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PERÚ: AUTORITARISMO Y DEMOCRACIA. Sobre las dificultades de la consolidación de la democracia en la América andina. El Perú de Fujimori.

MIGUEL ÁNGEL GONZÁLEZ GONZÁLEZ

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ÍNDICE...... 3

INTRODUCCIÓN...... 9

CAPÍTULO I. LOS FACTORES ESTRUCTURALES. …………...... 15 1. El Estado y la Nación inconclusos.……… …………………………. 15 2. Los factores históricos.…………………………… ………………… 16 3. Los factores geográficos.……… ……………………………………. 18 4. Los factores étnicos y raciales. ……………………………………… 20 5. Los factores culturales y políticos. …………………………………. 25 6. Los factores socioeconómicos. ……………………………………… 27 7. La interacción de estos factores. …………………………………… 29 8. ¿Problemas pasados o cuestiones pendientes?. …………………… 30

CAPÍTULO II. LOS ANTECEDENTES DEL RÉGIMEN DE ALBERTO FUJIMORI. ……………………………………………………………. 31 1. El fracaso del reformismo militar. .………………………………… 31 2. La Asamblea Constituyente y la elaboración de la Constitución de 1979. …………………………………………………………………………… 34 3. Un régimen político de difícil definición: ¿presidencialista o semi- presidencialista?...... 37 4. El desempeño de las instituciones y de los actores políticos durante los mandatos de Belaúnde y de García…………………………………… 39 4.1. Las FFAA como actor político. ……………….………………… 39 4.2. La precariedad del sistema de partidos peruano. …….……… . 41 4.3. Caudillismo, clientelismo y líderes populistas. ……….……….. 46 4.4. La izquierda dividida. Su fracaso. …….……………………….. 48 4.5. La presidencia de Fernando Belaúnde. …….……...…………… 50 4.6. La presidencia de Alan García. …………………………………. 52 4.7. La crisis de las instituciones democráticas. La democracia no consolidada ………………………………………………..…………..... 57 5. La violencia política en Perú. ……………………………….……… 59 5.1. Los factores estructurales de la violencia. …………….……….. 59 5.2. Los movimientos subversivos: Sendero Luminoso y MRTA. …. 61 5.3. Las estrategias antisubversivas. La doctrina militar y las “rondas campesinas”…..………………………………………….……………… 64 5.4. Las consecuencias de la violencia política. ……………………… 67 6. El desborde popular. …………………………………….…………… 70 7. La crisis económica. ………………………………………………….. 72 8. Balance de una década. ………………………………………………. 73

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CAPÍTULO III. EL TRIUNFO DE ALBERTO FUJIMORI. DE LA CONCERTACIÓN A LA QUIEBRA DEMOCRÁTICA Y CONSTITUCIONAL...... 75 1. El tránsito de la informalidad social y económica al informalismo político...... 75 2. El ingreso en la escena política de los independientes. …….………. . 77 3. Alberto Fujimori: unos apuntes biográficos acerca del personaje. … 78 4. Las elecciones de 1990. …………….…………………………………. 80 4.1. Opciones políticas, encuestas y elecciones. …………….………… 80 4.2. Los aspectos políticos de una campaña larga. …………………… 83 4.3. Otros aspectos de la campaña: sociales, económicos, culturales y étnico-raciales. …………………………………………………………… 86 4.4. La victoria de Alberto Fujimori. Algunas conclusiones. …….….. 89 5. El inicio de un nuevo ciclo político. ………….………………………. 91 5.1. La necesidad de una política de concertación frente a la crisis global. ……………………………………………………………………………… 91 5.2. Los comienzos esperanzadores de la presidencia de Fujimori. El espejismo inicial. ……………………………………………..…………… 93 5.3. De la concertación al pragmatismo político. ……….…………….. 94 6. La deriva autoritaria y antiinstitucional. ……….…………………… 95 6.1. La diatriba contra los partidos políticos y las instituciones del Estado. ……………………………………………………………………………… 96 6.2. Los precedentes inmediatos del golpe de Estado. ……….……….. 98 7. La ruptura del ordenamiento constitucional. El golpe de Estado. …. 102 7.1. La aproximación de Fujimori a las FFAA. Los militares y el golpe...... 102 7.2. El papel del SIN y de Montesinos en la trama golpista. …..…….. 106 7.3. La actitud de los empresarios y de la opinión pública ante el golpe de Estado. …………………………………………………………………….. 108 7.4. La ejecución del golpe. ………………..……………………………. 110 7.5. La reacción exterior: Estados Unidos y la OEA. ………..……….. 112 8. La legitimación del régimen en función de la eficacia y la efectividad. ……………………………………………………………………………… 114

CAPÍTULO IV. LA CONSTITUCIÓN DE UN RÉGIMEN AUTORITARIO. ………………………………………………………….. 119 1. Caracterización del régimen de Alberto Fujimori. …………..………. 119 1.1. La instauración de un régimen de facto. ………………..…………. 120 1.2. La definición del régimen de Fujimori: una labor compleja. ……. 121 1.2.1. La versión oficialista. Pragmatismo y democracia. ……..……. 121 1.2.2. La democracia delegativa y otras propuestas afines. …..…….. 123

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1.2.3. Otras propuestas. Bonapartismo, cesarismo y autoritarismo plebiscitario. ………………………………………………………………. 125 1.2.4. Las propuestas de índole cronológica. …..……………………... 126 1.2.5. Nuestra propuesta. ……….………………………………….….. 127 2. El proceso de desinstitucionalización y personalización del poder. …. 128 2.1. El papel de las FFAA como actor político a comienzos de los 90. .. 129 2.2. Las relaciones cívico-militares durante el fujimorismo. …………. 130 2.2.1. Los procesos de faccionalización, cooptación y desprofesionali- zación de las FFAA. ………………………………………………………. 131 2.2.2. La política de Fujimori en materia de salarios y adquisición de armamento. ……………………………………………………………….. 133 2.3. El creciente protagonismo del SIN. …………..…………………… 136 2.4. La consolidación del triunvirato integrado por Fujimori, Montesinos y Hermoza. ……………………………………………………………….. 138 2.5. El plan para capturar las instituciones del Estado y las organizaciones civiles. ……………………………………………………. 141 3. Los partidos y los movimientos políticos después del golpe de Estado de abril de 1992. ……………………………………………………………… 142 4. El Congreso Constituyente Democrático y la Constitución de 1993. . 145 4.1. La convocatoria de elecciones al CCD. ………..………………….. 145 4.2. El funcionamiento del CCD. Los ciudadanos y el Parlamento. … 148 4.3. La Constitución de 1993. ……………………….………………….. 150 4.4. La campaña del referéndum constitucional. Resultado y conse- cuencias. …………………………………………………………………. 153 4.5. El CCD como legislador ordinario. El caso La Cantuta (y otros) y las Leyes de Amnistía. ……………………………………………………….. 155 5. Los límites internos del régimen fujimorista. ……………………….. 158 5.1. El fracaso en las elecciones municipales y el papel de la opinión pública ……………………………………………………………………. 158 5.2. La endeblez del modelo económico implantado. ……….……….. 160

CAPÍTULO V. AUGE Y CRISIS DEL RÉGIMEN AUTORITARIO. .. 163 1. Las elecciones de 1995. ………………………………………………… 163 1.1. La precampaña y la campaña electorales. ……….……………….. 163 1.2. Los resultados de las elecciones de 1995. …………………………. 166 2. El fujimorismo como estilo político. ¿Un modelo original o repetido? 168 2.1. Los antecedentes peruanos del fujimorismo. …………………….. 168 2.2. El neopopulismo a debate. ………………………………………… 169 2.3. Neopopulismo, caudillismo, “outsiders” y medios de comunicación: el caso Fujimori. …………………………………………………………….. 171 2.4. Definición y caracterización del fujimorismo. …………………… 172

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3. La debacle de los partidos políticos. La elecciones municipales de 1995...... 175 4. El poder en la sombra. Una aproximación a la biografía y personalidad de Montesinos. …………………………………………………………… 180 4.1. Apuntes biográficos. ………………………………………………. 180 4.2. La personalidad y el estilo de un personaje oscuro y controvertido 182 4.3. El poder al servicio de un proyecto connotadamente mafioso. …. 185 5. Las dimensiones de la corrupción en el régimen fujimorista. …...... 186 6. La puesta en marcha de un proyecto dirigido a la perpetuación en el poder. ……………………………………………………………………… 188 6.1. La captura de las instituciones del Estado. ……………………….. 189 6.2. El control y la sumisión de los medios de comunicación de masas. 193 6.3. Los conflictos en el entorno presidencial. La consolidación del poder de Montesinos. ……………………………………………………………. 197 6.4. El papel de las mujeres durante el fujimorismo. ……...………….. 198 6.5. Mafia y tecnología. …………………………………………………. 199 6.6. El camino hacia la reelección.La Ley de“Interpretación Auténtica” …………………………………………………………………………… 201 7. Los primeros signos evidentes de crisis del régimen autoritario. ….. 206 7.1. Los delitos al descubierto. ……...…………………………………. 206 7.2. El agotamiento del programa económico del fujimorismo. ……. 211 7.3. Las crecientes limitaciones del proyecto político. Las elecciones municipales de 1998. ………………………………..…………………… 212 7.4. La ruptura de la coalición dominante. …………………………… 217 8. Las elecciones generales del 2000. …………...………………………. 221 8.1. La campaña electoral y los candidatos. ………...………………... 222 8.2. Las labores de observación y de supervisión electorales. ……….. 229 8.3. Los resultados de las elecciones. …………………………………. . 231

CAPÍTULO VI. OCASO Y COLAPSO DEL RÉGIMEN AUTORITARIO. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA. ……………………………. 237 1. De apariencias y mayorías engañosas. ………………………………. 237 2. La movilización en la calle. Sus límites. ……………………………… 241 3. Una mediación impuesta por los actores externos. La Mesa de Negociación de la OEA. …………………………………………………. 242 4. El principio del fin del régimen de Fujimori. La “Operación Siberia” y el vídeo de Kouri. ………………………………………………………… 244 5. La descomposición del régimen fujimorista. El fracaso de la salida golpista. …………………………………………………………………… 248 6. El colapso del régimen autoritario. ………..……………………….… 249 7. La transición democrática. La presidencia de Valentín Paniagua. … 255

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8. Breves apuntes sobre el proceso electoral del 2001 y el panorama político postelectoral.……………………………………………………. .. 259

CONCLUSIONES. ………………………………………………………. 267

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA. ………………………………………… 271 Bibliografía general. ……………………………………………………... 271 Relación de revistas incluidas en la Bibliografía que antecede. ………. 299 Otras revistas de periodicidad semanal. ………………………………... 299 Prensa oficial peruana. …………………………………………………... 300 Prensa diaria peruana (seria). …………………………………………… 300 Prensa diaria peruana (“chicha”). ……………………………………..... 300 Prensa diaria española. …………………………………………………… 300 Principales direcciones electrónicas consultadas (páginas de internet). 300 - Instituciones y organismos oficiales. ……….………………………… 300 - Instituciones y organismos no estrictamente oficiales. …………….... 301 - Partidos, movimientos y organizaciones políticas. …………………... 301 - Prensa, editoriales y medios de comunicación en general. ………….. 302

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INTRODUCCIÓN.

Perú forma parte del grupo de países latinoamericanos en los que la consolidación democrática se ha convertido en un objetivo que, aunque deseado, se torna esquivo y difícil. En este trabajo analizamos la crisis del incipiente régimen democrático peruano durante la década de los ochenta del pasado siglo XX y la instauración de un régimen predominantemente autoritario, aunque formalmente democrático, a partir de abril de 1992. El núcleo y tema principal de esta obra es el período (julio de 1990-noviembre del 2000) en que Alberto Fujimori fue presidente de la República de Perú. El tema que analizamos sigue abierto. Casi a diario salen en Perú a la luz pública documentos e informaciones que, por una parte, nos ayudan a completar lo que ya conocemos acerca de este período, pero, por otra, también pueden suponer que tengamos que someter a un nuevo análisis y revisión alguna de nuestras conclusiones. No obstante, creemos que, habiéndose difundido ya el contenido de la mayoría de los “vladivídeos” (1), pocos asuntos importantes, por turbios o transcendentes, pueden quedar por conocer.

Uno de los objetivos de este trabajo consiste en tratar de demostrar que el período fujimorista no supone un mero accidente o incidente en la historia peruana del siglo XX. Alberto Fujimori, hijo de padres japoneses -origen ciertamente exótico para tratarse de un latino-, es con toda probabilidad un genuino producto peruano, básicamente, utilizando una expresión que casi todo peruano conoce, un “criollo” (2). Superada la sorpresa inicial, tras su repentina aparición en el proceso electoral del año 1990 y su inesperado triunfo frente a una de las personalidades peruanas más conocidas en el ámbito internacional, como es el escritor , en el momento presente estamos en condiciones de concluir que Fujimori -o cualquier otro candidato dotado de un perfil y un estilo políticos parecidos al suyo- era el candidato más idóneo para haber triunfado en las

1 Conocemos como “vladivídeos” a las videocintas, y por extensión también a las cintas de audio, grabadas secretamente en la sede del Servicio de Inteligencia Nacional -SIN- por orden del jefe de facto del mismo, . Estos materiales visuales y sonoros tienen un valor documental de extraordinaria importancia para el conocimiento de la magnitud de la corrupción en Perú durante el período que estudiamos, especialmente entre los años 1998 y 2000. Aunque se sospechaba con suficiente fundamento de la existencia de estas cintas, el primer vídeo no se hizo público hasta el día 16 de septiembre del año 2000; en el mismo aparecía Montesinos sobornando a un congresista elegido, en las elecciones celebradas en abril de ese año, representando a una lista opositora a Fujimori. 2 A los efectos de este trabajo, consideramos que, a pesar de las controversias surgidas acerca del país natal de Alberto Fujimori, éste debió de nacer en territorio peruano al poco de arribar sus progenitores a Perú. Una cuestión diferente es que, a su vez, fuera inscrito también en un registro japonés; algo, por lo demás, habitual entre los inmigrantes de origen nipón.

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elecciones celebradas ese año. Ningún candidato mejor que él, ni siquiera Vargas Llosa, supo hacer una lectura más acertada de la situación peruana y explotarla con tanto acierto electoral; ahí radica, precisamente, la causa principal de su triunfo. También consideramos que la trayectoria de Alberto Fujimori como presidente de Perú no era, en absoluto, impredecible. Su estilo y la mayor parte de sus actuaciones tenían como precedentes más cercanos a los presidentes de la República que le antecedieron en el cargo, Fernando Belaúnde y, principalmente, Alan García; igualmente podemos rastrear algunas analogías en los regímenes autoritarios -con mayores connotaciones dictatoriales que el régimen de Fujimori- de Leguía y de Odría. En suma, en el período fujimorista hallamos más signos de continuidad que de ruptura respecto a la actuación de los dirigentes políticos peruanos que han gobernado durante el siglo XX. Del mismo modo, en el actual -hasta julio del 2006- presidente peruano, , vemos reeditados muchos de los déficit y falencias que acreditaron anteriores presidentes, incluido Fujimori. Únicamente el presidente transitorio Valentín Paniagua pareció apuntar, durante los ocho meses en el que ocupó el cargo de presidente de la República, hacia un estilo diferente y más prometedor de cara a la normalización y la consolidación de un régimen democrático en el país. Del carácter sorpresivo de los acontecimientos acaecidos en este país durante las últimas décadas dan cuenta diversos analistas, nacionales y foráneos, que han estudiado el caso de Perú. Como señala el peruano Degregori (2000: 19): “Mi país es una montaña rusa. Apenas uno se cree seguro en su vagoncito, una caída súbita lo lanza a velocidad de vértigo en direcciones insospechadas. Por eso en mi país el que pestañea pierde”. En parecido sentido, algunos analistas extranjeros han aludido al carácter sobresaltado, enigmático y exótico de los procesos operados en Perú durante las décadas de los años 80 y 90 del pasado siglo XX. Para S. Stern (1999a: 22), las sorpresas y la velocidad de la vida política peruana hacen difícil la elaboración de un análisis profundo de los hechos y obstaculizan la labor de establecer conexiones y patrones que sirvan para situar, de un modo adecuado, en su contexto los acontecimientos. También O´Donnell (1996: 9) se refiere a Perú como a uno de los países que “funcionan de formas que la actual teoría democrática no nos ha preparado para entender correctamente”. No obstante, consideramos que, aun teniendo en cuenta estas apreciaciones, ninguno de los sucesos ocurridos en Perú tenía en esencia un carácter impredecible, aunque tampoco fácilmente predecible. Todo lo acontecido ha sido, en suma, una de tantas posibilidades; factores estructurales y, en última instancia, unas circunstancias determinadas ligadas a unas decisiones individuales pueden ayudarnos a explicar el desarrollo de los hechos tal y como

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han tenido lugar. De estos tres elementos -factores estructurales, aspectos coyunturales y decisiones individuales-, sólo el último era relativamente impredecible, no siendo por necesidad el más importante.

El objetivo principal de este trabajo es estudiar el desempeño político y las características del régimen político que encarnó Alberto Fujimori. Un régimen que, desde el golpe de abril de 1992, no dudamos en incluirlo dentro de los regímenes políticos no democráticos en una de sus variantes autoritarias; aspecto, éste, sobre el que profundizaremos más adelante. En este contexto, analizaremos las causas y factores que, especialmente durante las últimas décadas, han obstaculizado -y obstaculizan- la persistencia y consolidación de un régimen democrático en Perú.

Este trabajo consta de seis capítulos. En el Capítulo I analizamos los factores estructurales que condicionan, dificultándola, la consolidación de un régimen democrático en Perú. Factores, todos relevantes, de diversa índole -históricos, geográficos, étnicos, raciales, culturales, sociales, económicos y políticos, que interactúan entre sí y se refuerzan mutuamente.

En el Capítulo II se tratan los antecedentes más inmediatos del régimen de Fujimori, tomando como punto de partida el fracaso de la experiencia reformista -también autoritaria- que los militares peruanos iniciaron en 1968. Igualmente, como argumentaremos, la crisis política, social y económica que se gesta durante los mandatos presidenciales de Fernando Belaúnde y Alan García conducirá al desprestigio del régimen político, así como de sus instituciones y actores, surgido al amparo de la Constitución de 1979. En este contexto de crisis general y desafección popular es donde irrumpe exitosamente el “outsider” Fujimori, que, no obstante, no supone una ruptura, sino más bien una derivación continuista, respecto al estilo político de los presidentes - principalmente García- que le antecedieron en el cargo. Como telón de fondo, nos referimos a una serie de factores relevantes que contribuyeron decisivamente en la marcha de los acontecimientos. Tres destacan principalmente: a) las migraciones masivas desde las áreas rurales e indígenas hacia las urbanas y criollas, dando origen a un fenómeno de auténtico desborde popular; b) la irrupción, desde 1980, de movimientos subversivos; principalmente Sendero Luminoso -en adelante SL-, y, en un plano menor, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru -en adelante MRTA-; c) una crisis económica sin precedentes, por su magnitud y efectos, en la historia peruana del siglo XX.

El Capítulo III se inicia con el análisis del contexto político y socioeconómico

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más inmediato a las elecciones del 1990. Este Capítulo incluye, entre otras cuestiones, un breve apunte biográfico sobre Alberto Fujimori, así como el desarrollo de la campaña electoral que precedió a las elecciones de abril y junio de 1990 y al sorprendente resultado de las mismas. Como consecuencia de ello, tuvieron lugar importantes transformaciones político-institucionales inmersas en una dinámica de deriva autoritaria que culminaron, en abril de 1992, con la quiebra del régimen democrático que había iniciado su andadura en 1980. Iniciamos el Capítulo IV con un repaso de las más importantes valoraciones y definiciones que del régimen de Fujimori han hecho diversos analistas peruanos y foráneos. Como veremos, dista de existir respecto a esta cuestión un criterio unánimemente aceptado. Igualmente, en este Capítulo IV analizaremos el papel desempeñado por los distintos actores políticos, incluidos los externos, en la fase que sigue al golpe de Estado de abril de 1992. Fase que fue seguida, a raíz de la elección de parlamentarios para un denominado Congreso Constituyente Democrático -en adelante CCD-, del inicio de un proceso frustrado tendente a la implantación de una nueva institucionalización; proceso que, ya desde sus orígenes, se manifestaba dudosamente democrático. En el período que media entre el golpe de Estado de abril de 1992 y las elecciones celebradas en abril de 1995 cristalizó un proceso de personalización del poder en torno al triunvirato integrado por Alberto Fujimori, presidente de la República, Vladimiro Montesinos, “asesor” presidencial y jefe de facto del Servicio de Inteligencia Nacional -en adelante SIN-, y el general Nicolás Hermoza, jefe del Comando Conjunto de las FFAA; consolidándose, durante este tiempo, tanto la faccionalización de la institución militar como el poder y la autonomía del SIN. Durante esta etapa el régimen pretenderá, a falta de una legitimación genuinamente democrática, legitimarse mediante el recurso a la eficacia y la efectividad que el Presidente manifestaba frente a la hiperinflación y SL.

Se inicia el Capítulo V con un análisis detallado del proceso electoral de 1995, que pudo haber sentado las bases para el desarrollo de un programa tendente a la institucionalización democrática del gobierno de Fujimori, pero que, sin embargo, selló la consolidación de un régimen abiertamente autoritario y crecientemente corrupto. Durante el período que se inició tras las elecciones de abril de 1995, y que se prolongó hasta las elecciones del 2000, asistimos a la puesta en funcionamiento de un fraudulento y anticonstitucional proyecto de reelección presidencial, que además se manifestará crecientemente autoritario y con unas claras connotaciones mafiosas.

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En el Capítulo VI, y último, de este trabajo haremos un análisis de las causas que abocaron al régimen fujimorista, primero, a su crisis y, luego, tras la sucesión de una serie de acontecimientos relativamente imprevisibles, a su colapso. Situamos el inicio de la fase final del fujimorismo en el triunfo electoral, dudoso e insuficiente, obtenido por las candidaturas -la presidencial, por la que postulaba el presidente de la República para optar a una nueva reelección, y la parlamentaria- del movimiento político Perú 2000 en las elecciones del año 2000. Haremos, a continuación, un seguimiento detallado del curso de los acontecimientos que precipitaron al régimen a una abrupta caída y que desembocaron en el inicio de un singular proceso de transición democrática, iniciado antes de la renuncia -¿o cese?- del presidente Fujimori a su cargo; un proceso de transición caracterizado por la importante participación e influencia de diversos actores externos. Incluimos en este Capítulo VI unas referencias a la campaña electoral que condujo a la celebración de unas nuevas elecciones, no previstas en el ordenamiento institucional peruano, en el año 2001; para concluir con una breve alusión a los principales acontecimientos acaecidos en Perú durante el mandato de Alejandro Toledo, candidato triunfador en las elecciones del 2001.

Ultimamos este trabajo con la exposición de una serie de conclusiones.

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CAPÍTULO I. LOS FACTORES ESTRUCTURALES.

La causa principal por la que consideramos pertinente la inclusión de este Capítulo no obedece a una motivación de naturaleza meramente historicista; si así fuera, unas pocas líneas bastarían para dar cuenta de la cuestión. Por el contrario, consideramos que, cuando el siglo XXI ha iniciado su andadura, una conjunción de factores estructurales siguen gravitando sobre la efectiva materialización en Perú de un proyecto consumado de consolidación no sólo ya de un régimen democrático, sino también del mismo Estado y la Nación peruanos.

1. El Estado y la Nación inconclusos.

A la vista de las reflexiones hechas por numerosos científicos sociales peruanos parece que siguen manteniendo su vigencia las frases escritas por Mariátegui (1991: 206) -cuya obra y figura forman parte del patrimonio patrio peruano salvando, incluso, las diferencias ideológicas o de cualquier otro tipo-, hace tres cuartos de siglo, cuando aseveraba que “la unidad peruana está por hacer”, afectada por el problema profundo de la “dualidad de raza, lengua y sentimiento”. (3) Prueba de lo expuesto es la abundancia de citas y referencias que sobre tan controvertida cuestión forman parte de las reflexiones y trabajos de significados analistas peruanos desde mediados de la década de los 80 - entiéndase del siglo XX- hasta la actualidad. Como señala Degregori (1988: 82): “¿Qué somos?. Esta es la pregunta que recorre a las ciencias sociales, que se hacen los intelectuales en este país. Problema de identidad especialmente entre los mestizos, es decir entre el producto del encuentro traumático de estos 2 mundos”. Este mismo interrogante, tan cargado de desasosiego y duda como de deseo de respuesta, aparecía expuesto con igual nitidez, en ese tiempo, en las obras de otros peruanos como Tuesta (1985), Matos Mar (1988), Klaiber (1988), Rubio y Bernales (1988a), Iwasaki (1989), González Manrique (1989), W. Delgado (1990), Vargas Haya (1991), Montoya (1992), Cotler (1994), Ossio (1994) y S. López Jiménez (2002), entre otros; en todos lo casos se apunta a la fragmentación étnica y cultural del país como la causa más importante del “problema nacional”. (4) Una visión parecida de Perú, como país lastrado por numerosas brechas de

3 La primera edición de sus celebérrimos “7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana” se publicó en el año 1928; la consultada en este trabajo, publicada en 1991, hacía la número 56. Desde su muerte, no han sido pocos los partidos y dirigentes políticos peruanos, especialmente desde las filas de la izquierda, que han enarbolado las banderas mariáteguistas. 4 Matos Mar (1988: 27) presenta la cuestión con claridad: “Legado andino y patria criolla: una nación inconclusa”.

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larga data, en crisis permanente y casi siempre al borde del caos, es la que hallamos también en las obras de Rospigliosi (1991), Ballón (1992), Bernales (1993a y 1993b) y Franco (1995). Incluso, altas instituciones del Estado de Perú, como el Senado de la República (1989: 121), han aludido a la existencia de graves problemas internos que afectan negativamente a la consecución de la unidad de la nación peruana y a su conformación como Estado. Asimismo, algunos analistas foráneos, como Favre (1969), Alcántara (1989 y 1999), Rial (1990), Garretón (1992) y O´Donnell (1997), han incidido en esta percepción de Perú como un país desarticulado y agobiado por la falta de resolución del problema inveteradamente vigente de la integración nacional, que afectaría, sobre todo, a los pueblos indígenas. De lo anteriormente expuesto concluimos que no suponen una excepción los autores que fuera del país y, sobre todo, peruanos cuestionan la existencia en Perú de una identidad nacional compartida; en algunos casos se duda de la presencia de un proyecto nacional, llegando, incluso, a cuestionarse la misma existencia como tal de un Estado peruano. En este trabajo nos sumamos - aunque sin adherirnos a derroteros pesimistas- a la corriente mayoritaria que argumenta que Perú es un país, aunque no representaría el único ejemplo en América Latina, en el que se mantiene, de un modo persistente, un estado de fragmentación y desvertebración que atraviesa casi todas las esferas y ámbitos que conforman su realidad pasada y presente.

2. Los factores históricos.

A ningún observador, analista o estudioso, se le escapa la influencia que los factores históricos tienen sobre los procesos sociales y la conformación de la entidad nacional y del Estado. Lejos de mantener una posición determinista, que nos abocaría a pensar en la inutilidad de cualquier proyecto de cambio y desarrollo, sí consideramos, en clave posibilista, que, para bien o para mal, una parte del presente ya está escrita en el pasado; no obstante, en cualquiera de los casos, si los acontecimientos pretéritos ya están dados, sí se puede modificar su percepción e influencia sobre un presente mudable y un futuro que está por venir. De la importancia que tienen los factores de índole histórica da cuenta O´Donnell (1995: 223), cuando señala que, en la generación de los distintos tipos de democracia, no son tan decisivos los factores relacionados con las características del proceso de transición desde un régimen autoritario como lo son los factores históricos de largo plazo que los recientes gobiernos democráticos heredan. En este sentido, ya Lipset (1981: 107) había advertido que el carácter y el contenido de las principales fisuras que afectan a la estabilidad política de una

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sociedad vienen, en gran parte, determinados por los factores históricos que han afectado a la forma de resolución de los principales problemas que dividen a la sociedad o a aquellos que han quedado pendientes de resolver; dar solución, añade Lipset, a los conflictos a su debido tiempo contribuye a la estabilidad del sistema político, mientras que trasladarlos de un período histórico a otro conduce a que en el ambiente político primen la amargura y la frustración sobre la tolerancia y la transacción. (5) En otro nivel de análisis, Hirschman (1986: 61) lamentaba que en América Latina las posibilidades de la democracia para consolidarse estaban mermadas debido, principalmente, a “lo poco prometedor de los antecedentes históricos”. Un peruanista acreditado, como Scott Palmer (1990: 260), continuando esta tradición de pensamiento acerca del negativo papel desempeñado por la herencia cultural y política de raíz ibérica en la instauración y consolidación de la democracia en América Latina, señala a los casi 300 años de dominio español como la causa principal en la conformación de algunos de los rasgos más característicos de la cultura política peruana, como, por ejemplo, la proclividad hacia formas institucionales y de gobierno autoritarias; así este legado heredado, de difícil superación, estaría siendo un importante impedimento para el desarrollo de la instituciones liberal-democráticas. En este mismo sentido, también para C. Arias (1994: 26), la cultura marcadamente autoritaria existente en Perú hunde sus raíces, además de en las concepciones políticas y sociales propias del Tawantinsuyu incaico, en la tradición española. Partiendo de unos postulados de naturaleza distinta a los expuestos existe en Perú una arraigada corriente -que nosotros relacionamos más con el mito que con la historia entendida como una disciplina científica y rigurosa en sus métodos e instrumentos de estudio y análisis- que nos presenta una visión idealizada y “novelada” del pasado incaico. Según Mariátegui (1991: 13) -uno de los precursores de esta corriente indigenista-: “Todos los testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico -laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo- vivía con bienestar material....Los conquistadores españoles destruyeron, sin poder naturalmente reemplazarla, esta formidable maquinaria de producción”. Habiendo transcurrido más de setenta y cinco años desde la publicación de la primera edición de la obra a la que

5 Discutible es la opinión de Lipset (1981) acerca del papel que ha jugado la herencia recibida de las metrópolis ibéricas (España y Portugal), en contraposición al modelo seguido por las antiguas colonias inglesas, como causa que serviría para explicar el difícil desarrollo y las dificultades de la democracia en América Latina, y, en contrapartida, la mayor proclividad hacia regímenes y comportamientos autoritarios. Más atemperada que la posición de Lipset, pero no alejada de ella en lo sustancial, es la mantenida por Lambert (1973). En parecido sentido también han argumentado Wiarda (1992), Dealy (1992), Worcester (1992), Mansilla (1989, 1991 y 2002) o R. de la Pedraja (2001), autores, todos ellos, que relacionan las tendencias autoritarias existentes en los países latinoamericanos con la tradición centralista y antiliberal de raigambre española.

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aludimos, otros autores (W. Delgado, 1990; Burga, 1990) continúan ahondando en tan controvertida como poco fructífera -de la forma errónea como se enfoca- cuestión, pretendiendo atribuir a la conquista española y al virreinato posterior el grado mayor de culpabilidad en los múltiples y variados problemas que tiene el Perú contemporáneo. Desde nuestro punto de vista, sin restar méritos a cualquier propuesta que sirva para alimentar el debate histórico y científico, consideramos que un análisis más objetivo y documentado del tema nos llevaría a matizar en gran medida estos argumentos; pero no es éste el objeto, ni el propósito, del presente trabajo. Solamente señalar que enfrentar un pasado incaico -glorioso, virtuoso, próspero y participativo- con un desempeño español y republicano -depravado, destructivo, egoísta y genocida-, además de ser la expresión de un pensamiento simplista e intolerante, no contribuye a la construcción de un Perú más moderno, desarrollado y democrático. (6)

3. Los factores geográficos.

Aunque frecuentemente se analizan los aspectos geográficos en el mismo apartado que los históricos, consideramos que, sin dejar de tener en cuenta la imbricación existente entre ambos, el análisis de los factores geográficos, especialmente de los que conforman el medio físico, merece un estudio aparte. Sin entrar en mayores disquisiciones, el territorio es el primer aspecto -aunque en este trabajo, por una cuestión meramente procedimental, vaya precedido de los factores de índole histórica- a considerar en el estudio de cualquier actividad humana, siendo el soporte material sobre el que se desarrolla la vida, la historia, la organización social y económica, la cultura y los Estados. El paralelo ecuatorial marca el límite septentrional de los 1.285.220 Km2 sobre los que se extiende el territorio peruano, ubicado enteramente en el hemisferio austral. Por su extensión territorial, Perú ocupa, tras Brasil, y México, el cuarto lugar en el conjunto de América Latina. La población censada, según los datos del Instituto Nacional de Estadística e Informática -en adelante INEI-, en el año 2004, ascendía a 27.546.574 habitantes, que sitúan a Perú, atendiendo a este criterio demográfico, en el quinto lugar entre los países latinoamericanos, superado por los tres ya citados y por . La densidad demográfica media para el conjunto del territorio peruano se situaba, en el año 2004, en torno a los 21´5 habitantes por Km2; sin embargo, este promedio encubre el contraste que existe entre los 99 habitantes por Km2 que pueblan la costa y los exiguos 3

6 Esta visión “idealizada” del pasado de Perú se encuentra bastante extendida entre la población. Según los datos de la encuesta realizada, en marzo de 1989, por APOYO S.A. -véase Torres Guzmán (1989: 64-65)-, para el 61% de los peruanos, el Incanato era el período histórico más admirado. Sin embargo, en esta misma encuesta, el período republicano tenía una mayor desaprobación -47%- que el colonial - 43%-.

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habitantes por Km2 que habitan las regiones selváticas, pasando por los 23 habitantes por Km2 que se asientan en los territorios serranos andinos. (7) En el año 2004, Metropolitana tenía 7.443.000 habitantes, mientras que la segunda ciudad más importante del país, Arequipa, no llegaba a los 800.000 habitantes; de las restantes urbes peruanas, únicamente Trujillo superaba los 500.000 habitantes, cifra a la que se aproximaba Chiclayo, cuarta ciudad de Perú atendiendo a criterios demográficos. Esta naturaleza macrocéfala -existe otros ejemplos en América Latina- que caracteriza a la municipalidad de Lima es una de las causas, más que consecuencia, de los desequilibrios, además de demográficos, económicos, sociales, culturales, administrativos y políticos que afectan al país. Hace algo más de veinte años, Matos Mar (1983: 43-44) ya hacía referencia a que, cualitativa y cuantitativamente, era muy notable la distancia social y cultural existente entre Lima y el resto del país, provocando, al organizarse la sociedad nacional en función de una sola ciudad, la creación de múltiples espacios desarticulados y “microcosmos”. Desde entonces, ni el frustrado proyecto de descentralización regional puesto en marcha, a finales de los 80 del pasado siglo XX, durante el mandato presidencial de Alan García, ni el más reciente diseño regional que está iniciando su andadura en los albores del siglo XXI parecen haber contribuido a modificar esta situación; la tradición y los diversos y encontrados intereses -y no sólo de Lima y de los limeños- se confabulan para poner trabas a la tan necesaria descentralización administrativa y política del país. Otro de los déficit que arrastra Perú, aún relacionándose con la Geografía, tiene, sin embargo, mucho que ver con las funciones administrativas y las labores de gobierno y toma de decisiones. Nos referimos a las imprecisiones existentes en la demarcación de los límites administrativos de los departamentos, provincias y

7 Perú ocupa el 0´92% de la superficie emergida del planeta, representando su población, en el año 2002, el 0´42% del total mundial; sin embargo, en ese año 2002, el PIB peruano únicamente representaba el 0´17% del PIB mundial. Según los datos del INEI, en el año 2002, Perú tenía una tasa de natalidad del 23´7 por mil, y una tasa de mortalidad del 6´15 por mil. La mortalidad infantil era, en 1999, del 44 por mil -101 por mil, en 1980-; sin embargo, según el Boletín de difusión de problemas sociales, nº 4 -publicado, en julio de 1997, por Data Social-, en el año 1996, la tasa de mortalidad infantil oscilaba entre el 26 por mil en el departamento de Lima y el 109 por mil en el departamento de Huancavelica -sierra-, pasado por el 48 por mil en el departamento de Loreto -selva- y el 78 por mil en el departamento de Cuzco -sierra-. La pirámide de población peruana es relativamente joven, aunque manifiesta los signos que caracterizan a una situación de evolución hacia un estado de “madurez” demográfica. En el año 2002, según los datos del INEI, el 33´7% de los peruanos -41´6%, en 1981- tenía menos de 15 años, el 4´9% -3´6%, en 1981- más de 65 años, y el 61´4% -54´8%, en 1981- se hallaban comprendidos entre los 15 y los 64 años. En el año 2005, según datos del INEI, la esperanza de vida de los peruanos era de 70´5 años; sin embargo, la esperanza de vida en las áreas urbanas -72´6 años- casi superaba en siete años a la esperanza de vida -65´9 años- en las áreas rurales.

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distritos. (8) En este sentido, Lozada de Gamboa (2000: 12) señala: “La demarcación territorial en nuestro país, desde la colonia y posteriormente la República desde su independencia, ha sido siempre defectuosa, por lo cual la creación de las circunscripciones políticas obedeció a necesidades del momento, y no a una respuesta elaborada con criterios técnicos fundamentales”. Según esta analista peruana (Idem: 15-16), el 83´33% de los departamentos se habrían creado sin límites definidos y sólo un 12´5% con límites referenciales; igualmente, para el 59´18% de las provincias y el 58´86% de los distritos las leyes que los crearon no especifican límites, y únicamente para el 27´22% de las provincias y el 25´14% de los distritos lo hacen con carácter referencial o parcial. Como ha sucedido con la Historia, también se han cultivado en Perú los “mitos” geográficos. Gozando hoy de menos valedores que antaño, aún se mantiene entre muchos ciudadanos peruanos, incluyendo algunos intelectuales, la creencia, vagamente fundamentada, de que Perú es un país rico en recursos naturales; las viejas frases de García Calderón (1907: 2-3), escritas hace un siglo, referidas a un país “geográficamente bien dotado”, que, situado en la región templada del planeta, “posee todos los climas y las producciones”, responden más a un deseo que a una realidad científicamente constatada. No se trata de que Perú sea un país pobre en recursos naturales -el país cuenta con importantes yacimientos de numerosos minerales-, pero tampoco es especialmente rico, aunque es cierto que posee una gran variedad y diversidad paisajística, biológica y climática; sin embargo, es un hecho comprobado que la posesión de una rica biodiversidad no supone siempre la existencia y disponibilidad de suficientes recursos naturales explotables y económicamente rentables para uso agropecuario e industrial. En última instancia, como señala O. de León (1995: 26-27), sobre la desarticulación geográfica de Perú se asienta la división socio-cultural del país, influyendo ambas sobre la organización productiva y la segmentación de la población, que, a su vez, inciden negativamente en el proceso de consolidación del régimen democrático.

4. Los factores étnicos y raciales.

Por razones obvias, relacionadas con causas tan variadas como la globalización (9) creciente y los movimientos migratorios masivos e intercontinentales, están

8 En el año 2000, Perú estaba dividido administrativamente en 24 departamentos, 194 provincias y 1.821 distritos. 9 Consideramos, no obstante, que sería más adecuado hablar de globalizaciones en plural. Existe una globalización de naturaleza económica relacionada con el ámbito mundial de los mercados financieros, de producción y comercio de bienes y servicios y, en menor medida, de trabajadores, pero también hay que hacer referencia a fenómenos globalizadores de índole cultural, política o medioambiental, por citar algunos ejemplos. De todos modos, es de sobra conocido que estas distintas globalizaciones están

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actualmente en boga los estudios que versan sobre las sociedades multiculturales y el pluralismo nacional y cultural. Los choques y conflictos de índole cultural, en ocasiones asociados también a diferencias étnicas y raciales, tienen unos antecedentes de larga data. Lo novedoso en nuestros tiempos es que las revoluciones tecnológica y de los transportes han puesto en contacto, directo o mediático, a cientos de millones de personas que pertenecen a colectivos altamente diferenciados atendiendo a sus características culturales, sociales, étnico-raciales y económicas. Resultado de este contacto son algunas consecuencias positivas, pero también otras no deseables por su naturaleza desestabilizadora y su capacidad para generar conflictos que pueden conducir a estallidos de odio y de violencia o a empeorar las condiciones de marginación y desigualdad que afectan a los grupos sociales o culturales más desfavorecidos. En el debate intelectual, de repercusiones planetarias, en torno a esta controvertida cuestión las posiciones y argumentos son diversos, incluso dispares. En algunos casos (Kymlicka, 2002), la defensa de la multiculturalidad, tanto en los ámbitos interestatales como supraestatales, se convierte en el eje de la actuación de los poderes públicos, mientras que en otros (Sartori, 2001), el pluralismo político es el valor prioritario a preservar en una sociedad democrática. Más allá de estas propuestas, es una realidad tan palmaria como inevitable que, incluso antes de la presencia europea, la sociedad que se asienta sobre el territorio peruano es un ejemplo claro de sociedad multiétnica. (10) A pesar de este evidente carácter multiétnico de Perú, el Estado oficial -o sus dirigentes- frecuentemente han pretendido ignorar o eludir esta realidad, condenando a una “virtual” desaparición a más de la mitad de sus ciudadanos; y cuando así no se ha hecho, o había impedimentos para hacerlo, entonces se ha acostumbrado al recurso de su manipulación según los intereses de turno. Para

imbricadas e interaccionan entre sí. 10 La población india es dominante en algunos departamentos de Perú. Según el Censo Nacional de Población de 1993 -cuando se está elaborando este trabajo aún no se conocen los datos del Censo Nacional de Población que se está realizando en el año 2005, siendo, hasta ahora, el Censo de 1993 el último de los hechos en Perú-, en el departamento de Apurímac la población de “lengua nativa” (eufemismo empleado para hacer referencia a los indios no castellanizados) representaba el 77´4% del total, en el de Puno el 76´5%, en el de Ayacucho el 71´3%, en el de Huancavelica el 67´3% y en el de Cusco el 64´9%; en el otro extremo, únicamente representaba el 0´4% en el departamento de Piura, el 0´5% en el de Tumbes, el 0´6% en el de La Libertad, el 1´3% en el de Cajamarca y el 3% en el de Lambayeque, siendo el 10´1% en el departamento de Lima. En el conjunto del territorio peruano el 19´5% de la población únicamente hablaba en alguna lengua nativa (Gatti y Pareja, 1995: 39). La lengua nativa más difundida es el quechua, seguida del aymara; además, algunos miles de peruanos establecidos en los espacios ocupados por la ceja de selva y la selva amazónicas hablan unas cuatro decenas de lenguas diferenciadas. También hay que tener en consideración que varios millones de peruanos son bilingües; estos habitantes, aunque se expresan -por razones obvias aunque difícilmente reconocidas- preferentemente en español, pueden hablar con suficiente fluidez en alguna lengua nativa. Al iniciarse el siglo XXI, aplicando unos criterios estrictamente raciales, en torno al 80% de los peruanos son indios o mestizos.

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Eguiguren, Albán y Abad (1990b: 155-156), el Estado peruano se ha venido manifestando como la expresión de un modelo de dominación elitista impuesto por un sector minoritario de la población que ha hecho prevalecer sus intereses y valores, desconociendo la pluralidad etno-cultural y social que caracteriza al país. Igualmente, otro analista peruano, F. Rospigliosi (1992: 362), alude a la existencia en Perú de una minoría “blanca” -aclara, el autor, que no se refiere sólo al color de la piel, sino a un conjunto de características raciales, sociales y culturales- que sigue, a pesar de los cambios producidos en las últimas décadas, discriminando a una mayoría india y chola. En este sentido, hay que recordar que en Perú, hasta finales de la década de los 70 del pasado siglo XX, la existencia de una ciudadanía de segunda -pasiva y de muy baja intensidad- constituía una realidad legal y constitucionalmente reconocida como tal, que llevaba a la privación del elemental derecho al sufragio a todos los peruanos “analfabetos”, esto es, a aquellos que no sabían expresarse en la lengua española. Nos hallábamos, entonces, ante un caso evidente de dominación hegemónica de tipo político-cultural, según el cual una minoría impone sus propios principios y valores al conjunto de la sociedad y desprecia los que son consustanciales a una mayoría marginada y discriminada. Al hilo de lo expuesto, entendemos que la sociedad peruana es esencialmente multiétnica y multicultural y, en menor medida, pluralista. En esta situación, habría que interrogarse acerca de que si un mayor pluralismo, deseable por otra parte, no irá acompañado en el futuro de un menor multiculturalismo; esto es, si la modernización económica, política, social y tecnológica no supondrá, al mismo tiempo, la desaparición, o cuando menos una patente disolución, de los principales signos y vínculos de identidad cultural que caracterizan e identifican a numerosas comunidades, principalmente -atendiendo a criterios cuantitativos- serranas o de origen serrano. Al respecto, Linz y Stepan (1996a: 43-46) argumentan que en una formación multinacional y multicultural las posibilidades para que se llegue a una situación de consolidación democrática se incrementan si se ponen en marcha una serie de políticas estatales que garanticen el acceso a un nivel de ciudadanía igualitaria e inclusiva, pero si, además, se pretende que la consolidación democrática sea exitosa, entonces los actores políticos que trabajen en esa dirección deberán ser muy cuidadosos al afrontar el reto que supone la existencia de una mosaico de naciones, culturas e identidades diferentes en su territorio y sopesar los riesgos que se derivan de la puesta en marcha de “políticas de nacionalización”. Las citas que se refieren a la existencia en Perú de una sociedad en la que abundan los tipos de comportamiento que caracterizan a los fenómenos de discriminación racial -o dicho más llanamente, racista- son frecuentes tanto en la calle como entre los científicos sociales. Abundan las referencias directas y literales (Montoya, 1992: 32; Quijano, 1992: 263; Rospigliosi, 1992: 355;

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Vargas Llosa, 1993: 505-506; de León, 1995: 101; Tamariz, 1995: 413; Manrique, 1996: 35; Clavero, 2001: 26) que indican a las claras que el racismo en Perú, lejos de ser un asunto propio de tiempos pretéritos, es una realidad vigente en nuestros días que dificulta avanzar en la consolidación de la conciencia nacional y de la democracia como sistema político. Ello a pesar de que, en el inciso 19 del artículo 2 de la vigente Constitución de 1993, se declare pomposamente que toda persona tiene derecho a que se respete su identidad étnica y cultural, encargándose el Estado del reconocimiento y la protección de la pluralidad étnica y cultural de la Nación peruana. El racismo en Perú es, no obstante, un fenómeno complejo que presenta muchas caras y tiene elementos contradictorios. Prueba de ello es que Mariátegui, uno de los más ardientes defensores del indigenismo andino de raíz incaica y látigo de conquistadores y de gobernantes republicanos de origen europeo, mostrara sin recato un evidente desprecio racista hacia las minorías china y negra que habitan en el país. El chino, según el fundador del Partido Socialista Peruano -luego, Partido Comunista-, “parece haber inoculado en su descendencia, el fatalismo, la apatía, las taras del Oriente decrépito”. Respecto a la población negra escribe: “El aporte del negro, venido como esclavo, casi como mercadería, aparece más nulo y negativo aún. El negro trajo su sensualidad, su superstición, su primitivismo. No estaba en condiciones de contribuir a la creación de una cultura, sino más bien de estorbarla con el crudo y viviente influjo de su barbarie” (Mariátegui, 1991: 141-342); alegando la superioridad cultural y racial de los pueblos indios, parece, incluso, hacer alarde de la exclusión amparada en la raza, pues cuando el negro -señala- “se ha mezclado con el indio ha sido para bastardearlo comunicándole su domesticidad zalamera y su psicología exteriorizante y mórbida (Idem: 334). Por otra parte, antecediendo a Mariátegui, otro ilustre intelectual peruano ya había dejado patente cual era el ideario criollo respecto a este tema al señalar que: “el problema de las razas es de suma gravedad en la historia americana....es la llave del irremediable desorden que desgarra América” (García Calderón, 1979: 193). Que la cuestión del racismo en Perú es compleja y poliédrica contribuye también a explicarlo, como señala Montoya (1992: 24), la imagen negativa que de sí mismos han tenido los indios y una gran parte de los mestizos, en los que anidan sentimientos contradictorios de vergüenza, resentimiento, rabia y odio, que necesariamente han de tenerse en cuenta para comprender y explicar tanto la violencia política como la violencia en general existente en el país. Como bien argumenta Manrique (1996: 36), cuando en Perú se utilizan las palabras “cholo” e “indio” para insultar a alguien se hace a costa de mutilar una parte de la propia identidad y de negar la parte de cholo o de indio que se tiene. Paradójicamente -corroborando el grado de complejidad de la cuestión que tratamos- los grupos subversivos, principalmente SL, cuyos cuadros se han

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surtido mayoritariamente de provincianos mestizos de origen serrano, han parecido ignorar este perfil multiétnico que caracteriza a Perú, pues, a tenor de sus escritos y documentos han juzgado a la peruana como una sociedad “tan homogénea como la japonesa o las escandinavas: ni una sola línea alude en ellos a problemas étnicos o raciales” (Degregori, 1990b: 205). El conflicto étnico-racial en Perú ha adquirido -como veremos en un capítulo posterior- una innegable connotación política a raíz de las elecciones celebradas en 1990; como señala González Cueva (1999: 131), a partir de esta fecha han irrumpido bruscamente en la escena política, entre voces de alarma, protesta o negación, varios temas de difícil expresión en la vida pública peruana, como son los que se refieren a las identidades étnicas y a la discriminación racial. Desde entonces, aunque los discursos se han atemperado, las apelaciones a la raza y la etnia, unas veces utilizadas como argumento para reforzar la identidad propia y otras empleadas como armas arrojadizas y vengativas respecto a los rivales, no han cesado. (11) En octubre del año 2000, el grupo IMASEN realizó un trabajo de campo -véase la revista Caretas, nº 1640, de 12/10/2000- con el objetivo de estudiar los prejuicios racistas que perduraban en Perú. De los resultados del mismo se deduce que los cholos son considerados -por este orden- como trabajadores, normales y buenos; los chinos, como trabajadores, intelectuales y buenos; y los blancos, como creídos, trabajadores y flojos. Al respecto hay que señalar que tradicionalmente los grupos “blancos” dominantes en la sociedad peruana han asimilado a los indios y a los cholos con la condición de flojos, y a los blancos con la de trabajadores y laboriosos; en consecuencia, algo está cambiando en Perú, y este cambio está abanderado por la emergencia social, económica y política de la mayoría natural del país, que es predominantemente india, chola y mestiza. Sin embargo, como señala B. Clavero (2001: 36), hablar en las

11 El ex presidente Fujimori, desde 1990 al 2000, encontró -explotándola con habilidad- en la cuestión étnico-racial un arma electoral y de propaganda política muy eficaz. Posteriormente, al presidente Alejandro Toledo le ha gustado autodefinirse como “cholo terco”, mientras que su esposa, blanca y europea, cargaba contra los “blancos” y “pitucos” limeños. Para muchos peruanos, Fujimori era el “chino” -identificación, que referida al ex presidente puede tener un carácter positivo o negativo, según quien y en que contexto la utilice-; Alejandro Toledo es el “cholo” -referencia, como la de chino, también cargada de significados e intencionalidades ambivalentes-; -ex vicepresidente de la República con Fujimori- es el prototipo del “blanco”; y -exitoso ex alcalde de Lima- era tildado de “criollo”, que en Perú lo mismo significa “mestizo blanquinoso” que es sinónimo de pícaro y tramposo. A raíz del triunfo de Toledo en las elecciones presidenciales del año 2001, han aparecido algunas propuestas oficiales -más efectistas que efectivas- que pretenden reconducir el debate sobre la cuestión étnico-racial hacia ámbitos más constructivos y armoniosos. En este sentido, Toledo proclamó, con grandilocuencia, la creación de un Gobierno integrado “por todas las sangres”; igualmente, desde algunos círculos próximos a la primera dama del país, Elaine Karp, se está pretendiendo difundir -más como discurso político que como una propuesta con contenidos reales- la imagen de un Perú “intercultural”.

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circunstancias actuales de Perú de la existencia de un Estado pluricultural es todavía “ciencia-ficción”. El personal punto de vista de quien esto escribe, no validado científicamente, pero, si se admite, avalado por el conocimiento directo de todos los países latinoamericanos vinculados en el pasado a los Estados ibéricos, es que la peruana, y más concretamente la limeña, es una de las sociedades más racistas de toda América Latina. Cierto es que en el Perú actual, al igual que en otros muchos países y sociedades, la discriminación socioeconómica pesa más que la puramente racista, pero a nadie se le escapa que los pobres y marginados peruanos son, en su mayoría, indios y cholos. De esta situación, no podemos, sin embargo, concluir que la relación entre pobreza y pertenencia étnica sea unicausal; sin duda, se trata de una relación de naturaleza más compleja y multicausal.

5. Los factores culturales y políticos.

Aún tratándose de aspectos analíticamente diferenciados, agrupamos los factores culturales y políticos en un mismo apartado teniendo en cuenta su mutua imbricación a través de los conceptos de cultura cívica y cultura política. En este sentido, en repetidas ocasiones (Inglehart, 1988; Lechner, 1990; Almond y Verba, 1992; Lipset, 1992; Linz y Stepan, 1996a; Dahl, 1999) se ha señalado la importancia que tiene para la consolidación de un régimen político democrático la existencia, entre los ciudadanos y líderes de un país, de un conjunto de ideas, valores y prácticas democráticos arraigados en su cultura. No obstante, sin dejar de reconocer la importancia que los factores culturales tienen en los procesos de consolidación democrática, Schmitter y Karl (1995: 181) han argumentado que respecto a la denominada “cultura cívica” existen algunos malentendidos que frecuentemente se observan en la literatura reciente sobre la democracia; para estos autores, las propuestas de los científicos sociales deberían fundamentarse sobre la prudencia, pues esperar que hábitos como la tolerancia, la moderación, el respeto mutuo, la justicia, la voluntad de compromiso o la confianza en las autoridades públicas estén profundamente asentados en una sociedad implicaría un proceso muy lento de consolidación de un régimen y sentenciaría al fracaso a muchas experiencias contemporáneas “ex hipothesi to failure”. En parecido sentido, O´Donnell (1997: 222) argumenta que, aún cuando sería conveniente que la mayor parte de la población de un país asumiera los principios democráticos y practicara sus reglas, no acostumbra a ser éste el caso; por lo que, si se hubiera esperado en muchos países a la existencia de una mayoría democrática para el advenimiento de la democracia política, ésta no hubiera surgido en parte alguna del mundo. Huntington (1998: 50) cita a Perú en la lista de países en los que, a su juicio, ha

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prevalecido un “modelo cíclico”, según el cual el cambio de régimen -de democrático a autoritario o viceversa- tiene la misma función que la alternancia de partidos en un sistema democrático estable; en estos países, “la alternancia entre democracia y autoritarismo es el sistema político”. Anteriormente, el analista peruano L. Pásara (1988: 19) había escrito. “Elegidos o impuestos, civiles o militares, los gobiernos en el Perú han tendido a comportarse de un modo equivalente. Estamos, pues, ante una forma de entender el gobernar o, probablemente, ante un estilo de ejercer el poder que es típico del país”. C. McClintock (1999a: 338) hace referencia a la existencia de un círculo vicioso en el funcionamiento del sistema político peruano; según esta politóloga estadounidense, la existencia de unas instituciones democráticas débiles, inmersas, además, en un contexto en el que la cultura política no democrática es dominante en el país, conduce al pobre desempeño de los gobiernos democráticos y a su fracaso, favoreciendo con ello que las fracturas históricas y las fallas en la cultura política no se superen. En las dos últimas décadas, han sido numerosos los autores, peruanos y extranjeros (Ballón, 1986; Pásara, 1988; Rubio, 1998b; Bourricaud, 1989; Monge, 1989; Franco, 1989 y 1995; Montoya, 1992; Grompone, 1991a y 1993; Cotler, 1993 y 1994; Eguiguren, 1993; de Althaus, 1993; Arias, 1994; López Jiménez, Mª, 1994; de León, 1995; Sanborn y Panfichi, 1997; Monzón, Roiz y Fernández, 1997; McClintock, 1999a; Neira, 2001), que han hecho hincapié en la permanente presencia en Perú de una cultura política de naturaleza tradicional, clientelista y autoritaria que obstaculiza la difusión de una cultura nacional ciudadana. En la cultura política peruana hallamos presentes muchas de las características que Mansilla (1989: 77-78; 1991: 31-33) atribuye a la cultura dominante en América Latina, como el personalismo, el establecimiento de relaciones en términos estrictos de “amigo-enemigo”, la estima de la apariencia sobre el contenido, la presencia de actitudes y comportamientos que abocan al intento de consecución del éxito inmediato, la hipocresía, el cinismo, la deslealtad y la ambición desmedida, entre otras. El “yoísmo” y la constante preocupación por el “ser” más que por el “hacer” son, según los analistas peruanos Kuczynski y Ortiz de Zevallos (1990: doc. 6), una parte integrante de la idiosincrasia de los latinoamericanos en general y, en particular, de los peruanos. Consideramos igualmente que otro aspecto importante a tener en cuenta en la cultura peruana es el factor religioso. Como señala Klaiber (1988: 18), en Perú hasta los portavoces de la reforma social y política -muchos de los cuales tendían a ser anticlericales y poco receptivos respecto a la religiosidad tradicional- acabaron por adoptar los símbolos religiosos estimados por las clases populares con el fin de granjearse su apoyo político. (12)

12 Klaiber (1988) se refiere con detalle a las manifestaciones de religiosidad puestas de manifiesto en

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Teniendo en cuenta estas consideraciones, desde nuestro punto de vista, concluimos que la notoria fragmentación que observamos en la cultura política peruana está asociada a la enorme disgregación cultural existente en el país. En este sentido, estamos de acuerdo con Dahl (1989: 104) cuando señala que el pluralismo subcultural es una causa de la existencia de situaciones tirantes, siendo la poliarquía -democracia política- más viable en los países relativamente homogéneos que en aquellos donde impera el pluralismo subcultural.

6. Los factores socioeconómicos.

Perú, al igual que sucede en otros países latinoamericanos, soporta unas grandes disparidades y contrastes de índole socioeconómica, lo cual juega en contra de la estabilidad y la consolidación democráticas. Como señala F. Durand (1996: 103), en Perú las diferencias entre clases sociales, principalmente en Lima, son muy fuertes; la clase alta apenas si constituye el 8% de la población, la clase media supone unas tres veces más que la alta, y la clase baja es tres veces mayor que la media. (13) En una revisión de su obra anterior -publicada originalmente en 1967-, Bourricaud (1989: 11), en lo que calificaba como un ejercicio de autocrítica, se preguntaba si, a pesar de haber sido sustituida, desaparecida y hasta quebraba la oligarquía a la que se refería a mediados de los años 60, no se habrían mantenido las tendencias oligárquicas en la nueva élite peruana. Que en Perú la pobreza alcanza unos niveles elevados es un hecho sobradamente conocido. Según los datos del INEI, en el año 2000, el 39´5% de los hogares peruanos -incluyendo el 11´7% de hogares que se hallaban en una situación de extrema pobreza- estaban por debajo del umbral de la pobreza, mientras que el los discursos de los militares tras el golpe de Estado de 1968, con sus reiteradas apelaciones al “humanismo revolucionario” de raíz cristiana, al explícito cristianismo del general Morales Bermúdez, a las proclamas político-religiosas de Alan García y al fervor religioso de -que fue alcalde Lima en representación de la coalición Izquierda Unida-. Connotaciones religiosas -referencias bíblicas, identificación de la acción política con el sacerdocio- también encontramos en el discurso de Haya de la Torre, fundador del APRA; incluso en los documentos de SL abundan las metáforas cargadas de significado religioso. Asimismo, el Preámbulo de la vigente Constitución de 1993 contiene una invocación a Dios. En este contexto se entiende que todas las encuestas y sondeos de opinión realizados en Perú durante los últimos veinticinco años sitúen invariablemente a la Iglesia católica como la institución del país más valorada. 13 Conocida es la teoría de la “pirámide social” desarrollada, en 1984, por el candidato del APRA - luego elegido presidente de la República en 1985- Alan García. Según la formulación de García, que llegó a adquirir el carácter de teoría oficial, el 2% más rico de la población peruana situado en la cúspide de la pirámide se apropiaba del 28% de la renta nacional; le seguía, de arriba a abajo, el 8% de la población que se apropiaba del 24% de la renta y, a continuación, el 15% que hacía lo propio con el 25% de la renta. Finalmente, en la base, se ubicaba un 75% de pobres que sólo se distribuían el 23% de la renta nacional. J. Nun (2002: 18) cita a Perú entre los ejemplos de países que se rigen por una ratio del tipo 60:30:10; según la cual, el 20% más rico de la población se apropia del 60% de la riqueza nacional, el 40% del 30%, y el 40%, más pobre, de únicamente el 10%.

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60´5% eran considerados como no pobres. Pero teniendo en cuenta que las tasas de natalidad, y en consecuencia el tamaño de las unidades familiares, acostumbran a ser superiores en los estratos socioeconómicos más deprimidos, el resultado final es que el porcentaje de habitantes considerados como pobres supera con holgura al porcentaje de hogares que tienen igual consideración; de este modo, en el año 2000, el 48´7% -el 42´7% en 1997- de los peruanos vivían bajo el umbral de la pobreza, incluyendo a un 15% de pobres extremos. (14) Sin embargo, los contrastes territoriales son muy importantes. Mientras que en las áreas urbanas son pobres 37 de cada 100 habitantes, en las áreas rurales lo son 70 de cada 100; si 4 de cada 100 peruanos urbanos son pobres extremos, en las áreas rurales lo son 36 de cada 100. Únicamente en cinco departamento - Arequipa, Moquegua, Tacna, y Lima-, de los veinticinco en que estaba dividido administrativamente Perú al concluir el siglo XX, el nivel medio de vida de sus habitantes era considerado como aceptable. Si los contrastes territoriales son ostensiblemente notorios, no lo son menos las diferencias socioeconómicas observadas en el interior de un espacio determinado, como es el que conforma el territorio de Lima Metropolitana. En 1999, la renta familiar mensual del 3´4% de los limeños encuadrados en hogares que eran considerados del nivel A -alto- superaba en más de veinte veces la renta familiar media del 11´4% de los limeños pertenecientes a los hogares del nivel E -bajo-bajo-. Una prueba del nivel de polarización y desigualdad existente en la sociedad peruana viene dada por el hecho de que en Lima, la ciudad del país que cuenta con una estructura social y económica más moderna, compleja y desarrollada, menos del 15% de la población se podía considerar, en 1999, como perteneciente a la clase media en sentido estricto. (15)

14 En el año 2000, se consideraba pobre en Lima a quien percibía unos ingresos inferiores a 263 soles - unos 75 dólares- mensuales; en las regiones rurales serranas el umbral de la pobreza se situaba en 146 soles -unos 42 dólares- mensuales. En ese mismo año 2000, se consideraba como pobres extremos en Lima a quienes percibían menos 125 soles -unos 36 dólares- mensuales, y en la sierra rural a quienes recibían una cantidad inferiores a 90 soles -unos 26 dólares- mensuales. 15 En el año 1999, el ingreso familiar medio mensual en los hogares limeños del nivel A -alto-, que agrupaba al 3´4% de la población de Lima, era de 3.319 dólares. En los hogares del nivel B -medio-, que incluía al 14´4% de los limeños, el ingreso familiar mensual medio era de 874 dólares. El 33´8 de los habitantes de Lima, que habitaban en los hogares del nivel C -medio bajo o bajo superior-, percibían unos ingresos familiares mensuales medios de 348 dólares. A 229 dólares mensuales llegaba el ingreso familiar medio del 37% de los limeños encuadrados en los hogares del nivel D -bajo-, y sólo a 157 dólares mensuales en el caso de los limeños que pertenecían a los hogares del nivel E -bajo-bajo- . En 1999, el 59% de las familias de Lima ingresaba menos de 300 dólares mensuales, pero generalmente disponían de un aparato de televisión y de un equipo de música. (Para tener una mayor información acerca del tema en cuestión, véase el artículo “Los nuevos pobres de Lima”, publicado en la revista Caretas, nº 1583, de 2/9/1999). En julio de 1999, el INEI procedió a corregir a la baja el valor de la producción nacional al considerar que el dato del PIB correspondiente al año 1994 estaba sobrevaluado en un 10´2%; en consecuencia, el PIB per cápita de los peruanos, calculado en 1999, quedó reducido, según el INEI, a 2.065 dólares anuales; cifra bastante alejada de los 2.642 dólares que, para ese mismo año, asignaba la

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7. La interacción de estos factores.

Estos factores estructurales cobran una dimensión mayor si tenemos además en cuenta los modos en que interactúan y se refuerzan mutuamente, contribuyendo a alejar a Perú de las siete condiciones básicas que, según Dahl (1989), intervienen significativamente en las oportunidades para que desarrolle de un modo adecuado el debate público y la poliarquía. (16) Los diversos factores estructurales se hallan en un permanente estado de interacción en cualquier sociedad; pero en alguna, como la peruana, la complejidad resulta mayor al presentar clivages no existentes, o presentes en menor medida, en otras sociedades. Como bien observa F. Durand (1996: 103), las líneas de separación de índole socioeconómica se superponen en Perú a una realidad étnico-cultural que varia al transitar de una clase social a otra. En la clase alta peruana predomina la presencia de los blancos de origen europeo; en la clase media son mayoría los habitantes resultantes del mestizaje entre los blancos y otros grupos raciales, configurando el universo de los conocidos como “blanquinosos” o “cholos blancos”; y entre los integrantes de la clase baja son ampliamente mayoritarios los “cholos” -indígenas aculturados o mestizos con una fuerte influencia indígena-, los “indios” -indígenas escasamente aculturados- y los “morenos” -negros-. Las diferencias raciales también tienen una importante repercusión en el ámbito político. Como señala F. Durand (1996: 106), mientras han dominado la escena política los partidos tradicionales ha sido nítida la relación establecida entre la composición étnico-cultural y social existente en Perú y la dirección del voto en las contiendas electorales, habiéndose reducido este impacto en el período más reciente que ha conocido el protagonismo de los candidatos independientes. McClintock (1989a: 363) atribuye a los clivages subculturales, superpuestos a los étnicos, regionales, de clase y religiosos, un importante papel tanto en las dificultades observadas para la consolidación de la democracia en Perú como en la aparición de SL. En palabras de O. de León (1995: 159), en Perú, “la complejidad de los mecanismos de diferenciación social, formados por factores

CEPAL a Perú y de los 2.460 dólares que le atribuía el Banco Mundial. 16 Las siete condiciones de la poliarquía a las que Dahl (1989: 39) se refiere son las siguientes: las secuencias históricas, el grado de concentración en el orden socioeconómico, el nivel de desarrollo socioeconómico, las desigualdades, la segmentación subcultural, el control extranjero y las creencias de los activistas políticos. Condiciones a las que este politólogo se refiere nuevamente en una obra posterior (Dahl, 1992). También Huntington (1998: 191) se refiere a los problemas contextuales -de naturaleza social, económica, cultural e histórica- como causa fundamental de las dificultades para la consolidación democrática observadas en numerosos países. Anteriormente Hirschman (1986: 61-62), en alusión al conjunto de América Latina, ya se había referido al poco sentido que tiene el intento de búsqueda de la causa primera de la inestabilidad política que afecta a los países latinoamericanos, pues en su fuerza y duración intervienen diversos factores, convergentes e interrelacionados.

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étnicos, culturales, económicos y hasta geográficos, a falta de un nítido perfil de clase, han hecho naufragar el paradigma occidental que va desde el conservadurismo hasta el comunismo”.

8. ¿Problemas pasados o cuestiones pendientes?.

Cerramos este capítulo haciendo una breve recapitulación de los principales condicionantes y causas, básicamente estructurales, que nos ayudan a tener una mejor comprensión del hecho de que muchos e importantes problemas observados con motivo de la transición democrática iniciada en 1978 hayan mantenido su vigencia y sean perfectamente reconocibles en el nuevo proceso de transición hacia la democracia que comenzó, tras el colapso el régimen fujimorista, a finales del año 2000. Se trataría de ese tipo de problemas y conflictos, históricamente heredados, que, siguiendo a Lipset (1981), entorpecen y dificultan el logro de la estabilidad democrática. Además, a los viejos problemas se suman los nuevos retos derivados del proceso de globalización mundial.

A modo de síntesis de lo expuesto, señalamos: a) Persiste en Perú un serio problema, históricamente transmitido, de debilidad en el reconocimiento compartido de la identidad nacional, sin cuya solución se hace difícil la conclusión del largo proceso de construcción del Estado-Nación. b) El peruano es un territorio geográficamente desvertebrado, sin que el país disponga de los recursos e infraestructuras necesarios para superar los retos que plantea el medio físico. c) La peruana es una sociedad más multicultural que pluralista, donde se practica la discriminación étnico-racial con tintes claramente racistas. d) En la cultura política predominante en Perú los códigos de conducta modernos y genuinamente democráticos conviven con pautas culturales tradicionales de raigambre autoritaria. e) La sociedad peruana es altamente desigual e injusta y está influida por un modelo de desarrollo económico desequilibrado, precario, incierto y proclive a las crisis económicas recurrentes.

Sobre estos factores también incidirán, en constante interacción con ellos, otros conflictos, problemas y acontecimientos de índole más coyuntural.

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CAPÍTULO II. LOS ANTECEDENTES DEL RÉGIMEN DE ALBERTO FUJIMORI.

1. El fracaso del reformismo militar.

El 3 de octubre de 1968, un golpe militar ponía fin a la presidencia constitucional de Fernando Belaúnde, que había accedido al cargo tras elecciones celebradas en 1963. Este golpe tenía sus antecedentes más inmediatos, en lo temporal y en sus propósitos reformistas, en el que había tenido lugar en 1962; en ambos casos, especialmente en 1968, las FFAA peruanas parecían alejarse de su tradicional papel de “gendarmes” y guardianes de los intereses de la oligarquía. Desde la década de los 50 del pasado siglo XX, los militares peruanos habían ido modificando paulatinamente tanto su autoimagen como la percepción que tenían de la realidad del país, decantándose muchos de ellos hacía una vía reformista y modernizadora. El derrocamiento de Belaúnde ponía también de manifiesto tanto la debilidad del régimen democrático peruano como la soledad política del Presidente de la República; las manifestaciones de oposición a la inconstitucional intervención militar fueron pocas e indecisas. (17) El proyecto reformista, vía golpe militar, inicialmente no contaba con el respaldo de todos los altos mandos castrenses; los ejecutores del golpe formaban un grupo -una camarilla- integrado por generales y coroneles directamente vinculados al Comandante General del Ejército, general Velasco Alvarado. (18) Sin embargo, el denominado Gobierno Revolucionario de las

17 Algunos autores han interpretado esta acción militar como un acontecimiento excepcional. Unos han percibido en el mismo la presencia de un “fenómeno inédito” que rompía con la tradición caudillista y pro-oligárquica anterior para reivindicar unas banderas revolucionarias con metodología populista (Quiroga, 1989: 27-28); otros se han referido al “universal desconcierto” que creó en la opinión pública peruana y latinoamericana (Halperin, 1990: 620). No han faltado incluso en la literatura existente respecto a este tema parabienes sorprendentes por su origen; así Fraga Iribarne (1971: 385) reconocía en el Plan de Gobierno del GRFA la existencia de “notables objetivos”, al tiempo que expresaba su deseo de que los mismos se lograran “en profundidad y en proyección de futuro”. El analista peruano J. Cotler (1978) nos ofrece una visión lúcida de los problemas y avatares a los que se enfrentó Fernando Belaúnde durante su mandato presidencial, así como de los acontecimientos que precedieron al golpe de Estado y a la secuencia del mismo. Un completo estudio del período militar en su versión “oficialista” lo encontramos en C. Franco, coor. (1983). Desde fuera de Perú, Stepan (1978) nos presenta un riguroso análisis, en perspectiva comparada, del período y de los hechos de referencia; también Pasquino (1974) nos ofrece unos apuntes de la evolución -hasta el año 1972- del régimen militar. 18 El día anterior al golpe de Estado, con motivo de la toma de posesión del nuevo Consejo de Ministros presidido por Múgica Gallo, el general Velasco Alvarado saludó con cortesía al nuevo premier y a los ministros; a las pocas horas, liquidaba al gobierno constitucional. En repetidas ocasiones se ha relacionado a los militares reformistas peruanos con el Centro de Altos Estudios Militares -CAEM- establecido en Lima. Al respecto Rouquié (1984: 357) pone de manifiesto que el papel del CAEM en el golpe de octubre de 1968 fue sólo relativo, puesto que ninguno de sus

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FFAA -GRFA-, que se constituye tras la acción golpista, sí contaba con el apoyo de éstas como institución; como señala Rodríguez Beruff (1983: 232- 233), si la acción militar llevada a cabo el 3 de octubre era claramente no institucional, el gobierno militar que se constituye posteriormente sí tuvo carácter institucional. No obstante, pese a esta apariencia de unidad, las diferencias ideológicas, corporativas y personales persistirán en el seno de las FFAA. Recibido entre la sorpresa y una actitud expectante, el régimen militar peruano surgido en 1968 ha recibido variadas calificaciones. Así, ha sido definido como “experimento” de “concepción neobismarckiana” (Petras y Laporte, 1971: 145), “especie de cuasi -o- protobonapartismo populista” (Kaplan, 1984: 152- 153), “el más importante de los regímenes militares de orientación nacional- populista” (Touraine, 1989: 185), “régimen autoritario militar-populista” (O´Donnell y Schmitter, 1994b: 39), o “caso de populismo militar- autoritario incorporativo” (O´Donnell, 1997: 261). Como observamos, los términos populismo y autoritarismo son los más citados, además del obvio de militar. Igualmente interesantes para llegar a una mejor comprensión de los objetivos propuestos por los militares peruanos, especialmente en su primera etapa “velasquista”, son las propuestas realizadas por alguno de los ideólogos civiles del régimen. Desde esta óptica, el militarismo peruano ha sido concebido como un proyecto, superior al marxismo leninismo, dotado de un gran potencial revolucionario y de transformación social, garantizado por la capacidad de los militares para acercarse a la clase trabajadora y ser capaces de expresar los “intereses históricos” de la misma (C. Delgado, 1975: 24). Para C. Franco (1975: 197), la opción socialista representada en los militares peruanos suponía una superación tanto del capitalismo como del “socialismo de Estado” al fundamentarse en los principios de una “democracia social de participación plena”, o, dicho en otros términos, de un “socialismo participatorio”. Se imponía también una lógica contraria a las organizaciones partidarias, desarrollada con detalle por C. Franco (1975), según la cual la reintegración de la política a la vida ciudadana implicaba sustraerla de la órbita de unos partidos que eran considerados como una consecuencia institucional de la concepción tradicional de la política, que habría de ser sustituida por el protagonismo de las organizaciones sociales y laborales como legítimas representantes de los ciudadanos y trabajadores. Sin embargo, lo cierto es que, pese a sus loables propósitos y objetivos, el régimen militar peruano en su desempeño estuvo, en todo momento, lejos de tan elevadas pretensiones. No consiguió tampoco canalizar el apoyo popular;

inspiradores ideológicos, los coroneles Rodríguez, Fernández Maldonado, Gallegos y Hoyos Rubio, como tampoco el general Velasco, habían pasado por el CAEM, sino que provenían de los servicios de inteligencia militar.

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además, con el paso del tiempo, se incrementaron tanto las disensiones, nunca desaparecidas, en el interior de las FFAA como la oposición civil, representada no sólo en los grupos sociales que no habían apoyado al régimen sino también en una parte de los sectores populares y laborales sobre los que los militares pretendían afianzar sus bases de apoyo y de legitimidad. Así para un militar como Barandiarán (1995: 16), el proyecto abanderado por el general Velasco representaba una alternativa agotada que tenía capacidad para romper pero no para crear y cuyo esquema del “no partido” y modelo “no capitalista, no comunista” era como un buque sin brújula. De este modo, pese a la creación, en 1972, de Sinamos (Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social), el régimen militar se mostró incapaz de superar la contradicción evidente que existía entre su proyecto democratizante, reformista y participatorio, por una parte, y su concepción autoritaria y de desconfianza respecto a la sociedad civil, por otra. Como señala Morlino (1991b: 140), los regímenes militares casi nunca han tenido éxito en sus intentos de movilización desde arriba; la experiencia militar peruana sería un buen ejemplo de ello. El efecto combinado del creciente descontento popular, un desempeño situado por debajo de los objetivos y pretensiones iniciales, el inicio de un ciclo de larga crisis económica y las crecientes disensiones en el seno de las FFAA, donde numerosos altos mandos eran opuestos a la deriva personalista del gobierno del general Velasco, propiciaron, en 1975, una revuelta palaciega que llevó a la cúspide militar, y por lo tanto del Gobierno, al general Morales Bermúdez. Aunque, atendiendo a sus discursos iniciales, el nuevo gobierno se comprometía a mantener, profundizándolas, las reformas llevadas a cabo durante el velasquismo, pronto se hizo notorio que, paulatina pero ostensiblemente, se iniciaba una andadura que conducía a una vía antirrevolucionaria. Desde su asunción al poder, según Rouquié (1994: 202), el gobierno encabezado por el general Morales representaría por su duración -casi cinco años- un caso de “levitación política” sin precedentes, ilustrando también las dificultades que acompañan a un caso de transferencia ordenada del poder cuando en el interior de las FFAA se carece del consenso necesario para tal fin. El curso de los acontecimientos no contribuiría a mejorar la situación inicial. A la no disimulada ambigüedad de un régimen que evidenciaba agotamiento se unían los efectos de una galopante crisis económica que los militares eran incapaces de hacer frente. En retrospectiva, no podemos decir que el régimen militar resultara exitoso; como acertadamente señalan Jaquette y Lowenthal (1986: 9), “quizás la conclusión más sorprendente acerca del experimento peruano es que los militares fracasaron en reformar al Perú en muchas de las mismas formas y aproximadamente en el mismo grado que lo hicieron sus predecesores y sucesores civiles”.

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En julio de 1977, algunos de los sindicatos fundados con anterioridad al régimen militar y unos partidos políticos que desde 1968 habían vivido situaciones tan variadas que iban desde el ostracismo, caso del APRA y de Acción Popular, a la colaboración más o menos explícita con los militares, caso del Partido Comunista y del Partido Demócrata Cristiano, convocaron a la ciudadanía para la realización de un paro nacional. El éxito incuestionable de este llamamiento antigubernamental sorprendió tanto a los militares como a una oposición que no esperaba un seguimiento tan masivo. A los pocos días, el general Morales daba a conocer al país el Plan Túpac Amaru, que suponía el punto de arranque para el retorno de los militares a los cuarteles y el inicio, tras la celebración un año después, en julio de 1978, de unas elecciones para constituir una Asamblea Constituyente, de un proceso de transición democrática. Parafraseando a Rouquié (1994: 201), el desgaste que acompaña al ejercicio del poder resulta más desmoralizador para los militares, como institución, que para los partidos políticos, máxime cuando se acompaña de una situación de crisis económica y social; en estas circunstancias, sin embargo, los militares pueden optar por un repliegue ordenado y “honorable”. En palabras de Huntington (1996: 113), aplicables al caso peruano, “los oficiales militares aprendieron que no existen soluciones fáciles a los complejos problemas económicos, sociales y políticos que afrontan sus respectivos países, y que involucrarse por largo tiempo en política tiene desastrosos efectos en la coherencia, eficiencia y disciplina de la institución militar”. El proceso de transición democrática iba a ser largo, complejo y tortuoso, siendo inicialmente guiado por las FFAA mediante un pacto establecido entre los militares y una parte de la oposición moderada, integrada, tras la autoexclusión de Acción Popular del ex presidente Belaúnde, por el APRA (la Alianza Popular Revolucionaria Americana también es conocida en Perú como Partido Aprista Peruano -PAP-) y el Partido Popular Cristiano -en adelante PPC- surgido de una escisión del Partido Demócrata Cristiano. En una situación de este tipo, como argumenta Rouquié (1994: 193), las FFAA estarían en disposición de exigir a los civiles algunas concesiones antes de proceder a su retiro del poder. Esta afirmación de autonomía militar sería, en consecuencia, el frecuente legado de la militarización del poder y el precio a pagar por el retorno a los cuarteles. (19)

2. La Asamblea Constituyente y la elaboración de la Constitución de 1979.

El protagonismo de las FFAA en el proceso de transición a la democracia iniciado en Perú en 1978 es innegable; no en vano fueron los militares los que

19 Stepan (1994: 126) cita al caso peruano como ejemplo del importante papel desempeñado por los factores corporativos de índole militar en el proceso de redemocratización al que nos referimos.

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abrieron el proceso democratizador y definieron los términos y las condiciones del traspaso del poder a los civiles, siendo el Gobierno militar quien convocó elecciones para una Asamblea Constituyente. Durante dos años, hasta la toma de posesión en julio de 1980 del presidente constitucional Fernando Belaúnde, quien había sido depuesto del poder por los militares doce años antes, en Perú se dio una compleja y conflictiva situación de naturaleza bicéfala; quienes real y nominalmente detentaban el poder, los militares, no estaban investidos de una soberanía popular y democrática que sí ostentaba una Asamblea Constituyente privada, en la práctica, de poder real y que tenía como función casi exclusiva la redacción de la Constitución. Desde el comienzo de sus labores, la Asamblea Constituyente, en la que el APRA y el PPC llegaron a un constructivo consenso, tuvo que hacer frente a varios problemas. Alguno de estos problemas se derivaban de su conflictiva relación con el Gobierno militar, y otros se relacionaban con el papel obstruccionista desempeñado por una izquierda parlamentaria dispersa y el abs- tencionismo antimilitar impuesto a su partido por ex presidente Belaúnde. (20) Arrogándose el APRA el papel de representante de las aspiraciones de las clases populares y el PPC de los intereses de los grupos sociales más favorecidos, se fue fraguando un acuerdo político que cristalizaría en la redacción de una Constitución. El texto constitucional apostaba por la opción de la democracia representativa como régimen político, aderezada con algunos principios y objetivos del Estado social, que, no obstante, tenían, más allá de su enunciado, un difícil desarrollo práctico y efectivo en Perú; de algún modo, los constituyentes, imbuidos de un optimismo exagerado, creyeron que la Constitución por sí sola podía dar una solución a los principales problemas del país, sin pensar que muchos de ellos poco tenían que ver con una simple cuestión de diseño constitucional. La Constitución de 1979 es una Carta larga compuesta por 307 artículos, integrados en 8 títulos y 35 capítulos. Fruto del consenso, el texto constitucional no llenaba de satisfacción ni al APRA, ni al PPC, ni a un Gobierno militar que mayormente se mostró respetuoso respecto a la labor de los constituyentes. No obstante, las FFAA, representadas en el Presidente de la República, general Morales Bermúdez, formularon una observación parcial respecto a varios artículos y disposiciones recogidos en la Carta, devolviendo el texto a la Constituyente, que, haciendo caso omiso de la prescripción

20 Sobre un total de 100 miembros elegidos en la Asamblea Constituyente, el APRA, con 37 escaños, y el PPC, con 25, se garantizaban una holgada mayoría. Los cuatro grupos en los que estaba dividida la izquierda parlamentaria contabilizaban, en conjunto, 28 escaños; completándose la representación con 4 parlamentarios de un partido de base regional, 2 democristianos y 4 -dos por partido- que representaban a las decadentes opciones políticas vinculadas a los ex presidentes de la República, Prado y Odría.

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presidencial, en julio de 1979, sancionó y promulgó la Constitución. (21) El constitucionalista peruano D. García Belaúnde (1992: 668-669) hace hincapié en algunos aspectos poco afortunados derivados del desarrollo práctico, a partir de julio de 1980, de la Constitución de 1979; entre ellos hace referencia a la tendencia al continuismo, la debilidad de los controles parlamentarios frente al presidente de la República, el divorcio existente entre el texto constitucional y la realidad peruana, la precariedad del Poder Judicial, la perpetuación del caudillismo y la inexistencia de un auténtico sistema de partidos. (22) La elección como presidente constitucional de Fernando Belaúnde, que retornaba al cargo doce años después, era un hecho contrario a las advertencias y consejos de Huntington (1998: 175) acerca de que los grupos opositores que deseaban la democracia no deberían haber boicoteado las elecciones convocadas por los gobernantes autoritarios. Belaúnde jugó la arriesgada carta de hacer caso omiso a la convocatoria de las elecciones, hecha por los militares, para la Asamblea Constituyente, ganando finalmente la apuesta. Su decisión de no concurrir al proceso electoral abierto en 1978 le facilitó, a la postre, acceder, dos años después, a la Presidencia de la República, sin duda beneficiado por el voto de los electores más antimilitaristas. La estrategia de mutuo acercamiento seguida por Haya de la Torre, líder indiscutido y carismático del APRA, y el general Morales Bermúdez, jefe del Gobierno militar, no surtió los efectos apetecidos para los interesados tras la celebración de las elecciones de 1980. (23)

21 El día 28 de julio de 1980, tras su toma de posesión, el presidente constitucional, Fernando Belaúnde, dado que la Constitución ya estaba promulgada desde hacia un año, ordenó su publicación y plena vigencia. 22 El citado D. García Belaúnde (1990: 49-50), sin dejar de reconocer algunos aspectos positivos incorporados al texto constitucional, señala la existencia en esta Constitución de errores de redacción, carencias de índole técnica, redundancias y lagunas. Sin embargo, para Quiroga (1989: 30) el perfil de la Carta de 1979 era “francamente moderno y avanzado”, mientras que Bernales (1989: 143) hace referencia a la ambigüedad del texto constitucional, capaz de servir de base para ampliar las posibilidades de participación popular, pero también de ser interpretado de un modo restrictivo. Respecto del régimen político que la Constitución de 1979 estableció, Linz (1997: 101 y 123) no duda en calificarla como “pseudoparlamentaria”, y los peruanos Rubio y Bernales (1988a: 374) como “mixta” o “semipresidencial”, aunque más próxima al modelo presidencial. 23 Muchos militares preferían el triunfo de Haya de la Torre, rompiendo una larga tradición caracterizada por las relaciones conflictivas entre el APRA y las FFAA, pues desconfiaban del supuesto antimilitarismo de Belaúnde y consideraban que el APRA podría garantizar las reformas llevadas a cabo durante el período militar. Además, rompiendo con los pronósticos previos, Haya de la Torre sintonizó bien con algunos militares, como el general Morales Bermúdez (Chang-Rodríguez, 1985: 305). A pesar de ello, el Gobierno militar reconoció el triunfo de Belaúnde, cumpliendo con su compromiso de retornar a los cuarteles.

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3. Un régimen político de difícil definición: ¿presidencialista o semipresidencialista?

Las dudas que planteaba la Constitución de 1979 acerca de la definición del modelo de régimen político que proponía se acrecentaron, a partir de julio de 1980, cuando la Carta entró en vigencia y el régimen democrático comenzó su andadura. Desde los inicios de esta nueva etapa constitucional en la historia republicana de Perú han sido numerosos los autores, peruanos y foráneos, que han demostrado un gran interés respecto a la definición y consideración del régimen político peruano, continuando con una larga tradición que, en este sentido, ya existía con anterioridad en el país. A partir de la toma en consideración de los distintos argumentos aducidos en la controversia que enfrenta a los defensores y detractores del régimen presidencialista, la politóloga estadounidense C. McClintock (1994) argumenta que desafortunadamente en Perú los períodos democráticos han sido demasiado cortos como para poder ilustrar de manera conveniente las preocupaciones manifestadas por Linz y Valenzuela acerca del modelo presidencialista (24); lo cual no es un obstáculo para que esta analista reconozca que el principal problema del presidencialismo en Perú ha consistido en la clara tendencia

24 Conocidos son los argumentos de Linz (1993, 1996b, 1996c y 1997) acerca de los elementos negativos y desestabilizadores presentes en numerosas democracias presidencialistas. Entre otros efectos no deseados, Linz señala que en el modelo presidencialista la elección del presidente fomenta la existencia de un juego de suma cero que genera frustración en los derrotados; también son fuente de conflictos la naturaleza unipersonal del cargo, el carácter plebiscitario de la elección, la tentación del presidente a creer que su poder excede al que realmente tiene, el enfrentamiento con unos parlamentos cuyos congresistas también han sido elegidos mediante sufragio universal y directo, la tentación a eliminar los impedimentos constitucionales y legales en el caso en que no esté prevista la reelección inmediata para dos mandatos consecutivos y la rigidez que supone la duración por un período fijo del mandato presidencial. En estas condiciones, para Linz, los militares pueden sentirse incitados a asumir una función “moderadora” y, alentados por una oposición frustrada, considerar que se encuentran legitimados para actuar en defensa de la Constitución. Estos argumentos son compartidos, en lo fundamental y especialmente en lo que se refiere a América Latina, además de por A. Valenzuela (1998), por analistas como Nohlen (1988), Hartlyn (1994), Przeworski, Alvarez, Cheibub y Limongi (1996), Przeworski (1997) y Dahl (1999a). Incluso autores que, en principio, defienden las ventajas del presidencialismo (Mainwaring, 1995 y Shugart y Mainwaring, 2002) señalan que este modelo puede no ser aconsejable en algunos casos. Las tesis principales de Linz también tienen sus detractores entre aquellos autores que, como Shugart y Carey (1992), Horowitz (1996), Morgensten y Domingo (2000), Chasquetti (2001), Lanzaro (2001), Shugart (2001) y Shugart y Mainwaring (2002), defienden, con mayor o menor intensidad, las ventajas del modelo presidencialista respecto al parlamentario. Terciando en esta controversia entre presidencialistas y parlamentarios, Sartori (1994b y 1997) argumenta que el parlamentarismo puede fracasar tanto y tan fácilmente como el presidencialismo, por lo que, en especial tratándose de los países de América Latina, el régimen semipresidencialista puede ser una buena alternativa respecto al modelo presidencialista. En esta línea, Sabsay (1992) ya había argumentado a favor del semipresidencialismo como una opción aceptable a tener en cuenta en algunos casos.

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manifestada por los presidentes Belaúnde, García y Fujimori a actuar como “mesías”, interpretando los resultados electorales como mandatos y viéndose a sí mismos como “superhombres”. (25) M. Rubio (1990a: 135) coincide en este diagnóstico al señalar que desde 1980 el poder presidencial creció de un modo tan desmesurado e inconstitucional que, en la práctica, Perú se aproximó durante las presidencias de Belaúnde y de García a un modelo de liderazgo caudillista, permitiendo que el Presidente de la República haya hecho “uso y abuso de prerrogativas de dictadura constitucional”. También F. Tuesta (1995: 89) hace alusión a la existencia en Perú de un hipotético modelo híbrido que, sin embargo, ha conducido a una suerte de “caudillismo presidencial”. No lejos de estas propuestas, N. Lynch (1999: 59) considera que, ya desde 1930, el tipo de régimen presidencial peruano ha venido expresándose como una forma de hiperpresidencialismo. Aún teniendo en cuenta lo expuesto, son numerosos los analistas (Bernales, 1984; D. García Belaúnde, 1991; Vargas Haya, 1991; Krsticevic, 1991; Eguiguren, 1993; McClintock, 1994; Fernández Segado, 1994; Valega, 1994; Tuesta, 1995; Linz, 1997) que han señalado la existencia en el régimen político peruano de elementos propios del modelo parlamentario dentro de un diseño constitucional e institucional predominantemente presidencialista, configurando de este modo un régimen híbrido y mixto. Sabsay (1991 y 1992) opta por caracterizar explícitamente al régimen surgido de la Constitución de 1979 como semipresidencialista, aunque, en la misma línea de los autores citados anteriormente, reconoce que se trata de un caso de semipresidencialismo desdibujado, debido a que la dinámica institucional seguida por el país ha derivado hacia una forma presidencialista. Al margen, sin embargo, del debate académico, la ciudadanía peruana mayoritariamente cree -y desea mayoritariamente que siga siendo así- que el Presidente de la República tiene bastante más poder que el Parlamento. Invariablemente desde 1981, como lo ponen de manifiesto las encuestas anuales publicadas por la revista Debate -perteneciente al grupo editorial Apoyo S.A.-, los presidentes de la República en ejercicio, incluso en sus momentos más bajos de popularidad y mayor desprestigio, ha sido considerados, sin duda alguna, como los peruanos más poderosos.

25 Para McClintock (1994), aunque las Constituciones peruanas de 1860, 1933 y 1979 hayan sido esencialmente presidencialistas también han tenido más rasgos de naturaleza parlamentaria que la mayoría de las constituciones latinoamericanas; sin embargo, para esta analista, el fuerte arraigo del presidencialismo en la cultura política peruana hace que el parlamentarismo sea una alternativa inviable en Perú.

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4. El desempeño de las instituciones y de los actores políticos durante los mandatos de Belaúnde y de García.

Cuando, en julio de 1980, Fernando Belaúnde tomó posesión de su cargo como presidente constitucional de Perú los antecedentes no eran precisamente halagüeños. Entre los años 1931 y 1979, únicamente un presidente constitucional, , logró, en 1945, concluir su mandato y ceder, de acuerdo con el ordenamiento constitucional establecido, el cargo a su sucesor, José Bustamente y Rivero; el mismo Belaúnde, en 1968, había sido desalojado el palacio presidencial mediante una acción golpista. La sombra del “golpe” no desaparecería en Perú desde 1980.

4.1. Las FFAA como actor político.

Como argumenta Rouquié (1994: 193-194), la desmilitarización del gobierno no significa necesariamente que se desmilitarice el poder en una situación en la que los militares se han afianzado como actores cuasi legítimos en el juego político, como tampoco el retorno de los civiles al poder conduce automáticamente a la “civilianización” del mismo ni siquiera en el caso de que hayan tenido lugar elecciones libres y representativas. En el caso de Perú, como en el de otros Estados que han experimentado durante las últimas décadas procesos de transición hacia la democracia desde distintas formas de regímenes autoritarios precedentes, el temor fundamentado a la interrupción democrática mediante un nuevo golpe militar ha sido una constante. (26) Las FFAA peruanas retuvieron en sus manos, aún después de la toma de posesión de Belaúnde cómo presidente constitucional, una alta cuota de poder y un grado de autonomía institucional incompatibles con la consolidación de un régimen democrático. En Perú, como señala Mauceri (1989: 16), desligar a los militares de su participación directa en los asuntos políticos se convirtió en un objetivo de difícil logro para el poder civil; los militares no interferirían en las actuaciones de los civiles mientras éstos no entraran en los asuntos que las FFAA consideraran como propios. En el fondo de la cuestión, como argumenta A. Acosta (2002), se encontraría la débil identificación de los militares

26 Durante la década de los años 80 tuvieron lugar en Perú varios procesos electorales de índole diversa -elecciones generales, municipales y regionales- bajo el denominador común del respeto a las reglas propias del juego democrático. A pesar de ello, como señala Rubio (1989: 224-225), el fantasma del golpe era algo que en Perú formaba parte de la realidad cotidiana y que usaban todos contra todos; de los 2.969 días que mediaron entre el 9 de agosto de 1980 y el 25 de septiembre de 1988, en 291 días la prensa escrita peruana se refirió a la posibilidad de un golpe de Estado. Lo más preocupante es que algunos civiles contribuían a fomentar este miedo, e incluso laboraban en esta dirección; como señalan Degregori y Rivera (1993b: 8), “tras la retórica antigolpista continuó así vigente el paradigma oligárquico en el cual los políticos fluctuaban entre el rechazo a los “cachacos” y el “tocar las puertas de los cuarteles”.

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peruanos, que han buscado cobijo en el supuesto apoliticismo castrense y en el aislamiento de sus actividades, con los principios de la democracia; un apoliticismo que los uniformados no entienden les tenga que alejar de una eventual participación activa, más o menos directa, en la vida política del país cuando juzguen que el interés nacional o el de las FFAA está en juego. (27) En juego estaba, y sigue estando actualmente, la adecuada definición del papel no deliberante de las FFAA; como señala Rubio (1990b: 173), en Perú el poder civil entiende la no deliberancia de las FFAA como un total alejamiento de és- tas respecto a los asuntos públicos, mientras que los militares han desarrollado sobre la cuestión la noción del “profesionalismo participatorio”. (28) Aún reconociendo el interés de propuestas, como la del profesionalismo

27 Según las encuestas anuales publicadas por la revista Debate, aún constatando que desde 1981 los peruanos consideraban al Presidente de la República como la persona más poderosa, durante el período que va de 1981 a 1984 los ciudadanos consultados creían que las FFAA, por delante de la Presidencia de la República, era la institución que detentaba mayor poder en Perú. No sería hasta el año 1985, después de acceder Alan García al cargo presidencial, cuando los peruanos comenzaron a percibir como más poderosa a la Presidencia de la República, relegando a las FFAA al segundo lugar. 28 El general Mercado Jarrín (1985) -persona muy influyente durante la fase de gobierno militar y cuyo prestigio no decayó iniciado el proceso de transición a la democracia- argumenta que la Doctrina de Seguridad Nacional que surgió en Perú finalizada la Segunda Guerra Mundial, concebida y elaborada por los militares peruanos, no guarda relación con la doctrina militar norteamericana. Para este militar, en la doctrina peruana, al contrario de lo que sucede en Estados Unidos, la consecución del Bienestar es la finalidad primordial del Estado y la Seguridad la finalidad consecuente. En este contexto, para Mercado (1985: 299-300), el profesionalismo participatorio supone “el aprovechamiento del vigoroso movimiento de profesionalización de la Fuerza Armada....para participar, mediante consulta institucionalizada -no arbitraje- en la toma de decisiones, responsabilidad de los gobiernos, en ámbitos específicos de interés nacional estrechamente vinculados a la Seguridad Nacional”; así entendido, el profesionalismo participatorio no pretendería ser un instrumento para conseguir la militarización de la sociedad, sino que serviría para tender un puente, constitucionalmente establecido, en la relaciones cívico-militares. Otro ejemplo del estado de ambigüedad, en los años que siguieron a la recuperación del régimen democrático, que presidía las relaciones entre los civiles y los militares y que ilustra el papel relevante que las FFAA deseaban tener en la naciente democracia lo representa la figura del general Cisneros Vizquerra, prestigioso militar y ministro en el gobierno militar, ministro de Guerra durante la presidencia de Belaúnde y, ya en situación de retiro, candidato al Congreso, en 1995, en las lista de la Unión por el Perú que patrocinaba el ex secretario general de la ONU y entonces candidato presidencial Pérez de Cuéllar. En una entrevista, el general Cisneros (1983), que exponía a las claras un conjunto de ideas muy extendidas entre sus compañeros de armas, reclamaba para las FFAA un papel activo en la conducción del conflicto que enfrentaba al Estado con el grupo subversivo Sendero Luminoso, al tiempo que manifestaba abiertamente su desconfianza en los partidos políticos respecto a su capacidad para gobernar. De la vocación política de las FFAA peruanas es una buena muestra el elevado número de militares retirados que desde 1980 han concurrido como candidatos en las distintas elecciones celebradas en Perú. Se da además la circunstancia de que han cubierto prácticamente todo el espectro político, desde Izquierda Unida a los movimientos políticos que dieron un soporte electoral a Fujimori. Salvo contadas excepciones, sus candidaturas se han saldado sin éxito; especialmente sonado fue el fracaso del ex presidente del gobierno militar, general Morales Bermúdez, que concurría como candidato presidencial en las elecciones convocadas en 1985.

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participatorio, surgidas desde el ámbito castrense, consideramos, en la línea de lo expuesto por Stepan (1988), que, tratándose de un ordenamiento institucional y constitucionalmente democrático, si las FFAA, como institución, se oponen al modelo de “profesionalismo democrático”, entonces las posibilidades de que se repita el ciclo de intervención militar y posterior abandono del poder se verán muy incrementadas; y si el poder civil en un régimen democrático declina en sus funciones, serán los militares quienes lideren el proceso de “reprofesionalización” de las FFAA. Y es que en Perú, habiendo transcurrido más de un cuarto de siglo desde el voluntario retorno de los militares a los cuarteles, la frontera que separa lo civil de lo militar sigue siendo considerablemente confusa y permeable. A que así sea ha contribuido tanto la tradición militarista existente en el país como la falta de claridad del Constituyente a la hora de delimitar las funciones de las FFAA en el régimen democrático, sin pasar por alto la importante influencia que en el devenir de las relaciones cívico-militares ha tenido, desde 1980, la presencia continuada de activos grupos subversivos, que con su accionar han propiciado que las FFAA mantengan una relevancia más allá de lo deseable en una democracia.

4.2. La precariedad del sistema de partidos peruano.

Teniendo en cuenta el desenlace final, es una evidencia que las organizaciones partidarias y sus líderes caudillistas, aunque no solamente ellos, fracasaron ante el doble reto que suponía la consolidación democrática, por una parte, y hacer frente con efectividad a los graves problemas que acuciaban a la sociedad peruana, por otra. En su descargo también habría que tener en consideración que, no obstante la importancia que la Constitución de 1979 otorgaba a los partidos políticos, en Perú existe una corriente antipartidaria de larga data que igualmente contribuye a dificultar la conformación de un sistema partidario consolidado que tan necesario es para la estabilidad democrática. En este sentido, no ha sido únicamente desde el lado de las FFAA de donde han surgido las actitudes recelosas respecto de los partidos políticos, también en esta dirección se han movido numerosos intelectuales y líderes políticos peruanos. La lógica del no partido defendida por los ideólogos civiles del velasquismo ha perdurado, habiendo encontrado una sabia nueva, ideológicamente “neutra”, en la exitosa irrupción política durante los años 90 del pasado siglo XX de los políticos “independientes”, con Alberto Fujimori como figura más representativa. Lo más preocupante sería el hecho de que esta hostilidad manifiesta hacia los partidos políticos ha calado profundamente entre unos electores peruanos que, sin embargo, se manifiestan mayoritariamente favorables respecto al régimen democrático; pero entendemos que resulta

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bastante problemática la labor de consolidar la democracia sin una previa articulación del régimen democrático con un sistema de partidos definido y estable. Otro aspecto relevante a tener en consideración es el que se refiere a las mutuas implicaciones que se producen entre el régimen presidencialista dominante y el sistema de partidos. En varias ocasiones se ha argumentado entre los defensores del régimen parlamentario, e incluso desde las filas de los que patrocinan las ventajas del régimen presidencialista (Nohlen, 1993; Sartori, 1994b; Hartlyn, 1994; Duverger, 1994; Mainwaring, 1995; Lasagna, 2000; Shugart, 2001; Mainwaring y Shugart, 2002), que el presidencialismo y el multipartidismo fragmentado forman una pareja problemática para promover el adecuado mantenimiento de una situación de estabilidad democrática, contribuyendo además a incrementar el carácter personalista del régimen presidencial. En este trabajo consideramos que el sistema de partidos que se erigió en Perú entre 1980 y 1990 era sumamente precario y débil. La celebración durante ese período de tres elecciones presidenciales, que otorgaron el triunfo a tres alternativas políticas diferenciadas, no constituye un argumento suficiente para fundamentar ni la existencia de un sistema de partidos dotado de una solidez suficiente ni la presencia de una oposición política seria y responsable. En esta dirección, Mainwaring y Shugart (2002: 288) señalan que, en 1990, Perú representaba un caso poco común de país dotado de un sistema de partidos “rudimentario”; anteriormente, Mainwaring y Scully (1997: 91) ya habían incluido a Perú en el grupo de países latinoamericanos cuyo sistema de partidos era considerado como “incipiente”. Otros analistas (Fernández Fontenoy, 1987; McClintock, 1994; Hartlyn, 1994; Cotler, 1994; Paniagua, 1996; Pease, 1999; Lynch, 1999) también hacen referencia a esta naturaleza frágil, precaria y fragmentada que caracterizaría al sistema partidario peruano durante la década de los 80. (29) De este modo, considerando que, en el mejor de los casos, durante la década de los 80 existió en Perú un sistema de partidos débil, éste puede incluirse, atendiendo a la tipología establecida por Sartori (1994a), dentro de la categoría del multipartidismo polarizado, caracterizado por la existencia de un relati- vamente elevado número de partidos distantes ideológicamente entre sí. (30)

29 N. Lynch (1999: 49-50) señala que en Perú se hace difícil pensar que exista o haya existido un sistema de partidos como tal, a lo sumo habrían existido un “protosistema” o un intento de construcción de un sistema de partidos. Existen, no obstante, algunas propuestas en las que se sostiene (Rouquié, 1994; Alcántara, 2001a; Alcántara y Freidenberg, 2001b) que en Perú durante la fase postransicional de inicios de los 80 sí existió un sistema de partidos fuerte y consolidado; incluso algún analista (Roncangliolo, 1988) vaticinaba que el país evolucionaba hacia un sistema bipartidista con el APRA y la coalición Izquierda Unida como fuerzas políticas destinadas a alternarse en el poder. 30 Para Sartori (1994a) el “punto crítico” que evidenciaría la existencia de un sistema multipartidista se

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A esta fragilidad del sistema partidario habría contribuido también la sucesión en el poder de los dos partidos políticos más importantes, APRA y AP, sin que ninguno, más allá del entusiasmo inicialmente levantado, hubieran podido dar una solución a los problemas más acuciantes del país. Entre 1980 y 1990 el electorado peruano asistió expectante pero crecientemente desesperanzado al desfile de presidentes de la República, parlamentarios y alcaldes que, representando a las más importantes opciones políticas del país -APRA, AP, IU y PPC-, fracasaron, en mayor o menor medida, en su gestión, decepcionando así a quienes -la mayoría de los peruanos- en algún momento habían confiando desmedidamente en ellos. El tránsito de la ilusión y la esperanza a la frustración y el resentimiento fue tan rápido como vertiginoso. De este modo, llamados los partidos políticos a ser uno de los actores principales en el modelo de democracia representativa por el que optaba la Constitución de 1979, resulta un hecho poco cuestionable que no cumplieron adecuadamente con el papel que la Constituyente les otorgó y la sociedad les demandaba. (31) Aun cuando la mayoría de los analistas que han tratado el tema consideran que, entre finales de los años 80 y comienzos de los 90, los partidos políticos peruanos fracasaron en el cumplimiento de sus funciones esenciales, la

encuentra en la presencia de entre cinco y seis partidos “importantes”, provistos de “utilidad de coalición” o de “capacidad de intimidación”. Para otros autores, como Von Beyme (1986), la distinción entre un sistema pluralista polarizado y otro moderado resulta en la práctica difícil de establecer. En el caso peruano, si bien es cierto que durante la mayor parte de la década de los 80 cuatro organizaciones políticas, APRA, AP, IU y PPC, prácticamente monopolizaron la representación política, no hay que olvidar que IU era una alianza electoral integrada por varios partidos políticos y que, desde finales de la década, tomaron un creciente protagonismo distintos movimientos políticos de naturaleza no partidaria, como el Movimiento Obras que sirvió de plataforma electoral al independiente para ser elegido, en 1989, alcalde de Lima; ello sin contar con la presencia de actores políticos antisistema, como era el caso de SL y el MRTA. Fernández Fontenoy (1987: 425-426) se refiere al sistema de partidos peruano de la década de los 80 como un ejemplo de polarización y pronosticaba que, dadas las peligrosas tendencias centrífugas intra y extra partidarias existentes, el país se abocaba hacia una “salida a la chilena”. Años más tarde, Tuesta (1995: 126-128) también consideraba al sistema de partidos peruano como un caso de “pluralismo extremo y polarizado”, acercándose también a esta propuesta las hechas por Tanaka (1998: 54) y por García Montero y Freidenberg (2001b: 410). Sin embargo, para Ramos Jiménez (2001: 308) el sistema de partidos de Perú representaba un caso de pluralismo fragmentado y sólo a partir de 1990 podría hablarse de polarización, mientras que para Chasquetti (2001: 332) Perú se habría caracterizado por tener un sistema bipartidista entre 1980 y 1990, para transitar bruscamente en 1990 hacia el multipartidismo extremo. 31 En el artículo 68º de la Carta de 1979 se lee: “Los partidos políticos expresan el pluralismo democrático. Concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular. Son instrumento fundamental para la participación política de la ciudadanía”. Consecuentemente con lo expuesto, en el artículo 69º se declaraba: “Corresponde a los partidos políticos o alianzas de partidos postular candidatos en cualquier elección popular”. En los artículos 70º y 71º se regulaba el acceso gratuito de los partidos políticos a los medios de comunicación social propiedad del Estado.

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unanimidad desaparece, aunque exista una cierta complementariedad entre los distintos puntos de vista, al tiempo de estudiar las causas, establecer plazos y atribuir responsabilidades. Existe una corriente expositiva (C. Franco, 1989; Ames, 1990; Pango, 1990; Grompone, 1991a; Pásara, 1993; Rojas, 1994; Cotler, 1994; Bernales, 1995a; Grompone y Megía, 1995b; Lynch, 1995; Cameron, 1997; Mainwaring y Scully, 1997; Tuesta, 1999a), bastante crítica con los partidos políticos, que carga sobre éstos la mayor responsabilidad en la existencia en Perú de un régimen democrático precario, inestable y no consolidado. Desde este punto de vista, se considera que los partidos políticos, con sus dirigentes a la cabeza, contribuyeron, por acción u omisión, a su propio desprestigio ante el electorado y también al de las instituciones y procedimientos de la incipiente democracia; para una parte de la ciudadanía peruana, los partidos políticos no sólo fracasaban en la resolución de los problemas del país, sino que además, tanto desde el gobierno como desde la oposición, sus conductas iban encaminadas casi exclusivamente a la preservación de sus propios intereses partidarios. Estos argumentos se matizan ligeramente en la exposición de Lynch (1999) acerca de la tragedia sin grandeza de los partidos políticos peruanos, que habrían operado dentro de una dinámica en la cual también hay que tener en consideración determinados aspectos coyunturales, insertos en un proceso histórico y estructural más amplio que llegó a desembocar en una fractura histórica específica. Para Mayorga (1995), en retrospectiva, los dos partidos más importantes, APRA y AP, y particularmente sus respectivos líderes, García y Belaúnde, fueron de modo simultáneo aceleradores y víctimas de una crisis cuya alternativa no se imaginaban. Lo cierto era que, al finalizar la década de los 80, la sociedad y los partidos políticos parecían caminar en Perú en direcciones opuestas, incrementándose el distanciamiento entre las partes. Otra línea argumentativa, en parte diferente a las ya señaladas, es la que desarrolla el politólogo peruano M. Tanaka (1998), que en su exposición considera que los partidos políticos peruanos lograron cumplir, prácticamente hasta el final de la década de los 80, con criterios mínimos de representatividad las funciones que tenían encomendadas en la Constitución de 1979. Para Tanaka, el panorama comenzaría a modificarse, de manera que resultaría fatal para los partidos, en el contexto de los procesos electorales de 1989 y 1990, momento en el que se asistiría a una “coyuntura crítica” marcada por el agotamiento del patrón Estado-céntrico y la importancia creciente en la arena política de la opinión pública. De este modo, entre 1989 y 1992, los partidos políticos, que hasta entonces habían tenido un desempeño aceptable, habrían sido “engañados” por una serie de espejismos en la lógica de la representación política; en un momento en el que se tornaba dominante la arena mediática y de la opinión pública, los partidos perdieron el hilo de los acontecimientos,

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favoreciendo que un electorado, tradicionalmente volátil, se desplazara hacia las opciones “independientes”. (32) Sin duda, a una situación deseable caracterizada por la mejor definición y consolidación de los partidos políticos y del sistema de partidos podía haber contribuido la existencia de una tan necesaria, como incomprensiblemente desdeñada, ley que regulara el status, el funcionamiento y las actividades de los partidos políticos peruanos. Entre los años 1983 y 1985 hubo en este sentido varias propuestas parlamentarias a iniciativas del APRA, AP y PPC; ninguna salió adelante, probablemente, como señala Vargas Haya (1991: 59), porque a los dirigentes partidarios no les interesaba un control legal que pusiera en peligro su posición de casi absoluta preponderancia en el interior de sus respectivos partidos. De igual manera, también se frustraron, en la década de los 80, los intentos que existieron en el APRA e IU tendentes a su democratización interna. (33) Desde nuestro punto de vista, concluimos que, a lo largo de la década de los 80, los partidos políticos peruanos no manifestaron problemas importantes de índole representativa, pero se mostraron ineficaces y fracasaron en la solución de los dos problemas más preocupantes a los que se enfrentaba el país: la crisis económica y la actividad de los grupos subversivos. La deslegitimación de los partidos políticos y de sus dirigentes a los ojos del electorado acabaría afectando fatalmente a las instituciones fundamentales, como el Parlamento, del régimen democrático; de este modo, muchos ciudadanos decepcionados y frustrados, liberados mayoritariamente de una vinculación partidaria que nunca

32 En las elecciones presidenciales celebradas en 1980 y 1985 los votos partidarios superaron el 96% del total de los votos válidos; incluso en la primera vuelta de las elecciones del año 1990, casi el 70% del electorado peruano votó por una opción partidaria o parcialmente integrada -caso del Fredemo- por algunos de los partidos políticos más importantes del país. Dramáticamente en las elecciones para el Congreso Constituyente Democrático, celebradas en 1992, el voto partidario apenas si representó el 15% de la votación válida. 33 En noviembre de 1991, el Senado peruano redactó un proyecto de Ley General de Partidos Políticos, que finalmente resultó frustrado; en aquel texto se contemplaban, entre otras cuestiones, la democratización interna de los partidos y la financiación de los mismos. En 1996, un grupo integrado por parlamentarios opositores al régimen de Fujimori presentó en el Congreso un Proyecto de Ley General de Partidos Políticos, y el también congresista H. Forsyth un Proyecto de Ley de Financiación de Campañas Electorales; ambas propuestas fueron rechazadas por la mayoría oficialista de -Nueva Mayoría. Igualmente el proyecto tendente a regular, mediante una Ley Orgánica de Elecciones, las cuestiones referidas a la financiación de los partidos y demás organizaciones políticas durante las campañas electorales se saldó sin éxito; más tarde, un llamado Código Electoral, aprobado en 1997, tampoco tuvo en la práctica mayor fortuna. Durante el postfujimorismo, en abril del 2001, un parlamentario perteneciente al movimiento político Somos Perú presentó una iniciativa de Ley de Partidos Políticos, que ni siquiera llegó a tramitarse. En noviembre del 2002, fue presentado al Congreso un Proyecto de Ley de Partidos Políticos que se convirtió, el 31 de octubre del 2003, en la Ley 28094 de Partidos Políticos; no obstante, la aprobación de esta ley no ha supuesto, transcurridos más de dos años desde su entrada en vigor, cambio significativo alguno respecto a la situación anterior.

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había sido fuerte, desplazaron sus expectativas y su voto hacia las organizaciones políticas y los candidatos apartidarios. Para entonces, el logro de la estabilidad económica y la derrota de los grupos subversivos se habían convertido para muchos peruanos en objetivos superiores al mantenimiento de unos partidos políticos y de unas instituciones que juzgaban como ineficaces.

4.3. Caudillismo, clientelismo y líderes populistas.

En octubre de 1968, cuando las FFAA ponían un abrupto final a la presidencia constitucional de Fernando Belaúnde, se ponía de manifiesto la fragilidad de las instituciones democráticas peruanas, pero también el insuficiente calado de las mismas -en realidad un círculo vicioso- entre una ciudadanía que históricamente había estado obnubilada por caudillismos populistas, algunos carismáticos, que lideraban unos partidos políticos débiles y sometidos a los designios indiscutidos de sus personalistas líderes. Doce años después, en 1980, dos -APRA y AP- de los tres partidos que prácticamente habían monopolizado el escenario político durante la mayor parte de la década de los 60 recuperaban su anterior hegemonía en las preferencias de los ciudadanos tras el intervalo obligado impuesto por el período de gobierno militar; únicamente el odriísmo, desaparecido su líder-fundador, había perdido su espacio de representación política y virtualmente desaparecía de la escena electoral peruana. (34) Junto a los partidos políticos APRA y AP, también recuperaban el anterior protagonismo sus respectivos líderes y caudillos fundadores, Haya de la Torre y Belaúnde. Sin embargo, el papel de unos y otros, partidos y líderes políticos, planteaba, ya de inicio, interrogantes acerca de su capacidad para conducir la naciente democracia hacia su consolidación. De estos dos partidos, únicamente el APRA tenía una estructura más o menos institucionalizada, pero tampoco se libraba de la secular naturaleza clientelar y autoritaria que ha caracterizado a las organizaciones políticas peruanas. Las referencias al desempeño elitista y clientelar de los partidos políticos peruanos durante la década de los 80, así como al talante personalista y caudillista de sus liderazgos han sido numerosas entre los analistas (Ballón, 1986; Pásara, 1988; Stein y Monge, 1988; Malloy, 1992; Cotler, 1992 y 1994; Bernales, 1993b y 1995a; Rojas, 1994; Mayorga, 1995; de León, 1995; Lynch, 1995 y 1999; Sanborn y Panfichi, 1997; Tuesta, 1999a; Dargent, 2000) que han estudiado este período. También con frecuencia (Touraine, 1989; Bernales 1993a y 1995a; Cameron,

34 El partido Unión Nacional Odriísta -UNO-, fundado por el ex dictador Manuel Odría, había concurrido con cierto éxito a los procesos electorales celebrados en la primera mitad de los años 60, integrado con el APRA una alianza parlamentaria antinatura contra el presidente Belaúnde (1963- 1968), cuyo partido Acción Popular -AP- estaba en minoría en el Congreso. En las elecciones para la Asamblea Constituyente, celebradas en 1978, la UNO sólo consiguió dos escaños.

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1994; Mainwaring y Scully, 1997; Lynch, 1999; Crabtree, 2000) se ha señalado al populismo como uno de los factores que históricamente han obstaculizado los procesos tendentes a la institucionalización de los partidos políticos peruanos, hasta convertirse en la causa principal, a la vez que consecuencia, de su debilidad institucional y organizativa. No han faltado tampoco las referencias (Rojas, 1994) a la naturaleza carismática, personal e intransferible que ha acostumbrado a caracterizar en Perú a los liderazgos caudillistas. Las organizaciones políticas, tanto partidos como movimientos diversos, creadas en Perú durante todo el siglo XX fueron fundadas por unos líderes más o menos carismáticos, de Sánchez Cerro y Haya de la Torre a Fujimori pasando por Odría y Belaúnde, que tuvieron grandes dificultades para transferir el apoyo popular que en algún momento recibieron a otros miembros de sus organizaciones políticas. A que así fuera contribuyó en gran medida el estilo político personalista que caracterizaba a sus líderes, impulsados por un deseo, más o menos manifiesto, contrario a compartir el poder; de este modo, dificultaban cualquier proceso tendente a la institucionalización de las organizaciones que ellos habían creado y ponían en peligro su propia permanencia más allá de la extinción, frecuentemente por fallecimiento, de la vida política del caudillo. A tal efecto únicamente podemos considerar al APRA como una excepción parcial respecto a lo expuesto, pues al caudillo Haya de la Torre le sucedió, tras un convulso intervalo, el caudillo García. Aplicados al contexto de la realidad política peruana, consideramos pertinentes los argumentos de Panebianco (1990) acerca de la naturaleza carismática que define al estilo de liderazgo predominante en los partidos políticos que se comportan como criaturas o vehículos de afirmación de sus líderes, poniendo de manifiesto una actitud de resistencia a la institucionalización de las organizaciones por ellos creadas. En el caso peruano así ha sido constatado por D´Ornellas (1988) y Rojas (1988), así como por Cotler (1992), para quien tanto el APRA como AP son dos partidos políticos cuyos jefes, Haya de la Torre y Belaúnde respectivamente, imbuidos por un espíritu patrimonial, impugnaron el orden dominante apelando a concepciones y comportamiento de índole movimientista. Otra de las características que consideramos contribuye a definir, hasta nuestros días, a las organizaciones políticas peruanas es su naturaleza endogámica. Desde las elecciones a la Asamblea Constituyente, celebradas en 1978, a las elecciones generales del 2001 observamos la constante y notoria presencia de una docena de apellidos, vinculados entre sí por lazos familiares múltiples, que recorren todo el espectro político. Hermanos, hijos, primos, sobrinos y cuñados han militado, y militan, en partidos y movimientos políticos de las más diversas ideologías, garantizando con ello la presencia de algún miembro de la familia

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en la práctica totalidad de las opciones políticas. Ello unido a la extrema “movilidad” que caracteriza a los políticos peruanos, nos permite considerar la posibilidad de que en Perú existe una “oligarquía” política, aunque eso sí con unas características que le diferencian y distinguen de la vieja oligarquía de la primera mitad del siglo XX; a diferencia de los oligarcas tradicionales, siempre prestos a la preservación de unos intereses fundamentalmente económicos, los miembros de la nueva oligarquía, menos poderosos y peor organizados, parecen moverse en función de unos intereses más coyunturales, personales y oportunistas. (35)

4.4. La izquierda dividida. Su fracaso.

La trayectoria política de la izquierda peruana representa en América Latina uno de los ejemplos que mejor escenifica las posibilidades reales que, en un momento dado, un proyecto, que patrocinaba grandes cambios políticos y socioeconómicos, tuvo para llevar adelante algunas de las transformaciones que necesitaba una sociedad altamente desigualitaria y excluyente y un sistema político de naturaleza elitista, y que finalmente fracasó con estruendo. De la poderosa izquierda peruana, capaz de movilizar a través de las organizaciones políticas, sindicales y barriales que le eran fieles a una gran parte de los sectores populares a finales de la década de los 70 y comienzos de la de los 80 - cuando conquistó, en 1983, la alcaldía de Lima y representaba una seria opción para ganar la Presidencia de la República-, hoy no queda más que algunos testimonios de frustración y de ruina, siendo escasas sus posibilidades reales de recuperación. (36) En su fracaso político y social, las organizaciones de la izquierda peruana y sus dirigentes podrán encontrar escasas disculpas y atenuantes más allá de su propio entorno; un cúmulo de vicios y errores están en la base de su presente estado de postración y mínima presencia en la vida del país. Durante los últimos treinta años, la historia de la izquierda peruana es la crónica de un amplio movimiento dividido e invertebrado y de unos dirigentes políticos que, poniendo de manifiesto un talante personalista, autoritario, dogmático e intolerante, en casi nada se distanciaron, salvo contadas excepciones, del estilo que había caracterizado a los líderes tradicionales que representaban a las opciones políticas que las fuerzas de izquierda denostaban y pretendían sustituir en la conducción de la política del país. No obstante,

35 Sin ánimo de exhaustividad, constamos la sobrerrepresentación, en los dos últimos decenios del siglo XX y comienzos del siglo XXI de la vida política peruana, de determinados apellidos, algunos de raigambre anterior a la década de los 80, como Alva, Villanueva, Belaúnde, Bustamente, Cisneros, Townsend, Díez-Canseco, Reátegui, Terry, Vargas y Haya, entre otros. 36 En el diario limeño La República -véase el suplemento Dominical de 25/2/2001-, , histórico dirigente trotskista peruano declaraba: “La izquierda ya pasó a la historia”.

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también hay que tener en consideración que esta historia más reciente se enmarca en el contexto de una larga tradición de división y fragmentación predominante en la izquierda peruana desde sus inicios; desde la fundación, en 1928, por Mariátegui del Partido Socialista del Perú, denominado, desde 1930, Partido Comunista Peruano, se cuentan por decenas las organizaciones políticas que en este país se han reclamado representantes genuinos de las banderas izquierdistas y revolucionarias. Resultado de las sucesivas escisiones, ocurridas sobre todo durante las décadas de los 60 y 70 del pasado siglo XX, el núcleo originario dio paso a una larga relación de siglas. Esta atomización no pudo ser superada por los proyectos que han pretendido la unificación, total o parcial, de la izquierda peruana; acrónimos como UDP, UNIR, UI, IU, ASI o MDI son, entre otros, capítulos de un legado de incapacidad para poner en marcha proyectos de unidad previamente acordados y estables. (37) Es muy amplia la literatura existente en Perú que versa sobre el fracaso de la izquierda en el país. La mayoría de los autores peruanos, varios de ellos con militancia o simpatía izquierdistas, que han tratado el tema coinciden en el diagnóstico señalado. Repetidamente se ha venido haciendo referencia, entre otros aspectos que caracterizarían a la izquierda peruana: a la ausencia, más allá de las palabras y las vanas propuestas, de democracia interna en el interior de sus organizaciones (Bernales, 1987 y 1990); a la ambigüedad puesta de manifiesto respecto a la aceptación del régimen democrático y de sus reglas y procedimientos, así como a la ausencia, hasta 1988, de pronunciamientos tajantes y claros rechazando la vía armada como instrumento para la consecución de objetivos políticos (Bernales, 1987; Pásara, 1988 y 1989; Grompone, 1991a; Adrianzén, 1992; Tapia, 1993; O. Gonzáles, 1994; Hinojosa, 1999); a su naturaleza antisistémica (Fernández Fontenoy, 1995); al carácter

37 Constituida en 1981, tras el fracaso de la fragmentada izquierda peruana en las elecciones de 1980, el éxito electoral de la alianza Izquierda Unida -IU- en las elecciones municipales de 1983, que llevaron a Alfonso Barrantes a ocupar la alcaldía de Lima, no impidió que, ya desde ese año 1983, se enfrentaran en el interior de la alianza dos tendencias de difícil conciliación. Por una parte, estaba una tendencia radical, poco afecta a las instituciones y a los procedimientos de la democracia representativa, mayoritaria entre los dirigentes políticos izquierdistas, y, por otra, una tendencia de índole práctica, liderada por Barrantes y más dispuesta a aceptar las reglas del juego democrático, que tenía un menor peso en la organización de IU aunque un mayor respaldo electoral. En enero de 1989 se certificó, durante la celebración de su Congreso, la división de IU. Como telón de fondo de esta disgregación se hallaban una serie de inacabables e improductivos debates programáticos e ideológicos, encubiertos en intensas discusiones acerca de los procedimientos a seguir para la elección de cargos. Estaba también IU atrapada, en un caso típico de competencia bilateral, entre un sector radicalizado, aunque minoritario, de su electorado proclive a simpatizar con SL o el MRTA y otro sector moderado que veía con buenos ojos un hipotético acuerdo con el APRA. Con motivo de las elecciones municipales de 1989 se consumó la fractura definitiva de la izquierda peruana al concurrir a los comicios dos listas de izquierda, una la de IU y otra auspiciada por Barrantes; finalmente, en octubre de ese mismo año 1989, se inscribían dos candidaturas de izquierda para concurrir a las elecciones generales de 1990.

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exclusivamente electoralista de la alianza de partidos integrados en IU (Ames, 1988); al estilo caudillista y talante dogmático, sectario y autoritario de los líderes izquierdistas, incapacitados así para llevar a cabo una adecuada dirección política (Ames, 1988; Stein y Monge, 1988; Grompone, 1991a; Cotler, 1994; Portocarrero, 1998; Lynch, 1999); y, a las tensiones existentes entre los partidos políticos y las organizaciones de los sectores sociales y laborales a los que aspiraban a representar (Nieto, 1986; Rospigliosi, 1998; Grompone, 1991a). Como señala Nieto (1990: 383), la llamada “nueva izquierda”, surgida en los años 60 e integrada posteriormente en IU, habría nacido ya queriendo ser la vieja izquierda.

4.5. La presidencia de Fernando Belaúnde.

En julio de 1980, volvía a ocupar el sillón presidencial quien, en octubre de 1968, había sido abruptamente desalojado del mismo por los militares. Como presidente electo, Belaúnde realizó una oferta al APRA y al PPC para integrarse en un gobierno de concertación nacional. El PPC -Partido Popular Cristiano-, como en 1963 había hecho el Partido Demócrata Cristiano, respondió afirmativamente al llamamiento, no así el APRA que anunció que pasaría a realizar una política de “oposición leal”. (38) El presidente Belaúnde, que heredó del gobierno militar una crisis económica que se arrastraba desde mediados de la década de los 70, era un nacionalista convencido que, finalmente, terminó cediendo a la presión de los organismos financieros internacionales y a la de un sector de su partido, encabezado por el premier Ulloa, adoptando las directrices del ideario económico liberal, que tampoco resultó ser una solución para frenar la caída del crecimiento económico y del empleo y el alza de la inflación. En retrospectiva, la gestión del presidente Belaúnde no fue tan desacertada como se creía a comienzos de 1985, cuando, en las vísperas de unas nuevas elecciones generales, el índice de aprobación a su gestión se había hundido bajo valores inferiores al 20%. La crisis económica era anterior a su mandato, y Belaúnde nada tuvo que ver con el hecho de que, en mayo de 1980, coincidiendo con la jornada en que tenían lugar las elecciones, Sendero

38 En las elecciones de 1980, Belaúnde obtuvo el 45´2% de los votos válidos, porcentaje que sobradamente superaba el listón del 36% marcado, con carácter excepcional para estas primeras elecciones, por una disposición transitoria de la Constitución de 1979. En el Senado, sobre un total de 60 escaños, el partido belaundista, Acción Popular, consiguió 26 senadores, que sumados a los 6 del PPC, su socio de coalición, le garantizaban al Presidente una mayoría absoluta. Con 18 senadores, el APRA se convertía en el segundo partido más votado; cinco agrupaciones políticas de izquierda sumaban, en conjunto, 9 senadores, y un frente regionalista obtenía 1. En la Cámara de Diputados, sobre un total de 180 parlamentarios, AP obtenía, con 98 escaños, una holgada mayoría, mientras que el APRA, segunda fuerza política, consiguió 58; el PPC sumaba 10, cinco agrupaciones de izquierda otros 12, y un frente regionalista 2.

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Luminoso decidiera iniciar su actividad armada; mayor responsabilidad sí tendría el Presidente en las poco acertadas decisiones que se tomaron, a partir de esa fecha, para hacer frente a los grupos subversivos. Tampoco contribuyó a beneficiar tanto su desempeño al frente de la Nación como su función de líder partidario el conflicto abierto en el interior de Acción Popular, consecuencia del enfrentamiento entre dos tendencias: los “ulloístas”, partidarios del premier Ulloa, proclives a los acuerdos con los organismos financieros internacionales, y los “alvistas”, partidarios del secretario general de AP, Alva Orlandini, defensores de una actuación política de nítido carácter nacionalista. En este conflicto, Belaúnde cumplió con su rol de caudillo paternalista, actuando como juez y árbitro indiscutido entre las partes y evitando con ello una mayor fractura en su partido. En torno a Belaúnde y a su obra político-literaria se forjó el “belaundismo”, que, como señala Bourricaud (1989: 257), no pretendía ser una filosofía, ni siquiera una doctrina, sino más bien un estilo ecléctico con fines electoralistas. Cuando el fundador de AP proponía la “conquista del Perú por los peruanos”, el fundador del APRA, Haya de la Torre, treinta años antes, ya predicaba “peruanizar al Perú”. (39) McClintock (1994: 312) caracteriza a Belaúnde cómo un presidente “pasivo”, en contraposición a un “activista” García y a un “decididamente agresivo” Fujimori; no lejos de esta apreciación, Bernales (1989: 155) compara el estilo de gobierno de Belaúnde , “reposado, prudente y conservador”, con el estilo “impulsivo y coyunturalista” del presidente García. Criticado con aspereza por algunos analistas (Ballón, 1986; Ceresole, 1987; Stein y Monge, 1988), sin embargo, sí existe un acuerdo bastante generalizado acerca de la consideración de Belaúnde cómo un político honrado y de arraigadas convicciones democráticas; con el paso del tiempo, Belaúnde gozó, hasta fallecimiento ocurrido en el 2002, de un reconocimiento entre sus compatriotas que no había tenido siendo presidente de la República. (40)

39 El propio Belaúnde (1990: 13-14) tampoco ha contribuido a aportar más luz sobre la cuestión. Sus referencias a AP, como “un movimiento que no busca su inspiración en el catálogo de las ideologías sino en las fuerzas telúricas”, confunden más que aclaran; lo mismo que cuando proclama que por ser de Acción Popular es frecuente que se les tilde de “populistas”, cuando, en realidad, “nosotros somos acciopopulistas, lo que nos aleja de la demagogia paternalista”. 40 M. Vargas Llosa (1993) nos presenta -disperso en varias páginas- un excelente retrato del líder y fundador de AP. Para el escritor peruano, Belaúnde, bajo unas finísimas maneras y una tendencia “iluminada” hacia los “gestos”, escondía la vanidad de un caudillo acostumbrado a hacer y deshacer en su partido sin que nadie osara contradecirle; lo cual no impedía que en su persona se reconocieran dos raras, por escasas, cualidades en los políticos peruanos: sus ideales democráticos y su honradez absoluta.

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4. 6. La presidencia de Alan García.

En la campaña de las elecciones de 1985, a diferencia de la campaña de 1980, se habló poco democracia y mucho más de crisis económica. Con todo, a pesar de la creciente insatisfacción que sentían muchos peruanos respecto a las elevadas expectativas con que recibieron en 1980 la democracia, el proceso electoral de 1985 puede calificarse, desde la convocatoria de las elecciones a la proclamación de los candidatos, Presidente y parlamentarios, ganadores, como casi ejemplar; el mérito es aún mayor si tenemos en cuenta la grave situación de crisis económica y social existente, con el añadido del clima de violencia política que asolaba el país y que contribuía a revivir el fantasma, siempre real, de la intervención militar. La culminación de este proceso supondría, por primera vez en cuarenta años, la realización de un traspaso constitucional de poderes entre un presidente de la República, democráticamente elegido, y otro entrante, investido también de igual legitimidad democrática. (41) La elección de Alan García como presidente de la República, beneficiado por una campaña electoral moderada y de talante conciliador dirigida “a todos los peruanos”, suscitó grandes esperanzas y fundadas expectativas. Los primeros meses de su mandato, signados por una aparente bonanza económica y un elevado grado de entusiasmo popular, parecían fomentar el prestigio de la

41 La ejemplaridad de las elecciones de 1985 tiene un lunar en la ley dada durante la presidencia de Belaúnde para interpretar “auténticamente” el artículo 203 de la Constitución de 1979. Un rizo tan semántico como interesado de la concepción de “votos válidamente emitidos”, considerando como tales los votos en blanco y los nulos, privó al candidato del APRA, Alan García, de conseguir la mayoría absoluta en la primera vuelta, forzando la convocatoria, según lo dispuesto en la Constitución, de una segunda vuelta. Sin embargo, la polémica renuncia del segundo candidato más votado, el líder de IU, Alfonso Barrantes, a concurrir a la segunda y definitiva vuelta, llevó al Jurado Nacional de Elecciones, no sin controversia, a proclamar a García presidente electo sin necesidad de concurrir a una nueva elección. En el Senado elegido en 1985, el APRA consiguió, con 32 escaños, la mayoría absoluta, siendo IU, con 15 senadores, la segunda fuerza política más votada; la alianza electoral Convergencia Democrática -CODE-, integrada por el conservador PPC y el Movimiento de Bases Hayistas - resultado de una escisión del APRA-, obtuvo 7 escaños. AP de Belaúnde, el anterior partido gobernante, tan sólo conseguía 5 escaños, completando la representación senatorial un único candidato del frente regionalista Frenatraca que, en estas elecciones, concurría con la denominación de Izquierda Nacionalista. En la Cámara de Diputados, el APRA también obtenía, con 107 escaños, una holgada mayoría; IU lograba 48, CODE llegaba a los 12, AP sólo conseguía 11, e Izquierda Nacionalista, con 2, completaba el número de 180 diputados. Las elecciones de 1985, como se certificaría en las consultas electorales posteriores, pusieron de manifiesto la exagerada volatilidad electoral, especialmente entre los sectores populares, existente en Perú. Como señala Tuesta (1989: 51), en las elecciones constituyentes de 1978, en diez de los once distritos limeños considerados como más pobres triunfaron los partidos representantes de la izquierda peruana; dos años después, en las elecciones de 1980, Acción Popular triunfaba en los once distritos. En las elecciones municipales de 1983 la coalición IU salía vencedora en los once; pero, sólo dos años después, en las elecciones de 1985, el APRA dominaría los resultados electorales en todos estos distritos.

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democracia y de sus instituciones a los ojos de las clases populares peruanas, contribuyendo, como señalan Stein y Monge (1988: 218), a un acercamiento entre el Estado y la sociedad civil. La euforia era tal que, según Grompone (1991a: 143), no resultaba sencillo explicar, a finales de la década de los 80, la desilusión de la ciudadanía peruana cuando, en 1985, los peruanos se mostraban como “el pueblo más optimista de América Latina”. En este proceso que, en escasos años, llevó a Perú de lo más a lo menos, del entusiasmo desbordado a la frustración casi total, tiene mucho que ver la personalidad, el estilo y el desempeño de Alan García, uno de los políticos más controvertidos en los últimos cien años de la historia de Perú. Heredero político de Haya de la Torre, García ha encarnado, como su antecesor, un estilo de liderazgo carismático y personalista, de cuyos aciertos y errores ha vivido, en gran medida, el APRA durante casi un cuarto de siglo. (42) Sin entrar en el debate sobre el populismo, sí nos hacemos eco de que, aún en mayor medida que Belaúnde, García representa para varios analistas (Ballón, 1986; Pease, 1987; Stein y Monge, 1988;Pásara, 1988; Touraine, 1989; Sanborn, 1989;Monge, 1989;Rospigliosi, 1989; Cameron, 1994; A. Mariátegui, 1994; Sanborn y Panfichi, 1997; Degregori, 2000) un caso particular y epigonal de gobernante populista en unos tiempos que no se prestaban para ello. En este sentido, para Whitehead (1989: 111), García, al igual que antes Velasco y Belaúnde, habría cometido el error de prometer en exceso y, en consecuencia, invitar a la decepción y la desilusión subsiguientes. (43) Un estilo tan personalista dependía, para mantener una aprobación mayoritaria por parte de la población, de la capacidad del Gobierno para responder eficazmente a las expectativas de la ciudadanía y dar solución a sus problemas. De no ser así, los índices de aprobación descenderán dramáticamente, tal como le sucedió a García, pues, como señala Crabtree (1992: 214), la popularidad es un activo muy volátil.

42 Alan García estaba destinado, años antes de llegar a la Presidencia de la República, a ser el sucesor del carismático fundador del APRA, Haya de la Torre. Su fulgurante carrera política se inició, a finales de la década de los 70, durante el período de transición a la democracia, siendo elegido miembro de la Asamblea Constituyente. Fallecido Haya de la Torre, tras un convulso intervalo sucesorio, García fue elegido secretario general del partido. M. Barrig (1987: 22-24) nos presenta una gráfica descripción del personal y peculiar ensayo de interpretación de la realidad peruana llevado a cabo por García durante los primeros años de su mandato presidencial. A partir de una reconstrucción muy particular y efectista de la iconografía patria, García, en sus multitudinarias comparecencias públicas, se presentaba ataviado con todos aquellos atuendos y accesorios que reclamaban el fervor popular; así, lo mismo lucía el sable del héroe patrio Bolognesi que se echaba al cinto la pistola de Túpac Amaru o se colgaba ponchos andinos y hasta el mismo hábito morado del Señor de los Milagros. Whitehead (1988: 310) caracteriza como “raras” y “excéntricas” la trayectoria y personalidad políticas de García, atribuyéndole una gran responsabilidad en lo que estaba sucediendo en Perú. 43 Pomposamente, Alan García (1987: 114) osaba escribir que el APRA por él liderado, como proyecto científico, superaba los rezagos metafísicos hegelianos en el pensamiento de Marx.

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En Perú, más allá de lo sorpresivo de algunos acontecimientos, las tendencias de naturaleza continuista son más poderosas que los episodios que suponen una ruptura importante con el pasado. En este contexto, García y Fujimori, aunque separados por su origen, formación intelectual, ideología y carácter, están también vinculados por lazos de continuidad. Al margen de que, aún siendo presidente de la República, García contribuyera en 1990 al éxito electoral de Fujimori, entre ambos personajes, más allá de las importantes diferencias que les separan, existen igualmente analogías. García antes que Fujimori, y éste como aquel, impuso un estilo personalista, autoritario y clientelar que contribuyó a debilitar las organizaciones de la sociedad civil. También ambos harían uso hasta el abuso, rozando o entrando en la inconstitucionalidad, de las facultades y funciones que en materia legislativa les otorgaba la Constitución de 1979. Tanto García como Fujimori -éste incluso con anterioridad al golpe de Estado de abril de 1992- trataron de obviar en lo posible los mecanismos institucionales de accountability, considerando como suficiente la legitimidad directa y personal que creían les atribuía las elecciones, ratificadas periódicamente por las encuestas y los sondeos de opinión que medían su nivel de popularidad y aprobación. Estas analogías han sido puestas de relieve por diversos autores (Cotler, 1994; Sanborn y Panfichi, 1997; Lynch, 1999; Reyna, 2000a; Crabtree, 2000). Alan García también antecedió a Fujimori en la puesta en práctica de procedimientos tendentes a la cooptación por parte del Ejecutivo de los altos mandos militares. Como señala E. Obando (1995: 377), García inició la costumbre de cooptar a algunos mandos militares con la finalidad de controlarles y tratar de impedir un golpe de Estado. (44) Asimismo, las intromisiones en la independencia del Poder Judicial serían también una práctica frecuente durante la administración aprista; hasta el punto (Ugaz, 1999: 130) de que son múltiples los testimonios de la época que dan cuenta de la influencia del partido entonces gobernante, a través de la denominada “célula judicial aprista”, sobre varios casos de actuaciones de los jueces. Del mismo modo, García, antes que Fujimori, ya había puesto en marcha una campaña de incesante crítica a la Administración del Estado, a la que consideraba burocrática e ineficiente. Contribuía, así, a socavar la precaria estima y legitimidad de los funcionarios públicos ante la población, sin ayudar mediante la aplicación de medidas de mejora del servicio público a aliviar una

44 Añade Obando (Idem: 377) que, desde entonces, las propuestas para la promoción de unos militares e invitación de pase al retiro de otros han sido utilizadas como premio o castigo, según los casos, procediendo mediante criterios de lealtad política y no de profesionalismo militar. Este sistema acabaría siendo perverso, pues, si bien a corto plazo le puede servir al Ejecutivo para lograr algunos objetivos, termina por ser contraproducente; no sólo genera malestar y resentimiento en el interior de las FFAA y rompe con la cadena jerárquica de mando y subordinación, sino que tampoco evita la posibilidad del golpe, desplazándola hacia los militares no cooptados o perjudicados por esta política.

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situación ya deficiente; contrariamente, siguió patrocinando y fomentando desde el poder los hábitos tradicionales de índole patrimonial y nepotista. A pesar de estas coincidencias entre García y Fujimori, consideramos que, en lo fundamental, el líder aprista actuó respetando las reglas básicas del juego democrático, que, más tarde, el segundo alteraría de modo arbitrario. El caos que caracterizó la última fase de la presidencia de García contrastaba con unos inicios de mandato bastante esperanzadores. Las grandes expectativas que el joven presidente había levantado entre los sectores populares peruanos parecían cumplirse durante su primer año de gobierno, cuando la producción, el empleo, el consumo y los salarios reales crecían, y la inflación se moderaba. En esta ola de euforia generalizada, los índices de aprobación a la gestión presidencial superaban -algo poco frecuente en un régimen democrático- el 80%, con cotas situadas por encima del 90%. Corrían los venturosos tiempos de los Rimanacuy -reuniones informales con las comunidades campesinas e indígenas en un ambiente festivo- y de los “balconazos” -mítines masivos e improvisados que el Presidente daba desde un balcón del Palacio de Gobierno-; prácticas políticas informales que ponían claramente de manifiesto la intención de García de establecer unos vínculos directos y personales con la población al margen de las instituciones de la democracia representativa, e incluso de su propio partido. Con la pretensión de granjearse el apoyo de los sectores populares más desfavorecidos, se crearon varios programas de ayuda social, como el PAIT - Programa de Apoyo al Ingreso Temporal- y el PAD -Programa de Acción Directa-; pero, al mismo tiempo, se ordenaba reprimir con dureza las huelgas de los trabajadores organizados sindicalmente, como los maestros, los médicos y los obreros textiles, dañando con ello a unos ya maltrechos, debido principalmente a la crisis económica, sindicatos y otras organizaciones populares formalizadas. Como señala Pease (1987: 143-144), estas medidas de raigambre demagógica y clientelar contribuyeron a enfrentar en el interior de los sectores populares a los más pobres con los más organizados. En poco más de año, el optimismo comenzó a ceder; desde comienzos de 1987, la situación política, económica y social de Perú ya no abandonaría una pendiente de creciente deterioro. La credibilidad de García ya había sufrido un duro golpe debido al impacto nacional e internacional que en la opinión pública tuvo la muerte violenta, ocurrida en junio de 1986, de unos 400 presos senderistas en los penales limeños, justo en el momento en que el período de efímera bonanza económica parecía llegar a su final. (45)

45 Un año después de estos sucesos, el 28 de julio de 1987, García, en un intento de relanzar su alicaída imagen, sorprendió a los peruanos al anunciar, durante el discurso de conmemoración de las fiestas patrias, la inmediata promulgación de una Ley Nacionalización del Sistema Financiero. El país quedó conmocionado y prácticamente fracturado en dos bloques enfrentados, creando una situación, peligrosamente polarizada, que oponía a los que apoyaban entusiastamente al Presidente y a los que le

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En 1988, García, agobiado por la crisis económica, el desmesurado déficit fiscal y las presiones de los organismos financieros internacionales, daba un giro radical a su política al decretar un paquete de medidas de ajuste económico, precedente inmediato del “fujishock” de agosto de 1990, granjeándose la animadversión de la mayoría de los peruanos, incluidos los sectores populares. Al mismo tiempo, la situación política del país se deterioraba de día en día entre constantes rumores de golpe de Estado, incluso de “autogolpe” presidencial, e incesantes peticiones de adelanto de elecciones, no faltando la opinión de quienes creían que Sendero Luminoso podía tomar el poder en el país. (46) Tan patético final, sin embargo, no debería llevarnos a ignorar que durante la presidencia de García también tuvieron lugar hechos de otro signo. Se dieron evidentes pasos en el proceso tendente a la incorporación social y política de sectores populares hasta entonces marginados, aunque el proceso adoleciera de clientelismo y fragmentación. Igualmente se realizaron algunas reformas, como la regionalización del Estado y la fusión, en 1987, de los tres ministerios militares -Guerra, Marina y Aeronáutica- en un único Ministerio de Defensa; medidas destinadas, en principio, a contribuir a un desempeño más armonioso de la Administración del Estado. En última instancia, como argumenta Rojas (1994: 59-60), achacar el grave desastre sufrido por el país en el pasado reciente a un único grupo político y a un solo dirigente sería, además de un acto de injusticia, incurrir en una percepción errada y peligrosa, que podría contribuir a que otros partidos y grupos políticos distintos al APRA se considerasen a salvo de sus respectivas responsabilidades en el desacertado manejo gubernamental. Sin embargo, las circunstancias atenuantes no son suficientes para evitar que la mayoría de los analistas peruanos que han estudiado con detalle el período de la presidencia de García sean muy críticos con él. Una parte importante de los reproches y acusaciones (Whitehead, 1988; Monge, 1989; Rospigliosi, 1989; Grompone, 1991b y 1999; González Manrique, 1993; Wiener, 1996; Tanaka, 1998; Degregori, 2000; Reyna, 2000a) apuntan hacia la responsabilidad directa y personal del Presidente en la debacle sufrida por su gobierno y en el debilitamiento de las instituciones y de los actores del régimen democrático.

denostaban en igual medida e intensidad. En este contexto, la multitudinaria manifestación, celebrada el 21 de agosto de 1987, contra la Ley de Nacionalización supuso, al mismo tiempo que la emergencia de Vargas Llosa como líder político, la recuperación de los partidos, AP y PPC, que habían gobernando entre 1980 y 1985. 46 En este contexto de crisis política, económica y social, algunos autores (Pásara, 1988; Rospigliosi, 1991) vaticinaban que Perú podría adentrarse en una senda de “libanización”. Manifestaciones igualmente muy pesimistas, que aludían a la existencia de una situación límite al borde del caos, son frecuentes en otros analistas (Lama, 1988; Cotler, 1990; Montoya, 1992; Sanborn y Panfichi, 1997; Reyna, 2000a) que fueron testigos de tales hechos en unos tiempos tan delicados.

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No han faltado tampoco las citas referidas (Ballón, 1986; Flores, 1987; Stein y Monge, 1988; Pásara, 1988; McClintock, 1989b) al proceso de creciente militarización del poder y de la sociedad -desde 1986 para unos, o desde 1988 para otros- en una dinámica en la que parecían convergir la administración civil y las FFAA. García dejaba una pesada herencia a sus posibles sucesores y una agenda repleta de problemas pendientes que requerían de unas soluciones urgentes, y Perú había perdido otra oportunidad para avanzar en el proyecto de consecución de una sociedad y un Estado democráticos e integradores.

4.7. La crisis de las instituciones democráticas. La democracia no consolidada.

Aún cuando, como ya hemos expuesto en este trabajo, la Constitución de 1979 -como la anterior de 1933- no definía un tipo de régimen estrictamente presidencialista, otorgando al Consejo de Ministros una serie de funciones no contempladas en la mayoría de las constituciones latinoamericanas y al Congreso importantes instrumentos de control del Ejecutivo, en la práctica, ya desde los primeros compases de la presidencia de Belaúnde, se puso de manifiesto que el régimen peruano se decantaba con claridad por la opción presidencialista. El Congreso peruano, en el que tanto Belaúnde cómo García se beneficiaron de la existencia de mayorías absolutas gubernamentales, se mostró desde el inicio muy complaciente con el Ejecutivo y dispuesto a cederle con excesiva facilidad -¿docilidad?- parte de sus funciones, hasta hacer dejación voluntaria de las mismas. Algunos analistas peruanos (Bernales, 1989; Eguiguren, 1987 y 1990a; Vargas Haya, 1991) han hecho una referencia expresa al uso abusivo que los presidentes peruanos hicieron, al amparo de lo dispuesto en la Constitución de 1979, de las figuras constitucionales que contemplaban la posibilidad de la delegación legislativa y la potestad del Gobierno para dictar medidas extraordinarias en materia económica y financiera. En este sentido, Shugart y Mainwaring (2002: 59), atendiendo a la amplia capacidad legislativa que tiene constitucionalmente reconocida el Presidente de la República en Perú, incluyen a la peruana -tanto durante el tiempo de vigencia de la Constitución de 1979 como de la Constitución de 1993- dentro de las presidencias de tipo “proactivo”, decretista y con veto débil. Esta situación caracterizada por la escasa relevancia del Parlamento contribuyó en notable medida a que la ciudadanía comenzara a percibir como débil a la institución que encarnaba al Legislativo, y como inútiles y corruptos a los parlamentarios. Al inicio de la década de los 90, el Parlamento era una institución muy desprestigiada entre los peruanos, siendo únicamente superado

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en tan negativa valoración por otro de los pilares fundamentales del ordenamiento constitucional y democrático: el Poder Judicial. (47) Otro síntoma de inestabilidad venía dado por los constantes cambios operados en la composición del gabinete ministerial, sin que los nuevos ministros mejorasen su desempeño respecto a sus antecesores en el cargo. Para los presidentes de la República, ésta era una salida fácil en tiempos de crisis; como no se podía cambiar de presidente, se cambiaba de ministros. (48) Perú representaba durante la década de los años 80 y comienzos de la década de los 90 un caso típico de democracia controvertida. Como señala McClintock (1989a: 335-337), el régimen peruano era desde 1980, atendiendo a criterios estrictamente minimalistas, democrático; pero, añadía, los problemas sociales, políticos y económicos del país, así como sus clivages subculturales, eran tan serios que, incluso para los estándares latinoamericanos, la democracia peruana no podía ser considerada como estable, peligrando su propia supervivencia. (49) También Hartlyn (1994: 24) albergaba dudas acerca de la naturaleza democrática del régimen peruano de los años 80, considerando que tenía que estar incluido dentro del grupo de las denominadas democracias competitivas parcialmente no liberales. Se trataba, en suma, de una democracia no consolidada, en la que se ha puesto de manifiesto (Touraine, 1989; Eguiguren 1990a; Malloy, 1992; Paramio, 1992; Bernales, 1993a y 1993b; Rojas, 1994; Monzón, Roiz y Fernández, 1997; Mauceri, 1997; Sanborn y Panfichi, 1997; Tanaka, 1999; Lynch, 1999; Degregori, 2000) la existencia de unas instituciones frágiles que no favorecieron el ejercicio adecuado de la representación política, contribuyendo a acentuar una situación de divorcio entre el sistema político y la expresión de las actitudes y las expectativas de la población. De este modo, consideramos, empleando los términos de J.S. Valenzuela (1992:

47 Según los datos de la encuesta de APOYO S.A., realizada en Lima en marzo de 1989 -véase Torres Guzmán (1989: 58)-, la Iglesia católica, con un 81% de aprobación, era la institución en la que más confiaban los ciudadanos capitalinos. Las FFAA, con un 42% de aprobación, y la Policía, con un 32%, también superaban al escaso 23% de ciudadanos que aprobaban la gestión del presidente de la República y al reducido 20% que confiaban en el Parlamento y en el Poder Judicial. A los partidos políticos sólo les aprobaban el 17% de los encuestados. Un año después, en otra encuesta de APOYO S.A., realizada en Lima en mayo de 1990 -véase Bernales (1990: 239-241), el 52% de los encuestados calificaba como “mala” o “muy mala” la gestión del Parlamento durante el período 1985-1990, el 38% como “regular“, y únicamente el 5% como “buena“. En esta misma encuesta, el 55% calificaba como “mala” o “muy mala” la labor del Poder Judicial, el 31% como “regular”, y el 4% como “buena”. 48 Durante la presidencia de Belaúnde -véase Cotler (1994: 185)- se produjeron 67 cambios ministeriales, luego superados por los 77 de la presidencia de García; dinámica que no se modificaría con Fujimori, pues, entre los meses de agosto de 1990 y octubre de 1994, 62 ministros fueron removidos de su cargo. 49 McClintock (1994: 284) define al régimen político peruano, entre 1980 y abril de 1992, como “formalmente democrático”.

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93), que, al finalizar la década de los 80, al régimen político peruano difícilmente se le podría aplicar la noción limitada de consolidación democrática, dado que en muchos actores relevantes no prevalecía una expectativa favorable al mantenimiento indefinido de la democracia, ni el Estado se habría librado de las denominadas “instituciones perversas” que aún confiaban en los procedimientos no electorales para formar el gobierno. En palabras de Mauceri (1997: 36), referidas al caso concreto de Perú, el proceso de transición a la democracia en este país dio paso a unas estructuras institucionales débiles e insuficientes para posibilitar la consolidación democrática; debido a ello, lo sorprendente no sería el hecho de que sus estructuras democráticas fueran barridas tras doce años de vigencia, sino que duraran tanto tiempo en una situación cotidiana caracterizada por la violación de los derechos humanos, la corrupción, el clientelismo y el abuso de poder. De un modo igualmente expresivo, el peruano Eguiguren (1990a: 16) dice que hablar de diez años de democracia constitucional en Perú para caracterizar el período 1980-1990 equivaldría a caricaturizar el concepto democracia y a falsear la realidad del país, siendo más exacto hablar de avances limitados en una situación de democracia insuficiente.

5. La violencia política en Perú.

Aunque no es la pretensión ni el objeto de este apartado hacer un análisis exhaustivo de la violencia política en Perú, sí creemos necesario realizar un desarrollo mínimo de esta cuestión, pues sin su referencia y consideración no podríamos estudiar de un modo adecuado los aspectos que sí son el objeto principal de este trabajo; y ello es así debido al hecho incuestionable de que la violencia política, en todas sus vertientes y manifestaciones, ha sido uno de los mayores problemas a los que ha tenido que hacer frente el Estado y la sociedad en Perú durante más de veinte años, estando, a día de hoy, aún pendientes de resolución muchas de sus consecuencias, que van desde las de índole jurídica a las políticas pasando por las demográficas, sociales y económicas. De este modo, analizaremos, aunque sea brevemente, los principales aspectos de tan importante y controvertida cuestión.

5.1. Los factores estructurales de la violencia.

Desde comienzos de los años 80 han abundado en Perú los trabajos que tienen como objetivo la indagación en las causas que están en el origen tanto de la ola de violencia, en general, que invade el país, como, en particular, de su expresión más llamativa y cruel desde 1980: la violencia política. Las causas de la violencia en Perú, como en otros Estados de la región, hunden sus raíces

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históricas en una serie de factores frecuentemente interrelacionados entre sí; la violencia es un fenómeno global que tiene múltiples caras, modos y espacios de expresión. En un conocido informe sobre las causas de la violencia, una Comisión especial, creada al efecto, del Senado de la República del Perú (1989) llegaba a la conclusión de que, entre los distintos tipos de violencia estructural constatados en el país, la violencia política era uno de ellos. A su vez, se dividía la violencia política en tres subtipos: a) la violencia que provenía de las instituciones del Estado; b) la violencia que practicaban los partidos políticos mediante la aplicación de mecanismos e instrumentos que producían conductas autoritarias, intolerantes, intimidatorias y coactivas; c) la violencia política que practicaban los grupos subversivos alzados en armas. En repetidas ocasiones (Degregori, 1986 y 1993a; McClintock, 1989a; Senado de la República del Perú, 1989; Morales Bermúdez, 1990; Mac Gregor, Rubio y Vega, 1990; Hidalgo, 1992; Montoya, 1992; Manrique, 1994; Cotler, 1994), se ha hecho referencia a la importancia que en el origen y persistencia en el tiempo de la violencia política en Perú tienen determinados factores estructurales, como el conflicto interétnico, las diferencias culturales, las grandes desigualdades sociales y la situación de pobreza en la que vive una gran parte de la población. No obstante, también hay que señalar que al respecto no existe unanimidad en el grado de importancia relativa que se atribuye a cada uno de los factores estructurales; así mientras para McClintock las condiciones de extrema pobreza en que vivían las comunidades campesinas en algunas provincias peruanas son una causa suficiente para explicar el éxito inicial de SL en las mismas, para Degregori e Hidalgo, que no desconocen la importancia de esta circunstancia, es, sin embargo, prioritario considerar la importancia de la voluntad política puesta de manifiesto por este grupo subversivo para llevar adelante su proyecto. (50) En este contexto definido por la existencia de varios factores estructurales, los grupos subversivos habrían hecho su aparición aprovechando la existencia de una coyuntura determinada por una crisis económica que agravaba los problemas anteriores, tal como argumentan el Senado de la República del Perú (1989) y Rospigliosi (1991); línea argumentativa que en considerable medida

50 En una de sus obras más recientes, N. Manrique (2002) ha señalado que, iniciado el siglo XXI, mantienen su vigencia muchos de los factores y causas objetivas que propiciaron la dimensión alcanzada por la violencia política en la década de los 80 del pasado siglo XX; sin embargo cree que será difícil el resurgimiento de la misma al faltar algunas condiciones tan importantes como la existencia de un líder que represente el papel que Abimael Guzmán desempeñó en su momento. Según una encuesta, realizada, en junio de 1991, por APOYO S.A. -cuyos datos recoge y analiza C. Balbi (1991)-, el 17% de los encuestados -porcentaje que subía hasta el 23% en los sectores más pobres de la población peruana- consideraba “justificable” la presencia en el país de grupos subversivos, y el 7% -11% entre los más pobres- decía tener una opinión favorable respecto a SL.

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también comparten los autores del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación presentado a finales de agosto del 2003. Dicho lo cual tampoco hay que olvidar que, contradiciendo lo expuesto por Huntington (1998: 177), estos grupos subversivos no se alzaron frente a un régimen autoritario, sino frente a uno democrático, siendo especialmente llamativo el hecho de que SL llevara a cabo su primera acción armada coincidiendo con las elecciones generales -democráticas- en mayo de 1980.

5.2. Los movimientos subversivos: Sendero Luminoso y MRTA.

Con carácter previo, la primera consideración al respecto se relaciona con cuestiones de índole semántica y de términos. Si en este trabajo nos decantamos por el empleo de la palabra “subversivos” para referirnos a SL y al MRTA, lo hacemos sin desconocer la connotación militarista que le puede acompañar; de hecho, para referirse al mismo fenómeno se han empleado también otros términos, como “grupos insurgentes”, “partidos antisistema”, “movimientos revolucionarios”, o grupos “alzados en armas”. En consecuencia, el uso del término subversivo se debe principalmente a que es el que, en los últimos años, ha tenido una mayor difusión entre los analistas peruanos que han tratado el tema de la violencia política en su país; además también creemos que es el que resulta más apropiado para abordar esta compleja cuestión, sin que, por ello, dejemos de considerar que estamos ante unas organizaciones que hicieron del terror una práctica cotidiana. Por ello, no tenemos inconveniente en señalar que se trata, en especial SL, de grupos subversivos que hicieron del terrorismo una táctica habitual, como también lo fue, al menos en algunos momentos, de la respuesta contrasubversiva librada desde los aparatos del Estado peruano. (51) SL se manifestó, desde el inicio, como una organización altamente ideologeizada y dogmática, recurriendo, aún en mayor medida que los partidos políticos que denostaba, a las maneras autoritarias y a un patrón de relaciones internas estrictamente jerárquico. Además, a pesar de la procedencia mayormente andina de sus militantes y siendo los indígenas andinos los llamados en primer lugar a servirle como base de apoyo, SL mostrara, como señala Degregori (1986), una actitud de rechazo hacia las organizaciones tradicionales de raigambre comunitaria y popular. Varios analistas (Degregori, 1986, 1990a y 1996b; Stein y Monge, 1988; Montoya, 1992; Hidalgo, 1992; Tapia, 1997) han puesto de manifiesto que ambos aspectos, el carácter

51 Entre los autores extranjeros que han analizado el caso peruano, el uso del término insurgencia ha tenido un mayor predicamento. En alguna ocasión, Mauceri (1989: 26), se ha tratado de establecer las diferencias existentes entre los términos insurgencia y terrorismo, entendiendo que “el terrorismo es un método de violencia política mientras que la insurgencia es una situación de conflicto armado”.

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autoritario y personalista del liderazgo, por una parte, y el desconocimiento de las organizaciones populares tradicionales, por otra, acabarían siendo dos de los más importantes factores de debilidad en la organización que férreamente dirigía Abimael Guzmán, líder supremo e indiscutido de SL. Objeto de debate entre los analistas que han estudiado la ideología senderista son igualmente otras cuestiones; entre ellas, destacan dos: la supuesta naturaleza andina, indigenista y mesiánica de SL, y la relación existente entre este grupo subversivo y los movimientos guerrilleros peruanos de los años 60 y el resto de las guerrillas latinoamericanas. Algunos autores (Degregori, 1990a y 1996b; Montoya, 1992) no consideran que estos aspectos sean relevantes en SL, otros (Ceresole, 1987; Ossio, 1990), por el contrario, responden afirmativamente a ambas cuestiones. Tampoco faltan quienes (Gorriti, 1990; Favre, 1994; Tapia, 1997; Hinojosa, 1999) hacen hincapié en la naturaleza singular y fundamentalista del senderismo, o en el énfasis que esta organización subversiva ponía sobre la violencia (Degregori, 1990b; Portocarrero, 1998). En cualquier caso, resulta difícil entender el fenómeno senderista sin tomar en previa consideración la estrambótica personalidad del fundador y líder supremo de SL, Abimael Guzmán, “Presidente Gonzalo”. En varias ocasiones (Frías, 1993; Degregori, 1994; Tapia, 1997; Portocarrero, 1998) se ha hecho referencia al talante dogmático y comportamiento sectario de Guzmán, a su querencia hacia el endiosamiento y la autoidealización y a su constatado empeño por ser reconocido como un intelectual renovador. Sin embargo, en la realidad, tras el personaje mitificado por los suyos, había una persona vulgar, aficionada a los gustos “burgueses” y que tendía a deprimirse en ausencia de su compañera sentimental, cuando se suponía por parte de sus cegados seguidores que el “superhombre” estaba por encima de cualquier miseria o sentimiento humanos. En las conclusiones del Informe de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación -CVR- se hace recaer sobre SL, y especialmente sobre Abimael Guzmán, la mayor responsabilidad en los trágicos sucesos que la violencia política acarreó a Perú desde mayo de 1980; a este siniestro personaje se le atribuye el papel de inductor inmediato y fundamental en el desencadenamiento de la violencia política en Perú y se le considera el principal perpetrador de crímenes y violaciones de los derechos humanos en su fanático intento por llevar a cabo un proyecto fundamentalista desplegado con inusitada violencia y crueldad. Algo que, sin embargo, hay que reconocer al líder senderista es su capacidad para escribir una enorme cantidad de panfletos sobre los que imaginaba sustentar una obra filosófica, política y revolucionaria de pretendida magnitud histórica y alcance planetario. (52)

52 Entre los numerosos documentos difundidos por SL se encuentra el titulado “La entrevista del siglo. El presidente Gonzalo rompe el silencio”, una supuesta entrevista que dos periodistas senderistas

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El modelo estratégico diseñado por SL, como señala Hidalgo (1992), mantenía notables concomitancias con los principios antisubversivos de la doctrina militar peruana; en ambos casos, junto al ámbito de actuación estrictamente militar, se contemplaba la importancia de los ámbitos político, económico y psicosocial. En lo militar, la estrategia senderista para tomar el poder comprendía 3 fases: Fase I, de “defensa estratégica”; Fase II, de “equilibrio estratégico”; y Fase III, de “ofensiva estratégica”. Fases que, en términos del debate interno, Guzmán manejó arbitrariamente, según convenía a sus intereses personales, en aras a conservar su poder omnímodo en la organización subversiva o a ofrecer ficticiamente una más fiel acomodación de la realidad respecto al manual originario. (53) Cuando habían transcurrido cuatro años de la irrupción de SL en la lucha armada, en mayo de 1984, dio comienzo a su actividad, también armada, el denominado Movimiento Revolucionario Túpac Amaru -MRTA-, integrado por activistas radicalizados procedentes de alguno de los partidos de la izquierda peruana, como el MIR-Militante, el PSR-Marxista-Leninista y la Unidad Democrática Popular -UDP-. De inspiración filocastrista, el MRTA, que se vinculaba a los movimientos guerrilleros peruanos de la década de los 60 y a otras guerrillas latinoamericanas contemporáneas, mostró desde el inició una capacidad de actuación y organizativa inferior a la de SL, haciendo del departamento interior de San Martín, junto a Lima, el escenario principal de sus acciones subversivas. En 1988, comenzó actuar, responsabilizándose de varios atentados, un

realizaron a Guzmán y que fue publicada, en julio de 1988, en El Diario, órgano de prensa de SL. En este largo documento, el dirigente subversivo define la ideología de su organización como “marxismo- leninismo-maoísmo-pensamiento Gonzalo”, siendo el pensamiento Gonzalo el resultado de la “aplicación del marxismo-leninismo-maoísmo a la revolución peruana”. (El documento completo, en castellano e inglés, se puede consultar en la página electrónica http://ursula.blyte.org/peru-pcp/, de la que se responsabiliza el denominado Partido Comunista de Perú; concretamente, esta entrevista está “colgada” en la página http://www.ursula.blyte.org/peru-pcp-docs-sp/entrevis.htm). Oscar Ramírez Durand “Feliciano”, máximo dirigente senderista tras la captura, en septiembre de 1992, de Guzmán, se refiere -véase Caretas, nº 1767, de 10/4/2003- al fundador de SL calificándole como un “psicópata”, “estalinista trasnochado”, “farsante” y “parásito” que conformó en el grupo subversivo una cúpula militarizada encargada de imponer una dictadura totalitaria al interior de la organización. 53 Según C. Tapia (1993: 158-159), entre los años 1989 y 1990, fase de mayor auge operativo de SL, esta organización subversiva controlaba de un modo efectivo aproximadamente el 2-3% del territorio peruano, donde habitaba el 1% de la población del país. Igualmente habría conseguido generar una situación de “vacío de poder” en un 8-10% del territorio habitado por el 5% de los peruanos. En esas fechas, los comandos operativos de SL estarían integrados por un número de guerrilleros que oscilaría entre los 8.000 y los 10.000; de ellos, unos 5.000 integrarían el denominado Ejército Popular Guerrillero -EGP-, aunque únicamente unos 1.500 constituirían la fuerza principal. De estos datos deducimos que, en contra de lo que muchos peruanos y algunos analistas (Murillo y Ruiz, 1992) creían, SL nunca estuvo en disposición real de derrotar al Estado peruano y tomar el poder, aunque sí de crearle graves problemas.

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denominado Comando Rodrigo Franco. Esta oscura organización, a diferencia de SL y el MRTA, no nacía con una vocación subversiva, sino que estaba vinculada con los ámbitos gubernamentales; presuntamente relacionado con Agustín Mantilla, ministro de Interior durante la presidencia aprista de Alan García, este grupo armado podría ser incluido dentro del universo formado por las fuerzas paramilitares. En 1990, coincidiendo con la campaña electoral de ese año, se activó un nuevo grupo violento bajo la denominación de Frente Patriótico de Liberación; de supuesta filiación comunista, su existencia fue efímera. A finales de la década de los 80, SL, como también el MRTA, ya participaba activamente, y no sólo como fuente de recursos económicos para financiar sus actividades subversivas, en el lucrativo negocio del narcotráfico, principalmente en la región del Alto Huallaga; los senderistas, tras violentas disputas armadas con los emerretistas, se harían con el control de las principales áreas de producción cocalera. Las relaciones entre los grupos subversivos y los narcotraficantes, como señala R. González (1994: 295), eran mutuamente beneficiosas y equilibradas; aunque frecuentemente los grupos subversivos ostentaban una posición de dominio, en otras ocasiones eran las organizaciones del narcotráfico las que negociaban en posición de superioridad su colaboración con SL o el MRTA, según sus intereses, frente al enemigo común que era la Policía. Finalmente, SL acabaría imponiéndose tanto al MRTA como a los narcos.

5.3. Las estrategias antisubversivas. La doctrina militar y las “rondas campesinas”.

A pesar de que el Estado peruano había pasado ya por la experiencia de tener que hacer frente a una actividad guerrillera en los años 60, al iniciarse la década de los 80, ni las instituciones civiles del incipiente régimen democrático, ni los partidos políticos y sus dirigentes, ni siquiera las FFAA y la Policía, estaban en las debidas condiciones para afrontar el reto que suponía la irrupción en la lucha armada de SL. En los primeros años de actividad subversiva tanto el poder civil como las FFAA subestimaron la capacidad de acción y de perturbación de SL; este error contribuyó a favorecer la mayor difusión y fortaleza del senderismo. Llama la atención, sin embargo, que, aunque desde el Gobierno se considerase a esta organización subversiva como un grupo delincuencial, en la práctica, los comandos político-militares establecidos en las zonas declaradas en estado de emergencia actuaban contra los grupos senderistas como si se tratara de un conflicto de carácter militar. Así las cosas, en enero de 1983, cuando se cumplían casi tres años desde el inicio del conflicto armado, el general

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Cisneros Vizquerra (1983: 48), que ocupaba el cargo de ministro de Guerra, declaraba que los senderistas no tenían posibilidad alguna de éxito en Perú. En este contexto de conflicto armado, las FFAA peruanas, que habían perdido una parte relevante de su protagonismo institucional durante el proceso de redemocratización del país, tenían otra vez la posibilidad de detentar, especialmente en los territorios declarados en estado de emergencia, un poder efectivo. A ello contribuía también la incapacidad mostrada por los gobernantes civiles para diseñar, primero, y liderar, después, un proyecto efectivo para combatir a SL y al MRTA. De este modo, las FFAA eran para una parte importante de la opinión pública peruana la única institución capaz de mantener el orden y la integridad nacional. (54) Tampoco beneficiaba al combate exitoso a los grupos subversivos el ambiente de incomunicación que presidía las relaciones entre las FFAA y unos representantes del poder civil que recelaban, después de doce años de gobierno militar, de las mismas; en esta situación, como señala Rospigliosi (1991: 62), los militares percibieron que la sociedad, los políticos y el Gobierno les habían abandonado en la lucha armada contra la subversión. Lo cierto es que los gobiernos constitucionales de Belaúnde y de García no supieron liderar civilmente el combate a SL y al MRTA. En alguna ocasión (Rubio, 1989; Morales Bermúdez, 1990; Barandiarán, 1995), ha sido motivo de censura la estrategia operativa, básicamente militar, implementada por los gobiernos civiles para combatir a SL, cuando desde las FFAA se consideraba que el éxito de la lucha antisubversiva debería basarse en una actuación global que reconociera la existencia de cuatro frentes interrelacionados: el político, el económico, el psicosocial y el estrictamente militar. Como señala Rodríguez Beruff (1983: 200), desde los años 60, existía en el seno de las FFAA una corriente mayoritaria que no dudada de la necesidad de llevar a cabo una serie de reformas sociales y económicas como medio para prevenir el resurgimiento de los movimientos subversivos y, en su caso, combatirlos con mayor eficacia. En esta dirección, el que fuera presidente de la República durante la segunda fase del gobierno militar, general Morales Bermúdez (1990: 177-178), establecía las bases operativas para llevar a cabo un Plan Antisubversivo Integral, que contemplaba, además de los ámbitos citados -político, económico, psicosocial y militar-, otros, como el educativo y el de las reformas estructurales del Estado. Pero lo cierto era, como señala Barandiarán (1995: 243), que ni siquiera el frente militar era tratado de un modo adecuado, ya que los militares no estaban debidamente entrenados y equipados para hacer frente

54 Al amparo del artículo 231 de la Constitución de 1979, el Ejecutivo que presidía Belaúnde decidió, en diciembre de 1982, la implicación directa de las FFAA en la lucha antisubversiva. De este modo, a finales de 1990, el 37% del territorio peruano, sobre el que habitaba el 51% de la población del país, estaba declarado zona de emergencia y como tal sometido a un control militar directo.

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al tipo de conflicto armado interno que planteaba SL. (55) Los errores, acompañados de abusos flagrantes, puestos de manifiesto por SL en las relaciones con las comunidades campesinas e indígenas provocaron, desde los primeros momentos, reacciones de oposición -primero esporádicas, y luego generalizadas y organizadas- entre unos pobladores a los que el senderismo pretendía librar de su estado de marginación. Con anterioridad a la intervención de las FFAA en el conflicto, numerosas comunidades indígenas ya habían comenzado a organizarse autónomamente para hacer frente a los excesos de SL. Como señala Degregori (1996a: 25-26), al florecimiento y desarrollo de las rondas campesinas, convertidas más tarde en Comités de Autodefensa Civil -CDCs- contribuyeron dos procesos de signo contrapuesto; así, mientras SL incrementaba paulatinamente su presión sobre el campesinado, simultáneamente las FFAA peruanas modificaban su estrategia inicial al sustituir la aplicación contra los campesinos de métodos de represión indiscriminada por una represión más selectiva unida a la promoción de unas relaciones de corte paternalista y asistencial. (56) Este cambio de rumbo en la estrategia antisubversiva de las FFAA peruanas sería también acompañado por la ampliación y mejora de los servicios de inteligencia militar. Las rondas campesinas, como también las urbanas, que desde marzo de 1988 habían conseguido una plena consideración legal, vieron reconocido, en octubre de 1992, tras la publicación del Reglamento de los Comités de Autodefensa, su importante papel en la derrota de SL; así lo reconocen varios analistas (Hidalgo, 1992, Degregori, 1996a; Fumerton, 2001; Basombrio, 2001). Esta función de las comunidades campesinas e indígenas peruanas en la estrategia antisubversiva es uno de los aspectos, y no el único, más significativos que permiten establecer nítidas diferencias entre el caso peruano y la mayoría de los conflictos armados que han enfrentado en varios países de América Latina a sus respectivos gobiernos con diferentes grupos subversivos. Sin embargo, tal como señala certeramente Basombrio (2001: 91), paradójicamente esta circunstancia, que ha sido favorable para la emergencia y

55 Durante la presidencia de Belaúnde se llevaron a cabo dos proyectos fallidos, uno de naturaleza casi exclusivamente militar y otro que perseguía una acción estratégica más global, para hacer frente a SL en el departamento de Ayacucho. En primer lugar, el general Noel fracasó al interpretar el conflicto armado como un caso típico de guerra interna contra el comunismo; pero tampoco acompañó el éxito a su sustituto, el general Huamán, que entendía que las acciones militares deberían ir acompañadas de inversiones económicas y de medidas que favorecieran el desarrollo social en el deprimido departamento ayacuchano, uno de los más pobres y atrasados del país. 56 Según los datos proporcionados por el general Cano -recogidos por Degregori (1996a: 24)-, en marzo de 1994, existían en los departamentos de Ayacucho y Huancavelica 1.655 rondas campesinas que agrupaban a unos 66.200 ronderos; estimándose para el conjunto del país la existencia de 5.786 rondas y 400.360 ronderos. Las rondas finalmente serían disueltas por el gobierno de Fujimori a comienzos del año 2000.

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dignificación de estas comunidades, ha dificultado las investigaciones y los procesos judiciales relacionados con los casos de violaciones de los derechos humanos cuya autoría recae sobre las autoridades civiles y militares. Muchos pobladores de las comunidades campesinas, que sufrieron la violencia de las FFAA y de la Policía peruanas y que acabaron integrándose en los CDCs, habrían establecido una jerarquización de derechos al anteponer la estabilidad y la necesidad de la pacificación a la reclamación de responsabilidades al Estado. Esta percepción, que podría valer la impunidad para los responsables de violaciones de los derechos humanos, ha ido modificándose tras la publicación del Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación; el hecho de que sobre SL recaiga la autoría en la mayor parte de los casos de violación flagrante de los derechos humanos desde 1980 no puede eximir a los agentes, civiles y militares, del Estado peruano de asumir sus responsabilidades en la cuota que les corresponde por la comisión de actos moral y legalmente injustificables.

5.4. Las consecuencias de la violencia política.

Más de veinte años de conflicto armado han dejado tras de sí grandes repercusiones políticas, económicas, sociales y culturales, pero, sobre todo, graves consecuencias en lo que se refiere al número de víctimas humanas y a los múltiples casos habidos de violación de los derechos humanos más fundamentales. Aunque existen algunos estudios (Ambos, 1989; McClintock, 1998) que analizan, en perspectiva comparada, la violencia política en Perú y en otros países de América Latina -e incluso de Europa-, consideramos, como ya hemos expuesto más arriba, que el caso peruano desde 1980, aún manteniendo ciertas analogías con otras experiencias foráneas, tiene unas características específicas que le diferencian, en notable medida, de otros casos considerados, incluyendo las guerrillas peruanas de la década de los 60. Esta especificidad del caso peruano es particularmente notoria al tiempo de analizar las consecuencias de la violencia política y de atribuir responsabilidades. Para empezar el fenómeno senderista no es equiparable a otras organizaciones subversivas existentes en América Latina, aunque probablemente el devenir de algunos grupos, como las FARC en Colombia, nos obligue a reconsiderar esta valoración; igualmente, el contexto interno peruano en 1980 difería bastante del que se ha dado en otros países latinoamericanos que han vivido experiencias de conflictos armados internos. La práctica totalidad de las guerrillas latinoamericanas que se han mantenido activas durante las cuatro últimas décadas del siglo XX se enfrentaron - Colombia vuelve a ser una excepción- a regímenes autoritarios o a gobiernos que habían violado la institucionalidad constitucional; sin embargo, en Perú,

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hasta abril de 1992, los grupos subversivos desarrollaron su actividad armada contra gobiernos legítimos, democráticamente elegidos. Es esta naturaleza democrática de los gobiernos en Perú desde 1980, justamente cuando inicia su actividad armada SL, otro de los elementos diferenciadores del caso peruano respecto a otros en América Latina. Sin embargo, este carácter democrático y constitucional de las elecciones, entre 1980 y 1990, de Belaúnde, García y Fujimori como presidentes de la República, nos conduce a una situación paradójica: la mayor parte de los casos de víctimas mortales y de violaciones de los derechos humanos cuya autoría se imputa a los agentes y autoridades que representaban al Estado peruano se produjeron en períodos de gobiernos democráticos y de vigencia del amparo constitucional. Esta circunstancia nos plantea serios problemas al tiempo de investigar los hechos y atribuir responsabilidades políticas y morales, pero también penales. En este sentido, en una conclusión que en este trabajo consideramos como políticamente sesgada y parcial, el Informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación -CVR- atribuye al gobierno de Fujimori responsabilidades penales, pero únicamente políticas a los gobiernos de Belaúnde y de García. Desde nuestro punto de vista, la CVR no fundamenta con ecuanimidad y rigor los argumentos que le llevan a no reconocer una responsabilidad penal, que sí da por probada en el gobierno de Fujimori, en los gobiernos de los dos presidentes de la República que le antecedieron en el cargo; resulta muy difícil de creer que tanto Belaúnde cómo García no tengan, por acción u omisión, responsabilidad alguna en el hecho de que durante sus respectivos mandatos varios millares de peruanos fueron asesinados u objeto de violación de sus derechos humanos fundamentales por parte de las FFAA y de la Policía. Una de las novedades que ha aportado el Informe de la CVR, presentado como hemos señalado a finales de agosto del 2003, es la considerable elevación del número de víctimas mortales como consecuencia de la violencia política. La cifra de 69.280 peruanos asesinados, entre los años 1980 y 2000, como consecuencia directa del conflicto armado interno supera, con creces, las cifras hasta entonces manejadas que hacían referencia a un número de víctimas algo superior a las 26.000. No obstante, el hecho de que la propia CVR considere como documentados sólo 24.692 casos del total de 69.280 es un aspecto que nos lleva a que consideremos como provisional un dato obtenido, recurriendo a una proyección matemática, mediante la aplicación del método de estimación de sistemas múltiples. (57)

57 Atendiendo a las fuentes consultadas hasta el momento de la presentación del citado Informe, los datos sobre el número de víctimas mortales difieren en notable medida de la cifra que estima la CVR. Para el período comprendido entre los años 1980 y 1994, ambos incluidos, según el Instituto de Defensa Legal, el número de las víctimas mortales debidas a la violencia política -véase de León (1995: 137-138)- ascendería a 25.182. De esta cifra, un 45´3% correspondería a presuntos subversivos,

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El Informe de la CVR imputa a SL, al que además señala como responsable del desencadenamiento del conflicto armado interno, la autoría del 54% de las víctimas mortales debidas a la violencia política entre los años 1980 y 2000. En este mismo documento, a las FFAA y a la Policía se les atribuye la responsabilidad sobre aproximadamente el 30% de los casos, a las rondas campesinas y Comités de Autodefensa Civil -CADs- el 4% y al MRTA una cantidad que oscilaría entre el 1´5% y el 1´8%; no habiéndose hallado una base probatoria suficiente para atribuir la autoría del 10´2% restante. (58) Este panorama -que ya se conocía en líneas generales antes de la presentación del Informe de la CVR- corrobora lo ya expuesto acerca del carácter diferenciado de la violencia política en Perú respecto a otros casos en América Latina. En Perú, a diferencia de otros países de la región, los grupos subversivos, especialmente SL, practicaron unos niveles de violencia y de terror que superaron a los ejercidos por los aparatos del Estado peruano y sus agentes; en nombre de la denominada “justicia popular” o víctimas de actos de represalia varios miles de peruanos, principalmente campesinos pobres e

un 44´3% a civiles y el 10´4% restante a miembros de las FFAA y de la Policía. Si tenemos en cuenta que para el período 1995-1998, según los datos facilitados por el Ministerio de Interior y elaborados por el INEI, otras 852 personas fallecieron por igual causa, sumadas ambas cantidades nos daría la cifra de 26.034 víctimas mortales entre los años 1980 y 1998; cifra algo inferior a los 27.882 casos que, a finales de 1997, llevaba contabilizados desde 1980 la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú. 58 Otras consecuencias de la violencia política se derivan de la existencia de un número bastante importante de personas desaparecidas. Según la Defensoría del Pueblo del Perú -que en 1996 se hizo cargo de las funciones que hasta entonces ejercía sobre la materia el Ministerio Público-, entre los años 1983 y 1996, se tramitaron 5.525 expedientes de personas presuntamente desaparecidas. Depurados estos datos, en noviembre del 2001, la Defensoría del Pueblo daba a conocer un informe en el que se hacía referencia a 4.022 casos de desapariciones entre los años 1983 y 1999. De estos 4.022 casos, el 95% correspondían a los departamentos serranos de Ayacucho, Huancavelica, Junín y Apurímac. En estos cuatro departamentos, a los que se suman los de Huánuco y San Martín, se registraron también el 85% -40% en el departamento de Ayacucho- de todas las víctimas mortales civiles contabilizadas en el país entre los años 1980 y 2000. A diferencia de lo que sucede con los casos de víctimas mortales, la Defensoría del Pueblo del Perú atribuye a los agentes del Estado la autoría de la mayor parte de los casos de personas desaparecidas. De los 4.022 casos de desapariciones constatados, el 30´6% tuvieron lugar durante la presidencia de Belaúnde, el 41´8% durante la presidencia de García, el 14´6% durante la fase de presidencia constitucional -hasta abril de 1992- de Fujimori, y el 10´2% entre abril de 1992 y diciembre de 1999; no existiendo datos fehacientes para datar en un período determinado al 2´1% de los casos. Esto es, casi 9 de cada 10 casos de personas desaparecidas tuvieron lugar durante los doce años de vigencia de la Constitución de 1979. Otra consecuencia de la violencia política es la existencia de 530.075 peruanos -la mayoría pobladores de los ya citados departamentos de Ayacucho, Huancavelica, Junín y Apurímac- que, según los datos aportados por la Mesa Nacional sobre Desplazados en el Perú, se vieron obligados, entre los años 1980 y 1997, a abandonar sus lugares de origen y residencia por causas directamente atribuibles a la violencia política. Para hacer frente a esta situación y promover el retorno de los desplazados a su lugar de origen, en 1993 se puso en marcha el Programa de Apoyo a la Repoblación -PAR-, dependiente del Ministerio de Promoción de la Mujer y Desarrollo Humano -PROMUDEH-.

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indígenas, fueron cruelmente masacrados por las huestes senderistas. Más de veinte años de violencia política también han provocado consecuencias, éstas sin el tinte trágico de las muertes y violaciones de los derechos humanos, en otros ámbitos de la vida del país. Como señala Degregori (1996a: 16), tras varios años de violencia continuada en el departamento de Ayacucho -el que ha sufrido con mayor intensidad las consecuencias del conflicto- han cambiado algunos símbolos tradicionales. Si antes del año 1980 el centro simbólico en muchos pueblos ayacuchanos estaba representado por una placita con su iglesia católica, después del conflicto interno ese lugar referencial pasó a ocuparlo el campo de fútbol, que hacía, al mismo tiempo, las funciones de “plaza de armas” donde formaban diariamente los ronderos; el conflicto armado también llevó a muchos pueblos controlados por las FFAA una escuela, un asta con la bandera nacional y, en muchas ocasiones, un templo de la iglesia evangélica. Igualmente, el combate a SL trajo consigo que en muchos pueblos ubicados en lugares remotos e ignotos de Perú se construyeran escuelas, centros de salud y caminos practicables y llegara por primera vez el alumbrado eléctrico y las conducciones de agua potable. También miles de peruanos, indígenas marginados y olvidados, aún a costa del sufrimiento vivido y de la pérdida violenta de muchos familiares y vecinos, han tenido, enfrentándose a SL, un reconocimiento nacional que tantas veces se les había negado, aunque ello no haya supuesto el final de una discriminación secular. Pero el conflicto armado dejó también multimillonarias pérdidas en materia económica y de infraestructuras y contribuyó al mayor deterioro de un régimen democrático de por sí frágil; igualmente acrecentó el despoblamiento de vastas regiones ya poco pobladas anteriormente y, simultáneamente, acentuó la macrocefalia limeña. Llegado el tiempo de la paz, el país necesita, como señala C. Basombrio (1999: 219), un abierto rechazo a los poderosos “hombres de la guerra”, ya que de ello dependerá, en gran medida, el tipo de nación que Perú será durante el nuevo milenio.

6. El desborde popular.

Antes de que una pavorosa crisis hundiera la economía peruana y antecediendo a los tiempos de generalización de la violencia política, una de las cuestiones en boga era la referida al desborde popular, entendido como un vasto y masivo movimiento migratorio que tenía lugar desde las áreas rurales a las urbanas, principalmente hacia Lima. A los desplazamientos demográficos acompañó también un trasiego cultural de consecuencias revolucionarias en casi todos los órdenes de la vida peruana tradicional. Como señala Halperin (1990: 720), Perú pasó por un proceso necesariamente contradictorio y doloroso de unificación social y cultural, en el que el éxodo rural y el crecimiento urbano provocaron la

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íntima confrontación entre la nación india de la sierra y la nación criolla, mestiza y africana heredera de la colonización española en la costa. Con todo, el fenómeno no era novedoso en Perú; desde los tiempos de la dictadura de Odría, en la primera mitad de la década de los 50 del siglo XX, varios millares -más tarde, algunos millones- de peruanos iniciaron un descenso desde los valles y altiplanos rurales andinos hacia las ciudades costeras o próximas al Pacífico. Estas migraciones se incrementarían, entre finales de los 50 y comienzos de los 60, coincidiendo con el período de moderado crecimiento económico y esfuerzo de promoción industrial y modernización que tuvo lugar durante la presidencia constitucional de Prado Ugarteche. La llegada de los militares del poder, pese a la puesta en marcha de un ambicioso proyecto de reforma agraria, no supuso un freno al éxodo rural, que, desde la segunda mitad de los años 70, amenazaba con desbordar las precarias estructuras políticas y socioeconómicas del país. Desde comienzos de los 80, los efectos de la crisis económica y de la violencia política han contribuido a dar un mayor ímpetu al fenómeno migratorio. El Perú de ambiente rural de la primera mitad del siglo XX se ha convertido, medio siglo más tarde, en un espacio y una sociedad predominantemente urbanos; en el año 2002, según los datos del INEI, el 72´2% de los peruanos vivía en ciudades. En poco más de medio siglo, Lima ha pasado de los 645.000 habitantes con que contaba en 1940 a los casi 7.500.000 que la habitaban al iniciarse el siglo XXI. Matos Mar (1988: 13) nos presenta, a comienzos de los 80, la imagen de “un desborde incontrolado de los sectores populares que, irrumpiendo a través de las barreras impuestas por el Estado y la economía nacional en crisis, parecía por momentos precipitar los signos de la bancarrota económica y el caos”. En la exposición de Matos Mar (1988) se da cuenta de una movilización espontánea de los sectores populares que, cuestionando las estructuras vigentes hasta ese momento, estaría alterando las reglas del juego establecidas en la sociedad tradicional de Perú y modificando su rostro. Además de cuestionar la autonomía del Estado, los protagonistas de este desborde se encargaron de crear unas organizaciones que lo consolidara; a las instituciones de un Estado maniatado e impotente no les habría quedado otra alternativa que tolerar este desborde, aún cuando ello menoscabara su autoridad. Las débiles instituciones estatales, que se habían mostrado incapaces de atender adecuadamente a los problemas que afectaban a los emigrantes, tampoco tenían capacidad para imponerles su orden; en este estado de cosas, los pobladores recién llegados a las ciudades acometieron por su cuenta la resolución, al margen de las instituciones y organizaciones públicas, de sus necesidades de vivienda, infraestructuras básicas, trabajo e, incluso, orden público. Otro analista peruano, H. De Soto (1987), aborda la misma cuestión desde una

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perspectiva ideológica y metodológica diferente a la de Matos Mar. Partiendo, De Soto, de unos planteamientos acordes con el neoliberalismo en boga no concede una debida atención al estudio del contexto histórico y sociológico en el que se inserta el proceso del desborde popular y su correlato: la informalidad; sí nos presenta, sin embargo, un análisis muy prolijo en datos y detalles. La importancia del tema y del debate surgido en torno a él traspasó los ámbitos de Perú, siendo Whitehead (1989) uno de los intelectuales que ha terciado en esta controversia, reconociendo unos mayores méritos científicos en el trabajo de Matos Mar. (59) Los temas del desborde popular y la informalidad han sido tratados en sus distintas vertientes por otros analistas (C. Franco, 1987; Stein y Monge, 1988; Chávez, 1990; Balbi, 1997; Villarán, 1998), habiéndose centrado el debate principalmente en torno a las cuestiones de la conformación de una nueva identidad nacional y cultural predominantemente “chola” y del crecimiento de la informalidad como un modelo de desarrollo específico aunque no necesariamente enfrentado, ni alternativo, a los mercados laborales y circuitos comerciales formales; no faltando tampoco (Scott Palmer, 1994; Ruiz Contardo, 1996) los estudios que han hecho hincapié en el papel del mundo de la informalidad como mecanismo para reducir el potencial revolucionario en las sociedades, como la peruana, pobres y desiguales o para facilitar la gobernabilidad. Todo ello sin dejar de lado las implicaciones políticas y electorales de estos fenómenos, aspecto que analizaremos en el Capítulo siguiente.

7. La crisis económica.

La profundidad de la crisis económica, que a finales de la década de los 80 amenazaba con la quiebra completa del sistema productivo peruano, se había larvado durante más de tres lustros. Perú no representaba una excepción en el contexto de la década perdida en América Latina, pero en pocos países de la región la crisis había alcanzado tal envergadura hasta ese momento. Las crisis económicas tampoco suponían una novedad para un país en el que muchos de

59 Whitehead (1989: 101) se percata además de uno de los males endémicos que caracteriza a los ámbitos culturales e intelectuales de Perú: el dogmatismo dominante. Para Whitehead el hecho de Matos Mar y De Soto partan de unas posiciones ideológicas diferentes es menos relevante que los aspectos que comparten; por ello, lo que le llama la atención es que siendo la obra de De Soto posterior a la de Matos Mar -“El desborde popular y crisis del Estado” se publicó, por primera vez, en 1984- no haya referencia alguna en ella al trabajo que le precedía. Este hecho le lleva a Whitehead a señalar que, aunque sea normal en una comunidad de intelectuales democráticos la existencia de diferencias entre autores, sólo en un ambiente altamente ideologeizado y politizado se desprecia la participación en una empresa intelectual colectiva para presentarse como innovadores y descalificar, de paso, a los potenciales críticos considerando que sirven a algún proyecto político real. En este trabajo manifestamos al respecto nuestro acuerdo con Whitehead.

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sus habitantes las consideraban como el estado natural de la economía nacional; sin embargo, desde 1987 la situación estaba fuera de control y el fantasma del colapso total se cernía sobre Perú. Se trataba además de un elemento añadido a un proceso de crisis integral que sumaba a los problemas económicos, los políticos y sociales, teniendo como telón de fondo el peligro que para la integridad soberana y territorial del país suponía la subversión y el narcotráfico. Probablemente la forma más ilustrativa para valorar las dimensiones de la crisis sea atendiendo a la evolución de las variables económicas más relevantes, para lo que contamos con los datos facilitados por el Banco Central de la Reserva del Perú -BCRP-, el INEI y la CEPAL. La inflación tendió al alza durante el mandato presidencial de Belaúnde, pasando del 60´8% anual, en 1980, al 158´3%, en 1985. Los precios evolucionaron favorablemente durante el primer año de la presidencia de García, descendiendo la inflación, en el año 1986, hasta el 62´9%; este curso de moderación no resultaría ser más que un espejismo, pues en 1988 los precios crecieron un 1.722´3%, alcanzando un índice del 7.649´6% en 1990 - únicamente superado en América Latina por el 13.500% registrado en Nicaragua ese mismo año-. Entre los meses de julio de 1985 y julio de 1990, que coinciden con el mandato presidencial de García, la inflación acumulada en Perú, según los datos del BCRP, se elevó al 2.178.658%. En estos cinco años, el costo de la cesta diaria para una familia de seis miembros pasó de 29´3 a 411.591 intis, moneda nacional peruana que experimentó una devaluación frente al dólar del 1.218.844%. Las remuneraciones reales de los peruanos, según la CEPAL, sobre un índice 100 en agosto de 1985, habían caído, en julio de 1990, a un índice 47. En los años 1988, 1989 y 1990, los más críticos, el PIB peruano registró unos valores negativos del 8´3%, 11´7% y 5´4%, respectivamente; sobre un índice 100 para el año 1998, el PIB per cápita tenía en 1975 y 1981 unos valores respectivos de 112´9 y 114´2, pero sólo llegaba al 78´3 en 1992. Estos datos son suficientemente ilustrativos para disponer de una clara visión del lamentable estado de la economía peruana a finales de los años 80. La deficiente gestión que el gobierno de García hizo de la crisis económica contribuyó al mayor desprestigio de los partidos políticos y de sus dirigentes, condicionando en gran medida, como veremos, los resultados de las elecciones celebradas en 1990.

8. Balance de una década.

En 1980 la mayoría de los peruanos, después de doce años de gobierno militar, recibieron con entusiasmo y esperanza al régimen democrático; diez años

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después, el ambiente estaba dominado por una generalizada desconfianza, e incluso hostilidad, hacia las instituciones y organizaciones más relevantes de la democracia representativa. En una situación de alta inestabilidad, con graves problemas de gobernabilidad y de representación políticas, el escenario político era tan confuso que se podía prestar a múltiples salidas. Cuando los más pesimistas aventuraban una salida “a la chilena”, finalmente tuvo lugar una salida “a la boliviana”, pues fue en Bolivia, antes que en Perú, donde los políticos independientes cobraron protagonismo. En 1990, Alberto Fujimori se convertiría en el ejemplo más exitoso de los “outsiders” políticos. En 1990, Perú no sólo había fracasado al afrontar los problemas estructurales que suponían un serio desafío para su frágil democracia, sino que también tenía que hacer frente a otros novedosos. A modo de balance, señalamos algunos de los problemas que gravitaban sobre Perú al iniciarse la década de los 90 y que contribuían a oscurecer su futuro:

1º. Se mantenía vigente, a grandes rasgos, una cultura política predominantemente autoritaria, patrimonialista y clientelar. 2º. Las instituciones democráticas eran débiles y estaban desprestigiadas. 3º. La administración estatal, altamente centralizada, se mostraba corrupta e ineficiente. 4º. El precario sistema de partidos se desmoronaba. 5º. El floreciente movimiento sindical de los años 70 se hallaba en un estado de descomposición. 6º. Las débiles estructuras sociales presentaban signos de anomia. 7º. Las FFAA conservaban un nivel de autonomía difícilmente compatible con el ordenamiento institucional democrático. 8º. Sendero Luminoso, a pesar de sus errores y limitaciones, suponía, aunque no amenazara su supervivencia, una seria amenaza para la estabilidad del Estado. 9º. Los derechos humanos eran sistemáticamente violados por los grupos subversivos, principalmente SL, y por los agentes que representaban al Estado. 10º. La presencia de las mafias, vinculadas a las redes internacionales del narcotráfico y con ramificaciones en el interior del país que involucraban desde a los grupos subversivos a las FFAA y la Policía, suponía otra amenaza para la estabilidad e integridad del país. 11º. Perú sufría la más pavorosa crisis económica del siglo XX.

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CAPÍTULO III. EL TRIUNFO DE ALBERTO FUJIMORI. DE LA CONCERTACIÓN A LA QUIEBRA DEMOCRÁTICA Y CONSTITUCIONAL.

1. El tránsito de la informalidad social y económica al informalismo político.

Como hemos expuesto en el Capítulo anterior, entre los factores que más han contribuido a modificar la imagen de Perú en las tres últimas décadas se encuentran los fenómenos del desborde popular y la economía informal. Sin embargo, hasta las elecciones de 1990 la mayoría india y chola, que conforma en lo fundamental los sectores populares del país, se había expresado, política y electoralmente, subordinadamente a través de los partidos políticos tradicionales. Las elecciones celebradas en 1990 marcarán el tránsito de la po- lítica “formal” a la informalidad política; o dicho de otro modo, de una concep- ción de la política basada en el predominio de los partidos políticos a otra mar- cada por el éxito fulgurante de los independientes, llegados unos, como “outsi- ders”, desde fuera de los partidos políticos tradicionales y otros desde una mili- tancia partidaria anterior a la que dan la espalda coincidiendo con la deriva an- tipartidaria puesta de manifiesto por una parte significativa del electorado. (60) En este trabajo obviaremos en lo posible el empleo de los términos antipolítica y antipolíticos tantas veces utilizados, en Perú y en otros países, para caracterizar a una forma específica de entender las labores de gobierno y de representación, lo que equivale a decir la política, que rompía los moldes y esquemas de la política tradicional. De este modo, consideramos que el motor de las decisiones y de las actuaciones de los llamados “antipolíticos” no es otro que la conquista del poder y la conservación del mismo. El ejercicio de la política incluye numerosas variantes y versiones; una de ellas han consistido en la negación de los partidos políticos como cauce de representación e integración de la sociedad civil en el Estado y en las funciones de gobierno, al tiempo que se reivindica un tipo de conocimiento y de actividad de carácter presuntamente técnico y científico no contaminado por la “política”. Como señala Lechner (1999: 64), en el proceso de informalización de la política, la política realmente existente desborda las relaciones formalizadas del sistema político, acortando la distancia entre la política y la sociedad, pero provocando al mismo tiempo un vaciamiento de las instituciones. Además de contar con antecedentes sociales y económicos, el informalismo político se enraíza en una tendencia de alta volatilidad electoral que se

60 A. Rojas (1994: 57) sitúa en el verano de 1987 el inicio del proceso que paulatinamente llevó a un sector de la población, que anteriormente se consideraba representada en los partidos políticos, a la búsqueda de nuevos canales y mecanismos de representación política.

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retrotrae, iniciado el proceso de transición a la democracia, a las elecciones constituyentes de 1978. Con todo, en el electorado peruano ya se había observado, incluso con anterioridad al golpe militar del año 1968, un elevado grado de autonomía y un sentido del voto, salvo excepciones parciales que se relacionaban con la militancia aprista, eminentemente práctico. Esta es una de las caras que ha caracterizado al clientelismo político en Perú; los electores se ofrecen al mejor postor, a quien más ofrece. (61) La otra cara nos conduce, principalmente en las provincias, a la sempiterna existencia de los caciques; como señala Vargas Llosa (1993: 163-164), en la cultura partidaria peruana ha reinado la “figura inmortal del cacique”, acompañado por una pequeña corte o séquito de parientes y amigos a los que presenta como dirigentes de los trabajadores y de los sectores populares, que en algún momento de su carrera política ha sido aprista, populista o comunista. La mayor volatilidad electoral se ha observado entre los sectores populares, y, en su interior, especialmente en el mundo de la informalidad económica; como constata Cameron (1994: 52-53), el sector informal peruano ha puesto de manifiesto una gran ambigüedad en términos de ubicación clasista, haciendo poco predecible su comportamiento político. También Pareja y Gatti (1993: 106) habían observado como en los distritos limeños pobres la informalidad política y la crisis de representación de los partidos políticos eran más notorias que en los distritos habitados por los sectores sociales más acomodados. Anteriormente, Rospigliosi (1988) ya había constatado que los jóvenes obreros limeños se manifestaban, a diferencia de sus padres, desengañados de los partidos políticos de la izquierda. En cualquiera de los casos, se produciría finalmente, como señala Adriánzén (1992), la existencia de una masa de electores flotantes, ligados principalmente a la informalidad económica, no identificados políticamente con las opciones partidarias y que conformarían una especie de “aluvión electoral”. (62) A fomentar la informalidad política contribuyó decisivamente el fracaso de los partidos políticos en la gestión de los problemas, la crisis económica y la violencia política principalmente, que tenía el país, provocando que una mayoría de los ciudadanos les tachara de ineficaces y corruptos. Como señala Grompone (1991a: 46), al finalizar la década de los 80, en Perú se había

61 Respecto a las mayorías electorales peruanas, Vargas Llosa (1987: XXV) dice que en el campo político han venido actuando con un criterio pragmático infalible, volviendo siempre la espalda al ídolo caído y volcándose oportunamente con la estrella ascendente, fuera ésta Odría, Prado, Belaúnde, Barrantes o García. 62 Scott Palmer (1999: 280-281) define la política informal como “el conjunto de actividades conscientes de grupos de ciudadanos y sus líderes para resolver problemas que los afectan y que se encuentran fuera del ámbito de los partidos, sindicatos o asociaciones de interés común”. Para L. Bustamente (1995: 354) la informalidad es un proceso de desinstitucionalización merced al cual se produce la pérdida de vigencia de las instituciones en el desenvolvimiento de la actividad política.

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generalizado una actitud de desilusión y desinterés por los proyectos colectivos y, por el contrario, de valoración negativa de la política, considerando su participación en la misma como algo ineficaz y fútil. Sin embargo, al mismo tiempo, como constatan Sanborn y Panfichi (1997: 46-47), muchos peruanos participan en múltiples organizaciones sociales, que, más allá de su papel como redes de supervivencia, son también espacios de formulación y reformulación de sus percepciones de la política y de los políticos; de este modo, los partidos, mítines y sindicatos habrían cedido su lugar a otros espacios de expresión, como el barrio, el mercado, la plaza pública o los clubes sociales, que ejercen funciones parecidas.

2. El ingreso en la escena política de los independientes.

La figura del político independiente es conocida en Perú, como en muchos países, desde los tiempos del establecimiento de las elecciones como mecanismo de representación política, antecediendo a la implantación de los partidos. En la mayoría de los procesos electorales celebrados en Perú desde comienzos del siglo XX los independientes acostumbraron a participar en los mismos, mediante su inclusión como candidatos en las listas de los partidos, representando a distintas opciones partidarias; incluso hubo independientes que presentaron, generalmente con poco éxito, candidaturas en elecciones generales al margen de los partidos políticos. En este trabajo consideramos que el desembarque masivo, y exitoso, de los políticos independientes que se produce en Perú a partir de las elecciones municipales del año 1989 es un fenómeno estrechamente asociado al proceso de informalización política al que hemos aludido. En los comicios celebrados en 1989, ensayo anticipado de las elecciones generales del año siguiente, el resultado más llamativo fue la elección como alcalde de Lima del independiente Alejandro Belmont, que para la ocasión había creado un movimiento político denominado, no por casualidad, Obras. Belmont, un popular personaje del mundo de la televisión, promocionando eslóganes electorales del tipo “obras y no palabras” o “los políticos prometen, yo hago”, derrotó no sólo a los candidatos de un APRA desgastado por la crisis económica y por la nefasta gestión presidencial de García y de una izquierda dividida, sino también al candidato de la alianza política Fredemo, cuyo líder, Vargas Llosa, era en ese momento el indiscutible favorito para alzarse con el triunfo en las elecciones presidenciales previstas para 1990. A la vista de los resultados, los partidos políticos no quisieron entrar en el análisis de las causas de esta derrota electoral en la del país; obviando cualquier ejercicio de autocrítica, a lo sumo argumentaron que las elecciones municipales, a diferencia de las presidenciales y parlamentarias, tenían un

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alcance localista y escasamente político. En la línea de lo argumentado en el apartado anterior, consideramos, como hacen Adrianzén (1994: 51) y Rubio (1990a: 120), que el éxito electoral obtenido en Perú, entre finales de los años 80 y comienzos de los 90, por los candidatos independientes no responde a un proceso de generalizada despolitización de los electores ni de desconfianza respecto a la validez de los cauces electorales como mecanismo de representación y participación políticas, sino más bien a una actitud de rechazo a los partidos políticos y a sus dirigentes. (63) La ciudadanía, como señala Bernales (1995a: 177), reconocería en los independientes una forma que, rindiendo tributo al individualismo ganador y al antipartidismo político, representaba a una etapa superior y más virtuosa de hacer política. Sin embargo, a diferencia de lo expuesto por Bernales (Idem: 177), el éxito de los independientes no ha constituido un fenómeno pasajero vinculado a los procesos de transición política; en Perú, por el contrario, los movimientos ad hoc creados en torno a un líder independiente, a pesar de sus carencias ideológicas y programáticas -o tal vez debido a ello-, han superado la etapa de transición democrática para convertirse en una forma habitual y normalizada de hacer política, donde los programas de gobierno pasan a un plano secundario y cuando existen siguen el guión oportunista que dictan las encuestas y los sondeos de opinión. (64)

3. Alberto Fujimori: unos apuntes biográficos acerca del personaje.

A comienzos de 1990, Alberto Fujimori era un personaje desconocido para la mayoría de los peruanos; sin embargo, en junio de ese mismo año, la mayoría de los votantes le eligió como tercer presidente de la República desde el

63 R. Amiel (1990: 24-25), partiendo de los resultados de un proyecto de investigación realizado a finales de los 80, transcribe las respuestas más relevantes y frecuentes de los peruanos cuando se les preguntaba acerca de la opinión que tenían de los políticos. Para muchos ciudadanos consultados, ser político en Perú se relacionaba, entre otras percepciones, con “creerse el más, más”, “ser mañoso y criollazo”, o “utilizar el cargo en provecho propio o de sus parientes”; siendo los parlamentarios los políticos más denostados. F. Rospigliosi (1992: 348) hace referencia a que, teniendo en cuenta los resultados de una encuesta realizada en Lima, en julio de 1990, por la agencia APOYO S.A., el 85% de los ciudadanos opinaban que el grado de corrupción existente entre los políticos era “mucho o bastante”. 64 A. Adrianzén (1994: 53-54) cita los siguientes factores para explicar la proliferación, desde 1990, de candidatos y listas electorales independientes: 1º) las facilidades concedidas por unas leyes electorales poco restrictivas; 2º) el ejemplo estimulante que supuso el fenómeno Fujimori; 3º) la crisis de los partidos políticos; 4º) la prevalecía de un discurso que considera que el mejor vecino es el mejor alcalde; 5º) la violencia política. Mainwaring y Shugart (2002: 287) consideran que en los países con sistemas de partidos débiles los candidatos deben una gran parte de la elección a su propio esfuerzo; en consecuencia, no se sienten en deuda con los partidos, lo que favorece tanto el individualismo en la campaña electoral como la deslealtad de los candidatos exitosos.

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restablecimiento de la democracia en 1980. Un -hijo de padres nacidos en Japón-, perteneciente a una minoría étnico-racial y cultural que apenas representa el 0´3% de la población peruana, se convertía en el jefe del Ejecutivo en un país de tradición presidencialista y significadamente racista. En contra de una opinión muy generaliza en Perú que considera que Fujimori antes de su elección como presidente era un personaje absolutamente desconocido, hay que afirmar que en realidad no era así. El fundador de Cambio 90, movimiento político con el que se presentará a las elecciones, había ejercido, entre 1984 y 1989, el cargo de de la Universidad Agraria de La Molina, habiendo presidido la Asamblea Nacional de Rectores en el período comprendido entre los años 1987 y 1989. Además, durante la etapa de administración del APRA, partido gobernante entre 1985 y 1990, Fujimori recibió varios encargos para la elaboración de informes en materia agraria; tampoco los medios de comunicación le eran extraños, pues durante una temporada había ejercido de moderador en un programa del canal público de televisión. No era, por lo tanto, un personaje popular, pero sí era conocido en alguno de los elitistas círculos sociales y políticos de Lima, principalmente en los vinculados al APRA e IU. Lo que sí sorprendería a sus allegados, incluso a las personas que inicialmente estuvieron cerca de Fujimori en los albores de su carrera política, que creían que iba a presentarse a la elección parlamentaria, fue su decisión de pujar por el mayor trofeo, la Presidencia de la República. (65) L. Jochamowitz (1994), autor de una de las primeras y más detallada biografía sobre Fujimori, nos traza el semblante de un personaje pragmático, hermético, decidido y autoritario, no exento de dotes de buen comunicador, aunque deficiente orador. S. Bowen (2000), autora de otra obra en la que el ex presidente es el máximo protagonista, considera que los mitos creados en torno a la figura de Fujimori, referidos a su misteriosa inescrutabilidad, a su valentía y determinación, y a su capacidad para prever los resultados son más un producto de los comentaristas que de la realidad. Para nosotros, Fujimori, sin desprenderse de su herencia oriental, supo entender la enrevesada idiosincrasia de los peruanos y adaptarse bien al país al que llegaron sus padres, hasta el punto de interpretar la realidad peruana y la situación concreta de finales de los años 80 y comienzos de los 90 mejor que la

65 , hermano y colaborador muy cercano e influyente en los primeros años de quien saldría elegido presidente, ha declarado -véase Caretas, nº 1653, de 18/1/2001- que sabía que su hermano tenía, en 1989, aspiraciones políticas, pero que no se imaginaba que pretendiera ser presidente de Perú. F. Loayza (2001: 239), temprano y fugaz asesor de Fujimori durante el período que medió entre la proclamación de los resultados electorales de la primera vuelta y la toma de posesión en el cargo del elegido presidente de la República, afirma que éste, a los pocos días de celebrarse la primera vuelta, le había manifestado que no tenía programa de gobierno ya que, en el mejor de los casos, aspiraba a ser elegido senador.

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mayoría de los políticos con los que compitió electoralmente.

4. Las elecciones de 1990.

Las elecciones generales celebradas en 1990 marcan un punto de inflexión en el régimen democrático iniciado en Perú en 1980. Por una parte, el candidato vencedor en la elección presidencial no representaba a las opciones que habían dominado la vida política durante los años 80 y, por otra, carecía de un pasado y experiencia partidarios; el triunfo de Fujimori va a suponer un claro fenómeno de ruptura, que será mayor a raíz del golpe de Estado de abril de 1992.

4.1. Opciones políticas, encuestas y elecciones.

A mediados del año 1989 se lanzaba una campaña electoral que había estado precedida de una larga precampaña, iniciada en la segunda mitad de 1987 tras la constitución de una amplia plataforma de oposición al presidente García. Casi sin querer, Vargas Llosa se había convertido, después de la gran capacidad de convocatoria que había puesto de manifiesto tras la celebración, en agosto de 1987, de una masiva manifestación contra el proyecto de García para estatizar la banca privada, en la esperanza electoral de la derecha peruana. El escritor arequipeño dio vida a un movimiento político, el Movimiento Libertad, de ideología liberal y democrática en lo político y pensamiento neoliberal en lo económico. Más tarde, al sumarse al proyecto los partidos Acción Popular y PPC, se constituiría la alianza electoral llamada Frente Democrático -Fredemo- , que aspiraba al triunfo poniendo en funcionamiento la fórmula victoriosa de la “liberal democracia”, que A. Córdova (1991: 27) sintetiza en tres términos: “modernización, privatización y democracia”. Vargas Llosa se convertía, de este modo, en candidato al puesto que el mismo interesado (1993: 46), bromeando, calificaba como “el oficio más peligroso del mundo”; además de candidato, pasaba a ser el principal activo en los ámbitos nacional e internacional del Fredemo. Algunos analistas (Grompone, 1987; Lauer, 1988; Abad y Garcés, 1993) han señalado como, a finales de los 80, se asiste a un esfuerzo de los sectores conservadores peruanos, constituidos en una “nueva derecha”, para aproximarse, con fines políticos y electorales, a los sectores populares e informales. (66)

66 Vargas Llosa (1993) concibió originalmente hacer de Libertad un movimiento amplio y flexible, que agrupase a los independientes opuestos a la estatización de la banca, pero también a los pequeños comerciantes y a los empresarios informales. Sin embargo, para disgusto del escritor, en Libertad se iría manifestando la existencia de una cultura partidaria, funcionando, de hecho, como un partido político, pues la mayoría de los afiliados así lo entendía. Constituido el Fredemo, nunca funcionó de una manera coherente y coordinada, debido a que los

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El APRA concurría a estas elecciones debilitado por el desgaste sufrido durante los cinco años en que había ostentado el poder, pero, sobre todo, lastrado por el pobre desempeño mostrado por el Gobierno para hacer frente a la crisis económica y a los grupos subversivos. Además, la existencia de múltiples indicios de corrupción, las fundadas sospechas que apuntaban a que el APRA había patrocinado a fuerzas paramilitares y el hecho de que el candidato presidencial, Alva Castro, mantuviera unas malas relaciones personales con el todavía presidente de la República, contribuían a restar opciones de éxito a las candidaturas gubernamentales; así las cosas, el mayor activo del APRA consistía en que contaba con la organización partidaria más sólida y el electorado más fiel y menos volátil del país. Así se explicaría que la derrota aprista en las elecciones de 1990 no supusiera la misma debacle que las elecciones de 1985 para AP, partido gobernante entre 1980 y 1985. La izquierda dividida se mostraría incapaz no sólo de atraer las expectativas del mundo de la informalidad económica, sino también de los sectores populares y trabajadores organizados en los tradicionalmente había tenido su soporte electoral. Como observa Wiener (1996: 80), cuando los dirigentes de la izquierda peruana llamaron a votar por Fujimori en la segunda vuelta electoral, sus antiguos votantes ya habían dirigido espontáneamente su apoyo hacia el candidato de Cambio 90, siendo innecesaria cualquier advertencia partidaria en ese sentido. Desde la perspectiva de Cameron (1994 y 1997), mientras el candidato de Izquierda Socialista, Alfonso Barrantes, tenía previsto pasar a la segunda vuelta y jugar, entonces, el papel que a la postre desempeñó Fujimori, IU, en la que se mantuvieron tras la escisión el grueso de los partidos de izquierda, seguía más interesada en construir un frente popular revolucionario que en recoger el voto del sector informal y vencer en las elecciones. De entre las opciones políticas minoritarias, que en las encuestas y sondeos de opinión aparecían agrupadas bajo el epígrafe de “otros”, una, Cambio 90, comenzaría a diferenciarse, tímidamente primero y con gran ímpetu después. Con escasos medios, Fujimori se empleaba en una campaña directa e informal, acompañado de unos candidatos desconocidos y sin apenas experiencia política; sin embargo, un eslogan tan sencillo como efectivo, resumido en las palabras “honradez, tecnología y trabajo”, suplió la ausencia de un programa y de una ideología definidos, calando en el electorado. En pocos días, entre finales de febrero y comienzos de marzo de 1990, el candidato de Cambio 90 pasó de estar incrustado en el conglomerado anónimo de los “otros” a repuntar, con nombre propio, en la mayoría de las encuestas y sondeos de opinión. Al dirigentes de AP y del PPC parecían más dispuestos a la rivalidad que a la colaboración leal. Este ambiente enrarecido provocó que, en junio de 1989, Vargas Llosa anunciara su renuncia, aunque luego rectificara, a ser candidato presidencial, haciendo buenos los argumentos de Panebianco (1990: 85) cuando señala que “la amenaza de dimisión por parte de líderes de prestigio es una típica modalidad través de la cual aquella incertidumbre se explota como recurso de poder”.

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iniciarse el mes de marzo, cuando faltaba apenas un mes para la celebración de la primera vuelta electoral, Fujimori contaba con aproximadamente un 3% de la intención de voto; al finalizar dicho mes, casi el 20% de los encuestados contestaba estar dispuestos a darle su apoyo. En los días previos a las elecciones sus expectativas de voto no cesaban de crecer. Para M. Tanaka (1998: 11-12), Fujimori irrumpió oportunamente en el momento en que se estaba produciendo el tránsito de una lógica electoral- movimientista, que había dominado hasta entonces y en la que estaban atrapados los partidos políticos, a otra electoral-mediática. Desde entonces la política mediática desplazaría en Perú a un lugar secundario a los medios habituales utilizados por los partidos políticos para la captación de votos, que consistían principalmente en el control de las organizaciones laborales y populares y en la apelación directa y personal al electorado mediante la celebración de mítines masivos. En su sustitución, el recurso a los medios de comunicación de masas, particularmente la televisión, y a las encuestas y sondeos de opinión pasaron a ocupar el lugar central en la propaganda política. El uso de los canales mediáticos no suponía, sin embargo, en 1990 una completa novedad en la escena política y electoral peruana. En las elecciones municipales de 1989 la televisión ya había mostrado su potencial como recurso electoral de primer orden; asimismo, el presidente García, antecediendo en ello a Fujimori, había puesto de manifiesto una adicción, hasta entonces desconocida, a los datos de las encuestas y sondeos de opinión. Lo realmente innovador era que esos instrumentos se convirtieron en los principales, y casi exclusivos, medios de propaganda política tanto en los períodos electorales como en los interelectorales. La larga campaña que habría de culminar en las elecciones generales de 1990 giró, desde su inicio, al compás de las encuestas que medían las posibilidades electorales de los probables candidatos, incluso antes de oficializar sus candidaturas. El personalismo, conocido ya en las campañas anteriores, se tornó desmedido y avasallador en esta ocasión. La identificación partidista y la imagen de partido quedaron completamente opacadas por la identificación con unos candidatos apartidarios o que representaban a partidos y alianzas partidarias debilitados y cuya capacidad de representación política estaba mermada; la video-política había hecho su ingreso en Perú. (67)

67 Son suficientemente conocidos los argumentos de Sartori (2000) contra la sondeo-dependencia y la video-política. La sondeo-dependencia nos hacer caer en la trampa y en el engaño de considerar a los sondeos como un instrumento de demo-poder, cuando en realidad son la expresión del poder de los medios de comunicación sobre el pueblo. La video-política tiene, por su parte, efectos de amplio alcance, siendo uno de los más ostensibles su papel en la personalización de las elecciones, ocupando las personas (que a veces no hablan) el lugar de los discursos; las elecciones se convierten, de este modo, en una suerte de espectáculo donde éste, el espectáculo, es lo esencial y la información lo residual.

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Finalmente, a pesar del dispendio en medios técnicos y recursos humanos, la fiabilidad y credibilidad de las encuestas y sondeos de opinión quedaron en completo entredicho una vez conocidos los resultados de las elecciones. En las vísperas del día 8 de abril, fecha de celebración de la primera vuelta electoral, las empresas encuestadoras otorgaban al candidato del Fredemo una intención de voto situada por encima del 40%, e incluso algunas le acercaban a la posibilidad de conseguir la mayoría absoluta; sin embargo, contabilizados los votos, Vargas Llosa no alcazaba el 33% de la votación emitida a las candidaturas. Dos meses después, las mismas empresas volvían a errar con estrépito; a menos de una semana de la celebración, el día 10 de junio, de la segunda y definitiva vuelta, la mayoría de las encuestas pronosticaban un ajustado triunfo del candidato del Fredemo, siendo finalmente Fujimori quien obtenía un triunfo abrumador.

4.2. Los aspectos políticos de una campaña larga.

Hasta agosto de 1987 parecía que el futuro electoral inmediato abocaba a una pugna de naturaleza bipartidista entre el APRA, partido gobernante, e IU como alternativa de gobierno. Sin embargo, varios procesos interrelacionados iban a contribuir a que dos años después el panorama político se modificara sustancialmente. Entre estos procesos destacamentos los siguientes: a) La recuperación política de los partidos de la derecha, AP y PPC, como consecuencia sobre todo de la reacción que en muchos sectores de la población peruana provocó la decisión del presidente García de estatizar el sistema bancario y financiero. b) El creciente descrédito de García disminuía considerablemente las posibilidades electorales del APRA. c) Los partidos integrados en IU no conseguían llegar a un consenso programático en un momento en el que, además, las tensiones entre sus dirigentes iban en aumento; la escisión producida en la izquierda, justo antes de las elecciones municipales de 1989, privaba a sus candidatos de cualquier posibilidad de éxito en las elecciones presidenciales del año siguiente. d) La irrupción exitosa en la escena política de los candidatos independientes y apartidarios suponía para los partidos una sorpresa ante la que no acertaron a reaccionar, ya que no estaban preparados para ello. e) La crisis, ya analizada, del débil sistema de partidos surgido durante el período de transición a la democracia. f) Como telón de fondo de estos procesos políticos estaban una violencia política y una crisis económica que parecían no tener fin ni límite. Como consecuencia de estos procesos, a partir del año 1987, el electorado comenzó a virar hacia la derecha liberal que representaba el Fredemo para, finalmente, apoyar a la opción “centrista” que personificaba Fujimori. Como señala Degregori (1990a: 11), la esperada polarización derecha-izquierda, que

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aparecía en el libreto de SL y que habría de culminar en un golpe militar, no se produjo. Por el contrario, en medio de una grave crisis política y económica, el grueso del electorado se movió hacia el centro político como espacio de acuerdo y moderación. (68) En nuestra valoración de los hechos, consideramos que a finales de la década de los 80 la contienda electoral estaba altamente politizada en el ámbito de los partidos, pero no ocurría lo mismo entre la mayor parte del electorado peruano. Al iniciarse la década de los 90, la población peruana, especialmente la que integraba los sectores sociales más pobres y desfavorecidos, se sentía agobiada y desesperanzada ante el estado de creciente deterioro que atravesaba el país, desconfiando de la capacidad de los partidos para provocar un giro positivo en tan delicada situación. En 1990, los tres problemas que más afectaban a los peruanos, la inflación, el terrorismo y el desempleo, requerían de medidas urgentes fruto de un amplio consenso político y social que, en esos momentos, impedían las crispadas relaciones existentes entre los partidos. Tampoco benefició a los partidos y a las alianzas partidarias, principalmente al Fredemo, la puesta en marcha de una campaña económicamente costosa, que contribuyó a extender una sensación de derroche en unos tiempos en que los efectos de la crisis económica golpeaban con dureza a una gran parte de la población de Perú. La austeridad obligada de la campaña de Fujimori le acabaría rindiendo unos magníficos resultados, siendo, de largo, la más rentable en términos de coste-beneficio. (69)

68 M. Cameron (1994: 104-108) analiza los resultados de una encuesta realizada, en noviembre de 1991, en Lima por APOYO S.A. En una escala de 1 -posicionamiento en la extrema izquierda- a 10 - en la extrema derecha-, los peruanos se autosituaban en el 5´8 -centro derecha-. (Habría, sin embargo, que relativizar estos resultados, pues, como el mismo autor reconoce, el 53% de los encuestados manifestaba no conocer adecuadamente el significado político de los términos “izquierda” y “derecha”). No obstante, esta tendencia centroderechista dominante en el electorado peruano durante la ultima década del siglo XX parece confirmarse si tenemos en cuenta los resultados de otra encuesta posterior recogidos por Monzón, Roiz y Fernández (1997: 119); de acuerdo a la misma, el 1´1% de los peruanos se auto- posicionaba en la “extrema izquierda”, el 12´3% en la “izquierda moderada”, el 7´4% en el “centro izquierda”, el 26´1% en el “centro”, el 14´3% en el “centro derecha”, el 19´5% en la “derecha moderada”, y el 1´3% en la “extrema derecha”; agrupándose en la categoría de ns/nc el 17´9%. 69 Según los datos analizados por F. Tuesta (1994: 26), los gastos, especialmente cuantiosos en lo que se refiere a la promoción de sus candidatos al Congreso, de la campaña electoral del Fredemo supusieron el 61´7% del total del gasto publicitario, sumando los desembolsos realizados por todas las fuerzas políticas contendientes; a larga distancia, al APRA le correspondería el 14´4% del gasto y a Izquierda Socialista el 7´5%. Según esta fuente, los gastos de Cambio 90 únicamente supusieron el 1´1% del total; en consecuencia, cada voto obtenido por el Fredemo costó cincuenta veces más que un voto favorable a la lista de Fujimori. Ante la ausencia de una legislación específica en materia de ingresos y gastos electorales, gastó más quien mayor acceso tuvo a las fuentes de financiación, nunca declaradas, privadas. En este contexto, de nada serviría que, en 1990, el Congreso creara una Comisión Especial para investigar los gastos electorales ya que los partidos y las organizaciones políticas que habían concurridos a las elecciones presentaron una relación de cuentas absolutamente irreal.

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El candidato de Cambio 90 también se vio beneficiado en su carrera presidencial por la existencia de una legislación electoral muy abierta y permisiva que, en ausencia de una barrera electoral para ingresar en el Parlamento, permitía además a los candidatos presidenciales postular, al mismo tiempo, a un escaño en el Senado o en la Cámara de Diputados. Esta circunstancia favorecía la multiplicación del número de candidaturas y permitía que algunos candidatos, como Fujimori, con escasas posibilidades iniciales para llegar al Congreso utilizaran su simultánea candidatura a la Presidencia de la República como mero medio de propaganda para conseguir la elección parlamentaria. Tampoco dejamos fuera de nuestra consideración el papel desempeñado en la pugna electoral, especialmente en el interior del Fredemo, por la posibilidad de uso del voto preferencial; como señala Vargas Llosa (1993: 410), la campaña por el voto preferencial entre los candidatos fredemistas fue creciendo de manera tan avasalladora y anárquica que finalmente causaba risa y repugnancia. Otra cuestión controvertida de esta campaña electoral tiene que ver con el papel que se atribuye, más o menos directamente, al presidente García durante sus últimos meses de gobierno en las labores de entorpecimiento, más allá de la leal competencia política y partidaria, al candidato del Fredemo en beneficio de Fujimori. Desde el inicio de la campaña se vislumbraba con cierta nitidez que las posibilidades de triunfo del APRA eran escasas; el hecho de que el candidato aprista, Alva Castro, además de estar distanciado de García, tuviera para al electorado un bajo perfil mermaba aún más las expectativas de su candidatura. Siendo además un hecho suficientemente conocido la mutua animadversión existente entre García y Vargas Llosa, no carece de sentido que el todavía Presidente tratara de favorecer a otros candidatos en detrimento del líder fredemista; Alfonso Barrantes, candidato de Izquierda Socialista, podría fácilmente gozar del beneplácito de García, pero su candidatura se desinfló sin remedio en los primeros compases de la campaña. Así las cosas, algunos autores (Crabtree, 1992: 178-179; Tanaka, 1998: 190; Loayza, 2001: 22) consideran que el triunfo de Fujimori debe mucho al apoyo explícito prestado por García, que habría apelado al recurso del Servicio de Inteligencia Nacional -SIN- para estos menesteres. Otro aspecto de la campaña objeto de debate (Schmidt, 1997: 208-209; Tanaka, 1998: 193) se relaciona con la presunta existencia en la primera vuelta electoral de numerosos “votantes sofisticados y estratégicos”, que, teniendo como primera opción a un candidato del APRA o de la izquierda, finalmente habrían votado a Fujimori al considerar que si éste pasaba a la disputa de la segunda vuelta tendría mayores posibilidades de derrotar a Vargas Llosa. Hipótesis que no descartamos, pero consideramos que hay matizar su importancia real teniendo en cuenta que en las elecciones parlamentarias, celebradas de manera

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simultánea a la primera vuelta de la elección presidencial, la lista del APRA y las dos listas de la izquierda consiguieron unos resultados que sólo superaban entre uno y tres puntos porcentuales al resultado obtenido por sus respectivos candidatos presidenciales. Por lo demás, durante la campaña electoral se asistió a un agrio enfrentamiento entre Vargas Llosa y los candidatos presidenciales del APRA y de las opciones de la izquierda. El candidato fredemista defendió, con tanta honestidad como intransigencia, las medidas de un programa económico necesario para el país pero que precisaba para llevarse a cabo de un amplio consenso político y social; de este modo, el Fredemo se lo jugaba casi todo a la carta de conseguir una mayoría absoluta en la primera vuelta electoral, pues de lo contrario en la segunda, como así ocurrió, el resto de las fuerzas políticas se aliarían contra él.

4.3. Otros aspectos de la campaña: sociales, económicos, culturales y étnico-raciales.

El tema de las posibilidades y alternativas que podía haber para gestionar la situación de grave crisis económica, monetaria y fiscal que atravesaba el país se convirtió en uno de los más polémicos y conflictivos de la campaña electoral. La heterodoxa y fluctuante política económica de predominante cariz populista implementada por el gobierno del presidente García dejaba un escaso margen de maniobra a su sucesor en el cargo. Una situación económica caracterizada por una espiral hiperinflacionista descontrolada, una elevada deuda externa, un sistema monetario y cambiario irreal y un déficit público alto no admitía otra política que no fuera la del ajuste; en esos momentos, casi lo único que se podía discutir tenía que ver con las dimensiones del mismo y con las medidas adicionales que habría que adoptar para reducir sus costes sociales. Al respecto, el candidato del Fredemo evidenció una gran sinceridad a sabiendas de que las medidas de ajuste económico que defendía eran tan necesarias como impopulares; sin embargo, como Vargas Llosa (1993: 85) reconoce, él mismo tuvo una parte de la responsabilidad en su fracaso electoral al haber centrado la campaña en la defensa de un programa de gobierno, descuidando otros aspectos de la contienda y denotando intransigencia en algunas propuestas, como las referidas a la reforma del mercado laboral y de la Administración del Estado. Uno de los sectores del electorado cuyo voto más arduamente se disputaron los candidatos, conscientes de su peso electoral, fue el que integraba el mundo de la informalidad económica, cuyas dimensiones habían crecido de un modo desmesurado como consecuencia del desborde popular y de la crisis económica. Las principales opciones partidarias -Fredemo, APRA y las dos listas de izquierda- incluían en sus programas la plena y legal incorporación de

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los informales a la vida del país; pero fue Fujimori quien, en la práctica, avanzó más en este camino al incluir en la lista parlamentaria de Cambio 90 a varios empresarios informales y designar como candidato a ocupar la primera Vicepresidencia de la República al presidente de la Federación de la Pequeña Industria y la Asociación de Pequeños y Medianos Empresarios del Perú, Máximo San Román, que, siendo además cholo, había sido menospreciado por los dirigentes de los partidos políticos. Después de conocerse los resultados finales de las elecciones, el tema del voto del sector informal pasó a convertirse en una cuestión de gran interés, como lo demuestra el hecho de que varios analistas (Chávez, 1990; Tovar y Zapata, 1990; Bueno, 1992; González Manrique, 1993; Cameron, 1994; Durand, 1996) se han empeñado en el estudio del papel que tuvo el voto de los informales en el triunfo de Fujimori. E. Chávez (1990: 37) hacía una pionera aproximación a la cuestión al tratar de cuantificar la importancia del fenómeno; según sus conclusiones, el 56% de los trabajadores empleados en el sector informal habrían votado por Alberto Fujimori, mientras que el 16%, 10%, 8% y 7% lo habrían hecho, respectivamente, por los candidatos del Fredemo, APRA, IU e Izquierda Socialista. (70) En retrospectiva, quizá quien de un modo más sencillo, pero certero, haya dado cuenta del asunto sea el propio Vargas Llosa (1993: 364) al aducir que los informales “votaron en contra de mí (más que a favor de mi adversario)”. Si el fundador del Movimiento Libertad hubiera conservado su inicial perfil independiente, sin comprometerse tan seriamente con los partidos AP y PPC, sus posibilidades de éxito habrían sido mayores; Vargas Llosa erró, mal asesorado, en el análisis del estado de la sociedad peruana y en la decisión de conceder a estos partidos un lugar destacado en su campaña y en sus listas electorales. De este modo, tal vez haya que estar de acuerdo con C. Perelli (1995b: 200) cuando señala que Vargas Llosa con su temprana retórica antipartidaria pudo, antes que Fujimori, haberse convertido en un “nuevo

70 También M. Cameron (1994: 122) analiza las correlaciones existentes entre los sectores sociales y laborales a los que pertenecían los electores y la dirección del voto en las elecciones de abril del año 1990. De sus observaciones se desprende que los votantes de Cambio 90 y de los partidos integrados en IU e Izquierda Socialista mantenían una estrecha correlación positiva con los sectores obrero e informal, siendo negativa respecto a los “white collar” y los empresarios; los votantes del APRA tendrían una moderada correlación positiva con los obreros e informales, moderadamente negativa con los “white collar” y marcadamente negativa con los empresarios; y, finalmente, los votantes del Fredemo estarían negativamente correlacionados con los obreros e informales y positivamente con los “white collar” y los empresarios. F. Durand (1996: 118) confirma en líneas generales los resultados de Cameron. Así, en la primera vuelta electoral, Fujimori habría recibido el 15% de los votos de los electores de clase alta y el 32% entre los electores de clase media, pero el 44% de los votos de los electores de clase baja. En la segunda vuelta, enfrentado directamente a Vargas Llosa, al candidato de Cambio 90 le habrían votado el 27% de los electores de clase alta, el 47% de los de clase media y el 66% de los de clase baja.

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caudillo”; pero, añade Perelli, en realidad nunca quiso serlo y, sintiéndose incómodo en su papel de mandar, estaba condenado al fracaso. Otra de las características que definen a esta campaña electoral es que, habiéndose iniciado bajo el signo de la polarización política, devino, según avanzaba y especialmente tras la irrupción del fenómeno Fujimori, hacia una creciente polarización de naturaleza étnico-racial. Como reconoce, a su pesar, Vargas Llosa (1993: 504-506), en Perú se puso a calentar la calderas de los odios, resentimientos y prejuicios, en la que, por cuestiones étnico-raciales, sociales y económicas, el blanco desprecia al indio, el indio al negro y al blanco, y el negro al blanco y al indio, para finalmente conducir a todos en conjunto a despreciar al que se cree debajo y a envidiar al que se considera que está arriba. Esta importancia de los factores étnico-raciales, reforzando a los de índole social y económica, que se hizo particularmente evidente cuando llegó el momento en que la elección quedó reducida a un enfrentamiento directo entre Vargas Llosa y Fujimori, ha sido constatada por varios autores (Rubio, 1990a; Grompone, 1991b; Rospigliosi, 1992; Tamariz, 1995). A enrarecer en mayor medida el ambiente electoral contribuyó también, de forma inesperada, el factor religioso. Debido al hecho de que en las listas de Cambio 90 se incluía a algún dirigente de las pujantes organizaciones evangélicas peruanas, la campaña fue tomando los tintes de una especie de extraña, incluso tratándose de Perú, cruzada religiosa que enfrentaba a los supuestos católicos del Fredemo contra los también supuestos protestantes de Cambio 90; cuando, paradójicamente, durante la campaña electoral Fujimori alardeaba de su catolicismo y Vargas Llosa no escondía su convencido agnosticismo. (71) De esta suerte, los factores políticos interactuaron no sólo con los factores económicos y sociales, sino también con un complejo entramado de conflictos étnico-raciales, culturales y religiosos, que se reforzaban y potenciaban mutuamente. Todos ellos salieron a relucir en el debate televisado que, en las

71 A. Vargas Llosa (1991), hijo y miembro del equipo de asesores del candidato del Fredemo, relata algunos avatares de la campaña en las vísperas de la celebración de la segunda vuelta electoral. En un momento dado, Vargas Llosa (padre) se desplazó a la casa de Fujimori para comunicarle su intención de renunciar a la segunda vuelta y cederle a éste la Presidencia a cambio de que asumiera, en lo fundamental, el programa del Fredemo; días más tarde, el candidato de Cambio 90 devolvió la visita al escritor para comunicarle, bien asesorado, de que la renuncia podía ser inconstitucional. Pero el acontecimiento más rocambolesco resultó ser el clandestino encuentro que tuvo lugar entre el candidato del Fredemo y el arzobispo de Lima, ocasión en la que el prelado le suplicaría a Vargas Llosa que de ninguna manera renunciara a participar en la segunda vuelta. Al respecto, el amago de renuncia protagonizado por Vargas Llosa tenía en Perú un precedente muy cercano en las elecciones del año 1985, cuando el Jurado Nacional de Elecciones aceptó la renuncia de Alfonso Barrantes; sin embargo, en aquella ocasión sólo una dudosa “interpretación” referida a la validez de los votos nulos y blancos había evitado el triunfo por mayoría absoluta en la primera vuelta de Alan García, mientras que en ésta era precisamente Vargas Llosa el candidato que había recibido más votos en la primera vuelta.

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vísperas de la celebración de la segunda vuelta, enfrentó, cara a cara, a los dos candidatos. En contra de las previsiones iniciales, Fujimori demostró en esta confrontación ser un candidato capaz y experimentado; la victoria a los puntos de Vargas Llosa resultó tan pequeña que no sirvió para revertir el signo, ahora favorable al candidato de Cambio 90, que ya había tomado la contienda electoral. En un contexto de esta naturaleza, algunos déficit iniciales en la candidatura de Fujimori, como la ausencia de un programa de gobierno y de una ideología definida, se tornaron en ventajas electorales. Moviéndose hábilmente, con premeditada ambigüedad, en un escenario confuso y contradictorio, Fujimori no se decantó acerca de la necesidad o inconveniencia del ajuste económico, aunque durante la campaña pareció ser más favorable a lo segundo que a lo primero. Con su asunción a la Presidencia de la República, en julio de 1990, se pondría fin a este juego, demostrando que lo que vale en la campaña electoral no tiene que servir necesariamente para gobernar; a la postre, como analizaremos, Fujimori tomó prestado del Fredemo su programa económico y de las FFAA y del SIN el programa antisubversivo.

4.4. La victoria de Fujimori. Algunas conclusiones.

La elección de Alberto Fujimori, en la segunda vuelta electoral, como presidente de Perú en realidad sólo suponía una sorpresa para las empresas encargadas de la elaboración de las encuestas y sondeos de opinión y para algunos sectores minoritarios del país; la auténtica sorpresa se había producido meses antes, cuando un hasta entonces ignorado candidato inició una tan meteórica ascensión en las intenciones de voto del electorado que le llevó a ser el segundo candidato más votado en la primera vuelta y a ganarse, con ello, el derecho a participar en la segunda y definitiva vuelta. Cuando la posibilidad de que Fujimori fuera elegido presidente se convirtió en una realidad, una parte de la ciudadanía, como señala D. Tamariz (1995: 413), se sintió tan desconcertada que provocó que algunas “damas encopetadas y algún que otro señorón prorrumpieran, entonces, en gritos histéricos pidiendo golpe”. El “tsunami” (Salcedo, 1990) había barrido Perú ante el asombro de quienes, como el ex presidente Belaúnde, les costaba creer que el nuevo presidente no fuera descendiente de incas y españoles. Fujimori había conseguido, bien es cierto que beneficiado por diversas circunstancias que iban más allá de sus méritos, que muchos peruanos se sintieran seducidos por quien ante ellos se anunciaba como “un presidente como tú”, acertado eslogan elegido para la campaña electoral en su segunda vuelta. (72)

72 En la primera vuelta electoral, celebrada el 8 de abril de 1990, Vargas Llosa (Fredemo) fue el candidato más votado, obteniendo el 32´57% de los votos emitidos a las distintas candidaturas. A

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Esta era la primera vez que, estando vigente la Constitución de 1979, se hacía necesario recurrir a una segunda vuelta para elegir en Perú al presidente de la República. Llegados a este punto, varios analistas -algunos anteriormente a las elecciones de 1990- (Rubio y Bernales, 1988a; Eguiguren, 1990a; Sabsay, 1991; Tuesta, 1995; Paniagua, 1996) coinciden, en líneas generales, con los argumentos utilizados por Linz (1997) para desaprobar la figura constitucional del “ballotage”, especialmente en el caso peruano. Todos ellos coinciden en su alusión a la naturaleza antidemocrática y ficticia del ballotage al propiciar, como sucedió en Perú, que finalmente resultase ganador quien perdió en la primera vuelta y, además, tampoco había ganado la elección parlamentaria, provocando que el elegido como presidente crea que tenga un poder personal que supera a su respaldo popular y parlamentario real. (73) También se ha argumentado (Tuesta, 1995) que, a diferencia de la versión francesa, en Perú el ballotage únicamente se contempla para la elección presidencial y no para la parlamentaria, cuando, además, el lapso -más de dos meses en las elecciones de 1990- existente entre la primera y la segunda vueltas es tan largo que se pierde la idea de un proceso electoral único para, en la práctica, desdoblarse en dos, cada uno con sus respectivas y diferenciadas dinámicas. Más allá de estas cuestiones académicas, aunque de indudable influencia en la realidad política, Vargas Llosa, como señala Cameron (1994: 121), habría perdido las elecciones porque ignoró al votante medio y subestimó la compleja red de intercambios electorales que tejen en Perú las divisiones sociales. Para J. Carrión (1997: 282-284), en el éxito de Fujimori se conjugaron factores tan variados como el vacío electoral dejado por la izquierda al presentarse dividida, la pésima campaña electoral del Fredemo y la mezcla de independencia política y antecedentes tecnológicos que una parte del electorado valoraba en Fujimori. F. Rospigliosi (1992: 345) atribuye el resultado final a la combinación de tres hechos: a) el desprestigio de los partidos políticos; b) la polarización étnica y social, que llevó a la identificación de Vargas Llosa como el candidato de los continuación, por orden de votación, le seguían: Fujimori (Cambio 90) con el 29´09%, Alva Castro (APRA) con el 22´49%, Pease García (IU) con el 8´20%, y Barrantes (Izquierda Socialista) con el 4´74%. Otros cuatro candidatos recibieron, en conjunto, el 2´89% de los votos. En la segunda vuelta, celebrada el 10 de junio, Fujimori consiguió el 62´37% de los votos y Vargas Llosa el 37´63%. Comparando los votos recibidos por ambos candidatos en la primera y segunda vueltas, Fujimori incrementó su caudal electoral en un 232´37% y Vargas Llosa únicamente en un 25´19%. Fuente: ONPE. Elaboración propia. La composición del Senado elegido en 1990 era la siguiente: Fredemo, 20 escaños; APRA, 16; Cambio 90, 14; IU, 6; Izquierda Socialista, 3; y Frenatraca, 1. Total: 60 senadores. En la Cámara de Diputados el reparto fue: Fredemo, 62 escaños; APRA, 53; Cambio 90, 32; IU, 16; Izquierda Socialista, 4; Frenatraca, 3; otras organizaciones políticas, 10. Total: 180. Fuente: JNE. 73 Linz (1997: 69) hace una alusión expresa a las elecciones peruanas de 1990 como ejemplo de un “caso extremo” de la validez de estos argumentos, a los que añade (Idem: 56-58) la referencia a otras consecuencias disfuncionales del ballotage, como que el elegido sea una persona que provenga de fuera del sistema de partidos y se crea que representa a una mayoría “verdadera y plebiscitaria”.

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ricos y los blancos y de Fujimori como el de los pobres y mestizos; c) la polarización política, que propició el apoyo masivo a Fujimori por parte del APRA y de la izquierda en la segunda vuelta. Crabtree (2000: 56-58), por su parte, prefiere centrar la atención en el fracaso del modelo estatista de desarrollo y en la crisis de confianza del electorado respecto de la élite política anterior. Con todo, cualquiera que sean las explicaciones aducidas para explicar el triunfo de Fujimori, la que no nos sirve es la dada por J. Rial (1995: 72), para quien, tras el fallido liderazgo de Vargas Llosa, sobrevino “la aparición de otro movimiento de excluidos y analfabetos políticos liderados por Alberto Fujimori, que, precisamente, utilizando los sentimientos antidemocráticos de la población pudo imponerse como presidente plebiscitario”; sin duda, la realidad era más compleja de lo que Rial presupone. En última instancia consideramos que, para el caso de las elecciones peruanas de 1990, serían válidas las consideraciones de Sartori (1988: 147) acerca de que el electorado puede votar a favor (sobre bases positivas y con esperanzas) o votar en contra (sobre bases negativas o de castigo), y puede también no expresar con su voto su primera preferencia, sino la que menos le disgusta. Finalmente, como señala Grompone (1991b: 61), no serían los informales, los evangélicos, la falta de centro político, el descrédito de los partidos, los clivajes étnicos y las diferencias sociales las causas que explican, una a una, el triunfo de Fujimori, sino el efecto conjunto de todas ellas en una situación de vacío político provocado por la insatisfacción que suscitaban las otras opciones contendientes. (74)

5. El inicio de un nuevo ciclo político.

El triunfo de Alberto Fujimori en las elecciones peruanas de 1990 ponía fin al ciclo político que se había iniciado con el proceso de redemocratización puesto en marcha a finales de la década de los 70; hasta ese momento, como hemos visto, los partidos políticos dominaron la escena política y electoral en Perú. El nuevo presidente, sin embargo, representaba una alternativa claramente apartidaria, e incluso antipartidaria; en el nuevo ciclo político en que ingresaba Perú los partidos iban a entrar en un prolongado período de crisis del que, a mediados de la primera década del siglo XXI, aún no han salido.

5.1. La necesidad de una política de concertación frente a la crisis global.

Como hemos expuesto en el capítulo anterior, la situación de grave crisis

74 Huntington (1998: 238) cita explícitamente a Fujimori como un ejemplo notable de cómo en un ambiente de desilusión frente al desempeño de la democracia se puede producir una respuesta antisistema.

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económica y política que atravesaba Perú al iniciarse la década de los 90 suponía un peligro no sólo para la gobernabilidad del país, sino también para la garantía de su misma integridad. En la relación de ocho problemas contextuales preocupantes -insurrecciones importantes, conflictos étnicos o sociales, extrema pobreza, desigualdades socioeconómicas importantes, inflación crónica, deuda externa importante, terrorismo sin insurrección y excesiva participación del Estado en la economía- que Huntington (1998: 228-229) señala que han afrontado el conjunto de las democracias inmersas en la tercera ola durante los años 70 y 80, Perú aparecía incluido en el muy reducido grupo de países que se enfrentaba a cuatro o más de estos problemas; concretamente, según Huntington, a cinco: insurrecciones importantes, inflación crónica, deuda externa importante, excesiva participación del Estado en la economía e importantes desigualdades socioeconómicas. En palabras de Cotler (1994: 200): “Al iniciarse el tercer período constitucional -que, según criterios convencionales, constituye un indicio de consolidación democrática-, la precaria autoridad estatal se encontraba cuestionada, los partidos políticos habían perdido representatividad, la sociedad estaba amenazada por el terrorismo y la inflación se había desbocado. En una palabra, la gobernabilidad del país estaba en juego”. En esta situación, el electorado peruano había puesto de manifiesto, eligiendo a Fujimori como opción “centrista” y no dando la mayoría absoluta en el Parlamento a una sola fuerza política, su deseo de que en el país se pusiera en marcha un proyecto de concertación y consenso para hacer frente a la crisis económica y a la violencia política. En los días previos a la celebración de la segunda vuelta electoral, Vargas Llosa pareció percatarse de las aspiraciones reales de la población; el amago de desistimiento para concurrir a la definitiva cita electoral ponía al descubierto tanto una falta de confianza respecto a sus posibilidades de ser el ganador como un convencimiento de que Fujimori podría ser, mejor que él, la persona que llevara adelante un proyecto de acuerdo nacional. El nuevo presidente prácticamente no disponía de otra vía constitucional y democrática que no fuera la concertación con las fuerzas políticas representadas en el Parlamento para ser el hombre que liderase el proceso de recuperación del país. Huérfano de un programa político definido, de un partido político organizado, de una mayoría suficiente en el Congreso y de un equipo solvente de asesores y colaboradores, Fujimori necesitaba, sin remedio, suplir estas carencias recurriendo a ideas, programas, asesores y apoyo político y parlamentario prestados. Estas eran, en principio, unas circunstancias propicias para que las dirigencias políticas, principalmente las partidarias, pudieran recuperar ante la ciudadanía una parte de la confianza y del prestigio perdidos y, sobre todo, representaba una gran ocasión para que el Parlamento

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asumiera con decisión sus funciones constitucionales y jugase el papel que le correspondía en el proceso de consolidación democrática.

5.2. Los comienzos esperanzadores de la presidencia de Fujimori. El espejismo inicial.

Si a las carencias de que adolecía Fujimori unimos el estado de grave crisis en que estaba sumido el país, la conclusión resulta obvia: en julio de 1990, el recién elegido presidente se hallaba en una situación de gran debilidad política. Si bien es cierto que a su favor jugaban una indiscutible victoria -aunque parcialmente engañosa- electoral, una opinión pública complaciente y una autonomía política sin precedentes desde 1980, no resultaba menos notorio que necesitaba apoyos políticos y asesoramiento de índole técnica, como tampoco lo era el peligro potencial que suponía cualquier pretensión de apurar al máximo la independencia política de la que, desde el inicio, hacía alarde Fujimori, creyéndose investido de un poder superior al que realmente le otorgaba la elección presidencial. En este contexto, Fujimori puso de manifiesto inicialmente una dosis de moderación y cautela que auguraban unos tiempos favorables para el logro del acuerdo nacional que el país necesitaba. En sus primeras manifestaciones, tras proclamarse los resultados oficiales de la segunda vuelta electoral, el presidente electo se manifestaba favorable a la formación de un gobierno multipartidario de unidad nacional, que contando con el apoyo de las FFAA, los empresarios, los sindicatos y la Iglesia católica, hiciera posible la consecución de un amplio pacto social por el desarrollo. Para corroborar estas manifestaciones, el día 28 de julio de 1990, con motivo de la toma de posesión de su cargo como presidente de la República, Fujimori en su mensaje a la Nación hacía alusión a la importancia de las causas profundas, que incluían la situación de marginación cultural y étnica de una parte de la población, en el estado de violencia estructural existente en el país, abogando por abrir una vía de diálogo con los grupos subversivos y comprometiéndose en la promoción del respeto de los derechos humanos; también hacía suyo el compromiso de ligar la ética a la política, anunciando la inmediata creación de un Comité contra la Corrupción y la promulgación de una Ley de Participación Popular, al tiempo que proponía la derogación de la polémica Ley de Expropiación de la Banca Privada. Sin embargo, en este discurso ya hacía una temprana manifestación de inmoderación al referirse, aunque argumentos no le faltaran para ello, al Palacio de Justicia como “Palacio de la Injusticia”. (75)

75 Fujimori se aprovechaba en este sentido de un estado de ánimo muy extendido en el país y fundamentado en la realidad existente. J. De Belaúnde (1991) hace una descripción de la lamentable situación, humana y material, en que se hallaba la justicia peruana a comienzos de la década de los 90.

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Haciendo buenos los pronósticos iniciales, Fuimori convocó para formar su primer Gobierno a connotados militantes o simpatizantes de Acción Popular, Izquierda Socialista e IU. Algunos de los llamados aceptaron, a título personal y sin que ello supusiera la existencia de un acuerdo de alcance interpartidario, el llamamiento presidencial; como presidente del primer Consejo de Ministros de la era Fujimori fue nombrado Hurtado Miller, dirigente de Acción Popular y pariente del ex presidente Belaúnde. (76) Al recién nombrado premier le correspondería, en agosto de 1990, en una de sus primeras acciones de gobierno anunciar al país la aplicación de las tan necesarias como impopulares medidas de ajuste económico, que Fujimori había premeditadamente ocultado durante la campaña electoral; el llamado “fujishock” contenía un paquete de medidas que, incluso, superaba a las previstas en el programa del Fredemo. A partir de agosto de 1990, el gobierno peruano pasó a implementar uno de los planes de ajuste económico más duros y ortodoxos de los aprobados hasta ese momento en América Latina. Lo más sorprendente fue que la mayoría de los peruanos reaccionaron al anuncio con resignación, cuando suponía un caso de palmario, además de temprano, de incumplimiento de las promesas electorales. Esta reacción -o mejor dicho, la ausencia de la misma- se explicaría, en parte, si tenemos en consideración la estela de frustración popular que había dejado el gobierno del APRA; como señala J. Iguíñiz (2000: 21-22), el colapso de la administración de García acarreó entre los peruanos un desmantelamiento del sentimiento de afirmación nacional, al tiempo que se generalizaba la creencia de que era necesaria la llegada del capital extranjero para fomentar la inversión y estabilizar la economía nacional.

5.3. De la concertación al pragmatismo político.

A finales de agosto de 1990, Fujimori, en un mensaje a la Nación, justificaba las medidas adoptadas en materia económica aduciendo que el país se hallaba al borde de la ingobernabilidad. En el Congreso, como era lógico esperar, los parlamentarios del Fredemo apoyaron el programa de ajuste, mientras que los ministros próximos a IU manifestaban tímidamente su disgusto. Lo cierto era que la puesta en marcha de un programa económico de claro corte

La insuficiencia crónica de recursos materiales provocaba que, en ocasiones, algunos jueces se enteraran a través de los noticieros radiados de la existencia de nuevas normas, habiendo casos de jueces que sentenciaban a encausados con severas penas aplicando leyes ya derogadas. Otros graves problemas eran los casos de corrupción que afectaban a muchos jueces y la falta de independencia del Poder Judicial respecto del Ejecutivo. 76 Antes de tomar posesión de su cargo, Fujimori había sido ya presentado ante los directivos de los organismos financieros internacionales por Hernando De Soto, que había sido colaborador de Vargas Llosa en el Movimiento Libertad.

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neoliberal significaba el principio del fin de la corta etapa de concertación política. El “fujishock” suponía una primera manifestación del estilo pragmático que, en el futuro, caracterizaría al gobierno de Fujimori. Aunque en un primer momento las medidas de ajuste económico no parecieron mermar la popularidad del Presidente, al finalizar el año 1990, los índices de aprobación a su gestión comenzaron a declinar. En un intento por mejorar su imagen y revertir el signo de los acontecimientos, Fujimori prescindía, en febrero de 1991, de los servicios del premier Hurtado Miller, que pagaba con su cese la creciente oposición popular a las consecuencias sociales y laborales de las medidas económicas adoptadas; el Presidente, poniendo de manifiesto sus reflejos políticos, conseguía, de este modo, capear la primera crisis importante a la que tenía que hacer frente. Pese a ello, Fujimori estaba decidido a continuar por el camino ya iniciado, nombrado para ocupar el cargo de Presidente del Consejo de Ministros a Carlos Boloña, uno de los cerebros del programa neoliberal que se estaba implementando. Con estas decisiones se granjeaba además el apoyo explícito de los empresarios del sector formal de la economía, ratificado tras el ingreso en su gabinete del presidente de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales -CONFIEP-, Jorge Camet. Habiendo transcurrido ocho meses desde su toma de posesión del cargo, el gabinete de concertación inicialmente auspiciado por Fujimori había pasado a mejor vida. En ese escaso tiempo ya se había puesto también de manifiesto que el Presidente no tenía intenciones reales de conceder al Consejo de Ministros un peso político específico y dotarle de cierta autonomía en su funcionamiento. Pronto, como señala Bowen (2000: 38-39), en torno a Fujimori comenzó a tejerse una red de asesores, escalonados en tres niveles, que paulatinamente iban suplantando a los ministros en el ejercicio de sus funciones. En el “círculo externo” de asesores se ubicarían los conocidos como “molineros”, un grupo que integraba a algunos compañeros del ahora presidente cuando éste ejercía como profesor en la Universidad Agraria de La Molina. En un nivel intermedio se situaría, al menos durante los primeros meses y antes de convertirse en el lugarteniente de Fujimori, Vladimiro Montesinos; y, finalmente, en el “círculo interno” ingresarían algunos familiares del Presidente, como sus hermanos Pedro y Rosa, el esposo de ésta, Víctor Aritomi, y especialmente Santiago Fujimori, “el Hermanísimo”, persona de gran relevancia política durante los primeros años de fujimorismo.

6. La deriva autoritaria y antiinstitucional.

En retrospectiva, podemos argumentar que Fujimori fue quemando rápidamente, en sus primeros meses de mandato, sucesivas etapas de gobierno.

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Apenas transcurrido un mes de la toma de posesión del cargo, la política de concertación ya era sustituida por otra más pragmática, y medio año después, el pragmatismo había mutado en una actitud de manifiesta y creciente hostilidad hacia las instituciones y organizaciones más relevantes de la democracia representativa. En un breve lapso, el discurso que ensalzaba la independencia política como valor superior de los nuevos tiempos cedía ante un discurso antipartidario y crecientemente autoritario. En este proceso de deriva autoritaria, consideramos que Fujimori, empeorando una actitud ya puesta de manifiesto por Belaúnde y García, se benefició de la naturaleza ambigua del régimen creado por la Constitución de 1979, explotando a su favor las ventajas atribuibles, respectivamente, a los regímenes presidencialista y parlamentario, pero obviando al mismo tiempo los mecanismos y procedimientos de accountability que les son inherentes. De este modo, el efecto combinado del incremento del poder presidencial y de la elusión de los controles institucionales allanaba el camino para el ejercicio autoritario del poder.

6.1. La diatriba contra los partidos políticos y las instituciones del Estado.

Antes de concluir el año 1990, Fujimori ya mostraba un preocupante talante autoritario y un estilo bastante lenguaraz; el blanco de sus discursos inmoderados ya no era sólo el Poder Judicial, sino también un Congreso “paquidérmico” en el que se sentaban, en palabras del Presidente, unos congresistas “holgazanes”. (77) Al cumplirse los cien primeros días de mandato, Fujimori ya daba evidentes muestras de hostilidad hacia el Parlamento; que tuviera lugar el primer encontronazo serio entre ambas instituciones del Estado era únicamente cuestión de tiempo. De poco tiempo, pues, con motivo del trámite de aprobación de los Presupuestos para el año 1991, el Presidente, en una acción de dudosa constitucionalidad, procedió a la supresión de los artículos con los que no estaba de acuerdo, promulgando una mutilada Ley del Presupuesto General de la República para el año 1991; en esta situación, el Congreso reaccionó declarando, en enero de 1991, nulo el acto presidencial. No sería ésta la última ocasión, antes del golpe de abril de 1992, en que el Presidente burlaba la Constitución vigente, pero tampoco era la primera. La Carta de 1979 daba al jefe del Ejecutivo facultades para conceder indultos y conmutar penas, pero no para otorgar amnistías, como la que se decretó en

77 Nuevamente, el Presidente manipulaba demagógicamente un estado de ánimo bastante extendido entre la población, e incluso en algunos círculos académicos. A. Bustamante (1990: 29) -quien con el correr del tiempo acabaría siendo el penúltimo presidente del Consejo de Ministros y último ministro de Justicia del fujimorismo- se refería al Congreso peruano como una institución “anticuada, burocrática y paquidérmica”, que no cumplía con sus funciones básicas de legislar y fiscalizar.

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septiembre de 1990, que supuso la puesta en libertad de varios inculpados pendientes de sentencia judicial; a los jueces y parlamentarios que se manifestaron desaprobando este abuso presidencial, Fujimori respondió llamándoles “chacales” y “canallas”. El talante autoritario y militarista del Presidente tendría también otra temprana manifestación en la forma de abordar los procedimientos a seguir para proceder a las declaraciones de los estados de emergencia. Durante los mandatos de Belaúnde y de García, los decretos supremos publicados a tal fin eran refrendados por el Ministerio de Interior; al acceder Fujimori a la Presidencia de la República esta función pasó a ser asumida por el Ministerio de Defensa, en conjunción, desde julio de 1991, con el Comando Conjunto de las FFAA. Una de las primeras víctimas de las actuaciones de Fujimori fue el ex presidente Alan García. Si con motivo de la acusación constitucional seguida contra García por su presunta responsabilidad en la muerte, en agosto de 1986, de presos senderistas en los penales de Lima, Fujimori se había mantenido en una actitud expectante, no ocurriría lo mismo cuando, al poco tiempo, el líder aprista era nuevamente acusado, en esta ocasión por la presunta comisión de delitos de corrupción. Fujimori vio entonces servida una oportunidad para desembarazarse de un rival político incómodo. Las acciones contra García ponían fin a la tímida colaboración parlamentaria, iniciada en julio de 1990, entre la bancada de Cambio 90 y la del APRA. Como señala Cameron (1997: 58), la estrategia de Fujimori pasaba por enfrentarse a los dos “enemigos de la sociedad”, Alan García y Abimael Guzmán; al primero le hacía culpable del problema de la inflación y al segundo del terrorismo. Más allá de su declarada independencia política, Fujimori había manifestado tempranamente una notoria animadversión hacia los partidos políticos. Tras el espejismo inicial que supuso la fugaz etapa de la concertación, pronto las organizaciones partidarias se convirtieron en objeto de las soflamas presidenciales. Con el paso del tiempo, el término “partidocracia” acabó por convertirse para Fujimori en un “feliz descubrimiento intelectual”, cuando ya llevaba una larga andadura en su campaña de denigración de los partidos políticos. (78) En este ambiente de confrontación abierta con el Parlamento y los partidos, Fujimori manejaba hábilmente, apelando a instrumentos populistas y

78 Ch. Kennedy (1997: 100-104) atribuye los argumentos esgrimidos por Fujimori acerca de la “partidocracia” y la “dictadura de los partidos” al conocimiento interesado que tenía, a través de sus asesores políticos, de la exposición hecha por M. Coppedge (1994) respecto de la situación venezolana. De todos modos, no hay que olvidar que anteriormente a 1990 ya existía en Perú una importante corriente crítica respecto a los partidos políticos; en este sentido, P. Planas (1997: 178) responsabiliza a Hernando De Soto de difundir, desde finales de los 80, una opinión contraria a los partidos en aras de la defensa de una pretendida democracia “más avanzada”, fundamentada en las audiencias públicas.

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demagógicos, la pobre consideración que de ellos tenían una gran parte de los peruanos; el Presidente, como señalan Bernales (1995a: 165) y Balbi (1997: 19), utilizó la situación de divorcio que existía entre el país oficial y el país real como un argumento para su proyecto autoritario. Para Grompone (1993: 13- 14), a comienzos de los 90, se daba en Perú la existencia de una situación favorable para que encontraran audiencia los “hombres providenciales” y los mensajes simplistas y contundentes, que, ante la persistente demanda de orden, parecían proyectar la idea perseguida de la unidad nacional. (79) En esta coyuntura crítica muchos ciudadanos antepondrían la necesidad de paz, orden y estabilidad a la conservación del régimen democrático; así se entendería que muchos ciudadanos atribuyeran al Parlamento y a los partidos un comportamiento obstruccionista con relación a la labor del Presidente en la defensa de un proyecto de unidad nacional.

6.2. Los precedentes inmediatos del golpe de Estado.

En su ataque permanente al Congreso, Fujimori aducía ante la ciudadanía que los partidos y los parlamentarios opositores estaban llevando a cabo una estrategia premeditada y organizada para paralizar la acción del Ejecutivo; sin embargo, pese a las alegaciones presidenciales, los hechos ponen de manifiesto que no era así. La realidad demuestra, por el contrario, que nunca en la historia constitucional de Perú durante el siglo XX -basta con recordar lo sucedido, entre los años 1963 y 1968, durante el primer mandato presidencial de Belaúnde- un presidente de la República sin mayoría parlamentaria había encontrado un Parlamento tan colaborador como el surgido de las elecciones de abril de 1990; sin mayores problemas, el Congreso había convalidado durante el primer año de gobierno de Fujimori la mayor parte de las medidas del Gobierno en materia económica y lucha antisubversiva. El Congreso peruano nuevamente pondría de manifiesto su disposición a colaborar con el Presidente, a pesar de la creciente hostilidad mostrada por éste hacia el Legislativo, al aprobar, en junio de 1991, la ley 25327, que acordaba delegar en el Ejecutivo durante un plazo de 120 días funciones legislativas en tres materias concretas: inversión, empleo y pacificación; aunque, en lógica

79 En este sentido, Linz (1997: 65-66) se refiere a la aparición de candidatos hostiles a los partidos y a los políticos que, surgiendo repentinamente, pueden capitalizar la frustración de los votantes y canalizar su esperanza en un “salvador”, aprovechando la ventaja que les concede el bajo nivel de confianza que tienen los ciudadanos en los partidos políticos y en sus dirigentes. Igualmente, Dahl (1999: 177-178) advierte acerca del hecho de que en los períodos de crisis severa y prolongada aumentan las probabilidades de que la democracia sea derribada por unos líderes autoritarios que prometen acabar con las crisis mediante la aplicación de vigorosos métodos dictatoriales. La Comisión Andina de Juristas (2001: 27) hace referencia a que en la región andina “outsiders políticos con discursos autoritarios invaden el escenario para alimentar la impaciencia de una ciudadanía desprovista de cultura democrática”.

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constitucional, los parlamentarios ser reservaban la facultad de revisar los decretos emitidos en aplicación de este acto de delegación legislativa. Haciendo uso de la figura constitucional de la delegación legislativa, en noviembre de 1991, el Gobierno peruano emitió 120 decretos, 35 de ellos referidos a la lucha antisubversiva. Estaba claro que el Congreso no dispondría del tiempo necesario para proceder a la revisión cabal de tal cantidad de normas en los treinta días que el reglamento vigente le concedía para ello, teniendo en cuenta que, transcurrido ese plazo, las medidas dictadas por el Gobierno entraban automáticamente en vigor. El previsible colapso producido en la labor parlamentaria reforzaría, de paso, ante la opinión pública los argumentos de Fujimori acerca de la ineficiencia y la falta de eficacia del Congreso para afrontar debidamente los problemas del país. La situación generada no obedecía a las misteriosas leyes del azar, sino que se integraba en una estrategia general previamente diseñada y puesta en funcionamiento desde el Ejecutivo. Poco importaba que el Congreso siguiera manifestando una actitud más propicia para el acuerdo que para el enfrentamiento, como lo prueba el hecho de que más de las tres cuartas partes de los decretos emitidos por el Ejecutivo en noviembre de 1991 fueran finalmente convalidados por el Legislativo. Ante tal avalancha de decretos, concluida la legislatura ordinaria a mediados de diciembre de 1991, y dado que la siguiente legislatura no se iniciaba hasta abril del año siguiente, el Congreso acordó reunirse en legislatura extraordinaria durante los últimos días de enero y primeros de febrero del año 1992, manteniendo en este tiempo un contacto continuo con el presidente del Consejo de Ministros, Alfonso de los Heros; de este modo, el premier pudo haber sido utilizado, probablemente sin su conocimiento, por el Gobierno para entretener a los parlamentarios opositores una vez que la decisión de dar un golpe de Estado ya había sido tomada. (80) En esta controvertida cuestión, la mayor parte de los analistas (Planas, 1992; Bernales, 1993a; Conaghan y Malloy, 1994; Cotler, 1994; McClintock, 1994,

80 A mediados de enero de 1992, tuvo lugar en el Palacio de Gobierno una reunión de carácter informal a la que asistieron, además de Fujimori, el premier de los Heros, varios ministros y algunos dirigentes del Fredemo y de Cambio 90. En este encuentro se habrían tratado algunas de las cuestiones que enfrentaban al Ejecutivo con el Parlamento, como las referidas a los decretos sobre pacificación y la Ley de Presupuestos; la falta de acuerdo entre las partes habría impedido desbloquear la situación de conflicto institucional entre poderes. Días antes de producirse esta reunión, en diciembre de 1991, un senador, el acciopopulista Rafael Belaúnde, había declarado que el Congreso estaba facultado para destituir al Presidente de la República mediante un proceso de declaración de incapacidad moral para ejercer el cargo. En este sentido, Rafael Merino Bartet, asesor del SIN durante tres décadas, ha declarado -véase el artículo “La hoguera del Brujo”, publicado en Caretas, nº 1693, de 25/10/2001- que la fecha del golpe se adelantó al 5 de abril de 1992 ante la posibilidad, según las informaciones de que disponía el SIN, de que el Congreso le tomara la delantera a Fujimori e iniciara el proceso para declarar su incapacidad moral.

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1997 y 1999a; García Belaúnde, 1996; Cameron, 1997) han argumentado que el Parlamento peruano no paralizaba ni entorpecía, en el ejercicio de sus funciones constitucionales de revisión y control de los actos gubernamentales, la acción del Ejecutivo; antes al contrario, fue el Presidente de la República quien se encargó, primero, de forzar una situación de enfrentamiento institucional y, luego, de romper el ordenamiento constitucional, siguiendo un plan previamente concebido. Las circunstancias en las que se produjo el golpe de 1992 eran diferentes a las existentes en las anteriores interrupciones del régimen democrático habidas en Perú; de este modo, la acción golpista no puede justificarse en la existencia de unos conflictos políticos, económicos o sociales que no tuvieran una vía de solución mediante el recurso a procedimientos estrictamente democráticos. (81) P. Planas (1992: 289-293) desarrolla una de las líneas expositivas que consideramos más sólidas contra los pretextos esgrimidos por Fujimori para justificar el golpe de Estado. Este analista resume su argumentación en cinco puntos: 1º) El Presidente, incluso antes de abril de 1992, no había sido un gobernante que respetara la Constitución y la legislación vigente. 2º) La ruptura del orden constitucional no era el “último recurso” al que se vería obligado a echar mano para la solución de los problemas del país. 3º) El Parlamento no bloqueó las posibilidades de diálogo y de concertación con el Ejecutivo. 4º) El Parlamento tampoco llevó a cabo un tipo de oposición intransigente. 5º) Existieron posibilidades reales para conseguir un acuerdo institucional entre ambos poderes del Estado. Más matizada es la exposición que de esta cuestión hacen Pareja y Gatti (1993: 13), cuando señalan que el desenlace del 5 de abril era previsible en un contexto de progresivo debilitamiento del liderazgo presidencial y de ausencia de respaldo por parte de algunas instituciones, como el Congreso. En una línea de argumentación parecida a ésta, Ch. Kenney (1997) considera que si en las elecciones de abril de 1990 Fujimori hubiera obtenido una mayoría parlamentaria suficiente el golpe no habría tenido lugar; el Presidente podría haber gobernado en desmedro del Parlamento sin necesidad de clausurarlo. Para Kennedy (1997: 87), a falta del soporte de una coalición estable en el Congreso, para Fujimori sólo había dos opciones válidas. Una de ellas, le obligaba a ganarse el apoyo de sucesivas mayorías transitorias, evitando la formación de una mayoría opositora estable y gobernando hasta donde le fuera posible al margen del Congreso; opción que, según Kenney, no podría durar mucho tiempo, pues siempre quedaba la posibilidad, desastrosa para el

81 Para McClintock (1997: 56), el golpe de Estado de abril de 1992 fue posible debido a la coexistencia de, por una parte, una oportunidad producida por la creciente deslegitimación de las instituciones democráticas durante el período 1980-1992, y, por otra, del deseo de un presidente, con una personalidad autoritaria, de aprovechar esa oportunidad.

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Presidente, de que consolidara una mayoría parlamentaria opositora. La segunda de las opciones consistiría, llanamente, en gobernar sin tener en cuenta al Congreso, recurriendo, en ultima instancia, a su clausura mediante un acto de naturaleza anticonstitucional. (82) M. Cameron (1997: 49), sin subestimar la importancia del potencial “perverso” de los resultados de las elecciones de 1990, no llega a avalar un tipo de conclusiones tan excluyentes como las expuestas por Kenney, ya que la “molestia” que para Fujimori suponía el Congreso no abocaba necesariamente al recurso al golpe de Estado. (83) Lo cierto era que, aunque Cambio 90 únicamente contaba con el 18% de los escaños en la Cámara de Diputados y el 23% en el Senado, el Presidente había conseguido que en ambas cámaras se aprobaran sus medidas más importantes en materia económica. Sin embargo, ambos poderes, Ejecutivo y Legislativo, se fueron alejando paulatinamente en materia de lucha antisubversiva, siendo éste un motivo importante de colisión entre ellos; así lo certifica el hecho de que el Congreso objetara varios de los decretos que el Gobierno emitió, en noviembre de 1991, sobre pacificación nacional. Frente a una opinión mayoritaria entre los analistas que atribuye, con algunas matizaciones como hemos expuesto, a Fujimori el mayor grado de responsabilidad en el estado de enfrentamiento institucional entre el Legislativo y el Ejecutivo, algunos -la mayoría estrechamente vinculados al régimen fujimorista- imputan los hechos al Congreso. Torres y Torres Lara (1995a: 23- 24) considera que la Ley 25397, de Control de los Actos del Presidente de la República, aprobada por el Parlamento a comienzos de 1992, recortaba inconstitucionalmente las funciones presidenciales al supeditar, entre otras actuaciones, la ampliación de los actos de declaración de la situación de estado de emergencia a la aprobación del Congreso; en este sentido, concluye Torres, la decisión de Fujimori de clausurar el Congreso representa un caso legítimo de “contragolpe” para desarticular el “golpe” dado por el Legislativo contra el Gobierno. (84)

82 Existía también la posibilidad, de acuerdo a lo dispuesto en el artº 227 de la Constitución de 1979, de que el Presidente de la República procediera a la disolución de la Cámara de Diputados si ésta había censurado o negado la confianza a tres gabinetes; no bastaba, por lo tanto, con la censura a uno o varios ministros, sino que la censura tenía estar dirigida a todo el Gabinete. El Senado, según el artº 230 del texto constitucional, no podía ser disuelto. 83 Las perspectivas, sin embargo, no eran halagüeñas si tenemos en cuenta lo sucedido en esos tiempos en el caso de otros presidentes suramericanos. El ecuatoriano Mahuad y el brasileño Collor, que gobernaron sin tener el apoyo de una mayoría parlamentaria, no concluyeron sus respectivos mandatos presidenciales; Fujimori lo consiguió a costa de subvertir el orden constitucional. 84 Carlos Torres y Torres Lara, profesor de Derecho Constitucional, ocupó durante la década de los 90 varios puestos de responsabilidad; sucesivamente, fue, parlamentario, ponente constitucional, Presidente del Congreso y Presidente el Congreso de Ministros. En abril del 2001 -véase el diario Expreso de 18/4/2001-, Alfonso de los Heros, presidente del Consejo de Ministro cuando se produjo el golpe de Estado el 5 abril de 1992, declaraba que había sido la promulgación de la citada Ley 25397 la causa principal que motivó la decisión del Gobierno de

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7. La ruptura del ordenamiento constitucional. El golpe de Estado.

Al iniciarse la década de los 90, el constitucionalista peruano D. García Belaúnde (1990: 46) se refería a la Constitución promulgada en el año 1933 como la de más larga vigencia en la historia constitucional de Perú, añadiendo que “esperamos que sea superada en el futuro por el vigente texto de 1979”. Sin embargo, dos años después de esta declaración de deseos, un presidente constitucional, Alberto Fujimori, en connivencia las FFAA, ponía fin a doce años de régimen constitucional, conservando la Carta de 1933 el récord que ostentaba. El golpe no sólo contaba con el apoyo de los militares y de los servicios de inteligencia, sino también con el de la mayor parte del empresariado nacional y con la aprobación mayoritaria de la población peruana; el régimen democrático peruano, que no había calado hondamente en la ciudadanía, no había conseguido sobrevivir a una situación de conflictos y problemas acumulados ni a las actitudes y decisiones antidemocráticas de sus gobernantes. (85)

7.1. La aproximación de Fujimori a las FFAA. Los militares y el golpe.

La ruptura constitucional producida el 5 de abril de 1992 no podría explicarse sin tener en cuenta el papel fundamental que en su gestación y ejecución tuvieron las FFAA. Aunque en la primera versión oficial de los hechos se pretendió restar importancia a la implicación directa de los militares en el golpe, en retrospectiva, sabemos que las FFAA no se limitaron a dar un apoyo pasivo al presidente Fujimori, sino que también colaboraron activamente con él en su preparación y, llegado el momento, le secundaron con convencimiento. Cuestión diferente es, como analizaremos más tarde, que no todos los militares estuvieran a favor de involucrarse en la quiebra del ordenamiento constitucional y que algunos, que inicialmente se implicaron en el golpe, acabaran distanciándose del régimen autoritario de Fujimori. Dicho esto, consideramos que las FFAA actuaron, como institución, de acuerdo con un plan preexistente, que experimentó sucesivas actualizaciones para su adaptación a unas situaciones altamente versátiles, asumido por la mayoría de los altos mandos militares. (86)

suspender el ordenamiento constitucional. 85 Con carácter previo, señalamos, que sin entrar en el debate que existe en torno a que si la ruptura del orden constitucional supone un caso de “autogolpe” o de “golpe de Estado”, en este trabajo utilizaremos indistintamente ambos términos. No consideramos con ello que la cuestión sea banal y carezca de sentido, sino que creemos que la controversia existente al respecto no ha aportado conclusiones significativas respecto al hecho sustancial: la ruptura del ordenamiento constitucional y la quiebra del régimen democrático. 86 Las FFAA también habrían puesto a disposición de Fujimori las instalaciones militares; de hecho, la

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Como ya hemos expuesto, los militares peruanos detentaron, desde 1980, un poder real superior al que se les suponía en un régimen constitucional y democrático. El hecho de que su retirada a los cuarteles tuviera un carácter voluntario, lo que les permitió dirigir los primeros pasos de la transición democrática, unido a su creciente protagonismo en la lucha antisubversiva, hacía de las FFAA un actor político fundamental. De acuerdo con Rospigliosi (1996: 5), consideramos que el golpe de abril de 1992 contó con la participación activa de unas FFAA muy interesadas en llevar a cabo su propia estrategia antisubversiva y motivadas por la percepción que tienen de sí mismas como organizadoras de la sociedad y baluarte de la Nación. En este sentido, habría que tener en cuenta que muchos militares estaban insatisfechos con la conducción de la lucha antisubversiva llevada a cabo por los presidentes Belaúnde y García, demandando para las FFAA un protagonismo mayor. Como argumentan Degregori y Rivera (1993b: 7-8), durante la década de los 80 se incrementó la distancia existente entre las moderadas prerrogativas que la Constitución de 1979 otorgaba a las FFAA y sus crecientes responsabilidades como consecuencia del enfrentamiento a SL, hasta el punto de que la brecha abierta entre unas y otras, responsabilidades y prerrogativas, tendió a volverse incompatible con la persistencia del régimen democrático. El hecho de que las FFAA accedieran a que fuera un civil, en este caso el presidente Fujimori, el que de un modo oficial diera el golpe y se convirtiera en su cara visible les proporcionaba más ventajas que inconvenientes; con ello, obtenían la garantía de que se iba a implementar su estrategia antisubversiva y a asegurar su rol dominante en la misma, evitando, de paso, los problemas, internos y externos, que les podría causar la asunción directa del poder. Desde finales de los 80, los militares peruanos estarían dispuestos a otorgar su apoyo a un presidente civil que se comprometiera a satisfacer sus demandas y a hacer efectivos sus deseos en materia de dotación de recursos y lucha antisubversiva. En este sentido, Zagorski (2001: 125) sitúa a Perú, junto con Guatemala, entre los países latinoamericanos en los que resulta habitual que los altos mandos de las FFAA se muestren reacios a hacer patente su protagonismo en un golpe y abanderar un gobierno abiertamente militar, pero que, sin embargo, sí manifiestan claramente su interés por el mantenimiento del orden y la gobernabilidad en sus respectivos países. En el otro lado de la balanza, Fujimori, en julio de 1990, se hallaba, a pesar de la nitidez de su triunfo electoral, en una situación bastante precaria y necesitado de aliados y apoyos. Tras poner un temprano final a su inicial política de concertación con otros partidos políticos, el Presidente centró los esfuerzos en ganarse para su causa a la opinión pública, sin descuidar en su improvisada sede del Cuartel General del Ejército -conocida popularmente como “El Pentagonito”- fue el lugar donde los golpistas ultimaron su plan y tomaron las decisiones finales.

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estrategia a las FFAA. La sintonía entre Fujimori y las FFAA no se hizo esperar; como señala S. Bowen (2000: 48), Fujimori pronto se sintió cómodo con los militares y con los hábitos y métodos castrenses, habiendo declarado en una ocasión, ante varios periodistas, que creía que tenía cualidades para “manejar” -mandar- y espíritu militar. En este punto, también habría que tener en cuenta, como lo hace Grompone (1993: 14-15), que sería la desconfianza que el Presidente tenía respecto de las instituciones representativas de la sociedad civil lo que le llevó a su rápido acercamiento a los militares. El hecho cierto es que Fujimori, antes de tomar posesión del cargo de Presidente de la República, siendo ya presidente electo, trasladó su lugar de residencia desde el hotel en que había establecido su cuartel general durante la campaña electoral a la sede del Círculo Militar, debido, al parecer, a que se le había hecho creer que el MRTA preparaba un atentado contra él. En síntesis, se habrían dado una serie de circunstancias que propiciaron, desde el principio, el acercamiento entre Fujimori y los militares, debido sobre todo a que sus necesidades e intereses eran bastante complementarios. Sin embargo, el Presidente dejó claro que en esta relación de carácter cívico-militar él no iba a ser un mero comparsa, mostrando pronto su intención, como antes también había hecho García, de intervenir activamente en los nombramientos militares; así, una de sus primeras decisiones como presidente fue cesar en sus cargos a los comandantes generales de la Marina y de la Fuerza Aérea, de los que se sospechaba eran, respectivamente, personas allegadas a Vargas Llosa y al ex presidente García. En esta línea intervencionista, más personalista que institucional, se inscribe la promulgación, en diciembre de 1991, de una ley que permitía a la Presidencia de la República nombrar a los altos mandos militares sin atender a criterios objetivos de antigüedad o méritos. Dando un paso más respecto a la política de cooptación del jefe de la “argolla” -camarilla militar- dominante en las respectivas armas puesta en práctica por García, Fujimori procedió, mediante la aplicación de la ley recién promulgada, al nombramiento del general Hermoza Ríos como jefe del Comando Conjunto de las FFAA; el general Hermoza se convertiría, hasta su defenestración en agosto de 1998, en un personaje clave del régimen fujimorista, encargándose, como analizaremos más adelante, de establecer un control de índole facinerosa, en connivencia con Fujimori y Montesinos, sobre las FFAA como institución. (87)

87 El general Salinas Sedó, que en noviembre de 1992 encabezó un fallido intento de golpe contra Fujimori, ha declarado -véase la entrevista titulada “Me tiraron a matar”, publicada en Caretas, nº 1491, de 13/11/1997- que habría sido la facción militar vinculada al general Hermoza Ríos la que se había implicado de un modo directo y apoyado incondicionalmente el golpe de abril de 1992. En este sentido, F. Rospigliosi (1996: 36-37) señala que, antes del 5 de abril de 1992, se habían producido en el interior de las FFAA una serie de intrigas y de alianzas que enfrentaban no sólo a los militares institucionalistas opuestos al golpe con los partidarios de la ruptura del orden constitucional, sino

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Una de las primeras consecuencias de la fluida relación establecida entre Fujimori y las FFAA fue la mayor impronta militar que se dio a la lucha antisubversiva, incrementándose las funciones de las FFAA y de los servicios de inteligencia; igualmente se potenció la labor de los cuerpos y organismos más capacitados, como la Dirección General contra el Terrorismo -DINCOTE- y los Grupos Especializados de Inteligencia -GEIN-, para combatir eficazmente a SL y al MRTA. En esta nueva estrategia antisubversiva tampoco se descuidaron los aspectos relacionados con el trato dispensado a las comunidades campesinas afectadas por la violencia política y a los Comités de Autodefensa Civil; la puesta en funcionamiento de unas prácticas de represión selectiva y de apoyo material y moral a las comunidades enfrentadas a SL favoreció el acercamiento a los indios y campesinos. Igualmente la promulgación de la Ley de Arrepentimiento, que contemplaba la reducción de penas y la concesión de indultos y amnistías, contribuyó a fomentar las delaciones entre los subversivos. Como señala Barandiarán (1995), Fujimori, a diferencia de los presidentes que le antecedieron en el cargo, Belaúnde y García, puso en marcha una estrategia integral -militar, política, social y económica- contra la subversión acorde con los planteamientos e intereses de unas FFAA crecientemente decepcionadas con los gobernantes civiles. (88) En retrospectiva, sabemos que el golpe de Estado había sido planificado con suficiente antelación y contaba con un plan previamente establecido; la única cuestión que habría quedado pendiente de definición era la referida al momento concreto para ejecutarlo. Si bien es cierto que los insistentes rumores, casi diarios desde finales de 1987, de golpe de Estado que caracterizaron la etapa final de la presidencia de García no llegaron, más allá de la existencia de algunas maniobras desestabilizadoras, a concretarse en intentos significativos de subversión del orden constitucional, no podemos por ello concluir que no existieran planes en esa dirección. Como señala Rospigliosi (1996: 28-33), existía un plan golpista, elaborado entre los años 1988 y 1989, dirigido inicialmente para deponer de su cargo al presidente García. Este plan, cuya ejecución estaría prevista en octubre de 1989, tenía como objetivos

también a los militares golpistas entre sí. Según esta versión, los militares golpistas estaban divididos en dos grupos -facciones-; por una parte, estaría la facción integrada por los militares “politizados” afines a Fujimori y Montesinos, y, por otra, la facción que incluía a los altos mandos, como los generales Robles, Salinas y Arciniega, que, aunque inicialmente eran partidarios del golpe, terminaron alejándose de Fujimori y del general Hermoza. 88 Algunos analistas muy críticos con Fujimori (Degregori, 1993a: 39; Tapia, 1997: 61) reconocen que éste implementó, por primera vez en Perú, una estrategia antisubversiva coherente, colocándola en un lugar central de su agenda de gobierno y asumiendo los riesgos que esa decisión conllevaba; lamentan, sin embargo, el sesgo excesivamente militarista de la misma. Al gobierno de García hay que reconocerle, sin embargo, que había dado algunos pasos en la dirección de implementar una estrategia integral de este tipo, aunque le faltó la coordinación y la voluntad política necesarias para conducirla eficazmente.

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fundamentales garantizar la gobernabilidad del país, preservar la unidad territorial del Estado peruano, impulsar el desarrollo nacional e incrementar los niveles de bienestar entre la población. Finalmente la ejecución del golpe se habría paralizado debido a la conjunción de diversos factores: la confianza puesta por los presuntos golpistas en un triunfo de Vargas Llosa en las elecciones de 1990, el conocimiento que el presidente García tenía de la existencia de la trama golpista y la oposición del gobierno de Estados Unidos, manifestada a través de su embajada en Lima, a cualquier intento de subvertir el orden constitucional en Perú. M. Cameron (1997) desarrolla, con argumentos parecidos a los esgrimidos por Rospigliosi, la hipótesis, bastante extendida en Perú, que supone la existencia de un denominado “Plan Verde”, elaborado por las FFAA y que ya estaría listo para su aplicación en octubre de 1989, siendo aún presidente García. (89) Suspendida temporalmente la ejecución del plan golpista, Cameron coincide con Rospigliosi al señalar que la pérdida del potencial electoral de Vargas Llosa habría contribuido a actualizar el proyecto y adaptarlo al nuevo escenario político; a tal fin, entre el mes de abril de 1990 y la fecha de inicio, el 28 de julio de ese año, del mandato presidencial de Fujimori, tuvieron una lugar una serie de complicadas negociaciones tendentes a hacer del presidente electo el jefe de un gobierno cívico-militar. En este sentido, los contactos entre los altos mandos de las FFAA y Fujimori se habrían intensificado antes de concluir el año 1990.

7.2. El papel del SIN y de Montesinos en la trama golpista.

En la preparación y ejecución del golpe, los servicios de inteligencia como tales desempeñaron una funciones menos relevantes que las FFAA; en abril de 1992, ni el SIN tenía las dimensiones e influencia que cobraría después, ni su ya jefe de facto, Montesinos, era aún el poderosísimo personaje que llegó a ser. No obstante, no desdeñamos el papel del SIN en estos acontecimientos, como tampoco la participación de Montesinos en los últimos compases del desarrollo de la trama golpista y en la ejecución del golpe. Los servicios de inteligencia habían mantenido, desde comienzos de la década de los 50 del pasado siglo XX, un importante peso en el seno de la institución

89 Rospigliosi (1996 y 2000) señala que, tras la derrota electoral de Vargas Llosa, vio la luz una denominada “Hoja de Coordinación Final”, incluida en un documento más amplio, titulado “El Plan del Golpe”, elaborado por las FFAA, según la cual estaba previsto ejecutar el golpe de Estado el 27 de julio de 1990, un día antes de que Fujimori tomara posesión del cargo de presidente de la República. F. Igartua (2000: 10-11) ha declarado que, en julio de 1993, siendo director de la revista Oiga, llegaron a sus manos unos documentos relacionados con un denominado “Plan Verde”; el hecho de que el jefe militar que se los remitió -Igartua identifica al general Víctor Obando Salas- suscribiera la misiva bajo el seudónimo de “el pajarillo verde” habría dado nombre a este plan golpista.

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militar; de hecho, tanto el general Velasco Alvarado como algunos altos mandos militares que le secundaron, en octubre de 1968, en el golpe contra el presidente Beláúnde había desarrollado parte de su carrera sirviendo en las labores de inteligencia militar. En el período de la transición democrática, y especialmente durante el segundo mandato presidencial de Belaúnde, los servicios de inteligencia sufrieron una importante merma, que afectaba tanto a sus recursos humanos y materiales como a su grado de influencia en los ámbitos político y militar, coincidiendo con el momento en que más necesaria era su presencia activa para combatir a los grupos subversivos. Durante la presidencia de García, los servicios de inteligencia, principalmente el SIN, cobraron, dentro de sus aún reducidas dimensiones, una mayor importancia. Sin embargo, en contra de lo deseable, el SIN, a cuyo frente se había colocado al general Edwin Díaz, se desempeñaba más en las labores de espionaje entre militares y a los políticos opuestos al presidente García que en las acciones dirigidas a hacer frente a los grupos subversivos; sería precisamente en el ejercicio de estas funciones “políticas” cuando el SIN fue utilizado para establecer una serie de contactos informales e indirectos entre el todavía presidente García y el entonces candidato presidencial Fujimori. Este rol secundario de los servicios de inteligencia a finales de la década de los 80 y comienzos de los 90 sería la causa principal de que no intervinieran directamente durante la fase inicial de preparación del golpe de Estado. (90) Sin embargo, llegado Fujimori a la Presidencia de la República y una vez que Montesinos, desde su informal puesto de asesor, comenzara a ejercer labores de dirección, el SIN pasó a incrementar su influencia hasta el punto de que ya intervendría significativamente, según señalan algunos analistas (Tamariz, 1995; Rospigliosi, 1996 y 2000; Cameron, 1997), en la última fase de preparación del golpe y en su ejecución. Vladimiro Montesinos, cuya trayectoria y personalidad analizaremos detalladamente en un apartado específico del Capítulo V de este trabajo, había establecido durante el período de gestión del general Díaz al frente del SIN una serie de contactos informales y ambiguos con algunos jefes de este organismo; de este modo, la atípica vinculación de este ex capitán del Ejército peruano con los servicios de inteligencia se había producido en un momento anterior al inicio de su relación con Fujimori. F. Loayza (2001: 60-61) afirma -lo que nos parece verosímil- que fue él quien, en una fecha comprendida entre la celebración de la primera y la segunda vueltas de las elecciones de 1990, se encargó de poner en contacto personal a Montesinos, que también ejercía como abogado, con el entonces candidato Fujimori para tratar de un asunto judicial

90 Augusto Antonioli que, antes de ocupar diversas carteras ministeriales en el gobierno de Fujimori, había sido colaborador en el SIN del general Díaz, ha declarado -véase el diario El Comercio, del 14/5/2001- que el SIN, a finales de los 80, apenas si era “una comisaría de barrio”.

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que pendía sobre el mismo como consecuencia de la comisión de presuntas irregularidades contables en la gestión de un negocio familiar. Sea como fuere, lo cierto es que en poco tiempo Montesinos se ganó la confianza de Fujimori pasando a ejercer, incluso antes de iniciarse el mandato presidencial de éste, funciones de asesoría en materia de seguridad. El mayor ascendiente de Montesinos, convertido ya en jefe de facto del SIN, en el entorno presidencial le permitiría, a partir del año 1991, actuar como nexo en las relaciones establecidas entre Fujimori y los militares, con el general Hermoza a la cabeza, que integraban la facción dominante en el interior de las FFAA. Desde esta posición, Montesinos pasó a desempeñar un papel importante en la trama golpista, contribuyendo a modificar, como señala Rospigliosi (1996: 36-37), el futuro desarrollo de los acontecimientos respecto al diseño original del plan golpista. En retrospectiva, consideramos que en un contexto como el que hemos descrito, en que se ha producido una recomposición en la coalición dominante como consecuencia del efecto conjugado de varios hechos -mayor protagonismo del SIN y de Montesinos, división y conflicto entre las facciones existentes en el interior de las FFAA y cooptación personal y personalizada por el poder civil de la facción militar dominante-, se incrementaron las dificultades para que las FFAA, como institución, pudieran servir, tras el golpe de Estado, como sostén principal de un presidente civil. Aparente y oficialmente, las FFAA continuarían actuando como institución, pero en la práctica, en una situación de creciente división y conflicto por causas de índole profesional, política y personal, eran el SIN, Fujimori y el general Hermoza quienes tenían el control sobre las mismas.

7.3. La actitud de los empresarios y de la opinión pública ante el golpe de Estado.

Los empresarios nacionales y la opinión pública interior también jugaron su papel en el golpe de Estado de abril de 1992; de este modo, habrían contribuido mediante su apoyo, más o menos convincente, a incrementar las expectativas de Fujimori y de sus socios militares respecto a la ejecución exitosa del plan golpista. En agosto de 1990, una parte significativa del empresariado peruano, que mayoritariamente habían votado por Vargas Llosa, ya se había aproximado a un Presidente que, tras decretarse el “fujishock”, les había ganado para su causa e, incorporado, poco después, a su Gabinete; de este modo, los empresarios ampliaban el apoyo a Fujimori, más allá de lo económico, comprometiéndose con su acción de gobierno en general. No suponía una novedad en Perú este talante oportunista del mundo de la empresa privada; anteriormente, los

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empresarios habían apoyado a Belaúnde, pactado, llegado el momento, con García, y, siendo aliados estratégicos de Vargas Llosa, ya se habían puesto en contacto con Fujimori cuando aún no se había celebrado la segunda vuelta de las elecciones de 1990. En alguna ocasión (F. Durand: 1988: 74) incluso se ha puesto en entredicho que, durante la década de los 80, los empresarios peruanos tuvieran un compromiso leal y coherente con el régimen democrático. Por otra parte, en la calle las encuestas y los sondeos de opinión pública registraban la existencia de una corriente mayoritaria de aprobación a la gestión del presidente Fujimori que parecía no corresponderse con la situación de creciente deterioro que experimentaban las condiciones socioeconómicas de los sectores populares. Entre los meses de septiembre y diciembre de 1990, superado el impacto más inmediato provocado por la aplicación de las duras medidas de ajuste económico aprobadas en agosto, los índices de popularidad de Fujimori se mantenían en torno al 55%; este elevado nivel de aprobación declinó, a partir de enero de 1991, cayendo por debajo del 40%, pero, en septiembre de ese año, el Presidente recuperaba nuevamente la aprobación de la mayoría de los ciudadanos. Algunos analistas consideran que los gobernantes conceden una gran importancia a la evolución de los índices de aprobación y desaprobación reflejados en las encuestas y sondeos a la hora de elegir el momento adecuado para tomar las decisiones más importantes; así, para Tanaka (1998: 219), si Fujimori hubiera intentado el autogolpe durante el año 1991, cuando su popularidad estaba en caída, habría fracasado. Lo cierto es que en los últimos meses de 1991 los índices de aprobación a la gestión presidencial entraron en una fase de continuada recuperación, superando, a finales de marzo de 1992, ampliamente la barrera del 50%. Tras los sucesos del 5 de abril, los políticos peruanos en general, y los parlamentarios en particular, pudieron comprobar el grado de desprestigio que tenían ante una opinión pública que hacía oídos sordos a sus llamamientos en favor del respeto a la legalidad vigente y a la Constitución, sufriendo incluso el vituperio de algunos ciudadanos que, despreciándoles, les insultaban y arrojaban monedas a su paso por las calles limeñas. Enfrentados, en una dualidad maniquea, a elegir entre la democracia, por una parte, y el orden político y la estabilidad económica, por otra, la mayoría de los peruanos optaron por lo segundo; en apenas una semana, la transcurrida entre los días inmediatamente anteriores y posteriores al golpe del 5 de abril, los índices de aprobación a la gestión de Fujimori crecieron, desde unos valores algo superiores al 50%, a más del 80%. (91)

91 El 6 de abril de 1992, al día siguiente de producido el autogolpe, según una encuesta realizada por la empresa Peruana de Opinión Pública -POP-, el 73% de los ciudadanos mostraban su aprobación a la decisión adoptada por Fujimori. El día 12 de abril, habiendo transcurrido una semana desde el golpe,

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No obstante, no sería correcto inferir, a partir de este estado de mayoritaria aprobación popular a la quiebra constitucional, la conclusión de que los peruanos desearan ser gobernados autoritariamente. Como constatan Monzón, Roiz y Fernández (1997: 121), dado que la mayoría de los peruanos manifiestan tener unas actitudes prodemocráticas, en lógica consecuencia, opinan que el golpe -o autogolpe- de abril de 1992 es dudosamente democrático, pero muchos lo justifican en razón de los conflictos que, a su entender, provocaban algunas instituciones del régimen democrático, esperando de Fujimori una acción de gobierno fuerte que condujera a un estado de paz y de estabilidad política y económica. En este trabajo no compartimos, en líneas generales, los argumentos de McClintock (1997: 54) que consideran que los resultados de las encuestas ponen de manifiesto la preferencia de los peruanos por el tipo de democracia delegativa definido por O´Donnell; más bien creemos que esta ambigua actitud de los peruanos hacia la democracia se relaciona no con la democracia en sí, sino con la falta de eficacia de las instituciones democráticas y de sus representantes para afrontar los problemas y resolver los conflictos que afectan a la sociedad y atender a las demandas de una ciudadanía en la que aún no ha calado con hondura la cultura democrática. (92) En definitiva, Fujimori supo jugar mejor que los partidos políticos y sus dirigentes la partida de la opinión pública. El Presidente apeló, según un plan deliberado y previamente establecido, directamente a la ciudadanía, exacerbando un estado de ánimo ya existente, para privar de legitimidad a las instituciones fundamentales, como el Poder Judicial y el Parlamento, del Estado de Derecho y democrático.

7.4. La ejecución del golpe.

En la noche del 5 de abril de 1992, el presidente Fujimori anunciaba al país la disolución del Congreso y la intervención del Poder Judicial, del Consejo Nacional de la Magistratura, del Tribunal de Garantías Constitucionales, del Ministerio Público y de la Contraloría de la República; al mismo tiempo, comunicaba que se procedería a la inmediata creación de un Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional que gobernaría mediante la publicación de decretos de ley. Horas antes, Fujimori, acompañado por el general Hermoza, jefe del Comando Conjunto de las FFAA, y por el “asesor” presidencial la encuesta de APOYO S.A. daba al Presidente un apoyo popular del 82% en Lima y del 88% en Arequipa, la segunda ciudad más populosa del país; incluso en la ciudad de Trujillo, feudo del APRA, el 66% de los encuestados aprobaba la ruptura del orden constitucional. 92 En palabras de C. Balbi (1992: 50), “toda la información empírica apunta a sostener que la masiva adhesión popular al golpe de Fujimori, con el alto contenido autoritario que porta, resultaría - paradójicamente- de la expectativa de reconstruir -o construir- una institucionalidad democrática que funcione”

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Montesinos, se había reunido en el edificio del Cuartel General del Ejército con los jefes de las cinco regiones militares; en esta reunión, el Presidente habría comunicado a los altos mandos militares que, teniendo en cuenta una serie de informaciones y documentos de que disponía -mapas, fotografías, vídeos, diagramas- había llegado el momento de tomar medidas extraordinarias para evitar que SL se hiciera con el poder. Posteriormente, se habría informado de estos hechos a un Consejo de Ministros que había sido mantenido al margen de las decisiones tomadas. La misma noche del 5 de abril, el Comando Conjunto de las FFAA, mediante la emisión de un comunicado oficial, daba a conocer que las FFAA, de forma unánime, respaldaban al Presidente de la Repú- blica. (93) En su discurso a la Nación, Fujimori apelaba a los sentimientos ciudadanos, argumentando que durante veinte meses se había propuesto infructuosamente la creación de un régimen de “democracia real” que garantizara el derecho efectivo a la participación y llenara el cascarón vacío de la “democracia formal”. El Presidente aducía que el golpe de Estado era un medio para poner fin a la corrupción y al terrorismo y no suponía, por lo tanto, una ruptura democrática. Al mismo tiempo anunciaba la creación de sendas comisiones encargadas de reorganizar el Poder Judicial y de elaborar un proyecto de reforma constitucional que se sometería a plebiscito nacional. (94) El proclamado Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional se fijaba la consecución, entre otros, de los siguientes objetivos: la pacificación del país, la

93 A comienzos de abril del 2002, Montesinos declaró ante la Subcomisión Ramos del Congreso peruano que, el 5 de abril de 1992, él “sólo cumplía órdenes”, imputando los hechos a los tres comandantes generales de las respectivas armas -general Hermoza, almirante Arnaiz y general de las FAP Velarde- y a los jefes de las regiones militares, que habrían actuado coordinadamente con Fujimori. Estas declaraciones entran de lleno en contradicción con las realizadas por el general Robles, jefe entonces de la III Región Militar, la más importante de Perú, quien asegura que supo dos días antes del 5 de abril que se iba a dar un golpe de Estado. Concuerda esta versión del general Robles con la dada por Rafael Merino Bartet, influyente agente del SIN y persona cercana a Montesinos, quien, en octubre del 2001, declaró ante la Comisión Townsend del Congreso de Perú que la fecha del golpe había sido adelantado respecto a la inicialmente prevista -junio o julio de 1992- por decisión personal de Fujimori, que informó de esta eventualidad a las FFAA con dos días de antelación; Merino también declaraba que él mismo, acompañado de Montesinos y de otras personas, se encargó de preparar y redactar, en “ocho o nueve días de febril trabajo”, las disposiciones legales y normativas del nuevo gobierno, reclamando para sí la autoría del Manifiesto a la Nación dado a conocer por Fujimori en la noche del 5 de abril de 1992. En la versión de S. Bowen (2000: 112-114), el día 2 de abril de 1992 Fujimori y Montesinos se habrían reunido con algunos altos mandos militares de las tres armas para ultimar los detalles del golpe. 94 El día 28 de julio de 1992, en su Mensaje a la Nación, Fujimori fustigaba a los “demócratas corruptos”, justificando el golpe en aras de la consecución de “una gran reforma democrática y modernización del país”; un año después, el 28 de julio de 1993, se reiteraba en su manido discurso, señalando que, antes del 5 de abril de 1992, el país “seguía caminando aceleradamente hacia el abismo de la anarquía y el caos”.

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reforma del Poder Judicial, la modernización de la Administración Pública, el combate al narcotráfico y la corrupción, la reforma y liberalización de los mercados, el fomento de la educación, la mejora del nivel de vida de los peruanos y la reforma de la Constitución hasta entonces vigente; en este sentido, el 7 de abril, dos días después del golpe, el Gobierno promulgaba una denominada Ley de Bases del Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional. Durante unos días la situación institucional en Perú fue bastante confusa; hasta tres personas, simultáneamente, se consideraban a sí mismos legítimos presidentes de Perú y depositarios de la soberanía popular: Alberto Fujimori, Máximo San Román, hasta el golpe primer vicepresidente de la República, y Carlos García, segundo vicepresidente -que suplía interinamente en el cargo a San Román, ya que éste la noche del 5 de abril se hallaba de viaje en el extranjero-. Pero para las FFAA, el empresariado peruano y la mayor parte de los ciudadanos no había duda alguna al respecto: Fujimori era el único presidente; la quiebra del orden constitucional se había consumado. Sin embargo, creemos que el camino hacia la ruptura democrática no era irreversible y que, hasta el último momento, existieron probabilidades razonables para llegar a un acuerdo político entre el Presidente y la oposición; habría sido, en última instancia, la decisión de Fujimori la que anuló cualquier posibilidad en ese sentido.

7.5. La reacción exterior: Estados Unidos y la OEA.

El hecho de que el Gobierno de Estados Unidos sea el más influyente actor externo en la política de Perú supone una evidencia bastante extendida entre la mayoría de los peruanos. Invariablemente, desde el año 1982 -como lo ponen de manifiesto las encuestas sobre la percepción del poder publicadas anualmente por la revista peruana Debate-, los presidentes de Estados Unidos y sus embajadores en Lima han sido considerados como las personas extranjeras cuyas decisiones tenían una mayor repercusión sobre los asuntos internos peruanos. Sin embargo, como ya señalaba hace años el intelectual peruano C. Delgado (1972: 136-137), los “estadounidenses del norte” nos conocen poco “porque nos miran desde una perspectiva que nos es fundamentalmente extraña, que muy poco tiene que ver con nuestra historia y con nuestra realidad”. (95)

95 Por otra parte, también habría que tener en cuenta que el compromiso de Estados Unidos, sobre todo tratándose de los países de América Latina, con la democracia ha sido ambiguo y oportunista, apoyando cuando le convenía a gobiernos autoritarios y abandonando a su suerte a otros gobiernos salidos de unas elecciones democráticas. Esto no significa que los gobernantes de Estados Unidos no estén interesados en la difusión de los ideales democráticos, pero, salvo contadas excepciones, sitúan en un lugar prioritario la preservación en el exterior de sus propios intereses. Como señala Whitehead

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Los encargados de la elaboración del Plan Verde no se habrían olvidado de considerar el papel que hipotéticamente podrían desempeñar los actores externos, principalmente el Gobierno de Estados Unidos, después del golpe de Estado. Teniendo en cuenta que la Administración Bush se había mostrado, a finales de los 80, poco proclive a aprobar el derrocamiento de García por una vía anticonstitucional, era de esperar, en principio, que con Clinton en el gobierno no mejorasen las expectativas para quienes desearan llevar a efecto en Perú una aventura golpista que gozase del beneplácito de Estados Unidos. Fujimori y sus asesores y socios debían de ser conscientes de que la subversión del orden constitucional y el establecimiento de un gobierno de facto acarreaba el riesgo de tener que enfrentarse a la reacción adversa de la Administración Clinton y de otros gobiernos representados en el seno de OEA, que por razones diversas, no necesariamente relacionadas con la existencia de sinceras convicciones democráticas, secundaran a Estados Unidos. En sus conjeturas, los golpistas creían que la presumible reacción externa podría ser neutralizada a partir del mayoritario apoyo al golpe por parte de la opinión pública interna y del compromiso del gobierno peruano para profundizar en unas reformas económicas, de evidente signo neoliberal, del gusto tanto de las organizaciones empresariales peruanas como de los organismos financieros y económicos internacionales. A la vista de los acontecimientos subsiguientes no parece, sin embargo, que en un principio el Gobierno peruano midiera de un modo adecuado el posible alcance de una reacción externa que, finalmente, obligó a Fujimori a modificar el programa expuesto en la noche del 5 de abril de 1992. En este aspecto, la posición del gobierno de Clinton frente al golpe de Estado estuvo clara desde el primer momento; por razones no suficientemente aclaradas relacionadas con un cálculo erróneo respecto a la actitud de Gobierno estadounidense, o tal vez debido a una simple casualidad, Fujimori hizo coincidir el anuncio de la ruptura del orden constitucional con la llegada a Lima de B. Aronson, Secretario adjunto para América Latina en la Administración Clinton, que

(1994: 21), la retórica democratizadora de los gobiernos estadounidenses ha enmascarado con frecuencia el apoyo a prácticas menos atractivas, por lo que no sorprende que las abstractas declaraciones oficiales a favor de la democracia guarden una escasa relación con los comportamientos observables cuando están en juego intereses concretos. En este mismo sentido, Markoff (199: 139- 140) se refiere al ambiguo papel desempeñado por los sucesivos gobiernos de Estados Unidos que les lleva a apoyar a gobiernos abiertamente autoritarios al mismo tiempo que se empeñan en reclamar el “honor de ser el rector de la contienda global por la democracia”; de este modo, con tantos intereses en juego, las políticas estadounidenses en esta materia varían de una administración a la siguiente y de una agencia gubernamental a otra. Con relación al caso concreto de Perú, McClintock (1999a y 1999b) señala que la cuestión de la democratización no parece haber llegado al ápice de la agenda del Gobierno de Estados Unidos, como lo pone de manifiesto su excesiva complacencia con Fujimori cuando ya eran sobradamente conocidas las tendencias autoritarias de su gobierno.

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inmediatamente abandonó la capital peruana sin entrevistarse con él. Posteriormente, en la reunión de la OEA, celebrada en mayo de ese año en Bahamas, el presidente peruano no logró la aprobación del Gobierno estadounidense a su plan decretista; aunque, como señala McClintock (1997: 70), no quedó claro que si Fujimori no hubiera cedido en la reunión de Bahamas, Estados Unidos hubiese saboteado el programa de “reinserción” propuesto por el Gobierno de Perú. (96) Finalmente, el presidente peruano optó, para evitar unas sanciones que harían peligrar el objetivo de legitimación interna mediante el recurso a la eficacia y eficiencia en materia económica, por la pragmática decisión de “ceder” a la convocatoria de elecciones a un Congreso Constituyente que dotase a Perú de una nueva Constitución. Fujimori era consciente de que la supervivencia de su régimen político dependía en gran medida de los flujos monetarios procedentes de los organismos financieros que, como el FMI, el Banco Mundial y el BID, se hallaban bajo el control virtual de Estados Unidos. En mayo de 1992, hizo más la presión externa que la oposición interna para evitar que en Perú se consolidase la instauración de un gobierno de facto. El hecho de que, por primera vez en la historia de la democracia peruana, los partidos políticos se unieran, casi sin excepción, en la defensa del régimen democrático -también de sus propios intereses- y lograsen convocar a varios miles de ciudadanos en una manifestación contra el golpe de Estado no tenía la misma trascendencia que la oposición de Estados Unidos al programa expuesto por Fujimori en la noche del 5 de abril. Con el apoyo de las FFAA, del empresariado nacional y de la opinión pública, el presidente peruano, de momento, tenía suficientemente cubierto el frente interno.

8. La legitimación del régimen en función de la eficacia y la efectividad.

La relación de la democracia con la legitimidad, la eficacia y el desempeño efectivo es compleja y, en algunas ocasiones, paradójica. Como argumenta Diamond (1996: 90): “Si la democracia no funciona, la gente puede preferir no ser gobernada por su propio consentimiento....En esto reside la paradoja: la democracia requiere consentimiento. El consentimiento requiere legitimidad. La legitimidad requiere desempeño efectivo”. (97)

96 El brasileño Joao Baena Soares, que, en mayo de 1992, ocupaba el cargo de secretario general de la OEA, ha declarado -véase el diario La República, de 26/9/2002- que, en aquellos momentos, el organismo que el presidía recurrió a los procedimientos y aplicó las medidas que los estatutos de la OEA tenían establecidos. 97 Lipset (1992: 130) define la legitimidad como “la capacidad de un sistema político para generar y mantener la convicción de que las instituciones políticas existentes son las más convenientes o apropiadas para la sociedad”, y la eficacia como “la actuación concreta de un sistema político; en que medida cumple las funciones básicas de gobierno, tal y como las definen las expectativas de la

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A partir del 5 de abril de 1992, Fujimori aceleró la ejecución, iniciada en agosto de 1990, de las medidas encaminadas a la profundización de las reformas económicas y al enfrentamiento a los grupos subversivos. En materia antisubversiva, la consonancia que ya se daba con los intereses de las FFAA se transformó, desde el golpe de Estado, en la existencia de una sintonía completa entre el Gobierno de Fujimori y los militares. Los resultados obtenidos contribuirían a legitimar estas decisiones a los ojos de la ciudadanía. En septiembre de 1992, un comando integrado por miembros de la DINCOTE y del GEIN, no adscritos directamente al organigrama del SIN, capturaron, con el apoyo de agentes de la CIA, al líder senderista Abimael Guzmán. Este éxito indiscutible y de gran transcendencia fue capitalizado, casi en exclusiva, por Fujimori con el consentimiento de unas FFAA interesadas en satisfacer la vanidad del Presidente, siempre y cuando éste mantuviera su compromiso con la estrategia antisubversiva que satisfacía a los militares. (98) Existe entre los analistas (Rospigliosi, 1995; Durand, 1996; Wiener, 1996; Tanaka, 1998 y 2002; Ary Dillon, 1999; Lynch, 1999; McClintock, 1999c; Cotler, 2000; Dargent, 2000) una práctica unanimidad respecto al convencimiento de que la mayoría de los ciudadanos peruanos justificaban y aprobaban el desempeño autoritario de Fujimori en función de la eficacia y la efectividad puestas de manifiesto frente a la hiperinflación y los grupos subversivos. No se trataría, sin embargo, de la concesión de un cheque en blanco que la población daba al Presidente, ni de la existencia de un patrón cultural generalizado de índole autoritaria; cuestión diferente es que, en esos momentos de aguda crisis, muchos ciudadanos creyeran necesaria la actuación de un gobernante decidido que se mostrase eficaz y eficiente donde los partidos políticos y sus dirigentes habían fracasado. Como señala Tanaka (1998: 216), la

mayoría de los miembros de una sociedad y las de los grupos más poderosos que hay dentro de ella, que podrían constituir una amenaza para el sistema”. Morlino (1985: 219) entiende por eficacia decisoria “la capacidad que tiene un régimen, o mejor, que tienen las estructuras del mismo para tomar y ejecutar las decisiones necesarias para superar los retos planteados al régimen o las otras medidas destinadas a alcanzar los diversos fines queridos por los gobernantes, el primero de los cuales es, de ordinario, el mantenimiento del propio régimen”. De forma algo diferente, Linz (1993: 46) se refiere a la eficacia como “la capacidad de un régimen para encontrar soluciones a problemas básicos con los que se enfrenta todo el sistema político (y los que cobran importancia en un momento histórico), que son percibidas más como satisfactorias que como insatisfactorias por los ciudadanos conscientes”. De acuerdo con Morlino (1985: 227), hay que diferenciar, aunque ambas cubran aspectos complementarios del rendimiento (perfomance) de un régimen político, la eficacia de la efectividad, definiéndose la segunda en función de los resultados producidos cuando se ejecutan las decisiones; así, un régimen es efectivo cuando, como consecuencia de la ejecución de sus decisiones, obtiene los resultados apetecidos. La eficacia, pues, atiende a las decisiones tomadas y no a sus resultados, aspecto, éste último, que se relaciona con la efectividad. 98 Para tener un mejor conocimiento de los detalles de la captura, el 12 de septiembre de 1992, de Guzmán, véase Caretas, nº 1228, de 17/9/1992. También resulta interesante el artículo de F. Relea, que, con el título de “La captura del siglo”, fue publicado en El País Semanal el 17/6/2001.

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causa de que Fujimori se convirtiera en un “outsider” exitoso, a diferencia de otros “outsiders” latinoamericanos contemporáneos que fracasaron, estriba en que supo capear el temporal y salir airoso de una coyuntura crítica. (99) Fujimori se convirtió para muchos peruanos en el paladín del orden, la eficacia y la honradez. Además, a la eficacia y eficiencia demostradas por el Presidente frente a la crisis económica y la violencia política, se añadía el hecho de que las expectativas de cambio y de prosperidad que albergaban, a comienzos de los 80, los sectores populares se habían rebajado drásticamente, disminuyendo, en igual grado, sus exigencias respecto al desempeño de los nuevos gobernantes; la evolución de los índices que medían la popularidad de Fujimori y la mayoritaria aprobación a su gestión así parecían demostrarlo. Según las encuestas realizadas en Lima por APOYO S.A. -véase Pásara (1993: 38), Cotler (1994: 295) y Lynch (1999: 247)-, entre los meses de julio de 1990 y abril de 1995, únicamente durante los ocho primeros meses de 1991 los índices de aprobación a la gestión presidencial bajaron del 40%; superada esa fase crítica, los índices siempre se mantuvieron por encima del 60%, con cotas superiores al 80% a raíz de los sucesos de abril de 1992. Sin embargo, no parece que se de en el tiempo una relación directa y unilineal entre la evolución de los resultados efectivos de la gestión económica del Gobierno de Fujimori y la seguida por los índices de aprobación a su desempeño. La explicación a esta cuestión se complica si tenemos en cuenta que la evolución positiva de las variables macroeconómicas no fue acompañada de una mejora en el nivel de vida de los sectores populares, ni de una disminución apreciable del elevado grado de desigualdad económica existente entre los distintos grupos sociales. En este sentido, varios analistas (Pásara, 1993; Stokes, 1997; Carrión, 1999; Ary Dillon, 1999; Crabtree, 2000; Iguíñiz, 2000) han puesto de manifiesto esta naturaleza intemporal de la popularidad de Fujimori, que se mantenía en altos niveles en unos tiempos en que se deterioraban las condiciones materiales de la mayoría de los peruanos y se implementaban unas políticas económicas de marcado sesgo antipopular. Contradiciendo notablemente las pautas habituales, en el caso de Fujimori, la relación establecida entre el desempeño económico efectivo y la aprobación a la gestión presidencial no parece ser de causa-.efecto, o, si lo es en alguna

99 En 1991, la inflación retrocedió en Perú, respecto al 7.649´6% registrado en 1990, hasta el 139´2%. Durante los años siguientes, la tendencia hacia la estabilización económica se confirmaría; en 1992, la inflación cayó al 65´7%, continuado su descenso en los años siguientes: 15´4% en 1994, y 6´5% en 1997. El PIB, que entre los años 1988 y 1990 había acumulado una caída del 27´5%, creció un 2´8% en el año 1991; aunque en el año 1992 cedió al -0´4%, al año siguiente ya crecía al 4´8%, para alcanzar, en 1994, un crecimiento récord del 12´8%. Del mismo modo, también se estabilizaría el tipo de cambio de la divisa peruana en los mercados internacionales. Si en 1990, el inti había experimentado una devaluación del 10.316´1% frente al dólar estadounidense, en 1991, el nuevo sol perdía un 93´4%; en 1993, la devaluación era del 32´5% , y, en 1994, la moneda peruana, incluso, se revaluaba un 1´4% frente al dólar.

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medida, sería indirecta y no directa. En cualquier caso, parece que la mayoría de la población sí aprobaba, al margen de la ausencia a corto plazo de beneficios sociales, la política económica de Fujimori, con la esperanza, que el Presidente avivaba constantemente, de que la mejora efectiva de los niveles de vida estaba próxima. No sería hasta finales de la década de los 90, cuando la opinión pública peruana comience a hacer patente su decepción ante las promesas incumplidas y a poner de manifiesto su desconfianza respecto a la capacidad del Gobierno de Fujimori para mejorar su situación. En resumen, Fujimori pretendió, con éxito inicial, fundamentar su legitimidad ante la opinión pública a partir de la eficacia mostrada frente a la subversión y la inflación; sin embargo, en lo económico, el desempeño efectivo estuvo por debajo de la eficacia. Los altos índices de aprobación de que gozó estaban más influidos por las expectativas generadas que por una realidad cotidiana en la que no se apreciaban mejoras significativas. En este sentido, F. Durand (1996: 116-117) hace referencia a la existencia de un tipo de “gobernabilidad carismática” que, en un contexto en el que prevalecen los objetivos de mantenimiento del orden sobre los principios democráticos, tiene las siguientes características: 1ª) una cuidadosa planificación de las decisiones; 2ª) una actuación sorpresiva y resuelta, luego de un cálculo frío de los posibles riesgos que se puedan derivar de la misma; 3ª) un estilo oratorio parco y directo; 4ª) la exigencia de lealtad absoluta a los subordinados y colaboradores y la desconfianza como hábitos de comportamiento; 5ª) el mantenimiento de alianzas y de ministros hasta su agotamiento político o ruptura de las reglas del juego establecidas; 6ª) la observación atenta de los vaivenes de la opinión pública; 7ª) la discreción y el secretismo seguidos en los procesos de elaboración y toma de decisiones; 8ª) el establecimiento de una nítida línea de división entre lo considerado como estrictamente político y lo técnico. (100) El estilo político impuesto por Fujimori implicaba también riesgos evidentes. Como argumentan Panfichi y Sanborn (1995: 67), en el caso de este tipo de liderazgos pueden fácilmente incrementarse las posibilidades de que, siguiendo una secuencia de carácter circular, el éxito del líder vaya acompañado de unas mayores exigencias autoritarias por parte de éste, pero también de un incremento de las expectativas populares respecto a su desempeño efectivo; de este modo, con el paso del tiempo, el “círculo virtuoso” se convierte en un “círculo vicioso” que termina devorando al propio líder. Lo que sucedió, como veremos, fue que los beneficios de la naturaleza intemporal de la popularidad

100 C. Conaghan (1997b: 191) hace referencia a que, antes que Fujimori, los dirigentes de los partidos políticos peruanos ya habían optado por el recurso a los contactos informales con los economistas “independientes” en detrimento de la institucionalización de un conocimiento económico especializado dentro de sus propios partidos; como consecuencia, disminuyó la capacidad de reacción y actuación de los partidos para generar y desarrollar propuestas capaces de hacer frente a la crisis económica.

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de Fujimori, finalmente, acabaron por diluirse ante la ausencia de una eficiencia económica que estuviera a la altura de las expectativas generadas por la población; como señala Maravall (1995: 19), una razón adicional de que la marcha de la economía afecte seriamente a las dictaduras se debe a que éstas, al reclamar una legitimidad basada más en el rendimiento que en la ideología, se vuelven más vulnerables a las crisis económicas.

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CAPÍTULO IV. LA CONSTITUCIÓN DE UN RÉGIMEN AUTORITARIO.

1. Caracterización del régimen de Alberto Fujimori.

El régimen político que se instauró en Perú, a partir del 5 de abril de 1992, nació de la ruptura del ordenamiento constitucional mediante procedimientos anticonstitucionales. El golpe de Estado liquidaba un régimen de democracia incierta, frágil e incipiente, pero, a fin de cuentas, democrático. Con estas cartas de presentación, el régimen resultante de una ruptura constitucional y de la clausura de las instituciones propias de la democracia representativa no podía ser otra cosa que un régimen no democrático, un régimen autoritario, aunque no consideramos que pueda ser definido, en su conjunto, como un caso típico de régimen dictatorial. (101) Sin embargo, también hay que tener en consideración que, incluso antes de ceder en Bahamas a la presión internacional, Fujimori nunca pretendió privar a su régimen de algún tipo de legitimación democrática; en este contexto se enmarca tanto su mensaje de “renovación” democrática como su inicial compromiso a convocar un plebiscito para aprobar una reforma constitucional que, finalmente, por el curso de los acontecimientos, no tuvo lugar. Esto, unido al hecho de que a comienzos de los 90 el ideario democrático estuviera, a pesar de la existencia de rezagos autoritarios, bastante extendido en Perú, explica que en el período comprendido entre noviembre de 1992 y noviembre del 2000

101 En este trabajo no consideramos que la caracterización del régimen de Fujimori como una dictadura sea la más conveniente, ya que a la ambigüedad de este concepto se unen los riesgos que implicaría su uso para dar cuenta del caso peruano; no obstante, conocemos que en diversas ocasiones (McClintock, 1994; Vargas Llosa, 1996; Przeworski et al., 1998; Ary Dillon, 1999; Crabtree, 2000; Rospigliosi, 2000; García Montero y Freidenberg, 2001b; Dammert, 2001) se ha hecho alusión a la naturaleza “dictatorial” del gobierno de Fujimori. Aunque tomamos en su debida consideración estas apreciaciones, creemos, en la línea de lo expuesto por Neira (2001: 136), que llamar “dictador” a Fujimori es, a la vez, un acierto y un error; en realidad, podría serlo, pero no puede confundirse -pues no era así- su gobierno con una situación en la fuera habitual la presencia de tanques en las calles, se cerrarán los locales de los partidos políticos y tuvieran lugar asesinatos masivos. Por ello, también admitiríamos las consideraciones de S. López Jiménez (2001: 66), cuando caracteriza al gobierno de Fujimori como “una dictadura con matices”. Asimismo consideramos exageradas las afirmaciones hechas por Vargas Llosa -véase la sección Piedra de toque del diario El País del 8/12/2002- en alusión a unos “tiempos siniestros en que la dictadura asesinaba, torturaba, hacía desaparecer a opositores y robaba como no se había robado nunca en la historia del Perú”; en la misma línea, se encuentra su colaboración, también en la sección Piedra de toque, de El País del 19/1/2003. Otro acreditado intelectual peruano, Alfredo Barnechea, caracterizaba -véase El País del 10/6/2001- la fase terminal del régimen de Fujimori como “una mezcla de Noriega, Ceaucescu y algún régimen africano”. En cualquiera de los casos, como exponemos en este trabajo, el régimen de Fujimori no hizo del recurso al terror, a las torturas indiscriminadas, a los asesinatos masivos y a la persecución y encarcelamiento de los opositores una práctica habitual, sino más bien excepcional.

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el régimen de Fujimori formalmente mantuviera vigentes las instituciones más relevantes de la democracia representativa, pero desvirtuando el papel y las funciones que les caracterizan en un régimen genuinamente democrático.

1.1. La instauración de un régimen de facto.

El régimen político que Fujimori anunciaba a la Nación la noche del 5 de abril de 1992 respondía, por su origen y en su concepción y planteamiento, a las características que identifican a un gobierno de facto. El naciente régimen había dejado sin efecto la Constitución previamente vigente, clausurado el Parlamento y situado a todas las instituciones del Estado de Derecho bajo la tutela y control directos del Ejecutivo, proponiendo a cambio un tipo de gobierno decretista. Sin embargo, esta fase, más connotadamente dictatorial, tendría una corta duración, poniendo de manifiesto la naturaleza provisional que a menudo caracteriza a este tipo de gobiernos. En el mes de mayo, apenas transcurrido un mes desde el golpe de Estado, el proyecto inicial hacía aguas tras ceder el Gobierno de Fujimori, en la reunión de la OEA de Bahamas, a la convocatoria de elecciones a un Congreso Constituyente. Celebradas, en noviembre de ese año 1992, estas elecciones, sin que el Gobierno objetara a las candidaturas presentadas, y constituido el nuevo Parlamento, consideramos que se ponía final a la fase dictatorial propiamente dicha. Por ello, como ya hemos expuesto, la caracterización del fujimorismo, en su conjunto, como una forma de dictadura sólo podría mantenerse si aplicamos este término en su sentido más vago y extenso hasta equipararlo en la práctica, como hace Przeworski (1986: 2), con cualquier tipo de régimen autoritario. J. Hartlyn (1994: 24) -que cita como fuente a L. Diamond-, en una escala que va desde la consideración de los regímenes democrático liberales (nivel superior de las democracia existentes en América Latina) a los Estados de hegemonía cerrada (grado más elevado en la situaciones de ausencia de democracia), cita al régimen peruano surgido en abril de 1992 como el único ejemplo de régimen autoritario en América Latina; sólo los regímenes de Cuba y Haití, caracterizados como Estados hegemónicos cerrados, merecían en esta clasificación una consideración más negativa. Aunque civil, el régimen que se instaura en abril de 1992, tenía un soporte fundamental en las FFAA; por ello, no dudamos en caracterizarlo como una forma de gobierno cívico-militar. No se trataría, como analizaremos más adelante, de un régimen de fachada civil, sino más bien de un régimen cívico- militar próximo a la definición que establece Morlino (1991b: 147) respecto al tipo de regímenes que se fundamentan “en una alianza entre militares, más o menos profesionalizados, y civiles, ya sean burócratas, políticos profesionales, tecnócratas, representantes de la burguesía industrial y financiera”. En este

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punto, mantenemos un alto grado de acuerdo con los argumentos de S. Stokes (1996: 64-65), que se refiere a la existencia de un gobierno cívico- militar, que, presionado por la OEA y por varios gobiernos extranjeros, llevaría a cabo entre el mes de abril de 1992 y el de noviembre de 1993, cuando se aprueba la nueva Constitución, un proceso de “reconstitucionalización limitada”. (102)

1.2. La definición del régimen de Fujimori: una labor compleja.

Desde el año 1992, numerosos académicos y analistas peruanos y extranjeros han tratado de caracterizar al régimen de Fujimori; un empeño que no resulta sencillo. Las dificultades para proceder a una adecuada definición del fujimorismo responden, desde nuestro punto de vista, a cuatro causas. La primera vendría dada por el hecho de que algunos analistas, mayormente los extranjeros, se han aproximado al estudio del caso peruano partiendo de unas concepciones excesivamente generalistas, sin tener en debida consideración el contexto particular en que se desarrollan los acontecimientos. La segunda causa se relaciona con el estado de confusión que suscitó la existencia de un tipo de régimen político que celebraba periódicamente elecciones y no proscribía, ni perseguía abiertamente, a las organizaciones políticas opositoras, pero que desvirtuaba a las instituciones que son propias de un régimen democrático. En tercer lugar, la presencia de unos altos índices de aprobación popular a la gestión del Fujimori, refrendados en las elecciones de 1995, puede conducirnos a interpretaciones erróneas si se analizan fuera de contexto. La cuarta causa derivaría del hecho de que el régimen que se instauró en abril de 1992 no permaneció inmutable a lo largo de sus más de ocho años de vigencia, sino que experimentó cambios, incluidos los de índole institucional, bastante importantes. De estas dificultades para caracterizar al fujimorismo da cuenta E. Torres-Rivas (1996: 46), cuando, refiriéndose al gobierno de Fujimori, señala que “un autoritarismo con apoyo popular, efectivo en relación a los problemas populares, resulta una novedad en el interior de las rígidas clasificaciones de nuestra ciencia política”.

1.2.1. La versión oficialista. Pragmatismo y democracia.

Las consideraciones anteriores no afectaban en gran medida a la imagen que

102 En los foros internacionales, Fujimori empleaba con frecuencia un doble discurso. En los encuentros con los representantes de los gobiernos occidentales democráticos o de los organismos financieros internacionales, el presidente peruano se ajustaba al guión que se le imponía y le convenía. Por el contrario, cuando el auditorio se prestaba para la propaganda, Fujimori cambiaba el discurso; así, en octubre de 1993, con motivo de su alocución ante la Asamblea General de la ONU, justificaba el golpe de abril de 1992, argumentando que en Perú únicamente existía una “aparente democracia” que no solucionaba los problemas del país.

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Fujimori tenía de sí mismo y de su gobierno; en numerosas ocasiones, el presidente peruano se ha autodefinido como una persona “simplemente, pragmática”. (103) Durante el fujimorismo, el pragmatismo, junto con el economicismo y la tecnocracia, se elevaría a los altares de la doctrina oficialista; a que así fuera contribuían también la debilidad del sistema de partidos y de las organizaciones encargadas de representar a la sociedad civil. (104) En estas circunstancias, D. García Belaúnde (2000: 121) considera al régimen de Fujimori como una “democracia pragmática”; tan pragmática, añade, que no hacía previsiones sobre su propio futuro. No se trataba, sin embargo, de una manera de gobernar circunscrita únicamente a Perú; como señalan Malloy (1992) y Gamarra y Valverde (1998), desde la década de los 80, se asistió en la región andina a la emergencia de unos “regímenes híbridos” que combinaban elementos propios de las democracias, como las elecciones, con procedimientos tecnocráticos y autoritarios aplicados a la toma y ejecución de decisiones. A pesar de ello, consideramos al peruano como un “caso laboratorio” para el estudio de los procesos políticos y sociales operados en otros países de la región y que tienen bastantes analogías con lo acontecido en Perú durante la década de los 90. Durante esos años el discurso pragmático y tecnocrático acabaría por ser tan permeable en la vida política peruana que llegaría, en la práctica, a excluir a cualquier otro tipo de discurso político; Alberto Andrade, líder del movimiento Somos Perú, opositor al régimen de Fujimori y exitoso alcalde Lima en esos tiempos, también apelaba a la necesaria superioridad de los expertos y los técnicos sobre los políticos. Como hemos expuesto, el pragmatismo autoritario y tecnocrático de Fujimori no descuidaba en su parafernalia el recurso a los argumentos supuestamente democráticos, fundamentados en la existencia de un régimen de “democracia real” -basada en unos procedimientos de naturaleza participativa y plebiscitaria- en sustitución del régimen de “democracia formal” anterior. En todo caso, como argumenta Conaghan (1997a: 304-305), el interés de Fujimori en el debate sobre la definición de su régimen no respondía a la existencia de unas inquietudes académicas, sino que era asumido como una condición clave para hacer frente al posible aislamiento diplomático y a las amenazas de sanciones económicas por parte de la comunidad internacional como

103 En el Mensaje a la Nación del 28 de julio de 1993, Fujimori justificaba su forma de gobernar porque existía la necesidad de actuar de un modo pragmático. Aún cuando el ex presidente peruano siempre ha reivindicado la originalidad de su régimen, en varias ocasiones, ha mostrado su admiración por el régimen político y el modelo económico y social implantado en Singapur. 104 G. Jáuregui (2000: 167) define la tecnocracia en los términos siguientes: “Una teoría o un método de gobierno consistente en aplicar soluciones técnicas a los problemas políticos. En la tecnocracia los técnicos o expertos y sus conocimientos técnicos se convierten en el núcleo dominante de la organización del poder político tanto en el ámbito de la política económica como en la actividad del gobierno en general”.

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consecuencia del golpe. Este aspecto era muy importante en un contexto, el de los años 90 del pasado siglo XX, en el que, como señala V. Montecinos (1997: 14), la democracia era considerada, además de una fuente de estabilidad para el crecimiento económico y el desarrollo, como un requisito para atraer la inversión y el crédito. En varias entrevistas, Fujimori ha expuesto, a grandes rasgos, las directrices de un programa político, que resumimos en las siguientes proposiciones: 1ª) El establecimiento de un tipo de democracia que no necesitaba del concurso de los partidos políticos, considerados, incluso, indeseables. 2ª) Cambio 90 y Nueva Mayoría, los movimientos bajo cuyas siglas -C90-NM- concurría en los procesos electorales, no tenían una estructura partidaria, ni era su intención dotarles de ella. 3ª) La generalización de un modelo de gobierno tecnocrático, equiparando a sus ministros con los gerentes de una empresa. 4ª) El convencimiento de que su estilo de gobierno era original y no copiado de otro régimen o país. 5ª) La consideración de su estilo de liderazgo como “decidido”, aunque no autoritario; si tomaba una decisión, como la del 5 de abril de 1992, la ejecutaba sin importarle los comentarios que pudiera provocar. 6ª) El convencimiento de que uno de los méritos de su gobierno era haber establecido en Perú un régimen de “orden, paz y disciplina”, lo que no significaba que fuese autoritario. 7ª) La negación de que su gobierno practicara la persecución política, afirmando que respetaba y defendía la libertades de prensa y de expresión. 8ª) La incorporación a su discurso de ribetes anticolonialistas y antiespañoles, evocándole la palabra España ideas coloniales y de injusticia social. (105)

1.2.2. La democracia delegativa y otras propuestas afines.

En diversas ocasiones (Weffort, 1993; O´Donnell, 1995; McClintock, 1997; García Montero, 2001a; García Montero y Freidenberg, 2001b), se ha citado al régimen de Fujimori como uno de los casos más representativos del tipo de “democracia delegativa” definido por O´Donnell. Este politólogo argentino (1995: 223) argumenta que algunas democracias recién instaladas, entre las que incluye la peruana, son democracias en el sentido de que responden a la definición poliárquica de Dahl, pero “no son ni parecen dirigidas a ser democracias representativas, presentan un conjunto de características que me tientan a llamarlas democracias delegativas”. En la propuesta de O´Donnell (Idem: 228-229), este tipo de democracias

105 Para la elaboración de estas proposiciones hemos tomado como puntos de referencia el contenido de tres entrevistas publicadas en el diario El País. La primera, concedida a Juan Jesús Aznárez, apareció el 16/6/1995; la segunda, realizada por Manuel Neri e incluida en el suplemento El País World Media -aunque originalmente fue publicada en el diario Folha de Sao Paulo-, el 1/2/1996; y la tercera, concedida a Miguel Ángel Bastenier, el 14/4/1996.

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delegativas se caracterizan por la existencia de una creencia generalizada que lleva a quien gana la elección presidencial a considerar que tiene la misión, hasta el final de su mandato, de “cuidar del conjunto de la nación”; para tal fin, el presidente se coloca fuera del sistema partidario y busca sustentar su base de apoyo en un movimiento situado por encima de los partidos y de los grupos de interés organizados. Sin embargo, para que un régimen de este tipo perdure se necesita la complicidad, durante un período relativamente largo, de la mayor parte de la ciudadanía que, confiada en la superioridad moral e intelectual del presidente, estaría dispuesta a hacer una dejación parcial de derechos si de ello se deriva una mejora en sus niveles de vida y bienestar. En este sentido, Weffort (1993: 173-174) considera a las democracias delegativas como un tipo distinto de los regímenes populistas, definiéndolas como “una especie particular de democracia representativa, en la cual hay una preponderancia de comportamientos y relaciones delegativas en el interior de un patrón institucional definido por el sistema representativo”; añadiendo que a este tipo de democracia, de la que el Perú de Fujimori es un buen ejemplo, le identifican la preeminencia de formas de liderazgo personal, las elecciones plebiscitarias y el voto clientelístico, situados por encima de las relaciones de índole parlamentaria y partidaria. (106) En nuestra argumentación, en retrospectiva, consideramos que el régimen de Fujimori únicamente hasta finales del año 1995 respondía en alguna medida, ni clara ni enteramente, a esta definición de democracia delegativa. Por lo tanto, no consideramos que, incluso antes del año 1996, se diera en Perú una situación como la caracterizada por Weffort (1993: 174-175), según la cual, la mayoría de los electores no le reclaman al presidente “delegativo” definiciones programáticas, ni tan siquiera las vagas e indefinidas que caracterizan a los programas populistas. Desde nuestro punto de vista, ya a comienzos de 1996, tanto el régimen peruano como, sobre todo, la opinión pública del país se habrían alejado crecientemente de una consideración de este tipo. Como analizaremos en el Capítulo V, al poco tiempo de que Fujimori consiguiera un inapelable triunfo en las elecciones celebradas en 1995, cuando las condiciones parecían más propicias para la perdurabilidad de un tipo de democracia delegativa, desde los dos lados de la ecuación, el Presidente y la ciudadanía, se pondrían de manifiesto una serie de actitudes que laboraban en sentido opuesto a la consolidación de este tipo de democracia. Por una parte, el régimen comenzaba a desempeñarse de un modo más autoritario y, como consecuencia del crecimiento exponencial de la corrupción, menos interesado y capaz en dar solución a los problemas del país; y, por otra, la ciudadanía, que

106 Estos argumentos los encontramos igualmente desarrollados en: Weffort, Francisco (1992). New democracies, which democracies?. Working Papers of the Latin American Program 198. Washington: Woodrow Wilson International Center for Scholars.

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nunca había entregado un cheque en blanco al Presidente, comenzaría a dar muestras de desaprobación al autoritarismo de Fujimori, cuando, en contrapartida, no mejoraban sus condiciones socioeconómicas, pero sí se incrementaban los niveles de corrupción y arbitrariedad. Si bien consideramos, como hemos expuesto, que hasta finales del año 1995 el régimen político peruano presentaba algunas características de las democracias delegativas, no creemos -por las razones ya referidas en un capítulo anterior de este trabajo-, contrariamente a lo señalado por Mayorga (1995: 68-70), que Fujimori represente el “primer caso exitoso” en América Latina de la “antipolítica”. (107) La existencia de un régimen tecnocrático y autoritario, que hacía bandera del pragmatismo y del discurso antipartidario, no supone que los gobernantes no hicieran ni quisieran hacer política; además, los ex presidentes Belaúnde y García, antes que Fujimori, ya habían arrinconado al Parlamento y habían actuado de un modo personalista en detrimento de las funciones de sus propios partidos. Fujimori llevaría más lejos unas tendencias ya existentes.

1.2.3. Otras propuestas. Bonapartismo, cesarismo y autoritarismo plebiscitario.

Varios analistas (Perelli y Zovatto, 1995a; Rial, 1995; D. García Belaúnde, 1996; Cameron, 1997; Lanzaro, 2001) han hallado en el régimen de Fujimori la presencia de elementos de raigambre “bonapartista”, incluyendo al caso peruano en la categoría de los regímenes “postbonapartistas”, diferenciados de las dictaduras, civiles o militares, más recientes. No lejos de esta consideración, también se ha señalado (Cotler, 1994; Rial y Zovatto, 1998), al régimen fujimorista como un caso de presidencialismo autoritario y plebiscitario, o se ha creído ver en él (Mayorga, 1995; Bernales, 1995b) un tipo de legitimación “cesarista”. Más llanamente, Neira (2001: 158) señala que, con el paso del tiempo, el fujimorismo dejó de ser un “simple gobiernos de derechas” para transformarse, por su base plebiscitaria y asistencialista, en un “autoritarismo mañoso, sinuoso, desconcertante e inédito”. (108) En el afán por hallar analogías entre el gobierno de Fujimori y otros regímenes políticos, se han establecido algunas comparaciones que consideramos genéricas en exceso y escasamente fundamentadas. Desde esta perspectiva comparativa, se ha pretendido probar la existencia de relaciones entre el caso peruano y el régimen ruso de Boris Yeltsin (Cameron, 1994), el venezolano de Caldera (Romero, 1995), o las “democracias iliberales” de la Autoridad

107 En algunas publicaciones posteriores (Degregori, 2000; García Montero, 2001a) también se utiliza el término antipolítica -que no compartimos- para caracterizar al régimen fujimorista. 108 En el esfuerzo para caracterizar y definir al régimen de Fujimori existen propuestas como la de M. Dammert (2001: 13), que se refiere al mismo como un tipo de “régimen imagocrático” que expresa “un nuevo tipo de totalitarismo, inserto en los cauces de la globalización”.

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Palestina, Sierra Leona, Eslovaquia, Filipinas y Pakistán (Zakaria, 1998).

1.2.4. Las propuestas de índole cronológica.

En este apartado hacemos un repaso de otro tipo de propuestas que, partiendo de unos criterios de índole cronológica y evolutiva, presentan, junto con algunos inconvenientes, ventajas importantes. Por una parte, en lo positivo, dan cuenta de la evolución del régimen de Fujimori desde su origen hasta su colapso, permitiendo analizar más detalladamente el proceso seguido; pero, por otra, se echa en falta una mayor uniformidad respecto a los criterios establecidos para dividir el fujimorismo en fases diferenciadas, así como una adecuada caracterización de las mismas. En esta dirección, una de las clasificaciones más sencillas es la propuesta por Degregori (2000: 25), que divide el gobierno de Fujimori en tres períodos: a) un fujimorismo temprano o protofujimorismo, entre julio de 1990 y abril de 1992; b) un fujimorismo clásico o victorioso, entre abril de 1992 y agosto de 1996; c) un fujimorismo tardío, epigonal o en descomposición, que se inicia tras la promulgación, en agosto de 1996, de la ley de “Interpretación Auténtica”, y concluye, en noviembre del 2000, con el colapso del régimen. M. Tanaka (2001: 81) distingue, atendiendo a criterios de legitimidad, cinco etapas en el fujimorismo: 1ª) La etapa de “luna de miel”, que abarcaría la segunda mitad del año 1990. 2ª) La etapa de la crisis postajuste, que llegaría hasta el tercer trimestre de 1991. 3ª) La etapa de consolidación y hegemonía, que se prolongaría desde finales de 1991 hasta mediados de 1996, y que, a su vez, estaría dividida en dos fases: una primera, hasta mediados de 1993, de legitimidad fundamentalmente política, y otra segunda, de legitimidad mayormente económica. 4ª) La etapa de crisis, que iría de la segunda mitad de 1996 hasta los primeros meses de 1999. 5ª) La etapa de campaña electoral y derrumbe del régimen, que caracterizaría al tiempo comprendido entre comienzos de 1999 y noviembre del año 2000. Una de las aportaciones más interesantes de este tipo es la de S. López Jiménez (2001); sin embargo, su empeño por dotar a la propuesta de una mayor concreción semántica y un exhaustivo desarrollo cronológico tropieza con algunas dificultades. Así, el hecho de que considere al tiempo comprendido desde la asunción del cargo presidencial, en julio de 1990, hasta noviembre de 1991 como un período de democracia delegativa -según la definición de O´Donnell- no creemos que esté justificado; más cercano a la realidad, como proponemos, resultaría hablar, desde julio de 1990 hasta abril de 1992, de un proyecto fallido -en gran medida, por la desfavorable predisposición de Fujimori- de consolidación de unos procedimientos e instituciones propios de la democracia representativa, que cumplieron aceptablemente, aunque no sin

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problemas, con sus funciones de fiscalización y control de los actos del Ejecutivo. Hay que tener en cuenta además que la democracia delegativa casa mal con una etapa, los nueve primeros meses del año 1991, en la que los índices de aprobación a la gestión presidencial cayeron por debajo del 40%, los peores en los más diez años de gobierno de Fujimori si exceptuamos algunos breves episodios, a finales de los 90 y comienzos del año 2000, de la fase final del fujimorismo. Del mismo modo, considerar, como hace S. López Jiménez, como una democradura a los meses que median entre noviembre de 1991 y abril de 1992 no da, desde nuestro punto de vista, cuenta satisfactoria de una realidad efectiva marcada por un estado de conflicto abierto entre los poderes Legislativo y Ejecutivo que pudo haberse resuelto por los cauces constitucionales sin quebrar, necesariamente, el orden constitucional. La referencia a sucesivas fases de dictablanda y de democradura de carácter plebiscitario plantea problemas similares a los ya expuestos; así por ejemplo, considerar como una democradura plebiscitaria al período que sigue a las elecciones de 1995 no está justificado si tenemos en cuenta que, exceptuando el referéndum constitucional de octubre de 1993, Fujimori no convocó consulta popular alguna que se ajuste a esta denominación, torpeando, como veremos más adelante, cualquier iniciativa en ese sentido.

1.2.5. Nuestra propuesta.

Desde nuestro punto de vista, Fujimori fracasó en su proyecto, finalmente frustrado, de consolidar un régimen construido sobre la nueva institucionalidad surgida a partir de la convocatoria, en noviembre de 1992, de elecciones a un denominado Congreso Constituyente Democrático y de la promulgación, un año después, de la Constitución de 1993. Consideramos que si bien en el período comprendido entre comienzos de 1994 y finales de 1995 existieron posibilidades reales de dotar a Perú de un régimen constitucional y democrático, éstas se desvanecieron, como expondremos más adelante, desde 1996, cuando el país se deslizó por una peligrosa pendiente que llevaba a la degeneración paulatina de un régimen autoritario que se tornó crecientemente corrupto, pseudopopular y mafioso. En esta dirección, nuestra propuesta enlaza con la preocupación que le provoca a McClintock (1999b: 66-67) el hecho de que ni los académicos ni los observadores electorales hayan establecido los límites precisos que permitan distinguir entre una “democracia con adjetivos” y un régimen autoritario; así, señala McClintock, lo que para Diamond es una forma de “pseudodemocracia“, para Linz sería un caso de “régimen autoritario“. Se refiere además esta politóloga (Idem: 68-69) a las dificultades que han tenido los académicos establecidos en Estados Unidos para clasificar, desde 1993, al gobierno de

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Fujimori; aunque, añade, desde 1995, “ningún analista continuó considerándolo autoritario”, optando por alguna variante del concepto de populismo, cuando los analistas residentes en Perú tendían a considerarlo como autoritario. Centrados en este punto del debate, hacemos nuestros los argumentos de McClintock (1999b: 92) acerca de que los analistas deberían reevaluar la tendencia dominante que juzga a un régimen que permite la participación electoral de la oposición como una “democracia con adjetivos” y considere revivir la etiqueta de autoritario para caracterizar a aquellos regímenes donde las elecciones no son libres o justas, o el terreno electoral no esté suficientemente nivelado. En este punto, coincidimos plenamente con McClintock al considerar que el calificativo más apropiado para definir al régimen de Fujimori, a partir del año 1995, es el de autoritario, desestimando las consideraciones que hacen referencia a una democracia delegativa, una pseudodemocracia o una democracia con cualquier otro tipo de adjetivo. (109) Después de esta exposición, no consideramos que el tema referido a la caracterización del régimen de Fujimori pueda darse por concluido sin antes entrar en la consideración de la controversia surgida en torno al supuesto carácter neopopulista del fujimorismo. No obstante, atendiendo a la profundidad e intensidad del debate suscitado en torno a esta cuestión y a razones de índole analítica, posponemos su consideración a un apartado específico del Capítulo V de este trabajo, en el que procederemos también a hacer una síntesis de lo ya expuesto y a realizar una propuesta de caracterización del fujimorismo como régimen y estilo políticos.

2. El proceso de desinstitucionalización y personalización del poder.

Una de las consecuencias más negativas que tuvo el golpe de Estado para la consolidación democrática deriva de la disolución e intervención de las instituciones que caracterizan a la democracia representativa; unas instituciones que, aún debilitadas y desprestigiadas, mantenían vigente la posibilidad de la pervivencia del régimen democrático y su posible consolidación. Esta desinstitucionalización estuvo acompañado de un proceso convergente de

109 Partimos de la definición que hace Linz (Pastor y Ninou, 1994: 121) de los regímenes autoritarios “como sistemas políticos con un pluralismo político limitado, no responsables; sin una ideología elaborada y directora (pero con mentalidades peculiares); carentes de una movilización política intensa o extensa (excepto en algunos puntos de su desarrollo), y en los que un líder (o, si acaso un grupo reducido) ejerce el poder dentro de los límites formalmente mal definidos, pero en realidad totalmente predecibles”. Desde una perspectiva próxima a la de McClintock, para Crabtree (2000: 65), el régimen de Fujimori enmascara un tipo de dictadura personal -respecto a esta cuestión, ya hemos expuesto nuestro punto de vista- de la que no dan debida cuenta las referencias al neopopulismo, movimientismo, democradura, bonapartismo, democracia delegativa o democracia plebiscitaria, que se han empleado para caracterizar a este régimen político.

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personalización del poder, exacerbando una tendencia ya existente en Perú. El proyecto que siguió a la convocatoria de elecciones a un Congreso Constituyente no sirvió, pese a la retórica oficial, para sentar las bases de una nueva institucionalidad democrática.

2.1. El papel de las FFAA como actor político a comienzos de los 90.

El proceso conducente al retorno ordenado de los militares a los cuarteles, iniciado en 1978, no conllevó, como ya hemos expuesto, que las FFAA dejaran de desempeñar un papel político y deliberante de gran calado a finales de los 70 y durante la década de los 80; los militares tutelaron los primeros pasos en el proceso de transición a la democracia y, más tarde, la incapacidad del poder civil para hacer frente a los grupos subversivos les permitiría conservar un papel político relevante, especialmente en las zonas declaradas en estado de emergencia. Por otra parte, desde mediados de los años 70, se observan una serie de cambios significativos en la orientación del pensamiento militar. Si en 1968 existía en el interior de las FFAA un importante consenso en torno al desarrollo de un proyecto modernizador, nacionalista, estatalista y promotor de los cambios sociales y económicos, a finales de los 80 era dominante la tendencia, ya apuntada en el relevo efectuado en el gobierno militar en 1975, hacia una orientación de índole transnacional y neoliberal. En este contexto, la destitución y el nombramiento de los altos cargos militares por los gobernantes civiles no significa necesariamente que exista un control efectivo del poder civil sobre el militar; en algunas ocasiones, estas decisiones son más efectistas que efectivas. La destitución, en julio de 1990, de los comandantes generales de la Marina y de la Fuerza Aérea hay que valorarla en su justa medida, por lo que nos parece exagerada la categórica afirmación de Huntington (1998: 218) acerca de que Fujimori “decapitó a la armada y la fuerza aérea”. A comienzos de los años 90, las FFAA peruanas eran un importante actor político; de este modo, a cualquier gobernante civil, máxime en una situación de crisis económica aguda y violencia política, le resultaba muy complicado prescindir del apoyo militar. La novedad en la década de los 90 derivaba de la mayor complejidad, con ribetes contradictorios, que habían adquirido las relaciones cívico-militares como consecuencia del acercamiento de Fujimori a las FFAA, convertidas ahora en su principal sostén. Llegados a este punto no existe, sin embargo, entre los analistas un acuerdo respecto al papel y al poder real que tenían los militares peruanos desde julio de 1990. En algunas ocasiones (R. Sánchez, 1998; H. Pease, 1999; Vargas Llosa, 2001) se ha visto en las FFAA peruanas, convertidas en pilar

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fundamental del régimen fujimorista y árbitro supremo de la vida política nacional, a la auténtica encarnación del poder durante la década de los 90. Esta percepción de que en el Perú de Fujimori el poder lo detentaban los militares también estaba extendida entre la población; según los datos de una encuesta hecha, en junio de 1997, por APOYO S.A., recogidos por Rospigliosi (2000: 166), el 53% de los encuestados creían que en el país mandaban los militares frente a un 38% que opinaban que mandaba Fujimori. Frente a estas propuestas que implican la existencia en Perú de un gobierno militar soterrado y de fachada civil, existen otras que reducen el grado de poder real detentado por los militares durante el fujimorismo. Para Mauceri (1999), al convertirse en socio de Fujimori en las labores de gobierno, las FFAA vieron alterada de forma dramática su posición y disminuidas sus prerrogativas institucionales; de este modo, la crucial participación de los militares en la ruptura constitucional de abril de 1992 habría contribuido, de un modo decisivo, a comprometer la autonomía de las FFAA, ligando su futuro al éxito o fracaso del régimen de Fujimori. Igualmente, en el planteamiento que Mauceri hace de la cuestión, la intervención militar durante el fujimorismo estuvo subordinada a las iniciativas del Presidente y de sus asesores civiles. La propuesta que se defiende en este trabajo coincide, en líneas generales, con la exposición hecha por Mauceri. Para nosotros, si bien Fujimori necesitó inicialmente el apoyo militar para encubrir una situación condicionada por sus carencias programáticas, la escasa consistencia de Cambio 90 y el insuficiente respaldo parlamentario, no pasaría demasiado tiempo para que consiguiera desequilibrar a su favor la balanza del poder. La cooptación, en un plano subordinado, de la facción dominante en el interior de las FFAA y el soporte que le daba el SIN permitiría a Fujimori, en un complejo y complicado juego de poderes e intereses personales, someter en alto a grado a las FFAA, hasta configurar un régimen de predominio civil, aunque crecientemente personalizado y corrupto. El Perú de Fujimori es un ejemplo de que una situación de dominio del poder civil sobre el militar no se traduce necesariamente en una mayor garantía para el mantenimiento de una institucionalidad de carácter democrático.

2.2. Las relaciones cívico-militares durante el fujimorismo.

Las cuestiones referidas a las relaciones establecidas entre el poder civil y las FFAA en Perú durante los años 90 han sido largamente debatidas; con frecuencia, en el centro del debate ha estado el papel que los militares desempeñaron durante este período y su grado de poder y autonomía respecto a los gobernantes civiles.

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2.2.1. Los procesos de faccionalización, cooptación y desprofesionalización de las FFAA.

Antes que Fujimori, el presidente García ya había conseguido tener un control relativo sobre los militares recurriendo a la cooptación, aunque sin menoscabar en lo fundamental la autonomía militar, de las argollas más poderosas al interior de las FFAA; yendo más lejos, Fujimori desde 1991, con la ayuda de Montesinos y del general Hermoza, logrará hacer efectiva la cooptación subordinada de la facción dominante. (110) Modificando las normas establecidas por García, Fujimori incrementaría su control, de carácter personalista, sobre los militares. Mediante la aprobación, en noviembre de 1991, de la Ley de Situación Militar, el Gobierno eliminó, al mismo tiempo, el procedimiento de promoción basado en los criterios de antigüedad y mérito y el informal de las argollas; al amparo de la nueva ley, el Ejecutivo podía nombrar como comandantes generales de las respectivas armas a cualquier alto mando prescindiendo de ambos procedimientos. Además, en adelante, los comandantes generales ya no estaban obligados a dejar sus cargos al llegar a la edad de retiro, establecida al cumplir los 35 años de servicio activo; de este modo, Fujimori se evitaba el engorroso trámite de tener que cooptar, prácticamente cada año, al jefe de una determinada argolla. El hombre que eligió el presidente Fujimori para cumplir con estos designios fue el general Hermoza Ríos -graduado, en su día, con honores en la Escuela Militar estadounidense de Fort Bennig-, convertido en el jefe de la facción dominante al interior de las FFAA. Para asegurar su posición de dominio, al poco de ser nombrado Comandante General del Ejército, Hermoza influyó decisivamente para que el Presidente resolviera pasar al retiro a varios militares, como el general Salinas Sedó, que podrían optar, con mérito suficiente, a ocupar el cargo que ostentaba el propio Hermoza. En diciembre de 1992, al amparo del Decreto Legislativo 752, Fujimori confirmó al general Hermoza, que había llegado a la edad de retiro, en los cargos de Comandante General de Ejército y Jefe del Comando Conjunto de las FFAA. En esta situación, pronto, el “militar” de Fujimori pondría en funcionamiento su propia red de cooptación dentro de las instituciones castrenses, conformando, como analizaremos, una parcela de poder propio y autónomo.

110 Desde los años 50, estaba muy extendido en las tres armas de las FFAA peruanas, principalmente en el Ejército, el sistema de las argollas. Cada argolla estaba integrada por un grupo de militares de rango distinto liderados por un alto jefe militar de prestigio, que frecuentemente había venido ejerciendo una importante función de liderazgo entre sus compañeros de armas desde los tiempos en que eran cadetes en las escuelas militares. Sin embargo, no consideramos que las argollas fueran facciones en sentido estricto, pues, en ningún caso, suponían un riesgo para unidad fundamental imperante en las FFAA ni implicaban la existencia de rivalidades personales descontroladas, aunque sí contribuían a la mayor la politización de los militares.

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La complejidad de la relación establecida, con el SIN como intermediario, entre Fujimori y las FFAA, actuando supuestamente como institución, se incrementaba si tenemos en cuenta que, a su vez, estaba mediatizada, hasta el año 1998, por el papel personal que representaba Hermoza. Según E. Obando (1999: 392-393), la relación establecida entre el gobierno de Fujimori y los militares se cimentaba sobre cuatro puntos básicos: 1º) La implementación por el Ejecutivo de una política antisubversiva que gozaba de la total aprobación de las instituciones castrenses. 2º) La permanencia en el alto mando militar de una cúpula que, inicialmente cooptada, puso de manifiesto, desde 1993, que disponía de cierto grado de autonomía respecto de los gobernantes civiles. 3º) El compromiso asumido por el gobierno de Fujimori de no investigar los casos de violación de los derechos humanos en los que hubieran incurrido los militares como consecuencia de la guerra antisubversiva. 4º) La política, también seguida por el Ejecutivo, para hacer la vista gorda ante los crecientes casos de corrupción que existían en el interior de las FFAA. En varias ocasiones (Rospigliosi, 1996; Mauceri, 1999; Stern, 1999b; Obando, 2000 y 2001), se ha señalado que la intervención militar en la actividad política y la sumisión de las FFAA al SIN y a Fujimori han contribuido a la creciente faccionalización, politización y desprofesionalización de las FFAA como una institución de carácter nacional. En opinión de Obando (2000: 360-361), Fujimori contribuyó no sólo a la mayor politización de las FFAA, sino que también utilizaría el conocimiento que tenía de los casos de corrupción en que estaban implicados numerosos altos mandos militares para chantajearlos. La corrupción y la politización del alto mando militar son, para Obando, las causas de la aparición, entre la oficialidad subalterna, de facciones opositoras a los militares cooptados por el poder civil; facciones que como “COMACA” - acrónimo de coroneles, mayores y capitanes- y “León Dormido”, se rebelarían tanto contra el poder civil como contra los jefes militares cooptados. En la exposición que F. Rospigliosi (2000: 87-88) hace de los acontecimientos, en 1992, los militares peruanos estaban segregados en torno a cuatro líneas de división: a) los golpistas institucionalistas; b) los golpistas politizados; c) los no golpistas institucionalistas; d) los no golpistas politizados. Sin embargo, según este analista, estas líneas de división no eran firmes y se entrecruzaban con frecuencia; así, por ejemplo, varios altos mandos, como los generales Robles, Arciniega y Valdivia, incluidos hasta abril de 1992 entre los golpistas institucionalistas, dejarían posteriormente de apoyar al Gobierno. En ese mismo año 1992, según Obando (1999: 389), los militares peruanos estarían divididos en tres facciones: a) los “leales” a Fujimori, que habían sido cooptados por el poder civil; b) los institucionalistas anti-Fujimori; c) los institucionalistas leales al Presidente que, como los citados Robles, Valdivia y Arciniega, romperían con el Gobierno poco después del golpe de Estado de

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abril de 1992. (111) El sistema de cooptación montado por Fujimori con el apoyo del SIN y la anuencia de Hermoza, además de potenciar el proceso de faccionalización de las FFAA, no disminuyó, al menos a corto plazo, la posibilidad de que se produjera un golpe militar. Así se puso de manifiesto, en noviembre de 1992, cuando fue abortado un intento de golpe contra Fujimori que encabezaba el general Salinas Sedó. (112) Los promotores del golpe tenían previsto nombrar a Máximo San Román, que había sido, hasta el 5 de abril de 1992, primer vicepresidente de la República, como Presidente; la deficiente preparación y coordinación de la conspiración -unido a los “soplos” que oportunamente recibió Montesinos por parte del general Saucedo- forzó a su cancelación anticipada ante su probable fracaso. A raíz de estos sucesos, fueron encarcelados varios jefes y oficiales de las FFAA, como el general Salinas; durante los meses siguientes, también fueron procesados otros prestigiosos militares, algunos ya retirados, como los generales Cisneros, Robles y Arciniega. (113)

2.2.2. La política de Fujimori en materia de salarios y adquisición de armamento.

El tipo de relaciones que vinculaban al gobierno de Fujimori con las FFAA, además de fomentar la faccionalización y la politización de los militares, también tenía limitaciones de índole económica y financiera. Como señala

111 Tanto en la exposición que hace Rospigliosi como en la de Obando no nos queda clara la consideración como “institucionalistas” de algunos altos mandos militares que inicialmente apoyaron un golpe de Estado, actuación que suponía una ruptura de los ordenamientos institucional y constitucional. 112 Vargas Llosa (1993: 432) se refiere al general Salinas en términos elogiosos, pues, a diferencia de la mayoría de los militares, tenía convicciones democráticas, era culto y se mostraba muy preocupado por la situación de tradicional incomunicación entre la sociedad civil y la esfera militar en Perú. 113 No obstante, Fujimori acostumbraba a dar un trato mayormente respetuoso a los militares, incluso a los que le eran opuestos; lo normal era que no se ensañara con los militares disidentes. En este sentido, ningún militar procesado y condenado por el intento de golpe de noviembre de 1992 llegó a cumplir más de tres años en prisión. Posteriormente, cuando, con ocasión de la celebración de las elecciones de 1995, algunos militares opuestos al régimen, como los generales Ledesma y Mauricio, fueron detenidos y acusados del delito de “ultraje a la Nación”, las penas efectivas de prisión que cumplieron -poco más de un mes- no guardaban correspondencia con la gravedad de los presuntos delitos que se les imputaba. A pesar de ello, estas penas, aunque cortas, cumplían sobradamente con el objetivo de amedrentar a los militares críticos y forzar su subordinación a la camarilla dirigente. En este contexto, el más rocambolesco de los episodios tuvo lugar entre finales de noviembre y comienzos de diciembre de 1996. En aquella ocasión, el general Robles fue detenido y encarcelado en la prisión militar del Real Felipe de Lima por orden directa y personal del Comandante General del Ejército, general Hermoza; así las cosas, Fujimori reaccionó, haciendo que la mayoritaria bancada oficialista de Cambio 90-Nueva Mayoría convalidara en el Parlamento un proyecto de ley que, con carácter de urgencia, amnistiaba al general Robles.

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McClintock (1998: 134), aunque Fujimori simpatizaba en alto grado con los militares, su capacidad para responder a todos sus deseos y peticiones era limitada; los compromisos que había adquirido el Gobierno de Perú con los organismos financieros internacionales para controlar el déficit presupuestario restringían, entre otras partidas, el presupuesto militar, especialmente en el apartado relacionado con el pago de los salarios. Así, en 1991, el salario mensual de un general de división del Ejército peruano, que era de unos 350 dólares, estaba muy lejos de los 1.272 dólares mensuales que, como media, percibían sus colegas latinoamericanos. Esta precaria situación económica de los militares no mejoraría con el paso de los años, contribuyendo, de este modo, a su mayor desprofesionalización. Así, en 1997, la remuneración líquida de un teniente general de la Policía Nacional del Perú era de 1.540 soles mensuales -unos 570 dólares al cambio de ese año- y la de un capitán de 829 soles -307 dólares-. Posteriormente se conocería que, con cargo al presupuesto del SIN, los altos mandos militares afines al régimen fujimorista percibían unas cantidades “tarifadas” que oscilaban entre los 3.000 dólares mensuales que percibían algunos generales de brigada y los 15.000 dólares que cada mes se entregaba a los comandantes generales de las tres ar- mas, pasando por los 6.000 dólares que recibían los generales de división. (114) Con la excepción de los altos mandos más implicados con el régimen fujimorista, la tónica general durante la década de los 90 estuvo marcada por los bajos sueldos que percibían la mayor parte de los militares y policías peruanos; siendo ésta una de las causas del incremento de la corrupción en el seno de las FFAA. Sin embargo, el gobierno de Fujimori sí haría lo posible para mantener satisfechos a los uniformados en otros ámbitos igualmente sensibles; así, de manera implícita a partir de julio de 1990, pero inequívocamente desde abril de 1992, el Gobierno adoptaría las medidas antisubversivas que las FFAA patrocinaban. También, en la medida que los presupuestos del Estado lo permitían, se dotaría a las FFAA de los “juguetes” que, en palabras de Huntington (1998: 227), hacen “felices” a los militares. En este sentido, una parte considerable de los millonarios ingresos que el Estado peruano obtuvo durante la década de los 90 procedentes de la privatización y

114 Para hacer frente al descontento militar en materia salarial, el Gobierno aprobó, en mayo de 1999, una serie de medidas con el fin de incrementar “en especie” las retribuciones de los militares; así, a un general o a un almirante se les concedía, mensualmente, un cupo de 400 galones -casi 1.600 litros- de gasolina. Como era poco probable que, como consecuencia de sus actividades profesionales o directamente relacionadas con su vida privada, consumieran tal cantidad de combustible, en la práctica los altos mandos militares, como el resto de los jefes y oficiales de menor rango, se convirtieron en una suerte de expendedores minoristas de carburantes, vendiendo los excedentes a particulares. De los fondos del SIN, sobre los que no existía control institucional, salían también las cantidades “extras” abonadas a los congresistas oficialistas y tránsfugas, jueces y fiscales corruptos, periodistas y propietarios de diarios y canales de televisión adictos al régimen, ministros, alcaldes y una larga lista de “servidores” públicos.

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venta de numerosas empresas públicas fue destinada a la adquisición de armamento. Muchas de esas partidas se gastaron en la compra de armas durante el breve conflicto bélico que, a comienzos de 1995, enfrentó a Perú con , y, posteriormente, en la adquisición, a la Federación Rusa y a Bielorrusia, de varias aeronaves militares Mig-29 y Sukhoi 25 y tanques T-72. Según el Informe de la Comisión de investigación del Congreso peruano - presidida por el congresista Morales Mansilla-, dado a conocer a finales de julio del 2001, durante la presidencia de Fujimori los gastos en la adquisición de equipos de combate militar -la mayoría aprobados mediante el recurso a decretos supremos de los que no se daba cuenta al Congreso- ascendieron a 1.922.591.000 dólares, de los que 1.025.910.000 -él 53´4% del total- procedían de los ingresos derivados de la privatización de empresas públicas. No obstante la cuantía de estos gastos, la política del gobierno de Fujimori en materia de adquisición de armas y dotación de equipos militares fue altamente selectiva y discriminatoria. Sin duda, la Marina se llevó, en este aspecto, la peor parte. En 1970, la Armada peruana contaba con 19 buques de primera línea, incluyendo dos cruceros y dos destructores. En 1983, la dotación naval había ascendido a 34 navíos, contando con dos cruceros, diez destructores y doce submarinos; pero en el 2002, únicamente se contabilizaba la existencia de 18 naves. De los casi 1.026 millones de dólares procedentes de las privatizaciones, la Marina sólo recibió 115 millones frente a los 802 millones que se destinaron a dotar a la Fuerza Aérea. Lo más preocupante era, sin embargo, que estos gastos no parecían estar respaldados por una política militar coherente, diseñada de acuerdo a las posibilidades económicas y los requerimientos estratégicos del país, ni se justificaban debidamente, más allá del conflicto mantenido con Ecuador, en la existencia de unas claras necesidades objetivas. Por el contrario, una parte importante del equipamiento militar que se adquirió, principalmente las aeronaves de procedencia rusa y bielorrusa, estaba obsoleto o se hallaba, en mayor medida, en deficiente estado de conservación y sin mantenimiento; a cambio, sirvieron de tapadera para el cobro de millonarias comisiones ilícitas de las que se beneficiaron, principalmente, Montesinos y su red mafiosa. (115)

115 Las compras de aviones a Rusia y Bielorrusia por parte del Gobierno peruano son posteriores al conflicto bélico con Ecuador de 1995, ya que la mayor parte de los aparatos aéreos se adquirieron, de segunda mano, a partir del año 1998. En marzo del 2001, cuando, ante los miembros de la Comisión Waisman del Congreso peruano, las FAP trataron de demostrar que los aviones Mig-29 eran operativos, uno de los aparatos seleccionados para la ocasión se precipitó violentamente contra el suelo. Por estas aeronaves defectuosas se desembolsaron además unas cantidades exorbitantes; así, para la adquisición a Bielorrusia de una treintena de Mig-29 y Sukhoi-25 usados, el Gobierno peruano pagó 762´4 millones de dólares, cuando el valor real de mercado de esos aparatos era de 488´6 millones. En octubre del 2002, el presidente Toledo firmó un acuerdo de cooperación tecnológica y militar con la Federación Rusa para poner en debido funcionamiento los aviones de combate de fabricación rusa

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Como analizaremos más detalladamente en un Capítulo posterior de este trabajo, el cobro de estas comisiones, se convirtió, junto con el dinero procedente del narcotráfico, el tráfico ilegal de armas, el vaciamiento de los fondos de pensiones y otras prácticas delictivas, en una de las fuentes de ingresos más importante de la trama corrupta y mafiosa que se tejió en torno a Montesinos y a sus socios civiles y militares.

2.3. El creciente protagonismo del SIN.

El SIN desempeñó un papel clave, sobre todo a partir de abril de 1992, en los procesos de desinstitucionalización y personalización del poder y de faccionalización y desprofesionalización de las FFAA. No obstante, la ascendencia del SIN dentro del organigrama gubernamental, de la mano del asesor presidencial y jefe de facto de los servicios de inteligencia, Vladimiro Montesinos, era anterior al golpe de Estado de 1992; desde el año 1990, Montesinos ya ejercía funciones de enlace entre un sector de las FFAA y el Presidente. Según Obando (2000: 363-364), desde su asunción del cargo presidencial, Fujimori ya habría tenido conocimiento, a través de Montesinos y del SIN, de los métodos de cooptación militar seguidos por el presidente García y de la estrategia antisubversiva diseñada en el Plan Verde. Con todo, será a partir del año 1992, cuando el SIN, que actuaba de forma autónoma tanto respecto del Consejo de Ministros y el Congreso como de las FFAA, se convierta en el organismo encargado de las labores de coordinación entre las distintas entidades y personas que integraban el engranaje del fujimorismo. Montesinos desde el SIN terminaría, como veremos más adelante, dirigiendo una red de poder y corrupción en la que estaban implicados el Presidente de la República, las FFAA, el Congreso, el Poder Judicial, los organismos e instituciones oficiales -la estrategia seguida por el SIN comenzó a cimentarse a partir del control ejercido sobre la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (SUNAT)- y los empresarios privados, principalmente los ligados a los medios de comunicación. Actuando al margen de las reglas constitucionales e institucionales, el poder informal del SIN no cesaría en su crecimiento hasta convertirse en el intermediario, aceptado por todos, entre los grupos y personas que integraban la coalición dominante. Haciendo uso de métodos y prácticas genuinamente mafiosos, que incluían el soborno, la amenaza, el chantaje, la extorsión, la injuria, el espionaje, la agresión física y, excepcionalmente, el asesinato, desde el SIN se controlaba, sobre todo en la segunda mitad de los años 90, el aparato del Estado y muchas de las organizaciones que representaban a la sociedad civil. Como señala con que cuenta la Fuerza Aérea de Perú, que incluye, además de los aviones tipo Mig y Sukhoi, algunos helicópteros tipo TI y varios aviones Antonov.

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Obando (1993: 84), aunque al principio las actuaciones del SIN resultaron beneficiosas en términos de la lucha antisubversiva, pronto sus “antenas” pasaron a apuntar contra los militares y la sociedad civil. Situado, de manera tan informal como efectiva, a la cabeza de este dispositivo, Montesinos sería el encargado de manejar directamente las partidas dinerarias incluidas en el denominado Régimen de Ejecución Especial que suponían, entre los años 1990 y 2000, las tres cuartas partes del presupuesto general del SIN. Finalmente, se crearía un auténtico criptogobierno, cimentado en lazos de lealtad personal, que acabó devorando al propio Gobierno y al Estado; un poder “informal”, ilegítimo y mafioso, controlaba y sometía al poder “formal”. (116) Este esquema que suponía la existencia de dos gabinetes paralelos, que nunca se reunían conjuntamente, ya estaba incluido, según F. Rospigliosi (2000: 99), en el diseño inicial del Plan Verde -Rospigliosi prefiere hablar de Plan del Golpe-, habiendo sido adoptado con entusiasmo tanto por Fujimori como por Montesinos, dada su querencia hacia los asuntos secretos y clandestinos. A partir del año 1993, según Santiago Fujimori -véase Caretas, nº 1653, de 18/1/2001-, era frecuente que su hermano, el Presidente, despachara en la sede del SIN. Este poder oscuro y secreto, encarnado en el SIN y en su jefe de facto,

116 En varias ocasiones (Abad y Garcés, 1993; Bowen, 2000; Rospigliosi, 2000; Abad, 2001), se ha hecho referencia a la existencia, desde los primeros momentos del fujimorismo, de un Ejecutivo bicéfalo. En el argot logístico del SIN, Fujimori era el agente 000 y Montesinos el agente 001. Sometido a la influencia, tan temprana como intensa, de Montesinos -una especie de “Rasputín” de nuestros días-, Fujimori fue alejando paulatinamente de su entorno a sus primeros y más íntimos colaboradores, allanando, de este modo, el camino a los planes de su “asesor”. El jefe de facto del SIN se las apañó muy bien para que, una tras otra, fueran cayendo en desgracia diversas personas cercanas al Presidente; sucesivamente, serían víctimas de las malas artes de Montesinos, entre otros, Francisco Loayza -temprano y efímero asesor de Fujimori-, Santiago Fujimori -hermano del Presidente e influyente consejero-, -primera dama, como consorte presidencial, del Estado-, -considerado, a mediados de los 90, como el “delfín” de Fujimori-, Hermoza Ríos - el “general victorioso” y jefe de las FFAA- y Absalón Vásquez -organizador del movimiento Vamos Vecino-. En este sentido, el mismo Santiago Fujimori -véase Caretas, nº 1653, de 18/1/2001- reconoce que, en 1994, Montesinos maniobró decisivamente para que su hermano dejara de confiar en él. En agosto de 1990, se inició el contencioso, uno de los más largos y sorprendentes de los años 90 en Perú, que enfrentó a Montesinos con el director del semanario Caretas. Recién comenzada la presidencia de Fujimori, en un artículo -véase Caretas, nº 1122, de 20/8/1990- el, entonces, prácticamente desconocido ex capitán del Ejército peruano era comparado con Rasputín. Casi un año después, en junio de 1991, Montesinos, ya poderoso jefe de facto del SIN, se querelló contra E. Zileri, director de Caretas, acusándole de difamación. Montesinos ganó el pleito en todas las instancias judiciales; en este sentido, la Corte Suprema argumentaba que el uso del término “Rasputín” para referirse a Montesinos era claramente difamatorio, pues el querellante había fehacientemente acreditado que ejercía la profesión de abogado y no detentaba, como afirmaba Zileri, cargo público alguno. Sin embargo, en abril de 1999 -con motivo de la primera entrevista formalizada que el asesor presidencial concedía a un medio de comunicación-, a Montesinos se le “escapó” declarar que llevaba nueve años, viviendo las 24 horas del día en las instalaciones del SIN, como lo sabía el Presidente, “dedicado exclusivamente a cumplir las obligaciones propias de la función”; sin pretenderlo, daba la razón a Zileri, que, al poco, inició un pleito contra Montesinos.

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Montesinos, se convirtió, en palabras de S. Abad (2001: 54), en el “aparato político del gobierno, personalizado en la figura de un asesor presidencial que era su verdadero conductor”. Al finalizar la década de los 90, el SIN llegaría a contar, de modo directo e indirecto, con unos diez mil agentes; lejos quedaban los tiempos, a finales de los 80, en que era poco más que una “comisaría de barrio”.

2.4. La consolidación del triunvirato integrado por Fujimori, Montesinos y Hermoza.

El proceso tendente a la desinstitucionalización y personalización del poder, iniciado en 1991, tomaría cuerpo, a partir de abril de 1992, en tres personajes: Fujimori, como cabeza visible y máximo representante institucional del Estado; el general Hermoza, como factótum en el seno de las FFAA; y, Montesinos, que, desde el SIN, detentará en la sombra la mayor cuota de poder, aunque delegado, efectivo. El triunvirato de esta forma constituido retuvo, en un ejemplo sobresaliente de reparto de funciones y papeles, el poder, prácticamente a título personal, durante siete años. En palabras de S. Bowen (2000: 55), durante los años 90, funcionaría en Perú “una de las más siniestras, duraderas y efectivas máquinas de poder emergidas en América Latina en los años recientes”, integrada por el Presidente de la República y por dos “agentes de poder” no elegidos. Tal como señala Planas (1997: 194), si durante los mandatos presidenciales de Belaúnde y de García se había conducido al país a una situación de peligrosa identificación entre el Estado y el partido del Presidente gobernante, con Fujimori se llegaría más lejos, al hacer el Presidente, en connivencia con el SIN y la cúpula de las FFAA, del Estado su propio partido político. En retrospectiva, sorprende que tan egocéntricos y megalómanos personajes, maestros en el arte de la persuasión y del engaño, consiguieran mantenerse aparentemente unidos durante un largo período, teniendo en cuenta que sus relaciones personales, aunque mutuamente ventajosas, eran difíciles y complejas. Este trío, más celoso que amistoso, duraría hasta agosto de 1998, cuando el general Hermoza, el socio menos poderoso, fue repudiado por sus compañeros. Como veremos en el Capítulo siguiente de este trabajo, este jefe militar, que detentaba una parcela de poder propia y autónoma, acabó perdiendo la partida en este complejo juego de amistades, intereses y traiciones, después de haber rehusado la propuesta de Fujimori para proceder a su relevo en los cargos de Comandante General del Ejército y Jefe del Comando Conjunto de las FFAA a cambio de asumir la cartera de Defensa. La defenestración de Hermoza, traumática para el afectado, anticiparía, en dos años, el destino de los dos socios, Fujimori y Montesinos, sobrevivientes.

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Desde nuestro punto de vista, durante siete años, la presencia del general Hermoza al frente de las FFAA había dado lugar a la creación de una falsa imagen de autonomía militar. En nuestra propuesta, como hemos visto, no serían las FFAA, como institución, las que detentarían un grado importante de autonomía práctica, sino que tal prerrogativa sólo estaría al alcance de Hermoza y de su camarilla militar. De acuerdo con Obando (1999), consideramos que los militares no gobernaron durante el fujimorismo, ni usurparon el poder del presidente civil, sino que fueron ellos los que estuvieron sujetos a un doble proceso de sumisión; por una parte, estaban sometidos directamente al general Hermoza, que actuaba como caudillo al interior de las FFAA, y, por otra, de un modo más indirecto pero no menos efectivo, a Fujimori y Montesinos. En un ejemplo de cuasi perfecta simbiosis, el Presidente se serviría del jefe de las FFAA para apuntalar su poder tras el golpe de abril de 1992, y, a su vez, Hermoza haría lo propio con Fujimori para acceder a la jefatura de las FFAA y mantenerse en su cargo más allá de lo legalmente establecido hasta la fecha. De este modo, la fortaleza personal de Hermoza, significaba, al mismo tiempo, la mayor debilidad de las FFAA como institución. En nuestra propuesta, Fujimori no estableció una relación institucional propiamente dicha conducente a la subordinación de las FFAA, como institución, al poder civil, sino una relación de índole personalista con un caudillo militar que lideraba, al interior de las FFAA, una facción crecientemente desprofesionalizada y corrupta. F. Rospigliosi (2000: 38) considera que en este triunvirato Montesinos era el socio más fuerte; pero, Fujimori era una pieza indispensable al representar la cara civil y “democrática” del régimen, e insustituible porque le aportaba legitimidad. Para Bowen (2000: 55), el jefe de facto del SIN era “el más inteligente y el más maligno”. En cualquier caso, no consideramos, como tampoco lo hace Rospigliosi (Idem: 43), que Fujimori fuera un títere de Montesinos, aunque éste le manipulara frecuentemente, sino que la relación que mediaba entre ambos era la que caracteriza a los socios y cómplices. Ambos personajes se necesitaban mutuamente; Fujimori aportaba legitimidad y Montesinos se encargaba del trabajo sucio. No obstante, quien detentaba el poder en la sombra osaría ir más lejos de lo inicialmente pactado; trabajando en beneficio propio, Montesinos tejería, como analizaremos en el Capítulo V de este trabajo, su particular red de poder y corrupción. (117)

117 A finales del año 2001, el ya citado agente del SIN, Rafael Merino Bartet, entregó a los miembros de la Comisión Townsend del Congreso peruano diez disquetes que contenían una amplia información referida al control ejercido por Montesinos sobre el Poder Judicial; ocasión que Merino aprovechó para declarar que, en su opinión, hasta el año 1992, el jefe de facto del SIN tenía una posición claramente subordinada al Presidente, pero que, desde el golpe de abril de 1992, ambos tomaban las decisiones finales. Para el declarante, desde 1998, Montesinos, independizado de la tutela de Fujimori,

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Existen, por otra parte, indicios que nos permiten sugerir que, al menos desde 1997, Fujimori era consciente de que cargaba con el lastre de Montesinos; el problema era que, entonces, el poder real del informal asesor presidencial era tan grande que al Presidente le resultaba muy difícil y gravoso librarse de él. Montesinos, como ha declarado Santiago Fujimori -véase Caretas, nº 1653, de 18/1/2001-, le ofrecía al Presidente seguridad, información y algunos resultados; a cambio, le presionaba para que prolongara su permanencia en el poder, con el argumento de que si no lo hacía así sufriría las represalias de quienes le sucedieran en el gobierno. Desde el año 1996, el régimen de Fujimori consumiría una parte importante de sus recursos morales y legitimadores en el arduo empeño -inútil finalmente- de limpiar la imagen del jefe de facto del SIN, que ya era considerado por la mayoría de la opinión pública peruana como el inductor de algunos horrendos crímenes. Las élites peruanas eran claramente conscientes de este proceso de personalización del poder en torno al triunvirato formado por Fujimori, Hermoza y Montesinos. En las encuestas anuales que publica la revista Debate -que recoge las opiniones de conocidos e influyentes ciudadanos en los distintos ámbitos de la vida peruana-, invariablemente, desde 1990, Fujimori era considerado como la persona más poderosa del país; sin embargo, en 1990, un prácticamente desconocido Montesinos no aparecía incluido en el “top” de los 30 peruanos considerados más poderosos. En la encuesta del año 1991, Montesinos ya ocupaba el puesto 12º, ascendiendo, al año siguiente, al cuarto lugar, por detrás del Presidente, de Carlos Boloña, que era el presidente del Consejo de Ministros, y del líder senderista Abimael Guzmán -el general Hermoza ocupaba, en 1992, el quinto puesto-; a partir del año 1993, Montesinos se afianzaría en el segundo lugar del ranking del poder en Perú y Hermoza en el tercero. Caído Hermoza, Fujimori y su asesor conservarían los dos primeros lugares hasta el año 2000. Los ciudadanos de a pie tenían al respecto una opinión algo diferente a la manifestada por las élites peruanas, percibiendo a Montesinos, durante la segunda mitad de década de los 90, como el personaje más poderoso del país. Una encuesta del grupo APOYO S.A. -véase Rospigliosi (2000: 166)-, realizada a comienzos de junio de 1997 en Lima, indicaba que para el 46% de los encuestados Montesinos era el peruano más poderoso, mientras que un 37% creían que era el presidente Fujimori -un 8% opinaba que el general Hermoza-. (118)

tomaría decisiones de gobierno por cuenta propia. 118 En otra encuesta de APOYO S.A. -véase Rospigliosi (2000: 166)-, realizada, también en Lima, un mes después -julio de 1997-, el 53% de los encuestados respondía que en Perú mandaban los militares y sólo el 38% creían que el Presidente; opiniones que no se corresponden bien con la respuesta dada a la pregunta que antecede.

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2.5. El plan para capturar las instituciones del Estado y las organizaciones civiles.

Controladas las FFAA, clausurado el Congreso e intervenidas las principales instituciones del Estado desde abril de 1992, el gobierno de Fujimori puso en marcha un proceso de ficción democrática tras la elección de representantes, en noviembre de 1992, a un proclamado Congreso Constituyente Democrático, en el que la mayoría oficialista se plegaría servilmente a los deseos del Gobierno. En esta estrategia oprobiosa también se contemplaba la captura de las organizaciones que representaban a la sociedad civil. Teniendo como antecedente cercano al presidente García, Fujimori, al poco de acceder al cargo, ya había prestado atención a las organizaciones y organismos que podían resultar propicios para el desarrollo de una política asistencialista de corte electoral. En agosto de 1990, al mismo tiempo que se ponía en marcha un duro plan de ajuste económico, el Gobierno anunciaba la creación del Programa de Emergencia Social -PES-, destinado a atender las necesidades más apremiantes de los sectores sociales desfavorecidos, especialmente vulnerables a las medidas económicas aprobadas. En el momento de la creación del PES, varias organizaciones civiles, que tenían una larga experiencia en el desarrollo de programas de ayuda social, consiguieron hacer valer su acreditada eficacia a la hora de constituirse este organismo asistencial; no obstante, al poco tiempo, la situación se modificaría cuando el Gobierno implicó directamente a los militares en las labores de reparto de alimentos. Este proceso conducente a la politización de los programas de ayuda social supuso, finalmente, la marginación de las organizaciones civiles en el proceso de toma de decisiones; de este modo, el Fondo Nacional de Compensación y Desarrollo Social -FONCODES-, que sustituyó al PES en estas funciones asistenciales, sería, desde su creación, un organismo que, sometido al control directo del Gobierno, resultaría muy útil como instrumento de propaganda política. A FONCODES se sumaron otras iniciativas, como el Programa de Ayuda Alimentaria -PRONAA-, que nacían con la función de encauzar el apoyo popular hacia el Gobierno. Con el pretexto de que existían unas necesidades sociales -un hecho evidente- que demandaban medidas urgentes, el régimen de Fujimori desarrolló un vasto plan asistencial de alta rentabilidad electoral. Este sistema clientelar y altamente centralizado se completaría al destinarse a la ayuda social importantes cantidades de dinero derivadas de los presupuestos del Ministerio de la Presidencia y del Ministerio de Promoción de la Mujer y el Desarrollo Humano -PROMUDEH-. Desde el Ministerio de la Presidencia, creado en 1992, a través principalmente de los Consejos Transitorios de Administración Regional -CTARs-, se canalizaría una gran parte de las ayudas

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económicas y de las inversiones públicas en infraestructuras; de este modo, la presencia de maquinaria diversa, fácilmente visible por su pintura naranja -el color que identificaba al movimiento Cambio 90-, perteneciente al ubicuo Ministerio de la Presidencia, se haría habitual en casi todo el territorio peruano. (119) A partir de 1992, como analizaremos más ampliamente en el Capítulo V, el régimen fujimorista inició una estrategia, incluida dentro de un plan general de amplio alcance, para hacerse con el control de los medios de comunicación de masas. Paulatinamente, como señalan Macassi y Ampuero (2001: 23), fueron desplazados de los medios los analistas más críticos, excluyéndose de la agenda mediática algunos temas de gran importancia e interés para la vida democrática, sustituidos por programas que informaban sobre asuntos lúdicos, dramas y calamidades; en este contexto, aparecieron, en 1993, los primeros diarios “chicha”, conocidos, con eufemismo, como prensa de “menos de un sol”. Este denodado empeño por controlar y someter a las instituciones del Estado y a las organizaciones más importantes de la sociedad civil se enmascaraba bajo un discurso oficialista que reivindicaba el papel de la democracia “participativa”, al tiempo que proclamaba que Perú no sería ya más el país de las oportunidades perdidas, sino “un país viable, un país posible”.

3. Los partidos y movimientos políticos después del golpe de Estado de abril de 1992.

A raíz de lo acontecido el 5 de abril de 1992, los partidos políticos aunaron esfuerzos para enfrentarse al Presidente golpista y a sus socios; pero esta reacción de solidaridad partidaria llegaba demasiado tarde, en un momento en que su misma vigencia como organizaciones políticas estaba muy cuestionada y su capacidad de representación había caído en picado. Además, la unidad resultó tan endeble como efímera; con motivo de la convocatoria de elecciones para el Congreso Constituyente Democrático -CCD-, mientras la mayoría de los partidos decidieron no acudir a la cita electoral, otros, como el PPC, optaron por la participación, poniendo punto y final a la fugaz fase de coordinación interpartidaria para hacer frente al régimen surgido de un golpe de Estado. Como hemos señalado en el Capítulo II, el sistema de partidos surgido en Perú

119 En abril de 1992, mediante la promulgación de una Ley de Administración Regional Transitoria, se procedió a la disolución de las Asambleas y de los Consejos Regionales elegidos en los años 1989 y 1990, creándose en su sustitución los CTARs, dependientes de la Presidencia del Consejo de Ministros y del Ministerio de la Presidencia. Por vía legal se procedió también a la drástica reducción de las partidas presupuestarias dependientes de las autoridades municipales en beneficio del Ministerio de la Presidencia; con ello se pretendía limitar la capacidad de acción de los alcaldes que, como el de Lima, no pertenecían a Cambio 90 y que eran considerados potenciales opositores al Gobierno.

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durante la década de los 80 era muy precario, comprometiéndose aún más su futuro a partir de las elecciones de 1990 y en mayor medida después del golpe de abril de 1992. Desde comienzos de la década de los 90, los partidos políticos iban a la deriva, incapaces de hacer frente al acoso a que les sometía el régimen de Fujimori, a su escasa credibilidad ante el electorado y a la pérdida de capacidad de representación. De este modo, consideramos que, una vez que había quebrado el débil sistema partidario de los años 80, durante el fujimorismo no existió un sistema de partidos propiamente dicho; no obstante, en alguna ocasión (Tuesta, 1999a: 38), se ha señalado que, a partir de abril de 1992, se estableció en Perú un multipartidismo inestable, con el fujimorista Cambio 90-Nueva Mayoría como partido hegemónico. La pérdida de credibilidad de los partidos políticos peruanos iría en aumento según avanzaba la década de los 90. En septiembre de 1993, según los resultados del Tercer Barómetro Iberoamericano -véase Cotler (1994: 168- 169)-, únicamente el 13% de los peruanos estaba satisfecho con el funcionamiento de los partidos. (120) En noviembre de 1992, cuando tienen lugar las elecciones al CCD, ningún partido o movimiento, ni siquiera los surgidos a finales de la década de 80 con vocación de independencia política, se libraba de la desaprobación ciudadana. Los partidos con peores resultados en el veredicto popular eran los de la izquierda. Como señala A. Rojas (1994: 61-62), el Partido Comunista Peruano era desaprobado por el 76% de los encuestados y sólo gozaba de la aprobación -que no del voto- del 9%; las demás organizaciones izquierdistas, como UNIR o el PUM, también superaban el 70% de desaprobación. El resto de los partidos tampoco salían mucho mejor parados; Acción Popular era desaprobado por el 65% de los encuestados -aprobado por el 21%- y el APRA por el 75% -el 12% le aprobaban-. Entre las organizaciones políticas de más reciente creación, el Movimiento Libertad tenía un índice de desaprobación del 58% -un 24% de aprobación-, el Frente Moralizador Independiente -FIM- del 60% -un 25% de aprobación- y el Movimiento Obras del 57% -un 25% de aprobación-. El oficialista Cambio 90-Nueva Mayoría, con un 46% de aprobación ciudadana, era la organización política mejor valorada. El desprestigio de los partidos políticos estaba tan generalizado que ni siquiera los representantes de la soberanía popular -véase A. Martínez (1997)- los valoraban en su debida medida; así lo ponía de manifiesto el hecho de que poco más del 40% de los parlamentarios peruanos manifestarán estar “muy de acuerdo” con la afirmación de que “sin partidos políticos no hay democracia”.

120 Esta tendencia a la baja queda registrada también en otras fuentes. Según los resultados de las encuestas realizadas por la empresa APOYO S.A. -véase Pease (1999: 124)-, en 1990, el 21% de los peruanos manifestaba que confiaba en los partidos políticos; dos más tarde, en 1992, el porcentaje había caído al 13%, y en 1993, al 11%.

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De este modo, la amplia difusión de una cultura política antipartidaria no suponía en Perú una circunstancia meramente coyuntural y pasajera. A pesar de ello, no dejaría de crecer la oferta política; a mediados de los 90, casi una veintena de opciones diferenciadas se disputaban el voto de los electores peruanos. A grandes rasgos, podíamos, en las vísperas de las elecciones al CCD en noviembre de 1992, agrupar a las opciones políticas peruanas de la siguiente manera. En primer lugar, estarían los partidos y organizaciones políticas, como AP, APRA, PPC e IU, que habían dominado la escena electoral peruana durante la década de los 80; a ellos añadimos algunos partidos minoritarios de dilatada tradición, como el regionalista Frente Nacional de Trabajadores y Campesinos - Frenatraca-, o el izquierdista Partido Unificado Mariáteguista -PUM-. Un segundo grupo estaría conformado por una serie de organizaciones políticas “menores”, surgidas durante la década de los 80, que contaban entre sus fundadores con antiguos, y en ocasiones experimentados, dirigentes partidarios. En este apartado incluimos, como opciones más representativas, a Solidaridad y Democracia -SODE-, a la Coordinadora Democrática -CODE- y al Frente Moralizador Independiente -FIM-, organizaciones, todas ellas, de carácter centrista y con una inicial vocación reformadora. Un tercer grupo lo integrarían las organizaciones políticas “independientes” que nacieron, a finales de los 80, con la declarada intención de renovar el panorama político. La importante reacción ciudadana contra la Ley de Estatización de la Banca está en el origen de la fundación, en 1987, del Movimiento Libertad, que, surgido bajo las señas de identidad del reformismo liberal impregnado por Vargas Llosa, pronto pretendió canalizar algo más que el mero sentimiento antialanista; como ya hemos visto, este movimiento renovador acabaría, finalmente, confundido en el seno de una alianza conservadora en la que se integraron los partidos políticos tradicionales AP y PPC. En este grupo, también incluimos al Movimiento Independiente Obras, que serviría de plataforma electoral a Alejandro Belmont, exitoso caso de “outsider” político que antecede a Fujimori, para su elección, en 1989, como alcalde Lima. En un cuarto grupo, englobamos a los movimientos políticos “independientes” surgidos a comienzos de la década de los 90. El ejemplo más significativo es el fujimorista Cambio 90, integrado, desde las elecciones al CCD, en la alianza electoral Cambio 90-Nueva Mayoría -C90-NM-. Cambio 90, el movimiento que Fujimori se inventó como improvisada plataforma electoral era a comienzos de los 90, como hemos visto, la organización política peruana que contaba con el mayor índice de aprobación popular. (121) También, a comienzos

121 En alguna ocasión (Ramos Jiménez, 1995: 172-173 y 2001: 144; E. del Campo y Mª. L. Ramos, 1997: 34), Cambio 90, y por extensión C90-NM, ha sido calificado como partido político “electoral”.

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de los 90, , un ex dirigente del Movimiento Libertad, fundó el Movimiento Renovación. (122) Finalmente, para completar esta visión general del panorama político, que no electoral, peruano a comienzos de la década de los 90 habría que hacer referencia a algunas organizaciones políticas ultraizquierdistas, como Patria Roja, y a los movimientos subversivos SL y MRTA. En resumen, en la primera mitad de los 90 existía en Perú una amplia oferta política, pero el frágil sistema de partidos de los años 80 había quedado prácticamente reducido a la nada.

4. El Congreso Constituyente Democrático y la Constitución de 1993.

Tanto la convocatoria de elecciones a un Congreso Constituyente como la promulgación, en 1993, de una nueva Constitución forman parte de un proceso, en gran medida forzado por los acontecimientos, para dotar al régimen surgido del golpe de Estado de una fachada democrática y “respetable”.

4.1. La Convocatoria de elecciones al CCD.

Habiendo transcurrido poco más de un mes desde el golpe del 5 de abril de 1992, Fujimori se vio impelido bajo los efectos de la presión internacional a modificar el programa que, inicialmente, había presentado a los peruanos. En la cumbre de la OEA, celebrada en Bahamas, el presidente peruano anunciaba que se comprometía a la convocatoria, en el plazo más breve posible, de unas elecciones para un Congreso Constituyente; en adelante, ofrecería al mundo una apariencia democrática para hacerse respetable a los ojos de sus poderosos patrocinadores internacionales. Como los acontecimientos posteriores demostrarán de un modo continuado, Fujimori, poniendo en práctica su comprobado pragmatismo, optaba por la decisión más fácil y menos conflictiva; ante la comunidad internacional adquiría un compromiso meramente formal, a sabiendas de que el funcionamiento de las instituciones peruanas no se desviaría sustancialmente del proyecto original de claro corte autoritario. El Gobierno de Estados Unidos, a través de la OEA, cumplía con su

En nuestra opinión, como ampliaremos más adelante, Cambio 90, al igual que C90-NM, nunca fue un partido político; en realidad, en torno a Fujimori, se aglutinaron una serie de dirigentes locales y regionales que, aunque simpatizantes del Presidente, formalmente no estaban adheridos a C90-NM, organización a la que su fundador no pretendió, ni quiso, dotar de una estructura institucional y “partidaria”. 122 Rafael Rey, cuyo Movimiento Renovación se integró posteriormente en la alianza política Unidad Nacional, opinaba -véase A. Rojas (1994: 106-108)- que la democracia no necesitaba de la existencia de los partidos políticos, ni siquiera de programas, sino únicamente de personas medianamente inteligentes y honestas.

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interesado compromiso en pro de la democracia en América Latina, y Fujimori lavaba, momentáneamente, la imagen de su régimen. Las elecciones al CCD, previstas para octubre de 1992, se realizaron finalmente en noviembre de ese año. Esta situación inédita, no contemplada en la Constitución de 1979, provocó la postergación de las elecciones municipales que tenían celebrarse, de acuerdo al calendario establecido con anterioridad a los acontecimientos de abril, en ese mismo mes de noviembre de 1992. Tras varias discusiones que enfrentaron al Gobierno con la oposición antifujimorista, los comicios municipales fueron retrasados a los últimos días de enero de 1993. También el decreto ley que convocaba las elecciones al CCD experimentaría varias modificaciones; al final, se optaba por la existencia de un Congreso unicameral integrado por 80 diputados elegidos en un distrito único nacional, siendo opcional para el elector la utilización del doble voto preferencial. Para justificar este exiguo número de congresistas, el Gobierno aducía razones de eficacia y de ahorro económico; no obstante, creemos que las causas reales que explican que el Constituyente elegido en 1992 fuera incluso más reducido que de 1978, compuesto por 100 congresistas, responden a criterios prácticos relacionados con una mayor centralización del proceso electoral que facilitaba el control gubernamental tanto de las elecciones como sobre el Congreso resultante de ellas. (123) Antes de la celebración de las elecciones al CCD, en agosto de 1992, varias organizaciones políticas opositoras suscribieron un pronunciamiento en el que acusaban al Gobierno de Fujimori de fomentar una política opaca e intolerante. Se trataba, sin embargo, de una denuncia meramente formal y poco efectiva, ya que los firmantes no presentaban una alternativa nítida, ni hacían el más mínimo ejercicio de autocrítica; la posición de los partidos quedaría aún más debilitada cuando alguno de ellos, rompiendo la unidad estratégica favorable al boicot electoral, decidió presentarse a las elecciones. La ausencia de una voluntad decidida y de un compromiso claro para unificar propósitos y objetivos por parte de la oposición y la multiplicación de listas independientes contribuyeron a configurar un escenario electoral muy favorable al Gobierno. Frente al caos y descrédito partidarios, Fujimori albergaba fundadas esperanzas para, sin recurrir excesivamente a la represión, reinar en una sociedad temerosa de caer en el abismo y que deseaba con ansia la estabilidad política y económica. Con motivo de estas elecciones, Fujimori pretendió dar un finiquito formal a Cambio 90, creando a tal fin, de manera improvisada, otra organización política, Nueva Mayoría. Sin embargo, esta operación planteó, de inicio,

123 El decreto de convocatoria de elecciones establecía también que el CCD no tendría facultades para modificar los decretos del Gobierno dictados con posterioridad al golpe del 5 de abril de 1992.

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algunos problemas. Por una parte, la mayoría del electorado fiel al Presidente le asociaba todavía con Cambio 90; por otra, surgieron una serie de obstáculos legales y administrativos debido a que Nueva Mayoría no estaba inscrita, en el momento de la presentación de la candidatura oficialista, en el registro de organizaciones y partidos políticos del Jurado Nacional de Elecciones -JNE-. Para salvar esta situación, en otro alarde de pragmatismo, el fujimorismo creó una alianza nominal que se denominó Cambio 90-Nueva Mayoría -C90-NM-. No obstante, tras las nuevas siglas sí se escondían algunas diferencias que existían entre los seguidores de Fujimori; a grandes rasgos, Cambio 90 reunía a los socios iniciales agrupados en torno a la candidatura electoral de 1990, mientras que en Nueva Mayoría se cobijaban principalmente las personas que empezaron a colaborar con el Presidente a partir de julio de 1990. El considerado “delfín” político de Fujimori, Jaime Yoshiyama, encabezaba la candidatura oficialista de C90-NM. La campaña, como tal, estuvo marcada por la brevedad, la baja intensidad política y el escaso entusiasmo popular. El frustrado intento de golpe militar, patrocinado por el general Salinas Sedó, desarticulado a nueve días de las elecciones, no alteraría en mayor medida el desarrollo de la actividad de los candidatos en el tramo final de la campaña. A las elecciones, celebradas el 22 de noviembre de 1992, concurrieron una decena de listas. Entre los partidos políticos tradicionales, únicamente postularon candidatos el PPC, el regionalista Frenatraca y un sector de la izquierda aglutinado en torno al denominado Movimiento Democrático de Izquierda -MDI-, que presentaba como cabeza de lista a Henry Pease, ex dirigente y ex candidato presidencial de IU. Completaban el cartel electoral, las candidaturas presentadas por las organizaciones políticas SODE, CODE, FIM, Movimiento Renovación, Frente Popular Agrícola del Perú -FREPAP- (un movimiento de índole mesiánica), Movimiento Independiente Agrario -MIA- (que exhibía como reclamo electoral las posaderas de una vedette que encabeza su lista) y la oficialista C90-NM. No participaron en estas elecciones las organizaciones AP, APRA, PUM, IU y Movimiento Libertad. La decisión tomada por la mayoría de los partidos políticos tradicionales de no concurrir a las elecciones al CCD, aunque arriesgada, no era una opción irracional; en ella se mezclaban la existencia, en algunos casos, de auténticas convicciones democráticas contrarias a legitimar a un régimen surgido de un golpe de Estado con otros argumentos fundamentados en el justificado temor a sufrir un duro traspiés electoral. En cualquier caso, como señala B. Revesz (1996: 88-89), la abstención, principista o táctica, era un arma de doble filo, ya que los partidos ausentes no lograron con su actitud contrarrestar el desprestigio que sufrían, ni consiguieron organizar una sólida base electoral de cara a las elecciones de 1995. Finalmente, la alianza fujimorista C90-NM obtenía el 49´2% de los votos

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válidos, seguida, a larga distancia, por el conservador PPC, con el 9´7%; traducidos los votos en parlamentarios, C90-NM conseguía 44 de los 80 escaños en disputa, lo que le otorgaba la mayoría absoluta en el CCD. (124) La victoria electoral del oficialismo, aunque suficiente, estaba por debajo de las previsiones gubernamentales; no en vano, en octubre de 1992, Fujimori gozaba de un índice de popularidad cercano al 70%. De este modo, en un momento temprano, comenzó a evidenciarse una de las más importantes limitaciones del régimen fujimorista: el carácter personal del carisma del Presidente y su respaldo popular eran difíciles de endosar a otros candidatos y sólo parcialmente transferibles a las organizaciones políticas que patrocinaba; desde el comienzo, se adivinaba que la viabilidad futura del fujimorismo sin Fujimori sería difícil.

4.2. El funcionamiento del CCD. Los ciudadanos y el Parlamento.

Al finalizar el año 1992, celebradas las elecciones al CCD y constituido éste, se abría una etapa, que se prolongaría hasta las elecciones generales de abril de 1995, durante la cual el fujimorismo intentaría sentar las bases de un nuevo orden institucional. En diciembre de ese año, iniciaría su doble función, como Constituyente y legislador ordinario, el Congreso recién elegido. Posteriormente, al no procederse a su disolución tras la promulgación, en noviembre de 1993, de la Constitución, seguiría cumpliendo, hasta julio de 1995, las funciones de legislador ordinario. Desde los primeros momentos, el funcionamiento del CCD, a pesar de su pomposa denominación, fue abiertamente irregular. Los representantes del oficialismo, amparándose en la existencia de una mayoría absoluta, dócil y servil, manipulaban a su arbitrio los reglamentos y alteraban repetidamente los procedimientos legales. Con exagerada frecuencia, no se respetaban los horarios de las sesiones; asimismo, los órdenes del día sufrían importantes alteraciones para propiciar, en la mayoría de los casos, la introducción de algún punto novedoso. Con el paso del tiempo, se convirtió en una conducta habitual en el funcionamiento del Congreso que, iniciadas las sesiones parlamentarias, los proyectos de ley sometidos a debate fueran sorpresivamente cambiados por otros textos que no se parecían a los anteriores y que eran desconocidos para los parlamentarios de la oposición; igualmente, entraba dentro de la “normalidad” que las sesiones, cuando así convenía a la mayoría oficialista, se alargaran hasta horas intempestivas, procediéndose incluso a la votación de

124 El resto de los escaños se distribuían del siguiente modo: PPC, 8; FIM, 7; Movimiento Renovación, 6; MDI, 4; CODE, 4; Frenatraca, 3; FREPAP, 2; SODE, 1; y, MIA, 1. En estas elecciones, la abstención ascendió al 29´7%, la más elevada de las registradas en unas elecciones generales desde 1978; a ello hay que sumar la existencia de un 19´7% de votos nulos y de un porcentaje de votos emitidos en blanco cercano al 4%. Fuente: ONPE. Elaboración propia.

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algunos proyectos de ley que no estaban incluidos en el orden del día. Mediante estos procedimientos, como veremos más adelante, se aprobaron leyes tan importantes como la que, en junio de 1995, amnistiaba a los militares y civiles implicados en casos de violación de los derechos humanos como consecuencia, directa o indirectamente, de la lucha antisubversiva. En consecuencia, el CCD, como el resto de los Parlamentos sometidos, hasta noviembre del 2000, al férreo control del régimen fujimorista, fue una institución títere al servicio del proyecto autoritario de Fujimori y de sus socios civiles y militares; de este modo, las funciones de fiscalización y de control propias del Parlamento, ya disminuidas durante los mandatos presidenciales de Belaúnde y de García, quedaron, en la práctica, reducidas a la nada. En una situación así caracterizada resultaban, sin embargo, paradójicas las opiniones que al respecto tenía la población peruana. Según los datos de las encuestas realizadas por APOYO S.A. -véase Pease (1999: 15)-, el índice de aprobación popular a la labor del Parlamento había pasado del 54%, en 1987, al 20% en 1989, cayendo hasta el 19% en las vísperas del golpe de Estado de abril de 1992. Lo que sorprende es que el CCD merecía, en el año 1993, la aprobación del 47% de los ciudadanos, porcentaje que ascendió al 50% en 1995. Si bien estos índices de aprobación descendieron al 44% y 34%, respectivamente, en los años 1996 y 1997, seguían manteniéndose en unos niveles superiores a los registrados a finales de los años 80 y comienzos de los 90. Esto es, cuando el Parlamento había claudicado en sus funciones de fiscalización y de control y cuando evidenciaba un mayor grado de docilidad respecto al Ejecutivo, la ciudadanía le concedía unos mayores índices de aprobación; poniendo de manifiesto que para muchos peruanos la eficacia del Parlamento se incrementa cuando en su seno no se producen grandes debates y no se obstaculiza la labor del Gobierno. En el fondo de la cuestión se halla el escaso calado que la institución parlamentaria tiene en Perú si se compara con la importancia que se concede al Presidente de la República. (125) De este modo, a partir de la observación de las relaciones establecidas entre la labor del Legislativo y la opinión pública, llegamos a las siguientes conclusiones: 1ª) Cuando el Congreso, a comienzos de 1992, antes de producirse el golpe de

125 Según los datos del Latinobarómetro de 1997 -véase Alcántara y Sánchez (2001c: 56)-, el 67% de los peruanos consideraban que el Presidente era indispensable para el país, mientras que sólo el 30% opinaba lo mismo respecto del Parlamento. Los datos analizados por Bernales et al. (2001b: 31), para el período comprendido entre los años 1993 y 2001, confirman las tendencias expuestas. Según esta fuente, los índices de aprobación ciudadana a la labor del Congreso crecieron entre los años 1992 y 1995 hasta alcanzar el 56%; a partir de 1996, los índices irían declinando, bajando del 30% desde el año 1997. Sin embargo, en el ocaso del fujimorismo -octubre del 2000- un 24% de los peruanos daban su aprobación a un Congreso convulso y corrupto.

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Estado, mejor cumplía con las funciones de fiscalización y control del Ejecutivo que le son propias, paradójicamente, los índices de aprobación popular a su labor eran muy bajos. Al contrario, los mayores niveles de aprobación a la labor de los parlamentarios se dieron entre los años 1993 y 1995, coincidiendo con una etapa en la que el CCD estaba completamente subordinado al Gobierno y la mayoría oficialista había hecho dejación de sus funciones básicas. 2ª) Desde el año 1996, los índices de aprobación al Congreso comenzaron a declinar justo a partir del momento en que se producía una ralentización en el crecimiento económico y la ciudadanía dejaba de confiar en la posibilidad de que mejorase su estado de pobreza y precariedad laboral. 3ª) En consecuencia, consideramos que la opinión que muchos peruanos tienen del Congreso poco tiene que ver con el desarrollo de las funciones propiamente parlamentarias y sí con otras que le son mayormente ajenas, como son la evolución de la situación económica y el desempeño manifestado por el Ejecutivo; en Perú, con demasiada frecuencia, se aprueba o desaprueba la labor del Congreso, como institución, en función de unos parámetros que le son extraños y que guardan poca relación con la actividad parlamentaria. Como ponen de manifiesto las encuestas realizadas desde la segunda mitad de la década de los 80, incluyendo, por lo tanto, también el mandato de García, el Parlamento gozó de unos niveles de aprobación ciudadana superiores al 50% mientras los presidentes mantuvieron unos índices de aprobación a su gestión situados por encima del 70%; en esta secuencia, cuando la popularidad presidencial comenzó a declinar también cayeron, sin que se dieran mayores deméritos que lo justificasen, los índices de aprobación a la labor del Congreso. Ello es así porque la percepción que muchos peruanos tienen del Legislativo habitualmente se encuentra condicionada por la valoración que conceden a la cabeza del Ejecutivo. 4ª) En lógica consecuencia con lo expuesto, consideramos que la opinión, pasajera e inconsistente, que los peruanos tienen del Congreso se relaciona más con los avatares del momento que con la existencia de unas convicciones democráticas sólidamente arraigadas.

4.3. La Constitución de 1993.

La Constitución, promulgada el 29 de diciembre de 1993, que iba a sustituir a la Carta de 1979 debería, si tenemos en cuenta la versión oficial, abrir un proceso de profundización democrática que superara al régimen de democracia formal existente hasta abril de 1992. Para Fujimori y sus asesores civiles se trataba además de una oportunidad para dotar a Perú de una ley suprema que, según Torres y Torres (2000: 22) -Presidente de la Comisión de Constitución

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del CCD-, reflejara los profundos cambios, sobre todo económicos, acaecidos en el país y en el mundo. Tan ambicioso proyecto ha merecido la valoración negativa de la mayor parte de los constitucionalistas que han analizado esta Constitución. Al margen de los desacuerdos de carácter ideológico se achacan a este texto constitucional numerosas deficiencias de índole técnica, hasta el punto de que algunos analistas (García Belaúnde, 1996: 29; Bernales, 1995b: 98) consideran que el fujimorismo no tenía la menor idea de lo que era una Constitución, resultado de lo cual es la elaboración de un texto confuso, dispar y desordenado. La Constitución de 1993 tampoco aportaba los nuevos aires que el régimen fujimorista pretendía infundir al Estado y a la sociedad de Perú, consolidando la vigencia de un régimen preponderantemente presidencialista con algunas concesiones al parlamentarismo. En varias ocasiones (Fernández Segado, 1994; Bernales, 1995b; D. García Belaúnde, 1996; Rubio, 1999), se ha señalado que la duodécima Constitución en la historia de Perú repite, incluso de modo mimético, una gran parte de los enunciados de la Constitución de 1979, que fue utilizada como planilla para la redacción de la nueva; en palabras de Fernández Segado (1994: 14), “en rigor no estamos ante una nueva Constitución, sino más bien ante una reforma de la precedente que persigue acomodarla a la peculiar filosofía socioeconómica y política de la mayoría dominante en el Congreso Constituyente Democrático”. (126) Como es lógico suponer, la versión oficialista difiere sustancialmente de los comentarios más críticos. Para el citado Torres y Torres (1995a, 1995b y 2000), la nueva Constitución, en contra de la opinión más difundida, no otorga más poderes al Presidente de la República, sino que incrementa las funciones del Parlamento, reforzándolas mediante el aporte de solidez y eficiencia que garantiza su naturaleza unicameral. Desde esta perspectiva, tampoco se trata de una Constitución que favorezca el centralismo, sino que, superando a la de 1979, fomenta la organización cooperativa del país, amplia los derechos ciudadanos y mejora el régimen económico del Estado. (127) Entre las innovaciones más interesantes, además de su brevedad, que introduce la Constitución de 1993, señalamos las siguientes: 1ª) Permite, poniendo fin a una larga tradición constitucional existente en Perú, la reelección presidencial inmediata. Esta innovación, en nuestra opinión, no

126 Atendiendo a sus fundamentos ideológicos, algunos analistas de procedencia izquierdista (Pease, 1995; Bernales, 1995b) consideran que la Constitución de 1993 es autocrática y antipopular. 127 La Constitución de 1993, que únicamente tiene 206 artículos frente a los 307 de la Constitución de 1979, consta de: a) un Preámbulo; b) 6 títulos; c) 26 capítulos; d) 16 disposiciones transitorias y finales; e) un anexo declarativo sobre la Antártida. En el pomposo Preámbulo se declara lo siguiente: “El Congreso Constituyente, invocando a Dios todopoderoso, obedeciendo el mandato del pueblo peruano y recordando el sacrificio de todas las generaciones que nos han precedido en nuestra patria, ha resuelto dar la siguiente Constitución”.

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supone, en principio, un aspecto que debamos valorar negativamente; en Perú ya era posible, aunque no de forma inmediata, la reelección de los ex presidentes, y este sistema funciona satisfactoriamente en algunos países. Para algunos defensores (Shugart, 2001; Shugart y Mainwaring, 2002) de la reelección presidencial inmediata, su negación vicia una de las ventajas fundamentales del régimen presidencialista: la mayor responsabilidad del Ejecutivo respecto de los votantes a través de su elección directa, lo que supone una mayor garantía, respecto al parlamentarismo, para los procedimientos de accountability electoral. 2ª) Potencia la capacidad legislativa del Ejecutivo para dictar, mediante decretos supremos, medidas extraordinarias. 3ª) Amplia las funciones del Consejo de Ministros. 4ª) Modifica el régimen económico del Estado contemplado en la Constitución de 1979, debilitando ostensiblemente las funciones estatales en la regulación de las relaciones económicas y sociales y amparando, en mayor medida, los procesos de liberalización económica y de privatización de las empresas públicas. 5ª) Minimiza y confunde el papel de los partidos políticos en la configuración y constitución del régimen político y en su rol democrático, no diferenciándolos de los movimientos y alianzas electorales. 6ª) Constitucionaliza la existencia de un Congreso unicameral de reducidas dimensiones -120 parlamentarios-, elegido en distrito electoral único, fomentando con ello el centralismo. 7ª) Fomenta, al menos nominalmente, la independencia y profesionalización del Poder Judicial. 8ª) Fortalece, también nominalmente, los procedimientos participativos y de democracia directa, vía referéndum. 9ª) Hace un reconocimiento expreso de Perú como un Estado de naturaleza pluriétnica y pluricultural que hay que conservar y proteger. 10ª) Constitucionaliza la figura del Defensor del Pueblo como institución del Estado encargada del desempeño de algunas funciones que, hasta 1989, ejercía el Ministerio Público a través de la Fiscalía de la Nación, y que, desde 1989, desempeñaba la Fiscalía Especial encargada de los asuntos de Defensoría del Pueblo y Derecho Humanos. (128)

128 No obstante, la puesta en marcha de la Defensoría del Pueblo resultaría muy azarosa y repleta de obstáculos, ya que el oficialismo no deseaba crear un “superpoder” que tuviera capacidad para hacer frente al régimen que le había dado vida constitucional; finalmente, en agosto de 1995, era aprobada la Ley 26520 de la Defensoría del Pueblo. Para disponer de un mayor conocimiento de esta institución véase: COMISIÓN ANDINA DE JURISTAS (1996). Defensoría del Pueblo. Análisis comparado. Lima: C.A.J. También. EGUIGUREN PRAELI, Francisco (1995): “El Defensor del Pueblo en el Perú”. En La Defensoría del Pueblo: retos y posibilidades. Lima: C.A.J. 47-60.

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En resumen, podemos concluir que la Constitución de 1993 contiene algunas innovaciones que sobre el papel podían aportar resultados positivos y otras que no tanto. Lo realmente negativo, como analizaremos en los capítulos siguientes, no está en la Constitución en sí misma, sino en la interpretación arbitraria que el fujimorismo hizo de ella, hasta adulterarla, como medio para llevar a cabo un proyecto autoritario y de perpetuación en el poder.

4.4. La campaña del referéndum constitucional. Resultado y consecuencias.

Aprobado el texto constitucional en el Pleno del CCD, el Gobierno fijó el último día de octubre de 1993 como fecha para la celebración del referéndum constitucional. En un momento en el que los índices de aprobación a la gestión de Fujimori rondaban el 70%, el oficialismo estaba convencido de que podría superar este trámite, al que había conferido un marcado cariz plebiscitario, con una holgada suficiencia; argumentos no faltaban, ya que, a dos semanas de la consulta popular, varias empresas encuestadoras concedían al SÍ una proyección de voto que superaba ampliamente el 60%. En este contexto, la campaña gubernamental, sustentada en un amplio despliegue mediático, se centró en asociar el SÍ con la aprobación general a la gestión de Fujimori y relacionar el NO con el apoyo a los grupos subversivos. A tal efecto, con la clara pretensión de volcar el voto popular hacía el SÍ, el Presidente presentaba, a bombo y platillo, en septiembre de 1993, unas imágenes en las que aparecía Abimael Guzmán reconociendo su derrota y solicitando al Gobierno el inicio de conversaciones de paz. Detrás de este operativo de naturaleza psicosocial -mecanismo de propaganda ampliamente utilizado por el régimen fujimorista- se escondían unos hechos oscuros que, en el futuro, darían lugar a múltiples especulaciones. (129)

129 Se ha hablado del estado depresivo de líder senderista que, agobiando por problemas de incontinencia sexual, habría pactado con el Gobierno que, a cambio de aparecer en los medios de comunicación, se le permitiera compartir espacios con su compañera sentimental, Elena Iparraguirre, presa también en la Base Naval del Callao. A través de las declaraciones de Rafael Merino Bartet, el ya mencionado ex agente del SIN, tenemos conocimiento -véase el artículo titulado “La captura del siglo”, publicado en el nº 1290, de 17/6/2001, de El País Semanal- de algunos detalles “curiosos” de las conversaciones mantenidas por Guzmán con Montesinos y el propio Merino. En estos encuentros, Merino asumiría el papel de “el doctor viejo”, Montesinos el de “el doctor joven” y el líder senderista el de “el doctor Guzmán”. En realidad, Montesinos ya se había entrevistado con Guzmán apenas transcurridas tres semanas desde su captura en septiembre de 1992. Los vídeos, cuya grabación ordenó el propio Montesinos, demuestran que ambos personajes mantuvieron en el penal de la isla de San Lorenzo -primera prisión de Guzmán- un primer encuentro marcado por la cordialidad; en adelante, entre ambos se desarrollaría una ambigua relación de naturaleza narcisista y mutua admiración. Estos encuentros se mantuvieron durante varios años; buena prueba de lo incierto que es el futuro es que, tras su captura en el año 2001, Montesinos acabaría recluido en el Penal de la Base del Callao, compartiendo espacios con los presos senderistas.

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Esta actuación mediática no surtió los resultados esperados por el Gobierno, sino que más bien, a corto plazo, le perjudicó; el hecho de que coincidiera en el tiempo con una violenta campaña de atentados, llevados a cabo por comandos senderistas que se negaron a seguir las consignas del otrora líder supremo e indiscutible de SL, provocó tanto desconcierto en los círculos oficialistas como en el propio Guzmán. Fujimori además se arriesgaba a perder el crédito que había ganado, un año antes, con la captura de Guzmán y que tan buenos resultados le había dado en la valoración ciudadana respecto a su gestión. Para los dirigentes senderistas en libertad, entre los que se encontraba Oscar Ramírez Durand, alias “Feliciano”, líder de la facción denominada Sendero Rojo, los “acuerdos de paz” establecidos entre Guzmán y el régimen fujimorista carecían de validez; llegando a declarar que las cartas y conversaciones formaban parte de una operación psicológica, que incluía la manipulación de los vídeos, puesta en marcha por los gobiernos de Perú y de Estados Unidos para actuar contra el PCP y su Guerra Popular. (130) No conocemos, con certeza, el impacto real que, ante la inminente celebración del referéndum constitucional, tuvo en la opinión pública el efecto combinado producido, de un lado, por el operativo montado en torno a los “acuerdos de paz” y, de otro, por los atentados terroristas, pero parece que no resultó favorable para el Gobierno. Celebrada la consulta popular, el 31 de octubre de 1993, el SÍ únicamente obtenía el 52´3% de la votación válida, aventajando en menos de 350.000 votos al NO. Si además tenemos en cuenta que la abstención fue del 29´6% y que los votos en blanco y nulos suponían el 9% de los votos emitidos, el resultado final representaba un fracaso para el régimen de Fujimori; finalmente, sólo el 33´5% del electorado peruano había respondido afirmativamente al referéndum plebiscitario convocado por el Gobierno. El alto porcentaje de votos negativos, el 47´7% de la votación válida, aparentemente reforzaba la posición de los partidos políticos que habían realizado una tímida campaña por el NO. No obstante, consideramos que los hechos apuntaban en otra dirección; desde nuestro punto de vista, el NO era

En junio de 1993, y más tarde en abril de 1994, el SIN intentó infructuosamente llegar a un acuerdo, similar al establecido con Guzmán, con los líderes del MRTA, también presos, Víctor Polar y Peter Cárdenas. 130 Todavía en el año 2002 -véase la edición del Diario Internacional, órgano de prensa de SL en el exterior, de 17/5/2002-, se mantenía que Abimael Guzmán había sido asesinado en 1992, y que, por lo tanto, según un plan elaborado por Montesinos y la CIA, quien aparecía en los vídeos no era el líder de SL sino “un doble”. En agosto del 2002, Guzmán presentó ante el Tribunal Constitucional de Perú un recurso de habeas corpus. Poco después la senderista Maritza Garrido -inquilina de la casa en la que fue capturado Guzmán en 1992- y Elena Iparraguirre consiguieron del TC, previa anulación de los juicios militares que las condenaba a cadena perpetua, la apertura de nuevos procesos judiciales por el fuero civil. Después de la anulación de los decretos antiterroristas dictados tras el golpe de abril de 1992 y de la Ley Antiterrorista 25659, se han reabierto los casos de todos los presos de SL y del MRTA para que sean juzgados por tribunales civiles; en el año 2005, se inició el juicio contra Abimael Guzmán.

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más un voto antigubernamental que un acto de afirmación y apoyo partidarios. Tempranamente se ponía de manifiesto que el proyecto autoritario auspiciado por Fujimori y sus asesores civiles y militares tenía sus límites y que una parte de la ciudadanía no estaba dispuesta a entregar un cheque en blanco al Gobierno. Superada la sorpresa inicial producida por el resultado del referéndum constitucional, se especuló con la posibilidad de que el Presidente convocara a la oposición para iniciar una serie de negociaciones formales. Finalmente, no sucedió así; en su lugar, Fujimori hizo un llamamiento general a la sociedad para abrir un diálogo nacional centrado en torno a los siguientes temas: la unidad frente a los grupos subversivos, la lucha contra la pobreza y la corrupción, las medidas para fomentar el crecimiento y el desarrollo económicos, la promoción de la inversión nacional y extranjera y la reforma del sistema educativo.

4.5. El CCD como legislador ordinario. El caso La Cantuta (y otros) y las Leyes de Amnistía.

En sus treinta y dos meses de funcionamiento, de diciembre de 1992 a julio de 1995, el CCD dio sobradas muestras de sumisión al Ejecutivo. En este contexto, la aprobación, en junio de 1993, de una ley que habilitaba al Gobierno para legislar mediante decreto en un amplísimo catálogo de materias superó con creces lo sucedido en ocasiones anteriores. Las actuaciones que denotaban el grado de aquiescencia y docilidad del CCD ante el Ejecutivo fueron numerosas, aprobando leyes ad hoc cuando era requerido para ello. Una de estas leyes, la Ley 26288, conocida como “Ley Colán”, fue aprobada, a comienzos de 1994, con el único objetivo de mantener, más allá del límite legalmente establecido, en su cargo al frente de la Fiscalía de la Nación a Blanca Nélida Colán, que pasaría a jugar en el Ministerio Público un papel parecido al que el general Hermoza desarrollaba en las FFAA. (131)

131 Las desavenencias conyugales, anteriores a su elección como Presidente, de Fujimori estuvieron en la base de otra de estas leyes ad doc. En las vísperas del 5 de abril de 1992, Susana Higuchi, esposa de Fujimori, presentó una denuncia contra algunos familiares de su marido, presuntamente implicados en un caso de corrupción. El conflicto marital cobraría después una dimensión política cuando Higuchi dio a conocer su intención de concurrir como candidata a las elecciones de 1995. En esta situación, el Ejecutivo consiguió que el CCD aprobara, en julio de 1994, una nueva Ley Electoral -conocida como “Ley Susana”- que vedaba explícitamente a los familiares del Presidente de la República la posibilidad de presentar candidaturas a la Presidencia y Vicepresidencia de la República y al Congreso. En aplicación de esta ley, el Jurado Nacional de Elecciones -JNE- vetó, en agosto de 1994, la candidatura de la todavía esposa de Fujimori al frente de un fantasmal Movimiento Armonía Siglo XXI. Esta misma Ley Electoral 26337 impedía a los candidatos presidenciales concurrir de manera simultánea al Congreso, cerrándoles la vía que precisamente utilizó Fujimori para lanzarse a la arena política en 1990. El CCD se encargaría también de “maquillar” a gusto de Ejecutivo algunas leyes, que en principio

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Entre tantas actuaciones innobles, sería en el tratamiento dado a los casos Barrios Altos y La Cantuta, y a sus secuelas, donde el CCD pondría de manifiesto un grado de servilismo tal que hacía imposible reconocer en el Legislativo evidencia alguna que denotara un funcionamiento compatible con cualquier ordenamiento democrático; de este modo, la mayoría oficialista se convertiría en socio institucional necesario para convalidar actos que violaban flagrantemente los derechos humanos. En julio de 1992, fueron secuestrados y asesinados un profesor y varios alumnos de la Universidad Nacional de Educación Enrique Guzmán y Valle, más conocida como “La Cantuta”. Se añadía este caso a la matanza perpetrada, en noviembre de 1991, en una casa de Lima, ubicada en el distrito de Barrios Altos, donde masacraron a quince civiles que celebraban una “pollada” (pequeña fiesta de carácter familiar). (132) A comienzos de abril de 1993, el congresista Henry Pease, representante de la alianza de izquierdas MDI, implicaba a los militares en los sucesos de La Cantuta; Pease había tenido conocimiento de los hechos a través de una filtración que tenía su origen en COMACA, una facción militar antihermozista. A los pocos días el general Hermoza acudía al Congreso, fuertemente escoltado, para negar cualquier tipo de vinculación militar en estos hechos. Por primera vez, salía a la luz la existencia de grupos organizados encargados de realizar el trabajo sucio del régimen fujimorista. Tras estos crímenes se escondía una entonces desconocida organización llamada Colina. Más tarde, se conocería que Colina dependía administrativamente de la Dirección de Inteligencia del Ejército -DINTE- y operativamente del SIN y del Servicio de Inteligencia del Ejército -SIE-. Constituido inicialmente, en 1989, como grupo “Escorpio” tenía como objetivo asesinar al líder senderista Abimael Guzmán; posteriormente, ya como , amplió su ámbito de actuación a los sectores de la población que presuntamente mantenían algún tipo de relación con SL. Al poco de la denuncia hecha por Pease, en mayo de 1993, el general Robles, desde su refugio en la embajada estadounidense en Lima, atribuía a agentes militares, pertenecientes a Colina, la autoría de los crímenes de La Cantuta, implicando en los hechos al general Hermoza y a Montesinos. (133) Pese a ello, deberían fomentar las labores de fiscalización y control, hasta hacerlas completamente inútiles. 132 Inicialmente, como también había sucedido en el caso del asesinato del dirigente sindical Pedro Huilca, se imputaron estas muertes a SL. No obstante, en diciembre de 1992, antes de que se destapara el caso La Cantuta, el ex vicepresidente de la República, Máximo San Román, responsabilizaba a los servicios de inteligencia peruanos de estos hechos. 133 En mayo del 2001, ante la Subcomisión Estrada del Congreso peruano, el general Robles señaló al general Hermoza como “autor intelectual”, en connivencia con Montesinos y Fujimori, de los crímenes de Barrios Altos y La Cantuta. Actualmente, tras la exhumación de los cadáveres y la existencia de numerosas pruebas acusatorias, está fuera de duda que Colina actuaba con cobertura oficial; no obstante, no existe pruebas fehacientes que vinculen directamente a Fujimori con Colina, a

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a finales de junio de 1993, la mayoría oficialista de C90-NM aprobaba en el Congreso un dictamen negando la existencia de cualquier tipo de responsabilidad de las FFAA en los hechos denunciados. Según la versión oficial, el profesor y los estudiantes desaparecidos -aún no se habían hallado sus cadáveres- podrían haberse “autosecuestrado”; argumento que se desvaneció enseguida al aparecer, a los pocos días, en una fosa común restos humanos -sus cuerpos habían sido descuartizados y enterrados en varios lugares- que pertenecían a los universitarios. Al abrirse un proceso judicial por el fuero común, paradójicamente, las FFAA, que seguían negando su implicación en estos asesinatos, entablaron una cuestión de competencia judicial para que pasara al fuero privativo militar; no obstante, el caso seguiría su curso en los tribunales civiles. Cuando el asunto amenazaba, tras las investigaciones ordenadas por los jueces y fiscales civiles que lo tramitaban, con involucrar directamente a la cúpula de las FFAA, la mayoría oficialista en el CCD, con “nocturnidad y alevosía”, aprobó la llamada “ley Cantuta”, que trasladaba en exclusividad las actuaciones al fuero militar, sin ni siquiera esperar a que la Sala de lo Penal de la Corte Suprema decidiera sobre el conflicto de competencias judiciales que se había entablado. Al poco, un tribunal militar juzgaba a varios oficiales y suboficiales del Ejército que habían sido imputados por el secuestro y asesinato del profesor y los alumnos de La Cantuta; en un proceso rápido, fueron declarados culpables y condenados a cumplir una pena de prisión de 20 años, que no llegaría a hacerse efectiva. El 14 de junio de 1995, a las 3 horas y 10 minutos de la madrugada, el CCD aprobaba la Ley 26479 de Amnistía, que entre otros efectos, suponía la inmediata puesta en libertad de los militares condenados por el caso La Cantuta. (134) Haciendo caso omiso a las protestas de la oposición parlamentaria y a la mayoritaria desaprobación ciudadana, acto seguido, el CCD aprobaba la complementaria Ley 26492, que obligaba a los jueces a aplicar en todos los casos la “Ley de Amnistía”; de este modo, se paralizaba también la celebración del juicio por el caso Barrios Altos que, en esos momentos, se estaba llevando a cabo en el fuero civil. Habrían de transcurrir varios años para que, colapsado el régimen fujimorista, pesar de que el ex presidente haya sido acusado constitucionalmente por estos hechos. 134 “Paradójicamente”, esta ley fue propuesta, con una manifiesta intención encubridora, por la bancada -grupo parlamentario- oficialista de C90-NM para amnistiar a los militares, entre los que se encontraba el general Salinas Sedó, implicados en el frustrado intento de golpe militar antifujimorista de noviembre de 1992 y al general Mauricio, que había sido acusado del delito de “ultraje a la Nación”. Sin embargo, bajo tan espurio pretexto, se concedía una completa amnistía a los militares, policías y civiles juzgados y condenados, desde el año 1980, por casos de violación de los derechos humanos directa o indirectamente derivados del combate a la subversión. Para disponer de una información detallada del proceso judicial seguido en el caso La Cantuta, véase: CUBAS VILLANUEVA, Víctor (1998). La Cantuta. Crónica de la investigación fiscal. Lima: Palestra Editores.

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fueran derogadas tan ignominiosas leyes y se pudieran ejecutar las condenas impuestas a los autores de estos crímenes. A finales de marzo del 2001, la Corte Interamericana de Derechos Humanos -CIDH- declaraba, y así se lo hacía saber al gobierno de transición que presidía Valentín Paniagua, la nulidad de las “leyes de amnistía” 26479 y 26492; a los pocos días, la Corte Suprema de Justicia de Perú disponía, en aplicación del fallo de la CIDH, privar de efectos jurídicos a las citadas leyes y reabrir el caso Barrios Altos. Poco después, en octubre del 2001, la Corte Suprema de Justicia Militar procedía a declarar la nulidad de la amnistía concedida en 1995 a los militares condenados por el caso La Cantuta, declarando la validez de las penas de prisión impuestas.

5. Los límites internos del régimen fujimorista.

Anteriormente, ya hemos señalado que el régimen de Fujimori no responde al conjunto de las características que se le supone a una democracia de tipo delegativo; ni siquiera en los momentos en que el Presidente gozaba de la aprobación de más del 70% de los peruanos, se puede considerar que éstos hubieran depositado una confianza incondicional en él. Por otra parte, ya desde los primeros momentos, a pesar de la eficacia demostrada frente a la subversión y la hiperinflación, el régimen autoritario, surgido en abril de 1992, evidenció los límites que afectaban tanto a su proyecto político como al programa económico que le acompañaba.

5.1. El fracaso en las elecciones municipales y el papel de la opinión pública.

Las elecciones al CCD y, en mayor medida, el resultado del referéndum constitucional podrían de manifiesto que el carisma y el apoyo popular que tenía Fujimori no tenía una correspondencia directa en las consultas electorales cuando el candidato no era directamente él mismo; en ambos casos, los porcentajes de votos favorables, primero a la lista de C90-NM al CCD, y luego al SÍ, se situaron bastante por debajo de los índices de aprobación a la gestión del Presidente en esos momentos. Por lo demás, no suponía una novedad en Perú que los líderes personalistas tuvieran grandes dificultades para endosar sus activos políticos a otras personas; de este modo, las elecciones municipales, celebradas en enero de 1993, confirmarían la validez de esta tradición. A finales de 1992, a la vista de las pobres expectativas de voto que las encuestas concedían al candidato oficialista -un hasta entonces popular alcalde del distrito limeño de Chorrillos- a la alcaldía de Lima, Fujimori decidió retirar su candidatura para evitar un más que probable traspiés electoral. En estas elecciones municipales, el oficialismo únicamente lograba el triunfo en una

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localidad importante, Tacna. En Lima fue reelegido en el cargo el independiente Alejandro Belmont, que se impuso a otro candidato independiente, Luis Cáceres, que había sido alcalde de Arequipa; entre Belmont y Cáceres sumaron casi las tres cuartas partes de los votos válidos emitidos en la capital del Estado. En el ámbito nacional, los partidos políticos tradicionales obtuvieron, en una situación que les era muy adversa, unos resultados honrosos, principalmente Acción Popular y el APRA, que conseguían, respectivamente, el 12´3% y el 11´7% de los votos válidos; si a estos resultados añadimos el 5´3% conseguido por los candidatos del PPC y el 4% de IU, llegamos a la conclusión que en los municipios de provincias los partidos políticos tenían un último baluarte. El fracaso del oficialismo en las elecciones municipales de 1993, unido a la emergencia política del reelegido alcalde de Lima, contribuiría a reforzar el carácter autoritario y centralista del régimen fujimorista. A pesar de que un precavido Belmont se había encargado de proclamar con reiteración que el movimiento Obras que lideraba era un proyecto independiente y apolítico centrado exclusivamente en Lima, Fujimori no estaba dispuesto a conceder la más pequeña ventaja a cualquiera que considerase como hipotético rival político; después la derrota electoral, el Gobierno reaccionó recortando a la mitad los ingresos autónomos del municipio capitalino. Privado de recursos económicos, Belmont se vio incapacitado para cumplir con sus promesas electorales de dotar a Lima de más y mejores infraestructuras; además, en unos pocos meses, las calles de la capital se cubrieron de basura y de suciedad y los empleados municipales, que tenían dificultades para cobrar sus bajos sueldos, convocaron sucesivas huelgas. En poco tiempo, el exitoso alcalde limeño, que debía parte de su popularidad a las obras ejecutadas durante su primer mandato, se convirtió en centro de la ira ciudadana, provocada, en parte, por las malas artes empleadas por el Gobierno contra él. El régimen de Fujimori ponía de manifiesto que no estaba dispuesto a compartir el poder con otros grupos políticos; pero, al mismo tiempo, demostraba que tenía más capacidad para echar abajo cualquier proyecto alternativo que para articular institucionalmente el suyo. La opinión pública jugaría un papel ambivalente durante el fujimorismo. Por una parte, contribuyó a dotar al régimen del grado de legitimidad que le conferían los altos índices de aprobación que mantuvo Fujimori hasta el año 1997; pero, por otra, también constituyó, en momentos puntuales, un freno al autoritarismo y a la arbitrariedad. Uno de estos momentos tuvo lugar, en junio de 1995, al aprobar el CCD las leyes de amnistía. Cuando el Presidente gozaba de unos índices de popularidad que, según varias encuestas, frisaban el 75%, más del 80% de los peruanos -el 87% en la encuesta de APOYO S.A.- manifestaron su desacuerdo con la Ley de Amnistía 26479; en el transcurso de

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una semana, tras aprobarse la controvertida ley, el índice de aprobación a la gestión de Fujimori cayó casi diez puntos. De este modo, la ciudadanía pondría de manifiesto que el apoyo concedido al Presidente estaba, por una parte, condicionado a la obtención de resultados, y, por otra, que no aceptaba determinados excesos, poniendo un tope al autoritarismo.

5.2. La endeblez del modelo económico implantado.

El importante crecimiento registrado por el PIB peruano, un 28% acumulado durante el trienio 1993-1995, era, en notable medida, engañoso; estos años de supuesta bonanza económica no sirvieron para rebajar los niveles de pobreza ni para aliviar la situación de precariedad laboral que afectaba a la mayor parte de la población activa. En este sentido, como señala Diamond (1996: 93), los cambios rápidos entre las políticas radicales populistas y redistributivas y las políticas de austeridad radicales y neoliberales están destinados a provocar miseria económica y amenazar la economía, como lo revelan los casos de Argentina, Brasil y Perú. Las élites peruanas estaban satisfechas con lo logrado por el Gobierno en materia de estabilización económica y lucha antisubversiva, pero también les preocupaba la ausencia de medidas eficaces que fomentaran la creación de empleo. Por su parte, la depauperada y disminuida clase media, que, desde los años 70, sufría un deterioro creciente en su nivel de vida, no veía que el programa económico neoliberal aliviara sus problemas. Únicamente, los sectores marginales de la población peruana, a quienes iban dirigidas con carácter preferente las actuaciones de corte asistencialista, apoyaban sin fisuras al régimen de Fujimori. (135) En este sentido, como señalan Sanborn y Panfichi (1997: 52), la estrategia desarrollada por Fujimori implicaba importantes riesgos para el régimen autoritario al poner en marcha un proceso circular en el que el mayor éxito del líder conllevaba unas mayores exigencias autoritarias, pero, al mismo tiempo, elevaba las expectativas de la población respecto al mismo. A mediados de los años 90, el estado económico de Perú presentaba claros y sombras; como señalaba un informe de la entidad bancaria Banesto (1995), invertir en Perú podía ser un buen negocio, siempre que se estuviera dispuesto a asumir unos riesgos considerables. En este informe se hacía referencia a la

135 Para M. Tanaka (2000a: 428), entre los años 1992 y 1995, el Estado peruano recuperó parcialmente su capacidad redistributiva a partir de la configuración de un nuevo tipo de relación, que define como “neoclientelismo”, entre las administraciones públicas y los sectores populares. El neoclientelismo se diferenciaría del clientelismo tradicional por desenvolverse en un contexto ciudadano más consciente y políticamente mejor formado; en consecuencia, una parte de la ciudadanía, dado su estado de necesidad, aceptaría los recursos asistenciales del Gobierno, estableciendo con él una relación signada más por el mero intercambio de utilidades que por la lealtad política.

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existencia de algunas variables netamente positivas, entre las que se incluían el potencial minero del país, el crecimiento económico y la mayor liquidez para afrontar la deuda externa; pero también se advertía acerca de la pobreza crónica y generalizada, las elevadas tasas de analfabetismo y desempleo, la existencia de una economía excesivamente dependiente del sector primario y de las actividades de subsistencia y sumergidas, el alto nivel de endeudamiento con relación a la capacidad para generar divisas, las incertidumbres existentes acerca de la capacidad del régimen de Fujimori para controlar a los militares y hacer frente a la corrupción, la posibilidad latente de que un exceso de autoritarismo acabara soliviantando a la población, el terrorismo remanente y el narcotráfico, el conflicto fronterizo con Ecuador y el elevado déficit comercial y corriente. En suma, un balance caracterizado por el predominio de las sombras sobre los claros comprometía seriamente el futuro del país y también el de Fujimori.

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CAPÍTULO V. AUGE Y CRISIS DEL RÉGIMEN AUTORITARIO.

1. Las elecciones de 1995.

Las elecciones presidenciales convocadas en abril de 1995 representaban la primera ocasión, desde 1990, en que Fujimori se enfrentaba, de forma directa y personal, al veredicto popular. En las consultas electorales precedentes - elecciones al CCD, referéndum constitucional y elecciones municipales-, la intervención del Presidente, aunque importante, no había requerido la defensa activa de su propia candidatura. De este modo, las elecciones de 1995 cobraron, incluso antes de su convocatoria oficial, un significado carácter de legitimación principalmente interna, aunque también externa, para Fujimori y para el régimen que representaba; asimismo, para la oposición partidaria suponía la ocasión para poner de manifiesto su capacidad de representación. En estas elecciones generales también se elegía a los 120 miembros del Congreso unicameral que sustituiría al CCD; sin embargo, como venía siendo habitual, una vez más, la elección parlamentaria quedaría relegada y opacada por la elección presidencial.

1.1. La precampaña y la campaña electorales.

La campaña electoral de 1995 se había iniciado en realidad a finales del año 1993. Después del apurado triunfo del oficialismo en el referéndum constitucional, el Gobierno, principalmente a través del Ministerio de la Presidencia, inició una vasta campaña de corte asistencialista, que seguía las pautas de sobra conocidas, por tradicionales, en Perú. A tal fin, guiadas por un perspicaz sentido del pragmatismo político, una gran parte de las inversiones destinadas a la construcción de equipamientos sociales e infraestructuras se derivó hacia los departamentos y provincias donde los resultados del referéndum había sido menos favorables para el Gobierno. En las elecciones de 1995, la oposición antifujimorista no consiguió formar un frente común, articulándose parte de ella alrededor de una alternativa que encabezaba el diplomático Javier Pérez de Cuéllar; el ex secretario general de la ONU aceptaba tomar el timón del recién creado movimiento político Unión por el Perú -UPP-, un improvisado punto de encuentro de personas de la más variada procedencia y condición ideológica. (136) Sin embargo, la mayoría de

136 En la lista parlamentaria de UPP figuraban, entre otros candidatos, connotados militantes y simpatizantes de izquierda -Daniel Estrada, , Nicolás Lynch, Alberto Adriánzen y Henry Pease-, militares retirados -Luis Cisneros (que había sido ministro durante el período de gobierno militar y, más tarde, con Belaúnde), Alfonso Panizo y José Pastor-, antiguos candidatos de Acción Popular -Alfonso Grados-, juristas de prestigio -Diego García-Sayán-, o ex apristas -Anel Towwnsend-; también había ex dirigentes del Movimiento Libertad, líderes del sindicato

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los partidos políticos tradicionales y de los movimientos políticos creados desde finales de los años 80 no renunciaron a la presentación de sus propios candidatos presidenciales. En este contexto, la dispersa oposición únicamente se puso de acuerdo para suscribir, en noviembre de 1994, el llamado Pacto de San Marcos; en realidad, un documento más formal que efectivo que, teniendo como finalidad declarada definir las reglas de un código de buena conducta electoral, fue ignorado por la alianza oficialista C90-NM. Aunque era una persona respetada por los peruanos, Pérez de Cuéllar pondría de manifiesto, desde el principio, sus dificultades para establecer una relación fluida y cercana con la ciudadanía; en este campo, Fujimori tenía completamente ganada la contienda. (137) El programa económico que presentaba UPP, aunque incidía en las cuestiones sociales y laborales -se proponía la creación de dos millones de puestos trabajo en cinco años-, dos aspectos en los que había fracasado la gestión de Fujimori, no se diferenciaba sustancialmente del que ya estaba aplicando el Gobierno. Por otra parte, aunque era loable su insistencia en la necesidad de recuperar la institucionalidad democrática, para la mayoría de electorado ésta era, en esos momentos, una preocupación secundaria. En el transcurso de la campaña electoral surgió un tercer candidato, Alejandro Toledo, que inicialmente apuntaba alto; este economista, formado en Estados Unidos, unía sus fuerzas a las del ex dirigente aprista José Barba para conformar la alianza electoral CODE-País Posible. Apelando a la “choledaz” y a la eficiencia, la candidatura de Toledo transitó, en escaso tiempo, desde la esperanza por convertirse en el Fujimori de las elecciones de 1995 al desfondamiento. Al respecto, C. Conaghan (1997b: 202), señala que, en 1995, Toledo ya pensaba más en utilizar el movimiento País Posible, fundado por él, como medio de propaganda política de cara a las siguientes elecciones del año 2000. Cuando ya estaba iniciada la campaña, en enero de 1995, en los círculos políticos y periodísticos peruanos se rumoreó que el ex presidente García, exiliado en Colombia, había llegado a un acuerdo secreto con Fujimori para regresar al país en un año en que se conmemoraba el Centenario del nacimiento de Haya de la Torre, fundador del APRA; finalmente, García no acudió a los actos y todo se quedó en un rumor. Nada de eso sirvió, sin embargo, para que

filocomunista CGTP, e, incluso, anteriores candidatos del fujimorista Cambio 90. En algunos casos, como señala I. Hinojosa (1999: 74), candidatos ahora compañeros de Pérez de Cuéllar, quince años atrás habían estado más cerca de Abimael Guzmán que de él. 137 Según los resultados de una encuesta realizada, en septiembre de 1994, por APOYO S.A. -véase G. Schmidt (1999: 103)-, los ciudadanos consultados creían que Fujimori era más trabajador, decidido y honesto que Pérez de Cuéllar; además consideraban que se preocupaba más por los pobres y conocía mejor los problemas del país. En el candidato de UPP valoraban la experiencia, el prestigio internacional y los valores democráticos.

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este histórico partido, inmerso entonces en un proceso de reflexión y de profundización en la democracia interna, remontase el vuelo, a pesar de presentar a una candidata a la Presidencia de la República, , surgida de un proceso de elección interna. Según avanzaba la campaña electoral, todas las encuestas apuntaban a que la victoria se la jugarían únicamente los candidatos presidenciales de C90-NM y UPP; el resto de los candidatos tenían unas expectativas de voto inferiores al 5%. A pesar de ello, finalmente, fueron catorce las organizaciones políticas que concurrieron a la elección presidencial y veinte las que presentaron listas al Congreso unicameral. (138) El candidato-presidente Fujimori confirió a la campaña un marcado carácter personalista, poniendo de manifiesto que su organización política le sobraba, e incluso le suponía una molestia. La inauguración de obras públicas y el uso del cargo con fines electorales no merecieron las amonestaciones que preveía la laxa legislación que había aprobado la mayoría oficialista en el CCD; del mismo modo, tampoco fueron atendidas las denuncias hechas por la oposición relacionadas con la participación de militares y policías en los actos electorales de C90-NM, el reparto de víveres durante la campaña y el acoso a que fueron sometidos algunos candidatos opositores. (139) La intensidad política no fue una de las características de una campaña que, excepto en momentos puntuales, se movió dentro de unos cauces mayormente respetuosos entre los candidatos. A este clima de moderación contribuyó también el hecho de que en plena campaña electoral estallara, en enero de 1995, un breve conflicto bélico que enfrentó, a causa de un litigio fronterizo antiguo, a Perú con Ecuador. Este acontecimiento, que supuso la suspensión de las actividades electorales durante tres semanas, provocó una oleada de patriotismo en la que estuvieron inmersos todos los candidatos. Decretado el alto el fuego, la contienda política interna, aunque retornó a la normalidad, perdió parte de su interés y el cronograma electoral, a pesar de que algunos candidatos solicitaron el aplazamiento de las elecciones, no fue alterado; si algún candidato salía reforzado de esta obligada tregua electoral, éste era, sin duda, Fujimori, que entraba en el último tramo de la campaña como claro favorito y más que probable ganador por mayoría absoluta en la primera vuelta. Más allá de las fronteras nacionales, las elecciones peruanas eran seguidas con

138 A los candidaturas presidenciales citadas, se unían, entre otras, las que presentaban AP, IU y el Movimiento Obras. Sin embargo, el histórico PPC, consciente de sus menguadísimas posibilidades de éxito, retiró a su candidata, , para que pudiera participar en la elección parlamentaria, pues, como ya hemos señalado, la nueva ley electoral impedía simultanear ambas candidaturas. 139 La ex cónyuge de Fujimori, Susana Higuchi, finalmente encontró acomodo en la lista parlamentaria del Frente Moralizador Independiente -FIM-. Para vigilarla se diseñó en la Dirección de Operaciones del SIN un operativo, denominado “Plan de Operaciones de Campaña”, que tenía como objetivo espiar a “Madelin”, alias dado por los servicios de inteligencia a Higuchi.

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atención por una parte de la comunidad internacional, principalmente por los gobiernos de Estados Unidos y de otros Estados latinoamericanos. Para la ocasión, la OEA, de acuerdo con el Gobierno peruano, envió a Lima una Misión de Observación Electoral -MOE-.

1.2. Los resultados de las elecciones de 1995.

En las elecciones celebradas el día 9 de abril de 1995, Fujimori era el indiscutible vencedor al obtener el 64´3% de la votación válida; el candidato- presidente superaba todas las expectativas y aventajaba en más de tres millones de votos a Pérez de Cuéllar, que, con un 25´5% de los votos válidos, era el segundo candidato más votado. No era la primera ocasión, como hemos visto, en la que en Perú erraban las encuestas; si bien se contaba con posibilidad de que Fujimori resultara ganador por mayoría absoluta en la primera vuelta, nadie apostaba por un resultaba tan abrumador. El Presidente, sin duda, se había beneficiado de la existencia de un importante voto oculto; circunstancia que se corrobora si tenemos en cuenta que en los días previos al 9 de abril, una cuarta parte de los ciudadanos encuestados se negaban a declarar cuales eran sus preferencias políticas y a determinar su intención de voto. (140) En la elección parlamentaria se ponía nuevamente de manifiesto que existían dificultades para transferir el apoyo personal que tenía Fujimori a las organizaciones políticas y candidatos que patrocinaba; esta evidencia no sólo no parecía preocuparle al Presidente, sino que incluso vería en ella un argumento para reforzar su papel protagonista y hacer valer su poder al interior de C90-NM y del régimen que encabezaba. El 51´1% de la votación válida obtenida por la lista parlamentaria oficialista, no obstante otorgarle una mayoría parlamentaria suficiente -67 de los 120 escaños en disputa-, se situaba a más de trece puntos porcentajes de la votación conseguida por el candidato presidencial de C90-NM; de este modo, entre el número de votos recibidos por Fujimori y los que conseguía la lista parlamentaria de C90-NM existía una diferencia que casi llegaba a los dos millones y medio. (141)

140 Del resto de los candidatos presidenciales, ninguno superaba el listón del 5% de la votación válida. La candidata del APRA, Mercedes Cabanillas, obtenía el 4´1% de los votos; Alejandro Toledo, de CODE-País Posible, el 3´3%; Ricardo Belmont, del Movimiento Obras, el 2´4%; Raúl Diez, de AP, el 1´7%. Los demás candidatos ni siquiera llegaban al 1%; Agustín Haya de la Torre, que representaba a IU, sólo obtuvo el 0´6% de los votos válidos. En estas elecciones presidenciales de 1995, la abstención ascendió al 26´5%, contabilizándose también un 17´9% de votos nulos o emitidos en blanco. Fuente: ONPE. Elaboración propia. 141 Respecto a esta cuestión hay que tener en consideración que, a pesar de que ambas elecciones, la presidencial y la parlamentaria, se reflejen en la misma boleta -papeleta- electoral, la Oficina Nacional de Procesos Electorales -ONPE- contabilizó casi 842.000 votos más en la elección presidencial que en la parlamentaria. Las causas que explican esta circunstancia son variadas, entre ellas se encontrarían la incompetencia técnica de parte del personal de la ONPE y de numerosos miembros de las mesas

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El holgado triunfo conseguido por Fujimori no admitía dudas en cuanto a la validez del resultado electoral se refiere. La implicación, en el departamento de Huánuco, de representantes de distintas organizaciones políticas -C90-NM y el PPC, entre ellas- en actuaciones que suponían la manipulación fraudulenta de material electoral creemos que no tuvo una repercusión significativa sobre la votación, afectando mayormente a los votos preferenciales; así lo debió considerar el Jurado Nacional de Elecciones -JNE- al desestimar, el día antes de las elecciones, el recurso que presentaron nueve candidatos opositores solicitando la suspensión del proceso electoral. Ningún observador electoral, nacional o extranjero, puso objeciones al resultado final. Antes de conocerse los primeros avances oficiales sobre el recuento de votos, la Asociación Civil Transparencia, organización privada que goza de un gran prestigio y de garantizada independencia respecto al fujimorismo, dio a conocer los resultados de un “conteo rápido” -votos escrutados sobre una muestra electoral- que apenas si diferían de los resultados oficiales finalmente proclamados por el JNE. Dos semanas después de las elecciones, a finales de abril de 1994, las encuestas otorgaban a reelegido presidente unos índices de popularidad superiores al 75%, los más elevados desde abril de 1992. De este modo, Fujimori lograba simultáneamente el doble objetivo de refrendar su legitimidad interna y conseguir el reconocimiento externo; al acto oficial de toma de posesión del cargo de Presidente de la República asistieron, entre otras autoridades extranjeras, los presidentes de Brasil, Argentina, , Uruguay, Bolivia, Colombia, Paraguay, y Panamá. Como señala Degregori (2000: 52), por primera vez en la historia republicana de Perú, un candidato abolía, en la práctica, todas las brechas, de clase, etnia, región, género y generación, que estaban abiertas en el país, triunfando en todos los ámbitos. Según constata F. Durand (1996: 113), en Lima, Fujimori obtuvo el 59´1% de los votos de la clase alta, también el 59´1% de los de la clase media y el 65´4% de los de la clase baja; mientras que Pérez de Cuéllar conseguía, respectivamente, el 29%, 35´5% y 18´7% de los votos. Estamos, pues, ante un electorales y el bajo nivel de cultura electoral que tienen muchos electores peruanos ; pero, sobre todo, creemos que los mayores problemas se derivan de la gran complejidad de la boleta electoral peruana, que incluye a todos los candidatos presidenciales y listas parlamentarias, con el añadido de admitir para estas últimas el doble voto preferencial con carácter opcional. El resultado es que, o bien, muchos votos parlamentarios son escrutados deficientemente, o bien, son anulados involuntariamente por los votantes. Dos meses antes de la celebración de las elecciones de 1995, la agencia APOYO S.A. -véase Caretas, nº 1352, de 2/3/1995-, realizó una encuesta de ámbito nacional con el objetivo de conocer el grado de información electoral que tenían los ciudadanos peruanos; los resultados de esta encuesta ponían de manifiesto que el 55% de los consultados decía “no saber que es el voto preferencial” y un 44% anularía, sin quererlo, su voto al creer, erróneamente, que con la opción del doble voto preferencial podían votar a dos candidatos de listas diferentes. El Congreso elegido en abril de 1995 quedó configurado del modo siguiente: C90-NM, 67 escaños; UPP, 17; APRA, 8; FIM, 6; CODE-País Posible, 5; AP, 4; PPC, 3; Movimiento Renovación, 3; Movimiento Obras, 2; IU, 2; FREPAP, 1; Frenatraca, 1; MIA, 1. Total: 120. Fuente: ONPE.

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caso típico de elección de carácter “aluvional”, en la que los comportamientos electorales tienden a homogeneizarse y se diluyen, a diferencia de lo ocurrido en las elecciones de 1990, las diferencias en términos de clase y de ideología. La estrategia del régimen fujimorista, puesta en marcha desde finales de 1993, dirigida a privilegiar las inversiones en infraestructuras y los gastos sociales en las regiones donde más adversos habían sido los resultados en el referéndum constitucional, también resultó exitosa. Así, por ejemplo, en el departamento de Puno el SÍ, en octubre de 1993, únicamente representó el 20´3% de la votación válida, pero, año y medio más tarde, en abril de 1995, Fujimori obtenía el 63´8% de los votos válidos; y, en el departamento de Huancavelica, se pasó un 43´1% favorable al SÍ, en 1993, al 72´5% de votos recibidos por la candidatura presidencial de C90-NM. En ambos departamentos, muy afectados por la violencia política, también jugaba a favor del Presidente, considerado como máximo artífice de los logros conseguidos, la eficacia mostrada por la política antisubversiva. Sin embargo, si bien los resultados electorales eran incontestables, la campaña electoral no había sido equitativa y los candidatos compitieron en condiciones de desigualdad. Durante los meses que precedieron a las elecciones de abril de 1995, el candidato-presidente se aprovechó de la existencia de una legislación electoral poco precisa, interpretada además con evidente benevolencia a su favor. Como señala O´Donnell (1996: 8), las elecciones peruanas de 1995 no fueron inmaculadas, haciendo del régimen de Fujimori un caso dudoso en lo que se refiere al cumplimiento de los requisitos que, según Dahl, definen a una poliarquía.

2. El fujimorismo como estilo político. ¿Un modelo original o repetido?.

En el apartado inicial del Capítulo IV, referido a la caracterización del régimen de Fujimori, dejamos pendientes dos cuestiones que abordaremos ahora. La primera se relaciona con el debate suscitado respecto a la validez y capacidad explicativa del término neopopulismo para referirnos a determinados regímenes y estilos políticos contemporáneos; la segunda consiste en la definición del fujimorismo como régimen y estilo políticos.

2.1. Los antecedentes peruanos del fujimorismo.

En este trabajo ya hemos señalado que, lejos de suponer un acontecimiento inexplicable, el fenómeno que representa el fujimorismo hunde sus raíces en la historia y la cultura políticas de Perú. El estilo político de Fujimori no se aleja, como hemos visto, de las pautas personalistas y antiinstitucionales marcadas por Alan García, su antecesor en el cargo; como señala Adrianzén (1992: 67),

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durante los años 80 se fueron generando en Perú las bases materiales que habrían de servir de soporte a un nuevo caudillismo político. Retrocediendo algo más en el tiempo, el fujimorismo de alguna manera está emparentado con el discurso antipartidario de Velasco Alvarado, apodado también “el Chino”, y de los ideólogos del gobierno militar. No obstante, creemos que el antecedente más fiel de Fujimori es el ex presidente Augusto Leguía; de hecho, sus respectivas carreras políticas tienen numerosos aspectos en común, aunque también notables diferencias. Ambos accedieron a un primer mandato presidencial siguiendo los procedimientos que marcaban las Constituciones vigentes; ambos subvirtieron el orden constitucional para, mediante la promulgación de una Constitución ad hoc, ser reelegidos en el cargo con carácter inmediato; y ambos vulneraron su propia Constitución en un vano intento de perpetuarse en el poder. La duración total de sus mandatos les asemeja aún más. (142)

2.2. El neopopulismo a debate.

Desde la segunda mitad de la década de los 80, la presencia en algunos países de América Latina de gobernantes que han recurrido a una retórica que mantiene concomitancias con el discurso y el estilo populistas ha llevado a que ciertos analistas consideren que se ha producido la eclosión de un tipo de liderazgo político neopopulista, iniciando, de este modo, un debate que, de paso, ha reabierto la vieja controversia referida al populismo. En esta situación, como señala Viguera (1993: 49), el primer problema que se plantea es que si durante décadas los académicos no han llegado a ponerse de acuerdo acerca de lo que entienden por populismo, difícilmente se puede llegar más lejos en la definición y conceptualización del neopopulismo. Debemos a S. Zermeño (1989) una de las aproximaciones pioneras al estudio de este tipo de liderazgos de raigambre populista. Cuando aún no se había difundido el término neopopulismo, Zermeño (1989: 132) se hacía eco de la presencia en América Latina de un estilo de hacer política que tenía antecedentes, ya que el fin del Estado populista no significa necesariamente el final de la relación populista con el Estado. Sin embargo, añade Zermeño

142 En el año 1908, Leguía fue elegido presidente constitucional de la denominada República Civilista del Perú, cumpliendo, hasta 1912, con los cuatro años de mandato establecidos por la Constitución promulgada en 1860. En 1919, el ex presidente concurría nuevamente como candidato a unas elecciones presidenciales; sin embargo, antes de concluir el proceso electoral, apoyado en una importante movilización popular, el candidato Leguía dio un golpe de Estado y se hizo con el poder. Agotado su mandato en 1924, se hizo reelegir, previa modificación de la Constitución. En 1929, burlando el ordenamiento constitucional que había creado a su medida, inicio un nuevo y anticonstitucional período presidencial; un año después, en 1930, fue desalojado del poder por la fuerza. Al final, había cumplido casi once años, el llamado Oncenio, de gobierno ininterrumpido.

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(Idem: 137-138), mejor que hablar para definir a estos gobernantes de populismo es hacerlo de la existencia de una forma de relación, supuestamente directa, entre un líder y las masas en un contexto caracterizado por una situación de estancamiento económico y ausencia de movilización global que favorece las actitudes de entrega fascinada al líder. En este sentido, Novaro (1996: 92) considera que los líderes “neopopulistas” han emergido justo en el momento en que se ha producido la disolución o fragmentación del “pueblo” como sujeto político y cuando se hace evidente la irreversible desaparición de las condiciones estructurales que fueron esenciales en los momentos de auge del populismo en América Latina. Posteriormente, algunos analistas (Roberts, 1995; Weyland, 1999) han definido como neopopulista a un tipo de liderazgo y estilo políticos que, perpetuando la tradición de los anteriores líderes populistas, ha sustituido el discurso nacionalista y estatalista por otro neoliberal y privatizador. Roberts (1995: 83) considera que, a partir del análisis del régimen de Fujimori, es posible sugerir que se ha producido la emergencia de nuevas formas de populismo que son complementarias en determinados contextos con las políticas económicas que proponen reformas neoliberales, poniendo de manifiesto que el populismo es capaz de adaptarse a la era neoliberal. Esta situación novedosa, producida por la combinación de populismo político y liberalismo económico, como señala Weyland (1999: 379-380), supone un serio desafío para las teorías que existen sobre el populismo e invita a que se estudie el impacto que tiene, con sus riesgos y oportunidades, sobre la democracia y los mercados. La caracterización de este tipo de liderazgo como neopopulista también tiene sus detractores. J. Lizarte (1991: 596) considera que los movimientos surgidos en varios países de América Latina, principalmente andinos, durante la fase de declive de los partidos políticos, aunque recuerden en algunos aspectos al viejo populismo, no deberían ser definidos, al presentar unos rasgos peculiares y diferentes, como populistas o neopopulistas, proponiendo, a tal fin, denominarlos movimientos políticos informales. Estos movimientos, retomando una cuestión que ya hemos tratado en este trabajo, operarían en un contexto de informalización de la política, dando vida a un proceso que se desarrolla contra la política tradicional y, a veces, al margen de la institucionalidad democrática. En cualquiera de los casos, como señala Weffort (1993: 174-175), el debate está servido y la referencia al neopopulismo para caracterizar a regímenes como el de Fujimori es una cuestión abierta.

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2.3. Neopopulismo, caudillismo, “outsiders” y medios de comunicación: el caso Fujimori.

En varias ocasiones (A. Mariátegui; 1994; Panfichi y Sanborn, 1995; Mayorga, 1995; Sanborn y Panfichi, 1997; Quijano, 1998; Crabtree, 2000; Tanaka, 2001; Lanzaro, 2001), se ha señalado que el estilo “neopopulista” de Fujimori, sin abandonar la parafernalia paternalista y demagógica que caracteriza a los populismos, ha sustituido la retórica antiimperialista y antioligárquica por un discurso en el que se habla de eficiencia, disminución del papel del Estado, privatizaciones y avances tecnológicos. Avanzando en esta línea argumentativa, Roberts (1995) considera que el caso peruano ha puesto de manifiesto que la implementación de un proyecto neoliberal en términos macroeconómicos puede ser compatible no sólo con un liderazgo político de tipo populista, sino también con la aplicación de medidas económicas populistas en el ámbito microeconómico; aunque, añade, esta amalgama no está exenta de contradicciones y no resulta fácil que sea efectiva a largo plazo. En este caso, lo que sorprende según Weyland (1999) es el hecho de que Fujimori, que fue elegido presidente apelando a tácticas de corte populista, haya sido capaz de realizar profundas reformas económicas de diseño liberal sin perder por ello el apoyo popular. En otros casos, lo que ha llamado la atención de los analistas es la capacidad demostrada por Fujimori para salir airoso de situaciones complicadas en las que otros políticos latinoamericanos contemporáneos fracasaron; en este sentido, para Álvarez, Rial y Zovatto (1998), el ex presidente peruano es el mejor ejemplo de “outsider” exitoso, neoliberal en lo económico y neoautoritario en lo político. En este línea, C. Perelli (1995b) considera a Fujimori como el ejemplo más “puro” y “exitoso” del tipo de liderazgo que identifica a los “nuevos caudillos”, que, aunque a veces recurran a los procedimientos de tipo plebiscitario, no se ajustan a las pautas tradicionales que caracterizan al estilo populista. (143) En la opinión de Perelli (1995b: 169), Fujimori es también un ejemplo del tipo de “nuevos caudillos” que consiguieron establecer “una suerte de cadena que lleva a la campaña permanente en la que medios de comunicación y estudios de

143 C. Perelli (1995b: 185-188) considera que las principales diferencias que distinguen a los nuevos caudillos de los líderes populistas tradicionales son: 1ª) Los nuevos líderes no sólo no combaten al empresariado, sino que se alían con él. 2ª) No disponen de recursos para montar una amplia red clientelística. 3ª) No pretenden salir de la democracia como marco justificatorio de su régimen. 4ª) Su base de actuación es fundamentalmente mediática y, salvo excepciones, no requieren de una amplia movilización de las masas, dirigiéndose a las personas individualmente y no a las clases sociales. 5ª) No se presentan como un “semidiós por arriba de la masa”, sino como un “hombre corriente”. 6ª) Actúan sin partidos políticos o sin movimientos políticos fuertes. 7ª) No proponen un modelo social alternativo, ofreciendo como única alternativa consistente su propia persona.

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opinión juegan un rol central”. No obstante, como señala Landi (1995: 296- 297), hay que sacarse de la cabeza la idea de que los “outsiders” son productos exclusivos de la acción de los medios de comunicación; algunos lo son, pero otros, como Fujimori, no lo son, aunque llegado cierto momento adquieran una gran familiaridad con la televisión. Lo cierto es que Fujimori consiguió sacar provecho de las inmensas posibilidades que ofrecen los medios de comunicación de masas para la difusión de mensajes sencillos y eficaces; el recurso a estos medios, principalmente a la televisión, le permitió al ex presidente peruano no depender como sostén de su popularidad de las grandes movilizaciones masivas de población y de los mítines, diferenciándose, así, de otros líderes contemporáneos, genuinamente populistas, como el presidente venezolano Hugo Chávez; como señala P. Oliart (1999: 407), Fujimori parecía pedir al pueblo que le dejara trabajar en la confianza de que gozaba de su aprobación. (144) El régimen fujimorista también apeló con frecuencia a las encuestas y los sondeos de opinión como mecanismo de expresión de la voluntad popular y fuente de “demopoder”, siguiendo una tendencia ya anticipada por el presidente García. El abuso de estos procedimientos como argumento de legitimidad, le llevó al analista peruano P. Planas (1992: 295) a señalar que en Perú se había alumbrado como forma de gobierno la “encuestocracia”, que consistía en vulnerar la Constitución, disolver el Parlamento, clausurar el Poder Judicial y gobernar atendiendo a la voluntad popular expresada por medio de las encuestas.

2.4. Definición y caracterización del fujimorismo.

Consideramos que un punto de partida adecuado para definir el régimen y el estilo políticos de Fujimori consiste en acudir a las opiniones que sobre estas cuestiones tiene el protagonista. A tal fin, completando lo expuesto en el Capítulo IV acerca de la caracterización del régimen fujimorista, hacemos una breve síntesis de la entrevista que Fujimori (1997: 189-200) concedió a Diego Achard y Manuel Flores. En un tono que los entrevistadores califican de firme y convencido, el presidente peruano aducía que el país, antes de abril de 1992, estaba en una situación de ingobernabilidad; en este estado límite, había que echar por la borda los “obsoletos” e “inoperantes” conceptos de la “democracia entre comillas”, ya que las opciones se reducían a elegir entre la salvación de la nación o el dominio terrorista. Sin hacer una referencia expresa a su persona, el

144 Como veremos más adelante, el régimen fujimorista consiguió tener un nivel muy alto de control sobre los canales de televisión, no sólo públicos, sino también privados, de Perú. Cuando era entrevistado, Fujimori, en persona, elegía el entrevistador, el canal de televisión, el programa, el horario, el cuestionario y la duración de la entrevista; nada escapaba a su control.

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Presidente aseveraba que el sistema surgido en abril de 1992 necesitaba de un símbolo que le representara y fuese el motor y conductor que garantizara su continuidad; este sistema estaría representado en la figura del Presidente de la República, que simboliza al poder en Perú y que no precisa de intermediarios para entrar en contacto directo y permanente con la población. Finalmente, Fujimori contestaba, de un modo ambiguo, que “yo tengo el poder, pero no hago ejercicio del poder; es el ejercicio de la función de Presidente de la República”. (145) Sin embargo, más allá de la retórica, no conocemos un desarrollo elaborado de lo que el ex presidente peruano entiende por “democracia auténtica”; en este sentido, habla, con vaguedad, de contacto directo con el pueblo, cauces de participación y convocatoria de plebiscitos como señas de identidad de la democracia “real”. En su página web (http://www.fujiimorialberto.com), “colgada” en la “red” desde agosto del 2001, Fujimori, en un mensaje a los peruanos, deplora que a su salida del país retornara al mismo como “nueva tendencia democrática” lo que no es otra cosa que “la vieja tendencia que los peruanos rechazaron a finales de los 80”. El régimen y el estilo políticos de Fujimori tuvieron en el personalismo, ya anticipado por Belaúnde y, sobre todo, por García, un recurso que, en algunos momentos, le fue bastante eficaz. Un personalismo que tenía unos cauces de expresión a nivel “macro” y también a nivel “micro”; Fujimori, como antes el presidente García, acostumbraba a asistir a los actos de entrega de alimentos y bienes a la población más necesitada, estableciendo una relación directa y personal con amplios sectores de la población y con las autoridades municipales de las pequeñas localidades y comunidades indígenas. De este modo, como señala P. Oliart (1999: 400), el Presidente contribuyó a satisfacer simbólicamente la necesidad de reconocimiento e inclusión de los grupos sociales y étnicos anteriormente marginados, pero a cambio de mantener la tradicional relación clientelar que acostumbra a establecerse en Perú entre los ciudadanos y quien ostenta el poder. (146) Con gran habilidad, Fujimori logró, satisfactoriamente para sus intereses,

145 En otra entrevista, publicada en el diario El Comercio el 21/6/1993 -véase Sanborn y Panfichi (1997: 41)-, Fujimori afirmaba con rotundidad: “El poder soy yo. Pero es un poder que me fue dado por el pueblo. Yo lo represento”. 146 Durante años, Fujimori, varios días a la semana, viajaba hasta los lugares más remotos de Perú, repartiendo víveres, otorgando títulos de propiedad, inaugurando escuelas, centros médicos, puentes y caminos; en todas las visitas, improvisaba cortos discursos. S. Bowen (2000: 187-188), nos describe, de un modo muy gráfico, como se desarrollaban estos viajes. Llegado Fujimori a un poblado aislado, preguntaba a la gente: “¿Qué presidente ha estado aquí antes?”. “Ninguno”, era la respuesta normal. Si los lugareños hacían mención a Belaúnde o, raramente, a García, entonces decía: “¿Cuánto tiempo se quedó?”. “Un par de horas”, le respondían. “¿No se quedó de un día para otro?”, continuaba. “¡No!”, aclaraban. A lo que, finalmente, contestaba: “Entonces, me voy a quedar y voy a dormir aquí en este pueblo”.

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enmascarar un programa macroeconómico antipopular bajo el ropaje de un estilo cercano, sencillo y antielitista que caló hondamente entre unos sectores populares que le llegaron a considerar como a uno de los suyos. Lo sorprendente es como consiguió mantener este tinglado, sin excesivos problemas, durante tantos años. Con el paso del tiempo, incluso después de producirse el colapso del régimen autoritario, el vago y difuso discurso fujimorista llegó a convertirse en Perú en el centro del debate político, social y académico, hasta el punto de que el fujimorismo pasó a ser una especie de referente que lo explicaba todo y nada al mismo tiempo en un período muy confuso. Actitudes como la sumisión, el servilismo, la corrupción, el personalismo y la apatía pasaron a ser algunos componentes que identificaban en Perú al “cosmos” fujimorista. Como señalan Grompone y Megía (1995b: 42-43), Fujimori ocupaba no sólo el espacio político, también el semántico, siendo el vértice que ordenaba todas las posiciones: el fujimorismo, el antifujimorismo, el fujimorismo sin Fujimori y hasta las posibilidades postfujimoristas de recuperación democrática. Lo cierto era que el Presidente derrochaba energía a raudales; no sólo visitaba lugares de Perú que hasta entonces nunca habían visto aparecer a una autoridad capitalina, sino que, además, le quedaba tiempo para batir todos las marcas en lo que a viajes al exterior se refiere. Su “hiperactividad” parecía no tener límites. Durante su primer mandato presidencial, entre julio de 1990 y julio de 1995, Fujimori realizó 57 viajes oficiales al extranjero; en agosto de 1998, ya llevaba contabilizados, desde julio de 1990, 105 viajes, cifra que ascendería hasta 123 en noviembre del 2000, cuando abandonó el cargo. En total, en algo más de diez años de mandato, permaneció fuera de Perú 516 días y visitó 46 países. (147) Llegados a este punto, consideramos que podemos cerrar este apartado, así como el inicial del Capítulo IV, haciendo una propuesta para definir y caracterizar al régimen político de Fujimori. De este modo, aún teniendo en cuenta la naturaleza ambigua y difusa del fenómeno que estudiamos, podemos definir el fujimorismo como: un régimen político autoritario, predominantemente civil, tecnocrático -que no apolítico-, más mediático que movilizador, desinstitucionalizador y apartidario, centralista, personalista y pseudopopulista, que sustentándose en una facción -cooptada y subordinada- de las FFAA y en los servicios de inteligencia, se benefició del apoyo de los empresarios nacionales, las multinacionales extranjeras, los organismos

147 A título comparativo, Belaúnde únicamente hizo un viaje al exterior durante su primer mandato (1963-1968) y 6, todos ellos dentro del continente americano, durante el segundo (1980-1985), mientras que García, entre 1985 y 1990, viajó oficialmente al extranjero en 13 ocasiones. En conjunto, los siete presidentes -Bustamante, Odría, Prado, Belaúnde, Velasco, Morales y García- que antecedieron en el cargo a Fujimori contabilizaron 22 viajes oficiales al extranjero en los 45 años que van de 1945 a 1990.

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financieros internacional y, en aparente paradoja, también de los sectores populares más empobrecidos para, finalmente, degenerar en abierta y creciente corrupción. Como estilo político, el fujimorismo mantiene grandes analogías con el impuesto por los gobernantes peruanos que le antecedieron en el cargo, manifestándose como personalista, carismático, clientelar y sondeo- dependiente. (148) Estas características, algunas de difícil armonía e incluso contradictorias, comprometían seriamente el futuro del fujimorismo, no garantizando, a medio y largo plazo, su estabilidad y pervivencia; sin embargo, el régimen consiguió mantenerse sin grandes fisuras hasta los meses previos a su colapso. Así definido el régimen de Fujimori, completamos su caracterización haciendo referencia a los siguientes aspectos: 1º. El mantenimiento de una fachada democrática, que incluía la celebración periódica de elecciones, una virtual división de poderes, el pluralismo político y unos relativamente bajos niveles de represión y de violación flagrante de los derechos humanos. 2º. Una naturaleza tecnocrática y neoliberal. 3º. Un talante antipartidario y de desprecio a las instituciones propias de la democracia representativa. 4º. La subordinación de los poderes y las instituciones del Estado al Ejecutivo, ignorando los procedimientos y mecanismos de accountability. 5º. Una legitimación debida a la eficacia y la eficiencia puestas de manifiesto durante los primeros años de gobierno. 6º. Una tendencia creciente hacia formas de gobierno corruptas y degeneradas. 7º. La existencia de un plan para perpetuarse en el poder.

3. La debacle de los partidos políticos. Las elecciones municipales de 1995.

Los resultados de las elecciones generales celebradas en 1995 reflejaban, a las claras, la incapacidad de los partidos políticos tradicionales para remontar el vuelo; ridiculizados en la elección presidencial, tampoco los resultados obtenidos en la elección parlamentaria dejaban mucho margen para la esperanza. Se ponía además de manifiesto que la estrategia abstencionista seguida por la mayoría de los partidos con motivo de las elecciones al CCD no les había reportado beneficio electoral alguno. Esta visión pesimista respecto al futuro de los partidos políticos era compartida durante la segunda mitad de los años 90 por varios analistas (Grompone, 1995a y 1999; Planas, 1995; R. Sánchez, 1998; CEDEAL, 1998; Tanaka, 1998;

148 En nuestra definición y caracterización del fujimorismo, quedan explícitamente fuera algunos términos, como populismo, antipoliticismo, o mesianismo, que, en algún momento, se han asociado con el gobierno de Fujimori.

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McClintock, 1999a) que se ocuparon, después de las elecciones de 1995, del tema. En todos los casos, se hacía referencia a la progresiva desaparición de los partidos en la escena política peruana como consecuencia del efecto combinado producido por varios factores: la modificación de las prioridades e inquietudes en el electorado, el abandono de las antiguas adhesiones partidarias, el impacto de los medios de comunicación sobre los contenidos de los discursos y la naturaleza de la política, la incapacidad de los dirigentes partidarios para hacer frente a una situación de crisis política e institucional, la campaña de acoso y mofa de que fueron objeto, desde 1990, por parte del gobierno de Fujimori y la minimización de su papel en la Constitución de 1993. (149) Para contribuir al empeoramiento de la situación de los partidos políticos, en mayo de 1995, al poco tiempo de conocerse los resultados de las elecciones, la mayoría oficialista en el CCD aprobó la Ley 26452, cuya entrada en vigor suponía la inmediata cancelación de las inscripciones en el Registro de Partidos y Agrupaciones Políticas del JNE de todas las organizaciones políticas que no hubieran superado el listón del 5% de la votación válida en la elección presidencial celebrada ese mismo año; en la práctica, esta disposición suponía la desaparición, momentánea al menos, de todos los partidos y movimientos políticos, con la sola excepción de C90-NM y UPP. Con gran esfuerzo y en un contexto que les era poco propicio, las organizaciones políticas se vieron obligadas, en cumplimiento de la nueva ley, a formalizar su reinscripción en el JNE tras conseguir el aval de, al menos, el 4% del Censo Electoral, lo que equivalía unas 500.000 firmas. (150) La catástrofe de los partidos políticos no sirvió para subsanar las deficiencias que afectaban a las organizaciones políticas tradicionales, sino que más bien sucedió lo contrario. El espacio político dejado por el APRA, AP, el PPC e IU lo ocuparon unos movimientos políticos, como C90-NM, que reflejaban, exagerados, los mismos vicios -el personalismo, el caudillismo y la ausencia de democracia interna, entre otros- que habían afectado a estos partidos desde 1980, pero que, a cambio, carecían de algunas de sus virtudes, como la presencia de una estructura organizada de ámbito nacional y la existencia de unos programas definidos que fueran más allá de lo meramente coyuntural. A primera vista, los resultados de las elecciones generales de 1995 y la aplicación de una ley que temporalmente alejaba del juego político a la mayoría de las organizaciones opositoras dejaban al oficialismo el camino libre de

149 Si la debacle afectaba a todos los partidos que dominaron la escena política y electoral de Perú durante la década de los 80, en el caso de la izquierda peruana, representada en IU, la magnitud de la catástrofe tenía una mayor entidad; así, en la elección presidencial de 1995, Fujimori había obtenido una cantidad de votos que superaba en 111 veces a los conseguidos por el candidato de IU. 150 De hecho, sólo Acción Popular, el partido del ex presidente Belaúnde, consiguió en un tiempo récord reunir el número de firmas que exigía la Ley 26452, pudiendo así concurrir a las elecciones municipales de noviembre de ese año 1995.

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obstáculos. Sin embargo, la realidad era diferente; pese a las apariencias, como ya hemos expuesto en este trabajo, ni la ciudadanía estaba sumida en la completa anomia ni había entregado un cheque en blanco al Presidente. Tendrían que transcurrir sólo siete meses desde las elecciones de abril de 1995 para que se pusiera nuevamente de manifiesto, como en las elecciones municipales de enero de 1993 y en el referéndum constitucional de octubre de ese mismo año, que el proyecto autoritario de Fujimori tenía también unos límites claros en el escenario electoral. En este contexto, las elecciones municipales de noviembre de 1995, supusieron, como las municipales de 1993, un sonoro fracaso para el régimen fujimorista. La promulgación del decreto ley “antiBelmont” 776, que reducía drásticamente la autonomía fiscal del municipio de Lima, supuso la ruina política del alcalde Alejandro Belmont, pero no evitaría la derrota electoral del candidato oficialista en la capital del Estado. La decisión tomada por la dirección política de UPP de no presentar candidatos a las elecciones municipales era, en principio, un acontecimiento que favorecía al oficialismo, pero también a Acción Popular, único partido que había conseguido, en ese momento, su reinscripción en el JNE. No obstante, Fujimori decidió jugarse estas elecciones solamente a dos cartas, ya que como tales únicamente presentaba candidatos oficiales a las alcaldías de Lima y Callao. Como candidato a la alcaldía de Lima, en representación de la lista de C90- NM, el elegido era Jaime Yoshiyama, ex presidente del CCD y considerado el “delfín” político del Presidente. Frente al poder del aparato estatal, sólo un candidato parecía tener capacidad para proyectar alguna sombra sobre Yoshiyama; éste era Alberto Andrade, que encabezaba la lista del movimiento independiente Somos Lima. Andrade no era un desconocido, como lo demostraba el hecho de que en las elecciones municipales de 1993, representando entonces al PPC, había sido elegido alcalde del distrito de Miraflores, el más selecto de la capital, con más del 90% de los votos válidos; posteriormente, con su oportuno distanciamiento del partido cristiano se había labrado una imagen, al más puro estilo fujimorista, de candidato “independiente, técnico y no político”. Somos Lima era un movimiento político personalista y de alcance provincial que se presentaba como una alternativa independiente, modesta y conciliadora; no obstante, pronto se granjeó tanto el apoyo informal de una parte de la oposición como la animadversión del oficialismo. El candidato fujimorista en Lima fue investido “con todo el apoyo” -eslogan principal de la campaña de Yoshiyama- de su padrino político, traducido en una incesante actividad electoral que incluía visitas, repartos de víveres y donaciones diversas en los distritos y barridas más pobres de la ciudad. A pesar de este derroche, el resultado electoral fue adverso para el régimen; enfrentados

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en un claro cuerpo a cuerpo, Andrade conseguía el 52´1% de los votos válidos frente al 47´9% de Yoshiyama. Además, en Callao, otro candidato independiente, también antiguo militante del PPC, derrotaba al candidato de C90-NM. Siete meses después de su aplastante triunfo en las elecciones generales, el oficialismo cosechaba una derrota electoral tan contundente como inesperada. Pero, otra vez, como sucedió después de las elecciones municipales de 1993, el régimen, en lugar de tender vías al diálogo, reaccionaba con un desplante autoritario; nada más conocerse los resultados de Lima, Fujimori colocaba a Yoshiyama a la cabeza del omnipresente Ministerio de la Presidencia, que incrementaba aún más sus funciones y recursos económicos. El Presidente ponía en marcha contra Andrade la misma estrategia que tan buenos resultados le había dado para agotar el crédito político de Belmont. En el ámbito nacional, los grandes triunfadores de las elecciones municipales de 1995 en la mayoría de los municipios y provincias de Perú eran los candidatos independientes, que consiguieron el 55´7% de los votos válidos, llegando al 76´3% si sumamos los votos logrados en Lima por el candidato del movimiento Somos Lima. La alianza oficialista C90-NM apenas si obtenía el 19% de la votación válida y Acción Popular, que no se enfrentaba a una oposición partidaria, sólo llegaba hasta el 5´11%. (151)

151 Para tener una mejor percepción de las dimensiones de la debacle sufrida por los partidos políticos peruanos basta hacer un repaso de los resultados correspondientes a las elecciones municipales, anteriores a las de 1995, celebradas durante las décadas de los 80 y los 90 del pasado siglo XX, partiendo de los datos del JNE y la ONPE -elaboración propia-. De los 148 alcaldes provinciales elegidos en Perú durante el período 1981-1983, 104 -el 70´3% del total- representaban a Acción Popular, entonces partido gobernante; unidos a los 22 alcaldes del APRA, a los 14 de IU y a 6 más elegidos en otras listas partidarias, daban como resultado que el 98´7% de los bastones de mando en las capitales provinciales estaban en las manos de dirigentes partidarios. Para el período 1984-1986, de un total de 155 alcaldes provinciales, 78 -el 50´3%- eran del APRA; si a ellos les añadimos los 36 de AP, los 31 de IU y los 6 elegidos en listas de otros partidos, como el PPC y el Frenatraca, tenemos que el 97´4% representaban a los partidos políticos tradicionales. Durante el período 1987-1989, de 174 alcaldes provinciales, nada menos que 161 -el 92´5%- pertenecían al APRA, partido del presidente Alan García; diez alcaldes eran de IU y dos más representaban a otros partidos políticos; en total, el 99´4% de los alcaldes provinciales peruanos tenían una filiación partidaria. Durante el período 1990-1992, los partidos tradicionales mantuvieron el control político en las capitales provinciales. De 161 alcaldes elegidos -en algunas provincias SL consiguió boicotear las elecciones municipales celebradas a finales de 1989-, 70 -el 43´5%- representaban, como fuerza política más votada, al Fredemo; unidos a los 47 de IU, los 27 del APRA y otros 7 que pertenecían a distintos partidos, el resultado suponía que el 93´8% de los alcaldes provinciales lo eran en representación de organizaciones partidarias. Sin embargo, como hemos visto, el sillón municipal de Lima había sido ganado por el independiente Ricardo Belmont. En las elecciones celebradas en enero de 1993, el panorama político y electoral en el ámbito municipal experimentará una sustancial transformación, aunque sin suponer aún una debacle partidaria. De los 183 alcaldes provinciales -respecto al período anterior su número se había incrementado como consecuencia de la creación de nuevas provincias y de la pérdida de capacidad de SL para interrumpir los procesos electorales- elegidos para el período 1993-1995, 71 -el 38´8%- encabezaban listas independientes de carácter estrictamente provincial y, en menor medida, respaldadas por movimientos

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Como se refleja con claridad en la nota a pie de página inmediatamente anterior a este párrafo, el fracaso de los partidos políticos peruanos en las elecciones generales de abril de 1995 era la antesala de la catástrofe sin paliativos que para ellos supusieron las elecciones municipales celebradas en noviembre de ese año. Hasta entonces, en el ámbito municipal los partidos políticos, a pesar de su creciente crisis de legitimidad y representación, habían logrado mantener unos altos niveles de aceptación popular y electoral. No obstante, a esta afirmación hay que hacerle una reserva; muchos alcaldes “partidarios” eran, en realidad, caciques locales o provinciales, altamente versátiles y oportunistas, que no duraron en romper con los partidos y fundar sus propios movimientos o, simplemente, cobijarse al amparo del fujimorismo. Frecuentemente los caciques mantenían una relación de naturaleza simbiótica y clientelar con los partidos; los primeros ponían los votos y los segundos la organización y cobertura políticas. En este ambiente desideologizado, resultaba fácil mudar de “camiseta” política y perpetuarse al frente de los ayuntamientos. No obstante, aunque resulte a primera vista paradójico, los partidos políticos tendrían en Fujimori a un involuntario valedor. Según se reafirmaba, desde finales de 1995, el proyecto autoritario del fujimorismo, mayor iba a ser la resistencia ciudadana al mismo; en consecuencia, aunque los peruanos mayoritariamente seguían dando la espalda a los partidos y confiando en los independientes, no por ello querían que desaparecieran completamente de la escena política. Según los datos de las encuestas realizadas por APOYO S.A. - véase Pease (1999: 124)-, el nivel de confianza en los partidos pasó del 14%, en 1994, al 22% en el año 1997; y si tenemos en consideración los resultados de una encuesta realizada, en febrero de 1997, por Datum Internacional (Idem: 125), el 78% de los consultados creía que los partidos eran importantes para la democracia, aunque el 39% consideraba que deberían desaparecer aquellos fundados antes de 1990. Así las cosas, la ciudadanía peruana, sin decidirse a avalar un proyecto de naturaleza autoritaria, pero sin confiar tampoco en los partidos, se lo pone difícil a la Ciencia Política. En palabras del analista peruano R. Grompone (1999: 256): “En el plano de la buena teoría y en las aspiraciones del mejor desenlace posible debe suponerse que la democracia para afirmarse requiere de la existencia de partidos políticos. En el caso peruano, sin embargo, se me ocurre que este supuesto tiene mucho más de pretensión normativa que de signo de descripción de perspectivas futuras”.

políticos de ámbito nacional como C90-NM y el FIM. Pero, 42 alcaldes eran de AP, 26 del APRA, otros 26 de IU, 9 del Frenatraca, 6 del PPC y 3 más de distintos partidos; en total, sumaban 112 sillones provinciales, lo que suponía que el 61´2% de los alcaldes de capital estaban asociados a los partidos políticos.

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4. El poder en la sombra. Una aproximación a la biografía y personalidad de Montesinos.

No podríamos tener una visión suficientemente certera del fujimorismo si prescindiéramos del papel que durante varios años desempeñó Vladimiro Montesinos Torres, el informal asesor presidencial y jefe de facto del SIN. Como ya hemos expuesto en el Capítulo IV de este trabajo, a partir del golpe de Estado de abril de 1992, se consolidó en el seno de la coalición dominante un esquema de poder altamente centralizado que, en la práctica, estaba personificado en el triunvirato que formaban Fujimori, el general Hermoza y Montesinos. Con el paso del tiempo, sobre todo desde el año 1996, Vladimiro Montesinos se convertiría en una pieza fundamental en el engranaje del régimen; probablemente no hay en la historia republicana de Perú otro personaje que, sin deber su función de gobierno a una elección o a la ocupación de un cargo de naturaleza institucional, haya acaparado tanto poder. (152)

4.1. Apuntes biográficos.

No hace mucho tiempo, la periodista S. Bowen (2000: 56) consideraba como un hecho sorprendente lo poco que se sabía de Montesinos si se tenía en cuenta el extraordinario poder que acaparaba. (153) Actualmente, sin embargo, estamos en disposición de conocer detalles suficientes y esclarecedores de la biografía y de la compleja personalidad de este camaleónico personaje; la difusión, a partir de septiembre del 2000, de los primeros “vladivídeos” y cintas de audio ha puesto en manos de los investigadores, y del público interesado en general, un material muy valioso para tener un mejor conocimiento de quien manejó en la sombra los hilos del poder en Perú. Formado en la Escuela Militar de Chorrillos, no fue un cadete brillante; perteneciente a la promoción de 1966, ocupó un discreto puesto 39º de entre 71 oficiales egresados. No obstante, pronto demostraría que tenía grandes habilidades para medrar cerca de los poderosos. A mediados de la década de los 70, en pleno período de gobierno militar en Perú, ya se había situado en el círculo del influyente general Mercado Jarrín, sin, por ello, dejar de relacionarse con otros militares, como los generales Gallegos, ministro de

152 Consideramos a Esparza Zañartu como el antecedente más cercano a lo que representó Montesinos. Este oscuro personaje, desde su informal puesto de “director de gobierno” en tiempos de la dictadura odriísta (1948-1956), era el encargado de tomar las decisiones más importantes en materia de seguridad, imponiéndoselas al ministro de turno; en una ocasión, entró en el despacho del general Noriega, entonces ministro de Interior, para “despedirle” del cargo. 153 Transcurridos tres años, la propia Bowen ya estaba en condiciones de dedicar un libro completo al análisis de la figura de Montesinos. Véase: BOWEN, Sally y Holligan, Jane (2003). El espía imperfecto. La siniestra trama de Vladimiro Montesinos. Lima: Ediciones Peisa.

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Agricultura, y Fernández Maldonado, ministro de Guerra. Fue en esta situación, cuando, en 1976, el entonces joven y ambicioso capitán del ejército peruano se convirtió en el protagonista de un rocambolesco suceso que le llevó, al regreso de un extraño viaje realizado a Estados Unidos, a ser arrestado, juzgado, condenado y encarcelado por la comisión de delitos de desobediencia y falsedad; aunque salía absuelto del cargo de “traición a la patria”, no pudo, en 1977, evitar su expulsión de las FFAA. (154) Dos años después de ocurrido este affaire, Montesinos ya se hallaba en libertad; sin embargo, una nueva acusación le llevaría, en 1983, a fugarse a Ecuador; desde aquellos años, se había colocado en las instalaciones y establecimientos militares peruanos una fotografía suya advirtiendo que tenía prohibido el acceso a cualquier recinto castrense. Mientras tanto, el ex capitán se había convertido en abogado, actuando, entre los años 1978 y 1986, en la defensa de narcotraficantes colombianos y de militares y policías peruanos juzgados por casos de drogas. Según E. Dammert (2001: 208), a comienzos de la década de los 80, Montesinos ya había organizado una red, integrada por policías, fiscales y jueces corruptos, para actuar a favor de sus clientes implicados en casos de narcotráfico; en esos años, ya estaría familiarizado con el uso de tácticas y procedimientos mafiosos que, mediante el recurso al soborno de policías, secretarios de juzgados, jueces y fiscales y a las amenazas y chantajes, tenían por finalidad la desaparición de documentos y expedientes que relacionaban a sus clientes con la comisión de delitos y la consiguiente absolución de los presuntos delincuentes. Desde esta situación de marginalidad, Montesinos lograría, a finales de los 80, establecer contactos con Hugo Denegri, Fiscal de la Nación, y con el general

154 En una entrevista, publicada bajo el título “De urnas y golpes” -véase Caretas, nº 1574, de 1/7/1999-, el general Morales Bermúdez rememora que, siendo Presidente del Gobierno Militar, tuvo conocimiento de que, en 1976, el capitán Montesinos había sido separado del Ejército por la comisión de varios delitos; uno de los cargos por el que fue condenado tenía que ver con la falsificación de una resolución suprema, supuestamente firmada por el propio general Morales y por el general Arbulú Galliani, comandante general del Ejército, que concedía a Montesinos un permiso para realizar un viaje oficial a Estados Unidos. Posteriormente, el diario limeño La República publicaba, el 6/7/2001, el contenido de unos documentos recientemente desclasificados por el Gobierno de Estados Unidos; estos documentos confirmaban que Montesinos mantenía, desde el año 1976, relaciones con la CIA, con la Agencia de Seguridad Nacional -NSA- y con algunos militares del Pentágono. De este modo, había recibido una invitación de la Secretaría de Estado para viajar a Estados Unidos entre los días 5 y 21 de septiembre de 1976. Esta invitación habría sido tramitada a través del embajador estadounidense en Lima; ya en Washington, Montesinos tendría como anfitrión a Luigi Einaudi, que, años después, ocuparía el cargo de subsecretario general de la OEA. Sin embargo, el hecho cierto era que Montesinos no tenía un permiso oficial del Gobierno peruano para viajar a Estadios Unidos; lo que explica que falsificara, a tal fin, un documento. En adelante, el megalómano Montesinos se referiría a este oscuro asunto buscando un paralelismo entre su caso y el de un oficial japonés que, durante el conflicto bélico que enfrentó, en 1905, a Rusia con Japón se había convertido en mártir para evitar que quedara al descubierto una secreta y patriótica operación.

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Edwin Díaz, jefe del SIN; entonces, ya habría abandonado los casos de defensa de narcotraficantes para dedicarse a asesorar a algunos altos mandos militares que, como el general Valdivia, estaban inmersos en procesos judiciales relacionados con casos de violación de los derechos humanos como consecuencia de la guerra antisubversiva. Su gran oportunidad le llegaría, no obstante, durante las elecciones de 1990 al entrar en contacto, como ya hemos señalado, con el candidato Fujimori, agobiado por algunos pequeños pleitos que tenía en los tribunales de justicia. En unas pocas semanas, el ex capitán se ganó la confianza del recién elegido presidente. Cuando Fujimori asumió, el 28 de julio de 1990, el cargo, Montesinos ya había afianzado su posición en el entorno presidencial, ejerciendo labores de “asesor legal personal” del Presidente; poco después, antes de finalizar el año 1990, ya era el enlace oficioso entre las FFAA y Fujimori, que, en 1992, reconocía públicamente que Vladimiro Montesinos trabajaba, bajo sus órdenes, “ad honorem” y por patriotismo al servicio del país.

4.2. La personalidad y el estilo de un personaje oscuro y controvertido.

Algunas facetas de la biografía de Vladimiro Montesinos ya nos ponen sobre la pista para saber que nos hallamos ante un personaje amoral, sin escrúpulos, megalómano y oportunista. (155) F. Loayza (2001: 45) -persona que le conocía desde comienzos de la década de los 70 y que fue el encargado de ponerle, en 1990, en contacto con Fujimori- traza del ex jefe de facto del SIN un sombrío retrato. De él destaca la habilidad para la traición -como pudo comprobar en persona el propio Loayza-, la avidez por el dinero y el poder, una carencia absoluta del sentido de la amistad y un entusiasmo ilimitado para tejer intrigas y trampas. (156) Sin embargo, en aquellos tiempos, Montesinos aparentaba

155 Anecdótico en este sentido resulta que, en 1992, Montesinos, tras la captura de Guzmán, patrocinase la modificación, para su endurecimiento, del régimen carcelario. Cuando nueve años después -caprichos del destino-, sea el propio Montesinos el que ingrese, como reo, en el penal de la Base Naval del Callao, diseñado bajo su dirección, y se le aplique el reglamento vigente, el ex jefe de facto del SIN lo juzgara contrario a los derechos humanos, declarándose en huelga de hambre y amenazando con llevar su caso ante la CIDH, cuya jurisdicción había desconocido durante varios años. 156 F. Loayza (2001: 83) relata que, en junio de 1990, la noche del triunfo electoral de Fujimori frente a Vargas Llosa, enterado Montesinos de que el candidato vencedor había invitado a algunos asesores a cenar en un “chifa” -restaurante chino peruano-, le hizo llegar el aviso de que el cocinero le iba a envenenar; Fujimori se “tragó” la patraña y no probó bocado durante la celebración. Como señala F. Rospigliosi (2000: 15), el modelo de operar de Montesinos era “sencillo y diabólico”; fabricaba unas historias que luego contaba a Fujimori, quien se las creía todas, especialmente si tenían una naturaleza conspirativa. F. Igartua (2000: 14-15) cuenta que, siendo director de la revista Oiga, en 1989, Montesinos le visitó en varias ocasiones para que le pusiera en contacto con el entonces candidato presidencial Vargas Llosa; según Igartua, le pretendía “vender” que existía en el SIN un complot para asesinar al candidato

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haber asumido el “proyecto revolucionario” de las FFAA con total pasión, hasta el punto de declararse antioligárquico, antiaprista visceral y cercano a las tesis prosoviéticas del PC. (157) Todas estas consideraciones acerca de la personalidad y de los modos de hacer revelados por Montesinos quedaron corroboradas tras la difusión de varios centenares de vídeos y cintas de audio que él mismo ordenó grabar. Hechas las grabaciones sin el conocimiento de la mayor parte de los “cazados” en estas valiosas pruebas documentales y testificales, el ex jefe de facto del SIN tenía en este arsenal audiovisual el mejor instrumento para chantajear a los personajes relacionados con la red de corrupción que él dirigía. Posteriormente, el destino y un cambio de suerte, han convertido estos documentos en unas pruebas irrefutables del enorme calado, con caras y nombres propios, que tenía la corrupción en el régimen fujimorista. Las cintas de vídeo y audio nos muestran a un personaje plenamente consciente de su extraordinario poder, desenvuelto en el ejercicio de las funciones “presidenciales”, presuntuoso, megalómano y con un punto de vulgaridad. En los extractos de los vídeos numerados como 880 y 881, grabados a finales de abril de 1999 y publicados por el diario La República el 12/2/2001, Montesinos se autodefine como un hombre hecho para trabajar en la sombra, pues, si eso no le gustase, sería ministro; al mismo tiempo, señala que su trabajo, al que define como “académico e intelectual”, le lleva ocupando las 24 horas del día desde hace ocho años, siendo su “problema” que no salía a la calle, ni iba al “cinema” o a los restaurantes. Lo cierto era que las apariciones públicas de Montesinos fueron muy escasas. Hasta octubre de 1996, el reputado como segundo hombre más poderoso de Perú no había hecho aparición pública y oficial alguna; entonces la ocasión lo merecía. En agosto de 1996, un conocido narcotraficante peruano le había asociado con las redes internacionales implicadas en el tráfico de cocaína; en consecuencia, resultaba lógico que quisiera lavar su maltrecha imagen. Para ello aprovechó la visita que, dos meses después, realizó a Lima el “zar” antidrogas del Gobierno de Estados Unidos, general MacCaffrey; una fotografía, dándose la mano con el enviado del presidente Clinton, contribuyó, muy a pesar de MacCaffrey, a sacar temporalmente del atolladero al hábil asesor de Fujimori. En abril de 1997, Montesinos salió de nuevo a la palestra para reivindicar su papel como “cerebro” de la “Operación Chavín de Huántar”, que puso fin a la toma de la residencia del embajador japonés en del Fredemo. También el ex presidente García ha declarado -véase el diario limeño Expreso, de 11/2/2001- que, en 1988, le visitó un amigo para comunicarle que estaba en marcha un inminente intento del golpe de Estado, aconsejándole que acudiera al café Atlantic donde el “doctor Montesinos” le daría más información acerca de esta cuestión; García asegura que no acudió a la cita. 157 El padre de Montesinos, ferviente admirador de la revolución rusa, le registró con el nombre de Vladimiro Ilich (Montesinos Torres).

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Lima por parte de un comando del MRTA. Su tercera aparición pública, si exceptuamos unas breves e improvisadas declaraciones realizadas, en septiembre de 1998, con motivo de una visita a la sede de la DINCOTE, tuvo lugar en abril de 1999, cuando oportunamente apareció al lado de Fujimori en un programa emitido por el canal América Televisión; en esta ocasión, se despejó definitivamente lo que ya era un secreto a voces desde hacía años: Montesinos llevaba nueve años trabajando en el SIN. La cuarta aparición oficial de Montesinos tendría un impacto mediático bien diferente; en agosto del 2000, su comparecencia ante los medios de comunicación, junto al Presidente y los miembros de la cúpula militar, para explicar la actuación del Gobierno en la llamada “Operación Siberia”, marcó, como veremos, el principio del fin para el régimen fujimorista. El material audiovisual incautado pone también de manifiesto las dotes de Montesinos para la adulación y para el manejo interesado de las relaciones personales; de este modo, adaptaba su estilo, lenguaje y modales a la idiosincrasia de sus distintos interlocutores. A las personas, excepción hecha de Fujimori, que formaban parte de su entorno más próximo y a aquellas que, sin pertenecer a él, consideraba más maleables, Montesinos acostumbraba a “hermanearlas” y “compadrearlas”. ( 158) Como señala H. Neira (2001: 62-63), en Perú el hermaneo es el estadio superior del tuteo, un signo máximo de igualdad, confianza e intimidad. Pero, Neira añade: “Hermanear es tontear, engañar, cojudear, un impulso que transciende la necesidad de sociabilidad, un esfuerzo de cortesanía que anula desde el inicio toda la conflictividad....Conseguida la aproximación por el tuteo (hasta ahí normal), la fusión con el hermaneo (exageración que tiene su trastienda), viene la necesidad de aplicación, todo es preparativos. El fin es la agresión. Las fintas de la cortesanía acaban en la puñalada trapera. Conversar, en este caso, casi equivale a conspirar”. Cuando los interlocutores de Montesinos no eran parte de su círculo habitual de relaciones, lo mismo podía poner de manifiesto una actitud de interesado respeto que de desconfianza; en ambos casos, pretendía finalmente engañar y someter. (159)

158 Son frecuentes en el discurso montesinista las expresiones populares del tipo: “¡no, hermano!”, “¡oye, hermano!”, “¡tu mujer te va a entender, hermano”, “¡no va a haber recibo, ni cojudeces, hermano!”. Así, lo mismo hermanaba a poderosos “compadres”, como Víctor Joy, varias veces ministro y presidente del Congreso y del Consejo de Ministros, o el general Bergamino, ministro de Defensa, que a magistrados corruptos, como Montes de Oca y Serpa, a los que menospreciaba. 159 Por ejemplo, a Agustín Mantilla, otrora poderoso ministro de Interior con Alan García, Montesinos le trataba como “amigo” o “don Agustín”, pero, a sus espaldas, se refería a él como el “maricón” Mantilla. Y es que el jefe de facto del SIN hacía alusiones muy despectivas respecto de terceros ausentes a los que odiaba o despreciaba; así, citando únicamente algunos ejemplos, del general MacCaffrey decía que era un “cojudo”, del ex presidente Belaúnde que un “loco” y del Fiscal de la Nación, Aljovín, que un “títere” (no faltándole en este último caso razón).

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4.3. El poder al servicio de un proyecto connotadamente mafioso.

Montesinos habría fracasado en su empeño si muchas personas no hubieran estado disponibles y dispuestas para colaborar con él. En última instancia, como señala Neira (2001: 68), el corruptor necesita que el corrompido extraiga la corruptibilidad de sus propias reservas de amoralidad; en este sentido, Montesinos, que es un demoledor social, no convence a nadie, a lo más explica, aclara. El jefe de facto del SIN era un jugador de ventaja, que conocía las debilidades, las ambiciones y los problemas personales, económicos, familiares y profesionales de los potenciales corruptos; de este modo, dependiendo de la situación y del personaje, les ofrecía dinero, cargos y favores judiciales. Desde su privilegiada posición al lado del Presidente, en torno a Montesinos se tejió, como analizaremos más adelante, una compleja y extensa red de corrupción galopante y tintes mafiosos que incluía a militares, policías, ministros, congresistas, prohombres del fujimorismo, jueces, fiscales, magistrados, empresarios y propietarios de medios de comunicación. Dentro de esta red, algunos personajes, como el general Hermoza o el influyente empresario y político fujimorista Víctor Joy, también pusieron de manifiesto su capacidad para montar su propia trama. En este contexto, consideramos que resulta muy difícil de asumir que Fujimori desconociera lo que diariamente ocurría a su alrededor; por el contrario, creemos que, mayormente por omisión, amparaba las actuaciones de sus corruptos subordinados y colaboradores. A cambio de lealtad y de la prestación de algunos servicios valiosos, el Presidente hacía la vista gorda y parecía ignorar los actos y negocios ilícitos que enriquecían a las personas que le rodeaban y compartían con él el poder. Cuando, según argumentamos en este trabajo, desde finales de 1998, Fujimori comience percatarse de que el proyecto político y económico que había abanderado presentaba signos de agotamiento, también se dará cuenta de que no puede dar marcha atrás; ese momento será aprovechado por el “mayordomo” para apear al amo y tomar las riendas del poder. De este modo, apoyado por sus antiguos compañeros de la Escuela Militar de Chorrillos, aupados a los altos cargos de la cúpula castrense, Montesinos “convencerá” a su socio presidencial de que era imprescindible la reelección en las elecciones del año 2000; sin duda, lo era para el jefe de facto del SIN, pero creemos que Fujimori tenía un margen de actuación que le habría permitido rehusar su participación en este proyecto anticonstitucional. (160)

160 Montesinos no sólo detentaría una parcela, independizada de Fujimori, de poder personal y autónomo, sino que también tenía su propia guardia pretoriana. A tal fin, el denominado Escuadrón Júpiter estaba integrado por unos 200 militares y policías, los conocidos como “ositos”, que conformaban un cuerpo paraestatal de élite. Del Escuadrón Júpiter dependían -véase Caretas, nº 1744, de 24/10/2002- otros grupos menores, como “Cobra” y “Omega”, especializados en labores específicas de custodia y vigilancia.

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5. Las dimensiones de la corrupción durante el régimen fujimorista.

La corrupción es uno de los fenómenos que más lacera y debilita a la democracia; si siempre es una causa que provoca la pérdida de confianza de los ciudadanos en sus gobernantes, en los países pobres con regímenes democráticos frágiles, como Perú, puede arruinar cualquier posibilidad de consolidación democrática. Sin embargo, y así se reconoce en un informe de la Comisión Andina de Juristas (2002: 53), la corrupción no es un fenómeno nuevo en Perú, ni en el resto de las repúblicas latinoamericanas; como tal, habría encontrado un buen caldo de cultivo en la ausencia de un marco insti- tucional estable y en la existencia de un Estado “teórico y desorganizado”. (161) En este sentido, en varias ocasiones (Cavarozzi, 1993; Grompone, 1994; Comisión Andina de Juristas, 1999 y 2000; Dargent, 2001) se ha señalado que, aun siendo la corrupción un mal endémico en Perú, durante el régimen fujimorista se desbordó de tal manera que el país se convirtió en una caso extremo de “cleptocracia”. Si en la década de los 80, Perú estaba sumido en una peligrosa espiral de hiperinflación y violencia política, durante la década de los 90, sobre todo en su segunda mitad, la corrupción se convirtió en el “estado natural” del país, afectando, casi por completo, al Poder Judicial, al Congreso, al resto de las instituciones y administraciones del Estado -con la única excepción de la Defensoría del Pueblo- y a las FFAA, como también, en una medida no desdeñable, al ámbito empresarial, principalmente a los propietarios de los canales de televisión. En el apartado segundo del Capítulo IV ya hemos hecho referencia a la implicación de los altos mandos de las FFAA, en connivencia con Montesinos y su red de corrupción, en el cobro de comisiones por la compra de armamento y equipos militares; mediante estos procedimientos ilícitos, el general Hermoza y su camarilla se embolsarían unas jugosas cantidades de dinero. (162) Respecto

El ex jefe nominal del SIN, contralmirante Rozas, ha declarado -véase el diario Expreso, de 1/12/2000- que Montesinos contaba, para su servicio personal, con una dotación compuesta por 300 efectivos, encargados de garantizar su seguridad por encargo de la “alta dirección”. El jefe de facto del SIN tenía, además de sus dependencias en la sede del SIN, un lujoso búnker de 2.000 metros cuadrados ubicado en una prestigiosa urbanización balnearia a las afueras de Lima. 161 Según los resultados de una encuesta realizada, en julio de 1990 -por lo tanto, antes de iniciar Fujimori su primer mandato-, por APOYO S.A. -véase Rospigliosi (1992: 347)-, el 97% de los encuestados creía que en Perú existía “un alarmante nivel de corrupción”. 162 La adquisición, en 1998, de treinta aviones militares a Bielorrusia supuso para la mafia cívico- militar el cobro, en concepto de coimas y comisiones, de 274 millones de dólares. En marzo del 2001, Víctor Alberto Venero, uno de los testaferros de Montesinos, declaró ante la Comisión Waisman del Congreso peruano que había abonado al ex jefe de facto del SIN una cantidad de 36 millones de dólares en concepto de comisiones por la adquisición de material militar, además de haberle entregado varios automóviles de lujo. Por otra parte, a finales de octubre del 2001, la Subcomisión Estrada del Congreso peruano informaba que Montesinos había recibido, entre los años 1992 y 2000, de las FFAA y de los ministerios de Interior y de Defensa 258 millones de soles peruanos -unos 105 millones de

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a esta cuestión, E. Obando (2001: 301-302), sin eximir de culpa a los militares peruanos, considera que si existe corrupción en las FFAA es porque al mismo tiempo existe una sociedad corrupta de la que los ejércitos son un espejo; de este modo, la presión social no actúa a favor del cumplimiento de las normas, sino para que sean burladas. En este contexto, a la difusión de la corrupción entre los militares habrían contribuido también una serie de causas específicas, entre las que se incluyen: el sistema de control mafioso implantado por el poder civil en el interior de las FFAA, el mal ejemplo dado por los altos mandos militares al ser los primeros en corromperse, los bajos sueldos percibidos por los oficiales y los deficientes criterios seguidos en la selección de los cadetes que no toman en consideración los aspectos éticos y morales. Otro importante factor de corrupción, que ya se arrastraba desde los años 70, devino del incremento de las actividades relacionadas con el mundo del narcotráfico, especialmente en las zonas de producción cocalera y entre los militares y policías destinados en ellas; desde comienzos de los años 80, la creciente presencia militar y policial en el Alto Huallaga, principal región en la producción de coca, para hacer frente a SL y al MRTA no haría más que agravar el problema. Sin embargo, será durante la década de los 90 cuando las redes del narcotráfico penetren con mayor intensidad en el aparato estatal; en todo caso, el fenómeno no era nuevo, habiéndose producido ya sonoros escándalos, como precisan Gorriti (1988) y Barandiarán (1995), durante los gobiernos de Morales Bermúdez, Belaúnde y García. (163) La degeneración corrupta y autoritaria del régimen de Fujimori también se vio facilitada por la situación de endeblez crónica que embargaba a las instituciones democráticas, agravada, como hemos expuesto, entre finales de los años 80 y comienzos de los 90 del pasado siglo XX. Según avanzaba la década de los 90, la democracia retrocedía, e incluso el Estado de Derecho estaba quebrando debido a los abusos cometidos por el Ejecutivo, la ausencia de control parlamentario, la corrupción del sistema judicial y la dólares al tipo de cambio medio durante ese período-. Otra fuente de lucro ilícito para Montesinos y sus socios militares provenía de los fondos de pensiones y de ayuda social para militares y policías; así, por ejemplo, entre los años 1991 y 1999, la Caja de Pensiones Militar Policial vio reducidos sus activos de 124´14 millones de dólares a tan sólo 5´71 millones. 163 En abril de 1996, el presidente Clinton, con motivo de la presentación de un nuevo plan contra el narcotráfico, señalaba a Perú como el mayor productor mundial de hoja de coca, estimando su producción en 163.000 toneladas métricas en el año 1994, que ascenderían a 183.000 en 1995. No conocemos con precisión el impacto real del plan estadounidense sobre la situación peruana, aunque parece ser que sí ha dado resultados positivos; si tenemos en cuenta los datos publicados en un informe de la Comisión Andina de Juristas (2002: 238), la superficie destinada a la producción de hoja de coca pasó de 68.800 hectáreas en 1997 a 34.200 en el año 2000. Por otra parte, si consideramos los datos presentados por el Ministerio de Interior de Perú, el avance en la lucha contra el narcotráfico ha sido muy importante durante década de los 90; así, de los 5.725 kgs de droga decomisados en 1990 se habría pasado a los 29.128, 170.113 y 172.922 kgs, respectivamente, en los años 1995, 1996 y 1997.

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desprofesionalización y politización de las FFAA. El deterioro institucional y el aumento de la arbitrariedad fue alimentando, a partir de 1996, la formación de una conciencia crítica ciudadana en constante crecimiento. Como pone de manifiesto McClintock (1999b: 94), que toma como referencia los resultados de varios sondeos de opinión pública, si en 1990, el 32% de los peruanos consideraba que las elecciones que hasta entonces se habían celebrado en Perú eran fraudulentas, ocho años más tarde, en 1998, este porcentaje había ascendido hasta el 64%; asimismo, si en 1990, el 59% opinaba que el régimen político era poco o nada democrático, en 1998, así lo creía el 80%. El incremento de la corrupción y del autoritarismo tampoco pasaría desapercibido para Estados Unidos y la Unión Europea; así, en 1999, sendas resoluciones del Senado -Resolución 209- y de la Cámara de Representantes -Resolución 59- de Estados Unidos, que se unían a las declaraciones de la Secretaria de Estado, M. Albright, y de la Comisión Europea, apercibían al Gobierno peruano por su proclividad a la violación de los derechos humanos. Sin embargo, en el ámbito internacional en su conjunto estas percepciones no eran tan claras. Así, por ejemplo, en el informe de Transparency International que evaluaba el “Índice de Percepción de la Corrupción” durante el año 1998 - véase El País del 14/2/1999- en 64 países -de más a menos corrupto-, Perú ocupaba un discreto puesto 30º, con un índice de corrupción de 4´5, superado, en América Latina, por Paraguay, Honduras, Colombia, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Argentina, México, El Salvador, Brasil y Uruguay. Igualmente, si tenemos en cuenta la evaluación del año 2001 -véase El País del 28/6/2001-, los cambios son poco significativos; así, en el “Índice de Percepción de la Corrupción 2001” -en esta ocasión la valoración era de menos a más corrupto-, de un total de 91 países analizados, Perú, con un índice del 4´1, estaba situado en el puesto 44º. Según este informe, la corrupción era mayor en países latinoamericanos, como Brasil, Colombia, México, Panamá, El Salvador, Argentina, República Dominicana, Guatemala, Venezuela, Honduras, Nicaragua y Bolivia; países europeos, como Chequia, Bulgaria, Eslovaquia, Letonia y Rumania también eran considerados como más corruptos que Perú, que empataba con Polonia.

6. La puesta en marcha de un proyecto tendente a la perpetuación en el poder.

Como hemos expuesto en este trabajo, el incontestable triunfo obtenido por Fujimori en las elecciones generales de abril de 1995 no dio paso a un proceso de profundización democrática, sino que, al contrario, señaló el inicio de un período más autoritario y corrupto. De este modo, consideramos que, después

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de los dos comicios celebrados en 1995 -elecciones generales y elecciones municipales-, Fujimori y sus asesores civiles y militares, con Montesinos a la cabeza, comenzaron a sentar las bases de un proyecto tendente a la perpetuación en el poder que iba más allá de los límites marcados por la Constitución de 1993, que el régimen se había dado a sí mismo. A tal fin, se trazó una estrategia de carácter global, que implicaba el completo control y el sometimiento de las instituciones del Estado, las organizaciones de la sociedad civil y los medios de comunicación de masas; este plan, que fue tomando unos perfiles nítidos a partir de 1995, concedía al SIN y a su jefe de facto un rol protagonista en el proceso de demolición del régimen democrático. (164)

6.1. La captura de las instituciones del Estado.

El proceso que llevó a la sumisión de las instituciones del Estado al Gobierno se había iniciado en abril de 1992; en este sentido, el primer estadio se había cubierto cuando la mayoría oficialista del CCD hizo una dejación completa de sus funciones de control y fiscalización, plegándose al arbitrio del Ejecutivo. Culminando este proceso, en 1999, Fujimori, Montesinos y sus compinches, mediante tácticas corruptas y mafiosas, ejercían un control casi absoluto sobre el Congreso, el Ministerio Público, el Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Jurado Nacional de Elecciones y la Oficina Nacional de Procesos Electorales; además, tenían cooptadas y sometidas a las corrompidas cúpulas de las FFAA y de la Policía. En esta situación, sólo el Defensor del Pueblo, a duras penas, se resistía a una maquinaria de poder omnímodo y arbitrario. En el Congreso elegido en 1995, como anteriormente había sucedido con el CCD, la mayoría absoluta conseguida por el oficialismo le garantizaba al Ejecutivo el control sobre la institución que encarnaba al Poder Legislativo. Nada más constituirse, a finales de julio de ese año, el nuevo Congreso, el fujimorismo, quebrando una tradición larga que permitía a la oposición presidir aproximadamente la tercera parte de las comisiones parlamentarias, copaba la Mesa y la presidencia de todas las comisiones permanentes. Desde ese momento y hasta que se produzca el colapso del régimen autoritario, la mayoría oficialista en el Congreso no sólo aprobaría todas aquellas leyes que, incluso vulnerando la Constitución, beneficiaban con descaro al Gobierno, sino

164 En julio de 1995, Fujimori, al iniciar su segundo mandato consecutivo, nombró a Dante Córdova como presidente del Consejo de Ministros; sin embargo, de poco serviría el talante dialogante y moderado de Córdova, cuando sus funciones fueron ostensiblemente recortadas por el Presidente, siendo, finalmente, cesado en su cargo en abril de 1996. Con el cese de Córdova y el nombramiento en su sustitución de Alberto Pandolfi, personaje secundario aupado al cargo a la sombra de Montesinos, el régimen fujimorista ponía de manifiesto lo poco creíble que era el anuncio de apertura política hecho por Fujimori el 28 de julio de ese año 1995.

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que asimismo se encargaría de torpedear cualquier iniciativa de la oposición tendente a investigar los crecientes abusos gubernamentales. De este modo, el Congreso peruano se convirtió en el primer guardián del proyecto corrupto y autoritario; así por ejemplo, la defensa desvergonzada que algunos relevantes congresistas fujimoristas hicieron del jefe de facto del SIN era tan ardorosa que Montesinos acababa convertido en una especie de padre y salvador de la Nación ante la aquiescencia de la mayoría silente que conformaba la “bancada provinciana” de C90-NM, liderada por Absalón Vásquez, un antiguo dirigente aprista. Durante años, los esbirros del régimen, serviles con el poder y prepotentes con la minoría opositora, se encargaron de convertir a Fujimori y Montesinos en símbolos vivos de la Nación peruana y personificación del Estado; cualquier crítica hecha a sus personas era considera como un ataque directo a los sacros intereses nacionales. (165) El proceso de aniquilamiento de las funciones de control y fiscalización propias del Parlamento fue acompañado por la puesta de manifiesto de una actitud negligente que permitía que el Gobierno dictara una cantidad desmesurada - más de mil entre abril de 1992 y septiembre del 2000-, sin trámite parlamen- tario, de decretos de urgencia y supremos. Estos decretos, la mayoría relacio- nados con la cuestión de la pacificación nacional y con la adquisición de armas y equipos militares, llevaban aparejados la dotación de importantes partidas financieras, convirtiéndose, en la práctica, en una fuente de corrupción. (166) Sometido el Congreso, el fujimorismo extendió sus tentáculos hacia un desprestigiado Poder Judicial. En noviembre de 1995, con el pretexto de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial, se creó la Comisión Ejecutiva del Poder Judicial -CEPJ-, cuyo alumbramiento fue calificado por la oposición como un “golpe de Estado al Poder Judicial”. Hasta el año 1996, Santiago Fujimori se encargó de las labores de coordinación en las relaciones establecidas entre el Ejecutivo y el Poder Judicial; tras su forzado alejamiento del poder, Montesinos asumió las funciones de control de los jueces, actuando a través de personas interpuestas. En este contexto, Blanca Nélida Colán se erigió en el brazo ejecutor de los designios del fujimorismo en el Ministerio Público; mediante la promulgación de sucesivas leyes, de dudosa constitucionalidad, Colán se mantuvo de facto al frente de la Fiscalía de la

165 González Arica (2001) nos ofrece una visión detallada del contenido kafkiano de las hilarantes intervenciones de los más significados representantes del fujimorismo en el Congreso. Bajo la batuta de Víctor Joy, el “hombre” de Montesinos en las relaciones con el Congreso, personajes como Daniel Espichán, , Enrique Chirinos, Luis Chang o César Larrabure, entre otros, orquestaron una campaña de propaganda política que elevaba a Fujimori y Montesinos a la categoría de “baluartes” de la democracia y “garantes” de la libertad de prensa en Perú. 166 Siguiendo este procedimiento, entre los años 1995 y 2000, se aprobaron, sin control parlamentario alguno, gastos por valor de más de 1.300 millones de dólares procedentes de la privatización de las empresas públicas.

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Nación durante ocho años, prestando grandes servicios a sus valedores. (167) Cuando, a comienzos de 1997, la situación legal de Colán era a todas luces insostenible, se nombró como sustituto a un Fiscal títere; previamente a este nombramiento, en junio de 1996, se había creado la Comisión Ejecutiva del Ministerio Público -CEMP-, presidida, como no podía ser de otro modo, por Colán. La CEMP se encargaría, en adelante, entre otras funciones, del nombramiento de los fiscales y del control del presupuesto judicial, asumiendo competencias que, hasta ese momento, habían correspondido a la Fiscalía de la Nación; asimismo se le asignaron a la CEMP otras funciones que pertenecían al ámbito jurisdiccional del Consejo Nacional de la Magistratura -CNM-, institución que, precisamente, había estimado como inconstitucional la ley que creaba la CEMP. Como consecuencia de estos hechos, varios magistrados del CNM, institución clave para garantizar la eficacia y la independencia de los jueces, renunciaron a sus cargos en señal de protesta y desacuerdo respecto a las medidas que sometían al control político del Gobierno a esta alta institución; posteriormente, mediante la promulgación, en 1998, de la Ley 26933, se procedía a un nuevo recorte de las funciones del CNM. A finales de 1998, por decreto, se prorrogó el período de vigencia de la CEMP y de la CEPJ con el pretexto de concluir la reforma del sistema judicial. Un año después, en enero del 2000, Colán, sin renunciar a la presidencia de la CEMP, era nombrada nuevamente Fiscal de la Nación; en las vísperas de las elecciones generales del 2000, el círculo se había cerrado. (168) El estado del Poder Judicial era aún más lamentable si tenemos en cuenta que, desde comienzos de la década de los 90, no había dejado de crecer el número de magistrados que ejercían el cargo, en régimen de suplencia o provisionalidad, sin ser titulares del mismo; situación que contribuía a incrementar el grado de dependencia de los jueces y magistrados respecto del Gobierno. Un paso más en este proceso se dio, en diciembre de 1997, al aprobar el Congreso una ley que homologaba en funciones y derechos a los magistrados provisionales, nombrados por el Gobierno y adictos al régimen, con los magistrados titulares; de este modo, se permitía también que los magistrados provisionales pudieran elegir a una parte de los miembros que integraban el Jurado Nacional de Elecciones, institución clave del sistema electoral. Al concluir el año 1997, 17 de los 33 vocales supremos que

167 En enero de 1994, se promulgó la Ley “Colán” 26288, que permitía a la Fiscal de la Nación conservar su cargo una vez que se había superado el período legalmente establecido; en julio de 1995, se publicó la segunda Ley “Colán” 26502, que prorrogó indefinidamente su irregular situación en el Ministerio Público. 168 Desde el año 1994, una veintena de vocales supremos, vocales superiores y jueces eran sobornados por el SIN, que les entregaba, a cada uno, 5.000 dólares mensuales. El magistrado Rodríguez Medrano era el representante de Montesinos en la mafia judicial, actuando como intermediaria la empresaria Matilde Pinchi Pinchi, una de los testaferros del jefe de facto del SIN.

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componían la Corte Suprema de Justicia eran provisionales; además, algunos de los 16 titulares no ocultaban su proclividad hacia el régimen fujimorista. Dos años después, en 1999, según los datos de la Oficina de Administración de las Cortes Superiores de Justicia, únicamente el 20% de los magistrados del Poder Judicial eran titulares, frente a un 65% de suplentes y un 15% que se hallaban en situación provisional. (169) Una de las novedades institucionales más interesantes introducidas en la Constitución de 1993 consistió en el reconocimiento -artículo 201º- del Tribunal Constitucional -TC- como órgano, autónomo e independiente, encargado del control de la Constitución. Asimismo, el artículo 177º del texto constitucional procedía a la división del Sistema Electoral en tres instituciones que, aunque coordinadas, eran autónomas: el Jurado Nacional de Elecciones - JNE-, la Oficina Nacional de Procesos Electorales -ONPE- y el Registro Nacional de Identificación y Estado Civil -RENIEC-. Básicamente, a la ONPE se le encargaba la organización de las elecciones, referéndum y consultas populares; al JNE se le atribuían competencias en la fiscalización de la legalidad de estros procesos, encargándose además de la administración de justicia en materia electoral y de la proclamación de los resultados electorales y de los candidatos elegidos; finalmente, el RENIEC, en coordinación con la ONPE, preparaba y actualizaba el Censo electoral y emitía los documentos de identidad. Estas instituciones, principalmente el TC, el JNE y la ONPE, estarían llamadas a desempeñar, al servicio del fujimorismo, un papel relevante en el proceso de desarrollo y ejecución del proyecto reeleccionista. De ellas, la ONPE fue la primera institución en plegarse al Gobierno; sometido a título personal su jefe, Portillo Campbell, a los designios del régimen, la ONPE se convirtió, desde 1996, en la punta de lanza para llevar adelante el anticonstitucional proyecto de reelección de Fujimori. Más complicado resultó tomar el control de los órganos que funcionaban de manera colegiada; siendo impar el número de miembros que los integraban, cinco el JNE y siete el TC, el Gobierno tenía que ganarse para su causa a la mayoría absoluta, tres y cuatro, respectivamente; habiendo de tener en cuenta además que algunas decisiones precisaban de una mayoría cualificada. La labor no era sencilla y llevaba su tiempo, pues no todos los altos funcionarios estaban comprometidos con el régimen autoritario y algunos, incluso, tenían convicciones democráticas. El hecho de que los vocales de la Corte Suprema de Justicia, institución controlada por el fujimorismo, pudieran acceder a la composición del JNE facilitó, en notable medida, el paulatino control del órgano más importante del

169 Todavía a finales de agosto del 2001, casi un año después de producirse el colapso del fujimorismo, únicamente 313 -el 20%- de los 1.565 magistrados y 176 -el 13´8%- de los 1.276 fiscales que ejercían en Perú eran titulares de sus cargos.

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Sistema Electoral. Sin embargo, el TC ofreció una mayor resistencia, lo que forzó al Congreso a aprobar, en 1998, la Ley 26954 que modificaba el procedimiento de las votaciones en esta alta institución. (170)

6.2. El control y la sumisión de los medios de comunicación de masas.

Al mismo tiempo que el fujimorismo se embarcaba con decisión en el anticonstitucional proyecto de reelección del Presidente y se incrementaban los niveles de corrupción, se reveló la existencia de un plan dirigido a someter a los medios de comunicación de masas al control gubernamental. En la estrategia puesta en marcha a tal fin, los canales privados de televisión se convirtieron en el principal objetivo, sin descuidar, por ello, a la prensa y la radio; subyugadas las instituciones del Estado, el control de los medios de comunicación reforzaba el dominio del régimen sobre la sociedad civil. El terreno estaba abonado desde 1992, cuando varios canales de televisión eliminaron en sus emisiones los programas que tenía un contenido crítico respecto a la gestión del Gobierno; el Canal 2 de televisión incluso había tomado abierto partido por el régimen cívico-militar implantado el 5 de abril de 1992. (171) Desde el SIN se diseñó un detallado plan para, sin escatimar en medios y procedimientos, hacerse con el control efectivo de los canales privados de televisión. Para ello, se comenzó favoreciendo, a través de varias agencias de publicidad pertenecientes a ciudadanos argentinos, a los canales adictos al régimen con la concesión de la emisión, muy bien pagada e imprescindible para su supervivencia económica, de la propaganda -más política que estrictamente informativa- de las instituciones y organismos del Estado, principalmente del Ministerio de la Presidencia. En un segundo momento, se hizo llegar -muchas veces a través del SIN- a estos canales, en régimen de exclusiva, las más importantes “primicias” informativas de alcance nacional. Posteriormente, se pasó a la condonación de las deudas tributarias que pesaban sobre la mayor parte de las empresas propietarias de canales de televisión, y, si

170 De los siete magistrados que formaban parte del TC, tres -Revoredo, Rey Terry y Aguirre Roca- votaron en contra de la aplicabilidad al presidente Fujimori de la Ley de “Interpretación Auténtica”. Se trataba de magistrados independientes, no necesariamente simpatizantes de la oposición antifujimorista, que consideraban técnica y formalmente inconstitucional una nueva reelección del Presidente. Envueltos en una campaña de acoso, en mayo de 1997, fueron acusados de “haberse excedido en el ejercicio de sus funciones” al considerar contrario a la Constitución el proyecto reeleccionista. 171 Paradójicamente, a partir de 1996, el Canal 2, del que era accionista mayoritario el judío, nacionalizado peruano, Baruch Ivcher, se convirtió en el vehículo para la difusión de los escándalos que salpicaban al régimen autoritario. Ivcher fue finalmente privado de la nacionalidad peruana, lo que conllevaba la pérdida de sus empresas.

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era preciso, se hacían entregas en metálico a sus principales accionistas. (172) Cuando los procedimientos “blandos” no surtían los efectos apetecidos por el régimen, entonces se recurría a las medidas intimidatorios; así, por ejemplo, en 1996, coincidiendo con una campaña de amenazas de SL dirigida a los medios de comunicación, el Gobierno procedió a retirar de las sedes de las empresas audiovisuales y de prensa más críticas con la gestión gubernamental a los militares y policías que les daban protección. Yendo más lejos, se amenazaba a los empresarios que debían dinero a la SUNAT con exigirles el pago inmediato de sus deudas tributarias, lo que probablemente les acarrearía la quiebra; con los más obstinados se procedía directamente a la incriminación vía judicial o a la ejecución de las amenazas. Mediante el recurso a estos efectivos procedimientos, al finalizar la década de los 90, de un modo más o menos encubierto, desde el SIN se controlaban, además de la televisión pública, los cinco canales privados -canales 2, 4, 5, 10 y 13- más importantes de Perú, que sumaban una cuota de audiencia del 85%; fuera del control gubernamental quedaba un minoritario canal por cable vinculado empresarialmente al diario independiente El Comercio. Como ponen de manifiesto varios “vladivídeos”, a finales de 1999, año preelectoral, Montesinos, actuando en nombre del Gobierno, se sentía muy satisfecho con los resultados obtenidos; el plan para controlar la televisión privada había tenido un éxito espectacular. En este sentido, Perú es buen ejemplo de como la existencia de varios de canales de televisión, públicos y privados, no garantiza necesariamente la vigencia del pluralismo político, pudiendo los gobiernos servirse de ellos para acabar con la democracia. (173) Si el control de los canales privados de televisión se convirtió en un objetivo prioritario para el desarrollo del proyecto autoritario y de perpetuación en el poder, no por ello se descuidaría en el plan elaborado para este fin a la prensa.

172 F. Igartua (2000: 18) hace mención a uno de los procedimientos habituales empleados por el Gobierno para hacerse con el control de los medios de comunicación privados, principalmente canales de televisión, que tenían problemas fiscales. Nombrado un representante del Ejecutivo -al principio solía ser Santiago Fujimori y, más tarde, algún testaferro de Montesinos-, éste se encargaba de que los empresarios que debían dinero a la SUNAT le firmaran un pagaré a nombre del Gobierno; a cambio, los propietarios de los medios de comunicación recibían un cheque en concepto de pago por la difusión de alguna campaña publicitaria gubernamental. Posteriormente, el cheque, no por casualidad del mismo importe que la deuda contraída, era remitido a la SUNAT, devolviendo el pagaré a los empresarios. Todo un ejemplo de ingeniería financiera. 173 A la historia más reciente de la corrupción y del sometimiento a un régimen autoritario han pasado algunos ilustres y reconocidos apellidos -Croussillant, Schütz, Calmell del Solar, Winter o Delgado Parker- pertenecientes a propietarios de medios de comunicación. Colapsado el régimen de Fujimori, la difusión de algunos vídeos hundió la reputación de los hasta entonces considerados como probos empresarios; así, por ejemplo, una atónita sociedad peruana contemplaba como Genaro Delgado Parker, pionero de la televisión en Perú, se cuadraba ante Montesinos y le decía: “Estoy a sus órdenes para lo que usted mande”. Como señala H. Neira (2001: 71), “a los vídeos les debemos la más clara y contundente demostración de que no tenemos clase dirigente ni asomo de la misma”.

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Conociendo el régimen autoritario que los propietarios, gerentes y periodistas de los diarios y semanarios independientes eran, salvo algunas excepciones -el diario Expreso es la más significativa-, menos proclives a plegarse a los designios oficialistas, desde el SIN se procedió a la promoción de la llamada prensa “chicha”. J. Gargurevich (2000: 252) caracteriza a un diario “chicha” como “un diario tabloide, de bajo precio, información sensacionalista y una primera página colorida y con fotografías de vedettes”. Su precio, que rondaba, a finales de los años 90, los 50 céntimos de sol, era casi cuatro veces inferior al tenía cualquier diario serio, 1´80 soles por término medio. Como señalan Macassi y Ampuero (2001: 24), durante la segunda mitad de los 90, con la economía en un proceso de enfriamiento y el descontento popular en ascenso, el Gobierno apeló a nuevos medios para hacer frente a una situación menos ventajosa que la existente en julio de 1995. En este contexto, desde las instancias gubernamentales se favoreció la difusión de un tipo de prensa que, como fenómeno, había surgido anteriormente; así, a los diarios ya existentes, se añadieron otros más sensacionalistas y descaradamente profujimoristas, como “La Chuchi”, “El Chato”, “El Tío”, “Más” y “Men”. Para Degregori (2000: 136), estos diarios tenían como destinatarios principales a aquellos ciudadanos que, tras creer en el sueño de la movilidad social ascendente, se despertaron golpeados por una realidad que les devolvía a su anterior situación de exclusión. La inmensa mayoría de quienes un día creyeron que el individualismo neoliberal les permitiría, desde su inicial condición de informales y pobres, convertirse en prósperos empresarios habían fracasado en el empeño. Desde el mes de julio de 1998, coincidiendo con el inicio de la campaña para las elecciones municipales que se celebraron a finales de ese año, la prensa chicha incrementó su presencia en la vida diaria de los peruanos al mismo tiempo que aumentaba la intensidad de la guerra sucia librada por el oficialismo contra los políticos y candidatos opositores más conocidos. (174) En 1999, ya existían numerosos indicios que apuntaban hacia el SIN como principal instigador y patrocinador de los operativos que, empleando a este tipo de prensa, tenían por finalidad acabar con las posibilidades políticas de los candidatos alternativos al fujimorismo. Estas sospechas se confirmaron plenamente después de conocerse los contenidos de varios vídeos y cintas de audio, que demuestran fehacientemente que en el SIN se redactaban los titulares de varios diarios chicha que dependían para su sostén económico de la trama mafiosa que encabezaba el jefe de facto de los servicios secretos;

174 El alcalde de Lima, Alberto Andrade, se convirtió en el blanco preferido para la prensa chicha, siendo objeto de una zafia campaña de descalificaciones; referencias del tipo de “Gordo Andrade”, “Gordo Kutrero” y “Turistón” se podían leer todos los días en la portada y en las páginas interiores de este tipo de publicaciones.

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diariamente, la red que coordinaba Montesinos desembolsaba 15.000 dólares por la publicación en las portadas de la prensa chicha de las “noticias” elaboradas en el SIN. (175) En el contexto del papel desempeñado por los medios de comunicación, principalmente los canales privados de televisión, en la ejecución del proyecto autoritario y de perpetuación en el poder hay que situar la función que tenían los llamados “operativos psicosociales”, que coordinados desde el SIN, tenían como cómplices necesarios a muchos periodistas y comunicadores sociales, tan ambiciosos como inescrupulosos. Las FFAA, o más frecuentemente el SIN, a través de su Dirección Nacional de Operaciones Sociológicas, se encargaban de la filmación de las operaciones llevadas a cabo contra grupos de delincuentes comunes, narcotraficantes y subversivos para, posteriormente, entregar este material, en régimen de exclusiva, a los periodistas y canales de televisión adictos al régimen. De este modo, como señalan Bowen (2000: 347), gracias al SIN, varios periodistas mediocres podían aparecer como estrellas del periodismo de investigación; una de ellas, la presentadora , desde su “talk-show” en el progubernamental, aunque privado, Canal 4 de televisión, pasó a convertirse en la comunicadora preferida del SIN para la difusión de las “versión oficial” de los acontecimientos nacionales de mayor alcance mediático. (176) A pesar de que el Gobierno se esforzaba en proclamar que en Perú el respeto a la libertad de prensa era absoluto, la realidad estaba en franca contradicción con las declaraciones oficiales. En mayo del 2000, en un informe, presentado en Nueva York, del Comité de Protección de Periodistas, el Gobierno de Fujimori figuraba en la lista negra, encabezada por Fidel Castro, integrada por los considerados los diez principales enemigos de la libertad de prensa en el mundo.

175 Había también un grupo de reporteras inquebrantablemente leales a Fujimori y asiduas acompañantes en sus viajes; las “chicas” -así era como las llamaba el Presidente- eran, según Bowen (2000: 348), conocidas como las “geishas” debido a sus serviles reportajes y al hecho de que, aunque formalmente trabajaban para los canales nacionales, disponían de su propia oficina en el Palacio de Gobierno. 176 A la Bozzo, acusada en julio del año 2002 de haber recibido 3 millones de dólares por su colaboración con el SIN, se le concedió el privilegio de informar al país de la captura, en julio de 1999, de Ramírez Durand “Feliciano”, líder de la facción senderista “Sendero Rojo”; tras la emisión de esta “primicia” informativa, Bozzo pidió a su entrega audiencia, mayormente gente de muy bajo nivel cultural, un fuerte aplauso para Montesinos, como cerebro de esa exitosa operación. Sartori (2000: 103) hace referencia a que la vídeo-política está a sus anchas en los llamados talk-shows; lo que sucede en Perú es un ejemplo de ello. En la mayoría de los canales de televisión, Fujimori y Montesinos eran objeto de halagos constantes, siendo presentados ante los televidentes como ejemplo de servidores públicos honestos, trabajadores y altruistas.

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6.3. Los conflictos en el entorno presidencial. La consolidación del poder de Montesinos.

Uno de los aspectos más interesantes al interior de la coalición gobernante tiene que ver con los conflictos de poder, teñidos de rivalidades personales, que enfrentaron a varios miembros del entorno del Presidente. Por debajo del triunvirato integrado por Fujimori, Montesinos y Hermoza se desarrollaba, en un segundo nivel, el trabajo de otros personajes, a menudo no directamente relacionados entre sí; la mayoría de estos “secundarios” de lujo, como Santiago Fujimori, Jaime Yoshiyama o Absalón Vásquez, en un momento u otro se enfrentaron con Montesinos, siendo derrotados. En este sentido, el Presidente, como en su día lo habían hecho Belaúnde y García en sus partidos, jugaría el papel de testigo, árbitro y juez en estas contiendas; sin embargo, a diferencia de los líderes de AP y del APRA, que ejercieron en sus organizaciones políticas un poder personal que podemos calificar como “neutral”, Fujimori creó un alter ego, que acabaría suplantándole. En la carrera por el poder, Montesinos logró desembarazarse sucesivamente de todas las personas que podían interferir en su relación con el Presidente, para, finalmente, aspirar a ocupar de hecho el lugar de éste. En los comunicados oficiales, estas luchas por el poder que enfrentaban, entre bambalinas, a distintos dirigentes civiles del fujimorismo, aparecían disimulas bajo el ropaje de ceses y dimisiones, que respondían a la puesta en marcha de campañas de moralización política y lucha contra la corrupción. De este modo, se perseguía la consecución simultánea de dos objetivos; por una parte, se ocultaban a la opinión pública la existencia de estos enfrentamientos, y, por otra, se intentaba relanzar la imagen del Presidente, lastrada, desde finales de 1995, por el cambio de signo de la tendencia económica, que había entrado en una fase de ralentización en su crecimiento. Al iniciarse el año 1996, el ministro de Economía, Jorge Camet, había anunciado que durante el mismo se preveía un crecimiento del PIB cifrado en el 6´5%; sin embargo, doce meses después, se comprobó que el incremento efectivo apenas si representaba el 2%. Estos conflictos, de algún modo menores desde el punto de vista de la estabilidad del régimen, contribuyeron, sobre todo desde el año 1996, a enmascarar una lucha por el poder de mayor entidad que, como analizaremos en un apartado posterior de este Capítulo, enfrentaba al Presidente con el jefe de las FFAA, con Montesinos como testigo interesado. El cese, en agosto de 1998, del general Hermoza pondrá en manos del jefe de facto del SIN el control efectivo de las FFAA, facilitado por el acceso a la cúpula militar de sus antiguos compañeros de la Promoción de 1996. En el año 1999, cinco de las seis regiones militares en que se divide actualmente el territorio peruano estaban bajo el mando de generales afines a Montesinos, que antes se había

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encargado de neutralizar a las promociones militares inmediatamente anteriores y posteriores a la suya. Para llevar al punto deseado este proyecto, Montesinos se había aliado con el nuevo “hombre fuerte” dentro de las FFAA, el general Villanueva Ruesta, nombrado, en 1998, jefe del Comando Conjunto de las FFAA; en adelante, ambos, Montesinos y Villanueva, se encargarían personalmente de la selección de los coroneles que iban a ser promovidos al generalato. (177)

6.4. El papel de las mujeres durante el fujimorismo.

El papel relevante, aunque siempre en un plano de subordinación personal respecto al Presidente y al jefe de facto del SIN, que tuvieron varias mujeres en el régimen de Fujimori es uno de los aspectos menos tratados en los trabajos publicados sobre este período. Al margen de juicios de valor, el hecho cierto es que nunca, hasta la década de los 90 del pasado siglo XX, tantas mujeres habían ocupado tantos cargos de alta responsabilidad; hasta entonces, algunas habían accedido al Congreso, una a la alcaldía de Lima y tres -todas durante la presidencia de García- al Consejo de Ministros. Escaso bagaje. (178) De ocho mujeres -10% del total- que había en el CCD elegido en 1992, se pasó

177 En mayo del 2001, se difundieron los vídeos numerados como 1299 y 1300, grabados en diciembre de 1998. En ellos aparecen Montesinos y el general Villanueva Ruesta reunidos con los coroneles seleccionados para ser nombrados generales. En este encuentro, Montesinos, a cambio de lealtad y obediencia para acompañarle “en el proceso de consecución de los objetivos nacionales”, va proponiendo personalmente -nominándoles como “hermanos” y “compadres”- a los futuros generales, destinados a ocupar un puesto específico en el organigrama de las FFAA; así , por ejemplo, al coronel Fernández Baca le comunica que en breve se convertirá en el jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército -DINTE-, a lo que citado coronel responde: “bien, doctor, general....muchas gracias”. En 1996, la promoción de Montesinos había batido un récord histórico al conseguir que 19 de sus miembros accedieran al generalato. La denominada “marea roja” -en alusión al papel preponderante de los artilleros, cuerpo al que había pertenecido el ex capitán Montesinos- estaba en marcha; tres años después, en 1999, lograría otra marca impresionante, cuando 14 de los 19 generales de brigada fueron ascendidos a generales de división. De este modo, nada menos que el 20% -la media habitual se situaba en torno al 4%- de los 71 oficiales salidos de la Escuela Militar de Chorrillos en 1966 escalaban a lo alto de la cúpula militar, superando el 14% de generales divisionarios con que contaba la Promoción del general Hermoza, egresada en 1965; sin embargo, sólo un miembro de la Promoción de 1967, el general Tafur, llegaría a general de división. 178 En el Congreso elegido en el año 1963 había dos mujeres, otras dos en la Asamblea Constituyente de 1978, y doce, trece y quince, respectivamente, en los Congresos bicamerales elegidos en 1980, 1985 y 1990. Durante el bienio 1963-1964, Anita Fernandini fue alcaldesa de Lima. C. Degregori (2000: 189), uno de los escasos analistas que han prestado atención a esta cuestión, hace referencia al hecho de que sorprendentemente esta incorporación de la mujer a la actividad política se ha producido de la mano de dos proyectos, los representados por el fujimorismo y el senderismo, que, aunque de naturaleza bien distinta, están emparentados por su talante autoritario; por el contrario, los grupos políticos que han propuesto un discurso democrático no han sido capaces de traducirlo en una mayor igualdad de género. En este contexto, Degregori cree que la explicación hay que buscarla en la mayor facilidad que en Perú tienen los proyectos patriarcales y autoritarios, como los citados, para incorporar subordinadamente a la mujer a la vida política.

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a trece -10´8%- y veintitrés -19´2%-, respectivamente, en los Congresos elegidos en 1995 y en el 2000; en los tres casos, la mayor parte de las congresistas pertenecían a la bancada fujimorista. Además, por primera vez en la historia de Perú, las mujeres -dos, Martha Chávez y - accedieron a la Presidencia del Congreso; asimismo, otras nueve, alguna en varias ocasiones, formaron parte de los Consejos de Ministros de la era Fujimori. A esta lista se suma la ya citada Blanca Nélida Colán, que, primero como Fiscal de la Nación y, más tarde, como presidenta de la CEMP, ha sido la mujer que más poder y durante más tiempo ha detentado en Perú. Después de la elecciones del 2000, cuatro mujeres elegidas en la lista oficialista de la alianza Perú 2000 coparon la Mesa del Congreso; de este modo, en el discurso que marcaba el inicio de su tercer mandato presidencial consecutivo, Fujimori, el 28 de julio del 2000, se encargaba de enfatizar este “logro histórico” que representaba “un homenaje y un reconocimiento al creciente y positivo protagonismo de la mujer peruana”. El régimen fujimorista también introdujo varias modificaciones en la legislación electoral para incrementar la participación y la presencia femenina en los cargos de naturaleza electiva. En este sentido, la Ley Orgánica de Elecciones 26859, publicada en octubre de 1997, obligaba a todas las organizaciones políticas que concurrieran en cualquier proceso electoral, nacional o municipal, a la inclusión en sus candidaturas de un porcentaje no inferior al 25% de candidatos masculinos/femeninos; este imperativo legal se aplicó por primera vez con motivo de las elecciones municipales de 1998. En consecuencia, aunque tengamos en cuenta, como lo hacen Blondet (1997) y Degregori (2000), que este proceso dirigido a incrementar la participación femenina en la actividad política tuvo un carácter subordinado, selectivo, segmentado y electoralista, no por ello hay que dejar de conceder el debido valor a este hecho; el fujimorismo, en este aspecto, fue mucho más lejos que el resto de los partidos políticos que anteriormente habían gobernado en Perú. Por ello, consideramos que, sin desconocer las limitaciones que condicionaron la incorporación femenina a un proyecto político de claros tintes autoritarios, Fujimori contribuyó en notable medida a superar la tradicional exclusión de la mujer peruana en la política y a normalizar su presencia en el Perú postfujimorista y democrático.

6.5. Mafia y tecnología.

Como ya hemos expuesto, en la cúspide que detentaba el poder en el régimen fujimorista se había conformado una camarilla de naturaleza mafiosa, siendo el SIN, con su jefe de facto, Montesinos, a la cabeza, el centro del entramado mafioso. Durante varios años, por la sede del SIN, en la que incluso se reunió

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en alguna ocasión el Consejo de Ministros, desfilaron congresistas, ministros, jueces, magistrados, periodistas, empresarios, militares y connotados dirigentes opositores. (179) Sin embargo, como señala Grompone (2000: 109-110), en el caso peruano, a diferencia de lo ocurrido en otros autoritarismos latinoamericanos, no se existía una articulación consistente, como bloque de poder, entre el Gobierno, las FFAA y los empresarios nacionales e internacionales; en consecuencia, los vínculos informales que se establecían entre las distintas partes, en ausencia de unos acuerdos estables, se iban rede- finiendo en cada momento, obligando a “mirar siempre a los costados”. (180) A partir de 1992, el SIN se había convertido en un organismo sobredimensionado, precisamente en unos momentos en que su principal función, la lucha antisubversiva, comenzaba a perder relevancia como consecuencia de la captura de Abimael Guzmán y del descenso, a partir de 1993, de las acciones terroristas de SL y del MRTA. A falta de otros cometidos, el SIN se había convertido en el principal instrumento y aparato político del régimen fujimorista, encargándose de la ejecución de los trabajos sucios, que suponían el recurso a los sobornos, amenazas, extorsiones y chantajes a civiles y militares, adictos al régimen y opositores; asimismo, en el SIN se proponían leyes y se redactaban sentencias judiciales y resoluciones de la ONPE, el JNE y el TC. De este modo, Montesinos pudo tener un elevado nivel de control tanto sobre las principales instituciones del Estado -Congreso, Consejo de Ministros, Poder Judicial, TC, JNE, ONPE, FFAA y Policía-, como sobre las organizaciones empresariales y los medios de comunicación. Del SIN también dependían, directa o indirectamente, los grupos paraestatales, como Colina, encargados de ejecutar los actos más repugnantes.

179 Los vídeos han contribuido a dejar en evidencia la catadura moral de algunos dirigentes de los partidos de la oposición antifujimorista. En la lista de los felones hay que incluir a personajes políticos tan conocidos como Luis Bedoya -hijo del fundador del PPC-, Agustín Mantilla -poderoso ministro de Interior durante la presidencia de García- o Ernesto Gamarra -dirigente del FIM y “látigo” de corruptos-, que recibieron de la mafia montesinista dinero y favores. F. Loayza (2001: 176-188) nos ofrece una detallada relación de los principales socios de Montesinos en una red mafiosa que abarcaba a las instituciones del Estados y a varias organizaciones de la sociedad civil. El semanario Caretas -véase nº 1661, de 15/3/2001- publicó los resultados de un trabajo de investigación realizado por la empresa IMASEN sobre el impacto que la difusión del contenido de los “vladivídeos” había tenido en la población peruana; al respecto, los principales sentimientos de los entrevistados fueron por este orden: cólera, repudio, decepción, indignación, vergüenza y tristeza. 180 Después del colapso del régimen autoritario, sobre todo a raíz de la promulgación por el Gobierno del presidente Paniagua de la Ley de Colaboración Eficaz, los antiguos socios, incluidos Fujimori y Montesinos, se han enzarzado en una larga campaña de acusaciones mutuas, que, bajo el imperativo del “sálvese quien pueda”, ha roto con la ley del silencio. De este modo, los recursos de exculpación, amparados en la “obediencia debida”, sólo parecen dejar a Fujimori, Montesinos y Hermoza sin coartada.

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En este trabajo consideramos que Montesinos, a título personal, había usurpado muchas de las funciones cuyo ejercicio correspondía a las instituciones y poderes del Estado; de este modo, su creciente poder se manifestaba como autónomo e independiente, incluso respecto al Presidente, que, en última instancia, legitimaba las actuaciones de un socio desmedidamente ambicioso. Era Montesinos, y no Fujimori, quien en la práctica había sometido a sus particulares intereses a las personas que representaban a las instituciones y poderes del Estado. Culminando este proceso, a comienzos del año 2000, la red mafiosa tejida por el jefe de facto del SIN había invadido los ámbitos judicial, político-institucional, militar, financiero, empresarial y mediático peruanos, manteniendo además fluidas conexiones con las mafias internacionales dedicadas al narcotráfico y al comercio ilegal de armas; Montesinos era el “capo” de la organización que más poder detentaba en Perú. Al lado del jefe de facto del SIN, aunque en un plano menor, el jefe de las FFAA, general Hermoza, era el otro rostro visible de la informal organización que había tomado las riendas del Estado. El edificio del Cuartel General del Ejército, conocido como “El Pentagonito”, se convirtió en una especie de subsede del SIN, a la que también acudían los compinches civiles de Fujimori y Montesinos. Ambos edificios estaban dotados de los más modernos sistemas y dispositivos de seguridad, que incluían la presencia de numerosas cámaras ocultas dispuestas para grabar todos las entradas, salidas, encuentros y reuniones que tenían lugar en sus instalaciones. Mafia y tecnología se daban la mano; la “tecnomafia” asociaba al recurso a los procedimientos y tácticas genuinamente mafiosos, como los sobornos, amenazas, extorsiones, chantajes y las agresiones físicas, entre otros, el acceso a tecnologías sofisticadas, que incluían el uso de innovadores equipos para realizar interceptaciones telefónicas. (181) Varios “vladivídeos” nos muestran a Montesinos y a sus esbirros civiles y militares tramando complot contra la oposición antifujimorista, organizando trabajos sucios, estudiando estrategias para sobornar a dirigentes opositores, propietarios de canales de televisión y de publicaciones periódicas, jueces y magistrados, o repasando la lista de los militares seleccionados para ser ascendidos de rango.

6.6. El camino hacia la reelección. La Ley de “Interpretación Auténtica”.

Una de las innovaciones más importantes introducidas por la Constitución de 1993 permitía que el Presidente de la República pudiera presentar su

181 Los tres magistrados del TC que se opusieron al inconstitucional proyecto de reelección presidencial sufrieron acoso personal y hostigamiento a sus familiares, hasta el punto de que la magistrado Revoredo se vio obligada a abandonar el país y a solicitar asilo político en Costa Rica. En algunos casos, como veremos, los procedimientos eran incluso más siniestros, incluyendo las torturas y, en situaciones extremas, el asesinato.

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candidatura de cara a su reelección con carácter inmediato, pudiendo así enlazar dos mandatos seguidos; sin embargo, esta Constitución, que el régimen se había dado a sí mismo, no contemplaba la posibilidad de que el Presidente pudiera aspirar a ser elegido consecutivamente tres veces. A pesar de ello, los que habían dado un golpe de Estado en abril de 1992 pensaron que éste no podía ser un obstáculo insalvable cuando el objetivo principal era su perpetuación en el poder. En este contexto, el problema principal radicaba en el hecho de que Fujimori no tenía un recambio que pudiera garantizar una sucesión “ordenada” al frente del Gobierno de la Nación; de este modo, se ponía claramente de manifiesto en Perú la dificultad que, según Linz (1990: 13), tienen los regímenes autoritarios para asumir el reto de la renovación del liderazgo y, en particular, el de la sucesión, máxime cuando se trata -como era el caso- de regímenes altamente personalizados. En este trabajo consideramos que, a renglón seguido de conocerse los resultados de las elecciones generales de 1995, se puso en marcha el largo e intrincado proceso que habría de conducir a una nueva reelección de Fujimori en el año 2000. Aquilatando algo más, creemos que la maquinaria reeleccionista ya se había comenzado a engrasar, en 1993, con motivo de los debates que tuvieron lugar en el CCD durante el proceso de elaboración de la nueva Constitución. Según consta en el Diario de Debates del CCD, el 4 de agosto de 1993, Gloria Helfer, congresista del MDI, solicitó a los ponentes constitucionales que le aclarasen que se entendía concretamente, tal y como figuraba en el proyecto constitucional, por reelección presidencial inmediata. En nombre del oficialismo, le contestó Carlos Torres, Presidente de la Comisión Constitucional, con estas palabras: “Quiere que sea más directo, le diré: si el Presidente Fujimori se presentara a un proceso electoral, podrá ser presidente sólo una vez más, porque el actual período computaría como tal. Creo que más claro no puedo ser”. Esto es, el “padre” de la Constitución de 1993, dejaba meridianamente aclarado que Fujimori podía presentarse a la reelección en el año 1995, pero de ninguna manera con esta Constitución en el año 2000, si previamente había sido reelegido en las elecciones anteriores. La controversia en torno a esta cuestión parecía cerrada; sin embargo, un sector del oficialismo pensaba una cosa diferente. Habiendo transcurrido medio año desde la reelección de Fujimori, en enero de 1996, Víctor Joy Way, congresista de C90-NM, ponía sobre el tapete, siguiendo un plan previamente establecido, el tema sobre la conveniencia de que el Presidente se presentara como candidato en las elecciones del año 2000; en una escenificación magníficamente orquestada, una parte de la bancada oficialista le indicó a Joy que su pregunta era inoportuna. Preguntado al respecto Fujimori, se mostró elusivo; el camino hacia la reelección ya se había iniciado. Para que se diera una posibilidad constitucional, aunque de dudoso talante

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democrático, de reelección en el año 2000, era preciso modificar con carácter previo la vigente Constitución de 1993 atendiendo al procedimiento establecido para las reformas constitucionales en el artículo 206º de la misma. A tal fin, toda reforma constitucional debe ser aprobada en el Congreso con mayoría absoluta del número legal de sus miembros y ratificada mediante referéndum; en su defecto, puede omitirse el trámite referido al referéndum cuando el acuerdo del Congreso se obtiene en dos legislaturas ordinarias sucesivas con una votación favorable, en cada caso, superior a los dos tercios - equivalente a 81 votos- del número legal de congresistas. En el año 1996, la bancada de C90-NM contaba, como resultado de las elecciones celebradas en abril del año anterior, con la mayoría absoluta que le otorgaban sus 67 escaños; sin embargo, esta mayoría estaba alejada, aunque se sumaran los votos de cuatro congresistas tránsfugas -que daban al fujimorismo 71 votos reales-, de los 81 requeridos para evitar, como deseaba el Gobierno, el trámite del referéndum. Así se explica que, en la noche del 20 de agosto de 1996, la mayoría oficialista en el Congreso aprobara la Ley 26657, que interpretaba “auténticamente” lo dispuesto en el artículo 112º de la Constitución de 1993, que dice textualmente: “El mandato presidencial es de cinco años. El Presidente puede ser reelegido de inmediato para un período adicional. Transcurrido otro período constitucional, como mínimo, el ex presidente puede volver a postular, sujeto a las mismas condiciones”. En la torcida e inconstitucional interpretación “auténtica” que los congresistas fujimoristas hacían del artículo 112º, lo establecido en éste únicamente era aplicable a los presidentes elegidos con posterioridad al año 1993; en lógica consecuencia, de acuerdo con este planteamiento, a los efectos de una reelección inmediata, el mandato iniciado por Fujimori en 1995 era el primero, pudiendo, por lo tanto, si así lo decidía, presentarse para su reelección en el año 2000. Según la versión oficialista, el mandato presidencial iniciado en el año 1990 no contabilizaba como primero una vez que había entrado en vigor la nueva Constitución; de este modo, sin necesidad de reformar la Carta de 1993, el Congreso alumbraba una ley palmariamente anticonstitucional que permitía a Fujimori presentarse a una segunda reelección inmediata hasta completar tres mandatos consecutivos. Casi tres años y medio, hasta finales de 1999, se pasó el Presidente deshojando la margarita y jugando al gato y al ratón siempre que se le preguntaba acerca de su opinión sobre el tema y sus reales intenciones de cara al futuro. (182)

182 En la sección “Mar de fondo” de la revista Caretas -véase nº 1438, de 31/9/1996- aparecía un extracto de una carta, enviada el día anterior, por el presidente Fujimori a Enrique Zileri, director de este semanario. En esta misiva, el Presidente, al tiempo que felicitaba al equipo de Caretas por haber celebrado su 46º aniversario informando al país, saludaba a Zileri en su condición de vecino de la misma e histórica plaza “hasta el año 2000....año en que probablemente tenga que cambiar de barrio”. En ocasiones posteriores, Fujimori se limitaría a contestar que el vencedor en las elecciones del año

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Como acertadamente señala H. Wieland (1996: 204), a raíz de la aprobación de la ley de “Interpretación Auténtica” del artículo 112º de la Constitución de 1993, surgió una situación inédita a la hora de definir la situación constitucional y jurídica de Fujimori en el período comprendido entre el día 31 de diciembre de 1993, fecha en la que entró en vigor la nueva Constitución, y el día 28 de julio de 1995, fecha en la que se inició otro mandato presidencial. En estas circunstancias, o bien continuaban en vigor las disposiciones de la Constitución de 1979, según las cuales Fujimori no podía ser reelegido en 1995, o bien, en ese plazo, el Presidente no estaba amparado por una u otra Constitución. Ambas hipótesis, concluye Wieland, son absurdas. Además, el Congreso no tenía facultades para interpretar “auténticamente” la Constitución, pues eso sólo lo podía hacer el CCD antes de su disolución o, posteriormente, el TC. En septiembre de 1996, a los pocos días de haberse aprobado la Ley 26657, un grupo de ciudadanos, constituidos en un denominado Foro Democrático, presentaron ante la ONPE una petición para que les fuera entregado el material necesario para la recogida de firmas con vistas a la solicitud de una convocatoria de referéndum para derogar esta ley; la ONPE respondió negándoles la entrega del material electoral, pero una resolución del JNE revocaba la decisión de la ONPE y ordenaba hacer efectiva la solicitud del Foro Democrático. En respuesta a esta iniciativa ciudadana, en octubre de ese año 1996, el Congreso aprobaba la Ley “Marcenaro” 26670, que complementaba a la Ley 26292 aprobada algunos meses antes; dos leyes de controvertida constitucionalidad que obstaculizaban en alto grado, especialmente la Ley 26670, cualquier iniciativa popular que tuviera como objetivo la convocatoria de un referéndum. (183) De un modo inmediato, la ONPE comunicaba a los representantes del Foro Democrático que su petición tenía que ajustarse a lo establecido en la recién aprobada ley; en esta situación, nuevamente el JNE desautorizaba a la ONPE y declaraba la no aplicabilidad de la Ley 26670 a la iniciativa del Foro Democrático, pues ésta era anterior a la entrada en vigor de dicha ley, no admitiendo la posibilidad de que surtiera efectos con carácter retroactivo. En el decurso de estos acontecimientos intervino el TC con motivo de la interposición por el Colegio de Abogados de Lima -CAL- de una acción de

2000 “no partiría de cero”. 183 La Ley 26670 fue aprobada a propuesta de Ricardo Marcenaro, congresista de la alianza oficialista C90-NM. Esta ley que, condicionaba la convocatoria de un referéndum a la previa aprobación de una iniciativa legislativa avalada por las dos quintas partes -equivalentes a 48 votos- de los miembros del Congreso, vulneraba lo dispuesto en una ley orgánica vigente en esos momentos; según el artículo 38º de la Ley Orgánica de Derechos de Participación y Control Ciudadanos 26300, que desarrollaba el artículo 2º, inciso 17, de la Constitución de 1993, el referéndum era un derecho que se hacía efectivo si así lo pedía un número de ciudadanos no inferior al 10% del electorado nacional.

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inconstitucionalidad contra la ley de “Interpretación Auténtica”; en respuesta a esta solicitud, a mediados de enero de 1997, tres magistrados del alto tribunal encargado de dirimir estas cuestiones, que osaron plantar cara al régimen autoritario, declaraban no aplicable al presidente Fujimori la Ley 26657, validando parcialmente el recurso del CAL. El fallo del TC suponía que el Presidente no podía presentarse a una nueva reelección en el año 2000. (184) También el Defensor del Pueblo manifestaba que sólo estaría de acuerdo con la reelección de Fujimori si antes se levantaban los impedimentos que pesaban sobre ella apelando a los procedimientos del referéndum o de la reforma constitucional. En este estado de cosas, en julio de 1998, el Foro Democrático, de acuerdo a lo establecido en la L.O. 26300, presentó ante la ONPE 1.441.535 firmas, que superaban el mínimo exigido del 10% del censo electoral, solicitando la convocatoria de un referéndum para la derogación la Ley de “Auténtica Interpretación”; inmediatamente, la ONPE, en respuesta a un recurso presentado por el oficialismo, resolvía que se aplicase a esta iniciativa lo dispuesto en la Ley 26670. Al poco, en agosto de ese año 1998, el JNE, en abierta contradicción con el criterio que había observado dos años atrás, confirmaba la resolución de la ONPE, declarando la aplicabilidad de la controvertida ley a la solicitud de referéndum patrocinada por el Foro Democrático. Finalmente, en la votación celebrada al efecto en ese mismo mes de agosto, la oposición antifujimorista sólo consiguió sumar 45 de los 48 votos necesarios para que prosperase la iniciativa legislativa, trámite previo obligado según la Ley 26670, que permitiera seguir adelante al proceso de convocatoria del referéndum. La vía para someter a la consulta popular si Fujimori podía, o no, presentarse a una nueva reelección era cerrada mediante el recurso a unos procedimientos anticonstitucionales y antidemocráticos que se amparaban en el uso de prácticas corruptas; de este modo, se ponía de manifiesto que la democracia “real“ que decía defender el fujimorismo era menos participativa que la democracia “formal” que denostaba. (185)

184 No obstante, en esta ocasión, el TC no pudo declarar la inconstitucionalidad de la Ley 26657, ya que para ello era preciso contar con la aprobación de una mayoría cualificada compuesta por seis de los siete miembros de este órgano. 185 En las cintas de audio, numeradas como 1195 y 1196, grabadas el 14 de agosto de 1998, se escucha a Montesinos, a Víctor Joy Way, presidente del Consejo de Ministros, y a Luis Serpa, presidente del JNE, como tramaban el soborno de cuatro congresistas “independientes” para que no votaran a favor de la iniciativa de referéndum promovida por el Foro Democrático; asimismo, en este encuentro Montesinos y Joy Way le garantizaban a Serpa la impunidad total respecto a todas las actuaciones que llevara a cabo para impedir la convocatoria del referéndum. Igualmente, en los vídeos numerados como 1317, 1318 y 1319 están grabadas las reuniones mantenidas, entre los meses de junio y noviembre de 1998, por Montesinos con los miembros del JNE y del TC, Muñoz Arce, Hernández Canelo y García Marcelo, para amañar las resoluciones que posteriormente habría de dictar la ONPE y el JNE con el fin de evitar que prosperase la iniciativa del Foro Democrático.

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7. Los primeros signos evidentes de crisis del régimen fujimorista.

El éxito en las elecciones celebradas en abril de 1995 contribuyó a desbordar el optimismo en la filas fujimoristas. En aquellas circunstancias favorables, con la economía en crecimiento y la violencia política en claro retroceso, el régimen auguraba un futuro libre de obstáculos importantes para llevar a cabo su proyecto autoritario sin un límite temporal definido. Sin embargo, en estos planteamientos no parecía tenerse en cuenta que la ciudadanía no estaba dispuesta a respaldar un proceso que se mostraba cada vez más arbitrario y corrupto y que el crecimiento económico anterior iba a entrar en una fase de recesión. A finales de 1995, el panorama político y económico del país viró de dirección; como señala F. Tuesta (1999b: 505), el año 1996 marcó el principio de la declinación de Fujimori al perder el pacto con la opinión pública, basado en la legitimidad por resultados. En este contexto, se ponía de manifiesto que el incremento del autoritarismo y el descenso de la eficacia comenzaban a restar legitimidad al régimen y a poner en riesgo su misma pervivencia. Los magros resultados económicos registrados en el segundo semestre de 1995 y los crecientes problemas de empleo, auténtico talón de Aquiles en el desempeño gubernamental, estaban contribuyendo a erosionar los fundamentos de un apoyo ciudadano que, hasta mediados de 1995, le había reportado a Fujimori buenos réditos; además, las crecientes evidencias de corrupción galopante conducirían a la quiebra de la confianza que una gran parte de la población había depositado en el régimen fujimorista. (186)

7.1. Los delitos al descubierto.

Los ciudadanos peruanos podían sobrellevar, como lo habían puesto de manifiesto a raíz del golpe de Estado de abril de 1992 y, nuevamente, con motivo de las elecciones generales de 1995, unos niveles “aceptables” de autoritarismo siempre que fueran acompañados, en parecida medida, de un desempeño gubernamental efectivo; más difícil resultaba que la ciudadanía tolerase que el ejercicio del poder se manifestara cada vez más abusivo y corrupto. En agosto de 1996, el fujimorismo tuvo que enfrentarse al mayor escándalo con consecuencias políticas desde que, en 1993, se había destapado el caso La Cantuta. Durante la celebración de una vista judicial, el narcotraficante peruano Demetrio Chávez, conocido como “Vaticano”, ya condenado previamente, en

186 El desempeño autoritario del poder también parecía conllevar costes personales para quien lo ejercía. En abril de 1997, transcurridos cinco años desde el golpe de Estado de 1992, en la revista Caretas -véase nº 1459, de 3/4/1997- se publicaba que, durante ese tiempo, el Presidente había perdido, entre otras cosas, su hogar, la esposa, el sentimiento fraternal de su hermano Santiago, kilos, sentido del humor y simpatía.

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1994, a la pena de cadena perpetua, declaró que, en el período comprendido entre los meses de julio de 1991 y agosto de 1992, había entregado 50.000 dólares mensuales a Montesinos como pago por la utilización para el tráfico de cocaína de una pista aérea que pertenecía al Ejército peruano; en agosto de 1992, los pagos se habrían suspendido, según “Vaticano”, cuando el jefe de facto del SIN le había exigido una cantidad de 100.000 dólares al mes. De un modo inmediato, a raíz de estos hechos, el oficialismo, incluido el Presidente y la cúpula militar, reaccionó cerrando filas en la defensa de Montesinos; en el Congreso, la mayoría de C90-NM impidió la creación de una comisión de investigación y evitó que fueran interpelados el Presidente del Consejo de Ministros y los ministros de Interior y de Defensa. A los pocos días, un “desmejorado” Demetrio Chávez se retractaba de sus declaraciones, permitiendo que el caso de cerrara en falso. (187) Meses más tarde, en abril de 1997, el Canal 2-Frecuencia Latina de televisión dio a conocer unos hechos bastante escabrosos. Según estas informaciones, una agente del Servicio de Inteligencia Militar -SIE-, Mariella Barretto -ex compañera sentimental del mayor Martín Rivas, jefe del grupo Colina-, había sido, a finales de marzo de ese mismo año, asesinada y descuartizada por sus compañeros de trabajo; asimismo, otra agente del SIE, Leonor La Rosa, aparecía en la pantalla televisiva mostrando las terribles secuelas físicas que presuntamente le habían ocasionado las torturas que sufrió en la sede del Cuartel General del Ejército. Se daba la circunstancia de que a ambas agentes

187 Con motivo de la denuncia realizada, en noviembre de 1995, ante un juez peruano por otro narcotraficante peruano, implicando a varios jefes y oficiales de las FFAA destinados en las zonas cocaleras en el cobro de diversas cantidades de dinero, en diciembre de ese mismo año, el Gobierno anunció la retirada de los militares de la lucha contra el narcotráfico, confiando esta misión a la Policía. En las vistas judiciales celebradas entre los meses de noviembre del 2000 y enero del 2001, “Vaticano” no sólo se reafirmó en sus acusaciones contra Montesinos, sino que también implicó al general Hermoza como encargado de cobrar los cupos asignados al jefe de facto del SIN en concepto de pago por utilizar la pista militar de Campanilla. A estas denuncias, se unieron, en marzo del 2001, las del narcotraficante Lucio Tijero, que calificaba a Montesinos como “narcotraficante consumado y contumaz”; en abril del 2002, ante la Comisión Townsend del Congreso peruano, Tijero confirmaba su declaración. Igualmente, en noviembre del 2001, el narcotraficante y confidente de la DEA, Oscar Benítez, declaraba que él mismo en persona había negociado con Montesinos el pago de cupos, con un valor de 80.000 a 200.000 dólares, por cada avioneta que se dedicaba al tráfico de cocaína en la región del Alto Huallaga. Asimismo, en noviembre del 2000, la revista colombiana Cambio -véase la reseña de El País, de 12/11/2000- publicaba unas declaraciones de Roberto Escobar, “Osito”, hermano de Pablo Escobar, según las cuales Montesinos habría mantenido, entre los años 1986 y 1991 o 1992, con el cartel de Medellín una relación comercial; igualmente, según “Osito”, Pablo Escobar había donado, a finales de 1989 -el denunciante se equivocaba en la fecha, pues tendría, si efectivamente fue así, que ser más tarde-, a través de Montesinos un millón de dólares para financiar la campaña electoral de Fujimori. (En este sentido, hay que dejar constancia de que Montesinos no entró en contacto con Fujimori hasta finales de abril de 1990).

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los servicios de inteligencia les imputaban haber filtrado a la prensa independiente la existencia de los planes, conocidos como “Bermuda”, “El Pino”, “Emilio” y “Narval”, dirigidos a intimidar a los periodistas opositores. Como era lógico suponer, los voceros civiles y militares del fujimorismo negaron cualquier tipo de implicación de las FFAA o del Gobierno en estos hechos y la existencia misma de los citados planes, aludiendo, incluso, a la posibilidad de que la agente La Rosa se había “autolesionado”. Sin embargo, en marzo de 1998, otra ex agente del SIE, refugiada en Miami, Luisa Zanatta, confirmaba la existencia de varios operativos dirigidos a acosar a distintos periodistas y políticos opositores, ratificando, al mismo tiempo, que el grupo Colina era el autor de los asesinatos de La Cantuta y de Barrios Altos. Cuando el régimen fujimorista no se había recuperado del revuelo provocado por estos acontecimientos, a los pocos días, el mismo Canal 2 informaba que una investigación periodística había desvelado que, según los datos de que disponía la SUNAT, Montesinos había declarado, en el ejercicio fiscal correspondiente al año 1995, unos ingresos de 1.600.000 nuevos soles -unos 600.000 dólares al cambio de ese año-; sin embargo, dos años atrás, en el ejercicio del año 1993, únicamente hacía constar unos ingresos por valor de 24.430 nuevos soles. Esto es, en veinticuatro meses las ganancias del jefe de facto del SIN se habían multiplicado por 66; quedaba así en entredicho la versión de Fujimori, según la cual Montesinos no percibía más de 1.500 soles al mes por su dedicación plena al servicio de la Nación en su cargo de asesor presidencial “ad honorem”. Nuevamente, el régimen cerraba filas en torno a Montesinos, negándose el premier Pandolfi a responder a las preguntas de la oposición. (188) No obstante, este caso, como los precedentes, también se cerraba en falso. En diciembre de 1999, el diario Liberación publicaba que

188 Pandolfi, sin embargo, sí declaraba que Fujimori percibía, como Presidente de la República y profesor cesante, 2.200 soles al mes -unos 815 dólares-, cantidad, a todas luces, inverosímil si tenemos en cuenta que, en esos momentos, el sueldo oficial de un ministro era de 15.381 soles mensuales -unos 5.700 dólares-. A los pocos días, Pandolfi se vio obligado a admitir que Montesinos tenía unos ingresos de 70.000 soles -unos 26.000 dólares- procedentes de sus “cachuelos” o trabajos que ejercía al margen de su cargo como asesor “ad honorem”; también añadía que el Presidente gozaba de “una asignación adicional razonable” para cubrir los gastos inherentes a su función. En septiembre del año 2001, se dio a conocer que, oficialmente, Fujimori, en el período comprendido entre julio de 1990 y noviembre del 2000, había tenido unos ingresos de 148.871 soles -unos 67.000 dólares al tipo de cambio medio para esos años-; cantidad del todo irreal si consideramos que sólo los gastos de educación de sus cuatro hijos superaron, durante esos diez años, el millón de dólares. Unos días más tarde, a finales de ese mismo mes de septiembre del 2001, la Comisión Townsend del Congreso peruano daba a conocer que el ya ex presidente tenía en el SIN una caja, identificada con la clave “el maletín del caballero”, destinada a hacer frente a sus gastos personales; de esa caja se habrían extraído, entre los años 1996 y 2000, unos 38 millones de dólares, con un flujo mensual aproximado de 80.000 dólares, motivando que el Congreso pusiera en marcha un proceso de acusación constitucional contra Fujimori por la presunta comisión de sendos delitos de malversación de fondos públicos y enriquecimiento ilícito.

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Montesinos tenía, en el Banco Wiese-Sudameris, varias cuentas con un saldo total que superaba los dos millones de dólares. Con inmediatez, Fujimori salía al quite, señalando que su asesor percibía importantes cantidades de dinero procedentes del ejercicio de su profesión como abogado; justificación, por otra parte, manifiestamente incompatible con la versión oficial de que el interesado trabajaba las “24 horas del día” al servicio de la Nación. La resolución del caso se dejó en manos del “títere” Fiscal de la Nación, Miguel Aljovín, que, en enero del 2000, justo el día en que abandonaba el cargo, archivaba todas las diligencias, exonerando de cualquier cargo a Montesinos. A esta serie de acontecimientos, que contribuían al descrédito del régimen fujimorista a los ojos de un número de peruanos cada vez mayor, se sumó, a comienzos de agosto de 1997, la revelación, también desde el Canal 2, de que los servicios de inteligencia estaban implicados en varios casos de interceptaciones telefónicas que tenían como objetivo espiar a varios políticos, Pérez de Cuéllar entre ellos, y periodistas opositores. Aunque los indicios apuntaban claramente hacia la veracidad de la denuncia, Blanca N. Colán, Presidenta de la CEMP, impidió su debida investigación; también, la mayoría oficialista en el Congreso por boca de su portavoz, Martha Chávez, se apresuraba a declarar que todo era resultado de una “invención” de la oposición, que tenía como único fin desprestigiar al país y a las instituciones. A finales de mayo de 1999, un dictamen en mayoría de la Comisión de Defensa del Congreso peruano exculpaba a las FFAA y al Gobierno de cualquier implicación en los casos de interceptación ilegal de comunicaciones telefónicas. (189) El Canal 2-Frecuencia Latina se estaba convirtiendo en un verdadero quebradero de cabeza para el Gobierno, máxime cuando la opinión pública cada vez concedía mayor crédito a sus informaciones. Así, por primera vez desde que, en 1990, Fujimori accediera al cargo, a comienzos de junio de 1997, varios centenares de jóvenes y estudiantes se manifestaron contra el autoritarismo y la corrupción por las principales calles de Lima; en esos días, casi dos de cada tres peruanos no aprobaba la gestión del Presidente. En esta situación, el Gobierno decidió que había que librarse del díscolo accionista

189 A mediados de julio del 2001, se conoció que, a pesar de la existencia de varios informes negativos de la Secretaría de Estado, la CIA, durante la década de los 90, había entregado a Montesinos una cantidad cercana a los 10 millones de dólares para la adquisición de diverso equipamiento destinado a lucha contra el narcotráfico; sin embargo, una parte de ese dinero se desvió a la adquisición de equipos de vigilancia que fueron utilizados para espiar a la oposición. Colapsado el régimen fujimorista, en julio del 2001, se confirmó la existencia del llamado “Plan Emilio”, que coordinado por el comandante general de las FAP, general Bello, estaba dirigido a interceptar las comunicaciones telefónicas de políticos y periodistas de la oposición antifujimorista. Poco después, en octubre de ese año 2001, el ex jefe nominal del SIN, vicealmirante Rozas, declaraba que había recibido órdenes de Fujimori para “chuponear” - “pinchar” o interceptar los teléfonos- a varios dirigentes opositores.

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mayoritario del Canal 2, Baruch Ivcher, un judío naturalizado en Perú; mediante una resolución gubernativa se le despojó de la nacionalidad peruana, perdiendo con ello, en aplicación de la legislación vigente sobre canales de televisión, la propiedad del Canal 2, que era entregado a los hermanos Winter, accionistas minoritarios y adictos al régimen fujimorista. En un acto que suponía una clara manifestación de prepotencia, el general Hermoza, acompañado de la cúpula militar y fuertemente escoltado, acudía al Congreso para exponer las razones que habían llevado al Gobierno a desnaturalizar a Ivcher. (190) La situación del Presidente se complicó más cuando, en julio de 1997, retornó al primer plano de la escena informativa la polémica, iniciada en 1993, surgida en torno al país de nacimiento de Fujimori. El fondo de la cuestión no era baladí, pues tanto la Constitución de 1979 -artículo 202º-, como la Constitución de 1993 -artículo 110º- establecen, como un requisito inexcusable, que para ser elegido Presidente de la República hay que “ser peruano de nacimiento”. Según un rumor, no exento de algunos fundamentos, se habría alterado fraudulentamente el acta de bautismo de Alberto Fujimori para borrar que había nacido en Japón y no en Perú, como se pretendía acreditar; la huida del interesado, en noviembre del 2000, al país nipón y la confirmación oficial de que tenía nacionalidad japonesa contribuyen a dar algún crédito a una información, que, en su día, parecía una quimera. El balance final del año 1997 fue, sin duda, el más negativo desde que Fujimori accedió al cargo en julio de 1990. Sin embargo, durante los primeros meses del año, el Gobierno había sabido sacar provecho de un suceso inesperado. La toma con rehenes, a finales de 1996, de la residencia del embajador de Japón en Lima por un comando del MRTA -grupo subversivo al que se consideraba prácticamente extinguido- conmocionó a todo el país y tuvo un importante impacto internacional. El desenlace “exitoso”, en abril de 1997, de un secuestro que había durado 126 días contribuyó a relanzar a corto plazo la alicaída popularidad del Presidente y de su Gobierno; de este modo, la solución militar dada a la crisis reforzaba la imagen de eficacia y fortaleza frente a la subversión que Fujimori se había esforzado en mantener desde 1990. A raíz de la denominada “Operación Chavín de Huántar”, nombre dado al operativo que puso fin a la toma de los rehenes y que acabó con la muerte de todos los miembros del comando emerretista, el índice de aprobación a la gestión del Presidente, en apenas cuatro días, según una encuesta de APOYO S.A., pasaba del 38% al 67%; sin embargo, tres meses después, este porcentaje había

190 Este caso tuvo una importante repercusión internacional, hasta el punto de que, con motivo de la celebración en Lima, en junio de 1997, de la XXVII Asamblea General de la OEA, Fujimori vertía varias acusaciones contra Ivcher. Privado de la nacionalidad peruana y desposeído de su participación en el Canal 2, el empresario llevaría su caso ante la CIDH, que falló a su favor; sin embrago, tendría que esperar a la caída del régimen autoritario para poder hacer efectivos sus derechos.

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descendido, en gran parte debido al rechazo que provocaban los hechos anteriormente analizados, veinticinco puntos porcentuales. El pragmatismo presidencial se había extendido a la población y la opinión pública se manifestaba altamente volátil; de aquí hasta el final del régimen, determinados y muy específicos acontecimientos marcarían, al alza o a la baja, la popularidad presidencial. (191)

7.2. El agotamiento del programa económico del fujimorismo.

Con motivo de la campaña de las elecciones generales de 1995, Fujimori, consciente de que el crédito logrado durante los años anteriores con ocasión de su desempeño exitoso frente a la hiperinflación y la subversión estaba en vías de agotamiento, se comprometió, como eje fundamental de su programa electoral, a reducir los altos niveles de pobreza y de precariedad laboral. Para hacer efectivas estas promesas, de cuyo cumplimiento dependía en notable medida el grado de legitimidad del régimen, era imprescindible que las tasas de crecimiento de la economía peruana se mantuvieran durante varios ejercicios por encima de 4-5% anuales; sin embargo, justamente a finales de 1995, la senda del crecimiento económico seguida en los años anteriores se torcía, cerrándose el año 1996 con un incremento en el PIB del 2´5%, cuatro puntos por debajo de las previsiones gubernamentales. El período de recuperación que se atisbó en 1997, año en que el PIB creció un 6´7%, se truncó en los ejercicios siguientes, ya que, en 1998, el PIB cedió hasta el -0´7%, y, en 1999, sólo crecía un 0´9%; sólo la evolución algo más favorable de otras variables macroeconómicas salvaba en menor medida la gestión económica del Gobierno. (192) El modelo económico, de claro corte neoliberal, implantado a partir de agosto de 1990, si bien había frenado la inflación y la caída de la divisa peruana, no había mostrado mayor efectividad que el modelo estatista-populista al que sustituía para mantener un crecimiento sostenido y duradero y generar empleo adecuado. Tampoco contribuía a mejorar la imagen de la gestión de Fujimori el hecho de que de los 9.200 millones de dólares, que, entre los años 1991 y 2000, había ingresado el Estado peruano procedentes de la privatización de empresas

191 La crisis de los rehenes le permitió al régimen de Fujimori difundir el mensaje, en contra de una extendida opinión internacional que hablaba de “rebeldes” y “guerrilleros”, de que se trataba de una acción llevada a cabo por un grupo terrorista; en este sentido, el Gobierno de Estados Unidos manifestó su apoyo a la decisión del Gobierno peruano de poner fin a la situación mediante el uso de la fuerza. 192 Durante ese período la inflación siguió un curso más favorable; así, del 15´4%, registrado en 1994, se pasó al 6´5%, en 1997, y al 3´7%, en el 2000. Asimismo, la devaluación del nuevo sol se mantuvo en unos niveles moderados con relación a otros países de la región, registrándose un retroceso del 9´4%, 10´7%, 5´1%, 15´4% y 11´2%, respectivamente, durante los años 1995, 1996, 1997, 1998 y 1999.

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estatales, apenas quedarán en las arcas públicas 540 millones a finales del 2000, sin que pudiera justificarse debidamente en que se había gastado el resto. La marcha renqueante de la economía nacional y el mantenimiento de los altos niveles de precariedad en el empleo y de pobreza suponían un incumplimiento de las promesas electorales que pronto iba a pasar factura al Presidente, como lo pone de manifiesto el hecho de que, desde los primeros meses de 1996, comenzaran a declinar los índices de aprobación a la gestión del Gobierno; de este modo, si, a comienzos de 1996, el 60% de los peruanos mostraban su apoyo a Fujimori, al finalizar el año ganaban en número los que habían dejado de confiar en él. En esta delicada situación, el Gobierno estableció algunas modificaciones en el plan de ajuste que había convenido con los organismos financieros internacionales, anunciando, en julio de 1997, un paquete de medidas económicas de índole asistencialista y populista, cuya implementación permitió a corto plazo una leve recuperación de la popularidad presidencial. Este ligero giro dado a la política económica, unido a los réditos de la estrategia de “hacerse el muertito” que el Presidente puso en práctica, surtió aparentemente buenos resultados, permitiendo al régimen autoritario capear en 1997 la crisis más importante que había atravesado desde el año 1991. No obstante, las desastrosas consecuencias que, desde finales de 1997, tuvo sobre la pesca, los cultivos y las infraestructuras el fenómeno de “El Niño” contribuyeron a quebrar las expectativas de mejora económica. Según avanzaba el tiempo, se hacían cada vez más evidentes los principales problemas estructurales del modelo económico implantado por Fujimori: algunos desequilibrios macroeconómicos, mantenimiento de una elevada deuda externa, despilfarro de los ingresos procedentes de la privatización de las empresas públicas y persistencia de la precariedad laboral y de los altos niveles de pobreza. Una de las consecuencias de este continuado deterioro en las condiciones de vida fue el incremento del número de emigrantes hacia el exterior, agravando una situación de sangría demográfica que se había iniciado, a finales de los 80, durante la presidencia de García; se calcula que, entre los años 1995 y 2000, salieron de Perú por motivos económicos más de un millón de personas. Consciente de este mal momento, Fujimori, en su discurso a la Nación del 28 de julio de 1998 -día de la fiesta nacional-, abandonaba las proclamas triunfalistas, no hacía grandes promesas y en un tono cauto se refería a la economía como a una “vaca” a la que no se podía exprimir demasiado.

7.3. Las crecientes limitaciones del proyecto político. Las elecciones municipales de 1998.

En distintos apartados de este trabajo nos hemos referido a que los peruanos no

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habían concedido, ni siquiera en los mejores momentos del fujimorismo, un cheque en blanco al Presidente. De este modo, a partir de 1996, cuando el crecimiento económico muestre síntomas de flaqueza y los casos de corrupción sean más flagrantes, una parte, cada vez más numerosa, de la ciudadanía va a poner de manifiesto su disconformidad con el sistema autoritario de gobierno, aspecto que, hasta entonces, había estado supeditado a las necesidades económicas y de seguridad. Sin embargo, en una situación de crisis institucional, de ausencia de un liderazgo opositor claro y definido y de máxima debilidad de los partidos políticos, no resultaba sencillo para la ciudadanía canalizar de un modo efectivo su creciente desaprobación al régimen. En un momento bastante crítico para el Gobierno, con el crecimiento económico en números negativos y los índices de aprobación a la gestión presidencial en constante descenso, Fujimori dio un golpe de efecto, que sorprendió a propios y extraños, al cesar al frente del Consejo de Ministros al leal Pandolfi y nombrar en su sustitución a Valle-Riestra, dirigente aprista y connotado defensor de los derechos humanos. Pecando de ingenuidad o de soberbia, quien en 1978 había sido elegido constituyente aceptaba el cargo con las supuestas intenciones de derogar las leyes inconstitucionales que hacían posible una nueva reelección de Fujimori, garantizar la independencia del Poder Judicial, poner freno al proceso de militarización de la justicia y avanzar en materia de respeto a los derechos humanos. Como era lógico suponer, este descabellado proyecto supuestamente aperturista estaba de antemano condenado al fracaso; a los dos meses de su nombramiento, Valle-Riestra, desprestigiado a los ojos de la oposición y ninguneado por los socios de Fujimori, presentaba la dimisión. En el libreto oficial tampoco se contaba con los caprichos de la naturaleza; el fenómeno de “El Niño”, que se inició a finales de 1997 y se prolongó durante los primeros meses de 1998, azotó al país con una capacidad destructiva no conocida desde el año 1983. Ante este panorama, el Presidente, hábil y pragmático, pretendió convertir la desgracia en rédito político; así, durante los primeros compases del desastre, Fujimori, acompañado de los reporteros más fieles, se dedicó a viajar por las zonas afectadas, calzando botas y tomando una pala para retirar el lodo que anegaba campos, infraestructuras y poblados. En un solo mes, al iniciarse el año 1998, el índice de aprobación a la gestión del Presidente subió diez puntos porcentuales. No obstante, el empeño en ligar la popularidad a las circunstancias climáticas era tan arriesgado como incierto; a comienzos de febrero de ese año 1998, cuando la capacidad de destrucción de “El Niño” adquiera unas dimensiones catastróficas, se ponía de manifiesto que la campaña preventiva propagada por el Gobierno hacía, escandalosamente, aguas. Desbordado por los acontecimientos, Fujimori asistía impotente a la

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caída de su circunstancial subida de popularidad, hasta el punto de que, a finales de 1998, varias encuestas le daban perdedor, ante Andrade y Castañeda Lossio, en la segunda vuelta de unas hipotéticas elecciones que se celebraran en un momento en que dos de cada tres peruanos desaprobaban la gestión presidencial. Como señala S.Bowen (2000: 361), a finales de 1998, Fujimori estaba atrapado en su propia trampa; sin contar con un partido de base organizado, las posibilidades de que la coalición dominante se mantuviera en el poder sin su liderazgo eran reducidas. En este contexto, la celebración, en octubre de ese año 1998, de elecciones municipales se convertía en un importante test de cara a las elecciones generales del año 2000. Con el antecedente de las derrotas sufridas por el fujimorismo en los años 1993 y 1995, el Presidente, reacio a formalizar una organización política de estructura partidaria y con temor a implicarse personalmente con un candidato a la alcaldía de Lima que, como en las ocasiones precedentes, fuera derrotado, decidió no presentar como tal una candidatura oficialista en la capital del Estado; no obstante, sí daba el visto bueno a la aparición en la escena electoral del movimiento político Vamos Vecino, que, aunque se reclamara independiente del Gobierno, se beneficiaba del soporte del régimen autoritario, sin cuyos recursos no hubiera podido en un tiempo récord disponer de una estructura organizada que llegaba a todas las provincias de Perú. Como tal, Vamos Vecino -VV- había sido creado, en 1997, por Absalón Vásquez, ejemplo prototípico de antiguo dirigente partidario que, al servicio del proyecto autoritario, intentó dotar al régimen fujimorista de una organización política permanente y de ámbito nacional. El movimiento vamosvecinista se vertebró, a imagen del régimen del que emanaba y siguiendo una larga tradición existente en Perú, en torno a un modelo de organización centralista, dando también cobijo a militantes izquierdistas y ex apristas y a líderes sindicales ambiciosos y oportunistas que no querían perder el tren del poder. (193) En cualquier caso, quedaba claro que, cuando en 1998 parecía mostrar una mayor disposición para articular alrededor de él una organización política estable, Fujimori ya no gozaba del mayoritario respaldo popular, ni de la masiva lealtad, como había sucedido en las elecciones generales de 1995, de los caciques locales y regionales; como señala Grompone (1999: 286-287), el Presidente, abusando de la astucia, se olvidó de la inteligencia, sin darse cuenta de que las percepciones de la población empezaban a correr más deprisa que

193 Durante un tiempo se especuló con la posibilidad de que, al interior del oficialismo, C90-NM representaba a la opción política de los ricos y de los empresarios y Vamos Vecino a la de los pobres y los campesinos. Esta versión tenía algún fundamento; así, alrededor de Vamos Vecino pasaron a aglutinarse la mayoría de los congresistas que conformaban la llamada bancada provinciana del fujimorismo, así como numerosos ediles independientes de las pequeñas localidades dispersas por todo el territorio peruano.

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sus iniciativas. Finalmente, VV presentaba, como candidato a la alcaldía de Lima, a Hurtado Miller, antiguo colaborador de Belaúnde, y, más tarde, en 1990, nombrado por Fujimori presidente de su primer Gabinete. Aunque durante la campaña electoral el candidato vamosvecinista proclamaba su autonomía respecto del Gobierno, el apoyo oficial a su candidatura era tan discreto como real. (194) Frente al candidato oficioso del régimen fujimorista, se presentaba a la reelección el alcalde Alberto Andrade que, con ocasión de estas elecciones municipales, había transformado, en septiembre de 1997, su localista movimiento Somos Lima en una organización de ámbito nacional denominada Somos Perú. No obstante su carácter opositor, los hábitos y el estilo políticos difundidos al interior de Somos Perú no se alejaban significativamente de los que caracterizaban al oficialismo; en este sentido, el movimiento patrocinado por Andrade compartía con las organizaciones fujimoristas, entre otras características, el personalismo, la estructura y funcionamiento escasamente democráticos, el pragmatismo, el expreso reconocimiento de la “independencia” política como valor superior y la inclusión en sus respectivas candidaturas de numerosos ex dirigentes partidarios de variada ideología y que tenían en el oportunismo político un común denominador. Celebradas, el día 11 de octubre, las elecciones, Andrade, con el 58´7% de los votos válidos, derrotaba con claridad a Hurtado Miller, que sólo conseguía el 32´7%. Aunque derrotado en Lima, Vamos Vecino ganaría las elecciones en más de la tercera parte de los distritos nacionales, consiguiendo también el 39´7% de las alcaldías provinciales; sin embargo, atendiendo al número de votos, Somos Perú, con el 28´4%, superaba, como organización política más votada en el ámbito nacional, a VV, que obtenía el 25´2%. Como en las elecciones municipales de 1995, en muchos distritos y provincias de Perú triunfaron las variopintas organizaciones políticas localistas, que sumaron, en total, la tercera parte de los votos válidos. Los síntomas de agotamiento del proyecto político fujimorista no sirvieron, sin embargo, para que los partidos políticos tradicionales mejorasen sustancialmente sus resultados anteriores, logrando únicamente hacerse con 14 -7´2%- alcaldías provinciales; en el conjunto del país, el APRA conseguía el 6´4% de los votos y AP, el 5%, mientras que la UPP apenas si llegaba al 1´3%. (195)

194 Después del colapso del fujimorismo, se demostraría, como lo prueba el contenido del vídeo numerado como 1184, que Hurtado Miller había recibido, el 11 de agosto de 1998, 261.000 dólares de manos de Montesinos en concepto de contribución para la campaña electoral a la alcaldía de Lima. 195 De las 194 alcaldías provinciales en disputa, las listas independientes de carácter local y provincial obtuvieron 82 -42´3% del total-; le seguían, por este orden, el movimiento oficialista Vamos Vecino con 77 alcaldías -39´7%- y el movimiento Somos Perú con 21 -10´8%-. Completaban el reparto, 6 alcaldes provinciales que representaban al APRA, 5 a AP, 2 a UPP y 1 al Frenatraca. Fuente (al igual que el resto de los datos de este apartado): JNE y ONPE. Elaboración propia.

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Como había sucedido a raíz de las anteriores elecciones municipales de 1993 y 1995, el oficialismo reaccionaba de mala manera ante la derrota. Esta vez, sin embargo, las víctimas propiciatorias las serviría el propio régimen; a comienzos de 1999, en el marco de una supuesta campaña de lucha contra la corrupción, Fujimori forzaba la destitución de varios ministros, entre ellos los que habían denunciado la existencia de una red integrada por altos funcionarios corruptos. En la montaña rusa en que se había convertido el panorama político peruano, en julio de 1999, el Presidente recupera a los ojos de la población una parte de la credibilidad perdida; paradójicamente, a ello contribuía en notable medida el hecho de que la CIDH, cuya jurisdicción no reconocía el Gobierno peruano, resolviera, en un tema altamente sensible para la población como era la violencia política, admitir a trámite los recursos presentados por varios miembros del MRTA que cumplían condenas en los penales peruanos. De este modo, en un momento en el que la actividad de SL había descendido notablemente, el régimen fujimorista no sólo contribuía a mantener “viva” la amenaza terrorista, sino que también iniciaba una campaña, con un gran despliegue publicitario, para hacer frente a la delincuencia común. La estrategia seguida por el Gobierno parecía darle buenos resultados; de este modo, a finales de 1999, según se acercaba la fecha de las elecciones generales, aumentaban las posibilidades de que, aún sin obtener la mayoría absoluta en la primera vuelta, Fujimori fuera reelegido en la segunda votación. Las encuestas seguían poniendo de manifiesto que el Presidente aún contaba con una fiel cantera electoral entre los peruanos más pobres, que conformaban el sector socioeconómico más numeroso en Perú; en este contexto, en palabras de Tanaka (2001: 93-94), la recuperación mostrada por Fujimori durante el año 1999 era el resultado de que “la combinación de la debilidad de la oposición y los méritos del gobierno hicieron tener éxito y resultar creíbles un conjunto de maniobras autoritarias y sucias por parte del régimen”. En este estado de cosas, en octubre de 1999, Fujimori nombraba a Alberto Bustamante Belaúnde, antiguo simpatizante del velasquista Partido Socialista Revolucionario, presidente del último Gabinete del mandato presidencial iniciado en julio de 1995.

En julio de 1999, se celebraron unas elecciones municipales complementarias en los distritos donde no se celebraron o fueron impugnadas las de octubre de 1998, triunfando las candidaturas independientes localistas. La repetición de las elecciones en el distrito limeño de Miraflores generó unas expectativas que sobrepasaron el marco estrictamente distrital; en plena precampaña presidencial, frente al hermano del alcalde de Lima, el oficialismo, que no presentaba candidato, apoyó a Luis Bedoya, ex congresista del PPC, que para la ocasión encabezaba la lista del movimiento independiente “Lucho por Miraflores”, que resultó ganador. Varios vídeos, grabados en junio y julio de 1998 y difundidos a comienzos del 2001, dejan constancia que Bedoya había recibido de la red montesinista al menos 25.000 dólares.

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7.4. La ruptura de la coalición dominante.

La corrupción, el conocimiento público de los “trabajos” sucios, el agotamiento del programa económico implementado, el descenso de la popularidad del Presidente y el fracaso en la elección municipal de Lima, aún dando forma a una combinación altamente peligrosa para la estabilidad y la pervivencia del régimen fujimorista, no parecían ser suficientes para provocar, al menos a corto plazo, una crisis de tal magnitud que pudiera provocar su caída. Sin embargo, en 1998 estallaron en el interior de la coalición dominante dos conflictos de gran calado y de consecuencias poco previsibles, aunque nada halagüeñas, para el régimen autoritario. De este modo, por una parte, se rompía con estruendo el triunvirato que integraban Fujimori, Montesinos y Hermoza al producirse la defenestración política del “general victorioso”, y, por otra, se disolvía, con menos ruido, el compromiso que unía al fujimorismo con una parte del empresariado nacional. El triunvirato que desde 1992 formaban Fujimori, Montesinos y el general Hermoza daba la justa imagen de un régimen autoritario altamente centralizado y personalista. En algunos apartados anteriores de este trabajo ya hemos hecho referencia a la naturaleza mutuamente ventajosa, aunque no exenta de tensiones, de las relaciones establecidas entre estos tres personajes; en este sentido, Hermoza, aún gozando de un alto grado de autonomía, había sido, casi desde el principio, el socio menos fuerte y el más fácilmente sustituible. En 1997, comenzaron a hacerse públicas las desavenencias existentes entre el Presidente y el jefe del Comando Conjunto de las FFAA; según la versión más difundida, Fujimori estaba buscando un sustituto a Hermoza. El suceso imprevisto que supuso la toma de la residencia del embajador de Japón por un comando del MRTA puso de manifiesto, entre otras cosas, que el reparto de papeles no estaba claramente delimitado. A raíz de la “Operación Chavín de Huántar”, el Presidente, el jefe de facto del SIN y el jefe de las FFAA rivalizaron en deseos por asumir un mayor protagonismo personal; mientras Montesinos, fiel a su estilo, obraba sigilosamente, Fujimori y Hermoza se disputarían, con menos discreción, méritos e imagen. (196) El general Hermoza, consciente de que su autonomía corría riesgos, inició un complicado juego que le llevaba al enfrentamiento con el Presidente. Cuando, en junio de 1997, con motivo del conflicto surgido en torno a Baruch Ivcher, el jefe de las FFAA acudió al Congreso, resultaba bastante evidente que semejante despliegue militar era innecesario para dirigirse a unos parlamentarios

196 En octubre de 1997, Hermoza presentó un libro en el que ofrecía su particular versión de la “Operación Chavín de Huántar”, señalando al jefe de facto del SIN como el encargado de la dirección del operativo y atribuyéndose a sí mismo, en detrimento del papel desempeñado por el Presidente, el mérito de la ejecución.

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mayoritariamente dóciles; más plausible nos parece pensar que el “mensaje” del general no iba dirigido a la débil oposición antifujimorista, sino al propio Fujimori, que aparentemente no se daba por aludido. Lanzado el pulso definitivo, de nuevo Hermoza tomaba iniciativa. En diciembre de 1997, convocaba a los altos mandos de las FFAA a una ceremonia militar con el propósito de que le manifestaran personalmente su lealtad; este acto suponía una clara afrenta, personal e institucional, para el Presidente en su función, constitucionalmente reconocida, de jefe supremo de las FFAA. Llegados a estos extremos, Montesinos, que formalmente mantenía unas cordiales relaciones con Hermoza, tomaría interesado partido por Fujimori; solo era cuestión de tiempo, la suerte del “general victorioso” estaba echada. En agosto de 1998, Fujimori, en complicidad con el jefe de facto del SIN y con la anuencia de estados Unidos, le tendió a Hermoza la celada final en un acto “ceremonioso” celebrado en el Palacio de Gobierno. (197) Según el comunicado oficial, al jefe de las FFAA se le relevaba en sus cargos porque era necesario avanzar, en contra de la opinión de Hermoza, en las negociaciones de paz con Ecuador. El hecho de que simultáneamente el presidente ecuatoriano cesara también a su homólogo en las FFAA de Ecuador contribuye, a primera vista, a dar consistencia a una versión que creemos servía muy bien para ocultar los verdaderos motivos de la caída de Hermoza. (198) El cese del jefe de las FFAA no suponía que el poder civil, institucionalmente constituido, se impusiera como tal al poder militar. En un régimen personalista, como éste, el triunfador aparente era Fujimori, pero los resultados de esta operación a quien realmente favorecían era a Montesinos, que, tras la salida de la escena militar y política de Hermoza, conseguiría ubicar a sus antiguos compañeros de la Promoción de 1966 al frente de las FFAA peruanas. De este modo, a partir de 1998, quedaba establecida una nueva correlación de fuerzas al interior de las FFAA; con los militares hermozistas en repliegue y los fujimoristas en minoría, la balanza del poder se inclinaba claramente hacia los ascendentes militares montesinistas. En líneas generales, a mediados del año

197 En los vídeos, grabados el 20 de agosto de 1998 y numerados como 1168 y 1169, ha quedado plasmado con detalle este episodio. Hermoza, en contra de su costumbre habitual, acudió al Palacio del Gobierno sin compañía; allí le esperaba el Presidente acompañado por los altos mandos de las FFAA. Al sorprendido general, Fujimori le comunicó que era cesado en sus cargos de Comandante General del Ejército y Jefe del Comando Conjunto de las FFAA; a renglón seguido, el ministro de Defensa, general Saucedo, amigo de Hermoza, ponía en conocimiento del interesado que los jefes militares -los mismos que le habían manifestado su adhesión incondicional ocho meses antes- apoyaban la decisión que había tomado el Presidente. Fin del capítulo. 198 Con la mediación de Estados Unidos, los gobiernos de Perú y de Ecuador firmaron, el 28 de octubre de 1998, un acuerdo de paz, que contaba con la desaprobación de numerosos altos mandos militares, ministros y congresistas peruanos; asimismo, la mayoría de la población de Perú se oponía a cerrar un acuerdo con Ecuador que supusiera, como así sucedió, la cesión de una pequeña porción de territorio al país vecino.

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2000, la Marina y la Policía parecían alinearse con Fujimori, el Ejército se decantaba con nitidez hacia Montesinos y en la Fuerza Aérea la situación estaba equilibrada. Marginados en estas componendas quedaban los militares que mantenían una posición crítica frente al régimen fujimorista y que asistían con pesar al proceso de corrupción, politización y desprofesionalización operado en el seno de las FFAA. La desaparición de Hermoza y el ascenso a la cúpula militar de los generales montesinistas también contribuyeron a que las fluidas y cordiales relaciones mantenidas hasta entonces por Fujimori y su asesor se tensaran; desde finales de 1998, era notorio que se estaba produciendo un creciente distanciamiento entre ambos. El Presidente tenía sobrados motivos para desconfiar de un socio cada vez más incómodo; no sólo sufría la pérdida de legitimidad que provocaba la denuncia pública de los delitos en los que estaba implicado Montesinos, sino que también le inquietaba el elevado grado de autonomía que tenía el jefe de facto del SIN. Motivos que el propio Montesinos se encargaba de alimentar cuando, más allá de su papel de “leal” asesor, decidió jugar en otra partida; el poder en la “sombra” empezaba a salir a la luz. De este modo, en las vísperas de las elecciones del 2000, Montesinos y los militares que le eran adictos trabajaban con dos escenarios posibles; en uno, se contemplaba la posibilidad de la continuidad de Fujimori en la Presidencia de la República a cambio de su sometimiento al jefe de facto del SIN y a su camarilla militar, y, en el otro, decididamente montesinista, se habría previsto la sustitución de Fujimori por un presidente civil “títere”. Aunque el régimen fujimorista estaba altamente personalizado, no por ello podía prescindir de otros apoyos. Atendiendo a criterios de legitimidad, las elecciones representaban un trámite de imprescindible observancia, incluso tratándose, como era el caso, de un régimen autoritario; cuestión diferente era que los procesos electorales fueran, que no lo eran, lo suficientemente libres y competitivos como para ser considerados democráticos. Además del respaldo popular, vía elecciones, el régimen necesitaba para su pervivencia del apoyo de las FFAA y de las organizaciones empresariales nacionales, sin, por ello, descuidar el flanco externo. Como ya hemos analizado, el sometimiento de las FFAA a un proceso de control personalista, basado en la cooptación, la corrupción y la desprofesionalización de la cúpula militar, poco tenía que ver con los vínculos, menos estables, que unían a los empresarios con el régimen fujimorista, fundamentados básicamente en que el Gobierno implementara la política económica que convenía a las patronales. Además, a partir del estancamiento económico producido desde 1995, la situación se había tornado más compleja; el trato más favorable que el Gobierno daba a determinadas empresas no beneficiaba a otras y la extensión de la corrupción amenazaba con quebrar el

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pacto coyuntural establecido entre ambas partes, régimen y empresariado nacional. Como señala Cotler (2000: 15-16), una vez que el fujimorismo asumió unas características marcadamente mafiosas, determinadas acciones del Gobierno comenzaron a revertir en contra de los intereses de sus aliados estratégicos, tanto internos como externos, poniendo en peligro la permanencia de la coalición progubernamental e incrementando las posibilidades de descomposición del régimen. En este contexto, el giro “populista” que, desde finales de 1997, Fujimori había impreso a la política económica contribuyó a desestabilizar en mayor medida las relaciones del Gobierno con una parte del empresariado nacional y provocó que se incrementaran las discrepancias existentes en el seno de la Confederación Nacional de Instituciones Empresariales -CONFIEP-, organización que agrupaba a las empresas más importantes e influyentes del país; en líneas generales, las medidas tomadas, a partir de julio de 1997, por el Gobierno beneficiaban a las empresas que producían para el mercado nacional y perjudicaban a las que dirigían sus actividades hacía la exportación. (199) Se ponía, así, de manifiesto que el apoyo dado por el empresariado nacional al régimen fujimorista era tan instrumental como volátil e interesado; como señala F. Durand (1999: 195), aunque los lazos que unían a los empresarios peruanos con el Gobierno de Fujimori eran más fuertes y sólidos que los establecidos con los gobiernos anteriores distaban de ser maduros y tenían un carácter bastante fragmentario. (200) Como ya hemos señalado en este trabajo, Fujimori contó con el respaldo de los organismos financieros internacionales, más interesados en la aplicación en Perú de un programa ortodoxamente neoliberal que en la preservación de la democracia. (201) También el Gobierno de Estados Unidos parecía estar más preocupado por las cuestiones referidas a la lucha contra el narcotráfico y la estabilidad en la región que por el autoritarismo del régimen fujimorista. Sin embargo, a partir de 1999, se producirían algunos cambios al poner de manifiesto la Administración Clinton una actitud más crítica respecto a algunos

199 En abril del 2001, el cisma empresarial en el seno de la CONFIEP era inevitable tras anunciar el abandono de esta organización la Sociedad Nacional de Industrias, la Asociación Nacional de Exportadores y la Cámara de Comercio de Lima. 200 El panorama empresarial peruano había experimentado grandes cambios desde comienzos de la década de los 90. De este modo, del grupo de empresarios, conocidos como los “doce apóstoles”, que a mediados de los 80 negociaron una fallida alianza con el presidente García, únicamente cuatro se mantenían en el primer plano de la actividad económica al finalizar el siglo XX. En el “ranking” empresarial peruano, a las empresas familiares, como Lanatta-Piaggio, Picasso, Brescia o Nicolini, les habían sucedido multinacionales, como Telefónica, Repsol, Sudameris o BBV; la excepción la representa el grupo nacional Romero, que, desde hace más de veinte años, es líder empresarial en Perú. 201 En noviembre del 2002, el Presidente del Banco Mundial, Moisés Wolfenson, reconocía que este organismo financiero se había equivocado al avalar a Fujimori, aunque se justificaba diciendo que desconocía la naturaleza corrupta del régimen peruano.

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excesos autoritarios del fujimorismo, en especial en materia de derechos humanos; resultando de ello son las, ya citadas, resoluciones del Senado y de la Cámara de Representantes de Estados Unidos condenando los casos de violación de los derechos humanos y de corrupción en Perú. A comienzos de 1999, C. Youngers (1999: 17-19), directora del Programa para la Región Andina de la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, hacía una síntesis clara de la posición ambigua del Gobierno de Clinton respecto al régimen de Fujimori; si bien en Estados Unidos causaba cierta irritación la política del presidente peruano en algunas cuestiones, como las referidas a la nueva reelección presidencial, la violación de los derechos humanos y el excesivo grado de control de Ejecutivo sobre el Poder Judicial y el Parlamento, no se consideraba conveniente manifestarse de un modo abierto y más contundente acerca de las mismas. En Washington, señalaba Youngers, aún se valoraba la importancia del papel desempeñado por Fujimori en la firma del acuerdo paz entre Perú y Ecuador y en la colaboración del gobierno peruano en las actuaciones contra el narcotráfico y a favor de la liberalización económica, cuestiones que el gobierno estadounidense consideraba prioritarias. Coexistirían, de este modo, en la Administración Clinton dos puntos de vista divergentes, que oscilaban entre la posición mantenida por quienes daban prioridad a los temas referidos a los derechos humanos y la democracia y la de que aquellos que estaban más interesados en la implementación de determinadas medidas económicas y antinarcóticas; en cualquier caso, los indicios apuntaban a que Estados Unidos no parecía dispuesto a ser tan complaciente con Fujimori como lo había sido con anterioridad a 1999. Este cambio de actitud del gobierno estadounidense sería el preludio de su decisión de intervenir más activamente en las elecciones del año 2000 y, sobre todo, en el posterior proceso de transición del régimen autoritario a la democracia.

8. Las elecciones generales del 2000.

Las elecciones convocadas para el mes de abril del año 2000, seguidas de una segunda vuelta a finales de mayo, así como la precampaña previa, han sido las más controvertidas de las celebradas en Perú desde 1980. Con suficiente anterioridad a su convocatoria estas elecciones se encontraban ya lastradas por la polémica y la sospecha; años antes de su celebración, la promulgación, en agosto de 1996, de la Ley 26657 de “Interpretación Auténtica” y los acontecimientos posteriores dirigidos a impedir a toda costa la celebración del referéndum promovido por el Foro Democrático contra esta ley viciaban la forma y el fondo democráticos de estas elecciones. Como además el régimen fujimorista no podía perder estas elecciones, si no quería verse expuesto a la indeseada posibilidad de que sus sucesores en el poder tomaran medidas contra

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sus dirigentes, la consecuencia lógica era que estas elecciones difícilmente podían ser limpias y competitivas. De este modo, durante la precampaña y la campaña electorales, ante lo incierto del resultado, el fujimorismo sacaría a relucir sin recato su lado más autoritario y corrupto.

8.1. La campaña electoral y los candidatos.

Aunque frecuentemente se ha dicho que el régimen de Fujimori se hallaba en un estado de permanente contienda electoral, lo cierto es que la legislación peruana no fijaba el tiempo de duración de la campaña electoral como tal; a tal efecto, sólo se especificaba que la convocatoria oficial de las elecciones se haría con una anticipación no inferior a los ocho meses respecto a su fecha de celebración. Sea como sea, se trataba de una campaña electoral larga, que se prestaba a múltiples alternativas y a variaciones radicales en las expectativas de voto de las distintas candidaturas. Poniendo fin a una situación de suspense que se había iniciado en 1995 y que se prolongó hasta finales de 1999, Fujimori, cinco días antes de iniciarse el año 2000, anunciaba oficialmente que se presentaba a una nueva reelección. Para entonces, el Presidente aparecía en casi todos los medios de comunicación como el virtual ganador en las elecciones que se iban a celebrar a los pocos meses; las encuestas no le otorgaban una mayoría absoluta en la primera vuelta, pero sí le señalaban como triunfador en la segunda y definitiva frente a cualquier candidato opositor que la disputara. Sin embargo, algunos meses antes no eran éstas las expectativas; a la recuperación de la imagen de Fujimori había contribuido en no desdeñable medida la debilidad mostrada por una oposición antifujimorista tan dividida que ni siquiera había logrado conformar una alternativa capaz de movilizar a un electorado escéptico y desconfiado. Esas mismas encuestas también reflejaban que cualquier candidato que representara al régimen autoritario, con la única excepción del propio Fujimori, incluido el popular Yoshiyama, sería derrotado por un candidato opositor que lograra aglutinar con mediana solvencia al voto antifujimorista; quedaba, así, claro, aunque ya era un hecho sobradamente conocido, que el Presidente era la única carta fiable que tenía el régimen para asegurar su continuidad por la vía electoral. El escenario era, no obstante, muy diferente al del año 1995. En el 2000, Fujimori no podía alardear de logros y avances; a pesar de que existían indicios de recuperación económica, el Gobierno había fracasado estrepitosamente en la reducción de los altos niveles de pobreza y precariedad laboral. Ello no suponía un impedimento para que el Presidente se ofreciera como la mejor alternativa para el siglo siguiente; a tal fin, el régimen autoritario había improvisado la alianza electoral Perú 2000, integrada por los movimientos políticos C-90-NM

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y VV, a los que se sumaba un fantasmal Frente Nacional Independiente Perú 2000. A última hora, tras el escándalo político que supuso que se destapara la masiva falsificación de firmas para la inscripción en el registro del JNE de este Frente Nacional Independiente Perú 2000, al que inicialmente se pretendió inscribir como Movimiento Independiente “Perú País con Futuro”, el oficialismo hizo “desaparecer” de su lista parlamentaria, que quedó reducida a 118 nombres, a dos candidatos implicados directamente en este turbio y escandaloso asunto. (202) En esos tiempos, Andrade, alcalde Lima y también candidato a la Presidencia de la República, había puesto de moda, mediante sus alusiones al régimen autoritario, el término “fujimontesinismo”, que explicaba bastante bien la naturaleza que tenía la correlación de fuerzas en el Gobierno. Contra la candidatura de Fujimori se interpusieron varios recursos de nulidad y solicitudes de tacha, que fueron resueltos sin demora por el JNE de forma favorable al Presidente; sin embargo, en desacuerdo con el inconstitucional proyecto reeleccionista, , importante líder parlamentario de C90- NM, renunciaba al oficialismo para transitar a las filas del candidato opositor Alejandro Toledo. Respecto a las elecciones de 1995, en la campaña electoral del 2000 suponía una novedad interesante el hecho de que, principalmente entre los meses de marzo y mayo, a caballo entre la primera vuelta y la segunda, Fujimori, por primera vez en su carrera política, echara mano, consciente del carácter incierto y ajustado de la elección, de un programa dirigido a la movilización masiva de sus partidarios; si cinco años antes, se había limitado a recorrer poblados y localidades inaugurando obras públicas, en esta ocasión, en un escenario político y electoral muy diferente, se zambullía en una estrategia electoral que, en un principio, no era de su agrado. Como antes había hecho Belaúnde y, sobre todo García, el candidato de Perú 2000, rivalizando en esta ocasión con el “cholo” Toledo, se metería de lleno en una campaña de claro “sabor” popular. Ataviado con chullos y ponchos, bailando lo mismo al son de un ritmo andino que de una tecnocumbia -el machacón “ritmo de El Chino”- y apelando

202 En la lista que presentaba el oficialismo al Congreso, integrada mayoritariamente por militantes de C90-NM y VV, junto a personajes bastante conocidos, como Francisco Tudela, Absalón Vásquez, Víctor Joy, Gilberto Siura, Daniel Espichán, César Larrabure, Ricardo Marcenaro, Enrique Chirinos o Carlos Torres, se hallaban varias mujeres, algunas significadamente fujimoristas, como Martha Hildebrand, María Martínez del Solar, Marianella Monsalve, Beatriz Alva, , Marta Moyano, Carmen Lozada o María Jesús Espinosa, que tenían un prestigio profesional labrado fuera de la política; más sorprendente era, sin embargo, la presencia en la lista de Perú 2000 del acreditado historiador Pablo Macera. A finales de febrero del 2000, el diario El Comercio publicaba que, desde agosto de 1999, algo más de 400 personas habían participado en una operación ilegal dirigida a “fabricar” los documentos que dieran validez a 1.200.000 firmas falsificadas que, supuestamente, correspondían a otros tantos simpatizantes de un desconocido Frente Nacional Independiente Perú 2000. Ante la denuncia presentada por varios partidos y organizaciones políticas de la oposición, el JNE se inhibió del caso, trasladándolo a la Fiscal de la Nación, Blanca Nélida Colán, que decidió no tomar cartas en el asunto.

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a los mitos ancestrales, Fujimori trató de borrar su imagen de oriental frío y sobrio para competir en el mismo terreno que el candidato opositor de Perú Posible; sin embargo, el Fujimori dicharachero que se presentaba a los mítines se mostraba más vulgar que ingenioso en un predio que no era el suyo. Sorprendentemente, esta campaña, desarrollada a contrapelo, le dio buenos resultados. A las elecciones presidenciales de abril del 2000, finalmente concurrían nueve candidatos, cinco menos que en 1995; asimismo, las diez listas que el JNE admitía para la elección parlamentaria representaban la mitad de las presentadas cinco años atrás. En esta disminución del número de candidaturas tenía mucho que ver una legislación electoral que exigía para proceder a la inscripción legal de las organizaciones y partidos políticos el aval de, al menos, el 4% del Censo Electoral. Iniciada la campaña electoral, en noviembre de 1999, varios representantes de la oposición antifujimorista suscribieron un denominado “Acuerdo de Gobernabilidad”, documento más efectista que efectivo al no suponer la asunción, más allá de la mera declaración de intenciones, de compromiso alguno por parte de los signatarios; este “pronunciamiento dirigido a la opinión pública del Perú y del mundo”, que tachaba de anticonstitucional a la candidatura de Fujimori y proponía el retorno a la democracia, no sirvió para que se conformara una candidatura negociada que pudiera enfrentarse con garantía de éxito al oficialismo. En este ambiente de división, ocho candidatos creían contar con posibilidades de derrotar a Fujimori. El candidato presidencial del FREPAP era nuevamente el visionario Ezequiel Ataucusi, fundador de este movimiento de índole mesiánica, que, sin embargo, presentaba, encabezando su lista parlamentaria, a Héctor J. Caro, un ex jefe de la DINCOTE, que, en 1995, había sido incluido en la candidatura de C90-NM. El huancavelicano concurría al frente del recién creado movimiento Avancemos, que contaba con la interesada colaboración de Rafael Rey, político independiente de larga trayectoria, y de José Barba, socio electoral de Alejandro Toledo en 1995. Alberto Andrade aspiraba a la Presidencia de la República al frente del movimiento Somos Perú, que, bajo el lema de “producir, exportar, educar y descentralizar”, acogía a varios políticos y militares retirados que se habían desenganchado de la UPP y que ahora apostaban por el alcalde Lima. (203) Una UPP, en horas bajas,

203 En la lista de Somos Perú, como en 1995 había sucedido con la UPP, se daban cita una gama muy variada de candidatos; entre ellos, Javier Silva -ex ministro de Belaúnde-, Anel Townsend -ex aprista y ex candidata de la UPP-, Gustavo Mohme -histórico dirigente izquierdista y director del diario La República-, -ex fredemista (más tarde, Presidenta del Consejo de Ministros con Alejandro Toledo, y, actualmente, Defensora del Pueblo)-, Jorge Mufarech -ex fujiimorista-, Walter Ledesma y Daniel Mora -militares retirados-, Tito Chacano -ex dirigente del PPC-, Harold Forsyth - ex congresista de la UPP-, y Carlos Bruce, presidente de la Asociación de Exportadores. Al año

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presentaba, como candidato presidencial, a Máximo San Román, quien, en 1990, había sido elegido con Fujimori primer vicepresidente de la República. El Partido de Solidaridad Nacional -PSN- lanzaba la candidatura de su líder- fundador, , siendo una de las pocas organizaciones políticas de reciente creación -fue fundado en 1998- que se reconocía expresamente como partido y no como movimiento político. Entre los partidos políticos tradicionales, únicamente dos, los más consolidados, el APRA y AP, presentaban candidatura a la Presidencia de la República. El APRA, que había visto frustrada su pretensión inicial de contar con el ex presidente Alan García, daba una oportunidad a Abel Salinas, un dirigente secundario, situando a sus caras más conocidas, Mercedes Cabanillas, y Agustín Mantilla, en los primeros puestos de su lista parlamentaria. Por su parte, AP recurría, como lo había hecho en las elecciones de 1995, a un candidato procedente del entorno familiar de su líder y fundador Fernando Belaúnde; en este caso, el designado era Víctor García Belaúnde. Completaba la oferta electoral a la Presidencia de la República, el candidato de Perú Posible -PP-, Alejandro Toledo. Este movimiento político, constituido como partido en el 2002, se proclamaba como “la nueva alternativa seria en la política para el año 2000” nacido con una voluntad “pro país” y sin “propósito antinadie”, que, sin adherirse a “ningún dogma político, ideológico o económico”, propugnaba la configuración de una identidad nacional y cultural mestiza donde su junten “todas las sangres”. (204) A la postre, el azar y la fortuna, más que los méritos propios, terminaron por favorecer a un candidato que se benefició del desgaste y del acoso que sufrieron otras candidaturas, como las de Andrade y Castañeda, mejor dotadas y que partían, de inicio, con mayores posibilidades. Estos nueve candidatos no compitieron en igualdad de oportunidades; la campaña electoral del 2000 no fue justa, ni limpia, ni competitiva. Desde el principio, la alianza oficialista Perú 2000 no sólo utilizó los recursos materiales y humanos del Estado con fines políticos y propagandísticos, sino que también empleó el control que ejercía sobre la mayor parte de los canales privados de televisión y la prensa “chicha” para acosar a los candidatos antifujimoristas y ofrecer una información claramente favorable al Gobierno. De comienzo a fin, siguiente, en las elecciones del 2001, casi todos “mudarían” hacia la lista patrocinada por Alejandro Toledo. Así de “listos” son la mayoría de los políticos peruanos. 204 En la práctica, PP apenas si se diferencia del resto de las organizaciones políticas surgidas en Perú desde finales de los años 80 del pasado siglo XX; como ellas, se ha vertebrado en torno a un líder más o menos carismático, que se rodeó de parientes y amigos. En los estatutos fundacionales de PP se otorga a su fundador -artículo 20º-, Alejandro Toledo, el cargo de presidente vitalicio, que únicamente pierde -artículo 21º- por renuncia o fallecimiento. En este sentido, en alguna ocasión (Mesía, 2000; Cotler, 2000) se ha equiparado la irrupción de Toledo con el fenómeno, basado en el rechazo a los partidos políticos y en la emergencia de los sectores populares postergados, que, diez años antes, había catapultado a Fujimori; punto de vista que también compartimos en este trabajo.

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el proceso electoral distó mucho de aproximarse a la imagen “a prueba de balas” que intentaba propagar José Portillo, jefe de la ONPE. En realidad, la campaña de las elecciones del 2000 suponía la conclusión de un proyecto reeleccionista de naturaleza autoritaria e inconstitucional iniciado en el año 1995. De este modo, Fujimori, Montesinos, los altos mandos de las FFAA y todas aquellas personas que habían sido sus cómplices en los casos de corrupción y en la comisión de delitos no sólo defendían su posición de poder y/o sus intereses económicos, sino que también eran conscientes de que una derrota electoral dejaba en las manos de sus adversarios la decisión de enjuiciarles. En un contexto así definido, el fraude electoral estaba decidido y diseñado de antemano, ya que el régimen fujimorista no podía correr el riesgo de enfrentarse a unas elecciones justas, limpias y competitivas. En palabras de Bernales (2000: 63), para justificar la candidatura de Fujimori, se estaba dando forma a “algo equivalente a un golpe de Estado en cámara lenta, un fraude en interminable estado de latencia”. En este mismo sentido, para V. Paniagua (2000: 21-22), Perú no asistió en el 2000 a un proceso electoral, sino a un proceso de fraude electoral y de adulteración del sufragio que se llevó a cabo antes, durante y después de los actos electorales propiamente dichos. En el reparto de papeles realizado al efecto, a la prensa “chicha”, con la experiencia que le aportaba la campaña de las elecciones municipales de 1998, se le encargaron las operaciones dirigidas a descalificar y difamar a los candidatos opositores; a tenor de los resultados, su labor resultó bastante efectiva. En los primeros compases de la campaña electoral la guerra sucia se centró preferentemente en Alberto Andrade, considerado como el rival más peligroso; en realidad, a mediados de 1999, no haría más que arreciar una andanada de descalificaciones que ya se había iniciado en 1998 con motivo de las elecciones a la alcaldía de Lima. Antes de que concluyera el año 1999, la candidatura de Andrade ya había sido “tumbada”. Su relevo lo tomó Luis Castañeda Lossio, convertido en el blanco de una feroz operación difamatoria librada principalmente desde la prensa “chicha”, y objeto, al más puro estilo de los gángster, de las maniobras de intimidación y acoso a que fueron sometidos él y varios miembros de su familia por parte de algunos esbirros del autoritarismo y policías. De nada sirvió que tanto Andrade como Castañeda pusieran los hechos en conocimiento de la Fiscalía de la Nación, solicitando el amparo del Ministerio Público; contrariamente a lo pedido por la oposición, la vocera oficialista Martha Chávez declaraba con desvergüenza que era el candidato del PSN el que “acosaba” a la Policía, mientras que Rómulo Muñoz, miembro del JNE, tildaba de “llorones” a los personeros -representantes- de Somos Perú y del PSN que denunciaban estos actos. Lo cierto fue que, a comienzos del año 2000, las posibilidades electorales de Castañeda, como las de Andrade, también se habían difuminado. En ese preciso

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momento, irrumpió con fuerza la candidatura de Alejandro Toledo, que pronto ocupó el espacio político dejado libre por los líderes de Somos Perú y del PSN. Este repunte tardío del candidato de PP tampoco le libraría, en el tramo final de la campaña previo a la primera vuelta, del furibundo ataque de la prensa “chicha”; sin embargo, la candidatura de Toledo no sólo resistió la embestida del fujimorismo, sino que, casi sin quererlo, comenzó a aglutinar a una parte del voto antifujimorista. Si la prensa “chicha” fue utilizada principalmente como medio para la demolición de las candidaturas opositoras, los canales públicos y privados de televisión se convirtieron en el mejor vehículo para la propaganda electoral de Fujimori y de la alianza Perú 2000, que gozaron durante toda la campaña electoral de un cuasi monopolio en el acceso a estos medios de comunicación. En este sentido, los Boletines “Datos Electorales-Elecciones 2000”, difundidos por la Asociación Civil Transparencia, nos ofrecen una valiosa información que pone claramente de manifiesto el carácter desigual e injusto de la contienda electoral. A finales de 1999, durante los primeros meses de la campaña, el candidato-presidente ocupó entre el 78% y el 81% del tiempo dedicado a los distintos candidatos en los canales privados de televisión abierta y por cable, seguido, con una cuota del 7% al 11%, por Alberto Andrade; entrados en el mes de febrero del 2000, el índice de cobertura correspondiente a Fujimori descendió ligeramente hasta el 68% como promedio, situándose en segundo lugar, Alejandro Toledo, con una cuota que oscilaba entre el 9% y el 14%. En lo referente al Canal 7-Televisión Nacional del Perú, de propiedad estatal, el Presidente acaparó prácticamente el 100% de la información electoral. Al control ejercido por el oficialismo sobre la mayoría de los canales de televisión, la prensa “chicha” y el diario limeño Expreso, se unía la utilización masiva al servicio del proyecto dirigido a la perpetuación en el poder de los recursos humanos y materiales del Estado. De este modo, no era un secreto que detrás de las numerosas “pintas”, en las que antes de iniciarse la campaña electoral como tal se leía “Perú, país con futuro”, existía una operación encubierta, sufragada con dinero público, de apoyo a la candidatura de Fujimori; asimismo, era sobradamente conocido que las “pintas” que llevaban inscrito el nombre de “Perú 2000” eran obra de funcionarios, civiles y militares, y de personas contratadas al servicio del Gobierno. También, por espacio de varios meses, se llevaron a cabo en los medios de comunicación distintas campañas publicitarias, financiadas por el Ministerio de la Presidencia, bajo el rótulo, ya referido, de “Perú, país con futuro”. A todo esto se sumaba el hecho de Fujimori hiciera uso durante la campaña electoral de un avión Antonov, por cuyo alquiler se abonaban a las FAP 3.500 dólares a la hora, procedentes de unas fuentes financiación que Perú 2000 no declaraba. En la estrategia dirigida a dejar a la oposición el menor resquicio posible para

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acceder a los medios de comunicación, el régimen autoritario, confundido con el Estado, convirtió al diario oficial El Peruano en su propio órgano prensa. Si tenemos en cuenta la información, de acreditada solvencia y garantía, publicada por la Asociación Civil Transparencia -véase el Boletín “Datos Electorales- Elecciones 2000” nº 17, de 4/1/2000-, la cobertura oficial dada a los distintos candidatos fue inequívocamente parcial e injusta. Cuando, a finales de septiembre de 1999, lanzaba su candidatura Alejandro Toledo, el que era -y sigue siendo hasta nuestros días- órgano de prensa del Estado no hizo referencia alguna al hecho; posteriormente, a mediados de noviembre, con motivo de la presentación de su candidatura, El Peruano dedicó, en las páginas interiores, unas breves líneas a Alberto Andrade, silenciando, a los pocos días, la aparición pública en la escena electoral de Luis Castañeda. Sin embargo, a finales de diciembre, cuando Fujimori anunció que se presentaba como candidato a la reelección, el diario oficial concedió a la cobertura de esta noticia la portada y nueve notas informativas. (205) En las labores de proselitismo político a favor de Fujimori también intervinieron directamente las FFAA, sobrepasando de largo las funciones que la Constitución y la L. O. de Elecciones les otorgan en materia electoral, incluyendo, entre otras, el mantenimiento del orden público, la protección de los ciudadanos para que ejerzan libremente sus derechos electorales y la recogida en todas las mesas de un acta de sufragio para proceder a la realización de un cómputo paralelo al hecho por los organismos electorales. (206) Sin embargo, en este caso, los militares fueron más lejos, tomando claro partido por el candidato-presidente; de este modo, las FFAA, que ya habían apoyado a Fujimori en el golpe de Estado de abril de 1992, se implicaban sin remedio en el inconstitucional proceso de reelección del candidato de Perú 2000, uniendo su suerte y su destino a los del Presidente. Como ya había sucedido, aunque en menor medida, en 1995, durante la campaña electoral del 2000, los uniformados se encargaron tanto del reparto de víveres y otros bienes entre la población más necesitada con motivo de la celebración de los actos electorales patrocinados por el Gobierno como de la distribución de

205 Estas maniobras de manipulación informativa conculcaban palmariamente el artículo 61º de la Constitución de 1993 que dispone que “las empresas, los bienes y servicios relacionados con la libertad de expresión y de comunicación, no pueden ser objeto de exclusividad, monopolio ni acaparamiento, directa ni indirectamente, por parte del Estado ni de particulares”; asimismo, se vulneraban el artículo 192º de la L. O. de Elecciones 26859 y el artículo 26º de la Ley General de Comunicaciones, que obligan al Estado a facilitar y vigilar el libre ejercicio de la competencia, especialmente en lo que se refiere al acceso a la prensa, radio, televisión y demás medios de expresión y comunicación social. 206 El origen de la práctica de entregar una copia de las actas de sufragio a los militares data de las elecciones celebradas en 1963; paradójicamente, fue la relación de mutua desconfianza que existía entre los partidos políticos respecto al recuento de los votos lo que llevó a sus dirigentes a conferir a las FFAA la función de garantes de los procesos electorales.

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propaganda electoral a nombre de Fujimori. (207) Con la clara pretensión de cubrir todos los frentes que podían contribuir a la suma de votos y a restárselos a la oposición antifujimorista, en marzo del 2000, a pocos días de la celebración de las elecciones, el Gobierno dictó un aluvión de decretos supremos y de urgencia, de claro corte electoralista, en materias de sanidad, salarios, educación y fiscalidad. A pesar de todos los esfuerzos realizados por el régimen en una campaña marcadamente desigual y sucia, en las vísperas de las elecciones se daba casi por asegurado que el resultado iba a ser bastante ajustado, hasta el punto que tomaban aire los augurios que vaticinan para Perú una solución parecida a la dada en la República Dominicana tras la fraudulenta reelección, en 1994, de Joaquín Balaguer.

8.2. Las labores de observación y de supervisión electorales.

La presencia, aceptada a regañadientes por el Gobierno peruano, de distintas organizaciones encargadas de la observación y supervisión del proceso electoral no pudo impedir, como hemos expuesto, que la campaña fuese, de principio a fin, palmariamente antidemocrática, pero sí jugo un papel muy importante a la hora de poner en evidencia ante la opinión pública nacional e internacional que el proceso no cumplía con los estándares exigidos a unas elecciones libres y democráticas. Asimismo, los observadores contribuyeron de un modo decisivo a que, celebrada la primera vuelta, se frustrara el intento de fraude electoral promovido por el régimen autoritario. En este sentido, la todavía frágil democracia peruana tiene una deuda de gratitud con el trabajo, riguroso e imparcial, llevado a cabo principalmente por la Asociación Civil Transparencia, una organización privada nacional, y por las Misiones de Observación Electoral -MOE- de la OEA y del Instituto Nacional Demócrata para Asuntos Internacionales -NDI- y el Centro Carter, sin dejar en el olvido las labores de supervisión electoral desarrolladas por la Defensoría del Pueblo de Perú. (208)

207 Después de la caída del régimen autoritario, la difusión de varios vídeos ha demostrado fehacientemente la colaboración ilegal de las FFAA con la candidatura oficialista durante las elecciones del 2000. Así, a mediados de noviembre de ese año 2000, se difundió el contenido de un vídeo grabado en la sede del SIN después de conocerse los resultados de la segunda vuelta; en las imágenes aparece Montesinos agradeciendo a los altos mandos militares su “destacada labor” durante el proceso electoral como “pilar fundamental en la defensa de la gobernabilidad del país, la institucionalidad y la supervivencia de la democracia”. Un año más tarde, en octubre del 2001, el general Saucedo, ex ministro de Interior y ex jefe del Comando Conjunto de las FFAA, declaraba ante la Fiscalía de la Nación que Fujimori le había ordenado desviar hacia el SIN 60 millones de dólares del presupuesto militar, supuestamente destinados a la financiación de la campaña electoral. 208 La Asociación Civil Transparencia se creó, en julio de 1994, como, según se establece en sus estatutos fundacionales, “una asociación sin ánimo de lucro, fundada por un grupo de ciudadanos sin

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El Defensor del Pueblo, Jorge Santistevan, cumplió, en un desempeño eficaz y ecuánime, con las funciones de supervisión electoral que implícitamente le concedía la Constitución de 1993 y, de modo explícito, la L. O. de la Defensoría del Pueblo. Así, en el ejercicio de sus obligaciones, esta institución inició las acciones legales oportunas contra la inscripción fraudulenta en el registro del JNE del Frente Nacional Independiente Perú 2000, motivando que, desde las filas oficialistas, arreciaran las críticas y las descalificaciones dirigidas hacia Santistevan; en este estado de cosas, la mayoría fujimorista en el Congreso intentó, como había hecho en 1998 con tres magistrados del TC, destituir al Defensor del Pueblo mediante un procedimiento de acusación constitucional, que finalmente no prosperó. La participación de algunos actores internacionales en la política interior de Perú, que había sido importante en los momentos que siguieron al golpe de Estado de abril de 1992, se intensificó con motivo de las elecciones del 2000, hasta poder considerarse como un caso de intervención e injerencia en los asuntos internos peruanos en un período posterior que iría desde junio del 2000 hasta la celebración de las elecciones del 2001. En este sentido, consideramos que, de no haber tenido lugar en unas circunstancias excepcionales de crisis política y de no haber existido actores internos favorables a la actuación de organizaciones extranjeras en Perú, la intervención de determinados actores exteriores podría suponer un caso claro de violación de la soberanía nacional peruana; como reconoce el jurista y dirigente político antifujimorista García- Sayán (2001: 75), ya en las elecciones del 2000, el papel desempeñado por la OEA y Estados Unidos tuvo unas características que le diferenciaban sustancialmente del desarrollado por las tradicionales misiones electorales en América Latina. Siguiendo un protocolo previamente establecido, la OEA enviaba, “invitada” por el Gobierno peruano, a Lima una misión de observación electoral. De este modo, entre los meses de marzo y junio del 2000, la MOE de la OEA, encabezada por diplomático guatemalteco Eduardo Stein, llevó a cabo una eficaz labor de asesoramiento técnico y observación electoral, que no gustó ni

matrícula partidaria”. Además de sus labores de observación electoral, iniciadas en 1995, se ocupa de otras actividades, como el fomento de la educación cívica y electoral de los ciudadanos peruanos y la elaboración de distintas publicaciones; así, con motivo de las elecciones del 2000, Transparencia emitió decenas de documentos electorales de alto valor, prosiguiendo posteriormente con sus trabajos hasta el día de hoy. No sería justo olvidar el papel de observación electoral desempeñado por la prensa independiente de Perú, destacando en esta labor el semanario Caretas y los diarios El Comercio y La República. Asimismo, la Iglesia católica como institución, a través de la Conferencia Episcopal Peruana, emitió - para disgusto del progubernamental arzobispo de Lima, J. L. Cipriani-, a finales de marzo del 2000, un comunicado titulado “Exigencias éticas en el Proceso Electoral”, reclamando que se respetaran los derechos de los electores y que las instituciones del Estado obraran con absoluta imparcialidad en el proceso electoral.

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al Gobierno ni a la oposición; desde las filas antifujimoristas se le suponían simpatías con el régimen de Fujimori y desde el oficialismo se consideraba que se trataba de una injerencia ilegítima en los asuntos internos peruanos, un caso de “neocolonialismo”, en palabras de arzobispo de Lima. (209)

8.3. Los resultados de las elecciones.

En este trabajo consideramos que, abortado, por la acción conjunta de la presión nacional e internacional, el burdo intento de fraude electoral que pretendió otorgar a Fujimori la mayoría absoluta de los votos válidos en la primera vuelta, los resultados finalmente reconocidos reflejaban en lo sustancial lo que realmente había sucedido: Fujimori fue el candidato más votado, aunque sin mayoría absoluta, en la primera vuelta, y venció con claridad a Alejandro Toledo en la segunda y definitiva. Lo más importante, sin embargo, como ya hemos expuesto, es que el fraude electoral ya había tenido lugar antes de producirse la votación, el escrutinio y la proclamación de los resultados; el fraude se fue fraguando desde 1996 y culminó en una campaña electoral desigual, sucia y escasamente competitiva, muy alejada de los parámetros y criterios considerados como democráticos. El día 9 de abril del 2000, al cerrarse los colegios electorales, muchas de las encuestas realizadas “a boca de urna” daban a Alejandro Toledo, candidato de Perú Posible, como vencedor, concediéndole una ventaja sobre Fujimori que oscilaba entre el 2´5% y el 6%. Estos datos, sin embargo, no eran confirmados por los avances, a partir del recuento real de votos, ofrecidos por la ONPE, que otorgaban una significativa ventaja al candidato de Perú 2000. Igualmente, los resultados de los “conteos rápidos” -resultados extraídos sobre una muestra de votos ya escrutados- realizados por los observadores independientes también apuntaban hacia una victoria, sin mayoría absoluta, de Fujimori; así, según el primer conteo rápido realizado por Transparencia, el candidato-presidente había obtenido el 48´73% de los votos, porcentaje que ascendía al 48´94% en un segundo conteo que tenía en cuenta una muestra de votos superior. A pesar de ello, Toledo, precipitadamente, se apresuraba a asegurar que había conseguido el 56% de los votos; posibilidad que Eduardo Stein, jefe de la MOE de la OEA, no consideraba “congruente” con los datos de que disponía, dado que los indicadores más fiables indicaban que Fujimori era el claro vencedor, aunque necesitaría de una segunda vuelta para revalidar su triunfo. Es en este momento, cuando se perfilaba con claridad que el candidato de Perú 2000 iba quedarse a apenas unas décimas de lograr la mayoría absoluta, lo que le obligaba a disputar una segunda vuelta, con los riesgos e incertidumbres que

209 Referencia hecha por monseñor Cipriani en una homilía pronunciada, en presencia del presidente Fujimori, el 29 de julio del 2000.

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este hecho acarreaba, cuando el oficialismo decidió llevar a cabo un “verosímil” pucherazo electoral. El día 11 de abril, con el 88´77% de votos escrutados, los resultados provisionales difundidos por la ONPE situaban a Fujimori, con el 49´96% de los votos válidos, a las puertas de la ansiada mayoría absoluta. La sospecha suficientemente fundamentada de que, centésima a centésima, el Presidente iba a superar el 50% de la votación válida provocó la reacción de varios actores nacionales e internacionales, evitando, con su presión, la consumación del engaño; a las pocas horas, el porcentaje de votos favorables a Fujimori había frenando su ascenso, cayendo al 49´79%. Menos trascendente, pero igualmente preocupante, fue el hecho de que las deficiencias técnicas del programa informático de la ONPE y la escasa capacitación de parte de su personal provocaran constantes vaivenes en el cómputo de los votos, que afectaron mayormente a su número y no al porcentaje de la votación recibida por cada candidato; consecuencia de ello fue que tuvieron que transcurrir varios meses para que se conocieran los resultados “definitivos” tanto de la primera vuelta de la elección presidencial como de la elección parlamentaria. (210) Proclamados oficialmente los resultados de la elección presidencial en su primera vuelta, el candidato de Perú 2000, con el 49´87% de la votación válida, superaba en más de un millón de votos al candidato de Perú Posible, que obtenía el 40´24% de los votos. Quedaba claro que, en los últimos momentos de la campaña, el electorado se había agrupado en torno a sólo dos opciones, capitalizando Toledo la mayor parte del voto antifujimorista; el tercer candidato, Alberto Andrade, apenas si obtenía el 3% de los votos. Fujimori triunfaba en 16 departamentos, incluido el de Lima, y Toledo en 9. Por lo demás, ya no resultaba una novedad el descalabro electoral de los partidos tradicionales; el candidato del APRA obtenía el 1´38% de los votos y el de AP un ridículo 0´42%. En la elección parlamentaria, los resultados abrían un escenario político muy confuso, siendo especialmente destacable que el fujimorismo perdía la mayoría absoluta que había tenido desde las elecciones al CCD. La alianza oficialista Perú 2000 obtenía el 42´16% de los votos, que se traducían en 52 congresistas, a nueve de la mayoría absoluta, en el nuevo Congreso; la segunda lista más votada era la de Perú Posible que, con el 23´24%, conseguía 29 escaños. A diferencia de la elección presidencial, el voto en la elección parlamentaria estaba menos concentrado, permitiendo el acceso

210 En los días previos a las elecciones, la MOE de la OEA daba a conocer un informe que ponía de manifiesto que de las 21 recomendaciones de índole técnica y logística que había hecho a la ONPE, este organismo electoral sólo había implementado adecuadamente 13. Como veremos más adelante, las deficiencias que se habían detectado en el sistema informático de la ONPE fue uno de los motivos que llevaron a los observadores internacionales a mostrar su desacuerdo respecto a la fecha de celebración de la segunda vuelta.

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al Congreso a una decena de organizaciones políticas. (211) Cuando ya era oficial que Fujimori y Toledo tenían que disputar una segunda vuelta, la MOE de la OEA dio a conocer un informe en el que instaba al Gobierno y a los organismos electorales peruanos a que adoptaran las medidas necesarias para subsanar los problemas detectados en la primera vuelta. Poco después, los observadores electorales de la OEA emitieron un nuevo informe centrado en cuatro puntos críticos: a) el acceso equitativo de los candidatos a los medios de comunicación; b) los aspectos jurídico-logísticos que regulaban el proceso electoral; c) la capacitación electoral de los agentes de la ONPE y de la ciudadanía; d) el funcionamiento del sistema informático implementado por la ONPE para el procesamiento de los datos. Casi al mismo tiempo, la Defensoría del Pueblo requería del JNE el cumplimiento, con vistas a celebración de la segunda vuelta convocada para el día 28 de mayo, de cinco condiciones básicas para otorgar credibilidad a las elecciones; a los aspectos ya señalados por la OEA, el Defensor del Pueblo añadía la necesidad de que las autoridades y los funcionarios públicos observaran un comportamiento rigurosamente neutral e imparcial y el establecimiento de un código de conducta que evitara la guerra sucia entre los candidatos. Sin embargo, según se aproximaba la fecha fijada para la segunda vuelta, la MOE de la OEA hacía patente una creciente preocupación, ya que, dado que la ONPE seguía sin subsanar las deficiencias del sistema informático, no se podía garantizar la transparencia del proceso electoral. En esta situación, la Asociación Civil Transparencia, la misión electoral del IND-Centro Carter y la Defensoría del Pueblo se unieron a la OEA para solicitar al JNE el aplazamiento de la segunda vuelta hasta que no se dieran las debidas condiciones para garantizar la limpieza de las elecciones; haciendo caso omiso a esta solicitud formal, el JNE resolvió, el día 25 de mayo, con carácter definitivo, no modificar la fecha fijada. Ese mismo día, la MOE de la OEA emitía otro informe, declarando que cesaba en el mantenimiento de sus labores de observación electoral sobre el terreno, reduciendo su misión a la elaboración de un informe final para su remisión al Secretario General de este organismo; para los observadores de la OEA persistían los importantes problemas detectados durante la primera vuelta, por lo que no se podía garantizar la transparencia del proceso electoral. En este delicado momento, el Gobierno de Estados Unidos advertía al peruano que podía llevar a efecto el contenido de la Resolución 43, aprobada por el Congreso estadounidense, que contemplaba la aplicación de sanciones en los ámbitos político, económico y militar. En este estado de cosas, Eduardo Stein

211 El resto de los votos y escaños se repartían del siguiente modo: FIM, 7´56% de los votos y 9 escaños; Somos Perú, 7´20% y 8; APRA, 5´51% y 6; Partido Solidaridad Nacional, 4´03% y 5; Avancemos, 3´09% y 3; UPP, 2´56% y 3; AP, 2´47% y 3; FREPAP, 2´18% y 2. Fuente: ONPE.

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elevaba un informe preliminar al Secretario General de la OEA, César Gaviria, precisando que “de acuerdo a los estándares internacionales, el proceso electoral peruano estaba lejos de ser considerado como libre y justo”. En nuestra consideración, la posición de la OEA y del resto de los observadores independientes, siendo intachable, le sirvió muy bien a Toledo como pretexto para no concurrir a la segunda vuelta, legitimando una decisión que ya había tomado con antelación. De este modo, la presión ejercida sobre el régimen de Fujimori por algunos actores internacionales permitió encubrir la falta de consistencia y las lagunas que mostraba el frágil liderazgo del candidato de Perú Posible; como señala W. Weck (2000: 196), la decisión de Toledo de no participar en la segunda vuelta despertó mayores adhesiones en el extranjero que en Perú. Alejandro Toledo estaba dispuesto a aceptar los informes de los observadores electorales siempre que le beneficiaran; en el fondo, el oportunismo pesaba más que las auténticas convicciones democráticas. En este sentido, los asesores y negociadores de Perú Posible daban la sensación de estar más interesados en retrasar, e incluso impedir, la celebración de la segunda vuelta que en colaborar para que ésta tuviera lugar con las debidas garantías democráticas. (212) Así las cosas, según Tanaka (2000b: 11-12), a Toledo, sin equipo y desbordado por los acontecimientos, se le demandaba tomar grandes decisiones y elegir entre dos opciones incompatibles; una, le suponía atemperar su actitud para captar el voto “centrista” de una parte del electorado fujimorista no comprometido con el proyecto autoritario, la otra, que fue la finalmente adoptó, le llevaba a endurecer su discurso y a movilizar a sus seguidores en la calle. Las manifestaciones de que el liderazgo de Toledo no tenía solidez eran bastante evidentes; así, por ejemplo, cuando, el día 25 de mayo, a tres días de la celebración de la segunda vuelta, hacía un llamamiento a las organizaciones políticas, con la excepción lógica de Perú 2000, para que no ocuparan sus

212 Ignorando, o pretendiendo ignorar, lo dispuesto en la L. O. de Elecciones 26859, desde PP se solicitaba el aplazamiento de las elecciones en base a unos argumentos formalmente indefendibles. La petición de que no convocara la segunda vuelta hasta que no se hubieran proclamado oficialmente los resultados de la elección parlamentaria no tenía sentido ni fundamento legal, ya que el artículo 6º de la citada Ley de Elecciones especifica con claridad que la elección presidencial y la parlamentaria, aunque simultáneas, son dos procesos electorales distintos. Asimismo, el artículo 18º de esta ley establece que la segunda vuelta se efectuará “dentro de los 30 días siguientes a la proclamación de los cómputos oficiales, entre los candidatos que obtuvieron la votación más alta”; en consecuencia, dado que el JNE había proclamado oficialmente el día 29 de abril los resultados de la elección presidencial en su primera vuelta, el plazo para la celebración de la segunda concluía, por imperativo legal, el día 28 de mayo. Diez días antes, el 18 de mayo, Toledo anunciaba su “abstención” a participar en las elecciones del día 28 de mayo, dejando claro que “no se retiraba” del proceso electoral, sencillamente “no participaba”. Esta argumentación, que consideramos torpe, del candidato de Perú Posible, le sirvió a Fujimori -véase la entrevista concedida, el día 26 de mayo del 2000, al periodista A. Rojo, publicada en el diario El Mundo el 28/5/2000- para declarar que su oponente pretendía dar “un golpe de Estado electoral”, ratificando unas declaraciones que anteriormente había hecho a Le Monde.

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escaños en el Congreso, algunos de los parlamentarios provisionalmente electos -el JNE aún no había proclamado los resultados oficiales de la elección parlamentaria- en representación de PP ya estaban negociando su pase al oficialismo. La sensación de estar ante un candidato improvisado también se trasladaba a electorado; a mediados de mayo, prácticamente todas las encuestas -sólo la de DATUM reflejaba una situación de empate técnico- le daban a Fujimori como vencedor en la segunda vuelta, concediéndole una ventaja que oscilaba entre los 2 y los 13 puntos porcentuales. (213) Los resultados de la segunda vuelta, celebrada finalmente el 28 de mayo, suponían la confirmación de la tendencia que anticipaban las encuestas. Sobre un total de 11.800.310 votos emitidos, Fujimori obtenía 6.041.685 votos, que representaban el 51´2% del total y el 74´33% de la votación válida; de este modo, el candidato de Perú 2000 superaba a la suma conjunta de los votos recibidos por la candidatura de Toledo -2.086.225-, los votos nulos -3.531.627- y en blanco -140.733-, que suponían, en total, el 48´8% de los votos emitidos. La abstención, que era del 18´99%, se situaba ligeramente por encima de la que hubo en la primera vuelta -17´17%-. De este modo, teniendo en cuenta los resultados electorales, Fujimori era el claro vencedor en las elecciones del 2000; en sentido estricto, no se había producido un fraude electoral, ya que los ciudadanos habían dado más votos al Presidente que a cualquier otro candidato. Sin embargo, tal y como hemos expuesto, el fraude, que sí existió, ya había tenido lugar antes de las votaciones de abril y mayo del 2000. El fraude comenzó fraguarse con la Ley que interpretaba “auténticamente“ la Constitución y se consolidó con leyes que creaban la CEPJ y la CEMP, que mantuvieron con carácter vitalicio en su cargo a la Fiscal de la Nación, que adulteraron el derecho constitucional al referéndum, que modificaron el sistema de votación en el TC y en el JNE y que equipararon a los jueces y magistrados provisionales y suplentes con los titulares; asimismo, se fundamentó también en el sometimiento a un régimen autoritario y corrupto de las instituciones y poderes del Estado y de una gran parte de los medios de comunicación de masas mediante el recurso a procedimientos mafiosos, y, finalmente, llegó a su culminación durante el desarrollo de una campaña electoral injusta, desigual y sucia. Teniendo en cuenta estos aspectos, consideramos que hay que conceder una relevancia

213 Resultaba además bastante significativo el hecho de que Fujimori, a pesar de su descrédito, superara a Toledo en los índices de aprobación popular. Según los datos de una encuesta realizada, a finales de abril del 200, por APOYO S.A., el candidato de Perú 2000 ganaba con holgura en intención de voto al candidato de Perú Posible en Lima, en las áreas rurales y en los sectores urbanos populares; asimismo, el 49% de los encuestados manifestaba que creía en las palabras de Fujimori -un 42% decía que no creía- frente a un 35% que tenía esta opinión de Toledo -el 49% no creía en él-. También la encuesta de DATUM, realizada a comienzos de mayo, ponía de manifiesto que Fujimori, con un 50%, superaba en aprobación a Toledo, que se quedaba en el 40%.

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menor a los resultados de las elecciones como tales, pues éstos, aunque reales, democráticamente ya estaban invalidados con carácter previo a su materialización. A pesar de todo, a finales de mayo del 2000, ante Fujimori parecía abrirse un nuevo horizonte, más despejado que el de meses antes. El mismo día 28 de mayo, el reelecto Presidente anunciaba que Perú ingresaba en una “nueva etapa”; no obstante, estos augurios no se cumplirían y las sorpresas no tardaron en llegar.

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CAPÍTULO VI. OCASO Y COLAPSO DEL RÉGIMEN AUTORITARIO. LA TRANSICIÓN A LA DEMOCRACIA.

1. De apariencias y mayorías engañosas.

El día 29 de mayo del 2000, Fujimori, ostensiblemente revitalizado, anunciaba a la Nación que se comprometía a fortalecer las instituciones democráticas y a corregir los errores pasados para avanzar hacia “una etapa superior y de más auténtica democratización”; a los pocos días, el 3 de junio, era proclamado oficialmente por el JNE como vencedor en las elecciones celebradas el 28 de mayo. Con inmediatez, en un acto de naturaleza institucional, que violaba el artículo 116º de la Constitución de 1993, el día 8 de junio del 2000, cinco días antes de que el JNE hiciera entrega al candidato de Perú 2000 de sus credenciales como Presidente electo y adelantándose en cincuenta días al juramento y asunción del cargo ante el Congreso, los integrantes de la cúpula militar hacían público reconocimiento de Fujimori como jefe supremo de las FFAA. Con estas manifestaciones, el régimen fujimorista sobrestimaba sus fuerzas y parecía obviar que sobre su éxito electoral pesaban las sombras de la duda y la insuficiencia. Aparentemente, casi nada había cambiado, ratificándose la permanencia del régimen cívico-militar de preponderancia civil surgido del golpe de Estado de abril de 1992; pero, las apariencias resultaban en alto grado engañosas, ya que, en junio del 2000, quien realmente detentaba el poder en Perú era la camarilla, integrada por civiles y militares, corrupta y mafiosa que rodeaba a Montesinos. El día 15 de abril del 2001, con Fujimori huido en Japón y su ex asesor en paradero desconocido, se hizo pública la existencia de una denominada “Acta Especial de la Sesión nº 5”, que en realidad era un “acta de sujeción” -“pacto de honor” en la versión de los interesados-, suscrita el 13 de marzo de 1999, que sometía a la cúpula militar a Montesinos y pretendía mantener, “sin límite de tiempo”, la impunidad que garantizaba la vigencia de las “leyes de Amnistía“ promulgadas en junio de 1995. (214) Además, el régimen fujimorista no tenía ya la solidez interna que había mostrado en abril de 1992 o en las elecciones generales de 1995. Al distanciamiento que se había producido entre el Presidente y su asesor, se unían el incremento de las líneas de división existentes en el seno de las FFAA y la

214 Una clara manifestación del grado de control que Montesinos ejercía desde 1999 sobre las FFAA tuvo lugar en julio de ese mismo año. A raíz de unas declaraciones del general Morales Bermúdez - véase Caretas, nº 1574, de 1/7/1999-, rememorando algunos sucesos pretéritos relacionados con la etapa militar de Montesinos, en un acto sin precedentes en la historia de Perú, la Comandancia General del Ejército emitió un comunicado oficial condenando las declaraciones de quien había sido presidente de la República entre los años 1975 y 1980 y respaldando a un personaje, el jefe de facto del SIN, que no ocupaba cargo oficial alguno.

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fractura abierta en la patronal CONFIEP; asimismo, si tanto Cambio 90 como Nueva Mayoría eran dos organizaciones completamente subordinadas a Fujimori, el movimiento Vamos Vecino gozaba de un nivel de autonomía que no era de su agrado. Por otra parte, el Presidente también había perdido su papel de árbitro indiscutido en los conflictos de poder que se producían en el seno del oficialismo. Así, desde finales de 1999, no era un secreto que Francisco Tudela, candidato a la primera vicepresidencia de la República en la “plancha” presidencial de Perú 2000 y considerado un reformista o “blando” dentro del régimen autoritario, mantenía claras discrepancias con Montesinos, que se había convertido en el jefe de los “duros”; en esta situación, el tercer hombre, Absalón Vásquez, cabeza visible de Vamos Vecino y líder de la bancada provinciana en el Congreso, aunque parecía aproximarse más a Montesinos que a Tudela, también tenía sus propios intereses y aspiraciones. El flanco externo representaba también otra fuente de preocupación para el régimen autoritario, que no podía disimular su creciente aislamiento internacional; Fujimori no sólo estaba en el punto de mira de Estados Unidos y de la OEA, sino que también era observado con cierta indiferencia, e incluso malestar, por varios mandatarios latinoamericanos. Si las elecciones de 1995 habían representado la apoteosis de Fujimori, como se puso de manifiesto con motivo del amplio reconocimiento internacional que recibió el día que iniciaba su segundo mandato, a la ceremonia del 28 de julio del 2000 únicamente acudían los presidentes de Ecuador, Gustavo Noboa, y de Bolivia, Hugo Bánzer. En esta delicada situación, que contrastaba con el optimismo que emanaban las declaraciones oficiales, Fujimori dio otro golpe de efecto nombrando a un oponente electoral, Federico Salas, líder del movimiento Avancemos, como presidente del Consejo de Ministros; poco importaba que, dos meses atrás, Salas hubiera hecho público su compromiso para apoyar a Toledo en la segunda vuelta, reprochando a Fujimori su “poca ética” y sus “bajezas”. Sin embargo, como ya había ocurrido con Valle-Riestra, Salas demostró ser un juguete en manos del régimen autoritario, siendo su paso por el Gobierno tan efímero como patético. (215) Entre unos acontecimientos y otros, el fujimorismo también tenía que afrontar, por primera vez desde abril de 1992, las incertidumbres que acarreaba el hecho de haber perdido la mayoría absoluta en el Congreso. Como sea que esta eventualidad estaba prevista, como una posibilidad no deseable, en el proyecto reeleccionista, ya se había decidido de antemano el remedio a aplicar; frente a

215 Después de la caída del fujimorismo, el propio Salas reconoció que fue Montesinos, y no Fujimori, quien contactó con él para ofrecerle el cargo; según la versión del fugaz premier, solicitó a Montesinos un sueldo de 25.000 dólares mensuales, respondiéndole el jefe de facto del SIN que 25.000, no, que mejor 30.000. Dos meses más tarde, un amedrentado Salas huyó despavorido cuando tuvo que enfrentarse al jefe de la mafia. ¡Torpe y, a la vez, ambicioso!

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la dificultad que entrañaba tener que depender de mayorías parlamentarias circunstanciales, resultaba más fácil, conociendo la catadura moral de varios dirigentes opositores, comprar la voluntad de algunos congresistas electos en listas diferentes a la de Perú 2000. De la ejecución, menos compleja y más sencilla de lo que podría parecer, de este plan se encargó Montesinos, en colaboración con Víctor Joy, “su” socio preferencial en el Congreso, que tenía experiencia en estas lides, ya que, en 1998, había sobornado -mediante el pago de 6.000 dólares por cabeza, según corroboran los vídeos numerados como 1185 y 1186- a varios congresistas independientes para que no votaran a favor de la iniciativa de referéndum promovida por el Foro Democrático contra la reelección de Fujimori. Esta operación supuso un gran éxito para el fujimorismo; semanas antes de que se constituyera el nuevo Congreso, varios parlamentarios electos, pertenecientes a distintas listas no oficialistas, comenzaron a desfilar hacia la bancada de Perú 2000. Uno de los primeros tránsfugas, Luis Alberto Kouri, congresista de PP, se convertiría, poco después, tras la difusión de las imágenes en las que aparecía consumando su acto de felonía, en el coprotagonista del terremoto político que señaló el punto de partida del colapso del régimen autoritario. De este modo, dos congresistas -en realidad, dos caciques del Frenatraca que habían hallado cobijo en otra candidatura- elegidos en la lista parlamentaria del FREPAP, tres del Partido de Solidaridad Nacional, cuatro, incluido Kouri, de Perú Posible y uno, respectivamente, de Somos Perú, APRA y Avancemos -doce, en total- mudaron de “camiseta” política, mientras que otros seis, la mayoría de PP y del PSN, se declaraban “independientes”. La magnitud de esta monumental burla a la voluntad popular era aún mayor si tenemos en cuenta, como se demostrará a partir de septiembre de ese año 2000, que otros congresistas que también aceptaron sobornos tuvieron la desfachatez de fingirse “leales” a sus grupos políticos; el caso más llamativo al respecto fue el de Ernesto Gamarra, nº 2 del FIM, que, para mayor mugre, había jurado en el Congreso bajo la fórmula “por Dios, por la Patria y contra la dictadura de Fujimori y Montesinos”. El modus operandi, que ya había sido utilizado anteriormente para comprar los servicios de jueces, magistrados y propietarios de los canales de televisión, seguido en la puesta en escena de esta siniestra trama consistía básicamente en la entrega a los congresistas tránsfugas de determinadas cantidades de dinero y/o cargos públicos y favores judiciales; a cambio, los felones firmaban tres documentos, mediante los que, respectivamente, solicitaban a Fujimori su admisión en el grupo parlamentario de Perú 2000, se comprometían a someterse a través de la suscripción de un denominado “compromiso de honor” -véase un ejemplo en McMillan y Zoido (2004: 79)- a la tutela del SIN y firmaban un recibo que acreditaba la cantidad de dinero que se les entregaba.

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De este modo, el Congreso que se constituía a finales de julio del 2000 distaba bastante de asemejarse al que debería haberse conformado si se hubieran respetado los resultados de la elección parlamentaria del mes de abril. La bancada oficialista de Perú 2000 pasaba de tener 52 escaños a disfrutar, con 64, de una fraudulenta mayoría absoluta; al mismo tiempo, desaparecían del Congreso las representaciones parlamentarias del PSN y del FREPAP, Perú Posible perdía a siete congresistas electos, y sólo AP y la UPP conservaban completo su grupo parlamentario. Apoyándose en esta ilegítima mayoría, el fujimorismo y los tránsfugas se repartieron la presidencia de las 27 comisiones parlamentarias ordinarias, excluyendo completamente, como ya había sucedido en 1995, a la oposición. (216) Este tipo de comportamientos antidemocráticos no suponía una novedad en el régimen político peruano surgido en el año 1980. En Perú, antes de las elecciones del 2000, ya existía una larga tradición de “movilidad” política, relacionada, por una parte, con la ausencia de unos partidos fuertes que se habían constituido en torno a caudillos carismáticos y personalistas, y, por otra, con la existencia de una cultura política muy extendida que rechazaba el compromiso al considerarlo un obstáculo para la obtención de mayores ventajas personales. (217) A partir de 1990, con la crisis y posterior colapso del frágil sistema de partidos y el auge de los independientes, el hecho de cambiar de “camiseta” política, elección tras elección, se ha convertido en el “deporte” nacional. En este juego de “profesionales”, cancha de apetitos de poder y de enriquecimiento ilícito, en el que se ha convertido la escena política peruana,

216 El día 21 de julio del 2001, el Congreso peruano dio a conocer el contenido de un documento que probaba que la red montesinista había puesto en marcha, en junio del 2000, un operativo llamado “Reclutamiento Parlamentario” para sobornar a varios congresistas electos representando a listas no oficialistas. Según esta fuente, las cantidades abonadas a los tránsfugas oscilaron entre los 100.000 dólares que recibió el congresista electo Elías Ávalos, del Movimiento Avancemos, y los 7.000 entregados al congresista León Luna, de PP, pasando por los 50.000 dólares que percibió la congresista Ruby Rodríguez, del APRA; a los congresistas Cáceres Velásquez y Cáceres Pérez, elegidos en la lista del FREPAP, además de hacerles entrega de un pago en metálico, se le designó para ocupar distintos cargos en las comisiones parlamentarias, mientras que los congresistas Polack y Farah, del PSN, y Canales, del PP, conseguían cargos públicos y favores judiciales. Asimismo, salía a luz que también se habían entregado distintas cantidades dinero, de hasta 150.000 dólares, a las personas que actuaron como intermediarios o enlaces entre el SIN y los congresistas tránsfugas. 217 Existen en la historia reciente de Perú algunos casos paradigmáticos de tránsfugas. Enrique Chirinos Soto ha sido, sucesivamente, constituyente, en 1978, por el APRA; senador independiente, en 1985, por la alianza Convergencia Democrática; congresista, en 1990, por el Fredemo; congresista, en 1995, por C90-NM; para, finalmente, “tontear”, en 1998, con el opusdeísta Rafael Rey, líder del Movimiento Renovación. Otro caso muy llamativo es el de Miguel Ángel Mufarech, que ha sido también constituyente, en 1978, por el PPC; senador, en 1985, por IU; candidato, en las elecciones municipales de 1998, por Vamos Vecino; para, finalmente, auparse, en el año 2002, a la presidencia del gobierno regional de Lima en representación del APRA. Asimismo, su hermano Jorge Mufarech, en tan sólo dos años, de 1999 al 2001, pasó de ser ministro con Fujimori a congresista con Alejandro Toledo, habiendo militado, a mitad de camino, en el movimiento Somos Perú de Alberto Andrade.

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nada cuentan las ideas, ni los programas, ni los compromisos políticos; únicamente sirve subirse oportunamente al carro de la que se considera que es la opción con mayores posibilidades de éxito, y si ésta deja de serlo, pues uno se apea y se monta en otro “medio de transporte”. Sin embargo, después de las elecciones de abril del 2000, se sobrepasó en este campo todo lo conocido, ya que nunca se había llegado a tales niveles de iniquidad. En este bochornoso contexto, que escandalizaba a la opinión pública e incrementaba el descrédito de los políticos, el oficialismo anunciaba la creación de una “Comisión Presidencial para el Fortalecimiento de las Instituciones Democráticas”. Igualmente, para mayor escarnio, en junio del 2000, el Gobierno peruano suscribía, en el marco de la XII Cumbre de la Comunidad Andina de Naciones, un denominado “Compromiso de la Comunidad Andina con la Democracia”, y, algunos días más tarde, los representantes peruanos firmaban, durante la celebración de la Conferencia Internacional “Hacia una comunidad de Democracia”, la Declaración de Varsovia.

2. La movilización en la calle. Sus límites.

El 29 de mayo, al día siguiente de haberse celebrado la segunda vuelta, Alejando Toledo convocaba, para el 26 de julio, la denominada “Marcha de los Cuatro Suyos”, que tendría como colofón, dos días después, una gran manifestación en Lima; el líder de PP declaraba que el objetivo de estas actuaciones era impedir el inicio del tercer mandato de Fujimori. El llamamiento fue secundado por varios miles de peruanos y por destacados dirigentes políticos antifujimoristas, entre los que se encontraba el ex presidente Belaúnde, unidos en el deseo de “lavar” la bandera nacional “manchada” por la corrupción y el autoritarismo. El éxito de esta convocatoria contra Fujimori fue relativo, pues, a pesar de tratarse de la más importante manifestación de protesta habida en Perú desde la que tuvo lugar, en 1987, contra la Ley de Estatización de la Banca, no se produjeron las concentraciones masivas que Toledo preveía. Además, el hecho de que las calles limeñas se convirtieran en el escenario de una auténtica batalla campal, que dejaba sobre el terreno algunas víctimas mortales y varias decenas de heridos, empañaba la iniciativa; Gobierno y oposición intercambiarían, en los días siguientes, mutuas acusaciones acerca de la responsabilidad en estos violentos sucesos. (218) Para el régimen fujimorista, estas manifestaciones, aún concediéndolas cierta importancia, no suponían un acontecimiento trascendental, capaz de hacerle cambiar de un modo significativo su rumbo. En el Gobierno se pensaba,

218 Para M. Tanaka (2000b y 2001), las movilizaciones populares lideradas por Toledo fracasaron antes y en torno a la fecha del 28 de julio del 2000, no siendo más que el resultado de una combinación de ingenuidad y de nostalgia “movimientista”.

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razones no le faltaban, que los partidos seguían en horas bajas, los movimientos políticos presentaban numerosas carencias y el liderazgo de Toledo no era consistente; por ello, Fujimori esgrimía ante el Gobierno estadounidense y la OEA que en Perú no existía alternativa más confiable que la él mismo representaba. Lo cierto era que el Presidente seguía ganando a sus rivales en la arena de la opinión pública. En este trabajo consideramos, en la línea de lo expuesto por Tanaka (2002: 104), que, antes de los imprevistos sucesos que se iniciaron a mediados de septiembre de ese año 2000, el régimen fujimorista tenía capacidad suficiente para superar la crisis interna originada a finales de julio.

3. Una mediación impuesta por los actores externos. La Mesa de Negociación de la OEA.

La presión ejercida sobre el Gobierno de Perú por la oposición antifujimorista no era tan importante y, sobre todo, tan efectiva como la que empezó a poner de manifiesto Estados Unidos actuando por intermediación de la OEA, organismo que se convertirá en el vehículo que legitime la intervención estadounidense en los asuntos internos peruanos. (219) Tras recibir el Secretario General de la OEA, César Gaviria, el informe que sobre el desarrollo del proceso electoral peruano había elaborado Eduardo Stein, jefe de la MOE enviada a Lima, se tomó la decisión de intervenir en Perú. A comienzos de junio de ese año 2000, el tema se trataba en Washington, en el marco del Consejo Permanente de la OEA, acordándose trasladar a la reunión de la Asamblea General Anual de la OEA, a celebrarse en la ciudad canadiense de Windsor, la aprobación de un plan para Perú. En Canadá, los representantes del Gobierno peruano evitaron, con el apoyo de México y de Venezuela, que se aplicara a su país, según proponía Peter Romero, responsable para Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado de la Administración Clinton, el contenido de la Resolución 1080 de la OEA, vigente desde 1991; a cambio, para evitar una serie de sanciones políticas y económicas, el Gobierno peruano aceptaba el envío a Lima de una misión de la OEA con el objetivo de buscar una solución a la crisis política que se había producido como consecuencia de las últimas elecciones. Bajo el eufemismo de atender a una “invitación oficial” realizada por el Gobierno de Perú, a los

219 En el Capítulo V ya hemos expuesto como, a partir de 1999, la Administración Clinton había dado un giro a su política respecto al régimen de Fujimori, comprometiéndose más decididamente con la defensa de la democracia. Un paso en esta dirección era la Resolución 209 aprobada, en noviembre de 1999, por el Senado estadounidense, que suponía una seria advertencia al Gobierno peruano; en este sentido, el nuevo embajador de Estados Unidos en Lima, John Hamilton -véase la entrevista que concedió a Caretas, publicada en el nº 1729, de 11/7/2002- llegaba a Perú con instrucciones de su Gobierno para fortalecer el proceso democrático peruano.

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emisarios de este organismo se les encargaba que colaboraran en el fortalecimiento de la institucionalidad democrática en este país y exploraran, junto con los representantes gubernamentales y de otros sectores de la comunidad política nacional, las posibilidades para reformar el sistema electoral, promover la independencia efectiva del Poder Judicial y del TC y garantizar la libertad de prensa. A tal fin, se aprobaba la constitución de una Mesa de Negociación, integrada por el Gobierno y la oposición peruanos, en la que la OEA llevaría a cabo funciones de mediación entre las partes. En este contexto, consideramos que fue la presión internacional, más que la movilización interna, la que forzó al presidente peruano a aceptar esta fórmula de compromiso. Desde este momento, los acontecimientos se sucedieron con celeridad; antes de que Fujimori iniciara un nuevo mandato, llegaba a Lima una misión especial de la OEA, encabezada por Lloyd Axworthy, canciller canadiense, y César Gaviria, con el propósito manifiesto de sentar a los representantes del Gobierno y de la oposición en una mesa de negociación. En la agenda de la OEA estaban anotadas las 29 propuestas de la Resolución 1753 aprobada en la cumbre de Windsor; aunque, en principio, no se preveía la celebración de nuevas elecciones, se concedía a las partes un plazo de dieciocho meses para acordar una reforma constitucional que, posteriormente, sería ratificada mediante referéndum. Para no perder la iniciativa en un proceso que ya estaba en marcha, Fujimori intentó, vanamente, abrir otra vía de contactos con una parte de la oposición interna al margen de la intermediación de la OEA; esta reacción del régimen autoritario llegaba tarde, ya que a la visita de alto nivel de Axworthy y Gaviria le siguió, a los pocos días, el nombramiento del dominicano Eduardo Latorre como secretario de una misión permanente de la OEA en Lima con el encargo de impulsar el proceso de transición democrática en Perú. El plan de la OEA para Perú iba más allá de la reforma constitucional, estableciendo un completo calendario de medidas que habrían de implementarse de un modo escalonado. Con carácter inmediato, estaban previstas la disolución de las Comisiones Ejecutivas del Poder Judicial y del Ministerio Público, la restitución en sus cargos de los tres magistrados del TC que habían sido destituidos, la reforma del SIN, la restauración de las funciones del Consejo Nacional de la Magistratura, la vuelta de Perú a la jurisdicción de la CIDH, la devolución a sus legítimos propietarios de los canales de televisión expropiados y la accesibilidad de los distintos actores políticos a los medios de comunicación. A medio plazo, se preveía la resolución del problema de la provisionalidad de jueces y fiscales, el combate a la corrupción y la reforma de las FFAA y de la justicia militar; para, finalmente, en un tercer momento, llevar a cabo las medidas necesarias para fortalecer las funciones de control y fiscalización del Congreso y garantizar el proceso de transición hacia un

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régimen democrático. Con este completo programa, las reuniones de la Mesa de Negociación de la OEA se iniciaron en el mes de agosto de ese año 2000. El trabajo no iba a resultar sencillo, ya que desde el Gobierno peruano se hacían todos los esfuerzos posibles para limitar el alcance y la fluidez de las reformas, en especial en lo tocante al SIN; esta cuestión era especialmente importante, dado que tanto la OEA como M. Albright había exigido la inmediata salida de Vladimiro Montesinos del aparato del Estado. De este modo, el régimen fujimorista, en un momento en el que ya había entrado en su fase terminal, no sólo se resistía a modificar su rumbo, sino que, incluso, pretendió, sin éxito, condicionar los acuerdos en la Mesa de Negociación a la extensión del ámbito de aplicación de las “leyes de amnistía” 26479 y 26492 a todos los delitos, incluidos los de narcotráfico, posteriores a junio de 1995. Se vivieron, así, intensas jornadas aparentemente fructíferas con otras en las que el diálogo se entrampaba. (220)

4. El principio del fin del régimen de Fujimori. La “Operación Siberia” y el vídeo de Kouri.

Es poco probable que, aun siendo conscientes de la gravedad del asunto, Fujimori, Montesinos y los altos mandos militares presentes, a finales de agosto del 2000, en la conferencia de prensa convocada para dar cuenta de la llamada “Operación Siberia” pensaran que, después de esa mojiganga, el régimen autoritario se precipitaba hacia su final. En ese momento, superada la situación crítica que supusieron los sucesos de finales de julio, el Gobierno peruano aún confiaba en llevar el control, pese a la supervisión de la OEA, del proceso de negociación con la oposición. A los pocos días, la difusión, el 14 de septiembre, de unas imágenes en las que aparecía Montesinos sobornando a Luis Alberto Kouri, congresista de Perú Posible, abría definitivamente las puertas del averno al régimen fujimorista. Unas turbias maniobras en el interior del grupo dominante, resultado de las disputas y rivalidades existentes en su seno, llevaron a las manos de un dirigente opositor tan explosivo material. De este modo, eran, finalmente, los excesos y errores cometidos por Fujimori y sus socios, más que los méritos de la oposición, los que condujeron a su colapso al régimen autoritario. El 21 de agosto del 2000, el Presidente y el jefe de facto del SIN, con los

220 La presencia de la Misión especial de la OEA en Lima se prolongó hasta finales de febrero del 2001, tomando su relevo la MOE que llegaba a Perú para supervisar el proceso electoral de ese año. Antes de concluir su labor, Eduardo Latorre envió un informe de 600 páginas a César Gaviria y al canciller canadiense John Manley, sucesor en el cargo de Lloyd Axworthy; en este informe, el diplomático dominicano daba cuenta de que se habían cumplido algo más de la mitad de las 29 propuestas contenidas en la agenda-calendario elaborada en junio del año anterior.

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miembros de la cúpula militar como testigos, daban a conocer a la opinión pública una interpretación quimérica, por inverosímil e incongruente, de los resultados de una denominada “Operación Siberia”, que había permitido al Gobierno, a las FFAA y a los servicios de inteligencia de Perú desarticular a una banda de traficantes de armas que comerciaban con la guerrilla -para nosotros unos delincuentes que practican el terrorismo- colombiana de las FARC. Fujimori era, en esta ocasión, expuesto por su socio Montesinos al ridículo y, lo que era peor para él, al descrédito. Este tinglado oficial, montado para enmascarar la implicación de la red mafiosa montesinista en este asunto, pronto quedaba al descubierto cuando el embajador de Jordania, país del que procedían las armas, en Chile declaraba, confirmando las sospechas existentes, que la operación de compraventa de este material era el resultado de un acuerdo entre los Gobiernos jordano y peruano; asimismo, desde Bogotá, también se desautorizaba la versión oficial peruana. A los pocos días, se ponía al descubierto que dos generales de las FFAA de Perú, pertenecientes al entorno de Montesinos, habían mediado en la venta de las armas a las FARC. Desde nuestro punto de vista, es creíble que Fujimori no tuviera, como declararía más tarde, conocimiento de la envergadura de esta operación, acudiendo a la conferencia de prensa engañado -¿chantajeado?- por Montesinos. (221) A los pocos días, comenzaron a circular otras versiones. Según una de ellas, habrían sido agentes de la CIA los que advirtieron al SIN de la venta de varios miles de fusiles AK-47, procedentes de Jordania, a las FARC; una versión que confirma el jefe nominal del SIN en esos momentos, contralmirante Rozas, que ha declarado que fue el jefe de la CIA en Lima, R. Gorelick, quien le hizo entrega de las copias de los contratos que probaban la existencia de esa operación de compraventa de armas. En esta relación de hechos, los hermanos Aybar Cancho, dos traficantes peruanos relacionados con Montesinos, habrían representado, de manera aparentemente legal, a las FFAA peruanas ante las autoridades jordanas. El desvelamiento de estos sucesos habría provocado que Montesinos se sintiese traicionado por su “amigo“ de la CIA que, al hacer entrega de estos documentos al contralmirante Rozas, estaba poniendo en marcha un plan para echarle del SIN. (222)

221 En septiembre del 2002, Fujimori envió desde Japón la respuesta a una carta rogatoria que le había sido remitida por el Gobierno de Toledo con la finalidad de que aclarase algunos detalles relacionados con la “Operación Siberia”. Al respecto, el ex presidente peruano contestaba que había sido informado por Montesinos de la existencia de este operativo, del que desconocía su contenido, el día anterior a la conferencia de prensa. Asimismo, los ex ministros de Defensa, general Bergamino, y de Interior, general Chacón, así como el ex jefe nominal del SIN, contralmirante Rozas, también han declarado que, hasta el día 21 de agosto del 2000, no tenían noticia de que se hubiera producido esta venta ilegal de armas. 222 A comienzos de noviembre del 2000, el traficante de armas Sorkis Soghanalian declaró al diario Los Ángeles Times -véase El País, de 3/11/2000- que, en enero de 1999, había acordado con Montesinos la venta de 50.000 fusiles -10.000 según otras fuentes- AK-47 a las FARC, efectuándose

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Este asunto acentuaba en mayor medida el creciente distanciamiento entre los Gobiernos de Perú y Estados Unidos en unos momentos en los que, precisamente, el segundo estaba empeñado en sacar adelante un Plan Colombia que en Lima era visto con un no disimulado recelo, que, por otra parte, tenían algún fundamento. (223) Además, el fiasco que supuso la representación del 21 de agosto contribuyó, de un modo casi definitivo, a sellar la ruptura entre el Presidente y su asesor. A comienzos de septiembre de ese año 2000, un Montesinos en la cuerda floja inició un viaje a Moscú, invitado supuestamente por el Servicio Federal de Seguridad de Rusia; momento que habrían aprovechado los enemigos internos del jefe de facto del SIN, en contacto con la CIA, para sustraer el vídeo de Kouri. Como señala al respecto Grompone (2000: 101): “Una camarilla tiene que ser discreta y conocer el límite de sus fuerzas. Montesinos involucrado en sus múltiples vínculos con el poder perdió reflejos. Fue finalmente desplazado por círculos internacionales más poderosos de lo que él estaba en condiciones de advertir”. (224)

el pago de la operación a través de la embajada de Perú en Madrid. Más tarde, en noviembre del 2002, las investigaciones llevadas a cabo demostraron que las FARC pagaron el importe de las armas en especie, en concreto, con aproximadamente veinte toneladas de cocaína; se ponían así de manifiesto las conexiones de la red montesinista con las mafias internacionales dedicadas al narcotráfico y a la venta ilegal de armas. Menos creíble nos parece la versión de los hechos aparecida, a mediados de mayo del 2001, en el diario bogotano El Espectador y que en Perú hizo pública un diario limeño -véase Expreso, de 14/5/2001-. Según la misma, Estados Unidos habría dado el visto bueno al envío de armas a las FARC como un medio para justificar la intervención de unidades militares estadounidenses en suelo colombiano; en este contexto, Montesinos, actuando como intermediario en la operación, habría sido el encargado de hacer el “trabajo sucio” a la CIA. Un desarrollo más detallado de esta especie de versión peruana del caso “Irán-Contra” lo encontramos en M. Dammert Ego (2001: 341-343). No faltan, sin embargo, algunos argumentos que podrían conceder cierto crédito a esta interpretación de los hechos; así, por ejemplo, el ex embajador de Estados Unidos en Lima, John Hamilton, reconoció -véase La República, de 24/10/2001- que Montesinos, a través de su embajada, mantenía todavía en el año 2000 contactos con la CIA. 223 En abril del 2002, John Hamilton, embajador, como hemos citado anteriormente, de Estados Unidos en Lima, remitió al ministro de Relaciones Exteriores de Perú, D. García-Sayán, la propuesta de su Gobierno contenida en un denominado “Plan Nuevos Horizontes”, que preveía el despliegue, entre el 1 de mayo y el 1 de septiembre de ese año 2002, de un contingente militar estadounidense en el territorio peruano; el Gobierno del presidente Toledo rechazó esta proposición, a pesar de que el embajador Hamilton insistía en aclarar que no se trataba de poner en marcha un “Plan Colombia” para Perú. 224 Existe una versión más prosaica -véase Caretas, nº 1769, de 24/4/2003- acerca de la sustracción del vídeo en la sede del SIN, que considera que fue una mujer, Matilde Pinchi Pinchi, despechada con Montesinos por un asunto de celos, la responsable de que llegara a las manos de la oposición antifujimorista este vídeo; para ello, como intermediarios, habría contado con la colaboración de varios suboficiales del Ejército, que por su actitud “patriótica” cobraron 100.000 dólares. La existencia de los “vladivídeos” era ya conocida desde mayo de ese año 2000, cuando el periodista Fabián Salazar tuvo acceso a alguno de ellos, motivo por el cual fue salvajemente agredido por unos “desconocidos”; puestos los hechos en conocimiento del Ministerio Público, la denuncia no sólo fue archivada, sino que el mismo Salazar fue acusado de falsedad por haberse “autolesionado”, abriéndosele de oficio un proceso judicial. Un hecho tan increíble, como del todo cierto.

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El régimen de Fujimori, aunque dañado en su línea de flotación, tal vez habría podido sobrevivir a las consecuencias de la “Operación Siberia”, pasando al retiro a Montesinos y a los militares que le apoyaban, pero no podía procesar, sin colapsarse, la “bomba“ que conmocionó al país entero -“una verdadera explosión nuclear en la política peruana”, en opinión de Caretas (nº 1637, de 21/9/2000)- el 14 de septiembre del 2000. Ese día, que ya forma parte de la historia peruana en los albores del siglo XXI, el líder del FIM, , presentaba a los medios de comunicación el más trascendente de los “vladivídeos”; en las imágenes, de monumental impacto mediático, el jefe de facto del SIN aparecía haciendo entrega de 15.000 dólares, supuestamente destinados a “comprarse un camioncito”, al congresista electo de PP, Luis Alberto Kouri, como pago por su pase a la bancada fujimorista. Conocida la noticia en el Congreso, en un improvisado acto de exorcismo, los parlamentarios de la oposición, a los que se sumaron algunos estupefactos oficialistas, comenzaron a entonar el himno nacional; hacía cuatro días que Montesinos, tras una semana de ausencia, había regresado de su viaje a Rusia. (225) Con inmediatez, el caso pasó a manos del Ministerio Público, haciéndose, por decisión personal de la Fiscal de la Nación, cargo del mismo una fiscal provisional del entorno montesinista. El día 26 de septiembre, doce días después de la difusión del vídeo, con Montesinos fugado en Panamá, el Ministerio Público exculpaba al jefe de facto del SIN de la comisión de un presunto delito de corrupción de funcionarios; en su fallo, la Fiscalía de la Nación alegaba que el citado Kouri, al no haber tomado aún posesión del cargo en el momento en que sucedieron los hechos, “no podía ser catalogado de funcionario público”. Pero, ni esa resolución, ni las maniobras dilatorias de la mayoría oficialista en el Congreso, podían ya evitar los efectos devastadores que sobre el régimen autoritario tenía esta palmaria evidencia de corrupción. El 16 de septiembre, el Presidente anunciaba al país la convocatoria de unas elecciones anticipadas, en las que él no concurriría como candidato, y la desactivación del SIN. Hecho público este anuncio, un portavoz del Departamento de Estado estadounidense mostraba la satisfacción de su Gobierno por una decisión que suponía un “paso valiente” en el camino hacia la democratización del régimen peruano. Al poco, M. Albright calificaba de “sabia medida” la convocatoria de nuevas elecciones; tal y como declaró posteriormente, en junio del 2001, la ya ex Secretaria de Estado de Clinton y entonces jefa de la misión de observación electoral del IND-Carter Center, Fujimori entendió lo que “alto y claro” le dijo durante la celebración en la ONU

225 No era cierto que Montesinos viviera, según su propias palabras, las “24 horas del día” en la sede del SIN. Además de pasar bastante tiempo en su lujoso búnker situado en una afamada playa, había salido, entre los años 1994 y 2000, unas veinte veces del país, teniendo como destinos, además de Rusia, Estados Unidos -en siete ocasiones-, Chile y Panamá.

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de la Cumbre del Milenio. (226)

5. La descomposición del régimen fujimorista. El fracaso de la salida golpista.

Con el anuncio de la convocatoria de elecciones anticipadas, que finalmente no se haría efectivo hasta el 9 de noviembre, el país ingresaba en una fase ambigua y llena de incertidumbres. Por una parte, la oposición antifujimorista, a pesar de las declaraciones de sus principales dirigentes, no parecía estar preparada para tomar las riendas del país, y, por otra, no estaba claro que Montesinos y sus socios hicieran caso al Presidente y abandonaran sin resistencia sus cargos. En este contexto, consideramos que, a partir del 16 de septiembre, se abría un ínterin en que la cúpula de las FFAA, sobre todo en el Ejército, recuperaban, entre bambalinas, un protagonismo que no habían tenido desde el golpe de Estado de abril de 1992; durante unos días, recuperada la autonomía perdida y liberados, en notable medida, de la subordinación al poder civil, los altos mandos militares, particularmente los que integraban la facción más afecta a Montesinos, se convirtieron en los árbitros de la situación política. Así se expli- caría que, el día 19 de septiembre, Fujimori elogiara el trabajo desarrollado por su todavía asesor en una alocución pronunciada en la sede del Cuartel General del Ejército y no, como sería normal, en el Palacio de Gobierno; al día siguiente, 20 de noviembre, mediante la emisión de un comunicado oficial, las FFAA respaldaban la convocatoria de elecciones anticipadas. Asimismo, la presión de las FFAA impidió hacer efectiva la anunciada desactivación del SIN. (227) Fue en los días que siguieron al 16 de septiembre cuando Montesinos habría pretendido promover la destitución de Fujimori, algo que, al parecer, ya había intentado, sin éxito, a finales de marzo, en las vísperas de la celebración de las elecciones generales de abril. (228) Según este plan, un civil sería el Presidente

226 Para los representantes del Gobierno peruano, Fujimori daba una “lección de honor y nobleza”, mientras que César Gaviria, Secretario General de la OEA, calificaba de “patriótica” esta decisión de abandonar el poder. 227 Del grado de autonomía que las FFAA dispusieron durante unos días es una buena muestra el hecho de que, detenidos, el día 24 de septiembre, por orden del Presidente, los coroneles Huamán y Zamudio, lugartenientes de Montesinos, fueran inmediatamente puestos en libertad con motivo de la enérgica protesta del general Villanueva Ruesta, jefe del Comando Conjunto de las FFAA. 228 A finales de marzo del 2000, Montesinos habría propuesto a Carlos Boloña, ex presidente del Consejo de Ministros, encabezar un Gobierno resultante de un golpe de Estado auspiciado por el SIN y las FFAA. En este sentido, a comienzos de octubre del 2001, un militar le hizo llegar al congresista Daniel Estrada, presidente de la Comisión del Congreso encargada de la investigación de la red de corrupción montesinista, un documento que contenía dos decretos, finalmente no publicados, redactados el 31 de marzo del 2000; en uno de ellos, los entonces jefes de las FFAA y de la PNP, generales Villanueva, Bello, Dianderas y almirante Ibárcena, acordaban la destitución de Fujimori y el nombramiento de Carlos Boloña como Presidente de la República y del Gobierno Cívico-Militar Provisional, siendo el segundo decreto un Manifiesto a la Nación que precisaba los motivos que habían

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de un Gobierno, respaldado por las FFAA y el SIN, más abiertamente militar que al anterior; hecho público este complot por una congresista de la oposición, se desvaneció una intentona golpista, cuya existencia fue confirmada, en enero del 2001, por el general montesinista Villanueva Ruesta. Esta era una salida desesperada de un personaje que había perdido el sentido y el lugar y que estaba, por anticipado, condenada al fracaso. No sólo la mayoría de los peruanos no estaban dispuestos a apoyar en esos momentos un golpe de Estado, sino que Estados Unidos y la OEA de ningún modo lo hubieran permitido; además, una aventura tan alocada como ésta sólo hubiera tenido el respaldo de la cúpula militar, siendo muy dudoso que la secundaran los jefes subordinados y la oficialidad. En este ambiente de descomposición, a finales de septiembre, varios congresistas de Perú 2000 hacían pública su decisión de abandonar la bancada oficialista, que perdía de este modo su ilegítima mayoría. También en los últimos días de septiembre, se acordaba en la Mesa de Negociación de la OEA la conclusión del mandato presidencial de Fujimori el día 28 de julio del 2001; a los pocos días, el Congreso, por una abrumadora mayoría de 102 votos a favor y uno en contra, aprobaba poner en marcha el procedimiento para la reforma del polémico artículo 112º de la Constitución, que contemplaba la reelección inmediata del Presidente de la República, y daba el visto bueno a la convocatoria de elecciones anticipadas. En esta ininterrumpida sucesión de acontecimientos, el 12 de octubre, el fujimorismo conseguía, in extremis, evitar la destitución de Martha Hildebrandt, presidenta del Congreso; pero, casi al tiempo, presentaba su dimisión con carácter irrevocable el vicepresidente primero de la República, Francisco Tudela, que representaba ante la opinión pública la cara más decente del oficialismo. El régimen autoritario se hundía sin remedio.

6. El colapso del régimen autoritario.

Durante el mes de octubre del 2000, el estado de descomposición que presentaba el régimen fujimorista era de tal calibre que se hacía difícil pensar que pudiera sobrevivir hasta el 28 de julio del año siguiente; en este contexto, el colapso era la posibilidad más evidente. (229) Los acontecimientos que signaron el hundimiento del régimen de Fujimori subrayaron los tintes de “novela negra” en que se había convertido la política peruana desde 1995; como señala el analista peruano R. Grompone (2000: 78), “el tramo final que recorrió el gobierno de Alberto Fujimori....es una historia apasionante para quien no padece sus llevado a la deposición del Presidente. A los pocos días, los generales Villanueva y Dianderas y el coronel Huamán Azcurra reconocían la existencia de este complot golpista. 229 Igualmente no tendríamos inconveniente alguno en emplear el término hundimiento, según lo define Morlino (1991a: 117), para referirnos a una situación en la que los mecanismos fundamentales del régimen saltan y se instaura otro régimen distinto.

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consecuencias”. En esta fase terminal del fujimorismo, la descomposición y el colapso se dan la mano. Quien mejor representa la naturaleza alucinante de estos momentos finales es Vladimiro Montesinos; quien fuera el factótum del régimen autoritario se fugaba, con nocturnidad y alevosía, el día 23 de septiembre, a Panamá, comunicando al Presidente su “renuncia” al cargo. A su llegada a este país centroamericano, el ex jefe de facto del SIN solicitaba a la presidenta Mireya Moscoso asilo político, argumentando que era “víctima de una persecución eminentemente política, que ha puesto en grave riesgo mi integridad física y me ha obligado a salir del Perú”. (230) Dos días después, el 25 de septiembre, el Gobierno peruano aceptaba la renuncia de Montesinos como asesor presidencial, al tiempo que elogiaba su labor y se le agradecían los servicios prestados mediante la entrega de 15 millones de dólares. Según se conocería posteriormente -en mayo del 2001-, a raíz de unas declaraciones del ex ministro de Defensa, general Bergamino, el día 19 de septiembre, Fujimori firmó un decreto de urgencia por el que se autorizaba al Ministerio de Defensa a desembolsar 69.597.810 soles supuestamente destinados a gastos de seguridad; convertidos los soles en 15 millones de dólares, le fueron entregados a Montesinos antes de su precipitada salida hacia Panamá. En esta situación, el Secretario General de la OEA inició, con el visto bueno de Estados Unidos, una serie de gestiones ante el Gobierno panameño para dar una salida a una situación preocupante, pues, según Gaviria, el presidente peruano le había comunicado que temía que se produjese un golpe militar. A la fuga de Montesinos a Panamá, le siguió, un mes después, su inesperado retorno a Perú; de este modo, pretendiendo jugar sus últimas cartas, empujó a Fujimori al abismo. La primera consecuencia de este suceso fue la ya aludida dimisión de Tudela. No por casualidad, el ex asesor presidencial regresaba al país el mismo día, 23 de octubre, en que el Gobierno tenía previsto presentar en la Mesa de Negociación de la OEA un proyecto que ampliaba -“perfeccionaba”, según la versión gubernamental- la vigencia de las “leyes de amnistía” aprobadas en 1995; de no haberse frustrado esta iniciativa, Montesinos hubiera sido uno de sus lógicos beneficiarios. Cuando el día 25 de octubre, en unas declaraciones realizadas a la emisora Radioprogramas del Perú, Montesinos aseguraba que su regreso había sido pactado con el Presidente, no hacía otra cosa que colocar la soga en el cuello de Fujimori; un día antes, el 24 de octubre, Gaviria anunciaba que ponía fin a cualquier gestión relacionada con la petición de asilo político para el ex asesor. Como si hubiera perdido la chaveta, Fujimori reaccionaba dirigiendo en persona, entre los días 25 y 27 de octubre, una operación de búsqueda y captura de su ex socio llevada a cabo por agentes de la

230 En Panamá, Montesinos, además de cuentas bancarias, tenía un permiso de residencia que, en 1999, le había concedido el presidente Pérez Balladares.

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Dirección Nacional de Operaciones Especiales de la PNP; curiosamente, en este alocado operativo, que no tenía cobertura judicial y que incluía el registro de algunos edificios castrenses, se pasó por alto la visita al Fuerte Hoyos, sede la II Región Militar, que estaba al mando del general Cubas, cuñado de Montesinos. Para culminar el disparate, Fujimori, valiéndose de la colaboración de un falso fiscal, ordenó el allanamiento del domicilio conyugal de Montesinos, requisando numerosos documentos para su traslado al Palacio de Gobierno. El broche final lo ponía Montesinos, el 19 de octubre, saliendo del país hacia un entonces desconocido destino, que acabó siendo, no por casualidad, la Venezuela de Chávez. A los pocos días, el prófugo declaraba a la revista mexicana Época - véase la referencia hecha al respecto por el diario El Mundo, de 15/11/2000- que Fujimori no le buscaba para hacer justicia sino para la “guillotina”, pues “no podía separarse convenientemente de nuestra historia en común”. (231) Para entonces, la suerte ya estaba echada y el tiempo corría a favor de la oposición antifujimorista. En el Congreso, Absalón Vásquez, cabeza del movimiento Vamos Vecino, rompía, después de un sonado enfrentamiento, con Víctor Joy, que lideraba al grupo de C90-NM. Asimismo, tratando de evitar un cese que se preveía inminente, Blanca Nélida Colán, sempiterna Fiscal de la Nación y pilar fundamental para el sometimiento al régimen autoritario del Ministerio Público, renunciaba a su cargo; sin embargo, el renacido Consejo Nacional de la Magistratura no aceptaba su renuncia, cesándole a los pocos días, al igual que al jefe de la ONPE, José Portillo, otra pieza clave en el inconstitucional entramado que permitió la reelección de Fujimori.

231 En mayo del 2001, el Gobierno de transición de Perú, presidido por Valentín Paniagua, ofreció 5 millones de dólares a quien facilitara la captura de Montesinos. En una “extraña” operación, el ex jefe de facto del SIN fue capturado, el 24 de junio de ese año 2001, en Venezuela. El desarrollo de los acontecimientos puso de manifiesto que Montesinos era un protegido de la Dirección de Seguridad e Inteligencia Policial de Venezuela -la DISIP-, quedando desautorizada la versión oficial dada por el presidente Hugo Chávez. En realidad, cuando varios agentes venezolanos pertenecientes a la Dirección de Inteligencia Militar -DIM- capturaron a Montesinos, no hicieron más que adelantarse a la inminente acción que estaba a punto de culminar, con apoyo del FBI, un comando peruano integrado por unidades de élite de las FFAA y de los servicios de inteligencia y dirigido personalmente por el ministro de Interior peruano, general Ketín Vidal, cerebro de la operación “Jaque Mate”. Estos sucesos dieron lugar a un áspero conflicto diplomático entre los gobiernos de Perú y Venezuela, con el cruce de versiones contrapuestas, en el que Estados Unidos dio credibilidad a la versión peruana. Las relaciones de Montesinos con los militares chavistas se iniciaron en noviembre de 1992, cuando varios aviadores venezolanos, al mando del general Visconti, se alzaron en armas contra el presidente constitucional Carlos A. Pérez en apoyo del coronel Chávez, encarcelado, tras haber protagonizado, en febrero de ese año 1992, otra asonada militar. A raíz de estos hechos, los aviadores golpistas fueron acogidos, como asilados políticos, por el régimen de Fujimori. Durante casi dos años, una cincuentena de militares venezolanos fueron huéspedes del Gobierno peruano, que dictó varios decretos supremos para hacer frente a los gastos derivados de su estancia en Perú. (Según informó el diario Expreso, el 28/4/2001, y confirmaba el diario La República, el 9/7/2001, entre los meses de diciembre de 1992 y junio de 1994, se destinaron unos 707.000 soles -más de medio millón de dólares al cambio de esos años- a cubrir los gastos de los militares venezolanos).

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En estos días trepidantes, contribuía a añadir más confusión la sublevación, el día 29 de octubre, protagonizada por el comandante , un oscuro oficial del Ejército, que decía actuar en defensa de la institucionalidad. (232) Este suceso tenía lugar justo un día después de que, sorpresivamente, Fujimori modificara la composición de la cúpula militar, cesando, junto a los comandantes generales del Ejército, de la Marina y de la Fuerza Aérea, al general Cubas, cuñado de Montesinos, y al jefe nominal del SIN, contralmirante Rozas; la plana mayor del montesinismo era prácticamente descabalgada. El día 2 de noviembre, cayó sobre Perú otra “bomba” informativa al hacerse público que, en Suiza, Montesinos tenía abiertas tres cuentas bancarias por un valor de 48 millones de dólares; Fujimori reaccionaba diciendo que desconocía estos hechos. (233) Durante los días siguientes, saldrían a la luz más cuentas millonarias a nombre del ex jefe de facto del SIN en entidades bancarias de Gran Caimán, Panamá y Nueva York. Asimismo, se conocía que la red mafiosa contaba con su propio banco, denominado Pacific Industrial Bank, en la clandestinidad; lo cual no suponía un inconveniente para que igualmente operase con una entidad peruana, el Banco Wiese, y con el grupo español BBVA, que habría abonado una comisión ilícita, por valor de 12 millones de dólares, para hacerse con el control del peruano Banco Continental. De este modo, a finales del 2001, las cantidades ingresadas en distintas cuentas bancarias, de las que eran titulares Montesinos o alguno de sus testaferros, ascendían a más de 260 millones de dólares. En este estado de cosas, con el país conmocionado, el día 13 de noviembre, Fujimori emprendía un viaje oficial con destino a , donde se iban a reunir los mandatarios de los países integrantes del Foro Económico Asia-Pacífico - APEC-; en su agenda, antes de retornar a Perú, también estaba previsto acudir a la X Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado y de Gobierno que se celebraba en Panamá los días 17 y 18 de ese mes de noviembre. El mismo día en que el Presidente partía hacia el Lejano Oriente -un “viaje sin retorno”, vaticinaban algunos congresistas-, el fujimorismo sufría otra dolorosa derrota al prosperar una moción de censura, tras un intento fallido anterior, contra Martha Hildebrandt, presidenta del Congreso; los 64 congresistas que votaron a favor de su destitución, frente a los 51 que se opusieron a ella, dejaban en evidencia que

232 Posteriormente, Ollanta Humala fue nombrado agregado militar en Francia y en Corea del Sur, para dedicarse, después, a la política. A día de hoy, comienzos del año 2006, al frente del llamado Partido Nacionalista, de corte populista y “neorrevolucionaria”, las encuestas le dan una intención de voto que supera el 25% en la elección presidencial, dándose por seguro que estará representado en el Congreso que se elija en las elecciones generales que se celebarán en abril del 2006. A tal fin, el partido de Humala ha llegado a un acuerdo político de conveniencia con la UPP. 233 En su edición del 2/11/2000, el diario El País publicaba en su editorial lo siguiente: “El Perú de Alberto Fujimori se va convirtiendo por momentos en una mezcla de ópera bufa y santabárbara en espera de mecha”.

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el oficialismo había iniciado la desbandada. Desde el exterior, inútilmente, Fujimori intentaba poner algo de orden entre sus partidarios. El 16 de noviembre, para hacer frente al rumor que propagaba que Fujimori había huido, los portavoces del Gobierno peruano aseguraban que el Presidente tenía previsto regresar al país el día 19 de ese mismo mes, desmintiendo categóricamente que hubiera solicitado asilo político en Malasia. Ese día 16 de noviembre fue pródigo en acontecimientos, siendo el más importante que el opositor Valentín Paniagua accedía, derrotando al candidato fujimorista, a la Presidencia del Congreso; asimismo, se aprobaba la creación de una comisión parlamentaria, presidida por el también opositor , con el encargo de investigar el entramado de la red de corrupción dirigida por Montesinos. Al día siguiente, eran repuestos en sus cargos los tres magistrados del TC destituidos en 1998, decisión que provocó que los representantes de un Gobierno agonizante abandonasen la Mesa de Negociación de la OEA. El país por momentos se sumía en el caos. El 17 de noviembre, ya se sabía que Fujimori estaba en Japón y que no acudiría a la Cumbre de Panamá, a pesar de lo cual, el todavía Presidente declaraba, al día siguiente, a la agencia AFP que no tenía intención de solicitar asilo político y que, en breve, regresaría a Perú. Extraoficialmente, se informaba que Fujimori había ido a Tokyo a gestionar la concesión de un préstamo destinado a equilibrar el Presupuesto para el año 2001, mientras otras fuentes aseguraban que se encontraba afectado por un proceso gripal; dudas, contradicciones y rumores que no tardaron en disiparse. Desde la capital de Japón, el día 19 de noviembre, Fujimori enviaba a Valentín Paniagua, como Presidente del Congreso, un comunicado oficial anunciando que renunciaba al cargo de Presidente de la República; decisión que también ponía en conocimiento, por vía telefónica, del Presidente del Consejo de Ministros. Fujimori -que se acogía a lo dispuesto en el artículo 113º, inciso 3, “aceptación de su renuncia por el Congreso”, de la Constitución de 1993- declaraba que, desde 1990, había actuado al margen de los cálculos políticos y, mucho menos, preocupado por la popularidad, sino únicamente pensando “en los sagrados y permanentes intereses de la República”. Dos días más tarde, el 21 de noviembre, la nueva mayoría, ahora antifujimorista, en el Congreso decidía no admitir la renuncia presentada por el Presidente, para, a renglón seguido, en aplicación del inciso 2 del citado artículo 113º, proclamar la situación de vacancia de la Presidencia de la República teniendo en cuenta el estado de incapacidad moral de quien ocupaba el cargo. Ese mismo día 21, un funcionario japonés hacía público que el ya ex presidente de Perú estaba inscrito en una prefectura de Japón y que, por lo tanto, era ciudadano de este país; al respecto Fujimori declaraba que se sentía peruano, pero que haría uso de su nacionalidad japonesa como “escudo”. (234)

234 Meses después, el Congreso peruano formulaba una acusación constitucional contra Fujimori por la

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En este puntual momento, especialmente trascendente, tuvo lugar otra intervención de Estados Unidos en los asuntos internos peruanos que, en términos del Derecho Internacional, no resultaba muy “apropiada”. Consideramos que no fue una casualidad el hecho de que, el día 20 de noviembre, en el momento álgido de la crisis, llegara a Lima una delegación estadounidense, encabezada por Peter Romero, Secretario de Estado adjunto para América Latina, y Arturo Valenzuela, asesor especial del presidente Clinton para Asuntos Latinoamericanos. En este contexto, casi todos los indicios apuntan hacia la dirección de que los representantes de Estados Unidos transmitieron con claridad a los partidarios políticos de Fujimori que su Gobierno quería un cambio político en Perú dirigido por la oposición antifujimorista. Así, creemos, se lo harían saber al Presidente interino -lo fue durante un día- Ricardo Márquez, que, horas antes, había anunciado que se comprometía a liderar el proceso de transición a la democracia; sin embargo, cuando Romero y Valenzuela aún se hallaban en territorio peruano, presentaba, “pensando en el Perú”, su dimisión irrevocable. Como consecuencia de estos hechos, habiendo renunciado los dos vicepresidentes de la República, en aplicación de lo dispuesto en el artículo 115º de la Constitución, accedió a la Presidencia de la República el Presidente del Congreso; el dirigente de AP, el partido fundado por Belaúnde y que sólo había conseguido tres escaños en las elecciones generales de abril, Valentín Paniagua se convertía, “un poco al azar”, en palabras del interesado, en el cuarto presidente de Perú desde 1980. Al poco, el 1 diciembre de ese año 2000, los dirigentes fujimoristas anunciaban la disolución de la alianza Perú 2000. (235) El país pasaba otra página de su historia. Atrás quedaban los 10 años y 116 días que habían durado los sucesivos mandatos de Fujimori; sólo Leguía le superaba en tiempo de permanencia en el cargo en la historia republicana de Perú. En este sentido, como señala R. Wiener (1996: 33): “Mal que bien, la historia peruana habrá de señalar al régimen presidido por Alberto Fujimori como uno de los momentos culminantes en el proceso de formación del Estado nacional en el presente siglo”. No obstante, en este trabajo preferimos quedarnos con las siguientes palabras de C. McClintock (1997: 74): “Así pues, cuando Fujimori abandone la arena política peruana, las instituciones políticas, particularmente los partidos, estarán muy debilitados. Podríamos entonces ser testigos de otra repetición del ciclo vicioso de la política peruana: instituciones democráticas débiles >fracasos del gobierno democrático >potencial para gobierno autoritario comisión de un presunto delito de abandono de cargo; al poco, el ex presidente también sería acusado de los delitos de violación de los derechos humanos, lavado de dinero, enriquecimiento ilícito y corrupción de funcionarios. 235 Al finalizar el año 2000, transcurrido un mes y medio de la huída de Fujimori, la composición del Congreso peruano era la siguiente: Perú Posible, 21 escaños; Vamos Vecino, 19; C90-NM, 16; FIM, 7; Fuerza Perú, 7; AP-UPP, 6; Somos Perú, 6; Independientes, 8; no agrupados o no definidos, 30.

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legítimo >instituciones democráticas débiles”. Llegados a este punto, consideramos que Fernando Belaúnde fue, en su ejercicio como Presidente, todo lo demócrata que se puede ser en Perú, sin dejar de lado el recurso a las prácticas caudillistas, personalistas y asistenciales; Alan García fue un fiel representante del populismo en democracia con ribetes autoritarios; y, finalmente, Alberto Fujimori se encargaría de superar los defectos de sus antecesores en el cargo para dar a su gobierno unas claras y no disimuladas connotaciones autoritarias. De este modo, las conclusiones a las que llegamos son inquietantes. Así, por ejemplo, en el tema referido al respeto de los derechos humanos, particularmente el derecho a la vida -para nosotros el más importante en el desempeño de cualquier gobierno-, no podemos, y ello supone un hecho desgraciado, hacer distinciones entre los gobiernos democráticos y los gobiernos autoritarios que tuvo Perú entre los años 1980 y 2000; y si se nos apura, dramáticamente, habría que reconocer algo tan “políticamente incorrecto” como que los casos de víctimas mortales entre la población civil, como consecuencia de las actuaciones de los funcionarios del Estado, fueron, en número, bastante superiores durante los mandatos de Belaúnde y de García.

7. La transición democrática. La presidencia de Valentín Paniagua.

El proceso de transición democrática en Perú, como otros tantos sucesos acontecidos en este país, presenta numerosas desviaciones, anomalías en su caso, respecto a lo que se enseña en los manuales de Ciencia Política acerca de las transiciones a la democracia desde un régimen autoritario anterior. A día de hoy, después de haberse celebrado unas elecciones anticipadas en el 2001 y en las vísperas de la celebración de las elecciones generales del 2006, aunque se avanzó en el proyecto de reforma constitucional, ni se ha restaurado la Constitución de 1979 derogada por Fujimori, ni el Parlamento democrático ha elaborado una nueva Constitución que sustituya a la Carta que, en 1993, el régimen autoritario se dio a sí mismo. En este sentido, la decisión de mayor relevancia, más simbólica que efectiva, tomada al respecto fue la promulgación, el 15 de diciembre del 2001, de la Ley 27600, que, en su artículo 1º, suprimía la firma de Fujimori de la Constitución de 1993; ley que, por lo demás, mantenía la vigencia de la misma, abriendo, en su artículo 3º, la posibilidad para poner en marcha un proceso de reforma constitucional. Así las cosas, se nos hace muy difícil pensar que el régimen peruano camina hacia la consolidación democrática. (236)

236 En septiembre del 2002, se inició en el Congreso peruano el debate constitucional, aprobándose el que debería ser el primer artículo de la nueva Constitución que dice: “La persona es el fin supremo de la sociedad y del Estado”. Los trabajos se reiniciaron, en el año 2003, con la discusión de los artículos correspondientes al Título I -De los Derechos y Deberes Fundamentales-; pero, a día de hoy, comienzos del año 2006, están paralizados.

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Otra desviación parcial en el caso peruano deviene del hecho de que el proceso de transición fue iniciado, antes de entrar el régimen autoritario en su fase de descomposición y colapso, por el propio Fujimori, aunque impelido a ello por la existencia de un proceso en el que se combinaban, como factores más significativos, la merma de legitimidad, la crisis en el interior de la coalición dominante, el incremento de la oposición interna y la presión de algunos actores internacionales relevantes; interesando destacar, precisamente por su importancia respecto a otros procesos de transición a la democracia, el último de ellos. Inicialmente, la transición, a partir de la formación de la Mesa de Negociación de la OEA, tuvo un carácter gradual y controlado, siguiendo las pautas de uno de los modelos contemplado en la Ciencia Política: una fase liberalización, previa a la democratización, iniciada por el gobierno autoritario. Tras el colapso del fujimorismo, el proceso se decantó claramente hacia la ruptura; para, finalmente, si nos atenemos a su desenlace y a las características del régimen a que dio lugar, tomar unos derroteros en los que se daban la mano la ruptura con la continuidad. Si la ambigüedad es una de las características presente en muchas transiciones, no debería haber sido así en un caso, como el peruano, en que el régimen autoritario se colapsó. En este sentido, es causa de extrañeza, cuando era de sobra conocida la naturaleza corrupta y autoritaria del régimen fujimorista y se habían fugado del país el Presidente y su factótum, la forma como se recompuso, a comienzos de diciembre del 2000, la Mesa Directiva del Congreso; de este modo, mediante una oscura transacción política, pasaron a compartir las labores de conducción de las sesiones plenarias, Carlos Ferrero, ex congresista fujimorista hasta finales de 1999, Absalón Vásquez, líder Vamos Vecino, y Manuel Masías, que aceptaba el cargo de vicepresidente tercero en contra de la decisión tomada por la junta directiva de Somos Perú, movimiento al que estaba adscrito. La ausencia de un comportamiento leal en las filas parlamentarias supuestamente antifujimoristas se pondría varias veces de manifiesto durante los meses siguientes. A finales de noviembre de ese año 2000, los representantes de las organizaciones políticas en la Mesa de Negociación de la OEA acordaron que, a partir de las siguientes elecciones generales, se sustituiría en la elección parlamentaria el distrito electoral único por un sistema fundamentado en la existencia de distritos electorales múltiples. A partir de este acuerdo, la Comisión de Constitución y Reglamento del Congreso redactó, para su posterior votación en el Pleno, dos dictámenes, que únicamente diferían en el número de congresistas que le habrían de corresponder al departamento de Lima, proponiendo la sustitución del distrito electoral único por un sistema que contemplaba la conversión de los departamentos en distritos electorales; contaba, además, esta propuesta con el apoyo de la Defensoría del Pueblo, de un

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reconstituido JNE y de la opinión pública. Sin embargo, en una palmaria manifestación de anarquía parlamentaria, ambos dictámenes eran rechazados, en votación secreta, por una amplia mayoría. La oleada de protestas que siguió a esta discutida votación fue de tal calibre que, repetida la votación, tres semanas después, los mismos congresistas, obligados a votar a mano alzada, aprobaron por una holgada mayoría -69 votos a favor, 20 abstenciones y sólo 9 votos (54 en la votación anterior) en contra- la propuesta de la Comisión de Constitución. En esta situación, a pesar de la existencia de múltiples conflictos de intereses, Paniagua logró reunir en su Gobierno a una serie de políticos, intelectuales y militares de reconocido prestigio, encabezados por Pérez de Cuéllar, que aceptaba presidir el Consejo de Ministros. El primer Gobierno que se constituyó en la era postfujimorista se esforzaría, de acuerdo con lo establecido en su programa, en incluir a las FFAA en el proceso de transición, normalizar y regularizar los fundamentos del Estado de Derecho, reintegrar al país en la comunidad democrática internacional y garantizar un proceso electoral justo, libre y limpio. Teniendo por delante tan importantes retos, el Presidente y los miembros de su Gobierno intentaron, acertadamente, mantenerse en la medida de lo posible al margen del espectacular fenómeno mediático que suponía la difusión del contenido de centenares de “vladivídeos”, que iban incrementando, día a día, su potencial para la sorpresa y el escándalo y mantenían en estado de plena ocupación al Congreso y a los jueces. Así, a finales de mayo del 2001, José Ugaz, nombrado procurador ad hoc en las labores de investigación de la red corrupta dirigida por Montesinos, daba a conocer que, después de seis meses de trabajo, estaban abiertos 137 procedimientos penales y encausadas 532 personas; un año después, en mayo del 2002, ya eran 249 los procedimientos y 1.007 las personas pendientes de juicio por estos motivos. La cuestión referida a las FFAA representaba unos de los problemas más difíciles para el Gobierno de transición, requiriendo la adopción de una actitud firme pero no prepotente. En este sentido, el Gobierno daba muestras de coraje al anular un decreto postrero de Fujimori que ascendía a generales de brigada y de división a varios mandos militares seriamente comprometidos con el régimen autoritario y, al mismo tiempo, cesar a la cúpula militar que el ya ex presidente había nombrado poco antes. Asimismo, el Gobierno procedía a la rehabilitación e incorporación, si aún estaban en edad, al servicio activo de los militares purgados por el régimen fujimorista. No obstante, en todo momento, Paniagua hizo gala de una actitud prudente, intentando ganarse la confianza de las FFAA como institución en un tiempo en que su desprestigio, dado el comportamiento connivente de la cúpula militar con el autoritarismo y la corrupción, era grande y la desprofesionalización alcanzaba unos niveles muy preocupantes; lo cual no impedía que existieran militares profesionales y honestos que, pronto, se comprometieron con el Gobierno en un esfuerzo por rehabilitar a las FFAA.

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En este contexto, el papel, bastante disminuido, que habrían de jugar los militares en este proceso de transición poco tenía que ver con su protagonismo durante la transición democrática iniciada en 1977; como señala F. Rospigliosi (2001: 39), el período abierto tras el derrumbamiento del régimen de Fujimori supone un gran oportunidad para transformar las tradicionales relaciones que ha habido en Perú entre los civiles y los militares, pero también podría suceder, como ocurrió en las anteriores transiciones, que sólo se lleven a cabo cambios superficiales. (237) Tampoco era un problema menor el tema relacionado con los casos de violación de los derechos humanos en los que, desde 1980, estaban implicados numerosos militares y policías. Respecto a esta cuestión, también el Gobierno puso de manifiesto una actitud valiente; a tal fin, en mayo del 2001, se anunciaba la creación, mediante Resolución Suprema, de una Comisión de la Verdad con el encargo de investigar los casos de violación de los derechos humanos ocurridos entre mayo de 1980 y noviembre del 2000. En este delicado momento, algunos altos mandos militares, como el general Ledesma, ministro de Defensa, apoyaban sin reparos la decisión tomada por el Gobierno, comprometiéndose, en nombre de las FFAA, a cooperar lealmente en los trabajos de investigación que tuvieran lugar por este motivo. (238)

237 Desde los primeros días de enero del 2001, las FFAA peruanas pasaron por alguno de los trances más deshonrosos de su historia, ya que el contenido de algunos vídeos ponía claramente al descubierto la implicación directa de numerosos altos mandos militares en actos de corrupción; durante los meses siguientes, varios miembros de la cúpula militar fujimorista, como los generales Hermoza y Salazar, ingresarían en prisión por su implicación en delitos de corrupción y narcotráfico. En abril de ese año 2001, con las elecciones anticipadas a las puertas, se difundió un vídeo, al que ya nos hemos referido en este trabajo, que contenía las imágenes de la ceremonia militar que, en marzo de 1999, selló el sometimiento de las FFAA al régimen autoritario. Entre los militares que firmaron el “acta de sujeción” se hallaban los miembros de la cúpula militar nombrada por el presidente Paniagua, incluido el general Tafur, Comandante General del Ejército. Ratificados temporalmente en sus cargos, Tafur y sus compañeros suscribieron, el 16 de abril del 2001, un comunicado oficial en el que expresaban su condena al acta suscrita el 13 de marzo de 1999, considerando írrito y no vinculante un pacto firmado por sorpresa y en ausencia de debate; asimismo, en un acto sin precedentes en la historia peruana, los altos mandos militares pedían disculpas a los ciudadanos peruanos por haber consentido el sometimiento de las FFAA a un régimen corrupto. A pesar de este reconocimiento de los errores cometidos, en una decisión controvertida, la cúpula militar era cesada; sin embrago, como no podía ser de otra manera, a no ser que se eligieran a capitanes o sargentos, sus sustitutos, excepto el general Medina -que en marzo de 1999 no estaba en Perú- también habían suscrito el “acta de sujeción”. 238 A comienzos de junio del 2000, el Gobierno formalizaba la creación de la Comisión de la Verdad, concediéndola un plazo de dieciocho meses, prorrogables por otros cinco, para cumplir con los siguientes objetivos: 1º) analizar las condiciones políticas, sociales y culturales que contribuyeron a la expansión de la violencia política en Perú; 2º) esclarecer los casos de crímenes y violaciones de los derechos humanos cometidos por los funcionarios del Estado y por los grupos subversivos; 3º) elaborar propuestas para compensar a las familias de las víctimas; 4º) recomendar la puesta en marcha de reformas institucionales, legales y educativas dirigidas a la eliminación de las causas que promueven la violencia, 5º) establecer los mecanismos de seguimiento para el efectivo cumplimiento de las recomendaciones que se hagan al respecto.

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Entre tanto, el Gobierno también tenía tiempo para, entre otras actuaciones, promulgar una Ley Anticorrupción, adherirse a la Declaración de Chapultepec en defensa de la libertad de prensa y de expresión, crear un Consejo Transitorio del Poder Judicial encargado de abordar la transición en este ámbito, reconstituir el Consejo Nacional de la Magistratura y renovar la composición de la Corte Suprema de Justicia. Además, tenía que hacer frente a la existencia de grupos activos de SL en los valles del Ene y del Huallaga, sin desatender sus labores en la preparación de un proceso electoral técnicamente irreprochable y dotado de todas las garantías democráticas. Celebradas las elecciones, y elegido, en la segunda vuelta, Alejandro Toledo como nuevo presidente de Perú, antes de proceder al traspaso de poderes, el presidente del Consejo de Ministros, Pérez de Cuéllar, presentaba en el Congreso una amplia memoria con el balance de la gestión desarrollada durante los ocho meses de gobierno de transición. El 28 de julio del 2001, al concluir su mandato, la labor desempeñada por Paniagua era elogiada dentro y fuera de Perú, concediéndole los sondeos de opinión un índice de aprobación próximo al 70%; incluso, desde Japón, recibía los elogios de Fujimori, que reconocía su acierto en el manejo de la situación del país, “procurando buscar continuidad y estabilidad”. En perspectiva comparada, con la limitación que supone que su mandato sólo durara ocho meses, consideramos que, en el período comprendido entre los años 1980 y 2006, Valentín Paniagua ha sido el presidente que mejor ha interpretado en Perú lo que es el ejercicio del cargo de Presidente de la República en un ordenamiento constitucional y democrático.

8. Breves apuntes sobre el proceso electoral del 2001 y el panorama político postelectoral.

Las elecciones presidenciales y parlamentarias del año 2001 no estaban previstas en el ordenamiento constitucional peruano; sin embargo, la suma de un conjunto de circunstancias excepcionales, como las analizadas, hicieron que los peruanos tuvieran que elegir, por segundo año consecutivo, a un nuevo Presidente y otro Congreso. Inevitablemente, las elecciones del 2001 estuvieron condicionadas por los sucesos acaecidos en el pasado más reciente y marcadas por la difusión, de manera simultánea a la campaña electoral, de los “vladivídeos”. A comienzos de marzo, cuando restaba un mes para que los ciudadanos acudieran a las mesas electorales, la Corte Superior de Justicia de Lima dio vía libre a la difusión de 1.640 vídeos y cintas de audio que habían sido grabados, entre los años 1998 y 2000, por expreso encargo de Vladimiro Montesinos; se unían estos documentos audiovisuales a otros que habían ido saliendo a la luz desde aquel fatídico 14 de septiembre del 2000. Durante varios meses, los peruanos vieron pasar ante sus

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ojos, primero atónitos y, luego, indignados, a decenas de compatriotas corruptos, la mayoría considerados hasta entonces probos ciudadanos. La magnitud de la red delincuencial no dejaba de causar asombro, día a día, opacando los discursos de los candidatos; para muchos peruanos, absortos ante esta sucesión de escándalos, la campaña electoral pasó prácticamente desapercibida. En febrero del 2001, Eduardo Stein, que repetía como jefe de la MOE de la OEA, mostraba su preocupación por lo poco que los candidatos y los electores hablaban del futuro, ya que sus discursos y conversaciones estaban impregnados de referencias constantes al contenido y a los personajes de los “vladivídeos”. Junto a los vídeos, el otro gran factor que condicionó el desarrollo del proceso electoral fue el denominado “efecto Alan”. El ex presidente, tras un tortuoso proceso, regresaba, a finales de enero del 2001, de su exilio en Colombia casi nueve años después de haber abandonado Perú; el hecho de que abanderara, como candidato presencial, la campaña del APRA daba a su retorno una trascendencia mayor. Meses antes, pocos peruanos se imaginaban que el declarado por el fujimorismo “reo contumaz” estuviera de vuelta en el país y prácticamente ninguno hubiera dado crédito a la posibilidad, hecha realidad, de que el político que más rechazo provocaba en Perú, desde Odría, estuviera cerca de haberse convertido, nuevamente, en Presidente de la República. Si el desastre político y económico que supuso para Perú la segunda mitad del mandato de García abrió la llave del éxito al “outsider” Fujimori, la huida de éste y el colapso del régimen autoritario allanó el reingreso en la vida política del desacreditado líder del APRA; favor por favor. Lo cierto fue que la entrada del ex presidente en la campaña modificó en gran medida las estrategias electorales previamente concebidas por el resto de los candidatos. (239) No era la primera vez que en Perú resucitaba un “cadáver político” y, probablemente, no sea la última. Antes que García también tuvo su oportunidad, en las elecciones celebradas en 1962, el odiado dictador que durante ocho años, de 1948 a 1956, ennegreció la vida peruana, y, a día de hoy, a escasos meses de las elecciones del 2006, no representaría una sorpresa que un Fujimori, hipotéticamente libre de los impedimentos constitucionales y penales que pesan

239 Para hacer posible el retorno de García a Perú se derogó, a comienzos de diciembre del 2000, la Ley “Antiimpunidad” 27163 y un juez tuvo que declarar inaplicable al ex presidente la Ley “Anticontumacia” 26641; dos leyes ad hoc promulgadas por el régimen fujimorista para evitar el retorno de García a Perú, o permitir su procesamiento si lo hacía. Poco después, en enero del 2001, en vísperas de su llegada al país, la Corte Suprema de Justicia levantó la orden, nacional e internacional, de captura que pesaba sobre García desde septiembre de 1995, declarando también prescritos los delitos que se le imputaban y ratificando la inaplicabilidad a su caso de la Ley 26641, tal como había solicitado, en octubre del 2000, la CIDH al Gobierno de Fujimori. Un mes después de su retorno a Perú, en febrero del 2001, a cincuenta días de las elecciones, los analistas políticos le ponían al candidato presidencial del APRA un “techo electoral” del 15% de los votos válidos, debido a que el fuerte sentimiento antialanista que pervivía en el país le generaba el mayor índice de rechazo entre los políticos en activo.

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sobre él, llegara, por cuarta vez, al Palacio de Gobierno. El candidato presidencial del APRA tenía que competir con otras siete opciones. Una de ellas, Unidad Nacional, era el resultado de la fusión de los intereses electorales del PPC y de la Unión de Centro Democrático, resultado, a su vez, de la alianza establecida entre el movimiento Renovación de Rafael Rey y el CODE de José Barba; su candidata, Lourdes Flores, a última hora, también recibía el apoyo de Luis Castañeda, líder del PSN, que decidía retirarse de la lucha por la Presidencia de la República. Perú Posible repetía, como no podía ser de otro modo, con Alejandro Toledo, y el FIM presentaba a su líder, Fernando Olivera; asimismo, un ex colaborador de Fujimori, Carlos Boloña, encabezaba la propuesta populista que traía bajo el brazo Solución Popular. Completaban la lista, Renacimiento Andino, Todos por la Victoria y Proyecto País, tres candidaturas meramente testimoniales. Por el camino se habían quedado, entre otros, además del citado Luis Castañeda, Jorge Santistevan, que dimitió como Defensor del Pueblo para encabezar una candidatura, la de Causa Democrática, que no consiguió despegar electoralmente, y Hernando De Soto, al que le faltaron avales suficientes para inscribirse en el registro del JNE. Asimismo, a la elección parlamentaria concurrían, además de las ocho opciones que presentaban un candidato a la Presidencia de la República, AP, UPP, Somos Perú, FREPAP y C90-NM; en total, trece listas. (240) Desde el primer momento, como certificaron los observadores nacionales y extranjeros, la campaña electoral del 2001 se distinguió sustancialmente de la del año anterior, cumpliendo con el compromiso del Gobierno de transición de garantizar la celebración de unas elecciones escrupulosamente democráticas; en este sentido, también las FFAA dieron ejemplo de imparcialidad. (241) Sin embargo, los candidatos no estuvieron a la altura de las circunstancias, denotando una actitud frívola no exenta de manifestaciones chabacanas; dejando, frecuentemente, a un lado los programas electorales, se enzarzaron en una campaña vulgar y agresiva, en la que sobraron muchas descalificaciones personales y faltó una mayor transparencia respecto a sus fuentes de financiación y gastos electorales. Alejandro Toledo partía como el candidato con mayores posibilidades de suceder a Valentín Paniagua, liderando todas las encuestas sobre intención de

240 En las elecciones parlamentarias del 2001 participaban, para su reelección, 72 de los 120 congresistas que formaban parte del último Congreso de la era Fujimori; de ellos, 41 -el 56´9%- habían cambiado, respecto a las elecciones del 2000, de organización política, y sólo 31 -el 43´1%- se mantenían leales, un año después, a su partido o movimientos políticos. 241 Con motivo de estas elecciones, las FFAA renunciaron, como muestra de neutralidad, al desempeño de alguna de las funciones que tenían reconocidas legalmente. De este modo, el día 8 de abril del 2001, finalizado el horario para depositar los votos, los militares se limitaron a recibir, de manos de los agentes civiles de la ONPE, las copias de las actas electorales; despachadas a la sede del Comando Conjunto de las FFAA en Lima, en contra de lo acostumbrado, en la sede militar no se procedió a la realización del habitual cómputo paralelo al efectuado por los organismos electorales.

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voto; su discurso, de corte centrista y marcada tendencia populista, fue, sin embargo, decepcionante en lo que se refiere a la presentación de un programa coherente y creíble. La candidata de Unidad Nacional, Lourdes Flores, ocupó durante casi toda la campaña el segundo lugar en las preferencias de los electores, presumiéndose una disputada segunda vuelta entre ella y el candidato de Perú Posible. Desinflada la candidatura de Fernando Olivera y sin despegar, en momento alguno, la de Carlos Boloña, Alan García se situaba en un expectante tercer lugar. Celebradas, el día 8 de abril, las elecciones, Toledo cumplía con los pronósticos que le daban como ganador, sin mayoría absoluta, en la primera vuelta; en efecto, el 36´51% de la votación válida, aunque estaba lejos de la mayoría absoluta a la que aspiraba el candidato de Perú Posible, le aseguraba un lugar en la segunda vuelta. La sorpresa venía de la mano de Alan García que, al obtener el 25´78%, de los votos válidos, apeaba de la carrera presidencial a Lourdes Flores, que se quedaba en tercer lugar con un 24´30%. Otro resultado importante era que estas elecciones certificaban, al menos en esos momentos, el desplome del fujimorismo;Carlos Boloña sólo obtenía el 1´69% de los votos en la elección presidencial y las listas parlamentarias de Solución Popular y C90-NM conse- guían, respectivamente, uno y tres escaños. Perú Posible, con 45 escaños, ganaba la elección parlamentaria, pero quedaba lejos de la mayoría absoluta. (242) Casi un mes y medio después, el 19 de mayo, los candidatos Toledo y García, en un debate televisado, aparcaban sus respectivos programas y se liaban en una vergonzosa disputa repleta de improperios, dando razones a quienes pedían para la segunda vuelta votar en blanco o viciar el voto. Como señala L. Pásara (2001: 92): “Usualmente, los electores peruanos hemos sentido que votábamos no por el mejor candidato sino por el que podía no ser el peor”; en estas condiciones, añade, “el voto más que una opción, es una apuesta”. En la segunda vuelta, celebrada el 12 de junio, Alejandro Toledo conseguía el 53´08% de los válidos y Alan García el 46´92%; finalmente, los votos nulos y blancos sumaban el 13´81% de los emitidos. El Presidente electo había recibido la confianza de una parte importante de los sectores populares, pero también el mayoritario respaldo de unos empresarios que guardaban un mal recuerdo de García; de este modo, Toledo se tenía que enfrentar a la difícil papeleta de satisfacer al mismo tiempo a tan dispares clientelas, que exigían la satisfacción inmediata de sus respectivas demandas. Fujimori había logrado mantener este precario equilibrio durante ocho años, pero para Toledo las cosas no iban a ser tan sencillas. Fiel a los apoyos recibidos, el nuevo Presidente formaba un heterogéneo primer Gobierno en el que se integraban algunos economistas

242 El nuevo Congreso quedaba configurado del siguiente modo: Perú Posible, 45 escaños; APRA, 28; Unidad Nacional, 17; FIM, 11; UPP, 6; Somos Perú, 4; AP, 3; C90-NM, 3; Renacimiento Andino, 1; Todos por la Victoria, 1; Solución Popular, 1. Fuente: JNE.

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ortodoxos, como P.P. Kuzcisnki y R. Dañino, relacionados con el ex presidente Belaúnde y vinculados con los organismos monetarios internacionales, y también economistas antineoliberales y políticos de pasado ultraizquierdista. Iniciado su mandato, Toledo, que tenía un índice de aprobación próximo al 60%, pronto se vería enredado en una maraña de propuestas incompatibles y promesas desbordadas. Durante los primeros meses de mandato, Toledo demostró, según se suponía, que como Presidente era menos consistente que como candidato, poniendo de manifiesto el carácter precario y efímero de su circunstancial liderazgo. Al finalizar el año 2001, sólo uno de cada tres peruanos aprobaba su gestión, y en julio del 2002, al cumplir el primer año en el ejercicio del cargo, su índice de popularidad había caído por debajo del 20%; de este modo, se convertía en el presidente que con mayor celeridad había agotado su crédito político durante los últimos decenios de la historia de Perú. A partir del 2002, su situación, con algunas fases muy breves de tenue recuperación, no haría otra cosa que empeorar. Una de las primeras decisiones de gobierno que Toledo tomó, nada más acceder al cargo, fue atribuirse un sueldo mensual de 18.000 dólares -252.000 anuales con las pagas extras-, que superaba con creces los emolumentos percibidos por sus colegas latinoamericanos, e incluso por sus homólogos de los países desarrollados, y que representaba el salario medio de noventa trabajadores peruanos; asimismo, tampoco fue una actuación prudente que varios parientes y allegados del Presidente ocuparan distintos cargos públicos para los que no estaban preparados y que utilizaron como medio de enriquecimiento ilícito. Como además no podía cumplir con lo que había prometido durante la campaña electoral, antes de que concluyera el año 2001 ya tuvo que enfrentarse a las huelgas convocadas por distintos colectivos laborales y a numerosas protestas populares; poco después, entre los meses de mayo y julio del 2002, los sindicatos convocaron dos paros nacionales y en Arequipa estalló una violenta manifestación antigubernamental. Entrados en el 2003, una oleada masiva de huelgas, desembocó, en mayo de ese año, en la declaración del estado de emergencia en todo el territorio nacional; se trataba de una medida que nunca, desde 1980, se había tomado en Perú para hacer frente a los problemas derivados de las demandas salariales y laborales planteadas por los trabajadores de varios sectores económicos. En las relaciones con las FFAA, Toledo evidenció, a diferencia de Paniagua, una actitud imprudente y torpe, desaprovechando una inmejorable oportunidad para sentar las bases de una nueva relación entre el poder civil y los militares en Perú acorde con la existencia de un régimen democrático. La situación del Poder Judicial tampoco ha mejorado sustancialmente, causando entre los peruanos tanta o más desconfianza que la que existía años atrás, y la percepción ciudadana

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de que en Perú hay mucha corrupción no ha menguado. Igualmente, el hecho de que durante casi cinco años el Defensor del Pueblo, Walter Albán, haya ocupado, hasta su reciente sustitución por Beatriz Merino, el cargo interinamente pone en tela de juicio la capacidad del régimen para dotarse de unas instituciones sólidas y eficientes. Así se explica que, a partir del año 2003, los índices de aprobación a la gestión de Toledo raramente hayan subido por encima del 10% (a título comparativo, entre los años 2002 y 2005, la aprobación a la gestión global del ex presidente Fujimori durante el período 1990-2000 ha acostumbrado a superar el 30% y la intención de voto el 20%), lo que provocó que durante varios meses se especulara muy seriamente con la posibilidad de que no concluyera su mandato por incapacidad moral, declarada por el Congreso, para el ejercicio del cargo; en algunos casos, incluso, se llegó a hablar de la posibilidad, nunca acreditada, de un golpe militar. Sólo la solvencia demostrada por algunos presidentes del Consejo de Ministros, como los citados Dañino y Kuzcinski y unos pocos ministros, y, sobre todo, la catástrofe que para la frágil democracia peruana, y de manera especial para sus organizaciones y dirigentes políticos, suponía el cese de la persona que había hecho frente, en las elecciones del 2000, a Fujimori, han permitido que Alejandro Toledo pueda concluir su mandato de cinco años. (243) Al concluir el año 2005, lo único que parece que va bien en Perú son las variables macroeconómicas; no obstante, la solidez de la divisa peruana, el control de la inflación -con índices del -0´1%, 1´5%, 2´5%, 3´5% y 2% (previsto), respectivamente, para los años 2001, 2002, 2003, 2004 y 2005-, y el importante crecimiento del PIB -con un incremento medio superior al 4´5% en el cuatrienio 2002-2005- no han servido para reducir los índices de pobreza del país y generar empleo. En una situación como ésta, caracterizada por la crisis crónica de las instituciones, la debilidad de las organizaciones políticas, el desprestigio de los políticos y de los sectores dirigentes, la corrupción y el mantenimiento de unos niveles muy elevados de pobreza y de precariedad laboral, no resulta extraño que la democracia no se consolide y que muchos peruanos manifiesten, de forma no disimulada, una cierta nostalgia por el régimen de Fujimori sin necesidad de entrar en detalles de si era autoritario o más o menos corrupto. Puestos a conceder alguna oportunidad a la esperanza, habría que echar mano de las siguientes frases escritas, hace más de medio siglo, por el historiador J. Basadre (1992: 152): “El Perú, con todos estos males y sus amenazas coincidentes, ha

243 Conocedor de estos déficit de la democracia peruana y sabiendo de su “tirón” electoral, Fujimori, que tiene abiertos más de veinte procesos judiciales en Perú, ha decidido jugar fuerte. Poniendo en marcha una estrategia arriesgada, cuando se estaba iniciando la campaña de las elecciones del 2006, el 6 de noviembre del 2005, aterrizó en la capital de Chile. No sabemos como terminará esta aventura, pero el nuevo movimiento fujimorista “Sí Cumple” pretende presentar al ex presidente como candidato.

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sobrevivido como si su mensaje aún estuviera por decir, como si su destino aún no estuviese liquidado”.

De este modo, consideramos, con carácter previo al apartado de Conclusiones, que la búsqueda de una salida adecuada para Perú pasaría por la formación de una gran alianza partidaria nacional, implicada en las labores gubernamentales y parlamentarias, cuyos dirigentes se comprometieran lealmente a la refundación del régimen político peruano sobre las siguientes bases:

1ª) La adopción, partiendo de la existencia de un consenso amplio y de un marco teórico y valorativo compartido, de un compromiso decidido y sin ambigüedades por la democracia política. 2ª) El refuerzo de las instituciones del Estado y el incremento de su eficiencia como medios para favorecer su legitimidad y prestigio ante la ciudadanía. 3ª) El establecimiento de mecanismos y canales eficaces de relación entre el Estado y la sociedad civil. 4ª) La consolidación de un sistema de partidos plural, competitivo y no excesivamente polarizado. 5ª) La ruptura definitiva con un estilo político dominante basado en actitudes autoritarias, caudillistas, personalistas, clientelistas y populistas. 6ª) La persecución política, legal y judicial, sin ambajes, de los casos de corrupción. 7ª) La concesión a las FFAA de un papel digno y relevante, aunque subordinado al poder civil institucionalizado, evitando tanto la politización de los militares como su cooptación por parte de determinadas gobernantes y élites civiles. 8ª) El reconocimiento efectivo de la pluralidad regional, cultural y étnica del territorio y la Nación peruanos. 9ª) La clara definición de un proyecto nacional dirigido, en un contexto de crisis y globalización de la economía mundial, al aprovechamiento racional de los recursos y oportunidades existentes en el marco de un reparto menos desigual y más solidario de la riqueza, que reduzca de forma significativa los niveles de pobreza existentes. Tal vez sea pedir demasiado, pero menos es insuficiente.

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CONCLUSIONES

Aun teniendo en cuenta el carácter provisional de algunas conclusiones, consideramos al peruano, no por excepcional, como un caso “prototípico” en el que se han desarrollado muchos de los procesos, tendencias, dificultades y problemas que, en mayor o menor medida, obstaculizan la consolidación de la democracia en América Latina.

El Estado peruano es un ejemplo bastante significativo de cómo los factores estructurales de diversa índole -geográficos, históricos, étnico-raciales, político- institucionales, socioeconómicos y culturales- pueden llegar a constituir una amalgama de problemas heredados no resueltos que dificultan en alto grado la consolidación de un régimen democrático. Yendo un poco más lejos, diríamos que son un obstáculo importante para la estabilidad política y para la pervivencia de cualquier régimen, incluidos los regímenes autoritarios.

Sobre una estructura inconsistente trató de asentarse, a partir de 1980, un régimen democrático que no pudo consolidarse. De la mano de unos gobernantes caudillistas y populistas y de unas partidos políticos débiles que conformaban un frágil y excesivamente polarizado sistema partidario, los gobiernos democráticos tuvieron un pobre desempeño en la solución de los principales problemas a los que se enfrentaba el país, principalmente la violencia política y la crisis económica. El fracaso de los partidos políticos y de sus dirigentes produjo en la población un sentimiento de rechazo que se extendió a las principales instituciones de la democracia representativa, especialmente al Parlamento; de este modo, se allanaba el camino al informalismo político y a los líderes independientes y antipartidarios. En este contexto, el triunfo electoral de Fujimori será una consecuencia de la deslegitimación y la pérdida de la capacidad de representación de quienes habían gobernado en Perú entre 1980 y 1990; los buenos resultados obtenidos por el nuevo presidente frente a la hiperinflación y los grupos subversivos afianzaron su posición e hicieron de él un ejemplo de “outsider” exitoso. Si los mandatos presidenciales de Belaúnde y de García, de manera especial el del último, hubieran presentado un balance menos negativo, la democracia representativa, tal vez, pudo haber contado con mayores posibilidades para consolidarse y, probablemente, Fujimori, o alguien parecido a él, no hubiera llegado a la Presidencia de la República; lejos de ser así, García anticipó las tendencias antiinstitucionales que Fujimori desarrollaría con amplitud posteriormente. A pesar de todo, la ruptura, en abril de 1992, del ordenamiento constitucional y democrático se pudo evitar; la situación del país era grave, pero había más alternativas que la del golpe de Estado. Había problemas que exigían una

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solución urgente, los opositores al Gobierno cometieron algunos errores, pero fue el Presidente, apoyado por las FFAA, quien decidió, finalmente, quebrar la democracia cuando su deber era defenderla.

El éxito inicial del fujimorismo, más allá de los espurios argumentos en pro de la democracia “plena” y “auténtica”, supuso la derrota de la democracia. El régimen que encarnó Fujimori, desde abril de 1992, era un régimen no democrático, autoritario, aunque no una dictadura al uso. A pesar de ello, los peruanos, teniendo en cuenta los resultados obtenidos frente a Sendero Luminoso y la hiperinflación, legitimaron este régimen en las elecciones generales celebradas en 1995, optando temporalmente por sacrificar la democracia en aras de la estabilidad y el orden. No se trataba, sin embargo, de un caso típico de democracia delegativa; el voto que muchos electores dieron a Fujimori en 1995 no era un cheque en blanco, sino un voto pragmático y condicionado a la consecución de resultados.

Si en nuestra propuesta, el régimen fujimorista no es considerado como un caso de democracia delegativa, aunque tenga alguna de sus características, del mismo modo, tampoco entra en la categoría de los regímenes populistas, aunque también asuma algunos de sus rasgos. Según hemos expuesto, el fujimorismo, a veces considerado un ejemplo de “neopopulismo”, combinó políticas claramente neoliberales, de marcado cariz antipopular, en el ámbito macroeconómico, con políticas asistencialistas, de corte clientelar y populista, en el ámbito microeconómico.

El régimen autoritario surgido en abril de 1992 se caracterizó por su tendencia a la desinstitucionalización, centralización y personalización del poder, encarnando en el triunvirato que constituían Fujimori, Montesinos y el general Hermoza. En este contexto, después de las elecciones generales de 1995, el fujimorismo, en lugar de optar por el fortalecimiento de las instituciones democráticas, prefirió poner en marcha un proyecto dirigido a su perpetuación en el poder; en este proceso, se incrementaron las dosis de autoritarismo y arbitrariedad y una camarilla corrupta y mafiosa, centrada en torno a Montesinos, se adueñó del país. Sin embargo, el proyecto tenía sus límites. Por una parte, la ciudadanía no estaba dispuesta a aceptar unos niveles excesivos de autoritarismo y menos, aún, a tolerar los crímenes, las violaciones de los derechos humanos y los delitos de corrupción; por otra, el modelo económico implantando ponía de manifiesto su insuficiencia para crear empleo adecuado y reducir los altos índices de pobreza. De este modo, el régimen autoritario, a falta de resultados, fue perdiendo apoyos entre la población. Asimismo, a partir de 1998, la coalición dominante comenzó

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a desintegrarse; a la caída de Hermoza, se unían las divergencias existentes en el seno del empresario nacional y las manifestaciones de desaprobación al régimen fujimorista que llegaban desde Estados Unidos.

En su huida hacia adelante, el régimen autoritario y corrupto no renunció a una nueva reelección de Fujimori, que contravenía la Constitución que el fujimorismo se había dado a sí mismo, sin que su “interpretación auténtica” pudiera poner remedio a este desafuero. Para no correr riesgos, el régimen incurrió en un monumental fraude electoral de naturaleza continuada que, iniciado a finales de 1995, culminó en una campaña electoral desigual, injusta y sucia. El engaño ya se había producido antes de la celebración de las elecciones en abril -la primera vuelta presidencial y la elección parlamentaria- y mayo -la segunda vuelta de la elección presidencial- del 2000. Fujimori triunfó en esas elecciones, siendo el candidato más votado en la segunda vuelta; pero, desde el punto de vista de la democracia, estos resultados estaban invalidados con carácter previo a las votaciones.

La combinación de un conjunto de factores, como la insuficiencia del triunfo del fujimorismo en las elecciones del 2000, la vertebración de la oposición antifujimorista en torno al circunstancial liderazgo de Alejandro Toledo y la presión ejercida por algunos actores externos, principalmente Estados Unidos y la OEA, dieron lugar al inicio, entre los meses de junio y septiembre del 2000, de un proceso de transición política. Fueron, sin embargo, la crisis de la coalición dominante y los devastadores efectos provocados por el desenlace de la “Operación Siberia” y del “caso Kouri” -dos “torpedos” en la línea de flotación de la averiada nave fujimorista- los que llevaron al régimen autoritario a su colapso. El colapso del régimen autoritario, el inicio de un proceso de transición democrática y la celebración de unas elecciones generales libres, justas y competitivas en el año 2001, que llevaron al líder antifujimorista Alejandro Toledo a la Presidencia de la República, no han servido, sin embargo, para consolidar un régimen democrático. La inconsistencia del liderazgo de Toledo, su propia incapacidad como gobernante, las actitudes desleales de los dirigentes políticos, el manteniendo de la corrupción, la fragilidad de las instituciones del Estado, la debilidad de las organizaciones políticas, la continuidad en el tiempo de enraizados estilos y hábitos políticos contrarios a la democracia y el hecho de que no cedan los altos niveles de pobreza y de precariedad laboral son algunos de los factores que han impedido, en las vísperas de la celebración de las elecciones generales del 2006, que la democracia se afiance en Perú. Habiendo transcurrido dieciséis años desde la irrupción política de Fujimori, los ciudadanos peruanos mantienen la misma desconfianza que en 1990 respecto a

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sus gobernantes y las posibilidades para que la democracia se consolide no se han incrementado. El “fantasma” de Fujimori sigue presente en la vida política peruana; ahora, además, está físicamente más cerca. De este modo, el presidente que, en julio del 2006, releve a Toledo tendrá que afrontar el reto que supone variar en sentido positivo este estado de cosas; de no ser así, Perú podría reingresar en el círculo vicioso que conduce a alternar unos regímenes democráticos, débiles e ineficientes, con otros autoritarios, igualmente inestables e ineficientes.

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Relación de revistas incluidas en la Bibliografía que antecede:

• América Latina Hoy (Madrid). • América Latina Hoy (Salamanca). • Boletín Electoral Latinoamericano (San José de Costa Rica). • Bulletin of Latin American Research (Oxford). • Ciencia Política (Bogotá). • Claves de la Razón Práctica (Madrid). • Comparative Politics (New York). • Contribuciones (Buenos Aires). • Debate (Lima). • Journal of Economic Perspectives (Palo Alto, California). • La Política (Barcelona). • Leviatán (Madrid). • Márgenes (Lima). • Nueva Sociedad (Caracas). • Pensamiento Iberoamericano (Madrid). • Perfiles Latinoamericanos (México D.F.). • Política Exterior (Madrid). • Pretextos (Lima). • Quehacer (Lima). • Revista del Centro de Estudios Constitucionales (Madrid). • Revista Española de Ciencia Política (Madrid). • Revista de Estudios Políticos (Madrid). • Revista Española de Investigaciones Sociológicas (Madrid). • Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales (México D.F.). • Revista Mexicana de Sociología (México D.F.). • Síntesis (Madrid). • Sistema (Madrid). • Situación Latinoamericana (Madrid). • World Politics (Baltimore). • Zona Abierta (Madrid).

Otras revistas de periodicidad semanal:

• Caretas (Lima). • Newsweek (New York). • Oiga (Lima). • The Economist (London).

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Prensa oficial peruana:

• Diario de Sesiones del Congreso del Perú. • El Peruano (Diario Oficial).

Prensa diaria peruana (seria):

• Gestión (Lima). • El Comercio (Lima). • Expreso (Lima). • La República (Lima). • Ojo (Lima).

Prensa diaria peruana ("chicha"):

• El Chino (Lima). • El Men (Lima). • El Tío (Lima).

Prensa diaria española:

• ABC (Madrid). • Diario 16 (Madrid). • El Mundo (Madrid). • El País (Madrid). • La Vanguardia (Barcelona).

Principales direcciones electrónicas consultadas. Páginas de Internet:

Instituciones y organismos oficiales:

• Biblioteca Nacional del Perú: http://www.binape.gob.pe • Congreso de la República del Perú: http://www.congreso.gob.pe • Consejo Nacional de Inteligencia (CNI): http://www.cni-peru.gob.pe • Defensoría del Pueblo del Perú: http://www.ombudsman.gob.pe • Despacho Presidencial: http://www.presidencia.gob.pe • Ejército del Perú: http://www.ejercito.mil.pe • Instituto Nacional de Estadística e Informática: http://www.inei.gob.pe • Jurado Nacional de Elecciones (J.N.E.): http://www.jne.gob.pe

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• Ministerio de Defensa: http://www.mindef.gob.pe • Ministerio de Economía y Finanzas: http://www.mef.gob.pe • Ministerio de Educación: http://www.minedu.gob.pe • Ministerio de Interior: http://www.mininter.gob.pe • Ministerio de Justicia: http://www.minjus.gob.pe • Ministerio de la Mujer y Desarrollo Social (anterior PROMUDEH): http://www.minmimdes.gob.pe. • Ministerio de Presidencia: http://www.pres.gob.pe • Ministerio de Relaciones Exteriores: http://www.rree.gob.pe • Oficina Nacional de Procesos Electorales (O.N.P.E.): http://www.onpe.gob.pe • Portal Oficial del Estado Peruano: http://www.perugobierno.gob.pe • Presidencia del Consejo de Ministros: http://www.pcm.gob.pe • Registro Nacional de Identificación y Estado Civil: http://reniec.gob.pe • Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (SUNAT): http://www.sunat.gob.pe

Instituciones y organismos no estrictamente oficiales:

• Asociación Civil Transparencia: http://www.transparencia.org.pe • Asociación Pro Derechos Humanos del Perú: http://www.aprodeh.org.pe • Comisión Andina de Juristas: http://www.cajpe.org.pe • Coordinadora Nacional de Derechos Humanos del Perú: http://www.cnddhh.orp.pe • Democracy Coalition Project: http://www.demcoalition.org • Elecciones Perú: http://www.elecciones.rcp.net.pe • IDEA. International Institute for Democracy and Electoral Assintance: http://www.idea.int • Library of Congress: http://www.catalog.loc.gov • Political Database of the Americans: http://www.georgetown.edu/pdba • Sección de Prensa y Cultura de la Embajada de Estados Unidos en Lima: http://www.rcp.net.pe/usa • Red Interamericana para la Democracia: http://www.redinter.org • The Carter Center: http://www.cartercenter.org

Partidos, movimientos y organizaciones políticos:

• Alberto Fujimori Fujimori: http://www.fujimorialberto.com • Grupos de oposición: http://www.egroups.com/group/oposicion

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• Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). http://www.nadir.org/nadir/initiativ/mrta • Partido Acción Popular: http://www.geocities.com/accionpopular; también: http://www.accionpopular.tsi.com.pe • Partido Aprista Peruano (PAP o APRA): http://www.welcome.to/indoamerica • Partido Comunista del Perú. Patria Roja: http://www.geocities.com/CapitolHill/Senate/9785/bew1.htm • Partido Solidaridad Nacional: http://www.psn.org.pe • Perú Posible: http://www.peruposible.org • Poder 2000. Partido Democrático Descentralista: http://www.poder2000.com • Somos Perú: http://www.somosperu.org.pe • The People´s War Led by the Comunist Party of Peru (Sendero Luminoso): http://www.ursula.blyte.org/peru-pcp • Unión por el Perú (UPP): http://www.unionporelperu.org

Prensa, editoriales y medios de comunicación en general:

• Asociación de Comunicadores Sociales CALANDRIA: http://www.calandria.org.pe • Cadena Peruana de Noticias: http://www.cpnradio.com.pe • Caretas: http://www.caretas.com.pe • DESCO: http://www.desco.org.pe • Diario Oficial El Peruano: http://www.editoraperu.com.pe • El Comercio: http://www.elcomercioperu.com.pe • El País: http://www.elpais.es • Expreso: http://www.expreso.com • Gestión: http://www.gestion.com.pe • La República: http://www.larepublica.com.pe • Ojo: http://www.ojo.com.pe • Peru Online Networks: http://www.peruonline.com • Quehacer: http://www.desco.org.pe/qh/qh-in.htm • Radio Programas del Perú: http://www.rpp.com.pe • Voz Rebelde: http://www.voz-rebelde.de

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