MATERIALES PARA UNA CRÍTICA DE LA ANTROPOLOGÍA PERSPECTIVISTA

Carlos Reynoso Universidad de Buenos Aires http://carlosreynoso.com.ar Versión 08.16.14 – Agosto de 2014

TODOS GRINGOS – A MODO DE INTRODUCCIÓN

Antes de abordar el desarrollo del ensayo que aquí se inicia –y en el que se intenta conso- lidar una crítica a los hechos y dichos de la corriente de etnografía brasilera conocida como perspectivismo, multinaturalismo, animismo, ecología simbólica o antropología pos-estruc- tural– conviene hacer mención del que ha sido tal vez el episodio más embarazoso en los anales de la antropología reciente. Casi una década atrás, en efecto, el antiguo pastor evangélico del ILV International y lin- güista Daniel Everett sorprendió al mundillo antropológico publicando en Current Anthro- pology un atroz ensayo neo-whorfiano sobre las limitaciones que la cultura de los Pirahã de la cuenca del Maici (en plena Amazonia), imponía a su lengua y a sus capacidades cogniti- vas. Después de enumerar prolijamente los rasgos de los que su idioma carece y de com- probar en dicha sociedad la ausencia de mitología, de narraciones mundanas, de rituales, de shamanismo, de arte, de música y hasta de la capacidad de hablar de algo que no estuviese ligado a la experiencia inmediata, Everett nos cuenta que los Pirahã le pidieron una vez que les enseñara a contar. Tras ocho meses de instrucción diaria –nos revela el autor– la ense- ñanza debió interrumpirse sin que se hubiera obtenido ningún resultado. Todo intento de hacer que los nativos aprendieran algo fue un fracaso. Ningún Pirahã aprendió a contar has- ta 10 (o aunque fuere hasta 2) o a sumar 1+1; tampoco ninguno logró dibujar siquiera las fi- guras más rudimentarias, tal como una simple línea recta (Everett 2005: 625-626, en línea). Conforme se alega en la reseña de Everett, los Pirahã (cognitivamente hablando) probaron estar en un nivel de acuidad mental inferior al de los macacos, los loros, mi perro Haru y hasta (documentadamente) los pollos recién salidos del cascarón.

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Comprobar esos argumentos e intervenir en esa discusión ha sido peliagudo desde el va- mos. Pese a la abundancia de antropólogos brasileros en ejercicio, en el momento en que se desató el escándalo ninguno de ellos formaba parte del selecto grupo de amazonistas que frecuentaban el Maici, que poseían formación en lingüística y que podían hablar Pirahã con fluidez suficiente. Con una soberbia pocas veces vista los neowhorfianos alegaban que los únicos capacitados para interactuar con los Pirahã eran Daniel Everett, Keren [Madora] Everett, Steven Sheldon, Arlo Heinrichs y absolutamente nadie más: todos gringos, como el mismo Everett se ufanaba en subrayar, y todos miembros militantes del ILV, una corpora- ción tan quintaesencialmente infame que hasta Everett decidió traicionarla en la primera o- portunidad que se le presentó. Ahora bien, lo peor del caso es que de los innumerables perspectivistas que declaran fre- cuentar la Amazonia, que superpueblan los congresos de América Latina y que atiborran nuestros anaqueles con cien etnografías superficialmente disímiles pero cortadas por la misma tijera, ninguno había siquiera mencionado a los Mura-Pirahã antes que Everett los rescatara del olvido y los convirtiera, lejos, en el pueblo amazónico más mentado en la Web. Sea porque carecían de competencia en asuntos de cognición y cultura, o porque intervenir en el tema no lucía suficientemente rentable, los Amazonistas en general (y su primera minoría perspectivista en particular) eligieron mayoritariamente callarse la boca. Ni Eduardo Viveiros de Castro ni Philippe Descola –líderes del rango más alto– alzaron la voz en defensa de la dignidad Pirahã, de las culturas de Amerindia o de la antropología, puestas groseramente en ridículo por un lingüista no especialmente destacado, ávido por devenir famoso y carente de la más mínima solvencia etnográfica. Por razones que algún día habrá que dilucidar, el artículo de Everett, que tuvo y sigue te- niendo millones de ecos, embeddings, links y Likes en las redes sociales, fue respondida en el mismo número del Current por una crítica que alternó entre lo elogioso, lo tibio y lo co- barde. Pero llamar a los Pirahã una nación, una sociedad o un pueblo no es más que una manera de decir. Los Pirahã, más duramente tratados que otros grupos del tronco Mura (estudiados alguna vez por Curt Nimuendajú) son hoy apenas un puñado de sobrevivientes a las masacres del siglo XVIII narradas en la Muhuraida y al exterminio étnico del Cabana- gem un siglo posterior. Según he escrito en otra parte, recién en los últimos años se está co- menzando a evaluar la posibilidad de que a consecuencia de esas calamidades se hayan per- dido y continúen perdiéndose rasgos no triviales de su lengua y su cultura (Wilkens 1819 [1785]; Nimuendajú 1948: 267; Beller y Bender 2008; Sauerland 2010; Reynoso 2014b, en línea). Ahora bien: cuando Everett publicó su libelo sobre los Pirahã ¿en qué estaban ocupados los perspectivistas amerindios que hoy celebran la gloria de la antropología amazónica y que presumen de equidistancia en el debate entre universalismo y relativismo, como si hubiera un montón de Hauptwiderspruchen más apremiantes? El hecho es que hasta el momento y

2 más allá de unas demoradas sanciones administrativas y de un puñado de críticas elabora- das por lingüistas que no rayan muy alto, el desafío de Everett sigue sin contestarse desde la antropología, dando pábulo a la sospecha de que la disciplina ya se encuentra (como casi llegó a predecirlo Clifford Geertz [cf. Handler 1991: 612]) en tren de integrarse al mau- soleo de las prácticas melifluas e inservibles que alguna vez existieron. La pregunta es retórica, sin embargo, porque los perspectivistas estaban trabajando por ahí o no muy lejos, pero o bien carecían de valor o de interés para afrontar estas disputas, o bien su teoría apenas era capaz de mostrar a los Otros como sujetos de humanidad fluctuan- te, en virtual estado de naturaleza, tal como hasta hoy lo testimonia su inclinación por las ideas primitivistas de Pierre Clastres, Lucien Lévy-Bruhl o Roy Wagner. De hecho, las prioridades de los perspectivistas han sido y siguen siendo otras: como replicando la pre- sunta reflexividad de un pensamiento salvaje [sic] que sólo se ocupa de pensarse a sí mis- mo, nuestros pensadores se afanan en utilizar la data recabada aquí y allá como material ilustrativo de las bondades de su propio marco de referencia, sin desangrarse mucho por lo que suceda en ningún lugar, y menos que nada en Brasil. Los perspectivistas, tal como han llegado a admitirlo, no quieren complicarse la vida con cuestiones burocráticas de política indígena y otros enojosos problemas de gestión (cf. Viveiros 2013: 35-36). Su credo es como el de la declinante action research o el de la alicaída antropología aplicada, sólo que al revés, como si fuera digna y hasta meritoria una práctica científica que parece diseñada ex profeso para que todo siga como está o –mejor todavía– para que vuelva a ser lo que al- guna vez fue. Su teoría opera entonces como una especie de meme, en el sentido de Richard Dawkins (1985), una entidad que sólo busca replicarse como tal y que secundariza todo cuando no concierna de lleno a su replicación. Pero mi principal sospecha es, y con fuertes razones, que el silencio de los perspectivistas ante uno de los mayores desafíos que la antro- pología estuvo enfrentando en este siglo un tanto flojo en acontecimientos no fue una deci- sión táctica circunstancial sino que se encuentra teorética y pragmáticamente motivado. A lo que voy, concretamente, es a que si después de medio siglo de culto a la corrección política las corrientes teóricas del momento no estaban a la altura de las circunstancias para responder a un discurso que propagaba una pintura insultante de la alteridad, es porque ese ultraje podría ser funcional a sus intereses, contribuyendo a trivializar el concepto de cultu- ra y sirviendo a la causa de la eternización de una disyunción insalvable entre nosotros y los otros, o, como dice Descola (2005: 104-111), entre naturalismo y animismo: un programa que (bajo pretexto de oponerse a una distinción entre naturaleza y cultura de la que a todos los Occidentales se nos declara culpables) lleva adelante un inédito vaciamiento metodoló- gico de la disciplina, encoge el ámbito de incumbencia de la antropología a su mínimo his- tórico y revitaliza un exotismo que nunca habríamos creído posible que prosperara en los tiempos que corren (cf. Cantz 2013; Viveiros 2013: 65).

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Por momentos también me siento inclinado a especular que, de tener algún asomo de vero- similitud, la narrativa everettiana, que negaba acaso por primera vez en las crónicas de los saberes antropológicos la universalidad de la mitología (un factor que en casi todas las re- censiones de la doctrina es constitutivo), ponía todo el razonamiento perspectivista al borde del abismo. Para el perspectivismo el papel de la cultura, una entidad relegada al fondo de la escena, casi se restringe a urdir mitos y ontologías que ocupan casi todo el horizonte y en las que finca la clave de todo lo demás. Las sociedades forman parte de una misma familia ontológica toda vez que sostengan un puñado de predicados parecidos (o un poco distintos, o incluso opuestos) referidos a la humanidad primordial de animales, plantas y otras formas de vida. ¿Qué sucede entonces cuando un desavenido presenta evidencia de una sociedad sin mitos o sin creencias articuladas en formas narrativas? Lo único que cabe hacer en tal coyuntura es echar tierra sobre un descubrimiento así de amenazante y esperar que el tiempo barra con la memoria del hecho. Pero otra posibilidad me preocupa más todavía: que al situar lo hu- mano y lo cultural por debajo de (o confundido con) la naturaleza, en último análisis el neo- whorfismo evangelizador y el multinaturalismo pos-estructuralista, ideológicamente ha- blando, no sean sino dos caras de una misma comunidad de pensamiento. A este respecto, resulta chocante que Eduardo Viveiros, poco después de afirmar que el perspectivismo es perpendicular a la oposición universalismo/relativismo sugiera que

es dudoso que los ‘relativistas’ existan realmente, por lo menos con las bizarras propiedades que los citados universalistas les atribuyen. Ellos parecen ser, antes que nada, un espantapá- jaros de la derecha ontológica, que necesita pensar que alguien piensa como ella piensa (o dice que piensa) que los relativistas piensan (Viveiros 2013: 51).

En mi estudio sobre el whorfianismo y sus secuelas he aportado evidencia que nos lleva a pensar que, por el contrario, ha habido una intensa comunión entre el relativismo (el lin- güístico al menos) y la extrema derecha, nazismo y fascismo incluidos (cf. Reynoso 2014b: cap. 2, en línea). La evidencia se extiende a lo largo de docenas de elementos de juicio que van desde el diseño de un apartheid para los semitas elaborado por Antoine de Rivarol has- ta el panfleto del archienemigo de Pinker, Geoffrey Sampson (2002), titulado “No hay nada malo con el racismo (excepto el nombre)”, pasando por el número de miembro del partido nazi de Walter Porzig (NSDAP n° 3397875), el saludo a Hitler de Georg Schmidt-Rohr y la asociación del Sonderführer con la milicia celta Bezen Perrot. Siendo esta información tan pública y notoria, y habiendo respaldado Viveiros a un anti-marxista ra- bioso como Pierre Clastres y a un constructivista radical como Roy Wagner, soy de la idea de que antes de pretender correr a los universalistas por izquierda denigrando a la “derecha ontológica” nuestro autor debería administrar las descalificaciones ideológicas con más hondo conocimiento de la historia y mucha mayor circunspección (cf. Hutton 2002; 2005; D. Leach 2008). maldición

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Sea cual fuere la explicación más apta de la retracción de nuestros autores frente al avance del extremismo neowhorfiano, urge decir lo que debe decirse en términos tan ásperos como la situación amerita: en un momento en que en uno de los documentos etnolingüísticos más discriminatorios de todos los tiempos una sociedad amazónica era puesta humana y cultu- ralmente en entredicho, los perspectivistas que eran ya entonces dueños del campo se de- sentendieron de los mandatos más básicos de la ética antropológica y mansamente se llama- ron a silencio, aunque los Pirahã no vivieran la mar de lejos de los Yawalapíti y los Ara- weté de Viveiros o de los Achuar de Philippe Descola. La excepción a este dictamen al que me veo empujado fue un breve y tímido comentario de Alexandre Surrallés (2005: 639-640) del Collège de , quien (visiblemente delegado por alguno de sus jefes) optó por defender sin el más leve sentido de la relevancia no exac- tamente a los Pirahã sino a una insulsa definición perspectivista de ‘cultura’, sin hacer nada que fuera al grano, sopesara los hechos, articulara los insultos del caso, disparara la res- puesta e hiciera blanco en la cuestión principal. Viveiros, mientras tanto, cerró el expedien- te pregonando el carácter ilusorio del relativismo, otorgándole no obstante la razón, estam- pando un sello de fascismo a la mera idea de la unidad de la mente humana y regalándonos a todos sus colegas, con esta pirueta de baja estofa, una idea precisa de la calidad que cabe esperar de sus razonamientos. Con el perspectivismo en foco y en el escenario de una disciplina a la que resulta cada día más difícil justificar su costo social, es aquí exactamente donde cabe preguntarse cuáles po- drían ser los usos de esta teoría para el etnógrafo o el científico social contemporáneo. Lo que se ha visto hasta ahora es que en su variante clásica ha servido, claramente, para con- vertir a sus cultores en celebridades exitosas cuyas obras sirven para que otros las lean, re- tengan sus consignas principales y se consuelen con dedicar sus vidas académicas a su re- producción aplicándolas a las etnias que les toque en el reparto y a una cosmovisión que (dicen) se remonta al poblamiento paleolítico de América y no ha variado mucho desde entonces. En su variante pos-estructural, mientras tanto, el perspectivismo ha desencadenado el hábi- to de expresarse a través de una jerga deleuziana que encubre referencias de tercero o cuarto orden a criaturas técnicas que apenas se comprenden (multiplicidades, rizomas, frac- tales, atractores, hologramas, espacios lisos, ritornelli), cuyos usos ya han sido objeto de una parodia devastadora veinte años atrás y cuya utilidad hermenéutica para la antropología nadie ha logrado demostrar con el rigor y la profundidad que merecemos quienes conoce- mos las fuentes pos-estructuralistas tanto o mejor que ellos pero no las valoramos exacta- mente igual (cf. Sokal 1994, en línea; Reynoso 1986b, en línea; 1991, en línea; 2014a, en línea). Nada en el mundo está más lejos de una antropología de diagnosis e intervención que el perspectivismo, tal como lo admiten sus figuras principales sin mayores miramientos cuan-

5 do conceden reportajes y beben (tal parece) unas copas de más (cf. Viveiros 2013: 16, 40). El objetivo de los participantes en el movimiento es construir “un modelo simplificado” que no interesa a qué distancia se sitúa de las realidades etnográficas que lo inspiraron, ni de qué operaciones y sesgos de construcción resulta, ni qué novedades aporta, ni a qué tiempos idos nos retrotrae bajo la capa de un modelo de vanguardia que en sus momentos de incontinencia ha llegado a sostener –y lo dicen en serio– que sus añosos conceptos han tornado las ideas de “cultura” y “sociedad” “teóricamente obsoletas” (Strathern y otros 1996; Viveiros 2010: 104). A pesar de que recientemente han propuesto que la misión de la antropología futura es la de ser la teoría-práctica de la descolonización permanente del pensamiento y se han ensayado unas pocas pullas contra “el mundo de los Estados Unidos” y otros gestos de corrección política minimalista e inofensiva (Viveiros 2010: 14; 2013: 19, 33), para el perspectivismo el adversario no es el capitalismo depredador, la globalización o el etnocentrismo real de Everett y los evangelizadores compulsivos sino, como ha venido siendo para el común de las pos-antropologías (pos-modernas, pos-procesuales, pos-estructuralistas, pos-sociales, pos-socialistas, pos-marxistas) un estructuralismo mandarinesco y un positivismo dualista de corte laplaciano que nunca han existido en antropología como ellos los pintan y que na- die últimamente se ha molestado en defender. En la vida académica del nuevo milenio, regida por principios de pensamiento débil, des- movilización y fin de la historia, no hay mejor manera de garantizar el triunfo que conse- guir un enemigo imaginario o fácil de noquear y eso es exactamente lo que los perspectivis- tas han hecho. Viveiros, para mayor reaseguro, muy rara vez proporciona el apellido de al- gún adversario concreto cuando formula una crítica, como procurando atenuar la cifra de los que se darán por aludidos; ni siquiera llama a las teorías por su nombre, just in case. (cf. Viveiros 2012: 65). En caso extremo, las culpas se echan a Occidente, dando por sentado que en antropología nadie en sus cabales se identificaría con él. Aunque burda, la treta parece que funciona. Por algo es que el perspectivismo que está comenzando a afianzarse en este siglo no tiene –en lo que a América Latina respecta– rivales a la vista. La ideología abrazada por la corriente principal perspectivista dista sin embargo de tener raigambre latinoamericana, entroncándose dócilmente en las formas más convencionales del posmodernismo tal como se manifestó en la obra del mismo puñado de pos-estructura- listas franceses que están en moda menguante desde hace cincuenta años (Deleuze, Guatta- ri, Derrida, Foucault) y que se fueron tornando obligatorios cuando mis contemporáneos hoy perspectivistas y yo estudiábamos antropología: una sociedad de poetas muertos cuyos arranques de inspiración, primorosamente diseñados para el gusto intelectual de París, uno no esperaría encontrar hoy en estas latitudes: una pandilla de filósofos aparatosamente nar- cisistas de la rive gauche que hasta a mí me resultan brillantes cuando hablan de los asuntos que conocen, pero que nunca habrían imaginado que serían fervorosamente usados para lo

6 que se los usó en nuestra disciplina (cf. Descola 2005; 119-120, 306-7, 324, 478; Stolze Lima 2005: 30, 40; Viveiros 2010: passim; Viveiros 2013: 18, 21, 30, 52, 93, 99, 146, 149, 158, 172, 257; cf. Reynoso 1986b; 1991a). Notablemente, y a diferencia de lo que fue el caso con las corrientes teóricas latinoameri- canas de habla castellana, el perspectivismo no acogió con agrado ni el influjo de la antro- pología posmoderna norteamericana (inspirada en las mismas raíces) ni el de los estudios culturales posmodernizados, permaneciendo con muy pocas excepciones en la órbita de in- fluencia de escritores francoparlantes (cf. Reynoso 1991a; 2000). Hasta el día de hoy las tres o cuatro figuras principales del perspectivismo, en efecto, sin importar dónde hayan nacido, hablan en francés mucho más fluidamente de lo que escriben en lengua portuguesa. Es significativo que sea el propio Viveiros de Castro quien subraya la incomprensión entre la antropología francesa y el pos-estructuralismo galo y entre su propia antropología y el posmodernismo antropológico norteamericano, encontrando rivalidades, querellas y anti- patías parecidas a los que comentara en su tiempo el antropólogo Bruce Knauft (1996) de la Universidad Emory en Atlanta:

El postestructuralismo filosófico, la French theory por excelencia, tuvo escaso efecto sobre la antropología que se hace en la propia Francia, mientras que por el contrario fue el principal responsable del acercamiento entre las dos disciplinas en los países de lengua inglesa (no sin provocar reacciones violentas, hay que señalarlo, de parte de los cardenales académicos loca- les). Es verdad que no faltan ejemplos de comicidad involuntaria en las apropiaciones de la French theory por los antropólogos y sus congéneres del mundo exterior al hexágono. Pero la indiferencia hastiada, cuando no la hostilidad abierta, que las ciencias humanas francesas en general demuestran frente a la constelación de problemas que designa esa etiqueta –doble- mente peyorativa, por cierto– es más que lamentable, porque ha creado una divergencia in- terna a la disciplina, desencadenando un proceso de extrema incomprensión recíproca, y al fin de cuentas reflexiva, entre sus principales tradiciones nacionales (Viveiros 2010: 87-88).

Viveiros encuentra comicidad en las apropiaciones yanquis de exquisiteces intelectuales pa- risinas que están más allá del alcance de los antropólogos de Norteamérica y le acompaña en ello una robusta razón. Pero una pizca de autocrítica no habría estado de más. Dado que ha sido él mismo quien trajo a colación el tema de lo irrisorio, diré que no hace falta aso- marse a la refutación de las imposturas intelectuales elaborada por Alan Sokal y Jean Bric- mont para encontrar pifias de insuperable hilaridad tanto en el campo filosófico pos-estruc- turalista como en las derivaciones antropológicas que presumen haber hecho una lectura fiel de sus libros sagrados (cf. Sokal 2009; Sokal y Bricmont 1999: 157-169). Por el contrario, yo, antropólogo, he documentado a la par de otros críticos de América La- tina que la lectura de ideas trabajadas en otras disciplinas duras o blandas por parte del pos- estructuralismo primordial y sus vecindades (Deleuze, Guattari, Morin, Capra) así como por antropólogos inspirados por ellos (Viveiros, Descola, Latour) ha sido y sigue siendo ór-

7 denes de magnitud más desopilante que los infructuosos intentos de los antropólogos ame- ricanos de parecer intelectuales al estilo europeo (Reynoso 1986b, en línea; 2011a; 2014a, en línea; García 2005, en línea; Maldonado 2007; Bunge 2012, en línea). En el libro que aquí apenas comienza tendremos ocasión de revisar nuevos y sorprendentes materiales a este respecto. Como quiera que sea, en algo menos de veinte años el perspectivismo se ha convertido en la teoría antropológica brasilera por antonomasia, superando con mucho los alcances de la teoría de la fricción interétnica de Roberto Cardoso de Oliveira [1928-2006] de los años 60 y 70, acaso la única expresión original en la teoría antropológica sudamericana en aquellos tiempos. Sin afrontar casi resistencia y a caballo quizá de la ilusión de adoptar un pensa- miento patrióticamente próximo, o de la idea de que es mejor participar en una teoría de es- caso riesgo, implementación fácil y bajo vuelo que no disponer de ninguna, las monografías amazónicas escritas bajo el influjo perspectivista son hoy legión (Vilaça 1992; 2006; Tei- xeira-Pinto 1997; Bird-David 1999; Fausto 2001; Gonçalves 2001; Lasmar 2005; Stolze Li- ma 2005; Andrello 2006; Calavia Sáez 2006; Gordon 2006; Lagrou 2007; Niño Vargas 2007; Pissolato 2007; Cesarino 2011, etcétera).1 Una vez abroquelados en la jefatura del movimiento y puestos a la tarea de teorizar, sin em- bargo, ni Viveiros ni Descola han vuelto a sumergirse en la etnografía de inmersión de lar- go aliento como la que practicaron en su juventud, cuando se avenían a escribir libros casi sin marca teórica originados en sudorosas notas de campo garabateadas en el corazón de la selva y que estarán siempre entre lo mejor que entregaron a la prensa. Superado el sexenio y al filo de la jubilación, su espíritu de campaña, me temo, tiende a la convergencia con el que se auspicia en el manifiesto del Grupo AntropoCacos, los ladrones de guante blanco de la antropología del Cono Sur.2 El metamensaje parecería ser que hay una edad para todo: una vez consagrados como tales, ni una sola etnografía mayor de los maestros ha sido ela- borada conforme a los lineamientos del método perspectivista. Ahora ellos son teóricos y metateóricos de tiempo completo y las etnografías, sean las viejas y propias o las nuevas y ajenas, sólo operan como suministradoras de viñetas ilustrativas. Hasta en eso han copiado a Lévi-Strauss. A medida que el perspectivismo reciente va generalizando la idea de que los motivos, mite- mas y configuraciones de sentido que se encontraron en la mitología amazónica se remon- tan a la época del poblamiento americano (y que también puede que sean cuasi-universales sin dejar por ello de ser refractarios a la mirada de la ciencia Occidental), la corriente co- mienza a transgredir las fronteras, conquistando a los antropólogos latinoamericanos que

1 Viveiros mismo agrega los nombres de Peter Gow, Oscar Calavia, Philippe Erikson, Luisa Elvira Belaunde, Eduardo Kohn, Montserrat Ventura y Oller, Els Lagrou, Manuela Carneiro da Cunha, Michael Uzendoski, Elizabeth Ewart y Loreta Cormier (Viveiros 2013a: 90).

2 Véase http://www.antropocacos.com/. Visitado en junio de 2014.

8 estaban necesitando, además, que alguien les descifrara (a través de una alucinada paráfra- sis) qué es lo que pensaban Deleuze, Leibniz o Riemann, o que les recordara qué es lo que había querido decir Lévi-Strauss, autor a quien hasta la semana pasada no existían motivos para que los que hoy son los nuevos conversos del perspectivismo le prestaran atención. El retorno de las ideas a casa ha sido el siguiente paso. Al impulso de giros estilísticos cal- cados del binarismo lévistraussiano (al cual se impugna o se corrobora según sople el vien- to poniendo de cabeza argumentos que ya eran reversibles por definición) y dando prueba de la credulidad que la profesión ha prestado al despliegue de cinco o seis tópicos canóni- cos que brindan la ilusión de que se están abriendo ventanas, desfaciendo entuertos y ofre- ciendo un marco teórico, unos poquísimos pero selectos antropólogos e intelectuales fran- ceses (por ahora apenas unos tres) se han visto seducidos por la retórica que envuelve a la corriente, una de las más densas y pomposas que han poblado las ciencias sociales de Homi Bhabha y Stephen Tyler a esta parte (Surrallés 2004; 2005; Erikson 2008; Latour 2005; 2009). Por más que el movimiento (como lo llamaré desde ahora) parezca haber llegado para que- darse, honestamente creo que no todo está perdido. O me equivoco por mucho, o ha llegado el momento de recuperar para la antropología la mirada distante, la duda metódica y el mandato de poner siempre en crisis nuestros propios supuestos. Esta reflexión ha de tener su precio. Ni que decir tiene que lo que va desde el episodio Pirahã hasta lo que acabo de narrar me ha empujado a escribir una crítica que me hará perder más amigos que los que ya he perdido pero que ya no puedo seguir reprimiendo. La pregunta que abrí al principio co- mienza a responderse ahora: si el perspectivismo no ha ayudado al conjunto de la disciplina a rebatir con toda la imaginación científica y con toda la firmeza política al desafío funda- mentalista de Everett, a mí me interesa sobremanera, caiga quien caiga, averiguar por qué. Dado que lo que pondré aquí en tela de juicio será en primer lugar cierta constelación de tácticas de glosa, de hermenéutica y de dictamen, lo primero que urge minimizar en mi reseña es precisamente eso. Puesto que las referencias encapsuladas en pocos renglones a teorías que se despliegan en varios volúmenes y en ensayos dispersos se prestan al error y a la simpleza, procuraré desarrollar la crítica que aquí empieza prestando espacio a los dis- cursos originales y poniendo los textos mismos al alcance de los dedos y en contrapunto con lo que escribo toda vez que eso (Web mediante) sea remotamente legal. Las citas, a ve- ces prolongadas, ocuparán dialógicamente el lugar de la pura exégesis. Es cierto que al re- primir la paráfrasis y la tentación del resumen habrá que sacrificar contextos, romper el clima literario y brutalizar matices, pero por lo menos esta opción reduce la probabilidad de agregar todavía más malentendidos a los muchos que han posibilitado que –incluso care- ciendo de una heurística metodológica y de luces que alumbren nuevas técnicas– el pers- pectivismo se haya erigido en la teoría del momento.

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MITOS DE ORIGEN Y FICCIONES PERSUASIVAS

El perspectivismo amerindio sobrevino y evolucionó tan rápido que muchos de mis colegas sienten que apenas se distrajeron un instante y que al volver a mirar en torno percibieron que toda la antropología latinoamericana había cambiado y que todo el mundo estaba en guerra por variancias interpretativas tan grotescas, por tópicos de relevancia tan exigua y por relecturas enésimas de autores tan gastados por los años que toda la circunstancia se tornaba hasta difícil de creer. Algunos colaboradores míos en la investigación y en la do- cencia, a quienes quizá impulsé demasiado a que concentraran el foco en cuestiones meto- dológicas muy demandantes, apenas pueden entender que en tan poco tiempo (en menos de veinte años) haya llegado a coagular un máquina discursiva de semejante facundia, de fun- damentación tan precaria y de tan exorbitante poder de persuación. Desentrañar el origen exacto del perspectivismo, sintetizar sus lineamientos y evaluar su aporte es un trabajo enredado porque (como habrá de verse) los autores se citan recíproca- mente, copian y pegan, se realimentan, descontextualizan y filtran todo texto que tocan, en- mascaran sus voces propias tras de un canon de discursividad impersonal, reparten premios y castigos discordantes, glorifican fuentes de inspiración que difieren cada vez que histori- zan sus propias trayectorias, cultivan las más hondas contradicciones, adoptan niveles de abstracción tan altos que todo lo que miran deviene parecido, atribuyen etnocentrismo a quienes piensan distinto, invisibilizan todo lo que guarde relación con procesos de cambio, resucitan autores y conceptos en desuso que se han demostrado problemáticos (shamanis- mo, animismo, participación), vuelven a llamar o aceptan que se llame “primitivos”, “fósi- les” o “salvajes” a los pueblos originarios, desatienden todo aspecto de la vida y la sociedad que no implique el mentís de dicotomías más presuntas que reales, agrupan prácticas diver- sas en categorías uniformes, aguijonean a sus discípulos para que adopten repertorios con- ceptuales rebuscados que no están asociados a ninguna metodología, atribuyen a la ciencia, a occidente o a quien se ponga a tiro ideologías que nadie sustentó o que no han sido exac- tamente como se las describe, desconocen o desprecian campos enteros del trabajo científi- co, reducen la conciencia, la cognición y el pensamiento a la invención mitológica, triviali- zan o sobrevaloran los méritos que encuentran en los pocos antropólogos extrapartidarios de cuya imaginación y de cuyo respaldo dependen (Pierre Clastres, Tim Ingold, Roy Wag- ner, Marshall Sahlins, Anthony Seeger, Marilyn Strathern y por supuesto Claude Lévi- Strauss) y les atribuyen una y otra vez ideas que no están ahí cuando se lo corrobora o que mutan de sentido o cambian de acento cuando se las contempla en su contexto real. Lejos estamos de una teoría de excelencia; atribuyo al perspectivismo, como sus logros culminan- tes, la visión de conjunto más insustancial del estado de la teoría y el método en la discipli-

10 na (cf. pág. 33), la más fea definición que conozco del pensamiento indígena (cf. pág. 36) y la implementación más pobre jamás llevada a cabo del concepto riemanniano-deleuziano de multiplicidad (cf. pág. 142 y ss.). Según la narración clásica de Eduardo Viveiros de Castro, fundador indiscutido del movi- miento, el perspectivismo se inspiró en la idea de “cualidad perspectiva” del sueco Kaj Århem (1990) o en la “relatividad perspectiva” del lamentado Andrew Gray (1996). Mucho más tarde, sin embargo, Viveiros asegurará que él tomó prestado el rótulo del vocabulario filosófico moderno, pero por más que la suma de pequeñas inexactitudes como éstas con el tiempo se torne sintomática y hasta congénita, dejemos por ahora de lado esta pillería me- nor (cf. Viveiros 2013: 6, 84).3 Concentrémonos más bien en las definiciones fundamenta- les elaboradas por Århem:

[E]l texto ilustra otro rasgo característico de la visión del mundo Makuna que, por la carencia de un mejor término, la llamo cualidad perspectiva. Por una visión del mundo “perspectiva” me refiero a aquella que ve el mundo en diferentes perspectivas y desde el punto de vista de diferentes “videntes”. En tal visión del mundo son típicas proposiciones como: “lo que para nosotros aparece como.... para ellos es...” y “lo que para ellos aparece.... para nosotros es...”. Son ejemplos del texto las afirmaciones acerca de los buitres y las dantas: para los buitres los cuerpos podridos y llenos de gusanos son ríos llenos de peces; lo que los buitres ven como peces, nosotros vemos como gusanos; para nosotros parece que las dantas beben agua, pero para ellos es chicha o jugos de frutos en cosecha; lo que para nosotros parecen salados lo- dosos, para las dantas es una hermosa y gran maloca pintada...

Tal visión del mundo en la que, aparentemente, cada perspectiva es así mismo válida y ver- dadera, y donde existe la capacidad para ver el mundo desde el punto de vista de una clase de seres diferentes a la que uno pertenece, es, de hecho, fuente y manifestación de poder místico (como en el caso del chamán), de un hombre necesariamente “descentrado”; el punto de vista del hombre se convierte, simplemente, en uno de muchos puntos de vista. Una visión-del- mundo perspectiva es aquella que no está hombre-centrada. La humanidad está situada al lado de una variedad de otras clases de seres vivientes igualmente importantes y valorados. Creo que este rasgo de la cosmología Makuna es característica de muchas de las eco-cosmo- logías de la región amazónica.

La visión del mundo Makuna es transformacional y perspectiva. Es transformacional en cuanto el cosmos es visto como constituido por una serie de formas de mundo separadas, to- das las cuales parecen ser transformaciones de uno a otro. Diferentes clases de seres vivientes

3 Olvidemos también que en otro lado Viveiros (2012: 84) afirma que los inspiradores artículos de Descola (1992; 1996) sobre el “animismo” amerindio fueron una de las causas próximas de su interés por el perspec- tivismo, mientras que Descola (2012: 411) dice de un ensayo de Viveiros (1996b) que sus “consideraciones sobre la epistemología animista deben mucho a los caminos abiertos por ese artículo”. Tanto anacronismo y tanta simetría en las fórmulas de agradecimiento suenan menos a gestos sinceros de gratitud o a convergen- cias estratégicas que a tácticas ansiosas de coordinación de coartadas, tal como lo testifican las críticas de Viveiros a Descola en esos momentos en que sostener la integridad de la teoría se comprueba dañiño al propio interés (v. gr. más abajo, pág. 36, 50, 51, 60, 62, etc.).

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son “gente” vestida con distintas “pieles”; su ser interno puede tomar variadas formas exter- nas; una clase de ser, fácilmente se convierte en otro. Y es perspectiva en cuanto el mundo es percibido desde el punto de vista de diferentes clases de seres vivientes que lo habitan; no existe una única representación del mundo correcta o verdadera; hay varias. Una concepción humanamente centrada de la realidad es una entre muchas, todas las cuales son reconocidas por gente sabia.

En esta cosmología la disyunción radical –tan característica del pensamiento occidental– en- tre naturaleza y cultura, hombres y animales, se disuelve. Hombres y animales están íntima- mente relacionados por analogía, esencia ancestral y espiritual. Los hombres y los animales son miembros de una sociedad cósmica en la que su interacción está regulada por las mismas reglas y principios que regulan la interacción entre gente y sociedad humana. En últimas, todos los seres vivientes son “gente” porque comparten al interior de los poderes primordiales de la creación y la vida (Århem 1990).

Casi todo lo esencial está en estos cuatro párrafos y el resto de la doctrina no hace mucho más que añadir bordaduras, referencias a un dualismo estructuralista más o menos real y a un dualismo científico más bien imaginario, y una dosis de ilustraciones de casos que a ellos puede parecerle abrumadora pero que a la escala de sus ambiciones teóricas nada im- plica mientras no se consigne un número de ejemplares verdaderamente significativo. Tal como lo había plasmado Århem, los grados de libertad del modelo definen un alcance corto y un margen de variancia pequeño. De hecho, cuando Viveiros retoma estas ideas no le es posible modificarlas demasiado. En una pequeña apoteosis de eufemismos, evasivas y coincidencias (y olvidándose de su presunta familiaridad con el vocabulario filosófico “mo- derno”, que va de Leibniz a Nietzsche), Viveiros racionaliza la precedencia de Århem ad- mitiendo que “algunos trabajos, como por ejemplo los de Kaj Århem sobre la cosmología makuna, habían anticipado aspectos cruciales del concepto, algo que nos dimos cuenta [con Tânia Stolze Lima] recién cuando nuestra labor analítica estaba a medio camino” (Viveiros 2013: 89). El párrafo que sigue es probablemente lo más sustancial que Viveiros agrega a lo que pro- ponía Århem:

[S]e trata de una concepción, común a muchos pueblos del continente, según la cual el mun- do está habitado por diferentes especies de sujetos o personas, humanas y no-humanas, que lo aprehenden desde puntos de vista distintos. Las premisas y conclusiones de esta idea son irreductibles (como mostró Lima 1995: 425-438) a nuestro concepto corriente de relativismo con el que a primera vista parece relacionarse, pues se disponen, justamente, de modo exac- tamente ortogonal a la oposición entre relativismo y universalismo. Esta resistencia del pers- pectivismo amerindio a los términos de nuestros debates epistemológicos pone en entredicho la solidez y posibilidad de extrapolación de las divisiones ontológicas que los sustentan. En particular, como muchos antropólogos ya han concluido (aunque por otros motivos), la dis- tinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ám-

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bitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una crítica rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37).

Sólo un craso desinterés por la historia de la filosofía o un afán de confundir las cosas pue- de explicar que se haya escogido el nombre de perspectivismo para calificar una estrategia que no llega a ser plenamente ni un método ni un marco teórico y cuya denotación es tan inestable que no siempre queda claro si define la postura propia o cierta forma de “pen- samiento salvaje” característico de la alteridad. Una alteridad que, dependiendo del humor del momento, a veces coincide con lo Amazónico, otras con lo Amerindio, otras con la Ecumene (Occidente por lo común excluido). Ni que decir tiene que a la luz del progresismo softcore que se ha constituido en norma en la era posmoderna el nombre escogido tampoco es el adecuado, puesto que (si la palabra significa lo que aparenta) una antropología cabalmente perspectivista debería pensar en formas de etnografía experimental que no sigan promoviendo el tratamiento monológico del objeto, que concedan la palabra al Otro, que se abran a la polifonía y a la heteroglosia, que en lugar de perpetuar terminologías décimo-nónicas que insisten con el “animismo”, el “shamanismo” y la “participación” introduzcan las categorías conceptuales nativas que ha- gan falta, y que también desactiven las tácticas autoritarias que reproducen la asimetría au- toral en el proceso de la escritura etnográfica, la publicación de los resultados y el cobro de los derechos de autor. Todo esto puede sonar demasiado mid-western y provinciano para la autoimagen europeizante que alientan los perspectivistas, pero nos guste o no (y a mí no me gustan) estas premisas han constituido la columna vertebral de la corriente antropológica más poderosa de treinta años a esta parte y dista de ser sensato que se le siga respondiendo con la indiferencia con que hasta hoy el perspectivismo las confronta. Por algo es que los perspectivistas nunca se expiden sobre la antropología crítica de los 60s, la etnografía experimental posmoderna y el poscolonialismo, en contraste con los cuales las prácticas unilaterales, inexplícitas y altamente irreflexivas que ellos implementan en lo que va desde trabajo de campo hasta la elaboración de la etnografía quedarían demasiado en e- videncia. A pesar de sus pretensiones de igualitarismo rizomático y de su proyecto explícito de una antropología “simétrica”, “chata” y “horizontal”, es altamente improbable que los perspectivistas acojan o promuevan lecturas en la línea de Reinventing Anthropology de Dell Hymes (1969), “¿Puede el subalterno hablar?” de Gayatri Chakravorty Spivak (1988), “Las etnografías como textos” de George Marcus y Dick Cushman (1991) o “Sobre la auto- ridad etnográfica” de James Clifford (1991). A la hora del balance, advertimos que las dos antropologías pos-estructuralistas, la yanki y la perspectivista franco-brasilera, están parti- das al medio, mucho más hondamente de lo que jamás estuvieron (digamos) el materialis- mo cultural y la hermenéutica, o las etnografías boasianas y la antropología transcultural de Yale: estas alternativas teóricas, por lo menos, admitían la existencia de sus rivales. Entre interpretaciones discrepantes de una misma y muy pequeña fuente de ideas, en cambio, y

13 por razones que querrán otros desenredar, no hay componenda imaginable ni discusión posible. Cuando afirmé más arriba que el perspectivismo no llegaba a ser una teoría quise decir exactamente eso; incluso en las formas más laxas de la antropología contemporánea, lo usual es que lo que hace las veces de teoría despliegue al menos un operador específico que ocupe un lugar de relevancia en su almacén conceptual y en torno del cual gire una parte importante de la metodología. El operador específico del estructuralismo lévistraussiano es la noción de estructura basada en oposiciones binarias, el de la antropología cognitiva de los sesentas el análisis componencial de los dominios semánticos, el del geertzianismo la hermenéutica orientada a la descripción densa, el de la antropología evolucionaria la selec- ción natural, el de la teoría de la práctica el habitus y el campo, y así el resto. No es mucho pedir. Ahora bien, no todo el mundo estará de acuerdo en llamar teoría a un conjunto poli- tético de supuestos y consignas que sirven de heurística a una narrativa que ni siquiera se perocupa por coagular en una forma estable. Aunque hay un amplio rango de definiciones admisibles, no se espera de una teoría que sea sólo un abanico más bien estrecho de tópicos de conversación o una manera de acotar, sesgar, uniformizar o acentuar las descripciones en una región acotada del mundo, que es lo que en el mejor escenario el perspectivismo del primer tipo ha terminado siendo en los días que corren. Tampoco se concibe que una teoría no se preocupe por elaborar siquiera una referencia de los métodos de los que dispone para modelar la realidad, elicitar sus datos, probar sus hipótesis, replicar sus hallazgos y ofrecer, al menos, un caso de uso. Hasta Clifford Geertz, quien nunca fue un dechado de cienti- ficismo, se abstuvo de presentar su teoría en sociedad hasta tener productizados su “Thick description” y su “Deep play”. A mi juicio el primer perspectivismo habría sido útil si se hubiera presentado como hipóte- sis de trabajo en procura de una mejor organización de un determinado campo de intereses en una región más o menos extensa. El problema surge cuando comienza a soñarse a sí mis- mo como la estrategia opuesta por antonomasia a los paradigmas dominantes de Occidente, adoptando una pauta categorial que al principio no pasa de ser una nomenclatura ligera- mente excéntrica, pero que poco a poco va demandando la puesta en crisis de toda otra al- ternativa. Al impulso de esa metamorfosis, puntuada por la incorporación gradual de un puñado de pioneros, genios olvidados y socios eméritos, el perspectivismo se deja caer en infatuaciones de Gran Teoría (si es que no de Paradigma), sin que le preocupe mucho que la fundamentación cabalmente teórica deje bastante que desear y que haya quedado una plétora de requisitos sin cumplir. Mucho más que todo esto me preocupa que el perspectivismo ni siquiera elaborara razona- blemente la elección del nombre que escogió para su lanzamiento. Sea lo que fuere lo que él denomina, el caso es que el nombre del perspectivismo no estaba vacante; por el contra- rio, rebautiza una postura que muchos filósofos modernos o contemporáneos han hecho

14 suya, que siguen manteniendo todavía y en la que los autores del perspectivismo antropoló- gico, casi siempre enclaustrados en un número sorprendentemente estrecho de disciplinas, no demuestran estar dispuestos a incursionar.4 Ni por un momento compraré la idea de que las nuevas celebridades de la antropología perpetraron ese desacierto a propósito, como ardid intencionado o con un dejo irónico. Sólo unos cuantos años después de instalada la moda del perspectivismo antropológico sus ideólogos y sus epígonos (que actúan como si creyeran que la filosofía se inventó hace muy pocos años y se agota en el pos-estructuralismo) cayeron en la cuenta que el nombre de su corriente ya existía y que era moneda común en disciplinas que se hallaban a muy corta dis- tancia. Todavía hoy, si se busca esa palabra en diversas bibliotecas digitales (en EBSCO, por ejemplo) por cada Viveiros que aparece se muestran siete u ocho punteros a Friedrich Nietszche. No creo que necesite demostrarse que en el uso de un nombre ya existente nos hallamos frente a un indicador de desconocimiento y/o desprecio del campo filosófico y no ante un propósito deliberado de mímesis o continuidad. La evidencia es apabullante. Busque el lector en la bibliografía que suministro y comprobará que la expresión “perspectivismo” en la literatura pos-estructuralista precede en unos cuantos años a la mención de los nombres de Wilhelm Leibniz, Gustav Teichmüller, Friedrich Nietzsche, Fritz Krause, Gabriel Tarde, Alfred North Whitehead, Jakob Johann von Uexküll o José Ortega y Gasset, a quienes los nuevos cabecillas aplaudirán discretamente después, bien iniciado el siglo XXI, como pre- cursores que los inspiraron desde la primera hora aunque la correlación entre ambas escue- las sea, a ojos vistas, ideológicamente embarazosa y estadísticamente no significante (cf. Descola 2012 [2005]: 118, 215, 264, 305; Viveiros 2002c: 127, 129, en línea; 2004: 68; 2013: 36, 84-87). Dadas las fechas implicadas no es difícil imaginar cómo fue que se gestó este proceso or- welliano que obligó a cambiar retroactivamente la historia oficial del movimiento y el perfil de sus cultores. La cosa debió ser así: hasta finales del siglo XX todos los científicos, pers- pectivistas incluidos, basábamos nuestras visiones de conjunto en archivos documentales y en fuentes en papel; afianzados Google y Wikipedia recién entrado el siglo XXI, algún perspectivista (y en este punto sospecho de Viveiros) habrá buscado ‘perspectivismo’ en Google o en JSTOR para constatar si aparecían sus trabajos o curiosear qué se decía de e- llos.5 Cuando los links apuntaron inesperadamente a Ortega, Nietzsche, la Voluntad de

4 Con el tiempo, Viveiros (2010 [2009]) llegará a exponer una pedagogía sobre Gottfried Leibniz y otras aun más sorprendentes sobre Bernhard Riemann y Benoît Mandelbrot. Pero no lo hará mediante la lectura directa sino a través de las peculiares paráfrasis de Deleuze y Guattari (a su vez también derivativas), cuyas inexacti- tudes y comicidades involuntarias creo haber demostrado en otra parte (Reynoso 2014a, en línea). 5 Las experiencias de Viveiros con la tecnología informática y la Web comienzan a dejar rastro a partir de 2006 (diez años después de fundado el perspectivismo) con la Red Abaeté y el Proyecto AmaZone. Las poco

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Poder, Krause, Leibniz, el raciovitalismo y otras ideas de esa índole, la única opción que restaba era tejer algún nexo a posteriori entre ambos perspectivismos sin importar lo forza- do que resultase, pues “las semejanzas y las diferencias no existen en sí mismas” y todo en la cultura (antropología inclusive) es invención (Viveiros 2002a: 348; 2010 [2009]: 21; 2013: 39). Subestimando el discernimiento de eventuales lectores solventes en filosofía, eso fue exactamente lo que Viveiros hizo. Dado el estado de indigencia filosófica y erudición transgénica al que ha quedado reducida una parte importante de la antropología después de perder a Lévi-Strauss, ninguno de los nuestros se dio cuenta hasta ahora. Además, sincera- mente ¿quién va a mover un dedo por la filosofía? A fin de cuentas, en otras modas y escuelas disciplinarias otros estudiosos han perpetrado astucias parecidas, como cuando la antropología posmoderna del Medio Oeste tuvo que fingir que estaba familiarizada desde el vamos con los estudios culturales ingleses, cuando Howard Becker y Michal McCall (1990) infundieron actualidad a su libro Symbolic Inter- action añadiendo …and Cultural Studies en el título, o cuando Clifford Geertz (2002) (para taparle la boca al fastidioso de Paul Shankman) agregó a Wilhelm Dilthey a su genealogía filosófica con treinta años de demora. Hablando de otras epistemologías de fama efímera que ya hemos olvidado, Josep Llobera (1980: 42) llamaba “precursitis” a ese género de arti- ficios continuistas y acomodos cosméticos; y es que a pesar de su acendrada pretensión in- novadora, en su búsqueda de legitimación el perspectivismo incurre en el mismo protocolo de automatismos y puerilidades que cada una de las modas que le han precedido. Leibniz, Whitehead, ¡Ortega!... Aunque fuese cierto (que no lo es) una vez más el bagaje experto con que se nos distrae es espurio: dando indicio de la cortedad de miras y el sesgo colonial de nuestros antropólogos, todavía ningún militante de la escuela ha hecho justicia al Anekāntavāda ( ), el perspectivismo jaina de la India antigua que estudié al- guna vez hace cuarenta años, que proclama más o menos las mismas ideas que todas las es- cuelas que se llaman parecido y del que ni siquiera los filósofos del perspectivismo occi- dental originario encontraron útil registrar la existencia aunque la parábola de “los ocho ciegos y el elefante” que condensa a esta filosofía sea bien conocida en todo el mundo (cf. Reynoso 1978, en línea; Jainism Global Resource Center, en línea). Los perspectivistas se la pasan reclamando al dualismo occidental una mayor amplitud de visión y una “antropología simétrica” y descolonizada, y hasta fincan en la estrechez mo- dernista de los científicos convencionales gran parte de su propia legitimidad; pero ellos mismos se pretenden exentos de satisfacer esos reclamos y no atinan a imaginar formas transculturales de hacerlo. Dilapidan por ello incluso la oportunidad de romper la camisa de fuerza eurocéntrica y asomarse a una sociedad y a una configuración cultural en las que el principio de perspectivismo ha sido claramente explícito en todos los órdenes. impactantes páginas que testimonian ese trabajo todavía están vivas (a julio de 2014), pero los contenidos son harto escuetos o brillan por su ausencia (http://amazone.wikia.com/wiki/proyecto_amazone).

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No creo estar imponiendo un requisito arbitrario. Tratándose de una corriente antropológica que a cada rato pone en cuestión los sesgos simplificadores y colonialistas de la mirada occidentalizante, el perspectivismo debería ser peculiarmente sensitivo ante una problemá- tica que atañe a la matriz histórica y cultural del nombre que ha escogido para constituirse como corriente teórica. A fin de cuentas, Anekāntavāda quiere decir “pluralismo” o “multi- plicidad de puntos de vista” (an- = ‘no’, eka- = ‘uno’, vada- = ‘punto de vista’), ligando en una palabra las ideas de perspectivismo y multiplicidad de un modo que a Viveiros (aunque no duerme pensando en esas cosas) nunca se le ocurrió imaginar. Como demostraré luego, es de aquí de donde debió tomar el concepto de multiplicidad, y no de los balbuceos fa- llidos, confusos y mutables de Deleuze y Guattari, quienes, al revés de lo que todo el mun- do cree que ellos creen, siempre pensaron que algunas perspectivas (por ser rizomáticas o por lo que fuera) son infinitamente superiores a otras (cf. más adelante, pág. 142). La ignorancia hacia conceptos de perspectivismo más allá de la órbita de Occidente habría sido comprensible en un dominio de pensamiento y en un mercado de ideas que no presume de la amplitud de una mirada antropológica. Pero en lo que concierne a la corriente que nos ocupa no creo que debamos ser contemplativos: según su propia etiqueta de machacante igualitarismo étnico, y embarcado ahora en un proyecto de “emancipación del pensamiento europeo” (Viveiros 2013: 94), nuestro perspectivismo habría debido tener en cuenta ese li- naje no occidental de pensamiento, aunque más no fuese porque fue en sus coordenadas que la lógica de las perspectivas se pensó primero, distinto y mejor. Cuando hace muy pocos meses el antropólogo argenmex Miguel Bartolomé me preguntó entre un vino y un ron cuándo pensaba yo escribir una crítica del perspectivismo, creí por una fracción de segundo que se refería a esa escuela jaina de filosofía, que es donde se ama- só el ideario que seguiré asociando con el término cuando se hable de perspectivismo a se- cas. En tiempos de la penúltima dictadura, por cierto, me dió por cursar Sánskrito y Pen- samiento de la India con Fernando Tola y se conoce que quedé con algún imprinting orien- talista cableado en mi hipocampo. Tardé unos interminables milisegundos en comprender que Miguel se refería a una moda antropológica que hasta hace poco yo creía insignificante, derivativa y circunstancial pero que aquí y ahora la veo haciendo estragos en la disciplina, como cada tanto se le permite hacer a la que demuestra ser la idea que mejor combina po- tencial retórico en su sintaxis, glamour en su semántica e inocuidad en su pragmática. Mi perplejidad se explica (quiero pensar) porque hasta hace relativamente poco perspectivismo significaba otras cosas. Es que en las ciencias que otros (y no yo) decidieron llamar humanas, todo tiempo tiene su plaga característica, una ideología cuyo éxito supera al de todas las doctrinas contemporá- neas suyas por un margen que tal vez se aproxime a la cúspide de una distribución de Pa- reto, una cifra que es fruto de un algoritmo recurrente que en análisis de redes sociales se a- costumbra llamar attachment preferencial o principio de San Mateo: un juego adaptativo en

17 el que el rico se vuelve más rico [rich gets richer] y la mayoría manda [majority rules], una táctica consistente en procurar que todo siga como está y que sin correr ningún riesgo todo el mundo se suba a la caravana que mete más ruido. Si de verdad estaba en procura de una visión tan crítica y reflexiva como aquéllas con que nos viene amenazando, Bruno Latour (2009, en línea), autoerigido en antropólogo de la ciencia y especialista presunto en diná- mica de redes, debería haber leído la emergencia del movimiento en el marco de metáforas reticulares como ésas en vez de sumarse a la fiesta, confesarse adicto al perspectivismo y re-producir el clamor general. No se espera que quien funda su expertise en el desentraña- miento de los mecanismos que rigen las modas científicas, se sume alegremente y sin decir palabra a la primera que se le cruza. Lo anterior lleva a creer que en las llamadas ciencias blandas (que por cosas como éstas, creo, casi merecerían llamarse así) cada década es gobernada por una sola idea que cuando supera cierto umbral de aplauso pedagogos, comités de arbitraje, jurados de concurso y congresistas comienzan a estipular obligatoria: lo que fue el interpretativismo en los 70s, el posmodernismo en los 80s, los estudios culturales en los 90s o el pensamiento complejo moriniano en la primera década del siglo actual, eso mismo parece querer ser el perspec- tivismo en la década que corre, aunque el nombre que ha adoptado sea moneda corriente desde unos cuantos siglos antes de la era cristiana y aunque para quienes verdaderamente entienden de escuelas filosóficas la palabra signifique muchas otras cosas. Resumamos el punto antes de abordar asuntos más jugosos: el problema no es que un mo- vimiento escoja llamarse como le viene en gana, sino que en el mero acto de ponerse un nombre tal como fue que se lo puso, de reclamar posiciones de privilegio en el tablero de los pensadores creativos y de montar los pretextos inconvincentes que lo legitiman, el pers- pectivismo ha puesto a la vista otros aspectos mucho más serios atinentes a su rigor concep- tual, a su autoimagen y a su ideología, aspectos que desde otras perspectivas (por así de- cirlo) comenzamos a interpelar ahora.

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VIVEIROS DE CASTRO – FUNDACIONES Y MUTACIONES

Todo comienza con la reproducción.

Derrida, La Escritura y la Diferencia (1989: 291)

La verticalidad que impera en el mundo de los antropólogos perspectivistas es tan severa que todo el mundo concurre en que el brasilero Enrique Batalha Viveiros de Castro es el fundador del movimiento y que el prestigioso Philippe Descola, nombrado unas cuantas ve- ces en términos elogiosos por el propio Lévi-Strauss, no es más que su contacto en Francia, su cómplice de mayor envergadura, el gran perspectivista de backup (cf. Lévi-Strauss 1986: 24-25). Por una vez, la trayectoria del movimiento no recorrió el camino de Francia a Brasil sino que contra todo pronóstico siguió la ruta inversa. Fuera de los directamente implicados, sin embargo, el perspectivismo no es ni bien conocido ni particularmente apreciado en la antro- pología de Francia, donde todavía prevalece un estructuralismo epigonal de corte más clási- co y discurrir más monótono.6 Allí se considera al perspectivismo como un desprendimien- to derivativo o un comentario de segundo orden sobre la antropología de Lévi-Strauss, uno más entre las docenas que se han desarrollado, uno que no acaba de definir el alcance exac- to de sus premisas, que no ha logrado aun decir nada extraordinariamente nuevo, que hace unos cinco años agotó su envión y cambió de rumbo, y del cual casi nadie sabe en qué es- tado se encuentra, cuál es el valor agregado que aporta, cuándo dará por acabada su infan- cia programática o cuál es la fuente de inspiración que lo anima el día de hoy (v. gr. Vi- veiros 2012: 46, n. 2). No se sabe muy bien cuál ha sido la fecha de fundación del movimiento, pero los indicios me inclinan a situarla hacia fines de 1996. Los implicados quieren retroactivar su adveni- miento hasta 1992, pero les está costando sangre. Todo sugiere que las ideas perspectivistas capitales surgieron repentina e imprevistamente, casi sobre la marcha. En un texto sobre las imágenes de la naturaleza y la sociedad en la etnología amazónica elaborado a fines de 1995 para el Annual Review, en el que la idea de perspectivismo no se mencionaba y en el que todavía se esperaba que estuviera próxima a materializarse una teoría que promulgase la unidad dialéctica entre sociedad y naturaleza expresaba Viveiros:

6 Los recientes giros pos-estructuralistas de Viveiros tampoco son de gran ayuda en esta mudanza trunca; al revés de lo que ha sido el caso en América Latina, lo último que se necesita en Francia es que alguien que acaba de asomarse a esa literatura y que no es un profesional de la filosofía o un testigo presencial de los a- contecimientos traduzca o explique lo que Deleuze o Foucault realmente quisieron decir.

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En cuanto a las esperanzas de una “nueva síntesis” teorética, creo que cualquier unificación todavía se encuentra un poco por delante [somewhat ahead]. Aunque investigadores de tradi- ciones opuestas, unidos por el deseo unánime de trascender las clásicas antinomias entre na- turaleza y cultura, historia y estructura, economía política del cambio y análisis de mónadas en equilibrio cosmológico, “mentalismo” y “materialismo”, etcétera, están por cierto –y aus- piciosamente– acercando posiciones, es difícil no ver la persistencia de actitudes que fueron características de fases más tempranas de la disciplina. Por ejemplo, uno no puede sino sentir que las teorías de la “gestión de recursos” son ellas mismas adaptaciones del punto de vista adaptacionista a un ambiente intelectual que favorece los conceptos de historia y cultura; que la crítica de Roosevelt al “determinismo ecológico” de Meggers no hace más que transformar los factores ambientales de inhibiciones en estímulos; y que las tesis de Descola sobre los constreñimientos históricos del régimen “anímico” o sobre la homeostasis Jívaro pueden ser no muy diferentes del refraseo de Lévi-Strauss del contraste naturaleza/sociedad como un rasgo interno de las cosmologías Amerindias (totemismo aparte) o de las ideas de Lévi- Strauss y Clastres (metafísica aparte) de la limitación estructural que mantuvo a las socieda- des amazónicas alejadas del productivismo y el despotismo (Viveiros 1996a: 195).

Preso de una visión de túnel cuya estrechez hoy resulta hasta difícil de creer, Viveiros (co- mo se dice) escupía despreocupadamente para arriba, censurando las ideas de Clastres y Descola (futura figura de admiración el primero, futuro compañero de ruta el segundo) sin soñar todavía que él mismo estaría llamado a constituirse antes que ese año concluyera en el profeta indiscutido de esa “nueva síntesis” que estaba reclamando. Una síntesis dialécti- ca, expresaba asimismo entonces (p. 180), sin presentir tampoco que trece años más tarde, en Metafísicas caníbales (2010 [2009]: 78, 96, 105, 110, 114, 115), tras convertirse de golpe al credo deleuziano, se vería obligado a arremeter febrilmente contra esa noción (la dialéctica), acaso el concepto más aborrecido de todos en el seno de su nuevo post-estructu- ralismo rizomático en el que desde hace muy poco milita con ínfulas de recién converso. La talla intelectual y la maestría estilística de Viveiros (quien pasó en pocos meses de su período exploratorio a su fase barroca) distan de impresionarme y es útil que lo diga desde ahora. A mi juicio, incluso los críticos más vehementes, como Alcida Ramos (2012a), han sobrestimado los brillos de su virtuosismo verbal y la envergadura de su expertise antropo- lógico. Pero algo pasa conmigo, imagino: entronizado él en estos tiempos como el antropó- logo más influyente de Brasil, hasta el día de hoy no he podido dar con un libro, reportaje o artículo de Viveiros en el que me impresione por su rigor analítico, por su conocimiento in- tegral de la diversidad teórica de la disciplina, por su capacidad de asimilar con distancia crítica las exhaustas teorías que adopta y por una tersura literaria próxima (digamos) a la que prodigaba un Lévi-Strauss. Por todo esto su triunfo me resulta no del todo inexplicable pero sí en extremo laborioso de explicar. Mientras su manifiesto más oscuro acaso sea el texto pos-estructuralista Metafísicas caníbales (2010 [2009]) y el más claro el estructura- lista Cosmological Perspectivism (2012), lo mejor de su producción es, pienso, Radical Dualism (2013b), una especie de obituario sentido, un ejercicio ingenioso y por momentos

20 anti-perspectivista, si se quiere, pero que no pasa de ser un ensayo breve y anacrónico de lévistraussianismo puro, la única clase de cosas que el perspectivismo inicial (el pre-pos- estructuralista) parece estar en capacidad de hacer. De lo estilístico no diré más palabra porque me tornaría subjetivo; traicionando su estructu- ralismo todavía humeante es Viveiros y no yo quien aspira a una subjetividad envolvente. En cuanto a lo analítico, si bien no creo que su escritura llegue nunca al extremo de la prevaricación intencionada, lo que el común de nosotros (él inclusive) acordaríamos en lla- mar verdad suele encontrarse en ella fuertemente retorcida, fragmentada, en tensión, cuan- do no blindada detrás de un océano de palabras en el que muy pocos se interesarán en nave- gar con atención despierta por potente que sea el impulso de ratificar o rectificar lo que él afirma. Es importante retener la idea, porque en razón de esa verbosidad fluctuante, escurridiza e intrincada Viveiros no ha sido hasta ahora –y predigo que lo será cada vez menos– un pen- sador cuya refutación vaya a ser un paseo por el campo. Quien vaya a cuestionarlo estará tentado de buscar en él una columna vertebral argumentativa, un leit motiv, una pauta que conecta, cuando en rigor Viveiros y Descola son bricoleurs cuya teoría consiste en carecer de teoría y en dar acogida a otras configuraciones teóricas (actualmente las de Wagner, Strathern y Latour) que insisten recursivamente en hacer lo mismo, sustituyendo la teoría por una constelación narrativa de aserciones plausibles para el acólito pero hostiles a la teo- rización formal y (pensamiento rizomático mediante) refractarias por decisión propia a todo rudimento de anclaje y fundamentación. El hecho concreto es que Viveiros y otros como él pueden medrar tranquilos en el ambiente antropológico debido a la credulidad metódica pos-cartesiana en cuyos brazos (después del vaciamiento conceptual que acompañó al posmodernismo) un alto porcentaje de nuestros profesionales se arroja ante cualquiera que hable rápido y exponga las cosas de una manera suficientemente asertiva. Lejos de haberse impuesto una actitud crítica (como la “decons- trucción” de Derrida y el “descrédito de los metarrelatos legitimantes” de Lyotard induci- rían a creer) la única evidencia admisible en la era posmoderna es la plausibilidad superfi- cial, lo que Strathern (1991) había propuesto llamar ficciones persuasivas. Todo se negocia por lo que parece ser, at face value: nadie irá corriendo entonces a corroborar si lo que dice Viveiros que decía Wagner que decía Strathern que decía De Landa que decía Deleuze que decían Riemann, Mandelbrot o Chomsky es verdadero o falso, o si es tan relevante o tan revelador para la teoría como lo pintan algunos de los miembros de la serie. De hecho (y como documentaré en el drill down al final de este libro [pág. 142 y ss.]), cada vez que me tomé el trabajo de verificar alguna aserción importante que formulaba Viveiros jamás en- contré que al cabo de esas cadenas de exégesis colmadas de malentendidos las cosas fueran exactamente como él aducía.

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El problema con esto es que la comprobación se torna más agotadora cada día que pasa. El valor de verdad de lo que afirmaba el primer Viveiros podía ser establecido sin salirse de una pequeña parcela en el dominio de una antropología relativamente acotada; pero en lo que atañe a la contrastación de lo que alega el Viveiros más reciente, el trámite ya no se re- suelve con una lectura atenta sino que se impone poner en acción una transdisciplinariedad, una arqueología del saber, un repositorio de fuentes y hasta una tecnología de hipertexto. Los grados de separación entre Viveiros y (pongamos) Bernhard Riemann o Benoît Man- delbrot pueden implicar (como habremos de ver) cinco, seis o más intermediaciones, una cifra que en cualquier ciencia sería manifiestamente intratable. En estos términos los crite- rios para establecer la verdad de los hechos y su armonía lógica puede que se encuentren expresados no ya en un dialecto teorético ligeramente discrepante sino en una multitud de idiomas lingüística y conceptualmente distintos de los que son muy pocos los investiga- dores que conocen todas las claves y todas las interfaces. Esto explica que no hayan sido muchos los han contestado al último Viveiros, como si no todos los profesionales de la disciplina gobernaran los elementos de juicio básicos cuando la discusión atañe, por ejemplo, a las bases formales, matemáticas o lingüísticas del estruc- turalismo, al post-estructuralismo, al pos-colonialismo o a otras doctrinas, pos- o de las otras, pero con justa fama de complicadas. A veces, no obstante, las fallas se muestran a simple vista. Observemos, por ejemplo, este juicio de Viveiros sobre el tratamiento de lo particular y de lo histórico en la obra de Lévi-Strauss:

Mi impresión es que el estructuralismo fue el último gran esfuerzo hecho por la antropología para encontrar, como ya habían probado varias corrientes antes, una mediación entre lo universal y lo particular, lo estructural y lo histórico (Viveiros 2013: 23).

Si como se infiere del contexto y de otras elaboraciones de Viveiros “lo particular” designa también a lo singular y lo subjetivo, la apostasía que esta frase inflige al espíritu lévi- straussiano es doble (cf. Viveiros 2013: 25). Lévi-Strauss fue, acaso, el más fiero oponente a la mera idea del sujeto en toda la antropología. Detestaba esa idea más que yo, que ya es decir. No hay que andar mucho ni complicarse en una locuacidad de tedio infinito para do- cumentar el desprecio del maestro por ese concepto, por demás público y notorio. Para mayor abundamiento, veamos lo que dice Lévi-Strauss acerca del sujeto en dos pá- rrafos de maestría perfecta que en un solo rapto de genio anuncia la obsolescencia de tal su- jeto y desmiente que el estructuralismo –como Viveiros le imputa– oponga lo humano a la naturaleza. Se trata de un texto breve y taxativo que al sentar posición sobre el sujeto acaso alcance para impugnar una parte importante del programa perspectivista o, al menos, para poner de manifiesto la incongruencia de mantener al mismo tiempo un propósito de progre- siva subjetivación y una analítica de corte lévistraussiano. No extraña, por eso mismo, que Viveiros y Descola, prudentemente, siempre se abstuvieran de citar expresiones de este género:

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Se advierte así por qué la desaparición del sujeto representa una necesidad de orden, podría decirse, metodológico. Obedece al escrúpulo de nada explicar del mito si no es por el mito, y de excluir, en consecuencia, el punto de vista del árbitro que inspecciona el mito por fuera y propende por ello a encontarle causas extrínsecas [...] El estructuralismo [...] reintegra el hombre a la naturaleza [...] y se permite prescindir del sujeto, insoportable niño mimado que ocupó demasiado tiempo el escenario filosófico, e impidió todo trabajo serio exigiendo aten- ción exclusiva (Lévi Strauss 1983 [1971]: 567, 621).

Se compartan o no los juicios de valor vertidos allí, lo concreto es que Lévi-Strauss mismo hace suyo el proyecto de reintegración o fusión en que se agota el primer perspectivismo y documenta que ha sido el subjetivismo (y no el objetivismo, sea ello que lo fuere) lo que califica como la estrategia históricamente preponderante en el escenario filosófico. Calando en esa queja más hondo todavía, Lévi-Strauss había escrito en Tristes trópicos:

En cuanto al movimiento del pensamiento que iba a encontrar su expansión en el existencia- lismo, me parecía lo contrario de una reflexión legítima a causa de la complacencia que mani- fiesta hacia las ilusiones de subjetividad. Esta promoción de las preocupaciones personales a la dignidad de problemas filosóficos corre el riesgo de desembocar en una metafísica para modistillas, excusable en cuanto procedimiento didáctico, pero muy peligrosa si permite ter- givesar con ella la misión atribuida a la filosofía (hasta que la ciencia sea lo bastante fuerte para reemplazarla) y que es entender al ser con respecto a sí mismo y no con respecto al yo. En lugar de abolir la metafísica, la fenomenología y el existencialismo introducían dos mé- todos para encontrarle coartadas (Lévi-Strauss 1973 [1955]: 46).

En cuanto a la historia, Lévi-Strauss siempre estuvo muy lejos de concederle un sitial de primera magnitud:

De hecho, la historia no está ligada al hombre, ni a ningún objeto en particular: Consiste to- talmente en su método, del que la experiencia demuestra que es indispensable para inven- tariar la integridad de los elementos de una estructura cualquiera, humana o no humana. Le- jos, pues, de que la búsqueda de la inteligibilidad culmine en la historia como en su punto de llegada, es la historia la que sirve de punto de partida para toda búsqueda de inteligibilidad. […] Esa otra cosa a la que remite la historia que busca referencias, demuestra que el cono- cimiento histórico, cualquiera sea su valor (que no pensamos en discutir) no merece que se lo oponga a otras formas de conocimiento como una forma absolutamente privilegiada (Lévi- Strauss 1964: 380-381).

Y en una charla con el teórico del cine y la literatura Raymond Bellour agregaba Lévi- Strauss:

[Y]o no tengo la actitud negativa que se me asigna frente a la historia. Entre los partidarios de esto que podría llamarse la “historia a cualquier precio”, temo solamente un misticismo y un antropocentrismo que ponga su problemática por encima de toda otra. A propósito de la his- toria es necesario preguntarse siempre si existe una sola, capaz de totalizar la integridad del devenir humano, o una multitud de evoluciones locales que no son justipreciables en un

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mismo intento. Que en un punto habitado de la Tierra, en una cierta época, la historia llegue a ser el motor interno del desarrollo económico y social es algo que acepto. Pero se trata de una categoría interior a ese desarrollo, no de una categoría coextensiva a la humanidad (Lévi- Strauss 1976: 101-102).

La historia rerum gestarum, de todos modos, tampoco es el fuerte conceptual del perspec- tivismo. El propio Viveiros llegó a conocer (demasiado tarde, una vez más, en una entrevis- ta del año 2011) las confrontaciones de Lévi-Strauss con la historia en el último capítulo de las Mitológicas, un texto que después reconocerá esencial pero al que ni siquiera menciona en su búsqueda dialéctica de 1996, cuando Lévi-Strauss era sólo un autor más en medio de un montón amorfo de personajes secundarios, citado entre otros muchos sin reconocer su majestad y sin prever que en torno de las ideas suyas (y de las Mitológicas en especial) iba a girar el segundo y mejor tercio de su vida intelectual (cf. Viveiros 2013: 219; 1996a). En base a todo esto imagino que sería una buena hipótesis de trabajo constatar que aunque se ha jactado innecesaria y anacrónicamente de haber leído “los cuatro volúmenes de las Mitológicas” cuando estudiaba bajo el ala del sociólogo Luis Costa Lima en los años sesen- ta, Viveiros recién profundizó en la antropología de Lévi-Strauss algo después que comen- zara a oponerle reparos a principios y mediados de la década de 1990, sólo para volver al redil más tarde convertido en el inesperado talibán de una doctrina híbrida, fruto de un cross-over empalagosamente auto-referencial y genómicamente imposible entre estructura- lismo y pos-estructuralismo (cf. Viveiros 2013: 258-259 vs Viveiros 2010). Recién desde el 2009 y con más intensidad desde el 2011 (cuando comenzó a tomar notas para escribir un libro sobre el maestro que pronto tendremos que leer) Viveiros se avino a reconocer que Lévi-Strauss anticipó prácticamente todas las convicciones perspectivistas y accedió a asomarse a libros crepusculares de engañoso bajo perfil que antes no había trata- do en detalle o que tal vez consideraría seniles, tales como La vía de las máscaras (1979) y La historia de Lince (1991). Hasta hoy a la mañana Philippe Descola, su amigo y colega, aun no había avanzado hacia esos textos en los que Viveiros hoy encuentra los paralelismos más sólidos entre ambos cuerpos de teoría o (como yo diría en lugar de eso, respetando las reglas de precedencia y las abismales diferencias de talla) las razones que hacen que el perspectivismo resulte bastante más mimético y mucho menos creativo de lo que sus men- tores han pretendido que se crea. A fin de prestar soporte empírico a sus afirmaciones trascendentales, el perspectivismo ter- mina construyendo un ambicioso esquema que le obliga a uniformizar culturas que se per- ciben muy distintas como si ellas no fueran sino piezas de una meta-cultura, “un fondo cul- tural común”, singularidades rizomáticamente intercambiables de una multiplicidad. Pero lejos de ser una instancia que introduce una escala temporal de alta dimensionalidad y una dinámica procesual significativa, este fondo cultural subvierte toda alternativa de diversi- dad y todo acontecimiento, homologando un abordaje que no puede ser sino sincrónico,

24 ajeno a la historia e incapaz, formalmente, de imaginar algún nexo entre aquel fondo paleo- lítico, la situación contemporánea y la vida real. Mi sensación es que el recurso a elementos que vienen desde tan antiguo y de tan lejos, constituyendo un fondo literalmente “arcaico” e indiferenciado “donde se encuentra […] el perspectivismo” [?], puede que tenga por con- secuencia la activación una pesada hipoteca exotista, quitando prioridad a la investigación de problemáticas del presente insuficientemente “fascinantes” y desalentando la elabora- ción de políticas culturales que no guarden relación de continuidad con ese patrimonio in- memorial. Escribe Viveiros:

La gran mayoría de los pueblos indígenas de las Américas desciende, casi con seguridad, de un contingente relativamente pequeño de pobladores provenientes de Asia septentrional, hace aproximadamente 20 ó 30 mil años, que permaneció bastante aislado del resto de la huma- nidad hasta el siglo XVI. Hoy viene ganando fuerza la tesis de que hay un estrato más arcaico de poblamiento de las Américas, de origen diferente al norte-asiático (es decir, no mongo- loide), lo cual me parece altamente verosímil y antropológicamente fascinante. Pero la unidad cultural panamericana es un hecho etnográficamente comprobado, como queda claro en el fresco comparativo continental pintado por las Mitológicas de Lévi-Strauss. Todos los ame- rindios comparten un antiguo fondo cultural común, donde se encuentra, creo yo, lo que llamé perspectivismo (Viveiros 2013a: 39).

Cuando Ferdinand de Saussure fundó la lingüística científica a principios del siglo XX su primer gesto metodológico consistió en la adopción de una tesitura sincrónica y estática (“estructural” se diría más tarde), aun a sabiendas de que el lenguaje cambiaba por obra de la parole. La antropología lévi-straussiana está sujeta a la misma demarcación, por lo cual no se halla calificada para abordar la historia, por decisivas que parezcan ser las huellas y las sugerencias diacrónicas en el análisis del objeto. Pero en uno y otro caso ese sincronismo es un recurso metodológico, un artificio de descu- brimiento. Ningún antropólogo con una visión comparativa de la mitología cree hoy en día que Lévi-Strauss haya demostrado algo tan extremo como “la unidad cultural panamerica- na”. Tal expresión ni siquiera tiene sentido con referencia al pensamiento de un autor que sostiene que todas las sociedades ágrafas (y ya no sólo las de Amerindia) comparten una sola y monolítica lógica de lo concreto, una lógica que sus análisis mitográficos sólo pue- den corroborar en un plano de subyacencia que ni siquiera correlaciona aceptablemente con los contenidos observables de la narración. Como quiera que sea, no es en el contenido manifiesto de los mitos sino en el plano de las estructuras subyacentes donde Lévi-Strauss ha planteado su hipótesis de uniformidad; aceptar dicha hipótesis implica, por ende, aceptar la consistencia y satisfacibilidad del método estructural de análisis, una alegación que no es menor, que tampoco estoy seguro que el perspectivismo homologue, pero a la que por cier- to no se ha atrevido a encarar llamando a las cosas por su nombre.

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A mi entender, una demostración de unidad de tal calibre requiere evidencias mucho más robustas y no puede determinarse mediante juicios circunstanciales de similitud y diferen- cia que, desde Nelson Goodman en más, se saben subjetivos, y que son subjetivos por defi- nición, militantemente y con orgullo de serlo, en la propia especificación de la teoría pers- pectivista (cf. Goodman 1969; Descola 2011: 19; Viveiros 2013: 34, 38, 40-41, 53). Por lo demás las hipótesis unitarias del perspectivismo desatienden una premisa básica de la epis- temología bien conocida por nuestra disciplina desde la refutación boasiana de la (pre)his- toria conjetural del evolucionismo: por tentador que sea el canto de sirenas de la evidencia circunstancial, así como no se pueden derivar pruebas causales a partir de correlaciones es- tadísticas, tampoco se pueden derivar juicios genéticos y diacrónicos a partir de descripcio- nes sincrónicas y estructurales. Lo más grave de todo, sin embargo, es que todos estos es- crúpulos se revelan vanos en el momento en que Viveiros cruza el Rubicón para abrazar un pensamiento rizomático y una teoría actancial que instauran otros criterios de racionalidad y en los cuales toda suerte de pensamiento histórico, dialéctico, fundacional, taxonómico, genético, causal, explicativo, deductivo o genealógico se encuentra lisa y llanamente inter- dicta (cf. Deleuze y Guattari 1980: cap. 1; Latour 2005). Más vale entonces interpelar con espíritu de duda metódica una teoría cuya resolución es de grano tan grueso que nos obliga a considerar parecidas todas las ontologías y visiones del mundo a todas las escalas de observación: una teoría que no tiene nada que ofrecer para a- bordar aspectos de la cultura de igual o mayor relevancia que los que le han interesado has- ta hoy y que en pleno siglo XXI nos circunscribe a hablar de un fondo cultural no muy alejado del horizonte civilizatorio de los amautas templarios, del monoteísmo primordial y de otras criaturas de la más vieja imaginación folklórica y antropológica (cf. Viveiros 2013a: 39). Aun si no fuera el caso que al prestar obediencia a Mil Mesetas todo razona- miento histórico queda sin más prohibido, sigue sin saberse para qué nos sirve insistir en elementos de juicio como ésos cuarenta años después de El Hombre Desnudo. Pero esta fase estructuralista no habría durar mucho más de una década. En uno de sus últi- mos libros mayores, Metafísicas caníbales: Líneas de antropología pos-estructural (2010 [2009]) Viveiros elabora una fugaz rehabilitación del penúltimo Lévi-Strauss desde un pe- culiar cuadro de valores y redefine todo el edificio del perspectivismo en términos de una constelación de conceptos de Capitalismo y Esquizofrenia de Gilles Deleuze y Félix Guattari. De aquí en más primero el Anti-Edipo y más tarde Mil Mesetas (filtrados y extra- vagantemente sobreinterpretados por Bruno Latour y Manuel De Landa y hasta por Marilyn Strathern, quien admitió no haberlos leído) se convierten en sus libros de cabecera, junto a un par de libros y un paper del simbolista heterodoxo Roy Wagner.7

7 Analizaré en detalle este giro pos-estructuralista en un capítulo específico, pág. 120 y ss. También ahondaré por separado en las antropologías de Roy Wagner (pág. 86 y ss.), de Marilyn Strathern (pág. 102 y ss.) y en la Teoría del Actor-Red de Bruno Latour (pág. 107 y ss.).

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El primer problema que se manifiesta aquí es que Viveiros procura encontrar una funda- mentación monista en una filosofía que ha sido visceral e intensamente dualista, hasta tocar el extremo del maniqueísmo. Es por tal razón que debió elaborar una complicada e invero- símil racionalización justificatoria. Escribe Viveiros:

Los textos deleuzianos parecen complacerse en la multiplicación de las díadas: diferencia y repetición, intensivo y extensivo, nómada y sedentario, virtual y actual, línea y segmento, flu- jo y quanta, código y axiomático, desterritorialización y reterritorialízación, menor y mayor, molecular y molar, liso y estriado... Por esa signatura estilística, Deleuze ya ha sido tachado de filósofo “dualista” (Jameson 1997), lo que es, por decir lo menos, una conclusión un poco apresurada.

El curso de la exposición de los dos tomos de Capitalismo y esquizofrenia, en que pululan las dualidades, es interrumpido a cada momento por expresiones adversativas, por modalizado- res, especificaciones, involuciones, subdivisiones y otros desplazamientos argumentativos de las distinciones duales (u otras) que los autores precisamente acababan de proponer. Este tipo de interrupciones metódicas es justamente eso, una cuestión de método y no una manifesta- ción de arrepentimiento por el pecado binario: son momentos perfectamente distintos de la construcción conceptual. Ni principios, ni fines, las díadas deleuzianas son siempre medios para llegar a otro sitio (Viveiros 2010: 110-111).

Cuando se apropiaban de otros territorios los califas y sultanes del Islām acostumbraban incendiar las bibliotecas paganas bajo el pretexto de que si sus libros contradecían al Qur’ān eran perniciosos y que si estaban de acuerdo con él eran superfluos. En lo atinente al tratamiento que se brinda a los libros superfluos en contraste con el que se da al Qur’ān creo percibir una lógica parecida en las tácticas perspectivistas que condenan a los adversa- rios por ser dualistas incurables mientras que a los partidarios o predecesores que no hacen más que incurrir en dualismos parecidos se les atribuye el dominio de refinados principios de expresión adversativa, sutiles signos modalizadores, desplazamientos argumentativos, mediación virtuosa, transversalidad, simetría, ontología chata y otros recursos laudables de los que pocas veces se proporcionan referencias precisas porque algunos se acaban de in- ventar para la ocasión. Esta espesa hermenéutica, en el sentido religioso de la palabra, no puede ser más que indi- cador de un problema latente. Si una doctrina teórica comienza a repetirse y a trabar alian- zas de conveniencia mutua, a integrar jirones de teorías con las que en realidad no guarda congruencia o a conceder halagos e imponer condenas, eso puede querer decir que está en la disyuntiva entre endurecerse como ortodoxia o entrar en contradicción consigo misma. La misma retórica de salvataje que desplegó a propósito de Deleuze aplica Viveiros a la obra de Wagner: un autor peliagudo, un sesentista extemporáneo, divertido de a ratos pero confuso, inconsistente y casi tan sexista como veremos que ha sido Descola. Una táctica idéntica usa Viveiros para rescatar de la miseria al delirante, anacrónico e insípido pano- rama de la historia universal que pintan en el Anti-Edipo Deleuze y Guattari “en un estilo

27 deliberadamente arcaizante, que de entrada podría asustar a un lector antropológico”, y en el que no falta siquiera la secuencia de «salvajismo  barbarie  civilización» (Viveiros 2010: 99). Estas tácticas de disclaimer y perdón selectivo, pretendo decir, son sintomáticas de que algo profundamente discordante está a punto de suceder en el entramado teórico.

Figura 1 – Particiones del mito Tupinambá (Lévi-Strauss 1992: 90)

Aquí y allá los perspectivistas en general y Viveiros en particular aseguran ahora, con el en- tusiasmo de quien acaba de descubrir un artefacto nuevo (e insinuando que con este trámite la cosmovisión del Otro y la de nosotros se armonizan sin que nadie tenga que hacer más nada), que hay algo de rizomático (antes que de jerárquico y arbóreo) en el pensamiento y en la organización política del perspectivismo amerindio:

Cualquier persona dispuesta a recorrer el periplo entre Lo crudo y lo cocido e Historia de Lince constatará que la mitología india cartografiada por la serie no tiene nada que ver con el árbol, sino con el rizoma: es una gigantesca tela sin centro ni origen, un megaagenciamiento colectivo e inmemorial de enunciación dispuesto en un “hiperespacio” (Lévi-Strauss 1997: 81) incesantemente atravesado por “flujos semiótícos, flujos materiales y flujos sociales” (Deleuze y Guattari, 1980: 33-34); una red rizomática recorrida por diversas líneas de es- tructuración, pero que en su multiplicidad in-terminable y su contingencia histórica radical, es irreductible a una ley unificadora e imposible de representar por una estructura arbores- cente (Viveiros 2013:222).

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Una vez más esta idea confunde el mapa con el territorio –como diría Bateson– construyen- do un mundo cuya naturaleza dependerá del procedimiento de inducción y de la imaginería de representación que incidentalmente se escojan. En mi crítica extendida del pensamiento rizomático he demostrado una y otra vez que salvo contadas excepciones una misma co- lección de datos puede expresarse (con mayor o menor entropía y resolución) como una matriz, una red, una lista recursiva, un fractal, un árbol, una clave binaria o como a cada quien se le ocurra postular (Reynoso 2014a, en línea). No hay ciencia y no hay filosofía en donde este elemento de juicio no se conozca y se explote con naturalidad. Como bien sabía Bateson tras su experiencia con la tipificación lógica, la sintaxis y la se- mántica operan a diferentes niveles de abstracción. Una representación estructural binaria no binariza su objeto como tampoco una descripción escrita la alfabetiza; al ser binaria, adi- cionalmente, una representación tal posee la virtud de una máxima resolución y una má- xima independencia de objeto. Un método binario es, como todos los métodos formales de esta clase, inherentemente abstracto. El juego de las veinte preguntas (por ejemplo), en el cual se recorre un árbol binario, no excluye ninguna clase de entidad, cualquiera sea su alte- ridad o su naturaleza.8 Por extraña y distinta que el buen perspectivista crea que es la etnía que le ha tocado en suerte, y por palpable que a otros niveles sea su polivalencia, en prin- cipio todo método abstracto de representación y análisis de bajo nivel (binario o de otro tipo) está en capacidad de aplicarse a los problemas que la imaginación del estudioso pueda plantear, en tanto ese mismo estudioso sea capaz de formular el problema y llevarlo adelan- te con una mínima adecuación. Eso ocurre no porque la forma binaria en particular sea especialmente poderosa, sino por- que casi todas las estrategias de representación son mutuamente convertibles, conceptual- mente equivalentes y/o transformables las unas en las otras, como bien lo sabían (quiénes si no) talentos como Gregory Bateson, Claude Lévi-Strauss o incluso (me atrevería a decir) Giles Deleuze cuando en sus momentos de mayor lucidez hablaba (batesonianamente) de los mapas en oposición a los calcos. No hay razón, entonces, para que los ideólogos de una doctrina en una ciencia empírica in- flamen el campo a favor o en contra de una u otra configuración representacional, asegu- rando –como los ciegos de la parábola del elefante del Anekāntavāda– cosas tales como que una serie mitológica “no tiene nada que ver con un árbol” cuando los árboles binarios, por

8 Lo anterior no implica que el uso de “oposiciones binarias” por parte de Lévi-Strauss haya sido formalmente correcto. De hecho no lo ha sido, y así lo he demostrado en multitud de artículos y textos desde “Crítica de la razón binaria: Cinco razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1986c, en línea), pasando por “Seis nuevas razones lógicas para desconfiar de Lévi-Strauss” (1990, en línea), y en sendos capítulos sobre análisis estructural en Corrientes en Antropología Contemporánea (1998, en línea) y Corrientes teóricas en Antropo- logía: Perspectivas desde el siglo XXI (2008). No es empero el logro o el fracaso del análisis estructuralista (ni su acuerdo o desacuerdo con Lévi-Strauss) lo que hace caer o triunfar al perspectivismo, de modo que salvo una fugaz referencia hacia el final del ensayo no ahondaré aquí en el asunto.

29 mal que los haya utilizado Lévi-Strauss, son simplemente una técnica de mapeado con pro- bada capacidad de computación universal que (a un nivel puramente sintáctico) puede dar cuenta trivialmente de cualquier configuración imaginable de mitos. A la luz de esta clase de juicios que, en base a una epistemología pre-escolar, busca imponer una analítica única (metodológicamente subordinada a su vez a las peculiaridades de un objeto invariante) no se comprende en absoluto que Viveiros y también Descola sigan haciéndose llamar pers- pectivistas. En la época dorada de la antropología cognitiva, cuando todos nuestros profesionales ren- dían pleitesía al análisis componencial, todos sabíamos que la enorme variedad de herra- mientas de representación de dominios semánticos (árboles, redes, matrices, claves, taxono- mías, congeries, redes, cladogramas y otros grafismos y signaturas) no eran más que formas diversas de expresar relaciones semánticas desde distintas perspectivas (cf. Tyler 1978; Reynoso 1986a: 101-105, en línea). Podría poblar estas páginas con árboles jerárquicos que denotan las taxonomías clasificatorias manejadas por pueblos y lenguas de todos los lugares de la tierra, Amazonia inclusive. La antropología cognitiva de aquel entonces no se ocupó de otra cosa y si bien la teoría pasó de moda y pretendió objetivos inviables, las técnicas si- guen allí a disposición de quien les necesite. Pero al igual que le sucede con la mayor parte de la producción antropológica en lengua inglesa (con la mayor parte de la antropología, en definitiva) el problema con el perspectivismo es que admitidamente nunca le interesó aso- marse a ese mundo de temáticas “cognitivas” y a esa literatura, como si su francofilia an- cestral, su epistemología de bolsillo o su catecismo pos-estructuralista se lo impidieran (cf. Viveiros 2012: 88-89). Por añadidura, el mito canadiense de Lince forma especie e integra el mismo conjunto en el que se encuentra el mito tupínambá, el cual es, incidentalmente, el primer mito de los indios de Brasil del que se tuvo conocimiento en Europa, tan temprano como en 1575 (Lévi- Strauss 1992: 80). Si hay una estructura más resaltante que las otras en este mito (que, in- sisto, sus analistas reputan configuracionalmente idéntico a muchos de los que integran las Mitológicas) ella es la estructura de árbol binario que se muestra en la figura 1, un dibujo autógrafo de Lévi-Strauss. De todos modos (como él mismo lo estipula [Lévi-Strauss 1997: 81]) “ningún análisis agota las propiedades” del hiperespacio de los grupos mitológicos. Por ello es que la meta-estructura de la serie de mitos que propone Viveiros atravesando buena parte de la obra mitológica de Lévi-Strauss se presta para que “cualquier persona dis- puesta a recorrer el periplo” encuentre en ella la configuración que desea, la figura en el ta- piz que uno necesita para probar la idea que se le ocurra, cualquiera sea su filiación ideo- lógica. Viveiros quiere encontrar un rizoma y puede hacerlo; yo puedo encontrar un árbol y allí lo ven. Eso fue siempre fue así, no hay muchos estudiosos que lo ignoren y no hay ninguna paradoja anidada en ese hecho, fructuosamente explotado desde el día que la antropología

30 llegó al mundo. Como descuento que él nunca se avendrá a leer lo que yo escriba, alguien que esté próximo a Viveiros debería decírselo antes que él siga fatigando esa dichosa te- situra de los-rizomas-buenos-y-los-árboles-malos, confundiendo mapas con territorios, lidiando con epistemologías que lo superan, desertando de la doctrina que él mismo esta- blece y haciendo llover bochorno sobre la imagen que otros tienen de la capacidad analítica de nuestros profesionales, él y yo incluidos. En síntesis, con los vacíos teóricos y metateóricos que él exhibe no es en Viveiros en quien yo confiaría para armar una visión de conjunto de la antropología contemporánea. Aunque él devino operador de las tendencias dominantes y debería mantener una visión más traba- jada y ecuánime, lo concreto es que se posiciona apasionadamente en contra de un conjunto indefinido pero en apariencia mayoritario de las teorías existentes, disparando invectivas punzantes en todas direcciones. Desde su vantage point, sin tomar grandes riesgos ni acla- rar los motivos, él alude de maneras oblicuas a las teorías con la que opta entrar en belige- rancia, desplegando una sintaxis en la que faltan o sobran elementos y calculando el efecto, se diría, para que no todos entiendan a cuáles teorías se refiere, en qué son inferiores a la que él sustenta o cuál es el motivo científico que justifica invertir tanta energía en su des- crédito. Sin que nos proporcione un solo nombre de teoría reconocible, el apellido de un solo culpable o una sola referencia bibliográfica, Viveiros apenas nos deja saber que el pa- norama teórico se encuentra dominado por una suma de

proyectos teóricos francamente retrógrados, como el seudoinmanentismo sentimental de los mundos vividos, de las moradas existenciales y de las prácticas incorporadas, por no hablar del macho-positivismo de las Teorías del Todo del género sociobiología (ortodoxa o refor- mada), la economía política del sistema mundial, el neodifusionismo de las “invenciones de la tradición”, etc (Viveiros 2012: 93).

Con tales elecciones arbitrarias y puntos ciegos en su comprensión del campo teórico y me- todológico, ignoro de dónde procede la autoridad que Viveiros se auto-confiere para dicta- minar más tarde, contra toda evidencia y de la mano de Latour, que las lecturas que Deleu- ze hizo de la antropología (tan simplistas, erróneas, pocas, arcaicas, dudosas y acaso frau- dulentas como las que dedicó a Noam Chomsky) son más que suficientes para alimentar ideas que superan lo que la antropología de hoy tiene para ofrecer en el estudio de las socie- dades, tanto de las simples como de las complejas, y hasta para trascender el concepto mis- mo de sociedad (cf. Viveiros 2010: 99-100 y 2013: 30, vs Reynoso 2014a, en línea). Esta a- legación calificadora, contraria a todo concepto de perspectivismo, me recuerda lo que a- firmaba Georges Devereux (1975: 66-67) en su etnopsicoanálisis complementarista –una doctrina pionera del perspectivismo, muerta si las hay– cuando afirmaba que el psicoaná- lisis freudiano de los sujetos vieneses configuraba una etnografía superior a la que jamás habían hecho los antropólogos trabajando en otros pueblos (cf. Reynoso 1989, en línea).

31

Pero ésa, claro, era una doctrina de los tempranos setenta, una época en la que la epistemo- logía se agotaba en fogosas asignaciones de puntaje a las teorías favoritas de cada quien. Aunque la escritura laboriosa y despareja de Viveiros haya deslumbrado a muchos, mi im- presión es que lo que él desarrolla dista bastante de lo que medio siglo después de Deve- reux pasa por ser una buena antropología. Sus menguas se perciben incluso en las definicio- nes de los conceptos básicos, que son todas inconstantes, que se abandonan apenas se las pronuncia y que las raras veces que tienen algún sentido enjundioso distan de ser originales. Una de ellas se plasma, por ejemplo, en “El mármol y el mirto: Sobre la inconstancia del al- ma salvaje” casi de mala gana, como si el estudioso no hubiera tenido más remedio que atenerse a una definición innecesaria:

Una cultura no es un sistema de creencias, antes bien –ya que debe ser algo– es un conjunto de estructuraciones potenciales de la experiencia, capaz de soportar contenidos tradicionales variados y de absorber nuevos: ella es un dispositivo culturante o constituyente del proce- samiento de creencias (Ibid: 209).

Aunque en esa cultura como dispositivo culturante se perciba agazapada una inminente alu- sión al habitus de Pierre Bourdieu (acaso el autor menos perspectivista del espectro intelec- tual pero igualmente apasionado por las circularidades) la definición, si es que de ello se trata, no difiere mucho de la vieja, antropomórfica y dormitiva concepción de Marshall Sahlins de la cultura como dispositivo o mecanismo de imposición de significados. Sahlins –lo digo de plano– no es tampoco mi ideal de escritor virtuoso y a veces su verbo- rragia homuncular y abstracta se sale de madre, como claramente éste ha sido el caso. Pre- cisamente por parecidos arrebatos de esencialismo estaremos viendo cada vez más a Sah- lins salir en defensa de los perspectivistas o aliarse con Roy Wagner o con Pierre Clastres, cuya convulsa simbiosis con el movimiento intentaré desentrañar después (pág. 85 y ss.). Pero la definición de Sahlins, cuando se la pone lado a lado con la de Viveiros, tiene al menos la virtud de una sencillez sintáctica y una transparencia semántica que el perspecti- vismo se ha esforzado en perder con el paso de los años. La tensa escritura de Viveiros, en efecto, alcanza vorágines tan desordenadas de adjetiva- ción y juicios de valor que a veces no se sabe a quién está cuestionando, si está a favor o en contra de los autores y teorías que involucra, si se está expidiendo con ironía o se lo ha de interpretar esquizoanalíticamente al pie de la letra. En las ciencias de la complejidad existe un saludable teorema (conocido por el nombre de “No hay Almuerzo Gratis”) que demues- tra que ninguna metaheurística puede comportarse mejor que ninguna otra en todos los es- cenarios de búsqueda y optimización (cf. Wolpert y Macready 1997, en línea). En la antro- pología de Viveiros –y demostrando un retraso de décadas– el autor ni siquiera contempla la posibilidad de que alguna teoría pueda equiparar a la suya en algún renglón de la per- formance, por más que su especificación formal permanezca hasta el día de hoy pendiente

32 de publicación. Viveiros jamás nos propone una concepción de su propia teoría como una que viene a agregarse a otras que ya existen, a resolver un problema acotado o a enriquecer otras perspectivas posibles; por el contrario, él está mucho más comprometido en tornar obsoletos los conceptos que hacen a la virtual totalidad de las orientaciones existentes en la disciplina (o a la ciencia Occidental en su conjunto) que en elaborar una heurística positiva circunscripta pero con un mínimo de instrumentalidad (cf. Viveiros 2010: 104). Ya he mencionado su desacuerdo con la teoría de Bourdieu, pero Viveiros parece ir una pizca más lejos, como si desconfiara de toda teoría antropológica, distinta o parecida, en la certidumbre que él no está sujeto a ninguna o ha consumado un attachment preferencial (o establecido relaciones carnales) con la mejor. Esto es al menos lo que yo interpreto de esta sinuosa tirada, antológicamente confusa, cuyo blanco conmuta dos o tres veces sin previo aviso:

Toda teoría antropológica debe ser una teoría de la práctica. Y la práctica y sus precondi- ciones conductuales (que poseen diversos nombres –schemata, presupuestos, premisas, scripts, habitus, configuraciones relacionales, etc– siendo aquí el criterio primordial que el nombre no sea una palabra que se asemeje a “cultura” o “estructura”) son quintaesencial- mente no-proposicionales. Lo que “sigue sin decirse” (Bloch 1992) es de qué está hecha la vida social. Estudiamos lo opuesto que nuestro estudio; nada es más distinto de una teoría antropológica que la práctica de un nativo. […]

Los constreñimientos de Bourdieu, por supuesto, no le impiden dar impulso a ese prodigioso oxímoron, la “teoría de la práctica”, cuya auto-ironía intencional que –si en verdad ha sido intencional– se perdió por completo en la bandada subsiguiente de teóricos de la práctica. De manera parecida, Brunton (1980) y otras expostulaciones parecidas contra la “voluntad de orden” en el análisis cosmológico parece ser ligeramente deficiente en reflexividad. Aun cuando ellos [?] denuncian las presiones y recompensas socio-profesionales que llevan a los antropólogos a exagerar el orden conceptual de las cosmologías no-Occidentales, ellos olvi- dan mencionar los incentivos todavía más apremiantes y tentadores hacia la “originalidad” crítica, la deconstrucción de otros estilos analíticos mediante el uso de alguna versión del ar- gumento del “etnocentrismo” –un argumento voluble, dado su intrínseco potencial de rebote– y el desvelamiento de motivaciones “políticas” (preferentemente inconscientes) (Viveiros 2012: 65).

El metamensaje que se filtra por las grietas del argumento es que este ataque contra teorías ajenas es en rigor una defensa ante acusaciones que se han hecho y se siguen haciendo al perspectivismo. El encomillado actúa aquí como un indicador puntual que nos dice cuáles han sido las fallas por las que cotidianamente se le culpa: que el perspectivismo no se ocupa de las prácticas, que fuerza el advenimiento de una apariencia particular de orden, que care- ce de originalidad, que implica un etnocentrismo irreductible y que en política sus motiva- ciones son non sanctas. La respuesta implícita de Viveiros a estas imputaciones consiste en sugerir que las antropologías que no son la suya son todas tributarias de un pensamiento

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Occidental perverso que las mantiene atrapadas en un dispositivo teorético que imprime a las culturas que aborda un orden que no es el que corresponde imprimirles. Éste es un vicio del cual su concepción de la teoría está exenta por cuanto él no adhiere a ninguna de las dos formas dominantes de la antropología contemporánea. Y aquí es donde se desvela la mejor sorpresa que nos tenía reservada: con una base de lecturas tan magra que ni merece que él se entretenga en su detalle, Viveiros divide el campo entero de la teorización antropológica en una modalidad “fenomenológica-construccionista” y en otra “cognitiva-instruccionista” (Viveiros 2012: 66). Si he entendido bien (y como se verá en la cita que sigue en estos rumbos es en extremo difícil entender algo), la forma que encuentra Viveiros para no caer en ambas trampas es situándose al borde de negar que el pensamiento nativo sea constitu- tivamente “proposicional”. Escribiendo como si tuviera mejores cosas que hacer que revisar su sintaxis él nos dice:

Lo que se trata de contestar es la idea implícita de que la proposición debe continuar funcio- nando como prototipo del enunciado racional y átomo del discurso teórico. Lo no proposi- cional es visto como esencialmente primitivo, como no conceptual e incluso anticonceptual. Naturalmente, eso se puede sostener “en favor” o “en contra” de esos Otros sin concepto. La ausencia de concepto racional puede ser vista positivamente como signo de la desalienación existencial de los pueblos en cuestión, manifestación de un estado de no-separabilidad del co- nocer y el actuar, del pensar y el sentir, etcétera. A favor o en contra y, sin embargo, todo eso concede demasiado a la proposición y reafirma un concepto totalmente arcaico de concepto, que continúa pensándolo como una operación de subsunción de lo particular bajo lo univer- sal, como un movimiento esencialmente clasificatorio y abstractivo. Pero en lugar de recha- zar el concepto, se trata ante todo de saber encontrar en el concepto lo infrafilosófico y, recí- procamente, la conceptualidad virtual en lo infrafilosófico. En otras palabras, es necesario lle- gar a un concepto antropológico de concepto, que asuma la extraproposicionalidad de todo pensamiento creador (¡“salvaje”!) en su positividad integral, y que se desarrolle en una direc- ción totalmente diferente de las nociones tradicionales de categoría (innata o transmitida), de representación (proposicional o semi-) o de creencia (simple o doble, como se dice de las flo- res) (Viveiros 2010: 63).

Sin medir las consecuencias de lo que alega, Viveiros agrega que “los oyentes amerindios a quienes he tenido ocasión de exponer estas ideas sobre sus ideas, percibieron rápidamente sus implicaciones para las relaciones de fuerza en uso entre las ‘culturas’ indígenas y las ‘ciencias’ occidentales que las circunscriben y las administran” (loc. cit.). No hace falta leer entre líneas para comprobar que Viveiros contrapone la ciencia no sólo con el carácter extra-proposicional del pensamiento salvaje sino que implica que es la ciencia en persona la que administra por la fuerza a las culturas amerindias a las que él ha venido a concientizar como parte del capítulo etnográfico de su misión descolonizadora. Pero la cuestión, creo, es más grave de lo que aparenta: lo más lamentable de todo esto es que en la ornamentación que acompaña a este industrioso trámite de alcahuetería y evange- lización anticientífica (digno del ILV) Viveiros no sólo niega a la ciencia la comprensión

34 del genuino conocimiento amerindio del cual sólo él posee la clave, sino que acaba negan- do al pensamiento amerindio la comprensión no ya de la ciencia que lo oprime sino de cualquier posibilidad de entendimiento científico, para el cual el “salvaje” carece de las ca- tegorías, las representaciones y las creencias que Viveiros mismo instituye como sus re- quisitos. Un par de párrafos antes de afirmar que es necesario asumir la extraproposicionalidad del pensamiento amerindio, Viveiros (2010: 63), dando por descontada nuestra desmemoria, completa el círculo de su enredo aduciendo que el discurso antropológico se ha consagrado a “la empresa paradójica que consiste en apilar proposiciones sobre proposiciones acerca de la esencia no proposicional de los discursos de los otros” (2010: 61). Lo triste es que ésta es una verdad a medias, por cuanto efectivamente ha habido en las márgenes una antropología que no supo reconocer estructuras y capacidades de cientificidad en los saberes salvajes. No otorgaré a esa antropología el beneficio de la referencia, por cuanto en estos tiempos de in- formación en la punta de los dedos hay que tener cuidado de no promover a los actores e- quivocados. Pero por fortuna hay toda una nueva y extensa antropología del conocimiento que Viveiros bien podría frecuentar mejor y que está bregando desde hace décadas por poner las cosas en su lugar trabajando concentradamente sobre un hecho a la vez, cambiando de ideas, pole- mizando, reinventándose (v. gr. D’Andrade 1994; 2000). La conclusión convergente de to- do este campo de estudios es que el pensamiento indígena no admite tipificarse en una sola clase o en una clase separada y que, al igual que el nuestro, comprende una constelación de formas, algunas de ellas creativas, otras mitopoéticas, otras profundamente racionales y o- tras de una complejidad y un polimorfismo que recién estamos comenzando a comprender. Una de estas configuraciones complejas, incidentalmente, se manifiesta en lo que Edwin Hutchins llamó cognición distribuida, una arquitectura del conocimiento compuesta por múltiples agentes y por el mundo material: algo así como la prestigiosa Teoría del Actor- Red de Bruno Latour que adoptará Viveiros demasiado recientemente pero sin su pedante- ría y sus paradojas deliberadas, y con diez, veinte o más años de anticipación (cf. Hutchins 1980; 1996). Negar la multiplicidad de formas de pensamiento existentes en todos los contextos sociales y culturales, en suma, no es una opción aceptable en la antropología contemporánea. A pro- pósito de algunas ideas de Descola parecidas a éstas de Viveiros escribe Miguel Bartolomé:

Todo los tipos de pensamientos y las diversas formas cognitivas pueden coexistir en una mis- ma conciencia social. Un indígena podrá creer que el arco y las flechas que usa fueron crea- dos por sus antepasados en el tiempo originario, pero también sabe que para cazar debe apun- tar bien su arma y calcular la trayectoria de la flecha, lo que requiere de un definido pensa- miento causal y analítico. Lo que llamamos analógico y lo que llamamos lógico coexisten dentro de todo pensamiento humano, incluyendo el ahora llamado “amerindio” (Bartolomé 2014).

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Las múltiples corrientes de la antropología del conocimiento, como dije, llevan ya medio siglo documentando esta coexistencia de saberes diversos. Cito aquí entonces, masivamen- te, algunos de los textos más relevantes a la cuestión en la esperanza de que quien pueda ser tentado por el perspectivismo se informe de los hechos básicos y de los protocolos impli- cados en la problemática antes de dedicarse a pontificar sobre estas cuestiones sin el funda- mento de una buena antropología, como la que sin duda abunda ahí afuera (cf. Cole y Gay 1967; Cole y otros 1971; Scribner y Cole 1981; Greenfield 2000; Atran, Medin y Ross 2005; Werner 1972; Schultes y Hoffmann 1979; Broshenka, Warren y Werner 1980; Mee- han 1980; C. Gladwin 1989; Crump 1990; Alvares 1991; Nelson 1993; Schultes y Siri von Reis 1995; Berlin y Berlin 1996; Zaslavsky 1999; Cajete 2000; Nates 2000; Lozoya-Gloria 2003; Ascher 2004; Lampman 2004 [en línea]; Eisen y Laderman 2007; Acharya y Srivas- tava 2008; Ascher 2008; Selin 2008; Tidemann y Gosler 2010). Una observación más viene a cuento: lejos de creer, como Viveiros lo hace, que sostener la extra-proposicionalidad, la no-racionalidad, la irracionalidad o incluso la racionalidad sui generis del Otro es una idea original y un signo de sagacidad antropológica que dará a luz un nuevo concepto del concepto, sostengo más bien que es una falla potencial y probada- mente discriminatoria en la que la antropología (desde Lucien Lévy-Bruhl hasta Dan Eve- rett) ha incurrido demasiadas veces. Cuando los defensores contemporáneos de las doctri- nas de Lévy-Bruhl celebran que “sucesores y herederos intelectuales de Lévi-Strauss” co- mo Philippe Descola (1992; 2006) o Viveiros de Castro (2011) estén replanteando “de mo- dos novedosos y estimulantes una interrogación sumamente productiva respecto de episte- mologías alternativas a las del racionalismo y el naturalismo modernos” el carácter conser- vador de la teoría cognitiva que sustenta y el sesgo no precisamente igualitario de ciertos predicados del perspectivismo quedan algo más que ratificados (cf. Noel 2012: 30, 31, 37). Al trasmutar su desconocimiento sustancial del fondo de experiencia del campo cognitivo en instrumento metodológico y al limitar la esfera de acción del pensamiento a la elabora- ción de mitos y ontologías, se explica ahora que cuando Viveiros se ve empujado a definir qué clase de pensamiento es el pensamiento indígena no tenga más alternativa que vaciarlo, volverlo sobre sí, tornarlo (literalmente) idiota:

Ni una forma de doxa, ni una figura de la lógica (ni opinión ni proposición), el pensamiento indígena debe ser tomado –si se quiere tomarlo seriamente– como una práctica del sentido: como dispositivo autorreferencial de producción de conceptos, de ‘símbolos que se represen- tan a sí mismos’ (Viveiros 2010 [2009]: 210).

Esta definición de pensamiento, que se encuentra entre las más deslucidas que cabe imagi- nar (y que equipara desprolijamente prácticas y dispositivos, símbolos y conceptos, referen- cia y representación), no nos deja siquiera aquel consuelo espurio y condescendiente que al- guna vez fuera la lógica de lo concreto (cf. Lévi-Strauss 1964 [1962]). Sumando esto a su

36 definición dormitiva y decididamente fea de cultura, la pregunta que queda flotando es en qué academia y con qué maestros aprendió Viveiros a formular definiciones. El problema quizá no finque tanto en una definición incompetente como en la insinuación de haber elaborado una perspectiva que hace justicia a lo que (por más vaciado que se en- cuentre y por más circular que sea) no cabe sino llamar su objeto. Quien siga a Viveiros por ese camino autocelebratorio (reminiscente de lo peor de la etnología tautegórica y su “mo- do carente de supuestos”), a poco de empezar se verá o bien privado de toda heurística teó- rica, o bien persuadido de que su teoría es la más lúcida de todas las que han habido simple- mente por no tomar ningún riesgo de tipificación, por no plegarse a ningún “alegorismo” reductor (cf. Bórmida 1968-1970; 1968; 1976 vs Viveiros 2010 [2009]: passim). Adoptando una jerga y una taxonomía de oposiciones por lo menos extraña, al final de día vemos que Viveiros prescinde –casi se diría fóbicamente– hasta de las categorías más ino- fensivas y de dominio público que condimentan la literatura antropológica contemporánea, refugiándose en un repertorio idiosincrásico de juegos del lenguaje cada vez más formulai- cos y menos inteligibles. Una idea que quizá no era tan mala al principio se le ha ido de las manos: todo se le presenta ahora como si cualquier intento de tipificar los modos de pen- samiento fuera una trampa porque siempre habrá algún adjetivo encomillado (“cognitivo”, “proposicional”, “fenomenológico”…) que le cabría como calificación peyorativa a quien se arriesgue a interrogar su objeto aplicando un modelo de aristas duras. Esta heurística ne- gativa es, acaso, la única contribución original de Viveiros. A quienes vayan a celebrarla les pediría no hacerlo en mi nombre: la antropología, una ciencia inmerecidamente en cri- sis, no estaba necesitando semejante invitación a la parálisis. Un problema adicional con los razonamientos de Viveiros entre los muchos que dificultan su evaluación crítica es que él se desdice con frecuencia sin admitir que se está desdiciendo. Mientras que en “Perspectivismo y multinaturalismo en la América indígena” afirma sin ambages que la distinción clásica entre Naturaleza y Cultura no puede emplearse para explicar aspectos o ámbitos de cosmologías no-occidentales sin someterla antes a una críti- ca rigurosa (Viveiros 2004 [1996]: 37), en un texto posterior, Cosmological Perspectivism in Amazonia and elsewhere (copiado y pegado en “Cosmological deixis” [Viveiros 1998: 471]) asevera que

la distinción entre naturaleza y cultura debe sujetarse a crítica, pero no con el objetivo de lle- gar a la conclusión de que no existe semejante cosa. Ya hay demasiadas cosas que no existen. La floreciente industria de la crítica del carácter occidentalizante de todos los dualismos ha proclamado el abandono de nuestro patrimonio conceptual dicotómico, pero hasta la fecha las alternativas no han ido más allá del estadio de wishful unthinking (Viveiros 2012: 47).

En este súbito arrepentimiento y en la adopción de una estrategia que de algún modo ad- mite su falta de sustancia (y demostrando que no debe ser tan fácil mantenerse a la cabeza

37 de un movimiento tan expuesto a la mirada pública) se esconde uno entre los muchos caño- nazos por elevación que en los últimos años Viveiros se ha dedicado a disparar contra Phi- lippe Descola: tácticas del fuerte, mordidas nerviosas de un macho alfa, lecciones de escri- tura de un cacique urbano, escarnios y vapuleos con los que nos cruzaremos unas cuantas veces antes que este libro termine y a los que Descola todavía no se atrevió a responder (v. gr. más abajo, pág. 52, 52, 65, 67, etc.). Como quiera que sea, el movimiento que más hizo por denunciar la naturaleza occidentalizante del pensamiento dualista no ha sido otro que el propio animismo perspectivista, tanto en sus formulaciones puras como en las temperadas (Viveiros 1998: 473-474; Descola 2012; 15-18, 63-64, 122-135, 420-421). Es Sergio Morales Inga (2014), de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos en Perú, quien en su intensa crítica interna de las ideas fundamentales que sostienen el movimiento me ha llamado la atención sobre la lógica retorcida que atraviesa los razonamientos de Vi- veiros, sobre todo aquellos que asumen la forma de preguntas que demandan una suerte de explicación. Escribe Viveiros:

¿Por qué los animales (u otros seres no-humanos) se ven como humanos? Precisamente, su- giero, porque los humanos los ven como animales, viéndose a sí mismos como humanos. Los pecaríes no se pueden ver como pecaríes (ni, quizás, especular que los humanos y otros seres son pecaríes bajo sus ropas específicas) porque así es como los ven los humanos (Viveiros 2004: 54).

Tanto en el animismo de Descola como en el perspectivismo de Viveiros este género de non sequitur patafísico –en el sentido de Alfred Jarry– florece con una frecuencia exaspe- rante. Aquí hay otro ejemplar levemente distinto:

Los animales ven de la misma manera que nosotros cosas diferentes de las que nosotros vemos, porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros (Viveiros 1996b: 128).

En estos y otros casos que muchos de nosotros hemos registrado se echa de menos un mar- cador formal, un frame, un enmarcamiento que establezca si los enunciados son propios de la mentalidad amerindia, o si son parte de la perspectiva etic del estudioso que comparte esa visión con el Otro, o si se los debe juzgar en términos de la lógica usual o de alguna otra de las múltiples y muy rigurosas formas lógicas que existen (modales, paraconsistentes, intui- cionistas, deónticas, abductivas, libres, cuánticas, no monotónicas, por defecto, de la ambi- güedad) de las que el estudioso que se lanza a hablar de lógicas alternativas debería tener alguna idea (cf. Haack 1975; Alferes y Leite 2005; Bremer 2005; Benthem y otros 2006; Gabbay y Woods 2006; 2007). Tampoco se encontrará en este corpus especulativo un cri- terio que proponga una escala para evaluar parecidos y diferencias, o que aporte elementos de juicio recabados por la etología cognitiva contemporánea, o que explique por qué los au- tores se obstinan en seguir hablando de animales si es que –como ellos aseveran– dicha ca-

38 tegoría no aparece como tal, separada de lo humano, en el universo del pensamiento ame- rindio. Es por estas desprolijidades de lesa epistemología que conjeturo insincera la admiración que profesa Viveiros hacia Gregory Bateson, quien nunca se hubiera permitido tal atropello a las ideas de tipificación lógica y al troquelado del contexto (Viveiros 2002a: 293; 2010: 39, 114, 175; Bateson 1981). En rigor, no hay necesidad de llegar a las preciosas distincio- nes batesonianas para encontrar un mentís a esa lógica trastornada, puesto que según el propio Viveiros el pensamiento amerindio no es un pensamiento proposicional que aplique principios de inferencia, cognición y subsunción y que nos brinde (o que se brinde a sí mis- mo) una explicación de por qué suceden las cosas: una afirmación que se lleva muy mal con las explicaciones e inferencias deductivas en modus ponens en que sobreabunda su análisis (“porque así es como los ven los humanos”, “porque sus cuerpos son diferentes de los nuestros”, …) a pesar de que el pensamiento rizomático y la Teoría perspectivista de Latour, a los que Viveiros adoptará luego sin restricciones, prohíben hablar de explicacio- nes y de subsunción lógica sin más. Al final del día, no tengo constancia que Viveiros haya leído con detenimiento los trabajos de Bateson, cuyo nombre nunca se muestra en sus listas bibliográficas antes que comiencen a aparecer los de Deleuze y Guattari, quienes lo leyeron mal pero lo leyeron ciertamente. Cuando Viveiros comienza a mencionar a Bateson sus lecturas nunca son directas. De a- cuerdo con las propias referencias de Viveiros, las ideas batesonianas mencionadas en Me- tafísicas caníbales (2010) vienen de Mil Mesetas, el caótico segundo volumen de Capitalis- mo y Esquizofrenia; las que se nombran en A inconstância da alma salvagem (2002a), por su parte, se originan en un libro de Michael Houseman y Carlo Severi (1994) titulado Naven ou le donner à voir sobre la legendaria y fallida etnografía batesoniana. De este vo- lumen también se contrabandea sin que haga la menor falta una palabra conceptualmente superflua y técnicamente absurda (‘anti-cismogénesis’)9 que no existe en el original de Na- ven ni en lugar alguno de la obra de Bateson y de la cual Viveiros, típicamente, primero se apropia como si le resultara indispensable, después se congratula de la genialidad de la idea y finalmente no hace nada más con ella. Viveiros debería saber, de todos modos, que Bateson sustituyó los procesos de cismogé- nesis por los circuitos de feedback después de tomar contacto con Norbert Wiener y con la cibernética en las célebres Conferencias Macy de los años 40s (Bateson 1991: 55-56). La noción de amesetamiento, por último, no se desarrolló en su etnografía de tesis Naven como

9 Odiaría parecer pedante, pero el hecho es que hay una cismogénesis opositiva y otra complementaria, igual que hay, correspondientemente, un feedback positivo y uno negativo; en un caso se trata de amplificación de las oscilaciones y en el otro de reducción o estasis. Por más apurado que uno se encuentre en la edición de un libro para cubrir la cuota académica, la mera idea de pensar que se requiere un concepto de anti-cismogénesis (o de anti-retroalimentación) que al cabo no se usa para nada es de una ridiculez colosal.

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Viveiros sugiere en sus entradas bibliográficas sino que se mencionó muy circunstancial- mente en un artículo compilado en Pasos hacia una Ecología de la Mente, una colección batesoniana jamás citada por nuestro autor aunque en ella se origina la idea misma de las Mil Mesetas (cf. Viveiros 2010: 243-244; Bateson 1985 [1972]: 138, orig. 1949). La franca debilidad de Viveiros en materia de lógica y aparato erudito se refleja también en sus frecuentes contradicciones, las cuales acompañan al hecho de que hay muy poco razo- namiento original en el cuerpo de la literatura perspectivista. Lo que pasa por ser el princi- pio capital de la presunta teoría del perspectivismo (“es la perspectiva lo que define el ob- jeto”) se encuentra tan tempranamente como en el Curso de Lingüística General de Fer- dinand de Saussure, quien noventa años antes de Viveiros había dicho que

[o]tras ciencias operan con objetos dados de antemano y que se pueden considerar en seguida desde diferentes puntos de vista. No es así en la lingüística. […] Lejos de preceder el objeto al punto de vista, se diría que es el punto de vista el que crea el objeto, y, además, nada nos dice de antemano que una de esas maneras de considerar el hecho en cuestión sea anterior o superior a las otras (Saussure 1983 [1916]: 73; el subrayado es mío; versión inglesa en línea).

Viveiros (2012: 99) intuía claramente que ése es el caso y hasta acertó en atribuir la idea a Saussure, pero sin poder precisar la referencia ni derivar de ella la menor moraleja, como si sólo estuviera repitiendo lo que oyó decir a Pierre Bourdieu o a algún otro intermediario a quien efectivamente leyó. Ni qué decir tiene que Viveiros recién descubrió que Saussure había inventado tempranamente una especie de perspectivismo una década y media después de que él mismo comenzó a explotar la idea. No quisiera sugerir que estas lagunas sean en sí un impedimento, pero con todo respeto al folklore académico franco-brasilero, éstas son las cosas que suceden cuando la antropología y las problemáticas de la cultura y el lenguaje sólo se aprenden en el desarrollo de la disertación de doctorado, salteándose los cinco o seis años de inmersión en la disciplina que sólo se pueden experimentar cursando la licencia- tura. Esa dependencia ingénita de los dichos de terceras partes ocasiona que Viveiros, tras que- dar atrapado en una desquiciada cadena de inferencias que pondré a la luz en los últimos capítulos del libro (pág. 142 y ss.), caiga preso de una concepción frontalmente opuesta a la de Saussure: después de haber supeditado el objeto al punto de vista y de identificar incluso una operación creadora (un momento de génesis que –si se piensa rizomáticamente– no de- bería estar ahí), Viveiros no tiene mejor idea que demostrar, brincando latourianamente de un autor a otro y antropomorfizando todo, que los objetos son puntos de vista y que, mi- rándolo bien (y fagocitando gozosamente su propio proyecto), no existe nada que se pa- rezca a puntos de vista sobre las cosas:

Una red es una perspectiva, un modo de inscripción y de descripción, el “movimiento re- gistrado de una cosa a medida que se asocia con muchos otros elementos” [Jensen 2003: 227]. Pero esa perspectiva es interna o inmanente; las diferentes asociaciones de “cosas” la

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hacen diferir progresivamente de sí misma: “es la cosa misma lo que se ha comenzado a per- cibir como múltiple” [Latour 2005: 116]. En suma, y la tesis se remonta a Leibniz, no hay ningún punto de vista sobre las cosas; son las cosas y los seres las que “son” puntos de vista [Deleuze 1968: 79; 1969: 203] (Viveiros 2010: 103; las referencias son suyas, el énfasis es mío).10

Dado que en un régimen de esencialismo tan denso la tipificación lógica del enunciado de- viene incierta, no es posible determinar si bajo estas premisas el perspectivismo (“un punto de vista sobre las cosas”) efectivamente existe o si no es más que –como lo admitió Vivei- ros (2012: 47) una vez– una expresión de wishful unthinking. Igual que cuando Alan Sokal hizo público el escándalo de la indigencia técnica de los pos- estructuralistas, como lector uno queda a la espera de que un buen día Viveiros confiese que todo lo que escribió no ha sido más que una agudísima tomadura de pelo, que sólo ha estado poniendo a prueba nuestro entendimiento y que no hay razones para sospechar de su vitalidad intelectual. Sería un gesto histórico, a no dudarlo, pero cada día que pasa uno va perdiendo la esperanza de que eso suceda alguna vez. Se comprenderá entonces que me re- fiera a estas flaquezas y maquinaciones del discurso perspectivista en un tono que trasunta un cierto fastidio, pero mi convicción es, a este respecto, que cuando alguien se expide con no poca arrogancia sobre la práctica disciplinar desde un lugar tan visible, con tantos recur- sos a su alcance y en un momento tan crítico, ni el minimalismo bibliográfico, ni la lectura intermediada, ni la oscuridad discursiva, ni la inconsistencia teórica deberían ser una opción. Un último renglón de discrepancia entre la postura de Viveiros y la nuestra o la mía propia concierne a la contradicción que cada día se va revelando entre sus generalizaciones y los datos empíricos recabados por los especialistas en la región (Halbmayer 2012).

Muchas de las contribuciones a este volumen plantean dudas sobre el supuesto de Viveiros de Castro de que, en contraste con el naturalismo, en el que los hombres son ex-animales, en el perspectivismo los animales son ex-humanos y que la humanidad es la condición originaria compartida de la cual los animales se diferenciaron. [Laura] Rival […] argumenta que “para los Huaorani, los seres iniciales de los cuales derivan tanto las especies humanas y animales no eran humanas; sólo los Huaorani contemporáneos son humanos”. Del mismo modo, [Ernst] Halbmayer afirma que, entre los Yukpa, los animales eran como los Yukpa pero no eran Yukpa. Él asegura que hay otras personas distintas-de-lo-humano que son parecidas a los humanos en grados diversos, pero no necesariamente humanos. Generalmente son proto-

10 No he logrado encontrar esta tesis en la obra de Gottfried Leibniz [1646-1716], quien por el contrario sos- tiene una ontología claramente jerárquica. En La logique du sens (Deleuze 1969), de donde procede la cita, no se menciona ninguna obra de Leibniz; en Différence et Répetition (1968) sí se mencionan diversas obras filo- sóficas y piezas de correspondencia, pero no se trata nada parecido a dicha tesis. Fiel a su hábito de credulidad selectiva, Viveiros se abstiene de citar a Leibniz directamente, por lo que he puesto las obras leibnizianas fun- damentales en línea para que el lector compruebe la literalidad de la tesis si es que tiene la suerte de dar con ella (cf. Leibniz 1890, en línea; 1898, en línea).

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humanos que alguna vez fabricaron o construyeron los primeros seres humanos, exhumanos (o sea animales que alguna vez fueron humanos) y no-humanos, mayormente monstruosos, seres “anti”-humanos que bien pueden aparecer en forma humana. […]

La investigación de [Bernd] Brabec también desafía la opinión de Viveiros de Castro. Brabec encuentra que los Shipibo (Jonibo, gente real) diferencian los seres de acuerdo con su con- ciencia, su forma de agencia y su poder. Una fisicalidad humanoide o parecida a la humana es común a los seres conscientes, “en contraste con la fisicalidad humana como lo propone el perspectivismo ‘ortodoxo’”. […] [Dimitri] Karadimas discute la noción de “punto de vista” de Viveiros de Castro y las definiciones subjetivas y relacionales de los seres y su identidad. Mientras que Viveiros de Castro ha argumentado que los animales se ven a sí mismos como humanos y ven a los humanos como enemigos predadores, Karadimas argumenta que el principal problema con esta estrategia es que “no hay una manera absoluta de ganar acceso a la interioridad de otros seres: lo que ocurre siempre es una imputación de identidades”. […] Para Karadimas Viveiros confunde “el objeto con la categoría y piensa que las categorías crean el mundo aunque ellas sólo dan una visión específica de él” (Halbmayer 2012).

En contraste con las crónicas elaboradas por el propio Viveiros y que nos hablan de un in- menso consenso ganado por el perspectivismo (o por la Teoría del Actor-Red, o por la no- ción de multiplicidad a la que ahora se aferra), muchos de los antropólogos de la Amazonia encuentran que no hay forma de embutir los datos en el molde de la teoría. Incluso en el plano meramente descriptivo, muchos de los colegas cuyas palabras Viveiros supo utilizar para afianzar sus propios dichos se vieron en el trance de tener que señalar que las cosas no eran cien por ciento como él decía. Esto ha sucedido demasiadas veces en todas las ciencias poco tiempo antes que los barcos comenzaran a hundirse; por lo común éste es el preanun- cio de que cualquiera sea su impacto mediático aparente o la imagen de lozanía y sex appeal que le devuelva el espejo, lo más probable es que la curva logística de su expansión se haya atenuado y que la teoría se encuentre contando los días que le restan.

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Todos estos factores y otros muchos han suscitado el surgimiento de una crítica que se atre- ve a tomar por blanco al perspectivismo, que merecería ser mejor conocida y que aquí co- menzamos a inspeccionar. Una de las críticas mejor fundadas es la de Silvia Citro y Maria- nela Gómez (2013) de mi misma Universidad de Buenos Aires:

[D]esde mediados del siglo XX, la presencia y acción estatal reforzó las prácticas y lógicas “civilizatorias” conducidas por las misiones en las décadas anteriores (como la escolariza- ción, higiene y medicina occidental) e introdujo nuevas prácticas legales-burocráticas (como los documentos de identidad, títulos de propiedad de la tierra, jubilaciones y planes asis- tenciales, etc.) y, ya con el retorno de la democracia a inicios de la década de 1980, la política partidaria y las elecciones. […] Todo ello nos lleva a otorgar una particular importancia a la relación entre estos procesos históricos y los cambios socio-culturales, a los vínculos con el

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estado y la economía política, incluso para aquellos que trabajamos en temáticas como el ri- tual, el arte y las prácticas y representaciones corporales, como es el caso de Citro, o las rela- ciones de género y los usos del territorio, como es el de Gómez. Sin embargo, si nos guiamos por los últimos escritos de Viveiros de Castro (2004; 2010), así como por los de algunos otros colegas que acompañaron y siguieron sus líneamientos, notamos la ausencia de referencias a estos procesos; por ello nos preguntamos si los grupos amazónicos fueron menos afectados por este tipo de dinámicas o éstas tuvieron un impacto menor en la transformación de las subjetividades y corporalidades indígenas. En este sentido, recientemente Alcida Ramos ha señalado que el perspectivismo reduce la complejidad etnográfica de “Amazonia” a un único modelo, llevando a que las etnografías locales arrojen resultados uniformes que tienden a tomar la forma de un dogma. La autora sostiene que “Amazonia” no es una región homogé- nea culturalmente y que el perspectivismo no toma en cuenta ni las problemáticas históricas ni las actuales que afectan “las vidas reales de los indígenas” (Ramos 2012, p. 482)

Precisamente Alcida Ramos, una antropóloga brasilera a quien Citro menciona con una a- certada percepción de su acuidad profesional y de su experiencia en Amazonia, ha descripto como pocos lo han hecho los riesgos del perspectivismo:

El caso Yurupary en el contexto Makuna demuestra que no es antropología coherente ase- gurar que el multinaturalismo es universal en el mundo Amerindio. […] Cada texto nuevo lleva a Viveiros de Castro una pizca arriba en una escalada de aserciones extravagantes que devienen cada vez más indulgentes, rayando en la irreverencia. El siguiente esfuerzo de intento de traducción proporciona un ejemplo: “un modelo que podríamos rotular ‘cuasi- ergativo’ (o quizá ‘ergatividad partida’ [split ergativity], si supiéramos lo que es eso)” (Viveiros 2011: 4).

La facilidad con la que se hacen generalizaciones exageradas en nombre de una “cosmología perspectivista Amerindia” (Viveiros 2004: 11) puede sorprender a antropólogos experimenta- dos familiares con la Amazonia indígena. Arrastrado por su propia elocuencia, Viveiros de Castro se ha tomado libertades infundadas con la etnografía indígena. Consideremos los si- guientes pasajes: “El pensamiento Amerindio puede describirse como una ontología política de los sentidos, un pan-psiquismo materialista radical”. Es un pensamiento que concibe “un universo denso, saturado con intenciones que están ávidas de diferencias” y en el cual todas las relaciones son sociales. Estas relaciones “se esquematizan mediante una imaginería oral- caníbal, un tópico obsesivamente trófico que inflexiona todos los casos y las voces conce- bibles del verbo comer: dime cómo, con quién y qué es lo que comes (y lo que tú comes con quién) y te diré quién eres. Uno predica a través de la boca” (Viveiros 2011: 3).

A despecho de numerosos análisis del uso ritual del cuerpo humano (Seeger 1975; Turner 2007), Viveiros de Castro se va por las ramas con tiradas gratuitas como ésas. Con extra- vagantes brochazos, tradiciones indígenas enteras, tales como las valoradas artes de la ora- toria, los diálogos ceremoniales, las sesiones shamánicas, el canto ritual y otras poderosas expresiones verbales, meticulosamente construidas y diversificadas a través de innúmeras generaciones, se reducen a una glotona boca abierta (Ramos 2012a).

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Después de cincuenta años y de una docena de artículos que ya han comenzado a pregun- tarse “qué fue el posmodernismo”, las parrafadas típicamente pos-estructuralistas y pos-la- canianas como las que ejemplifica Ramos, primorosamente arracimadas a través de páginas enteras, constituyen uno de los rasgos más indefendibles que atraviesan las formas crepus- culares de la escritura en el interior del movimiento perspectivista en general y de la obra de Viveiros en particular. En rondas cómplices de críticos teoréticamente afines nos hemos intercambiado fórmulas y mantras perspectivistas tanto o más retorcidas que las mencionadas más arriba. He llegado a reunir una rica antología de pleonasmos y sinsentidos de variadas especies que con fre- cuencia utilizo en clase para ilustrar los extremos a los que llega la retórica cuando se re- quiere encubrir que un discurso no encuentra la forma de salir de su atolladero. En experi- mentos de discriminación entre escritura humana y mecánica que he desarrollado en talleres y seminarios, las frases de Viveiros (junto a otras de Homi Bhabha, Jacques Lacan, Jean Baudrillard, Félix Guattari y Gilles Deleuze, en ese orden descendente) han sido votadas por quienes algo saben de anomias, artimañas y afasias de la imaginación como  “Proba- blemente escritas por un generador estocástico”,  “… por un autómata de almacén”,  “… por un autómata ligado linealmente” o  “… por una máquina de Turing”. La opción  “… por un ser humano” va quedando progresivamente abajo conforme el experimento se repite. A medida que publica más y más textos cada vez más intranquilos, derivativos y presurosos, Viveiros no hace más que ascender posiciones en la tabla. Pueden encontrarse (y generarse) más ejemplares del género en mi Portal de las Retóricas Cientificistas y Posmodernas, en los reportes que mis colegas y yo hemos compilado a lo largo de cuatro décadas y, por supuesto, en el impagable panfleto sobre las Imposturas Inte- lectuales (Sokal y Bricmont 1999: 14-15, 21, 26-27, 30-31, 101-106, 129-137, 157-169, 207-208 ), en el cual no se cuestiona al posmodernismo yanki y necio del que Viveiros re- niega con firme razón, sino exactamente al pos-estructuralismo parisino del cual muy tar- díamente se ha tornado partidario, sin mencionar jamás que en muchos rincones del mundo (y hasta en el movimiento pos-colonialista) hay mucha gente que con buena razón se le resiste. Con gusto enviaré la colección de frases estrambóticas y el protocolo experimental a quien los pida, pues la antropología se ha tornado tiesa y solemne y no todos los días pue- de uno divertirse tanto.11 La perogrullada opositiva que sigue, producto de la febril imaginación de Viveiros, es uno de mis ejemplares favoritos de la colección:

[C]omparar multiplicidades quizás tampoco sea lo mismo que establecer invariantes correla- cionales por medio de analogías formales entre diferencias extensivas, como en el caso de las comparaciones estructuralistas clásicas en las que “no son las semejanzas, sino las diferen-

11 Véase http://carlosreynoso.com.ar/portal-de-la-retorica-posmoderna/. Visitado en junio de 2014.

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cias, las que se parecen” (Lévi-Strauss, 1962a). Comparar multiplicidades –que son sistemas de comparaciones en sí mismas y por sí mismas– es determinar su modo característico de di- vergencia, su distancia, interna y externa; aquí el análisis comparativo iguala a la síntesis se- parativa. Por lo que se refiere a las multiplicidades, no son las relaciones lo que varía, sino que las relaciones son lo que une: son las diferencias las que difieren (Viveiros 2012: 107).

Esta otra oración también es notable, sobre todo por la alusión a un término auto-referencial que excluye nada menos que al sujeto:

Una transformación del rechazo de la auto-objetivación onomástica se encuentra en los casos o los momentos en que, el colectivo-sujeto se considera como parte de una pluralidad de colectivos análogos, el término auto-referencial significa “los otros” y es utilizado sobre todo para identificar los colectivos en los que el sujeto se excluye. La alternativa a la subjetivación pronominal es una auto-objetivación igualmente relacional donde “yo” sólo puede significar “el otro del otro” (Viveiros 2002b: 185).

Vale la pena citar uno de los ejemplares favoritos de Sergio Morales Inga, ciertamente re- miniscente del manifiesto de Alan Sokal:

Esta torsión asimétrica del animismo perspectivista ofrece un contraste interesante con la si- metría que muestra el totemismo. En el primer caso, una correlación de identidades reflexivas (un humano es para sí mismo como un determinado animal es para sí mismo) sirve de sustra- to a la relación entre la serie humana y la serie animal; en el segundo, una correlación de dife- rencias (un humano difiere de otro humano como un animal de otro animal) articula estas dos series. Una correlación de diferencias produce una estructura simétrica y reversible, mientras que una correlación de identidades produce la estructura asimétrica y pseudoproyectiva del animismo. Esto ocurre, creo, porque lo que el animismo afirma, después de todo, no es tanto la idea de que los animales son semejantes a los humanos, sino la de que ellos –como noso- tros– son diferentes de sí mismos: la diferencia es interna o intensiva, no externa o extensiva. Si todos tienen alma, nadie es idéntico a sí mismo. Si todo puede ser humano, nada es huma- no inequívocamente. La humanidad de fondo vuelve problemática la humanidad de forma (Viveiros 2004: 54, citado por Morales Inga 2014).

Ahora que los académicos viven tanto como Raymond Firth o Lévi-Strauss y que por ello ya no hay tantos Fetschriften celebratorios para los antropólogos sesentones, en los últimos años Viveiros –a quien imagino esperando ansiosamente su turno para publicar su panfleto consagratorio en Prickly Pear Press– está comenzando a ensayar, prematuramente, el estilo aforístico, sapiencial y socarrón que se espera de celebridades de edad un poco más avan- zada que la suya. En “Zeno and the art of anthropology. Of Lies, Beliefs, Paradoxes, and Other Truths” (intencionalmente titulado –apuesto– a la manera del último Marshall Sah-

45 lins)12 escribe como si estuviera codificando la normativa de la futura epistemología com- parativa para la disciplina:

El problema es para mí cómo dar a la expresión relativismo comparativo un significado espe- cífico de la antropología social. Gran parte de mi obra –por lo menos desde que conmuté de la geofilosofía de campo a la especulación ontográfica– ha consistido en analizar el relativis- mo no como un enigma epistemológico sino como un tópico antropológico, susceptible de comparación traductiva (o equivocación controlada) más que de adjudicación crítica (Vivei- ros 2011: 129).

No es que no se entienda lo que intentan expresar las frases, pues sí se entiende. Nadie ne- cesita la asistencia de Viveiros o de algún consultor externo para entender ideas que vuelan bastante más bajo de lo que sus cultores piensan aun cuando las embrollen para que luzcan enjundiosas. Lo que incomoda del caso no radica en la dificultad del asunto, que es en sí muy módica, sino en que la insignificancia de lo que se dice no amerita la afectación con que se lo enuncia, por más que esté de moda argumentar tamañas abstracciones y hacerlo de ese modo. Pero esta línea de crítica es demasiado fácil y quizá en el fondo inútil para disuadir a los fundamentalistas, persuadir a los adversarios o recuperar a los indecisos. Las fallas pragmá- ticas y políticas del movimiento son tal vez más inquietantes. Una vez más escribe Ramos:

Uno no puede más que maravillarse sobre el mérito de las teorías grandiosas como la que en- carna el perspectivismo. Aunque ha inspirado a los antropólogos más jóvenes –y continúa ha- ciéndolo– entraña un número de riesgos, tal como V[ictor] Turner señalaba décadas atrás. Primero, el perspectivismo está abierto a la replicación vulgar, invitando a excesos interpreta- tivos. Segundo, se replica con facilidad, conduciendo a una implausible uniformidad de resul- tados y asumiendo la inquietante forma de un dogma. Tercero y más importante, al reducir la complejidad etnográfica a un solo modelo, virtualmente rehúsa reconocer la creatividad indí- gena. Más aún, tal modelo reducido, interesante como pueda ser para los perspectivistas, no lo es para los indios. Al abdicar del rol central de la investigación etnográfica como medio de llegar a una comprensión más profunda de y de un respeto hacia los pueblos indígenas, el perspectivismo falla en la empresa de incitar a los etnógrafos a usar su imaginación antropo- lógica para nuevos descubrimientos. Más todavía, en tanto teoría, el perspectivismo es, en el mejor de los casos, indiferente al predicamento histórico y político de la vida indígena en el mundo moderno (Ramos 2012a: 489).

Si el perspectivismo tiene un talón de Aquiles en el que los futuros contrincantes pueden hincar el diente, ése es todo el discurso que rodea a la especificación de su compromiso po-

12 Títulos característicos del período Haiku de Marshall Sahlins son, por ejemplo, “Reports of the Deaths of Cultures Have Been Exaggerated” (2001), Waiting for Foucault, still. Being after-dinner entertainment by Marshall Sahlins (2002) y “Anthropologies: From Leviathanology to Subjectology – And vice versa” (2003; 2004). Puede que desde lejos parezca un detalle o una coincidencia, pero la capacidad de absorción de mo- vidas intelectuales banales y efímeras por parte de Viveiros es, a mi modesto entender, descomunal.

46 lítico. No me refiero a su narrativa sobre el pasado tenebroso, sobre un tiempo al que con un poco de ingenio siempre se puede (como dirían Roy Wagner, Marilyn Strathern o Clifford Geertz) reinventar o ficcionalizar sin necesariamente mentir. No es el pasado lo que representa un problema, porque las sucesivas dictaduras latinoamericanas posibilitaron que muchos actores de nuestra generación puedan exhibir historias parecidas y más o me- nos creíbles de resistencia pasiva, militancia, libertad de espíritu e (incluso) clandestinidad armada, sin que pese mucho lo neoliberal o lo acomodaticio que uno se haya tornado des- pués (cf. Viveiros 2013: 258). El problema comienza cuando se trata del presente y se ha- cen proyecciones a futuro. La pregunta es, a boca de jarro, cuál es el posicionamiento con- creto y la propuesta política del perspectivismo de aquí en más. Puede que las contradicciones y los eufemismos en que se ve envuelto el perspectivismo cuando procura describir su perspectiva actual en ese plano y su proyecto político suminis- tren sólo evidencia circunstancial; pero como quiera que se los juzgue, los contrasentidos en que se ve envuelto son imposibles de disimular. Por un lado, y en un párrafo atestado de guiños y alusiones irónicas a colegas en contienda, Viveiros admite:

Elegí estudiar a los indios. Pero mi “compromiso” con estos pueblos que estudio no es un “compromiso político” sino un hecho biográfico, una consecuencia de mi vocación y carrera profesionales. No hago de mi “compromiso” con los indios ni la causa, ni el objeto, ni la justificación de mi investigación; no es ninguna de esas cosas: es la condición de mi trabajo, que acepto y que nunca me pesó. No me parece una cosa muy noble justificarse apelando, en general ostentosamente, a la importancia política de lo que se está haciendo. Los peligros de la autocomplacencia son enormes. […] He visto tantas veces eso del “compromiso político” usado como una especie de tranquilizante epistemológico… (Viveiros 2013: 34).

Al igual que pasa con las indirectas y elipsis en que abunda Viveiros toda vez que tiene que hablar de teoría, uno se pregunta quiénes podrían ser los sujetos políticos y/o los adversa- rios académicos que son objeto de tanta ironía encomillada y por qué razón nunca se los lla- ma por su nombre. Pero todo lo anterior cambia completamente de signo cuando en otro re- portaje concedido en 2007 para Amazonia Peruana Viveiros proclama:

[V]eo el perspectivismo como un concepto de la misma familia política y poética que la an- tropofagia de Oswald de Andrade, esto es, como un arma de combate –indios y no indios mezclados– contra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cris- tianos (Viveiros 2013: 94).

Ignoro si la mutación tempestuosa de Viveiros es una respuesta a la crítica política que se le formuló, si se trata de una mera casualidad, o si en verdad el movimiento procura incorpo- rar a su horizonte de intereses algo que no sea su propio triunfo en la academia. Alcanza con leer la crítica ya mencionada de Gayatri Chakravorty Spivak (1988) a la filosofía irre-

47 flexivamente europeizante y pequeñoburguesa en la que Viveiros hoy reposa13 para com- probar que éste insiste en concederle la palabra a los forjadores de un arma de combate a quienes la alteridad ni siquiera llegó a importarles lo suficiente para que nos dijeran de ella algo fructuoso, para que diseñaran un programa que cediera protagonismo a la perspectiva del Otro y nos entregaran conocimientos cabalmente descentrados a los que no podríamos acceder de otra manera. Alcanza también con documentar la falta de sustancia innovadora y capacidad operativa del giro perspectivista (a lo que dedicaré algunas observaciones específicas [cf. pág. 157 y ss.]) para acreditar la sospecha de que este bullicio programático de alianza étnica y crítica cul- tural puede ser una maniobra distractiva orientada a encubrir que el movimiento ha identifi- cado mal al adversario y que carece de instrumentos apropiados para librar por su cuenta, enemistado en vano con todas las demás teorías, tan tremendo combate. De todos los cuestionamientos hasta aquí recorridos, el mío inclusive, la crítica formulada por Alcida Ramos en Brasil, por Miguel Bartolomé en México y por Sergio Morales Inga en Perú, acompañada por la lectura que hemos emprendido junto a un puñado de antropó- logos amazonistas, etnógrafos y estudiantes de antropología de diversos enclaves de Amé- rica Latina ha sido tan atinente y serena como destructiva y resultó para mí motivo de cele- bración conocerla, sopesarla y darla a conocer en este hipertexto abierto que pretendo sea más genuinamente perspectivista que su objeto de crítica y cuyo trabajo de resistencia y reafirmación disciplinar recién se inicia. El único punto oscuro que subsiste es, desde mi punto de vista, establecer dónde estaban los combatientes militantes del perspectivismo cuando Daniel Everett, mucho más oscuro que cualquier otro estudioso del campo, salió al ruedo y opacó el brillo de toda la antropología amazónica, orgullo del Brasil, promulgando a la vista de todos y sin una sola evidencia ve- rosímil tanto la incompetencia intelectual de los actores de la tribu como la puerilidad de la antropología.

13 Pues sí, la de Michel Foucault y la de Gilles Deleuze. Trataré la cuestión con el detenimiento debido más adelante (pág. 101 y subsiguientes).

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PHILIPPE DESCOLA: EL CONTACTO EN FRANCIA

Nada sería más falso que oponer tipos de saber concebi- dos como irreductibles unos a otros a lo largo de los siglos y entre los cuales se realizaría el tránsito de ma- nera brusca e inexplicada.

Claude Lévi-Strauss (1986 [1971]: 576).

Celebrado unas pocas veces por su director de tesis doctoral (el propio Lévi-Strauss) en un empate técnico con Viveiros y en una época en que ambos eran todavía guardianes del templo estructuralista, el francés Philippe Descola, filósofo primero y luego antropólogo, supo regalarnos todavía a mediados de su carrera largas y detalladas narrativas tales como Las lanzas del crepúsculo. El libro es un buen compendio (aunque no particularmente me- morable) que los editores del volumen o Descola mismo –a la manera de Clastres– se sin- tieron atávicamente compelidos a subtitular Relatos Jíbaros – Alta Amazonia, para sacar provecho, conjeturo, del valor agregado que en el imaginario popular y en la academia tie- nen esos indios legendarios, arquetipos perfectos de lo feroz, no particularmente pulcros, reductores de cabezas y caníbales por antonomasia (Descola 2005 [1993]).14 Desde esa trinchera –celebrada por la crítica, pero a mi juicio excedida en minucia descrip- tiva sin uso imaginable– Descola ha proporcionado complemento, realimentación y carna- dura a los trabajos más abstractos y militantes de Viveiros, alejándose a veces un poco de él, aceptando con docilidad y resignación los ataques periódicos del líder y retornando cíclicamente al camino de lo que en muy pocos años ha coagulado como la ortodoxia del ya agonizante perspectivismo (lévistraussiano) del primer tipo. En la tradición francoparlante lo común es que la mayoría de los científicos sociales se li- cencien primero en filosofía y luego se doctoren como antropólogos; del mismo modo, los antropólogos de esa tradición siempre comienzan su carrera profesional confeccionando la-

14 La versión en inglés se subtitula, con un tono de extrañamiento Thug, Life and Death in the Amazon Jungle, una expresión que por más vueltas que se le dé ya no es de este siglo y quizá tampoco del anterior. A lo que voy es a que las etnografías de los perspectivistas, más todavía que sus obras teoréticas, algo más secas, pare- cen coquetear con un fuerte exotismo, agravado por el hecho de que los autores se avienen a escribir para el gran público en un formato intermedio entre la no-ficción novelada y los embellecimientos típicos de (por ejemplo) el Decamerón Negro de Leo Frobenius. La palabra que más ruido hace en el subtítulo inglés de la etnografía de Descola es, precisamente, jungle, mucho más reminiscente de lo hindú que de lo africano o lo amazónico. Como me dijo alguna vez un editor, lévistraussianamente, la selva es a bwana lo que la jungla es a sahib. La foresta lluviosa amazónica todavía está en busca de su apelativo para el portador de la gorra de corcho que escribe alternando primera persona y free indirect speach, pero el proyecto exotista de las edi- toriales latinoamericanas y los antropólogos amerindios ya está evidentemente en marcha. Algunos de mis co- legas piensan que Relatos Jíbaros es una bella etnografía; tal vez yo me equivoque malamente, pero la veo demasiado cosmopolita y estetizante para considerarla cien por ciento así.

49 boriosas etnografías en el corazón de la selva y la coronan escribiendo un libro atrás de otro de teoría antropológica. En el medio habría un período etnológico que no siempre me he sentido capaz de ejemplificar correctamente, y que acaso sólo sea un fruto de la imagina- ción de Descola para que la secuencia luzca más elegante. Si bien este estilo de trayectoria es de reconocida estirpe francesa, hoy en día existen otros constreñimientos políticos y bu- rocráticos que hacen que para nuestros antropólogos, después de un tiempo, sea imposible volver al campo y retomar la elaboración de una etnografía a la vieja usanza. Descola lo expone de este modo:

Hoy en día no se puede hacer trabajo de campo en Amazonia sin hacer alguna clase de arre- glo formal con una federación indígena que pretende tener algún control sobre lo que uno hace, lo que es perfectamente normal. Sin embargo, la mayor parte de las demandas que caen sobre los antropólogos se encuentran tan mal concebidas como las que hacían los burócratas europeos en otros contextos de la antropología aplicada. La naturaleza de nuestro trabajo no siempre es comprendida con claridad por esas organizaciones y se nos pide siempre hacer las mismas cosas: estudiar plantas medicinales, recolectar mitos, vieja literatura – Se nos percibe como museógrafos cuya tarea es salvar la “cultura tradicional” (Knight y Rival 1992: 12).

Instalado en el campo teórico de grado o por fuerza (y yo me inclino por lo segundo) la úl- tima teoría que elaboró Descola después de algunos ensayos rudimentarios desarrolla una tipología que se precia de universal sobre los modos de identificación que han servido a los humanos para articular cuatro y sólo cuatro modos de ontología: naturalismo, animismo, to- temismo y analogismo, que son como otras tantas maneras de definir las fronteras entre uno mismo y lo otro. De cada ontología, dice Descola, y como en el Sturm und Drang, se deri- van nada menos que las cosmovisiones de los pueblos, las cuales pueden diferir de un caso a otro; todas las ontologías, sin embargo, poseen en común una fuerte referencia antropo- céntrica, lo cual, personalmente, me parece demasiado obvio como para que alguien se mo- leste en subrayarlo. El tratamiento del tema requiere, igual que en la versión perspectivista de Viveiros, una an- tropología que sustituya la antigua distinción dualista entre naturaleza y cultura por lo que Descola propone llamar una ecología de las relaciones. Pero apenas el tema amenaza tor- narse sistemático Descola retrocede y admite que algunas instituciones puede que tengan rasgos híbridos y que se manifiesten excepciones a la regla. Igual que Victor Turner en sus inestables clasificaciones de los símbolos, Descola carece de la infrecuente habilidad de construir taxonomías que no postulen límites porosos y zonas de sombra, que se ajusten a los datos recabados etnográficamente, que sirvan al menos para tipificar también a las et- nías de las proximidades y que no dejen multitud de casos anómalos fuera de considera- ción. O me parece a mí o el trámite de las ideas de Descola tiene un aire en común con el castigo de Sísifo; el hombre se desdice y relativiza tanto sus categorizaciones que es muy difícil

50 pillarlo preso de una idea particular que se mantenga más allá de unas cuantas páginas. Aun si consentimos en creerle todo lo que dice nunca logramos alejarnos del punto de partida y hacernos de una visión de conjunto. Cuando critico su obra a veces echo de menos las chi- rriantes disonancias de Viveiros de Castro, los simplismos en que a éste le hace incurrir su flamante militancia pos-estructural, la marginalidad, el carácter maldito y el tono estentóreo de sus autores preferidos, su vulnerabilidad de kamikaze. Comparado con él se diría que Descola se regodea en la monotonía y en una especie de escritura un poco bipolar pero siempre situada en el registro de lo seguro. La metáfora que mejor describe su configuración discursiva se diría que es (como en las Mitológicas) la de la composición sinfónica. Intercalando extensos motivos que se dirían lévistraussianos y de factura literaria prolija con modulaciones y desarrollos tan carentes de sustancia y novedad que ningún acólito ha considerado hasta hoy dignos de ser citados, Descola acomete una producción ontológica que él mismo –una y otra vez– se encarga de desmontar, sin subrayarlo mucho, a medida que la va desplegando.

Tabla 1 – Las cuatro ontologías (Descola 2012:190)

Me apena un poco decirlo, pero las citas que críticos, comentaristas y resumidores hacen de las largas sesiones descolianas de teorización se concentran en las primeras treinta o cua- renta páginas de sus largos libros, como si todos hubieran abandonado la lectura a poco de empezar o como si el torso corporal de los textos no fuera otra cosa que más de lo mismo. Las culminaciones de los capítulos tampoco son memorables y aun cuando siempre estuve motivado para ir hasta la médula, debí comenzar varias veces la lectura para tomar impulso y llegar a algunas de ellas. A sus fieles lectores, de todos modos, a los que imagino exhaus- tos por la longitud del desarrollo y lo torrencial de su detalle, un desenlace o el contrario seguramente les dará igual. Como a menudo pasa con otros autores que empiezan resonan- tes, intensos y promisorios y acaban molto piano, dilatados y convencionales (me viene a la mente Dan Sperber), las codas suelen ser tan apagadas y decepcionantes que nos dejan a menudo, sin que nos demos cuenta, no muy lejos del punto de partida. En la gran escala, el esquema madre de la ontología de Descola se parece a la de nuestra Tabla 1.

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Según Descola el naturalismo caracteriza “nuestro” sistema por lo menos desde los comien- zos de la “modernidad”, apenas un poco después del Renacimiento en la medida en que es- tablece una continuidad de fisicalidades entre los humanos, los no-humanos y a la larga la totalidad de la naturaleza. Por el otro lado, existe una discontinuidad entre las “interiorida- des”, en la medida en que el naturalismo no reconoce ninguna manera de accesar a la inte- rioridad de no humanos, tales como animales, objetos, dioses, etc. De los dos sistemas on- tológicos siguientes, el totémico y el analógico, el primero involucra la continuidad de in- terioridades y fisicalidades (todo está conectado con todo, como en la “era del sueño” de los aborígenes australianos) y el segundo una discontinuidad de interioridades y fisicalidades. El animismo, que se manifiesta en las ontologías amazónicas, es el opuesto de la forma en que el naturalismo percibe la manera en que los seres son: es la continuidad de las interiori- dades y la discontinuidad de las fisicalidades (algo parecido a lo que sostiene Viveiros, ya que las fisicalidades de Descola son la “naturaleza” del primer Viveiros y las interioridades equivalen a lo que ésta llama “cultura”). El elegante cuadro de Descola, como dije, sólo se erige para ser desmantelado, en la medida en que la forma en que las diversas culturas articulan las relaciones de humanización o na- turalización exige primero que se reconozca plena entidad ontológica o analítica a los tér- minos que participan del juego (cf. Descola 2012: 190-195, 439). Naturaleza y cultura están siempre ahí, como siempre, y no hay forma de sacárselas de encima si se intenta formular la cuestión en esos términos. El propio autor no tiene más salida que admitirlo (Ibid.: 193), pero en lugar de resolver el problema que él mismo planteó lo deja flotando a la deriva, proclamando que habría de zanjarlo alguna vez, aseverando que este barullo ontológico es poco menos que el nuevo escándalo de la filosofía occidental, pero a fin de cuentas esca- moteando tras un océano de palabras no siempre atinentes el hecho concreto de que él no lo resuelve jamás. El propio Viveiros, quien pocas veces se complicó la vida con matrices de doble entrada o árboles clasificatorios, se ha opuesto unos meses atrás a esta clase de exégesis. En el pers- pectivismo, dice,

[n]o estamos ante un sistema de la naturaleza, de una taxonomía o de una clasificación fijas, consignadas en listas oficiales. El perspectivismo amerindio no es un tipo de tipología (y por lo tanto no puede ser objeto de meta-tipologías, como aquella propuesta por mi amigo Phi- lippe Descola en su reciente Par-delà nature et culture); no es una “forma de clasificación primitiva” (Viveiros 2013: 83).

Sea su colega amigo o rival, la presión para mantener el control de la doctrina y el orden de picoteo en el interior del movimiento se demuestra imperiosa. Tal vez para homogeneizar la (in)coherencia discursiva en el interior del corpus perspectivista Viveiros trazó hace poco un puñado de representaciones gráficas tachonando un homenaje al estructuralismo que no se esperaba de él y que por momentos luce interesante, aunque que no acierto a determinar

52 si ha sido escrito en serio o si es un hoax sokaliano al acecho de incautos. Pero a diferencia de Descola él no es la clase de estudiosos reconocible por su iconología, por sus impulsos taxonómicos o por la intención de sistematizar sus ideas aunque sea un poco (Viveiros 2013b). Con o sin un apoyo diagramático que acentúe la ilusión de una cierta estructura entre tanta glosa de vieja literatura totémica, el problema adicional que percibo en la antropología de Descola es su tendencia a elaborar razonamientos que se autodestruyen, que no son suscep- tibles de ejemplificarse sin contradecir aquello que pretende ilustrar, o que nos dejan pre- guntándonos qué nos dicen ellos que no supiéramos desde siempre. Años luz por debajo de la cota de Malinowski o de Evans-Pritchard, su estándar de descripción etnográfica es acep- table, quizá hasta muy bueno o incluso excelente para lectores que se entusiasmen más con los colores de un pormenor que con los cimientos de un sistema; pero su creatividad teórica no llega a un nivel de excelencia comparable. Su teorización es tan sistemáticamente incon- cluyente que algunos miembros de su propia escuela no ven la forma de sacársela de en- cima (p. ej. Stolze Lima 1996). En ocasiones el propio Descola es su mejor deconstructor. Un caso de uso servirá para probar mi diagnóstico. En el abstract de “Las cosmologías de los indios de la Amazonia” Descola nos cuenta que

[e]l autor estudia las concepciones que las comunidades indígenas de la Amazonia tienen sobre su entorno, haciendo ver que el típico dualismo europeo naturaleza/cultura no es válido en la cognición indígena. Los achuar (Ecuador) y los makuna (Colombia) consideran la natu- raleza como una prolongación de las relaciones humanas y sociales. Lo que nosotros llama- mos naturaleza es, para ellos, parte integrante de un continuum en el que humanos y no hu- manos se integran en un mismo universo relacional (Descola 1997: 60 [1998: 219]).

Aunque el perspectivismo tal cual Descola lo contempla pretende adoptar el punto de vista nativo como alternativa monista preferible al dualismo de Occidente, apenas comienza a tratar los datos el dualismo que él busca abolir se revela irreductible: expulsado por la puerta, vuelve a entrar por una ventana que es visible desde el inicio para cualquier lector imparcial pero que los perspectivistas nunca parecen advertir que se encuentra allí. Pocas páginas después de impugnar nuestro dualismo Descola afirma:

[L]a idea de que esta región sería la última y la más vasta selva tropical virgen existente sobre la faz de la Tierra ha sido, en gran medida, batida en brecha por los trabajos de ecología his- tórica. La abundancia de los suelos antropogénicos y su asociación con bosques de palmeras y de frutales silvestres sugieren que, en esta región, la distribución de los tipos de selva y de vegetación es, en parte, la resultante de varios milenios de ocupación por poblaciones cuya presencia recurrente en los mismos lugares ha modificado el paisaje vegetal. Estas concen- traciones artificiales de ciertos recursos vegetales habrían influido en la distribución y la de- mografía de las especies animales que se alimentan de ellos, a pesar de que la naturaleza a- mazónica es realmente muy poco natural, ya que puede considerarse como el producto cultu- ral de una manipulación muy antigua de la fauna y de la flora. Aunque invisibles para un

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observador no advertido, las consecuencias de esta antropización están lejos de ser desprecia- bles, especialmente en lo que se refiere al índice de biodiversidad, más alto en los sectores de selva antropogénicos que en los de selva no modificada por el hombre (Ibid. 1998: 220).

No creo que nadie pueda plantear objeciones a la verdad empírica aquí vertida. Pero con- vendrá el lector en que la afirmación de que la actividad humana (vale decir, la acción de la cultura) ha modificado el paisaje vegetal (o sea, a la naturaleza) y que la naturaleza afectada por el hombre [sic] ha dejado por ello de ser genuinamente natural, refrenda –y no refuta– la distinción entre naturaleza y cultura. Como sea que se las conciba, tanto la noción de naturaleza como la de cultura no son en principio esenciales ni a la práctica científica ni a la antropología; de hecho, hay multitud de científicos sociales que han podido hacer su trabajo sin ocuparse mucho de ello. Cuando Descola (2005: 102) nos comunica sin mencionar un solo nombre que “la adhesión de numerosas corrientes de la antropología a una distinción entre la naturaleza y la cultura […] cuestiona la pertinencia de los análisis conducidos con una herramienta cuya universalidad no tiene nada de evidente” me queda la sensación de que esa observación podría ser válida para la antropología francesa de impronta lévistraussiana o en las escuelas culturalistas pero no es en absoluto aplicable a lo que pasa en la antropología del resto del mundo. La distin- ción, si es que existe, no juega en todas partes un papel de pareja relevancia. En su obra teórica madura Gregory Bateson, por ejemplo, nunca mencionó siquiera el concepto de ‘cultura’; el psicólogo social George Herbert Mead, por su parte, tenía que salpicar sus textos con interminables paráfrasis porque ni siquiera conocía el sustantivo. Pero es el pro- pio Descola quien formula sus argumentos de modo tal que naturaleza y cultura devienen inevitables: una prueba más de la sujeción irreflexiva a una perspectiva implícita que ocupa todo el horizonte, que impide abordar otras problemáticas y que impone constreñimientos y límites sobre los que no se ha meditado lo suficiente. A decir verdad, tampoco es el caso que Descola tome muy a pecho y se apegue apasionada- mente a lo que dice. En otros trabajos suyos, sobre todo en los más antiguos, la oposición entre naturaleza y cultura es considerada como uno de los motivos recurrentes en los sueños de diversos pueblos amazónicos (Descola 1989: 442, 445, 446): un dato contradictorio que Descola nunca desmiente y que afea la pintura que desarrollará él mismo cuando describa una región donde esas cosas no deberían ocurrir. Cosa notable, y al igual que veremos que sucede con lo que he llamado el “efecto colesterol” en las lecturas reparadoras de Viveiros (págs. 104, 141, etc.), cuando la idea de la oposición entre ambos dominios ontológicos se desenvuelve en sus propias manos a Descola no le parece tan fuera de lugar. La elaboración que ha dado a Descola la mayor fama es la del contraste entre totemismo y animismo, término sobre el que reconoce su indefinición, perdonando que fuera excluido de (u olvidado por) la antropología reciente porque le acompañaba en ello algún grado de jus- ticia:

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En este sentido, el animismo puede ser visto no como un sistema de categorización de las plantas y de los animales sino como un sistema de categorización de los tipos de relaciones que los humanos mantienen con los no humanos. Los sistemas animísticos tienen, pues, una simetría inversa a las clasificaciones totémicas entendidas en el sentido de Lévi-Strauss, en tanto que no utilizan las relaciones diferenciales entre los no humanos para ordenar concep- tualmente la sociedad, sino que, por el contrario, se sirven de las categorías elementales que estructuran la vida social para ordenar conceptualmente las relación de los hombres con las especies vivas y, por derivación, las relaciones entre estas especies. En resumen, en los siste- mas totémicos, los no humanos son tratados como signos, y en los sistemas animísticos, co- mo el término de una relación (Descola 1998: 26).

En este caso el problema radica en que Descola no encuentra el modo de contraponer lévis- traussianamente totemismo y animismo como dos racionalidades cabalmente opositivas. Ninguna de las entidades contrapuestas es un ejemplar puro de su clase: el carácter clasifi- catorio del totemismo también puede extenderse al animismo (como de hecho lo está ha- ciendo el acto mismo de la contrastación) en tanto que la naturaleza relacional del animis- mo también puede dar cuenta de las relaciones entre signos del sistema totémico. Los (su- mamente escasos) estudios modernos del totemismo ya habían advertido de esta posibilidad (cf. Kessler 1971; Pedersen 2001). Tal parece, asimismo, que los perspectivistas, pese a haberse imbuido de oposiciones bina- rias desde la cuna, no tienen una habilidad suprema cuando de trata de articular una oposi- ción que sirva para algo sin copiarse de algún otro autor. Lo dicho es aplicable, por ejem- plo, a la oposición que Viveiros encontraba entre el naturalismo occidental, construido so- bre “la unidad de la naturaleza y la pluralidad de culturas” y el perspectivismo, fundado és- te en “la unidad espiritual y la diversidad corporal” (Viveiros 1998: 470). La antítesis no cierra porque los términos que allá se afirman y acá se niegan no son los mismos términos. Para construir una buena antítesis o una oposición binaria como corresponde –habrían dicho Bateson y Latour– se deben mantener el nivel de tipificación constante y los actantes quietos. Aunque todo ejercicio de antítesis despliega cierta fuerza persuasiva, cierta eficacia simbó- lica suplementaria, el esquema de Descola en particular no logra ponerse en marcha porque es errónea en lo sustantivo e inconvincente en el plano formal: ni el totemismo es una co- lección amorfa de entidades entre las que no median relaciones, ni el animismo es una con- gerie de relaciones entre entidades cuyos atributos materiales son irrelevantes. La antítesis es torpe, no está muy bien pensada y hasta un profano en las artes epistemológicas percibe que (peirceanamente) los términos de una relación e incluso las relaciones mismas son siempre signos, al igual que cualquier otra cosa imaginable. Aunque referida a otra cosa (que no es el totemismo sino el mito: ni siquiera importa) una sola frase de Lévi-Strauss, más sólidamente perspectivista que cualquiera que hayan amasado Descola o Viveiros, al-

55 canza para despedazar esta hermenéutica y revelar su equivocación irreparable, su confu- sión entre estructura y ontología:

Las dificultades con que tropieza el tratamiento lógico-matemático, cuya deseabilidad y pro- babilidad son sin embargo visibles, son de otra naturaleza. Conciernen sobre todo a lo emba- razoso que es describir sin equívoco las unidades constitutivas de un mito, sea como térmi- nos, sea como relaciones; pues según las variantes consideradas y en diferentes etapas del análisis, cada término puede aparecer como una relación, y cada relación como un término (Lévi-Strauss 1983 [1971]: 573).15

Para colmo de males, en el pensamiento de Descola tanto la noción de signos (o términos) como la idea de relación permanecen sin definir, aunque en ellas se base el contraste que debería dar carne al sistema y mantenerlo vivo. Descola menciona a Charles Sanders Peir- ce, es verdad, pero –como siempre pasa en estas doctrinas– sólo parece conocerlo a partir de alguna referencia de Claude Benveniste que tampoco viene mucho al caso (cf. Descola 2012: 184). En fin, toda vez que en un entramado conceptual aparecen en contigüidad Peirce y la idea de signo, no hay forma de contrastar signos con entidades o relaciones que no sean signos, pues sencillamente no pueden existir tales cosas. Esto suena a semiótica elemental y la verdad es que quizá lo sea, pero a fin de cuentas fue Descola quien trajo a colación las ideas de Peirce en primer lugar. Como bien me ha hecho notar una vez más la crítica de Sergio Morales Inga (2014) a propósito de Viveiros, el perspectivismo se jacta a cada momento de una percepción semiológica del juego de los símbolos, pero nunca se a- tiene a los términos y a las definiciones de una semiótica concreta. De todos modos no hay mucho de qué preocuparse, pues como siempre sucede con las pro- puestas de Descola, apenas planteado el esquema diferencial alrededor del cual orbitan sus ideas, empiezan a aparecer anomalías y casos de excepción:

Sería conveniente destacar que esos dos modos de identificación pueden estar combinados en una misma sociedad (véase lo que dice Århem sobre los makunas […]). Los sistemas toté- micos están vinculados a una organización segmentaria y por lo tanto están conspicuamente ausentes en las sociedades que carecen de grupos de descendencia, mientras que los sistemas animistas tanto se encuentran en sociedades con grupos familiares como en las segmenta- rias. Sin embargo, en las sociedades en que están presentes ambos sistemas –caso común en- tre los indígenas americanos– con frecuencia hay una distinción clara entre dos dominios se- parados de no humanos, uno de los cuales se objetiva a través de la clasificación totémica y el otro a través de la animista (Descola 2001 [1996]: 108; el énfasis es mío).

15 No tengo palabras para expresar mi admiración por la lucidez de un juicio como éste, treinta años anterior a las elucubraciones en ese sentido de Descola, Viveiros, Latour y por supuesto de las mías propias. Véase a es- te respecto mi ensayo reciente sobre las confusiones ontológicas del Análisis de Redes Sociales convencional y de la más reciente Teoría del Actor-Red en http://carlosreynoso.com.ar/?p=5740.

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Como investigador y docente en varias antropologías sistemáticas, siento aquí que lejos es- tán los tiempos en que las clases que definía el estudioso se distribuían diferencialmente, permitían establecer correlaciones entre el valor de sus atributos y el de otros factores bien definidos y daban pie a posibilidades ciertas de diagnosis y predicción en el marco de cons- trucciones conceptuales que aspiraban a definir sistemas y a ser sistemáticas ellas mismas. Para no hablar de un Saussure o incluso de un Edward Sapir, alcanza con comparar el cuadro de Descola con los criterios definicionales de la lingüística distribucional de Zellig Harris o con el método cantométrico de Alan Lomax, por ejemplo, para palpar el retroceso experimentado por estas ciencias humanas en el ordenamiento conceptual de un dominio. Metodológicamente hablando, ningún perspectivista se ocupó alguna vez de elaborar las definiciones coordinativas entre los insumos categoriales venidos de fuera y los conceptos disciplinares o siquiera de ordenar el vocabulario básico; aunque las últimas manifestacio- nes de la doctrina proponen incluso abandonar por inservible el concepto de sociedad y has- ta redefinir el concepto de concepto, nada de lo que escribió Descola le llega a los talones a (digamos) el método de las variaciones concomitantes de Émile Durkheim [1858-1917], por la sencilla razón de que en éste y en otros métodos de la vieja sociología el ordenamien- to del dominio no es el punto de llegada sino el marco a partir del cual la investigación re- cién comienza. En el caso de las tipologías ontológicas de Descola el lector con inquietudes metodológicas que acaba la lectura del texto en que ellas se definen, exponen y ejemplifi- can se pregunta, al cabo de un detalle tan profuso, cómo sigue la cosa; la respuesta es que la cosa no sigue. Se queda simplemente allí. Castigadas por propios y extraños, hoy es difícil saber en qué estado se encuentra el cuadro de sus ontologías en general y la categoría de animismo en particular. Examinemos por e- jemplo otra definición descoliana del contraste entre animismo y totemismo que hace refe- rencia a otra definición más. Escribe nuestro autor:

Resucitando un término caído en desuso, yo había propuesto hace ya algunos años llamar ani- mismo a un modelo semejante de objetivación de los seres de la naturaleza, y había sugerido ver en él un inverso simétrico de las clasificaciones totémicas en el sentido de Lévi-Strauss: en contraste con ellas, los sistemas anímicos no utilizan a las plantas y los animales para pen- sar el orden social, sino que se sirven, por el contrario, de categorías elementales de la prác- tica social para pensar las relaciones de los hombres con los seres naturales (Descola, 1992). Admito hoy de buena gana que la distinción propuesta era todavía tributaria de una oposición sustantiva entre la naturaleza y la sociedad de la cual, sin embargo, no se encontraba huella explícita alguna en las sociedades concernidas (Descola 2010: 88).

Desconociendo casi por completo la literatura antropológica anglosajona, Descola no cae en la cuenta de que sus nociones del totemismo y del animismo plantean prácticamente las mismas correspondencias entre el orden natural y el orden social que había establecido Ma- ry Douglas, clásica y durkheimianamente, en sus primeras obras, desde Pureza y Peligro (1973 [1966]) hasta Símbolos naturales (1978 [1970]) inclusive. Lo notable del caso es que

57 con los años Douglas desautorizó su propio modelo realizando una autocrítica magistral que aniquila tanto la metodología analógica de su propia obra temprana como la virtual totalidad de los razonamientos de Descola. Escribe Douglas:

Confieso francamente que en Natural symbols (1970) yo escribí considerando que la interpre- tación de la metáfora debía ser correcta si se podía mostrar que tal interpretación correspon- día a la estructura social. Pero mi percepción de la estructura social como una estructura se- mejante a la del orden simbólico es una estructura que yo determiné. Y esto también necesita un sustento. [Nelson] Goodman dice que la correspondencia nunca conlleva su propia garan- tía; la coincidencia entre el sistema simbólico y el sistema social es una similitud que yo per- cibo, pero esa similitud no puede por sí misma confirmar la interpretación que los iguala. La- mentablemente, los reparos que hace Goodman al abuso de la similitud anulan esta compla- cencia interpretativa. Primero, se aplican a la práctica de reconocer cualquier configuración como semejante a alguna otra cosa, ya que la similitud no es una cualidad inherente a las co- sas (Douglas 1998: 139).

Aunque pensado para otros fines, este razonamiento honesto y ejemplar desbarata buena parte del ejercicio descoliano de tipificación y de proyección de lo social en la naturaleza o viceversa. El razonamiento douglasiano que sigue (con las sustituciones del caso) destruye sin misericordia el resto, o sea a la parte que considera al animismo como “inverso simé- trico” del totemismo:

Otra estratagema interpretativa es un caso aun peor: me refiero a la promesa de mostrar que las formas simbólicas son imágenes invertidas de la realidad social. […] Primero está la cues- tionable identificación de imágenes duraderas en el simbolismo; en segundo lugar está la re- cusable identificación de pautas duraderas en la conducta social; en tercer lugar está la dudo- sa supuesta semejanza entre la configuración simbólica y la configuración de la sociedad. En cuarto lugar está la aun más dificultosa identificación de la configuración inversa de una ima- gen; luego, la supuesta configuración inversa de la realidad social, y por último, nos queda el problema de la pretendida correspondencia entre dos imágenes invertidas (Douglas 1998: 140).

En fin, lejos de permitirnos aspirar a una antropología sistemática que después de tanto es- fuerzo de escritura y persuación realmente sirva para algo, el lento y repetitivo pronuncia- miento de Descola se dilapida en juegos de contrastes inciertos entre arquitecturas de senti- do que no hacen mucha falta, que no dialogan con la antropología que se escribió fuera de Francia, que se sitúan en posiciones ambiguas y desbordantes de angustia en la dialéctica entre universalismo y relativismo, y que ni siquiera él puede lograr que se mantengan dig- namente en pie. Pese a que en el modelo de Descola sólo se pueden encontrar razones que se parecen a otras que ya han sido pensadas, celebro que la antropología emprenda un es- fuerzo de sistematización después de tantas décadas de improductividad metodológica; pero está visto que para construir un cuadro de oposiciones elegante, sin residuos, de talante e-

58 pistémico y de alcance global se requiere un Lévi-Strauss. Con todo respeto, con un Des- cola no parece que alcance. Tampoco me convence demasiado el juicio de Descola que nos dice que la antropología contemporánea ha corrido un velo púdico sobre el concepto de animismo quizá porque re- cuerda con demasiada crudeza los antiguos debates de esta disciplina sobre la cuestión del origen de las religiones y las supuestas diferencias entre el pensamiento primitivo y el pen- samiento científico. Si bien Descola se guarda de prodigar especulaciones sobre el origen y evolución de las creencias, lo concreto es que tampoco se abstiene de establecer todos los contrastes cualitativos del mundo entre el pensamiento científico de occidente (fundado en las distinciones) y las formas de pensar de la alteridad (fundadas en la indiferenciación). Pero esta antinomia deja a Descola mal parado cuando le da por celebrar que tribus creídas antes misteriosas e inquietantes fueron reconocidas hace poco como sagaces sociedades botánicas y farmacólogas, lo que es decir como científic@s tan buen@s o mejores que no- sotros: un acto de justicia que no puede ocultar, sin embargo, que pese a que en ciertos mo- mentos de descuido el movimiento reconoce plena validez científica a los saberes ‘salva- jes’, nosotros (quienes quiera que seamos) seguimos siendo todavía la humanidad de refe- rencia, el arquetipo al que los Otros propenden, la justa medida de todas las cosas (cf. Des- cola 1998: 220). Por razones que no acabo de entender, muchos entre los codificadores del movimiento (y en ocasiones el propio Descola) niegan, con voces altisonantes, que los saberes tradiciona- les en general y amerindios en particular califiquen estrictamente como ciencia. Por un la- do, Viveiros desconfía de todo cuanto suene a cognición, negándose incluso a abordar con algún detalle toda la antropología que pudiera estar incursa en tratar sistemas de conoci- miento (Viveiros 2010 [2009]: 61, 89). Por el otro, Descola (que en su propia página de Wikipedia se define como antropólogo especializado en cognición) desconoce patentemen- te el campo de la antropología cognitiva y da fe de ello insinuando que “la mayoría de los etnobiólogos todavía limita sus ambiciones a estudiar las taxonomías y nomenclaturas folk de las especies vivientes que existen ‘naturalmente’” (2001 [1996]: 101-102). De más está decir que este dictamen, que no se basa ni siquiera en una consulta sumaria de una bibliografía que hoy supera el millar de estudios, tampoco puede sostenerse. Lejos de agotarse en la clasificación de las plantas o de los ingredientes, las etnociencias están estre- chamente orientadas a prácticas y saberes de gran importancia estratégica a las que no sólo los antropólogos del conocimiento sino hasta la UNESCO, el Banco Mundial y las multina- cionales de la salud, la tecnología y la alimentación ya le han echado el ojo y ya han co- menzado a cooptar. Si ciertas antropologías no están al tanto de eso, pues entonces es esa flagrante ignorancia (y no el tonto positivismo de la etnobiología) lo que resulta en verdad preocupante, pues ya no es cuestión de determinar dónde estaban los perspectivistas en el

59 momento de tal o cual contingencia oficinesca acaecida en Amazonia sino de preguntarles simplemente en qué mundo viven.16 Los esfuerzos de Descola por justificar la Gran División entre nuestro pensamiento y el de la alteridad llegan a ser conmovedores en sus idas, sus vueltas, sus profesiones de nobleza y sus eufemismos:

Sé muy bien que la idea de la gran división tiene mala prensa, y la situación no data de nues- tros días. Desde que la etnología se deshizo de los grandes esquemas evolucionistas del siglo XIX bajo la influencia conjugada del funcionalismo británico y el culturalismo norteamerica- no, no dejó de ver en la magia, los mitos y los rituales de los no-modernos algo semejante a prefiguraciones o tanteos del pensamiento científico; intentos, legítimos y plausibles en vista de las circunstancias, de explicar los fenómenos naturales y asegurarse su dominio; expresio- nes, extravagantes en la forma pero razonables en el fondo, de la universalidad de las res- tricciones fisiológicas y cognitivas de la humanidad. La intención era honorable: se trataba de disipar el velo de prejuicios que rodeaba a los “primitivos”, y mostrar que el sentido común, las cualidades de observación, la aptitud para inferir propiedades, el ingenio o el espíritu inventivo son un patrimonio equitativamente compartido. De manera tal, hoy es difícil evocar una diferencia cualquiera entre Nosotros y los Otros sin provocar una acusación de arrogan- cia imperialista, racismo larvado o pasatismo impenitente, resurgimientos de un pensamiento nefasto y retrógrado que es preciso despachar lo más pronto posible a las mazmorras de la historia, para que haga compañía a los espectros de Gustave Le Bon y Lucien Lévy-Bruhl. […] Empero, hoy tendríamos más que ganar si intentáramos situar nuestro propio exotismo como un caso particular dentro de una gramática general de las cosmologías, en vez de seguir dando a nuestra visión del mundo un valor de patrón a fin de juzgar la manera en que millares de civilizaciones pudieron formarse algo parecido a un oscuro presentimiento de ella (Des- cola 2012: 143-144)

Ni siquiera para el evolucionismo primitivo la unidad de la mente humana era un factor susceptible de negociación; contradiciendo a Descola, la antropología cognitiva contempo- ránea sabe que nada que no sea una estricta igualdad es una opción abierta a ninguna orien- tación teórica. El modelo de Edwin Hutchins (1980; 1996), por ejemplo, no se ha contenta- do con encontrar rudimentos de buena inferencia en (pongamos) Trobriand, sino que iden- tifica allí exactamente las mismas formas lógicas que rigen entre nosotros y acaso en pro- porciones parecidas tanto en el acierto como en el error. Ya me he referido a esa orienta- ción y ampliaré las referencias toda vez que sea preciso porque la diferenciación a toda cos-

16 Frente a quienes niegan carácter científico a los saberes que se expresan oralmente, mi ejemplo favorito si- gue siendo el sistema de posicionamiento geográfico ancestral de los Puluwat de Micronesia, el etak, cuyos principios de navegación egocéntrica se implementaron en el primer GPS de la era moderna, un aparato cuya marca registrada es, precisamente, Etak® (véase el documento de Stan Honey [2013] en la IEEE y el artículo de Sue McAllister [2012] sobre el profesor del MIT que dio un road test a un sistema de navegación prehis- tórico). Hay abundancia de documentación sobre infinidad de etnociencias en mis páginas de antropología del conocimiento y ciencia cognitiva (http://carlosreynoso.com.ar/seminario-de-ciencia-cognitiva-y-antropologia- del-conocimiento/ - Visitado en julio de 2014). Ver también http://www.worldbank.org/afr/ik/key.htm.

60 ta impulsada por el perspectivismo involucra una equivocación capital: ninguna ganancia filosófica o discursiva, por exquisita que se la estime, justifica que un antropólogo se per- mita ese atropello. Por eso concuerdo plenamente con Miguel Bartolomé (2014) cuando a- firma que hoy en día resulta éticamente inaceptable calificar a los miembros de culturas no occidentales o no industrializadas en los términos inferiorizantes de un “pensamiento mí- tico”, “un “pensamiento salvaje” e incluso un “pensamiento amerindio”. Nuestro propio exotismo no es un caso particular, como alega Descola con falsa humildad, sino meramen- te un caso más. Por eso es también que al inicio de este libro no me he referido a la filosofía del Anekāntavāda como una prefiguración exótica del perspectivismo actual sino como una elaboración filosófica tanto o más rigurosa y coherente que la de Viveiros y la de Descola, una construcción intelectual que incluye una refinada elaboración de un principio de multi- plicidad de perspectivas, una visión unitaria de la humanidad y el resto de la naturaleza y una riqueza de fundamentación que a los perspectivismos estructuralistas y pos-estructura- listas –como lo estamos comprobando fehacientemente– les ha sido imposible desarrollar (cf. Singh 2001; Jain 2004). Pero tanto o más insatisfactorio que el proyecto descoliano de Gran División a todo trance entre Nosotros y los pre-modernos me resulta el conocimiento que el autor manifiesta tener de la diversidad y la naturaleza de las teorías antropológicas contemporáneas. Igual que Vi- veiros, cuando habla de movimientos teóricos jamás menciona los nombres de l@s autor@s de referencia. Guardé alguna esperanza que lo hiciera cuando tituló un capítulo “Antropolo- gías materialistas, antropología simbólica”. Vana ilusión: Descola identifica la primera es- pecie con la primatología; a la segunda la caracteriza así:

[L]a antropología simbólica se sirvió de la oposición entre naturaleza y cultura como de un dispositivo analítico a fin de aclarar la significación de los mitos, los rituales, las taxonomías, las concepciones del cuerpo y de la persona y de muchos otros aspectos de la vida social donde interviene de manera explícita o implícita una discriminación entre las propiedades de las cosas, de los seres y de los fenómenos, según éstos dependieran o no de un efecto de la acción humana. Los resultados de este abordaje fueron muy ricos en el plano de las interpre- taciones etnográficas, aunque no siempre estuvieron a salvo de los prejuicios etnocéntricos (Descola 2005: 102).

He escrito un buen número de manuales, historias y libelos sobre las antropologías simbó- licas y sin embargo no imagino qué antropólog@s pueden estar incluidos en la clase que Descola describe; a cierta altura de su tipificación el carácter implícito de la discriminación de propiedades hace que todo el mundo califique como simbolista; un poco más avanzada la idea, ya no queda nadie dentro de la categoría (cf. Reynoso 1987, en línea; 1998: 209- 276, en línea; 2008: caps. 1 & 2). Dada además la posibilidad del etnocentrismo y atento a la gravedad de la acusación ¿no sería útil que Descola nos dé un indicio que nos permita in- ferir de quiénes está hablando?

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Uno de los rasgos capitales de la escritura de Descola (y uno en los que él quizá deposita sus mayores esperanzas) concierne a una estilística elaborada hasta la exasperación, como si él estuviera más pendiente de la opinión del lector profano sobre lo bien que escribe que de la conformidad del profesional con los términos operativos de su antropología. En nin- gún lugar esto es más evidente que en las estilizaciones de sus notas de campo que hacen las veces de etnografía. En la correcta traducción castellana de Valeria Castelló-Jobert y Ricardo Ibarlucía para el Fondo de Cultura Económica de Las Lanzas del Crepúsculo (Descola 2005 [1993]) unos cuantos matices del original sin duda se han evaporado y muchos elementos de juicio han dejado de significar lo que el autor había pretendido. Pero al contrario de lo que repiten los mitos urbanos de la ciencia, la lectura de un original no atenúa todos los excesos ni corrige todas las fallas que se perciben en una traducción. En la crítica en lengua francesa, de he- cho, no pocos especialistas favorables al movimiento (cuando no avezados militantes) han documentado su descontento por las frecuentes incongruencias, abusos, exotismos y expre- siones paternalistas en la escritura de Descola. Si la traducción es poco persuasiva, en algu- nos respectos el original puede sonar peor. Si bien ya es bastante lamentable que su escritura devenga objeto de discusión y que se ha- ya formado una communitas de críticos interesados en discutirla, algunas de las objeciones que se han interpuesto al estilo de Descola son más bien endebles y superfluas. Otras, sin embargo, señalan trampas discursivas que bien podrían ser indicadoras de otra clase de li- mitaciones. Me interesa mostrar un fragmento (en su idioma original) de la recensión crítica de Philippe Erikson, él mismo un perspectivista profesional, en la que se perciben vicios del estilo descoliano que en la traducción castellana no serían siquiera perceptibles o que atri- buiríamos equivocadamente al traductor:

On peut relever quelques constructions incongrues (“se venger contre”, p. 299; “puer mal”, p. 94), quelques hispanismes (“à voir”, p. 118 & p. 316; “comment n’allais-je pas le tuer”, p. 245; “ainsi disant”, p. 338), une petite coquille (“draguet rouge”, p. 94), et sans doute une certaine propension à abuser des adjectifs. Était-il vraiment nécessaire, pour prendre un exemple au hasard, de décréter “savoureuse” une purée de patate douce servie aux chiens (p. 63)? Par ailleurs, les inconditionnels du “politiquement correct” frémiront sans doute de certaines des options terminologiques de Descola: l’emploi fréquent de “lunes” pour “mois” peut sembler condescendant, et le qualificatif “pré-moderne” n’est pas sans relents évolution- nistes. L’abondance de ce qu’on pourrait appeler des ana-topismes (parler, dans un contexte amazonien, de “pintes de bière”, de “cantilènes”, de “pancrace”, de “encre d’or”, de “dandy” ou de “pot-aufeu”, par exemple) fera certes sourire les connaisseurs, mais risque de conforter l’ethnocentrisme du grand public, de même que les évocations (entre autres) de la Joconde ou de l’épiphanie! Enfin, et peut-être plus sérieusement, on regrettera que l’index onomastique n’inclue les auteurs d’ouvrages scientifiques que jusqu’à la p. 139, ne répertoriant plus par la suite que les noms des Achuar mentionnés dans le texte (Erikson 1994: 359-360).

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Una crítica mucho más sustancial de la sobrevalorada etnografía de Descola es la de la ar- tista visual y antropóloga cultural chilena Lydia Nakashima Degarrod, en ese entonces en la Universidad de Harvard:

Descola defiende el poder aboluto del observador en la comprensión de una cultura y mini- miza el papel del informante. A los ojos de Descola, el propósito esencial de la etnología es explicar lo que está implícito. Él afirma que es la habilidad del etnólogo para decodificar cul- turas lo que lo hace más apropiado para comprender esas culturas mejor que los “nativos” que no son “conscientes” de su propio sistema cultural. De este modo, en la visión de Desco- la, ni siquiera la información más metódica y sistemática proveniente de un informante puede sustituir la interpretación etnológica de un outsider. Estas ideas sobre la investigación etnoló- gica, combinadas con la creencia de Descola en la naturaleza invariante del mito, permite a Descola al final de su sección etnológica afirmar sin hesitación que él posee un mejor conoci- miento de los mitos Shuar que las mujeres Shuar que él observó escenificando un ritual de solidaridad. De acuerdo con él, las mujeres repetían cánticos protectores durante horas sin entender realmente sus contenidos. Él conocía esos cánticos porque los había estudiado antes en versiones escritas de los mitos que fueron colectados por un misionero salesiano en la pri- mera parte del siglo [XX]. Finaliza esta sección elogiando el poder de la palabra escrita por encima del conocimiento oral (Nakashima Degarrod 1998: 64).

No son pocos los perspectivistas que han saltado a la yugular de Descola irritados por sus fatigosos contrastes conceptuales y su propensión taxonómica, pero nadie ha advertido que hay no pocos instantes en la escritura del fundador del neo-animismo que ponen al desnudo modales tan etnocéntricos y sexistas como los de la vieja escuela, al lado de una concepción del trabajo etnológico que remite no ya a una ideología moderna sino a una antropología definitivamente pre-boasiana. La resonancia literaria y la musicalidad frazeriana de la escri- tura de Descola obnubila, creo yo, la plena captación de lo que él dice, pero el sesgo de su postura es inequívoco. En el relato que Nakashima estaba cuestionando Descola se había celebrado a sí mismo diciendo:

Vana victoria de la escritura sobre los caprichos de la memoria, sé probablemente más que Untsumak acerca del significado y del origen del ritual que ella conduce. En los cantos pro- tectores que estas mujeres repiten desde hace horas sin manejar su contenido, reconozco los temas principales de las ujaj que puntúan entre los shuar el rito de la tsantsa, pacientemente recogidos por un misionero salesiano y de los que he tomado conocimiento hace poco (Des- cola 2005: 384).17

17 Como se comprobará más adelante (pág. 78), ese salesiano fue para Descola tan providencial como León Cadogan lo fue para Pierre Clastres. En cuanto a la “simetría generalizada” que ahora proclama Viveiros si- guiendo a Latour y que Descola comparte, ella beneficia al “mundo material de relaciones causales”, equipa- rándolo a “la intencionalidad humana”. Pero mientras esas abstracciones son objeto de su más profundo res- peto, el autor no parece preocuparse mucho por reconocer los merecimientos intelectuales de ágrafos, muje- res e informantes de la vida real (Latour 1991: 24, 27, 32-35, 103-104; Domènech y Tirado 1998; Descola 2006: 6; Viveiros 2010: 90).

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No niego la idoneidad de Descola en el conocimiento de esos textos: una aptitud vicaria, de todos modos, porque ese saber le viene del registro evangélico anotado por aquel misionero más que de sus notas científicas de campo. Pero su escena de autoencomio me suena inde- corosa por cuanto viene del líder de un movimiento que ha hecho una causa de la “simetría” y de la “antropología reversa” y que –junto con Viveiros– se la pasa moralizando sobre su noble paternalismo. Lo más lamentable es que la anécdota no hacía la menor falta: un lector sensible podría haber comprendido la cultura shuar igual de bien aun cuando Descola hubiera escogido guardar silencio sobre lo bien que la conoce. A gran distancia de lo que fuera el caso del recordado ensayo de Victor Turner (1980 [1967]) sobre “Muchona el Abejorro, intérprete de la religión”, genuinamente igualitario y sin estridencias culposas, el otro perspectivista mayor, Viveiros de Castro, comparte con Descola una visión similar sobre la preminencia de la visión del antropólogo por encima de la del actor nativo en el juego de una antropología tratada monolíticamente y a la que él no suscribe pero cuyos resultados objetivos no se atreve a impugnar:

La matriz relacional del discurso antropológico es hileomórfica: el sentido del antropólogo es forma; el del nativo, materia. El discurso del nativo no detenta el sentido de su propio sen- tido. De hecho, como diría Geertz, todos somos nativos; pero en derecho, unos siempre son más nativos que otros.

[…] La ciencia del antropólogo es de otro orden que la ciencia del nativo, y necesita serlo: la condición de posibilidad de la primera es la deslegitimación de las pretensiones de la segunda, su “epistemocidio”, en el fuerte decir de Bob Scholte (1984: 964). El conocimiento por parte del sujeto exige el desconocimiento por parte del objeto (Viveiros 2002c: 115, 116).

Ante lo que luce como una nueva apostasía a la mera idea del perspectivismo, no es de extrañar que la archi-rival de Viveiros, la indigenista Alcida Ramos, se pregunte:

Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¿Cuáles son las premisas que sustentan tales afirmaciones? ¿No serán ellas un terco reflejo de la creencia inquebrantable en la división del trabajo etno- gráfico entre aquel que conoce, el sujeto cognoscente (el etnógrafo) y aquel que se deja cono- cer, el objeto cognoscible (el nativo)? ¿El movimiento reciente de auto-crítica antropológica de los 80’s no habrá debilitado a esa creencia? (Ramos 2012b: 24)

Pero así como encontramos desafortunadas coincidencias, entre las antropologías de ambos perspectivistas median también diferencias importantes. Mientras Viveiros cree avanzar ha- cia el futuro trayendo a cuento a Foucault, a Deleuze y a otras reliquias intelectuales que es- trictamente hablando sólo fueron novedosas cuando él era muy joven, a Descola no parece afectarle mucho volver a discutir razones que ya se debatieron en los tiempos de Spencer & Gillen, Elkin, Bogoras, Freud, Rasmussen, Róheim y otros autores que ya habíamos co- menzado a olvidar, no siempre sin razón.

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En ocasiones Descola es consciente de que está tratando con materiales extremadamente viejos que albergan prejuicios sobre el “pensamiento salvaje” [sic] de los que la antropolo- gía se desprendió en buena hora; insensible a la aceleración del conocimiento en los últimos cuarenta años y a la mera idea de lo relativo, Viveiros me suena que todavía no. Descola justifica sus arcaísmos en función de su prolongada vigencia y cada tanto dispara un nom- bre un poco más nuevo, usualmente Foucault o Latour, como una nota actualizadora (cf. Descola 2012: 119-120, 306-307, 324); Viveiros, en cambio, rehabilita a sus sabios ancia- nos silenciando la crítica que se les ha hecho, aceptándolos monolíticamente, reputándolos más nuevos de lo que realmente son y negándoles el beneficio de una renovación correcti- va, pues en el vértigo del panegírico que compone ardientemente, veinte o treinta años des- pués de que han muerto no tiene la más mínima objeción que interponerles. Con precur- sores de tan empinada inteligencia ni falta que hace pensar conceptos nuevos. En aquél por continuismo y en éste por desinterés, dogmatismo o falta de imaginación, toda novedad conceptual genuina brilla entonces por su ausencia; en la producción de ambos autores, ni una sola categoría vigente, provechosa o esencial proviene de sus propias plumas. Admito albergar la sospecha de que Viveiros se imagina a sí mismo como un pensador más sólido que Descola porque los dioses de su Olimpo son una generación y media más tar- díos. Pero las diferencias que podría haber por este factor son sólo módicas y marginales. Los autores que iluminan a Viveiros el día de hoy no son tan nuevos después de todo. De hecho, el lapso temporal y conceptual que separa al Franz Boas maduro del primer Deleuze (1930-1972, pongamos) es exactamente el mismo que el que media entre el Deleuze de L’Anti-Œdipe y la antropología del día de hoy (1972-2014). La ciencia ha cambiado mucho más aceleradamente en este último lapso y (dada la sustancia de uno y otro) apuesto que no es Franz Boas el autor que (antropológicamente hablando) luce más envejecido, ni el que se apega a fehacientes antiguallas del tipo «salvajismo  barbarie  civilización». Si es la vi- gencia de las ideas lo que está en juego, Viveiros, coetáneo mío, bien podría moderar un poco su entusiasmo, pues la bohemia trasnochada de los pos-estructuralistas ya tuvo su hora y su hora decididamente ya no es ésta. Llamar novedoso a Deleuze, para hacerla corta, es sólo revelar la edad que uno tiene. Todo ponderado, y en la pesadillesca circunstancia de afrontar una elección así, si tuviera que escoger entre prestar apoyo al ya venerable y conservador programa de Descola o al más inmaduro y experimental proyecto de Viveiros escogería al primero, simplemente por- que ha mantenido su deslumbramiento por lo más banal del pos-estructuralismo y las otras modas del día un poco más bajo el control de su inteligencia.



Igual que ha sido el caso con Viveiros, no es de extrañar que la antropología perspectivista de Descola haya inspirado una suma creciente de filosos trabajos críticos. Una crítica real-

65 mente inesperada proviene precisamente de Viveiros, quien ataca con un sarcasmo desbor- dado la que es acaso una de las tesis descolianas fundamentales y que es, a saber, el carác- ter “occidentalizante” de la distinción entre la mente y el cuerpo. Uno se siente un poco vil por usar un autor perspectivista razonando destructivamente contra el otro, pero si la ironía que parece invadir a este párrafo es intencional (cosa de la que no se puede estar seguro) la primera parte de la crítica de Viveiros luce de a ratos endemoniadamente buena, excepto cuando se desvía hacía el tópico de los “animales posmodernos” en un giro rizomático que no acabo de entender y que parece deberle más a las animaciones de la Warner Brothers que a la etología cognitiva:

Si consideramos la cantidad de exorcismo ritual y de abuso dirigidos contra su nombre y sus ideas en las escrituras de los antropólogos y filósofos contemporáneos, debemos concluir que Descartes es lo más repulsivo que anda por ahí. Sus dualismos de mente/cuerpo y huma- no/animal son el ejemplo de elección de las así llamadas “dicotomías Occidentales persis- tentes” que cada quien en nuestra línea de negocios –para no hablar del negocio de la filoso- fía de la mente– ama deconstruir y se complace en mostrar lo que tales-y-cuales justamente “no tienen”.

Los antropólogos que trabajan sobre la cuestión de naturaleza/sociedad, en particular, denun- cian la terquedad de la divisón cartesiana entre humano/animal, mientras describen cómo es que los pueblos pre-modernos en todo el planeta conciben (o se comprometen en) un involu- cramiento práctico e intersubjetivo entre los humanos y los animales. Por medio de este terco dualismo de mente vs cuerpo, Descartes separó la humanidad de la animalidad, el hombre de la naturaleza: una prueba más de la ceguera de la civilización Occidental hacia esa socialidad universal intersubjetiva de las cosas vivientes que los salvajes correctamente afirman. Por tanto: contrariamente a los animales-máquinas modernos y cartesianos, los animales pos- modernos, igual que los pre-modernos, son sujetos. Son sujetos no porque posean capaci- dades cognitivas similares a las nuestras –nótese bien– sino porque todos compartimos la misma percepción corporal [embodied awareness] de ser-en-el-mundo (Viveiros 2012: 118- 119).18

Otra crítica viveiriana que va al grano del dualismo radical oculto e inconfeso en la obra de Descola es el opúsculo provocativa e imaginativamente titulado Radical Dualism: A Meta- Fantasy on the Square Root of Dual Organizations, or a Savage Homage to Lévi-Strauss. Habrá quien esté tentado a considerar esta pieza, al lado de otra muy poco conocida de Ma- ry Douglas (1998: 135-151), entre las mejores auto-refutaciones de toda la antropología, por cuanto lo que Viveiros escribe aquí aniquila sin posibilidad de componenda gran parte de las ideas que él mismo nos arrojó a la cara o que a él mismo se le atribuyen. Pero en rea-

18 Después de elaborada esta sección del ensayo encontré un artículo de Dimitri Karadimas (del Laboratorio de Antropología Social del Collège de France) en el que se establece –ilustrada con un cuadro de cartoon– una inesperada relación entre la concepción subjetivista de Viveiros y la apercepción consciente de precipi- cios y caídas en los dibujos animados de Wile E. Coyote y el Correcaminos (Karadimas 2012: 28-29, en línea).

66 lidad todo lo que se esconde aquí es otro nuevo juego de doble estándar en el que toda idea deviene admisible en tanto sea uno mismo quien la sostenga. Veamos lo que expresa Vi- veiros:

El nombre de Claude Lévi-Strauss, quien falleció hace exactamente dos años en el día que es- cribo estas notas (30 de octubre de 2011), ha devenido emblemáticamente asociado con lo que algunos llaman, desdeñosamente, “pensamiento binario”. La antropología estructural evi- denciaría una parcialidad reaccionaria por las oposiciones duales, simétricas, estáticas y re- versibles, y por las analogías de proporcionalidad que uno puede construir con ellas, tales co- mo los sistemas totémicos. El antropólogo francés sería sí una especie de campeón del sis- tema binario (o de la máquina binaria, como la llamarían Gilles Deleuze y Félix Guattari), concibiéndola al mismo tiempo como el esquematismo elemental de la semiosis humana y como la reducción final de cada sistema metafísico.

Esta imagen, sin embargo, pertenece más a ciertas versiones simplistas del estructuralismo, dentro y fuera de la antropología, que al modus operandi de Lévi-Strauss mismo. Para él, muy al contrario, una oposición binaria es cualquier cosa excepto un objeto simple, o simple- mente dual, o incluso simplemente un objeto; quizá no sea siquiera una oposición en absolu- to. Es digno de señalarse que Lévi-Strauss finaliza las dos fases de su monumental estudio de la mitología en una época en la que el estructuralismo alcanzó la plena madurez teorética, con advertencias acerca de tanto los recursos (y el vocabulario) de la lógica extensional y la propia noción de oposición binaria para dar cuenta de las relaciones multidimensionales que impregnan y constituyen la materia mítica (Viveiros 2103b).

El problema con el repentino dualismo de Viveiros es que desmiente su propia posición frente a ciertas inflexiones fundamentales de su teoría. En un reportaje incluido en La Mira- da del Jaguar, efectivamente, expresa:

Una preocupación que me acompaña desde entonces es cómo describir una forma social que no tenga por esqueleto institucional un dispositivo dualista. […] Era una época en que las llamadas oposiciones binarias eran vistas como la gran clave de interpretación de cualquier sistema de pensamiento y acción indígenas. Para mí quedó claro que lo que sucedía en el Xingú no podía ser reducido a la oposición, tan durkheimiana (o para decirlo de una vez, tan metafísica) entre lo físico y lo moral, lo natural y lo cultural, lo biológico y lo sociológico (Viveiros 2013a: 11).

Esta dialéctica masoquista ha sido tal vez el precio a pagar para marcar diferencias con el matricero Philippe Descola, cuyo distanciamiento transversal del líder más empinado del movimiento está comenzando a escalar. A diferencia de lo que es el caso en la impugnación douglasiana, sin embargo, Viveiros se cuida mucho de admitir que –según otro texto publi- cado ese mismo año y en el que cambia de idea sin decir agua va– bien podría ser él mismo uno de los binarizadores compulsivos antes sindicados como uno de los villanos de la his- toria (cf. Viveiros 2013b). La crítica viveiriana que mejor encarna el alejamiento entre los

67 dos fundadores del movimiento posiblemente sea ésta, en la que el perspectivista en jefe carga las tintas contra la mera idea del animismo:

El principal problema con la inspiradora teoría de Descola, en mi opinión, es éste: ¿puede el animismo definirse como una proyección de diferencias y cualidades internas al mundo hu- mano sobre mundos no-humanos, como un modelo “socio-céntrico” en el que las categorías y las relaciones sociales se usan para mapear el universo? Esta interpretación por analogía es explícita en ciertas glosas de la teoría, tal como la que proporciona Kaj Århem: “si los sis- temas totémicos modelan la sociedad según la naturaleza, entonces los sistemas anímicos mo- delan la naturaleza según la sociedad (1996: 185). El problema aquí es la obvia proximidad con el sentido tradicional de animismo, o con la reducción de las “clasificaciones primitivas” a emanaciones de la morfología social; pero igualmente el problema es ir más allá de otras caracterizaciones clásicas de la relación entre sociedad y naturaleza (Viveiros 2012: 89).

Como sea, Viveiros no es el único perspectivista en cuestionar tangencial o frontalmente las ideas de Descola, como si las suyas fueran abismalmente distintas. Apoyándose en una ter- cera e innecesaria noción de animismo que no es ni la “tradicional” ni la descoliana, Tânia Stolze Lima, celebrada por Viveiros como una de las originadoras de las ideas cardinales del movimiento, también había dicho en su lento y sinuoso paper “O dois e seu multiplo” que “nociones como metáfora y metonimia (o sus congéneres, como totemismo y animis- mo, en la conceptuación propuesta por Descola [1992]) nos atrapan en nuestro deseo de de- terminar la lógica subyacente de las llamadas proposiciones aparentemente irracionales. […] Quiero recordar que las reflexiones que presento en este ensayo”, sentencia Lima, “no se articulan sino muy indirectamente con las hipótesis sugeridas por Descola, y que cuando hablo de animismo, no me refiero al concepto que él bautizó así” (Stolze Lima 1996: 29, 44 n. 5). Otro problema con el antidualismo de Descola y de Viveiros es que ellos no advierten que las diversas dualidades que ellos identifican no son necesariamente concomitantes ni en- volventes. Todos podemos dualizar un poco cuando hace falta; ni es un recurso abominable ni es la panacea; una dualización oportuna puede ser útil en alguna circunstancia, una no tan feliz puede estropear una buena intuición; todo depende del mecanismo que medie entre ambas partes y de la naturaleza de los problemas planteados. Por poco que se revise cual- quier bibliografía se encontrarán autores que son dualistas en muchos sentidos y monistas en otros. Gregory Bateson, a quien Descola nunca cita y a quien Viveiros debería haber co- nocido mejor, mantenía dualismos irreductibles en muchos respectos: creatura y pleroma, mapa y territorio, digital y analógico, cismogénesis opositiva y cismogénesis complementa- ria y muchas, muchísimas otras más. Y sin embargo era capaz de escribir:

De vez en cuando recibo quejas de que mis escritos son densos y difíciles de comprender. Tal vez dé cierto consuelo a quienes encuentran la cuestión difícil de comprender, si les digo que al correr de los años me vi empujado a una posición desde la cual las convencionales enun- ciaciones dualistas sobre la relación mente/cuerpo –los dualismos convencionales del dar-

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winismo, del psicoanálisis y de la teología– me resultan absolutamente ininteligibles. Para mí, comprender a los dualistas se está haciendo tan difícil como para ellos comprenderme a mí (Bateson 2006 [1991]: 285).

Dado que no tiene que lidiar con el núcleo duro del deleuzianismo, con el ruido de una jer- ga cada día más lacaniana y con las ideas poco conocidas del rat pack antropológico en el que anidan Clastres, Strathern y Roy Wagner, la crítica externa de las posturas de Descola tiene acaso más cuerpo y soltura que la que ha impactado contra las ideas de Viveiros. Uno de los reviews más incisivos que se han publicado a este respecto es el de Dee Mack Wi- lliams de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill sobre Nature and Society de Philippe Descola y Gísli Pálsson (2001):

El libro ofrece por cierto ricas discusiones etnográficas y teoréticas, pero falla como una crí- tica decisiva del dualismo. En primer lugar a lo largo del libro hay una elección intencionada [disingenuous] de palabras que exagera la evidencia o ignora las cuestiones problemáticas. Por ejemplo, la evidencia de intrincadas relaciones sociales con animales en una sociedad no prueba que las distinciones entre naturaleza y cultura sean “visceralmente carentes de senti- do” [utterly meaningless]. […] Otra práctica engañosa es la “separación radical”, utilizada como florete para asegurar diferencia con el dualismo occidental (pp. 65, 72). ¿Mediante qué estándar se diferencian epistemologías que perciben la naturaleza con algún grado de alteri- dad de otras que perciben una alteridad radical? Tanto Ellen (p. 106) como Pálsson (p. 77) admiten con franqueza que individuos en cualquier sociedad pueden expresar alternativamen- te construcciones dualistas y monistas bajo circunstancias variables. Así y todo. el grado en que una lectura etnográfica selectiva pueda controvertir el caso permanece sin examinar.

Una segunda limitación es la aparente falta de interés por alcanzar audiencias no-antropológi- cas. Los ambientalistas de la corriente principal buscan activamente modelos de biocentrismo y conservación. Los editores reconocen esto y expresan preocupación para dar forma al deba- te público (p. 12), pero así y todo permiten a los autores una medida innecesaria de abstrac- ción y digresión teorética. Los antropólogos deben hacer un esfuerzo para ser más accesibles, especialmente en las grandes cuestiones (Williams 1998: 138-139).

Si le parecía estilísticamente inaccesible y disciplinariamente claustrofílico el antropologis- mo de Descola, Williams debió esperar a conocer el estilo mil veces más hermético del perspectivismo pos-estructural de Viveiros, basado en nociones de las altas matemáticas cuyo fundamento formal y cuya anatomía exacta –como procuraré demostrar más adelante– ni él ni los filósofos de quienes las tomó se preocuparon siquiera en conocer (v. gr. Viveiros 2010[2009]; cf. pág. 138 más adelante). En su recensión de Tierra Adentro: Territorio indígena y percepción del entorno, la compi- lación inequívocamente perspectivista en la que Alexandre Surrallés y Pedro García Hierro (2004) mezclan sin orden ni concierto trabajos empíricos serios sobre territorialidad con las más abstractas elaboraciones de Descola y Viveiros, Álvaro Pazos, de la Universidad Autó- noma de Madrid, acaba formulando una crítica parecida a la de Williams, pero con mayor

69 desarrollo del problema de la vinculación entre la teoría y la práctica que es ingénito a todas las versiones del perspectivismo. Los trabajos empíricos del libro, alega Pazos,

“[m]uestran el complicado entrelazamiento de demandas y urgencias cruzadas en las prácti- cas. Es decir, la complejidad específica de modos de vida que implican, sin duda, ontologías, pero no en tanto que teorías del ser sino como pautas de percepción, conceptualización y acción constitutivas de orden práctico.

En este sentido, es en estos trabajos […] donde mejor se ilustra la “desnaturalización” de las formas de vida que inspira la aproximación de Descola o Viveiros de Castro. Independiente- mente del valor que en sí mismos tengan [los estudios territoriales] revelan la enorme brecha existente no ya entre teoría y práctica (como se suele decir), sino entre un trabajo teórico de corte abstracto y exoticista y las demandas de conocimiento y de herramientas teóricas que la práctica parece estar haciendo. […]

Los análisis estructurales de las ontologías indígenas no pasan la prueba de la práctica. Qui- zás porque en este ámbito se vuelve a encontrar, aunque con matices específicos, el inconve- niente mayor que el estructuralismo plantea en el dominio estrictamente teórico: la transfor- mación de formas materiales de vida en modos de pensamiento. Los problemas que la prác- tica plantea tienen menos que ver con especulaciones culturales distintas del territorio, que con puntos de vista implicados sociales, políticos, económicos diversos y conflictivos. Lo que frente a los estados, intereses comerciales, académicos, etc., surge, del lado indígena, no es otro pensamiento sino las problemáticas de la producción y reproducción de las condiciones de vida (Pazos 2007: 376-377).

Otra de las críticas de aristas ásperas que se han hecho al movimiento es la de Paul Shank- man, de la Universidad de Colorado-Boulder, recordado por su documentación minuciosa de las inacabables querellas en torno a Margaret Mead y por sus cuestionamientos semina- les al análisis mitológico de Claude Lévi-Strauss y al interpretativismo de Clifford Geertz. Varios años más tarde después de esas odiseas memorables escribe Shankman, sólido y sensato como siempre, a propósito del mismo libro que mereciera los comentarios de Wi- lliams:

Este volumen deja cierto número de problemas sin resolver, en parte debido a que los ha- llazgos de los autores se presentan como instancias negativas. De este modo, varios de los autores reiteran que el dualismo naturaleza/cultura es un producto de la cultura occidental, y que muchas sociedades no lo comparten.

Pero no se informa a los lectores sobre la variación transcultural de estas creencias ni se los alienta a preguntar por qué algunas sociedades sostienen un conjunto de creencias mientras que otras sostienen otros diferentes. En vez de eso, se dice a los lectores que el dualismo occidental de cultura/naturaleza no es un discurso privilegiado y que es sólo una entre mu- chas cosmologías. ¿Elimina esta instancia relativista las preguntas sobre variación y expli- cación?

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Un segundo problema es el desprecio a menudo categórico del “determinismo ecológico” acompañado por la afirmación de que prácticas culturas específicas están informadas por ideas y creencias (p. 130). Dado que hay muy poca discusión de lo que el “determinismo eco- lógico” pueda llegar a ser, y menos hay todavía una crítica directa de la ecología cultural tra- dicional, ese desprecio parece en el mejor de los casos poco claro. ¿Hay verdaderamente an- tropólogos que creen en un “determinismo ecológico” de un solo factor causal? ¿O este des- precio del determinismo ecológico es sólo otra forma de decir que el ambiente limita, pero no determina, la conducta, como C. Daryll Forde notó hace sesenta años?

Finalmente, muchos de los autores parecen interesados en deconstruir el concepto de “natura- leza” en el preciso momento en que los problemas ambientales son de creciente significancia, sean ellos la deforestación en gran escala, el calentamiento global, la depleción de la capa de ozono o los efectos de El Niño, o una multitud de problemas más localizados. Aunque los e- ditores perciben los desafíos que plantean esos problemas, ellos no son abordados, mayor- mente, por los autores de este volumen. La relevancia de la ecología simbólica, en alguna medida, será juzgada conforme a lo bien que afronte tales problemas. No hay duda que las concepciones locales son vitales para comprender los problemas ambientales. Pero tampoco hay duda en que las fuerzas de la naturaleza, como quiera que se las conciba, tienen el poder de actuar independientemente de nuestra comprensión de ellas.

En conclusión, Nature and Society contiene un número de contribuciones meritorias que re- flejan no sólo una visión de la ecología sino las tendencias epistemológicas más amplias den- tro de la antropología cultural como disciplina. Como complemento de la ecología cultural tradicional la ecología simbólica podría resultar valiosa. Pero para sustituir la ecología cultu- ral tradicional, como algunos contribuidores sugieren, serán necesarios argumentos más per- suasivos (Shankman 1998: 1026).

Como cuadra a las celebridades antropológicas que acaso creen ser, así como ninguno de ellos se dignó a nombrar jamás los apellidos de los antropólogos con quienes no están de a- cuerdo, ni Viveiros ni mucho menos Descola contestaron nunca a este género de impugna- ciones. Cabe aquí entonces que se formule una invitación abierta a los nuevos mandarines que hoy siguen celebrando en una nube de flores y con los ojos clavados en el primer mun- do los gozos de una gloria caída del cielo, a fin de que los antropólogos que se siguen jac- tando del refinamiento del debate que ellos han instaurado tomen nota de que tal polémica todavía no ha tenido lugar. Y que es a través de protestas como las que aquí se recogen y formulan que, si alguien más acompaña y empuja, pueda tal vez materializarse algún día.

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LA INCONTENIBLE REFLORACIÓN DE LOS CONCEPTOS MUERTOS

Sea que eso ocurra porque el conocimiento se incrementa o porque el debate se purifica, con el correr de los años la antropología se ha enriquecido mucho al dejar de lado ciertos conceptos y teorías que deslumbraron a los estudiosos de otras épocas y proporcionaron una ilusión momentánea de cientificidad o de consuelo hermenéutico, pero que no pudieron superar la prueba del tiempo. A nadie se le ocurriría hoy revindicar la hologénesis de Geor- ges Montandon, la teoría difusionista de los ciclos culturales, la etnología tautegórica, la teoría del animismo primitivo, el etnopsicoanálisis complementarista o las etnografías ini- ciáticas desbordantes de hongos psicotrópicos, fosfenos, imaginería psicodélica, sabios New Age y tensegridad. Después de lo que a algunos nos pareció una eternidad, hasta los es- tudios culturales, tal parece, están comenzando a ceder. Por esa razón resulta desconcertante que una de las corrientes de mayor éxito mediático y de mayor despliegue exhibicionista en materia de acopio bibliográfico se empeñe en adhe- rirse a un pesado conjunto de conceptos y teorías francamente arcaicas sin incorporar prác- ticamente nada de lo que otras ciencias, en particular la lingüística y las ciencias cognitivas, han elaborado en los últimos veinte años. A fines de la primera década del siglo, sin em- bargo, algo repentino y vertiginoso ocurre en el movimiento cuando su fundador toma dis- tancia de su fase estructuralista y experimenta una súbita metamorfosis. En un brote de glosolalia deleuziana y abandonando todo recaudo de prudencia científica, Viveiros comienza a mencionar telegráfica pero asertivamente un puñado de keywords ca- racterísticos de los nuevos algoritmos de la complejidad: fractales, autosimilitud, emergen- cia, no linealidad, caos, atractores (cf. Viveiros 2010 [2009]): 92, 94, 100, 104, 105, 109, 139, 216, 235). Como si estuviera buscando riña con Alan Sokal o con Rolando García, ninguna de las caracterizaciones de esos formalismos es a la vez creativa, relevante y co- rrecta. Ninguna proviene tampoco del espacio multidisciplinar en que se originó ni es coor- dinada con marcos conceptuales consonantes con la antropología. El antropólogo adulto que lea a Viveiros no encontrará referencias a Robert May, a John Holland, a Felix Haus- dorff, a Edward Lorenz o a Stephen Wolfram. De la mera verba estetizante con que se las circunda se percibe que Viveiros ha tomado esas ideas de fuentes de inspiración secunda- rias o terciarias cuya apropiación de esas nociones había sido y sigue siendo objeto de irri- sión en todo el espectro de las ciencias, sociales inclusive.19 Nada de esto obsta, empero, para que nuestro autor las incorpore sin crítica y (creo yo) sin tener mayor noción reflexiva

19 La refutación de la hermenéutica pos-estructuralista de la complejidad ha devenido un próspero y regoci- jante género literario (Ruelle 1990; Gross y Levitt 1994: 104-105; 266-267; Matheson y Kirchhoff 1997; Sullivan 1998: 79-80; Van Peer 1998; Sokal y Bricmont 1999: 147-149, 278-280; Spurrett 1999; García 2005; Reynoso 2011; 2014a; Bunge 2012).

72 de lo que se ve llevado a decir, de los abismos constructivistas a los cuales se acerca y de la literatura de tecnololatría trash a la que se suma (cf. Guattari 1992; Roy Wagner 1991; Ha- raway 1991; 1996; Strathern 1995). Mirando hacia un pasado no tan lejano uno se pregunta cómo fue que se llegó a este encan- dilamiento con lo novedoso, siendo que hasta hace pocos días el perspectivismo frecuen- taba un folklorismo conservador de talante evolucionista que no se avergonzaba de hablar- nos de animismo, de shamanismo, de un analogismo digno de Frazer, de la mentalidad pri- mitiva y de otros residuos fósiles de la antropología temprana que siguen latiendo en mu- chas vertientes de esta teoría, y en la versión de Descola más que intensamente. Antes de abordar finalmente la crítica del último Viveiros y de los antropólogos que lo han inspirado urge a partir de ahora interrogar estos arcaismos y las intrincadas razones de su resurrec- ción.

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Nuestra basura: Gloria y ocaso del shamanismo

Sobre todo en la versión de Philippe Descola, el perspectivismo hace uso creciente y exten- sivo de un concepto de shamanismo al cual, no sin cierta sagacidad, nunca se arriesga a po- ner rigurosamente a prueba ni a definir de manera taxativa (cf. Viveiros 2002a: 177-185; Viveiros 2012: 48, 50-52, 54, 59-60; Descola 2012: 33-34, 37-38). En principio, Descola discute la concepción shamánica de Mircea Eliade en palabras que reproducen cuestiona- mientos bien conocidos en el último cuarto de siglo:

Hacer del shamanismo una forma de religión arcaica definida por algunos rasgos típicos – presencia de individuos que dominan las técnicas arcaicas del éxtasis y se comunican con potencias sobrenaturales que les delegan poderes– supone otorgar a la persona de shamán un papel desmesurado en la definición de la manera en que una sociedad se esfuerza por dar sentido al mundo. […] Ahora bien, el menos en la América india, el papel desempeñado por los shamanes en el manejo de las relaciones con las diferentes entidades que pueblan el cos- mos puede soslayarse por completo. En la región subártica, así como en no pocas sociedades amazónicas, las relaciones entre humanos y no-humanos son, ante todo, relaciones de persona a persona. […] Esos lazos individuales de connivencia, escapan a menudo al control de los especialistas rituales, cuya tarea, cuando la hay, se limita en muchos casos al mero tratamien- to de los males del cuerpo. Es aventurado, entonces, afirmar que una concepción dominante del mundo pueda ser producto de un sistema religioso centrado en una institución, el shama- nismo, cuyos efectos quedan a veces limitados a un sector reducido de la vida social (Descola 2012 [2005]: 50-51).

El problema con esta actitud crítica es que es de corta vida. Una vez avanzado su propio estudio, Descola utiliza el concepto como si todo estuviera en orden y los shamanes van y vienen intermediando con toda las clases de entidades que pueblan el mundo y articulando de pies a cabeza esa dichosa “vida social”, hoy en día un concepto mucho más empujado al filo de la obsolescencia de lo que el propio shamanismo lo ha estado jamás (Ibid.: 49-52, 210, 229, 318-319, 365-366, 497-498, 536-537, etcétera). Llama entonces la atención el hecho de que los conductores del perspectivismo no se hayan puesto de acuerdo respecto de la importancia de la institución shamánica en Amerindia, ese lugar de lo arcaico con un toque a Gondwana que siempre está ahí suministrando los ele- mentos de juicio que se necesitan sin importan lo contradictorios que sean. A diferencia de Descola, Viveiros sostiene que shamanismo y perspectivismo son inseparables. Como en una inversión lévistraussiana de la argumentación de Descola que acabo de citar dice Vi- veiros sobre el shamanismo entre los Tupinambá:

Son bien conocidas las ceremonias de transfusión de poderes espirituales realizadas por los chamanes, las sanaciones, pronósticos y proezas sobrenaturales que se les acreditaban, sus funciones de mediación entre el mundo de los vivos y el de los muertos, para no hablar de las formidables migraciones desencadenadas y conducidas por los karaiba en busca de la Tierra

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sin Mal. No cabe duda, en suma, que los chamanes y profetas gozaban de un “inmenso pres- tigio” (H. Clastres 1975: 42) entre los Tupinambá, desempeñando un destacado papel reli- gioso (Viveiros 1993).

A la luz de las muchas críticas que han habido el perspectivismo en la línea de Viveiros ocasionalmente relaja la exigencia de que todas las sociedades amazónicas reposen en el shamanismo como institución primordial y de los shamanes como los únicos que son capa- ces de administrar las relaciones entre los humanos y el componente espiritual de los extra- humanos, de asumir el punto de vista de esos seres y de viajar hacia ellos y de volver para contar el cuento. Pero esta aparente sensibilidad a los matices tampoco llega a durar un pá- rrafo completo y hasta las aparentes excepciones (“sin embargo…”) tienen por finalidad restablecer la normalidad de la correlación entre una institución shamánica invariante y el marco teórico perspectivista. Viveiros, por ejemplo escribe:

Es importante señalar que en aquellas sociedades Amazónicas donde el shamanismo como institución (como opuesto a una instancia cosmológica general) se halla débilmente desarro- llado, si es que no está presente en absoluto), el tema del perspectivismo se encuentra apenas desarrollado. Las sociedades de lenguas Gê de Brasil Central son un caso a cuento. La idea básica, sin embargo, está muy presente entre algunos Gê (Viveiros 2012: 60).

El reajuste es por lo visto circunstancial y quizá insincero, y no resuelve nada, no incita a ninguna redefinición; cuando uno espera que las nuevas vislumbres sirvan para ahondar en la comprensión del fenómeno, en el paper siguiente Viveiros (igual que Descola en los suyos) olvida los matices que ha traído a cuento y sigue adelante como quien oye llover. En toda esta literatura, y por constreñimiento de una metafísica que es vigorosamente anti-aris- totélica (pero que no ha sabido impulsar ninguna semiosis alternativa), nunca se nos dice cuáles son rasgos discretos que componen un shamán, ni cuáles de ellos son mandatorios y cuáles optativos, ni cómo se distribuyen las variantes puras o temperadas de shamán, espe- cialista, intermediario o lo que fuere a través de las sociedades o los colectivos. Visible- mente, lo que está faltando en el perspectivismo es (al menos) un modelo de semántica, que bien podría ser de conjuntos difusos, de prototipos, de campo o incluso (¿por qué no?) de análisis componencial, una técnica con destacados antecedentes en Brasil (cf. Menezes Bastos 1978). Lo más cerca que estuvo el perspectivismo de elaborar una semántica fue cuando Viveiros, en una nota agregada un cuarto de siglo más tarde a su tesis de maestría de 1977 sobre la cosmovisión de los Yawalapíti, percibió que los modificadores lingüísticos usados en esa lengua correspondían al modelo de la semántica de prototipos de Eleanor Rosch (1972), uno de los más exquisitos aportes de la antropología y la lingüística del conocimiento del cual he dado cuenta en De Edipo a la Máquina Cognitiva (Reynoso 1993: 238-246, en línea). Me tienta citar un fragmento de la descripción de los modificadores que Viveiros aplica a un dominio taxonómico que no es el del shamanismo, pero que es igualmente útil

75 para poner en relieve un aspecto importante del método perspectivista del primer tipo: la capacidad del autor para poner en foco, magistralmente, un rasgo lingüístico que podría ha- ber sido la vía que condujera a una sistematización perfecta, malograda por su dependencia de la traducción en el trabajo de campo, por su permanencia en la superficie de las cosas y por su negación a aplicar a palpables problemas de significado conceptos de la semántica o la semiología como disciplinas. Cito:

Los Yawalapíti me traducían los modificadores de modo más o menos constante. La clase úi, por ejemplo, se dividía en: cobras “grandes, bravas, invisibles” (-kumã); cobras “de verdad” (-rúru); cobras “impresentables, ruines” (-malú); “bichos parecidos a las cobras” (-mina). Los modificadores, por tanto, designan respectivamente lo ‘excesivo’, lo ‘auténtico’, lo ‘inferior’ y lo ‘semejante’. Estas relaciones complejas involucran una oposición entre forma y esencia. Los sufijos constituyen, además, un sistema de oposiciones flexibles; en varios casos, un con- traste diádico subsume otras relaciones residualmente: o bien – kumã se opone a – rúru como lo ‘monstruoso’ a lo ‘perfecto’, o bien – kumã es el ‘arquetipo’ en contraste con –mina como lo ‘existente’, y así lo demás. Un análisis de cada modificador requiere una consideración de todos los valores que él asume en el sistema total (Viveiros 2002a: 29)

Admitiendo desconocimiento de los avances en semántica cognitiva de los años 70 como si tuviera asuntos más importantes que atender en ese renglón, Viveiros reconoce no haber leído ni antes ni ulteriormente los trabajos de Eleanor Rosch en forma directa, añadiendo que de haber conocido esos aportes habría sugerido que los Yawalapíti “habrían desarrolla- do una teoría de los prototipos mucho antes que Rosch” (Ibid.: 44). Ahí, en el decurso de esa frase insólita a la que Latour habría defenestrado por anacrónica (cf. más abajo, pág. 135), es donde todo lo que Viveiros había articulado en la primera mitad del estudio cae por tierra. Aunque el análisis de los modificadores (y su seguimiento en otros dominios lingüísticos y en otras lenguas) es a mi juicio un trabajo destacable, la expresión ilustra, en primer lugar, la imperfecta elaboración de las relaciones entre los datos y la teoría en la antropología de Viveiros. No se requiere mucha epistemología para advertir que su descripción no garantiza que los Yawalapíti hayan desarrollado metalingüísticamente “una teoría de los prototipos”; lo que ella nos sugiere es simplemente que los Yawalipíti estructuran su semántica de tal modo que el modelo lingüístico propuesto por Rosch da cuenta satisfactoriamente de esa estructuración. Si el modelo prototípico tiene algún valor, y no cabe duda que lo tiene, lo mismo que hacen los Yawalapíti lo hacemos prácticamente todos los humanos que habla- mos en prosa a propósito de cualquier dominio, parientes, cobras y shamanes incluidos. Ante tales confusiones categoriales, lo que la expresión de Viveiros también trasunta es la precariedad conceptual que posiblemente afecte a otras alegaciones suyas que establecen que “no hay nada más diferente de una teoría antropológica que la práctica de un nativo”, que impulsan el proyecto de una “antropología simétrica” o que buscan imponer una “an- tropología inversa” (Viveiros 2012: 65).

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El episodio de la teoría prototípica nativa, en suma, ratifica que no es la teoría ni la meta- teoría el punto fuerte de nuestro investigador. Mi idea es, por ende, que antes de embarcarse en optimizaciones suntuarias de simetría, aplanamiento e inversión teorética, o de salir al choque en contra de la distinción entre sujeto y objeto y otros fatigosos lugares comunes, Viveiros debería esforzarse por adquirir nociones de epistemología algo más sólidas que las que él maneja, alcanzar una mínima precisión descriptiva y lograr una solvencia razonable en el manejo de alguno entre los tantos modelos semánticos y semiológicos disponibles. En suma, tras haber estado a un paso de elaborar una semántica ya existente pero de todos modos valiosa, Viveiros no hace nada con esa intuición, que de haber sido trabajada trans- cultural y comparativamente (y con tanto antropólogo amazonista aportando datos) habría podido sacar la idea de shamanismo del limbo en el que todavía se encuentra. Hasta donde he leído nadie en todo el perspectivismo desarrolló ni siquiera el protocolo de una investi- gación semejante. A pesar de la abrumadora cantidad de referencias de Descola y de Vivei- ros a variadas cuestiones de simbolismo a lo largo de toda su obra, no hay, consecuente- mente, y no me imagino que pueda haber algún día, nada que se parezca a una semántica o a una semiología perspectivista; quien se interese en aspectos simbólicos y de significado deberá buscar sus herramientas de sistematización en otra parte. No es que yo piense que una antropología simbólica o semiológica aporte una solución integral en esta encrucijada, pero son ellos (y no yo) quienes están definiendo el problema de ese modo al echar mano de un concepto que nos viene del registro fósil de la conceptualización antropológica y que no se sabe muy bien qué significa. En cuanto al shamanismo, tan acrítico es el uso de la palabra, tan inconstante, tan asertiva e irreflexivamente etic, tan apáticas las referencias del perspectivismo a las discusiones que ha suscitado el término que el lector se pregunta qué pasaría en caso que el concepto caiga, como han caído tantos otros. El interrogante que suena es si en ese trance el perspectivismo seguiría tramitando su business as usual, o si con el descrédito del metarrelato legitimante que sostiene al shamanismo un segmento del perspectivismo colapsaría también, aunque sea en parte, del mismo modo en que debería desintegrarse la ontología totemista de Desco- la, por ejemplo, si el principio de analogía con el orden social perdiera credibilidad. A esta altura del desarrollo de la teoría antropológica y de la etnografía americana y asiá- tica, cae de suyo que el concepto de shamanismo no se encuentra en su mejor forma y que si se lo continúa utilizando es para simplificar el asunto y porque no se dispone de una cate- goría más adecuada (cf. Sidky 2010). La idea probadamente se sostiene pero hace ruido. Hoy se conoce asimismo que su promotor más imaginativo, Mircea Eliade [1907-1986] (a quien supe admirar antes de saberlo) ha sido más allá de toda posibilidad de redención un fascista militante y un erudito de escritorio que no siempre supo mantener separados su for- midable percepción de pautas y su prosa memorable de sus juicios de valor o de sus tortuo- sos objetivos políticos. Este factor se manifiestó, por ejemplo, en su sutil evitación de todo

77 cuanto tuviera que ver con lo semítico y en su incapacidad para indignarse (por ejemplo) por el sistema de castas, la des-humanización de la mujer en los códigos de leyes o el ava- sallamiento colonial. Pero aunque la disciplina lleva medio siglo deconstruyendo, reinven- tando y negando la realidad de todo, a nadie se le ha ocurrido buscar o inventar otra idea que funcione mejor. Como resultado de ello, se sigue haciendo pasar un problema (o por lo menos una incertidumbre) como si fuera una solución. El perspectivismo, por la vía de Wagner, de Latour y de Strathern, ha arrojado munición gruesa contra la noción de socie- dad, el concepto de individuo y hasta el concepto tradicional de concepto, pero ha dejado al shamanismo intacto, como si al prescindir de ese término no le quedara mucho de qué ha- blar (cf. Viveiros 2010: 63). No tengo objeciones devastadoras que hacer contra del con- cepto de shamán, entiéndase bien, pero me incomoda su privilegio ontológico, la anomalía de su excepcionalidad en el perspectivismo, una doctrina en que la sociedad es mal vista pero al shamanismo se lo deja pasar. Ahora bien, es notable que ocupando un lugar tan central en el marco categorial y en las preocupaciones temáticas del perspectivismo el movimiento no haya casi tenido en cuenta las críticas a las que ha sido sometida la idea. Es decepcionante también que si el pers- pectivismo se funda en una etnografía de larga duración y en una profundización inédita en las visiones del Otro, en vez de dar lugar a una diferenciación más depurada del concepto de shamanismo (a una thick description, si a usted le place) se acabe concluyendo que lo mejor que puede hacerse es encontrar exactamente lo mismo en todas las épocas y en todos los lugares, como si las culturas nativas fueran en verdad pueblos sin historia, sin creativi- dad y sin potencial adaptativo, o como si algo parecido a la teoría difusionista de los ciclos culturales fuese de pronto monolíticamente verdad. Para los bolches viejos como yo hay una resonancia como de imperialismo bananero en esta situación, como si se dijera “sí, es cierto, el concepto es una basura; pero es nuestra basura”.20 El hecho es que sin gastar un minuto en la búsqueda de otras opciones, el perspectivismo acaba legitimando esta impotencia, sin aprovechar siquiera la ocasión para tomar ventaja de la multiplicidad de investigaciones que se sitúan bajo su paraguas y refinar el concepto aportando una variedad inédita de perspectivas. No es de esperarse que esto suceda en el corto plazo. Se ha dicho que el perspectivismo tiende a encontrar lo mismo en todas partes y debo concurrir con ello: aun cuando protesta amargamente contra el universalismo, la doctrina se ha consagrado al sostenimiento de universales espurios sin tener siquiera con- ciencia reflexiva de que lo está haciendo (cf. Ramos 2012a: 482). Yo también soy universalista, sustentador de una visión comparativa y amante de las gran- des síntesis; a mi también me fascinan los paralelos entre el canto del Shōmyō en Japón y las doctrinas de Yavi en la Puna, o que las churingas sean parecidas en todo el mundo, o

20 Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Anastasio_Somoza_Garc%C3%ADa#.22Our_Son_of_a_Bitch.22. El mito urbano asegura que algo peor que esto decía Franklin Delano Roosevelt de Anastasio Somoza.

78 que en el análisis espectral de los cantos de lamento de todas las culturas la tecnología acús- tica haya descubierto que se esconde la misma clase de “ícono del llanto”. Pero la simplifi- cación irreflexiva que aquí se manifiesta (el cómodo sonsonete de shamanism everywhere) me impide –nos impide– distinguir entre una sistematización genuina y una equivocación irreparable. Por mucho menos que esto Ward Goodenough (1956) refutó el concepto mur- dockiano de las “categorías culturales” (reglas de residencia, patrón de asentamiento, eco- nomía, integración política, ¡animismo!, ¡shamanismo!) y fundó la Nueva Etnografía del análisis componencial hace ya sesenta años (cf. Reynoso 1986a, en línea). Por mucho me- nos que esto, igualmente, el perspectivismo se escandaliza de que la ciencia occidental siga oponiendo sujeto y objeto, humano y animal, naturaleza y cultura, imponiendo en todas partes nuestro régimen conceptual y perdiendo en el trámite sutiles matices de significa- ción. Ahora bien, no todas las críticas hechas al shamanismo desde fuera del perspectivismo (o desde antes que éste se constituyese) estuvieron tampoco a la altura de las circunstancias. Algunas obedecen a la premisa pos-estructuralista que manda deconstruirlo todo porque ningún concepto sospechoso de modernidad merece un lugar bajo el sol. Hay unas pocas críticas satisfactorias, sin embargo. Una de las más ríspidas contra el concepto usual de sha- manismo se encuentra en el artículo clásico de Jane Monnig Atkinson del Lewis & Clark College de Portland, Oregon, para la inevitable recensión en formato de survey típica del Annual Review of Anthropology:

Hasta hace unas pocas décadas, el shamanismo parecía ser un tópico muerto en la antropolo- gía. [Clifford] Geertz lo consideraba [junto a “animismo”, “animatismo”, “totemismo” y “culto a los antepasados”] una de esas categorías “desecadas” e “insípidas por medio de las cuales los etnógrafos de la religión desvitalizan sus datos” [Geertz 1986: 115]. [R. F.] Spen- cer [1968] lo consigna al “cesto de basura” disciplinar. Más recientemente, [Michael] Taussig [1989] declaraba que “el shamanismo es […] una categoría amañada, moderna, occidental, una reificación artificiosa de prácticas dispares, trozos de folklore y folklorizaciones abarcati- vas, residuos de mitos hace tiempo establecidos entremezclados con la política de departa- mentos académicos, la curricula, las conferencias, los jurados de revistas y los artículos [y] a- gencias de financiación”. […]

Mientras la categoría de shamanismo está siendo reconstituida y revitalizada por el interés a- cadémico y popular, está siendo deconstruida dentro del campo de la antropología. Entre los antropólogos culturales hay una desconfianza extendida hacia las teorías generales sobre sha- manismo que pierden fundamentación en sus esfuerzos por generalizar. La categoría simple- mente no existe bajo una forma unitaria y homogénea, incluso en el interior de Siberia y Asia Central, la madre patria putativa del “shamanismo clásico”. [D. H.] Holmberg (1989: 144) alega que “el shamanismo sigue siendo intratable como campo general de estudio, en parte porque prácticas dispares se han disociado de sus contextos culturales más amplios y se han vinculado a motivaciones universales”. […] Entre los antropólogos encontramos una resis- tencia extendida no necesariamente contra el uso de categorías transculturales para propósitos

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de análisis, sino a la reificación de tales categorías a expensas de la historia, la cultura y el contexto social (Atkinson 1992: 308).

Michael Taussig es un antropólogo posmoderno sui generis que en algún momento pareció afín al marxismo (por eso del “fetichismo de las mercancías”) pero que después prefirió a- cogerse a los placeres del texto y a la celebración estetizante de su ángel tutelar, Walter Benjamin, quien siempre le proporciona ideas fructuosas cualquiera sea el tema del que se le ocurra hablar. Hay quien dice que Taussig ha prestado crédito acrítico a la noción de shamanismo por haber escrito un libro titulado con ese nombre, cuyo predicamento oca- sionó que los perspectivistas nombraran ceremonialmente el libro un par de veces, sin ma- yor comentario, como si no hubiera mayores inconvenientes con el concepto (Taussig 1987; Viveiros 1996a; 2002a: 177). Pero en esta profesión tramposa nada es tan simple. A- penas un par de años después de publicar Shamanism… y sin molestarse en explicar por qué, Taussig la emprendió contra el mero concepto en un par de párrafos que se disemina- ron epidemiológicamente por todos los campos de la antropología, que permanecen en la memoria colectiva desde entonces y que nadie se abstiene de citar. La crítica extendida de Taussig va un poco más lejos de lo que refiere Atkinson, aunque el wording es oscuro y las aliteraciones, el tono pontifical, el enjambre de adjetivos y el exceso de estilo prevalecen sobre todo lo demás:

El clásico de Mircea Eliade, Shamanism; Archaic techniques of ecstasy, epitomiza la forma en que la antropología y la sociología de la religión crearon el “shamán” como un Objeto de Estudio –primero como “tipo” real a encontrarse en el desierto de Siberia (entre los Tungús), ahora en todas partes desde la ciudad de Nueva York hasta la etnopoética. Crucial a lo que aquí interpreto como un retrato potencialmente fascista de curación en el tercer mundo es el tropo del vuelo mágico al Otro Mundo, de la vida a la muerte y al renacimiento trascendente, a través del puente o a través de la vía peligrosa por medio de “técnicas arcaicas del éxtasis”, generalmente y poderosamente misteriosamente varón. Aquí encontramos, en una de sus manifestaciones más potentes, no sólo la mistificación de la alteridad como una fuerza trascendental, sino la dependencia recíproca sobre la narrativa que entraña ese misterioso acento en lo misterioso.

Pero si tratamos de interrogar la evidencia –tomando en cuenta cuan extraordinariamente es- curridiza puede ser– concerniente al carácter narrativo de esos vuelos magníficos y peligro- sos, surgen diversas precauciones, sugiriendo que la forma narrativa (un paso ligado al si- guiente, comienzo, medio, final catártico) es la excepción, no la regla, y esa es una cierta clase de antropología y de ciencia social, orientada a nociones particulares de lo primitivo, de narración de historias, de límites, coherencia y heroísmo, que ha convertido de este modo la excepción en una regla ficticia (Taussig 1989: 41).

Una vez despachado este puñado de improperios de moderado impacto, no obstante, Taussig recupera la calma, cambia de tema, lo retoma un poco después y nunca más vuelve a dudar de la palabra que usa.

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En las puertas del siglo XXI la antropóloga Alice [Beck] Kehoe (2000) de la Universidad (jesuita) de Marquette en Milwaukee, Wisconsin, es, por las buenas y las malas razones, el nombre que se invoca con más fecuencia a propósito del shamanismo a raíz de haber escri- to Shamans and Religion: An anthropological exploration in critical thinking que, como puede imaginarse tras tal infidencia de titulado, es más bien crítico en su análisis. Igual que en el caso de Taussig los dardos de Kehoe se orientan sobre todo contra el trabajo clásico de Mircea Eliade, al cual considera una invención sintetizada a partir de varias fuentes que no se encuentra fundamentada por una investigación directa. A mi juicio la falta de expe- riencia de campo de Mircea Eliade no desmerece al estudioso sino que implica acaso un baldón para sus críticos; muchos de éstos pasaron años en la selva y pese a dejarse picar por cuanto insecto existe y a haber importunado a todo informante que se pusiera a mano, nunca pudieron pensar un concepto sustituto.

Figura 2 – Cremación de un brahmán en Selat, Bali, con compresor de última generación. Fotografía de Carlos Reynoso, 1997 – http://carlosreynoso.com.ar/?p=206

Kehoe cree que muchos de los rasgos que se estiman definitorios del shamanismo (toques de tambor, trance, canto, enteógenos y alucinógenos, comunicación con los espíritus y cura- ción) son prácticas que existen fuera de lo que se define como shamanismo y juegan pape- les similares en culturas no shamánicas, tal como es el caso del rol de la cantilación en los rituales judeo-cristianos o en el Islām. Kehoe niega en consecuencia que el shamanismo pueda entenderse como una religión antigua e inmutable que subsiste más o menos en la

81 misma forma que ya había adoptado en el período paleolítico. Críticas parecidas ha formu- lado más recientemente el húngaro Mihály Hoppál (2005a, 2005b, en línea), quien también descree que más allá de similitudes asombrosas exista algo así como un shamanismo inva- riante de una cultura a la otra o como una práctica específicamente religiosa o que trasunte una visión del mundo. En lo que atañe a la adopción del concepto de shamanismo por parte de los perspectivistas, mi crítica personal apuntaría contra la tendencia del movimiento a tratar lo shamánico co- mo un residuo que nos viene de la mañana de los tiempos, un concepto que merece por ello seguir conservando su nombre Tungús [ahora Evenki], en tanto y en cuanto sirve a los ideó- logos de la ecología simbólica y el animismo como un elemento de juicio que permite mag- nificar, una vez más, la naturaleza inmóvil de todos los aspectos definitorios de la cultura y hasta la posibilidad de prescindir de este último concepto. En mi modesta experiencia de campo en Bali he podido observar que más que un operador entre lo actual y lo arcaico, el llamado shamán es una fuerza activa en los procesos de cam- bio aparejados por la globalización. En Ubud o en Selat, tanto como en otros pueblos y paí- ses, los herederos del tocado shamánico publicitan sus servicios en la Web y se jactan de incorporar alta tecnología de cremación a los servicios fúnebres para brahmanes y otras fi- guras de alcurnia en un sistema de castas de muy dudosa estirpe paleolítica (figura 2).21 Tanto las sesiones de gamelan gong kebyar o del kecak ramayánico para turistas como la ejecución de los rituales shamánicos o los crematorios de la gente importante se acomoda- ban en la agenda cotidiana de los años 90 de modo de no interferir con los horarios del campeonato mundial de fútbol o con las telenovelas (dobladas en un idioma y subtituladas en otro) protagonizadas por Andrea del Boca. A lo que quiero llegar mencionando este ejemplo es que el concepto de shamanismo en la antropología perspectivista aparenta tener más la función de subrayar la uniformidad pan- amerindia de la que hablaba Lévi-Strauss como el componente arcaico común que vertebra todas las culturas incluidas en el paquete que la función de constituirse en un operador transcultural de la “antropología inversa” que el movimiento promueve programáticamente como objetivo prioritario (cf. más abajo, pág. 98): un objetivo que al final de cuentas fui yo quien lo acabó implementando como subproducto circunstancial de la crítica, pura y sim- plemente porque la cultura siempre tiene los bordes porosos y porque los hechos culturales siempre muestran este carácter dinámico aunque algunas doctrinas no puedan salirse ellas mismas de la Edad de Piedra (cf. Linton 1937). Al reposar en las prédicas de sus profetas muertos al perspectivismo se le hace difícil po- nerse al día. No sólo los contextos están cambiando más rápidamente que la disciplina. La ciencia cognitiva en general y la neurociencia social cognitiva en particular han revolucio-

21 Véase http://www.youtube.com/watch?v=lEWCqQJ5AB8. Visitado en junio de 2014.

82 nado recientemente la comprensión del trance, el sueño, la embriaguez, la crisis bipolar, las alucinaciones hipnogógicas e hipnopómpicas y otros estados de la mente, aportando un caudal de saberes y conceptos que son inherentes a la comprensión de la conciencia en ge- neral y del viaje shamánico en especial (p. ej. Hobson 2002a; 2002b). Nada de todo esto, que yo sepa (y ninguna otra cosa genuinamente actual) ha sido incorporado al horizonte hermenéutico del perspectivismo, como si no existieran motivos para intentar algo nuevo, ahondar en el tema y experimentar un poco, a menos que sea un pos-estructuralista célebre, de Latour para arriba, el que proponga las ideas a experimentar. Algo de todo esto debería alcanzar para que los perspectivistas comiencen a reflexionar un poco, pero en este punto permanezco aprensivo. Por más que la ciencia avance (y vaya que lo hace) en las formas más conservadoras de nuestra disciplina ningún descubrimiento cien- tífico persuadirá a los escépticos o disuadirá a los partidarios. Cualquier idea vieja que ha- yan propuesto los pos-estructuralistas hace medio siglo revoluciona las cabezas de los pers- pectivistas y desencadena los consabidos aleluyas de celebración (groundbreaking, pionee- ring, innovative, etc); pero los descubrimientos que suceden todos los días en el siglo que corre no les mueven el tablero. Cualesquiera sean sus dilemas o las amenazas que depare el futuro, para bien o para mal en la antropología el shamanismo vino para quedarse y hasta ha comprado una vida nueva a expensas –precisamente– del perspectivismo. Para algunos éste habrá de ser un acto de justicia demorada que reinstaura por unas décadas más uno de los mejores descriptores que se hayan acuñado; para otros, el testimonio vivo de la futileza de todo proyecto que procure el progreso conceptual o el refinamiento del debate en éste y otros escenarios. En lo que a mí respecta prefiero dejar las cosas ahí. Como suele decirse en otros contexos, la puñetera verdad es que algunos de mis mejores amigos son shamanistas o shamanes tout court y tal parece que o bien les place serlo, o que no tienen más remedio que aferrarse a las categorías que los teóricos les hemos brindado. Puede que en el fondo el uso de conceptos tan monolíticamente etic y universales no sea algo tan malo como se ha echado a rodar y que lo que habría que hacer más bien es poner coto al atropello de los deconstructores, a quienes los dejamos avanzar más de lo que merecían. Y hasta puede también que quienes mantengamos la duda seamos los necios y que uno mismo se torne un ferviente shamanista si hace suficiente trabajo de campo en los lugares exactos en que los perspectivistas estu- vieron y se queda allí hasta sufrir la hierofanía que corresponde. Tal vez lo más cómodo sea dejar que todo siga como está. No tengo la receta, y si alguien tiene que emprolijar un poco el lío que se ha hecho seguramente no soy yo. Pues ha habido mucho lío, con certeza, como el que resulta de conceder importancia a la figura del pos- moderno Michael Taussig y acto seguido usar el concepto moderno y tradicional de shama- nismo como si tal cosa. Todo ello se realiza siempre a pocas páginas de distancia, sin ma- yor asomo de culpa y sin que nadie nos diga cómo fue que la idea de shamanismo (igual

83 que otros artilugios de época como el lacanismo, el totemismo, el animismo o el esquizo- análisis) sobrevivió a su deconstrucción cuando a todo lo demás (“sociedad” y “cultura” incluidas) se lo tragó el demonio (p. ej. Viveiros 2012: 48, 60, etc.). Las vicisitudes del complejo shamánico nos muestran que de la mano del perspectivismo y de sus mentores pos-estructuralistas la antropología del Cono Sur ha llegado a su preadoles- cencia, arrastrándonos hacia una misma frustración en común a los veteranos que todavía llamamos a la resistencia ante cada aluvión de modas efímeras. Como alguna vez recomen- dó Stuart Hall a los sociólogos que se oponían al avance de los estudios culturales en la academia, lo que se espera que hagamos en estos casos es relajarnos y gozar. Pero de todos modos seguiré pensando que con tanto ruido mediático, recursos financieros, demanda de papers con referato incluido y aspavientos que celebran la unión entre el perspectivismo más flamante y el shamanismo más arcaico, las cosas se podrían haber hecho un poco mejor.

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La antropología apolítica de Clastres y Sahlins

Usted mencionó antes su propio interés en el marxismo. ¿Puede haber, hoy, una antropología marxista?

Pienso que no, porque la mayor parte de los resultados ya se han incorporado. La antropología marxista acaba donde los problemas etnológicos reales comienzan. ¿Por qué, por ejemplo, las sociedades con similares re- laciones de producción son tan diferentes? Éste es el problema que afrontamos como antropólogos: el origen de la variabilidad, y la antropología marxista fue inca- paz de responder a esa pregunta. Lo que la antropología marxista hizo fue imponer orden sobre una misteriosa colección de sistemas de producción y consumo apun- tando en ciertas direcciones. El antropólogo marxista que ha ido más lejos en esa dirección es Godelier, pero él llegó a un punto más allá del cual no pudo ir.

Entrevista con Philippe Descola (1992)

El anarquista francés Pierre Clastres [1934-1977], tempranamente fallecido en un accidente de automóvil, es, al igual que el inefable Roy Wagner, otro de los antropólogos heterodo- xos y contraculturales que los perspectivistas han adoptado como fuente de inspiración por razones que nunca quedan totalmente claras, pero que los rumores de pasillo atribuyen al hecho de que Clastres ha sabido suministrar un puñado de citas citables en un momento en que los indicadores de consenso fuera del círculo áureo de la congregación perspectivista tendían a la baja (cf. Viveiros 2013: 145, 188, 205, 222).22 Otro punto alto de Clastres, menos conocido, tiene que ver con su influencia sobre el mero riñón del pensamiento rizomático, un factor que luego consideraremos, y sobre el patriarca Marshall Sahlins, cabeza visible de la antropología de la corriente principal. A diferencia de Wagner, cuya popularidad no logra levantar cabeza después de cuarenta años, la memoria de Clastres en el plano teórico (no así en el etnológico) se encuentra hoy más viva que nunca, aunque en ocasiones se perciba –incluso en la escritura de los comentaristas mejor dispuestos– que nadie puede hablar de él sin que se filtre un dejo de condescendencia (v. gr. Abbink 1999; Moyn 2004; Gayubas 2010).

22 Una pequeña parte de la obra de Pierre Clastres se encuentra hoy en línea en la imperdible base de datos Persée, http://www.persee.fr/web/revues/home/prescript/author/auteur_rfsp_2374 (visitado en julio de 2014).

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La obra teórica de Clastres adopta una tesitura que es tanto opuesta a la antropología evolu- cionista como al marxismo. En La Sociedad contra el Estado (1978 [1974]) Clastres se concentra en refutar el argumento de que todas las sociedades están destinadas a la organi- zación estatal. Por el contrario, las mal llamadas sociedades sin estado se encuentran estruc- turadas por una compleja red de costumbres que impiden activamente el surgimiento del poder despótico. El estado no es más que una constelación específica de poder jerárquico que sólo es característico de sociedades que han fallado en el mantenimiento de los meca- nismos que reprimen dicha emergencia. En esta tesitura Clastres reniega también del deter- minismo económico de la antropología marxista, dando impulso a lo que durante unos años se desarrolló en Francia bajo el marco de antropología política, un campo que al compás del posmodernismo que nos llegó diez años después que él muriera se fue disolviendo sin que tomáramos noticia. Uno de los capítulos más representativos de La sociedad contra el Estado se refiere a “La tortura en las sociedades primitivas”. En estas sociedades, dice Clastres, tiene lugar esa ins- cripción en la carne soberbiamente narrada por Kafka que él no duda en calificar como tor- tura; en su Crónica de los Indios Guayaki hay un capítulo entero, el cuarto, que es una du- rísima narración de uno de esos eventos. Muchas sociedades, alega, preferían infligir estas marcaciones rituales con los métodos más dolorosos posibles, como una prueba de coraje, tanto como un desafío para la moralidad ofendida de los visitantes y antropólogos que es- tuvieran husmeando por ahí. Los iniciados deben permanecer silenciosos: el que no habla consiente. La ley se inscribe en el cuerpo y la memoria:

Ustedes son de los nuestros. Cada uno de ustedes es igual a nosotros, cada uno de ustedes es igual a los demás. Llevan el mismo nombre y no cambiarán. Cada uno de ustedes ocupa entre nosotros el mismo espacio y el mismo lugar: lo conservarán. Ninguno de ustedes es menos que nosotros, ninguno de ustedes es más que nosotros. Y no podrán olvidarlo. Incesante- mente, las mismas marcas que hemos dejado en los cuerpos les recordarán. […]

La ley que ellos aprenden a conocer en el dolor es la ley de la sociedad primitiva que le dice a cada uno: Tu no vales menos que otro, tu no vales más que otro. La ley inscrita en el cuerpo, señala el rechazo de la sociedad primitiva a correr el riesgo de la división, el riesgo de un poder separado de ella misma, de un poder que se le escaparía. La ley primitiva, cruelmente enseñada, es una prohibición de la desigualdad, de la que cada uno guardará memoria (Clas- tres 1978: 162).

En una visible apología de la tortura primitiva, y tras conocer la distinción de Deleuze y Guattari hicieran en el tercer capítulo de El Anti-Edipo entre la “escritura” y la “marca”, Clastres sugería que esta marcación de hecho impidió el surgimiento del estado y, a fortio- ri, la posibilidad de una “marca” más moderna como la que Anatolii Marchenko y otros tor- turados célebres han sufrido en circunstancias totalitarias. “Es prueba de la admirable pro- fundidad de su mente”, escribía Clastres, “que los salvajes supieran todo eso antes de tiem-

86 po, y tomaran recaudos, al costo de una terrible crueldad, para impedir el advenimiento de una crueldad todavía más aterradora” (Clastres 1978: 163-164). Algunos autores, como Al- fredo Margarido y Michel Panoff (1974) cuestionaron la asimilación del ritual primitivo con la tortura desde un anarquismo más congruente que el de Clastres y en palabras que suenan tan bien que me tienta citarlas en su francés original:

Là où il n'y a ni État ni chefs, il semble que Clastres veuille à tout prix trouver la Loi, entité abstraite rendue perceptible par la torture, l'écriture ou l'inscription. Est-il donc nécessaire de postuler l'existence d'un principe de régulation externe aux acteurs du jeu social ? La leçon des rites d'initiation n'est-elle pas plutôt que l'égalité dans l'épreuve ou la souffrance égalise les membres du groupe et les prépare à l'exercice collectif du pouvoir ? Même si la loi est universelle, elle n'a pas besoin de l'écriture pour être reconnue ; l'accord entre les hommes y suffit sans que soit inscrite dans leur chair la soumission à une autorité extérieure (Margarido y Panoff 1974: 142).

Los perpectivistas, mientras tanto, al igual que Clastres, se concentraron más bien en desta- car que Deleuze y Guattari escribieron sobre los salvajes y los bárbaros [sic] lo que hasta entonces los etnólogos no habían escrito (Clastres en Guattari 2009 [1972]: 85). Algo pare- cido a lo que había hecho sobre la tortura intentó hacer Clastres a propósito de la guerra pri- mitiva sin poder completar su proyecto más allá de un artículo de publicación póstuma en el que plantea más preguntas que las que estaba en condiciones de responder (Clastres 1981 [1980]: 183-216). Aunque hubiera logrado coronar su proyecto no urge aquí hablar de él porque de cara al perspectivismo hay otros asuntos de mayor relieve. Uno de los aspectos del breve periplo de Clastres por la disciplina que se han discutido con más ocultamientos y diplomacias es su desprecio incontenible hacia el marxismo y sobre todo hacia la antropología marxista. Me tienta citar un documento suyo, el último que Clas- tres escribió o el primero que falsificaron en su nombre, un panfleto ardiente que los anar- quistas (de derecha) se afanan por re-publicar todo el tiempo y al lado del cual el apenas políticamente correcto “Anti-anti relativism” de Clifford Geertz (1984) suena como el Anti- Dühring:

El marxismo contemporáneo se instituye como la visión científica de la historia y la sociedad, como una visión que define leyes del movimiento histórico, leyes para la transformación de las sociedades, una sociedad arrastrando a la otra. Por ende el marxismo puede tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad porque está familiarizado de antemano con los principios operativos de cada una; más todavía, el marxismo debe tener algo que decir sobre cada tipo de sociedad posible o real, porque la universalidad de las leyes que el marxismo descubre no admitirá excepciones. De otro modo la doctrina, en su totalidad, se estrella contra el suelo. Consecuentemente y para mantener la coherencia y la existencia misma del marxismo, es imperativo para los marxistas formular la concepción marxista de la sociedad primitiva, esta- blecer una antropología marxista. […] De este modo los marxistas quedan atrapados en una trampa puesta por su propio marxismo, y no hay realmente una vía de escape: los hechos

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sociales primitivos deben estar sometidos a las mismas reglas de operación y transformación que aquellas que gobiernan otras formaciones sociales. […]

Meillasoux, Godelier y los de su clase son los Lysenko de las ciencias humanas. Su frenesí ideológico y su determinación de poner la etnología cabeza abajo será llevado a su conclu- sión lógica: la pura y simple supresión de la sociedad primitiva como una sociedad específica y como un ser social independiente (Clastres 1977, en línea).

Omito aquí las referencias a Stalin y a Hitler que tornarían la refutación de lo que Clastres declama en el plano político en una faena demasiado fácil. Aunque cuando llega la hora de evaluar positivamente su legado se ha llegado a decir que Clastres “reflejó, e impulsó, la descomposición del marxismo entre los intelectuales franceses y la búsqueda de alternati- vas, mostrando qué formas creativas y preñadas de consecuencias podría tomar la ‘muerte de una ilusión’” (Moyn 2004: 57), resueltamente no es hacia una izquierda institucional ha- cia donde él giró. A la larga, si su pesimismo frente al estado (y a la estatización) inspiró al- guna forma teórica alternativa, ella es sin duda la apología del neoliberalismo elaborada por el historiador, filósofo y sociólogo francés Marcel Gauchet (cf. Moyn 2005). Suele suceder en política que los extremos se encuentren, pues ¿qué es más congruente con la premisa del achicamiento del estado que la ideología neoliberal?. Como sea, no es de extrañar que tanto la izquierda política como la derecha anti-anarquista hayan encontrado razones para impugnar la obra de Clastres. En un ácido artículo de crítica a fines del siglo pasado nadie menos que Clifford Geertz (republicano, por cierto) lo hos- tigó sin golpearlo de lleno pero con las dosis justas de bilis y elegancia:

Todas las ciencias humanas son promiscuas, inconstantes y mal definidas; pero la antropo- logía cultural abusa del privilegio. Consideremos:

Primero, Pierre Clastres. Un estudiante graduado en la cuna del estructuralismo, el labora- torio antropológico de Claude Lévi-Strauss, sale de París en los tempranos sesenta hacia un remoto rincón del Paraguay. Allí, en una región apenas poblada de selvas extrañas y extraños animales –jaguares, coatíes, pecaríes, serpientes de árbol, monos aulladores– vive por un año con un centenar o algo así de indios “salvajes” (como él los llama, aprobatoriamente y con algo de pavor) quienes abandonan a sus mayores, pintan sus cuerpos con bandas curvas y rectángulos curvos, practican la poliandria, comen a sus muertos y golpean a las niñas mens- truantes con penes de tapir para tornarlas, como los tapires narigudos, insanamente ardientes.

[Clastres] llama al libro que publica a su retorno, con chatura deliberada, casi anacrónica y pre-moderna, como si fuera un diario misionero recién descubierto de un jesuita del siglo XVIII, Chronique des indies Guayaki. Primorosamente traducido por el novelista americano Paul Auster (“Es casi imposible, creo, no adorar este libro”) y tardíamente publicado un cuarto de siglo más tarde, el libro es, en su forma al menos, etnográfico en el viejo estilo, has- ta el límite. […] A despecho de lirismos ocasionales a lo Tristes tropiques sobre los sonidos de la selva o los colores del atardecer, el estilo de prosa es directo y concreto. Pasó esto y a- quello. Ellos creen esto, y hacen esto otro. Sólo la voz meditativa y trenódica en primera per-

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sona, quebrándose cada tanto en ira moral, sugiere que puede haber más allí que el mero reporte de rarezas distantes (Geertz 1998).

Lo que Geertz y otros críticos están poniendo en cuestión es el hábito de Clastres de pintar a los nativos de un modo tan distinto a los civilizados que ni siquiera podían ser decente- mente descriptos; la justificación de esta imposibilidad está preñada de contradicciones, prefigurando los embrollos y los apuros argumentativos de los perspectivistas. Escribe en efecto Clastres:

Apenas tocados, apenas contaminados por las brisas de nuestra civilización –que fue fatal para ellos– los Atchei mantienen la frescura y tranquilidad de su vida en la selva intacta: esta libertad era temporaria y estaba condenada a no durar mucho, pero fue suficiente por el mo- mento; no había sufrido daño, y de este modo la cultura Atchei no se descompondría insidio- sa y rápidamente. La sociedad de los Atchei Ioiangi era tan saludable que no podía entrar en contacto conmigo, con otro mundo (Clastres 1972: 96-97).23

No es de sorprender entonces que la crítica que Bartholomew Dean formula a la etnografía primitivista de Clastres anticipe con exactitud sorprendente, casi podríamos decir miembro a miembro, la crítica de Alcida Ramos a la antropología de Viveiros. Escribe Dean:

No sólo describe Clastres un inmenso golfo cultural, sino que del mismo modo percibe una gran distancia temporal que lo separa de los sujetos de su indagación etnológica. Mientras vi- vía entre los Guayaki, Clastres podía imaginar fácilmente que “vivía varios siglos antes, cuando América no había sido descubierta todavía” (p. 138). La comunicación rudimentaria que había establecido con un Guayaki a su arribo al campamento empuja al narrador a ob- servar que “parado frente a mí, hablándome, había un hombre de la Edad de Piedra (una des- cripción que resultó ser más o menos adecuada)” (p. 77).

La descripción de Clastres de los Guayaki como moralmente superiores, “fósiles vivientes, regresiones a un período anterior (p. 113) exhibe lo que Geertz (1998) adecuadamente señala como un “primitivismo rousseauniano”: la percepción nostálgica de que los “nobles salvajes” libres e irrestrictos son radicalmente distintos a nosotros los modernos. Esto hace invariable- mente una buena lectura, pero la fuerza acumulativa del a-historicismo de Clastres, su roman- ticismo retórico y su museomificación oscurece tristemente los desafíos actuales que afrontan los pueblos indígenas como los Guayaki. […]

23 Hay autores que sostienen que las Crónicas de Clastres constituyeron prácticamente el obituario de los Aché, de quienes se ha dicho que fueron masacrados a principios de los 70s en algún momento de la intermi- nable presidencia de Alfredo Stroessner. Mark Münzel (1973) y Richard Arens (1976) hablaron de genocidio, mientras David Maybury Lewis y James Howe (1980) fueron más escépticos al respecto, aduciendo que “[e]l cargo de que el gobierno de Paraguay ha tenido una política de genocidio hacia los Indios nos parece impro- bable, así como no probado” (p. 40; véase Totten y Hitchcock [2010: 179-188]). Lo notable del caso es que unos cuantos entre los historiadores y críticos de Clastres, Geertz y los perspectivistas entre ellos, nunca se han referido a la polémica que se desató en torno del genocidio Aché.

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La crónica de Clastres parece ahora agudamente anacrónica un cuarto de siglo después de su primera aparición pública. Mientras que Clastres pinta a los Guayaki en una luz romántica- mente positiva, su Crónica esencializa sus identidades culturales de maneras que hacen vir- tualmente imposible imaginar su lugar en la sociedad nacional “moderna” de Paraguay. […] La defensa antropológica de los derechos de los pueblos indígenas presupone un redescubri- miento de las raíces de la disciplina, así como un re-examen de los medios de masas, la eco- nomía global […] y las diversas motivaciones subyacentes a las representaciones del exótico Otro. Dado su desvergonzado pristinismo, la Crónica de Clastres es valiosa precisamente por- que nos rememora el legado intelectual de primitivismo de la antropología, el cual necesita ser revisado antes que la disciplina siga cumpliendo su misión como una voz crítica en la conformación de las cuestiones locales y globales contemporáneas (Dean 1999, en línea).

En torno a Clastres ha surgido otra polémica que no se refiere ya al posible impacto político de su trabajo sobre los Guayaki sino a su compilación de mitos y cantos sagrados de los Guaraní (Clastres 1974a). Mientras Samuel Moyn (2004: 62, n. 17) nos dice que Clastres debió su introducción a los Guaraníes y su ayuda en la traducción de los materiales etnográ- ficos al activista y antropólogo paraguayo León Cadogan [1889-1973], en su rigurosa crí- tica al perspectivismo de Descola Miguel Bartolomé va más lejos y afirma sin eufemismos que Clastres sustrajo a Cadogan sus materiales (cf. Clastres 1974b; Bartolomé 2014). Se podría emular a los perspectivistas y decir que, en paridad de evidencias, ambos puntos de vista son atendibles por igual; pero considerando que Clastres pone en caja a Cadogan (“modesto y tenaz autodidacta paraguayo”) y en la medida en que Viveiros cita con reve- rencia y con asiduidad argumentos de Clastres que reposan en su material etnográfico sin mencionar a Cadogan como forjador de una perspectiva esencial en ese contexto, la postura de Bartolomé en esta polémica es, a mi juicio, la que contiene la mayor dosis de justicia y verdad (cf. Clastres 1972: 69; Viveiros 2002a: 171, 219, 241, 256, 324, 333, 344, 460, 472, 476; 2010: 145, 188, 205, 222). Al final del día, lo que importa es que, por una razón o por otra, Clastres aparece siempre ligado a la controversia. Mientras Geertz lo consideraba el sucesor de Lévi-Strauss y Clas- tres mismo hizo amplia profesión de fe estructuralista en sus días tempranos, admitiendo siempre la correción formal del análisis lévi-straussiano del mito, en algún momento maes- tro y discípulo empezaron a distanciarse. Si bien Clastres no llega a poner en duda el análi- sis estructural, el procedimiento para comprender el mito, dice, “es sólo operativo si separa los mitos de la sociedad, si los coge etéreos, flotando a buena distancia de su espacio de ori- gen”. Por esta razón, continúa Clastres, los antropólogos tendrían razón en buscar un reme- dio para estas ausencias del estructuralismo, pues “su elegante discurso, a menudo muy ri- co, no habla de la sociedad. Es… como una teología sin dios: es una sociología sin socie- dad” (Clastres 1977, en línea). Habida cuenta de que esa imputación de Clastres también podría caber al primer perspecti- vismo y de que en su última encarnación Viveiros (siguiendo a Strathern y a Latour) apoya

90 la idea de que la “sociedad” es un concepto obsoleto, la pregunta a formularse es por qué, entre tantos antropólogos que recorrieron la región, documentaron sus culturas y suminis- traron excusas al desinterés de Viveiros por el lugar de una tribu en la sociedad nacional, el perspectivismo seleccionó específicamente a Pierre Clastres. Aquí es donde una vez más se me ocurre pensar en una explicación pragmática basada en principios de la teoría de juegos, en el dilema del prisionero y en el concepto reticular de attachment preferencial: si bien la movida dificultaba desembarazarse del concepto de so- ciedad, defender a un descastado como Clastres bien podría hacer que condujera a la posi- bilidad de obtener el apoyo de nadie menos que Marshall Sahlins, una gloria viviente de la antropología, funcionario al frente de la institución más poderosa de la disciplina y figura capaz de proyectar exponencialmente la visibilidad y la influencia del movimiento. Decano absoluto de la primera línea antropológica tras la muerte de Clifford Geertz [1926-2006] pero situado también en una posición particularmente vulnerable por su culturalismo extre- mo y por no haberse labrado un nicho de celebridad fuera de la antropología, Sahlins se ha mostrado cada vez más propenso a dejar que lo agasajen quienes presiden movimientos teó- ricos del tercer mundo, en tanto accedan a celebrarlo como su mentor. Pero Clastres no solamente fue de utilidad como el improbable gatekeeper que en vida vin- culó a Sahlins con Lévi-Strauss, que póstumamente unió las redes disjuntas de perspectivis- tas y culturalistas y que celebró antes que ningún otro antropólogo el genio de Deleuze y Guattari, sino que además manifestó desde siempre una actitud crítica hacia las antropolo- gías imputadas de modernidad y hacia la noción misma de economía. Compartió también con Descola y con Viveiros la tendencia a aplanar la dimensión temporal de las sociedades, precondición para que ellas devengan “fósiles vivientes” y testimonios “de la edad de pie- dra”, y pre-requisito a su vez de la posibilidad de decretar obsoleto el concepto mismo de sociedad en la primera oportunidad que se presentara, no obstante considerarlo impres- cindible en otros contextos. Igual creo yo que en este renglón el perspectivismo se arriesgó a la pérdida, pues la resis- tencia frente a Clastres fue notoria en su época y pudo haber sido injusta en algunos res- pectos, pero no fue por completo inmotivada. Como quiera que sea, por una razón o por la contraria y como habitualmente sucede, en el movimiento el clamor crítico frente a Clastres no fue tenido en cuenta, como si su etnografía y su ensayística –añosas, anómalas y estri- dentes– calificaran como ciencia normal, lo único que resueltamente no son. Una parte importante de las ideas de Clastres sobre la sociedad sin jerarquías ni estados depende del libro pionero de Marshall Sahlins sobre la Economía de la Edad de Piedra pa- ra el cual Clastres escribió el prefacio de a edición francesa, luego traducido a multitud de lenguas (Clastres 1981: 133-152; Sahlins 1983 [1972]). En la Edad de Piedra (y esto debe leerse como “en las sociedades cazadoras-recolectoras contemporáneas”) la gente vive en la

91 opulencia no porque tenga muchas cosas, sino porque no necesita nada. Sahlins lo había descripto con encanto al borde del lirismo en estas palabras desde entonces famosas:

Es que a la opulencia se puede llegar por dos caminos diferentes. Las necesidades pueden ser “fácilmente satisfechas” o bien produciendo mucho, o bien deseando poco. La concepción más difundida, al modo de Galbraith, se basa en supuestos particularmente apropiados a la e- conomía de mercado: que las necesidades del hombre son grandes, por no decir infinitas, mientras que sus medios son limitados, aunque se pueden aumentar. [] Pero existe también un camino Zen hacia la opulencia que parte de premisas algo diferentes de las nuestras: que las necesidades materiales humanas son finitas y escasas y los medios técnicos inalterables, pero en general adecuados. Adoptando la estrategia Zen, un pueblo puede gozar de una abun- dancia material incomparable [] con un bajo nivel de vida (Sahlins 1983: 13-14).

Este camino Zen –el de la cultura, el de la acción simbólica– será en lo sucesivo el camino de Marshall Sahlins, el que seguirá para demostrar que las necesidades no existen realmen- te, sino que tienen una génesis ideológica o simbólica. “No desear –dice Sahlins– es no ca- recer” (p. 24). Los cazadores y recolectores no han tenido que dominar sus impulsos mate- rialistas, sino que nunca hicieron de esos impulsos una institución. El proyecto cultural siempre improvisa una dialéctica sobre su relación con la naturaleza. (Obsérvese, entre pa- réntesis, la presencia de esta otra palabra ofensiva para el perspectivismo, otro relicto arcai- co de su juventud criptomarxista). A la larga lo que importa es que, sin escapar a los cons- treñimientos ecológicos y esencializada hasta la médula, la cultura suele negarlos, de modo tal que el sistema muestra en seguida la huella de las condiciones naturales y la originalidad de una respuesta social: en su pobreza, la abundancia (p. 47). La miseria, el hambre, el a- rrinconamiento, el apartheid incluso, no son factores que deban preocuparnos mayormente. Recién ahora se está tomando conciencia que Sahlins nunca había realizado trabajo de cam- po en sociedades cazadoras-recolectoras ni en parte alguna del mundo a excepción de las islas Hawai’i. El suyo fue un trabajo de sillón digno de James Frazer. De hecho, el modelo de Sahlins de la Edad de Oro primitiva se había originado en una famosa conferencia en Chicago, Man the Hunter, en 1966, para asistir a la cual Sahlins ni siquiera debió caminar mucho desde el sillón de su oficina en su querido Haskell Hall (cf. Sahlins 1968; 1972: 1- 39). En sus primeras elaboraciones, Sahlins tomaba sus datos de viejos estudios de Frederick David McCarthy [1905-1997] y Margaret McArthur Oliver [1919-2002] en la Tierra de Arnhem y del canadiense Richard Borshay Lee entre los bosquimanos !Kung. En ambas lí- neas de investigación se argumentaba que los cazadores-recolectores dedicaban menos de veinte horas semanales a la subsistencia, mucho menos que los trabajadores en la sociedad industrial moderna. Era todavía la época en la cual se satisfacían los requisitos de un mate- rialismo residual midiendo el peso de lo que se comía y cronometrando todo y esta fue tal vez una de las primeras veces en que todas esas mediciones parecieron servir para algo.

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Considerada plausible a lo largo de un cuarto de siglo, la hipótesis fue duramente impugna- da en la Sexta Conferencia Internacional sobre Sociedades Cazadoras y Recolectoras de Fairbanks (Alaska) en 1990 y de ahí en más comenzó su declinación. Tres de las críticas se pueden consultar en el volumen colectivo editado por Ernest Burch y Linda Ellana (1994) sobre los temas claves de la especialidad; también son devastadoras las objeciones de Erich Alden Smith (1991), Thomas Headland (1990; 1997), David Kaplan (2000) y Paul Sillitoe (2002). Pionero de todo este movimiento revisionista es el estudio de Kristen Hawkes y Ja- mes O’Connell (1981) basado en el caso de los Alywara de Australia Central. También pre- ceden a la Sexta Conferencia y son altamente críticos los trabajos de George Silberbauer (1981), Jon Altman (1984), Nancy Howell (1986) y Michael Bollig (1988). Las críticas se han acumulado tanto que ya se puede pensar en hacer estratigrafía a través de ellas. Hoy se sabe que la mayor parte de los insumos que sostenían el razonamiento de Sahlins estaba equivocada: Lee debió admitir que los !Kung que había estudiado también trabaja- ban ocasionalmente en relación de dependencia y hasta cultivaban verduras (Bird-David 1992: 26); McCarthy reconoció que sus nativos consumían alimentos que les daban como caridad en una misión religiosa (Kaplan 2000: 305); Kaplan también observó que Lee no había incluido la preparación de las comidas en sus cálculos, y que si se tomaba en cuenta sólo el tiempo insumido para conseguir alimentos, los occidentales casi no dedicaban nada de tiempo a esa tarea (Ibid.: 313). También había datos de desnutrición y una baja expecta- tiva de vida en esas comunidades. No había en todo esto nada que pudiera llamarse opu- lencia, fuera ésta Zen o de otra clase. No sólo los datos circunstanciales estaban en riesgo. Si bien la doctrina económica sustanti- vista basada en Karl Polanyi [1886-1964] a la que contribuía Sahlins24 fue dominante du- rante los sesenta y setenta, para la última década del siglo XX la escuela había perdido gran parte de su visibilidad (Isaac 2005: 40). Aunque también se han elaborado algunas objecio- nes blandas, derivativas y con paupérrimo respaldo bibliográfico a los argumentos sustanti- vistas de Sahlins (p. ej. Trinchero 2007: 98-99; Balazote 2007: 157, 165), el sentido de casi todas las impugnaciones formuladas por especialistas en cazadores-recolectores es concor- dante, independiente de los posicionamientos teóricos y tan decisivo como pocos lo han sido en antropología. La precariedad de la postura sustantivista de Sahlins también quedó patente desde la tem- prana crítica del neocelandés Cyril Belshaw (1973), quien demostró que los modos contra- puestos de hacer economía no eran excluyentes, y que los formalistas como los define Sah- lins en caricaturas tan recurrentes que se vuelven gastadas (una “perspectiva de negocios

24 La cual incluía a Conrad Arensberg, Paul Bohannan, Pedro Carrasco, George Dalton, James Dow, Louis Dumont, Paul Durrenberger, Timothy Earle, Rhoda Halperin, June Helm, Jasper Köcke, Harry Pearson, Margaret Somers y Eric Wolf.

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[...] un modelo listo para usar de economía ortodoxa universalmente aplicable”) no existen ni existieron jamás en antropología económica:

El formalismo en antropología económica [...] se vincula con procurar descubrir relaciones generalizadas tal que se pueda ver que una o más variables ejercen influencia en el movi- miento de otras variables, con vincular esas relaciones en modelos generalizados y con el uso de éstos para comprender los datos y hacer predicciones (Belshaw 1973: 959).

En este sentido el estudio de Sahlins es, mal que le pese, un ejercicio profundamente forma- lista, estropeado por “la combinación de una traviesa vena humorística a veces mal aplica- da, una confesa pero inoportuna debilidad en la comprensión de terminología económica y su obstinación en lidiar contra molinos de viento” (loc. cit.). Por otro lado, su análisis de la opulencia primitiva (igual que los indicadores en que se basa Descola) transgrede los prin- cipios que él mismo ha fijado para su modelo: “su argumento de que los ‘cazadores’ se de- sempeñan razonablemente bien debería sostenerse con referencia a conceptos de perfor- mance propios de las sociedades bajo estudio” y no en términos de “trabajo”, “ocio” o “a- bundancia” (p. 960). ¿De qué clase de sustantivismo (o de perspectivismo) se trata que no respeta este requerimiento definitorio? En ningún momento el perspectivismo de Viveiros o Descola toma conocimiento que los argumentos originados en los trabajos de Sahlins y reproducidos por Strathern, Wagner y Clastres han sido por completo desacreditados en la antropología económica reciente. En todo caso, alcanza con atosigar la escritura con trivia y observables que convengan al mo- delo antes que dar cuenta del estado de la cuestión. A fin de cuentas ¿quién se va a tomar la molestia de verificar la información? Sea cual sea el valor de verdad de las ideas que que- dan incorporadas al modelo, lo concreto es que la negación de la mera existencia de una e- conomía primitiva, el consuelo de que los cazadores-recolectores no la pasan tan mal, la se- paración de las problemáticas amerindias de los dilemas de la vida nacional y el aplana- miento de cualquier indicio de jerarquía ya están instalados para siempre, lo mismo que la intensa y a veces latosa estetización de la escritura que Marshall Sahlins aprendió de Lévi- Strauss en Francia y que los perspectivistas han sido los primeros en adoptar como su lingua franca. No es casual entonces que Alcida Ramos (2012a) sindique a Sahlins como una lamentable influencia en el esteticismo de Viveiros, ni que Sahlins haya sido y siga siendo defensor a- cérrimo tanto de Roy Wagner como de Clastres, ambos fervientes admiradores suyos, igual que Viveiros de repente ha confesado serlo pese a despreciar al “culturalismo” dualista y al “determinismo cultural” de Occidente (cf. Viveiros 1998: 473-474; 2002a: 23, 162, 171- 172, 219, 224, 305, 309, 314, 375; 2010 [2009]: 10, 74, 75; Descola 2012: 134, 460-461). Lejos de que el perspectivismo de Viveiros dibuje un nuevo tablero de intercambio genera- lizado en el campo de la antropología, sus argumentaciones se atienen a los mismos atracto-

94 res y líneas de falla predecibles que modulan el tráfico de influencias y los juegos de poder de la disciplina desde que se fundó. Si hay a la vista algún polígono hiper-espacial de influencias y realimentaciones (y habida cuenta de la tardía condena de Sahlins [2002] al posmodernismo en general), éste no vin- cula entonces tanto a Viveiros con Bateson, Wagner y Deleuze como sí vincula a nuestro autor con Clastres y Deleuze por un lado y con Sahlins y Wagner por el otro, definiendo dos líneas de clivaje que sólo Dios podría sincronizar. Wagner es tal vez el autor cuya pre- sencia es la más difícil de explicar. De este último imaginador de imposibilidades, idealista incorregible y entusiasta negador de la realidad nos toca, justamente, hablar ahora.

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La inefable dialéctica de Roy Wagner

Si “cultura” deviene paradójica y desafiante cuando se aplica a los significados de las sociedades tribales, de- bemos especular si es posible una “antropología inver- sa”, literalizando las metáforas de la moderna civiliza- ción industrial desde el punto de vista de las sociedades tribales. Seguramente no tendremos derecho de esperar un esfuerzo teorético paralelo, porque la preocupación ideológica de esta gente no los pone bajo la obligación de especializarse de este modo, o de proponer filosofías para la sala de lectura. En otras palabras, nuestra “antro- pología inversa” no tendrá nada que ver con “cultura”, con la producción como fin en sí misma, aunque esto puede tener mucho que ver con la calidad de vida. Y si los seres humanos son tan inventivos en general como hemos supuesto, sería muy sorprendente que tal “antro- pología inversa” no existiera ya.

Roy Wagner (1981:31).

Roy Wagner es un antropólogo americano discípulo del marxista-simbolista David M. Schneider que se hizo célebre por sostener durante décadas un programa de trabajo que su maestro había formulado en broma, por seguir empeñado hasta el día de hoy en la defensa de una antropología simbólica que es una agenda cancelada en todos los centros antropoló- gicos de excelencia, por convertirse (junto a la pos-feminista inglesa Marilyn Strathern) en inexplicable figura de culto del perspectivismo reciente, por escribir o mandar a escribir su propia entrada en Wikipedia donde se describe como “uno de los antropólogos más influ- yentes del mundo”25 y (a esto voy) por no parar de hablar de dialéctica –ese vocablo nau- seabundo para el perspectivista rizomático– cada vez que se le concede la palabra (cf. Wag- ner 1981: 5-9, 44-45, 49-50, 52, 55, 58, 60-61, 72, 76, 83-110; 1986: x-xi, 24-26, 39, 51, 54, 57, 68, 73, 93, 127-129, 134). Inclinado hoy hacia una holografía New Age incapaz de prescindir de una sola perogrullada de la Era de Acuario, Wagner (o uno de sus fans incondicionales) ha escrito en la página pública de Wikipedia que ya mencioné (como si fuera su muro privado de Facebook) que “Wagner es conocido por su excéntrico estilo de enseñanza y es amado por muchos de sus discípulos”, agregando que “[e]ntre los antropólogos influenciados por Wagner se incluyen Marilyn Strathern, Jadran Mimica, James Weiner y Eduardo Viveiros de Castro”. Igual que Maradona acostumbra hacer cuando concede entrevistas, incluso en los asbtracts de sus

25 Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Roy_Wagner (visitado el 24 de junio de 2014).

96 artículos científicos Wagner (1991: 159), con veleidades de estrella, siempre se refiere a sí mismo como “Wagner”. Aunque no me place emular las maniobras de doxa y chismorreo científico a las que a ve- ces se reducen los estudios culturales de la ciencia de Bruno Latour, debo decir que esas wiki-referencias (cuyo carácter autógrafo puede comprobarse por poco que se inspeccione la metadata) pintan de cuerpo entero las prioridades conceptuales de su estrategia y expli- can contundentemente por qué Roy Wagner es uno de los antropólogos de segundo o tercer orden que ha visitado con más frecuencia a Brasil y uno de los que ha sabido retribuir las gentilezas procurando introducir el perspectivismo (y a los perspectivistas) en los circuitos de intercambio académico de las universidades en las que trabajó y (ya que estamos) en la Wikipedia del Primer Mundo, inextricablemente conexa, influyente y viral. La crítica que el extravagante programa de Roy Wagner formula al conjunto de la antropo- logía se sintetiza en estas líneas preñadas de inculpaciones:

Al usar nuestra propia realidad como un control en la invención de las culturas, inventando culturas que contrastan con parte de nuestro esquema conceptual, más que con su totalidad, la antropología ecológica paga el precio del etnocentrismo ideológico. Cualquier cosa que los nativos “piensen” que hacen, sus acciones, ideas e instituciones se miden contra el estándar de nuestra creatividad, y la esencia de su creatividad es desnaturalizada y desvaída. […] Si insistimos con objetivar otras culturas a través de nuestra realidad, tornamos su objetivación de la realidad en una ilusión subjetiva. […] Cada vez que imponemos nuestra concepción e invención de la realidad sobre otra cultura […] tornamos su creatividad indígena en algo arbitrario y cuestionable, un mero juego de palabras simbólico (Wagner 1975: 143-144).

El lector atento habrá entrevisto que muchos de los clisés condenatorios desparramados en estos párrafos incurren en hábitos de razonamiento cuestionados por los codificadores mis- mos del perspectivismo y hasta por Bruno Latour: tachar de etnocéntrico a quien no está de acuerdo con uno, atribuir ‘objetividad’ como cualidad encomiable a la realidad construida por el Otro, igualar lo subjetivo con lo arbitario y controvertible, usar la ‘invención’ como recurso explicativo en último análisis, referirse a una realidad dada independiente de la perspectiva (Viveiros 2012: 65). En otras palabras, mucho de lo que afirma Wagner (y lo que aquí reproduje se encuentra entre lo más armónico que él ha escrito) se opone a lo que promueven los perspectivistas que lo han endiosado, y más que nada a lo que sostienen Viveiros y Strathern. Pero a ese nivel de abstracción enrarecida ¿quién va a darse cuenta? ¿Quién retiene en la memoria lo que dice alguien más entre los muchos que se largan a expresar toda clase de ideas sin lla- mar a las cosas por su nombre? ¿No había olvidado el propio Viveiros lo que decía Wagner en el libro que redescubrió más tarde, maravillado por la comunión de sus espíritus, tal como se narra en la historia que sigue?

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La historia que sigue, precisamente, registra la forma en que las ideas de Wagner se fueron instalando poco a poco en el perspectivismo pos-estructural. En 2002, en una nota a un artí- culo basado en un diálogo con Tânia Stolze (Viveiros 1996b) Viveiros reconoce por prime- ra vez su deuda con él:

Una convergencia ignorada en el artículo de 1996, entretanto, es con la teoría desenvuelta por Roy Wagner en The invention of culture, un libro que yo leyera quince años antes (1981, año de su segunda edición) pero que apagara totalmente de la memoria, ciertamente por estar en- cima de mi capacidad de comprensión. Al releerlo, en 1998, percibí que había asimilado algo, a fin de cuentas, en vista de haber reinventado ciertos pasos cruciales del argumento de Wag- ner (Viveiros 2002a: 348).

En Metafísicas caníbales la figura de Wagner ya se encuentra por completo encumbrada en el santuario de los héroes de Viveiros formando parte de

un grupo de antropólogos que son responsables de la profunda renovación de la disciplina. Aun cuando se trata de autores conocidos, su obra todavía está lejos de tener el reconoci- miento y la difusión que merece, incluso, para el caso de uno de ellos, en su propio país de origen. Nos referimos aquí al estadounidense Roy Wagner, quien tiene en su activo la muy rica noción de "retroantropología" (reverse antropology), o la elaboración de una vertiginosa semiótica de la "invención" y de la "convención", así como el esbozo visionario de un con- cepto antropológico del concepto (Viveiros 2010 [2009]: 21).

En el momento en que Viveiros desarrolla sus puntos de convergencia con Wagner adverti- mos que algo empieza a andar no muy bien. La idea de una antropología inversa no guarda una relación del todo fiel con la función que Viveiros pretende que cumpla, la cual (por otro lado) no está ni especificada con claridad ni ejemplificada en ninguna parte, excepto en un par de anécdotas incrustadas en etnografías de Melanesia que ya no se consiguen y que es muy difícil que alguien vaya a leer. Cuando pretendemos confirmar la referencia de Vi- veiros sucede lo que otras veces ha sucedido. En los textos wagnerianos esa antropología inversa aparece contingentemente para referirse a la interpretación que los Otros hacen de los elementos impuestos sobre ellos por nuestra cultura; los cargo cults, por ejemplo, po- drían considerarse como la contraparte interpretativa del estudio occidental de las otras cul- turas. De ningún modo la antropología inversa es un desarrollo central en los razonamientos teoréticos de Wagner, al punto de que la expresión aparece una sola vez en la edición am- pliada de The invention of culture y ni siquiera se la menciona en el índice temático (cf. Wagner 1981:31). Cuando en “Los pronombres cosmológicos” (2002b) Viveiros conmuta a un dialecto pos- estructuralista que preanuncia el de Metafísicas Caníbales (2009), el comentario de la in- fluencia de Wagner en su antropología se instala en un plano metafísico y esencialista en el cual se oscurece todo lo que se discute. Esto (sumado a la costumbre de Viveiros de callar el nombre de sus adversarios) confiere a su escritura una ininteligibilidad distintiva:

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[L]a crítica del argumento construccionista que esbozo a continuación no debe confundirse con ciertos ataques recientes de los que ellos están siendo objeto, con referencia al parentes- co, al género, a las emociones, a la persona, etc. Tales reacciones se reducen a una afirmación de la estabilidad transcultural de categorías y experiencias características de la modernidad occidental, afirmación que termina, por vía de regla, en la restauración de la vieja división del trabajo ontológico entre la naturaleza y la cultura. En otras palabras, lo dado del melanesio es imaginado como exactamente el mismo que el nuestro, ‘dados’ ciertos universales – ya sea físico-materiales (la naturaleza), ya psico-cognitivos (la naturaleza humana), ya socio-feno- menológicos (la condición humana). Al contrario de esas reacciones, pienso, como Wagner, si lo comprendo bien, que lo que es pre-histórico y genérico es que un dado siempre es presu- puesto, mas no su especificación; lo que es dado es que habrá siempre algo construido como dado (Viveiros 2002a: 405-406).

En Metafísicas Caníbales Viveiros logra la cuádruple hazaña de intensificar un esencialis- mo que parecía ya haber llegado al límite de saturación, omitir todo ejemplo que pueda arrojar un poco de luz, dar a la imprenta un texto necesitado de una honda revisión sintácti- ca y confundir las ideas todavía un poco más:

La semiótica wagneriana es una teoría de la praxis (humana y verosímilmente no humana) que la concibe como consistiendo exhaustivamente en la operación recíproca y recurrente de dos modos de simbolización: 1) el simbolismo convencional o colectivizante, (también: lite- ral), en que los signos se organizan en contextos estandarizados (dominios semánticos, len- guajes formales, etc.) en la medida en que se contraponen a un plano heterogéneo de “refe- rentes”: es decir, en que son vistos como simbolizando algo distinto de ellos mismos; y 2) el simbolismo diferenciante o inventivo (también: figurativo), modo en el cual el mundo de los fenómenos representados por la simbolización convencional es aprehendido como constituido por “símbolos que se representan a sí mismos”; es decir, acontecimientos que se manifiestan simultáneamente como símbolos y como referentes, disolviendo el contraste convencional (Viveiros 2010 [2009]: 30-31).

Todo este lío de espesor literalmente wagneriano tiene por objeto salir al cruce de una dico- tomía central en la teoría y la práctica del parentesco occidental, a saber, la distinción con- sagrada por Henry Morgan [1818-1881] entre consanguinidad y afinidad. Una distinción, dice Viveiros, que ha ocasionado que nosotros terminemos atribuyendo a la afinidad la función de lo dado en la matriz relacional cósmica, mientras que la consanguinidad irá a constituir la provincia de lo construido, de aquello que toca a la intención y a la acción hu- mana actualizar [sic & loc. cit., por supuesto]. No queda claro, a todo esto, cual es la conco- mitancia que existe, si es que existe alguna, entre lo dado y lo construido por un lado y la referencia y la autorreferencia por el otro. No quisiera sonar como el profesor de semiolo- gía que soy, pero lo cierto es que también permanece sin especificar en cuál de las veinte o treinta teorías semiológicas “convencionales” que existen se definen los principios de sim- bolicidad, referencia, autorreferencia y (presumo) recursividad cuyo contraste Wagner en- cuentra problemático, y cuáles son las razones últimas de esa problematicidad.

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Eventualmente, y según apenas alcanzo a descifrar, el problema se reduce a determinar si uno u otro concepto (“afinidad”, “consanguinidad”, “alianza”, “filiación”, etc) es aplicable a las sociedades amerindias, o si en una u otra cultura la “afinidad sin afines” se invierte (o no) en “afines sin afinidad” y otros dilemas semejantes (Viveiros 2010: 184-185). Aparte de una verbosidad desbordante, no hay aquí mucho más que lo que ya estaba latente sesenta y cinco años atrás en Las estructuras elementales del parentesco, o en la disparidad entre parentesco descriptivo y parentesco clasificatorio, o en la (desafortunada) distinción lévi- straussiana entre modelos mecánicos y modelos estadísticos. Cualesquiera sean sus pre- tensiones, los desajustes y peculiaridades señalados por Viveiros no hacen mella en ningún modelo de parentesco conocido, mucho menos en los modelos reticulares avanzados de Thomas Schweizer, Douglas R. White y Ulla Johanssen (White y Jorion 1992; Schweizer y White 1998; White y Johansen 2005). La existencia misma de estos progresos ayuda a comprender el posicionamiento de Viveiros en el contexto de las analíticas contemporá- neas: alcanza con que alguien proponga un patrón que se cumple en una abrumadora mayo- ría de los casos para que surjan aguafiestas consagrados a hacer el mayor ruido posible cada vez que creen pescar una excepción que, de cara a los nuevos modelos, hasta es dudoso que califique como tal. Como dijera Mary Douglas (1978: 17) a propósito de una cacería de perspectivas cambiantes, descentramientos, disonancias, inadecuaciones y excepcionalida- des como la que emprende Viveiros, “Todo está muy bien, pero entre los Bongo-Bongo…”. Como quiera que sea, es un poco obsceno que toda la discusión (en la que se desconocen de plano los nuevos avances formales en el estudio del parentesco y la superación de las cate- gorías derivadas del viejo método genealógico de W. H. R. Rivers) se sitúe bajo la invoca- ción de Roy Wagner, quien realizó todas sus investigaciones sobre parentesco en dependen- cia obediente del pensamiento y de la asistencia financiera de su mentor, David Schneider, de quien todo el mundo sabe (excepto al parecer Viveiros) que fue quien lideró el movi- miento que arrasó con la analítica del parentesco en los Estados Unidos y en el mundo.26 Se trata del mismo Schneider, desde ya, que al patrocinar la desaparición del análisis del parentesco del curriculum profesional, facilita que hoy cualquier peatón con chapa de an-

26 En casi toda la currícula de la antropología académica el análisis del parentesco se encuentra hoy agónico, muerto o desaparecido. La bibliografía que documenta la catástrofe es gigantesca y sólo puedo hacer constar aquí las referencias más imperiosas, algunas con títulos de apocalipsis tan conmovedores que da pena no po- der recorrer paso a paso el laberinto de sus alegatos: “whatever happened to kinship studies?”, “what really happened to kinship and kinship studies”, “critique of kinship”, “critique de la parenté”, “after kinship”, “beyond kinship”, “the fall of kinship”, “nails in the coffin of kinship”, “lineage reconsidered ”, “where have all the lineages gone?”, “critique of kinship”, “the deconstruction of kinship”, “what were kinship studies?”, “there never has been such a thing as a kin-based society” y así sucesivamente (cf. Holy 1979; Verdon 1982; 1983; Geffray 1990; Shimizu 1991; White y Jorion 1992; González Echevarría 1994; Peletz 1995; Barry 2000; Collard 2000; Joyce y Gillespie 2000;Fogelson 2001; Lamphere 2001; Ottenheimer 2001; Kuper 1982; 2003; Sousa 2003; Carsten 2004; Dousset 2007; Zenz 2009). Considerando esta avalancha de obituarios raya en lo ofensivo, para decir lo menos, que Viveiros legitime personajes que han sido cómplices de esta carnice- ría conceptual y que hasta omita referirse a estos acontecimientos.

100 tropólogo se lleve por delante ese campo de estudios sin que ningún colega entienda mucho qué es lo que está en juego en esa discusión (cf. Schneider 1965; 1984; Reynoso 2012: cap. 17). Para los pocos a los que la antropología nos importa, resulta irritante, entonces, que se sigan perpetuando estas viejas y mal encaminadas reyertas sesentistas como si no hubiera pasado nada, como si tuviera sentido seguir perpetuando discusiones inconcluyentes que pocos comprenden, como si no se sintiera todavía en los pelos de la nuca el escalofrío de esa inexplicable e inexplicada mutilación disciplinar, de la que sin medir ninguna conse- cuencia los schneiderianos, con Roy Wagner metiendo bulla como el que más, fueron insti- gadores y partícipes feroces.

Figura 3 – Dialéctica de mediaciones en la secuencia medieval y en la secuencia moderna. Basado en Wagner (1986: 123)

En el mismo texto, Viveiros (2002a: 405) había aclarado que él se reservaba para otra opor- tunidad la especificación de sus puntos de divergencia con la semiótica wagneriana, los que a partir de esta señal cabe conjeturar que efectivamente existen, aunque en lo personal dudo que Viveiros los haya elaborado o que de veras proyecte embarcarse en esa empresa alguna vez. Pasado el tiempo, y hasta donde conozco, esa elaboración sigue en reserva. De hecho, ni una sola vez en su masiva apropiación de ideas inspiradoras de Wagner, de Deleuze, de Strathern y sobre todo de Latour, Viveiros se preocupó en deslindar los umbrales y los lí- mites de su acatamiento, los factores y los motivos de una eventual discrepancia. Al único actor protagónico del grupo al que se esforzó en cuestionar es, como ya dije, a Philippe

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Descola, porque como no es un polemista innato no se requiere mucha valentía para vapu- learlo. ¿Alguno de ustedes imagina a Viveiros interponiendo a Bruno Latour la más tímida objeción? ¿Acaso Latour (precisamente Latour) no ha pronunciado nunca el menor dispa- rate? Pero volvamos a Wagner, porque es él quien interesa ahora y porque la semblanza que el personaje merece no está acabada todavía. Quien quiera tener un acercamiento de primera mano a la peculiar ultra-dialéctica de Wag- ner no debe asomarse a su paráfrasis recortada en las Metafísicas Caníbales de Viveiros sino a la alucinada máquina de Rube Goldberg mediante la cual, en medio de un mar de co- millas cómplices y en base a literatura de segunda mano, Wagner, a quien seducen las gran- des síntesis de las transiciones claves del pensamiento occidental casi tanto como a Latour, se esfuerza en explicar la transición entre la “secuencia medieval” y la “secuencia moder- na” del pensamiento dialéctico (Wagner 1986: 122-123; compárese con Latour 2007 [1997]: 83-133). En nuestra disciplina y en sus alrededores hemos conocido multitud de la- berintos clasificatorios al mismo tiempo complicados y superficiales, pero sólo la etnogra- fía de la comunicación de Dell Hymes o el modelo funcional del lenguaje de M. A. K. Halliday han desencadenado una diagramación comparablemente abstracta y abigarrada, aunque órdenes de magnitud menos snob (véase fig. 3). Mientras Viveiros celebra la genialidad de Wagner (y viceversa) los libros y artículos de Wagner en general (y The Invention of Culture en particular), que ya cargan con cuarenta años su haber, que apenas conservan un discreto interés como piezas de época y que sólo a Viveiros y a Strathern se les ha ocurrido resucitar, han sido unánime y justicieramente re- probados por algunos de los críticos e historiadores más sosegados de la antropología (cf. Young 1974; Beattie 1976; Blacking 1976; Gell 1987; Errington 1988; Rossi 1988). Los documentos pertinentes amarillean ya y apenas me hablo con algún colega que los recuer- de; pero por lo que esas críticas nos enseñan sobre la calidad de los insumos teóricos y de los patrocinadores del perspectivismo tardío algunas de ellas bien merecen observarse un poco más de cerca. Para decirlo en una palabra, la antropología de Wagner no ha gozado de un nivel razonable de aceptación crítica; y no necesariamente han sido los críticos a quienes debe culparse por el trance. Una crítica equilibrada y ecuánime es la del antropólogo John Beattie,27 quien reconoce la originalidad de Wagner al mismo tiempo que percibe sus excesos. Escribe Beattie:

27 John Beattie, quien trabajó como pocos África oriental y fue interlocutor brillante de Audrey Richards, de Sir Edward Evan Evans-Pritchard y de otras eminencias de la vieja antropología, no tiene aun su página de Wikipedia, como tampoco la tiene John Arundel Barnes, el creador del concepto de “redes sociales”. Cuando se busca a Beattie en la página de desambiguación se nos ofrece optar por un John Beattie jugador de fútbol escocés, otro Beattie político de Tasmania y otro más que es líder del Partido Nazi canadiense. Ninguno de ellos es el John Beattie a quien a un antropólogo le interesaría encontrar.

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Aunque se puede simpatizar con el poco comprometedor rechazo del autor del realismo filo- sófico ingenuo, todo esto va un poco demasiado lejos. Por supuesto que el conocedor contri- buye algo a lo que conoce, y que su cultura igual que su racionalidad humana determina lo que contribuye. Pero eso no significa que lo que conoce sólo sea su propia invención. El pro- fesor Wagner no “inventó” ya sea a los Daribi o a su propia cultura; ambos estaban allí antes que él los visitara, y sugerir otra cosa es engañoso, por decir lo menos. Asimismo no siempre está claro quién o qué es lo que el autor supone que realiza toda esta “invención”. Algunas veces se dice que es el antropólogo, a veces los miembros de la cultura estudiada, otras veces, parece, la propia “Cultura” reificada (Beattie 1976: 10).

Una de las críticas más serias proviene del historiador magno de la antropología, John Blacking, quien resalta los inusuales juegos del lenguaje en que se entretiene Wagner, pró- digos en antítesis abstractas:

Pero sus comparaciones de las sociedades Americana y Daribi no logran convencerme de que él esté haciendo algo más que “juego simbólico de palabras”. El texto, densamente escrito, abunda con afirmaciones tales como: “Nosotros ‘hacemos’ una cultura embatallada, acosada y motivada por el tiempo; ellos hacen ‘tiempo’ como su ‘cosa propia’, acosada y motivada por la cultura” (p. 74). “La cultura Yali y la cultura de los Daribi son innatas y motivantes. […] Pero la Cultura Americana [¡nótese la ‘C’ mayúscula de nuevo!] es artificial e impuesta” (p. 50), y “La alternativa es un universo de significados sin acción y de acciones sin significa- do” (p. 155).

¿Cuán seriamente puede tomar el lector los juicios del autor sobre la sociedad americana y sus comparaciones con los Daribi y otros “pueblos tribales”, si la antropología, a través de su “término mediativo” de cultura, es sólo “una forma de describir a los otros como si nos des- cribiéramos a nosotros mismos” (p. 30), y “un antropólogo ‘inventa’ la cultura que él mismo cree estar estudiando” y “en el acto de inventar otra cultura […] inventa la suya propia” (p. 4). ¿Cómo puede el Profesor Wagner asegurar luego que el mundo de los Daribi es “un mun- do de acción y motivación, que es en todos los respectos una completa inversión del nuestro” e ilustrar su punto con una larga reseña de lo que él piensa que son los conceptos y experien- cias Daribi del “alma” (p. 93 y ss.)? […] ¿Cómo podrían ser los pueblos “tribales” tan dife- rentes de “nosotros” excepto como productos de nuestra propia invención? (Blacking 1976).

Al cabo, la recensión crítica más seria y concluyente sobre la obra de Wagner es la de Ino Rossi, profesor de larga data en la St John’s University de Nueva York. Aunque Rossi ha sido calificado por la mayoría de sus alumnos como uno de los profesores más aburridos del ambiente anglosajón, su crítica (idiomáticamente un tanto revuelta) está entre las más rigurosas e informadas que se han escrito sobre un personaje tan elusivo y que ha concitado tan poco interés fuera del perspectivismo. Dice Rossi:

Sin embargo su concepción del significado como una invención dialéctica (a nivel individual) y la convención (a nivel colectivo) no suma como un aporte genuino. Wagner asegura que el tropo constituye su propio fundamentos: él es tanto la individualidad de la percepción y la pluralidad de lo colectivo; él simultáneamente se postula (se auto-define) a sí mismo y pro-

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pende hacia una resolución mediante transformaciones culturales progresivas y elusivas de tropos previamente elicitados. Sin embargo, él nunca explica cómo es esto posible, y por lo tanto logra establecer los términos del problema pero no resolverlo. Correctamente, Wagner inculca un disgusto por el determinismo cultural, pero uno no puede ver por qué su propio “determinismo del significado” sería preferible. Quizá la raíz de la limitación de Wagner fin- ca en su desprecio taxativo del carácter abstracto del “sistema semiótico” estructuralista, de- bido a su preferencia por la naturaleza concreta de las cosas. Se puede estar de acuerdo en que la estructura no puede ser el determinante singular del significado, pero ¿no es posible que las tensiones entre lo abstracto y lo concreto y entre la estructura y la individualidad sean las fuerzas dialécticas que constituyen el significado? Sin esas tensiones constitutivas, el “flu- jo constante de la recreación continua [de significados y] el flujo coherente de imágenes y a- nalogías” de Wagner sigan siendo expresiones retóricas sin poder teorético (explicativo) pese a lo interesantes que puedan parecer (Rossi 1988: 27).

Lo primero que advertirá el lector es que para Wagner el concepto de dialéctica es irrenun- ciable, mientras que para Deleuze, otro dios tutelar del movimiento, la dialéctica es la pala- bra a desterrar. Para salvar la cara –como diría Erving Goffman– Viveiros nos explica que en la metafísica wagneriana imperaría algo así como una dialéctica buena que no debe con- fundirse con la dialéctica mala de Hegel, Marx o incluso Lévi-Strauss; como hemos visto, lo mismo hizo Viveiros en otro contexto (siguiendo a Clastres, Deleuze & Guattari) opo- niendo la tortura buena de la escritura en el cuerpo a la tortura mala de la marca despótica. Esta dicotomía de las maldades malas y las maldades buenas guarda congruencia, ahora que lo pienso, con la que el imaginario popular de la era digital predica que es el caso de la bru- jería, de los vampiros adolescentes y del colesterol. Como sea, los esfuerzos que debe desplegar Viveiros para integrar en el Olimpo de su mo- delo a un escritor cuya antropología es estruendosamente disonante son colosales, pero de algún modo nuestro autor se las ingenia para armar una especie de triángulo virtuoso en cu- yos vértices encontramos, como dijéramos, a nadie menos que a Wagner, a Bateson y a De- leuze. En un estilo homuncular y esencialista reminiscente del name dropping de SCIgen, del inefable Postmodernism Generator o del Chomskybot, escribe Viveiros:

Wagner sitúa la relación de producción recíproca entre el momento de la convención y el de la invención en la “dialéctica” cultural (1981: 52); el término dialéctica es ampliamente utili- zado en Wagner (1986). Pero esa dialéctica, además de ser explícitamente definida como no- hegeliana, recuerda inmediatamente la presuposición recíproca y la síntesis disyuntiva: “Una tensión o una alternación similar a un diálogo entre dos concepciones o puntos de vista que se contradicen y se refuerzan simultáneamente” (Wagner 1981: 52). Es resumen, una dialéctica sin resolución ni conciliación: una esquismogénesis batesoniana en lugar de una Aufhebung hegeliana. La obra de Bateson, ahora lo veo, es la conexión transversal entre las evoluciones conceptuales paralelas de Roy Wagner y Deleuze-Guattari (Viveiros 2010: 114).

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Al igual que Bajtín, Deleuze es un autor que puede servir de apoyo a cualquier clase de e- nunciado, no importa lo contrapuesto que luzca respecto del pensamiento de quien lo in- voca. Refutar la apropiación que de él hace Viveiros es fácil pero tedioso, pues enderezar sus disyunciones y paralelismos patafísicos implicaría el fastidio de tener que insistir en la denuncia de los errores conceptuales que perpetra Deleuze en su interpretación de la idea de multiplicidad, cuestión de la que me ocupo en otras partes (págs. 142 y ss.), que ahora nos distanciaría del meollo del tema y de la que ya estoy francamente harto (cf. Reynoso 2014a, en línea). Pero Bateson es otra historia. Que Bateson distinguía taxativamente entre cultura y natura- leza queda claro en la lectura de todos y cada uno de sus trabajos, y en particular (por su- puesto) de su Espíritu y Naturaleza (Bateson 1981 [1979]), cuyo mero título –a pesar de los espejismos de una traducción franquista– expresa y contiene el programa mismo de la an- tropología como ciencia. En la Introducción de ese libro Bateson planteó una pregunta ge- nial que motivó una elaboración que prefigura algunos de los principios fundamentales de la geometría fractal y de los algoritmos de la complejidad: qué es lo que vincula, se pregun- taba él, el cuerpo de una persona con el cuerpo de un cangrejo, que es otra forma de pre- guntar qué distingue un objeto viviente de un objeto inerte, la creatura del pleroma (cf. Bateson 1981: 9-11; Eglash 1999; Reynoso 2006). La exploración que siguió es todavía memorable, uno de los momentos más intensos de la disciplina en el siglo que pasó, una búsqueda mayéutica y cristalina como las que los perspectivistas quizá sean demasiado ti- moratos como para emprender, una de las razones por las que sigo queriendo ser antropó- logo cuando sea grande. Contrariando el dogma perspectivista que asegura que todas las diferencias son sólo de grado y no de naturaleza, la conclusión a la que llega Bateson en una búsqueda abierta es tan penetrante como irrefutable: lo viviente impone una diferencia que hace una diferencia. La emergencia de la vida implica una morfogénesis, una transición de fase o como se quie- ra llamar a una variación fundamental en las reglas del juego. No toda teoría tiene la obliga- ción de integrar este elemento de juicio, obviamente; pero una epistemología que se ocupa centralmente de esas cuestiones y que no perciba o no pueda dar cuenta de este cambio cua- litativo (y que se obstine en percibir nada más que diferencias de grado entre dos cosas cua- lesquiera sin importar la perspectiva) ya no parece un marco de referencia esclarecedor. Lo que Bateson nos enseña es que el hecho de que una diferencia sea de grado o de naturaleza depende de la perspectiva, del marco y de la escala, pero que no todo da lo mismo ni todo es (como diría Wagner) hijo de la libre invención. Me encantaría sumergirme aquí en esta bellísima e inteligente refutación ante litteram de algunos corolarios perspectivistas esen- ciales, pero por desdicha debemos dejar a Bateson y retornar a Wagner, que si mal no re- cuerdo es de quien estaba hablando yo en primer lugar.

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Una de las últimas elaboraciones de Wagner que Viveiros incorpora tardíamente y a las apuradas tiene que ver con su deplorable elaboración de la “persona fractal”:

Esto implica desarrollar, en el curso de este ensayo, el concepto de Marilyn Strathern de la persona, que no es ni singular ni plural. Al introducir la idea, Strathern (1990) tomó de [Donna] Haraway (1985) una muy ingeniosa aplicación del ‘cyborg’ de la ciencia ficción clá- sica, el ser integral que es en parte humano y en parte máquina. Para mis propósitos, y por razones que se harán pronto evidentes, re-titularé el concepto como el de la persona fractal, siguiendo la noción matemática de dimensionalidad que no puede ser expresada en números enteros. No me preocuparé aquí de el grado de fractalidad, los términos de la razón o frac- ción, sino de simplemente definir el concepto de una persona fractal en contraste con la sin- gularidad y la pluralidad (Wagner 1991: 162).

Ignorando que los autómatas celulares que según los propios Deleuze y Guattari fundamen- tan tecnológicamente y brindan una expresión instrumental a la idea de red rizomática per- tenecen de lleno a las matemáticas discretas (antes que a las continuas o fraccionales) y se albergan en un espacio estriado (en oposición a los espacios lisos de la fractalidad según Deleuze) Viveiros acoge la idea wagneriana de persona fractal en sus últimos textos pos-es- tructuralistas sin desarrollar siquiera un caso de uso que demuestre la productividad del concepto con vistas al emprendimiento de una etnografía concreta (Viveiros 2010: 105; cf. Reynoso 2014a, en línea). No puedo negar ni afirmar de antemano que concebir una totalidad social como singulari- dad y a los individuos humanos como plurales sea una idea fatídicamente inútil; lo que sí niego, taxativamente, es que esa perspectiva tenga algún punto en común con la fractalidad. Antropológicamente hablando, un problema importante que se percibe en la adopción de la idea de persona fractal en el perspectivismo de Viveiros es que mientras éste, prisionero de la manía de Deleuze de asignar valores y méritos contrastivos a cualesquiera opciones con- ceptuales, exalta las relaciones de afinidad por encima de las relaciones de filiación, Wag- ner estropea todo ese peculiar aparato axiológico haciendo exactamente lo contrario:

Una persona fractal no es ni una unidad situada en relación con un agregado, ni un agregado situado en relación con una unidad, sino siempre una entidad con relacionamiento integral- mente implicado [relationship integrally implied]. Quizá la ilustración más concreta del rela- cionamiento integral viene de la noción generalizada de reproducción y genealogía. La gente existe reproductivamente por ser “cargada” [carried] como parte de de otra, y carga” o en- gendra otras haciéndose ellas mismas “factores” genealógicos o reproductivos de esos otros. Una genealogía es por lo tanto un encadenamiento de gente, algo así como las personas que se verían “brotar” [bud] las unas de las otras en una visión en cámara rápida de la vida huma- na. La persona como ser humano y la persona como linaje o clan son escisiones o identifica- ciones igualmente arbitrarias de este encadenamiento, proyecciones diferentes de su fractali- dad. Pero entonces el encadenamieno a través de la reproducción corporal es en sí mismo me- ramente uno entre un número de relacionamientos integrales, lo cual es también manifiesto, por ejemplo, en la comunalidad del lenguaje compartido (Wagner 1991: 163).

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Dado que Viveiros todavía no ha especificado sus puntos de divergencia con un Wagner que nunca leyó a Deleuze (y que en general mantiene su régimen de frecuentación de textos técnicos en las cercanías del cero absoluto), ignoro de qué manera puede conciliar la repug- nancia deleuziana hacia las ideas de filiación, reproducción y genealogía con una definición sui generis de fractalidad (desquiciada, por cierto) para las cuales esas ideas son virtual- mente constitutivas. Siempre estuve convencido de que cualquier metáfora, por inapropiada que sea, puede con- tribuir a aclarar un poco las cosas. Tal como está planteada y debido a la forma en que se traen a colación sus ejemplos etnográficos la metáfora de la persona fractal, sin embargo, logra el milagro de oscurecerlo todo. Lo que está fallando, sospecho, es la idea que primero Wagner y luego Viveiros sustentan de la fractalidad y su escasa o nula experiencia de traba- jo en la tecnología correspondiente: una experiencia sin la cual –doy fe de ello– la teoría, casi siempre gobernada por presunciones de sentido común, linealidad y monotonía, no nos permite volar muy alto y nos hace incurrir en muy serios errores. El tema merece descom- ponerse a lo largo de sus principales líneas de falla:  Las igualaciones que establece Wagner entre los conceptos de cyborg y de fractal por un lado y entre la fractalidad y el holograma por el otro no pueden sostenerse en el plano técnico. Fractales, hologramas y órganos cibernéticos pertenecen a tres es- feras y realizaciones tecnológicas por completo diversas entre las que median mu- chas más diferencias que similitudes. Un imagen hologramática de una esfera no logra fractalizar a un objeto euclideano, como tampoco una persona deviene fractal a causa de un implante biónico. No quisiera pasar por rebuscado, pero aunque se lo pueda definir de unas cuantas maneras (igual que cualquier otro concepto) un fractal es claramente otra cosa.  Los hologramas poseen propiedades que no guardan semejanza con los atributos de las figuras fractales y viceversa. Si se secciona un fractal por el medio se obtienen dos medios fractales y no dos fractales completos con su imagen levemente degra- dada. Un holograma, por su parte, no posee necesariamente una dimensión fractal característica ni se genera usualmente iterando una función.28  No suena coherente que en un mismo entramado conceptual conviva una epistemo- logía como la de Marilyn Strathern (que reclama romper con la idea de sociedad co- mo totalidad compuesta por elementos agregados) con una como la de Wagner, en la que se postula obediencia a un principio fractal. De hecho, una serie de números y un conjunto fractal (discreto o continuo) se generan de la misma manera, esto es,

28 Al escribir esta clase de cosas uno siente que está incurriendo en observaciones consabidas que no justifican el salario que nos pagan, por módico que éste sea; pero son estos personajes, los perspectivistas, los que sostienen fervorosamente estas clases burdas de analogía que luego hay que perder tiempo en impugnar.

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iterativa y recursivamente. Lo que varía es la forma en que está compuesta la fun- ción, pero no la clase de procedimiento: el conjunto de los números enteros, por ejemplo, se genera mediante la función n=n+1, un fractal biomorfo mediante la fun- ción z=z3+c; un atractor de Lorenz se construye mediante el despliegue de tres ecua- ciones diferenciales ordinarias que siguen un principio parecido de (vaya paradoja) diferencia y repetición. La generación de la figura correspondiente a la mayoría de los conjuntos fractales no se logra de golpe sino un-punto-a-la-vez, serialmente, en un espacio bi-, tri-, tetra- o ultradimensional de coordenadas métricas usualmente euclideanas: cuatro nociones a las que Deleuze aborrece pero a las que quien preten- da hablar de fractales se ve obligado a acatar. Sumando más incongruencia todavía a la causa deleuziana, algunas figuras fractales, tales como los sistemas de Lindenma- yer, pueden generarse mediante gramáticas recursivas paralelas. Contrariamente a lo que Wagner confusamente sostiene, un fractal no es más que una pluralidad de pun- tos singulares (o de líneas singulares en el caso de los sistemas-L) dispuesta en un sistema de coordenadas (x, y, z, etc.) que habita un espacio euclideano o reimannia- no que posee de facto dimensiones enteras.29 Esto lo sabe cualquiera que haya traba- jado cinco minutos modulando los parámetros de cualquier programa avanzado de generación fractal (Mandelbulb 3D, Mandelbulber, Incendia EX, UltraFractal, Visions of Chaos, Adobe Pixel Bender Toolkit, etc).  Impugnando lo que rezan las leyendas wagnerianas y los textos de divulgación, la auto-similitud (la semejanza entre el todo y las partes) no es un factor definitorio de la fractalidad. La autosimilitud, en efecto, sólo se refiere a un aspecto circunscripto de las cosas; no es la clave necesaria de todo lo fractal y todo lo complejo, sino un factor cuya importancia dependerá del diseño investigativo: un factor que puede estar o no presente según sea el recorte que se haga del objeto, la escala de la obser- vación o la estructura del objeto mismo. En el conjunto fractal canónico, el conjunto de Mandelbrot, la autosimilitud no se percibe ni en todos los lugares, ni en todas las perspectivas, ni a todas las escalas. Los objetos estrictamente autosimilares (curvas de Koch, triángulos y tapices de Sierpiński, conjuntos de Cantor, conjuntos de Hata, esponjas de Menger) son apenas una clase especial de los fractales, la más simple de todas; es patente que no existen en la naturaleza y apenas si existen en la cultura

29 Incluso Marilyn Strathern, con una lucidez que es infrecuente en ella, es consciente de la diferencia que media entre su perspectiva de transformación/creación y la iteración de uno y lo mismo que se manifiesta en la gestación de un fractal. En un paper que refuta a Wagner de mala manera –y que Viveiros no citará nunca– ella dice de una manera caótica pero con una intención muy clara: “That [Mandelbrot] set emerges and re- emerges from the fractal realization of the ‘same’ elements. In the same way as one text becomes a text (con- text) for another, or the construction of the body is seen through what constructs it, or interpretation works on what is already transcribed, the collection of points that constitutes a Mandelbrot set remains a collection of points. There is a continuity of ‘substance’ (Strathern 2011: 251-2529). Viveiros, como de costumbre, no se ha expedido sobre esta inconmensurabilidad auto-destructiva que anida en el seno de su epistemología.

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(Schroeder 1990: 17-20, 161-176; Eglash 1999: 12, 13, 18, 113, 147-148, 155, 218- 219; Kigami 2001: 5). Estos objetos poseen una cierta belleza minimalista y están henchidos de paradojas y propiedades contrarias a la intuición, es verdad; pero ni por asomo son los objetos fractales por antonomasia o los que mejor satisfacen una posible definición de complejidad.  Aunque curiosamente Viveiros toma la definición de fractal del artículo sobre la “persona fractal” de Wagner (y no de quien la acuñó verdaderamente, Benoît Man- delbrot), Deleuze y Guattari (2006: 494-495) han desarrollado en esos capítulos de Mil Mesetas a los que casi ningún lector llega a leer un par de páginas sobre frac- talidad (que Wagner ciertamente no leyó) en donde se identifican los fractales con el espacio liso y la falta de métrica y los objetos no-fractales con los espacios estria- dos métricos de dimensión entera. Aquí es donde toda la lógiza deleuziana colapsa estrepitosamente. El razonamiento traiciona la esencia misma de la fractalidad cuan- do habla de “espacios lisos amorfos que se constituyen por acumulación de entor- nos” en los que “cada acumulación define una zona de indiscernibilidad propia del ‘devenir’ (más que una línea y menos que una superficie, menos que un volumen y más que una superficie)”.30 La falla garrafal de Deleuze y Guattari es que son ellos quienes son incapaces de concebir métricas que no sean enteras y quienes siguen prisioneros de superficies y volúmenes enteros (“más que…”, “menos que…”) co- mo patrones y puntos fijos de referencia para establecer implícita pero siempre mé- tricamente cuánto es que un fractal se aproxima o se aparta de las formes fixes de la pauta euclideana.

Incidentalmente, conviene señalar que Wagner nunca leyó (o citó) en forma directa las o- bras de ningún autor de la línea pos-; sospecho que se lo impedía su compromiso inque- brantable con David M. Schneider, “un mentor cuyo aliento, preocupación y apoyo llegan al extremo de la devoción” y a quien jamás osaría contradecir ni aun después de muerto (cf. Wagner 1986: xii). Schneider aseguraba aborrecer tanto al posmodernismo de raigambre anglosajona como al pos-estructuralismo de estirpe francesa. Veamos como botón de mues- tra este fragmento bizarro de reportaje fingido, escrito de puño y letra por Schneider [DMS], corchetes incluidos, en conversación imaginaria con el historiador de la antropolo- gía Richard Handler [RH]:

RH: Sé que aunque usted está retirado, se mantiene al tanto de lo que sucede, de modo que le pregunto qué piensa de los así llamados posmodernos o pos-estructuralistas.

30 Un fractal es cualquier cosa excepto amorfo o indescernible. De ninguna manera un fractal se constituye por “acumulación de entornos”, sea lo que fuere lo que esta frase sin sentido matemático pretende expresar. Contrariamente a la afirmación de D-G, en mi libro de crítica al pensamiento rizomático he documentado a- bundantemente el carácter estriado y rugoso de los objetos fractales (Mandelbrot 1977: 1; Falconer 2003: 17; Holme 2010: 435; Stewart 2010: 4).

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DMS: ¿A quiénes tiene usted en mente?

RH: Oh, usted sabe, [James] Clifford, [George] Marcus y [Michael] Fischer, [Stephen] Tyler, [Vincent] Crapanzano, [Paul] Rabinow, [Bernard] Cohn, esa gente.

DMS: Bien, ésa es una pregunta fácil. Son, para cualquiera, unos idiotas.

RH: ¿Por qué dice eso?

DMS: Porque son idiotas. Están en un estado vegetativo irreversible.

RH: Quizá usted tenga una crítica más precisa que pueda compartir con nosotros.

DMS: Son unos idiotas. ¿Qué más se puede decir? (cf. Handler 1995: 8)

Como quiera que sea, unos quince años antes que Viveiros descubriera la palabra fractali- dad Claude Lévi-Strauss ya manejaba a la perfección la noción de fractales en su poco co- nocido Mirar, escuchar, leer, un libro otoñal y periférico que ningún perspectivista men- cionó jamás. Refiriéndose a la música y la pintura Lévi-Strauss había escrito allí:

Kant dio su forma definitiva a la noción de un “entredós” donde se situaría el juicio estético, subjetivo como el juicio de gusto, pero que, como el juicio de conocimiento, pretende ser vá- lido universalmente. El descubrimiento de los fractales revela, a mi entender, otro aspecto de ese “entredós”, que no sólo concierne al juicio estético sino a los mismos objetos a los que este juicio reconoce la cualidad de obra de arte.

Por poco que nos ejercitemos en descubrirlos, objetos extraordinariamente comunes en la na- turaleza son fractales que, muy a menudo, despiertan en nosotros un sentimiento estético. Esos objetos, ¿acaso no están “entre dos” y eso en un doble sentido? Su realidad es interme- dia entre la línea y el plano; y los algoritmos que los engendran –aplicación repetida de una función a sus productos sucesivos– requieren además una filtración que discrimine o elimine ciertos valores obtenidos mediante el cálculo (según entren o no dentro del campo, ya sean pares o impares, estén a la izquierda o a la derecha; o bien siguiendo otros criterios). […] De- lacroix expresa con perfecta claridad la propiedad distintiva de los objetos fractales que, co- mo sabemos, consiste en tener una manera que una parte, por muy grande o muy pequeña que la escojamos, posee la misma topología que el todo (Lévi-Strauss 1994 [1993]: 60-62).

Aunque los fractales se definieron en su origen en relación con una geometría de la natura- leza y aunque no son muchos los aspectos de la sociedad y la cultura en los que se mani- fiesta estrictamente fractalidad, hay de todos modos un amplio margen para el uso de la idea de dimensión fractal y fractalidad en antropología y en las ciencias sociales (cf. Man- delbrot 1983; Eglash 1999; Reynoso 2006: 329-370; 2010: 111-158). Pero ni Lévi-Strauss,

110 ni Wagner, ni Strathern, ni los perspectivistas de la corriente pos-estructural han alcanzado a entreverlo y a llevarlo delante de manera apropiada.31 Es posible, en fin, que los trabajos de Wagner no aporten más que conceptos excesivamente abstractos e impregnados de una semiosis demasiado rara para la fundamentación que el perspectivismo está necesitando con urgencia; pero cooptar a un antropólogo angloparlante inquieto, beligerante y carismático que escribió un libro titulado La invención de la cultura se ve que ha sido para Viveiros una tentación demasiado grande. A la hora de las decisiones no importó mucho que en la región que Wagner estudió no se consigan shamanes, ni que él nunca haya abordado de lleno una mitología vinculada a la Amerindia, ni que en su episte- mología no apareciera ningún rastro de monismo, ni que el concepto de cultura del que se habla siempre esté condenado a ser sustituido por el de una antropología inversa que se mencionó una sola vez, ni que toda dialéctica implique por definición una cierta dualidad. Por precario que sea el aparato epistemológico, por excéntrica que sea la motivación, por irrelevantes que sean los datos y por fea que sea la escritura etnográfica (y en contraste con la de –pongamos– Malinowski o Raymond Firth la etnografía petulante de Wagner lo es hasta la náusea) todo puede llegar a servir, incluso lo que nos repele un poco y lo que tras- lada la discusión hacia extremos a los que nadie quiere llegar. Llevemos la cuenta: Clastres + Wagner, y pronto Strathern + Latour; todo suma. En esta coyuntura lo que más me llama la atención es esa rara camarilla de cascarrabias al borde de un ataque de nervios con quienes Viveiros ha establecido su simbiosis vital al costo de te- ner que reinterpretar y glosar inacabablemente sus argumentos, a fin de hacerles decir algo un poco más fructífero que los convulsionados aforismos que pronuncian y de hacer que los elementos disonantes engranen en el conjunto: una operación de salvataje que no deja una sola idea en claro ni armoniza ninguna disonancia, pero que él está seguro que vale la pena emprender “aunque sea al precio […] de cierta imprecisión metódica y de una equivocidad intencional” (Viveiros 2010: 26). En fin, en el juego de distinguir entre la maldad mala de los adversarios y la maldad buena de los adeptos no hay forma de perder: cara, gano yo; ceca, pierdes tú. Habiéndome encua- drado sin que nadie me empujara en el papel de crítico, la encrucijada en que me encuentro ahora es la de no saber cómo calificar esas tácticas; Gregory Bateson (¿quién si no?) las ha- bría llamado doble bind; Joseph Heller, catch-22; Jack B. Soward, Kobayashi Maru; Ema- nuel Lasker, Zugzwang. Para acabar con la discusión sobre este simulacro el calificativo que mejor les cabe, creo yo, es lisa y llanamente malentendimiento.

31 Véanse mis cursos sobre dimensión fractal y problemas de escala (http://carlosreynoso.com.ar/?p=2163) y sobre fractales en la naturaleza, la ciencia y la cultura (http://carlosreynoso.com.ar/?p=2182) en mis páginas académicas. Allí se encontrarán también punteros a instituciones vinculadas con tales estudios, referencias bibliográficas exhaustivas y vínculos a todas las piezas de software existentes sobre el particular.

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DRILL-DOWN: VIVEIROS Y EL POS-ESTRUCTURALISMO RIZOMÁTICO

Por más que el tenor, el registro y el modo del discurso de Viveiros trasunte que él se apo- senta en una visión de conjunto del panorama intelectual contemporáneo, hay una cantidad inusitada de autores, corrientes y disciplinas que rara vez o nunca asoman en sus textos. Aparte del grueso de las antropologías anglosajonas antiguas y modernas –la que no es una pequeña exclusión para alguien que se supone escribe principalmente sobre teoría antro- pológica– hay tres orientaciones que son objeto de evitación sistemática en el canon de sus referencias:  En general los filósofos y antropólogos posmodernos ajenos al círculo íntimo pos- estructuralista de Deleuze, Foucault y Derrida se mencionan rara vez, casi siempre en términos levemente despectivos, administrando la diatriba de tal manera que no queda del todo claro quiénes conforman el exogrupo y por qué razón se los excluye, dado que en el plano paradigmático ningún posmo ha dicho ni hecho nada que los perspectivistas no se dediquen a decir y hacer la mayor parte del tiempo. Al menos una figura importante del posmodernismo (Marilyn Strathern) fue admitida en las filas perspectivistas, aunque siempre silenciando su carácter de tal. Pero en honor a la verdad, la oposición de Viveiros y Latour hacia el posmodernismo se me hace que es de la boca para afuera. Nunca se verá en sus textos que se desencadene con- tra un posmo una violencia verbal comparable a la que sólo les provocan los moder- nos; nunca los perspectivistas se atreverán tampoco a cuestionar a un posmo men- cionando su apellido por insignificante que sea la objeción que le interpongan (cf. Viveiros 2010: 87-88; Latour 1990; Latour 2007: 95, 196-197; Latour 2005: 58, 116). Lo mismo cabe decir de la actitud del movimiento frente al relativismo, al cual ambos autores (como diría Derrida) fingen que fingen cuestionar poniendo en escena un simulacro de equidistancia y distinguiendo, previsiblemente, un relativis- mo que es muy bueno y otro que nunca llega a ser totalmente malo (Latour 2005: 24, 122, 175; Viveiros 2010: 40, 58). Quienes busquen argumentos sinceros y rigu- rosos sobre las limitaciones y oscuridades del posmodernismo y el relativismo no los hallarán, ni aun en ciernes, en el corpus de esta doctrina. La máscara de pre-mo- derno o de no-posmoderno que se pone Viveiros no cubre muy bien su rostro: cuan- do él quiere hacer objeto de oprobio a una propuesta que le resulta ofensiva, el primer epíteto que le viene a la boca es, precisamente, el de “moderno”, como lo de- mostró en su crítica al neo-animismo de Nurit Bird-David (1999: S79-S80), la an- tropóloga social de la Universidad de Haifa que pretendió elaborar una epistemo- logía relacional de inspiración animista sin solicitar el pláceme del perspectivismo oficial. En cuanto al silencio en que se mantienen los nombres de posmodernos y relativistas hay dos explicaciones posibles: la primera, por supuesto, es la alianza

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subterránea que media entre todas estas teorías; la segunda (que no excluiría del todo) es que el conocimiento que ellos tienen del tema sea más sumario todavía que sus saberes antropológicos y que después de todos estos años todavía no tengan bien en claro quién es quién.  Los estudios culturales, históricamente centrados en los medios de comunicación de masas y en la cultura urbana, tampoco son siquiera mencionados en la literatura del movimiento, lo cual es llamativo si pensamos en el impacto que han tenido en la an- tropología de Brasil y en la afinidad existente entre culturistas y perspectivistas en lo que hace a mantener las disciplinas sociales fuera y lejos de las Naturwissen- schaften no obstante las proclamas de éstos –olvidadas al cabo de unos meses– en favor de un multinaturalismo. En ambas corrientes los conceptos descriptivos son unos cuantos y cada tanto se agrega alguno, pero todos ellos son heterónomos. Am- bos cuerpos de teoría comparten un mismo espíritu de proscripción de facto de cier- tas nociones epistemológicas y acciones investigativas hasta hace poco incuestiona- das (cuantificación, explicación, taxonomía, modelado, experimentación, sistemati- zación, hipótesis, comparación e incluso hermenéutica): un rasgo definitivamente autoritario y limitante, pero que se encuentra codificado como normativa no suscep- tible de discutirse en ambas regulaciones metodológicas (cf. Reynoso 2000: 77-126, en línea; Latour 1988b: 252; Latour 2005: ix, 1, 8, 9, 16, 22 etc.; Bloor 1999: 95; Amsterdamska 1990).  Pero la escuela que realmente ha llegado a ser tabú en los libros sagrados del pers- pectivismo sin duda es el pos-colonialismo tal como se lo expresa en la obra de una de sus fundadoras, Gayatri Chakravorty Spivak. Esta exclusión es una vez más lla- mativa, pues Viveiros (2013: 94), como ya se vió, se ha juramentado a actuar “con- tra la sujeción cultural de América Latina a los paradigmas europeos y cristianos”, agregando que “la antropología hoy está ampliamente descolonizada, pero su teoría no está tan descolonizada todavía”: un programa que –diferencias geográficas y cul- turales aparte– suena bastante próximo a los manifiestos fundacionales del poscolo- nialismo que nos vienen desde los tempranos ochenta.

Excluidos entonces los posmodernos no pos-estructuralistas y los estudios culturales del campo teórico que envuelve al movimiento, mencionaré en este capítulo una formulación crítica de una intelectual pos-colonialista de primera agua contra dos de las figuras mayores del pos-estructuralismo que luego serían autores de referencia en el perspectivismo de Vi- veiros. Acabado este análisis y a fin de completar la interpelación de los fundamentos ac- tuales del perspectivismo pos-estructural, examinaré los vínculos entre esta fase terminal de la teoría y el pensamiento de Marilyn Strathern, Bruno Latour y (last but not least) Deleuze & Guattari.

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Descolonizacion y poscolonialismo

Después de sufrir su traducción de De la Gramatología de Jacques Derrida del francés a una especie de inglés robótico, después de soportarle en la Universidad de Columbia una conferencia indescifrable dictada con un levísimo acento Klingon (y de hacerle firmar una fotocopia de un libro suyo que ella no recordaba haber escrito) y después de enterarme que se confesaba deconstruccionista y se llevaba muy bien con Homi Bhabha, durante años no tuve en alta estima ni a los trabajos de Chakravorty ni a ella misma como miembro del cupo femenino del triunvirato poscolonialista: un organismo que supo gobernar a una corriente que ha sido tan hostil hacia la antropología como abiertamente desconocedora de sus conte- nidos.32 Leerla hoy todavía me cuesta un poco más que un poco. Su escritura siempre ha sido árida y no muy idiomática para quienes están habituados al francés de Francia y al inglés de In- glaterra. Cada tanto su sintaxis resbala y su semántica se nubla; pero su crítica al occidenta- lismo y al etnocentrismo latente en el pensamiento de Foucault y de Deleuze es a juicio mío irreprochable y está libre por completo de la jerga pos-lacaniana que el finado Stuart Hall llamó franglés y que después afearía gran parte de su producción. El argumento de Chakravorty está plasmado en su ensayo más famoso, “¿Puede el subalter- no hablar?”, acaso el último documento gramsciano y marxista del siglo XX que todavía vale la pena leer y un llamado de atención para lo que ahora se llama “antropologías del mundo”, proyecto éste demasiado presto a suscribir todo cuanto tenga el sello de los cultu- ral studies americanos o del pos-estructuralismo de París (Chakravorty 1988; Lins Ribeiro y Escobar 2008). He puesto el ensayo de Chakravorty intencionalmente en línea para que el lector ahonde en sus afirmaciones, de las que ahora cuesta apreciar su originalidad y a las que el perspectivismo deleuziano siempre procuró barrer bajo la alfombra. Aquí citaré ape- nas este párrafo, escogido más o menos al azar:

La referencia de Deleuze a la lucha de clases es igualmente problemática; es obviamente una genuflexión: “Somos incapaces de tocar [el poder] en cualquier punto de su aplicación sin en- contrarnos nosotros mismos confrontados por su masa difusa. Cada ataque o defensa revolu- cionaria parcial se vincula de este modo con la lucha de los trabajadores” (FD, p. 217). La aparente banalidad señala una desautorización. La afirmación ignora la división internacional del trabajo, un gesto que marca a menudo la teoría política pos-estructuralista. La invocación de la luchas de los trabajadores es funesta en su mera inocencia; es incapaz de tratar con el capitalismo global: la producción de sujetos trabajadores y desempleados dentro y en el centro de las ideologías de la nación-estado; la sustracción creciente de la realización de valor de plusvalía y del entrenamiento “humanístico” en el consumismo a la clase trabajadora en la

32 Me refiero a la bengalí Gayatri Chakravorty Spivak, al indio de Mumbai Homi K. Bhabha y al palestino de Nueva York Edward Saïd [1935-2003].

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Periferia; y la presencia en gran escala del trabajo paracapitalista tanto como el estatuto es- tructural heterogéneo de la agricultura en la Periferia. Ignorando la división internacional del trabajo; tornando “Asia” (y en ocasiones “África”) transparente (a menos que el tema sea os- tensiblemente el “Tercer Mundo”); restableciendo el sujeto legal del capital socializado – es- tos son problemas comunes a la mayor parte de la teoría tanto estructuralista como pos-es- tructuralista. ¿Por qué han de ser sancionadas tales oclusiones precisamente en esos intelec- tuales que son los mejores profetas de la heterogeneidad y del Otro? (Chakravorty 1988: 67).

Más allá de esta admonición decisiva, avanzado el siglo XXI se percibe que la teoría polí- tica quizá no sea el segmento más perdurable del legado deleuziano y que ha sido impug- nada desde la izquierda y más todavía desde la periferia y la subalternidad con una contun- dencia demoledora.33 Me consta que en esta región de la teoría la arrogancia de los profetas pos-estructuralistas y de sus hermeneutas del primer y tercer mundo se impone con facilidad y que la reflexividad allá y aquí se encuentra un tanto floja de papeles. Me consta también que muchos intelec- tuales de credo pos-estructuralista están convencidos que Deleuze ha formulado una durí- sima, mortífera y frontal crítica al capitalismo en términos de economía política y de polí- tica a secas que ni yo ni los mencionados Peter Hallward, Pascal Engel, Alain Badiou, Alexander Bar, Jan Soderqvist y Slavoj Žižek (entre otros muchos) hemos sido capaces de encontrar. No me incomoda que alguien lo crea así. Pero el militante o candidato a perspec- tivista que conozca ésta y otras críticas y aun así se empeñe en seguir creyendo en el carác- ter emancipador y libertario del pensamiento rizomático hará bien –lo creo honestamente– en volver a pensar en ello un poco mejor.

33 Peter Hallward (2006: 162-164) ha escrito: “Pocos filósofos han sido tan inspiradores como Deleuze. Pero aquéllos que todavían quieran cambiar nuestro mundo o empoderar a quienes lo habitan necesitarán buscar inspiración en otro lugar”. Véase también Engel (1994, en línea), Badiou (1997), Bar y Soderqvist (2002) y Žižek (2006: 38, 50 et passim).

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Marilyn Strathern: posmodernismo, pos-estructuralismo y complejidad

La antropología comparativa se encuentra en un im- passe. Un impasse deriva de nuestras matemáticas de números enteros, la tendencia a contar en unos. ¡Una regla de casamiento en veinte sociedades deviene veinte instancias de la regla de casamiento! Sabíamos que ha- bía un problema cuando pensábamos en sociedades co- mo unidades vinculadas, en que realmente no podíamos contarlas. Pero este segundo absurdo se combinaba con el primero. La sociedad es ya sea la mitad de un fenó- meno (del cual la otra mitad es todo lo demás a ser estu- diado sobre la vida humana); o bien es un fenómeno en- tero dividido en partes – sistemas, instituciones, conjun- tos de reglas. Las partes aparecen como componentes individuales que también pueden ser enumerados.

Marilyn Strathern (1996: 62)

Apenas un escalón por debajo de Deleuze y Guattari, los tres ángeles guardianes de la an- tropología pos-estructuralista de Viveiros son, sin duda, Roy Wagner, Marilyn Strathern y Bruno Latour. A la crítica del pensamiento rizomático de los primeros he dedicado un ensayo completo disponible en mi sitio de Web, así como un capítulo especial de este libro en el que abordaré el tema otra vez aunque desde una perspectiva distinta (cf. Reynoso 2014 y pág. 139 y ss.). A Wagner ya le he dedicado casi un capítulo, lo cual me libera del tormento de tener que evaluarlo aquí de nuevo. De Latour tratará el capítulo que sigue a éste. Toca aquí entonces discutir el aporte de Marilyn Strathern, Dame de la Corona Britá- nica, (pos)feminista y profesora de la Universidad de Cambridge, quien se ha tornado pau- latinamente, contra todo augurio y toda lógica, en un@ de l@s antropólog@s de referencia de la segunda modalidad del perspectivismo. Empecé a tomar conocimiento de la obra teórica de Strathern hace más décadas de las que quiero confesar, y hasta traduje alguna vez, un cuarto de siglo atrás, uno de sus artículos más renombrados, pretenciosos e inacabables (“Ficciones persuasivas”) para mi compila- ción sobre El Surgimiento de la Antropología Posmoderna. Debí hacerlo entonces porque (aunque los perspectivistas crepusculares se esfuercen por eludir el tema) Strathern califica como figura arquetípica de un posmodernismo by the book al cual tanto Viveiros como La- tour han simulado oponerse desde siempre (Viveiros 2010: 93; Latour 2007: 95; Reynoso 1991a, en línea). En algún momento “Ficciones…” formó parte de la bibliografía de traba- jos prácticos de mi versión de la materia de Teorías Antropológicas Contemporáneas de la Universidad de Buenos Aires, de donde tuve que sacarla de prisa a los pocos meses porque ni el alumnado ni los experimentados auxiliares de cátedra, habituados a textos de un ritmo más ágil, de una fundamentación más seria, de un vocabulario más rico y de una creativi- dad más intensa, veían mucha sustancia en su verbosidad.

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Amén de pertenecer a una orientación que tampoco me despierta muchas simpatías, Stra- thern es, para decirlo en pocas palabras, una escritora que no dudo en calificar de inocua por más que ella crea que lo está alborotando todo y que ha puesto a sus adversarios, mer- ced a su propia garra argumentativa, al filo de la obsolescencia o al borde de la desespera- ción. Esta petulancia es lo que la torna potencialmente dañina, pues si se presta atención a sus argumentos se comprobará que aparte de un puñado de consignas ancladas en el tiempo y de frases hechas de redacción característicamente confusa, ella no tiene para ofrecer nin- guna alternativa original que se encuentre rigurosamente fundamentada y que compense los impasses de la antropología comparada, los que al final del día tampoco queda claro cuáles podrían llegar a ser. Un indicio del carácter rudimentario de sus razonamientos lo tenemos en el epígrafe que he escogido para este capítulo: Strathern verdaderamente cree que el contar en base a unidades es una tara congénita de la antropología (o de Occidente, o del positivismo). Ni siquiera se le cruza por la cabeza el carácter universal de esa idea (Pirahã, Einstein, Pareto, moscas y loros grises incluidos), o el hecho de que el sistema decimal de numeración que nos parali- za, incluyendo los glifos numéricos que lo acompañan, ni es europeo de origen, ni ocasiona la restricción de las aritméticas a los números enteros, ni define impedimento alguno a las reglas de casamiento o a las analíticas de parentesco existentes, posibles o imaginables. To- do depende, por otra parte, de qué es lo que se está numerando, a qué escalas y con qué ob- jetivos, un asunto que no parece importarle demasiado, como tampoco parece interesarle asomarse a los variados sistemas de numeración explorados por la etno-matemática y la an- tropología del número en el último cuarto de siglo. Este es un campo de estudios al cual a ella y a quienes le prestaron fe les convendría conocer mejor antes de dictar cátedra sobre temas en los que su falta de actualización y sus vacíos conceptuales son más que evidentes (cf. Stillwell 1989; Eglash 1999; Netz 1999; Zaslavsky 1999; Ascher 2004; Fayol y Seron 2005; Campbell y Epp 2005; Zorzi, Stoianov y Umiltà 2005; Borovik 2007; Giaquinto 2007; Ruelle 2007; Spagnolo y Di Paola 2010). Para dar un poco de vida a los conceptos forjados (o más bien reciclados) por Strathern, Vi- veiros vuelve a echar mano de la lectura proyectiva, atribuyendo a sus personajes favoritos conceptos que ellos han utilizado diferentemente, que no han manejado en absoluto o que no son independientes del contexto en el que se los ha aplicado. Veamos, por ejemplo, la forma en que nuestro autor atribuye a Strathern un uso innovador del concepto deleuziano de multiplicidad:

En realidad, la multiplicidad es el cuasi-objeto que viene a reemplazar a las totalidades orgá- nicas del romanticismo y a las asociaciones atómicas de la Ilustración que parecen agotar las posibilidades de que disponía la antropología. Por lo tanto, la multiplicidad invita a una inter- pretación completamente diferente de los megaconceptos emblemáticos de la disciplina, Cul- tura y Sociedad, hasta el punto de volverlos "teóricamente obsoletos" (Strathern et al., 1996 [1989] (Viveiros 2010: 104).

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Quien busque corroborar la cita leyendo el estudio de Strathern que menciona Viveiros (cuya fecha suena demasiado temprana para ser tributaria de una idea rizomática) encon- trará que el trabajo de referencia no es una publicación de “Strathern et al.” sino una de las sesiones del Grupo de Debates en Teoría Antropológica (GDAT) de la Universidad de Man- chester presidido por Tim Ingold antes que éste se convirtiera al perspectivismo. De hecho, la compilación de los primeros debates del GDAT se publicó en 1996 pocas semanas antes que Viveiros fundara el movimiento y también años antes de que Strathern pudiera haber leído Capitalismo y Esquizofrenia, un texto del que no sólo no hay constancia autógrafa de que lo leyera alguna vez, sino que hay testimonios abrumadores (incluso autógrafos) de que a pesar de la perseverancia de Viveiros, Strathern nunca lo ha leído ni ha demostrado que le interese hacerlo en el futuro.34 A lo que voy es a que ni en la ponencia de Strathern ni en parte alguna de los debates de Manchester hay la menor referencia a Deleuze, al rizoma o a la multiplicidad. El único au- tor mencionado por Strathern, convencionalmente, es Edmund Leach [1910-1989], recono- cido cuestionador de conceptos abstractos y esencialistas de la clase exacta que la multipli- cidad deleuziana encarna más manifiestamente que ninguna otra noción. Por eso es que quiero llamar atención sobre el truco que perpetra Viveiros cuando yuxtapone una opinión suya con una cita textual de terceros para dar la impresión que éstos originan, avalan y sus- tentan lo que él afirma. Esta “labor de encomillado” es un artificio usual que he identificado hace años en la escritura de Deleuze y Guattari, de quienes Viveiros probablemente la a- prendió, llevándola a su paroxismo a lo largo de la absoluta totalidad de sus Metafísicas Caníbales (cf. Viveiros 2010: 21, 70, 92, 94, 104, 105, 106, 107, etc. y pág. 151 más ade- lante). También es curioso que aunque en su obra tardía Viveiros siempre cita a Strathern en conti- güidad con Deleuze, ella nunca haga referencia ni a Viveiros ni a Deleuze (ni, por supuesto, a Descola) en uno de sus últimos trabajos de survey exhaustivo sobre un tema tan conexo con el paradigma perspectivista como lo es el de la persona y el cuerpo (Strathern 2004a). En otro artículo aun más reciente, Strathern comenta algunos intercambios de ideas que mantuvo con Viveiros en charlas de pasillo pero sin referirse a nada que cale hondo en las problemáticas teóricas del movimiento. Tampoco menciona Strathern conceptos directamente inspirados en Deleuze y Guattari en otros textos de la misma época. Aunque en la conferencia ligeramente anterior titulada The

34 La sesión de GDAT del año 2008, incidentalmente, giró sobre el tema “Ontology is just another word for Culture”. En el panel estuvieron a favor Michael Carrithers y Matei Candea, y en contra Karen Sykes y Mar- tin Holbraad. Insólitamente, no participó ninguna figura perspectivista de peso, quizá porque la noción de on- tología ya no concitaba tanto interés para ese entonces. La moción fue rechazada sin pena ni gloria por 39 vo- tos en contra y 19 a favor, con un número desproporcionado de abstenciones (Venkatesan 2008). El significa- do de la votación se me escapa.

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Relation: Issues in complexity and scale35 hay por cierto una apología celebratoria de la obra de los filósofos, la misma autora deja en claro que hasta entonces no había leído Mil Mesetas y que menciona este libro que versa sobre temas “más allá de su competencia” a través de las citas que de él hiciera Arturo Escobar (Strathern 1995: 21, 41-42). En otra discusión sobre los nuevos conocimientos y la crítica que habría venido de perillas para discutir temas característicamente pos-estructurales, Deleuze, una vez más, ni siquiera es mencionado por Strathern (2006). Lo mismo se aplica a “Cutting the network” (1996) donde se menciona a Derrida y a Latour pero no a Deleuze. Y lo mismo vuelve a suceder en el libro Partial Connections, al cual se refiere Viveiros (2010: 107) reproduciendo esto que Strathern escribe:

Los antropólogos en general han sido animados a pensar que lo múltiple es la alternativa al uno. En consecuencia, nos ocupamos ya sea de unos, es decir, de sociedades que tienen atri- butos singulares, o bien de una multiplicidad de unos. […] Un mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos tiene mucha dificultad para conceptualizar las relaciones ... (Strathern 2004b [1991]: 52-53).

Strathern aplica aquí algo vagamente semejante a la interpretación deleuziana del concepto de multiplicidad, la cual tiene muy poco que ver con la noción de Riemann (a la cual en unas pocas ocasiones –reconozco– Viveiros parece comprender un poco mejor que el pro- pio Deleuze). En ninguna parte del libro, sin embargo, Strathern llama al concepto deleu- ziano por su nombre o se refiere a otra cosa que no sea la idea vulgar, callejera, anumérica, lunfarda y coloquial de multiplicidad, un término comodín que en la literatura perspecti- vista (mucho más que la idea de ‘paradigma’ en la epistemología de Thomas Kuhn) adopta un sentido distinto, se carga y descarga de atributos y se mimetiza con los temas centrales de los libros colectivos o de los eventuales simposios cada vez que aparece. Cuando Strathern (2004b: 53) asevera que “[u]n mundo obsesionado por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos [?] tiene mucha dificultad para conceptualizar las re- laciones” me queda cristalinamente claro que no domina el vocabulario esencial ni ha teni- do oportunidad de familiarizarse con las técnicas reticulares avanzadas y los desarrollos en la teoría de grafos que se han producido desde los años 90 y que se han multiplicado en lo

35 Strathern dictó esta conferencia en Oxford el 14 de octubre de 1994. Asistí a ella presentándome como su traductor, mostrándole un ejemplar de El Surgimiento de la Antropología Posmoderna (Reynoso 1991a, en línea) que le arrebaté antes que atinara a quedárselo y huyendo de allí apenas la charla terminó, sin sumarme al aplauso inexplicable que se desató sin motivo alguno cuando las luces lo señalaron. He puesto la conferen- cia en línea, con todos los recaudos legales, en la cuidada edición en forma de panfleto de la heterodoxa Prickly Pear Press. En algún momento de la charla, Strathern señaló las carcajadas que puntuaron una presen- tación de James Frazer, risas que se reprodujeron en su propia conferencia justo cuando mostraba esos párra- fos y también un poco más tarde. En cuanto a las carcajadas (“laughter”, pp. 6-7) no admito que se me inclu- ya en el colectivo que el sustantivo implica: los comentarios de Strathern sobre la holografía, la complejidad y la auto-organización (pp. 17-23) fueron tan predecibles y pueriles que juro no haber estado entre quienes te- nían motivos para festejar.

119 que va del siglo. Estas técnicas se han aplicado en gran número de estudios de excelencia en los cuales se siguen refinando las semánticas de la relación más complejas que han habi- do en ciencia alguna. Quien crea que las redes sociales antropológicas y los formalismos de representación del parentesco sólo vinculan nodos que representan unidades mediante aris- tas que denotan relaciones estáticas están necesitando un drástico baño de actualización. Quienes se lamentan del impasse de la antropología analítica y comparativa deberían echar una mirada a la literatura transdisciplinaria sobre los grafos-p, los conjuntos parcialmente ordenados, los enrejados de Galois, las redes temporales, los modelos KAES, los grafos TIP y muchos otros modelos relacionales cuya mera descripción sumaria insumiría más páginas que las que dispongo (cf. Freeman, White y Romney 1991; White y Jorion 1996; Barrat, Barthélemy y Vespignani 2008; Reynoso 2009, en línea; Van Steen 2010; Holme y Sara- maki 2011, en línea; Reynoso 2012).36 Distraída con las ficciones narrativas que hacen a Frazer y Malinowski y con otros temas de la lejana antigüedad, y preocupada en proferir dictámenes sobre las tribulaciones del pensa- miento moderno, Strathern jamás ha mirado en torno para establecer con la seriedad reque- rida el estado de avance de la disciplina y de la ciencia en general. Este es un hábito que comparte con muchos de los posmodernos que en los años 80 iniciaron lo que ellos creen que son prácticas deconstructivas sin elaborar desde entonces heurísticas positivas más allá de leer y malentender algunos textos de divulgación y de confiar, recursivamente, en inte- lectuales que han hecho lo mismo que ellos. Mientras que Viveiros calla toda mención del posmodernismo recalcitrante de Strathern y aplaude su contribución a la cuota feminista del perspectivismo, también la crítica prove- niente del feminismo en general y de la antropología feminista en particular viene cuestio- nando el vaciamiento teorético de la autora y su corrimiento hacia posturas abiertamente reaccionarias que fueron escalando desde los tempranos días de “Dislodging a World View” (1985), pasando por “An Awkward Relationship: ‘The Case of Feminism/Anthro- pology.’” (1987) hasta estallar cismogenéticamente en The Gender of the Gift (1988). No fue un debate valioso, de esos que se pueden presenciar sin experimentar dosis inadmi- sibles de irritación propia y de vergüenza ajena. Todos los que participaron del debate se pasaron un poco de la raya: las feministas en su agresividad, Strathern en su conservaduris- mo. Margaret Jolly, antropóloga feminista de la Universidad Macquarie y la Universidad Nacional de Australia, ha formulado una crítica que nos permite empezar a comprender los efectos ideológicos no del todo inesperados que acarrea la disolución de la idea de “enti- dades unitarias” (y, concomitantemente, el perdón de las culpas y la negación de la respon- sabilidad individual) en el programa que impulsa Strathern:

36 A quien le interese asomarse al estado de arte de las técnicas relacionales de la disciplina puede consultar las páginas de Douglas R. White y seguir de ahí en más(véase http://eclectic.ss.uci.edu/~drwhite/ - Visitado en julio de 2014).

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Lamento la parálisis en su postura teorética final sobre género y poder. [Strathern] niega la existencia de dominación masculina en las Tierras Altas de Nueva Guinea (pp. 325-328). Ella argumenta que debido a que los hombres y las mujeres no son entidades sociológicas unita- rias, dado que hay múltiples personas con partes masculinas y femeninas, no podemos hablar el lenguaje de la dominación, porque la”[d]ominación es una consecuencia de emprender acción, y en este sentido he sugerido que todos los actos son excesivos” (p. 337). No estoy de acuerdo. Aunque es crucial ver que tanto los hombres como las mujeres son actores y no simplemente presentar las mujeres como víctimas de la libre voluntad masculina, pienso que también debemos reconocer cómo es que las mujeres en algunos contextos no son sólo eclip- sadas por los hombres sino dominadas por ellos, a menudo por la persuasión y a veces por la violencia. […] La estética opresiva [de la violencia] no es sólo una creación masculina, sos- tiene Strathern. Pero ¿debemos estar de acuerdo en que debido a que la dominación es par- cial, contextual y creada juntamente por lo tanto no existe? (Jolly 1992: 147-148)

El argumento de Strathern (y lo digo en serio) afirma poco más o menos, en sintonía con interpretaciones ficcionales, “estéticas” y en última instancia masoquistas de la dialéctica del amo y el esclavo, que no puede responsabilizarse cien por ciento a los varones si a las mujeres les place situarse en la trayectoria de los puñetazos, y que no debe hablarse de vio- lencia de género puesto que también hay, por ejemplo, niños victimizados. Se me ha dicho que detrás de estas tesis hay una lúgubre historia personal, pero a pesar de que es ella quien se regodea en tender macabramente los anzuelos no pienso seguir la discusión hasta tales confines. Lo que sí me importa, en todo caso, es señalar que no es cooptando la figura de Strathern que el perspectivismo podrá satisfacer sin conflicto su cuota de corrección polí- tica en cuestiones de género. Pasando a cuestiones bastante menos angustiantes, la revisión que hizo la antropóloga Nan- cy Munn de la Universidad de Chicago del libro Partial connections, mayormente en sim- patía, señala sin embargo factores francamente negativos en la escritura de Strathern (2004b) que una población creciente de antropólogos percibe con claridad pero que resultan invisibles para sus aliados perspectivistas:

En conclusión, este libro contiene ideas interesantes y comentarios sutiles sobre variados as- pectos de la comparación y la descripción, pero la lógica del argumento es a menudo frus- trantemente poco clara incluso para el lector más dedicado. Esta dificultad deriva en parte de la exposición elíptica de Strathern en la cual las ideas y la etnografía entre a menudo en cor- tocircuito, y por ende sobresimplificada y (como en la estrategia a la que Strathern se opone) descontextualizada. También es perturbadora la exclusión de referencias históricas a lo que se podría considerar que son las contribuciones teoréticas clásicas a algunas de las ideas que Strathern presenta sólo mediante modelos analógicos: por ejemplo, en el caso de los “cyborgs melanesios” uno piensa de inmediato en el (no mencionado) [Marcel] Mauss (Munn 1994: 1013).

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Particularmente útil y representativa del sentor general es la crítica de Paula Brown de la State University de Nueva York en Stony Brooke sobre The gender of the gift:

El lector debe remontar dificultades de terminología especial (personas múltiples y dividua- ción, encadenamiento, extracción, encompasamiento y más) así como de uso especial de tér- minos del análisis antropológico Occidental (metáfora, metonimia, relaciones o intercambios mediados y no mediados). El lenguaje estándar parece tomar significados nuevos o diferen- ciados; por ejemplo, “dar por sentado”, utilizado a menudo, se aplica tanto al pensamiento Melanesio como a los autores Occidentales. En este punto, estoy segura que la reacción de Marilyn debe ser “¡ella no me entiende en absoluto!”

El único antropólogo a quien aprueba por completo es a Roy Wagner. Uno se pregunta sin embargo cómo es que ella acepta su concepto de invención-convención cultural; me parece a mí que esto depende del contraste entre individuo/sociedad que Strathern rechaza. La delica- da revisión de conceptos convencionales requiere más o menos reorientación y, por ejemplo, cuando al final Strathern introduce la agencia (cap. 10) no se nos muestra cómo es que los in- dividuos inventan algo; ellos pueden hacer que un evento suceda pero dudosamente lo originan. Para Strathern, la prueba está en el resultado, los eventos y las perspectivas que se siguen. No creo que esto explique adecuadamente la innovación. Mientras que en apariencia soporta y favorece a Wagner, sus personas no aparecen actuar como individuos, decisores, inventores, sino que son tipos ideales, ejecutantes en roles y relaciones fijas, a veces con una estrategia, pero siempre ligados a una cultura y a sus relaciones. La persona múltiple es, tal parece, un complejo de roles estereotipados, ejecutados vis-à-vis su rol de esposo, pariente, miembro del mismo o del otro sexo (Brown 1992: 127-128, en línea)

La oscuridad y el rebuscamiento en la escritura de Strathern es resaltada nuevamente en es- te review que Cris Shore, antropólogo del Goldsmith’s College de Londres, formuló a Re- producing the future (Strathern 1992):

Parece haber una deuda no reconocida con Foucault. Igual que pasa con Foucault, también, su escritura es difícil de leer y aparenta ser conscientemente diseñada para frustrar el resumen o la traducción a una terminología crítica. Sin duda este estilo es deliberado, un intento de usar la ambigüedad para forzar continuamente al lector a cuestionar su propia interpretación del texto. Desafortunadamente, igual que el “discurso Euro-Americano” que Strathern trata de desenredar, la propia escritura de Strathern ha de ser laboriosamente deconstruida y desen- redada para revelar sus significados opacos (Shore 1993: 402).

Con una calidad que empeñece a muchas de las críticas procedentes del feminismo, la tem- prana revisión de Mary Douglas de The gender of the gift (Strathern 1988) se siente como un bienvenido soplo de inspiración, claridad conceptual y relevancia. Strathern contestó varios de los cuestionamientos que le formularon entre los ochenta y los noventa, incluyen- do una sonora respuesta al feroz embate de la socióloga derridadaísta Vicki Kirby (1989) de la Universidad de New South Wales en Sydney; pero nunca fue capaz de responder a éste:

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Esforzándose contra su hombre de paja, el pensamiento Occidental, la autora está haciendo menos de lo que podría haber hecho con su tema. […] Para llevar adelante este ejercicio [Strathern] necesitaría darse cuenta que como la Occidental que es ella posee opciones dentro de su propia cultura. No tiene que ser una relativista, y ciertamente no tiene que suscribir ni siquiera indirectamente a una imposible búsqueda de fundamentaciones del conocimiento. Las reglas del discurso que tornan el discurso imposible son absurdas: ella no debería tomar- las seriamente. Pero evidentemente lo hace, juzgando por sus elaboradas construcciones de- fensivas.

La simple solución para justificar la segunda parte del libro sería reconocer el valor de la teo- ría y aceptar su relación con la acción. La acción crea problemas, la teoría escoge entre pro- blemas, y los problemas escogidos justifican las definiciones. Las estudiosas feministas están libres de los constreñimientos relativistas justamente porque tienen un problema y definen sus conceptos según el problema lo requiere. L@s otr@s estudios@s pueden hacer lo mismo. Pero los problemas, igual que las teorías y las definiciones, son altamente sospechosas para el posmodernismo. Su ausencia deja expuestos a los estudiosos que quieren trabajar sin ellas. Marilyn Strathern trata de rechazar la crítica de relativismo repudiando la teorización. Ella en apariencia está de acuerdo en que la teoría es una forma lamentable de dominación, e implíci- tamente desea que el análisis teorético pudiera ser hecho sin distinguir, clasificar y jerarqui- zar (Douglas 1989).

A casi treinta años de haber sido escrito, el sereno cuestionamiento de Douglas al exaspera- do libro de Strathern permite apreciar, asimismo, la diferencia de estatura intelectual entre una y otra antropóloga. Dado que estas querellas se encuentran entre las pocas disputas en- tretenidas de la antropología inglesa de fines de los ochenta, a veces fieras, a veces impor- tantes, nunca acabaré de explicarme el motivo del silencio que el perspectivismo, que se precia de honda reflexividad y visión de conjunto, mantuvo sobre estos y otros intercam- bios. Tanto o más sorprendente que la disolución del individuo en la antropología de Strathern y que el capcioso intento de conciliación entre su concepto de multiplicidad y el de Deleu- ze/Riemann que lleva a cabo Viveiros es que ambos autores nos imputan a “los antropólo- gos en general” estar embrutecidos por la idea de que “lo múltiple es la alternativa al uno”. En este punto es donde me asalta una infinidad de preguntas sobre los fundamentos y los objetivos de esta perspectiva. En base a una oscura noción de multiplicidad que despiezare- mos en breve (pág. 142 y ss.) y a una concepción de la fractalidad que hemos demostrado incoherente (pág. 106 y ss.), esta perspectiva ha alentado la adopción de estrategias que a la larga resultan funcionales a posturas “retrógradas”, “sobresimplificadoras”, “absurdas” y “paralizantes”, como las ha calificado una crítica que no cabe sospechar de cientificista y que responde a un espectro mayormente feminista que va desde la antropología simbólica clásica hasta el pos-estructuralismo derridadiano (Kirby 1989; Jolly 1992; Douglas 1989; Shore 1993; Munn 1994).

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Las preguntas que se me plantean ante una teoría que considera obsoleto el concepto de lo social, que renuncia a la búsqueda de explicaciones y que prioriza por encima de todo libe- rar a la antopología (o a lo que quede de ella) de una percepción equivocada de las relacio- nes entre lo uno y lo múltiple son innumerables: ¿Estamos en verdad presos de un pensa- miento semejante, o más bien se trata de un dilema fútil que sólo se manifiesta cuando se asume determinada perspectiva? Situándose Strathern en una tesitura declaradamente anti- teórica ¿Existe una teoría a la cual le sirva para algún fin práctico tal género de abstracción? En una analítica de la vida real, como por ejemplo en la que Lévi-Strauss aplica al mito o al parentesco, o en las operaciones normalizadas del ARS y el álgebra de grafos ¿qué opera- ciones concretas se descalabran debido a la obsesión del estudioso “por los unos y las mul- tiplicaciones”? Si a lo único que se concede existencia en lo que antes se llamaba sociedad son esas enigmáticas, monolíticas e indefinibles multiplicidades, y si en ninguna parte hay individuos o elementos, o conjuntos y subconjuntos, o clases, cliques, grupos, estratos, con- glomerados, motivos, isomorfismos, linajes, filiaciones, poder, influencia, alianzas, roles o lo que fuere ¿qué relaciones urge entonces conceptualizar? ¿Son los estudiosos de la socie- dad o son en realidad los perspectivistas los que creen que esas categorías relacionales son cosas de las que ya no puede hablarse hasta tanto no se resuelva la relación entre lo plural y lo singular? A la luz de esto último ¿no queda más bien demostrado que son Strathern y Vi- veiros (y más tarde Latour) quienes desconocen la existencia de una conceptualización re- lacional desbordante en el corazón de la antropología, acaso el mayor logro de la disciplina en el curso de su historia? ¿Cómo puede una teoría que se presenta excluyente de todas las demás consistir sólo en heurísticas negativas a excepción de una multiplicidad que jamás se define y desde la cual está prohibido formular cualquier clase de explicación? ¿Existen o no existen las redes sociales (sean las de los mineros de Zambia o las de Facebook y Twitter) como un tejido de relaciones en el seno de la sociedad digno de ser interpelado? ¿No exis- ten ya acaso (como genialmente dijo Viveiros en su mejor momento) demasiadas cosas que no existen? La pregunta más significativa que me hago, sin embargo, es que si es verdad que los antro- pólogos, obsesionados como estábamos “por los unos y las multiplicaciones y divisiones de unos”, experimentábamos tales dificultades para conceptualizar relaciones, cómo es que fue posible que concibiéramos la dinámica de redes complejas y la sintaxis espacial, acaso las conceptualizaciones relacionales más poderosas y de más amplias consecuencias operativas en el conjunto de las ciencias humanas contemporáneas (cf. Reynoso 2012). En lastimoso contraste con esta idea, y ya que el perspectivismo de las multiplicidades es lo que está en la mira y todas las pruebas están ahora sobre la mesa, en verdad digo que no conozco en todo el campo de la antropología contemporánea una estrategia teórica y metateórica que haya perdido tan flagrantemente el norte, que ennoblezca a pensadores que lo merecen tan poco y que conserve, pese a ello, ese irritante aire de superioridad.

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Bruno Latour y la Teoría del Actor-Red

Hay que señalar que Latour casi no se refiere a los an- tropólogos profesionales. Habla de algunos, claro, pero destaca que lo que siempre le interesó de la antropolo- gía fue su método, no sus conceptos, ni, mucho menos, sus teorías. No es difícil comprender esta posición de Latour si recordamos que una de las características de la llamada antropología de las sociedades complejas siem- pre fue tomar conceptos considerados tradicionales en la antropología de otras sociedades y aplicarlos a la nuestra. El problema es que uno de los efectos de esa o- peración (que podríamos denominar falsa simetrización) suele ser un debilitamiento generalizado de lo que se está diciendo de nuestra propia sociedad, una banaliza- ción tanto del discurso antropológico como del objeto al que está siendo aplicado.

Viveiros (2013: 138-139).

Por más que su prosa rebose de un espíritu anticientífico, un sarcasmo y una soberbia que algunos creen que trasuntan las maneras y los guiños de un autor genial, y por más que su tópico de conversación tienda a girar últimamente en torno a una locuaz teoría de redes, ad- mito que tampoco le creí nunca nada al prestigioso Bruno Latour, quien acaba de pronun- ciarse perspectivista sin renunciar, desde los meros títulos de su manifiesto, a los aguijona- zos lúdicos de una retórica que siempre se jactó de autonomía y que tiene en el engreimien- to carismático de su gestor su mérito más precioso. El lector acaso admire a Latour explicablemente, aunque más no sea porque él se dedicó a construir durante décadas (como sólo un Žižek o un Deleuze supieron hacerlo) una auto- imagen de pensador heterodoxo, agudo, cool y deslumbrante. Aunque su esfuerzo ha sido más laborioso de lo que trasunta y que alguien se rompa así el alma siempre me parecerá meritorio, no me encuentro en sintonía con sus métodos de argumentación. Ello no ha sido óbice, desde ya, para que Latour se convirtiera en uno de los autores de referencia del perspectivismo en general y del último avatar pos-estructuralista de Viveiros en particular. Como quiera que sea, Latour supo ganarse la admiración de los perspectivistas en base a ideas plasmadas en dos de sus libros, Nunca fuimos modernos (Latour 2007 [1991]) y Re- assembling the social: An introduction to actor-network theory (Latour 2005), en los cuales no hay mención de Viveiros pero sí una intencionada referencia a Descola. Con el tiempo Latour respondió a los elogios que había ganado en una antropología a la que siempre fue hostil en “Perspectivism: ‘Type’ or ‘bomb’?”, publicado nada menos que como editorial

125 invitado en Anthropology Today (Latour 2009). Al día de hoy, la única antropología a la que Latour suscribe (y la única de la que tiene una diminuta idea) no es otra que la antropo- logía perspectivista, aun cuando la positividad de su imagen en otras disciplinas (y la dis- ponibilidad de sus fuentes de financiación) depende de que se siga creyendo que lo que él hace se inscribe en (y es representativa de) la antropología sin más (Latour 1993: 7, 14-15, 91-94, 100-103, 113-114, 127-129; Viveiros 2013: 138-139). No soy soy quien lo dice sino él quien lo confiesa. El retorno (o la llegada) de Latour a nuestra disciplina había ocurrido sólo unos meses antes de que nuestros editores elegidos por nuestros colegas colegiados le concedieran una visibilidad intradisciplinar que antropó- logos infinitamente más interesantes nunca pudieron conseguir. En un artículo característi- camente titulado “Llamada a revisión de la modernidad” escribe Latour con aparatosa hu- mildad:

Quisiera pasar rápidamente sobre estos treinta últimos años, ya que este nuevo seminario está precisamente dedicado al examen del porvenir empírico de la antropología. Sin embargo, no resulta inútil hacer un breve retorno hacia atrás, puesto que la línea que llevo persiguiendo durante todo este tiempo sigue siendo, a pesar de todo, bastante marginal. Agradezco a Phi- lippe Descola que me acepte, incluso de manera provisional, en la filas de esta disciplina con la que me visto a veces como el arrendajo que se adorna con las plumas de un pavo real (La- tour 2008, vol 2: 169).

Como tantos otros profetas generalistas en este territorio, Latour es propenso a los grandes bosquejos, a las expresiones figuradas y a las interpretaciones proyectivas, rehuyendo de la profundización en los textos que usa y de la cita literal cada vez que le es posible hacerlo. El siguiente ejemplo revela una limitación cardinal que él comparte con todos los miembros del movimiento:

Los críticos desarrollaron tres repertorios distintos para hablar de nuestro mundo: la natu- ralización, la socialización y la deconstrucción. Para no hablar con rodeos y con un poco de injusticia, digamos Changeux, Bourdieu, Derrida. […] Cada una de esas formas de crítica es poderosa en sí misma pero imposible de combinar con las otras (Latour 2007: 21).

La primera frase de la cita, refrendada por la segunda más allá de todo pretexto, alberga a- caso la prueba más palpable de las monumentales estrecheces de su lectura. No es sin un dejo de asombro que comprobamos que Latour, a pesar de sus humos de hermeneuta rigu- roso, cree (como muchos otros estudiosos) que la deconstrucción es un método crítico y que –mucho más que eso– es un metódo crítico estupendo, cuantitativa y cualitativamente más poderoso, sutil y disolvente que cualquier aparato inferencial imaginable. Tenemos aquí entonces un precioso indicador de que en su consulta del estado del conoci- miento nuestro perspectivista bisoño se da por satisfecho con bastante menos que una lectu- ra superficial. Ni qué decir tiene que todos los perspectivistas, sin excepción, utilizan la de-

126 construcción en este mismo sentido aberrante, creyendo y haciendo creer que dominan una herramienta que no sólo es incisivamente mortífera sino que es dueña de un poder super- lativo de refutación, aunque nunca se explique la razón que hace que así sea, ni se describa la forma en que funciona, ni se la sujete a ningún formalismo lógico concreto. Imaginando además que todos los antropólogos somos tan deplorables lectores como ellos, el grueso de la comunidad perspectivista insiste en esa perogrullada una y otra vez, en la convicción de que ellos se destacan como los deconstructores más implacables de nuestra era, y que en el papel de tales han consumado una deconstrucción terminal de nuestras dis- ciplinas (o del concepto de sociedad, o de individuo, o de las redes mismas) o la están con- sumando justamente ahora (Strathern 1987: 257; 1996: 532; Wagner 1991: 166, 171; Des- cola y Pálsson 2001: 17, 19, 23, 125; Viveiros 2002a: 447; Latour 2005: 92; Latour 2007: 197; Harman 2009: 26, 71, 86; Viveiros 2010: 87, 112; Rival 2012: 128; Viveiros 2012: 65, 118; Viveiros 2013: 49; etcétera). La deconstrucción (sueñan los perspectivistas, ya en caída libre) no guarda proporción con el pequeño jaleo que los modernos podrían armar en desquite por el despedazamiento que están sufriendo: yo –posmoderno– te deconstruyo; tú, moderno, apenas si puedes criticar un poco. Llegados a este punto me tienta incurrir en una auto-cita de uno de mis artículos sobre la muerte de la antropología y sus sucesivas autopsias:

Más allá de estos extremos, el fenómeno que delata de manera más estrepitosa el minima- lismo neuronal de una parte no menguada de la antropología de la época tal vez sea el uso universal de la idea de “deconstrucción” como una forma de crítica pos-estructuralista parti- cularmente severa, encaminada a aniquilar o a sumir en el descrédito lo que se le ponga por delante, sea ello una ideología odiosa merecedora del mayor desprecio o una ciencia difícil que se conoce poco. El propio Jacques Derrida, en su famosa “Carta a un amigo japonés” tu- vo que salir al cruce de esa hermenéutica, originada en una lectura hecha en el seno de la an- tropología posmoderna norteamericana, a la cual los profesionales autóctonos (no obstante su reclamo de una antropología combativa y latinoamericanista) han adoptado con una manse- dumbre digna de mejor causa (Reynoso 2011b: en línea).

Fue Jacques Derrida (1971: 79, 91, 95, 110, 206, etc.) quien introdujo el concepto de de- construcción en De la Gramatología, abriendo la caja de Pandora y dando a luz una entidad que ni siquiera él pudo mantener bajo control. Pero aunque la deconstrucción vaya a ser por siempre un concepto equívoco, es de todos modos Derrida quien debe detentar prioridad sobre su interpretación. Lo mejor, entonces, es dejar que sea él mismo quien se expida so- bre las falacias vigentes en torno de la idea en las que acaso sean las líneas más cristalinas que jamás escribió:

[P]ese a las apariencias, la deconstrucción no es ni un análisis ni una crítica. […] La decons- trucción no es un método y no puede ser transformada en método. Sobre todo si se acentúa, en aquella palabra, la significación sumarial o técnica. Cierto es que, en ciertos medios uni-

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versitarios o culturales, pienso en particular en Estados Unidos), la «metáfora» técnica y metodológica, que parece necesariamente unida a la palabra misma de «deconstrucción», ha podido seducir o despistar. De ahí el debate que se ha desarrollado en estos mismos medios: ¿puede convertirse la deconstrucción en una metodología de la lectura y de la interpretación? ¿Puede, de este modo, dejarse reapropiar y domesticar por las instituciones académicas? […] La palabra «deconstrucción», al igual que cualquier otra, no posee más valor que el que le confiere su inscripción en una cadena de sustituciones posibles, en lo que tan tranquilamente se suele denominar un «contexto». Para mí, para lo que yo he tratado o trato todavía de escri- bir, dicha palabra no tiene interés más que dentro de un contexto en donde sustituye a y se de- ja determinar por tantas otras palabras, por ejemplo, «escritura», «huella», «différance», «su- plemento», «himen», «fármaco», «margen», «encentadura», «parergon», etc. (Derrida 1997: 25-27)

No me consta, a todo esto, que los antropólogos perspectivistas y pos-estructurales que han adoptado el vocablo y que simulan aplicar un método que ni siquiera el inventor de la pa- labra avala como tal, hayan sido capaces de situarlo en el contexto que corresponde y de instrumentarlo con la honestidad que todos merecemos o con la inteligencia que su propia epistemología estipula.37 No se trata tanto de que una lectura estricta de los textos de Derrida resulte definitorio para echar por tierra las ideas de Latour o las doctrinas del perspectivismo, pues el pensamiento de Derrida es en promedio, a mi juicio al menos, órdenes de magnitud más débil que lo que se ha dado en llamar el pensamiento débil (cf. Vattimo y Rovatti 2006 [1988]). Lo que sí importa es que esta clase de yerros hermenéuticos arroja una sombra de duda sobre los ejer- cicios de lectura y exégesis desenvueltos por ambos cuerpos teóricos, ejercicios en los que reposa la casi totalidad de su argumentación. El título de gloria de la obra de Latour no es tanto su manifiesto sobre la pre-, la pos- y la modernidad propiamente sino su inefable Teoría del Actor-Red (TAR), la cual, sumida en el ridículo la mera idea de una crítica deconstruccionista por el propio Derrida, es ahora (aunque muy a la zaga de la multiplicidad) la pieza predilecta del diminuto pero enrevesado arsenal metodológico del perspectivismo. Dice un artículo introductorio al TAR:

[El nombre de la Teoría del Actor-Red (TAR) de Bruno Latour] es reminiscente de las viejas y tradicionales tensiones que están en el corazón de las ciencias sociales, tales como las que se dan entre agencia y estructura, o entre el micro y el macroanálisis. […] Uno de los presu- puestos centrales de la TAR es que lo que las ciencias sociales llaman usualmente “sociedad” es un logro que siempre se encuentra en marcha. La TAR constituye un intento de proporcio- nar herramientas analíticas para explicar el proceso mismo mediante el cual la red se recon-

37 Una búsqueda de los nomencladores “anthropology” y “deconstruction” en las bases de datos de JSTOR re- torna hoy (11 de julio de 2014) la friolera de 3.722 artículos; un rastreo conjunto de “anthropology”, “phárma- kon” o “parergon” (o de cualquier combinación parecida) no retorna ni uno solo: el contexto requerido para que la idea posea algún valor simplemente se ha esfumado, junto con el más leve asomo de coherencia en el desarrollo de la crítica en la era posmoderna.

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figura de manera constante. Lo que la distingue de otras estrategias constructivistas es su explicación de la sociedad en el proceso de hacerse (Callon 2001: 62).

La caracterización puede sonar impresionante, pero en rigor no hay un solo rasgo que el modelo del TAR pueda reclamar como su aporte inédito. Contrástese esa descripción con esta semblanza del viejo ARS mancuniano:

Lo que los antropólogos de Manchester demostraron, por encima de todo, fue que el cambio no era un objeto de estudio simple. No se podía, como a veces presuponían los estructural- funcionalistas, comprender el cambio simplemente describiendo la estructura social tal como existía antes y después del cambio, y postular algunas reglas transformacionales simples que “explicarían” lo que había sucedido entretanto. Gluckman y sus colegas demostraron que cuando se investigan empíricamente los efectos locales de los procesos globales, ellos se di- suelven en redes complejas de relaciones sociales que están en constante cambio y que se in- fluencian mutuamente (Eriksen y Nielsen 2001: 87).

Atribuyendo a las redes propiedades que ni remotamente poseen e ignorando los atributos contraintuitivos que se han descubierto hace poco (distribuciones de ley de potencia, robus- tez, resiliencia, clustering, efecto de los pequeños mundos, fractalidad, criticalidad auto-or- ganizada, umbral de percolación, atractores extraños, sincronización, emergencia, la fuerza de los lazos débiles, sensitividad extrema a las condiciones iniciales, no-linealidad, scaling) Latour ha dado a luz el que posiblemente sea el libro más fatuo y sobrevalorado de la lite- ratura reticular de cara a sus implementaciones antropológicas. Un libro –por añadidura– condenado a desencadenar muchos más malentendidos que los que giran todavía en torno de la deconstrucción. Prueba de lo que afirmo es que la llamada Teoría disparó no una sino dos polémicas de antología: la “guerra de las ciencias” entre los latourianos y los mate- máticos de izquierda, y la inimputable “guerra de las gallinas” (de la que hablaré en breve) entre ramas confrontadas de los science studies. El principal problema con la concepción reticular de Latour es que, creyendo él que el aná- lisis de redes es dominio exclusivo de la sociología, impulsando el proyecto de redefinir o eliminar la noción durkheimiana de sociedad por otra concepción derivada de [la lectura deleuziana de] Gabriel Tarde [1843-1904] y tragándose entero el cuento de la interpretación deleuziana de la “multiplicidad” de Riemann que despiezaré en breve (pág. 142 y ss.), Latour nunca ha invertido un solo minuto en consultar la literatura antropológica clásica y contemporánea sobre redes sociales, o la literatura antropológica sin más. En consecuencia, en vez de reconocer la prioridad antropológica en el diseño de la herra- mienta más poderosa para el análisis de las dinámicas complejas, actúa como si el inventor del análisis de redes orientado a esos fines hubiera sido él y como si la antropología nunca hubiera ofrecido ningún instrumento para abordar otra cosa que las estructuras más estáti- cas o las sociedades más rudimentarias. Lo más doloroso de todo esto, empero, es que nadie

129 menos que Viveiros de Castro (dando testimonio mejor que cualquiera de sus enemigos su absoluta ignorancia de un fragmento esencial de la historia de la antropología) está persua- dido de que Latour, literalmente, “inventó” la noción de red (Viveiros 2013: 133). Al desconocer la literatura básica sobre redes egocéntricas, modelos de grupo y modelado en general, Latour replica no pocos enunciados comunes del antiguo ARS antropológico como si fueran descubrimientos propios, fundados en las peculiaridades de la era posmo- derna. El concepto levy-moreniano de actor, el postulado del carácter dinámico de lo so- cial, la idea de la cognición distribuida en objetos y lugares, la teoría de los planes y la ac- ción situada y la búsqueda de un vínculo entre lo local y lo global y entre la agencia y la es- tructura a través de esa dinámica se cuentan entre las más notorias de esas réplicas impen- sadamente epigonales (cf. Suchman 1987; Hutchins 1996; Stark 2001; Harman 2009: 221 y ss.; Dehmer y Emmert-Streib 2009; Sierksma y Ghosh 2010). Ni siquiera la excusa que brinda Latour para descreer de los principios explicativos es un aporte específico de la TAR. Latour piensa, en efecto, que las ideas de una posible sociolo- gía crítica acaban asemejándose a las narrativas de los teóricos de la conspiración, tales como los escépticos del calentamiento global o el movimiento 9/11 Truth. “Puede que yo esté tomando las teorías de la conspiración demasiado en serio –afirma– pero me preocupa detectar, en esas alocadas mixturas de incredulidad instintiva [knee-jerk disbelief ], punti- llosa demanda de pruebas y uso libre de poderosas explicaciones del Neverland social, mu- chas de las armas de la crítica social” (Latour 2004: 230). En las ciencias de la complejidad el profesor de Ciencias de la Incertidumbre Nassim Taleb (un pensador raro, dispar, a inter- pretar con infinitas precauciones) ha desarrollado argumentos parecidos al de Latour en su llamamiento a evitar caer en la “trampa de la causación”, también conocida como la “fala- cia narrativa”. La idea viene desde mucho antes que escribiera El Cisne Negro, que es don- de Taleb nos dice:

[L]a falacia narrativa es en realidad un fraude, pero para ser más cortés la llamaré una falacia. La falacia se asocia con nuestra vulnerabilidad a la sobreinterpretación y con nuestra pre- dilección por las historias compactas por encima de las crudas verdades. [...] La falacia narrativa concierne a nuestra limitada capacidad para contemplar secuencias de hechos sin tejer una explicación entre ellos, o, equivalentemente, sin forjar entre ellos un vínculo lógico, una flecha que los relacione. [...] Pero esta propensión se torna errónea cuando incrementa nuestra impresión de haber comprendido (Taleb 2007: 63-64).

La principal diferencia entre las metáforas de Latour y de Taleb es que en su evitación de la falacia éste no renuncia a la crítica sino que invita a perfeccionarla. No es éste el lugar ni el momento para ahondar en los errores en que incurre Latour cuando habla de antropología a grandes brochazos como si tuviera idea de qué se trata; pero la ten- tación es tan grande y la anécdota tan bochornosa que no puedo resistirme a compartir un pequeño ejemplo que (retornándole los calificativos que él emplea para desacreditar a sus

130 críticos matemáticos) invito a considerar como un indicador de la calidad, cantidad e irre- flexividad de sus lecturas antropológicas. El caso es que a Latour le encanta lucir como un estudioso familiarizado con los personajes antropológicos más resonantes, citando un puñado de nombres aquí y allá vengan o no a cuento. Dado que en los textos de aforismo telegráfico touch and go como los que él escri- be sólo hay cabida para unos pocos nombres, esta táctica requiere un mínimo de atinencia y un pulso exacto. Pero cuando se lee Reassembling the social… queda en evidencia que La- tour no sólo no está seguro de quién es ni cómo se escribe Pitt-Rivers (¿no era Pitts-River entonces?) sino que confunde asombrosamente al militar y coleccionista Augustus Henry Lane Fox-Pitt Rivers [1827-1900] con el antropólogo y psiquiatra William Halse Rivers Rivers [1864-1922], al Museo Pitt Rivers de Oxford (esta vez sin guión) con el Museo de Arqueología y Antropología de Cambridge, a la recolección de materiales con el desarrollo de la etnografía y a los paseos de coleccionismo etnológico de Pitt-Rivers por un puñado de destinos diplomáticos con la histórica expedición etnográfica de Rivers Rivers al estrecho de Torres entre Australia y Nueva Guinea cuarenta años más tarde durante la cual este Ri- vers, naturalmente, inventó el método genealógico de la antropología. Mientras que Rivers Rivers sí publicó ricos materiales etnográficos, el teniente general Pitt-Rivers, con todo res- peto, jamás hizo nada que tuviera que ver con “des-cribir, inscribir, narrar y escribir repor- tes finales” en el campo de la etnografía (cf. Latour 2005: 136, 175, 292; Haddon, Rivers y otros 1904, en línea). Los agregados militares sirven para saquear aldeas y yacimientos lle- vándose a casa materiales aptos para museos, pero difícilmente se dediquen a esos menes- teres. A mi modesto entender, en suma, hay razones para sospechar que Latour leyó extremada- mente poco o nunca leyó nada de ninguno de los dos Rivers, sino que se contentó con ho- jear a las apuradas los libros de George Stocking que mencionaban a uno y al otro a fin de capturar un apellido que sonara plausible y cumplir con la etiqueta que brindara la ilusión de un aparato erudito que avalara la inclusión de “objetos” en las redes. Y digo a las apura- das porque al referirse a una “reseña materialista del quehacer de la antropología” en rela- ción con no se sabe cuál de los dos Rivers, en lugar de citar Objects and Others: Essays on Museums and Material Culture (Stocking 1985) Latour cita a Observers observed: Essays on ethnographic fieldwork (Stocking 1983), otro libro de la misma colección de historia de la antropología pero en el cual no se habla de objetos y cultura material sino de trabajo de campo. En los dos volúmenes de George Stocking se mencionaba a ambos Rivers, cierta- mente, pero en el que Latour cita no se habla en absoluto de los materiales de la antropo- logía. En fin, estas son las cosas que suceden cuando uno se pone pomposo y empieza a desparra- mar nombres de antropólogos que no hacen la menor falta para sugerir que uno pertenece al gremio, sabe lo que está diciendo y conoce la antropología mejor que sus practicantes. Si

131 yo estuviera en un día bueno justificaría que Latour haya confundido ambos libros, pues el título de ambos empieza con “Ob…” y su color de tapa y diseño de portada son idénticos; además, como hemos visto, hay demasiados Pitt-Rivers, Pitts-River y Rivers Rivers dando vueltas. No hay derecho. A quién se le ocurre. A cualquiera le puede pasar. No estoy en un día bueno, sin embargo, y es por eso que me permito ahondar en la sem- blanza. El hecho es que hay una enorme comunidad de practicantes de TAR y perspectivis- tas genéricos persuadidos de que disponen de un método que ni siquiera ha sido aceptable- mente descripto, que no está asociado a ninguna herramienta cuantitativa o cualitativa de modelado, que carece de parámetros comparativos y que ni siquiera se ha tomado la moles- tia de definir procedimientos inequívocos de prueba, diagnóstico, refinamiento y replica- ción. De los aproximadamente 700 libros y 5.000 ensayos que conforman la literatura cien- tífica de análisis de redes y teoría de grafos nunca he sabido que Latour, enredado en su pa- pel de oráculo y en el tejido de fantasías narrativas sobre Rivers y otros próceres, mencio- nara o se dignara leer siquiera uno. Mi sensación es que Latour se comporta como un pre- dador cebado al menos desde Science in Action (1987), pues ha comprobado y comprueba día tras día que puede proclamar lo que se le antoje en materia de redes que ningún antro- pólogo a quien valga la pena responder (y que en nuestro caso bien podría haber sido Vivei- ros) está en condiciones de objetarle nada. No obstante la pequeñez intelectual que revela un episodio como el de los Rivers, algunos colegas míos se sienten intimidados por el carácter asertivo, la multiplicación exponencial del número de papers, la terminología anómala e incontable y la minucia de las discusiones internas en la ya gigantesca comunidad de la TAR (cf. Sánchez Criado 2008a; 2008b; Har- man 2009); a ellos les digo que no hay razones para impresionarse ni para ceder terreno, pues todo el discurrir lógico y metodológico de Latour, Viveiros, Wagner, Strathern y otros más acaso no sea todo el tiempo tan gracioso pero, en lo que a la teoría antropológica con- cierne, siempre es del mismo jaez que el que acabamos de ver en acción. Aunque sus partidarios lo merecerían, no es mi intención elaborar una crítica exhaustiva de las innumerables afirmaciones que conforman la arquitectura de la TAR. Sólo para dar una idea al lector menciono unas pocas de entre las lúcidas objeciones que planteara el antro- pólogo Stephen Collier de The New School for Public Engagement de Nueva York a Reassembling the Social:

Uno se pregunta cuál es el propósito del libro, más allá de una síntesis innegablemente hábil. No es un libro que convertirá nuevos adherentes a la TAR. No porque su material ilustrativo sea magro, o porque sus formulaciones son a menudo abstrusas, sino porque Latour ignora demasiadas objeciones obvias a las alegaciones del libro. Él no especifica con cuidado quién es exactamente el blanco de su crítica y se adivina que (correcta o incorrectamente) pocos so- ciólogos contemporáneos se identificarán con él. Socavando todavía más el poder persuasivo del libro para una audiencia disciplinar está el hecho de que Latour apenas menciona otras críticas a la “sociología de lo social” que pueden encontrarse en la tradición sociológica.

132

A medida que el libro avanza y que esas herramientas se acumulan, uno no puede dejar de sentir que la guía de Latour deja algunas preguntas importantes sin contestar. Tal como él re- conoce, no está claro cómo es que sabe uno qué asociaciones son dignas de ser seguidas. “¿Qué actores deben elegirse? ¿A cuáles hay que seguir y durante cuánto tiempo?” (p. 122). Latour parece consciente, además, de los peligros de un empirismo sin objetivos “que se pre- cia de ser tan meticuloso… tan orientado al objeto” que se demuestra “totalmente impráctico” porque no sabe dónde comenzar o cuándo detenerse (p. 123). ¿Cuándo alcanza uno una con- clusión significante? […]. Latour rehusa contestar tales preguntas en términos sustantivos. El “trabajo de definir y ordenar lo social”, argumenta, “debe dejarse a los actores mismos, y no ser tomado por el analista” (p. 23). Este punto es formulado más tarde con particular claridad cuando Latour escribe que la TAR es “una grilla negativa, vacía, relativista, que no nos per- mite sintetizar los ingredientes de lo social en el lugar del actor” (p. 221). Pero ¿dónde nos deja un proyecto tal? ¿Puede entregar lo que se prometió, es decir, una estrategia mejor para comprender lo social? La única prueba que el libro ofrece yace en la premisa original: que la TAR puede explicar las “visiones de la sociedad ofrecidas por el sociólogo de lo social” (p. 16). Aquí Latour ofrece algunas aseveraciones sustantivas que son sorprendentes porque pa- recen reposar precisamente en la clase de endeble funcionalismo y reducción sociológica (¡de la sociología!) que Latour había estado criticando a lo largo de todo el libro (Collier 2009: 82-83).

Así como Latour se escuda detrás de una sociología convencional cuando necesita respon- der con rapidez a un planteo difícil, otros críticos han notado que cuando las papas queman, Latour y sus asociados recurren a una epistemología a la que se supone debían recusar. En una polémica que ha ganado los titulares afirman otros de sus críticos:

Aunque en un sentido negativo y crítico, su ontología todavía usa la vara de Kant para estruc- turar la discusión; es una vara que en lo fundamental está epistemológicamente calibrada. A fin de evitar el reduccionismo epistemológico, paradójicamente, Callon y Latour reducen to- das las cuestiones interesantes sobre la ciencia, la tecnología y la sociedad a esta vara kantia- na: Naturaleza versus Cultura, Objeto versus Sujeto, Ciencia versus Sociedad, Hechos versus Valores, Conocimiento versus Política, No Humanos versus Humanos, Conducta versus Acción, Ciencias Naturales versus Ciencias Sociales: todas estas dicotomías están clavadas en esa única vara. No es de extrañar que quede tan sobrecargada que al fin se quiebre (Har- bers y Koenis 2009).

Se reconocerá en esas dicotomías un dilema que ha sido constitutivo del constructivismo desde el inicio, y que ahora, habiendo éste adoptado las ideas de Latour sin que mediara ninguna discusión de sus tribulaciones, explota en la cara de nuestros antropólogos como si fuera un castigo por haber confundido –por enésima vez en la historia– un problema intra- table con una solución maravillosa. No es necesario, por fortuna, que nos compliquemos aquí en una crítica detallada de la TAR, por cuanto la relación entre este campo teórico y las preocupaciones del perspectivis- mo ha sido apenas episódica. Pese a que su tasa de penetración en el mundillo intelectual

133 antimoderno ha sido inaudita, ni Viveiros, ni Descola, ni Strathern, ni Wagner han dado a la TAR mayor cabida ni parecen dominarla con la soltura que se requiere. Ni siquiera han sa- bido resumirla como Dios manda; mucho menos todavía han adaptado un marco explícita- mente pensado para estudios de la ciencia al trabajo de campo y a la elaboración de etno- grafías en el sentido clásico de la palabra. Aunque todos ellos reproducen con un gozo tan- gible las chispeantes fórmulas de oratoria con que Latour acompañó la apología de su mo- delo, el lector coincidirá conmigo en que metodológicamente hablando (y fuera de apro- piarse del concepto de “colectivo”, dudosamente original, y de hablar de una “simetría” que nunca se realiza y una “multiplicidad” que nunca se define) los perspectivistas no han sido capaces de hacer con la TAR, antropológicamente hablando, nada digno de que sigamos perdiendo el tiempo con ella (cf. Viveiros 2010: 21, 97, 103; Descola 2006: n. 19; Descola 2012: 109, 142-143). La TAR, por otra parte, carga con casi treinta años a sus espaldas; carece de una especifica- ción operacional homogénea; se ha codificado, enlatado y distribuido sin que nadie sumi- nistrara ningún ejemplo antropológico deslumbrante y ningún caso de éxito fuera de alguna anécdota de la SSK, la STS, la SCOT, los SSS u otros círculos acrónimos de la especialidad; se ha complicado en previsibles querellas de entrecasa con otros estudiosos de la ciencia38 y se encuentra bajo un pesado asedio de la crítica de propios y extraños, amenazando con coagular en una ortodoxia de caja negra que no difiere mucho de la que por desdicha im- pregna a la corriente principal del ARS en sociología. La crítica contra los modelos de Latour ha sido masiva y devastadora, no faltando en ella un “Anti-Latour”, un “El 18 brumario de Bruno Latour” y un “Usted debe estar bromeando, Monsieur Latour” (cf. Knorr-Cetina 1985; Shapin 1988; Amsterdamska 1990; Schaffer 1991; Sturdy 1991; Lee y Brown 1994; Gingras 1995a; 1995b; Van den Belt 1995; Haraway 1996; Domènech y Tirado 1998; Huth 1998; Bloor 1999; Law y Hassard 1999; Sokal y Bricmont 1999: 101-106, 129-137; Stark 2001; Neyland 2006; Collier 2009; Sokal 2009: 202-203, 275-281; Reynoso 2012). Hasta donde yo sé esta formulación crítica no ha sido hasta ahora contestada en tiempo y forma excepto en un puñado de artículos ofendidos en los que Latour no nos ahorra un solo lugar común del repertorio de injurias ad hominem que las ciencias arrinconadas usan desde la mañana de los tiempos. Ahora bien, una línea de investigación científica está siempre en un estado y está inserta en un contexto, como los buenos perspectivistas y los adoradores de Foucault deberían ser los

38 Me refiero a los tediosos debates explícitamente atrapados –desde los meros títulos– en los géneros de “el huevo y la gallina” y de “el bebé con el agua del baño”, viejos como la vida misma e inconcluyentes por defi- nición (v. gr. Callon y Latour 1992; Collins y Yearley 1992; Pickering 1992). A quien necesite buenos mate- riales críticos referidos a la autodenominada antropología de la ciencia de Latour anterior a la TAR le reco- miendo consultar el artículo de David Bloor (1999, en línea), a quien Latour sustrajo el concepto de “si- metría”. Al antropólogo que no quiera complicarse la vida inútilmente le recomiendo, en cambio, huir de este espacio de problemas tan rápido como sus piernas se lo permitan.

134 primeros en saber. Que los introductores de Latour en el perspectivismo no hayan tenido en cuenta las contraindicaciones y efectos colaterales de la TAR y que de cara a sus colegas antropólogos hayan ignorado de plano o fingido ignorancia de esta literatura crítica sigue siendo, para mí, una chiquillada difícil de justificar en esta era pos-posmoderna. El problema más agudo con las ideas de Latour, empero, no finca tanto en que sus herra- mientas sean improductivas, sino en que su epistemología nos hace perder terrenos labo- riosamente ganados en una ciencia que no está en condiciones de darse estos lujos cuando se trata (por ejemplo) de justificar cabalmente la financiación pública de sus proyectos de investigación. Así como Strathern estima obsoleto el concepto de sociedad (opinión que Latour comparte) y Roy Wagner alega que cualquier cosa que estudiemos la estamos inven- tando en el proceso de estudiarla, y todo el mundo por aquí proclama que buscar explica- ciones o intentar cambiar la realidad se pasó de moda, Latour cultiva razonamientos tales como que Ramsés II jamás pudo haber muerto de tuberculosis, pues “¿cómo pudo fallecer a causa de un bacilo que Robert Koch descubrió recién en 1882?” (Latour 1998). Dado que semejante género de hipótesis raya mucho más allá de lo creíble y alguien puede verse tentado a culpar al mensajero por difamar al maestro, vale la pena citar la justificación de Latour en su idioma original:

La réponse la plus radicale - mais elle n'a, comme on va le voir, que les apparences de la radi- calité - consiste à dire, au contraire, que Ramsès II est bien tombé malade «3.000 ans après sa mort». Il a fallu attendre 1976 pour donner une cause à sa mort et 1882 pour que le bacille de Koch puisse servir à cette attribution. Avant Koch, le bacille n'a pas de réelle existence. Avant Pasteur, la bière ne fermente pas encore grâce à Saccharomyces cerevisiae. Dans cette hypothèse, les chercheurs ne se contentent pas de «dé-couvrir»: ils produisent, ils fabriquent, ils construisent. L’histoire inscrit sa marque sur les objets des sciences, et pas sur les seules idées de ceux qui les découvrent. Affirmer, sans autre forme de procès, que Pharaon est mort de la tuberculose revient à commettre le péché cardinal de l’historien, celui de l'anachronisme (Latour 1988a, en línea).

El lector bien puede festejar la ocurrencia, dejarla pasar y seguir adelante; lo triste del caso, sin embargo, es que Latour no está bromeando en lo más mínimo. Por el contrario, su pre- gunta ilustra las falsas certidumbres y los caprichosos valores argumentativos que su mo- delo es capaz de entregar. Leyendo sus libros se constata, asimismo, que la aparente broma no es sino una instancia más de su modo normal de razonamiento: a lo largo de su produc- ción y a lo ancho de su caudalosa influencia esta clase de juicios que transgrede el límite entre lo involuntariamente gracioso y lo objetivamente irresponsable prolifera más de lo que sus acólitos perspectivistas están dispuestos a reconocer (cf. Latour 1987: 164 & pas- sim; Latour 1988a: 6, 14, 22-24, 43; Latour 1995: 6). Si a otros espacios disciplinarios y a las mencionadas agencias de financiación de proyectos llegara la noticia de que los antropólogos homologamos esta clase de razonamientos, sospe-

135 cho que nadie en sus cabales solicitará nuestro juicio experto en materia de antropología o arqueología forense, médica o jurídica o en otros campos de la antropología en las que la objetividad está seriamente en juego, o en cualquier dominio de estudios en los que otras especialidades nos demanden una consultoría mínimamente juiciosa. Tampoco se podría buscar en el futuro inmediato una solución para un problema planteado con anterioridad porque, de hallarla, la historia nos juzgaría anacrónicos; y mucho menos se podría pensar en utilizar, pongamos, información genética para reconstruir el poblamiento de América (elemento de juicio que para el primer perspectivismo podría resultar esencial) porque esta clase de razonamientos nos está vedada desde que a Deleuze, a Latour o a algún otro maes- tro Zen que quiere posar de perspicaz se le antojó decretarlo así. Ni siquiera podríamos hablar de ontologías amerindias, totemismo, animismo o lo que fuere sin incurrir en la mis- ma clase de anacronismos e impropiedades que cuando diagnosticamos que el faraón murió de tuberculosis. Fue por un vaciamiento parecido de las capacidades específicas de la disciplina en el ejerci- cio de la comparación y del análisis (y por la propaganda antropológica de los placeres del pensamiento débil, las subjetividades de la hermenéutica y las ilusiones de la deconstruc- ción) que sobrevino el declive de muchas de las disciplinas transculturales que habían sur- gido con tanto ímpetu (y de las que aprendimos tanto) en la década de los 60 y los 70 (v. gr. Berry y Dasen 1975; Ember 1977; Eckensberger, Lonner y Poortinga 1979). Por eso es particularmente ofensivo que los turiferarios de Latour intenten hacer pasar por ineptos a quienes no se plieguen a esta clase de racionalizaciones, a las que Mario Bunge (2012, en línea), a falta de un epíteto más contemporizador, llamó “una doble estupidez”. Observemos un despliegue de estas astucias aplicadas ya no a Koch y los bacilos sino a Pasteur y los microbios:

¿Existe el fermento de ácido láctico (o los microbios, hablando de un modo informal) antes de que Pasteur realice sus trabajos y lleve a cabo su acción definitoria de un objeto experi- mental? La respuesta es, paradójicamente, sí y no. Existían otros actores-red. Por ejemplo, cada enfermedad, trastorno o situación que ahora atribuimos a la acción de los microbios, antes de Pasteur, constituían otros tantos actores-red en los que la acción de los llamados mi- crobios era una trayectoria que se estabilizaba con otras denominaciones: castigo divino, ac- ción demoníaca, etc. Por tanto, existían cuasi-objetos y cuasi-sujetos (trayectorias) que im- plicados en determinados juegos de relaciones provocaban efectos, pero, insistimos, que no se estabilizaban en una trayectoria denominada microbio. Y, los microbios, tal y como los co- nocemos ahora, con las propiedades que adquieren en las redes de la medicina y la farma- copea, no existían propiamente como tales (Tirado y Domènech 2008: 50).

La cita nos permite, en un solo golpe de ojo, ganar comprensión de las tácticas, los micro- métodos, las terminologías y los alcances (menos que módicos) del llamado giro post-social de la TAR. Igual que para Tirado y Domènech, mi respuesta es también que no y que sí. Sin que esto implique justificar la violencia verbal de Bunge, pienso por un lado que no, que no

136 hay nada por el lado de la TAR que ayude a refinar el debate y a mejorar la ciencia; y por el otro pienso que sí, que la verdad es que con los positivistas estábamos mejor. Ahora bien, ¿no sería más honesto, pregunto, que antes que esta discusión inconcluyente escale a un plano todavía más antipático los latourianos den un paso al costado y simplemente admitan que incurrieron en un pequeño exceso? Alarmada por la ostensible degradación del método que patrocina este modelo, la recordada y admirable socióloga de la ciencia Olga Amsterdamska Moore [1953-2009] ha escrito una crítica sobre Science in Action (Latour 1987) que mencioné un poco más arriba y que se titula precisamente “Surely you are joking, Monsieur Latour!”. Su parte culminante, remi- niscente del manifiesto de Gayatri Chakravorty que inauguró esta sección del libro (cf. pág. 114), reza así:

Latour asegura que “el ideal de la explicación … no es un ideal deseable y que más que bus- car explicaciones deberíamos procurar ‘contar historias’” (p. 164). Aparte del hecho de que de este modo podríamos abandonar imprudentemente toda responsabilidad por lo que deci- mos, me pregunto ¿qué clase de historias no-explicativas nos contaríamos a nosotros mismos si quisiéramos evitar que nos acusen de construir redes? ¿Existen historias tan “inocentes” que no puedan considerarse estratagemas en una lucha por el poder y el control? Primero, ta- les historias desempoderantes tendrían que ser inconsistentes e incoherentes, dado que hacer- las consistentes y coherentes haría imposible que otros “dañen los vínculos entre los elemen- tos de una red”. Segundo, tendríamos que asegurarnos que nuestras historias no sean acep- tables ni como adecuadas ni como verdaderas, porque tanto la verdad como la exactitud au- mentarían el peligro de ejercer influencia involuntaria sobre algunos lectores bienintencio- nados. Tercero, nuestras historias deberían ser sobre nada en absoluto, porque si fueran sobre gente o cosas o ideas, devendríamos portavoces de otros actores y nos encontraríamos de nuevo construyendo una red. Cuarto, deberíamos abandonar todo intento de llegar a una au- diencia, dado que a una audiencia le podrían encantar nuestras historias y podría comprome- terse con ellas. Quinto, deberíamos no discutir más nuestras historias con otros ni estar en de- sacuerdo con las historias de otra gente, dado que las discusiones son sólo un medio de au- mentar nuestro control y dominación. De todas maneras, el ideal de una ciencia social cuya única meta sea contar historias inconsistentes, falsas e incoherentes sobre nada en particular no me parece ni muy atrayente ni suficientemente ambiciosa (Amsterdamka 1990: 503, en línea).

La verba de Latour es refulgente y aunque él escriba mejor de lo que piensa y en su modelo la articulación metodológica falte por completo, en su dialéctica aparece muy cada tanto alguna chispa epistemológica de buena factura. Por más que entre la TAR y una posible implementación en la investigación concreta se perciba un hiato enorme, nada impide in- tegrar lo más valioso de sus observaciones en el trabajo empírico, sea que éste se realice en términos de ARS o de alguna otra manera. Admito que esto que digo no suena tan creíble pero lo afirmo desde el alma. Los lectores de larga experiencia encontrarán sin embargo que en materia de técnicas y conceptos (e incluso de teorías) no hay nada nuevo bajo el sol

137 y que, avasallado por la percepción crispada de su propia genialidad, Latour verdaderamen- te no ha advertido todavía que el tiempo de las teorías excluyentes ya ha caducado y que aunque así no fuese él no ha hecho mucho más que alternar entre razonamientos fallidos, maquinaciones de bajo vuelo y la repetición de medias verdades que se conocen desde siempre. Aquí es donde cabe preguntarse sin componendas ni eufemismos si las ideas de Latour su- man o restan. Y aquí es donde se impone el hecho de que cualesquiera hayan sido o sigan siendo los vicios de la sociología clásica de raíz durkheimiana contra la que él ha arre- metido (o las causas verdaderas de la muerte de Ramsés), en ninguna de las teorías moder- nas que Latour toma como objeto de su desprecio se encontrará una propuesta tan vacua como la que él nos legó.

138

Apogeo y ocaso del perspectivismo rizomático

1. Ce que Deleuze nomme «ensemble», et par con- trapposition de quoi il identifié les multiplicités, ne fait que répéter les déterminations traditionnelles de la multiplicité extérieure, ou analytique, et ignore de fait l’extraordinaire dialectique immanente dont la mathématique a doté ce concept depuis la fin du siècle dernier. De ce point de vue, la construction expérimentale des multiplicités est anachronique, parce qu’elle est pré-cantorienne.

2. Quant a la densité du concept de multiplicité, elle demeure inférieure, y compris par ses détermina- tions qualitatives, au concept du Multiple qui se tire de l’histoire contemporaine des ensembles.

3. C’est à raison de ce décalage (dount une des com- posantes est une interprétation «pauvre» de Rie- mann) qu’il est impossible de sustraire les multipli- cités à leur résorption équivoque dans l’Un, et de parvenir, comme nous en avons déplié la pensée, à une détermination univoque du multiple-sans-un.

Alain Badiou, Un, Multiple, Multiplicité(s), p. 199

Cuando tres décadas después de lo razonable Viveiros se consagró a explorar los inexplica- bles e inexplicados matematismos en que se funda una parte sustancial del discurso pos-es- tructuralista tardío traspasó límites disciplinarios que todos sabemos que no tienen razón de ser y que han sido y siguen siendo socialmente construidos, pero que de todos modos gene- ran efectos reales de desconocimiento e insolvencia, transformando en profano, cuando no en simple tonto, a quien se atreve a transgredirlos por más doctorados en ciencias humanas que consten en sus diplomas.39 A lo largo y lo ancho del pos-estructuralismo el inventario de esas excursiones matemati- zantes es de una envergadura colosal e incluye el exasperante panegírico de Félix Guattari a la dinámica no lineal, las irrisorias inflaciones semánticas y confusiones de Jacques Lacan entre los números imaginarios y los números irracionales, la hermenéutica surrealista de Jean Baudrillard y François Lyotard sobre la geometría fractal y, por supuesto, la abstrusa descripción de Gilles Deleuze de los autómatas celulares rizomáticos, de los espacios lisos y estriados, del rizoma en contraposición a las gramáticas, de la afinidad entre territorializa-

39 En el sentido inverso el efecto es el mismo. A efectos de una comprobación igualmente patética, invito a conocer las intentonas sociológicas de Ludwig von Bertalanffy, de Hermann Haken o de Isabelle Sten- gers/Illya Prigogine (cf. Reynoso 2006).

139 ción y ritornello y del concepto riemanniano de multiplicidad. Del disparate de las herme- néuticas de la complejidad de Guattari, Baudrillard y Lyotard y de su flagrante inutilidad para cualquier concepción seria de la antropología he tratado ampliamente en diversos capí- tulos de mi libro sobre Complejidad y Caos con todo el rigor y el detalle de los que fui ca- paz (Reynoso 2006: 144-148; 318-328). Aunque refrescar esas críticas sería atinente en la medida en que esos galimatías (por la vía de Donna Haraway) alimentan ideas de Marilyn Strathern y de Roy Wagner que han en- contrado su vía de acceso hasta invadir masivamente el perspectivismo pos-estructuralista, dejaré aquí de lado este aspecto de la doctrina advirtiendo al lector que en general conviene poner preventivamente las referencias metafóricas a los tecnemas implicados (auto-orga- nización, escala, no-linealidad, fractalidad y caos) bajo la más cautelosa sospecha, como en realidad corresponde hacer con cualesquiera otros conceptos en cualquier disciplina (cf. Strathern 1988; 1992; 1995, en línea; 2004b; Wagner 1991; Viveiros 2002a: 438, 440; 2010: 92, 95, 100, 104-105, 109, 235, en línea). No encuentro mucho sentido, después de todo, en cuestionar el concepto de sociedad, el de cultura y el de concepto mismo, sólo para aceptar con la mayor obediencia y acríticamente cualquier lexema que nos llegue, mediado pero sin crítica, del campo de la complejidad. Identificar las fallas conceptuales de esos y otros matematismos desde las ciencias sociales no siempre es una labor trivial. Si me atrevo a hablar de ellas y a calificarlas como lo he he- cho es porque por una constelación de motivos no siempre felices he debido aprender, ense- ñar, investigar e implementar durante casi medio siglo materias y proyectos de lingüística formal, computación científica, modelos de simulación, algoritmos de complejidad emer- gente, máquinas de von Neumann, inteligencia artificial, redes neuronales y ciencia cogniti- va, escribiendo, editando y traduciendo varios libros y papers relativos al asunto (cf. As- pray 1993; Graubard 1993; Reynoso 1991b, en línea; 1993; 2006). Más todavía, en tiempos en que la antropología no era un modo de vida rentable en mi país y en áreas circundantes, el trabajo en esos campos fue mi principal fuente de ingresos y campo de investigación y desarrollo, y cuando la demanda se impone y la paga es razonable eventualmente vuelve a serlo. Esta circunstancia me ha proporcionado, como acordarían hasta los codificadores del Ane- kāntavāda, un conjunto de perspectivas (literalmente) que la formación estándar de los an- tropólogos no suele contemplar. Dichas perspectivas coinciden casi exactamente con los campos del saber a los que ha hecho alusión implícita Viveiros como el generoso profeta y name dropper histriónico que a él le fascina encarnar y poner en escena. Pero la diferencia entre nosotros es que él nunca se vio en la necesidad de ahondar en esos campos lejanos ni de pasar por la dura, larga y poco glamorosa ordalía del aprendizaje o por la consulta de los repositorios científicos originales (pongamos por caso, la obra de Bernhard Riemann), cuya lectura es tal vez más demandante que lo que la mejor antropología, llevada al límite, ha

140 sido capaz de soñar. Envidio a Viveiros, y lo digo de corazón. Todo lo que él debió hacer no fue más que leer un poco de literatura filosófica o antropológica de exégesis, operar el copy & paste, omitir todo rastro de definición, minimizar el comentario explicativo, repri- mir toda confesión de duda o desconocimiento, excluir todo asomo de ejemplificación de primera mano y dejar que los deslumbrados colegas se las arreglen. Desde las perspectivas en las que me he posicionado, sin embargo, se advierte que los ma- tematismos favoritos de los pos-estructuralistas, prevalentemente los de origen deleuziano, no han sido gestionados con un mínimo de adecuación ni en sus locaciones filosóficas de origen ni en su destino antropológico. Deleuze, en otras palabras, experimentaba dificulta- des técnicas inconfesas e insalvables desde mucho antes que algunos antropólogos comen- zaran a aplaudirlo. Cualquier estudiante primerizo de cada especialidad matemática invo- lucrada podría testimoniar con una cierta facilidad el carácter precario o defectuoso de a- quellos formalismos en ambos nichos de adopción en las humanidades. El problema con es- te testimonio es que los errores que se descubren son tantos y de tal calibre que su mera enumeración quita verosimilitud a una posible crítica: para el observador externo, tanta oquedad en una disciplina que se presume científica suena demasiado embarazosa para ser verdad. Lo penoso del caso es que sí es verdad y esto genera, al lado de la frustración metodológi- ca, un molesto interrogante. ¿Cómo es posible que tantos pos-estructuralistas elaboren, una tras otra, narrativas matematizantes cuyo sostenimiento depende en tal alto grado de la cre- dulidad ajena? ¿Cuáles son las condiciones que tienen que darse en el mercado transdisci- plinario para que eso suceda con tanta frecuencia? ¿Cómo pudo ser que la aceptación y oca- sionalmente el triunfo de esos metarrelatos en las ciencias sociales se haya llevado a cabo con la mayor impunidad? Aun si esos matematismos poseyeran un cierto respaldo subsistiría de todos modos una situación anómala: mientras que el grueso de la antropología (perspectivismo incluido) se eriza y dispara cargos de cientificismo apenas se aplican técnicas escolares que despliegan un grado muy modesto de formalización (el análisis estructural, la cantométrica, las estadís- ticas paramétricas elementales, el análisis componencial, las gramáticas culturales, el álge- bra del parentesco) los matematismos de alta complejidad que han pasado por el tamiz de la pedagogía pos-estructuralista, por abstrusos, crípticos e indescifrables que fuesen, nunca han sido sospechados de positivismo ni fueron objeto de la menor desconfianza. Una ins- tancia más, acaso, de lo que he llamado el efecto colesterol (cf. pág. 54, 104, 141): una pauta conductual recurrente del trabajo académico que los estudios culturales de la ciencia de Bruno Latour olvidaron interrogar. En este apartado crítico no me referiré en gran detalle a la comprensión de los matematis- mos por parte de Viveiros; ella no raya demasiado por debajo, a decir verdad, de la com- prensión de la lógica binaria, de la lingüística o de la complejidad organizada por parte de

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(digamos) Gregory Bateson o Claude Lévi-Strauss (cf. Reynoso 1990, en línea; 2006: 47- 64; 2008a: cap. 4). Pero así como Viveiros ha pretendido hacer pedagogía de su compren- sión de esos formalismos para imponer sus ideas en la comunidad antropológica, yo me permitiré desarrollar a muy grandes rasgos mi perspectiva sobre la naturaleza y la aptitud de las apropiaciones por parte de los pos-estructuralistas filosóficos, dejando a los perspec- tivistas antropológicos mayormente en paz excepto cuando sus atropellos se tornen insopor- tables. Si ha habido una provocación por parte de los primeros –y haya sido deliberada o accidental me consta que la hubo– los párrafos que siguen han de leerse como mi pequeña y alegre retaliación. Debido a que hace pocos meses he escrito un libro entero consagrado a desmontar los con- ceptos deleuzianos de rizoma, gramáticas, jerarquías y árboles, y dado que he consignado el puntero correspondiente en la bibliografía, procuraré no caer en redundancia con lo que expuse en él y concentrarme en el comentario crítico de sólo un concepto deleuziano en el que reposa la casi totalidad del edificio pos-estructural de Viveiros.40 Me refiero, natural- mente, al concepto de multiplicidad, tratado aquí más intensa y extensamente que en mi libro y con referencia explícita al tratamiento que se ha dado al concepto en el perspectivis- mo. Para elaborar esta crítica será menester recurrir frecuentemente a las ideas y escritos de Deleuze y Guattari, a quienes de aquí en adelante aludiré mediante el acrónimo D-G. 

El concepto de multiplicidad le viene a Viveiros de la lectura que Deleuze (antes de trabajar con Guattari) alegó haber hecho de alguna exégesis de la traducción francesa de un con- junto de trabajos de altas matemáticas escritos por el portentoso matemático Bernhard Rie- mann [1826-1886], trabajos que también he puesto a disposición del lector, tanto en su edi- ción original como en sus diversas traducciones (Riemann 1851, en línea; 1876, en línea; 1898, en línea). Mi hipótesis inicial es que en su apropiación antropológica la multiplicidad deviene un concepto-cajón apto para cualquier circunstancia, deliberadamente polimorfo y asociado a una connotación de excelencia sólo comparable a la que goza la idea de decons- trucción, pero que en el fondo carece de una denotación precisa, de toda utilidad heurística y de la más modesta capacidad instrumental en antropología por cuanto la interpretación de

40 El desmontaje que he practicado en ese mi libro predilecto se realiza prevalentemente desde la lingüística y la antropología. Algunos hallazgos de mi investigación me han llegado a sorprender más allá de mis expecta- tivas: ninguna de las ideas que Deleuze atribuye a Chomsky, por ejemplo, puede probarse que haya sido sus- tentada por Chomsky alguna vez; ningún texto escrito por Chomsky fue mencionado o siquiera citado de ma- nera indirecta, lo que junto a otros elementos de juicio me lleva a dudar que Deleuze los haya leído en abso- luto. De la primera a la última, todas las afirmaciones de Deleuze sobre fractalidad, sobre la implementación computacional de los rizomas, sobre los espacios lisos y estriados o sobre la naturaleza territorial del ritorne- llo son técnicamente insostenibles, y alcanza por un poco de Bateson elemental y un par de clicks en Wikipe- dia para poner al desnudo el bajo vuelo de su imaginación. En fin, hay mucho más por ahí, siempre en térmi- nos de un hipertexto abierto e inconcluso que invito a que el lector se lo apropie. El libro se puede bajar desde http://carlosreynoso.com.ar/?p=7901 (visitado en julio de 2014).

142 la idea original es inequívocamente otra y fatalmente errónea. Como también se verá, el sentido que pudo haber tenido el concepto en el campo de las matemáticas (y más en con- creto, en las geometrías no euclideanas y en topología) quedó, como se dice a veces, lost in translation. La multiplicidad, en una palabra, dista de ser lo que en el avispero deleuziano- perspectivista se cree que es. Veamos inicialmente los múltiples sentidos que Viveiros atribuye al concepto de multiplici- dad en Metafísicas Caníbales:

El libro expone e ilustra una teoría de las multiplicidades, sin duda el tema deleuziano que ha tenido la mayor repercusión en la antropología contemporánea. La multiplicidad deleuziana es el concepto que parece describir mejor no sólo las nuevas prácticas de conocimiento pro- pias de la antropología, sino también los fenómenos de las que éstas se ocupan. Su efecto es ante todo liberador. Consiste en hacer pasar una línea de fuga entre los dos dualismos que forman de alguna manera los muros de la prisión epistemológica en que está encerrada la an- tropología (para su propia protección, por supuesto) desde sus orígenes en las tinieblas de los siglos XVIII y XIX: Naturaleza y Cultura, por un lado, Individuo y Sociedad por el otro, los "marcos mentales últimos" de la disciplina, los que, como se acostumbra decir, no podemos considerar falsos porque es a través de ella que pensamos lo verdadero y lo falso. […]

Es posible que el concepto de multiplicidad sólo haya llegado a ser antropológicamente pen- sable –y por lo tanto pensable por la antropología– porque nosotros estamos pasando a un mundo no numerológico y posplural, un mundo en el que jamás hemos sido modernos; un mundo que ha dejado atrás, por desinterés más que por cualquier Aufhebung la alternativa in- fernal entre el Uno y lo Múltiple, el gran dualismo que gobierna los dos dualismos mencio- nados más arriba así que muchos otros dualismos menores.

La multiplicidad es así el metaconcepto que define cierto tipo de entidad cuya imagen con- creta es el “rizoma” de la introducción de Mil Mesetas. Como ha observado Manuel de Lan- da, la idea de multiplicidad es fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxonomista: con su creación, Deleuze destrona las nociones metafísicas clásicas de esen- cia y tipo (Viveiros 2010 [2009]: 100-101).

Lo más sorprendente es que el concepto que Deleuze atribuye a Riemann no tiene que ver en absoluto con los atributos que aquél imagina y con las definiciones que los deleuzianos han reproducido. De hecho, el concepto riemanniano originario no guarda relación ni con colectivos, ni con totalidades, ni con una decisión contraria a la taxonomía, ni con la im- pugnación del dualismo, ni con las redes de autómatas finitos que D-G llaman rizomas y que, como bien se sabe, pertenecen de lleno a las matemáticas discretas. Si conversamos con un matemático sobre la paráfrasis deleuziana de la noción riemanniana de multiplicidad (con sus líneas de fuga entre dualismos y el papel de estos dualismos en los juicios sobre lo verdadero y lo falso) no es seguro que entienda qué es lo que estamos queriendo decir. La multiplicidad riemanniana no tiene un ápice que ver con todo esto; a lo que Riemann se re- fería originariamente es a un concepto que haríamos bien en traducirlo al castellano como

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‘diversidad’ o ‘variedad’, que hoy tiende a traducirse al inglés como manifold y que he ilus- trado en nuestra Figura 4 (pág. 144) en una de sus infinitas encarnaciones imaginables.

Figura 4 – El disco es un manifold que mapea una parte de la esfera. Se necesita un atlas de 6 mapas para cubrir toda la esfera. © Jitse Nielsen - http://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sphere_with_chart.svg.

Ahora bien, un manifold [lit. ‘variedad’] es un espacio topológico que a una escala sufi- cientemente pequeña se parece al espacio euclideano de una dimensión específica; de este modo, una línea y un círculo son manifolds unidimensionales, un plano, un cilindro, una botella de Klein y una esfera son manifolds bidimensionales y así sucesivamente. El nom- bre de manifold es el equivalente inglés de Mannigfaltigkeit, término usado en la conferen- cia inaugural de Bernhard Riemann en Göttingen. El texto de lectura de esa conferencia fue lo que hoy llamaríamos su tesis de doctorado, escrita bajo la dirección de Carl Friedrich Gauss y largamente inédita. En ella Riemann (1851: 33, en línea) –inesperada figura tutelar del panteón rizomático– definió las bases para distinguir entre manifolds discretos y conti- nuos, puntos de partida de la ulterior teoría general de conjuntos y de la topología moderna respectivamente (Scholz 1999: 26). Como ya he dicho, y como nunca repetiré lo suficiente, Mannigfaltigkeit (derivado del adjetivo mannigfaltig, “variado”, “diverso”) no es sino el

144 vocablo original que llega a D-G a través de una serie de traductores, hermeneutas y divul- gadores bajo la forma no del todo incorrecta pero sí engañosa de multiplicité. Los efectos del sesgo connotativo y de la redefinición del campo de los valores semánticos implicados por la traducción inexperta de términos técnicos se muestran aquí particular- mente dañinos, alcanzando incluso al pensamiento de un crítico de Deleuze habitualmente criterioso, tal como lo ha sido Alain Badiou (2000, en línea). Como comprobaremos en se- guida, alcanza con leer lo que D-G dicen de Riemann para constatar que su concepción del pensamiento riemanniano se basa en elaboraciones terciarias, en criaturas de una imagina- ción desbocada y en la convicción de la ignorancia ajena, antes que en el conocimiento ínti- mo de las fuentes en alemán o de su traducción más o menos correcta al francés. Esa traducción ha sido al mismo tiempo problemática y reveladora y tal vez deba cargar con parte de la culpa por la confusión que generó. El ignoto L. Laugel tradujo Mannigfal- tigkeit indistintamente como multiplicité y como ensemble, opción esta última que priva al término de la imaginería de horda o muchedumbre zoológica primordial –nómade, iguali- taria, rizomática, salvaje, paleolítica y edénica– que D-G y quizá también Clastres habían creído encontrar en ella (Riemann 1898: 44, 195-197, 413-416, en línea). Multiplicité, mientras tanto, sugiere que las variantes mismas o bien poseen un carácter colectivo, repeti- tivo y cuantioso o vienen en gran número, idea que no estaba en el ánimo de Riemann ni forma parte del sentido de la expresión ni de su referencia en el uso técnico contemporá- neo.41 De hecho, algunos objetos matemáticos bien conocidos (el atractor de Rössler [1976], por ejemplo) poseen un solo manifold, mientras que muchísimos otros están compuestos por un número indefinido de elementos pero no se asocian a ningún colectivo de conjuntos que al- guien se haya molestado en tipificar. Los términos alemanes para multiplicidad/multiplici- ty/multiplicité (que no existen como palabras técnicas en las matemáticas contemporáneas) son Vielfachheit o Vielheit, expresiones que Riemann tampoco utilizó. Aunque multiplicité no está del todo mal en tanto no connote numerosidad o repetición, la traducción más ajus- tada de Mannigfaltigkeit habría sido variété, opción escogida por J. Hoüel que aparece es- porádicamente en la versión francesa de los textos póstumos de Riemann pero no en la tra- ducción de la Tesis a la que D-G jamás leyeron más que a través de divulgadores y comen- taristas de variado crédito: Albert Lautman, Jules Vuillemin, Henri Bergson, Gilles Chatelet

41 El lector puede consultar los originales y la traducción francesa de L. Laugel y J. Hoüel de las obras com- pletas de Riemann en el hipertexto bibliográfico al final de este documento. Los traductores al idioma inglés han optado por expresar como adjetivo el sustantivo original, derivado del inglés antiguo maniġfeald, empa- rentado con el altogermánico medio manecvalt y el sueco mångfaldig.Para ser un sustantivo en plenitud, el término inglés debería ser manifoldness, que es lo que propuso originariamente el traductor de Riemann al in- glés y genial matemático William Kingdon Clifford [1845-1879] (Riemann 1867, en línea). Recordemos que Deleuze, malgrado lo que pretenden sus hagiógrafos, no leía fluidamente ni alemán ni inglés. Bueno, por si no lo saben, Lévi-Strauss tampoco.

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(cf. D-G 1980: 46, 178, 462, 604, 606). Desbaratando de un solo golpe la trama de la inter- pretación deleuziana, la traducción castellana mayoritariamente aceptada por los matemá- ticos es, sencillamente, variedad. Viveiros parece intuir que “variedad” es una traducción equivalente a “multiplicidad”, por cuanto en una ocasión cita a “Albert Lautmann, el autor de referencia de Deleuze para todo lo relacionado con las matemáticas” a propósito de la eliminación de un centro de coorde- nadas privilegiado que Viveiros cree que se manifiesta en las geometrías riemannianas; Lautman usa, en efecto, más “variedad” que “multiplicidad” (Viveiros 2010: 107). Pero hay un importante número de fastidiosos inconvenientes con la cita de Viveiros, sin embargo, debido a que [1] el apellido de Albert Lautman [1908-1944] aparece torpemente germanizado (“Lautmann”); [2] independientemente de que las métricas sean inherentes o heterónomas, en todo espacio geométrico o topológico siempre opera un sistema de coorde- nadas (no necesariamente euclideano ni homogéneo ni permanente) y por eso se lo llama precisamente espacio; y [3] según la documentación que está a mi alcance Viveiros no leyó una sola página de la obra de Lautman, sino que conoce al autor por mediación de un artí- culo de David Smith, cuya referencia bibliográfica tampoco es perfecta. Este Smith, aclaro, no debe confundirse con Paul Smith (1988) que es el escritor a través del cual su admirada Marilyn Strathern leyó a Derrida, pues en este ambiente nadie lee en forma directa el tra- bajo de ningún otro estudioso mientras haya chances de evitarlo (cf. Strathern 2011: 245- 277). Lejos de la semblanza de Viveiros y Deleuze, Lautman (1938) sostenía la universalidad y unidad de las matemáticas y es justamente famoso por ello. En lo personal lo primero que me ofende de la cita de Viveiros es la arianización del apellido de un matemático judío bien conocido que fue asesinado a tiros por la espalda cuando intentaba escapar de un campo de concentración alemán en Toulouse. No obstante la cita de [David] Smith, Viveiros sigue sin plantearse la posibilidad de que “variedad” signifique otra cosa que lo que él primordial- mente imagina, esto es: una totalidad plural indescomponible. Lo segundo que me perturba, por otra parte, es que dado que Viveiros nunca se acercó siquiera a la obra de Lautman ni tuvo de ella una visión de conjunto se perdió de saber que este autor fue un partidario fer- viente de la concepción dialéctica de las matemáticas y amaba clarificar sus ideas usando diagramas arbolados, a los cuales en el microcosmos maniqueo de los deleuzianos sólo los déspotas son proclives (cf. Lautman 2006; Larvor 2010, en línea).42

42 Pensando exactamente al contrario de lo que D-G y Viveiros nos cuentan, Lautman había desarrollado una imagen de las matemáticas modernas como la expresión o realización de oposiciones conceptuales fundamen- tales (tales como continuo/discontinuo, global/local, definido/indefinido, simétrico/antisimétrico, todos y partes, dominios básicos y objetos definidos en esos dominios, sistemas formales y sus modelos). Cada tér- mino de esas dualidades era para Lautman una noción; las ideas dialécticas visualizan las posibles relaciones entre tales pares, pues, como nociones dialécticas (Lautman 2006: 242-243).

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En lo que al original alemán respecta, por ser manecvalt/Mannigfaltig una locución tan an- tigua y saliente, y siendo -keit el posfijo común para la sustantivación de cualidades, siem- pre pensé que no era posible probar que Riemann haya sido el primero en convertir el adje- tivo en nombre, como veremos que alegaban D-G sin mencionar la fuente de sus datos (D- G 2006: 491). Con los recientes avances tecnológicos en materia de digitalización y bús- queda cualquiera puede (re)descubrir, en efecto, que el propio director de tesis de Riemann, Carl Friedrich Gauss [1777-1855], había utilizado en el mismo sentido la palabra Mannig- faltigkeit veinte años antes que él en su Theoria residuorum quadraticorum, Commentatio secunda de 1831 (Gauss 1876: 176, 178, en línea). Veinte años es, en este negocio, una era geológica. Si D-G hubieran leído al menos la traducción de las obras de Riemann en forma directa y con la atención despierta, habrían advertido que ese hecho ya había sido reportado por el traductor J. Hoüel en una nota a sus publicaciones póstumas (Riemann 1898: 282, n. 1, en línea). Aunque no me he ocupado de seguirle el rastro en la literatura antigua, en lo personal tam- bién sospecho que en las lenguas indoeuropeas el sustantivo que denota un manifold (o más bien, una imagen acústica que designa un concepto de variedad) existe desde épocas muy tempranas y que por más que el metarrelato heroico de D-G suene tan apasionante ni Gauss ni Riemann se vieron en la coyuntura de acuñar nombre alguno ni documentaron ser cons- cientes de haber logrado dicha hazaña. La palabra, en fin, que denota una variante, un objeto diverso, un ejemplar entre otros, exis- te en el uso común de un número muy grande de lenguas. En griego, sin ir más lejos, se han usado πολλαπλότης y πολλαπλότητα desde tiempos inmemoriales; en sánskrito he encon- trado numerosos sustantivos para expresar multiplicidad ( = bahulatā; = bahu- tā; = bahulya) y también diversidad ( = vaiśvarūpya = multiform, manifold, diverse; = vairūpya, etc); el uso de estos vocablos en la mitología, la ciencia y la lite- ratura se remonta a unos cuantos siglos antes de los comienzos de la era cristiana (Monier- Williams 1976 [1899]: 724, 1027). En resumidas cuentas, Riemann descubrió (o, diría Roy Wagner, inventó) la multiplicidad tanto como Colón fue el primero en llegar a América, lo cual no ha sido óbice para que D-G, totalmente ajenos a la genealogía etimológica, a la traza semántica, al sesgo insoportablemente etnocéntrico de su narrativa y al significado técnico de su propio vocabulario escribieran en Mil Mesetas:

Volvamos a esa historia de multiplicidad, porque fue un momento muy importante la crea- ción de ese sustantivo precisamente para escapar a la oposición abstracta de lo múltiple y lo uno, para escapar a la dialéctica, para llegar a pensar lo múltiple al estado puro, para dejar de considerarlo como el fragmento numérico de una Unidad o Totalidad perdidas, […] para dis- tinguir más bien los tipos de multiplicidad. Así, por ejemplo, el físico-matemático Riemann establece una distinción entre multiplicidades discretas y multiplicidades continuas (estas úl- timas sólo encuentran el principio de su métrica en las fuerzas que actúan en ellas). […] No-

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sotros hacemos más o menos lo mismo cuando distinguimos multiplicidades arborescentes y multiplicidades rizomáticas (D-G 2006: 39).

[…] Evidentemente, un acontecimiento decisivo se produjo cuando el matemático Riemann sacó lo múltiple de su estado de predicado para convertirlo en un sustantivo, “multiplicidad”. Era el final de la dialéctica, en beneficio de una tipología y una topología de las multiplicida- des (D-G 2006: 491).

Esto es virtualmente todo lo que tienen que decir al respecto, al margen de un puñado de alusiones oscuras destinadas a dejar flotando la impresión de que el espacio riemanniano por antonomasia es lo opuesto al espacio métrico discreto, un espacio de cualidades antes que de números, poblado de multiplicidades no métricas (D-G 2006: 376, 492, 493). Pero al contrario de lo que luego insinúan D-G (y si bien hay, por cierto, una amplísima topo- logía derivada de Riemann y elaborada por Felix Klein [1849-1925] y Adolf Hurwitz [1859-1919]), un manifold se asocia típicamente a una estructura diferenciable que permite realizar los cálculos que sean menester en base a una métrica que se encuentra en las más refinadas y bellas que se conocen. En su obra de tesis Riemann, entre paréntesis, jamás mencionó la palabra “topología”, que fue inventada por Johann Benedict Listing [1808- 1882]; la noción de espacio topológico sólo se desarrolló a principios del siglo XX y as- pectos importantes de la teoría de la relatividad de Einstein se fundan en la geometría rie- manniana, y no en tanto en la topología, importante por derecho propio (véase Windham 2008, en línea). Siempre me ha sorprendido menos la capacidad de D-G de incrustar tantas inexactitudes en tan poco espacio que la habilidad de sus partidarios de dar por axiomático lo que ni siquiera es plausible. Observemos, por ejemplo, que el concepto de Mannigfaltigkeit/manifold/va- riété (acuñado como palabra técnica entre 36 y 16 años antes de la publicación de El Ca- pital) nunca pretendió implicar nada tan expeditivo y cataclísmico como “el fin de la dia- léctica”, una expresión que se refiere a una obsesión bergsoniana que Deleuze hizo suya pero que el antropólogo a quien Marx no quite el sueño no tiene por qué acompañar. Lejos de eso, Riemann encontró en la filosofía dialéctica en general y en la de Johann Friedrich Herbart [1776-1841] en particular sus fundamentos filosóficos esenciales, la noción de ma- nifold continuo y los conceptos básicos que subyacen a la comprensión de un espacio n-di- mensional y a la idea misma de magnitud (Herbart 1851 en línea; Riemann 1898: 281-282, en línea; Sholz 1982; Laugwitz 1999: 220, 222, 232, 287-292).43

43 Con algunas reservas en lo tocante a la filosofía de la ciencia y la metafísica, Riemann se consideraba her- bartiano en psicología y epistemología: “Der Verfasser ist Herbartianer in Psychologie und Erkenntnisstheo- rie (Methodologie und Eidolologie), Herbar’s Naturphilosophie und den darauf bezüglichen metaphysischen Disciplinen (Ontologie und Synechologie) kann er meistens nicht sich anschliessen” (Riemann 1876: 476, en línea). A través de los punteros de hipertexto que he definido en la bibliografía de este ensayo, el lector podrá comprobar la presencia simultánea de la dialéctica y del concepto de Mannigfaltigkeit en la obra del autor que inspiró buena parte del trabajo de Riemann (Herbart 1851: xiii, 26, 39, 97, 112, 144, 179, 286, etc, en línea).

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A esta altura del razonamiento queda en evidencia que todo el discurso deleuziano-vivei- riano de la multiplicidad carece de todo rigor y de todo valor de verdad. A fin de que la tra- ma oculta de la forma en que se han construido las dicotomías y los sistemas de valores correspondientes quede un poco más en evidencia cito la traducción francesa del ensayo de Riemann (de edición póstuma) Sobre las hipótesis que sirven de base a la geometría que D- G parafrasearán a partir de la interpretación exacerbadamente dualista del también dialécti- co Albert Lautman (1938) de maneras siempre entrecortadas y fragmentarias:44

La question de la validité des hypothèses de la Géométrie dans l’infiniment petit est liée avec la question du principe intime des rapports métriques dans l’espace. Dans cette dernière question, que l’on peut bien encore regarder comme appartenant à la doctrine de l’espace, on trouve l’application de la remarque précédente, que, dans une variété discrète, le principe des rapports métriques est déjà contenu dans le concept de cette variété, tandis que, dans une variété continue, ce principe doit venir d’ailleurs. Il faut donc, ou que la réalité sur laquelle est fondé l’espace forme une variété discrète, ou que le fondement des rapports métriques soit cherché en dehors de lui, dans les forces de liaison qui agissent en lui (Riemann 1898: 297; traducción de J. Hoüel).

Esta es la traducción del original que propongo:

La pregunta por la validez de la hipótesis de la geometría de lo infinitamente pequeño está li- gada a la pregunta sobre la base de las relaciones métricas del espacio. En esta última pregun- ta, a la que todavía debemos considerar perteneciente a la doctrina del espacio, se encuentra la aplicación de lo señalado más arriba; que en una variedad discreta, el fundamento de sus relaciones métricas está dado en la noción de ella misma, mientras que en una variedad conti- nua, el fundamento debe venir de fuera. La realidad que subyace al espacio debe formar ya sea una variedad discreta, o debemos buscar el fundamento de sus relaciones métricas fuera de ella, en las fuerzas vinculantes que actúan sobre ella (Riemann 1867, en línea).

De más está decir que el carácter figurado de la expresión de Riemann y el desorden con- vulsivo de las cambiantes paráfrasis de Deleuze hacen inevitable que muchos seguidores in- terpreten esas correspondencias exactamente al revés de lo debido, como cuando Éric A- lliez (2002: 107) (en un volumen al que Viveiros contribuyó con su artículo sobre los pro- nombres cosmológicos) contrasta las multiplicidades cualitativas internas con las multipli- cidades cuantitativas de exterioridad. Hasta donde sé, y como si a nadie le interesase mucho

44 En Bergsonisme Deleuze (1966: 32) menciona la traducción francesa de la obra de Riemann, aunque sigo estimando dudoso que la conociera de primera mano, toda vez que en su versión de Über die Hypothesen, welche der Geometrie zu Grunde liegen (o sea, la Habilitationsschrift) el traductor J. Hoüel no utiliza la expresión multiplicités sino variétés, tal como lo he subrayado en la cita. Deleuze también confunde, sin duda, la disertación inaugural de Göttingen de 1851 (Grundlagen für eine allgemeine Theorie der Functionen einer veränderlichen complexen Grösse) donde Riemann usa por primera vez la idea de Mannigfaltigkeit con el dis- curso de habilitación de 1854 en el cual el matemático caracteriza (como consta en el párrafo citado) la natu- raleza endógena y exógena de las métricas correlativas a las variantes discretas y continuas, respectivamente.

149 nada, ningún filósofo parece darse cuenta que en éste y otros casos la tipología sencilla- mente ha quedado cabeza abajo. No hay que salirse de la obra deleuziana para chocar con un número incontrolable de con- trasentidos. El colmo del esperpento se alcanza cuando en Le Bergsonisme, mucho antes de concebir Mil Mesetas, el propio Deleuze había escrito que hay

[…] dos tipos de multiplicidad. Uno está representado por el espacio. […] Es una multi- plicidad de exterioridad, de simultaneidad, de yuxtaposición, de diferenciación cuantitativa, de diferencia en grado; es una multiplicidad numérica, discontinua y concreta. El otro tipo de multiplicidad aparece en la pura duración: es una multiplicidad interna de sucesión, de fusión, de organización, de heterogeneidad, de discriminación cualitativa, o de diferencia de clase; es una multiplicidad virtual y continua que no se puede reducir a números (Deleuze 1988: 38 [1966: 30-31]; los contrasentidos son de Deleuze, los énfasis son míos).

Dejando de lado estas contradicciones embarazosas, frutos previsibles de una locuacidad y una grandilocuencia que se han salido de control, resta decir que tampoco existe en la obra de Riemann nada que se asemeje a una tipología articulada, exhaustiva y explícita de las multiplicidades –o de las Mannigfaltigkeiten para el caso– lista para ser extrapolada a la comprensión geográfica, antropológica o política del territorio amerindio (cf. Riemann 1876: 36, 255-268, 448-449; 477, 482, 492, en línea; cf. Dieudonné 2009: 49-50). Lo con- creto es que diferentes conjuntos de atributos y operaciones matemáticas definen un núme- ro indefinido de clases de manifolds distintos, unos pocos de los cuales fueron intuidos por Riemann mientras que muchos otros no; hay entonces manifolds compactos, diferenciables o continuos, cobordantes, de Poincaré, Finsler, Grassman, Kähler, Stiefel, Whitehead, Wie- dersehen, isoespectrales, invariantes o separadores, algebraicos, abstractos, conectados o desconectados, con o sin bordes, estratificados, simplécticos... Pero ciento cincuenta años después de Riemann y un siglo después de Henri Poincaré la clasificación en sentido estric- to de los manifolds por encima de las tres dimensiones ya no es sólo uno de los problemas abiertos de la topología, sino uno que se sabe indecidible (Markov 1958; Stillwell 1993: 4- 5; Lee 2000: 7). Lo más bizarro de todo esto es que Viveiros celebra, siguiendo a De Landa, que la idea de multiplicidad sea “fruto de una decisión inaugural de naturaleza antiesencialista y antitaxo- nomista” mientras que D-G honran el papel pionero de Riemann en la creación de una tipo- logía de las multiplicidades (Viveiros 2010: 100-101). Toca al lector escoger, una vez más, si aquí nos hallamos ante un caso de doble vínculo o de mala fe, o si estas ruidosas contra- dicciones son sólo efecto de haber perdido el arte de interpretar correctamente textos es- critos con la claridad del cristal. Poco a poco vamos viendo que por fácil que sea su desmontaje desmentir las pretensiones del perspectivismo es un proyecto que es cualquier cosa excepto trivial. Que todas las mul- tiplicidades carezcan de métricas, que sean como se pretenden que son y que resulten esen-

150 ciales para la comprensión de la cultura le daría una pizca de razón, por ejemplo, a Marilyn Strathern con su discurso sobre los unos y las totalidades, haría un poco más plausible la idea de la obsolescencia del concepto de sociedad, oscurecería todo intento de análisis y explicación, remitiría toda la antropología conocida al arcón de los recuerdos y conferiría una cierta plausibilidad a todos los argumentos perspectivistas que cuelgan del hilo de esa idea. Pero en el modelo de D-G en el que Viveiros cree a pies juntillas toda esa metafísica depen- de de una ingeniosa técnica de la distorsión que toca aquí desvelar cómo funciona. El truco es simple: al desarrollar el tema de lo liso y lo estriado (y dado que –recordemos– los auto- res jamás leyeron directamente la obra de Riemann), D-G citan largamente a Lautman deta- llando diversos aspectos del espacio riemanniano que no vienen directamente a ningún ca- so; en el medio de la argumentación cierran las comillas de repente y continúan diciendo que “es posible definir esta multiplicidad independientemente de una métrica…” y siguen en esa tesitura como si fuera Lautman (con referencia a Riemann) quien continúa descri- biendo espacios y multiplicidades, asignándoles las propiedades que convienen a los filóso- fos rizomáticos primero y a los antropólogos perspectivistas después (D-G 2006: 492). Ésta es acaso la instancia canónica de la “labor de encomillado” en acción, la astucia que hemos visto a Viveiros a usar con tanto ingenio (cf. arriba, pág. 118). En este punto la re- torsión se torna tan evidente como incontrolable: Lautman nunca usó la palabra “multiplici- dad” en ese contexto y jamás expresó algo tan necio como que una variedad fuera indepen- diente de una métrica. Es penoso tener que subrayarlo, pero como el mero nombre de geo- metría lo indica, cualquier texto de geometría riemanniana (y los hay por miles) no se refie- re a ninguna otra cosa que a las métricas de los espacios de Riemann (cf. Cartan 1983; Per- digão do Carmo 1992; Morgan 1993; Lee 1997; Gromov y otros 1999; Postnikov 2000). Al lector que todavía crea que la “multiplicidad” riemanniana tiene que ver con colectivos indescomponibles y no cuantificables le recomiendo asomarse a las piezas de software que realizan cálculo de tensores en geometría diferencial, incluyendo métricas y curvaturas rie- mannianas. En mis años jóvenes he contribuido eventualmente al desarrollo de estas tecno- logías (v. gr. Lee 2011, en línea).45 Nada hay en todo esto que refrende la idea de multipli- cidad que se alienta desde Deleuze a Viveiros. A no ser que el empecinamiento de los can- didatos a adoptar una teoría cualquiera sea verdaderamente irreprimible, una nueva mirada a la figura 4 más arriba (pág. 144) sumada a lo que llevo dicho, puede ayudar a despejar las dudas, permitirnos mirar los manifolds a la cara y hacer que comprendamos mejor hasta qué punto los pos-estructuralistas y sus epígonos han pretendido engatusarnos, pretendien- do que compráramos (sin que casi nadie advirtiera sus astucias) su mágico, cientificista e imposible concepto de multiplicidad.

45 Véase la rica página de Wikipedia sobre programas de cálculo de tensores (a la que también he contribuido hace unos meses) en http://en.wikipedia.org/wiki/Tensor_software - Visitado en agosto de 2014.

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Sumado a tantos otros elementos de juicio, el truco torpe y pueril del desencomillado, en fin, me lleva a creer que la semblanza de D-G ya no es fruto de una simple incompetencia o una consecuencia de una cadena de intermediación más larga de lo razonable, sino que es producto de un acto deliberadamente tramposo susceptible de ser reproducido ad libitum: se toma una obra de una autoridad respetada cuya literalidad nadie va a poner en duda, se la hace leer por un tercero, se enmarca lo que éste dice de cierta manera mediante diacríticos, cortes, glosas y puntuaciones y se le hace decir lo que a uno se le antoja. Pero las tramoyas de D-G son sólo una parte de la cuestión; el problema mayor para la an- tropología no es tanto que Viveiros no sea capaz de advertir estas jugarretas de intelectuales que se saben proclives a la fantasía, sino que construya su edificio conceptual sobre una fundamentación tan precaria y que contribuya a la engañifa germanizando a un judío, des- dialectizando dialécticas y replicando técnicas de encomillado viejas como la vida que nun- ca debieron hacer pie en la disciplina. Pues a fin de cuentas fue él quien insistió, sin que na- die lo obligara, en mencionar a Riemann y a Lautman desde la perspectiva antropológica sin tomar la precaución de aprender la matemática requerida y de chequear todas y cada una de las fuentes implicadas. No existe nada entonces que se parezca a un espacio riemanniano inherentemente no-métri- co, monolítico, in-divisible, refractario a todo conato de medición o categóricamente eman- cipado y hostil a la concepción euclideana del espacio que se maneja desde siempre en las ciencias sociales o en los mapas cognitivos que rigen la visión de las cosas en la vida coti- diana de los Yawalapíti, de Viveiros, de usted y de mí (cf. Barkowsky y otros 2003: 219; Berger 2002: 243-322; Gromov 2007; Mast y Jäncke 2007; Freksa y otros 2008: 131, 299, 305, 336, 355, 404; Hölscher y otros 2010: 73). Descartados por completo conceptos tales como los propuestos por Roy Wagner y Marilyn Strathern (quienes siguen hasta hoy sin leer ni a Deleuze, ni a Lautman ni, por supuesto, a Riemann), no existe tampoco en toda la antropología, ni siquiera en la más afin a una estrategia perspectivista, un dato o un concep- to que pueda beneficiarse seriamente del concepto riemanniano de manifold. Es por ende un hecho que no hay nada en los desarrollos riemannianos (o en la paráfrasis de Lautman) que involucre algo tan peregrino como el fin de la dialéctica, que refunde la relación entre los unos y las totalidades, que preste apoyo a la sustitución de “la sociedad” por “los colectivos”, que sustente la idea de la “persona fractal” o de “dividuo”, que defina algo parecido a líneas de fuga, de segmentariedad o de desterritorialización, que sustente una ontología “chata”, que defina un sistema de minoración de n-1 dimensiones, que des- trone a las metafísicas clásicas basadas en taxonomías, tipos y esencias, que contribuya a la comprensión de los agenciamientos colectivos, la re-territorialización, la segmentariedad flexible, la rostridad, el cuerpo sin órganos, la ciencia nómada, las series miméticas, los a- paratos de captura o el devenir intenso, que tenga algo que decir contra el dualismo de

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Naturaleza/Cultura o que ponga en un brete a las multiplicidades arborescentes, sea eso lo que fuere. El lector atento habrá descubierto además un segundo factor de entropía que acompaña el tránsito desde las ideas matemáticas originales pasando por su traducción al francés, su a- dopción por parte de D-G a partir de las paráfrasis de Lautman, Vuillemin, Chatelet o Dios sabe quién, su reinterpretación filosófica de divulgación en manos de alguno de los Smith y luego en la obra de Strathern o De Landa hasta llegar a su apropiación por parte de Viveiros cuatro, cinco o tal vez seis generaciones de intermediarios más tarde. En la vida intelectual, las cadenas de inspiración, influencia y copia se alargan y degradan más rápido de lo que cualquiera de nosotros quiere imaginar. Aunque más no sea por un mínimo escrúpulo de dignidad intelectual, me cuesta creer que alguien entre los que están leyendo este libro (sobre todo en el estamento de los estudiantes, candidatos de maestría, doctorandos y pos- doctorandos) se avenga a ser, sin ofrecer alguna resistencia, como en el Anekāntavāda, el séptimo u octavo eslabón de una cadena de ciegos a los que otros ciegos llevan de las narices. En los devenires del perspectivismo reciente se han manifestado, además, otros factores de pérdida de sentido ocasionados por la falta de una lectura directa, responsable y reflexiva, así como por la avidez que tienen algunos de sus responsables por ponerse a enseñar lo que no han acabado de aprender. Algunos de esos factores decantan en discusiones bizantinas o, peor todavía, en contraposiciones latentes que nunca encuentran la vía de su resolución. Menciono una contradicción entre mil: mientras que Viveiros considera que las palabras en que se plasma la cosmovisión amerindia ganan en significación, subsanan los dilemas del etnocentrismo concomitante y ascienden en el escalafón perspectivista cuando se interpre- tan como pronombres y no como sustantivos, para D-G la idea riemanniana de multiplici- dad adquiere un significado más esclarecedor y una entidad más meritoria cuando se eman- cipa de su rol en construcciones gramaticales de segunda categoría y se sustantiviza, como si dos y medio milenios más tarde fuera Aristóteles quien todavía dicta las reglas y como si la promoción de ontologías y axiologías logocéntricas de esta índole siguieran siendo los dilemas filosóficos de resolución primordial en un momento en que los saberes en esta re- gión de las ciencias sociales están perdiendo aceleradamente credibilidad, utilidad e in- fluencia (cf. Viveiros 1996b versus D-G 2006: 491). Aun cuando las concepciones de D-G y de Viveiros están las dos impregnadas de un esen- cialismo que trasmite la ilusión de estar haciendo buena ciencia, ambas –concurrirá el lec- tor– son en gran medida ortogonales, contradictorias y de imposible orquestación conjunta. Si bien a los partidarios del movimiento les queda argumentar que hay muchas interpre- taciones posibles de una idea y que somos los críticos quienes no acabamos de comprender lo más elemental, lo concreto es que son una vez más D-G (y ya no el positivismo, Pinker, Sokal o Chomsky) quienes están aguando la fiesta sustantivista y sacando a la luz, una tras

153 otra, las flaquezas que conciertan uno de los simulacros más feos jamás urdidos en la antro- pología de América Latina.

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CONCLUSIONES

En estas conclusiones lo primero que cabe hacer, más que resumir lo que ya se dijo, es examinar las implicaciones que ha tenido en el pasado, las consecuencias que se observan en el presente y los retos que se ciernen sobre el futuro de la antropología ante la pers- pectiva de continuidad de tácticas de bricolaje sintético, pérdida de contexto y replicación desgastante como las que hemos descripto. Ya hemos interrogado los puntos esenciales que conforman el perspectivismo tal como se manifiesta en el presente. Cabría agregar antes que el libro acabe un par de observaciones atinentes a su pasado y a su futuro. En lo que concierne a la modalidad clásica de la doctrina lo primero que se constata cuando se indaga cómo fueron las cosas antes y después que el perspectivismo se adueñara de la escena, es que su advenimiento no se manifestó bajo la forma de una revolución abrupta, reminiscente de esos fenómenos de morfogénesis descriptos en la teoría de sistemas o de lo que en dinámica no lineal se llamaría una transición de fase de segundo orden, esto es, un cambio súbito con alcance a la totalidad del campo. A diferencia de lo que fuera el caso con (por ejemplo) la antropología interpretativa geert- ziana, que dividió a la antropología en dos, o con el posmodernismo, tras cuyo paso no vol- vía a crecer la hierba, el perspectivismo generó no tanto una Gran División como una dis- yunción opcional, un desvío localizado, un atajo de alcance regional, de interés teórico cir- cunscripto y de tráfico más bien lento. Quienes no hayan prestado atención a los avatares de la antropología estructuralista francesa o a la etnografía de Amazonia, o quienes están con- centrados en estudios de área alejados de la etnología general (antropología médica, jurídi- ca, económica, política, cognitiva, lingüística, urbana, etc.), puede que tarden años en en- terarse que algo peculiar está sucediendo en la disciplina. Conjeturo que el ciclo de la pri- mera fase del movimiento, el perspectivismo propiamente dicho, se encuentra en vías de cerrarse, si es que no se ha cerrado ya. La segunda fase, la llamada antropología pos-estruc- tural de Viveiros (2010 [2009]), no guarda casi relación con la anterior y recién se encuen- tra en fase programática, aunque es de esperar que herede un cierto caudal de los partidarios de la versión anterior y que se vayan sumando en el camino (a caballo del Efecto San Ma- teo) investigadores que se encuentran de momento huérfanos de un marco de referencia. En sus orígenes, el primer perspectivismo (dominado por el animismo de Descola), genera- ba más reacciones de tedio que de rechazo, lo que más tarde se comprobó que lejos de com- prometer a propios y ajenos en un choque frontal favoreció una especie de pausada pene- tración capilar. Consultada a propósito de aquel perspectivismo, todavía hoy la mayor parte de la audiencia académica fuera de Brasil opta aluvionalmente por  No sabe/No contesta. El desafío que planteaba el movimiento no era tan perentorio como para que decantara y preci- pitara por cismogénesis una facción contraria que elevara el nivel de la alarma y se dedicara

155 a la contienda con dedicación exclusiva. Muchos de nosotros dejamos hacer y todos ellos algo hicieron. Como sucedió a veces con otras doctrinas nuevas, los conversos recientes se fueron tornan- do adictos a sus pronunciamientos, tanto más cuanto más vitriólicos y confrontativos em- pezaron a sonar. Los profesionales de más larga data, por su parte, encontraron que la doc- trina, los métodos y los hallazgos de los nuevos evangelios distaban de ser tan originales y suculentos como se había pretendido. Lo que no es nuevo no intimida; a lo sumo desalienta. Consecuentemente, quienes no se sumaron al movimiento optaron por dejar las cosas ahí, como cabe hacer con las amenazas que se agotan en ser más de lo mismo o que lucen como si nunca fueran a adquirir momento. Lo que sucedió entonces fue que una alta proporción de los críticos quedó atrapada en lo que daba la sensación de ser una resistencia conserva- dora, a la defensiva, propalando un mensaje más previsible acaso que aquél contra el cual la crítica se erigía, pese a que este nuevo enemigo hablaba de animismo, de totemismo, de shamanismo, de participación y de otros temas que se dirían más propios del siglo XIX que del XXI. Pocos críticos, en fin, aceptaron el riesgo de parecer convencionales y consecuen- temente se callaron la boca. A la larga ésta resultó ser una mala decisión, pues cuando qui- simos darnos cuenta (hacia 2005, digamos) en Brasil al menos medio mundo se había tor- nado perspectivista. Si se hubiera reaccionado a tiempo tal vez las cosas se habrían desenvuelto de otro modo, pero para reaccionar con energía hay que tener con qué. El primer problema que percibo en el programa de lo que pudo haber sido un frente crítico ante el primer perspectivismo es que las virtudes y defectos del movimiento recién se ponen de manifiesto si uno está de ve- ras familiarizado con el estructuralismo, lo que nunca ha sido ni pasión de multitudes ni empresa fácil. El segundo problema que explica la flaca y tardía reacción en contra de las propuestas de Descola en América Latina es que en nuestra disciplina es altamente impro- bable que alguien esté de veras familiarizado con un marco teórico si no está en alguna medida comprometido con él. Cuando a fines de la primera década de este siglo Viveiros viró del estructuralismo al pos- estructuralismo el problema que se presentó fue virtualmente el mismo pero con las distin- ciones del caso: si se hubiera querido formar un frente crítico contra la nueva mutación teó- rica no habría podido concretarse, ya que nadie conocía suficientemente el pos-estructu- ralismo que no fuera ya pos-estructuralista o estuviera dispuesto a serlo. En consecuencia, nadie podía discernir tampoco si el ya añoso pos-estructuralismo filosófico respaldaba el nuevo proyecto o si éste era (como a mi juicio lo sigue siendo) un avatar empobrecido de una doctrina hace tiempo desacreditada. Volviendo unos momentos al primer perspectivismo, lo primero que resalta es su falta ab- soluta de originalidad. Cualesquiera hayan sido los mitos de origen y los héroes culturales que ellos pretendieron homologar para darse corte (Nietzsche, Whitehead, Riemann, ¡Or-

156 tega!...), si no hubiera habido un Lévi-Strauss no habría habido un Viveiros y mucho menos un Descola. No he sido capaz de hallar ni una sola idea perspectivista del género clásico que no se encuentre prefigurada, próxima, semejante, reminiscente o idéntica en el estructu- ralismo lévi-straussiano. Todas las veces que Descola o el primer Viveiros han pretendido ir más allá del maestro, pocas páginas más tarde o en obras apenas más tardías, ellos en- contraron que Lévi-Strauss ya había expresado virtualmente lo mismo y que lo había hecho (añado yo) con harto mayor soltura y elegancia más perfecta. Así ha resultado entonces que muchos de los conversos ulteriores al perspectivismo hayan creído citar a sus próceres cuando en realidad no hacían más que glosar a Lévi-Strauss. Ahora bien, persuadir al lector profano o al estudioso de memoria frágil ha sido hasta hoy fácil para los perspectivistas porque desde los años de nuestro aprendizaje nos hemos habi- tuado a leer a Lévi-Strauss con el dedo mojado y prestos a adelantar las páginas, miserable- mente traducido y a las zancadas, un poco como hemos visto que Latour leyó a Stocking, Viveiros a Deleuze y a uno de los Smith, Deleuze a Lautman y Strathern al Smith restante. Comprobadamente, cuando los perspectivistas afirman algo sobre Lévi-Strauss (no importa qué) el lector tiende a posicionar lo que ellos dicen en el marco de una reminiscencia agóni- ca que ya casi no retiene lo que se aprendió en la escuela en tan pobres condiciones y tanto tiempo antes. Advertir la visceral falta de originalidad de los principales predicados pers- pectivistas en versión animista toma entonces un tiempo, y lo usual es que no llegue a ad- vertirse nunca. Ni siquiera las confesiones de Viveiros o de Descola sobre su deuda inte- lectual impaga han causado gran revuelo, pues al final del día ¿quién se acuerda de ellas? Pero quienes tienen los textos a la mano y los auscultan con la paciencia necesaria han de ser huesos más duros de roer, sobre todo ahora que el hipertexto, los reconocedores de patterns y los motores de búsqueda agigantan la memoria en varios órdenes de magnitud. Siempre se ha dicho que no es muy fácil engañar a muchos durante mucho tiempo. Como los tiempos se han acelerado tanto, ha de ser por eso es que ahora resulta tan difícil mentir a otros o engañarse a uno mismo más allá de un instante. Por eso es que ahora, recién ahora, el edificio perspectivista comienza a revelarse precario incluso en las que hasta hace poco parecían ser sus bazas más robustas. Lo dicho se aplica a ambas versiones del perspectivismo. Hace unos meses ofrecí gratifica- ción y reconocimiento público de su hallazgo a quien me mostrara una evidencia decente y sustancial de la originalidad, exactitud y productividad de la doctrina perspectivista en lo atinente a, por ejemplo, las relaciones entre naturaleza y cultura, o a quien certificara la ad- misibilidad de la hermenéutica viveiriana de la multiplicidad en conformidad con las defini- ciones de Riemann, exaltadas por Deleuze y requeridas para sostener el modelo. Aunque hay quien dice que éstos son los puntos fuertes del programa, al cabo de unos breves mi- nutos de libros en papel, Web, navegación, JSTOR y library querying en tiempo real los po- cos perspectivistas epigonales que reclamaron la recompensa debieron volver sobre sus pa-

157 sos sin llevarse un centavo. En lo que hace a la segunda variante del perspectivismo, mi li- bro Árboles y Redes: Crítica del Pensamiento Rizomático (Reynoso 2014b, en línea), con foco en Deleuze, es el fruto que resume los resultados de las búsquedas que realicé con alumnos y colegas, así como este libro lo es de las exploraciones que siguieron. Dado que el ofrecimiento todavía está abierto, sería bueno que quien se crea merecedor del descubrimiento de la primera idea perspectivista simultáneamente interesante y original eche un vistazo a las confesiones de sus propios pontífices. En Cosmological perspectivism, por ejemplo, un libro atormentado por idas, vueltas y cualificaciones, Viveiros demuestra sin querer (pero de manera ejemplar) el carácter derivativo y conservador de lo que pasa por ser el núcleo de la doctrina perspectivista en su modalidad inicial:

La teoría de Descola del animismo es otra manifestación de una disatisfacción generalizada por el énfasis unilateral en la metáfora, el totemismo y la lógica clasificatoria que caracteriza el concepto lévi-straussiano del pensamiento salvaje. Esta disatisfacción ha impulsado mu- chos esfuerzos por estudiar el lado oscuro de la luna estructuralista, rescatando el significado teorético radical de conceptos tales como participación y animismo que se vieron reprimidos por el intelectualismo de Lévi-Strauss. Sin embargo, está claro que muchos de los puntos de Descola ya estaban presentes en Lévi-Strauss (Viveiros 2012: 85).

En la compilación que lleva por título A insconstância da alma selvagem, Viveiros inespe- radamente admite que la antropología estructural se muestra en su obra como un móvil que cambia siempre de lugar, un texto respecto del cual el suyo propio es apenas una humilde nota al pie y que al final del camino, cuando una obra se acaba, vuelve a aparecerse cuando se creía haber escapado de ella (Viveiros 2002a: 18). Incluso en Metafísicas caníbales, el libro que marca su salida clandestina del perspectivismo descoliano y su adopción plena del pos-estructuralismo, Viveiros glorifica a Lévi-Strauss como no lo había hecho hasta enton- ces. Hablando de sus deudas intelectuales escribe:

Pero mucho antes que todos ellos [Roy Wagner, Marilyn Strathern, Bruno Latour] estaba Claude Lévi-Strauss, cuya obra tiene una cara vuelta hacia el pasado de la disciplina, que ella corona, y otra hacia su futuro, que anticipa. Si Rousseau, según este autor. debe ser visto como el fundador de las ciencias humanas, entonces habría que decir del propio Lévi-Strauss que no sólo las refundó, con el estructuralismo, sino que las ha virtualmente “in-fundado”, indicando el camino hacia una antropología de la inmanencia (Viveiros 2010 [2009]: 22).

Es sorprendente que Viveiros no sólo reconozca esa deuda intelectual sino que dé por sen- tada la corrección del análisis estructural del mito, un simulacro de método en el que el grueso de la comunidad antropológica nunca pudo creer verdaderamente y que a esta altura del siglo ya carece de toda credibilidad fuera de la corriente principal de la antropología francesa y del alumnado lévi-straussiano en Brasil (cf. Bartolomé 2014). Una revisión apre- tada de la producción de Descola y de Viveiros nos revela que, en efecto, la crítica que la antropología en pleno ha formulado a la analítica estructuralista (desde Marvin Harris a

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Clifford Geertz, desde Adam Kuper a Terence Turner, desde Paul Shankman a Edmund Leach, desde Stanley Diamond hasta David Schneider) ni siquiera fue tomada en cuenta. Lejos de mí sugerir que Viveiros y Descola deberían haber considerado las críticas internas del método estructural que vengo formulando desde hace tres décadas, aunque honesta- mente creo que no hay en ellas fisuras comparables a las que sí se encuentran en sus exége- sis (cf. Reynoso 1990, en línea; 1998, en línea, 2008). Pero más allá de los míos la literatura antropológica está colmada de cuestionamientos al método que son demoledores y de muy buena calidad. Uno de los mejores y acaso el más regocijante es el de Dan Sperber. Éste observa que Lévi-Strauss asegura que todos los mitos pueden reducirse a esta fórmula:

Fx(a) : Fy(b)  Fx(b) : Fa–1(y) Prosigue Sperber:

En Antropología estructural [1973b: 208] él explica la fórmula en un breve párrafo. En De la miel a las cenizas la menciona una vez más y agrega: “Convenía citarla por lo menos una vez para que se convenzan de que desde entonces no ha dejado de guiarnos” [1971: 206]. Si un químico o un lingüista hicieran una aseveración semejante, esperaríamos que elaborara esa fórmula más allá de cualquier riesgo de imprecisión o ambigüedad. Lévi-Strauss no hace nada de eso. No da un solo ejemplo paso a paso. Ni siquiera menciona esa fórmula en alguna otra parte de su obra. La mayoría de los comentaristas sabiamente ha hecho de cuenta que la fórmula no existe (Sperber 1987: 65).

Como yo lo hiciera independientemente en mi crítica de principios de los años 90, Sperber también encuentra más de un binarismo forzado:

Una de sus figuras favoritas es una forma bastante rara de sustitución o sinécdoque de “lo abstracto por lo concreto”, en la cual una cualidad se usa como equivalente de la persona o cosa que la posee: una calabaza es referida como “un contenedor”, la bebida en ella como “lo contenido”. Un mocasín es un “objeto cultural”, la hierba un “objeto natural”. Menos trivial- mente, el hueso es referido como “lo opuesto del alimento”, un matorral espinoso como “na- turaleza hostil al hombre”, de nuevo un mocasín como “anti-tierra” y así sucesivamente (Sperber 1987: 67).

Clara y formalmente, un análisis fundado en la asignación de instancias a clases define un problema intratable no porque carezca de solución, sino porque sus soluciones son infinitas: Para quien tenga ojos para ver, el análisis estructural no es más que la asignación de instan- cias a clases sin ningún constreñimiento explícito. El problema del análisis es entonces un problema de decisión. Y más específicamente es un problema de decisión indecidible pues, como decía Georg Cantor [1845-1918], hay más clases de cosas que cosas, aun cuando las cosas sean infinitas; o más bellamente, “cada clase tiene más subclases que miembros” (cf. Quine 1937: 120-124). El pensador más riguroso del relativismo confirma esta circuns- tancia: “Dos cosas cualesquiera –escribía Nelson Goodman (1972: 443)– tienen exacta-

159 mente tantas propiedades en común como cualesquiera otras dos”. Si el lector se obstina en seguir creyendo en la analítica estructural (y en sus derivaciones pos-estructurales) no obs- tante su violación de las premisas básicas de la teoría elemental de conjuntos, me temo que no hay más nada que yo pueda hacer al respecto. Dado el esquema limitante del que se nutrió, en fin, no es de extrañar que el primer pers- pectivismo nunca pudiera levantar vuelo y que el segundo, a pesar de sus infatuaciones de- constructoras, adoptara para su uso interno una estrategia de credulidad metódica ante cual- quier propuesta de talante heterodoxo y acabara dependiendo de insumos teóricos de cuar- to, quinto o más alto orden de intermediación, masticados, digeridos y simplificados dili- gentemente por todos los miembros de la cadena como si en ello les fuera la vida. El otro gran problema del perspectivismo a señalar aquí concierne a su futuro y a las formas en que su doctrina habrá de replicarse. Lo más preocupante de este movimiento teórico no son tanto los posibles efectos de la simbiosis entre el pensamiento pos-estructuralista más verboso venido de Europa y la práctica más pasiva y susceptible al contagio mantenida en Latinoamérica, sino la narrativa inevitablemente trivializada que tarde o temprano se tejerá en las cátedras y en los congresos de la antropología latinoamericana en torno a los pocos asuntos en los que al perspectivismo parece que le va un poco mejor. Mi sensación es que el perspectivismo recién está arrancando y que no se extinguirá esta noche, pero que de un modo u otro ya no se encuentra en su etapa de experimentación crea- tiva sino en fase de meseta, multiplicación mecánica y piloto automático: de allí que quie- nes no comulgamos con él sintamos que en lugar de hacerse cada día más sólido se está tor- nando cada vez más insustancial. Aunque es seguro que continuará expandiéndose, urge salirle al cruce en cuanto se pueda antes que se torne todavía más monótono y nos quede- mos sin motivación, optando por aminorar la marcha, dejarlo hacer y afrontar en lugar suyo a la variante teórica que inevitablemente habrá de seguirle. Tal como van las cosas y a juz- gar por el caso presente, no creo que la teoría que le siga traiga una mejora apreciable: si hay una ley en el desarrollo de las ciencias después del posmodernismo, esta ley dice que a medida que ellas se suceden, su persuación decae y el tiempo pasa, cada moda acaba aver- gonzándonos un poco más que la anterior. Por lo que puede observarse hasta ahora, en el corto y en el mediano plazo cabe esperar más un empobrecimiento que un progreso significativo, tanto más cuanto que el movi- miento continúe su expansión a un ritmo cada vez más febril. La riqueza de vocabulario y de matices descriptivos y analíticos apenas modesta de la que hace gala Viveiros y su cose- cha de hallazgos, por empezar, no se ha visto que mejoren mucho en la obra de sus dis- cípulos. Pero es en la aceptación pública de este régimen de declinación donde radica la clave de lo que sucede. A la luz de las comprobaciones que hemos hecho y de otras que po- dríamos seguir multiplicando, el triunfo del segundo perspectivismo en el mercado de ideas ahora al fin se explica, pues en base a los recursos de verbalización pura que el modelo

160 proporciona el estudioso sólo tiene que aprender a recitar las premisas y ajustar el léxico para volver a poner en marcha (como si hiciera falta) lo que la doctrina está en capacidad de hacer. Ni siquiera es necesario fingir ahora que se lleva adelante un análisis estructural, se abstrae un patrón de red, se deduce una consecuencia o se induce una gramática. Lo único que hay a la vista es un cambio de vocabulario, la clase de cambio ideal para que nada más cambie. Sobre el aggiornamento terminológico el propio Latour nos dicta inadvertidamente el pro- cedimiento que podríamos emplear. Si el candidato a perspectivista viveiro-latouriano ha escrito un estudio sociológico o antropológico a la antigua usanza tanto mejor, pues sólo tendrá que usar un procesador de texto, cargar el documento y activar las operaciones de search/replace que aquí se sugieren:

[Se deberá escribir] “actante” en vez de “actor”, “red de actores” en vez de “relaciones socia- les”, “traducción” en vez de “interacción”, “negociación” en vez de “descubrimiento”, “mó- viles inmutables” e “inscripciones” en vez de “prueba” y “datos”, “delegación” en vez de “ro- les sociales”… (Callon y Latour 1992: 347).

En “A gentle deconstruction”, su poderosa crítica a The gender of the gift de Marilyn Stra- thern (1988), Mary Douglas nos decía que la autora no ofrece “análisis” sino “narrativas”, que en vez de “hipótesis” tiene “ficciones” y “metáforas”, y en vez de “argumentos”, “tra- mas” (Douglas 1989). Con los aportes sumados de Callon, Latour y Douglas el lector ya tiene, creo, un acopio de nomenclatura suficiente para abrir su propio local de antropología perspectivista. Que estos procedimientos de sustitución conduzcan a la multiplicación de expresiones sis- temáticamente engañosas como las que he ejemplificado antes (pág. 44 y ss.) o como las que pueblan el corpus de mi Portal de las Retóricas Posmodernas y Cientificistas no impor- ta demasiado;46 nadie parece percatarse del daño y nadie coteja sus lecturas contra ninguna fuente que se encuentre a más de dos clicks de distancia. Hasta es posible que en el campo de la antropología contemporánea la ininteligibilidad sea el mecanismo de display más se- ductor, más exitoso y de mayor valor adaptativo que podría elegirse, como si la avidez por lo apenas comprensible (pese al descrédito de los hechos en la era posmoderna y a su es- tatuto incierto en el perspectivismo y en la Teoría del Actor-Red) fuera un hecho con el que siempre se puede contar. Comparada con las ambiciones de la vieja antropología la nueva doctrina da la impresión de pretender muy poco, pero al igual que ha hecho Viveiros con la multiplicidad, Descola con el animismo, Wagner con la invención o Latour con Ramsés y Pitt-Rivers, cualquier pequeña cosa puede inflarse hasta donde haga falta, cualquier equivocación se puede rede-

46 Véase http://carlosreynoso.com.ar/?p=10248.

161 finir como genialidad, cualquier miseria se puede imputar a quien critica y hasta de lo más abyecto, que es la dialéctica, se puede hacer que signifique otra cosa o que esconda un lado bueno. In extremis, la propia incapacidad para generar explicaciones se puede convertir tea- tralmente en el objetivo cardinal del método, como exitosamente ha hecho Latour, ya que resulta más fácil condenar la explicación como una aberración moderna que producir al- guna con el método que se tiene. Como decía Lévi-Strauss en tiempos en que todos parecía- mos pensar con mejor chispa, “una dialéctica que gana a todo trance siempre encuentra el modo de llegar a la significancia” (Lévi-Strauss 1995 [1955]: 130). Una vez más es Alcida Ramos quien mejor documenta estas pérdidas e hipocresías:

En contraste con la teoría de la fricción interétnica, que ha sido puesta en acto con aptitud similar por su creador y por muchos de sus seguidores, el perspectivismo sufre de lo mismo que ha atormentado, por ejemplo, al marxismo: es muy interesante en las manos de Marx, pero no tanto en las de muchos de sus discípulos. Un rasgo común en estos trabajos inspira- dos en el perspectivismo es la uniformidad de resultados. La mayoría pone el foco en la cos- mología, el shamanismo, las categorías de la alteridad, la escatología, la mitología y los siste- mas simbólicos asociados. Tal similitud de productos etnográficos refuerza la noción de que el perspectivismo es la estrategia teórica más apropiada para aplicar en la Amazonia indígena, creando de este modo un efecto de retroalimentación que empuja más todavía los proyectos de investigación en una misma dirección. Los indios retratados de este modo, independiente- mente de que estén en el Amazonas y cuál sea su filiación lingüística y los caminos históricos que recorrieron, difieren muy poco unos de otros. Quizá la excesiva generalidad del modelo y su carácter prêt-à-porter lo torna fácilmente aplicable aun cuando no es demasiado apropia- do. Lamentablemente, se ha tornado en una receta fácil para producir copias sin la aptitud del original. La facilidad con la que se despliega el perspectivismo facilita su diseminación y su capacidad de viajar lejos y ampliamente (Ramos 2012a: 482).

Otra señal de alarma frente a la posibilidad de tomar el perspectivismo pos-estructuralista como modelo a replicar fue encendida hace unos años por Jonathan Benthall a propósito de la conferencia de Marilyn Strathern “The relation: Issues in complexity and scale”, que ha sido una de las tantas prédicas de evangelización posmoderna que me tocó presenciar. Es- cribe Benthall:

Subsiste la duda en cuanto a qué sucede cuando tal estilo se copiado por otros. Cuando que quiebra un holograma, cada pieza puede reconstruir la imagen completa, pero cuanto más pequeños los fragmentos más pobre es la resolución (Benthall 1994, con referencia a Stra- thern 1995, en línea).

Si a alguien que no comulga de antemano con el perspectivismo le apetece comprender el oscuro concepto marxista de tasa de ganancia decreciente (o las nociones cibernéticas, in- formacionales o complejas de entropía, estructura disipativa, atractor de punto fijo o redun- dancia) le recomiendo leer cualquier ensayo de propaganda del perspectivismo y luego se- guir leyendo otros hasta que el cuerpo diga basta. Esa sensación de que todo eso se ha leído

162 antes, o que el razonamiento no tiene progresión, o que las repeticiones agobian más de lo que profundizan, todo ese abanico de sensaciones, en fin, es lo que explica el éxito del mo- vimiento en algunos cuarteles y su fracaso en otros. Algunos encontrarán reafirmación en la invariancia y otros hallarán en ella la prueba de la infamia, como si la contradicción principal que atraviesa las ciencias precediera y sobrevi- viera a las escuelas concretas y ninguna de ellas pudiera hacer nada por atemperarla. Los profesionales que están a favor del perspectivismo encontrarán entonces los ensayos flui- dos, plausibles, oportunos y fáciles; los que están en contra, simplemente consabidos, re- dundantes, locuaces y tediosos. Habida cuenta de las perspectivas distintas de éstos y aqué- llos, científicamente hablando no soy capaz de encontrar diferencias entre uno y otro tipo de calificación. Si la meta era encerrarnos a todos en una jaula de perspectiva sesgada y campo estrecho acaso el movimiento perspectivista ya logró su cometido. Otras experiencias, creo yo, son epistemológicamente tan aleccionadoras como la satura- ción que nos invade el alma, pues conciernen de lleno al pecado capital del perspectivismo, que –con un grano de sal– no creo que sea tanto el de la simulación como el del aburri- miento. Mientras los perspectivistas escriben un paper o un libro cada pocos meses que na- die recuerda cómo se llama, o si es de Viveiros, de Surrallés o de Descola, o cuáles son los conceptos que introduce, deconstruye, malinterpreta, prohibe o refrita, o si es nuevo o si es paráfrasis de algún otro, propio o ajeno, o si el estructuralismo es en él el bueno o el villa- no, Claude Lévi-Strauss se limitaba a producir uno o dos grandes estudios por década que en el imaginario colectivo están grabados a fuego y que se recordarán por siempre como piezas de un edificio conformado nada menos que por Las Estructuras Elementales del Pa- rentesco (1949), Antropología Estructural (1958), El Pensamiento Salvaje (1962), las cuatro Mitológicas (1964-1971) y la trilogía hexa-anual de La Vía de las Máscaras (1979), La Alfarera Celosa (1985) y La historia de Lince (1991). Agreguemos, si les place, Tristes trópicos (1955), un divertimento a cuya cota de legibilidad, audacia discursiva y plas- mación del paisaje nuestros perspectivistas no podrán aspirar jamás. Lo mismo podríamos decir de los desordenados ensayos de Bateson y más todavía de sus metálogos, que por la vía de Hofstadter, de Richardson y de otros inspirados por él intro- dujeron en la cultura científica contemporánea nada menos que la idea de agente, la no linealidad, la recursividad, la dimensión fractal, la ley de potencia, el doble vínculo, la e- mergencia, el manifiesto ágil, las metaheurísticas, la auto-organización, el modelado, las búsquedas de las pautas que conectan (cf. Reynoso 2006): ideas que desde que estalló este siglo están impulsando un cambio civilizatorio y revolucionando todo –no sólo la antropo- logía– mientras que los críticos y los defensores del perspectivismo ensarzados en la guerra de las gallinas no logran ponerse de acuerdo sobre la forma correcta de expresar qué diablos le pasó a Ramsés.

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Como bien sabrá quien se haya tomado el trabajo de leer algún trabajo de mi autoría, yo he cuestionado impenitentemente muchas ideas de Bateson o de Lévi-Strauss a lo largo de mi vida académica y ni duda cabe que lo seguiré haciendo. Pero le pido a usted que lea una colección de alegatos perspectivistas, que sin solución de continuidad se abisme luego en la lectura de las obras capitales del estructuralismo o de la ecología de la mente y que reprima, si le es posible hacerlo, la sensación de que en el transcurso de esta prueba ácida se ha en- cendido la luz. Le pido también que en función de ese contraste reprima la certeza de que la antropología de Lévi-Strauss y la meta-antropología de Bateson, aun bajo el peso de sus monumentales errores, de sus parodias metodológicas y de su imperdonable nivel de abs- tracción, nos sugieren problemáticas en las que no habríamos reparado de otro modo: pro- blemáticas que haríamos bien en repensar mejor y que se proyectan bastante más allá de los confines a los que el perspectivismo se ha mostrado capaz de llegar.

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