DETRÁS DE LA IMAGEN DE LA CIUDAD VIRREINAL:
SUJETO, VIOLENCIA Y FRAGMENTACIÓN.
A Dissertation
Presented in Partial Fulfillment of the Requirements for
The Degree Doctor of Philosophy
In the Graduate School of The Ohio State University
By
Hugo García, M.A.
* * * * *
The Ohio State University
2006
Dissertation Committee: Approved by
Dr. Maureen Ahern, Adviser. ______Adviser Dr. Fernando Unzueta Spanish & Portuguese Graduate Program
Dr. Abril Trigo
ABSTRACT
The image and the city are two essential elements of baroque culture
in the first two viceregal cities of colonial Spanish America, Mexico and Lima.
They generated a variety of interrelated cultural and literary texts that linked
image, city and subject to impose order and produce and reproduce
hegemonic power.
This dissertation explores the images of these two cities during the 17th and 18th centuries through the poems, La grandeza mexicana (1604), by
Bernardo de Balbuena, and Lima por dentro y por fuera (1797), by Esteban
Terralla y Landa in terms of the relationships they establish, within the baroque viceregal city, with other texts such as the accounts of festivals, earthquakes, autos de fe (Inquisition trials), riots and theatrical plays, proscribed songs, poems, and popular dances, as well as the visual texts of maps, pinturas de castas (caste painting), and painted folding screens or biombos.
This analysis of the viceregal city through such a broad cultural corpus applies the concept of le plí (the fold) developed by Gilles Deleuze, to reveal essential threads that permeate two centuries of written and pictorial texts.
Negotiation of the subject is the first topic: while the no letrado, or non literate
subject negotiates his/her relations with power through the body, the letrado or literate subject achieves it through use of an alphabetic text. Violence is a
ii second aspect that is present in the interrelated practices of urban space. A third commonality is the representation of the city as a fragmented body
(cuerpo), the result of the transformation of the gaze (mirada) that occurs as a political priority during the baroque period.
The publication dates of the two main texts in 1604 and 1797 mark the moments of construction and disintegration of the baroque order in Spanish
America as revealed through the interaction of the connecting threads of subject, violence and fragmentation that characterize the cultural productions of colonial Mexico and Lima.
iii
AGRADECIMIENTOS
Mi agradecimiento a Maureen Ahern, por la enseñanza académica y humana, y por su conducción en muchos viajes al complejo mundo colonial hispanoamericano.
A Fernando Unzueta y Abril Trigo por las clases, por los consejos y
por leer estas páginas que siguen.
A Tamara Jones, por la ayuda constante con la tecnología y con las
ilustraciones.
iv
VITA
October 10, 1967…..…………………………….. Born – La Habana, Cuba
1995……………………………………………….. Licenciatura Historia del Arte. Universidad de La Habana, Cuba.
2001……………………………………………….. M.A. Spanish Language and Literature. St. John’s University. Queens, New York.
2001-2006…………………………………….. Teaching Associate. Department of Spanish and Portuguese. The Ohio State University.
PUBLICATIONS
1 “Los elementos visuales en La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena”. Selected Proceedings of the Pennsylvania Foreign Language Conference (2003). Ed. Gregorio Martín. Kensignton [PA]: Grelin Press and Duquesne University, 2004. 55-62.
2 “Havana’s Catholic Architecture on the Road to Modernism. 1940- 1950”. Cuba Update. XIV, 2-3 (2000): 23-24.
3 “La Capilla de los Caracoles”. Palabra Nueva. VII, 67 (1998): 33-35.
FIELDS OF STUDY
Colonial and Indigenous Latin American Literatures and Cultures
Modern Latin American Literatures and Cultures
Visual Culture
Film Studies
v
ÍNDICE
Abstract ………………………...... ii
Agradecimientos………………………………………………………... iv
Vita………………………………………………………………………... v
Listado de Imágenes ……………………………………………………vi
CAPÍTULO 1. INTRODUCCIÓN……………………………………… 1
1.1 La imagen de la ciudad……………………………. 1
1.2 Estudios de los poemas y de las ciudades……… 5
1.3 Hipótesis de trabajo…………………………………. 9
1.4 Corpus textual…..…………………….……………. 14
1.5 Conceptualización y metodología……………...… 21
1.6 Contribuciones al campo..…………………...….....25
1.7 Estructura del trabajo…………...……………….... 26
CAPÍTULO 2. EN LAS MÁRGENES DEL MUNDO LETRADO: BERNARDO DE BALBUENA ……………...…...... 29
2.1 El sujeto en la ciudad ………………..…………… 29
2.2 Geografía y poder en Nueva España…………… 48
2.3 La ciudad poetizada ……………………………… 58
2.4 (Auto)inserción del sujeto en el medio………….. 67
viii CAPÍTULO 3. LAS MÁSCARAS DE TERRALLA………….…..….... 76
3.1 Al servicio de S.M………………………………….. 76
3.2 Terralla ante el pelo y el ‘genio’ limeños….….….. 84
3.3 Para construir al ‘otro’: el desorden…………….... 93
3.4 Orugas o mariposas……………………………… 109
CAPÍTULO 4. VIOLENCIA Y CIUDAD VIRREINAL: DE LA MOJIGANGA AL CARNAVAL….……...... ……115
4.1 Entre ‘veras’ y ‘burlas’……………………………. 119
4.2 Violencia y carnaval………………………….…….133
CAPÍTULO 5. VIOLENCIA CÍCLICA Y ESPACIOS VIRREINALES…………………………………………145
5.1 Fuentes de violencia en los virreinatos………… 145
5.2 Los espacios de fuga……………………………....157
CAPÍTULO 6. RECIPROCIDAD DE LA VIOLENCIA VIRREINAL. 180
6.1 Despertar al león……………………………….…. 180
6.2 Aprehender la violencia: la imagen y el sujeto.…191
CAPÍTULO 7. CUERPO Y CIUDAD VIRREINAL …..…………….. 214
7.1 La ciudad en la distancia………………………… 222
7.2 Penetrar el cuerpo; humillar la ciudad………..... 235
CAPÍTULO 8. FRAGMENTACIÓN VIRREINAL DE LA CIUDAD... 251
8.1 Entre la élite y el vulgo…….……………………... 251
8.2 La mirada en transformación……………………. 256
ix
CAPÍTULO 9. CONCLUSIONES…...………………….………...... 279
BIBLIOGRAFÍA…….…………..……………………………………... 292
Apéndice A. ILUSTRACIONES…..…...………………..…………...305
x
LISTADO DE IMÁGENES
Figura 1. Anónimo. “De español y albina, produce negro torna atrás”.
Figura 2. Esquema propuesto por David Sibley para analizar “Outsider
groups and the larger society”
Figura 3. Juan Gómez de Trasmonte. Forma y levantado de la ciudad de
México (1628).
Figura 4. Juan Gómes de Trasmonte. Plano de México (1628).
Figura 5. Cubierta del Lamento métrico general, escrito por Esteban Terralla
y Landa en 1789.
Figura 6. Cubierta de El Sol en el medio dia…, escrito por Esteban Terralla y
Landa, en 1790.
Figura 7. Anónimo. “De español y negra nace mulata” (ca. 1785-90)
Figura 8. Andrés de Islas. “De español y negra, nace mulata” (1774)
Figura 9. Anónimo. “De chamizo e india, sale cambuja”. (ca. 1780)
Figura 10. Felipe Galle. “América”. (ca. 1581).
Figura 11. “De mulato, y mestiza, nace, cuarterón”.
Figura 12. “Cuarterona de Mestizo. Español. Producen Quinterona de
Mestizo”.
Figura 13. Esquema de transformación de la mirada, desde el Renacimiento
hasta el Panóptico.
vi Figura 14. Anónimo. Biombo (reverso). Anónimo. “Conquista de México”
(1690-92)
Figura 15. Anónimo. Biombo (anverso). “La muy noble ciudad de México”
(1690-92)
vii
Nadie sabe mejor que tú, sabio Kublai, que no se debe confundir nunca la ciudad con las palabras que la describen. Y sin embargo, entre la una y las otras hay una relación.
Ítalo Calvino, Las ciudades invisibles.
xi
CAPÍTULO 1
INTRODUCCIÓN
1.1 La imagen de la ciudad.
Desde el siglo XVI México y Lima ya despertaban inquietudes en
viajeros y visitantes. Francisco Cervantes de Salazar en su México en 1554,
muestra la importancia otorgada a la ciudad. La relación hombre-ciudad
renacentista aparece en el texto de Cervantes – y en otros – bajo una
inversión no despreciable: si el Renacimiento tomaba la naturaleza humana
como punto de partida, en México en 1554 vemos que es la ciudad la que
mide los alcances del hombre mismo. En el “Diálogo segundo” de la obra, el autor pone en boca de su personaje Alfaro la expresión de “[t]odo México es
ciudad, es decir, que no tiene arrabales, y toda es bella y famosa” (83). La
aseveración de Alfaro no es coincidental, si tenemos en cuenta que nadie
mejor que el viajero para dar una impresión de la ciudad: “nada hay en
México que no sea digno de grandes elogios” (89), agrega el mismo personaje, para ofrecer la imagen de la ciudad que, viniendo de un viajero, fácilmente crearía una familiaridad con el lector europeo. Resulta interesante en este mismo diálogo que el personaje de Zuazo, residente en México, señala al visitante que “[d]esde aquí se descubren las casuchas de los indios, que como son tan humildes y apenas se alzan del suelo, no pudimos verlas
1
cuando andábamos a caballo entre nuestros edificios” (95), donde claramente se abre una diferencia entre el ‘nosotros’ y los ‘otros’ a partir de las construcciones citadinas. Apenas tres décadas después de la caída de
Tenochtitlán, en 1521, el cuerpo europeo de la ciudad comienza a conformarse; el virreinato ya comienza a visualizarse y con ello las situaciones de los sujetos que ya son identificados a través de la misma obra construida, que sale al futuro preñada de significados, donde la referencia
étnica ya se exhibe como núcleo esencial de posibles lecturas de la ciudad.
El fragmento nos lleva, por demás, al parto del discurso imperial de la ciudad virreinal, aún en momento incipiente, pero ya claramente definiendo un tono de enunciaciones oficiales que aparecerán repetitivamente en el futuro.
Apenas medio siglo después de Cervantes de Salazar, en 1599, Fray
Diego de Ocaña daría a conocer su obra Un viaje fascinante por la América
hispana del siglo XVI, en la que el autor dedica tres capítulos a su
experiencia de viajero – no ficticio sino real - en Lima. Dice este autor que
en esta ciudad asiste de continuo el virrey, los oidores y Audiencia
real, el arzobispo con su cabildo, porque esta iglesia de Lima es la
metrópoli; aquí está el tribuna del la Inquisición y el juzgado de la
Santa Cruzada. Hay universidad con muchos doctores que la ilustran
mucho, con las mismas constituciones de Salamanca. (89)
En este caso la ciudad es descrita a través de las instituciones que se marcan como emblema de la ordenación social, religiosa y política. En Lima
2
la alabanza a la gran ciudad queda matizada por costumbres populares
demasiado visibles; dice el mismo sacerdote que
no hay día en que en alguna iglesia no haya fiesta, adonde la gente
acude a rezar y con este achaque a pasear, porque andan muchas
mujeres tapadas por las calles; y en sólo esto parece Corte esta
ciudad, que en lo demás es como una aldea. (95)
Parece querer decir el autor que Lima aún no está completamente lista para
asumir su papel de gran ciudad, que lo emblemático queda roto por las prácticas consideradas arcaicas en Europa. Para resaltar las particularidades limeñas el fraile pone su atención en las diferencias que separan a Lima de las ciudades españolas, diciendo que “como acá son las cosas al revés de
España en los tiempos, también lo es en las demás cosas, particularmente en los tratos y contratos, y en el faltar de las escrituras y pagos, y en levantarse los unos con las haciendas de los otros” (96). Cierto sentido de fatalismo geográfico viene a explicar este estado de civilidad endeble de esta colonia, donde las jerarquías y los emblemas no tienen un basamento real toda vez que la sociedad se organiza a través de lo verbal. La poca observancia en el establecimiento del orden a través del texto escrito hace a este autor dudar de la efectividad de las instituciones en su papel de estructurador de la sociedad.
A pesar de las diferencias entre los dos textos, en ambos aparece la
ciudad como metáfora de la efectividad alcanzada por la conquista. Pero,
sobre todo, ya aparece la ciudad como ente polisémico abierto a visiones
3
particulares que privilegian un aspecto por sobre los otros: si la visión de
Cervantes de Salazar está marcada por lo contemplativo, Fray Diego de
Ocaña se encamina a través de lo crítico y de las contradicciones con la
España contemporánea. La imagen de la ciudad que viaja en estos textos
que cruzan el Atlántico, establece la conexión entre un público lector europeo
y el nuevo mundo. Estas imágenes, que viajaban codificadas en los textos,
tenían la capacidad adicional de multiplicarse en tantas imágenes como
lectores entraran en contacto con la descripción de la urbe americana. De
esta manera las ciudades se desperdigaban en imágenes, resultado material
de la conquista, detentadoras de la responsabilidad representativa de la
ansiosa iconografía de la expansión imperial.
En la distribución de las ciudades respecto a su relevancia, el lugar
cimero era ocupado por las ciudades virreinales, de las que México y Lima
(en el área hispanoamericana) eran los dos puntos más importantes (Rama
18). Mientras otras ciudades conservaron en mayor grado la simple función
utilitaria primeramente de albergue a sus pobladores, o luego de puerto, o
producción de bienes materiales, las capitales virreinales devinieron en
verdaderos centros productores de simbología y reproductoras de relaciones
de poder que remedaban la lejana corte imperial. El sólo hecho de servir de
residencia a las dos primeras dualidades de virrey-arzobispo del sistema
colonial español en América, hacía de México y Lima puntos privilegiados dentro de la geografía del imperio del león y la torre, donde la producción de
4
textos permite que hoy nos acerquemos a la construcción de las imágenes
de ambas.
1.2 Estudios de los poemas y de las ciudades
Hablar de los estudios realizados hasta ahora en referencia a los
temas abordados en este trabajo nos obliga, ante todo, a hablar de la
bibliografía que se encarga de los autores principales que estudiamos. Entre
Bernardo de Balbuena y Esteban Terralla y Landa, el primero es, sin lugar a
duda, mucho más conocido. Balbuena ha quedado favorecido por su posición
de sacerdote, que le llevaría a ocupar la mitra de Puerto Rico; esta relación
con uno de los dos poderes virreinales –la Iglesia- permitió que aún existan
documentos que nos hablan de los movimientos de este sujeto por las
colonias españolas. Por otro lado el carácter apologético que tiene su poema
La grandeza mexicana permitió que no fuera blanco del rechazo ni mucho
menos tuviera que engrosar las listas de la literatura proscrita del México
virreinal. Sobre este autor, algunos estudios han sido realizados; en una línea
que se ocupa mayormente de la biografía del autor, aparcecen los textos de
John Van Horne, Documentos del Archivo de Indias referentes a Bernardo de
Balbuena (1930) y Bernardo de Balbuena. Biografía y crítica (1940). En este
mismo rubro encontramos también el estudio de José Rojas Garcíadueñas,
Bernardo de Balbuena. La vida y la obra (1953). Otro texto consultado es el estudio de José Pascual Buxó, Bernardo de Balbuena. El arte como artificio
(1988), que toma la arista de lo estilístico para el análisis de la revelación de
5
las fuentes de que bebiera Bernardo de Balbuena en el proceso de la
formación de su oficio poético.
Amén de los textos mencionados, hemos consultado los artículos “El barroco de la contraconquista: primicias de conciencia criolla en Balbuena y
Rodríguez Camargo”, de Georgina Sabat-Rivers (en Relecturas del Barroco
de Indias; Ed. Mabel Moraña, 1994); “De la utopía poética en Grandeza
Mexicana, de Bernardo de Balbuena, de Daniel Torres (en Ésta, de nuestra
América pupila: Estudios de poesía colonial, Ed. Georgina Sabat de Rivers,
1999) y un artículo del autor de este trabajo, titulado “Los elementos visuales
en La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena” (Selected Proceedings of the Penssylvania Foreign Language Conference, Ed. Gregorio Martín,
2003). Sin embargo, estos estudios diseminados en diferentes publicaciones tienen un carácter muy monográfico, y cada uno de ellos estudia el texto La grandeza mexicana de manera individual, como extirpando el texto de su medio.
Esteban Terralla y Landa, por su parte, es un autor que aún continúa en un casi total anonimato. Las únicas referencias a este autor nos las ofrece
Ricardo de Palma, en su artículo “El poeta de las adivinanzas. (Don Esteban
Terralla y Landa)” (1873), que traemos a este estudio. Ningún otro autor que conozcamos hasta el momento ofrece datos siquiera aproximados para la ubicación más precisa de Terralla y Landa en el virreinato del Perú o en su estadía anterior en Nueva España. Con posterioridad son casi nulos los estudios sobre este autor; únicamente Lima por dentro y por fuera ha sido
6
estudiado en artículos de María Soledad Barbón “Cannibalism. Metaphore, and New World Iconography in Esteban Terralla y Landa’s Lima por dentro y por fuera (1797)” (Romanistisches Jahrbuch, 2001) y de Julie Greer Johnson
“Lo grotesco en Terralla y Landa” [Revista de crítica literaria latinoamericana.
28 (1988)], ambos incluidos en este trabajo. Igualmente ha sido de utilidad la introducción a la edición de Alan Soons a la edición de Lima por dentro y por fuera (1978), así como el cuerpo de notas incluido al final de la edición del texto, y que explica con amplitud términos, conceptos y juegos de palabras usados por Esteban Terralla y Landa en el poema. En este caso, como ocurre con los estudios sobre Balbuena, las investigaciones se dispersan y analizan el poema (y el poeta) aislado del medio que generó su aparición.
Por otro lado tenemos los textos que estudian la ciudad. Entre estos merecen ser mencionadas las iniciativas de Heidi Nast y Steve Pile en Places
Through the Body (Routledge, 1998) y de Luisa Hoberman y Susan Socolow en Ciudades y sociedad en Latinoamérica colonial (Fondo de Cultura
Económica, 1993) porque en ambas compilaciones se intenta dar pasos hacia una visión múltiple al fenómeno de la ciudad. En cuanto a imagen de la ciudad es importante el texto de Richard Kagan Urban Images of America.
1493-1793 (Yale University Press, 2000). Pero, a pesar de estos trabajos, la ciudad colonial hispanoamericana, y en especial las ciudades virreinales, aún siguen siendo estudiadas de manera relativamente fragmentaria. La extensa producción cultural que fluía de estas ciudades en textos literarios, pictóricos, arquitectónicos y, también, en documentos institucionales, ha permitido la
7
aparición de estudios de envergadura, entre los que podemos contar, por
ejemplo, los textos dedicados al estudio de la Inquisición, entre los que se
destaca el de Solange Alberro Inquisición y sociedad en México.1571-1700
(Fondo de Cultura Económica, 1988), o los textos dedicados al estudio de la
arquitectura barroca de las capitales virreinales1. Sin embargo estos textos aún siguen comportándose de manera monográfica, lo cual puede ir
justificado precisamente por la complejidad de las ciudades y por el caudal
de textos primarios, que ofrecen un cúmulo informativo sumamente extenso,
lo que a su vez se antepone como obstáculo al estudio más englobador de la ciudad.
El clásico estudio La ciudad letrada, de Ángel Rama, es el texto
teórico más abarcador que se ha encontrado en el proceso de búsqueda y
recopilación de información. Sin duda éste es un éste es un estudio esencial
para el conocimiento conceptual de las ciudades y de las culturas urbanas
que se desarrollan en Hispanoamérica; por esta razón él ha servido como
punto de partida para esta investigación. No obstante, es de notar que este
texto carga una generalización espacio-temporal que hoy nos queda algo
insuficiente. Por otro lado, al encarar el funcionamiento de la ciudad,
establece una única dicotomía diferenciadora entre letrados y no letrados,
esquema que ha ido quedando estrecho a medida que nos hemos acercado
al conocimiento de las ciudades virreinales primeras de América.
1 En este trabajo no se incluyen textos críticos sobre la arquitectura de México y Lima, porque rebasa los límites por la extensión y magnitud del tema. 8
El estudio titulado Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976), de
José Luís Romero, también nos ofrece un panorama en la fundación y
desarrollo de las ciudades de la América española, pero también se convierte
en una visión a vuelo de pájaro que no desconoce las diferencias esenciales
entre las tipologías de ciudades americanas y sus diferentes ubicaciones de
rango dentro del sistema colonial pero, al mismo tiempo, no ahonda en
ninguna de ellas ni en los procesos sociales de crucial importancia para el
entendimiento de la cultura barroca.
1.3 Hipótesis de trabajo
El hecho mismo de que los poemas La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera tomaran la imagen de la ciudad y la convirtieran en el
personaje principal de cada uno de ellos, nos habla del lugar cimero que
alcanza el fenómeno urbano dentro de la cultura virreinal. Entre la aparición de La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena, en 1604, y Lima por dentro y por fuera, de Esteban Terralla y Landa, en 1797, se abre un espacio temporal de casi dos siglos. Esta diferencia cronológica, que no podemos obviar, se hace visible en el estadío de la ciudad virreinal que cada uno de los poemas refiere: mientras La grandeza mexicana se regocija en el relato de la ciudad que va viendo su obra constructiva tomar forma y elevarse en sucesivos monumentos a los poderes virreinales, a manera del triunfo de la empresa expansionista española. El momento en que Balbuena escribe es esencial a la representatividad de la corona española; con el surgimiento de
9
las grandes ciudades virreinales España que se va convirtiendo en imperio,
no por la tenencia de tierras baldías en América sino por la posesión de
territorios estructurados bajo la égida central de Madrid. Las urbes de los
virreinatos conforman la imagen de la organización de las tierras poseídas y
el efectivo control imperial sobre la vastedad americana.
Lima por dentro y por fuera, casi dos siglos después, exhibe una
ciudad que ha pasado la primera etapa de la representatividad dentro del
imperio y que ahora despierta otras prioridades que se refieren al control y dominación de esa misma masa urbana que ya se encuentra a las puertas del parto de la independencia nacional. Las diferencias políticas, sociales y económicas que se derivan de la diferencia cronológica será aprovechada en este trabajo para marcar dos puntos importantes en el desarrollo urbano de los virreinatos: el ascenso y la desintegración de la emblemática de estas ciudades, que estructurarán todo un sistema de subordinación de las áreas rurales y puntos urbanos dispersos en las regiones continentales e insulares de los últimos territorios añadidos a España.
Como si las diferencias mencionadas fueran poco, donde se abre una
desigualdad aparentemente irreconciliable entre ambos textos es en términos
de emplazamiento discursivo. La grandeza mexicana es un texto imbuido del
clasicismo del Renacimiento, que canta a la belleza suntuosa de la ciudad y
al esplendor con que el poder virreinal se muestra en la capital de la Nueva
España con todo el poder de la metáfora elegante; un texto que exhibe visos
filosóficos y aspira a convertirse en compendio de suma de artes, donde
10
aparecen atisbos de ekfrasis, y donde la imagen de la ciudad es un ejercicio
estético que se desentiende de todo aquello que pudiera manchar la armonía
entre las partes del todo y con ello el goce de la belleza. Al mismo tiempo, el
poema es forzado a adquirir una función utilitaria en el sistema de ponderaciones y homenajes que se practican en los siglos XVII y XVIII2. Con
un tono muy diferente Lima por dentro y por fuera aparece como la antítesis
estilística; cargado de sátira y de humor negro, con referencias escatológicas
y sexuales que pueden van desde las muy evidentes hasta las más
solapadas. Esta otra visión de la ciudad virreinal niega las posibilidades de
establecer contactos con la cultura clásica para abordar la ciudad desde un
punto de mira que intenta abarcar todas las caras de esta urbe que se ha
convertido en un ente complejo y difícil de abarcar.
Las diferencias en las técnicas discursivas, más que un obstáculo, nos
ayuda a reconocer, con la inclusión de otros textos primarios, un desarrollo
en la imagen de la ciudad debajo de la cual subyacen procesos inherentes a
las ciudades virreinales en sí y a la cultura barroca que se desarrolla en ellas.
Esta tesis quiere afirmar primeramente que no hay imagen total y real de la
ciudad virreinal en los textos. La imagen de ciudad que se ofrece en los
textos –de naturaleza literaria o pictórica- es un constructo cuya credibilidad
está matizada por tres procesos que se pueden hallar en los poemas de
Balbuena y Terralla, tanto como en un grupo de otros textos primarios
producidos en las dos ciudades virreinales a lo largo de los siglos XVII y
2 Según palabras de John Van Horne, Bernardo de Balbuena “quería ganar el favor del círculo literarios del Conde de Lemos” (1940:128) 11
XVIII. El primero de estos procesos que se mantienen constantes en las ciudades virreinales es la manipulación que hacen los sujetos para flexibilizar sus condiciones y negociar su posición con respecto a las relaciones de poder. En el ejercicio de manipulación de las condicionantes propias de cada sujeto, el cuerpo resulta un elemento esencial porque es el cuerpo el transmisor de mensajes que el sujeto utiliza para lograr relacionarse a otros sujetos y para consumir espacios que le estaban negados. No obstante, estas negociaciones no constituían una preocupación únicamente del iletrado que se encontraba menos favorecido en las disposiciones del poder;
Balbuena y Terralla, en tanto que sujetos de la sociedad barroca virreinal – letrados y peninsulares ambos – buscan una posición en el medio virreinal y para ello no usan el cuerpo. El arma corpórea para el letrado es el texto alfabético, que le presenta la oportunidad de comunicación con las altas instancias político-religiosas para infiltrar el reclamo de un espacio dentro de los círculos más cercanos a los poderes.
La segunda de estas líneas tiene que ver con la violencia y con un concepto de la violencia que no se circunscribe únicamente a la agresión física sobre el cuerpo. El análisis parte de las manifestaciones de la violencia como agresión física y de la violencia institucional para llegar a la violencia que está en la génesis de la manipulación que cada sujeto hace de su cuerpo y de su espacio más privado. Esta violencia silenciosa es consustancial tanto al proceso de la carnavalización que tiene lugar en las ciudades virreinales como a la violencia textual que permite, en última instancia, la elaboración de
12
una imagen de la ciudad particular en cada caso marcada por las
necesidades del sujeto escribiente y por el ejercicio de su mirada.
Muy ligado a la violencia y a la negociación de la subjetividad dentro
de la sociedad virreinal nace la última de las constantes que presenta este trabajo. La fragmentación de la imagen de la ciudad virreinal será otro parámetro que aparecerá a lo largo de los siglos XVII y XVIII, tanto en México como en Lima. Éste último renglón no está directamente ligado a la población de la ciudad ni a la vida en la ciudad, sino a la mirada como ejercicio de apropiación de la realidad que desemboca en la representación de la ciudad en los diferentes discursos que traemos para re-articular el contexto de la producción cultural virreinal.
Vale además aclarar que no son del interés de este estudio los elementos biográficos de Bernardo de Balbuena y Esteban Terralla y Landa, como autores principales. En otras palabras, los objetivos del trabajo no van encaminados a llevar los textos de estos autores al nivel de lo biográfico, pues ello nos empujaría a descontextualizar los poemas y a cerrarlos en la estrechez de los detalles anecdótico-biográficos de cada uno de los autores.
Sin embargo, en diferentes ocasiones el trabajo refiere a la experiencia de los autores en tanto que sujetos dentro del sistema de relaciones de poder que se desarrollan en las capitales de los virreinatos. Si tenemos en cuenta que la primera de las tres líneas que se abren en este estudio se ocupa, precisamente, de las negociaciones de la subjetividad, llegamos a la determinación de que estas referencias se hacen estrictamente necesarias.
13
Eso sí, rompiendo con la dicotomía relacional del ‘autor y su obra’ para
establecer un nuevo par a partir del ‘sujeto y su capacidad de negociación’, lo
que nos lleva a visitar una y otra vez cada uno de los textos como atributo del
sujeto. Este acercamiento prefiere, por tanto, no perder de vista al ‘autor’,
pero siempre en su posición de ‘sujeto’ en ubicación específica en el tejido virreinal. A partir de esta reinserción del sujeto en su medio es posible establecer los hilos comunicadores de ambos sujetos escribientes con otros letrados con diferentes niveles de privilegio ante la hegemonía virreinal pero también con sujetos cuya ubicación queda desprovista de toda posible preeminencia. En esta convivencia de sujetos de muy diferente extracción y anclados por diferentes sujeciones, es que podremos determinar al sujeto virreinal como ente activo que negocia su posicionamiento, pero también la violencia que produce y reproduce el sujeto, por sí mismo o en conjunción con otros, y finalmente la imagen de la ciudad en estado fragmentado, como resultado mismo de las condiciones del sujeto y su diligencia en la ciudad.
1.4 Corpus textual
El presente estudio toma como pilares fundamentales los poemas La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena, y Lima por dentro y por fuera, de Esteban Terralla y Landa, precisamente por ser dos poemas dedicados completamente a las capitales virreinales durante los dos siglos de consolidación y desarrollo del Barroco en la América Hispana. Del primer texto, nos dice Van Horne, existieron dos versiones publicadas en México en
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1604 y luego, entre los años de 1828 y 1840, aparecieron nuevas
reimpresiones (1940:120). En este trabajo utilizamos la edición realizada en
la ciudad de México, en 1997, por la Editorial Porrúa porque en ella se
incluye el “Compendio apologético en alabanza de la poesía” conque
Balbuena acompañara el poema en sus ediciones primeras, así como la dedicatoria que escribiera el autor a fray García de Mendoza, arzobispo de
México, y la carta al doctor don Antonio de Ávila y Cadena, arcediano de
Nueva Galicia. Esta edición del poema hecha por la editorial Porrúa es posiblemente la de más fácil acceso en bibliotecas y universidades. De Lima por dentro y por fuera usamos la edición realizada en 1978 por la University of Exeter, que es la única edición impresa a la que hemos tenido acceso hasta el momento y la única que conocemos. En ambos casos no se han encontrado las ediciones originales de los textos.
Este estudio considera que el análisis de los poemas en sí mismos,
extirpados del contexto que determinó su creación y el acercamiento
particular de cada uno de ellos al fenómeno de la ciudad, sería arrancarles
parte de su identidad de producto cultural y conllevaría a interpretaciones
erradas. En este estudio se ha preferido una perspectiva más amplia que
permita analizar los textos en relación con el contexto que los provoca y en
armonía con una muestra de otros muchos textos –alfabéticos, pictóricos,
cartográficos- que vieron la luz a través de estos dos siglos que se
establecen como marco cultural para el estudio.
15
Reunir una muestra de la producción textual virreinal, que sea lo
suficientemente rica, diversa y balanceada, resulta una empresa que se
enfrenta a un grupo de dificultades esenciales de las que no escapa el
presente trabajo. Por un lado tenemos que las propias fuentes productoras
de textos en las ciudades virreinales son muy diversas: las relaciones de
fiestas y de autos de fe eran impresas, pero las tonadas populares eran
simplemente reprimidas y no sabremos cuantos se han perdido en el
anonimato de los siglos. Las pinturas de castas nos han llegado en buena
proporción pero sobre sus datos autorales y de fecha muchas veces se
tiende el velo del incógnito que no nos permite llegar a reunir el nivel de
detalles que quisiéramos. Como si esto fuera poco la lejanía temporal
también hace su parte y hoy una inmensa cantidad de documentos
referentes a México y Lima se encuentran dispersos en archivos y bibliotecas
del Perú, México, Chile, España y los Estados Unidos. Sin embargo,
podemos regocijarnos de que, contra la dispersión y la lejanía geográfica, la
tecnología actual ha materializado el milagro de los préstamos
interbibliotecarios, gracias a lo cual el corpus textual de este trabajo ha logrado reunir un cúmulo de textos esenciales para una apreciación más
íntegra de la cultura barroca-virreinal.
La bibliografía primaria de este trabajo, como antes ha sido mencionado, se apoya en los discursos fundamentales La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera. Pero el afán de ver estos textos en la relación que establecen con la producción cultural que le es coetánea nos ha
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llevado a la recopilación de muchos otros exponentes textuales, que intentaremos nombrar en una agrupación categorizadora, con el justo temor de crear una letanía poco inspiradora. Primeramente es necesario mencionar otros textos tempranos como México en 1554, y la Crónica de la Nueva
España, ambos de de Francisco Cervantes de Salazar, y junto a éstos Lima fundada o conquista del Perú, de Pedro de Peralta y Barnuevo, que van a los inicios del surgimiento de la ciudad como el fenómeno político-social de mayor importancia en los primeros años de la colonización.
Entre los textos primarios coetáneos a La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera, un grupo de ellos se refieren a festividades públicas.
De la ciudad de México encontraremos el Neptuno alegórico, de Sor Juana
Inés de la Cruz (1680); el Festivo aparato (1672), texto anónimo que relata la celebración la canonización de San Francisco de Borja; la Oración panegírica a la celebridad del centenario, que cumplió en su Fundación el Religioso
Monasterio, y Sacro templo de las Señoras Religiosas del Convento de la
Encarnación (1693), escrito por P. Ioan de Castro; el Zodíaco ilvstre de blasones heroycos (1696), escrito por Alonso Ramírez de Vargas con motivo del recibimiento del virrey Joseph Sarmiento; la Carta del Padre Pedro de
Morales, de la Compañía de Jesús…, en el que se relatan las fiestas para recibir las reliquias enviadas por el papa; y El sol en león (1747) del P.
Mariano de Abarca. Referentes a Lima los textos de festividades que integran el estudio son los siguientes: la Relación de las fiestas qve a la Inmaculada
Concepción de la Virgen N. Señora se hizieron en la Real Ciudad de Lima
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(1618), escrita por Antonio Rodríguez de León; las Fiestas de Lima por el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos (1632), escrito por Rodrigo de
Carvajal; el Júbilos de Lima en la dedicación de su Santa Iglesia Catedral
(1755), escrita por Francisco A. Ruiz Cano; la Explicación prévia de los
carros y mascarones… (1790) anónimo que relata las festividades limeñas
por la toma del trono de Carlos IV; y los textos del mismo Esteban Terralla y
Landa, Alegría universal: Lima festiva y encomio poético (1790), escrito por el recibimiento del virrey Francisco Gil de Tobeada, y El sol en el mediodía
(1790), por la toma del trono de Carlos IV.
También se incluyen en este corpus textos dedicados a conmemoraciones luctuosas. De la Ciudad de México encontramos los siguientes: El Moysés de la monarchia de España (1747), escrito por P.
Joseph Arlegui por la muerte de Felipe V. Bajo este rubro, encontraremos de
Lima: El arrebatado de Dios (1747), oración fúnebre escrita por Bartolomé
Phelipe de Yta por la muerte de Felipe V; y el Lamento métrico general.
Llanto funesto y gemido triste (1790), escrito por Esteban Terralla y Landa como parte de las ceremonias fúnebres por la muerte del rey Carlos III.
Otros textos incluidos refieren a la Inquisición, tanto a la celebración de autos de fe como a otros aspectos relacionados directamente con la labor del Santo Oficio en las ciudades virreinales. De la ciudad de México encontraremos el Libro primero de votos de la Inquisición de México. 1573-
1600, editado y publicado por el Archivo General de la Nación y la
Universidad Nacional Autónoma de México, en 1949; un texto escrito por el
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P. Mathías de Bocanegra como relación del gran auto de fe llevado a cabo
en México, en 1649, en traducción al inglés bajo el título de Jews and
Inquisition of Mexico 1649; los Autos de fe de la Inquisición en México con
extractos de sus causas. 1646-1648, recopilados y editados bajo el título de
Documentos inéditos o muy raros para la historia de México (1910); y el texto
que relata los Procesos de Luís de Carvajal (El mozo), publicado por la
Secretaría de Gobernación de México en 1935. De Lima, contamos con los textos Avto de la fe celebrado en Lima a 23. de Enero de 1639, escrito por
Fernando de Montesinos; el Discvrso qve en el insigne auto de la fe, celebrado en esta Real ciudad de Lima, a ueinte y tres de Enero de 1639 años: predicó el M.R. P. F. Ioseph Cisneros; y, del autor Joseph Eusebio de
Llano, La Relación del auto particular de fé…, llevado a cabo en Lima, en
1749, donde se dan noticias igualmente del terremoto que asoló a Lima en
1746.
En otra línea de producción textual, tenemos algunos documentos de
viajes, entre los que encontramos el Viaje del virrey Marqués de Villena,
escrito por Cristóbal Gutiérrez de Medina; Un viaje fascinante por la América
hispana del siglo XVI, escrita por Fray Diego de Ocaña; A voyage to the
South-Sea, and Along the Coasts of Chili and Peru, in the Years 1712, 1713,
and 1714, escrito por Monsieur Freizer; y la Descripción del Puerto del
Callao, de José Ignacio Lequanda.
También se incluyen en este trabajo textos que documentan
momentos en que las ciudades se vieron estremecidas, fuera por la fuerza
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humana o de la naturaleza. Dentro de estos momentos en que la calma era
expelida de la ciudad, tenemos, de México, un documento manuscrito bajo el
título de Relación del tumulto del día 15 de Henero de el año de 1624 y el
Alboroto y motín de México de 1692, de Sigüenza y Góngora. De Lima,
contamos con los textos Relación del Exemplar castigo que embió Dios á la
ciudad de Lima… con los espantosos temblores del día 20 de octubre de
1687, (anónimo, 1688); True and Particular Relation of the Dreadful
Earthquake, Which Happen’d at Lima, the Capital of Peru, and the
Neighbouring Port of Callao, on the 28th of October, 1746, escrita por Pedro
Lozano y publicada en Boston en 1755?; y Terremoto de 1746: destrucción total del Callao y parte de Lima, escrito por D.T.M. Reynolds.
Todo este cúmulo de textos mencionados anteriormente, si bien muestran diferentes aristas de las ciudades y de las poblaciones que las habitaban, en diferentes estadíos. Sin embargo, todos ellos se alinean dentro de la producción oficial de textos virreinales, y ello los hace insuficientes si queremos lograr una muestra más cercana a la producción general de textos
de ambas capitales virreinales, tanto cultos como populares. Por ello
aparecen igualmente en este estudio textos satíricos e irreverentes, más allá
de Lima por dentro y por fuera, entre los que encontramos la selección hecha
por Georges Baudot y María Águeda Menéndez, publicada bajo el título
Amores prohibidos. La palabra condenada en el México de los virreyes.
Antología de coplas y versos censurados por la Inquisición en México (1997),
donde se exponen poemas, coplas y danzas de corte satírico, antirreligioso y
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hasta sexual que van conformando el panorama de lo proscrito virreinal.
También ha sido incluida la Sátira hecha por Mateo Rosas de Oquendo a las
cosas que pasan en el Pirú y, del mismo autor, el “Romance a México” que
apareciera dentro de la compilación de otros textos no oficiales reunidos por
Alfonso Méndez Plancarte en Poetas novohispanos. Primer siglo (1521-
1621). Otras muestras textuales refieren no a la producción de corte literario sino al performance igualmente proscrito dentro de la ciudad virreinal; en este caso nos referimos a la homosexualidad y el travestismo como prácticas a las que se refieren tanto artículos aparecidos en Mercurio Peruano; el texto
La literatura perseguida en la crisis de la colonia (1986), de Pablo González
Casanova; y el artículo crítico de Serge Gruzinski “The Ashes of Desire:
Homosexuality in Mid-Seventeenth-Century New Spain”, que aparece en
Infamous desire. Male homosexuality in Colonial Latin America (2003),
editado por Pete Sigal.
1.5 Conceptualización y metodología
Esta investigación tiene como objetivo pivote ver las ciudades
virreinales de México y Lima desde dentro, hurgando detrás de los textos
productores y reproductores de la imagen urbana en los siglos XVII y XVIII,
para llegar a develar y caracterizar líneas constantes dentro de la
cotidianeidad de la ciudad y su revelación en los textos de la época. Las
ciudades durante el período barroco son entes extremadamente complejos,
como afirma Maravall, “el medio conflictivo del siglo XVII” (264), por la
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asistencia a ellas de clases sociales, razas y castas, donde se entretejen
rasgos de nobleza y burguesía. Ante estas complejidades, con el objetivo de
definir las negociaciones y manipulaciones de la subjetividad, la violencia y la
fragmentación de la imagen de la ciudad como tres constantes en la
construcción de la imagen de ciudad que aparece en la producción textual,
ha sido necesario utilizar varios textos y aplicar diversos conceptos teóricos.
La misma diversidad que presenta el corpus de textos primarios que este
trabajo reúne ha obligado al uso de diferentes acercamientos teóricos y
críticos.
La primera de las herramientas de orden teórico ha sido el concepto
de “le pli” explicado por Gilles Deleuze en su obra Le Plí, que nos acompaña durante el recorrido a través de los capítulos para desentrañar especialmente la diversidad en cuanto a las posiciones de los sujetos, independientemente de su acceso a la letra o no.3 A través de la aplicación de este primer concepto teórico es posible entender y explicar los accidentes en la geografía del sujeto virreinal, donde los letrados no conforman una masa social homogénea, como tampoco los no letrados se encuentran todos atrapados bajo las mismas sujeciones. Para el abordaje del tema del sujeto también han sido empleados la “Introducción” y el artículo “Mapping the Subject, de
Steve Pile y Nigel Thrift, incluídos ambos en Mapping the Subject.
Geographies of Cultural Transformation. Eds. Steve Pile and Nigel Thrift.
3 Utilizo para trabajar en la investigación Deleuze, Gilles. The Fold. Leibniz and the Baroque. Transl. Tom Conley. Minneapolis [MN]: University of Minnesota Press, 1993. Todas las citas que aparecen de este texto proceden de esta edición. 22
London & New York: Routledge, 1995. También han sido usadas las conclusiones a que llega David Sibley en su análisis de lo que él denomina
“outsiders”, en su texto crítico Outsiders in Urban Societies (Blackwell, 1981).
La violencia, como la segunda de las líneas a descifrar dentro de la imagen de la ciudad virreinal, ha requerido igualmente de apoyatura teórica específica. La violencia en la producción cultural latinoamericana del siglo
XX, especialmente en lo referido a la literatura y el cine, no es nueva en la
América hispana. A la sola mención de los vocablos ‘violencia’ y ‘colonia’ evoca la imagen del auto de fe y el nombre de la Inquisición. Para estos actos violentos de corte institucional hacen uso de las explicaciones de
Michel Foucault en su libro Discipline and Punishment. The Birth of the Prison
(Vintage Books, 1995). Sin embargo, este trabajo quiere destacar que la violencia no se practica únicamente a través de actos de agresión y muerte que se ejercen en el cuerpo del otro. Para ello se intenta ampliar el concepto de violencia y llevarlo a las áreas donde los actos violentos se realizan en silencio. Esta violencia que no mata es producida porque “[t]he living organism [the subject] has an internal destiny that makes it move from fold to fold” (Deleuze 8). Es decir, la búsqueda que emprende el sujeto por la mejora de sus sujeciones, que lo llevan a la inserción y reinserción en zonas de mayor conveniencia, en lo que se verifican actos de ataque virulento al sistema de gobierno y al establecimiento del poder en el virreinato. Estas acciones del sujeto muchas veces llevan a la carnavalización del orden establecido, por ello también han sido utilizados las teorías de Mikhail
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Bakhtin sobre el carnaval en Problems of Dostoevsky’s Poetics (University of
Minessota Press, 1984) y Rabelais and His World , así como la revisión del
concepto bakhtiniano llevado a cabo por Peter Stallybrass y Allon White, para
finalmente, determinar el carnaval como proceso que se hace posible
únicamente por la carga de violencia que lleva en sí.
La fragmentación de la imagen de la ciudad que nos es entregada en los textos producidos en México y Lima durante los siglos XVII y XVIII es la
última de las previsiones de este trabajo. Las imágenes parecen completas porque así se nos hace creer, tanto en los textos literarios como en los pictóricos; en cada uno de ellos la ciudad es llevada a términos antropomorfos, por lo que recurre este trabajo a las definiciones que del cuerpo hacen Michel Foucault en Historia de la sexualidad (Siglo XXI
Editores, 2000) y Judith Butler en Gender Trouble. Feminism and the
Subversion of Identity (Routledge, 1999). Los autores –sean escritores, pintores o cartógrafos- nos hacen creer que estamos ante una visión fidedigna y para ello se colocan en una posición panóptica, sin embargo la imagen de la ciudad es hecha y re-hecha en los textos, y cada imagen dependerá de factores extraurbanos en compromiso constante con el sujeto.
Por ello el panóptico se rompe en la imagen de la ciudad, como mismo se rompe en el dominio que los poderes virreinales intentan establecer en las poblaciones de las dos ciudades que analizamos, donde la movilidad misma de los sujetos desmiembra el orden de vigilancia y control.
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1.6 Contribuciones al campo
Como antes ha sido mencionado, los poemas La grandeza mexicana y
Lima por dentro y por fuera están dedicados a las ciudades, pero ambos son, a primera vista, completamente contrapuestos. Al explorar otros textos producidos en ambas ciudades virreinales entre los siglos XVII y XVIII salta a la vista que muchos de ellos presentan a la ciudad o, al menos, aristas particulares de la ciudad. Por ello este trabajo quiere, primeramente, estudiar los dos poemas antes mencionados, no como producciones inconexas con el resto de la producción textual, sino en las relaciones que le dieron origen.
Una vez reinsertados los poemas La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera en sus medios coloniales, barrocos y virreinales, los objetivos de este trabajo van encaminados a develar los resortes que se mueven detrás de las imágenes de la ciudad que nos son propuestas en ambos textos.
Al estudiar los dos textos esenciales como parte de un cúmulo cultural producido en la época, este trabajo determina que tanto la imagen de perfección de la ciudad que nos entrega Bernardo de Balbuena, como la imagen de perdición que elabora Esteban Terralla y Landa son productos engarzados por las mismas constantes que promueven la aparición de otros discursos de su momento. Este estudio de conjunto lleva a este trabajo a aseverar que detrás de estas imágenes, existen tres líneas esenciales que develan problemas relacionados al sujeto, la violencia un una infinidad de variantes y, finalmente, la fragmentación en la imagen de la ciudad como resultado de una mirada en transformación que aún no logra apropiar todos
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los detalles observados y quiebra el campo de observación. Estas tres
constantes quedan interrelacionadas, al tiempo que hilvanan los textos
trabajados, que fueran creados en su casi totalidad a través de los siglos XVII
y XVIII. Vale decir, igualmente, que de ninguna manera este trabajo intenta
cerrar el análisis en los textos agrupados en el corpus como los únicos
posibles en la integración investigativa; por el contrario, la investigación
quiere proponer un modelo que promueva el estudio de la imagen de la ciudad a partir del análisis de los resortes epistemológicos que se mueven detrás de las propuestas de imágenes de ciudad. Creemos que muchos otros documentos virreinales pueden ser traídos a la discusión, analizados e integrados a las tres líneas de análisis que este trabajo propone para el
estudio de la imagen de la ciudad.
1.7 Estructura del trabajo
Este trabajo estudia las ciudades virreinales a partir de tres líneas
fundamentales. Sin embargo, para el análisis de los textos ha sido necesario quebrantar cada una de las tres temáticas a través de diferentes capítulos.
El capítulo 1 está dedicado completamente al preámbulo que incluye la información sobre los estudios que han sido realizados, la hipótesis de trabajo, el corpus textual, la conceptualización y las contribuciones de este estudio al campo de los estudios de la ciudad virreinal.
Al tópico de las negociaciones del sujeto dentro de la ciudad virreinal
se han dedicado dos capítulos. El capitulo 2 expone a Bernardo de Balbuena
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en su situación de sujeto colonial letrado pero desplazado del centro virreinal.
En este capítulo se analizan las relaciones entre la ubicación geográfica y el
acceso al poder y se relacionan con la imagen de la ciudad que Balbuena elabora. El capítulo 3 está centrado en el estudio de Esteban Terralla y
Landa y su poema, a partir de las relaciones de sujeto que este autor establece con el centro virreinal y las máscaras que usa para atravesar los espacios virreinales.
La violencia, como la segunda de las líneas que expone este trabajo, ocupa los capítulos 4, 5 y 6. En el capítulo 4 se analiza la carnavalización, como expresión cultural frecuente en el medio barroco, que tiene una esencia
violenta. De igual manera se analiza el carnaval en contraposición a la
mojiganga, como remedo de una carnavalización premeditada. El capítulo 5
abunda en la violencia, trayendo a un mismo plano las fuentes surtidoras de
violencia en la ciudad virreinal y los espacios de fuga como manifestación de
violencia silenciosa que emprenden los sujetos en su intento acomodaticio de
los lazos que los atan al poder. El capítulo 6 se abre a la violencia que los
sujetos aprenden de las altas instancias del poder y la aplican a sus
situaciones individuales.
El capítulo 7 explica el acercamiento de los poetas trabajados a la
ciudad virreinal y su visión de cada ciudad como un cuerpo. Cada uno de los
autores expresa el cuerpo urbano de manera particular; encontramos el
afuera y el adentro de estos cuerpos que son descritos en una de sus
variantes: interior o exterior, y ello nos lleva a pensar en la imagen de la
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ciudad como producto parcial. La fragmentación de la ciudad termina por definirse en el capítulo 8 donde nuevamente se marcan las diferencias en la mirada. Este capítulo describe la transformación de la mirada en el barroco como justificación última al hecho de las diferentes realidades que nos llegan hasta hoy de las ciudades virreinales.
Finalmente el trabajo cierra con el capítulo 9, dedicado a las conclusiones. Este capítulo intenta traer una síntesis compacta de las ideas más importantes que son trabajadas a lo largo de los capítulos anteriores.
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CAPÍTULO 2
EN LAS MÁRGENES DEL MUNDO LETRADO: BERNARDO DE
BALBUENA
2.1 El sujeto en la ciudad
Estudiar la construcción de la imagen de la ciudad virreinal requiere
como primera condición estudiar al sujeto creador de esa imagen en su
relación con otros sujetos y con el medio virreinal en general. Para ello será
necesario ahondar un tanto en la madeja social barroca, dejando a un lado las dicotomías español - indígena, colonizador - colonizado, explotador - explotado. Al centro de esta organización polarizada, entre los españoles y los indígenas, la sociedad virreinal contaba con una extraordinaria riqueza de posibilidades y variantes subjetivas entreveradas en los pliegues de la continua exhibición pública que constituía la vida de la sociedad virreinal.
El sujeto virreinal, tanto en México como en Lima, tenía la condición racial como fuerte característica para la definición de su lugar en sociedad, pues “skin, as the key signifier of cultural and racial difference in the stereotype, is the most visible of fetishes” (Bhabha 78). El color de la piel será el punto de partida para otras características que van a dar al individuo virreinal un lugar determinado en las relaciones de poder; por ello las disímiles series de pinturas de castas que fueron creadas tanto en México
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como en Lima durante el siglo XVIII intentan describir la sociedad
precisamente a partir del componente racial.
La pintura de castas es un género que tiene un auge inusitado,
durante el siglo XVIII, en México y Lima. “Created as series of consecutive
images, casta painting depicts the complex process of race mixing among the
three main groups that inhabited the Spanish colon[ies]: Indian, Spanish, and
African” (Katzew 5). Algunas series anónimas, otras con firma autoral, hoy se
conservan importantes exponentes de la pintura de castas que nos hacen pensar en un verdadero laboratorio de la genética colonial hispanoamericana, toda vez que cada uno de los cuadros intentaba determinar las razas mezcladas en el individuo y el porcentaje de cada una de ellas para llegar a una clasificación. Este género pictórico es la expresión artística de la fetichización que sufre el componente racial, pero por otra parte es también la camisa de fuerza a que son sometidos los sujetos a los que les son adjudicados espacios determinados dentro de la sociedad.
La pintura de castas muestra la complejidad a que había llegado la
mezcla racial en las capitales virreinales en la segunda mitad del siglo XVIII,
mezcla que creaba para la clase en el poder una dificultad de clasificación;
“the castas had no preassigned place. They were not Spanish citizens
(vecinos), nor could them claim the legitimacy the land’s original inhabitants.
In short, the castas were an anomaly’ (Cope 15). Las castas son puntos a mitad del camino, donde lo blanco y lo negro, lo español y lo indígena se diluyen para crear un estado de perturbación a la separación étnica de los
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sujetos virreinales. En medio de la frustración política de no poder dominar
esta área desconocida que se resistía al sistema clasificatorio de la sociedad
virreinal, aparece la pintura de castas cuya aparente ingenuidad esconde el estudio del sujeto en grupos masivos nombrados según un sistema de clasificación particular que convertía cada cuadro en la metáfora de un grupo.
La pintura de castas es un intento novedoso de conocer y controlar estos puntos de cruce racial y para ello constriñe la sociedad virreinal en un número limitado de variantes subjetivas que dependen de la etnia. Es decir que el individuo es circunscrito al estrecho círculo de la etnia, que determina su ocupación en las relaciones de producción, lo que a su vez lo sitúa en una clase social para la cual existen espacios preconcebidos.
Las series de pintura de castas no sólo muestran el resultado de una mezcla racial determinada a partir de los componentes materno y paterno.
Además madre y padre son revestidos con el código de la vestimenta y son colocados en un espacio predeterminado para su componente étnico: así los indígenas aparecen semi-desnudos deambulando las áreas rurales o semi- rurales; los negros quedan situados en cocinas (Ver figuras 7 y 8); los individuos de raza mezclada aparecen mal vestidos – muchas veces con la vestimenta raída y rota -, y siempre ligados a actividades económicas relacionadas con la reparación y la venta callejera (figuras 9 y 11). Los españoles quedan generalmente definidos bajo un código de vestimenta que presenta elementos suntuarios, sin embargo la posición del español con respecto al espacio social quedará matizado por la raza de su cónyuge y el
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resultante de la mezcla en el hijo. Si compramos la ubicación social otorgada
al español que se mezcla con negra (figuras 7 y 8), con el que se mezcla con
una albina (figura 1), y estos dos con el que se mezcla con una cuarterona de mestizo, observaremos un camino en ascenso hacia la purificación de la raza que va determinado pictóricamente por vestuario que va hacia una mayor elaboración y una posición social que, paulatinamente, se va alejando de la rudeza de las actividades manuales.
Como resultado tenemos que la pintura de castas silencia al sujeto porque lo desviste de toda posible diligencia: el sujeto es delineado a partir de una cadena de significaciones que tiene su inicio en la raza, sin tener en consideración las diferentes posiciones que dentro de las relaciones de poder pueden ocupar individuos que racialmente pertenecen al mismo grupo. Por añadidura, la pintura de castas se convierte en un instrumento de poder, porque ofrecía una codificación que crea las castas en un intento de romper con la resistencia que los puntos de miscegenación anteponen a la clasificación y agrupación.
La representación cifrada como De alvina y español produce negro torna atrás (Fig. 1) es una de las pinturas de castas que con mayor claridad muestran la relación del individuo con su medio a través del color de la piel.
La pintura presenta uno de los espacios emblemáticamente más reconocidos en la ciudad de México: la Alameda, que además domina el centro del cuadro. Aquí el espacio social, lejos de ser el fondo ha pasado a ser la figura
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representada, alteración de los planos pictóricos que se justifica porque el
espacio viene a representar el núcleo de las relaciones de poder.
Ya fuera de este espacio, como a escondidas, descubrimos en una de
las esquinas inferiores la trilogía familiar que debía ser – plásticamente
hablando – el objetivo a representar en la obra. En esta esquina, en lo que
parece ser una azotea, poco importa que el padre sea español y que la
madre sea albina; lo relevante es el hijo, pues la pintura de castas arrastra
una fuerte influencia plástica de la tradición de las representaciones de la
sagrada familia, donde el foco siempre privilegia al hijo. Es la ‘raza’ del hijo lo
que quiere plasmar el artista en la pintura de castas, especialmente en este
caso en que la oscuridad de su piel parece tomar por sorpresa a los padres.
En este cuadro el hijo ha completado un ciclo en reverso, trayendo al
presente el componente negro de la genealogía materna; “torna atrás” es la clasificación que en el marco de la pintura condiciona las ataduras de este
nuevo individuo con la sociedad virreinal.
Desde la niñez, lo que es decir desde antes de tener la posibilidad de
entablar relaciones sociales por sí mismo, el nuevo individuo tiene un lugar
asignado en la sociedad virreinal en virtud de la oscuridad de su piel. La
colocación que el pintor decide para el hijo parece querer determinar al
individuo en su condición de sujeto únicamente a partir del color de la piel. En
esta pintura el eje de la órbita virreinal está establecido en La Alameda,
alrededor de la cual giran los individuos en una relación proporcional de
distancia-participación. La separación entre el individuo y el espacio
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emblemático establece para el “torna atrás” una prohibición de acceso al
espacio central que se fundamenta en un escaso nivel de participación. En
otras palabras, el sujeto negro es llevado al margen del soporte pictórico
porque la coloración de su piel lo mantiene en la base de la sociedad
virreinal.
La descentración de la familia crea una tensión entre los planos
primero y segundo que es enfatizada por la perspectiva pictórica, que
diferencia y aleja ambos espacios: los individuos están destinados bien a la
azotea, bien a la Alameda, según la raza como el elemento clave en la
ubicación del individuo en sociedad. Esta tensión queda intensificada a
través del catalejo del padre, que marca la lejanía pero a la vez expone un
deseo por el consumo de lo emblemático a través del uso del espacio material. Para esta tensión, la pintura no nos ofrece solución; únicamente la agencia del sujeto podría aminorar esta ruptura a partir de establecer un vínculo entre ambos espacios, pero en la pintura el individuo queda desprovisto de toda posibilidad de actuación sobre su situación subjetiva.
Lo que Michel Foucault llama “dividing practices” (2000: 326) es puesto en práctica por la pintura de castas, que separa a los individuos de otros y los localiza a través de una clasificación de basamento seudo científico. “De mulato y mestiza, nace, Cuarterón” (Fig. 9) pertenece a una serie mexicana y “Cuarterona de mestizo. Español. Producen Quinterona de
Mestizo” (Fig. 10) pertenece a una serie limeña; en ambos casos, la sola inclusión de los términos “cuarterón”, “cuarterona” y “quinterona” nos hablan
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de un estudio que quiere llegar a tener un alcance casi antropológico pero queda frenado por el rígido basamento matemático que le sirve de punto de partida. Además, vale destacar que en ambas series de pinturas de castas se presenta la peculiaridad de la marca que llevan los sujetos que no son de raza ‘pura’, pero que pudieran causar confusión por lo claro del color de sus pieles. Obsérvese los lunares en las sienes de ambas mujeres. Estas marcas nunca aparecen en los rostros de los personajes cuya mezcla es evidente a un primer golpe de vista, como tampoco aparecen en aquellos de raza
‘española’. Este ardid pictórico nos hace pensar en la dificultad diaria para determinar a simple vista la impureza o no de muchos de los sujetos virreinales, y ello entronca con la resistencia que oponen las castas a ser clasificadas y dominadas.
La pintura de castas funciona en dos niveles fundamentales, primero porque constriñe la sociedad virreinal en un número finito de categorías posibles, y después porque crea grupos inconexos entre sí cuyas fronteras quedan marcadas por la proporción de la mezcla. Dentro de cada uno de los grupos los individuos son forzados a una homogeneidad que crea la ‘casta’, que viene a separarlos de los otros grupos, igualmente clasificados. Pero, también exime al individuo de toda responsabilidad con su posición con respecto a las relaciones de poder, inmovilizando al individuo en una posición subjetiva que depende únicamente de la tonalidad corporal. En su relación con el poder “the body, the self and so on become ‘points of capture’ of power” (Pile y Thrift, 1995b, 13), por ello la pintura de castas utiliza el cuerpo
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(en su coloración) para capturar al individuo y sujetarlo a una coordenada
étnicamente determinada. Sin embargo, al contrario de esta iconografía de la
marginalidad que la pintura de castas articula, más allá del color de la piel el
individuo que habita la ciudad virreinal se define en su relación con el poder a
partir de nexos más complejos que la raza, aunque ésta sea un elemento no
desdeñable.
El acceso a la letra es otro ‘point of capture’, porque define las
relaciones del individuo con la sociedad y tan es así que desde el mismo
siglo XVII ya Sor Juana Inés de la Cruz categoriza a los individuos de la
sociedad mexicana en dos grupos según la posibilidad de la decodificación
del alfabeto. En el Neptuno alegórico (1680), al intentar explicar la recepción
del arco de triunfo construido para recibir al Marqués de La Laguna, dice la
monja que el arco cumplió su función comunicativa, “llevándose sus
inscripciones la atención de los entendidos, como sus colores los ojos de los
vulgares” (Cruz 788). Esta aseveración de Sor Juana corrobora que el
acceso a la letra abría una posibilidad de contacto con un área de la ciudad virreinal que quedaba a oscuras para quienes se encontraban incapacitados para interactuar con el código alfabético, y que se tenían que conformar con el estímulo sensorial. En su mirada a la sociedad novohispana del siglo XVII
Sor Juana se afianza en un ángulo diferente; aunque más simple que la división racial, ésta no deja de ser una práctica divisoria. Es decir que la monja intenta explicar la sociedad mediante un sistema de agrupación casi de castas que se definen en el manejo o no del código alfabético. Pero el
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acceso o no a la letra, como la raza, no era un rasgo que definiera por sí mismo y de manera categórica la relación del individuo con los poderes coloniales. En otras palabras, no todos los individuos que quedaban dentro de las castas por su color de piel y sus rasgos étnicos se encontraban marginados de la misma manera, como mismo no podríamos llamar ‘letrados’ a todos los que descifraban la letra. Dentro de cada uno de los grupos aparecerán variedades de posicionamientos dentro de las relaciones de poder.
A decir de Michel Foucault ‘there are two meanings of the word
“subject”: subject to someone else by control and dependence, and tied to his
own identity by a conscience or self knowledge’ (2000: 331). Estas dos
acepciones del vocablo sujeto hablan de dos fenómenos diferenciados que
atañen por igual al individuo convertido en sujeto: la primera habla de una
práctica ‘sobre’ el individuo para sujetarlo a un punto particular de las
relaciones de poder virreinales. Este es el individuo que, de manera muy
limitada, la pintura de castas presenta definido por la raza y Sor Juana por el uso del alfabeto. Para oponer la estrechez de ambas definiciones diremos que este individuo se encuentra capturado por una diversidad de ataduras mucho más complejas: el color de la piel, el nivel económico y de adquisición, el sexo, la ocupación social, la ubicación geográfica, el acceso a
la letra y la situación jurídica (libre o esclavo) son algunas de las
coordenadas que se cruzarán en un punto para inscribir al individuo en su
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carácter de sujeto, con toda una carga de permisiones-prohibiciones que
dependerán del intersticio social en que queda ubicado.
Pero la definición que Foucault ofrece tiene una segunda parte donde
juegan un papel importante la conciencia propia del individuo sujetado y el
auto reconocimiento. Es decir que Foucault reconoce que el individuo
sujetado no es totalmente inmóvil. La misma Sor Juana, desde su anclaje
particular de mujer/mestiza/letrada, establece una categorización
conveniente a su situación personal; es decir que Sor Juana hace caso
omiso de la ubicación de las razas en sociedad para poner al descubierto
una estratificación en la que automáticamente queda situada en posición
ventajosa. Con este sistema bipolar de castas ‘con’ y ‘sin’ letra la monja
demuestra el auto-reconocimiento de la ventaja que el uso del alfabeto
representa para sí misma con respecto al resto del grupo de castas y
mujeres de la sociedad novohispana del siglo XVII.
Tanto la caracterización del sujeto que ofrece Sor Juana como la que presenta la pintura de castas son dos metodologías demasiado esquemáticas para el análisis de los individuos en las relaciones de poder virreinales durante los siglos XVII y XVIII. Ni todos los que manejaban el código alfabético podían llamarse letrados ni todos los de piel blanca – nacidos en la metrópoli o en las colonias – gozaban del acceso a los centros emblemáticos. Así, veremos que, en Lima, desde los inicios del siglo XVII, ya existía un gran número de españoles que no tenían lugar alguno en los
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estamentos del poder. En una carta del rey, fechada en Aranjuez, el 26 de
mayo de 1609, el soberano expresa que:
La mucha gente española que hay en esas provincias, así de la que va de acá de ordinario, como de los criollos nacidos allá; y también se tiene entendido que con ser mucha desta gente humilde y pobre, no se inclina a trabajar en las labores del campo, minas ni otras granjerías, ni de servir a otros españoles, y lo tienen por menos valer, que de resulta haber tanta gente perdida y ociosa […] se ordena que encaminéis al trabajo de todas las dichas labores a los españoles de condición servil, mestizos, mulatos y zambaigos (Konetzke 153-4; énfasis mío)
Es interesante notar el grado de conocimiento del monarca con relación a las
castas pero, sobre todo, el sentido pragmático conque cataloga a estos
españoles desclasados como otra casta. Esta carta rompe el carácter
monolítico de la etnia para develar otra cara de ‘lo español’, en posiciones
innobles de la sociedad virreinal, alejado del eje del poder y de la
participación en la sociedad. Para el monarca español la pobreza se
convierte en un punto de resistencia a la fluidez de la reproducción del poder
imperial, por ello la casta comienza con la pobreza. La importancia otorgada
al elemento económico agrupa de diferente manera a los individuos,
igualando a los españoles “de condición servil” bajo las mismas
condicionantes de aquellos que son de raza mezclada.
Tanto en la carta del rey como en la pintura de castas, aparece el
ibérico en un deambular por los pliegues de la ciudad virreinal, dejando traza
en sus relaciones con los muchos otros sujetos no peninsulares. En ambos
discursos el individuo es reconocido de manera rudimentaria y situado en coordenadas arbitrarias. La pintura de castas tomaba la mezcla étnica como
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pauta que coloca al individuo en la sociedad. Las series de la pintura exaltan la condición ibérica en una doble naturaleza: lo ibérico como punto de partida que de la mezcla racial y, a la vez, el colofón a la línea de composiciones
étnicas que cerraba un círculo en el punto de llegada a la “gente blanca”, y de ahí a la unión con español para llegar al máximo punto del blanqueamiento. Por el contrario, para el monarca español la sociedad quedaba estratificada únicamente a partir de lo económico, así la casta comenzaba con la pobreza y en ella tienen lugar españoles nacidos en la península y la colonia. Las visiones de la condición de español superponen dos patrones que dividen y reagrupan de manera diferente y, a la vez, demuestran el carácter accidentado y polisémico de la etnia. La integridad de lo español queda fracturada y la continuidad se pliega en las diferentes enunciaciones de los discursos.
Las tres visiones de los individuos virreinales anteriores quedan demasiado parcializadas al ocuparse cada una de un único aspecto. Lo
étnico, lo económico y el acceso a la letra, como características, nunca funcionarán como líneas separadas. Más bien encontraremos estas tres
áreas interactuando entre sí y con otras características con el resto de la sociedad.
Si bien la ciudad virreinal hispanoamericana se distribuye en un esquema aparentemente simple de círculos concéntricos alrededor del núcleo de poder, simbolizado en la plaza y las edificaciones políticas y religiosas, hay una madeja de relaciones barroquizantes de una infinidad de
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individuos situados en diferentes puntos con respecto al centro productor del
poder. Estas relaciones entre los sujetos virreinales, violentan la organización
de los espacios urbanos y reduplican la distribución simplista de los anillos en
un campo de acción donde cada espacio se hace múltiple4. Las polarizaciones económicas e intelectuales, así como la rigidez cuadricular de la pintura de castas se rompen en un espacio múltiple en el que la codicia y el ascenso social como finalidad última no son ajenos. Entre lo bajo y lo alto existe en la ciudad virreinal un espacio de complejas relaciones de los individuos con el poder, que puede ser analizada tomando en consideración el esquema que propone David Sibley (Fig. 2).
El esquema de distribución social de Sibley está pensado para el
análisis de los grupos minoritarios en contextos sociales completamente
diferentes a los que se dieron en las ciudades virreinales; sin embargo su
sistema de cuadrantes nos permite extrapolar este esquema a la ciudad
virreinal para ubicar a sujetos movibles entre la ‘dominación de otros’ y la
‘dominación por otros’, según las posibilidades de cercanía al eje dominante.
En estas dos áreas del esquema es donde se moverán todas estos sujetos
y/o grupos de sujetos que van a fluctuar entre las clases baja y alta, cada uno
de ellos con diversa ubicación según sea su relación entre la participación y
la dominación.
Entre los polos sociales que se representan en el esquema como
‘dominación por otros’ y ‘dominación de otros’ veremos fluctuaciones en los
4 Sobre el espacio, los espacios materiales y los espacios metafóricos, volveremos en páginas posteriores. 41
sujetos, independientemente de su etnia. de su acceso a la letra y de su
situación económica.
Este campo intermedio vendrá a desmentir las soluciones de códigos inamovibles vistos anteriormente y nos permitirá igualmente rebasar las dos acepciones que Foucault determina para el término ‘sujeto’ (“subject”). Más allá, incluso, del auto-reconocimiento y la auto-conciencia que la segunda de las acepciones reconoce en el individuo como sujeto, veremos que el individuo que ha sido sujetado en la ciudad virreinal, entre los siglos XVII y
XVIII, tiene un margen de movilidad que está muy relacionado a la concientización de sus propias condicionantes que Foucault apunta. Si bien ya hemos visto que las categorizaciones anteriores son insuficientes para describir al sujeto, ahora apuntaremos que el reconocer en el individuo sujetado la posibilidad de cierta movilidad nos llevará a un terreno movedizo de fronteras que se hacen no menos inseguras.
El interés de este capítulo va encaminado precisamente hacia esa
movilidad que el sujeto se inventa para interactuar con el resto de la sociedad
y con las relaciones de poder desde una nueva perspectiva. Estas nuevas
maneras de interacción harán primeramente al sujeto de las ciudades virreinales un ente mucho más complicado de lo que anteriormente se había visto en las representaciones de la pintura de castas, la carta real, o el documento de Sor Juana. En esta complejidad que el sujeto adquiere a través de su movilidad determinará que “the multiple is not only what has
many parts but also what is folded in many ways” (Deleuze 3). Apuntaremos
42
igualmente que para la materialización de esta movilidad, el sujeto virreinal va a mostrar dos caminos fundamentales. Dependiendo de las condicionantes reales el sujeto creará una textualidad que usará el camino de la imagen o el de la letra.
La imagen es uno de los elementos esenciales a la cultura barroca y su importancia en las ciudades virreinales hispanoamericanas no es menor.
Bajo el rubro de la imagen podemos colocar la mimesis, consumida primeramente por los estamentos de poder. Uno de los ejemplos más significativos de la mimesis virreinal estaba en la arquitectura efímera que era ampliamente usada en recibimientos de virreyes y arzobispos, pero también en los grandes autos de fe, en los túmulos funerarios y en celebraciones religiosas. La misma Sor Juana describe que en el arco dedicado al Marqués de La Laguna “se pintaron dos ejércitos, con tan gallardo ardimiento expresados, que engañado el sentido común con las especies que le administraba la ilusión de la vista, se persuadía a esperar del oído las del confuso rumor de las armas” (Cruz 792; énfasis mío). Tenemos entonces que al arco que ya era imitado en su construcción se le suma otra ilusión plástica que interpela a todos los sujetos, letrados o no, porque funcionaba en el nivel de los sentidos. El énfasis que la religiosa hace en la veracidad de la pintura habla de la importancia del mimetismo barroco; pero tengamos presente igualmente que esta pintura que quiere convencer con su veracidad ha sido elaborada sobre un arco imitado, es decir un soporte que también intenta transmitir la solidez que no tenía.
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Más allá del simple ejercicio de la mimesis, la arquitectura efímera tan
cara a las celebraciones virreinales, constituían una exhibición de la mimesis.
Los arcos de triunfo con que se adornaba la ciudad para el recibimiento de virreyes, por ejemplo, escondían su maderamen con la imitación de
materiales mucho más sólidos y ricos; esta primera imitación es el sedimento que servía de base a otro nivel de imitación superpuesto con pinturas de batallas, héroes y dioses greco-romanos, a lo que se añadían las inscripciones alfabéticas generalmente en latín. Es decir que la solidez de los arcos de triunfos es un palimpsesto de la mimesis que puede ser descompuesto en diferentes estratos pictóricos superpuestos que funcionaban sobre los sentidos. Los arcos de triunfo además son la revelación no sólo de la primacía de la imagen bajo el signo del barroco en las ciudades virreinales, sino también del consumo de la imagen por parte de los altos estratos de las relaciones de poder virreinales.
El arco de triunfo, y la arquitectura efímera en general, establecen con los pobladores de la ciudad virreinal una comunicación polisémica. La arquitectura efímera se pliega para mostrar diferentes caras a las diferentes masas de sujetos; la misma Sor Juana, al clasificar a la población entre “los entendidos” y “los vulgares”, nos está hablando de diferentes procesos de recepción que se desarrollan en paralelo y que emanan de la misma mimesis que esconde la endeble realidad de la madera. En estos dos métodos principales de comunicación con el resto de los individuos virreinales, la arquitectura efímera establece una innegable función pedagógica que refiere
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a la exacerbación de la importancia de la mimesis y al lugar preponderante
de la apariencia por sobre la esencia.
A la importancia de la imagen visual y de la mimesis que emanaba
desde la cúpula político-religiosa a través de las construcciones perecederas
se sumaban otros aspectos de las celebraciones. La imagen grandilocuente
de la arquitectura celebratoria no era estática sino que era el complemento
esencial al performance de las festividades; el llegar al arco de triunfo y el
pasar el arco de triunfo se convertían en narrativas de una praxis teatral que
era entronizada en la exhibición de los poderes virreinales. Bajo el estímulo
de la simulación barroca que era desplegada en las ciudades virreinales, no
resulta inconcebible que comenzara a producirse ejercicios miméticos y
teatrales a diferentes escalas, esta vez llevadas a cabo por la población
misma que había decepcionado los mensajes emanados de las muestras de
los poderes virreinales.
Para la segunda década del siglo XVIII Frezier expresa la importancia
que ha llegado a tener mimesis en la población limeña; dice este autor que
“for avoiding the Pains of the other World, which is, to take care of this to
provide a religious Habit, which they buy, to be bury’d in; being persuaded,
that […] without any difficulty, [they will] be admited into Heaven” (243). Es
decir que los individuos de la ciudad peruana habían adoptado la mimesis como método pragmático que les aseguraba un bienestar deseado. Con el objetivo final de ‘ser admitidos’ (“be admited”) estos individuos se despojan del ‘sí’ y se implantan las vestiduras de otras realidades individuales que les
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son ajenas. En otras palabras es la manipulación de la imagen en la que el cuerpo es el soporte esencial, con el objetivo final de burlar fronteras espaciales internas y lograr el acceso a los espacios que le son vedados.
Los individuos virreinales intentarán y buscarán medios para despojarse de las ataduras que los definen como sujetos dentro de las relaciones de poder virreinales e intentarán a través de la mimesis de otras realidades crear una imagen que les permita construir, aunque fuera de manera virtual, una realidad que, como la de la arquitectura efímera, intentará convencer por medio de mecanismos de recubrimiento.
Sin embargo, no es la imagen elaborada la única manera de intentos de negociación que los individuos virreinales practican. En otro documento real encontraremos intentos de manipulación ejercidos por algún/algunos individuos en los canales de la letra. El mencionado documento es una real cédula fechada en Madrid el 22 de septiembre de 1571 y dirigida a los oidores de Guatemala dice que “en esa Audiencia se presentó traslado de una cedula que nos enviastes, para que los hijos de padres solteros en esas partes pudiesen ser legítimos siendo los padres conquistadores y pobladores dellas y […] gozar de todo lo que a ellos se debe” (Konetzke Vol 1: 466). Es decir que el rey está comentando de que ha tenido noticia de la circulación de una cédula que, según el mismo monarca, “no parece haberse mandado despachar en el tiempo que reza la dicha cédula ni en otro ninguno, ni se halla razón della, por donde se puede inferir ser falsa” (Konetzke Vol 1: 466).
Este documento que cruza los espacios a través de los canales letrados iba
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encaminado a dar un giro sustancial a la situación de este individuo, quien a través de las prerrogativas de esta cédula quedaría acercado al centro productor del poder virreinal.
En los dos últimos ejemplos se observan intentos encaminados a la adecuación de la propia realidad del individuo y de los lazos que lo conectan con el resto de la sociedad virreinal; ello nos lleva a reconocer que en la ciudad virreinal el individuo en su carácter de sujeto no sólo reconoce su situación dentro del sistema de poder colonial, sino que hace uso de ese conocimiento para poner en práctica acciones que conllevarían a una tergiversación de su posición social. En páginas anteriores ha sido criticada la aproximación que elabora Sor Juana Inés de la Cruz al individuo virreinal entre el acceso y el no acceso a la letra porque no hay ninguna característica
única que por sí misma defina la posición del individuo en la sociedad virreinal. Sin embargo, la alfabetización y el analfabetismo nos ayudarán a encontrar en páginas posteriores dos maneras diferentes de enfrentar los intentos de mejora. Hasta ahora hemos observado el revestimiento con hábito religioso en el siglo XVIII limeño; en lo adelante veremos que ante el no acceso a la letra, el individuo frecuentemente usa su cuerpo como herramienta. El cuerpo es la última de las propiedades, que es convertida en el medio para proporcionarse una imagen que coquetea con los códigos visuales de los altos estamentos y permite una mayor movilidad en el medio barroco. Por el contrario, cuando el individuo tiene acceso a la codificación de la escritura, la convierte en la herramienta que le permita establecer
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relaciones convenientes con el centro de poder. En este último caso
Bernardo de Balbuena y Esteban Terralla y Landa nos servirán como ejemplos de quienes usan la escritura en función de la creación literaria como mecanismo que construye la imagen del sujeto dentro del contexto de la ciudad virreinal. Estas dos vías aparentemente muy diferentes tendrán como objetivo común la fabricación de una imagen que en un caso es visual y en otro es paginada, pero que lleva como objetivo la readecuación de las condicionantes del individuo en su posición de sujeto.
2.2 Geografía y poder en Nueva España
Si bien “el estado clerical era considerado un ordenamiento divino, la distinción entre los hombres comunes y los de sotana era de origen también divino, por lo tanto, incuestionable” (Hoberman-Socolow 148), también al peldaño de la religión se ascendía por muchos motivos y, una vez en él, los religiosos ocupaban diferentes posiciones que los ponían en condiciones sociales específicas dentro de la jerarquía eclesiástica y virreinal. Por lo tanto, ser clérigo o sacerdote, como ser mercader, únicamente marcaba un punto de partida para el individuo; sacerdotes había en muchos puntos de ambos virreinatos, pero mientras más apartado geográficamente del centro del poder –la ciudad virreinal- menor era su participación en el estrato dominante y mayor su cercanía a la peligrosa zona de las castas, por esta condición a medio camino entre el indígena al que predicaban y el lejano centro religioso y político al que estaban subordinados.
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En 1579, el padre Pedro de Morales, en su carta al general de la
Compañía de Jesús, escrita con motivo de las festividades para celebrar el recibimiento de una remesa de reliquias enviadas a México por el Papa, dice que:
su Majestad movió los corazones de españoles y indios […] y ordenó
que de todas las yglesias Cathedrales sufragáneas a este arzobispado
se hallasen dignidades y prebendados a llevar […] las Sanctas
Reliquias para que, como personas principales y exenplares, pudiesen
dar noticia en sus yglesias y obispados de la estima que esta insigne
Ciudad haze de las cosas divinas. (Morales 245)
A través de esta celebración, los jesuitas demostraban la indispensabilidad de la presencia de su orden en Nueva España; de esta manera se proporcionarían una ubicación favorable en relación con las otras órdenes, lo que equivale a decir las relaciones de poder.
Al intentar mover el polo gravitacional de la religión a su propio terreno, la Compañía ansiaba re-dibujar el mapa clerical del virreinato para encontrar una ubicación de mayor conveniencia. Mientras esta celebración funcionaba a nivel institucional como un plan estratégico, también veremos como las connotaciones irán de lo general a lo particular, para llegar a afectar a los individuos que conformaban todo ese rosario de instituciones religiosas virreinales. En la celebración por el recibimiento de las reliquias de santos, los sacerdotes invitados debían contentarse con ser no más que huéspedes, sin embargo para la familia jesuita estos observadores representaban el
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elemento indispensable para la transmitir la fuerza de la orden al resto del
virreinato. Si, como plantea Foucault, “relationships of communication imply
goal-directed activities […] and, by modifying the field of information between
partners, produce effects of power” (2000, b: 338), los jesuitas redisponen las
piezas de la organización clerical y se ubican al centro, entre tanto los
sacerdotes invitados a la celebración eran simplemente los transmisores de
la noticia que atravesarían toda la jerarquía eclesiástica hasta llegar a las
áreas más alejadas de la ciudad, donde quedaban otros sacerdotes que, en
virtud de su distanciamiento geográfico, quedaban relegados a la posición de
receptores pasivos de las noticias de lo acontecido en la capital. Estos
últimos religiosos vendrían a formar un tercer grupo clerical, distribuido en las
iglesias, capillas y doctrinas del interior, que se define más por la
marginalidad que por la participación en las relaciones de poder clericales
que se fragua desde los asentamientos religiosos citadinos. Esta celebración
no sólo refuerza la idea de centralidad y de la comunicación radial, también
rompe el carácter unívoco que pudiera asignarse a la posición clerical y
muestra las varias caras del sacerdocio, en relación con el acceso al centro
emblemático que a su vez queda atado a lo geográfico. Este aspecto de la
ubicación geográfica no pasaba inadvertido a los religiosos que pasaban a
Nueva España; desde antes de la llegada de Bernardo de Balbuena a Nueva
España5, el rey Felipe II ya notaba que “los religiosos prefieren establecerse
5 La fecha exacta del traslado de Bernardo de Balbuena de España a Nueva España no ha sido determinada con total certeza. John Van Horne nos dice que “el padre [de Balbuena] volvió a la Nueva 50
en las ricas praderas próximas a la ciudad de México, dejando desatendidas extensiones de hasta 20 o 30 leguas, porque los religiosos evitan las regiones inhóspitas, pobres o calurosas” (citado por Ganster en Hoberman-
Socolow 147), pues en la organización del virreinato, la posibilidad de habitar el centro era el primer paso para participar de las ventajas del poder centralizado.
Al centro de esta problemática de ubicación encontraremos a
Bernardo de Balbuena quien, nacido en la península, fue llevado de muy corta edad a territorio americano por su padre, quien había logrado una posición en la Audiencia de Nueva Galicia (Rojas 4)6. No obstante su condición de hijo natural el niño Bernardo no experimentó la situación de batalla constante por abrir el camino en el virreinato en que se veían enfrascados otros sujetos emigrantes pues, como ahonda Rojas
Garcidueñas, “su familia estaría formada […] por esos Balbuena de Nueva
Galicia que tenían empleos, propiedades y residencias en Guadalajara, en
España en 1564. No se nombra en la licencia al hijo que tendría dos años. Sin embargo no es imposible que le acompañara” (1940:26). 6 Bernardo de Balbuena nació en Valdespeñas, España. John Van Horne calcula el nacimiento del autor a partir de dos documentos encontrados en el Archivo de Indias: [e]n una probanza, hecha por la Real Audiencia de la Nueva Galicia, de los méritos y servicios del licenciado Altamirano, oidor que fue de ella, aparece como testigo Bernardo de Balbuena, clérigo presbítero, vecino de esta ciudad el cual jura en verbus sacerdotis. La fecha de la probanza es el 8 de noviembre de 1595. En el curso de su testimonio Balbuena dice que tiene treinta y tres años, poco más o menos. Si tenía unos treinta y tres años en noviembre de 1595, habría nacido hacia 1562. El otro documento es un memorial preparado por Balbuena en Jamaica. El núcleo de este documento consiste de informes reunidos en la ciudad de Santo Domingo el 2 de noviembre de 1611. Entre las preguntas en las que, según las usanzas legales de la época, habían de atenerse los testigos hay la de si Balbuena tendría la edad de cincuenta años, poco más o menos. De los ocho testigos siete lo afirman así; el octavo dice “más de cuarenta y cinco”. Si Balbuena tenía a fines de 1611 cerca de cincuenta años, habría nacido hacia fines de 1561. La mayor exactitud con que se indica el número de años en el primero los documentos induce a creer que nació en 1562 (1940:16). 51
Compostela, en San Pedro Lagunillas, amigos en toda la región y parentela
que iba extendiéndose por esas tierras de nuestra costa occidental” (6).
Estas condiciones primeras en que Balbuena comienza a formarse le aseguran educación, que nos interesa porque ello garantiza el dominio de la letra. Esta ventaja fue pronto entendida por Balbuena, quien desde muy joven comenzó a participar en concursos de poesía celebrados en la ciudad de México, a fines del siglo XVI, como parte del recibimiento al virrey
Marqués de Villamanrique, en 1586, y a su sucesor Don Luis de Velasco, en
1590 (Rojas 10-11).
Los certámenes de poesía celebratoria, destaca Alfonso Reyes,
constituían un “hecho típicamente colonial, de un grupo selecto que es
público de sí mismo” (94). Esta aseveración nos deja ver el carácter aislado
del grupo y una conformación elitista; casi una sociedad cerrada de la letra. A
pesar de este sistema de auto-consumo de su propia producción cultural,
quienes presentaban sus trabajos en estas competiciones lograban cierto
nivel de notabilidad frente a la elite virreinal. Finalmente los premiados en
estos concursos llegaban a través de la letra hasta el conocimiento del
monarca español, en los textos que relataban el desarrollos de las
celebraciones y conmemoraciones.
En cuanto a Balbuena, la participación en este tipo de eventos públicos pudieran parecer meros ejercicios literarios de juventud, pero debajo de esta simplicidad aparente tendremos las primeros signos de intercambio entre el joven sujeto y “la Atenas del Nuevo Mundo, como se le comenzará a
52
llamar [a México] en las postrimerías del siglo XVI [donde] bulle la vida
literaria y va adquiriendo ese aire monumental” (Reyes 72). Los certámenes
poéticos quedaban enmarcados en una celebración religiosa o laica, es decir
en los momentos en que la representatividad social tocaba puntos máximos.
La participación de Balbuena en estas justas son las primeras incursiones en
el eje letrado del centro virreinal que ya atisban los primeros signos de
inconformidad con su locación alejada del centro del virreinato. Este tomar
parte en la actividad literaria y festiva de la ciudad ubica tempranos puntos de
resistencia que Balbuena desarrolla en contra de la situación de exclusión del
centro productor de la emblemática virreinal.
El énfasis en la representación que articulaba las procesiones y
celebraciones públicas también abría la posibilidad de aumentar la
notabilidad de los individuos virreinales; así los concursos abrían para
Balbuena la posibilidad de estampar su nombre en estos grupos intelectuales
que con el uso de la letra se auto-seleccionaban y se ubicaban en
consonancia con los altos estamentos del poder. No obstante, la presencia
de Balbuena en el centro del virreinato era sólo virtual, toda vez que se veía
forzado siempre a regresar a Guadalajara o San Pedro de Lagunillas7, lo que
convertía al joven Balbuena en navegante que se movía en contra de la
corriente que afluía desde las zonas rurales a la ciudad. En aquel punto
7 Según una cronología que presenta John Van Horne, Bernardo de Balbuena fue capellán de la Audiencia de Guadalajara aproximadamente entre 1586 y 1592, luego pasó a ser sacerdote de San Pedro de Lagunillas, aproximadamente entre 1592 y 1606. En este último período estuvo ausente en varias oportunidades: alrededor de 1595 se encontraba en Guadalajara, en 1602 estaba en Culiacán y entre 1602 y 1606 estaba en la ciudad de México (Van Horne 1940:117). 53
alejado de la ciudad, el poder conformar parte de una élite que no tenía
ningún tipo de resonancia en el centro virreinal, más que una ventaja era una
limitación que Balbuena arrastró hasta la adultez. Por ello, en 1603, cuando
escribe La grandeza mexicana, a diecisiete años de haber tomado los
hábitos, aún aflora esta inconformidad de
ser primero en el campo o ser segundo,
tener bienes sin orden de gozallos,
misterio es celestial, alto y profundo (Capítulo IV, 84).
El poema La grandeza mexicana fue escrito como texto epistolar a
Doña Isabel de Tobar, quien era amiga de Balbuena. Doña Isabel había
enviudado y había decidido internarse en un convento, al tiempo en que su
hijo pasaba a formar parte de la Compañía de Jesús. El texto de Balbuena es
generado como respuesta ante el pedido de Doña Isabel de recibir
información acerca de México, a donde iría a radicar su hijo. Crecida fue la
contestación, que pronto se convirtió en documento público porque la
apología a la ciudad virreinal que resultó de este texto no pasó inadvertida a
Balbuena: ensalzar los emblemas del poder era ensalzar al poder mismo.
Esta razón esencial es la que hace a Balbuena desvestir al texto de sus
condiciones de privacidad y transformarlo en texto público, que es dado a la
luz en una imprenta con una dedicatoria al arzobispo mexicano, mientras otra
impresión simultánea es dedicada al virrey (Rojas18)8.
8 John Van Horne también hace referencia a las dos ediciones que fueron hechas en 1604 de La grandeza mexicana. Este autor añade otro detalle, diciendo que la edición dedicada al virrey, el conde de Lemos estaba destinada a circular en España. La edición dedicada al arzobispo de Nueva España, 54
Las dos impresiones del poema, cada una con su dedicatoria
diferente, pasaban a engrosar el sistema de ponderaciones a los
representantes del poder, practicado por quienes ostentaban el privilegio de
la letra. Estos elogios a los representantes de la cumbre virreinal no era una
iniciativa de Bernardo de Balbuena, sino una metodología usada por los
sujetos virreinales para acercarse al centro del poder, saltando barreras que
en el caso de Balbuena tomaban la forma de la distancia física que lo
separaba del centro de poder. Otras veces estas ponderaciones intentan
romper otras barreras, como la del género y la mezcla racial, cual es el caso
de Sor Juana Inés de la Cruz9; si volvemos al Neptuno alegórico (1680) encontraremos que la monja se dirige al Marqués de la Laguna diciendo:
en V. Exa. se han dado las manos tan amigablemente los timbres
heredados y los esplendores adquiridos, que forman una sola íntegra
y perfectísima nobleza, desempeñándose recíprocamente los unos a
los otros, pues ni su real sangre pudiera producir menos virtud, ni sus
claras podrían tener menor origen (778, énfasis mío).
Esta referencia directa a la persona del virrey se integra a la mencionada
costumbre de la alabanza a un sujeto prominente en la escala político-
religioso-social del virreinato, como manera de ganar reconocimiento para el
sujeto escribiente. En este caso específico se abre otra problemática
don García, estaba destinada a circular en México (1940:120). Con este detalle se descubre que la polifuncionalidad que Balbuena asigna a un único texto es mayor de la que podíamos imaginar, ya que intenta filtrar su nombre por los canales letrados tanto en los espacios coloniales como en los metropolitanos. 9 Sor Juana además dedicó varios poemas a los Marqueses de La Laguna. Estas composiciones poéticas vienen también a formar parte del extenso catálogo del discurso apologético virreinal. 55
interesante: la complejidad que Sor Juana reconoce en el sujeto del virrey.
Para la monja el sujeto que ahora ocupa el más alto lugar en el virreinato, se desdobla en ‘lo heredado’ y ‘lo adquirido’. La primera de las condiciones es una alusión al sistema nobiliario, una condición preconcebida. Lo adquirido, por el contrario, nada tiene que ver con el nacimiento sino con la diligencia del sujeto en sí; esta segunda cualidad que Sor Juana reconoce en el virrey entabla un cuestionamiento velado a las diferencias que se abren entre el virrey y ella misma, que intentaba abrirse un espacio en la sociedad virreinal a partir del discurso nosológico. Reconocida la posibilidad de trascender los límites de ‘lo heredado’, la religiosa se despoja de sus condicionantes de mujer y mestiza y ancla su propio yo en el uso de la letra y el caudal de la cognición: sobre la base de ‘lo adquirido’ Sor Juana establece un punto de resistencia desde donde interpela al virrey bajo posición de igualdad, donde las capacidades de diligencia del individuo determinan al sujeto y reconfiguran la estratificación social.
Mientras esto ocurría a Balbuena y Sor Juana, ambos sujetos desplazados del centro por razones particulares, Carlos de Sigüenza y
Góngora también añadía a sus obras rimbombantes palabras de dedicación.
En su Triunfo parténtico (1683) el intelectual mexicano se dirige al virrey diciendo que “lo que más sobresale a la admiración es el benigno influjo de
V.E. a que se debe todo, y si no es menos que esto lo que contiene mi escrito, admita V.E. con serena frente lo que es por ser todo suyo no necesita de otras calificaciones” (1945:18, énfasis mío). Sigüenza ha logrado una
56
posición y un título que le garantizan formar parte de la cúpula intelectual del
centro virreinal, por ello se muestra conforme con el estado de cosas. Sin
embargo, a pesar de su posición el intelectual debía jugar con las mismas
reglas de hacer explícita en el texto la jerarquía y lo hace reconociendo en el virrey un carácter semi-divino.
Sirvan los ejemplos de Sor Juana Y Sigüenza y Góngora para
demostrar una línea de comportamiento a la que se integra también Bernardo
de Balbuena. Desde la lejanía de los campos virreinales, como desde la
celda conventual o desde la privilegiada posición de cosmógrafo real que
ostentaba Sigüenza, existe por igual la conciencia de la posición del individuo
con respecto a las relaciones de poder. Este auto análisis promueve la
necesidad de establecer contacto con el centro controlador de las relaciones
de poder y para ello nada mejor que el uso de la letra. Es a través de la letra que cada uno de estos individuos “turns him or herself into a subject”
(Foucault 2000 b: 327-28); el texto es un ejercicio de simulación a través del cual el individuo se ofrece una ubicación en sociedad. Especialmente en casos como el de Bernardo de Balbuena y de Sor Juana Inés, individuos en evidente desventaja con respecto a Sigüenza y Góngora, el texto articula una nueva relación con el poder: primero el documento escrito ubica al individuo por encima de aquellos incapaces de decodificar la letra. A la vez el texto se desdobla en una segunda categoría significativa que tiene que ver con el discurso apologético; desde este posicionamiento el individuo reconoce la
57
superioridad del destinatario, ante el cual el autor se traza a sí mismo como
el perfecto súbdito.
Los tres casos presentados demuestran la relatividad de la condición
de ‘letrado’. En otras palabras, el uso de la letra por sí mismo no determinaba
la relación del individuo con los poderes. Otras características particulares de
cada individuo – el género, la raza y hasta la ubicación geográfica – vienen a
incidir en las ataduras del sujeto a las condicionantes económico-político- sociales del virreinato. Sin embargo estos individuos escribientes sí tienen la letra como una posibilidad abierta al intento de la redefinición de su situación real en la sociedad.
2.3 La sociedad poetizada
En La grandeza mexicana la ciudad es convertida en un personaje, o
mejor en ‘el’ personaje único. Pero este personaje-ciudad difiere
considerablemente de la realidad de la urbe mexicana de otras evidencias
textuales coetáneas, como los dibujos en tinta que hiciera Juan Gómez de
Trasmonte en 1628 (Figs. 3 y 4). En ambas representaciones gráficas la
ciudad muestra gradaciones espaciales que distinguen el centro citadino, una
segunda área que se extiende alrededor del centro, donde las calles son
amplias y las construcciones sobrias; y un tercer espacio donde la traza se
diluye y las edificaciones tienen un carácter precario, donde se movían precisamente quienes estarían más en desventaja dentro del sistema del poder colonial. También Francisco Cervantes de Salazar, en su Crónica de la
58
Nueva España (1567), admite la existencia de formaciones más o menos
circulares dispuestas en orden concéntrico cuando dice que “está puesta la
población de españoles entre los indios de México y del Tlatelulco, que
vienen á cercar casi por todas partes” (316). Por el contrario, la ciudad de
Balbuena queda recogida en lo que él llamó el “Argumento”, donde se
cuenta:
De la famosa México el asiento,
origen y grandeza de edificios,
caballos, calles, trato, cumplimiento,
letras, virtudes, variedad de oficios,
regalos, ocasiones de contento,
primavera inmortal y sus indicios,
gobierno ilustre, religión y Estado,
todo en este discurso está cifrado (Capítulo I, 59).
Esta es la armazón que le permite a Balbuena recrear una imagen de ciudad como un círculo cerrado alrededor de los estandartes que perfilaban el poder virreinal. Cada uno de estos versos constituirá el título de un capítulo del poema, donde Balbuena profundizará en alabanzas a lo que brilla en la sociedad y la ciudad barrocas, excepto el verso séptimo que no forma en el poema uno sino dos capítulos, o sea que si bien esta presentación o argumento, como el sujeto-autor lo llama, tiene ocho versos, en el poema tendremos nueve capítulos.
59
Este bifurcar un verso en dos capítulos tiene mucho que ver con la
estructura bicéfala del virreinato y, sobre todo, con las dos diferentes
dedicatorias con que Balbuena imprime su poema. El rompimiento del rígido
esquema de correspondencia entre los versos del “Argumento” y la cantidad
de capítulos de la obra nos indica un énfasis que el autor decide hacer en los
más altos escaños de la pirámide político-religioso-social de la urbe
novohispana, y para ello dedica un capítulo al “gobierno ilustre” y otro a
“religión y Estado”. De esta manera crea dentro del poema una jerarquía
evidente en la que los sujetos por sí mismos, aquellos con nombres y
apellidos ilustres, recibían un tratamiento mucho más personal e
individualizado que los entronizaba en un espacio poético privilegiado en
relación con el resto de los capítulos, en los que se ventila de manera más
general el pequeño mundo del núcleo del virreinato, ensalzando imagen, espacio, ambiente y costumbres de otros muchos sujetos que conformaban la gran comitiva del poder de la Nueva España.
El sujeto-autor emprende una carrera por hacerse visible ante los ojos de la médula virreinal, pero su agitado paso deja huellas de descuido, como bien dice Reyes que
en el primer original, deben de haber figurado las referencias al virrey
entonces actual, el de Monterrey, y a sus ocho predecesores, pero
como entre la licencia y la publicación hubo cambio de príncipe el
autor resultó necesario juzgar al recién venido […] sin fijarse, o sin que
le importara, que la mención de ese décimo virrey dejaba un poco
60
fuera de orden la mención de “aquestos ocho príncipes” que para ese
momento no eran ocho sino nueve (127-28)
Este detalle numérico que podría haber pasado inadvertido al virrey u otros
lectores de la época resulta singular cuando intentamos deshebrar el texto para determinar las relaciones que articula el sujeto-autor con su medio. Pero el autor ha olvidado también eliminar las referencias personales a Doña
Isabel de Tobar y a su hijo que no serían muy de la incumbencia de ninguna de las dignidades.
Únicamente la premura de hacer llegar el poema a sus nuevos destinatarios pudo haber hecho olvidar estos detalles. Evidentemente
Balbuena, lejos de las sedes de los poderes político y eclesiástico, los grandes templos, universidad y demás instituciones, no podría mas que sentir marginación, pero “being marginalized cannot be reduced simply to a struggle between oppressor and oppressed in which the latter remains utterly passive” (Gunew 27), especialmente en los casos específicos de México y
Lima con sus complejidades sociales que desbordaban las simplezas de un esquema bipolar. Hay en el Barroco, como apunta Maravall, una disposición a fomentar una capa intermedia en la sociedad que permita en primer lugar la existencia definida de una clase superior y luego la de una inferioridad social
(283). Esta zona intermedia que en las ciudades americanas era “el anillo urbano donde se distribuía la plebe formada de criollos, ibéricos desclasados, extranjeros, libertos, mulatos, zambos, mestizos y todas la variadas castas derivadas de cruces étnicos que no se identificaban ni con los indios ni con
61
los esclavos negros” (Rama 45). Esta capa intermedia que proliferaba y se
hacía cada vez más compleja disfrutaba de los beneficios que le
proporcionaba la presencia física en una locación citadina, no obstante no es
esta el área social que atrae a Balbuena.
La ciudad con que Bernardo de Balbuena se identifica queda resumida
en los
ricos jaeces, de libreas costosas
de aljófar, perlas, oro y pedrería,
son en sus plazas ordinarias cosas (Capítulo III, 75).
Es decir, en los elementos suntuarios que conforman una imagen denotativa
de poder. Detrás de los materiales costosos los individuos que habitan la
ciudad virreinal han desaparecido porque el autor decide recogerlos en el
texto sólo a partir de la ornamentación corporal. La fascinación que el autor
siente por el refulgir de la imagen barroca y la identificación del sujeto con el poder queda aún más explícita cuando menciona los
ardientes hornos, donde en medio dellos
la salamandria, si en las llamas vive,
se goza a vuelta de sus vidrios bellos (Capítulo IV, 80).
Es decir que aún en momentos en que se hacen referencias a procesos
productivos, estos quedan ensombrecidos por el refulgir del producto final,
que son los objetos suntuarios simbióticamente adheridos a la imagen del
poder.
62
Si antes habíamos visto que el hecho mismo de poder componer un
texto alfabético ofrecía la posibilidad de establecer conexión con el centro de
poder del virreinato, ahora el texto mismo muestra un segundo nivel en esa
escala de herramienta utilitaria. Al ensalzar la alta sociedad, el autor está
implicando en el texto su pertenencia a ese centro de poder en el que el
poder es expresado en la imagen corporal. Para hacer al texto escrito
funcionar en este nivel de asociación, el autor asume estos códigos
corporales como ciertos, es decir que la imagen de suntuosidad de los
individuos no es cuestionada. Al excluir la indagación ante la imagen visual,
Balbuena también está silenciando una de las características más representativas de la cultura barroca: la ‘transformación de la “imagen táctil” en “imagen visual”, del ser en el parecer’ (Hausser 423).
Este tomar la superficie sin ahondar detrás del lustre de los materiales más valiosos nos habla por un lado del juego de ilusiones visuales propio del barroco, y por otro lado de un pacto de intereses que el sujeto-autor establece con la clase dominante sin que le interese si estos que se exhiben en los espacios sociales más dignos realmente integran el círculo social que aparentan o simplemente aparentan que lo integran, y vale la pena adelantar que el culto a la imagen que en Lima veremos criticado, en México queda en exaltación.
63
El retablo barroco10 es una construcción visual esencial a la época que usaremos como metáfora para comprender con mayor claridad el acercamiento de Balbuena a la sociedad novohispana y la utilización del texto como vehículo de aproximación. El retablo barroco está conformado por dos planos principales: el plano vertical y el horizontal. A través del primero de los planos hay una oposición a lo mundano: el retablo se eleva para lograr comunión con lo divino. Este ejercicio de elevación es reconocido por
Balbuena, que también intenta alejarse de la base de la sociedad y del sistema de producción colonial para intentar alcanzar, a través del texto, la altura de los sujetos que conformaban la cúpula político-religiosa. En el plano horizontal el retablo barroco se compone de una infinidad de salientes que por cercanía se visualizan bajo el fondo de las oscuridades de los entrantes.
Estos salientes vendrán a ser los individuos y las instituciones destacables por los nombres y el trabajo en la imagen. Al fondo quedará una amalgama poblacional de indígenas, negros y castas, necesaria a la ciudad virreinal, pero innombrable en la superficie marcada por los emblemas.
El rechazo de Balbuena a las bajas instancias del retablo social se filtra en La grandeza mexicana. Allí Balbuena se desentiende de todo lo que
10 El retablo barroco es un elemento polifuncional porque implantó el modelo estético, al tiempo que era un instrumento didáctico. En esta última función el retablo se desdobla, ya que estructura visualmente la transmisión de las ideas catequistas a partir de la recreación de pasajes hagiográficos esenciales. Al mismo tiempo, de manera subliminar el retablo transmite la elevación vertical como acercamiento a Dios y el triángulo como forma esencial que alude a la Trinidad cristiana tanto como a la estabilidad de la Iglesia. Para mayor información sobre el retablo barroco ver: Ahern, Maureen. “Visual and Verbal Sites: The Construction of Jesuit Martyrdom in Northwest New Spain in Andrés Pérez de Ribas’ Historia de los triunphos de nuestra Santa Fee (1645)”. Colonial Latin American Review. 8.1 (1999): 8-33; Maza, Francisco de la. Los retablos dorados de la Nueva España (1557- 1640). México, D.F.: Ediciones Mexicanas, 1950, y Tovar de Teresa, Guillermo. Pintura y escultura en la Nueva España. México, D.F.: Grupo Azabache, 1992. 64
no es español, para resaltar la heroicidad de la conquista en quienes andan
por América
dando a su imperio y ley gentes extrañas
que le obedezcan, y añadiendo al mundo
una española isla y dos Españas (Capítulo II, 68)
Es decir que esta “gente extraña” figura por la necesidad de destacar un claro a partir de la contraposición de un oscuro, o de un conquistador por comparación con un conquistado. Esta masa indígena que desaparece de la ciudad queda resumida al final del poema convertida en servidora y generadora de los bienes que consume el imperio
que en triunfal carro de oro por él vayas
entre el menudo aljófar que a su arena
y a tu gusto entresaca el indio feo,
y por tributo dél tus flotas llena (Epílogo, 124)
El resto de las posibilidades raciales que se encontraban presentes en el
virreinato, negros, mestizos, mulatos, zambos y otros tantos, quedaba
poetizado en una imagen urbana
De sus soberbias calles la realeza,
a las del ajedrez bien comparadas,
cuadra a cuadra, y aún cuadra pieza a pieza;
porque si al juego fuesen entabladas,
tantos negros habría como blancos,
sin las otras colores deslavadas (Capítulo II, 71).
65
El ejercicio poético permite a Balbuena evadir a todos estos individuos que
no entraban en consonancia con sus intereses elevados. Por medio de la
letra estos individuos quedaban ensombrecidos en las profundidades del
retablo social que es recreado en el poema, lo que niega la realidad
novohispana de la primera mitad del siglo XVII, cuando “the African majority and the rapidly growing hybrid population represented a specific concern that prompted numerous inquisition proceedings against bozales, black creoles, and particularly mulattos” (Bennett 155).
La desaparición de la población que no es española y de clase alta de
los versos de La grandeza mexicana, permite a Balbuena no tocar esta zona poblacional ni con la referencia textual. Ni siquiera aparecen estos individuos en los términos despectivos que enarbola Sigüenza y Góngora. Este último, en su Alboroto y motín de México, refiere abiertamente a “los de la pleue que,
diuertida de ordinario en SemeJanttes ocasiones, Se oluida del Comer por
aCudir amirar”(53) y admite la existencia de una amplia masa que no integra
los estamentos más dignificados en el centro virreinal, y que él mismo define
como “los Negros, los Mulatos y todo lo que es pleue”(65). Para Sigüenza
“the Other must be seen as the necessary negation of a primordial identity –
cultural or psychic- that introduces the system of differentiation which enables
the cultural to be signified as a linguistic, symbolic, historic reality” (Bhabha
52), razón por la que el erudito establece un abismo de diferencia entre el ‘yo’
y la plebe.
66
La posición de cosmógrafo del rey, catedrático de matemáticas y capellán mayor del hospital del Amor a Dios se constituye en triple condición que le permite a Sigüenza admitir abiertamente, al extremo opuesto del retablo social virreinal, la existencia de ese ‘otro’ al que nombra y describe.
Por el contrario, Balbuena tiene una situación mucho más delicada que le hace mantenerse alejado de la plebe dentro de su texto. Para Balbuena el ocuparse únicamente de la emblemática social es un recurso que le permite esconder esa otra manera de ser plebe que era habitar las márgenes del virreinato, ocupado en un curato de tercera o cuarta categoría.
2.3 (Auto)inserción del sujeto en el medio
La desaparición de los componentes negro e indígena en La grandeza mexicana son el resultado de cortinas poéticas que Bernardo de Balbuena teje para someter a la oscuridad las caras no españolas del virreinato novohispano. Es una homogeneización de la sociedad que hará a Balbuena entrar en desavenencia con los mismos poderes con los que se identificaba, pues en la ciudad virginal mexicana la presencia indígena no sólo era evidente sino también necesaria a la conformación del discurso triunfalista que el virreinato articulaba en el plano visual.
Como antes hemos enfatizado, en los días de celebraciones es cuando la eficacia de la imagen tocaba sus puntos más altos. En estas festividades “native elite always performed their oficial identity as individuals whose ancestors had been subjugated by the Spanish during the Conquest.
67
This point was enphasized by the manner of dressing in pre-Columbian
festival clothing and the fact that they always spoke publicly in Nahuatl”
(Curcio-Nagy 49). Quiere decir que la presencia indígena era enfáticamente
mostrada como parte de la retórica imperial que necesitaba de la
representación del buen vasallo para oponer un punto inferior a la
superioridad española, blanca, de ascendencia nobiliaria. En esta
representación de la sociedad lleva impresa la aseveración del triunfo de un
sistema de inspiración divina sobre lo mundano, lo que equivale a decir el
entender la sociedad como un retablo barroco, oponiendo lo elevado a lo
bajo. Al contrario de los poderes coloniales, Balbuena está parado sobre el terreno movedizo de su ubicación alejado del centro de poder, que se filtra en el poema a través de la crítica a
pueblos chicos y cortos, todo es brega,
chisme, murmuración, conseja, cuento,
mentira, envidia y lo que se llega (Capítulo IV, 84).
Es decir que Balbuena traza una línea de negación ante la realidad ajena a la
ciudad virreinal, incluyendo la suya propia. Esta negativa a la situación
geográfica propia es la reacción del individuo ante el temor de la desventaja que debían enfrentar quienes tenían aspiraciones de participación en el centro de poder virreinal pero se encontraban alejados de los centros en que la emblemática era producida.
La realidad objetiva de Bernardo de Balbuena se circunscribía a una
locación inmemorable, donde “a veces eran tan prolongadas sus ausencias
68
del curato que tenía designado allí un substituto” (Rojas 13). Por ello La
grandeza mexicana viene a servir para construir una realidad textual que
difiere de su situación real. El primer escaño en la elaboración de esta nueva situación lo hemos visto en la negativa a representar los bajos estratos virreinales. Para Balbuena tanto la suciedad del taller como la oscuridad de la pigmentación de la piel no son motivos para un canto, sino las zonas innombrables de la profundidad de los pliegues de la ciudad virreinal, pero estos cráteres que el sujeto autor intenta esconder bajo el brillo de la suntuosidad barroca, y tanto de la oscuridad de las pieles como de la suciedad de los talleres se aleja al poner en acción un mecanismo de ceguera poética que lo distancia de lo que no quiere ver y lo acerca a lo que conviene a su ambición de sujeto ansioso por formar parte del centro social.
Esta exclusión de lo que no es español del espacio citadino tiene una segunda significación de utilidad al hombre de letras: Al emprender este nuevo diseño de sociedad colonial que excluye a los indígenas, negros y castas de la ciudad, Balbuena está borrando de un plumazo la composición social de su espacio real del interior, donde la composición étnica quedaba mucho más marcada por la presencia indígena.
Una vez desarticuladas las conexiones con la población cuya marca
étnica no forma parte de los altos estratos emblemáticos, Bernardo de
Balbuena extirpa su propio ‘yo’ de las zonas campestres para re-ubicarse en el eje de poder novohispano. Al expresar
que yo en México estoy a mi contento,
69
donde si hay salud en cuerpo y alma,
ninguna cosa falta al pensamiento (Capítulo IV, 85),
está saltando la barrera diferenciadora ciudad-campo y abriendo un espacio de pertenencia a la ciudad, en la que en realidad no era sino un visitante esporádico.
Pero la tan ansiada recompensa a manera de reubicación del sacerdote se hacía esperar más de lo que para Balbuena resultaba aceptable y la necesidad de granjearse un lugar en el centro llevó al sujeto-autor, que para entonces se desempeñaba como sacerdote del curato de San Pedro de
Lagunillas y Minas del Espíritu Santo,
Desde San Pedro de Lagunillas Bernardo de Balbuena reconstruye la historia de la ciudad de México, desconociendo todo tipo de existencia anterior. Dice el sacerdote que en un
[…] noble parto sin segundo
nació esta gran ciudad como de nuevo
en ascendiente, próspero y fecundo (Capítulo II, 69).
En otras palabras, Balbuena se identifica con la ciudad de México que nace con la conquista. Cualquier referencia a existencia urbana anterior significaría el reconocimiento del mundo indígena que queda más allá de los intereses del autor. La ciudad con la que Balbuena siente identificación y de la que quiere formar parte está
labrada en grande proporción y cuenta
de torres, chapiteles, ventanajes,
70
su máchina soberbia se presenta. (Capítulo I, 63)
Es una imagen de la ciudad construida de manera que nos parece estar observando un antiguo grabado donde únicamente las torres-campanarios y los frontispicios de los edificios emblemáticos se destacan sobre un fondo sombrío al que no presta atención porque no responde a sus aspiraciones de clase. Esta mirada que pone su lente únicamente en el centro emblemático nos habla de una necesidad intensa por participar de este centro en el que inscribe la imagen subjetiva que se elabora.
Esta búsqueda ansiosa por el espacio se manifiesta de forma tan impetuosa que Balbuena se coloca a sí mismo al centro de los placeres de la ciudad como manera de enfatizar esta re-localización que se concede a sí mismo a través del texto. Si bien es cierto que el sujeto-autor se declara alejado de
[…] otros gustos de diverso trato,
que yo no alcanzo y sé sino de oídas,
y así los dejo al velo del recato (Capítulo V, 93), también es cierto que el autor siente una atracción especial por la fiesta de los sentidos en que se convertía la ciudad barroca: El entusiasmo con que describe la sensualidad sensorial que nutre la vida galante de la capital virreinal aparece en varias manifestaciones a lo largo del texto. Los placeres gustativos podemos encontrarlo en las variedades de frutas, por ejemplo, que llega a convertirse en una pasión que en un momento resume diciendo que
al fin, cuanto al sabor y gusto humano
71
abril promete y mayo fructifica,
goza en estos jardines su hortelano (Capítulo V, 92).
No faltarán los del olfato en “aguas de color, pastillas y pebetes”(Capítulo V,
93), y los visuales en “primores, galas y riquezas”(Capítulo VII, 100) expresadas en los materiales suntuosos que llegaban desde diferentes partes del mundo para conformar la imagen ampulosa del virreinato. A la característica barroca de la incidencia en los sentidos se aúna la festividad de la cortesanía virreinal en las “músicas, bailes, danzas, acogidas” (Capítulo
V, 93). Este énfasis en los placeres mundanos probablemente rebasara los límites supuestamente aceptados para su condición sacerdotal11, pero ellos quedaban disfrazados bajo el ropaje de un elevado clasicismo intelectual, pues la demostración del conocimiento constituye otra línea paralela que sirve a Balbuena para auto adjudicarse un espacio en el eje virreinal. Para ello La grandeza mexicana está plagada de referencias como muestras de la solidez cognoscitiva del sujeto escribiente: Al igualar a México con las ciudades y puertos más renombrados y los productos más refinados que en el momento se comerciaban, Balbuena inscribía un mensaje tácito que tiene que aúna conocimiento con ubicación social.
11 No hay que olvidar que ser sacerdote no significaba estar exento de los rigores de los castigos, y así nos lo demuestra el hecho de que, ya en 1573, a sólo dos años de la implantación del Santo Oficio en Nueva España, fray Alonso Cabello, de la orden de San Francisco, fue procesado por la Inquisición, acusado de “haber tenido depravación de la voluntad y no errores de entendimiento”. Este sacerdote fue condenado a quedar “suspenso perpetuamente del orden sacro que tiene de subdiácono y privado de los demás, y que no tenga ni se le de libro ninguno que no fuere Biblia y breviario […] y que sea privado en su Orden de voto activo y pasivo perpetuamente, y siempre sea fraile menor en ella, sentándose en el más bajo y último lugar de todos los religiosos, y que esté recluso en una cárcel del Convento de San Francisco de México, o la ciudad de los Ángeles, por espacio de tres años”. (Archivo General 6) 72
Sin embargo, donde el autor demuestra el alcance de su conocimiento es en las referencias artísticas. “Para Balbuena, como para sus doctos contemporáneos, existía una correspondencia esencial entre las diversas artes [que] se constituyen como lenguajes diversos pero concurrentes,
puestos al servicio de un mismo propósito de mimesis o representación”
(Buxó 14), así quedan mencionados en La grandeza mexicana una copiosa
lista de términos arquitectónicos que difícilmente fueran manejados en su
totalidad por la población en general, entre los que vamos a encontrar “arcos
y cimborrios”, “istriados, triglifos y metopas” y los órdenes “jonio, corintio,
dórico compuesto” (Capítulo II, 72). Otras veces los elementos de la
arquitectura vienen a ser usados a veces como metonimia urbana “de torres,
chapiteles, ventanales” (Capítulo I, 63) que se fusionan en una imagen de
grandeza edilicia de la ciudad, o que denotan la pujanza de instituciones
como el Santo Oficio, que
es de la fe un alcázar artillado,
terror de herejes, inviolable muro,
de atalayas divinas rodeado (Capítulo VII, 105).
Y si esto sucede con la arquitectura, otro tanto ocurrirá con los conocimientos
de pintura. Amén de las menciones a las artes plásticas, como “el pincel y la
escultura que arrebata/el alma y pensamiento por los ojos” (Capítulo IV, 81), el manejo de las terminologías y las tecnicismos plásticos vuelan más alto para transcribir en los versos una imagen plástica de la ciudad, asumiendo que “pictures, no less than verbal structures, are human inventions and, as
73
such, are products of an artificial making process […] so that, all the arts
would come to be seen as emerging from a mediated activity” (Krieger 4). Así
Balbuena pone su énfasis en destacar en muchas ocasiones todo el colorido y el centelleo que se apreciaba en la ciudad novohispana, especialmente en las telas y las joyas que adornaban sujetos en condiciones privilegiadas en relación a los poderes virreinales. Balbuena se empeña en demostrar que sus conocimientos de la plástica no quedaban en la superficie de los nombramientos y podía llegar a manejar y readecuar conceptos como el de la perspectiva. Con esto el poeta se hacía valer como creador: si el pintor lograba crear volúmenes y distancias en la bidimensionalidad de su lienzo, también él con la pluma podía hacer uso de la simulación para lograr similares resultados y todo a través de “la poesía, [que según el mismo
Balbuena] es una obra y parto de la imaginación, es digna de grande cuenta, de grande estimación y precio, y de ser alabada por todos” (127).
Estas palabras del autor son el escudo que esconde la función utilitaria que la poesía tenía en la búsqueda de un lugar en la sociedad barroca como pieza crucial en el juego de la negociación de su posición dentro del virreinato. El individuo hace utilización de la poesía en dos niveles fundamentales: primero explota la poesía como medio de lograr un estado notable dentro de la compleja madeja de la población virreinal que se verifica desde su participación de joven en los certámenes poéticos hasta la dedicación personal de La grandeza mexicana a las dos dignidades más descollantes de su momento. En esta última oportunidad el sujeto enviaba al
74
producto mismo de su creación – su poema – a que se deslizara cruzando
estratos sociales para llegar a los estratos más altos. En un segundo nivel,
no menos evidente, Balbuena re-dibuja una imagen de sí mismo que pierde
los puntos de contacto con la realidad de su ubicación tanto geográfica como
social.
A lo anteriormente dicho vale destacar el papel del “Compendio apologético en alabanza de la poesía”, que el poeta añadió a las ediciones de La grandeza mexicana dedicadas al prelado y el virrey. En esta segunda sección de su libro Balbuena declara que la poesía “generalmente ha sido de hombres doctísimos” (127) a lo que añade que “el que ha de ser perfeto y consumado poeta tiene la obligación a ser general y consumado en todo y tener una universal noticia y eminencia y un particular estudio y conocimiento de todas las cosas para tratar” (131-2), y es en este punto donde el sujeto
Balbuena desdobla abiertamente el encomio a la poesía como expresión máxima civilizada y civilizadora en encomio del poeta, es decir de sí mismo.
La brusquedad de este vuelco habla abiertamente de la inseguridad de
Balbuena como sujeto en la sociedad barroca y la necesidad de ocultar la marginalidad en que se veía obligado a vivir muy a pesar del privilegio de sus condiciones de sacerdote y conocedor del lenguaje poético.
75
CAPÍTULO 3
LAS MÁSCARAS DE TERRALLA
3.1 Al servicio de Su Majestad
Muy por el contrario de Bernardo de Balbuena, Esteban Terralla y
Landa experimenta la ciudad de Lima en los años finales del siglo XVIII, ya en los albores de la desintegración de la gran ciudad imperial barroca y muy cerca del inicio de los movimientos independentistas en la América hispana.
En 1789 Terralla escribió el Lamento métrico general. Llanto funesto y gemido triste, con motivo de las pompas fúnebres celebradas en Lima por la muerte del rey Carlos III. En este documento podemos leer, en la información autoral de la portada, que Terralla se presenta como “natural de los Reynos de España, y Minero de S.M. (que Dios guarde) en las provincias de
Caxamarca, y Huamachuco”, lo que constituye no sólo la apoyatura de identidad a la rúbrica autoral, sino que se diferencia a sí mismo de la plebe
(Fig. 5).
En la América hispana el concepto de plebe que antes vimos
articulado por Sigüenza y Góngora ante el motín de 1694 quedaba
demasiado estrecho. Los individuos dominados no formaban una
homogeneidad étnica pues sabido era en la época que la cantidad de
españoles que pasaban a las colonias americanas para convertirse en lo que
76
llamaban “ganapanes” y “arrebatacapas” iba cada día en aumento. Este peligro social, que desde muy temprano fue conocido de todos, recibió, desde el siglo XVI, la atención de los reyes. Así una real cédula dirigida en
1558 al virrey de Nueva España Don Luis de Velasco, el Rey dice
Os mando a que deis orden como los españoles y mestizos que en
esa tierra hubiere vagamundos y holgazanes, que no tuvieren asiento
ni oficio ni otra buena ocupación, y también los indios que anduvieren
desta manera se junten en dos o tres pueblos, o más, en las partes y
sitios que os pareciere y mejor disposición hubiere para poblar
(Konetzke Vol I, 363)
Y si esto ocurría en un virreinato, los problemas del otro tampoco pasarían
inadvertidos a la corona. Así en 1600 el rey instruye al gobernador del Perú,
Don Luís de Velasco, diciéndole que
Cada día se tienen nuevas relaciones de las vejaciones y molestias
que los indios reciben de los muchos españoles que contratan, trajinan
y viven y andan entre ellos, que los tienen destruidos siendo como es
la mayor parte desta gente española que anda entre indios, de mal
vivir, ladrones, jugadores, viciosos y gente perdida (Konetzke Vol II,
64).
Pero el problema del español vagabundo, lejos de ser controlado, aumentó y
se diseminó por todas las posesiones españolas y prueba de ello es otra
cédula real de 1670 por la que se ordena al gobernador de Puerto Rico que
“dispondréis que todos los mozos ociosos y vagamundos que se hallan sin
77
ejercicio u ocupación y por esto son tan perjudiciales a la república,
aprehendan el oficio de calafates y carpinteros” (Konetzke, Vol II, 558). Estos
escasos ejemplos nos dicen que no todos los sujetos peninsulares de nacimiento tenían garantizado el acceso a los círculos de poder, ni el ser peninsular de nacimiento garantizaba por sí sólo merecimiento ante los ojos
de las instancias de poder virreinales.
Siendo tan propagado el mal de la holgazanería, Terralla decide dejar
sentado el tipo de peninsular que él mismo considera ser. Al año siguiente de
las pompas fúnebres por la muerte de Carlos III, entre el 7 y el 9 de febrero
de 1790, la capital peruana celebró la coronación de Carlos IV, ocasión en la
que Terralla escribió El sol en el mediodía: año feliz, y júbilo particular con
que la Nación Índica de esta muy noble Ciudad de Lima celebró la exaltación
al trono de Ntro. Augustísimo Monarca el Señor Don Carlos IV (1790). Una
vez más Terralla tiene delante la posibilidad de insertarse en los canales de
la escritura; nuevamente aparece la declaración autoral como “natural de los
reynos de España, y minero de S.M. en las provincias de Caxamarca y
Huamachuco”. Con esta reiteración de identidad que Terralla pone en juego
para establecer la diferencia con los ‘otros’ que se desvían de la línea de los
intereses imperiales y se autodefine como sujeto dentro del virreinato del
Perú.
La creación de esta identidad que Terralla establece para consigo
mismo ya nos hablan de una primera complejidad de este sujeto colonial que
quiere construir su propia adhesión al sistema nobiliario a través de su
78
inserción en el sistema mercantil. Para Terralla, en primer lugar su carácter
de “natural de los Reynos de España” lo distancia de quienes habían nacido
en América y de paso limpia el camino a posibles dudas relacionadas con
origen y limpieza de sangre, donde cabían aspectos raciales y religiosos. Sin embargo, nada tan importante como el ser minero, que lo colocaba en sintonía con la línea de intereses regios. Debajo de la reafirmación de su papel de minero se esconde el entendimiento que tiene el autor de la importancia de los minerales preciosos en la escala de los intereses imperiales españoles en las colonias americanas. Este artificio de crearse una identidad a partir de la importancia de la minería tiene como objetivo final promover el intercambio entre el sujeto y el círculo dominante, proceso en el que el sujeto entrega en papel del perfecto vasallo, para luego recibir prerrogativas reservadas.
La importancia de la actividad minera aparece una y otra vez en los
dos textos mencionados. En El sol en el león Terralla relata la aparición de la
personificación de la minería en medio de la procesión diciendo en “[…] la
Metalurgia en quien oy topa / El nervio del comercio de la Europa (El sol s/p).
La agudeza que logra al mencionar la aparición de la actividad minera en
conexión con el centro imperial deja sentada la importancia del individuo que
se ocupa de la extracción de los materiales que la corona consume. Pero no
contento con esto, el autor decide ser más incisivo cuando pregunta:
[…] que esplendor, que adorno que grandeza
no merece quien rinde la riqueza?
79
……………………………………
por mirarse en las Minas vinculado,
todo el ser subsistente del estado (El sol s/p, énfasis mío).
Esta nueva acometida del escritor ya sobrepasa la identificación con los intereses del centro imperial para llegar a reclamar reciprocidad ante su aporte al orden del imperio.
Al aludir al destino final del producto minero peruano, habiendo declarado antes su ocupación, Terralla se proyecta como servidor de la corona y con ello se ubica en una línea recta que lo comunica con el centro del imperio español. Frente al poder cimero que encarnaba la figura del rey,
Terralla usa el texto para auto-construirse como sujeto. El lugar que el autor se auto-adjudica es dos veces esencial, y tiene que ver con relaciones de tipo geográfica y económico-política. Ante la lejanía del rey, Terralla se está presentando como guardián de los intereses reales al lado opuesto del
Atlántico porque su ubicación geográfica es esencial a la corona. Al mismo tiempo su posición de minero en una de las dos grandes arterias suministradoras de los bienes minerales, le distingue como pieza esencia en el engranaje económico de la corona española.
Este perfecto vasallo que este autor describe es una primera máscara.
A través de estos textos oficiales el autor se filtra en el escrito alfabético para otorgarse un lugar dentro de las relaciones de poder coloniales.
Así se ubica como el intermediario entre la metrópoli y la colonia, entre
España y América, pero también entre el proceso de producción y el
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consumo, o entre la figura regia y los materiales que aseguran el bienestar
real. Llegado este punto sería casi redundante insistir en que estas
significaciones geográfica y económica, se abre la interpretación a la
significación política. Recordemos una vez más que Terralla vive el momento
de fragua de los sentimientos independentistas, por tanto auto-ubicarse en
comunión con los intereses económicos y geográficos de España llevaba
implícita una ligadura de tipo política con la metrópoli.
En estos dos textos Terralla se conecta por derecho propio de
“natural” y “minero”, con el eje dominante, en un coqueteo con el centro dominante. Esta máscara de vasallo es reafirmada una y otra vez en ambos textos: el Lamento métrico general lleva una dedicatoria firmada por “su mas sumiso y Reverente Súbdito” (s/p), para añadir un elemento más a la gama de aduladoras reverencias. En este mismo documento Terralla hace extensión de su posición de vasallaje a la ciudad toda. Al recibimiento de la muerte del rey Carlos III, nos presenta
En llanto Lima deshecha hecha de ardor una fragua, agua busca en tal incendio, expendio de su viva llama: ¿Como la muerte se atreve, aleve á la Augusta ára; para que así se comprima Lima al ver tanta desgracia? (Lamento… s/p).
Al auto-avasallarse ante la persona del rey, Terralla también avasalla a la ciudad toda, en concordancia con los sentimientos convenientes a la corona. 81
Esta homogeneización de la ciudad es un ardid fantasioso que permite al autor enfatizar la máscara con la que él mismo se presenta ante el poder. La construcción de la Lima dolorosa es una simulación textual que ahora nos desdobla esta primera identidad del autor en más de un eje significativo. En su ubicación intermedia el autor se convierte en el gozne que comunica el reino con el virreinato: Ante el primero Terralla adquiere la posición del vocero virreinal, que cuenta lo que la corona quiere oír; ante el segundo
Terralla es el constructor de la imagen que los poderes virreinales quieren transmitir.
Seis meses después de las pompas fúnebres por la muerte de Carlos
III, Terralla aparece nuevamente como autor de documentos oficiales. Esta vez, en El sol en el medio dia, donde el llanto de Lima se transforma en el júbilo en que todos participan porque Carlos IV ha tomado el trono. En este caso la homogeneidad de Lima se mantiene pero el ánimo de los pobladores ha dado un vuelco del llanto a la fiesta, en la que se presentan
[…] los hermosos Carros, que triunfantes fueron del Real Blasón representantes, de Danzas muy vistosas, de inventivas, de ideas primorósas, y alusivas, de Mojigangas célebres, de Toros, con que los Indios muestran sus decóros. (s/p)
Una vez más la ciudad virreinal es un cuerpo único que pierde sus entrantes y salientes barrocos, y responde –según la imagen en estas dos obras de Terralla- con unánime alegría o tristeza a los eventos de la corona.
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Sin embargo, entre el minero que Terralla en la portada de ambos textos declara ser (Figuras 5 y 6) y el sujeto observador que participa de las celebraciones de la capital virreinal, para luego relatarlas, parece haber una contradicción: y esto es mientras sus negocios andaban muy lejos de la capital, el autor se identifica con Lima, donde la emblemática tomaba forma en una vida de boato y constantes celebraciones. En otras palabras Terralla también quedaba excluido de donde, según explica Maravall, “puede darse el lujo y riqueza de los trajes, el número y opulencia de banquetes y comidas, los soberbios y suntuosos edificios, la multitud de criados, la riqueza de los menajes domésticos” (250-51). En desventaja similar a la de Balbuena, a
Terralla también se le encuentra a merced de las diferencias ciudad-campo que tan fuertemente se desarrollan en la cultura barroca; ambos participantes del centro del poder virreinal desde la posición del viajero.
Sin embargo, muy a pesar de las condicionantes reales del individuo, la necesidad del virreinato de construirse una imagen conveniente ante la corona, ofrece al escribiente la posibilidad de crear una realidad textual conveniente a sus objetivos personales. Esta es la posibilidad que Terralla explora con la escritura de los textos mencionados, desde los que elabora la máscara del súbdito. Al crear estas piezas de escritura documental, que acicalan y recomponen la cara del virreinato como un cuerpo único en equilibrio con el centro imperial, Terralla se coloca a sí mismo, en el diagrama propuesto por Sibley (Fig. 2), en el cuadrante superior izquierdo, en contacto con el eje dominante. Al mismo tiempo, el sujeto escribiente
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encuentra la posibilidad de rebasar la jerarquía político-administrativa
virreinal para establecer su propia meta comunicativa en el remoto punto que
centralizaba el poder del imperio español, que era el destino final de todos
estos textos poéticos y explicativos de las celebraciones y conmemoraciones
virreinales. Detrás de esta primera máscara quedaba eclipsada una
marginalidad que no se limitaba a la lejanía geográfica del centro de poder
virreinal. Si tenemos en cuenta que no fueron muy fructíferos sus negocios
como “minero de S.M”, según él mismo se presenta, nos encontramos con la
doble condición marginal del sujeto ibérico de nacimiento que no forma parte
de la estructura dominante de la ciudad virreinal, pero que tampoco llega a
conformar la élite de los que explotaban los recursos de las zonas rurales.
Estas condiciones que no pudieron ser paleadas con la creación y
publicación de sus Lamento metrico general y El sol en el medio dia,
reaparecerán con fuerza mayor en 1797 con la publicación de Lima por
dentro y por fuera.
3.2 Terralla ante el ‘pelo’ y el ‘genio’ limeños
En Lima por dentro y por fuera es la primera vez que el autor concentra sus esfuerzos poéticos completamente en la ciudad, pero esta vez asume una posición diametralmente opuesta a la que antes vimos. El nombre
de Simón de Ayanque con que Terralla y Landa firma este texto llevaba en
primera instancia una función utilitaria: desentenderse tanto del sistema de
adulación como del peligro que significaba el Tribunal del Santo Oficio ante
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este tipo de creaciones impugnantes. La firma en sí es otra máscara,
diferente a la del “minero de S.M.”, que le permite al autor emprender el
camino de la escritura de manera individual y así descargar la opinión que
tenía de la capital virreinal. En una de las páginas finales, formando parte del
Testamento que se incluye al final del poema, Terralla observa que “el que no adula no tiene que al ingenuo lo separan” (Lima… Testamento 73); sin embargo, la misma creación de Lima por dentro y por fuera nos habla de que ni siquiera la adulación –que él había practicado en los textos anteriores- aseguraba frutos provechosos en todos los casos.
La máscara del servidor sumiso de la voluntad regia era la línea en la que el mismo autor doblaba su situación de individuo y de sujeto en la ciudad virreinal. Este doblez permitía esconder esa realidad para mostrar
únicamente el constructo de aquella primera máscara, en acuerdo tácito con el centro de poder. Ahora, en Lima por dentro y por fuera, el autor se desdobla en el crítico que no reconoce la eficacia de los poderes coloniales, y lo hace a través de la cobertura de cierta resonancia indígena del nombre de Simón de Ayanque. Esta nueva cobertura le ofrece a Terralla la oportunidad de poner al descubierto el desprecio abierto a una ciudad virreinal que no le ofreció la participación que él le exigía, y que no tuvo en cuenta sus condiciones de minero y “natural de los reynos de España”.
Simón de Ayanque es la nueva máscara con la que Terralla se define. Pero las máscaras no esconden sino que, más bien, muestran, porque asumir una máscara no es un acto de timidez o prudencia sino un acto de
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exhibicionismo. Las máscaras son los puntos de partida para la revelación de una concatenación de particularidades que definirán al individuo. Es a través de las máscaras que llegamos a conocer a este individuo escribiente y su situación en relación con la urdimbre que forman las líneas de producción y representación de los poderes virreinales.
Para verter la imagen de la ciudad Terralla se excusa en la posibilidad de que un amigo siga los mismos movimientos que él había decidido alrededor de diez años antes: de México a Lima. Sin embargo, el pretexto del amigo no resulta demasiado creíble si atendemos a imprecisiones de ubicación. Justo al empezar el Romance Primero suponemos que el ‘amigo’ aún se encuentra en México cuando leemos “¿Por Lima intentas dejar de la grandeza el asiento, / del orbe la maravilla y de la opulencia el centro?
(Lima…, Romance I, 5). Pero con el transcurrir del poema, Terralla vuelve una y otra vez a referirse al amigo. En una oportunidad dice
Supóngote separado, amigo, de aquel infierno
en que por tu voluntad te colocó tu deseo;
supongo que en pocos días distes con el escarmiento
y haces propósito firme de vivir ya libre y suelto (Lima…, Romance
VIII, 32).
Con sólo estos dos fragmentos al menos un par de preguntas surgen: ¿Está el amigo aún en México, o ya se encuentra en Lima? ¿Desde qué posición geográfica escribe Terralla? El amigo es parte de la misma mascarada comenzada con el nombre de Simón de Ayanque; lejos de esconder, el
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amigo es un destinatario impreciso que nos hace pensar en su existencia
únicamente como un alter ego del sujeto que escribe.
A lo largo de todo su poema Terralla establece tres puntos esenciales: el ‘yo’, el ‘amigo’ y los ‘otros’ limeños. Pero el ‘yo’ y el ‘amigo’ pronto se convierten en uno mismo, que se alejan de los ‘otros’ por diferencia. Al decir
que vas viendo la ciudad, las casas, los monasterios,
el ejemplar de virtud que en Jesús María vemos;
que ves a las Nazarenas un Prado de virtud lleno;
que ves las recolecciones del uno y otro convento
de Francisco y de Domingo los fiadores del cielo (Lima…, Romance
V, 21)
Terralla pone al amigo a recorrer los espacios emblemáticos de la ciudad, y con ello está infiltrándose como sujeto en las líneas de su texto, pues el recorrer, describir y juzgar esta zona urbana lleva en sí la carga implícita de admiración por el poder, en la rama eclesial; pero también va incluido su autodefinición de sujeto cuya raza y posición social lo cualifican para cruzar estos espacios materiales. Mas estos espacios eran atravesados por ‘otros’ y de ellos Terralla advierte a su amigo:
que vas viendo por las calles pocos blancos, muchos prietos,
siendo los prietos el blanco de la estimación y aprecio;
que los negros son los amos y los blancos son los negros
y que habrá de llegar el día que sean esclavos aquéllos.
(Lima…,Romance V, 21)
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Este es el mundo al revés con el que el autor rechaza con una separación que traza entre el ‘sí’ y los ‘otros’ que se han infiltrado en el espacio emblemático.
Para Terralla el uso del espacio emblemático por las razas no españolas y las castas es un problema de segundo orden. El punto inquietante es que en el uso de estos espacios los individuos han despojado al español de su carácter de usuario único de estos espacios. Para recuperar la supremacía sobre el centro de la ciudad, Terralla establece un cisma que lo diferencia de aquellos que han violentado estos espacios porque han desconocido los límites impuestos por su sujeción. Estos otros se reconocen en primera instancia apelando nuevamente a la fetiche que despierta la condición racial. Si ya habíamos visto que la pintura de castas delinea al individuo y lo sujeta a los espacios a través de la raza como componente esencial, Terralla conviene con una caracterización similar del individuo, y para ello crea la metáfora de corte racial en el ‘pelo’.
Las cualidades del cabello ofrecen a Terralla la posibilidad de englobar todo lo que en la pintura de castas consumía cuadros de múltiples denominaciones. Las mezclas raciales muestran un grado de complejidad que nos hace pensar que en la vida diaria de la ciudad virreinal denominaciones como ‘torna atrás’, ‘tente en el aire’, y otras tantas fueran de muy poco uso. Además de la cantidad de denominaciones diferentes, cada mezcla iba determinada por el estudio del porcentaje de blanco, negro e indio, lo cual se hace engorroso, si no imposible, a simple vista. Muchas de
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las denominaciones que se muestran en la pintura de castas más parecen invenciones del pintor que apelativos socialmente manejados. Terralla, por ejemplo, únicamente menciona hasta el zambo y el mulato, y de ahí en adelante resuelve las mezclas con la mención al pelo. Expresiones como
“una mulata, una zamba y otras de este corto pelo” (Lima… Romance V, 21),
o “otras de distinto pelo” (Lima…, Romance XII, 44) se suceden a lo largo de la obra como una imagen poética que el sujeto actuante al centro de la realidad de la sociedad barroca virreinal a creado para poder organizar en su discurso una realidad que no logra comprender completamente. Esta metáfora racial en que el pelo es convertido, permite una vez más a Terralla construirse como sujeto en condiciones de diferencia frente a los otros.
El problema racial es sólo una faceta de las tantas que diferencian al
sujeto escribiente del ‘otro’ limeño; otra una metáfora que contribuye a ahondar el abismo entre estas dos áreas es el ‘genio’. En repetidas ocasiones aparece la mención a esta cualidad que no es una característica
única ni aplicable a uno solo de estos dos flancos con que Terralla simplifica la sociedad barroca. El ‘genio’ también sufrirá un desdoblamiento para aparecer tanto a este lado en que el sujeto escribiente y el amigo se aúnan, y al otro lado distante, donde se entretejen los ‘otros’. En cada uno de los extremos el ‘genio’ se manifestará de manera diferente. En un fragmento leemos de
[…] los perniciosos efectos
que ocasionan los amigos que allá iras conociendo.
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Verás cómo se te pegan en conociéndote el genio,
infinitos moscardones, amigos de los del tiempo (Lima…, Romance
IX, 35) (énfasis mío).
En este caso el ‘genio’ concierne al flanco del sujeto hablante y su amigo
supuesto, y parece definir la generosidad en el hablante, quien no se inhibe
de hacer a los otros partícipes de su fortuna; frente a este individuo que goza
del ‘genio’ los otros – “moscardones” – no logran oponer más que codicia.
Entre la avalancha de referencias al cortejo de las damas este tipo de
genio reaparece. Aconseja a su amigo lo que sucede la convidas a cenar
porque conozcan tu genio. (Lima…, Romance V, 24) (énfasis mío), con lo
que parece indicar que a la bondad se suma el adecuado comportamiento
social, al que se oponen los otros
que para comer se meten hasta el gaznate los dedos
todos untados de grasa y de ají, que es pimiento;
que al acabar la comida donde el vino es sacrilegio,
los dedos todos se limpian en el pan que están comiendo (Lima…,
Romance V, 23).
Por el contrario, el ‘genio’ refiere a los otros limeños se desdobla en manantial de cualidades negativas. En uno de los tantos momentos en que
Terralla recrimina a las mujeres dice que
cambean de faldellín con el mismo revés puesto-
pues metida en un zaguán va en un instante saliendo
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con todo el traje mudado con la brevedad que el genio; (Lima…,
Romance XIII, 49) (énfasis mío), y aquí va la muy extendida crítica al sujeto femenino limeño que reconstruye su identidad a través de cambiar la imagen, en un intento constante por saltar los límites sociales que imponen la apariencia física.
Terralla no nos ofrece información alguna sobre el lugar de este sujeto femenino ni de las relaciones que lo enlazan al poder, pero no cabe duda de la negatividad del genio que esta mujer cambia como parte del ajuar con que enfrenta a la sociedad. Este genio cambiante parece referirse a ademanes corporales o maneras sociales que entraban como parte de la simulación corporal y del cambio de imagen que más adelante referiremos con mayor lujo de detalles. Por ahora, veremos que este genio negativo apreciado en los otros también concierne a los hombres; con otra de las variantes con la que Terralla no logra pactar es observada en
[…] hombres grandes con más de un millón de pesos
que pasan personalmente a cobrar a los pulperos;
parte por desconfianza y parte porque sus genios
no les permiten pagar a un cobrador o a un cajero; (Lima…,
Romance X, 40).
En esta oportunidad el sujeto ‘otro’ no es pobre ni mujer, por lo que el concepto sirve para distanciarse no sólo de la plebe, sino de aquellos cuya posición económica les otorga un lugar al centro de la emblemática social y no reconocen su situación diferenciada de los que tienen que trabajar a diario
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en las labores menos encumbradas porque no mantienen la distancia
conveniente a la imagen que considerada prudente para la clase alta. Es
decir, si la mujer que ya vimos es criticada por construirse la imagen, este
último sujeto no es menos criticado por no dignificarse con la imagen
conveniente a su nivel dentro de la burguesía productora y comerciante. En
este último caso el ‘genio’ engloba resonancias de avaricia y mezquindad que bien merece el sujeto aunque adinerado sea, pues no logra tolerar
Terralla los desplazamientos en este eje vertical, donde la mujer se desplaza
de abajo hacia arriba para alcanzar las ramas de lo emblemático, mientras el
hombre adinerado no tiene respeto de su posición y se traslada de arriba hacia abajo.
Parecería que no comprendió nunca Terralla la sociedad limeña, y en
ella parece haberse sentido siempre extranjero. Los temas relacionados a los
comportamientos son los que mayor encono despiertan en Terralla, quizás
porque ‘todo escritor barroco pone como problema central el de la conducta,
y para atraer a los demás al sistema de relaciones que considera
fundamental para la sociedad proclama que en seguirlo está el logro, el
‘suceso’ o éxito, la felicidad’ (Maravall 140). Sin embargo también Terralla escapa a normas de conducta social a través de su escritura, al incluir en el
Lamento metrico general trazas de un lenguaje satírico que no fue bien aceptado precisamente por ser considerado impropio para un documento que estaba llamado a tener un carácter luctuoso. Como resultado, esta obra
“provoked some protests with its humorous tone and various satiric passages
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ridiculing lawyers, scribes, and members of the Royal Audiencia” (Johnson
1993:125). Esta respuesta contra su escrito luctuoso quizás haya contribuido
al carácter impetuoso de la crítica a la sociedad en el poema posterior Lima
por dentro y por fuera, como reacción de venganza contra la conducta de los
limeños, y toda una concatenación de señales de malfuncionamiento e
inoperancia de las instituciones que estaban llamadas a hacer más sólido el
orden virreinal e imperial.
3.3 Para construir al ‘otro’: el desorden
Para describir la ciudad de Lima, en Lima por dentro y por fuera, en reiteradas ocasiones Esteban Terralla recurre a la comparación con la ciudad de México. En el contrapunto entre las urbes Lima siempre resultaba perdedora, descrita llanamente como la capital del desorden, sin tomar en cuenta condicionantes específicas de la zona y su incidencia en la vida de la ciudad.
Antes de la llegada de Terralla a Lima, la ciudad ya había sido sacudida por movimientos telúricos que han quedado documentados. Frezier nos habla de los terremotos de 1678 y 1782; de éste último dice que “every half Quarter of an Hour, it gave horrid Shocks, so that they reckoned above
200 in less than 24 Hours” (211). En 1746 también fue Lima azotada por un terremoto cuya magnitud pudo haber cambiado, no sólo la imagen de la ciudad sino, además, la visión de los limeños y limeñas que sobrevivieron y
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de aquellos que nacieron escuchando sobre el temor de un nuevo temblor,
pues
Los que las vidas salvaban
de riesgo tan conocido
aún ya en las seguridades
imaginaban peligros (Odriozola, Vol 4: 300).
Frezier, por su parte, agrega que los terremotos “are very frequent in Peru,
have much damaged this City, and daily makes the Inhabitants uneasy”
(210). De estas aseveraciones se desprende que la frecuencia de los
terremotos tuvo una incidencia decisiva en la vida de la ciudad, siempre bajo
el temor de una nueva ocurrencia. Por ello cada 19 de octubre se
comenzaron a celebrar servicios religiosos (Frezier 210-11) que por un lado
pedían el favor de la intercesión divina, pero por otro lado mantenían constante la posibilidad del peligro y su presencia cíclica.
Ante esta posibilidad de movimiento telúrico los limeños parecen haber respondido con una vida más intensa en lo social y hasta en lo sexual, si tomamos en consideración que “la población de Lima aparentemente creció con mayor fuerza entre 1750-1790, pues a pesar del fuerte terremoto
[de 1746] no hay mella en las cifras totales de población al final del siglo”
(Cosamalón 41). Bajo el apremio de vivir el último día cada vez, en la segunda mitad del siglo XVIII, la vida de la ciudad parece haberse catalizado por caminos de lo terrenal: por un lado “el quebrantamiento de la moral católica [que] era fácilmente perdonable, dado que en último caso el delito
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podía resolverse casándose” (Cosamalón 99). De otro lado, las relaciones
mercantiles parecen haberse hecho más complejas con la afluencia de una
inmigración interna proveniente de las zonas del interior. Así aumentaron
los pulperos, que abastecían a la ciudad de víveres, no compraban
directamente los bienes a los productores. Se estableció una red de
intermediarios que llegaban a la ciudad vendiendo los bienes en
plazas y mercados, obligando a los pulperos a salir para interceptarlos
y comprarles. Los intermediarios […] llamados “regatones” […] [y] los
recauderos […] eran quienes se encargaban de vender los vegetales y
otros alimentos a la ciudad, negocio principalmente en manos de
sectores populares, muchos de ellos indios. (Cosamalón 45-46).
O sea que en 1787, a la llegada de Terralla a Lima (Johnson 125), ya la
ciudad no era exactamente la ciudad heroica y emblemática que describiera
Peralta y Barnuevo en su Lima fundada, de “[…] ilustre, leal nobleza /
Asistida con pompa preeminente” (191). La Lima que conoció Terralla era la urbe cosmopolita y agitada, obligada a reconstruir los emblemas arquitectónicos del poder y recomponer la entereza física de los espacios emblemáticos.
En términos demográficos las relaciones ciudad-campo moldeaba la
imagen de la población. El abandono de las zonas rurales parece haberse convertido en una constante que Terralla fustiga como “[…] muchos indios
que de la sierra vinieron / para no pagar tributo y meterse a caballeros”
(Lima… 26). La movilidad extrema a que parece haber llegado la población
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de Lima en el transcurso del siglo XVIII llegó a influir a las instancias de
poder. Así “en 1767 el Arzobispo de Lima intentó definir las condiciones para
ser llamado feligrés. […] Bastaba entonces con tener la intención de quedarse en un lugar y como expresión de ello arrendar una casa, para ser
considerado feligrés.” (Cosamalón 90-1). Es decir que la inestabilidad y el
curso agitado de la vida de la población limeña forzó a la Iglesia a adecuar
antiguas normativas a las nuevas condiciones de vida. Esta inversión en las
relaciones entre la institución controladora y productora de poder y la población pasó inadvertida a la observación de Terralla, pero resulta esencial poder penetrar en ese mundo que en Lima por dentro y por fuera queda descrito como la ausencia total de orden.
Para relatar este mundo incomprensible que Lima representaba,
Terralla retoma la línea racial y arremete contra la población negra que observaba en la ciudad Lima. Los negros se desdoblarán en el poema de
Lima; la reiteración de la referencia al negro viene dada precisamente por la cantidad de significaciones que se le adjudican. Esta población de procedencia africana es presentada ante todos como la
causa de la perdición de aquel dilatado imperio,
en el cual las densas nubes llueven natales de prietos;
y si esta casta faltara o no fuera en tanto exceso,
no hubiera tanta miseria ni tan escaso comercio;
no hubiera tercera tanta no hubiera tal mezcla de ellos (Lima…,
Romance III, 16)
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Es decir, que Terralla no se pronuncia en contra de la esclavitud sino en
contra de la presencia negra en las calles, que es a fin de cuentas lo que
aumenta la ansiedad del sujeto blanco que podía llegar a sentirse en
desventaja numérica con el incremento de la población no blanca. Sólo en
este fragmento al negro se le adjudican varias facetas negativas: Al ser el
negro el amenazante en términos reproductivos, es el elemento que
despierta la ansiedad ante el temor de una inversión de polaridades en
términos de poder. Este trueque de las polaridades blanco-negro /
dominador-dominado es asumido por Terralla como un proceso gradual, pero
no demasiado lejano. Al conceder a la población negra un índice de natalidad
superior que el del resto de las razas12, el autor anuncia el catalizador de este mal epidémico que es la raza negra, que ya ha contaminado a la raza blanca y está re-dibujando la demografía limeña por su incidencia en los cambios étnicos. La dolencia urbana resultante del cruce racial, llamada
“tercera” y “mezcla”, llevaba en su génesis una parte española o indígena, sin
embargo la responsabilidad es depositada donde más oscuro es el color de
la piel. Es decir que el negro es el punto más atrayente para el desarrollo del
fetiche racial.
Por otra parte, el fragmento mencionado también refiere a la “miseria”
y el “escaso comercio”, es decir que el negro también ejerce su influencia en
12 En referencia a la frase “llueven natales de prietos” que forma parte del fragmento anteriormente citado, la nota 108 al final de la edición hecha por Alan Soons de Lima por dentro y por fuera (University of Exeter, 1978) dice ‘Llover natales. A totally obscure expresión, apparently connoting “providing in swarms” ’(83). Yo disiento de la opinión del editor; el verbo ‘llover’ ha sido ampliamente usado en el lenguaje popular para connotar exceso, fundamentalmente con cierto sabor peyorativo. En el contexto en que la frase se inserta, la abundancia de negros en Lima, considero que esta acepción se abre paso por sí misma. 97
el terreno de la economía. Llegado al Perú en 1787 con intenciones de
convertirse en minero, Esteban Terralla debió haber tenido intereses en el
curso que seguían los campos de la producción y la acumulación de bienes
gananciales. Sin embargo, al escribir Lima por dentro y por fuera, sus
esperanzas de enriquecimiento con el negocio de extracción y procesamiento
de metales se habían extinguido (Johnson 1993:125). Sin embargo, esto no
podría ser culpa del mismo sujeto que no supo enfrentar la complejidad de
las relaciones productoras y mercantiles del virreinato peruano, ni siquiera el misterio de un sino desfavorable. Para la resolución del fracaso, los sujetos negros que Terralla encontraba en Lima, en cantidades mayores de las que le gustaría de ver, le ofrecieron la posibilidad de desplazar el infortunio de sus propios negocios a la oscuridad de sus pieles.
Al fragmento de la poesía antes presentado siguen otros versos no menos reveladores en cuanto a la visión del negro. Continua el poema diciendo que, de no haber tanto negro
Hubiera más humildad, más sanos procedimientos,
más familias distinguidas, más bien dados los empleos.
Los jóvenes españoles se aplicaran sin recelo
aún a mecánicos artes por conseguir el sustento.
Las niñas con su labor viviendo en estado honesto
hallaran hombres de honor para ilustres casamientos. (Lima…,
Romance III, 17)
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Quiere decir que la presencia negra es capaz de influenciar negativamente a
la raza blanca no sólo por contaminación étnica. Más allá de la simple
miscegenación, la presencia negra desestabiliza el carácter del español y deshace el sistema de condicionantes morales occidentales y con ello el orden emblemático. Esta último fragmento expone otra cara de la presencia negra y de sus influjos en la sociedad limeña; ahora el negro es la antítesis de la virtud de procedencia cristiano-europea; pero donde radica el punto más profundo de la oposición al negro es en la capacidad de este último de manejar el destino de la sociedad, trayendo a su estado de desorden a la sociedad peninsular.
Después de arremeter contra el negro de la manera en que hemos visto anteriormente, y de presentar bajo la condición de víctima a los blancos, veremos un vuelco radical en el poema. El poema también dice que “verás en todos oficios chinos, mulatos y negros / y muy pocos españoles porque a mengua lo tuvieron (Lima…, Romance VI, 26). Este fragmento, comparado
con los anteriores, parecería extraído de otro texto. Terralla muestra su
inconsistencia cuando se vuelca contra sus propias opiniones. Ahora el negro y las castas que ya antes habían sido mostradas en variadas facetas y todas negativas, ahora muestran un lado lumínico, conveniente al virreinato, en su papel de individuos trabajadores. Esta vez el mal no radicaba en el negro, ni siquiera en la mezcla racial, sino en la holgazanería de los muchos que llegaban a las Indias o nacían en ellas y no se incorporaban a las labores
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productivas y comerciales de la colonia, precisamente porque el trabajo no
era considerado de conveniencia para su condición racial.
El rechazo al trabajo no era un problema del siglo XVIII, ni fue Terralla
el primero en notarlo, pues desde el siglo XVI el rechazo al trabajo y el aumento de la delincuencia eran dolencias sociales que ya preocupaban a la
corona. En una cédula recibida en 1554 en el virreinato del Perú, y fechada
en Valladolid el 13 de febrero de ese mismo año, ordenaba que “los muchos
hijos e hijas de españoles que son muertos sus padres y ellos y ellas andan
perdidas e idolatrando y cometiendo otros delitos y males y pecados,
fornicios y adulterios, robos y muertes […] ponerlos en algún recogimiento o
colegio a los varones en una parte y a las hembras en otra” (Konetzke Vol. I:
320). Estas perturbaciones de la conducta social que describe la cédula no
tiene que ver con los negros. Más bien se agravaba a medida que
aumentaba la emigración desautorizada que, desde el siglo XVI, el monarca
reconocía entre los hijos de españoles. En una colección de instrucciones
enviada en 1595 al virrey del Perú Don Luis de Velasco, el Rey Carlos I dice
que
visto el gran exceso y que habido y hay en pasar a aquellas partes
tanta gente como continuamente va sin licencia, que los llevan los
maestros de las naos por sus intereses y aprovechamientos y que allá
tienen trazas para encubrirlos y ellos para pasar adelante sin que haya
quien se lo resista, con lo cual se llena la tierra de vagamundos y
mujeres perdidas (Konetzke Vol. 2, Parte II, 24)
100
El mismo Terralla da cuenta de esta emigración negativa, cuando pone en
boca de una dama la sentencia a aquellos “que suelen venir de España a
ser gente en el Reino” (Lima, Romance VII, 30). Pero esta intervención de la supuesta dama que pasa de manera fugaz por las páginas de Lima por dentro y por fuera, es otro de los subterfugios con los que Terralla marca su diferencia con el otro. En este caso ya no le interesa distanciarse del negro, el indígena o el de raza mezclada, sino del mismo español, de su misma raza, en virtud de una calidad humana con cierto toque de preocupación aristocrática. Terralla se traza a sí mismo y al otro como dos líneas paralelas que no se tocan, pero que van cortadas con el antes y el después del paso a
América. Así el hecho de cruzar el mar para “ser gente en el reino” nos explica que en el pasado del otro existe una cualidad de humildad y servidumbre que, por oposición, no tiene puntos coincidentes con su pasado.
De esta manera Terralla elimina todo posible cuestionamiento a su situación anterior al viaje a América y, sobre todo, al por qué del viaje al nuevo continente.
Otro de los desórdenes que más resalta Terralla en su poema tiene que ver con la apariencia y las mujeres como las únicas culpables de esta otra inversión. Bajo el signo de la apariencia el sujeto femenino es atacado como constructor de la falsedad de la apariencia social, determinada por la riqueza y las modas. Advierte Terralla que
verás cómo a media noche llama por el ahujero
una madama de fondos, de tisúes y terciopelos,
101
quien después de desnudarse de ramos, trajes y aseos,
pide por la ventanilla cuatro cosas con un medio;
pide una mitad de pan; pide otra mitad de queso;
pide otra mitad de plátanos, y de guarapo va el resto.
Verás como queda llena si no de cena, de viento, (Lima…,
Romance II, 13).
Nuevamente enfrentamos la preponderancia de la apariencia sobre la
esencia que se practica en el Barroco. Una y otra vez se suceden los
ataques a las mujeres porque, según Terralla, atentaban contra sí mismas en
su preocupación por engalanar el cuerpo pero no por alimentarlo. Así pasa
por el poema “otra de estómago flaco [que] cena bocado sin hueso” (Lima…,
Romance II, 13). Esta alteración de las prioridades humanas salen de la
pluma del autor como simples superficialidades en la construcción de una
máscara que no se aviene con la realidad que encubren. Pero se olvidaba el
autor que también él usaba máscaras porque también él estaba se
encontraba al centro del juego de apariencias que tiene que ver tanto con la
importancia de la imagen en la cultura barroca como con la exhibición de poder tan cara a la sociedad nobiliaria.
El exceso de adorno corporal no era una exageración de Terralla.
Veamos que un número del Mercurio peruano, de 1791, se dice del faldellín
de las limeñas
Un faldellín de los ricos vale siempre en Bodegones
102
incluyendo guarniciones y los diez pesos de hechura; y á pesar de su estructura que parece teatral, su salero lo hace tal, que realza la hermosura.” (6 de marzo de 1791.Vol I, No 19, folios 174-75). No sólo nos habla este fragmento de la importancia puesta en sólo una de
las piezas del ajuar sino que, detrás de la descripción poética, pudieran
abrirse más de un cuestionamiento. El faldellín por sí mismo nos habla de la
importancia concedida a la construcción de la imagen sobre el cuerpo, pero es el parecer teatral de esta prenda lo que nos abre el acceso a los varios niveles de simulación que se esconden detrás de la imagen de los individuos limeños. El teatro aparece en el vestuario diario; lejos de ser el final de la cadena de simulaciones, el teatro ha pasado a ser la fuente inspiradora de
otras simulaciones que lo insertan en la vida diaria
El vestuario exorbitante era un código social impuesto en una ciudad
que se esmeraba en exhibir los frutos de la riqueza minera, y la mujer no era
las única que ponía sus esfuerzos en la construcción de la imagen a través
del atuendo, pues según dice Frezier “both Men and Women are equally
inclined to be cost in their Dress” (219), “as for the Men they are now clad
after the French Fashion […] with an extravagant Mixture of Light Colours”
(260) y agrega este autor, con sus ojos de viajero, en que “the Women, not
satisfy’d with the Expence of the richest Silks, adorn them, after their Manner,
with a prodigious Quantity of Lace, and are insatiable as to Pearls and 103
Jewels, for Bracelets, Pendants and other Ornaments” (219). Esta mujer que
tanto critica Terralla, y a que se refieren los otros dos autores, no es más que
una trabajadora de la imagen que se vale de las posibilidades que la
sociedad barroca le ofrece entre los juegos de realidad y fantasía,
constantemente presentes en la vida diaria de todos estos sujetos virreinales.
El objetivo de esta mujer no es diferente del resto: negociar su posición social
a partir del código que la imagen podía transmitir; con el aderezo del cuerpo, y teniendo como meta la simulación teatral, era posible ‘representar’ desde una clase social hasta una coloración epidérmica que posibilitara escapar del fetiche racial.
Usando los códigos socialmente establecidos en la sociedad virreinal estas mujeres y hombres que no habían tenido la posibilidad de Terralla de usar el código alfabético, construyen sus máscaras de manera conveniente sobre a través del adorno corporal. La simulación se convierte en el mecanismo y el cuerpo es el soporte del discurso visual de los sujetos limeños. No obstante, la transformación del individuo a través de la simulación no se circunscribía al cuerpo tal y como pudiera entenderse en términos médicos. El cuerpo se extendía a los espacios dominados por el individuo, así la vivienda se convierte en blanco de manipulación de la imagen, como una continuación del cuerpo. Así dice Terralla que
verás cuadros esmaltados hacia la testera puestos,
cojinillos, canapés, estrado y petate bueno,
las cortinillas imperiales, telares de mucho precio,
104
donde la fábrica está de aquel principal comercio
verás varios taburetes a la última moda hechos,
sus mesas de pies de burro, tres faroles a lo menos
que, aunque no haya que cenar, son de mucho lucimiento. (Lima…,
Romance XV, 53)
El espacio físico del hogar es la segunda parte del trabajo de construcción de la imagen con la que el individuo decide re-construir su posición en la sociedad limeña. El individuo que emprendía el camino de la simulación,
estaba negociando una posición con el resto de la sociedad a través de la
imagen. La manipulación de la imagen llevaba generalmente un mensaje
codificado que podía ser entendido como una posición más aventajada, de
más cercanía al eje del poder virreinal y de un más alto nivel de participación
en las relaciones de poder. En esta transformación el individuo colonial se
convierte en el actor de la vida diaria parado en frente de la casa como telón de fondo. Sin embargo, la casa no es simple escenografía que enmarca el personaje, sino el gozne que conecta al individuo con el resto de la sociedad.
La casa el espacio por el que pasan otros individuos, como afluyentes del cuerpo social. A diferencia de los espacios públicos como la alameda y la plaza, el espacio de la casa es la continuación de la máscara fraguada sobre el cuerpo, razón por la que este espacio está manejado con los mismos códigos que el individuo actor que la habita y es la casa la que permite una interacción personalizada entre el habitante y el resto de la sociedad.
105
Las manipulaciones del cuerpo era una práctica que se extendía a
todos los rincones de la sociedad virreinal limeña. Veamos como Terralla pone al supuesto amigo en sobre aviso de
[…] ciertos maricones, plaga del clima limeño,
con voces afeminadas, cotillas y barbiquejos;
verás que lavan y planchean, almidonan con esmero
y estiran, cuando debieran estar estirados ellos (Lima… 33).
Esta “plaga” que describe el sujeto-autor también opera con la imagen como herramienta discursiva. En este caso el tipo de negociaciones están encaminadas a la construcción del género. Pero en este tipo de manipulaciones de la imagen Terralla no muestra interés; su interés principal está en la mujer que es la más atacada a lo largo del poema. Con los constantes ataques al sexo femenino Terralla nos está dejando ver otra cara de su propio yo. La relación adversa con la mujer denuncia una relación de necesidad por el otro sexo; el rechazo y la crítica son otra máscara de la que desbordan posesiones no consumadas y, como resultado, su identificación con el mundo de la heterosexualidad.
El travestismo parece haber sido practicado con regularidad en la
Lima del siglo XVIII y sus objetivos parecen haber ido más allá de la manipulación del género sobre el cuerpo. Veamos lo que apareció en la prensa periódica en 1791, con el título de “Carta sobre los maricones”, escrito por otro sujeto colonial bajo el seudónimo de Filaletes; extracto un tanto
106
extenso pero que vale la pena por la claridad de los detalles. Relata este otro autor que en
[…] un largo estrado donde estaban sentadas muchas negras y mulatas adornadas con las más ricas galas. No me dexó de admirar este trastorno de las condiciones, pues veía como Señoras las que en nuestra Patria son esclavas; pero mas creció mi admiración quando unas tapadas que se hallaban próximas á nosotros, se decían mutuamente: ve alli á la Oydora, á la Condecita de ……. á la Marquesita de ……. á Doña Fulanita de …… &c. de suerte que iban nombrando cuantos Títulos y Señoras principales había en la ciudad […] ver tanta Condesa, tanta Marquesa, tanta Señora con más barbas que el animal crecido en puntas, lascivo esposo de cabras […] (Mercurio peruano. 27 de noviembre de 1791. Vol III, No 94. Folio 231)
Este otro autor nos deja claro una manipulación de la imagen en un sentido aún más profundo: aquí se han roto los lazos que ataban al individuo a la sociedad: el género, la raza y la clase social son re-construidos. Filaletes se admira primeramente de la inversión de las razas y del lugar en sociedad de cada una de ellas y, al no quedar convencido, determina sacar a la luz lo que se escondía bajo los vestuarios y los títulos. En la relación de Filaletes con el grupo de travestís nos percatamos de que las máscaras no son convincentes porque no cubren de manera absoluta; una máscara nunca logra una conversión total porque la máscara tiene grietas que son invisibles al enmascarado, pero que permiten que escape lo que debía quedar cubierto.
Ni Terralla ni Filaletes estaban en condiciones de tolerar máscaras ajenas ni de reconocer las máscaras propias. Por un lado las máscaras propias pasan inadvertidas a quien las lleva, pero del otro lado tenemos el hecho importante de las diferencias en la génesis de las máscaras de
Terralla y Filaletes, y las que se elaboran los otros individuos virreinales. El
107
primero, con su Simón de Ayanque, y Filaletes, cuya verdadera identidad
probablemente no conozcamos nunca, ambos tienen en común el acceso a
la escritura y a la imprenta como canal transmisor. Es a partir del código
alfabético que Terralla, como Filaletes, construye sus máscaras, y es también
usando el mismo texto que ambos se oponen a aquellos cuya diferencia
esencial radica en la imposibilidad del acceso a la letra.
No obstante a la desventaja que significaba el acceso a la letra escrita,
ello no significa que aquellos que son criticados por Terralla y Filaletes no
tengan la capacidad de la escritura: si las mujeres cambiaban la apariencia
de su cuerpo y su casa y los hombres se travestían y creaban sus propias
reuniones sociales era porque, sin tener el acceso al círculo letrado, cuerpo y
espacio eran las dos partes de una única opción que les quedaba para
establecer lazos negociadores. Dicho en otras palabras, tanto las mujeres como los hombres, reducen el obstáculo que significa el no acceso al alfabeto escrito a través de la construcción de máscaras que se avienen con
la ubicación que ellos tienen en sociedad. En la página de los cuerpos, y los
espacios más cercanos como la casa, estos sujetos desarrollan una narrativa
que equivale al uso del alfabeto mismo toda vez que elaboran un código que
es transmitido y recibido en concordancia con los códigos visuales
manejados en la sociedad.
Pero este tipo de escritura no es percibida por Terralla, ni por Filaletes.
Quienes tenían acceso a la letra, y no tenían el cuerpo como único recurso,
se distanciaban del resto de la masa social para construir sus máscaras. El
108
texto alfabético permite a estos individuos escribientes re-construirse una y
otra vez y alejarse por diferencia de todos los que elaboraban el texto sobre el cuerpo.
3.1 Orugas o mariposas
En La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera se aprecian
diferentes posiciones subjetivas: en el primero la voz lírica decide reafirmar la
hegemonía exaltando el eje de la dominación, mientras en el segundo hay
una impugnación al eje dominante con visos de acusaciones de inoperancia.
Sin embargo, ambos textos son la herramienta de programas ideológicos
similares. Si tenemos en cuenta que en las sociedades barrocas los
creadores reconocen la efectividad de sus creaciones artísticas como
conducto para la transmisión del mensaje ideológico y, además, estudian la
posibilidad de condicionar una respuesta deseada en la masa receptora
(Maravall 155), entonces entenderemos que lo mismo Balbuena que Terralla
también hacen uso de la herramienta arte –literatura, más específicamente-,
pero dirigen sus esfuerzos en dirección opuesta, es decir de abajo hacia
arriba en la pirámide socio-política.
Ambos poemas son la expresión de la inconformidad que, tanto uno
como el otro poeta, experimentan ante situaciones de exclusión de los
centros de poder virreinales. Ante estas situaciones desventajosas ambos
individuos escribientes re-elaboran la ciudad virreinal de manera que
encuentran un lugar para ellos, actitud que tiene que ver con “the butterfly is
109
folded into the carterpillar that will soon unfold” (Deleuze 9). Es decir que a
través de la ciudad del poema vemos a ambos escritores en la dimensión de
las expectativas. Balbuena, en su afán por la mitra de la Nueva España, se
convierte en uno de los tantos retratistas de reyes y virreyes, de los que
lamen la imagen con el pincel y borran la fealdad. Así se desentiende de todo
lo que pudiera manchar a México y elabora una imagen de la ciudad lo más
cercana posible a la perfección; entre lo urbano y el sujeto se establece una
reciprocidad que se traduce en una México que es, por virtud de la pluma,
como un cuerpo virginal que le pertenece porque quien pertenece a los
espacios más dignificados de la urbe. Terralla, por su parte, sin el golpe de
suerte que quizás esperasen los que invertían caudales en el negocio de las
minas, da rienda suelta a los sentimientos negativos de que estaba cargado y
traslada su escaso acceso al centro de poder en un mal funcionamiento
político-social de la capital del virreinato peruano.
A pesar de la distancia geográfica entre Lima y México y de la
considerable diferencia temporal entre Balbuena y Terralla, ambos ponen en
práctica un juego de manipulación de sus identidades. A través del texto
ambos autores intentan construirse un nuevo lugar en la sociedad virreinal y
para ello utilizan la letra impresa. Esta manipulación a través del escrito alfabético intenta primero desvirtuar la realidad de marginalidad a que ambos autores se encontraban atados. Bernardo de Balbuena por encontrarse excluido de la jerarquía clerical y alejado del eje de la producción cultural y la vida cortesana, a pesar de sus condiciones de sacerdote y poeta, y Esteban
110
Terralla, por no formar parte de la oligarquía minera ni del centro letrado
limeño, en ambos existe una condición de desplazamiento de los centros
virreinales que se verifica en lo geográfico y en el nivel de participación en los
procesos productores de la emblemática virreinal. En ambos casos la
experiencia de la exclusión se desborda por las entrelíneas de los poemas y
se traduce en un fuerte deseo de participación en el eje de lo simbólico
virreinal – fuera desde la posición de sacerdote y letrado o desde la de
minero – muy a pesar de que los textos intentan cubrir estos desclases.
Como intelectuales barrocos, los dos poetas conocen que “para
conducir y combinar los comportamientos de los individuos, hay que penetrar
en el interno mecanismo de los resortes que los mueven” (Maravall134); así
lo simbólico es interpelado por ambos en la página escrita, pues “la literatura
es una de las expresiones más exhibicionistas del mundo […], pocas cosas
hay que sean tan exhibicionistas como un texto” (Benítez Rojo XXIX). Por
ello no es la única vez que ambos autores intentaran llamar la atención de la sociedad con sus textos: Balbuena, con la grandilocuencia de su Bernardo, intentará auto describirse como el gran poeta capaz de figurar únicamente en el Parnaso virreinal, pero esta auto sacralización se desboca aún más abiertamente en su “Compendio apologético en alabanza de la poesía”, razón demás que le otorga derecho al espacio urbano, pues “la ciudad noble ha de acoger y sustentar a los poetas como una cosa de grande utilidad y provecho suyo (Balbuena 127). Terralla, por su parte, en 1789 escribe el
Lamento métrico general. Llanto funesto y gemido triste, con motivo de la
111
muerte del rey Carlos III. En este, el autor dedica su obra al virrey diciendo
que “para todos ha sido sumamente sensible este funesto golpe; pero mucho
mas para V.E. quien desde el punto, que se le comunicó la infausta noticia,
empezó á representár en el Teatro de su interioridad la pesarosa Scena del
Sentimiento” (Terralla s/p), y con ello el autor no sólo dedica su creación a la
más alta autoridad política del virreinato sino que convierte su texto en el
sentir del virrey.
Si de arriba hacia abajo en la pirámide de la sociedad barroca, como
explica Maravall, viajan la persuasión y el autoritarismo de conjunto (168),
esto es logrado porque son tomadas en cuenta “la presencia de las fuerzas
irracionales de los hombres, sus movimientos afectivos, conocerlos, dominar
sus resortes y aplicarlos convenientemente hacia los fines que se pretenden”
(Maravall 172), estas mismos canales comunicativos son entendidos y
utilizados en sentido contrario. En medio de la confusión de los muchos
actores sociales ubicados en la multiplicidad de los pliegues barrocos, de
abajo hacia arriba tendremos la existencia de una contracorriente que, si bien
no puede emitir autoritarismo alguno, sí intenta la persuasión, y La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera documentan esta corriente contrapuesta de quienes hacen del texto literario un agente activo en las negociaciones por un mejor emplazamiento en la estructura de los poderes virreinales: el primero de los poemas intenta convencer, con su alabanza sobredimensionada, casi adulación de unos dominadores que no cuentan con dominados, una ciudad que es hispana en casi su totalidad, donde los
112
poderes divino y temporal conviven en la mejor de las armonías; el segundo,
en la acidez de la crítica que despliega en su texto, ante una Lima
caracterizada en la inversión de los desórdenes, parece descartar los
intentos de convencimiento porque anteriores empeños no habían ofrecido
cambios, pero ello no obsta para hacer del poema la continuación del
reclamo de una condición de mayores privilegios que el autor considera
debían haberle sido otorgados.
En ambos poemas los sujetos escribientes, en su calidad de autores,
construyen imágenes de ellos mismos que demuestran lo que no son pero esperan –y exigen- ser, y en este punto estos sujetos escribientes coinciden con otros que, por falta de acceso a la letra, se engalanaban con tejidos, joyas, y muebles. Para los primeros, por su acceso a la escritura y los mecanismos de la publicación, la imagen se fabrica en el texto mientras para
los otros, sin más recurso que sus propios cuerpos, la imagen es fabricada
sobre la superficie corporal.
La confección de la ilusión visual del Barroco no es utensilio que
únicamente el poder detenta, porque desde abajo los sujetos elaboran una
contestación que se encamina a través de la misma vía y saca partido de
técnicas similares. Tampoco la escritura es privativa de quienes tienen
acceso a la letra: tanto los que escriben sobre el cuerpo, tanto como los que
lo hacen sobre la página, generan una textualidad que les permite establecer
una comunicación deseada en el entramado de la capital del virreinato. En
estas respuestas de los sujetos colocados en posiciones menos ventajosas,
113
aparecen oportunidades en que podemos seguir de manera individualizada las huellas de sujetos particulares, como Balbuena y Terralla, en sus movimientos por la adecuación de la imagen del sujeto que no son pero que esperan y aspiran ser.
114
CAPÍTULO 4
VIOLENCIA Y CIUDAD VIRREINAL: DE LA MOGIGANGA AL CARNAVAL
En su monumental estudio sobre la cultura barroca José Antonio
Maravall habla de “sentimientos de violencia y agresividad, tan
característicos del mundo barroco” (332). Como es sabido Maravall centra su
estudio en Europa, especialmente en España, pero ello no obsta para que surjan preguntas alrededor de las ciudades del Nuevo Mundo, como ¿Es la
práctica de la violencia realmente un lado definible de la vida de las capitales de Nueva España y el Perú, tanto como el estudioso asegura que lo es para las ciudades españolas? De poder aseverar la existencia de esta arista violenta en las sociedades de las dos grandes capitales del mundo barroco hispanoamericano, tendríamos que buscar de qué manera se aprecia en estas dos ciudades la existencia de esta práctica de la violencia, cuáles son las formas y las vías que toma la violencia y cuales sus manifestaciones más destacables.
Si tomamos en cuenta La grandeza mexicana y Lima por dentro y por
fuera, textos pivotes –y hasta cierto punto pretextos- de este estudio, y las
imagen de ciudad que cada uno de ellos desarrolla, podría parecer que nos
encontramos frente a una contradicción primera y evidente: en el primero no
existen trazas de violencia. Por el contrario, de Lima por dentro y por fuera
podemos concluir que en la capital peruana se practicaba, entre otras cosas,
115
posibles variantes de actitudes violentas. Pero… ¿quiere esto decir que no
existiera la violencia en México? Una vez más se anteponen ante nosotros,
lectores, dos maneras diferenciadas en el acercamiento a cada una de las
ciudades; el total antagonismo de estas dos imágenes contrapuestas, una
vez más, despierta la sospecha de lo categórico.
Si la aseveración de Maravall se cumple en Europa, es de inferir que
algo similar debe haber ocurrido en las dos primeras capitales de virreinatos
americanos. Intentaré develar la existencia o no de actos y actitudes violentas en México y Lima durantes los siglos XVII y XVIII. Pero, ¿qué es la
violencia en la ciudad virreinal? ¿Qué formas toma y en qué maneras se
practica? Y, por último, no podemos olvidar ¿de qué manera se relacionan
las imágenes de ciudad ofrecidas en La grandeza mexicana y en Lima por
dentro y por fuera, si nos arriesgamos a anticipar la existencia de la violencia
en el ámbito colonial?
La vida tal como se desarrollaba en la ciudad hispanoamericana, y
muy en especial las capitales de virreinatos del Nuevo Mundo, ha sido
definida bajo el término de ‘fiesta barroca’13. Mientras la denominación no refiere únicamente a las ciudades durante las celebraciones que por variados
motivos tenían lugar en los espacios abiertos, fundamentalmente, de las
nuevas urbes del imperio español, sino a las relaciones que se establecen
13 Moraña, Mabel. ‘El “tumulto de indios” de 1692 en los pliegues de la fiesta barroca. Historiografía, subversión popular y agencia criolla en el México colonial’. Agencias criollas. La ambigüedad “colonial” en las letras hispanoamericanas. Ed. José Antonio Mazotti. Pittsburgh [PA]: Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana – University of Pittsburgh, 2000. p. 161.
116
entre los sujetos que habitan la ciudad, no es menos cierto que la
denominación parte de un reconocimiento –tácito- del lugar privilegiado que
ocupaban las actividades de carácter público que se llevaban a cabo en
estas áreas urbanas. Para el caso mexicano Curcio-Nagy determina que
“festivals were pervasive, a defining characteristic of the life in the capital” (2),
y podemos aseverar que no menos ocurría en Lima. Pero a las festividades
desarrolladas por una amplia variedad de motivos se sumaban otros tantos
acontecimientos que hacían la vida diaria de la población en general en
ambos centros del mundo colonial hispano, especialmente los autos de fe y
las honras fúnebres, y que traemos a este trabajo agrupadas todas bajo la
percepción más amplia de ‘actividades públicas’.
Todas estas actividades que se desarrollan en las áreas abiertas de
las ciudades son posibles por la requerida presencia de la población general
de la ciudad y de las áreas circunvecinas, tengamos en cuenta que “el
Barroco pretende dirigir a los hombres, agrupados masivamente, actuando
sobre su voluntad” (Maravall 275). Esto hace que México y Lima,
precisamente por ser los dos grandes centros del poder virreinal durante los siglos XVII y XVIII, fueran los dos puntos esenciales de las actividades públicas por las que el poder se manifiesta a los sujetos coloniales. Estas actividades públicas, con su importancia ideológica y política y con la obligada presencia de una población subalterna receptora del mensaje de
poder, no pueden ser obviadas de la imagen urbana. No obstante, podemos
observar que Bernardo de Balbuena, amen de mirar a la ciudad como
117
afirmación de poder, excluye de su poema este tipo de celebraciones y
actividades en que el pueblo tomaba parte porque su radical autodefinición
clasista en el posicionamiento de sujeto en relación con el poder no le
permitía entrar en contacto –ni siquiera a través de su discurso escrito- con
‘la plebe’, según calificación de Sigüenza y Góngora.
Un acercamiento antitético resulta el de Terralla, quien abre las venas
de la ciudad y pone su mira en la población y la vida diaria, y reconoce
abiertamente, desde la introducción, que su obra “ridiculiza las perniciosas
costumbres de algunas gentes de aquel continente” (4), lo que equivale a
declarar que su obra se concentrará en un trastorno constante de normativas
tradicionales, especialmente en lo tocante a definición de clases sociales y
separación de razas. El mundo que nos describe Terralla y Landa bien puede
ser calificado, utilizando las palabras de Bakhtin, como un “monde à l’
envers” (1984: 122), es decir como un mundo en total desarreglo que ha sido
apropiado por la poética y el (des)orden del carnaval.14 Pero, ¿es esta
imagen únicamente limeña y dieciochesca? Arriesgándonos a anticipar que
el proceso de carnavalización es ostensible en la ciudad virreinal, parecería
que las imágenes citadinas de La grandeza mexicana y Lima por dentro y por
14 A la luz de la teoría del carnaval varios estudiosos han analizado las obras de otros autores virreinales hispanoamericanos. Algunos de ellos son: Costigan, Lucia Helena A satira e o intelectual criollo na colônia. Gregorio de Matos e Juan del Valle y Caviedes. Lima-Pittsburgh: Latinoamericana Editores, 1991; Moraña, Mabel. Viaje al silencio. Exploraciones del discurso barroco. México, D.F.: Facultad de Artes y Letras, Universidad Nacional Autónoma de México, 1998; Hopkins Rodríguez, Eduardo. “Carnavalización de mitos clásicos en la poesía de Juan del Valle y Caviedes”. La tradición clásica en el Perú virreinal. Comp. Teodoro Hampe Martínez. Lima: Sociedad Peruana de Estudios Clásicos-Universidad Mayor de San Marcos, 1999. 173-90; Lasarte, Pedro. “Mateo Rosas de Oquendo’s Sátira: Carnival, Necomancy, and Political Subversión”. Coded Encounters. Writing Gender, and Ethnicity in Colonial Latin America. Ed. Francisco Javier Cevallos-Candau et. al. Amherst [MA]: University of Massachussets Press, 1994. 101-11. 118
fuera nos hablan respectivamente de un ‘antes’ y un ’después’ de la aparición de la acción carnavalizadora. Centrémonos por el momento en las múltiples celebraciones y actividades multitudinarias que tenían lugar en las ciudades virreinales, de las que expondremos algunos ejemplos escogidos, y veamos de qué manera se manifiesta el carnaval y cual es la relación que se establece entre carnavalización y violencia a través de las actividades de carácter público.
4.1 Entre ‘veras’ y ‘burlas’
Para acercarnos a las festividades en el ámbito virreinal tengamos en cuenta un primer factor importante: “lo que se llama Mojiganga, [que] es la parte que marcha despues del Embaxador: se reduce a ocho Enanos, y varias figuras de invenciones, que causarán al Publico diversiones inexplicables, á saber Seis Barrigones, y entre ellos uno Agigantado”
(Explicación Prévia… s/p). De esta manera se nos explica la mojiganga incluida en la celebración llevada a cabo en Lima en 1790, por la toma del trono de Carlos IV. Entretanto, en la celebración que en 1748 se efectuó en
México, por la toma de posesión de Fernando VI, encontramos que desfiló
una Marcha â la Mojiganga, compuesta de quarenta hombres, con sus
Oficiales, y Cabos, y el Alférez con su Vandera, cubiertos con
Mascarillas, y vestidos todos de Uniformes de petate,[…] los cuales
marchaban al son de la Caxa de Guerra, y Pifano, con gran orden por
todas las calles de esta Ciudad, armados de Geringas por Fusiles, y
119
haziendo alto en varias partes, y principalmente junto â Palacio,
hacian ejercicio, dando al tiempo de decir: Disparen, tal carga cerrada
de agua, que parecia un espeso aguazero. (Abarca 263)
La mojiganga aparecía en las festividades como la sección de la
procesión que más se alejaba de la representación elevada y del boato toda vez que incluía un cierto sentido de diversión burlesca, y que muchas veces tomaba la forma de una representación carnavalizada, pero no por ello llevaba una intención ideológica menos eficaz que el resto de las representaciones que aparecían en la procesión. Teniendo en cuenta que en el medio barroco “todas las cosas son movibles y pasajeras; todo escapa y cambia; todo se mueve, sube o baja, se traslada, se arremolina” (Maravall
371), no resulta demasiado notorio que la seriedad de la festividad por momentos fuera trocada en una pizca de humor que creaba esta inclusión de representaciones semi-monstruosas o burlescas, para luego regresar a la dinámica de la severa representación del poder con toda su simbología.
La mojiganga pone de manifiesto la importancia otorgada al manejo de la imagen durante la época barroca, y lo constatamos en Nueva España en el cultivo de la apariencia de la urbe capital que desarrolla Balbuena, desde el
“Argumento” mismo de la obra, en el “origen y grandeza de edificios” o en sus “caballos, calles, trato, [y] cumplimiento” (Argumento, 59); y en el Perú, en el rechazo total al uso y manipulación de la imagen que manifiesta
Terralla, prácticamente en cada página de su poema, para descubrirnos otra cara de esos ‘tratos’ y ‘cumplimientos’. Para los elementos conformadores de
120
la cúpula de poder en Nueva España el adecuado manejo de la imagen permitía maquillar de solidez al aparato virreinal.
A este constructo de la apariencia se suma la mojiganga que, aunque ruidosa a primera vista, no tiene nada de superficial o impensado: la liviandad de este divertimento era únicamente su fisonomía. Debajo de estos enanos, cabezones, barrigones, agigantados y falsos soldados estaba la seria intención ideológica de captar la atención de los que quedaban excluidos, no sólo de la participación político-económica, sino de la posibilidad de identificarse con las alegorías y los símbolos de las culturas griega y romana
-que inundaban los espacios urbanos durante la celebración-, tanto como con la exhibición desmedida de riqueza en ropaje, joyería, carrozas y caballos. La mojiganga era la figurada concesión que el poder hacía a los estratos menos favorecidos y el gancho que atrapaba a estas clases bajas y las integraba a la festividad pues “no todos, ni mucho menos la mayor parte de los individuos y aun de grupos sociales enteros, podían participar en ese goce cultural, precisamente por las condiciones sociales inferiores, de pobreza y subordinación en que se hallaban” (Maravall 195). De manera que estos estratos, a través de la mojiganga, lograban ver en la procesión una imagen que de alguna forma los hacía sentirse parte del centro focal que era la procesión. Al imantar la atención en el centro de la celebración, de toda esta masa humana de indios, negros, mulatos y las castas infinitas que vieron las ciudades virreinales, y que constituían una mayoría numerosa y peligrosa y
121
así lo habían demostrado en los motines, se les ofrecía una cierta distracción
que garantizaba el necesario control sobre ellos (Maravall 72).
Debajo de la risa que pudiese provocar una mojiganga está el manejo
que el poder hace de los desclasados, pues sabido era el nivel de
expectación que todas estas celebraciones y conmemoraciones levantaban en la población urbana y las áreas aledañas. Veamos, por poner un caso, que en el auto de fe llevado a cabo en Lima, el 19 de octubre de 1749, el autor del documento refiere a la expectativa popular cuando dice que
la curiosidad, que siempre madruga, en esta ocasión parece que veló.
No havía calle, donde antes del amanecer no se viesse el numeroso
concurso de las gentes, q se encaminaban á la Iglesia de S. Domingo,
Plaza Mayor, y Casas del Tribunal. En las cercanías de los vecinos
pueblos también fué grande la tropelía de los que atraídos de la
novedad se conduxeron a esta Corte. (Llano 12-3) (énfasis mío).
‘Novedad’ y ‘curiosidad’ se encuentran constantemente en los textos
virreinales derivados de las celebraciones, las festividades y los autos de fe,
siempre como rasgo distintivo de los estratos poblacionales más alejados del
centro de poder. La sugestiva frecuencia con que estos estratos son
calificados bajo los términos de ‘novedad’ y ‘curiosidad’ evidencia que había
una conciencia, por parte del poder, de la manera de manejar
ideológicamente a estas masas que eran constantemente atraídas a los
festejos hasta hacerlas participar de la representación conmemorativa y esa
manera era precisamente atrapando toda esa expectación concentrada para
122
que fuera liberada a través de la risa que provocarían las estas presentaciones jocosas y burlescas.
Por lo antes dicho la mojiganga, lejos de ser una fractura en la
severidad, es el instrumento que garantiza a los estamentos en el poder la
posibilidad de extraer a las masas de sus problemáticas particulares y traerlas a la celebración bajo la ilusión de la de una participación activa en los
funciones de la ciudad virreinal. Este nivel participativo de la mayoría es
únicamente una ilusión construida de manera epidérmica que se circunscribe
a la presencia física en la celebración; con ello se reafirmaba por demás la
centralidad política de la sociedad barroca virreinal.
La mojiganga en sí no constituye un atisbo de carnavalización de la
ciudad virreinal ni de sus festividades pues, en primera instancia, es
jocosidad que no tiene espontaneidad, por lo que no provoca alteración del
orden virreinal; ella estaba prevista como parte de la diacronía de la
procesión misma como recurso político e ideológico que funciona a través de
una imagen que ofrece cierto sabor de subversión para establecer relación
con la población a través de las contradicciones mismas de la gran masa
asistente con el poder. Los indicios de carnavalización que aparentemente
muestra la mojiganga estaban proyectados para rendir frutos efectivos a la
élite político-religiosa. En otras palabras, lo que de formalidad pierde la
celebración con la inclusión de estas monstruosidades y falsos soldados, lo
gana la élite en distracción ideológica y adhesión de los bajos estratos.
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Pero la ‘oficialidad’ de la mojiganga no implica que toda la fiesta
virreinal en su totalidad estuviera imbuida del mismo espíritu oficial y mucho
menos que la carnavalización no existiera en el complejo medio social de las
ciudades novohispana y peruana. Pongamos por caso que, no muy lejano a
tiempos de Balbuena, en 1672, y en la misma ciudad de México, se celebró
una fiesta en honor de San Francisco de Borja que, como todas las
solemnidades religiosas celebradas en la capital novohispana, iba cargada de la severidad de la reverencia y el boato. En pleno desarrollo de la procesión, según nos cuenta el narrador testigo, el día
Iveves onze de Febrero, sucedieron las burlas á las veras: y tomaron
tan de veras las burlas los cursantes de el Collegio de San Pedro, y
San Pablo de la Compañía de IESVS, que passaron de quatrocientos
los enmascarados: pero la misma multitud de inventiuas burlescas
sobre ingeniosas, causó vna tumultuaria, aunque festiua confussion
(Festivo Aparato…, 17) (énfasis mío)
Muy sucinto, en este fragmento que narra el momento inicial de una de las jornadas de la festividad organizada por los jesuitas, encontramos el punto de viraje que sufre la ceremonia. Si “colloquialisms, obscenities, and cacophony were lexicon, and when all manner of terminology was thought to have failed, they delighted in devising neologisms to disrupt and violate traditional rhetorical patterns” (Johnson 7), los estudiantes del colegio jesuita crean, en el plano visual, su propio discurso satírico a partir de la exageración como una de las categorías que mueven a risa. Con el aumento
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inesperado del número de enmascarados que solían aparecer en estas fiestas bajo denominación de ‘mojiganga’, los estudiantes no sólo sorprenden a los observadores, sino que también convierten a la celebración de la
Compañía de Jesús en su propia parodia.
En este caso las costumbres establecidas para este tipo de celebración –y que el narrador llama ‘veras’- son quebrantadas por la exageración como mecanismo satírico, y que vendrían a ser las ‘burlas’.
‘Veras’ y ‘burlas’ conforman para el autor del texto que relata esta festividad un par de opuestos; el uno positivo, el otro negativo: la primera categoría anda por el camino ya abierto, el de lo establecido, mientras que la segunda establece una nueva vía, e irrumpe con tal fuerza que empuja fuera a la primera –‘las veras’- para tomar su propio espacio. Observaremos que esta categoría segunda, o de ‘las burlas’, no es completamente autónoma, pues no se implanta por sí misma; ella logra salir al exterior y hacerse visible cuando un agente otro, un sujeto o grupo de sujetos deciden hacer uso de su albedrío y hacer incisión en la celebración con el objetivo de desubicar las reglamentaciones características. Con ello el discurso oficial de sobriedad y formalidad que hasta entonces había reinado en la festividad da paso a la desmesura, la informalidad y la ligereza como contradiscurso.
Si la mojiganga estaba pensada para ser creída de manera literal por la población, ella es transformada por los estudiantes mexicanos en el pretexto que les permite hacer irrupción en la celebración de la Compañía y crear la antítesis de la misma celebración. Veamos además que los
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discípulos jesuitas, no sólo alteraron el número de enmascarados aceptable
en la fiesta; ellos también incluyeron en la procesión
vna turba multa de atabaleras, que según las señas, tenian algo, y aun algos de locas, se avian soltado de el célebre Hospital, donde se curan con xaraues de rebenques los males de cabeça […]Todas iban en borrico, por no decir á caballo […] que por olbidar, ó desmentir su delirio, lo echaban á las espaldas en rotulos de muy buena letra: pero correspondientes a los desatinos que les trastornaban las cabeças: El de la atabalera, que iba passando su vida en tragos, empinando á trechos lo que ella se sabía, y le sabía, era este LA DEVOTA: El de la que retrataba la misma senectud, dezia: LA NIÑONA: en el de la mas fea, se leia: LA LINDA: En el de la mas abobada: LA DISCRETA (Festivo aparato… 17R)
La intervención de la demencia por acción de los estudiantes no quedó en la
representación femenina porque también aparecieron los hombres no menos
dementes y cargando sus carteles en las espaldas. Para no exceder en
ejemplificaciones veamos únicamente el caso del que cargaba una pancarta
que decía
EL VIVDO
Por viudo, con porfía
Procuro a Borja imitar:
Mas como el, no puedo hallar
Vna buena COMPAÑÍA. (Festivo aparato… 19),
Con esta irrupción, la demencia hace un corte en la diacronía de la celebración: la solidez de la gramática visual de la festividad es permeada por el elemento ruidoso y desordenado de la demencia. Al incluir este elemento totalmente externo y opuesto a la pompa virreinal, los estudiantes no incluyen una simulación de anomalía sino la anomalía misma y ello a su
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vez genera una hibridación que produce nuevas combinaciones significativas al crear grietas en la coherencia semiótica del discurso del poder virreinal
(Stallybrass y White 58). Es decir que la ficción de los cuerpos falsamente anómalos o ilusoriamente ordenados bajo la marcialidad del ejército, es sustituida por los cuerpos afectados por la demencia real; los falsos elementos de la mojiganga que respondían en todo momento al despliegue del orden virreinal han perdido su carácter teatral y ahora ponen en peligro la imagen de ese mismo orden.
La subversión que se deriva de la intervención de estos agentes
carnavalizadores – que resultaron los estudiantes – no se limita a la inclusión
de lo desterrado del discurso oficial virreinal. Por otro lado tenemos que la
importancia que la ciudad virreinal confería a la comunicación alfabética es
entendida por estos estudiantes, y por ello se apropian de los mecanismos
de comunicación –carteles con poemas laudatorios, motes y frases
explicatorias –, y con ello hacen blanco directo en la función ideológica de
este tipo de información escrita que acompañaba a todo el despliegue de imaginería virreinal en que se convierte la ciudad en el momento de una de
estas festividades. Pero, en lo tocante a la información alfabética incluida por
los estudiantes, se impone hacer un alto: Ya vimos que las mujeres pasaban
con un cartel que las codificaba y nos dice el autor que éstos eran, según es relator de la fiesta, “correspondientes a los desatinos que les trastornaban las cabeças” (Festivo aparato… 17), lo cual no es exactamente cierto. El código alfabético sí que guardaba correspondencia directa con la imagen visual,
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pero cuando aparecía usado por la oficialidad en la arquitectura efímera y las alegorías que constituían el mensaje ideológico de la actividad conmemorativa. De existir correspondencia entre la imagen visual de las dementes y sus explicaciones alfabéticas, los carteles dirían ‘la borracha’, ‘la fea’, etc., sin embargo, al establecer una contradicción entre la imagen y su explicación, los estudiantes impugnan la función comunicativa de estos elementos esclarecedores pensados en su origen como extensión de la imagen misma, pero que nada explican ahora. La aseveración de la adhesión que se muestra en código alfabético durante las festividades es cambiada por una incomunicación entre las informaciones escrita y visual, como centro mismo de una actitud paródica y desacralizadora.
En el caso del desfile de los hombres dementes, los estudiantes van un paso más lejos y hacen uso de la poesía que inundaba los concursos generados por las celebraciones para llegar a desairar el objeto mismo de la celebración: así el celibato como rasgo de perfección, substancial a la santidad, es impugnado en el terreno de lo carnal, y la castidad de San
Francisco de Borja es medida con la misma lienza mundana que la desdicha marital que experimenta un viudo. De manera más escueta, quiere esto decir que a la primera inversión del orden que se da con la inclusión de los dementes en la procesión hay una segunda inversión que radica en la utilización y subversión de las herramientas de que la oficialidad hacía efectivo uso político e ideológico. Para puntualizar podemos agregar que si la mojiganga iba dirigida a magnetizar e incorporar a las clases más alejadas
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del eje del poder virreinal, como instrumento controlador de la diversa masa humana que poblaba los virreinatos, la hibridización que ocurre con la inclusión de los dementes y la resignificación del código escrito hace que el proceso de carnavalización establezca contacto con un amplio espectro poblacional, en el que se incluye el público letrado, capacitado para captar la totalidad del mensaje satírico. Ello demuestra que el carnaval no es vivido
únicamente por el vulgo iletrado; además muestra la existencia de una conexión entre el carnaval y los agentes catalizadores del proceso de carnavalización que nunca desaparece. En el caso que analizamos son los estudiantes los agentes directos que violentan el discurso procesional. Estos agentes, dada su posición dentro del orden social virreinal, interiorizan la importancia del código alfabético y lo reelaboran para destruir su esencial papel de canal ideológico de transmisión de poder colonial.
Como receptor de la acción de los estudiantes jesuitas en esta celebración en honor de Borja se encontraba una concurrencia observante que no queda caracterizada en el documento, imaginamos que posiblemente una amalgama representativa de la población virreinal con diferentes emplazamientos en sus relaciones subjetivas con el poder, en estratos alejados en mayor o menor medida del círculo dominante. La propia ubicación en la celebración nos dice que estos son sujetos con un acceso muy tímido al poder, si no nulo. No obstante, y a pesar de las diferencias entre sí, y su distancia con el poder, estos sujetos responden de manera uniformada ante la irrupción de la demencia. El autor del Festivo aparato…
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relata que las dementes aparecen “asustando todas, y no poco a muchas
damas de aquel gentio” (17V), mientras a los hombres “cada cual les
procuraba dexar el campo franco, y ellos mismo se lo abrian, ya con las mas
bellacas bestias, que aposta buscaron, ya con las mejores, y los mas
fornidos garrotes, que pudieron auer á las manos” (18V) de lo que se infiere
que estos sujetos observadores establecen una relación con la demencia que
abre otra arista de la carnavalización. Lo que Peter Stallybrass y Allon White
han llamado displaced abjection y que explican como “the process whereby
‘low’ social groups turn their figurative and actual power, not against those in
authority, but against those who are even ‘lower’” (53) se cumple en esta
celebración mexicana cuando la población observadora huye de la presencia
y los ademanes descontrolados que provoca el desequilibrio mental. Con
esto los asistentes se distancian de los desatinos de los dementes para
consolidar su propio estrato social en el discurso visual de la fiesta, aún por
debajo de la cúspide del poder virreinal pero por encima de la demencia.
Esta actitud trae como resultado vínculos entre el poder y los que quedaban desplazados de él, primero porque contribuye a la reafirmación de la estratificación virreinal, y segundo porque ratifican la inconveniencia de la demencia, y la reaíslan.
En su análisis crítico de la teoría del carnaval, Stallybrass y White explican que la demonización es otro de los elementos fundamentales dentro del proceso de carnavalización (51). Ahora bien, si en el análisis que ambos autores desarrollan que “the pig was the locus of conflicting meanings” (53),
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en la celebración de Borja es la demencia el punto en que se cruzan
diferentes loci de enunciación. En la aparición pública de la locura se cruzan
discursos de emplazamientos diferenciados: Para los estudiantes, que
provocan la exhibición de los dementes, los desarreglos físicos que muestran
estos sujetos se ofrece como elemento grotesco que les permite violar el
espacio ceremonial y crear un punto de detención en la continuidad de la celebración. La incompatibilidad que actitudes delirantes y frenéticas
establecen con la gravedad del homenaje a San Francisco de Borja
constituyen el discurso satírico que permite desestabilizar la enjundia
ideológica de la celebración: primero, los dementes permitían eliminar las polaridades del discurso religioso, aunando lo casi satánico y lo sacro, y segundo, porque desarticulan la imagen y el texto alfabético, que eran los canales de comunicación de los objetivos de los celebrantes. Los dementes habían sido recluidos por el aparato político virreinal, que los excluía del contacto con los espacios urbanos porque el descontrol de sus cuerpos era el agravante que los alejaba de la imagen de boato y dignidad que se fraguaban en las ciudades virreinales, especialmente a través de los actos públicos; la demencia hacía de estos hombres y mujeres puntos perniciosos que debían ser arrancados de la imagen imperial que cada virreinato intentaba edificar en su capital. Por ello, para la familia jesuita que presidía la celebración, esta intrusión violenta imprimía un sentido de aborto momentáneo de sus objetivos. Entretanto, la población observadora rechaza a la demencia para crear una distancia a través de la cual se delinea al ‘otro’.
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Estas diferentes aproximaciones apuntan a la demencia como elemento que
se desdobla en diferentes estados de significación. Los discursos de
emplazamiento diferenciado de los estudiantes, el poder y el público
asistente a la fiesta se tejen en un punto de analogía en el que la demencia
queda re-significada una y otra vez, siempre en tono negativo y excluyente.
Muy relacionada a la demencia se presenta en esta fiesta otra muestra
inesperada de lo excluido por la oficialidad, y al desatino que mostraban las
imágenes corporales que exhibieron las dementes se unió
otra loquilla de pocos años, y de tan buen gusto como gesto; esta (por
no ser de dos caras como las demás de su séquito) primorosamente
afeytada, y ricamente vestida, ahorrò totalmente la mascarilla comun,
engañando a todos con la misma verdad de su cara lavada. Era
estraño lo mesurado de su rostro en las cortesias, y tan singular su
gravedad (18R) (énfasis mío)
Hasta este momento tenemos en el fragmento que el autor se siente incapaz de descifrar la imagen y queda él mismo engañado –incomunicado- como el resto. Esto hace que quien relata se tenga que conformar con describir la desconexión de esta imagen con las que transmiten el resto de las mujeres dementes, porque es el único punto concluyente a que su desconcierto le permite arribar. No es sino después de una reevaluación de la información visual, que el autor logra descifrar que quien tenía ante sus ojos era un
“mancebito relamido, y en tan romance afeminado” (18). Entre la demencia y
el travestismo, la homosexualidad ha sido infiltrada y ello apunta a otra
132
expresión de la demonización: los estudiantes reconocen que en la
orientación sexual de este muchacho hay un declaración antagónica al
discurso eclesial, por tanto al discurso del poder, y por ello deciden utilizarlo
bajo condición de abyecto, igualable a la demencia en su condición de lo proscrito virreinal.
Entretanto, en el público asistente “no faltó quien le diese el voto para
Reina del Caluatrueno” (Festivo aparato 18R), lo que nos habla de una reacción de incontinencia que nos remite a imágenes de un cuasi circo
romano. Esta situación que apunta a la anarquía descentra el programa de
la celebración religiosa con una nueva muestra de particularidades no
admitidas, pero sobre todo muestra una vez más el punto de encuentro de
una trilogía discursiva entre el poder, los gestores de la carnavalización y el
público observador, donde el ‘otro’ es clasificado –estigmatizado- y confinado
a los reinos de lo pernicioso.
4.2 Violencia y carnaval
La fiesta en honor de San Francisco de Borja se convirtió en una
muestra clara de la permeabilidad del discurso oficial y su debilidad frente al
agente carnavalizador, los estudiantes, que crea un contradiscurso que
desarticula la gramática del lenguaje del poder e invierte la función ideológica
de la celebración. Esta inversión se manifiesta fundamentalmente en la
articulación de un triángulo demencia-santidad-homosexualidad como acto
de violencia ideológica que desacraliza las enaltecidas cualidades del santo
133
jesuita y las reubica en relación de igual con lo abyecto virreinal. Pero esta inversión, como otro de los procesos simbólicos esenciales a la hermenéutica del carnaval, reaparecerá en diferentes maneras y a través de diferentes vías de materialización tanto en México como en Lima. Veamos un ejemplo, esta vez en Lima, 1632, cuando apareció en la plaza mayor el gremio de los confiteros, decidido a ofrecer su demostración de alegría como parte de las celebraciones por el nacimiento del príncipe Baltasar Carlos.
En el documento que recoge el desarrollo de esta otra festividad –que se celebraba en tiempo paralelo a Balbuena en México- se nos narra una fiesta típica, cargada del boato acostumbrado y de innumerables muestras de adhesión de los grupos sociales y políticos de la colonia a la corona española. En consonancia, los confiteros habían organizado su despliegue de muestras de respaldo político al rey en regalos distintivos de su producción, ofrecidos a los altos dignatarios políticos y religiosos que presidían la celebración,
[…] en vna colación que se dispuso a lo majestuoso, de dulces diferentes, que fue lleuada en torneadas fuentes a la Real Excelencia, y a todos los señores de la Audiencia, al Arzobispo santo y su Cabildo, y al de la ciudad Regia (Carvajal 52-3).
Añadiremos un detalle necesario: en una esquina de la plaza había sido instalado un cercado para contener los toros que serían utilizados en varias exhibiciones de tauromaquia durante la festividad, pero viéndose el pueblo
134
desplazado del gozo de los dulces, no pudo menos que buscar la manera de imponerse como participante directo, y
[…] fingiendo que vn toro auia salido, con baruaro alarido, atropellan los pajes que lleuauan al Cabildo las fuentes de dulçura, y derramando alli la confitura, acuden a cogella como al grano que derrama la mano del labrador, acuden las gallinas, o al enjambre de moscas, golondrinas. Era de ver la bulla de la plebeya trulla despedaçar alli los mostachones, tragar los canelones, esconder los maçapanes, con locos ademanes y de sus empellones (Carvajal 53)
De manera simbólica, y con palabras de Bakhtin, la demostración de
los confiteros terminó cuando “regal vestments are stripped off the
decrowned king, his crown is removed, the other symbols of authority are
taken away” (Bakhtin 1984: 125). Es decir que lo que había sido
cuidadosamente organizado por los confiteros como una ejemplo de la
perfección de su trabajo y respaldo al poder, devino en la imperfección del
desorden y la algarabía, y las bocas nobles a que estaban destinadas tales
golosinas son arrinconadas y obligadas a convertirse en observadoras,
mientras las bocas plebeyas disfrutaban de lo que no les estaba asignado en
esta celebración. Una vez más aparece en las actividades populares
virreinales “the inversion of the social classification of values, distinctions, and
judgments, which underpin practical reason and systematically inverts the
135
relations of subject and object, agent and instrument, husband and wife, old and young, animal and human, master and slave” (Stallybrass y White 56).
Con la intervención de esta masa humana en el momento de los regalos a la cúpula virreinal, la ‘plebeya trulla’ se auto adjudica el homenaje, y la consecuencia más profunda de este acto no está simplemente en privar de la golosina a los personajes más encumbrados del orden colonial, sino en la inversión que en el plano de lo simbólico puede ser leída, cuando esta población arranca a los dignatarios de su estrado privilegiado y los empuja a los lados de la celebración, al cumplir el pasivo papel de observador. La polarización sigue presente y el antagonismo entre los polos sociales se perpetúa, pero son los estratos de arriba y abajo, dominador y dominado los que han sido intercambiados: los sujetos representantes del poder son convertidos en sujetos sin acceso a lo simbólico, mientras el pueblo se adueña del homenaje y pasa a ser el consumidor de lo simbólico virreinal en que se convierten las golosinas.
A pesar de las diferencias entre las dos celebraciones a las que me he referido, entre los relatores de ambas encontramos un punto de concomitancia: no es la celebración la que cambia, por el contrario la celebración es cambiada. De la lectura de estos fragmentos se entiende que el cambio estuvo primero en en la exagerada cantidad de enmascarados, que sobrepasaba en mucho la representación humorística y en la inclusión de lo proscrito virreinal, al tiempo que en el otro caso vemos el grito que declarara falsamente el escape del toro de su encierro. Para llegar a la
136
inversión de los parámetros de la festividad, para llegar a las ‘burlas’, a la carnavalización que sufren ambas festividades, fue necesario tanto que los estudiantes del colegio jesuita de México como los pobladores de Lima ejercieran su acción como sujetos activos dentro de las respectivas celebraciones. Las simples descripciones que los autores hacen de estos sucesos demuestran que la participación directa de los estudiantes y de la
‘plebeya trulla’ se hace sentir como un violentamiento que libera a la fiesta de su ritual establecido para sustituirlo por otro ritual: el de las ‘burlas’.
En ambos ejemplos se consolida un punto, física y temporalmente definido, en el que la ciudad experimenta la carnavalización a través de los procesos de inversión, demonización e hibridación; el instante en que la sobriedad se vuelve exceso, la solemnidad queda rota y la severidad da paso a la carcajada. Este momento de cambio ocurre en la cortedad de un instante, y la transformación de esta celebración es posible únicamente por una irrupción violenta que, al contrario de la mojiganga, es un acto sincrónico que taja la celebración. En la incidencia de los estudiantes sobre la fiesta de
Borja como en la del pueblo en las fiestas de Baltasar Carlos podemos descubrir primeramente un acto de violencia por parte de los sujetos actuantes; un acto que es violento en cuanto es una acción deliberada que echa por tierra los mecanismos ideológicos que hilvanan la celebración: la santidad como punto de mira de la procesión es eclipsada por la demencia y la homosexualidad; o bien el pueblo observador y alejado de los símbolos de poder se transfigura en pueblo auto-homenajeado, sofisma de la asistencia
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multitudinaria como garantía de estabilidad y arraigo del orden colonial. Este
primer acto es de una violencia que nada tiene que ver con la agresión física sino que, sin duda, rompe los parámetros reguladores del orden y la disciplina que debían regir ambas celebraciones, y con ello desvisten a la actividad pública de su papel de herramienta de dominio colonial. Del otro lado tenemos que, como resultado de este primer acto de violentamiento de las normas establecidas, se desata un clima de violencia que sí es de corte físico, donde en una ocasión vemos que los dementes no llevan armas de agua –como los falsos soldados de la mojiganga- sino reales objetos cuya contundencia que imponen el caos por sobre el orden y la coherencia que debía llevar una procesión de este carácter; mientras en el otro caso el público se desordena y agrede, y arrebatan las bandejas de dulces de las manos de los confiteros desconociendo todo tipo de jerarquía.
En los ejemplos expuestos la violencia como agresión física se pone
de relieve en los dementes que arremeten contra la población, actitud en la
que se manifiesta una metamorfosis carnavalizada del castigo público como
industria productora de la ideología del terror puesta en funcionamiento por
los poderes virreinales. Esta violencia toma por blanco el cuerpo de
dimensiones antropomorfas, el sujeto, y su más conocida expresión está en
los castigos y ejecuciones que prueban el uso de la violencia en su forma
institucional, en la construcción de la imagen del poder a través de la marca
en el cuerpo del subalterno. Pero si atendemos a la descripción del motín de
México (1692) que hace Sigüenza, veremos que “Resulttando dettodo ello el
138
que una de las dilattadas y mejores plassas que tiene el Mundo, algunos les
paresiesse una Mal Fundada aldea, y Saurda attodos” (1932:67), elemento
en que nos apoyamos para determinar que el cuerpo de la ciudad es
igualmente vulnerable a ser castigado y cambiado por actos de crudeza
estridente, en el caso del motín por las fuerzas populares; imagen
carnavalizada que nos habla de la desarticulación y reestructuración de las
relaciones con el poder virreinal.
De la práctica de la violencia agresiva en el orden del daño físico,
fuera desde las instituciones o a nivel de la población, nada nos transmite
Balbuena en La grandeza mexicana. Este autor, hombre de letras, se otorga su espacio propio cerca de los príncipes en el “Compendio apologético en alabanza de la poesía” (Balbuena 143), por virtud del ejercicio poético y “por la grandeza de entendimiento que alcanza el que acierta a ser deste número, escogido y entresacado de la comunidad y trulla de los otros entendimientos”
(Balbuena 127). Su relación con el mundo es lírica y con ello Balbuena construye un olimpo de la gnosis que se eleva por sobre el medio virreinal; debajo ha quedado un plano horizontal indiferenciado por vulgar, y al que pertenecen toda acción de intemperancia. Por esto la violencia, aunque venida de la institución religiosa a la que él como sacerdote pertenece, no encuentra espacio abierto en sus versos, lo que nos ayuda a especular que la violencia se presenta a Balbuena como práctica mundana e involucionista, irreconciliable con el mundo de lo gnoseológico al que se adscribe.
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Las aparentes diferencias inconciliables entre los poemas de México y
Lima quedan atenuadas una vez que nos adentramos en ellos. Ya hemos
visto en el capítulo anterior como subyace en ambos poemas una suerte de
programa ideológico de innegables similitudes entre Bernardo de Balbuena y
Esteban Terralla, muy a pesar de que cada autor con su producto poético,
enarbole un discurso particular. En cuanto a la violencia institucional tenemos que Lima por dentro y por fuera hace poco énfasis en expresiones alusivas a
sus manifestaciones, que por demás veremos practicada con asiduidad en
documentos tanto mexicanos como limeños, que iremos trayendo a colación
a lo largo de los dos capítulos siguientes. Ahora bien, “reducir la violencia a la
mera violencia física sería una simplonería estéril” (Tomasini 22), y así lo
muestra Terralla al poner su mayor interés en la violencia silenciosa de los
subalternos, en su afán constante por trascender las limitaciones que les son
impuestas por sus relaciones con el poder.
Este otro tipo de violencia se verifica en el rompimiento de leyes,
normas, estatutos, regulaciones, que afectan a los cuerpos, a los sujetos y a
los espacios urbanos, y así hemos podido observarla en el acto de inclusión
de los locos en el espacio de los cuerdos, la demencia – y dentro de ella la
homosexualidad - en el lugar de la cualidad a admirar, los carteles y tarjas
explicativos en soluciones irónicas, el celibato en viudez, los burros donde
antes iban caballos enjaezados, pero también en el vulgo entronizado en el
disfrute del placer dirigido a la autoridad.
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Esta violencia no sangrienta no está limitada a aparecer únicamente
durante el curso de las actividades populares; ésta es la violencia que es criticada sin descanso en Lima por dentro y por fuera. Anhelante de una sociedad de ademán aristocrático y nobiliario, Terralla destaca como violentamiento mayor la igualitarización de los individuos, en la manipulación de la imagen sobre los cuerpos de los sujetos, en una sociedad donde
las formas de cortesía que entonces se desplegaron […] son traslados
de la lengua de corte madrileña, incorporadas a la lengua pública,
fijaron paradigmas del buen decir que fueron imitados tesoneramente
por los estratos circundantes que aspiraban al anillo del poder, y aún
por los Rinconetes y Cortadillos con ingenio y buen oído.(Rama 49).
Esta imitación de lo socialmente tenido como elevado – en el aderezo y en el
gesto - se manifiesta para Terralla con mayor gravedad cuanto que permite
otras extralimitaciones a los alejados del poder. La indiferenciación de las
razas que el autor resalta en “[…] mucho de mulatismo y del género
chinesco / que con papeles fingidos quieren mudar de pellejo” (Romance V,
22) atenta contra la representatividad del peninsular –el ‘sí’ mismo- cuyas
prerrogativas son violentadas por los constructos de una población que
desconoce fronteras, reconstruye la simbología social virreinal y se infiltra en
los espacios emblemáticos como el de la plaza, donde se aglutinan “[…]
muchas cocineras, muchas negras, muchos negros, / muchas indias
recauderas, muchas vacas y carneros” (Romance I, 8). No obstante,
aunque Balbuena no lo reconoce y Terralla parece olvidarlo, también ‘en la
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ciudad de México, el mercado principal estaba situado frente al palacio
virreinal, en la plaza principal, y atraía a todo el comercio de la ciudad.
Vendedores de comida, pequeños traficantes y minoristas competían por el
espacio debajo de las arcadas del “Parián” ’ (Hoberman-Socolow 84).
Estos signos de violencia que Terralla destaca en Lima, y que
amenazan con empañar el brillo de lo nobiliario, cuya imagen es recreada
indiscriminadamente sobre cualquier cuerpo, no es privativo del siglo XVIII.
En su Sátira a las cosas que pasan en el Pirú (1598), Mateo Rosas de
Oquendo se refiere con irónica admiración a
quántos pobres visten seda
quántos ricos rricos, cordellate (4)
Estos actos de violencia que se manifiestan en la imagen corporal responden a la mismo nivel subversivo que la inclusión de la demencia y la homosexualidad en la fiesta, o en el homenaje que la población se auto adjudica al apropiarse de los dulces del virrey y el cabildo. Los violentamientos sobre el cuerpo son una primera extralimitación, una reconstrucción de estamentos desde posiciones subversivas que llega a eliminar la exclusividad de los espacios emblemáticos. También en los casos que describe y critica Terralla como en el que refiere Rosas de Oquendo hay una esencia de carnavalización lograda a través de la inversión de las normativas establecidas por el poder.
Si tomamos como presupuesto que “el concepto de violencia es de ramificaciones extensas, de múltiples y variadas aplicaciones [y que]
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podemos hablar con sentido de violencia en relación con una gama
asombrosamente inmensa de líneas de conducta y de situaciones” (Tomasini
21-22), podemos opinar que la ciudad virreinal está plagada de situaciones violentas. Sirvan los ejemplos de las festividades para dejar sentado primeramente que los procesos de inversión, hibridización y demonización que conforman el procedimiento de la carnavalización son precisamente actos violentos que alteran el ordenamiento del sistema virreinal y ponen en juego el equilibrio de fuerzas entre el poder y los subalternos. Este ataque violento que, a través de la carnavalización, afecta el sistema político- religioso virreinal, no queda limitado al transcurso de las actividades públicas.
Tanto Terralla como Rosas de Oquendo nos ofrecen indicios para vislumbrar carnavalización y la violencia que lo nutre más allá de la culminación de las festividades, honras fúnebres o autos de fe. A ello me referiré en las páginas que restan a esta sección.
Una vez más se aúnan los sujetos virreinales que son Balbuena y
Terralla, en una visión a la ciudad virreinal marcada por una fuerte esencia clasista por la cual el primero aborda epidérmicamente a la urbe porque no le interesa ahondar en los cimientos sociales, y se identifica con la ciudad virreinal a través de un proceso selectivo que descarta actitudes violentas o carnavalizadoras. Entre tanto el segundo destaca el desorden y falta de virtudes con trazos de una pluma que despide constantemente alientos de superioridad para poner de manifiesto lo que Rama denomina como “el desencuentro entre la lengua y la confusa realidad” (47). El primer autor hace
143
de la ciudad emblema del mundo, mientras el segundo intenta que el orden de las escrituras tome forma en la realidad urbana.
144
CAPÍTULO 5
VIOLENCIA CÍCLICA Y ESPACIOS VIRREINALES
5.1 Fuentes de violencia en los virreinatos
Durante los siglos XVII y XVIII la ciudad de México vivió el peligro de
la crecida del nivel de las aguas de la laguna que constantemente
amenazaba con alterar la imagen de la ciudad, al punto que “en 1631 el
virrey Cerralvo propuso cambiar la ciudad de lugar, con gran oposición del
Ayuntamiento y de los religiosos que alegaban que se perderían millones de
construcciones y rentas” (Rubial García 13). En un sobresalto similar vivía la
capital del virreinato peruano, no ya por inundaciones sino porque los
movimientos sísmicos se manifestaban como una posibilidad siempre latente
que, hasta 1743, se había hecho presente en catorce ocasiones (Pérez-
Mallaína 57).
La noche del 28 de octubre de 1746 la ciudad de Lima fue sacudida
por uno de los más devastadores terremotos que cuenta la historia de esta
ciudad. A las diez y treinta de la noche se sintieron los primeros efectos del movimiento sísmico que duró buena parte de la noche y madrugada del siguiente día. “The Shocks, although instantaneous, were yet successive; and at Intervals Men were transported from one Place to another, which was the
Means of Safety to some” (Lozano 4). De esta manera fue descrito el sismo:
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como una sucesión de golpes fatales, como el látigo que establece un ritmo particular con sus propios azotes. Lo interesante de esta descripción no está precisamente en el momento del estremecimiento telúrico, sino en los momentos de calma: entre los ‘latigazos’ del terremoto surgen los momentos que trazan la posibilidad de escapar del castigo y sobrevivir. Es decir que el castigo no se manifiesta tenaz en su constancia y deja grietas por las que se dispersan quienes intentaban ponerse a salvo, siempre bajo la amenaza de una nueva sacudida.
Coincidentemente, la Inquisición – la otra gran fuente de violencia física virreinal – practicaba movimientos cíclicos. Desde el asentamiento mismo del Santo Oficio en tierras virreinales podemos percatarnos del establecimiento de un sistema de vigilancia y control pensado a partir de intervalos temporales; si atendemos a las “Instrucciones del Cardenal D.
Diego de Espinoza a los inquisidores de México”, escritas y enviadas en agosto de 1570, veremos la manera en que es establecido el trabajo de los primeros encargados en la distribución de la justicia eclesial. Dice el cardenal:
uno de vos, los dichos inquisidores saldréis a visitar la parte del distrito
que habiendo comunicado entre ambos, y después con el virrey, […] y
a la dicha visita saldrá uno de los notarios del Secreto y un familiar,
con vara, y con uno de los porteros[…].
[…] por ser como es el distrito, tan largo, y que no se podrán visitar
todos los partidos de él por vos, los dicho inquisidores, parece que a
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las partes y lugares donde no pudiéredes cómodamente ir a visitar,
enviaréis a los comisarios de dichos partidos los edictos de la fe, para
que los hagan publicar en las iglesias del partido que fuere a su cargo
(Archivo General… 296)
La Inquisición es fundada en la Nueva España como un centro de gravedad
móvil cuya traslación quedaba justificada por la vastedad del territorio
novohispano y la imposibilidad de abarcarlo todo al unísono.
Naturaleza e Inquisición se convirtieron en dos fuerzas impositoras de
la violencia – en términos de agresión física – en los territorios virreinales.
Estas dos fuerzas, además, fueron aunadas bajo el discurso religioso, pues si el Santo Oficio era el celador de las normas de conducta emanadas del poder eclesial, los terremotos limeños “considerados más dañinos vieron convertidos el día de su aniversario en una fiesta religiosa, la cual quedaba, además, vinculada al patrocinio de una imagen sagrada o un santo protector, que se convertía en el guardián encargado de que la catástrofe no volviera a repetirse” (Pérez-Mallaína 58). Aunque en ocasiones estas dos fuerzas se hicieron sentir con mayor o menor intensidad, funcionan curiosamente a partir de una frecuencia pendular que si bien fuera anunciada en la carta del
Cardenal Espinosa, en momentos en que el aparato inquisitorial estaba en
pleno funcionamiento se podía comprobar que la acción castigadora de la
Iglesia no se mantenía constante sino a partir de puntos temporales que
cerraban el ciclo de vigilancia y control. Ello puede entenderse porque para
celebrar un auto de fe era necesario tener acumulada una cantidad de reos
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que ameritara el despliegue de todo el andamiaje ejemplarizante que debía constituir esta exhibición pública, además de que “el gran auto de fe es poco frecuente, pues precisa de recursos financieros” (Alberro 77)15.
Una vez llegado el día del auto de fe, la población de la ciudad virreinal y las áreas circunvecinas eran testigos del momento en que la fuerza de la institución religiosa pasaba, como la masa del péndulo, por el espacio citadino; para entonces se había concluido un ciclo que traía a los violadores de los estatutos religiosos de todo el virreinato a la ciudad capital. En cada uno de estos momentos picos en que la Inquisición se hace más presente ya se advertía que, a manera de pronóstico, un nuevo ciclo comenzaba y, una vez cumplidos el requerimiento fundamental del acopio de faltas, nuevos cuerpos sobre los cuales ejecutar el castigo serían traídos a la vista pública para repetir el espectáculo de los sanbenitos, las corozas, los latigazos y el
‘relajamiento’ al brazo de lo seglar.
El gran auto de fe celebrado en Lima, en 1639, es uno de estos momentos cumbres de la violencia institucional. En el sermón dirigido a los reos, dice el P. Joseph de Zisneros que “si proteruos y duros perseuerais en vuestra perfidia judaica, meritamente sois condenados por este santo
Tribunal, a muerte de fuego, que el perfido, q otra muerte merece, sino abrazadoras llamas” por el contrario “los que son del vando del cristianismo
15 Fernando de Montesinos relata los detalles de la preparación del auto de fe llevado a cabo en Lima el 23 de enero de 1639. Dice este autor que el “Iueves dos de diciembre se dio principio al tablado, que como hauia de ser tan sumptuoso, y el cadalso tan grande, fue necesario començar desde entonces” (3V). Luego añade que “para la sombra del tablado principal, y los demas, se pusieron 22. arboles, cada uno de veinte y quatro varas de alto […]. Tardó el tablado en hazerce cincuenta dias” (4V). 148
[…] Estad firmes en la Fé del Mesias verdadero, creed su santa Iglesia, venerad sus divinos Sacramentos” (15). De las palabras con que el padre
Zisneros cierra su discurso se desprende a todas luces que hay dos únicas vías posibles, que reafirma con vehemencia cuando dice que “quien desde santo Tribunal no toma, y busca el fuego de la Fé y la caridad verdadera, muera en el fuego” (7V). El sermón dirigido a los sujetos acusados de practicar el judaísmo, desvía su cauce y usa a esos mismos sujetos como puente para llegar a todos aquellos que se encontraban observando. Si bien, como explica Foucault, “the penalty must have the most intense effects on those who have not commited the crime” (1995:95), las palabras del padre
Zisneros toman también el camino de la intimidación.
A través de los condenados por la Inquisición, en ese acto se establece un triángulo discursivo que hace llegar la comunicación amenazante a quienes observaban y practicaban los delitos perseguidos a espaldas del poder, o a quienes pudieran practicarlo en el futuro. De esta manera la presencia de los acusados en el auto de fe varía en función: ellos
únicamente son el pretexto que permite canalizar la advertencia al resto de la población virreinal en el punto culminante del ciclo inquisitorial que era el auto de fe. La amenaza del dolor físico y la muerte que estructura el discurso temerario inquisitorial vaticina el comienzo de un nuevo período en el recorrido del péndulo del Santo Oficio, a través de los territorios del virreinato, y con ello el vaticinio de la pronta reaparición del espectáculo del
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castigo y la muerte para quienes no encaminaban sus pasos por la vía de la
adhesión a la doctrina católica.
A pesar del rigor de ultimátum que tenían las palabras del sacerdote,
entre uno y otro golpe inquisitorial, como entre las sacudidas del terremoto en
Lima, se abría un espacio que era explorado por la población para escapar
del castigo. El sermón del padre Zisneros se inserta en el atemorizador
despliegue de información – verbal y visual – del auto de fe, como la voz del
poder. El padre Zisneros inicia su discurso con una salutación, en tono bajo.
Haciendo uso de la falsa modestia barroca, casi se queja de la labor que le
han asignado diciendo “este santo Tribunal de la Inquisicion […] hazen
elecciõ en mi para acciõ tan graue […] pequeño, y despreciado, que no
meresco nombre en la casa de Francisco” (s/p). Pero, una vez comenzado el
sermón la modestia se trueca de súbito en una agresividad que resuena
como declaración de guerra a los judíos. Dice el padre, por ejemplo, “quien finge ley, y Religión, como lo hazen los judios, y herejes, que sus zetas las sacan de sus opiniones propias, y las fingen del antojo de sus apetitos:[…]
Mueran condenados a fuego, justa condenación de sus delitos” (7V). Este
último tono violento es el que marcará el resto del sermón.
El auto de fe es la expresión de la inoperancia más que de la eficacia y a través de él la Inquisición se desdobla para mostrar su flaqueza: primero porque muestra la existencia de espacios en que los individuos actúan por sí mismo y escriben sus discursos propios, desconociendo el discurso ordenador oficial; a través del auto de fe la institución religiosa intenta cerrar
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los espacios en los que el control queda disipado pero, una vez terminada la teatralización de la administración de la justicia divina, todas las capas sociales virreinales quedan aparentemente aleccionadas, pero, en verdad, mucho más abiertos a la posibilidad de conducirse por los cauces que más les interesaban.
Las sacudidas inquisitoriales, como los movimientos telúricos limeños o las inundaciones en la ciudad de México, violentan a la población de la ciudad: unos son castigados y otros muertos. Y lo mismo que entre uno y otro azote del terremoto de Lima, en el tiempo que media entre los autos de fe se abre una fractura que permite un nivel de ejercicio del libre albedrío en espacios que se abren a través de toda la ciudad virreinal. El albedrío era un elemento sustancial, reconocido tanto por los sujetos virreinales como por el poder: en el auto de fe llevado a cabo en 1791, en México, fue presentada
Agustina Josefa Vera Villavicencio Palacios quien “sufría conmociones de cuerpo, alteración de los humores, con derramamientos o poluciones”
(Baudot 208); en otras palabras, el punto a que había llegado la lascivia de
Agustina había llamado la atención del Tribunal y éste, no dado a permitir tales faltas, la había encarcelado y llevado a juicio religioso. Sin embargo, si bien la infracción que había llevado a la mujer a las celdas inquisitoriales había sido la lascivia, en el auto de fe se alega en contra de la mujer diciendo que
estaba tan fija su imaginación en la idea obscena, que le pareció
fuerza mantenerla en ella, y esperar que el Demonio, a quien hacía
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autor de todo esto por orden del Señor, acabase con el efecto del
derramamiento o polución. Y como creía que todo esto era solamente
obra del Demonio, creyó también que en ello quedaba sin culpa. Sin
embargo, de condelectarse su voluntad en la sensible delectación de
los miembros, porque aunque clamaba al Señor que la quitara aquella
tentación, en el acto mismo sentía su voluntad pegada al deleite
(Baudot 208) (énfasis mío)
En medio del desarrollo representacional de este auto de fe, el discurso
acusatorio opera un cambio sustancial en el proceso contra Agustina; la
lascivia no podía quedar justificada por intercesión sobrenatural, por lo que
aún influencias demoníacas eran libradas de culpa, y la acusación contra la
presa del Tribunal cambia del ejercicio de la lascivia al inadecuado ejercicio
de su libre albedrío. Esta vez es Agustina la que es convertida en casi una
alegoría que advierte, primero, que no existe posibilidad de justificación a las actitudes licenciosas, y luego que es la voluntad la única que puede combatir al demonio y convertir el cuerpo en un bastión de fe.
La voluntad se convierte en una clave en la relación sujeto-Iglesia dentro de los virreinatos. Con toda austeridad aparece la voluntad, incluso en el contexto de una comedia; así lo pone Mathías de Bocanegra en boca de su personaje Francisco de Borja, quien dice que
No es valor
por una sola liviandad
sujetar la voluntad
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a esclavitudes de amor (Bocanegra 1976:245) (énfasis mío).
Similar caso nos encontramos en el enorme auto de fe llevado a cabo
en México, en 1649, en el que, de la totalidad de los acusados, “there were
among them some who had in their own hands to save their lives and they
had been persuaded to adopt such course because the only ones who would
be executed were those who refused to admit their guilt or to make only
partial confession” (Bocanegra 1974:59) (énfasis mío). Una vez más la
Inquisición, más que perseguir los delitos/pecados, perseguía el libre albedrío
– o ‘voluntad’, como se le llama en el proceso contra Agustina - de sujetos
que por propia decisión no se ajustaban a la observancia de las
disposiciones religiosas; ya decía Joseph de Llano en la relación del auto de fe de Lima, 1749, que “la voluntad anda violenta, quando no se sujeta á la facultad, que le dirige, precipitandose á un abysmo de malicias la memoria, que deposita las idéas, y el discurso, que investiga las verdades” (1-2); precisamente porque estas voluntades encontraban un espacio de desarrollo que se abría entre los espectáculos de condena y castigo.
La Inquisición sacudía periódicamente los espacios de fuga exigiendo el acomodo de las voluntades individuales a los preceptos religiosos preestablecidos, y aún en las cárceles del Santo Oficio la exigencia sobre la voluntad se mantiene como una constante. A través de la confesión el aparato inquisitorial veía una nueva posibilidad de intentar moldear las voluntades y con ello cerrar los espacios de fuga. La confesión, explica
Foucault, “constituted so strong a proof that there was scarcely any need to
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add others” (1995:37-8). Sin embargo, en el ámbito virreinal hispanoamericano, la confesión era una práctica marcada por constantes irregularidades. Veamos que en México, aunque “los inquisidores tenían por obligación visitar a los presos dos veces al mes, con el fin de exhortarlos a que confesaran sus culpas y de consolarlos, meses enteros transcurrieron
[…] sin que un ministro bajase a los calabozos” (Alberro 37). Aún cuando los ministros llevaban a cabo la práctica de la confesión, otros obstáculos se presentan. Pongamos como ejemplo el auto de fe de ejecutado en Lima, en enero del año 1639, que fue relatado por Fernando de Montesinos.
Únicamente en este auto la confesión toma casi tantas variantes como reos que fueron presentados. Bartolomé de León “confessô ser Iudio, y que guardaua la ley de Moysen, y pidio misericordia, después desto, reuocô, y variò en sus confesiones” (13V); caso similar es el de Gerónimo Fernández, quien “confesso ser Iudio, y auer guardado la ley de Moysen, y después reuocò” (16R). El resultado de la confesión se bifurca y se complejiza ante los ojos de los confesores.
Sobre la confesión, agrega Foucault que “through the confession, the accused commited himself to the procedure; he signed the truth of the preliminary investigation” (Foucault 1995:39), pero ello refiere más al discurso usado por el poder para racionalizar los mecanismos de castigo y control que a la realidad de la confesión misma. Veamos que en el auto de fe anteriormente mencionado también fue presentado Iorge de Espinosa quien
“al principio estuuo negativo, después confesso ser Iudio, y pidio
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misericordia, y después de hauerla pedido, judaizô en la carceles” (17R).
Este es el caso de la confesión vista desde dentro, donde el reo atraviesa el
umbral de la revelación en cumplimiento de una obligación formal, pero ello no varía su posición frente a la sociedad o el Tribunal y dentro de la cárcel sigue ejerciendo su voluntad.
El desvariado curso que siguen muchas de las confesiones en las
ciudades virreinales coloca al Santo Oficio en una posición defensiva, desde
la que no puede más que reconocer que la información obtenida no ofrece
ningún tipo de garantías. La importancia de la confesión como instrumento
para llegar a la verdad es dudosa. Aún en el acto de confesión cada individuo
hace uso de la voluntad, y así lo demuestra el caso de Pasqual Nuñez quien
“estuuo convencido de haber levantado testimonios falsos, y confesô auer
escondido hazienda, y nunca quisso confessar donde la hauia puesto, mintiendo en cuanto dezia” (Montesinos 19V). Otra vez la confesión es
abortada y la incertidumbre que ello crea es resuelta por el Tribunal con la
imposición de una pena que no aliviaba la ceguera de los inquisidores ni
mostraba la eficacia de la institución religiosa como arma doblegadora de
voluntades virreinales.
La confesión no sigue una norma fija, especialmente si nos atenemos
a sus resultados, pues, si bien aparecen casos que incluyen hasta la
negación a confesar también otros casos presentan menos obstáculos a los
confesores. En esta última variante la confesión se convierte en una clave
esencial que trueca los acontecimientos y convierte al reo en el trofeo que el
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poder buscaba. En el gran auto de fe celebrado en México, en 1649, se presentaba dos mujeres, Isabel Núñez y Leonor Vaz, acusadas de practicar el judaísmo; la primera de ellas
made known her desires to her confessor and she resolved to request
two hearings […]. As a result of her declarations, her going out in the
general auto that day was suspended. And so the said Isabel Núñez
who had been sentenced to be relaxed and another prisoner called
Leonor Vaz […], remained in their cells until Wednesday, April 21,
1649 and they both went out to a special auto […]. In this special auto,
the sentence of the said Isabel Núñez was conmutted to 200
lashes[…] and was further sentenced to wear the sanbenito
perpetually and not to be pardoned. The same penance was given to
the said Leonor Vaz. (Bocanegra, Jews and Inquisition of Mexico 1649
59)
Es decir, que la confesión era manejada por el Tribunal como mercancía de cambio de un sistema de trueque de beneficios que ofrecía al preso la posibilidad de un castigo menos severo o de, al menos, conservar la vida; a cambio el sujeto acusado tenía que ofrecer la admisión de su culpa con el consabido arrepentimiento que servía para bruñir la imagen del poder eclesial.
Aquí vale destacar que los autos de fe, con toda su exhibición de violencia, intentaban demostrar la fuerza y arraigamiento que los preceptos católicos habían alcanzado en los virreinatos del Nuevo Mundo, pero estas
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demostraciones son simplemente la máscara con que la institución Iglesia
intentaba cubrir la inoperancia de los intentos de doblegar todas esas
voluntades individuales y traerlas a formación lineal. Es decir, que el auto de
fe es la prueba de que entre una y otra demostración pública, se abría un
espacio de fuga que permitía que cada sujeto hiciera ejercicio de su voluntad,
muy a pesar de que con ello se alejara de las proclamaciones religiosas.
5.2 Los espacios de fuga
Los espacios de fuga son abiertos en las treguas entre uno y otro
ejercicio de la violencia institucional, donde los sujetos virreinales burlan los
dictámenes del poder y violentan las normas establecidas, dando lugar a la
aparición de multiplicidad de individualidades inconexas con lo estipulado por
el aparato encabezado por el arzobispo y el virrey y que establecen un nuevo
sistema de comunicación entre sí, y entre ellos y el resto de la sociedad.
Estos espacios aparecen beneficiados por el comportamiento cíclico que describe la administración del castigo, pero también porque la Inquisición no
tiene potestad para abarcar todos los rincones de la sociedad virreinal; en
México, por ejemplo “la mayor parte de la población, de hecho el 80%,
permanece ajena al procedimiento inquisitorial por dos razones: […] los
indígenas no pueden ser inculpados y, por otra parte, el peso del contexto
sociocultural los excluye prácticamente de la función de denunciantes”
(Alberro 26). A esta limitación de alcance de la institución religiosa se
sumaban las irregularidades de los inquisidores en el manejo de
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herramientas como la confesión; a esto también se añadía el elevado costo
de los autos de fe.
En los espacios de fuga es donde los sujetos virreinales invierten sus
relaciones con el poder: en el orden político los sujetos establecen relaciones
de mercado que atraviesan las demarcaciones establecidas por el poder
virreinal, como consumidores que “buscaban buena calidad a precios más
baratos en el comercio ilegal, con los contrabandistas” (Hoberman 80).
Mientras que en lo religioso aparecen poemas, coplas y danzas repetidos por
la población de dentro y fuera de la capital virreinal que trastornan los
presupuestos emitidos desde la Iglesia. Uno de los más acabados ejemplos
de la producción literaria proscrita lo tenemos en el poema Lima por dentro y
por fuera.
Terralla y Landa, como hemos visto anteriormente, es un sujeto
zigzagueante en el virreinato peruano16, y no lo es menos su producción literaria. Lima por dentro y por fuera, con la exposición de que hace de las problemáticas sociales, es posible gracias a la profundidad y complejidad alcanzada por los espacios de fuga. El pseudónimo de Simón de Ayanque es una prueba clara de que el poema cargaba un contenido peligroso para cualquier autor real, por ello la máscara del sobrenombre viene a cubrir la verdadera identidad de quien intenta lograr movilidad dentro de los espacios de fuga sin dejar rastro de su andar. La práctica del cambio de nombre se hizo común en los virreinatos como medida de auto-protección alejar el
16 Ver Capítulo I, p. 62. 158
peligro del castigo y transitar los espacios; quizás uno de los ejemplos más
interesantes en la América hispana lo tengamos en el llamado Abad de San
Antón, quien recorrió ambos virreinatos y el Caribe, al menos, con tres
nombres diferentes17. El cambio de nombre no era una práctica gratuita: la intención era escapar de la justicia religiosa o laica a través de la creación de varias máscaras que fungían como personas jurídicas en un mismo sujeto.
Pero la situación de relajamiento que se vivía en los espacios de fuga permitía desentenderse de las disposiciones oficiales y esconder varias caras bajo diferentes denominaciones. Este mecanismo llegó a ser tan conocido que, desde tiempos anteriores a la aparición de La grandeza mexicana y a
Lima por dentro y por fuera, Rosas de Oquendo hace énfasis en ello y declara cínicamente que en “otro tiempo fue Juan Sánches” (1). En esta actitud satírica podemos leer una burla directa al poder virreinal y a su incapacidad de dominar las voluntades de todos los sujetos que hacían uso de diferentes nombres para lucrar, contraer matrimonios más de una vez, o bien para esconder su ascendente no católico. Rosas de Oquendo está confesando antes de la confesión, y con ello demuestra que para nadie era un secreto la práctica diaria de la multiplicidad de nombres. El cambio de
17 Gaspar de los Reyes y Fray Gaspar Alfar fueron dos de los nombres utilizados por el que más tarde fuera conocido por Abad de San Antón. Este sujeto se convirtió en un personaje precisamente por su habilidad para minar el discurso del poder, entrando y saliendo de los espacios de fuga. Fue finalmente procesado por el Santo Oficio en auto de fe celebrado en México, el 30 de marzo de 1648. Ver “Relación del tercer auto particular de la fee, qve el tribunal del Santo Officio de la Inqvisición de los Reynos, y Prouincias de la Nueua España, celebro en la Iglesia de la Casa Professa de la Sagrada Religión de la Compañía de Jesús…”, incluído en Documentos inéditos o muy raros para la historia de México. Autos de fe de la Inquisición en México con extractos de sus causas. 1646-1648. Vol. XXVIII. Ed. Genaro García. México, D.F.: Librería de la viuda de Ch. Bouret, 1910. 133-269. También Alberro, Solange. Inquisición y sociedad en México. 1571-1700. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1988. 230-31. 159
nombre nos ha llegado fundamentalmente a través de las relaciones de los autos de fe: veamos que en la acusación a Manuel Aluarez se dice que “vio a vn hombre con un pliego del Santo Oficio, procuro quitarselo por dadiuas, y cuando no pudo, dexo la ropa que lleuaua a un soldado Montañes, y se fue huyendo mudado el nombre” (Montesinos 18R) (énfasis mío). Podemos deducir, en primer lugar, que el cambio de nombre no es un hecho que se produce de manera puntual ni tiene un marco temporal específico. El cambio de nombre es una forma de enmascarar la identidad, que permite a los sujetos virreinales adentrarse con mayor profundidad en los espacios de fuga. Allá los desaparecen los sujetos jurídicos, y reaparecen otros en virtud de nuevas denominaciones.
Menos osado que Rosas de Oquendo, Terralla y Landa se interna y desaparece en los espacios de fuga; entonces nace el individuo Simón de
Ayanque, y se presenta con un poema que establece una doble articulación con lo que he llamado los espacios de fuga que deviene de esta misma compleja posición del sujeto-autor. El poema en sí es un texto producido en los espacios de fuga, no sólo porque se evade por sí mismo de los rigores del poder al esconder la identidad de la pluma creadora, sino también porque al dar sus consejos al amigo supuesto a través de un paseo por la ciudad, dice
que pasas pues por un puente del Rímac el embeleso,
y la garganta en que a muchos le echan el cordel al cuello;
(Romance I, 7).
160
Es decir, el poema se opone al poder a través de sus propias prácticas
represivas, manifestadas con mayor vehemencia en los ajusticiamientos que
se llevaban a cabo en la ciudad.
El tipo de exhibiciones de la violencia que el poder desarrollaba en los
virreinatos no era tema con el que el hombre de letras conviniera, por lo
mismo Balbuena tampoco aprueba las exhibiciones sangrientas y, cuando
ofrenda La grandeza mexicana al nuevo arzobispo de México, García
Guerra, escribe una dedicatoria donde, sin oponerse abiertamente, asume la posición de consejero y muestra su desacuerdo diciendo:
advierta aquí el Príncipe y el Prelado y los que tuvieren a su cuenta
gobierno y cargo de república que los daños que se pueden remediar
con una palabra blanda no se castiguen con aspereza, y a los que
bastaren reprehensiones no los carguen de golpes y heridas, que esto
es ser hechos de oliva: tener el corazón amasado de blandura y
misericordia (“Compendio apologético en alabanza de la poesía” 24)
Pero la diferencia entre ambos autores se hace evidente en la expresión con que ambos rechazan el ejercicio del castigo público: Balbuena sólo apunta al problema desde una fusión de lírica y eufemismo, y ofrece soluciones desde una clara posición de adhesión al poder. Terralla satiriza el espectáculo, lo convierte casi en símbolo de la ciudad al ser la imagen primera que recibe el visitante justamente en el momento de su arribo y nos anticipa un rechazo total al orden virreinal que tomará fuerza a medida que el poema se desarrolla.
161
En esta posición de oposición al poder Terralla continúa ahondando en otras expresiones de la violencia física que presenta como habituales en
Lima cuando advierte que
verás las panaderías donde trabajan los negros
que, por ser facinerosos, los oprimen con encierros
y, a fuerza de puro azote, suelen mudar el pellejo,
de modo que quieren más ir a un presidio perpetuo. (Romance VI,
25-6)
La hostilidad con la estructura político-económica del virreinato se reitera,
toda vez que desaprobar la violencia física como dispositivo instrumental en
el manejo de la mano de obra esclava, en la base de la de la capital virreinal,
era enfrentar nuevamente al círculo dominante propietario tanto de los medios de producción como de la mano de obra. Terralla no se desliza a través de los subterfugios que Balbuena pone en juego, sino que se refugia en las oscuridades de los espacios de fuga para impugnar la efectividad del poder virreinal en la distribución de la justicia, tanto como en el orden de la producción de bienes que beneficiaban la colonia y la metrópoli, y este cuestionamiento político se agrava aún más cuando es conducido, como en el caso de Lima por dentro y por fuera, a través de la sátira.
Por experiencia propia Terralla había aprendido que los lenguajes que
tuvieran puntos de contacto con la sátira estaban descartados del texto
oficial. En el Lamento métrico general, que él mismo había compuesto a raíz
de la muerte e Carlos III, si bien se presenta con la acostumbrada humildad
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barroca y según sus propias palabras, “dando muestra de mi leal vasallaje, y
gratitud, por la parte que me comprende de proteccion en el noble exercicio
de la Minería” (s/p)18 luego usa un tono satírico que en ocasiones rozaba con el humor negro, lo que desató no pocas protestas. Veamos que dice Terralla que
FUE CARLOS de la Esfera,
vivificando su influxo;
siendo la Luz verdadera;
mas la muerte lo reduxo
a esta triste,
Calavera. (s/p)
Hay en estos versos un tono de crudeza que nos hacen pensar en un humor de corte macabro, pero también hay una dosis de irreverencia que sin duda debió haber sido percibida por sus contemporáneos. Como añadidura, en los versos luctuosos de Terralla se infiltraban ciertos pasajes que estimulaban la risa tomando por blanco a quienes se aglutinaban en la cúpula letrada relacionada al poder (Johnson 1993: 125). Veamos que, por ejemplo, habla en los versos por los diferentes grupos gremiales e instituciones del orden virreinal, y cuando lo hace en nombre de los escribanos, dice:
mostrarémos nuestra fé
dando fé que eres difunto.
Causó la Parca su estrago,
18 Ver capítulo 3, pp. 37-68. 163
contra CARLOS atrevida;
porque de su augusta vida
se otorgue carta de Pago (s/p)
En otro de los poemas que integran este lamento por la muerte del monarca Terralla muestra a la Real Audiencia
Careciendo de alivio, y de consuelo,
y últimamente llorese así mismo,
pues no hay nada mas qué llorar en este suelo. (s/p) (énfasis mío)
Si es un tanto ambivalente con respecto a la institución, pues no queda claro si la alaba o la recrimina – atrevimiento suficiente para un texto de esta
índole -, lo que sí salta a la vista es que la inconformidad que encontraba en
Lima nace tiempo antes de Lima por dentro y por fuera, y desde aquí ya urde versos que muestran su animadversión por la ciudad de los reyes. Ya en este texto intenta traer a la página impresa los males que afectaban el virreinato, y así muestra al hospital de San Andrés, diciendo:
Lamenta este Hospital su gran pobreza,
haciéndose más graves ya sus males. (s/p)
Si tenemos en cuenta que estos fragmentos iban incluidos en los poemas que por las pompas fúnebres fueron colocados en las paredes de la catedral, tenemos que reconocer que Terralla muestra cierto arrojo al intentar infiltrar lo subversivo dentro del mecanismo oficial. Pero esta arriesgada decisión de infiltrar el humor y la crítica dentro de los textos de las celebraciones oficiales no rindió más fruto que la reprobación. En los
164
primeros virreinatos de la América española “officials of both Church and state believed satiric writings fostered skepticism and cynicism, and they feared that the very principles of which their institutions rested could ultimately be challenged” (Johnson 1993:12). Esta es razón suficiente para que la ácida crítica de Lima por dentro y por fuera apareciera rubricada por un nuevo ‘sujeto’ – una máscara – que ponía al sujeto Esteban Terralla fuera del alcance del Santo Oficio y el virrey. Balbuena, por su parte, compara al que “con versos satíricos persigue las corrompidas costumbres de sus tiempos [con el otro] que en elegíacos celebra el epitalamio o desposorios del humanado Dios con su Iglesia” (138), con lo que no desecha la sátira pero le reconoce un lugar menor en el sistema emblemático virreinal.
El Lamento métrico general marca un punto de giro en que ya se atisba la aparición de un discurso crítico y disconforme que estallaría en la acidez expresiva de Lima por dentro y por fuera. Es éste último texto el que arremete contra todo orden, por lo que se coloca a sí mismo en el escaño de lo subversivo, pues se tiene noticias de que resultó lo suficientemente atractivo a los objetivos del Santo Oficio, que confiscó y echó a las llamas no pocas copias (Johnson 1993:125). Quiere decir que, con Lima por dentro y por fuera, Terralla se desdobla en productor de literatura proscrita virreinal.
En otras palabras, del minero y súbdito, el autor pasa a las filas de otros escritores de versos que, entre otras cosas, aconsejan que
Nadie se fíe de Dios
porque Dios no vale nada,
165
que aquel que de Dios se fía
será su alma condenada (Baudot 68),19 o bien junto a los poemas que, por cantar a las prostitutas de la ciudad de
México y compararlas con los pecados capitales, fueron incautados en 1782 por la Inquisición y por los que podemos intuir la existencia de “una amable jerarquía desdibujada en la intimidad de la vida galante” (Baudot 166) 20. Vale
la pena señalar que también existe cierta similitud estilística entre el poema
de Terralla y otros textos crítico-satíricos: si bien el poema de Terralla
construye el receptor en un supuesto amigo, las “Décimas a las
prostitutas…”, escritas por Juan Fernández, comienzan diciendo:
Amigo querido va,
por la instrucción que me diste,
la obrita que me pediste,
que quizás te cuadrará. (Citado por Baudot 166)
19 Estos versos forman parte de un poema popular mucho más largo y titulado “Diez mandamientos”. La autoría del texto aún resulta difícil de definir. Ver Baudot, George y María Águeda Menéndez. Amores prohibidos. La palabra condenada en el México de los virreyes. México, D.F.: Siglo XXI Editores, 1997. p. 68. 20 Las “Décimas a las prostitutas de México”, escritas por Juan Fernández, además de apropiarse del discurso eclesiástico, llegan a tocar temas como el lesbianismo. Veamos un fragmento que dice: La Escalante, no te espante, que no es puta de poquito, porque llaman “La Mochito”, las putas a La Escalante. Porque aunque ella al hombre aguante, de manera es lujuriosa, que satisfacciones goza, encimando a otra mujer. Testigo de esto ha de ser su compañera Rosa. (170) Ver en: Baudot, Georges y María Águeda Méndez. Amores prohibidos. La palabra condenada en el México de los virreyes. México, D.F.-Madrid: Siglo XXI Editores, 1997. pp 166-95. 166
Y si el poema de Lima está concebido “para dar consejos económicos, saludables, políticos y morales” (Terralla 4); el segundo se justifica el autor diciendo
Contemplad que en esta pieza
doy útiles desengaños
para que excuséis los daños
que incautamente sufrís (Citado por Baudot 167), similar al caso de la Sátira de Mateo Rosas de Oquendo, quien dice
que el ser cristiano me obliga
a que publique y declare
los paseos dónde caen
porque el prójimo se guarde (22)
En los tres poemas la justificación es aconsejar al prójimo; esta reformulación de la caridad cristiana establece una relación ambivalente con el discurso religioso y, al tiempo que se apropia de un axioma, lo encamina hacia las
áreas de lo innombrable.
La analogía entre estos textos demuestra que ellos, incluido el de
Terralla, no son más que la codificación alfabética de toda una vida que se articulaba a través de los espacios de fuga donde, de manera rizomática, los sujetos violentaban las normativas establecidas pues, “aunque la lectura de los edictos y la celebración de los autos de fe fuesen tan frecuentes en el virreinato como en cualquier provincia española, éstos carecían de sentido para la mayor parte de la población y su impacto se perdía en un territorio
167
inmenso y discontinuo, en los abismos de la multiplicidad cultural” (Alberro
79-80). Una muestra singular de la ineficacia del castigo ejemplarizante
enarbolado por el Santo Oficio lo tenemos en el caso del sacerdote Francisco
de Laxe, residente de la Nueva España, a quien el Santo Oficio encontró una
carta dirigida a su amada en la que dice que
Ayer no te escribí porque me fui a Santa Isabel. Me divertí
grandemente hasta después de las 8. Me coronaron de [dronjo ¿?]
con la corona de la recien profesa Sor Josefa de los Dolores Fuentes.
Hubo fandangos, seguidillas y todo lo demás adherente, hasta las
reverendas bailaron el Pan de jarabe. Esto fue por última vez. La
madre abadesa estaba apuradita porque el reverendo le negó la
licencia para esta función. (Baudot 47) (el énfasis es de los autores)21
Este fragmento en que las infracciones se entretejen no resulta tan largo
como enjundioso: como muy evidente tenemos a un miembro del clero que
desconoce las regulaciones eclesiales y mantiene relaciones amorosas con
una mujer; en segundo término tenemos la práctica del Pan de jarabe, que
eran unas coplas, acompañadas de un baile específico, perseguidos por la
Inquisición mexicana durante la segunda mitad del siglo XVIII, pero que
fueron muy populares pues fueron repetidos y bailadas por muchos en todo
el virreinato (Baudot 46-9). Estas coplas, entre otras cosas, decían
21 Hasta el momento no sabemos la fecha específica de la carta, pero podemos imaginar que fue escrita en la década de 1770, pues la primera noticia que tenemos de la aparición de las tonadas y el baile llamados Pan de jarabe se remonta a 1772, cuando un religioso de la arquidiócesis de México llama la atención sobre la aparición del canto y la danza en una obra teatral. Ver Baudot, Georges y María Águeda Méndez. Amores prohibidos. La palabra condenada en el México de los virreyes. Antología de coplas y versos censurados por la Inquisición de México. México, D.F.: Siglo XXI Editores, 1997. 46-51. 168
Cuando estés en los infiernos,
ardiendo como tú sabes,
allá te dirán los diablos:
“hay hombre no te la acabes” (Baudot 48)
Con evidente desacralización popular del relato infernal integrado a la
doctrina cristiana que, por añadidura, vemos que no constituía únicamente un entretenimiento de la masa poblacional inconexa con los poderes, sino de un sacerdote que participa en las sesiones de canto y baile de lo que la misma
Iglesia perseguía como pecaminoso; y en tercer término la sesión opera abiertamente no más ni menos que en el convento de Santa Isabel y en ello tenemos la participación de las monjas, y no se excluye la abadesa. En esta
relación del sacerdote con las religiosas apreciamos la manera en que los
parámetros del carnaval son traídos a la vida diaria e infiltrados en los
espacios más identificados con el poder. Al traer la calle al convento estos
sujetos coloniales están invirtiendo los parámetros religiosos y sociales;
mientras la amalgama de lo divino con lo mundano apunta más a la
hibridización.
El ejemplo del sacerdote y las religiosas nos lleva a caracterizar con
mayor claridad los espacios de fuga, que son definibles por no tener una
extensión determinada. Los espacios de fuga necesitan de una combinación
entre el espacio material y la inconstancia del control oficial, las fronteras son
difusas y no son fijas pues dependen de las relaciones entre los sujetos que
habitan estos espacios y los mecanismos represivos del poder: en cada
169
punto físico de la ciudad virreinal donde el control queda descuidado, emerge un espacio de fuga, así el convento puede convertirse en la antítesis de la vida conventual. El convento pierde su significación religiosa y su espacio es apropiado por un espacio metafórico que desconoce el lugar otorgado al convento dentro de la ciudad ordenada. En los espacios de fuga los sujetos virreinales se desentienden de leyes, órdenes y toda otra forma de normativa oficial, y ello incluye el desconocimiento de la organización jerárquica oficial tanto de los sujetos como de los espacios. En estos espacios la jerarquía desaparece, por ello no hay divisiones espaciales. En la fluidez interna del espacio de fuga no existen centro ni periferia y ello anula toda posibilidad de emblemática. Estos espacios no son habitados por grupos de sujetos homogéneos ni heterogéneos; los sujetos entran en estos espacios para salir del espacio real, una vez en ellos articulan una relación de igualdad que le es negada en los espacios materiales dominados por las diferencias.
Únicamente así un sacerdote, una abadesa y un grupo de monjas logran gozar de una igualdad que se abre en dos sentidos: primero logran borrar las diferencias que la estructura institucional de la Iglesia marcaba entre ellos, pero también se desentienden de los reglamentos de la vida religiosa para cantar y bailar de la misma manera que los sujetos comunes.
Uno de los sujetos que mejor demuestra la libertad de obra que los sujetos manifestaban a través de los espacios de fuga es el anteriormente mencionado Abad de San Antón, quién falsificó documentos que le acreditaban como sacerdote y llegó a nueva España diciendo misas y
170
bendiciendo, actuando siempre en perfecta correspondencia con los ritos católicos. El Abad se mantuvo en movimiento todo el tiempo, pasando tiempo en iglesias y conventos de Puebla, Tecomil, Huamantla, Nopaluca y llegó a la ciudad de México. Posteriormente emprendió viajes al Potosí, y llegó a La
Habana y Santiago de Cuba, donde finalmente fue apresado y enviado a
México donde fue inculpado por administrar sacramentos sin estar ordenado
(Documentos… 137-58).22
Los espacios de fuga se filtran a través de todas la capas sociales y taladran tanto los espacios emblemáticos como los espacios más atemorizadores, pues en las mazmorras inquisitoriales también los reos se cambian el nombre y establecen un código auditivo – por golpes - que les permite comunicarse entre ellos y con el exterior, ejemplo fehaciente de la
“difícil sociedad colonial, teóricamente erizada de prohibiciones, restricciones y conveniencias pero que, al ser irrigada por las múltiples corrientes de estos intercambios solapados, logra desarrollarse con asombrosa vitalidad”
(Alberro 183). Violante Juárez, por ejemplo, “estaba comunicando en las cárceles con su marido y otras presas, por golpes y de palabras […] usando el nombre de capuli” (Documentos… 268), dentro de un mundo que se abre en las propias celdas, donde el Tribunal tiene que infiltrarse para poner al descubierto verdades que no salían a la luz a través de la confesión. Al intentar capturar las verdaderas sujeciones de todos estos reos el poder inquisitorial llegaba a hacer uso de estos espacios de fuga y los convertía en
22 Ver nota 3 al pie de página 107.
171
herramientas productoras de represión, de la misma manera que en las
festividades la mojiganga era la apropiación del discurso satírico popular.
En su carácter de texto proscrito Lima por dentro y por fuera nos abre
los espacios de fuga para mostrar el curso que toman las relaciones
humanas en la capital peruana. Pero también dentro del mismo poema se
critica duramente las actitudes que se abrían paso a través de estos mismos
espacios. Y ya que hemos visto anteriormente el ejemplo del sacerdote
enamoradizo y danzarín, vemos que en relación con la religión, Terralla
advierte que “acá fe no se halla ni en uno ni en otro sexo” (8), con lo que
expone la práctica religiosa como una de las tantas maneras de construir la
imagen en consonancia con el poder. En otra parte de su obra este autor
advierte al amigo ficticio sobre
[…] muchos indios que de la sierra vinieron
para no pagar tributo y meterse a caballeros;
verás con muy ricos trajes las de bajo nacimiento,
sin distinción de personas, de estado, de edad ni sexo;
verás a una mujer blanca a quien enamora un negro,
y un blanco que en una negra tiene embebido su afecto;
verás un título grande y al más alto caballero
poner en una mulata su particular esmero; (Romance VI, 26)
y en sólo este fragmento arremete contra todo un abanico de posibilidades que se abrían en los espacios de fuga a sujetos que, a espaldas de la ordenación estratificada de la población, violentan las parámetros
172
tradicionales enfatizados por el poder –raza, clase, sexo- y retejen sus relaciones bajo un nuevo sistema ordenador que Terralla no logra entender y, sobre todo, no está abierto a tolerar. Una vez más la relación de Lima por dentro y por fuera con los espacios de fuga se desdobla y se complejiza: por un lado tenemos un texto que, por su impugnación al poder desde el lenguaje satírico y burlesco, no podía integrarse al discurso oficial virreinal, y con ello se ubica por sí mismo junto a un sinnúmero de prácticas textuales y preformativas que violentaban los establecimientos morales institucionales.
El mismo Terralla muestra sus ataduras con estos espacios, y en repetidas ocasiones la vivencia personal pretexta los consejos al amigo. Pero al mismo tiempo es un texto que condena todas estas prácticas que deshacen y reordenan sus relaciones con el poder virreinal y, de alguna manera, parece querer tomar partido en las filas de los poderes coloniales normadores del virreinato peruano.
Cuando Terralla cierra su poema hace una llamada de atención a su
“amigo” en lo que él llamo “Consejos saludables para quien pretenda vivir con tranquilidad en Lima”. En este último romance el autor hace una llamada a la contrición y a la vida austera, diciendo:
En bailes nunca te ocupes, que la agitación del cuerpo
suele a veces ser la causa de inextinguibles incendios.
La soledad de un retiro es el camino perfecto,
que quien busca la ocasión bien puede encontrar el riesgo.
(Romance XVIII, 70)
173
Sin hacer mención directa, la pluma de Terralla pasa revista a la vida
licenciosa, la prostitución, las enfermedades venéreas, y parece referirse
también, como motor de males, a las danzas de acento lascivo, como el
famoso Pan de jarabe y el Jarabe gatuno, que eran perseguidas por la
Inquisición por sus evidentes ademanes sexuales, y a los que Rosas de
Oquendo parece referirse al opinar que
[…] pensar que no se alteran
los hombres con estos bailes
es pensar que son de piedra
y tienen muerta la carne (31).
Pero veamos también que en términos de razas, aconseja Terralla a su
amigo diciendo:
Aborrece a los mulatos, aún mucho más que a los negros ………………………………………………………… Al indio ni bien ni mal le harás jamás con esmero:
No mal, por mandarlo Dios, ni bien por no merecerlo. (Romance
XVIII, 68-9)
En las recomendaciones de Terralla parece primero haber un llamado a la voluntad que se emplaza en las cercanías del discurso religioso, mientras en lo referente a las razas hay una distinción étnica que no desconoce la diferenciación inquisitorial donde los indígenas eran referidos con un paternalismo que los excluía de las acusaciones inquisitoriales porque su inocencia infantil no les permitía tener voluntad, por tanto nada que la inquisición pudiera forzar. Los negros y las castas, por el contrario, sí tenían
174
el libre albedrío que debía ser mantenido bajo la línea de la norma religiosa,
especialmente las castas que, mezcladas, eran capaces de arrastrar la
impureza en su mismo color de piel. Este coqueteo con el lenguaje del poder queda alterado repentinamente cuando declara
que tras de los solideos, los polvos y las sotanas,
se mira no pocas veces la necedad vinculada (Testamento, 73)
y se enfrenta directamente a los círculos de poder, religioso y laico, y no
podemos menos que concluir que la voz poética del autor refugiado tras el
seudónimo de Simón de Ayanque participa tanto de la contrición como del
relajamiento, o sea que no mantiene una posición definida pues apropia
códigos determinantes tanto a los espacios del poder. Por lo tanto es Lima por dentro y por fuera un texto doblemente transgresor, que entra y sale de los espacios oficiales y de fuga, sin llegar a tomar total identidad ni identificarse completamente con ninguno de ellos, con lo que violenta las demarcaciones entre ambas espacialidades.
En los espacios de fuga que la sociedad elabora entre las sacudidas
del poder se demuestran que en la urbe virreinal la violencia física
institucional tiene un lugar específico y aparece periódicamente; esta
violencia que descarga su fuerza sobre el cuerpo, lo lacera y hasta lo hace
desaparecer tras el velo de la muerte, es una violencia exhibicionista que
hace un espectáculo del sufrimiento y el dolor, y es práctica institucional que,
como tal, toma forma en los espacios emblemáticos de la urbe: catedral,
iglesias y conventos, plazas, calles principales son los puntos estratégicos
175
para el despliegue del castigo, actividad en que la Inquisición destacaba, la
misma que, según Balbuena,
es de la fe un alcázar artillado,
terror de herejes, inviolable muro,
de atalayas divinas rodeado: (Capítulo VII, 105) (énfasis mío)
excelente poetización de la imagen del terror, que muestra muy poco
contacto con la realidad novohispana, donde ‘el hereje es relativamente
escaso […] es un sujeto exterior al medio local, un extraño, a menudo de
paso, al que no resulta difícil “excluir” porque carece de raíces’ (Alberro 174).
Del otro lado tenemos una violencia que se desarrolla en toda su
amplitud en los espacios de fuga. Ésta es una violencia que no hace alarde
en representaciones pues precisamente violenta las pautas establecidas por
el poder y, lejos de apoyarse en el daño corporal, reviste al cuerpo de
expresiones que transgreden los lineamientos oficiales para dar rienda suelta
a la sexualidad, la mezcla racial y el desconocimiento de clases sociales.
Este otro tipo de violencia tiene su expresión más fehaciente en textos
literarios, en su sentido más ortodoxo, en que se desboca la creatividad
reprimida por el poder, como el mencionado poema a las prostitutas o el
mismo Lima por dentro y por fuera, o en otros de creación popular como las tonadas del Pan de jarabe. Al encontrar eco en la población, estos textos se extienden por las áreas virreinales, en el mismo contacto con los diferentes grupos poblacionales para sufrir adiciones y sustracciones. Esta asunción de lo prohibido también aparece en expresiones del orden del performance,
176
donde se integran las danzas consideradas quebrantadoras de las normas
morales emanadas de la Iglesia. Todos estos textos o performances son el termómetro que nos ofrece la medida en que los sujetos virreinales eran elementos activos que articulan un discurso propio dentro del virreinato, independientemente de su raza, clase social o condición económica, y muy a pesar de la constante amenaza institucional. Estos sujetos se desvisten del rol que el poder les asigna y redistribuyen sus subjetividades en torno a posiciones más cómodas, y con ello violentan todo el sistema piramidal de estratificación virreinal. Unos de los ejemplos más sobresalientes son la carta del sacerdote a su amante y el Abad de San Antón: el primero un sacerdote ordenado que entrevera su subjetividad en los hilos de la vida mundana de los espacios de fuga; el segundo recurre a los espacios de fuga para construir su sacerdocio.
La cultura virreinal se desarrolla en un sistema de ciclos, en el que el
poder tiene por fuerza que hacerse presente con sistematicidad, para
asegurar la efectividad ideológica de su acción sobre la población. Para ello organiza episodios que llevan a la ebullición de la ciudad virreinal; sean exequias por un monarca muerto, fiestas por un natalicio real, toma de posición del nuevo monarca, entrada de un virrey o autos de fe, los eventos que aglutinan a la población en toda su generalidad son los puntos culminantes de la vibración. Dentro de estas actividades aglutinadoras de población se destacan los autos de fe y los días de aplicar las penas en las que el poder exhibe el dolor, el sufrimiento y hasta la muerte como parte de
177
una asumida posición educativa que muestra el lado sádico del orden virreinal. Estos son momentos de contrición que paralizan la vida de la población de la urbe capital y sus áreas adyacentes, y el poder alza su voz y exclama su triunfo. Esta exhibición de la violencia “has a juridico-political function. It is a ceremonial by which a momentarily injured sovereignty is reconstituted. It restores that sovereignty by manifesting it at its most spectacular” (Foucault 1995:48). Destaca Balbuena que “[…] el delincuente/aun en el ataúd no está seguro” (Capítulo VII, 105) para cubrir esta violencia con un manto de eficiencia del aparato clerical, y mientras este autor cierra los espacios de fuga y los hace desaparecer de su imagen de la ciudad virreinal, Terralla se adentra en esos espacios y los expone para, como destaca Johnson, echar luz sobre la inoperancia de la retórica de la corona española y el fracaso en la imposición de su ideología (1993: 126-27).
Los autos de fe, como las festividades y homenajes públicos, fueron puntos culminantes, con sentido cíclico, en la fabricación de una anhelada imagen de control y pujanza del poder virreinal. Pero detrás de esta imagen, como detrás del poema de Balbuena, se extienden canales por los que la sociedad virreinal se encauza para violentar el orden y el control político- religioso. Esta otra vida, esta otra ciudad virreinal – en ocasiones híbrido, a veces inversión –, prueba que la carnavalización no es un proceso
únicamente de días de fiesta. Los parámetros de la carnavalización son arrancados de su contexto festivo, y son reutilizados con reiteración, en tanto
178
que herramienta que permitía violentar el sistema colonial y abrir espacios al desarrollo de las voluntades en todas sus variantes.
179
CAPÍTULO 6
RECIPROCIDAD DE LA VIOLENCIA VIRREINAL
6.1 Despertar al león
Anteriormente hemos hablado de la violencia, y de la Inquisición como
organismo notorio en la exhibición del castigo como práctica violenta en el
medio virreinal. Estas exhibiciones, como se sabe, traían una inmensa masa
poblacional a los espacios citadinos en que la demostración se efectuaba porque esta población asistente “must be made to be afraid; but also because they must be the witnesses, the guarantors, of the punishment, and because they must to a certain extent take part in it” (Foucault 1995:58). Pero la población virreinal estaba llamada a ser, más que observadora, partícipe de la preparación de la función de la violencia. Vemos, por ejemplo, que en 1749 en las calles limeñas se anuncia que
manda el Santo Oficio de la Inquisicion, que todos los vecinos, y
habitadores de las casas y tiendas de las calles, que corren desde
dicho Sto Oficio hasta la Iglesia de Sto. Domingo, las limpien, y barran
para el Domingo 19. del presente mes de Octubre, enque ha de ser la
Procession del Auto Particular: pena de I0. pesos, y otras arbitrarias.
(Llano 11)
180
Es decir que el auto de fe exigía la presencia de los sujetos que habitaban la
ciudad virreinal y sus alrededores porque ellos eran los receptores obligados
del mensaje que se elaboraba en la demostración pública de justicia, pero la actuación de esta población no se circunscribe únicamente a la recepción pasiva de la lección punitiva. En su afán por construir un arraigo popular, al llamar a los habitantes a la limpieza de las calles por las que la procesión pasaría, el poder eclesial ponía sobre los hombros de esta población una responsabilidad en la preparación misma del auto, y con ello está dando a todos estos sujetos una posibilidad de participación mucho más directa en el ejercicio de la violencia que habría de ser exhibida. Esta incorporación de la población virreinal a las tareas de la preparación del enjuiciamiento y castigo de quienes infringían las leyes en los espacios de fuga era una herramienta del poder para mayor identificación de la población con el mismo acto por el que se manejaba la “pedagogía de los sentimientos de violencia […] como un resorte represivo y de sujeción” (Maravall 337).
Este compartir con el pueblo el protagonismo y asignarle un papel en
la representación teatral de la exhibición pública no es única del Santo Oficio,
y puede equipararse a la utilización de la población por parte de la rama
laica del poder virreinal que apreciamos, por ejemplo, en las fiestas por la
toma del trono de Fernando VI, en la que “derramaron assi el Sr. Alferez,
como el Sr. Padrino sobre el numeroso concursso gran cantidad de Monedas
[de oro y plata], que mandó batir la Nobilísima Ciudad, para la celebridad de el Acto” (Abarca 72). La reacción de la población a esta lluvia de monedas
181
queda convenientemente descrita como que “ansiosa solicito la gente,
impelida, no de la ambición de el interés; sino de el encendido afecto de
lograr prendas de su nuevo adorado Principe” (72), pero podemos imaginar que algo más que ‘ansiedad’ debe haber incluido la respuesta de la amplia población reunida en la celebración, posiblemente una demostración violenta por alcanzar las monedas que pasó edulcorada al documento oficial como simple muestra de adhesión al nuevo monarca. En esta ocasión el poder civil coqueteaba con la fuerza de la población como cuerpo capacitado de actuar con violencia con el objetivo de construir una viñeta de arraigo popular y de respaldo al poder por parte de todos los componentes raciales y clasistas que participaban de la festividad laica.
Estos trazos de posible adhesión, tanto en exhibiciones laicas como
religiosas del poder virreinal, acarreaban el riesgo de que esas mismas
masas aprendieran, y utilizaran, la violencia en oposición al poder virreinal,
aun dentro del marco de la exposición del castigo inquisitorial o de la fiesta laica. Con sólo el desplazamiento del pueblo a los espacios emblemáticos en días de algún tipo de conmemoración, ya el poder podía percatarse del peligro que encerraba toda esta masa heterogénea, convertida por la fiesta en un cuerpo único. Así lo vemos en el auto de fe celebrado en Lima en
1749, cuando
fué grande la tropelía de los que atrahídos de la novedad se
conduxeron a esta Corte. En menos de tres horas ocuparon las calles,
por donde se havía de encaminar la Procession, mas de treynta mil
182
personas de todo sexo. Y á no haver los soldados, que guardaban las
vocas-calles, observando puntualmente el orden, que se les dio, para
desembarazar el passo, se hubiera hecho inaccessible el transito a
causa de la confusion de los que entraban, y salían. (Llano 13)
(énfasis mío)
Remitiéndonos nuevamente a la fiesta en honor de San Francisco de Borja el autor pone el desorden popular en estas palabras:
Qvexosas pudieran quedar las anchurosas calles de Mexico, por la
nota de estrechas, que les imponia el atropado gentio, que citado con
los ecos de las preuenciones, auia concurrido de muchas leguas; y
engolosinado por ver vn conjunto tan nunca visto, corria confusamente
todos los tres dias de el passeo de vnas cuadras á otras para
satisfacer la tercera y quarta vez el apetito, q con las primeras
quedaba mas irritado: pesaroso siempre de no gozar muy decspacio,
no solo cada vna de las cinco cuadrillas, sino lo mucho que auia que
mirar, y admirar en cada vno de los trecientos que salieron en ellas.
(Festivo aparato… 14V) (énfasis mío)
En todos estos textos nacidos a la sombra del discurso oficial, y para complacer al poder mismo, observamos la constante de disfrazar el peligro con traje de victoria ideológica: la asistencia de alrededor de trescientas mil personas y el ‘atropado gentío’ son –según estos textos- simplemente el genuino interés de una inmensa masa que necesita probar su lealtad; una masa que parece dejarse dominar. Pero no se dice en estos textos que, al
183
conminar a la población a la asistencia de la celebración, el orden virreinal corría un riesgo de inestabilización y descontrol que era visible a los lados mismos de la procesión. En estas áreas adyacentes a la exhibición la población virreinal quedaba mucho más alejada del control civil y religioso, y, agrupada en masa, podía percatarse de sus propias potencialidades como cuerpo social. Esta práctica tumultuaria que se hizo una costumbre en la vida virreinal era un arma de doble filo, pues “if in discourse the city serves as a totalizing and almost mythical landmark for socioeconomic and political strategies, urban life increasingly permits the re-emergence of the element that the urbanistic project excluded” (Certeau 2002b: 95). Esto es decir, de
manera más particular, que la práctica de la agrupación tumultuaria, a la que
convocaba el poder colonial, creaba la imagen de fidelidad al virrey, el
arzobispo, el rey y demás escaños del sistema colonial practicado en ambos
centros virreinales, al tiempo que da oportunidad a escribir documentos que
tiñen esta participación popular con los colores convenientes al poder. Por
otro lado, la agrupación de todo el pueblo mostraba el peligro intrínseco de
una gran masa que podía convertirse en un cuerpo único con una fuerza
superior a los mecanismos represivos del poder. Tanto en la fiesta jesuita,
como en el auto de fe, los signos de violencia que la población es capaz de
demostrar, y su capacidad para subvertir relaciones de fuerza, son
solucionadas en una transferencia del hecho al texto bajo términos populares
de adhesión al discurso del poder, debajo de lo cual se dirime una aceptación
total y pasiva de la ideología impuesta.
184
Pero si los fragmentos antes mencionados se refieren a acciones colaterales de quienes acudían a participar como observadores, en el anuncio que se hizo por las calles de Lima, previo a la celebración del auto de fe celebrado en 1749, se advirtió “que ni en dicho día, ni en el de los azotes sea osado alguno á tirar á los Reos manzanas, piedras, naranjas, ni otra cosa alguna: pena de cien pesos ensayados, siendo Español, el que contraviniere; y de diez pesos, y quatro dias de Carcel, con las demas que tuviere por convenientes, siendo de otra casta” (Llano 12). Y llama la atención primeramente que siendo este el anuncio del auto de fe, nos comunica que parece haberse establecido una práctica popular de lanzar lo que se tuviera a mano a los reos. En otro orden de cosas el anuncio del
Santo Oficio demuestra que hay una consciencia por parte del poder de la violencia que puede nacer de las capas más bajas de la población virreinal, agrupadas en masa, y de las fuerzas ciegas de un cuerpo social compacto.
Detrás de la advertencia a la población virreinal está la aprensión del poder ante la posibilidad de que la respuesta popular incidiera directamente en la puesta en escena del mensaje ideológico y, sobre todo, en la construcción de la imagen de pujanza de la institución católica. Esto, en primera instancia podía poner en peligro el ejercicio del Tribunal, deshaciendo el mensaje coercitivo que iba dirigido a esas mismas capas poblacionales y, no menos importante, la reacción de lanzar objetos a los reos, dibuja tras la imagen del poder, la inquietante sombra del reconocimiento de la población de su capacidad para suministrar el castigo, e invertir los polos castigador-
185
castigado, en el mismo lugar y momento en que esas masas anónimas
debían ser aleccionadas a través de la teatralización del castigo religioso.
Esta situación levantaba ante el poder la necesidad constante del control de
esa posible acción desestabilizadora; había que hacer participar al cordero
con cuidado de no despertar al león en que la masa de pobladores de la
capital virreinal podía convertirse.
La advertencia del anuncio previo al auto de fe es reconocimiento –
tácito – que hace el poder de las fuerzas provenientes de las capas más
bajas de la estratificación colonial y el elemento denotativo que certifica que
la Inquisición tenía conocimiento de que “violence was instantaneously
reversible” (Foucault 1995:63). Salta a la vista además la riesgosa tesitura en
que los estratos dirigentes quedaban atrapados, ante la posibilidad del
desorden y desestabilización al momento de impartir la justicia eclesial para
establecer el orden. Esto lleva a la institución religiosa a un doble
posicionamiento de mantenerse como detentadora del poder mismo y
demostrarlo a través de la masificación del mensaje, y ello plantea la necesidad de la incorporación de la población. Pero a la vez el Tribunal tiene que situarse entre el estrato alto y el bajo, para impedir que la reversibilidad de la violencia afecte a las altas instancias.
Los ejemplos anteriores demuestran primeramente que “el problema
de la violencia está ligado al poder, hasta tal punto que es imposible hablar
de poder sin incluir la violencia” (Kohut 197) porque el poder virreinal ejercita
la violencia física sobre los sujetos para borrar los resquebrajamientos de la
186
integridad de su propia imagen y exhibe la violencia como advertencia en una
penalización que rescribe una y otra vez el relato de su efectividad sobre el
cuerpo del subalterno. Aunque hasta el momento hemos hablado de
violencia y de Inquisición, hay que puntualizar que la institución religiosa
representaba únicamente un lado de los virreinatos. El poder virreinal, como
el escudo franciscano, llevaba dos brazos, y el poder temporal –encabezado
por el virrey, la otra mitad- también hacía sendos aportes a la práctica de la
violencia virreinal. Es de destacar, por ejemplo, que los que en el proceso
judicial inquisitorial eran condenados a ‘relajamiento’ y entregados al brazo
de lo seglar, eran simplemente condenados a ajusticiamiento por parte de las
fuerzas del virrey.
En el auto de fe celebrado en Lima, en enero de 1639, se relata que a
la ejecución de los que habían sido relajados al brazo de lo seglar “assistio el
Alguacil Mayor a la justicia y Diego Xaramillo de Andrade, Escribano publico,
y los ministros, y no se apartó hasta que el secretario dio fee, como todos quedaban convertidos en ceniça” (Montesinos 26V), mientras como resultado de este mismo auto, Francisco Maldonado de Silva “fue relaxado a la justicia y braço seglar, con confiscación de bienes, y quemado vivo” (Montesinos
21V). Esto implica que la justicia civil tenía una participación activa dentro de la maquinaria dominadora de voluntades. Otro momento que demuestra con elocuencia el papel del sector laico del poder virreinal tuvo lugar en México,
en 1611. Al morir el arzobispo de Nueva España, García Guerra – quien
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fungía como arzobispo y virrey – el virreinato quedó como decapitado de
manera tan inesperada que
la aprensión de las clases altas engendró varios indicios de
conspiraciones contra el régimen, de levantamientos en las provincias,
especialmente de negros que habían escapado de la esclavitud [por lo
que] las autoridades bárbaramente ajusticiaron a los miserables
sospechosos en la plaza pública, ante un enorme concurso de gente.
Las cabezas quedaron ostensiblemente expuestas sobre picas
(Leonard 41-2) (énfasis mío).
Aunque en la exposición que hace Irving Leonard sobre este hecho, no queda claro si la conjura fue cierta o si fue simplemente imaginación de las clases que más tenían que perder en los desarreglos del orden político, sí podemos asegurar que el llamado ‘brazo de lo seglar’ ejercía la violencia,
tanto como la Inquisición, en su afán por mantener el control del virreinato;
amén de que es igualmente evidente en el fragmento que existía un temor en
las clases altas a las posibles revueltas de una masa numéricamente
superior. Lo más interesante es que nuevamente la violencia en su manera
sangrienta es revestida de lenguaje educativo y, como antes habíamos visto,
para garantizar la efectividad de la advertencia esta pedagogía se encamina
a través de la imagen horrenda.
Ante todos estos ejercicios sádicos del poder, no resulta difícil aceptar
que la cultura virreinal fuera acumulando un sedimento de violencia que se
integraba a las costumbres diarias. La trinidad de las razas que cada uno de
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los cuadros de castas nos presentan, describen ante todo una colisión de
etnias y culturas contrapuestas y de posiciones sociales encontradas.
Precisamente el contraste marcado entre los elementos paternales – entre el
claro y el oscuro, el elevado y el bajo –, es uno de los puntos más fuertes del
discurso de la plástica de las castas virreinales. Los elementos en
contradicción que son los padres tienen un único punto de contacto: el (la) hijo(a) que aparece, reitero, como salido de la tradición pictórica cristiana, como mediador(a) entre los opuestos, cargando sobre sí la marca de la contradicción de la mezcla racial que colorea su fisonomía. Pero también la pintura de casta nos muestra que las contradicciones entre las representaciones materna y paterna llegan a los enfrentamientos físicos.
Asumido el lenguaje del castigo por los estratos más alejados del poder – precisamente esos en los que la violencia institucional recaía con mayor frecuencia –, los métodos de la pena física son puestos en práctica en las relaciones interpersonales, llegando a la resolución de los problemas hogareños con macetas, cucharas y hasta cuchillos de cocina (Figuras 7, 8 y
9).
La violencia sangrienta ha sido asumida por la población como vía
resolutiva y esta disposición a la agresión física en el orden de lo doméstico
podía ser expresada en lo social en momentos en que estos sujetos se
encontraran agrupados, formando parte de un cuerpo social único. Por ello, a
pesar de que la participación directa de la población de la ciudad y las áreas
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vecinas era requerida, al mismo tiempo constituía una fuerza que debía ser
controlada, pues
[…] es tan poco cortesano
el vulgo que la licencia
la conmuta en dasacato (Bocanegra 1976:306).
Esta es la razón que justifica que en la celebración mexicana por la toma del
trono de Fernando VI se tomaran medidas “para estorvar los sinsabores de
algun azar del dia de la Jura, y para obviar las contingencias de un fatal acaso, â que siempre están sujetos los Festines donde concurre muchedumbre de gente” (Abarca 26).
Esta doble significación de la presencia de la población agrupada en
los eventos virreinales forzaba al poder a estar constantemente en la
búsqueda de este punto medio en la manipulación de toda la masa humana,
donde se construyera la imagen de adherencia sin que ello se volviera en
contra del poder mismo, por lo que el eje dominante virreinal viene a verse en
el punto de tirantez donde se cruzan las líneas de la autoridad y la libertad,
convirtiéndose ésta última en una perenne amenaza para los estamentos
reguladores (Maravall 355). Esta preocupación se convirtió en una constante
en la vida del poder de los virreinatos, y el control de la población muchas
veces resultó roto por la violencia proveniente de abajo, y su muestra más
reconocida es la relación que hace Sigüenza y Góngora del motín ocurrido
en México en 1692, dice que participó “tantta […] Gentte no Solo indios Sino
de todas Casttas, tan desenttonados los Grittos y el alarido, tan espessa la
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tempesttad de piedras que llouia Sobre el Palacio que exsedia el ruido que hacian en las puertaz y en las benttanas al de mas de Sien Caxaz de guerra que Se tocasen Juntas” (65).
6.2 Aprehender la violencia: la imagen y el sujeto
En este punto ya podemos asegurar que la violencia en su versión más lacerante, que imprime la señal del daño en el cuerpo, fuera a través del castigo, el linchamiento, de parte del poder, o bien con las piedras y palos, por parte de la población, era un hecho innegable en la ciudad virreinal y adquiría una bidireccionalidad que apunta a la aprehensión de las áreas bajas de la población – aquellas más distantes del núcleo dominante -, de la violencia como respuesta impetuosa a sus demandas. Es decir que la violencia virreinal tomaba un paso de doble sentido y, si desde la cúpula a cargo del manejo de los destinos virreinales el Santo Oficio y el virrey exhibían que las actitudes no toleradas eran castigadas con violencia, desde abajo la población virreinal elaboraba una respuesta que se articulaba por medios no menos violentos.
Los momentos cumbres de la violencia física venida desde abajo lo constituyen los motines que, a decir de Martínez Peláez, “fueron reacciones violentas contra la explotación legal y contra las exacciones ilegales vinculadas a la misma” (23). Este autor destaca las causas más frecuentes en la aparición de los motines, entre ellas los tributos, problemas al repartir el algodón y otras mercancías, los esbirros indios, actitudes inadecuadas en el
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sacerdote local y, por último, el brote de enfermedades epidémicas (25-45).
Pero la última de las causas mencionadas, por ejemplo, no está vinculada
directamente al sistema de colonización y explotación, sin embargo la población tiene una misma respuesta para los problemas que le afectaban en grado masivo, fueran de índole político-administrativo o de tipo natural, clara señal que muestra la manera en que el pueblo había asumido la incorporación de los desastres naturales dentro del raciocinio de lo religioso.
Esto quiere decir que las capas poblacionales más pobres de la ciudad elaboraban una respuesta no menos englobadora, y si el poder adecuaba convenientemente los fenómenos naturales como parte de su discurso, sería ese mismo poder el que debía recibir el reclamo violento de la masa poblacional en tiempos de calamidades naturales.
El disturbio ocurrido en México el 8 de junio de 1692 ha pasado a ser el más conocido por la posteridad precisamente porque fuera recogido por
Sigüenza y Góngora en un texto donde la respuesta violenta del conglomerado de razas, castas y sujetos de variada índole es registrada como “la transgresión de las fronteras, la violación del orden, el ataque a la seguridad personal y a la propiedad privada, la invasión de los espacios
materiales y simbólicos que constituían el ámbito controlado de la élite
virreinal, […] como una antinatural inversión del estado de derecho” (Moraña
167). Pero no fue éste el único ni el primero de los desarreglos generales del
orden que vio la Nueva España; en palabras del mismo erudito virreinal “no
es estta la Ves primera que han intentado destruir a Mexco.” (Sigüenza 56).
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También en 1624 un tumulto se apoderó de la capital mexicana, y vale
destacar que en éste resulta distintivo que se oyeran gritos de “inteligibles
voces [que reclamaban] viva Dios y el Rey y la Rl. Auda. [Real Audiencia] y muera el mal Govierno” (Relación del tumulto…s/p), pero ello no significa toma de conciencia de la población sobre la idea de separación entre lo divino y lo temporal, entre la corona y el virreinato. Simplemente este parece haber sido un lema elaborado desde la sede arzobispal, en contra del virrey, al que la población sirvió de eco. De cualquier manera vale reiterar que, si bien la violencia en términos de daño físico era usada en exhibiciones de juicio y sanción, y de castigo y ejecución, como mecanismo para modelar voluntades y mantener la estabilidad del poder virreinal, también resulta un lenguaje utilizado por la población de la ciudad virreinal para canalizar sus inquietudes y reclamos en momentos de extrema penuria.
El lenguaje del poder es asimilado por quienes gozaban de muy poca o ninguna participación y es usado como arma que se dirige en sentido contrario, de abajo hacia arriba, con el objetivo de reorganizar ese mismo orden. Los motines demuestran que los canales sensoriales utilizados por el poder virreinal eclesial y laico en algún sentido tenían efectividad. Si bien las voluntades no eran dominadas a través de las exhibiciones grotescas del castigo y la muerte, la respuesta violenta de la población demuestra un desencuentro entre el poder y el subalterno, cuando la exhibición de la violencia pierde su carácter ideológico y aleccionador para ser decepcionada por la población general a manera de fórmula de resolución a sus problemas
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más inmediatos. Así, los autos de fe, como los días de castigo y
linchamiento, encuentran su contrapartida en los motines que también sacudían la ciudad y la sociedad a través de fuerzas provenientes no de la cúpula sino de la base misma de la organización clasista del virreinato. Ante los momentos de contrición religiosa y adhesión política, los motines se muestran como el punto culminante en que las fuerzas subalternas exteriorizan la aprehensión del castigo como herramienta reversible. El motín es otra inversión, es el momento en que los espacios de fuga se muestran con más vehemencia e inundan la ciudad, y lo proscrito se vuelve norma.
La violencia física que agrede el cuerpo y llega a causar la muerte se presenta como una realidad común, inherente tanto al establecimiento de la autoridad en el sistema de dominación colonial practicado en los virreinatos como a la respuesta poblacional a la hegemonía de los poderes virreinales.
Pero también hemos hablado anteriormente de que en el ámbito de las ciudades de México y Lima se practica a diario en una amplia gama de relaciones sociales que desconocen las regulaciones del orden establecidas por el poder para el mejor dominio y administración de la colonia. Estas relaciones conllevan a otro tipo de violencia, que no intenta lacerar al cuerpo ni resuena en chasquidos de látigo, es una violencia mucho más común, que se muestra de manera más silenciosa a prácticamente todos los niveles de la sociedad, rompiendo leyes, órdenes y disposiciones religiosas o laicas.
Nos remitimos nuevamente al texto que relata las festividades organizadas en México por el ascenso de Fernando VI, donde se describe al
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corregidor de la ciudad como el último en desfilar en una procesión
representativa del poder. Este personaje se presentó
con un Vestido de color de Cafee obscuro, texido todo de plata, […] la
Chupa color de Perla, con guarnición de realze de plata briscada de
Milán, el Espadin de plata, sembrado el Puño con pedreria de rubies,
vaciado en París, Sombrero con Pluma de color de Pusól, que
guarnecía una ancha punta, brizcada de Milán de plata, y la
escarapela de liston de color de fuego, en el que estaba fija por Boton
una grande joya de Diamantes, y Jacintos, que, heridos por los rayos
de el Sol, assaltaban los ojos de la curiossidad para que reparasse en
sus brillos. (Abarca 48) (énfasis mio)
Para no extendernos en la cita concluiremos la imagen de este
personaje haciendo referencia a un número indeterminado de lacayos que le
acompañaban (49), y el caballo, cubierto de terciopelo verde y plata, que “por ajustarse a la gravedad del Dueño, que, le regía, apenas con remission movia su aderezo” (48) (énfasis mío). La amplitud del fragmento sirve para comprobar la manera en que era personificada la imagen del poder en un individuo. El exceso en el adorno era una de las constantes con las que el poder se presentaba ante la población asistente, por acumulación de colores, texturas y, sobre todo, de materiales valiosos; esta riqueza en términos del valor material deviene polifuncional: primero hay un apuntalamiento de la imagen del poder, cuyas oscuras imperfecciones desaparecen entre los fulgores del oro, la plata y los diamantes. Por otro lado, esta misma imagen
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de riqueza excesiva se desdobla en metáfora que cualifica al individuo como
sujeto, toda vez que determina que, en la difícil coyuntura de las relaciones
mercantiles y el código del honor que prevalecían en la ciudad virreinal, este
individuo mantiene una relación de cercanía con el poder. Además, en la
yuxtaposición indiscriminada de colores, texturas, metales, piedras, y hasta
de humanos –los lacayos- y animales –el caballo-, hay una intención, de
corte imperial, de revestirse con la mayor cantidad de elementos procedentes
de todos los reinos. A través de esta imagen de poder se visualiza una
hibridización que imprime en la imagen oficial cierto sentido carnavalesco.
Esta práctica de la exhibición desmedida de riqueza se estableció
como costumbre en la ciudad virreinal despierta en Balbuena una alabanza,
en lo que el llamó
aquel pródigamente darlo todo,
sin reparar en gastos excesivos,
las perlas, oro, plata y seda a rodo, (Capítulo III, 77).
Como en la pintura y la arquitectura, en la imagen del sujeto-metáfora del
poder el horror vacui propio del Barroco se resuelve a través de la acumulación excesiva de elementos de diferente procedencia. Pero en el caso específico del sujeto virreinal, este despliegue de riqueza era la alegoría visual que debía ser entendida en términos de fortaleza y vitalidad del orden virreinal por la concurrencia, que es nominada una vez más bajo el término
‘curiosidad’, por tanto una imagen como la del corregidor se aviene a los intereses de clase de este autor.
196
En los documentos de las conmemoraciones virreinales manejados en este trabajo, observamos que la población es presentada con pocos y nebulosos trazos, a pesar de la importancia de su presencia física en la plaza, en las calles por donde la procesión debía pasar, o frente al estrado en días de autos de fe. Era esta población la que cumplía la importante tarea de ofrecer a la imagen del poder virreinal una estimable cantidad de súbditos y demostrar con su presencia multitudinaria el arraigo de dicho poder, y, al mismo tiempo, era el necesario receptor del mensaje ideológico de vitalidad de ese mismo poder. Esta gran masa de moradores de la ciudad y sus alrededores recibía con constancia la estampa del poder en hombres como el corregidor de México que, perdido bajo una explosión de oropeles, se convertían en figuras icónicas del estrato dominante. En estos personajes que, como el corregidor, formaban parte del círculo del virrey, el sujeto mismo se desvanece ante la necesidad de transferir el punto focal a la imagen construida que era la información visual con que se transmitía a los asistentes la importancia del cargo específico, como uno de los escaños de la pirámide política, religiosa y social del orden colonial de los virreinatos.
Esta práctica de desvestir a los sujetos para vestir al poder creaba imágenes de extrema riqueza en tiempos de fiesta, pero no era la única codificación practicada sobre el cuerpo. Veamos que la construcción de la imagen también era usada en otros momentos muy alejados de la festividad pública, ejemplo de ello es el disturbio ocurrido en México en 1624, ante la amenaza de quienes apedreaban su palacio,
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conoció el Virrey q los cediciosos trahian en el sombrero una seña
blanca por conoserse unos ã otros, y poniendose el Virrey un pañuelo
blanco en el sombrero salió ã cosa de las seis y media de la noche de
Palacio en compania de dos Criados suyos y de Don Pedro Medinilla
Alcalde Ordinario […] el qual en todo el dia se apartó del lado del
Virrey hasta dejarlo en el Combento de Sn. Franco. Libre de tan mala
Gente.
El Virrey quando salió de Palacio con la seña referida fue
apellidando lo mismo q la gente amotinada (Relación del tumulto…
s/p).
El sujeto ha cedido en importancia a la imagen elaborada sobre el cuerpo y si el corregidor se integra al poder por el añadido de materiales nobles, el virrey pierde su prominencia social y política por el simple uso de un pañuelo que lo conecta con los amotinados. Es decir que el marqués de
Gelves depende de la vestimenta para ser virrey, o no serlo, ante la población.
De la misma manera tenemos que estas artimañas del lenguaje corporal eran usadas por el subalterno; a propósito Solange Alberro nos
refiere
la perplejidad del comisario inquisitorial de Yucatán cuando, en 1674,
vio que tres individuos considerados mulatos y adoradores de ídolos,
que estaban encarcelados en Mérida mientras esperaban el traslado a
México, empezaron a hablar maya y a ponerse ropa indígena,
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escapando de este modo al Tribunal, puesto que resultaron ser indios
(27).
Quiere esto decir que tanto el más alto como el más bajo de los sitiales virreinales han interiorizado primeramente la importancia de sus cuerpos como portador de una identidad, y que el sujeto se hace a través de las adiciones y sustracciones practicadas sobre ese mismo cuerpo. El código visual del cuerpo es el vaso comunicador con el resto de la sociedad, y eleva o desciende al sujeto en sus relaciones con el poder, o bien lo transporta a zonas étnico-culturales que tienen resonancias jurídicas diferenciadas dentro del sistema leguleyo de los virreinatos. Por otro lado, vale la pena resaltar que estos sujetos habían aprendido que la imagen visual que transmite el cuerpo también va conformada de la actitud elaborada con gestos y ademanes –segundo aporte del cuerpo a la imagen-, que vemos en el virrey cuando se suma a los reclamos de los amotinados y en los presos cuando deciden hablar maya.
Cuando estos mecanismos de construcción del sujeto a través del cuerpo son utilizados en las festividades sociales y, como en el caso del corregidor de Nueva España, determinados sujetos se convierten en el punto de mira de la concurrencia, el poder está generando modelos que eran recibidos por los concurrentes a las conmemoraciones. De manera tácita esta exhibición infiltra el mensaje de que la heterogeneidad de los vecinos, como el caballo del corregidor, debía avenirse a la ‘gravedad’ de estos actos exhibicionistas de poderío. Del otro lado, quienes no tenían el privilegio de
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tomar parte de la procesión de la cúpula virreinal, corroboran las diferencias
sustanciales entre el ‘sí’ mismo y el ‘otro’ –entre ellos y el corregidor- y,
alentada por la exigencia de la participación en las conmemoraciones, la
población virreinal intentará disminuir la distancia que le separaba de las
representaciones de poder y participación como la del corregidor. Si bien el
auto de fe intentaba establecer los patrones morales y moldear las voluntades, la festividad pública establecía las pautas de la imagen y el manejo de los cuerpos.
Esta violencia obrada sobre el cuerpo, que mengua al individuo para
construir un alegato de poder, se convirtió en práctica vivida día a día en la
ciudad virreinal, y es una de las temáticas que Bernardo de Balbuena y
Esteban Terralla y Landa, con sus posiciones encontradas, abordarán de
manera diferente en la imagen de ciudad que elaboran en sus poemas. Pero,
antes de tocar las visiones de las ciudades que ambos autores desarrollan, vale la pena volver a la celebración mexicana por el ascenso de Fernando VI e introducir una necesaria digresión. Como parte de los preparativos para esta festividad “la primera diligencia fue elegir a los mas primorosos Artífices de este Reyno, assi de la Pintura, como de la Escultura, para que construyeran los magníficos Theatros, donde se avia de celebrar la Jura”
(Abarca 20) (énfasis mío). A través de las celebraciones era que la corona española se manifestaba a la población de los virreinatos: las pinturas y esculturas, incluidas en el decorado de la celebración, eran la manera en que la inmensa mayoría de los sujetos que habitaban las ciudades capitales de
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los virreinatos conocían la metrópoli, pues las noticias bajaban ciegas de los galeones y tomaban forma en las imágenes elaboradas por los virreinatos para engalanar la ciudad, ya que la gran mayoría de los sujetos de ambos virreinatos jamás tuvieron la oportunidad de conocer al rey más que por retratos y esculturas. Volvamos al fragmento anteriormente citado y encontraremos en la frase ‘este Reyno’ un cierto sentido de ostracismo, de incomunicación, no sólo del virreinato con el centro del imperio, sino con el otro virreinato. Como también encontramos un aire de independencia otorgado al virreinato, como un ente autosuficiente, de vida casi autónoma, prácticamente un reinado en sí mismo, y la evidencia está en que “the ascension to the throne of a new king was celebrated for one or two days, but the arrival of a new viceroy was celebrated for months” (Curcio-Nagy 37), alteración de escala donde el virreinato toma visos de imperio.
Bajo estas condiciones, eran los virreinatos los que creaban una versión de la realeza y establecían sus propios patrones denotadores de riqueza y poder, porque “es propio de las sociedades en las que se desarrolla una cultura masiva de carácter dirigido, apelar a la eficacia de la imagen visual” (Maravall 501), y para ello las celebraciones públicas se ofrecían como el punto culminante en que el poder juntaba todas sus partes y elaboraba un discurso visual que apuntaba siempre a términos de fuerza, grandeza y poderío. En este medio de ostracismo virreinal y estrategias de representación, el corregidor de México deviene en paradigma de representatividad, pero también en ejemplo de que el exceso y la desmesura
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no eran privativos del vulgo. Sumergida en las influencias de estos modelos impuestos por el círculo del poder virreinal, y siguiendo la enseñanza de gravar al cuerpo con proclamaciones de poderío, la población de la ciudad veía en las cortes virreinales – mexicana y peruana, según fuera el caso – la norma a seguir en el manejo de la imagen. Aprendida esta lección, la población virreinal salía a exigir un protagonismo que no le era permitido en días de festividad; así plazas, paseos, calles y demás espacios sociales se convierten en la procesión diaria de todos aquellos que no tenían la oportunidad de participar en la exhibición del desfile celebratorio por nacimientos principescos o ascensos al trono.
Este manejo de la imagen que la población virreinal aprende a través de las expresiones de poder desplegadas una y otra vez, año tras año, es recogido por Rosas de Oquendo, en una población que
[…] en yr a uer las fiestas
no aiáis miedo que rreparen,
aunque sin manto y chapines,
y sin gorgera se hallen.
La que tiene dos jubones
presta el vno y danle guantes
y al fin todas ban bestidas
rrauiando por desnudarse, (34).
Para Terralla esto constituye un acto de violencia, toda vez que implica una apropiación de un lenguaje visual que es reelaborado por las masas. Este
202
último autor resuelve el asunto de la imagen del sujeto simplemente en
términos de apariencia y superficialidad, y como tal fustiga a quienes “[…]
son mártires del diablo sólo por el lucimiento” (Romance X, 40), sin atender a que, como vimos en el caso del corregidor de México, es el círculo del
poder el que instituye la tendencia a decodificar el sujeto a través de la
acumulación que muestran las vestiduras. En esta oportunidad Terralla, en
medio de su ambivalencia, pasa por alto el origen de la costumbre.
La relación de este último autor con la imagen del poder y la
construcción de esa imagen se vuelve aún más controversial. Dice Terralla
que al “[…] pulintín, aunque jamás tenga un peso, / precisamente le dan en
todas partes asiento (Romance II, 12), sin percatarse el autor de que este
‘pulintín’ simplemente ha aprendido que su lugar en la sociedad no va en lo
profundo de su bolsillo ni en la real ubicación en sociedad, sino en la
efectividad de la comunicación que él mismo logre establecer con el resto de
la sociedad a partir la imagen que transmita desde la superficie corporal. Y
vemos aflorar nuevamente la inconsistencia de este autor que, al mismo
tiempo, refiere a su imaginario amigo
que vas vestido de alto por no parecer plebeyo,
a manifestar las cartas que aquí de favor te dieron-
que estas recomendaciones valdrán si llevas dinero,
pero si careces de él serás lo mismo que un perro; (Romance I, 8)
y finalmente el autor no cierra el consejo a su amigo, porque no logra definir
cual es la real prioridad que se maneja en el virreinato del Perú entre el
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caudal acumulado y el caudal expresado en imagen; él simplemente
arremete contra todo lo que se presente a vista, porque su difícil posición
entre lo mercantil y lo nobiliario en los años finales del sistema colonial
español no le permite establecerse en un punto de equilibrio.
Del mismo modo zigzagueante se despliega la crítica a quienes no
fomentan la explotación de los recursos: “verás [dice Terralla] que no hayas
alguno que para minas de un peso” (Romance XVII, 63), descartando el
desinterés hacia lo económico como característica negativa del Perú. Pero
también a quien ha acumulado caudales Terralla le exige manifestarse bajo
un código aristocrático, y critica a los “[…] hombres grandes con más de un
millón de pesos / que pasan personalmente a cobrar a los pulperos”
(Romance X, 40), donde se renueva la ambivalencia, dirigida esta vez a la
dicotomía entre la acumulación que comenzaba a fomentarse en el sistema
mercantil versus el honor de procedencia nobiliaria. No obstante la inconstancia de opinión de este autor, su pluma regresa una y otra vez a la crítica a la construcción de la imagen de los sujetos que “[…] por sustentar el lujo carecerán de sustento” (Romance X, 39).
Pero no son los hombres limeños los más atacados por Terralla en
asuntos de construcción de la imagen; en Lima por dentro y por fuera
parecen haber sido las mujeres la meta final de toda la crítica,
Las que queriendo alternar en el lujo y lucimiento,
en mil empeños se ven por salir de tanto empeño …………………………………………………….. y juzgando que son suyos salimos, amigo, luego
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en que todo es alquilado y todo lo están debiendo. (Romance XII,
44)
En este punto descubrimos una vez más una actitud contradictoria:
Terralla se debate en una línea de pensamiento mercantilista – la misma que lo llevó a arriesgar en las minas peruanas con el objetivo de sacar dividendos del virreinato - con rezagos medievalizantes: siguiendo la pauta de la extracción de riquezas y producción de bienes, el autor presenta el nivel adquisitivo como una marca distintiva – con similitud a la aristocracia – que no debe ser violada, es decir que la posibilidad de adquisición de bienes es punto medular que debía regir las relaciones de los sujetos, y desde donde se debía elaborar el discurso visual identificador.
Terralla se muestra extraviado en su propia realidad histórica y personal y no llega a entender la sociedad movida por influencias nobiliarias y del capital, y si bien critica que en el virreinato peruano
Las monedas se idolatran, siendo escudos de más fuero
que el de Aragón y Navarra, pues tienen más privilegios (Romance
IX, 37) fueron esas mismas monedas, sacadas del negocio minero, las que le llevaron a Perú, por lo que muy a pesar de la crítica, él mismo se encuentra en la posición de abrazar el sistema de la acumulación del capital sin soltar el anclaje con la antigua estratificación aristocrática.
El sujeto Terralla se extravía y confunde más allá de los versos de
Lima por dentro y por fuera. En los espacios sociales le apreciamos
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nuevamente frente a una realidad inhóspita que no le ofrece acogida, como
preludiando la actitud romántica. El más característico de estos espacios
sociales será el teatro, que se convierte en punto obligado para el
esparcimiento, y según explica Terralla “La noche del día festivo fuerza es ir al coliseo” (Romance XIV, 50).
Es en el teatro donde la población representa en vez de asistir a la representación, como nos muestra Terralla. Así los asistentes conforman un espacio de fuga porque si bien no aparece la necesidad de escapar del mecanismo represivo, si está latente el ansia de violar la exclusividad de lo emblemático virreinal. Es la creación de un espacio favorable a los asistentes, que se superpone al espacio emblemático original. En el teatro
“space occurs as the effects produced by operations that orient it. Situate it, temporalize it, and make it function in a polyvalent unity of conflictual programs or contractual proximities” (Certeau 2002a: 117). Si el edificio del teatro es concebido para un público hipotéticamente pasivo, la real concurrencia se vuelve contra la estrechez del papel asignado a ella por el edificio y despliega su representación para volverse protagonista de su propia obra.
Para Bernardo de Balbuena no existe contradicción alguna entre la escenificación en el teatro y la teatralización llevada a cabo por “[…] las damas deste alto coliseo, / nata del mundo, flor de la belleza, (Capítulo V,
90). Éste es un espectáculo positivo, contribuyente al virreinato porque destaca “galas, libreas, broches camafeos, / paeces, telas, sedas y brocados”
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(Capítulo V, 89). Se contenta este autor con el acercamiento epidérmico a los
sujetos, sin indagar más allá de la cobertura de riqueza que era mostrada en los espacios públicos, y, más que receptor de la imagen del poder, se convierte en constructor de la imagen del poder pues los oropeles del teatro hacen de la exhibición de las celebraciones una constante que no deja caer la emisión de los fulgores del imperio y con esto sus damas asistentes al teatro quedan integradas al discurso visual que emite el poder virreinal desde
la capital.
Terralla, por el contrario, asume que el teatro es el punto donde se
cruzan las directrices de varios tipos de violencia, y para ello rompe el velo
de la imagen y reprocha que la obra presentada no es convincente pues los
actores
[…] representan mascando, que repiten dos mil yerros
y que hay tres apuntadores lo mismo que pregoneros,
que cuando el cómico dice la cláusula y el concepto
ha muchos años que ya los circunstantes lo oyeron, (Romance XIV,
50).
Esto equivale a decir que la representación de los personajes no era asumida
por los actores porque esta no era la real importancia otorgada al teatro. La
real representación se desarrollaba ante el escenario, en lo que Terralla
define como una simulación que únicamente servía para dar rienda suelta a
“[…] la censura de otras a ver lo que llevan puesto” (Romance XIV, 50). Es
decir que la imagen construida sobre el cuerpo es asumida por Balbuena de
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manera natural, consustancial al virreinato, porque es la expresión de la
eficacia del imperio español en el Nuevo Mundo; entretanto, esta misma
imagen es tachada de negativa por Terralla, quien la considera un
violentamiento, resultado de un proceso de inversión.
En Lima por dentro y por fuera se nos presenta el teatro como el
espacio donde más claramente es violada la línea de contención de tipo
clasista que, para Terralla, resulta desconocida a los limeños, y volvemos a
la importancia de el montaje de una imagen que construye lo simbólico y violenta los espacios emblemáticos de la capital virreinal. Es en el coliseo donde tiene lugar el simulacro desplegado en la asistencia masiva de muchos “[…] que toman por temporadas asientos / más bien por la fantasía que por gusto ni recreo (Romance XIV, 50). Pero ‘fantasía’ es un término deliberado que no ofrece más información; la realidad del teatro nos abre un campo de violaciones del espacio emblemático cometidas por los sujetos con el interés de reformular sus relaciones con el poder. Recordemos al oidor de
México, presentado en páginas anteriores; este hombre cargaba sobre sí la
simbología del poder, no sólo por la exagerada riqueza con que iba cubierto,
también porque su ubicación en la procesión hablaba de sus relaciones
cercanas a la cúspide virreinal. Por ello, cuando la población decide imitar un
lugar en sociedad de mayores ventajas lo hace a través de la imagen y de la
coincidencia de las coordenadas espacio-temporal. A través de la imagen
construida es posible establecer las marcas necesarias sobre el cuerpo para
luego insertar ese mismo cuerpo en el espacio que permitirá relacionarlo con
208
otros cuerpos afines. Una vez ubicados en estos espacios los sujetos ponen
sus cuerpos en función de producir una nueva gama de significaciones, al
tiempo que establecen una relación –parabólica - con el poder.
Al practicar la re-localización de sus cuerpos, los sujetos virreinales
violentan el edificio emblemático no sólo porque pisan terrenos no
pertenecientes sino porque, por añadidura, su incidencia crea un nuevo
espacio que altera los objetivos originales del recinto teatral. Observa Terralla
la presencia de
muchas madamas metidas en sus parquetos
sin atender o entender de la farsa el argumento;
[…] que todo su afán es mirar a los mancebos,
haciendo continuas señas para juntarse en saliendo; (Romance XIV,
50).
Los espacios de fuga se han filtrado en los emblemas del poder y han
solapado los espacios representativos del orden sociopolítico, hasta llegar a la reorientación de las funciones de esos mismos espacios reservados. Es decir que, para Terralla, es el teatro el punto crítico de esta violencia silenciosa que atraviesa toda posible frontera y que se vale constantemente de las estrategias del carnaval.
El cultivo a la apariencia es el membrete con que Terralla marca a
Lima, y el signo que aúna la sociedad toda. Para él se impone la necesidad de “procurar […] que cada uno siga en el puesto que un orden tradicional y heredado le tiene asignado. Hay que reducir los casos de paso de un nivel a
209
otro” (Maravall 278) porque este mecanismo arbitrario de construcción de la
imagen uniforma peligrosamente los orígenes sociales y ello desestabiliza las
instancias dominantes. El permitir “que una mulata, una zamba y otras de
este corto pelo / alternan en gala y traje a uno de título expreso” (Romance V,
21), apunta directamente a una deconstrucción de la imagen del poder que
para Terralla constituye anarquía de clases y razas, base de un sinnúmero
de violaciones a una anhelada organización virreinal. No entendía Terralla “la
inclinación del Barroco a sustituir lo absoluto por lo relativo, lo más estricto
por lo más libre” (Hausser 424) y, con ello, la “resistencia contra todo lo
permanente, contra todo lo fijado” (Hausser 424), batalla que se libra desde
los espacios de fuga como el ambiente de libertad necesario para desarrollar
el carácter competitivo que define la sociedad barroca (Maravall 346).
La sociedad virreinal es una sociedad de la simbología y es el cuerpo
el mejor de los medios para la producción de esa simbología; es el cuerpo la herramienta viva que es “manipulated, shaped, trained, which obeys, responds, becomes skilful, and increases its forces” (Foucault 1995:136). El poder en sus dos versiones, religiosa y laica, utilizan el cuerpo del
subordinado: el Santo Oficio establece las leyes a través del cuerpo de los
acusados y condenados por medio del castigo, pero también a través de la
imagen visual pues al cuerpo se le lacera no sólo con violencia física;
también se le hace portador de la culpa y se le obliga a una procesión que
deviene la antítesis del desfile de la festividad laudatoria. Un único ejemplo
entre los muchos que describen los documentos revisados, recoge como, en
210
México, en 1575, el tribunal inquisitorial acordó que “Pedro de la Bandera salga al auto público de la Fe, con vela, soga y coroza blanca, con un letrero de testigo falso […] y que le sean dados doscientos azotes en forma de justicia, por las calles públicas de esta ciudad” (Archivo General… 59). Este castigo del “paseo infamatorio por las calles de la ciudad durante el que se administraban los azotes al reo mientras sus delitos eran pregonados,
[resultaba un] paseo sumamente temido por una sociedad sedienta de honor”
(Alberro 193), y los signos de la deshonra – vela, soga, coroza y letrero - hacen tanto daño como el látigo.
Los eventos del castigo constantemente ligados al desarrollo de los virreinatos donde “los dispositivos del poder se articulan sobre el cuerpo”
(Foucault 2000:184) van conformando el relato de la ciudad virreinal a manera de epistemes que envuelven a la inmensa mayoría de los sujetos coloniales de las ciudades virreinales, quienes aprenden de las lecciones de la violencia, más que las regiones de lo intocable de la moral cristiana, las maneras de ahondar en esas áreas de lo prohibido, usando su mismo cuerpo como escudo defensor ante el poder. Dentro de la amalgama virreinal el cuerpo se destaca como la mejor y más útil de las posesiones, usada para salir del radio de acción del mismo aparato inquisitorial. En esta tesitura tenemos a Esperanza Rodríguez, acusada y encarcelada por la rama mexicana de la Inquisición en 1646, quien “viéndose apretada, se fingió loca, dejándose comer de piojos; diciendo y haciendo acciones y palabras con que pretendía ser tenida por tal, como eran el coger sus camisas y rasgarlas,
211
haciendo un muñecón grande […] y besándole hacía que le daba de mamar,
diciendo que era su niño” (Documentos… 47-8). Y si esto ocurría ya en las
mazmorras del Santo Oficio, en la vida diaria el cuerpo servía igualmente
como herramienta que permitía andar los espacios de fuga, así lo
demuestran Fernando Rodríguez y su esposa, quienes para cumplir con los
ayunos hebreos, “fingían riñas ó se acostaban al tiempo de medio día,
diciendo tenían jaqueca” (Documentos… 107).
El reconocimiento del cuerpo en la sociedad virreinal se muestra en una interminable lista de hechos y usos que permiten a los sujetos coloniales escapar a la pena inquisitorial, hacer su vida muy alejados de la dogmática religiosa declarada por la Inquisición, o simplemente variar las coordenadas de sus propias sujeciones dentro del paisaje político y social. El abanico de facultades atribuidas al cuerpo se abre infinitamente y desborda los límites de este capítulo, no obstante un caso más, el de Francisca Texoso, quien “para
tener mejor venta el pan que amasaba y que saliese más blanco y sabroso,
ella y sus hermanas le amasaban con agua que antes les había servido de
lavarse ciertas partes inmundas” (Documentos… 51) o, lo que visto desde
muestro momento histórico se revela como el cuerpo-arma, que sirve para
atacar a otros cuerpos, que actúa de manera vengativa y toma revancha
sobre los otros cuerpos, lo que en términos privados de un sujeto vendría a
ser la repetición del castigo inquisitorial, a imagen y semejanza de un auto de
fe, que es reelaborado desde la perspectiva del sujeto corriente en
desventaja en las relaciones de poder virreinales que se abre paso a través
212
de los espacios de fuga y violenta las limitaciones impuestas por el poder
mismo.
El cuerpo también se desdobla y se presenta como herramienta no
menos eficiente en la lucha barroca por el ascenso social, y sirve como el
lienzo virgen sobre el que se dibujan y re-dibujan convenientemente
relaciones con los poderes virreinales. Todos estos sujetos, alejados de los
beneficios de la participación en la sociedad virreinal, deshebran la madeja
de las imposiciones para aprender a usar sus cuerpos en la “implacable
competencia: por el poder político y económico, por los recursos físicos como
casa y comida, por empleos o progreso profesional y, en última instancia, por
la supervivencia” (Hoberman-Socolow 16), y para lograrlo emprenden una
serie interminable de actos que, si bien se manifiestan de manera desigual, demuestran la eficacia de la inversión y la hibridización. Estos sujetos integran la carnavalización a sus vidas diarias y dan un viraje al uso de la violencia, que en sus casos se encamina desde la base a la cima de la pirámide de la organización social, con la consiguiente vulneración del orden establecido por el virrey y el arzobispo y el menoscabo del sistema colonial.
213
CAPÍTULO 7
CUERPO Y CIUDAD VIRREINAL
En la Relación del tumulto… que sucedió en la Ciudad de México en
1624 se narra como
“conocio el Virrey q’ los cediciosos trahían en el Sombrero una Seña
blanca por conocerse unos ã otros, y poniendose el Virrey un pañuelo
blanco en el Sombrero salio ã cosa de las Seis y media de la noche
[…] El Virrey cuando salio de Palacio con la seña referida fue
apellidando lo mismo que la gente amotinada” (Relación… s/p).
Así el Marqués de Gelves logra ponerse a salvo, no sólo a partir de la
observación de los sediciosos, sino porque es capaz de interiorizar la
importancia que tiene en la sociedad barroca el hacer del cuerpo una
herramienta productora de significados específicos. El cuerpo es un tropo esencial en la sociedad virreinal23: ya antes habíamos analizado el cuerpo como la superficie sobre la que el sujeto distanciado del eje del poder fabula
una situación social acorde a sus intereses; estas apariencias – que tanto
critica Terralla - quedan tejidas sobre el cuerpo a partir de materiales
23 En el sermón que el padre Ioseph de Zisneros pronunció en Lima, en el marco del auto de fe celebrado el 3 de enero de 1639, dice el sacerdote: “Mirad, dize Agustino; vna cabeça, y vn cuerpo, constituyen vn hombre; propio es de la cabeça, hablar por los miembros, porque en ella está la voca, y lengua: la caridad nos haze vnos con Christo; pues agora siquiera hablen los miembros, siquiera la cabeça, Christo es el que siempre habla” (3R). Este fragmento demuestra un sistema de pensamiento de basamento antropomorfo, que articula el discurso ideológico a través de la jerarquía que facilita la metáfora del cuerpo. 214
dignificados por la sociedad, o bien con el uso de símbolos sociales específicos – el hábito religioso es posiblemente el más frecuente. Pero este uso directo del cuerpo no se limita a las capas más bajas de la sociedad; ahora encontramos al sujeto cúspide del virreinato en un consciente uso de las técnicas de manipulación y transformación del cuerpo. En la sociedad virreinal el cuerpo per se alcanza significaciones propias; él no es
únicamente “a passive médium on which cultural meanings are inscribed or as the intrument through which an appropiative and interpretive will determines a cultural meaning for itself” (Butler 12). Es cierto que los sujetos virreinales usan el cuerpo para saltar divisiones sociales e incorporarse a espacios que le son negados – sea en dirección ascendente como las damas que Terralla critica, o en dirección descendente como el virrey –. Al hacer al cuerpo el portador de una información deseada, el virrey extirpa el poder que ostenta su masa corporal, es decir que el cuerpo no tiene iniciativa propia sino que se deja manejar. Una vez asumido el lenguaje de las nuevas simbologías que se le han entregado, el cuerpo entra en contacto por sí mismo con otros discursos simbólico-corporales.
En el mundo barroco de los virreinatos hispanoamericanos el cuerpo no es pasivo. Es un primer estadio en el cual el sujeto se apropia del cuerpo y lo viste o desviste de elementos significativos: el virrey no se despoja del poder, por el contrario, para mantener su posición privilegiada en las relaciones de poder, despoja al cuerpo de la información pertinente al poder y lo reviste con signos cuya significación es diametralmente opuesta en la
215
escala de significaciones sociales. En el inicio de la relación entre el sujeto y el cuerpo, el segundo aparece como un espacio virgen capaz de aceptar elementos de codificaciones sociales muy diferenciadas, de aquí surge la idea de la pasividad del cuerpo, que es asumida en virtud de que el sujeto puede revestir al cuerpo, tal como lo hace el marqués de Gelves con el uso del pañuelo blanco. Pero una vez que el cuerpo es envestido como portador del mensaje, él se separa del sujeto para adquirir vida propia. Si los amotinados de México no reconocieron al virrey porque éste llevaba en el cuerpo la misma marca que ellos es porque el cuerpo del marqués establece la comunicación. En medio del disturbio el virrey podría haber revelado su verdadera identidad, pero posiblemente nunca le habrían creído, simplemente porque su cuerpo emitía una declaración diferente. En otras palabras, llegado un momento en la manipulación del cuerpo, el sujeto pierde el control de su propia corporeidad; entonces es el cuerpo el que habla, no para el sujeto sino por el sujeto.
El cuerpo recoge un caudal informativo que organiza y transmite en un código socialmente entendido porque el cuerpo es el engarce comunicativo entre el sujeto y el resto de la sociedad. La codificación informativa que transmite el cuerpo tiene connotaciones sociales porque permite al sujeto atravesar espacios y entrar en contacto con otros cuerpos que son del interés del sujeto. El cuerpo es el texto viviente que no encuentra sus límites en la piel; él más bien se extenderá tanto como le permita la recepción del mensaje del que es emisor, y en la transmisión de las ondas visuales del
216
cuerpo se pueden hasta dirimir posiciones específicas dentro de las relaciones de poder.
Pero también, en el ámbito virreinal, el cuerpo es razón de disputa.
Precisamente porque en la sociedad el cuerpo toma el lugar del sujeto,
apropiarse del cuerpo resulta esencial a los sujetos virreinales. La necesidad
de apropiarse del cuerpo, de conquistarlo, se hace presente en el virrey que
se enfrenta a través del cuerpo a los amotinados. Entre ambas partes se
establece una batalla por la posesión del cuerpo: expropiar al virrey de su
cuerpo era la meta que los amotinados perseguían; del otro lado, continuar
en posesión del cuerpo es el objetivo del marqués de Gelves.
En la lucha que se establece en las ciudades virreinales por la
apropiación de los cuerpos la Inquisición tiene un papel cimero: los cautivos
del Santo Oficio son aislados, y con ello la Inquisición intenta primeramente
suprimir la emisión-transmisión que se establece, a través del cuerpo, entre
el sujeto y el resto de la sociedad. Aún más, la condena a la hoguera
practicada por el Santo Oficio es en apariencia un acto de castigo; la quema
era la manera de hacer desaparecer al cuerpo, que para entonces había sido
revestido como símbolo de la transgresión que atenta contra el discurso por
el cual el poder se constituye a sí mismo. En la hoguera la representación de
la transgresión se hace etérea, la masa desaparece y su solidez se gasifica.
La quema del cuerpo es esencial a la institución religiosa porque marca el
triunfo del Santo Oficio en la batalla por la posesión del cuerpo. El condenado
en la hoguera es la aseveración a otros muchos sujetos en posición de
217
observación del triunfo de la Inquisición sobre sus propios cuerpos, es una
aviso del acto de apropiación de ejercido por la institución, y al mismo tiempo
es el indicador más común en la ciudad virreinal del cuerpo convertido en
espacio de batalla donde se libra la lucha por su posesión. Así el cuerpo se desdobla bajo diferentes avatares a través de los canales de la sociedad virreinal, desde la superficie inerte sobre la que el sujeto actúa y escribe sus caprichos a la masa que toma vida propia y se despega del sujeto mismo, hasta el espacio de discordia donde se llevan a cabo luchas por la
apropiación y expropiación del cuerpo mismo. Por otro lado el cuerpo es
representante del sujeto, a tal punto que el cuerpo es tomado por el sujeto.
En el pasaje que nos narra la iniciativa del virrey ante la masa de
amotinados se evidencia otra cualidad del cuerpo. El revestimiento del
cuerpo con la simbología que definía socialmente a los amotinados incita al
cuerpo a participar en una masa mayor. Cuando el cuerpo ejerce su
capacidad de comunicación al centro de una masa de otras muchas
corporeidades se transforma nuevamente; esta vez se vuelve minúsculo y
dependiente de una entidad de más amplitud y con mayor incidencia a nivel
social. Esta nueva entidad es lograda por la unidad de muchos otros cuerpos
sintonizados en la producción de ondas de transmisión con comunicados
ideológicos similares. El cuerpo que antes había sido un ente autónomo,
pierde toda su individualidad para ser, en igualdad con otros cuerpos, una
célula de un organismo mayor que a su vez remedará una definición
antropomorfa. El virrey pasa desapercibido porque a través del pañuelo
218
blanco su cuerpo queda integrando a otra materia corpórea mayor, formada
por los múltiples cuerpos de los amotinados.
En esta última trasformación el cuerpo depende no sólo de las otras corporeidades, sino también del espacio que es forjado por la relación entre todas las otras materialidades participantes. “[T]he city provides the order and organization that automatically links otherwise unrelated bodies” (Grosz 43),
porque es en la ciudad donde con mayor facilidad pueden crearse
formaciones de volumen colectivo que se antropomorfizan a partir de una
marca significativa común a todos. Los gremios, las cofradías, las
sociedades… todos son formaciones corporeizadas de la sociedad barroca,
unidas siempre bajo un signo específico y común a todos, signo cuyo
significante se desdobla en labor que hacen, conformación étnico-racial, etc.
Cada una de estas nuevas agrupaciones sociales que capturan un número determinado de cuerpos repite la formación corporal; así se hace fácil de reconocer en la jerarquía de las organizaciones sociales, religiosas, o gremiales, un elemento máximo encargado de la organización y manejo del cuerpo que es su grupo: una ‘cabeza’ que representa el resto de la organicidad corpórea de la asociación.
Todas estas organizaciones que no nacen en la sociedad barroca sino que mantienen su vigencia, se constituyen tomando como referente directo el cuerpo, como “a concrete, material, animate organization of flesh, organs, nerves, muscles, and skeletal structure which are given a unity, cohesiveness, and organization only through their physical and social
219
inscription” (Grosz 43), materialidad que es extrapolada a una masa de muchos cuerpos, a través de canales de intereses y objetivos compartidos.
Pero también todas estas agrupaciones de sujetos cuyos cuerpos quedan unidos para crear la diferencia con otras corporeidades coloniales, reciben la influencia del virreinato como organización de mayor escala, con su estratificación piramidal y en la cual cada uno de estos grupos tiene un lugar específico que le es asignado. De esta manera el tropo del cuerpo inicia su circulación dentro de la sociedad virreinal, donde es repetido a diferentes escalas, desde una escala mínima, celular, el cuerpo por el cual es reconocido – y confundido – el sujeto, hasta el cuerpo virreinal que da cabida a muchas otras agrupaciones que repiten la dicotomía arriba-abajo, cabeza- pies.
En El sol en el león…, escrito por el P. José Mariano de Abarca en
1747 para narrar las celebraciones por la toma del trono de Fernando VI, se relata el inicio de la celebración callejera de la siguiente manera:
Ordenóse luego la Proccesion, y dando principio la Santa Cruz, que lo
fué de nuestra Redempcion, siguió inmediata la Ilustre Clerecia,
después el Venerable Cabildo, y el Preste con la Custodia de el
SANTISSIMO SACRAMENTO […] por detrás la Real Universidad,
luego la Nobilissima Ciudad, Tribunales, y cerró tan magestuoso
acompañamiento el Excmo. Señor Vi-Rey. Tambien assistieron, en la
misma forma […] los siete Indios Gobernadores, aunque sin
determinarles lugar. (Abarca 86) (énfasis mío).
220
De esta manera se describe el inicio de la celebración en la ciudad de México por la exaltación al trono de Fernando VI. La procesión que da inicio a la celebración es una puesta en escena de la organización virreinal de la ciudad a partir de un antropomorfismo que no pasa inadvertido: el poder hispano resulta esencial en contraposición a los indios, que a pesar de ser representantes de la elite indígena, no tienen lugar asignado dentro de la celebración. Este antagonismo entre etnias, entre el poder y los que quedaban alejados del eje dominante, los dominadores y los dominados, transpone las oposiciones de arriba y abajo, lo limpio y lo sucio, lo que es medular y lo prescindible. La cabeza y los pies del orden citadino, y por extensión político-virreinal, el órgano que controla – la clerecía y el virrey - y las extremidades – indígenas - dispuestas a ser ordenadas. Esta dicotomía queda aún más marcada cuando “[a]cabado el Santo Sacrificio de la Missa, y recibida la Bendición […] salió para su Palacio el Señor Vi-Rey, cortejado de la Real Audiencia, Tribunales, y de la Nobilísima Ciudad, sin que hiziessen falta los Indios Gobernadores” (Abarca 87) (énfasis mío). Nueva confirmación de la expresión antropomorfa que toman las agrupaciones de muchos cuerpos aunados bajo el aglutinante de un ideal ideológico-político. Esta antropomorfización la veremos repetida en la sociedad virreinal, y reaparecerá para nosotros en la construcción de las imágenes de México y
Lima que, respectivamente, elaboran Balbuena y Terralla, quienes nos develan que el paso de los siglos no obsta en la pervivencia del cuerpo como fundamento organizador esencial del orden virreinal.
221
7.1 La ciudad en la distancia
En su “Compendio apologético en alabanza de la poesía” dice
Bernardo de Balbuena que “si el ignorante, el idiota y el vulgar con loca arrogancia se despeña a meter la hoz en mies ajena y se adelanta a arroja a presumir y tratar lo que no entiende, el tiempo […] le dará el pago y desengaño, y a cada uno el lugar que mereciere” (130). A manera de sentencia el autor de La grandeza mexicana establece una demarcación nueva que ya no secciona la sociedad virreinal en letrados y no letrados sino entre poetas –entendido como creadores por excelencia- envestidos con el poder de la creación, gozando de un estatus casi divino, y quienes son incapaces de crear producto artístico alguno. Esta división de los hombres en dos campos – los que crean y los que deben aguardar a recibir la creación- también lleva implícita la declaración política a nivel de demarcación de los terrenos virreinales en dos áreas diferenciadas igualmente por las posibilidades creativas. Sin embargo, luego de esta primera división,
Balbuena tiene a bien aclarar que “los filósofos y santos […] hacen guerra contra el mismo linaje de poesía que yo abomino y repruebo, esto es, contra la lasciva, torpe y deshonesta” (145). Alertado el autor de formar parte de un medio social en que la creación poética también se hacía sentir en la inventiva popular con canciones y poemas satíricos de corte blasfemo y sexual,24 implementa la nueva escisión, esta vez dentro del campo mismo de
24 Ver: Baudot, Georges y María Águeda Méndez. Amores prohibidos. La palabra condenada en el México de los virreyes. Antología de coplas y versos censurados por la Inquisición en México, y González Casanova, Pablo. La literatura perseguida en la crisis de la colonia. 222
la creación literaria –poética. Esta nueva partición estrecha aún más el
espacio de los considerados creadores por Balbuena y decanta aún con
mayor selectividad el grupo en el que Balbuena se incluye para elevar su
subjetividad por sobre la muchedumbre, por virtud de su labor de poeta que
se circunscribe –según él la entiende- a la creación estética que no indaga, a
través de la cual “los poetas dan la dulzura de su decir, con grande invención
y artificio” (145). De esta manera es posible dejar al ‘yo’ al lado de lo más
elevado y caracterizarlo a través de la contraposición del ‘otro’ en el terreno
opuesto, pero también al separar a los creadores Balbuena está repitiendo la
dicotomía de lo substancial y lo intrascendente que aparecía marcada en la
procesión que hemos visto, entre las posiciones de los indígenas y las del conjunto de representantes del poder en la ciudad. Nuevamente cabeza y
pies afloran como metáforas que se filtran en la conformación de la visión de
un grupo social determinado.
La grandeza mexicana no quedará exenta de las influencias de
conformación antropomorfa, pero en este caso quedará entreverada de
manera casi inseparable de la misma visión limitada con que Balbuena
entiende el arte de la poesía. “Tanto para Balbuena, como para sus doctos
contemporáneos, existía una correspondencia esencial entre las diversas
artes: poesía, pintura, música, danza, mímica… se constituyen como
lenguajes diversos pero concurrentes, puestos al servicio de un mismo
propósito de mimesis o representación” (Pascual 14). La labor de la poesía
queda circunscrita a la imitación de la naturaleza (Balbuena 145), que no es
223
decir poco. Bajo las influencias del Renacimiento que aún Balbuena arrastra
es el creador quien está llamado a la observación del mundo para luego
interpretar el mundo en la composición de su texto. En La grandeza
mexicana encontramos la poesía dedicada a imitar la ciudad; pero también
encontramos la mirada que se circunscribe al mundo de lo estético, lo que
sería decir que en la descripción de la urbe virreinal de Balbuena no existe
ejercicio de indagación. Quizás porque la poesía, como el mismo autor
asevera, es “para no humillarla a cosas rateras humildes” (139), Balbuena
decide no adentrarse en México, en sus esclavos, sus castas y su población
indígena, como tampoco en las marcas de pobreza o en las pulquerías que a
menudo representaban la antitesis del ordenado cuerpo virreinal25.
La ciudad que nos presenta Balbuena es la urbe que se observa desde afuera, desde la distancia, y acaricia la ciudad con sus versos. El poeta fuerza su pluma a la observación en la altura, al México que se eleva en el plano vertical: “¡Que es ver sobre las nubes ir volando / con bellos lazos las techumbres de oro / de ricos templos que se van labrando!” (Capítulo II,
71). Esta mirada oblicua es la observación del sujeto que se identifica con el arriba simbólico de la cabeza virreinal. Si por un lado la poesía queda enmarcada en la contemplación, también la observación del creador es restringida a lo que de bello se encuentre en su campo visual. Al centro de la observación que Balbuena hace de la ciudad queda un triángulo marcado por tres puntos: la posición del sujeto autor, el plano horizontal donde se
25 Ver Carlos de Sigüenza y Góngora. Alboroto y motín de México. 224
mueven, actúan y se relaciona la masa de sujetos que quedan alejados de la
cumbre virreinal, y los altos techos de templos y campanarios como
denotación de poder. En esta área innombrable queda como remanente lo
ignoto virreinal, lo que no es dable al canto poético elevado, los orificios del
cuerpo urbano, repulsivos al poeta e impuros a la poesía.
Las áreas intocables para Balbuena quedan escondidas bajo el velo de palabras, y a la decisión de cada quien, que “vea en que rama gusta de enredarse, / que a todas partes hallará corriente” (Capítulo V, 89). Pero, ¿qué corrientes? ¿A dónde llevan?... Parecería que se abre la posibilidad de tocar los terrenos de elecciones que pudieran ser oponerse a la belleza estética y el orden, una posibilidad de traer al primer plano lo innombrable de las áreas oscuras del plisado barroco, pero ni una mención para esas oscuridades del retablo urbano en las que no tiene interés. Al tomar en cuenta las palabras de
Maravall, que aseguran que la prudencia viene a ocupar un lugar importante en la sociedad barroca (141), quizás podamos llamar prudencia a la manera en que Balbuena se acerca al aspecto social novohispano. Si el silencio es impuesto sobre las epistemes urbanas, el mismo silencio – o prudencia – va a marcar diferentes áreas sociales, donde se desarrollan “[…] otros gustos de diverso trato, / que yo no alcanzo y sé sino de oídas, / y así los dejo al velo
del recato” (Capítulo V, 93). Estos silencios que se tienden entre los pliegues
de la ciudad nos anuncian la existencia de otras caras de la ciudad Balbuena
decide no revelar.
225
Una de las más notables oscuridades del retablo urbano en La
grandeza mexicana lo constituye el aspecto multiétnico de la ciudad, del que
vale observar que la población indígena ha desaparecido. En un canto final a
España con que Balbuena cierra el poema, aparece un único indígena “entre
el menudo aljófar que a su arena / y a tu gusto entresaca el indio feo, / y por
tributo dél tus flotas llena (Epílogo, 124) (énfasis mío). Cierto es que este
‘indio’ está usado de manera genérica, es decir que no podemos ver aquí la
referencia a un único cuerpo de un único sujeto de extracción indígena. Pero
también es cierto que con esta única referencia a la masa de población
indígena mexicana Balbuena está tomando la misma posición que antes
hemos visto en la procesión: el indígena no tiene lugar porque escapa al
boato y la emblemática europea con que se fraguan las ciudades virreinales.
El indio para Balbuena constituye simplemente el sostén –los pies- del cuerpo político-religioso virreinal: El indígena queda a la base del nuevo orden barroco como productor de bienes y riquezas, soporte esencial al peso de las columnas salomónicas y los estípites de un nuevo orden simbólico.
Esta presentación del indígena-productor e indígena-conquistado es una necesidad manifiesta que el virreinato y el imperio tienen de construir una otredad que por negación delinea la efectividad política necesaria a la dominación. La exhibición que se hacía del indígena como vencido, dominado y productor, llegó a constituir un requisito en la grandilocuencia de las procesiones del siglo XVIII mexicano, donde “[n]ative elite always performed their official identity as individuals whose ancestors had been
226
subjugated by the Spanish during the Conquest” (Curcio-Nagy 49). El elemento indígena, si bien es colocado en el estrado más bajo de la ciudad virreinal, pasa a ser imprescindible porque se convierte en el miembro anatómico que necesita la guía de la cabeza pero sin el cual no es posible la antropomofización del virreinato. En esta representación del indígena como el subyugado se transparenta igualmente una visión historiográfica que se empeña en hacer valer la representación del triunfo español en las nuevas tierras.
En situación similar al indígena aparecen las castas en La grandeza mexicana, forzadas a quedar escondidas bajo un plumazo, como los pies bajo el manto con se cubre a la ciudad. Balbuena no se interesa en sacar a la luz los interiores de la urbe, cuyo cuerpo es conformado en el poema por la homogeneidad de una superficie coherente un alto sentido emblemático. Por ello, el aspecto social prácticamente se borra del poema: la ciudad se ha reducido a un conglomerado de obras construidas, frutas, objetos suntuosos y materiales nobles. En los pocos casos en que encontramos la existencia de población no adinerada ella aparece entretejida en una madeja de otros símbolos más convenientes. Veamos, por ejemplo, que las razas aparecen donde dice
De sus soberbias calles la realeza,
a las del ajedrez bien comparadas,
cuadra a cuadra, y aun cuadra pieza a pieza;
227
porque si al juego fuesen entabladas,
tantos negros habría como blancos,
sin las otras colores deslavadas (Capítulo II, 70-1).
Balbuena no miente en cuanto a la existencia de la raza negra y las castas, pero tampoco los expone abiertamente porque no se ajustan a su proyecto político ni a sus intereses de clase. Los negros y las castas van prácticamente a desaparecer no entre las calles de la ciudad, sino entre el tejido de las líneas de la alabanza.
Tanto indígenas como castas constituyen la parte oscura de la grandeza, los intersticios entre las áreas de luz del retablo social mexicano.
Estos cuerpos inadecuados a la imagen de la ciudad con la que Balbuena como sujeto se identifica no sólo son expelidos de la imagen urbana; junto con ellos desaparece la impronta histórica y epistemológica que estos grupos han dejado en la ciudad. Cuando Balbuena canta directamente a México, dice “dejo tu gran nobleza que se alarga / nacer de principio tan incierto, / que no es la escura Antigüedad más larga (Capítulo I, 61), anula las posibilidades de ver la capital del virreinato como palimpsesto que lleva escrituras sobre escrituras, donde la presencia indígena vendría a ser esencial. Para Balbuena la ciudad comienza con la evangelización, el antes queda borrado con un golpe de pluma que describe las
tierras fragosas, riscos y malezas;
profundos ríos, desiertos intratables,
bárbaras gentes, llenas de fiereza,
228
que en estos nuevos mundos espantables
pasaron tus católicas banderas,
hasta volverlos a su trato afables […] (Epílogo, 123)
En otras palabras, antes de la inserción de la cristiandad no se podía hablar
de orden, el territorio inexplorado por el europeo se presenta como una
amalgama que podemos parangonar con el discurso cristiano de la creación
divina. Esta imposibilidad de hablar de un sistema social, político y religioso
de corte europeo también encierra la imposibilidad de hablar de miembros sociales, religiosos y políticos. Ello conlleva a que la falta de orden que aduce Balbuena antes de la religión católica es traducida al poema como ausencia, de categorización social y procedimientos funcionales que semejen la conformación antropomorfa. Esta falta de corporalidad, el antes, es desechada por Balbuena, quien identifica los signos remanentes de ese estadio de desconcierto y promiscuidad. El sujeto indígena y los remanentes construidos en la ciudad se reafirman ante Balbuena como los signos visuales declarantes de ese pasado que debían ser eclipsados de la nueva imagen de la ciudad. En este proceso de selección de los elementos que conformarán la imagen de la ciudad virreinal se articula el nacimiento de
México en un punto en que la ciudad se presenta “[…] sin quedar terrón antiguo enhiesto, / de su primer cimiento renovada” (Epílogo, 121). La idea de la ciudad nacida de la conquista se repite una y otra vez. En otro
229
fragmento se nos habla “[d]e cuyo noble parto sin segundo / nació esta gran
ciudad como de nuevo / en ascendiente próspero y fecundo (Capítulo II, 69).
Al desconocer la existencia de la ciudad antes de la ciudad, Balbuena está
corriendo un telón que niega la articulación de un discurso urbano y social abarcador. La ciudad es presentada como fenómeno sincrónico, ejercicio
discursivo que se propone la purificación de la imagen urbana.
Al extremo contrario del silenciado referente indígena, la ciudad
virreinal de Balbuena exhibe los símbolos del poder de constitución hispana.
La cabeza, coincidente con el ápice más alto del triángulo virreinal, queda
cifrado en “gobierno ilustre, religión y Estado” (Argumento, 59). Éste es el
punto más distinguible en la conformación político-social de la ciudad que
encontramos en La grandeza mexicana, un cuerpo bicéfalo donde las figuras
del virrey y el arzobispo se presentan como la cúspide esencial en la
organicidad corpórea del virreinato. Sin embargo, no podemos decir que
exista conformidad total frente a esta cabeza virreinal; si bien en el período
barroco las diversas posiciones en las que se emplazan los escritores tienen
un sustrato de tipo político (Maravall 134) hay que reconocer que una
estrategia política sale a la luz una vez más a través de los versos de La
grandeza mexicana.
La conformación del poder colonial en el virreinato es interpelada
desde posiciones estratégicas de doble valía: de un lado existe un auto-
reconocimiento de la voz poética en las instancias más altas del poder. Este
auto-reconocimiento se fabrica a con la simbología poética que entra en
230
concordancia con los símbolos de poder, y se hace eco de ellos. “Un arzobispo, lumbre de las gentes” (Capítulo VII, 104) y “el gran gobierno que la rige ahora” (Capítulo VII, 105) son los receptores esenciales del panegírico que se elabora bajo el pretexto de la ciudad. Pero ello no quiere decir conformidad con este orden de cosas, por ello Bernardo de Balbuena pone sus esfuerzos en abrir un espacio en el ápice más alto de ese cuerpo, ya bicéfalo, para la sabiduría poética. En la búsqueda de una posición conveniente para quienes integran el círculo de la sabiduría aflora una fetichización de lo gnoseológico como arista diferenciante que crean la diferencia con el otro, expuesta en una necesidad de
tratar con sabios que es tratar con gentes,
fuera del campo torpe y pueblo rudo (Capítulo IV, 86)
En esta contraposición campo-ciudad el primero queda descalificado de la composición citadina, por tanto de su conformación corporal; mientras la segunda es erigida en el único espacio donde se
[…] hallará más hombres eminentes
en toda ciencia y en todas facultades,
que arena lleva el Ganjes en sus corrientes;
monstruos en perfección de habilidades,
y en las letras humanas y divinas
eternos rastreadores de verdades. (Capítulo IV, 86)
231
Esta narcisismo permite la conformación de un espacio donde ubicar el ‘yo’,
pero esta búsqueda de ubicación en lo más elevado de alguna manera
violenta el sistema de orden virreinal al intentar la auto-inserción en la
porción corporal más representativa.
Entre el arriba y el abajo como referentes de un antropomorfismo
heredado de la representación que el poder hace de sí mismo, Balbuena teje
un cuerpo de membresía múltiple con la yuxtaposición abigarrada de las
partes componentes del sistema colonial. El autor se muestra interesado en
construir una red que se apoya en dos puntos esenciales: lo institucional y lo
social. Dentro de las instituciones las de carácter religioso gozan de primacía.
Entre ellos los establecimientos de menor enjundia quedan voluntariamente silenciados:
Dejo otros oratorios inferiores
de ermitas, estaciones, romerías,
santuarios de divinos resplandores;
colegios, hospitales, cofradías,
que no caben en número ni cuenta,
ni yo la podría dar en muchos días. (Capítulo VIII, 111)
La constelación de pequeñas fundaciones, por católicas que sean, no presenta mayor interés porque no resultan suficientemente emblemáticas por sí mismas ni aportan directamente al boato de la gran ciudad. No obstante, la abundancia de este tipo de instituciones pequeñas no pasa desapercibido al autor, quien hace que ellas sirvan de fondo sobre el que se enmarcan
232
instituciones de peso mayor, cual es el caso de “[l]a gran clausura de la
virgen Clara, / que encierra una ciudad dentro en sus muros, / y un cielo en
su virtud y humildad rara (Capítulo VIII, 109). Junto a éste último se aglutinan
muchos otros conventos, monasterios y hospitales religiosos de mayor
envergadura y reconocimiento. Sin embargo en el mismo tratamiento que recibe el convento de Santa Clara, aún cuando parece que el discurso fuera a ahondar más en la explicación, el edificio se vuelve planimétrico y la institución se convierte en fachada. Así sucede una y otra vez, y la falta de profundidad hace que la sucesión de edificios religiosos que pasa por el
poema aparezca como un conglomerado de fachadas herméticas entorpecen
cualquier interés de penetrar tras los muros. Entre las grandes y las
pequeñas instituciones Balbuena recrea un trompe l’ oeil que imita la
profundidad pero en realidad es una manipulación de la percepción que va
tejiendo una retícula en primer plano que deja pocos intersticios por los que
observar al México colonial. Las interioridades del cuerpo urbano no son
expuestas; desechadas las posibilidades expresivas a indígenas, negros y
castas, la sección de la sociedad con que se establece comunicación es
aquella que se exhibe en los espacios emblemáticos establecidos por el
orden urbano colonial. Pero aún la presencia de estos sujetos queda
poetizada en un repetitivo ejercicio metonímico que los reduce a “[…] un
sembrado de blasones, / bordados todos de española fama (Epílogo, 122).
Los cuerpos de estos sujetos que son capaces de aportar a la emblemática
han sido integrados al cuerpo mayor de la ciudad y del orden virreinal, y han
233
sido minimizados a la expresión de sus aportes al engalanamiento de la
ciudad. Así quedan ellos mencionados en
galas, libreas, broches, camafeos,
paeces, telas, sedas y brocados (Capítulo V, 89).
Para Balbuena la ciudad capital del virreinato novohispano es un
cuerpo engalanado que toma forma a partir de los presupuestos de la conquista, que toma forma con la organización piramidal virreinal, pero es también un cuerpo uniforme y homogéneo en todas sus partes. Tomando en consideración que “the body-politic is an artificial construct which replaces the primacy of the natural body” (Grosz 46)26, un cuerpo que alcanza su
momento de mejor y más organizada representación durante las festividades
públicas, celebradas en los virreinatos novohispano y peruano durante los siglos XVII y XVIII, en La grandeza mexicana este cuerpo organizado según las exigencias del poder queda reafirmado. Pero es también un cuerpo impecable, libre de posible mancha – racial o moral.
Si, como señala Víctor Mínguez, el siglo XVII marca el momento en que triunfa la cultura simbólica en el virreinato novohispano con el desarrollo del emblema y la alegoría (362-3), Bernardo de Balbuena rearticula el orden simbólico virreinal a partir primeramente de un sistema de velos de silencio que van cubriendo las posibles oscuridades de la urbe, y que sirven de fondo a una yuxtaposición de engalanaduras que aportan, por un lado el vestuario de quienes están cercanos de una u otra manera al eje del poder, y por otro
26 En Nast, Heidi J. and Steve Pile. Eds. Places Through the Body. 234
lado las virtudes de un crecido cuerpo religioso, del que Balbuena también
forma parte y con el que reafirma su identificación. Esta adscripción del autor a las huestes católicas novohispanas queda latente en la imagen de la ciudad virreinal que se elabora: México se transcribe en un cuerpo inmaculado, que exhibe únicamente su cabeza en su virrey y arzobispo, con un núcleo pensante cuya sabiduría es la medida a imitar; que apenas vemos la masa –indígena, fundamentalmente- que forma sus pies, y entre los dos extremos toda una capa de joyas, metales y sedas esconde con recato la verdadera materia corporal. Entre el arriba y el abajo las imágenes virginales han dejado su impronta en la construcción que Balbuena nos presenta de la ciudad; de la virgen-mujer-modelo hemos pasado a la ciudad-modelo que
“[…] al mundo por igual divide, / y como a un sol la tierra se le inclina”
(Balbuena 79).
7.2 Penetrar el cuerpo; humillar la ciudad
En Lima por dentro y por fuera encontramos un acercamiento a la
ciudad que resulta antitético si lo contrastamos con el de La grandeza
mexicana, que acabamos de ver. Terralla y Landa no intenta construir un
lugar determinado para la intelectualidad creadora ni pone en juego ningún
mecanismo de eufemismo para presentar a la ciudad. Por el contrario,
deprava la ciudad, lo que conllevó a desencuentros con otras opiniones,
como la de Ricardo Palma, por ejemplo, quien considera que Lima por dentro
y por fuera “no es sino un hacinamiento de chocarrerías de mal género,
235
exageraciones, mentiras y calumnias” (300). Entre Terralla y Palma se
establece una contradicción que toma lugar a partir de la desintegración del
cuerpo de la ciudad, precisamente porque el autor de Lima por dentro y por fuera no se adscribe a lo emblemático de la ciudad; perdida la protección del virrey Teodoro de la Croix (Palma 299-300), su ubicación en el virreinato se vio, de manera súbita, alejada del eje del poder y de los emblemas que le dan forma visual.
En el acercamiento a Lima hay una mirada marcada por dos líneas
fundamentales: primero un fuerte sentido eurocéntrico que privilegia al sujeto
ibérico blanco, siempre y cuando esté en consonancia con las instituciones
de poder; por otro lado el sujeto femenino se constituye en medida de
caracteres negativos frente a lo que se opone el ideal de masculinidad.
Eurocentrismo y falocentrismo son dos presupuestos básicos que se develan
primero en la conformación y nombramiento de lo abyecto y luego en la
construcción del discurso que delinea la imagen de la ciudad. Con estas dos
líneas como vías estructuradoras del discurso no podremos hablar de la
construcción de la imagen de la ciudad como unidad, puesto que no existe
solidez en la presentación de la ciudad; más bien parece la ciudad en
momentos de terremoto o, al menos, de revuelta popular.
A Esteban Terralla no le interesa reproducir la imagen orgánica que el
poder emite precisamente porque ha perdido la participación en ese
estamento central virreinal, ello a su vez genera una ambivalencia de deseo- rechazo que se resuelve con el internamiento en la ciudad virreinal y la
236
puesta al descubierto de las interioridades que el poder no exhibe en sus representaciones. Este acercamiento, a pesar de su negación del orden del poder, y del poder en sí mismo, y de la deconstrucción de la ciudad como resultado, se muestra tributario de una tradición de entendimiento de la
ciudad virreinal como un ente corpóreo, ordenado según la conveniencia del
poder mismo. La diferencia ahora se marca en la representación no de la
ciudad ordenada sino del reverso de la ciudad pero ello no exime el texto de
contenido clasista y eurocéntrico.
Este discurso que moldea la ciudad como cuerpo pudiera tener su
génesis en la propia experiencia de Terralla. Asegura Ricardo Palma que “á
fines de 1792 fue a buscar asilo en el hospital de los padres belethmitas.
Venus le había dado cruda guerra y Terralla salió de sus combates herido de
muerte” (300). Las referencias autobiográficas escapan a Terralla con un ‘yo’
que frecuentemente irrumpe en el texto; así asegura que “[t]odo aquello irás
mirando si acaso vas a aquel reino, / como yo también lo vi, llenándome de
escarmientos” (Romance VIII, 33), o cuando dice “verás al que la fortuna lo
ha tratado con vil ceño / cómo se va al hospital y antes de morir ya ha
muerto” (Romance XVI, 57). Teniendo en cuenta las referencias que Ricardo
de Palma ofrece sobre la vida de Terralla, advertimos que el texto de Lima
regresa a interpelar las experiencias de este sujeto escribiente, por lo que no
resulta demasiado descabellado pensar que en la construcción de la imagen
de la ciudad existe un antecedente primero de orden subjetivo que elabora
una indagación a la relación interior-exterior del cuerpo urbano.
237
Ya en el texto, y hablando de Lima, esta relación del adentro y el
afuera del cuerpo queda obvia cuando alerta que “[v]erás una gran ciudad – por lo que mira al terreno – / que vista por fuera es lo mismo que por adentro”
(Romance II, 10). Sin embargo, en el proceso de conformación del discurso que se esconde detrás del consejo al amigo para desplegar la intensa crítica a Lima, la ciudad queda sexuada y se convierte en un cuerpo femenino. La observación sobre el cuerpo deja de hacer hincapié en la distancia entre la apariencia externa del cuerpo masculino y su interioridad enferma y se traslada a la interioridad femenina que es la causante, según Terralla, del mal. El acercamiento al cuerpo femenino se hace coincidente desde el primer romance, con el acercamiento a la ciudad de Lima, en un recorrido que menciona Piura (6), Lambayeque (6) y Santa Elena (7) antes de llegar a
‘tocar’ la ciudad de los reyes. Una vez llegada a la ciudad, la voz poética ha cubierto la primera parte del viaje cuyo objetivo final es asomarse a los orificios de ese cuerpo que se anticipa putrefacto. Justo allí a la entrada hay
“mucha gente ordinaria que en la ciudad no cupieron” (7) como derramamientos casi fétidos de una cavidad insuficiente al requerimiento de mantener aunados y ordenados a los sujetos.
Por el contrario de la entrada de los virreyes en la ciudad, cuando
todo es fiesta y ceremonia celebratoria, la entrada que hace Terralla es un
ritual funerario que se anuncia justo al arribo a la urbe, que es “[…] la
garganta en que a muchos le echan el cordel al cuello (Romance I, 7). Esta
imagen primera de la ciudad a través de un orificio establece diferentes
238
niveles de lectura: por un lado tenemos la ciudad como triunfo del barroco, donde se vive en continua festividad como expresión de vida opuesta al campo es atravesada por la sombra de la muerte que a la misma entrada se practica; pero en un segundo nivel vemos que está latente la feminidad de esa ciudad y su cavidad alumbradora de la cual no se sale a recibir vida sino que se entra a recibir muerte.
Este orificio urbano-femenino es la ventana a que asoman los interiores de la ciudad, y es también la marca inicial del recorrido dantesco que se encamina a internarse en el cuerpo y exponer lo abyecto, como
“something rejected from which one does not part” (Kristeva 4). En este recorrido que se va zanjando al cuerpo urbano es posible alcanzar cada vez
mayor profundidad, y ello a su vez permite el desdoblamiento de la ciudad en
sus diferentes caras. El proceso de internamiento en las profundidades de los
pliegues citadino-sociales es anunciado como una práctica de excavación
que desentierra poco a poco lo escondido detrás de la pompa virreinal. Así
es frecuente encontrar que al final cada uno de los romances que componen
el texto aparezcan versos como “[y] pues sobre aquestos puntos ya te presté
documentos / descansa un poco y sabrás otros de más fundamento
(Romance IX, 37). Por medio de estos versos anunciantes al final de cada
romance, podemos anticipar cada vez una nueva etapa en el viaje hacia los
interiores de la ciudad y un paso más en la explicación de los males de una
urbe que se corporeiza por en un regreso a imágenes de salvajismo
americano muy anteriores al siglo XVIII. (Fig. 10). Terralla relee la
239
representación de la tierra americana en la indígena, la desviste de toda
implicatura pintoresca y la reconstruye en la antítesis de la civilización
europea: es la mujer caníbal – Lima – que ya no devora con su boca sino con
su sexo, la mujer que en sus excesos ha arrancado la vida al hombre y lleva
su cabeza en la mano por virtud del contagio venéreo.
Ya en el interior de la ciudad el cuerpo reaparece en representación
del sujeto; especialmente refiriéndose a las mujeres Esteban Terralla eleva
una voz poética que revisita, una y otra vez, de manera crítica, la
manipulación de la imagen a través de operaciones que hacen del cuerpo un
ente productivo y generador de significaciones que rompen con la
organización estratificada de la sociedad. Allí dice que “verás muchos
albayaldes, dientes postizos y pelos, / cejas de aceite de moscas y de tizne
de caldero, / pantorrillas de algodón, de la misma especie pechos” (Romance
XIII, 48-9). Estas imágenes corporales quedan arraigadas en la sociedad en
la interiorización que hace el sujeto colonial limeño de la importancia del
manejo la corporeidad a través de marcas que pudieran transmitir. Terralla, como otro sujeto virreinal más, también sucumbe ante la trampa del cuerpo; en primera instancia porque se concentra en el cuerpo de la mujer e intenta descifrarlo, después relaciona al sujeto femenino con el cuerpo, los confunde en una misma categoría y describe el sujeto partiendo de la observación del conjunto de masa corporal y sus añadidos.
El cuerpo de la mujer se constituye en herramienta que tramita el
contacto entre el sujeto femenino y la sociedad, y contribuye a la disolución
240
de la dependencia femenina. Refiriendo a las mujeres negras o de castas, leemos “que porque dio de mamar al señor don Estupendo / es para el punto más arduo el más favorable empeño (Romance V, 21). Esta mujer que no es de la clase alta, ni es blanca siquiera, establece lazos de cuasi parentesco con otro sujeto (masculino) que se encuentra enclavado en posición social mucho más ventajosa, también a través de su cuerpo pero no ya de la imagen que construye sobre su cuerpo sino a partir de los fluidos del cuerpo.
La leche materna es el líquido corporal femenino que es sacado de la zona del silencio y es traído al primer plano en la negociación que el sujeto femenino inicia para encontrar una ubicación en las relaciones de poder virreinales. El fluido materno permite al cuerpo del sujeto femenino manifestarse en una dimensión otra, donde se descompone la materialidad y atraviesa las capas sociales para establecer un sitio en un grupo de mayor privilegio simbólico.
Esta nueva característica del cuerpo femenino, de desvanecer su materialidad y filtrarse a través de las capas sociales de la estructura colonial, aumenta el nivel de ansiedad en el sujeto escribiente-masculino- ibérico. Por medio del fluido corporal el alcance del cuerpo femenino se hace aún mayor dentro de la sociedad virreinal, el cuerpo se desviste de su relación con el sujeto y establece comunicación con otras áreas sociales por medio de la cualidad nutricional de su fluido. El cuerpo escapa nuevamente al entendimiento de Terralla, esta vez con más razón porque el autor aún sigue embargado por la empresa de descifrar la materialidad a través de la
241
experiencia visual. Los diferentes desdoblamientos del cuerpo resultan en la imposibilidad de ser atrapado, lo que a su vez explica por qué en el discurso sobre la ciudad que el texto de Terralla nos presenta, estas imágenes de cuerpos femeninos reciben un tratamiento simbólico negativo y son convertidas en el signo del desencuentro interior-exterior con que es caracterizada la ‘enfermedad’ interna del cuerpo de la ciudad. El cuerpo nunca es entendido como un ente que alcanza su propia autonomía, aún cuando es el cuerpo el que articula su lenguaje propio. Por el contrario es el sujeto el culpado por lo que el cuerpo emprende; es el uso del cuerpo por el sujeto la seña que distingue al sujeto femenino, y es a la vez un primer grito de aviso de la agencia propia que el género ha obtenido, que ubica al género masculino en posiciones si no desventajosas, al menos de peligro ante la pérdida de prerrogativas.
En otras áreas más profundas en su travesía al interior del cuerpo citadino Terralla nos expone otros estadios de la agencia que ha logrado la mujer en la capital del virreinato. Para ello el autor nos lleva a una segunda penetración: esta vez en los espacios que consumía como propios el sujeto femenino. Si importante resultaba la manipulación de la imagen corporal, no menos importante es el espacio que complementa la construcción de la imagen de ese cuerpo. La casa es el complemento a la imagen del sujeto; cuerpo y casa se encuentran en igualdad de funciones cuando de construcción de la imagen se trata. Por ello, se hace necesario no sólo llegar
242
a la casa, visitar la casa, sino penetrar la casa, para determinar las constantes que lo alinean con el cuerpo femenino. Allá se nos dice que está
la sala muy aseada, y la cuadra que es lo mesmo.
Verás cuadros esmaltados hacia la testera puestos,
cojinillos, canapés, estrado y petate bueno,
las cortinas imperiales, un telar de mucho precio,
donde la fábrica está de aquel principal comercio;
verás varios taburetes a la última moda hechos (Romance XV, 53), pero al obligarnos a pasar de esta cara exterior a los aposentos interiores se ponen al descubierto espacios no visibles de la casa
y verás en el traspatio la habitación de los negros.
En ella verás, amigo, por cama varios pellejos,
por sábana la camisa y por catre el santo suelo (Romance XV, 54).
Esta última aseveración muestra primero un nivel otro en la creación de la imagen conque el sujeto funciona en la sociedad virreinal, en una reiteración de pasaje de lo sublime a lo repulsivo. En este caso tenemos que el cuerpo se muestra nuevamente como un ente transgresor de las fronteras de la piel para entremezclarse con el espacio inmediato. Las fronteras entre cuerpo y espacio se esfuman; cada uno depende del otro porque el lenguaje del uno se iguala al lenguaje del otro. Si el cuerpo emitía señales de posición social también el espacio se veía obligado a transmitir una codificación similar.
En estos interiores de la ciudad es donde las patologías del cuerpo urbano van a aparecer en un flujo constante que cuenta con la mujer como
243
componente negativo principal. La posibilidad que encuentra el sujeto femenino del manejo de su cuerpo y el espacio más inmediato son interpretadas por Terralla a manera de fetidez que anuncia la descomposición del orden colonial, porque estas nuevas posibilidades que tiene la mujer son transpuestas en un términos de una inversión de los
órdenes marcados. Terralla está convencido de tocar trompetas mortuorias cuando anuncia que “[…] últimamente verás que un marido es cocinero / mientras está su mujer en continuo galanteo (Romance X, 40), porque estas libertades femeninas apuntan al dislocamiento de los presupuestos discursivos que constituyen la superioridad genérica masculina.
La otra línea de patologías que se abre en Lima está ligada a la situación de las razas. La población negra es uno de los males que mina las interioridades de este cuerpo citadino porque también, como la mujer, apuntan a la inversión de los lugares preestablecidos.
[p]or el contrario verás entre las negras y negros-
que gozan de libertad y viven sin cautiverio-
pues con el sumo trabajo que en la mocedad tuvieron
no les falta en la vejez el cotidiano sustento,
de forma que verás varios que, después que libres fueron,
no sólo dejan alhajas sino esclavos y dinero (Romance IV, 19).
Parecería una loa a la raza negra sin embargo, detrás de lo que parece honra está la sombra de la ansiedad que genera este grupo racial que muestra tener un alto nivel de agencia: el que los negros sean libres ya sitúa
244
al negro en situación menos desventajosa con respecto al español, y ello
permite su movilidad dentro de los espacios urbanos. Pero la perspectiva con
que aparece el negro libre habla más bien de la desventaja que tiene el
sujeto peninsular ante el peligro de alternar niveles de igualdad con el grupo
que originalmente había sido únicamente esclavo.
Los sujetos negros que presenta Terralla en el texto han descentrado
el sistema esclavista colonial y ello pone en riesgo los espacios del ‘yo’ que
Terralla construye. Veamos por ejemplo, cuando previene que “verás por una
mitad como al infeliz pulpero / por la mitad de la cara le suelta un oprobio
un negro” (Romance II, 12), con lo que pone de manifiesto su inconformidad
con la convivencia de razas y la el temor al enfrentamiento interracial. Sin
embargo, nada se compara con la realidad de los negros que tienen esclavos
porque ya ello significa que son capaces de repetir los códigos económico- sociales de la ciudad virreinal y ello aumenta el peligro de una posible inversión de los términos. La posesión de otros sujetos es el punto más
álgido en la situación de las razas en Lima; ello expresa que quienes quedaban a los pies del cuerpo virreinal serían capaces de invertir el orden de posesión-desposesión basado en la etnia, y ello los envestía con la posibilidad de formar la cabeza del aparato político, con lo que lo abyecto se apoderaría de las funciones de poder y de su emblemática y lo hispano podría pasar a ocupar la base del sistema político.
Los indígenas y las castas no aparecen trazados con mejores líneas.
Los primeros no despiertan demasiado encono en el discurso, no obstante el
245
autor advierte a su amigo la necesidad de mantenerse alejado de ellos, diciéndole que “Al indio ni bien ni mal le harás jamás con esmero: / no mal por mandarlo Dios, ni bien, por no merecerlo” (Romance XVIII, 69). Y con ello el indígena queda atrapado en un limbo que no se resuelve, pero que transmite una dosis incomparablemente menor de inseguridad que perpetúa la visión de los indígenas como sujetos pueriles.
Las castas, al contrario de los indígenas, representan un peligro aún más marcado que los negros. Aconseja Terralla: “[a]borrece a los mulatos, aún mucho más que a los negros” (Romance XVIII, 68) con lo que las castas vuelven a ser arrinconadas en el último eslabón de la cadena colonial; la cantidad de posibilidades raciales que se abría con la mezcla racial en muchas oportunidades hacía difícil primeramente la clasificación que cada vez se complejizaba más. Pero, sobre todo, la mezcla racial permitía a la impureza racial pasar desapercibida en muchas oportunidades; casos como
‘el cuarterón’ (Fig. 11) o la ‘quinterona de mestiza’ (Fig. 12) posiblemente pasarían desapercibidos y en el peor de los casos, cuando levantaran alguna sospecha, obligarían a un ejercicio de adivinanza que determinara la existencia o no de sangre negra o indígena para luego determinar la proporción de su existencia. Casos como el del ‘cuarterón’ o la ‘quinterona de mestiza’ permiten más fácilmente que lo abyecto cruce las fronteras interraciales y se acerque al ‘yo’ peninsular sin ser desenmascarado. El elevado temor a las castas en la ciudad virreinal está justificado porque son las castas las que burlan más fácilmente el sistema de dominación que se
246
impone sobre los no ibéricos, pero las castas, además, se convierten en el
vehículo que transporta lo abyecto, lo impuro, y lo filtra en las áreas de la
raza ‘limpia’ virreinal27. El temor a las castas es el temor a la disolución del
imaginario mítico de la superioridad racial ibérica como estructura del sistema
colonial.
Si bien es cierto que “the body-politic […] justifies and naturalizes itself with reference to some form of hierarchical organization modeled on the
(presumed and projected) structure of the body” (Grozs 46), la intención que se persigue en Lima por dentro y por fuera es, justamente, destacar el estado patológico de ese cuerpo político que ha estallado en pedazos porque, precisamente, ha fracasado en el mantenimiento de las jerarquías raciales y de género. Tanto la pérdida del control sobre la mujer, y con ello la pérdida de la superioridad masculina, como el descontrol y mezcla racial son las dos líneas de observación fundamentales que hilvanan el discurso de la ciudad de Lima. Pero ellos son también los dos puntos donde, desde dentro, se reconoce que ya aflora la desintegración del sistema colonial ibérico. Este desmoronamiento es el que crea la necesidad de mostrar la ciudad, no desde la perspectiva externa de Balbuena, y basado en los puntos más elevados de
27 El temor a las castas no constituía una práctica única de los españoles y católicos. En el proceso judicial que la Inquisición hace a Luís de Carvajal, el mozo, se muestra como un sujeto en desventaja total en relación al eje del poder también muestra reticencia para con las castas. Cuando a Carvajal se le pregunta “si cuando éste cenó y comió las veces que ha declarado, en casa de dicho fulano de Carrión, en compañía de la dicha su mujer, si trató en su presencia algunas cosas de la Ley que dio Dios a Moisén”, responde “que nunca trató cosa delante de ella porque como era mestiza, hacía éste muy poca confianza de ella”. Secretaría de Gobernación. Estados Unidos Mexicanos. Procesos de Luís de Carvajal (El Mozo). México: Talleres Gráficos de la Nación, 1935. 431. 247
la emblemática, sino desde las interioridades que marcan la descomposición socio-económico y lo obsoleto del sistema de poder virreinal.
Ante esta situación el sujeto escribiente que es Terralla, ya casi a las puertas del movimiento de independencia, no puede menos que sentirse en situación de desventaja de quien ha sido desposeído de las herramientas
‘naturales’ de poder. Ante esta situación de no pertenencia, de la ciudad que ha escapado y que no ha podido poseer, Terralla rearticula el discurso de la inferioridad femenina que le permite poner a la urbe en situación inferior y desventajosa, casi humillada. De Lima, reitera el autor, que
Lo primero que verás será un asqueroso suelo
de inmundas putrefacciones y de corrupciones lleno.
Hay acequias apestadas, caños rotos, basureros,
muladares y cloacas con mil montones de cieno (Romance II, 10).
Es decir que el cuerpo de la ciudad no es rebajado únicamente a partir del viejo discurso de la menor valía femenina, sino, también, exponiendo las
‘intimidades’ de esa feminidad. Es aquí donde toma parte un juego de venganzas que utiliza el discurso satírico para describir la sexualidad de la mujer en Lima. Veamos que las mujeres tienen en sus habitaciones más
íntimas “buena colcha de damasco, almohadas de muchos flecos, / muchos encajes en ellas de los encajes que hicieron” (Romance XV, 53); de esta manera queda depravado el género femenino, porque el cuerpo del sujeto femenino es entendido únicamente bajo términos que lo ligan sólo a la sexualidad, y de ahí lo conectan a la prostitución. Entre el cuerpo de las
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mujeres y el cuerpo de la ciudad Terralla establece una relación zigzagueante que crea un ritmo de alternancia mujer-ciudad/ciudad-mujer para reforzar una correspondencia patológica entre ambas.
A partir de poner al descubierto las intimidades de la ciudad, y haciendo uso de lo grotesco y lo escatológico, la burla se ocupa de la digestión y conecta los extremos del sistema digestivo: boca y ano vienen a cerrar un círculo por el que transita lo abyecto limeño. Según se nos explica, los limeños
[…] ponen por primer plato un manjar muy estupendo
que es la sopa de mondongo, que a veces viene relleno;
que la calapulcra y lagua luego después van trayendo:
dos manjares que parecen vomitadoras de perro
o rala disposición de niño que está cursiento
con desenfrenada bilis de amarillo, verde y negro (Romance V, 22).
Disiento en que “Terralla y Landa exposes the local cuisine and table manners of the limeños to ridicule and points out the adverse effect of overeating” (Johnson 1993:135), la repugnancia que provoca la descripción d elos platos nada tiene que ver con el hábito de comer sin medida, ni siquiera con la gula en su rol de pecado capital. Lo grotesco y lo escatológico son usados como armas del descrédito y la mundanización de Lima, una ciudad que nunca lo adoptara y en la que nunca dejo de sentirse forastero, donde “el pobre infeliz extraño siempre está al desamparo expuesto” (Terralla,
Romance X, 38). A través de las alusiones escatológicas y de los juegos de
249
palabras para soterrar significados sexuales Terralla está construyendo un
equilibrio en la distribución de fuerzas entre el ‘yo’ y el espacio urbano; estos
recursos discursivos son los que le permiten reedificar la imagen de la
ciudad, pero esta vez sometida, dominada, porque el cuerpo de la ciudad real
se resiste a ser poseído.
Tanto en La grandeza mexicana, de Bernardo de Balbuena, como en
Lima por dentro y por fuera, de Esteban Terralla y Landa, la ciudad está vista a través de la óptica del cuerpo, como parangón de organicidad que permite articular el discurso sobre la urbe, ya sea por la alabanza o por la crítica. Es el tropo del cuerpo el que ofrece el punto de contacto más eficiente para presentar y discutir las capitales virreinales en términos de orden o desorden, pero es también el cuerpo la metáfora que permite a ambos autores a apropiarse de las ciudades y re-construir sus imágenes dentro de los marcos limitados de la codificación alfabética. En ambos casos la ciudad es presentada como un cuerpo feminizado, un cuerpo de mujer, que ya sea el cuerpo de perfección virginal mexicano o el cuerpo imperfecto y patológico limeño, despiertan en los autores una inquietud posesiva que no queda resuelta. A través del lenguaje preñado de clasismo de Balbuena, lo mismo que con el discurso crítico-satírico de Terralla, los autores intentan apropiarse
–poseer- el cuerpo de la ciudad. Pero la urbe se rechaza y se escurre; su cuerpo no pertenece al sujeto masculino ni a la belleza del lenguaje poético.
Por el contrario, los cuerpos de los sujetos, poetas o no, masculinos o no, son los que pertenecen a la ciudad virreinal.
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CAPÍTULO 8
LA CIUDAD EN FRAGMENTOS
8.1 Entre la élite y el vulgo
Las ciudades de México y Lima, en su carácter de capitales, marcaban cada una el punto luminoso de la geografía virreinal. El sólo hecho de que los poderes virreinales se encontraban agrupados en ellas, las llamaba a convertirse en el emblema que hablaba por el virreinato. Es en estas ciudades donde los grandes acontecimientos de los siglos XVII y XVIII toman lugar y donde “se levantan templos y palacios, se organizan fiestas y se montan deslumbradores fuegos de artificio. Los arcos de triunfo, los catafalcos para honras fúnebres, los cortejos espectaculares, ¿dónde se contemplan, sino en la gran ciudad?” (Maravall 267). La ciudad monopoliza las funciones, con énfasis en la función simbólica, lo que aseguró en América lo que llamó Rama “el triunfo de las ciudades sobre un inmenso y desconocido territorio, reiterando la concepción griega que oponía la polis civilizada a la barbarie de los no urbanizados” (14). Las características y la complejidad que adquieren las ciudades, condicionan el nacimiento, tanto en
Nueva España como en el Perú, de una necesidad de ciudad. Esta necesidad tenía generalmente dos razones fundamentales: la económica, de los desposeídos de los medios de producción –donde se incluyen los ibéricos
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inmigrantes-, en busca de múltiples vías para lograr el sustento, y la emblemática, de quienes sentían anhelo de representatividad. Ese deseo por la ciudad –llamémosle ‘práctico’, fuera de orden económico o emblemático- encontrará expresión en una multiplicidad de textos de diverso origen y función. En relación a este deseo, los documentos que relatan las festividades y conmemoraciones constituyen una producción cultural esencial al conocimiento de a ciudad virreinal hispanoamericana y su relación con los sujetos y grupos poblacionales.
En su carta al superior de la Compañía de Jesús, el padre Morales relata que, sobre la puerta del colegio jesuita, se había colocado
la mejor y más sentida historia de toda la fiesta y que más la entretuvo
e hizo reparar, especialmente a los indios naturales, porque encima
del friso cargava un hermossísimo quadro de doce pies de ancho y
ocho de alto en el qual se contenía la merced y largueza que nuestro
muy Sancto Padre Gregorio XIII […] hizo a nuestra Compañía
(Morales 75) (énfasis mío).
Cierto o no el interés que despertó en los indígenas la representación católica, lo interesante del fragmento es la importancia concedida por estos hombres que forman el centro de la curia virreinal al hecho de atraer a los indígenas hacia la celebración. Más que cualquier otro sector poblacional, la población indígena podía atestiguar la efectividad de la labor evangelizadora de los religiosos, especialmente los jesuitas que, retrasados en su llegada a
América por casi medio siglo, “se vieron obligados a conquistar un espacio ya
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celosamente resguardados por las demás órdenes religiosas y el clero secular, con los que tuvieron que rivalizar en cuanto se refiere a clientelismo religioso, a funciones, imagen y también a dominaciones” (Alberro 2002:72).
Es decir que desde 1578 en que la Compañía organizara la fiesta para recibir la remesa de reliquias ya está presente el rasgo barroco de la convocación de la generalidad de la población para la teatralización de las funciones de religión y gobierno.
La participación indígena en las celebraciones fue una necesidad constante de los virreinatos hispanoamericanos porque eran precisamente los indígenas los que se desdoblaban en dos significaciones: para el poder temporal ellos representaban a los dominados, mientras para el poder eclesial la presencia indígena constituía la visualización de la labor evangelizadora de la orden en cuestión, en este caso la jesuita que organizaba el festejo. Así siguieron apareciendo los indígenas a lo largo de los siglos XVII y XVIII, tanto en México como en Lima. El mismo Terralla cuenta, en El sol en el medio día, cómo a finales del siglo XVIII la presencia indígena seguía siendo un requerimiento de la exhibición del poder. Dice este autor que “dando á entender los Indios placentéros / que por amar al Rey se hacen Toréros” (Terralla 1790: 22R). El lugar asignado al indígena queda más claro en este fragmento que muestra la total asunción de los códigos del vencedor. Esta aparición de los indígenas que asumen completamente las imposiciones culturales es una manera que el poder tiene para marcar su presencia sobre los cuerpos de los ‘otros’, y así esconder las zonas oscuras
253
de lo incomprensible para hacer de la ciudad y sus sujetos un todo único bajo la cohesión de su discurso político. Pero indígenas-toreros no pasan inadvertidos en su carácter contradictorio que Terralla con su acostumbrada acidez, se encarga de destacar una arista satírica que rompe con el simbolismo inicial de la imagen de los indígenas y desarticula al grupo de la construcción de la imagen de integración y respaldo ideológico de los poderes.
En las representaciones de apoyo al orden del virreinato los negros y las castas también serán llamados a ofrecer sus muestras de lealtad. En El sol en el león dice el autor que éstos interpretaban “el desposorio de no sè que personages, por lo que festejaban tan varias naciones, como instrumentos, resonando à vn tiempo castañuelas de Españoles, sonajas de
Mulatos, bandurrias de Mestizos, ayacaxtles de Indios, y zambra de Negros”
(Abarca 21V), en una encrucijada de códigos culturales que se crea en la participación masiva. Expresiones como éstas resultan frecuentes en los documentos publicados con motivo de las conmemoraciones que movilizaban a la ciudad por la importancia que para la cúpula político- religiosa reviste la participación de la masa total de los individuos de la ciudad y sus alrededores.
Muy a pesar de que el uso de la población indígena y negra fuera un rasgo de lo más alto de las instancia de poder colonial, y de la ansiedad de
Balbuena de formar parte de ese centro poderoso, éste autor no expresa identificación con los procedimientos del poder en su relación con los bajos
254
estratos de la población. Balbuena se auto-adjudica un lugar en la ciudad de
México, a la que ya hemos visto que no pertenece, y lo hace no desde la posición del sacerdote que es sino desde la de poeta. Para este autor la condición de poeta subyugaba a la del religioso y así lo reitera en repetidas ocasiones en el “Compendio apologético en alabanza de la poesía” que aúna a la edición de La grandeza mexicana.
La posición de Balbuena tiene mucho de retrógrado porque aún arrastra la concepción manejada en el Renacimiento, y que venía de la antigüedad clásica, del poeta ubicado muy por encima de la sociedad. Por ello, al verse obligado a convivir el medio barroco del siglo XVII, Balbuena no tiene interés de ocuparse en su poema de la participación de la muchedumbre en la teatralización de la vida en la que también participaban las clases altas. Por ello, la muchedumbre ha desaparecido del poema y se ha convertido únicamente en individuos “[d]e varia traza y varios movimientos
/ varias figuras, rostros y semblantes, / de hombres varios, de varios pensamientos” (Capítulo I, 64). Es cierto que en la ciudad barroca se crea
“una situación de anonimato, debida, de un lado, a ese extrañamiento del marco personal, en que se es más o menos conocido, y del otro lado, al gran número de unidades yuxtapuestas”(Maravall 224), sin embargo el anonimato a que Balbuena lleva a los individuos de México tiene caracteres singulares.
Los individuos desaparecen en la masa que al poeta no le interesa tocar, sin embargo aún por encima del anonimato sobrevive el “pensamiento” que
255
reitera la el elevado lugar de la razón que para el momento barroco ha
perdido preponderancia.
Esta actitud elitista de poeta renacentista mina el acercamiento de Bernardo
de Balbuena a la ciudad de México. Es esta concepción la que hace que el
poeta levante su mirada hasta la altura de la emblemática colonial y, además,
desarrolle una mirada que está influenciada por las leyes plásticas de la
representación en perspectiva. Esteban Terralla, en Lima por dentro y por
fuera, no deja de reclamar un lugar privilegiado en la sociedad limeña pero su
mirada no se eleva a los símbolos del poder sino que se interesa en mostrar
en los claroscuros de la vida y la población virreinales. “Señorío, y Plebe / es
torbellino, que en la Plaza llueve” (20V), nos dice Terralla en El sol en el mediodía…, con plena conciencia de la convivencia barroca entre los polos sociales del virreinato.
8.2 La mirada en transformación
Anteriormente hemos hablado con amplitud de los poemas La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera y hemos intentado justificar la selección más allá de la característica evidente de que ambos se dedican a la presentación de una ciudad virreinal en particular. En este apartado veremos otra comunicación entre ambos textos, tomando en cuenta la manera en que ambos miran el fenómeno de la ciudad. Para ello, vamos a tener en cuenta nuevamente el orden cronológico, que nos servirá de
256
estructura temporal para la mejor comprensión de la relación que se establece entre las dos creaciones poéticas.
En virtud de la cronología, regresamos al primero de los poemas
(1604) y constataremos nuevamente un acercamiento a la ciudad donde el punto de mira se mantiene en la distancia. La voz no se acerca demasiado quizás por el temor de encontrar manchas que no quiere ver, por ello el poema se encamina por la vía del arte como creación renacentista perfectamente estructurada desde un argumento inicial. Como en el
Renacimiento, donde la obra queda cargada con un “vivo sentido para las relaciones simples y grandiosas, para la mesura y el orden, para la plasticidad monumental y la construcción firme” (Hausser Vol. I, 282), el poema de Balbuena toma forma sobre la estructura rígida inicial, que es adornada con el preciosismo de la adjetivación que edulcora la imagen de la ciudad.
Para Balbuena no existen espacios de fuga porque no hay necesidad de escapar a los mecanismos de control que hacen sentir la presencia del poder en las capas sociales. Es decir, la grandeza de México reside fundamentalmente en la armonía generada por la ausencia de contradicciones: Balbuena ha mitigado la existencia de fricciones entre razas y castas, entre dominadores y dominados, entre ricos y pobres, entre perseguidos y perseguidores. Esta visión de la ciudad viene marcada, como antes hemos visto, por una intención ideológica del autor que intentaba auto- incluirse en los círculos más elevados de las letras novohispanas, pero
257
también debemos reconocer la enjundia renacentista que se desprende de
esta reformulación de la ciudad virreinal.
En la caracterización de México hay una marcada intención preciosista que nos remite al Renacimiento, con “la visión estética del mundo […] que
traía consigo una orientación de todos los problemas de la vida según
criterios estéticos. Toda la realidad se convertía […] en sustrato de una
experiencia estética” (Hausser Vol. I, 281). La imagen de la ciudad que nos
articula Bernardo de Balbuena viene a perpetuar en América el aliento de la
estetización de la vida: si México es elevado como centro social, religioso y
político, incomparable con el resto del mundo, es precisamente porque es un
centro estético que ha sido construido en el texto por un proceso estetizante.
Esta puesta en práctica de los preceptos renacentistas es una ceguera en
función de la belleza placentera que representa una realidad con alardes de
detallismo naturalista sin tomar en cuenta la realidad como un todo sino tras
la selección de los elementos convenientes a representar. Así desaparecen
en la ciudad que nos muestra Balbuena todo tipo de irregularidades sociales,
políticas y religiosas así como los roces entre las muchas partes que
conforman el complejo mundo de la capital virreinal.
Otras visiones contemporáneas de los procesos que tienen lugar en la
América virreinal nos confirman la existencia de problemáticas que Balbuena
extirpa de su ciudad idealizada. La batalla por la representatividad de las
órdenes religiosas, por ejemplo, había dado comienzo mucho antes de que
fuera compuesto La grandeza mexicana, y había tenido un primer clímax con
258
la llegada apresurada de los jesuitas a América. En 1578, cuando la
Compañía de Jesús organiza en México la fiesta para conmemorar el
recibimiento de las reliquias de santos que fueran enviadas desde Roma, se
marca un momento álgido en la carrera por la preponderancia religiosa. Con el recibimiento de las reliquias tanto como con la fastuosidad de la fiesta organizada para el evento, la Compañía quiere demostrar que “Nueva
España era tierra jesuita que podía fructificar ya que, gracias a la Compañía, gozaba de las santas reliquias [porque, hasta el momento,] la tierra novohispana había quedado estéril por lo insuficiente o deficiente de sus antecesores” (Alberro 2002:83). Un segundo momento cumbre en la lucha que los jesuitas entablan para proporcionarse un lugar destacado en la emblemática religiosa virreinal quedó marcado en 1672, con las fiestas por la canonización de San Francisco de Borja. Esta vez la orden se presentaba ante la sociedad novohispana como cantera de santidad y con ello iba implícita la auto adjudicación de un lugar significativo en detrimento del resto de las familias religiosas. Las desavenencias entre las partes del poder virreinal en el México de Balbuena se presentaban en variadas formas;
Solange Alberro nos cuenta de las desavenencias entre el virrey y el Tribunal del Santo Oficio, en pleno siglo XVII, cuando “[d]urante 18 años no se leyó edicto alguno en la capital porque las relaciones del Tribunal con el virrey eran pésimas y la Suprema se abstenía de determinar si la ceremonia de lectura podía verificarse sin la presencia de dicho funcionario” (1988:76).
Estas situaciones contradictorias entre las fracciones integrantes del pose
259
colonial no eran privativas de México, pues de Lima Guibovich nos habla de
las rivalidades entre los integrantes del núcleo hegemónico, desde la
segunda mitad del siglo XVI; especialmente de las desavenencias entre el
virrey Toledo y los dominicos, que terminara con la quema en la hoguera de
fray Francisco de la Cruz en 1576 (37).
Siendo Balbuena religioso, cuesta creer que la disputa entre las
órdenes que tiene lugar en la ciudad de México pasara inadvertida, pero ello
queda fuera de la imagen de la ciudad que se nos entrega en La grandeza
mexicana, como también quedan fuera las festividades multitudinarias con
que cada uno de estos momentos era marcado. En las celebraciones la
participación masiva venía forjándose desde el siglo XVI para convertirse en
una constante; veamos que en 1578, cuando los jesuitas celebran el
recibimiento de las reliquias, se narra la convocatoria a la participación
masiva diciendo que “el señor Visorrey avía mandado, que todos los indios
músicos de trompetas, chirimías, clarines, y de otros géneros que uviesse
seys leguas alrededor de México viniesen para aquel día con sus
instrumentos” (Morales 21).
La imagen pulcra de la ciudad que nos presenta Balbuena no tiene
puntos de contacto con la muchedumbre participante en todas estas
conmemoraciones ni con las discordancias dentro de las altas esferas del
poder virreinal; más bien es elaborada desde una posición del poeta del
mundo clásico o, al menos, del creador del Renacimiento, especialmente de
tiempos de Miguel Ángel, cuando se inaugura un sentimiento de desdén y
260
disgusto por los acontecimientos mundanos de la realidad circundante
(Hausser Vol. I, 331). Esta concepción renacentista de la posición del autor por encima de lo discordante y lo desordenado de la sociedad establece la distancia entre el punto en que se emplaza Balbuena para describir la ciudad y la ciudad que es descrita. Este distanciamiento permite, por un lado, desentenderse de las caras mundanas de la realidad virreinal, y por otro lado, emprender un acercamiento al hecho urbano que revela la integración de los campos de creación, como aspecto también renacentista.
En la recreación de la ciudad hay una mirada que por momentos
alcanza un logrado alarde ekphrasis, al describir en palabras una vista en
perspectiva, donde “[…] todos por atajos y rodeos / en esta gran ciudad
desaparecen / de gigantes volviéndose pigmeos (Capítulo I, 65). Resulta
interesante, sin duda, la construcción de una imagen en perspectiva, que se
cierra en un punto final, donde el cuerpo del sujeto desaparece en virtud de
la permanencia del cuerpo urbano. Esta imagen es construida por una
transformación de la ciudad en la racionalización de la ciudad, con incidencia
del concepto renacentista de belleza inspirado por “la concordancia lógica
entre las partes singulares de un todo, la armonía de las relaciones
expresadas en un número, el ritmo matemático de la composición, la
desaparición de las contradicciones en las relaciones entre las figuras y el
espacio, y las partes del espacio entre sí” (Hausser Vol. I, 287).
Para eliminar lo mundano, Balbuena se declara deudor de la
perspectiva, que fuera el concepto plástico más trabajado en el
261
Renacimiento, el cual permite la organización de los planos pictóricos y la
creación de la ilusión de profundidad a partir de establecer un punto central
en el que mueren las líneas del dibujo (Fig. 13 a). Mediante la perspectiva el
artista renacentista lograba una transposición de la realidad tridimensional al
plano bidimensional de una manera engañadoramente convincente: el
objetivo era crear la ilusión de ‘realidad’ en el lienzo a través de remedar la manera en que el ojo percibe el mundo circundante. La perspectiva es una abstracción que va de más a menos, es decir que la observación se establece desde un área amplia y va decreciendo por todos los lados del campo visual hasta llegar a la fracción mínima del espacio: el punto. La mirada en perspectiva, además, va cortando información según se acerca al punto final; así es que Balbuena logra cubrir con un paño de silencio a todos los sujetos que cruzaban los espacios de la ciudad. Si el cuerpo de la ciudad sobrevive en esta imagen es porque él representa, en última instancia, el objetivo a perseguir entretanto sus impurezas sean borradas.
En el siglo XVII las necesidades de los poderes virreinales rompen con la mirada en perspectiva, pues con el concurso de todos los individuos que conformaban el tejido social virreinal, la mirada en perspectiva se hacía inadecuada. La necesidad de crear una imagen de arraigo social hacía que los estamentos del poder recabaran de la población su más amplia presencia física; así “podría hablarse de una participación activa del público que soporta la acción activa de la cultura barroca […] y, que en cierto modo, hace partícipe al mismo espectador” (Maravall 169). Estas convocaciones a la
262
asistencia masiva a los eventos virreinales comenzaban a atentar contra la
mirada organizada de la perspectiva por descomposición del punto único
para cerrar los planos.
A través de la participación multitudinaria de los elementos sociales, el
poder ponía sus propios espacios emblemáticos en peligro de sufrir la
desacralización o, al menos, una mundanización. Ya entrado el siglo XVIII,
en 1749, en Lima fue llevado a cabo un auto de fe del que se expresa que
“para contener el inmenso concurso de los que pretendían atropellar la entrada; no siendo possible cupiesse mayor numero de concurrentes en el magnífico Templo, que el de más de diez mil personas, que yá ocupaban su recinto” (Llano 23). Este mecanismo de hacer a todos partícipes sí que cumplía la función de crear la expresión visual de la fortaleza del eje del
poder, al tiempo que sobre los convocados caía la presión del
adoctrinamiento. Sin embargo, el riesgo de la gran población agrupada en un
cuerpo único imponía una mirada que salvaguardase los intereses del poder,
para lo cual la perspectiva no servía de instrumental.
Entre los siglos XVII y XVIII se gesta una transformación de la mirada
en las sociedades virreinales. El cambio que comienza a operarse en estos
siglos tiene que ver fundamentalmente con la relación observador-observado,
con el estrechamiento del campo desde donde se establece la observación y
la paulatina ampliación del campo de observación, por la necesidad de
controlar las amplias masas. Esta transformación de la mirada queda
plasmada en uno de los biombos que mejor ilustra la aparición de la ciudad
263
virreinal en la pintura americana. En el biombo aparece México en dos
momentos cumbres de su historia: la batalla armada de la conquista (Fig. 14)
y la ciudad (Fig. 15). La ciudad es el verdadero triunfo hispano, el colofón de
la batalla, y la prueba de la conquista, por ello queda representada en el
anverso del biombo, mientras que la batalla que definiera la conquista per se
queda relegada al reverso. Observemos también que la ciudad está
representada de manera abarcadora; parece que nada haya quedado fuera,
incluyendo las áreas más pobres. La ciudad con su centro simbólico y los
edificios de los poderes temporal y divino, el acueducto, las calles de agua,
los puentes… cada detalle de lo construido aflora en esta representación
bajo las leyes de la perspectiva; es la ficción de la representación ‘realista’ renacentista que hace uso del engaño visual de la perspectiva practicada desde un ojo observador que está ubicado en alguna balconadura, espacio de total amplitud, desde donde se justifica el alto grado de visibilidad.
Esta pintura de la ciudad toma el plano de México y lo hace hablar a
través del añadido de la obra edilicia como cúspide triunfal del la empresa
hispana. Pero también se alteran las proporciones entre las partes del plano
en pro de construir la perspectiva con su punto final que se cierra en una
lejanía en donde desaparecen las calles y una franja de árboles anuncia el fin
del fenómeno urbano. También vale destacar otro dato importante: todos los
detalles de la ciudad han sido incluidos, excepto la representación humana; el sujeto ha dejado de formar parte de la ciudad, y una vez más nos enfrentamos a la representación de la realidad a la manera del Cinquecento,
264
cuando “cada obra de arte terminada expresa a su modo toda la realidad
abarcable” (Hausser Vol. I, 354). La representación que el pintor del biombo
hace de la ciudad nos remite a La grandeza mexicana; parecería que
estamos en presencia de una versión pictórica del poema: “todo en este
discurso está cifrado” (59) nos asegura Balbuena en el “Argumento” que sirve de armazón al poema, y bien podríamos plantear que en el biombo ha sido cifrada la ciudad en su totalidad y, como Balbuena, se muestra inclinado a la conversión de la ciudad en la obra construida, “labrada en grande proporción y cuenta / de torres, chapiteles, ventanajes, / su máchina soberbia se presenta”, diría Balbuena (Capítulo I, 63). Las imágenes que Balbuena y el pintor del biombo elaboran son ciudades engañosamente completas porque han sido saneadas por los intereses particulares de los creadores, en las que, como antes vimos, la población se disuelve.
Por el contrario de la imagen de la ciudad en perfecto equilibrio del
anverso, aparece el reverso del biombo con su representación de la
conquista de México (Fig. 14). Ésta es una imagen completamente diferente,
no porque el tema difiera, el objetivo representado es el elemento de menor importancia en este caso. La gran diferencia entre las caras del biombo está en la manera de mirar y en la incidencia de las formas de observación en la imagen como resultado final. En el reverso del biombo aún pervive la perspectiva, para ofrecer la impresión de profundidad entre los planos primero y último, pero ella queda corrompida por los diferentes pasajes a representar que descomponen la superficie pictórica en muchas partes. Con
265
la justificación de mostrar la totalidad de los acontecimientos de la conquista de México, el artista decide traer a la pintura varias imágenes e interconectarlas, lo que rompe la ley de la percepción renacentista para comenzar a instaurar la complejidad de la pintura barroca.
Nos interesa, sobre todo, la imagen de la conquista de México, como la expresión de un ejercicio de observación que se ocupa no de un espacio sino de muchos espacios a un tiempo. Es decir, es la necesidad de abarcar todo el espacio posible a partir de un ángulo de observación que ha sufrido una reducción considerable si lo comparamos con la observación de la ciudad del anverso. El triángulo de la observación comienza a invertirse por una necesidad de la práctica de la observación barroca, que necesita abarcar más con menos (Fig. 13 b). La transformación de la mirada que observamos en este biombo de México será similar a las diferencias en la observación que encontramos en las imágenes de la ciudad que ofrecen Balbuena y
Terralla. Ya hemos visto que el primero de los poetas dirige su mirada en posición perspectiva, a manera de los maestros del Renacimiento. Por el contrario, Terralla se interna en la ciudad e intenta mirar la ciudad de manera diferente para traernos al mismo plano, de manera sincrónica, una amplia variedad de caras de la ciudad que el autor necesita revelar.
“El Barroco, en todos los aspectos que integran esta cultura, requiere un movimiento de acercarse a las masas populares; de ahí que, sin perjuicio de la variedad que ofrezcan los recursos de que se valga, pretendan siempre, quienes los manejan, trascender con ellos del círculo de la minoría
266
aristocrática” (Maravall 203). Bajo este presupuesto es puesta en funcionamiento durante los siglos XVII y XVIII la presencia masiva de los sujetos de las ciudades virreinales, incluyendo los indígenas, los negros y las castas. Ya hemos visto que los indígenas eran traídos a las exhibiciones en las que el poder convertía las procesiones, como representación estratégica del vencido y el adoctrinado. Así mandaban en muchas ocasiones que “para ornato de la processión se procurasen hacer algunos arcos de yervas (como en esta tierra acostumbran a hacer los indios)” (Morales 4). Como resultado, el engalanamiento de la ciudad se bifurcaba en imágenes que pudieran parecer provenientes de diferentes lugares o tiempos, porque junto a la arquitectura efímera de inspiración clásica, con dioses grecorromanos e inscripciones en latín, se podían ver otras estructuras revestidas “con muchas sedas, estandartes, gallardetes, rosas, flores, frutas, conejos, aves vivas y rica plumería” (Morales 70-71). En esta convivencia de códigos ornamentales de diferente procedencia se evidencia un desencuentro que apunta a la imagen de la ciudad en procesión como una yuxtaposición de imágenes disímiles que son conectadas únicamente por la mirada del observador que relata la festividad.
Para el pintor de la conquista de México sobre el biombo el hecho de aunar diferentes acontecimientos en un mismo soporte era una manera de expresar plásticamente el tipo de mirada que comienza a opacar a la observación renacentista que no tenía connotaciones más allá del ejercicio pictórico. Para el poder que necesitaba construir una imagen viviente de su
267
fuerza, aunar en la misma imagen los diferentes planos del sistema social del virreinato – los vencedores y los vencidos, los blancos y los negros, los indios y las castas, los ricos y los pobres, los que tienen acceso al círculo del poder y los excluidos de la estructura político-religiosa virreinal – resulta un ejercicio mucho más delicado porque puede llegar a revertir el proceso mismo de la elaboración de la imagen positiva del poder. Como bien explica Maravall, en el Barroco existe una asistencia masiva esencial que sirve de pilar a la cultura barroca, donde el espectador es convertido también en protagonista.
(169). Pero esta participación que se consolida como práctica habitual en las ciudades virreinales, también exigen del poder la necesidad de vigilar con el mayor nivel de detalle posible a la multitud de los participantes en las festividades callejeras que se extendían por días y días.
Durante los siglos XVII y XVIII la mirada se hace un arma necesaria que el poder comienza a usar con efectividad en la ciudad. La creación de las grandes urbes era de por sí el hecho político, económico y social más descollante de la conquista imperial; en la urbe el poder se representa con toda su simbología, y la ciudad adquiere funciones de símbolo en sí misma.
Mientras el poder hace de la ciudad una imagen comunicante de la fortaleza y estabilidad del sistema político y religioso, una imagen que se necesita grabar en las conciencias de los sujetos, y cuyo significado se desdobla en afirmaciones triunfales de la diligencia político-religiosa hispana en América, también la ciudad se independiza a través de otras significaciones económico-sociales y a ello responden sujetos y grupos con diferentes
268
modos de apropiación; participar de la ciudad, usar la ciudad, poseerla, se
convierte en un objetivo esencial de los muchos que hallaban atractivos en el
medio urbano. Este anhelo de ciudad crea una movilidad en la población que
usa la ciudad – perennemente o de manera esporádica –, que puede
contribuir a la desestabilización del sistema de poder colonial. Por otro lado el
poder mismo necesita atraer a toda la masa de la ciudad y sus áreas
circundantes a conformar el espectáculo de efectividad y respaldo social.
En todos los eventos públicos que se suceden en la ciudad virreinal
podemos apreciar un sentido de jerarquía donde siempre se marca un punto
de indudable superioridad que se relaciona con el poder. Desde la escultura
del santo elevada por sobre las andas hasta la imagen del virrey haciendo
entrada triunfal en la ciudad, siempre existe un punto elevado que se
complementa con la presencia de los bajos estratos para dar un sentido
triangular a la elaboración de la imagen. Es decir entre la centralidad
marcada en un único punto superior y una ancha base que remiten a
estamentos político-sociales. Esta superioridad de un punto central se
desdoblará en al menos dos funciones paralelas: por un lado la construcción de la imagen jerárquica está basada en la construcción de éste ápice representativo, pero por otro lado esta locación aventajada será comprendida como locación para la observación. En la fiesta barroca virreinal la mirada va a cumplir dos objetivos fundamentales que están relacionados directamente con el equilibrio de la colonia en sí y con su lugar dentro del imperio español: por un lado la mirada corre con la importante función de mantener el control
269
del virreinato, es decir desde el virreinato hacia abajo, hacia los estratos más bajos de la población. A la vez, la mirada será el componente esencial que hará posible los documentos que relatan el acontecer en las ceremonias a la corona, es decir del virreinato hacia arriba. Esta necesidad de hacer de la mirada no ya una herramienta creadora de belleza sino un instrumento político llevará a la búsqueda de un mejor emplazamiento para la observación que va a sustituir a la mirada de la perspectiva renacentista.
En los documentos generados de las celebraciones ya aparecen intenciones de abarcar la celebración en su totalidad a partir de la observación detallada de todos los participantes. El mismo Terralla y Landa expresaba en El sol en el león, anteriormente mencionado, que
Querer contarle â el Mar en menudas gotillas el crystalino caudal de sus aguas; reducir â número las Estrellas, que hermosean el Firmamento; los atomos, que pueblan la Esfera de el Ayre; y las hojas, que texen a la Primavera la hermosa vestidura de que se adorna, corrio siempre plaza de impossible â la cortedad de el humano discurso: pues por mas que este curioso se desvele, y ansioso se fatigue, siempre queda en su inútil empleo deslucido sin poder agotar su muchedumbre. No de otra suerte se ve mi Pluma, obligada â confessar su insuficiencia, quando intenta trasladar â el papel las amorosas, y leales expresiones, que la Nobilísima Ciudad de Lima hizo, para celebración de Nuestro Catholico Monarca (Abarca 167) (énfasis mío)
Si desvestimos el fragmento de la adulonería política que plagaba los documentos oficiales de la época, el texto primeramente reafirma la participación multitudinaria de la población de la ciudad virreinal en las celebraciones oficiales, y ello se opone a las imágenes de la ciudad desprovista de sujetos que aparece en el biombo y en el poema de
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Balbuena. Además, intenta hacer un compendio de todo lo acontecido a
partir de la observación y trascripción de lo observado, pero es ahí donde el
escribiente confiesa cierto nivel de incompetencia. La imposibilidad de
recoger en el discurso escrito la totalidad de los acontecimientos que en un
único momento de festividad es también expresado por el padre Abarca. Dice
el sacerdote que “querer que, comprehenda en breue la pluma, lo que
apenas cupo en tantos ojos, es intentar vn impossible” (Festivo aparato 3R),
manera poetizada de afirmar que la ciudad es un ente vivo cuyas caras
múltiples resultan imposibles de captar en su totalidad.
Estos ejemplos nos llevan a pensar en un ejercicio de observación
imprescindible a las funciones de gobierno. El poder exigirá la observación
efectiva: para asegurar el necesario mantenimiento del control sobre los
subalternos y para construir la imagen del virreinato ante las entidades
superiores del imperio, la mirada se va transformando para constituirse en
arma silenciosa. Veamos que en el texto elaborado por la fiesta mexicana
con motivo de la toma del trono del rey Fernando VI, dice el padre Joseph
Mariano de Abarca que “quando aun haziendose todo ojos, no hayaba ojos conque admirar esta Ciudad” (29), pero el sacerdote se refería al sol, que
“ojos multiplicaba en vez de rayos para advertir, no yá para dorar los vistosos
Jardines, que formaban las Azoteas, Calles, y Torres adornadas de riquíssimas y vistosíssimas colgaduras de seda, plata, y oro” (28). Aquí se filtra la necesidad de no perder nada de la ciudad, de apropiarse de la totalidad de la capital virreinal y, sobre todo, aparece ya de manera más clara
271
la búsqueda que el observador emprende de una ubicación privilegiada
desde donde llevar a cabo con la mayor efectividad el encargo de la observación.
La mención del sol que hace el padre Abarca resulta relevante porque
exterioriza la ansiedad de la mirada barroca por llegar a dominar todos los
planos, aún más allá de la amplitud del campo visual. En el fragmento, el
religioso está haciendo una abstracción que le permite de manera imaginaria
ubicarse en posición cenital para lograr su objetivo de observador del poder.
Esta necesidad del uso de la mirada para cubrir todas las caras de la realidad
social barroca establece los rudimentos que atisban el estudio y optimación
de la mirada como instrumento del poder que desembocará en la teoría del
panóptico en el siglo XIX. Esto no quiere decir que tengamos experiencias de
miradas panópticas en la ciudad virreinal hispanoamericana; únicamente
logramos ver el proceso de dejar atrás la mirada perspectiva porque si bien
es conveniente a las artes plásticas, no es de utilidad para el control político y
religioso de los virreinatos.
A los letrados encargados de transcribir al papel las celebraciones de
las ciudades virreinales les es dado el privilegio de convertirse por un
momento en la voz del virreinato, pero ello trae consigo el requisito previo de
maximizar la capacidad de observación del sujeto escogido para esta labor.
Los diferentes arcos de triunfo que se elaboraban para una misma celebración, las discordancias de codificación entre los arcos construidos por los españoles y los criollos blancos y los construidos por los indígenas, la
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extensión del recorrido de las procesiones, los diferentes eventos que podían
tener lugar bajo techo y al aire libre, la extensión temporal de las actividades
especialmente en las ocasiones festivas en las que los templos se mantenían
abiertos la mayor parte del día y la noche y los fuegos artificiales que
marcaban la ruidosa sesión nocturna de la festividad eran algunos de los
excesos barrocos que aparecen en la vida diaria de la ciudad virreinal. Estas
celebraciones barrocas mostraban muchas caras de la misma ciudad, y ello
se convertía en el gran reto que tenía que enfrentar el sujeto escribiente cuya
labor era recoger cuanto se hace en el virreinato en honor de la fe y del
monarca. Todas estas realidades que al unísono toman forma en la ciudad
virreinal crean la necesidad de una observación novedosa que logre recoger
todos los eventos sin impedimentos temporales, espaciales o culturales.
La transformación en la mirada es una de las diferencias entre el
poema La grandeza mexicana y Lima por dentro y por fuera, pero ni siquiera aquí ellos constituyen un par de contrarios. En el primero hay un ejercicio de la perspectiva renacentista con su mirada selectiva que se desentiende de las inconveniencias antiestéticas para ofrecer un producto-imagen lamido por las ansias de perfección. Pero esta manera de plasmar la imagen va sufriendo un proceso de transformación paulatino que se debe a la necesidad de implementar una manera de mirar más efectiva a los tiempos barrocos; así la mirada elitista que se desentiende de las oscuridades llega a ser sustituida por la necesidad de abarcar un campo visual mucho más amplio.
En el poema de Terralla ya percibimos el abandono de la perspectiva y,
273
como habíamos visto en la representación de la batalla del biombo, muchos planos distantes son forzados a coincidir en una misma superficie. Usando esta nueva mirada del Barroco, Esteban Terralla intenta apropiarse de las muchas caras de la ciudad peruana y las hace convivir en el texto, engarzadas bajo una relación de aparente igualdad.
Con la experiencia que Terralla había tenido como escritor por encargo de los documentos relativos a las conmemoraciones citadinas – bajo la protección del virrey De la Croix, en la observación y descripción de cuantos planos fueran posibles –, la observación que hace el autor para escribir su poema satírico de Lima viene influenciada por este tipo de mirada totalizadora de las diferentes realidades. En Lima por dentro y por fuera se evidencia la mirada barroca, que quiere presentarnos a un tiempo el centro de la ciudad, las afueras y los pueblos, la curia, los españoles y los criollos, los religiosos y las prostitutas, la minería y la homosexualidad, las áreas públicas y los recintos más privados de las casas. Esta amalgama convierte al poema en una expresión de la ciudad que tiene puntos de contacto con la representación de la batalla del biombo (Fig. 14), porque los elementos son forzados a convivir en el tiempo y en el espacio.
Bajo las influencias de la observación y trascripción de la realidad que son practicadas como necesidad que tiene los poderes virreinales de controlar a través de la observación, es que aparece el poema de Lima.
Terralla, como los escritores de las relaciones de fiestas y conmemoraciones, se convierte en un cosedor de imágenes que en otro momento habrían
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quedado inconexas porque la observación a manera de perspectiva no
permitía engarzarlas. La imagen de Lima que Terralla ofrece es una
composición descuidada de los diferentes espacios cada uno con sus
características propias; entre estos fragmentos de realidades quedan al
descubierto las suturas que anuncian este collage de varios planos y que a la vez se convierten en las zonas oscuras de la imagen barroca.
La imagen totalizadora de la ciudad virreinal es un constructo logrado
a partir de técnicas de representación que van evolucionando en la América
española por las necesidades propias de las relaciones barrocas entre los
individuos y entre ellos y el poder. En este sentido La grandeza mexicana
enarbola un marcado nivel de reticencia a aceptar los nuevos conductos de
observación en el acercamiento a la ciudad, mientras Lima por dentro y por
fuera se acerca a las relaciones de las conmemoraciones y los autos de fe.
No obstante, en ninguno de los textos podemos asumir una representación
realista de la ciudad virreinal, más bien cada uno de ello elabora su propia
ficción a partir de prioridades que devienen de influencias de técnicas de
representación diferenciadas. Pero más que la representación misma, como
resultado final, nos ha interesado en esta sección develar las
transformaciones en el primer paso esencial para la representación: la
mirada. Desde el ejercicio de la mirada es posible advertir el desarrollo de
una de las caras de la ciudad virreinal: desde la mirada de Balbuena que
hace de la ciudad una obra de arte hasta la mirada de Terralla que ve a la
ciudad como un ente de muchas caras en necesidad de mantener bajo
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control, existe una transformación que hemos intentado avalar con la inclusión de otros textos, alfabéticos y pictóricos, de diferente procedencia.
Los cambios en la mirada, que se materializan en las diferentes
representaciones de la ciudad, tienen que ver con la consolidación de la
cultura barroca en las capitales virreinales. A partir de hacer de la ciudad el
polo de atracción del resto del virreinato, siguiendo los presupuestos de la cultura que busca el medio urbano para su consolidación, y de la inclusión de las capas sociales diferenciadas, como una necesidad política de representar el poder en su creación y transmisión a todos los estratos, el poder mismo se encuentra ante la necesidad de establecer nuevas estrategias de observación. Si la ciudad es el punto magnético que atrae a los sujetos del resto de las áreas del virreinato y si todos son convocados a la agrupación en el espacio público, también es la ciudad el espacio donde se manifiesta la necesidad de observar a esta misma masa numérica. La observación es el primer paso en el control y la dominación, por ello el poder virreinal comienza a buscar posicionamientos más aventajados para la observación de la totalidad poblacional.
A partir del siglo XIX, nos dice Foucault, “[t]he Panopticon […] produces homogeneous effects of power” (1995:202) y, como ha quedado expresado con anterioridad, en los siglos XVII y XVIII hispanoamericanos no podemos hablar de panóptico como técnica de observación en función de la dominación, pero sí podemos hablar de la búsqueda que emprende el poder virreinal en la manera de gobernar de manera uniforme a través de la mirada
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que determinará quienes infringen las leyes civiles o religiosas. El punto central desde donde se ejercita la observación panóptica es el resultado de un proceso de transformación entre el punto de observación y el campo observado, donde el posicionamiento del observador se va haciendo cada vez más reducido y estratégico a la vez que el campo observado es cada vez más amplio y descubierto. Si Foucault reconoce que el panóptico no es exclusivo del sistema de control carcelario, por el contrario él “must be understood as as a generalizable model of functioning; a way of defining power relations in terms of everyday life of men” (1995:205), es porque la práctica barroca de la observación que está a la base del concepto del panóptico, era practicada en todos las esferas de la vida de la sociedad barroca, incluyendo las celdas gubernamentales e inquisitoriales.
Sin embargo, muy a pesar de los esfuerzos realizados en la
adecuación de la observación durante los siglos barrocos, aún la eficacia del
panóptico no es alcanzada. En las cárceles la Inquisición tiene la necesidad de confiar en los espías que interceptarían las llamadas ‘comunicaciones de cárceles’, mientras que en las calles bulliciosas de fiestas y procesiones un letrado se encargaba de recoger los pormenores ocurridos. Esta metodología de la observación barroca aún no ofrece la eficiencia que más tarde produciría el panóptico y los resultados serán aún inconstantes e interrumpidos. Las deficiencias que el sistema de observación barroco tiene como escollo afecta también la observación de la imagen de la ciudad, por
ello quienes describen los acontecimientos de las fiestas a menudo expresan
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la imposibilidad de abarcar todo el territorio que le había sido encomendado,
limitación que también encuentra Terralla al escribir su poema. A diferencia
de Balbuena, quien conscientemente elimina de la imagen de la ciudad los
elementos que agredieran el producto estético, Terralla intenta ofrecer una
visión totalizadora pero se pierde en la complejidad social barroca. La imagen
de la ciudad que ofrece Terralla tiene plena identificación con la imagen del
reverso del biombo mexicano (Fig. 14), donde las diferentes partes son
forzadas por yuxtaposición y entre ellas los arcos moriscos que justifican la unificación de los eventos bélicos. En Lima por dentro y por fuera las divisiones entre los fragmentos de realidad se mostrarán como la imposibilidad de abarcar con la mirada la realidad toda de la complejidad social y la imposibilidad de llegar a fondo en la comprensión de aspectos
como el rol del cuerpo en el ámbito barroco. Estas áreas silenciadas e
incomprendidas aparecen en el texto como suturas irresueltas por las que
escapan restos de realidades urbanas.
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CAPÍTULO 9
CONCLUSIONES
La fascinación por la ciudad no nace en las colonias hispanoamericanas pero en los territorios conquistados por la corona española el gusto por la urbe no decrece sino que se perpetúa. El siglo XVII se ofreció a la coincidencia histórica del apogeo de la cultura barroca con el proceso constructivo de las entonces muy jóvenes ciudades virreinales en las posesiones españolas. Lima y México, llamadas a ser los puntos más reconocidos en el dominio y colonización, bajo la influencia del Barroco, también se vieron en la necesidad de mostrar una imagen conveniente a su rango dentro del sistema de gobierno. La ciudad se trueca en la aseveración del triunfo.
La imagen de la ciudad barroca aparece en infinidad de textos producidos tanto en México como en Lima durante los siglos XVII y XVIII. La gran mayoría de los textos que reflejan la ciudad tienen un carácter documental pues eran producidos como relación de fiestas, autos de fe y conmemoraciones funerarias. En estos textos escritos por encargo la imagen de la ciudad quedará bajo la indiscutible influencia ideológica del poder, que a través de estas relaciones construía su imagen hacia dentro y hacia fuera porque ellos eran documentos políticos, y como tal aún son reconocidos. Al
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mismo, tiempo la imagen de la ciudad aparecerá en otros textos que no se
crean por el encargo de ningún virrey o arzobispo sino y que son el resultado
de una iniciativa de creación literaria. En este último grupo aparecen
ubicados los poemas La grandeza mexicana (1604), de Bernardo de
Balbuena, y Lima por dentro y por fuera (1797), de Esteban Terralla y Landa.
Estos poemas delimitan la distancia histórico-cronológica que cubre este trabajo: entre la construcción de las dos primeras grandes urbes virreinales y la instauración del orden barroco hasta el momento de las expresiones de afuncionalidad del imperio español y con ello la desintegración del sistema colonial.
Este trabajo propone ver en la imagen de la ciudad, no a la ciudad misma sino las coordenadas que promueven la aparición de los discursos coloniales, entre los que se encuentra el constructo de la imagen urbana en el texto alfabético y pictórico. Así, al traer los poemas de Bernardo de
Balbuena y de Esteban Terralla de regreso a las condiciones que provocaron su aparición y reinsertarlos en la producción cultural a la que pertenecen, encontramos que tras la imagen de ciudad que ellos presentan se marcan tres líneas esenciales a la cultura barroca que se desarrolló en las capitales de los primeros virreinatos hispanoamericanos.
En ambos poemas la imagen de la ciudad no es un ejercicio literario
gratuito, ni siquiera es una fascinación insustancial por el centro económico,
político y social de cada virreinato. En el caso de Balbuena hemos visto como
el poeta desviste el texto de su carácter privado, lo extirpa del mundo de la
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creación epistolar, para convertirlo en texto de acceso público. Este acto lleva
además la expropiación del destinatario original – Doña Isabel de Tobar – del texto que le había sido regalado de manera personal, para luego dedicarlo en un par de ocasiones a los representantes más descollantes del virreinato de
Nueva España a inicios del siglo XVII. Excluido él mismo de las ventajas que
llevaban habitar el centro del poder virreinal, Balbuena re-utiliza la alabanza a
la capital virreinal para alabar al poder mismo. Entre la ciudad de México y el
estrato dominante del virreinato novohispano apreciamos en el poema un
juego de equivalencias que determina que alabar la ciudad es alabar la
simbología del poder y, con ello, el poder mismo.
Con la construcción de una imagen citadina bajo presupuestos de
encomio, que a veces toma visos exagerados, Bernardo de Balbuena se
presenta sometido a la ciudad, dependiente de la ciudad, lo que es decir
subyugado al virrey y al arzobispo como puntos más elevados de la
estructura virreinal. Esta relación de dependencia permite a Balbuena
delinear el ‘sí’ en subordinación directa con relación a la cabeza del
virreinato, lo cual nos habla de una auto-adjudicación de una posición de
sujeto que es diferente a la que él detenta. Como colofón al auto-
posicionamiento ejercitado a través del texto, Bernardo de Balbuena se ubica
a sí mismo en una posición de poeta de la antigüedad clásica que le permite
quedar debajo de los representantes cimeros del poder virreinal, pero por
encima del resto de los sujetos; de esta manera el autor se establece a sí
281
mismo en un lugar que hurta al poder virreinal a través del texto que dedica a
la ciudad.
La imagen de ciudad construida en el texto con un cargamento
ideológico entrelíneas no es privativa del poema de Balbuena. En Lima por dentro y por fuera, encontramos nuevamente la imagen de la ciudad virreinal en función del sujeto escribiente. Terralla y Landa no alaba a Lima porque ya ha pasado otros estadios en su carácter de sujeto escribiente que no han dado resultado. Con anterioridad a la escritura del poema dedicado a Lima,
Terralla había sido uno de los escritores por encargo; entonces sus textos le describían como el súbdito perfecto de la majestad imperial: una primera máscara que cambiará con la pérdida de las prerrogativas del escritor bajo las órdenes del virrey. Al ver su posición de escribiente perdida y sus negocios de minero fracasados, Terralla arremete contra la ciudad virreinal, en la totalidad de su sociedad y su sistema político-religioso. Para esta embestida el autor se esconde tras la máscara de un sobrenombre.
La firma de Simón de Ayanque será la nueva máscara que Esteban
Terralla utilizará, porque en este caso ya no es el escritor por encargo que escribe lo que el poder quiere leer, sino el escritor contestatario que usa las líneas del texto para enfrentar al poder. El sobrenombre estaba pensado como máscara que debía ahuyentar el peligro de las represalias de la
Inquisición y del poder temporal. Pero la máscara que se construye con la intención de cubrir, más bien pone al descubierto. Esteban Terralla ya no se construye un lugar en la estructura de poder limeño, ya las esperanzas de
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recobrar las ventajas de una relación favorable con el eje dominante han
desaparecido. Al sujeto únicamente le queda reprochar a la capital del
virreinato el lugar desplazado que le había reservado, muy a pesar de sus
condiciones de peninsular, letrado y minero.
Tanto en el poema de Balbuena como en el de Terralla, la imagen de la ciudad virreinal es el vehículo para descargar las necesidades del sujeto.
El sujeto se esconde entre las líneas del poema para aflorar como
negociador de su situación particular y su posición respecto al poder. Es
decir, que estos textos que aparentan ser el fruto de una creación literaria
espontánea quedan tan cargados de una función utilitaria como los que se
construyen por encargo. Ambos textos son el medio que comunica al sujeto
con el poder y exige del poder bajo la cobertura de la imagen de la ciudad,
porque el texto escrito es la vía que el sujeto letrado usa para comunicarse
con el poder. A través del código alfabético el individuo entra en
correspondencia con las instancias de poder, por ello el alfabeto es para el
letrado lo que es el cuerpo para quienes no manejan la escritura.
Los sujetos comunes de las ciudades virreinales, aquellos que quedan
ubicados en una posición desventajosa en la estructura de poder y que no
manejan el código de la escritura alfabética no cuentan con la posibilidad de
emprender la creación de productos culturales que, como el texto alfabético,
los comunique con las instancias del poder. No obstante, estos sujetos
también buscan un acomodo dentro de la capital virreinal, y lo hacen a través
del uso del cuerpo.
283
El cuerpo es un tropo siempre presente en la ciudad virreinal. Es el
cuerpo la página en blanco que los sujetos utilizan para imprimir marcas que
podrían determinar un código social deseado. Sobre el cuerpo el sujeto
virreinal escribe relatos que tienen que ver con anhelos en relación a posición social, riqueza, raza y sexo. Bernardo de Balbuena no relata en su poema de
la utilización del cuerpo para crear ficciones de sujeto, precisamente porque
el autor no está interesado en la sección de la población que se ve necesitada de usar el cuerpo como la única posesión que le permite cierta movilidad social. Pero Terralla sí dedica sendas críticas a la manipulación que del cuerpo hacen los sujetos, especialmente las mujeres. Terralla no lograba comprender que en el barroco el cuerpo es el medio de comunicación que tienen los individuos con el resto de la sociedad. A través del cuerpo el sujeto logra violar los espacios emblemáticos que eran reservados a otros sujetos porque, una vez cargado de significaciones, el cuerpo establece el contacto con el resto de los sujetos y de los otros cuerpos. Cuando el sujeto imprime sobre el cuerpo significaciones culturales, el cuerpo se niega a aceptar las fronteras físicas de la piel y toma vida por sí mismo hasta el punto en que se desentiende del sujeto y llega a negar al sujeto. Los sujetos iletrados de la ciudad virreinal comprenden la eficacia del cuerpo como herramienta estratégica en la flexibilización de sus situaciones de sujetos, y así lo usan, de la manera en que los letrados usan el código alfabético.
284
En el uso de los cuerpos Esteban Terralla advierte lo que él presenta
como una anomalía en los comportamientos sociales de los sujetos: el
manejo de los cuerpos. Terralla inculpa al sujeto una y otra vez por la
manipulación que observa sobre los cuerpos, porque ello permite la apropiación de códigos ajenos, y que él describe como una alteración del orden que debía reinar en la ciudad virreinal. Si ya vimos antes que este
autor no parece haberse percatado de la cualidad esencial del cuerpo en la
sociedad barroca, tampoco se da cuenta de que su propia crítica se dirige a
la forma más común de la violencia en la sociedad virreinal.
La violencia es en sí un rasgo inseparable de la sociedad barroca y en
las ciudades virreinales la violencia se manifiesta en una amplia gama de
posibilidades. La violencia como agresión física está presente en estas
sociedades porque las instituciones de poder imponen el castigo sobre la
materialidad del cuerpo como vía para adoctrinar e impartir justicia, por ello
esta violencia que agrede el cuerpo del otro, viaja desde los altos estrados
hasta las capas más bajas de la sociedad barroca virreinal. Así los estratos
más pobres, al verse agredidos de alguna manera, reaccionan con violencia
contra las zonas más altas del ordenamiento político virreinal. Los ejemplos
más conocidos de esta violencia que viaja de abajo hacia arriba lo encontramos en los motines ocurridos en México en 1624 y 1692, cuando la violencia se convierte en un arma argüida por los menos privilegiados.
Estamos en presencia de un proceso que se invierte porque desde abajo ha sido aprehendida como una vía eficaz de defensa.
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La violencia física es una práctica común porque la misma complejidad que alcanzan las sociedades barrocas genera contradicciones que catalizan la aparición de este tipo de actitudes agresivas. Sin embargo, la forma más común de la violencia en la sociedad barroca es la que hemos llamado ‘violencia silenciosa’ porque no agrede al cuerpo del otro; ella no intenta causar dolor ni toma el castigo físico como objetivo. La violencia silenciosa se extiende por la ciudad virreinal porque se filtra a través de todos los estratos y se manifiesta en el rompimiento de las leyes y las disposiciones, tanto civiles como religiosas. Los actos de este tipo de violencia aparecen en una amplísima gama de actitudes diferentes que escapan momentáneamente a los mecanismos de control del poder; y están en relación estrecha con la manipulación de los códigos visuales del cuerpo.
Cuando el sujeto modela su cuerpo mediante la ortografía de un lenguaje que le es ajeno a su casta o su clase, ello le permite inmiscuirse en espacios que antes de la manipulación corporal le estaban vedados. Al apropiarse de estos espacios, los sujetos comienzan a crear los que hemos llamado ‘espacios de fuga’, que son una de las manifestaciones más comunes de la violencia silenciosa. Los espacios de fuga no están relacionados únicamente a los estratos más desposeídos ni tienen su manifestación en un tipo de espacio social o privado específico. Los espacios de fuga son la respuesta de la población virreinal al control y estructuración barrocos, y ellos pueden aparecer en el espacio público o en lo más privado de las edificaciones coloniales. Si un espacio conventual mexicano se
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convierte momentáneamente en espacio casi orgiástico y en el teatro limeño
la representación se lleva a cabo delante del proscenio, es porque los espacios de fuga han tomado posesión para subvertir las funciones originales. Los espacios de fuga desvirtúan los propósitos originales con que fueran creados los espacios; sea entre los muros conventuales, en las balconaduras del teatro, o en la plaza pública, los espacios de fuga son espacios metafóricos que se crean por la relación de los sujetos entre sí y de los sujetos y el espacio, siempre aprovechando las grietas que se abren en la vigilancia y el control coloniales.
Los espacios de fuga tienen un carácter perecedero; ellos se manifiestan de manera subrepticia y logran solapar los caracteres originales con que el poder ha cargado los espacios originales. En los espacios de fuga los sujetos desaparecen porque en ellos se anulan las ataduras que los fijan en una coordenada específica en las relaciones de poder colonial; en estos espacios todos pasan a ser individuos en una relación de igualdad que se enfrenta a la estratificación de la sociedad virreinal. En esta nueva relación entre los individuos, el sacerdote y las monjas pueden participar en condiciones de igualdad en un baile que estaba prohibido por el Santo Oficio porque las fronteras que limitan lo permisible ya no tienen razón de ser. Vale igualmente mencionar que estos espacios metafóricos no sólo se manifiestan en la relación entre individualidades que se aúnan para deshacer momentáneamente el control virreinal sino que ellos son la cantera de una producción cultural porque son el espacio donde se crean las
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manifestaciones populares que se enfrentan al dominio a través de bailes, canciones y poemas. Fruto de la existencia de estos espacios es el poema
Lima por dentro y por fuera, que es producido en un enfrentamiento del autor con el orden virreinal.
En las imágenes de las ciudades virreinales que nos entregan tanto
Bernardo de Balbuena como Esteban Terralla, hay una concepción de la ciudad como un cuerpo. Las diferencias de acercamiento al fenómeno de la ciudad se marcan a manera de diferentes maneras de describir una estructura anatómica. Para Bernardo de Balbuena la ciudad de México constituye el objetivo ansiado; es el espacio a habitar y consumir. La inquietud que la ciudad despierta en Balbuena hace que éste la vea como un cuerpo inmaculado en el que no se aprecian zonas oscuras. El acercamiento contrario lo tenemos en la presentación de Lima que hace Terralla y Landa, que se acerca a la ciudad como a un cuerpo putrefacto y, para enfatizar en el estado de pudrición, se inserta en las arterias citadinas como por los orificios corporales. Las descomposiciones urbanas son para Terralla las alteraciones en la relación entre las razas y las castas, la aparición de homosexualidad y las libertades que se toman las mujeres a partir del manejo de sus cuerpos.
Las diferencias en las imágenes de ambas ciudades tienen que ver con los momentos históricos de la creación de las ciudades versus la desintegración del sistema colonial, pero sobre todo están ligadas a la posición de cada uno de los sujetos en las relaciones de poder. Si Balbuena se encuentra en un momento de anhelo por la emblemática que comienza a tomar altos vuelos
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en las capitales virreinales a principios del siglo XVII, Terralla a finales del
siglo XVIII ya ha perdido las esperanzas de formar parte de esa emblemática
social que fuera una vez deseada.
Una tercera razón influye en las imágenes de encomio y crítica, y es la
transformación que se opera en las técnicas de la observación. Bernardo de
Balbuena se considera un poeta antes que un sacerdote. Su lugar en
sociedad está marcado por su actividad creadora y no por formar parte de las
huestes evangelizadoras, es decir que el autor perpetúa para sí la posición
del poeta que el Renacimiento heredara de la cultura grecolatina. Bajo las influencias renacentistas Balbuena enfrenta la elaboración de la imagen de la ciudad en el texto; así pone en juego técnicas descriptivas que quieren rivalizar con las técnicas pictóricas. Así Balbuena practica la técnica de la perspectiva renacentista que, bajo el engaño de reproducir fielmente la realidad, selecciona los elementos de la realidad y recompone una realidad nueva en la que quedan excluidas las oscuridades sociales y las imperfecciones político-religiosas. Esta mirada perspectiva que se emplaza desde una zona de amplitud para cerrarse en un punto abstracto es un constructo esencial al desarrollo de las manifestaciones artísticas, pero es un tipo de mirada decreciente que, a la llegada del Barroco, necesita ser sustituida por técnicas de mayor efectividad.
Ejemplo de la transformación que la mirada sufre durante el período barroco lo tenemos en la manera en que Esteban Terralla describe la ciudad de Lima. La intención artística de crear un producto lamido por la necesidad
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estética se trueca en la necesidad de abarcar con la mirada la mayor
cantidad de espacios y sujetos posible. Si el poder virreinal necesita de la
totalidad de los sujetos para construir su propia imagen política, por razones
de seguridad también política tiene que aprender a seguir con la mirada a
todos esos sujetos, como primer paso en el establecimiento del control.
Algunos de los documentos más interesantes en cuanto a la forma en que el
poder virreinal comienza a mirar a los individuos son precisamente las
relaciones escritas para recoger las celebraciones y conmemoraciones
políticas y/o religiosas que con frecuencia se llevaban a cabo en las calles de
las ciudades. En estos casos el poder pone sobre los hombros de un sujeto
letrado la labor de relatar los pormenores de la celebración pero, más que
escribientes, estos sujetos se convierten en los ojos vigilantes del eje del
poder virreinal. Terralla y Landa, que a inicios de la década de 1790 había
servido de sujeto observador para las festividades de Lima, reaparece en
1797 con el poema Lima por dentro y por fuera, donde demuestra la manera en se efectúa la observación barroca. Terralla siente la necesidad de adentrarse en la ciudad para observar los grupos sociales, las castas, los pobre y los ricos, para determinar la manera en que ellos se relacionan y consumen los espacios. En otras palabras, Terralla es un observador barroco que ya ha ido dejando atrás la técnica de la mirada en perspectiva para comenzar a buscar un punto de observación más privilegiado que le permita abarcar mayor espacio. Esta manera de mirar a la ciudad y a sociedad va impregnada del apremio político del control sobre el resto, pero aún es una
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técnica en momentos de paulatino perfeccionamiento y no llega a cubrir de manera homogénea todos los puntos de la complejidad social barroca. La mirada de Terralla, como la de los escritores por encargo de las relaciones de fiestas, une diferentes planos entre los que quedan suturas que impiden una imagen continua. Si la mirada barroca es imperfecta, el resultado de la mirada en los textos es una imagen descuidada que yuxtapone espacios y tiempos a manera de collage.
La mirada de Balbuena, por ser selectiva y elitista, presenta una ciudad que es un producto estético placentero que obvia los aspectos que pudieran atentar contra el goce de lo bello. La mirada de Terralla es mucho más incisiva y quiere traer a un primer plano todos los aspectos de la realidad pero aún encuentra escollos que no le permiten una observación total de la ciudad y su sociedad. Dos maneras diferentes de enfrentar la observación y la trascripción de la realidad urbana que siempre nos entregan un producto incompleto. La fragmentación de la imagen de la ciudad es una constante en las imágenes que nos llegan hasta hoy. Esta fragmentación, junto a las negociaciones que el sujeto entabla para flexibilizar su situación y la violencia que se filtra en todas las caras de la sociedad son tres rasgos que marcan las ciudades virreinales durante los siglos XVII y XVIII para aflorar en los textos testigos del apogeo y la decadencia del orden barroco en las ciudades virreinales de la América española.
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APÉNDICE A
ILUSTRACIONES
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Figura 1. Pintura anónima. “De español y albina, produce negro torna atrás”. Tomado de Katzew, Ilona. Casta Painting. Images of Race in Eighteen-Century Mexico. New Haven & London: Yale University Press, 2004. 181.
Figura 2. Esquema propuesto por David Sibley para analizar “Outsider groups and the larger society”, en su libro Outsiders in Urban Societies. Oxford: Basil Blackwell, 1981. p. 48.
Figura 3. Forma y levantado de la ciudad de México (1628), por Juan Gómez de Trasmonte. Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia. Tomado de: Kagan, Richard L. Urban Images of the Hispanic World. 1493-1793. New Haven & London: Yale University Press, 2000. p. 154.
Figura 4. Plano de México (1628), por Juan Gómez de Trasmonte. Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia. Tomado de: Kagan, Richard L. Urban Images of the Hispanic World. 1493-1793. New Haven & London: Yale University Press, 2000. p. 155.
Figura 5. Cubierta del Lamento métrico general que escribió Esteban Terralla y Landa en 1789 como parte de la conmemoración en Lima por la muerte de Carlos III.
Figura 6. Cubierta del texto que escribió Esteban Terralla y Landa, con el título El sol en el medio día, como parte de los festejos llevados a cabo en Lima en 1790 para celebrar la toma del trono español por Carlos IV.
Figura 7. “De español y negra, nace mulata”. Anónimo, ca. 1785-90. (Tomado de Katzew, Ilona. Casta Painting. Images of Race in Eighteen-Century Mexico. New Haven-London: Yale University Press. p.138)
Figura 8. Andrés de Islas. “De español y negra, nace mulata”. 1774. (Tomado de Katzew, Ilona. Casta Painting. Images of Race in Eighteen-Century Mexico. New Haven-London: Yale University Press. p.116)
Figura 9. “De chamizo e India, sale cambuja”Anónimo, ca. 1780. (Tomado de Katzew, Ilona. Casta Painting. Images of Race in Eighteen-Century Mexico. New Haven-London: Yale University Press. p.132)
Figura 10. Representación de América, por Felipe Galle, “América”, serie de Personificaciones, núm. 43, ca. 1581 (en: Honour 1976, 95). ”Tomada de: Zugasti, Miguel. “América y otras alegorías indianas en el ámbito colonial”. La formación de la cultura virreinal. El siglo XVII. Eds. Kart Kohut y Sonia V. Rose. Frankfurt-Madrid: Velvert-Iberoamericana, 2004. p. 323.
Figura 11. “De Mulato, y Mestiza, nace, Cuarteron”. Tomado de: Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Frutas y castas ilustradas. Museo Nacional de Antropología. 25 febrero – 29 de agosto de 2004. España
Figura 12. “Cuarterona de Mestizo. Español. Producen Quinterona de Mestizo”. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Frutas y castas ilustradas. Museo Nacional de Antropología. 25 febrero – 29 de agosto de 2004. España.
a. La mirada de la Perspectiva del Renacimiento.
b. Proceso de transformación de la mirada, desde la Perspectiva del
Renacimiento hasta el Panóptico.
c. La mirada panóptica.
Figura 13. Esquema de desarrollo de la mirada desde la Perspectiva del Renacimiento hasta llegar al panóptico, en el siglo XIX.
Figura 14. Anónimo. “Conquista de México” (1690-92). Biombo (reverso). Tomado de: Kagan, Richard L. Urban Images of the Hispanic World.1493-1793. pp. 158-59.
Figura 15. Anónimo “La muy noble ciudad de México”. (1690-92) Biombo (anverso). Tomado de: Kagan, Richard L. Urban Images of the Hispanic World.1493-1793. pp. 156-57.