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París: “mecenas” del finisecular

Sandra ÁLVAREZ MOLINA Universidad de París III–Sorbonne Nouvelle

En un artículo de Vida Nueva del 4 de agosto de 1898, titulado “Españolerías cargantes” firmado por un tal B., el periodista se lamentaba y rechazaba, por molesta, la visión tópica, corta y populachera que se tenía de España allende las fronteras: “Con el tiempo, ¡ay! nuestro pobre país será para el extranjero pintoresco tablado de e inmensa plaza de toros [...]. Se nos conocerá por el Guerrita, el Bombita […]. Por Chacón, Paco el de Lucena, y las Macarronas”. Por muy selecto que fuera el triunvirato de artistas flamencos que menta, insinuaba que el flamenco y las corridas perpetuaban el cliché de un país caracterizado por su cante, su baile, sus castañuelas y sus guitarras, estereotipo difundido por los relatos de los viajeros extranjeros. Sus estampas almibaradas fueron exportadas por el mundo entero, y estos aventureros fueron vistos como los responsables de lo que Antonio Machado denominó, en 1913, “la España de charanga y pandereta”. En la encrucijada finisecular, el flamenco se convirtió, efectivamente, en la nueva estampa arquetípica destinada a representar a España en el extranjero. Son los años de la época de oro del flamenquismo, en los que, por iniciativa de Antonio Chacón, cante y baile se convierten en espectáculo teatral. Triunfaban en España las revistas escénicas, imperaban el cuplé y el género de las variedades. El flamenco no sólo llegó a ser una moda nacional sino que, por su exotismo y su carácter pintoresco, suscitó también la curiosidad de los extranjeros que llegaban a la península. El menosprecio que sintieron varios intelectuales españoles de finales del siglo XIX hacia este género artístico, por considerarlo bárbaro y retrógrado, no correspondía en absoluto con el interés y el entusiasmo que despertaba en los intelectuales, músicos y pintores franceses. Desde principios del siglo XX, los bailes andaluces conocieron un éxito significativo en la capital francesa. Muchos artistas, hastiados por los lupanares en los que se habían convertido la mayoría de los cafés cantantes en declive, trataban de labrarse un porvenir en París, capital cultural por excelencia. El reconocimiento profesional que algunos intelectuales les negaban en su país de origen, era casi unánime en el país galo. Conviene pues interrogarse acerca del papel que desempeñaron empresarios de music-halls y teatros parisinos, así como artistas y coreógrafos franceses, a la hora de promover el baile español y flamenco en París. Tras hacer un recorrido por las salas y carteleras del París flamenco, nos detendremos en la trayectoria de algunos artistas flamencos que tuvieron en la capital francesa una oportunidad que no se les brindó en España.

1. París: “mecenas” del baile español

1.1. El ambiente flamenco parisino La exposición universal de París en 1889 fue el primer evento en el que se organizaron grandes fiestas españolas. Tuvieron lugar en el Cirque d’Hiver y en el Sandra ÁLVAREZ MOLINA

Teatro internacional de la Exposición1 donde no faltaron representaciones de cante y baile flamencos (Ortiz Nuevo, 1990: 330-331), como las de que bailó por primera vez delante del público francés. Esta insigne bailaora había conquistado el trono de reina del baile flamenco en los cafés cantantes más célebres (el Café Romero, El Burrero, el Café de la Marina). Fue tan rotundo su triunfo que el shah de Persia, entusiasmado, declaró: “Esta graciosa serpiente es capaz de hacerme olvidar a todas mis almeas de Teheran” (Pineda Novo, 1996: 23)2. Para este acontecimiento, se trajo a doscientas bailarinas y bailaoras españolas todas ataviadas con trajes pintorescos (largas faldas, mantones, moño y flores en el pelo). Bailaron el fandango, el tango, el vito, la jota, o sea bailes folclóricos regionales españoles conocidos, pero también otros, como las alegrías, ignorados por los espectadores galos. En otro escenario, cuyo decorado representaba las afueras de una posada, se formó un cuadro muy parecido al cuadro flamenco de un café cantante con bailaores, bailaoras, guitarristas y cantaores. Julien Tiersot cuenta que lo que dejó atónitos a los espectadores fueron los gritos de los jaleadores que animaban a la bailaora y el acompañamiento musical rítmico de las palmas. Él mismo expresaba su sorpresa ante el cante insólito, extraño, que ejecutó un cantaor: “En un momento dado, una voz se elevó por encima del chirrido de las guitarras, clara, muy justa, algo gangosa, cantando una suerte de melopea oriental, sin duda una de esas malagueñas que son, creo, los cantos más característicos de toda España” (Tiersot, 1889: 72)3. Estos espectáculos tuvieron tanto éxito que en la segunda exposición universal organizada en París en 1900 también acudieron otros grupos de flamenco. Ambas exposiciones resultaron provechosas ya que permitieron que muchos músicos franceses oyeran por primera vez melodías flamencas. Sobre Debussy Falla decía que

El conocimiento que adquirió de la música andaluza fue debido a la frecuencia con que asistía a las sesiones de cante y baile jondo dadas en París por los cantaores, tocaores y bailaores que de y Sevilla fueron a aquella ciudad durante las dos últimas exposiciones universales allí celebradas. (Falla, 1988: 176-177).

Aquel entusiasmo por los espectáculos participaba, en efecto, del ambiente musical español que reinaba en la capital francesa. En estos años, muchos músicos como Granados, Albéniz, Turina y se instalaron en París. Esta expatriación musical respondía a una necesidad de renovar la música nacional. París era considerado como “el hogar del arte universal […] donde se inició y se desarrolló el renacimiento musical de España en los primeros años de este siglo” (Falla, 1988: 128).

1 La tercera sede española fue una plaza de toros con techo corredizo y reflectores eléctricos financiada por el duque de Veragua –uno de los más importantes ganaderos de reses bravas– ubicada en el Bois de Boulogne. 2 En junio de 1912, la artista volvió para dar un solo recital en el Olympia cobrando mil francos, viaje de ida y vuelta pagado. Allí hizo alarde de su arte bailando soleares, tangos y alegrías acompañada por el bailaor sevillano Rafael Ortega. 3 La malagueña: estilo flamenco de los llamados libres, es decir que no tienen medida y se cantan y tocan ad libitum, según la voluntad de sus intérpretes. La copla es de cuatro o cinco versos octosílabos que corrientemente se convierten en seis por repetición del primero y del tercero. Las primeras malagueñas conocidas fueron las de Juan Breva.

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El intercambio que se produjo entre los músicos de ambos países favoreció el enriquecimiento mutuo. La música española influyó sobremanera a los músicos franceses como Chabrier, Debussy y Ravel seducidos sobre todo por las resonancias andaluzas. Aunque algunos de ellos tardaron en viajar a España, como Debussy, compusieron obras que rezumaban aires flamencos y andaluces. Es lo que confirmaba Falla: “Claude Debussy ha escrito música española sin conocer España […]. El canto […] en La Puerta del Vino se presenta frecuentemente adornado con esos ornamentos propios de las coplas andaluzas que nosotros llamamos cante jondo” (Falla, 1988: 75). Según el compositor gaditano, el empleo de ciertos modos, cadencias, enlaces de acordes, ritmos y giros melódicos del músico francés revelaba cierto parentesco con el cante jondo.

1.2. Los music-halls: los cafés cantantes4 afrancesados Fue a raíz de estas exposiciones cuando los cabarets y los music-halls abrieron sus puertas a espectáculos de baile o danza española. El auge que conocieron en Francia estos establecimientos dedicados a la canción fue anterior a los cafés cantantes españoles. Ya desde los años 1860 empezaron a abrir sus puertas la Gaité Lyrique (1868), Les Folies Bergères (1869), Bobino (1880), el Moulin Rouge (1889), el Bataclan (1892), el Olympia (1893). En 1890 había unos 200 caf’ conc’ –abreviación de café concert– en París (Salaün, 1990: 43). Si consultamos la cartelera de dichos locales5, nos percatamos de que muchos, entre los cuales los más prestigiosos como Les Folies Bergères, el Trianon, el Olympia, la Ópera cómica, el Moulin Rouge, l’Elysée- Montmartre y el Alhambra constituyen los lugares privilegiados de los espectáculos flamencos. En los años 1920 se produjo una verdadera avalancha de bailes y cantes españoles en la capital francesa. Rebasaron los límites del music-hall para acceder a otros escenarios de mucho renombre: la Sala Pleyel, la Sala Gaveau, el Teatro del Châtelet, el Teatro de los Campos Elíseos, el Teatro Fortuny, el Teatro Fémina, el Teatro de la Magdalena y el Teatro Marigny se contagiaban de la fiebre flamenca. Dichos teatros representaban los centros elitistas de la vida artística y nocturna parisina. El teatro de los Campos Elíseos, por ejemplo, era considerado como el lugar que predecía un “gran debut” o que sellaba el apoteosis de una carrera artística. Fue Sergio Diaghilev quien le dio este prestigio cuando representó sus famosos ballets rusos. Pisaron sus escenarios la bailarina Pavlova (1913), Isadora Duncán (1920), Josephine Baker y… . Según Paul Mourousy –gran erudito y culto escritor–, fue el “templo de las artes […] donde todos los artistas del mundo habrán venido, al menos una vez en su vida, a rendir tributo a la maravillosa vocación de París. París crisol

4 Recordemos que la denominación de “café cantante” viene del francés “café chantant” que en los años 1850 se puso de moda en toda Europa. Eran establecimientos que despachaban bebidas a la vez que ofrecían espectáculos musicales. Según los testimonios de la prensa nacional y regional española, las primeras artistas que se produjeron en los cafés cantantes andaluces fueron francesas e italianas. El Porvenir, Sevilla, 23 de julio de 1853: “Café cantante: con ese título se ha anunciado estos días por la calle de la capital la apertura de uno, en el que varias artistas italianas y francesas animarán la reunión entonando canciones” (Ortiz Nuevo, 1990: 78). 5 El catálogo Rondel, disponible en el departamento de Artes y espectáculos de la Biblioteca Nacional de Francia, recoge mucha información sobre los espectáculos extranjeros que tuvieron lugar en París.

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donde todas las artes se sitúan, se encuentran, se reunen, se exaltan y se persiguen” (Argentina, 1988: 14). Esta enumeración de salas y locales en los que se expandía el género flamenco atestigua su éxito en los escenarios parisinos. De hecho, si hojeamos la prensa, es de notar que en la sección teatral todos los títulos como “Artistas españoles hacen aplaudir en París bailes y cantes de su país”, “En el Moulin Rouge, escenas españolas y gitanas”, “De a París”, “Las gitanas vendrán a París”, “El baile español está en voga en París” hacían hincapié en la presencia de espectáculos con visos flamencos. La cartelera de los teatros también hablaba por sí misma: en 1920, Amalia Molina, con el espectáculo Goyescas, canta en el Olympia junto a otros artistas como Amparito Medina, Raquel Meller y el Trío Gómez (famosos por su jota aragonesa); el mismo año, Nati la Bilbainita baila un zapateado gitano en les Folies Bergères; en 1924, actúa en el Alhambra (music-hall situado en el distrito 11 de París); de enero a febrero de 1925, el Teatro de la Cigale presenta Flores y Mujeres de España, con coreografía de José Viñas; este mismo año, se estrena el Amor Brujo de Falla en la Ópera de París; del 9 al 15 de abril de 1926, María Albaicín inaugura su espectáculo Gitanerías, en el Apollo Music-hall; la semana siguiente, el Ópera Music-hall presenta varios cuadros titulados “España de la alegría”, “España romántica”, “España gitana”, “España de los toreros”, bailados por el bailaor El Estampío (famoso por su baile El Picaor) y la Joselito; por fin, en 1930, el Trío Gómez y Lolita Benavente triunfaban en el Moulin Rouge. Esa retahíla de espectáculos no es más que una muestra de la explosión de la afición flamenca parisina. A ello contribuyeron también unas cuantas personalidades que manejaban las riendas del comercio artístico.

1.3. Empresarios y coreógrafos Ante el abrumador éxito del flamenco fuera de su marco de origen, surgió un enjambre de empresarios y coreógrafos que contribuyeron a fomentar las representaciones del folclore español en general y del flamenco en particular. El ánimo de lucro movió a varios coreógrafos extranjeros que vinieron a España en busca de artistas para montar una compañía con o integrar partes coreográficas flamencas en sus exhibiciones. Los más atrevidos y vanguardistas en este campo fueron los rusos. El primero en acudir a las tierras andaluzas fue el empresario Pauloski, dueño de un famoso teatro de Moscú, que vino a Sevilla en 1894 para contratar a las primeras cantaoras y bailaoras de los cafés flamencos, con el objeto de introducir en su país este género. Pero el que sacó gran provecho de este filón, fue Sergio Diaghilev quien, acompañado de su amante y coreógrafo Leonidas Massine, vino a Sevilla en 1917. Ambos se pasaron las noches en los cafés cantantes en busca de un bailaor que sirviera de modelo para su próximo espectáculo El sombrero de tres picos con música de Manuel de Falla y decorados de Pablo Picasso. Fue en el Café Novedades donde se fijaron en un tal Félix que contrataron para que aprendiese a bailar la farruca a los bailarines de la compañía. Se cuenta que éste se volvió loco cuando supo que no iba a actuar el día del estreno en el teatro del Alhambra de Londres en julio de 1919. Dos años más tarde, en 1921, el mismo Diaghilev seguía explotando la vena flamenca para su ballet Cuadro flamenco. El elenco estaba compuesto por la bailaora María Albaicín, la Macarrona y su compañero Ramírez, la Malena, el Estampío, el Rojas, el Tijero, las cantaoras la Minerita y la Rubia de Jerez, y el guitarrista Manuel Martell. El

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espectáculo, un tanto surrealista y con decorados de Picasso, alcanzó un gran triunfo en Londres donde se estrenó. Después se presentó en la Gaité Lyrique de París con igual éxito. Otra personalidad importante que contribuyó a lanzar a la fama a artistas flamencos fue Armando Meckel. Empresario de estrellas consagradas, presintió el embrujo que emanaba de la bailaora la Argentina y organizó en enero de 1926 dos recitales en la Sala Gaveau para un público de selección. Al verla bailar, brotó inmediatamente otro admirador, André Levinson. Ese temido crítico, poderoso arquitecto y apóstol del movimiento general en favor del baile, dio conferencias en la Comedia de los Campos Elíseos bajo el lema “Los viernes de la danza”. Dedicó a España una de las veladas con la colaboración de la Argentina quien hacía demostraciones. Meckel no tardó en sacar fruto de su éxito. Organizó sesenta conciertos por todo el territorio francés y un primer viaje por el mundo. A su regreso, la Argentina debutó en el Teatro Fémina de París y creó su propia compañía con Carmen Joselito, Irene Ibáñez, Dalmau, Jorge Wague, Francisco León, Juan Martínez, Viruta, Juárez y Maso. Otros empresarios, como Paul Franck y el señor Derval (directores del Olympia), Firmin Gémier (director del Teatro de los Campos Elíseos), la señora Beriza (directora del Trianon) a menudo contrataron espectáculos españoles, participando de su auge y de su éxito en París. Estos mecenas revelaban artistas de Madrid y de Sevilla que triunfaban en la capital del arte. En aquella época, incluir este tipo de exhibiciones en su programación eran intentos algo atrevidos, a veces arriesgados, desde un punto de vista artístico. En efecto, si bien algunas representaciones eran un éxito hasta el punto de que se decía que enriquecían el music-hall parisino (La Comaedia, 24 de enero de 1924), otras provocaban la inquietud de algunos críticos. Francis de Miomandre escribió un artículo, “Después de los ballets rusos, los ballets españoles”, publicado en la revista Femina en diciembre de 1927 en el que ponía en tela de juicio la autenticidad de dichos bailes. Establecía una diferencia entre los espectáculos representados en los teatros y los que se veían en los demás locales. Hablaba de las exhibiciones desarraigadas, mutiladas, miserables y abruptas de los music-halls. En éstos las bailaoras tenían que atenerse a las normas del sistema, reduciendo su número de baile a una duración determinada, más bien corta, que les impedía transmitir toda la pureza de su arte. Era pues, según Miomandre, un espectáculo falsificado el que se ofrecía al público parisino incapaz de juzgarlo correctamente por desconocer su entorno creativo. El periodista francés hacía alarde de una lucidez poco común en críticos extranjeros al denunciar en algunos espectáculos la trillada españolada. El envés de estas representaciones eran las danzas teatrales de la Argentina quien, según el crítico, revelaba los misterios de los bailes españoles. Cabe pues detenerse en las figuras más representativas que marcaron aquellos años del flamenco parisino.

2. Las estrellas flamencas en París Muchos bailaores y bailaoras buscaron en París una salida artística internacional, unos por ambición profesional, otros por cuanto carecían de reconocimiento en su propio país.

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2.1. Las más ínfimas Algunas famosas folclóricas hicieron apariciones puntuales en los escenarios parisinos como por ejemplo Raquel Meller, aquella embajadora del cuplé, que tanto triunfó dentro y fuera de España. Viajó sobre todo a Estados Unidos, pero de vez en cuando se paraba en París donde actuó en 1919, en el Olympia, y en 1925, en El Casino y en el Palace, por lo que cobró seis mil francos mensuales. Sus rivales, La Fornarina y Pastora Imperio, también tuvieron su hora de gloria parisina tal y como lo cuenta el señor de Sène en un artículo publicado en La Revista de Alicante el 5 de septiembre de 1907, “Dos mujeres en España”, en el que daba fe del entusiasmo que despertaba la venida de las dos cupletistas en la capital francesa. Gracias a sus couplets y a sus danzas, tanto la una como la otra había conquistado a los parisinos: “A la Fornarina se la conoce ya por la princesa linda de los bucles de oro, y a la Imperio, por la reina de las gitanas”. No eran las únicas en tener fama. Nati la Bilbainita, Teresina Boronat, Carmen Salazar, María Albaicín, Emma Matelas, Lolita Mas, Amparito Medina y Lolita Osorio, eran algunos de los nombres que circulaban en los periódicos locales y aparecían en las carteleras teatrales pero que no eran muy conocidos en España. Es obvio que el llevar nombre español permitía sin duda que se les contratara con mayor facilidad. A veces les cambiaban la ortografía, adaptándola a la pronunciación francesa (Roselito por Joselito, María Dalbaicín por Albaicín); otras veces, algunas de ellas tomaban prestado el nombre de una famosa para poder tener más éxito. Fue el caso de una tal Macarona de la que se habló mucho por su baile del vientre en el Elysée Montmartre en 1892. Fue en este teatro donde la Goulue estrenó su baile de la quadrille (levantar la pierna y dejarse caer) y en el que participaba la tal Macarona. Dudamos de que se trate de la bailaora Juana la Macarrona. Fueron muchas las bailaoras que acudieron a París creyéndose que el estrellato iba a ser inmediato y asegurado. Un artículo publicado en el Mundo artístico de Madrid, el 10 de agosto de 1909, hablaba de la admiración que se granjeaban las artistas en el extranjero, sobre todo en París donde una constelación de bailaoras vivían y se aclimataban para probar suerte. Sin embargo, no era oro todo lo que relucía. Muchas no cosechaban el triunfo tan anhelado. La vida en la capital francesa no les sonreía a todas ellas. Varios cuentos, como el de “La Españolita” publicado en Nuevo Mundo (Madrid) el 20 de agosto de 1915, narraban las tristes aventuras y los desengaños padecidos por las artistas que se veían obligadas a vender sus encantos para poder sobrevivir.

2.2.Las más ilustres París se convirtió en el escenario universal de coreografías novedosas, lo que incitó a las bailaoras más famosas a introducir allí, lejos de las miradas de los puristas, movimientos atrevidos. En marzo de 1887, Trinidad Huertas, la Cuenca, estrenaba su espectáculo La Feria de Sevilla en el Nuevo Circo de París. Un artículo de la revista La Andalucía del 27 de marzo de 1887 titulado “París flamenco” cuenta cómo la bailaora iba vestida de hombre y de corto, con chaquetilla, pantalón ceñido, botas vaqueras, calanés, camisa con chorreras y faja de seda, o sea de torero. Así ataviada provocó a la asamblea y a los críticos, pero creó lo que se dio por llamar los bailes tauro-flamencos. Antonia Mercé, la Argentina (1890-1936), fue la que predominó como bailaora internacional. Considerada como madre del baile, embajadora de la danza española o

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“diosa ibérica”, como la nombraría el escritor Paul Mourousy (La Argentina, 1988: 14), tuvo una formación clásica llegando a ser, con tan sólo once años, la primera bailarina de la Ópera de Madrid. Desde 1910, cuando hace una aparición fugaz en una opereta El Amor en España representada en el Moulin Rouge y en el caf’ conc’ el Jardín de París, hasta el final de su carrera, reinó en los escenarios parisinos. En 1914, debuta en el teatro del Alhambra en Londres con una compañía de bailaores flamencos (Antonio de Bilbao, Manuel Real, Faíco, Lolilla la flamenca, Maria la Bella, la Malagueñita). Al volver a España, empieza a integrar movimientos flamencos en sus coreografías dándole otra orientación –no académica– a su repertorio. En aquella época, pesaba un gran desdén sobre el baile y la música que en los cafés cantantes se veía y escuchaba. El baile de café era considerado por los intelectuales y la sociedad distinguida como cosa ínfima y grosera. Sin embargo, la Argentina vio en él una fuerza expresiva que deseaba penetrar y de la que quería empaparse. Renunció a actuar en la Ópera, única actividad teatral lírica admitida como digna, y tuvo que luchar en los teatros de variedades, vistos también como antros de perversión artística y moral, para hacerse respetar y admirar. Frente a tanta reticencia ante lo novedoso, decidió salir de España. La temporada de 1923-1924 fue el comienzo de su fabulosa carrera en Francia. Debuta como solista en el Olympia. En 1926, aparece junto a André Levinson en las conferencias ya mentadas, y muy pronto empieza sus giras por el extranjero donde se le acoge con más entusiasmo que en España. Sus viajes son un triunfo clamoroso e ininterrumpido. Ese mismo año, presenta Un siglo de baile español en el Trianon. En 1928, crea los Ballets españoles con los que representa El fandango del Candil, El corazón de Sevilla, bailes y cuadros de toda España con música de Albéniz, Granados, Turina, Esplá, Halfter y Durán. Todos sus espectáculos anuncian aforo completo. Entre 1927 y 1930 pisa, cada año, los escenarios de los mayores teatros de la capital: en junio de 1927, el Teatro de los Campos Elíseos; de marzo a julio de 1928, la Sala Pleyel, el Teatro de la Magdalena, el Teatro Fémina, el de la Moneda, y la Sala Gaveau; de abril a julio 1929, de nuevo el Teatro de los Campos Elíseos, la Ópera Cómica, el Teatro Marigny; en junio de 1930, la Ópera Cómica y el Teatro de los Campos Elíseos. Se le encomiaba en toda la prensa parisina. Tanto el público como los críticos veían en ella a una de las grandes bailarinas del mundo. Su éxito era tal que se convirtió en modelo de emancipación femenina. Los diseñadores aprovechaban la ocasión para utilizarla en sus anuncios: “Todos los vestidos de calle que la señora Argentina lleva son de Jean Patou”, “Mantón de armiño blanco con adornos de armiño beige creado para la señorita Argentina por Pieles Max” (Rondel, 1932). Como colofón, se le condecoró, en 1930, con la legión de honor. El auge de su carrera en Francia correspondía al declive de los cafés cantantes en España, convertidos en antros de prostitución en los que el flamenco ya no era flamenco sino un género falsificado, comercializado que había perdido su genuidad degenerando en un arte de gitanos fabricados en serie. La Argentina huyó de todo lo académico. Fue ella quien favoreció el auge del baile flamenco en los escenarios teatrales. Encarnaba la corriente moderna del flamenco frente a la corriente tradicional de la Macarrona. Su empeño en buscar un equilibrio entre intuición estética y conocimiento técnico permitió que, una vez en París, explorara todas las potencialidades creadoras del flamenco contribuyendo a su renacimiento y su renovación. Según André Levinson, la Argentina cogió una tradición rica y expresiva y la depuró conservando lo esencial. Sin embargo,

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su éxito desencadenó toda una ofensiva de los defensores de la danza española. Para algunos, por mucha fama que tuviese en el exterior, la Argentina seguía vinculada al género menor de las variedades. El anhelado triunfo en Madrid tardaría diez años en llegar –en 1934, con la tercera versión de El Amor Brujo en el Teatro Español. Vicente Escudero es la otra imagen arquetípica del bailaor que se forjó en París. Tras unos principios caóticos en el Café de la Marina y en Las Columnas, ambos sitos en Bilbao, rehuye rápidamente del ambiente libidinoso de esos locales. Se instala en París donde primero actúa, todas las noches, en el restaurante El Garrón (calle Fontaine). Luego empieza a producirse en el Olympia, y después en la Sala Gaveau (en 1922), en el Teatro Fortuny (en 1924), en el Teatro de los Campos Elíseos (en 1926) y en la Sala Pleyel (en 1928). En todas sus apariciones, se le tributaba muchos aplausos y la prensa no dejaba de elogiarlo llamándole el “príncipe del baile español”. Impuso un estilo propio, personal, que atraía a los artistas bohemios de la época. El bailaor se dejó influir por las corrientes artísticas vanguardistas cuyo espíritu rebelde correspondía a su concepción atrevida del baile. En un capítulo de su autobiografía, titulado “Influencias del cubismo y del surrealismo en mis bailes”, relata cómo se interesó por la pintura cubista y cuenta que acudía a las reuniones de los surrealistas. Así fue cómo conoció a Picasso, a Fernand Léger, a Juan Gris, a Aragón, a André Breton, a Eluard, a Buñuel, a Manray y a Juan Miró, los primeros testigos de sus indagaciones y creaciones artísticas. Explica que se inspiró de esta corriente para idear sus coreografías, tratando de traducir la misma emoción en sus bailes: “Del cubismo me interesaba […] conseguir el equilibrio estético entre cada una de mis actitudes con una total despreocupación por todo lo que perciben y deforman directamente los sentidos. […] La pintura surrealista fue la que me inspiró bailar arquitectónicamente” (Escudero, 1947: 109-110). Gracias a la Argentina y a Vicente Escudero, el público parisino vio espectáculos de flamenco distintos. En 1925, interpretaron juntos la segunda versión de El Amor Brujo en el Trianon. Se dijo que la Argentina era la gran depuradora de la españolada. Algunos críticos creyeron ver en los dos algo diferente, nuevo, que no correspondía a los típicos espectáculos españoles que tenían visos de pandereta. Así lo comentaba un periodista de la revista Comaedia: “Vicente es un joven bailarín español […] que por fín nos trae algo nuevo. […] Porque los bailes que se importan aquí están meticulosamente concebidos para lo que se cree que es el gusto del público francés” (A. R., 1921).

A finales del siglo XIX y principios del XX, París se convirtió en una importante escala para la ascensión de los artistas españoles en general y de los bailaores de flamenco en particular. Para muchos de ellos, la consagración definitiva venía de fuera de España. No se trató aquí de juzgar la genuidad o no de los espectáculos flamencos que se representaban. Hay que reconocer que el flamenco que se producía en los escenarios franceses era un remedo folklórico, un flamenco destilado o “descafeinado”, como decía Félix Grande, que, no pocas veces, alimentaba el cliché de la España de pandereta. Empero, París también fue una fuente de inspiración, un campo experimental que permitió que algunos revolucionaran e innovaran el baile. Y por ello podemos concluir que, en su día, fue la meca del arte flamenco.

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