La construcción de la paz en : reconciliación, seguridad y violencia en una democracia precaria

La construcción de la paz en Guatemala: reconciliación, seguridad y violencia en una democracia precaria

Bernardo Arévalo de León (compilador)

PRESENTACIÓN FLACSO

5 6 In Memoriam Edelberto Torres-Rivas

Índice

Presentación FLACSO 5

Presentación 11 Bernardo Arévalo de León

Del posconflicto a la restauración autoritaria: el incierto camino hacia la coexistencia pacífica en Guatemala 15 Bernardo Arévalo de León

La seguridad de la Nación: Un balance estratégico-político en la Guatemala de hoy 61 Francisco Jiménez Irungaray

Guatemala: violencia en tiempos de paz y democracia 93 Carlos Antonio Mendoza Alvarado

El derecho a la paz como derecho fundamental en la Constitución Política de la República de Guatemala 115 Héctor Oswaldo Samayoa Sosa

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Presentación Bernardo Arévalo de León

Edelberto Torres-Rivas, observando el desarrollo en Guatemala de una democra- cia precaria atribulada por crisis recurrentes y carente de claros apoyos sociales, a menudo comentaba que la sociedad guatemalteca no ha sabido construir la paz de la misma manera como supo ponerle fin al conflicto armado interno. En efecto, los acuerdos de paz firmados en 1996 contienen en realidad dos agendas temporalmente separadas: una se enfocaba en la finalización del conflicto, orientada a encontrar una salida negociada a la violencia política que tenía más de tres décadas de asolar el país; la segunda, de cara al futuro, asumía compromisos para la construcción de una sociedad justa, libre y democrática que atendiera las causas estructurales de la conflictividad social y evitara el reinicio de los ciclos fratricidas de violencia que han caracterizado nuestra historia desde la era colonial. Pero mientras en la atención a la agenda ‘del pasado’ los resultados han sido ejem- plares –con un conflicto que termina sin una sola víctima producida por casos de represalias violentas, institucionales o personales, en una dirección o en otra,–1 la atención a la agenda ‘del futuro’ ha dejado mucho que desear. Logramos pacificar la política, pero ni hemos logrado transformar las condiciones sociales en las que el conflicto social emerge, se desarrolla y explota, ni fortalecer sustantivamente las capacidades para el manejo pacífico y la transformación de conflictos en la sociedad y en el Estado. Esta tensión paradojal se refleja en la medida en el proceso de paz –negociaciones y acuerdos– continúa siendo el hito referencial de los procesos sociopolíticos de nuestro país, más de veinte años después.2 No ha surgido desde entonces una dinámica distinta, alternativa, que supere las premisas o los objetivos de los acuerdos de paz, capture el imaginario colectivo de la población y organice nuestra política en lógicas diferentes de las que se derivaban de las negociaciones de paz y su conclusión. Casi por default, las reflexiones explicativas sobre la realidad

1 La ausencia total de represalias violentas entre combatientes de uno u otro lado tras la firma de los acuerdos de paz es un logro poco reconocido del proceso guatemalteco, que se aprecia en contraste con las dinámicas de represalias –animadas por resentimientos familiares e individuales más que institucionales– o de surgimiento de actores armados no estatales de nivel local –faci- litado por vacíos de poder– se pueden apreciar en otros proceso similares, como por ejemplo El Salvador o Colombia. 2 Para una revisión de temas críticos en la agenda nacional desde la perspectiva de dos décadas de implementación de los acuerdos de paz, véase Sarti, Carlos Alberto y Felipe Antonio Girón (Eds.) (2017). Resignificando los Acuerdos de Paz en Guatemala (Guatemala: Fundación Propaz).

11 sociopolítica de nuestro país terminan arribando, más tarde o más temprano, a la década entre 1986 y 1996 y su doble dinámica de democratización/pacificación como coyuntura crítica que explica –para bien y para mal, en sus logros y sus limitaciones– nuestro devenir histórico contemporáneo. De alguna manera, la vigencia referencial de los acuerdos de paz es producto precisamente de la medida en que los acuerdos ‘del futuro’ no nos alcanzaron para transformarnos suficientemente como sociedad y generar una ‘nueva’ realidad so- cial. No se trata de que, como a menudo se escucha en expresiones de hastío más emotivas y necias que racionales, “aquí no ha cambiado nada”. Cambios han exis- tido, y notables: más allá del desmantelamiento del Estado contrainsurgente –por si sólo un logro importante– los acuerdos de paz han dado lugar a una serie de reformas expresadas en transformaciones de los marcos legales, institucionales y de políticas dentro de los que opera el Estado. Pero como lo hemos visto siempre en nuestra historia: los cambios del entramado formal del aparato del Estado no son suficientes, por sí solos, para transformar las relaciones sociales y políticas que tienen lugar en su seno. La formalidad de los procedimientos democráticos del sistema político, la cons- trucción y desarrollo de un marco constitucional y legal garantista, el estableci- miento de unidades ejecutivas dedicadas a atender áreas de rezago, y el desarrollo de mecanismos participativos que han involucrado inéditamente a distintos secto- res de la población en la definición de políticas públicas, no nos han alcanzado para construir la sociedad reconciliada y pacífica que se identificaba como el objetivo del esfuerzo de reforma contenido en la agenda ‘de futuro’ de los acuerdos de paz. Ya no somos la sociedad confrontada y sangrante del período contrainsurgente, pero tampoco somos la sociedad reconciliada y armónica que esperábamos. Aún más, en los últimos meses, a la preocupación por la fragilidad de la paz que hemos venido construyendo se agrega el temor ante dinámicas que amenazan revertirla para hundirnos nuevamente en ciclos de autoritarismo y violencia. ¿Dónde esta- mos? ¿A dónde vamos? El presente volumen examina estas preguntas desde la perspectiva de áreas te- máticas que tienen un carácter crítico para las posibilidades de construir la paz sostenible en nuestro país: la reconciliación, la seguridad, y la violencia. Cuatro ensayos exploran la ruta crítica de logros y deficiencias que nuestro país ha reco- rrido desde que decidimos poner fin al enfrentamiento armado, aportando datos e interpretaciones destinadas a dilucidar la naturaleza de los procesos atravesados y de la coyuntura política en la que nos encontramos a comienzos de 2019. El primero, por Bernardo Arévalo de León, revisa las diferentes interpretaciones de la noción de reconciliación que se han manejado durante más de tres décadas en el discurso político y las acciones que, al amparo de estas definiciones, se han desplegado en la esfera pública. El ensayo constata la ausencia de un uso estratégico por parte del Estado de la reconciliación como concepto político

12 destinado a generar las condiciones necesarias para sobreponer divisiones y heridas históricas –ligadas al conflicto y su resolución– y contemporáneas –relacionadas con la conflictividad social emergente–, e identifica en el último año –2018– el resurgimiento de una retórica de polarización que, desde el Estado, amenaza por destruir los tímidos avances que en materia de coexistencia pacífica se habían venido gestando desde 1986. A continuación, Francisco Jiménez Irungaray focaliza su análisis en la transfor- mación de discursos, instituciones y prácticas de seguridad pública que han tenido lugar como parte de los procesos de democratización y de pacificación. Estable- ciendo el contraste fundamental que existe entre los principios y los objetivos que animan la acción de seguridad de un Estado democrático, orientado a proteger el bienestar de las personas y comunidades, y las de un Estado autoritario, cuyo propósito es la defensa de la estructura de dominación política a costa incluso del bienestar de la sociedad, analiza las medidas que, en los distintos ámbitos de la gestión de la seguridad del Estado, se han venido adoptando para realizar –es decir, hacer reales– los presupuestos filosóficos y políticos que se encuentran plasmados en la serie de instrumentos legales que desde hace más de tres décadas han venido orientando la transformación de los marcos de seguridad del autoritarismo a la de- mocracia. En este sentido, para concluir con una advertencia: estamos en presencia de un proceso de regresión político-institucional que amenaza con restablecer con- cepciones y prácticas autoritarias de la seguridad que no se corresponden con las establecidas en la legislación vigente, con efectos nefastos para la seguridad en sí y para la sostenibilidad de la democracia. Siempre dentro del ámbito de las políticas de seguridad, Carlos Mendoza Al- varado aborda la problemática de la violencia, examinando el comportamiento de la violencia homicida en nuestro país desde el comienzo del periodo democráti- co hasta la fecha. Mediante el análisis interpretativo de los datos estadísticos, re- flexiona sobre las condicionantes sociopolíticas, nacionales e internacionales que explican, por una parte, la explosión de la violencia homicida tras la firma de los acuerdos de paz y, por la otra, al desarrollo de una tendencia firme de disminución de las tasas de homicidio desde hace nueve años, hecho que no se refleja en las percepciones de violencia que mantiene la población del país. Elaborando en torno a las razones que podrían explicar esta tendencia a la baja, señala la importancia de los cambios institucionales derivados de los acuerdos de paz y de la lucha contra la corrupción, aunque advierte que estas transformaciones no son suficientes para explicar un patrón de violencia homicida que tiene una alta variación regional, en donde conviven tasas regionales de violencia similares a las de sociedades euro- peas pacificadas, con otras que se encuentran entre las más elevadas del continente, y en consecuencia, del mundo. Cierra este volumen una reflexión de Oswaldo Samayoa Sosa en torno al de- sarrollo de la noción de la paz como derecho fundamental en el marco jurídico de nuestro país, explorando la forma como este principio, que a nivel internacional

13 es ya aceptado e integrado en la normativa jurídica de distintos niveles, se integra en nuestro país en el contexto de un ‘bloque de constitucionalidad’ que orienta la acción pública a su defensa como derecho fundamental, y que en tal sentido, se convierte en un ‘activo’ social y político de fundamental importancia para las po- sibilidades de construcción de una sociedad pacífica y armónica. Aunque se desprende evidentemente de su condición de ensayos, ninguno de estos textos pretende agotar la discusión de los temas que aborda. Al contrario, constituyen una invitación al diálogo necesario que como sociedad debemos man- tener en torno a todo tema de trascendencia para la agenda pública, y especialmen- te en aquellos que como la seguridad, la violencia y la reconciliación, tienen una importancia crítica en el desarrollo de las condiciones necesarias para viabilizar la coexistencia pacífica y armónica en el seno de una sociedad diversa que, desigual e injusta, sueña con dejar de serlo.

Guatemala, enero de 2019

14 Del posconflicto a la restauración autoritaria: el incierto camino hacia la coexistencia pacífica en Guatemala3 Bernardo Arévalo de León4

A los 20 años de la firma de los acuerdos de paz, ¿qué estábamos celebrando? La noche del 29 de diciembre de 2016 se celebró en el Parque Central de la ciudad de Guatemala un concierto de características únicas. Con el nombre de “Concier- to para la Concordia y la Reconciliación”, este reunió por primera vez la Banda Marcial del Ejército de Guatemala, con la Orquesta Sinfónica Juvenil Femenina y Coro Alaide Foppa, un grupo que lleva el nombre de una notoria víctima de la violencia estatal durante el conflicto armado interno. El concierto fue el evento de clausura para un largo programa oficial en celebración de la firma, veinte años an- tes, de los acuerdos de paz que pusieron fin a un conflicto armado interno amargo y sangriento. El hecho de que este concierto conmemorativo no fuera interpretado por la Orquesta Sinfónica Nacional sino por una mezcla de mujeres jóvenes y mú- sicos militares, tenía una clara y significativa intención simbólica: la metáfora de perpetradores y de víctimas que interpretan juntos una invocación a la paz. A primera vista, podría parecer que el concierto era la expresión gozosa de una sociedad reconciliada, celebrando dos décadas de convivencia pacífica. En rea- lidad, era una llamada a la reconciliación: Julio Solórzano Foppa, el director del Memorial para la Concordia en Guatemala, una iniciativa de la sociedad civil que trabaja por la paz y convivencia apadrinando a la orquesta, e hijo de Alaíde Foppa, indicó que la iniciativa expresaba la voluntad de “…romper con la polarización que le ha hecho tanto daño a Guatemala” (Prensa Libre, 26/12/2016; López, 2017). Esta identificación de la reconciliación no como logro histórico sino como desafío contemporáneo se hacía eco en las palabras de Yashira Hernández, directora ejecu- tiva del Consejo Nacional para el Cumplimiento de los Acuerdos de Paz (CNAP), quien declaró a la prensa que la intención del evento era transmitir un mensaje a

3 Este artículo es una versión revisada y actualizada del estudio de caso sobre la reconciliación en Guatemala publicado en: Kofi Annan Foundation/Interpeace 2018. Challenging the Conventio- nal: Making post-violence reconciliation succeed. (Geneva: KAF/Interpeace). 4 Bernardo Arévalo de León, doctor en Filosofía por la Universidad de Utrecht, Países Bajos y sociólogo por la Universidad Hebrea de Jerusalén, Israel, es asesor principal sobre Consolida- ción de Paz de la organización internacional Interpeace. Ha trabajado en Guatemala y fuera del país, primero como funcionario diplomático guatemalteco y, posteriormente, como funcionario de organismos internacionales, así como en centros de investigación social, especialmente en cuestiones de democratización, relaciones civiles-militares y construcción de paz.

15 los jóvenes de que “... podemos juntos construir un nuevo país en paz” (Valdez de León, 2016). El concierto, de hecho, ejemplifica las complejidades y contradicciones de un país que, aunque ha cerrado efectivamente el ciclo de la violencia política que asoló a su sociedad durante más de tres décadas, todavía se pregunta cuál es el significado preciso de la reconciliación. Tras la firma de los acuerdos de paz, los grupos guerrilleros fueron efectiva- mente desmovilizados y reintegrados a la vida social y política del país. El Estado contrainsurgente que gobernó durante más de tres décadas fue desmantelado, po- niendo fin al control militar sobre la institucionalidad gubernamental, a la viola- ción sistemática de los derechos humanos como política de Estado, y reduciendo efectivamente el tamaño y presupuesto de las fuerzas armadas. En Guatemala no tuvieron lugar las recaídas de violencia entre las partes firmantes de los acuerdos, ni siquiera a nivel de represalias individuales. Además, las prácticas poliárquicas apuntalan una democracia marcada por la alternancia regular en el poder, decidida por medio de elecciones libres y abiertas (Arévalo de León y Jiménez, 2017). Y sin embargo, un par de años antes de la magna celebración y diecisiete después de la firma de losacuerdos de paz, el entonces presidente Otto Pérez Molina, signatario de dichos acuerdos cuando todavía se encontraba de alta en el Ejército y miembro de la comisión gubernamental a las negociaciones, había declarado: “La reconci- liación de la sociedad guatemalteca es probablemente donde hemos tenido menos avances” (Redacción180, 2013). ¿Qué es, entonces, lo que faltaba?

500 años de violencia, 36 años de conflicto armado El conflicto y sus antecedentes: de la coerción a la violencia Más allá de las formalidades de un marco constitucional republicano y la retórica política que lo acompaña, las condiciones básicas para un genuino contrato social entre autoridad política y población no emergieron en la historia guatemalteca sino hasta 1944. Anteriormente, el país había vivido bajo la lógica colonial de domina- ción por coerción, establecida por los conquistadores españoles para garantizar la fuerza trabajo de las comunidades indígenas, la fuente de ingresos más importante para la economía durante la Colonia y buena parte de la historia económica del Estado independiente. De hecho, la independencia en 1821 fue el resultado de la comprensión por parte de la élite criolla de la necesidad de preservar su estatus en la nueva realidad política que comenzaba a surgir de las ruinas del Imperio español, mediante la obtención del control sobre las instituciones estatales emergentes al tiempo que mantenía intacto el orden sociopolítico colonial. El resultado fue que el régimen

16 cambió, pero las élites persistieron: el último representante del rey de España se convirtió en el primer presidente republicano, con las mismas élites sólidamente alineadas tras él. Leales sujetos de la corona hasta ese momento, ferozmente repu- blicanas a partir de entonces. El nuevo Estado era fundamentalmente una estructura de poder establecida para sostener una economía basada en diferentes formas de trabajo forzoso, y la exclu- sión sistemática de los indígenas y de la creciente población mestiza de la vida política. La coexistencia de los distintos grupos sociales en el país bajo el marco republicano no era producto de asociaciones voluntarias pactadas entre individuos, comunidades y autoridades políticas, sino de la capacidad de las élites para subor- dinar estos grupos mediante la coerción violenta. En consecuencia, el alcance del aparato jurídico-institucional del Estado se limitó a garantizar las funciones de control y coerción que servían a los intereses de las élites, con poco más en tér- minos de las funciones de desarrollo y protección que sirvieran a la mayoría de la población (Arévalo de León, 2018a). En 1944, un movimiento cívico-militar derribó la dictadura del general Jorge Ubico, el último de los caudillos liberales, comenzando una primavera democrá- tica con dos gobiernos sucesivos, elegidos democráticamente, que implementaron una agenda de reforma política, social y económica. Por primera vez, el Estado comenzó a funcionar en beneficio del bien común, y no en el del estrecho interés de la élite terrateniente y sus sicofantes. Pero en 1954, bajo la lógica perversa de la Guerra Fría, una intervención militar planeada y pagada por Estados Unidos trajo el ciclo democrático a un cierre. La victoriosa coalición contra-revolucionaria –las élites terratenientes que querían recuperar el control sobre el Estado, la potencia hegemónica cuyo interés en la política interna del pequeño país era función de sus preocupaciones geopolíticas, y las élites militares que habían sido coaccionadas a la rebelión por el miedo a una invasión militar norteamericana– estableció un régimen autoritario que, bajo una definición indiscriminada de anticomunismo, instituyó la represión violenta de la disidencia política y cerró las posibles vías electorales para cualquier reforma política significativa. Durante casi una década, esta coalición trató de establecer en el país los cimien- tos para una hegemonía política electoral, suficiente para convertirla en ‘escapa- rate’ de la democracia liberal. Pero sus propias contradicciones hicieron imposi- ble este programa: el anticomunismo paranoico de la Guerra Fría llevó a Estados Unidos a aliarse con los sectores más antidemocráticos de la sociedad. Las élites tradicionales no estaban interesadas en una democracia liberal sino en la conti- nuidad de las prácticas de trabajo coercitivo y la represión de la disidencia. La orientación antidemocrática del Ejército, característica del período ‘caudillista’, fue reforzada por la Doctrina de Seguridad Nacional en la que Estados Unidos se encargó de indoctrinarlo. Cuando en la ruta hacia las elecciones generales de 1963 se hizo evidente que los partidos políticos herederos del legado de los gobiernos revolucionarios de 1944-1954 recuperarían el poder político por vía de las urnas,

17 el gobierno estadounidense y el Ejército de Guatemala tomaron la decisión de can- celar el proceso electoral e instaurar un régimen militar. Los acuerdos de paz, firmados en 1996, cerraron el ciclo de violencia política que se instauró entre este Estado contrainsurgente y los grupos insurgentes que comenzaron a operar a comienzos de los años sesenta, en un contexto marcado por la ausencia de canales pacíficos para la expresión de la disidencia política y la posibilidad del cambio político por la vía armada que ejemplificaba la Revolu- ción cubana. Durante más de tres décadas, los militares y sus aliados gobernaron a través de una fachada democrática que les aseguró el control total del sistema político, con elecciones disputadas por oficiales militares retirados a nombre de los partidos participantes, cuyo ganador generalmente se decidía por el fraude (Solór- zano Martínez, 1987). Paralelamente, los niveles cada vez mayores de violencia política fueron ejercidos por el aparato contrainsurgente contra la sociedad en una progresión que pasó inicialmente de reprimir cualquier forma de disenso político, a confrontar la emergente insurgencia armada, atacando luego su red de apoyo polí- tico civil para terminar dirigiendo el poderío militar del Estado contra la población civil en las áreas donde la insurgencia estaba operando, con la intención de secar el estanque para que los peces murieran. La violencia alcanzó el paroxismo cuando los insurgentes, derrotados en las tierras bajas del este del país y aniquilados en las ciudades, se retiraron a las tierras indígena del altiplano occidental para montar una ofensiva militar que por primera vez –a finales de los años setenta– representó una amenaza real para el régimen autoritario. La respuesta inicial del Estado fue poco más que una reacción brutal, pero un putsch liderado por oficiales jóvenes en 1982 canceló las últimas eleccio- nes fraudulentas y desplazó a los viejos, corruptos e ineficientes generales del alto mando, implementando una estrategia contrainsurgente, que introdujo una lógica operacional a lo que hasta entonces había sido una violencia que un analista mili- tar calificaría retrospectivamente de “... sin sentido…” (Gramajo Morales, 2003; véase también Schirmer, 1999). La mayor parte de violaciones de los derechos humanos cometidos durante los 36 años de conflicto ocurrieron entre 1982 y 1984, en una campaña militar que neutralizó la amenaza de una victoria insurgente y estableció un control militar efectivo sobre territorios en que, a menudo, el Estado nunca había ejercido presen- cia (Ball et al., 1999; CEH, 1999). Comunidades para las que el Estado había sido una realidad amenazadora pero distante –sin acceso a servicios sociales o protección del Estado; sin desarrollo de una infraestructura de comunicaciones que fomentara su integración– se vieron confrontadas con el Estado a través de su institución más violenta: el Ejército. De acuerdo con la información recopilada por la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), durante los 36 años de conflicto armado más de 200 000 per- sonas murieron de una población de aproximadamente 13 millones. Más de 600

18 aldeas fueron arrasadas, la mayoría por las fuerzas estatales y en algunos casos por insurgentes, y unidades militares cometieron actos de genocidio contra el pueblo maya ixil. Fue un conflicto caracterizado por niveles de violencia indignantes, no sólo por el elevado número de víctimas que causó, sino por la sevicia infligida contra la sociedad –y en especial, contra la población indígena– desde el Estado (CEH, 1999).

El posconflicto: ¿reconstruir o construir? La supervivencia de comunidades indígenas altamente cohesivas en el altiplano occidental hasta la segunda parte del siglo XX había sido el resultado, por una parte, de la estrategia de dominación sobre la mayoría indígena desarrollada desde el Estado: las ‘dos repúblicas’ de la época colonial, diseñadas formalmente por la Corona para proteger a las comunidades indígenas de los abusos de los colonizadores, funcionaron de hecho como un mecanismo de control social, subordinación y exclusión de la mayoría de la población de la Capitanía General de Guatemala: los pueblos indígenas; por la otra, fue el resultado de la estrategia de supervivencia de estos pueblos, una ‘resistencia de los pobres’ (Scott, 1985) que encuentra en la autonomía social y cultural de sus aldeas una manera de preservar su propio sentido de identidad y pertenencia comunal en el contexto de un territorio conquistado (McCreery, 1994). Durante la primera parte del siglo XIX, las élites gobernantes del nuevo Estado independiente estaban preocupadas principalmente por las disputas intraelitarias por el control del gobierno y, en la medida en que la economía dependía de produc- tos cultivados en otras regiones, no mostraron interés en las tierras bajas y altas del occidente donde se concentraban las comunidades indígenas. La economía cafeta- lera que se desarrolló durante la segunda mitad de ese siglo XIX –la espina dorsal de la economía nacional hasta bien entrado el siglo XX– cambió esta situación y condujo a la expoliación de la tierra de las comunidades indígenas y mestizas de valles y boca costa, adecuadas para la producción de café. Pero las comunidades cuyas tierras eran inadecuadas para dicha producción no sufrieron el expolio, que- dando como fuente de trabajo estacional para las plantaciones que, aunque forzado, se convirtió en fuente adicional de ingresos para aldeas que comenzaban a sufrir presión económica derivada de la indisponibilidad de suficientes tierras agrícolas. La combinación entre una agricultura de subsistencia, el comercio regional y los magros ingresos obtenidos del trabajo estacional, proporcionaron a las comuni- dades indígenas los recursos necesarios para mantener su autonomía relativa frente a un Estado cuya incapacidad para ejercer sus funciones más allá de las capitales provinciales –e incluso allí, a duras penas– facilitó el esfuerzo de las comunidades indígenas por preservar sus propias estructuras de autoridad, su identidad étnica y un tejido social cohesivo. La exclusión histórica y la marginación de que fue- ron objeto por el Estado colonial en un inicio y el independiente a continuación,

19 permitieron a estas comunidades resistir la desintegración social y la asimilación cultural, a pesar de que en algunos casos las presiones económicas y las divisiones de clase dentro de la comunidad comenzaban a erosionar los niveles de cohesión social (McCreery, 1994; Grandin, 2000a, 2000b). Estos patrones tradicionales de interacción social colaborativa a nivel comunita- rio, desarrollados autónomamente a lo largo de los siglos, fueron gravemente daña- dos por la llegada a sus territorios del conflicto armado entre insurgencia y Estado. El conflicto social resultante de tensiones y disputas usuales en la vida comunitaria –entre familias en torno a cuestiones de tenencia de la tierra o autoridad comunal, entre principales y maceguales, entre practicantes del catolicismo y aquellos que se suscribían a rituales mayas, entre una aldea y otra sobre límites territoriales o acceso al agua, etcétera– se había caracterizado históricamente por niveles relativamente bajos de violencia, regulados mediante mecanismos tradicionales de resolución de conflictos que permitían a las comunidades abordar las diferencias sin arriesgar su cohesión social básica. Incluso en el caso de comunidades indígenas donde los con- flictos intracomunales empezaron a interactuar y a intersectar con procesos y actores políticos nacionales en la primera parte del siglo XX, el impacto de estos factores externos no alcanzó niveles de violencia armada que cuestionaran de manera funda- mental las identidades comunitarias y sus mecanismos de resolución de conflictos. Pero con la expansión de la insurgencia política a sus territorios, estas divisio- nes eminentemente comunitarias fueron infladas exponencialmente por una lógi- ca militar que las subordinó a la polarización política nacional y las infectó con niveles de violencia sin precedentes. La guerrilla movilizó a esta población a una acción política que rompía con los patrones tradicionales de la autoridad tradicio- nal, instrumentalizando a la vez que magnificaba las divisiones tradicionales en las comunidades, e introduciendo nuevas fracturas ligadas a la crisis política nacional. Al hacerlo, atrajo la reacción de un Estado que operaba a partir de criterios contra- insurgentes que convirtieron a las comunidades indígenas en foco de la violencia ejercida desde el aparato de seguridad estatal. El Estado organizó a las comunidades en ‘Comités Voluntarios de Autodefensa Civil’, grupos paramilitares encargados de asistir al Ejército en la implementación de sus estrategias contrainsurgentes dentro de su propia aldea o en contra de poblados vecinos. Más allá de cumplir funciones de control territorial, estos comités se convirtieron en informantes sobre las actividades de la población, denunciando a los sospechosos de asistir o simpatizar con los insurgentes y participando en actos de violencia que abarcaron desde la esclavitud doméstica y sexual –por lo general familiares de quienes habían huido o eran sospechosos de ayudar al “enemigo”– hasta masacres. Las comunidades recurrieron a niveles y formas de violencia contra miembros de la comunidad y contra comunidades vecinas que eran ajenas a su estilo de vida tradicional. El resultado, una vez que el conflicto armado llegó a su fin, fue de comunidades desgarradas por el resentimiento, la

20 desconfianza y el miedo, donde las distinciones fáciles entre verdugos y víctimas eran a menudo obscurecidas por la variedad de motivaciones que orientaron la acción de sus miembros: algunos –los menos– tomaron partido voluntariamente, otros –la mayoría– fueron forzados so pena de muerte a hacerlo, y quienes no participaron activamente en ellas se convirtieron en testigos silenciosos de la tragedia, víctimas y cómplices a la vez (CEH, 1999; Roth-Arriaza y Arriaza, 2008). Es evidente que en el caso de estas comunidades indígenas ha existido una clara necesidad de restaurar el tejido social de la vida comunitaria; rescatar de la debacle social elementos básicos de confianza interpersonal y colectiva que fueron destrui- dos por la violencia y que son necesarios para viabilizar la colaboración estrecha que se requiere para dar continuidad a la vida comunitaria. En este caso, la recon- ciliación consiste efectivamente en restablecer condiciones que existían antes de la crisis: se trata de la recuperación de los activos sociales como la confianza, y de habilidades sociales como la cooperación, que permitan a la organización social dividida curar sus heridas y superar las divisiones causadas por la violencia, de manera que el ‘cuerpo político’ de la comunidad pueda funcionar de nuevo. Pero ¿qué había para recuperar a nivel nacional? La comunidad política de la mayor parte de la historia guatemalteca no ha sido sostenida por la cohesión re- sultante de las asociaciones voluntarias que reúnen a las instituciones estatales y a la población a través de un ejercicio legítimo de autoridad (Arévalo de León, 2007). En Guatemala, los cimientos de democracia establecidos durante la década revolucionaria de 1944-1954 no sobrevivieron a la lógica autoritaria de una con- trarrevolución que básicamente reformuló antiguas tradiciones autoritarias –valo- res, conductas, instituciones políticas y sociales– en vigor desde la época colonial. Aunque la experiencia revolucionaria de mediados de siglo hizo imposible la sim- ple reconstitución de los regímenes premodernos del caudillismo liberal, la lógica de la dominación por la fuerza prevaleció y las élites gobernantes desarrollaron nuevos mecanismos para asegurar el control político sobre una población cada vez más inquieta y políticamente consciente. El régimen contrainsurgente fue sólo una nueva encarnación de esta lógica: de la dominación oligárquica ‘premoderna’ a la dominación oligárquica ‘moderna’. La coexistencia social anterior al enfren- tamiento armado interno no era resultado de una solidaridad funcional, libremente establecida entre los diferentes grupos que componían la sociedad. La convivencia bajo el marco social y político del Estado guatemalteco era simplemente función de la violencia y la coerción que la élite gobernante era capaz de movilizar para subordinar la sociedad a la obediencia, y no producto de tradiciones de confianza, colaboración y solidaridad (Torres-Rivas, 2015; Holden, 2004). En este contexto, es difícil concebir la reconciliación como el proceso de re- cuperación o rescate de los activos sociopolíticos necesarios para la conviven- cia –valores, habilidades, comportamientos, relaciones, instituciones– del período preconflicto. Se trata en realidad del establecimiento de ‘nuevas tradiciones’ nece- sarias para el establecimiento de una comunidad democrática funcional: confianza

21 a nivel interpersonal y colectivo; confianza en la autoridad política basada en su ejercicio legítimo; colaboración voluntaria entre los diferentes grupos e individuos que integran la sociedad; un marco de objetivos y aspiraciones políticas compar- tidas que incorporen y representen la pluralidad de la sociedad; instituciones que reflejan y expresan la lealtad voluntariamente establecida entre ciudadanos y au- toridad política. En un fácil juego de palabras, repetido frecuentemente durante el período pos- terior a la firma de losacuerdos de paz, la paz sostenible en Guatemala no depende de una ‘reconciliación’ que rescate del pasado un patrón de relaciones entre socie- dad y Estado, sino de una ‘conciliación’ que desarrolle un contrato social nuevo y voluntario que una a los grupos que componen la sociedad entre sí y al conjunto de la sociedad con el Estado.

El concepto de reconciliación en el camino a los acuerdos de paz Es importante señalar que las primeras menciones de la reconciliación en el con- texto guatemalteco de la segunda mitad del siglo XX referían a una precondición necesaria para la resolución pacífica del enfrentamiento armado: el desarrollo de condiciones mínimas que permitieran la negociación de una solución política. No se trataba de una visión de coexistencia pacífica en el postconflicto. La Comisión Nacional de Reconciliación (CNR), establecida en Guatemala en 1987, fue el resultado de los compromisos asumidos por los gobiernos centroame- ricanos en los acuerdos de paz de Esquipulas (Esquipulas II), un acuerdo regional por medio del cual se evitó que las tensiones de la Guerra Fría de la era del presi- dente Ronald Reagan explotaran en un conflicto armado de carácter regional. La gobiernos de El Salvador, Guatemala, , Nicaragua y Costa Rica identi- ficaron la persistencia de los conflictos armados internos como una de las fuentes de la creciente tensión geopolítica de la región, y se comprometieron a iniciar procesos de reconciliación nacional en tres ejes: el establecimiento de procesos nacionales del diálogo entre las autoridades nacionales y los grupos de oposición política no violenta, la concesión de una amnistía que permitiera a la insurgencia armada deponer armas y reintegrarse en la vida política, y la creación de comisio- nes nacionales de reconciliación encargadas de supervisar la implementación de los acuerdos de Esquipulas II.5

5 Los demás compromisos fueron el cese de las hostilidades entre los gobiernos y los grupos ar- mados; un llamamiento para detener el apoyo internacional a los grupos armados irregulares o insurgentes y el uso del territorio nacional para atacar a los países vecinos; el establecimiento de negociaciones regionales sobre seguridad, verificación, limitación y control de las armas; abordar el flujo regional de poblaciones refugiadas y desplazadas; y la implementación de procesos de de- mocratización incluyendo la celebración de elecciones libres. Véase Declaración de Esquipulas II. Procedimiento para establecer la paz firme y duradera en Centroamérica (Universidad Rafael Landívar/MINUGUA, 1997).

22 En la búsqueda de alcanzar estas metas, la CNR convocó a dos diálogos nacio- nales. El primero fue el Gran Diálogo Nacional (1989-1990) que reunió a ocho diferentes sectores sociales para un intercambio inicial sobre cuestiones clave de la agenda nacional.6 El segundo fue el Proceso de Oslo mediante el cual la CNR facilitó, en 1990, una ronda de reuniones entre la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) –el paraguas organizacional de los cuatro grupos insur- gentes– y sectores sociales y políticos para discutir opciones que permitieran una solución no militar al conflicto.7 Para 1991, el proceso de reaproximación que se llevó a cabo a través de la labor de la CNR, y los cambios en el equilibrio de poder entre el ejército contrainsurgente y las autoridades civiles electas que tuvo lugar a partir de las elecciones de 1985, generaron condiciones que permitieron el establecimiento de negociaciones directas entre el gobierno y la URNG (Arévalo de León, 1998). El Acuerdo de México de abril de 1991 estableció el marco para el proceso de negociaciones políticas, con el presidente de la CNR mediando entre las partes con carácter de conciliador, y la Organización de Naciones Unidas como observadora del proceso8. En contraste con la mayoría de negociaciones de paz celebradas en el mundo hasta entonces, éstas incluyeron no sólo los acuerdos operativos atinentes a la finalización militar del conflicto, la reintegración de los insurgentes y la norma- lización de democracia electoral, sino una agenda sustantiva correspondiente a las brechas sociales críticas que, de acuerdo al análisis de ambas partes, se encontra- ban en los orígenes de la confrontación violenta.9 Reconociendo que la transforma- ción social, política y económica del país era una condición necesaria para hacer sostenible la coexistencia pacífica, las partes negociaron acuerdos temáticos que constituyeron parte integral del acuerdo final de paz, cuya implementación tendría lugar una vez este fuera firmado.10 Para incluir en el proceso a una sociedad civil cada vez más organizada y proactiva, las partes en la negociación solicitaron al 6 Los ocho sectores con los que el CNR organizó el diálogo fueron: gobierno (poderes ejecu- tivo, legislativo y judicial; Comisión Nacional para los Refugiados); político (partidos políti- cos), popular (sindicatos y movimientos sociales); cooperativo (movimientos cooperativista y solidarista), académico y profesional (gremios profesionales; Universidad Nacional e institutos de investigación); refugiados (Comisiones Permanentes de Refugiados); prensa y medios de co- municación (gremios de periodistas y organizaciones de medios) y religiosos (Iglesia católica, iglesias protestantes y comunidad judía). 7 En este contexto se organizaron sobre una base sectorial cinco reuniones medidas por la CNR: con los partidos políticos (El Escorial, España), con el sector privado (Ottawa, Canadá), con movimiento popular (Metepec, México), con instituciones académicas, gremios profesionales, cooperativas y pequeños emprendedores (Atlixco, México), y con instituciones religiosas (Quito, Ecuador). El gobierno participó en el Gran Diálogo Nacional, pero no en el proceso de Oslo. 8 Véase Acuerdo de México. Acuerdo de procedimiento para la búsqueda de la paz por medios políticos (Universidad Rafael Landívar/MINUGUA, 1997:105-109). 9 La agenda sustantiva estaba conformada por los siguientes temas: reasentamiento de la población desarraigada por el conflicto armado; derechos humanos y democratización; fortalecimiento del po- der civil y función del Ejército en una sociedad democrática; identidad y derechos de los pueblos indígenas; aspectos socioeconómicos y situación agraria; reforma constitucional y régimen electoral. 10 La excepción fue el Acuerdo Global de Derechos Humanos, que entró en vigor inmediatamente con la verificación de la ONU, como una medida de fomento de la confianza que evidenciaba la buena fe de las autoridades nacionales en el proceso de negociación.

23 presidente de la CNR que convocara a la sociedad civil para consensuar recomen- daciones a las partes negociadoras, y validar los acuerdos temáticos alcanzados en la mesa de negociación (Ponciano Castellanos, 1996). Ni el Acuerdo de México de 1991 (Universidad Rafael Landívar/MINUGUA, 1997: 105-110) ni el Acuerdo marco de 1994 (ibid: 211-215) incluyeron referen- cias sustantivas a la cuestión de la reconciliación, más allá de una mención al papel de la Asamblea de la Sociedad Civil (ASC), el organismo constituido para permitir a la sociedad civil proporcionar recomendaciones a las partes negociadoras, como un mecanismo entre otros destinados a “… fomentar la reconciliación nacional”. Tampoco los documentos elaborados por la sociedad civil hicieron referencia alguna a la reconciliación post-acuerdo, enfocándose en el proceso de negocia- ciones, con demandas concretas que exigían una agenda de temas sustantivos, la transparencia del proceso negociador y la participación de la sociedad civil (ibid: 167-170). Ni siquiera el Acuerdo sobre el establecimiento de la Comisión para el esclarecimiento histórico de las violaciones a los derechos humanos y los hechos de violencia que han causado sufrimientos a la población guatemalteca (ibid: 247- 252) hizo mención explícita sobre la reconciliación post-acuerdo, optando en su lugar por referirse a la importancia de la verdad como componente de una cultura de concordia, respeto mutuo y observancia de los derechos humanos. No fue sino hasta la fase final del largo proceso de negociación que se hizo refe­ rencia explícita de la reconciliación. En el Acuerdo sobre bases para la incorpora- ción de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca a la legalidad (ibid: 359- 374), las partes acordaron que el gobierno decretaría, previo a la firma final de los acuerdos de paz, una Ley de Reconciliación Nacional detallando los mecanismos a través de los cuales serían perdonados los actos ilegales cometidos en el contexto del conflicto armado por los funcionarios del Estado o por los insurgentes. Esta Ley de Reconciliación Nacional era, de hecho, un decreto de amnistía, que hacía referencia a la reconciliación sólo dos veces en el texto: en el preámbulo, afirmando que la reconciliación nacional requiere “... un tratamiento equitativo e integral ...” (ibid: 421-426) de las circunstancias y condiciones que rodearon a los crímenes cometidos durante el conflicto armado, y en el artículo 1º, que la establecía como instrumento para la reconciliación de las personas que participaron en la confrontación armada. El objetivo general de la ley era “... promover una cultura de concordia y respeto mutuo, que elimine toda forma de revancha o venganza, al mismo tiempo que pre- serve los derechos fundamentales de las víctimas, como condiciones indispensables para una paz firme y duradera…” (ibid: 364), pero no pretendió proporcionar ni una definición sustantiva ni una orientación operacional de tales objetivos, más allá de referir a objetivos de reparación y no repetición. La falta de una definición oficial clara sobre el significado de la reconciliación dejó su significado sujeto a la interpretación que le asignaban los distintos actores sociales de una arena política muy fluida, lo que no deja de llamar la atención

24 considerando que el país llevaba más de una década de esfuerzo político y debate público en torno a cuestiones de conflicto y paz. Dos factores explican esta situación. El primero es que tras 36 años de violencia política y violaciones sistemática de los derechos humanos, la sociedad guatemal- teca estaba desesperada por poner fin al conflicto armado interno. En un contexto de profunda polarización con raíces en la crisis política de los años 40 y 50, la reconciliación se entendió como un ‘desarme político’: un acuerdo social sobre la necesidad de renunciar a la violencia en la procuración de intereses políticos y de restablecer las condiciones que permitieran una solución negociada al conflicto armado. Los actores políticos clave del momento en el Estado y la sociedad cen- traron sus esfuerzos y su imaginación en cerrar el ciclo de violencia política, asu- miendo que un cierre adecuado proporcionaría por sí mismo el marco fundamental para la subsecuente coexistencia pacífica. Para tales efectos, sin embargo, un simple acuerdo operacional que se ocupara de la finalización de las operaciones militares y la reintegración de la insurgencia a una democracia electoral no sería suficiente. Era inaceptable para la URNG, que necesitaba justificar ante sus bases la decisión de renunciar a la lucha armada obteniendo concesiones en temas sustantivos por parte del gobierno. Pero era igualmente inaceptable para la sociedad civil, que entendía las negociaciones como una oportunidad única para inscribir en la agenda política nacional cuestiones críticas que la naturaleza todavía transicional del sistema político hacía difíciles de abordar, tales como los derechos de los pueblos indígenas o la desmilitarización. Esta convergencia en torno a la necesidad de incluir una agenda sustantiva de alcance ‘transformativo’, abordando mediante acuerdos temáticos las brechas es- tructurales críticas que estaban en el origen de la crisis política, permitió a las partes en la negociación y a la sociedad en general concebir el proceso de paz no sólo como un esfuerzo para silenciar las armas, sino como la oportunidad para gestar un futuro diferente y mejor. Un futuro en el que el efecto combinado de un sistema político democrático cimentado en un Estado de derecho respetuoso de los derechos humanos, y los compromisos de transformación social asumidos en los acuerdos temáticos, proveerían el marco sociopolítico que haría posible la convivencia pacífica. El segundo factor estriba en que cualquier intento de alcanzar algún nivel de claridad conceptual y orientación operativa sobre la reconciliación a gestarse tras la firma de los acuerdos hubiera forzado a los actores políticos y sociales del mo- mento a enfrentar un tema en el que las partes negociadoras, y la sociedad en general, sostenían profundas diferencias: ¿cómo asumir el legado de la violencia infligida durante 36 años de conflicto armado interno? Los gobiernos que negociaron los acuerdos de paz eran autoridades civiles que, elegidas democráticamente, operaban en el contexto de un período transicional del autoritarismo a la democracia. Entre 1985 y 1996 el ejército de Guatemala fue

25 cediendo –involuntariamente– de manera gradual y progresiva el control sobre el sistema político a los gobiernos civiles que resultaban de los procesos electorales, pero retenía altos niveles de influencia sobre cuestiones críticas de la política de Estado, especialmente en todo lo relativo al conflicto armado. En consecuencia, las delegaciones gubernamentales a las negociaciones de paz estaban integradas por funcionarios civiles del gobierno y oficiales militares de alto rango, en una cola- boración incómoda, marcada por diferentes grados de desconfianzas y sospechas recíprocas. La participación militar era inevitable dados los temas político-milita- res en la mesa y el poder que mantenían dentro del Estado, y era también necesaria para impedir que la institución militar estableciera distancia del proceso de paz, profundizando su autonomía funcional de la autoridad civil. Pero implicaba que los perpetradores de las violaciones de los derechos humanos estaban sentados en la mesa, negociando los términos en los que se haría justicia una vez firmada la paz. Aunque a medida que avanzó el período transitorio el equilibrio de poder den- tro del Ejército entre oficiales ‘recalcitrantes’ –los que resistían la autoridad civil y cualquier solución negociada al conflicto armado– e ‘institucionalistas’ –aque- llos que aceptaban el principio de autoridad civil y entendían la necesidad de una solución política al conflicto armado– se fue desplazando gradualmente a favor de estos últimos. Prevenir la rendición de cuentas legal y moral por las violaciones de los derechos humanos cometidas durante el enfrentamiento era un imperativo institucional compartido entre ambos. Moralmente, como necesidad de reivindi- cación del papel desempeñado por las fuerzas armadas “en defensa de la patria” al salvar al país de la “agresión comunista”, negando la existencia de una política de violaciones de los derechos humanos. Legalmente, para eludir las consecuen- cias judiciales que individualmente tendrían que enfrentar los oficiales y las tro- pas involucrados en los múltiples casos de violaciones y atrocidades. Desde su perspectiva, el fin del conflicto armado debía ser asumido como una oportunidad para un ‘borrón y cuenta nueva’ que enterrara las violaciones cometidas en las páginas de la historia, ya que de otra manera se podría fomentar la división y la polarización social, evitando que las heridas sufridas por el ‘cuerpo social’ cura- ran (Isaacs, 2010). Una amnistía global estaba claramente fuera de cuestión para la URNG, cuyo liderazgo tenía que considerar las demandas de verdad y justicia dentro de sus propias filas, y las de simpatizantes nacionales e internacionales.11 Tampoco lo era para los civiles en el gobierno, conscientes del efecto de deslegitimación de la autoridad política que, tanto a nivel nacional como internacional, tendría cualquier medida que pretendiera bloquear la justicia.

11 Una vez establecida, las investigaciones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH) determinaron que sólo 3% de las violaciones de derechos humanos registradas por la CEH en su informe fueron atribuidas a las fuerzas insurgentes, con 93% atribuidas a las fuerzas estatales y paramilitares, y 4% indeterminadas. Es difícil saber si tales cálculos de responsabilidad compara- tiva formaron parte del marco de toma de decisiones de la URNG en momentos de la negociación de estos acuerdos.

26 Los militares se encontraron dentro de una jaula creada por ellos mismos: la legitimación de la autoridad del Estado por medio de una democratización formal se había visto a principios de los años 80 como un movimiento táctico hacia el ob- jetivo estratégico de derrotar a la insurgencia, completando la victoria militar. Fue, en términos de sus intenciones, promover la desmilitarización del gobierno sin desmilitarizar el poder. Pero la búsqueda de la “legitimidad democrática” nacional e internacional durante el período transicional (1985-1996) engendró un proceso político que escapó de su control y que condujo a la “civilianización” gradual del poder político. Los militares que al comienzo del período podían imponer sus intereses institucionales a las autoridades civiles electas, prohibiendo al presidente Cerezo (1986-1991) establecer contactos políticos directos con la insurgencia, se encontraron con que eran cada vez menos capaces de imponerlos a los gobiernos civiles subsecuentes. El presidente Serrano Elías (1991-1993) estableció nego- ciaciones políticas con la guerrilla en contra de su voluntad; el presidente De León Carpio (1993-1995) fortaleció la mano de los oficiales ‘institucionalistas’ para per- mitirse avanzar en los expedientes sustantivos; y el presidente Arzú (1996-2000) decidió firmar la paz dentro de su primer año de gobierno. Aun manteniendo nive- les de influencia política, los militares ya no estaban en capacidad de fungir como único y principal determinante político dentro del Estado (Arévalo de León, 1998; Rosada Granados, 1999). Es bajo estas circunstancias que las partes alcanzaron acuerdos sobre dos de las cuestiones más difíciles del orden del día: la prevención de las violaciones de los derechos humanos y el establecimiento de una comisión de la verdad para investigar violaciones ya cometidas. El Acuerdo Global sobre Derechos Huma- nos, firmado en 1994, fue el primer acuerdo temático alcanzado entre las partes, y el único que entró en vigor inmediatamente, encargándose su verificación a las Naciones Unidas (Universidad Rafael Landívar/MINUGUA, 1997: 221-232). La disposición gubernamental para promover un marco jurídico e institucional que garantizara el pleno cumplimiento de las normas constitucionales e internacionales de protección y garantía de los derechos humanos era visto como una prueba de la sinceridad de su voluntad política y de su determinación de avanzar en las nego- ciaciones. Pero las negociaciones sobre el establecimiento de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) fueron más complejas ya que afectaban directa- mente las demandas de impunidad moral y legal del Ejército. Su oposición a que las investigaciones de la CEH comportaran consecuencias legales tanto personales como institucionales condujo inicialmente a intentos para impedir que el informe incluyera la individualización de responsabilidades, y diferir su publicación en 25 años (Rosada Granados, 2007). Pero la presión política –tanto dentro de la mesa de negociaciones como en las arenas políticas nacional e internacional– obligó a las partes a transigir. Los acuerdos alcanzados durante las negociaciones en cuestiones de verdad y justicia fueron transacciones infelices derivadas de las condiciones políticas en las

27 que se estaba llevando a cabo la negociación: una democracia emergente en medio de un contexto de débiles tradiciones democráticas y de enclaves autoritarios atrin- cherados dentro del Estado y en la sociedad. Las organizaciones de la sociedad civil fueron muy críticas con la Ley de Reconciliación Nacional y con los términos acordados para el establecimiento de la CEH. La ASC, que tenía como una de sus funciones la de validar los acuerdos alcanzados por las partes negociadoras, se opuso a que se transigiera en lo referente a la ausencia de responsabilidad indivi- dual y de no-aplicabilidad judicial del informe, pero decidió no retirar su apoyo al acuerdo ante los posibles efectos deslegitimadores que esta actitud pudiera tener sobre el proceso de paz en su conjunto.12 El resultado no satisfizo ni las aspiraciones de impunidad total pretendida por el Ejército, ni las de total responsabilidad personal e institucional que exigían las víctimas y muchos actores políticos de la sociedad. Sin embargo, dejó abiertas suficientes avenidas para la búsqueda de la verdad y la lucha contra la impunidad durante el período posterior al conflicto: la CEH podría llevar a cabo sus investiga- ciones en plena autonomía y publicar su informe inmediatamente, y “... los delitos de genocidio, tortura y desaparición forzada, así como aquellos delitos que sean imprescriptibles o que no admitan la extinción de la responsabilidad penal, de conformidad con el derecho interno o los tratados internacionales ratificados por Guatemala…” (Universidad Rafael Landívar/MINUGUA, 1997: 423) quedaron fuera de la amnistía promulgada a través de la Ley de Reconciliación Nacional, permitiendo al Estado investigar estos casos y enjuiciar a los perpetradores. Guatemala entró en la era postconflicto sin una clara definición, y mucho menos una compartida socialmente, de lo que las vagas nociones de concordia, respeto mutuo y coexistencia a las que se hacía referencia en los distintos documentos del proceso de paz significaban en la práctica. No se dio ninguna consideración a los desafíos implícitos a la superación del legado de miedo, dolor y desconfianza en la población, o al hecho de que el país se estaba embarcando en una experiencia casi inédita de construcción nacional sin los usuales recursos de violencia y coer- ción que habían logrado consolidar los estados europeos (Tilly, 1992). El supuesto implícito era que, una vez terminado el conflicto armado, el efecto combinado de un marco político democrático funcional y la aplicación de los compromisos te- máticos de los acuerdos permitirían la transformación sustantiva de las relaciones políticas necesarias para alcanzar el vago estado de ‘concordia’ al que se aspiraba. En este proceso, las necesidades de las víctimas y los sobrevivientes quedaron relegadas a un segundo plano ante aquellas correspondientes al arreglo político que permitió a las partes beligerantes deponer las armas, pero no fueron comple- tamente ignoradas. El trabajo de la CEH, las recomendaciones de política que se le habían encomendado, y el enjuiciamiento de los autores de los crímenes de lesa

12 De conformidad con el mandato de la ASC, la falta de validación de un acuerdo no acarreaba consecuencias formales, pero dicha decisión habría tenido un enorme impacto deslegitimador en el proceso.

28 humanidad establecido en Ley de Reconciliación Nacional, proporcionaría las me- didas de verdad, dignidad y justicia necesarias para satisfacer las necesidades de las víctimas. Interpretando el espíritu de los acuerdos a partir del mosaico resultan- te de las diferentes declaraciones y compromisos emitidos a lo largo del proceso, la ‘conciliación’ de la sociedad guatemalteca resultaría de la combinación entre un nuevo, justo e incluyente contrato social que pondría fin a la marginación y a la discriminación, y un programa de verdad, justicia y reparación que devolvería la dignidad a quienes más sufrieron el impacto de la violencia.

La conciliación de la sociedad guatemalteca: los acuerdos de paz y la transformación de las relaciones sociopolíticas Los acuerdos de paz tuvieron éxito en poner fin al ciclo de violencia política que había comenzado más de tres décadas antes. Ambas partes cumplieron los compro- misos contraídos en el marco de su agenda operativa, permitiendo que los objetivos críticos establecidos en ella fueran alcanzados. La desmovilización, el desarme y la reintegración de 2 928 insurgentes fueron implementados con éxito. La URNG se convirtió en un partido político y los excombatientes participaron en la contienda electoral bajo el símbolo del partido político que mantuvo las mismas siglas, y de otras formaciones políticas del nivel local y nacional. Notablemente, no se registra- ron casos de venganza o represalias violentas, que involucraran a excombatientes de cualquiera de los bandos o a sus familias en ajustes de cuentas individuales. El marco jurídico e institucional contrainsurgente que el Estado había desa- rrollado para implementar la coerción violenta de la disidencia, responsable de la violación sistemática de derechos humanos durante el conflicto armado, fue efectivamente desmantelado. La red de colaboradores civiles –los comisionados militares y las patrullas de autodefensa paramilitares desarrollados a nivel comu- nitario por el Ejército– fue desmovilizada antes de que se firmaran los acuerdos. Unidades militares creadas dentro de una clara lógica contrainsurgente, como la Policía Militar Ambulante, fueron disueltas. Una nueva Policía Nacional Civil fue creada para sustituir a la Policía Nacional que había sido penetrada y corrompi- da durante el período contrainsurgente. La reducción en 33% del personal militar acordada en los acuerdos se llevó a cabo dentro del plazo de un año, y un recorte presupuestario al gasto militar en 2004 lo redujo en un 50% adicional.13 Se promul- gó una nueva doctrina militar basada en principios democráticos para sustituir la doctrina contrainsurgente, con un nuevo despliegue territorial de fuerzas diseñado para defender el territorio nacional de las amenazas externas, sustituyendo opera- tivamente la hipótesis del ‘enemigo interno’ que durante casi cuatro décadas había

13 Los acuerdos de paz no establecieron un principio de proporcionalidad para la implementación de esta reducción. Como resultado, esta afectó fundamentalmente el número de elementos de tropa, pero dejó prácticamente intacto al cuerpo de oficiales, en una medida de protección cor- porativa que no tenía ninguna justificación ni sentido desde una perspectiva de estrategia militar. (Arévalo de León, 2006)

29 orientado las operaciones contrainsurgentes. Sin lugar a dudas, la militarización del Estado característica de los años de conflicto armado terminó efectivamente y, sin embargo, la ausencia de una política militar que afirmara el control civil sobre el Ejército limitó claramente el alcance de la subordinación militar a la autoridad política, generando una situación de autonomía relativa de la institución frente a la autoridad civil. (Arévalo de León, 2006; Arévalo de León y Jiménez, 2017) En términos del sistema político, las libertades fundamentales necesarias para una democracia electoral existen desde el inicio del proceso de democratización en 1985. Elecciones libres se han llevado a cabo regularmente con resultados que, en cada ocasión, han permitido una alternancia en el poder: en más de treinta años, ningún partido político ha logrado reelegirse para dirigir el Organismo Ejecuti- vo. Sin embargo, aunque la competencia política transcurre exclusivamente por conductos electorales, la democracia representativa dista de ser funcional. El pa- trimonialismo domina un sistema político extremadamente volátil (Artiga Gon- zález,1998: 125-129) con partidos que –con pocas y mínimas excepciones– no son sino maquinarias electorales organizadas alrededor de intereses clientelares descarnados, indistinguibles desde un punto de vista ideológico y desprovistas de cualquier pretensión programática (Novales Contreras, 2013, 2014). La corrup- ción ha permitido que los intereses patrimoniales se apoderen de las instituciones públicas, cooptando las capacidades del Estado para ponerlas a su servicio (Bris- coe, 2014; Tromme, 2014). En consecuencia, los intereses sociales legítimos no encuentran representación en el sistema político que, por lo tanto, funciona en un contexto de credibilidad y apoyo extremadamente bajo de parte de los ciudadanos (Mendoza et al. 2017; Latinobarómetro, 2018). Durante las dos décadas siguientes a la firma de los acuerdos de paz, las insti- tuciones estatales de seguridad dejaron de operar bajo una estrategia orientada a contener la disidencia política a través de la represión violenta. El marco jurídico e institucional encargado de mantener los derechos humanos se amplió a través de la reforma de leyes e instituciones existentes y la creación de otras nuevas, derivadas de los acuerdos firmados.14 No obstante, el Estado no ha sido capaz de proteger a los ciudadanos de los actos de violencia de los que son objeto como resultado de sus actividades en la esfera pública: los defensores de derechos humanos –catego- ría que incluye a activistas de derechos humanos y de derechos laborales; líderes comunitarios y ambientalistas; periodistas e investigadores; operadores de justicia como policías, fiscales y jueces– siguen siendo objeto de intimidación, acoso e incluso asesinato. Políticos corruptos que resienten las investigaciones periodís- ticas de sus componendas; empresarios despiadados que resistiendo el activismo ambientalista en contra de prácticas dañinas al medio ambiente; el acoso judicial a comunidades indígenas que se resisten a la incursión de industrias extractivas en sus territorios; capos de la droga y criminales comunes interesados en detener pro- cesos judiciales; perpetradores de violaciones de los derechos humanos intentando

14 Véanse los artículos de Oswaldo Samayoa y Francisco Jiménez en este volumen.

30 intimidar a víctimas y activistas, son ejemplos de violencia que, incluso si ya no se dirige desde el Estado ni responde al paradigma de ‘Estado vs. insurgencia’, tiene implicaciones políticas calamitosas. En algunos casos, esta violencia ha sido ejercida por redes informales cuyas raíces se encuentran en el conflicto armado, en las que militares y policías colabo- raban con actores criminales como parte de la estrategia contrainsurgente. Libera- dos de sus amarres políticos por los acuerdos de paz, estas redes encontraron un nuevo propósito y función en el mundo criminal, como proveedores de servicios ilegales a actores privados o como emprendedores criminales por derecho propio. Y una vez más, en algunos casos los recursos del Estado son capturados para sus actividades, tales como policías que se contratan como sicarios o fiscales de Mi- nisterio Público cooptados por abogados corporativos para acosar a los activistas (UDEFEGUA, 2018; PDH, 2018). Esta violencia contra activistas y defensores tiene lugar en el contexto de una epidemia más amplia de violencia que el Estado está luchando por contener. La incapacidad estatal para monopolizar legítimamente y controlar el uso de la vio- lencia en la sociedad ha llevado a una explosión que afecta a la sociedad en todos los niveles. No obstante una tendencia descendente que se ha mantenido desde hace nueve años, la tasa de homicidios del postconflicto continúa ubicando a Gua- temala entre los países más violentos del mundo (Dudley, 2017),15 y los titulares nacionales e internacionales están llenos de historias tales como el asesinato de conductores de transporte público por maras, o tiroteos en plena vía pública en- tre bandas de narcotraficantes rivales. El uso de la violencia para la expansión y control territorial por parte de los grupos criminales son sólo las expresiones más visibles de una violencia desenfrenada, que impregna las interacciones sociales en todo ámbito y explica fenómenos como los índices extremadamente altos de feminicidio (UN WOMEN, 2018), respuestas violentas de la comunidad a la in- seguridad como el linchamiento (PDH, 2016) y respuestas patológicas a los in- convenientes de cada día.16 Esto es una ‘violencia crónica’: patrones de violencia generalizada, sistémica y constante reproducida por las instituciones sociales –la familia, la escuela, la comunidad– que impacta las interacciones sociales en todos los niveles (Adams, 2017). Por otra parte, los objetivos de desarrollo social establecidos en los acuerdos no se han alcanzado. Una serie de compromisos establecidos en el Acuerdo sobre aspectos socioeconómicos y situación agraria (Universidad Rafael Landívar/MI- NUGUA, 1997: 281-314), el Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas (ibid: 253-273), y el Acuerdo para el reasentamiento de las poblaciones

15 Véase el artículo de Carlos Mendoza en este volumen. 16 Como ejemplo, el caso de un conductor enojado que atropelló con su vehículo a un grupo de estudiantes de secundaria que, en el curso de una protesta estudiantil, bloqueaban el tráfico en la calle frente a su escuela. (Barrientos, Miguel, 2017). Se hace referencia a la última edición de los informes de UDEFEGUA y la PDH, pero se trata de constantes –con relativos altibajos– que han sido registradas en anteriores informes anuales.

31 desarraigadas por el enfrentamiento armado (ibid: 235-246), procuraban mejoras en la justicia social y una reducción de la exclusión socioeconómica a través del impulso a una economía más eficaz que expandiera el empleo productivo, las opor- tunidades empresariales en las zonas rurales y urbanas, y las prestación de servi- cios sociales por el Estado. Su implementación hubiera requerido el desarrollo de estrategias sostenidas que abordan componentes clave, como la política fiscal, la política de empleo y la prestación de servicios sociales de acuerdo con compromi- sos matizados por la ortodoxia neoliberal que profesaba el partido en el gobierno que negoció el texto.17 Pero incluso estos modestos objetivos no se alcanzaron: después de algunas mejoras registradas en un comienzo, la tendencia se revirtió y el país se enfrenta ahora a tasas crecientes de pobreza y pobreza extrema. La bre- cha urbana-rural que fue objeto de tanta consideración en los acuerdos temáticos no se ha reducido: el empleo rural sigue estancado, con el 60% de hogares en zonas rurales sin acceso a la tierra productiva y 70% de la población rural en condiciones de pobreza. En las ciudades, el empleo informal está aumentando mientras la clase media se está reduciendo. El acceso a la educación está en declive desde 2009 y la cobertura de salud es precaria: menos de 50% en las zonas urbanas y menos de 29% en las zonas rurales. El resultado neto es un aumento de la exclusión socioe- conómica para grandes segmentos de la sociedad guatemalteca, incluyendo a los pueblos indígenas cuyas condiciones materiales de vida no han sido prácticamente transformadas con la llegada de la paz (Cabrera y Coyoy, 2017). De hecho, el Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas fue un hito importante en la lucha contra las estructuras históricas de racismo, margi- nación y exclusión que afectaban al grupo social más golpeado por la violencia del conflicto. El 83,3% de las víctimas identificadas y 70% de las víctimas no identificadas del conflicto fueron indígenas. El tejido social de la vida comunitaria fue rasgado por el impacto que tuvo la obstrucción de las estructuras de autoridad tradicional por parte de las fuerzas guerrilleras y militares, el desplazamiento de la población de sus territorios, y la imposición de patrones de violencia que dividie- ron a la comunidad entre víctimas y perpetradores. Comunidades enteras fueron masacradas como parte de las tácticas de tierra arrasada implementadas por los militares (CEH, 1999: 171-211). El proceso de paz proporcionó un escenario político que permitió al liderazgo indígena emergente involucrarse más eficazmente con el resto de la sociedad guatemalteca y con el Estado en la defensa de sus derechos como comunidades culturales distintivas.

17 La negociación sobre este tema que se había llevado entre las partes durante el gobierno de De León Carpio había alcanzado cierto grado de acuerdo sobre una serie de cuestiones, incluyendo una enmienda constitucional resaltando la “función social de la tierra”, uno de los temas más polémicos en la polarizada política guatemalteca. El sector privado, que hasta entonces había per- manecido al margen del proceso de paz, se acercó al nuevo gobierno de Álvaro Arzú con un texto alternativo, que entre otras cosas rechazaba tajantemente cualquier restricción de los derechos de propiedad privada, como la mencionada referencia a la ‘función social’. Las nuevas autoridades exigieron renegociar el texto y, al hacerlo, suprimieron la referencia a la enmienda. Entrevista personal con Héctor Rosada Granados, 2017.

32 La Asamblea de la Sociedad Civil (ASC) proporcionó una plataforma donde los diferentes grupos indígenas fueron capaces de converger entre sí y con otros secto- res de la sociedad civil en torno a una propuesta consensuada que iba más allá de obtener reparación por los daños causados a sus comunidades durante el conflicto. Su enfoque estaba centrado en el reconocimiento de la naturaleza multicultural, plurilingüe y multiétnica de la sociedad guatemalteca, y la necesidad de construir un Estado que respondiera, representara y sirviera a la pluralidad de grupos que la constituyen. Muchas de las recomendaciones formuladas por la ASC sobre derechos indíge- nas fueron incorporadas al acuerdo, desarrollando un marco jurídico-institucional de protección de sus derechos, de combate al racismo, y de abordaje a los proble- mas de la marginación. Sobre la base del reconocimiento del carácter multiétnico de la sociedad y de la necesidad de revertir la marginación y la exclusión históricas de las comunidades indígenas, dicho acuerdo propuso una profunda transforma- ción de la marco jurídico e institucional que determinaba la situación de la po- blación indígena en la sociedad. La creación de la Academia de Lenguas Mayas, el control sobre una de las frecuencias televisivas del Estado, una ley de idiomas nacionales y una comisión encargada de formular recomendaciones para su oficia- lización en la administración pública, se encontraban entre las medidas tomadas para fomentar la protección y la promoción de los derechos indígenas y su identi- dad cultural. Una comisión presidencial contra la discriminación y el racismo con- tra los pueblos indígenas, un departamento para la protección de los derechos de las mujeres indígenas, y una Política pública para la coexistencia y la eliminación del racismo y la discriminación racial fueron creados como marco que permitiera al gobierno liderar el esfuerzo nacional contra el racismo. En muchas instituciones del Estado se establecieron unidades dedicadas a atender aspectos específicos de la relación entre la unidad administrativa y los pueblos indígenas, tales como una unidad para la educación bilingüe en el Ministerio de Educación, otra que en el Mi- nisterio de Salud Pública se enfocaba en facilitar el acceso a los servicios de salud, o el programa para capacitar traductores en lenguas indígenas para los tribunales de justicia en todo el país (CNAP, 2014). Sin embargo, en las palabras de una lideresa maya al reflexionar sobre las recientes décadas de democratización y paz: “…Nunca tuvimos tantos derechos como ahora, pero tampoco nunca hemos tenido tanta hambre como ahora…” (Colussi, 2013). Aunque el marco jurídico que garantiza el ejercicio de los de- rechos civiles y políticos está en vigor, en la práctica las condiciones materiales no se han transformado. Adicionalmente, el énfasis constitucional que establece que la base para la integración del ciudadano dentro del Estado reside exclusiva- mente en el vínculo político directo entre individuo y autoridad política, aumenta los desafíos de interlocución en los distintos niveles y ámbitos institucionales de comunidades indígenas que operan sobre la base de identidades colectivas ancladas en el vínculo ancestral entre el individuo, la comunidad y el territorio

33 (Tzul y Tzul, 2017). En el franco lenguaje de un informe oficial, “…persiste una exclusión sistemática de derechos básicos de ciudadanía en los ámbitos de educa- ción, tierra, trabajo, y otros derechos ciudadanos. Los Pueblos indígenas siguen sufriendo hasta la fecha las peores condiciones sociales del país. En el caso de los Pueblos Indígenas hay aun situaciones hostiles y racistas, ya que en todo el país tienen que enfrentar el racismo y la discriminación contra su persona y su Pueblo” (CNAP, 2014, énfasis nuestro). Una situación similar surge en torno a los derechos de las mujeres. El proceso de paz actuó como un precipitador de la agencia de la mujer en la sociedad. Mu- jeres que activaban en el marco de organizaciones establecidas en los diferentes ámbitos de la sociedad –organizaciones sindicales, organizaciones indígenas, co- lectivos de derechos humanos, instituciones académicas, etcétera– convergieron alrededor de una agenda de intereses políticos comunes en tanto que mujeres. En ausencia de un acuerdo temático dedicado específicamente a los derechos de la mujer, su esfuerzo se centró en incorporar la dimensión de género en los documen- tos de consenso que la ASC envió para la consideración de las partes negociadoras. Cabe recordar que 25% del total de víctimas del conflicto fueron mujeres, 88.7% de ellas mujeres y niñas indígenas; 1 465 casos de violación sexual fueron regis- trados, 99% de los cuales fueron en contra de mujeres (CEH, 1999). Pero a pesar de que la violencia de género había sido un componente importante de la estrategia contrainsurgente, y que históricamente ha sido parte integral de las relaciones de género en la sociedad, algunas de las demandas concretas formuladas por las mu- jeres para confrontar dichos problemas no fueron incluidos en los acuerdos entre las partes, tales como la declaración de la violación sexual como delito de lesa humanidad, las demandas de atención a las víctimas de violencia doméstica y de género, o el derecho a la libertad de decisión en materia de salud reproductiva. En palabras de un informe reciente sobre la situación de las mujeres en Guatemala, las activistas por los derechos de la mujer fueron capaces de aprovechar la efervescen- cia política del proceso de paz para promover sus derechos sólo hasta el punto en que sus demandas comenzaban a “...cuestionar los cimientos sólidos de la cultura patriarcal...” (Trujillo y Camerlengo, 2017). No obstante, en los acuerdos de paz se incluyó una ambiciosa serie de 34 reformas legales e institucionales que abordaban la discriminación y marginalización que habían sufrido las mujeres históricamente. Se promulgaron varias leyes y políticas, por ejemplo la Ley de dignificación y promoción integral de la mujer (1999), la Ley de acceso universal y equitativo de servicios de planificación familiar y su integración al Programa Nacional de Salud Reproductiva (2005), la Ley contra el femicidio y otras formas de violencia contra la mujer (2008), y la Política nacional de promoción y desarrollo integral de las mujeres guatemaltecas 2008-2023, y varias instituciones fueron creadas, tales como el Foro Nacional de la Mujer (1998), la Defensoría de la Mujer Indígena (1999), la Secretaría Presidencial de la Mujer (2000), la Comisión Específica para el Abordaje del Femicidio (2006), y las

34 Unidades de Género del Instituto Nacional de Estadística (2003) y del Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (2011), todas derivadas directa o indirectamente de compromisos contraídos en los textos firmados.18 Sin embargo, Guatemala es el país con la mayor tasa de desigualdad de géne- ro en educación, salud, economía y empoderamiento político en América Latina y el Caribe. Las mujeres tienen menos acceso al mercado laboral, más empleos informales y salarios más bajos que los hombres. Sólo 7.8% de la tierra titulada está registrada a nombre de mujeres, quienes además enfrentan mayores dificul- tades para acceder a la vivienda, con una mayoría desproporcionada del crédito y asistencia oficial en esta materia beneficiando a los varones. Si bien la mortalidad materna se ha reducido a 110 por 100 000 (2015) sigue siendo una de las más altas de la región. Entre 2000 y 2015, 9 500 mujeres han sido asesinadas; entre 2008 y 2015 el registro de casos de violencia sexual contra las mujeres se ha visto prácti- camente triplicado, y el número de embarazos en niñas entre 10 y 14 años de edad –usualmente el resultado de casos de violencia sexual– ha aumentado en 89% entre 2011 y 2015. Claramente, el progreso normativo provocado por el proceso de paz ha generado magros resultados en términos de las condiciones reales de vida de las mujeres (Trujillo y Camerlengo, 2017). Veinte años después de la firma de los acuerdos de paz, queda claro que el im- pacto transformacional que se esperaba de la combinación de un sistema político funcional y de los compromisos adoptados en los acuerdos temáticos no se ha materializado. En términos generales, no se trata de que el Estado hubiera decidido darle la espalda explícitamente a los compromisos sustantivos establecidos en los acuerdos, sino que su aplicación ha sido parcial e incoherente donde debía haber sido comprehensiva y sistemática. Motivada por impulsos reactivos a presiones sociales y cronogramas oficiales en lugar de objetivos de política claramente es- tratégicos, la implementación registrada ha puesto mayor atención a cuestiones de forma que de fondo. Leyes que en ausencia de reglamentos resultan inaplicables; políticas que se diseñan y publican pero que en la práctica nunca se adoptan; ins- tancias burocráticas que se crean sin las asignaciones presupuestarias necesarias para cumplir con su mandato, son algunas de las razones por las que el impacto transformacional de los acuerdos sigue siendo escaso. Como resultado, los niveles de tensión social y confrontación entre los diferen- tes intereses en la sociedad y entre la sociedad y la autoridad política es muy alta (Interpeace, 2015; INCEP, 2013). Falta de acceso y administración deficiente de los recursos naturales y la tierra; servicios sociales en deterioro y condiciones de inseguridad pública; ausencia de políticas eficaces para la regulación del mercado laboral y de las condiciones económicas, son expresiones de una incapacidad esta- tal que lo ha convertido en la fuente de conflictos sociales que corroen la viabilidad de una coexistencia pacífica sostenida al inhibir el desarrollo tanto de vínculos de

18 Para una lista completa del marco legal e institucional sobre derechos de la mujer creado a partir de la firma de los acuerdos de paz, véase Trujillo y Camerlengo, 2017.

35 confianza ‘horizontales’ –entre individuos y grupos en la sociedad– como ‘vertica- les’ –entre la sociedad y la autoridad política. No se trata de que el Estado sea sim- plemente incapaz de mediar las tensiones; sino de que se constituye en “... el mayor generador de conflictividad en la sociedad, por la debilidad institucional que no permite la atención de […] necesidades esenciales. El aparato es tan débil que causa que estas demandas se desborden, y obliga a las personas, muchas veces, a tomar medidas de hecho que terminan en conflictos.” (INCEP, 2013: 27, énfasis nuestro) Los acuerdos de paz suponían la existencia de un Estado funcional, capaz de to- mar la hoja de ruta sociopolítica que se perfiló en los distintos acuerdos y aplicarla de manera efectiva para que su potencial transformacional pudiera realizarse. Pero un estado funcional es precisamente lo que ha faltado en el período postconflicto de Guatemala. Y la razón se encuentra en la naturaleza del sistema político que surgió tras la desaparición de las estructuras contrainsurgentes y del largo proceso de paz, que impidieron que la institucionalidad del Estado democrático desempeñe eficazmente sus funciones, mediando entre los diferentes intereses sociales, admi- nistrando equitativamente los recursos nacionales, y ofreciendo servicios sociales que promuevan la seguridad y el bienestar de la población. Se trata de un problema de ‘agencia para el cambio’. A pesar de que la camisa de fuerza de violencia estatal que caracterizó el Estado contrainsurgente ha sido eli- minada, el sistema político resultante no ha conseguido la transformación efectiva de las relaciones de poder en la sociedad. Hasta 2016, ha sido una situación que se explica por una condición de anomia estatal caracterizada por el desajuste entre los valores y las expectativas que guían sus estructuras institucionales. Un desajuste arraigado en la falta de un ‘consenso moral’ sobre los valores básicos y las normas sociales que guían la vida social y política, y la competencia entre los diferentes grupos por el control de los recursos económicos, sociales, culturales y políticos del sistema. El desorden social resultante ha estado plagado de paradojas, dilemas y problemas que paralizan al Estado y lo reducen a una cáscara vacía capaz de realizar solamente las formalidades básicas de los ritos electorales (Mack, 2017).

La reconciliación de la sociedad guatemalteca: víctimas, perpetradores, y la búsqueda de la verdad y la justicia La noción de reconciliación como condición resultante del proceso de paz no apareció en los documentos oficiales sino hasta la publicación de las conclusiones y recomendaciones de la Comisión de Esclarecimiento Histórico. Aunque las referencias precisas eran escasas, ilustraban claramente un objetivo resultante de un largo y complejo proceso de profunda transformación estructural y cultural. El conocimiento social de la verdad, la persecución judicial de los delitos no incluidos en la amnistía, y la implementación de los acuerdos sustantivos de los acuerdos de paz, permitirían la convivencia social, la unidad nacional y el Estado de derecho (CEH, 1999: 12, 56, 60, 68 y 72). La reconciliación, por lo tanto, quedaba plasmada

36 como una función de los esfuerzos llevados a cabo por el Estado y la sociedad para utilizar dichos acuerdos como la piedra angular de un proceso político inclusivo que logre establecer una sociedad pacífica, justa y equitativa. El período posterior al conflicto se inició bajo la auspiciosa reconciliación que había tenido lugar entre quienes habían empuñado las armas durante el conflicto. El prolongado proceso de negociación y la participación plena de la dirigencia militar en la comisión gubernamental de paz permitieron el desarrollo de vínculos personales de confianza entre los oficiales que comandaron ambos bandos, las que fueron más allá de relaciones estrictamente personales para influir en actitudes colectivas e institucionales. El hecho de que los comandantes guerrilleros que re- gresaban al país decidieran confiar su seguridad personal al Ejército evidenció, sin lugar a dudas, el nivel de confianza que se había ido generando a lo largo del pro- ceso.19 Pero este síntoma inicial ocultaba la existencia de divisiones más profundas dentro de la sociedad. Tan pronto como se inició la fase de implementación de los acuerdos surgieron profundas discrepancias entre actores políticos clave en el Estado y en la sociedad sobre su alcance y significado histórico, como un hito en el desarrollo de la socie- dad guatemalteca. Las élites políticas dominantes entendían la firma de la paz no como la oportunidad histórica de romper con un pasado autoritario condenable, sino como la posibilidad de darle continuidad a un proyecto político histórico de dominación que entraba en una nueva fase en la que el mantenimiento del control político requeriría medios no violentos. Las violaciones de los derechos humanos que tuvieron lugar en el marco del conflicto armado interno fueron, bajo esta inter- pretación, ‘excesos’ cometidos en el contexto de la defensa justificada de un orden político cuya legitimidad se basaba en formalidades Westfalianas, por vacías de significado democrático que estuvieran.20 Era una posición que contrastaba con la de los actores que habían sido víctimas históricas de la violencia, la marginación y la discriminación por parte del Estado autoritario. Para ellos, los acuerdos de paz eran la oportunidad de dar vuelta a la página de patrones de represión violenta de la disidencia política, permitiendo el establecimiento de una legitimidad democrática y asegurando un Estado que funcionara en aras del bien común y no en defensa de los intereses de una estrecha minoría. La búsqueda de la verdad y la justicia sobre los crímenes cometidos durante el conflicto armado era, desde su perspectiva, una medida necesaria para asegurar que las tradiciones de violencia e impunidad estatal se erradicaran efectivamente de la vida política del país (Arévalo de León, 2007). Fue en este contexto político que la CEH llevó a cabo sus investigaciones. El mismo gobierno que puso su firma en los acuerdos de paz tomó distancia de los

19 Entrevistas personales con Julio Balconi y Sandino Asturias. Véase, además, Balconi y Kruijt, 2004. 20 Un ejemplo claro de esta percepción fue la decisión del gobierno de Portillo de reconocer la in- demnización a los exmiembros de los grupos paramilitares de autodefensa por ‘servicios prestados al Estado’ durante el conflicto, en lugar de optar por indemnizarlos por los abusos cometidos con- tra ellos al movilizarlos forzosamente con propósitos contrainsurgentes (Arévalo de León, 2008).

37 trabajos de la comisión, incómodo sobre su existencia, no obstante que su mandato era ya limitado. Cuando el Ejército decidió no colaborar, negándose a dar acceso a los archivos militares y a aportar información sobre las operaciones contrainsur- gentes, el gobierno se abstuvo de ejercer la autoridad política constitucional que poseía para ordenar la entrega de la información a la comisión, lo que de facto avalaba la resistencia militar. Lo paradójico es que la distancia asumida por el gobierno liberó a la comisión de consideraciones sobre la conveniencia de subordinar la narrativa histórica resul- tante de sus trabajos a un ‘consenso gobernante’ que fuera necesario preservar por razones de gobernabilidad, un dilema al que se ven enfrentadas recurrentemente comisiones de la verdad en cualquier latitud (Grandin, 2005). Con un fuerte equipo integrado por académicos locales y activistas sociales, y contando con los trabajos avanzados en el informe Guatemala Nunca más, elaborado por la comisión de la verdad no oficial de la Iglesia católica para compensar las limitaciones impuestas al organismo oficial (ODHAG, 1998),21 la obra de la CEH evidenció que las viola- ciones de los derechos humanos no fueron el resultado del ‘malfuncionamiento’ de las normas sociales ocurridas en el marco y como resultado de un período de crisis política extrema, sino la expresión extrema de la lógica de violencia subyacente a la organización del Estado guatemalteco desde la época colonial.22 La ‘verdad moral’ (Ignatieff, 1996)23 que emergió de los trabajos de la comi- sión, epitomizada en la declaración la comisión de actos de genocidio por parte Estado y la caracterización del racismo como uno de sus elementos constitutivos, se convirtió en incómoda para la élites económicas y políticas que había sido be- neficiarias y gerentes del Estado contrainsurgente, y que continuaban ocupando posiciones de influencia política en el período posterior al conflicto. En lugar de apropiarse de un informe que era el resultado de un proceso oficial posibilitado por la firma de los acuerdos de paz, el gobierno mostró una actitud ambigua, desesti- mando su trascendencia al catalogarlo como una “…interpretación histórica [que] constituye un aporte para una tarea que apenas comienza dada la complejidad del tema y su carácter controversial…”.24 En consecuencia, y a pesar de la extraordi- naria labor realizada por la comisión a partir del mandato limitado que recibió en 21 El obispo Juan Gerardi, líder del equipo que produjo el informe, fue asesinado días después de que éste se hiciera público. Aunque las circunstancias que rodean su muerte han quedado oscurecidas por el manejo de la investigación subsiguiente, los oficiales militares vinculados al equipo de seguridad presidencial (Estado Mayor Presidencial, más tarde desmovilizado) fueron condenados como autores materiales. Una interpretación válida del asesinato es que constituyó una advertencia a la CEH en términos del contenido de su informe. En todo caso, el asesinato de Gerardi galvanizó la determinación de la sociedad civil –y presumiblemente de la Comisión– de no permitir que el miedo disuadiera sus esfuerzos por exponer la verdad. Véase también Gutié- rrez, 1999. 22 Esto está claramente más allá del alcance de la interpretación histórica que las comisiones de la verdad en Argentina y Chile produjeron. Para una evaluación comparativa de las narrativas históricas en Argentina, Chile y Guatemala, véase Grandin, 2005. 23 Más allá de un mero recuento de los hechos, una interpretación histórica que identifique causas y responsabilidades. 24 Publicado en los principales periódicos del país el 16 de marzo de 1999. Énfasis propio.

38 los acuerdos, a Guatemala: Memoria del Silencio las autoridades políticas le nega- ron un mayor impacto social y, en consecuencia, la posibilidad de jugar un papel fundacional como componente del desarrollo de un nuevo marco de relaciones políticas y sociales en el país. La profundidad de la brecha entre estas contrastantes concepciones se hizo más clara tan pronto la acusación de genocidio pasó de las páginas del Informe a los tribunales de justicia. La reacción inicial de los ‘negacionistas’ a los hallazgos de la CEH había sido evitar los debates públicos, ante las consecuencias imprevisi- bles que la participación en una discusión de tal naturaleza podría acarrear en el contexto político efervescente de los primeros momentos del postconflicto.25 En su lugar, optaron por una respuesta discreta que desestimaba la importancia del infor- me (Gutiérrez, 1999), estrategia de bajo perfil posibilitada por la ausencia de una reacción de indignación por parte de la sociedad ante los testimonios de violencia del informe (Torres-Rivas, 2000). Estas actitudes reforzaron con actitud pasiva de las autoridades gubernamentales hacia el procesamiento de perpetradores de violaciones de los derechos humanos, que se sumó a la persistencia de obstáculos estructurales a la justicia efectiva, ta- les como la prevalencia de la corrupción y la incapacidad crónica del sistema de justicia. Uno tras otro, los informes nacionales e internacionales escritos durante esos años evidenciaban las dificultades enfrentadas para desmantelar en el sistema judicial las estructuras paralelas originadas durante los años de conflicto armado interno, y para establecer una estructura funcional que permitiera abordar eficaz- mente las múltiples necesidades de justicia de la sociedad. El resultado fue un muro de impunidad que protegía de facto a los perpetradores, evitándoles rendir cuentas morales y legales de sus actos. Pero la determinación de las organizaciones de la so- ciedad civil y las víctimas de la violencia para sobreponerse a estas barreras aseguró que se llevaran a juicio casos clave que tuvieron éxito en corroer gradualmente los cimientos del muro, hasta el punto de que en 2012, el general Efraín Ríos Montt, jefe de Estado durante uno de los períodos más sangrientos del conflicto, fue acu- sado de genocidio y crímenes contra la humanidad por la responsabilidad que le correspondería en una serie de masacres contra comunidades ixiles en el altiplano. El juicio a Ríos Montt se convirtió en un acontecimiento paradigmático, ocu- pando página tras página de medios nacionales e internacionales que cubrían lo que era considerado como una prueba crítica para el capacidad e independencia de los tribunales nacionales. Más allá de su importancia en términos del progreso de los esfuerzos de reforma institucional en el sistema judicial que su celebración representaba, el juicio hizo aflorar las actitudes fundamentalmente contrastantes en la sociedad que, más de una década después de la firmados los acuerdos, no se 25 El 75% de los oficiales militares y la misma proporción de líderes empresariales y terratenientes entrevistados en 2005 por una cientista social que investigaba las actitudes en torno a cuestiones de paz y justicia no creían que el Ejército hubiera cometido actos de genocidio, mientras que 93.7% de los campesinos, 87.8% de los activistas de la sociedad civil y 61.5% de los políticos entrevistados opinaban lo contrario. (Issacs, 2010: 1-24)

39 habían mitigado. La condena por genocidio dictada por el tribunal en 2013 tuvo un efecto catalítico tanto entre quienes apoyaban la condena como entre los que la rechazaban. Funcionarios militares jubilados, líderes empresariales y políticos conservadores la criticaron acremente, negando que durante el conflicto armado se hubieran cometido actos de genocidio y denunciando falta de imparcialidad de los magistrados. Al mismo tiempo acusaban a la fiscal general responsable del Ministerio Público de fomentar la polarización de la sociedad y prevenir la ‘recon- ciliación de la nación’. Una declaración pública ominosamente titulada Traicionar la Paz y dividir a Guatemala, firmada por funcionarios clave del gobierno que suscribió los acuerdos de paz, incluyendo al coordinador de la comisión nego- ciadora de los acuerdos y a la titular de la Secretaria responsable de coordinar su implementación, indicaba que “...la acusación de genocidio contra los oficiales del Ejército de Guatemala constituye una acusación, no sólo contra estos oficiales o contra el Ejército, sino contra el Estado de Guatemala en su conjunto que, de consumarse, implica serios peligros para nuestro país, incluyendo una agudización de la polarización social y política que revertirá la paz hasta ahora alcanzada”.26 La condena de 2013 fue declarada inválida por razones técnicas por la Corte de Constitucionalidad, y el caso fue enviado de regreso a los tribunales para un nuevo juicio, que continuó a pesar de que Ríos Montt fue declarado no apto para repre- sentarse a sí mismo por causa de demencia. A pesar de tales posturas y declaraciones, los juicios por casos de violaciones de los derechos humanos no cesaron. Un programa de reformas judiciales establecido en varios de los acuerdos temáticos había ido lenta y dolorosamente progresando a lo largo de los años, fortaleciendo la capacidad de las instituciones involucradas en la cadena de justicia y potenciando su autonomía frente a los poderes políticos. En 2007, el gobierno de Guatemala –con el apoyo de grupos de la sociedad ci- vil– solicitó a la Organización de las Naciones Unidas (ONU) el establecimiento de un organismo –la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG)– para fortalecer las capacidades del Ministerio Público para investigar y enjuiciar a grupos ilegales clandestinos que se habían enquistado en las institu- ciones del Estado, afectando los derechos humanos fundamentales e interfiriendo con la justicia.27 En 2015, la corrupción desenfrenada que afectaba los niveles más altos del gobierno provocó un movimiento ciudadano de protesta pacífica y redu- jo drásticamente los niveles de tolerancia pública a la corrupción gubernamental, llevando a la renuncia y encarcelamiento del presidente, la vicepresidente y varios miembros del gabinete de gobierno (Nómada, 2015). El efecto combinado de estos procesos fortaleció la mano de los reformadores dentro del sistema, en particular entre el personal del Ministerio Público y del Organismo Judicial, facilitando que los obstáculos estructurales a la justicia fueran retrocediendo gradualmente. Como resultado, el número de casos de violaciones de los derechos humanos llevados a

26 Publicado en los periódicos nacionales el 16 de abril de 2013. Énfasis nuestro. Consultado en http://www.ghrc-usa.org/Our-work/Important-Cases/Genocide-Cases/3472-2/ 27 http://www.CICIG.org/index.php?page=Mandate

40 juicio aumentó –incluyendo un segundo juicio contra Ríos Montt por la masacre de Dos Erres (Burt y Estrada, 2017)–, y varios oficiales con mando operativo en momentos del conflicto armado, todos ellos jubilados desde hace tiempo y la ma- yoría septuagenarios, fueron enviados a prisión. En septiembre de 2018, el tribunal falló, dictaminando que el genocidio contra el pueblo maya ixil sí tuvo lugar, aun- que declaró inocente por falta de mérito al Gral. Rodríguez, único sindicado tras el fallecimiento de Ríos Montt seis meses antes (Estrada y Martínez, 2018). Estos casos han catalizado las reacciones de ambos bandos más allá de la dis- crepancia sobre la existencia o no de genocidio. La polarización llevó al uso de un idioma incendiario que cuestiona la integridad moral, intelectual y política del oponente, como no se había utilizado desde hacía muchos años. Un número preo- cupante de columnas de opinión en los periódicos, y debates en la radio, la televi- sión y las redes sociales, generalmente motivados por algún evento de actualidad que invitaba formular perspectivas contradictorias como el desarrollo de los proce- sos judiciales por casos de derechos humanos, la participación de fuerzas militares en funciones no militares tales como la seguridad pública o la construcción de carreteras, o la participación de las organizaciones de la sociedad civil en apoyo a comunidades locales en temas de conflictividad ambiental, han contribuido a este debate polarizado. Especialmente en las redes sociales, una plataforma multipli- cadora libre de las limitaciones de corrección editorial de publicaciones impresas, televisadas y radiofónicas, el uso de epítetos y lenguaje demonizador hace eco del discurso deslegitimador característico de confrontaciones violentas: el otro como un enemigo y un traidor; alguien que trabaja en contra de los intereses de la socie- dad, de la nación y de la comunidad. La exploración postconflicto de la verdad y la justicia no ha resultado en una contribución categórica al ‘reacercamiento’ de la sociedad postulada en las teorías sobre justicia transicional, y tanto víctimas/sobrevivientes por un lado, como per- petradores y sus seguidores por el otro, permanecen profundamente divididos. Lo que no queda claro, sin embargo, es la medida en que esta polarización sea repre- sentativa de brechas sociales de alcance mayor, que movilicen a la sociedad en una confrontación que se organiza alrededor de los intereses y las ideologías arraigadas en el conflicto armado y su resolución. A menudo se menciona en Guatemala que no se debe confundir entre la opinión pública y la opinión publicada: las opiniones políticas y las posiciones ventiladas en la prensa o en los medios sociales no son necesariamente representativos de percepciones sociales ampliamente sostenidas. Durante una serie de entrevistas conducidas a mediados de 2017 entre actores políticos y analistas sobre a la problemática de la reconciliación y la polarización en Guatemala, todos los informantes de la sociedad y del gobierno entrevistados consideraron que esta polarización publicada no refleja posiciones ampliamente sostenidas en la sociedad, y que para la mayoría de la población del país las batallas por la memoria histórica y la justicia transicional no son temas de interés central, de la

41 misma manera que la revelación de la verdad por la CEH no produjo una respuesta social de indignación (Arévalo de León, 2018b). Una generación completa de guatemaltecos nació después del conflicto, y muchos más eran niños que no lo experimentaron consciente o directamente. La ausencia de un rol protagónico para la juventud durante el proceso de paz, y la ausencia de una política eficaz para fomentar el conocimiento y la comprensión del conflicto armado a través del sistema educativo, ha generado una juventud que en su gran mayoría tiene limitada conciencia del conflicto, considerándolo principalmente como parte de un pasado con el que no se sienten vinculados, y con los acuerdos de paz como un evento que cerró un capítulo del conflicto en lugar considerarlo como un hito en para el comienzo de una nueva era (Carrera y Noriega, 2017).28 Las comunidades indígenas han estado construyendo su propio camino hacia la convivencia pacífica. Abandonadas por el Estado como resultado de la falta de una estrategia integral y coherente para la reconciliación, se enfrentan por sí solas a la tarea de reconstruir un tejido social gravemente desgarrado por la violencia estatal y su efecto infeccioso en las relaciones sociales. Para muchas de estas co- munidades, la supervivencia cultural y material tras del conflicto dependía de la capacidad de abordar el trágico legado de las divisiones intra o intercomunitarias entre víctimas-sobrevivientes y perpetradores. En algunos casos, las estructuras de poder creadas en las comunidades como parte del esfuerzo militar se mantuvieron activas, sobreviviendo al desmantelamiento del aparato contrainsurgente estatal gracias a la ausencia de estrategias diseñadas para abordar el impacto distorsio- nador que el conflicto tuvo en las relaciones políticas en el contexto local, y al funcionamiento del muro de impunidad en el sistema de justicia. Su existencia continúa siendo un factor distorsionador en las relaciones comunitarias, a menudo vinculado a la política clientelista y a las tensiones introducidas por proyectos de explotación de recursos naturales en sus territorios. Ambos fenómenos siembran tensiones, compiten con las autoridades tradicionales por el control comunitario, y obstaculizan los esfuerzos locales por la verdad, la memoria y la justicia (Tzul y Tzul, 2017; Roth-Arriaza y Arriaza, 2008). No obstante, estas comunidades han logrado desarrollar sus propios meca­ nismos para lidiar con el legado de violencia y restablecer la capacidad de actuar colaborativamente. Por medio de diferentes combinaciones entre recursos de la cultura tradicional y mecanismos de justicia transicional, han construido sus propios enfoques para la restauración del tejido social y las relaciones de confianza y colaboración suficientes como para permitir la continuación de la vida comunitaria, a menudo en contraposición con intereses extracomunitarios que actúan con apoyo tácito o explícito de funcionarios estatales. Son enfoques producto de su propia necesidad, basados en un fuerte sentido de identidad colectiva, que utilizan recursos culturales, sociales y políticos que están disponibles a nivel local, en ocasiones 28 Las autoras indican que, de nuevo, no hay espacios, directrices o textos que puedan utilizarse para debatir cuestiones de conflicto y paz; por lo que –como sucede con el resto de temas en el sistema educativo– se utilizan de manera fortuita e ineficaz.

42 con otros agregados gracias a la intervención de actores extracomunitarios, sea las instituciones estatales, la sociedad civil o la cooperación internacional. Es a este nivel que la reconciliación como recuperación de las capacidades y condiciones pasadas existe en la sociedad guatemalteca. Para los pueblos indíge- nas, los recursos sociales y culturales de su vida social previa al conflicto –valores, normas, instituciones, identidades– son críticos para su capacidad de sobrevivir en el período postconflicto como comunidades culturalmente distintivas dentro de la sociedad guatemalteca, y en esta medida están llevando a cabo esfuerzos para re- cuperarlos de la debacle de la violencia, independientemente de la existencia o no de procesos liderados por el Estado en la materia (Roth-Arriaza y Arriaza, 2008; Tzul y Tzul, 2017; Sanford, 2003; Viaene, 2010).

De las trincheras del posconflicto a las de la restauración autoritaria. Viejos y nuevos desafíos para la coexistencia pacífica en Guatemala El ‘cascarón’ vacío que es el Estado guatemalteco y su falta de agencia para la paz implicó que nunca llegara a implementarse una estrategia política integral para la reconciliación, necesaria para navegar las ambigüedades, complicaciones y para- dojas generadas por las transacciones insatisfactorias inherentes a todo proceso negociador. En este sentido, las recomendaciones de la CEH hubieran sido un buen punto de partida para anclar un proceso social que, a medida que se avanzara en la atención a las necesidades de justicia, memoria, reparación y no repetición, fa- cilitara un diálogo social sobre la interpretación de la historia y el significado de la reconciliación del que surgiera un nuevo imaginario de coexistencia y unidad. Sin embargo, tan sólo cinco años después de su presentación, ya era claro que la voluntad política necesaria para tal esfuerzo no existía. El informe de verificación de la Naciones Unidas de 2005 instó a las autori- dades políticas y a las instituciones estatales a “…comprometerse sinceramente con el cumplimiento de las recomendaciones de la CEH y con los compromisos contendidos en los acuerdos de paz que aún se encuentran pendientes…”, una ma- nera diplomática de declarar que esa sinceridad había estado ausente (MINUGUA, 2004). El mismo año, reconociendo que “...pese a todos los esfuerzos realizados a lo largo de los últimos años por construir la cultura de paz, la cultura de violencia continúa siendo parte de la cotidianeidad, ya que por diversos factores y circuns- tancias, se vive un proceso dinámico de interrelaciones sociales destructivas, con el agravante de la ausencia de formas pacíficas capaces de transformar los con- flictos o políticas institucionales que los atiendan...” (SEPAZ-COPREDEH, 2006: 4) se llevó a cabo un proceso participativo en el que funcionarios de gobierno y miembros de la sociedad civil elaboraron consensuadamente una política pública como marco de acción para atender los retos de la reconciliación. En ésta, la re- conciliación fue definida como “...un proceso que trasciende las relaciones entre víctimas y victimarios y que atañe a procesos sociales y que debe ser impulsado

43 por la sociedad en su conjunto y por actores políticos gubernamentales...” y que atiende “...la capacidad de establecer relaciones de confianza entre grupos sociales que alguna vez estuvieron confrontados, por la reparación y resarcimiento de los daños, y por el reconocimiento del pasado [y] orientada a recuperar la memoria histórica, a apoyar los procesos de diálogo, negociación y manejo de conflictos entre sectores confrontados y afectados, y hacia la construcción de nuevas formas de convivencia…” (SEPAZ-COPREDEH, 2006: 14-15). El documento, concebido como una estrategia para retomar el espíritu de los acuerdos de paz y sus objetivos a una década de su firma, incluyó una larga lista de acciones concretas y meca- nismos para atender cuestiones que iban desde la construcción de la ciudadanía participativa, el fortalecimiento de los derechos de las mujeres y los pueblos in- dígenas, y la utilización del sistema educativo para fomentar el conocimiento y la comprensión del conflicto armado y sus consecuencias: una estrategia operativa que simultáneamente abordaba el pasado y se proponía transformar el futuro. Y, sin embargo, el resultado fue nuevamente decepcionante: una Secretaría de la Paz cuyo papel marginal en sucesivos gabinetes de gobierno evidenció, más allá de la retórica, la baja prioridad asignada a la implementación de los acuerdos. Un ambicioso programa de reparaciones que, aunque bien diseñado, no produjo resul- tados claros debido a rencillas entre los grupos de la sociedad civil y recurrentes cambios de personal con cada nuevo gobierno (Roth-Arriaza y Arriaza, 2008; Sa- mayoa, 2009). Un programa nacional de capacitación sobre cultura de paz y recon- ciliación para sensibilizar a los funcionarios públicos cuyo impacto es cancelado por la ausencia de una acción política consecuente (SEPAZ, 2017). Como lo expresó la titular de la Comisión Presidencial para los Derechos Hu- manos (COPREDEH) bajo la administración de Colom (2008-2012), Ruth del Valle, activista de sociedad civil que aceptó colaborar en dicho gobierno, “…el estado no ha tenido la capacidad de entender lo que es un proceso de reparación y por qué lo necesita. No es un problema de voluntad política para este gobierno. Pero es difícil de entender para el Ministerio de Finanzas y la Secretaría General de Planificación [y] muchos de los funcionarios del gobierno no vinculan esto con el conflicto […] ni con las responsabilidades de reparación”. (SEPAZ, 2009) En realidad, veinte años después de la firma de losacuerdos de paz la sociedad guatemalteca no terminaba de reconciliarse. Para 2015 el país se encontraba en un momento de apogeo de tensiones políticas y sociales acumuladas: las políticas gubernamentales –o su ausencia– estaban destruyendo los pocos avances en los indicadores de desarrollo social registrados después de la firma de los acuerdos. El conflicto social aumentaba en torno a cuestiones de cuidado del medio ambiente y explotación de recursos naturales. La confianza en las autoridades políticas era casi nula debido a la corrupción grotesca que afectaba a los más altos niveles de la administración pública. La polarización sobre el tratamiento del pasado se pro- fundizaba a medida que los juicios por violaciones a los derechos humanos come- tidos durante el conflicto avanzaban. Era un escenario en el que el Estado aparecía

44 como generador de la conflictividad social por omisión, resultante de la ausencia de políticas públicas en la materia y la incapacidad de la institucionalidad estatal para atender necesidades básicas de desarrollo en la sociedad (Interpeace, 2015; PNUD, 2016). Pero de una responsabilidad por omisión el Estado pasó a ser responsable por comisión, en el marco de los procesos judiciales por corrupción abiertos por el Ministerio Público contra las redes de corrupción que involucran a políticos y empresarios de todo nivel. Tras el enjuiciamiento del entonces presidente Otto Pérez Molina, la entonces vicepresidenta Roxana Baldetti y un buen número de funcionarios de su gobierno, Alejandro Maldonado Aguirre asumió la Presidencia de la República en una gestión interina marcada por dos objetivos mínimos: per- mitir la celebración de los comicios que ya estaban programados, y mantener el funcionamiento de la administración en tanto asumía un nuevo mandatario electo popularmente. Las elecciones, marcadas por la crisis política y la lucha contra la impunidad y la corrupción, se caracterizaron por un fuerte rechazo a los partidos políticos tradicionales. El orden político clientelar establecido a partir de 1996 fue rebasado por un espíritu ciudadano de repudio a los ‘políticos tradicionales’ que, junto con una dinámica judicial que comenzaba a revelar sus corruptas componen- das, allanó el camino a la victoria de un partido recién creado y desconocido, y la elección a la presidencia de un candidato improbable cuyo único mérito era su anonimato político, y su única virtud (autoproclamada) el no ser “…ni corrupto ni ladrón” (Albani, 2018). El nuevo período presidencial comenzó con un mandatario electo por efecto de la oleada de protesta social anticorrupción y anti impunidad, una clase política en su gran mayoría clientelar y corrupta arrinconada por una ciudadanía activa y una coalición cívica emergente, y un sistema judicial que, aunque con limitaciones y deficiencias, finalmente comenzaba a dar muestras de poder funcionar como co- rresponde en un Estado democrático de derecho. La lucha contra la corrupción y la impunidad parecía convertirse en un nuevo espacio de convergencia dentro de la sociedad: un nuevo ‘consenso moral’ más allá de posicionamientos ideológicos, sociales y culturales, que se perfilaba como vector para una conciliación/reconci- liación hasta entonces esquiva. Pero los eventos se desarrollaron en el sentido contrario: al jalar la frazada de la impunidad comenzaron a quedar al descubierto las estructuras, las modalidades y los arreglos de una corrupción extendida que involucraba a actores en los distintos ámbitos de la sociedad, y que había sido ‘normalizada’ por décadas de práctica consuetudinaria. De aplaudir el castigo a la venalidad de una clase política desvergonzadamente avorazada durante las jornadas de 2015, actores empresariales que habían sido sus socios comenzaron a considerar excesivo un celo judicial que comenzaba a revelar su propio involucramiento en corruptelas vergonzantes (Nómada, 2018). Dentro del Ejecutivo, lo que inicialmente pareció ser un respaldo presidencial tácito del presidente Jimmy Morales a la colaboración

45 entre el Ministerio Público y la CICIG, se convirtió en un rechazo explícito al descubrirse el involucramiento de su hermano y su hijo en una operación que, no obstante su poca monta, tuvo una enorme cobertura mediática acarreando el correspondiente costo político, situación que los novatos asesores del Presidente no supieron manejar (Ramos y Cumes, 2017). Y lo que apuntaba a una coalición cívica emergente alrededor del esfuerzo anticorrupción, comenzó a desgranarse con actores políticos y empresariales que migraron hacia la constitución de lo que la opinión pública ha llamado un ‘Pacto de Corruptos’ (La Hora, 2017), en el que convergen actores que se rehúsan a asumir las consecuencias de actos pasados, con aquellos que están decididos a utilizar la corrupción como mecanismo de cooptación y captura del Estado (IPNUSAC, 2016). No se trata únicamente que una coalición perversa de tal naturaleza plantee nuevos obstáculos al surgimiento del ‘consenso moral’ necesario para fundamentar la coexistencia pacífica en la sociedad, sino que de manera intencional y aviesa fomenta la polarización social y política, intentando convertir la lucha contra la impunidad en expresión de oscuros ‘intereses internacionales’, y a la CICIG como instrumento de un complot político que atenta contra la soberanía nacional. El recurso a un discurso deslegitimador no es nuevo; desde la firma misma de los acuerdos de paz han existido actores vociferantes que se han negado a abando- nar las trincheras mentales de la Guerra Fría, interpretando cualquier proceso de transformación política y social en categorías y términos que ya dejaron de tener sentido nacional e internacionalmente. Pero esta vez, este trasnochado intento de refuncionalizar el maniqueísmo ideológico no proviene de sectores políticos mar- ginalizados, sino del corazón mismo del Estado. Las autoridades políticas en los organismos Ejecutivo y Legislativo han asumido la lucha ‘anti-CICIG’ y su narra- tiva polarizante como eje central de su gestión, desplegando una campaña desti- nada a expulsar, o en su defecto maniatar la capacidad de acción de la Comisión, recurriendo a acciones arbitrarias que a menudo rayan en la ilegalidad (Lainfiesta y Monzón, 2018; La Hora, 2018). Paralelamente, han comenzado a implementar acciones destinadas a restablecer un imaginario de seguridad autoritario, desman- telando las transformaciones institucionales que, en el marco de las concepciones de seguridad democrática, venían realizándose en el país con anterioridad a la fir- ma de los acuerdos de paz: el regreso a la Guerra Fría (Silva Avalos, 2018; Arévalo de León, 2018c). Desde los primeros momentos del esfuerzo por encontrarle salida política al enfrentamiento armado interno, hasta más de dos décadas después de que los acuerdos de paz fueran firmados, el concepto de reconciliación que se maneja en el discurso público ha sido cambiante, y su implementación esquiva: de la reconciliación como condición previa para las negociaciones políticas y las vagas nociones de convivencia pacífica que guían los acuerdos, a los conceptos contrapuestos y controversiales mediante los cuales la sociedad lidia con el legado del conflicto armado; y de los marcos institucionales –leyes, instituciones

46 y políticas– que proporcionan orientaciones que en la realidad no se aplican, a la reaparición de un discurso estatal disgregador y polarizante con las actuales autoridades políticas. La sociedad guatemalteca no termina de encontrar su ruta a la coexistencia pa- cífica –reconciliación y conciliación a mismo tiempo– debido a la ausencia de un Estado que asuma la responsabilidad de mediar entre las diferentes necesidades, intereses y percepciones que son inherentes a toda sociedad. Un Estado que opere con el claro propósito de facilitar el surgimiento de una visión compartida e inclu- yente, que cimente una coexistencia pacífica y permita el cierre permanente de los ciclos de violencia y coerción que han caracterizado nuestra historia. Durante dos décadas, esta situación se explicaba por la combinación de desinterés e incapaci- dad de sus élites políticas; hoy, por la integración de sus más altas autoridades en la defensa activa de la impunidad y la corrupción. La reconciliación ha pasado de ser una aspiración esquiva a un objetivo que se aleja. En estas condiciones, restablecer la coexistencia pacífica como objetivo rea- lizable de la sociedad guatemalteca requerirá fortalecer la agencia social para la reconciliación, mediante el establecimiento de ‘coaliciones’ intersectoriales que atraviesen las divisiones entre los diversos grupos y sectores sociales y entre el sistema político y sociedad, integrándolos en redes capaces de construir consen- sos y ejercer el liderazgo imprescindible para movilizar el sistema en una acción transformadora eficaz. No se trata de capacidades que nos sean totalmente ajenas. A pesar de sus insufi- ciencias y limitaciones, las transformaciones gestadas en el marco de los procesos de democratización y de paz de las últimas tres décadas permitieron la emergen- cia de nuevos liderazgos sociales. Enfrentándose a las incompetencias del sistema político y de la institucionalidad estatal, estas expresiones de la sociedad civil han sido acicate de la acción estatal y, en algunos casos, gestoras ellas mismas de la mayoría de los avances que se han registrado en los distintos órdenes de la agenda pública: en la seguridad, en la salud, en los derechos de las mujeres, en el desa- rrollo comunitario, etc. Pero también explican cómo, en ausencia de un Estado capaz y decidido, los guatemaltecos hayamos sabido evitar, incluso en el contexto de crisis de gobernabilidad profunda como las del Jueves negro en 2003 y las jornadas de protesta cívica del 2015, el recurso a la violencia política que hubiera restablecido los ciclos de violencia represiva/violencia reivindicativa que han sido recurrentes en nuestra historia. Pero las capacidades que alcanzaron para avanzar a pesar de las debilidades y contradicciones del ‘estado ausente’ son insuficientes para enfrentar al ‘estado disociador’. La capacidad de prevenir el deterioro político y social que se plantea hoy a partir de la cooptación del Estado por el ‘Pacto de corruptos’ pasa por dos condiciones: la primera es el desarrollo de liderazgos con capacidad de tender puentes que atraviesen divisiones sociales, culturales y políticas para unificar esfuerzos en

47 aras de objetivos compartidos. Liderazgos capaces de trascender el discurso disociador y la polarización artificial que se ha creado en torno a la lucha contra la impunidad y la corrupción, y las dinámicas de fragmentación y desconfianza que han fraccionado a la sociedad civil limitando su capacidad de acción conjunta. Liderazgos capaces de acometer de manera colaborativa la construcción de una agenda verdaderamente compartida para el cambio. No se trata de la negociación de un ‘pacto para la estabilización’, en el cual la coexistencia pacífica se condiciona a la renuncia a las demandas de un cambio que es necesario en todos los órdenes de la vida pública, defendiendo un orden establecido que solo funciona en beneficio de los sectores élites tradicionales y emergentes. Tampoco se trata de la gestación de un consenso político que asfixie artificialmente las diferencias político-ideológicas que caracterizan a la gestión de lo público en una democracia. Se trata de la construcción de un auténtico “contrato social”, que vaya más allá de formalidades institucionales y legalistas para fraguar, participativa e incluyentemente, los grandes consensos sociales necesarios para cimentar la construcción de una nación justa y solidaria. La segunda es el rescate político del Estado por estos nuevos liderazgos, me- diante los mecanismos y las estrategias democráticas que sean viables en el marco del Estado de derecho. Un rescate destinado a expulsar de los espacios de control político sobre la institucionalidad estatal a las redes corruptas y criminales, y pre- venir el desmantelamiento de los incipientes avances que en materia de democrati- zación el país ha alcanzado en los últimos treinta años. Un rescate que trascienda las debilidades e incapacidades que marcaron la voluntad política de la clase po- lítica que asumió la conducción del Estado en el marco del proceso de paz, para fomentar el surgimiento de una nueva clase política que permita que el Estado se convierta en el gestor efectivo del bienestar y de la coexistencia en la sociedad, y de sinergizar la agencia social de los esfuerzos que, desde distintos sectores socia- les y políticos, se llevan a cabo para promover el establecimiento de condiciones para la convivencia pacífica. Este no es un Estado reducido a la maquinaria racional-burocrática del para- digma liberal occidental de raíces weberianas, y ciertamente no de un Estado que descansa en la capacidad de utilizar recursos de fuerza para imponer la voluntad de quien lo controla. Se trata de un Estado que opera fundamentalmente a partir de lo que Michael Mann ha llamado “poder infraestructural”: la capacidad de fomentar y aprovechar el desarrollo de relaciones de colaboración dentro de la sociedad y entre la sociedad y las autoridades políticas, como instrumento para el cumpli- miento eficaz de sus funciones (Mann, 1986). Es el Estado concebido como la convergencia entre un liderazgo político y social que trabaja concertadamente hacia metas comunes, por encima de lo sectorial o lo comunitario, pero integrándolos a través de un marco institucional, desarrollado y legitimado colectivamente, que aprovecha la capacidad de agencia de los diferentes actores sociales –grupos, individuos, comunidades, sectores– coordinándolos en

48 beneficio común. Es un Estado cuya fuerza no depende de su capacidad de actuar sobre la sociedad, sino de actuar con la sociedad. Hoy, la reconciliación, como proceso de alcance nacional no puede depender exclusivamente de los recursos políticos y materiales del Estado. Sin la voluntad y la capacidad de agencia de la sociedad civil y las comunidades, el Estado no está en capacidad de generar las condiciones que viabilicen la convivencia pacífica, especialmente cuando sus máximas autoridades políticas integran el Pacto de co- rruptos. En este sentido, un liderazgo social para la reconciliación es una condición sine qua non para la transformación efectiva de las relaciones de confianza hori- zontales y verticales en la sociedad. Pero solamente un estado; solamente desde el Estado, es posible generar las capacidades normativas e institucionales suficientes para mediar los múltiples y a menudo contradictorios esfuerzos que los diferentes sectores sociales emprenden, aprovechándolos para el fomento de una sociedad inclusiva en la que prevalezcan condiciones de paz, equidad, justicia, respeto y dignidad, y una democracia genuina cuyo funcionamiento esté amparado por el genuino imperio de la ley. La recuperación del Estado por un liderazgo político capaz y democrático es, en consecuencia, la tarea más importante para viabilizar la posibilidad de una so- ciedad conciliada y reconciliada, en la que la existencia de intereses diversos en lo social, lo político y lo cultural no sea obstáculo para su convivencia armónica.

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60 La seguridad de la Nación: Un balance estratégico-político en la Guatemala de hoy Francisco Jiménez Irungaray1

Introducción

Un balance estratégico supone realizar una ponderación, la mayoría de la veces de carácter cualitativo, de una realidad actual que se contrapone a un momento ante- rior. En materia de seguridad elegir el momento actual es natural por su peso en el hoy y lo que podría derivar en un futuro cercano, en razón de las acciones que se llevarán a cabo para su mejoramiento. Por el contrario, el punto de contraposición en el pasado no es tan sencillo de elegir, sobre todo porque existen distintas aproxi- maciones que podrían ser utilizadas para definir, desde la situación de la seguridad actual, qué momento resulta adecuado para realizar una valoración estratégica que nos permita su comprensión, pero sobre todo, la identificación de los desafíos que tenemos como sociedad y Estado en un futuro cercano. Decimos que la seguridad no es un fenómeno en sí mismo, sino la convergencia de una serie de condiciones que desarrollan un contexto donde el bien común se construye de tal manera que permite que cada quien pueda esforzarse por alcanzar su bienestar, en circunstancias óptimas para lograrlo y sin que existan obstáculos que pongan en riesgo sus capacidades (Arévalo, 2002: 131-132). El problema en materia de seguridad como bien público no reside en su defini- ción, sino más bien en las acciones que se toman para alcanzarla. Y en esto, el Esta- do tiene mucho que ver, pero no todo. Existe una fase primaria que es la seguridad individual y personal, una situación que manejamos de acuerdo con nuestra propia circunstancia en lo individual y el primer círculo de nuestra existencia colectiva, es decir la familia. Por ello afirmamos que la ‘seguridad’ es un asunto social, en la medida en que se define por eventos que están determinados tanto por las dinámi- cas de la sociedad, como por las del Estado como ente regulador de la vida social (Aguilera, 1996: 11-18). En la tradición jurídica y política occidental la ‘seguridad’ como concepto tiene un desarrollo que ha variado poco en su semántica original. Desde la época roma- na los énfasis definitorios estaban acorde a la condición humana de estar libre de

1 Doctor en filosofía por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, Italia. Analista en seguri- dad e inteligencia. Ha sido ministro de gobernación y director de la Dirección General de Inte- ligencia Civil en Guatemala, profesor en la facultad de ciencia política de la Universidad Rafael Landívar.

61 límites para alcanzar los objetivos de bienestar. Cuáles medios y cuánto el Estado interviene en ello, y bajo qué herramientas, es el tema que ha ido evolucionando a través de los siglos. No haremos una descripción histórica exhaustiva de este pro- ceso, pero es interesante notar algunos aspectos de las consideraciones generales del uso de este término en el mundo de la Roma clásica. El término securitas en latín se deriva del adjetivo securus, constituido por se –sin– y cura –cuidado–; es decir ‘sin cuidado’, ‘sin preocupación’, lo que significa ‘sin temor a preocuparse’ o simplemente ‘sin temor’ o ‘despreocupado’, situación que es posible solo si no existe algo que disturbe la vida cotidiana, que obstaculice el alcance de los objeti- vos vitales de las personas. Es interesante notar, como indica Sebastián Torres (2007), que el uso del térmi- no securitas en las ideas políticas romanas sustituye al concepto de pax, y en otros momentos, como pasa con Tácito2 el par conceptual de securitas y pax sustituye al de libertas. Ambos términos forman parte de la familia de conceptos tales como tranquilitas –calma–, otium –ocio– y quies –pacífico–. Este uso se ve claramente en la frase de Cicerón3 otium cum dignitate, ocio digno u ocio que merece la pena, definido como aquel tiempo que un ciudadano romano retirado de la vida pública le dedica a sus actividades preferidas, y que en Cicerón era la escritura. Un estado pues de seguridad y paz que significa un estado virtuoso, en la medida en que no solo es un tema de condiciones externas que se necesitan, sino de la disposición del alma que la permite. Esto aparece también en la mitología romana, donde securitas viene personifi- cada por la seguridad y la estabilidad de una persona, y en un aspecto más amplio y representativo, del Estado romano. Hija de Disciplina y hermana de Humanitas, Frugalitas y Auctoritas, se personificaba en una matrona provista de lanza, cuerno de la abundancia y una rama de olivo. La seguridad para los romanos tenia tal im- portancia, que era considerada una virtud pública, lo que significa que la seguridad era un tema constante dentro de la sociedad y la política romana, ya que tanto los ciudadanos se la exigían a sus gobernantes, como estos buscaban la manera de brindársela a su pueblo. Securitas implicaba para la cultura romana la existencia de un gobierno capaz de brindarle al pueblo una vida estable y pacífica. Por ello es inevitable la vinculación de la securitas con la llamada pax romana: tanto el resguardo de las fronteras del imperio de las amenazas de los barbaros, como la estabilidad generada en el interior del imperio donde se logra erradicar cualquier guerra civil interna y se promueve el bienestar. La seguridad es una condición de la paz, y la paz, condición esencial para la disminución de cualquier obstáculo en la búsqueda de la realización individual y colectiva de los miembros de la sociedad. El desarrollo económico y la expansión territorial del Imperio romano fueron posibles cuando se logró combinar la calma interior y con la seguridad exterior.

2 Cornelio Tácito 55-120 a.c. Historiador, senador, cónsul y gobernador del Imperio romano. 3 Marco Tulio Cicerón, 106-43 a.c. Jurista, político, filósofo, escritor y orador romano. Es conside- rado uno de los más grandes retóricos y estilistas de la prosa en latín de la República romana.

62 Estas pocas consideraciones sobre la Roma clásica nos permiten visualizar otra idea presente en el modo como abordamos de manera constante el tema de la se- guridad más allá de su definición: la seguridad es una necesidad del ser humano. Desde esta perspectiva, todas las expresiones sociales, políticas y jurídicas cons- truidas por el ser humano a lo largo de la geografía y del tiempo, pueden entender- se como esfuerzos destinados a conseguir esa seguridad aspirada Como necesidad, la seguridad fue tematizada por Abraham Maslow4 que en su teoría de la motivación humana, expuesta en su libro de 1954 “Motivation and Personality” (1997), en donde propone que las necesidades y factores que motivan a las personas están expresadas en una jerarquía. Dicha jerarquía se forma a partir de cinco categorías de necesidades identificadas, y se construye considerando un orden jerárquico ascendente de acuerdo con su importancia para la supervivencia y la capacidad de motivación. Estas necesidades son fisiológicas, de seguridad, de amor y pertenencia, de estima, y de autorealizacion. Maslow distingue entre las necesidades “deficitarias”, porque se carece de ellas (fisiológicas, de seguridad, de amor y pertenencia, de estima); y las de “desarrollo del ser” (autorealizacion), porque se refieren al quehacer de la persona. La seguridad es, pues, una necesidad en tanto que es una búsqueda de algo que esta ausente. Se constituye a partir de la satisfacción de la necesidades fisiológicas que son aquellas de origen biológico, orientadas hacia la supervivencia, de natura- leza básica como la necesidad de respirar, de beber agua, de dormir, de comer, de sexo, de refugio (Maslow, 1997: 21-25). Satisfechas estas necesidades primarias se busca la creación y mantenimiento de un estado de orden y seguridad. Mas- low dice, “Si las necesidades fisiológicas están relativamente bien gratificadas, entonces surgirá una nueva serie de necesidades, que se pueden clasificar aproxi- madamente como necesidades de seguridad (seguridad, estabilidad, dependencia, protección, ausencia de miedo, ansiedad y caos; necesidad de una estructura, de orden, de ley y de límites; fuerte protección, etcétera. )”. (Maslow, 1997: 25-26) En la condición jerarquizada de las necesidades, hay que observar que la sa- tisfacción que se lleva a cabo en un nivel implica el involucramiento de toda la energía posible en lograr alcanzarla, de tal manera que la visión del mundo, su filosofía y su escala de valores, se determina por la importancia central que adquie- re la búsqueda de ese satisfactor. El mejor ejemplo es la persona hambrienta, que en situación de escasez genera toda acción posible para superarla (Maslow, 1997: 26). Cuando las necesidades son satisfechas, la misma forma de comportamiento se traslada al siguiente nivel. Así, “prácticamente todo parece menos importante que la seguridad y la protección (incluso a veces las necesidades fisiológicas, que estando satisfechas, ahora se desestiman). Lo que caracteriza a una persona en este estado, si es lo bastante extremo y crónico, es que vive casi exclusivamente para la seguridad” (Maslow, 1997: 26). En una sociedad que ha logrado satisfacer las

4 Abraham Maslow, 1908-1970, psicólogo estadounidense, conocido como uno de los fundadores y principales exponentes de la psicología humanista.

63 necesidades de seguridad de sus miembros, esta situación queda superada al punto de que las personas se sienten ‘tan seguras’ que sus esfuerzos se canalizan al tercer nivel de necesidades, y así sucesivamente. Estas reflexiones teóricas y filosóficas son de suma importancia no solo para la comprensión de la seguridad como necesidad vital a través de la historia, sino en particular para entender los retos de la seguridad hoy, ya que a diferencia de las necesidades del primer nivel, las necesidades de seguridad tienen la particularidad de estar determinadas por factores subjetivos, lo que se hace más complejo en los siguientes niveles de la jerarquía de las necesidades. Por ello Maslow nos dice “la buena sociedad pacifica y estable, que marcha bien, normalmente hace que sus miembros se sientan seguros de animales salvajes, de temperaturas extremas, de asaltos delincuentes, de crímenes, del caos, de la tiranía, etc. Por tanto, en un senti- do muy real, no tienen necesidades de seguridad como motivadores activos. Igual que una persona saciada ya no siente hambre, una persona segura ya no se siente en peligro”. (Maslow, 1997: 26) No sentirse en peligro es quizá la aspiración mayor que las acciones del Estado pretenden generar en la sociedad en materia de seguridad. ¿Cómo concebir este peligro; cómo constituir los valores de una sociedad en su dinámica de constructo de posibilidades de realización humana; cómo determinar lo que debe protegerse y qué acciones el Estado debe realizar para crear las condiciones para lograrlo?, se convierten en preguntas centrales de la gestión pública de la seguridad. El marco de comprensión que resulta de las respuestas, que a su vez dependen de la manera cómo ideamos al Estado y la sociedad en términos de una posibilidad de realiza- ción de lo humano, y de la manera como concebimos las relaciones entre las perso- nas en su vida colectiva, es lo que permite identificar las diferentes aproximaciones para entender la seguridad. Es a partir de estos elementos, más que sobre la base de una definición de diccionario, que establecemos el horizonte comprensivo de qué cosa debemos y qué cosa no debemos hacer en materia de seguridad. Estos aspectos son los que constituyen lo que podríamos denominar ‘el imagi­ nario social de la seguridad’,5 y que es el resultado de la multiplicidad de miradas que convergen alrededor de cuestiones básicas para su desarrollo, dentro de los que se encuentran la constitución de criterios de formulación, explicita o implícita, de política pública; la constitución de principios comprensivos desde los constructos experienciales vitales de la sociedad misma, la mayoría de las veces a partir de percepciones subjetivas; los modelos desarrollados por diferentes tendencias teóricas e ideológicas que determinaran las relaciones entre los estados;6 y por último, modelos determinados por las dinámicas de los intereses políticos de

5 Hacemos uso del término en su semántica amplia, es decir como un sinónimo de ‘mentalidad’, ‘cosmovisión’, etc. Sin hacer referencia directa al significado técnico dado a las ciencia sociales por Cornelius Castoriadis. 6 La Guerra Fría es un buen ejemplo de la manera cómo estas configuraciones de la política inter- nacional afectan las condiciones internas de seguridad.

64 diferentes grupos y sectores dentro de la sociedad, normalmente justificados a partir de teorías o ideologías políticas. La seguridad no es entonces solo el índice, positivo o negativo, de los comporta- mientos variados, en particular criminales, que puede en un momento determinado darnos una radiografía de los tipos de riesgos y amenazas, su intensidad y frecuen- cia en un momento preciso en cualquier sociedad. No es tampoco el inventario de acciones que supone, en una perspectiva político ideológica, poner un dique a los riesgos y amenazas que sufre la sociedad. La seguridad se constituye sumando los fenómenos ‘objetivos’, que pueden ser medidos e identificados en el tiempo y el espacio, más las perspectivas de la ‘valoración subjetiva’ que surgen de las distintas maneras como los miembros de una sociedad experimentan estos fenómenos en un tiempo y espacio determinados, convirtiendo esa vivencia en fuente de conoci- miento. En todo caso, permanentemente producimos desde la sociedad imaginarios sociales de la seguridad, que están constituidos por modelos de política pública que dentro de ciertos parámetros de comprensión del Estado y de la vida en sociedad determinan las acciones concretas para mitigar el riesgo y la amenaza. En el caso de Guatemala, durante dos décadas se vino desarrollando en el plano del diseño institucional, tanto en su dimensión normativa como en la de construc- ción institucional, un modelo que se ha denominado ‘seguridad democrática’ y que ha quedado plasmado en las definiciones establecidas en la legislación nacional: “La Seguridad Democrática es la acción del Estado que garantiza el respeto, pro- moción y tutela de la seguridad, al mismo tiempo que el pleno ejercicio de los de- rechos humanos, mediante la creación de condiciones que le permita a la persona su desarrollo personal, familiar y social en paz, libertad y democracia, conforme a lo establecido en el Tratado Marco de Seguridad Democrática en Centroamérica” (Decreto 18-2008, 2008). Este modelo, construido desde el planteamiento del rediseño institucional en el Acuerdo de fortalecimiento del poder vivil y función del ejército en una sociedad democrática del año 1996 –en adelante Acuerdo de fortalecimiento–, dio pautas a una serie de acciones adoptadas con un amplio respaldo político, y orientadas a ajustar la normativa vigente y producir nueva legislación con el propósito de apun- talar un imaginario de la seguridad distinto al que dominó durante el conflicto ar- mado interno, la que respondía a una visión de defensa del Estado correspondiente a un imaginario contrainsurgente. Aquí podemos identificar que en los últimos cuarenta años han existido dos modelos de seguridad que han determinado las maneras –distintas y contrastantes– como el Estado de Guatemala afronta los riesgos y amenazas. Uno, en la lógica de un imaginario autoritario donde el Estado entendido como régimen político es el bien a defender y el actor que determina exclusivamente lo que constituye riesgo y amenaza, generalmente en detrimento del interés común. Otro, que se constitu- ye bajo la influencia del cambio de paradigma de la seguridad a nivel global que

65 siguió al fin de la Guerra Fría, y que determina a la persona y sus derechos como bien a defender y eje central de una gestión de la seguridad orientada a proteger el bien común. Ahora bien, y regresando a nuestra pregunta inicial, si en un balance estratégico de la seguridad partimos del hoy, en su dimensión ‘objetiva’ como ‘subjetiva’, ¿cuál será nuestro punto de comparación en el pasado? La respuesta es: el momen- to en el cual se dio el giro paradigmático de la manera de entender la seguridad en Guatemala, en razón de que este cambio ha permitido el desarrollo de una institu- cionalidad con un enfoque totalmente diferente al determinado por la dinámica de un Estado contrainsurgente. Trataremos a continuación de identificar el diseño institucional presente en los acuerdos de paz y cómo derivaron en una agenda legislativa y una de construc- ción institucional. Lo que hace inevitable hacer una comparación entre la realidad actual con ese diseño realizado en el marco de un esfuerzo de construcción de la paz, y a considerar las vinculaciones necesarias entre paz y seguridad dentro del marco de una democracia que motiva y posibilita las reformas necesarias. La pregunta substantiva de este balance estratégico será entender la manera cómo el Estado enfrenta hoy los riesgos y amenazas a la seguridad dentro de un modelo de seguridad democrática, teniendo a la vista veinte años de esfuerzos políticos y administrativos para construirlo.

La gobernanza de la seguridad desde la paz y la democracia Ahora bien, si elegimos el modelo de seguridad manifiesto en el Acuerdo de forta- lecimiento, debemos identificar los aspectos que queremos relevar, pero no como un simple cotejo de cumplimiento, sino una manera de entender lo que implicaron los acuerdos en su sentido de proponer un diseño institucional, como la manera en la que el Estado debe afrontar los riesgos y amenazas al bien común, las personas y sus bienes. Esto implica ir más allá de un simple inventario de acciones, y requiere un análisis comparativo de lo que creemos puede ser el modo como se lleva a cabo la respuesta del Estado en materia de Seguridad en la realidad actual, con el modelo planteado en el acuerdo. Para realizar este análisis comparativo utilizaremos el concepto de ‘gobernan- za’. Si bien es cierto que este concepto es de viejo uso en el castellano, el dicciona- rio de la lengua española de la Real Academia Española nos reporta desde el 2001 una definición que expresa el debate teórico sobre la gestión pública y los nuevos enfoques de los últimos años, diciendo que gobernanza es el “arte o manera de go- bernar que se propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la sociedad civil y el mercado de la economía”; y señala que la definición de “acción y efecto de gobernar o gobernarse” queda en desuso. Gobernanza no es entonces solo la

66 gestión de gobierno o la conducción de la administración pública, sino aquella que es calificada por objetivos de desarrollo anclados en principios de equilibrio entre el estado, la sociedad y el mercado. Lo que se resalta en esta aproximación es la capacidad que el Estado tiene de conducir a la sociedad a través de su gobierno, sus instituciones y la administra- ción pública, y cómo estas derivan en acciones marcadas por los acuerdos entre la variedad de actores de la sociedad misma, tanto políticos, sociales como económi- cos. En esto, hacemos nuestra las reflexiones que Luis Aguilar Villanueva lleva a acabo en su texto “Gobernanza y gestión pública”, donde nos dice que “en los años ochenta y noventa comenzó a desarrollarse en la teoría política y la opinión públi- ca ilustrada la distinción entre gobierno y gobernación/gobernanza, la distinción entre el actuar del gobierno y la dirección de la sociedad que tenía el propósito de describir, explicar y superar la situación crítica que las sociedades experimentaban debido a que la acción directiva del gobierno habría arrojado resultados menores a los esperados o terminando en notorios fracasos” (Villanueva, 2006: 81), lo que significa que la “aparición del concepto de gobernanza quiere ser una respuesta po- sitiva a la pregunta de cómo evitar que una sociedad vaya a la deriva en las nuevas circunstancial internas e internacionales que ponen a los gobiernos en situaciones de real dificultad, pues muchas de sus capacidades y poderes están siendo rebasa- dos o acotados por otras organizaciones poderosas que actúan dentro y fuera de las comunidades que dirigen, por lo que ya no pueden marcar la dirección de la sociedad ni llevar a buen término el esfuerzo colectivo con su sola guía y empeño. […] el aporte del concepto de gobernanza es dar respuesta a la cuestión nueva y crucial acerca del proceso o modo de dirección de la sociedad contemporánea”. (Villanueva, 2006: 81) La transición a la democracia puede ser vista bajo esta visión, donde el eje concéntrico de la vida política y social depende del Estado y su capacidad de ges- tión de lo público, pero orientado al modo cómo este y la sociedad construyen el horizonte comprensivo y de fines de manera conjunta. No es el Estado, sus institu- ciones y su dirigentes los que por si solos marcan el rumbo de la sociedad, sino un espacio de acuerdos entre los diferentes sectores de la misma. El poder a la gente no es un tema de simple representatividad en la toma de decisiones del Estado, sino la búsqueda de acuerdos entre todos los actores, y en la práctica, la capacidad de quien hace gobierno de comprenderlas o de motivar a que se realicen. En esta concepción, el conflicto ya no es un obstáculo a la realización del bien común, sino más bien una ventana de oportunidad que permita que las diferencias de intereses sean el insumo principal de las acciones de una sana gestión de lo público, porque ve el bien común y no el particular. Aguilar Villanueva nos dice, “…espontá- neamente, [gobernanza es] el proceso o conjunto de acciones mediante el cual el gobierno dirige o conduce a la sociedad. […] dirección de la sociedad supone o implica definición de objetivos comunes, la aceptación social suficiente de los mismos, la participación directa o indirecta de la colectividad en la realización de

67 los objetivos comunes y la coordinación de las múltiples acciones de los actores sociales para posibilitar y/o asegurara su realización”. (2006: 81) Lo que implica en su perspectiva que “entiendo por gobernación/gobernanza el proceso mediante el cual los actores de una sociedad deciden sus objetivos de convivencia –funda- mentales y coyunturales- y las formas de coordinarse para realizarlos: su sentido de dirección y su capacidad de dirección”. (Villanueva, 2006: 81) La seguridad como materia de gobernanza es entonces el conjunto de acciones mediante las cuales el Estado realiza una gestión adecuada de las condiciones que mitigan el riesgo y la amenaza al bien común, las personas y sus bienes, mediante la dirección y conducción de la sociedad, dentro de la definición de objetivos co- munes, su aceptación social y la participación directa o indirecta de la colectividad en la realización de estos, con una coordinación variada de las acciones del Estado con los actores sociales para posibilitar y asegurar su realización. En esta línea encontramos, en términos normativos para Guatemala, una con- junción interesante en el artículo 2 en sus apartados a y b de la Ley marco del Sis- tema Nacional de Seguridad (LMSNS): “a. Seguridad de la Nación. La Seguridad de la Nación incluye el conjunto de principios, políticas, objetivos, estrategias, procedimientos, organismos, funciones y responsabilidades de los componentes del Estado en materia de seguridad, que garantizan su independencia, soberanía e integridad, y los derechos fundamentales de la población establecidos en la Cons- titución Política de la República de Guatemala, consolidando la paz, el desarrollo, la justicia y el respeto de los derechos humanos.” Donde encontramos con claridad que esta definición delinea cuáles son elementos constitutivos de la tarea del Esta- do respecto de garantizar la independencia de la nación, su soberanía y su integri- dad, más la garantía de los derechos fundamentales de población contenidos en la Constitución y los derechos humanos. Y en su inciso b del artículo 2, subraya: “La Seguridad Democrática es la acción del Estado que garantiza el respeto, promo- ción y tutela de la seguridad, al mismo tiempo que el pleno ejercicio de los dere- chos humanos, mediante la creación de condiciones que le permita a la persona su desarrollo personal, familiar y social en paz, libertad y democracia, conforme a lo establecido en el Tratado Marco de Seguridad Democrática en Centroamérica.” A continuación, nos orienta al tipo de acciones que el Estado debe considerar como referente en las tareas de seguridad: “…el pleno ejercicio de los derechos huma- nos, estableciendo como criterio de definición de los objetivos comunes como la creación de condiciones que le permita a la persona su desarrollo personal, familiar y social en paz, libertad y democracia”. (Decreto 18-2008, 2008) Si la seguridad, como indicamos, no es un fenómeno en sí mismo, sino la con- vergencia de una serie de condiciones que permiten construir un contexto donde el bien común se construya de tal manera que permita que cada quien pueda esforzar- se por alcanzar su bienestar, sin que existan obstáculos que pongan en riesgo sus capacidades y las circunstancias optimas para lograrlo, en el espíritu de la LMSNS estas condiciones óptimas pueden ser alcanzadas solo si se hace desde el “pleno

68 ejercicio de los derechos humanos”, y teniendo como referente para la definición de objetivos comunes “la creación de condiciones que le permitan a la persona su desarrollo persona, familiar y social en paz, libertad y democracia”, en los entornos de la independencia, soberanía e integridad de la nación, sumado al ejercicio de los derechos fundamentales consignados en la Constitución. Desde esta concepción, la gobernanza como una aproximación para entender la gestión pública es plena- mente coherente con la seguridad. No se trata únicamente de mitigar los riesgos y amenazas al bien común, la persona y sus bienes, sino de hacerlo sobre la base de condiciones de desarrollo, de paz y democracia, que consideren la plena vigencia de los derechos humanos y aseguren la independencia, soberanía e integridad de la nación. De tal suerte que la gestión de la seguridad es un ejercicio de responsa- bilidades del Estado en el marco de una definición de objetivos comunes que en el ejercicio de la democracia implican un permanente recurrir al conocimiento de las necesidades de las personas y de la colectividad nacional, en sus diferentes niveles –comunidades, poder local, grupos vulnerables, etc.–, utilizando como mecanismo natural la gestión de gobierno. El Estado no decide para sí y solo él mismo, sino decide con la sociedad y para la sociedad, en una interacción que distingue claramente entre un modelo autoritario y uno de gobernabilidad democrática. Esto significa que el modelo au- toritario no es una simple ausencia de democracia (de hecho dentro de sociedades democráticas a menudo se aplican modelos autoritarios de seguridad ), sino un ejercicio de la gestión de la seguridad donde el Estado y su gobierno velan por sí mismos y no por y con la sociedad. De esto se deriva que una gestión pública desde el autoritarismo determina sus políticas como una serie de acciones y resultados de simple ejercicio de la autoridad en relación con los intereses del Estado, definidos sin legitimidad cognitiva7 ni política, y en la mayoría de los casos vinculados a los intereses de agendas privadas contrarios al bien común. El cumplimiento de lo establecido en el Acuerdo de fortalecimiento sería po- sible en una serie de acciones de la gestión pública y política que permitirían la compresión de lo que podríamos llamar la ‘gobernanza de la seguridad’, y que tie- ne en la base considerar a la persona y sus derechos como un espacio fundamental para realizar la agenda del Estado por mitigar los riesgos y amenazas. Comparar el hoy de seguridad, significa tratar ver de qué manera el Estado y su gobierno reflejan ese esfuerzo por la ‘gobernanza de la seguridad’, en términos de seguridad democrática.

7 Queremos significar con el término legitimidad cognitiva dos cosas: 1) En seguridad no se puede planificar sino se tiene una ‘evidencia empírica’ no solo del fenómeno delictivo y criminal, sino además de las condiciones de la ‘seguridad situacional’, pero todo esto sumando a la ‘percepción’ de la personas en el plano individual como colectivo (social, comunitario, étnico, etc.) de su seguri- dad y de la seguridad en general, y la información que todo esto genera, se supone genera una fuen- te de legitimidad en la toma de decisiones en la gestión pública de la seguridad. 2) Un conocimiento de los ‘intereses’ de las personas en torno a lo que es su aspiración y de qué manera la ‘seguridad situacional’ y el fenómeno delictivo y criminal pueda obstaculizar la realización de su bienestar, es de igual manera un conocimiento y comprensión que legitima las decisiones en seguridad.

69 Diseño de la seguridad en el Acuerdo de fortalecimiento del poder civil y función del ejército en una sociedad democrática La seguridad y la vida son obligaciones del Estado de Guatemala, y como tales son condición necesaria para la realización del bien común, al igual que la libertad, la seguridad, la justicia, la paz y el desarrollo integral de la persona. Como lo declaran la Constitución Política de Guatemala en su artículo 1: “Protección a la persona. El Estado de Guatemala se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común”. Y en el artículo 2 agrega: “Deberes del Estado. Es deber del Estado garantizarle a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona”. De tal suerte, el Estado está llamado a realizar los diseños instituciones que le permitan tutelar estos bienes jurídicos y crear las condiciones para la realización del bien común. Esto es la manifestación de la transición hacia la democracia que se experimentó en el país a partir de 1985, año que dio vida a una nueva constitu- ción política y a un gobierno electo democráticamente en el contexto del respeto a la persona humana como centro de la acción del Estado. Esto fue posible a pesar de que en ese momento el conflicto armado aún no tenía una salida clara para resolverse, ni en el campo militar ni en el político. Es decir que la vida democrática de Guatemala nace en el marco de la confrontación abierta entre las fuerzas militares del Estado con la expresión insurgente guatemalteca. Esto significó que, desde la perspectiva de una democracia liberal, en el inicio de la transición democrática el Estado regía su diseño institucional en términos del conflicto armado interno, a partir de una visión doctrinal de confrontación militar típica de la Guerra Fría, como era el caso en todo el continente americano. Primaba una ‘gobernanza de la seguridad’ definida como el aseguramiento del Estado de las amenazas a su estabilidad frente a “enemigos internos”, a menudo sus propios ciudadanos, así definidos a partir de su oposición al régimen político. El proyecto de instaurar la democracia liberal en Guatemala a partir de la Cons- titución de 1985 se inicia en el marco de una visión de seguridad estatal cuyo pro- pósito era eliminar todo aquello que le contradecía, haciendo uso indiscriminado de todos los medios, incluidos los de fuerza, para detener cualquier amenaza a su estabilidad. Durante este periodo el abordaje de la seguridad todavía se dio bajo la lógica de la guerra contrainsurgente, lo que implicó en la práctica que las institu- ciones estatales se diseñaran –y funcionaran– en sentido contrario al valor que la propia parte doctrinal de la Constitución Política le otorgaba a la tutela de la vida, la justicia y la paz. En ese contexto y durante la primera década de la transición democrática en Guatemala, el 15 de noviembre de 1995 los gobiernos de Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá firmaron el Tratado marco de seguri- dad democrática en Centroamérica, como expresión del esfuerzo que las socieda- des centroamericanas estaban llevando a cabo para fortalecer su institucionalidad

70 democrática. El Tratado hizo evidente que el viejo paradigma de la seguridad na- cional y el Estado contrainsurgente habían perdido prestigio, legitimidad y vigen- cia, y que la nueva propuesta que articulaba la visión de los países de la región sobre la seguridad estaba cimentada en la supremacía de lo civil sobre lo militar, la convicción de que la seguridad debía girar en torno al bienestar social, y en la lógi- ca de la realización del bien común a partir de la centralidad de la persona humana. Por ello el artículo 1 del Tratado marco nos dice que “el Modelo Centroame- ricano de Seguridad Democrática tiene su razón de ser en el respeto, promoción y tutela de todos los derechos humanos, por lo que sus disposiciones garantizan la seguridad de los Estados centroamericanos y sus habitantes, mediante la crea- ción de condiciones que les permita su desarrollo personal, familiar y social en paz, libertad y democracia. Se sustenta en el fortalecimiento del poder civil, el pluralismo político, la libertad económica, la superación de la pobreza y la pobre- za extrema, la promoción del desarrollo sostenible, la protección del consumidor, del medio ambiente y del patrimonio cultural; la erradicación de la violencia, la corrupción, la impunidad, el terrorismo, la narcoactividad y el tráfico de armas; el establecimiento de un balance razonable de fuerzas que tome en cuenta la situación interna de cada Estado y las necesidades de cooperación entre todos los países centroamericanos para garantizar su seguridad”. Este espíritu democrático lo hizo suyo el Acuerdo de fortalecimiento del poder civil y función del ejército en una sociedad democrática, que postuló una manera de entender la seguridad que no limitaba sus alcances a la defensa del territorio na- cional contra la amenaza externa ni contra el desorden público como expresiones de una confrontación global. El cambio era radical, profundo. Reflejaba un deseo de trastocar la forma en la que el Estado se relacionaba con sus ciudadanos. En el fondo, el significado de las acciones de seguridad ya no debía estar en la defensa del Estado como valor por sí mismo, sino en la medida en que este servía a la pro- tección de los seres humanos que lo componían y de sus libertades, sus derechos, y sus oportunidades. La seguridad, además, se supeditaba a leyes de naturaleza democrática, con la intención de que su ámbito de acción contribuyera a la consoli- dación del Estado de derecho, eliminando y dejando atrás las arbitrariedades carac- terísticas del pasado autoritario. El Acuerdo de fortalecimiento identificó riesgos y amenazas para la convivencia en una democracia, señalando la exclusión política, la intolerancia ideológica, los desequilibrios socioeconómicos, y la desigualdad de oportunidades como asuntos relacionados también con una concepción más amplia y más integral de la seguridad. En ese contexto, se hizo evidente la necesidad de un rediseño de las instituciones de seguridad y justicia. Para ello se estableció una propuesta integradora de ambos, que se constituye con los compromisos relativos a la organización del Estado, enfatizando como punto de partida la responsabilidad que este tiene sobre la protección de los bienes jurídicos: la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona. Con ello formula que la vía para

71 fortalecer el poder civil como elemento indispensable para profundizar el proceso democrático es la mejora, modernización y el fortalecimiento del Estado, bajo la perspectiva de un sistema de gobierno republicano, democrático y representativo, es decir, bajo una ‘gobernanza democrática de la seguridad’. La propuesta del rediseño institucional se aborda desde los ámbitos de los tres organismos del Estado. Por una parte, se plantea la necesidad de orientar el tra- bajo legislativo reforzando los espacios de discusión y acuerdos multipartidarios, fortaleciendo la asesoría técnica de las comisiones legislativas, el desarrollo de la función de control parlamentario sobre el ejecutivo y la necesidad de legislar para el fortalecimiento del sistema de justicia. Esto persigue impactar los sectores de seguridad y justicia a partir de la puesta en marcha del Legislativo como espacio para el debate público de los asuntos nacionales fundamentales, como de hecho su- cedió desde 1997 a 2008, cuando se desarrolló el rediseño institucional del aparato de seguridad del Estado mediante una nueva legislación en materia de seguridad y justicia. Por otra parte, se abordó el rediseño del sistema de justicia para implementar las iniciativas y medidas administrativas en las áreas de lucha contra la impunidad, la modernización del sistema, la carrera profesional judicial, el establecimiento del servicio público de defensa penal, la reforma del código penal, la introducción del aspecto multilingüe, una adecuada protección a los testigo, fiscales y colaborado- res de la justicia. Esto incluyó la implementación de las reformas constitucionales pactadas en los acuerdos, que al no ser aprobadas en el referendo de 1999, dejó pendiente un aspecto fundamental para la modernización del sistema, lo que no ha permitido hasta hoy una mejora en los niveles de acceso a la justicia y se traducen en un desafío mayor para los esfuerzos de lucha contra la impunidad. Cabe notar que en el Acuerdo de fortalecimiento se incorpora para el sistema de justicia una figura colegiada importante, la Comisión de Fortalecimiento de la Justicia, con el mandato de presentar propuestas en las áreas de modernización, acceso a la justi- cia, agilización de los procesos, excelencia profesional y actores no estatales. En el esfera de la seguridad, el Acuerdo de fortalecimiento establece que es una tarea del ejecutivo impulsar los siguientes temas, que agrupa de la siguiente manera: A. Agenda de seguridad (Acuerdos 18-20): la incorporación de un concepto de seguridad que supere la visión limitada de la protección de las amenazas ex- ternas, al orden público y la seguridad interna; es decir la incorporación de los aspectos sociales y económicos como posibles factores de riesgo o amenaza a la seguridad de los ciudadanos, (¿?) en la que la seguridad de los ciudadanos y del Estado se constituyen como un bloque unificado a través del pleno ejercicio de los derechos y deberes políticos, económicos, sociales y culturales.

72 B. Seguridad pública: • Policía Nacional Civil (Acuerdos 21-22): La restructuración de las fuerzas policiales mediante la disolución de la Policía Nacional y la Guardia de Hacienda, creando una nueva Policía Nacional Civil como cuerpo único que tendrá a su cargo la seguridad ciudadana, interna y el orden público, de acuerdo con el Decreto legislativo 11-97 del Congreso de la República del 4 de marzo de 1997. • Reformas constitucionales (Acuerdo 23): Dotar a la Policía Nacional Civil de estatuto constitucional. • Reformas legales (Acuerdos 24-25): Presentar un proyecto de ley de segu- ridad y fuerza pública que norme el funcionamiento del sistema policial de Guatemala, y la reforma a la Ley de Orden Público. • Organización policial (Acuerdo 26): El órgano policial deberá ser único y bajo la dirección del Ministerio de Gobernación, jerárquicamente organiza- do con una cadena de mando con responsabilidades asignadas a cada nivel y que cuente con la presencia multiétnica del país. • Carrera policial (Acuerdo 27): Los integrantes de la nueva organización policial deberán recibir formación de la Academia de Policía, donde se les formara con los principios de la cultura de paz y de respeto a los derechos humanos y a la democracia, y de obediencia a la ley. Se reglamentará el re- clutamiento y administración de personal, y que los integrantes de la policía reciban salarios dignos y apropiados a su función y medidas adecuadas de previsión social. • Academia de policía (Acuerdos 28-29): El ingreso, los ascensos y especia- lizaciones se llevarán a cabo a través de la Academia de Policía, siendo la responsable de formar a los nuevos agentes. • Funcionamiento policial (Acuerdo 30): Se establecen metas en términos de la gestión policial como el número de efectivos esperados, además de la necesidad de fortalecer las capacidades de información e investigación criminal para el combate del delito. • Cooperación internacional (Acuerdo 31): Llamado a la comunidad interna- cional a que de su apoyo a este proceso de creación de la nueva organiza- ción policial. • Empresas privadas de seguridad (Acuerdo 32): Creación de la ley que regu- le la actividades que prestan servicios privados de seguridad. • Tenencia y portación de armas (Acuerdo 33): Relacionado con el Acuerdo Global de Derechos Humanos, crear la legislación de control de armas ante la proliferación de estas, trasladando la instancia para su control del Minis- terio de la Defesa Nacional al Ministerio de Gobernación.

73 C. Ejército (Acuerdo 35-44): • El Acuerdo de fortalecimiento en su propuesta de rediseño institucional da importancia fundamental a las reformas de la fuerza armada militar. Propo- ne la reforma constitucional dirigida a fortalecer la posición del presidente como comandante general del ejército permitiendo que la posición de mi- nistro de la defensa lo pueda ocupar un civil, además de ratificar la posición que el fuero jurídico militar debe juzgar casos de orden militar y no civiles, fortaleciendo también el concepto de la naturaleza del ejército en su fun- ción de seguridad exterior. • Las reformas al ejército deben ser estructurales en su diseño interno, y de tal manera se propone que se redacte una propuesta de ley que se adecue a las reformas constitucionales, formular una nueva doctrina militar, una reforma educativa que introduzca en su currículo la nueva visión de la se- guridad, una adecuada reducción de la fuerza militar tomando como criterio las necesidades de defensa de la soberanía y las condiciones económicas del país. • Se plantea igualmente que se continúe con la práctica de alistamiento vo- luntario y se invita a la elaboración de un proyecto de ley en materia de ser- vicio cívico, que incluirá una regulación del servicio militar y del servicio social. • El tema del Ejército es amplio y los componen los siguientes acuerdos: – Reformas constitucionales, Acuerdo 36 – Marco legal, Acuerdo 37. – Doctrina del ejército, Acuerdo 38. – Tamaño y recursos, Acuerdo 39. – Sistema educativo, Acuerdo 40. – Armas y municiones, Acuerdo 41. – Reconversión, Acuerdo 42. – Servicio militar y social, Acuerdo 43. – Promoción de una ley de los aspectos acordados, Acuerdo 44. D. Presidencia de la República (Acuerdos 45-46): • Reformas constitucionales (Acuerdo 45): Se esboza una reforma consti- tucional que regula el uso excepcional del ejército para el mantenimiento de la paz y el orden público por parte del presidente de la República como comandante general del ejército. • Seguridad del presidente y vicepresidente (Acuerdo 46): Para la seguridad del presidente,­ el vicepresidente y sus familias, además de la gestión

74 administrativas de las actividades de la presidencia, se propone la sustitución del Estado Mayor Presidencial por una nueva entidad que se hará responsable de la seguridad personal del presidente, el vicepresidente y sus familias, con la característica que no deberá ejercer el rol de ente de inteligencia estratégica presidencial como solía hacerlo el Estado Mayor Presidencial. E. Información e inteligencia (Acuerdos 47-54): • Organismos de inteligencia del Estado (Acuerdos 47-52): Uno de los pun- tos medulares del Acuerdo de fortalecimiento reside en la reforma del sec- tor de inteligencia, estableciéndose como primer compromiso circunscribir la inteligencia generada desde la Dirección de Inteligencia del Estado Ma- yor de la Defensa a las situaciones derivadas de las funciones del Ejército de acuerdo con lo establecido en la Constitución con base en las reforma propuestas. • Para el combate de la criminalidad común y organizada, se bosqueja la creación de un departamento de inteligencia civil dentro del Ministerio de Gobernación. • En el ámbito de la inteligencia estratégica se debe crear la secretaría de análisis estratégico, que proporcionará al presidente de la República infor- mación y análisis para prevenir y resolver situaciones de riesgo o amenaza de distinta naturaleza. • Los tres servicios de inteligencia esbozados en el Acuerdo de fortaleci- miento deben actuar enfatizando la separación de funciones y tareas de inteligencia propiamente dichas, de las acciones operativas que de ellas se deriven. El gobierno debe impedir que existan redes o grupos que realicen tareas de inteligencia fuera de estas instituciones. • De manera particular se redacta un numeral, el 52, que enfatiza evitar cual- quier abuso de poder y garantizar el respeto de las libertades y los derechos ciudadanos, mediante una ley que establezca las modalidades de supervi- sión de los organismos de inteligencia del Estado por una comisión especí- fica del Organismo Legislativo. • Una ley que regule el acceso a la información sobre asuntos militares o diplomáticos de seguridad nacional, establecidos en el artículo 30 de la Constitución, y que disponga procedimientos y niveles de clasificación y desclasificación. • Archivos (Acuerdo 53-54): Se establecen límites a las tareas de inteligencia intrusivas y de manejo de información sensible de las personas de carác- ter privado contenidas en los archivos que el Estado resguarda de manera secreta, como garantía de pleno cumplimiento del artículo 31 de la Cons- titución Política, que dice que “Toda persona tiene el derecho de conocer

75 lo que de ella conste en archivos, fichas o cualquier otra forma de registros estatales, y la finalidad a que se dedica esta información, así́ como a co- rrección, rectificación y actualización. Quedan prohibidos los registros y archivos de filiación política, excepto los propios de las autoridades electo- rales y de los partidos políticos.” • Profesionalización del servidor público (Acuerdo 55): Señala que es priori- tario modernizar la administración pública a través del establecimiento de una carrera del servicio civil. El Acuerdo de Fortalecimiento enuncia un rediseño institucional que responde a la manera como el Estado de Guatemala puso en marcha su política contrainsurgen- te. Resulta pues de una visión que reconoce la conceptualización post Guerra Fría que se desarrolló a partir de los postulados propuestos en el Informe de Desarrollo Humano Mundial de 1994 de Naciones Unidas, y además expresa las aspiraciones del contexto de paz y distención que se plantearon en el Tratado marco de seguri- dad democrática en Centroamérica de 1995. En este sentido, apuntala los aspectos fundamentales de la manera de entender la seguridad, introduciendo un concepto de seguridad que pone como centro al ciudadano, en coherencia con la parte dog- mática de nuestra Constitución, y amplia el espectro de la seguridad para no solo garantizar la existencia del Estado, sino sobre todo, asegurar la construcción del bien común –otro bien jurídico constitucional– a la vez que garantiza el respeto de los derechos humanos. Al considerar que los riesgos y amenazas están en la dimensión de lo político, social y económico, se obliga una redefinición de las funciones de las fuerzas de seguridad y la manera como se organizan, además del modo cómo se obtiene y analiza la información de inteligencia, diferenciando los ámbitos de acción de sus distintos órganos. En consecuencia, establece la necesidad de crear nueva institu- cionalidad que desmantela la estructura institucional que se coordinaba y orga- nizaba en torno a la neutralización del ‘enemigo interno’ típica de la Doctrina de Seguridad Nacional. De acuerdo con lo expuesto, podemos observar que los esfuerzos de implemen- tar un nuevo diseño en la gestión de la seguridad se concentraron en tres aspectos fundamentales: Fuerzas de seguridad La refundación de la fuerzas policiales existentes en una sola, concentrando en ella el cumplimiento pleno del concepto incorporado de seguridad ciudadana, con un carácter eminentemente civil, que además será responsable de la seguridad in- terior, el orden público y la investigación criminal. Constituida la nueva fuerza policial, el Acuerdo de Fortalecimiento propone una readecuación del rol del ejér- cito concentrando su función en el ámbito de la defensa, es decir la tarea militar circunscrita a la defensa de la soberanía.

76 Inteligencia En esta área el Acuerdo de fortalecimiento plantea una de las propuestas más in- teresantes para un rediseño institucional. Durante el conflicto armado interno el Estado de Guatemala se concentró las tareas de inteligencia en dos entes. El pri- mero fue la Dirección de Inteligencia del Estado Mayor de la Defensa, que cubría las tareas típicas dentro de la dinámica militar inmersa en una lógica de conflicto armado, por lo que su función esencial era la generación de insumos para la tareas operativas en el terreno, a lo que se sumaba un rol de inteligencia estratégica en el sentido más amplio, que consideraba no solo las necesidades operativas del conflicto, sino su entorno social, político, económico e internacional. El otro ente responsable de la generación de inteligencia era el Estado Mayor Presidencial, que tenía en su función esencial la seguridad del presidente, el vicepresidente y sus familias, además de encargarse de las necesidades administrativa de la presi- dencia. En esta secuencia de responsabilidades la inteligencia política resultaba inevitable, ya que en un contexto del conflicto armado la seguridad al presidente implicaba la implementación de acciones para legitimar y defender el régimen a toda costa, convirtiéndose en un ente generador de inteligencia estratégica y políti- ca para la presidencia, además de la contrainteligencia de Estado. En este sentido, plantea la disgregación de las tareas de seguridad y administración de la presiden- cia de las tareas de inteligencia estratégica, de donde surge el compromiso de crear la Secretaría de Análisis Estratégico. Otro aspecto interesante es la manera como el Acuerdo de Fortalecimiento orienta la especialización de la inteligencia al campo criminal. Aquí hay que subra- yar el sentido que se formula en términos de diferenciar el proceso de recopilación y análisis de la información de la operatividad en torno a esta. En el campo de lo criminal, esto se hace mas sensible, a tal punto que se establece una diferenciación institucional entre la tareas de inteligencia criminal propiamente dichas de las ta- reas operativas de carácter policial. El Acuerdo ve esta diferencia esencial en el abordaje y uso de la información para la contención y tratamiento penal del delito y el crimen, lo que deriva en la propuesta de crear un ente autónomo para la inteli- gencia criminal fuera de la estructura organizativa de la policía. Y por último, a la Dirección de Inteligencia del Estado Mayor de la Defensa Nacional se le asignan las tareas típicas de cualquier ejército: la recopilación y análisis de información relativa exclusivamente al ramo militar. Normativa reguladoras El Acuerdo de fortalecimiento identificó las reformas y la propuesta de ley que deben llevarse a cabo para alcanzar el cumplimiento del rediseño en el tema de fuerzas de seguridad e inteligencia. Esto fue determinante en la implementación del diseño, a partir de la discusión que esto implicaba y de la capacidad y voluntad política de los organismos del Estado para abordarlas. Cabe destacar que en esta línea se dio un rol determinante al Congreso de la República, en su tarea

77 de fiscalizadora de los temas de seguridad que lleve a cabo el Ejecutivo, cuyo cumplimiento implica una madurez importante de la función parlamentaria.

Resultado en el plano normativo de ese modelo: agenda legislativa construida desde la relación Estado y sociedad civil La voluntad política para la implementación de los acuerdos de paz en los años inmediatamente posteriores a su firma fue de gran utilidad en el ámbito de la im- plementación normativa del diseño institucional del nuevo paradigma postulado en este acuerdo. Entre 1997 y 2008 se aprobó una serie de normativas que de manera directa e indirecta implementaron el Acuerdo de fortalecimiento. En el siguiente cuadro vemos aquellas normativas esenciales para el proceso de cambio de paradigma:

Notamos en este cuadro la legislación establecida en el Acuerdo de Fortalecimien- to, con la excepción del Decreto 18-2008, Ley del sistema nacional de seguridad. Como se indicó, los ejes del nuevo diseño se concentraron en abordar una visión diferente en las fuerzas de seguridad e inteligencia, sugiriendo legislar además en algunos puntos clave de la reestructura del diseño; el control de armas y municiones, especialmente de aquellas susceptibles de caer en manos de grupos criminales y estructuras paralelas de seguridad; la regulación de los servicios privados de

78 seguridad, ante la proliferación de empresas privadas que no solo sustituían al Estado en funciones clave, sino que además constituían un riesgo, al operar fuera de todo control, de convertirse en grupos armados ilegales; la caracterización civil (¿?) de la seguridad presidencial, eliminando al mismo tiempo la inteligencia operativa de carácter político que anteriormente se justificaba por necesidades de protección del presidente. A este diseño lo marca un modelo de gobernanza basado en un giro del Estado de la defensa de una institucionalidad política autoritaria a la defensa de persona y el bien común. Pero si bien su efecto sería positivo en superar el modelo contrain- surgente, no garantizaba per se una gestión pública de la seguridad que permitiera la implementación coordinada y sistémica de los principios del nuevo diseño. Era necesario un elemento articulador del sistema de seguridad, que en la práctica per- mitiera una ‘gobernanza de la seguridad’ en un marco no solo democrático, sino además eficiente y eficaz en la gestión adecuada de los riesgos y amenazas al bien común, la persona y sus bienes. Fue así que se desarrolló la idea en los diferentes actores políticos, institucionales, académicos y de la sociedad, sobre la necesidad de una legislación que articulara esos esfuerzos ya avanzados, facilitando la im- plementación de la mayoría de elementos del nuevo diseño. La idea de articular un sistema nacional de seguridad como eje articulador surge de estas inquietudes, y queda plasmada en la Ley Marco del Sistema Nacional de Seguridad. Ahora bien, ¿cómo esta nueva legislación aportaría elementos para la deseada ‘nueva gobernanza’?

La Ley marco del Sistema Nacional de Seguridad Esta ley promueve una manera nueva en la gestión de la seguridad, teniendo a la vista la necesidad de una mayor coordinación y de una integralidad sistémica que coordine las relaciones operativas y estratégicas entre los diferentes elemen- tos del sistema de seguridad. Para ello se hizo necesaria la creación de un espacio institucional que, bajo el liderazgo del presidente de la República, proporcionara las indicaciones estratégicas y líneas de política del sistema, con un mecanismo de coordinación interinstitucional que permitiera no solo hacerlas efectivas sino además darles seguimiento y evaluarlas. El siguiente esquema ayuda a comprender mejor esta dinámica, que funciona alrededor de un eje concéntrico donde encon- tramos al presidente de la República y al Consejo Nacional de Seguridad, con los mecanismos necesarios para hacer eficiente y eficaz el sistema.

79 La Ley marco del Sistema Nacional de Seguridad, aprobada mediante Decreto 18-2008 del Congreso de la República, se configura como el marco institucional, instrumental y funcional del que dispone el Estado para hacer frente a los desafíos que se presentan en materia de seguridad. En su artículo 1 dice: “…la presente ley tiene por objeto establecer las normas jurídicas de carácter orgánico y funcional necesarias para la realización coordinada de las actividades de seguridad interior, exterior y de inteligencia por parte del Estado de Guatemala, para que en forma integrada, sistematizada, eficiente y eficaz este en capacidad de anticipar y dar respuesta efectiva e riesgos, amenazas y vulnerabilidades, a fin de estar preparado para prevenirlos, enfrentarlos y contrarrestarlos en observancia de la Constitución Política de la Republica, el respeto de los derechos humanos y el cumplimiento de las tratados internacionales ratificados por Guatemala”.

El Sistema Nacional de Seguridad La conformación del Sistema Nacional de Seguridad procura dar coherencia y coordinación al funcionamiento de instituciones, políticas, normativas y controles en materia de seguridad en el marco del Estado de derecho, estableciendo para ello una institucionalidad de máximo nivel que permita coordinar a las instituciones comprometidas e integrar y dirigir las políticas públicas llamadas a enfrentar los desafíos que se presentan para mitigar el riesgo y la amenaza al bien común, las personas y sus bienes. El Sistema Nacional de Seguridad estará integrado por las instituciones que tienen jurídica, orgánica y funcionalmente responsabilidad en la seguridad de la Nación, de acuerdo con su ámbito de actuación, siendo estas:

80 • Presidencia de la República • Ministerio de Relaciones Exteriores • Ministerio de Gobernación • Ministerio de la Defensa Nacional • Procuraduría General de la Nación • Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) • Secretaría de Inteligencia Estratégica de Estado (SIE)

El Consejo Nacional de Seguridad La máxima autoridad del Sistema Nacional de Seguridad es el Consejo Nacional de Seguridad, quien tiene el mandato de coordinar el funcionamiento del sistema, definir políticas y estrategias, y asesorar al presidente de la República en la toma de decisiones en materia de seguridad. Lo integran además del presidente: • Vicepresidente de la República • Ministro de Relaciones Exteriores • Ministro de Gobernación • Ministro de la Defensa Nacional • Secretario de Inteligencia Estratégica de Estado • Procurador General de la Nación Entre las funciones del Consejo Nacional de Seguridad se destacan aquellas refe- ridas al ámbito de la conducción estratégica de las instituciones de seguridad del Estado, debiendo coordinar y supervisar el funcionamiento de estas. Asimismo, le compete generar las directrices básicas para la definición de la Agenda estratégica de seguridad de la Nación, el Plan estratégico de seguridad y la política nacional de seguridad y definir las políticas y estrategias específicas en materia de seguridad exterior, seguridad interior e inteligencia, de acuerdo con el siguiente esquema:

81 En todo esto vemos que el esquema de funcionalidad del Sistema Nacional de Se- guridad no es de orden vertical, superando así la visión autoritaria y encaminándo- se a una gestión bajo el modelo de la gobernanza democrática. Lo podemos ver con mayor detalle si observamos cómo se organiza el Sistema Nacional de Seguridad.

La Secretaría Técnica del Consejo Nacional de Seguridad Como primer aspecto fundamental del funcionamiento del sistema, la Ley marco previó la creación y funcionamiento de una Secretaría Técnica del Consejo Nacio- nal de Seguridad, con el objeto general de brindar apoyo técnico y administrativo para su funcionamiento. Específicamente, y acorde con lo estipulado en la Ley marco, la Secretaría Técnica del Consejo Nacional de Seguridad debe desarrollar: • Labores técnicas y administrativas necesarias para el funcionamiento del Consejo Nacional de Seguridad • Formular el proyecto de Política Nacional de Seguridad • Dar seguimiento a políticas, planes y directivas que determine el Consejo Nacional de Seguridad • Mantener activos los mecanismos de comunicación entre los miembros del Sistema Nacional de Seguridad; y • Apoyar logística y administrativamente a la Comisión de Asesoramiento y Planificación. En suma, la Secretaría Técnica es el órgano permanente, profesional y especiali- zado responsable de garantizar el funcionamiento eficaz y eficiente del Sistema Nacional de Seguridad, así como la coordinación permanente y sistemática de las instituciones que forman parte del Consejo Nacional de Seguridad.

82 Asimismo, en materia de asesoría y planificación la Ley marco establece en el artículo 13 la creación de la Comisión de Asesoramiento y Planificación, cuya función es apoyar al Consejo Nacional de Seguridad, desarrollando su trabajo den- tro del ámbito de la Secretaría Técnica. Entre las funciones que debe cumplir se encuentran: • Asesorar al Consejo Nacional de Seguridad • Formular y proponer la Agenda Estratégica de Seguridad de la Nación • Formular y proponer el Plan Estratégico de Seguridad de la Nación • Promover la tecnificación y profesionalización de los miembros del Siste- ma Nacional de Seguridad.

Ámbitos de Seguridad establecidos en la Ley marco del Sistema Nacional de Seguridad En seguimiento a lo establecido en el artículo 18 de la Ley marco, se establecen los ámbitos de funcionamiento del Sistema Nacional de Seguridad, siendo estos: • Seguridad interior. Artículo 19: Enfrenta de manera preventiva y directa el conjunto de riesgos y amenazas provenientes del crimen organizado, de- lincuencia común, en defensa del Estado democrático de derecho y actúa bajo la responsabilidad del presidente de la República, por conducto del Ministerio de Gobernación. • Seguridad exterior. Artículo 20: Se refiere a la defensa de la independen- cia y soberanía de Guatemala, la integridad del territorio, la paz, así como la conservación y fortalecimiento de las relaciones internacionales. Actúa bajo la responsabilidad del presidente de la República, por medio de los ministerios de Relaciones Exteriores y de la Defensa Nacional. En el fun- cionamiento y coordinación de este ámbito se considera el contenido de los tratados y convenios internacionales de los cuales Guatemala forma parte. En materia de política exterior le corresponde al Estado prevenir y contra- rrestar las amenazas y los riesgos que en lo político afecten a Guatemala y provengan de factores externos, desarrollando para asuntos de defensa nacional la política de defensa de la Nación, y garantizando la convocatoria y movilización de la defensa civil. • Inteligencia de Estado. Artículo 21: Establece la capacidad del Estado para articular en los ámbitos de funcionamiento establecidos, la información e inteligencia sobre amenazas, riesgos y vulnerabilidades internas y externas, actuando bajo la responsabilidad del presidente de la República por con- ducto del secretario de Inteligencia Estratégica del Estado.

83 • Gestión de riesgos y defensa civil. Artículo 22: Constituye la capacidad del Estado para desarrollar e implementar políticas de prevención, preparación, mitigación, respuesta y recuperación ante eventos de orden natural, social y tecnológico que puedan afectar a la población, sus bienes y entorno, a nivel nacional, departamental y municipal, actuando bajo la responsabilidad del presidente de la República por conducto de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED). La Defensa Civil es una actividad de servicio permanente del Estado a favor de la comunidad, que tiende a desarrollar y coordinar las medidas de todo orden, destinadas a pronosticar y prevenir desastres de cualquier origen, a limitar y reducir los daños que tales desastres pudiesen causar a personas y bienes, así como a realizar, en las zonas afectadas, las acciones de emergencia para permitir la continuidad del régimen administrativo y funcionar en todos los órdenes de actividad. El siguiente esquema ayuda a una mejor comprensión de estas dinámicas:

Los desafíos de hoy: giro en la gobernanza de la seguridad, hacia una dinámica de la tensión En la descripción anterior hemos expuesto la evolución en la manera cómo el Estado de Guatemala ha llevado a cabo una transformación de la gestión de la seguridad, desde una visión autoritaria contrainsurgente, a una visión para el des- mantelamiento de la estructura construida en torno a una equivocada manera de entender la eficiencia y eficacia en materia de seguridad que derivó en violación de los derechos humanos.

84 Con la promulgación de la LMSNS se inició el montaje y desarrollo de prácti- cas institucionales para gestión de la seguridad marcada por el paradigma de lo que hemos denominado la gobernanza democrática. En esto existen dos dimensiones, derivadas de la implementación del diseño institucional contenido en el Acuerdo de fortalecimiento: la normativa propiamente dicha, y las prácticas institucionales constituidas a partir del modo cómo en los hábitos y comportamientos cotidianos se hacen patentes los principios que en él se plantearon. Existe una diferencia entre la ‘institución’ propiamente dicha, y los comportamientos individuales y prácticas colectivas de quienes son funcionarios responsables de llevarlas a cabo. Sin entrar en una consideración conceptual, decimos que la primera es el sistema de reglas formales que determinan la naturaleza y función de una organización y que, al ser normas, generan hábitos y comportamientos a partir de interpretaciones com- prensivas de los sujetos individuales o colectivos que tienen la responsabilidad de implementarlos. En este punto cabe destacar como un ejemplo de lo dicho, que a partir de la firma de la paz y la implementación de los acuerdos, el Estado de Guatemala no practica una política de violación de los derechos humanos. Aunque aún se esté lejos de ser proactivos y eficaces en la prevención y sanción de los abusos de actores no estata- les (Arévalo y Jiménez, 2017: 35-37), se ha generado la constitución de hábitos en la gestión de la seguridad por parte del Estado, que tienen a la vista el uso de prác- ticas de un uso adecuado de la fuerza, como se ha demostrado ampliamente en el manejo de las expresiones de protesta, existiendo –claro está– casos excepcionales. La importancia de esta distinción reside en el hecho de que la tensión que se ha desarrollado en los últimos años entre la gestión autoritaria y la gobernanza democrática de la seguridad, no está concentrada en el plano formal y normativo, sino en la retórica política y la acciones concretas de los responsables políticos de la instituciones responsables de la seguridad. Aunque en los años 2017 y 2018 de configura un grupo de diputados del Congreso de la República que ha promovido lo que muchos ya denominan una agenda legislativa regresiva, afortunadamente aún no ha logrado sus propósitos y sus orientaciones no constituyen un contenido sustantivo en la agenda mediática. Como ya afirmamos, la seguridad como materia de gobernanza es el conjun- to de acciones mediante las cuales el Estado realiza una gestión adecuada de las condiciones que mitigan el riesgo y la amenaza al bien común, las personas y sus bienes, mediante la dirección y conducción de la sociedad, dentro de la definición de objetivos comunes, su aceptación social y la participación directa o indirecta de la colectividad en la realización de estos, con una coordinación variada de las ac- ciones del Estado con los actores sociales para posibilitar y asegurar su realización. ¿Qué ha pasado en los últimos años con respecto a la implementación del di- seño institucional propuesto en el Acuerdo de fortalecimiento y que ha tenido un amplio consenso de diferentes sectores políticos?

85 Seis periodos presidenciales ha vivido el país desde la firma de los acuerdos de paz. 1. El del presidente Álvaro Arzú, con quien se firmo la paz, que en términos del Acuerdo de fortalecimiento su logro más importante fue la promulga- ción de la ley de Policía Nacional Civil –Decreto 11-97– y la implementa- ción de su organización. Además, mediante el Acuerdo Gubernativo 49 se creó la Secretaría de Análisis Estratégico (SAE) a la que en el artículo 13 de la Ley del Organismo Ejecutivo se le asigna “…la función de proporcionar al presidente toda la información, asesoría y recomendar la implementa- ción de las acciones necesarias a manera de anticipar, prevenir y resolver situaciones de riesgo o amenaza de distinta naturaleza para el Estado…” (Decreto 14-1997), esto último como preámbulo al desmantelamiento del Estado Mayor de la Presidencia. 2. El periodo presidencial de Alfonso Portillo, cuyo retroceso en el proceso de construcción institucional fue considerable, particularmente en la violación de la Ley de la Policía Nacional Civil, que establecía que el nombramien- to de su director se realizaría a partir de criterios de la carrera policial, considerando la pertenencia a la institución, restableciendo de esta manera procedimientos politizados que permitieron nombrar en dicho cargo a per- sonajes fuera de la carrera policial, así como la incorporación a la PNC de personal de la vieja y desbandada Policía Nacional vinculados a prácticas del viejo régimen contrainsurgente. Por otro lado, se desmanteló totalmen- te el Estado Mayor Presidencial, fortaleciendo a la Secretaría de Análisis Estratégico y creando la Secretaría de Asuntos Administrativos y de Segu- ridad de la Presidencia (SAAS), bajo la promulgación del Decreto 50-2003, que tiene por objetivo “…garantizar permanentemente la seguridad, inte- gridad física y la vida del presidente y vicepresidente de la República y de sus respectivas familias, así como brindarles toda clase de apoyo adminis- trativo y logístico en actividades oficiales y personales dentro del territorio nacional y en el extranjero”. (Decreto 50-2003) 3. La gestión del presidente Oscar Berger, época de avances en la implemen- tación de varios aspectos del Acuerdo de fortalecimiento, en la que dio inicio un periodo intenso de discusiones sobre el tema de la implementa- ción del nuevo modelo de gestión de la seguridad, proponiéndose diferentes legislaciones, resultado de un consenso amplio y discutido con diferentes actores sociales y políticos. En particular se pueden subrayar la creación del Consejo Asesor de Seguridad a través del Acuerdo Gubernativo 115- 2004, teniendo como función primordial proporcionarle al presidente una perspectiva desde la sociedad civil de los problemas de la seguridad. Otro logro importante fue la implementación de la Ley de la Dirección General de Inteligencia Civil del Ministerio de Gobernación, ente responsable de la inteligencia criminal, que fue creada por medio del Decreto 71-2005, y puesta en marcha desde septiembre de 2007.

86 4. El gobierno de Álvaro Colom, periodo en el que se continuó con el impulso de la implementación del Acuerdo de fortalecimiento, tanto en lo legislati- vo como en las acciones del ejecutivo, y cuyo aporte más importante fue la erogación del Decreto 18-2008, Ley Marco del Sistema Nacional de Segu- ridad, cuya implementación tuvo lugar en 2009. 5. La etapa del presidente Otto Pérez, que ganó las elecciones en un contexto de campaña electoral marcada por el tema de la seguridad como su pro- blema fundamental, y que se convirtió en un período de contradicciones y tensiones, caracterizado por una retórica a favor de la mano dura, pero que en la práctica se tradujo en pocas decisiones concretas en la línea de un retroceso hacia una perspectiva autoritaria. Si bien es cierto que se hizo uso de una retórica militar en muchas de las decisiones en materia de seguridad, y que exmilitares fueron llamados a cumplir cargos dentro del aparato de seguridad civil, los estudios realizados hasta la fecha no evidencian que esto respondiera a un proceso formal, intencional y sostenido de ‘militarización’, en el sentido de una estrategia política destinada a subordinar el aparato de seguridad civil del Estado a instituciones o normas militares. Queda abierta, en todo caso, la pregunta sobre si la medida en que el nombramiento de ex- militares en posiciones de dirección político-estratégica de instituciones de seguridad, y el recurso al apoyo de la fuerza militar a las tareas de seguridad ciudadana configuran por sí solas un proceso de militarización. 6. Finalmente, el actual gobierno de Jimmy Morales, que durante la primera mitad de su periodo hizo una apuesta por una conducción de gobernanza democrática reflejada en el nombramiento de un equipo de reconocida línea democrática en el Ministerio de Gobernación, y en una conducción policial dentro del marco de la profesionalización de la institución policial con auto- nomía efectiva en relación con la influencia militar. Sin embargo, en su se- gunda mitad manifiesta tensiones entre la gestión autoritaria y la gobernanza democrática del sistema de seguridad, generadas especialmente a partir del cambio de autoridades en el Ministerio de Gobernación (elPeriodico, 26 de enero 2018) y el subsecuente relevo de los mandos policiales (Prensa Libre, 27 de febrero 2018). El nombramiento del ministro de gobernación Enrique Antonio Degenhart Asturias al inicio de 2018 se interpretó como un giro estratégico del presidente de la República en los temas de seguridad interior, reflejados en las insistentes declaraciones de su ministro sobre los cambios en el abordaje de los problemas de seguridad pública generados por maras y pandillas, así como por su estilo poco abierto, e incluso opaco, a la comunicación externa sobre su gestión y decisiones. Desde sus primeras de- claraciones el ministro mostró un estilo totalmente diferente al desarrollado por las administraciones anteriores en los últimos veinte años, en particular en lo concerniente a su concepción de seguridad, expresando que se debería trabajar priorizando la prevención en los ámbitos de seguridad ciudadana,

87 empresarial e internacional, en términos que rompen con la doctrina de se- guridad democrática plasmada en la legislación nacional y con las buenas prácticas generalmente aceptadas en Guatemala e internacionalmente. En particular, se hizo evidente en una falta de coherencia con la definición de los lineamientos estratégicos de la Política Nacional de Seguridad (Agencia Guatemalteca de Noticias, 26 de enero 2018). En términos de la conducción estratégica política, si bien es cierto que el Consejo Nacional de Seguridad cuenta, como se describió, con un esquema organizacio- nal que permite en las tareas de su Secretaría Técnica funciones de coordinación, planificación y seguimiento, quedando expresadas en los documentos estratégicos que por ley debe formular, no existe ninguna evidencia que nos permita observar que el esquema de gestión desde ese nivel estratégico sea acorde con ese diseño. Esto se expresa en la retórica de comunicación de las decisiones estratégicas y operativas de las instituciones que constituyen el Sistema Nacional de Seguridad que reflejan estos documentos; podemos notar, además, cómo los lineamientos es- tratégicos de la política nacional de seguridad y del plan estratégico de la seguridad de la Nación, en ningún momento hacen referencia a los ejes estratégicos definidos por el ministro de gobernación, lo que implica un alejamiento de la gestión de la seguridad con el horizonte estratégico definido por el propio Consejo Nacional de Seguridad y refrendado por el propio presidente de la República (Política Nacional de Seguridad, 2017: 21-22; Plan Estratégico de la Seguridad de la Nación, 2016: 25-44). Es decir, existe una disfuncionalidad entre el plano formal de la coordina- ción que manda la propia LMSNS con las acciones en la gestión de la seguridad, lo que muestra que el carácter colegial en la conducción político-estratégica tiene una dinámica de coordinación de un orden distinto al planteado en el diseño insti- tucional formal. Por otro lado, la comunicación oficial del Consejo Nacional de Seguridad está dándose mediante conferencias de prensa oficiales realizadas después de sus reu- niones ordinarias, en las que quien da las declaraciones en nombre del Consejo es el ministro de gobernación dentro del estilo ya apuntado, acompañado del resto de autoridades de las demás instituciones que lo integran, evidenciando que la Secre- taría Técnica no juega más el rol asignado por la ley. A esto se agrega una política de denegación de información sobre el Consejo y sus actos a organizaciones de la sociedad, medios de prensa o particulares, solicitada de acuerdo con la Ley de Acceso a la Información Pública. Al respecto, el procurador de los derechos huma- nos presentó un amparo ante la Corte de Constitucionalidad por la negativa de su Secretaría Técnica de proporcionar las actas emitidas en sus reuniones ordinarias y extraordinarias (elPeriódico, 19 de julio 2018). Un ejemplo que permite establecer con mayor claridad esta tendencia a rede- finir la práctica institucional ha sido la manera cómo se han tomado decisiones que han debilitado la institucionalidad de la Policía Nacional Civil, destacando las siguientes:

88 • El recambio de altos mandos de la PNC, en donde en un espacio de once meses se ha cambiado a un director y tres veces los equipos de dirección adjunta y subdirectores que constituyen el equipo de conducción estratégi- ca en la gestión policial. La mayoría de estos cambios (ascensos, despidos y remociones) han sido operados sin un adecuado criterio de mérito y con- siderando las normativas internas de carrera. (Prensa Libre. 4 de marzo de 2018; 1 de agosto 2018; 18 de diciembre 2018) • el rompimiento con los procedimientos de coordinación de la PNC con el Ministerio Público y la CICIG. Desde la llegada del ministro Degenhart, la decisión de concentrar la información sobre operativos de acompañamiento de los operativos de Ministerio Público y la CICIG derivó en una complica- ción para el trabajo de los entes investigadores y de persecución penal por el riesgo de fuga de información; esto se suma la decisión de reconcentrar a personal de seguridad de la sede de la CICIG. (La Hora, 30 de abril 2018).

¿Qué significa todo esto en el plano político estratégico? El mantenimiento de la formalidad legal del diseño institucional pero recurriendo a prácticas que, si bien no son necesariamente ilegales, constituyen un rompimiento con la visión de una gobernanza democrática que se ha venido construyendo a partir del marco legal desarrollado en la Constitución Política de la República, el Tratado marco de seguridad democrática en Centroamérica, el Acuerdo de forta- lecimiento del poder civil y Función del ejército en una democracia, la Ley marco del Sistema Nacional de Seguridad, y el conjunto de leyes y regulaciones en la materia que se ha venido desarrollando desde finales de los años noventa, genera una disfuncionalidad sistémica que solo puede responder a dos razones: o un claro intento por emprender una redefinición del marco legal existente en la dirección del restablecimiento de orientaciones, leyes, instituciones y prácticas autoritarias, o un simple y llano desconocimiento legal y técnico de las cuestiones de seguri- dad, que permite el afloramiento de concepciones y prácticas autoritarias política y legalmente superadas, pero culturalmente presentes dentro de nuestra sociedad. En cualquier caso, nos encontramos en un panorama donde los hábitos de go- bernanza democrática están siendo substituidos por comportamientos verticales que implican una ausencia de espacios de validación de los objetivos comunes que el Estado debe construir con los actores diversificados de la sociedad en materia de abordar de manera eficiente y eficaz los riesgos y amenazas al bien común, las personas y sus bienes. La tensión entre el diseño institucional manifiesto en las normativas legales, como acciones de la implementación del Acuerdo de fortalecimiento del poder civil, con prácticas emanadas de indicaciones estratégico-políticas de los actuales tomadores de decisiones de alto nivel, presidencia de la República y su equipo de

89 gobierno en materia de seguridad, ponen en riesgo los criterios de la gobernanza democrática de la seguridad, desde el momento que se instituyen como criterio de gestión de la seguridad de la nación las respuestas coyunturales desde la dinámica del resguardo de la estabilidad del régimen político en el poder, rompiendo con el diseño institucional del sistema de seguridad. Esto no es más que hacer de un interés particular un valor supremo de la gestión de la seguridad de la nación, poniendo en riesgo una visión de marco de referencia de los valores de la gobernanza democrática de la seguridad, siendo que no se po- dría en ningún momento legitimar una acción definida por la dinámica política es- pecífica de intereses concretos de los tomadores de decisiones, perdiendo de vista que la seguridad de la Nación, al final, es la constitución de condición que permite asegurar el bien común, a las personas y sus bienes.

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92 Guatemala: violencia en tiempos de paz y democracia Carlos Antonio Mendoza Alvarado1

Introducción Se sabe que la violencia homicida ha disminuido en Guatemala durante los últimos nueve años. Específicamente, desde septiembre de 2009, cuando a nivel nacional registramos una tasa de 48 homicidios por cada 100 mil habitantes –la medición interanual más alta jamás registrada en el siglo XXI–, hasta octubre de 2018 cuan- do llegamos a menos de 23 por 100 mil –la menor tasa registrada en los últimos veinte años– (Mendoza y Zapeta, 2018a: 3). Este es un descenso de 52% en el transcurso de 109 meses. Por lo tanto, logramos reducir la tasa por la mitad en menos de 120 meses, lo que se propuso como meta hace un par de años la cam- paña latinoamericana Instinto de Vida. Guatemala ha demostrado que es una meta posible de alcanzar. Las preguntas recurrentes por parte de los periodistas y diversos observadores de la realidad guatemalteca suelen ser las siguientes: ¿Qué se hizo para logar se- mejante reducción de la violencia homicida de Guatemala? ¿A quién se le puede atribuir el mérito? ¿Son responsables en alguna medida las políticas públicas o ac- ciones de seguridad ciudadana y de prevención de la violencia implementadas por las tres últimas administraciones de gobierno? La respuesta intelectualmente ho- nesta es la siguiente: aún no sabemos las causas de tal reducción. Lo que tenemos es un conjunto de hipótesis, algunas más plausibles que otras. Adicionalmente, la violencia no sólo ha disminuido en Guatemala sino también en los países vecinos de Honduras y El Salvador, aunque allí las tasas continúan muy por arriba de la tasa latinoamericana de 22 homicidios por cada 100 mil habitantes. El presente ensayo pretende no sólo describir la tendencia de la violencia ho- micida desde el momento de la transición a la democracia (1986) y después de la firma de los acuerdos de paz (1996), sino también examinar algunas de las hipó- tesis que se han propuesto para explicar tanto el aumento de violencia homicida (2000-2009), como su posterior descenso (2010-2017), ambos observados en el siglo XXI, período para el cual se esperaba que la sociedad guatemalteca fuera una

1 Economista y politólogo centroamericano nacido en Guatemala. Licenciado en economía por la universidad Francisco Marroquín, y maestro en ciencias políticas por las universidades de Stan- ford y Notre Dame. Especializado en el estudio de la violencia homicida en Guatemala. Dirige el Observatorio de la Violencia, proyecto de la Asociación Civil Diálogos, además de dedicarse a la investigación de temas relacionados con los derechos de los pueblos indígenas, la reforma a la política de drogas, y los obstáculos para el desarrollo humano.

93 en paz y democracia. Una pregunta orientadora a lo largo del texto es la siguiente: ¿Qué provoca que las democracias se tornen violentas? Para responderla en el caso concreto de Guatemala, es decir, para entender por qué y cómo quedamos atrapados en círculos viciosos de violencia, usaremos como referencia las conclusiones del estudio de Kleinfeld (2018a), quien luego de revi- sar varios casos y sintetizar la literatura disponible (Ahmad, et al., 2018) concluye que la respuesta está en una cadena de factores que se retroalimentan mutuamente (Kleinfeld, 2018b) y los cuales comentaremos a continuación: 1. Los políticos proveen de impunidad a grupos violentos a cambio de su ayu- da para permanecer en el poder. La permanencia en el poder es un gran problema por resolver para todo político, especialmente si carece de la le- gitimidad necesaria para ejercerlo. Una de las funcionalidades del régimen democrático es, precisamente, que legitima el acceso al poder. Por ello, durante los gobiernos autoritarios previos a 1986 se crearon cuerpos clan- destinos al servicio del Estado contrainsurgente, en el contexto del conflicto armado. Esto ha sido ampliamente documentado en los informes de la ver- dad, como la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH, 1999) estable- cida por los mismos acuerdos de paz, y el Informe de la Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI, 1998) de la Iglesia católica. 2. Los políticos ganan el apoyo de líderes empresariales permitiéndoles utili- zar la violencia privada para su autodefensa y para reprimir a los activistas incómodos y líderes sindicales. Los informes de la verdad también dan cuen- ta de numerosos casos en los que la guerra era simplemente el velo perfecto para encubrir crímenes que eran motivados por intereses económicos, pues se disfrazaban de crímenes políticos motivados por razones ideológicas, lo cual se llegó a considerar como normal y hasta aceptable por las elites. 3. Los políticos politizan la policía, las cortes y a los militares para asegu- rar la inmunidad de los grupos violentos. Incentivan también la brutalidad para esconder violencia política y mostrarse como duros ante el crimen. En Guatemala, tanto el sector justicia, como las fuerzas de seguridad del Es- tado, se politizaron durante el conflicto armado, de tal forma que la policía y el ejército se utilizaron para la represión política. En tiempos de paz, fue la nueva Policía Nacional Civil la que a pocos años de haber sido creada sufrió los embates de la politización y luego fue utilizada para operaciones de “limpieza social”. 4. Las instituciones de seguridad y justicia se corrompen y se convierten en agencias depredadoras, especialmente en contra de la población más po- bre y vulnerable. El sistema de justicia en Guatemala, especialmente la prisión, ha sido exclusivamente para los pobres que no poseen los medios necesarios para defenderse. Quienes tienen suficientes recursos lo pueden navegar sin problemas, sin miedo a ser sometidos al imperio de la ley.

94 5. Las mafias, pandillas o maras, y los grupos de vigilantes se venden a sí mis- mos como capaces de ofrecer seguridad y justicia en comunidades margi- nalizadas, a cambio del pago de extorsiones. Esto es cierto, especialmente en área urbanas pobres de los municipios del departamento de Guatemala. La policía, a su vez, les cobra extorsión a los pandilleros para dejarles ope- rar. Los grupos de vecinos dispuestos a vigilar el barrio o colonia, si tienen éxito expulsando a los pandilleros, ocupan luego su lugar al cobrar por seguridad. Según el (LAPOP, 2017),2 hasta 19% de los encuestados afir- maron que son los comités o grupos de vigilancia los que, en la actualidad, están principalmente a cargo de la seguridad de su barrio o comunidad. 6. En la medida en que crece la impunidad, en muchos países llega hasta 90% de crímenes violentos sin resolverse; la violencia se hace normal y bajan los niveles de inhibición. Los homicidios culposos (por accidentes de tránsito en estado de ebriedad, por ejemplo), o el uso de la violencia para resolver problemas con vecinos o compañeros de trabajo se incrementan. Un estudio de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatema- la (CICIG) (2015b: 44) midió con bastante precisión los altos niveles de impunidad en Guatemala, generalmente por arriba de 90% anualmente para los años analizados (2008-2015). Entre los móviles de la violencia homici- da, aunque los registros de la policía son deficientes porque ignoran motivo del crimen para 60% de los casos, dan cuenta de muchos crímenes relacio- nados con conflictos interpersonales. Hasta 20% del total de homicidios registrados por la policía en 2017 se atribuyeron a “venganzas personales”. 7. La clase media contrata servicios privados de seguridad y vive en colonias o vecindarios cerrados para protegerse a sí mismos. Finalmente, votan a favor de medidas represivas o de cero tolerancia (“mano dura”) que resul- tan contraproducentes, incrementándose así la violencia proveniente del Estado y fortaleciéndose a los grupos criminales. Según LAPOP, 2017, hasta 32% de los encuestados cree que en el país hace falta un gobierno de mano dura, en contraste con 68% que cree que los problemas pueden resol- verse con la participación de todos. Cuando se consultó lo mismo con LA- POP, 2012, año en el cual asumió la administración del gobierno el general Otto Pérez Molina, 42% creía en la “mano dura”, la que era la promesa electoral principal del militar retirado. 8. La población marginalizada generalmente no participa en las elecciones, ya sea por miedo a la violencia electoral o por falta de opciones para cambiar realmente el sistema. De esa manera, el orden prevaleciente que privilegia la violencia se mantiene. En efecto, según LAPOP, 2017, los encuestados con menores ingresos familiares (percentil 25) participaron en

2 LAPOP, por sus siglas en inglés, es el Proyecto de Opinión Pública de América Latina, deno- minado también como el Barómetro de las Américas de la Universidad de Vanderbilt, el cual explora periódicamente la cultura política de Guatemala y del resto de la región.

95 menor porcentaje en las elecciones presidenciales de 2015, en comparación con las personas con mayores ingresos familiares (percentil 75): aproxi- madamente 76% versus 81% de participación electoral, siendo ésta una diferencia estadísticamente significativa.

Dilemas de la democracia en el Triángulo Norte de Centroamérica En la actualidad, son evidentes los signos de un franco deterioro en la calidad de la democracia guatemalteca y de otros países de la región como Honduras y Nicara- gua. Lo que más la ha erosionado recientemente en Guatemala es lo que se ha de- nominado como el pacto de corruptos que se constituyó en agosto de 2017, cuando el presidente de la República declaró, de manera improcedente, como persona non grata a Iván Velásquez, jefe de la CICIG. Dicha decisión presidencial fue una reacción defensiva, en clara obstrucción a la justicia, ante los casos presentados en contra del hijo y el hermano del presidente por fraude fiscal, y contra él mismo por financiamiento ilícito de su campaña. Dicho pacto entre el presidente y sus aliados en el Congreso de la República se consolidó en la medida en que los casos antico- rrupción presentados por el Ministerio Público (MP), con el apoyo de la CICIG, empezaron a afectar también a importantes miembros de las cámaras empresaria- les y al entonces alcalde de la ciudad de Guatemala, el expresidente Álvaro Arzú. A pesar del amplio respaldo ciudadano a la agenda antiimpunidad y anticorrup- ción, demostrado claramente en las plazas durante 2015 y que ha sido confirmado en varias encuestas de opinión pública desde entonces, como LAPOP, 2017, el presidente se atrevió en septiembre de 2018 a impedir el regreso al país del comi- sionado Velásquez después de un viaje al exterior. Aunque la Corte de Constitu- cionalidad (CC) ha corregido la plana al presidente, la orden de la CC no ha sido acatada. Desde el Congreso se ha intentado legislar para debilitar a la misma CC, y también para remover al procurador de los derechos humanos, quien interpuso am- paros clave en defensa del Comisionado. Adicionalmente, por la vía legislativa se proponen limitar la libertad de expresión, incluyendo la crítica a los congresistas, y controlar el quehacer de la sociedad civil por medio de intervenciones a las fi- nanzas de las organizaciones no gubernamentales (ONG). Lo más reciente ha sido un esfuerzo coordinado desde el sector privado para ahogar financieramente a los medios de comunicación independientes, críticos del gobierno, de los legisladores y jueces, y de los empresarios que se perciben como parte del pacto de corruptos. Esas preocupantes señales de un posible retorno al autoritarismo, fruto de una crisis política por la defensa del statu quo por parte de las elites tradicionales, se ven reforzadas por problemas de carácter estructural. El tipo de régimen democrático adoptado en Guatemala, uno de elecciones periódicas basadas en el clientelismo y el financiamiento ilícito de las campañas, no se ha traducido en mejores indicadores socioeconómicos o de seguridad para la mayoría de la población, pues no hay incentivos para ello. De hecho, ha aumentado la pobreza en la última década

96 afectando casi a 60% de la población, según lo reveló la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI) realizada en 2014, y aunque la violencia homicida se ha reducido a la mitad en los últimos nueve años, el nivel de tasa sigue siendo extraordinariamente elevado bajo estándares internacionales, ubicándose el país entre los quince más violentos del planeta. Aunque la democracia se defina escuetamente como un mecanismo competitivo para llegar al poder, por medio de elecciones periódicas, libres y justas, siempre se espera más de ella. Se generan expectativas sobre su capacidad para mejorar la ca- lidad de vida de las personas, por ejemplo, generando empleo y mejores ingresos, o proveyendo mayor seguridad. Por lo tanto, cuando los ciudadanos perciben que dicho régimen político no provee lo prometido, tienden a desconfiar y a considerar la posibilidad de un cambio de régimen; esto es, los mecanismos legítimos para acceder al poder, o la elección de liderazgos menos democráticos. Las encuestas de opinión pública señalan claramente la presencia de esos riesgos. En su estudio comparado más reciente sobre democracia y gobernabilidad, el Barómetro de las Américas (LAPOP) advierte sobre una “disminución significati- va en la medida en la que el público en la región y en Guatemala está de acuerdo con que la democracia, a pesar de sus deficiencias, es mejor que cualquier otra forma de gobierno. En Guatemala, el apoyo a la democracia cayó de 62.9% en 2004 a 48.4% en 2017. [Siendo esta la peor nota del continente]. El apoyo a los golpes ejecutivos en Guatemala aumentó por más de 10 puntos porcentuales en 2017 (24.4%), la tasa más alta desde 2010” (Azpuru, et al., 2018: xxvii-xxviii).3 Adicionalmente, el informe concluye que: “Cerca de la mitad de los guatemaltecos apoya a un golpe militar, un aumento de casi 10 puntos porcentuales entre 2014 y 2017”. (Azpuru, et al., 2018: 2) Un 47.8% lo apoyaría justificándolo por altos niveles de corrupción, y 49.4% lo justificaría por los altos niveles de delincuencia.4 En el caso de las personas que fueron víctimas de algún hecho delictivo durante los doce meses previos a la encuesta, los porcentajes a favor del golpe militar se incrementan a 54.7%** y a 55.6%*, respectivamente.5 Para justificar los golpes ejecutivos (el llamado autogolpe ) no hay diferencia entre quienes fueron o no víc- timas de la delincuencia. Tampoco hay diferencia por este factor de victimización, respecto al apoyo, en abstracto, a la democracia como el mejor régimen posible. A pesar de esas importantes alertas sobre los riesgos existentes para la democra- cia en Guatemala, el Barómetro de las Américas reveló que: “La CICIG obtuvo un

3 Primera pregunta: “puede que la democracia tenga problemas, pero es mejor que cualquier otra forma de gobierno. ¿Hasta qué punto está de acuerdo o en desacuerdo con esta frase?”. Segunda pregunta: “¿Cree usted que cuando el país enfrenta momentos muy difíciles, se justifica que el presidente del país cierre el Congreso y gobierne sin Congreso?” (LAPOP, 2017: 4, 9). 4 Son dos preguntas en cuestionarios distintos: “Alguna gente dice que en ciertas circunstancias se justificaría que los militares de este país tomen el poder por un golpe de Estado. En su opinión se justificaría que hubiera un golpe de Estado por los militares… [Cuestionario A] Frente a mucha delincuencia. [Cuestionario B] Frente a mucha corrupción” (LAPOP, 2017: 4). 5 Diferencia significativa estadísticamente de la respuesta entre víctimas de delincuencia y los que no lo fueron en el año previo a la encuesta: **(Pr < 0.05), *(Pr < 0.10).

97 nivel de confianza más alto que cualquier institución guatemalteca en 2017”.6 Lo cual refleja claramente el respaldo de la opinión pública a favor de la lucha contra la corrupción y contra la impunidad.7 Aunque menos de 7% del total encuestado piensa que la corrupción es el problema más grave que está enfrentando el país, en contraste con 51% que considera que el crimen, la violencia y la falta de seguridad, en su conjunto, son los problemas más graves por enfrentarse,8 esas diferencias en la priorización de la problemática nacional no implicaron variación en el grado de apoyo al trabajo de la CICIG. No obstante, quienes han sido víctimas de la delincuencia sí tienden a expresar una menor confianza en la CICIG que el resto de la población. A continuación, se describe la evolución de la tasa nacional de violencia homicida en Guatemala desde 1986 y hasta 2017, la cual afecta no sólo la percepción de inseguridad sino también, como se ha mencionado, el nivel de apoyo ciudadano a la democracia.

Violencia en el período postautoritario Al firmarse los acuerdos de paz entre el gobierno de Guatemala y la comandancia de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) en 1996, se temía una escalada en los indicadores de los hechos delictivos, pues se asumía que mu- chos de los excombatientes de ambos bandos podrían ocuparse en actividades de ese tipo, dadas las dificultades para incorporarlos masivamente al mercado laboral formal, y sabiendo que las destrezas adquiridas durante la guerra podrían ser de- mandadas y bien pagadas, especialmente por el crimen organizado trasnacional. ¿Qué fue lo que ocurrió realmente con la violencia homicida en Guatemala durante y después de las negociaciones para concluir con el conflicto armado interno? Los datos sobre homicidios del Instituto Nacional de Estadística (INE), recopilados a partir de los certificados de defunción emitidos en los registros civiles de cada municipalidad, nos permiten concluir que el primer gobierno de la reciente era postautoritaria, es decir, la administración de Vinicio Cerezo, se enfrentó a dos au- mentos anuales consecutivos en la tasa de homicidios entre 1986 y 1988. Sin em- bargo, la violencia disminuyó prácticamente en la misma magnitud durante los dos últimos años de su mandato. En 1993, a pesar de la crisis política provocada por el autogolpe de Serrano Elías, el INE registró un mínimo en la tasa. A partir de allí, la tasa subió considerablemente durante el primer año del gobierno de transición de Ramiro De León, bajando levemente en su segundo año, fecha en la cual se cele- braron de nuevo elecciones generales. Álvaro Arzú es quien terminaría por firmar los acuerdos de paz en 1996 y efectivamente enfrentó un repunte de la violencia

6 Con 70.1 puntos en la escala de 0-100 puntos. Pregunta: “¿Hasta qué punto tiene usted confianza en la CICIG (Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala)?” (LAPOP, 2017: 7). 7 La encuesta se realizó en Guatemala del 16 de febrero al 20 de mayo de 2017, por lo que no había ocurrido la crisis política desatada por el presidente al declarar como persona non-grata al comisionado Velásquez. La muestra consistió en 1 546 personas. 8 En el Barómetro de las Américas 2017, los problemas económicos, como la pobreza y el des- empleo, no sumaron ni el 25% de las menciones como el problema más grave a ser resuelto en Guatemala (LAPOP, 2017: 2).

98 en 1997. Es el año en el cual se creó la Policía Nacional Civil (PNC) en sustitución de la anterior policía. A continuación, se resume la evolución de la tasa anual de homicidios, de 1986 a 1997, según los registros de las estadísticas vitales del INE.

Gráfico 1 Tasa anual de homicidios en la República de Guatemala, 1986-19979

Fuente: elaboración propia con base en estadísticas vitales y estimaciones de población del INE.

Violencia en el período postconflicto El efecto positivo de la firma de los acuerdos de paz, específicamente del cese al fuego, la desmovilización de la guerrilla y el repliegue del Ejército, así como la creación de la Policía Nacional Civil (Decreto 11-97), parece mostrarse en las cifras homicidios a partir de 1998. Los registros de la nueva policía nos indican que en 1999 se logró un mínimo, cercano a los 24 homicidios por cada 100 mil habitantes. Lamentablemente, a partir del 2000, durante la administración de Alfonso Portillo, no sólo se detiene el avance alcanzado, sino que se revierte la tendencia. Siguen diez años de aumento en la tasa anual de homicidios, hasta llegarse al máximo registrado por la PNC, en el segundo año de la administración de Álvaro Colom, de 46 homicidios por cada 100 mil habitantes. Contribuyó en gran medida para tal ascenso la administración intermedia de Oscar Berger, cuando se registró uno de los mayores incrementos interanuales (casi 16% de aumento en la tasa entre 2004 y

9 Aún no se cuenta con tasas comparables de la policía para esta misma serie de tiempo, pero para los años que sí están disponibles (1995-1997) la tendencia es la misma, es decir, aumento de la violencia.

99 2005). Los analistas de seguridad que han estudiado esos años parecen coincidir en el efecto nocivo que tuvo el irrespeto a la jerarquía de la PNC por parte de Portillo, para nombrar con criterios políticos a su director; así como la espiral de violencia desatada durante el gobierno de Berger, al permitir ejecuciones extrajudiciales de pandilleros, mareros y otros delincuentes (Dudley, 2016), extremo que se intenta demostrar actualmente ante las cortes guatemaltecas por parte del Ministerio Público y la CICIG.

Gráfico 2 Tasa anual de homicidios en la República de Guatemala, 1998-200910

Fuente: elaboración propia con base en registros de la PNC y proyecciones de población del INE.

En los primeros dos años de la administración de Álvaro Colom (2008-2009) jugó un papel importante la violencia generada por el narcotráfico, debido a las disputas por el control territorial que tenían agrupaciones como los Zetas contra organi- zaciones locales ya establecidas (Dudley, 2011). Sin embargo, debido a la escasa calidad de los registros de la PNC respecto a los móviles de los crímenes, es muy complejo determinar en qué porcentaje la narcoactividad influye en la cantidad total de muertes anuales. No obstante, lo que sí se puede demostrar con cifras es que en el último trimestre de 2009 el incremento en la violencia no sólo se detuvo, sino que la tendencia empezó a dirigirse hacia abajo.

10 Las tasas de la PNC no son comparables con las tasas del gráfico anterior, elaborado a partir de las estadísticas vitales, porque un análisis sobre los años donde se traslapan ambas fuentes, de- muestra que las primeras (PNC) siempre están por arriba de las segundas (INE), aunque tienen la misma tendencia.

100 Gráfico 3 Tasa anual de homicidios en la República de Guatemala, 2010-2018

Fuente: elaboración propia con base en los registros de la PNC y proyecciones de población del INE.

Contexto regional de la violencia homicida Para comprender mejor el comportamiento de la violencia homicida en Guatema- la, es necesario describirla en el contexto regional. El Triángulo Norte de Cen- troamérica, término en el cual se incluye a Honduras y a El Salvador, además de Guatemala, es una de las subregiones más violentas del planeta. Aunque en estos tres países habitan dos tercios de la población total de Centroamérica, Belice y Panamá, en ellos ocurre casi 90% de la violencia homicida de los siete países. Del 2000 al 2017, la violencia en el Triángulo Norte ha mostrado una magnitud cuatro veces mayor a la tasa del resto de países vecinos. Como se puede apreciar en el siguiente gráfico, sin tomarse en cuenta el Triángulo Norte, la región estaría inclu- so por debajo de la tasa latinoamericana, que en 2017 se ubicó en 22 homicidios por cada 100 mil habitantes (Clavel, 2018). Lo cual confirma que son Guatemala, Honduras y El Salvador lo países más problemáticos.11 El pico de violencia, sin embargo, también se observó en 2009 para el resto de Centroamérica, explicado por un notorio incremento en Panamá.

11 Aunque Belice casi nunca se toma en cuenta en los estudios internacionales sobre violencia homicida, por tener una población menor al medio millón de habitantes, del 2000 al 2017 ha mostrado una elevada tasa de homicidios, con un promedio anual de aproximadamente 30 por cada 100 mil habitantes.

101 Tasa anual de homicidios en los países del Triángulo Norte vs el resto de Centro América, 2000-201712

Fuentes: datos oficiales de cada país para la cantidad de homicidios.

Incluso las dinámicas de violencia en México y Colombia deberían ser incorpora- das al análisis de la violencia en Centroamérica, si se quiere cierta consistencia con la hipótesis del impacto negativo del narcotráfico continental y de la fallida lucha estatal en su contra.13 De hecho, es importante tomar en cuenta que mientras Colombia muestra una tendencia sostenida a la baja desde 2003, pues su último pico fue en 2002 con una tasa de 70 por 100 mil, en México la situación ha sido a la inversa, con tendencia al alza desde 2008. En 2017, estos países mostraron una convergencia en su tasa de homicidios con la de América Latina, hacia 22 por cada 100 mil habitantes, como se puede observar en el siguiente gráfico.

12 Las diferencias en tasas pueden darse por el denominador utilizado, es decir, la población esti- mada o proyectada, según la disponibilidad de datos. Resto de Centroamérica incluye a Belice y Panamá. 13 Se hizo un primer esfuerzo en este sentido en el Cuarto Informe Estado de la Región en Desa- rrollo Humano Sostenible (Programa Estado de la Nación, 2011: 399-400), específicamente en el capítulo 8, titulado “Desafío de los Estados de y para la democracia”.

102 Gráfico 5 Tasa anual de homicidios en Guatemala, México y Colombia, 1995-2017

Fuentes: Guatemala (PNC), Colombia y México (ONUDD, Instituto Igarapé en 2017).

Hipótesis de la reducción en años recientes Una de las preguntas de investigación más interesantes, pero aún pendiente de ser respondida satisfactoriamente, versa sobre las causas del descenso de la violencia homicida en Guatemala durante los últimos nueve años. Aunque nadie posee una respuesta contundente, tenemos varias hipótesis al respecto. El Research Triangle Institute (RTI, 2014) ha propuesto como explicación del descenso una mejor coor- dinación entre las entidades del sector justicia, como la policía y la fiscalía, mejo- rías en la calidad de la gobernabilidad a nivel local, los aportes científicos del Ins- tituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF) y la creación de la unidad policíaca especializada en la investigación de los delitos contra la vida (i. e., Departamento de Investigación Criminal de Delitos contra la Vida (DEIC-VIDA). Otras dos ac- ciones que se mencionan con frecuencia para explicar la reducción de homicidios en Guatemala son las siguientes: operaciones contra las extorsiones que realizan las pandillas y la focalización de los recursos en 30 municipios elegidos por sus altos niveles de delincuencia y violencia (Beltrán, 2017). Una de las hipótesis más aceptadas entre los analistas de seguridad hace referencia al impacto que ha tenido una serie de reformas legales y administrativas aprobadas e implementadas entre 2006 y 2012. En un recuento sobre dichas reformas, recientemente presentado por el exviceministro de seguridad, Ricardo Guzmán

103 Loyo (2018), se resaltan las siguientes: Ley contra la delincuencia organizada (Decreto 21-2006), creación del Instituto Nacional de Ciencias Forenses, INACIF (Decreto 32-2006), y el acuerdo para la creación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, CICIG (ONU, 12 diciembre 2006). Entre las reformas a nivel organizacional se mencionan: la implementación de escuchas telefónicas (2009), creación de la fiscalía contra el crimen organizado (2009), el ya mencionado departamento de investigación sobre delitos contra la vida creado en la Policía (2009), creación de los Juzgados de Mayor Riesgo (2010), la capacidad de hacer análisis balístico de coincidencias en el INACIF (2011) y el fortalecimiento de la fiscalía contra pandillas (2012). Una de las pocas hipótesis que se ha sometido a evaluación cuantitativa ha sido el efecto de la CICIG en la reducción de la impunidad y el consecuente impacto positivo en la tasa de homicidios (International Crisis Group, 2018: i): La nueva investigación de Crisis Group muestra que luego de la creación de la comi- sión en 2007, un periodo en el que los pares regionales del país experimentaron un aumento anual de un 1 por ciento en sus tasas de homicidios, Guatemala registró una disminución promedio de 5 por ciento anual en sus tasas de homicidios. En general, se estima que la CICIG ha contribuido a una reducción neta de más de 4 mil 500 homicidios entre 2007-2017. Tal investigación ya ha sido cuestionada por InSight Crime (Clavel y Asmann, 2018), en el sentido que la CICIG no puede ser considerada como la única causa del descenso en la violencia homicida, por lo que deben examinarse otras hipótesis que también son plausibles, como los cambios en la dinámica de las pandillas. Según el estudio mencionado, el efecto CICIG significó 2.77 puntos de tasa me- nos para cada año de los once analizados. No obstante, como se ha mostrado en los gráficos precedentes, en los años 2007-2009 no disminuyó la violencia, sino que siguió aumentando, aunque se podría argumentar que no se incrementó aún más. Una vez cambia la tendencia, algo observable hasta en 2010, el argumento es que dicho efecto contribuyó a que se bajara más de lo esperado, aunque en el grupo de control sintético la tendencia permanecería al alza. En todo caso, para que la reduc- ción en la tasa de impunidad, medida por la propia CICIG (2015b), se traduzca en una disminución de la violencia homicida debería poderse mostrar cómo las captu- ras y posteriores condenas de estructuras criminales dedicadas al sicariato podrían estar vinculadas con esas muertes que no sucedieron. Exministros de Gobernación, como Carlos Menocal y Adela Camacho, coinciden al afirmar que las escuchas telefónicas han permitido prevenir unos 500 homicidios anualmente, gracias a la detección de órdenes de sicariato que fueron frustradas oportunamente. “Desde el establecimiento de la CICIG, la policía ha desmantelado unos 80 grupos crimina- les que cometían asesinatos o contrataban los servicios de terceros para hacerlo” (International Crisis Group, 2018: 13). Adicionalmente, debería mostrarse cómo la lucha contra la impunidad hizo cambiar el resultado del análisis costo-beneficio de quienes utilizarían racionalmente (i. e., instrumentalmente) la violencia para

104 sus propios objetivos. ¿Cómo llegaron a la conclusión de que las probabilidades de ser capturado y condenado por homicidio aumentaron considerablemente en Guatemala? En el siguiente gráfico se muestra la variación interanual en la tasa de homi- cidios. En promedio, cada año la violencia bajó 5% respecto de la tasa del año previo. Sin embargo, en definitiva, fue hasta 2010 que se observó una efectiva disminución interanual. Es lógico que cualquier cambio institucional tome algún tiempo para consolidarse y tener un efecto en otras variables, como podría ser la disminución de la violencia homicida, y aquí no hacemos alusión únicamente a la creación de la CICIG, sino a cualquier otra innovación institucional como las men- cionadas. Esperar un rezago debido a su proceso de implementación es razonable. Sin embargo, la hipótesis institucional no tiene la capacidad de explicar por sí sola las diferencias a nivel territorial. Hay lugares donde la violencia ha disminuido más que el promedio nacional, mientras que en otros el camino de la pacificación ha sido menos notorio, en ocasiones porque ya eran lugares pacíficos, incluso bajo estándares internacionales (tasa de un dígito), y en otras porque se resisten a ceder ante la tendencia. Gráfico 6 Variación porcentual en tasa anual de homicidios en Guatemala, 2007-2017

Fuente: elaboración propia con datos de PNC e INE.

105 Variaciones de la tasa a nivel departamental En 2017, la tasa nacional calculada a partir de los datos de la PNC fue de 26.1 homi- cidios por cada 100 mil habitantes. En 2009 la tasa fue de 46.4 por 100 mil. Por lo tanto, la diferencia entre ambos años ha sido de más de 20 puntos de tasa, es decir, 44% de disminución en el período de ocho años. Sin embargo, dado que la violencia no se distribuye homogéneamente en el territorio, tampoco es igual la variación de un año al otro si observamos lo ocurrido en cada departamento del país. Petén es el lugar donde más puntos de tasa se ha reducido (-38 puntos), mientras que en térmi- nos porcentuales la variación ha sido mayor en la Baja Verapaz (-70%). El primero, generalmente, aparece como un departamento violento, mientras que el segundo no (véanse mapas 1 y 2). Petén es el departamento más extenso del país (35 854 km²), más grande que El Salvador (21 041 km²), con una escasa densidad poblacional (23 habitantes por km²), y con una muy débil presencia del Estado,14 por lo que es un territorio propicio para todo tipo de economías ilícitas, relacionadas con el cultivo de drogas (marihuana) y el tráfico internacional de cocaína, la migración de per- sonas indocumentadas, y el contrabando de fauna y maderas preciosas, entre otras actividades delictivas. Al 31 de octubre de 2018, la tasa interanual de Petén para ambos sexos fue de 32.1 homicidios por cada 100 mil habitantes, para hombres fue de 55.5 homicidios por cada 100 mil hombres y para mujeres de 7.7 homicidios por cada 100 mil mujeres (Mendoza y Zapeta, 2018a: 12).

14 Como referencia: en el departamento de Guatemala, donde habita 20% de la población total del país se encuentra la mayor densidad poblacional (1 mil 640 habitantes por km²), y El Salvador tiene una de 303 habitantes por km². Sobre la escasa presencia del Estado guatemalteco revisar el Informe Nacional de Desarrollo Humano 2009/2010 del PNUD (2010).

106 Mapas 1 y 2 Variación porcentual y en puntos de tasa anual de homicidios en los departamentos de Guatemala, 2009 vs 201715

Cambio porcentual Cambio en puntos de tasa Fuente: elaboración propia con datos de PNC.

El estudio de la geografía de la violencia con datos del INE, disponibles desde 1986, nos permite asegurar que, aunque los niveles nacionales de la tasa han fluc- tuado como se describió en las secciones precedentes, el patrón de la distribución espacial se ha mantenido sin mayores alteraciones a lo largo del tiempo, en cuanto a los lugares violentos y pacíficos del país. De hecho, el mejor predictor de la vio- lencia en un lugar determinado es la tasa del año previo en dicho lugar. Esta reali- dad, la de dos Guatemalas muy distintas en términos de violencia (véanse mapas 3-5), impone la necesidad de repensar cualquier explicación sobre la violencia, ya sea su descenso o ascenso en los últimos 32 años. Las explicaciones institucio- nales, sobre arreglos legales que en teoría afectarían todo el territorio, pierden un tanto de poder explicativo, a no ser que reconozcamos que el imperio de la ley no llega a todo el territorio nacional, o que la aplicación de las leyes es paulatina y va poco a poco llegando a los lugares más recónditos, ya sea por razones de distribu- ción del presupuesto, distancia respecto al centro político y económico (la ciudad capital), o debido a patrones históricos de discriminación étnica o exclusión de cualquier otro tipo.

15 Mapa de la izquierda es variación porcentual (0.0 a -1.0) y mapa de la derecha muestra diferencia en puntos de tasa por 100 mil habitantes, entre 2017 y 2009. En todos los casos es diferencia negativa (disminución). Sólo ocho de los 22 departamentos registraron su pico en 2009; fueron nueve los que tuvieron pico entre 2004 y 2008, y los cinco restantes después de 2009. Por lo tanto, la magnitud de cambio aumentará si se toma como referencia el año en que registraron la tasa máxima respectiva.

107 Mapas 3, 4 y 5 Tasa interanual de homicidios a nivel municipal por sexo de la víctima, al 31 de octubre de 2018

Mujeres Mujeres y hombres Hombres

Fuente: elaboración propia a partir de datos de la PNC y proyecciones de población del INE.

Los mapas de la violencia homicida en Guatemala se correlacionan de manera es- tadísticamente significativa con la distribución de la población según la autoiden- tificación étnica de la misma. En los municipios con mayoría de población indígena se encuentra con mayor frecuencia municipios pacíficos bajo estándares internacionales (i. e., tasa de un dígito). En los municipios con mayoría de población mestiza o ladina (i. e., no indígena), según los datos del Censo de Población de 2002 (INE), se encuentra con mayor frecuencia municipios violentos (i. e., dos dígi- tos o más de tasa de homicidios). Una simple tabla de contingencia nos confirma lo que los mapas plantean como hipótesis:

Tabla 1 Municipios violentos o pacíficos en 2018 según la etnicidad predominante en 200216

Mayoría de población Mayoría de población Tipo de municipio Total ladina indígena

Pacífico (tasa 163 (49%) 39 (22%) 24% 124 (79%) 76% <10 ) 100% Violento (tasa 170 (51%) 137 (78%) 81% 33 (21%) 19% =>10 ) 100% Total 176 (100%) 157 (100%) 333 (100%) Fuente: elaboración propia a partir de datos de la PNC (2018) y censo de población del INE (2002).

16 La prueba χ² de Pearson indica que ambas categorías no son independientes entre sí, es decir, que el nivel de violencia en el municipio sí está relacionado con la etnicidad de la población. Las categorías ladino e indígena dependen del porcentaje de población que se autoidentificó como indígena en el Censo de 2002. Actualmente, Guatemala cuenta con 340 municipios, pero en 2002 eran 333. El nivel de violencia se determina a partir de la tasa interanual, al 31 de octubre de 2018, según los datos de la PNC (Mendoza y Zapeta, 2018b).

108 Por lo tanto, es necesario profundizar en los factores culturales que podrían estar detrás de esta realidad. Habrá que explorar las diferencias entre el derecho consuetudinario establecido en el altiplano occidental, con población mayoritaria- mente maya, y la cultura del honor que parece prevalecer en el oriente del país, con mayoría de población ladina o mestiza (Mendoza, 2007).

Conclusiones Es importante para la sobrevivencia de la democracia guatemalteca no solo con- tinuar con la lucha anticorrupción y antiimpunidad, sino también garantizar bajos niveles de inseguridad en términos reales, esto es, una menor victimización. A partir del modelo de Kleinfeld (2018b) podemos concluir que la clave para romper el círculo vicioso de la violencia en democracia está en el sistema político. No obstante, en el caso de Guatemala debe tomarse en cuenta lo que ya ha señalado la CICIG (2015a: 61-63): en general, el “sistema perverso de financiamiento de la política ha moldeado el sistema de partidos” y el financiamiento ilícito de las campañas electorales, en particular, ha “incentivado la corrupción, y ha socavado a la democracia guatemalteca”. En consecuencia, una reforma integral a las reglas del juego político, especialmente para su financiamiento, redundaría en menores niveles de corrupción, impunidad y violencia. Guatemala es uno de los países más violentos del planeta, y se ubica también en una de las subregiones más violentas, aunque debe reconocerse que los países del llamado Triángulo Norte de Centroamérica presentan trayectorias de violencia diferentes. Mientras que la explicación de violencia entre pandillas resulta ser más convincente para dar cuenta de buena parte de los homicidios en El Salvador, y se puede conceder mayor influencia del narcotráfico en la violencia de Honduras, el caso guatemalteco no se puede caracterizar tan fácilmente. La ausencia de segui- miento a las posibles variables explicativas de la violencia homicida en Guatema- la, así como la escasa calidad en los registros policiales sobre los casos de homici- dio, especialmente sobre los victimarios y los hechos mismos (p. e., móviles), hace muy difícil la elaboración y posterior evaluación de diversas hipótesis, ya se trate de incrementos o de reducciones de la violencia en los territorios. La explicación de los cambios institucionales, como la creación de la CICIG en 2007, que empiezan a tener efectos positivos a finales de 2009, parecen estar ganando el consenso entre los analistas de seguridad y justicia. Sin embargo, la heterogénea distribución de la violencia en el territorio y la dispar variación de las tasas en los departamentos, sugieren tomar con cierta dosis de cautela dicha ex- plicación. Al menos, deben considerarse otras explicaciones complementarias que tomen en cuenta variables locales, como podrían ser dinámicas propias del crimen organizado en los territorios, o sus efectos diferenciados a lo largo del tiempo por circunstancias totalmente ajenas a las políticas o acciones de seguridad ciudadana.

109 El contexto regional es muy importante. Hay dinámicas transnacionales que po- drían estar explicando la violencia en buena medida, como conflictos entre cárteles del narcotráfico internacional o las políticas de otros gobiernos de países vecinos, en materia de lucha contra dichos cárteles o contra las pandillas. Incluso dinámicas económicas o políticas que a su vez determinan otras variables como los flujos migratorios. Guatemala debe tomar en cuenta no sólo lo que pasa en Honduras y El Salvador sino también en México y Colombia. El contexto histórico de los períodos postautoritario y postconflicto resulta más útil para examinar tendencias de largo plazo de la violencia homicida que el clásico análisis por cada administración de gobierno. En este último caso lo que debe exa- minarse es la tendencia de corto plazo que sí permite ubicar con mayor precisión en la línea del tiempo los cambios y sus respectivos correlatos, como el cambio de un ministro de Gobernación o el despido de la cúpula policial. En la medida en que se afinen las metodologías y los instrumentos de medición, así como a calidad de los datos, en esa medida tendremos una mejor comprensión sobre el fenómeno de la violencia en Guatemala.

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El derecho a la paz como derecho fundamental en la Constitución Política de la República de Guatemala Héctor Oswaldo Samayoa Sosa1

Introducción El contexto histórico y político que vive Guatemala impone la posibilidad de pro- fundizar en el marco de los derechos fundamentales, atendiendo sus límites o res- tricciones, así como los diversos abordajes que desde la institucionalidad estatal se les otorga. Los derechos fundamentales como categoría académica advierten, justamente, no solo una discusión desde su concepción material y filosófica, sino, además, desde el ámbito de la existencia de una institucionalidad capaz de darle operatividad a los mismos. Ante la ausencia taxativa en las normas constitucionales de aquello que puede denominarse derecho fundamental, cuestionado por una concepción material que observa la necesidad de ese reconocimiento normativo, dotando de elementos de optimización y a la vez de restricción, el derecho a la paz surge como un even- to que parece intrínseco en la actividad estatal y de sus funcionarios. Para ello, centrar la discusión en el plano de orden fundamental y de orden marco parecen presentar las bases para tratar de dar algunas aproximaciones a una respuesta sobre esa ausencia taxativa en la norma. El orden fundamental puede ser entendido en sentido cuantitativo, lo que en palabras de Forsthoff, citado por Alexy (2002), es una “constitución como huevo jurídico”, es decir, no deja ningún asunto a la decisión de los legisladores. En el sentido cualitativo, la Constitución ha decidido asuntos de orden fundamental para la comunidad, pero permite al legislador tomar decisiones que permitan sostener ese orden. En el orden marco se encontrará la posibilidad de una Constitución que contie- ne textos que se desarrollan desde una lógica jurídica constitucional. Así, pueden ser entendidos desde un sentido imperativo categórico (ordena) en donde lo que su texto dispone es necesario sostenerlo; desde un sentido prohibitivo imperativo (rígido) en donde lo que su texto dispone es imposible cambiarlo; y desde un sen-

1 Doctorando en Derecho Constitucional Internacional en la Universidad de San Carlos de Gua- temala. Profesor de Derecho Constitucional y Derecho Internacional Público en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Rafael Landívar. Profesor de Derecho Penal I y II en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de San Carlos de Guatemala. Asesor y consultor en derecho internacional de los derechos humanos y derecho internacional humanitario.

115 tido permisivo (posible) en donde el texto permite discrecionalidad al legislador para desarrollarla. Siendo así, el orden marco guarda estrecha relación con el orden fundamental en sentido cualitativo. Es importante destacar que en el presente documento se observa que el abordaje desde ambos órdenes, fundamental y marco, no excluye el uno al otro, en esencia por el evento de progresividad que el derecho a la paz parece guardar en el marco de considerarse un derecho con muchos factores de interacción con otros derechos; o bien, su dependencia en cuanto a considerarse un valor con vida jurídica desde otro derecho fundamental. Con esta orientación metodológica como base, la Constitución Política de la República de Guatemala en su artículo 44 ha generado una construcción de orden fundamental cualitativo y orden marco, pues posibilita que el legislador desarrolle los derechos fundamentales inherentes a la persona aún cuando no se encuentren en el texto de dicha constitución. Desde la teoría de los principios encontraremos acá una buena Constitución en cuanto encuentra un equilibrio en materia de dere- chos fundamentales. Es así que el primer apartado se orienta a descubrir la definición del concepto paz, más desde un ámbito de las interacciones de las relaciones internacionales y su profundización de estas luego de la Segunda Guerra Mundial. Descubrir una doble dimensión en la definición del concepto paz contribuye a poder identificar que este, en sí mismo, no es un derecho que atañe únicamente a actores estatales, sino entre personas. En el segundo apartado se hace una exploración sobre la paz como derecho fundamental, esencialmente se evidencia cómo es una discusión cuya referencia más sólida en el derecho internacional de los derechos humanos descansa en la ausencia de guerra, mientras que, en el ámbito interno de un Estado, más específi- camente en Colombia, admite mayores alcances de interpretación y de norma con efecto útil. Finalmente, en el apartado tres se realiza una revisión del derecho constitu- cional guatemalteco sobre el derecho a la paz, haciendo una referencia al con- texto de creación de la norma y evidenciando la oportunidad de reconocimiento sin necesidad de reformas, pero atendiendo a las fórmulas previstas en la misma Constitución. Puedo afirmar que este documento refleja una síntesis de una discusión muy amplia y que, atendiendo los requerimientos de forma para su presentación, deja fuera algunos ámbitos de discusión que sin duda enriquecerán otros documentos sobre esta temática.

116 Definición de paz Desde una perspectiva de las teorías realistas de las relaciones internacionales, la paz se define como una ausencia de guerra. Es con Maquiavelo en donde pueden encontrarse los rasgos modernos de los postulados realistas que, en esencia, des- cansan en la observación de la realidad que rodea al príncipe para tomar decisiones políticas que le hagan perseverar en el poder. …la imagen que los realistas poseen de la sociedad internacional es una imagen ba- sada en la concepción del estado de naturaleza, según la cual una multitud de Estados (los actores) compiten en el escenario internacional por el poder y la influencia, o, lo que viene a ser equivalente, por el control de poblaciones, territorios y recursos económicos. Dado que dichos Estados son entidades soberanas y por tanto no están sometidos a autoridad superior alguna, la única forma de mantener la paz es asegu- rando la existencia de un equilibrio entre ellos, equilibrio que solo puede mantener- se a base de coaliciones, fuerzas armadas lo suficientemente poderosas como para disuadir eventuales agresores, actividad diplomática o conferencias internacionales […] evitando por todos los medios que una potencia se vuelva hegemónica…. (Pa- dilla, 2009: 3) Por ello, las buenas armas y las buenas leyes a las que Maquiavelo hace referencia, predisponen que el gobernante hacia sus súbditos debe tener reglas armónicas, benevolentes. Mientras que ante el poder de los demás Estados debe tener buenas armas, basando así que la paz será construida hacía fuera, en un entendido de au- sencia de guerra con otros Estados. Por consiguiente, si se quiere analizar bien esta parte es preciso ver si esos innova- dores los son por sí mismos, o si dependen de otros. Es decir, si necesitan recurrir a la súplica para realizar su obra, o si pueden imponerla por la fuerza. En el primer caso fracasan siempre, y nada queda de sus intenciones, pero cuando solo dependen de sí mismos y pueden actuar con la ayuda de la fuerza, entonces rara vez dejan de conseguir sus propósitos. De donde se explica que todos los profetas armados hayan triunfado. (Maquiavelo, 1999: 39) Los realistas plantean un estado de naturaleza como origen del poder político y del pacto social, internalizando una concepción de paz como la existencia de convi- vencia armónica a partir del respeto de las leyes y de los designios del gobernante y, además, que la paz es la inexistencia de guerra o conflictos internacionales. Con la finalización de la Segunda Guerra Mundial, la teoría idealista de las rela- ciones internacionales ganó mucha más preponderancia en el campo de las relacio- nes interestatales y, con ello, la idea central de que los Estados pueden ordenar sus formas de interactuar conforme normas de comportamiento fundadas en principios o en derecho internacional. La posibilidad de autolimitación de los propios Estados en cuanto a su interacción. En la teoría idealista pueden identificarse diversos postulados para la consecu- ción de la paz. Esencialmente, cuando en 1919 con la Sociedad de las Naciones

117 también surgió la corriente pacifista, o bien cuando en 1932 se celebró la conferen- cia mundial de desarme y nació la corriente de desarme y control de armamentos. Por paradigma idealista de las relaciones internacionales se debe entender entonces el conjunto de teorías o concepciones políticas que considera que las relaciones in- ternacionales deben apoyarse en principios ético jurídicos que están destinados a la consecución de la paz y la armonía en las relaciones interestatales […] El Idealismo acepta, por lo tanto, la existencia de un sistema internacional integrado por Estados soberanos pero a diferencia del realismo considera que el equilibrio de poderes no es la forma más adecuada para mantener la paz […] Por consiguiente las concepciones idealistas sostienen que la manera más adecuada para garantizar la paz es tomar como base para la política exterior de los Estados las normas del Derecho internacional, los convenios internacionales para la protección de los derechos humanos o los prin- cipios y normas derivados de la acción de las organizaciones internacionales como Naciones Unidas. (Padilla, 2009: 54-55) Quizá la definición de pacifismo que mejor uso puede hacerse en este documento es cuando, “en sentido positivo, podemos entender el pacifismo como aquella doctrina que busca favorecer y estimular todas las condiciones para que la paz sea un estado y condición permanente de las relaciones humanas, tanto entre per- sonas como entre naciones, Estados y pueblos”. (López Martínez, 2000: 150). Evidencia la corriente pacifista en esta definición que la paz tiene como esencia las relaciones humanas. Es con la preponderancia de la teoría idealista y con sus corrientes señaladas, que tiene mayor oportunidad la discusión sobre los derechos humanos como una agenda necesaria en la política estatal e internacional, ganando un espacio multini- vel que los coloca como un deber y garantía desde el Estado, es decir, como obli- gaciones. Pero a su vez como derechos en el nivel de máximo rango, con máxima fuerza jurídica y máxima importancia de observación y contenido. Es con esta posibilidad de discutir sobre los derechos humanos de donde la corriente de inves- tigación para la paz, siempre en el ámbito de la teoría idealista, permite presentar tres ámbitos de pensamiento para definir paz: • La que se centra en el estudio de la guerra y por lo tanto reduce la paz a la ausencia de la guerra. (Ámbito minimalista) • La que estudia la guerra y el sistema de amenazas institucionales que favo- recen su existencia, con lo cual la paz es ausencia de guerra e inexistencia de amenazas. (Ámbito intermedio) • La paz es ausencia de violencia directa y, además, ausencia de violencia indirecta o estructural (ámbito maximalista). (Padilla, 2009: 71) Como puede advertirse, tanto el ámbito minimalista como intermedio tienen un alcance propio de la teoría realista y medianamente idealista, mientras que en el ámbito maximalista debe centrarse ahora el desarrollo del idealismo, especialmente

118 en un plano de construcción conceptual sobre violencia para luego definir paz. Así, con Johan Galtung diré que violencia es “algo evitable que obstaculiza la autorrealización humana o la satisfacción de sus necesidades.” (Centro de Estudios de Guatemala, 2012: 23). Con ello la violencia indirecta o estructural es el conjunto de estructuras que no permiten la satisfacción de esas necesidades y, a su vez, se concreta en la negación de estas. Galtung, por tanto, extrae de su zona de comodidad a una persona que entienda la paz como ausencia de violencia directa o física sobre la integridad de otra persona, y obliga a teorizar la paz como un concepto con mayores elementos y caracteres, tales como de relaciones culturales, económicas, sociales y todas aque- llas que generen interacción con orientación a una autorrealización humana. La concepción negativa de la paz, como ausencia de guerra, obtiene una con- cepción positiva que permite definir la paz como un “estado de armonía del ser humano consigo mismo, con sus semejantes y con su entorno natural”. (Padilla, 2009: 205) Se dota, además, de dinamismo al concepto mismo, es decir, rom- piendo con una posición meramente de espera a que no suceda y, por contrario, proactiva en cuanto a profundizar en las corrientes idealistas como el pacifismo, el desarme, la investigación y los derechos humanos. Intentar la elaboración de una conceptualización de derecho a la paz solo fue posible cuando se llegó a un nivel de comprensión de que la paz tiene como contenido a los derechos humanos y que inversamente, los derechos humanos constituyen un meca- nismo eficaz para lograr la paz. Tomando como premisa mayor esa consideración, se torna factible la formación de un concepto de derecho que tenga como contenido lograr un clima de paz mediante la plena observancia del resto de derechos humanos. (Salguero, 2014: 103) De esta forma, la paz y su íntima vinculación con los derechos humanos permite indicar que la paz es un derecho, pero a su vez es un deber, derivado precisamente del dinamismo que adquiere y que convierte, tanto a la persona como a los Esta- dos, en proactivos buscadores de ella. Debe sumarse, que los contextos propicios requieren la consolidación de la cultura de paz y que en disposiciones meramente declarativas y exhortativas algunos instrumentos internacionales contienen, tal es el caso de la Declaración sobre el Derecho de los Pueblos a la Paz que en su pá- rrafo 4 dispone: Hace un llamamiento a todos los Estados y todas las organizaciones internacionales para que contribuyan por todos los medios a asegurar el ejercicio del derecho de los pueblos a la paz mediante la adopción de medidas pertinentes en los planos nacional e internacional. (1984) La Constitución Política de la República de Guatemala no es lejana a aquel llama- miento citado, y a la promoción de la cultura de paz, pues en el texto del artículo 149 constitucional, de forma expresa orienta que el Estado de Guatemala en sus

119 relaciones internacionales debe normarse conforme a los principios, reglas y prác- ticas internacionales “…con el propósito de contribuir al mantenimiento de la paz y la libertad, al respeto y defensa de los derechos humanos…”. (Constituyente, 1985) En ese mismo sentido, el de la cultura de paz, el artículo 4 constitucional, en una oración sin interpretación aún por parte de la Corte de Constitucionalidad, dispone textualmente: “Los seres humanos deben guardar conducta fraternal entre sí.” A la luz de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se encontrará igual texto en el artículo 1 de la misma, por lo cual se permite una interpretación conforme a las motivaciones de esta declaración y que la Asamblea Constituyente adoptó, en especial, el párrafo segundo del preámbulo: Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias. (1948)

La paz como derecho fundamental Habiendo obtenido una definición del concepto de paz, por fuera de una visión simple de actuaciones interestatales y dotándole de un ámbito que requiere de pro- cesos estructurales que permitan al ser humano su plena autorrealización, cabe determinar ahora cómo la paz está determinada en el ámbito jurídico. Sin duda, las construcciones jurídicas sobre la paz responden a procesos históricos que se ven reflejados en los procesos jurídicos. Es así como con la resolución 33/73 de Naciones Unidas, Declaración sobre la preparación de las sociedades para vivir en paz, se establece el derecho de la humanidad a vivir en paz, desde una concepción de ausencia de guerra como factor deter- minante. “Reconociendo que la paz entre las naciones es el valor supremo de la humanidad, que aprecian en el más alto grado todos los principales movimientos políticos, sociales y religiosos”. (Declaración sobre la prepa- ración de las sociedades para vivir en paz , 1978) (Énfasis mío) Con ello, observando el contenido de la declaración citada, puede deter- minarse que ciertamente este instrumento le otorga una primera categoría a la paz y es el de concebirla como un valor humano, el cual puede discutirse, desde mi concepción, en el ámbito de lo ético social. Sin embargo, el reco- nocimiento como valor humano ya le otorga una posibilidad de discusión en el plano social, político, económico y jurídico. Lo preponderante de esta evidencia como valor humano, además, es la posibilidad de entrañarlo en relación con el derecho a la vida ya en el nivel de un derecho fundamental.

120 La permanente discusión desatada principalmente por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNES- CO, por sus siglas en inglés)2 en la década de 1980 sobre la paz en categoría de cultura, es decir, la cultura de paz y que tiene alrededor diversas resolu- ciones orientadas a su construcción, manifiesta desde mi perspectiva, una implicación sustantiva en cuanto abandonar la paz como un concepto de va- lor humano a un concepto de bien humano, tendiendo, en el ámbito político jurídico que sufrir la discusión de ser un principio o un derecho. En ese plano político/jurídico de discusión, si la paz es un principio, en- tonces requiere de un conjunto normativo que lo opere y le dé contenido de aplicación transversal, garantizando una observación sustantiva y adjetiva en todos los planos del poder político y jurídico. Ahora bien, en la defini- ción como derecho fundamental, esta quedaría únicamente con un derecho de las personas oponible frente a los ostentadores de poder quienes deben garantizar la vigencia de este mediante acciones positivas que permitan su goce y disfrute. Ante ello el derecho a la paz será un bien jurídico a proteger, teniendo entre sus impactos la certeza que se implementarán todos los mecanismos necesarios para su pleno ejercicio en el ámbito nacional e internacional; que para su protección se admitirá cualquier mecanismo común y el Estado cumplirá plenamente con sus obligaciones administrativas, legislativas y judiciales para hacerlo un derecho vivo.

Igualmente, es característica del derecho a la paz, el tener como bien jurídico a tute- lar: una paz concebida desde una perspectiva amplia. Si este derecho constituye un mecanismo jurídico de oposición a la guerra, el mismo debe constituir una forma de oposición a la guerra desde cualquiera de sus raíces […] Hoy, el derecho a la paz, la- mentablemente, tiene como característica la ausencia de codificación, lo que equivale a una situación dispersión normativa. (Salguero, 2014: 117) La ausencia de codificación no resta el valor como bien jurídico a proteger, y su codificación o no dependerá de la normativa propia de cada país. En todo caso, la solución parece encontrarse en el análisis sobre el ordenamiento jurídico de cada Estado, determinado conforme los conceptos de orden marco y orden fundamen- tal, con lo cual se deja claro que existen normativas de orden constitucional que ordenan la actividad de los funcionarios (orden fundamental) ya se orientando o prohibiendo y, además, normativa constitucional que en su regulación deja a crite- rio del funcionario el desarrollo de este. Así, por ejemplo, el artículo 22 de la Constitución de Colombia regula: “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Esta regulación de un

2 Inicialmente con el Manifiesto de Sevilla de 1986. Declaración de Yamusukro de 1989.

121 aparente orden fundamental admite un orden marco; es decir, al ser un derecho de obligatorio cumplimiento, la optimización de este requiere de nivel de progresivi- dad para poder cumplirlo. Así parece que el Tribunal Constitucional Colombiano lo entendió al señalar que “(s)i bien el derecho a la paz ocupa un lugar trascen- dental en el ordenamiento constitucional colombiano, puesto que es de obligatorio cumplimiento, no es, en sentido estricto, un derecho fundamental”. (TC 055-95, 1995) Con ello le excluyó, incluso de la posibilidad de tutela mediante la acción de Amparo.3 Pero le dotó de ese orden marco cuando expresó que “por su propia na- turaleza pertenece a los derechos de tercera generación, y requiere el concurso para su logro de los más variados factores sociales, políticos, económicos e ideológicos que, recíprocamente se le puede exigir sin que se haga realidad por su naturaleza concursal o solidaria”. (T08-92, 1992) Según mi criterio, la Corte de Constitucionalidad colombiana comete dos erro- res. En cuanto el reconocimiento constitucional de la paz como un derecho de obligatorio cumplimiento le dota en sí mismo de un carácter de máxima obser- vación por los tres poderes del Estado, de tal cuenta que cualquier persona puede adjudicarse su titularidad y, a partir de ello, no debe solamente entenderse como una obligación de progresivo cumplimiento sino, desde una interseccionalidad de factores que posibilitan la vida humana, por tanto, un derecho humano. En segundo plano, el carácter amparable no define la condición de derecho humano o derecho fundamental, pues todo derecho debe encontrar la posibilidad de protección y, al indicar que no es por la vía de la tutela de amparo, su decisión deviene contraria a derecho y la posibilidad de recurrir a su protección, lo que hace una resolución inconvencional. En consecuencia, que un derecho fundamental se encuentre en un orden marco no lo excluye de un orden fundamental, esto aplicando un margen de acción epis- témico, capaz de controlar la acción discrecional que ese orden marco le ha dotado a los poderes legislativo y ejecutivo. Un buen ejemplo de esto lo presenta el mismo tribunal Constitucional colom- biano, cuando resuelve otorgar validez a la adición de un artículo transitorio a la Constitución con el propósito de dar estabilidad y seguridad jurídica al acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable, y que por consideraciones de opositores impugnaban aduciendo que esta incorporación era una reforma constitucional sin cumplir los procedimientos. Al interpretar las disposiciones del A.L. 02 de 2017, la Corte determinó que la incor- poración del Acuerdo al ordenamiento jurídico exige su implementación normativa por los órganos competentes y de conformidad con los procedimientos previstos en

3 “(s)e ha sostenido que este tipo de derechos (el derecho humano a la paz) tiene un carácter pro- clamatorio en razón de las dificultades para que de ellos se predique la eficacia jurídica. De todos modos, y es lo que interesa ahora, no se trata de un “Derecho Natural” cuyo cumplimiento inme- diato pueda demandarse de las autoridades públicas o de los particulares a través de la acción de tutela”. (T08-92, 1992).

122 la Constitución para el efecto, como lo establece el mismo Acuerdo y lo entendió el Congreso de la República. En efecto, durante el trámite legislativo en la ponencia para segundo debate en la Cámara, se dijo que el acuerdo Final “…no entra al bloque de constitucionalidad, y, en consecuencia, iii) no se incorpora el Acuerdo Final al or- denamiento jurídico colombiano, sino que se garantizarán unas precisas condiciones sustantivas y temporales de estabilidad jurídica del mismo”. Así las cosas, concluyó la Corte que el Acto Legislativo 02 de 2017 no incurre en vicio de competencia en materia de reforma constitucional. (C-630/17, 2017).

El derecho a la paz como derecho fundamental en la Constitución Política de la República de Guatemala A contrario de lo regulado en la Constitución colombiana, en la Constitución Po- lítica de la República de Guatemala no existe una regulación específica o taxativa que exprese claramente la obligación del derecho a la paz, por lo que su aparición debe hacerse a partir de una integración normativa, pero, además, de un proceso que permita visualizar cómo esta se encuentra en ese ámbito multinivel de deber, principio, finalidad y derecho. Previo análisis, debo atender el contexto de creación de la Constitución vigente en Guatemala, esto observando tres situaciones que condicionan: • En aquel momento se reconocía una situación de ilegitimidad del poder político, el cual provenía de golpes de Estado consecutivos entre grupos de poder militar. • La Constitución de 1965 había sido derogada y sustituida por un Estatuto Fundamental de Gobierno emitido en 1982. • Los valores fundamentales del derecho se encontraban en crisis, la cual provenía de la misma ilegitimidad política y la carencia de una norma fun- damental. Con ello, la sociedad guatemalteca manifestaba una pérdida de unanimidad en la confianza sobre qué puede o debe contener una norma fundamental y, en ese sen- tido, el único postulado real y fundante para otorgar legitimidad a la dinámica de pertenencia social podía ser la base de actuación estatal orientada a los derechos humanos y, por tanto, al respeto a la dignidad de la persona. La Asamblea Nacional Constituyente de 1985 evidenció elementos que parecen configurar el entendimiento de aquel contexto y de aquella necesidad. Es así como la Constitución guatemalteca en su preámbulo expresa: “…afirmando la primacía de la persona humana como sujeto y fin del orden social […] al Estado, como responsable de la promoción del bien común, de la consolidación del régimen de legalidad, seguridad, justicia, igualdad, libertad y paz…”

123 Al respecto, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala expresó que el preám- bulo constitucional recoge los valores de los constituyentes y que, a pesar de no ser una norma positiva, sirve de interpretación ante dudas serias sobre el alcance constitucional. Con ello, puede identificarse que entre los valores expresados se encuentra el de la paz, el cual serviría como un alcance que la Constitución orienta a establecer en el marco de la existencia misma del Estado de Guatemala. A su vez puede identificarse que la paz es un valor para el Estado guatemalteco. El artículo 2 constitucional, literalmente, regula: “Es deber del Estado garanti- zarles a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona.” Ese carácter de deber estatal parece restar argumento en favor de que la paz esté establecida como un derecho funda- mental, y es que la propia Corte de Constitucionalidad, aun estando por fuera del preámbulo, sigue denominándole u otorgándole la categoría de un valor que da sentido al conjunto de derechos. El artículo 1º y 2º contienen un conjunto de valores de especial preponderancia, como lo son la vida […] la paz […] los que, indudablemente trascienden más allá de las normas específicas en que se encuentran contenidos, pudiéndose apreciar que tales valores dan sentido al conjunto de derechos que el resto de los preceptos fundamenta- les reconoce y, por ende, justifica, también los límites que el texto constitucional fija a quienes detentan el poder. De esa cuenta, determinados derechos reconocidos y ga- rantizados por la Constitución responden, directamente, al afianzamiento de aquellos valores superiores definidos por la propia ley fundamental como valores primordiales del Estado. (Corte de Constitucionalidad Guatemala, 2011). Siendo así como lo ha planteado la Corte de Constitucionalidad, la paz parece au- sente del texto constitucional guatemalteco, por lo que, aun teniendo la orientación correcta, los constituyentes obviaron su inclusión.4 Es evidente que la discusión de la Asamblea Nacional Constituyente respondía al contexto del entendimiento de la paz como valor y, por tanto, como una parte del todo y no como un derecho fundamental por vía del cual se permite la realización de otros. No obstante, la condicionante de discusión parlamentaria sobre desechar su aparecimiento en el texto constitucional vigente fue rechazado en el pleno de la Asamblea Constitu- yente de 1985. En el plano del análisis en cuestión, ya se evidencia que la normativa constitu- cional no admite aún que la paz sea un derecho fundamental y, por tanto, lo catalo- ga en un plano de valores estatales, que ciertamente orientan la acción del Estado para su interacción con la persona y la sociedad. Desde mi opinión y criterio, esto deriva del contexto de creación de la norma, el cual señalé al inicio de este aparta- do y que circunscribe claramente al de la existencia del conflicto armado interno y la ilegitimidad del poder político.

4 En el diario de sesiones de la Asamblea Constituyente, en ponencia del representante Lima Schaul se lee: “Señor presidente… además de suprimir el desarrollo integral de la persona, suprimiría la Paz, ya que sin lugar a dudas, la paz es algo que se puede conseguir con la garantía de los otros valores…” (Constituyente, Diario de sesiones, 2014).

124 Pero esto no es suficiente como para desechar el reconocimiento de la paz como un derecho fundamental en la Constitución guatemalteca, puesto que existe un plano de surgimiento del mismo texto constitucional en el marco del desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos y doctrinariamente de la figura del bloque de constitucionalidad desde la doctrina francesa constitucional. Es confor- me ello que debe hacerse una interpretación ahora de las normas constitucionales. Lo anterior abre la puerta a dos vías: a) La consideración del derecho a la paz como un derecho inherente de la persona por vía del artículo 44 constitucional y; b) la consideración del derecho a la paz como un derecho fundamental de la persona por vía del reconocimiento jurídico a los acuerdos de paz suscri- tos en 1996 y que para el efecto se emitió una ley marco de cumplimiento. En la primera de las posibilidades, por vía del artículo 44 constitucional, debe se- ñalarse que este textualmente regula que “los derechos y garantías que otorga la Constitución no excluyen otros que, aunque no figuren expresamente en ella, son inherentes a la persona humana”. Con esto se daría vida a que, aun cuando la Asam- blea no lo reconociera como derecho humano o fundamental en aquel contexto, hoy sí puede hacerse sin necesidad de estar textualmente así establecido. La base que fundamenta esta interpretación descansa en el reconocimiento de la dignidad de la persona como centro de acción del Estado para la tutela de sus derechos. La Corte de Constitucionalidad de Guatemala en expediente 1356-2006 expre- só que: Las doctrinas modernas que preconizan la vigencia y respeto debido a los derechos humanos, sostienen un criterio vanguardista respecto de que el catálogo de derechos humanos reconocido en un texto constitucional no puede quedar agotado en éste, ante el dinamismo propio de estos derechos, que propugnan por su resguardo, dada la inherencia que le es incita respecto de la persona humana. Esto es así, porque es también aceptado que los derechos fundamentales no solo garantizan derechos sub- jetivos de las personas, sino que, además, principios básicos de un orden social es- tablecido, que influyen de manera decisiva sobre el ordenamiento jurídico y político de un Estado, creando así un clima de convivencia humana […] En una constitución finalista, como lo es aquélla actualmente vigente en la República de Guatemala, que propugna por el reconocimiento de la dignidad humana como su fundamento, no puede obviarse que los derechos fundamentales reconocidos en dicho texto no son los únicos que pueden ser objeto de tutela y resguardo por las autoridades gubernati- vas. Existen otros derechos que por vía de la incorporación autorizada en el artículo 44 de la Constitución […] o de la recepción que también autoriza el artículo 46 del texto matriz, también pueden ser objeto de protección, atendiendo, como se dijo, su carácter inherente a la persona humana, aun y cuando no figuren expresamente en este último texto normativo”. (2006)

125 La evidencia de que aquel derecho a la paz es un derecho inherente descansa, cier- tamente, en diversas declaraciones y posturas de la comunidad internacional. Esta evidencia, desarrollada ya en este documento mediante algunas citas de declara- ciones de las Naciones Unidas, podrá listarse de la siguiente forma: • “La Declaración sobre la preparación de las sociedades para vivir en paz establece como titular del derecho inmanente a vivir en paz: a toda nación y todo ser humano, independientemente de su raza, convicciones o sexo; • La Declaración sobre el derecho de los pueblos a la paz establece como titular del derecho a los pueblos; • Dentro del marco de las conferencias generales de la UNESCO, encon- tramos que se hace mención del derecho a la paz en la Declaración sobre enseñanza de los derechos humanos y en la Declaración sobre los medios de información, proclamándolo como derecho de todos los hombres; • La Carta Africana de derechos humanos y de los pueblos consagra que los pueblos tienen derecho a la paz (tanto en el plano nacional como en el internacional) y; • El anteproyecto de Pacto que consagra a los derechos humanos de so- lidaridad (o sea que todavía no es ley) establece que tienen derecho a la paz: todo hombre y todos los hombres tomados colectivamente”. (Salguero, 2014: 121) Con base en esa evidencia reiterada, me atrevo a decir que la evidencia apunta a la construcción de un derecho a la paz en categoría de ius cogens, es decir, oponible frente a cualquier derecho y que, por tanto, no admite acuerdo en contrario. En la segunda de las posibilidades debe observarse la admisión del bloque de constitucionalidad que, conforme la Corte de Constitucionalidad, “se refiere a aquellas normas y principios que aunque no forman parte del texto formal de la Constitución, han sido integradas por otras vías a la Constitución y que sirven a su vez de medidas de control de constitucionalidad de las leyes como tal”. (CC1822- 2011, 2012). En ese sentido, aun cuando los acuerdos de paz no han sido elevados a la cate- goría constitucional normativa, el Congreso de la República emitió la Ley marco de los acuerdos de paz en 2005 y en la misma dispuso: “Se reconoce a los Acuer- dos de Paz el carácter de compromisos de Estado, cuyo cumplimiento requiere de acciones a desarrollar por las instituciones públicas y por las personas individuales y jurídicas de la sociedad, en el marco de la Constitución Política de la República y de la ley.” En ese sentido, la ley marco tienen parámetros de interpretación que no tienen rango fundamental, pero el mismo sistema constitucional las incluye para que sus

126 contenidos sean acatados por todo el ordenamiento jurídico. Es el caso que un valor fundamental del Estado es la paz y la norma marco de los acuerdos de paz regula “La presente Ley tiene por objeto establecer normas y mecanismos que re- gulen y orienten el proceso de cumplimiento de los Acuerdos de Paz, como parte de los deberes constitucionales del Estado”. Para profundizar sobre la Ley marco de los acuerdos de paz como parte del bloque de constitucionalidad es importante dar elementos de análisis al mismo. En primer lugar, mi opinión del bloque de constitucionalidad guatemalteco es que este existió desde la vigencia misma de la Constitución guatemalteca, puesto que se ha reconocido que las leyes emitidas por la Asamblea Nacional Constituyente tienen aquel rango, siendo estas: la Ley de amparo, exhibición personal y de cons- titucionalidad; la Ley electoral y de partidos políticos; la Ley de libre emisión del pensamiento; y la Ley de orden público. Recientemente, la propia Corte de Constitucionalidad ha expresado que el blo- que de constitucionalidad tiene en “su función esencial […] servir como herra- mienta de recepción del derecho internacional, garantizando la coherencia de la legislación interna con los compromisos exteriores del Estado y, al mismo tiempo, de complemento para la garantía de los derechos humanos”, y complementa expo- niendo que este surge “por remisión expresa y directa de la Constitución (artículos 44 y 46), la que configura y perfila su contenido, alcances y eficacia […]”. Con el bloque de constitucionalidad los tratados o convenciones de derechos humanos forman parte del derecho interno, resolviendo así las discusiones entre teorías de posicionamiento de estos en una estructura vertical. Ahora, debe resaltarse que la Corte de Constitucionalidad ha referido que para que una norma sea parte del bloque de constitucionalidad debe servir de parámetro de constitucionalidad, tanto de las leyes como de los actos de autoridad. Razón por la cual, tanto aquel conjunto de normas que he citado provenientes de la Asamblea Nacional Constituyente, como las convenciones internacionales en materia de de- rechos humanos, sirven de parámetro del mismo y permiten hablar de temas como control de convencionalidad, diálogo jurisprudencial interamericano, etcétera. A estas normas provenientes de la Asamblea Nacional Constituyente les lla- maré leyes estatutarias, que conforme a la doctrina colombiana son aquellas que “ostentan una jerarquía intermedia que las ubica entre la Norma Fundamental y las normas jurídicas ordinarias, debido a las materias especiales que regulan en tér- minos (i) de derechos fundamentales, (ii) participación democrática y (iii) el ser- vicio público esencial de la administración de justicia, que tienen una importancia constitucional, para el desarrollo de la persona humana en el ámbito de un Estado constitucional”. (Londoño, 2016: 484) Algo particular de estas leyes estatutarias en la doctrina, es que su pertenencia al bloque de constitucionalidad se debe a las materias que regula y a los procedi- mientos complejos para su revisión y modificación.

127 Las leyes estatutarias serán diferentes a las leyes orgánicas, que también en doctrina colombiana han llegado a entenderlas como parte del bloque de constitu- cionalidad, esto derivado de que: …sin tener la condición jerárquica de las normas constitucionales, las leyes orgáni- cas ingresan al Bloque de Constitucionalidad en sentido amplio con el propósito de reconocer su fundamento normativo particular, que las hace trascender a las leyes ordinarias, por cuanto se tratan de leyes especiales, que la Constitución estipula para desarrollar ciertas materias que una regla de derecho normal no puede regular; son las leyes orgánicas, textos legislativos que resultan necesario para la revisión consti- tucional de las normas del ordenamiento jurídico. (Londoño, 2016: 488). Siendo así, estas leyes orgánicas se distinguen en ese rango, según la Corte de Constitucionalidad colombiana por tres factores: 1) Tienen una especial jerarquía dentro del ordenamiento jurídico; 2) regulan determinados temas con relevan- cia fundamental, y 3) se edifican a través de un procedimiento exclusivo para su aprobación, siendo esto los que las convierte en parámetros de constitucionalidad (2007). Según mi criterio, este tipo de leyes serían la Ley orgánica del organismo ejecutivo, del organismo judicial y del organismo legislativo, pero que en el siste- ma guatemalteco podrían llegar a ese nivel solo en cuanto a la regulación de temas de relevancia fundamental. Por lo anterior, es de considerar que la Ley marco de los acuerdos de paz es una ley estatutaria, en tanto, normativamente, atiende a una regulación específica de derecho fundamental (la paz); participación democrática (requiere de la articu- lación de los poderes del Estado); y desarrolla servicios públicos esenciales para la administración del Estado. Y pueden ser integradas en este bloque, no por su origen, sino por la materia que regula.

Conclusiones La doble dimensión, negativa y positiva, para definir el concepto de paz tiene implicaciones en cuanto al alcance político, jurídico, económico y social que hoy quiera darse sobre la misma como derecho fundamental. Esto es evidente en cuanto a la poca profundización normativa en el ámbito del derecho internacional sobre la paz desde la dimensión positiva, relegando al derecho interno la discusión misma. Es por ello, que la definición de la paz evoca tener en consideración el desarrollo de las corrientes teóricas de las relaciones internacionales para poder obtener un marco conceptual desde el plano técnico y científico. En el ámbito de la obtención de una definición sobre la paz se denota que los alcances de esta, siempre desde su doble dimensión, permiten revisar que la paz ha sido considerada como un valor, un deber, un principio y un derecho, lo que le predispone a una discusión teórica sobre sus alcances, límites y efectos en la interacción entre las personas con sus Estados y entre los Estados mismos. Esta discusión no debe obviar que, en el ámbito de la comunidad internacional, la paz se

128 ha definido ya como un derecho inherente al ser humano y, por tanto, se posiciona como una norma ius cogens. Que la Constitución colombiana regule en su artículo 22 a la paz como un de- recho de obligatoria observancia sienta un precedente continental de dimensiones aun no exploradas, pero que ciertamente marcan el camino hacia la paz como un derecho fundamental, esto a pesar de las consideraciones del tribunal constitucio- nal de aquel país. Sin duda, dicha regulación sirve también de parámetro para que en el plano de un orden marco puedan darse factores de alcance a la actuación de los poderes del Estado para obtener dicho derecho. El hecho de que la Constitución guatemalteca no reconozca el derecho a la paz de forma expresa y taxativa, sino a esta como un valor del Estado, está condicio- nado por el contexto en que surge la constitución misma, de tal cuenta que incluso en algún momento se argumentó para que el texto no hiciera referencia a la paz ni como valor. Sin embargo, el mismo contexto externo al Estado de Guatemala marcó dos posibilidades de incorporación del derecho a la paz como un derecho fundamental: la cláusula de apertura que contiene el artículo 44 constitucional, y el bloque de constitucionalidad con la admisión de leyes marco que, en sentido general, orientan el cumplimiento de los fines del Estado y sus deberes en torno a un derecho de carácter fundamental. Finalmente, y en concordancia con los avances jurídicos de Guatemala, mi per- cepción es que la paz como derecho fundamental es admitida en Guatemala por vía del artículo 44 de la Constitución; es decir, el sustento de la dignidad de la perso- na y las regulaciones complementarias del derecho internacional de los derechos humanos generan esa posibilidad de reconocimiento como tal. Sin restar valor al evento de la ley marco de los acuerdos de paz, pero admitiendo la debilidad doc- trinaria y jurisprudencial en el ámbito guatemalteco para su efectiva utilización.

129 Bibliografía Centro de Estudios de Guatemala (2012). Las múltiples violencias que afectan las juventudes. Guatemala: Programa de fortalecimiento institucional del sector juventud de la Unión Europea en Guatemala. Congreso de la República de Guatemala y Corte de Constitucionalidad de Guate- mala (Comps.) (2014). Diario de sesiones de la Asamblea Nacional Constitu- yente, Tomo I. Guatemala: Unidad de Información Legislativa del Congreso de la República y Unidad de Gaceta y Jurisprudencia de la Corte de Constitu- cionalidad. Londoño Ayala, César Augusto 2016 (2010). Bloque de Constitucionalidad. Bogo- tá D.C.: Ediciones Nueva Jurídica. López Martínez, Mario (2000). “La sociedad civil por la paz”. En Muñoz, Francis- co y López Martínez, Mario (Comps.). Historia de la paz, tiempos, espacios y actores. Granada: Instituto de la Paz y los conflictos Universidad de Granada. Padilla, Luis (2009). Paz y conflicto en el siglo XXI, teoría de las relaciones in- ternacionales. Guatemala: Instituto de Relaciones Internacionales e Investiga- ción para la Paz. Salguero Set, Geovani (2014). El derecho a la paz. Guatemala: Editorial Univer- sitaria.

Resoluciones Judiciales Corte de Constitucionalidad de Colombia (2007). Sentencia C-394. Corte de Constitucionalidad de Colombia (2017). Sentencia C-630. Corte de Constitucionalidad de Colombia (1995). Sentencia C-055. Corte de Constitucionalidad de Colombia (1992). Sentencia T-08. Corte de Constitucionalidad de Guatemala (2006). Expediente 1356-2009. Corte de Constitucionalidad de Guatemala (2011). Expedientes 2123 y 2157-2009. Corte de Constitucionalidad de Guatemala (2012). Expediente 1822-2011.

130 Legislación Nacional e Internacional Asamblea Nacional Constituyente (1985). Constitución Política de la República de Guatemala. Asamblea General de Naciones Unidas (1948). Declaración Universal de Dere- chos Humanos. Asamblea General de Naciones Unidas (1984) Declaración sobre el derecho de los pueblos a la paz. Decreto 52-2005 del Congreso de la República de Guatemala (2005). Ley marco de los acuerdos de paz.

Documentos en la Web Maquiavelo, Nicolás (1999). El príncipe (Ataun). Visita 18 de noviembre de 2018. Disponible en

131 Imprenso en Editorial Serviprensa, S. A. 2018