Henry James, El Maestro
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Henry James, el Maestro 1 ÍNDICE Presentación…3 Nueva York eran unas cuantas familias…4 El escritor se vuelve cosmopolita…8 El londinense…11 Un James naturalista…20 El dramaturgo fracasado…25 Grand finale…33 La cosa distinguida…40 Lecturas…54 Biblioteca Pública Gerardo Diego C/Monte Aya, 12 (Vallecas Villa) 28031 MADRID Ilustración para Las alas de la paloma y portada (James en 1905): fotos de Alvin Langdon Coburn 2 Henry James, que falleció un 28 febrero de 1916 de la forma más educada posible («Al fin esa cosa distinguida», dicen que pronunció en el momento de irse), es autor de una vasta obra narrativa en la que es difícil hallar una sola página prescindible. Maestro del relato en todas sus distancias (corta, media y larga, o cuento, nouvelle y novela), practicó con igual brillantez otros géneros como el epistolar, la crítica literaria, la literatura de viajes o la de memorias… Y, sin embargo, no es popular. Pueden apuntarse diversas explicaciones. Una es la que dio Borges a propósito de Quevedo, a quien el escritor argentino consideraba de los mayores y más ignorados genios de las letras. Según Borges, Quevedo constituye por sí solo toda una literatura a la que, lástima, le falta ese símbolo universal que hace la fortuna de otros autores. De modo parecido, Henry James sería un París sin torre Eiffel o un Londres sin Big Ben (es decir, sin su Bovary, su Karenina, su Pickwick o su Gregorio Samsa; sin un logo de marca, diríamos hoy). Otra razón más plausible es que James aborrecía lo obvio, el énfasis, el hablar a gritos para duros de oído. Decía Jardiel Poncela que las cosas, en teatro, hay que contarla tres veces: una para que pasen; dos para que se entere el público, y tres para que se enteren los críticos. Ahora bien, Henry James no las contaba a veces ni una; su obra está llena de sobreentendidos, de understatement , esa palabra tan difícil de traducir y, que por sí sola, retrata toda una forma de ser. El paisaje de sus novelas parece un territorio de pruebas nucleares subterráneas, lleno de enormes cráteres que se forman de repente con un retumbo sordo, a veces con un murmullo. Donde otros ponen un subrayado (el ¡chan- chán! de las telenovelas), James pasa de puntillas, de modo que cuando queremos darnos cuenta, lo más dramático ya ha venido y no sabemos cómo ha sido. Igual que en la realidad, las cosas importantes acontecen no fuera, sino dentro de los personajes; en las sensaciones, sentimientos, ideas, no siempre claros ni conscientes, que no dejamos de rumiar ni un instante, ni siquiera cuando dormimos. Ahí dentro, todo lo que sucede es esencial e intenso, no hace falta énfasis alguno. De hecho, no podemos salir de ahí dentro para ver el mundo como lo haría una especie de dios o de impersonal notario, tal como pretendían los novelistas anteriores a James. Todo es punto de vista. Sus aventuras son aventuras de la conciencia contadas por otra conciencia; los personajes sudan poco o nada, pese a que sus vidas, todo lo que son, estén en juego. Se le ha reprochado por ello la falta de carne y sangre en su obra, sin caer en la cuenta de que cualquier historia, incluidas las de 007, se reduce a representaciones de conciencia cuando se despojan de lo accesorio. Precisamente la carne y la sangre (o el sexo y la violencia) son lo irrepresentable, allí donde nuestra conciencia pierde pie y flaquea; donde no se requiere más luz, sino más sombra, preservar el misterio, la zona de penumbras. Y no por puritanismo, sino porque como demuestran el gore y el porno, la luz chillona y el primer plano, en lugar de acercarnos a lo más crudo de la vida, nos insensibiliza y nos fija definitivamente en su superficie, impidiendo profundizar más. Los mejores escritores contemporáneos (Sebald, Modiano o Kertész, por citar sólo a tres) le dan la razón a James en esta manera indirecta y elusiva de acercarse al trauma, a todo lo que desborda a la conciencia. «Para la gloria», decía Borges, «no es indispensable que un escritor se muestre sentimental, pero es indispensable que su obra, o alguna circunstancia biográfica, estimulen el patetismo». La vida poco novelesca de James estimula aun menos que su obra el patetismo. Fue un solterón formal, muy victoriano; si tuvo alguna aventura ―poco probable― fue dentro del armario y a oscuras. Una última razón para su impopularidad: existen lujos tan al alcance de la mano que terminamos ignorándolos. Si a Henry James sólo pudieran leerlo quienes conducen un Ferrari, viajan en jet privado o desayunan caviar, más de uno mataría por tener sus libros. Por desgracia para él, es un privilegio al alcance de cualquiera, sólo hace falta acudir a una biblioteca pública. Eso le pierde. 3 NUEVA YORK ERAN UNAS CUANTAS FAMILIAS…1 Henry James nació en Nueva York, en 1843, el segundo de una familia de cinco hermanos. El mayor fue el célebre filósofo William James (1842-1910), con quien el escritor mantendría relaciones conflictivas toda su vida. Henry se sentiría siempre cohibido en su presencia por el carácter dominante y activo del primogénito. Él era en cambio el polo opuesto: apacible y observador. William, por su parte, no dejaría jamás de tratarle con cierta condescendencia, incluso se permitiría criticarle sus logros literarios cuando Henry James se había convertido ya en escritor aclamado. Pese al cariño que se profesaron hasta el final, nunca dejó de haber cierto recelo y competitividad entre ambos. Los dos Henry James, padre e hijo (con once años), en 1854 Del padre del escritor, del mismo nombre, la imagen que nos queda es la de un hombre bondadoso y en absoluto autoritario, perdido en vagas especulaciones filosóficas. «Mi naturaleza», manifestó una vez, «me inclina hacia los afectos y las ideas antes que a la acción. Prefiero estar junto al fuego del hogar que en el foro». Hijo de un emigrante irlandés que amasó una considerable fortuna con el comercio, las propiedades inmobiliarias y el préstamo a interés, no necesitó trabajar en su vida y dedicó sus días a difundir sus ideas mediante libros y conferencias, más bien espesos y de un difuso espiritualismo muy influido por el misticismo del pensador sueco Swedenborg. Su idealismo reformista y de tendencia liberal le llevó a militar a favor de la abolición de la esclavitud y la liberalización del divorcio. Se relacionó con las principales figuras intelectuales de su país, como Emerson y Thoreau, y fue un padre cariñoso y tolerante, que empleó una considerable cantidad de energía en la educación de sus hijos. A la madre, Mary Robertson, de una familia acomodada de Nueva York, dedicaría Henry James palabras de sincero afecto en sus memorias. Fue una mujer discreta y entregada a la familia, el contrapeso práctico del padre, siempre perdido en las nubes y del que hasta sus hijos se burlaban respetuosamente por su despiste. Ambos formaron un matrimonio bien avenido, de esos que van juntos a todas partes, incluido el más allá, al que acudieron en 1882, con pocos meses de diferencia. Estados Unidos era considerado por entonces una cultura provinciana, donde el buen gusto contaba menos que los negocios o el capital. Las grandes figuras literarias del momento, como Dickens o Thackeray, eran todas europeas, mientras que el prestigio de un Hawthorne, un Poe (que murió en la miseria en 1849, cuando el pequeño Henry contaba seis años) y otras luminarias locales no traspasaba las fronteras del país. El propio Nueva York de los años 40 poco tenía que ver con la megalópolis posterior. Con 391.114 habitantes en el momento de nacer el escritor, era una urbe tranquila, regida por unas pocas familias patricias que formaban un círculo impermeable y de una etiqueta tan puntillosa como la de cualquier aristocracia europea. Cuarenta años después, cuando el autor publique una de sus obras más conocidas, Washington Square (1881), la población se habrá quintuplicado y alcanzará casi los dos millones, buena parte de ellos emigrantes 1 Advertencia: esta guía está repleta de spoilers 4 irlandeses, alemanes, judíos rusos, que huyen de la miseria y la persecución, y que transformarán la ciudad en un hormiguero que horrorizará al nostálgico escritor. El padre corregiría esta estrechez de miras desde muy pronto con largos viajes por Europa. Ya sólo con seis meses, el pequeño Henry viaja con toda la familia a Inglaterra y posteriormente a París, lugares donde pasará los dos primeros años de su vida, antes de retornar a Nueva York. El escritor contará a quien quiera oírle cómo su primer recuerdo en la vida es de la plaza Vendôme en París: lo cual significa una proverbial memoria que podía remontarse hasta su segundo año. Nueva York en los 40 del siglo XIX En cualquier caso, el resto de su primera década transcurrirá tranquila en Nueva York, donde en 1848 nacerá el último hijo de la familia, su hermana Alice, con quien Henry permanecerá siempre muy unido. Alice será una mujer sensible e inteligente, a la que una serie de trastornos nerviosos convertirán en su juventud en una inválida. Hay que aclarar que las crisis nerviosas eran comunes en la familia. El propio padre sufrió alguna seria durante su existencia, por no mencionar las del hermano mayor, William, y las del propio escritor. Más que a inestabilidad hereditaria o a un entorno familiar opresivo, habría que achacar esa debilidad nerviosa a la irrespirable atmósfera moral de la época, más exigente aún por entonces en la puritana América. Los abundantes casos de histeria entre las mujeres de la burguesía, con menos compensaciones y desahogos que los varones, dan testimonio de este apretadísimo corsé moral, que proporcionaría el caldo de cultivo para las teorías de Freud sobre la represión sexual.