Idolos Rotos; Novela
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i¿u i mwivu^mmmmmmmmmmmmm mmmmmmmmm EDITORIAL-AMÉRICA Director: R. BLANCO-POMBGNA Apartado de Correos 117. Madrid (España). PUBLICACIONES: I Biblioteca Andrés Bello (literatura) II Biblioteca Ayacucho (historia). III Biblioteca de Ciencias políticas y so- ciales. IV Biblioteca de la Juventud hispano- americana. V Biblioteca de obr is varias (españoles é hispano-americanos). VI Biblioteca de historia colonial de Amé- rica. VII Biblioteca de autores célebres (extran- jeros). De venta en todas las buenas librerías de España y América Imprenta de Juan Pueyo, Lupa, 29.—Teléf. 14-30. — Madrid ídolos rotos EDITORIAL-AMÉRICA Director: R. BLANCO-FOMBONA Apartado de Correos 117. Madrid (España). PUBLICACIONES: I Biblioteca Andrés Bello (literatura) II Biblioteca Ayacucho (historia). III Biblioteca de Ciencias políticas y so- ciales. IV Biblioteca de la Juventud hispano- americana. V Biblioteca de obras varias (españoles é hispano-arnericanos). VI Biblioteca de historia colonial de Amé- rica. VII Biblioteca de autores célebres (extran- jeros). De venta en todas las buenas librerías de España y América Imprenta de Juan Pueyo. Luna, 29.—Teléf. 14-30. -Madrid ídolos rotos ———— BIBLIOTECA ANDRÉS BELLO Obras publicadas (a 3.50 pías, tomo), I.—M. Gutiérrez Nájera: Sus mejores poesías. II.—M. Díaz Rodríguez: Sangre patricia y Cuentos de color. HL—José Martí: Los Estados Unidos. IV.—José Enrique Rodó: Cinco ensayos. V.—F. García Godoy: La literatura americana de nuestros dios. VI.—Nicolás Heredia: La sensibilidad en la poesía castellana. VIL—M. González Prada; Páginas libres. VIII—Tulio M. Cestero: Hombres y piedras. IX.—Andrés Bello: Historia de las Literaturas de Grecia y Roma. X.—Domingo F. Sarmiento: Facundo. (Civilización y barbarie.) XI.—R. Blanco-Fombona: El hombre de Oro. (Novela.) XII.—Rubén Darío: Sus mejores Cuentos y sus mejores Cantos. XIII.—Carlos Arturo Torres: Los ídolos del Foro. (Ensayo sobre las supersticiones políticas.) XIV.—Pedro-Emilio Coll: El Castillo de Elsinor. XV.—Julián del Casal: Sus mejores poemas. XVI.—Armando Donoso: La sombra de Goethe.—4 pesetas. XVII.—Alberto Ghiraldo: Triunfos nuevos. XVIIL—Gonzalo Zaldumbide: La evolución de Gabriel d'Annunzio. XIX.—José Rafael Pocaterra: Vidas oscuras (Novela.)—4 pesetas. XX.—Jesús Castellanos: La conjura (Novela.) XXI.—Javier de Viana: Guri y otras novelas. XXII.—Jean Paul (Juan Pablo Echagüe): Teatro argentino. XXIII.—R. Blanco -Fombona: El hombre de Hierro. (Novela.) XXIV.—Luis María Jordán: Los atormentados. (Novela.) XXV.— C. Arturo Torres: Estudios de crítica moderna.—4 ptas. XXVI.—Salvador Díaz Mirón: Lascas. Precio: 2,75 pesetas. XXVII.—Carlos Pereyra: Bolívar y Washington.— 4,50 pesetas. XXfIII.—Rafael M. Merchán: Estudios críticos. XXIX-XXX.—Bernardo G. Barros: La caricatura contemporánea. XXXI-XXXIL—José Enrique Rodó: Motivos de Proteo. XXXIIL—M. Gutiérrez Nájera: Cuentos color de humo y Cuentos frágiles. XXXIV.—Miguel Eduardo Pardo: Todo un pueblo. (Novela.) XXXV.—M. Díaz Rodríguez: De mis romerías y Sensaciones de viaje. XXXVL—Enrique José Varona: Violetas y Ortigas. (Notas críticas so- bre Renán, Sainte-Beuve, Emerson, Tolstoy, Nietzsche, Caste- lar, Heredia, etc.) XXXVII.—F. García Godoy: Americanismo literario. (Estudios críticos de José Martí, José Enrique Rodó, F. García Calderón, R. Blanco-Fombona.) XXXVIIL—Alvaro Armando Vasseur: El Vino de la Sombra.—3,75 pe.. XXXIX.—Juan Montalvo: Mercurial Eclesiástica (Libro de las verdades) y Un vejestorio ridículo ó Los Académicos de Tirteafuera. XL-XLL—José Enrique Rodó: El mirador de Próspero. XLIL—R. Blanco-Fombona: Cancionero del amor infeliz.—3,50 pesetas. XLIIL—Rafael María Baralt: Letras españolas. (Primera mitad del 8Íglo XIX.) XLIV.—Eduardo Prado: La ilusión yanqui. (Traducción, prólogo y notas de Carlos Pereyra.) XLV.—José Rafael Pocaterra: El doctor Bebé. (Novela.) XL VI.—Miguel Antonio Caro: Páginas de crítica. XLVIL—M. Antonio Barrenechea: Ensayo sobre Federico Nietzsche. XLVIII. Carlos Pereyra: El pensamiento político de Alberdi. XLIX. Cecilio Acosta: Cartas venezolanas. (Apreciación de Cecilio Acosta, por José Martí.) L. Aurelio Mitjans: Historia de la literatura cubana.— 5 pesetas. LL— Jesús Castellanos: Loa optimistas. LIÍ.—R. Jaimes Freyre: Castalia bárbara. Los sueños son vida.—Z ptas. LIIL—Manuel Sanguily: Literatura universal. Páginas de crítica.— i p. LIV. Javier de Viana: Campo. Escenas de la vida de los campos de América. —3,50 pesetas. LV.—María Enriqueta: Jirón de mundo. (Novela.) LVL—Manuel Díaz Rodríguez: ídolos rotos. (Novela BIBLIOTECA AMORES BELLO MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ ÍDOLOS rotos (NOVELA) -36- EDITORIAL-AMÉRICA MADRID CONCESIONARIA EXCLUSIVA PARA LA VENTA: SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LIBRERÍA FERRAU a 1 'T'f T . P<Q zé UBRARY 750474 university of toronto #', PRIMERA PARTE Mil emociones, á cual más intensa, le traían vibran- do desde el alba: unas tristes, otras alegres, luchaban todas entre sí, pero sin alcanzar ninguna el predomi- nio. De aquí cierta confusión, cierta perplejidad risue- ña, estado semejante al del éxtasis, ó mejor al estado de alma de quien empieza á despertarse y duerme to- davía, cuya conciencia en parte responde á los recla- mos de la vida real, en parte se recoge, obstinada y feliz, bajo las últimas caricias de un sueño. Alberto Soria volvía á la patria después de cinco años de ausencia. Cuando vio la tierra muy cerca, to- das las memorias de su niñez y juventud, hasta aquel instante confundidas con muchas cosas exóticas, reco- braron su primitiva frescura; y desde la cubierta del buque se dio á reconocer, al través de esas memorias, la costa y los grises peñascos de la playa, las colinas áridas medio sumergidas en el mar, ios verdes cocota- les y las casas del puerto, agazapadas las unas al pie del monte que sigue la curva costanera, desparrama- das las otras por la misma falda de! monte, cuesta arriba. A medida que se acercaba á la tierra y más 8 MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ claramente distinguía los objetos unbs de otros, con más vigor el pasado revivía en su alma. Casas, árbo- les, peñascos y algunos lugares muy conocidos de él evocaban en su espíritu un enjambre de recuerdos. Ya en tierra, después de haber caído en brazos del hermano que le esperaba en ermuelle, siguió viendo hombres y cosas á través de los recuerdos, con sus ojos de cinco años atrás, no habituados al llanto, á la sombra, ni al dolor, sino hechos á la sonrisa, á la fran- ca alegría de vivir, á las formas vestidas de belleza y á la belleza vestida de luces. De pronto se halló pen- sando en los últimos años de su vida como en un sue- ño, cuya vaga y esplendorosa fantasmagoría estaba á punto de apagarse. Ya el cambio de aspecto de ciertas cosas le recor- daba su larga ausencia, ya la intacta fisonomía antigua de otras cosas representábale con tanta viveza el pa- sado, que le parecía no haber vivido jamás ausente de la tierruca. Asi, en esa ambigüedad oscilante de vigilia y de sueño estaba todavía, horas después de haber saltado á tierra, en un vagón del tren que le llevaba á la ca- pital. Sentado contra un ventanillo del vagón, á la derecha, se asomaba de tiempo en tiempo á ver el paisaje, y se complacía en admirar sus pormenores, cuando antes esos mismos pormenores no le llamaban la atención, ó le causaban hastío de verlos con fre- cuencia. Si quitaba los ojos del paisaje, los ponía en el hermano sentado junto á él, y entonces los dos her- manos se consideraban mutuamente con una mezcla de curiosidad y ternura. Desde que se abrazaron en el muelle, á cada instante se miraban y sonreían, sin que ninguno de los dos hubiera acertado á decir por qué sonreían. Era tal vez la sorpresa de encontrarse ídolos rotos y cambiados, al menos por de fuera, lo que llamaba á sus labios la sonrisa, pues para entrambos el tiempo había volado, y ninguno de los dos estaba apercibido á encontrar mudanzas en el otro. Para Alberto, en especial, era muy grande la sorpresa. A su partida, el hermano, cinco años menor que él, era apenas un ado- lescente: el cuerpo, desmirriado, el rostro sin asomos de barba y de expresión melancólica y mustia. Su madre, enferma cuando lo dio á la vida, murió meses después, y en esta circunstancia veían todos el por qué de su aire pálido y marchito. Ahora aparecía transformado de un todo: de chico melancólico y frá- gil se había cambiado en mozo gallardo y fuerte. No conservaba de su antigua expresión enfermiza sino una como sombra de cansancio alrededor de los ojos. Aparte ese tenue rastro de su antigua endeblez, toda su persona, vestida con elegancia, y hasta con un poco de amaneramiento, respiraba la satisfacción de quien está bien hallado pon el mundo y empapa el ser, alma y cuerpo, en todas las fuentes de la vida. Si no con igual sorpresa, Pedro observaba al her- mano con mayor curiosidad, como si esperase descu- brir en éste algo maravilloso traído de muy lejos. Y los dos hermanos hablaban de muchas cosas, pero sin orden ni coherencia, cayendo de vez en cuando en silencios profundos. La misma abundancia de lo que deseaban decirse, repartiendo al infinito su aten- ción, sellaba sus labios. Además de eso los preocupa- ba, haciéndoles enmudecer, el temor de rozarse con un punto sensible, sobre el cual ninguno de los dos quería decir nada, esperando cada uno que empezase el otro. El tren había dejado la costa y subía, simulando amplias ondulaciones de serpiente, por los flancos de 10 MANUEL DÍAZ RODRÍGUEZ la sierra. Lejos, á la derecha, se divisaban los últimos cocales, la playa y su orla de espumas, el mar y el dis- tante horizonte marino, cerrado por espesos cortinajes de nieblas. Enfrente y á la izquierda no se veían sino cumbres, laderas y hondonadas. A una vuelta del ca- mino desaparecieron el mar, la playa y los cocoteros, para minutos más tarde reaparecer, y continuar así, apareciendo y desapareciendo, según el capricho de la ondulosa vía férrea.