Libro Extraño
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Francisco A. Sicardi Libro extraño 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Francisco A. Sicardi Libro extraño Méndez - I - Dolores del río Este se va sin prólogo; porque para entrar en el silencio, donde duermen los hermanos, no ha menester tañido de campana, que anuncie al peregrino, ni trompeta de heraldo, o mensaje de pregón... -porque si han de ser varones e hijos de altiva prosapia intelectual, marchar deben sin quebrar los músculos en reverencias, ni la palabra en lisonja, frentes solitarias, siempre adelante, aún en medio de la sombra, serenas y fuertes, ¡como que llevan misión!... Que si el desdén lo acoge y la fría sordomudez de la indiferencia recibe los dolores, que a través de sus páginas quedan grabados, no olvide el libro que lo más excelso que se ha creado yace tal vez bajo el escombro que el tiempo desmenuza en los siglos, en la infinita soledad del olvido, bajo los monumentos rotos, entre cuyas grietas la gran Naturaleza arroja el efluvio de la primavera inmortal. ¡Pobres mártires, labrados por la concepción, muertos para la vida perpetua! Y si tal sucedió con ellos que tuvieron numen y violencia de hombría, no cumple a sensatos el grito lastimero y el importuno rezongo, si eso con los libros de uno sucediera, porque pequeños y porque lo que se escribe tiene hondo deleite y el arte es pasión formidable que vive de su propia sangre, sin más visiones que el amor mismo, sin más pensamiento, que vivir idólatras de la obra, contemplativos y es vestal que ha de guardarse en cripta de oro, lejos de lo humano banal y frío para que sea casta y eterna. Y se irá, porque los varones tienen polen bravío y buscan el aire abierto, enamorados de la lucha, ángeles alegres de las tormentas; pero así... cuajado de la emoción de la casa donde ha sido escrito, lleno del silencio de las noches invernales, calientes sus páginas del fuego de la estufa cercana y trémulas por el aletazo prepotente del alma del escritor. Será el poema de un hogar, la revelación de un microcosmos... Cada casa tiene su armónium y las sinfonías que ruedan por los cuartos y constituyen su alma, romper, de repente fuera de las puertas y el poeta que pasa revela sus quejumbres, sus nenias, el crujir de las cunas, la algazara de la niñez sana. Son lamentaciones que vibran del instrumento melancólico, como suaves historias de ternuras inefables y besos de madres que sufren y padres que caminan pensativos por los comedores alfombrados, en la noche alta, cuando no vuelven los hijos. Suenan de cuando en cuando gritos estridentes, formidables sollozos de las pasiones sin esperanzas, amarguras de almas juveniles enamoradas, que buscan el eterno silencio del sepulcro. Son melodías a veces que narran la santidad del amor filial y escriben la historia de niñas gentiles, votadas a los padres para siempre, a pesar de los derechos de la juventud, vestales que rezan y cuidan el templo, lo asean y lo perfuman. Y al lado de ellas ancianas temblorosas, que aman la caridad y encuentran en todas partes hijos a quienes besar, hambres para dar de comer y desnudeces para vestir y abrigar -ancianas que son como la leyenda de nuestra tierra, que han visto sus glorias, sus agitadas y sangrientas turbulencias, desbordes del atavismo, signos de una raza enferma de heroísmo y de demencia y que la vieron crecer a pesar de todo y hacerse gigante sobre los escombros de épocas que están muriendo. Y recogieron en el corazón, como en urna de púrpura todos sus dolores y bendijeron al vigor de la raza nueva y a las elegantes alegrías de la civilización que se apura en esta tierra y se consolida. Pasan envueltas en sus rebozos de espumilla, con relieves de negras rosas y mórbido fleco y el aroma de alhucema que tienen las viejas cosas cuidadas, y al lado de ellas las grimas de los filósofos, el grito de la protesta contra la vida, las psicopatías amargando la existencia de los hereditarios. Pasan en los hogares alegres, llenos de luz y de esperanzas, como sombras enfermas, sospechando lo mismo en los hijos, que se sientan sobre las rodillas para jugar con ellos. Enamorados del hogar encuentran la poesía de las chimeneas, prendidas en las noches de invierno, entre el regocijo del comedor iluminado, entre el perfume de las flores recién cortadas, mientras el frío cuaja la humedad en los vidrios y escarcha la arboleda desnuda y el armónium suena en los comedores y escribe en melancólicas estrofas la odisea de las familias -¡el ascenso hacia la virilidad lleno de júbilos y el descenso hacia la vejez lleno de tristezas! Sobre cada casa retumba el estampido formidable de la ciudad, con el rodar rumoroso de sus tráfagos; poblando los aires de una colosal orquesta, que se entra por puertas y ventanas, asperezas brutales del sonido que vuelan en todas direcciones, como chasquidos de músculos ciclópeos contraídos en la faena, como estentóreo resoplar de pulmones en el cansancio vertiginoso del trabajo, mientras con todo el fragor entran los dolores colectivos, las alegrías gloriosas del progreso, las zinguizarras de las revoluciones, la pobreza con su mal olor, la caridad con su lábaro augusto y las casas se conmueven, se alegran, sufren, se irguen, se deprimen , emprenden luego de nuevo la senda de la resurrección, modificadas a cada paso por el ímpetu de la síntesis, ¡que sigue poblando los aires de su colosal orquesta y escribe así las páginas de su inmortalidad! En uno de esos comedores sentado estaba Méndez esa noche. Escribe detrás de los vidrios empañados de frío bajo la luz del gas, que echa de cuando en cuando el esqueleto oscuro y tembloroso de la araña sobre el cuaderno. Escribe en aquella misma casa de anchos corredores, tan lejos ya del suburbio, desaparecido con el prodigio de sus cercos floridos con los ombúes y la trama tenebrosa de moras, pitas y sina-sina. Los hornos se han ido. Sobre sus socavones y sus charcos cuajados de limo y de podredumbre se ha edificado la ciudad nueva y las casitas de dos piezas se han cuajado en manzanas donde ya no hay solares vacíos. En pleno sol, en las mañanas de invierno se calientan parados en los umbrales los viejos dueños, los trabajadores de antaño que tienen la piel enjuta y arrugada, blanco el cabello y el cuerpo flaco y sano, mientras la anciana asea con la escoba los patios y mira a la puerta a cada rato. Espera a los hijos que ya se han ido a formar fuera otros hogares y la visitan todos los días. Así mismo esa calle era un poco solitaria. En aquel comedor se sentía un lejano bullicio, como un sordo zumbido, mientras el médico escribe y Dolores trabaja con la costura sobre su regazo. Hay viento en el patio. Las hojas que tapizan el suelo, secas y ennegrecidas se arremolinan debajo de los árboles desnudos. Son los viejos perales, cubiertos de musgo en su grueso cascaron rajado. Dos han muerto y cuando llega la primavera, ellos permanecen sin florecer con sus agudas chuzas y el tronco dividido en grietas y hondas hendiduras. Enfrente la yedra cubre el cerco de ladrillos con su opulento colchón verdinegro, exuberante al lado del esqueleto de la arboleda. Hay tibieza en el ambiente y un olorcillo de humo y en medio del silencio se siente el raspar de la pluma del médico sobre el papel. El reloj da la llora. Son las diez y la estufa con un gran esplendor rojo, que ilumina la alfombra contesta chisporroteando, mientras el cristalero, -un gran mueble de roble, que tiene columnas dóricas y el color de la hoja mustia y seca brilla y la plata bruñida de las bandejas sobre la mesa de trinchar reverbera de viva luz. Cuelgan de las paredes pocos cuadros, pero hay muchos estremecimientos y muchas memorias en ese comedor. Faltan los muchachos. Angélica se había retirado a su dormitorio. La chiquita de los cuentos tiene ahora veinte y dos años, dirige la casa y cuida a los padres y la única que sabe de la vida de Ricardo es la pobre madre, que piensa en él en ese momento. Por eso había dejado la costura como abandonada sobre su regazo y cuando levantó la cabeza, Méndez la miraba sonriendo. -Parece que estuviéramos peleados. No hablas nada, Carlos, dijo Dolores. ¿Estás contento? -Sí estoy. -Has trabajado mucho. ¿Por qué no descansas? -Déjame escribir, Dolores, contestó el médico. No tengo más horas que estas de la noche. Es mi salón. Vivo en sociedad y converso con todas las quimeras que cruzan por mi cabeza. Me da mucha alegría escribir. -Todos los días, te hará mal, agregó Dolores, tomando entre las suyas la mano izquierda del médico. Carlos deja hacer y se agacha de nuevo sobre su cuaderno. Hay un profundo silencio en el comedor. El reloj sigue sonando su tic-tac y se siente crepitar la leña de la estufa. Una mariposa de alas grandes de terciopelo oscuro revolotea al rededor de la luz y del rincón se eleva una canturía triste y monótona, el lamento de un grillo escondido no lejos del fuego. Es una nota un poco estrídula que no cesa y aturde, mientras afuera grazna una lechuza y ondula por el aire frío el tañido del reloj de a Iglesia, que mira la noche con su enorme ojo brillante y amarillo. Algunas moscas rezongan al descansar sobre la mesa y la pluma de Carlos raspa el papel a saltos. Dolores coloca dos trozos de sauce en la estufa, que se llena de humo, después de lengüetas luminosas que revientan aquí y allá desatando chispas que vuelan a miríadas, hasta que la llamarada muerde y devora la leña, fulgurando dentro la cuenca roja y el caño resopla a sacudidas con graves tonalidades.