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LEGUIA Y FUJIMORI: Epocas diferentes, hombres distintos y un peligroso final Manuel Burga

Me parece difícil comparar a Augusto B. Leguía con Alberto Fujimori. Primero, porque no creo que esta comparación sea un ejercicio intelectual que pueda apoyarse en comprobaciones y porque, además, la historia nunca se repite sino que cada vez discurre, como solía afirmar Giambattista Vico, por nuevas e independientes situaciones: hay eslabonamientos pero no repeticiones. Segundo, porque son hombres de tiempos diferentes, social e intrínsicamente distintos, aunque -como muchos parecen sugerir- políticamente comparables. A pesar de ambas dificultades trataré de ensayar una serena y útil aproximación a lo que una buena parte de los peruanos ahora viven con expectativa, otros sufren con fastidio y muchos quisieran ver terminar, como repetición del dramático fin de Leguía, en una suerte de ejemplarizadora «hecatombe del Fujimorismo».

Tiempos diferentes

Si queremos comparar el Oncenio de Leguía(1919-1930) con el probable decenio (¿o era?) de Fujimori (1990-1999), tendríamos que decir -en primer lugar- que se trata de dos épocas bastante diferentes. El Oncenio de Leguía comenzó luego del fin de la Primera Guerra Mundial, de su secuela de pesimismo; cuando Oswald Spengler hablaba de la «Decadencia de Occidente» y el orden liberal se tambaleaba frente a gigantescos ensayos socialistas en Europa oriental; cuando terminaba la hegemonía inglesa en el mundo y comenzaba la americana y cuando las actitudes políticas de la revolución mexicana invitaban a mirar y descubrir nuestras propias realidades. Muchos países podían despreocuparse del «obsoleto» modelo occidental y buscar sus propios caminos o paradigmas. Así se descubre el indio, las sofocadas y ocultas culturas indígenas, se critica a las oligarquías terratenientes pro-occidentales y hasta se idealizan -como contrapartida a la desilusión de lo occidental- los ordenamientos diferentes o subalternos en la construcción de las «verdaderas» naciones latinoamericanas. La situación económica en los años 20 no era espléndida, sino más bien oscilante, de precios fluctuantes en el mercado internacional, muy bajos en 1920, críticos en 1921. Una década que terminó -además- dramáticamente en el famoso crack de Wall street con su secuela de conmoción y violenta recesión en el mundo capitalista.

El vivió esta década de una manera muy singular, pero sin lugar a dudas como parte de esa historia universal. En 1919, con la derrota electoral de José Pardo, hijo de (el fundador del civilismo), luego del putsch de Leguía (para hacer respetar los resultados electorales) abruptamente ingresamos a una suerte de nuevo y sorprendente panorama político: cuando el pierolismo democrático languidecía y el civilismo liberal sufre un infarto, los nuevos partidos políticos mueren antes de nacer y las élites sociales se quedan sin poder ni representación política partidaria. Así empieza el gobierno de un presidente anti-partido, del empresario pragmático, del hombre fuerte, del constructor de la Patria Nueva, promotor de la modernización y de las clases medias (por oposición a las élites); del hombre que empezó como el presidente «Wiracocha» que reinvincaba a las poblaciones indígenas y que terminó considerándose «El Sol» que iluminaba los , o el nuevo Bolívar. Leguía era un buen intérprete de su tiempo y entendió que no había que aplicar dogmas, ni doctrinas liberales sino enfrentar realidades y todos aplaudieron alborozados sus dos primeros períodos presidenciales (1919-1927).

La década de los noventa quizá mejor la puedan interpretar y describir los políticos y los economistas. Pero todos la vivimos y sufrimos como testigos, actores o víctimas y lógicamente nada nos impide interpretarla. Entonces, dejemos aparte la caída del muro de Berlín en 1989 y el consecuente colapso del socialismo. La globalización está indudablemente en marcha; nadie la puede negar y la historia anterior a 1989 es cosa del pasado. La globalización parece ser, a pesar de muchas dudas, ese metafórico «fin de la historia» en que Hegel aparece resurrecto y todos los gobiernos se apremian por restructurar o desregular sus economías conforme a las recetas neoliberales patrocinadas por conocidas instituciones guardianas del nuevo orden internacional.

El modelo occidental según el cual el progreso, la tecnología y la democracia política se consiguen promoviendo la archi-famosa economía de mercado, forma parte ya del sentido común y de las expectativas populares.

Es una situación diametralmente opuesta a la de la época de Leguía. Hay, además, dos hechos diferentes que nuestros políticos deberían tener en cuenta: a) A diferencia de los años 20 el mundo desarrollado, o el mundo simplemente, está ya bien ingresado en lo que los economistas llaman un fase A Kondratieff(1), de franca recuperación; y b) una diferente relación entre el Norte desarrollado y el Sur subdesarrollado. Ahora la diferencia entre Norte y Sur, desarrollo y subdesarrollo es violenta y aún espeluznante. En los años 20 el Norte, fuese europeo o norteamericano, miraba atentamente al Sur, como una mercado para sus productos y como múltiples centros de producción de materias primas para suplir sus necesidades industriales. Ahora el panorama parece ser diferente: Europa se preocupa de Rusia y Europa oriental, mientras EE.UU. y Japón están pendientes de China y del sud-este asiático. Latinoamérica parece que quedaría fuera del interés de los países ricos. Estos, de acuerdo a Immanuel Wallerstein -en su libro After liberalism (1995)-, son dos rasgos saltantes de la actual globalización. No quisiera discutir los detalles técnicos, pero muchos indicios muestran esta realidad. Los capitales prefieren quedarse en el Norte; entretanto el Sur, como el Perú específicamente, recibe mendrugos, acepta la voracidad de ciertas grandes empresas y más

1 El ciclo Kondratieff tiene dos fases, A y B, de prosperidad y depresión respectivamente y cada uno dura aproximadamente 25 años según la teoría formulada por Nikolai D. Kondratieff. I. Wallerstein parece asignarle un indiscutible valor a esta teoría aunque muchos economistas discrepan. bien parece empatanarse en una reforma económica que promueve ilusiones a la vez que empobrece a los pobres y destruye a las clases medias.

Hombres distintos

Entonces Leguía y Fujimori son hombres de épocas diferentes, aunque dentro contextos que aparecen como finales de épocas históricas. El liberalismo parecía terminar en los años 20, en tanto los 90 parecen signar una época de universalización de un triunfante neoliberalismo. Antes agonizaban los partidos políticos liberales, y ahora agonizan los que se oponen al neoliberalismo. En los 20 termina la hegemonía inglesa, ahora la americana y se inicia una suerte de hegemonía económica compartida en el mundo. En estas dos épocas aparecen dos hombres políticamente similares, pero con trasfondos muy diferentes. En 1919 Leguía ya era un político consumado: perteneciente a una vieja familia criolla, había sido presidente entre 1908 y 1912. Era, además, un empresario vinculado a las haciendas azucareras, hombre de confianza del civilismo, gran promotor de una reforma económica al estilo americano, vinculado -política y familiarmente- a las élites económicas y empresariales del Perú.

Fujimori es completamente diferente: hijo de inmigrantes pobres japoneses, con escasos vínculos empresariales, miembro de un numeroso grupo que ha ascendido socialmente a través de la educación superior y que realizó su aprendizaje político ocupando todos los cargos de importancia que ofrece la burocracia universitaria en el Perú.

Aquí encontramos una aparente paradoja: Leguía -hombre de las élites- arrebata el poder político a la oligarquía civilista y Fujimori -hombre de los estratos sociales bajos- parece -por la fuerza de las circunstancias- devolver el poder a las nuevas élites económicas. Fujimori trata de conectar el Perú con el mundo, a través de un proyecto político y económico de mediano y largo plazo -como Leguía- en el cual la alternancia democrática no es prioritaria y donde languidecen las organizaciones políticas partidiarias tradicionales.

Perpetuación y autoritarismo

Dos épocas diferentes y dos hombres distintos, pero políticamente comparables. Leguía acercó audazmente el Perú a los EE.UU. Fujimori hace lo mismo respecto al Japón y a la promisoria cuenca del Pacífico. Ambos parecen ser los sepultureros de organizaciones políticas tradicionales, reformadores económicos, sin crear ninguna organización duradera y reclutando todo tipo de político funcional y utilitario para sus estrategias de desarrollo y sobrevivencia. Ambos cambian, enmiendan y crean Constituciones. Las necesidades son muy semejantes: sintonizarlas mejor con los nuevos tiempos creadores de una «Patria Nueva». Esto me parece lógico, nada sorprendente, se hace en todos los países del mundo cuando la naturaleza de los tiempos exigen nuevos ordenamientos jurídicos. Pero hay un hecho que asemeja peligrosamente a Leguía y a Fujimori: la perpetuación en el poder y la destrucción sistemática de otros liderazgos políticos alternativos. No creo que estemos frente a una repetición de la historia sino más bien frente a actitudes semejantes dentro de una particular historia política nacional. ¿Por qué perpetuarse en el Perú? Me interesa solamente como un hecho sociológico, técnico o puramente político. ¿Acaso porque el presidente Fujimori representa a grupos sociales interesados en el desarrollo de un proyecto nacional de mediano y largo plazo? O de una manera más circunscrita a la esfera personal: ¿Porque Alberto Fujimori ha realizado un profundo estudio sobre nuestra realidad, tiene una interpretación del Perú y nos propone un proyecto de desarrollo nacional? No creo que se trate de ninguno de estos dos casos.

Leguía -me parece- perdió la brújula luego de su segunda re-elección cuando su imaginación y su energía se agotaron y cuando ya era cautivo de los aduladores y aprovechadores que lo rodeaban. Ya no importaba la clase que estaba detrás, ni el proyecto nacional por desarrollar; lo importante era los intereses menudos de una invisible Nomenclatura política y militar que aprisionaba al «caudillo» y que había congelado el poder. Eso es lo que me preocupa, y de alguna manera me aterra, de la historia republicana del Perú: la cración de falsos caudillos, la fragilidad de las instituciones y la frustración de los procesos democráticos. Detrás de los primeros están los minúsculos grupos de interés. Respecto a lo segundo -y pensando desde la propuesta de Douglass North (2)- la destrucción de las instituciones y la frustración de los procesos democráticos impiden crear las condiciones para un real desarrollo autosostenido.

No me importa la perpetuación de Fujimori, ni me extrañan el caudillismo, el autoritarismo, ni los gobiernos cívico-militares de que tanto se habla. Es lo regular en nuestra historia y en la mayoría de los socialismos colapsados. Pero sí me preocupa el deterioro de las condiciones de vida, el desarrollo del subdesarrollo, el fracaso de la reforma económica, el avasallamiento de las instituciones democráticas, las instituciones militares al servicio del gobierno y de ciertas jefaturas, la insistencia por permanecer en el gobierno cuando todo parece indicar que la imaginación y las energías del gobierno de Fujimori están agotadas.

¿Cómo explicar entonces las ganas de perpetuación de Fujimori o del fujimorismo en el gobierno? Debemos mirar en el espejo de Leguía y del leguiísmo y muy probablemente tengamos que buscar más bien la respuesta en el campo de la investigación policial, y eso nos acerca a peligrosas situaciones que de nuevo nos hacen recordar el violento final del leguiísmo.

Lo más grave es que no veo la forma de evitar esta catástrofe. El neo-liberalismo parece aún

2 Douglass North economista-historiador americano laureado con el premio Nobel en economía junto al otro notable historiador Robert Fogel. Su teoría está expuesta en su libro de 1990, Institutions, institutional change and economic performance que cada día gana notoriedad. imbatible, los partidos políticos tradicionales siguen anquilosados, no hay nuevas actitudes políticas, ni una alternativa en construcción, así como tampoco hay un partido gobernante, ni clase social dirigente, sino más bien una suerte de clique posesionada del gobierno.

El congelamiento del poder y de los mandos afecta a todas las instituciones públicas, civiles o militares. Los nuevos tiempos han hecho tabula rasa de las instituciones. Lo que podría significar que las condiciones sociales, políticas, y mentales para una continuación del fujimorismo están dadas, pero también se están creando -como en el caso de Leguía en su tercer período- las condiciones para una interrupción violenta del actual proceso político. A menos que surjan -como ya parece avizorarse- nuevos actores y actitudes sociales que nos impidan derivar hacia esa suerte de «hecotombre fujimorista» que todos deberíamos evitar en nombre del saneamiento de nuestra historia y de lo que podría llamarse el desarrollo futuro del Perú.