El Metralla Es Un Desclasado, Un Anarquista Visceral E Irreprimible, Un Marginal Contra El Sistema
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El Metralla es un desclasado, un anarquista visceral e irreprimible, un marginal contra el sistema. El Metralla es un hombre pisoteado siempre por las circunstancias, que conserva, a trancas y barrancas, la dignidad de quien no se ha dejado acorralar por la miseria ni doblar por los años. Manuel Avilés, por medio del personaje principal de la obra, y a través del narrador, mezcla realidad y ficción, y nos da una vuelta intensa y extensa por la España del franquismo y del hambre. Incluso por sus oscuras cárceles y por los luctuosos hechos acaecidos en ellas cuando la Dictadura tocaba a su fin. Antonio Asunción Manuel Avilés EL METRALLA Andanzas de un sublevado A mi madre. ¡Cuánto le habría gustado leer este libro! A Adrián López, magnífico escritor y mejor persona. A mis amigos de Comisión Cívica para la recuperación de la Memoria Histórica. A tantos trabajadores, buenas personas, como hay en Instituciones Penitenciarias. Hace algún tiempo, en una página inicial como ésta, al principio de un libro anterior, expresaba una idea de la que cada día estoy más convencido: uno de los indicativos de haber tenido una vida intensa y de calidad, es el número y la categoría humana de los amigos que se atesoran a lo largo de ella. —Uso con toda intención el verbo atesorar. Me felicitaba entonces y me felicito hoy porque en mi vida hay, por lo menos, tres o cuatro amigos más que cuando publiqué los libros anteriores. Me felicité y me felicito por tener los amigos que tengo. A todos ellos les agradezco su ánimo, su ayuda incluso documental, y el haber soportado la paliza que les he dado con esta novela. Sé que posiblemente soy un pelmazo, pero no me importa porque es de justicia citarlos. Le doy las gracias a Carlos Salinas, un funcionario como la copa de un pino, que conoce las prisiones como poca gente y que lleva mil años trabajando en ellas. Ha vivido el pase de la dictadura a la democracia y siempre ha sido un trabajador incansable por los derechos humanos dentro de las mismas. Agradezco su ayuda a Gonzalo Eulogio, un abogado alicantino que sabe de cine más que nadie de los que conozco y que me ha atendido siempre con cordialidad y dedicación. Cada vez que se lo he pedido, él ha estado ahí. No puedo olvidar, porque no lo he hecho en los anteriores libros, ni en los que posiblemente escriba todavía —noten la amenaza—, a María Ángeles Tena. Si le preguntan a ella dirá que no ha hecho nada, que no ha tenido la mínima participación en lo escrito. No es mi musa, que las musas no existen pero sí es mi conciencia. Cada frase que pongo sobre el papel, antes de escribirla, pienso ¿le gustará cuando la lea? ¿Pensará que está bien escrita? Ella es mi libro de estilo. He de referirme por fuerza a mi gran amigo Juan Alberto Belloch que, en medio del jaleo que se lleva entre manos con el programa del agua en Zaragoza 2008 —un exitazo, ya verán ustedes, porque este hombre gestiona como pocos lo que coge entre sus manos—, ha encontrado hueco para leer este libro y tirarme de las orejas si me he pasado con la imaginación en algunas afirmaciones y aventuras. La misma expresión de agradecimiento vale para mi gran amigo Antonio Asunción. También él tiene el día entero ocupado, ahora no como político sino como empresario, lo cual es casi más duro, y no obstante, encuentra siempre un momento para una charla, una opinión o matiz acertado sobre cualquier tema con la prudencia y el tino que lo caracterizan. Gracias a Sonia Gonzálvez que, desinteresadamente, ha mejorado el texto, corrigiendo hasta donde le hemos dejado. Mi amigo José María Ortiz de Solórzano es un joven escritor de 82 años que me ha ayudado con sus observaciones y su memoria porque él es una memoria viviente. Tengo que estar infinitamente agradecido a mis amigos de Tárbena, a Jesús Molines y a su hijo José, a Vicente Perles Moncho —nieto del maestro que cito abundantemente en este libro— y a Sebastián Signes. Todos me han aportado sus conocimientos de la época e incluso bibliografía abundante sobre la misma para hacer del libro un escrito fiel a determinadas vidas e historias de gentes reales, pese a ser sólo un ejercicio literario y no un libro de historia de España. No puedo dejar de citar a Verónica que, huraño y metido de lleno en la escritura me soporta a diario. Es una suerte contar con personas así en mi vida. Una suerte que muchos ya quisieran y que ni se imaginan a qué sabe tener hombres y mujeres así junto a ti y a tu alrededor. Todos los personajes novelados que aparecen en las páginas siguientes — aviso para suspicaces y paranoicos— son novelados, con perdón de la redundancia, fruto exclusivo de la imaginación. Si alguien se siente identificado para bien, me alegro infinito. Si alguien se siente identificado para mal, se equivoca, ahórrese las querellas. No me estoy refiriendo a él. O mejor, interponga una o más de una, que meter una novela en los juzgados es siempre un buen instrumento publicitario. Podría ser hasta un honor —no escribo para ganar dinero, que escribir en España sigue siendo llorar como en tiempos de Larra— llegar a pisar la cárcel por escribir, como antes hicieron tantos otros autores. Desde Cervantes hasta Quevedo, desde Pablo Olavide hasta Melchor de Macanaz, desde Miguel Hernández hasta Buero Vallejo, desde Diderot hasta Voltaire —líbrenme todos los dioses de pretender compararme con ellos—. Por suerte, hoy y aquí, eso ya no se estila. Este libro sólo ha pretendido ser un ejercicio de memoria, de imaginación y de libertad literaria, una forma de reírme —a veces, otras no— de la realidad, lo que no es nada fácil con lo que uno ve a su alrededor, aún todos los días. Manuel Avilés Sólo morir permanece como la más inmutable razón, vivir es un accidente, un ejercicio de gozo y dolor. L. E. Aute. I PRIMEROS INTENTOS, O ACERCA DE MI FRACASO Y MIS CALENTAMIENTOS DE CABEZA Cuando te mandan a freír monos o espárragos —expresión utilizada por gente bien hablada, de la “beautiful people”, de colegio de monjas de los de antes—, o a hacer gárgaras —un poco más expeditiva que la anterior y también de colegio de pago—, o cuando te mandan directamente a tomar por el mismísimo culo —expresión contundente, grosera, definitiva e inapelable, de escuela nacional, de instituto de bachillerato con pintadas en los váteres, de colegas de botellón—, o a que te la pique un pollo o te folle un pez —más grosero y peor que todo lo anterior—, lo normal es que te sientas frustrado ante algo que querías y no has logrado. La frustración, dicen los psicólogos, genera agresividad. Otras veces agudiza el ingenio. La Administración, las direcciones generales, las subsecretarías, las delegaciones de algo —aunque sea algo inservible normalmente— las secretarías generales técnicas y los ministerios, no utilizan, evidentemente, la expresión soez y políticamente incorrecta: ¡Váyase usted a tomar por el culo! ¡Anda y que te la pique un pollo! Usan muchas veces, casi siempre, el silencio administrativo. La callada como respuesta. Ese mutismo inquietante quiere decir que no, que lo que has pedido no te lo conceden. Otras veces, si se dignan contestar, te dicen algo así como: “De conformidad con lo que prescriben los artículos 47 y siguientes de la Ley para la Represión de la Masonería y el Comunismo y demás concordantes en nuestro ordenamiento jurídico, bla, bla, bla.... “no procede acceder a su petición, porque no puede ser y además es imposible”. Contra la presente resolución puede interponer recurso Contencioso Administrativo ante el Tribunal y bla, bla, bla y sigue la verborrea jurídico, administrativa e ininteligible. Y uno, resignado, se dice a sí mismo: ¡A qué cojones voy a interponer yo nada! ¡Que os folle un pez a vosotros y os la pique un pollo a la vez, todo junto! Tuve una primera idea, antes de ponerme a escribir esto, quería hacer una novela histórica que se desarrollara en los últimos años del franquismo. Incluso hay ya algunas cosas escritas que duermen, por ahora, el sueño de los justos. No ha podido ser. Sumiso y disciplinado, pedí los permisos pertinentes para acceder a esos silenciosos sótanos —¡qué manía la de guardar los papeles viejos en sótanos!—. Recibí una contestación, que transcribo de manera no del todo literal: “La ley de conservación del patrimonio histórico, la que hace referencia a qué se puede y qué no se puede investigar, dice que se esté usted quietecito. Que se calle usted, que callado está más guapo y que deje de tocar los cojones y de meter las narices donde no le importa, que más vale dejar las cosas como están y no revolver en las trastiendas. Que son todos ustedes unos cabrones de cuidado y andan resucitando fantasmas y buscando el enfrentamiento entre los buenos españoles y los capullos de toda la vida. Esos están muertos y bien muertos, que para eso mandamos los que ganamos aquella gloriosa cruzada contra la barbarie roja, y no va a venir ahora el primer gilipollas al que se le ocurra a levantar alfombras y a sacar a la luz lo que no debe saberse. ¡Listo, que eres un listo!”. Los papeles que quería ver, para no meter la pata desde el punto de vista histórico, no he podido revisarlos, no me han dejado, para ser claro, que ya saben aquello de... “al pan, pan y al vino... como locos”.