Cuentos De Hans Christian Andersen
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839.81364 A544c Andersen, Hans Christian, 1805-1875 Cuentos [recurso electrónico] / Hans Christian Andersen. – 1ª ed. – San José : Imprenta Nacional, 2013. 1 recurso en línea (352 p.) : pdf ; 1274 Kb ISBN 978-9977-58-386-0 1. Cuentos daneses. 2. Cuentos infantiles I. Título. DGB/PT 12-55 Fuente: Wikisource y Ciudad Seva Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento- NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Costa Rica. http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/3.0/cr/ El diseño y diagramación de este libro se comparte con una Licencia Creative Commons para compartir, copiar, distribuir, ejecutar y comunicar públicamente la obra. Debe reconocer los créditos de la obra, no puede utilizarla para fines comerciales y no se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de la misma. CUENTOS -Hans CHRISTIAN ANDERsen- EDITORIAL DIGITAL www.imprentanacional.go.cr costa rica CUENTOS EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL COSTA rica CUENTOS 5 CUENTOS EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL COSTA rica CLAUS EL GRANDE Y CLAUS EL CHICO En un pueblo vivían dos hombres que tenían el mismo nombre. Ambos se llamaban Claus, pero el uno tenía cuatro caballos y el otro no tenía más que uno; para distinguirlos, pues, se llamaba al primero Claus el grande y al otro Claus el chico. Veréis ahora lo que sucedió a los dos. Es una historia verdadera. Durante la semana, Claus el chico tenía que labrar la tierra de Claus el grande y prestarle su único caballo; en cambio Claus el grande le ayudaba con sus cuatro caballos, pero solo una vez a la semana, los domingos. Y cómo Claus el chico hacía chasquear su látigo los domingos por encima de los cinco caballos. Aquel día eran como suyos. El sol brillaba magníficamente. Las campanas llamaban al pueblo a la iglesia; hombres y mujeres vestidos con sus mejores trajes, pasaban delante de Claus el chico que labraba la tierra con aspecto alegre, haciendo chasquear su látigo y diciendo: -¡Hala, caballos míos! -No debes decir esto, -decía Claus el grande, porque tuyo no es más que uno. -¡Hala, caballos míos! -Por última vez, -le dijo Claus el grande, -no repitas más esas palabras. Si lo vuelves a decir le pego tal golpe en la cabeza a tu caballo que le dejo muerto en el acto. -No lo diré más, -repuso Claus el chico, pero en cuanto pasó más gente que le saludó amigablemente con la cabeza, se puso tan contento y orgulloso de poder labrar su campo con cinco caballos que hizo chasquear su látigo, gritando: -¡Hala caballos míos! 7 CUENTOS EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL COSTA rica -Yo te enseñaré eso de ¡hala! Caballos tuyos, -dijo Claus el grande, -y agarrando una maza pegó un golpe tan fuerte en la cabeza del caballo de Claus el chico, que le derribó muerto en el acto. Su amo comenzó a llorar y a lamentarse: -¡Ay, ya no tengo caballo ninguno! -decía. Después desolló al animal muerto, secó la piel al viento, la metió en un saco que se echó a las espaldas y se fue al pueblo a venderla. El camino era largo y tuvo que pasar por un gran bosque oscuro: hacía un tiempo espantoso. Claus el chico se extravió, y antes que pudo encontrar el camino, llegó la noche; era imposible llegar a la ciudad o volver a casa. Cerca del camino había una gran granja y aunque las maderas de las ventanas estaban cerradas, se veía brillar la luz.” Acaso me permitan pasar aquí la noche”, -pensó y llamó a la puerta. La mujer le abrió; pero cuando supo lo que quería, le dijo que continuara su camino, que su marido había salido y que ella no recibía a extraños. -Sea, me acostaré fuera -respondió y la mujer cerró la puerta. Cerca de la casa había un pajar con el techo en forma de cabaña lleno de heno. -Me acostaré aquí, -dijo Claus el chico. Es una excelente cama y no hay más peligro que el que la cigüeña me pique las piernas. Sobre el techo, donde tenía su nido, había una cigüeña. Trepó al pajar y se acostó en él, revolviéndose muchas veces para tomar una postura cómoda. Las maderas de las ventanas de la casa no cerraban bien, y pudo ver lo que pasaba en la habitación. Veía allí puesta una gran mesa adornada con un asado, un rico pescado y botellas de vino. La campesina y el sacristán estaban en la mesa y nadie más. Ella le echaba vino y él se regalaba con el pescado que le agradaba mucho. -¡Quién pudiera compartir con ellos! -dijo Claus el chico, y alargó la cabeza para ver mejor-. ¡Caramba! ¡Qué pastel tan delicioso! ¡Gran Dios, qué festín! De pronto, un hombre a caballo llegó a la casa; era el marido de la campesina que regresaba. -Era un hombre excelente, pero tenía una debilidad extraña: no podía ver a un sacristán; si por casualidad encontraba uno se ponía furioso. Por eso el sacristán había aprovechado la ocasión para hacer una visita a la mujer y darla los buenos días mientras el marido estaba ausente, y la buena mujer, para hacerle los honores, le estaba sirviendo una deliciosa cena. Para evitar disgustos, cuando sintió que su marido venía, rogó a su convidado que se ocultara en un gran cofre vacío, que estaba en un rincón, lo cual hizo él de muy buena gana, puesto que sabía que el pobre hombre no podía ver a un sacristán. Enseguida la mujer encerró la magnífica comida y el vino en el horno, porque si su marido lo hubiera visto, seguramente hubiera preguntado qué significaba esto. 8 CUENTOS EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL COSTA rica -¡Qué lástima! -repuso Claus el chico, viendo desde el pajar desaparecer la comida. -¿Hay alguien ahí arriba? -preguntó el campesino volviéndose y viendo a Claus el chico. -¿Por qué te acuestas ahí? Baja pronto y entra en la casa. -Claus el chico le contó cómo se había extraviado y le pidió hospitalidad por aquella noche. -Con mucho gusto, -respondió el campesino- pero comamos primero un poco. -La mujer recibió a los dos con amabilidad, preparó de nuevo la mesa y sirvió un gran plato de arroz. El campesino, que tenía hambre, comió con buen apetito, pero Claus el chico pensaba en el delicioso asado, en el pastel y en el pescado, escondidos en el horno. -Había echado bajo la mesa el saco que contenía la piel de caballo, ya sabemos que para venderla en la ciudad se había puesto en camino. Como no le acababa de gustar el arroz, daba pisotones al saco e hizo rechinar la piel seca. -¡Chist! -dijo a su saco; pero en el mismo momento le hizo rechinar más fuerte. -¿Qué tienes en el saco? -le preguntó el campesino. -Un hechicero, -respondió Claus- no quiere que comamos arroz y dice que por un efecto de su magia hay en el horno un asado, un pescado y un pastel. -Eso no es posible, -dijo el campesino, abriendo enseguida el horno, y descubrió en él los soberbios manjares que su mujer había ocultado y creyó que el hechicero había hecho este prodigio. La mujer no se atrevió a decir nada, sino colocó los manjares sobre la mesa y ellos se pusieron a comer pescado, asado y pastel. Claus hizo de nuevo rechinar su piel. -¿Qué dice ahora? -preguntó el campesino. -Dice que ha hecho poner para nosotros tres botellas de vino, que también están en el horno. Y la mujer tuvo que servirles el vino que había escondido, y su marido se puso a beber alegrándose cada vez más. De buena gana hubiera querido tener un hechicero semejante al que tenía en el saco Claus el chico. -¿Podrá enseñarme también al diablo? -preguntó el campesino-. Quisiera verle ahora que estoy alegre. -Sí, -dijo Claus- mi hechicero puede todo lo que le mando. -¡Eh!, tú, ¿no es verdad? -preguntó e hizo rechinar el saco. -¿Oyes? ¡Dice que sí! Pero el diablo es muy feo, no merece la pena verle. -¡Oh! ¡No tengo miedo! ¿Qué facha tendrá? 9 CUENTOS EDITORIAL DIGITAL - IMPRENTA NACIONAL COSTA rica -Se aparecerá delante de nosotros bajo la forma de un sacristán. -¡Uf! ¡Qué feo! Es menester que sepáis que no puedo soportar la vista de un sacristán. Pero no importa, como sé que es el diablo tendré valor. Sólo que no se me aproxime. -¡Pon atención! -dijo Claus-. Voy a interrogar a mi mago -y acercó su oído al saco... -¿Qué dice? -Dice que os acerquéis a ese gran cofre que está ahí en ese rincón, que lo abráis y veréis al diablo, pero es necesario sostener bien la tapa para que el malvado no se escape. -¿Queréis ayudarme a sostenerla? -preguntó el campesino acercándose al cofre donde la mujer había ocultado al verdadero sacristán que daba diente con diente de miedo. El campesino levantó un poco la tapa. -¡Uf! -gritó dando un salto atrás-. Ya le he visto. Se parece todo al sacristán de nuestra iglesia; ¡es horrible! Enseguida se pusieron a beber hasta muy avanzada la noche. -Véndeme tu hechicero, -dijo el campesino- pide por el todo lo que quieras, una bolsa de monedas de plata te doy por él. -No puedo, -respondió Claus el chico- piensa en lo útil que me es este hechicero. -Sin embargo, tendría tanto gusto en tenerlo... -dijo el campesino insistiendo. -Sea -dijo por fin Claus el chico- pues que has sido tan bueno y me has dado hospitalidad te cederé el hechicero por una fanega de monedas de plata: pero me la has de dar bien medida. -Quedarás satisfecho, -dijo el campesino- sólo te ruego que te lleves el cofre; no quiero que esté ni una hora más en mi casa.