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o p ama de ^T^obíe LIBROS DE AGACIR

MIES AL VIENTO. - En este libro se recogen en bella forma literaria algunos temas de palpitante interés agrario. El autor ha logrado dar amenidad y fácil lectu• ra a la exposición de problemas inquietantes que merecen estudio y solución. En el fondo, este libro es una llamada a la atención de las gentes a quienes preocupan las cosas del campo castellano; una invitación a cooperar.

SALAMANCA DE AYER. - Semblanza espiritual de la ciudad del Tormes, tomada en un vuelo apacible sobre su historia. Visión perspicaz de la fisonomía monumental de los barrios antiguos, cuyos rasgos y singularidades descubre e interpreta. Remem• branzas del ayer cercano, tiempos, piedras, vidas, evocadas con suave voz de lejanía. Este libro chiquito no es una Guía al uso. Es más propio para ordenar las impresiones de quien ya viera la ciudad, que para guiar sus pasos por rúas y efemérides.

Pedidos: A LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS

Domicilio del autor, c/ Rafael Calvo, 4 - MADRID

Fot. Portada: ERMITA DE SEPÚLVEDA DE YELTES

Es propiedad. Queda hecho el depósito que marca la Ley.

TALLERES GRAFICOS DE RAFAEL GÓMEZ - MENOR.—TOLEDO AGACIR. — RAMA DE ROBLE

En memoria de los que yacen cristianamente en la campesina Ermita solitaria de Sepúlveda de YeItes-

A G A C I R

RÁMÁ DE ROBLE

PAISAjES RAMILLO DE AFANES BESTEZUELAS, BICH1TOS RINCÓN SERRANO

MCMLV1I

s otoño: casi invierno. Las hojas caídas de los robles reposan en el césped pajizo. Y en un pronto se alzan agitadas, impe• lidas por el viento: revuelan, se buscan, se amparan, se apiñan formando un en• jambre dorado afanoso de quietud y de paz. Por fin, al socaire del cierzo recogen el vuelo y acomodan en un cobijo su viejo cansancio. También las palabras que siguen tuvieron verdor novalío y bullicioso. Ya en su otoño, sólo ansian algún sosiego. Sosiego que no llegue a olvido: en un remanso quietismo —este libro— donde esperar su último instante sobre la tierra.

SÍ %rnando S&llué y Worer.

poeta da amias QastUlas

PAISAJE

PAISA)E EN SUCESION

6L paisaje de esta tierra raía, de este escondido rincón de la tierra leonesa, comarca ganadera sala• manquina ribereña del TÍO Yeltes, posee en Diciembre una belleza insuperable, ignorada por muchos. Ganas me dan de ponerme a gritar con gesto de loco: ¡Aquí, pintores; aquí, poetas! Imaginad que estamos sobre el alero de un grueso altozano mon• taraz tendido hacia naciente. Ancha llanura des• cansa a sus pies, poblada de encinares y de robledas. Bajo nuestros ojos, casi a la mano, acampan los pri• meros manchones sobre una sucesión de términos y perspectivas suavemente ondulados. Por Mayo, al• fombraba este cercano suelo que miramos un rizado tapiz compuesto por el verde profundo de la hoja de la encina y el verde risueño de los brotes del roble. Ahora la savia retiró sus jugosas tintas, y en poco tiempo perdió la apretada fronda su frescor y sus vigores. Se anunciaban el despojo otoñal y el tem• poral desfallecimiento con que el invierno cobra su tributo a la arboleda. Pero en esta aparente agonía, el rostro del paisaje, el ramaje vestido que entoldaba

- n - el suelo, iba tomando pausadamente una coloración acorde con la dulce melancolía de su declinación. Y en un esfuerzo vital de sus últimos días, transformó la palidez robliza iniciada en un cálido tono de oro que engarzaba como a esmeraldas el perenne verdor de las copas redondas de las encinas. Aquí, pintores amigos. No vieron nuestros ojos cuadro más bello que éste, armonía de color más lograda, voz más elocuente para nuestra sensibilidad. Aquí, amigos poetas. Tirad a un lado ese prejuicio de que Castilla es tan sólo un copioso manantial de aguas ascéticas y heroicas. Es esto, caudalosamente, pero también, en esta hora del otoño vencido, la aparición inespe• rada de una insuperable hermosura de la Naturaleza. Tal es, en su fingida agonía, mi monte castellano, y os arrancaría contemplarlo un sollozo de admira• ción. Pero también, allá, tras Enero, cuando toda la hoja se haya desprendido del ramaje y el robledal ofrezca a la mirada su estática desnudez, una her• mosura distinta adquiere ol paisaje. Quedan muy lejos la fresca verdura juvenil y la rizada felpa aca• ramelada de la fronda postrera. Admiramos ahora una belleza serena, puros perfiles y quietudes, belleza de expresión y de alusión, cargada de valores espiri• tuales que nos conmueven y nos penetran; algo que se enlaza en el pensamiento con la de los semblantes y las actitudes de las imágenes de los santos patriar• cas: rostros quietos, inalterables, que nos inspiran tanta devoción. Dejando suelta la imaginación, diríamos que los

_ 12 ~ PAISAJE EN SUCESIÓN sagrados troncos del robledal, aún regados por invi• sible savia dormida, guardan en su seno, para cuando la muerte les llegue, la escultura de ún santo veni• dero. Talla que la gubia de un iluminado artista arrancará algún día con destino a un retablo que ya la espera.

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TILOS

(LIENE el aire manso de esta mañana una frescura grata. La niebla ha ido descendiendo sobre los cam• pos desde los misterios de la noche. Es una niebla perlina, sutil, transparente. Las lejanías han que• dado disueltas en las múltiples cortinas de polvo de agua. Nuestra vista no alcanza más allá que el sonido de nuestra voz. El paisaje ha desaparecido; no exis• ten perspectivas, no existen lontananzas. Estamos como inmersos en una gran copa colmada de tenuí• simo aire gris, cuyas paredillas de cristal tuviesen grabados algunos arbolillos. Un can, unos pájaros, esfumados, cruzan entre ellos. Todo cuanto dentro de esta esfera que la niebla limita podemos ver, parece haber perdido la pesantez propia de la materia y el afán de movimiento apetecido por los seres. Advertimos que, entre la niebla, las cosas repo• san, meditan, caen en arrobo. La niebla pone espí• ritu, suscita anhelos a las cosas, y les da un aire que evoca el estilo gótico, las arquitecturas norteñas. Y entonces —nos decimos—, la helada de las noches rasas de alto cielo, ¿qué sentido, qué composición

- 15 - R les da a las cosas? La helada teme al sol y le abre paso a ese sol viajero presuroso del invierno; creemos que bajo la helada se incuba lo románico, fría geome• tría alumbrada por clarísima luz. ¿Y bajo el ardien• te sol del estío?; este sol es pasión y cansancio, las aduerme fatigadas, las hace soñar con paraísos y con amores, con palacios de plata y mezquitas de topacio. Como nuestro sol nace en Oriente, toma san• gre árabe, fiebre mediterránea, palpitación bizantina; traza su luz henchidas curvas, temblorosos perfiles de odaliscas... Tal semilla florece en lo mudéjar. Cabe decir que en la niebla echa tallos la imagi• nación anhelante, raíces bajo la helada el pensa• miento despejado; con los días solares se desbordan los impulsos sensuales que llevan disueltos sueños maravillosos.

- 16 - EL ROBLE SECO

6 •STAS anchas planicies castellanas, tendidas entre las altas serranías centrales, tienen aún algo de mar: manso oleaje de surcos o mieses, quietos valles verdes entre ellos, onduladas lontananzas solitarias, circular y lejano horizonte. Pues este mar de tierra desnuda, toma calma y tersura en algunas regiones. Desde tiempos remotos, sajó el arado su seno, fué extir• pando la hierba, la mata, la arboleda; la propia arcilla se deslizó incansable vado abajo, abatiendo mesetas, rellenando valles. Aquel paisaje antiguo, comparable al mar, hoy más bien parece un estan• que...; es el barbecho, la copia de desnudos labran• tíos. No quedan más robles que éste que miramos en toda la anchura del barbecho. Hace años se secó. Nadie lo arranca. Aquí sigue, solitario, como una flecha clavada en la tierra, batido por el cierzo, dando extraño vigor al paisaje. Murió, ciertamente. La savia dejó de correr bajo su piel, perdieron las ramas el riego que les daba vida, no le vistieron más hojas ni le aromaron más

- 17 - f R frutos; pero sigue erguido su esqueleto, que dibuja en el raso del cielo un signo de tradición: abierta fuente de espiritualidad. En este roble seco que perdura hincado en el áspero labrantío, parecen condensarse las esencias castellanas, la sobriedad, el silencio, la fortaleza. Y la tradición, el brote de lo que fué, vida que les nace a las cosas cuando las cosas mueren. Y al decir tradición, sin querer saltamos a pensar en la juventud del planeta, en la callada historia de este humilde rincón del planeta; sólo alcanzaremos a ver esta llanura, hoy desolada, si logramos per• cibir el botín que las horas se llevaron en su grupa. Cuanto fué sangre y piel de la llanura: las fuentes que manaban aguas de plata, los bosques frescos y numerosos, las muchedumbres múltiples nativas, las levas que arrancaban a sus buenas gentes para reñir batallas en su propio ámbito, las empresas surgidas, las cruzadas religiosas desplegadas... Este roble del labrantío, aunque muerto, alumbra el pasado; es un faro de historia.

- 18 - VELO NUPCIAL

J2A.A noche pasada nevó copiosamente. La morena tierra se ha cubierto con una limpia sábana de albor. En la ciudad, apenas entrado el día-, los hombres han profanado con sus pisadas la tersura de la nieve. En el campo, el paisaje es suma blancura; los llanos pró• ximos, los lejanos relieves, los altos cielos, enlazados en un solo tono, han borrado la perspectiva y la línea del horizonte. En este día blanco los cielos y la tierra parecen hermanos. Salimos de la ciudad y enderezamos nuestros pasos a la campiña. ¿Por qué este afán que nos hacía caminar de prisa hacia los castos campos solitarios? Acaso iba en nosotros la intuición de las virginidades que habían de ofrecérsenos: atisbos de exclusivismos y prioridades tan gustosos como el gozo de la pose• sión. Campo a traviesa, cruzando surcos, comenzamos a ganar una colina. Los vientres nevados cedían muellemente a nuestro peso con humildades de sumi• sión y de entrega. Ibamos pisando pureza bajada de los cielos, no vista ni tocada por los demás mor-

- 19 - tales... Aquel gozo que sentíamos en hollar la ter• sura, se nos cambió de pronto en remordimiento: visión de pecado, consciencia de traición. Hicimos alto en la cima. Tendimos la mirada por los llanos. Sólo pureza veían nuestros ojos, llegaba en el silencio a nuestros oídos, respiraban nuestros pulmones en el fino aliento de la campiña. Como un velo nupcial, la nieve cubría la virginidad invicta de la tierra, prohibida al hombre, prometida del sol, padre de la hierba, de la mies, de la encina.

-20- DESDE LÁ CELDA

RONÜNCIO estas palabras recluido en un recinto de ana Emisora que parece una celda: breve espacio, soledad absoluta. Y me asombra un poco considerar que mi voz está sonando en este instante, multipli• cada y viajera, en tan dispersos lugares de esta ben• dita España. Toda mi fe eu la Ciencia no basta a librarme de la presión que en mi ánimo ejerce el solitario encierro desde donde os hablo. A ratos me parezco un loco que, presa de los desvanecimientos del buen juicio, articula vocablos que caen en un piadoso mar de soledades. Luego, vuelvo en mí, recapacito, me hago dueño de la realidad indudable, recobro la grata me• moria de que allá, lejos, muy lejos, desgranados sobre el suélo patrio, cientos de amables oyentes es• peran recrearse escuchando romances y canciones de la inmarcesible tierra salamanquina; y la emoción me invade, y mi voz se hace trémula, tanto por con• sideración al auditorio, en cuya bondad me amparo, como por el respeto que me infunde poner mis torpes manos —las palabras son las manos del escritor—

- 21 - sobre la imagen de la siempre bienamada patria chica. Pronuncio estas palabras recluido en un recinto parecido a una celda: espacio limitado, decorado simple, denso silencio, soledad, sosiego. Fueran ásperos sillares de piedra estas blandas paredes de blanca seda suavísima; fuera lamparita de aceite la radiante luz metálica que me baña; hubiera un Cristo de las Batallas —el del Cid, ¿recordáis?—, o una imagen de la Virgen de la Vega —patrona y Madre nuestra— oyendo los trémolos de mi voz pecadora, y de nuevo el sentido pudiera caer en el engaño. Parece una celda este recinto. Dentro de él me imagino condenado a cumplir alguna penitencia expiatoria. Me abruma esta soledad, este silencio, esta cautividad exterminadora de mi visible existir, este mirarme al margen de un mundo libre y pers• picaz, que sabe de mí, y me escucha, si quiere, y me abandona si le place... En este instante yo soy vuestro prisionero y vosotros, los que escucháis, sois mis dioses; porque os presiento, pero no os conozco, y sabiendo que existís, nunca podré demostrarlo. Con divagar así sobre mi accidental clausura en realidad emboco las ideas de que traigo propósito de hablaros. Siempre he pensado que hay una estrecha relación entre el hombre y el medio, entre el paisaje y el espíritu humano que en él habita. Los santos y los cantos de Avila no riman sólo en la acústica expresión de ambos vocablos. Aquellas piedras mondas, huesudas, sobre las que se posa la

— 22 — mirada creyente con la parsimonia y temblorosa emoción con que la mano de un monje cae sobre una calavera, meten en el alma batalla de dudas y fuego de fervores. Pues aquí, en esta Salamanca nuestra, mitad leo• nesa, mitad castellana, con bordes portugueses" y extremeños; tierra ancha y abierta, no tanto que venza el horizonte a la lejanía; tierra de cumbres y de lomas azotadas por los hostigos; tierra de buen andar, profundo germinar y sano cosechar; planicie sin llegar a llanura; soledad sin pecar en desierto; ¿podrá dudarse que el hombre castellano se aisla en el retiro de una celda cuando se adentra en la con• templación de su paisaje? Ya tenemos, pues, las consonancias del espíritu salamanquino: visiones de amplitud ponderada, lentas empresas trabajosas, altas meditaciones, voca• ciones inflexibles, ansiedades eternas; claridad del alma, sin transparencia; ensimismamiento del genio sin acrimonia. A nadie extrañe este risueño apunte, tal vez inesperado. El campo salamanquino es una celda de ámbito espacioso y paredes batidas por el sol. No se angustia allí el ánima, como acontece en el sucinto albergue de una cueva, puño formidable de un gigante que nos oprime y asfixia. No se angustia allí el ánima con temor de sí misma, de que el espíritu, fraguando ideas y deshilando pareceres, llegue a saturar el limitado vaso que la cobija, envenenando el ambien• te, agotando el aire de la calle, fresco y nuevo —los

- 23 - pensamientos ajenos, tan necesarios para vivificar el alma como esas rociadas de oxígeno para los pulmo• nes corporales—. En el confortador refugio abierto de nuestra campesina celda, los temores se truecan en vigores, las vacilaciones en perseverancias. Cuando mañana, raso el día, yo salga al campo que circunda extasiado las torres del Gallo y de Monterrey —pobre Torre del Gallo, tocada por manos restauradoras—, cuando mañana de nuevo rasgue con mi cuerpo el aire cristalino para entrar en mi celda de contemplación, entonces ya no seré vuestro esclavo ni os reconoceré por dioses; seré, ¿cómo dudarlo?, vuestro más obli• gado deudor de gratitud, pero no me sentiré prisio• nero, como ahora, en esta bella cárcel de paredes de seda y silencios mortales me siento. Encarado con el mudo paisaje percibiré una fuerza que me invade, un ímpetu que me avisa que de algo o de alguien soy yo el apresador. Advertiré que en aquel punto y hora soy más dueño de mí, que de nuevo me he hallado, que otra vez dispongo de mi voluntad y de mi mente a las que ordeno y prevengo para obrar con fortuna. Veré que os veo, que os retengo, porque para mejor veros habré candado loa ojos. Y puesto de esta suerte, a duerme vela, para mejor saborear el deleite, recor• daré la ilusionada atención con que habréis escucha- do las sentidas canciones populares de mi tierra amada. Dios os lo pague. Limosna dais al corazón castellano oyendo con devoción sus sencillas quere• llas. Dudo haya en el orbe sentir más limpio, penar s^ra hondo, decir más puro que éstos de los canto»

- 24 - DESDE LA CELDA salidos de un rincón de nuestra vieja tierra charra. Dios os pague la limosna que nos hacéis con escu• charlos. Calculad nuestra gratitud, la mía, la de todos: es la voz de nuestra madre que por milagro del Arte y de la Ciencia llega a vosotros llena de brío y frescura de juventud; pero al cabo es la voz armo• niosa de esta raza lo que os conmueve y enternece; ¿qué más queréis que os diga? ...Ahora sí que queda prisionero vuestro este humilde escritor castellano.

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VISION CAMPESINA DEL MAR

UANDO uno era pequeño, aún la Tierra y la vida tenían sus dimensiones. Las horas eran horas. Los kilómetros eran kilómetros. Las montañas y los pre• cipicios, los mares y los cielos poseían una magnitud, una grandeza inexpugnable o que al menos costaba tiempo vencer. Pero la ciencia camina con tal vértigo que en pocos años se nos han metido en las costumbres estas diabólicas perfecciones de la radio, la televisión y la aviación, no sabemos cuál de mayor maravilla. Y la Tierra ha perdido su talla y su perfil. Ya ni el cielo es alto, ni el mar es ancho, ni la montaña emer• ge con mayor relieve que un montículo de grava de una carretera. Para el trato de los hombres ya no existen las distancias ni casi el espacio. El hombre ha tomado punto menos que atributos de divinidad; está al mismo tiempo en todas partes. Cuando uno era un chico y la Tierra tenía sus dimensiones, viajar costaba tiempo y dinero, y claro, muchos de estos buenos castellanos de la magra y reseca, meseta de España, sólo jugosa y tierna en su

— 27 - escondido corazón, llegaban a hombres, y hasta morían de viejos sin haberse asomado al mar, sin haber tenido holgura en su trabajada vida para este hoy sencillo asueto de bajar a precio de ochavos la escalera de surcos que desde la pajiza provincia cereal conduce a los húmedos herbazales y a las espumosas costas cantábricas. ¡No conocer el mar! Era una honda pena para muchos. Pero qué hacer... En Julio, cuando los fres• cores y oreos de las risueñas playas azules llegaban a Castilla impregnando con imágenes marinas las páginas de las revistas ilustradas, precisamente estaban madurando en el interior los oleajes de la mies, vello de oro del rostro de Castilla que había que ir cortando rizo a rizo, tallo por tallo; oro que la aceña fundiría en polvo de harina y el horno aldeano acuñaría en apetitosas hogazas de pan moreno, codi• ciadas como peluconas. En Agosto, cuando la alga• rabía de los festejos y las locuras de la vida ilusio• nada con que las ciudades costeras divierten a sus visitantes, tentaban a los buenos castellanos, cubrían las eras las montañuelas de haces, y los peces de mies trillada y los muelos de trigo limpio, clamando brazos y sudores en previsión de que una nube negra llegase con sus granizos a arramblar el ahorro de todo el año. Y al entrarse Septiembre por el postigo de Castilla, sobre no traer consigo gran bolsa de dinero para los infelices castellanos, con él llegaban las ferias anuales de la comarca, a las que había que concurrir a vender la vaca vieja, o la muleta lechuza,

- 28 - VISIÓN CAMPESINA DEL MAR o a comprar la punta de cerdos necesarios para aprovechar la inminente —y entonces lozana— mon• tanera... Y días después, si Dios disponía que las nubes vertieran unas cántaras de agua, ya el tiempo de sementera se echaba encima con su danza y aje. treo de encalar grano, y portear abono, y «empicar» rejas... Y vuelta a dar la vuelta a la noria otra vez. Tales garfios tenía esta rueda del tiempo que apenas se libraban de ella los labriegos ni los que no lo fueran. Nosotros tuvimos la suerte de llegar a este mundo bajo la sombra de unos padres cuyas virtudes y previsiones permitían a sus hijos la fortuna de librarse de la inhóspita servidumbre rural. Aún con eso, era uno muy mozo cuando por primera vez gozó del portentoso espectáculo, cuando pudo ver el mar. Un día de Julio a la media noche llegamos a San Sebastián. Desde muchos kilómetros antes el aire violeta del crepúsculo que se entraba por la ventanilla del tren traía un frescor sápido y deleitoso, una esencia de sales marinas, advertencia para nues• tro olfato de terruñero leonés de que aquella tierra que íbamos alcanzando era otra tierra, exhalaba otro aliento, trascendía a otra suerte de humores, y a otra palpitación, y a otro designio. Ciertamente. Nuestra mística tierra paramera consuela su sed en la pureza del nevero; la tierra litoral la sacia y la renueva con la sabrosa astringencia del mar. No olía el aire a quintaesencias de aromas depu• rados como el de nuestra tierra; no besaba la piel

— 2» - con la tersa y limpia caricia de honrado amor con que besan los vientos que nacen en las gargantas de Gredos; y sin embargo, qué dulce contacto y qué grato olor, qué gustoso manjar nuevo para los pul• mones encallecidos en la brega inverniza de los cierzos. Y para los ojos: los campos verdecidos, las colinas boscosas, musgosas y apretadas, los caseríos múltiples al alcance de la voz unos de otros, todo íntimo y como emparentado, tan opuesto a nuestras inacabables soledades amarillas y a nuestras rotundas individualidades ascéticas, Y al ñnal, aquella ciudad mágica, breve, llana, encendida, vibrátil, moderna. Fuimos derechamente a la fondita, cuyos balcones caían al Bulevar frente al quiosco de la música. Derechamente nos acostamos. Cuando a la mañana siguiente bien temprano nos alzamos del lecho y abrimos el balcón y nos asomamos a ver la calle, lo primero que se entró en nuestros ojos fué una vela blanca, blanca, blanquísima —el cuerpo de la nave no lo veíamos—, que parecía ir deslizándose sobre la rasante del cabo de la calle. Luego, claro, vimos el mar, todo el mar: toda la gracia, toda la magnificencia, toda la portentosidad del mar. Lo vimos desde la cóncava playa y desde la cima del monte. Pero aquella visión primera de la vela de la lanchita que bogaba por la quieta mañana del puerto, vela henchida de albura y de fuerza, vaso del viento, espejo del sol, brazo y sudario del pesca• dor, blanca vela inmaculada que parecía un fantasma benévolo paseando por la ciudad sus dones de paz y

- 30 - VISION CAMPESINA DEL MAR de candor, aquella visión primera del mar, sin ser el mar nos reveló el alma del mar. Fué para nosotros algo así como un ángel guardián que llegara a anun• ciarnos que nos iba a nacer en el espíritu un concep• to nuevo, hermano de aquel otro gigante que desde siempre nos acompaña... Y para siempre; nuestro corazón no sabe desasirse de su pasión por la tierra de la tierra caste• llana; huesa ya dos veces sagrada para él.

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ROCAS Y PIEDRAS

.A planta humana mancha donde pisa. Cuando se cruza un campo que la nieve vistió con su pureza, siéntese en lo más delicado del alma el dolor de herir con nuestro pie la tersa y casta blancura. Pero si la nieve caída una noche sobre el llano es la sola capa que en las tierras bajas nos queda ya virginal y lim• pia, arriba, pasadas las arbóreas cumbres, en las altas y recónditas montañas, aun la fina piel de tierra con que se cubren puede sentir pudores y dolerse al agravio del pie viajero e invasor. Apena Ter la huella que el rebaño humano deja en los parajes agrestes donde acampa. La cálida exudación del hombre todo lo agosta. Su dura pisada todo lo extermina. ¡Pobres campos abiertos, fáciles y hospitalarios; felices las montañas inaccesibles, recatadas, virginales, vidas contemplativas en el retiro del divino silencio y de la confortadora soledad! El único rencor —manso rencor, es claro— que en nosotros suscitan los escaladores de montañas, viene de ese confesado afán de conquista triunfal amatoria que ponen en vencer a las esquivas cimas

- 33 - a virginales. Pisar donde no pisó nadie todavía, apretar su planta sensualmente sobre el intacto cuerpo de la tierra, palpar las rocas, los hierbajos, mancillar las nieves, respirar el grato aliento fresco de la por fin vencida; pero bien pronto la impaciencia versátil, un punto de hastío, un nuevo anhelo por un nuevo amor, un ansia de otros misterios, un extraño deseo irresistible que les conduce a intentar otro gozoso y liviano vencimiento, a mancillar candores hollando la limpia pureza de la altura inexplorada. Resabios de los primeros tiempos de su vida infe- lice sobre la tierra, cuando el hombre, larvada su alma excelsa, usaba los sentidos plenamente, son estos regustos sensuales que siente todavía al rasgar los misterios de la Naturaleza con la torpe impudicia de sus manos. Mas en la cárcel del cuerpo aletea una divina mariposa cada día más blanca y voladora. El alma sube constantemente hacia su perfección. Y por ello el amor de nuestro tiempo va nutriendo su fuerza creadora en más limpios estímulos; una lejana vibra• ción cordial que encienda dulcemente la mirada. Aparte los pastores que viven en su regazo como hijos, no ha amado el hombre a la montaña con limpio amor de espíritu hasta que pudo contemplarla platónicamente. Ha sido necesario poder volar sobre las altas cumbres, admirar su belleza sin tocarla, no empañar con el tacto sus candores, para merecer el nombre de buen enamorado, rondador generoso, como aquél sin fortuna de la letrilla del Marqués de Santillana: «Siento que muero e non so quexoso».

- 34 - ROCAS Y PIEDRAS

Piedras de España gozadas desde la altura, como vigila el pájaro su nido. Moles gigantes, altos riscos, lomazos abruptos de perpetuas nieves. Montañas de León, vaso de tradiciones venerandas; osamenta de Gredos, grandioso circo de Gredos, copa de energías, permanencias y condensaciones; legendarios picachos de Aragón, arca santa de firmes fes y hazañas; gigan• tescas agujas de los Picos de Europa, apretadas raíces de lo eterno... Y las bajas piedras de las fragosas cumbres del Guadarrama y de las peladas lomas de nuestra Sierra del Francia, Piedras de España, más entrañables cuanto menos altivas; roquedas escarpadas, berrocales pastores, ásperos vericuetos, canchales jurdanos... Y las humildes piedras perdidas, innominadas, disemina• das; los cantizales andariegos río abajo, río abajo, hasta extinguirse, y también las que eternizan la romana Calzada de la Plata. Y las piedras rendidas a la edad de su destino, queridas viejas piedras, castillos de Castilla, murallas, campanarios, torreones y sepulcros, rollos justicieros y cruces de calvarios, huesos de historia que un día tuvieron articulación y vida. Y estas eminentes que subliman las catedrales, fanales de luz divina, cunas de eternidades, cemen• terios de siglos. La de León, la de Burgos, la de Santiago, la de Toledo; serenidad, primor, fortaleza, magnificencia. Y esta desnuda catedral vieja de Salamanca, fuerte y severa, y la «nueva», relicario del mejor tesoro, tallada por los alarifes como si

- 35 - labraran plata en vez de piedra para esculpir el poema de la fe. Piedras hermanas tgdas las de España, las humil• des y las gloriosas. Buscan el cielo en la soledad de la montaña las agujas escarpadas; imitan su afán las que ascienden en las espadañas de las iglesias. Y contemplarlas nos lleva a confusión; que las rocas parecen templos y canteras las catedrales. Para ese mundo que dice tener de España una idea compasiva, creyéndola desgastada en la lucha con los siglos, bien está que las vivas imágenes de sus piedras corran tierras y hablen a los ojos extra• ños con la elocuencia expresiva de la tradición. Energía y destino, cuajados en el duro granito mile• nario como la luz disuelta en el cristal de roca.

— 36 - ÁRBOLES Y HOMBRES

C^EGÚN una loca frase que rueda por el mundo, los hombres son primos de los monos. Podría oponérsele, con acento menos científico pero más poético y espi• ritual, que los hombres nacerían de los árboles. Poca imaginación se necesita para percibir las semejanzas entre las figuras de los seres humanos y los troncos vegetales. Pues en la expresión corporal de éstos, reflejo de una viva sensibilidad, también pare• ce delatarse un conato de alma. Si alguna vez váis al bosque —y desdichados de vosotros si no váis al bosque alguna vez—, os ruego hagáis la siguiente prueba: cortar, machacar, calci• nar una peña; después un árbol vivo. ¿A que esta agresión no os causa en ambos casos el mismo senti• miento? Os parecerá una crueldad herir al árbol, no podréis desechar la idea de que sufre e incluso os mira como en queja y en reproche. Quizá la inquina del hombre contra los pobrecitos árboles, no es más ni menos que esa envidia de los todopoderosos contra los puros y sencillos... Cainis-

- 37 — mo: destrucción de lo que estorba por bueno y ejem• plar. Pelean las razas, y las infelices que caminan por la vida con denuncia de su color y retraso de sus inteligencias y costumbres, tienen que soportar la acometida de la raza predilecta; y en la propia patria no falta el soberbio que se alza con lo sagrado del hogar arrojando la ceniza sobre el triste y sin pecado; ¿cómo DO pensar que inspire la envidia el feo proce• der del hombre para el árbol tras incons• ciente de un vínculo, una paridad, cierto parentesco, remoto, misterioso, indescifrable? Vínculo que se descubre fácilmente investigando a la manera de los buenos naturalistas, bajo de la carnosidad de la fronda, a la vista del esqueleto mondo. Para recuperar los huesos humanos, la piedad cristiana exige que se cumpla el plazo que la tierra necesita para despojarlos, dulce y severamente, de la carnal envoltura. Como el árbol suele purificarse por incineración, pocas horas bastan para descar• narle. Y así, cuando pasa un fuego por el bosque, el espectáculo que deja aterra por su lúgubre parecido a las tragedias humanas. Millares de troncos se yerguen en contorsiones violentas, como si hubieran sido sorprendidos por la muerte en el instante de una enérgica contracción muscular al intentar salvarse, locos de dolor y de angustia. Las convulsiones de la agonía, los inútiles anhelos de una vida perseguida por la fatalidad prematuramente, sellaron, con inequí• vocas muecas y retorcimientos, los pobres cuerpos abrasados. Las llamas que los descortezaron llevá-

- 38 - ÁRBOLES Y H O M )í R E S ronse la jugosidad rosada de la savia, su sangre y sudor, tan vitales. Y ahora, el conjunto de las arbó• reas siluetas que persisten hincadas en la loma, pa• rece procesión de fantasmas humanos, más medrosa que la que inventan las imaginaciones vestida con lunares sudarios. Porque ésta de los árboles insepul• tos, amarillas osamentas sobre negros confines, añade a la realidad palpable el presagio de que un alma angustiada ronda errante por los canchales: el alma del bosque. Semejante al amor, el fuego da vida cuando en• vuelve a lo amado en las caricias tibias de sus rayos fecundos, seca y extingue cuando lo besa con brasas de incendio arrebatado. Amor no es hirviente ni hoguera de negros tizones, sino más. bien enterne• cido amparo, suave manto de purezas y templada dulzura, halago que no mancha, fiebre que purifica, escondida ternura enardecida bajo capa de serena frialdad. Arropados en los mantos de nieve que los cielos les echaron, los arbolitos verdes de la montaña sienten penetrarles hasta el centro del ser un cálido aliento de resurrección y fortaleza, y miran compa• sivamente la triste caravana de esqueletos de la incendiada loma vecina. Callada fecundidad de la nieve; silenciosa y mis• teriosa fuerza del amor verdadero, que bajo un paisa• je blanco, de vida como acabada para siempre, vas destilando, entre llantos secretos y besos infinitos, sanos vigores y pujanzas renovadas...; enséñales a los hombres el profundo sentido de tu virtud. Que

- 39 - aprendan a esquivar el abrazo de las llamas que calcina los pechos y a implorar de los cielos un amor sosegado, hilado copo a copo en la noche, terso y limpio al amanecer, impasible en su aspecto, lleno de vitales impulsos, fecundo en los afanes de su fer• vorosa intimidad.

- 40 - NEGRO Y RO|0

,PENAS las cuadrillas de hoces secadoras terminan •de cortarle a las tierras el vellón de mies, pierden los campos sus últimos frescores. La ardiente sed del aire estival sorbe y consume los pocos jugos y verduras que los tallos guardaban a su sombra. El sol se vierte en oleadas abrasadoras, y la tierra crepita bajo estas llamas que reducen a polvo y transforman en yesca cuanto tocan, ¡Ondulada llanura de Castilla! ¡Vaso de arcilla lleno de besos de sol! Si el aliento que en Agosto penetra en sus entrañas encontrase allí dentro el consuelo de unas venillas acuosas soterradas, ¡qué poderoso brío fecundo, qué virtualidad germinadora y floreciente recobraría esta planicie rasa, socarrada, calcinada por el letal ardor veraniego...! Pero los llanos y las sierras, cada vez oyen menos la vocecilla de las fuentes. Aquella sangre de la tierra ha dejado de afluir. Igual los ríos, que misteriosa• mente se esconden en las cuevas de los barrancos, dejando ver poco más que el rastro cenagoso por donde huyeron. Como las nubes, hermosas y ventu-

— 41 - rosas, cargadas de promesas, tan esquivas como hermosas y tanto como venturosas ingratas, un día y otro volando por el cielo sin apiadarse de la pobre tierra que agoniza, puesta la fe en refrescar su fiebre con los raudales de la lluvia. ¡Pobre terruño castellano muerto de sed! Más allá de las hazas labrantías abren sus brazos implorantes los montes maderables y de fruto. Aún convalecen descarnados, huesudos, de la tisis causada por las voraces orugas primaverales. Estoicamente sufren su mengua de hojas y de saviales jugos. Pero derraman misericordiosos la sombra escasa del ramaje sobre el suelo angustiado que, al respirar un aire nuevo, se alivia y revive con ese anhelo trágico de los pececillos sacados algún tiempo del agua y vueltos a ella antes de perecer. Más arriba, el ancho bosque numeroso, la fronda espesa y tupida, entolda el fino césped de las altas costanas de la sierra. ¡Y aquí sí que es gloria el aire, y fuerza, y vida, y eternidad! Aquí, la llama del sol ni lo enturbia ni lo corrompe, como en los madrejo- nes y en las hirvientes cuencas de los llanos. Aquí arriba lo hace arder a todo viento en medio de la amplitud del espacio; lo acendra y clarifica, lo refresca y aligera, lo rocía de aromas y de fluidos, de energías sutiles y de virtudes inefables,., ¿Qué mano prodigiosa fabricó esta divina esencia que llamamos aire? ¿Tendría tiempo la humanidad entera viviendo eternidades para cantar las alabanzas que merecen el aire puro y el agua cristalina?

- 42 - Pues mirar lo asombroso: lo que sabéis y olvidáis; es el hombre, precisamente; este animal que para vivir necesita estar sumergido en la atmósfera, baña• do en limpias ondas de oxígeno; este animal que perece a las pocas horas de no mojar sus fauces con agua clara y saludable, es quien extingue las aguas y emponzoña los aires. Lo sabéis; lo han dicho tantas veces tantas voces prof éticas... Los árboles, activos pulmones de la tierra, santos rogadores de las nubes que los hombres abaten, las toconeras muertas, las hoyas como fosas removidas, los páramos, los yermos, esos son los resquicios por donde los aires se corrompen y las aguas se ausentan. Esta primavera, cuando todos los seres iban sin• tiendo el golpe de la nueva vida, cuando las plantas empezaban a alegrarse y las encinas — ¡ adoradas encinas!— se cuajaban de brotes de su nutridor fruto, unos hombres con hachas llegaron al monte> subieron a los homaros de los árboles y los degolla• ron. Otros hombres luego arrancaron su montaraz ropaje, la corteza, y hasta la piel de sus raíces. Y quedaron los pobres muertos, desnudos, blancos, luciendo en pie su último retorcimiento agónico, los brazos al cielo clamando desesperadamente. Y como de varones santos y fuertes injustamente ejecutados, a sus restos les aguardaba una liberadora incine• ración. Soles y lunas pasaron sobre la tierra trayéndonos el estío y su calina. Ahora está de luto el monte.

- 43 - Las pilas carbón recuerdan la gran tragedia, Montoncillos de ramaje menudo parecen un cortejo de viejas rezadoras arropadas en pardas sayaguesas. Los sacos grises y corcobados puestos en filas imitan aldeanos con anguarinas de sayal en espera de los fúnebres actos. Todo el monte es silencio; un silen• cio patético, y una soledad inabarcable, y un pre• sagio de muerte. Porque además...... Cuando cubre la noche con su cendal oscuro la anchura de los campos, por el perfil del horizonte asoma una claridad rosada como si fuese el halo de la luna llena. O en la sombra profunda de la lejana sierra brilla un punto de luz, pronto transformado en rojiza mancha que se agranda y aviva por minu• tos. O por otra parte, las ráfagas de viento traen de pronto olor a humo, y enseguida resplandores de hoguera, y enseguida la invasión de llamas, in• mensas, voraces, invencibles, devastadoras del bos• caje... Y mientras, el hombre —labriego que bus• caba nueva tierra, pastor que ambicionaba yerbas ocultas, malvado que se goza en la venganza— el hombre que incendió los campos se guarece en la noche de su alma, en la que ¡desgraciado!, nada puede arder, porque es un alma seca, pesada y dura, como la escoria de las fraguas. Pobrea montes; sucumben como en la impía anti• güedad los condenados: degollados por el hacha o abrasados en la hoguera. Dynacto Óáncfiee. de Óepúloeda,

impulsor de labranzas y de apriscos.

PERSONAS, AFANES

EL POETA

'UANDO mozo... Medio siglo ha pasado: tiempo suficiente para que los versos de Gabriel y Galán hayan ido aposando su sustancia y concentrando su aroma verdadero, para que las promociones de hombres llegados des• pués a la vida hayan puesto en sus labios la copa que guarda el claro vino en que viene a quedar añe• jada la poesía. El nombre de Galán lo ha llevado el tiempo más allá de la linde de lo contemporáneo; suena lejano, suena a bronce antiguo, como campana de aldea. Los poemas de Galán permanecen cerca• nos^ en nosotros arropan nuestra alma campesina, saturándola de recuerdos de infancia, la limpian de pecado, porque la dan bautismo de cosas puras, vir• ginales, manantías. Ha pasado ya para su obra esa hora terrible de las agrias polémicas anatómicas que suelen seguir al clamor plañidero que acompaña a los pobres muer• tos. En adelante, las mentes a ello dedicadas estu• diarán aquella obra, y al nombre del vate castellano añadirán sus juicios. Pero ello será ya en un clima

- 47 — de serenidad, clariftcado el ambiente, en una mano Jos versos inmarcesibles y en la otra esta verdad insoslayable: la buena acogida que tuvieron siempre, la emoción que suscitan en las sucesivas generacio• nes lectoras unas estrofas limpias de torpes sugeren• cias, cautivadoras solamente por su llamada a lo noble, a lo puro, a lo excelso. Nombre y obra en muchos labios... Pero hay en la figura del poeta una zona en la penumbra, un trozo de su vida asomado tímidamente a la publici• dad en las páginas de dos epistolarios. Los que al mirar los juegos de un niño creéis des• cubrir el vigor muscular, el carácter, el ingenio del hombre futuro que el niño lleva dentro, no podéis desdeñar la infancia de un espíritu, fuente de sus maduras realidades. ¡Qué elocuente versión del es• píritu de aquel gran lírico nos dan las cartas íntimas que escribió el mozo de veinte años! Cartas conti- denciales, donde volcaba el alma henchida de ansie• dades y efusiones que desbordaban de ella como es• pumas de inocencia. Los versos de Galán pueden sentirse con dejarles llegar a nuestra mente, que sin tregua los lleva al corazón. Pero es difícil compren• derlos sin haber leído las confidencias de su moce• dad antes que pasara por su imaginación la idea de mostrarse ante el mundo curioso. «La de grandiosos poemas que hormiguean en mi alma sin salir de ella por temor al contacto con la babosa humana», mu• sita un día. Y en alta voz, años más tarde: «El alma sincera lo que siente es lo que canta». Y en sus libros

- 48 - están representados sus sentires y pensares, su fe de roca sin gazmoñería, su idolatría filial, sus congojas de amor a los seres, a las cosas, a la naturaleza: auténticos, veraces, bajo la veste literaria que pu• dorosamente encubre desnudeces nativas. Pero en las cartas... En las cartas lloran y per• nean como vivaces recién nacidos, aun sin pañales ni envueltas, los hijitlos de una sensibilidad extre• mada, de una afectividad ardorosa. Y éstos son los que revelan los caudales de ternura, de amor subli• me a los seres, los fuegos del corazón del adolescente, los deliquios de la imaginación del artista. Raro es el artista, admirable en su obra, qne no desencanta al dejarse ver en la intimidad el pobre metal de su carácter. Con Galán pasa lo inverso: traspuesta la cancela de los recatos, la figura moral del poeta dobla el tamaño de la que aparentaban sus libros. «Piensa como un poeta —escribe a su condiscí• pulo Casto Blanco—, que aunque el vulgo lo crea locura, no es locura. ¡Si vieras cómo me gusta algu• nos días estar tristeJ... Sueño con el amor... Siempre el amor... Yo me enamoro lo mismo del alma de un amigo que de la solitaria sierra de mi pueblo, del corazón sensible de un aldeano, que de una deter• minada encina del monte. La fuente de la poesía para mí está en mi pueblo, rústica aldea que este sol de Castilla calcina y dora. Esa poesía la encuen• tro en lo raro de las cosas, en quienes nadie fija su atención por lo insignificantes que son de suyo... Elijo para pasear los lugares más áridos, los sitios

-49 — * R, donde no haya nada, ni movimiento de átomo, ni vida, ni vegetación y, si pudiera ser, ni suelo que sustentara mis plantas. Me siento en uno de esos sitios tristes, desnudos de toda idea de movimiento y vida, en uno de esos sitios tan áridos que hacen creer que la tierra es un pedazo de caliza arrojada al espacio... La orilla de un camino abandonado donde vienen a morir tristemente los parduzcos sur• cos del barbecho, me sirve de campo donde espaciar mi mente, que está algunos días idéntica al paisaje... Si casualmente una ráfaga de viento mueve en el suelo un átomo de materia, tengo para pensar en el átomo, para buscar relaciones entre él y el Universo, para hacer en mi mente la historia de su vida, de una vida tan triste, sin amigos, sin amores; la his• toria de un ser que ni busca gloria, ni anhela felici• dad, ¡ni tiene madre! Un grano de arena —me dice la Ciencia— es un ser sin alma; yo no quiero enten• der esto. Yo me digo: Dios mío, qué vida tan triste la de este pobre y olvidado átomo, juguete del viento que lo arrastra. Los seres débiles me inspiran tal compasión, que degenera en ciego cariño... A lo mejor sigo paso a paso la vida de un pobre musgo pegado en el tronco de una encina, o visito la escuá• lida y amarillenta planta parásita que vive adherida en el peñasco solitario de la sierra, o si descubro debajo de una piedra una verdosa hierbecilla que nadie ha visto, la visito con una ansiedad que debe de ser muy parecida a la del amante que va a ver a la mujer que adora. Cuando descubro un alma pura

- 50 - y sencilla, un corazón de oro perteneciente a la mis• ma alma, me enamoro de ese alma y de ese noble corazón. ¿No estuve enamorado de una niña de seis años? Si un alma y un corazón como esos yo los encontrase en una mujer, me enamoraría de ellos, pero no sería la mujer el objeto de mi amor. Mi amor no sería ese... amor de todos los que amáis: sería sencillamente una corriente hermosa de simpatía, no es esta la palabra, de un alma hacia otra alma...» Vais viendo en lo transcrito —confidencias espi• gadas— los espacios inmensos de su alma adoles• cente, orbe tachonado de fuegos emotivos que fulgían y giraban como luceros. Los años fueron dando ar• monía a este raudo girar y mayor blancura a su luz. Llegó el amor humano... «Yo ambicionaba el amor de una mujer por una especie de vanidad espiritual, por un anhelo que llamaría artístico: quería hacer en mí observaciones anímicas, verme por dentro, y luego escribir lo que viera y leérmelo a solas, muchas veces, como me leo cuanto me hace llorar un ratillo. Quería amar por pequeñeces. Hoy ya es «porque sí». Y este mi primer amor ya es en mí tan intenso como yo quisiera... ¡Oh, si me casara pronto y acabara de sacar de mi cabeza estas procesiones de fantasmas que ni me dejan ver donde piso!» Y llegó el santo fruto del amor: «Nació mi primer hijo; qué impresiones he sentido al abrirse mi corazón a un amor tan intenso, tan nuevo para mí, como el de padre... Soy otro hombre

- 51 - y aún vislumbro verdaderos abismos de amor para mi hijo... Me he hecho medroso, tengo mucho miedo a la muerte cuando me acuerdo del hijo mío...» Qué apaciguamiento, qué buen orden, qué sabroso vivir, a la par que angustiado^ ponen en el alma del hombre sensitivo el amor y la paternidad. Pero ahora es del caso llevar a los ojos de los que sólo vieron en el poeta la cascara aldeana de las estrofas este mundo interior recatadísimo, selva poblada de arrobamientos y de ensueños, tan sutiles como los que cultivan los jardines cortesanos. Fué de gran talento, intuición de buen poeta, dejar para la intimidad las disquisi• ciones torturadoras de que otro hubiera hecho pulida poesía declamada, y hablar en sus versos el lenguaje sencillo inteligible por todos los corazones. Tal su facundia, tan rico su léxico, brotaba a borbotones, excesivamente, colgando a la expresión un cortejo de múltiples imágenes, facultad poética dañosa para su bello decir. «Tardo más en concebir un pensa. miento, por incoloro que sea, que en tenerlo dentro del matemático molde de una aleluya». Molde mate• mático...; qué desdén hacia la retórica transpiran estas palabras en los labios del poeta. Con la mirada puesta en el aniversario de su muerte, y a la mayor gloria del cantor de los cara- pos de Castilla, la pluma que os habla se atreve a insinuar la revisión de sus libros, el expurgo de las erratas, la eliminación de una docena de compo. siciones que no produjo el autor precisamente para la Antología, sino para efímeros sucesos accidentales.

- 52- Y puesta a insinuar, os recordaría aquellas dos estatuas que acompañan al busto del poeta en un jardín de Salamanca. Son, sin duda, dos obras de arte, pero no expresan —en el sentir de las gentes— las psicologías ni el aire racial que Galán encarnó ea El Ama y en La Montaraza.

Ahora... Este viejecito espigado como caña madura de cen• teno que el viento inclina, va pasito hacia los altoza• nos de la ciudad que represan la curva del rio. Machas mañanas lo hace. Le place contemplar desde ellos las tendidas labranzas, las lejanías agrestes, las sierras, las nubes. Creció hasta mozo en el lugar castellano donde sus padres tenían aradas y rebaños. Puso su hogar en una aldea extremeña; hijos, olivos y ensueños, llenaban de contento su vivir. Era entonces un joven de fino talle, conversable entre amigos, dado a las soledades, de gravedad sólo aparente, pues un ansia generosa estremecía de contino su alma; «sufría» un amor infinito hacia todos los seres. Primero, a Dios: si su fe no hubiese tenido raíces tan hondas y tan sanas, aquel angustiado amor a la Naturaleza hubiera parecido panteísmo. En nuestros días reside en la ciudad. Ya no puede alejarse de las confortables prevenciones con que la ciudad cuida a los viejos. Son muchos sus años y tantos sus achaques... Pero su pensamiento siempre

- 53 - está en vuelo por los campos: golondrina que les lleva cada día mensajes del corazón. Desde mozo escribió muchos versos: coplas, ale• luyas, según él tan sentidas, que le hacían llorar como un nene de gusto y de pena. En plena juventud al• canzó nombradla. Tuvo lectores copiosos, panegiris• tas vehementes, lauros, diplomas. No le faltaron de• tractores notorios y silenciosos adversarios. Nacía con el siglo un concepto novedoso del Arte. El nuevo paisaje poético aparecía irisado, rico en sugerencias, poblado de sutilezas y alambicamientos, mas sin" contacto con la vida sencilla de la puebla campestre e indiferente a las premisas tradicionales de la fe cristiana; voz de timbre académico sin posible con• cierto con el risueño trino de la alondra. Y la ruda voz del mozo loaba en sus coplas las eternas virtudes humanas, la fe, la maternidad, el trabajo, cosas bien distintas de las frías creencias, los vanos amores y el delirio indolente de los paraísos artificiales. Le rehusó, acerba, esta crítica envolviendo su nombre en el silencio. Le ensalzó aquella otra a que placían sus estrofas, mucho por la melodía cautiva• dora del canto, mucho por la moderación y apacigua• miento que parecían esparcir sobre las gentes el fervor del creyente y la humildad del labriego. Al costado de la controversia, la legión de lectores, sorda a la palabra erudita, consumía las ediciones de sus libros. Quisiérase o no, aquellos versos eran poesía, efu• siones cautivadoras de una sensibilidad en perpetua

- 54 - zozobra de amor. ¡Si conociéseis la rica vena de sus confidencias...! Había un temblor de fiebre diluido en ellas, manaban sin artificio, recatadas, férvidas, como los chorros de agua hirviente que brotan de algunos veneros. La áspera minoría que enjuiciaba al poeta a través de la forma y los motivos de una producción incipiente, erraba en todo al tildarle de rancio y superficial coplero aldeano, liso espejo, a lo más, del pardo barbecho de Castilla. No advertía, obstinada, el carácter de preludio lírico, bien logra• do, por cierto, de la obra hecha; no comprendía que hasta allí se había llegado sólo como primera esta• ción en el camino del arte —que así hace el almendro embobando nuestros sentidos con el albor y el perfu• me de sus flores, nuncios de la madura y concentrada almendra...—. Y quizá también temeroso el artista de poner ante los ojos lectores el tropel de ensueños y quimeras audaces que ya veía cruzar por su mente, el cortejo de anhelos, dulces como un placer, amar• gos como la propia amargura, a la vez tortura y ali• mento de su corazón. Tiempo quedaba, si Dios lo permitía, para poder hablar otro lenguaje. Bastaban de momento —luces lejanas de un mundo mejor— aquellas invocaciones a los, tiempos aún no venidos, en que cada mortal habría de ganar el pan con el sudor de su frente.

Fué aquella etapa poética primera algo como un bello amor de adolescencia: esa suerte de amor que besa con su llama todas las cosas, dejándolas más puras cada vez: intactas, olorosas a azahar.

- 55 — Traspuesta la verde edad, cuajado el hombre, avista la vertiente al ocaso de la vida. Queda aún mucho que andar sobre el llano anchuroso de la ma• durez. Suena la hora fecunda; olvida el sentimiento sus rosales, el pensamiento injerta sus granados. Las jugosas primicias del vate anunciaban cuánto cabría esperar de una inspiración tan fértil y de un tempe• ramento al que el satisfecho amor, la paternidad y la edad iban sosegando, alquitarando, aleccionando. Corría ya el nombre del poeta por muy lejanos luga• res. Menudeaban los requerimientos de los editores. Fué primero un tomito de novelas cortas lo que pu• blicó; eran, sobra decirlo, retazos de la vida aldeana de Castilla, un costumbrismo original, vigoroso, persuasivo. Alguien dijo: —Escribe aún mejor que en verso. Otro afirmó: —Más veraz, más preciso, más intenso que Pereda. Antes de agotarse la edición hubo de preparar una novela grande, de tema uni• versal. Así, durante años, desde la aldeíta olivareña, la caudalosa inspiración del gran escritor vertía su• cesivas novelas, satinados pliegos de versos, letrillas musicales, esperados con ansia. Crecía su fama; tanto, tanto, que un día abrió los brazos rapaces y lo arrancó a la aldea. La ciudad lo quería para sí. Honores, glorias y también... La fama es un espi• no que adorna con su ñor, embriaga con su esencia y hiere con sus pinchos. Había, ciertamente, una innovación temática en la producción madura del escritor. Era la prosa de un gran novelista regional,

- 56 - pañales del fruto cierto del pudoroso amante escon• dido en el lírico de antaño; opulento ropaje, severo, sin perifollos, dentro del cual palpitaba la humanidad ent&ra agitada por estremecimientos universales de ancho y hondo sentido social. Aquel jovenzuelo ro• mántico que visitaba en secreto la peña del monte donde crecía un pobre musgo, al que adoraba, había descubierto con su mirada de hombre que el ser de la Tierra digno del mejor amor era el pobre, el caído, la humilde criatura humana, hechura de Dios, merecedora de todas las compasiones y de todas las justicias. Y como su gran temperamento de escritor fundía cuanto sentía en versos melodiosos y en cáli• das prosas generosas, los últimos libros, desprendidos de la plácida Naturaleza, recogían en su blanco seno la borrasca del mundo, como una caracola alberga entre sus nácares todas las luchas y estruendos de la mar. El amargo vivir de los desdichados, su oculto sufrir, su resignado esperar, fué gran sorpresa para muchos —de ambas orillas— que un poeta tan dulce y sosegado se atreviese a escribir sobre la pantalla de las nubes, junto a los sollozos de la pobreza, sus anatemas contra la haraganería dorada y la negra avaricia. No querían ver que estas terribles conmi• naciones le nacían al escritor sin detrimento de su gran fe, más bien como jaculatorias de sus fervores cristianos. Pero temían...: los jacobinos, que un viento tal les arrebatara sus rojas banderas; los bien- hallados, que acaso hiciera zozobrar sus naves. Y en la sombra, , se consumó el contuber-

- 57 - nio: dejaron de pronunciar su nombre las bocas de los resentidos. Goteando las horas, llenaron los años de verda• des: la dulcedumbre humana de las poesías, el senti• do de piedad, de justicia, de bienaventuranza de unos libros tachados de vitandos. En La mañana de otoño, melosa como sus frutos, nuestro abuelillo va por las afueras de la ciudad, que dominan el ancho paisaje. Un verde hilillo de agua, sostiene la vida del viejo río. Se sienta el anciano sobre una piedra. Contempla el alto cielo sin nubes. Baja luego la mirada hasta una hormiguita que se afana por arrastrar un enorme grano cereal. Mira después, distantes, a una y otra parte, las bregas de las yuntas que están sembrando estas y aquellas be• sanas... ¡Dejadme soñar! ¡Dejadme creer que su mi• rada ha trazado una cruz en el aire bendiciendo los campos.,.! Dejadme decir que un eco suave repetía: «...ya estoy aquí, campos queridos, cuyos encantos olvidé por otros amasados con hiél y con veneno...»

(Precipitada mano de la muerte, ¿por qué impe- diste que esto aconteciera?)

- 58 ROMERIA EN CABRERA

{QUIERO llevarte, lector, tierras de Castilla adelante hacia aquellos parajes que conoces por las liras de Fray Luis y de Meléndez. Quiero que cruces las riberas del Termes y traspongas sus desnudos cam• pos de barbecho, para entrar en el recato de loi^ montes salamanquinos, sentidamente cantados por las voces modernas de Maldonado Ocampo y de Gabriel y Galán. Quiero llevarte hasta aquella tierra mía de los callados labrantíos y austeros encinares cuyo recuerdo alivia al expatriado corazón. Tierra de besanas y de apriscos, de soledades y de sosiegos, de arcilla fuerte, de ramaje oscuro, en los que suena el viento con melodía de gaita y tamboril. Crisol en donde el polvo se hace oro de trigo; soñando asilo de vejez que el alma ansia para descansar dormida santamente como en el pecho de una madre. Mi afán es que conozcas algunos de sus rincones, algunas vernáculas efusividades, no a través de romances compuestos por quien nunca los vió, sino porque tus ojos se hayan bañado en el piélago de su

- 59 - R humilde verdad. Permíteme que sea para tí el veraz lazarillo que inicia los senderos y avisa del paisaje al caminante extraño. Vamos andando. Mira los horizontes dilatarse en clarores impalpables y bebe sorbos del aire tan sabroso que corre esta mañana de Junio por los términos de Lien y de Cabrera, yema de la charrería. ¿Bebiste alguna vez cosa más rica que este aire ma• ñanero, puro y fresco, privilegio del agro castellano? El sol ya está en el cielo madurando sembrados; cantan perdigochas y alondras el buen nacer del día; cantan también las esquilitas y las campanas; y van por los caminos ruidosas caravanas en son de fiesta... Vieja estampa, cierto. Pero estas voces dichosas, y estos limpios sonidos, y esa luz impalpable, y aquel aire sabroso, y una paz que es la miel de la mañana, van poniendo en tu alma la delicia de un gozo insuperable. Dejemos el camino real. Por una roderilla de carros vayamos hacia un soto de zarzales y robles i tras el que se yergue un redondo altozano coronado por típica casita montaraz. Rodeamos la montañuela, y qué linda sorpresa. En un valle jugoso, muchedum• bre de caballerías dispersas mordisquea el pasto; en las laderas, al amparo de los encinares, multitud de romeros disponen afanosamente sus ranchos; en el recuesto una ermita entre el monte, la santa casa del campesino Cristo de Cabrera; y tras ella, el ancho egido, donde este día acampan mil confusos merca• deres invasores que aportan sus frutas, sus baratijas

- 60 - ROMEBÍA EN CABRERA

y trebejos, sus rifas, sus reliquias, sus cargas de cerámica, sus tremebundas coplas de ciego, y les frágiles tabladillos de sus cafetines. Mientras llega la misa rondemos por esta parte, linde a las dehesas de Mora y de la Huerta —solar amable de los Vargas—. También por ella desaguan caminejos. Son las trochas serranas, sendas de herra• dura, escabrosas vías que penetran en la entraña labriega. Alquerías, aldeas y majadas. Veguillas, Frades, Tamanes, Coquilla, Navagallega, Linares, Terrones, Peñadecabra, Carrascal..., ríos de rústicos, venillas por donde corre la sangre más roja de esta casta. Por aquí afluyen los más ligrimos romeros; ricos y pobres, los veraces hijos de esta tierra. Voces claras a través del robledal, cuatropeas gentiles, portes camperos. Un montaraz sobre arrogante yegua de ancho vientre en promesa, capitanea un grupo. Viste gorrilla y mediavaca. Suda prosopopeya. Derrocha aires de mando. El elije la encina a cuya sombra harán corro. De un reojo escoge la mejor: seco el césped y espeso el ramaje. Brincan del aparejo los hombres de chaqueta de felpa y calzón de sayal, y las sanotas mozuelas carrilludas de rodate castaño y faldamenta amarilla que un instante revuela al des• montar enseñando un encanto que en la ciudad no existe. Dejan sus borriquillas resbalando de las jamugas a los brazos de los hijos mozos las tristes mujeres enlutadas de manos de sarmiento, venas como cordeles y rostro de barro cocido, que traen un

- 61 — R

voto que cumplir en el ánima y al brazo un babosillo que chupa impertérrito una roja ubre de goma. Gente de alquería, vigores campesinos, gañanes, pastores y vaqueros, gloria de la comarca; y a par de ellos las jardineras de muías del amo bienama• do, y los potros vaqueros de los ganaderos de casta, alguno cabalgado por una moza gentil. Y gente de aldea: terruñeros, vinateros, leñadores, que caminan a pie tirando del ronzal de su «arre», la jaca traji• nante, el rucio carbonero, o el ágil mulo serrano aparejado con albardón de colores. Dejemos acomodarse cada cual a su tronco. Vol• vamos a la tribu de los fenicios tenderetes. Es la hora de los saludos y los pronósticos de día feliz, y la siembra de amorosas ilusiones. Pasan bandadas de muchachas en flor. Es la hora de los encuentros y de romper el fuego los ojos que ya se trajeran guerra declarada. A la sombra de los cafetines, endebles arquitecturas de tablas, mantas y sogas, apetece sorber un refresco. No cervezas ni jarabes cortesanos; aquel típico mostillo hecho con vino, limón y azúcar, diluidos en el agua fresquísima de un barril de Tamames. Nada para la sed como este inofensivo agridulce llamado por allí «sangría». Llega mediodía: lo sabe este pastor leyendo la sombra de su cayado. Misa grande. Colma el gentío a ermita. Guardan la puerta esos mendigos invero• símiles que alzan entre jaculatorias la maza de sus muñones. Logramos penetrar. Aire gordo, seboso; bochorno, vaho de rebaño humano; apretujamiento,

- 62 - ROMERIA EN CABRERA

constante entrar y salir. Niñitos con su vela encen• dida y al cuidado la madre, toscas estatuillas del tervor; hombretones con talante de bien creyentes; palurdos con gestos de bausanes. Ofician los párro• cos de estos lunarejos. Lloran los cantores unos lar• gos latines que en labios del bajo parecen refunfu• ños y- en los del tiple ayes lastimeros. Sermón de rango, alta invocación a lo sobrenatural, también muy gemido y anonadante, al tono de esta fe cam• pesina. Más de un año fué declamado al aire libre sobre un carro de bueyes y el follaje de una encina por dosel, como si Cristo anduviera de nuevo entre los hombres. Luego, la procesión por entre el monte. Tras el hombre de los cohetes, los mozos de brío se dispu• tan lucir los pendones, enhiesto el mástil sobre sus frentes.' Sigue un enjambre de devotos y peticiona• rios. Y rodeando al Cristo —tosca talla gigante, rígida anatomía, lacia melena negra—, el amasijo de esta buena gente; jadeantes anhelos, implorantes creencias, angustiadas almas. Madres con sus crios sobre las andas, lisiaditos refrotándose con las ropas de la imagen, incura. bles aferrados crispadamente a las cintas para ma• yor eficacia del milagro. ¡Qué esperanzas en que la mano divina baje a consolar las amarguras por estos contactos materiales y no por aquellos sutiles de la fuerte mirada del buen Dios! Colgados de la pared, todo un lienzo del atrio, mil exvotos lo ates• tiguan: viejas ropas de uso, trenzas de pelo apoli-

— 63 — liado, rabietas, brazos y piernas de cera atadas con. una cinta rosa y un cartón reseñando al donante. —Mucha fe hubo siempre, afirma el tesorero de la Cofradía—. El Santo Cristo de Cabrera es la imagen que en el campo goza de más fe. Viene de nueve siglos. Hará dos se deshizo un pueblecito de realengo, salvándose el santuario. En mi niñez era una romería comarcana. Más fama, El Cueto, Ca• brera andaba decaída; se formó la Cofradía y re• surgió. Cuba se llevaba los mozos, y las pobres ma• dres no veían otro consuelo que la piedad del Cris• to. ¡La de plegarias que se habrán posado como palomas cansaditas tm los brazos de esa bendita cruz! Aún se corrían vaquillas en esa placita en ruina. Las regalaban los ganaderos colindantes. Toro, ya no conocí. Ni puestos de quincalla, ni cafe• tines, cosa actual. Frutas de la Sierra, cacharros de Tamames, dulces, obleas. Y bailes de tamboril. Y partidas de calva, el juego charro por excelencia, y qué piques y rivalidades, qué hombría verdad» qué sanóte sentir... ¡Qué tiempos! Esto fué Cabrera: un valle apartado donde tenía su casita un Cristo adusto que sabía inspirar con• suelo a la sufrida puebla campesina; un valle ameno entrepanado en las lomas de la charrería, templo para las fes sencillas, plaza para los encuentros y los bailes gozosos, floresta para las ansias del cora• zón y los amores fecundos. A par se consolaban alma y cuerpo con los res• piros que del valle emanaban. El cansancio de vivir

— 64 ROMERIA EN CABRERA parecía aliviado, la carga de infortunios más lle• vadera. Sentíanse revolar las más caras ilusiones. Se ha extendido su fama. Acuden lejanos excur• sionistas. Bocinas y motores enturbian la pastoril serenidad. La campestre bullanga con que esa mul• titud inunda los cobijos del monte, va empañando la pureza de lo rústico. La ciudad ha volcado su tedio sobre los dulces prados. La ciudad mancha el paisaje. Y el campo se acuerda de sus tiempos —¡qué tiempos!—, aquellos en que el día de la fiesta sólo se oía el coloquio enamorado de la gaita y el tamboril, y allá lejos, los mugidos que volaban del monte al valle, y aquí cerca las amantes con• fianzas honradas que cambiaban, labios con oídos, corazón y corazón. Tiempos de paz en el campo, tiempos de reve• rencia para el campo, idos para siempre.

- 65 —

EL HORNAZO

^^IESTA clásica del hornazo, alegre divertimiento familiar de los charros, vieja costumbre cultivada con el más sano contento en toda la tierra salaman• quina, excursión campestre en el Lunes de Aguas. Es el hornazo una enorme y sustanciosa torta casi siempre amasada en el hogar que tradicional- meute se merienda sobre la santa hierba. Los rús• ticos y muchos más a pleno campo charro; otros, los ciudadanos, en las riberas pastoriles del Tormos y El Zurguen, precisamente el Lunes de Aguas, lunes siguiente al de la Pascua. Salamanca —la conocéis— pudiera merecer un mote: la paniega, panes do oro las cortezas de la piedra de sus monumentos, los frutos de su estudio antiguo, las cosechas de sus anchas labranzas. ¿Qué extraño que en ella se muela la mejor harina para amasar roscas y hojaldres? Pero Salamanca es tam• bién la del toro y la encina y la puente en el escudo, y la de las ricas riberas y los rebaños lucios y las densas montaneras en el campo. ¿Qué extraño que se adobe allí la mejor chacina? Calculad, pues, lo

- 67 — que habrá de ser un buen hornazo; harina de flor, embutido de aroma, sal de trabajo hogareño y fuego de horno de adobe enrojado con jara. A veces la femenina diligencia urdía variantes y fabricaba hornazos no propiamente tales, como los de leche, harina blanca y pechuga de perdiz. También el fino arte de los confiteros solía estilizar la receta: hojal• draba la masa, desgrasaba los ingredientes y con• seguía una delicada y sabrosa torta muy apetecida por los paladares refinados, que preferían a la pasta clásica esta otra que más bien era un pastel. Pero el hornazo típico, aquel cuyo secreto se transmitía de madres a hijas como herencia tradi• cional en alquerías y lugarejos, no tenía otros com• ponentes que masa de pan, embutido de cerdo y huevos cocidos, todo ello convertido por la cocción en una hogaza pesada, grasicnta, rezumante, sus• tanciosa hasta no más y pintiparada para los cam• pestres holgorios. Y éstas sí que eran las dos grandes virtudes atractivas del hornazo, donde se hacía y donde se comía. En el hogar, las manos hacendosas de la buena ama, la perfecta casada castellana, derramaban sus sales de honestidad y diligencia dándole el punto y la sazón que tanto apetece el alma varonil. En el campo, la amante corrobla familiar, viejos y niños, ricos y pobres, amores y travesuras, espíritu y sentimiento, abría sus alas angélicas, volando unas horas sobre risueñas perspectivas, despegada de la cotidiana pesadumbre. Qué importa que el hornazo fuese o no suculento, ni que el borriquillo de las aguaderas de mimbre portase además otras viandas apetitosas, el tostón dorado, la jugosa tortilla, las frutas, los ros• cones... La ensalada de tiernas manijas estaba de• liciosa porque habían nacido allí mismo, en la co• rriente del regato de que ahora se bebía el agua y se escuchaba el susurro y se gozaba el frescor; el pan sabía a mieles porque había granado en aquella besana y se le había trillado en aquel egido, vecinos y bienamados, porque los propios puños de los que lo comían lo habían ido sacando trabajosamente de la tierra y de la parva y de la aceña y del horno. En aquel momento se vivía la flor de la propia vida. Y los tiernos coloquios soñadores, los bailes enardeci- dos^los juegos de calva, las tonadas a coro, los es• condites, las risotadas, eran uno y lo mismo: explo• siones del sentimiento familiar y amigable, anhelos de simplicísimo amor juvenil, suscitados por el sano placer del campo y de la mesa, placer espiritual en nada semejante al grosero placer de la comida. Ved por dónde aquel bodigo con que hace unos siglos agasajaban los aldeanos después del sermón de Pascua al predicador que habían tenido durante la Cuaresma, llegó hasta nuestros días bajo el nom• bre de hornazo como símbolo de lo más entrañable que había entonces en las costumbres de la ciudad y la charrería castellana; las virtudes vernáculas, el culto del hogar y .

EL CAMINO DE LA CRUZ

,LDEA en la serranía de Castilla. Fresca mañanita de Abril. Preludios en el seno de las cosas. Entre el follaje del herrenal, los primeros cuchicheos de perdices. En las puntas de las ramas de los almendros, copos hlancorrosados. Soledad en los caminos. Silencio de hombres en los campos. Agitaciones de minúsculos seres, redivi• vos sobre los terrones, bajo los pedruscos, entre las briznas de las yerbas, entre las ásperas cortezas de los árboles. En el aire claro, estallido de yemas y de trinos. En el mar celeste, carabelas de esmalte, nubes a pleno vuelo. Fosca tarde de Abril con sol de luz cernida. Disuelta en ella, desciende de lo alto una impal• pable lluvia de íntimas conturbaciones. Las buenas gentes del lugarejo, llevan sobre las sienes crespones de gravedad contrita. Hablan con mesura, van y vienen con parsimonia, se conducen con mayor piedad que nunca. Se ha quedado sin voz la torre de la iglesia. ¡Qué

— 71 — bien se escucha hoy a su lado todo otro rumor, todo eco! El rodar de un carro, escandaliza. Las pisadas de un hombre, parecen martillazos. Hasta el desaso• siego de los pajarillos, asustados de tanta quietud en su guarida bajo las tejas, araña y desazona los oídos. En cambio, por el portón parroquial se vierte un clamor humano, un clamor que nace tras el muro de granito, ancho muro con pelambre de yerbajos en las junturas de los sillares, semejante a un recio pecho varonil. Ritmo lastimero tan concertado, que parece una sola queja; tan caudaloso, que revela la pluralidad de angustias que han tenido que apiñarse para levantarlo. Cesan las preces. Sale la procesión del templo. Enjambre de cabezas movedizas, siluetas que se dis• ponen sin previo ensayo, sin el menor viso de esce- niflcación. Solamente el pobre viejo cura de las verdes sotanas y tal sobrinillo, que va para latines, visten ornamentos eclesiásticos. Concurren los demás con las ropas del mundo. Negras jabonas y mantillas re• dondas, las mujeres. Luengas capas de pesado sayal, los hombres. Trazas de cruzados en las primitivas contiendas de la Cristiandad. Los que llevan los pasos evocan la condena del Nazareno. Doblan la cabeza con fatiga y resignación; pésales sobre el hombro llagado el brazo de las andas, que aprietan con el puño igual que si llevaran una cruz. Tienen un aire patético de presuntos crucifi• cados. También las mujeres participan de esta peniten-

- 72 - EL, CAMINO DE LA CBUZ

cia corporal. Mas conducen el retablillo de la Virgen con un porte bien distinto. G-estos resueltos, bizarrías, talantes ^e capitanas; más de una Juana de Arco yace en estas doncellas ignorada de sí misma. La mucha paz del lugar da a los animalillos do• mésticos tina amable tregua de indisciplina y albe- drío. Canes, gallinas, mulos, se mueven por las calles con indiferencia de manumitidos. Y añaden a la ceremonia, en que se entremezclan confiadamente, un bello sentido de fraternidad, nexo entre cosas y personas, algo como un nuevo mutuo amor de todo lo creado, que debe de ser muy grato a los ojos de Dios. Fuera del poblado, a la vera de los frescos huertos y los prados sombrosos, está la ermita vieja. Poco mayor y poco más vestida que la celda de un lego. Dos columnas de piedra sostienen un portalillo que defiende el ámbito de los hostigos. A través de ellas se ven las lomas y serrijones alejándose hacia el confín en muda soledad. Hasta esta colina virgiliana, hasta esta puerta del campo se arresta la procesión contrita. Y es ahora cuando alcanza toda su signifi• cación. Fuera del cauce urbano, libre de las paredes de piedra y de tela —gayas colgaduras de colchas y pañuelos izados en sogas cubriendo balconajes y pa• redones—, en medio del ancho paisaje de la Natura• leza, sí que se siente despertar la fuerza de aquellas creencias primitivas que tomaron savia mística al contacto del propio Redentor. Vivas frondas de cas• taños, cánticos de aves ingenuas, inciensos de vapo• res campesinos decoran la liturgia de la sencilla

- 73 - escena. Y con ellos la tierra toda, gozosa de estar presente con su rostro verdadero, sin empañar. Nada importa que el campanario de la ermita carezca hoy de bronce; la voz del campo tañe como ninguna en los corazones de aquellas honradas gentes. Hora de despertar, hora de amar, hora de sufrir, hora de rezar, hora de morir... Nació cuando los mandos el reloj de sol celeste, con sus manecilla» de rayos y de sombras y sus cifras de astros circu• lantes. Y en el rodar sin descanso, ahora nos trajo Abril: nieves en los almendros y atriciones en las almas; días de meditar y de considerar; dolor de haber errado y ansia de consolación, recogimiento, mansedumbre; un hablar apacible entre los hombres; modales franciscanos para las bestezuelas, soledad en los caminos, silencios en los campos,, preces en la iglesia, ires y veniros condolidos del rebaño de pardas ovejuelas de la feligresía... Pasados estos días, lavadas las almas en los arro• yos de arrepentimientos, luego que vuelen y se es• parzan por los aires los campaneos pascuales de la Resurrección, nuevo son religioso las llamará a las- misiones de un culto antiguo por Dios instituido y por los hombres entronizado: el trabajo. Las gamellas del yugo que el roce del testuz y las coyundas puso tan brillantes, hacen recordar un dicho muy viejo: «¿Dónde irá el buey que no are?» Dolorosa verdad y santa ley. Pero entonces ya tendrá el aldeano un alma intacta y en ella insospechados brotes de con• solación y de esperanza.

— 74 - EL CAMINO DE LA CRUZ

Porque al darse con el puño en el pecho —marti• llo sobre yunque, badajo de acero sobre campana de oro— está forjando un nuevo ser y un himno nuevo. Porque según ahora camina pausado, trabajoso, el torso hacia la tierra y un hachón en la mano, parece ir arando los senos del espacio, que aviva con la llama temblorosa de su lanza de cera, aguijada sa• grada de ferviente aguijón.

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LA CAUSA DEL GAMPO

/LEGAN a tus ojos, lector, estas palabras como reflejos del gran concurso desarrollado en Madrid. Relatar de nuevo la crónica y pormenor del Congreso Nacional Ganadero, admirablemente contados a compás de su latido por la prensa diaria, resultaría para tí enfadoso, sin mérito de originalidad para nuestra pluma. Con todo, esta revista ha de tener abierta la mejor de sus páginas para recoger las resonancias que aún nos llenan de emoción del acontecimiento más interesante para la Ganadería española ocurrido en muchos años. De entonces a hoy ha transcurrido algún tiempo. El tiempo, soberano señor, cuenta entre sus virtudes Ja de aechar la cose• cha y la de condensar los frutos. Frutos del tiempo cuanto acontece: así hallamos nosotros ahora los ecos del gran certamen, ciertas revelaciones sobrevolando en el susurro indistinto del colmenar laborioso. Figura repetida, no hay otra mejor que ésta para perfilar las escenas que allí ocurrían. Estáis en el campo, os llegáis a una poza que el sol calienta y comenzáis a oir un suave zumbido sonoroso. Un-

— 77 - enjambre vuela y revuela recostado en el viento. Cada obrera, suelta, viene, traza un giro, se desploma, roza la linde del agua, se alza, finge que huye, des• ciende, sacia su sed, remonta, desaparece. Lleva ya destilado su extracto y busca la celdilla donde dejar la partícula de bien producida por su trabajo. No hay afán en el orbe que se manifieste con la mansa obstinación con qae labora la abeja. Cada enjambre tiene un aire de orden religiosa consagrada a melifi• car selváticos amargores; cada abeja parece una monjita anónima que sacrifica su holganza y su «.Ibedrío al provecho común. ¿Quién podría saber luego, al castrar los panales, cuál de las obreras lo enriqueció en mayor grado? En la inverosímil com• prensión del inteligentísimo animal sólo hay puerta para dos consignas: olvidarse de su virtud y cumplir su misión. Algo parecido a esto, contándolo en buen roman• ce, traducido a la prosa vulgar del humano quehacer, pudiera decirse para bosquejar las sesiones del Con• greso Nacional de Ganadería. Copiosas pifias de hombres, desgranadas, bordean los ámbitos y accesos donde tiene lugar la asamblea, completan los asientos del salón, saturan el ambiente con un rumor apagado, fervdroso, salen, entran, atienden, cuchichean. Con• secutivamente, con mesura y discernimiento, una voz expone, otra replica, otra aclara. Inquietud afa• nosa, pasión inteligente, palabra firme y convencida: perjeños y modales tamizados por la educación y la •cultura, por el estudio y la experiencia.

- 78 - LA CAUS A DEL CAMPO

Estamos ya muy lejos de aquellos tiempos en los que multitud de varones dignísimos y no mal inten• cionados, creían de buen gusto sustraerse a los problemas del campo; incluso aquellos cuya fortuna, chica o grande, consistía en la posesión de unos cientos o unos miles de hectáreas labrantías y gana• deras se desentendían elegantemente de explotarlas, y aún de administrarlas, y aún de conocerlas en ocasiones. Naturalmente, el desconocimiento tocaba en lo inverosímil; propietarios había, tan ausente su atención del agro, que confundía el olivo con la encina y la espiga de cebada con la de trigo. Pero, cuidado; no nos indignemos demasiado por ello, sería muy injusto. Aquellos embaídos señorones eran vícti• mas de su tiempo. Cada tiempo tiene su «clima», cada «clima» incuba su pecado. Hace tres siglos sólo a la Iglesia y a las Armas podía dedicar sus vidas la Nobleza: hace poco más de uno eran considerados viles muchos oficios de nuestra noble artesanía. Una estúpida concepción de la dignidad humana, olvi• dando la divina consigna, tildaba de humillante el trabajar. El desdén de los altivos señores hacia los afanes del campo, fué culpa de los tiempos. Eran así aquellos tiempos. Pero estamos ya muy lejos de ellos. En el nuestro, cumplir la ley del trabajo es caminar por un sendero de la gloria, de la humana y de la divina; bíblico sudor de nuestra frente. La altísima tribuna del Congreso Nacional Ganadero, entre sus muchas valo• raciones, enunció dos síntesis, no sabría este escritor

- 79 - decir cuál de ambas más trascendente: una, el objeto concreto para que fué convocado el certamen, estu• diar cada problema pecuario y sus posibles soluciones; otra, inesperada, la revelación" de que actualmente el campo, la explotación de la cabana española, ha dejado de ser menester de rústicos rutinarios, escasos de cultura, incapaces para la investigación. Bastantes pegujaleros y criadores aldeanos se incorporan ya en sus haciendas con anhelo de ver lo que pasa y de escuchar lo que de la crianza animal se dice en las antenas del mundo. Pero sobre todo, una minoría selecta de nuestra sociedad, verdaderos señores desde la cuna, muchos hombres de formación intelectual y profesional, orgullosos de su hermosa empresa, bajan a los cam• pos ganaderos desde las atalayas de las bibliotecas y de los laboratorios portadores de los descubrimientos que aquí van siendo explorados, Y ensayan en sus piaras, y observan, e infieren, y regresan del agro, y de nuevo escalan la recatada altura ciudadana donde la ciencia infatigable conjuga cada resultado y cauta• mente va perfeccionando sus conclusiones. Ir, venir, activamente, desde el a la fórmula, desde la investigación al experimento, llevar al problema su solución o a la vena caliente del animal enfermo la milagrosa sustancia salutífera obtenida en el labora• torio, captar su reacción, traer como uu trofeo la secreta verdad inapelable de cada naturaleza, la explicación de cada fenómeno vital, los porqués de cada complicación, la clave de los conflictos que

- 80 - LA CAUSA DEL CAMPO

atascan la marcha bacía sus fines de la cabaña nacional... Ardua, compleja, fatigosa tarea. Pues a ella se ba entregado con febril vocación y orgullo esa clase selecta de amigos del campo venidos de las altas zonas sociales de la cultura, del capital, de la indus• tria allegada... Y no es que acudan escoteros, con, rebullicio de alegre romería; vienen severos, cons• cientes, traen consigo, bien alojadas en sus mentes, abundantes noticias y razones de la especialidad que a cada uno preocupa, extraídas del libro, capturadas en la diaria experiencia. En suma, un grado de competencia en todas las actividades pecuarias que a veces hace parecer jurista al simple criador gana• dero o experto en dolencias y vacunas al hombre de finanzas. Esto fué acaso la más trascendente revelación del concurso. Los cincuenta temas tratados, debatidos con minucioso análisis en las sesiones de las ponen• cias aprobadas tras meditada escucha en los plenos, poseen grande interés, valor excepcional en su escue• ta y peculiar circunstancia. Mas esta averiguación de que la dirección de los problemas campesinos haya pasado de las ásperas manos indoctas —plebeyas manos gloriosas— a las manos sabias y poderosas del patriciado social, representa mucho más, en nuestro humilde entender, que la solución del más grave de los problemas específicos planteados. Hemos clamado tanto algunos escritores desde la cenicienta cuartilla contra el desamor a las funciones del campo de las gentes urbanas...; no os extrañe la consola-

- 81 - « ción y la esperanza que en aquellos días nos confor• taron. Con reservas... Esos millares de españoles selectos alistados en la rectoría de las funciones ganaderas como voto propio y como representación de sus pare• jos, son una realidad inconfundible, una fuerza briosa aglutinada que ha de interpolar su pujanza en las bregas económicas del país. Esto es evidente. Pero la causa del campo pide otro amor más humano que ese amor ardoroso, inquieto; quiere también casto amor de contacto, asiduidad apacible, diaria convivencia, lumbre y descanso en el hogar... Y sobre ésto, habre• mos aún de clamar tanto... A veces pensamos que este gozoso oficio de escri• bir es un Ir derramando generosos puñados de simiente en tierra ajena inhabitada. Como el arado no los tapa, unos granos los pudre la humedad, otros los come el pajarillo anónimo. Será espejismo de nuestra vanidad creer que alguna vez se salva por milagro alguno de ellos, y echa raicillas, y espiga en Mayo, y grana en Agosto, y en Octubre se hace múl• tiple simiente...; pero a la vanidad replica el buen sentido: Pues con todo, flaca semilla la vuestra, parca cosecha daría si no la ayudase a germinar un buen tempero. Y el hostigo da tempero: útil soplo del hos• tigo que extirpa las larvas en su sueño, las indolen• cias en su letargo.

- 82 - JUGUETE DEL DIABLO

6 /L hombre nunca acaba de ser niño. Sueña con ju• guetes en todas sus edades. Juega con soldados de plomo a los diez años, con soldados de carne a los cuarenta, con ideas en las tribunas, con microscopios en los laboratorios. Vivir es jugar. Por eso en la vejez el juego cesa al cesar la verdadera vida. Con ansia infantil esperábamos muchos la llegada de la Feria del Campo. Al campo se le ama —cuando se le ama— con parecido amor que a la esposa. En sus brazos no se percibe la felicidad que da; lejos de ella un anhelo nos tortura. Un retrato, una carta, su voz al teléfono valen para mitigar el anhelo. La Feria del Campo, grandiosa como certamen, leve remedo como representación, nos anunciaba cierto •consuelo para nuestro mal de ausencia. Jugando cuando nos vimos en ella como la vieja al hacer hilo del copo o la gata al sacarlo del ovillo, fuimos hilando en verde esta madeja de reflexiones: Traer el campo a la ciudad no es empresa fácil, inscribir en el refinado cuerpo de la gran urbe una Parcela agraria, tosca, selvática, pastoril, es, quizá,

- 83 - tan bello y arriesgado intento como subir a un jardín noruego un olivo mediterráneo. Porque una parte de su aliento vital queda siempre en el agro, como queda en la selva la salvaje alegría de la fiera reducida a prisión. Y no obstante, el campo —lo auténtico del campo— cuando visita la ciudad, al venir sumiso y obediente, pronto luego cansado por la quietud y el cautiverio, pone en la ciudad la pura verdad de su ser, un trasunto incontaminado de su individualidad. Pero a la vez parece decirle: tómame sólo como la que soy para ti en este día alegre y florecido, un juguete fabricado por Dios que luego de distraerte y de endulzar tus sinsabores, dejará tu suelo urbana tan limpio como lo halló. Pues entrar en la ciudad el campo, no es lo mismo que venir a ella los campesinos. Cosa distinta los hombres y la Naturaleza. Si aquéllo ocurriera, si la grey aldeana un día irrumpiese en enjambres en la capital primorosa, mancharía su cristalino espacio con el polvo de los rústicos borceguíes, dejaría en el ambiente el efluvio agrio de sus ropas. Es el hombre quien padece esta desdichada condición de marchi• tarlo todo con las sales que destila su planta. Todo, no, lo impropio. El mismo zapatón labriego que en la ciudad desgarra la flor de una alfombra, pisa entre sus coles con arte que parece una caricia: la misma mano fina que en el salón conjura la limpieza y el orden, arroja en la pradera, en que acampó para merendar, los más horrendos despojos esterilizadores. Cada uno en sí mismo y para su propio fin.

- 84 — JUGUETE DEL DIABLO

Pero el campo es algo aparte. Este complejo ser que forman el terrazgo y el viento, y el río y el monte y el sol, y la hierba y la espiga, y la costumbre y el suceso, y el cordero que nace y la vaca que abreva, y la pastora que remienda un camisón a la puerta del chozo, este complejo ser cuya limpia sangre viene sin mezcla desde remotos tiempos, conserva perfiles que le permiten aislarse de toda contaminación; ni contagia ni se contagia. Acude a la ciudad un tanto turbado, como niño a examen; trae su verdad, aunque no su cielo, ni su viento: su alma primitiva, retocada, si queréis, con inexcusables prácticas de la época; observa curioso esa otra faz del campo verda• dero que se exhibe a su lado, versión ciudadana que la industria del hombre ha imaginado para ir convir• tiendo las fuerzas nativas en materia prima de futu• ras fábricas y laboratorios; conlleva la aledaña imi• tación comercial y la ingenua admiración divertida de las buenas gentes urbanas, ¡y le tiemblan las carnes cuando escucha que los chotitos nacerán sin padre, horrendo crimen del hombre en su conciencia, y en la nuestra, tan cuitada, el mayor hecho revolu• cionario de la Historia!; y respira hondo como un liberto al sonar la hora de la partida. Pues este ser, el acervo rústico incontaminado, es perla de este gran certamen. Aquello otro en que Se la engarza —cafetines, exhibiciones, lumina• rias...— es el cintillo de oro sobre el terciopelo de un •estuche para lucirla. Nos place hablar de la perla. Todos lo sabemos: hay dos clases de ganado abso-

- 85 - lutamente distintas, la de establo, la de majada. No difieren quizá por su raíz zoológica, sino por las de• cantaciones de su adaptación al medio en que habían de vivir; suavidad o dureza del clima, feracidad o pobreza del suelo, mercado posible de piensos y de carnes... Estas fueron, éstas son las determinantes. Da gloria ver cruzar por el aire diáfano la estam• pa de estos finos potros y potrancas, estatuas temblo• rosas de fiebre, que parecen cortadas por el cincel de un griego. Bella creación hizo Dios cuando creó el caballo. Da gloria contemplar estos lotes de vacas y de toros de prodigioso crecimiento y fecundidad que transforman en unas horas toneladas de pienso- en toneladas de carne, en riadas de leche. Da gloria verlos, y da pena también. Los cuida la mano del hombre con paternal celo: el alimento abundante, la bebida a punto, los establos limpios, confortables, más parecen piadosos asilos que cuadras de anima• les... Paisa ternura, amigos, ésta que enriquece la vida y acelera la muerte. Pues esta casta, portento de selección, ganado de establo y granja, estante, delicado, dócil, se llevará siempre el ramo en toda suerte de exposiciones. Podríamos decir, sin desdoro de su alto mérito y utilidad, que es un ganado de invernadero, huidizo de la áspera Naturaleza, de salón y escaparate. ¡Si hasta las ovejas de razas se• lectas, de buena marca y buen vellón, son incapaces de pisar sobre suelos pedregosos, comer roijos arbi• trarios, dormir bajo la helada...! El dulce aire húme• do de Levante y la Montaña envuelve en tibiezas lo»

— 86 - JUGUETE DEL DIABLO cuerpos animales y es como una crema para el rostro humano. A la contra, el cierzo de la Meseta se bebe las grasas y curte la piel de las personas, arrancán• dole un lustre parecido al de las tallas de los imagi• neros. No busquéis en las Castillas y en León formas henchidas y aparatosas, de llamativo encanto. Su mérito se condensa en lo enjuto y recatado. Su gana• dería ha de buscarse la vida triscando por ásperos cotarros y durmiendo en apriscos: a lo pobre, y que Dios nos lo dé. Si el establo es una máquina de per• fecciones, la majada es un crisol de energías, un vivero de defensas orgánicas, una alcancía de ahorro. Pero el mundo va por sus rumbos y es inútil pre• tender que la loca humanidad desista de ensayar novedades. Esta Feria del Campo, en la que tan gratos ratos pasamos al margen de sus bullangas, buscando en la cercanía de los ganados y los frutos lo verdaderamente rústico, la raíz de cuanto en ella figuraba, volverá a repetirse con mayor éxito cada día, porque el mundo va por sus rumbos y no desiste de ir domesticando sucesivamente todos los vigores naturales del agro. Y se nos pierde el pensamiento al querer imaginar a dónde llegará la humana osadía. Todo lo hallamos posible: contemplar en los certáme• nes del porvenir un campo prefabricado, manufactu• ra de los talleres prodigiosos; disponer de la energía nuclear disgregada como hoy de la corriente eléctri• ca; volar raudamente hasta las estrellas. Bien. Inven• tos físicos inauditos, juguetes maravillosos que no cau• sarían la menor perturbación moral. Pero hay algo...

- 87 - Interferir el amor animal cortando sus nupcias, sometiendo la iniciación de las vidas a la tercería de un laboratorio; eliminar la paternidad y acaso también después... Y todo esto en las esptcies anima• les superiores. Por aquí anda el diablo. Este juguete esconde en su mecanismo una esencia terriblemente corrosiva. Al menor descuido quemará las manos del propio mamífero vertical. Bien entendéis lo que no dig-o. Plumas sagradas han hecho ya público su re• proche. Pues el hecho es notorio y anda por el mundo metido en cuerpos humanos. Que hay quienes sueñan con sembrar vidas como se siembran coles, fabricar existencias operando en alambiques y matraces: los que aspiran a que la especie humana perfeccione su descendencia al modo selectivo que se usa en las granjas ganaderas. Y someter al ser humano a tratamientos que eli• minan la prerrogativa paternal, más parece misión de veterinarios que de biólogos. Trasciende a zoo. TRISTE VERDAD

BUZAMOS por entre las reses acampadas en el ferial. Puede ser un día de mercado en Tamames, nudo de los campos de la Huebra y de la Serranía del Francia; puede ser una ardiente mañana de la feria otoñal de Ciudad Rodrigo, cabeza de los campos del Teltes, del Camaces, de Argañan...; pudo ser en la media semana que dura la sonada exposición de ganados que Salamanca celebra por Septiembre, a cuyo Teso arrabalero acuden desde lejanos predios millares y millares de toda especie y calidad. El ferial está henchido. Agobia el sol, saturado de vahos animales. Enjambres de moscas, pegajosas como goterones de pez, chupan cruelmente los hume- dos lagrimales de los bueyes mansísimos. El polvo arrancado al escarbar las pezuñas, se alza revuelto y cae pesadamente sobre los rostros de los feriantes, que apoyados en la vara de fresno cada cual compo• ne grupo con sus cansadas bestias, rumiando, impa• sibles, como ellas, la espera inacabable. Los hay que refrescan su ardentía mordiendo la jugosa luna rosá-

- 89 — cea de una raja de sandía. Otros, vencidos por la soñarrera, se han tumbado sobre la saca del pienso a la sombra de la macilenta yegua, perdida ya la espe• ranza de vender la muleta lechuza. Pesa el bochorno. Una quieta desgana domina el rodeo, repleto de bueyes y vacas, de yeguas y burros? de cerdos...; cada especie en su remanso. Abundan los aldeanos que vinieron a su cuido. Unos hombres —pocos—, de talante experto y larga blusa negra, cruzan resueltos dando alguna que otra vez —pocas— un leve azote con su varita verde en la nalga del animal adormilado, que al despertar da un corto respingo. —¡Quién vende!— grita el chalán, encarándose con un toraco morucho cuyos ojos le copian como espejos. Del conjunto sale un hombretín, que pone como puede un gesto embaído para mejor cubrir sus ansias vendedoras. —A ver, amigo —apremia aquél—, el toro, ¿qué vale? Y mientras dice, da una vuelta en torno del orondo animal mirando y remirando de la pezuña al asta. Se acercan los curiosos, milanos cazadores de la anécdota, y esos odiosos entrometidos, plaga de los feriales, piratillas de la propina y el alboroque. Cal• mosamente, aparentando indiferencia, el hombretín rezonga una cifra. El chalán ni le mira. Alejándose, grita desdeñosamente: —¡Por ese dinero, dos!

— 90 - Hiela esta frase la esperanza de todos los que la escuchan. Se presiente que en las cuatro palabras se- encierra la clave del mercado. Era un presagio, mis• terio escondido en la duda, como la patata oculta bajo la tierra, que todos los ganados sufrían enorme depreciación. Pero ahora sale a la luz la triste verdad monda y enteca, como fruto roído por el escarabajo. Las cuatro palabras pronunciadas para tratar de una sola res, son realmente la síntesis de la cotización de los ganados de todo este mercado, de muchos mer• cados, de la Cabaña española en general. Quedan mudos aquellos hombres. Al fin, alguien dispara su trivial sentencia: —Son los tiempos, que llevan y traen, pero tienen que «golver» las cosas a su ser—. Otro recalca con fingida esperanza: —Sin remisión—.Y el hombretín, vislumbrando un invierno angustioso, termina: —Poca hierba, poca paja, las «garrobas» por las nubes y la «contrebución» que viene con subida, a ver qué hace uno. —Si lloviera... Nadie ha pronunciado estas palabras. Han sonado dentro de cada uno como un eco del propio anhelo. Pasamos al recuadro donde medio millar de borri- quillos imita un zoco de esclavos. Enhebrados por los cabezones ofrecen al examen las descarnadas grupas de pelambres rucias sin pelechar, ristra de dolamas y agotamientos por hambre más que por años. Se nos viene a saludar un pegujalero de la comarca nativa con otros labrantines aledaños, todos ellos aspirantes a lo mismo: «a sacar de casa una boca». Nuestro

- 91 — gesto les recibe compungido, piadoso reflejo de los suyos. —No es que esté flojo el mercado — gime el pobre hombre—, es que va pasado el mediodía y «entá» no ha habido un cristiano que diga: cuánto vale ese burro—. Sobre alta yegua castaña de ancho vientre fecundo llega el aparcero de la gañanía. Trae cara de satisfacción. Ha logrado vender el muleto, ejem• plar muy lucido. No dice en cuánto; se presume que ha tenido que sacrificar muchas ilusiones, porque respira así a manera de consuelo: —Por menos de mil pesetas está comprando un carnicero todos los muletos que quiere. Se entra en el grupo un tratante de la misma aldea, uno de éstos que negocian al detalle, uno de éstos que sanean las piaras sacándoles el rezago, lo maltrecho, la oveja vieja, la vaca coja, el buey des• cornado. A las pocas palabras, vuelca su momentá• nea comisión: —Tengo pa usted un caballo de pri• mera, «mu bien mandao», que vale p'al coche. Superior. Barato. La edad en la boca. Todo el pueblo sabe cuándo nació. Se lo doy a prueba por un mes, por dos; usted lo «expirimenta» todo el tiempo que quiera. Se habla de esta oferta lo que viene al caso, y cuando el chalanillo se marcha, los otros confirman que es cierto cuanto dijo. —Ya ve usted —aclara uno—, es que hoy cuesta lo que come más que vale el caballo, y él no tiene pastos, y por eso, como tantos, lo presta gratis porque se lo mantengan.

- 92 - En este día la impresión unánime es que volverán a sus casas la mayoría de las reses que acudieron al ferial. Cuatro quintas partes de las muletas en venta habrán de gozar este invierno la compañía de sus madres, malcomiendo píijones y nabos hasta que Abril asome su verdor. Pajones y nabos, decimos, alimento de cuadra y huerta, porque esta especie animal salamanquina, tanto la clase buneña como la del cruce de yegua y asno, sólo por excepción se produce en la dehesa, la mayor parte se cría fuera de piara, individualmente, administrando cada la• briego una hembra de vientre, alojada entre el angosto pradito y la cuadra hogareña. Y de este sin• gular aspecto de la cría de muías, surge el angustioso problema actual. Grave es el quebranto de cien mil pesetas que pueda suponerle a un ganadero el descenso de precio en el valor de su manada de yeguas y potrancos; pero el conflicto crece al diseminarse el daño entre los centenares de campesinos pobres que han visto evaporarle las cinco mil pesetas que cada dos años lograban sacarle a su adorada borrica. Y el conflicto crece, porque con el infortunio pasa como con la helada o con la peste: que no disminuyen por muchas partes que se hagan de ellas. Cuando luego asomamos al extremo donde múlti• ples lechigadas de cerdos comisquean unos puñados de cebada regados en el suelo, advertimos que ya ni nos vale para juzgar aquella desdeñosa respuesta del comprador del toro. —Todavía «la carne» se paga

- 93 - algo. El ganado de vida nadie lo quiere. Los cerdos están tirados—, es la expresión que se escucha por todos los corrillos. En este día la gente habla poco, se agita menos que otras veces y hasta se mueve con parecido res• peto al que se usa dentro del camposanto. Salimos. Y más tarde, a la noche, u otro día, lejos ya del pol• voriento y lastimero arrabal mercader, nuestro pen• samiento busca un detalle donde asir la esperanza, y quiere creer que aquella trivialidad alentadora que pronunció el labriego habrá de cumplirse: Unos tiempos traen otros; las cosas han de volver a su ser... Sí; las cosas han de volver a estar en su relación estrecha y recíproca, en justa cadena de causa a efecto, en justa proporción el costo de producir y el valor del producto. Es inexorable. De otra suerte, se derrumbaría un sistema agropecuario del que nace la pluralidad de las subsistencias, el humano alimento. Esto no lo olvidan quienes deben saberlo. Pero es absurda la complacencia con que —aún— algunos incomprensivos de la ciudad reciben las noticias de haber caído en vertical los precios de la patata o del cebón o del caballo. Cortos alcances ha de tener quien no descubra las consecuencias de no ser remunera- dores los precios en venta de los productos del campo. Sería abocar un precipicio: absentismo, escasez, hambre... Sin máquinas se vive mal, pero se vive; sin patata, sin trigo, sin manteca, se perece. Ver en escombros una catedral, partiría el alma a un hombre sensible; una Cabaña ganadera en escombros, sería

- 94 - para la Humanidad mucho más que un dolor, un cataclismo. Las cosas han de volver a su ser, a su estar, a su justa relación de causa a efecto, sujetas a la innova• ción de los tiempos en suave curva de adaptación, no en brusca sacudida fulminante. Cabe admitir que al «aballo de sangre, gracia suma del reino animal, belleza tan pura como un arco gótico, vaya despla• zándolo el anónimo, el pestilente caballo de vapor. Pero en mucho tiempo ningún químico inventará la fórmula para que de un alambique salgan lonchas de jamón y filetes de ternera. Esta pequeña gran ciencia campesina, que la ciudad escruta y perfecciona, quienes la saben y practican son el pastor, y el pegu• jalero, y el hombrito del huerto, y el hacendado cam• pero ganadero de cuantiosos rebaños. Y todos ellos, cada cual a su modo, van pasando años de prueba. Las cosas han de volver a su ser para que la dolo• rida verdad del campo se acerque cada día más a aquel gran certamen de tipos, a aquella ejemplar estampa de perfecciones que contemplamos en la Feria Internacional del Campo. Lo que allí visteis, ciudadanos, es el campo ideal, el campo modelo, el campo a que aspiramos; estas otras ferias y merca• dos rurales son el campo real, pobre, sufrido^ fatiga• do, escaso en toros de marca y caballos de maravilla, sobrado de bueyes que el trabajo agotó, de borriqui- llos que no valen lo que su piel, de ovejas cuyos ríñones secos por el hambre dan al tacto la sensación de estar pellizcando la espina de un besugo.

— 95 - Esto es el campo, con frecuencia, en la humilde verdad de cada día: soledad, fatiga, inclemencia, agobio. Conviene hacer altavoz de la cuartilla para que llegue a los oídos distraídos. Pero hoy llueve... ¡Llueve! ¡Llueve en el campo! ¡Y qué placer mojarse con este agua tibia tan suspirada, qué consuelo pensar que tras esta nube maternal inmensa que cierra el horizonte existe un sol, padre de la hierba,, y una Providencia que nunca desampara!

- 86— ^Don ^YLicvlds garcía ^tarrasco, ^l^eierinario ilustre, férvido periodista.

BESTEZUELAS, B I C H I T O S

LOS GARRÁPILLOS

6 /STA es Castilla, la que hace sus hombres y los gasta; esta es Castilla, la que cría y engorda sus lechigadas de garrapinos... y los degüella. Por la orilla izquierda del bajo Duero, tierras ces- pedosas y forestales del Oeste de España, en los anchos encinares y robledas que miran a Ja linde portuguesa, acogidas a la abrigada del remaje y al calor del majadal, millares de corralizas incuban las benditas camadas de cerdos. Estas grises colonias montaraces vienen a ser a manera de casas de maternidad puestas al aire libre y al fuego del sol, para mayor sanidad y eficacia de la reproducción. Aquí, las cerdas madres realizan su fecundo alumbramiento; «quí, rinden a la apetencia humana sus carnosos hijitos, puñados de orondos lechoncillos, rosados o perlados, limpios, bellos, sabrosos como un cartucho de bombones. De este lar y lecho arranca la pobre vida trágica del animal menos comprendido: tenido por sucio, cuando ningu• no otro ama el agua con mayor fruición; inculpado de estupidez, y posee un instinto tan sutil que trasla-

„ 99 _ dado leguas y leguas, apenas libre, sabe volver sin titubeos a la tierra de origen. Vida y muerte interesantes, las de esta víctima de la glotona civilización occidental. Veamos qué nos cuentan de ellas sus carceleros, estos buenos campe• sinos que se ocupan en su servicio. —A la paz de Dios, buen hombre; algo podría contarnos usted de esta tropa. —¡Algo...! El porquero sonríe, perdonándonos la impertinen• cia. Y al hablarle tiembla, pegada al labio, la colilla, corrida de saliva amarillenta. —Pues en lo de nacer, nacen como nacemos «tos». Sólo que con los ojos bien abiertos. Y «deseguida» cada garrapo se coge a su teta, y si no se coge a su teta que se coge a otra, se muere por destetarse. A los ocho días se ponen en una pocilga cada dos cochinas con sus crías; se llama doblarlas. El ahija- dor las cuida desde antes de la parición. A las ocho semanas se destetan. —¿Por cuándo nacen? —Unos vienen por Nochebuena, la cría de Enero; otros, después de verano, «agostizos». Luego del destete y hasta espigadero, y aparte lo que agarren pastando, hay que darles algo de grano: centeno, cebada, maíz...: una fanega cada cien garrapos, oficio del garrapero. No se les deja hozar, porque levantan los valles; por eso se les pone en el hocico la anilla de alambre. Lo que no tiene que faltar cerca de la majada, que es donde se les echa el grano sobre

-100- L.OS GARRA PILLOS el césped, es una buena charca. Al cochino no le basta con beber, tiene que revolcarse bien en el agua: es «mu» limpio. Y si se quiere que engorde, ya se le puede tener bien aseadas las pocilgas del ahijadero, encendiendo lumbre dentro, como en los hornos, ó rodándolas con un desinfectante, es igual; la cosa es que queden sin miseria... En verano los marranos se llevan a espigadero. Este animal corre la espiga mejor que ninguno otro. Si los segadores no han apurado el rastrojo, al salir lleva media ceba hecha. Las má• quinas de ahora van a acabar con los espigaderos. —¿Cuándo se puede considerar el cerdo «persona mayor», cuándo pasa de garrapo a cochino? —En ley de ganadería (bella frase, señores juris• tas) mientras no pase la primera montanera, cada dos garrapos de Enero o tres agostizos se cuentan por una cabeza mayor, a los efectos de cupo en los arrandamientos. —¿Cuándo empieza la ceba a bellota? —Por esta tierra nuestra, era costumbre antigua echar a montanera el 4 de Octubre, San Francisco, y terminar cuando canta el refrán: «Por Santa Lucía se deshacen las varas». Venía a durar ocho o nueve semanas. Hoy se aprovecha mejor y se alarga todo Diciembre: ochenta días. —Voy notando el influjo del ocho en la vida del cerdo; a los ocho días se doblan, a las ocho semanas se destetan, la montanera dura ochenta días... —Y se puede añadir que cada cerda pare ocho garrapos, buenamente.

— 101 - —¿Los cría todos? —La «metá», y ni esos se logran. ¡Bueno, si se lograran...! Ya habrá usted oído que «el hombre per• dido, a la cabra y al cochino», y que «trigo y ovejas, trabajo y pellejas». Verdad que en «concencia»*la cabra daña y la oveja beneficia: pero, ya ve usted, la del otro: viva yo y allá el que venga. También algunas cerdas al parir, si no se las vigila, se comen la cría. Las que se escojan para madrear han de ser de temperamento tranquilo, y con todo, si en la comarca hay «jabalines», no es raro que las cubran, y luego nacen lechones de pelaje rayado y genial arisco, enjutos de cuerpo y malos de engordar: más negocio. En la preñez hay que darlas buen cuido. Cada cerda rinde tres camadas. El demás ganado se capa y se ceba a pila, o en montanera, o en «dambas» cosas. La bellota es lo mejor que hay. Si la plaga de la bicha, la oruga esa, no nos tuviera abrasados los montes, qué riqueza. Como el Gobierno nos librara de esa plaga, por aquí se habían acabado los pobres. Sobre toda la bellota de encina, no hay mejor ali• mento, no hay cosa de más fuerza. Cerdos, vacas, ovejas, cabras, gallinas, pavos, palomas, conejos, burros... se matan por ellfu Oyendo este enardecido canto al fruto de los montes, comprendemos que aquellas fuertes razas primitivas antecesoras nuestras, sostuvieran la viril energía de sus recias contexturas, nutriéndose con pan de bellota exclusivamente. No es muy congruente que indios, etíopes, fenicios y hebreos, hayan decla-

- 102- rado impura la carne de cerdo, carne elaborada con la sustancia más rica que se vendimia, carne hecha con el fruto más sano de la Naturaleza, y del que ellos se nutrían. Bien que, según Isaías, creo, algunos judíos, de noche, a escondidas, solían darse unos verdes... —Sí, señor; la gente no sabe lo que vale la bellota. ¡Qué crimen dejar talar los montes! Tanto arar y entresacar... Conformes que al monte le va bien que le mullan la tierra y le quiten la fusca. Pero cavar es poner y sembrar es sacar; «cuantimás» se saque a la tierra, menos le queda. La sustancia de la espiga se le quita al árbol. —¿Y la montanera? —El ganado entra comiendo bellota de roble, que madura antes. Al ganaíllo de vida se le llama cam• peros o malandares, y se le da bellota suelta. Cerdos a atalaya o al tiempo, los que comen la bellota según cae. Los sobreaflos se parten en tropas de treinta o cuarenta, que forman la «vara». El vareador les cae la bellota con la «zurriaga», un palo largo llamado alero; mediano para las bellotas bajeras y de doce palmos para las de las copas, el cual lleva en la punta una abrazadera de cuero con ana anilla de hierro que engancha un correón de piel de cerdo donde pende el manganillo, otro palo delgado, flexible, de una pieza o de dos empalmadas, que, añadido al correón, iguala al largo del alero. Ya usted sabe cómo se varea; sacudiendo las ramas, sin herirlas, a modo de tralla, en las ancas. Pero varear bien no es cosa

-103- fácil, no sirve cualquiera. En la ciudad creen que eñ los oficios del campo «tos» sirven «pa too»: para hacerlo mal, conformes, Al vareador le ayuda el rabadán, un pigorro que cuida de sujetar los cebones bajo la vara, y lleva un par de manganillos de repuesto, y va por agua, y por la comida. —El cebado a campo ¿pone más peso que el estabulado? —Menos. Pero más carne y más sabrosa. A los cebones se les reserva las encinas que estén cargadas para dárselas cuando van pesados. Las hembras, si son caponas desde pequeñas, abren menos que las que han criado, pero rinden más canal. A bellota ganan por día unas tres libras. Cerdo que ponga noventa kilos ya es superior. Ultimamente se rematan de engordar dándoles grano en el cebonero; al empe. zar, el guisante; luego, trigo, maíz triturado. Esto, los del amo; respecto a los nuestros... —¿Se refiere usted a la «excusa»? —Sí, señor. Costumbre antigua muy buena. El vaquero gana vacas con las del amo, y el pastor ove• jas, y el cabrero cabras, y nosotros cerdos, y a mási todos, y el mayoral, y el aperador, llevamos algún cerdo en la montanera, y alguna faneguilla en la hoja. Así, según venga el año para uno, viene para todos. También se ganaba pan y aunque subiera el trigo... El bueno del hombre, con su muerta colilla pegada al labio, hace un gesto que parece decir: lo antiguo tenía cosas buenas.

104- LOS MASTINES

91.AST A hace pocos años, en los campos de España, al menos en estas empinadas mesetas de León y las Castillas, no había alquería ni majada sin su casta peculiar de mastines, raza hispana de perros guar• dianes que con idéntico celo defendían el tímido reba• ño de los lobos que de los malhechores el solitario caserío. Las gentes de la ciudad no suelen conocer muy bien la intimidad campesina, el pormenor de la vida y de las costumbres de los seres que la pueblan. Es difícil hacer llegar a su ánimo cuánto significaban para el pastor y para el labriego los servicios y la compañía que les prestaba este animal, cosa que ningún viejo avecindado en el monte ignora. Condi• ción de siervo, no de esclavo, poseía el mastín, fide• lísimo idólatra del amo, quien a su vez le reputaba aliado insustituible. Y sin embargo, modernamente ios mastines empiezan a escasear, y parece anun• ciarse que llegará un día en que podrán ser califica• dos como animales raros; tal la cabra alpina o el Jabalí.

-105- Esto, para nosotros, incurablemente devotos del campo, del campo tal y como era en nuestras niñez y juventud, en las que tantos días y noches gozára• mos de su embrujo, es motivo de tristeza. No somos tan insensatos que creamos se puede clavar a la tierra el volandero tiempo como con un alfiler se clava a una tabla una bella mariposa. Sabemos que imperceptiblemente las horas, y en las horas los seres, las cosas y las costumbres van deslizándose hacia el ayer milenario y que nuevas formas de vida aparecen sutilmente, con suave empuje desalojan a las que les precedieron y con dulce fascinación ena• moran a la generación que nació con ellas. Esto es sabido. Pero no hay generación, ni aun las que se envanecen de ser poco sentimentales, que al ir cayendo su época en de donde no se vuelve, no sienta como si le arrancasen algo que estaba en su ser enraizado, al que creían dar savia y al que tenían por muy suyo... En nuestra niñez, los masti• nes rebañegos pertenecían al campo como el árbol, como la roca, más propiamente diremos como el rega• tillo y como la nube, que sin descanso lo pasean sin jamás abandonarlo. Entonces, cuando se vendía un rebaño, entraban en la venta los mastines, abuelos custodios de las ovejillas, que al partir, bien a desga• na por cierto, trasponían la linde mirando hacia atrás en su terrible duda; en la choza quedaban sus cari• ños, pero sus deberes iban ya de cañada... Puestos en el trance de tener que clasificar, no diríamos nosotros que el perro sea más noble que el

-106- caballo ni más dulce que el manso y sufrido buey; mas es un ser tan comprensivo, se adapta con tanta justeza a cada psicología y de tal modo se hace ínti• ma su convivencia con los hombres, que ha llegado a deshacer la fiera naturaleza originaria del can salva• je de los bosques para transformarla en la más sumi• sa, obediente y alegre servidumbre de la civilización. La sociedad moderna, tenida por selecta, adolece de un lamentable defecto. Rinde al perro un culto idolátrico, busca las razas extrañas, elige los ejem• plares más raros e inútiles, producto de cruces y tratamientos espurios, recusables. Y lo entra en los hogares, y le trata y le mima y le alimenta con mayor ternura y regalo que lo haría con un niñito desvalido. Cierta vez oímos a una dama pedir en el salón de te una jarrita de leche y una crema para su lindo, minúsculo y absurdo pequinés, y al salir decir• le a un pordiosero que le tendía la mano: Perdone, no llevo nada. Esto es pura idolatría. Nunca un campesino metió en la dignidad de su lecho al guardián del rebaño o de la casa, por grande que fuera el vínculo de servi• cios que les uniera. Cariño fuerte, cariño franco, el propio de un hombre a un animal: alimento cum• plido, albergue si es del caso, la mano y la voz alea• das en caricia, eso sí. Nada más. El campesino juzga al perro como el mejor amigo del hombre, sin con• fundir un animal con un dios. Y entristece que mientras se van extinguiendo los mastines, primeros entre los mejores animales de la

-107- doraesticidad, prevalezcan y se multipliquen gozque• cillos exóticos, contrahechos, inútiles, exigentes. E ingratos. Que acaso es castigo inherente a la ido• latría sufrir la tiranía cruel del ente adorado. Con todo, no nos intranquilizaría que en la gran ciudad se esparciese este nuevo capricho, parejo del cigarrillo rubio y del cóctel multicolor. Nos desazona que tarlibién en el campo va cundiendo la afición a lo exótico; y en el campo el joven dios no se resigna a. ser un gozquecillo tiranuelo y goloso a régimen de bizcochos, perfumes y almohadones de plumas, sino todo un dios colérico al que nada detiene, ni hacer correr la sangre de su amo, si su furia larvada se despierta. Decimos el perro-lobo. Ved su contextura: una silueta vibrante, propia para la acometida; irascible de temperamento y agresivo de condición, salta al ataque cual una flecha india envenenada por la cólera. Posee un cuello armado, poderoso, de gladia• dor, al que ayuda la nervuda pata. Y su boca, guar• necida de colmillos que son finos puñales, no muer• de, asesina, degüella, como lo haría una faca carnicera. Contemplad ahora al mastín, este dormilón sem• piterno, de andar perezoso, que con oído sutil vigila el rebaño durante el duermevela. Apacible y leal, nadie sabe que se haya rebelado nunca. Es corpu• lento, fornido, redonda la gran cabeza, ancho el pecho; su magnífica arquitectura causa respeto; sólo temor a las alimañas y a los perdularios. A nadie

— 108- II ataca, defiende su redil. Cuando lucha lo hace cara a cara, como un valiente; ni aun entonces suele ser mortal su mordedura. Recordamos una película —no importa el conven• cionalismo de sus escenas— en que una pastorcilla aparece sentada sobre una roca junto al joven que la galantea. Al lado, decorativo, erguido, arrogante, destaca un perro lobo. La fiera actitud del animal, los nervios en tensión, en ansias la grande boca húmeda de afilada dentadura blanca, delatan el no lejaíio origen de sus abuelos: el cubil de la selva. En tanto, el tomavistas creyó del caso hacer pasar como trastondo de égloga un auténtico rebaño, y a su par, mezclado con las ovejas, lento como una nube, dulce, sereno, grave, como un patriarca, cargado de majes• tad y de fuerza, un hermoso mastín que pisa la hierba con cuidado y alza los húmedos ojos con hu• mildad de siervo. En esta escena quedaron recogidas, superpuestas, para mejor comparación, dos imágenes de la historia humana contemporánea: un tiempo pasado, que sin duda fué mejor, y este actual, cuyo signo es la agresividad. Habíamos decantado la fiereza del lobo hasta obtener la mansedumbre del mastín. Pero a la socie• dad de hoy le empacha la dulzura. Su gusto estraga• do ansia lo acre y lo violento. A la apacibilidad de la plática diserta, ha sustituido la elocuencia muscular del deporte; a la noble sumisión del mastín, la salvaje iracundia del lobo. Caminamos hacia la selva.

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LA VACA MARTIR

/ABRIEC40 castellano, pegujalero leonés, labrantín de estas franjas de tierra que se extienden desde el costado portugués, aguas vertientes al Duero arriba hasta las frías mesetas sorianas, por una parte, y por la otra, hasta las extremeñas vegas de eterna fiebre incubadora; gañán de bueyes y coyundas, arador de rompidos y barbechos, de hojas de trigos, besanas de algarrobas, alcaceres de cebadas; quisiera pregun• tarte cuál pudo ser la razón para que nuestros abue• los eligiesen este cruel modo de uncir los bueyes por el testuz, por qué ha persistido forma tan primitiva y torturadora y si no crees llegado el momento de ensayar otro estilo, ese otro estilo de apoyar el tiro en el pecho del animal, por ejemplo, que se usa en el Norte de España. Algo he oído como explicación de estas diferen• cias; nada como justificación. Reconozco que más bellas, decorativamente, son las finas vacas rubias ^e pezuñas y astas como el ámbar y de ojos claros de aguamarina que las oscuras vacas castellanas vestidas casi siempre de una capa parecida a la negra

-m- R

saya de vuestras mujeres. Más bella sin duda es su traza, pero no más obediente su instinto, ni más su• frido su genio, ni más generoso su esfuerzo. Yo he visto allá en las comarcas españolas que conforman el bisel marino de los mares del Norte trabajar las vacas cántabras que Galicia y Asturias crían, y he advertido cuán duro esfuerzo han de realizar para hundir las rejas en el seno del terrazgo y volcar el cepellón de arcilla panza al sol en ansia de fecundación. Jadeaban los recios animales, los ijares sumidos, las ancas abatidas, clavando en el suelo los dardos de sus patas. Yo advertía que el enorme esfuerzo cansaba sus tendones y angustiaba sus bronquios; pero observaba qué gran alivio disfru• taban llevando libres el pescuezo y la cabeza para moverse en el aire sin el cilicio de la coyunda frontal. Y la imaginación me llevaba a aquel rincón yeltano de mis lares, y reveía aquella dulce vaca, la Polvori- na, desfalleciendo sobre la pértiga del carro, prisio• nera del yugo que martilleaba incesante sobre su testuz con golpes vertiginosos, trepanadores, insu• fribles. ¡Mi pobre Pólvorina! Era negra y blanca su capa, retazos de un negro absoluto, brillante, jirones de un blanco limpio, lácteo. Ciertamente, la cubría un manto de armiño. Era anchurosa y de buen corte su cabeza, de la que partían dos astas más de cera que de acero, más bien dos brazos abiertos que dos armas buidas. Era parca de remos, honda de pechos, guar• necida de ríñones. Al caminar tomaba un aire lento,

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cadencioso. Sobre la hierba dejaba su pezuña un trasunto de majestad. Llegó a mis manos mercada por encargo, ya cum• plida la edad utrera, escasa de carnes sorbidas en una era por la sed del sol implacable de aquel estío. No tuvo buen recibo en la alquería. El cachicán, re• sentido, la repudió desde la llegada. —No vale lo que ha costado—, fué su primer dictamen. Semanas des• pués afinó sus censuras: —No nos sirve para arar—. Y como yo aún callara, pronto fué más rotundo: —Se duele de la cabeza... Que se dolía de la cabeza... Santo Dios, ¿qué ser a cuya cabeza se acopla un recio madero que percute durante el trabajo como una ametralladora no se dolerá de la cabeza? Lo incomprensible es que no acaben perdiendo las facultades del instinto, cayendo en esa especie de imbecilidad que en los carneros se llama modorra. En tanto la vaca, felizmente inconsciente, pese a la crudeza de aquel invierno, conservaba su airoso caminar, y apenas llegaron los brotes de Abril, su torso se fué rellenando, su piel se atusó reluciente, su paso cobró mayor porte de solemnidad. El cachi• cán, no sé si en venganza, se decidió a uncirla. Pri• mero en la aricada; luego en la acarrea. El animal respondía cumplidamente. Pero nada hay que irrite al rencoroso como la dulcedumbre del agraviado. Le altera, le ciega, le hace disparatar. —Está visto, no vale—, insistía, pese al fracaso de sus invectivas. Estúpidamente, porque

-113- 8 Ií la vaca, dechado de mansedumbre y fino instinto, mostraba sus excelentes condiciones viniéndose al yu<2;o voluntaria apenas la nombraban, resistiendo la competencia en yunta con los forzudos bueyes. En• tonces la animosidad rencorosa tomó por otro atajo: —¡Si al menos fuese buena criadora! Pero ya ve usted, vacía...—. Y a esta saeta no puede cortarle e- vuelo; era una verdad, y a la verdad tuve que ren• dirme. El sol estimulante de la primavera echaba un manto fecundador sobre los campos y las arboledas, arrancándoles tiernos brotes inmaculados, hijillos vegetales que empezaban a vivir y a palpitar. Y esta misma cálida caricia solar, al abrazar los lomos de las novillas, comunicaba a la sangre juvenil cierto misterioso mandato que las hacía mocear amorosas, ardorosas, anhelantes. Las demás hembras fueron cubriéndose. Polvorina, impasible, vestía su indife• rencia sexual con aquella serenidad cadenciosa de su andar de señora. Fué cayendo el verano. Y un día, imprevista• mente, Polvorina se sintió madre. Sin haberse alte• rado un punto la casta apacibiiidad de su tempera• mento, como si ello fuese un milagro operado por la virgen luz del amanecer, Polvorina se halló preñada) y luego, al cabo de unos meses, nodriza de un bece• rro rollizo, negro como una endrina. No parecía que el amor hubiese tenido arte ni parte en el impulso, más se creyera que en su noble instinto había una conciencia sensible que la inspiraba cumplir exacta-

-114- ti A VACA MÁE TIB mente su misión; la de toda hembra, dar a la vida un hijo. ¡Y cómo lo cumplió luego! Tres machos brotaron de sus entrañas en sucesivos trances. Vigorosos, talludos, mansuetos, los dos primeros; canijo, apa• gado el que nació últimamente, cuando ya la pobre vaca, exprimida su energía por la maternidad y el trabajo, aun dando su ser entero para crear la nueva vida, no dió lo suficiente para completar su desarro• llo, no logró henchirla de vitalidad. Su lozanía quedaba ya muy lejos e iba perdiendo vigores como reguero de grano de un saco roto. Muchas veces exhorté al cachicán: —No la cojas más al carro, no me la agotes—. Mientras criaba, le advertía: —Échale pienso en forma o tendremos que retajarla—. Súplica inútil. Ni esa universal indulgen• cia que se otorga a toda madre hubo para Polvorina. Mansa y obediente, consentía que el gañán montase sobre su cabeza al cruzar el rio para ir a la arada; sufrida y generosa, aguantaba el peso agotador del carro. El becerrito, siguiéndola constante, en las paradas la mamaba ansioso, dando crueles empello• nes a las escasas ubres. La vaca, entonces, dolorida, volvía hacia él sus anchos ojos, pero en seguida el amor la impulsaba atraerle y alzaba levemente la pata, espaciaba los corvejones, y ofrecía al ham• briento unos hilillos del maternal licor, cuanto en su ser quedaba. Y aun luego, libre, cuando en careo con las demás reses pastoreaba por los majadales, qué bien la re-

-115- cuerdo suspendiendo sus muerdos a la hierba para mirar en torno buscando al churrín retrasado, fati• gado. Levantaba la cabeza, doblaba el cuello, alzaba el hocico, y acaso husmeaba los vientos para mejor descubrir al perdido, y transida de angustia, echaba al aire un mugido hondo, dramático, que se advertía salirle de lo más sensible de la entraña. Segundos después, el mezquinillo, quizá acostado entre unas bardas para sosegar su fatiga, respondía con otro arrancado a filo de garganta tan débil, tan lloroso, que sólo el oído de la que lo pariera podría recogerle de entre los rumores del campo. La pobre perdía vida por instantes. Un día, tras el trabajo, se echó en el valle, y le costó un mundo alzarse para recibir al mamoncillo. Su corpachón se desplomaba colgando del esqueleto que iba emer• giendo de la piel como algunas rocas de la tierra raída por los aguaceros. Sus astas, crecidas desme• suradamente, descarnadas en las cepas por el roce incesante de las coyundas, tenían el aspecto de dos ramas secas. Ya, al pararse, no hincaba las patas como flechas vibrantes; más parecían puntales de un mal sombrajo pastoril. Sólo al andar resucitaba el porte de solemnidad que no la abandonó nunca. Con la amargura de un marino que se ve forzado a hundir su navio, tras muchos arrepentimientos, accedí a desprenderme de Polvorina. Era preferible a verla morir en casa. Ordené la sacaran antes de día, para no verla partir, para no escuchar sus lasti• meras llamadas últimas al desahijado. La adquirió

— 116 — M un buen hombre de la vecina aldea, tan escaso de posibles, como la vaca de carnes. A las pocas sema• nas, esperando yo la noticia de que el noble animal había salido de tantos sufrimientos, brevemente acogotado, supe que su fin había completado todo un símbolo de tragedia. Un ruin de la aldea, en ven• ganza contra el dueño, hallándola solitaria entre las huertas, la dio una cuchillada bajo el brazuelo. El churrín, ovillado en un rincón de la tenada, se negaba a comer. Abría la boca para emitir un mugido que no sonaba. Murió a los dos días. Curtí su piel, que decora mi estancia. Es una forma de desagravio.

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EL BURRO DE VILLARINO

o5i eres, lector, añcionado al campo y has hecho jornadas por él durante los estíos, recordarás la im• pertinente corte de leves mosquitos que suspendidos en el espacio, flotando en el aire, rodean al caballo y al caballero y se mueven a su par, minúsculos planetas seguidores de un astro que les atrae y es• claviza a su órbita. Pues así, buenamente, con igual constancia y sumisión vienen siguiéndome en mis andanzas y desplazamientos a través de una ni corta ni sedentaria vida un revuelto enjambre de mariposuelas que ávidamente se posan en mis male• tas cuando viajo, en mis armarios cuando reposo, y revuela ante mis ojos apenas toco su colmena. Habrás adivinado que me refiero a unas pocas cuartillas, cada una con su breve anotación, toma• das por mí al cruzar entre las incidencias de la vida, tomillares donde en aquel instante gotearan melares zumos, páramos entre cuyas piedras nacen el cardo y la ortiga, mineros de otra miel más densa y saludable para el espíritu del hombre: miel que parece manar de los cielos.

— 119- Hoy quiso Dios concederme uno de sus favores menos agradecidos: ocasión de quedarme el día entero a solas conmigo, desprendido de las bregas de la profesión, de la algarabía tentadora de la calle, de cuanto nos arranca de nuestro castillo interior y nos pone ajenos y como sustituido nuestro auténtico modo de ser. Flaqueó mi salud, tuve que encarcelar• me entre las piadosas rejas del lecho. Y en esta circunstancia de silencio y soledad, aparte esos diá• logos íntimos que todo hombre calla, me puse a hablar con mis cosas externas verdaderas. Apenas posó en ellas mi pensamiento, el enjambre de notas literarias sacudió su apacible sueño, revoló suavemen• te y una de ellas vino a quedarse entre mis manos. Eecuerdo que hace muchos años yo indagaba con afán, como ahora, cuanto relacionado con mi tierra nativa pudiera recogerse en esa palabra tan prodigada, flolklorismos, más académica que expresi• va, y que en buen romance significa usos y costum• bres de los pueblos, tradicionales, vernáculos, autén• ticos, sin contaminar. No recuerdo bien cómo ni por qué, ni por dónde, voló hasta mi archivo este papeli- to desvaído en que están anotados algunos versos del romance burlesco popular más gracioso que haya creado la musa aldeana. Singular trasunto del habla de Castilla, intuición lírica insuperable, la que dictó las cadencias funerarias de la canción, que tiene pa• rentesco melódico, pese a su sentido burlesco, con los graves cantos paganos o religiosos que inspiró la muerte.

-120- «L BURRO DE VtLLARINO

Las coplas improvisadas por la voz popular del pueblecito charro de Villarino para llorar la muerte d.e un sufrido borriquillo, dan fe de que en los entresijos de la raza rústica leonesa corre imperece• dera la inspiración creadora de tantas artes singula• res: romances, tonadas, labores, ropajes, costum• bres. No podría señalarse quiénes fueron los maes• tros de sus ingenuas manufacturas, de qué tambor tomaron los compases para sus gaitas, de qué per• gamino las letras para sus rondas. Surgían de las almas como fruto espontáneo que trae consigo su peculiar aroma: gracia, melodía o singularidad. Acaso no ofrezca al lector nada nuevo. Llevamos unos años escuchando la profusa música popular española que ponen en el aire y traen a nuestro hogar esas hondas de misterio y maravilla creadas por el hombre en un gesto de semidiós. Lo que posiblemente no conocerán muchas personas es la auténtica historia del célebre asno. Merece la pena escucharla. Parece un cuento. ...Hace muchos años —parlaba la tía Jacinta, de Villarino—, vivía en mi pueblo un matrimonio muy pobre. Tenía hijos. El se llamaba Francisco Silguero y ella la tía Joaquina, la quincallera. Como no les alcanzaba ei jornal para mantener la familia, reunió un poco de dinero y compró un burro para dedicarse a llevar vino y aguardiente a las aldeas y a las gañanías. Andando el tiempo, el bueno del hombro enfermó y al cabo murió. A seguido, el pobre del borriquito se conoce que extrañaba la falta del amo

-121- R y del buen cuido y trato dulce que le daría el Fran• cisco, y vino a extinguirse también. Lenguas atrevidas, que por ahí no faltan, dicen que sucumbió de hambre, pues que la tía Joaquina no le daba de comer. Con esto los mozos y los muchachos la daban guerra, y le sacaron coplas, las célebres coplas que más adelante diré. Es his• tórico que llevaron a enterrar el borrico al Berrocal y que las iban cantando los mozos y los muchachos. Dicen malas lenguas —a saber si sería verdad— que ella era amiga de la pinta y derrotona, y que por esto era el darle guerra la gente moza y el hacerle muchas perrerías; es bien sabido lo que son los de los pueblos cuando les da por hacer judiadas. La tía Joaquina se fué a Buenos Aires. Dicen que aún vive. Muy vieja tiene que estar la infeliz. —Allá van las coplas— añadía luego la tia Ja• cinta. El burru del tío Silguero como era tan mohíno, se vino a buscar novia al pueblo de Villarino.

Que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú.

El era valienti, él era mohíno, él era el alivio de todo Villarino.

Que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú.

-122 — EL BÜRBO DE VI LLAR1N O

Ya se murió el burru quft acarreaba la vinagre, ya le llevó Dios de esta vida miserabre, que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú. Ya estiró la pata ya acuñó el jocico, con el rabo decía abur, abur, Perico, que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú. Todas las vecinas iban al entierro, y la tía Joaquina con el ventoseno, que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú. Todas las vecinas le daban responso, y la tía Joaquina lo echaba pal bolso... que tururururú, que tururururú que bien lo sabes tú. Y la nota termina diciendo: —No sé más. Tal vez don Eleuterio sepa más datos. Como va tanta gente a su casa, puede hacer preguntas. Ah, si esta libre esclavitud que ata a su quehacer y marca su destino al hombre moderno no me lo hubiera impedido, con qué gusto hubiera yo visitado el singular pueblecito de Villarino, pertrechado de un buen índice de preguntas sobre el romance famo-

-123- so y los rudos barbos que lo musicaron. Ancho espacio de tiempo son cuatro lustros ¿verdad?: men• tira parece que no quepa en él ese pequeño trozo que se llama una mañana, una tarde, para poder dedicarlo a curiosear un bello paisaje, una tradición aldeana, un alma pastoril labrada por la soledad desde la cuna. Mas la vida se nos va en ansias de imposibles, abiertos todos los caminos, casi a la mano todas las tentadoras hermosuras, pero enreda• dos los pies en una sutil cuerda que ni vemos ni sabemos desatar. Pueblan el mundo innumerables motivos de atractiva fisonomía espiritual. No es la menor la que brinda en su hondo sig-nificado este tema de las coplas del Burro de Villarino. Si los viejos pudieran tener alguna autoridad para hablar a los jóvenes, yo me permitiría decir, con la voz más tímida y limpia de presunción, que no es acaso en los copiosos archivos y bibliotecas donde deben buscarse los latidos auténticos de la razas. Allá abajo, en los dichos indoctos y en los hechos pal• pitantes de las afanosas multitudes urbanas, máa abajo, en las bregas, en los impulsos, en los ropajest en las tradiciones de los rústicos más alejados de la civilización, pegando el oído al costado caliente de nuestra España, podrán saber mejor que de ningún otro modo la fuerza con que respira su pecho. Será pasión de hijo: perdonadme si digo que en esta franja de tierra, saturada de siglos, que fué reino de León, el pulso da sus golpecitos de martillo con más firmeza que nunca.

-124- EL PELÍCANO

6 /N Toledo, cierto día, al contemplar la cruz face• tada de San Juan de los Reyes, desde el corazón se nos voló a la mente la imagen santa de la madre, la estampa de nuestra blanca viejecita. Porque un Mater admirabilis resume toda la contemplación. Tiene esta cruz, rematando el larguero vertical, la figura de un pelícano que alimenta a sus polluelos. Por cierto que tal como allí se posa recuerda a la cigüeña impávida sobre el nido de ramas: punzante corona evocadora que la pájara ribereña teje para santificar las espadañas de las torres. Pues todo el cordial desbordamiento del pobre animalito aquél de la famosa iglesia toledana luce sobre el signo redentor que le sostiene un halo de abnegada mansedumbre, copioso rompiente de dul• zuras. Porque, como sabéis, este ave grotesca encie• rra un hermoso simbolismo: bajo las fealdades de su estrambótica facha, disimula caños inagotables de amor maternal, fuentecicas escondidas entre la fron• da del plumaje, que manan dulce llanto, o protector

„125- aliento, o cálida sangre, lo que mejor consuele, o alimente, o salve a la prole. Ojos mortales afirman haber visto a los pelicanos que andan chapoteando por los cahorzos de esos cam• pos de Dios, llegarse a sus nidales y sacarse del pecho interminables repuestos de viandas, y, en repetidas muestras de amor, irlos trasladando a los gaznates de las tiernas viditas filiales. Y aseguran más: creen haber asistido puwto menos que a una escena de mi• lagro, a un sangrante derramamiento de corazón. Pensaban ver que esta tosca copa de consolaciones —tal nos parece a nosotros, los imaginativos, el ani- malejo que los naturalistas denominan pelícano— vertía por su borde rojos hilillos de dolor gozoso. Más claro: el corvo pico rapaz hilaba ahora hebras de sangre propia, que soJícitamente enhebraba en la aguja de los frágiles piquillos con designios de ma• terna trasfusión. ¡Hijos de mi alma! Seguramente no hallaría el pelícano estas palabras entre los precarios sonidos de su torpe lengua, ni, menos aún, potencia espiritual para concebirlas; pero ¿quién puede dudar que en la profunda inconsciencia de su ser se origi• naría un sentimiento semejante? No presuma mucho la especie humana en este aspecto. Mire más despacio la grandeza, maternal de los animales. Que no es milagro, ni suceso nuevo, la hazaña de un irracional que da su sangre por la cría. Desde la loba que baja a la majada sabiendo que ha de pagar con rubíes dolorosos de su cuello la ración de carnaza que ios lobeznos piden, hasta la propia y

— 126- mísera ovejilla que deja las defensas del aprisco si el balido del recental la llama, fieras y pájaros, mons- traos de los mares y bichitos de la tierra, cumplen con sublime derroche de ternura la deuda contraída en la procreación. Y es de tal linaje este mandato, tan pura la esencia de este amor, que parece culmi• nar en aquellas castas de mayor fiereza y acrisolarse en los ejemplares de aspecto más ruin y desdichado. ¡Pobre pelícano! Risible traza de sandio, fea, enojosa, abotagada catadura acuática, mascarón de gran papo amarillo y sucias patazas de payaso; pero bajo las blancuzcas alas un reino inimaginable de santos arrobos maternales, un minero de sacrificios genero• sos sin par en corazón alguno de la tierra. De antiguo, lo descubrió la mirada sagaz de los teólogos. ¡Bella síntesis para conmemorar los más sublimes amores! —pensarían—. Y a la piedra labra• da y a los cobres cincelados y a las policromadas vidrieras de las Casas del Señor, fué trasladada la imagen del pelícano. En cierta iglesia de Granada figuró como emblema de la Sagrada Eucaristía. Cru• ces procesionales de los siglos XV y XVI, lo cuentan entre sus temas decorativos. En Toledo, lo véis posado sobre la cruz facetada que se alza entre la Virgen y San Juan- como símbolo de la inmensa pena de la Madre de Cristo, como cifra de las abnegaciones de las pobres madres de los hombres, del dolor por ellas derramado sobre las cunas y sobre los senderos. Aquel día, al salir de Toledo, todavía con estas imaginaciones en el pensamiento, como todo ofrece

-127 - símbolos y alusiones, se nos apareció el Puente de Alcántara también como un animalote benéfico; algo así como un pelícano desmedido que baña sus patas en el Tajo, desdobla el cuello y vierte en la puerta de la ciudad soberana, copiosos e incesantes hormi• gueros humanos —los turistas—; hogaza sustanciosa hecha de harinas universales.

-128 — LA ALEVE MARIPOSA

.OMO nací en la tierra de España que los historia• dores llamaron leonesa y los contemporáneos hemos caído en el hábito de apellidar castellana, y que en verdad tiene bastante de ambas sangres, sobre un poquito de lo portugués y de lo extremeño en los costados; como además desde muy antaño las múl• tiples ramas de mis familiares poblaron los burgos y las alquerías de la Salamanca ganadera, se expli• ca que mi vida, normalmente ciudadana, se halle impregnada del espíritu de estos campos, de estos rústicos, de estas costumbres. Antes que mi mente razonara, quizá quedaran grabadas en ella muchas sentencias campesinas arrancadas a la verdad del momento por el sagaz aprecio del gañán o del pastor, dichas en buen ro• mance, a lo sencillo, para que el viento las volase, pero que el tierno cerebro infantil imprimió en sí y condujo a la posteridad tan fielmente como si hubie• sen sido miniadas en un pergamino por la grave filosofía de Grecia. No sé cuándo oyera por primera vez esta fraseci-

— 129- a lia, después escuchada diversas veces con las mismas o parecidas palabras: Las bellotas se salen a los caminos. Al llegar el mes de Septiembre y mostrarse en los montes de mi tierra, ya henchida, en leche, a punto de madurar, la insegura cosecha de bellota —riquí• simo fruto, incalculable bien de aquellas regiones acometido desde antes de nacer por todos los enemi• gos imaginables: hombres, larvas, hielos, soles... —, evidente ya la cosecha de los montes, surgen entre las gentes ganaderas de la feligresía y sus contornos las apreciaciones y las controversias sobre la cuantía del fruto en cada finca, en cada labrado, en cada majadal. El comercio rural tiene tradicionales patro• nes para medir. Así como los ingleses, contumaces en su espléndido aislamiento, se han negado siempre al uso del Sistema Métrico Decimal, la gente mon• taraz no acostumbra medir el fruto de la encina por quintales métricos ni por decalitros, ni aún por mo• nedas. Su unidad de medida específica, justa preci- cisamente por reflejar el beneficio cierto, es el cebón, y como complemento el campero, o cerdo de vida. —En el monte tal —oiréis decir si bajáis a aquellos parajes— , habrá bellotas como para ochenta cebones y otros tantos camperos—. Y, quizá otro responde: —Menos, menos... Te engaña lo que has visto al pasar. Repara que las bellotas se salen a los caminos. Métete por en medio y verás que el roble está de gusto, pero la encina está floja. Así, por este estilo, se debate cada día la cuantía

-130- LA ALEVE MARIPOSA de las belloteras de cada predio, con un poco más de precisión cuando el diálogo se entabla entre el dueño del monte y el comprador del fruto, empresario de la ceba, negocio complicado que requiera dotes nada vulgares, más frecuentes en aldeanos, cuya cultura no pasa de garrapatear su firma, que entre agriculto• res de mentes claras y cultivadas. Entre los negocios del campo poco más obscuros para el pensamiento que el de calcular la cuantía de una montanera en rama, y ninguno más difícil de desenvolver que la administración de su fruto y el buen reparto según va sazonando. Oyendo, mirando desde niño lo que ocurre en los montes, he llegado a reconocer que, en efecto, «las bellotas se salen a los caminos»; suelen darse con más frecuencia, abundancia y lozanía en los árboles cercanos a los caminos que en los distantes de ellos, arropados por la fronda arbórea hermana que los libra de los vientos y de las polvaredas. Pero he creído observar también que esta mayor fertilidad se da igualmente en las encinas y en los robles inme• diatos a los caseríos. Fenómeno menos frecuente, porque van siendo muy raras las alquerías que con• servan encinas en la proximidad de los hogares. iTiene el lugareño tan leve amor al árbol, y tanto vicio por armar fogatas, y es tan poco trabajoso sur• tir las voraces lumbres de sus cocinas con los troncos que están a la mano..! Observaciones que estimo acertadas, aspiro a sacar de ellas alguna consecuencia. Nada ocurre

-131 - porque si, aunque el hombre aún ignore la explica• ción de muchos hechos. Y en éste de la bellota yen- tanera la explicación que encuentro es tan simple, tan ingenua, que ni me atrevo a brindarlo a las doc^ tas personas profesionalmente incorporadas a la es• peculación de los problemas agropecuarios. Entre los enemigos de la bellota, hay uno sobre• manera destructor, invasor como el propio viento que lo conduce en sus brazos, y hasta la fecha invul• nerable: la oruga y su mariposa. Declarada en un término la plaga de la «lagarta», puede darse por perdida irremisiblemente, totalmente, la cosecha. Y lo que es aún más grave, que la pérdida del fruto, la de la verdura del árbol, sus recién nacidos brotes y tiernas yemas, pulmón del ser vegetal que el vil gusanillo roe y deglute vorazmente, cortando su respiración, trabajosamente recuperada, siempre con pérdida de la vitalidad, que al repetirse el ataque ocasiona la seca, la muerte del árbol. Especialmente en las solanas, en las laderas orientadas al mediodía, desmochar un monte, si además se labra su suelo significa preparar a la oruga un goloso banquete primaveral y a los descepadores un buen destajo invernizo. Aquel refrán de los cachicanes respecto al buen cultivo de los montes tenido antaño por dogma: «Hierro arriba y hierro abajo», es decir, destral y reja, ha fracasado como consigna terminante. La «lagarta» acecha... Y la rama y la raíz merecen más piedad. Pero oruga y su alada pariente la

-132 — LA ALEVE MARIPOSA mariposa, son muy sensibles a la lluvia y al frío —una helada a destiempo suele aniquilar la plaga—, y también al polvo y a los humos. Y el tránsito ince• sante mantiene en el área de los caminos una atmós• fera de polvo enojosa para la mariposa, y los humos de los hogares montaraces obran a manera de pulve• rizadores en un radio mayor o menor, según la fuerza del viento. Esto es todo en mi entender: la bellota asoma a los caminos porque el insecto abandonó su presa, emigró, y desovó en otra parte huyendo del polvo y del hostigo. Y aquí se enlaza la aspiración de obtener alguna consecuencia. Si hoy, que la mecanización de la agricultura merece tan predilecta atención de quienes la dirigen, se aplicara a la ganadería un criterio de mecanización semejante, quizá fuera po• sible intentar la batalla de esa terrible plaga, tubercu• losis de la encina hasta la fecha incurable, que tantos miles de millones ha costado a España. Bien están los tractores para batir la tierra de los barbechos, mejorando el cultivo, aliviando a las yuntas; quizá no estuvieran mal empleados en fumigar los montes, deteniendo a la oruga, hostilizando a la mariposa cuando inician sus invasiones. Puntualicemos que los tractores trabajarían en los montes en fechas contra• puestas de aquéllas en que suelen ser necesarios para las labores de fondo de la agronomía. Sería una em• presa costosísima, pero aún mayor precio viene cos• tando el abandono. Si hallase eco esta sugerencia, podría decretarse

-133- R una organización de tipo corporativo que agrupase a los propietarios de montes belloteros, con deberes de aportación equitativa a los gastos de las campañas y derechos a los beneficios del seguro mutuo cuando el monte del asociado sufriese la plaga. La batalla podría darse por regiones, trazando trochas, aislando focos, extinguiendo gérmenes. Quizá nos parezca empeño más difícil que en realidad sea. Logra mucho- un buen ánimo. Voluntad resuelta arriba y confiada unión abajo, rescatarían para la ganadería española esa inmensa riqueza que Dios puso sobre la tierra, tan liberal- mente concedida como aquel maná que no exigía otro esfuerzo que abrir las palmas de las manos para verlas colmadas. Trigo, patata y la uva, hija de la cepa madre, y hasta la aceituna descendiente del bisabuelo olivo, tiranos de nuestro músculo y de nuestra gabeta, cuya sed sólo se calma con nuestro sudor, ¡con qué humildad, con qué premura corremos a darles servi• dumbre y culto, como a diosecillos vengativos exi• gentes de nuestros sacrificios! La bellota no nos pide nada; se da como pan divino. La encina milenaria la ofrece cada otoño como el sol su luz, como el cielo su paz; generosamente. Y nosotros la dejamos ir mu• riendo.

— 134- LA IMPLACABLE ORUGA

iban quedando lejos, vestidas con la seda color de limón de la mañana estival, las viejas torres de la ciudad. Vencía el tren el ondulado repecho de Los Mon• ta! vos. Comenzaba la parda tierra a querer escon• derse a trechos bajo las ensimismadas encinas, ga• nosa de sombra y de cobijo, que el sol es un amante demasiado ardiente y el hielo de la noche escalda cuando besa con su aliento de viejo. Pero en este día era inútil su empeño, porque este primer encinar que ya cruzábamos, y aun más los que luego en sucesión y oleaje iban siendo cortados por la máqui• na como si navegara sobre un mar de arboledas, carecían de fronda y de verdor, roídas sus hojas, devoradas sus yemas, desnudito el ramaje negruzco, reseco, estático, exangüe. Alguien que viajaba, ciudadano sin duda, hubo de exclamar compasivamente: —Lástima de monte... ¿Cómo se han secado a la vez todos los árboles? Alguien también viajero, desde luego hombre de campo, sacó de dudas a aquel ingenuo. —No están secos, pero pal caso... Es que estos

-135- montes los ha atacado la lagarta, una oruga que les come los brotes tiernos y deja solamente la parte leñosa. —¿Y no producen nada? —Este año, no. Cuando están sanos dan el fruto más sustancioso que produce espontáneamente la tierra española, la bellota. —¿Y no pueden curarlos? El severo hombre de campo miró primero, habló después. Miró con la amargura con que mira el hijo de un padre que agoniza: habló con la entereza del hombre que sabe soportar los quebrantos que no está en su mano evitar. Otros viajeros fueron luego entrando sus pareceres en la conversación. Eran diversos y sin embargo coincidentes. Coincidían en esencia en ésto: los encinares de esta región suponen una riqueza incalculable; la cosecha de bellota vale cientos de millones de pesetas, sin costar ni un cén• timo su cultivo, y la desidia y el individualismo de cuantos actúan en el campo, incapaces de ponerse de acuerdo para realizar una campaña conjunta, permiten que la plaga persista, castigue a los mon• tes año tras año, los agobie, los seque, los extinga. —¡Oh!, qué abandono. — Es una vergüenza. —Estos campesinos... —Calma, calma, amigos, que no es asunto de coser y cantar —habló la cordura del más pruden• te—. La lagarta es una plaga, y con decir plaga ya se dice bastante. Conozco fincas que tienen quince

-136- ÍJ A I M P IJ A C A B L E ORUGA mil encinas; sé de montes ganaderos con treinta mil pies de roble; al resguardo de cada tronco, en los codos de cada rama, en las partes recónditas donde el hielo y el viento no puedan aniquilarle, el instinto de la mariposa depositó su bolsita de una pasta como serrín, copiosa de huevecillos, millones de millones de minúsculos huevecillos, que el sol de Mayo despertará y alumbrará la oruga. ¿Creen ustedes tan fácil atacar cada escondite de éstos, no olvidar ningún rincón de tantos y tantos como albergan nidos? Pues si esperamos para el ataque a que la oruga nazca, podríamos llegar tarde: media docena de días calientes le bastan al voraz invasor para comerse los brotes del monte más frondoso. —De suerte que no hay remedio eficaz contra este gusano. —Hay uno, infalible, que extingue la invasión: una helada en Mayo. —¿Y hasta tanto, cruzarse de brazos? —Eso sí que sería vergonzoso, más vergonzoso que desistir de segar una cosecha por no desembol• sar los gastos de la recolección. Dejemos las cosas en su punto. Zaherir a los propietarios porque no ensaye cada uno, aislado, por su cuenta, la campaña desinfectante, podría picar en injurioso. Porque sin la cabal cooperación de los demás propietarios del contorno, aunque hubiese extinguido absolutamente la larva de su predio, bastaría una hora de viento contrario para inundarle de simiente nacida en el monte vecino. Cosas del viento. Igual trae el polen

-137- que fecunda las plantas, que los insectos que se las comen. Odiosa lagarta, repugnante langosta... Rodaba el tren sin gran prisa por entre espesos encinares sombríos, cuyo desflecado ramaje gris parecía muerto sobre la sábana amarilla del rastrojo, —Vea usted, señor de la ciudad, y cuéntelo luego bien contado, la desolación que la mirada abarca; recuerde el rato que llevamos contemplando el mismo enteco paisaje, docenas de fincas particulares, montes aldeanos, dehesas boyales. No, no es obra para hecha aisladamente por cada par de brazos, la de combatir esta inaudita plaga. —Usted, hombre conocedor del campo, habrá imaginado ya alguna solución. Debiera publicarla. —Por favor, no cargue usted con una responsabi• lidad más las preocupaciones y quebraderos de cabeza que hoy agobian al hombre de campo. —Bueno, bueno, no llore tanto, que bien que les va a ustedes, los agricultores. Y en último caso, un poquito de estraperlo... —Pues si tan bien nos va, como usted se malicia, ¿por qué abandonan las aradas los criados para irse a los oficios de la ciudad o a tierras extrañas? ¿Por qué no se vienen ustedes a labrar esta tierra que imaginan oro en polvo? La ciudad, la ciudad: insa• ciable, lujosa, autoritaria; esa es la oruga que se traga los frutos del campo. —No se enfade, que era una broma Díganos en buena amistad, qué le parece más urgente contra la oruga.

-138- LA IMPLACABLE O R U « A

—Lo primero, no consentir ni un día más esta indecisión particular y colectiva en cuestión tan dañosa. Después, convencer a todos de que la obra a realizar ha de ser conjunta, amplísima, no ya por comarcas, incluso abarcando de regiones enteras, casi diría obra nacional. —Entonces, ¿a cargo del Grobierno? —Podría ser. El dispone de cuanto es preciso: di• nero, técnicos, material. Y hasta de soldaditos, en caso necesario, a los que cabría interesar en esta pacifica batalla. O si no, esos grupos de muchachos, briosos excursionistas para los que es juego la vida campestre. Porque realizar la extinción simultánea• mente en toda la España montaraz exigiría millares de brazos. —¿Y por cuenta de los particulares? —Fuera más práctico: nadie le emboza a uno en la capa como uno mismo. Podrían formarse agrupa• ciones comarcales, bajo el consejo de los agrónomos. Convendría olivar inmediatamente los árboles de las zonas infectadas para que los ásperos cierzos las ventilasen. La fumigación se haría luego en la época propicia, repitiendo la pasada del pulverizador allí donde reapareciera un foco. Lo fundamental es esto; que la campaña sea simultánea, amplísima, completa. —¿Muy costosa? —Mucho, muchísimo, Pero, ¿no venimos pagando los agricultores impuestos normales para «plagas del. campo» cuando no las hay? Así como se descarga de Pago de la contribución a quienes edifican viviendas,

-139- sería muy justo que se eximiese de ella a quienes aventurasen sus caudales para salvar los montes de esta dolencia. Paró el tren en una estación aldeana. Una mujer vestida pobremente de negro-pardo subió al coche empujando a un niñito flacucho de orejas transpa• rentes, cuyos huesos asomaban por un desgarro de la camisilla. Las manos de la pobre mujer eran su cédula social: nudosas, callosas, uñiprietas. Nos atrajo la traza del ínfimo rapaz. Sin saber por qué, todos callamos como muertos. Al rato, una viajera joven, silenciosa hasta entonces, rompió la escena con estas palabras: —Yo he leído muchas veces que el aldeano es un ser egoísta, descontentadizo, glotón, y me lo creía. Pero la verdad, basta ver esos montes enfermos, basta comparar los tersos rostros de las ciudades con las caras estrujadas de estas gentes, y los harapos y las miserias que llevan encima con nuestras limpias ropas, para convenir con este señor en que el campo es la bellota y la ciudad la oruga. Y... si nos llama• mos cristianos... Se emocionó un poco y no encontró la frase que buscaba. Tradujo así su pensamiento: —Ven, niñito, pobrecito, toma un caramelo, ¿Cómo te llamas? —Anda, hijo, dile que Jesusito, como el niño de la Virgen —explicó la madre muy ufana—. Y pasó su mirada por nuestros ojos. Santa mujer: pobreza, fatiga, fe, veraz imagen de estos campos.

— 140- MENSA

.E llegó tu carta un día que estaba haciendo cura de reposo, cautivo de un achaque de los que nos visitan en la vertiente de la vida que nos conduce al siglo. Estaba leyendo las páginas que an poeta fran• cés escribió en un molino del Valle del Ródano com• prado por él también para hacer reposo. En aquella página describía su estancia en una finca de Argelia, tierra caliente, dramática, erizada de riesgos y ad• versidades, cuando los colonos llegaron a ella, y después dócil labranza y hogar pacífico gracias al milagro de la constancia y el esfuerzo. Iba leyendo donde dice: «grandes clamores reso• naron. ¡La langosta! Mi anfritión se puso pálido. Durante diez minutos hubo en aquella habitación^ antes plácida, un estrépito de pasos presurosos, de voces indistintas perdidas en la agitación de un des• pertar. Los sirvientes se lanzaron afuera haciendo retumbar con palos las vasijas metálicas que halla• ban a mano: calderos, cazos, marmitas. Los zagales soplaban sus cuernos de pastores. Otros disponían de caracolas marinas. Ello originaba una algarabía

-141 - espantable dominada por la nota sobreaguda de los ¡yuu, yuu, yuu! de mujeres árabes acudidas de un aduar próximo. Parece ser que un gran estruendo basta para alejar a los saltamontes. Pero ¿dónde estaban estos terribles animales? En el cielo vibrante de bochorno yo no veía más que una nube que avanzaba en el horizonte, cobriza, com• pacta, tal una nube de pedrisco, con el ruido de un viento de tormenta entre las ramas de una selva. Eran las langostas. Sostenidas entre sí por medio de sus secas alas extendidas, volaban en masa, y a despecho de nuestros gritos, la nube avanzaba, pro• yectando sobre la llanura una sombra inmensa^ Llegó encima de nuestras cabezas. Por espacio de un segundo, pudo verse en los bordes un desgarro, un desflecamiento. Semejante a los primeros goterones de un chubasco, algunas destacáronse distintas, rojizas. Luego, todo el nubarrón reventó, y aquella granizada de insectos cayó estrepitosa. Hasta per• derse de vista, los predios estaban recubiertos de langostas enormes, del grosor de un dedo. Principió la matanza. Repugnante murmullo de aplastamiento como de paja machacada. Removían aquel suelo movible con rastros, picos, arados. Cuan• tas más mataban, más había. Hormigueaban dis• puestas por estratos con sus largas patas enredadas. Las de encima, daban brincos de agonía saltando hasta el belfo de las acémilas enganchadas para tan extraña labor. Los perros caían impetuosos sobre ellas triturándolas con furor. Dos compañías de sol-

-142- u dados vinieron en socorro y la carnicería cambió de aspecto; les pegaban fuego extendiendo regueros de pólvora. Cansado de matar, asqueado por el hedor, me volví adentro. Había casi tantas como afuera. Habían penetrado por puertas, ventanas, chimeneas. En las cortinillas, devoradas de arriba abajo, se arrastraban, trepaban por los blancos tabiques con una sombra gigantesca que doblaba su fealdad. ¡Y siempre aquélla fetidez espantosa! Estanques, pozos, todo estaba infestado. Por la noche, en mi dormito• rio, oí todavía rebullir bajo los muebles esos crujidos de élitros parecidos al crepitar de las vainas de las leguminosas a las que el calor hace estallar. Corrían las llamas a ras de suelo de un extremo a otro del llano. Los soldados seguían matando. Al día siguiente, los saltamontes se habían ido; pero ¡qué ruina habían dejado! Todo estaba negro, corroído, calcinado. Los labradores cavaban la tierra para exterminar los huevos. Cada terrón era destri• pado meticulosamente. Oprimía el corazón ver las mil raíces blancas repletas de savia que emergían de aquellos desmoronamientos de tierra fértil.» Abrí tu carta. Muchas hemos cruzado en nuestras vidas. Ni en una sola habremos olvidado nuestro tema de pasión: el campo. Si entre nosotros y la tierra, con sus valles, sus montes y sus cielos, no se interpusiesen las luces espirituales de nuestras creencias, caeríamos en un frenético e incurable Panteísmo; tal la amamos.

— U3- Decía tu carta: «Este campo, cada día más de• solador. La lagarta avanza y se come no sólo el monte alto sino hasta la barda. Llovió tres días. Al pasto, seco ya, para nada ha servido. Algo ha mejo• rado el trigo, y si sigue el tiempo fresco, granará bien. Pero el centeno está atacado de una plaga terrible, Y la langosta ha hecho su aparición en la parte del Sierro. Para conseguir el arseniato y el salvado para cebo, he pasado la semana en la capital- Ya tenemos terreno envenenado con el arseniato, ¡inutilizado para los ganados! Encima, la feria desanimada; no se vende una res...». Pienso que no podría elevarse a la ciudad informe más cierto, síntesis más elocuente del estado actúa], del campo castellano. El campo, ni se le ve con los ojos ni se le entiende con la inteligencia. Como las penas y las dichas de un hijo sólo las comprende una madre, porque también las siente, la tragedia del campo sólo la comprenden los que llevan en su sangre disueltos aires de robledas y labranzas. La ciudad ignora el campo. Y esto, que fué siem• pre un gran mal, en estas fechas se convierte en un angustioso presagio. La imagen de lo que se anuncia la vi este invierno en un camino de esos montes. Bajo una vieja encina una vaca escuálida aguardaba la muerte. Sólo padecía un mal, hambre. Vivía de su propia carne. La izaron y en un carro la llevaron al comedero. Pero el animal estaba ya agotado; sólo tuvo fuerzas para pasar la lengua por el escriño donde le habían puesto una poca de harina.

-144- La ciudad se quita las moscas de la preocupación con pensar —sin pensarlo—, que el campo tiene la llave de la despensa y cobra «a lo que quiere» la carne de la vaca, el queso de la oveja, el zumo de la oliva y la harina del pan. ¡A lo que quiere! ¿Y cuán• do la vaca se muere de hambre y aborta la oveja y se seca el olivo y el trigo no nace? ¿Y los mil tributos inexorables que suben y suben sin descanso? ¿Y los jornales, legítimamente triplicados, y los subsidios, sagrada conquista del trabajador, que duplican los salarios? ¿Y los piensos, que no se hallan, y los abonos, y el hierro, y el cemento, tantas veces nece• sarios...? ¿Y esos castigos del cielo que se llaman la helada y la sequía, y esa maldición de la tierra, los millones de millones de bocas voraces que se llaman la langosta, la lagarta, el escarabajo...? El campo debiera hablarle un día a la ciudad en esta forma: — O nos bajas los tributos que nos agobian y los pagas tú, o te vienes tú a trabajar alguna porción de tierra. Tienes doctos ingenieros, compe• tentes peritos, expertos capataces y veterinarios; tienes caudal sobrado y potestad sin límites para adquirir los predios y los ganados que se te antoje y montar explotaciones agrícolas con la holgura y el estudio que mejor convenga. Ven a enseñarnos; nosotros deseamos aprender cómo se ha de labrar esta tierra ingrata para que dé rendimiento, cómo se han de conjurar las sequías, las plagas, las ham• bres... Porque nuestra experiencia ha fracasado y nuestro sudor no basta para enjugar lo que nos cuesta

145- 10 I

producir. Tú, ciudad, nos llevas ios frutos, pero es que nos llevas también lo que nos pagas por los frutos. Si no te enmiendas, el campo emigrará. Así debiera hablarle. Pero no lo hará. Es tan recio el amor que sienten los hombres del terruño al terru• ño, que antes de dejarlo morirán extenuados, arrui• nados, lamiendo, como la vaca aquélla, quiero decir besando el último costal de trigo que les dejen las cien plagas que os están devorando.

-146- pintor %Sé 9/Í. m lerna, encendido pincel de la vieja Óalamanca.

RINCON SERRANO

LA PARTIDA

,OCHE de luna clara, aire de cristal y una luz blanca derramada por todo el campo, que deja per• cibir las sierras lejanas y hasta las cosas menudas que duermen en la sombra de las encinas. Falta una hora para que quiebre el alba. Vamos caminando por estos montes silenciosos donde pare• ce haber quedado prisionero el sentido más firme de la vida; la austeridad, el reposo, la meditación, la fortaleza; la pacífica lucha con los vendavales y los siglos. El caminillo que llevamos desemboca en un espacio limpio de vegetación, lleno el suelo de guija• rros redondos y alongados, algún charco de aguas transparentes, algún pequeño banco de arena que los borriquillos y caballejos cruzan trabajosamente resoplando de fatiga. Es el Yeltes, cuyas puras y plateadas aguas en el estío caminan misteriosas, soterradas bajo otro río de piedras doradas, perla• das, opalinas, bermejas. Ladra un perrillo, canta un gallo vigilante y nos anuncian la proximidad de una alquería. Luego, otra vez los graves encinares donde pacientes, esperando el día, yacen los tomi-

-149- líos y los carrascos acurrucados, medio encogidos. Una liebre sorprendida salta de su matojo y sin correr apenas vuelve a pararse tras un brezo, pero sintiéndonos acercar de nuevo, huye despacio, mie• dosamente, hecha una bola, con las orejas pegadas al cuerpo, amparándose en los tomillos, fiando más a la astucia que a la agilidad. Y como estos tomillos y esta liebre asustadiza, todos los otros seres del campo parecen tímidos en esta hora, y el campo mismo, el paisaje vestido de azul, hábito de violetas, tiene una apariencia de humildad que nunca vimos en las demás horas del día. Pero es breve el momen• to, apunta la mañana: en Oriente nace y crece un nimbo de luz rosa: el cielo empalidece y casi todas las estrellas han desaparecido. En un surco, sobre una piedra, una pajarita gris nos mira pasar, mueve la cola ufana, y pía, pía con insistencia, desespera• damente. Lejos se oye el traqueteo de un carro de bueyes. Voces, silbidos, mugidos, latir de canes. Ya no hay estrellas: ya el cielo es azul y las sierras azules antes, ahora semejan esmaltes o vidrieras multicolores. Y un polvo de oro viene por el espacio a rosar las colinas y oteros y enseguida desciende a las tierras sembradas y a los hondos valles húmedos. Las cosas parecen vivas... Desde la orilla izquierda del Yeltes el campo indica serranía. Pronto se pierde la encina, comien• zan los robledales, poblados, espesos y altos como alamedas. Canalillos y regaderas corren junto al camino y bajan a las vegas donde esperan sedientos

— 150 — huertecillos y patatales. Heléchos, nogales, alguna fuente, prados y navazos de permanente frescura: mulos pastando, ovejas churras y cabriadas. Y los pueblos, con sus calles estrechas, tortuosas, alfom• bradas de ramaje de heléchos, y sus casas de peque• ñas ventanas, corredores de balaustrada de madera y zaguanes sombríos, hondos, lóbregos, todo de ese color mate obscuro de pizarra que presta la hume• dad, señalan un carácter bien distinto al de las tierras labrantías y los pardos poblados del llano. Y las gentes, además, con las mejillas llenas de rosas, el genio pintoresco y el habla cantarína, dicen de otra raza, de otro medio o de ambas cosas quizá. A la salida del pueblo, una mocita que va para mujer, regaba unos cuadros de verdura. —Oye, muchacha, ¿el camino para la Peña de Francia? Endereza el cuerpo la serranita, échase al hombro el legoncillo, mira hacia los riscos, nos mira a nos• otros, vuelve a mirar los riscos, y llena de pena, avergonzada de su insuficiencia, contesta: —Yo a Francia no sé dil (aquí, Francia es el santuario): el camino de la Alborea velo, ahí va. Y esta noticia ya es una orientación para el ca• minante. Pero ella lo que ha querido expresar no es eso, sino su voluntad infinita, su ansia de ser útil, ofreciendo lo innecesario —lo que ella poseía— ya que lo pedido no lo podía conceder... Serranita graciosa: yo pido a Dios que te con• serve esa parla melosa, esas rosas de las mejillas, esa sencillez, esos impulsos buenos para volver a

- 151- verte cuando el tiempo haya tejido tus ropas de mujer y mirar y admirar en tí todavía la encarna• ción de una raza que aún tiene frescura, carácter, rasgo propio, pero que va fundiéndose rápidamente con las razas universales, perdiendo sus líneas y colores, su ser para dolor de muchos...

152- LOS VARONES

91,o se harta la vista de admirar en este hombre los rasgos peculiares de la raza que se alberga en los poblados de la serranía del Río Francia. Raza impelida por dos fuerzas en parejos sentidos que la que manda y sujeta el grandioso voltear de los astros; corretona, centrífuga, como millonario enjam• bre hacendoso, y a la par, raza que revierte a sí atraída por el amor vernáculo, que se apiña y se acoge a la colmena de sus aldeas. Aviva su indumento la cohesión de esta raza. El caído sombrerete de fieltro, la blanca gorguera del camisón de áspero lienzo, sujeta con las típicas nueces de filigrana de oro, el chaleco de fino tercio• pelo azul, cerrado y de dos tapas, abrochado con monedas o botones labrados, el recio chaquetón de peluda felpa, breve de vuelo y arriscado de corte; toda la traza y pergeño con que los serranos se pre• sentan al mundo, vigoriza su estirpe y la mantiene entrañablemente unida, honrosamente delimitada entre la vulgar masa social. Impulsa su vitalidad expansiva cierto vago anhelo

- 153- que flota por los cielos azules de sus pupilas, mirada a lo distante, condiciadora de desconocidos países Intuidos; afán andariego, curioso de lo nuevo, busca• dor de lo bueno, que presiente oculto más allá del cerrado horizonte de sus panoramas montañosos... Cuanto bulle en la imaginación del serrano es un impulso centrífugo, virtud conquistadora que nutre a la bella región salamanquina de sangre cada vez más rica, más generosa, más hidalga. Admirable abejar serrano: cuando sale escotero por las tortuosas veredillas con sus mulos y sus banastas, y cuando abre las puertas de sus pueblos de maravilla al viajero absorto.

-154- LÁ CASA CALLADA

.ASONA abandonada; fría, callada , hermética. En otros tiempos, siglos atrás fué mansión sola• riega, blasonada. Rústico lar serrano de sólidos paramentos centenarios y seculares tradiciones fami• liares, tan firmes quizá como los cubos de granito del muro. Cuna renovada de castellanos viejos. Vivero de típicas generaciones salamanquinas. Colmena de hombrías afanosas esparcidas por la floresta de la. serranía del río Francia, con la ardiente miel de sus lagares encerrada en el tosco panal de los pellejos vinateros a lomo de los pobres mulos trajinantes. Feliz casona de otros tiempos... En la época de esplendor de la comarca, los majuelos cubrían totalmente las templadas laderas y rinconadas. Desbordaban los jugosos pámpanos por encima de los paredones ofreciendo toldo a las pinas callejas y frutal tentación a la sequiza garganta del caminante. Guindos, higueras, nogales y castaños de magnífica arquitectura y pompa crecían en la feraz polera de los cortinales, junto al caserío, enraizados en la junturas de las tapias, metiendo sus ramas fati-

— 155- gadas de fruto por las ventanas abiertas y por los zaguanes —caracolas, estos zaguanes, de alegres rumores y atractivas penumbras—. A ras del suelo, bajo las viviendas, profundas estancias colmadas de sombras y sordos mugidos, exhalaban por el único respiradero de la ancha puerta tibios vahos animales mezclados con gustosas esen• cias de henos y forrajes. De más hondos locales trascendía un fresco aroma deleitoso que excitaba el paladar y embriagaba el sentido y la mente como si fuera el propio vinillo encarcelado bajo tierra. Lejos, el escabroso monte comunal se abrumaba con la muchedumbre de piaras y arboledas que mantenía; tierna carne barata y olorosas maderas de servicio •muy solicitadas. La comarca entera vivía gozosa• mente. Feliz sin saberlo. Como amante que recibe de su amada extremada correspondencia de ternuras. La grey serrana, risueña y movediza, zumbaba en constante abejeo por los caminejos de herradura llevando y trayendo sus melares caldos, sus canastos de frutas, sus cántaras de leche, sus tablones de nogal y de castaño. En los valles y cauces de este escondido rincón de España, al que no llegaban el vapor y la electricidad, ni aun las carreteras vecina• les, unos millares de hombres y mujeres de las mejo• res vetas de la raza —sangre pura y genuino vivir, agudeza y fortaleza, ropajes pintorescos y costumbres tradicionales—, mezclaban sus fecundas existencias, no por alejadas del agitado mundo exquisito, menos densas en pasiones y en esfuerzos.

-156- El tiempo, que no para, trajo un día entre las aspas de su loco argadillo huevas de un insecto que apetecía vorazmente la savia azucarada de las vides. La filoxera fué sorbiéndole la sangre a todas las venas del gran plantío. Y las enormes cubas de las^ Bombrias bodegas, henchidas, como corazones, de animosos zumos, comenzaron a desfallecer al faltarles el riego que sostenía su pulso. Fallando el corazón, cerca va el ánimo. Y la voluntad, que se afemina y cae en codicia. Entre las huevas del insecto penetraron en los aires de la comarca y prendieron en las almas venenosas semi• llas de expatriación, ambiciosas inquietudes emigran• tes. En pocos años se despobló el condado. Mozos desgranados, primero, devueltos apenas, ahorraban unas onzas; y al fin, familias enteras que asentaron para siempre sus vidas y sus progenies en las hospi• talarias tierras nuevas de tras el mar. Perdidos los viñedos, ausentes los vigorosos cava• dores, apagados los hogares, sin brazos las azadas y sin cuerpos las cunas, el edificio social se desplomó sobre tan reblandecidos cimientos. Sobrevino un período de transitoria declinación. Aquel digno em• paque y señorío de los nobles de abolengo hubo de conciliarse con el renunciamiento y la humildad. Muchas casas hidalgas cayeron en sombra y aban• dono; candaron sus puertas y ventanas; corrieron sus cerrojos. Cerrojos de cárcel, clavados y atrancados desde afuera, como para dejar prisionera en perpetuo encierro, emparedada y mejor fuera decir

- 157 - enterrada, una gloriosa etapa del rústico patriciado serraniego. Trozo de historia que no figurará en la Historia de los hombres, pero que estará inscrito, a no dudarlo, con letras claras y encendidos giros, en el libro de nubes que redacta el índice divino. He aquí la elegía que nos cuenta esta gris casona rairandeña condenada a soledad pensativa por los altos designios ignorados.

-158- FIESTAS ALBERCANAS

.ORRÍA el agosto: La ciudad trasudaba bochornos: la imagen de la Sierra —frescos regatos, brisas fores• tales— tentaba el deseo. El pueblecito de La Alberca iba a celebrar sus fiestas... Allá nos fuimos un atar• decer con el hatillo propio de un fino amador: vacías las manos y un haz de esperanzas en los ojos. Entre dos luces —agonía del sol y aparición de la luna— pusimos nuestro pie en los duros chinarros de la plaza. Bajo las llamas de un velón de cobre llevado en alto por nuestra garbosa patrona, pisando los tablones de una escalera volada, subimos a nues• tro alojamiento: ancha estancia vestida toda ella, piso, viguería, muebles y lecho, con nobles maderas olorosas que el tiempo ha mejorado apretando su fibra, atezando su color. Si las cosas ganasen perfu• me con los años, como los vinos, nos explicaríamos esta grata esencia de antigüedad, esta sensación de permanencias depuradas percibida al penetrar en nuestro aposento. Al rato, el clásico ritual con que se nos sirve la cena refuerza la impresión de vida duradera, serena, condensada.

-159 - Dos mozuelas a punto de mozas de lo más gracio• so en rostro que os podéis imaginar, acompañan a su madre cargadas de vajilla y de ropa de mesa. Sobre ésta extienden un blanco mantel de áspera lienzo, bordado en colores, oloroso a membrillo. Sendas servilletas de parejo tejido nos ofrecen: cada una extendida cubriría al propio comensal. Ponen ante nosotros hondos platos cuyas porcelanas lucen grabados a fuego románticos lances de montería o de amor. Los vasos para el vino son de grueso vidrio y ancha panza. El vino es denso, seco, encendido. Un pan inmenso de corteza de oro, aroma, como el sán• dalo, el cuchillo que lo corta, y se esparce por el aire el riquísimo olor del pan reciente. Traen luego al viento la cabellera de humo, una copiosa fuente de judías, verdes como abriles, tiernas como el agua. Casi a la par, a un gesto de la madre, vuelan las mocitas, y reaparecen, la una con una fritada de pintadas truchas, la otra con una vasija donde aso• man dos lechoncillos asados al horno. Queso de cabra, uva fresca...; sin darnos descanso, el ama, a cada plato, nos anima: —Coman, coman ¿no es de su gusto? —¡Claro que sí, señora! Pero aquí los alimentos son fuertes. Como todo. Estos lienzos,., —Los hilamos en casa: los inviernos, en las noches^ tan largas... Me ayudan éstas mías: como son tan nuevinas, no está bien que se desaparten de su madre después de anochecido. Sonríen ambas serranitas. Luego, ligeras como

- 160 - FIESTAS ALUEROANAS corzas, bajan y saben tamborileando sus pulidos zapatos sobre los tablones de la escalera. Calladas, presurosas, van retirando las viandas, los manteles. Quedamos solos en la estancia. Ensoñando, enseñan do, gastamos una hora. Por el balcón entornado llegan de cuando en vez las pisadas de alguien que cruza la plaza. Parecen lunares del silencio; porque un silencio placidísimo arropa ya suavemente al pueblo, y lo sumerge en sueño profundo. Un rato después, qué callar, qué sosiego...... Día de la fiesta; ya la media mañana avanza acosada a estampidos de cohetes. Desde la cornisa de una torre guerrera, prisma gris de granito hinca• do en una esquina del templo, los bronces parroquia• les vocean su alegría inusitada. Subimos al atrio enlosado con desiguales bloques. Van llegando los fieles. Y ahora sí que los ojos se clavan sin remedio, como abejas hambrientas de miel, en las floridas trazas y en las sabrosas psicologías escondidas. Bajo las negras capas soberanas de esclavinas cumplidas, altos cuellos cubren los torsos varoniles ropas de vieja usanza cargadas de tradición y quizá de familiar historia. Camisones de lienzo como nieve hilado en casa, de calada pechera y ancho cuello abotonado con gruesas nueces de oro; chalecos de doble tapa cortados en terciopelo azul bordado de flores, en cuyas filas de ojales desabrochados penden los discos argentinos que suenan al andar cual las sonajas; arriscados chaquetones de felpa, y el bom• bacho holgado y fanfarrón de veinte ojales en pernera

-161- 11 y otras tantas bellotas de filigrana colgando, labradas por los orives y los percoceros de Mogarraz para que acompase su repique de campanillas al gallardo porte procesional serrano, y entreviéndose por la cuchi• llada, en contraste y alarde de varonía, una cinta color rosa que ciñe la corva y hace de liga sobre la blanca media calada de la membruda pierna del mocetón, Van llegando los fieles. Desde temprano el tam• boril ha colgado de los clavos invisibles del aire un grato zumbido permanente. Calla al callar las cam• panas. El pétreo templo colma de feligreses sus anchas naves. Mil luces del altar y los hacheros cabrillean en las áureas casullas. Suena llorosa la voz del órga• no como en huida de cien voces gangosas que la siguen. La profunda fe del pueblo pone al aire su raíz secular. Más de un devoto cae en pasmo, y de igual modo mira obsorto los litúrgicos ademanes del predi• cador, que se deja invadir por la propia sugestión y ensimismamiento. A nuestro lado vinieron a sentarse sobre un peldaño de la capilla dos hombrecitos de sus buenos diez años. Vestían airosas blusillas muy frun• cidas de gayos colores y ribetes. El más rubio —orondo, sonrosado— gruñía su sueño a compás, como un garrapillo bien ahito. Y no había sombra de sacrilegio en el lance, que una luz de inocencia nimbaba ambos semblantes, dignos de lucir alas y figurar en el retablo. Entre los tipos de esta sierra abunda una expre• sión como mística, quiere decirse cierta angélica

-162- FIESTAS ALBERCANAS

rudeza primitiva, cierto pergeño arcaico que acaso inspiró a los imagineros. Algunas serranas enlutadas, con el pelo atusado, el dulce cuello rodeado de colla• res, la pálida faz sufrida asomando entre la negra mantilla de rocador forrada de blanco, parecen tal• mente Virgencitas Dolorosas. Negro y blanco, tierra y cielo, pecado y gracia: simbólico marco le hacen las negras ropas a las virtudes comarcanas. Ahora comienza la ceremonia más hermosa en loor de la Virgen. Vuelan otra vez las campanas, cañonean las nubes los cohetes, arde la brasa del sol de mediodía; y bajo esta luz inaudita cruza la proce• sión camino de la ancha plaza. Junto a la fachada en sombra, entre los porches, mirando al ámbito, queda la imagen depositada sobre un endeble altar- cilio. Va a veriñcarse el tradicional Ofertorio. La muchedumbre ocupa balcones y corredores o forma gran corro en la vía pública, corro que la avidez curiosa reduce por momentos, y es de ver la brega de sacerdotes y autoridades a fin de evitarlo; a zurriagazos con el embozo de las capas han de poner orden los del concejo entre la contumaz perdigachería. Sale el pregonero a decir su pregón. «De orden del señor Alcalde...» se intimida con un castigo a quien no guarde silencio. Mano de santo. Del rebu• llicio sólo queda el grave son del tamboril, acompa• ñante a lo galán de la frágil melodía de la gaita. Ofrecen primero los sacerdotes. Después, las autori• dades, por parejas, surgiendo cada cual por su lado hasta unirse en el centro, donde hacen la primera

-163- genuflexión, avanzan, se postran, llegan al altar, doblan la rodilla, se alzan, depositan su dádiva y regresan con idéntico ceremonial, siempre rostro a la Virgen. Este rito se cumple por los mayordomos y cuantos fieles hicieran promesas. Antes de volver a su sede, la imagen ha de escu• char las «relaciones» de una pintoresca tropa infan• til, y las aclamaciones que cada estrofa arranca al auditorio. Ocho niñas danzarinas de cintas, un aban• derado con el «ramo», y otro... entre bufón y peri• llán. Merecía la pena contarlo por lo menudo. Mejor lección de arte popular la Loa que se repre• senta a la mañana siguiente, frente a la iglesia, cuyo atrio sirve de palco a la gente de pro. Abajo, en la plazuela, cada cual aporta su silla, su tajuela. Otros llevan escaleras de mano que apoyan en la fachada del templo. Un sucio toldo techa el tablado. Cons• truyen éste toscamente. Una viga sobre dos puntales sostiene una cortina roja, las candilejas y el telón. Otra semejante vale de foro y de bastidores. Sobre ella cabalgan tantos espectadores como caben. Sencillo argumento. Un hombre de gesto avieso, palabras viles y ademanes coléricos: el demonio. Viene a impedir la gloriosa fiesta de la Asunción. Tres zagalillos bien creyentes topan con él en msJt hora. Y se adivina el lance: la furia de Lucifer vence a la grey pastoril, pero huye torvamente ante la espada de plata de un ángel de blanca túnica. Cae por escotillón, jurando venganza, y reaparece en lo alto del foro montado sobre el «dragón», cuyas siete

-164- FIESTAS ALBERCANAS cabezas atacadas de pólvora horrísona prende, mien• tras resbala por un plano inclinado. Huye despavo• rido el público de butacas, y el foso parece una conejera... ¡Qué ingenuamente absortos presencian la primi• tiva farsa los serranos! Dos mozas abrazadas por la cintura observan de soslayo, con curiosidad experta. El buen serrano trajinante mira desde la esquina, cerca del borrico arrendado a una puerta. Aquéllos de atrás, subidos en escaleras apoyadas en el muro del templo, uno por tramo, guardan por igual, sub- concientes, el éxtasis y el equilibrio. Ni podría faltar quien mantiene un digno aparta• miento del bullicio y permanece solitario, mientras el concurso se agita y vocea. Los años, que pusieron blancos los cabellos y amarga el alma, los lutos, lo que fuere. Allá reposa un anciano todo él señorío y distinción; negro su porte, la blusa, el ancho calzón, la ceñida polaina de avampiés, el lindo sombrero de copa esférica y ala encintada y voleada; faz de patri• cio, cabeza de estadista con la rizada y flotante gue• deja a lo Glabstone; y un cayadito blanco, blanco como la faz y la guedeja y el camisón, cayado ende• ble, de pastor, de patriarca, símbolo, no arma... ¿Singular ejemplar de la raza! Las callejas serranas son una maravilla. Pero las almas consumen nuestras primeras admiraciones.

-165-

VÍSPERA Y TORNÁFIESTA

9t,,UNC A se acaba de contemplar el mar. Nunca se agota la admiración a la montaña. Estas inmensas monotonías gozan de una sorprendente virtud reno• vadora que no puede llamarse versatilidad, porque es sagrada y fecunda. La naturaleza nace virginal en cada instante. También los pueblos, los pueblos escondidos, los pueblecitos sencillos, invariables, monocordes, emi• ten cada día un latido imprevisto. Miles de ojos conocerán las intimidades de los que anidan en la salamanquina serranía del Río Francia; pupilas perspicaces de arqueólogos, pintores, alguna vez exploraron el bello bosque de sus pintorescas tra• diciones. Y sin embargo, la feraz paradina no se rinde. Cada día echa tallos y renuevos. El más hu• milde segador halla siempre que llega espigas en sazón. ¡Bendito vientre de España, el trigueño loma- zo de Castillal A la hora de las Avemarias, como se decía an• taño, de una abrasada tarde de Agosto, volvimos al viejo pueblo de Alberca. Empezaban las luces a

— 107- querer competir con las estrellas. Nubes de bochor• no volaban lentas hacia lo alto, empujadas por frescas brisas que en oleadas venían de los húme• dos huertos. Bullicios y ramores surgían del apre• tado caserío. Muchedumbre de sugestiones brotaba de cada aspecto de las cosas. Cientos de minucias encantadoras nos salían al paso pidiendo una glosa o una interpretación. La sombra de la noche estival, dormida bajo los castañares cercanos; la sonoridad de los rumores, templada, como en una bigornia, en los negros em• pedrados y paramentos de las calles; la estampa de romance de un serrano que corta la nocturna plaza con su perfil gallardo, filo y vértice del mejor acero de la raza... Cuando el sueño nos cerró los ojos guardaban impresiones para llenar un libro. Lo mejor de la fiesta es la víspera; por las víspe• ras se conoce a los santos, y este día era víspera de la Virgen de Agosto, Nuestra Señora de la Asun• ción, patrona del lugar. Famosas fiestas de la se• rranía, ritos tradicionales, inauditas farsas dramá• ticas, rudas competencias en la plaza pública; aún conserva fuego para todas estas inquietudes la sangre que hace diez siglos ardía en luchas de raza o estirpe. La huella más honda que imprimió el pasado en estos buenos serranos, fué la fe, las raíces del sentimiento religioso hechas tronco y flor visibles, pero sobre todo devanadas alrededor de sus almas como las de esos fuertes robles de las cumbres

-168- VÍSPERA Y TORXAFIESTA

que aprietan la roca en que nacen cual una zarpa su presa. Llena está de indudables pruebas la tra• dición (más veraz, más expresiva que la propia historia). Pero aquí mismo, ahora mismo, ante nues• tros ojos de viajero, al recorrer pueblos, caminos, andurriales, van desfilando, señeras y múltiples, cruces de leño, cruces de piedra, osarios, calvarios, ermitas, retablos y torres, lentos sones de bronces, claros tañidos, la esquilita que clama al anochecer, de calle en calle, pidiendo «una salve por los que se hallen en pecado mortal», la lámpara que luce apenas, embutida en el muro de la capilla de las ánimas... Regada de vestigios de la fe está la comarca. Como abunda el granito, esta fe ha quedado grabada en la materia que mejor canta su firmeza y pe• rennidad: la roca. Cruces de roca en los caminos, sobre las paredes de los prados, a la entrada de las aldeas, en las confluencias de las calles. Cruces de piedra en los altozanos —evocación del Calvario donde Jesús agonizó; una cruz alta, sublime, entre dos míseras—. Cruces de piedra en las ermitas y los camposantos —estas ermitas y estos camposan• tos aldeanos, cuya paz y silencio una vez sentidos habremos ya de anhelarlos siempre—. Y sillares de granito para erigir sus iglesias, para levantar los torreones de los campanarios, recios e inexpugna• bles como castillos, a un tiempo, templo donde loar al Señor y muralla para defenderle. Aunque no les fueran muy necesarios, que en los

-169- pechos creyentes llevan ámbito y fortaleza para lo uno y para lo otro. Quizá un poco ruda esa fe, pero obstinada, vigorosa; gustosa de sentirse y de verse, amiga de ostentaciones y de estruendo. Así son de bullangueras y sonadas sus prácticas religiosas. Amanece el día de la fiesta entre explosiones de fervor y de pólvora. Misa mayor de insuperable so• lemnidad. Tronada de cohetes en el atrio, lumbra• rada de centellas en los altares y hacheros, lloros del órgano y los cantores, vehementes jaculatorias del predicador, embobada atención de la feligresía. El calor de Agosto se amasa con el vaho de los cuerpos desprendiendo un narcótico de somnolen• cias que añade al acto laxitud y compunción. No es este bello púlpito de piedra que ofrece esculpi• das las efigies de los apóstoles, el que consagró San Vicente Ferrer en 1412 con el bálsamo de su pala• bra; ni esta casulla que ahora oficia la de hilo de oro tejido sobre raso carmesí, hecha de un balan• drán que regaló a la parroquia el rey don Juan al visitarla en 1445 (ya que sólo se usaba en las no• ches de Navidad... va para un siglo). Pero si las cosas son perecederas, las creencias conservan toda su arrogancia y toda su aparatosidad. Acabada la soberana misa, sigúele el Ofertorio, espectáculo sin par al aire libre en la plaza del Concejo, adonde es conducida la Virgen en amo- roda y bulliciosa procesión. Puesta bajo los sopor• tales, abierto campo entre la multitud anhelante, sacerdotes, autoridades, penitentes descalzos y

-170- VÍ8PEBA T TORNA FIESTA

hombres de pro, avanzan por turnos, y a compás de un aire gozoso de flauta y tamboril, entre ge• nuflexiones, van dejando su dádiva en la bandeja del altarcillo. La magnífica luz del día, el preñado silencio de la multitud, el digno talante de estos hombres, la prestancia de sus capas talares que les da aspec• to de secta austera, rústica Orden de caballeros cristianos, hacen del Ofertorio la escena más hen• chida de fervor y adornada de belleza que cabe imaginar. No falta para remate alguna escena risueña. He aquí que surge una infantil comparsa de danzado• res. Ocho niñas y un niño de apenas diez años, concurren a declamar su fervor. El niño, bufón, «gracioso», luce desparpajos, ropitas de arlequín, una vejiga inflada colgada de la rabadilla y otra de un palo para sacudir a los intrusos. Plantado ante la Virgen, suelta su «relación», de tono bur• lesco, naturalmente. Luego va a buscar a las dan• zadoras una tras otra, y las trae a primera fila, andando a paso de baile, que es el que llevan im• perturbablemente los días de las fiestas; la acom• paña mientras ella dice a la imagen un candoroso relato y la devuelve a su puesto tejiendo un zigzag por entre las otras que han permanecido sonando las castañuelas. Bailan las chiquillas que es un pri• mor; parecen diminutas. Y termina su exhibición «echando un paleo». A cada invocación o letrilla recitadas con loa ade-

-171 - manes propios de la declamación pueblerina, el au• ditorio prorrumpe en grandes vítores, disparando cohetes y chafando sombreros contra el suelo: —¡Bien, coiné, bien! Colores gayos, danzas primitivas, versos de son• sonete, romances de juglaría...; paradigma de in• genua fe y lección de arte popular. Al despertar del siguiente día, la fe cambia de ropa; el saínete sube a farsa dramática. A las diez de la mañana comienza la Loa, también bajo el sol, sobre un tinglado alzado frente al atrio de la iglesia. Cuatro vigas, veinte tablas, unos lienzos repiezados y sogas anudadas; he aquí todo. El pú• blico se sitúa esparcido por ventanas, balcones, es• calinatas, o en sillas y banquetas que cada cual porteó, y hasta cabalgando —los mozos— en las vi• gas del escenario, y hasta gateando por el propio escenario niñitos que cansaban los brazos de sus madres. Encanta la sencillez del artificio. Comienza la elegoría. Sobre el tablado avanza un hombre encapuchado, vestido con crujientes zaleas corcusidas. Anda de través, mira de soslayo. Vocifera. Reniega. Es Lucifer. Llega en menoscabo del sublime misterio de la Asunción. Se acompaña de un dragón pavoroso capaz de vomitar atronado• res fuegos sulfúreos por las siete cabezas. Unos pas- torcillos de égloga pónense a platicar, incautos y risueños, de la suma bondad y maternal dulzu• ra de la Virgen. Entonces la demoníaca envidia, que acechaba, irrumpe, arremete, abate a los tier-

-172- "VÍSPERA Y TORNA FIESTA nos batilos. Esta es la ocasión de que un ángel blanco —niña rubia a ser posible— brote como un lirio y ahuyente con el perfume de su candor, no con su inútil espada de papel de plata, las triun• fadoras asechanzas. Pero el demonio es contumaz. Y aún reaparece más tarde descolgándose desde lo alto a lomos del fumífero dragón que, atado con una cuerda res• bala por un plano inclinado entre tufaradas, es• truendos y escupitajos de brasas. De momento no queda un cristiano en las proximidades. El mismi• to diablo ha de ampararse de los fogonazos y se estremece con los estampidos... Burdo mito, tramoya ingenua. Pero la gran fe sigue intacta, a prueba de simplicidad. Envidiable ventura la de unas almas capaces de vislumbrar lo invisible a través de tan toscos cris• tales.

- 173 —

GENIO Y FIGURA

9cGÜA L policromía que sus trajes, tantos quilates eomo el oro de la valiosa filigrana con que los ador• nan, tienen las costumbres y los caracteres de los hijos de la Serranía del Francia. Felpas y terciopelos bordados con hilos de colores, vivos pañuelos de seda, franelas cubiertas de lente• juelas y abalorios, blancos lienzos deshilados, áureos botones labrados, densas cadenas y collares, cruces y veneras de diamantes y aljófares, blusillas, jubonas, mil rebrillos y matices... Pues tan ricos de color como las típicas indumentarias son los hábitos; de tan buena ley son los genios. Pueblo pintoresco, todavía singular y genuino, salvado de la influencia de otras razas enturbiadoras que ya lo empiezan a desvirtuar, era con tal brío definido y caracterísco, que hasta entre sí se diferen• ciaban por detalles de sus modales o de sus ropas, por los colores predilectos o por los accesorios los vecinos de cada Concejo. Aunque el serrano es trajinante y andariego por naturaleza, quizá ayudaba a conservarle en toda la

-175- li pureza de su psicología el rústico aislamiento y efec• tivo retiro en que mantenía el hogar y la mujer. El corría el mundo, parador tras mesón, a lomos del mulo, sentado entre las dos banastas o los dos pellejos, o en la blanda albardilla si era hombre de posibles, negociando, especulando, con sus caldos, sus frutas, sus embutidos, sus onzas de oro. La vestimen• ta era a manera de uniforme que les hacía verse y sentirse como raza, estuviesen donde estuviesen; una fuerza centrípeta, puesto que al recordarles el rincón nativo les llamaba a él. Las mujeres salían apenas de la parroquia, rara vez de la comarca. Y esta energía racial que su vernáculo vivir acumulaba, influía en el hombre al regresar, le saturaba, velaba por los rasgos del carácter. El mulo serrano merecía haber sido cantado por tan sonora lira como la que ensalzó a la famosa jaca torda. Antes que los caballos de vapor galopasen por las cintas de grava que ahora ciñen los sierros, aquel fino animal —tan denostado— prestó un servicio imponderable. Duro, dócil, ágil, seguro, lo mismo servía como instrumento de trabajo miserablemente ataviado con unas sogas y un mal sudadero por toda enjalma, que completaba al hombre para los holgorios, armándole caballero o transformándole en galán al recibir sobre la grupa la dulce carga de una mujer. Eran de ver entonces los aparejos. Cabezones de cuero labrado con festones y rosetas de crin, la serreta anudada a un ronzal de cáñamo torcido.

- 176- Anchos albardones de petrel y ataharre picados de arabescos, cubiertos con gayas mantas, .cuyos vivos tonos y trenzados flecos copian las mantas jerezanas de los contrabandistas. Apenas estribos ni bocados. Mucha gallardía y ligereza, mil colores mezclados, desde las rosas de las mejillas y las nieves de las bocas serranas —flores de sus aguas—, hasta los iris del enjaezado, pasando por las sedas y panas, pechos y talles de los jinetes. Gallardía, ligereza, gracia: los enjutos remos del animal y su brava arrancada tenían parecido indu• dable con la fina traza muscular y el ánimo resuelto del mozo; en el pescuezo, de ana delgadez invero• símil, en el anca almendrada, en la pata, de pureza de línea insuperable, había rasgos para competir con $1 cuello, la pierna, .los tobillos, las muñecas de la hermosa mocita. Trinidad indestructible. Mal se con• cibe un idilio andaluz sin una reja; los amores serra• dos parecían faltos de algo, si nunca habían com• puesto el grupo ecuestre sin par. .. Hasía los pobres, y cbo que la pobreza anda siempre muy acabada de color; pero chicos y gran• des son tan dados a joyas y trajes vistosos... Cual• quier serranilla, por humilde que sea, tiene y usa casi a diario pañizuelos joyantes, y collarines, dijes, y pendientes. Los famosos «trajes de vistas» de las ricachas cuestan un sentido, ¡y todos, al que los -eontempla! Raro es el hombre que no lleva gruesos bptones de filigrana al cuello, bocamangas y perne• ras, sobre las felpas d^ los chalecos y en los labrado?

-m- camisones. Cíñense la cabeza con un rico pañuelo, cuyo nudo asoma hacia la nuca bajo el fieltro redondo, y en los días de ponerse «los majos», calzan los zapa• tos de picados y los arriscados chaquetones —dos martirios—. No así las fajas, azules o moradas, que ponen a todas horas, metiendo entre sus pliegues y el vientre la bolsa del dinero, el pañuelo de limpiar• se, la petaca, la «herramienta»... (Observemos que el serrano y el gitano usan apelativos semejantes: lla• man herramienta a la navaja y bestias a las caballe• rías; lo que no quita para que no haya dos castas más incompatibles). El serrano es valeroso. Ultimamente aparenta haberse enfriado la acometividad de su coraje. La invasión de los modos ciudadanos quizá ha traído cierto rechazo para la pistola y la navaja, tiempos atrás sus compañeras inseparables. Mas no por eso desmaya la fortaleza de su corazón. Sabe jugarse la vida en una calleja oscura o en un camino solitario,, mano a mano, cara a cara, en franco y viril desafío. No necesita público para ventilar sus querellas; lo esquiva. No es un matón; es un valiente. Los anales electorales de la época de la Regencia, son archivo donde estudiar la hidalguía de esta noble raza. Frecuentes los delitos de sangre; rara vez des• tacaban un ladrón, un asesino. Corazón muy grande en el pecho, mucha sangre en el corazón y vino en la bodega; ya está todo explicado. Porque no ocurre en la Sierra lo que en casa del herrero; es tierra de viña y lagares, pero se

-178- « E N I Ü Y FIGURA bebe. A los forasteros se les obsequia en las bodegas abriendo una cuba vieja y olorosa y enjugando los •orbos con embutido. Bastaría el vaho del recinto para salir beodo, cuanto más aquellos vitales tragos... Seguramente no hay rasgo personal que caracte• rice a un serrano como su manera de catar el vino. Primero, lo toma en la mano con reverencia y échase atrás el sombrero. Lo examina. Lo mueve en el vaso. Lo mira al trasluz con una visual sesgada, ceñuda, taladrante. Y hace otra pausa. Escupe y limpiase la boca de un revés. Lo huele y alza la nariz al viento. Lo prueba mojando apenas los labios. Lo paladea dando pequeños chasquidos con la lengua. Todo ello con parsimonia suma. Y, al cabo, tras un silencio, dice su cabal parecer. Nadie, en el mundo, sabría representar esta escena con la prosopopeya de un serrano de raza. En las fiestas el vino se toma más deprisa, con más ruido; el vino ha descendido a vinazo y la bode• ga a taberna. Al compás que los naipes pasa la jarra de mano en mano. Sentados en banastas se juega y se discute fogosamente. Como la taberna suele ser a la par carnecería, seguramente cuelgan del vigamen machos cabríos desollados, cuyas canales descuarti• zadas irán viniendo, humeantes, en vidriados lebri• llos. El serrano es carnívoro; y una de sus industrias afamadas es la matanza de cerdos, fabricando embu• tidos de singular aroma. La supresión de las capeas había quitado a los pueblos de la cuenca el aliciente mayor, el festejo por

-179- excelencia. Para describirlo no bastarían las páginas de un tomo. Calcúlese lo que podrían dar de sí combinados un temperamento vehemente, un valor desmedido y una pasión arrebatada por la lidia de reses. Y un sol de justicia en el cielo, y el toro de cuarenta arrobas en ¡a plaza de carros, y kilos de pólvora y pellejos de vino que las manos trémulas disparaban contra el sol y contra sí. El solo anuncio de uno de estos espectáculos recorría la comarca, sacudiéndola en una anhelante vibración. El día anunciado llegaban caravanas y cuatropeas de remotos lugares dejando a su paso por los caminos borrascas de vértigo y de polvo. En la plaza sonaban las bombas horrísonas y las impreca• ciones de los lidiadores y los gritos desgarrados de la multitud. Una angustia dramática amorataba los semblantes. Mugía el hermoso bruto transido de dolor y de fiebre, vestido con la púrpura de su propia sangre, abrasado con los fuegos del rehilete... Todo contribuía a desatar las alocadas vehemencias del animal humano. Y dentro de sus bárbaros perfiles ofrecía el cuadro rasgos tan vitales, tan vigorosos, que se escapa a la pluma un vocablo incivil: sublime. Aunque mucho menos, claro, que aquella raza cuya fisonomía se desvanece, se aleja, se llevan consigo —como hermosa cautiva a la grupa— los desterrados mulos...

-180- LAS BATUECAS

ADRUGADA estival, encalmada, tibia. Silencio y soledad en las calles de La Alberca, Las herradu• ras del mulo que nos lleva suenan secamente sobre las piedras del enchinarrado, como conchas, como castañuelas, Al asomar al campo vemos que las es• trellas aún tienen todo su fulgor. Ladran algunos •canes; ladridos alerta, mañaneros. El que va con nosotros brinca y rebrinca y besuquea amoroso el hocico de la cabalgadura, su compañera insepara• ble. Caminillo arriba, oteando términos, mirando -hacia el alba, se intuye que quiere amanecer. Por aquella parte, sobre el negro horizonte, asoma el •cielo vestido de un sucio claror gris. En cambio, ha-

— 181- Ya amanece. Ya está limpio, bruñido, esmaltado, entre corales y nácares, el camino de la aurora. Por la difusa claridad primera que se ha abierto sobre nuestras cabezas, pasa aleteando torpemente el úl• timo pájaro nocturno, pico a la sierra hermética, en busca de su guarida. Lejos, se detalla el perfil de granito del distante horizonte, cuyos dientes de ro• ca morderán muy pronto el pan solar que la noche amasa y cuece. Cerca, van naciendo fértilmente en la besana de la misteriosa obscuridad castaños frondosos, aguas y piedras, perspectivas y términos. Por milagro de alquimia, la gran cuenca del valle, que estaba llena de un flúido negro, pesado y como muerto, contiene ja otro trasparente, sutil y tem• bloroso. Pisamos en la cumbre de nuestra ruta el Portillo de La Álberca. A mano derecha yergue su elíptica sombra la enorme Peña del Huevo. Aún permanece el sol sazonando su ardiente trigo en el tiznado horno de la noche. Pero el nuevo vaso a que aca• bamos de asomarnos, el bucólico y abismado valle de Batuecas, rebosa trasparencia. En el hondón del grandioso anfiteatro, siguiendo las quiebras y des• garramientos seculares, se distingue una masa ver• dinegra que reposa como limos sedimentados: la arboleda. Por las laderas despeñadas suben y ba• jan en permanente anhelo catervas de árboles es• cuetos, cauces de torrentes, carros de rocas, rodan• tes unas veces sobre suaves alfombras de brezos, otras sobre grises canchales estruendosos.

-18-' - Y allá, enfrente de nosotros, más alto que nos• otros, eí borde opuesto del gigantesco pozo, la su• cesión de montañas peladas, inauditas, eternas, en cuyos repliegues anidan los rapaces poblachos de Las Hurdes. Sin darnos cuenta, el sol, por nuestra espalda ha comenzado a pintar estas vertientes, y ahora sí que ha colmado su magnificencia el abrupto paisaje. No «e cansan los ojos de correr honduras y vericuetos, como alanos de montería a la busca de la res, Orandeza y majestad en las anfractuosas cordille• ras altísimas, recogimiento hospitalario y humano «n los abrigados gollizos. El polvo de oro que pasa por encima de nosotros pone sobre las cumbres una corona real y desciende a los valles dormidos con• vertido en incienso azul. Huele apetitosamente a los aromas del brezo, del tomillo y de la jara, en cuya zona de vegetación empezamos a entrar. Todavía nos siguen y salen al paso algunas rocas monstruosas, emergidas del suelo que parecen desafiar iracundas a los tiempos que las combaten y acometen, ¡Qué viejas sois, oh, rocas, qué arrugadas vuestras frentes, vuestros pu• ños, vuestros torsos de titanes; qué verde vuestra piel, qué denegrida, según que la patine el viento áspero o el agua mansa resbaladiza! Vamos bajando por un fácil camino blanco, cu• yas vueltas y lazadas semejan una venda puesta al paisaje; y es, más que la venda, la propia herida que los picos y barrenos hicieron desgarrando la

-183- carne y el hueso, la tierra y la roca de la corpulen• ta sierra que ahora sangra por la cisura en ani• quilantes brotes de aguas y de esquirlas. Ya se repiten y agrupan los alcornoques que em• pezaron a recibirnos señeros. Las carrascas prece• den a sus gloriosas abuelas las encinas, y al cruzar los torrentes, en las honduras y frescuras, se amonto• nan y mezclan con las silvestres madroñeras. Ya empiezan a rayar el paisaje con su pico y con su trino los pajarillos de alas agitadas y plu• mosas. Ya las retamas y las juncias escapan de la vista y humilladas se esconden: que se anuncia la flora gigante y portentosa con estirpe de siglos y sangre de divina fuente; cedros y alisos, enebros y no• gales, cipreses, olivos, savia sagrada desde Nazaret... Ya el aire se amansa y densifica, y el sol se em• pereza al cruzarle, y se aduerme en su seno, y lo caldea, y le comunica esa vital tibieza tan sabrosa que parecen beberse respirándola a sorbos las quie• tas lagartijas de las peñas, y los ariscos bichejo^ fatigados. Ya por el claro y fresco río suenan las voces nuevas de los cabreros, más limpias que las aguas, más sonoras que el alegre repique de las es• quilas del ganado, trepador diligente cauce arriba,, mordiendo brotes de zarzales. Ya, por fin, el caminito se tiende horizontalmen- te a la orilla de la ruidosa cinta de agua y andan• do, andando, ufano, como un corazón, da vista a la esbelta portalada, broche que limita la honrada paz del Monasterio de Batuecas.

- 184 - Bien merece el valle monacal su vieja fama. Es bellísimo. Debió de ser un pasmo. Justifica aquel dicho aplicado al absorto y al enajenado: «está en Las Batuecas». De las piedras soberanas y de los árboles gigantes y sagrados que Dios puso para em• bellecimiento de este lugar de quietud adorable, sólo quedan las piedras; descarnadas, sí, pero incó• lumes, soberbias. Destrales codiciosos degollaron los tallos seculares; carretas fenicias arramblaron con los troncos olorosos. De las piedras con que el ar• tificio de los hombres compuso el sagrario de su fe, perdura únicamente la osamenta derrumbada sobre sí misma; hastiales y paredones corroídos por la inclemencia y el abandono. ¡Bello valle de Ba• tuecas; tu silencio es oro, y también tu sonido! ¡Bello valle de Batuecas! Pero aquellos parajes de hostigo que bordean estos rincones de halago; aquellas cimas altísimas que pican en el cielo; aquellos riscos que el escoplo del rayo desgajó del bosque de piedra; aquellas agujas que el viento su• til enhebra y las nubes se clavan para que brote la lluvia; aquellas solitarias cumbres vestidas de ortigas y de cardos, desde donde las lobas paridas atisban las majadas; aquellos ámbitos traslúcidos; aquella atmósfera impalpable que apaciguan los círculos serenos de las águilas... Peladas sierras batuecas; vuestra magnífica des• nudez es una ejemplar verdad que Dios ofrece a los hombres.

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F: YENDA INVENTADA

'A aldea estaba perdida en la hondura escabrosa de la sierra, en la sombra de la noche y en el silen• cio de la historia. Al revés que las ciudades —berrocales sobre firme de tierra— la aldea era un casar de ruinosos tapiales asentados en roca. Al revés que las ciudades —faro• les de luz proyectados hacia el misterio del campo—, la aldea era un oscuro plantío de hombres alumbrado por las pupilas de las alimañas. Pupilas cuyas llamas prendían a veces en las haciendas aldeanas. Cuando en los anochecidos el raposillo merodeaba por los gallineros; cuando abier• ta la soledad y hecho el silencio bajaba el jabalí a los patatares; más tarde, en la alta noche, negra faja del tiempo, al horadar el lobo con su hocico las pare• des de sombra bienolientes a vaho de los apriscos, los gritos de los viejos, chispillas de la ira, removían los humores del poblado, alzaban arrebatos y cla• mores. Asi era la aldea: más bien carbonera en cierne que alameda en flor. Y Quico era un niño de ella ,

-187- cuerpecín quebradizo fanal de un alma demasiado pura, que vivía angustiado dentro de una atmósfera cargada con tan agria destilación. Sentía Quico como si el espacio estuviese poblado de alfileres que le punzasen las carnes por todas partes, como si el aire, enrarecido, falto de sustancia y de fuerza, le entrase y saliese por el pecho, dejándoselo ham• briento. La codicia labriega, la avara hacendosidad de las gentes, oprimía su corazón generoso. En tanto, sus formas iban creciendo: poblábasele la quijada de rizos negros, escasos;* aguzábasele el perfil ovalado del rostro. Una noche, por el cañón de la calle, corrió des• bordado el torrente de los enojos aldeanos. Denues• tos, aullidos, teas, sones de cuerno, galopar estrepi• toso: juramentos de hombres, llantos de viejas. Sobre el haz de las cabezas, una constelación de hierros y de aceros; destrales, legones, horcones...; sobre el fulgor de las nobles armas de trabajo, las llamaradas de la cólera. —¡Al lobo!—. La jauría de hombres y canes trepaba a la sierra enardecida por los clamores del pastor. —¡Al lobo, aquí, los buenos, o no me dejará con vida una cordera!—, plañía el viejo desde el otero. Las hachas y las teas abrieron sendas en la fragosidad del monte, hirieron el silencio del campo con las flechas de su rencor. Todo inútil; la fiera que bajara a los apriscos empujada por las hambres —augustas hambres insaciadas hereditariamente—, luego que en natural defensa de su vida aplacó los estímulos imperiosos, buscó ligera al pacífico cubil

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de las cumbres. Pobre animal; quizá allí le esperaban amores familiares, gozosos deberes paternales, ca• mastro caliente y guarecido, y sobre todo, paz dichosa, olvido de la voz del hombre. Las bajas y quebrantos del rebaño movieron a codicia y represalia. Uno increpaba a otro; éste arrebataba lo de aquél. Vida reseca como yesca, pronta a inflamarse e incendiar cuanto tocara. Fué la víctima la selva vecina, cobijo del pobre sangui• nario. — ¡Fuego al monte! — . Y ardió el boscaje en una descomunal pira, cuyas llamas se alzaron hasta el sol. Crepitantes agonías vegetales, espeso aire negro, manto de leves cenizas; y luego, perdurable pobreza, indecible soledad y un frío cruel... Dios, clemente, no castiga; deja al hombre que se premie o se castigue por su mano. Crujía la aldea, hecha brasero de impiedades. Y había semejanza entre las ardientes luchas de los vecinos hermanos y la batalla de las llamas, y los troncos, unos y otros, seres y cosas, a la postre del combate pobres cenizas que unas rachas de viento espolvorearían para siempre. El corazón de aquel niño estaba hecho para el amor. —Paz— plañía Quico. Nadie le oía. El rencor tiene cien ojos, pero carece de oído. Había quedado estéril la montaña: ni árboles seculares, ni plantas aromosas, ni hierbas saludables; solamente algún tallo salvado por milagro en los hondos repliegues de las quebradas. La mole desolada reveló al mocito los secretos sublimes. Miró embebecido las desnudas

--189 - cumbres, altas, señeras, pero henchidas de grandeza y de verdad, sin artificio de hojarasca ni tentación de frutal cosecha, suficientes sus vallicos para soste• ner un hatillo y albergar una choza. Dos fuerzas agitaban a Quico. Una, le impelía; la amarga destilación del ambiente, el rechazo de su propia casta enojada por su evangélica predicación. La otra, le imantaba; la visión percibida en sus arro• bamientos, la llamada de una vida simple, clara, sosegada, armoniosa, signos del excelso misterio presentido; ¡riscos bañados de fulgor, lindes del cielo, miradero sobre las nubes!; estampa reveladora para la mirada de los elegidos. Renunció al poblado, desciñó su atuendo y vistió sayal raído, recogió la maltrecha piara y unos mendrugos para halagar a los mastines, y huyó a la cimera soledad. Desnuda la roca, pobrísima la tierra, mendiga la fuente de las caridades de la nieve y del sol, el inmenso calvario inhabitado parecía tener voz y encajar en el eco sus palabras. El zagalillo descubrió que aquella desolación innumerable se poblaba de acentos armoniosos, que algo le decía aquel silencio. Se entregó al designio; dialogó con los seres y con las cosas. Las cosas le contestaban con imágenes de su pro• pia exaltación. Servíale fortaleza la luz vigorosa de la cumbre; sonaban melodiosos cánticos en los espacios del silencio; las linfas purísimas de las venas de las rocas le parecían sangrar del divino costado, y en la dulzura del crepúsculo hallaba un trasunto de la gran

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piedad, y en la perpetuidad de la montaña la dimen• sión humana para medir la bondad de Dios. Los seres le respondían con más humildes con• ceptos. Acogidos a los barrancos, rara vez peregrinos del hambre por las inhóspitas alturas, plantas y ani• males, pagaban la dulce palabra con su efusiva mansedumbre. Milagrosa cuerda, la miel del corazón. —Suave amor para todas las cosas, paz en el rebaño, en el alma, oh, dicha—, pensaba Quico. Pero la som• bra de una nube se anunciaba. Los animales, para él tan adictos, también en estos parajes inmaculados, en estas soledades reposadas, combatían entre sí. Los lindos, escasos pajarillos, eran unos voraces come• dores de orugas; las incautas orugas, devoraban flores, si alguna había; los raudos alcotanes degolla• ban palomas; las sierpes se nutrían de nidos de alcotán; y el lobo, que él tenía por su fiel amigo, su dócil y noble camarada, resultaba ¡fuerza era confe• sarlo! aquel enemigo odiado por los rústicos, glotón de carnes palpitantes, codicioso de las frescas vidas de los blancos corderos. Oh, existencia terrena, pura contienda y exterminio. Poco tardó en acontecer el cruento presagio. Las nieves hiemales alargaban sas mantas de cilicio hasta las escondidas zonas de abrigada y sustento. Frío y hambre supernos desataron apetencias irrefrenables en el sufrido lobo. Y asaltó la majada. Hizo presa lechal. Y no por astucia ni por cobardía, por dolorido instinto arrastró su víctima lejos de la majada, a donde no pudieran verla los ojos bondadosos de

- 191- Quico. Allá llegaron los perros, fieros y arrogantes, en heredada aíición persecutoria, en ambiguo cum• plimiento del deber. Más que cobardía, humildad de esclavo impulsó al eterno hambriento a huir sin pre• sentarles batalla. -¡Ah,el ingrato, traición como ésta, degollarme el más puro balido del redil¡— gemía aquél recorriendo en pesquisa el rosario de corales de la sangre derramada. Llevaba la ilusión de salvar la vida malherida, ilusión fomentada por el silencio de paz de los mastines. Desdichada esperanza, última flor de un alma en perpetuo Abril; cuando la mirada del zagal puso su corazón en la muerta ovejita, sintió que se lo hacían trizas otros dientes más carniceros que los del lobo: la estaban comiendo sus propios perros. Todo su ser pareció estallarle en cien pedazos. Perdió el sentido y cayó en la nieve. Y vió al Creador rodeado de todas las criaturas, ufanas, sumisas, apacibles, no tenían hambre. El lobo, ahito y bienamado, gambeaba amoroso hume• deciendo con su hocico la palma de) Señor, besando con miradas dulces el divino semblante. Bajo la clara luz de la verdad, sólo el rostro del hombre mostraba una tilde rapaz. Forzados a vivir, ningún ser codi• ciaba después de harto piltrafas de la vida ajena, ninguna fiera exterminaba su casta, ni aun estando hambriento el lobo acometía a sus hermanos. Pero los hombres...... Tendido, con los brazos abiertos, el cadáver trazaba una cruz. Un dulce aroma que exhalaba, imponía reverencia a las alimañas. La nieve le con-

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servó intacto mucho tiempo. Al cabo, un can erra• bundo dio con él. Era un can aldeano, saco de gulas, por tanto. Osadamente olisqueó en el zurrón los restos congelados del compango. Zarandeó la pobrí- sima mortaja. Y como si al contacto con la impureza del mundo se quebrase la clave de un encanto, el cuerpo se desmoronó en carroña. Del pecho surgió abundante gusanera. Pechos de amor, pan de gusanos. Y el alma de Quico en blando vuelo hacia la altura inacabable, se iba llenando de una luz nueva que nacía de la entraña de las cosas, declarando su secreto destino. Armonía de los mundos...; el lobo y el gusano, la flor y la nieve, el hambre, la quimera, cuanto alienta y palpita, cuanto Dios permitió existir «n la selva, en el orbe, en el espíritu, eran piezas del maravilloso complejo que salió de su mano; con igual derecho a la vida.

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ÍNDICE:

Página

En Cl otofío 7

PAISAJE Paisaje en sucesión • v< Estilos 15 El roble seco Velo nupcial W Desde la celda 21 Visión campesina del mar 27 Rocas y piedras 33 Arboles, hombres 37 Negro y rojo 41

PERSONAS, AFANES El Poeta 47 Romería en Cabrera 59 El Hornazo • 67 El camino de la Cruz 71 La causa del campo 77 Juguete del diablo 83 Triste verdad 89 Página BESTEZUELAS, BICH1TOS Los garrapillos 99 Los mastines 105 La vaca mártir 111 El burro de Villarino 119 El pelícano 125 La aleve mariposa 129 La implacable oruga 135 Mensaje 141

RINCON SERRANO La partida ' 149 • Los varones 153 La casa callada 155 Fiesta albercana ' 159 Víspera y tornafiesta 167 Genio y figura 175 Las Batuecas í 181 Leyenda inventada * 18T NOTAS BIBLIOGRAFICAS

—«Hay en Agadr un poeta. Su aliento poético está vivo, palpitante, en las prosas que nos brinda en MIES AL VIENTO... Los motivos que aborda son sencillos, pero los trata con el sincero acento de quien los siente en el corazón. Hay un estilo de quien sabe cultivar la fábula .. El poder descriptivo se manifiesta en cada uno de los caoitulos que componen el colorido tapiz de su bello empeño...» {Diario *ABC; 6-XI-1955).

—«Agacir escribe con prosa pura, sin barroquismos. Prosa ágil y suave, más pincel que gubia en el trazo... Agacir escribe franca• mente bien Y piensa con neta línea». (Diario « YA*, 18 • 3 • 1956).

— •Agacir alcanza en sus narraciones el ápice del primor, y sus descripciones brillan como ricos esmaltes engarzados en la pedrería de un lenguaje insuperable...» (EL DIALECTO CHARRUNO. Homenaje a Menéndez Pidal. Tomo I. 1924).

—«Con el seudónimo de AGACIR ocultando su personalidad — que así es de modesto y recatado este excelente escritor salmantino—, ha colaborado en periódicos y revistas, divulgando temas provin• ciales con profundo conocimiento de sus costumbres, modali• dades lingüisticas y paisajes, a los que pone un temblor lírico que riza su prosa, (SALAMANCA EN LAS LETRAS CONTEMPORANEAS, antología. VII Centenario de la Universidao. 1954),

—«...Gran escritor y literato... un libro de Agacir encanta, pasan las hojas aprisa, sin darnos cuenta de que leemos, porque todo lo bueno se hace corto. Qué bella difícil facilidad tiene la prosa de Agacir...» (CERES, 15, V, 1956). Precio: 35 Ptas. lil J ID 1O

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