París: “Mecenas” Del Flamenco Finisecular

París: “Mecenas” Del Flamenco Finisecular

París: “mecenas” del flamenco finisecular Sandra ÁLVAREZ MOLINA Universidad de París III–Sorbonne Nouvelle En un artículo de Vida Nueva del 4 de agosto de 1898, titulado “Españolerías cargantes” firmado por un tal B., el periodista se lamentaba y rechazaba, por molesta, la visión tópica, corta y populachera que se tenía de España allende las fronteras: “Con el tiempo, ¡ay! nuestro pobre país será para el extranjero pintoresco tablado de cante flamenco e inmensa plaza de toros [...]. Se nos conocerá por el Guerrita, el Bombita […]. Por Chacón, Paco el de Lucena, y las Macarronas”. Por muy selecto que fuera el triunvirato de artistas flamencos que menta, insinuaba que el flamenco y las corridas perpetuaban el cliché de un país caracterizado por su cante, su baile, sus castañuelas y sus guitarras, estereotipo difundido por los relatos de los viajeros extranjeros. Sus estampas almibaradas fueron exportadas por el mundo entero, y estos aventureros fueron vistos como los responsables de lo que Antonio Machado denominó, en 1913, “la España de charanga y pandereta”. En la encrucijada finisecular, el flamenco se convirtió, efectivamente, en la nueva estampa arquetípica destinada a representar a España en el extranjero. Son los años de la época de oro del flamenquismo, en los que, por iniciativa de Antonio Chacón, cante y baile se convierten en espectáculo teatral. Triunfaban en España las revistas escénicas, imperaban el cuplé y el género de las variedades. El flamenco no sólo llegó a ser una moda nacional sino que, por su exotismo y su carácter pintoresco, suscitó también la curiosidad de los extranjeros que llegaban a la península. El menosprecio que sintieron varios intelectuales españoles de finales del siglo XIX hacia este género artístico, por considerarlo bárbaro y retrógrado, no correspondía en absoluto con el interés y el entusiasmo que despertaba en los intelectuales, músicos y pintores franceses. Desde principios del siglo XX, los bailes andaluces conocieron un éxito significativo en la capital francesa. Muchos artistas, hastiados por los lupanares en los que se habían convertido la mayoría de los cafés cantantes en declive, trataban de labrarse un porvenir en París, capital cultural por excelencia. El reconocimiento profesional que algunos intelectuales les negaban en su país de origen, era casi unánime en el país galo. Conviene pues interrogarse acerca del papel que desempeñaron empresarios de music-halls y teatros parisinos, así como artistas y coreógrafos franceses, a la hora de promover el baile español y flamenco en París. Tras hacer un recorrido por las salas y carteleras del París flamenco, nos detendremos en la trayectoria de algunos artistas flamencos que tuvieron en la capital francesa una oportunidad que no se les brindó en España. 1. París: “mecenas” del baile español 1.1. El ambiente flamenco parisino La exposición universal de París en 1889 fue el primer evento en el que se organizaron grandes fiestas españolas. Tuvieron lugar en el Cirque d’Hiver y en el Sandra ÁLVAREZ MOLINA Teatro internacional de la Exposición1 donde no faltaron representaciones de cante y baile flamencos (Ortiz Nuevo, 1990: 330-331), como las de Juana la Macarrona que bailó por primera vez delante del público francés. Esta insigne bailaora había conquistado el trono de reina del baile flamenco en los cafés cantantes más célebres (el Café Romero, El Burrero, el Café de la Marina). Fue tan rotundo su triunfo que el shah de Persia, entusiasmado, declaró: “Esta graciosa serpiente es capaz de hacerme olvidar a todas mis almeas de Teheran” (Pineda Novo, 1996: 23)2. Para este acontecimiento, se trajo a doscientas bailarinas y bailaoras españolas todas ataviadas con trajes pintorescos (largas faldas, mantones, moño y flores en el pelo). Bailaron el fandango, el tango, el vito, la jota, o sea bailes folclóricos regionales españoles conocidos, pero también otros, como las alegrías, ignorados por los espectadores galos. En otro escenario, cuyo decorado representaba las afueras de una posada, se formó un cuadro muy parecido al cuadro flamenco de un café cantante con bailaores, bailaoras, guitarristas y cantaores. Julien Tiersot cuenta que lo que dejó atónitos a los espectadores fueron los gritos de los jaleadores que animaban a la bailaora y el acompañamiento musical rítmico de las palmas. Él mismo expresaba su sorpresa ante el cante insólito, extraño, que ejecutó un cantaor: “En un momento dado, una voz se elevó por encima del chirrido de las guitarras, clara, muy justa, algo gangosa, cantando una suerte de melopea oriental, sin duda una de esas malagueñas que son, creo, los cantos más característicos de toda España” (Tiersot, 1889: 72)3. Estos espectáculos tuvieron tanto éxito que en la segunda exposición universal organizada en París en 1900 también acudieron otros grupos de flamenco. Ambas exposiciones resultaron provechosas ya que permitieron que muchos músicos franceses oyeran por primera vez melodías flamencas. Sobre Debussy Falla decía que El conocimiento que adquirió de la música andaluza fue debido a la frecuencia con que asistía a las sesiones de cante y baile jondo dadas en París por los cantaores, tocaores y bailaores que de Granada y Sevilla fueron a aquella ciudad durante las dos últimas exposiciones universales allí celebradas. (Falla, 1988: 176-177). Aquel entusiasmo por los espectáculos participaba, en efecto, del ambiente musical español que reinaba en la capital francesa. En estos años, muchos músicos como Granados, Albéniz, Turina y Manuel de Falla se instalaron en París. Esta expatriación musical respondía a una necesidad de renovar la música nacional. París era considerado como “el hogar del arte universal […] donde se inició y se desarrolló el renacimiento musical de España en los primeros años de este siglo” (Falla, 1988: 128). 1 La tercera sede española fue una plaza de toros con techo corredizo y reflectores eléctricos financiada por el duque de Veragua –uno de los más importantes ganaderos de reses bravas– ubicada en el Bois de Boulogne. 2 En junio de 1912, la artista volvió para dar un solo recital en el Olympia cobrando mil francos, viaje de ida y vuelta pagado. Allí hizo alarde de su arte bailando soleares, tangos y alegrías acompañada por el bailaor sevillano Rafael Ortega. 3 La malagueña: estilo flamenco de los llamados libres, es decir que no tienen medida y se cantan y tocan ad libitum, según la voluntad de sus intérpretes. La copla es de cuatro o cinco versos octosílabos que corrientemente se convierten en seis por repetición del primero y del tercero. Las primeras malagueñas conocidas fueron las de Juan Breva. 301 París: “mecenas” del flamenco finisecular, pp. 300-308 El intercambio que se produjo entre los músicos de ambos países favoreció el enriquecimiento mutuo. La música española influyó sobremanera a los músicos franceses como Chabrier, Debussy y Ravel seducidos sobre todo por las resonancias andaluzas. Aunque algunos de ellos tardaron en viajar a España, como Debussy, compusieron obras que rezumaban aires flamencos y andaluces. Es lo que confirmaba Falla: “Claude Debussy ha escrito música española sin conocer España […]. El canto […] en La Puerta del Vino se presenta frecuentemente adornado con esos ornamentos propios de las coplas andaluzas que nosotros llamamos cante jondo” (Falla, 1988: 75). Según el compositor gaditano, el empleo de ciertos modos, cadencias, enlaces de acordes, ritmos y giros melódicos del músico francés revelaba cierto parentesco con el cante jondo. 1.2. Los music-halls: los cafés cantantes4 afrancesados Fue a raíz de estas exposiciones cuando los cabarets y los music-halls abrieron sus puertas a espectáculos de baile o danza española. El auge que conocieron en Francia estos establecimientos dedicados a la canción fue anterior a los cafés cantantes españoles. Ya desde los años 1860 empezaron a abrir sus puertas la Gaité Lyrique (1868), Les Folies Bergères (1869), Bobino (1880), el Moulin Rouge (1889), el Bataclan (1892), el Olympia (1893). En 1890 había unos 200 caf’ conc’ –abreviación de café concert– en París (Salaün, 1990: 43). Si consultamos la cartelera de dichos locales5, nos percatamos de que muchos, entre los cuales los más prestigiosos como Les Folies Bergères, el Trianon, el Olympia, la Ópera cómica, el Moulin Rouge, l’Elysée- Montmartre y el Alhambra constituyen los lugares privilegiados de los espectáculos flamencos. En los años 1920 se produjo una verdadera avalancha de bailes y cantes españoles en la capital francesa. Rebasaron los límites del music-hall para acceder a otros escenarios de mucho renombre: la Sala Pleyel, la Sala Gaveau, el Teatro del Châtelet, el Teatro de los Campos Elíseos, el Teatro Fortuny, el Teatro Fémina, el Teatro de la Magdalena y el Teatro Marigny se contagiaban de la fiebre flamenca. Dichos teatros representaban los centros elitistas de la vida artística y nocturna parisina. El teatro de los Campos Elíseos, por ejemplo, era considerado como el lugar que predecía un “gran debut” o que sellaba el apoteosis de una carrera artística. Fue Sergio Diaghilev quien le dio este prestigio cuando representó sus famosos ballets rusos. Pisaron sus escenarios la bailarina Pavlova (1913), Isadora Duncán (1920), Josephine Baker y… la Argentina. Según Paul Mourousy –gran erudito y culto escritor–, fue el “templo de las artes […] donde todos los artistas del mundo habrán venido, al menos una vez en su vida, a rendir tributo a la maravillosa vocación de París. París crisol 4 Recordemos que la denominación de “café cantante” viene del francés “café chantant” que en los años 1850 se puso de moda en toda Europa. Eran establecimientos que despachaban bebidas a la vez que ofrecían espectáculos musicales. Según los testimonios de la prensa nacional y regional española, las primeras artistas que se produjeron en los cafés cantantes andaluces fueron francesas e italianas. El Porvenir, Sevilla, 23 de julio de 1853: “Café cantante: con ese título se ha anunciado estos días por la calle de la capital la apertura de uno, en el que varias artistas italianas y francesas animarán la reunión entonando canciones” (Ortiz Nuevo, 1990: 78).

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