La Guerra Del Paraguay Y Las Montoneras Argentinas
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José María Rosa La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas José María Rosa, 1985 Retoque de cubierta: rafcastro A la memoria de Luis Alberto de Herrera Southampton, 17 de febrero de 1869 «Su Excelencia el general D. José de San Martín me honró con la siguiente manda: ªLa espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia será entregada al general Rosas por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria¼º. Y yo, Juan Manuel de Rosas, a su ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a S.E. el señor Mariscal Presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible sostener esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria¼» JUAN MANUEL DE ROSAS (Archivo General de la Nación. Buenos Aires. Correspondencia Rosas-Roxas y Patrón, vol. 1867-1870). PROLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN «La verdadera historia de la guerra del Paraguay» Con este título escribí durante un año entero, del 16 de octubre de 1958 al 1 de octubre de 1959, cuarenta y ocho notas en el semanario Mayoría de Buenos Aires. Despertaron interés aquí, y voces amigas me alentaron desde Montevideo y Asunción; Luis Alberto de Herrera me facilitó materiales, entre ellos las explícitas notas de Maillefer demostrativas de la situación oriental de 1864. Terminada su publicación pensé valerme de ellas para escribir un libro completo sobre la guerra del Paraguay. Distaban mis notas de algo definitivo y bien trabajado: eran más la tarea evocativa de un periodista que la labor meticulosa de un historiador. Faltaba compulsar otros documentos, investigar en los archivos de Río de Janeiro y Londres, agotar los repositorios argentinos. No pude hacerlo, porque otras tareas me llevaron por rumbo distinto. Debo ceder a impulsos amistosos. Ya que no pude escribir el libro completo sobre la guerra del Paraguay, que me propuse publico mis notas tal como salieron en Mayoría hace seis años. Pese a sus defectos entiendo que cumplen el objeto de mostrar ÐdocumentalmenteÐ lo que fue el hondo «drama del 65» que dijera Herrera. El final de un drama La guerra del Paraguay fue un epílogo. El final de un drama cuyo primer acto está en Caseros el año 1852, el segundo en Cepeda el 59 con sus ribetes de comedia por el pacto de San José de Flores el 11 de noviembre de ese año, el tercero en Pavón en 1861 y las «expediciones punitivas» al interior, el cuarto en la invasión brasileña y mitrista del Estado Oriental con la epopeya de la heroica Paysandú, y el quinto y desenlace en la larga agonía de Paraguay entre 1865 y 1870 y la guerra de montoneras en la Argentina de 1866 al 68. El ocaso de la nacionalidad podría llamarse, con reminiscencias wagnerianas, a esa tragedia de veinte años que descuajó la América española y le quitó la posibilidad de integrarse en una nación; por lo menos durante un largo siglo que aún no hemos transcurrido. Fue la última tentativa de una gran causa empezada por Artigas en las horas iniciales de la Revolución, continuada por San Martín y Bolívar al cristalizarse la independencia, restaurada por la habilidad y férrea energía de Rosas en los años del sistema americano, y que tendría en Francisco Solano López su adalid postrero. Causa de la Federación de los Pueblos Libres contra la oligarquía directorial, de una masa nacionalista que busca su unidad y su razón de ser frente a minorías extranjerizantes que ganaban con mantener a América débil y dividida; de la propia determinación oponiéndose a la injerencia foránea; de la patria contra la antipatria, en fin, que la historiografía colonial que padecemos deforma para que los pueblos hispanos no despierten del impuesto letargo. Causa tan vieja como América. Narrarla es escribir la historia de nuestra tierra, es separar a los grandes americanos de las pequeñas figuras de las antologías escolares. PROLOGO A LA PRESENTE EDICIÓN Complacido acepto la reedición de un texto que escribí en 1958-59 con sentimiento de Patria Grande, aquélla que no se circunscribe a los colores de los mapas ni a las divisiones contemporáneas de una organización administrativa. Porque creo, con los hombres de la Independencia y de la Restauración, que los hispanoamericanos somos parte de una hermandad escindida por intereses foráneos que supieron jugar con habilidad con las contraposiciones locales, las ambiciones bastardas, o simplemente las tonterías de nuestros gobernantes. Nuestra América (o, para darle el nombre creado por Colón cuando el descubrimiento, las Indias Occidentales) no consolidó la Nación poderosa que le reservaba el destino, pero alienta en todos sus habitantes Ðen casi todosÐ la esperanza de una unidad que es seguridad de fortaleza. Despojar al pasado de relaciones apócrifas, por apócrifas y porque conspiran contra nuestra unidad, es, pues, el propósito que me mueve a aceptar la reedición de La guerra del Paraguay y las montoneras argentinas. No he querido introducirle reformas. Aparte de algunos detalles menores, sólo he modificado la apreciación sobre la manda que Rosas quiso hacer de su espada a Francisco Solano López en los años trágicos de la residenta paraguaya. La carta de Rosas a José María Roxas y Patrón, su albacea, menciona el legado que San Martín le hizo de su espada «por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la Patria» como explicación de su orden de entregar a López «la espada militar y diplomática que me acompañó durante me fue posible sostener esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de su Patria». El historiador que publicó ese documento, Jorge A. Mayer, entendió que Rosas «se propuso enviar a Solano la espada de San Martín»; en el mismo error incurrí yo en La guerra del Paraguay. Pero una lectura detenida de la manda de Rosas a su albacea me hizo rectificar en el tomo VII de mi Historia argentina, publicado en 1969. Lo que el Gran Americano quería legar al mariscal López era su «espada diplomática y militar». Decisión que no pudo cumplirse por la muerte de López en el Aquidaban, en marzo de 1870. I ANTECEDENTES CAPÍTULO 1 FRANCISCO SOLANO LÓPEZ ¡El Presidente ha muerto! ¡Viva el Presidente! (10 de setiembre de 1862) Noche del 9 al 10 de setiembre de 1862. Son las tres de la mañana y .las calles de Asunción están desiertas. Apenas algunos madrugadores saborean sus mates en los grandes patios andaluces perfumados de diamelas de las casonas coloniales. Rompen el silencio tropical cinco cañonazos, que no por esperados resultan menos insólitos en la paz de siglos asuncena. Acaba de morir el Excelentísimo Señor Presidente de la República don Carlos Antonio López. Poco después las vecindades de la Plaza de Armas son un hormigueo de gentes para confirmar la noticia; la bandera tricolor a media asta y la puerta entornada abriéndose a un zaguán apenas iluminado de la casa del Presidente, eran sobradamente expresivas. Sacerdotes, militares (con banda de tafetán negro ceñida al uniforme), familiares, entran en silencio a la Residencia del jefe de Estado a confirmar el óbito de Don Carlos tras veinte años de tranquilo gobierno que hicieron la prosperidad de la patria guaraní. No era popular ese abogado, improvisado político en los azarosos días de 1840; no era querido, pero tampoco era temido como el doctor Francia. Eso sí, respetado, porque procuró el bien de todos, mantuvo el orden y progresó extraordinariamente la República bajo su paternalismo un tanto caprichoso. Era un hombre de la tierra y procuró que Paraguay fuera de los paraguayos: ningún extranjero podía adquirir propiedades ni especular con el comercio exterior, lo que jamás le perdonaría el cónsul de Inglaterra, Mr. Henderson. En la mañana del 10 las ceremonias empiezan con el funeral solemne en la vecina catedral, desde cuya cátedra sagrada el elocuente padre Maíz diría el elogio del presidente muerto. Tras el féretro cruza la plaza su hijo mayor, el brigadier general Francisco Solano, que por pliego de mortaja ha asumido la presidencia interina de la República: tiene 36 años y luce con soltura el uniforme de su grado. Todos están pendientes del nuevo Supremo, pues no se duda de que el Congreso lo confirmará en el cargo efectivo: tiene gran prestigio, en Paraguay y en América, como estudioso del arte militar y como diplomático. La Argentina le debe la paz del 11 de noviembre de 1859, el Estado Oriental los prudentes consejos dados al presidente Berro; solamente con el Imperio de Brasil no ha podido entenderse, ni cuando la expedición de Morgenstein al Hormiguero en 1849 a través de las Misiones argentinas, ni cuando las intrigas de Bellegarde para llevar al Paraguay a una alianza efectiva contra Rosas en 1851, ni en las más recientes ocurrencias de la misión de Paranhos al Paraná. Francisco Solano recela de las intenciones imperiales y se ha cruzado obstinadamente en los propósitos brasileños. Por lo bajo se ha dicho que el emperador había planeado casarlo con su hija menor para atraérselo a la órbita brasileña; quizá un paso para una segunda monarquía en América. Pero López II no pareció emocionarse con el matrimonio regio ni con la corona inducida desde San Cristóbal, e hizo imposible el matrimonio político al desembarcar en Río de Janeiro, de regreso de Europa, acompañado por Elisa Lynch, joven divorciada de veinte años que había unido su destino con el suyo. No fueron posibles en esas condiciones tan poco protocolares las majestuosas recepciones planeadas en su honor por la familia Braganza. Pues si Francisco Solano no podía casarse con Elisa Lynch no quería hacerlo con otra, por más que llegase envuelta en la púrpura imperial.