La Forja De Un Rebelde. Vol. II. La Ruta
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ARTURO BAREA La forja de un rebelde II LA RUTA © 1951 Arturo Barea y Herederos de Arturo Barea Í n d i c e PRIMERA PARTE Bajo la tienda I La pista II Tetuán III La higuera IV El blocao V Víspera de batalla VI El Tercio VII Desastre VIII El hospital IX Recolecciones X SEGUNDA PARTE Cambio de juego I Frente al mar II Ceuta III El cuartel IV El embrión de dicta- V dor Adiós a las armas VI El regreso VII Golpe de Estado VIII Villa Rosa IX La ruta sin fin X 2 Primera parte 3 Bajo la tienda Capítulo I Estoy sentado sobre una piedra pulida por millones de gotas de agua de lluvia; pulida como un cráneo pelado. Es una piedra blancuzca llena de poros. Arde con el sol y suda con la hume- dad. Enfrente de mí, a treinta metros escasos, está la vieja hi- guera, con sus raíces retorcidas como venas de abuelo robusto, con sus ramas contorsionadas, repletas de hojas carnosas, tré- boles carcomidos. Al otro lado del arroyo, salvando el barran- co, trepando cuesta arriba, están los restos de la kábila. Hace meses era un grupo de chozas de paja. Dentro, esterillas de paja trenzada. Una en la puerta, para dejar las babuchas al entrar. Otra dentro, para agruparse en cuclillas alrededor de las tazas de té. Otras más largas, adosadas a la pared, para dormir. La kábila era chozas de paja y esterillas de paja. El pan era tortas chamuscadas, cocidas sobre piedras calientes, hecho con el grano machacado entre piedras, barbudas de pajas enhiestas requemadas. Cuando coméis este pan, los pelos agudos de la hierba seca del trigo se os agarran al fondo de la garganta y os muerden allí con sus mil dientes. La kábila despertaba en las montañas con el sol. Los hombres salían de las chozas apaleando el borriquillo mísero. Montaban en él y sus babuchas lamían la tierra. Tan pequeño era el burro. La mujer salía detrás, cargada, siempre cargada. Iban los tres a las tierras más llanas de la ladera y el hombre desmontaba; la mujer descargaba de sus hombros el primitivo arado de madera y uncía el burro al arado. Después, mansa, se uncía ella; y el hombre revisaba los nudos del atalaje del burro y de la mujer; empuñaba el arado, y la mujer y el burro marchaban a compás, 4 lentos. El burro tirando de las cuerdas con su collarón sobre el cuello desollado, la mujer tirando de la cuerda cruzada sobre sus pechos fláccidos. Lentos los dos, clavando en tierra los pies, doblando las rodillas en el esfuerzo. Los señores de la kábila amanecían a caballo, sobre un caballejo nervioso de cri- nes espesas, el fusil en bandolera. Se perdían monte arriba, monte abajo. Quedaban en la kábila las gallinas, los corderos y los chicos con las viejas; todos juntos, revoloteando entre las chozas, picando, mordisqueando, revolcándose en el polvo. Todos sucios de mugre, de mocos, de polvo y de sol. Hace meses, la kábila fue arrasada de la raíz de la tierra. A tan corta distancia que los telémetros no eran necesarios. El capitán de la batería había dicho: -¿Para qué? Se tira a ojo, como se le tira una piedra a un perro. Al primer cañonazo se derrumbó todo: la paja de las chozas saltó en briznas encendidas. Los chicos huyeron piedras arriba. Las gallinas y los corderos se dispersaron a donde su instinto los empujó. Las mujeres lanzaron chillidos agudos que reper- cutían en el valle. Los señores de la kábila caracoleaban en sus caballos, agitando en el aire el fusil. Después de los pocos ca- ñonazos, la infantería subió la cuesta y se apoderó del poblado. Los soldados cazaban las gallinas huidas y los corderos extra- viados que iban volviendo a la querencia al ponerse el sol. En- cendieron fogatas y cenaron, el aire lleno de plumas de cuello de gallina, que revoloteaban lentas y a veces caían en el plato mansas. La operación había sido una cosa perfecta. A la caída de la tarde sólo quedaban unos montoncitos de paja humeantes y dos o tres chicos despanzurrados por el primer cañonazo. Plumas de gallinas volteando en el aire y pieles de cordero - festín de moscas- clavadas en palos cruzados. Donde estuvo la kábila, olía a yute de los mil y un sacos terreros que formaban el parapeto; olía a carne asada, a caballos y a soldado. Ese olor de soldado sudoroso con piojos en cada pliegue de su unifor- me. 5 El general que conquistó la kábila estaba en su tienda delante de una mesa: un cabo de vela encendido, una bandeja y dos botellas de vino, rodeadas de varios vasos. Iban entrando los oficiales de cada una de las armas que realizaron la conquista, con su lista de muertos y heridos. Cada oficial traía dos o tres muertos, diez o doce heridos. El ayudante del general apuntaba. El general invitaba a un vasito de vino. Los oficiales se iban soñando con las cruces que aquellos muertos les hincarían so- bre la guerrera al lado del corazón. En la noche, luego, se oían los ronquidos del general, ronquidos de viejo borracho que duerme con la boca abierta, los dientes en el fondo de un vaso. Al amanecer vinieron los caballeros de la kábila: traían un toro y le degollaron allí, delante del general que aún tenía los ojos inflamados de sueño y de vino. El toro mugía a todos los valles y a todas las piedras de la montaña. El general hizo un discur- so, hambriento de sueño: «¿Por qué madruga tanto esta gentu- za?», pensaba. Después, el ayudante dio a los caballeros un talego lleno de monedas de plata. Hace meses de aquella batalla gloriosa, en que un ejército he- roico logró una victoria inmensa sobre la kábila. La kábila ya no existe y sólo hay unos manchones negros por el humo. Aho- ra estoy yo aquí. El valle es un hormiguero. Cientos de hom- bres cavan la tierra y allanan un camino ancho que pasará al pie de la kábila y la kábila se beneficiará del camino. ¡Ah! No. No podrá beneficiarse, porque ya no existe. Pero... dicen que la montaña tiene dentro hierro y carbón. Y aquí, donde estuvo la kábila, quizá se alce pronto una ciudad de mineros. Tal vez un alto horno. Al lado de la carretera correrá un tren cargado de mineral y de trozos de hulla. Volverán los moros de la vieja kábila. Comerán pan blanco sin pajas ásperas. Viajarán en las bateas del tren, sucios de polvo y carbón; irán a la ciudad y se divertirán en la feria: darán vueltas en el tiovivo y habrá una barraca con un negro que asoma la cabeza a un agujero de arpillera; por una moneda de cobre podrán tirarle 6 una pelota a la cara y reír a carcajadas de los visajes del negro. Volverán felices a la mina. En la montaña habrá una cama de cemento llena de soldados. Cuando los moros no sean felices con la mina y con el negro magullado a pelotazos, los soldados montarán sus ametrallado- ras. Pero esto vendrá después y tal vez yo nunca lo vea. Ahora la carretera tiene que pasar por aquí, al pie de la kábila y a través de la vieja higuera. Como tiene raíces tan hondas, mañana la volaremos con medio cartucho de dinamita. Bajo su tronco estamos haciendo un taladro profundo que llegará hasta su mismo corazón. Y hoy, nos hemos comido sus últimos higos que eran dulces como miel vieja. Hasta el Zoco del Arbaa, Córcoles y yo fuimos en uno de los cuatro camiones cargados de material que conducíamos a Há- mara. En el Zoco del Arbaa nos esperaba una sección de solda- dos al mando de Herrero, un sargento ya reenganchado, vete- rano de África, seco y huesudo, de facciones tostadas pero fi- nas, bien humorado. Celebramos la amistad con unas botellas de cerveza alemana, más barata que la cerveza de España. Los veinte hombres de la sección comenzaron a descargar los ca- miones y a cargar la reata de mulos que había de llevar los ma- teriales a la posición. Asombraba ver la cabida de los cuatro vehículos, conforme se iba amontonando en tierra yeso y cal, cemento y ladrillos, barras de hierro, madera en tablones, sacos terreros. Los soldados pasaban y repasaban y se apedreaban desde lo alto de los camiones en un ágil lanzarse los ladrillos unos a otros en una cadena; volvían la cabeza rápidos y me miraban. Miraban al nuevo sargento, con sus galones de plata cosidos en la bocamanga, nuevos de quince días. «¿Quién será éste?», se cuchicheaban unos a otros. 7 Cuando estuvo cargado el primer convoy de mulos, Herrero se quedó con dos soldados al cuidado del resto y Córcoles y yo emprendimos la marcha con el convoy. Córcoles se puso en la cabeza y me indicó quedarme el último, por si alguno se reza- gaba. Y así marchaba detrás de todos, absolutamente aislado. Miraba curioso el paisaje. Delante, los hombres hablaban de mí; lo sentía como un tacto físico, pero no me producía ningu- na reacción. Miraba el paisaje. A la izquierda se sucedían las montañas de granito pelado sin vegetales, que se ven a lo largo de la costa desde la desembo- cadura del río Martín hasta Alhucemas. A la derecha se alinea- ban las montañas lejanas del yébel Alam-Yebala, verdes, ple- nas de vegetación. Caminábamos por un valle que no era más que el lecho , limpio de arena de una torrentera donde se vier- ten las aguas de las montañas en la época de las grandes llu- vias.