Escribe Que Algo Queda 1.A Edición Digital, 2021
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Escribe que algo queda 1.a edición digital, 2021 © Kotepa Delgado © Fundación Editorial El perro y la rana Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio, Caracas - Venezuela 1010. Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399 www.elperroylarana.gob.ve www.mincultura.gob.ve Facebook: El perro y la rana Twitter: @elperroylarana Compilación, prólogo y nota Igor Delgado Senior Transcripción Yuri Silvio Edición Elis Labrador Corrección Ernesto Cazal Diagramación Gilberto Escalona Imagen de portada “Kotepa Delgado” (cortesía Igor Delgado Senior) Hecho el Depósito de ley ISBN: 978-980-14-4757-3 Depósito legal: DC2021000374 Kotepa Delgado Escribe que algo queda NOTA EDITORIAL Los artículos que componen este libro provienen de las colum- nas de Kotepa Delgado en el diario El Nacional: “Escribe que algo queda”, “¡Qué tiempos aquellos!” y “¡Qué tiempos ahora!”. Se agregan algunos que aparecieron en el Semanario Coromo- tico, archivo personal del autor; los relatos testimoniales de su autoría Manuel Vicente Maldonado y El delito de ser loco, bajo el seudónimo de Héctor Suárez Romero, publicados en Prisiones de Venezuela a la muerte de Juan Vicente Gómez 1935, Caracas, Ediciones Centauro: 1974; un texto incluido en la Revista del Domingo 7mo Día y el discurso conmemorativo por los 50 años de la Generación del 28 en la Universidad Central de Venezuela. El autor, cuando se refiere a la moneda venezolana, lo hace bajo el esquema de valor que predominó hasta finales del siglo XX. 5 KOTEPA POR IGOR DELGADO SENIOR Kotepa Delgado llega con sus huesos y su boina de estudiante rebelde a una de las prisiones que el dictador Juan Vicente Gómez dedica a la insurgencia: el Castillo de Puerto Cabello, fortín que edificaron los colonizadores españoles para defender la ciudad de los asedios piratas. Son muchos los jóvenes dete- nidos, algunos no alcanzan los 20 años. Los guardias –con sus armas ansiosas– conducen al grupo de universitarios hasta una bóveda que funge de celda. Hay otros hombres allí, son los habituales presos de un régimen que no acepta modo alguno de inconformidad. Sombras emergen de otras sombras para salu- darlos mediante abrazos carcelarios; a través de los barrotes de la ventana se cuela un calor áspero, casi sólido. Kotepa ve todo con moroso detenimiento, el mar suena con golpes de acantilado. Repasa las paredes de los siglos donde Miranda estuvo recluido y se acongoja por instantes de avispas que le tocan el corazón; coloca su ropa y sus libros sobre un suelo de piedras inexactas. Alguien le indica el camastro de hilachas para tumbarse, pero no quiere dormir, solo anhela acostumbrar los sentidos (y los sentimientos) a la realidad combativa de la prisión. El hombre a caballo salió en carrera contra la noche para buscar al doctor Guédez. La lluvia empezó como gotas aisladas y luego se volvió un torrente indómito, un terco imperio de humedad. El hombre miró el río, amplio y crecido, y quiso de- volverse porque muchos habían muerto en los intentos inútiles. Sin embargo, el mensaje del cual era portador no aceptaba re- nuncias ni desesperanzas: “Dígale al doctor Guédez que venga de inmediato, María no puede parir, la criatura no le sale y ya la comadrona hizo todo lo que sabía”. El hombre se detuvo un momento al margen de las aguas, esperando (y rogando) que la corriente bajase su nutrida intensidad; pero como los cielos se negaron a ayudarlo, azotó al caballo con el fuete, picó las espuelas y se lanzó al asedio de la orilla contraria. En mitad del río entendió que nuestras vidas penden de un enigma o de una voluntad, “Dígale al doctor Guédez que venga”, como si el destino estuviese atado al de los otros, “María no puede parir, la comadrona hizo todo lo que sabía”, o como si la existencia fuese una maldita forma de sustitución y reemplazo, “la criatura no le sale”. Por fin el hombre agregó fuerzas a su arrojo, luchó contra 6 el enemigo líquido, miró hacia las estrellas distantes y emergió del río. Aún le quedaba un trecho de pantano hasta la casa del doctor Guédez, pero no se amilanó: cabalgaba para también cumplir con su destino. Atanasio, el caporal de La Trilla, se bajó del caballo y dio golpes urgentes en la puerta de la vivienda del doctor Guédez; una propiedad aislada por campos de labranza. Guédez abrió, luego de varios minutos de indecisión, y lo interrogó con los ojos. Atanasio le explicó que doña María se hallaba en trance difícil y que don Francisco, su esposo, lo mandaba a llamar para que la asistiera en el parto. El doctor Guédez delineó una mira- da de resignación y le indicó al caporal, con escasas palabras, que se sentara en la banqueta mientras él arreglaba su maletín. Los sapos entonaban liturgias repetidas, la ventisca mecía el firmamento. Los dos hombres partieron en sus monturas. “Sigue llo- viendo”, dijo Atanasio; el doctor Guédez guardó silencio como una confirmación de la obviedad. Llegaron al sitio de briznas donde el río cede paso, pero la vertiente les impidió superar su flujo; “remontemos el camino hasta el Cruce de la Cruz, ahí los caudales se achican”, sugirió el caporal, y el médico asintió con la vista varada en la cima de unos árboles lejanos. Los dos jinetes galoparon por un atajo de niebla. El doctor Guédez, encima de su alto caballo, parecía una simple añadidu- ra; Atanasio lo observó y sonrió. Por fin, con empeño ante las furias del diluvio, atravesaron el raudal y sin descansar corrie- ron, veloces, al encuentro de La Trilla. Los pájaros revoloteaban en bandadas, la casona del predio era una magra luz en la distancia. Don Pancho los esperaba con su indeclinable traje negro y las manos detrás de la espalda. “¡María se muere!”, dijo sin salu- dar y guió a Salomón Guédez hasta el cuarto de la mujer. Bajo una cofia de paños hirvientes, María, adormecida, ya no gritaba por los dolores; un grupo de ancianas oraba mientras salpicaba menjurjes de buen auspicio por los rincones. El doctor Guédez ordenó, con un exacto gruñido médico, que todos salieran de la habitación, salvo la comadrona para que le sirviese de ayudante. El alba ya se metía por las hendijas, los pájaros continuaban sus juegos oscuros. A las diez de la mañana, don Pancho Delgado vio la hora en el reloj de manecillas suizas, y ratificó que el calendario indicaba 7 la fecha del planeta: 20 de mayo de 1907. En ese instante, el doc- tor Guédez emergió de sus labores para transmitir la noticia: “María murió, pero la sobrevive un niño varón”. Las ancianas se alegraron entre sollozos. —Se llamará Francisco José –proclamó don Pancho–, Fran- cisco como yo y José como su abuelo. La voz de la comadrona dijo para sí: “Yo lo nombraré Kotepa, es un secreto que me pertenece”. Y todos sintieron el recio llanto de Francisco-Kotepa. Francisco José, o Kotepa, o Francisco-Kotepa Delgado Segu- ra, creció bajo el resguardo de tías solteras que pugnaban por ser la de más rango en el afecto, y el chico –intuitivo desde que dis- tinguió el primer brillo del sol–, aprovechaba esta competencia para afianzar sus temeridades y su libertad. Así, hizo suyo cada sitio de La Trilla: el patio de lozas donde descascaraban el café; el molino que trepidaba quejas metálicas; el corral de las aves en alboroto; los sembradíos, las arboledas en fila de olores; los cultivo de naranjas (que semejaban una feria de globos colgan- tes); la lumbre de los trabajadores, con platos de barro brusco y un fogón siempre ardiendo. Después, caminando, trasponía los contornos de la propiedad e iba al pueblo para mirar, a través del asombro, el mercado, los hombres de revólver y silencios; las damas elegantes que bajaban y subían del tren estilo inglés; los grupos en las esquinas; el circo itinerante y las compañías teatrales; los reclutas en pos de novicios cuarteles; las paredes curvas de la iglesia; el camposanto con sus ángeles de yeso. Todo lo advertía y absorbía el muchacho en la pequeña Duaca bullente, emporio agrícola, “la perla del norte” del estado Lara. Bajo la tutela educativa del presbítero Félix Quintana, estudió primaria en la vivienda de la maestra Carmela, una escuela que tenía dos aulas de clases –angostas y rígidas–, con nubes que se colaban por el techo de caña brava y boquetes entre las tapias para la expansión del aire. Carmela, dueña de una antigüedad sin arrugas y de muchos lunares diseminados por el cuello, resaltaba los atributos de la caligrafía, “¡Saquen el cuaderno Palmer y escriban las líneas que corresponden hoy!”, como si el porvenir de los infantes residiese en aquellas letras lacónicas o extendidas, concisas o largas. Kotepa concentraba su esmero en la perfección de los signos, aunque a veces se evadía hacia otros espacios por las rasgaduras de las tapias, y más allá de Duaca vislumbraba ciudades y torbellinos. 8 Kotepa tenía cinco hermanos, pero se aficionó a la razón de la soledad. Deseaba que nadie lo interrumpiera cuando, escondido en un revoltijo de desván, leía a Emilio Salgari y se montaba en el palo mayor de la goleta de Sandokan y luego luchaba, con su espada gloriosa, contra el sultán de Varauni, o cuando recitaba versos bajo una huella del cosmos o atrapaba azoradas tortolitas para más tarde liberarlas. Sin embargo, no siempre percibía el lado afable del universo: constató la ham- bruna causada por una depredación de langostas, y vio cómo los menesterosos pretendían invadir fincas y haciendas en bus- ca de frutos maduros. “Contengan a la turba” –ordenaban los acaudalados dueños–. “Disparen a quienes traspasen la cerca. ¡La propiedad debe respetarse!”.