ENCUENTROS EN VERINES 1997

Casona de Verines. Pendueles (Asturias)

LA LITERATURA ES UN MAPA.

Marilar Aleixandre

Verines, septiembre de 1997.

Añoro todos los lugares en los que he vivido: (el limonero de luna que teníamos en el patio); Doña Mencía (ir a comer higos al alba con mi padre); (el cineclub de Areneros, donde vi por primera vez “Freaks”); (las mimosas en flor en diciembre); si algún día me fuese de ella, y hasta otras ciudades por la que sólo brevemente he pasado: Donostia, Perugia, Boston. Pero las ciudades o pueblos, la casa en la que una vive, están hechos para volver de los viajes, no para permanecer en ellos por siempre. Hay tres lugares a donde soñaba viajar desde niña, desde muchacha adolescente: Nueva York, la isla de Java, el Amazonas. Nueva York por culpa del cine, para bailar por las calles con los Sharks y los Jets de “West Side Story”, para que un chico moreno me sacase a bailar, me besase bajo los enramados metálicos de las escaleras de incendios. Incluso ahora, después de haber viajado allí más de media docena de veces, incluso ahora en que a causa –o con la excusa- del trabajo, voy a Nueva York casi todos los años, se me acelera el corazón cuando el avión está a punto de aterrizar entre los pinchos de los rascacielos y cuando ese viento feroz que sopla entre las calles paralelas me levanta la falda o me enreda un periódico en los pies, llego a creerme que he viajado al interior de una película.

A la isla de Java quería ir por culpa del pirata Sandokan, porque yo de niña quería ser (no, no la novia del pirata, en absoluto) el propio Sandokan. Cosas de las confusiones de género con que las niñas crecen, pero esa es otra historia. He viajado a la isla de Java, he caminado por un puerto entre los juncos de extrañas velas rectangulares sujetas con bambú y, como Sandokan y el capitán Nemo, he comido holoturias y otros animales de los que ignoro el nombre, pero durante ese verano visité otro lugar del que apenas había oído hablar y fue ese otro lugar, Birmania –o Myanmar, según el nombre con el que ellos se llaman a sí mismos- el que quedó prendido en mi memoria con sus ciudades fantasma, como Pagan, la de los mil templos abandonados o la que flota en Inle. Por cierto que en Birmania está prohibido, o al menos lo estaba hace diez años, vender mapas e incluso planos de las ciudades. Es que los mapas –y la literatura, que es uno de ellos- pueden ser material peligroso, altamente subversivo.

Y al Amazonas quería, quiero, viajar porque sí. Al Amazonas porque su nombre evoca selvas, aguas turbulentas, la promesa de un viaje interminable por el río. Aún no he logrado llegar al Amazonas con el cuerpo y por eso no tuve otra opción que escribir una novela que cuenta un viaje al Amazonas, que enviar a Emilia, la protagonista de “La Expedición del Pacífico” a navegar por ese

anchísimo río. La imaginación llega a veces a sitios donde no aterriza ningún avión, a ríos que ya no son navegables.

Es que la vida es, al cabo, un continuo ir de viaje y volver a casa; volver y prepararse para emprenden otro camino, irse y añorar lo que dejamos atrás. Algunos viajes son muy breves, duran sólo unas horas, llevan a través del bosque a casa de la abuelita, a través de los trigales encañados al castillo del marqués de Carabás (que aún no se llama así y aguarda a que el Gato convierta en realidad este nombre inventado). Otros son muy largos y pueden durar años, como los empleados por Ulises en navegar mares procelosos y embravecidos (así debió ser el Mediterráneo antes de se domado). Hay veces en que tienen por objetivo islas que no figuran en los mapas, excepto en aquel encontrado en el baúl del capitán Bill Bones, y otras en que los viajeros, Emma y León, no hacen sino girar una y otra vez por las mismas calles, a bordo de un carruaje con las cortinillas echadas pues nada les interesa fuera de los que en él ocurre (y que el narrador, por otra parte, no nos cuenta, dejando libre curso a nuestra imaginación). Para este viaje por algunas regiones de la vida, las más acotadas, las más urbanas, disponemos, según dice Marina, de los planos del lenguaje.

Si la lengua son esos planos, la literatura es un mapa que nos permite viajar por territorios inexplorados, no sólo por otros países y otros tiempos sino sobre todo por otras memorias, por las memorias de otros, de nuestros personajes; no sólo por los territorios que existen sino por los que podrían existir o por el resbaladizo terreno de lo improbable. El mapa de la literatura es una carta de navegación que facilita la singladura hacia mares desconocidos, que nos revela por vez primera unos lugares o que nos hace ver subterráneos nunca visitados en las ciudades, que nos permite mirar de otra forma cabos e islas que estaban ahí sin que nos diésemos cuenta. Yo creo que eso es lo que quiso decir Martínez Bonati cuando escribió que la literatura es aquella parte de la incierta construcción de la verdad que tiene por método la imaginación.

Si la literatura es un mapa puede ser inútil debatir sobre cuál es la verdadera literatura gallega o española. Los mapas no tienen por qué ser verdaderos. En una enciclopedia en la que estudiábamos de pequeños era de color naranja y Extremadura de color verde mientras que a Madrid y el resto de lo que entonces se llamaba Castilla la Nueva les correspondía color rosa. Todos sabemos que los mapas, aún representando territorios y ciudades, no son esos territorios ni esas ciudades y que mapas diferentes singularizan distintos aspectos o los representan a distintas escalas. Para algunos el viaje por el bosque hacia la casa de la abuela –y es adecuado referirse a ella en este tercer centenario de Caperucita- es una expresión de piadoso cuidado familiar, para otras simboliza la entrada en la pubertad y la primera efusión de sangre. Hay quien cree que la muchacha huye del lobo y quien la representa corriendo a echarse en sus brazos, a enredar su cabello en esa pelambrera hirsuta que deben tener los lobos o algunos hombres que parecen lobos.

Los mapas de la literatura facilitan viajes por el tiempo. En 1697 se publicó por primera vez el cuento de Caperucita, aunque ya se llevaba contando muchos años. Cien años después, en 1797, nació Mary Shelley que imaginó el viaje estremecedor de una criatura distinta a todas las demás que primero viaja de la muerte a la vida en una ruta inversa a la de todo lo viviente, para luego recorrer el mundo en una desesperada búsqueda de cariño hasta morir en la pira funeral

que él mismo prende en los hielos árticos. Mary Shelley evitó darle un nombre propio a la criatura y el imaginario colectivo la bautizó con el de Frankenstein, quien lo llama a la vida en la novela haciendo en cierto modo de padre. El viaje de la criatura no terminó, sin embargo, en el Polo Norte, sino que continúa hoy día como uno de los más arraigados mitos de nuestra época, emblema a un tiempo de la soledad de los miserables y de las consecuencias imprevisibles que entraña alterar los ritmos de vida y muerte que se suceden en la Naturaleza. Pero, además de los centenarios de Caperucita y la creadora de Frankenstein, en 1997 conmemoramos el de Drácula, escrita en 1897. Drácula emprende también un viaje entre la muerte y la vida pero no una sola vez como la criatura, impulsada por la energía galvánica, sino cada noche hacia la vida, cada amanecer hacia el sueño o la muerte –es difícil en la literatura y a veces en la vida deslindar la muerte del sueño- y la fuerza de la que extrae energía para el retorno a la vida es la sangre o tal vez el sexo.

Una de las imágenesmás poderosas que he visto de un viaje es una escena de la película “Nosferatu”, basada en Drácula o, mejor dicho, plagiada a partir de la novela. En esa escena el barco que transporta a Nosferatu / Drácula de Transilvania a Inglaterra navega a velas desplegadas con el piloto muerto amarrado al timón después de que toda la tripulación haya perecido y de que las ratas sean los únicos seres vivientes a bordo. Creo que fue John Ford quien dijo que las imágenes más cinematográficas eran un velero navegando, un tren corriendo, el galope de un caballo o una diligencia y, aunque no lo dijo las tres son imágenes de viajes. Los viajes generan imágenes evocadoras en el cine y también en la literatura, pues no es Drácula el único caso en el que se narra como un guía muerto conduce ciegamente una tripulación. Nosferatu o Drácula viaja a Inglaterra en busca de una mujer que vio en un retrato; no es extraño pues el amor es una de las razones que impulsa a hombres y mujeres a emprender viajes, sea a caballo, en un velero o en un tren, sea de ese otro carácter que ha sido llamado viaje interior, sea de los que se llevan a cabo escribiendo.

En la aldea de Toba, en Finisterre, lugar donde no nací pero que es el centro de mi imaginería literaria, se cuenta una extraña historia sobre viajes interiores. Dicen allí que si una se clava una espina de una zarza o de un tojo, una espina del endrino –pues allí aún hay endrinos y no los llaman “ciruelos salvajes”- o del limonero hay que extraerla enseguida, porque si se deja en el dedo emprende un viaje por la sangre y sigilosamente acaba llegando hasta el centro del cuerpo donde está escondido el corazón. Cuando oí contar por primera vez esta historia el año pasado la comprendí al momento. Todos nos hemos espinado alguna vez cogiendo moras o arrancando un limón de las ramas. A mí, como a otros muchos se me ha clavado más de una vez una espina, a veces procedente de una ciudad muy urbana, como Madrid o Vigo, donde casi no hay árboles y mucho menos zarzas o endrinos, pero que largan la espina sin que te enteres hasta que ya no estás a tiempo de sacarla.

Otras veces, me ha ocurrido que una persona, en mi caso un hombre, ha dicho algo, unas palabras pequeñas como una espinita, casi inadvertidas en el momento, pero que han empezado a circular por la sangre hasta atravesar el corazón. Ese viaje de la espina por los canales oscuros de la sangre merece ser escrito aunque no siempre es fácil. Después de oír contar esta historia en Toba me di cuenta de que ya Alfonso X en el siglo XIII había escrito un poema en el que pedía un barco que lo llevase a vender aceite y harina lejos de los alacranes: ca dentro no corazón sentí deles a espinha

Es difícil apresar la esencia de un viaje en los mapas de la literatura, aunque también puede parecer imposible transformar una ciudad o un país, de paisaje siempre cambiante en un mapa estático. Igual que los mapas congelan las ciudades y los países como fueron en algún momento, la literatura intenta engañar al tiempo aprisionando esa fugacidad del viaje, de la pasión, del amor o del miedo. El amor intenso, el miedo o incluso el odio intenso son, como el viaje, esencialmente fugitivos. El tiempo, en contienda con la pasión, la convierte en rutina y la literatura intenta preservar la fugacidad de los estragos que el tiempo causa en ella, de los dientes del tiempo que roen las aristas de los sentimientos hasta dejarlos romos, que embotan el filo agudo de las palabras, de los cuchillos y las espinas, despojándolos de la capacidad de herir.

A veces en la escritura la pasión se resuelve en muerte, porque la muerte es la única que preserva de forma irrevocable la esencia de la pasión. Otras veces la literatura viaja entre lo soñado y lo vivido porque el sueño, igual que la escritura, consigue a veces engañar al tiempo, preservar instantes perdidos de pasión, volver a viajar a ciudades o emociones que fueron arrasadas o sacar a la superficie sentimientos que no nos atrevemos a confesar cuando estamos despiertos. Es la pasión la que nos hace ver lobos en bosques –o islas- donde nunca hubo animales más fieros que los lagartos; unos ven lobos a través de su odio y otros a través de la fascinación y del amor. Si existe ese territorio que creamos con la imaginación, esa costa donde la Muerte no lleva guadaña sino bichero, esas junqueras, esas islas deshabitadas, si existe ese territorio y no es sólo producto de un sueño, la literatura es el mapa que nos permitirá transitarlo, recorrer demoradamente su piel, clavarle una espina, en una palabra, seducirlo.

Aunque, hay que advertir a las lectoras o lectores, que igual que no cabe esperar que las ciudades sean fieles a su representación en los mapas, no se debe tomar al pie de la letra lo que se lee en los libros. Escribir ficción, es, entre otras cosas, el arte de contar bonitas mentiras o de trenzar mentiras con verdades. La escritora, a pesar de que como dice Adrienne Rich “todo lo que escribimos puede ser usado en contra nuestra”, no se hace responsable de cuanto dicen o hacen sus personajes. En los territorios que inventa ocurren cosas que le gustaría que no ocurriesen y ella tampoco entiende siempre las motivaciones de algunos de quienes lo habitan. Los libros son mapas, una compañía en el viaje por la vida y, todo lo más, pueden contener algunas preguntas. Es arriesgado buscar en ellos respuestas.