Los más humildes se afanan en vencer la pobreza a base de puñetazos. Desde siempre [el boxeo] fue el más popular de los deportes en México” (Mejía y Sáinz 10, mis cursivas); “Este deporte es una de las pocas posibilidades de los jóvenes para salir del atolladero social que padecen”

(Mauricio Sulaimán, citado en Ponce 20). Las palabras que he destacado ponen de relieve esta forma de ver al boxeador que ha sido el tono desde la época del Púas Olivares hasta nuestros días: mientras más escandaloso, mejor.

Esta visión no ha recibido un crítico más certero que Loïc Wacquant. El investigador asegura que priva el desconocimiento del tipo de personas que se acercan al boxeo: “El mito del ‘luchador hambriento’ de acuerdo al que el luchador que asciende de los sectores más bajos, tienen una gran chance de triunfo es solo eso, un mito” (“Los tres cuerpos” 3). Para sustentar su afirmación, anota los antecedentes de Muhammad Ali, el boxeador más famoso de todos los tiempos: “provenía de una estable, profundamente religiosa familia de clase trabajadora que inculcó en él perdurables nociones de disciplina, respeto, y honestidad” (3).

Wacquant achaca al tratamiento mediático de figuras como el excepcional Mike Tyson la fijación de esta narrativa del boxeador con hambre que logra triunfar desde el gueto (“La lógica social” 3).

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En principio, es imposible no aceptar el hecho estadístico. “Sabemos que la inmensa mayoría de los boxeadores procede de ambientes populares y especialmente de la clase obrera alimentada por la inmigración” (Wacquant Entre las cuerdas 52). Sin embargo, pronto señala que, derivado de su largo estudio de campo y de diversos análisis antropológicos conducidos durante tres años en Estados Unidos y Francia, “los boxeadores no se suelen reclutar entre las capas más desheredadas del subproletariado del gueto, sino más bien en el seno de la franja de la clase obrera situada en el límite de la integración socioeconómica estable” (Entre las cuerdas 53). La razón está intrínsecamente relacionada con la propia práctica deportiva:

Dada la naturaleza y las costumbres que imponen la práctica pugilística, los jóvenes de las familias más desfavorecidas se ven excluidos: convertirse en boxeador exige una regularidad, un sentido de la disciplina, un ascetismo físico y mental que no pueden desarrollarse en condiciones sociales y económicas marcadas por inestabilidad crónica y la desorganización temporal (53).

Salvo en los dos materiales más antiguos de mi corpus, ningún boxeador obedece a esta lógica. Además de la pobreza, en todos los casos encontramos también la constante de núcleos familiares divididos y relaciones familiares disfuncionales, principalmente centrados en un rechazo por parte de la figura de la madre y una actuación violenta por parte de las figuras masculinas. Es decir, todos los boxeadores que analizamos vienen de situaciones tan extremas que en realidad deberían haberles impedido dedicarse al boxeo. Sin embargo, la lógica del apego a la realidad es menos importante que el apego a una narrativa que ha formado su tropo. En realidad, es más importante analizar de dónde surge este tropo y qué consecuencias tiene dentro de las narraciones que nos interesan aquí.

Una gran parte del romance que rodea al boxeo es su capacidad de ofrecer una vida distinta a jóvenes que, de otro modo, tendrían poca o ninguna oportunidad de movilidad social. Las observaciones de Wacquant siguen la forma de ver al boxeador como es 208

representado a través de los medios de comunicación masiva estadunidenses. Desde el punto de vista narrativo, esta forma de ver al boxeador en Estados Unidos tiene una vinculación directa con un aspecto ideológico particular, según se desprende de las observaciones de

Sammons. Según el historiador, para los estadunidenses: “boxers become an integral element in a belief system that thrives on the willingness of an overwhelming majority of its faithful to dream the impossible—that success is there for the striving” (236). Este sistema de creencias hace que un deporte con tantos detractores sobreviva: “It is because of, rather than despite, its contradictions that boxing has survived. The sport has been effectively packaged, marketed, and sold as a natural activity possessing redeeming social values ranging from socioeconomic escalation to character building” (236). Es decir, se vincula a su entorno social a través de una representación de aspiraciones validada y legitimada desde la perspectiva del

Sueño Americano. Esta validación es tan antigua como la época de oro del box en Estados

Unidos. El boxeador Jack Dempsey fue guiado por el promotor Tex Rickard y su manager

Doc Kearns en la empresa de convertirlo en un héroe nacional: “Rickard proclaimed hims

‘the Manassa Mauler’ and he became a hero to the working-class fans who shared his rough life” (Gems 64). A pesar de todo, el sueño del boxeo no deja de ser sólo eso, un sueño. Los ingresos generales de los boxeadores, la formación de una pirámide con una base de ejecutantes con muy bajos ingresos y, en suma, la instalación de un sistema de promoción, concertación de peleas y ránquines, respaldan lo ilusorio de la aspiración de movilidad social a través del boxeo de paga (Sammons 236; Gems 70; Wacquant “The pugilisic point” 492;

Hauser 27).

Antes he comentado la importancia de las narrativas de este héroe para las masas a través de la prensa y la radio. Troy Rondinone hace un excelente estudio sobre la manera en que el boxeo ingresó a la televisión estadunidense tras la Segunda Guerra Mundial. Entre las

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razones que el historiador señala, se encuentran la gran cantidad de veteranos de guerra que disfrutaban los combates televisados a la comodidad de su hogar, así como la concepción de una saludable masculinidad como un antídoto patriótico ante influencias comunistas extranjeras, a menudo puestas lado a lado con el pensamiento de izquierdas y las actitudes afeminadas (Rondinone 22-33). En México, por su parte, el boxeo y la televisión tuvieron su propio idilio por razones no muy distintas. Según la investigación de Allen, el boxeo en

México también formó parte del programa regular de la televisión a partir de 1950, junto a la lucha libre. Sin embargo, la lucha libre fue proscrita por ser considerada una influencia nociva para la juventud, mientras que el boxeo era visto como programación destinada a un público masculino adulto. La presencia del Ratón Macías como una figura mediática políticamente aceptable jugó un papel central en la relación entre la televisión y el correcto boxeador mexicano (Allen 121-125). Mientras tanto, en Estados Unidos, la figura de boxeadores como Gaspar “Indio” Ortega era parte de la creciente marea de boxeadores de diversos orígenes étnicos que entraron a los hogares de una sociedad que, a través de esta dinámica y muchas más, consiguió romper cierta idea de homogeneidad y superioridad del hombre blanco (Rondinone 36). Adicionalmente, encontró un nicho en la creciente audiencia de origen mexicano que veía a uno de los suyos en el ring (28). Por otro lado, en México, la televisión era primordialmente un aparato para los hogares de la clase media. Sin embargo, en los barrios populares, como Tepito, el lugar de origen del Ratón Macías, los dueños de los televisores permitían a los vecinos ver los combates y otros programas cobrando la módica cantidad de veinticinco centavos (Allen 115). La popularidad de los boxeadores, así, se fincaba en que veían a uno de los suyos en el ring (117). Es decir, la televisión explotó al máximo el atractivo del boxeador que, como hemos visto, ha llamado a escritores y cineastas: sus peleadores están llenos de historias. Para ponerlo en las palabras de John Lardner, citadas

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por Rondinone: “It is automatic. Each man has a story. The two stories come together with a smack and make a third story” (Rondinone 41). Pero la historia era distinta de ambos lados de la frontera. Para el mexicano radicado en Estados Unidos, era una historia de identificación étnica. Para el mexicano de los barrios, era una historia de identificación de clase social. En ambos casos, se trata de la construcción de personajes llamativos, apetecibles, dignos de ser seguidos. Son héroes populares.

3.2 El ídolo: una visión en conflicto.

La creación de un “héroe popular” ha sido estudiada por Orrin Klapp desde un punto de vista que me interesa en esta parte de mi investigación. Klapp, además de sus recurrentes estudios sobre héroes populares y “folk heros”, ha dedicado parte de su investigación a una tipología de los mexicanos, de la que ya he echado mano anteriormente. Sus aportes me parecen valiosos pues el periodo de estudios que él emprende en las décadas de 1940 y 1950 se corresponden con los ascensos de popularidad del boxeador como figura icónica que me interesa. Es decir, sus estudios sociológicos se empalman con la creación de los paradigmas narrativos preexistentes que ahora analizo. Mejor aún, muestran hasta qué punto las desviaciones que estudiaré de estos paradigmas son significativas. Por otro lado, sus análisis generan categorías suficientemente claras para aplicarse al corpus de mi interés, pero no son mutuamente excluyentes por necesidad. Es decir, una misma figura puede funcionar dentro de varias categorías de héroe o tipos de mexicano a la vez, aunque sea una de ellas la que lleve más peso para la clasificación general. Sin embargo, apegarme estrictamente a su nomenclatura de “héroe popular” resultaría en numerosas confusiones con el concepto de

“héroe” que desarrollaré más adelante en esta investigación, y que se apega más a su concepto de “folk hero”, el cual dialoga con conceptos de Joseph Campbell y René Girard, por

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mencionar solo a dos teóricos que usaré en otro momento. Por ello, donde Klapp utiliza

“héroe popular” yo utilizaré la palabra con la que más frecuentemente la prensa se refiere al boxeador exitoso que conquista a su público: ídolo.

Para Klapp, el héroe popular o el ídolo surge mayormente de una forma espontánea aunque colectiva y captura un ideal, un símbolo: “The study of growing hero legends shows us that the fame of a hero is a collective product, being largely a number of popular imputations and interpretations (“The Creation” 135, mi énfasis). Existen, para él, siete factores en su creación: 1) las situaciones en las que emergen, 2) los roles del héroe y el antihéroe, 3) “color”; 4) rasgos personales; 5) historias y rumores; 6) publicidad, y 7) la organización de la reacción popular (135). Dado que la identificación del boxeador con sus seguidores y su configuración como una figura pública es esencial para entender su popularidad y simbología, por ahora me centraré en los aspectos de los boxeadores de mi corpus que se refieren a ello. Es decir, por ahora, me interesa la manera en que son presentados como ídolos, no como héroes. Estas categorías no son mutuamente excluyentes sino que pueden o no superponerse. Un “ídolo”, en el sentido laxo en que lo estoy utilizando, está configurado desde la percepción externa que se equipara a los medios que construyen su narrativa como la prensa impresa, la televisión, los rumores, etc. Es evidente, como he dicho, que tiene una capacidad simbólica, pero haré un análisis más profundo de sus posibilidades simbólicas cuando analice sus aspectos heroicos en el sentido que he expresado antes. El heroísmo que me interesará en el siguiente capítulo radica en la historia que se cuenta, específicamente, en la función cumplida dentro de la novela o el cuento una vez que su ciclo narrativo concluye. Por ello, en todos los boxeadores de mi corpus podemos encontrar los factores que Klapp identifica como relativos a los héroes populares, que yo he llamado ídolos, pero no en todos ellos encontraremos héroes en el sentido que me interesa.

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La relación de los boxeadores de mi corpus con los mecanismos que los convierten en ídolos está directamente vinculada con los mecanismos e interpretaciones que analiza

Klapp. En principio, el ídolo debe surgir de una situación de interés público que puede no tener ninguna importancia histórica (136). Es decir, la trascendencia o intrascendencia social efectiva no es tan importante como su visibilidad. Como he analizado al destacar la estrecha relación de los medios de comunicación y el boxeo, la elección de sus figuras es históricamente explicable, aunque esto no signifique que la figura sea históricamente relevantes per se.

En nuestras ficciones, la vinculación del Rayo Macoy con la percepción del público responde a la formulación de la idea de mexicanidad dentro y fuera del país que discutí anteriormente. El crecimiento de su fama ocurre en “las arenas del sur de Texas donde lo anunciaban con una masticada de R de Rayo igual que si el gringuito trajera un palo atravesado en la garganta y allá esta él echando brinquitos, con la virgencita de Guadalupe bien dibujada detrás del sarape que servía de bata y que los chicanos festejaban desde que él salía trotando por el pasillo” (86). El uso de elementos de vestido representativos como el sarape es un truco tan recurrente para ganar la identificación del púgil mexicano en Estados

Unidos en el extranjero como la propia publicitación de estos boxeadores. El Indio Ortega, en la promoción de su pelea contra el cubano Florentino Fernández, aparecía en las páginas del New York Times simultáneamente con un sombrero, un sarape y una guitarra, un extraño penacho y un tambor como si tratara de hacer llover, y una postura clásica de boxeador

(Rondinone 41). Por otro lado, la imagen de la Virgen de Guadalupe como inspiración ha sido largamente vinculada con el boxeo mexicano desde la frase inmortal del Ratón Macías:

“Todo se lo debo a mi mánager y a la virgencita de Guadalupe” (Garmabella 42). Si este tipo de ídolos encarnan desviaciones de la conducta normal hacia un lugar superior de valores

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positivos como afirma Klapp (“Heroes, Villains and Fools” 57), entonces no es extraño que el uso de una figura religiosa identificada con valores estabilizadores fincados en la década de los cincuenta haya trascendido como un emblema de clase social (Allen 126). Su construcción como figura pública está siempre vinculada a esta percepción de una responsabilidad nacional. La joyería cara que compra para su adorno personal “debía estar de acuerdo a su categoría y que además le estaba dando mucho renombre a México en el extranjero” (92). La prensa aplaude esta figura de masculinidad que enorgullece al país:

Le fueron a hacer un reportaje para un noticiero del cine y el señor Marcos reseñaba cómo era un día en la vida del hombre que con sus puños ha conquistado a México y allende el Bravo y el Barretero de Valle en plena forma, para ustedes, vean esos bíceps que espantan al más pintado y la vida es dura para un hombre que ha dedicado todo su tiempo en poner en alto el pendón tricolor (98-99).

Esta relación entre figura pública y drama personal, en el cuento de Ramírez Heredia, es particularmente significativa. Eternamente, incluso en sus entrenamientos, “se sabe mirado, retratado, acosado” (80). El Rayo, como dijimos, es propenso a los aprietos que involucran mujeres, travestidos y alcohol. Su promotor, el licenciado Gómezleal lo ayuda cada vez por razones vinculadas con el negocio que representa el boxeador, pero que se disfrazan de patriotismo. Aunque su admonición a su pupilo pone de relieve la fragilidad de su postura en el ojo público:

Eso no le daba derecho, y que ni lo pensara, que podría seguir haciendo escandalera todos los días y que debía olvidarse de las épocas pasadas, que ya no eran los tiempos de andar de repartidor de medicinas, que se diera cuenta de la responsabilidad que tenía y que su nombre era repetido por todos el país, ¿lo entendía? por toda la gente que lee los periódicos, que ve la tele, y que no se fuera a espantar si algún loco desbalagado se ponía a echarle de cacayacas, porque esos eran los eternos envidiosos

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que no perdonan que alguien en México tenga nombre porque luego se ponen a rabiar. (100, mis cursivas)

Más aún, la situación de desahogo económico en la que el Rayo se encuentra es ilusoria y su promotor es el primero en recordárselo: “no creas que todo es tuyo, que no lo fuera a creer, porque si venía la de malas, o perdía las facultades, o que la Virgen y los aficionados le dieran la espalda, entonces le quitaban todo” (101). El problema hipotético al que se refiere

Klapp, “how to destroy a popular hero by casting him in, or attaching to him, various roles which are especially antiheroic” (135), es una realidad viva para el Rayo. Es una lucha entre sus impulsos y su figura pública. Para nuestros boxeadores ficticios, el paso de la aceptación popular al escarnio público en los medios de comunicación es una dinámica constante.

Sobre la relación entre la prensa e Ignacio Barrientos, de “Campeón ligero”, de Juan

Villoro, he hablado bastante al analizar la manera en que el narrador lo construye ante el público, pues él mismo es la prensa, y cómo es recibido en este entorno ficcional. Acaso lo más revelador de esta vinculación entre medios de comunicación y boxeador sea la ausencia de “color” de Barrientos. Para su narrador, la carencia de personalidad de Barrientos se suma a un hecho clave: “a sus dilatadas palizas, había que agregar su vida casi secreta, con la que nadie podía identificarse” (Villoro 26, mi énfasis). Su importancia en el mundo del boxeo es suficiente como para que sea un campeón solvente con el que don Samuel, su promotor y suegro, haga suficiente dinero e incluso dé vueltas por medio mundo buscando peleas que son seguidas puntualmente por la prensa: “vinieron los meses en los que sólo se habló de la pelea de Nacho en Japón. Arena no encontró el modo de mandarme y tuve que regurgitar los cables que venían de las agencias” (28). Es decir, sin ser un ídolo, es una figura pública. Esta ausencia de brillo particular es una constante en la vida del púgil: “Ni siquiera en su caída

Ignacio Barrientos fue carismático” (39), dice el narrador, y luego remata: “Nacho se eclipsó

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sin originalidad. Aprendió a hacer tornos y abrió un taller en la colonia de los Doctores” (40).

Acaso, Barrientos se eclipsa sin mayores dramas o, para ponerlo dentro del contexto que he venido discutiendo, se eclipsa sin participar de la ruina “el trámite final del boxeo” (40). Al no participar de esta narrativa prefijada en casi ningún punto de su carrera, es un boxeador que no puede llegar a la condición de ídolo popular que los otros sí adquieren. En cierto modo, para su mundo ficticio se escapa de las preconcepciones contra las que Wacquant ha impuesto sus objeciones. De esto surgen dos observaciones: en principio, la percepción social no depende de sus esfuerzos ni de su récord boxístico, sino de su construcción mediática. Por otro lado, esta construcción necesita ciertos elementos de su vida personal para realzarlos, pero también discriminará otros. Al tratarse de una vida personal desconocida, el posible

ídolo no tiene ninguno de estos elementos y queda tan solo un deportista de alto nivel que no puede integrarse a ninguno de los discursos públicos, salvo en la narrativa que llega al lector.

Irónicamente, el narrador es el que mejor sabe lo que está haciendo:

La vida resuelve sus asuntos con altanería y después del campeonato todo antecedente que no conduzca a la gloria suena mal. Los héroes borran sus tanteos. Llevé a Nacho al Gimnasio Constitución y hablé con quince zombies hasta que el Centavo Lupe lo aceptó en su establo. Pero si yo no hubiera estado ahí, otro admirador de nariz enyesada habría velado por él para salpicarse con las migajas del festín. (14, mi énfasis)

Todo aquello que el público ficticio no conoce, nos es mostrado por el narrador: en el propio cuento, Barrientos sí cumple con esos elementos de color, carisma (incluso si es el de un perdedor), orígenes humildes y capacidad de absorber castigo contrarrestada por su pegada formidable. El boxeador no está construido en su mundo, pero está construido para el lector bajo los mismos elementos inevitables con los que se construyen los demás. La tensión que en otros casos existe es entre el boxeador que sufre con la carga de ser un ídolo de masas y

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sus calvarios personales. Esta tensión no existe aquí en esa forma. Sin embargo, es sustituida por la tensión entre la ausencia de brillo en el ojo público y la vida personal que hace que el personaje se vuelva carismático. De cualquier modo, se trata de la tensión entre una mirada exterior y una mirada interiorizada. Todo aquello de lo que Wacquant piensa que es una exotización fácil, sí existe para el lector y por ello gana puntos dobles: no sólo era un boxeador que habría valido la pena que brillara, sino que ha sufrido una doble derrota: la personal y la pública. Ni siquiera fue un ídolo caído, nunca fue un ídolo y hay doble romance en ello.

Un caso distinto es Baby Cifuentes en Con la muerte en los puños, el boxeador tiene una relación menos intrincada con la opinión pública, pues no es un tema que interese particularmente a su desarrollo y apenas merece una mención somera: “En el Esto, en La

Afición, en todos lados volvían a sacer mi foto en la portada” (Palou 124). Su forma de construir al personaje desde la primera persona y girando en torno a su relación con las mujeres y el asesinato de una de ellas por parte de un enemigo suyo, deja de lado casi cualquier mención de su posición frente a la sociedad. Sin embargo, por algunos de sus comentarios podemos saber que se trata de un boxeador que tiene tanta fama como sería de esperarse para un boxeador retando por un cinturón mundial en la década de 1950 ó 1960. Al perder en California su título wélter Cifuentes narra su vuelta a México: “De todas formas me brindaron una recepción chingona en el aeropuerto, con mucha gente, mariachis, banderitas y gritos para saludarme. Era como si regresara un héroe que había perdido una pinche batalla pero no la guerra” (Palou 120). La aceptación del boxeador mexicano en esta

época queda patente no sólo en la recepción por parte de la turba extrañamente arrobada ante la visión de un derrotado (algo totalmente incongruente con las manifestaciones públicas en

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México, que celebran exclusivamente victorias). También lo recibe el presidente Ruiz

Cortines, quien le pregunta si no le gustaría ser diputado:

“Luego, cuando se retire. Es usted muy popular, muy querido.” “Pero a los políticos nadie los quiere, para qué lo echo a perder.” Ya la había cagado, pensé, por no pensar lo que digo. “No, campeón, no piense así. ¿Se imagina todo lo que puede hacer por su gente?” “Pues la mera verdad no, señor Presidente, nunca lo había pensado.” “Muchas cosas. Usted tiene lo que les falta a muchos, en usted cree la gente, campeón.” (125, mi énfasis)

El ofrecimiento parece un eco de la vida del Ratón Macías, quien fue efectivamente diputado federal suplente por el PRI entre 1964 y 1967, además de ocupar varios cargos vinculados al deporte en administraciones del mismo partido político, con el cual él y su familia mantenían una relación cercana. Cifuentes no está relacionado de ninguna manera con el partido. El ofrecimiento es ilógico, pero muestra la idea de una posibilidad política para una figura pública, es decir, una instrumentalización. Esta condición de figura pública, por supuesto, lo hará centro de cierto escarnio público cuando sufra el accidente que le impida definitivamente volver a boxear: “A nadie le digo quién soy, no quiero que se compadezcan de mi destino, ya bastante con leer los pinches artículos sobre ‘La tragedia del boxeador más prometedor de

México’” (164). En el subtexto, se encuentra el mismo problema hipotético que mencionaba

Klapp: convertir al héroe en antihéroe: la gente no perdona el triunfo ajeno y se solaza en la caída del ídolo. Esta forma de pasar de un extremo a otro del espectro parecería exagerada si no constara que así funciona la opinión pública.

Incluso un personaje que no brilla en la mirada pública como los otros, Eleuterio

Marto, de Artillería nocaut, está formado como una suerte de figura de respeto a través de otro de los factores que analiza Klapp: los rumores y las historias transmitidas de boca en

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boca entre la gente (“The Creation of Heroes” 139). Marto nunca alcanzó los grandes reflectores nacionales, pero por lo menos logró destacar dentro de su entorno inmediato y aún en el tiempo de la novela, que excede por algunos años al tiempo de su caída, Marto sigue siendo material de rumores que lo enaltecen y vituperan. De Marto se sabe en el gimnasio que fue un buen peleador. En el ejército se sabe que pasó adentro de un ring mucho tiempo golpeando a todos los oponentes que tuvo enfrente (Solorio 36). Antes, he analizado la manera en que su hombría es incuestionable por sus credenciales pugilísticas. Aquí, reputación y formación de una figura destacada se empalman. Su reputación lo precede en cualquier caso, pero con ella, la infamia de haber tirado por la borda vida y carrera. A pesar de lo recluido de su mundo y de que sus habilidades de combate y su pasado como peleador lo colocan apenas un poco sobre la media, esto es suficiente para que exista un paso de lo luminoso a lo infame.

Juan Tres Dieciséis es nuestro ejemplo más desarrollado de un boxeador que pasa de ser admirado públicamente a vituperado. Adicionalmente, es el boxeador en el que los factores para su ascenso son descritos en más profundidad. Se encuentra en una situación en la cual puede emerger como héroe: la mirada de la televisión ha contribuido a esto, pero lo ha hecho de una manera menos afortunada de lo que Juan hubiera esperado. Una historia de alto drama es más fácil de vender que una historia de monótono y riguroso trabajo, el pan y agua del deportista de alto rendimiento, y mismo Juan Tres Dieciséis es víctima y partícipe de este juego. Al ser entrevistado por “la televisora” para el torneo “patrocinado por la

Cerveza Ligera” (Peña 86) Juan narra cómo la entrevistadora:

En vez de preguntarme acerca de mis combinaciones predilectas o de mi rutina de entrenamiento, me pidió que hablara de lo pobre que siempre había sido desde chiquito y de la razón por la que mi papá no vivía con nosotros, y entonces yo me

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solté llorando a moco tendido y diciendo que ninguno de mis papás había ido a ninguna de mis peleas y que cuando comencé a entrenar no tenía ni para mis calcetines. (86)

Su propia respuesta lo sorprende al terminar la entrevista, pues desconoce de dónde salió lo que dijo. Aún, se siente avergonzado al verla en la televisión. Sin embargo, su efecto es mucho mayor del esperado, pues se suma a su participación en el torneo televisado, su participación en una cartelera en Las Vegas y sus apariciones en las páginas de diarios deportivos. Todo esto no solo lo pone en la mira del público aficionado al boxeo, sino también de la alcadesa de la ciudad y de la empresa del arquitecto Carrasco (la otra trama de la novela), quienes se apoyan en él para promocionar sus empresas y su carrera política. Lo más importante para la trama es que su exposición mediática lo lleva a conocer al joven pero poderoso narcotraficante Brandon Zamora (hijo de Malasuerte, con quien el detective mantiene distancia) que lo llama “mi ídolo”. Brandon se refiere a esta entrevista para expresar el origen de su admiración por el boxeador: “Me identifiqué contigo porque he pasado por lo mismo, cabrón” (134). La amante de Brandon, Antonella, también se refiere a la entrevista de televisión para acercarse a él en busca de una relación que la aleje de Brandon: “sentí que me derretía por dentro cuando mencionaste lo de los calcetines” (128). La relación entre Juan

Tres Dieciséis y Brandon se complica en el avance de la novela. En un inicio, Brandon hace lo posible por apoyarlo: le regala un auto nuevo y toma cartas en el asunto personalmente cuando Juan Tres Dieciséis humilla al boxeador prefabricado Torreslanda en un sparring.

Brandon Zamora llega al extremo de matar a Torreslanda cuando el Dieciséis es impelido por el Hermano Ángel de la Tierra a sugerirle tal muerte al criminal. Todo esto apunta al cadalso público que lo convertirá en un villano. Cuando Juan mate a la Bestia Cárdenas en el ring y luego sea el sospechoso número uno en el homicidio de su pareja Gabriela Pacheco,

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todos los rumores que han surgido alrededor de él y que incluyen sus relaciones con el crimen organizado, así como presunciones de demencia pugilística (94) estallarán convirtiéndolo en un antihéroe.

Juan Tres Dieciséis es un personaje revelador de la profunda tensión entre persona pública y persona privada. En cuanto su carrera empieza a despegar, es consciente de sus limitaciones para la televisión. En su comentario acerca de lo incierto de su futuro en el mundo del boxeo gobernado por el mundo de la televisión como gran generador de ídolos, también trasluce uno de los problemas de nacionalidad y masculinidad que he comentado antes: “Hay mucho billete en Nevada y California. A pesar de la crisis económica, los chicanos siguen poniendo pisos y armando cocinas integrales. Tienen dinero para gastarlo en uno. Lo malo es que también les gustan los niños bonitos como Oscar de la Hoya. Aunque no me parece que Fernando Vargas y Víctor Ortiz sean tan bien parecidos. El problema es que yo lo soy aún menos. Además de que no hablo bien el inglés” (175). Juan achaca a la comunidad chicana su preferencia por rostros atractivos. Es decir, desplaza una conducta poco masculina a la visión del chicano visto como extranjero que se fija en este tipo de cosas.

De cierta manera, hace lo que la comunidad chicana hizo con De la Hoya como lo comenté en capítulos anteriores. Más allá de esto, sabe que su potencial como producto de mercado es limitado y que este mercado exigirá adecuación de estereotipos y toda la parafernalia que se pide del otro lado de la frontera: “Digamos que no me veo en un futuro cantando baladas en Univisión vestido de mariachi” (175). Juan es tan consciente de todo esto, que incluso se permite discrepar en detalles en apariencia nimios. Cuando un comentarista de deportes habla de él en la televisión dice: “Incluso se refirió a mí como un auténtico guerrero azteca, a pesar de que tengo sangre yaqui porque soy de Sonora” (114). Algo que es motivo de orgullo para

él, pues incluso recuerda que su bisabuelo peleó con Tetabiate, el líder de la resistencia yaqui

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contra el gobierno porfirista que buscaba asimilarlos a su régimen (52). En la larga historia mexicana de asimilación, el pasado yaqui de Juan Tres Dieciséis es intrascendente: todo es azteca, todo es tricolor y con sombrero de charro. Al inicio de este capítulo recordaba al Indio

Ortega en sus múltiples vestimentas “típicas”, o más bien “estereotípicas”, en los carteles promocionales de sus peleas. La erradicación de rasgos de pertenencia étnica precisos se borra para adecuarse a un gran estereotipo del peleador “mexicano”, con todas las fusiones y comprensiones erróneas que esto pueda significar para el público estadunidense. En realidad, la historia del boxeo como una suerte de gran ecualizador étnico en la sociedad estadunidense ha sido ampliamente analizada. Las figuras de los boxeadores judíos, italo-americanos y de ascendencia afroamericana, ha sido vista en su relación ambigua con la emergencia y celebración de una individualidad étnica y su estabilización dentro de una gran narrativa nacional. Pervive así la tensión entre el estereotipo y su cuestionamiento. Acaso los tres casos más representativos de esta tensión son las vidas de los boxeadores negros Jack Johnson, Joe

Louis y Muhammad Ali; respectivamente el “mal negro”, el “nuevo negro” y el opositor político16. Sin embargo, en la narrativa de la “mexicanidad” que he discutido anteriormente, podemos ver que hay una clara tendencia a la unificación; es decir, la abolición de las diferencias particulares hacia una construcción ya no sólo de lo “mexicano”, sino lo “latino” o “hispano”, como quedó claro al ejemplificar el conflicto entre la idea de machismo estereotípico y las polémicas generadas por boxeadores que lo ponen en cuestionamiento como Óscar de la Hoya. Ahora, no se trata únicamente del público estadunidense quien favorece esta adecuación a los prejuicios. Carlos Monsiváis, en Los rituales del caos,

16 Para un análisis más detallado de las vidas de estos peleadores, su entorno histórico y político, y la manera en que lucharon contra su estereotipo racial (en este caso, sí, racial), recomiendo Bad Nigger! The national impact of Jack Johnson, de Al-Tony Gilmore; Champion Joe Louis, black hero in white America, de Chris Mead, y Muhammad Ali: His Life and Times, de Thomas Hauser. 222

recuerda la parafernalia alrededor de la pelea de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca de la Ciudad de México. Su signo, como él lo llama, es el “baño de la mexicanidad”:

En el video-clip difundido por las pantallas inmensas se moviliza el México que debió existir si los aztecas hubiesen conseguido patrocinadores. Las bailarinas con máscaras de jade quieren ser estatuillas o estelas mayas. Entrados en gastos, el promocional vierte ídolos, música de caracoles, acercamientos a las pirámides. Los treinta siglos de esplendor se adhieren a la causa de Julio César Chávez. El Estadio desborda iluminaciones tricolores (Monsiváis 26).

En la visión de Monsiváis, el boxeo como deporte es mucho menos importante que como espectáculo público que consolida un mito nacional patrocinado por televisoras, partidos políticos y cervecerías. Nada distinto de lo que ocurre en la forma en que la carrera de Juan

Tres Dieciséis es publicitada. Por razones distintas a cada lado de la Línea, pero el individuo importa poco en cualquier lado de la frontera: importa su adecuación a la narrativa. Thomas

Hauser resume esto en las palabras del mánager de box Butch Lewis: “‘TV means you’re developing matinee idols first and fighters second’, says Butch Lewis. ‘You groom your product to the point where the networks want it’” (83). De ese material endeble están hechos los ídolos. Por ello, su caída es tan escandalosa. Incluso antes de que Juan sea acusado del homicidio de Gabriela Pacheco, su reputación ya está por los suelos debido a la irregularidad en su pelea contra la Bestia Cárdenas, que concluye con la muerte del boxeador panameño:

El Dieciséis fue linchado públicamente en los Estados Unidos a raíz de las declaraciones [de fanatismo religioso] que hizo luego de su pelea con el panameño Ariel Cárdenas: “Vergüenza para el boxeo”, lo llamó el New York Times. “Con licencia para matar”, el Washington Post. Los diarios nacionales fueron más benévolos con él: “Uno muerto y otro con daño cerebral: el saldo de la pelea por el título de los ligeros en Las Vegas”, colocó El Universal en su encabezado (216).

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Como vemos, el paso de la figura pública aceptada a la que es objeto de vituperio es llevado hasta sus últimas consecuencias en este caso particular.

Uno de los primeros roles que analiza Klapp en las figuras de los héroes populares son el “Conquistador” y la “Cenicienta” (136). Sus descripciones son bastante obvias y se amoldan al tipo mexicano heroico que él describe como un modelo de “defensor” o

“campeón” (“Mexican Types” 406). En el caso del “Conquistador”, este supera grandes dificultades con demostraciones prodigiosas de poder; no es en vano que el ejemplo prototípico de Klapp sea el boxeador Jack Dempsey (136). En el segundo caso, se trata de un personaje que ha sido ridiculizado en principio y que triunfa sobre adversarios muy superiores (136). Para ejemplificar, tanto el Rayo Macoy como Baby Cifuentes han sido humillados constantemente en su infancia. Juan y la anécdota de los calcetines es un caso de ridículo público. Pero incluso podemos ir más allá y sacarlo del espacio de los límites del entorno socioeconómico y llevarlo hasta el terreno físico: ni Juan Tres Dieciséis ni Ignacio

Barrientos deberían ser capaces físicamente de ser boxeadores. En el caso de Barrientos, esto se descubre cuando muere de una afección pulmonar años después de su retiro y el médico le explica la situación al narrador: “Su capacidad respiratoria era bajísima. Se había jodido desde niño en las minas de arena. Resultaba casi inverosímil que alguien que apenas podía jalar aire hubiera sido un atleta. Él no podía saber que en sus años buenos Nacho vivía para lastimarse” (Villoro 40). El caso de Juan Tres Dieciséis no es muy distinto. Tras su revisión médica para la pelea contra la Bestia Cárdenas, el médico nota una anomalía que le comenta en inglés al entrenador Montalvo: “Juan tiene el pie plano y el tabique destruido, además de padecer sinusitis crónica. Es imposible que respire por esa nariz así como la tiene” (Peña

120). Cuando Juan quiere saber qué dice el médico, Montalvo resume este espíritu de

Cenicienta traducido al lenguaje idiosincrático mexicano: “Dice que tienes huevos” (121)

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En realidad, los tipos del “Conquistador” y la “Cenicienta” entrañan a sus propios antihéroes: para el “Conquistador”, toda señal de debilidad lo disminuye gravemente (Klapp

“The Creation” 136). Sin embargo, la debilidad que importa es la vinculada con los vicios que se le achacan a su grupo social. Los peleadores pueden ser lastimados, pero no pueden rehuir al combate. Sin embargo, perderán la disciplina, se disiparán o llegarán al extremo del crimen. Para el arquetipo de la “Cenicienta”, existe una noción de traición de clase que separa al boxeador de la admiración que ha generado precisamente por triunfar a pesar del sitio del que salió. En el caso de Juan, su fama es un problema constante porque incluso debe lidiar con desconocidos, fanáticos del deporte, que sienten que él está en deuda con ellos y que consideran que se ha ensoberbecido de la nada, algo que él mismo considera que puede estar ocurriendo (Peña 151).

Jacqueline Saldívar lidia de manera similar con su fama. Es en cierta manera, un estorbo y una herramienta. La Perra Saldívar es presentada, en principio, como un producto de la televisión que enfatiza su condición de gloria deportiva que ha surgido del lugar menos pensado, otra Cenicienta:

Me encontraba solo a un extremo del comedor. El resto de mis compañeros se arremolinaba en torno a la pantalla jalonando a Jacqueline Saldívar. Era la primera vez en la historia de esta ciudad que surgía una gloria deportiva. Secuestradores, narcotraficantes, violadores, asaltantes, padrotes, alguna estrella porno, mucha puta. Nunca un orgullo del cuadrilátero ni de nada. (Caneyada 23).

Ella, al igual que Juan, son amoldados por las formas de publicitación a la narrativa que ya hemos discutido. Sin embargo, para la Perra Saldívar su condición su condición de pequeña celebridad tiene otras aristas. Jacqueline no puede huir de su fama aunque se encuentre buscando a su hermana. Su figura pública se impone sobre su persona. Cuando visita la antigua casa de su madre, una niña le pide un autógrafo a la mujer que salió de las mismas 225

calles que ella. Jeremías, al notar que más y más gente se asoma a verla, recuerda “que

Jacqueline, al menos en ese lugar, era una celebridad” (124). Algunas puertas se le abren debido a esto, como la excepción de la que goza en las atenciones cuando la reciben en la agencia de edecanes que, según ella y Jeremías investigan, funciona como un punto de contacto entre la captación de mujeres jóvenes y una red de trata (193). Cuando sus investigaciones lleguen a los bajos fondos de la ciudad, su cara conocida deberá ocultarse para que no la reconozcan y llame demasiado la atención, algo inevitable pues aún en los peores momento de la búsqueda entre burdeles y giros negros, cualquier trasnochado se detiene a tomarse una fotografía con ella cuando la reconoce (294). Pero al contactar con el oscuro personaje conocido como el Muñeca, un travesti que opera como brazo derecho de don Arnulfo, un mafioso local, la admiración del Muñeca volverá a abrirles puertas en la investigación para recuperar a Marina Saldívar (296). Igualmente, la denuncia de una persona desaparecida vinculada con la boxeadora tiene más peso que los cientos de desapariciones de personas anónima (266).

La vinculación de la celebridad del ídolo con el poder vuelve a aparecer. Tanto Juan como Jacqueline mantienen algún tipo de relación con la clase política de sus localidades porque sirven como portaestandarte, endeble como sea, de las aspiraciones de ascenso social.

Jacqueline, en palabras del ficticio diputado Sócrates Porter, es un “orgullo y un ejemplo de superación para todos nosotros, para todo México” (46). Esta calidad de ídolo local hará que el diputado intervenga en la situación del secuestro de la hermana de Jacqueline para darle una resolución parcialmente favorable: logran salvar a Marina Saldívar pero no desmantelan la red de secuestradores. El diputado interviene en buena parte por la fama de Saldívar y por su capacidad de aprovecharse de su capital simbólico después. La discutida revancha contra la Maniquí Rojas al fin se lleva a cabo: “La ciudad, de alguna forma, se entregó al combate

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de su hija predilecta que, para colmo, había recuperado a su hermana raptada por una banda de sanguinarios secuestradores. Incluso la televisión nacional hizo negocio. Previo a la pelea, enfocaban constantemente a Marina y a Reina Saldívar, sentaditas en primera fila, alentando a Jacqueline” (333).

En el capítulo anterior, ya mencionaba la importancia del narrador dentro de estos mundos ficticios. Una de las condiciones de la creación de estos personajes públicos, para

Klapp, es que sus características personales carecen de importancia hasta cierto punto y que ceden lugar ante las características visibles, que son aquello que más importa a su percepción popular (138). El narrador, como lo he analizado, no sólo establece una distancia con el mundo del boxeo y es indicativo del alejamiento intelectual hacia él, sino que también puede funcionar para indicarnos qué es lo que el boxeador simboliza dentro de su mundo creado.

Es decir, el narrador es una ventana hacia una interpretación adecuada del símbolo estético en creación. En el caso de la Perra, el narrador nos coloca en una distancia crítica ventajosa: nos ha permitido asomarnos a su mudo y conocer su personalidad y sus tribulaciones internas y también nos ha permitido ver el conflicto que tiene con su figura pública. El escepticismo final de Jeremías acerca de la forma en que la ciudad se le sigue rindiendo a la Perra es similar a su escepticismo inicial con el boxeo en general: “me parece infame, que sea femenil no cambiaba nada” (24). La ambigüedad con la que cierra la historia es reveladora. Saldívar logra rescatar a su hermana, pero nada puede contra el mundo criminal. Igualmente, no logra zafarse de sus compromisos como figura pública y vuelve a ser carne de cañón para una inmolación pública con la que todo el mundo lucra, pero sólo a ella la apalean.

La ausencia de una creación de una heroína positiva es una muestra de algo más profundo que pone en relación dos mundos que ya hemos visto que se entrelazan una y otra vez en nuestros boxeadores: el mundo de la violencia contralada del ring y el mundo de la

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violencia criminal que los rodea en sus orígenes y hacia la cual vuelven de una manera aparentemente inevitable. En todos los casos que hemos visto, podemos ver el ciclo del

“pelado” que sale del barrio y que vuelve irremediablemente a él. Se instala en el ojo público

(o en el ojo del lector) como un símbolo, y todo lo que estorba a su narrativa es hecho a un lado. Su derrota final es consistente con la distancia de la intelectualidad con el mundo del boxeo que mencionaba antes. Esta distancia es la misma que genera el discurso del “pelado” y de esa forma de entender la mexicanidad. La vuelta al barrio es la incapacidad de cambio en la gran masa popular que de cierta forma siguió siendo afín a la visión de las élites, sobre todo evidente en los productos de mi corpus de entre 1985 y 2003 (esto es, “El Rayo Macoy”,

“Campeón ligero”, y Con la muerte en los puños). Sin embargo, en los productos surgidos en el avance del siglo XXI (Las paredes desnudas, Juan Tres Dieciséis y Artillería nocaut) esta dinámica se orienta hacia un segundo retorno cíclico con un alcance diferente. En estas novelas el mundo de pobreza de donde surgen los boxeadores es necesario por una razón distinta a las inherentemente boxísticas. Se trata de novelas con tramas detectivescas surgidas en uno de los periodos de más alta criminalidad en México. Así, conectan en un sentido más crudo al mundo del boxeo con el mundo inmerso en la criminalidad del que surgen algunos de sus practicantes. Es verdad que el “ciclo del pelado” lo podemos analizar con las herramientas que he sugerido en mis capítulos anteriores, pero el ciclo entre la violencia criminal y la violencia controlada requiere otra mirada. En buena medida, por lo que representa en el tema central que me interesa ahora: la percepción pública y la interpretación simbólica de las dinámicas entre los boxeadores y sus entornos sociales.

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3.3 La violencia reglamentada y la violencia criminal.

La narrativa de los boxeadores no está completa con el pasado de pobreza. Además del argumento del boxeo como una puerta de salida para el rezago social, el boxeo ha sido visto también como un antídoto contra la violencia criminal. Para varios observadores, incluido

Thomas Hauser, los barrios con violencia criminal recurrente preparan al futuro boxeador para afrontar la violencia del ring como el menor de muchos males. En comparación con los ataques de pandillas, los acuchillamientos y balaceras, los puños son las armas de menor potencia (Hauser 13). En realidad, para alguien que ha vivido de cerca estas formas de criminalidad “la violencia estrictamente reglamentada del boxeo apenas resulta agresiva”

(Wacquant Entre las cuerdas 39). La violencia del cuadrilátero y la violencia del crimen han sido vistas tradicionalmente como dos universos en oposición. No son pocos los peleadores que aseguran que de no existir el boxeo se habrían dedicado sin duda al crimen y numerosos campeones del mundo han aprendido a boxear en la cárcel o en centros de detención juvenil

(Hauser 13-15).

En México como en Estados Unidos, la violencia criminal es una constante en los centros urbanos en los que se desarrollan los boxeadores. Juan Manuel Márquez, quizás el boxeador mexicano más célebre de los últimos diez años, recuerda su vida en la delegación

Iztapalapa, en la Ciudad de México, así: “Yo crecí en un barrio en donde día tras día aparecía un cuate muerto. Mi hermano y yo conocimos lo peor, convivimos con el jefe de una banda que se llamaba ‘Los palmas’; nos tomábamos una copa con esa gente, pero hasta ahí”

(Fuentes)17. Julio César Chávez tampoco estuvo lejos de la criminalidad. Una de sus

17 Arriba mencionaba que el boxeador surgido de la capa más desposeída es una excepción. En este caso, el mismo Márquez es un buen ejemplo. A pesar del ambiente en que creció, su entorno familiar era lo suficientemente estable para que obtuviera una carrera técnica en contabilidad a la par que entrenaba boxeo. 229

amistades de infancia en Culiacán, Sinaloa, terminó por convertirse en uno de los narcotraficantes más peligrosos del país, Francisco Arellano Félix, lo cual no evitó que mantuvieran una relación personal y ocasionalmente de negocios que condujo a numerosas investigaciones judiciales en la vida del campeón mexicano (Ponce 59). Es por ello que para

Wacquant, la oposición entre estos dos tipos de violencia inicia desde los ambientes que las generan, es decir, los lugares en los que los jóvenes comienzan a exponerse a ella: “El universo relativamente cerrado del boxeo no puede comprenderse fuera del contexto humano y ecológico en el que está inscrito ni fuera de las posibilidades sociales que ofrece” (Entre las cuerdas 32).

En nuestro corpus, el mundo en el que se desenvuelven peleadores como Juan Tres

Dieciséis y la Perra Saldívar es el de centros urbanos en los que el crimen organizado entra en escena para sumarse al cuadro de adversidades contra las que lucha el boxeador. Así lo atestigua Omar Millán al describir el entorno en el que se encuentra el célebre gimnasio del entrenador Rómulo Quirarte:

El gimnasio queda en el centro de una docena de barrios populares donde el crimen organizado fincó sus laboratorios de anfetaminas, bandas de traficantes de inmigrantes, casas de seguridad y escuadrones de sicarios. Miles de jóvenes intentan salir de ese infierno y algunos han llegado a este club, donde además de boxeo se les enseña valores humanos, disciplina, resistencia física y, sobre todo, a alejarse de la delincuencia. (Millán 41)

Este punto de vista recuerda a una de las objeciones del punto de vista externo que ya he mencionado que opone Wacquant y que ahora extenderé. It focuses on the negative determinants, from economic deprivation and school failure to family disorganization and social isolation, that allegedly funnel them into the ring

Como contador, laboró en la Secretaría de la Reforma Agraria y en la Secretaría de Seguridad Pública. Se trataba de un sesudo plan B en caso de que el boxeo no funcionara. 230

by constricting other options, to the neglect of the positive attractions that the trade exerts on its members. And it authoritatively imputes a host of individual motivation to boxers, such as a thirst for material success, worldly anger, or masculine pride, but seldom inquires into the collective dispositions that find in this odd craft a public theatre of expression an incline some young men from working class backgrounds to devote themselves to it. (“The pugilistic point” 490).

Las razones del combate para los púgiles de mi corpus siguen esta lógica. Necesariamente deben ser razones comprensibles para el observador externo (presumiblemente más educado, con mejor posición económica y con mayor estabilidad en la escala social). No es extraño que la culpa por un homicidio (en el caso de Ignacio Barrientos de “Campeón ligero”, de

Cifuentes de Con la muerte en los puños y de Juan en Juan Tres Dieciséis) juegue un papel tan importante como motor. Parece que hay pocas cosas en la mente de los escritores mexicanos que puedan impulsar a un hombre al daño mutuo con el otro como el deseo culpable de castigo. Cuando no es esta culpa, es la humillación constante recibida por el Rayo

Macoy, y la predisposición al crimen y la violencia de la Perra Saldívar de Las paredes desnudas o Eleuterio Marto de Artillería nocaut. El boxeo, en un mundo ideal, debe servir como un nicho protector para todo esto. El programa de boxeo en el que la Perra Saldívar aprende el oficio responde a esta lógica en que la demagogia lucra con las mejores intenciones: “mucho deporte para alejar a los jóvenes del vicio y enseñarles valores”

(Caneyada 220).

El boxeo jamás comienza en un ring, sino que comienza en el gimnasio. Y en el gimnasio comienzan a formularse las relaciones, dinámicas corporales y disciplina deportiva que forma un mundo cerrado de “sociabilidad protegida” (40). Wacquant, aquí, echa mano del término “sociabilidad” en el sentido similar en que lo define Georg Simmel: “Escudo protector contra las tentaciones y los peligros de la calle, la sala de boxeo no es sólo un lugar

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de ejercicio riguroso para el cuerpo, es también el soporte de lo que Georg Simmel llama la

“sociabilidad” (Geselligkeit), procesos puros de asociación que son en sí mismos su propio fin, formas de interacción social desprovistas de contenido” (Entre las cuerdas 49). Para

Simmel, la “sociabilidad” es concebida como una estructura sociológica especial que está vinculada directamente a actividades como el arte y el juego (Simmel 254). Si bien las alianzas entre los individuos de una sociedad tienen diversos fines y existe un sentimiento personal de goce debido a la pertenencia del grupo y la interacción, estos sentimientos positivos pueden aniquilarse por el peso excesivo de factores como la urgencia por conseguir un objetivo (255). La sociabilidad opera en una desconexión intencional de estos vínculos de la realidad, aunque depende de ella pues los sitios en los que surge en su modo más puro (el arte y el juego), toman sus grandes temas de ella. La sociabilidad está centrada en las personalidades, en tanto que estas se benefician de ella, pero exige que, a pesar de su importancia, las características de las personalidades que se orientan hacia fines externos deben quedar fuera para no interferir con su tenor lúdico (256). Wacquant es acertado en vincular el entrenamiento boxístico con una situación lúdica. En tanto que el combate en sí mismo no lo es más que en un sentido amplio y altamente simbólico-estético que exploraré en el siguiente capítulo, todos los procesos dentro de un gimnasio que lleva a la pelea tienen un carácter de violencia marcadamente controlada y de espíritu de cooperación. Cuando

Wacquant adjetiva de “protegida” a la sociabilidad propia de las interacciones de los gimnasios, se refiere precisamente a los mecanismos intencionales con los que el mundo exterior es nulificado, ignorado u olvidado en cierta medida, todo en pro del entrenamiento.

El mundo exterior, en cierta medida, es la pobreza, la marginación, la criminalidad, el rechazo social, pero también es la fama, el reconocimiento, el dinero, el respeto, la adoración y la posición social.

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El respeto, como un gran concepto que cobija ideales de aspiración y aceptación social, es crucial en esta dinámica. La investigación de Allen concuerda con algunas de las afirmaciones que he hecho anteriormente. Aunque él se enfoca en la dinámica de la Ciudad de México, hay una constante de clasismo que permite extrapolar su afirmación a un escenario nacional: “Throughout Mexico City’s history, working-class and poor residents have failed to garner respect of middle and upper class Mexicans” (Allen 98). Lo que el boxeo ha hecho históricamente al permitir que sus peleadores se coloquen como representantes nacionales validados por autoridades políticas y medios masivos de comunicación a pesar de sus orígenes (o sobre todo por lo que representa la historia ilusoria de sus orígenes) está vinculado con la lección de respeto que es tan cercana a la práctica boxística: “In this regard, boxing could have served as one potential outlet for young boys from Tepito to garner respect from the upper strata of Mexican society” (99). Este respeto, como hemos comentado, es frágil y caprichoso, y directamente vinculado a prejuicios, a expectativas de derrota y a diversos elementos ideológicos. Para Hauser, el respeto se trata también de encontrar una posición dentro de una sociedad que es el origen mismo de su segregación (16). Wacquant encuentra en el orgullo personal del púgil y en la admiración que despierta en su entorno inmediato una razón esencial para que ellos se dediquen al boxeo a pesar de que la paga sea en verdad mínima (“The pugilistic point” 505). Precisamente en el respeto que despierta el boxeador y el auto respeto que encuentra se halla una de las claves de las múltiples ambivalencias que la presente investigación ha detectado. Por un lado, se trata de un elemento marginado por la sociedad debido a factores económicos, sociales y a atavismos de clase heredados de procesos de segregación racial. Al destacar en un deporte, por otro lado, este mismo elemento se convierte en un portador de ciertos valores centrales del discurso de la identidad nacional que ha hecho de él un marginado: la masculinidad, la

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valentía, el estoicismo. En la articulación del personaje que me interesa ahora, esta forma de verlo desde una perspectiva predominantemente externa a su entorno será la que gane primacía. En mi siguiente capítulo analizaré con mayor detenimiento esta ambivalencia de la figura, pues es al menos una parte de la razón por la cual el boxeador puede ser utilizado en las novelas del siglo XXI como una figura que concentra de sí mismo sin excluirlos tanto al héroe como al chivo expiatorio.

Wacquant no está equivocado en absoluto al comentar la alta priorización a observadores externos en este particular. En los propios textos que analizo, el auto respeto que los boxeadores encuentran es apenas mencionado como un comentario breve al vuelo.

El respeto como un elemento exterior forma parte del conflicto central del Rayo Macoy, de

Baby Cifuentes y de Juan Tres Dieciséis. La interioridad de lo que esto podría significar es mucho menos relevante. Acaso Juan Tres Dieciséis es el único para quien la vinculación entrenamiento-respeto-triunfo es deliberadamente relevante, sólo en tanto que participa de ese cerco al mundo externo que es el gimnasio. Incluso cuando a mitad de su entrenamiento para la pelea con la Bestia Cárdenas es llamado por Brandon Zamora para visitar su rancho secreto, cuando le ofrecen algo del bar elige una bebida que se alinea con la lógica de su entrenamiento, como si aún fuera del gimnasio respetara las reglas de ese mundo de sobriedad: “Le pedí un jugo de arándano, ya que es un diurético natural y con un alto índice de antioxidantes y C” (Peña 127). El contraste entre el mundo al que ha ingresado y elegir un jugo de arándano es un chiste que se cuenta solo, pero que enriquece el juego de ambigüedades que me interesa aquí. De forma similar, sus entrevistas como persona pública siempre tienen un balance entre la inevitable expectativa mediática que genera su enfrentamiento con el temible Ariel Cárdenas y lo estrictamente pugilístico, con Juan dándole peso a esto último. Como hemos visto antes, su conciencia de que el entrenamiento es lo

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único que lo separa de una posible vida criminal permea en todas las áreas de su vida: “es el

único deporte que puede sacarte del pozo e incluso darte para vivir, si tienes disciplina y lo respetas suficiente” (104). Respeto, entrenamiento y triunfo, en Juan, están unidos, y surgen incluso desde que logra su primer triunfo en televisión: “Estaba feliz. Yo, el hijo sin futuro de una pareja de obreros, venciendo al ex campeón juvenil interamericano. Un verdadero cuento de hadas” (80).

Por su parte, la Perra Saldívar descubre en la dimensión corporal del entrenamiento una especie de adicción que la hace exigirse más y más hasta el punto de que su cuerpo se convierte en la máquina de golpeo que es un boxeador profesional. Se trata al mismo tiempo de la dimensión lúdica que Simmel ve en la sociabilidad y de la satisfacción del encuentro con una actividad organizada dentro de un ambiente caótico que favorece Wacquant: “A la

Perra le gustaba el entrenamiento. Se fue haciendo adicta a las abdominales, las lagartijas, las sentadillas, el salto a la cuerda, la barra, las mancuernas. Su cuerpo asimilaba el rigor del ejercicio como si fuera una droga alucinante. Cada día necesitaba más, sólo así podía aplacar el vacío que crecía en su interior” (Caneyada 221-222). Así, la actividad que se convertirá en el oficio que la vuelva célebre, comienza con un proceso de abstracción que anula el mundo alrededor: “la Perra Saldívar descubrió que con cada golpe que enviaba al pesado saco, el tiempo se detenía, los ruidos propios del parque callaban y en su cerebro dejaban de sucederse las explosiones que la acompañaban día y noche” (222).

Al final, el resultado más importante de este proceso de “sociabilidad protegida” es que mantiene al púgil a resguardo de las tentaciones de la calle, que en la mayoría de los casos se encuentran literalmente a una puerta de distancia. Este espacio fronterizo y esta relación de necesidad y oposición con el gueto o el barrio bravo, se encuentran en el centro de las muchas oposiciones que permiten la existencia del boxeo:

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Así pues, la sala de boxeo se define en su relación de oposición simbiótica al gueto que la rodea: al reclutar a sus jóvenes y apoyarse en su cultura masculina del valor físico, el honor individual y el vigor corporal, se enfrenta a la calle como el orden al desorden, como la regulación individual y colectiva de las pasiones a su anarquía privada y pública, como la violencia controlada y constructiva de un intercambio estrictamente civilizado y claramente circunscrito —al menos desde el punto de vista de la vida social y de la identidad del boxeador— a la violencia sin sentido ni razón de los enfrentamientos imprevistos y carentes de límites o sentido que simboliza la criminalidad de las bandas y de los traficantes de droga que infestan el barrio (Wacquant Entre las cuerdas 64).

Nuevamente, en la historia de Las paredes desnudas, el potencial simbólico del gimnasio será explotado inteligentemente por el autor. Cuando las opciones comienzan a agotarse, ella vuelve al gimnasio para conseguir información, pero aún de manera más significativa, cuando sospecha que la red que tiene secuestrada a su hermana puede actuar en contra de ella decide pasar la noche refugiada en el gimnasio de don Lalo, acompañada por Jeremías, a quien ha llevado con ella para protegerlo también (Caneyada 287). El cerco simbólico del gimnasio se convierte en un refugio efectivo.

Como hemos visto, todos los boxeadores de nuestro corpus, o la mayoría de ellos, establecen algún tipo de vínculo con el crimen antes de iniciar en el boxeo. En el caso del

Rayo Macoy, existe violencia y hostilidad en las calles en forma de una constante social que rodea su mundo. El descubrimiento de sus habilidades ocurre en camorras callejeras. Sin embargo, es importante notar que él es el único de nuestros personajes que no es en sí mismo el ejecutor de un crimen violento. Todos los demás son efectivamente criminales: Ignacio

Barrientos piensa que ha cometido robo y homicidio, aunque en realidad cometió robo y lesionó gravemente a una persona; Baby Cifuentes y Juan Tres Dieciséis asesinaron a un miembro de su familia (Baby a su padrastro y Juan a su medio hermano); la Perra Saldívar

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participó en dos robos a mano armada, uno de los cuales resultó en un herido, y Eleuterio

Marto robó autopartes además de que planeaba cometer asalto a mano armada con agravantes. El boxeo, en mayor o menor medida, los salva de esto, pero vale la pena mencionar que los boxeadores no siempre hacen una mención explícita de ello.

Acaso el más consciente de esta situación es Juan Tres Dieciséis. Cuando comienza sus entrenamientos en el gimnasio lo hace exclusivamente pensando en desarrollar un cuerpo atractivo para las mujeres (Peña 55), pero al notar que tiene capacidades su interés cambia de rumbo. Cuando tiene uno de sus primeros sparrings con Gonzalo, el hijo del entrenador

Demetrio, Juan está a punto de ser derrotado y llega a una especie de iluminación:

“Comprendí que me encontraba en un punto crucial de mi existencia” (63) y al final logra vencerlo con un golpe al cuerpo: “el puñetazo que contenía toda la frustración de una vida destinada al fracaso, cuyas opciones eran terminar vendiendo hielos en los semáforos o decapitado por la mafia” (65, mi énfasis). La mención de la mafia no es ingenua ni menor.

Peña volverá a poner en boca de Juan Tres Dieciséis esta diferencia entre la violencia reglamentada, la del boxeo, y la violencia ilegal, la de la criminalidad. Cuando el boxeador comienza a obtener victorias como profesional, pero sin gran publicidad ni renombre aún, es criticado por su entrenador Montalvo por haberse vuelto perezoso demasiado pronto. Confía demasiado en su pegada y descuida la técnica. Juan abandona fiestas y redobla los entrenamientos. Se aleja de las amistades nocivas quienes lo critican por esta actitud. “No entendían que había encontrado mi vocación. Una manera de no acabar ni como sicario ni como obrero. Mi salvación” (85, con mi énfasis).

Salvo el caso de Juan Tres Dieciséis, el boxeo no es mencionado explícitamente como una salvación de una vida criminal. Sin embargo, siempre es contrapuesto efectivamente, aunque esta contraposición trae consigo una ironía final. Casi todos los púgiles de mi corpus

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tienen una contraparte simbólica a un personaje de su misma extracción o que comparte un pasado similar al de ellos y que en efecto se ha convertido en un criminal de carrera. Es decir, esta oposición simbólica está colocada en el desarrollo del trayecto narrativo de manera que el lector puede identificarla fácilmente. Cuando no se trata de personajes específicamente opuestos a ellos, los boxeadores viven cercanos a un mundo en que todo les recuerda que ese crimen siempre está rondándolos. Ignacio Barrientos tiene al Gitano López, quien no sólo fue el autor material del homicidio que Barrientos piensa que ha perpetrado, sino que ha logrado establecerse como un empresario mexicano que ha hecho fortuna de un modo truculento. Su firma personal es el exceso contra toda norma y su orgullo es que jamás ha sido atrapados con las manos en la masa: “El éxito estaba en los sótanos, en las trastiendas, los sitios que daban la espalda a la costumbre: ‘me salí con la mía’” (Villoro 34). Baby

Cifuentes tiene a su antiguo amigo del ejército, Salomón Paleta, quien hizo carrera militar y terminó corrompido por el crimen organizado hasta convertirse en narcotraficante (Palou 18).

A través de Salomón, Cifuentes encuentra su venganza contra Tomás Chávez, pues debido a una rivalidad entre cárteles lo ha tomado prisionero (186). La Perra Saldívar se encuentra rodeada por un mundo en el que ella obraba sólo como víctima posible. Cuando quiere encontrar información sobre su hermana, vuelve a su antiguo gimnasio de boxeo y los propios boxeadores en formación, con vínculos vivos en las calles, le informan dónde encontrar al facilitador de víctimas de la red de trata (Caneyada 132). Incluso el propio Jeremías, su amigo y el narrador de la historia, está vinculado con el mundo del que ella ha huido. Antes de conocerla y antes de ejercer como enfermero, era el administrador del Pierrot, un bar gay de altas pretensiones que su amigo Ricardo había puesto en la zona más conflictiva de la ciudad.

Su popularidad eventualmente atrae a don Arnulfo, el mafioso local, y al Muñeca, su brazo ejecutor. De modo que Jeremías está vinculado con el mundo de los negocios sexuales de un

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modo mucho más activo que la Perra. Para Juan Tres Dieciséis, Brandon Zamora es su posible espejo. Él ha compartido una infancia similar y se ha convertido en un joven capo de la mafia. Eleuterio Marto tiene conexiones con las siempre turbias fuerzas de seguridad del estado de Michoacán a través de sus antiguos amigos del ejército y su propio compadre ha sido asesinado al tratar de robar el dinero del crimen organizado al asaltar a los participantes de la venta de la plaza de Morelia: el secretario particular de gobernación entregando la ciudad a la Compañía; gobierno y crimen organizado coludidos (Solorio 140).

Aunque estos boxeadores rocen constantemente estos ambientes criminales urbanos a través de algunos de sus elementos menos deseables, no dejan de tener una distancia con la criminalidad que va más allá de su condición de atletas profesionales. En un sentido de construcción de un personaje en cierta medida deseable, todos requieren de una empatía particular. A lo que me refiero por ahora es a que ninguno de los boxeadores presentados en la ficción comete un crimen de una manera dolosa, con la excepción de Baby Cifuentes cuando logra vengarse de Tomás Chávez estrangulándolo hasta la muerte. Al menos, el resto de los boxeadores son presentados de esta manera: como resultados extremos de las circunstancias extremas de las que surgen. Son, en cierta manera, víctimas de las circunstancias adversas. Los crímenes que cometen nos son presentados como crímenes por necesidad con diversas circunstancias atenuantes, pero no deliberadamente actitudes propias de mentes criminales. Incluso la Perra Saldívar, cuando muele a golpes a la persona que entregó a la red de trata a su hermana (el personaje llamado Ángel el Estudiante), obra bajo una situación extrema: sabe que la vida de su hermana pende de un hilo y es una carrera contrarreloj. Sin embargo, esta tensión constante con sus impulsos violentos los persigue como una especie de estigma social llevado hasta sus últimas consecuencias. Ellos son su

único castigador posible. En sus vidas personales hay un exceso que los hace inestables. Es

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como si la violencia de la que huyen terminara siempre por alcanzarlos y debieran huir de nuevo. En este sentido, el Rayo Macoy no es el único que descarga estos excesos de violencia contra las parejas a su alrededor. Cuando Juan sospecha que Gabriela le es infiel, le da una paliza hasta dejarla inconsciente (103). El narrador de “Campeón ligero” da con una descripción adecuada de este exceso de violencia que no puede purgarse de ningún modo, ni siquiera en el cuadrilátero, y que parece que de manera inevitable inunda su vida:

Horas después, en la alta noche de su triunfo, soltaba una violencia adicional, la crueldad que le había perdonado a su oponente. Lo vi atropellar un perro, lo vi romperle la nariz a una morena que lo miraba con devoción, como si recibir golpes fuese una perversa forma de rezar, lo vi lanzar un bat de aluminio al escaparate de una mueblería, lo vi llorar sin pausa ni vergüenza en autos y cafeterías donde esperábamos el amanecer. Necesitaba un gesto demencial para saber que la pelea había acabado (Villoro 24).

El cerco contra la criminalidad afuera puede operar hasta cierto punto. Pero para el cerco contra los impulsos que vienen del interior es más difícil de erigir y, por ello, mucho más frágil.

Sin embargo, la violencia no se limita a estos dos sentidos: el criminal y el pugilístico.

Hay, finalmente, una dimensión de la criminalidad distinta de la violencia que me interesa explorar: la explotación económica. En las dinámicas que he venido observando, me he centrado en dos tipos de violencia que, siguiendo la nomenclatura del filósofo Slavoj Žižek, tendrá las características de una violencia objetiva o subjetiva. En suma, para Žižek, existe una violencia efectivamente manifiesta, visible, rotunda, que es objetiva, digamos, un golpe, un motín, disturbios, que pueden encontrarse en cualquiera de los dos polos: la criminalidad y el pugilato. Pero también existe otra violencia, que es subjetiva, no visible, sutil, pero en

última instancia generadora de la violencia objetiva, su verdadero origen (19-25), que

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podemos identificar con las fuerzas sociales que generan el ambiente para que el boxeador pueda ejercer cualquier tipo de violencia objetiva, ya la criminal, ya la pugilística. Me interesa el punto de vista de Žižek, porque él va aún más lejos y apunta al trasfondo sórdido del prize-fighting, la conversión de los cuerpos en combate en un mercado de la carne. Žižek define este tipo de mecanismos como una forma de violencia simbólica, aquella que existe en el problema del “abismo del prójimo”, del “muro del lenguaje” (92), es decir, de la reducción del hombre a un concepto sesgado y reducido; en el caso de nuestros boxeadores un fajo de billetes o un capital simbólico instrumentalizado por la clase política.

Esta forma de reducción es otro de los puntos más álgidos de los detractores del pugilato y es, en sí mismo, uno de los temas recurrentes que la literatura de boxeo explora.

Mucho antes de que Ernest Hemingway lo abordara en su cuento “Fifty Grand”, en 1927, Sir

Arthur Conan Doyle ya había tocado el tema en su novela histórica Rodney Stone, de 1896.

Rodney Stone, el narrador, inicia la acción rememorando las primeras décadas del siglo XIX.

Contrapone el mundo decadente de los dandis aficionados a los deportes riesgosos y las apuestas excesivas con los últimos rescoldos del mundo del boxeo con algunos dejos de decencia: los boxeadores que eran herreros, taberneros y en suma parte de su comunidad inmediata. La investigación de Doyle escarba en el boxeo de finales del siglo XVIII y su investigación es tan puntillosa que la edición en español de la editorial Capitán Swing Libros incluye un detallado glosario de boxeadores reales que participan en la trama como personajes o como parte del folklor de las tabernas, casas de apuestas y encordados itinerantes. En su advertencia al lector encontramos algunos elementos de las largas discusiones acerca de la moralidad en el boxeo profesional: “La opinión pública se ha ido volviendo poco a poco adversa al boxeo porque esa actividad fue a parar en gran parte a manos de canallas y porque fomentó el rufianismo al otro lado del cuadrilátero. Lo mismo

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que un caballo de carreras, animal noble y limpio, hasta el púgil más honrado y valiente se encontraba rodeado de vileza” (Conan Doyle 19). Casi cien años después, la opinión acerca de este mundo no ha variado mucho. Thomas Hauser cita a Howard Cosell, el presentador deportivo de la cadena ABC que en 1982 renunció a comentar sobre el deporte en televisión después de la pelea por el campeonato de peso completo entre Larry Holmes y Randall Cobb.

La evidente disparidad entre los peleadores convirtió la gala deportiva en una paliza sanguinaria transmitida en vivo: “Quite frankly, I now find the whole subject of profesional boxing disgusting. Excepting for the fighters, you’re talking about human scum, nothing more. Professional boxing is utterly immoral” (109). El propio libro de Hauser explora esta afirmación al poner sobre la mesa la extendida investigación sobre la tonelada de irregularidades, conflictos de intereses, sobornos y registros falsos que se hizo a la gran eliminatoria en ocho divisiones de peso organizada por el legendario promotor Don King y comprada para su transmisión en exclusiva por la cadena ABC: “For ABC the 1977 tournament was a disaster, the network’s ‘darkest day’ in boxing” (92). Sin embargo, Don

King continuaría promoviendo peleas durante más de tres décadas.

Este escándalo es poco si se le compara con uno de los periodos de popularidad más grandes del boxeo en Estados Unidos. Desde finales de la década de 1940 y hasta mediados de la década de 1960, el boxeo estuvo en el ojo de las autoridades federales de ese país debido a múltiples sospechas, fundadas posteriormente en acusaciones, declaraciones e investigaciones a fondo, que apuntaban al crimen organizado. Nueva York, durante esos años, era la Meca del Boxeo, en donde se jugaban las más grandes bolsas. El hombre que controlaba el juego era un soldado de la mafia italiana, un pistolero y un sagaz promotor que siempre jugaba con todas las cartas en la mano, Frankie Carbo: “Carbo’s police record shows seventeen arrests, escalating from vagrancy and suspicious character to felonious assault,

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grand larceny, robbery, and murder. In the language of his world, Frankie Carbo was ‘no two-bit petty criminal’” (Sammons 143). Jeffrey T. Sammons hace una detallada investigación de todo ello en el capítulo “The Unholy Trinity: Television, Monopoly and

Crime” de su libro Beyond the Ring.

He mencionado antes que muchas investigaciones académicas en Estados Unidos toman como centro o como uno de los temas más relevantes la composición étnica de los practicantes del boxeo. En América Latina, el aspecto de la deshumanización, la mafia o la conversión del hombre en una mercancía es un tema más recurrente en cierto tipo de libros de periodismo sobre el tema. Horacio De Marinis, en 7.000 años a puñetazos: Historia crítica del box, hace un recuento particular del deporte bajo una directiva ideológica clara: las irregularidades del boxeo y la constante explotación de los púgiles son el resultado de los errores de la sociedad de consumo: “¿Que se estafa la expectativa del público que paga por contemplar y solazarse con el espectáculo que brindan dos musculosos gladiadores? ¿Que se degrada la personalidad y se destruye el físico de tan admirados gladiadores? ¿Que se destruye hasta los tuétanos el contenido humanista de la recreación, del deporte, del espectáculo? ¿Qué importa a quién? (55). Su solución, como corresponde a un libro publicado desde el izquierdismo sudamericano en 1974, es ajustar el deporte a una forma de

“juego diestro e ingenioso, plástico y alegre para sí, y para quienes lo contemplen.

Realización vocacional que se sustenta en la ejemplarizadora realización socialista, en la

Unión Soviética, por ejemplo” (186).

Por su parte, en México, estas visiones del boxeo como un deporte en el que los boxeadores son víctimas de empresarios, figuras oscuras y de sus negocios turbios tras bambalinas, tiene un ejemplo particular en El boxeo fuera del ring: Lo Blanco y lo Negro del

Boxeo Profesional de México, publicado en 1989 por Rafael Barradas Ossorio. Barradas

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Ossorio participó en la Comisión de Box y Lucha del distrito federal durante casi cuarenta años, desde 1952. El libro es una curiosa historia personal del boxeo en México desde una

óptica inusual: un hombre que ha estado en primera fila denuncia triquiñuelas, enaltece sus logros humanitarios e intercala horrorosos poemas en octosílabos machacones con los que da rienda suelta a su vocación lírica y a su necesidad de aleccionamiento moral. Es curioso que el primer episodio del libro narre precisamente una actividad que descalificaría del todo al autor si no se tratara de un país como México: Barradas describe con orgullo de político cómo es que su posición en la Comisión fue designada por su amigo personal, el presidente

Adolfo Ruiz Cortines, a pesar de Barradas jamás había visto una función, no le gustaba el deporte y tenía un conocimiento nulo de sus entresijos: “De un golpe era yo el Secretario de la todopoderosa Comisión de Box y Lucha del Departamento del Distrito Federal sin que yo supiera cual era la diferencia entre un peso welter y un mosca” (3). El libro es particular, pues en su extendido tono de denuncia contra mafias, apostadores y gatilleros que trabajan para ellos, jamás toca el tipo de corrupción política, de tráfico de influencias, que pone al frente de estas instituciones a personas que carecen de las competencias necesarias para manejarlas.

Este es el contexto en el que se mueven los boxeadores de la ficción mexicana. Los púgiles que analizo es que parten de un escenario de privaciones que Žižek identifica con violencias subjetivas existentes. Luego, saltan hacia algún tipo de ejercicio de violencia objetiva, con la particularidad de que inician en la criminal, pero encuentran un cerco en la sociabilidad protegida para favorecer el ejercicio de la violencia dentro de la reglamentación deportiva, a pesar de que no puedan escapar completamente a ciertos impulsos hacia la violencia criminal. Sin embargo, su destino irónico es cerrar el ciclo tanto entre las formas de violencia criminal y reglamentada, como entre las formas de violencia subjetiva, objetiva y simbólica, pues no pueden escaparse de la reducción brutal del negocio del boxeo. Huyendo

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de criminales de segunda caen en brazos de traficantes de primera: empresarios y políticos.

Mientras los boxeadores se encuentran en la parte baja de la pirámide, es decir, mientras no son figuras o no representan una gran oportunidad económica para promotores y mánagers, se pueden dar el lujo de gozar el entorno de sociabilidad protegida en el que el mundo y sus peligros y tentaciones están muy lejos. Sin embargo, en cuando entran a las carteleras importantes o forman parte del sistema económico del boxeo, comienzan sus roces con la parte más turbia del boxeo: una dinámica de explotación que se parece peligrosamente a la cría de ganado. Los boxeadores son, para la gente que los maneja, poco menos que productos para un mercado. En la ausencia de humanización que se percibe en estas relaciones, encontramos precisamente esa violencia simbólica, la reducción más deshumanizada por ser la más intencional.

Uno de los productos culturales hechos en México que aborda esto de una manera más descarnada es la genial obra teatral en un solo acto ¡Pelearán diez rounds!18, de Vicente

Leñero. Como he dicho en la Introducción de esta disertación, por razones estrictamente metodológicas y de género literario he tenido que dejar fuera las dos obras sobre boxeo de este excelente dramaturgo y narrador. Sin embargo, en este punto es relevante su mención como un ejemplo de lo que trato de explicar. La obra transcurre en una sola escenografía, un ring sugerido en la escena, dentro del cual los personajes de Bobby, su esposa María, su mánager y el sécond del mánager, entrarán y saldrán cada vez que participen en la obra. El ring sugerido activa y desactiva las interacciones entre los personajes convirtiéndolas en una suerte de enfrentamientos cada vez que dos de ellos se encuentran dentro del ensogado.

Bobby está seguro de que va a una pelea arreglada para ganar. Su mujer María quiere que

18 El texto teatral se encuentra publicado por el Fondo Económico de Cultura y se encuentra referido en la bibliografía de este trabajo. 245

abandone el boxeo porque teme la demencia pugilística, aunque ella misma tiene una personalidad extrema que la ha llevado a un intento de suicidio, a un internamiento en un sanatorio para enfermos mentales y a llevar un arma como última amenaza contra su esposo.

El mánager y su asistente en el ring, o sécond en el argot boxístico, en cierto punto de la obra, reciben una contraoferta del mánager del rival, el Caballo. En lugar de arreglar la pelea en favor de Bobby, dejarán que el Caballo haga trizas a su boxeador. En la obra, el boxeador está presente en el ensogado casi todo el tiempo, salvo en dos instancias. Primero, cuando

María trata de convencer al mánager de que cancele la pelea y este le dice que hay dinero de por medio. El segundo, inmediato a éste, cuando el sécond entra y pone sobre la lona del ring una maleta con dinero que es el soborno para que el mánager deje que Bobby se hunda solo en la pelea. El boxeador, cuando no se encuentra, es suplantado por un discreto montículo de billetes. Eso es lo que él representa en el mundo.

Nuestros boxeadores sufren una suerte similar. En última instancia, su relación con mánagers y promotores está envuelta de lo peor que el boxeo profesional ofrece. El Rayo

Macoy, como hemos discutido ya, vive siempre sabiendo que nada de lo que tiene le pertenece por completo y que se encuentra a disposición del licenciado Gómezleal: “todo es prestado y más cuando el dinero se lo prestó el licenciado a cuenta de lo que den sus puños, pero si éstos se quedaban arrumbados en la mierda, lo dejaban peor que cuando empezó porque no en balde el licenciado había invertido mucho dinero en él” (Palou 101). Ignacio

Barrientos, a través del matrimonio con Miriam, se ha convertido en “una eficaz máquina de hacer dinero” (26). Cuando éste pierde su capacidad suicida impulsada por la culpa, es derrotado por rivales inferiores a él y decide retirarse, viene la debacle de quienes han lucrado con su carrera: “Miriam abandonó al campeón. Los abogados de don Samuel le consiguieron las propiedades y las cuentas que aún se podían salvar” (39). Cifuentes tiene roces aún más

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descarados con este mundo de simulación y engaños que es el boxeo de paga. Para el boxeador, una de las peores cosas que recuerda haber hecho (y se trata de un hombre que ha cometido dos homicidios, ha golpeado mujeres, ha destruido a su familia y se ha enemistado con todo el mundo que conoce) es vender una pelea cuando está de camino al campeonato nacional. Cuando le piden que participe en el tongo, lo amenazan con matar a su esposa. La gente que consuma el acto es precisamente la gente que debería proteger la integridad del deporte: “Eran dos pendejos de la Comisión de Box, arreglados con el gobierno” (53). Incluso su propio entrenador lo aconseja para que siga el trato, pues en caso de no hacerlo: “Nos quiebran a todos, empezando por tu vieja” (55).

Por su parte, Juan Tres Dieciséis sufre una traición por partida doble. En principio, a pesar de que su carrera avanza, él ni siquiera puede comprarse un carro decente. Edmundo, su mánager, es la razón. “iba con Edmundo a pedirle cuenta, y él me explicaba que nos habíamos gastado todo el dinero y que lo mejor era concentrarnos para la próxima pelea y ganarla, para continuar recibiendo ingresos de manera constate” (Peña 93-94). Cuando llega su pelea contra Cárdenas, sospecha que hay un plan para quitarle su dinero en el que están involucrados Brandon, su pareja Antonella (con quien Juan tiene un trío en compañía de

Gabriela), el padre de Gabriela y su propia alucinación el Hermano Ángel (191) y que depende de que la Bestia lo noqueé, tal y como se espera que ocurra. Sin embargo, Juan triunfa. En la solución de la trama, queda establecido que Gabriela busca el dinero que le pertenece a Juan para concretar su operación de cambio de sexo, influenciada por el entrenador Montalvo (315): “Esta es una copia del mensaje que Gabriela estaba escribiendo antes de que llegaras. En ella expresa su amor a Juan y confiesa su participación en el fraude orquestado por ti y por Brandon” (316). Todas las personas que lo rodean, su gente de confianza, su grupo más íntimo, su pareja, los que considera sus amigos y sus relaciones de

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trabajo más próximas, todos, lucran con él. Incluso la alcaldesa Lorena Guzmán, quien organiza una función de box de entrada gratuita con Juan en la cartelera a fin de “apoyar el talento local y poner el nombre de la ciudad en alto” (124).

La relación de la Perra Saldívar con su mánager es una relación impersonal que comienza de manera abrupta y sólo recrudece su cinismo cuando avanza. Abandona a su entrenador don Lalo para comenzar una carrera profesional cuando el mánager Varesi, lo cual lesiona la relación que ella tiene con el entrenador: “Al gordo Varesi le importaba un carajo si yo sabía pelear o no. Nomás le interesaba poder meter en la cartelera un par de viejas para que los cabrones que iban a vernos se la jalaran después pensando en nosotras, ¿no?”

(Caneyada 223). Varesi resume la postura del mánager frente al boxeador en una escena puntual. Mientras Saldívar se encuentra en recuperación en el hospital, Varesi le lleva los papeles para la revancha contra la Maniquí Rojas. Le explica las cantidades de dinero que se puede llevar, la posibilidad de tirarse a la lona si se siente lastimada, y de lucrar con ello buscando una tercera pelea. Pero lo más revelador es su respuesta a la noticia de que el tratamiento médico está funcionando: “Por supuesto, y más les vale que la curen, me está costando un ojo de la cara el chistecito” (76). A pesar de que la boxeadora ha convulsionado frente a las cámaras, la preocupación del mánager es que vuelva a los encordados tan pronto como sea posible contra el mismo rival que la ha molido a golpes. Los mundos de los mánagers y de la clase criminal de la ciudad son indisolubles. Cuando Jeremías narra a la

Perra su encuentro con el Muñeca durante sus años de la vida de los bares con prostitución masculina, éxtasis y cocaína, ella asegura reconocerlo: “Me lo presentaron una vez que fue a ver una de mis peleas. Iba con un par de cabrones que dizque le estaban metiendo un baro a mi carrera” (206). Los cruces de los mundos no solo son inevitables, sino aparentemente necesarios.

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En este sentido, la relación más profunda con el ambiente de embaucadores y peleas arregladas es la de Eleuterio Marto. En su primera aparición en el libro, lo vemos preparándose para pelear contra un rival más joven. Cuando suena la campana, Fernando, su mánager y el dueño del gimnasio en donde entrena le recuerda: “Ya sabes, campeón, a hundir la troma” (18) y después sigue la pantomima de una derrota. A pesar de que su investigación sobre el homicidio de su compadre sigue, él decide ir al gimnasio a notificar que se ausentará un par de días. Fernando le recuerda que tiene compromisos pendientes, pues él “lo ayudó en las buenas y en las malas” (52). Cuando vuelve a los entrenamientos, un par de días más tarde, Fernando le dice que hay otra pelea pactada: “Caída en el noveno. Veinte mil. Hay que empezar a prepararse” (79). No deja de sorprender al lector que incluso para una pelea vendida Marto no deje de entrenar. Marto incluso llega a preguntar a Fernando si es posible pelear sin participar del tongo y apela a la dignidad. Fernando le recuerda que lo encontró en la cárcel, por lesiones causadas en un arranque de violencia mientras estaba ebrio, producto de los malos días que pasó después del suicidio de su esposa Aranza: “¿Se acuerda quién le pagó la fianza? ¿Quién le ayudó a ganar su dinerito de nuevo? Se lo voy a recordar: yo.

También le voy a recordar qué me dijo esa vez. Me dijo: ‘No dejes que me baje del ring’. ¿Se acuerda? Yo nomás estoy cumpliendo lo que me pidió. Tiene responsabilidades, la pelea ya está pagada, tiene que cumplir” (80). La dignidad del peleador está duramente ofendida aquí.

Cuando le recuerdan a su esposa muerta, estalla y golpea a Fernando. Como hemos visto, salvo casos excepcionales, los autores no abordan el tema del respeto en los boxeadores.

Solorio es un autor excepcional en este respecto, pues la recuperación de este respeto es una de las búsquedas medulares de la novela. La propia sobrina de Marto hace patente esta situación, cuando él trata de decirle que deje de acostarse por dinero con el hombre adinerado con quien lo hace: “Tú eres igual. Yo aquí en la cama, tú en el ring” (95). El rompimiento de

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Marto con el boxeo se debe exactamente a esta revelación: ya no hay nada que él respete, ya no encuentra su propio respeto. Al tiempo que renuncia a su relación con Fernando, le agradece lo que hizo por él (104-105). A partir de aquí, la relación con el lado turbio del boxeo concluye y la acción se centra completamente en la solución del caso, lo cual lo sumerge de lleno en una gran conspiración criminal.

Los mundos del deporte y del crimen se presentan como opuestos para el boxeador, al menos en su forma romántica, idealizada o, si se quiere, en una narrativa que justifica la existencia de un deporte tan violento. Para esta narrativa, deporte y crimen se excluyen: en donde existe uno, no puede existir el otro. Sin embargo, se trata de mundos que se traslapan: donde hay un boxeador, habrá un gánster tratando de lucrar con su carrera, apostando porque su pupilo sea molido a golpes, vendiendo cada libra de carne de su cuerpo a otro gánster igual que él. Las autoridades políticas participan de este juego por el valor simbólico de un ídolo que se ha construido siguiendo de cerca las reacciones de la opinión pública, pero sobre todo, orientándolas. De esta manera, la oposición de estos mundos es simbólica y precisamente por ello es aún más feroz al momento del despojo. Si antes veíamos que el boxeador como símbolo de clase se mueve desde la base marginada hacia la cúspide idolatrada y de nuevo vuelve al barrio y la pobreza, el movimiento sobre el que se transita en su relación con el crimen no es tan distinto. Sale de un ambiente social de criminalidad del que él o ella participan y al avanzar en su carrera vuelve a encontrarse con este mundo criminal que puede o no utilizar la violencia, pero que siempre tiene en el dinero la última palabra.

Las figuras públicas del ámbito político son aún más reveladoras de la sociedad en la que el boxeador se mueve. Cada vez que un político toca la vida de un boxeador, aunque sea de manera parcial es, o para lucrar con su capital simbólico nacionalista o para interceder de un modo turbio. Hemos visto que los mánagers en el caso del Rayo Macoy y Baby Cifuentes

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son capaces de alejarlos de la cárcel mientras aún sirven como ídolos populares. En el caso de Ignacio Barrientos, la vinculación de la corrupción política y la corrupción del boxeo es más abierta: consigue que desaparezca una investigación criminal contra su amigo el periodista a través de los nexos de don Samuel con el gobernador de un estado norteño. Juan

Tres Dieciséis no recibe ayuda directa en situaciones de acusaciones criminales, pero en la novela de la que es protagonista, la alcaldesa de la ciudad Lorena Guzmán no duda en aprovechar su fama. Más aún, ella misma resulta sospechosa de uno de los homicidios que

Malasuerte investiga en la novela. La alcaldesa no se inmuta con las acusaciones de intento de asesinato, habla con descaro de la posible asociación entre su esposo Nicolás y el narcotraficante Brandon, quien se quería convertir en empresario legítimo y por ello apostó en la pelea de Juan (287). Las interacciones entre Juan y la alcaldesa tienen lugar en reuniones entre empresarios, políticos y narcotraficantes (286). De esta manera, Peña coloca a los tres en el mismo nivel de degradación, pero también de poder.

En el caso de la Perra Saldívar, hemos visto que la participación de las autoridades, en especial del diputado Sócrates Porter, es determinante para mover los hilos detrás de la investigación. A pesar de que la Perra Saldívar ha postergado la firma del contrato de su revancha contra Rojas, el punto de quiebre ocurre cuando solicita ayuda al diputado para conseguir que la policía haga una redada en una casa en la que sospechan que hay varias mujeres secuestradas, incluida la hermana de la Perra. El diputado la anima a la revancha:

“Necesitamos símbolos ganadores en la ciudad” (324), a lo cual ella accede. Después del rescate de su hermana, y del fracaso al atrapar a cualquier miembro de la red de tratantes, la

Perra vuelve a subir al cuadrilátero para su revancha contra Rojas: “En la pernera derecha del pantaloncillo de Jacqueline la Perra Saldívar podía leerse en letras púrpuras: diputado

Sócrates Porter” (334). A pesar de que vuelve a perder frente a Rojas, esta vez lo hace por

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puntos y su promotor clama que ha sido un robo, lo cual Jeremías percibe como parte de una gran simulación que tiene que ver con tratos comerciales hacia una tercera pelea aún más lucrativa (334).

A través de los mánagers, los medios de comunicación y su propio capital simbólico el boxeador se vincula con el tipo de criminal que ha originado el desorden social del que procede: el político corrupto y el empresario alevoso. La protección del boxeo contra el crimen del mundo no sólo es temporal sino, parecen decirnos las novelas, es del todo aparente. Uno de los resultados inesperados de las narrativas que he venido analizando es que el seguimiento del modelo narrativo que propone el boxeo como un elemento protector, en realidad lo condena como una gran máquina propiciadora de víctimas del poder. La ironía del boxeador huyendo de las jaurías de las pandillas para entregarse voluntariamente a los chacales que controlan el deporte es otra de las lecciones morales de la figura icónica del boxeador. En este caso, la lección moral o la crítica de la sociedad no apuntan al boxeador y su extracción social, sino al lado opuesto. Antes, hemos visto como a través del personaje individual se perpetúa un estigma social o una ideología nacionalista con importantes distinciones de clase, e igualmente se cuestiona un modelo de poder masculino heteronormativo que se ha demostrado caduco. En la relación del boxeador con su medio, en cambio, lo que se pone en cuestionamiento es la sociedad que los circunda. Más aún, la sociedad que circunda a los boxeadores es la misma sociedad que circunda a los miembros de la sociedad en la que viven. Si el boxeador expresa algo en su incapacidad de escapar de estas dinámicas a pesar de sus portentosas facultades destructivas, es que nadie, ni siquiera los más fuertes, está a salvo de la violencia subjetiva, objetiva y simbólica de la que ellos son víctimas y partícipes en grados extremos.

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Mis análisis se centran en las visiones exteriores e interiores, en la creación del ídolo nacional y el conflicto del hombre individual, y en el respeto propio contra la violencia simbólica del negocio y sus ambiente gansteril, porque estoy convencido que el boxeador como ícono es revelador cuando se le analiza desde el ser creado por su sociedad. Antes, afirmaba que, con una excepción, no hay ningún boxeador que cometa un crimen de manera dolosa y todos ellos son impelidos a estallidos de violencia. También todos son víctimas de manipulación. En esta interesante red de oposiciones que he venido construyendo, me parece que radica una de las más poderosas capacidades simbólicas del boxeador. Se trata, visto desde cierto punto, de un personaje predestinado al fracaso o a la caída, aparentemente por cuestiones intrínsecas. Lo que revelan estas oposiciones simbólicas es que tal esencialismo es apenas la mitad de la verdad y este individuo es el sujeto pasivo sobre el cual operan fuerzas que escapan de su control. Su atractivo radica justamente en eso: estas fuerzas invencibles operan en él como en el resto de la sociedad, pero a diferencia del resto de los elementos de la sociedad que se enfrentan a marginalización, despojo, violencia, crimen y explotación, el boxeador puede caer tirando golpes. Un esfuerzo fútil, si se quiere, pero que arroja un destello de dignidad que le concede el aura y el atractivo que ha hecho que los escritores que analizo lo conviertan en el centro de sus narrativas.

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CAPÍTULO 4: El héroe.

4.1 Boxeadores, perdedores y detectives.

4.1.1 El culto a la derrota y la retórica del fracaso.

El boxeador en la narrativa mexicana parece estar condenado al fracaso, la caída, la derrota.

Esta dinámica sigue los mismos estereotipos sobre los que ya he abundado, cuyo paradigma narrativo comienza en México con la película Campeón sin corona. La vuelta al lugar donde partió, según nos decía Ayala Blanco, ocurre una vez que ha sido humillado y ofendido: “El héroe positivo es inconcebible en un buen cine mexicano” (178). Esta vuelta al lugar del que partió, como veíamos, tiene implicaciones en la ideología nacional de corte positivista y también ofrece posibilidades para establecer una crítica al modelo de poder vinculado con la masculinidad y, a través de ella, con la concepción nacional heteronormada. Más aún, este ciclo tiene implicaciones de orden económico y social que apuntan a una crítica, vedada en ocasiones, sobre la propia sociedad en que los boxeadores se desarrollan.

En cierta medida estoy de acuerdo con Ayala Blanco acerca de imposibilidad de concebir un héroe positivo mexicano en el cine nacional que vio nacer a Campeón sin corona.

Este héroe es inconcebible incluso no sólo en la literatura mexicana de la mitad del siglo XX, sino en la que se escribió sobre el boxeo durante las décadas finales del mismo. Ese hombre del barrio que surge entre los demás y que se convierte en un perdedor ejemplar es un ídolo momentáneo cuya única función dentro de su sociedad, tal parece, es representar un cúmulo de vicios. Parido por cierta élite intelectual y de poder, el boxeador es el “pelado”, un hijo no deseado en el que se pueden verter todos los errores de la tragedia de la idiosincrasia nacional.

No puede ser un héroe positivo porque es el hombre de abajo. Al menos esta es la manera en la que buena parte del siglo XX en la literatura mexicana reaccionó al boxeador. La llegada del siglo XXI ha logrado que figuras patéticas como el ídolo que cae en desgracia se

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conviertan en héroes en un sentido más próximo a lo que Joseph Campbell concebía como tal. Hay diversos factores que explican esto, pero en este capítulo me centraré sólo en los que considero esenciales y de los que pueden surgir observaciones más detenidas.

En el capítulo anterior hablaba acerca del “ídolo” configurado desde su percepción externa, es decir, desde quienes lo ven y desde quienes lo construyen para ser visto. En este capítulo, me interesa más acercarme a la configuración del boxeador en tanto “héroe”, como dije, orbitando alrededor de la concepción mítica de Joseph Campbell, que de manera inevitable remitirá a los conceptos clásicos de tragedia y comedia. En la concepción mítica de Campbell, el héroe es un personaje cuyo ciclo completo (nacimiento, abandono de comunidad, hazañas y retorno) tiene consecuencias específicas transformadoras ya para su entorno inmediato (el héroe tribal) o para el orbe mundial (el héroe universal) (Campbell 36).

Pero para comprender la manera en que un hombre derrotado, un fracasado o un perdedor puede convertirse en un héroe requiere que me detenga un poco en algunas observaciones pertinentes sobre la derrota en México.

Ya he mencionado los puntos de vista de dos escritores esenciales para el pensamiento mexicano, Samuel Ramos y Octavio Paz. En ambos, la derrota aparece como estigma. Para

Ramos, desde una comparación con el extranjero europeo, en la que el mexicano parece tan pequeño como un niño frente a adultos (Ramos 73). Para Paz, desde una preferencia por los mártires sangrantes, en donde el mexicano ve “la imagen transfigurada de su propio destino”

(Paz 103). Antes que Paz, José Vasconcelos ya había reflexionado sobre esta preferencia por los mártires, pero en lugar de hacer de ella un rasgo esencial de la mexicanidad la cuestionaba como un peligro en el discurso oficial. En su Breve historia de México, Vasconcelos interrumpe su capítulo sobre la Independencia de México, en especial sobre la campaña militar de Morelos (que juzga fallida y engrandecida por la historia oficial de forma

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descarada) para lanzar una crítica ácida a esta forma recurrente de tomar figuras como la del insurgente michoacano y convertir sus pocos triunfos en hazañas y su derrota final en un martirio ejemplar: “Si nuestro héroe máximo es un derrotado, un mártir, más bien que un

Rolando, no es extraño que todo nuestro Panteón Nacional se haya formado también con una serie de mártires: los mártires de Chapultepec, los mártires de ; el martirio de

Cuauhtémoc; como si la milicia tuviera por objeto preparar a sus hijos para que sean víctimas” (Vasconcelos 279, mis cursivas). Más aún, Vasconcelos es consciente de que este peligro excede los límites del ámbito exclusivamente militar y que esta forma de retratar a los hombres ilustres puede permear por entero en el ánimo del país: “¿Hasta qué punto la circunstancia de que nos hemos dedicado a adorar fracasados influye en el temperamento nacional pesimista y en la insistencia con que hablamos de ‘morir por la patria’ cuando lo que necesitan las patrias es que nadie muera, sino que todos vivan en plenitud y libertad?”

(279, mis cursivas).

Como he mencionado antes, Vasconcelos no fue el único que se pronunció en contra de una visión derrotista de la identidad nacional. Autores del grupo Hiperión como Emilio

Uranga, Luis Villoro y Leopoldo Zea, opusieron argumentos en contra de visiones esencialmente eurocéntricas como la de Ramos, aunque sus objeciones son menos viscerales que las de Vasconcelos. Por un lado, Leopoldo Zea argumenta que el diagnóstico de la inferioridad nacional que Ramos comparte con otros autores mexicanos tiene su origen en una escala de valores imprecisa, pues ha sido diseñada para una realidad distinta: “Tanto en

Ramos como Usigli y Yáñez, establece, como se ha visto, una valorización determinada siempre, acaso menos en Usigli, por los cuadros axiológicos europeos, aunque éstos sean adaptados a la llamada realidad mexicana” (“Conciencia y posibilidad” 39). A pesar de los esfuerzos del grupo Hiperión, los comentarios sobre la derrota en la historia nacional se han

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arraigado en la tradición mexicana, particularmente en contextos comparativos con el primer mundo. Carlos Fuentes reflexiona en “How I Started to Write” acerca de su educación bicultural en Washington, D.C. Mientras asistía a una escuela en la capital de Estados Unidos, estudiaba en casa la historia de México que su padre, el diplomático Rafael Fuentes Boettiger, insistía en que aprendiera aunque su hijo jamás hubiera pisado el territorio mexicano19. Así,

México se convirtió para él en una fantasía distante a la que él apenas pertenecía: “A cruel : the history of Mexico was a history of crushing defeats” (Myself with Others 4).

Estas derrotas contrastaban con los triunfos históricos que aprendía en la escuela pública en

Washington: “Sometimes the names of United States victories were the same as the names of Mexico’s defeats and humiliations: . Veracruz. Chapultepec” (5). Fuentes narra que de cierto modo le era imposible una identificación con el país, que consideraba de cierto modo imaginario, hasta la expropiación petrolera de 1938. Lázaro Cárdenas nacionalizó el recurso natural y con ello, expropió los bienes de las empresas petroleras extranjeras en

México. Para el futuro novelista, el resultado fue una experiencia temprana de segregación racial y política: “I became a pariah in my school” (7). Esta situación desemboca en una tarde en el cine, cuando mira con su padre Man of Conquest y el actor Richard Dix en su papel de

Sam proclama la independencia de la República de Texas de México: “I jumped on the theater seat and proclaimed on my own and from the full height of my nationalist ten years: ‘Viva México! Death to the gringos!’” (8-9). En este rasgo de nacionalismo precoz, prefigura dos elementos a los que volveré en mi análisis. Primero, la idea de Brice L. Pierce de que el sentimiento de fraternidad nacional “is developed through a shared sense of outrage

19 Carlos Fuentes nació en la ciudad de Panamá, también gracias a la carrera diplomática de su padre. 257

and injury” (Pierce 8). Segundo, la posibilidad del aprendizaje a través de la derrota que John

A. Ochoa analiza en The Uses of Failure in Mexican Literature and Identity.

A través de una exploración de hitos en la Historia mexicana, Ochoa contrapone el fracaso sistemático al que ocurre en los grandes momentos históricos (6) y propone que para los hombres ilustres que han enfrentado cara a cara el fracaso, este puede servir para proporcionar una epifanía de autoconocimiento: “first they are surprised by failure, but then this surprise yields knowledge” (186). Ocho analiza, entre otros casos, precisamente el de

José Vasconcelos como un hombre contradictorio que clama por un país sin mártires, pero que tiene como héroe de cabecera a Francisco I. Madero, el iniciador del movimiento revolucionario en México que fue traicionado y asesinado por el general Victoriano Huerta en 1913. Ochoa recupera la parte de las memorias de Vasconcelos en las que el intelectual mexicano narra cómo Madero, con la rebelión huertista a las puertas de la vivienda presidencial, convoca una última cena de tintes mesiánicos: “The ideal model Vasconcelos forever try to emulate would be the Madero who failed, the Madero who sacrificed himself in willful blindness” (131, mis cursivas). Ochoa encuentra significativo que, años después en su fallida campaña para la elección presidencial de 1929, Vasconcelos haya decidido no levantarse en armas, a pesar de que contaba con apoyo de sobra (133). De alguna manera,

“the hero must fail at his most crucial moment” (131). Desde la perspectiva de Ochoa, el momento crucial es el que convierte al fracaso en una posible fuente de conocimiento. Su postura, que es rebatida por algunos autores que analizo, es que hay una diferencia entre el fracaso sistemático y el fracaso en el momento crucial. El primero es estéril, mientras que el segundo, puesto que ocurre sólo cuando se ha acumulado una serie de pequeños logros, tiene algo de iluminador cuando ocurre. No es extraño que la idea de un “sacrificio” acuda a la mente de Ochoa. Del mismo modo que el sacrificio tiene una función religiosa (o

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profundamente social, como abundará René Girard), este fracaso en el momento decisivo tiene una importancia simbólica.

La literatura de boxeo que analizo adquiere sentido bajo estas formas de ver la derrota y el fracaso. Por un lado, la extracción social de los peleadores y la caracterización que he discutido en el capítulo anterior, los coloca del lado de los eternos derrotados, ya en el plano social o económico. Pero la narrativa de un derrumbamiento desde la cumbre parece hacer eco de la idea de Ochoa de que el héroe debe fallar en el momento crucial para que el fracaso adquiera todo su poder simbólico y desemboque en una suerte de experiencia luminosa. En este sentido, el fracaso en el boxeo es importante precisamente porque jamás ocurre en un momento insignificante. Los discretos aprendizajes de las derrotas en peleas preparatorias, los sparrings en los que el novato saca la peor parte, el largo camino del boxeador lleno de fracasos cotidianos es intrascendente. La caída de la gracia sólo puede ocurrir en el momento en el que el boxeador ha conseguido llegar a un cierto estatus popular de ídolo. Al igual que sus fracasos de neófito, sus triunfos discretos son mucho menos importantes que sus derrotas sonoras.

Este uso del fracaso es utilizado y reutilizado en nuestro corpus. La historia del Rayo

Macoy adquiere tanto o más realce porque se trata de una serie de excesos que ocurren a la par que su carrera asciende. Cuando la carrera del Rayo llega a su cúspide, también lo hace su capacidad autodestructiva. En el momento en el que el Rayo se encuentra “a un pasito de medirse con Jim Brady, el campeón del mundo” (Ramírez 91), tanto el complejo de inferioridad como la homosexualidad reprimida alcanzan su masa crítica y ocurre el resultado conocido: el matrimonio en Acapulco con una vedette que se convierte en una borrachera en la que el Rayo besa en público a otro hombre. De la misma manera, la noticia que ocasiona el derrumbe de Ignacio Barrientos ocurre “en vísperas del combate con Kurtis Kramer por el

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campeonato unificado” (Villoro 29). Sólo este fracaso es relevante para el desarrollo dramático del cuento de Juan Villoro. El resto de las derrotas que sufre Barrientos antes de colgar los guantes son tan poco significativas que el narrador apenas las comenta: “Un agraviante sentido del pundonor hizo que Nacho aceptara ocho peleas antes de retirarse. En todas fue derribado por peleadores más débiles que él” (37). El momento central ya ha pasado y el narrador se ha descubierto después de arrojar la confesión con la “pegajosa sensación de haber empujado a Nacho a la esquina ” (36). Tras el retiro de Barrientos, el narrador sólo puede intentar rescatar su memoria. Villoro conoce que en las narrativas del boxeo mexicano “la ruina es el trámite final” (40). Sin embargo, elude la narrativa del declive progresivo hacia esa ruina en favor del clímax de un momento fatídico crucial.

Incluso una narración fallida en la que el elemento de tensión dramática es prácticamente inexistente coloca en el centro el momento en que el ídolo cae de su pedestal en el momento crucial. Con la muerte en los puños gira en gran parte alrededor de la pelea de Baby Cifuentes contra Douglas, en la que “defendería por primera vez mi corona como wélter” (109) en Estados Unidos. Como recordamos, Cifuentes pierde la pelea debido a que antes del combate Marisol es asesinada mientras luego de que él ha sido drogado y colocado en una posición comprometida en la que aparece como el culpable por un momento. Palou intenta explorar la carrera del boxeador desde esa noche aunque en realidad lo que se narra sobre su declive es poco y mucho menos importante. Cifuentes ya es un hombre que ha sido fracturado y la mayor parte de su ruina ya ha sido construida.

Por otro lado, en Las paredes desnudas, Jacqueline la Perra Saldívar nos es presentada precisamente después de su derrota más importante: su derrota como retadora al título mundial de peso gallo frente a la Maniquí Rojas. La narrativa paralela centrada en la Perra

Saldívar construye la investigación de la desaparición de su hermana y la biografía de la

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boxeadora. Ambas tienen como eje la noche en que fue noqueada espectacularmente: la investigación comienza allí y lo que sabemos de su carrera como boxeadora se dirige hacia ese despeñadero. La novela cierra con una derrota más frente a la misma campeona. Una derrota, por cierto, cuando su popularidad ha subido más que nunca y tras la cual el personaje es abandonado por la narración. Al convertirse en una derrota repetida, deja de tener interés simbólico.

El caso de Juan Tres Dieciséis es peculiar, pues subvierte parcialmente el paradigma: su victoria más importante corresponde con el derrumbe de su carrera. Hilario Peña es el

único autor que habla específicamente de la derrota en el boxeo vinculada a una posibilidad estética. Su libro arranca con esta curiosa nota que alude a dos boxeadores de la vida real y a un olvidado escritor estadunidense de hard-boiled20: “Beautiful losers como Glen Johnson,

Jim Thompson y Manuel Changuito Vargas aportaron la carne con la que construí a Juan

Tres Dieciséis. Nos esmeramos en hacer de nuestra vida una obra de arte. Las de ellos son obras maestras” (Peña 8). Hilario Peña convierte una victoria en una caída en la que Juan se siente más vivo que nunca. Debido a las connotaciones religiosas del libro y del personaje, su batalla contra Ariel la Bestia Cárdenas resulta mucho más importante que la siguiente pelea que sabemos que también gana, la pelea contra el Vaquero de Caborca en la playa de

Rosarito, el mismo lugar en donde ocurre el homicidio de Gabriela Pacheco. A pesar de que la última pelea de su carrera ocurre en el lugar en donde Pacheco es asesinada, su pelea más importante se ha definido por dos elementos: una victoria contra toda probabilidad y la muerte de su adversario. A raíz de esta pelea en Las Vegas, Juan Tres Dieciséis se convierte

20 Glen Johnson, estadunidense, y Manuel Vargas, mexicano, son los boxeadores. Jim Thompson es el autor. Como se verá más tarde en este capítulo, las vinculaciones entre el género y el boxeo superan el nivel superficial y el discurso de la derrota funciona como hilo conductor (y estético) entre ambos. 261

en el personaje ambivalente y polémico que será crucificado en público por los medios de comunicación. Su percepción por la sociedad es definida por un momento clave, la victoria convertida en fracaso y destruida por un crimen oscuro. Su fracaso así, es doble: fracasa como figura deportiva y fracasa como figura pública.

El único boxeador que nada a contracorriente de esta forma de presentar el fracaso en un momento decisivo es Eleuterio Marto, para quien la derrota es una constante vital que de cierta manera es una alegoría de la sociedad en la que vive. Cuando el lector lo conoce, ese momento decisivo ya ha pasado y él habita en sus consecuencias. Como abundaré más adelante, el autor Víctor Solorio apela a una estrategia distinta en la cual la derrota se encuentra presente también, aunque de una manera distinta y altamente simbólica.

En los casos que he mencionado, se cumple el requisito del fracaso en un momento decisivo. Sin embargo, no parece que haya ningún elemento de epifanía o de desdoblamiento en el propio boxeador que lleve al aprendizaje que Ochoa sugiere. En cierta medida, parece que lo que sea que los boxeadores aprenden (o enseñan) resulta de una observación mediada por un tercero: el narrador de “El Rayo Macoy”; Gavito, el intelectual que lee las anotaciones de Baby Cifuentes; el narrador amigo de Ignacio Barrientos en “Campeón ligero”; Jeremías

Mendizábal en Las paredes desnudas, o el detective Malasuerte en Juan Tres Dieciséis. En otras palabras, la lección del boxeador es aprendida por sus observadores.

Hay dos aportaciones más de Ochoa que vale la pena destacar. Primero, una historia tan problemática como la de México también puede utilizar la derrota como parte de su discurso de identidad: “The relationship between the figurehead and the nation can be grounded, astoundingly, on failure instead of on victory” (190). Esta relación entre el líder y la nación no está alejada de las relaciones entre el pueblo y sus caudillos que han sido tema de investigación en la historia de América Latina. En su introducción a Heroes & Hero Cults

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in Latin America, Ben Fallaw y Samuel Bunks establecen un rasgo particular que distingue a los héroes: el carisma, ese elemento intangible pero existente que hace que los héroes sean heroicos: “To understand a hero we need to explore the conditions that produce charisma in the community in which that hero operates” (3). Antes, con Klapp, veíamos que la relación entre el héroe y su sociedad puede surgir a través de diversos mecanismos. Tanto Ochoa como Fallaw y Bunks se preocupan por los mecanismos que producen figuras históricas relevantes. Klapp lleva esta preocupación al nivel del héroe posible en los territorios más mundanos del acontecer diario. En cualquier caso, aquello que hace que una figura pública sea atractiva tiene dinámicas de identificación análogas tanto en caudillos como en íconos populares. Esto explica que las observaciones sobre ambos arrojen más luz sobre la comunidad que los admira que sobre ellos mismos.

Adicionalmente, Ochoa establece un par de vinculaciones con la obra de Northrop

Frye que me parecen relevantes. En principio, existe una fragilidad entre el momento supremo y la derrota, de manera que en cualquier momento esta posible epifanía puede convertirse en un momento fallido (Ochoa 137). Para Frye este paso de los sublime a lo mundano explicará el paso del tono heroico al irónico en la tragedia (Frye 219). Por otro lado, Ochoa vincula el discurso histórico y estético de la segunda mitad del siglo XX y de inicios de este siglo XXI con el mythos de invierno, vinculado con la existencia sin idealizaciones (223). Como veremos, esto está directamente vinculado con el tipo de narrativa dentro de la cual surge el boxeador mexicano en la literatura y, en cierta medida, hay vasos comunicantes entre estas formas de ver a la sociedad en los discursos históricos contemporáneos y la manera de representar al boxeador en el corpus seleccionado.

En Cult of Defeat in Mexico’s Historical Fiction, Brian L. Price concuerda con la posibilidad de utilizar la derrota como parte de un discurso orientado a la creación de la

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identidad a través del aire sacralizado del patriotismo (2), pero su postura difiera de la de

Ochoa en tanto que Price es menos heurístico y centra su atención en el discurso literario de la novela histórica. Price reconoce en el fracaso una posibilidad de construcción de nacionalismo en dos sentidos. Primero, en un sentido que sigue a su vez las líneas de Benedict

Anderson en Imagined Communities, el reconocimiento mutuo en la derrota: “Defeat and failure become so important for identity construction because it is easier to imagine personal insult and injury than it is to see one’s personal sacrifice contribute to the well-being of the group” (8). Segundo, el sacrificio de alguien más, un héroe, un caudillo, como elemento de una narrativa trascendental: “The emotional appeal of failure in the construction of national identity finds its most important expression in the ability to invest the present with the transcendental value of martyrdom” (9). Esto, como hemos visto, era uno de los temores de

José Vasconcelos.

Es evidente que en el corpus que trabajo no me enfoco en novelas históricas. Sin embargo, cuando Price toca las críticas que recibió El laberinto de la soledad, de Octavio

Paz, acierta en una de sus críticas que más me interesan por ahora. Price recuerda que cuando la escritora Rosario Castellanos escribe desde su columna en el periódico Excélsior sobre la obra, advierte sobre el peligro de la propagación de una galería de imágenes que hacen pensar que el fracaso es ineludible (Price 13). La inevitabilidad de este fracaso, esa idea de que el país comenzó mal y no puede terminar de otro modo (12), no es exclusiva del pensamiento mexicano que Castellanos critica en Paz. En realidad, forma parte de una veta importante de pensamiento latinoamericano que vincula las crisis contemporáneas con momentos fundacionales similares a los que alude Paz: no en esos momentos en que la civilización comienza como tal, sino esos momentos en que el continente es introducido al mundo occidental: “Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se

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especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y

América Latina perfeccionó sus funciones […] la región sigue trabajando de sirvienta”

(Galeano 15). Este precoz conocimiento de la pérdida se encuentra presente en nuestras representaciones de boxeadores en un nivel simbólico. ¿Por qué otra razón habría un énfasis tan evidente en las historias de sus infancias de violencia y de pobreza? En lugar de la historia de ascenso y superación, que es uno de los lugares común en la narrativa periodística deportiva estadunidense sobre boxeo, encontramos la narración del fracaso como un destino del que no se puede escapar. Más aún, el fracaso como una institución nacional que contrasta con las narrativas heroicas del triunfo de países como Estados Unidos, según veíamos con

Carlos Fuentes. Las tres historias que he ubicado en el siglo XX no sólo se refieren a una derrota en un momento crucial, sino a una derrota a manos de un contrincante estadunidense.

Jim Brady, Douglas y Kurtis Kramer, son respectivamente los rivales del Rayo Macoy, Baby

Cifuentes e Ignacio Barrientos. Por el contrario, nuestros narradores del siglo XXI rompen con este esquema de nacionalismo que sufre ante el extranjero y sus boxeadores pierden contra otros mexicanos (como la Maniquí Rojas, en el caso de la Perra Saldívar, y como la larga hilera de pleitos comprados en el caso de Eleuterio Marto, de Artillería nocaut) o contra un boxeador latinoamericano (el panameño Ariel Cárdenas, en Juan Tres Dieciséis).

Para Price, es evidente que esta “retórica del fracaso” del pensamiento nacional mexicano es una herramienta literaria que los autores de novelas históricas utilizan tanto para buscar continuidad con el pasado como para establecer oposiciones críticas en dos sentidos: contra el discurso nacionalista en sentido diacrónico y contra la crisis del momento preciso en el cual se generan las novelas que forman su corpus: “I contend that authors engage in a rethorical appropiation of failure to reconstruct the stellar moments of Mexican history fo the

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express purpose of responding to present crises” (5). En este sentido, la novela histórica y las novelas que yo analizo comparten un espacio temporal de escritura. He mencionado ya que la narrativa de boxeo solo surge en su forma literaria una vez que han pasado las crisis nacionales posteriores a 1968, algo que para Price también es esencial para comprender la distancia crítica de la narrativa nacional con el centro de poder que ha probado que las promesas de la Revolución no pudieron cumplirse (25). La retórica del fracaso que permea la novela histórica responde a un gran escenario nacional. La retórica del fracaso en Las glorias del gran Púas, responde a un ámbito personal, pero se vincula con mecanismos similares. Como abundaré más tarde, esta no es la última crisis que vincula un estado crítico de las cosas con la literatura de boxeo. El aumento de violencia en México debido al crimen organizado ha sido uno de los temas recurrentes en la literatura mexicana del siglo XXI y también ha conformado el escenario para las tres novelas más recientes que analizo.

Entre las propuestas más inteligentes de Price acerca de la retórica del fracaso a través de la historia es que este discurso se expande a ámbitos que superan la historia y tocan la identidad y la sociedad (14). Una de sus mejores conclusiones, que servirá para mi análisis, es la del uso de esta retórica cuando llega a su forma literaria: “In the hands of a skilled writer, it can offer means toward critically identifying contemporary problems” (168). Sin embargo, en las manos de escritores menos dotados, e incluso en las de escritores como el mismo Paz:

the rhetoric of failure is laden with pitfalls, the chief among them being the subtle shift from description to prescription. The misfortune of these authors is that they become paralyzed by an excess of awareness of history’s shortcomings. They paradoxically discuss the mistakes of the past in order to warn against them, but in doing so, they are overcome by these same failures (168-169, mis cursivas).

De nuevo, hay un paralelismo para establecer con el corpus que he seleccionado. Nuestro boxeador en su derrota puede ser visto desde un discurso que le da continuidad a la retórica 266

del fracaso tan sólo para apoyar o contribuir a las razones por las que el fracaso existe o puede ser una herramienta para criticarlas. Dicho de otro modo, el fracaso puede ser el punto crucial de un trayecto que utilice algunos elementos simbólicos de la derrota para una narrativa que explore la crisis más allá de la resignación y no abunde sobre las previsibles razones de la derrota, ese discurso prescriptivo en el que el héroe positivo es inconcebible como lo notaba

Ayala Blanco.

4.1.2 Los perdedores éticos y la novela neopoliciaca.

Derivado de mi análisis, he mencionado ya que hay una diferencia importante entre las narraciones que he agrupado en el siglo XX (“El Rayo Macoy”, “Campeón ligero” y Con la muerte en los puños, aunque se publicó en 2003) y las del siglo XXI (Las paredes desnudas,

Juan Tres Dieciséis y Artillería nocaut). He sugerido en el capítulo anterior que en el siglo

XX el boxeador sólo puede tener una condición de ídolo popular, pero que su trayecto como héroe no se encuentra completamente delineado. Esto sólo ocurre en las novelas del siglo

XXI. En el análisis de la derrota, ha surgido en varias ocasiones la palabra “mártir”, un concepto vinculado al sacrificio y, sobre todo, a la redención. El punto en contacto de las novelas sobre boxeo en el siglo XXI es que las tres utilizan una o ambas nociones dentro del desarrollo de sus personajes, con lo que le entregan una posibilidad heroica en los términos de Campbell que discutía antes: el personaje que vuelve a su comunidad y que lo hace proveyendo algún tipo de cambio universal o tribal (Campbell 39); es decir, la derrota que tiene una posibilidad de aprendizaje heurístico (Ochoa 186), y que es capaz de abundar sobre la crisis que la genera más allá de la retórica prescriptiva del fracaso (Brice 168). Lo que une a estas novelas no es tan sólo la forma de tratar al boxeador con una posibilidad heroica más allá del gastado discurso de la derrota, sino también el género en el que están inscritas, pues

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es este género el que lo permite: la novela neopoliciaca, en la que los perdedores juegan un papel esencial.

El fracaso no es igual en todo el mundo. Al recopilar fuentes literarias para esta investigación, debí consultar narrativas de boxeo de otros países. La derrota está presente en numerosos textos literarios que abordan el boxeo. Acaso los únicos que giran recurrentemente alrededor de triunfos sonoros son los materiales periodísticos, particularmente los estadunidenses. Las ficciones literarias que he consultado, mayormente en inglés y en español, giran sobre la figura del perdedor. La literatura en lengua inglesa, desde “A piece of steak”, de Jack London, hasta Fat City de Leonard Gardner, abunda en el declive de los boxeadores por la edad y en el duro ambiente gansteril que convierte al púgil en un trozo de carne. Sin embargo, como lo he dicho ya, los boxeadores mexicanos caen siempre en plenitud de facultades. En la literatura mexicana, no hay tal declive y el aspecto mercantil resulta uno de muchos aspectos más. Los boxeadores mexicanos caen por cuestiones que parecen intrínsecas e incluso los negocios turbios de los mánagers parecen impulsados por la ingenuidad y avidez de los boxeadores, como si ellos mismos se victimizaran a través de un tercero. En Estados Unidos, los boxeadores envejecen y caen del pedestal. En México siempre son víctimas jóvenes.

Las narrativas en español tienen varios puntos comunicantes, como la juventud de los boxeadores. En España, la novela más importante sobre el tema tal vez es La noche, de 1959 de Andrés Bosch, en la que el protagonista Luis Canales literalmente deja la juventud (y la vista) en el ring. La obra de 1983 de Fermín Cabral Esta noche gran velada concluye con un final de sonoro melodrama cuando su protagonista Kid Peña es apuñalado en la calle por un lío que mezcla apuestas y a su exnovia. Pero mientras la narrativa se acerca más y más al

Cono Sur, los boxeadores o las narraciones alrededor de ellos se vuelven políticas. Vienen a

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la mente el cuento de Cortázar “La noche de Mantequilla”, en el que una intriga de opositores políticos sudamericanos en París se define en el graderío de la pelea de 1974 entre el cubano- mexicano José “Mantequilla” Nápoles y el argentino Carlos Monzón. Adicionalmente, está la excelente novela de 1982 de Osvaldo Soriano, Cuarteles de invierno, en la que la pelea del acabado boxeador Tony Rocha contra el representante del ejército Marcial Sepúlveda sirve como clímax para una novela cuyo centro es la dictadura militar conocida como el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983). Sobre el mismo periodo se ubica la novela de 2008

La sombre del púgil, del también argentino Eduardo Berti. Adicionalmente, los diversos libros sobre el boxeador argentino José María “Mono” Gatica no pueden evitar referir a su vinculación con el peronismo y la persecución política que el boxeador sufrió a la caída de este. El boxeador polaco, de Eduardo Halfon, vincula el pasado de su abuelo judío polaco recluido en Auschwitz con la exploración de la identidad del narrador guatemalteco. El abuelo del narrador aprende de un boxeador polaco a pelear para sobrevivir a las luchas que los guardias organizaban entre los presos. Su mentor no sobrevive al campo de concentración.

Ana María Amar Sánchez, en Instrucciones para la derrota: narrativas éticas y políticas de perdedores, reconoce la incidencia de este tipo de personaje en la literatura en español: “La derrota es común a diversas coyunturas históricas y no se limita a las dictaduras del Cono Sur: la pérdida de las ilusiones de los años sesenta en México, la relectura actual de la guerra civil española y la posguerra franquista, la particular situación puertorriqueña, pueden contarse como formas diversas de la experiencia perdedora” (Amar 10). Por ello, su libro apunta a un análisis meticuloso de la figura del perdedor precisamente desde este aspecto político. Una de las tesis centrales de su libro es que el perdedor representa una cierta postura ética: “en un mundo corrupto, donde los gobiernos son responsables de los crímenes y las leyes protegen a los asesinos, el triunfo es siempre sospechoso, sólo es posible cuando

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se ha pactado y se han aceptado connivencias con el poder” (25). El recientemente fallecido

Luis González de Alba, de quien Amar Sánchez revisa Las mentiras de mis maestros, toma una postura irónica sobre la historiografía oficial mexicana y una de sus ideas centrales no dista mucho de esta forma negativa de ver el triunfo: “Los malditos triunfadores están en lo más profundo de nuestro infierno oficial” (González 12). Sólo en la derrota o en la pérdida parece existir pureza (Amar 32). Sin embargo, Amar Sánchez hace una observación que permite distinguir entre este mar de posibles perdedores, fracasados y derrotados. Desde la perspectiva que ella analiza, hay perdedores que surgen desde una postura tomada de manera consciente en oposición o resistencia a ese sistema de poder que facilitaría el triunfo, un triunfo que no aceptan por espurio. En este sentido, difieren de los fracasados, quienes carecen de “anclaje político” (75). La ética, pues, de la postura del perdedor no radica exclusivamente en su posición en el binomio triunfo versus derrota, sino en la elección consciente de la postura del perdedor como un dispositivo de resistencia.

Para Amar Sánchez, la figura del detective latinoamericano es uno de estos perdedores éticos por excelencia. Abundaré las particularidades de este género en México en el siguiente apartado, pero por ahora, basta notar que Amar Sánchez destaca que los detectives latinoamericanos no son detectives al modo clásico, es decir, policías con capacidad de acción: “Lejos de ser triunfadores que llegan a la verdad y logran algún tipo de orden y justicia, los ‘héroes’ en estas novelas se encuentran en un lugar excéntrico como detectives, no lo son o se encuentran al margen del sistema” (18). Amar Sánchez describe los mecanismos de la novela detectivesca desde la perspectiva que le interesa, la de los perdedores definidos en sentido político, pero con ello, está dando también una visión particular de una visión del mundo que le es afín al mundo en el que habitan los detectives de nuestro corpus:

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La imposibilidad de aceptar las reglas de juego del sistema imperante equipara a estos antihéroes y es índice de su distancia con los héroes canónicos. Este desplazamiento los convierte en Quijotes destinados al fracaso; de hecho, la derrota marca sus diferencias con la ley y la autoridad oficial: en todas las novelas la inadecuación entre las verdades descubiertas y el cumplimiento de la ley establece el conflicto final (21)

Amar Sánchez no es la única que ha vinculado la historia política con ciertas características de la narrativa del crimen. En el siguiente apartado, detallaré algunos puntos más que vinculan el género con las nociones de derrota que he venido discutiendo en esta nueva perspectiva, pues en esta unión entre la derrota, los perdedores éticos y la novela neopoliciaca se encuentran los boxeadores que son protagonistas de Las paredes desnudas, Juan Tres

Dieciséis y Artillería nocaut, todas ellas novelas del siglo XXI.

4.1.3 La novela neopoliciaca en la periferia mexicana.

En principio, un breve apunte de nomenclatura. Rosa María Ávila Mergil discute el problema de la utilización contemporánea adecuada para agrupar genéricamente a las novelas que tratan de la investigación de un crimen, cualquiera que sea su acento: “Desde el surgimiento de los detectives clásicos o ‘duros’, varios críticos han tratado de definir algunos términos como ‘policial’, ‘policiaco’, ‘duro’, ‘criminal’, ‘detectivesco’, ‘negro’, o –en su caso–

‘neopoliciaco’” (Ávila 145). El uso del adjetivo “negro” destaca el interés centrarse en el crimen y la sociedad antes que en la resolución metódica del enigma. Ilán Stavans, al revisar la evolución de este tipo de literatura en México, distingue tres vetas en la literatura: “la sofisticada británica, el hard-boiled estadunidense y la novela de espías” (Stavans 49), de las cuales, la veta del hard-boiled, con su mundo de bajos fondos, su lenguaje duro y sus private- eyes con un pie fuera de la ley y otro dentro de una cruzada personal, es la que ha resultado

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en el alimento más fecundo para la literatura en América Latina. Las razones ya han sido parcialmente expuestas por Amar Sánchez:

La continua inestabilidad política ha restado credibilidad a la policía. La confianza en un detective gubernamental, es nula o mínima. La ley no es un atributo constitucional sino un edicto del líder que establece las normas. Hoy se suscribe una reforma, mañana se la refuta. La justicia cambia de manos, es aleatoria e inconstante, y la ciudadanía desconfía y teme a los cuerpos del orden: los ve no como agentes civiles, sino como palancas de apoyo de los partidos en el poder (Stavans 65)

De esta manera, la narrativa del crimen en América Latina siempre ha tenido “una pesada dosis de subversión y crítica anti-estatal” (69). Ahora, si bien podemos decir que el término genérico es “novela policial”, el tono específico es el de la “novela negra” y las herencias vienen del hard-boiled, hay un término que aglutina varios de estos elementos y que me parece adecuado para referirme a los tres libros, pues ninguno queda fuera de ello: novela neopoliciaca. Ignacio Corona, entre otros, aboga por el polémico término impulsado por Paco

Ignacio Taibo II en la década de 1990, por razones que vale la pena citar:

Lo esencial es que se da una cierta inversión de la narrativa detectivesca tradicional, aquélla que, identificando el crimen o el delito, se reservaba el derecho de esparcir la responsabilidad en el todo social. Para la narrativa neopoliciaca, ese derecho se constituye en una petición de principio. Más aún, la relación del crimen con la sociedad y, sobre todo, con el sistema político, se asume sinecdóquica: aquél designa a éste. Lo que mayoritariamente imparte el sistema judicial en el país no es justicia sino injusticia. En esa medida, el acto criminal se resiste a ser aislado e, inclusive, pierde relevancia ante la magnitud del problema (183-184).

Persephone Braham coincide con la denominación de neopoliciaco para un género que es

“more overtly political and leftist than the American hard-boiled novel, and in keeping with its social concerns, portrays the personal life of the detective in a more detailed manner”

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(xiii). Al detallar el surgimiento de una literatura de boxeo en México, ubicaba Las glorias del Gran Púas como su producto epigonal en el México posterior a la matanza de estudiantes en Tlatelolco en 1968, un hecho que he mencionado al detallar por qué hay vasos comunicantes entre las revisiones históricas de la misma época y la evidente carga ideológica en los elementos estéticos de la crónica de Ricardo Garibay. Mis razones se sustentaban en la figura del Púas Olivares como una figura opuesta al sistema político, a su escala de valores e incluso de su estética a través de la indagación en el registro oral popular, factores sustentados en las apreciaciones de Tiziana Bertaccini. Para Braham, el neopoliciaco es un producto del mismo periodo histórico que vincula ciertos elementos de su estética con el movimiento literario denominado “la Onda”, el cual abrevaba de las culturas populares, los registros no canónicos y la ciudad como personaje (68). Sobre la vinculación de esta estética ya he abundado, pero Braham añade algo más al neopoliciaco: un fuerte elemento urbano.

Como vimos, el desarrollo del boxeo fue impulsado por el crecimiento de la ciudad a mediados del siglo XX. Así que hay varios puntos de contacto entre el mundo del boxeo y el mundo de la novela neopoliciaca. De este modo, no sorprende que al avanzar el siglo XXI el boxeo y el neopoliciaco hayan empatado en las narraciones que analizo ahora.

Hay un elemento más que me interesa destacar de cierta novela neopoliciaca a la que pertenecen dos de las novelas de mi corpus: la narrativa del Norte. En México, la narrativa surgida de autores nacidos en la parte norte del país, o de historias contextualizadas en esta zona, ha sido uno de los movimientos a los que la crítica le ha prestado atención por diversas razones. Una de ellas, es el narcotráfico. No abundaré en la extensa polémica que existe en

México sobre esta narrativa que se discute entre su valor literario y su oportunismo editorial.

Acaso algunos de sus críticos más mordaces, en 2005, fue Rafael Lemus. Sus razones, una

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narrativa que se sustentaba en el “realismo ramplón”, el costumbrismo y en la temática del narcotráfico como únicos recursos para legitimarse:

Retratar cualquier cosa es sobrevalorarla. La narrativa sobre el narco no escapa a la tentación sacralizadora. Dibuja al norte con demasiada tinta. Desea, aunque no lo pronuncie, construir una epopeya, una épica de la frontera. La tarea: demostrar que el norte es distinto al centro, que la frontera posee una identidad única, definida aunque vertiginosa. El anhelo: probar que allá arriba es donde ocurre el país. Qué mejor que el narco para convencernos de ello. Es un negocio y más que eso: una cultura. El norte es la narcocultura, entre otras cosas, sobre todas las cosas. Mitifiquemos, por lo tanto, al narcotráfico (Lemus).

Sus defensores, por otro lado, poseen argumentos como los que expuso Eduardo Antonio

Parra en su respuesta al crítico. Se escribe sobre el narco porque es parte de la realidad y no todo el norte escribe sobre ello: “En varias oportunidades, los escritores del norte hemos señalado que ninguno de nosotros ha abordado el narcotráfico como tema. Si éste asoma en algunas páginas es porque se trata de una situación histórica, es decir, un contexto, no un tema, que envuelve todo el país, aunque se acentúa en ciertas regiones” (Parra).

Si acaso algo podemos sacar en claro de este debate, es que la oposición entre centro y periferia es un debate vivo en México. Tanto el centro que establece la literatura canónica con sus márgenes, como el centro geopolítico de la Ciudad de México y las distintas regiones de México en que la presencia del crimen organizado es más recurrente que en otras debido precisamente a su contexto. Parra afirma con inteligencia que esta situación se acentúa en

“ciertas regiones” y no explícitamente “el norte de México”. La novela Artillería nocaut de

Víctor Solorio es un buen ejemplo, pues la acción ocurre en Michoacán, un estado del centro occidente mexicano, más específicamente en la ciudad capital, Morelia, ubicada a 260 kilómetros al oeste de la Ciudad de México. Esto, sin embargo, no es ningún impedimento

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para que el tema del narcotráfico, y más que eso, el tema de la connivencia de las autoridades civiles con el crimen organizado tengan una incidencia primordial en el ambiente y desarrollo de la trama.

Si tomamos en cuenta los supuestos del neopoliciaco de los que hemos partido, no es extraño que, como afirma Gabriel Trujillo, “las ventajas escenográficas de la ciudad de

México” tengan competencia en algunas ciudades fronterizas (23). Si bien es cierto que la presencia de una frontera política con Estados Unidos da particularidades irrepetibles a Las paredes desnudas y a Juan Tres Dieciséis, me interesa por ahora que también en el caso de

Artillería nocaut se trata de novelas que no se ubican en la Ciudad de México. Es decir, el neopoliciaco, un género ya de suyo periférico, ha tomado un paso más a la periferia. Esto de ninguna manera significa que el género haya sido relegado fuera del radar de los lectores. En realidad, significa lo opuesto, como lo prueba la inclusión de mesas en torno al género o de presentaciones de libros de neopoliciaco cada más frecuente en Ferias de Libro y otras reuniones literarias en México. Acaso cierto sector de la crítica ha manifestado reticencia a la novela neopoliciaca, pero las constante atención hacia sus productos lentamente va erosionando esta descalificación a priori. De esto dan fe las constantes aproximaciones teóricas a estos materiales, como las que he tenido que seleccionar, entre varias, para la presente investigación.

4.1.4 Los “buenos” de las novelas.

Una primera división. Del mismo modo que en mi corpus de literatura mexicana de boxeo enmarcada en el siglo XX no existen los héroes, sino únicamente los ídolos, tampoco existen los perdedores éticos, sólo los derrotados. Ahora, las dinámicas analizadas en el boxeo en nuestro capítulo anterior nos dan una dura lección de realidad: en el boxeo hay que ensuciarse

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las manos al menos un poco para triunfar. De este modo, ninguno de los boxeadores es completamente un perdedor (ético, en el sentido de Amar Sánchez). Así que es necesario establecer una segunda división. Dentro de la parte de mi corpus que he limitado al siglo XXI los detectives forman parte de este selecto grupo de los perdedores éticos, mientras que los boxeadores pertenecen al grupo de los derrotados, incluso cuando triunfan. Como expondré en un momento, esta división es todo menos accidental, pues hay un elemento de aprendizaje a través de un momento de revelación en la derrota, que es justo lo que John A. Ochoa ha propuesto como uno de sus usos.

Por otro lado, hay un elemento más que conecta a todos los investigadores de las novelas que ahora analizo. Juan Carlos Ramírez-Pimienta y Salvador C. Fernández comentan en su prólogo a El Norte y su frontera en la narrativa policiaca mexicana que “Lo que encontramos cada vez con mayor frecuencia en la policiaca norfronteriza es un ciudadano que toma el papel activo para cambiar su entorno social y atacar la impunidad en una sociedad víctima de la violencia” (16, mi énfasis). Ni Jeremías Mendizábal ni la Perra Saldívar en Las paredes desnudas forman parte de las fuerzas de la ley. Tampoco lo son Tomás Peralta, alias

Malasuerte, en Juan Tres Dieciséis, ni Eleuterio Marto en Artillería nocaut. Ni siquiera son esa otra forma de indagador de la verdad que ha sido recurrente en las páginas de la novela neopoliciaca: el periodista que busca exponer la verdad tras la que se lanza: “Exponer no es equivalente a castigar, sin embargo, en las narrativas de la región muchas veces es a lo único que se puede aspirar, y aún eso arriesgándolo todo (16, énfasis en el original). Esta obsesión con la verdad corresponde con una de las cinco claves para comprender la novela policiaca mexicana que la escritora mexicana Iris García Moreno (autora de 36 toneladas, novela del mismo género neopoliciaco) comparte a través del portal de la revista electrónica

Unidiversidad de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Adicionalmente, ofrece

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la contraposición de un “sistema ocupado en que la verdad no se conozca” (García) y, aún más, nos ofrece la idea de “Un final desesperanzador que no logra quitarnos la esperanza”

(García). Ambigüedades como esta en el neopoliciaco mexicano responden a los contextos sociales en los que se hallan inmersas las historias. El género clásico, representado por la sofisticada novela británica, puede asumir la existencia binaria del bien y del mal. Las historias de detectives, después de todo, se tratan en esencia de oposiciones francas entre el orden y el caos. La complicación que ofrecen las novelas que analizo ahora, y que es una de las razones de los finales desesperanzadores a que se refiere Iris García, es que las líneas entre el bien y el mal no son claramente definibles en un contexto de alta criminalidad que ha permeado todos los niveles sociales. La justicia es al mismo tiempo un deseo y un cuestionamiento. El detective es una posible respuesta. No hay finales felices, sólo finales que pueden arrojar esperanza. De nuevo, la retórica de la derrota puede explicarnos por qué la narrativa neopoliciaca rechaza el triunfo absoluto del bien y el orden: el caos es un denominador común compartido por más lectores; es más probable el reconocimiento en el final agridulce, el triunfo discreto de la voluntad, que en la solución tradicional en donde el criminal es apresado y el sistema de justicia funciona.

En Las paredes desnudas, el personaje de Jeremías Mendizábal funge como una especie de escudero en la búsqueda que emprende la Perra Saldívar. He revisado meticulosamente la caracterización de Saldívar, pues el centro de mi investigación así lo requiere. Ahora, me detendré un poco en Mendizábal, pues la comprensión cabal de lo que el boxeador representa o simboliza no puede entenderse sin la contraparte que no sólo es un opuesto necesario (el hombre femenizado para la mujer hipermasculinizada) sino el puente que media entre el lector y la historia de la boxeadora. Como lo he dicho antes, la lección del boxeador es “aprendida” por su observador más cercano.

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Tanto Saldívar como Jeremías Mendizábal emprenden la búsqueda de Marina

Saldívar sin ser ni investigadores con ningunas credenciales ni miembros de las fuerzas del orden. Saldívar lo hace por razones personales, después de todo Marina es su hermana.

Aunque Jeremías lo hace por razones personales también, estas razones tienen un motor particular: la redención. Esta búsqueda peligra mientras se entierran más y más en el mundo criminal. Al encontrar el cadáver de Ángel el Estudiante, Jeremías narra: “Me sentí muy estúpido. Tan estúpido que me ruboricé. Descubrí que ya no quedaba rastro de mis propósitos de ayudarla en su redención que también era la mía” (Caneyada 256, mis cursivas). Vale la pena indagar de dónde proviene esta necesidad de redención para este detective accidental.

Jeremías trabaja en un hospital en el turno nocturno. Se encuentra dedicado al cuidado paliativo, pero no ha entrado a la vida de enfermero por una razón altruista ni por un llamado superior. Aún sin terminar la carrera de enfermería, con necesidad de una fuente de ingreso extra, Jeremías entró a una compañía de teatro en donde conoció a sus dos mejores amigos:

Ricardo y Marcia (149). Si bien no carecía de aptitudes para el teatro, lo más importante de su relación con sus amigos fue la creación del bar Pierrot. El bar fue creado cuando el director de la compañía, Santiago Lebrun, murió y heredó sus bienes a Ricardo, su amante (200).

Marcia, enamorada de Ricardo, tuvo una aventura breve con Jeremías, marcando un extraño triángulo amoroso, pues la homosexualidad de Ricardo hacía imposible la relación. Al utilizar la herencia de Lebrun para abrir un bar en la zona de tolerancia de la ciudad, conocida como la “y griega”, Jeremías se encarga de la administración y el decorado, Ricardo de la dirección escénica de comedias de alto contenido sexual que hacen las delicias de la comunidad gay de la ciudad, y Marcia activa las relaciones públicas con los clientes mientras goza de una relación platónica con Ricardo. “Pero los halcones de don Arnulfo pusieron los ojos en el antro” (203), de manera que el capo de la ciudad envía a su brazo derecho, el

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travesti conocido como la Muñeca, para cobrar derecho de piso y fijar un punto de narcomenudeo en el bar. Ricardo se decepciona de este aspecto sórdido del negocio, pues “se veía a sí mismo como un creador de mundos fantásticos” (207) y Marcia y él se escapan de esa realidad mediante un costoso estilo de vida, compras en el extranjero, cocaína y una remodelación fracasada con intenciones artísticas. Su declive económico ocasiona el paulatino dominio de su negocio por parte de la criminalidad: “una brigada de putitos tipo efebo que se prostituirían en el bar” (209). Jeremías, sin proponérselo, termina inmerso en una dinámica nocturna y viciosa. La situación lo colma, su amistad naufraga y Marcia propicia su salida del negocio. El dinero que le es entregado por su separación laboral le basta para terminar la carrera de enfermería y decide tomar el turno nocturno por dos razones: está acostumbrado a vivir de noche y quiere alejarse de esa vida tanto como puede: “Llevaba metido en las venas el veneno de la ciudad” (211). Cuando la Perra Saldívar entra en su vida,

él se entera del asesinato de Ricardo y su antigua amiga Marcia lo hace responsable a través de las redes sociales de este homicidio. No sugiere que sea un autor material, sino sugiere que su abandono ocasionó su muerte. Su ausencia, su traición al darles la espalda y al participar de los negocios de don Arnulfo, ocasionó para ella la muerte de Ricardo. Así,

Jeremías ve en la Perra Saldívar la posibilidad de redimirse de ese pasado haciendo ese acto que considera necesario: ayudar a una desconocida a recuperar a su hermana.

Si bien Saldívar nunca es retratada como una mujer ejemplar, al menos sabemos de ella que no ha obrado de manera dolosa en connivencia con el poder, sino guiada por la necesidad de la vida en la que ha crecido. Jeremías, así, es un puente ocasional entre el bajo mundo criminal sin lustre que él conoce pues forma parte del paisaje rutinario de su antigua vida nocturna y el mundo criminal de implicaciones profundas que ha ocasionado el secuestro de Marina Saldívar. Hay, entre estos dos mundos, una especie de línea divisoria entre lo que

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ya es considerado una parte ineludible de la vida criminal y una forma de criminalidad aún más descarnada. Incluso el Muñeca confirma esta jerarquía del mal: “Nada más les digo que se están metiendo con gente muy pesada. Van a terminar en un hoyo en el desierto” (301).

Jeremías, de este modo, tiene un sentido ético en su retiro a la vida de cuidados paliativos.

Su renuncia es deliberada y es elegida de cierta manera como una forma de resistencia individual de la que sólo él se enorgullece. Su elección de asistir a la investigación de Saldívar tiene las mismas características. Es un perdedor ético que ayuda a una mujer derrotada que también busca su propia redención. El triunfo final de Saldívar al rescatar a su hermana, como expliqué en el capítulo anterior, no viene sin un precio. Sólo ella puede pagarlo y sólo ella lo paga: vuelve a pelear bajo el auspicio del diputado Sócrates Porter. En este sentido, Saldívar es una especie de mártir necesario que paga el precio por algún remedo de justicia con su propia derrota, su mercantilización y el castigo a su cuerpo.

En la investigación, el gran giro ocurre cuando Jeremías hace lo único que se le ocurre para dar con una forma distinta de afrontar las cosas. Puesto que no puede sacarle información a golpes a la gente, y lo sabe, navega por internet hasta que encuentra la Casa

Refugio para Víctimas de Trata Camila A.C. (229), en la que les darán las mejores pistas para resolver el caso. La experiencia como periodista de Imanol Caneyada es su mejor aliado para describir a profundidad el negocio de la trata de personas y la actividad de las asociaciones civiles que lo enfrentan. Remedios, la directora, y Yolanda, la subdirectora, son mujeres que han perdido a sus hijas como víctimas de la trata de personas y que han fundado el centro. Estos personajes probablemente están inspirados en personas reales, como lo sugiere la dedicatoria del libro “En memoria de Marisela Escobedo, asesinada frente al

Palacio de Gobierno de Chihuahua, después de dos años de exigir justicia y luchar por el esclarecimiento del homicidio de su hija” (5). Ellas son los únicos héroes verdaderos en un

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mundo en el que nadie parece moralmente intachable. Son faros, son guías, son incorruptibles y su pérdida de un ser querido las define y las enaltece. Saldívar y Jeremías se unen a ellas y a Omar, el musculoso hijo de Remedios, en los rondines que estas mujeres dan por la “y griega” buscando a mujeres víctimas de trata de personas (239). Jeremías, así, vuelve al sitio que ha dejado: “En esas mismas calles a las que regresaba, se había extraviado un muchacho bastante idiota, cándido (un polluelo, como me llamaba la Muñeca), para convertirse en un ermitaño sin mayor objeto que el miedo” (241).

El testimonio de una mujer que ha escapado de una casa de seguridad de la red de trata da cuenta de un negocio millonario en el que las mujeres son sistemáticamente secuestradas, violadas, filmadas y asesinadas para el deleite de clientela selecta con gran poder adquisitivo, según especula Remedios (277). A pesar de los esfuerzos de Saldívar y

Jeremías, la red no logra ser desmantelada. Jeremías recurre al Muñeca para obtener información sobre esta casa de seguridad y al hacerlo se entera de que el asesinato de Ricardo responde a un crimen de odio por su homosexualidad (301). Omar, Jacqueline y Jeremías, encuentran la casa de seguridad en medio del desierto, toman suficientes fotografías de mujeres encapuchadas ingresando a ella y confían en tener información suficiente para desmantelar la red (313). Sin embargo, el problema con la oficialidad comienza. A pesar de que Omar trabaja como periodista gráfico, “sus colegas periodistas, uno a uno, le fueron diciendo que lo sentían pero que no publicaban nada relacionado con el crimen organizado si no venía de una fuente oficial” (314). La búsqueda de la verdad e incluso su exposición pública está cercada por los alcances de los hilos del poder. Jeremías debe recurrir a Marcia, pues Saldívar ha decidido una misión de rescate suicida. El padre de Marcia, Agustín

Zabaleta, es un empresario influyente en la ciudad, “invertía dinero en las campañas de todos los candidatos con posibilidades reales de ganar. ¿Querían una fuente oficial? La tendrían”

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(318). Jeremías aclara el homicidio de Ricardo y Marcia acepta ayudarlo. Así consigue que el diputado Sócrates Porter los reciba a él y a la Perra Saldívar y pueden presionar para que las fuerzas del orden se interesen en un caso que de otra forma ignorarían, que de hecho, saben que ignoran. Omar, el hijo de la mujer de la casa de asistencia, envía un mensaje de texto a Jeremías al día siguiente “¿ya viste las noticias? que carajos hicieron la regaron gacho pendejos” (328, cursivas originales). En internet, Jeremías se entera de la noticia:

Marina ha sido rescatada y dos personas están arrestadas como presuntos responsables del secuestro: “Nada decía la nota de la red de trata de personas con fines de explotación sexual, de otras víctimas encontradas en el rancho, de que, en realidad, se trataba de un prostíbulo.

Nada. Habían limpiado el lugar y dejado a Marina que la rescatara la policía” (330). La participación de Porter se reduce a orquestar la escenificación de un rescate en lo que es expuesto como un secuestro aislado. Han salvado a Marina, pero han perdido a todas las demás. El final de la novela empata con este “final desesperanzador” que propone Iris García y que para ella se trata de “darle un golpe a la torre de impunidad que el sistema ha construido a su alrededor y hacer que se tambalee”. El final nos ofrece algo más. La visión final de

Jeremías, cuando ve a Saldívar perder la revancha contra Rojas, apela a la sensación ambigua de desesperanza y de pequeño triunfo. En el balance final, ni Saldívar ha logrado abstenerse de los juegos políticos y económicos, ni la red de trata de personas fue desmantelada, pero al menos existe la pequeña victoria personal. La segunda derrota sobre el ring que sufre Saldívar en la revancha es un espejo de su mundo. En esta ocasión logra terminar la pelea de pie, con una decisión dividida que a Jeremías le parece un truco publicitario de cara a un tercer combate. La boxeadora tiene a su antiguo entrenador a su lado, don Lalo, por lo que ha mejorado como pugilista (334). Su triunfo, como lo fue a lo largo de la novela, no ha sido el

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de lograr la victoria en el combate, sino el de conseguir resistir hasta el final. Si la retórica de la derrota nos enseña algo, es que esconde una lección agridulce de perseverancia.

En el caso de Juan Tres Dieciséis, el detective que observa la lección del boxeador es Tomás Peralta, el Malasuerte, quien es el perdedor ético por excelencia. Se trata de un personaje que Peña ha construido a lo largo de cuatro libros, aunque el autor es consciente de que el lector puede no estar familiarizado con los otros títulos que forman la saga de su detective de cabecera21. Por ello, suficiente información a lo largo de la novela como para hacernos saber sus rasgos esenciales. Así sabemos que el joven narcotraficante Brandon

Zamora es su hijo y tiene una relación complicada con él, pues Malasuerte mató a la madre de Brandon en defensa propia. “Estoy maldito de por vida” (Peña 207), se dice Malasuerte mientras compara su vida con la de Juan: “Por mezquino que esto suene, me tranquilicé pensando en el caso del Dieciséis, quien al parecer también había ultimado a su pobre mujer.

Todos cargamos nuestros demonios…” (207). Posteriormente, Malasuerte descubre que Juan es inocente del homicidio de Gabriela, aunque mató a su hermano menor cuando ambos eran niños. De manera similar, nos enteramos que Malasuerte formó parte de la policía municipal durante algún tiempo, aunque debió salir de ella porque su trabajo policial lo llevó a un tiroteo con sicarios coludidos con su comandante (230). Sin embargo, “mi escaramuza con los sicarios me proveyó de buenos contactos con el subprocurador Bernal” (231). Él, al igual que

Jeremías en Las paredes desnudas, es una especie de adicto a la ciudad, a su vida nocturna.

Por ello decide volver a la investigación privada tras abandonar la policía: “Luego te vuelves adicto a ese estrés. No ves la vida de otro modo. Prefieres morir a cambiar de oficio. Por eso

21 Juan Tres Dieciséis es el último libro de la saga iniciada con Malasuerte en Tijuana (Random House Mondadori 2009), seguida por El infierno puede esperar (Random House Mondadori 2012) y La mujer de los hermanos Reyna (Random House Mondadori 2012). 283

regresé de investigador privado” (231). Así, puede operar bajo el radar y echar mano de ciertos elementos del sistema policial para hacer justicia, aunque no está completamente supeditado a este. Cuando lo cuestionan por la forma de vida que ha elegido, en la que ocasionalmente debe espiar a cónyuges infieles, responde “tampoco deseo vender droga ni asesinar a tipos bajo contrato” (30), algo muy similar a la razón por la que Juan Tres Dieciséis asegura que ha encontrado en el box su salvación. Cuando le preguntan por qué dejó la policía, asegura que se engañaba a sí mismo “creí que era lo suficientemente ojete para ejercer esa carrera; descubrí que no” (286). En suma, es un objetor de conciencia del sistema que no hace apologías elaboradas de sus decisiones, pero está lleno de manías para lograr conseguir su forma de justicia, una justicia personal que parece una cruzada. Uno de sus rasgos distintivos es su fidelidad a sus clientes, a quienes elige libremente. Esta elección es completamente deliberada: si considera que el cliente potencial no es digno de su atención, lo rechaza y no hay dinero suficiente para convencerlo de hacer lo contrario. Así rechaza trabajar para el rico arquitecto Renato Carrasco, el empresario que será una parte crucial de la novela. Cuando el arquitecto trata de contratarlo para que investigue una amenaza de muerte, asegura que es algo común en su negocio, a lo que Malasuerte contesta: “¿Cuál negocio? ¿El de apropiarse de ejidos rurales por medio de estafas y engaños, con tal de colocar en ellos miles de casitas diminutas, construidas con los peores materiales?” (39). Así mismo se pone en una posición de tentación cuando comienza una relación con la hija de

Carrasco, Marlene. Por razones de congruencia con su juego de valores éticos, elige como cliente a la alcaldesa Lorena Guzmán: a pesar de que ella no es una mujer inocente, de todas las posibilidades del juego de poder que hay alrededor de él, ella es el menor de los males.

Cuando ella es descartada como posible asesina del arquitecto Carrasco, el subprocurador

León Bernal, con quien él trabajó durante su tiempo en la policía, sugiere que inculpar del

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crimen a la alcaldesa aún es cosa fácil y que la relación de Malasuerte con Marlene aún puede colocarlo en una posición ventajosa económicamente. Malasuerte lo rechaza pues ha firmado un recibo por un peso, lo cual convierte a la alcaldesa en su cliente: “—¿Por un peso vas a renunciar a tu casa en Malibú? [pregunta Bernal] —¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si al final pierde su alma?” (300), esa es la respuesta bíblica de Malasuerte.

El libro de Hilario Peña balancea el humor y la búsqueda de redención. El humor con el que Peña insufla Juan Tres Dieciséis se desprende del uso particular que hace de la parodia del hard-boiled estadunidense que lo inspira. Ilán Stavans analiza la apropiación de un género extranjero como el mencionado en América Latina precisamente a través del concepto bajtiniano de parodia. Stavans recuerda que una de las condiciones esenciales de esta apropiación como alternativa artística es que “el escritor debe ser consciente de una dualidad cultural circundante” (Stavans 29). Igualmente, recuerda tres conceptos sobresalientes:

el de la ‘estilización’, por ejemplo, que es la representación que hace un lenguaje de otro (es decir, una parodia idiomática y no estructural); el de la ‘variación’, que implica adaptar una pieza de otra época, sin afectar su mensaje, sicología y dinámica; y asimismo el de la ‘estilización paródica’, que es la satirización o destrucción de un género y su lenguaje a base de mecanismos paródicos (31).

Peña usa la estilización. No considero que llegue al punto de la estilización paródica, ni que sea su intención, pero hay elementos suficientes en el uso del lenguaje “duro” que de pronto se vuelve chusco, para asegurar que se trata de una estilización. Por otro lado, las intenciones paródicas con usos de humor destacan en la claridad que Peña tiene en el género. Puesto que se sabe un deudor de su referente estadunidense, Peña hace que su personaje le rinda homenaje constante a las series de libros pulp de bolsillo en las que durante muchos años se ha publicado el hard-boiled. Cuando Malasuerte se presenta al lector, en las primeras páginas del libro, explica cómo es que aprendió su oficio: “Todo lo que sé acerca de mi oficio de 285

investigador privado lo saqué de los bolsilibros policiacos. Tengo toda una colección en casa”

(10). Una colección que agranda a cada oportunidad: “Llegué al puesto de revistas a comprar un tomo más para mi voluminosa enciclopedia del detective privado; se trataba de Sombras en Chinatown, de Curtis Garland” (34). Y a la que se refiere en sus momentos de éxito:

“Como siempre he dicho, el tiempo dedicado a mis bolsilibros policiacos no ha sido en vano”

(280). En realidad, esta es una de las muchas formas en que Peña busca invertir los papeles jerárquicos tradicionales de alta cultura y cultura popular. La línea de investigación que se empalma con la de Juan Tres Dieciséis es el asesinato del arquitecto Carrasco, de quien poco a poco se descubre que era un homosexual que coaccionaba a jóvenes a tener sexo con él

(273). Roberto Henderson es uno y su novia Xóchitl resulta ser la asesina del empresario.

Tanto Roberto como Xóchitl forman parte de la Nueva Liga Internacional de los Justos (258), una organización de pretendida izquierda política que los jóvenes imaginan revolucionaria, pero que es patrocinada por el gobierno estatal para operar en contra de sus enemigos políticos. Todo el discurso de Roberto, egresado de la carrera de filosofía, está impregnado del candor del idealismo que desconoce el mundo real. Su nombre de blogger, Psycho Rabbit, es una muestra de su evidente infantilismo. Psycho Rabbit se masturba con fotos de Camila

Vallejo, critica el individualismo del sistema capitalista, encubre sus citas con su cómplice de asesinato en la Cineteca, donde mira cine de arte, y cree participar de una revolución. Sin embargo, cuando es puesto en custodia después de ser herido en un tiroteo, decide que ha cambiado su ideología política: “No, madre, yo ya no soy revolucionario. Todo este tiempo en el hospital y este libro de Thomas Hobbes que me trajiste me han hecho reflexionar mejor, y ahora soy un egoísta ético” (297). Ante ello, Malasuerte reflexiona: “De plano que a éste nunca se le quitará lo pendejo” (298).

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Uno de los logros de Peña es su precisión en los contrastes. Su final es una escena que le da un corte al ritmo del libro, que ha sido diálogos, persecuciones, humor ácido, golpes y balazos. Celeste Betancourt y Malasuerte van a la playa de Rosarito, a unos kilómetros de

Tijuana, a lanzar las cenizas de Juan Tres Dieciséis y de Brandon Zamora al mar. El día anterior han tenido lugar los dos funerales simultáneamente, en salas contiguas de la agencia funeraria, en los cuales el nivel de locura ha alcanzado altos niveles. Brandon fue asesinado por policías-pistoleros del gobierno estatal y Juan fue asesinado por su propio entrenador, quien trató de hacerlo parecer un suicidio hasta que Malasuerte descubre la trama y mata al entrenador cuando este lo ataca. Alrededor del narcotraficante y del boxeador con delirio religioso se han juntado periodistas, la alcaldesa, fanáticos… un circo en el que Malasuerte acaba rompiéndole su guitarra en la propia cabeza a un músico inspirado que toca el corrido de Brandon Zamora. En esa playa, por un momento, Malasuerte encuentra una paz inusitada:

“Descansábamos de la falsa deidad que se esconde detrás de los periódicos, de los partidos políticos, las alcantarillas, los códigos de barras y sus ingenuos gurús” (322). Este momento de iluminación de Malasuerte nos vuelve a hacer presente la epifanía en la contemplación del fracaso de la que hablaba Ochoa. Del mismo modo que este es un “final desesperanzador que no quita la esperanza” o una derrota que revela un momento de aprendizaje, el cambio de ritmo final descubre el tema final de la redención escondido detrás de una novela neopoliciaca en clave de parodia y, más aún, descubre a un héroe mítico bajo la máscara del

ídolo caído.

Eleuterio Marto, de Artillería nocaut, presenta varias diferencias con nuestros boxeadores anteriores. La más importante de ella, es que no necesita de un detective o de un observador que lo acompañe durante la resolución del caso. Debido a que su vida como boxeador termina mientras ocurre la acción de la novela, Marto es un caso excepcional en la

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que detective, observador y boxeador se conjugan en el mismo personaje. Es al mismo tiempo, un derrotado y un perdedor ético. Al igual que la Perra Saldívar, es un boxeador que se convierte de manera circunstancial en detective con el que está vinculado de manera personal. Sin embargo, no requiere de una contraparte como Saldívar, pues su paso por el ejército le permite tener tanto algunos conocimientos como los contactos que le ayudan para seguir la investigación. Cuando su ahijada le informa de la desaparición de Agustín Correa,

Marto recurre a Humberto Torres, suboficial de la policía federal, la fuerza del orden que ha convertido el hotel Emperador en un cuartel de operaciones. Torres y Marto fueron compañeros en el ejército, así que recurre a él cuando sospecha que su compadre puede estar muerto, pues no es común una desaparición de tantos días: “En la red informal de datos que se teje entre las corporaciones de seguridad, Humberto había pedido información de los muertos en los últimos cinco días. Hubo doce asesinatos en ese tiempo por las cercanías.

Luego pidió información acerca de un camión de basura de la capital” (40). De esta manera encuentran el cadáver de Correa y la investigación de una desaparición se convierte en la investigación de una muerte.

Al hablar con Luna, el jefe de Correa en el servicio de recolección de basura, Marto sospecha de la muerte de su compadre por razones políticas. El sindicato de recolectores está por irse a la huelga: “si el licenciado Luna tenía razón, alguien del gobierno lo habría matado para espantar al sindicato” (56-57). Esta línea de investigación lo lleva a descubrir un cadáver más en un basurero. Al pedir ayuda a Humberto Torres, se entera de que el cadáver pertenece a Nahún Siegler, alias el Káiser:

Era un secreto a voces: el secretario particular del gobernador era el único con poder verdadero. Estaba fuera de la vista pública, del escrutinio legal, de la rendición de cuentas, pero al mismo tiempo en el centro de todo. En algunos sexenios era él quien

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gobernaba de verdad tras bambalinas. Y Siegler había ocupado el puesto varias veces. No lo recordaba porque había pocas fotos de él. Hacía pocas apariciones en público (60).

El tono de la novela, a partir de aquí, adquiere el tono de una investigación a espaldas del ojo público. Ninguno de sus informantes carece de segundas intenciones y todos saben que la justicia no funciona más que como una prerrogativa personal. Dante Espinoza, otro de sus antiguos compañeros del ejército, tiene ahora una compañía de seguridad y lo ayuda a ingresar al funeral del Káiser para obtener más información. Tanto Espinoza como Torres le ofrecen empleo, pero Marto los rechaza. De modo parecido a Malasuerte, Marto tiene una línea ética que no quiere cruzar. Espinoza le dice que sería rico si trabajara para él: “Para ti, sí. Para tus clientes, no creo” (64). Al llegar al funeral del Káiser, se revela la clase de clientes que tiene Espinoza: “Alrededor del féretro un mar de flores y una guardia de honor. Si alguien tiraba una bomba en este recinto, el estado se quedaría sin políticos. Perdería la mitad de sus empresarios también. Casi todos eran clientes de Dante. La inseguridad al alza significaba buenos tiempos para el negocio de guardaespaldas” (71, mis cursivas). Esta es la gente para la que sería indigno trabajar, según Marto, y no se equivoca. Lucas Garibay, secretario de

Desarrollo Social presente en el funeral, pide hablar en privado con Espinoza, quien lleva a

Marto consigo. Le solicita un pequeño ejército para su seguridad personal y revela la causa de la muerte de Siegler: haber recibido dinero de la organización criminal llamada “La

Compañía”. Dante asegura que fue un soborno y la respuesta de Garibay es la voz de la política mexicana: “No, no, no. Siegler era un patriota. Esto era… digamos, un fondo clandestino para la pacificación informal de la ciudad” (86). Por supuesto, se trata de la venta de la plaza, como lo asegura Dante: “Le vendió la ciudad completa al cártel” (87). Si la

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manera de ver a la clase política y empresarial es desencantada y crítica, la manera de ver al crimen organizado en esta novela es particular también:

—¿Sabes por qué le dicen la Compañía?— preguntó con los ojos en el parabrisas. Como todos yo había escuchado las noticias. Los noticieros nunca lo habían aclarado. Contesté que no—. Porque son hombres de negocios. Estudiados en buenas universidades. En cualquier otro momento, en cualquier otro país, habrían sido magnates. Negocios bien. Gente fina. Vieron que la oportunidad estaba en el tráfico. No iban a dejar que la raza les quitara una oportunidad de hacer dinero. Se metieron a mover droga. Dicen que se manejan como una compañía. Onda Forbes. De ahí el nombre y su éxito. Tienen repartición de utilidades, aguinaldo, toda la cosa. Les dicen gerentes a los jefes de plaza, administradores a los encargados de las colonias. A los sicarios, les dicen operadores. (87, mis cursivas).

Solorio vuelve a traer al frente una de las divisiones que más he analizado en este trabajo. En

México, el triunfo pertenece a los corruptos, y los corruptos se encuentran mayoritariamente en el poder y en las clases sociales altas. Marto enfrenta directamente a un rival mucho más complicado que el resto de nuestros protagonistas, en el sentido de que no se enfrenta a una de las ramificaciones sociales del crimen organizado como en el caso de Las paredes desnudas. Él enfrenta al crimen organizado como totalidad y como presencia siniestra, la

Compañía, un grupo criminal que ha surgido exactamente del mismo sitio del que surgen los dirigentes políticos nacionales: el sector privado, la educación superior. Se trata de personas que han hecho del crimen un negocio tal y como el mundo moderno de los negocios lo requiere. Si el neopoliciaco exige que haya una tesitura estrictamente política en la indagación de un crimen, ninguna novela es tan abiertamente política como Artillería nocaut.

Solorio recurre a los mismos elementos que el resto de los autores que he visto aquí. La ciudad como un signo a descifrarse es una característica que permea el neopoliciaco. Como he dicho antes, Caneyada lo hace a través de una ciudad que puede ser cualquier ciudad

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fronteriza. No sabemos en dónde ocurre la trama de Las paredes desnudas. Sabemos que es el Norte. Sabemos que es la Frontera. Pero no sabemos nada más. La configuración de personajes fronterizos en Caneyada es dinámica pues el Otro Lado siempre existe como una posibilidad de fuga, pero también como una especie de sueño dorado. Esta es la razón por la que la propia madre de Saldívar piensa que Marina se ha ido. Para Peña, Tijuana es su campo de juegos. Es una ciudad que parece una caricatura excéntrica del sitio real. Todo es igualmente excesivo, pero el tono paródico hace que todo parezca una gran hipérbole: los criminales no son duros, sino despiadados; los boxeadores no son sobresalientes, sino legendarios; su detective no sólo es un hombre hecho a la medida de la ciudad, sino el mejor síntoma de ella. En la narrativa de Solorio esta frontera no existe porque se ubica geográficamente en otra parte del país. Esto no es el Norte. Esto es Michoacán, un estado del centro-occidente que sufre de problemas de violencia criminal tan fuertes como muchos estados fronterizos. Uno de sus principales problemas es que el hombre que debería pacificarlo, el delegado del gobierno federal apodado el Káiser, es precisamente el hombre que ha vendido la plaza a la Compañía.

El estallido de violencia vinculada con el crimen organizado en el estado occidental es el ambiente en el que la novela se desarrolla. Solorio, en entrevistas, ha intentado desvincular el sitio de la ficción con el sitio de la realidad:

Siendo sincero es Morelia, pero una Morelia distinta, diferenciada. Incluso hay lugares que las personas morelianas los reconocen y me dicen dónde es, y sí son esos lugares, pero es ficticia. Entre las similitudes verán, o más bien leerán, el ritmo de la ciudad, el trato de la gente, esa división tan fuerte entre la clase media que está en el sur de la capital, la clase muy baja del norte y los superricos que están en las alturas (Bárcenas).

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Sin embargo, echa mano de los escenarios familiares en la realidad mexicana que parecen una ficción de violencia excesiva: “Claro que partí de los sucesos que se dieron aquí en el territorio, de hecho me motivaron a escribir este asunto principalmente por esta atmósfera enrarecida que es un suceso histórico, un suceso social, yo le diría incluso que es un fenómeno bélico” (Bárcenas). La ciudad no sólo está sitiada metafóricamente por el crimen, sino efectivamente. Cuando Marto está a punto de enfrentarse al operador Cíclope, el asesino a sueldo que ha matado a su compadre, para entregar el dinero de la plaza y terminar con el episodio en una lluvia de balas y golpes, la Compañía bloquea las carreteras principales con autos incendiados en las principales salidas carreteras (180), una escena que ocurrió en la ciudad entre 2011 y 2013.

Marto es apenas un hombre, pero es el único que puede devolver la calma a la ciudad.

Cuando su investigación avanza, descubre que el hijo de Siegler se enteró de la venta de la plaza, que su propia sobrina Esperanza Correa se enteró de la venta, que Agustín Correa y su hijo Javier, además de los amigos de el último, robaron el dinero y que la muerte de Siegler y Correo fueron represalias de la Compañía. El operador Cíclope secuestra a Esperanza.

Marto, Espinoza y Javier correo asaltan una caja popular en la que Agustín escondió el dinero y buscan rescatar a Esperanza. Su derrota es una certeza para todos. Espinoza toma posición de francotirador afuera de la casa en donde Esperanza es retenida, pero Marto combate cuerpo a cuerpo con el operador Cíclope. La derrota, aquí, la derrota que lo ha perseguido ofrece para él un momento de despertar y de autoafirmación que le permite tomar la decisión descabellada con la que cierra la novela: pelear hasta el último aliento. Como debió hacerlo en el ring. Marto no sólo venga la muerte de su compadre, encuentra el modo de caminar hacia cierta redención.

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Cuando analicé el aspecto económico en el capítulo anterior, quedó claro que Marto es un fracasado que vende todas sus peleas. A todos los boxeadores de nuestro corpus los encontramos en el punto más alto de su carrera. A Marto lo encontramos en el sitio opuesto.

La historia de auge y caída que es tan común en el boxeo ya ha ocurrido y nosotros nos enteramos de ella a través de su memoria. Su ejercicio como detective es una deuda con su pasado. A través de ella, comienzan sus decisiones éticas más importantes y la más relevante de ellas es abandonar el boxeo y, de cierto modo, dejar que la espada de Damocles penda sobre su cabeza. Al despedirse de Fernando, le dice: “Si me quieres meter [a la cárcel] entramos los dos. Yo no arreglaba las peleas, ¿te acuerdas?” (105). Si la consecuencia viene, llegará. Pero esto ahora es intrascendente. En cierta manera, hay una distancia entre el crimen regular y el crimen organizado similar a lo que hemos visto en Las paredes desnudas. En realidad, una de las aportaciones más inteligentes de Solorio a la narrativa de boxeo es justamente esta inversión del arco predecible de la narrativa. He dicho muchas veces que el paradigma narrativo de auge y caída se impone en la figura del boxeador y que el estereotipo de masculinidad, pobreza, así como las oposiciones entre la violencia criminal y la violencia controlada abundan hasta el punto de convertirse en lugares comunes. La novela de Solorio retoma todo esto, pero lo hace desde el “después” de la historia del boxeador. Así, su novela no es una caída, sino una redención. Es el inverso de todas las historias de boxeo. Esta novela, de manera más explícita que las anteriores, no habla sobre la caída de un ídolo, sino de la construcción de un héroe positivo.

4.3 Los héroes, las víctimas, las huellas del rito en un altar deportivo.

Persephone Braham, en su análisis de los orígenes del neopoliciaco repara en las implicaciones de la búsqueda de justicia de los protagonistas de ciertos géneros que giran en

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torno al crimen, en particular, del hard-boiled: “The hard-boiled novel is an amalgamation of the heroic quest with the gritty, sometimes sensationalized violence depicted in early pulp magazines; its protagonist is the lonely private eye (a knightly hero), whose stoic cynicism is matched by his moral outrage” (xiii). En dos de los casos que analicé en el apartado anterior, esta forma de amalgamar al héroe con la violencia es evidente: tanto la Perra

Saldívar como Eleuterio Marto son ese tipo de detectives accidentales que se embarcan en una búsqueda heroica de justicia; para obtenerla, no dudarán en recurrir al castigo físico o a la destrucción de propiedades. Ambos boxeadores, aquí, se encuentran en una misión de héroes. Ahora, hace falta reparar en lo que quiero decir por heroico en este punto, pues el término, de manera laxa, también es utilizado frecuentemente cuando se habla de boxeo aunque no necesariamente implica la serie de valores que interesan a mi análisis. Para David

Scott, este es uno de los puntos clave de la estética y el simbolismo del boxeo: “Boxing is appreciated by large audiences not only as an enthralling sport but also as a metaphor, a focus of profound identification, whether in terms of a situation—a mythical struggle, a binary opposition—or a combatant—a potential hero, a symbol of personal communal, or racial investment” (xxviii, mi énfasis). De manera que la idea de lo “heroico” converge en las novelas que ahora analizo tanto desde el tema tratado (el boxeo) como en la forma en que es tratado (a través del neopoliciaco). Se trata, pues, de un personaje con un potencial “heroico” en su simbolismo, en una búsqueda “heroica” en sus fines.

He insistido antes en el aspecto del boxeador como ídolo caído en la literatura del siglo XX y en el cambio de perspectiva que ocurre al enmarcar la figura del boxeador dentro del género neopoliciaco en el que las connotaciones éticas (o al menos de morales personales en la búsqueda, quizás fallida, de la justicia) ocupan el primer plano. Braham y Scott aportan desde sus propios análisis un punto de contacto entre una figura de potencial heroico y una

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narrativa de reminiscencias heroicas. En este punto, me parece importante hacer una distinción clave: el boxeador como héroe, como símbolo, es un resultado de la observación a que es sometido y, sobre todo, de la narrativa generada alrededor de él en la novela. En otras palabras, el boxeador se vuelve un símbolo, un héroe, no porque lo sea por necesidad y de manera intrínseca en el mundo real, sino porque los elementos que constituyen y rodean al boxeo lo permiten. Nada más adecuado que generar una narrativa de lucha y conquista alrededor de un deporte cuyo eje es el combate: “The organization of boxing becomes therefore a reflection of its symbolic as well as its real significance: the aim of boxing is not just to stage a fight (though this is a vital part of the sport) but also to set in train an action that will have symbolic importance” (Scott 8). La importancia simbólica de la acción que ocurre en las narraciones que ahora analizo recae en la construcción de un trayecto heroico completo. Este trayecto es análogo al que le importaba a Joseph Campbell cuando analizaba la presencia continua del héroe como figura persistente surgida de narraciones míticas: “The latest incarnation of Oedipus, the continued romance of Beauty and the Beast, stand this afternoon on the corner of Forty-second Street and Fifth Avenue, waiting for the traffic light to change” (Campbell 4). Campbell utiliza para su análisis del héroe diversas herramientas surgidas del psicoanálisis que aplica a mitos de las más diversas culturas. Su indagación busca conectar las pulsiones ocultas detrás de los mitos conocidos para así encontrar las razones por las que una figura como la del héroe que le interesa es compartida a manera de arquetipo universal (255). A pesar de las múltiples objeciones a su teoría, es innegable que el valor de su análisis entrega entre numerosos aportes una suerte de gran diagrama general en el que encontramos el ciclo completo del héroe: “A hero ventures foth from the world of common day into a región of supernatural wonder: fabulous forces are there encountered and a decisive victory is won: the hero comes back from this misterious adventure with the

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power to bestow boons on his fellow man” (30, cursivas en el original). Este retorno que produce un cambio en el resto de los hombres es el que entrega la idea de ciclo “completo” de la que he venido hablando. Se trata de un ciclo que tiene repercusiones sociales, incluso si son de manera simbólica. Por lo demás, puede tratarse de un ciclo que en su forma general se presente completo, pero en su forma particular admita variaciones. Esta flexibilidad le brinda la capacidad de adaptación que le ha permitido sobrevivir a lo largo del tiempo:

The changes rung on the simple scale of the monomyth defy description. Many tales isolate and greatly enlarge upon one or two typical elements of the full cycle (test motif, flight motif, abduction of the bride), others string a number of independent cycles into a single series (as in the Odyssey). Different characters or episodes can become fused, or a single element can reduplicate itself and reappear under many changes (246, mi énfasis).

Hilario Peña, uno de los autores que analizo, ha hablado acerca de la exploración de la teoría de Campbell a través de su literatura. Por un lado, reconoce que en su detective Malasuerte se encuentra “una actualización de El héroe de los mil rostros” (JM), mientras que en entrevista con Iván Farías asegura que su “proyecto a largo plazo es explorar las distintas versiones del Héroe de los Mil Rostros [sic]” (Farías). Si bien Peña ha elegido hacer del detective privado una actualización deliberada de algunas ideas de Campbell, desde la perspectiva que exploro sostengo que este héroe y su trayecto se encuentran reduplicados en

Juan Tres Dieciséis. Es decir, en el desarrollo de ambos personajes (Malasuerte y Juan Tres

Dieciséis) surge un trayecto heroico especular, con mayor o menor realce de tal o cual fase, del que el lector sólo se hace consciente hasta el final. La capacidad de fusión y reduplicación de elementos de la que habla Campbell es la que me ha permitido identificarlo en las narraciones que ahora investigo. De hecho, la narración en la que el ciclo heroico es menos

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evidente es precisamente en la de Peña, de quien sabemos que ha abrevado de la obra de

Campbell.

En principio, Juan Tres Dieciséis parece no alejarse de manera tan significativa del paradigma de la derrota que ya he mencionado antes. No parece que sea nada más que un

ídolo caído incluso a pesar de que sabemos que no es el asesino de Gabriela Pacheco. La revelación de un crimen aún peor nos hace cuestionar la condición moral entera de Juan Tres

Dieciséis, pues a pesar de que el asesinato de su hermano Kevin fue un error infantil, no deja de ser criminal. Juan, una vez que ha concluido su trayecto, regresa al mundo de donde ha salido, a las calles de Tijuana y se esconde en una guarida de Brandon Zamora, quien morirá a balazos al querer compartir esta información con Malasuerte, su padre. Incluso cuando concluye la investigación, Malasuerte no hace pública la información que posee, de manera que la figura pública de Juan Tres Dieciséis en apariencia no parece redimida sino que continúa generando división entre el vituperio y el encanto. Sin embargo, en última instancia es un héroe cuya tragedia es la de carecer de relevancia para su mundo. Es un héroe en apariencia fallido en su aspecto universal, pues esa violencia sistémica de la que el boxeo lo protege se encuentra allí, inalterada e irreversible, habitándolo incluso a él. Precisamente por esto es importante que la investigación que hace Malasuerte se haga sobre el crimen por el cual se le está persiguiendo y no por su crimen secreto. La revelación del infanticidio de Juan

Tres Dieciséis tiene un efecto catártico en Malasuerte, quien funge a un tiempo como observador y como héroe de su propio trayecto. Si debemos aceptar que el héroe debe cumplir el ciclo del llamado a la aventura, superación de pruebas y vuelta benéfica, nos damos cuenta de que la mayoría de estos pasos se encuentran explícitamente en Juan y no en Malasuerte.

El trayecto del detective ciertamente es similar: recibe el llamado al aceptar el caso, pasa las pruebas durante la investigación y tiene su retorno benéfico al resolver el crimen. Sin

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embargo, en el boxeador de esta novela hay una evocación más clara de los elementos mitológicos vinculados con elementos religiosos. En principio, el nombre tomado del pasaje de la Biblia que lo configura ya como una suerte de Mesías paródico. El pasaje de la pelea y la caracterización de la Bestia responden a la transformación del héroe en guerrero. La hazaña del héroe que mata al dragón mitológico corresponde sólo al héroe que ha alcanzado la edad adulta y que ha abandonado su lugar de origen (Campbell 336). La muerte de la bestia, del tirano, del hombre con características de animal, trae consigo un conocimiento que será una fuerza creativa para el mundo. Peña decide invertir los valores de esta hazaña y convierte la muerte de Ariel Cárdenas en la cima más alta de la locura religiosa de Juan, que luego nos enteraremos que está grandemente propiciada por el suministro de una hierba alucinógena que el doctor Elías Pacheco le da al boxeador (Peña 289). En lugar de hacer de la hazaña la cima de la carrera de Juan, Peña la convierte en el punto de su caída. Es entonces en donde entra Malasuerte y, a través de la investigación, limpia el nombre de Juan, pero lo hace solamente ante los ojos del lector. El papel del detective en todo este entramado de violencia es hallar la verdad y con ella restituir la posición del héroe como portador de un conocimiento creativo, dándole la posibilidad simbólica de continuar y cerrar el ciclo heroico. Esta restitución ocurre a través de la propia experiencia que vincula a Juan con Malasuerte. Él mismo revela que Brandon, su hijo, lo ha tratado de matar porque él asesinó a su madre en una reyerta a balazos (246-247). Él es el otro personaje que ha cometido un crimen de la magnitud del de Juan: un asesinato dentro de su núcleo familiar (fragmentado y dolido como sea). Es por ello que hay un efecto catártico en Malasuerte. Al final de su investigación, encuentra en el entrenador Montalvo al asesino (y lo mata en defensa propia), también venga la muerte de su hijo Brandon cuando mata al policía corrupto que lo acribilló. Pero sólo cuando acompaña a Celeste Betancourt a esparcir las cenizas de Juan logra experimentar la

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paz (322). El héroe, que ha fallado en apariencia y no logró eximirse de la violencia de la que el boxeo debió haberlo protegido, ha triunfado ante la mirada de quien sigue la historia pues su sacrificio, su trayecto, ha llevado ese cambio menesteroso al mundo del que proviene, del que Malasuerte es el representante, el testigo y el narrador.

A pesar del final desesperanzado al que asistimos en Las paredes desnudas, es evidente que Imanol Caneyada, de manera deliberada o quizás tan sólo guiado por algunas de las convenciones del género, hace algo similar a lo que hemos visto que Peña consigue.

En el caso de Caneyada, el detective y el boxeador no tienen una relación en la que uno funja como cliente y el otro como prestador de servicio. Jeremías y la Perra Saldívar operan codo a codo. En ciertos casos, él tomará la batuta de la investigación y en la mayoría de las acciones lo hará ella. Jeremías funciona en cierto modo como una brújula moral, a veces, pero sobre todo, como he dicho antes, como el mediador entre la boxeadora y su investigación, y entre la historia y el lector. Desde el punto de vista del ciclo heroico, Caneyada establece una relación similar entre la boxeadora y Jeremías a la que Peña consigue entre Juan y

Malasuerte: la boxeadora es el medio por el cual Jeremías encuentra una suerte de aprendizaje positivo, y Jeremías es una especie de representante de la colectividad urbana. Es decir, después de que ella ha sufrido la caída, ha sido llamada a la investigación, ha cumplido las diversas pruebas del trayecto, hay, a pesar de las objeciones que Jeremías pueda ponerle a su revancha contra Rojas, una perspectiva de mejoramiento de los personajes, de la situación, y la evidencia palmaria de que al menos el rescate de Marina Saldívar fue exitoso, si bien no lograron salvar a las demás víctimas. Más aún, la posición pública de la Perra Saldívar queda restaurada como ejemplo positivo para la gente de la ciudad, no sin la duda que esto genera a quien conoce los entresijos de toda la aventura: Jeremías.

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Como lo advierte Campbell, hay algunas fases que son más acentuadas que otras en las diversas formas de contar este trayecto. Si en Juan Tres Dieciséis vimos énfasis en la lucha contra la bestia mitológica, en Las paredes desnudas el énfasis está en el descenso al mundo oscuro, “to the belly of the whale” (Campbell 90). El trayecto heroico está dividido casi a partes iguales entre los dos protagonistas de la historia. Tanto Jeremías como la Perra hacen esa (re)inmersión en el mundo criminal. A pesar de que no es un mundo desconocido para ninguno, la profundidad a la que deben llegar supera sus exploraciones anteriores. Es por eso que su regreso de ese “otro mundo” es significativo, aunque sea cuestionado por

Jeremías. Jeremías no sólo cuestiona el resultado de su aventura, la vuelta al ring de la Perra, sino su propia participación en la investigación: “A veces pienso en Marina y la reconstruyo para mí sólo a partir de una foto y un relato. Dialogo con su sombra con el maldito desdén de los héroes. Una suficiencia que me consuela por unas horas. También la imagino en las cientos de muchachas con las que me cruzo en la calle” (Caneyada 335). Ese “maldito desdén de los héroes” solo pudo ser conseguido al final de su ciclo, pero precisamente por la poca resonancia, por la incapacidad de conseguir una transformación profunda es que genera el conflicto que le genera a Jeremías. Así, el trayecto heroico se encuentra dividido, y aún seguido de manera especular en ambos personajes, y su resultado final es agridulce: un triunfo apenas suficiente, pero absolutamente necesario en medio de una vida de derrotas.

Como Campbell advierte, hay una reduplicación en ciertos elementos en las duplas de personajes Juan Tres Dieciséis/Malasuerte y Perra Saldívar/Jeremías Mendizábal. Ambos personajes de la dupla forman parte del trayecto heroico, ambos cubren algunas de sus fases, y el lector es quien a final de cuentas puede comprender la conclusión del ciclo, como he mencionado antes. Hay una persistencia tal en el viaje del héroe en diversas narrativas que muchos de los pasos se presuponen.

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En este sentido, Solorio es mucho más tradicional que los dos autores anteriores.

Artillería nocaut puede ser visto desde la perspectiva de la conquista del héroe casi sin esfuerzo. A pesar de que Eleuterio Marto se presenta como un hombre derrotado cuya carrera boxística no va a ningún lado, el resto de su trayecto construye una “carrera”. Para Juan Tres

Dieciséis las “pruebas” han sido rivales que aumentan de peligrosidad, así como su constante tensión con la alucinación del Hermano Ángel de la Tierra. Primero, rivales de gimnasio, luego, rivales en circuitos nacionales, luego, el escenario internacional. Para Saldívar, las pruebas han sido la vida dura en la colonia marginal, el boxeo, su nocaut y las pruebas de carácter cada vez más duras que la investigación le ha impuesto. De manera análoga, para

Marto las pruebas, van aumentando de peligrosidad: primero, salir del mundo de las peleas arregladas, luego, una inmersión cada vez más peligrosa en el mundo criminal con enfrentamientos con rivales cada vez más aptos para la batalla, hasta llegar a sus enfrentamientos con el Operador Cíclope, el peligroso sicario tuerto y con sombrero tejano de La Compañía, quien es su propia bestia mitológica a vencer. Entre todo esto, se encuentra también la negociación con su pasado, su búsqueda de redención.

La propuesta de Solorio es sencilla a simple vista: construir un héroe, pero su logro es operar en contra de un presupuesto importante, el de que el boxeador debe perder. En cierto modo, opera a favor y en contra, pues el boxeador pierde como boxeador, pero se transforma en algo más y allí es donde triunfa. Cuando Ayala Blanco analizaba la película

Campeón sin corona, hablaba de la imposibilidad de concebir un héroe positivo. La vuelta del boxeador a sus calles, al barrio, es ya en sí mismo un fracaso según se desprende del análisis del paradigma que he explicado en mis primeros capítulos. Sin embargo, la vuelta de

Marto a sus calles es precisamente el punto de partida para su aventura. Campbell reconoce que la partida final del héroe es otro de los elementos del ciclo. Su vuelta trae un

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conocimiento creativo, pero su destino final es la partida definitiva que lo eleva por encima de su comunidad (Campbell 356). Así, Juan Tres Dieciséis debe morir, la Perra Saldívar rompe contacto con Jeremías, y Eleuterio Marto se va a vivir junto al mar una vez que ha rescatado a la hija de su compadre y que ha vencido a la Compañía. En ningún caso Solorio propone que el crimen haya sido desterrado de la ciudad, como Peña tampoco asegura que

Malasuerte ha limpiado Tijuana ni Caneyada que se ha acabado la trata de personas. Solorio propone la solución de una emergencia y el establecimeinto de un orden ligeramente mejor del caos al que Marto se enfrenta. En una situación caótica como la de la violencia del crimen organizado, incluso ese poco más de orden es percibido como triunfo.

Parecería aventurado tratar de ajustar la teoría de Campbell a un análisis que centra su atención en este momento en novelas neopoliciacas, pues Campbell exploró esencialmente mitos y algunas tragedias derivadas de estos mitos. Aunque Campbell acepta la pervivencia en nuestros días de lo que él llama el “monomito” del héroe, no abunda sobre el particular.

Sin embargo, el crítico canadiense Northrop Frye ha vinculado, a través de su evolución histórica, las pulsiones generales que dominan la etapa mítica de la que surge la investigación de Campbell con la literatura contemporánea.

Al abordar su teoría de los modos, Frye reconoce cinco modos ficcionales a través de la historia, desde la perspectiva del poder de acción del héroe de la historia. Aquel donde el héroe tiene un poder casi divino, es el modo mítico y es el más antiguo. Los modos en que el héroe es más similar al hombre común, e incluso inferior, son lo que llama “low mimetic” y el modo irónico. Ambos modos son aquellos de cierto realismo posterior al siglo XIX, la comedia y, en suma, mucha de la literatura contemporánea (33-34). Frye reconoce, además, que estos modos no se excluyen entre ellos: “For while one mode constitutes the underlining tonality of a work of fiction, any or all of the other can be simultaneously present” (50). La

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importancia de este análisis es que a través de los modos ficcionales Frye permite vincular las literaturas míticas con las literaturas contemporáneas y ofrece, como también lo hará con la teoría de los mythoi, herramientas dinámicas de análisis en las que uno o varios elementos descriptivos se pueden destacar a pesar del dominio estético de uno sobre los otros: “Myths of gods merge into legends of heroes; legends of heroes merge into plots of tragedies and comedies; plots of tragedies and comedies merge into plots of more or less realistic fiction”

(51). El movimiento de la tragedia a la comedia y una posible vuelta cíclica desde la última responde a la comprensión de Frye de estos modos temáticos. “In fiction, we discover two main tendencies, a ‘comic’ tendency to integrate the hero with his society, and a ‘tragic’ tendency to isolate him” (54). Así, para saber si estamos frente a una comedia o a una tragedia, habrá que atender entre otras cosas al resultado final del trayecto del héroe.

Finalmente, el análisis de los mitos de Frye entrega el concepto clave de “desplazamiento” para comprender de qué manera la sustancia mítica se hace presente en la materia literaria de otros momentos históricos: “The presence of a mythical structure in realistic fiction, however, poses certain technical problems for making it plausible, and the devices used in solving these problems may be given the general name of displacement (137, cursivas en el orginal). Este desplazamiento puede funcionar a través de analogías, asociaciones significativas, imágenes incidentales y similares (138), en suma, todo lo que en la literatura realista pueda evocar o connotar elementos de la literatura mítica tanto en el nivel de sus elementos distintivos como en el de sus núcleos narrativos recurrentes.

He querido detenerme en la teoría de Frye porque me parece importante destacar a través de qué elementos noto la pervivencia de un ciclo mítico del héroe de Campbell en los boxeadores que ahora analizo. Es verdad que no hay mundos sobrenaturales, que no hay ayudas divinas, que no hay regresos del mundo del más allá, pero esto se explica

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precisamente por la evolución histórica de los modos que Frye reconoce; diferencias estrictamente formales en las que el principio narrativo pervive. Los tres boxeadores de mis novelas neopoliciacas experimentan un llamado que los conduce a una búsqueda. Tal como lo anunciaba Campbell, este llamado es uno de los elementos en los que se insiste o hay duplicidad: el encuentro con el boxeo destaca la particularidad del héroe en un primer llamado y la existencia de un crimen da inicio a la búsqueda.

Desde la perspectiva de Frye, me interesa también destacar la coexistencia de los modos trágico, cómico e irónico. En el caso de Eleuterio Marto, el modo irónico pervive en la novela. En muchos sentidos, es un hombre inferior o igual al lector, aunque, no dudamos en atribuirle, al menos en los momentos clave, ciertos elementos superiores a la gente que lo rodea. Eleuterio Marto sólo es reconocido como un hombre superior cuando se construye como tal. No hay que olvidar que durante el avance de la novela su conocimiento sobre el caso llega al punto en que es a él a quien Espinoza sigue, a pesar de que Espinoza haya tenido más rango en el ejército y haya puesto su propia empresa de seguridad al dejar las filas de las fuerzas armadas. Marto, a pesar de todo, es superior moralmente a él. El héroe de la narrativa policiaca es así, y en particular los boxeadores que analizo ahora comparten esta presencia de múltiple de los modos ficcionales. Por un lado, sabemos que son, como los describe Frye, inferiores en poder o inteligencia (34), pues el estereotipo que he discutido en capítulos anteriores así lo exige. Pero al presentarse en el cuadrilátero, al construirse como un ídolo popular o al lanzarse al combate, el lector acepta la premisa de que el boxeador puede actuar como una figura con atribuciones superiores al resto. El aura de fama que rodea a Saldívar en Las paredes desnudas es una muestra de ello, así como la especie de invulnerabilidad que la rodea, pues en todo momento es capaz de atacar, defenderse o recurrir a su posición como

ídolo local. Juan Tres Dieciséis se encuentra en un camino de ascenso que lo lleva a ser una

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figura clave en la ciudad de Tijuana, al grado que su funeral se encuentra rebozado de gente de box, de prensa y, en un giro irónico, de fanáticos religiosos. Así, a pesar de que en las tres novelas que analizo domina el modo irónico, la condición de “hombre superior” del boxeador lo coloca en repetidas ocasiones como una especie de líder moral o de ícono que lo acerca al modo que Frye llama “high mimetic” y que es el preferido de las tragedias clásicas. Y en la tragedia, recordemos, la caída de este héroe es fundamental: “he has to fall because that is the only way in which a leader can be isolated from his society” (37). Su ciclo completo, como he dicho, ocurre tanto en las victorias decisivas como en el regreso a la comunidad con los dones que ha obtenido en su búsqueda.

Frye publica el libro de ensayos al que me he remitido en 1957. Durante esa época, como hemos visto, la narrativa hard-boiled estaba en su apogeo en Estados Unidos. No es un hecho menor que él haya volteado a mirarla para ejemplificar un punto de su análisis crítico.

Para él, la abundancia de novelas de este género confirmaba que el modo irónico tenía primacía sobre el resto. Frye ubica la narrativa de detectives en general dentro de la comedia irónica. Ubicarla dentro de la comedia parecería un sinsentido si no se atendiera a uno de los elementos esenciales de la comedia que ya el mismo Frye nos ha dado, se trata de la integración del héroe a la sociedad o, como lo pondría Campbell, un final feliz que trasciende la tragedia universal del hombre (Campbell 28). Tragedia y comedia se encuentran unidos en vez de opuestos, desde esta perspectiva que Frye expande al explorar la teoría de los mitos:

“If we are right in our suggestion that romance, tragedy, irony and comedy are all episodes in a total quest-myth, we can see how it is that comedy can contain a potential tragedy within itself” (215). Siguiendo su línea de pensamiento, concuerdo con Frye en que la novela policiaca en general es una gran comedia irónica, o como la define él, un melodrama en el que triunfa una visión moral del bien sobre el mal (Frye 47). Pero en el caso que nos ocupa,

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dentro de esta comedia irónica existe un personaje trágico. Volviendo a nuestros ejemplos, si analizamos la novela de Juan Tres Dieciséis desde la perspectiva exclusivamente del cuaderno del boxeador y la reacción de la prensa a los homicidios de la Bestia Cárdenas y de

Gabriela Pacheco, es una tragedia que narra su caída; pero si la analizamos desde la perspectiva del detective que descubre su calvario oculto y lo exonera del crimen contra

Pacheco, es una comedia irónica en la que Malasuerte halla en él un elemento redentor. La

Perra Saldívar no es muy distinta: su presentación en la novela es una caída violenta, la tragedia del desmoronamiento del ídolo en cadena nacional que a partir de esa caída emprende una búsqueda que no sólo la redimirá parcialmente a ella (quien se vuelve una víctima del mercado al final) sino también a Jeremías. Marto es presentado después de su caída trágica, pero el centro de su narración es el de su reintegración simbólica a una sociedad que lo ha excluido y de la que se ha excluido. En todos los casos, se trata de una búsqueda afortunada cuya violencia extrema responde al principio que Frye ubica dentro de toda narrativa de los géneros vinculados a la solución de un crimen: la fórmula de hallar al pharmakos y proceder a un linchamiento simbólico de éste (46).

La presencia de una víctima sacrificial como la que propone Frye en una comedia irónica es otro de los puntos de unión con la tragedia. El mismo Frye reconoce que cualquiera que esté acostumbrado a ver la literatura desde un punto de vista arquetípico será capaz de ver en la tragedia una mímesis del sacrificio ritual (214). ¿Qué ocurre entonces en narraciones como las que analizo ahora en las que parece haber un héroe trágico imbricado en una comedia irónica? Yo sostengo que este pharmakos, esta víctima propiciatoria, se encuentra disfrazada por uno de los mecanismos de duplicidad que ya hemos visto que se encuentran presentes en estas novelas, cuya aparente simplicidad engaña. Hemos visto ya que en la narrativa neopoliciaca el resultado final es desesperanzador pues no ofrece una resolución

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total del crimen al modo que Frye describe. A pesar de los esfuerzos, la sociedad no es sanada de la herida de la violencia que el crimen inicial inflige. No hay una nueva fundación de la sociedad ni un orden restaurado a plenitud a través del castigo de los agentes del caos, que persiste a pesar de sus muertes o arrestos. De este modo, sería casi ingenuo pensar que toda la simbología de la víctima propiciatoria recae en los autores materiales de los crímenes de la novela, más aún cuando se encuentran desdibujados, como en Las paredes desnudas, donde el arresto de dos personas por secuestro es apenas una pantomima de justicia cuando se trataba de la punta del iceberg en una red internacional de trata de personas. Por ello, el boxeador, además de cumplir con el papel de investigador en algunos casos (Las paredes desnudas y Artillería nocaut), cumple con un papel también de víctima simbólica en algunos de ellos (Las paredes desnudas y Juan Tres Dieciséis). No se trata de un culpable, como Ilán

Stavans afirma en el caso excepcional de Edipo en el que investigador y criminal son, sin que el investigador lo sepa sino hasta el final, la misma persona (Stavans 45), sino de un mecanismo narrativo que hace del boxeador un receptáculo de nuestras concepciones de la violencia.

La condición del boxeador como víctima propiciatoria en las novelas que analizo está sugerida de dos maneras. Primero, desde los tintes trágicos que tiene la historia, es decir, desde un marco estrictamente de su construcción literaria, y también desde la formación del boxeador como ícono que ya he detallado. Como advertía Scott, el boxeador y el boxeo se erigen como un territorio altamente simbólico por virtud de los elementos que lo rodean, es decir, de los elementos que lo formulan como espectáculo para ser visto. No afirmo que el boxeo sea un rito sacrificial en sentido estricto, sino que mucho de su estética es evocativa del sacrificio. Pero sobre todo, que la manera en que es contado por las novelas que ahora

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me ocupan evoca este nexo que detallaré: la relación de la sociedad con la violencia y las maneras de dominarla.

La estética que rodea al boxeo que se constituye a través del combate público. El ring al centro del espectáculo como un escenario elevado y la presencia intrínseca de la violencia es lo que le da esta posibilidad evocativa de lo sacrificial. David Scott insiste en la relación teatralidad-ritual del boxeo (Scott xxvi; xxxi; 38), y hay autores que incluso dan un paso más allá. En su ensayo sobre el boxeo, Joyce Carol Oates ha conseguido ver la analogía entre el ring y el altar, y en su violencia, la suspensión del sistema de leyes que dan orden a una sociedad: “Considered in the abstract the boxing ring is an altar of sorts, one of those legendary spaces where the laws of a nation are suspended: inside the ropes, during an officially regulated three-minute round, a man may be killed at his opponent's hands but he cannot be legally murdered” (Oates 19, mi énfasis). Su observación sobre la suspensión temporal de ciertas leyes es significativa, como lo veremos, así como también lo es el simbolismo de que no se trate exclusivamente de un espacio en el que tal suspensión es posible, sino que ocurra dentro de un marco social particular. Estas vinculaciones entre lo deportivo (sobre lo cual ya he recurrido a Elias para analizar su perspectiva de civilización de la violencia), el espectáculo público y el ritual de ecos religiosos, ocurre por vía del concepto de agôn, que se encuentra imbricado en la manera de percibir los espectáculos públicos desde la perspectiva que analiza la teoría del juego.

Johan Huizinga fue un pionero en desarrollar una teoría que abordara el juego, ese gran cúmulo de actividades de esparcimiento, desde una perspectiva “seria”. Ha habido numerosas objeciones a la extensión cultural que el juego tiene para Huizinga, de manera que concuerdo con Roger Caillois en que su trabajo más que ser un estudio sobre el juego, es un estudio sobre el “principio del juego” en la cultura, y más aún, del juego competitivo (Caillois

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4). Huizinga otorga tal peso a este principio vinculado con el agôn griego, la competencia, que lo vuelve un elemento central de la cultura humana: “The agon in Greek life, or the contest anywhere else in the world, bears all the formal characteristics of play, and as to its function belongs almost wholly to the sphere of the festival, which is the play-sphere. It is quite impossible to separate the contest as a cultural function from the complex ‘play-festival- rite’” (Huizinga 31). Caillois elige hacer del concepto de agôn una de las cuatro categorías que usará para formular su clasificación de los juegos. Esta se basa, precisamente en la competencia de los participantes, pero también se encuentra en fenómenos culturales no lúdicos como el duelo y ciertos aspectos de la guerra que respeta reglas de combate (15). No me detendré en el puntual análisis de categorías del francés. Basta decir que Caillois acepta que las otras tres categorías pueden coexistir, pero que sólo una de ellas es dominante, ya sea alea – juegos de azar; mimicry – juegos de imitación; ilinx – juegos de vértigo, y que sólo algunas se excluyen por necesidad (15-26). Es indiscutible que en el boxeo existe una competición, pero vale la pena preguntarse si existe una imitación, dado que se trata de una actividad de combate y no una puesta en escena teatralizada de este como lo hace, por ejemplo, la lucha libre mexicana. Oates, al indagar sobre el significado del término en inglés knockout llega a una conclusión sobre qué es lo que el boxeo imita. Pero también, hace eco a la teoría de Huizinga en la que para que exista el principio del juego debe haber un tiempo y lugar determinados en los que sus reglas sean válidas y posibles, el play-ground y el play- time (Huizinga 9):

When a boxer is “knocked out” it does not mean, as it's commonly thought, that he has been knocked unconscious, or even incapacitated; it means rather more poetically that he has been knocked out of Time. (The referee's dramatic count of ten constitutes a metaphysical parenthesis of a kind through which the fallen boxer must penetrate if he hopes to continue in Time.) There are in a sense two dimensions of Time abruptly

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operant: while the standing boxer is in time the fallen boxer is out of time. Counted out, he is counted “dead” — in symbolic mimicry of the sport’s ancient tradition in which he would very likely be dead (Oates 15).

Al explorar esta idea, Oates, como varios autores antes que ella, no duda en establecer una línea directa entre el boxeo como espectáculo público y las competencias en contextos de festivales religiosos de la antigüedad griega (41). Reconozco que este tipo de líneas evolutivas son al menos ficticias, por no decir equívocas, pues se trata de fenómenos culturales entre los que se pueden establecer analogías, pero que difieren enormemente22. Sin embargo es a través de estos elementos análogos que el boxeo, sin ser un rito sacrificial se puede percibir como un espectáculo público que lo evoca.

El rito sacrificial, por su parte, está vinculado directamente con la concepción de lo sagrado, y consecuentemente de lo religioso, un elemento decisivo en Juan Tres Dieciséis aunque aparentemente ausente en el resto de nuestro corpus. Esta ausencia me parece aparente porque las tres novelas que analizo vinculan al boxeador con la violencia social y hacen de la redención el asunto final de las resoluciones de sus tramas. De hecho, las tres novelas cierran sus últimas páginas con palabras que remiten a ello. Caneyada habla de la reivindicación (335); Peña hace que Celeste cite al profeta Miqueas pidiendo que Dios sepulte en el mar las culpas (321) a lo que Malasuerte contesta pidiendo por compasión divina

(322); y finalmente, Eleuterio Marto pasa algunos días en la playa con Esperanza y se hace consciente de que su paz no puede durar, lo acepta, pues sabe que tiene que lavar sus culpas

(192). En menor grado, pero ya antes, en el segundo capítulo de esta investigación, he

22 Periodistas especializados como Springs Toledo llegan incluso a declarar que no se puede considerar a los combates sin guantes bajo las reglas del London Prize Ring como “boxeo”, sino prizefighting, pues las diferencias entre estos combates y el deporte que se legalizó en Nueva York en 1920, coincidiendo con la prohibición del alcohol, son demasiadas (S. Toledo 76). 310

referido al modo en que el cuento “Campeón ligero” de Juan Villoro también tiene la redención (o su intento) como uno de los ejes que articulan el relato. A pesar de que quien busca la redención y narra para conseguirla es el amigo del boxeador Ignacio Barrientos, el tema se encuentra ahí, girando alrededor de la figura del boxeador como una suerte de víctima propiciatoria: “El narrador describe la motivación de relatar el cuento de Barrientos como el deseo de exculparse. Pero es el acto de relatar la confesión a Barrientos lo que provoca el final de la amistad entre el narrador y su amigo” (324-325). Por ahora, lo más importante para mí es enfatizar que el peso de estos conceptos vinculados al pensamiento religioso en las novelas que analizo no es menor, pues a través del concepto de redención vincula al boxeo con una tradición sacrificial. Si ya ha quedado claro que el boxeo puede verse como una evocación de un rito sacrificial religioso, mi análisis subsecuente se orienta a la vinculación entre la violencia y lo religioso, que es de donde surge la condición de una víctima propiciatoria, la cual es clave para la comprensión del sacrificio y su nexo con la restauración de la paz, así sea de forma momentánea.

En La violencia y lo sagrado, de René Girard vincula lo sagrado no solo con el aspecto mítico y religioso, sino que vas más allá y establece a la violencia social como la base de los sistemas sacrificiales, religiosos, judiciales. Debido a la vinculación de estos fenómenos culturales, traza puntos de unión entre la violencia, el sacrificio y la tragedia griega. Además, vincula la violencia con ciertos elementos literarios que pondré de relieve.

El pensamiento de Girard tiene ramificaciones hacia diversas áreas de lo etnológico, sociológico, antropológico y religioso, pero por ahora me concentraré sólo en las que se vinculan directamente con el tema que trato. Girard reconoce que es más fácil satisfacer la violencia que suscitarla (Girard 10) y que una de sus particularidades es la de ser capaz de aceptar víctimas de recambio (11-12). Las sociedades primitivas, desde su perspectiva, han

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recurrido al sacrificio como una forma de control de la violencia y son estos sistemas religiosos los que han dado origen también a los sistemas judiciales: para evitar la propagación de la violencia, hace falta que se imponga otra violencia, pero es necesario que esta no tenga posibles represalias interminables (23). Lo que comienza como un sistema de control de represalias en las que el sistema religioso media entre dos partes ofendidas, ingresa a la dinámica social como un rito religioso que busca regular la violencia en el cuerpo social:

“La religiosidad primitiva domestica la violencia, la regula, la ordena y la canaliza, a fin de utilizarla contra toda forma de violencia propiamente intolerable” (28). De esta forma:

Todos los medios practicados en alguna ocasión por los hombres para protegerse de la venganza interminable podrían estar emparentados entre sí. Es posible agruparlos en tres categorías: 1) los medios preventivos referidos todos ellos a unas desviaciones sacrificiales del espíritu de venganza; 2) los arreglos y las trabas a la venganza, como las composiciones, duelos judiciales, etc., cuya acción curativa sigue siendo precaria; 3) el sistema judicial cuya eficacia curativa es inigualable. (28).

El sacrificio se encuentra dentro de estos medios preventivos. El hombre moderno, según

Girard, apenas ve en el sacrificio una acción repetitiva sin una función social clara, debido a que “la impotencia en adaptarse a las nuevas condiciones es característico de lo religioso en general” (46). De ahí el desgaste que sufre el rito y de ahí la crisis sacrificial, en la cual el sacrificio deja de cumplir su función de prevenir la violencia desmedida a través de su violencia ritualizada. Girard hace una oposición constante entre los conceptos de violencia pura e impura, es decir, la violencia dentro del rito que es benéfica para la sociedad y la violencia fuera de él, que es perjudicial. La confusión entre la violencia pura e impura está en la base de la crisis sacrificial: “El sacrificio pierde su carácter de violencia santa para

‘mezclarse’ con la violencia impura, para convertirse en el cómplice escandaloso de ésta, en su reflejo o incluso en una especie de detonador” (46).

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Uno de sus ejemplos es la tragedia La locura de Heracles, en las que el guerrero sacrifica a su propia familia en un arranque de locura. El punto de crisis de un sistema sacrificial, para Girard, es lo que se esconde en muchas de las tragedias clásicas: “El argumento real es el fracaso de un sacrificio, la violencia sacrificial que acaba mal” (47).

Podemos encontrar varios puntos de conexión con nuestro tratamiento literario del boxeo a través de la oposición entre un tipo de violencia socialmente benéfico y un tipo de violencia socialmente perjudicial. El primero y más evidente ya lo he discutido cuando analicé la idea del gimnasio y el boxeo como nichos de sociabilidad protegida contra la violencia criminal de las calles. La propuesta de Girard parece operar en un sentido análogo a la observación de

Wacquant: hay, efectivamente, dos tipos de violencia que pueden oponerse, y una de ellas funciona como forma purificadora o civilizadora de la otra. Elias mismo, cuando he recurrido a él, parece aceptar que la reglamentación hacia deportes con cada vez menos riesgo de daño físico opera en un sentido similar: obtener la emoción de la violencia sin sufrir sus consecuencias nefastas. Para Girard, el temor a estas consecuencias no sólo se encuentra en la posibilidad de las represalias, sino en el del contagio de la violencia hacia una posible violencia indiferenciada, es decir, una violencia en la que todos y cualquiera puedan ser sus víctimas y no únicamente su destinatario en el rito sacrificial. Es por ello que la figura del guerrero es representativa de esta crisis: “El guerrero que regresa a su casa amenaza con llevar al interior de la comunidad la violencia de que está impregnado” (48). Algo similar pasa con los boxeadores que hemos visto en nuestro corpus completo. Sus tendencias violentas se manifiestan temprano y urgen a un tipo de expiación (que hemos relacionado con la culpa). Incluso cuando no hay una culpa imputable, las consecuencias de una violencia como la que viven en sus ambientes urbanos son siempre temibles y por ello es necesario el

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aparato de reglamentación del deporte, en su caso, para contenerlos. Aunque en la mayoría de los casos, este aparato es insuficiente.

La tragedia de Eurípides no es la única que Girard analiza bajo esta óptica de una crisis sacrificial. A su ver, “el concepto de crisis sacrificial parece capaz de esclarecer algunos aspectos de la tragedia. En muy buena parte, lo religioso presta su lenguaje a la tragedia; el criminal se considera menos como un justiciero que como un sacrificador” (50).

Acaso uno de sus análisis más polémicos y fructíferos es el de la tragedia a la que ya nos hemos referido antes como una pieza que algunos como Stavans han visto como una de las primeras obras de la literatura policiaca, es decir, la literatura que busca a un culpable: Edipo rey. Girard establece que un orden diferenciado en la sociedad es necesario para que la violencia no impregne a todos sus miembros, de ahí que sea relevante para él la estructura de las tragedias como obras que evocan las crisis sacrificiales en varios de sus aspectos, incluida la “oposición de elementos simétricos” (51), a través de la cual el debate trágico contrapone a protagonista y antagonista o antagonistas: “es una sustitución de la espada por la palabra en el combate individual. Que la violencia sea física o verbal no altera el suspense trágico”

(52). Para él, la tragedia nace como una prolongación verbal del combate físico, de ahí su tensión, su agôn.

Edipo rey, según Girard, no sólo es una tragedia sobre la crisis sacrificial, es decir, sobre la confusión de la violencia pura con la violencia impura, sino también es una tragedia sobre la restauración del orden sacrificial a través de la creación de una víctima propiciatoria.

Él, como Frye y como Campbell en cierta medida, también acepta la vinculación entre formas narrativas precedentes a lo literario y las literarias estrictamente, además de tratar de establecer una vinculación entre ellas: “En los mitos, las huellas de la crisis sacrificial son más difícilmente descifrables que en la tragedia. O, mejor dicho, la tragedia siempre es un

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desciframiento parcial de los motivos míticos” (72). Es por ello que su análisis de Edipo rey lo es en tanto pieza literaria que puede dar luz sobre un mito que alude a una crisis sacrificial cuyo resultado ha sido el de restaurar el sacrificio como sistema preventivo de la violencia a través de la víctima propiciatoria. El mecanismo a través del cual ocurre esto es evidente.

Edipo es a un tiempo el investigador y el criminal. Los argumentos, los oráculos acerca del origen del mal, de la peste que asola Tebas se apilan hasta desembocar en una conclusión: el otrora salvador es el origen del mal; el vencedor del monstruo (de la esfinge) es el transgresor sobre el cual se pueden transferir todos los males de la ciudad: “Toda la investigación es una caza al chivo expiatorio que acaba por dirigirse, a fin de cuentas, contra el que la ha comenzado” (86). Más allá que un culpable, existe alguien contra quien puede dirigirse toda la violencia latente (93). No es accidental que Edipo sea una especie de investigador primigenio y que autores como el ya mencionado Frye vean en la novela hard-boiled exactamente esta búsqueda del pharmakos, es decir, un culpable en el que se vierte tal violencia que parece un sucedáneo de un linchamiento público (Frye 41).

Las sociedades a las que nos enfrenta la literatura neopoliciaca tienen algunas similitudes con las sociedades en crisis que analiza Girard a través de los mitos. Tijuana, la frontera Norte y Michoacán no son el mundo mitológico griego tras las tareas de Heracles, ni Tebas luego de la peste, pero son mundos en los que sus sistemas preventivos y curativos de la violencia perjudicial se encuentran vulnerados. En el mundo de la tragedia griega, la peste ocupa el lugar simbólico de las consecuencias funestas de la violencia, pues “la violencia humana siempre está planteada como exterior al hombre; y ello se debe a que se funde y se confunde con lo sagrado, con las fuerzas que pesan realmente sobre el hombre desde fuera, la muerte, la enfermedad, los fenómenos naturales” (90). Esta visión de la amenaza como algo exterior, se vive desde el cuerpo social en descomposición donde el

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sistema judicial, es decir, el sistema que debería operar contra la violencia perjudicial, está roto. Un episodio en Las paredes desnudas es un buen ejemplo de esto: la Perra Saldívar juega por su colonia marginal cuando se da cuenta de que hay un cadáver de una mujer joven.

La chica fue abusada sexualmente antes de morir y ser . Las autoridades no pueden esclarecer el crimen. Todos son sospechosos pues una gran parte de la colonia ha pasado por la cárcel o ha participado de algún acto contra la ley, pero cuando un vagabundo que nadie conoce llega, la comunidad lo lincha antes de que las autoridades puedan hacer nada: “El barrio respiró tranquilo y avergonzado. Se había hecho justicia” (Caneyada 87).

Si Girard está en lo correcto, una de las funciones de la tragedia es encubrir el proceso mediante el cual una violencia de un tipo similar al que aborda Caneyada se vierte sobre la víctima propiciatoria sin que la comunidad lo recuerde explícitamente. Es decir, se trata de convertir una posible violencia entre sí en una violencia en contra de un único culpable

(Girard 107). Ahora, este culpable no tiene atribuciones exclusivamente negativas. Puesto que el rito o, para ponerlo de una manera más general, el contexto sacrificial le permite reorientar la violencia perjudicial y purificarla, la víctima propiciatoria también tendrá atribuciones benéficas. Esto precisamente es lo que ocurre con el Edipo de Edipo en Colona.

Si aplicamos estas observaciones a nuestro tema, los puntos de contacto resultan evidentes.

Hemos visto que el boxeador se ha convertido en un depositario icónico no sólo de aspiraciones ideales, sino también de fracasos o derrotas, todas ellas a través de actividades violentas deportivas o delictivas. La narrativa de su derrota, explicable por una serie de estereotipos creados a través de una lectura ideológica de la historia nacional, tiene orígenes similares a esos de las violencias fundadoras que Girard encuentra detrás de los mitos: “El relato mítico se presenta a veces en el marco de una especie de concurso o de competición casi deportiva o belicosa que evoca, claro está, las rivalidades de la crisis sacrificial” (101).

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El análisis de Girard es tan extenso que él mismo se ocupa de aclarar las relaciones que existen entre sus observaciones del mecanismo de la víctima propiciatoria en el mito con otros mecanismos, como los torneos deportivos, ya analizados por Huizinga: “En lugar de referir lo religioso al juego, como hace Huizinga en Homo ludens, hay que referir el juego a lo religioso, es decir, a la crisis sacrificial. El juego tiene un origen religioso en el sentido de que reproduce algunos aspectos de la crisis sacrificial” (160). El héroe que surge de aquí, del

Morelos paradigmático del culto a la derrota, resuena en el boxeador como ídolo caído de la primera parte del siglo XX y en las derrotas que dan pie a las búsquedas de los héroes de tintes trágicos inmersos en las comedias irónicas del neopoliciaco del siglo XXI. Para que el boxeador funcione simbólicamente debe caer o haber caído. En su derrumbe funciona al mismo tiempo como víctima propiciatoria, pero también como mártir. Una iconografía que, por cierto, es bastante afín al boxeo, como se ocupa en recordarnos David Scott, para quien

San Sebastián guarda suficientes similitudes con el martirio de los boxeadores: “That Saint

Sebastian survived his first death sentence to live, as it were, to fight another day, is a feature shared of course by many boxers for whom a defeat is often only the prelude to a further, hopefully more successful, combat” (Scott 91).

El boxeador es un chivo expiatorio en el sentido de que con su violencia que no puede sacudirse, o con su condición de paria social, siempre puede convertirse en un receptáculo de la culpa pública. Pero es un mártir en el sentido de que es, de algún modo, inocente. Al menos así lo hemos visto ya. Lo que sea que lo empuje a la violencia es motivado socialmente, como detallé en el capítulo anterior. A él se pueden transferir las culpas, pero él es inocente de ellas y por eso exactamente es que cumple con la función ambigua de ciertas tradiciones del sacrificio a las que se refiere Girard. Como Heracles en su locura o como

Edipo en su incesto, no es un culpable directo, pero sí un síntoma de la crisis social en la que

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habita y también se le hace responsable a pesar suyo. Una de las posibilidades más interesantes del boxeador como víctima propiciatoria es que rompe un cierto esquema de la novela policiaca en la que esta víctima propiciatoria está identificada plenamente con el culpable. En el neopoliciaco que nos ocupa, como he dicho, tal identificación plena no existe o no es funcional: el sistema es el que está roto. De ahí la importancia simbólica del boxeador.

La búsqueda de un culpable, en las novelas que analizo, tropieza con una imposibilidad de hallarlo. Si en la tragedia ya existía una crisis en el sacrificio y la víctima propiciatoria es un esfuerzo por renovar este mundo, en la novela neopoliciaca existe una crisis del sistema judicial y del Estado como monopolio de la violencia que no es posible resolver. Se trata de un género que ha dejado de creer en una transferencia completa hacia un culpable, sino que hace que incluso su paladín comparta esa violencia, esa culpa social. Si la tragedia clásica busca hablar sobre la renovación de un orden social, la novela neopoliciaca busca exponer que ese orden es imposible de reconquistar, pero esa no es razón para que deje de haber víctimas y héroes. Ambos, precisamente porque el orden es irrecuperable, son doblemente necesarios. Así, el boxeador se convierte en el receptáculo tanto del odio unánime como del orgullo nacional.

En las narrativas que he explorado antes, las que he llamado del siglo XX, es posible ver algunos de estos elementos de víctima propiciatoria, en tanto que los boxeadores son receptáculos del odio general. Estoy seguro de que figuras como el Rayo Macoy, Baby

Cifuentes o Ignacio Barrientos funcionan como receptáculos de los odios nacionales desde su concepción en la estrategia narrativa. Es más, funcionan únicamente de esa manera. Su calidad temporal de deportistas ejemplares es únicamente en tanto temporal, es decir, en tanto que augura el viraje hacia su caída. De nuevo, Frye nos hablaba de la tragedia como la narrativa de la exclusión del héroe de su sociedad. El boxeador del siglo XX es precisamente

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eso: un paria. Es por ello que en este último apartado me ha parecido conveniente dedicar un análisis más profundo a los protagonistas de historias que operan bajo el principio que Frye le otorgaba a la comedia: la integración del héroe en su sociedad. En el siglo XXI, la víctima propiciatoria tiene la doble posibilidad de la víctima como héroe explorada por Girard, de nuevo, en relación a los ciertos desarrollos de personajes como Edipo, a un tiempo culpable perjudicial y héroe benéfico: “Sucede también que el héroe, incluso sin dejar de ser en muchos casos un transgresor, aparece esencialmente como destructor de monstruos” (95).

Este carácter del boxeador como víctima propiciatoria que también tiene facultades benéficas es lo que hace de su ícono una figura ambigua; es la razón por la cual sea al mismo tiempo el objeto de un odio unánime pero de una admiración redentora: es el campeón y es el culpable, es el síntoma de la crisis pero es el adalid que puede salvar de algún modo.

El boxeador que nos ocupa en las novelas neopoliciacas que analizo comparte esta dualidad: es un depositario de ambos tipos de violencia, pero precisamente por ello es tan importante para su comunidad: “El héroe atrae hacia su persona una violencia que afecta al conjunto de la comunidad, una violencia maléfica y contagiosa que su muerte o su triunfo convierten en orden y seguridad” (95). Como vimos antes, este orden y seguridad son simbólicos, temporales, percibidos únicamente por los personajes que median entre el lector y el boxeador, o son sencillamente los finales esperanzadores de los que habla Iris García.

Esta noción de “esperanza” es la que da a las tres novelas que analizo su condición de historias de reintegración social, como Frye definía a los géneros cómicos. Resulta al menos inesperado entender al boxeador, una figura de apariencia trágica, como un actor protagónico en lo que Frye llamó comedias irónicas. El trayecto que el personaje ha seguido desde su inclusión a la literatura en el siglo XX, da cuenta de un cambio de paradigma en su percepción como un héroe posible. Acaso Frye no se equivocaba al proponer que tantos sus

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modos literarios como los mythoi funcionaban de forma cíclica. Tal parece que el boxeador, en la literatura mexicana, ha conseguido luego de casi setenta años de películas, cuentos y novelas cambiar su sino de perenne derrotado y, a través de las novelas recientes, convertirse en un héroe que redefine constantemente su propio mito.

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CONCLUSIONES.

La literatura de boxeo en México ha evolucionado de la mano del tratamiento que se le ha dado a su personaje central: el boxeador. El personaje ha sido sujeto de un tratamiento ambiguo. Por un lado, ha sido tratado como una figura que suscribe varios de los valores centrales que articulan la identidad nacional, como la valentía, el arrojo y la masculinidad.

Por otro lado, se trata de un héroe que desafía las jerarquías sociales, los prejuicios idiosincráticos y que cuestiona la identificación de la masculinidad con la identidad nacional mexicana. Es un héroe venido desde el margen y cada vez que ha sido objeto de tratamiento literario (o cinematográfico e incluso periodístico) ha obligado a sus autores a definir cuáles son esos márgenes de la sociedad desde donde viene. La evolución de sus representaciones también camina de la mano con la evolución de la ideología nacional mexicana: hacia 1940, se trata del “pelado” que encapsula vicios y excesos; hacia 1960, se busca hacer de él un héroe normativo que encarna la moral oficial pasteurizada de la mitad del siglo XX; después de 1968, se convierte en uno de los héroes eversivos a través de los cuales el poder y sus certezas pueden criticarse; para el comienzo del siglo XXI, el boxeador se perfila como un

ídolo salido de las filas de los íconos de la cultura popular que a un tiempo responde a los prejuicios de su lugar común, pero que escapa de ellos a través de los autores que lo han convertido en un héroe para un tiempo de violencia social, redefiniciones identitarias y desencanto político. En suma, el boxeador ha transitado de un ídolo caído a un héroe trágico o, incluso, al protagonista de una comedia irónica, como define Northrop Frye a la literatura negra.

A través del tratamiento del boxeador, además de la definición de lo nacional en constante recreación, noto las vías a través de las cuales se acorta la brecha entre lo “culto” y lo “popular”. Una de las tareas para cerrar esta distancia, ha sido comprender al ícono a

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través del lenguaje de su mundo. El tratamiento estilístico de la literatura de boxeo da cuenta de ello. El tratamiento altamente estilizado y lleno de contrastes de Las glorias del gran Púas, dio pie a narraciones con gran interés en la creación y recreación de un registro como “El

Rayo Macoy” y Con la muerte en los puños. Esta estilización es la mejor medida de la distancia que media entre el ambiente “culto” de la intelectualidad que observa el mundo extraño de lo “popular”, ese mundo vivido entre el graderío, detrás de la televisión o acodado en una barra. Su inclusión dentro de la literatura neopoliciaca ha contribuido a disminuir esa brecha. El boxeador, en el siglo XXI, ya no es narrado con extrañamiento, sino con la familiaridad propia de quienes comparten su mundo y narran desde él. Con los ambientes de la urbanidad marginada y los entretelones del hampa traídos a primer plano en la literatura, el mundo en el que se mueve el boxeador ha dejado de ser un mundo ajeno y ha pasado a ser uno que comparte el mismo ambiente que un subgénero altamente exitoso. En el siglo XXI, el boxeador visto como un derrotado ha dejado de ser el tono dominante.

Acaso una de las áreas más evidentes en este tratamiento es en la posibilidad de reentender el triunfo. Si acaso ha habido una diferencia sustancial en el periodismo y la literatura, desde que ambos comenzaron a abordar el tema del boxeo, es que el primero ha concedido al boxeador una capacidad de triunfo a pesar de los reveses, mientras que la literatura, al menos hasta el final del siglo XX, se concentró en la figura del perdedor ejemplar, regateándole sus logros. Por ello es llamativo que la literatura del siglo XXI abunde en el tema de la redención cuando trata al boxeador. No es una literatura fácil de finales felices, pero es una literatura que acepta la posibilidad del heroísmo en uno de los miembros de sus márgenes. El “pelado” ya no es solamente nuestro depositario de los vicios y los excesos, es también el sitio de donde puede surgir un héroe, doloroso como sea. Leopoldo

Zea ya discutía la ida de que el mexicano se ha tratado de definir desde la “falta de algo”

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(105), un cúmulo de ausencias que eluden las respuestas sobre el ser y que indagan en los pormenores de lo que no es. El fracaso del boxeador en la literatura del siglo XX va de la mano con estas formas de reflexión sobre lo nacional: en el boxeador, se ha reflexionado acerca de sus carencias, de sus fracasos, de las resquebrajaduras en los pies del ídolo de barro.

Es por ello que la literatura del siglo XX ha abundado sobre las causas de la caída del ídolo popular y, al hacerlo, ha arrojado interesantes críticas acerca de la propia sociedad y los valores que enarbola. La centralidad de la masculinidad en un héroe estereotípicamente masculino ha sido uno de los modos más comunes de abordar una proposición crítica, pero también, la futilidad del deporte como salvación del crimen y de la pobreza. La sociedad, al ver en el hombre fuerte a la víctima indefensa ante los apostadores, los mánagers y la gran maquinaria que convierte al ser humano en un puño de billetes, deja de juzgar las causas intrínsecas que hacen del boxeador un derrotado y se embarca en las causas externas que hacen de la sociedad un sitio hostil. Roger Bartra ha acertado en definir a estos hombres del margen urbano, los “pelados”: “Los sacerdotes de la nueva nación confiesan sobre la cabeza del pelado todas las iniquidades de los mexicanos, le transfieren así los pecados de la patria y lo envían a perderse en el desierto de asfalto” (182). Lo que la del siglo XXI ha conseguido es ir un paso más allá: ofrece posibilidades de redención no sólo para esta figura que ha sido vista de manera crítica, sino también para quienes comparten con ellos un pasado y algunas circunstancias. Es decir, ha concedido a este chivo expiatorio, que encarna el mecanismo de la “víctima propiciatoria” que está en el corazón de la filosofía de René Girard, la plenitud de facultades: no es tan sólo el depositario de los pecados, es decir, el poseedor de la violencia maléfica, sino también, el depositario de los aspectos benéficos de esta misma violencia.

Puede ser, por un momento, un héroe, un modesto restaurador de la paz que lleva en su puño el argumento decisivo contra un mundo hostil y corrupto.

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En el presente trabajo, ha sido particularmente beneficioso analizar las situaciones de las que se alimentan las novelas del género neopoliciaco. Todos los autores que han usado al boxeador en novelas de este género exhiben una situación, pero no hacen ensayo político. Es decir, no utilizan el vehículo de la novela neopoliciaca como una especie de panfleto para criticar plataformas políticas establecidas y buscar establecer propias. Si bien las situaciones que exponen tienen diversos grados de denuncia o crítica, en ningún caso se adhieren a alguna facción o movimiento político reconocible. La obra de Caneyada es la más claramente crítica.

La construcción de temas y personajes ha sido cuidadosamente elaborada con el propósito de responder a la exposición de la problemática de la trata de personas. Víctor Solorio ataca la incapacidad de respuesta del gobierno en sus distintas instancias (federal, estatal y municipal) para combatir al crimen organizado, principalmente porque el propio gobierno no es sino otro cártel más. Por su parte, Peña evita las críticas parciales y se limita a mostrar un mundo de contrastes, ambigüedades morales y supervivencia en situaciones límite en donde la crítica desde las cómodas posturas intelectuales es la más ingenua de las posturas posibles: nadie que esté fuera del mundo duro de las calles puede opinar con autoridad.

Estoy seguro de que las observaciones que he hecho sobre el boxeador trascienden mi tema de estudio. Particularmente, creo que las los cambios en los tratamientos de temas regularmente considerados dentro de la cultura popular da cuenta de un cambio ideológico que se ha gestado con el cambio de siglo. El discurso monolítico de lo nacional desde la luz de sus fracasos, inferioridades y ausencias, apenas sirve para dar luz a la mitad de los que está ocurriendo en los tratamientos literarios de figuras como la que analizo ahora. La vuelta de la popularidad de estos héroes y su participación cada vez más activa en la literatura quizás nos indican que la literatura camina a definiciones más activas del mexicano y su sociedad.

Es decir, a definiciones o reflexiones sobre lo que es, no sobre lo que falta. La importancia

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del diálogo con el pasado, es decir, del diálogo con nuestros lugares comunes, parece adquirir una nueva relevancia cuando se utilizan estas preconcepciones como puntos de partida para aniquilarse a sí mismas. Es un cambio en la estrategia sobre el ring, es el paso de la idealización de la valentía y del poder, de la capacidad de soportar castigo, a la aplicación de las mejores lecciones del contragolpeo. Es, sin duda, sólo una muestra del tiempo de redefiniciones en el que peleamos.

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