POBRECITO POETA QUE ERA YO Por Roque Dalton
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Roque Dalton POBRECITO POETA QUE ERA YO Índice Presentación ..................... .5 Nota editorial .................... .7 Prólogo y teoría general Los blasfemos en el bar del mediodía .............11 I. Álvaro y Arturo Un día común ..........................23 II. Roberto Conferencia de prensa......................71 III. Todos El party ..............................111 IV.Mario La destrucción. Diario ......................167 Intermezzo apendicular Documentos, opiniones, complementarios (en OFF).....259 V. José La luz del túnel..........................291 A Armando López-Muñoz y Otto René Castillo: In memoriam A Arqueles Morales: en testimonio de amistad PRÓLOGO Y TEORÍA GENERAL LOS BLASFEMOS EN EL BAR DEL MEDIODÍA Es una obligación de todo patriota odiar a su país de una manera creadora. Pursewarden, en Balthazar El cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell. Hombre joven, ligera (es un decir) mente sofocado por el calor de la calle (este país es un viejo incendio, etc.). Ha entrado en este bar de nombre tan europeo (Chalo Olano lo decoró con maderas arrojadas por el mar, palmas disecadas, plywood en retazos y bellos trastos inservibles traídos de Nueva York y de aquel México de 1955-1957, irrepetible, México de consumo personal donde todo el mundo parecía salvadoreño y podía uno alquilar por un mes un apartamento de lujo en las calles de Génova y aspirar realísticamente a viviseccionar los encantos de incipientes estrellas de cine y la Zona Rosa no se llamaba así y se gozaba más y más barato) precisamente a causa de ese calor anonadante y no ha podido perder aún cierta aureola denunciadora de su prisa santa por llegar de una buena vez a determinado destino final (¿de su jornada, de su vida?) apasionadamente suyo, inentregable. En cierto sentido, pues (hablo de prisa porque se me desorganiza pronto el raciocinio de estos días que me falta la cloropromacina), se trata de un hombre claramente en tránsito, antirraigal, interesado en el paréntesis no más por matar la sed (pero, además, para eso está el agua, ¿no?) poco, o nada, o en todo caso muy superficialmente comprometido con la suma de diurnos borrachos, espléndidas palabrotas como emitidas por un corno de caza, viñetas bucólicas de calendarios para turistas con operatividad máxima de cincuenta kilómetros a la redonda, mesas, lustradores, seudoclientes que solamente entraron a mear, ruidos y estruendos, retratos de un candidato a algo con aspecto de angelote zulú, meseros que van y vienen, gordas viejas provincianas que creen que el lugar es el summun del lujo barato y de la decencia como para intentar almorzar con la marimba de monos, una vez Pobrecito poeta que era yo 11 en la vida, como decía el general Martínez, vendedores de billetes de lotería, de postales pornográficas, plumas fuente, bolígrafos, llaveros y condones, que lo rodea. Cabello negro, abundante, de ese que suelen llamar quebrado en la clasificación nacional de cabellos, tan ingenua y tan alejada de las connotaciones del racismo mundial. Un metro sesenta y cuatro de estatura (descalzo). Señales particulares: un no sé qué de inquietante en los ojos (ver, aunque el punto de referencia peque de común, alguna foto juvenil de don Paquito Kafka), visible a pesar de los espejuelos sostenidos ostentosamente (como si fuera tan importante ser choco) por gruesos aros negros de fabricación italiana y que, de seguro, podría apostar sobre ello si es menester, se le agrava al escuchar el Preludio número veinticuatro de Chopin o el tema central del inmortal Mambo número ocho, en medio de la noche estrellada y con camisa de seda con monograma de pelo en la bolsa del peine, agarrando entonces talle de ensoñación o de entuturutamiento, tal es la fuerza del secreto que solo yo conozco, evidencia caudalosa que no tiene nada sin embargo de bien público. Ha debido traer otra silla para evitar poner los libros sobre la mesa, pegajosa de viejos tragos derramados (le acompañan unas viejas Obras escogidas de Villiers de L´lsle Adam; El final de juego, de Julio Cortázar; La conjura de Xinum, de Ermilo Abreu Gómez; y el manuscrito —tomo XXVI de la vigésima sección— de las Memorias políticas y confidencias matrimoniales, de José Luis Salcedo, abogado salvadoreño de mediana edad en cada colmillo). Como quien tiene prisa por contemplar una argumentación poderosa, que se había cortado con grave riesgo de su eficacia, ese hombre habla: —Déjame optar por el persea gratísima, bajo el juramento de que no es una cuestión de principios. En todo caso, la cerveza tiene una gama limitada de imperativos categóricos previos, es decir, de bocas o bocadillos, realmente necesarios. Pide tú coyolillos de tortuga aquileática, gran manducador tropical, gran lengua-catarata hacia el estómago. En cuanto a lo otro, a lo que veníamos sosteniendo, te diré como Fray Luis de León (insistiendo) que nos ha llenado la cabeza (toc-toc) con eso que constituye verdaderamente lo peor para una pobre víctima famélica y desnudita, o sea, ni más ni menos, el venerable orgullo por su miserable condición. Y no sólo los sumos sacerdotes, los pastores temblorosos, oscilantes entre la isoteria y la mentalidad de la gripe, que anuncian, por ejemplo, el Purgatorio (a propósito, chulito, ¿cuantas enfermedades que te rebajen los años de la purificación has tenido? Sos grande, mano, tu seguro servidor nomás cinco), como un menos mal muy parecido a las vacaciones pagadas en Hawaii que se tomaría una vez en la vida alguno de esos señores gerentes hipocondríacos, sobrevivientes por método y convicciones políticas, sobrevivientes rematados, doctorados en sobrevivir. No sólo los tuertos reinantes en este país de videntes hipócritas y aterrorizados, que hacen o remiendan —qué collages morales, mijo, qué 12 Prólogo y teoría general huevos de piedra— rutilantes cuerpos de leyes, Constituciones, Cartas Magnas de avanzada eticidad estadística; no sólo los creadores de opinión ignorantizantes, patronos del despotricamiento, tapires loadores, a ratos y sucesivamente, de las feéricas elecciones libres, de la nobilísima capucha (siempre y cuando se aplique sin cal viva o sin Gamesán), de los revolucionarios decentemente indómitos como don Chus Nazareno, el de Galilea, y don Alberto Masferrer, el (coje-viudas) de Alegría, convenientemente podados, eso sí, de sus ramas más espinosas, loadores también de la lucha antialcohólica (no puedo evitar recordarlo: el que no bebe —decía Genaro Carnero— una de dos: o tiene úlcera o es un mierda), del proselitismo de la Cruz Roja y los Bomberos Voluntarios (según la línea teórica del Servicio Meteorológico Nacional), sobre todo en esta época del año en que la menopausia generacional arrasa, hasta el desmantelamiento, el fervor de los mejores Comités Femeninos del Club de Leones, traumatizando ad eternum su meticulosa política de cuadros; es decir: de todos los que en una forma u otra (alucinación o ramplonería), nos dicen y nos convencen de que el primer cultivo del hombre —acorde con la naturaleza humana— debe ser la santa paciencia (en un volumen de producción que alcance para toda la vida), ya que en el otro mundo (que bien puede ser el mentado cielo con todo y sus angelitos chulones o el Nirvana del honor patrio adobado con toda la salsa de la unión y la libertad y la justicia social) nos vamos a sacar el triple premio gordo de las estridentes familias católicas (joder a la gente, tener razón, e irse al cielo) todos los días y antes de cada comida. No sólo esos, poeta. También los otros, oh nietecito postrero de un Quetzalcóatl cuasi-apócrifo, los tontos químicamente puros, los bienintencionados impertérritos que le ponen servilletitas al alma y que, a través de los años, nos han hecho creer poco a poco, con paciencia y salivita, como en el deleitoso affaire del elefante y la hormiguita, que el mundo termina en una línea culebreante (territorio de vigilia y coyotes ⁄ donde el gran río debe ser lágrima de la despedida, etc.) llena de nombres ya casi nostálgicos tales como La Hachadura, Las Chinamas, San Cristóbal, El Poy, El Amatillo, y tantos otros, a partir de la cual, por etéreo decreto de aquel loco que se ponía furioso cuando lo engañaban gritándole: «¡Te pica la culebra!», todo ser viviente es un animal pidiendo compasión y todo paisaje un matorral fúnebre por lo menos escupible, ¿no crees? Por supuesto que esta consideración, queridito Ticuitzín, tiene otro filo. Porque en cuanto un habitante de otro planeta vecinal (mejor si mascador de palabras complicadamente fáciles, pelirrubio y audaz) atraviesa esa línea de tanto significado, adquiere una imponderada patente de corso que no le disputará nadie, que a lo mejor no iba a pedir, y que nos hace postrarnos de inmediato ante su peso retumbante, amo, como es, de todas las hazañas posibles. Pobrecito poeta que era yo 13 (¿Acaso no se trata de los santos complejos contradictorios del conquistado sin mayores batallas o, al menos, del conquistado a quien se le han ocultado las noticias de las mejores batallas?) Nos han hecho una historia de mayúsculas atragantadoras, como le organizan el chupón de hojas de salvia al cipote llorón que apenas mama (leche materna hecha de engaño con apariencias de ternura, torva y todo pero ternura en fin, aunque deje las peores huellas del bochorno), nos han dejado teniendo la peña, el gran tanate pétreo de símbolos inventados por el primer salteador que los necesitó para erigirse en dios del vecindario (cuervo bachillerado de rey, vigía ocupado engordando su razón para una encrucijada sorpresiva), nos han encaramado un chumazo de promesas para el otro año —siempre