El subversivo: una aproximación interseccional a las identidades representadas en ‘Novelas de ’ escritas por mujeres

A dissertation submitted to the Graduate School of the University of Cincinnati in partial fulfillment of the requirements of

Doctor of Philosophy

in the Department of Romance Languages and Literatures of the College of Arts and Sciences by

Juan Camilo Galeano Sánchez

M.A. Universidad Eafit December 2011

Committee Chair: Patricia Valladares-Ruiz, Ph.D.

Abstract

“The Male Outlaw: An Intersectional Approach to Identities in ‘Novelas de La Violencia’

Written by Women” establishes a dialogue between matters of gender, class, race, and national identity in the novels: Jacinta y la Violencia (1967) by Soraya Juncal, Cola de Zorro (1970) by

Fanny Buitrago, Triquitraques del Trópico (1972) by Flor Romero, and Estaba la Pájara Pinta

Sentada en el Verde Limón (1975), by Albalucía Ángel. All these novels deal with a particularly acute period in ’s war, La Violencia (1946-1958), during which the radicalization of bipartisanship, the politicization of the police force, and the repression of any ideology close to

Socialism, originated resistance groups as well as a massive manslaughter whose numbers are yet to be determined.

My hypothesis is that, even though these authors do not represent the male outlaw as a hero, they construct the character as a counter-hegemonic individual that is able not only to put into question every monolithic identity constructed under the shadow of patriarchy, but also to build new identities that challenge the previous ones. To demonstrate it, I have divided my dissertation in five chapters.

Chapter 1, “La Violencia y las ‘Novelas de la Violencia’: contexto, textos y diálogos textuales”, provides context on the phenomena of La Violencia and its political actors, and recognizes the literary tradition where the novels are inscribed from a triple contextualization: the links between the authors’ works and their own ideological positions, the subgenre of ‘Novela de la Violencia’ at large, and the tradition of Latin American female-authored narratives in contexts of political restlessness.

Chapter 2, titled “Construyendo al hombre: del mito fundacional a la contesta subversiva” and devoted to Gender, aims to build a system for reading the creation of a masculine character in

ii the novels as a form of female masculinity. This chapter concludes that there is a discursive construction of the male character from a female point of view as means to undermine the power of patriarchy.

Chapter 3, titled “El linaje: la racialización de los lazos familiares del subversivo” and focused on race, questions the construction of the lineage as a way to understand the characters’ own privilege in a Mestizo/a setting. This chapter wills to ascertain how the intertwinements of race and class are critical in the construction of power structures.

Chapter 4, titled “Más allá de lo económico: la clase como forma polivalente de opresión” about class, talks about the bonds between individuals and collectivities by processes of involuntary association, where the “ones” and the “one-others” collide aiming for their reciprocal breakdown.

Chapter 5, “Las Colombias de La Violencia”, about nationality and the representation of the nation in homogeneous vis-à-vis heterogeneous time, concludes that pluralism matches with the most literary-ambitious texts, whereas monolithic perspectives concur with more traditional ways of writing. This chapter concludes reviewing how female subversion is not represented as

“outlawlessness” because of the authors’ will to remain truthful to the common perception of La

Violencia, where women were mostly represented as victims, rather than as victimizers.

iii

iv Agradecimientos

Antes que nada, debo expresar mi profunda gratitud con The Charles Phelps Taft

Research Center por concederme el honor de ser su Dissertation Fellow durante el período académico 2016-2017, por permitirme ser su Graduate Assistant durante el período académico

2015-2016 y por secundar financieramente todas mis inquietudes investigativas desde mis inicios en el doctorado; su monumental apoyo ha sido determinante para la escritura de esta tesis e, incluso más, para mi vida como estudiante internacional en Cincinnati. En similar sentido, debo agradecer a la Dra. Patricia Valladares-Ruiz por el apoyo irrestricto a todos y cada uno de mis proyectos académicos desde la primera clase que me impartió, pero más aun, por su constante preocupación por mi bienestar más allá de mi situación de estudiante suyo; su mentoría ha sido, sin lugar a dudas, piedra angular en mi paso por el Departamento de Lenguas y Literaturas

Romances

Asimismo, agradezco al Dr. Nicasio Urbina por el entusiasmo y la deferencia que me ha conferido al aceptar leer esta tesis, así como por los innumerables votos de confianza que ha depositado en mí durante mi tiempo en la Universidad de Cincinnati; mi sentido de pertenencia a la institución se encuentra, claramente, en deuda con él. Agradezco también a la Dra. Amy Lind por abrirme las puertas del Departamento de Estudios , Género y Sexualidad y por orientar mis primeros pasos en esta disciplina; sin su rigor académico, sus enseñanzas y sus consejos, la escritura de esta tesis habría sido tanto más ardua. Y no puedo dejar de agradecer al

Dr. Carlos Gutiérrez quien, amén de ser mi primer contacto en el Departamento y uno de los artífices de mi llegada a Cincinnati, ha inspirado mi vocación de servicio dentro de la academia y la ha estimulado en innumerables oportunidades.

v Como estudiante y colega, debo hacer un reconocimiento especial al soporte intelectual y personal que para la realización de este trabajo ha representado compartir con las Dras. Paola

Cadena y Marina Coma, así como con mis compañeras Eugenia Mazur y Stephanie Alcantar, quienes, con sus conversaciones sobre lo divino y lo humano, han animado mi camino académico siempre que el camino personal lo ha querido convertir en un callejón sin salida.

Por último, pero no menos importante, quiero agradecer a mi madre Martha Helena, mi padre Gustavo Adolfo, mis hermanas Ana María y Daniela, y mis tías Amparo y Alicia, por su infatigable entusiasmo, su fe en mí, sus inagotables parabienes y, sobre todas las cosas, por recordarme todos los días que, sin importar lo lejos que esté, siempre tendré un lugar en el mundo al cual llamar “mi hogar” y un grupo de personas a quienes llamar, con toda propiedad, “mi familia”.

vi Prefacio

Aunque ninguno de los miembros de mi generación en Colombia vivió la época de La

Violencia, todos absorbimos sus historias a través de nuestros abuelos. En mi caso particular, tuve la fortuna de contar con dos abuelas viudas, una liberal y otra conservadora, que —tal vez intentando ganar mis afectos políticos, aun siendo un niño— me contaron mil historias sobre cómo los miembros del otro partido asesinaban, violaban y practicaban “los cortes”.

Curiosamente, ambas coincidían en las infaustas consecuencias de la muerte de Jorge Eliécer

Gaitán y en lo pintoresco de la figura de ; divergían de manera radical, sin embargo, en lo concerniente a Mariano Ospina y Laureano Gómez a quienes tenían, a su vez, entre los extremos de la bóveda celeste y las llamas del infierno. Puedo afirmar, sin temor a equivocarme, que las primeras narradoras de La Violencia a las que me acerqué fueron y que este trabajo se empezó a gestar buscando, por un lado, reconciliar sus historias con la

Historia y, por otro, entender sus posturas políticas desde una perspectiva crítica, lejos de sus propios —y fundados— apasionamientos.

Tras concluir este trabajo puedo afirmar que aun cuando no soy una víctima directa de La

Violencia, sus consecuencias se siguen sintiendo en el país; que mis abuelas sufrieron las secuelas de un estrés postraumático que, con seguridad, las acompañó hasta la tumba; que compartirme sus perspectivas sobre las violencias en La Violencia era su único mecanismo para exorcizar los demonios que tenían que combatir, día tras día, en un país que no les había brindado un instante de calma desde que nacieron y que su sectarismo era la única manera de entender el nivel de envilecimiento alcanzado por la especie humana en Colombia entre 1946 y 1964.

A ellas, a Yolanda y a María Elisa, está dedicada esta tesis.

vii Tabla de Contenidos

Intersecciones, agenciamientos y ‘Novela de la Violencia’: una propuesta metodológica 1

1. La Violencia y las ‘Novelas de la Violencia’: contexto, textos y diálogos textuales 1.1. Perfilando a los actores: los n(h)ombres tras La Violencia. 22 1.2. La Literatura responde: Las ‘Novelas de la Violencia’ 35 1.3. Voces acalladas: La Violencia y las mujeres que escribieron sobre ella 58 1.4. Otras violencias 87

2. ‘Construyendo’ al hombre: del mito fundacional a la contesta subversiva 2.1. Preliminar 102 2.2. Escribir como acto de resistencia: del mimetismo a los patriarcados 105 2.3. El esencialismo estratégico: el subversivo hace lo que el subversivo representa 118 2.4. De la performatividad a una masculinidad femenina como performatividad ficcional 127

3. El linaje: la racialización de los lazos familiares del subversivo 3.1. Del racismo al linaje: intersecciones de raza y clase social 153 3.2. Falta de linaje, esencialismo estratégico y partidismo: claves para crear un caudillo 170 3.3. Padres, madres y linaje: del texto mestizo al texto mimético 182

4. Más allá de lo económico: la clase como forma polivalente de opresión 4.1. Preliminar 201 4.2. Clase, Historia y discurso. 205 4.3. Sujetos hegemónicos y su nexos con las víctimas y los victimarios como clase 227

5. Las Colombias de La Violencia 5.1. Preliminar 258 5.2. La diacronía colombiana: comunidades imaginadas e imágenes de comunidad 262 5.3. ¿Y las subversivas? 293

Conclusiones 325

Bibliografía 348

viii Intersecciones, agenciamientos y ‘Novela de la Violencia’: una propuesta metodológica

La presente tesis doctoral analiza la forma como se representan las identidades de sexo- género, linaje —como forma de construcción racial—, clase —en su sentido de forma no asociativa que constituye colectividades— y nacionalidad en cuatro textos novelísticos escritos por mujeres colombianas, entre 1967 y 1975, e inscritos dentro del subgénero ‘Novela de la

Violencia’. El análisis parte de personajes masculinos contrahegemónicos, que aquí se agrupan bajo título de “subversivos” buscando incluir dentro de los mismos a bandoleros, guerrilleros y bandidos, figuras clásicas de la denominada época de La Violencia en Colombia. Los textos seleccionados no solo problematizan el proceso descrito sino que, además, se valen del contexto histórico del país para dar un telón de fondo a lo ficcional.

Metodológicamente es pertinente aclarar la doble acepción de la expresión “violencia” en el presente trabajo. Por un lado, se usa la expresión “La Violencia” para denominar uno de los momentos históricos más críticos del colombiano, entre 1946 y 1964, durante el cual, merced a la radicalización del bipartidismo, la politización de la fuerza pública y la represión de cualquier ideología simpatizante con el comunismo, surgieron grupos de resistencia que, eventualmente, generarían grupos guerrilleros. Por otro lado, se habla de la ‘Novela de la

Violencia’ para referir un conjunto narrativo, típicamente colombiano, que ficcionaliza sobre los distintas etapas del período histórico antedicho.

El grupo de textos literarios se consolidó siguiendo cuatro criterios fundamentales: primero, que dentro de su trama se narre o se describa la articulación entre literatura y contexto sociohistórico que caracteriza a las ‘Novelas de La Violencia’; segundo, que el texto establezca o insinúe que tal articulación se presenta dentro del marco temporal que se establece entre el fin de la República Liberal y la toma de Marquetalia; tercero, que haya sido escrito con una distancia temporal suficiente con respecto a los hechos que narra, para mirar los sucesos en retrospectiva sin dejar de ser un informante nativo y, finalmente, que los textos resulten representativos de las diversas corrientes de pensamiento político que se estilaban a la sazón. No sobra agregar que se ha escogido un grupo de autoras porque estas han sido poco consideradas dentro de los estudios críticos de la ‘Novela de la Violencia’, menos aun como correlatoras de los procesos sociopolíticos que vivió Colombia durante el siglo pasado. Teniendo esto en cuenta, puede hacerse un primer acercamiento a los textos que aquí se consideran.

Novela paradigmática resulta Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), escrita por Albalucía Ángel (Pereira, 1939). Ángel no solamente se empeña en describir el período de la manera más vívida posible sino que, además, busca demostrar cómo las vidas privadas de sus personajes se ven tocadas por la situación de violencia generalizada — institucional, política, sexual, simbólica— que vive el país. En las antípodas se encuentra Jacinta y la violencia (1967) de Soraya Juncal (seudónimo de Amanda Escobar; Belalcázar, 1941). La autora no deja dudas sobre la postura desde la que escribe; la premisa de la novela es clara y preconiza la ideología católico-conservadora de quien se encuentra tras sus líneas. El producto es un melodrama sanguinolento, agente de quienes detentaban el poder para la época que, no obstante, atestigua el conflicto desde la perspectiva de las víctimas. Especial atención recibe, en este texto, la figura del sacerdote devenido guerrillero, de normal aparición en las otras novelas que aquí se consideran. Cola de zorro (1970) de Fanny Buitrago (Barranquilla, 1945) muestra el período de La Violencia desde la clásica oposición de lo urbano y lo rural mostrando la forma como los gamonales pueden convertirse en “hombres de sociedad” y su parentela puede moverse, a su vez, entre las aguas de la guerra de guerrillas y el respetable liderazgo político. Finalmente,

Triquitraques del trópico (1972) de Flor Romero (La Paz de Calamoima, 1933) se plantea como una respuesta temprana al canon mágico-realista impuesto por el relato garciamarquiano y narra

2 las vidas de tres generaciones de hombres al margen de la ley: un bandido, un guerrillero liberal y un guerrillero socialista, todos ellos representantes de la Colombia rural que se alzó en armas para combatir la desigualdad social; la autora muestra la lucha armada crecer rodeada por la delincuencia, tocando los conflictos derivados de la comercialización de esmeraldas y la naciente industria del tráfico de estupefacientes.

Las aproximaciones críticas que se han hecho a la ‘Novela de la Violencia’ en Colombia suelen partir del canon; esto conlleva que estas, muchas veces, han terminado concentradas en una nómina de narradores perfilada de antemano: Eduardo Caballero Calderón, Manuel Mejía

Vallejo, Gustavo Álvarez Gardeazábal y el mismo Gabriel García Márquez encabezan una lista que, luego, se remata con autores menos difundidos como Pedro Gómez Correa, Ignacio Gómez

Dávila y Carlos H. Pareja. A esta lista podría agregarse el sitio que la crítica ha reclamado para

Albalucía Ángel, merced a apuesta literaria de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Los otros nombres considerados en esta tesis doctoral difícilmente son vinculados a esta tradición literaria en particular: Cola de zorro parece ser solo un alto, para Fanny Buitrago, en el camino entre el apabullante éxito de El hostigante verano de los dioses (1963) y su profesionalización como escritora en Bahía sonora. Relatos de la Isla (1975). Triquitraques del trópico, a pesar de haber sido finalista del Premio Planeta en 1972 y traducida al francés en 1978, poco resuena siquiera dentro de la categoría amplia de “Literatura Colombiana”. Jacinta y la violencia, por último, difícilmente es reseñada en un compendio sobre ‘Novela de la Violencia’ emprendido por Luis Bedoya y Augusto Escobar en 1980; tiene el “honor”, no obstante, de ser la

única novela escrita por una mujer en un panorámico que abarca más de setenta textos.

Las novelas “canónicas” de la violencia, en términos generales, se dedican a describir las manifestaciones más relevantes del conflicto civil colombiano sin prestar demasiada atención a la experiencia individual de aquellos que lo tuvieron que vivir en carne propia. No es casualidad

3 que, al menos literariamente, el recrudecimiento del conflicto en la segunda mitad del S. XX se plantee como un cúmulo de sucesos barbáricos, con causas diversas y consecuencias más o menos permanentes o transitorias. Es aquí, sin embargo, donde la creación literaria de este período resulta cuestionable: es claro que los autores ‘canónicos’, todos ellos urbanitas, letrados y apertrechados en su condición de varones más blancos —lo que les permitía, a su vez, ser leídos desde la perspectiva del plenipotenciario de la opinión colectiva—, daban cuenta en sus narraciones de lo que veían o pensaban sin tener en cuenta a los otros, aquellos que, por distintas razones, no se encontraban dentro de su panorama del mundo. Las mujeres, por supuesto, resultaron siendo las primeras ninguneadas en este proceso: por un lado, pocas protagonistas de los narradores considerados tienen un papel más relevante que el de matriarcas abnegadas, sostenes de sus maridos o víctimas de todo tipo de violencias; por otro lado, a pesar de que ya existían narradoras con trabajos sobre el conflicto y las diferentes maneras como este se manifestó a lo largo y ancho de la geografía nacional, sus textos permanecieron en la periferia de la crítica especializada hasta bien avanzado el S. XX.

Frente a este panorama, no sorprende el hecho de que las aproximaciones académicas hayan tendido a partir de las corrientes teóricas más tradicionales para el análisis literario y que, al mismo tiempo, tales análisis se hayan apartado de hacer consideraciones sobre la representación de las identidades de género, sexualidad, raza, clase, etc. Ahora, tampoco es posible decir que no existan otros tipos de análisis o que la crítica no haya hecho consideraciones de corte feminista sobre la literatura colombiana, los trabajos de María Mercedes Jaramillo, Betty

Osorio de Negret, Ángela Inés Robledo y Helena Araújo, entre otros, dan buena cuenta de que la figura de la escritora, tanto como la de la mujer representada, son temas de interés dentro de esta tradición. Con todo, un estudio sistemático de La Violencia, vista a través de los textos escritos por mujeres, que logre compendiar las variables anotadas y, adicionalmente, analice el diálogo

4 texto-contexto en términos propósito escritural resulta imprescindible para acercarse, con mejor conocimiento, a la novela colombiana del S. XX.

No puede afirmarse que las novelas “canónicas” carezcan de los elementos miméticos que, tradicionalmente, se esperan de las crónicas de guerra o que, tratándose de narraciones

“escritas en caliente”, se abstengan de hacer una reflexión exhaustiva del contexto; sin embargo, es bien claro que todas ellas entronizan una percepción esencialista del conflicto en la que, amén de hacer una división tajante entre “buenos y malos”, da por sentado que todos los tipos de violencia son soportados de igual modo por todas las personas, sin importar su raza, clase social o sexo. Se echa de menos una consideración analítica de las narrativas del conflicto, al menos durante el espacio temporal que se pretende analizar, desde la perspectiva de las identidades en diálogo con los procesos sociopolíticos vividos por en el país durante La Violencia: la muerte de

Gaitán, los gobiernos de Mariano Ospina y Laureano Gómez y la dictadura de Gustavo Rojas

Pinilla, entre otros factores, llevaron a que los factores identitarios de los colombianos se desfiguraran al punto que la construcción de una “nacionalidad colombiana” se extravió en el interregno. Sin esa base, la identidad racial, la de sexo/género y la de clase terminaron estructurándose sobre nociones que, a pesar de seguir unos lineamientos comunes, o precisamente por lo mismo, engendraron prácticas y representaciones sociales completamente distintas en tanto todas ellas se configuraron desde la cosmovisión del hombre más blanco.

Por lo anterior, es claro que debe abrirse un espacio de investigación para los textos escritos por autoras que fueron testigos directas de los efectos del fatídico 9 de abril de 1948, a la par de ciudadanas que, a pesar de haber sido oficialmente reconocidas como tales durante el gobierno de Rojas Pinilla, dedicaron sus obras a demostrar que quienes se encontraban “al margen de la ley” no solo eran capaces generar inestabilidad política, sino también de controvertir los factores identitarios que la hegemonía procuraba sostener.

5 A pesar de ser una tesis doctoral dedicada a la narrativa colombiana, la presente la apunta a contribuir a tres áreas distintas: la literatura latinoamericana, la literatura latinoamericana escrita por mujeres y la literatura feminista en América Latina. A la primera porque las violencias, en general, son parte integral de la tradición literaria latinoamericana: desde los romances truncados por la adversidad política de las novelas del S. XIX, pasando por la novela del dictador, hasta llegar a la contemporánea narco novela, es imposible pensar la narrativa continental sin la fuerte imbricación que esta ha preconizado entre narración, sociedad y política.

A la segunda porque es meridianamente claro que, aun en la actualidad, muchas escritoras siguen siendo célebres y celebradas, si acaso, en sus países de origen, mientras que en el resto del mundo hispanohablante siguen siendo ilustres desconocidas. A la tercera porque, paradójicamente, a pesar de haber enérgicos avances en los hallazgos de vetas feministas en la literatura latinoamericana de todas las épocas, la verdadera influencia que escritoras como Virginia Woolf,

Simone de Beauvoir o Colette —solo por nombrar a las clásicas—han ejercido sobre la escritura en Latinoamérica, todavía está por descubrirse. En este sentido, esta tesis reivindica un lugar para las obras de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel dentro de estas tradiciones.

En términos teóricos, por otra parte, la presente tesis busca hacer aportes significativos al análisis literario desde el pensamiento feminista, los estudios Queer y los estudios poscoloniales, en la medida que su análisis se estructura de forma compleja a partir de identidades que, en ningún caso, se dan de forma pura o insular sino, más bien, en abierto y permanente diálogo con todas las otras.

Está claro: de la misma manera que no hay un solo feminismo, sino varios feminismos, no se puede hablar hoy en día de una literatura femenina, sino de textos escritos por mujeres. La distinción es necesaria en la medida en que entender la complejidad de las individualidades vertidas dentro del texto literario, por oposición a reconocerlo todo desde la perspectiva

6 esencializante del adjetivo “femenina”, no solo abre un camino más fecundo para la lectura crítica de la obra sino que, además, reconoce el aporte de la escritora a la tradición literaria dentro de la cual se inscribe. A esto puede agregarse que no todos los textos escritos por mujeres son necesariamente feministas: más allá del acto de agencia que la publicación puede representar para su autora, en un mercado colonizado por la creación masculina, no es raro encontrar textos escritos por mujeres que se dedican a recrear las “herramientas del amo”, sin hacer una crítica de fondo sobre la manera como estas son usadas para perpetuar sistemas de opresión.

No es extraño, en este sentido, que los primeros análisis que se hicieron sobre los aportes de las mujeres a la literatura hubieran terminado por concluir que en ella podían reconocerse tres etapas, siguiendo a Showalter: la de la escritura femenina, una fase de imitación en la que las escritoras se dedicaron a reproducir las estructuras y los valores ‘masculinos’ para narrar; la de la escritura feminista, fase de protesta o subversión, en la que denuncian los conflictos que, para ellas mismas y algunos grupos minoritarios, se generan dentro de tales estructuras; y finalmente, una fase de escritura de mujer, de auto-descubrimiento y búsqueda de la propia identidad, liberada de la combatividad de la oposición (13). Con todo, es importante reconocer la coexistencia de tales etapas aun en la actualidad y no se podría condenar la creación de una autora solo porque la lectura de su texto deje la sensación de que “escribe como un hombre”, especialmente porque hombre y masculinidad son categorías sumamente problemáticas y el proceso creativo se encuentra atravesado por un sinnúmero de variables que, de alguna manera, cuestionan el hecho mismo de que se le asigne un género a la creación literaria.

Género, raza, clase, nacionalidad. Cuatro categorías que, por separado, podrían llenar bibliotecas enteras, y juntas, al menos en las últimas cuatro décadas, han venido a convertirse en los ejes de una de las ramas más elaboradas del feminismo: los estudios de interseccionalidad. El término intersectionality fue acuñado por Kimberlé Crenshaw en 1989, mas puede afirmarse que

7 los estudios de concurrencias entre categorías identitarias tienen su origen en el Black Feminism estadounidense, cuyos orígenes pueden rastrearse hasta el S. XIX con la intervención de

Sojourner Truth en la Ohio Women’s Rights Convention, en la que, como mujer, negra, esclava fugada y en un foro en el que se debatían en paralelo el acceso a derechos civiles para las mujeres y la abolición de la esclavitud, preguntó a la mayoría blanca que conformaba su audiencia “Ain’t

I a woman?”. Más de un siglo tardarían en llegar las respuestas a la pregunta de Truth a través de los trabajos académicos de bell hooks, Audre Lorde, Cherríe Moraga y Gloria Anzaldúa, entre otras, quienes se dedicaron a demostrar que las mujeres de color1 en los Estados Unidos respondían a sistemas de opresión que no cabían dentro del imaginario de sus semejantes blancas.

La interseccionalidad, en términos generales, viene a mostrar cómo cada una de las identidades ostensibles de ciertas mujeres las van subalternizando hasta el punto de ubicarlas dentro de un grupo oprimido; dicho de otra manera: a mayor número de intersecciones en una colectividad destituida de privilegio social, mayor dificultad habrá para acceder a este.

El aporte de Crenshaw a la disciplina parte de esta misma premisa: “Intersectional subordination need not be intentionally produced; in fact, it is frequently the consequence of the imposition of one burden that interacts with preexisting vulnerabilities to create yet another dimension of disempowerment” (1991 1249) y busca demostrar que las intersecciones pueden usarse como herramienta analítica para aproximarse a fenómenos de violencia vividos por mujeres no blancas2. En sus estudios, la académica analizó específicamente la intersección entre género y raza —mas reconociendo que factores como la clase social y la sexualidad son críticos

1 Se usa esta expresión para marcar la diferencia entre los orígenes raciales de estas autoras y subrayar el hecho de que ninguna de ellas es blanca, punto de enunciación del que parten sus textos. 2 Los estudios de Crenshaw se centran en mujeres negras, mas se apoyan en casos de mujeres latinas y asiáticas, particularmente inmigrantes, cuya falta de dominio del idioma inglés se constituye en otra forma de opresión sistemática en su contra. Cabe añadir que Crenshaw es considerada una de las fundadoras de la escuela de estudios críticos sobre la raza, que se ha robustecido académicamente dentro de las escuelas de Derecho norteamericanas y ha impulsado trabajos investigativos dentro de las Ciencias Sociales y Políticas.

8 en la formación de experiencias para las mujeres de color (1991 1244-1245)—, para concluir que la opresión a las mujeres de color opera en dos vías: por un lado, deben “dejar la raza en la puerta”, tratándose de agrupaciones feministas, porque las lideresas blancas hablan por todas las mujeres (1989 154); por otro, deben despojarse del género, a la hora de hablar sobre racismo, porque los hombres negros ven los intereses de las mujeres negras como “peligrosamente divisivos” (1989 148). No es difícil comprender cómo la convergencia de identidades —mujer y de color— termina llevando a ese grupo específico a experimentar una marginalización superior a la que experimentarían personas con otras identidades, así como tampoco resulta difícil comprender que la acumulación de vulnerabilidades conllevaría una marginalización todavía mayor: mujer, negra, inmigrante, monolingüe, lesbiana, pobre, en situación de discapacidad…

Crenshaw, por otra parte, no niega que las experiencias de las mujeres blancas y los hombres negros sean interseccionales, mas afirma que “their specific raced and gendered experiences, although intersectional, often define as well as confine the interests of the entire group” (1991

1252). En términos generales se puede afirmar que las experiencias de estos dos grupos, distintas y distantes, coinciden en el aspecto específico de la esencialización, y más que eso, el reduccionismo de la experiencia colectiva a una identidad que apenas refleja un aspecto, más o menos oscilante, de la personalidad de cada individuo.

La complejidad de la interseccionalidad se pone a prueba, sin embargo, cuando se trata de indagar cuál es, con exactitud, la experiencia de mujer y de negra a las que se está haciendo referencia. El síntoma de este cuestionamiento es anterior al trabajo de Crenshaw y proviene de la oposición de Donna Haraway, quien sostiene que “‘women of colour’ might be understood as a cyborg identity, a potent subjectivity synthesized from fusions of outsider identities and in the complex political-historical layerings of her ‘biomythography’” (311) y para ello se fundamenta en su experiencia lectora de Sister Outsider de Audre Lorde y Loving in the War Years de

9 Cherríe Moraga, llegando a la conclusión de que es imposible aproximarse a los textos cuasi- confesionales de ambas autoras sin reparar en el hecho de que ambos representan la complejidad de sus experiencias, entendidas a partir de la individualidad de cada una. En una lectura articulada de Haraway y Crenshaw podría llegar a concluirse que esta última cae en el mismo reduccionismo que les endilgó a los hombres negros y a las mujeres blancas confinando a las mujeres negras al compartimento que ella misma les asignó.

La crítica más sólida que se la ha hecho a los estudios de interseccionalidad, al menos en sus albores, fue la formulada por los Estudios Queer. Los trabajos de Judith Butler, especialmente Gender Trouble y Bodies that Matter, coetáneos a los de Crenshaw, generaron fuertes cuestionamientos al binario masculino-femenino y, más ampliamente, a las categorías

“hombre” y “mujer”. De hecho, el ensayo “Gender Is Burning”, a pesar de abordar la construcción social del género y dar la más clara ilustración sobre el concepto de performatividad, hace las primeras insinuaciones de una idea que hoy parece poco discutible: la raza, la clase social, incluso son, asimismo, performativas, copias sin originales conocidos cuyo carácter de “verdad” les ha sido atribuido socialmente y se sostiene solo en la medida en que las copias sigan siendo “fieles” las unas a las otras. Por supuesto, cada categoría tiene posibilidades deconstructivas distintas: los advenedizos que “pasan” de una clase social a otra no tienen ningún tipo de condena social y la constitución de una familia, aun por fuera de los parámetros legales vigentes en un contexto social determinado, es una cuestión tan fáctica que es prácticamente imposible declarar la “incorrección” de una agrupación que posea tales características. De otro lado, sin embargo, es quimérico hablar de un género en tránsito sin enfrentar las maniqueas oposiciones del sexo biológico y el sexo-creación divina, tanto como hablar de una “trans-racialidad” sigue siendo considerado, en no pocos frentes, como una especie de racismo.

10 Dialogar con la escuela de pensamiento múltiple, en particular con el trabajo de Gilles

Deleuze y Félix Guattari, en este orden de ideas, resulta preciso para enervar las limitaciones de la interseccionalidad y comprender las identidades de manera compleja. Los conceptos de agenciamiento y rizoma, incluidos en el ya clásico Mille Plateaux de 1980, apenas ingresaron a la academia anglófona en 1987 y puede afirmarse que ni Haraway, ni Butler, ni Crenshaw dialogaron con ellos en la construcción de sus teorías —o al menos no de las de esta época—.

Deleuze y Guattari parten de la denominación “rizoma” para establecer que no existen líneas de subordinación dentro de la construcción epistemológica de un concepto; antes bien, a pesar de que puedan hacerse conexiones entre terminales semióticas, conexiones que los autores denominan “agenciamientos”, estas rara vez siguen un patrón determinado o se mueven en una sola vía: “Un agenciamiento es precisamente ese aumento de dimensiones en una multiplicidad que cambia necesariamente de naturaleza a medida que aumenta sus conexiones. En un rizoma no hay puntos o posiciones, como ocurre en una estructura, un árbol, una raíz. En un rizoma solo hay líneas” (14). A esto debe agregarse que el que tales líneas se establezcan no significa que se manifiesten en términos de filiación o de (mutua) dependencia, por el contrario, el rizoma se entiende como “una antigenealogía, una memoria corta o antimemoria” (26). En términos más simples, sin llegar a afirmar que los agenciamientos tiendan al caos, sí puede sostenerse que estos se encuentran signados por la aleatoriedad que presupone la multiplicidad de semas sobre los que se asienta el concepto.

La necesidad de un análisis desde lo múltiple se impone, por lo demás, en razón a que la estandarización de categorías inmersas en la subjetividad de los entes discursivos conlleva a la creación de nuevos confinamientos que, a su vez, se transforman en refacciones de las categorías supuestamente pretermitidas. Como lo apunta Chela Sandoval, uno de los grandes aportes del denominado Third World Feminism, fue el derrumbamiento del mito de que existe una sola y

11 correcta ideología para representar la verdad, “without making this kind of metamove, any

“liberation” or social movement eventually becomes destined to repeat the oppressive authoritarianism from which it is attempting to free itself, and become trapped inside a drive for truth that ends only in producing its own brand of dominations” (58). En pocas palabras, no es posible hablar de identidades, cualesquiera de ellas, si se afirma que estas tienen un significado

ínsito inmutable y que tal significado obedece a la interpretación de un grupo específico, grupo que, en el contexto blanco, aristocrático, heteropatriarcal y falogocéntrico en que se ha producido el grueso de las ideologías en Occidente, no es otro que el de los hombres.

Ahora, si se entiende que el concepto sobre el que se va a trabajar es el de “las identidades”, es menester establecer, antes que cualquier otra cosa, cuáles son los agenciamientos sobre los que se asienta una identidad en particular y cuáles los que vinculan las identidades en un análisis específico. La ventaja de adoptar este tipo de análisis es que permite comprender las identidades por sí mismas, en su propia dimensión, en lugar de fomentar su contraste con modelos preexistentes que, muy posiblemente, se encuentren caducos desde el momento mismo en que se logró conceptualizarlos. Jasbir Puar plantea la situación afirmando que: “what the method of intersectionality is most predominantly used to qualify is the specific “difference” of

“women of color”, a category that has now become, I would argue, simultaneously emptied of specific meaning on the one hand and overdetermined in its deployment on the other (52). Si se siguen los planteamientos de Crenshaw al pie de la letra y si se tiene en cuenta que estos proceden del Derecho, disciplina que precisa hacer generalizaciones para alcanzar el mayor cubrimiento posible de las necesidades de los ciudadanos, no es infundado concluir que la autora trabaja con un modelo de identidad de mujer de color más bien apriorístico, cuyas réplicas en las experiencias de otras mujeres de color, incluso del mismo color, no garantizan su estabilidad, su fijeza o su resistencia al paso del tiempo. De otra parte, entendiendo la interseccionalidad como

12 método, puede agregarse que el hecho de que cada una de las lecturas que se hagan desde esta necesite un escenario objetivamente constatable —una “experiencia”—, impide que se pueda usar por fuera de los estudios sociales y utilizar sus muy considerables aplicaciones en otras áreas como las humanidades, en especial en la Literatura, donde un artefacto —en el más literal de los sentidos: un libro— hace las veces de comunicador de una experiencia que, no en todos los casos, puede ser constatada en la realidad. Así las cosas, puede entenderse que Puar refuerce su argumento afirmando que se precisa de una historización del “evento” interseccional, su aparición y el tipo de pensamiento que generó (53) para llegar a aseverar las implicaciones fenomenológicas del mismo. No se trata de asumir la Historia como una condición sine qua non para la producción de un análisis interseccional, sino más bien de notar cómo se trazan agenciamientos desde ciertos hechos hacia la producción de identidades.

Teniendo claro lo anterior, es posible determinar la manera como este trabajo se estructura metodológicamente. Ya se ha afirmado que adoptar el concepto de interseccionalidad en sentido estricto imposibilita analizar textos literarios o, por lo menos, aquellos que no han sido escritos por mujeres de color que, de entrada, establezcan con el público lector un pacto autobiográfico en donde expresen que van a dedicar su texto a denunciar los sistemas de opresión con los que han tenido que lidiar a lo largo de sus vidas. Igualmente se ha reconocido que, si bien no es posible pensar en identidades desde el vacío, tampoco se puede hacerlo siguiendo modelos emanados de una casuística prefijada; es necesario, más bien, comprenderlas desde sus propias especificidades sociohistóricas y políticas, de modo que puedan ser analizadas pragmáticamente en el diálogo texto-contexto. En similar sentido, se ha llegado a la conclusión de que cada identidad tendrá agenciamientos distintos dependiendo de la experiencia individual de quien desee comunicarla o denunciarla, conllevando la posibilidad de que el análisis identitario pueda emprenderse a través del artefacto que vehicula tal comunicación o denuncia.

13 De la articulación de estos factores dentro de un marco analítico para la presente tesis, se ha llegado a la conclusión de que se puede hacer un análisis interseccional de textos literarios, siempre y cuando se renuncie a que las intersecciones identitarias deban responder a un modelo presupuesto o que precisen de una materialidad ontológica. Dicho de otra manera: sin dejar de lado la denominación propuesta por Crenshaw —en últimas, lo que se busca es determinar cómo se cruzan las identidades sexo-genéricas con las de raza, de clase y nacionalidad—, sí se busca ampliar su espectro analítico para examinar textos de ficción con base en lo que estos mismos reportan sobre las distintas identidades.

Coincidiendo con Deborah Shaw en que “Notions of multiplicity, diversity, and mestizaje are crucial if we are to avoid the overgeneralized pronouncements on the literary production of the mythical Latin American woman. There can be no honest piece of theoretical writing on Latin

American women’s writing which is not sensitive to differences in the makeup of identities”

(171), es posible proponer un análisis de las identidades representadas por Soraya Juncal en

Jacinta y la violencia, Fanny Buitrago en Cola de zorro, Flor Romero en Triquitraques del trópico y Albalucía Ángel en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Cada novela representa tendencias narrativas, identitarias, sociales y políticas bastante disímiles: Juncal tiende a propugnar por el sostenimiento del discurso hegemónico, haciendo gala de la (con)fusión catolicismo-conservadurismo imperante en Colombia hasta las postrimerías del S. XX. Romero, en abierta oposición, tiende a mostrar una mirada liberal y anticlerical de la situación, llegando a explicar el obrar de los actores armados; el anticlericalismo, por otra parte, se robustece con una fuerte de dosis de superstición que escarcea con el realismo mágico. Por último, Ángel tiende a mostrar La Violencia desde una evidente situación de lucha de clases, muy cercana al marxismo, mientras que Cola de zorro se enuncia, básicamente, desde la postura del burgués indolente,

14 ajeno a su entorno social. Como salta a la vista, varios contrapuntos pueden establecerse dentro de las narrativas, de modo que el estudio se ve avocado a no preferir ningún modelo sobre otro.

Así las cosas, puede advertirse, la premisa metodológica de la presente tesis se aloja en la interdisciplinariedad que precisa el tratamiento de identidades complejas, representadas dentro del texto literario, que es producto a su vez, de la complejidad de las identidades propias de las escritoras, o al menos de las que quieren dejar entrever a través de su escritura. En este sentido, solo excepcionalmente se ha recurrido a la vida de las autoras para reforzar los argumentos en torno a su obra; sin llegar a afirmar que se puede establecer una diferencia tajante entre la personalidad de quien escribe y lo que escribe, también es cierto que el analista de un texto literario no puede convertirse en el biógrafo del autor que analiza, mucho menos admitiendo, con

Roland Barthes, que los autores modernos nacen con sus textos, nada ni nadie precede o excede su escritura y no son sujetos cuyo predicado sería el libro. En razón a esto se ha mantenido el escrúpulo de traer a cuento las incidencias de la trama de las novelas siguiendo la fórmula “la narradora de (la autora) muestra que…” propendiendo por mostrar que quien escribe se encuentra detrás de todo lo que narradora afirma —en particular en términos de representación de identidades— sin que se pueda llegar a afirmar que la autora converge, en un todo y por todo, con lo afirmado. Siguiendo a Michel Foucault: “el nombre del autor funciona para caracterizar un cierto modo de ser del discurso” (60); haciendo que el texto se indexe merced al nombre asociado al mismo, sin que esto obste para que otros textos del mismo autor presenten formas de indexación distintas e, incluso, contradictorias.

El Capítulo 1, titulado “La Violencia y las ‘Novelas de la Violencia’: contexto, textos y diálogos textuales”, hace una triple ubicación para considerar analíticamente los textos propuestos. Parte de un acercamiento breve a La Violencia como fenómeno con consecuencias sociales y políticas, resaltando aquellos aspectos históricos que mejor se reflejan dentro de la

15 ficción escrita sobre el particular. Continúa reflexionando sobre el subgénero de la ‘Novela de la

Violencia’, entendiéndola como consecuencia sociocultural de La Violencia, dentro de la que se pueden encontrar narrativas escritas tanto dentro del mismo período como fuera de él. El capítulo finaliza con dos análisis correlacionados: el primero sitúa a Soraya Juncal, Fanny Buitrago, Flor

Romero y Albalucía Ángel dentro de la tradición narrativa colombiana y muestra cómo sus obras dialogan con el subgénero; el segundo examina cómo dialogan estas novelas con las de otras autoras a nivel colombiano e hispánico, entendiendo que las narrativas escritas por mujeres, especialmente aquellas que relatan los conflictos nacionales, suelen no tener el mismo reconocimiento público que tienen las de sus pares hombres. En general, el capítulo pretende establecer las bases desde las que las novelas que aquí se trabajan entran a terciar en la representación de cierto tipo de personajes masculinos que, a su vez, se inspiran en personalidades reales o de la historia coetánea a sus autoras.

“‘Construyendo’ al hombre: del mito fundacional a la contesta subversiva”, segundo capítulo, desarrolla el punto de partida de este trabajo concibiendo al personaje subversivo masculino que propone cada uno de los textos que aquí se analizan, como posibilidad de poner en crisis los sistemas de opresión que los hombres han creado. Este capítulo hace una lectura feminista de los textos, en la medida que, dado el ambiente masculinizado en el que estos vieron la luz, su publicación no puede ser concebida como algo distinto a una forma de resistencia por parte de las mismas autoras. La propuesta de lectura, por lo tanto, se nutre del iter discursivo que se gesta a la luz de la différence femenina y la necesidad que tienen las autoras de escribir desde el mimetismo para impulsar su trabajo literario, como mujeres, en un mundo que solo se entiende a partir de la percepción falogocéntrica del mismo. Por esta misma razón, se entiende que la construcción de los personajes subversivos de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, a su vez, se desarrolla como una especie de esencialismo estratégico en la medida en que crean a un

16 personaje masculino desde el cual impulsan las visiones que, como mujeres, tienen sobre la situación por la que pasa Colombia en los años de La Violencia. Esta última cuestión se pone a prueba a partir del desarrollo de la categoría performatividad ficcional, en tanto la autoras están hablando como hombres o sobre los hombres, sin serlo, lo cual deviene en lo que se conoce como masculinidad femenina, rúbrica que distingue el producto “hombre” desarrollado por una mujer sin que ello sea el reflejo de la identificación genérica o la preferencia sexual de esta última.

Desde la performatividad ficcional, asimismo, puede empezar a hablarse sobre las conflictos por los que los subversivos tienen que pasar en razón a sus orígenes; la intersección de los conceptos de raza y clase social —en su sentido más económico— es la nota característica del tercer capítulo, “El linaje: la racialización de los lazos familiares del subversivo”, en el que se analizan cómo los conceptos de mestizaje, estirpe y paternidad-maternidad inciden en la formación del carácter subversivo, así como también de los sinos trágicos particulares a sus historias dentro de las novelas. Para la cuestión específica del mestizaje el análisis se centra en cómo los textos responden a las tradiciones sincréticas acrisoladas desde la colonia que, a mediados del S. XX, desembocarían en el realismo mágico como corriente literaria. Sobre la estirpe se hace un acercamiento a la figura de Jorge Eliécer Gaitán, paradigma del subversivo capaz de enfrentar a las élites en su propio terreno, para conceptuar sobre las formas como las autoras se acercan a su propuesta política, ora por medio de la citación directa o indirecta de sus ideas, ora por la inclusión expresa del personaje dentro de las tramas de sus novelas. El capítulo finaliza con una análisis de las relaciones parentales de los subversivos y las maneras como estos heredan diversas formas de opresión en razón a la precariedad de los linajes de sus progenitores, y cierra con una consideración minuciosa sobre cómo las madres terminan constituyéndose en piedra angular de la personalidad del subversivo, en tanto son estas quienes se encuentran detrás de muchas de las decisiones que estos toman.

17 Si en el tercer capítulo se hace énfasis en el hecho de que el linaje sea entendido como la intersección entre raza y clase social, es porque un análisis de la clase como marcador- denominador de grupos de individuos asociados sin el concurso de sus voluntades merece un tratamiento más a fondo para comprender las conexiones que se establecen entre la novela y la

Historia de Colombia, las hegemonías extendidas por todo el país y las diferentes formas de opresión que tienen que soportar distintos grupos, conjuntamente o de forma separada. Este capítulo parte de la afirmación de que no se necesita ser un grupo hegemónico para generar sistemas de opresión toda vez que las clases siempre se encuentran en antagonismo frente a unas clases-otras, haciendo que el concepto marxista de lucha de clases se amplíe para analizar tipos de pugna más allá de aquella que persigue la posesión los medios de producción. En este sentido, se hace un reconocimiento de la manera como se busca afianzar las relaciones de subordinación mediante la sujeción de unos lenguajes sobre otros, lenguajes que se constituyen en marcas de posición social y de la pertenencia a una clase que asume el poder como propio. En similar forma, a través del concepto de habitus, articulado con el de precariedad, se analizan las diferentes interacciones que Juncal, Buitrago, Romero y Ángel traen a cuento para hablar de la imbricación entre la clase víctimas y la clase victimarios, llegando a la conclusión de que tanto los unos como los otros, especialmente cuando pertenecen a una fuerza armada, regular o irregular, hacen las veces de cuerpos prescindibles al servicio de una causa ajena.

El capítulo final, “Las Colombias de la La Violencia” hace una consideración histórico- política tanto al contexto de escritura de las novelas como al contexto representado en ellas que, por fuerza, tiene indiscutibles similitudes. Teniendo en cuenta que el gran tema en las ‘Novelas de la Violencia’ es el enfrentamiento entre liberales y conservadores y que el mecanismo gubernamental para conjurarlo fue imponer un concepto radical de nación denominado Frente

Nacional, este capítulo examina las estrategias narrativas usadas para representar a la nación en

18 tiempo homogéneo, tanto como en tiempo heterogéneo, llevando a la conclusión de que mientras las narrativas más comprometidas con los valores partidistas consideran que la unidad nacional es posible, aquellas que se estructuran sobre una pluralidad de voces exponen dicha unidad como una falacia empleada para perpetuar la división entre personas que no comparten el mismo concepto de nación. A modo de colofón general, esta capítulo cierra analizando las posibles causas de que ninguna de las autoras haya decidido incluir subversivas, entendidas estas como compañeras de armas de los personajes hombres; se logra establecer que la situación de las personajes que enfrentan, desde su propia historia, problemas similares a los de subversivos debe ser analizada texto por texto pues, a pesar de que no haya bandidas, bandoleras o guerrilleras, el hecho de que varias de ellas combatan las imposiciones del patriarcado de la misma manera que lo hacen los subversivos, muestra con bastante claridad que existe la intención autoral de darles ese lugar transgresivo.

En general, como se demostrará en la sección de conclusiones final, el presente trabajo se orienta a demostrar que, a pesar de que ninguna de las autoras muestra al subversivo rigurosamente como un héroe, todas lo exhiben como una figura contrahegemónica por excelencia. En este sentido, su presencia en el texto coadyuva en el proceso de cuestionar las identidades que se han impuesto socialmente, amén de servir como acicate en la construcción de identidades nuevas. En desarrollo de esto último, el punto de partida de cada autora, sus propias representaciones sociales vertidas en el texto de ficción, serán definitivas para la construcción de su particular propuesta identitaria, haciendo que los paradigmas sexo-genéricos, de linaje, de clase y de nación, obedezcan, dependiendo del texto específico, a un compromiso político- partidista o a una aspiración literaria y estética, sin que pueda llegar a afirmarse que una de tales cuestiones falte en aquellas novelas donde la otra sea más determinante.

19 Esta última es, si se quiere, la conclusión más clara que puede derivarse del análisis de los textos que aquí se propone: no todas las novelas escritas por mujeres son feministas, no todas las novelas que proponen personajes femeninos fuertes atacan al patriarcado, ni todos los textos que atacan al patriarcado se preocupan por los sistemas de opresión adyacentes al mismo. Las divergencias entre las obras de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel así lo comprueban y es por esta misma razón que, como se verá a lo largo de la esta tesis, una lectura literaria desde la interseccionalidad se encuentra lejos del condescendiente encomio que valora la obra de una autora simplemente porque esta es mujer; por el contrario, la interseccionalidad se convierte en un instrumento de análisis literario invaluable para mostrar, con claridad meridiana, cómo, con intención o no, las autoras pueden promulgar los mismos sistemas de opresión que las oprimen o que pretenden atacar a través del texto narrativo. El empoderamiento que le procura la creación literaria a la mujer que escribe no siempre se revierte en obras libertarias, anti-sexistas, anti- racistas o anti-clasistas; por la misma forma compleja como se intersectan las distintas identidades propuestas, es prácticamente imposible denunciar la opresión de unas sin descuidar, y en algunos casos hasta promover, las opresión de las otras. Así las cosas, la crítica de Jacinta y la violencia, Cola de zorro, Triquitraques del trópico y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón que se realiza en esta tesis, llega hasta el punto de mostrar cómo cada autora navega entre los sistemas de opresión, cómo los representa literariamente, si busca deconstruirlos y, en caso de que no lo haga, ubicar aquellos factores que motivan la abstención a la resistencia. Sin intentar una lectura draconiana de los textos, la lectura interseccional que tiene en cuenta los agenciamientos, justiprecia las posturas sociopolíticas de las obras con prescindencia de su valía literaria, permitiendo considerar un rango de textos que, en los análisis netamente literarios se ve diezmado bajo el prurito de lo que “es”, o no, literatura.

20 1. La Violencia y las ‘Novelas de la Violencia’: contexto, textos y diálogos textuales

1.1. Perfilando a los actores: los n(h)ombres tras La Violencia.

La Historia de Colombia es, de muchas maneras, la historia de sus guerras. No es exageración afirmar que el país vivió sus últimos momentos de paz a finales del S. XVIII, cuando todavía se encontraba bajo el dominio de la Corona Española. El primer movimiento insurreccional, la Revolución de los Comuneros en 1780 encendió el polvorín que treinta años más tarde desembocaría en la Independencia, que motivó las luchas entre centralistas y federalistas, que fundaron el conflicto entre liberales y conservadores, que en su disputa intestina por el poder llevaron a que se iniciara la guerra de guerrillas, que eventualmente motivaría la contraofensiva paramilitar, que desembocó en la guerra entre grupos al margen de la ley por el control del narcotráfico, que ocurre en la actualidad. Por supuesto, esta es una visión un tanto reduccionista, pero pocos colombianos podrían estar en desacuerdo con respecto al hilo conductor que la confrontación violenta ha supuesto para narrar al país.

A pesar de que la presente no es una tesis histórica, historiográfica o sobre narrativas históricas, hacer una aproximación al contexto de La Violencia es indispensable para reconocer la manera como las diversas manifestaciones del conflicto se insertan dentro de las novelas en análisis. La importancia de hacer esta aproximación radica en que, aun cuando los autores y autoras de ‘Novelas de la Violencia’ solo hablan tangencialmente sobre la mayoría las personalidades públicas de la época, existen otras como Jorge Eliécer Gaitán, Laureano Gómez,

Gustavo Rojas Pinilla y los guerrilleros Guadalupe Salcedo y Juan de la Cruz Varela cuya frecuente aparición en los textos, si no se da con nombre propio, se narra con señas inequívocas de su figura o al menos de la manera como esta se concebía en los medios de comunicación

21 nacionales. A esto puede agregarse que no es posible entender las ‘Novelas de la Violencia’ separadamente de esa raigambre histórico-política que inspira a todos los textos de esta tradición literaria.

Lo primero que debe comprenderse es que La Violencia no es una situación de guerra civil. Para aceptar este carácter sería condición sine qua non el que liberales y conservadores se enfrentaran por el Poder y no por la hegemonía de su ideología de partido, que fue lo que realmente ocurrió. A esto puede agregarse, como bien lo explica Deas, que no hubo, en ninguno de los bandos enfrentados, un liderazgo representativo o una organización militar; tampoco una intervención decisiva del ejército, hasta el advenimiento del Frente Nacional, cuando ya La

Violencia había sido finiquitada políticamente; y menos puede hablarse de una guerra civil que cesara para abrir paso a grupos al margen de la ley, como ocurrió con los grupos de bandoleros fundadores de movimientos guerrilleros (43-44). En general, puede afirmarse que La Violencia, como “guerra” interna del país, tiene un carácter atípico que solo puede comprenderse armonizando todos los fenómenos que la componen; de ahí que sea necesario reflexionar sobre ellos con algún detalle.

Hay un antecedente remoto a La Violencia en la hegemonía liberal que comienza en 1930 con el gobierno de Enrique Olaya Herrera, se consolida con el primer mandato de Alfonso López

Pumarejo en 1934 y acaba tras el ascenso al poder del conservador Mariano Ospina Pérez en

1946. Durante tal hegemonía se establece la postura de izquierda —rayana en el socialismo— y más bien anti-católica del Partido Liberal y, como contrapartida, la ideología de derecha y católica del Partido Conservador. Esta cuestión, aparentemente inocua en términos literarios, tiene una resonancia indiscutible en la ‘Novela de la Violencia’ en la medida en que varios de los conflictos que en ella se relatan se originan en la confrontación por la tenencia de tierras improductivas por parte de gamonales y el deseo de los campesinos de acceder a una propiedad.

22 No sobra añadir que el espaldarazo que, desde el púlpito, bien por acción, bien por omisión, le dio la Iglesia Católica a los conservadores —respondiendo a la “amenaza bolchevique”— sirvió como dispositivo dogmático para legitimar las violencias que se acabarían cometiendo en contra de los liberales, lo que se encuentra plenamente representado dentro de la mayoría de los textos del subgénero.

La alianza católico-conservadora se fortalece merced a la gestión del caudillo conservador Laureano Gómez. No solo fue uno de los más prominentes hombres públicos del país sino también el más sagaz estratega y tal vez el único presidente de la Historia que, habiendo sido derrocado, tuvo el privilegio de señalar el reemplazo de quien lo depuso del poder. La inteligencia de Gómez solo era igualada por su formidable devoción a la religión católica, que hábilmente supo mezclar con la gestión política a la manera que lo hacían los jerarcas de la

Iglesia en la época. De hecho, el principal motor de su accionar era, precisamente, su fe como lo señala María Victoria Uribe: “[Laureano Gómez] Consideraba como un hecho que debían reconocerse con franqueza que la principal y casi exclusiva causa de división política entre los colombianos era la cuestión religiosa. Su visión de la política era muy cercana a la ortodoxia religiosa” (2004 30). Fue esta ortodoxia, sin duda, precursora de la calidad de cruzados con la que pájaros y chulavitas, matones conservadores que se dedicaban a perseguir liberales, asumían sus funciones; sus figuras siniestras son una de las mayores constantes3 dentro de las ‘Novelas de La

Violencia’.

Con todo, el hecho que más réditos políticos le generó a Gómez fue la muerte del boxeador negro Francisco “Mamatoco” Pérez a manos de miembros de la Policía Nacional en

1943. Hombre de poca cultura y ex sargento del ejército, “Mamatoco” editaba un periódico

3 Incluso dentro de aquellas que, como Jacinta y la violencia, son narradas desde una perspectiva conservadora: el pájaro dejó de ser una figura de vigilancia partidista para convertirse en un objeto de terror.

23 oposicionista de baja circulación cuyas columnas se atribuían al poeta Rufino Tamayo. La prensa de la oposición culpó al gobierno afirmando que el crimen se había cometido ante rumores injustificados de una conspiración (Rodríguez 376). Gómez supo aprovechar el asesinato para promover su agenda preguntando diariamente en su periódico El Siglo “¿Por qué mataron a

Mamatoco?” y promoviendo el debate en el Congreso a través de sus copartidarios. López

Pumarejo, en su segundo mandato, no pudo encontrar un solo congresista liberal que asumiera la defensa del gobierno frente a tales cargos y debió enviar a uno de sus ministros para que lo hiciera. La muerte “Mamatoco”, tal como la novelará después Manuel Zapata Olivella, revela el profundo conflicto de clase subyacente al enfrentamiento liberal-conservador, en el que unos dirigentes políticos canibalizan sobre la tragedia, mientras los otros miran con indiferencia.

Puede empezar a hablarse en propiedad sobre La Violencia desde 1946 con el ascenso al poder de Ospina Pérez. A pesar de que este se posesiona llamando a un gobierno de coalición nacional, los enfrentamientos entre pobladores de zonas rurales empiezan a incrementarse,

“Conservatives… were out to settle old scores and grievances that they had been accumulating during the years of Liberal rule and Liberals who were sometimes unprepared to accept defeat gracefully” (Bushnell 201). La solución de Ospina, tanto para proteger a sus copartidarios como para garantizar la estabilidad de su gobierno conservador se dio en dos etapas: primero, empezó a destituir sin miramientos a todos aquellos miembros de la Policía Nacional que tuvieran vínculos con el Partido Liberal, reemplazándolos por nuevos agentes oriundos de la muy conservadora población de Gramalote (Santander); luego impulsó la creación de la Policía Política, denunciada por los liberales por ser la “Gestapo Criolla”, con agentes reclutados en el corregimiento de La

Uvita, del municipio de Chulavo en Boyacá, famoso por su fanatismo conservador. Muy pronto la Policía Política pasaría a ser distinguida con el nombre con el que pasó a la historia, los chulavitas (Reyes 12). De este modo, Ospina Pérez marca la pauta para uno de los aspectos más

24 incongruentes de La Violencia: la idea, que perdurará hasta los primeros años del Frente

Nacional, de que los conservadores son los encargados de mantener el orden, mientras que los liberales —al menos aquellos que viven en zonas rurales— son inherentemente delincuentes. Este resulta, a la postre, uno de los aspectos sobre el que los autores y autoras de ‘Novelas de la

Violencia’ expresan mayor desazón: el hecho de que los victimarios usaran, por igual, vestimentas de paisano y uniformes de la policía.

La implicación de agentes de la fuerza pública en la muerte de miembros del Partido

Liberal en zonas rurales del país, llevaría a Jorge Eliécer Gaitán a convocar en febrero de 1948 a su más célebre manifestación pública, la Marcha del Silencio, en la Plaza de Bolívar de Bogotá.

En su alocución, el caudillo resaltó la disciplina de sus copartidarios —quienes, a pesar de ser multitud, permanecían en silencio— y la usó para insinuar al gobierno que esa misma disciplina podría ser usada en su contra si no cesaban las muertes (Gaitán). El discurso pronunciado en esa ocasión, denominado “Oración por la paz”, será el más famoso de todos los que Gaitán, avezado orador4, pronunciaría en su carrera política. Dos meses después perecería asesinado a pocas calles del lugar donde lo pronunció.

El primer descuello político de Gaitán se dio con la investigación y denuncia de la

Masacre de las Bananeras, sin embargo, su trabajo de asesor jurídico de los sindicatos lo alejó de los reflectores públicos y le granjeó simpatías entre las clases populares prácticamente sin que los otros miembros de su partido lo notaran. El Gaitán abogado es, sin lugar a dudas, el mejor embrión del Gaitán político. No obstante, resulta claro que la combatividad que lo caracterizaba

4 Es este unos de los aspectos más relevantes de la carrera política de Gaitán. Muchos de los discursos que pronunció en la época han sido objeto de estudio y su potencia perlocutiva se ha comparado con la de los discursos de Perón y Mussolini. Al respecto afirma Palacios: “Su oratoria hundía las raíces en una tradición asociada a míticos del liberalismo popular. Con un lenguaje de resonancias socialistas revitalizó un sistema electoral caracterizado por altas tasas de abstención, que ni el conflicto Gómez-López Pumarejo había conseguido abatir” (196). Su posición entre los grandes populistas latinoamericanos, a pesar de que nunca alcanzó el poder, está plenamente fundamentada.

25 se la enseñó la idiosincrasia colombiana de la época, cuando un hombre sin “ascendencia” y de tez oscura no tenía la posibilidad de llegar más lejos que el peor de los hombres “de buena familia”. No es gratuito el hecho de que, como cualquier paisano, Gaitán jugara tejo, tomara cerveza y contara chistes subidos de tono, amén de enaltecer sus apellidos criollos y sus facciones indígenas: la construcción eminentemente retórica de un nosotros “el pueblo colombiano”, enfrentados a un ellos “los oligarcas” fue su estrategia discursivo-política para hacerse con el favor electoral de quienes lo rodeaban. Su vínculo con sus seguidores se fortaleció en la medida en que Gaitán les ofreció un nivel de legitimación sin precedentes en la historia del país.

La derrota de 1946 tuvo más efectos catastróficos para el Partido Liberal que para Gaitán mismo. Si bien es cierto que la victoria se la llevó Ospina Pérez, Gaitán se quedó con gran parte de los votos de su propio partido, que le había dado la candidatura oficial a Gabriel Turbay. El rechazo por parte de los líderes tradicionales del partido hacia Gaitán seguiría incólume, pero los miembros lo aceptaron como un mal necesario, como bien lo expresan Sánchez y Meertens, en razón a que su poder de convocatoria tornó la disidencia en mayoría amén de temer el potencial revolucionario de las masas que lo seguían (33). La influencia del caudillo se hizo tan definitiva que el partido lo convirtió en su nuevo jefe y candidato presidencial para las elecciones de 1950.

En el año y medio que transcurre entre la posesión del conservador y la muerte de Gaitán, este último se dedica a hacer oposición como estrategia de campaña política. Los discursos de este período se dedican a resaltar la animadversión entre partidos, el acorralamiento que el gobierno ha emprendido en contra de los liberales y la inevitable enemistad que separa a la oligarquía del pueblo. En cierta forma, Gaitán está definiendo la identidad que, en términos generales, los liberales asumirán en La Violencia: héroes, perseguidos, resistentes, mártires si se quiere. No es casualidad que su muerte, el 9 de abril de 1948, desate la asonada que pasará a la historia con el nombre del : Jorge Eliécer Gaitán fue el primer caído célebre en la lucha

26 de los liberales por su supervivencia. Como se verá más adelante, es este uno de los episodios de

La Violencia más llevados a la literatura en razón a que se constituye en narrativa fundacional del enfrentamiento armado entre copartidarios de uno y otro bando, amén de evidencia fáctica de que, más allá de ser liberal o conservador, el ciudadano de pie carga con el estigma de no ser rico5. La mejor ilustración de esto puede encontrarse en la célebre Viernes 9, de Ignacio Gómez

Dávila, que describe con lujo de detalles cómo los saqueos que se presentaron en Bogotá ese fatídico día fueron protagonizados por personas de todas las extracciones sociales.

No es extraño que de esta época daten los textos literarios más célebres de la ‘Novela de la Violencia’ —Viento seco de Daniel Caicedo, El día del odio de José Antonio Osorio Lizarazo,

El gran Burundún Burundá ha muerto de Jorge Zalamea— como tampoco es extraño que el subgénero experimente un verdadero boom entre 1948 y 1953, con diferencia los años de mayor belicosidad de los gobiernos conservadores. La victoria de Laureano Gómez en las elecciones de

1950—sin opositores, merced a que estos temían por sus vidas—, sumada a la politización de la fuerza pública y la creación de la Policía Política, marca la pauta para el surgimiento del ideologema con mayores resonancias dentro del subgénero: la lucha armada.

No puede afirmarse que la resistencia civil se inaugure en Colombia con la muerte del caudillo; la organización campesina —delictiva o de autodefensa— tuvo su génesis en razón a

5 El Bogotazo no fue un asunto conservador ni liberal, lo que ocurrió entre el 9 y el 10 de abril de 1948 fue una asonada. A la 1:05 p.m. Juan Roa Sierra le dispara al caudillo, quien se desplaza de su oficina a almorzar en un restaurante cercano; momentos después, el cadáver del asesino reposará frente a las puertas del Palacio Presidencial con dos corbatas amarradas al cuello. Los testimonios recolectados sobre Roa Sierra indican que era un gaitanista radical, retraído y con un historial de desequilibrio mental extremado por sus vínculos con el rosacrucismo (Álape 40-41). Su linchamiento, empero, acabó con cualquier posibilidad de descubrir los motivos ocultos detrás del crimen. Los saqueos empezaron poco después del asesinato del caudillo con el asalto a ferreterías, estaciones de gasolina y licoreras, buscando armas y “valentía” para tomarse el Palacio Presidencial. Los asaltos a otro tipo de comercios empezarían a darse poco después. No hay forma de definir responsabilidades directas, mas no puede dejar de reconocerse que hubo instigación por parte de revolucionarios que se tomaron las principales transmisoras de radio de la capital para convocar al país a que se unieran en su cruzada en contra de Ospina Pérez. En varios lugares del país se llegó a registrar alzamientos de miembros de la policía. La revuelta se calmó cuando Ospina Pérez anunció que formaría un gobierno de coalición, pero entre los gaitanistas quedaría el sinsabor de que los jefes tradicionales del Partido Liberal se vendieron.

27 que la presencia del Estado era exigua en las zonas rurales de los departamentos andinos y costeros e inexistente en los territorios de la Orinoquía y la Amazonía. Por tal razón, es difícil determinar con claridad meridiana, al menos entre los primeros insurgentes, dónde se encontraba la línea divisoria entre ser un bandido con tintes Robin Hood y ser un vigilante que, casualmente, se identificaba como liberal. Es este uno de los matices que, muy eficazmente, logra captar Flor

Romero en Triquitraques del trópico: las denominaciones y los colores de partido vinieron después, lo primero fue, ante todo, la reivindicación popular.

La organización campesina puede empezar a identificarse como guerrillera en cuanto los grupos de autodefensa se hacen conscientes de su rol como depositarios de los valores liberales

—y objetivo militar de los conservadores— y crean sus propias cuadrillas de vigilancia, como lo expone Sánchez: “las guerrillas de los años cincuenta surgen al principio como una forma de organización forzada a confrontar el terror y no como parte de un proyecto político-insurreccional para la toma del poder, del Estado o del gobierno” (37). Esta situación no tardaría mucho en cambiar conforme el conflicto se fue degradando. Imposible determinar quién o cómo asestó el primer golpe, pero con la conservatización de la fuerza pública las organizaciones liberales encontraron al enemigo del que se debían defender y al que tenían que atacar. Pronto los enemigos dejaron de ser solo los chulavitas, tras ellos vinieron los sapos —los soplones— y sus familias, después los amigos de estos y sus familias, luego poblados enteros. La situación llegó hasta el punto de imponer entre los ciudadanos la obligación de pintar sus casas de azul — conservador— o rojo —liberal—, dependiendo de las creencias políticas de quienes en ellas moraran, en unos casos con la excusa de facilitar su “protección”, en otros como señal para su escarnio y posterior ataque.

La característica esencial de la ‘Novela de la Violencia’, se empieza a fraguar justamente en este punto: cuando La Violencia entra en sus picos más altos, los grupos llegan hasta la

28 extorsión, la tortura y el homicidio selectivo sin mayores remordimientos e incluso con el beneplácito de aquellos de sus coterráneos que sienten a sus vecinos del partido opositor como una amenaza latente. Sobre este punto se volverá más adelante, baste por ahora afirmar que las primeras novelas del ciclo encuentran su centro de gravitación en los actos de violencia extrema y en la exposición de los mismos como forma de cuestionamiento de los principios morales de quienes los ejecutan y patrocinan. En sintonía con esto se expresa Hobsbawn:

The point to note about these epidemics of cruelty and massacre is that they are immoral

even by the standards of those who participate in them. If the massacre of entire bus-loads

of harmless passengers or villagers is comprehensible in the context of savage civil

warfare, such (well-attested) incidents as ripping the foetus out of a pregnant woman and

substituting a cock can only be conscious ‘sins’. And yet, some of the men who perpetrate

these monstrosities are and remain ‘heroes’ to the local population. (69)

De esta época data también la creación en Tuluá –Valle del Cauca– del primer grupo de bandidos conservadores, los pájaros; la idea fue concebida por Ospina Pérez, preocupado por la combatividad de los gaitanistas de la región, pero el grupo creció al amparo de Gómez y bajo la dirección de León María Lozano, un comerciante de la localidad, radicalmente conservador y visceralmente católico, que empezó a labrarse su liderazgo el mismo 9 de abril cuando, armado con una escopeta de fisto y un taco de dinamita, impidió que una turba liberal incendiaria el

Colegio Salesiano de la ciudad6. El primer golpe del grupo de Lozano fue la masacre de Ceilán, en la que “150 personas fueron asesinadas a machetazos, sus casas incendiadas y los cuerpos tirados a las quebradas” (Posada), dramáticamente reconstruida por Daniel Caicedo en Viento

6 Vale aquí afirmar que este dato se encuentra enredado entre los intersticios de la dicotomía realidad- ficción que propone Cóndores no entierran todos los días: Álvarez Gardeazábal nunca ha afirmado una libertad literaria sobre él, pero uno de los entrevistados por Posada en su artículo "Los secretos del 'Rey de los Pájaros' de La Violencia" dice que es completamente falso.

29 seco. La figura del “Rey de los Pájaros”, también conocido como “El Cóndor” —sobrenombre que adoptó luego de que la revista Life hiciera un artículo sobre su condición de cabecilla de una banda— se ha convertido en una efigie infame de La Violencia; su historia ha sido llevada al cine, a la televisión y constituye la trama central de la ‘Novela de la Violencia’ por antonomasia:

Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeazábal.

Por supuesto, La Violencia no acabaría mientras hubiera un presidente conservador y el país fue consciente de eso poco después de ‘elegir’ a Laureano Gómez. Con todo, para bien o para mal, Gómez gobernó más bien poco. Apenas a un año de su toma de posesión debió nombrar a su primer designado, Roberto Urdaneta, como presidente interino debido a quebrantos de salud. Para ese momento, sin embargo, Gómez le había arrogado a su cargo potestades legislativas suficientes para que su gobierno pudiera considerarse una dictadura civil. La plétora de inconformidades suscitadas por ello, en especial entre las Fuerzas Armadas —fieles a Ospina

Pérez—, desembocó, muy pronto, en una componenda multilateral que impidió el retorno de

Gómez a su cargo: el 13 de junio de 1953, sin derramar una gota de sangre, el General Gustavo

Rojas Pinilla le solicitó muy comedidamente que no volviera a la presidencia, constituyéndose en el primer —y hasta ahora, único— dictador militar de la Historia de Colombia.

Contrario a lo que se podría pensar, el ascenso al poder de un militar, lejos de ser recibido con recelo, fue vitoreado casi unánimemente: las políticas de Gómez, lejos de solucionar los problemas coyunturales en el país, los habían agudizado hasta el punto de hacerlos insostenibles hasta para sus propios seguidores. Mas, como suele ocurrir en estas situaciones, las exultaciones duraron poco: no existía manera lógica para que un militar como Rojas Pinilla, formado en los

Estados Unidos de McCarthy y MacArthur, tolerara movimientos de izquierda, de la índole que fueran. Henderson paraleliza el ‘anticomunismo’ de Gómez con el de Rojas y reconoce que, mientras el primero tenía bases filosófico-católicas para combatirlo, Rojas lo aprendió en el

30 campo de batalla, donde se le encomendaba a los soldados defender la civilización cristiana en contra de fuerzas oscuras de la agenda anti-cristiana moscovita (370). En este sentido, no es extraño que avanzados los años de su gobierno se le encuentre recibiendo a León María Lozano en su despacho o cambiando la denominación de “liberales” por la de “comunistas” para enfrentar a grupos de campesinos a sangre y fuego. Tampoco sorprende que se hable de amnistías falsas o posteriormente traicionadas —la de Guadalupe Salcedo, según lo expresa el colectivo La

Candelaria en Guadalupe años sin cuenta—, de re-alzamientos en armas por causa de persecución de los órganos de seguridad del Estado y de ejecuciones sumariales tan mondas como arrojar a detenidos desde helicópteros en pleno vuelo.

Popularidad y populismo, dos palabras clave del gobierno de Rojas Pinillas que van de la mano y lo llevan a buscar, a toda costa, desembarazarse del control que sobre él ejerce la prensa dictando severas medidas de censura en contra de El Siglo, El Tiempo y El Espectador —estos dos últimos, liberales—. En principio, tales medidas funcionan y Rojas gana la popularidad necesaria para seguir gobernando con algo de comodidad. Empero, el injustificado aumento de sus riquezas y las de su familia, su enfrentamiento con los jerarcas de la Iglesia y los jefes de los partidos tradicionales, una masacre perpetrada por sus agentes de seguridad en la plaza de toros de Bogotá —en plena feria taurina— y las muertes de varios estudiantes a manos del ejército durante una manifestación pacífica en junio de 1954 —ambas relatadas en detalle por Albalucía

Ángel en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón—, y la explosión de un camión militar cargado de dinamita en el centro de Cali —de la cual Rojas responsabilizara a los laureanistas en contubernio con los lopistas—, empiezan a gestar su propio derrocamiento.

Si se compara este punto de la Historia de Colombia con la de Nicaragua o República

Dominicana, o con lo que vendría más tarde para Argentina o Chile, puede afirmarse que la caída de la dictadura en mayo de 1957 fue un triunfo para el país. No obstante, vista desde el contexto

31 estrictamente colombiano, la dimisión de Rojas Pinilla fue solo una muestra más del poder de los partidos tradicionales: ellos encumbraron al General en contra de Gómez, ellos mismos lo derribaron cuando se les empezó a salir de las manos. Según Silva Luján, el primer paso concreto en pos de una alianza liberal-conservadora se da en junio de 1956 cuando Alberto Lleras

Camargo y Laureano Gómez, desde Benidorm, firman una declaración bipartidista de principios con miras a devolver el país al gobierno civil (189). El pacto será adoptado por los directorios nacionales de ambos partidos en marzo de 1957 y se diseminará a los miembros con resultados tan inmediatos como las jornadas de mayo: un paro multisectorial, en las principales capitales del país, que en menos de diez días estragó la economía nacional y dejó a Bogotá con problemas de abastecimiento. El 10 de mayo de 1957, antes de salir para el exilio, el dictador nombró una junta militar de transición que detentaría el poder hasta que se convocara a nuevas elecciones y, a la par, le garantizara cierta indemnidad en los años siguientes.

Gómez y Lleras cristalizaron los principios de la Declaración de Benidorm en el Pacto de

Sitges y se comprometieron a someterlo a un plebiscito de reforma constitucional que permitiera la alternancia de poder entre liberales y conservadores7 por dos períodos de cuatro años no consecutivos. El plebiscito fue aprobado y el 7 agosto de 1958, merced a un guiño de Laureano

Gómez, Alberto Lleras Camargo se posesionó como primer presidente del Frente Nacional.

La Violencia terminó, al menos políticamente hablando, porque se exigió a las cabezas de los directorios regionales de los partidos que cesaran de hacer propaganda tóxica y de patrocinar grupos al margen de la ley. En este sentido, las amnistías a grupos alzados en armas empezaron a ofrecerse de nuevo, los operativos militares se hicieron solamente para controlar problemas de

7 Sin lugar para salir del binario. Esta medida llega hasta el punto de someter a Rojas Pinilla, a su retorno al país y en calidad de civil, a aspirar a la presidencia en las elecciones de 1970 como conservador, a pesar de que para este momento el ex general ya tenía su propio partido, la Alianza Nacional Popular – ANAPO, cuya ideología tendía más a una centro-izquierda moderada.

32 orden público y, por primera vez en la historia del país, se empezó a hacer una clara distinción entre guerrilleros y delincuentes comunes, quienes pasaron a ser conocidos simplemente como

‘bandoleros’. El bandolerismo es una etapa de transición entre la guerrilla liberal y la guerrilla comunista y se da en razón a que muchos focos de actividad subversiva —liberales o conservadores por igual—, anteriormente patrocinados por los partidos, se tornaron en verdaderos escuadrones de la muerte cuando los políticos, primero, y los campesinos, después, les volvieron la espalda. No sobra agregar que tales agrupaciones se negaron a amnistiarse, de modo que no sorprende el hecho de que a sus cabecillas se les hiciera figurar, públicamente, como asesinos en serie a los que se debía entregar vivos o muertos. Carteles de esta época ofrecen jugosas recompensas por entregar, vivos o muertos, al conservador Efraín González y a los liberales Jacinto Cruz Usma —alias “Sangrenegra”—y Teófilo Rojas —alias “Chispas— entre otros. Los tres serían ultimados por la fuerza pública.

Por otro lado, desde el punto de vista de sus efectos, pueda entenderse que La Violencia acaba tras la destrucción de las “repúblicas independientes” de Marquetalia, Riochiquito, El Pato y Guayabero, ubicadas en zonas inhóspitas de las cordilleras Central y Oriental. En ellas, fugitivos remanentes de las organizaciones que no se acogieron a las amnistías, campesinos temerosos del ejército y miembros de partidos políticos disidentes, iniciaron una especie de utopía socialista enclavada dentro del territorio colombiano. No tomó mucho tiempo para que el

Congreso se enterara de la existencia de tales reductos de insurgencia y solicitara la intervención del gobierno, quien a su vez, ordenó la acción combinada de las Fuerzas Armadas para su destrucción. Las repúblicas independientes tendrán su representación literaria más lúcida en Cola de zorro de Fanny Buitrago, donde sirven como modelo para el poblado de Opalo, donde un gran patriarca ha sustituido al poder central.

33 La toma de Marquetalia se constituye en el mito fundacional de las FARC; Pedro Antonio

Marín, alias “Manuel Marulanda Vélez”, más conocido como “Tirofijo”, era el líder de esa república. La Violencia termina, el conflicto actual comienza.

Es esta última etapa de La Violencia, en la que se empieza a configurar la transición al conflicto contemporáneo y en la que persisten la censura impuesta desde el gobierno de Gómez, donde los escritores no canónicos de la ‘Novela de la Violencia’ encuentran su voz: los guerrilleros, las mujeres, los soldados, los políticos que no se encontraban dentro del bipartidismo, los estudiantes, los artistas, son los encargados de comunicar —desde la ficción o de la no-ficción— aquellas incidencias del conflicto que, desde el gobierno, se pensaba mantener en la sombra. Si no puede hablarse en propiedad de que exista una “Novela del Frente Nacional”, no es porque el momento histórico no ameritara ser narrado, es porque en la época todavía se estaba lidiando con las secuelas dejadas por La Violencia, secuelas que le estamento se empeñaba en negar.

1.2. La Literatura responde: Las ‘Novelas de la Violencia’

La primera reflexión que suelen hacer los estudiosos de la ‘Novela de la Violencia’ es sobre la disparidad en la calidad literaria de las obras que componen esta tradición. Por un lado, se encuentran textos de una manufactura impecable, escritos por autores premiados, ocupados por el desarrollo estético y técnico del texto; por otro, textualizaciones de ideologías de partido tendientes a atemorizar a sus miembros y a magnificar la maldad de sus enemigos, apropiación de los testimonios de las víctimas con intereses netamente políticos, novelización de “crónicas rojas” y sensacionalismo desbordado. Uno de los primeros —y sin duda el más implacable— críticos que estas novelas encontraron entre el público lector fue García Márquez:

34 Apabullados por el material de que disponían, se los tragó la tierra en la descripción de la

masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más

importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos. El exhaustivo

inventario de los decapitados, los castrados, las mujeres violadas, los sexos esparcidos y

las tripas sacadas, y la descripción minuciosa de la crueldad con que se cometieron esos

crímenes, no era probablemente el camino que llevaba a la novela (647).

Con el necesario disenso, ha lugar preguntarse cuántos de los autores realmente aspiraban a

“llegar a la novela” o hacer una carrera como escritores profesionales, cuántos de ellos se limitaban a (d)escribir lo que veían como estrategia para exorcizar sus propios demonios, cuántos publicaban con el afán de un ingreso económico o cuántos se encontraban al servicio de las maquinarias políticas y simplemente se dedicaban a redactar lo que se les ordenaba. El hecho de que la mayoría de ellos solo haya escrito una sola novela en toda su vida es sintomático de todo esto y habría que hacer un estudio bio-bibliográfico exhaustivo para establecer, a ciencia cierta, si quienes se aventuraron a relatar los hechos a la manera que lo hicieron en verdad tenían la expectativa de hacer literatura. Solo así se justificaría una crítica tan feroz como la del laureado escritor.

Pocos estudiosos han admitido que todas estas obras, buenas o malas, promovieron el acercamiento a una realidad que el país desconocía en razón a los años de censura a la prensa que transcurrieron desde el ascenso al poder de Laureano Gómez hasta el comienzo del Frente

Nacional. Su circulación, en especial durante los gobiernos conservadores —el de Rojas Pinilla incluido—, permitía una aprehensión de los hechos más precisa, si se quiere, que la que podrían proporcionar los medios de comunicación toda vez que estos no podían reproducir ningún tipo de información que pusiera en duda los esfuerzos del gobierno para detener el conflicto. El concepto que sobre ellos emite Raymond L. Williams es claro al respecto:

35 Estas obras constituyeron una forma de novelización tan generalizada durante las décadas

de 1950 y 1960, que antes de la aparición del Macondo garciamarquino, en el país, los

conceptos de novela contemporánea y novela de la Violencia eran sinónimos. En tal época

se publicaron más de 40 trabajos de este tipo. En general puede afirmarse que aquellos

lectores no interesados en los procesos políticos colombianos, los encontrarán defectuosos

(70).

En otras palabras, el valor de las ‘Novelas de la Violencia’ se encuentra más allá de su aporte a la literatura nacional —no menor en todo caso, así se piense solo en términos numéricos— y debe reconocerse, más bien, dentro de sus posibilidades para promover el debate político a distintos niveles.

Muchos de estos textos pueden ser entendidos, a su vez, como dispositivos de resistencia contra la violencia de Estado, amén de mecanismos de reparación, como lo afirma Myriam

Jimeno “porque otros canales de expresión de verdad y justicia estuvieron —y han estado— taponados y fueron desprovistos del lenguaje punzante que es necesario para sentirse reparado” y más adelante agrega: “Acallar el trauma ha tenido un costo alto para la sociedad colombiana, que se ha desquitado con la deslegitimación de los partidos y la desconfianza profunda en sus instituciones de autoridad y justicia, lo que resulta problemático para la construcción de una ética pública con responsabilidades definidas” (s.n). La condición de informantes nativos de estos narradores es indiscutible, a pesar de que la ficción no haya sido el fuerte de muchos de ellos, y descalificarlos, solo porque no cumplen con los estándares técnicos de la ‘gran literatura’, podría llegar a entenderse como un efecto colateral de la censura antes aludida por cuanto los señalamientos hechos en las obras enlodaban a miembros del estamento. El ex agente de policía, devenido bandolero según el Congreso de la República, Alfonso Hilarión Sánchez en el “Sin prólogo” a Balas de la ley (1953) es claro sobre este punto: “Para volver por mi nombre y por el

36 de mis amigos, para probar cómo fueron pavorosas calumnias las intervenciones de senadores y representantes liberales desde la más alta tribuna de la república, he escrito este libro” (s.n).

Atender a estas voces es un paso necesario en el proceso de restaurar la dignidad de los caídos en esa lucha fratricida.

Se ha establecido que La Violencia tuvo su génesis con el 9 de abril y concluyó, desde la perspectiva política, con la coalición de partidos en el Frente Nacional y desde la perspectiva de sus efectos, con el desmantelamiento de las “repúblicas independientes” unos años después. La

Historia, sin embargo, resulta insuficiente para establecer un marco temporal a la literaturización de los hechos de violencia acaecidos durante tales años o, en términos crítico-literarios, para determinar qué novelistas y qué obras podrían ser ubicados como elementos de una improbable

“Generación de la Violencia”. La determinación del diálogo texto-contexto temporal, aun hoy, es tema de discusión entre los estudiosos del tema; varios de ellos, como Gerardo Suárez Rendón,

Gustavo Álvarez Gardeazábal, Manuel Arango y Pablo González Rodas, ubican el comienzo de la ‘Novela de la Violencia’ en sincronía con el fin de la República Liberal, es decir en 1946, no tanto porque desde este momento existan narrativas sobre el tema sino, más bien, porque las que aparecen después suelen empezar a relatarse en el momento de tensa calma que se vive tras el ascenso de Ospina Pérez al poder. Otros autores prefieren establecer su punto de partida en la publicación del primer texto referido a hechos de violencia, en este sentido, Arturo Escobar Mesa afirma que el subgénero comienza en 1947, mientras Lucila Mena parte de 1951.

Con respecto al año en que el que se escribió la última ‘Novela de la Violencia’, Arango y

Suárez Rendón coinciden en que fue en 1965, Álvarez Gardeazábal y González Rodas sostienen que en 1966, Escobar Mesa en 1967 y Mena en 1972; todos usan un texto en particular como colofón del ciclo.

37 De otro lado, los estudios de Laura Restrepo y Óscar Osorio, procuran trascender la rigidez de los marcos temporales para dar prelación a las referencias que los textos hagan a la coyuntura; en sentido amplio, como lo afirma Osorio: “dentro de esta categoría entran novelas que desarrollan anécdotas atinentes directamente al fenómeno histórico de la Violencia. Pero, no es suficiente que se inscriba temporo-espacialmente en el marco de este período histórico sino que su anécdota sea atinente al conflicto armado que en él se desarrolla” (2006 104). En otras palabras, para que pueda hablarse estrictamente de una ‘Novela de la Violencia’ se precisan dos requisitos: primero, que la trama de la novela se desarrolle, más o menos, entre 1946 y 1966; segundo, que la novela haga remisión a los hechos típicos de La Violencia y no a fenómenos dispersos de violencia que, coincidencialmente, ocurren durante este mismo lapso. Este criterio resulta esencial a la hora de analizar este tipo de narrativas pues muchos de los analistas antes mencionados, en su afán por engrosar las listas de sus estudios, incluyen textos que poco tienen que ver con el tema en estudio; Escobar Mesa, por ejemplo, suma Cien años de soledad a la suya cuando García Márquez no hace una sola referencia al fenómeno8.

Debe resaltarse, igualmente, el hecho de que se le dé prevalencia a lo textual-literario sobre lo contextual-coyuntural pues la interacción entre lo uno y lo otro rara vez es sincrónica; en este sentido, mantener un marco real de referencia para el momento histórico que estos textos deben representar no solo los adscribe dentro de la tradición, los asocia con las ideologías vigentes en su circunstancia de producción. No es descabellado sostener que las representaciones sociales generadas por La Violencia se podían seguir encontrando muchos años después de la posesión de Lleras Camargo o de la toma de Marquetalia y que no faltarían los novelistas interesados en llevarlas a texto; ejemplo claro de esto son Noche de pájaros (1984) de Arturo

8 Y, valga agregar, dado que la saga de los Buendía se encuentra tan arraigada a la Región Caribe, la apreciación resulta errónea en la medida en que los efectos más devastadores de La Violencia los sufrió la Región Andina; la costa norte de Colombia apenas si conoció los embates de la confrontación en este período.

38 Álape, Una y muchas guerras (1985) de Alonso Aristizábal, El último gamonal (1987) de

Gustavo Álvarez Gardeazábal y ¡Mataron a Gaitán! (1987) de Hebert Braun. Una pregunta debería hacerse, sin embargo, ¿hay un límite temporal para dejar de hablar de ‘Novela de la

Violencia’ o será posible afirmar que en pleno S. XXI se puedan escribir este tipo de novelas? El cadáver insepulto de Arturo Álape, publicada en 2005, sería un perfecto ejemplo de esto: la historia de una viuda viviendo el Bogotazo, la dictadura, los años del Frente Nacional, etc.

Las posibles respuestas a esta pregunta se encuentran más allá de la simple denominación y merecen cierto nivel de análisis en la medida en que tocan aspectos literarios, estéticos e ideológicos que coadyuvan en el proceso de establecer un concepto general sobre la ontología de este tipo de texto narrativo. Esta indagación puede justificarse, incluso, desde una perspectiva comparada: la Guerra Civil Española y su posguerra han producido más de una centena de textos literarios desde 1936, cuando el conflicto estalló; la tradición, lejos de haberse agotado, sigue siendo objeto de interés por parte del público y ni un solo lector se atrevería a dudar sobre los vínculos que existen, por ejemplo, entre Primera memoria (1959) de Ana María Matute e Inés y la alegría (2010) de Almudena Grandes, a pesar de que estas aborden momentos diferentes del conflicto y por más que se hayan escrito y publicado en circunstancias diametralmente opuestas; ambas obras son “novelas de la Guerra Civil”. En Colombia, por otro lado, se insiste en hablar sobre ‘Novela de la Violencia’ aun cuando, aparentemente, no existe esa continuidad en la tradición: después de un boom local de narrativas escritas “en caliente” entre 1954 y 1958, el modelo caducó para dar paso a narrativas distantes de los hechos violentos y más enfocadas en lo estético y literario, haciendo que los textos escritos en la década de los ochenta puedan considerarse como el epílogo del ciclo.

39 En este sentido, Escobar Mesa defiende la postura de que existe una Literatura de la

Violencia y una Literatura sobre la Violencia9, categorías de las que se echará mano para establecer algunas características observables en los textos de esta época. No se pretende coincidir con Escobar en que el cambio de la preposición “de” por la preposición “sobre” constituye un punto de inflexión que marca el paso de las malas a la buenas novelas del ciclo, antes bien, se busca demostrar que tanto una como otra literatura se encuentran dentro de un continuum narrativo que se mueve entre la relación testimonial de hechos y la literaturización de los mismos, acercándose más o menos a lo objetivamente constatable, dentro de un gran subgénero denominado ‘Novela de la Violencia’

La Literatura de la Violencia, en los términos que la comprende Escobar Mesa, abarcaría los relatos escritos “en caliente”, es decir, aquellos que se publicaron entre 1949 y 1958 y buscaban exhibir el horror de la confrontación liberal-conservadora, ora desde la ciudad, ora desde el campo, a como diera lugar. Escobar afirma que “hay un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético… no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa, sino los hechos, el contar sin importar el cómo. Lo único que motiva es la defensa de una tesis” (116). Esta cuestión se hace particularmente evidente desde los propios títulos de los textos: Sangre (1953) de Domingo Almova, Los cuervos tienen hambre

(1954) de Carlos Flores Esguerra o A la orilla de la sangre (1955) de Federico Vélez, solo por dar tres ejemplos, son obras que buscan mostrar, a todo color y todo morbo, las conductas más brutales de los victimarios y la impotencia e indefensión correlativas de las víctimas. Dentro de este grupo se encuentra, asimismo, la más emblemática de las ‘Novelas de la Violencia’: Viento seco (1953) de Daniel Caicedo; precedida por un elogioso prólogo de Antonio García —eminente

9 Para efectos del presente estudio no se entrará a indagar por qué Escobar Mesa usa la palabra “literatura”, cuando en su análisis no considera textos poéticos o dramáticos, o de “narrativa” para establecer con claridad que su estudio abarca novelas y cuentos.

40 sociólogo del gobierno de Alfonso López Pumarejo—, aun cuando no es la que abre camino, es la primera que gana reconocimiento público. Dos razones podrían aventurarse para explicar su

éxito: la primera es que comienza con la masacre de Ceilán, uno de los primeros homicidios múltiples de la época —sobre la que luego se sabría la autoría intelectual de León María

Lozano—; la segunda es su muy grandilocuente descripción de los atroces crímenes cometidos, en su momento, por los chulavitas —aunque más tarde se sabría que realmente habían sido pájaros—:

A través de las ventanas de las casas no incendiadas todavía se observaba el macabro

espectáculo de los maridos castrados, obligados a presenciar la violación de sus esposas e

hijas. En la casa de Manuel Pacheco se balanceaban de las vigas de una enramada varios

cuerpos desnudos, sangrantes, torturados antes de ahorcarlos… «El Chamón», chulavita

negro amoratado como el ave que le daba su nombre defecaba en la boca del agonizante.

(Caicedo 37)

Como salpica a la vista, en la búsqueda de comunicar su punto de vista, el autor recurre a la estrategia manida, pero nunca inocua, de cromatizar el discurso para reconocer al enemigo dentro de los contornos del mismo. No se podría afirmar que mienta, tal vez su forma de narrar los hechos sea fiel a lo que en realidad ocurrió, pero el registro sanguinolento del narrador no deja dudas sobre su deseo de generar una respuesta más emotiva que racional en el lector.

La ritualización del terror, por otra parte, constituye un aspecto imprescindible tanto de La

Violencia como de la Literatura de la Violencia; es, si se quiere, su esencia. La cita de Viento seco bastaría para ilustrar este punto, pero se quedaría corta a la hora de dimensionar qué tan lejos puede llegar el género humano a la hora de revelar su lado más sádico. Las novelas que componen esta tradición, así como las pocas crónicas periodísticas, convirtieron a “los cortes” en la quintaesencia de los fenómenos de violencia que se presentaron en la época: el “corte de

41 corbata”, en el que se sacaba la lengua por una incisión abierta en el maxilar inferior de la víctima; el “corte de florero”, en el que las extremidades eran colocadas en el lugar de la cabeza; el “corte de franela”, en el que la cabeza, pendiente de unos cuantos tejidos, era dejada colgando hacia atrás; el “corte de mica”, en el que los genitales se ponían en el sitio de la cabeza y la cabeza en el sitio de estos; el “corte francés”, un desprendimiento del cuero cabelludo para exhibir a la víctima adolorida cómo se atropellaba a su familia y a sus bienes; el “corte de oreja”, con el que se comprobaba la comisión del asesinato y, finalmente, para “no dejar ni la semilla” — consigna conservadora por excelencia en los años más crudos de La Violencia—, a las mujeres próximas a parir se les extraía el feto por el vientre y, en su lugar, se dejaba un gallo o una gallina y se suturaba la herida con cabuya o hilo de cáñamo. Escenas afines pueden encontrarse en textos como Raza de Caín (1954) de Rubio Zacuén —seudónimo de Rubén Zapata y Cuénkar—, El monstruo (1955) de Carlos H. Pareja y Sargento Matacho10 (1962) de Alirio Vélez Machado.

Ha lugar resaltar que esta característica puede ser, en últimas, la que mayor distancia marca entre este corpus, más ‘testimonial’, y el otro, más ‘literario’; siguiendo a Restrepo: “Las páginas plagadas de violaciones y cortes de franela fueron desapareciendo, en tanto que se escribían obras que no necesitaban relatar un solo crimen para captar la ‘Violencia’ en toda su barbarie” (127). Ya se ha dicho, hay un continuum, no un antes y un después para este subgénero, mas es claro que las narrativas tardías buscaron sus centros en cuestiones distintas a los hechos de violencia.

En adición a lo anterior, es característico de la Literatura de la Violencia que las obras exploren los efectos de la politización de la Iglesia Católica, en términos producción diversos tipos de representaciones sociales, uno de los ejes centrales de La Violencia. Tal exploración se desarrolla mediante la inserción de situaciones o personajes que cuestionan la condición de

10 Llevada al cine con el título La Sargento Matacho (2015), dirigida por William González.

42 heraldos de Dios de los curas, bien porque estos se prestan a los abusos de un partido político, bien porque estos terminan adoptando un bando que no los legitima políticamente. Varias novelas de este grupo se dedican a explorar los límites entre la fe y el fanatismo, entre la prédica y la arenga política, cuestiones ambas de capital importancia teniendo en cuenta que no fueron pocos los prelados que instigaron la aniquilación de liberales —Miguel Ángel Builes, Ezequiel

Moreno—, como no fueron pocos los sacerdotes que acabaron por conformar grupos subversivos

—Camilo Torres, fundador del ELN— o adherirse a ellos —Manuel Pérez—. Entre los muchos casos representativos de esta tendencia se encuentra la canónica El Cristo de espaldas (1952) de

Eduardo Caballero Calderón en la que un joven párroco trata, infructuosamente, de mediar en los conflictos entre liberales y conservadores en su pobre parroquia, logrando hacerse destituir en cuestión de días sin lograr ninguna solución al conflicto. La historia, contada desde una perspectiva más bien católico-conservadora, hace hincapié en las dificultades que se presentan para el ejercicio de una fe genuina en un ambiente en el que esta, desde las altas jerarquías, ha sido convertida en un instrumento de opresión. Tratamientos similares pueden encontrarse en

Monjas y bandoleros (1955) de Hipólito Pérez, Cristianismo sin alma (1956) de Ernesto León

Ferreira y ¿Quién mató a Dios? (1965) de Luis Enrique Osorio.

Otro aspecto observable en la Literatura de la Violencia se encuentra en que la mayoría de los autores “escribe como habla”, es decir, la estructura textual tiende a asimilarse a la exposición de una anécdota en el seno de una plática, lo que en muchas ocasiones provoca que los textos sean, ora tan simples que se puede anticipar con limitado margen de error lo que ocurrirá en las escenas siguientes, ora tan complicados que se precisaría de una narración en vivo para entender los vericuetos por los que se pierde el autor. Lo cierto es que no hay, en la mayoría de los casos, una propuesta diegética ambiciosa o que posibilite hablar de una ‘vanguardia’ dentro de la narrativa colombiana; a lo sumo puede llegar a considerarse como una respuesta

43 vernácula a la literatura francesa del S. XIX, como bien lo explica Álvarez Gardeazábal: “Ellos no pasaron de la formulación de los esquemas de Balzac y Maupassant, y los que más se adelantaron, llegaron a imitar a Zola en su crudo y seudocientífico naturalismo” (1979 19).

Lo paradójico de esto es que esas mismas estructuras se venían reproduciendo en

Colombia desde hacía casi cien años, lo que no solo pondría en cuestión a la ‘Novela de la

Violencia’ sino a toda la narrativa colombiana de la época, haciendo el éxito de García Márquez, quien formuló sus propuestas frente a La Violencia con El coronel no tiene quien le escriba

(1958) y La mala hora (1962), todavía más meritorio y apabullante. Otro tanto podría afirmarse con respecto a la distinción que, dentro de este corpus, se otorga a El día señalado (1964) de

Manuel Mejía Vallejo. Los tres textos presentan una estructura más innovadora y a tono con las propuestas de narración coetáneas, haciendo a un lado los aspectos escabrosos de los que las obras anteriores capitalizan. Es justamente aquí donde Escobar Mesa registra una transición a una

Literatura sobre la Violencia, como pasa a explicarse.

La Literatura sobre la Violencia consistiría en textos escritos con una distancia histórica suficiente para mirar los hechos aludidos en retrospectiva, desde un plano menos emotivo y con cierto nivel de pensamiento crítico con respecto a las situaciones narradas. Siguiendo esta lógica, no sería demasiado extraño, por ejemplo, el hecho de que Daniel Caicedo, aun con la popularidad de Viento seco, nunca se hubiera consagrado dentro de las letras nacionales, mientras que

Eduardo Caballero Calderón con su —casi tan gráfico— Manuel Pacho (1964), sí. Aceptando, en gracia de discusión, que la falta de una mirada retrospectiva estropea la verosimilitud de los hechos contados como parte de un proceso histórico —aún desde la ficción— se puede emprender una caracterización de los textos cuyas particularidades los ubican dentro de esta categoría de narrativas “maduras”. Sin embargo, no puede dejar de afirmarse lo obvio: la

Literatura sobre la Violencia no aparece después de la Literatura de la Violencia, que es donde

44 parece encontrarse el error de Escobar Mesa, quien afirma que hay un punto de quiebre entre un tipo y otro de literaturas en 1958 con El coronel no tiene quien le escriba (125), sin mencionar esos aspectos textuales que hacen de esta una obra modélica para las narrativas en torno a La

Violencia que vienen después. Es imposible no concordar con Osorio cuando afirma que tal línea divisoria es arbitraria e injustificada (2006 100) y pensar que Escobar Mesa inmiscuye a García

Márquez para legitimar su propio discurso. Como se señaló antes, la categoría Literatura sobre la

Violencia se usa porque resulta práctica para designar un grupo de textos que, haciendo referencia a La Violencia, no se enfoca completamente en los hechos violentos y busca generar nuevas propuestas en términos literarios.

Una primera cuestión debe ser considerada con respecto a la Literatura sobre la Violencia y es su conciencia literaria antes que política, narrativa antes que testimonial y deconstructiva mas no descentrada. Estas tres dimensiones deben ser analizadas con algo de detalle. Para empezar, hay una conciencia literaria antes que política en el hecho de que en estos textos, a pesar de comunicar una tendencia a la insurrección que puede leerse en los otros textos, los autores prefieren echar mano de recursos más sutiles para emprender sus ataques en contra del sistema; como afirma Restrepo: “[este tipo de novelas] interesan en cuanto obras literarias que son: deparan conocimiento sobre la realidad pero lo hacen a través del placer estético. Parten de la realidad, pero no para transcribirla textualmente, sino para reelaborarla convirtiéndola en materia literaria” (169). El ejemplo más claro de esto se encuentra en El gran Burundún Burundá ha muerto (1953) de Jorge Zalamea, un texto de estatus impreciso, a medio camino entre la poesía y la prosa, que hace una radiografía en clave sobre Laureano Gómez y en la cual se le representa con características monstruosas y como el dictador que, al final, terminaría siendo.

Nótese que se está hablando de una obra temprana dentro del corpus en examen, que esta no alcanza a dimensionar el cariz que tomará el conflicto unos meses después y, no obstante, se

45 incluye dentro de esta tradición porque, aun sin mencionar las atrocidades que vendrían, se enfoca en un aspecto neurálgico de La Violencia que ocurre dentro de su espectro histórico y político.

De otro lado, hay una conciencia narrativa antes que testimonial manifiesta en el hecho de que los autores, a través de estos textos, no persiguen contar “todo lo que saben” sino que prefieren problematizar las relaciones existentes entre las múltiples voces que pueden hablar sobre los mismos hechos. Dicho de otra manera, a estos autores les interesa más la verosimilitud de los hechos narrados que la verificabilidad de los mismos o que sus lectores cercanos puedan sentirse retratados dentro de sus textos. Cóndores no entierran todos los días (1972) de Gustavo

Álvarez Gardeazábal, en razón a su representatividad de la época, obligatoriedad de lectura en los niveles básicos de enseñanza, éxito comercial y permanencia en el tiempo, es el texto por antonomasia de La Violencia. Relata la vida de León María Lozano desde sus inicios como mensajero de una farmacia en Tuluá —Valle del Cauca—, su ascenso social al convertirse en vendedor de quesos en la plaza de mercado, su entronización como “Rey de los Pájaros” tras un voto de confianza depositado en él por Ospina y Gómez y su muerte —irónicamente, no por motivos políticos— en Pereira. Álvarez Gardeazábal, nativo de Tuluá, reconstruyó la historia de

Lozano a partir de las historias que escuchó sobre él de las mujeres de su pueblo; salta a la vista que, en el proceso de recolección de las historias, el autor se fue enterando de las intimidades de otras familias y las fue añadiendo a la trama de su novela sin que estas le aportaran gran cosa a la historia de Lozano; un ejemplo de esto es la historia de “Aurelio Arango, que a Tuluá no había vuelto por no tenerle que pagar una deuda a un marica cantinero de una casa de putas que había terminado por acostarse el día que las putas le hicieron el fo por no pagarles nunca” (1972 107).

La Violencia, o sus protagonistas para el caso particular, dejan de ser el objeto único del texto

46 narrativo en cuanto el autor empieza a articular otras historias dentro de la misma trama; la denuncia pasa a un segundo plano para dar paso a la creación literaria.

Finalmente, se ha dicho que es una narrativa deconstructiva mas no descentrada porque, a pesar de que las obras cuestionan frecuentemente las formas canónicas de contar historias, ninguna de ellas pierde de vista el hecho de que su centro se encuentra en un aspecto puntual de la Historia de Colombia. Lo que cada obra en particular hace con ese centro es lo que marca su diferencia con otras narrativas de la época; no hay obra más sugestiva, a este tenor, que La calle

10 (1960) de Manuel Zapata Olivella. El texto, divido en dos partes estratégicamente denominadas “Semilla” y “Cosecha”, relata dos eventos distintos: la muerte de Mamatoco, en la primera parte, y el 9 de abril, en la segunda. Los relatos se vinculan de manera intelectiva —mas no diegética—, de modo que el lector alcanza a pensar que la muerte de Mamatoco —escena final de “Semilla”— tiene una asonada como consecuencia —primera escena de “Cosecha”—, mas no se precisa hilar muy fino11 para llegar a la conclusión de que Zapata está comunicando lo que siguió a la muerte de Gaitán. En pocas palabras, la relación causa-efecto está en la mente del lector, no en el texto y tampoco en la realidad. A esto se puede agregar el estilo cubista con el que el autor comunica los diferentes eventos que componen el relato, mientras articula las pequeñas historias de más de una treintena de personajes, todos representantes del lumpen bogotano enfrentándose a la fuerza pública, primero, y luego aliándose con ella para tomarse el centro de la ciudad. La fusión narrativa de eventos históricos con causas similares pero consecuencias dispares pone en duda los límites entre la simple relación de sucesos y el relato literario.

11 Tal vez ni siquiera recordar que Mamatoco era negro, que Gaitán tenía como apodo –para amigos y contradictores – “el negro Gaitán” y que el maestro Zapata Olivella, negro también, describe sutilmente los contornos de un crimen de odio en la muerte del boxeador.

47 La calle 10 puede considerarse como un texto paradigmático en lo que respecta a las ficciones sobre el 9 de Abril; ningún otro se ocupa del suceso desde una perspectiva netamente popular, de los implicados en los diferentes actos de vandalismo y pillaje que se dieron en la fatídica fecha y las motivaciones que los llevaron a ello. Como puede suponerse, el Bogotazo fue explotado novelísticamente hasta la saciedad, pero más como material documental para endilgar los hechos al obrar de uno u otro partido que como representación de la lucha de clases que se gestaba desde la periferia y amenazaba con desplazar a la hegemonía, sin hacer distinciones de partido. En este sentido, la voz subalterna de Zapata Olivella puede ser considerada, sin duda, como la de mejor representación frente al fenómeno. Otras obras que hacen referencia a este hecho son: El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Corena, El día del odio (1952) de José Antonio

Osorio Lizarazo y Viernes 9 (1953) de Ignacio Gómez Dávila.

Otra voz podría predicarse sobre El crimen del siglo (2006)12 y El incendio de abril

(2012), las dos primeras entregas de la —aún no concluida— Trilogía del 9 de Abril de Miguel

Torres, que proceden de investigaciones exhaustivas en torno al fenómeno del Bogotazo, y de La forma de las ruinas (2015) de Juan Gabriel Vásquez, que narra la muerte de Gaitán en conexión con la del gran caudillo colombiano del S. XIX, Rafael Uribe Uribe, y la de John F. Kennedy. La publicación de estos textos, tan distante a la ocurrencia de los hechos, retornan al planteamiento inicial sobre los límites temporales para la escritura o publicación de ‘Novelas de la Violencia’ y serán respondidas en la conclusión a la presente sección.

El otro gran tema de la Literatura sobre la Violencia, en tanto genera representaciones ambiguas de ciertos grupos sociales, es el referido al establecimiento y represión de grupos al margen de la ley. El tratamiento del tema, como es normal en estos textos, se encuentra tamizado por la ideología detrás de la pluma: va desde los que muestran la labor subversiva como la

12 Llevada al cine con el título Roa (2013), dirigida por Andy Baiz.

48 degeneración de la lucha política, pasando por las que la aceptan como un mal necesario, hasta los que la celebran y le encuentran cierto nivel de picaresca. Sobre este aspecto puntual es interesante observar cómo las voces de los insurgentes se van colando en la opinión pública colombiana para cobrar un espacio que, desde los centros de poder, se les niega. Para el caso resulta ilustrativa la presencia, dentro del subgénero, de un texto como Las guerrillas del llano.

Testimonios de una lucha de cuatro años por la libertad (1959) de Eduardo Franco Isaza. No se trata de un texto demasiado ambicioso literariamente y tiene una estructura más similar a la memoria o a la crónica, aun así, la presentación que hace de la conformación de los grupos guerrilleros en la zona oriental del país, amén de su constante alusión a los vínculos que estos tenían con los partidos políticos y al nivel de ‘celebridad’ que alcanzaron a adquirir frente a los otros grupos alzados en armas en el resto del país —cuestión que se puede constatar en varias novelas donde los liberales aspiran a llegar al llano para unirse a los guerrilleros que allí residen—, hacen de este un texto imprescindible para tener una perspectiva amplia con respecto a

La Violencia. Valga agregar que el autor, como guerrillero que se negó a la amnistía durante el gobierno de Rojas Pinilla, debió exiliarse en Venezuela y publicar desde allí; con todo, muchos años debieron pasar antes de que el texto pudiera circular libremente en Colombia: la censura del

Frente Nacional lo incluyó en su lista negra desde que tuvo noticia de su salida al mercado.

Una mención especial debe hacerse al texto dramático Guadalupe años sin cuenta (1975), creación colectiva del Grupo la Candelaria y Premio Casa de las Américas 1976 por dramaturgia, pieza canónica del teatro colombiano. La obra cuenta la historia de Guadalupe Salcedo, guerrillero de los Llanos desmovilizado durante la amnistía de Rojas Pinilla y posteriormente asesinado por la Policía en Bogotá, bajo el argumento de que había vuelto a la actividad subversiva. Tras su estreno, la obra recorrió con éxito los auditorios de las principales universidades públicas del país, donde Salcedo se había constituido en un ícono de la lucha

49 armada y de los movimientos estudiantiles, y fue uno de los primeros trabajos de dramaturgia colombiana en estrenarse en el exterior; su éxito ha sido tal que un nuevo montaje se estrenó en

2015 para conmemorar los 40 años de su debut. Su argumento puede ser descrito como un collage de los sucesos más relevantes en la política de la época, incluyendo el enjuiciamiento y liberación de quienes dieron de baja a Salcedo, enmarcados dentro de los abusos de poder, la corrupción y las componendas políticas. Una de las escenas más memorables de la obra es la alegoría al golpe a Laureano Gómez: liberales y conservadores hablando en sincronía, jugando a las cartas con el presidente, le anuncian entre risas que pierde la partida, aunque tenga la carta más alta, y ponen un quepis sobre la mesa en la que están jugando. La voz del disidente se hace sentir con fuerza en la obra, su asociación con las voces literarias de La Violencia es irrefutable.

Otros textos escritos sobre movimientos subversivos y resistencia civil son:

Bienaventurados los rebeldes (1958) de Francisco González, Marea de ratas (1960) de Arturo

Echeverri Mejía y La luna y mi fusil (1960) de Rafael Gaviria y El diario de un guerrillero

(1973) de Arturo Álape, entre otros. A estas obras les seguiría la contemporánea Abraham entre bandidos (2010) de Tomás González.

Dos cuestiones quedan por resolver ahora: primero, ¿con qué denominación se debe trabajar para hacer un estudio omnicomprensivo de los textos de La Violencia?; segundo, se han rastreado cuatro autores —González, Torres, Álape, Vásquez— que en el presente siglo han escrito novelas relativas a distintos episodios de La Violencia, ¿pueden sus textos considerarse

‘Novelas de la Violencia’ o se precisa de una denominación distinta para los mismos?

Para empezar, se hace necesario revaluar lo propuesto por Marino Troncoso cuando afirma que: “En el grupo llamado ‘Novela de la violencia’ se encuentran, por lo menos, cincuenta obras que no han sido suficientemente estudiadas individual y conjuntamente y, por lo tanto, no se poseen, más allá de lo temático, rasgos distintivos que permitan hablar de un subgénero dentro

50 de las formas narrativas” (33). Refutaciones a tal concepto, formulado en 1989, no se encuentran ni en los estudios más recientes sobre el tema, como el de Osorio, a pesar de lo infortunado que resulta. Puede concedérsele a Troncoso el que, al menos desde un punto de vista estrictamente literario-estructural, al ser estos textos escritos por novelistas de orígenes y aspiraciones literarias tan disímiles, es imposible concluir que estos le estuvieran apuntando a formar un movimiento o, como se expresó al principio de esta sección, una “Generación de la Violencia”; el infortunio, puede sostenerse, se encuentra en descalificar lo temático como posibilidad de engendrar un subgénero. Es obvio que lo temático no hace parte de la clasificación aristotélica de los géneros literarios ni de la elaboración crítica de los subgéneros, mas una aplicación radical de este criterio no tendría consecuencia distinta a considerar que todas las novelas, todos los poemas y todos los textos dramáticos deben ir a sus tres compartimentos estancos correspondientes, lo que a la luz de la crítica literaria contemporánea es completamente inadmisible. Lo temático, de hecho, es lo que define la posibilidad de generar paradigmas, familias, tradiciones, movimientos y generaciones, entre otros, pero también permite definir bloques de textos, dentro de los cuales hay un nivel de similitud suficiente, para vincularlos a géneros o subgéneros calificados; de ahí que pueda hablarse de “Novela colombiana” como género y de ‘Novela de la Violencia’ como subgénero de la primera.

Comprendiendo que se hace referencia a un subgénero, pueden explicarse las razones por las cuales se defiende que todo el corpus, independientemente de su estructura, su abordaje de la temática o el estatus de “escritor/a profesional” de su autor/a, debe denominarse “Novela de la

Violencia” sin distinguirla de una “Novela” o “Literatura sobre la Violencia” y solo haciendo las precisiones del caso cuando se trate de hablar de cuentos, no considerados aquí, o formas no novelísticas de narrativa como el testimonio, la crónica o la memoria. Para empezar, se encuentra la doble adscripción —temática y temporal— que se analizó unas líneas atrás, al contexto

51 sociopolítico vivido por Colombia entre 1946 y 1966, cuestión que, de entrada, está atribuyendo esa relación de pertenencia que denota la preposición “de” en la etiqueta. En similar tenor, como se ha demostrado a lo largo de esta sección, más allá de que esta se denomine liberal, conservadora, socialista, comunista, lopista, gaitanista, laureanista, ospinista o rojista, todos estos textos se fundan sobre una percepción intensamente politizada de la situación del país; la diferencia entre textos se encuentra en su mayor o menor afiliación a la contienda bipartidista, una de las aristas de la percepción política de cualquier autor o autora, que de ninguna manera hace que unas novelas lleguen a diferenciarse tanto de las otras que precisen una categoría aparte.

En consonancia con esto, vale la pena recordar que la mayoría de estas obras cuestionan la postura partidista de la Iglesia Católica y la forma como esto genera diversos tipos de representaciones sociales, al igual que ambivalencias con respecto a las relaciones entre creencia religiosa y fanatismo político. De igual forma, la escritura se encuentra fuertemente arraigada a la posición de clase —consciente o no— de los escritores, de modo que cada uno de ellos ofrece una visión parcial de la sociedad que, si se procura por una visión panorámica de la misma, solo puede completarse mediante la lectura de los otros textos; los textos dialogan así los novelistas escriban desde la insularidad. Por último, el público lector colombiano hablará siempre de

‘Novela de la Violencia’, así se esté haciendo referencia a una obra escrita en 1947 o en 1975, siempre que esta se refiera a alguno de los eventos relevantes del período histórico conocido como La Violencia; la utilidad de los tecnicismos para los análisis literarios se relativiza cuando estos dejan de incidir en horizonte de lectura de quien recibe la obra.

Esta última cuestión hace que la segunda pregunta se haga más difícil de responder: si desde los puntos de vista de la temática del subgénero y de la recepción las obras se ha admitido que ‘Novela de la Violencia’ es el rótulo que recibe un corpus textual que se escribe bajo la influencia inmediata o mediata de La Violencia, ¿puede concebirse que medio siglo después,

52 cuando el conflicto colombiano ha mutado hacia otro tipo de violencias y generado episodios tanto o más nefastos que el 9 de Abril o la masacre de Ceilán, puedan seguirse escribiendo ese tipo de textos?, ¿es casualidad que González, Torres, Álape y Vásquez hayan decidido orientar sus investigaciones o publicaciones hacia la búsqueda de nuevas perspectivas con respecto a ciertos acontecimientos en la Historia de Colombia?, ¿cómo comprender que en el momento actual se sigan presentando este tipo de inquietudes literarias13? Una respuesta definitiva a estas preguntas requeriría escudriñar en los vínculos de dichos autores con La Violencia y con los eventos de la misma, aquí se presenta una aproximación en cada caso.

En lo que respecta a Álape la respuesta resulta relativamente simple: su producción escritural se remonta hasta 1970 y, dentro de sus títulos, se nota cierta insistencia en los procesos sociopolíticos vividos por el país tras el Bogotazo, las amnistías de Rojas Pinilla y las muchas caras del “guerrillero más viejo del mundo”, el finado “Tirofijo”. En este sentido, El cadáver insepulto solo representa continuidad temática en su producción y puede decirse, palabras más palabras menos, que se trata de una ‘Novela de la Violencia’ solo porque su autor ya se encontraba vinculado al subgénero desde antes de que este entrara en su época de decadencia.

El caso de Miguel Torres es distinto. Las violencias en Colombia no han sido ajenas al giro de su creación —La siempreviva (1994) pone en escena la historia de una víctima de la toma al Palacio de Justicia que realizó en grupo guerrillero M-19 en 1985—, pero sus primeros textos referidos a La Violencia son El crimen del siglo y El incendio de abril, narrativas de excepción en su larga y consolidada carrera como dramaturgo, en la que siente que ha aparcado su vocación de novelista (Villa). Torres busca concebir nuevas formas de contar el 9 de abril, con una

13 Esto sin hablar de los escritores más jóvenes como Daniel Ferreira (San Vicente de Chucurí –Santander–, 1981), quien ha publicado tres textos de un proyecto denominado Pentalogía (infame) de Colombia: La balada de los bandoleros baladíes (2010), Viaje al interior de una gota de sangre (2011) y Rebelión de los oficios inútiles (2014), galardonados respectivamente con el Premio latinoamericano de primera novela Sergio Galindo, Premio ALBA de narrativa y el Premio Clarín; las obras de Ferreira se dedican a rastrear los distintos tipos violencias que ha vivido el país desde 1950 hasta la actualidad.

53 distancia temporal mayor y consultando la literatura que se ha escrito hasta la fecha. La labor de consulta precipita el hecho de que las novelas de Torres, aun cuando se distancien de la historia oficial —el autor deja la duda sobre si Roa Sierra fue, efectivamente, el asesino de Gaitán—, se acomoden mejor dentro del campo de la novela histórica que dentro de la ‘Novela de la

Violencia’ en la medida en que estas se encuentran atravesadas por un sinnúmero de discursos que los autores de los años de influencia de La Violencia no tuvieron la oportunidad de conocer.

La discusión sobre Abraham entre bandidos debe orientarse desde otra perspectiva: la novela de González parece ajustarse a las características observadas en gran parte de las ‘Novelas de la Violencia’ —dosis de brutalidad incluidas—, pero los grandes nombres, los eventos históricos y los partidos parecen diluirse en consideraciones autorales sobre la naturaleza de la violencia en la especie humana. Dicho de otro modo, el texto parece estar más en sintonía con la violencia que con La Violencia y, más bien, capitalizar de esta última para orientar un grupo de reflexiones que podrían contextualizarse en cualquier otro momento histórico en Colombia o en cualquier lugar del mundo. En este sentido, es posible decir que el texto de González debe asumirse en un todo como una obra de ficción que compartiendo algunos elementos con las narrativas que hasta este punto se han estudiado, no puede ubicarse dentro de ellas por cuanto desplaza aquello que es el centro de las mismas: el marco sociopolítico propuesto por la colisión bipartidista.

Juan Gabriel Vásquez, finalmente, se constituye en una de las voces más reconocidas de la Literatura Colombiana contemporánea; no solo se ha hecho merecedor de múltiples premios sino que se ha constituido en uno de los pocos narradores que se ha preocupado por reflejar los distintos momentos del conflicto colombiano en perspectiva trasnacional. De esto dan fe sus textos Los informantes (2004), que narra la persecución de judíos en la Colombia de los años cuarenta; Historia secreta de Costaguana (2007), que recrea la pérdida de Panamá por parte del

54 Estado colombiano y la incidencia de los Estados Unidos en ello, y El ruido de las cosas al caer

(2011), que se ocupa de los años más crudos de la guerra contra el narcotráfico. No es casual que la figura de Jorge Eliécer Gaitán termine por aparecer en su texto La forma de las ruinas y que su muerte se interprete como un magnicidio comparable con las muertes de Rafael Uribe Uribe y

John F. Kennedy, que el texto también trata en detalle. La propuesta de la novela resulta interesante en la medida en que el propio autor presta su nombre al narrador para comunicar la manera como tales muertes resuenan en su propia conciencia histórico-política. Al respecto,

Vásquez afirma en entrevista con Revista Semana: “Yo escribo sobre el pasado de mi país porque me sigue pareciendo lleno de misterio, de zonas oscuras, de más preguntas que respuestas. Y, además, porque para mí todo esto no es historia lejana… me interesa ver cómo el pasado deja de ser pasado y se vuelve parte de nuestras vidas presentes”. Con todo, es importante reconocer que el interés del bogotano se encuentra más en explorar posibilidades literarias sobre los hechos que en dar parte sobre sucesos constatables o constatados; de todas maneras, él mismo reconoce que la novela permite arriesgar conclusiones sobre eventos que han pasado desapercibidos para investigadores o historiadores, de modo que los lectores “gracias al libro puedan ver cosas que antes no habían visto”. La forma de las ruinas es, sin lugar a dudas, un acercamiento netamente literario a uno de los episodios más relevantes de La Violencia, mas carece de esa sujeción al contexto que se predica de los textos directamente vinculados al fenómeno. En este sentido, a pesar del interés que esta pueda despertar en el público lector del subgénero, no es esta una

‘Novela de la Violencia’.

Los resultados del examen hecho a las cinco obras contemporáneas que se sitúan en La

Violencia arrojan que solo una de ellas, y apenas de manera oblicua, puede considerarse como una ‘Novela de la Violencia’. La conclusión es clara: ya no se escriben ‘Novelas de la Violencia’ y no es posible que se puedan volver escribir. Dos causas pueden considerarse al efecto: primera,

55 la distancia temporal con respecto a los últimos eventos de este período en la historia de

Colombia es ya suficiente para que su tratamiento literario deje de tener la espontaneidad — testimonial o literaria— que tenían las primeras narrativas. A esto puede añadirse que, merced a la ralentización que se presentó en la escritura de este tipo de obras a partir de 1970, el tratamiento académico del tema se impuso sobre su literaturización —contrario a lo que venía pasando hasta ese momento— haciendo que cualquier otro texto que se produjera después debiera pasar por un tamiz de verificabilidad para lograr ser verosímil; de ahí que las obras más apreciadas por la crítica sean Cóndores no entierran todos los días y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, ambas producto de un trabajo de campo extenso, recogidas de testigos directos de los hechos. Cosa distinta es lo que ocurre con respecto a los textos sobre el tema que se producen en la actualidad: es difícil para los autores recoger testimonios directos y, adicionalmente, sus trabajos no gozan del nivel de novedad de sus antecesores por cuanto se ven llamados a informarse de toda la literatura —en el sentido más amplio de la palabra— existente sobre el particular, literatura que, en últimas, no deja de ser una fuente de segunda mano.

La segunda causa de que ya no se escriban ‘Novelas de la Violencia’ es la misma evolución del conflicto colombiano: el país no conoce un “después de”, es un antes perenne que apenas en años recientes ha comenzado a divisar un punto de quiebre. La “siguiente” violencia, los enfrentamientos entre Estado y grupos guerrilleros-comunistas, no tardó en hacerse sentir con fuerza, llegando la insurgencia hasta la creación de células urbanas encabezadas por estudiantes universitarios. Como se dijo antes, con el Frente Nacional acaba La Violencia, mas no el conflicto, lo que impide alimentar una visión de país en paz y, por ende, que se desarrollen narrativas que reflejen esta situación —o al menos un entorno de pos-violencia como ocurre, por ejemplo, en la tradición de la Guerra Civil española—. Antes bien, los escritores que vinieron después empezaron a escribir sobre las tragedias que les eran coetáneas y, aunque no llegaron al

56 nivel de exposición al que llegaron los autores de La Violencia, ilustraron las escenas más dolorosas de la Colombia de los setentas, los ochentas, los noventas... En síntesis, el acuerdo político que terminó con La Violencia no tuvo mayor resonancia en la literatura: los novelistas siguieron hablando de lo que veían y lo que veían era una simple variación en el elenco, no un estado de cosas distinto.

A modo de comentario final a esta sección cabe preguntarse qué hubiera sido de la

Historia de Colombia si la ‘Novela de la Violencia’ y sus autores y autoras no se hubieran atrevido a escribir y publicar sus textos, si estos se hubieran amilanado frente al poder de la censura o si le hubieran apostado a la escritura periodística —que cuando no estaba arrodillada, estaba amordazada—. Imposible decir que estos novelistas hicieran otra cosa que ficción, pero su representación de la sociedad colombiana en un momento y circunstancias específico contribuyó a que la Historia se escribiera de manera más imparcial y poniendo las responsabilidades, hasta donde fuera posible, donde debían ponerse. De muchas maneras, estos escritores y escritoras le enseñaron a Colombia a criticar las hegemonías y a desconfiar de su discurso.

1.3. Voces acalladas: La Violencia y las mujeres que escribieron sobre ella.

Colombia no puede preciarse de tener una tradición de autoras; aunque el país conozca escritoras desde el S. XVI con la obra mística de Sor Francisca Josefa del Castillo, las primeras distinciones –al menos en términos de visibilidad– apenas vienen a darse en los últimos años con los múltiples premios recibidos por Laura Restrepo y las millonarias ventas alcanzadas por

Ángela Becerra. Esta consideración puede llevarse más lejos, si se quiere, en términos de

‘Novelas de la Violencia’: la ausencia de mujeres en los anales de esta narrativa no significa que no haya habido escritoras que, a la sazón, se hubieran ocupado del tema; por el contrario, esa

57 ausencia revela tanto el machismo que, tradicionalmente, ha caracterizado a las letras y a la academia literaria colombianas como el estado de subalternización en el que se encuentran las mujeres en Colombia. No podría afirmarse con certeza que la misma situación se haya reproducido históricamente en todos los campos del conocimiento, pero una corta revisión a la producción cultural del país puede demostrar, con limitado margen de error, el falogocentrismo radical en el que este ha vivido en sus años republicanos.

De lo expuesto en las dos secciones anteriores una obviedad salta a la vista: La Violencia es un período absolutamente masculinizado en la Historia reciente del país; no es que se haya dejado de nombrar a las mujeres que hicieron parte del proceso sociopolítico de La Violencia, es que estas, aun en los textos de historia más rigurosos, permanecen a la sombra de sus maridos.

Rara vez las mujeres desempeñan un rol distinto al de primeras damas14, esposas abnegadas y, muy particularmente, víctimas de todo tipo de violencias. Y si la Historia fue todo menos benigna con las mujeres, la Literatura tampoco ayudó a cambiar su situación. Como pudo observarse, los novelistas de mediados del S. XX en Colombia aprovecharon la coyuntura y se convirtieron las voces de la ‘Novela de la Violencia’: un grupo de hombres heterosexuales, mayoritariamente blancos, urbanitas, de clases media-alta y alta que se apropiaron del subgénero y establecieron una suerte de canon provisorio desde el que se definieron las condiciones de escritura de los primeros textos en torno a La Violencia. Naturalmente, una Historia masculinizada no puede llevar a nada que no sean historias masculinas y los textos de estos autores no son una excepción a ello. La representación literaria de sus personajes, sus situaciones y sus luchas siempre se dan siguiendo el paradigma de hombre como sinécdoque de humanidad y de sus propias

14 En este aspecto es peculiar la figura de doña Berta Hernández de Ospina, cónyuge de Mariano Ospina Pérez, de quien se decía ser el poder detrás del poder. Conservadora, más radical que su propio marido, sus buenos oficios fueron decisivos tanto en la aprobación del sufragio femenino como en el golpe de estado a Rojas Pinilla. Es una de las primeras figuras del feminismo conservador en Colombia.

58 intersecciones como formas por antonomasia para comprender la realidad colombiana. No es casual que sus textos, a su vez, sobreabunden de personajes masculinos detentando el poder y que, con la excepción señera de Alirio Vélez Machado y su Sargento Matacho, los únicos subalternos de peso dentro de las tramas de sus textos sean, asimismo, héroes defendiendo causas justas o villanos capaces de victimizar a indefensas mujeres —porque, eso sí, en la ‘Novela de la

Violencia’ las mujeres fracasan en el intento de defenderse, o de entrada ni lo intentan—.

Lo que resulta cuestionable frente a este panorama es el ostracismo al que fueron condenadas las narradoras de esta época, aun cuando sus trabajos fueran tan sugestivos y literariamente ambiciosos como los de sus pares varones. Es más, ¿estaría justificada esta condena, cuando las mismas autoras trataron de (re)construir La Violencia a la manera que lo hicieron los autores? Esta es una de las preguntas que orientan este trabajo y será explorada en los capítulos siguientes, por ahora baste reconocer que con la muy destacada excepción de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón y algunos aspectos puntuales de Cola de zorro, no hay en las autoras que aquí se trabajan una ruptura exageradamente radical con la tradición dentro de la que se circunscriben sus textos. Las causas de su exclusión de los análisis y los estudios panorámicos obligarían a rastrear los mecanismos específicos de opresión empleados por aquel entonces en contra de las escritoras, para determinar con exactitud cuánto de ese silenciamiento provenía de factores extrínsecos a ellas y cuánto de su propia asimilación de economías patriarcales; tal rastreo no es el objeto del presente trabajo, mas la magra cantidad de textos que en este se analizan demuestra que esa opresión existió y que la investigación histórico-literaria tendría mucho que decir a este respecto. Lo que sí cabría afirmar con respecto a las narrativas que aquí se estudian es que varias de ellas, tal vez, tienden a representar al personaje masculino más allá del arquetipo del macho necesaria o injustificadamente violento —el “asesino por naturaleza” o el “atrapado sin salida”— lo que, de entrada, está generando resquebrajaduras en la

59 concepción del ser masculino y, desde cierta óptica, poniendo en cuestión varios aspectos neurálgicos en la concepción heteropatriarcal de lo que es un hombre.

Se han de reservado hasta ahora los nombres de las autoras por dos motivos, el primero de orden práctico, el segundo de orden estratégico: primero, dado que el primero de los textos aquí analizados se publicó en 1967, se asume que todos se encuentran, de una u otra manera, influenciados por las primeras obras del subgénero; segundo, no tratando de generar la percepción de que las obras escritas por mujeres solo dialogan con otras obras escritas por mujeres, se aplica una suerte de discriminación positiva para destacar un grupo de narrativas que en el mundo hispánico han sido tradicionalmente ninguneadas.

El grupo de textos literarios se consolidó siguiendo cuatro criterios fundamentales: primero, que dentro de su trama se narre o se describa la articulación entre literatura y contexto sociohistórico que caracteriza a las ‘Novelas de La Violencia’; segundo, que el texto establezca o insinúe que tal articulación se presenta dentro del marco temporal que se establece entre el fin de la República Liberal y la toma de Marquetalia; tercero, que haya sido escrito con una distancia temporal suficiente con respecto a los hechos que narra, para mirar los sucesos en retrospectiva sin dejar de ser un informante nativo y, finalmente, que los textos resulten representativos de las diversas corrientes de pensamiento político que se estilaban a la sazón.

Jacinta y la violencia. Si existe, dentro de las elegidas, una autora de la que se pueda predicar que conoció La Violencia de primera mano, esa es Soraya Juncal –seudónimo de

Amanda Escobar–, nacida en 1941 en el municipio de Belalcázar, área rural del muy conservador y católico departamento de Caldas, en el centro-occidente del país. Como mujer criada en esa región, Juncal creció viendo a los liberales como los emisarios del demonio que los pintaba la

Iglesia Católica y siendo testigo de los enfrentamientos entre estos y la fuerza pública, enfrentamientos que afirmaban la condición de protectores de los conservadores y de

60 delincuentes de los liberales. A los veintitrés años, la autora se mudó a Medellín y comenzó su vida como autora independiente con la publicación de su primera novela Miseria y amor, con sus propios ahorros, en 1966. El éxito de la primera obra le permitió a la autora la publicación de

Jacinta y la violencia en 1967, con la Editorial Álvarez, y permanecer en la ciudad donde trabajó por largos años como secretaria en la tradicional Bedout Editores. Luego de esto la carrera de

Juncal parece desvanecerse: unos pocos libros de poesía, algunos premios menores y su nombre en alguna lista sobre ‘Novelas de la Violencia’ son los vestigios que quedan de su impulso inicial. Actualmente la autora vive en el municipio de El Retiro, departamento de Antioquia, y publica su poesía a través de su página de Facebook.

La novela empieza con la historia de una niña negra, huérfana, adoptada por una familia de campesinos. Esta familia vive en un paraje del monte alejado de todo, incluso de una iglesia,

énfasis que hace la autora en una alegoría que sugiere que el hogar también se encuentra lejos de

Dios. La situación de total abandono se refleja en que, justo antes de que su rancho sea tomado por forajidos bajo las órdenes de Fermín Sánchez, Jacinta es violada por su padre adoptivo y luego forzada a ser la cocinera de los bandoleros15. En el desarrollo de su historia, Jacinta conocerá a Clarita, una hermosa joven de clase alta, secuestrada por Fermín y sus hombres, que se la llevará a vivir a la ciudad luego de que el valeroso, guapo y aristócrata capitán Sergio las libere a ambas de los insurgentes. El heroico Sergio se enamora de Jacinta y la deja embarazada justo antes de ser asesinado por los bandoleros; ella dará al niño en adopción tras el parto y el resto de su historia radicará en encontrarlo otra vez. En los giros de la trama propuestos por la narradora de Juncal, Jacinta también aparecerá como el interés amoroso de Fermín, lo que la llevará a aguantar marginalización, persecución y, finalmente, la cárcel. A este respecto, Zahyra

15 Vale anotar aquí que en esta, tanto como en otras ‘Novelas de la Violencia’, se denomina “bandoleros” a los miembros de la guerrilla liberal. Históricamente, como se vio antes, los auténticos bandoleros son los guerrilleros que no se acogieron a las amnistías de Rojas Pinilla o del Frente Nacional.

61 Camargo y Graciela Uribe han afirmado: “Esta biografía terrible y desgarradora de una mujer campesina y negra sometida a todo tipo de vejaciones e injusticias, con solo recuerdos amargos y unos muy poco felices… [es] la radiografía de un país como el nuestro que se debate entre los extremos de miseria y ostentación” (57). La correspondencia entre Colombia y el país en el que vive Jacinta, a pesar del intento de la narradora de esconderla tras un velo de ficción, añadido a la narración sentimental que, adicionalmente, comunica una agenda política, subraya la vinculación del texto con la ‘Novela de la Violencia’.

Dos personajes secundarios pueden echar más luz sobre la novela en comento: Doña

Pepita y Natalia. Doña Pepita es una viuda aristócrata, sin hijos, que siempre está buscando el bienestar del congénere a través de la práctica de la caridad; asimismo, es una eminente figura pública que hace reuniones con altos dignatarios del gobierno en la sala de su casa. Doña Pepita servirá como la mano tendida que hará que los ricos y los pobres se nivelen en dignidad, por medio de la educación de estos últimos, con miras a perpetuar el credo de la nación celebrando matrimonios santificados por la Iglesia Católica. Natalia, de otro lado, es la heroína romántica suplementaria por excelencia: la que termina en un convento tras una decepción amorosa. La decepción, en su caso, la produce enterarse de golpe que se estaba enamorando del Padre

Mauricio Zamora quien, para colmo, impulsaba un movimiento guerrillero16. La hermana Natalia, por su parte, hará las veces de emisaria del perdón divino, en marcha a través del poder terrenal, cuando obtenga la conmutación de la pena del sacerdote de manos del presidente de la república.

Si hubiera que establecer un parámetro histórico para leer el texto de Juncal, parece claro que la autora está conjugando los años más duros de La Violencia, alrededor del mandato de

Laureano Gómez, y los años del Frente Nacional cuando los sacerdotes se empiezan a aliar a la

16 En ninguno otro de los textos que aquí se analizan hay un seguimiento tan puntual a la vida Camilo Torres.

62 causa guerrillera. Lo cierto es que la perspectiva que la autora muestra del fenómeno se encuentra en abierta sintonía con la ideología conservadora. Si las muestras que se han dado al respecto no han sido suficientes, basta con analizar en detalle cómo la novela defiende posturas tan paradójicas como la conveniencia de la pena de muerte para los bandoleros y lo moralmente reprochable que resulta el divorcio. De igual modo, la presencia de la Iglesia Católica como factor de poder y con posibilidades reales de decidir sobre aspectos civiles tiene indiscutibles resonancias con las propuestas de Ospina y Gómez, esto sin olvidar que el debate sobre el divorcio —escena particularmente odiosa de la novela—, no solo tiene lugar en la sala de la casa de Doña Pepita sino que la decisión se termina tomando tras la intervención de unos cuantos patricios, lo que hace pensar en un modelo de gobierno corporativo —que plutócrata, de hecho, ya era— como el que Gómez pensó impulsar durante su mandato.

En términos narrativos la novela conserva la emotividad de la época, la necesidad de establecer con claridad quiénes son los “buenos” y quiénes los “malos” y el manejo de un lenguaje asequible para un lector promedio; tres aspectos que pueden explicarse sucintamente. La emotividad de Jacinta y la violencia se encuentra vertida en el efectismo de sus descripciones; tal como se reconoció previamente en Viento seco, la narradora presenta un hábil manejo de cromatizadores para definir los contornos de la figura del enemigo:

Don Octavio ya no vio más… se había desmayado de dolor; no vio cómo aquel hombre

sin entrañas mancillaba a su hijita, a su pobre hijita que lloraba de terror cada vez que

venían a la hacienda no vio cómo mataban y ultrajaban a las pobres muchachas del

servicio, a los niños de Eulalia la vieja cocinera, cómo los lanzaban a lo alto y los recibían

en el filo de los machetes (Juncal 15-16).

Sin pretender un análisis crítico del discurso a profundidad, la intención de la narradora de generar una respuesta emotiva en el lector se transparenta en la reiteración de los diminutivos, en

63 el uso de palabras con una altísima carga violento-sexual como “mancillaba” y “ultrajaba” y en el recurso de la omnisciencia para comunicar lo pavoroso de la escena —viene rastreando lo que ve

Don Octavio y lo sigue aun cuando este ya se ha desmayado—, en particular la muerte de los niños cuya brutalidad parece desplazar el horror que viven las mujeres. La escena es, sin lugar a dudas, clásica dentro del corpus de la ‘Novela de la Violencia’. El calificativo de “hombre sin entrañas”, por otro lado, es el sumario anticipado del manejo que la autora pretende darle al binario inner group – outter group que representan los personajes: para Juncal esto son o angelicalmente buenos o perversamente malos, no existe un punto medio entre ellos, ni siquiera cuando la autora trata de justificar la maldad de Fermín Sánchez —originada en el “gallardo” deseo de vengar la dignidad afrentada de quien fuera su amor de adolescencia— para luego convertirlo en el interés amoroso de Jacinta. Por último, en el aspecto específico del uso del lenguaje, la novela se encuentra escrita en un estilo asequible y no demasiado recargado; esta simplicidad, no obstante, no se traduce en claridad narrativa pues en repetidas oportunidades el lector siente que la autora le está contando la historia como contándole un chisme, con los mismos nudos gordianos que se pueden generar en cualquier conversación cuando se traen muchas personas a cuento. En otras palabras, el lenguaje usado por Juncal es tan oral que, en ocasiones, resulta confuso.

Para no andar con rodeos, la verdad debe decirse: en un sentido crítico-literario la de

Juncal no es una buena novela; el texto presenta graves fallas estructurales y su redacción es verdaderamente pobre, la construcción de los personajes es débil, el panfletarismo es demasiado evidente y virulento y el ensalzamiento de los aristócratas, por parte de quien narra, tiene incomparables tintes de adulación a alguien en la vida real de la autora. Este juicio se formula en consecuencia con el cuestionamiento que se hizo en la sección anterior a la crítica de García

Márquez a la ‘Novela de la Violencia’: Juncal, en efecto, buscaba hacer una carrera como

64 escritora pero, como lo afirma el Nobel, no encontró el camino a la novela. Una premisa como la que Jacinta y la violencia propone, en manos de una escritora con más vuelo —o tal vez una ideología menos colonizada— hubiera sido una joya de la literatura posmoderna; mas a Juncal todos los elementos se le quedan en bruto: tiene la estructura lineal de una novela romántica decimonónica, amén de sus elementos lacrimosos17 y la voluntad de describir la situación de orden público que vivía el país con las letras más rojas posibles, un concepto genial fundido en las manos de una agenda política. La autora es plenamente consciente de su compromiso y del contexto en el que vive, pero en su intento por llevar ese contexto a las letras, se queda a medio camino entre la simple relación de sucesos y la verdadera narración. Después de todas las penurias a las que la somete Juncal, Jacinta tiene su final feliz, hay boda doble, se hace justicia retributiva con la muerte de Fermín, doña Pepita celebra con todos y Natalia muere en el convento —situación con la que la narradora castiga al hereje Padre Zamora—. Todo ocurre de manera que los buenos terminan bien y los malos terminan mal. La lección conservadora ha sido enseñada.

De otro lado, es muy poco probable que emitir este tipo de juicio demerite la condición de informante nativo del texto o que ponga en duda la necesidad de su reconocimiento dentro del mapa de la narrativa colombiana, lo cierto es que el relato de las desventuras de Jacinta puede fácilmente describirse como un melodrama sanguinolento dirigido el “bello sexo” conservador.

Esta podría ser una de las razones por las cuales la autora ha desparecido del mapa de la narrativa colombiana: el grupo de lectores que podía haber alcanzado tras la publicación del texto no solo tenía la posibilidad de acercarse a otros textos, quizá de mayor calidad escritural, sobre el tema, sino que estaba al borde del hastío tras cerca de una década de leer siempre más de lo mismo. No

17 Aunque, desde un punto de vista completamente draconiano, es posible decir que la novela tiene más deudas con Corín Tellado —bastante en boga a la sazón— que con Jorge Isaacs.

65 hay por ello que demeritar la obra de Juncal: su aproximación a La Violencia puede ser utilizada como guía para comprender el subgénero y como muestra significativa de la representación femenina dentro del mismo.

A diferencia de Juncal, las tres autoras que se estudian a continuación han tenido una carrera literaria sólida y continua desde la publicación de sus primeros textos. Extrañamente, salvo algunos estudios aislados —por lo regular de académicos fuera de Colombia— y homenajes de sus coterráneos, los nombres de Fanny Buitrago y Flor Romero no resultan ser los más difundidos entre el público colombiano. El caso de Albalucía Ángel, por otro lado, es distinto; su obra ha tenido una acogida significativa en los estudios literarios dentro y fuera del país y es una de las pocas escritoras que ha logrado vincularse al canon nacional; debe reconocerse, sin embargo, que el concepto de canon poco o nada hace por los nombres de los autores, más allá de los aplausos de la academia, y que es en la misma ausencia de reimpresiones de los demás textos de Ángel donde se evidencia la falta de voluntad —política o comercial, no cabe discutirlo ahora— para hacer de su obra esa pieza identitaria de la literatura nacional que ella misma propone.

Cola de zorro. La carrera literaria de la barranquillera Fanny Buitrago inició precozmente en 1963 cuando a los dieciocho años publicó su novela El hostigante verano de los dioses. El texto, uno de los primeros asomos del posmodernismo literario en Colombia, cuenta la historia de un grupo de seudo-intelectuales denominado “Los auténticos liberales” quienes se empeñan en desafiar las estructuras sociales vigentes en su tiempo, mas sosteniendo sistemas de opresión racial, sexo-genéricos y de clase, en abierta contradicción con su propia prédica. La obra se acaba por entender como una parodia de los nadaístas, el grupo, conformado por Gonzalo Arango y con miembros tan distinguidos como J. Mario Arbeláez, Elkin Restrepo y Armando Romero, que se caracterizaba por su copiosa producción poética —amén de su sexismo y de sus prácticas

66 elitistas— en la que poco espacio había para la narrativa u otros tipos de expresión literaria. La parodia se da, según Sebastián Pineda, desde el propio título: “Hostigante, por lo repetitivos que se volvieron los nadaístas blandiendo manifiestos empalagosos; verano, por el desparpajo sexual; con los dioses aludía a esos jóvenes arrogantes, derramados sobre los placeres, y para quienes todo parecía permitido” (294). Con tal precedente, no sorprende el hecho de que, a pesar de que

Buitrago hubiera figurado en las filas del movimiento durante sus primeros años, hubiera acabado por anunciar públicamente su separación del mismo en 1968. No obstante, su búsqueda de formas alternativas de expresión, inquieta desde esa primera novela, desembocaría en la escritura de una novela singular, Cola de zorro, que en 1970 muestra el período de La Violencia desde la clásica oposición de lo urbano y lo rural, expresando la forma como los gamonales pueden engendrar

“hombres de sociedad” y su parentela moverse, a su vez, entre las aguas de la guerra de guerrillas y el respetable liderazgo político. A Cola de zorro le seguirían: Los pañamanes (1979), Los amores de Afrodita (1983), Señora de la miel (1993) y Bello animal (2002), solo por citar los textos novelísticos de una bibliografía que abarca libros de cuentos, textos dramáticos y obras de literatura infantil.

La novela se compone de tres partes, “Ana”, “Enmanuel” y “Malinda” subdivididas en capítulos de extensión desigual. No existe una ubicación espacial determinada para las historias, aunque la autora parece establecer tres centros distinguibles: Bogotá —espacio urbano— y Opalo y San Miguel de los Vientos —espacios rurales, representados como zonas de la Costa Atlántica colombiana—. En el aspecto del tiempo, el texto presenta constantes usos de prolepsis y metalepsis desde las que se arma la trama general, frecuentemente sin lograr una organización desde la que se pueda establecer un antes o un después para algunos eventos. Asimismo, la construcción de los personajes es sólida en cuanto hay una identificación plena del carácter de cada uno de ellos y coherencia entre sus pensamientos y sus acciones; no obstante, cuando se

67 trata de establecer los vínculos existentes entre ellos, dado que el texto relata las historias de las familias Centeno, Reyes y Viana, la trama da giros inesperados que dejan al lector en estado de permanente desazón, llegando hasta el punto de no poder establecer con perfecta claridad cuál es el tronco común y cuáles relaciones se basan en la afinidad o el conocimiento carnal de los otros.

El carácter inestable de las categorías canónicas para el análisis narrativo demuestra la reticencia de la autora a ceñirse a desarrollar una trama convencional, prefiriendo seguir en su exploración de una narrativa diferente.

“Ana” abre la novela contando cómo Ana González entra a la familia Viana Reyes y la manera como esta empieza a perseguir la figura de un pariente de su esposo Lucas, llamado

Benito Viana —aunque más adelante aparecerá como Bernabé Salgado, en alegoría a la figura del guerrillero Guadalupe Salcedo—, con quien su hermana Morelia había huido, abandonando a su esposo y a sus dos hijos. El capítulo también presenta a Claudia Reyes, hermana de Lucas, la matriarca que toma las riendas de la estirpe del viejo Manuel Viana tras casarse con él; de su unión no hay hijos, pero Claudia adopta a un huérfano llamado Bernabé. Claudia será la encargada de trasladar a la familia de San Miguel de los Vientos a Bogotá, iniciando su proceso de ascenso social. El capítulo finaliza con la muerte de Ana a manos de la policía en un apartamento de Bogotá, el día que decide ir a buscar a Benito tras recibir información sobre su paradero, hecho que marcará el carácter abiertamente misógino que Lucas exhibe por el resto de la historia.

“Enmanuel” relata la caída de la república independiente de Opalo. El tiempo de la historia se desenvuelve, alternativamente, con posterioridad y anterioridad a los hechos relatados en el capítulo anterior. Enmanuel comienza su recorrido por el pueblo buscando al actual patriarca, Esaú Centeno, para matarlo en venganza por la muerte de su hermano Giovel.

Conforme el texto avanza, las historias del pueblo y los hermanos se van revelando hasta el punto

68 de descubrir que Giovel es hijo de Benito Viana y Evelyn-Evelyn West —quien a su vez es hija del gringo Ebenezer West, llegado a Colombia a entrevistarse con Guadalupe Salgado, entrevista que nunca ocurre—, mientras Enmanuel es hijo de Narcisa —la madama del pueblo— y Benito

Viana. Enmanuel enfrenta a Esaú, pero es Evelyn-Evelyn quien le da muerte; la noticia pone sobre aviso al ejército, que entra al pueblo buscando subversivos y se marcha decepcionado porque “En Marquetalia sí tuvimos pelea de verdad. ¡Esos sí eran machos! Tuvimos que llevar tanques, aviones, el ejército entero. Defendieron su tierra como fieras” (Buitrago 167). Enmanuel renuncia a su condición de nuevo patriarca y se marcha de Opalo. Momentos después, las mujeres del pueblo están saqueando la casa de Centeno.

“Malinda”, cuenta la historia de Malinda Cabo Viana, hija de Diego Cabo — reputado político de izquierda— y Claudia Reyes —en segundas nupcias— y es narrada por Lisa, hija de

Lucas y Evelyn-Evelyn. El propósito principal de este capítulo es explicar cómo la estirpe de la familia Reyes se establece por vía matrilineal, desde que la primera Malinda llegó de España al

Nuevo Mundo y la manera como las Malindas, generación tras generación, han sobrevivido persiguiendo el amor sin importar los obstáculos con los que venga. Como lo afirma Aleyda

Gutiérrez, tras echar algo de luz sobre el tronco familiar,

queda como constante, como única familia ¿patriarcal? la de los Reyes, irónicamente

superpuesta, ya que son las mujeres quienes han dado los verdaderos asideros a la estirpe.

Las historias de los Viana y los Centeno no pasan de ser remedos de esa otra historia

constituida por las mujeres que se mueven, cómodas, por el falso dominio de [los

hombres] (76).

Es así como Malinda Cabo termina huyendo con Rodrigo Viana, el esposo de Lisa —quien ya está criando a su primer hijo—, en parte por despecho de su tío Lucas, a quien logró seducir pero el recuerdo de Ana González lo llevó hasta el suicidio. Cabe agregar que, como se ha advertido

69 en los cierres de las dos partes anteriores, el de esta también adquiere un tono político: Diego

Cabo, miembro fundador del “Partido Revolucionario”, político con tintes de caudillo y fuerte contendor para las elecciones presidenciales, también acaba muerto en circunstancias que no logran establecerse. La narradora compara su muerte con la de Jorge Eliécer Gaitán, a pesar de que unas líneas antes insinúa —insinuación que corrobora una sospecha formulada por el mismo

Benito a Narcisa en el capítulo anterior— que fue Cabo quien delató a Benito Viana el día que

Ana fue asesinada en el apartamento de Bogotá.

Como puede deducirse de lo dicho hasta ahora, la novela termina con más preguntas que respuestas y dos lecturas no son suficientes para comprender el universo que esta busca plasmar.

Los aspectos ideológicos, específicamente aquellos referidos a lo político y a lo feminista, son un tanto más claros aunque no por ello puede decirse que sean fácilmente identificables en el texto; por el contrario, para acercarse a ellos se precisa tanto un conocimiento sólido del contexto sociopolítico de La Violencia como de la situación de las mujeres en Colombia, en particular en la costa norte del país.

En términos políticos, la propuesta de Buitrago se encuentra lejos de querer promover una agenda partidista, o al menos de los partidos tradicionales al momento en el que se publicó la novela18; antes bien, desde la perspectiva política Cola de zorro, a pesar de moverse ligeramente hacia la izquierda, se encuentra bastante lejos de representar a los insurgentes con la picaresca de

Flor Romero o los visos de heroísmo de Albalucía Ángel. La novela es, si se quiere, un examen a la izquierda azucarada que representaba el ala “urbana” del Partido Liberal y la forma como esta se dedicaba a perpetuar los sistemas de opresión de afirmaba combatir: Guadalupe Salgado fue despojado de sus tierras y su familia asesinada por los Viana, cuya membresía al Partido se

18 El año de transición entre Carlos Lleras Restrepo –liberal – y Misael Pastrana Borrero –conservador–, últimos presidentes del Frente Nacional.

70 evidencia tanto en el hecho de que Benito, aun ausente, siga siendo parte del núcleo familiar, como en la presencia de revolucionarios o simpatizantes como Diego Cabo en la casa familiar.

De igual manera puede interpretarse el hecho de que la vida política de Diego Cabo se desarrolle entre publicaciones en los periódicos, reuniones en clubes sociales y eventos mediáticos, para luego terminar abaleado en una acera como cualquier paisano, presumiblemente en un ajuste cuentas por la traición cometida unos años antes: el roce con el poder lo distrajo de sus propias obligaciones como miembro de un partido de izquierda. Asimismo, no puede dejar de pensarse que Buitrago hace algún tipo de encomio a la lucha armada en la medida en que magnifica la leyenda de Salgado —quien no deja de ser un trasunto de Guadalupe Salcedo— y admira la bravura de quienes defendieron Marquetalia. En términos generales puede decirse que Buitrago trata de apuntar a dos dianas: por un lado busca criticar a la izquierda, recordándole cuál es la razón de ser de su lucha; por otro, ensalza el hecho de que se haga oposición en los tiempos aciagos que vive el país.

Antes de entrar considerar, someramente, los aspectos feministas del texto, es necesario aclarar que una lectura rígida de Cola de zorro podría arrojar como resultado el que esta no pueda ser incluida dentro de las ‘Novelas de la Violencia’. Si se retorna a los requisitos del género, deducidos atrás con base en la lectura de Osorio (que la trama de la novela se desarrolle entre

1946 y 1966, que haga remisión a hechos típicos de La Violencia) la categoría apenas si le calzaría a esta novela: ya se han hecho sobradas alusiones a la desintegración del tiempo, tanto de la historia como del discurso, que hace la autora; a esto debe agregarse que, aun cuando la situación política es la adecuada, el texto tiende a enfocarse tanto en la ciudad que los episodios de la época no resultan muy notorios; por último, y más importante aún, el usar poblaciones de la costa, siendo La Violencia un fenómeno eminentemente andino y suroriental sugiere cuestionar si, más bien, se está frente a una novela violenta. Ante todo, debe anotarse que las características

71 formales sobresalientes en algunos textos no tienen por qué convertirse en camisa de fuerza a la hora de analizar otros, y si bien es cierto que esta novela no se ajusta puntualmente a varias de ellas, también es claro que Buitrago está proponiendo una aproximación a medio camino entre las narrativas rurales —sin necesidad de “cortes”, mas trayendo la situación de violencia de Estado a cuento— y las narrativas urbanas, en particular las que hablan sobre el 9 de abril. El punto sobre las poblaciones de la costa debe mirarse con cuidado, sin embargo, pues es justamente en este aspecto donde la crítica feminista de Buitrago se hace más fuerte.

Si hay una cuestión ideológica por la que pueden vincularse las obras de las dos narradoras más importantes de la costa colombiana, Fanny Buitrago y Marvel Moreno, es por la crítica feroz que hacen a las rígidas estructuras patriarcales que se tejen en su entorno, estructuras que se refuerzan con la creación de supremacismos raciales y de clase, todos ellos cimentados sobre la despotismo del hombre y la sumisión de la mujer. Cola de zorro no es una excepción a esto; desde el principio se están encontrando mujeres que deben acallar su sexualidad, sus ideas, incluso sus gustos a la hora de vestir, propendiendo por satisfacer un ego masculino. El punto en común entre estos hombres, de otro lado, es que todos son descendientes de familias costeñas, el medio discursivo con el que la autora tiene mayor contacto y sobre el que puede hablar con mayor seguridad. Por otro lado, los hombres que van a la ciudad echan mano de mecanismos de sometimiento más sutiles, comparados con la brutalidad de los que usan los que se encuentran en el campo como Manuel Viana o Esaú Centeno, pero al mismo tiempo tienen más dificultades para mantener el control que todo hombre debe mantener en su hogar y propiedades. El gran trabajo de Buitrago en este sentido es, como lo explica Montes Garcés: “analiza[r] el efecto nocivo de la perpetuación de los valores ideológicos imperantes en la definición de los papeles de hombres y mujeres como sujetos sociales… el lector tiene la opción no sólo de adoptar diversas posiciones en el texto narrativo, sino de transformarse en constructor/autor del relato” (67). En

72 otras palabras, más allá de que la autora parte del binario hombre-mujer se encuentra cuestionando la asignación de roles y la forma como estos se transforman en prisiones para quienes deben asumirlos; Buitrago, en este sentido, hace eco de las discusiones que sobre el género se están dando, para entonces, en Europa y Estados Unidos. Y sí, es posible que para este aspecto específico del texto la autora tome distancia de la ‘Novela de la Violencia’, pero eso solo ocurre porque es la primera en introducir este tipo de discusiones dentro de esta tradición.

Triquitraques del trópico. Se requeriría una escritora nacida en la zona para dimensionar los efectos de La Violencia en las regiones del Sumapaz y el oriente del Tolima. Flor Romero, nacida en La Paz de Calamoima —departamento de Cundinamarca, no muy lejos de Bogotá—, en 1933, es probablemente quien mejor ha entendido el conflicto en la zona. En su bibliografía hay un primer acercamiento a la ‘Novela de la Violencia’ en 1968, con la publicación del texto

Mi capitán Fabián Sicachá que describe la lucha de un guerrillero liberal por dejar las armas y de hacer una vida normal al lado de la mujer que ama, mientras tiene que soportar la persecución de un policía que le ha jurado su enemistad desde sus días de combatiente. La historia de Fabián

Sicachá, siendo lugar común entre los amnistiados y desmovilizados de la época, parece inspirarse en la persecución que el “Capitán Resortes” —Marcos Jiménez, jefe de cuadrillas de matones a sueldo de los terratenientes del Sumapaz— emprendió en contra de Juan de la Cruz

Varela durante los años de La Violencia en el Frente Nacional. Triquitraques del trópico (1972) puede entenderse como una profundización en el tema toda vez que relata las vidas de tres generaciones de hombres al margen de la ley: un bandido, un guerrillero liberal y un bandolero devenido guerrillero comunista, todos ellos representantes de la Colombia rural que se alzó en armas para combatir la desigualdad social. La novela surge como una respuesta temprana al canon mágico-realista impuesto por el relato garciamarquiano; lo más atractivo resulta, sin duda, cómo la autora muestra la lucha armada crecer rodeada por la delincuencia, tocando los conflictos

73 derivados de la comercialización de esmeraldas y la naciente industria del tráfico de estupefacientes. En su prolífica carrera, Romero ha publicado, además, las novelas: Tres kilates, ocho puntos (1964), Los sueños del poder (1978), La calle ajena (1992), Yo, Policarpa (1995),

Malintzín la princesa regalada (1999), Aventuras de Aitana en el Amazonas (1999), Detrás del antifaz (2008) y París la bienamada (2011), entre otros.

Estructuralmente, Triquitraques del trópico se centra en la saga de la familia Sandino, la fundación del poblado de Calamoima, sus refundaciones, tras una inundación y un incendio, y la desaparición del mismo por una intoxicación masiva con aguardiente durante unas fiestas patronales. El acercamiento propuesto por Romero, con respecto a la historia del poblado, va más allá de lo simplemente literario y busca una comprensión total de los atributos de su genealogía, como lo explica Calveyra: “este poblado ha sido mirad[o] al microscopio y oíd[o] con un estetoscopio implacables en su desplazarse perpetuo, en la fijación obstinada a las fuentes de la vida (…) es como si al escritor se le hubieran sumado un sociólogo y un etnólogo para constituir el equipo” (278). A pesar de que Calamoima no es La Paz de Calamoima natal de Romero, en la construcción de su tejido social se manifiesta palmariamente que la autora está trasplantando elementos de su propia experiencia del pueblo al texto.

La trama, en términos generales, se traza de manera lineal aunque los giros internos en la diégesis, para el relato de microhistorias que solo ocasionalmente tienen alguna relevancia en el relato principal, pueden abarcar tramos considerables del texto; sobre este punto es importante anotar el hecho de que la autora tiende a reunir varios relatos, o fragmentos significativos de los mismos, en un mismo párrafo, obligando al lector a que construya mentalmente cada historia conforme la narradora va haciendo graduales aportes a la misma, lo que genera un efecto de orden dentro de un aparente caos, como lo explica Tittler: “Con su tendencia a dividir el discurso en bloques de tamaño irregular y a no separarlos donde termina un concepto y termina otro, sino

74 a incluir en ellos las ideas más heterogéneas y luego a veces cortarlos en medio de una noción aún por desarrollar, el texto arma un sistemático ataque subliminal contra la racionalidad cartesiana” (315). La propuesta narrativa significa, igualmente, una reformulación de la postura del narrador omnisciente: a diferencia de lo que ocurre en casos similares, la narradora de

Romero intercala sus relatos sin la clarividencia de quien todo lo sabe, dejando escapar terminales en aras de contarse la historia a sí misma a la par que la va contando al lector.

Cada una de las tres partes de la novela inicia con la (re)fundación del poblado y la historia de un subversivo, que a su vez se entiende como el personaje principal de la parte correspondiente; la historia es cíclica y se notan iteraciones en los relatos que se formulan cada vez. Los personajes, por otra parte, son construidos con base en sus acciones más que en las descripciones que de ellos se pueda llegar a hacer; entre ellos destacan ciertos lugares comunes dentro del contexto narrativo latinoamericano: la bruja del pueblo, el cura que vive obsesionado con el pecado, los padres irresponsables, las madres temperantes y los hijos rebeldes, entre otros.

Sobre este escenario se monta la historia de las tres generaciones de subversivos Aguirre, vinculados a los Sandino por vía matrilineal. Juanani —Juan Aniceto–—, el bandido, se muestra como el defensor de los calamoimas y los habitantes de las comarcas vecinas en contra de los abusos de los terratenientes, acabará sus días suicidándose para no ser capturado por el ejército.

Juanole —Juan Olegario—, el guerrillero viche —forma usada por la narradora para referirse a los liberales—, se alza en armas a los quince años tras enterarse de la muerte del líder partido que generó una asonada en Bogotá —Romero no usa el nombre pero la figura de Gaitán se sobreentiende—; su precocidad lo convierte en un combatiente apasionado que llega a comandar regimientos de más de quinientos hombres; se amnistía en el régimen posterior al del “godo caído” (Romero 222) mas esconde su arsenal previendo retaliaciones del gobierno. Juancho —

Juan Lino—, guerrillero comunista, inicia su vida subversiva por la influencia de su padre

75 Olegario —Juanole, la autora lo despoja de su condición de personaje principal aludiendo a su segundo nombre— y su participación en huelgas estudiantiles, su forma de lucha es mucho más elaborada en tanto se dedica a la escritura y divulgación de panfletos alusivos a la lucha armada; convenciendo a su padre de retomar las armas —lo que le cuesta la vida—, Juancho finalmente cae en tras una simple requisa en un aeropuerto y es condenado a prisión en un juicio politizado; su muerte no hace parte la historia, pero puede considerarse que se alegoriza con la desaparición de Calamoima: el día que le leen la sentencia, todos los habitantes del pueblo están muriendo por la intoxicación con aguardiente.

El aspecto político de la novela, amén de lo ya dicho con respecto a la condición de insurgentes de los Juanes, se encuentra representado por el doctor Antucar Pardo, un viche de rancio abolengo que solo se acuerda de Calamoima en época de elecciones. Pardo enviste los ambages del Partido Liberal en la época que la novela se propone relatar: lo mismo que patrocina el grupo armado en el que se enrola Juanole, se convierte en el “vicario” del gobierno que decide que su pelotón debe dejar la lucha armada y acogerse a las amnistías que se les ofrecen. Muere cuando le aplican la ley de fuga, mientras espera ser juzgado. El personaje, tal como lo retrata

Romero, tiene tintes caricaturescos y, a pesar de sus habilidades políticas, se muestra torpe en la lucha armada. A diferencia de Buitrago, Romero está trayendo a cuento una izquierda más tradicional y exclusivamente rural, que entra a cuestionar las relaciones entre centro y periferia cuando los mandos políticos se encuentran a distancias abismales, tanto físicas como ideológicas, de sus copartidarios. No en balde la narradora se empeña en mostrar la fe que los calamoimas le tienen a los dirigentes que llegan de Bogotá, el sinnúmero de decepciones que sufren por la misma causa y los conflictos de clase social que subyacen a todo ello; como lo expresa Araújo:

Del principio al final, el destino de los calamoimas se mide en la duración de un tiempo

que lentamente deja de ser mítico, para incorporarse en la historia. Sus cronologías repiten

76 la circularidad recurrente del abandono y el despojo. Para esta población, el rechazo a un

progreso que solo llega bajo la forma de explotación, puede convertirse en conflicto entre

la sociedad campesina y la sociedad industrial. (138)

En suma, hay una prédica en contra de los políticos manifiesta en la caracterización que se hace de ellos; incapaces de trascender el sostenimiento de una imagen de ecuanimidad frente a sus adversarios, convenencieros a la hora de obtener de votos, con la periodicidad que las elecciones lo indiquen. Con todo, es importante señalar que Romero resulta, a la postre, tan partidista como

Juncal, en el sentido de que persigue comunicar la maldad de los godos —conservadores— y los terribles atropellos que deben sufrir los liberales, haciendo la necesaria claridad de que no existe en su novela una intentona de manipulación tan desfachatada como la que se encuentra en Jacinta y la violencia: no es que Romero rechace el uso de los “cortes”, es que no los convierte en la razón de ser de su discurso.

Se ha dicho que Triquitraques del trópico es una respuesta al relato garciamarquiano porque, en efecto, guarda marcadas similitudes con Cien años de soledad. La vena mágico- realista de la novela le viene por la apelación constante que hace a la superstición campesina, a la terapéutica que mezcla medicina naturista y alopática y —en un decidido tributo a García

Márquez— en la ubicación del pueblo dentro de la ruta itinerante de los gitanos. No sobraría aquí agregar que Calamoima tiene un pueblo vecino llamado Macondo. Ser un —como los denomina

Seymour Menton— “satélite” de García Márquez no es algo que pueda reprochársele a un autor, la grandeza del maestro cataquero ha sido más que comprobada desde antes volverse “universal”.

Empero, en el caso de Romero, la revisión de los estilemas garciamarquianos se encuentra a medio camino entre el tributo y el pastiche: si bien es cierto que lo “mágico” da lugar a combinatorias infinitas para desarrollar narraciones, también es claro que este precisa de un entorno donde la magia, sin necesariamente deslumbrar a quienes la experimentan, cuente con un

77 nivel de credibilidad suficiente para que esta pueda ser asumida como fenómeno y no como simple idea o fantasía. En el caso en comento, la fórmula parece funcionar para la autora siempre que sus personajes se encuentren en su ambiente campesino, mas resulta poco exitosa cuando estos se mueven hacia Bogotá e interactúan dentro de ella, como lo explica Araújo: “Si los contextos rurales asimilan lo legendario como contenido mitológico, la ciudad no admite paralelismos entre lo real objetivo y lo real imaginario. Sin remedio, los defectos de estructura se acentúan, en vez de disimularse a costa de un humor reiterativo y un lenguaje de hostigante exuberancia” (139). El traslado de los personajes de un espacio a otro no afecta el desarrollo general de la trama, pero sí la verosimilitud de lo que a estos les ocurre: circulan por la ciudad con la misma superstición, los mismos sinos aciagos y las mismas influencias metafísicas en su quehacer diario, como si la ciudad no tuviera sus propias dinámica fatídicas y como si esta tuviera la misma abundante naturaleza indómita del campo. Tal vez Romero no piense que la más grande virtud de Macondo sea su propio aislamiento del resto del mundo, pero en cuanto

Calamoima sale del suyo, sus contornos mágicos se destiñen.

Contrario a lo que se pudo afirmar con respecto a la representación del género en

Buitrago, que obedecía a una crítica al discurso patriarcal más bien empírica, en el caso de

Romero se puede encontrar que hay un acercamiento a los nacientes estudios feministas de la

época. La autora presenta la dicotomía entre la mujer sumisa y la mujer heroica a partir de los clásicos roles de la esposa y la soltera —que no la solterona—. El tratamiento de este motivo es reforzado por contraste pues de la misma manera que se puede encontrar a la matriarca Lastenia

Sandino, quien es además una exitosa empresaria en su pueblo, se presentan mujeres tan pueriles como su hija Estrella o María Rosa Mayo —amante de su nieto Juan Lino— quienes básicamente cumplen el papel de Penélopes esperando a sus Ulises. Asimismo, Romero se preocupa por mostrar cómo la educación empodera a las mujeres, las hace sobresalir en medios que les son

78 naturalmente hostiles y les brinda la oportunidad de hacer que otras mujeres salgan adelante:

Valsemina, la maestra de Calamoima, no solo ocupa un lugar de privilegio dentro del poblado sino que se esmera en la educación de Violeta Aguirre —nieta de Lastenia— con miras a que haga sus estudios en Bogotá. El trabajo de la maestra se verá recompensado cuando Violeta regrese a Calamoima convertida en la secretaria de un político, oficio que no estaría disponible, bajo ninguna circunstancia, para las mujeres del pueblo. Es Diva Espejo, sin embargo, la personaje más interesante desde una perspectiva feminista; en términos simples, puede ser tenida como la bruja del pueblo: adopta a un niño siendo soltera —Juanani, quien la emparenta con los

Sandino—, se casa cuando quiere y en el pueblo le temen, tanto como la estiman, por su conocimiento de la naturaleza de la región y los fenómenos que en ella ocurren, su contacto con los vivos y los muertos y su apoyo a la causa viche. La caracterización de Diva Espejo es un claro ejemplo de la intención autoral de mostrar una mujer más allá de los esquemas de dependencia sobre los que se construyen tanto las narrativas tradicionales —de las cuales Romero se nutre parcialmente, como ya se ha expuesto— como las representaciones de las mujeres en la sociedad patriarcal. Romero, no siendo pionera de la denuncia del ambiente de opresión que vive la mujer, sí se constituye en una de las primeras escritoras en Hispanoamérica en trabajar el concepto de agencia, entendido como autonomía para lograr los propios objetivos; se trata de un feminismo elemental pero con resonancias en los desarrollos que por la época se daban en Estados Unidos y en Francia, el esfuerzo de Romero en este frente no es, en forma alguna, menor.

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Albalucía Ángel (Pereira, 1939) ha tenido una vida de contrastes: se formó como crítica de arte al lado de Marta Traba en la

Universidad de Los Andes, hizo vida jipi ganándose el pan con su guitarra en Europa, se codeó con los más grandes autores de la época, nunca quiso ser vinculada formalmente al Boom, afirma que José Gregorio Hernández le salvó la vida tras un horrible accidente en Madrid (Hernández),

79 se identifica como feminista y en la actualidad filosofa desde la metafísica. Su carrera literaria se inicia con Girasoles de Invierno (1970) y Dos veces Alicia (1972) y, al menos en el terreno de la novela —Ángel se ha probado a sí misma en los terrenos de la poesía, el ensayo, el texto dramático y el cuento—, se completa con Misiá Señora (1982), Las Andariegas (1984) y Tierra de nadie (2002). Su obra cumbre, sin embargo, ha sido Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975); la singularidad de ésta reside en el tratamiento de las violencias dentro de La

Violencia, los profundos conflictos de clase que esta representa y la ceguera de la clase dirigente para capotear la situación; Ángel no solo se empeña en describir el período de la manera más vívida posible sino que, además, busca demostrar cómo las vidas privadas de sus personajes se ven tocadas por la situación de violencia generalizada —institucional, política, sexual— que vive el país. En un subgénero en el que la mayoría de los autores y autoras se propone explicar las razones por las cuales la culpa debe cargarla un partido político u otro, la novela de Ángel se atreve a cuestionar las raíces del conflicto y a concluir —como haría la investigación histórica de los últimos treinta años— que La Violencia proviene, fundamentalmente, de una sociedad enferma en la que la política se convierte en dogma.

La novela, aunque se encuentra dentro del canon colombiano, no ha tenido el impacto que se esperaría de un proyecto narrativo tan ambicioso como el que propone su autora. No se podría afirmar que la obra haya sido menospreciada, pero que su título se asocie más fácilmente a la canción infantil de la que toma su nombre, que a su condición de texto literario, es bastante sintomático con respecto a la recepción que se ha hecho de la misma. A esto puede agregarse, y no en vano lo ha reconocido la crítica, que la obra de Ángel muestra la fuerte influencia que le valió compartir con el grupo de París, especialmente con Julio Cortázar: el elemento polifónico, la trama anticlimática y el fuerte discurso político subyacente, hacen que la obra dialogue con muchos de los clásicos de la narrativa latinoamericana posmoderna escrita a la sazón. De igual

80 modo puede afirmarse, con fundamento suficiente, que merced a las adhesiones que ha despertado en las academias feminista y marxista y en los estudios culturales y queer19, la obra de

Ángel ha tenido mucho más impacto en Estados Unidos que en Colombia, aunque una traducción al inglés del texto parece lejos de ocurrir en la actualidad.

Si se quisieran resumir los cerca de veinticuatro años —tiempo de la historia— que transcurren desde el inicio hasta el final de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, lo primero que se tendría que hacer sería volver a escribir la novela. Esta no tiene un patrón de narración definido, un centro identificable o marcas específicas para cambiar de escenarios; tampoco tiene un solo registro, una personaje principal estable o algún tipo de conector lógico entre “realidad” y ficción. El lector sabe que el texto cuenta la(s) vida(s) de Ana a partir de distintos momentos de su existencia; sabe, además, que dependiendo de la presencia de otros personajes se estará frente a una experiencia particular; sabe, finalmente, que Ana como cualquier otra mujer que haya vivido en la Colombia del post-Bogotazo ha sido tocada, de algún modo, por

La Violencia; en su caso, esto se evidencia, entre otros hechos, tanto en la violación de la que es víctima —siendo el violador un trabajador de la finca familiar que huye para unirse a la guerrilla liberal— como en su romance adulto con Lorenzo, un estudiante universitario esperando vincularse a la guerrilla comunista. Como puede intuirse, la autora se encuentra aquí atacando frontalmente el concepto canónico de trama; la crítica feminista ha insistido bastante en esto:

“Plot, in short, is where social norms assert themselves as literary form, [is phallocentric, it]

19 Puede afirmarse que es Raymond Williams en su texto Una década de novela colombiana. La experiencia de los setenta (1981) quien introduce el nombre de Ángel en la academia estadounidense como una de las escritoras con mayor vuelo dentro de las letras colombianas. Tras su trabajo vendrán los análisis de Gisela Norat —Four Latin American Writers Liberating Taboo: Albalucía Angel, Marta Traba, Sylvia Molloy, Diamela Eltit (1991)—, Magdalena García Pinto —Women Writers of Latin America: Intimate Stories (1991)—, Sangsuk Kim —La búsqueda de la identidad femenina y la visión postmoderna en tres obras de Albalucía Angel (2001)—, Claire Taylor —Bodies and Texts: Configurations of Identity in the Works of Griselda Gambaro, Albalucia Angel, and Laura Esquivel (2003)—, y Cynthia Tompkins —Latin American Postmodernisms: Women Writers and Experimentation (2006)— entre otros.

81 perpetrates a male-defined view of the world. The linear sequence of storytelling, they insist, cannot come to grips with women’s experience. The lives of women disrupt the order of plot; their form is repetitive, diffuse, ambiguous, without closure” (Felski 103-104). La desarticulación de la linealidad, no para llegar a una circularidad sino, más bien, a una multiplicidad de puntos sin orden determinado desde los que se puede ir construyendo la historia, como un collage o un medley, es la respuesta de la autora a someterse al postulado falocéntrico de la trama lineal.

Otra característica relevante dentro de la propuesta narrativa de Ángel se encuentra en su polifonía, en una especie de profundización del collage del que se habló antes. La autora no se contenta con la narración en primera persona de su personaje principal y de uno de los personajes secundarios —Lorenzo quien, por lo demás, es leído a partir de las cartas que le escribe a Ana desde la prisión—, el uso del estilo indirecto libre en las intervenciones de los personajes secundarios o la tercera persona —sin llegar a la omnisciencia— para relatar situaciones que escapan al conocimiento de la narradora (-autora); paralelamente incluye trascripciones de notas de prensa, comerciales radiales, alocuciones presidenciales, declaraciones judiciales y registros orales, dentro de los que se incluye una gran cantidad de palabras del argot pereirano, que tienden a desdibujar los contornos encumbrados del discurso literario tradicional. A esto puede sumarse que, si se ponen juntos los relatos que constituyen la historia de Ana y se analizan desde una perspectiva lineal, se podrá concluir que el texto le apunta también a la construcción de un

Bildungsroman reflejando cómo crece física, social, intelectual y sexualmente una mujer que se encuentra aprisionada entre el patriarcado doméstico —envestido por una madre machista y dominante—, el patriarcado público que se vive en la Colombia de la época —en la que los

‘grandes’ episodios son exclusivamente protagonizados por hombres— y el perpetuo desasosiego que resulta de la situación de orden público. La integración de estos elementos, sumados a la combinación minuciosa que la autora hace de su historia con la Historia, permite concluir que el

82 intento deconstructivo de Ángel resulta mucho más exitoso que el de Buitrago en Cola de zorro: su texto, a pesar de ser tanto o más complejo de leer y de integrar un número mayor de relatos, presenta una mayor cantidad de marcadores textuales que impiden que el lector se sienta alienado de la trama, aun cuando necesite hacer pausas esporádicas para recuperar su comprensión de la historia.

De otra parte, aunque no se puede predicar que haya en el personaje de Ana una performatividad definitivamente lesbiana, resulta claro que Ángel busca explorar los límites del deseo de su personaje por medio de las relaciones que, en distintos momentos del texto, la protagonista sostiene con los personajes de Valeria, la hermana de su amante Lorenzo, y Julieta, una compañerita del colegio que muere atropellada por un tranvía el 9 de Abril. La forma narrativa de Ángel para estas situaciones es sumamente sutil. Tómese el vínculo con Valeria a modo de ejemplo: la narradora la evoca de manera constante como el único compromiso que tiene Ana —en el presente narrado, tiempo del relato— y cuya atención la motiva a comenzar su día; conforme la novela avanza, el lector va notando que Valeria, a quien Ana conoce desde la infancia, despierta en ella afectos mucho más complejos que la simple amistad; el clímax de esos deseos se da, sin embargo, cuando Ana tiene que reconocer el cadáver de su amiga:

Valeria, la llamó en voz muy baja, Valeria... y deshizo las trenzas con cuidado. Le

cortamos la pierna pero usted tiene que decir que fue accidente, le ordenó el tipo y ella

dijo que sí, yo digo lo que quieran, y le pasó la manó por el pezón izquierdo como

queriendo revivir algún latido, pero su pecho de paloma siguió inerte, sin dar ni un aleteo,

ni un signo de calor, ni una respuesta, Valeria... no te mueras. (498)

La belleza de la descripción no hace mella en lo desgarrador de la tragedia: Ana no solo está siendo sometida por los policías a mentir sobre la muerte de su amiga, está atreviéndose a tocarla, por fin, cuando ya sus deseos por ella no tienen cómo ser satisfechos. Las lecturas que se

83 pueden proponer respecto a este amor frustrado son múltiples y se requeriría de más espacio para desarrollarlas completamente, sin embargo, es posible afirmar que la expresión de Ana es de verdadero remordimiento, de aquella que perdió su oportunidad por no hacer lo suficiente o por negarse a hacerlo. Más aun: puede aseverarse que la muerte de Valeria es un dispositivo narrativo para analizar La Violencia desde sus efectos en la historia del país y establecer cómo esta se extiende —como ya se afirmó en la sección correspondiente— hasta los inicios del movimiento guerrillero comunista, nacido en parte por la influencia de los estudiantes universitarios sobre las guerrillas liberales. Es aquí, precisamente, donde la novela trasciende las temáticas más comúnmente asociadas al subgénero.

Otro atributo primordial para analizar las múltiples influencias del feminismo de los años sesenta que Ángel recoge en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es el erotismo como dispositivo de empoderamiento de la obra. Obsérvese cómo Ángel se las arregla para, en pocas palabras, ir de lo estrictamente reproductivo a lo erótico: “¿Podré olvidarme un día de que nací de un vientre, de un orgasmo, de un acto como los actos de otros días, de un espermatozoide unido con un óvulo, de algo que hizo que hoy yo esté presente, aquí, muy quieta, sintiendo cómo tu piel respira, cómo todo por dentro se revela, se queda en vilo y nos asombra?” (120), la conjugación de ambas prácticas de forma completamente natural está demostrando que la narradora entiende su cuerpo y se siente cómoda dentro de sus sensaciones. El erotismo, así las cosas, está mostrando la différence de Ángel, de su novela y de Ana, su protagonista. Esta situación terminó redundando en una crítica feroz que pidió censurar la novela20, pretensión que no prosperó puesto que la obra tuvo cuatro ediciones, dos en España y dos en Colombia, durante la década siguiente a su publicación. El intento erótico de Ángel no solamente se convirtió en una

20 Esto por no hablar de la manera como Ángel fue condenada socialmente por la clase alta pereirana, a la que ella misma pertenece, tras empezar a verse reflejada en varios apartes el texto.

84 impronta de la narrativa escrita por mujeres en Colombia sino que puso a dialogar a su texto con las obras de decenas de autoras con las mismas inquietudes en el ámbito hispanoamericano.

En lo político, la novela muestra una postura mucho más escrupulosa que la de las demás novelas que aquí se analizan. Es claro, como se evidencia en entrevista con Hernández, que uno de los grandes motores de la narración se encuentra en la conexión emotiva que la autora siente con el movimiento estudiantil y, particularmente, con las víctimas de la frustrada manifestación de 1954 bajo el gobierno de Rojas Pinilla; mas sería impreciso afirmar que la novela adopta una postura de izquierda radical o socialismo pues, de la misma manera que se representa a los estudiantes combatientes con tintes heroicos, los guerrilleros suelen representarse con sus características más desagradables como ser despojadores de tierras o violadores. Por otra parte, hay una clara postura antigobiernista, pero no puede afirmarse que sea, en estricto sentido, una postura anticonservadora, pro-liberal o pro-gaitanista; la repugnancia que la novela expresa frente al poder se puede mirar, más bien, desde la perspectiva amplia de un profundo desprecio al caudillismo y a la manera como este enviste a simples mortales con características prácticamente divinas.

Así las cosas, aun cuando se evidencie la congoja que la muerte de Gaitán trae consigo para la sociedad colombiana, la perfidia de aquellos que convocaron a la revolución usando mensajes incendiarios es representada como directa responsable de las funestas consecuencias del

9 de Abril. Otro tanto se puede decir con respecto a los discursos de Rojas Pinilla —a quien la autora acorta el nombre a “Gurropín”—, transcritos palabra a palabra, pero que en contexto se presentan como las más cínicas mentiras que se pueden decir en un foro público. Por añadidura podría hablarse de las múltiples caricaturizaciones de Laureano Gómez y sus copartidarios que se hacen en el texto. En suma, la política en la novela de Ángel es la de la oposición, la del

85 pensamiento crítico, la del cuestionamiento a los mecanismos de acceso al poder y su respectivo ejercicio.

Sin lugar a dudas Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es la gran ‘Novela de la Violencia’. No solo porque es la que de manera más ambiciosa se atreve a retratar todo el ciclo, desde el fin de la República Liberal hasta el surgimiento de las guerrillas contemporáneas, sino porque abandona las lógicas partidistas que enarbolaban los demás textos para mostrar el conflicto desde la perspectiva de sus orígenes e imperecederas causas que producen, desde siempre, las mismas consecuencias. Asimismo, la de Ángel es una obra que muestra un alto nivel de profesionalización de la labor escritural tanto por su acercamiento a elementos distintivos de las narraciones posmodernas como por la pulcritud y esmero que se observan en la estructura del texto. No sobra agregar que, salvo Fanny Buitrago y Marvel Moreno, ninguna otra escritora colombiana de la que se tenga noticia ha llegado hasta este nivel de concienciación del rol del autor en la escritura e interpretación de su texto. La capitalidad de esta novela en la literatura latinoamericana está fuera de discusión.

1.4. Otras violencias.

Como se afirmó al principio del presente capítulo, el conflicto colombiano ha tenido varios momentos en los que la violencia ha alcanzado picos inauditos; muchos de esos momentos han sido, a su turno, llevados a la literatura por escritoras que los han tratado desde el enfoque a medio camino entre la realidad y la ficción que caracteriza a la ‘Novela de la Violencia’. Ha lugar hacer un acercamiento somero a tales narrativas para observar de qué manera puede entenderse que forman una tradición con las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, de modo que, más que analizar textos representativos de cada uno de los picos históricos, esta parte

86 del análisis se limitará a analizar aquellos textos que se encuentran relacionados temáticamente con La Violencia y con sus secuelas a mediano y largo plazo.

La lucha armada contemporánea ha tenido diversos actores desde el surgimiento de las guerrillas comunistas a mediados de los sesenta. Las FARC-EP han sido, sin duda, el grupo que mayor fuerza ha cobrado y el que más combates ha tenido con la fuerza pública a nivel nacional.

Sin embargo, el episodio más fatídico en este frente fue protagonizado por el Movimiento 19 de

Abril (M-19), desmovilizado a principios de los años noventa. El M-19 surge de un grupo de seguidores de Rojas Pinilla que, inconformes tras el supuesto fraude electoral que le dio la presidencia al conservador Misael Pastrana, se alzó en armas en 1970. Sus actividades subversivas, en términos generales, no cayeron en el terrorismo hasta el 6 de noviembre de 1985 cuando el grupo se tomó el Palacio de Justicia en Bogotá y protagonizó una refriega de cerca de

27 horas con el Ejército Nacional al interior del edificio. Las cifras oficiales hablan de cerca de cien muertos, mas se ha cuestionado cuántos de ellos cayeron realmente en combate; tales cuestionamientos pueden encontrarse en Noches de humo (1987) de Olga Behar y Las horas secretas (1991) de Ana María Jaramillo: ambas autoras juegan con la idea, basada en testimonios directos de la toma, de que hubo víctimas que no cayeron dentro del Palacio sino que fueron sacadas del edificio por la misma fuerza pública, ajusticiadas fuera y luego presentadas como abatidas durante el . Itinerarios de la sangre (2014) de Amparo Osorio, sin enfocarse completamente en el episodio —como lo hacen Behar y Jaramillo— trabaja también sobre esta idea, pero da prelación a la simbología de la toma del Palacio de Justicia como cuestionamiento a la naturaleza endémica de la violencia en Colombia.

Laura Restrepo, por otra parte, se ha ocupado del tema de la lucha armada y las violencias en Colombia en varios de sus textos. El primero de ellos, la obra de no-ficción Historia de una traición (1986), reeditado con el nombre Historia de un entusiasmo (1998), da su perspectiva

87 sobre el proceso de paz emprendido por el presidente Belisario Betancur con el M-19 en 1983.

Restrepo hace un análisis a conciencia sobre los aciertos y fracasos del proceso, amén de la manera como los miembros del grupo guerrillero empezaron a aparecer muertos sin razón alguna.

La autora, por otra parte, ha escrito ficción desde la historia del país, enfocándose en episodios infames como: la génesis del tráfico de estupefacientes en el país, durante la llamada “bonanza marimbera” en la Guajira, en la novela El leopardo al sol (1983); la opresión de las mujeres durante la fiebre del petróleo en La Catunga —trasunto de Barrancabermeja, Santander—, en La novia oscura (1999); el fenómeno del desplazamiento forzado durante la época de La Violencia, pero con amplias resonancias en el momento actual, en La multitud errante (2001) y los vejámenes que sufren las colombianas inmigrantes en los Estados Unidos en Hot sur (2012). Su fascinación con el tema de las resistencias y la lucha armada la llevó, incluso, a novelar su experiencia de la Guerra Sucia argentina en Demasiados héroes (2009).

Texto clásico sobre las diversas violencias que ha sufrido el país es ¡Los muertos no se cuentan así! (1991) de Mary Daza Orozco. La obra, finalista del premio de novela Plaza & Janés, ficcionaliza testimonios recogidos durante una investigación periodística realizada por la autora en la región de Urabá —Costa Atlántica antioqueña—, donde se empezó a gestar el fenómeno del paramilitarismo como respuesta de orden privado a la situación de seguridad pública que vivía el país. La premisa del texto, sumamente bien explicada en el título, se encuentra en mostrar cómo viven las personas bajo el signo de las masacres y la paranoia inherente a mostrar simpatía con personas que puedan parecer —o que hayan sido señaladas como— insurgentes.

Silvia Galvis es otro nombre imprescindible en el recorrido por las violencias en la literatura colombiana escrita por mujeres. Sus textos de no-ficción, en coautoría con Alberto

Donadío, Colombia Nazi, 1939-1945 (1986) y El jefe supremo: Rojas Pinilla en la violencia y el poder (1988), hacen un recorrido sobre la historia del país en la República Liberal y la dictadura,

88 cuestionando la radicalización de la política, tanto interior como exterior, en la época. Sus novelas, sin dejar la vena periodística de la autora, tratan de reconocer críticamente las expectativas genéricas impuestas a las mujeres; de ello dan cuenta los textos ¡Viva Cristo Rey!

(1991) y Sabor a mí (1994), donde se tematiza cómo viven las mujeres durante La Violencia, especialmente por el carácter de plenipotenciaria de la moral que se otorga a la Iglesia Católica.

Empero, el fuerte frustrado por la temprana muerte de Galvis fue la novela de crítica a la clase política colombiana: sus novelas La mujer que sabía demasiado (2006) y Un mal asunto (2009) se inspiran, respectivamente, en la financiación de una campaña presidencial con dineros del narcotráfico —escándalo que sacudió el gobierno de Ernesto Samper— y en el asesinato de una congresista determinado por su propia hermana —la senadora Martha Catalina Daniels—.

En el terreno de la no-ficción los textos escritos por mujeres enfrentadas a situaciones de violencia han tenido un verdadero auge en los últimos años. El testimonio, el diario, la crónica, el ensayo, han brindado la oportunidad a varias autoras a ofrecer su visión sobre el conflicto colombiano. El texto más famoso ha sido, sin lugar a dudas, No hay silencio que no termine

(2010) de Ingrid Betancourt, secuestrada por las FARC durante seis años. El éxito de Betancourt se fraguó no solo en el hecho de ser la “rehén” más famosa del mundo, sino en que su obra se constituía en pieza imprescindible de una tendencia literaria que recogió testimonios de otros políticos, soldados y ciudadanos del común en igual situación. Dentro de estos textos pueden destacarse: Cautiva (2009) de Clara Rojas, fórmula vicepresidencial de Betancourt y aprisionada con ella, y Secuestrada (2000) de Leszli Kalli —pionero en esta tendencia— que relata cómo la autora, con apenas 18 años de edad, acabó viviendo un año en la selva solo por abordar un avión que las FARC decidió retener.

Las voces de antiguas guerrilleras también han sido llevadas a texto, es el caso de Razones de vida (2000) de Vera Grabe y Escrito para no morir: bitácora de una militancia (2000) de

89 María Eugenia Vásquez Perdomo, ambas militantes del M-19 y testigos de primera mano de las diferentes actividades del grupo. Según afirma Virginia Capote, en consonancia con Carmiña

Navia: “Al contrario de Vera Grabe, la cual pretendía explicar sus motivaciones revolucionarias ante su hija, [Vásquez Perdomo] tiene como fin la reconstrucción de sus memorias como método de reafirmación de su identidad, la cual considera perdida en los avatares de la guerra” (168); la oposición entre lo público y lo privado, entre dos autoras que ondearon la misma bandera revolucionaria, exhibe los distintos ángulos desde los que se puede abordar el conflicto sin entrar, necesariamente, en el terreno de la discusión política. De igual manera, hay acercamientos notables al rol de las mujeres en la guerra, bien como víctimas, bien como victimarias en los textos: Siembra vientos y recogerás tempestades (1982) de Patricia Lara, que recoge los testimonios de los miembros fundadores del M-19 y Patria se escribe con sangre (2000) de

Elvira Sánchez Blake, que relata, a partir de entrevistas, las historias de varias mujeres en el contexto del conflicto.

A modo de colofón sobre esta parte, vale la pena enunciar algunos textos de escritoras colombianas que, desde la ficción, han tratado el tema de la violencia en el ámbito privado, convirtiéndose en voceras del discurso contra la violencia basada en el género en el país. Dentro de las más destacadas en este ámbito se encuentran: Catalina (1963) de Elisa Mújica, La cisterna

(1971) de Rocío Vélez de Piedrahíta, Fiesta en Teusaquillo (1981) y Las cuitas de Carlota

(2007) de Helena Araújo, los cuentos incluidos en Algo tan feo en la vida de una señora bien

(1980) y la novela En diciembre llegaban las brisas (1987) de Marvel Moreno y Prohibido salir a la calle (1998) de Consuelo Triviño Anzola.

Para concluir esta contextualización es menester dar una mirada panorámica a las obras con las que, desde una perspectiva comparada en el mundo hispánico, dialogan las novelas de

Juncal, Buitrago, Romero y Ángel. Este rastreo parte de dos premisas principales: primera, los

90 episodios de violencia en cada una de las naciones tienen su propias especificidades y, por lo tanto, formas particulares de contarse tanto histórica como ficcionalmente. Segunda, salvo la situación de miseria aneja a la circunstancia de naciones del “tercer mundo” y la presencia de la mano estadounidense en la mayoría de las dictaduras latinoamericanas, cada conflicto en particular obedece a motivos políticos diferentes y es impulsado por situaciones sociales que solo pueden ser alinderadas en el seno de un estudio que se enfoque específicamente en ellas. La combinación de estas premisas permite definir cuatro criterios para seleccionar las obras de este corpus: primero, la publicación del texto dentro de una situación de conflicto o posconflicto en un país de habla hispana; segundo, que dichos conflicto o posconflicto se extiendan a lo largo de todo el territorio de una nación e involucren a una parte significativa de la población civil; tercero, que las manifestaciones visibles de la confrontación se den en términos de violencia generalizada, sistemática o de Estado; y cuarto, que el texto o grupo de textos reflejen ideologías vigentes en su ámbito nacional. En adición a lo anterior, se pueden reconocer cuatro escenarios comunes a las literaturas nacionales sobre episodios de conflicto interno, confrontación bélica o violencia generalizada: la guerra civil y su posguerra, la dictadura, el neocolonialismo y el gamonalismo; la combinación de estos cuatro escenarios, cada uno en mayor o menor intensidad, define parte de la esencia de la literatura en español de los últimos tiempos.

La vieja y la nueva Españas resultan paradigmáticas en el tratamiento literario de este tipo de procesos —especialmente si se hace referencia a los dos primeros escenarios antes mencionados—: la Guerra Civil Española y la Revolución Mexicana son, sin lugar a dudas, los dos momentos históricos sobre los que más se escribió durante el S. XX y que, aun en la actualidad, siguen dando lugar a obras narrativas en el mundo hispánico.

En el caso específico de España, se han escrito más de cien obras referidas al proceso histórico que inició en 1936, con la caída de la Segunda República Española, y terminó tras la

91 muerte del dictador Francisco Franco en 1975. En esencia, el conflicto español radicó en la colisión de capitalistas católicos y socialistas masones y, consecuentemente, las posturas ideológicas que se pueden encontrar dentro de la literatura desarrollan uno u otro grupo de valores; con todo, varias de estas narrativas debieron sufrir los rigores de la censura dictatorial haciendo que, de alguna manera, todas terminaran emparentadas por su silencio frente a lo político. Como es usual dentro de la literatura en español, las obras escritas por mujeres que han trascendido hasta la actualidad son realmente pocas en comparación con aquellas de autoría masculina, aunque no puede negarse que las escritoras que han dado a conocer su perspectiva ficcional sobre el conflicto se han agenciado un lugar en lo más alto del canon de las letras hispánicas. Tal es el caso de Ana María Matute cuyos textos Luciérnagas (publicada en 1955 y reeditada sin censura en 1993 bajo el título Esta es mi tierra), Primera memoria (1959) y Los soldados lloran de noche (1964), se constituyen en piedra angular para hablar sobre un proceso bélico que, a pesar de haber durado tres años, se extendió en su efectos en una dictadura que duró más de cuatro décadas. Otros tanto puede predicarse sobre La plaza del diamante (1962) de

Mercè Rodoreda y Desde la noche y la niebla (1978) de Juana Doña Jiménez: ambas autoras se han convertido en paso obligado para el estudio literario de la Guerra Civil. En tiempo más reciente las novelas Mujeres de negro (1994) de Josefina de Aldecoa, Cielos de barro (2000) de

Dulce Chacón y Si a los tres años no he vuelto (2011) de Ana R. Cañil, entre otras, han venido a sumarse a las voces literarias sobre este momento de la Historia de España.

Con todo, no puede negarse que la autora que con mayor obstinación se ha preocupado por el devenir histórico del conflicto español, sus consecuencias políticas y sociales y la manera como este afectó las vidas privadas de los ciudadanos y ciudadanas es Almudena Grandes. Su narrativa temprana, especialmente Las edades de Lulú (1989) y Malena es un nombre de tango

(1993), a pesar de no enfocarse en la Guerra Civil, sí hacen amplias consideraciones a los efectos

92 que la posguerra y la dictadura franquista tuvieron sobre las personas que debieron padecerlas. Su primera obra enfocada en la Guerra Civil es El corazón helado (2007) y habla en paralelo sobre las vidas de quienes se quedaron en España, con el favor del gobierno, y quienes tuvieron que emigrar a Francia para salvar sus vidas. Tras esta vendrían Inés y la alegría (2010), El lector de

Julio Verne (2012) y Las tres bodas de Manolita (2014) primeras tres entregas de la sexalogía

Episodios de una guerra interminable, que juega con el concepto de historias mínimas dentro de la Historia, haciendo que los personajes de ficción interactúen con los protagonistas de distintos episodios de la Guerra y la posguerra.

La Revolución Mexicana, por otro lado, se sitúa históricamente entre 1910 con la caída del dictador Porfirio Díaz y establecimiento de la Constitución de 1917 bajo el mando de

Venustiano Carranza; sin embargo, el asesinato de Carranza en 1920, consecuencia mediata de la misma agitación social suscitada por los revolucionarios, y episodios posteriores como el asesinato de José Doroteo Arango Arámbula “Pancho Villa” en 1923, la Guerra Cristera en 1928 y la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional (PRI), en el gobierno desde 1929 hasta

2000, hacen prácticamente imposible el establecer una fecha exacta de terminación. Para hablar sobre la literatura producida a partir de la Revolución deben diferenciarse aquellos textos escritos por autores vinculados con el proceso revolucionario, de aquellos que simplemente se dedicaron a literaturizar lo que conocieron sobre el mismo. Esta dicotomía no es menor en la medida en que, como se vio en la ‘Novela de la Violencia’, hay una mayor cercanía a lo testimonial en un caso y una mayor ficcionalización en el otro. En el primer grupo solo hay una obra, de que se tenga noticia, escrita por una mujer, Cartucho: relatos de la lucha en el norte de México (1931) de Nellie Campobello, en el que la autora relata sus vivencias del conflicto en un tono parcialmente autobiográfico. En el segundo grupo, por el contrario, se encuentran varias clásicas en el ámbito mexicano tanto como en el latinoamericano. Los más importantes de estos textos

93 son: Los recuerdos del porvenir (1963) de Elena Garro, que hace una aguda consideración a las consecuencias de la Guerra Cristera en la provincia mexicana, y Hasta no verte Jesús mío (1969) de Elena Poniatowska, que critica las costumbres y los usos sociales que deben padecer las mujeres en el contexto de la Revolución. Otras representaciones de este momento en la Historia de México pueden encontrarse en Arráncame la vida (1986) de Ángeles Mastretta, Como agua para chocolate (1989) de Laura Esquivel y El murmullo de las abejas (2015) de Sofía Segovia.

En la cuestión particular del gamonalismo, dos textos de Rosario Castellanos resultan sumamente ilustrativos sobre las imposiciones y las resistencias surgidas en el contexto de las leyes de reforma agraria, uno de los aspectos más polémicos dentro de los procesos de modernización de las naciones latinoamericanas y el que mayores focos de violencia desató, ellos son: Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962). Castellanos, una de las primeras voces del feminismo marxista mexicano, emprende en ambas novelas un análisis interseccional de las consecuencias que trae para las relaciones entre blancos e indios, hombres y mujeres, ricos y pobres, la expedición de las normas de otorgamiento de predios —supuestamente improductivos— a las clases menos favorecidas de la sociedad mexicana durante el gobierno de

Lázaro Cárdenas. El resultado, naturalmente, es el choque y el derramamiento de sangre en los que la naturaleza violenta del ser humano, sin importar sus antecedentes económicos o sociales, queda en evidencia.

Las dictaduras, por otra parte, se han arraigado con tanta fuerza al imaginario político latinoamericano que es prácticamente imposible pensar en una sola nación que no haya pasado por una. Más largos o más cortos, los períodos de gobierno despótico en la región pueden entenderse, a su vez, desde las clásicas antípodas de la oposición capitalismo-socialismo, Estados

Unidos–Unión Soviética y, más contemporáneamente, derecha-izquierda. Casos ejemplares de este tipo de literatura se pueden encontrar en la tradición cubana en la que se contraponen el

94 heroísmo de los revolucionarios de la Sierra Maestra y el aparente despotismo del gobierno de

Fidel Castro. Del mismo modo, pueden encontrarse autoras afectas al régimen, o que al menos se encuentran inscritas en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba —UNEAC, institución que rechazan los anticastristas21—, como Marylin Bobes y Sandra Álvarez; escritoras que predican un odio visceral en contra del régimen y sus aliados como Zoé Valdés, Daína Chaviano y Cristina

García y, finalmente, narradoras que han preferido mantener cierto tipo de neutralidad política como Wendy Guerra y Karla Suárez. La literatura cubana producida desde el triunfo de la

Revolución hasta la actualidad, particularmente aquella que trata sobre las violencias originadas desde el régimen, merecería un examen aparte para comprender los diferentes carices que tales han adoptado; baste por ahora reconocer la influencia definitiva que pueden tener las políticas autocráticas en el desarrollo de textos narrativos, habida cuenta de su conexión directa con las ideologías que inspiran a autores y autoras. No sobraría añadir a este análisis que el conflicto cubano, guardadas las diferencias, es casi tan antiguo como el colombiano.

La ‘Novela del dictador’ es un subgénero canónico de la literatura latinoamericana, los más grandes nombres de esta tradición se han vinculado a él con títulos tan ampliamente conocidos como El otoño del patriarca, Yo el supremo, El señor presidente o La fiesta del Chivo.

A la fecha no hay documentación sobre una novela escrita por una mujer que obedezca a las características estructurales de este tipo de novela, no obstante, las autoras han dado su punto de vista en lo que podría denominarse la ‘Novela de la dictadura’, preocupada por las relaciones públicas y privadas que se tejen en torno a la figura del dictador, mas apartada del uso de su efigie como centro de su universo narrativo. Debe reconocerse, en todo caso, que tanto las autoras como los autores han sido enfáticos en mostrar cómo las ansias neocolonialistas de los

21 En la medida en que hace las veces de tamiz ideológico sobre todas las producciones literarias, culturales y artísticas que se desarrollan en la Isla, permitiendo solamente la circulación y exposición de aquellas que se encuentren dentro de los postulados revolucionarios.

95 Estados Unidos, aunadas a la paranoia anticomunista de la Guerra Fría y la plutocracia de las economías latinoamericanas, responsables directas de la entronización del terrateniente latifundista como señor feudal y plenipotenciario del poder político regional, dieron paso a las aberrantes orgías de poder que cobraron las vidas de cientos de ciudadanos del común. Las diferencias con La Violencia en este aspecto particular son mínimas y la única notable es que

Colombia, por la misma época y gracias a la idea democrático-autoritaria del Frente Nacional, se libró de que su gobierno fuera nombrado desde Washington o que el muy pro-estadounidense

Rojas Pinilla acaparara el poder en los años siguientes.

En el caso de Centroamérica y el Caribe, no son pocas las autoras que se atrevieron a mostrar los horrores de las dictaduras, especialmente en la manera como estas atropellaron a los indígenas. Cenizas de Izalco (1966) de Claribel Alegría y Darwin Flakoll se constituye en el texto por antonomasia de la dictadura en El Salvador, relatando en paralelo —y con una estructura narrativa sumamente ambiciosa–— el alzamiento de Farabundo Martí, la masacre indígena desencadenada por el mismo y las costumbres de los aristócratas de la ciudad de Santa Ana, haciendo énfasis en las frustraciones de orden emocional y sexual a que conduce la imposición de roles de género. En sintonía con tales temáticas se encuentra La mujer habitada (1988) de

Gioconda Belli que, haciendo de Faguas un trasunto de Nicaragua, relata los años de la dictadura somocista y la resistencia que a esta opuso el Frente Sandinista de Liberación Nacional. La perspectiva caribeña la ofrece En el tiempo de las mariposas (1995) de Julia Álvarez quien narra la historia de las hermanas Mirabal, lideresas de la resistencia contra el régimen trujillista, perseguidas, encarceladas y posteriormente ejecutadas por el mismo régimen.

El terreno literario más fecundo para la denuncia de las violencias derivadas de regímenes dictatoriales ha sido, sin embargo, el Cono Sur; de hecho, las narraciones capitales sobre este tipo de violencias, Facundo (1845) de Domingo Faustino Sarmiento y Amalia (1851) de José

96 Mármol, vieron la luz en territorio argentino y tenían su sustrato principal en la figura sombría del dictador Juan Manuel de Rosas. Con tales antecedentes, no sería gratuito que el arquetipo del hombre obsesionado por el poder acabara por convertirse en una impronta de la narrativa argentina, tendencia que se demuestra en Fin de fiesta (1958) de Beatriz Guido, que narra la historia de un caudillo de Avellaneda y los diferentes abusos en los que incurre en su ascenso político, y en La alfombra roja (1966) de Marta Lynch que en similar tenor trata sobre las peripecias de un bonaerense que busca salir electo presidente de la nación. Mas serían los regímenes despóticos sucedáneos a la muerte de Perón, tras su tercer ascenso a la presidencia de la Argentina, los que se establecerían como prototipo dominante en la literatura de ese país.

Pionera, dentro de las obras escritas por mujeres sobre este tema, resulta Ganarse la muerte

(1976) de Griselda Gambaro; la autora, a pesar de haberse consagrado como dramaturga, crea un texto novelístico en el que anticipa la honda brecha que se abrirá entre civiles y militares, parcialmente en razón a las torturas que estos emplean durante sus interrogatorios; la novela fue censurada y Gambaro debió exiliarse por largos años en España. Otra de las destacadas en este campo es Cola de lagartija (1983) de Luisa Valenzuela, quien se vale de la figura de El Brujo — apodo por el que se conocía al muy intrigante político José López Rega— para exponer el terrorismo de Estado en el que incurrió la Junta Militar encabezada por Jorge Rafael Videla. De otro lado, puede notarse una vuelta de tuerca a la forma de narrar este tipo de historia: en Kalpa

Imperial (1984) Angélica Gorosdicher, en lugar de seguir la estrategia mimética, representativa de los hechos como ocurren, prefiere acudir a la fantasía para hacer alegorías del régimen y sus abusos. Esta corta aproximación a las narrativas de la Guerra Sucia puede cerrarse con No sé si casarme o comprarme un perro (1995) de Paula Pérez Alonso donde se ilustra la manera como aquellos simpatizantes de la izquierda argentina que no terminaron en el exilio, fueron desaparecidos por miembros de las fuerzas regulares del país.

97 Dentro de la tradición uruguaya vale reconocer la visionaria Indicios pánicos (1970) de

Cristina Peri Rossi pues, como su nombre lo indica, su trama se basa en el relato de ciertas conductas, fenómenos y circunstancias que apuntan hacia el desencadenamiento de los hechos que más tarde caracterizarán a las dictaduras del Cono Sur.

Para concluir con esta parte, es preciso hablar del otro gran grupo de ‘Novelas de la dictadura’ constituido por los textos escritos por autoras chilenas. La dictadura de Chile resulta, si se quiere, la más violenta de las de la región por cuanto fue la más larga y la que mostró tener legitimación dentro de las clases dominantes del país. El proceso, iniciado con un golpe de

Estado manu militari al presidente Salvador Allende en 1973 y finalizado tras un referendo que depuso al dictador Augusto Pinochet en 1990, se caracterizó por la profunda represión que implantó en el país, acompañada por la supresión de partidos políticos, la desaparición forzada y la censura de cualquier actividad artística o literaria que se opusiera al régimen. El texto esencial de los antecedentes y el desarrollo de los primeros años de la dictadura es La casa de los espíritus

(1982) de Isabel Allende; la novela narra la historia de una familia cuyas mujeres, aun cuando tienden a gravitar en torno a un patriarca neurótico y asaz caricaturesco, se mueven al ritmo de sus propios deseos y persiguen sus propios ideales aun contra la voluntad del hombre de la familia. En términos políticos la agencia de estas mujeres puede interpretarse, adicionalmente, como su voluntad de acercarse a la izquierda a pesar de que el patriarca sea el senador más conservador de la derecha, cuestión que le valdrá prisión, tortura y vejámenes de todo tipo a una de ellas. Por otra parte, Lumpérica (1983) de Diamela Eltit se apoya en el neobarroco para comunicar en clave, a través de la ficción y con la intención deliberada de burlar a la censura, las críticas que la autora pretende hacer a la dictadura militar. Finalmente, puede traerse a cuento

Carne de perra (2009) de Fátima Sime, en la que la autora expone una relación entre una prisionera y su torturador, en el contexto de la dictadura, a través de una historia de amor, signada

98 por el Síndrome de Estocolmo, que llevará a la protagonista hasta el extremo de convertirse en cómplice de su amante en un asesinato; Sime se constituye en parte del grupo de narradoras que, con la distancia temporal necesaria, empieza a revisar los años más aciagos de la Historia de

Chile.

Una consideración especial debe hacerse a la denominada “violencia senderista” que asoló al Perú durante casi dos décadas, a finales del S. XX, y cuyos efectos resuenan todavía dentro de la situación de orden público del país, a pesar de que Sendero Luminoso hubiera perdido a su líder natural —Abimael Guzmán, alias Camarada Gonzalo— desde su captura en

1992. El enfrentamiento entre fuerzas guerrilleras y fuerzas regulares resuena ampliamente dentro de la tradición literaria latinoamericana, sin embargo, la literatura producida en el Perú desde la desarticulación del movimiento se ha dedicado, preferentemente, a retratar el terrorismo de Estado con el que el presidente Alberto Fujimori combatió al movimiento y a sus simpatizantes. En este sentido se expresa La sangre de la aurora (2013) de Claudia Salazar

Jiménez que conjuga las violencias de todo tipo que debieron padecer las mujeres en esta época, especialmente en razón a la radicalización de las ideologías y de la militancia a la que el Estado patriarcal sometió a todos los ciudadanos, especialmente a los hombres. Asimismo, La voluntad del molle (2006) de Karina Pacheco Medrano se propone hacer un análisis interseccional de las vivencias de las identidades en la provincia peruana, para el caso en el Cusco, dentro del contexto de la violencia política, particularmente virulenta en las zonas de periferia merced a la magra presencia del Estado ellas.

Este corto pero revelador acercamiento las narrativas sobre otras violencias revela que, a pesar de que no hayan tenido el mismo reconocimiento, las españolas y las latinoamericanas se han interesado por hacer sentir su voz literaria dentro de los proceso políticos que han vivido sus naciones. Los desafíos que han tenido que enfrentar, por supuesto, no han sido menores en la

99 medida en que desarrollar este tipo de textos no solo conlleva algún tipo de censura, autónoma o heterónoma, sino que arrastra la posibilidad de darle a las autoras una visibilidad que, en términos generales, el patriarcado busca desaparecer del panorama cultural. La presencia de estas autoras dentro del imaginario hispánico es, por encima de todo, una forma de afirmar su propia presencia y de combatir la invisibilización a la que tradicionalmente se les ha sometido.

100 2. ‘Construyendo’ al hombre: del mito fundacional a la contesta subversiva

2.1. Preliminar

Se ha afirmado en el capítulo anterior que, salvo la señera excepción de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón y algunos aspectos puntuales de Cola de zorro, no existe en las novelas que aquí se analizan una ruptura demasiado radical con los aspectos más observables de la ‘Novela de la Violencia’. El texto de Juncal, al menos desde un punto de vista estructural, cumple al pie de la letra con esos implícitos requisitos que los autores de la época observaban a rajatabla para comunicar su experiencia de La Violencia; el de Romero, por otra parte, aunque resulta narrativamente más complejo, no deja de circunscribirse en un universo masculino en el que las mujeres triunfan solo porque se apartan completamente de él. Puede sumarse a esto la presencia semi-mesiánica de Benito Viana a lo largo de toda la novela de Buitrago: a pesar de la indiscutible fortaleza de los personajes femeninos y de que estos sean el poder detrás del poder, no se evidencia una voluntad autoral de permitirles competir tête-à-tête con el poder de los personajes masculinos. Algo similar puede predicarse sobre Ana pues, a pesar de que protagonice la novela de Ángel y se convierta en una forma de vehicular la resistencia femenina a las imposiciones del patriarcado, la agencia sobre lo público se encuentra en cabeza de Lorenzo, de

Jorge Eliécer Gaitán y de Gabriel Muñoz Sastoque —también denominado “Gurropín”, acrónimo de Gustavo Rojas Pinilla—, entre otros. La cuestión de fondo que se impone es bastante sencilla:

Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, de una u otra manera, están reflejando miméticamente la hipermasculinización reinante que se presenta en esta época en el país y, de alguna manera, entrando a reflejar los valores (masculinos) que sus pares hombres llevaron a sus obras. En este

101 orden de ideas, resulta difícil de comprender el que sus novelas hayan tenido una recepción lectora tan dispar y, al mismo tiempo, tan inferior a la de los libros escritos por los demás autores.

La respuesta prima facie a esta cuestión es bastante simple: el prejuicio machista frente a una obra artística desarrollada por una mujer. Sin embargo, una revisión de fondo a las obras puede arrojar pista más interesantes: las autoras se están atreviendo cuestionar al género opuesto, a los hombres, y a sus formas de proceder, por medio de la representación literaria; hay una transformación en la mirada de las autoras para comunicar una situación a la manera que la percibiría un hombre. Esta mirada adquiere interés en la medida en que entraña una doble recreación del punto de vista: por un lado, supone que las autoras abren un camino de diálogo dentro de un contexto socio-histórico determinado para ser tenidas en cuenta como mujeres que escriben; por otro, precisa de una (des)esencialización de la figura del hombre para observarlo en su propia multiplicidad de facetas. Si a esto último se añade que ese hombre representado se encuentra fuera de los ejes canónicos de la heroicidad —el patriarca no es siempre un villano, el subversivo nunca es angélicamente bueno— y que no cuenta con compañeras de lucha para llevar a cabo sus objetivos, puede concluirse que, aun como personaje, ese hombre es un mecanismo de resistencia del que se valen Juncal, Buitrago, Romero y Ángel para informar sobre sus propias inconformidades con la realidad en la que viven. Dicho de otra manera, las escritoras proponen un proyecto narrativo en el que lo masculino se concibe como posibilidad de poner en crisis los sistemas de opresión que los hombres han creado.

El objetivo general de este capítulo es demostrar cómo se articula esta construcción desde el diálogo entre tres fuentes teóricas principales: Feminismo de la Diferencia, Estudios

Poscoloniales y Estudios Queer. Para lograr este objetivo se diseña un sistema de lectura que, desde los mismos parámetros críticos, permite aproximarse a las particularidades de los escritos que aquí se analizan y generar inferencias significativas en el campo de las representaciones del

102 género en la Literatura Colombiana. La importancia de que el análisis parta de la Teoría

Feminista en sentido amplio, y no de la Teoría Literaria, radica en que se facilita el paso del terreno de la realidad —el requisito de la experiencia a la manera que lo entiende Crenshaw— al de la ficción: el análisis de los textos apelaría más al hecho de la escritura como expresión del ser

(mujer) que a la incierta percepción de un fenómeno con significados distintos para cada uno de aquellos que pueden testimoniar sobre el mismo. Por supuesto, no se intenta afirmar que esta sea la única forma de aproximarse a la creación del personaje subversivo en las narrativas que aquí se analizan, mas sí de resaltar que es este un punto de partida expedito para concluir desde el hecho de escribir sobre cierto tipo de hombre, manteniendo una identidad de mujer.

Como se ha establecido anteriormente, la aproximación que aquí se intenta es novedosa en la medida en que, salvo los textos citados en los apartados correspondientes, no hay análisis de las obras de Juncal, Buitrago y Romero. En el caso de la novela de Ángel, por otra parte, los estudios críticos han solido centrarse en el personaje femenino y en la manera como este comunica una mirada feminista, sin atender al hecho más que evidente de que los subversivos también sirven a este propósito y, de alguna manera, lo impulsan en el terreno de lo público.

Se concluirá analizando la representación del personaje masculino como una performatividad ficcional en el sentido de que, el tener a una mujer en el proceso de creación del género del personaje se establece como una impronta que controvierte el rol y recoge ciertas características reiteradas del género opuesto, sin perder de vista el hecho de que las escritoras buscan irrumpir en el discurso patriarcal con miras a desmontarlo. En ese sentido, podrá entenderse cómo partiendo de conceptos esencialistas (escritora-mujer, personaje-hombre) se llega a conclusiones anti-esencialistas (el personaje masculino que reivindica la postura de una mujer), introduciendo la posibilidad de hablar de una masculinidad femenina en la creación del personaje.

103

2.2. Escribir como acto de resistencia: del mimetismo a los patriarcados

La lectura de cualquier obra literaria siempre envuelve una pregunta con respecto al nivel de imbricación que existe entre la historia personal de quien escribe y la trama que construye.

Esta situación se hace más patente, si se quiere, en la actualidad cuando las narrativas se precipitan hacia borrar los límites entre la vivencia y la ficcionalización. El cuestionamiento que cabe frente a eso es si esa pregunta se obviaría para las narrativas escritas por hombres, descartando de plano que a los hombres les guste escribir sobre sí mismos, y se haría necesaria para la comprensión de cualquier texto escrito por una mujer. Esto considerando que, como afirman Gilbert y Gubar:

Since both patriarchy and its texts subordinate and imprison women, before women can

even attempt that pen which is so rigorously kept from them they must escape just those

male texts which, defining them as ‘Cyphers’, deny them the autonomy to formulate

alternatives to the authority that has imprisoned them and kept them from attempting the

pen (13)

Es decir, ¿puede pensarse en una hipermasculinización de las letras que apareja que estas mismas tengan que ser entendidas, a su vez, como masculinas? O, ¿se tratará más bien de que existen ciertos temas cuyo tratamiento requiere de una percepción necesariamente masculina o femenina para lograr una comunicación más veraz de lo que el texto pretende relatar? Ambas cuestiones ameritarían un tratamiento más amplio del que se podría dar aquí, mas pueden anticiparse unas cuantas consideraciones preliminares: para empezar, dada la postura de privilegio que, desde tiempos inmemoriales, han tenido los hombres dentro de la literatura y la academia literaria, el cuestionamiento sobre qué es lo masculino de la literatura solo puede hacerse desde una postura

104 feminista. De igual forma, si se asume que en efecto la literatura se ha construido toda sobre una base patriarcal, cualquier tipo de narración escrita por una mujer envuelve, en sí misma, un acto de resistencia a ese orden a la vez que una sumisión a una parte de sus postulados; en otras palabras, la escritora ingresa al patriarcado a sabiendas de que nunca podrá ser patriarca. Por

último, no existirían temas típicamente femeninos o masculinos, o que sean mejor o peor tratados cuando la mano tras la pluma sea la de un hombre o de una mujer, solo existiría una diferencia y es que la escritura de mujer reclama un espacio que la del hombre da por sentado.

Si se parte de que la escritura es un frente colonizado por los hombres, la primera cuestión a analizar es cómo se inserta la mujer dentro de ese mundo sin perder el espacio para la reivindicación de su posición de mujer que escribe y, muy particularmente, de la diferencia de lo que escribe con respecto a lo que tanto los hombres como otras mujeres, a su vez, escriben. El punto de partida, en este aspecto particular, se encuentra en la postura de la mujer dentro del discurso psicoanalítico, en el que esta representa el “continente negro”, razón por la cual su propio lenguaje no se legitima como tal sino como reflejo del que usan los hombres. Ante la imposibilidad de cambiar radicalmente el paradigma, especialmente en términos gramáticos,

Luce Irigaray afirma que la mujer debe acudir al mimetismo:

Se trata de adoptar deliberadamente ese rol [masculino]. Lo que de entrada supone

devolver como confirmación una subordinación y, gracias a ello, comenzar a desbaratarla.

Mientras que la recusación de esa condición equivale, para lo femenino, a la

reivindicación de hablar como «sujeto» (masculino) o a postular una relación con lo

inteligible que mantiene la diferencia sexual (56)

En otras palabras, Irigaray postula un sostenimiento artificial del binario hombre-mujer siempre que la mujer se entienda, a su interior, como la parte que está buscando expandir los límites del mismo binario mediante la auto-concienciación de su situación de sometimiento. No se trata tanto

105 de que la mujer “diga” lo mismo que “dice” el hombre sino, más bien, que le vaya quitando su monopolio sobre el discurso, al tiempo que se va introduciendo ella misma como sujeto discursiva. Continúa Irigaray, “Así, pues, para una mujer emplear la mímesis es intentar encontrar el lugar de su explotación mediante el discurso, sin dejarse reducir sin más al mismo”

(57). Una vez la mujer pueda reconocerse a sí misma dentro del mismo discurso, aun manteniendo el binario, podrá prescindir de los atavíos masculinos del lenguaje para confeccionarse una representación a su propia medida.

Se podrá objetar que manteniendo el binario se cae en el esencialismo pero, como se explicará en el apartado siguiente, aquí se está hablando de un tipo especial de esencialismo, de un esencialismo estratégico. Baste, por ahora, hacer algunas consideraciones críticas sobre esta primera fase en el proceso de la creación del personaje.

Es importante señalar lo trascendental que resulta el que la mujer pueda reconocerse a sí misma dentro del discurso: no solamente habrá aprendido a distinguir aquellos dispositivos desde los cuales es sometida, y por ende llegará hasta el punto de poder evitarlos, sino que además podrá comunicarlos ella misma a través de su creación literaria. No en vano afirma Martha

Gómez en su edición crítica a la novela de Ángel: “La escritura femenina hace el papel de la semiótica: cuestiona, horada. De ahí la causa para su rechazo universal: a la mujer se le niega el derecho al logos, a la palabra, porque trastoca el orden. El hombre se refleja en la mujer como un espejo pasivo y quieto; pero si ella entra en la esfera de lo simbólico, lo pierde, lo desequilibra, lo descentra” (89). En el instante en que el texto literario empieza a reconocer la presencia tanto de hombres como de mujeres dentro del universo de los creadores, no solo se empieza a desmontar el falogocentrismo sino que se empiezan a admitir formas no canónicas de expresión que, al tiempo, cuestionan lo que se ha entendido tradicionalmente como canon. La entrada de la mujer a la escritura sugiere precisamente esto y no resulta extraño que se cuenten, entre los primeros

106 ejemplos de textos literarios feministas, aquellos que se dedican a glorificar el erotismo: el cuerpo de la mujer es su primera (re)conquista tras siglos de sometimiento a la estructura patriarcal. Esta cuestión se encuentra claramente expresada en los textos de Ángel y de Buitrago, no tanto así como en los de Romero y Juncal, circunstancia que refleja una mayor inclinación hacia el pensamiento feminista en las dos primeras que en estas últimas.

El poder liberador de la relación sexual, amén de su infinita capacidad para revelar sensaciones desconocidas hasta entonces, es narrado en Cola de zorro cuando Narcisa le cuenta a

Thamar sobre su primer encuentro con Benito Viana: “Su voz apartándome de la oscuridad en la que los padres me criaron. Asomándome al escaño el placer... Me enloquece enseñando a mi cuerpo una función distinta a la hacer hijos. Despierta en mi una vena de profunda sexualidad”

(154). Nótese cómo Buitrago no solo está buscando comunicar esa comunión que se da entre el cuerpo y la conciencia de Narcisa a través del encuentro con Benito, a la par, la autora muestra cómo el placer sexual la rescata de su sometimiento al patriarcado y a uno de sus postulados más enconados: la maternidad compulsiva.

Por otra parte, la presencia masculina en el cuerpo de la mujer se revela por contraste en

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón mediante la narración de las sacudidas diametralmente opuestas que despiertan el sexo con amor y la violencia sexual: “[Lorenzo] comenzó a mamar muy dulcemente, a despertar mi cuerpo… su lengua quemaba como una llama viva, absorbía mis jugos, me colmaba de tibiezas… [Alirio] me abrió los muslos, así, no temas, y comenzó a salir y a entrar, a levantarme en vilo mientras sus manos apaciguaban mis caderas”

(280). Narrativamente, lo más interesante de este aparte del texto se encuentra en la manera como

Ángel solapa ambas experiencias, de modo que muestra cómo el erotismo en el que se inicia con

Lorenzo (es su primera relación sexual después de la violación) hace desaparecer la figura del agresor y le revela que otra forma de acercamiento carnal es posible.

107 Es extraño, por decir lo menos, que no haya un acercamiento tan sensible al erotismo en

Triquitraques del trópico. Más allá de las influencias garciamarquianas que se señalaron antes, resulta bastante claro que hay tantos enredos entre los habitantes de Calamoima que, sin lugar a dudas, bajo la trama se traza una potentísima urdimbre erótica que Romero se abstiene de llevar al texto. La exploración más ambiciosa en este sentido es la chifladura de la maestra Valsemina por Eudoro Bermúdez, director de sanidad, con quien sostiene un tórrido romance que nunca llega a convertirse en amor. El deseo de Valsemina crece hasta el punto de empezar a sentir una

“alergia que la hacía rascarse hasta sacarse sangre” (93) y hacerle brujería, “«Espíritu de amor… alumbrad el cerebro de Eudoro para que se acuerde de mí y todo lo que tenga me lo dé, e impúlsalo por tus poderes a que sea el esclavo de mi amor. Tranquilidad no le des hasta que a mi lado no esté»” (103). Con brujería o sin ella, Bermúdez siempre vuelve al cuerpo la maestra, mas la autora se abstiene de indagar en sus motivos para hacerlo, así como se niega a explicar las razones de ella para persistir, a pesar de que esté claro que él no la quiere.

No sobraría insistir en que Jacinta y la violencia, en perfecta consecuencia con la religiosidad que desbordan sus páginas, no echa mano de lo erótico en ningún momento. De hecho, el único encuentro amoroso que llega a ocurrir en toda la trama es inteligentemente camuflado por Juncal quien, antes bien, trata de reflejarlo como un momento de debilidad del correctísimo capitán Sergio: “El noble capitán estaba triste; la ignorante campesina [Jacinta] empezaba a interesarle de verdad y por lo tanto quería respetarla. Pero… allí estaban la soledad y el silencio que lo incitaban y precipitaban con furia hacia aquella niña montaraz, ingenua y confiada” (35-36). Unas líneas después, Jacinta estará en embarazo. Por el contrario, como ya se ha ejemplificado en el capítulo anterior, la violación es el recurso preferido por la autora para exhibir la maldad de Fermín y sus hombres, haciendo que el sexo tenga, en el texto, una carga predominantemente negativa.

108 La llegada a la escritura, por parte de las mujeres, puede reconocerse asimismo como un acto de subversión. No se trata solo de denunciar los males del patriarcado o de mostrar las muchas formas de violencia que puede sufrir una mujer, se trata de crear un lenguaje propio para la expresión del cuerpo femenino. Esta posición, más extrema si se quiere, se justifica como lo reconoce Araújo en su lectura de Irigaray: “[La imaginación de la mujer] solo puede asumirse a trechos en ‘los márgenes poco estructurados de una ideología dominante’. En realidad, nada corresponde a su propia visión de las cosas y únicamente le es permitido recobrarse ‘en secreto, a escondidas, sintiéndose culpable’” (17). Dicho de otra manera, los elementos que el patriarcado proporciona a la expresión de la mujer son igualmente opresores en cuanto su uso está condicionado a la perpetuación de la estructura patriarcal y, en este sentido, el binarismo que dimana del mimetismo solo se justifica en la medida en que sea combativo, que busque la entronización de un lenguaje del que se pueda valer la mujer para comunicar su propia percepción. No en vano la crítica literaria feminista, como se dicho antes, ha establecido uno de sus fortines en el desmonte de la trama lineal como manifestación por excelencia de la narrativa escrita por mujeres. Si se piensa que la linealidad es una forma de expresión netamente cartesiana, patriarcal, típica de las “narrativas maestras” de la modernidad, no cabe la menor duda de que un reclamo por la diferencia de lo escrito por una mujer se encuentra, precisamente, en rebelarse contra esas pautas y proponer nuevas formas de construir el texto.

Ya se ha hablado de la manera peculiar como Buitrago, Romero y Ángel se insertan dentro de este postulado: Buitrago a través de la construcción de una saga familiar por vía matrilineal, en abierta oposición con las tradiciones de los “grandes patriarcas”; Romero por medio de una narración omnisciente sin clarividencia, mas dejando pistas de cómo se va construyendo la historia de cada uno de sus personajes, y Ángel a partir de la polifonía del texto y la narración en forma de collage, cuyo sentido no viene a determinarse completamente hasta que

109 se ve la obra concluida. Las novelas de estas autoras, en suma, buscan expandir el horizonte de expectativas frente a la creación literaria. No vendría al caso elucubrar si lo hacen de una forma deliberada, reivindicando no escribir como los hombres, o si se trata más bien de un acto individual, de una prueba a sus propias capacidades para generar propuestas literarias de avanzada; lo que sí es cierto es que todas ellas, como mujeres, están creando desde perspectivas distintas a las que se estilan en su medio, lo que definitivamente las pone por fuera del grupo de autores que se someten a los postulados dominantes.

Una reflexión aparte merecería pensar en la narración en forma de chisme que Juncal cuenta en su texto, ¿podría esto considerarse como su personal forma de criticar las “narrativas maestras”? La respuesta, se afirma, debe ser negativa: Jacinta y la violencia, a diferencia de las demás novelas que aquí se trabajan, hace un mal uso de los instrumentos que el mismo patriarcado le ha proporcionado, es por este motivo que su trama transparenta con tanta facilidad los valores admitidos por la doctrina del Partido Conservador y, al mismo tiempo, acusa tantas deficiencias estructurales, incluso para los estándares de narrativas más tradicionales como la novela romántica.

Establecer la escritura de las mujeres como un acto provocador se encuadra, en términos generales, dentro de lo que Hélène Cixous propone como nuclear dentro de la écriture féminine: a pesar de afirmar la imbecilidad de los caudillos (28) y la masculinidad de sus propias individualidades combatientes (31), reconoce que el texto femenino no puede ser más que subversivo (61). Es justamente aquí donde la creación del personaje masculino, dentro de una escritura de mujer, adquiere relevancia: en el doble juego que conlleva el que una miembro del grupo oprimido lleve a cabo la representación de un miembro que, por los motivos que ella misma expresará en el texto, se encuentra también subalternizado. Este diálogo entre el ingreso de la mujer al discurso (masculino) y las sensaciones del otro, o mejor dicho, a través de lo que se

110 puede reconocer como diferente en el otro —su performatividad aunque Cixous no la denomine así—, es lo que permite que se pueda llegar a una forma de narración que se encuentre por fuera de lo preconcebido respecto de lo que “debe ser” un texto literario. Se encuentra entonces la verdadera diferencia sobre lo que escribe una mujer: “Al hombre le resulta mucho más difícil dejarse atravesar por el otro. La escritura es, en mí, el paso de entrada, salida, estancia, del otro que soy y no soy, que no sé ser, pero que siento pasar, que me hace vivir” (Cixous 46). Es precisamente en la des-masculinización de la realidad donde una mujer encuentra su mayor fuente de expresión literaria: no se trata de que ella escriba sobre lo que entiende, entre otras cosas porque “tener la razón” es un concepto patriarcalista, es comunicar su personal forma de ver las cosas y de mostrar esa realidad en la forma como ella la dimensiona. Y dentro de esta realidad el personaje masculino bien puede ser entendido como aquel en quien se deposita la reinvención de la masculinidad, especialmente a partir de su consideración como ser subalternizado.

La cuestión que se impone determinar ahora es cómo identifican las autoras a los amos, a aquellos que promueven el discurso de dominación frente al que ciertos individuos se rebelan.

Debe tenerse en cuenta que, en todas las novelas que aquí se analizan, existe el relato de un mito fundacional o, por lo menos, de la forma como un hombre —en el sentido más restringido de la palabra— termina acaparando el poder político, social y económico en una zona determinada. En otros términos, todos los textos tienen por lo menos a un patriarca que controla, vigila y castiga las actuaciones de otros personajes, a la par de movilizar la creación de aquellos grupos que lo habrán de combatir. Ha lugar reconocer, sin embargo, que solo en Jacinta y la violencia hay un patriarca que se encuentra desde el principio hasta el final del texto, en las otras novelas, la presencia del patriarca se usa como recurso para recrear situaciones puntuales que, no en todos

111 los casos, desarrollan una confrontación directa con el personaje subversivo, pero cuya presencia se adivina detrás de aquellas luchas que efectivamente lleva a cabo este último.

Como puede anticiparse el sujeto patriarcal en la novela de Juncal, merced a las nociones que se han expresado sobre la tendencia ideológica del texto, no se construye desde la perspectiva de la opresión institucionalizada que se encontrará en las demás novelas; de hecho, no hay necesidad de hacer hermenéutica muy fina para llegar a la conclusión de que la autora confía plenamente en el poder del sistema y de los hombres que se encuentran en los cargos públicos.

Por otra parte, en la trama de la novela jamás se revela que existan estructuras de dominación por fuera de las que tienen que soportar los habitantes del campo, permanentemente acosados por los grupos al margen de la ley. En este sentido, la simbiosis que hace la autora entre Fermín Sánchez, plenipotenciario de toda la maldad que puede ocurrir en el país, y Fermín Sánchez, bandolero torturado por su pasado que se enamora de Jacinta, revisten al personaje de un doble carácter dentro del contexto de la obra: por un lado es el patriarca, no de otra forma se puede explicar que todos los demás personajes se encuentren sometidos, de una u otra manera, a los sistemas de opresión cuyos hilos son hábilmente manejados por él; por otro lado, es el subversivo que debe someterse al poder estatal —a un patriarca superior a él, puede decirse— cuando su propia jerarquía como jefe revolucionario se viene abajo. Esta doble vocación en el personaje de

Sánchez refuerza la idea de que la narradora, férrea opositora al obrar de los grupos al margen de la ley, de alguna manera entiende las circunstancias que los llevaron a alzarse en armas. La conversación que sostienen León Darío y don Gervasio tras la aprobación de la pena de muerte para los delitos de los bandoleros da buena cuenta de ello: el primero, principal ideólogo de la medida, confía en su efectividad para devolver la calma al pueblo, que no quiere otra cosa que la paz; el segundo teme que el pueblo se rebele frente a la norma y las consecuencias sean más graves (Juncal 182). El que la novela termine afirmando que la pena de muerte fue abolida tras la

112 ejecución de Fermín reinscribe a la autora dentro del contexto pro-institucional que se mencionó antes.

Una situación similar puede predicarse sobre lo que ocurre en la novela de Romero, mas debe hacerse la claridad preliminar de que en Triquitraques del trópico se pueden encontrar dos tipos de patriarcados: uno doméstico y uno público. El patriarcado doméstico, sin duda, es liderado por Sandalio Sandino, quien como suegro del primer Aguirre, se constituye en el fundador de toda la saga de Calamoima e, indirectamente, de los grupos contrahegemónicos que forman los descendientes de su hija Estrella. La situación de Sandino se replica, prácticamente, en todos los hogares de Calamoima, donde los progenitores son quienes llevan las riendas del hogar e imponen un destino de su cónyuge y descendencia. El caso más particular, no obstante, es el de Eusebio Conejero quien, además de conservador, casado con una conservadora antioqueña y tradicionalista, está decidido a que todos sus hijos e hijas se dediquen a la vida religiosa. Es aquí, precisamente donde se presenta el entronque con el patriarcado público: la narradora de Romero, en su postura deliberadamente liberal, se burla no solo de la manera como los hijos terminan ingresando a la lucha armada-liberal sino de cómo, a pesar de tener simpatías por el gobierno conservador, Eusebio nunca logra una mejor posición social en el pueblo. Se habla aquí de un patriarcado público porque, más allá de la brutalidad de los policías que el gobierno envía al pueblo y sus alrededores para combatir a los “viches”, no hay una cabeza visible en el ejercicio de ese poder; empero, la novela revela la realidad de ese poder eminente y la manera como oprime a los calamoimas: imponiéndoles un credo, influyendo en sus decisiones más simples, atacando a sus seres queridos, persiguiendo a las mujeres.

Buitrago, por su parte, tiene la particularidad de crear un grupo de personajes masculinos más bien odiosos y, al mismo tiempo, anodinos. Como se expresó en líneas anteriores, el verdadero poder se encuentra en cabeza de las mujeres y son ellas quienes, a través de una

113 agencia individualista, sostienen los sistemas de opresión dentro de los que los hombres aparentan tener el poder. Con todo, la figura del “hombre de la casa” no deja de estar presente en la novela y se repite varias veces en los personajes de Manuel el viejo, Manuel el joven y hasta el mismo Diego Cabo. Sin embargo, puede sostenerse que el verdadero patriarca en Cola de zorro es Esaú Centeno. Polígamo, misógino, violento y filicida, Centeno es el omnipotente gobernante de la que termina siendo considerada como república independiente de Opalo, donde todos lo llaman “el padre”, en parte porque la mayoría son sus hijos, sus nietos o sus entenados. La presencia de este patriarca y su enfrentamiento con Enmanuel, hijo de Benito Viana, sirve como sinécdoque de las luchas emprendidas por padre e hijo en contra de las imposiciones del patriarcado. La llegada de Enmanuel a Opalo resulta poderosa porque dispara en Centeno el recuerdo de su enfrentamiento con Giovel, también hijo de Benito Viana, único hombre que había tenido la osadía de desafiar su autoridad y provocado en él, por primera vez, la necesidad de autolegitimarse: “Yo hago en este pueblo lo que se me antoja, ¡para eso me rompí los cojones para fundarlo! Todavía soy la cabeza de mi familia. Aquí se hace lo que yo mando” (Buitrago

134). Es bastante sintomático, sobre las intenciones de la autora, que sea Evelyn-Evelyn quien termine matando a Esaú, no obstante, es obvio que el personaje anti-patriarcal es Enmanuel, lo que permite una lectura de la lucha subversiva como un reto a ese poder actual o inminente que oprime a un grupo determinado mientras genera privilegios para otro.

Finalmente, en el texto de Ángel, un tanto más avanzado en términos de crítica a las estructuras de dominación, conviene reconocer que se dan formas de patriarcado bastante similares a las que trata Romero en su obra: uno doméstico, simbolizado por la relación de Ana con su madre y con Sabina, la asistenta doméstica, y uno público, representado por la política de absoluto control que vive el país en la época que relata el texto. En el primer caso hay un patriarcado doméstico en la sujeción de la protagonista a la economía de la “niña bien” —que se

114 levanta de la cama cuando quiere, que se deja mimar por la servidumbre, que tiene prohibido interactuar con ‘inferiores’ sociales—, clara demostración de que su madre la está reservando para un matrimonio conveniente. No sobra añadir aquí que la figura del padre se encuentra ausente de la novela y es sustituida por una madre que comunica todos los valores de la sociedad patriarcal; las similitudes con las mujeres en la novela de Buitrago son evidentes. Cabe agregar que, mientras espera la llamada de Valeria y se entera de la muerte del Ché Guevara, Ana decide renunciar a esta vida, decisión que queda en suspenso por la muerte de su amiga.

En el segundo caso se está frente a un patriarcado público en el sentido de que hay una opresión institucional que impide el que se pueda pensar por fuera de lo establecido por ella misma; situación que se refleja en Lorenzo, quien empieza a pagar presidio “por un desgraciado que no me quiso dar un plazo, por un cheque de mil infelices pesos” (Ángel 204), pero deviene en delincuente político tras comprobarse su vinculación con grupos de izquierda en plena época de la Guerra Fría, lo que demuestra de manera fehaciente cómo el poder institucional está decidido a extirpar cualquier tipo de disidencia. Esta cuestión se refuerza porque el aprisionamiento de Lorenzo se da en la misma época en la que el General Muñoz Sastoque se encuentra en el poder y desde allí se muestra como el gran benefactor del país, aquel que se encuentra dispuesto a eliminar cualquier foco de subversión, en aras de legitimar su propia gestión; sobre la masacre de estudiantes en Bogotá afirma: “«Los dolorosos hechos de hoy, tienen origen en gentes interesadas en sabotear los actos conmemorativos del primer año de gobierno de las Fuerzas Armadas. Esas gentes, comunistas y laureanistas que trabajan en la sombra para lograr el derrumbamiento, utilizaron a los estudiantes como carnada»” (251). Nótese cómo Sastoque no invoca a grupos al margen de la ley sino que, más bien, usa calificativos de copartidismo tradicional para mostrar que los enemigos son quienes se atreven a pensar distinto a

él. Es él el patriarca a quien todos los colombianos deben obedecer.

115 Imposible negar que existen agenciamientos específicos entre los percepciones que las autoras, todas ellas, tienen con respecto a los mismos hechos: Juncal y Buitrago representan a un patriarca que es todo maldad, Romero y Ángel prefieren mostrar las convergencias subyacentes a lo doméstico y lo público, mostrando que el patriarcado es un asunto cultural que no precisa de un único titular que lo ejerza o ejecute. Empero, es necesario subrayar la heterogeneidad reinante en la representación de las figuras de los patriarcas y de los patriarcados en las novelas. Hay claras diferencias, por ejemplo, en los registros discursivos usados para hablar sobre las maneras como se ejerce el poder en cada uno de los textos: Fermín Sánchez lo hace a través de la intimidación, así que no existe un solo momento en que su poder se pueda entender como legítimo. Esaú Centeno lo asume como predisposición natural, haciendo que la sumisión a él se entienda como inevitable. La madre de Ana lo ejerce como depositaria de un catálogo de valores hegemónicos, encontrando un cuestionamiento permanente a su propio criterio a la hora de aplicarlos. Los padres calamoimas, finalmente, son solo patriarcas en la medida en que tengan hijos a los cuales mandar, es por esto que resultan derrotados por el avasallador poder subversivo cada vez que tratan de imponerse a ellos. Por otra parte, el concepto de patriarcado público se hace más complejo en el texto de Ángel que en el de Romero por cuanto esta última prefiere hacer evocaciones del mismo —la manera como todo se controla desde Bogotá—, mientras que la primera da pruebas fehacientes, incluso documentadas, de los mecanismos de acción empleados por este para dominar a diversos sectores de la sociedad.

La importancia de subrayar estas diferencias se encuentra en que las identidades de opresión denunciadas por cada una de las autoras son, de igual modo, disímiles, y la lucha específica de los personajes subversivos presentará formas de reacción a tales identidades que, difícilmente, podrían alinderarse con aquellas presentadas en los otros textos. Teniendo esto claro, puede empezar a hablarse sobre la forma como los insurrectos representan identidades

116 contrahegemónicas, a la par que potentes dispositivos discursivos sobre los que se apoyan las novelas en análisis para promulgar un discurso en contra de la opresión.

2.3. El esencialismo estratégico: el subversivo hace lo que el subversivo representa

Lo que más importa, a efectos del presente estudio, sobre los personajes masculinos escritos por Juncal, Buitrago, Romero y Ángel no es, simplemente, que estos sean hombres.

Como se viene resaltando desde el comienzo, el personaje masculino que despierta interés es aquel que, siendo hombre, vive en una situación de opresión similar a la de la mujer por encontrarse fuera de los márgenes impuestos por los grupos hegemónicos. Se ha venido utilizando la categoría “subversivo”, para localizar a estos personajes dentro de las novelas, por ser la que mejor engloba los diversos tipos de lucha que desplegaban los individuos representados en los textos: Juncal habla de bandoleros que se transforman en guerrilleros, luego de la vinculación del Padre Zamora a su grupo; Buitrago, por su parte, discurre sobre guerrilleros liberales que devinieron comunistas tras pasar por el bandolerismo; Romero hace una taxonomía de todos los fenómenos, pero no deja de exculpar a los delincuentes por su buena fe; Ángel, finalmente, reflexiona sobre las diferencias que se presentan entre la lucha partidista y el movimiento estudiantil de izquierda. En pocas palabras, el único rasgo común de todo estos personajes es que, a pesar de proceder de origines sociales e ideológicos distintos, se encuentran todos por fuera de las disposiciones de la hegemonía. Puede, por lo tanto, considerarse que todos estos individuos se encuentran en estado de subalternidad y que, más allá de la parte de sus actividades que pueda considerarse objetivamente como delictiva, resulta claro que su mayor yerro se encuentra en ir en contravía de las imposiciones sobre su identidad política.

117 El concepto de subalterno se entiende aquí como lo ha expresado Gayatri Spivak en entrevista a Manuel Asensi: “una situación en la que alguien está apartado de cualquier línea de movilidad social… la subalternidad constituye un espacio de diferencia no homogéneo, que no es generalizable, que no configura una posición de identidad, lo cual hace imposible la formación de una base de acción política”. En este escenario, es claro que la lucha contra la opresión, aun partiendo de la iniciativa del grupo que se encuentra en estado de subalternidad, precisa apoyarse en las herramientas que provee el opresor, así estas no garanticen el éxito de la causa, entre otros motivos porque resulta inconcebible que se trate de atacar un sistema que se desconoce. Por tal motivo, es factible considerar la concepción de Homi Bhabha con respecto al mimetismo, en el contexto colonial, para orientar un análisis de la manera como los subalternos comienzan a ganar terreno hacia su reconocimiento como agentes políticos. A diferencia de Irigaray, Bhabha se concentra en el mimetismo desde una perspectiva racial y lo concibe como una estrategia ambivalente de opresión: por un lado, se da un reconocimiento tácito a igualdades mínimas del subalterno; por otro, ese mismo reconocimiento es usado por el amo para vigilar a este último

(2013 112). En este sentido, se puede añadir una capa al concepto de partida: es claro que el mimetismo, como lo propone Irigaray y se ha sostenido en líneas anteriores, tiene una indiscutible tendencia esencialista, pero es un esencialismo que busca la desconstrucción de los valores subalternizantes por medio de una aquiescencia casi paródica a las imposiciones de los mismos.

Teniendo en cuenta lo anterior, puede adelantarse una lectura de la representación del personaje masculino como un esencialismo estratégico a la manera que lo entiende Spivak, es decir, que “existen elementos en [el] texto que justifican la lectura de su proyecto de recuperación de la conciencia de los subalternos como un intento de desmontar esta metalepsis historiográfica masiva y ‘situar’ el efecto del sujeto como subalterno… un uso estratégico del esencialismo positivista impulsado por un interés político escrupulosamente visible” (2013 339). En el caso

118 específico de los textos novelísticos, este esencialismo se manifiesta en dos maneras ostensibles: por un lado, las autoras acuden a la (re)creación de la historia de un hombre que, por lo regular, se reconoce como tal por el hecho de que realiza actividades “típicamente masculinas”; por otro lado, y más importante aun, la condición anti-hegemónica de este personaje le viene dada a partir de circunstancias narradas en una manera, asimismo, esencialista, más o menos influida por los conceptos apriorísticos que quien escribe hubiera podido tener con respecto a las actividades que un hombre, en iguales circunstancias de vida, llevaría a cabo. La diferencia se encontraría en los matices que la autora desplegara para caracterizar a su personaje y en su capacidad de mostrar a ese hombre en diferentes facetas, adicionales a su condición de subalterno.

En últimas, el esencialismo estratégico quedaría vertido en la postura política que se le fije al personaje y, en principio, no incidiría en la mayor o menor calidad narrativa de la obra.

Con todo, es importante precisar, como lo hace la misma Spivak, que “todo proyecto comprendido en términos esencialistas debe circular en un circuito de prácticas radicales en torno a las diferencias” (1998 18). No basta con que las autoras se planteen realizar un proyecto narrativo en el que se pongan de manifiesto las particularidades de cierto tipo de subversivos, este debe ser lo suficientemente ambicioso como para que dentro de la recepción no queden dudas sobre las reivindicaciones que se persiguen detrás de las representaciones que comunica el texto.

Este puede ser, si se quiere, el aspecto que mayores cuestionamientos puede generar dentro del análisis que aquí se plantea: la escritoras deben pactar, con quienes las lean, que les van a hablar desde los márgenes y a través de una posición que, en otras circunstancias, no explorarían a través de un personaje masculino. La veracidad del texto queda sometida, por supuesto, al manejo individual que cada lector o lectora tenga sobre el contexto que la obra relata y a la conciencia crítica con la que se aborde la novela; empero, las autoras fijan su discurso de manera que no queden dudas sobre sus intenciones autorales; sus obras se pueden leer con esa casi

119 verificabilidad de la que gozan los textos de no-ficción. A continuación se presentan las formas como cada una de ellas se aproxima a ello.

Resulta bastante peculiar que haciendo un guiño tan claro a las bondades del catolicismo, la narradora de Juncal se ensañe tanto con el destino del Padre Mauricio Zamora que, como se ha afirmado antes, parece calcado del de Camilo Torres: hijo de familia aristócrata, inteligente, culto y, sin embargo, socialista y guerrillero. La gran diferencia entrambos radica en que, mientras

Torres fue acribillado por el ejército en uno de sus primeros combates, Zamora debe sufrir las pérdidas de su tío y Natalia, amén de una extensa lista de privaciones, antes de que la novela termine. El texto muestra que, tras siete años de trabajos forzados en la Isla del Olvido, el apóstata se arrepiente de sus actos, obtiene el perdón papal y regresa al seno de la Iglesia, pero nada de lo que hace es suficiente: “¡Dios mío, qué bien sabes castigar! Todo esto lo tenía merecido” (Juncal 220). Es como si la narradora quisiera manifestar que la clemencia humana, incluida aquella que dispensa el Papa —lo cual resulta herético pero no se discutirá aquí—, no fuera suficiente para calmar la cólera divina. Reteniendo que Jacinta y la violencia predica una forma diferente de patriarcado y de subalternidad, es posible aseverar que la autora se está valiendo del esencialismo estratégico para comunicar su resistencia al régimen de terror impuesto por los subversivos y mostrar que el destino compartido por todos aquellos que se encuentran en la lucha armada es, si no la muerte, perder a sus seres queridos, convertirse en parias sociales o ser objeto del escarnio de Dios.

En el caso de Cola de zorro, la presencia del personaje de Rodrigo Viana establece, desde el esencialismo estratégico, un cuestionamiento al género representado desde una perspectiva diferente. De entrada debe subrayarse que Rodrigo no se encuentra dentro del contexto de abierta subalternidad que se podría predicar de personajes como su padre, Benito Viana, o sus hermanos

Giovel o Enmanuel; sin embargo, sí está sometido a unas expectativas genéricas típicamente

120 patriarcales: lejos de continuar con la leyenda de virilidad y valentía que siembra su padre,

Rodrigo es un bueno para nada, incapaz de tomar decisiones por si mismo, obsesionado con

Malinda Cabo pero dispuesto a conformarse con Lisa Reyes y a entregarse a aficiones tan disímiles como “el ajedrez, el yoga, la antropología, la caza y la colección de mariposas, los libros raros, el tiro al blanco y las prostitutas negras” (Buitrago 208). La postura de Buitrago, es posible afirmar, busca trascender la idea esencialista-determinista de que los hijos de los grandes hombres son, a su vez, grandes hombres; muy por el contrario, la narradora está comunicando que no existe una relación de causa y efecto entre el hecho de ser hombre y realizar actividades que pueden ser entendidas como heroicas, y engendrar hijos varones que vengan al mundo a imitarlas, incluso cuando padre e hijo crecieron en circunstancias similares y fueron educados por la misma mujer —ha lugar recordar que es Claudia Reyes la que se encarga de criar a Rodrigo, luego de que Morelia González se dedica exclusivamente a su trabajo como publicista—. Con todo, Rodrigo no reniega de su herencia: al igual que Benito abandona a su estirpe para perseguir sus sueños, en su caso, el amor de su prima Malinda Cabo.

Por otra parte, la presentación que hace Romero del suicidio de Juan Aniceto cuando el ejército lo tiene acorralado, puede leerse en clave de autoinmolación para evitar la simbología asociada a una captura; mas si de simbología se trata, Romero la extrema acudiendo a la magia y la consecuente desazón de los soldados que no logran ver al bandido muerto “«Otra vez se ha desaparecido… Seguro que tiene pacto con el diablo.» La respuesta estaba ahí, babeante, sangrante, en ese cuerpo caliente todavía, con los ojos abiertos y el pecho lavado de … don

Gregorio juraba que había un hedor a azufre” (Romero 108). El pacto del que hablan los soldados se ha tratado, una y otra vez, a largo de la obra y, de hecho, no es esta la primera ocasión en la que este Aguirre evade mágicamente a la fuerza pública. No obstante, el aspecto que mejor revela que la autora está acudiendo al esencialismo estratégico se encuentra en el doble juego que

121 supone la condición de Robin Hood de Juanani: sí, es un delincuente que asalta fincas, tiene varios muertos en su haber y extorsiona a los terratenientes; pero también es un amigo de los campesinos, y entre ellos de los más pobres, que reparte su botín entre los que se encuentran en situación de necesidad. Desde una perspectiva institucional, hegemónica, no queda duda de que el personaje es un villano al punto que se llega afirmar que tiene tratos con el Demonio; mas desde el punto de vista de aquellos a quienes socorre, los que se encuentran fuera del privilegio económico, es un verdadero héroe y no les importa con quién tenga tratos. Esta situación se refleja no solo en que quieran que se diga una misa de difuntos en su nombre, mas también en que su entierro resulta siendo el más concurrido en años (109). A modo de colofón sobre este punto cabe añadir: “Valentín Vela le comentó la semana siguiente a Honorio Mosuca que la autopsia había evidenciado un corazón el doble del tamaño normal. «Qué corazón tan grande tenía»” (109).

Mostrando la situación desde una perspectiva más realista, Ángel toma el testimonio del subversivo como forma de acercar al lector a la voz de quienes no se encuentran dentro de la hegemonía. Para tales efectos transcribe, con algunas intervenciones, la declaración que Jesús

María Oviedo (alias General Mariachi) tomara a Teófilo Rojas (alias Chispas) a Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Su uso del esencialismo estratégico resulta exitoso en la medida en que la declaración vista desde la lente de quienes se encontraban en el poder y entendida dentro del contexto judicial donde eventualmente se podría usar en su contra, sería la herramienta más útil para lograr el propósito de castigar a Rojas por todos sus crímenes relacionados con bandolerismo. No obstante, ese mismo relato, con las intervenciones de la autora —mínimas en todo caso— y dentro del contexto de la novela, puede entenderse como una forma de reivindicar que los campesinos liberales fueron las primeras víctimas de La Violencia y que tuvieron que armarse para defender a su familia, tanto como a sus propiedades, de la fuerza pública y de los

122 pájaros. El recurso discursivo de Chispas es la defensa “Ya no me podía, ni me puedo dejar matar como oveja amarrada, sino que como la defensa es permitida, yo no he hecho otra cosa que defenderme y defender a los indefensos, a los menores, a las mujeres y los ancianos”, más unas líneas después la narradora agregará “lo mataron en Armenia de un tiro de fusil (a los treinta y dos años y cargando a cuestas con el asesinato de cuatrocientas sesenta y cinco personas)”

(Ángel 201-202). En el aspecto puntual del bandolerismo la autora no muestra mayores simpatías hacia uno u otro bando —repudia tanto al gobierno como a los delincuentes—, pero busca que haya una mirada crítica sobre estos últimos, logrando generar un contrapeso a la imagen de asesinos en serie que el gobierno de turno le quiso vender a los ciudadanos.

Ahora, no es suficiente reconocer el hecho de que las autoras, en efecto, se valen del esencialismo estratégico para desarrollar la historia de los personajes subalternos-subversivos.

Así estén tomando distancia de ese personaje y solamente les estén insuflando la ideología que proclama, las escritoras también reconocen la condición simbólica de los personajes y la manera como estos se van a insertar en la mirada de quien lee. Resulta definitivo, sin embargo, determinar si estas quieren que la presencia autoral permanezca legible detrás de las líneas que componen el texto o si, más bien, prefieren que esta ni siquiera se pueda intuir. Las consecuencias de esta decisión no son menores pues, a pesar de que el personaje conste de ciertas particularidades que lo hacen ser dentro del texto de ficción, las identidades propias de las autoras tienden a manifestarse dentro de la propia construcción del texto, afectando procesos de lectura, recepción e interpretación del mismo. Se puede reconocer con Natalie Golubov que

Como ninguna identidad es estable ni se construye de una vez por todas, es posible

analizar cómo el sujeto del discurso literario se constituye diferencialmente a través de

prácticas discursivas complejas y cambiantes sin desconocer que es un sujeto que,

inmerso en condiciones de producción determinadas, habla desde un cuerpo (entendido no

123 como esencia ni como página en blanco biológica donde se inscribe e impone el género,

sino como ese espacio siempre ya construido por discursos y prácticas donde opera el

poder) (121).

En otras palabras, deben examinarse los agenciamientos particulares que subyacen a la expresión de las identidades de las autoras, a través del texto de ficción, para establecer si estas se valen del esencialismo estratégico como mecanismo para borrar su propia conciencia de la producción literaria o si, por el contrario, hay un uso deliberado del personaje masculino para denunciar, por ejemplo, que la única forma que tienen las escritoras para agenciarse una carrera literaria es, precisamente, escribir historias de o sobre hombres. Esta cuestión ameritaría un tratamiento mucho más amplio y en un escrito separado que debería empezar por analizar cómo dialoga la autora, o la narradora, con sus personajes femeninos y la manera como este diálogo da lugar a que se lleven al texto experiencias o resonancias con otros textos literarios. De este modo, podría llegar a determinarse si existe, así sea de manera tácita, un pacto entre las narradoras para llevar a cabo cierto tipo proyectos literarios que las distingan de sus pares hombres. En principio, tal proyecto, aún entendido como esencialismo estratégico, carga con la desventaja aparente de retornar a una “feminización” del texto en lugar de reconocerlo como producción autónoma, independiente de otros textos, y del hecho de que tiene a una mujer, individualmente considerada, por autora. No obstante, una cuestión sí puede resolverse aquí de manera elemental y es la razón que lleva a que ninguna de las autoras llegue hasta el punto de ofrecer historias de mujeres alzadas en armas, siendo tan generosas en la representación de subversivos, más si se tiene en cuenta que no existe manera de que no hubiera mujeres en las escuadras insurgentes y que existen registros de la existencia de figuras como Rosalba Velásquez de Ruiz (alias Sargento Matacho), guerrillera del Líbano, Tolima, cuya vida fue novelada por Alirio Vélez, como se expresó en el capítulo anterior.

124 Para atender a esta cuestión es importante retornar al concepto esencialismo estratégico: no hay bandoleras o guerrilleras en las novelas aquí analizadas porque las autoras saben que, dentro del contexto sociopolítico y masculinizado en el que escriben, tal idea resulta completamente descabellada y puede redundar en contra de la credibilidad de sus trabajos. En

Jacinta y la violencia abrir un espacio en la escuadra de Fermín para una mujer que no fuera

Jacinta o Tomasa —una especie de dama de compañía que aquel le asignó—, equivaldría a pervertir la necesaria masculinidad de los agresores y entrar a lidiar con cuestiones que, puede afirmarse, Juncal que no estaba en capacidad de lidiar como el hecho de que una mujer pudiera matar, torturar o violar. En sintonía con esto se encuentra Triquitraques del trópico: a pesar de presentar una gama amplia de mujeres empoderadas, capaces de valerse por sí solas, suele caer en la división sexual del trabajo haciendo que ellas solo sirvan, en el mejor de los casos, como emisarias de los subversivos, y en todos los demás, como las madres de sus hijos. Tal línea de valores puede encontrarse también en Cola de zorro, no tanto porque dentro de la trama haya una asignación específica de roles a los personajes femeninos sino, más bien, porque ninguno de ellos se encuentra dispuesto a abandonar sus privilegios para levantarse en contra de la hegemonía. Por

último, puede pensarse que para la época en la que escribió Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, la autora aún no había dialogado —como lo hizo posteriormente en Las andariegas— con Les guérrillères (1971) de Monique Wittig. Sin duda alguna, Ángel habría sido la escritora indicada para romper la tendencia masculinista dominante entre sus pares, mas se limitó a mostrar a un par de jovencitas, Valeria y Ana, simpatizando con los movimientos estudiantiles, protestando con ellos, mas abortando su camino hacia las armas tras la muerte de la una y el exilio de la otra. No hay explicaciones a esta decisión dentro de los trabajos académicos sobre la novela, tampoco dentro de las entrevistas que se le han hecho a la autora, mas puede intuirse que Ángel lo hace a propósito: en su novela nada queda al azar.

125 Es importante recordar que, tratándose de textos que se ofrecen al público lector como ficción, sus posibilidades para activar movilizaciones políticas no resultan tan manifiestas como podría predicarse de los textos históricos, sociológicos o periodísticos. Así las cosas, el texto literario precisa de la agregación de unos niveles de discursividad superiores a los del texto de no-ficción para comunicar eficazmente la postura autoral desde la que se está escribiendo. Por tal motivo, a efectos de acercarse a las narrativas aquí analizadas, donde el discurso político se comunica a través de un personaje masculino, es necesario que ese esencialismo estratégico trascienda los límites del género, posiblemente a través del uso de una figura como la del informante nativo, pues ya no solo se representaría ese deseo de recuperar la memoria subalterna, como se expresó con Spivak unas líneas antes, sino que además se establecería con total claridad quién es ese subalterno y desde qué perspectiva debe ser escuchado. En pocas palabras, se empataría la circunstancia de informante nativa con la condición de autora para reforzar el punto de enunciación y evitar regresar al simple esencialismo.

2.4. De la performatividad a una masculinidad femenina como performatividad

ficcional

Una de las cuestiones fundamentales respecto a la teoría de la performatividad, a la manera como la comprende Judith Butler, es la necesidad de entender que el género no es performante sino performativo: no es posible construir el género de una vez y por todas, ello requiere una repetición prolongada en el tiempo que estabilice las condiciones entre las que se manifiesta. Esta interpretación podría llevarse incluso más lejos, parafraseando la obra de la filósofa: no basta con el cuerpo, se precisa que este importe y para que el cuerpo importe debe investir un sinnúmero de elementos discursivos que lo pongan a tono con el efecto que —

126 deliberadamente o no— se pretenda alcanzar con el género construido. Para expresar esta cuestión en términos más concretos, afirma Butler:

la performatividad del género gira en torno [a] la forma en que la anticipación de una

esencia provista de género origina lo que plantea como exterior a sí misma [así como] no

es un acto único sino una repetición y un ritual que consigue su efecto a través de su

naturalización en el contexto de un cuerpo, entendido, hasta cierto punto, como una

duración temporal sostenida culturalmente (2015a 17)

Dicho de otra manera, la performatividad envuelve tanto la adopción de características genéricas observables, bien de manera empírica o bien de manera consciente y estudiada, como su puesta en práctica de manera clara para lograr establecerlas como mecanismos de tipificación de una identidad visible. Como salta a la vista, la performatividad es tanto un cuestionamiento a que el género sea interpretado como una entidad monolítica, sobre la que se puedan predicar categorías absolutas, como una invitación a moverse deconstructivamente en el binario masculino- femenino, desarrollando incluso identidades genéricas no consideradas dentro del mismo.

Es probable que el requisito de que haya cierto nivel de materialidad en lo performativo haga de esta una categoría un tanto inasible para analizar textos literarios que no se encuentren circunscritos dentro del subgénero de narrativas LGBT, especialmente si estos han sido escritos sin cuestionar los límites entre la ficción y la textualización de hechos constatables; después de todo, si se está partiendo de situaciones consumadas en el mundo de la ficción, su posibilidad fenomenológica es prácticamente ilimitada y lo performativo pierde su poder deconstructivo. No obstante, ante la contingencia de que tales situaciones puedan ser interpretadas en la realidad como dispositivos discursivos desde los cuales alimentar reivindicaciones políticas, es necesario reconocer las diversas posturas que pueden inspirar un proyecto narrativo de estas características.

Por esta razón, ha lugar sostener que no es posible llegar hasta conceptuar sobre una

127 performatividad ficcional sin haber hecho sendas consideraciones al mimetismo y al esencialismo estratégico como materiales discursivos que fijan la postura de quien escribe para asumir un rol de género opuesto. En este sentido, es posible coincidir con Butler cuando afirma: “Si el esencialismo es un esfuerzo por excluir la posibilidad de un futuro para el significante, luego, la tarea es evidentemente convertir el significante [mujer] en un sitio que permita realizar una serie de rearticulaciones que no puedan predecirse ni controlarse…” (2002 307).

Llegados a este punto, es posible reconocer que la autora del texto de ficción, en efecto, está escribiendo como un hombre o sobre un hombre sin necesidad de que el discurso de este personaje sea, precisamente, el de un hombre. Esta postura, por supuesto, requiere una mayor fundamentación, razón por la cual es necesario hacer algunas reflexiones con respecto al acto de escribir literatura como acto discursivo, a la relación entre identidad y performatividad y a los vínculos entre lo femenino y lo masculino a través de la ejecución de actos performativos.

Una de las más fuertes objeciones que formulan los puristas de la crítica literaria a los estudios sociocríticos de literatura es su aproximación al texto asumiéndolo en un único significado, el de su congruencia social. Esta reflexión resulta pertinente, de ordinario, cuando se precisa analizar el texto en términos de las representaciones sociales que se dan a su interior, la crítica a las estructuras de poder y, muy particularmente, la denuncia que el texto pueda hacer a ciertos sistemas de opresión social. De contera resulta que la teorización que se está tratando de hacer en el presente trabajo sirve al propósito de una lectura sociocrítica de textos literarios, razón por la cual es necesario perfilar la manera como el texto de ficción puede entenderse como discurso o acto discursivo.

En lo fundamental, resulta claro, cualquier intento que se haga de textualizar un contexto podrá ser entendido, a su vez, como un intento discursivo frente al mismo. El texto literario escrito por una mujer que se encuentra dentro de un contexto social determinado, que está al tanto

128 de lo que ocurre a su alrededor y que es consciente de las maneras como es oprimida o goza de privilegios, no sería una excepción a esto. Sin embargo, la manera como este discurso se parangona a otro tipo de discursos es ligeramente distinta: para empezar, aun cuando la narrativa puede reflejar fielmente las representaciones sociales, el velo de ficción que cubre el texto —que puede incluir cambios de nombres, de fechas, de circunstancias, entre otros— suele confundir al lector con respecto a las intenciones del autor. De igual manera, las limitaciones del texto narrativo se evidencian en que, en el proceso de textualización de las prácticas discursivas, la autora debe seleccionar aquellas que mejor sirven para los propósitos comunicativos de su texto, razón por la cual siempre va a haber una parte de esa ‘sociedad’ que no se sentirá identificada con lo que relata la obra. En similar sentido, en razón a la plurisignificatividad del texto narrativo, cualquier análisis que sobre él se intente siempre va a arrojar que, incluso narrando sucesos de conocimiento general en un territorio determinado, el tratamiento discursivo de los mismos siempre va a cambiar dependiendo de la mirada de quien escribe. Por último, a todo lo anterior cabe agregar la observación de Mary Louise Pratt:

Publishers, editors, critics, and reviewers are our literary moderators, mediating between

the writer who wishes to take the floor and the public which has a floor to give to [her].

Like the master of ceremonies, these literary judges ratify the speaker on our behalf and

request our attention on [her] behalf (118).

En otras palabras, no se puede afirmar con entera certeza que el discurso que propone el texto narrativo corresponda inequívocamente a lo que la autora “quiere decir”, todos los tamices que se interponen entre su idea original y la recepción por parte del público, hacen que las prácticas discursivas del texto narrativo tengan que ser analizadas más desde la hermenéutica del texto que desde su explicación o de una lectura sintomática del mismo.

129 Una primera conjetura que se puede aventurar sobre la performatividad ficcional es que esta puede aglutinar elementos discursivos que se inspiran tanto en performatividades reales, extraídas de prácticas identitarias observables, como de las performatividades que la propia autora le quiera asignar a los hombres que se encuentra textualizando. Las obras de Buitrago y

Romero, por un lado, revelan aproximaciones alternativas al concepto de hegemónico de masculinidad; las de Juncal y Ángel, por otro, exploran el concepto de familia resemantizando la manera como esta puede establecerse a partir del afecto, en lugar de la consanguinidad. Como pasa a explicarse, las autoras, deliberadamente o no, están buscando comprender al hombre fuera de los parámetros que se asocian, de ordinario, con su género.

Benito Viana, para empezar, es presentado por Buitrago como un mujeriego empedernido, rompe-hogares, capaz de dejar hijos regados donde quiera que va. Su presencia en el texto, no obstante, se presenta contrastando ese perfil de verraco e introduciendo su imagen de hijo amado, subversivo idealista y líder traicionado por uno de sus amigos. Valga anotar que, durante el paso de Benito por Opalo, este expresa a Narcisa su ideal de lucha retratando, de paso, el autoritarismo de Esaú Centeno: “Todos los débiles a quien el padre había dominado. Pero él encontró más como ellos en su camino y se había librado (Dios sabe cómo y de qué manera) y quería decirme que a base de amor, y con amor nos salvaríamos. Era parte de su afán de belleza hablar de destrucción” (Buitrago 155). Es imposible que una persona pueda predicar sobre la emancipación del pueblo, por medio del amor, si no conoce el amor —y es capaz de ejecutarlo como, en efecto, se muestra que Benito lo hace—. La performatividad ficcional, en este caso, opera en la manera como la autora humaniza a quien hará las veces de redentor: el registro evangélico usado en la descripción de Viana, cuya postura ideológica es antítesis de la dominación, se nutre de la efigie de Jesucristo como varón ideal a través del cual se expresa la identidad contrahegemónica; no se deconstruye su género, mas se le (re)construye su sexualidad. Es importante añadir, además, que

130 la redención que propone Viana se encuentra en la afectividad, en el amor, lo que permite hacer una lectura adicional al ideal social que se muestra como causa de su lucha. De forma similar, el hecho de que deje su semilla regada en Opalo, lejos de constituir ese acto de aparente desprecio por la estirpe que se lee detrás de tal actitud en cualquier hombre, a la larga termina conllevando la liberación del pueblo del yugo de Esaú Centeno, reforzando la intertextualidad a las Escrituras a la que se hizo referencia.

La admiración que Sandalio Sandino profesa por su yerno Juan Aniceto Aguirre es una de las maneras como Romero, por otra parte, muestra la afectividad como un dispositivo desde el cual deconstruir el género, y más que eso, la preferencia genérica. Es claro que la autora no piensa liarse con la narración de relaciones entre personajes del mismo sexo, no obstante, es tan reiterativa con esa especie de objet petit que el subversivo constituye para su suegro que el lector no puede dejar de considerar que hay un inconfesado deseo homosexual de por medio. Esta lectura se refuerza si se tiene en cuenta que, no en pocas ocasiones, la autora echa mano de un registro acusadamente apasionado para hablar de la admiración de Sandalio por Juanani:

Una fuerte dosis de romanticismo se apoderaba del viejo cuando le contaban que Palomo

no quería nada para él y que toda su tarea era robarles a los que tenían para repartirles a

los que no tenían nada… En las noches claras Sandalio esperaba verlo llegar en un caballo

moro, con la cintura constelada de cartucheras, repletas de plomo y unas espuelas

rayadoras para hacer saltar al animal cada vez que el peligro acechara… [Sandalio]

también lo camuflaría en el cuarto detrás del horno, y tampoco sabrían nada cuando le

preguntaran si vio pasar por ahí a un hombre de piel tostada… (Romero 48-49)

A lo anterior podría sumarse el uso capcioso que hace Romero de la palabra “macho” mientras narra los pensamientos del viejo: “mejor sería así, que su hija Estrella habitara ahora en la Cueva del Indio, al lado de un macho, en vez de que estuviera como él, con la mirada alelada…” (49),

131 ¿es Aguirre un macho —con la carga erótica que el término aparejaría para un hombre homosexual— o el macho de Estrella, el que la domina? Con todo, no podría afirmarse categóricamente que este deseo exista sin caer en la sobreinterpretación o, tal vez, en un innecesario queering22 del texto. Lo que sí puede decirse con toda certeza es que la autora está reinterpretando la figura del patriarca, a través de su performatividad, porque la admiración de

Sandalio por Juanani, nacida tal vez en el hecho de que él mismo no se siente en capacidad de alzarse en armas, resulta completamente impropia de un patriarca —real o ficcional— cuyo deber ser no es el de un observador pasivo de los hechos, sino todo lo contrario, el patriarca es el artífice de que estos ocurran. Sin dejar de mostrar a Sandalio en su pináculo patriarcal, Romero se las arregla para exhibirlo como un personaje con una masculinidad ligeramente disidente. No sorprende, en este sentido, que Sandino llegue hasta el punto de convertirse en padre sustituto de

Juanole, tras el suicidio de su padre.

Resulta pertinente ahora acercarse al concepto de familia y a la manera como esta se explora desde perspectivas no convencionales en las obras de Juncal y Ángel.

Sería temerario afirmar que Juncal se propuso mostrar una estructura familiar en el

“hogar” que terminan conformando Ojos de Plomo, Mauricio Zamora y Manfredo Villaveces, pero la narradora termina ubicándolos en esta situación. Manfredo, hijo de un millonario, cae víctima de un secuestro extorsivo planeado por Zamora y Sánchez y ejecutado por Ojos de

Plomo. La situación cambia cuando Ojos de Plomo, luego de recordar toda la barbarie de la que ha sido testigo durante sus años como delincuente y cansado de vivir escondido en la montaña, decide desertar y devolver el niño a su familia. Tras la fuga se topan con Zamora quien los acoge

22 Se usa este vocablo en inglés porque no existe aún un concepto uniforme sobre su uso en español. Diego Falconí, uno de los académicos que más ha trabajado el tema en América Latina, en sus primeros trabajos, hablaba de una simultaneidad de lo queer/cuir/cuyr, mas tras ganar el Premio Casa de las Américas por ensayo en 2016 ha empezado a reivindicar el uso de la palabra “marica”, en lugar de “gay”, para referirse a la identidad, y “mariconear”, para hablar de los análisis que se hacen desde este plexo (Flores).

132 en su casa de campo. El trío adopta características familiares cuando Manfredo cae enfermo y necesita ser llevado al hospital: Zamora y Ojos de Plomo permanecen a su lado intranquilos, el primero comportándose como un magnánimo proveedor que corre con todos los gastos médicos, el segundo esperando pacientemente que el niño se recupere. Si se logra entender una estructura familiar conformada a partir del afecto, cabe agregar que Manfredo también lo siente por sus

“padres”, “Pronto se había encariñado con Ojos de Plomo, ya que este nunca lo regañaba, antes bien, hacía todo por complacerlo… [Zamora] ese señor tan serio y a la vez tan cariñoso… se preocupaba por sus alimentos y lo hacía ver del médico todos los días” (Juncal 130), llegando hasta el punto de contrarrestar una lectura desde el Síndrome de Estocolmo, pues la autora expresa al final de la novela que Manfredo, tras ser devuelto a su hogar, ayuda a Natalia a obtener la conmutación de la pena de Mauricio (192-193) y se vale de las influencias de su padre para lograr el indulto de Ojos de Plomo (204). Resulta notable el hecho de que, a pesar de que la misma narradora anticipa la temporalidad de este vinculo familiar, eso no va en desmedro de que el lector se encuentre frente a una familia de hecho constituida por dos padres hombres —ambos heterosexuales y canónicamente masculinos—, vinculados por el afecto que profesan por un hijo y la gratitud que de este reciben en contraprestación. De fondo lo que se puede encontrar es una especie de reivindicación autoral sobre la protección que se debe brindar a los niños, particularmente en un contexto de violencia generalizada, mediante la típica conjunción de la provisión material, por un lado, y la provisión afectiva, por otro.

La familia compuesta solo por varones es narrada por Ángel a través de la situación de presidio que vive Lorenzo. En principio, cuando este apenas ha ingresado a la cárcel y empieza la serie de cartas-diario que dirige a Ana, sus temas favoritos son la política, los políticos y las situaciones por las que tiene que pasar en razón a su postura ideológica, aunque su primera pena no se relacione con ello. No obstante, conforme el texto avanza y muy particularmente tras

133 corroborarse su postura antigobiernista —“antisastoquista”, primero, y “antifrentenacionalista”, después—, más y más compañeros de prisión empiezan a aparecer en el texto: Chispas, Pico-de- oro, Manoelata, Jaime, Remigio y un grupo de guardianes que hacen la vista gorda para que pueda recibir las provisiones que Ana le envía, se convierten en la línea vital de Lorenzo, situación que se refleja en que el discurso político es aparcado, en no pocos pasajes, para hablar sobre lo que los demás prisioneros hacen o sienten. Jaime, como compañero de celda, es quien más aparece en las cartas y frente al que Lorenzo exhibe mayor afectividad, especialmente cuando se insinúa el relato su violación dentro de la cárcel: “cuando volví a la celda me encontré con que a Jaime se lo habían llevado, no sé por qué guachafita de maricones. Parece que un cacorro trató de meterle mano y él le rompió los huevos, lógico” (Ángel 320); unas cuantas líneas después, sin embargo, el mismo Lorenzo empezará a relatar cómo Jaime sufre de claustrofobia, se deprime y, en últimas cede ante el castigo que les infligen a todos los presos tras un intento de motín: “Jaime hace cuatro días que no musita palabra. Está con fiebres y diarrea que no para. Se va a morir. Yo sé… Jaime se va a morir y yo me voy a morir de tristeza y de rabia en este muladar de mierda” (326). Lo notable de esta historia se encuentra en que a la autora no le interesa cuestionar el afecto de Lorenzo, ni ponerle títulos, de modo que las interpretaciones quedan en cabeza del lector: performativamente Lorenzo y Jaime son hombres heterosexuales, sin nada más que una profunda amistad que los une; mas la relación de dependencia afectiva, nacida a causa del presidio y de las penalidades que tienen que sufrir en él, obliga a pensar que entre ellos se estructura una relación de tipo familiar no considerada dentro de las formas hegemónicas de familia, lo que supone una forma de resistencia a las mismas, más si se piensa que tanto Jaime como Lorenzo son prisioneros políticos y que su apoyo mutuo refuerza esa resistencia frente al gobierno.

134 Considerar las performatividades, genéricas en los dos primeros ejemplos, familiares en los siguientes, supone articular percepciones de cierta realidad dentro del contexto de la ficción, no de otra manera puede entenderse esa calidad de realidad en sí mismo a la que aspira todo texto narrativo, sino conciliando su propuesta con aquello que de la realidad adopta miméticamente.

Más aún, si se tiene en cuenta que la mímesis forma parte de la identificación de todos y cada uno de los personajes de un texto narrativo y que la persona es, en todos los casos, un estado embrionario del personaje, puede llegarse a aceptar que esa imitación envuelve, de hecho, un proyecto de tipo político, como afirma Dean: “insofar as the central concept at stake is imitation

—an aesthetic, philosophical, and social problematic that long antedates the more local aesthetic of realism. As an aesthetic problematic, imitation goes under the name mimesis, and connects to sociopolitical questions of gender identity via the politics of mimicry” (71). No obstante, es necesario verificar que haya una verdadera performatividad en esa imitación porque, como se examinó en el apartado correspondiente, la mímesis solo llega hasta la imitación de ciertas características típicamente masculinas dentro de la escritura del texto, sin llegar a hacer un cuestionamiento de fondo sobre el hecho de ser hombre desde una perspectiva femenina o, incluso, ser hombre siendo mujer. Dicho de otro modo, aquí es donde las autoras realmente tienen la oportunidad de deconstruir los valores del patriarcado desde adentro: conservando su postura autoral, mas dejando que su ideología se comunique a través de un personaje masculino.

Teniendo en cuenta que las autoras construyen personajes masculinos que, al tiempo, se encuentran subalternizados, es posible afirmar que existen propósitos sociopolíticos detrás de tal construcción. Más aun, es indiscutible que a través de la performatividad ficcional están buscando hacer un cuestionamiento de fondo a lo que se ha tenido tradicionalmente como

“masculino” y “femenino”, prevaliéndose de una masculinidad que no se encuentra señalada dentro del montaje heteronormativizado de su rol de género. Es indispensable enfatizar aquí que

135 el adjetivo “ficcional” que se añade al término popularizado por Butler abarca, tanto como trasciende, el hecho de que se esté hablando de textos de ficción: es una performatividad que no implica más materialidad que su ejecución dentro del texto literario y que nada tiene que ver con la vida personal de la autora, su propia construcción de género, su preferencia genérica o su identidad sexual. En este sentido, no puede dejar de considerarse que se está frente a una masculinidad femenina, inherente al hecho de que la masculinidad se esté revisando a través de una mirada que no es la de un hombre, pero que no puede forzosamente interpretarse como una forma de lesbianismo. La incidencia de esta visión es trascendental, como lo explica Halberstam:

(…) the presumption that [female masculinity] simply represent[s] early forms of

lesbianism denies them their historical specificity and covers over the multiple differences

between earlier forms of same-sex desire. Such a presumption also funnels female

masculinity neatly into models of sexual deviance rather than accounting for the meanings

of early female masculinity within the history of gender definitions and gender relations.

By making female masculinity equivalent to lesbianism, in other words, or by reading it

as proto-lesbianism awaiting a coming community, we continue to hold female

masculinity apart from the making of modern masculinity itself (1998 46)

Así las cosas, admitiendo que no existe una forma discursiva unívoca para construir el género, que el discurso puede llevarse al interior del texto literario, que el texto literario puede construir géneros dentro de los límites de su propia discursividad —aun partiendo de otros géneros concebidos empírica y apriorísticamente e, incluso, de manera esencialista— y que las exploraciones críticas de la masculinidad no son patrimonio exclusivo de los hombres, puede concluirse que la performatividad ficcional dialoga con la masculinidad femenina para explorar nuevas formas de acercarse tanto al hombre como al ser masculino, especialmente el ser masculino subalterno, dentro de los textos narrativos escritos por mujeres. No de otra forma

136 puede entenderse la conciliación que las autoras hacen, en sus textos de ficción, entre sus propias posturas ideológicas y las representaciones, esencialmente anti-heroicas que hacen de cierto tipo de hombres.

Los términos del cuestionamiento, o la exploración, de las masculinidades propuestos por

Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, constituyen el aspecto central de este capítulo, de modo que se les dedicará un espacio razonablemente más extenso que a las otras categorías que hasta ahora se han analizado. Por tal motivo, los análisis específicos de Jacinta y la violencia, Triquitraques del trópico, Cola de zorro y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón se orientarán por tres corolarios buscando mostrar cómo cada texto propone, a través de sus personajes, una lectura de los hombres a partir de la diferencia, logrando comunicar no solo la posibilidad de deconstruir las percepciones clásicas de la masculinidad sino de proponer, desde la ficción, formas identitarias nuevas o alternativas. Para empezar se discutirá sobre la necesidad que tienen los personajes hombres de probar su valía como tales, de su propia necesidad de autolegitimación o de satisfacer las expectativas que los demás tienen frente a ellos. En términos simples, la inseguridad del hombre cuya fuerza se encuentra apenas cimentada en la percepción que de él tengan los demás, como lo reconoce Halberstam, la aparente demanda de autentificación sobre la propia realidad y sobre la realidad de la propia masculinidad (2002 353). En este sentido, se demostrará que el personaje creado por las escritoras busca la aprobación de sus pares o de sus parejas para confirmar que está haciendo las cosas bien o, dicho de otra manera, que se encuentra a la altura de ser hombre. A continuación se expondrá cómo la creación de personajes hombres que se encuentran en polos opuestos de una clase hegemónica y su contraparte conlleva, a su vez, el que cada uno asuma diversos roles sociales, de modo que un patriarca, o sus herederos, siempre definirán su masculinidad a partir de la posibilidad de tener descendencia, mientras que los “inferiores” siempre verán satisfecha la suya con la atención debida a su deber de

137 proveedores. Por último, se observará cómo tales masculinidades se comprenden, a su vez, como la adopción de dogmas religiosos en el sentido de que puede haber una mayor tendencia a la hipermasculinización, dentro de los grupos más conservadores, enfrentada a una mayor flexibilidad genérica dentro de las liberales.

Jacinta y la violencia tiene en Fermín Sánchez, como se ha visto hasta ahora, a uno de los personajes más lleno de contradicciones que se puede encontrar dentro de las obras que aquí se analizan. Un sociópata que, muy en el fondo y sin que pueda ello evidenciarse con demasiada frecuencia, tiene buen corazón. No es extraño que su figura pueda usarse para hablar sobre la necesidad de autolegitimación masculina que, discursivamente, se puede rastrear dentro del texto.

Ya se ha hecho mención a la manera como Fermín abre su corazón a Jacinta y a cómo una experiencia traumática lo llevó a alzarse en armas, no obstante, la mejor muestra de su

(anti)heroísmo se encuentra en el momento en que salva a Jacinta de un tigre que la ataca cuando se encuentra paseando por un río cercano al sitio donde convive con ella: “llegó a la orilla del río en el preciso instante en que el tigre se lanzaba hacia la indefensa campesina. Fue un instante nada más… el suficiente para que Fermín desenfundase su revólver y disparase sobre el animal, que rodó por el sueño aferrado a su presa” (Juncal 119). Como un hombre a carta cabal, Fermín ha cumplido con el cometido de salvar a su dama de las garras del monstruo “Con una delicadeza impropia de él, Fermín la tomó entre sus brazos y la condujo al rancho” (120); mas también como un hombre a carta cabal, Fermín necesita reafirmar su poder frente a sus subalternos

“[disparando] todas las balas de su revólver sobre el indefenso bandido apodado ‘La Garza’”

(121), quien había sido encargado de cuidar a Jacinta mientras Fermín se encontraba ausente.

Puede notarse, así las cosas, que el brío de Fermín se ensombrece al menor intento de insubordinación por parte de sus hombres, lo que no deja de entrañar una crítica a su propia

138 condición de macho alfa de la manada: puede imponerse por la fuerza, pero para sí mismo su autoridad se encuentra en estado de permanente cuestionamiento.

Por otra parte, no pueden dejar de observarse en paralelo las condiciones en las que viven

Fermín y Sergio, el hijo de Jacinta, y la manera como generan representaciones distintas de las relaciones sentimentales que estos sostienen. Algo se ha anticipado sobre la relación que se establece entre Sergio y Nazaret, su hermana adoptiva, a quienes la autora se empeña en mostrar como moralmente correctos porque no ceden a la tentación del mutuo deseo incestuoso que los embarga, cuando aún no se ha revelado la ausencia de consanguinidad. El hecho de que ambos personajes se puedan dar a los suspiros y al romanticismo, a ser corteses y continentes y a reflexionar en torno al amor, está marcando una singular distancia entre la forma como estos se relacionan y las posibilidades que, al efecto, tienen Fermín y Jacinta. Estos últimos, por otra parte, viven como fugitivos de cuenta del pasado de él y el analfabetismo de ella, no tienen un instante de paz porque la búsqueda de Fermín por parte de las autoridades es implacable y al final, cuando el ‘bandolero’ intenta desertar y ponerse a trabajar como mayordomo de una finca, su delirio de persecución lo hace asesinar a su patrón. Una interpretación del amor como invento burgués estaría en orden aquí, mas para hablar directamente de lo que a este estudio atañe, es posible concluir que mientras Juncal se encarga de representar la lucha del hombre común para hacerse a una estabilidad tanto material como emocional, afirma que el verdadero amor llega por sí solo a aquellos cuyas preocupaciones son necesariamente otras.

Como se puede suponer, la tendencia dentro de la novela de Juncal es a crear personajes encasquetados dentro de prácticas discursivas dominantes sobre el género, razón por la cual, bien sea que se hable de Fermín, de Mauricio, de Sergio o de León Darío, sobre todos ellos puede predicarse que hay un nivel razonable de ajuste a lo que debe ser un hombre. Con todo, en el aspecto específico del cruce entre la adopción de dogmas religiosos y la creación de identidades

139 masculinas se pueden encontrar matices sumamente interesantes si se tiene en cuenta la mayor o menor cercanía que tienen los personajes con la divinidad. Hay para el caso dos ejemplos paradigmáticos y antagónicos: Sergio y Mauricio. El primero es médico, defensor acérrimo de la pena de muerte para los crímenes de los bandoleros, opositor a ultranza de que se apruebe el divorcio en el país y, sin embargo, torturado por los deseos incestuosos de los que se habló antes.

El segundo es un sacerdote apóstata, defensor de la revolución preconizada por la ideología socialista, opositor al gobierno —que, puede agregarse, no cabe duda de que es conservador— y atraído por una jovencita, Natalia, de la que lo separan su orden sacerdotal y sus ideales revolucionarios. Ninguno de los cede a sus impulsos pero, deus ex machina, solo Mauricio debe afrontar la muerte de su amiga. Ambos pecaron de pensamiento al desear y, sin embargo, la fe católica de Sergio le permite eliminar la barrera de la familiaridad y llegar hasta el matrimonio con la que ama. El factor identitario, en Jacinta y la violencia se encuentra perfectamente alineado con la fe que cada uno profesa: quien está más cerca de Dios tiene vía libre para seguir su camino, en este caso el matrimonio y la posibilidad de tener hijos; por el contrario, quien se encuentra lejos de Él debe pagar su sublevación con sus propias lágrimas. La masculinidad, en últimas, vendría definirse por la posibilidad que el personaje tenga la posibilidad de casarse y para ello debe ser religiosamente probo.

Cola de zorro, por otra parte, ofrece un catálogo de identidades que, a pesar de moverse dentro de un estructura heteronormada, suponen una reformulación de las expectativas que se plantean frente al ser masculino. De sobra se ha hablado, hasta ahora, de la especie de subversivo mesiánico que es Benito Viana y se ha comprobado que la suya es una forma de masculinidad que trasciende el calificativo de “mujeriego” para instalarse dentro de lo que se podría denominar una “misión de amor”. Pues bien, Buitrago no se conforma con generar este tipo de complejidad en su personaje sino que busca darle más matices aun mediante la representación del sufrimiento

140 que le supone haber sido traicionado por una persona de su entera confianza, en el momento en el que más lo necesitaba. Esta historia comienza justo al final del primer capítulo de la novela cuando Ana halla a Benito postrado en una cama, mientras el ejército rodea la casa donde se encuentran (Buitrago 83), mas no se viene a descubrir hasta mucho más adelante que Benito sale con vida de allí y se va a Opalo,

Seis años después volví a verlo, en la misma barranca a donde iba a recordarlo. Medio

muerto. Temblando de insolación y fiebre. Había perdido la fe en los demás, el brillo de

su mirada, la buena apostura. Amaba a una mujer a la que había visto una sóla (sic) vez y

dejado morir por cobardía, una tal Ana González. Se dolía de la traición de un amigo, el

que llamaba Diego (154-155).

Debe recordarse que Ana González, para el momento del encuentro, es la cuñada de Benito y que

Diego Cabo acabará casado con la madre de este. Narrativamente es interesante observar cómo la autora está definiendo el nudo de la novela en menos de setenta y cinco palabras, pero más interesante aun resulta verificar la desmitificación a la que la narradora somete a su personaje principal: Benito Viana “muere de pena” por una mujer y por la traición de un amigo, haciendo que su figura de súper-hombre salte en pedazos y los lectores sean capaces de contemplarlo en su dimensión de simple mortal, de hombre en contacto con sus sentimientos que no se avergüenza de ser débil. Esto no obsta, por otro lado, para que en el contexto general de la novela la efigie de

Viana siga siendo evocada como paradigma de la masculinidad, haciendo que solo el lector pueda tener esa doble imagen del personaje.

La confrontación entre Esaú Centeno y Enmanuel, de otro lado, no se basa solamente en el hecho de que exista entre ellos una vieja querella nacida de la muerte de Giovel. El viejo

Centeno representa a una clase hegemónica, mientras Enmanuel —tanto como Evelyn-Evelyn y

Narcisa— representa a la clase subalterna; tras ellos se encuentran las demás mujeres de Opalo,

141 todas hijas de Centeno y sometidas por este a reproducirse hasta que le lleven a sus brazos un varón digno de sucederle, y sus maridos, todos esbirros del mismo y dedicados a cohonestar con todas las arbitrariedades que a este se le ocurran. El hecho de que Enmanuel llegue al pueblo sin mujer, sin hijos, sin patrimonio, vea morir al viejo y se marche como llegó, tal vez con menos gloria porque no fue él quien lo mató, resulta significativo a la hora de oponer los tipos de masculinidades que Buitrago está situando aquí. Ciertamente, el patriarca está siendo representado desde el arquetipo, pero el personaje contestatario se encuentra lejos de ser un héroe pues al momento de serlo le arrebataron el protagonismo; contrario a lo que podría ocurrir si se explorara una masculinidad convencional, puede sostenerse que el hecho de que Enmanuel tome tanta distancia de lo que haría el patriarca —sentirse herido con Evelyn-Evelyn por haberle

“quitado el falo”, resentir la actitud de quien le quitó la satisfacción o apoderarse del trono que quedó vacío o las concubinas que quedaron vacantes—, lo muestra como un tipo de hombre distinto, nuevo. Esta situación se ratifica en el hecho de es Enmanuel, y no Evelyn-Evelyn, el precursor de la revolución que se desata en Opalo tras la caída del yugo de Centeno, pero que no se quede a pillar las ruinas de su casa.

Es de anotar, finalmente, que Buitrago no circunscribe su obra a ninguna especie de credo religioso, como sí lo hacen Juncal y, de cierto modo, Romero; la forma como este incide en la masculinidad de sus personajes, hegemónicos o subversivos, no es un tema que intente explorar.

Empero, resulta bastante notable que en el único momento que la autora trae la religión católica a su cuento, lo haga desde una perspectiva tan transgresiva como cuando habla de la vocación religiosa del párroco de Opalo: “Traté de buscar el consolador, eso nadie puede negarlo, y hasta me aprendí de memoria los santos evangelios… ¿pero acaso elegí yo este oficio mío?… ya de muchacho me dijeron lo que iba a ser, y me abrieron los ojos a la iniquidad, y me vistieron con faldas de mujer, y me enseñaron a mirar a la gente con los ojos bajos” (Buitrago 118). Habría que

142 preguntarle a la propia Buitrago qué tan doble es el sentido de la palabra “consolador” en su revisita al argot del Evangelio de San Juan, mas es bien cierto que la forma como el cura se está refiriendo a su oficio le resta dignidad, jerarquía; el simple hecho de que esté comparando los ornamentos con “faldas de mujer” y que la mirada apacible del sacerdote se represente como una especie de pusilanimidad, pone en duda, de entrada, que este sea un verdadero hombre. Esta postura se amplifica en el hecho de que el cura sufre una especie de ataque de histeria, conforme la presencia de Enmanuel va invadiendo el pueblo, lo que en pocas palabras solo es digno de un marica. No sobraría aquí agregar que la novela, en no pocos pasajes, bordea los límites de la homofobia de modo que este tipo de lectura no sería del todo descabellado. La transgresión de la jerarquía eclesiástica por vía de su “desmasculinización” es el dispositivo narrativo del que se vale Buitrago para oponerse a ella.

Triquitraques del trópico presenta, con el personaje de Rufino Esquinas, una excelente aproximación a la dicotomía autolegitimación-expectativas frente al género. Esquinas es presentado originalmente como el primer marido de Diva Espejo, pero la autora no tarda en separarlos para establecer que la bruja del pueblo no necesita de un hombre a su lado. Él, sin embargo, se establece como puente entre la ficción y la Historia de Colombia; hábil comerciante, su historia empieza a contarse desde el momento en que se emplea como capataz en la mina Real de Esmeraldas de Muzo23 (Romero 29) y evoluciona hasta verlo en Bogotá, viviendo en una mansión decorada con pésimo gusto —sus gallos de pelea favoritos alojados en la sala, yaciendo sobre un tapete blanco, incluidos—, rodeado de guardaespaldas y disfrutando de las mieles de ser un respetable esmeraldero, con todo y vendettas mafiosas amenazando su vida permanentemente.

De igual modo, en cierto momento de la novela, se puede ver cómo Esquinas empieza a dejarse

23 Siendo Muzo uno de los pueblos con mayor tradición en la explotación de esmeraldas en Colombia, amén de cuna de una de las mafias más peligrosas que, en el ramo, se hayan conocido en el país.

143 tentar por el negocio del tráfico de marihuana y cómo logra su subsistencia de cuenta de dos burdeles que tiene en la capital. Su figura se vuelve leyenda en Calamoima y, tal como ocurriría como el primer Aguirre, se le atribuyen facultades paranormales, pactos con el Diablo gestionados por Diva y una fortuna muchísimo superior a la que alguna vez logra amasar, incluso en sus años de bonanza. La lucha constante de Rufino por superarse, lejos de ser representada por

Romero como una muestra de tesón, de perseverancia, da buena de cuenta de la manera como el personaje vive en una duda constante sobre sus verdaderas capacidades para lograr sus metas; es por esto que, tras cada fracaso, necesita incursionar en un nuevo emprendimiento para demostrar que como hombre puede lograr lo que se propone. Hábilmente, la narradora muestra cómo, sin importar el éxito de la misma, cada nueva empresa que se propone Esquinas es progresivamente más turbia que la anterior, haciendo que la autolegitimación del personaje trascienda hacia el lector como una verdadera crítica al “emprenderismo” como forma de actuar tipificada como masculina.

En la dicotomía que se establece entre el tipo de patriarca que es Sandalio Sandino y el que representa Eusebio Conejero, se pueden encontrar trazas sobre formas de masculinidad opuestas, signadas por la clase social, dentro del contexto de la novela. Ya se ha hablado sobre la sexualidad de Sandino y la radical religiosidad de Conejero, sin embargo, es en su filiación política donde recala la mayor crítica de Romero a sus formas de masculinidad. La primera cuestión que debe notarse en esto es que, a pesar de que ambos personajes son patriarcas a su modo, hay una mayor proximidad de Conejero con aquellos que se encuentran en el poder —los godos, como la narradora los denomina— contrapuesta a esa distancia que toma Sandino debido a su devoción por la causa de su yerno, su nieto y su bisnieto. Esto comporta la interpretación de que mientras el primero tiene una cierta participación en el patriarcado público, el segundo se encuentra en una situación de subalternidad que, si bien no es la del subalterno sin voz, sí lo deja

144 expuesto a todos los desmanes que puede cometer la fuerza pública en Calamoima. A la par, la narradora se encarga de comunicar las diferentes experiencias de masculinidad que se pueden derivar de ambas situaciones: Conejero no quiere herederos que perpetúen su apellido, mas sí que le agencien un lugar en el Paraíso, lo que puede entenderse como un verdadero deseo de agrandar su fortuna en una manera no necesariamente material; Sandino, por otro lado, se contenta con poder salir del pueblo, tener una estabilidad económica, conocer otros lugares. Es de notar que, en similar oposición, Sandalio no logra perpetuar el apellido Sandino, pero su descendencia crece exponencialmente con todos los hijos ilegítimos que dejan su nieto y su bisnieto; Eusebio, por otra parte, preparado para no ser abuelo, debe soportar que su propósito se logre por las razones equivocadas: la deserción de todos sus hijos e hijas de la vida religiosa y sus posteriores vidas subversivas o matrimonios infértiles. En síntesis, vuelve a notarse cómo hay formas distintas de recrear al personaje hombre desde la construcción de roles sociales dentro de una sociedad, en este caso rural, completamente politizada.

Por último, es imposible hablar de Eusebio Conejero sin ligar su figura a la del padre

Agapito, párroco de Calamoima. El personaje, indiscutiblemente inspirado en el padre Antonio

Isabel, párroco de Macondo, representa con bastante claridad la forma como se inserta el dogma religioso en un contexto liberal. Si en el análisis que se hizo sobre Jacinta y la violencia se llegó a la conclusión de que no existía forma de alcanzar las propias metas si estas no se encontraban en línea con las propuestas por la Iglesia Católica, en Triquitraques del trópico se notará que es justamente por no seguir los planes del cura que se puede alcanzar el éxito de cada misión que se propone en la tierra. Calamoima es, como gran parte de la Colombia rural tanto real como ficcional, un lugar en el que todas las parejas viven en pecado, tienen hijos ilegítimos y se preocupan más bien poco por seguir los preceptos de la Iglesia. La perpetua angustia del padre

Agapito reside en que no bastan las monsergas, las amenazas o las negociaciones con el poder

145 central para que los calamoimas se casen; de hecho, ni siquiera cuando el dominio del pueblo es asumido por la policía —recuérdese, tan conservadora como Ospina y Gómez—, el cura logra convencer a sus feligreses de que el plan de Dios es bendecir sus uniones. Ya se ha mencionado cual es el hado de Conejero, su más ferviente seguidor. Por otra parte, a pesar de que los habitantes del pueblo terminan por compartir el destino común de la desaparición del mismo, es claro que lo que garantiza la supervivencia del pueblo, en cada una de sus “vidas” es justamente la adhesión al catálogo de libertades —especialmente sexuales— que se estila dentro de la causa viche: son los Juanes y sus hombres, llámense lugartenientes o descendientes “regados”, todos ellos atados a una o varias mujeres sin transgredir el vínculo del matrimonio, quienes protegen a los habitantes del pueblo en contra de los abusos de la fuerza pública. No puede dejar de interpretarse que la conformación de familias nucleares, que principia con una unión matrimonial, hubiera conllevado el debilitamiento de la fuerza subversiva y, consecuentemente, la sumisión a la hegemonía conservadora.

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, se ha dicho antes, ha sido ampliamente aplaudida por el público y la crítica literaria, en especial por la crítica feminista, merced a la poderosa narración de Ana, su protagonista. A lo largo de este capítulo se ha querido reivindicar, por otra parte, la presencia transgresora de Lorenzo desde distintas perspectivas y, por supuesto, no se puede dejar de hablar de él cuando se trata de encontrar la pretendida “hombría suficiente” que cuestiona Halberstam. La vulnerabilidad que demuestra el personaje cuando se encuentra en la cárcel no tiene parangón: lejos de ser el prisionero que arenga, se rebela contra los guardianes o pretende imponerse a los demás, en su correspondencia con Ana se notan las oscilaciones emotivas por las que atraviesa el personaje mientras trata de mantener el temple, en medio de torturas y presiones para no delatar a sus compañeros. El mayor acierto de la autora es que logra, convincentemente, transmitir las contradicciones propias de la masculinidad tradicional: el deber,

146 por un lado, de no expresar emociones: “Yo prefiero cagar para adentro y tragarme los orines y aguantar mecha en este cuarto donde me tienen encerrado interrogándome sin darme una gota de alimento hasta el domingo… a estas alturas llevo dos días sin comer y comienza el estómago pues se torea la gastritis y yo disimulando para que no se vayan a dar cuenta” (Ángel 366); articulado a la realidad humana de quebrarse bajo la tortura y no poder sostener la careta por más que se intente: “Dios bendito y oigo los alaridos que al principio no sé quién es el que grita de esa forma pero de pronto me doy cuenta que soy yo y me deben estar vigilando por un hueco pues siento que me espían por detrás de la puerta y se abren como hendijas y entonces grito auxilio sálvenme” (370). Desde una perspectiva reduccionista podría afirmarse que lo que está tratando de comunicar Ángel es, tal vez, la forma como Lorenzo está pasando de prisionero a víctima de una guerra sucia. Reconociendo que esta puede ser la intención autoral, no puede dejar de leerse, entre líneas, que hay un propósito adicional en comunicar que entre el sufrimiento por el que pasa

Lorenzo y el proceso de reconocimiento del cadáver de Valeria, que se narra en esta misma sección, ambos en primera persona, hay una relación de causa y efecto que hace que los límites discursivos de uno y otro hechos se entremezclen hasta el punto de poder afirmar que ella fue torturada como él y que él morirá como ella. Así las cosas, lo que queda de fondo es la lucha de ambos por poder sobrevivir, independientemente de su género; no se trata para Ángel, en este sentido, de probar ser suficientemente hombre o mujer, la lucha de ambos da plena certeza de su valía como tales.

Por otra parte, el retrato que hace la narradora sobre Ana como “niña bien” y los hombres que típicamente rondan a ese tipo de mujeres, establece una comparación hondamente provocativa con respecto a los tipos de masculinidades que se pueden encontrar a un lado y otro de las clases sociales. Como se ha apuntado en los apartados anteriores, existe una indiscutible inclinación a mostrar que hay vivencias distintas y, por lo mismo, hombres distintos,

147 dependiendo del origen social de cada uno. La novela remonta el pasado de uno de los pretendientes de Ana hasta el mito fundacional de Antioquia la Grande24. Ángel hace particular

énfasis en la forma como la ciudad de Pereira se fundó a base de matrimonios arreglados, paternidades negadas y mujeres vendidas como máquinas de parir, tradición que se sostiene hasta los días de Ana, cuando los jovencitos de su propio círculo social solo buscan a las mujeres para usarlas como estimulantes de su ego, mientras muestran su hombría a partir de exhibiciones de clasismo: “Un día Pablo entró a caballo hasta la misma vitrina de la heladería y pidió al empleado un cono de vainilla. No hay vainilla. ¿Ah…no?, y le rastrilló la espuela al animal que se encabritó como un salvaje y empezó a dar coces y a destruir mesas y sillas y todo lo que había”, la escena se torna verdaderamente infame cuando Ana se asusta ante la posibilidad de que los metan a la cárcel y su hermano le contesta que la cárcel “es para los de ruana” (156), es decir, para los paisanos. Manifestaciones similares se encuentran a todo lo largo del texto, forzando la conclusión de que para la autora la dominación basada en el género puede resultar, al mismo tiempo, en una opresión basada en la clase social.

En contraposición a esto se encuentra Lorenzo quien no solamente es subversivo sino un hijo de nadie que vive en una casa humilde con su madre y su hermana. El espacio narrado por

Ana no puede resultar más patético: “Me dejé intimidar por aquella cama desguarnecida, pintada de pajaritos amarillos o al menos algo que quería ser pajaritos, porque a primera vista yo creí que eran patos… las sábanas de tela de liencillo me intimidaban más, si quieres [Recibí un café] haciéndome la que no me enteraba de aquel olor a gato. A orines de gato” (100). Conocer esta casa, sin embargo, es la génesis de un cambio de paradigmas en Ana quien, fascinada por Valeria y enamorada de su hermano, comienza el largo camino que la hará tomar la decisión de

24 Cuando los habitantes de la región de Antioquia se movieron por la montaña hacia el sur del país, empezando el proceso colonizador de lo que luego serían los departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda

148 abandonar su casa el mismo día que muere el Che Guevara. El cambio que Lorenzo surte en Ana no solamente la aparta de una vida de señorita de sociedad que no quiere tener, sino que la convierte en su amparo cuando se encuentra prisionero; situación que se refleja en su correspondencia, donde la preocupación más sentida son las dificultades económicas que pueden estar pasando “la Vieja” y Valeria desde que él no está con ellas. De igual modo, lejos de sentir que Ana tiene la obligación de socorrerlo o de agenciarle un estatus quo dentro de la prisión, muestra hacia ella una gratitud solo superada por el intenso anhelo que tiene de poder estar con ella. Lo más significativo en este punto es que Lorenzo no piensa en Ana como su mujer, ni trata de controlar su vida desde la cárcel, antes bien, se complace en todo lo que le sucede afuera y se apoya en ella como aliada, no tanto como compañera sentimental.

Finalmente, para hablar de masculinidad y adopción de dogmas religiosos, es importante comenzar por recordar que la narradora hace un largo recorrido por las vivencias de Ana como estudiante de un colegio de monjas franciscanas; este aspecto de la novela, que sirve como telón de fondo a la muerte de Julieta, se dedica a hablar francamente sobre los mecanismos de represión usados por las religiosas y la manera como estos generaban todo tipo de rebeldías entre las estudiantes. Desde luego, el discurso subyacente tiende a ser el de la resistencia a ser preparadas para convertirse en amas de casa, recalcando la postura ideológica de la autora.

No obstante, en el cruce de masculinidad y dogma religioso, Ángel prefiere echar mano de la Historia para hablar directamente de la figura del Padre Camilo Torres, docente fundador de la Facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia y miembro fundador del

Ejército de Liberación Nacional25 , dado de baja por el Ejército Nacional en una escaramuza a pocos días de haberse alzado en armas. La efigie de Torres, usada como imagen del ELN, ha calado con mayor fuerza en los movimientos estudiantiles de las principales universidades

25 ELN, grupo guerrillero que apenas en días recientes empieza a hablar sobre acuerdos para desmovilizarse.

149 públicas del país. Cabe añadir, como se ha dicho antes, que Torres parece ser en quien se inspira

Juncal para crear al personaje de Mauricio Zamora. Torres se introduce en el texto de Ángel a través de una de las cartas-diario de Lorenzo:

Cuando Camilo lanzó su plataforma en el sesenta y cinco… pensé cuando lo oí: ahí sí hay

candela, ¡qué verraco! Y me alisté, como él decía. Me organicé con todo el grupo para

pelear de frente y con las armas iguales… Que si en Patio Cemento lo acribillaron como

soldado raso de guerrilla, con una cuarenta y cinco al cinto como único armamento de

defensa contra ametralladoras y morteros, fue porque él amó a los pobres y quiso

defenderlos de la injusticia que siempre han sido víctimas… [él] es un hombre que nunca

dejó a Cristo y si colgó la sotana fue porque el Cardenal le ordenó que la dejara (321).

Lo más notable con respecto a la figura de Camilo Torres es su filiación con la Teología de la

Liberación, tal como lo muestra el perfil que de él hace Lorenzo, cuestión nada despreciable, en términos políticos, si se tiene en cuenta que su nombre se está vinculando a figuras tan representativas de la cultura latinoamericana como Ernesto Cardenal y Oscar Arnulfo Romero.

No puede dejarse de lado, sin embargo, que lo que más resalta en el texto es el hecho de que

Torres siguió enarbolando las banderas de la cristiandad aun sin encontrarse en el seno de la

Iglesia, lo que configura la clásica crítica que se hace a la indolencia del catolicismo, en abierta paradoja frente a las enseñanzas de un profeta que predicaba la compasión y la caridad. En similar sentido puede observarse que el narrador, a pesar de marcar los contornos de un caudillo, se abstiene de glorificarlo, de ascenderlo al trono de un patriarca, eliminando de tajo la posibilidad de pensar que este puede llegar a convertirse en otro Gaitán o en otro Gurropín, cuyas personalidades no atrajeron más que violencia y destrucción.

Como ha logrado establecerse a lo largo de esta última parte, el establecimiento de un punto de partida deconstructivo-feminista es una manera más que expedita para analizar la figura

150 masculina en términos de la representación de género: mirando la dislocación de las propuestas autorales frente al discurso hegemónico, puede llegar a advertirse que la creación de este tipo personaje, en un subgénero literario donde hay una mayoría dominante de autores y personajes hombres, sirve como mecanismo para contrarrestar la opresión. Se establece entonces que hay una masculinidad femenina en el hecho de que, a pesar de que no hay una materialidad performativa más allá de la representación de un género-otro dentro de la obra, hay una performatividad ficcional en el hecho de que la autora, a través de la creación de su personaje masculino, cuestiona la masculinidad y su carácter eminentemente discursivo sin perder su punto de enunciación como mujer; esto último con completa independencia de su propia construcción de género o su identidad sexual.

151 3. El linaje: la racialización de los lazos familiares del subversivo

3.1. Del racismo al linaje: intersecciones de raza y clase social

En América Latina, y en Colombia en particular, el racismo antecede a la raza. La identidad racial europea, monolítica hasta la llegada de los españoles a América, empezó a resquebrajarse en cuanto los conquistadores reconocieron la otredad de aquellas personas que llegaron a someter en los “nuevos” territorios, amén de empezar a trasplantar mano de obra africana para sustituir aquella que ellos mismos iban diezmando. El cruce de razas comenzaría pronto y, en menos de un siglo, el continente conocería su imagen racial por excelencia: la mestiza. Tal etiqueta, existente desde tiempos inmemoriales en el castellano usual, no fue, sin embargo, aceptada desde el principio; los europeos, en cada una de sus comunidades, emplearon una suerte de categorías26 que echaban mano del origen étnico-racial, la clase social y la religión para determinar qué era cada individuo y el tratamiento que, con base en ello, debía recibir. La raza no se concebía en términos de identidad —de adentro hacia fuera del individuo, como ocurre en la actualidad— sino, más bien, a partir de características observables —de afuera hacia adentro—.

Puede admitirse, de entrada, que la categoría raza se origina en un prejuicio y en una asignación arbitraria de caracteres como prueba de una idea apriorística sobre lo que un grupo determinado de personas debe de ser; es una idea que la gente, no los científicos, usa para categorizarse a sí misma y a otros, por lo general, mediante el uso de rasgos fenotípicos de ciertos

26 No es extraño que el simple hecho de denominar a un hombre como “lobo” revelara ipso facto todo su ascendiente: el “lobo” es hijo de un “salta atrás”, que a su vez es hijo de un “chino” con una india (nativa americana), siendo el “chino” hijo de un “morisco” con una española, el “morisco” hijo de mulato y española y el mulato hijo de español con negra.

152 grupos de personas que tipifican su carácter de manera esencialista (Wade et al. 4). Si a esto se añade que todo este proceso se da desde la mirada de la raza dominante, no hay conclusión distinta a que América Latina aprendió a clasificar racialmente antes que a identificarse con una raza o etnia. Este proceso se hace más complejo en lo tocante a la condición de servidumbre a la que se condenó a los no-blancos, génesis del problemático y aún vigente paradigma de que las discusiones referidas a la raza, en la región, se subsumen dentro de las de clase social debido al estado de marginación al que los grupos de teces más oscuras fueron condenados desde la colonia.

La cuestión se hace notable en el sentido de que, de entrada, revela que las bases sobre las que se asientan las relaciones inter-grupos, en esta parte del continente, se dan en términos de dominación en tanto “un determinado grupo racial considera que es biológica o culturalmente superior a otro y usa tal consideración para racionalizar o prescribir, sobre este último, su tratamiento racial, así como también para explicar su posición social y logros” (Hill-Collins &

Solomos 3 la traducción es propia). Es decir, a despecho de lo que cada uno de los individuos subalternizados sienta al respecto, estos terminan sometidos tanto a las imposiciones sociales y políticas de quienes los dominan, como a las expectativas culturales que aquellos han construido en torno a su raza, de modo que las percepciones que tienen frente a ellos se alimentan de dosis iguales de juicios a priori, estereotipos y mixtificaciones.

La convergencia de estos factores propulsa el hecho de que la mayoría dominante justifique sus imposiciones a los otros, ora en términos de vigilancia del out-group y preservación del in-group, ora en aras de coadyuvar en el proceso de asimilación de aquellos que no se amoldan a la doxa hegemónica. Teun van Dijk hace una consideración más amplia en torno a los fenómenos que circundan esa dominación: “domination, is illegitimate use of power. Such illegitimacy consists in systematic violation of fundamental human and social rights, whether or

153 not these are enshrined in the constitution, the laws or the consensual norms of a country or a community” (2). Situación que, para el caso específico de América Latina, se resume en el hecho evidente de que, tras la inclusión de nativos y negros dentro de las luchas independentistas y su posterior exclusión de los proyectos nacionales, se llegó a una esencialización tal de las relaciones entre estos y los criollos —los hombres más blancos, por así decirlo— que se asumió como algo natural el que estos últimos permanecieran en la cima de la escala social, mientras los otros seguirían en la base, sirviéndoles.

Las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel evidencian con claridad meridiana la manera como hablar servidumbre es, en términos prácticos, lo mismo que hablar de grupos marginalizados. Juncal, para empezar, no tiene reparos para mostrar a (la negra) Jacinta desempeñando oficios de asistenta doméstica donde quiera que va: doña Julia, la abuela de

Clarita, la lleva a vivir con ella para que le ayude a Petra, su sirvienta (41-42); luego, la propia

Jacinta, tratando de tener un trabajo por fuera de la casa de doña Julia, se convierte en la criada de la parroquia del Padre Zamora (44-45); finalmente, antes de ser raptada por Fermín, cuando ya empezado a buscar a Sergio, Jacinta sale del país donde vive con doña Julia para cuidar a “un niño paralítico” que se encuentra en el país donde es posible que viva su hijo (64). Más adelante se encontrarán los personajes de Domitila, negra como Jacinta, sirve como ama de llaves de la casaquinta “La Gaviota” de propiedad del padre Zamora (97-98); Tomasa, “una india traída por

Fermín del otro lado de la montaña” (143) para cuidar a Jacinta tras el ataque del tigre, y María

Luisa, la “muchacha del servicio” de doña Pepita (155) quien tiene un registro lingüístico tan similar al de Tomasa que se puede afirmar, sin llamarse a error, que es “india” también27. Resulta claro que Juncal reproduce el discurso racista en el que el mando se encuentra siempre en cabeza

27 Dice Tomasa a Fermín: “Ta bien, jefe. Mi tar contenta de servile y no querer náa” (142). Dice Domitila a Natalia y Claudia María: “Por agora se me entran, que’stá haciendo mucho viento puacá” (155).

154 de los hombres más blancos, mientras la obediencia debe ser asumida por los no-blancos: la deliberada racialización de las sirvientas es prueba más que suficiente de ello y, de este modo, no resulta extraño considerar que Jacinta y la violencia es una novela que legitima la dominación.

Cabe agregar que, como puede evidenciarse, para la autora hay una estricta división sexual del trabajo: los oficios domésticos son desempeñados por mujeres, casi sin excepción; la triple opresión es obvia.

Esta representación se comunica al personaje de la Nacha Marenco, eterna ama de llaves de los Viana y los Reyes, en Cola de zorro. Aunque Buitrago no racializa al personaje, resulta claro que la Nacha tiene sus orígenes en el out-group: todas las personas que se encuentran en su entorno próximo son blancas, aristócratas y “racionales” mientras esta se pasa la vida criando niños ajenos, haciendo rituales de brujería y, en ocasiones, siendo despedida cuando entra en conflicto con las mujeres que no se encuentran vinculadas al tronco familiar. Puede sumarse a esto el que al ser natural de San Miguel del Viento, ciudad ubicada en la Costa Atlántica colombiana como se ha afirmado antes, las posibilidades de que la personaje imaginada sea indígena, negra o mulata son bastante amplias. Se agrega que, a pesar de los muchos años que la

Nacha tiene de servirle a sus patrones, desde Manuel el viejo hasta Diego Cabo, esta nunca llega a tener una posición dentro de la familia superior a la de ser una valiosa reliquia que ha pasado de generación en generación, a pesar del pésimo carácter que tiene. Esta representación, bastante tradicional en las narrativas del país, tiene un referente inapelable en Cien años de soledad:

“[son] personajes que se articulan a la familia en la ambigua posición de parentesco por adopción y que son sirvientas, como sucede con la indígena Visitación” (Figueroa 71), es decir, el personaje de la sirvienta debe ser, por fuerza, parte de los otros para ser tenida en cuenta como una miembro de la familia sin que por ello sea una más de la familia.

155 Ha lugar mencionar que las mujeres de la costa, devenidas asistentas domésticas, solían ser una afirmación de prestigio para las personas de las principales ciudades del país y que tener a la Nacha en esta posición le daría al hogar de Claudia Viana el estatus social que esta llegó buscando a Bogotá, como se reconoce en Ana García —en diálogo con Pablo Rodríguez— cuando afirma: “Hasta finales del siglo XX fue común que las familias bogotanas tuvieran sirvientes domésticos, aun aquellas de bajos ingresos. Dado que los grupos familiares eran numerosos, el servicio tenía alta demanda y representaba un símbolo de estatus y prestigio antes las demás familias” (112). Dicho de otro modo, se precisaba tanto ocupar un lugar de preeminencia dentro del contexto social en el que se vivía, como demostrar que había un ejercicio efectivo de poder dentro del ámbito doméstico, y si las mujeres eran sometidas por sus hombres, estas a su vez se encontraban en la obligación de someter a alguien más: sus empleadas domésticas, socialmente “inferiores” y racialmente subalternizadas.

En este orden de ideas, no resulta descabellado pensar que existen reproducciones del pensamiento de Buitrago en los textos de Romero y Ángel, a pesar de que ninguna de ellas afirme que las empleadas pertenecen a un grupo étnico o racial determinado. A diferencia de lo que se encuentra en Juncal, quien se vale de la racialización para hacer una descripción más “vívida” de los personajes que representa —la negra Domitila, la india Tomasa, etc.—, ninguna de estas autoras se toma la molestia de decir que las empleadas pertenecen a un grupo o a otro. El lector colombiano, por supuesto, podría intuir que se trata de mestizas o mulatas dado que estas son las razas de las mujeres que suelen desempeñar tales labores en la Región Andina del país, mas esto no arrojaría mayor conclusión a que las obras tratan de ocultar algunas diferencias para arrojar luz sobre el hecho de que se trata de mujeres sometidas por otras mujeres, en muchos casos, por su propia voluntad.

156 En el caso de Romero el tema parece ser comunicado con menos arrestos que en las demás novelas merced a que Triquitraques del trópico se desarrolla en un entorno rural en el que se descarta, de entrada, que existan grupos con mayor agencia que los otros. De hecho, a pesar de que puede afirmarse que en el texto coexisten “ricos y pobres”, las diferencias entre unos y otros son tan mínimas que las situaciones de subalternidad casi que llegan a predicarse más sobre individuos que sobre colectividades. No obstante, Romero no deja de afirmar a la servidumbre como una imagen de poder y de distinción, en especial cuando esta se transforma en añoranza del

“paraíso perdido”: “Cuando a Leila Cherfen le anunciaron que tenía que desocupar el pueblo, se volvió medio loca; no paraba de hablar, en una sola retahíla, sobre su pasado” y tras una larga enumeración de los valiosísimos objetos que iba a tener que dejar atrás, después de que los conservadores se tomaron a Calamoima, dentro de su retahíla acabaron incluidas “las cuatro sirvientas que madrugaban a las cuatro a lavar los cinco patios que tenía la casa, y a preparar el arguile para que Gildardo fumara cuando se levantara” (219). Retornando a lo anticipado con

Buitrago: el estado de comoditización del servicio doméstico, en este texto, llega hasta el punto de incluir a los sirvientes dentro del mismo fardo que los demás objetos que dan significado a la condición de miembro de una élite; en el caso de Leila Cherfen, más allá de que sea un conflicto político, lo que la desplaza de su casa, es el choque social que la priva de la razón.

Por último, si se tiene en cuenta que la narradora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es tan minuciosa en la descripción de la prosapia de todos sus personajes, resulta intrigante el hecho de que Sabina se encuentre tan “sola” dentro de la obra y que su vinculación a la misma sea a partir de los servicios que le presta a la familia de Ana y, más específicamente, de su servilismo con la madre. La figura de Sabina, tan neutra a la racialización de la servidumbre, tan sin pelos en la lengua para hacerle reproches a la conducta Ana, tan prudente cuando se trata de hablar de los conflictos ideológicos que se debaten dentro del espacio doméstico, es, sin

157 embargo, una forma más elevada de concebir las herramientas del amo en tanto su presencia en la obra pone los valores hegemónicos en contexto. En el capítulo anterior se habló de la forma como la madre de Ana se constituye en depositaria de los valores patriarcales; Sabina, por su parte, se convierte en el ente que instrumentaliza esos valores toda vez que es ella, no la madre, quien insiste de manera constante en ellos. La asistenta, en otras palabras, legitima la dominación que el padre ejerce sobre la madre sometiéndose a esta última, y si se tiene en cuenta que la génesis de la dominación se encuentra en cabeza de un hombre más blanco, no parece tener mayor discusión el hecho de que Ángel está recreando una estructura racista de una forma más bien acrítica.

Puede afirmarse, sobre los considerandos anteriores, que las novelas que aquí se analizan fueron escritas desde una postura blanca; ello no significa, sin embargo, que estas sean normativistas o que no traten de cuestionar los sistemas de opresión que se estilaban a la sazón; más la reflexión sobre los orígenes raciales debe llevarse a análisis más profundos debido a que la propuesta inicial de las autoras, a simple vista, no parece variar demasiado de los postulados preexistentes.

Una inflexión, que no un verdadero cambio, en la postura colonial sobre la servidumbre se dio gracias a la Revolución Mexicana, a la forma como esta influyó dentro del imaginario de la nación y a las distintas réplicas que tuvo en los otros países. La activa participación de indígenas en la Revolución llevó a José Vasconcelos a hablar, en 1925, sobre “la raza cósmica”: un nuevo tipo de hombre creado a partir de la fusión de las etnias que habitaban en el territorio mexicano y latinoamericano con aquellos grupos que conservaban el ancestro español. Siguiendo a Lourdes

Martínez-Echazábal, “At first glance, the most provocative of Vansconcelos’s ideas is that mestizaje will produce ‘a human type’ rather than the national type envisioned by the majority of intellectuals who have written on the subject since the nineteenth century”, mas no se puede estar

158 más en acuerdo con la autora cuando afirma que lo que predica el mexicano es, sobre todo, una especie de relativismo cultural que se inclina hacia un blanqueamiento de todo aquello que es oscuro —o feo, o iletrado—. Este, por supuesto, es el concepto preponderante de mestizaje: la inclusión de ciertos grupos dentro del discurso nacional, siempre que estos se encuentren dispuestos a mezclarse —en el más literal de los sentidos— con aquellos otros grupos que dominan el discurso. Para el tiempo en que La raza cósmica fue escrito, este tipo de entrecruzamientos hacía carrera en varios países de la región; las propuestas eran disímiles, dependiendo del contexto, de modo que la mezcla no siempre era perseguida en los exactos términos propuestos por Vasconcelos: mientras en Brasil y en México se propugnaba por una radicalización de los valores autóctonos —la marronización—, en Colombia y en Venezuela la eugenesia —buscando el blanqueamiento— animó medidas políticas como la apertura de puertas a caucásicos europeos.

Visto desde un punto de vista estratégico, el mestizaje asume un rol más económico que racial: en la carrera por la modernización de las naciones se precisó incluir a los otros dentro del proyecto nacional, sin precisamente dejarlos intervenir en él, inclusión que, como puede anticiparse, significaba “darle lustre” a sus raíces de modo que se lograra su alineamiento con los objetivos dominantes. Esta situación la resalta Arturo Escobar cuando afirma: “in the 1940s and

1950s [the] organizing premise was the belief in the role of modernization as the only force capable of destroying archaic superstitions and relations, at whatever social, cultural, and political cost” (86 la cursiva es propia). En otras palabras, el cambio social que se esperaba generar en la primera mitad del S. XX en las naciones latinoamericanas era, ante todo, un ataque frontal en contra de quienes se encontraban por fuera de la escala de valores implantados por los europeos en el continente; la (nueva) estrategia de sometimiento, por fuerza, debía ser el mestizaje: la aspiración a que los subalternos se sometieran a la hegemonía reconociendo sus

159 “falencias” étnico-raciales, en especial aquellas marcas culturales que los mantenían

“anquilosados” en su condición de pueblos primitivos, para acercarse a una mejor posición social.

Como puede suponerse los resultados del proceso de mezcla racial en América Latina son dispares: si bien es cierto que gran parte de la tradición ancestral se ha perdido para el grueso del público lector y que las narrativas vernáculas no occidentales precisan, cada vez más, de lectores especializados o eruditos, también es cierto que resulta imposible hablar de la cultura del continente prescindiendo de sus escarceos con lo paranormal. No es casualidad que los escritores más insignes de la región, al menos durante el S. XX, hayan brillado por la manera como conjugaban la realidad con lo inexplicable, conservando parcialmente las raíces animistas y fetichistas que formaban parte de los imaginarios cristiano, indígena y africano. El sincretismo es, sin duda, la definición por antonomasia de la cosmovisión de los latinoamericanos e impregna, de una u otra manera, toda su cotidianidad. En este sentido, la escritura de textos magicorrealistas puede entenderse como una forma de resistir al mestizaje, en su modalidad de completo blanqueamiento, sin renunciar a los recursos técnicos que la tradición occidental proporciona.

Triquitraques del trópico es la respuesta de Romero a esta tendencia. Ya algo se había adelantado sobre las maneras como la autora dialoga con su amigo Gabo en la novela, mas es aquí donde se puede ejemplificar con claridad sobre las estrategias narrativas que emparentan sus obras. Sin buscar emprender un estudio comparativo entre los textos, lo que bien podría ser objeto de un estudio mucho más amplio, existen pasajes en el texto de la autora en los que, a las claras, está apuntándole a cuestionar los límites de lo mágico mediante la sencilla aceptación de ello como algo de ocurrencia cotidiana. Un primer ejemplo se encuentra en el patronato de San

Antonio sobre Calamoima: este es oficializado por el padre Agapito, como corresponde en la tradición católica, mas el sacerdote está obrando por sugerencia de Diva Espejo, la bruja del pueblo, quien “le dijo… que el mismo San Antonio de Padua en persona se le había aparecido en

160 la vega del río, una mañana, no hacía mucho… y que le había pedido que en el pueblo lo veneraran porque en adelante él sería el abanderado de los matrimonios” (79-80). Es interesante observar cómo el cura se deja manipular por la bruja, quien echando mano de las supersticiones asociadas a la efigie San Antonio y la frustración del cura por el amancebamiento en el que conviven casi todos los calamoimas, entroniza al santo como protector titular del pueblo aun por encima de lo que el párroco pudiera considerar al respecto. Poderes mágicos o conveniencia sincrética, lo cierto es que a partir de ese momento la imagen queda ligada al destino del pueblo: no solo la talla que preside la parroquia de la primera Calamoima retorna por sí sola, varias veces, al mismo lugar tras la segunda fundación del pueblo (112), es durante unas fiestas patronales que

Calamoima desaparece para siempre (312).

De otro lado, dentro de las tradiciones más características de las poblaciones de la zona andina de Colombia se encuentra la de hablar sobre el oro maldito de los indígenas, o los saqueadores españoles, y la manera como este puede llevar a la ruina una vez ha sido desenterrado. La tradición, conocida como “guaquería” en los países latinoamericanos28, muestra cómo a pesar de la pretensión de una identidad asimilada entre blancos e indígenas a través del mestizaje, la pugna por el oro persiste entre estos así la época colonial hubiera tocado a su fin años atrás. Así las cosas, no es extraño que este tipo de historias trasciendan al texto literario y que, en el mismo, se les asigne el carácter infalible de la ley del karma: la ambición por el oro castigada con la inmediata ruina. En la novela: “Fue tal la sorpresa del contenido [del cofre que desenterraron del río], que después de haber hecho el reparto [los pescadores] se dedicaron a beber día y noche, hasta que acabaron de gastar todo lo producido del hallazgo… cuando se les agotaron las monedas… se dedicaron a pedir limosna” (119). La repetición sucesiva de historias con similares desarrollos y consecuencias, en el mismo párrafo, da cuenta de la manera como los

28 A pesar de que el diccionario de la RAE se empeña en denominarla “huaquería”.

161 hechos terminan contradiciendo unas expectativas que, en circunstancias normales, se fijarían en el terreno del azar. Lo mágico, así entendido, se convierte en un recurso para justificar la indiferente aquiescencia con la que los personajes aceptan aquello que no pueden explicar. Sea porque “la ambición rompe el saco” o porque los buscadores de tesoros no saben manejar su fortuna, resulta obvio que la relación causa-efecto que se da entre el hallazgo y la perdición o la ruina, en el texto de Romero, se hace ineludible por simple asunción popular. Lo autóctono y lo occidental se funden en una sola realidad.

La magia hace parte, en similar sentido, de la trama de Cola de zorro y Buitrago la inserta dentro de la obra con el sino trágico que debe cumplir Bernabé tras elegir a Claudia Viana como madre y renunciar a la protección comunitaria que le ofrecían los pobladores de San Miguel del

Viento. La figura de la bruja es menos notable que en la novela de Romero, pero su participación se hace igual de definitiva en el desarrollo de los hechos. La novela lo expresa en los siguientes términos: “Cipriana Morales… Maldijo su voz y su sueño, a las gentes que amara y el dinero que adquiriera, su futuro y sus pasos, de día y de noche, pesadilla o duermevela, donde quiera que pasara, vivo o muerto. Desde el mismo instante en que abandonara a su gente” (26).

Inteligentemente, la narradora no vuelve a mencionar la maldición en ningún otro momento de la obra y el personaje de Cipriana, no obstante seguir apareciendo, no figura más que como la curandera o la pitonisa de las desgracias que han de acaecer en Opalo tras el regreso de

Enmanuel. En este sentido, no se llama a engaño el lector cuando interpreta que Bernabé/Benito

Viana se encuentra maldito y que todas las desgracias por las que tiene que pasar son fruto de ese conjuro que la bruja lanzara en su contra. Y, sin embargo, la historia que se teje en torno al propio Benito deja la duda sobre la eficacia de este conjuro pues, con maldición o sin ella, la vida del subversivo no tiene un devenir muy distinto a las exactas circunstancias en las que este termina. La ambigüedad, así propuesta, se hace significativa por cuanto el texto no aspira a que se

162 asuma lo real como mágico, sino a controvertir los límites que se plantean entre lo uno y lo otro y las formas como se solapan.

Juncal y Ángel, a pesar de no afiliarse al realismo mágico y oscilar entre la narrativa realista y la posestructuralista, no dejan de estar en sintonía con lo postulado hasta este momento.

Tómese el caso de Ojos de Plomo y Manfredo Villaveces, antes de encontrar a Mauricio Zamora, tras escapar de la cuadrilla de Fermín: el subversivo y el niño deben encontrar una manera para subsistir en su viaje y al primero no se le ocurre otra cosa que “vender aquella pomada que un indio le había enseñado a preparar cuando aún era muy joven. El resultado fue extraordinario; todos los sábados iba a un pueblo diferente a vender su producto y por la tarde se le veía entrar a un restaurante barato” (Juncal 100). La presentación que la autora hace de Ojos de Plomo vendiendo en las plazas de los pueblos se acerca palmariamente a lo que en la tradición colombiana se conoce como “culebrero” —un vendedor que entretiene a los transeúntes mientras se vale de su poderosa labia para convencerlos de comprar su producto—: “Parado en un sucio cajón… gritaba anunciando que [la pomada] servía para curar todos los dolores” (98-99). Aunque la narradora se abstiene de validar la efectividad del ungüento, es claro que su éxito comercial se encuentra, en parte, en el carácter de sabiduría ancestral que seduce a los pobladores de zonas cercanas a asentamientos de grupos indígenas, por muy católicos-occidentales que estos puedan llegar a considerarse.

La figura del culebrero aparece también en la novela de Ángel y se propone como una forma de ilustrar la vida de los pueblos del centro-occidente colombiano a mediados del S. XIX,

época en la que empezó a darse la colonización antioqueña, como se explicó en el capítulo anterior. En la escena relatada, Gregorio, Cecinda, sus hijos y Eleazar acaban de llegar al poblado de Santuario, en la región de Risaralda, que ha alcanzado una prematura prosperidad gracias a la guaquería; en la plaza se detienen ante un corro que escucha atento:

163 No vale ni diez ni nueve ni ocho ni siete ni seis reales, señoras y señores… porque ustedes

dirán que no hay con qué comprarlo pero no, no se engañen, no llega a cinco reales y

cómo así dirán si yo lo he visto con mis propios ojos claro que sí, señoras y señores, cura

lo incurable, hace milagros, resucita a los muertos ya lo vieron: me picó la culebra y yo

aquí tan campante tan vivito y coleando… mi bebida traspasa las fronteras viene desde

muy lejos ¿han oído hablar de Egipto una tierra donde nació Moisés y habían reyes que se

llamaban faraones…? pues de allí viene ¡la ciencia! señoras y señores: de

Egipto: de las tumbas que son más viejas que Jesucristo… también le mezclé una receta

que me dieron los indios Putumayos… los indios del Brasil me enseñaron su fórmula

secreta que le agregué y que es infalible para el que sufre mal de amor (186-187)

La extensión de la cita es mínima comparada con el carácter documental que la autora quiere imprimirle a esta escena. La tradición del culebrero pervive en parte del territorio colombiano, el pregón permanece casi inalterado y, en términos generales, el arquetipo ha acabado por construirse en torno al acento antioqueño. Lo más valioso, como puede observarse en el fragmento anterior, es el carácter sincrético del discurso del culebrero: por un lado, está ofreciendo una curación mágica-milagrosa para todo tipo de males; por otro, está echando mano de varios ideologemas para convencer a la muchedumbre sobre la efectividad de su producto.

Tales ideologemas, de origen heterogéneo —bíblicos y amerindios—, resaltan el carácter mixto de las creencias de los oyentes, llevando a concluir que es imposible apelar a una sola perspectiva del mundo para generar empatía con los demás personajes, habida cuenta de que las personas en las que estos se inspiran no tienen una forma de pensar estandarizada y están dispuestas a aceptar tanto el ancestro judeo-cristiano como el aborigen.

Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, a su manera, establecen que hay una coexistencia pacífica entre los modelos de pensamiento trasplantados por los colonizadores y aquellos que no

164 fueron suprimidos a los colonizados. Su postura autoral, en este sentido, se plantea como una forma de resistencia al mestizaje: es posible que en términos de pigmento epidérmico el mestizaje logre “emparejar” a los colombianos o a los latinoamericanos, mas en lo cultural, la aspiración al blanqueamiento —entendido como “occidentalización” o aceptación irrestricta de los valores del racionalismo o el catolicismo— se encuentra lejos de ocurrir. En otras palabras, el mestizaje para las autoras, más que una forma de aglutinar aspectos étnico-raciales dentro de una sola estirpe señera de la identidad nacional, es una estrategia que busca la supresión de las diferencias socioculturales entre los habitantes de un mismo territorio. Ahora, que esta supresión tenga connotaciones positivas o negativas se subsume dentro de la consideración específica que hace cada una de ellas a este fenómeno.

Como puede colegirse, afirmar que el subversivo es mestizo no resulta suficiente para generar una noción de su identidad de raza o, por lo menos, para identificar procesos de racialización en los textos en análisis. Más aún, señalar que este es negro o indígena, tanto contradice el tenor de las obras como le atribuye caracteres étnicos que, durante La Violencia, no eran demasiado relevantes ni para los bandos en conflicto ni para los escritores y escritoras. De hecho, afirmar que en las novelas se preconiza el mestizaje, tendría un indiscutible tinte racista en tanto se transformaría al hombre más blanco —o menos moreno— en la pauta de lo que racialmente las autoras querrían representar, aislando factores concomitantes tan relevantes en la percepción racial como la familia de origen, la educación y la clase social, limitando, por lo tanto, las posibilidades de análisis literario a una simple descripción de los pigmentos que se pueden encontrar en las obras.

La presencia del hombre más blanco, con todas sus atribuciones en términos de clase social, raza y casi ilimitada agencia, pone de presente las que Luis Reygadas reconoce como dos características históricas centrales a América Latina: “structural tendencies toward economic

165 polarization and the capacity of elites to reproduce their privileges” (46). Nótese cómo en este punto las cuestiones referidas a la raza se entrecruzan, aun más, con aquellas referidas a la clase social: la raza limita el acceso de un grupo de personas a los privilegios que disfrutan las élites, es por no estar dentro de las élites que ciertas razas acaban ubicadas en niveles sociales inferiores.

En términos raciales, la pretendida homogenización “allowed creole and mestizo elites to concentrate economic change and to dismiss as unimportant the practices that were a consequence of racial and ethnic differences” (Peloso 160). Si se piensa que el poder de las élites es, en la mayoría de los casos, dinástico, la necesaria conclusión es que la blancura de estas se conserva tanto a través de uniones “endoraciales” como por medio de la vinculación con semejantes a nivel social, haciendo que la identidad dominante sea la de la hidalguía o, para ponerlo en un término que acompase ambos extremos de la escala social, el linaje: no solo se precisa tener un tono de piel claro, se requiere descender de alguien con cierto nivel económico.

La ausencia de una de las dos condiciones relega al individuo a un menor rango social y, muy posiblemente, a su exclusión de la élite si nació dentro de ella.

Siendo el linaje el aspecto fundamental del presente capítulo, se le dedicará un espacio más amplio en las secciones siguientes, por ahora vale la pena analizar la manera como este se refleja en las novelas en términos de respetabilidad o, dicho de otra manera, del nivel de agencia que adquieren los personajes al aunar las dos condiciones antes citadas.

Pártase de Sergio, hijo mulato de Jacinta y el valiente capitán Sergio. Sus orígenes son tan humildes como innobles, al menos dentro de la ideología ultraconservadora que desprende el texto: concebido por fuera del matrimonio, nacido en la más aciaga pobreza. La solución de la narradora para convertir al muchacho en el héroe que termina siendo es hacerlo criar por una familia aristócrata, capaz de pagar por su educación y de hacerlo amar la fe católica, amén de presentarle a quien será su futura esposa: una mujer rubia, de ojos azules y con educación de

166 élite, que ha sido criada por los mismos padres. En otras palabras, a pesar de que Sergio es descrito por la narradora como “moreno” (175), en ningún momento se pone en duda que este se ha “blanqueado” por medio de la adquisición de los valores de sus padres, lo que lo hace un hombre respetable.

Otro tanto puede predicarse de la manera como la matriarca Claudia Viana llega a ser aristócrata. Tras ser por Esaú Centeno, su padre, una Claudia adolescente llega a San

Miguel del Viento a buscarlo; no pudiendo encontrarlo, la mocita decide convertirse en la mujer de Manuel el viejo y comenzar un proceso de ennoblecimiento de su pasado, agenciado por la fortuna de este y sus ansias de instalarse en Bogotá. La narradora de Buitrago describe a Claudia como una mujer blanca (21), mas ello no mejora su condición de huérfana, sobre todo en un contexto como el de la Costa Atlántica colombiana donde una mujer solo es respetable cuando tiene un hombre, padre o marido, que “responda” por ella. A la vuelta de los años el lector la encontrará convertida en de la sociedad bogotana, capaz de torcer voluntades de ministros y facilitar fugas de presos en la más completa impunidad. Puede afirmarse que la tez de

Claudia facilita su inserción en las altas esferas capitalinas, mas no por eso puede desconocerse que invirtió buena parte de la fortuna que heredó de su marido en establecerse dentro de ellas. El fenotipo se apuntaló en el capital para obtener el esquivo linaje.

El modelo de la respetabilidad por antonomasia se encuentra en los descendientes de los

Araque, padres fundadores del poblado de Pereira, como se narra en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Su ancestro se remonta hasta los primeros años de la colonización de

América y en su árbol genealógico resuenan los títulos nobiliarios, la Reales Cédulas, los

Condados y las Cortes, entre otros (175). El hecho de que los personajes conserven la memoria de su filiación demuestra que se aferran a su ancestro blanco-europeo como símbolo de pertenencia a una raza superior. Si a esto se suma que la fortuna que los patriarcas amasaron se

167 sostiene en el presente narrado y que sobre esta se asienta la preeminencia social de la familia, es irrebatible que en la combinación del fenotipo con la riqueza reside el carácter dominante de las

élites. Para el tiempo específico que se propone relatar Ángel esta conclusión se hace palmaria teniendo en cuenta que, en la época de la República Liberal, Colombia era un país agrario, sin mayor extensión en su educación superior y tan segregado que era imposible que se dieran mezclas entre razas, o entre clases, sin perder el linaje.

La nota discordante en este parte del análisis correría de cuenta de Triquitraques del trópico; en ningún pasaje del relato se llega a hacer un cuestionamiento de fondo a la relación entre fenotipo-pigmentación y posición social. Esto puede explicarse por dos razones básicas: por una parte, la novela tanto hincapié en las relaciones de cooperación que se dan entre los calamoimas, que no parece muy factible que haya situaciones de exclusión dentro del mismo poblado o, por lo menos, que haya una exclusión motivada en una falta de linaje entre los propios miembros de la comunidad, como sí ocurre en las otras novelas. Por otra parte, los conflictos entre viches y conservadores se representan sin detallar quiénes son las personas que engrosan las filas de uno y otro bando, dejando la resistencia de los personajes como una lucha individual sin mayores consideraciones ideológicas más allá de la aparente convicción sobre el programa de un partido político, programa que nunca queda claro en el transcurso de la novela29.

Más allá de la indiscutible articulación entre clase social y progenie en el concepto de linaje, existen varias otras intersecciones, que parten de dicho concepto, al interior de las novelas en análisis; en las dos secciones siguientes se emprende la consideración de las mismas.

29 Cabría recordar aquí cómo el ascenso económico de Rufino Esquinas, al tenor que se analizó en el capítulo anterior, no significa, de ninguna manera, alcanzar una respetabilidad: Esquinas no solo se lucra de negocios turbios —burdeles, esmeraldas, marihuana—, sino que cuando alcanza algo de prosperidad se convierte en un mafioso con tantos enemigos que “ya no podía salir a la calle, a pesar de que tenía cuatro guardaespaldas permanentes; en los últimos días le habían hecho diez atentados” (Romero 302).

168 3.2. Falta de linaje, esencialismo estratégico y partidismo: claves para crear un

caudillo

El linaje tiene que ver tanto con la clase social como con la estirpe de la que se provenga, mas se entiende también como concepto heredado de los cuadros de castas de la colonia, razones suficientes para considerar que este se encuentra instalado dentro del imaginario que las autoras se plantean representar. Imposible no sospechar que su articulación dentro del discurso narrativo tiende a ser racista pues, a pesar de que las autoras censuran las exclusiones a las que se somete a estos individuos, lo hacen desde una postura más bien acrítica, como se reconoce en Gayatri

Spivak:

el lenguaje del racismo —el lado oscuro del imperialismo, entendido como misión

social— se combina con la histeria del masculinismo para dar lugar al dialecto (la

negación) de la reproducción sexual, en lugar del de la constitución del sujeto; y el texto

los juzga. Los papeles del hombre y la mujer individualistas se ven, por lo tanto,

invertidos y desplazados (2010 140).

En otras palabras, existe un cierto determinismo vinculado al hecho de que los orígenes de estos hombres, merced a su falta de una figura paterna distinguida, se convierten en el peor de los lastres con el que deben cargar en el transcurso de sus vidas. Asimismo, la narración los condena a que su estirpe sea limitada porque no logra concebir que un hombre desprovisto de hidalguía pueda llegar a ser héroe sin inmolarse, razón por la cual todos los subversivos mueren en soledad y, en la mayoría de los casos, sin descendencia. No puede llegar a afirmarse que las autoras preconicen la extinción del linaje del subversivo, pero tampoco puede desconocerse que están tan impregnadas del discurso dominante, al menos en este aspecto, que prefieren mantener un cierto

169 nivel de realismo mediante la introducción del tropo “el que la hace la paga” dentro de sus narraciones.

Vale la pena observar que la ruta que las autoras toman en este aspecto, las mueve a una forma de mimetismo distinta de la que se estudió con Luce Irigaray; en este agenciamiento ceden espacio a una especie de eco de la hegemonía que las emparenta con el sentido de impostura con el que Homi Bhabha entiende dicho concepto:

mimicry is the desire for a reformed, recognizable Other, as a subject of a difference that

is almost the same, but not quite… mimicry is constructed around an ambivalence; in

order to be effective, mimicry must continually produce its slippage, its excess, its

difference… mimicry emerges as the representation of a difference that is itself a process

of disavowal (1984 126)

Obsérvese cómo Bhabha está localizando el punto de enunciación del ‘mimetista’ en el hecho de que este tiene la posibilidad de “hacerse pasar” gracias a la ambigüedad de su propio discurso; sin embargo, el mimetismo también se expresa como estrategia figuradamente deslegitimadora de un discurso de liberación por cuanto el grupo hegemónico puede usar el ataque contra su grandeza, no solo como una afirmación de la misma, sino como un dispositivo de reacción al generar terror entre los subalternos. En otros términos, el mimetismo se produce dentro del discurso dominante y trabaja en contra de este mismo, pero de manera tan controlada que no trasciende hasta el punto de volverse efectivamente transgresor.

Es esta la razón principal que, puede argüirse, inspira a las autoras a no hablar de frente sobre cuestiones étnico-raciales y recurrir, más bien, al material que tienen más a la mano: sí, van a hablar sobre un grupo de hombres que son capaces de desafiar las identidades propuestas por el poder central; sí, van a privar a los demás subalternos, incluidas las mujeres, del heroísmo o la leyenda que éstos puedan alcanzar y sí, van a denunciar, hasta donde les sea posible, los

170 dispositivos de opresión por los que estos tienen que pasar, dispositivos que no difieren mucho de aquellos que oprimen a los otros grupos subalternizados. Sin embargo, ellas mismas controlan el alcance de su discurso mediante la reinscripción de los subversivos en el sistema tras la derrota, la prisión o la muerte, haciendo que estos lleguen solo hasta el borde de llegar a convertirse en una opción alternativa de poder, malograda por su oposición al discurso dominante.

No puede afirmarse que tal actitud sea una especie de “derrotismo” por parte de las novelistas, más bien debe pensarse que en ellas hay un conocimiento suficiente del contexto en el sentido de que Colombia, en la época de La Violencia, es una nación plutócrata en la que tener linaje es imprescindible para culminar exitosamente cualquier empresa de corte político. No basta carisma (como el de Benito), compromiso (como el de Lorenzo), inteligencia (como la de

Mauricio) o arrojo (como el de los Aguirre), se necesita saber operar la maquinaria política a favor propio y eso es algo que solo se aprende cuando se nace dentro de la élite. De alguna manera, el que formas alternativas de práctica político-gubernamental no puedan prosperar, es sintomático de cómo las élites se las arreglan para perpetuarse en el poder. Es este el mensaje que dejan los textos de Buitrago, Romero y Ángel: el linaje —raza y clase— es la única cualidad que se precisa para alcanzar una posición de dominio.

No en vano se convierte a Gaitán en la efigie de la disidencia: sus facciones indígenas y su tez más bien oscura, su condición de paisano y, por encima de todo, su insuperable distancia con las familias que monopolizaban el poder a la sazón, no llevan a conclusión distinta a afirmar que la falta de linaje de Gaitán es el rasgo que mejor se inserta dentro de la identidad racial que las autoras dan a sus personajes subversivos. La situación la plantea correctamente David

Bushnell cuando afirma que

[Gaitán] had been described in the mid-1930s by the British minister to Colombia as a

‘mulatto of humble origins’ who was not likely to go far in Colombian politics. The

171 description was wrong on both counts (Gaitán being of mestizo rather than mulatto racial

background), but it does nicely capture the disdain with which he was viewed by the

Colombian social elite (197).

El desdén del embajador se reproducía en toda la clase dirigente colombiana, los miembros del

Partido Liberal incluidos, y no puede dejar de pensarse que una, tal vez la más importante, de las razones que impulsaban la lucha de Gaitán era un mal disimulado resentimiento social. Cabría aquí recordar lo que Frantz Fanon sostiene en torno a la necesidad de aprobación de la que adolece el hombre de color: “Ego withdrawal as a successful defense mechanism is impossible for the Negro. He requires white aproval” y más adelante agrega, “From black to white is the course of mutation. One is white as one is rich, as one is beautiful, as one is intelligent” (2008

36). En el caso de Gaitán el rol de los blancos lo desempeñarían todos y cada uno de los dirigentes tradicionales de los partidos políticos en la época; de ellos esperaba su aprobación, ser tenido por un igual, en circunstancias tan relevantes como la candidatura única del Partido

Liberal a las elecciones presidenciales de 1946 o tan aparentemente fútiles como la admisión en un club social donde se reunía la élite bogotana, en el que nunca se le permitió entrar debido a su color de piel. Como se verá más adelante, es esta una de las señas particulares de Diego Cabo en

Cola de zorro: su liderazgo político empañado por su falta de comunión con las élites que manejan los hilos del poder.

Sobraría afirmar que, a pesar de todo, el propio Gaitán no se encuentra en un estado de subalternidad, pero se vale del esencialismo estratégico (la constante alabanza de sus propias características étnicas, de su condición humilde, del esfuerzo que le había costado labrarse su carrera política) para llevar a cabo su proyecto entre los grupos menos favorecidos:

Gaitanismo sought to unite all “dark”-skinned people as well as poor whites, mestizos and

the urban middle class in Colombia. Gaitán first developed an explicit indigenista

172 discourse to integrate indigenous people into national society, and he was able to secure

the alliance of many black and mulatto intelectuals… His eugenic views on race in which

he elevated the biological contributions of black, and especially indigenous people were

mixed with his social views of their importance for the construction of the Colombian

nation (Urrea et al. 89)

Bajo este esquema, Gaitán llevaba su nosotros-ellos a un nivel de dominantes-subalternos que difícilmente podría pasar desapercibido para las multitudes que, desde los años de López

Pumarejo, venían evidenciando que los esquemas dentro de los que se desarrollaba su día a día, lejos de procurarles una existencia digna, los mantenían inmovilizados en su perenne condición de servidumbre. Sobraría añadir que, en la Colombia de la época, la clase urbana-proletaria se constituía, básicamente, por negros e indígenas; a estos se sumaban blancos desplazados por La

Violencia quienes, de todas maneras, siempre tenían posibilidades laborales mejor remuneradas que los otros. El potencial del discurso gaitanista se enriquecería, en consecuencia, mediante la escisión de los grupos que habitaban el país: Gaitán fue el primero en hablar de un país político, compuesto por los miembros de la sociedad que abusaban de su poder a expensas de la gran mayoría de los ciudadanos colombianos, el país nacional (Henderson 287), redefiniendo simbólicamente la enemistad subyacente entre los partidos políticos: no se trataba ya de liberales contra conservadores, sino de gaitanistas contra no-gaitanistas. En efecto, como lo muestra Ángel en su texto, los más dolidos en la asonada del 9 de Abril de 1948, eran los comerciantes, los lustrabotas y los conductores de servicio público, entre otros; la autora recrea varios de estos perfiles buscando llamar la atención sobre la diferencia de esos seguidores; se volverá sobre este punto.

Otro tema a tener en cuenta sobre la adopción de Gaitán como imagen de la disidencia dentro de las novelas en análisis, es su simpatía por la aprobación del sufragio femenino. Tanto

173 en su época de abogado laboralista, como en su faceta de candidato presidencial, Gaitán era consciente del caudal político que representaban las obreras, de manera que siempre se mostró receptivo con la participación de mujeres dentro de las filas de su movimiento, amén de reconocerlas como parte integral de la lucha de clase que este representaba. “Women who were far from being radical feminists would mobilize in support of Gaitanismo. Even more than

Gaitanistas in general, women within the movement were a multiclass and heterogeneous lot”

(Green 113) y se pueden contar, entre sus filas, a miembros tan distinguidas dentro de la lucha obrera (femenina) como María Cano y Betsabé Espinosa, así como también a las primeras autoproclamadas feministas de Colombia, Esmeralda Arboleda30 y Ofelia Uribe de Acosta, dignas representantes del sufragismo en el país. Se haría necesario hacer un análisis más a fondo sobre esta aparente excepción al tópico de la unión infeliz entre el feminismo y el socialismo —o la izquierda populista para ponerlo en términos más propios de Gaitán—, lo que parece ser incuestionable es que el caudillo tenía simpatías entre las intelectuales y lideresas de su época.

No sería erróneo afirmar que también para las escritoras —excluyendo a Juncal dada su postura laureanista— el asesinato de Gaitán fue un retroceso en la búsqueda del reconocimiento de derechos elementales a las mujeres y a los grupos minoritarizados en general.

En suma, la condición de caudillo de Gaitán se dio, como lo reconoce Palacios, porque

“entendió mejor que la mayoría de políticos, que el pueblo urbano continuaba aferrado a los valores individualistas campesinos” (196), situación que se refleja con claridad en la forma como congrega a un grupo diverso de ciudadanos a su alrededor, desempeñando el rol de adalid de las luchas de cada una de las clases que lo siguen, merced a que su trato con todas ellas lo ha permeado de sus necesidades. El Gaitán político es interseccionalidad en marcha y es esta, sin

30 Sobre quien no sobra agregar que fue amiga personal de Albalucía Ángel y una influencia definitiva en la adopción, por parte de la escritora, de un discurso feminista radical, como puede constatarse en entrevista concedida a Hernández.

174 lugar a dudas, la razón por la que su presencia se intuye en cada uno de los subversivos representados por Juncal, Buitrago, Romero y Ángel. Es necesario reconocer que el ingreso de la figura de Gaitán, en tanto persona histórica y en su calidad de paradigma relevante para la creación de personajes similares no es, en forma alguna, una cuestión menor.

Se ha dicho antes que, desde la época de la Conquista, se condenó a los grupos de teces más oscuras a un estado de marginación y servidumbre tales que terminó por aceptarse la

“naturalidad” de tales condiciones. Del mismo modo, se anticipó que el proceso del mestizaje en

Colombia propendió por un blanqueamiento tales grupos y que, en cualquier caso, siempre se buscó que estos adoptaran los valores importados por los europeos. El hecho de que se encuentren tintes racistas en la literatura (blanca) del país no representa mayor novedad ya que, como bien lo afirma Toni Morrison, “Among Europeans and the Europeanized this shared process of exclusion —of assigning designation and value— has led to the popular and academic notion that racism is a ‘natural,’ if irritating, phenomenon” (7). Sin embargo, el hecho de que

Gaitán profesara valores europeos, siendo su fenotipo el de un mestizo oscuro, no teniendo ningún abolengo al cual apelar para “mejorar” sus ilustres credenciales profesionales, es una ruptura en el orden vigente que se comunica directamente al terreno literario. Las estrategias empleadas al efecto son diversas: la reproducción del fenotipo en la creación de personajes disidentes o subversivos, la inclusión de resonancias del discurso nosotros-ellos de Gaitán dentro de las intervenciones de estos personajes y, en últimas, la aparente contradicción que existe entre su falta de linaje y el hábil manejo que estos tienen de las misma herramientas que son usadas para discriminarlos. La intención autoral, por supuesto, es mostrar su simpatía, si no con la ideología de Gaitán, al menos con las luchas del pueblo que lo sigue.

Juncal, por supuesto, no tributa al caudillo como sí lo hacen Buitrago y Ángel, ni lo menciona de soslayo como Romero. No obstante, la presencia de Gaitán se intuye en la forma

175 como describe a la oligarquía: “Marcia, la Porra, todos los pequeños poblados de aquel país, soportaban una miseria indescriptible, ya que a pesar de ser esa nación una de las más ricas del mundo, unos cuantos potentados en las ciudades hacían y deshacían, mientras las clases media y humilde morían de hambre” (67). Puede aceptarse, en gracia de discusión, que la afirmación es tópica y depositaria de la ideología de cualquier político que se dirija a los estratos menos favorecidos de la sociedad, mas el hecho de que la autora caiga en la evidente contradicción de ensalzar el lujo y la opulencia reinante en las ciudades, mientras denuncia las penurias de los campesinos y los malos manejos de cierto grupo de urbanitas, demuestra que algo del discurso nosotros-ellos de Gaitán caló en su conciencia política.

Romero, discreta, se conforma con mostrar a Gaitán como el ídolo cuya caída propulsó la decisión subversiva de Juan Olegario. Empero, la importancia de los estudios universitarios en el proceso de alcanzar un liderazgo político, aunque para el caso devenga en un mando guerrillero, se graba sobre la figura de Juan Lino: “que venía de matricularse para el segundo semestre de abogacía. Olegario lo había reprendido porque casi no se gradúa de bachiller por estar participando en las huelgas con los universitarios en vez de estar pensando en lo suyo y no meterse en las cosas que no le importan” (225). Curiosamente, al ser Juan Lino el único de los

Aguirre que debe afrontar un juicio político, el hecho de que tenga una formación como abogado le granjea la posibilidad de seguir su proceso, acomodar su testimonio y, en últimas, obtener una condena muy inferior a la que su calidad de cabecilla de un grupo armado le hubiera podido dar.

En su aspecto ideológico, por otro lado, Triquitraques del trópico hereda el discurso nosotros- ellos preconizado por Gaitán, relatando la manera como las víctimas —llámense insurgentes o población civil— son siempre viches, mientras los victimarios son siempre godos —el gobierno o sus agentes, el ejército y la policía—. No puede dejar de observarse que la autora, tal vez

176 deliberadamente, quiere mostrar que identificarse con los colores de un partido u otro tiene que ver más con una postura emotiva que con una afinidad ideológica.

Buitrago, por otra parte, identifica a “su” Gaitán desde el comienzo de la novela, cuando

Ana González se encuentra por primera vez con Diego Cabo: “Enjuto y pálido, de cabellos deslucidos. ‘Negros o castaños? (sic) Da lo mismo, es el sabelotodo clásico’. Ojos de corte indígena, lisos, sin pestañas. La nariz bien formada, recta, de husmear ávido, estrecha en el dorso.

Labios muy delgados y de expresión displicente” (31). Es notable la manera como el personaje dista de las descripciones que, hasta ese punto, se han dado de los demás personajes; todos aristócratas, blancos, sin mayor relación con la fisionomía “indígena”, rasgo que se reitera en el velorio de Lucas Reyes (188) cuando Cabo ya se ha convertido en un distinguido dirigente político. En aras de hacer esta descripción aun más cercana a la figura del Gaitán real, la narradora menciona su linaje como uno de sus mayores atractivos políticos: “Tenía un pasado correcto, un padre tenedor de libros y una madre modista, además un cartón universitario” (189), la imagen de hombre hecho a sí mismo se hace categórica; es esta una constante en el discurso de

Gaitán. La caracterización continúa en la misma escena: “Líder de masas. Temido por los partidos contrarios. Mirado con desconfianza en la clase dirigente. Posible candidato para el período presidencial próximo. Se comentaba que, bastaría una arenga suya para que el pueblo se tomara el poder y lo llevara —sin mayores preámbulos— a la presidencia” (189); no hace falta recordar los tintes épicos de la Marcha del Silencio para adivinar la figura del caudillo detrás de esta descripción. La autora no solo está dándole a Cabo la jerarquía política de Gaitán, se está valiendo de la imagen este último para mostrar a su personaje como un eslabón más en la cadena de oportunidades de cambio político desperdiciadas. Esta representación se hará aun más fuerte cuando, hacia el final de Cola de zorro, la narradora se vale de la asonada que generó la muerte

177 del jefe liberal para ilustrar los efectos de la muerte de su personaje y la importancia política del mismo.

Para concluir, no es gratuito que antes se haya afirmado que Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es la ‘Novela de la Violencia’ por antonomasia. Como se verá más adelante, es uno de los pocos textos del ciclo que denuncia las conductas de pájaros y chulavitas desde la perspectiva de las víctimas y, no siendo suficiente, es la que mejor relata los sucesos del

9 de abril de 1948 desde que Gaitán llega a su oficina, hasta que recibe los disparos que siegan su vida, en un minuto-a-minuto que articula todas las perspectivas posibles del infame Bogotazo. En el relato de Ángel se cuelan miembros del gabinete del Presidente Ospina Pérez, el testimonio de doña Berta —su esposa—, apartes de notas de prensa de los principales periódicos del país, aproximaciones a la personalidad de Juan Roa Sierra, ecos de los disturbios en provincia y las reacciones privadas, tanto en hogares liberales como conservadores, frente al magnicidio. En síntesis, si por algo se ha llegado a decir que la de Ángel es una novela histórica, es precisamente por la minuciosidad con la que la autora se sumerge en los confines del desquiciamiento colectivo que inspiró el 9 de abril y la manera como este puede entenderse a modo de alumbramiento de La

Violencia. El caudillo es una presencia vibrante en la novela.

Por otra parte, es reseñable la manera como la narradora, en los pasajes ficcionales que teje entre los textos de no ficción que va añadiendo a su obra, caracteriza a Gaitán a través de los ojos de anónimos seguidores que reaccionan de diversas maneras frente a su muerte. Su estrategia para mostrar, por ejemplo, la admiración que por él sentían las personas de extracción humilde se refleja en su forma de expresarse, “una mujercita empezó a lamentarse, ¡mataron a Forfeliécer!

¡nos mataron al Negro…!, y cuando vio que un policía se acercaba al tumulto, se le encaró a los alaridos: ¡máteme a mi también! gritaba como histérica” (31); en lo visceral de sus reacciones,

“Qué es lo que pasa —preguntó el conductor— [mataron a Gaitán] entonces frenó en seco:

178 ¡bájese todo el mundo porque lo que es este tranvía no sigue andando ni una cuadra!, gritó desencajado, y se bajó también, abandonó el tranvía: lo dejó allí chantado, en plena séptima”

(31); y en la radicalidad de su partidismo “mataron a Gaitán, hijueputas, que se mueran todos, que cuelguen a Laureano, ¡VIVA EL PARTIDO LIBERAL!... y me emperré a llorar a lágrima viva, por mi Dios. Era como si me hubieran matado a mi mamá y a mi papá y a toda la familia junta” (58 sostenidas en el texto). En otras palabras, la autora propende por mostrar cómo la ideología del dirigente liberal se apropiada por parte de sus seguidores, haciendo que estos le sientan como un miembro más de su hogar así solo lo conozcan de vista. El nosotros gaitanista muestra la faceta más extrema del partidismo tóxico que se vivía en la época; el que el centro de

Bogotá quede arrasado tras su muerte es prueba reina de ello.

Una lectura adicional debe hacerse con respecto a la “europeidad” de Gaitán, en tanto esta es la cualidad que lo convierte en esa especie de caso modélico de ascenso social, siendo un hombre moreno, de facciones indígenas. Como se advirtió antes, gran parte del carisma político de Gaitán procedía de su pasado como abogado laboralista, más su reconocimiento como abogado se debió, sobre todo, a los estudios de criminología que adelantó en Italia al lado del renombrado maestro Enrico Ferri. Tales estudios, de difícil acceso incluso para los miembros de las élites colombianas, le dieron un nivel de distinción suficiente para ser tenido —al menos profesionalmente— como un igual a los demás abogados (blancos) del país. Ángel arranca su relato sobre las últimas horas del dirigente así: “8:30 a.m. Llega Gaitán al edificio Agustín Nieto.

El portero abre la reja y lo felicita por la audiencia de la noche anterior. «Me trasnoché por oírlo, doctor»” (19 en cursivas en el texto). Enrique Santos Molano, por otra parte, describe esa noche: “El 8 de abril de 1948 Jorge Eliécer Gaitán obtuvo uno de sus triunfos jurídicos más significativos, al sacar absuelto al teniente Cortés Poveda por los cargos de homicidio premeditado”. Lo más interesante de esta historia es que Gaitán se encontraba defendiendo a

179 quien, al menos en la percepción de los autores de ‘Novelas de la Violencia’, podría resultar un enemigo natural de los liberales: un miembro de la fuerza pública. El que la defensa hubiera salido avante prueba el compromiso ético del caudillo con su poderdante, amén de su destreza profesional y, en particular, de su dominio de las herramientas del mismo sistema que oprimía a sus copartidarios. Más allá de la coincidencia macabra de que este triunfo llegara justo la noche antes del asesinato, es posible concluir que la intención autoral es presentar la historia de un hombre excepcional, respetado tanto como querido por sus copartidarios y cuya muerte es una herida abierta en la historia de Colombia.

Afirmar a Gaitán como paradigma de la representación del disidente en las novelas en estudio se justifica por varias razones: para empezar, es el primer “ciudadano de a pie” que tiene la osadía de señalar las disparidades que la desigualdad infunde en la sociedad colombiana; en similar sentido, aunque no sea posible identificársele como socialista o comunista, es claro que comprende los aspectos de la lucha de clases que mejor pueden servir al país, llegando a una mejor comprensión de las necesidades de los grupos oprimidos; de igual modo, se vale del esencialismo estratégico —su piel, sus facciones, orígenes humildes— para lograr adhesiones entre las personas que, sin ser sus “iguales”, pueden comprender los sistemas de opresión que ha tenido que capotear; asimismo, Gaitán capitaliza del rechazo que genera dentro de la oligarquía nacional, especialmente en razón a que no tiene un apellido que lo respalde, para señalar que ese mismo tratamiento lo recibe la mayoría de los colombianos; por último, y no menos importante, como caudillo latinoamericano, su imagen queda en suspenso como posibilidad frustrada de un cambio para la situación política del país. Las autoras se sintonizan con los demás autores de

‘Novelas de la Violencia’, en particular con aquellos que produjeron textos en torno al Bogotazo, más que por ponerse a tono con una tendencia literaria, porque son conscientes de la importancia de la pérdida de un líder que podía reescribir la historia del país.

180

3.3. Padres, madres y linaje: del texto mestizo al texto mimético

Como autoras que escriben ficción con una distancia temporal insuficiente para impedir que su narrativa se permee de sus propias vivencias, las novelistas han experimentado las violencias de La Violencia, lo que las hace sensibles frente a las situaciones que viven hombres y mujeres con características similares a las de sus personajes. La textualización de tales vivencias en la obra es la manera como estas afirman su individualidad a la par que muestran la divergencia de sus percepciones. Merced a esto, es posible aseverar que no se pueden abordar estos textos sin reparar en el hecho de que estos representan la complejidad de las experiencias de sus respectivas autoras, o la manifestación de sus propias intersecciones, a la par que una afirmación de su propuesta de representación de la realidad.

El concepto de linaje, por otra parte, es necesario para reconocer la forma como las autoras, aun escribiendo desde un punto de privilegio, pueden desarrollar cierta empatía con las luchas armadas. Entre las muchas formas de discriminación que sufren las mujeres en el contexto latinoamericano, existen dos —no necesariamente excluyentes— relacionadas con su estirpe: de un lado, la completa privación de ser portadoras de la carga ancestral de la familia; de otro, que los padres tengan potestades excesivas sobre los hijos, así no convivan con ellos, mientras las madres apenas son receptoras del sino funesto legado por el padre. Dicho en términos simples: las mujeres —así sean blancas— no tienen linaje, razón por la cual pertenecen a una “raza” que, sin llegar a compararse con la de los grupos subalternos, sí resulta inferior a la del hombre más blanco, medida de todas las cosas en los contextos mestizos. De este modo, ha lugar afirmar que el privilegio desde el que escriben las autoras es más bien frágil y se literaturiza con éxito

181 mostrando que el hombre que carece de linaje queda desprovisto de agencia, como cualquier mujer.

Teniendo en cuenta que por medio de la masculinidad femenina se llegó a la conclusión de que una autora puede hablar sobre un hombre o como un hombre, sin necesidad de identificarse como hombre, puede afirmarse que esa performatividad ficcional se puede aplicar al concepto de linaje para analizar las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel. El tema es abordado por Judith Butler cuando afirma: “Las casas [que acogen a los participantes de los drag balls] están organizadas, en parte, de acuerdo con líneas étnicas... [un] sistema de parentesco — repleto de ‘casas’, ‘madres’ y ‘niños’— que sustenta la escena la escena del baile travesti y a su vez está organizado por él” (2002 196). En otras palabras, la raza, la clase social, incluso la familia son, asimismo, performativas y no existe una fórmula universal para construirlas. No se trata aquí solo de la manera como los habitantes de esas casas establecen una identidad genérica basada en la repetición de actos que, de ordinario, ejecuta el género opuesto, se trata también de la forma como estas personas se asocian a un linaje por la misma vía.

Es necesario enfatizar sobre el hecho de que aquí se está hablando de una performatividad ficcional, dirigida a recrear literariamente el linaje como forma de racialización y no de una

“performatividad racial” pues la posibilidad de que pueda hablarse de una trans-racialidad a partir de la materialización de “actos raciales”, siendo de otra raza, se debate entre los extremos de la apropiación y el racismo31. En este orden de ideas, vale la pena analizar la manera como las autoras llevan a cabo el proyecto de construcción de sus personajes: si lo hacen atendiendo al postulado esencialista del mestizaje, mostrando a los subversivos como miembros de “la raza cósmica”, o desde la perspectiva del mimetismo, como la entiende Bhabha, buscando esa doble

31 Sobre este particular pueden analizarse desde un punto de vista racial las refutaciones que hace Butler a hooks: si se interpolan las cuestiones referidas exclusivamente al género como cuestiones —además— raciales, se llega a la conclusión de que en hooks existe el mismo nivel de oposición frente a ambos (2002 195-196).

182 articulación del discurso transgresor-controlado. Este análisis es importante pues, como lo expresa bell hooks32: “While I do not share the assumption that contemporary black women writers maliciously create negative images of black masculinity, whenever these images appear in their work they risk appropriation by the popular racist white imagination” (71). Es claro que aquí no se está hablando ni de escritoras negras ni de hombres negros, pero el aporte de hooks es valioso en tanto contempla la idea de que las mujeres se pueden valer de la ficción para crear imágenes de los hombres que pueden incidir en la recepción del texto, así como en la imagen real de un grupo de ciudadanos que se encuentran en un estado de subalternidad.

Frente a esto, las escritoras de “Novelas de la Violencia” presentan una doble vocación: por una parte, si se les reconoce como parte del sistema, ese privilegio del que se habló antes se convierte en verdadero racismo por cuanto están exteriorizando la imagen de los subversivos que el sistema de los hombres más blancos les ha vendido; en este caso se los estaría considerando como miembros de “la raza cósmica” en el sentido de que la autora no precisa reconocer la opresión de que estos son objeto —son mestizos, por lo tanto iguales—. El ejemplo más claro de esto se encuentra en la aproximación esencialista de Juncal a la banda de Fermín: todos son violentos, todos son rústicos, todos son ignorantes; la autora, paradójicamente, se abstiene de considerarlos como los campesinos que en la realidad eran para comprenderlos a todos dentro de la categoría “bandoleros”, un grupo de hombres sin orígenes venidos al mundo con la única misión de hacer el mal. A esto puede agregarse la muy cuestionable estrategia de ponerle nombres de pájaros a los miembros de la banda —Sinsonte, Gavilán, Garza, Alas Partidas—, cuando se encuentra más que comprobado que los pájaros eran sicarios conservadores, copartidarios de la narradora de Jacinta y la violencia. Si antes se evidenció racismo, sexismo y

32 La cita proviene de una reflexión en torno a las críticas que recibió The Color Purple (1982) de Alice Walker, novela en la que las representaciones de los hombres negros son bastante violentas.

183 clasismo en la forma como la autora hace que las asistentas domésticas sean indígenas o negras, no cabe duda de que hay un linajismo asociado al hecho de ser subversivo: los bandoleros solo pueden provenir de otros bandoleros y solo podrán engendrar más bandoleros. Esto sin mencionar, como se hará en el siguiente capítulo, la excesiva lisonja de la narradora de Juncal hacia los “de ”.

En las antípodas de Juncal, mas no por ello en una postura menos tóxica, se encuentra

Romero. El que los Aguirre y todos sus lugartenientes, con excepción de los políticos bogotanos que se alzan en armas con ellos, sean campesinos, genera una especie de ruralización del conflicto que, si bien es correcta, cae en el reduccionismo. Se examinó en el primer capítulo: La

Violencia, tanto como sus antecedentes y sus consecuentes, se gestó en el gobierno central y se ejecutó en el campo, disociar tales cuestiones es asumir la posición sarmientina de “civilización y barbarie” y el determinismo inherente a la misma, en el cual los habitantes del campo son impresionables e intemperantes por naturaleza, mientras los citadinos son racionales y moderados. No puede afirmarse que la autora esté procediendo de esta manera deliberadamente, de hecho, el que represente a los conservadores por medio de la brutalidad demuestra que se encuentra de parte de esos campesinos liberales que sufren persecución; no obstante, el que los otros sean representados por policías y soldados, quienes en últimas son tan faltos de linaje como esos campesinos, hace pensar que Romero está siendo linajista sin darse cuenta. Reflexión aparte merecería el hecho de que la imagen de los Aguirre se esboce, en no pocas ocasiones, con trazos picarescos: pareciera haber una voluntad de exotizar a los subversivos, sin permearse de sus sufrimientos, lo que cae en el terreno de la apropiación.

De otra parte, si la autora en cuestión estima que hay una disparidad racial en el hecho de que las mujeres “carecen” de linaje, una nueva dicotomía tendría que resolverse: por un lado, si la imagen que quieren transmitir de los subversivos podría llegar a ser apropiada por el hombre

184 más blanco, como lo advierte hooks, para legitimar la represión de estos; por otro, si la ponderan de manera que el público lector puede intuir que, más allá de los posibles crímenes que puedan cometer, los bandoleros y los guerrilleros tienen razones de forma y de fondo para oponerse a la opresión. En razón a esta doble interpretación sobre el mismo plano, cabe sostener que hay una adopción del concepto de mimetismo como forma resistir dentro del sistema desde su propia situación de subalternidad: al revolucionario lo “ennegrece” su falta de linaje.

La representación de los subversivos en Buitrago es mimética en tanto la narradora se dedica a indagar en su intimidad de manera que puede exponer las motivaciones de cada uno. Ya en el capítulo anterior se hizo mención al registro bíblico con el que se relata el paso de Benito

Viana por Opalo. Esta lectura puede llevarse más allá si se agencia este discurso con todo lo que

él deja atrás en pos del ideal revolucionario —su hogar, su familia, su vida burguesa— amén de lo que pierde por persistir en él —la amistad de Diego Cabo, el amor de Ana González, el contacto con sus hijos—, situaciones que recalcan su entrega al pueblo que inspira sus ideales, como un verdadero héroe. Dicho de otro modo, la toma de armas por parte de Viana se narra como una forma deliberada de perder el linaje en aras de lograr un bien mayor. Con todo, el que su vida sea la de un fugitivo y que, lejos de intentar componerla, se hunda cada vez más en una sucesión infinita de actos turbios —la relación íntima con Rosamunda, la fuga auspiciada por su familia, el secuestro del avión con toma de rehenes—, en consonancia con lo que las notas de prensa dicen sobre él, muestra que la autora no pretende, en ningún momento, hacer de él un ser ejemplar; por el contrario, si el lector en ocasiones lo encuentra chocante es por sus viajes de ida y vuelta entre redentor y penitente.

La postura de Ángel, por otra parte, muestra contradicciones. Siendo la autora más políticamente consciente de las cuatro, es difícil comprender su intención al mostrar bandidos, policías, militares y políticos tan perversos, mientras los estudiantes y los guerrilleros son

185 representados, más bien, como víctimas. No se trata de que haya esencialismo, si por algo descuellan los personajes que transitan por las páginas de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es por la multiplicidad de facetas que brindan al lector y la complejidad en su caracterización, mas la falta de exploración de la “otra faceta” de tales personajes revela que el texto se centra más en la denuncia que en la crítica a los actores en conflicto. Si se acepta, en gracia de discusión, que un “ciudadano de pie” tendría opiniones divergentes a la de la autora con respecto a cada uno de los grupos enfrentados, y teniendo en cuenta que la novela de Ángel busca mostrar una perspectiva omnicomprensiva sobre La Violencia, resulta extraño que esta no ahonde en las motivaciones de los personajes perversos, más allá de su anti-liberalismo, y que no muestre que en no pocos casos, los roles de víctimas y victimarios —tema que se ampliará en el capítulo siguiente— eran fácilmente intercambiables.

Esto no es un defecto en la obra, mas no puede negarse que en su afán por mostrar las atrocidades que se cometieron en contra de los estudiantes durante los gobiernos de Rojas Pinilla, la Junta Militar y los primeros años Frente Nacional se le olvida que, en muchos casos, los mismos estudiantes participaron en tomas hostiles del campus de la Universidad Nacional, quemaron buses de servicio público y dieron muerte a miembros de la fuerza pública. En conexión a esto se encuentra el que Alirio se una a los bandidos luego de violar a Ana; la narradora está reforzando la imagen de un criminal que ya tiene una sanción moral por abusar de una niña, así no se logre establecer su delito en un proceso judicial. En cualquier circunstancia, la novela se hace mimética por la manera como terminan unos y otros: Ángel denuncia, sí, pero su denuncia solo llega hasta mostrar la perspectiva de un simpatizante de los grupos estudiantiles de izquierda y no hasta el punto de ofrecer pruebas irrefutables de que la policía, el ejército o el

DAS procedieran en la realidad como lo hicieron con Lorenzo y sus compañeros de presidio; es

186 así como se genera el control en la obra, exhibiendo la perspectiva del subalterno y resignándose a la consecuencia que el sistema le impone.

Es claro que no existe una manera más expedita para perseguir reivindicaciones frente a la opresión basada en prejuicios raciales, que construir un discurso del tipo nosotros-ellos para unificar a los oprimidos y trazar estrategias de reacción a los opresores. Sin embargo, también resulta claro que Juncal, Buitrago, Romero y Ángel parten, como se dijo antes, de un punto enunciativo blanco pues no exploran la otredad en sus personajes más allá de que son subversivos y provienen, las más de las veces, de hogares de extracción media y media-baja. No problematizan las autoras, en ningún caso, la pertenencia del revolucionario a uno u otro de los grupos marginados en términos etno-raciales aun cuando reproduzcan el fenotipo en algunos pasajes. Esto no quiere decir, sin embargo, que no exista una invocación al ancestro; de hecho, dentro de su discurso subyace la idea de que parte de la marginación de los personajes subversivos se conecta con que todos fueron criados por sus madres y la figura paterna cuando no era distante, estaba ausente. Paradójicamente, ni padres ni madres parecen tener una influencia directa en la decisión de tomar las armas —salvo en el caso de los Aguirre— y se sostienen, en la mayoría de los casos, como seres con pocos vínculos con sus hijos, aun cuando signen su destino marginal. Esta lectura propone una dicotomía bastante interesante: por un lado, se está planteando que los revolucionarios llegan a ser tales, en parte, por no haber sido “contaminados” con la masculinidad compulsiva del padre; por otro, se está envistiendo al varón como depositario único de los valores inherentes a la raza, o la subalternidad derivada de la misma, sin admitir la parte de

“responsabilidad” que, al efecto, le puede caber a la madre.

Una muestra de esta dicotomía se encuentra en las personalidades de Fermín Sánchez y

Mauricio Zamora. Sánchez, descrito por Juncal como un hombre que “vivía en la ciudad, sus padres eran gente honesta y respetada y, como pobres, nada les faltaba” (54); el silencio con

187 respecto a sus atributos físicos, en la misma lógica esencialista que maneja la autora, hace suponer que se trata de un hombre blanco; mas el aspecto que incumbe a esta parte del estudio es que Fermín pierde todos sus vínculos familiares después tomar las armas: de sus padres no se vuelve a hablar en ningún momento de la novela y la narradora tampoco relata que tenga otros parientes, lo que lo priva de cualquier atribución que por linaje le habría de corresponder, refrendando su condición marginal. Zamora, por otro lado, es un hombre huérfano de padre —en el texto jamás se hace referencia a su progenitor— que, sin embargo, tiene una figura paterna en el embajador Carlos Darío, quien le paga el seminario, le ayuda a devolver a Manfredo a su familia y se lamenta todo el tiempo por su apostasía; podría afirmarse que Mauricio, a diferencia de Fermín, escogió la marginalidad para sí mismo desde el momento en que empezó a interesarse por la “revolución”, mas nunca se alejó lo suficiente de sus orígenes como para afirmar que no tendría derecho a la redención que recibe al final de la novela. La diferencia en sus devenires acentúa la importancia del linaje: aquel que lo posee tiene más recursos para enfrentarse a los avatares de la vida subversiva, incluso después de que esta se viene a pique.

Análoga lectura puede hacerse sobre la saga de los Aguirre. Juanani, Juanole y Juancho se entregaron en cuerpo y alma a sus respectivas causas y, sin embargo, solo Juanole pudo morir por la misma: al momento de ser “acribillado por una ráfaga de ametralladora” (265) se encontraba dentro del grupo subversivo comandado por su hijo Juancho quien, por otra parte, cierra el ciclo con una condena a prisión de tres años y seis meses (311). Juanani, por su parte, carece de linaje por su condición de hijo bastardo “[del] míster ese de la petrolera, que vino a escarbar y a ensartar tubos” (10). Romero prefiere no referirse a la manera como el muchacho resiente la falta del padre, pero desde bien temprano en la novela lo está mostrando lejos de casa “por los lados de

Mariquita, asaltando el cable el cable aéreo y sustrayéndose las mercancías que transportaban desde Manizales” (32) y no es posible asociarle una sola imagen paterna —ni siquiera la de su

188 suegro por los motivos que se expresaron en el capítulo anterior—. Lo interesante de Juan

Aniceto como fundador del linaje Aguirre, por otra parte, es que es uno de los pocos personajes de la novela sobre los que se puede adivinar su raza: es muy probable que sea blanco pues el arquetipo del “míster” es siempre un hombre rubio de ojos azules, lo que no obsta para termine condenado al estado de subalternidad que le procura el que ese “míster” no lo haya reconocido como hijo, trayendo a cambio todas las penurias de la vida al margen de la ley.

En consonancia con lo anterior se encuentran los personajes de Guadalupe Salgado,

Benito Viana, Giovel y Enmanuel Centeno: abuelo, padre e hijos. El primero de ellos muere en un enfrentamiento con el ejército sin que la narradora establezca con absoluta claridad cuál es su linaje, pero es descrito con grandilocuencia en una de las “notas de prensa” que Buitrago incluye en el texto, así:

Guadalupe Salgado había ingresado en la leyenda mucho antes de morir, y su mito era tan

fuerte y tan intenso que muy pocos, aún (sic) los que vieron su cadáver, dan crédito a la

veracidad del hecho. Lanzado a la violencia cuando era muy joven, por rencillas

personales con gamonal (sic) de su pueblo de origen, se dedicó en una primera etapa al

bandolerismo, uniéndose luego al frente guerrillero de su país. Pese a que se le imputan

más de quinientos asesinatos, el pueblo lo consideraba poco menos que un héroe, un

Robin Hood del siglo XX (63).

Salgado muere sin saber que tuvo un hijo con Claudia Viana, quien lo mantiene en su corazón incluso después de su muerte. Su ausencia, sin embargo, impactará en la vida de Benito pues la madre persigue en él la presencia del hombre que amó, lo que la llevará a endiosarlo y a alcahuetearle todos sus caprichos. Puede sumarse a esto que toda la familia Salgado fue asesinada en una vendetta con los Viana, razón por la cual Benito pierde todo contacto con el tronco del que proviene. Así las cosas, aunque pudiera afirmarse que Benito tuvo imágenes paternas en Manuel

189 el viejo o en su tío Lucas —relaciones que, por lo demás, no se exploran en el texto—, lo cierto es que se encuentra lejos de cualquier posibilidad de filiación más allá de los dominios maternos, lo que hace que reclame su propio linaje tratando de ser un “padre” para la patria, como bien lo demuestra su discurso mesiánico, tan lleno de filosofía cristiana como de donjuanismo barato.

Por otra parte, la relación de Giovel y Enmanuel con Esaú Centeno demuestra que la ausencia del padre o su suplantación por parte de un hombre que carece de linaje —Centeno empezó siendo un peón de la finca de Manuel el viejo que se casó con su hermana, Ana María

Thamar Natividad Viana, para descurtir sus orígenes—, no lleva a consecuencia distinta a la rebelión. El caso de los hermanos Centeno se hace más interesante porque, aun cuando tienen una figura paterna dominante en su infancia, bien pronto se alzan en su contra con miras a transformarse en sujetos de su propio derecho. El tópico freudiano de “matar al padre” podría invocarse aquí si no fuera porque Buitrago se obstina tanto en mostrar cómo Esaú toma posesión de los muchachos incluso antes de que Isabel Centeno, su hija, logre acomodarse en su posición de madre putativa. Así las cosas, la búsqueda inconsciente de un vínculo familiar que se encuentre por fuera de los dominios del “padre”, se convierte para los hermanos, en especial para

Enmanuel, en su forma de perseguir el encuentro con su verdadero linaje.

Por último, se podría analizar cómo Lorenzo, narrando en primera persona, invisibiliza la figura del padre; en las cartas-diario que le dirige a Ana a desde la cárcel, su única preocupación son la vieja y Valeria; de hecho, en la única carta que le dirige a su hermana, por más que menciona a muchos de los hombres que ambos conocen —don Cleto, don Asnoraldo, Alcides

Zuluaga (Ángel 325)—, se abstiene de dejar cualquier pista que pueda vincularlo con una imagen paterna; lo que es más: en el mundo fuera presidio de Lorenzo, con excepción de su camarada

Martín, solo existen mujeres. Por supuesto, no se está imponiendo aquí la lectura de que todo hijo tiene que tener un padre, pero el hecho de que este hijo no lo invoque, ni para bien ni para mal, y

190 que la narradora se abstenga de hablar de él cuando está relatando en tercera persona, genera suspicacias con respecto a la imagen que se quiere proyectar del personaje. El borramiento de esta parte de la vida de Lorenzo, lejos de convertir al padre en ausencia, lo marca como presencia nefasta. Más no se puede argumentar sin caer en la sobreinterpretación de la novela; es claro que la autora quiere vincular el espíritu de lucha con la influencia de la sola madre, pero en el aspecto estricto del linaje, parece querer mostrar que ese mismo espíritu se alimenta del vacío que el padre dejó.

Como puede observarse, existe un vínculo inextricable entre la ausencia del padre y la personalidad del subversivo y, más aún, con la manera como este se entrega a la vida de rebelde.

Quedaría, sin embargo, una cuestión por resolver y es la relación entre el hijo subversivo y la madre. El potencial de este análisis deriva de la condición de las mujeres como “columna vertebral” del ámbito privado-doméstico y, desde una perspectiva más amplia, responsables colaterales del bienestar de la nación. Las escritoras, como mujeres reconocidas o reconocibles a través de sus obras, toman parte en este juego en el sentido de que pueden “prescribir” qué tipo de hijos pueden ser más o menos deseables para la “buena salud” de la raza. Paradigma de esta percepción es Gabriela Mistral quien se consideraba depositaria y guardiana de la esencia nacional y racial chilenas y, en una forma perversa, su rareza —el hecho de ser soltera y no demasiado atractiva, según ella misma lo reconociera— la instigó a considerarse especialmente capacitada para el efecto (Fiol-Mata 35). Lo más interesante es la adaptación que hace Mistral de los discursos de José Vasconcelos y Alfonso Reyes a la realidad chilena, para envestirse a sí misma como “madre de la nación” y autoridad suprema para determinar lo estéticamente deseable en el fenotipo vernáculo (Fiol-Mata 36). Tal perspectiva retoma lo que se consideró antes en torno al mestizaje como forma de esencialización, lo que la relaciona con aquellas

191 narrativas más conservadoras desde las que no solo se alaba la percepción racial del Estado, sino que se cohonesta con sus formas de opresión.

La figura de la “madre universal” se comunica a Jacinta y la violencia en el carácter de las mujeres que crían a los hombres, llegando hasta el punto de que los hijos deben ser criados por otras mujeres para convertirse en “personas de bien”. La prueba más clara de esto es la manera como la narradora separa a Sergio de Jacinta para entregárselo al matrimonio Choucair, don Gervasio y su esposa —quien, entre otras cosas, permanece anónima toda la novela—, tal vez previendo que al lado de (la negra) Jacinta no pueda convertirse en el apuesto, católico, apologista de la pena de muerte, enemigo del divorcio, médico que termina siendo. En términos más simples, Jacinta no es apta para ser madre porque no tiene cómo darle linaje a su hijo, corriendo el riesgo de que este termine convertido en un bandolero. Esta lectura puede extenderse, inclusive, a los personajes de las hermanas Natalia y Claudia María; es claro que, en la época que Juncal ubica su relato, la única opción que tenían las personas del campo para educarse era emigrar a las ciudades, empero, el hecho de que doña Pepita, por encargo expreso del padre, entre a sustituir a la campesina madre habla con bastante claridad sobre la “ineptitud” de esta para criar a sus hijas. De igual forma, la narradora deja entrever que las muchachas necesitan de la ciudad, tanto o más que del roce social de la viuda, para convertirse en la

Reverenda Hermana Natalia del Corazón de Jesús y en la futura esposa del abogado León Darío, del despacho del Presidente de la República. En contraste, la madre del Padre Zamora —anónima también— es una anciana virtuosa, dulce y aristócrata que solo reza para que este enderece el camino; a una mujer como esta no se la puede culpar por los crímenes del otro, razón suficiente para que la narradora no trate de indagar en sus relaciones: es un modelo de madre porque se preocupa por el bienestar de su hijo, mas el lector no alcanza a dimensionar si es una madre modelo o si la crianza que le dio a Mauricio fue lo que lo hizo considerar la vida insurgente.

192 Una pregunta distinta se plantea teniendo en cuenta que puede haber una especie de inmoralidad en la concepción del sujeto subversivo o, dicho más prosaicamente, que este sea un hijo de puta en razón a que fue concebido como fruto de un adulterio. Igual suerte correrían aquellos que fueron desconocidos por sus padres y separados de sus familias y los hijos de las viudas: todos ellos perdieron el linaje tras la ruptura sobreviniente del vínculo ancestral que los ataba a un tronco —masculino— común. Las consecuencias de este tipo de filiaciones son relevantes pues, como lo expresa Simone de Beauvoir:

La mujer que quiere a su marido modelará a menudo sus sentimientos de acuerdo con lo

que él siente y recibe entonces el embarazo y la maternidad con alegría. A veces, el hijo

es deseado con el fin de consolidar una unión o un matrimonio, y el afecto que le dé su

madre depende del éxito o fracaso de sus planes. Si siente hostilidad por su marido, la

situación es diferente: puede ella dedicarse ásperamente al niño, cuya posesión niega al

padre, o considerar con odio, por el contrario, al vástago del hombre a quien detesta (271).

Es decir, el aspecto más problemático en el proceso de establecer cómo la falta de linaje deriva en una subalternidad combativa, revolucionaria, se encuentra tanto en situar a la madre como factor coadyuvante de la misma, como en el reclamo por el abandono del padre. Sobre la relación con los padres ya se ha hablado antes, más la carga ancestral de la madre puede resultar tanto o más definitiva en el proceso de subalternización y sublevación. La presentación del subversivo tiende, en este sentido, a convertirse en un memorial de agravios en contra de aquellos hombres y mujeres que, teniendo la posibilidad de cambiar el contexto de violencia generalizada que vivía el país, mediante la asunción de su responsabilidad parental, decidieron no hacerlo por prejuicios sociales, raciales o sexo-genéricos.

Los personajes de Buitrago, en este aspecto puntual, muestran que la madre termina comprendiéndose como una agente del sino del padre. Benito Viana es hijo de Guadalupe

193 Salgado y de Claudia Viana; él muere asesinado, ella abandona al niño para ocultar las evidencias de su infidelidad a Manuel el viejo y luego lo adopta. La maldición que Cipriana lanza en contra de Benito es responsabilidad de la madre, merced a que es ella quien disgusta a los pobladores de

San Miguel del Viento cuando decide recuperarlo, así como también lo es la decisión de este de alzarse en armas, pues es Claudia quien lo conecta con la identidad no declarada de su padre mediante la perenne invocación de que él “desciende directamente de un mártir de la patria” (62) y, como tal, “puede permitirse cualquier lujo, hasta de convertirse en revolucionario si así lo desea” (68). En cierto sentido, la narradora castiga la cobardía de la madre quien, estando enamorada de Salgado, se queda con Manuel el viejo y posa como madre a medias de su propio hijo; su pena es que Benito viva prófugo, buscando parecerse a su padre biológico y dejando su simiente regada en la misma región donde fue concebido —no sobra recordar que Opalo otrora fue parte de las propiedades de Manuel el viejo—. Cabe añadir que el escarmiento se extiende hasta el punto de que el mismo Benito priva a Claudia de conocer a sus nietos, dejándolos al arbitrio de Esaú Centeno.

Los Aguirre, por otra parte, tienen todos una madre que ocupa una buena parte de la obra.

La narradora de Romero se encarga de seguirle los pasos a todas las mujeres asociadas con ellos, al punto que relata la vida y muerte de Dioselina Aguirre, madre biológica de Juan Aniceto, aun cuando esta sale de Calamoima desde el principio de la novela. El hecho de que el primer Aguirre tenga dos madres marca, de entrada, una ruptura con el concepto tradicional de maternidad: era un hijo no planeado que, sin embargo, recibió el amor de su madre representado en la obsesión de esta por que alguien se lo bautizara y en su decisión de dejarlo con la única mujer que tenía la posibilidad de cuidarlo, Diva Espejo. Contrario a lo que se ha dicho antes con respecto a la falta del padre, la novela es bastante precisa en lo que concierne a la estrecha relación entre Juanani y

Diva; tras tomar las armas, sus únicos contactos con el pueblo son su madre y Estrella Sandino

194 con quienes intercambia correspondencia de manera regular. Es factible sostener que Diva se convierte en sostén de la vida revolucionaria de su hijo, llegando incluso a acompañar a Estrella cuando está viviendo en la Cueva del Indio, criando a Juan Olegario y esperando que Juan

Aniceto tenga tiempo, en su perenne fuga, de irla a visitar. El destino de Dioselina, por otra parte, parece ser también el del castigo; la narradora la sigue hasta Bogotá donde no tiene contactos con ningún calamoima, ni participa de ninguno de los hechos relacionados con La Violencia, ni se involucra en política, pero tiene una muerte espeluznante al ser envenenada por su propio marido, el hombre por el que se separó de su hijo, desesperado por la bancarrota. No sobra agregar que a

Juanani esta muerte le resulta indiferente.

Finalmente, la vieja, como se ha sostenido antes, es una de las mujeres fundamentales en la vida de Lorenzo. No obstante, también es, con diferencia, el personaje más ausente de la novela: no tiene nombre, no tiene ocupación, no tiene vida más allá de la que Lorenzo le otorga a través de las cartas a Ana y a Valeria. Esta lectura puede llevarse más allá: en ningún momento de la obra puede llegar a determinarse con absoluta claridad si Lorenzo es hijo de madre soltera, divorciada o viuda, si es adoptado o recogido, o si la vieja fue quien lo parió. Pero la vieja reza, se preocupa, se enferma y muere sin que su hijo pueda darle el último adiós “porque esos hijueputas me dijeron que si quería asistir iría con esposas a sepultar[la]” (366); en pocas palabras, la vieja representa el cariño materno y la obsesión de Lorenzo es estar a la altura de ese amor, razón por la que decide no aceptar el permiso para salir de prisión cuando ella muere. La duda que se impone es, ¿por qué es un personaje tan anodino, siendo tan cercano a los personajes principales de la novela? Da la impresión de que la vieja es simplemente un recurso narrativo usado por Ángel para enfatizar en el sufrimiento de Lorenzo mientras se encuentra en la cárcel y que la historia no cambiaría demasiado si, en lugar de la vieja, su preocupación fuera por Valeria o cualquier otro ser querido. De algún modo, la autora se está valiendo de un poderoso

195 cromatizador para robustecer esa denuncia de la que se ha venido hablando, punto que no pasa inadvertido si se piensa en términos feministas, ¿qué hace que la historia de Lorenzo merezca ser contada con tantos detalles mientras la de su madre permanece a la sombra?, ¿por qué al lector debe importarle más la lucha de Lorenzo, y la de los hombres con los que comparte encierro, que la de su pobre y abandonada madre, quien intenta visitarlo sin éxito? La respuesta se encuentra, podría pensarse, en la premisa principal de este trabajo: Lorenzo es Albalucía Ángel en su faceta revolucionaria, en combate contra el patriarcado público, lo que hace que su historia personal pase a un segundo plano y se ponga el acento sobre su accionar subversivo. Ana, la Albalucía feminista, lucha contra el patriarcado privado que enviste su madre, siendo esta última la que tiene una historia digna de ser narrada.

Es preciso reconocer que en la identidad “racial” que las autoras otorgan a sus personajes influyen factores de clase, de estirpe y de género, todos ellos (re)creados tanto desde la perspectiva simbólica —la propia conciencia de la autora con respecto a tales factores—, como desde la perspectiva semiótica —la carga significativa que le pretenden imprimir en el contexto de la obra literaria— y que a ello concurren imágenes esencializadas por el sistema y talantes que las mismas autoras quieren subrayar merced a su conocimiento, directo o de oídas, sobre las vidas de este tipo de hombres. Lo que debe resaltarse de esta reflexión es que todos estos personajes se encuentran vinculados por la falta de un tronco familiar desde el cual puedan fundar su propia familia, a la par que evadir la marginalidad inherente al hecho de no tener los recursos que, a la sazón, solo se podían obtener de un varón proveedor.

Partiendo de la falta de agencia de las mujeres, merced a la cual se genera la performatividad ficcional del linaje del hombre sin agencia, a través de la obra literaria, es posible reconocer que las motivaciones autorales no siempre están encaminadas a denunciar sistemas de opresión y, antes bien, en casos como el de Juncal y Romero se verifica una

196 representación del subversivo desde la mirada hegemónica, al punto que se puede afirmar que ambas autoras escriben desde una perspectiva linajista. Faltaría agregar que, tanto en Jacinta y la violencia como en Triquitraques del trópico, se está renunciando a comparar otredades incurriendo en la idea mestiza de una pretendida igualdad regulada desde el modelo constituido por el hombre más blanco, modelo en el que todos los subversivos son enemigos de la sociedad y, por ende, su imagen puede ser usada para atacar a todos los de su tipo sin mayores contemplaciones. Sobre las relaciones con los padres Juncal y Romero vuelven a coincidir en el sentido de que ambas sostienen que no existen posibilidades de redención para los subversivos que no tuvieron una figura paterna. Difieren las autoras, no obstante, en las relaciones con las madres: mientras la primera establece el modelo de la “madre universal”, única apta para levantar

“hombres de bien”, la segunda establece la dicotomía entre la madre que favorece al subversivo, y tiene un muerte digna, y la madre que lo abandona y muere en el olvido.

Siendo Buitrago una autora más preocupada por la interioridad de sus personajes, en simultaneidad con las externalidades que los afectan y renunciando mostrarlos solo desde el heroísmo o solo desde la delincuencia, es apenas lógico que Cola de zorro pueda ser leída desde el mimetismo y que satisfaga a simpatizantes de ambas posturas políticas: el hado del subversivo es nefasto, pero su lucha es legítima. La postura de Ángel, en comparación, es extraña pues, si bien entiende lo complejo de la cosmovisión del subversivo y sus ambivalencias en el contexto social, también es cierto que en ciertos pasajes pierde la prudencia de la escritora mimética y para dedicarse, de lleno, a la denuncia. En todo caso, tanto Buitrago como Ángel están mostrando que la falta de linaje priva a los hombres de agencia, lo que puede devenir en su vinculación con grupos insurgentes, no siendo esta la causa única para que ello ocurra y observando que el subversivo es mucho más que un hombre armado que pelea en contra del gobierno. En lo que respecta a las relaciones con los padres, Buitrago establece un hilo conductor de rebeldía centrado

197 en la ausencia del progenitor; Ángel no es demasiado clara, prefiere borrar la completamente presencia del padre de la vida de Lorenzo. Una situación similar puede predicarse de las relaciones con las madres: mientras la barranquillera prefiere establecer con absoluta claridad cómo influye Claudia en la vida de Benito, la pereirana se vale de la efigie de la vieja para mostrar el impacto de la historia de su subversivo, mas manteniendo la de esta en la oscuridad.

En conclusión, es posible afirmar que los procesos de racialización en las novelas de

Juncal, Buitrago, Romero y Ángel presentan un matiz común en el hecho de que, de una u otra manera, están intersectando factores de clase y raza para hablar sobre la posición que cada uno de sus personajes asume en el contexto que le es propio. Es notable, en este sentido, el que los personajes subversivos, y Jorge Eliécer Gaitán como paradigma de los mismos incluido en tres de los cuatro textos que aquí se analizan, procedan de orígenes que no solo se encuentran en las antípodas de la hegemonía, sino que están sometidos a esta de una manera u otra. Gaitán, a quien

Buitrago mima en la figura de Diego Cabo, es el único personaje del que los textos predican unos orígenes étnicos, enfatizando en sus facciones indígenas y, por contraste, suponen una prédica del

“hombre hecho a sí mismo” que, con todo, no cumplió con los estándares hegemónicos —la vinculación directa con una familia poderosa— para convertirse en dirigente del país. La importancia de esta representación, en los textos analizados, radica en que abre la posibilidad de acercarse tanto la forma como se manejan los hilos del poder durante La Violencia, como a las estructuras familiares “deseables” durante el mismo período.

El tema específico de las familias ofrece un muy interesante panorama sobre las formas como el linaje se convierte en una condición sine qua non para salir avante en cualquier empresa que se quiera desarrollar. Por una lado, se encuentra la figura del padre que, en la mayoría de los casos carga con el sino nefasto de lo subversivos y, de alguna manera, instiga el que los hijos se alcen en armas; tal situación, de entrada, está privando a la madre del heroísmo ínsito en parir un

198 héroe, pero también le está salvando responsabilidades de los actos delincuenciales de su hijo. El aspecto específico de la maternidad muestra posturas ligeramente machistas en todas las autoras: de una u otra manera están juzgando la falta de adecuación de cada una de estas madres, o dejando un manto de duda sobre la clase de madres que fueron, para criar hijos que, ora fueran

útiles a los propósitos políticos que los mismos textos predican, ora pudieran salir airosos en sus empresas subversivas.

El análisis de estos aspectos puntuales muestra cómo opera el mimetismo en la escritura de las novelas en tanto estas son escritas durante un período en el que Colombia se encuentra en estado de sitio y cualquier publicación que muestre demasiadas simpatías con la izquierda resulta sospechosa para el gobierno frentenacionalista. De igual forma, con los reductos de grupos de bandoleros que quedaron después de la caída de Marquetalia, es posible conjeturar que cualquiera que se mostrara demasiado pro-gobiernista o reaccionario, se granjearía enemistades con tales grupos. Es por esto, puede concluirse, que las obras muestran las dos caras de la moneda: el ejercicio legítimo o brutal del poder, por un lado, y las condiciones de violencia que impulsan a cierto grupo de personas a tomar las armas, por otro. Más allá de su mayor o menor acercamiento a la deconstrucción, es claro que las autoras imprimen una mirada (más) cercana a lo constatable cuando se trata de abordar este aspecto puntual, demostrando que las posturas de Bhabha e

Irigaray no son necesariamente excluyentes, incluso abordando el mismo corpus textual.

199 4. Más allá de lo económico: la clase como forma polivalente de opresión.

4.1. Preliminar

A pesar de que en el capítulo anterior se expresó la manera como se intersectan los conceptos de raza y clase social en las narrativas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, a partir del análisis de los linajes representados, resulta claro que el concepto específico de clase merece un estudio de mayor calado. Varias razones pueden darse al respecto; para empezar, en el momento en que las novelas son escritas, la influencia de la izquierda “moscovita” se hace sentir con fuerza desde México hasta Argentina y en todos los países de la región resuenan las glorificaciones de la Revolución Cubana. En similar sentido, teniendo en cuenta que los textos se nutren de la Historia de Colombia para llevar a cabo su programa narrativo, mal se haría en considerarlos sin hacer una lectura desde el materialismo histórico o, por lo menos, desde la lucha de clases. Asimismo, no puede desconocerse que las autoras tienen posturas divergentes sobre lo que es la clase, posturas que resuenan en la creación de los personajes y entre ellos, de los personajes subversivos y la manera como estos enfrentan a sus adversarios. Por último, es importante abrir un espacio para analizar la representación de víctimas y victimarios como miembros de una misma clase, representantes de un período de violencia endémica con consecuencias nefastas para la historia del país.

Es preciso aclarar que aquí se parte de un concepto de clase según el cual: “es un agregado en gran escala de individuos compuesto por relaciones definidas impersonalmente y nominalmente «abierto» en su forma” (Giddens 113). Las posibilidades de pertenecer a una clase, se encuentran circunscritas a la mayor o menor movilidad que el individuo pueda tener tanto profesional como intergeneracionalmente: a menor movilidad, mayores son las posibilidades de

200 conformar una clase (Giddens 121) y viceversa. Desde un punto de vista negativo se entiende que clase no es una entidad específica, no tiene una identidad sancionada públicamente, no es lo mismo que “estrato” y se concibe aparte de los conceptos “élite” y “masa” (Giddens 121). El punto de partida del presente capítulo se delimita en este sentido; al hablar de clase se entiende que hay un grupo de individuos, asociados sin el concurso de sus voluntades, que a través de su actuar —individual o colectivo— en sociedad movilizan fenómenos que van a incidir en su permanencia en el contexto, su desaparición o su sumisión a otro u otros grupos de individuos. Es posible adicionar que, a pesar de que el concepto de lucha de clases está más vivo que nunca, la configuración socioeconómica por la que propugnaba el marxismo clásico es solo una de las múltiples perspectivas desde las que se puede abordar el concepto de clase.

En la Historia de América Latina esta lucha ha adoptado distintos carices, dependiendo de quién detente el poder: primero fueron los criollos contra los españoles, luego los criollos contra los criollos que se oponían a su modelo de nación y, en la actualidad, los hombres más blancos contra todos aquellos que se opongan a su cosmovisión, lo que termina por convertir en clases a negros, indígenas, personas en situación de pobreza y miseria y la comunidad LGBTIQA+, entre otros. Puede afirmarse, con Ángel Rama, que las clases “aparecen así enzarzadas en una lucha, ganando o perdiendo sobre el tablero de la historia, tornándose visible, además, que esa lucha se entabla manejando cada parte modos culturales que le son propios, algunos elaborados oscuramente desde larga data sin que se proyectaran sobre la pantalla nacional” (10). La cuestión nacional será materia de análisis en el próximo capítulo, baste por ahora reconocer que en el caso de Colombia hay una lucha de clases atípica: en La Violencia, como se ha reconocido a lo largo del presente trabajo, los proletariados —campesinos en el área rural, obreros en la urbana— liberal y conservador se enfrentan violentamente a sus contrarios, tanto como a la burguesía que se les opone, mientras las burguesías liberal y conservadora se dedican a incendiar los ánimos de

201 unos y otros, sin intentar más formas de lucha que la oposición o el desgaste político de sus antagonistas.

Como es lógico, a pesar de que no pueda afirmarse que en Latinoamérica y el Caribe los feminismos tengan la fortaleza sociopolítica y la capacidad de movilización de las que gozan en

Estados Unidos y Europa occidental, resulta claro que sus miembros son una clase en tanto se oponen a las formas sociales que se predican desde los sistemas hegemónicos-masculinos. Como bien lo afirma Gina Ponce de León: “Certainly today in women’s representation the paths… are portrayed according to the social class in which women are situated. One could argue that the feminist struggle is ongoing, and… women have acquired awareness of their personal battle”

(2014b 79). Es importante reconocer, sin embargo, que los feminismos en la región se encuentran inscritos en los círculos académicos y en algunas posiciones de poder detentadas por profesionales formadas en la academia del “primer mundo”, razón por la cual existe cierta tendencia a que la lucha contra la opresión se siga asumiendo desde la perspectiva de las mujeres

(más blancas), sin reconocer sus intersecciones con raza, etnia, clase, profesión religiosa, situación de marginalidad o de desplazamiento forzado, o incluso, con el género más allá del binario hombre-mujer33. No se trata de afirmar que no haya sensibilidad sobre estos temas, pero el que una feminista joven y reconocida como la colombiana Carolina Sanín afirme en su Facebook que “feminismo radical… es el único feminismo”, denota que existe, todavía, cierta resistencia a pensar sobre esas otredades que se proponen desde los intersticios.

En este sentido, es claro que pervive cierta tendencia a observar las situaciones de opresión, en el feminismo latinoamericano, desde la posicionalidad de un él que en realidad es una ella, como lo propone María Lugones: “We… become susceptible to being agents of the

33 En la experiencia de quien escribe, llegando hasta el punto absurdo de confundir “perspectiva de género” con “feminismo” y “género” con discriminación positiva del grupo “mujeres”.

202 lovers of purity in carrying out the oppression of other curdled beings, in constructing his made- to-order orderly world” (2003 143). La necesidad de hablar desde los distintos frentes de opresión que se imponen para todos aquellos que no pertenecen al grupo de los hombres más blancos, o sus simpatizantes, se hace perentoria en la medida en que, aun cuando la lucha de las mujeres no haya obtenido todas las reivindicaciones que se ha propuesto, el persistir en ella de espaldas a las necesidades de otros grupos marginalizados terminaría por convertirse en otra forma de supremacismo. Dicho de otro modo, se podría llegar hasta el punto de asumir la opresión como un mecanismo necesario para asegurar la estabilidad del orden social, entronizando la estratificación, el racismo y los prejuicios de unos grupos frente a otros (Allison 45). La literatura escrita por mujeres es, sin lugar a dudas, uno de los lugares desde los que se puede propiciar este tipo de cambio; pero, como pasa a explicarse, esto requiere, a su vez, un cambio de paradigma que apenas si empieza a darse entre las autoras.

Varias novelistas de la tradición latinoamericana, incluso aquellas que se encuentran dentro del “canon feminista” como Teresa de la Parra, Claribel Alegría e Isabel Allende, cohonestan con la situación antedicha: su escritura se limita a describir las luchas de una mujer contra el patriarcado, pero más porque el patriarcado la aburre —el “malestar que no tiene nombre” del que habla Betty Friedan— que porque éste sea un sistema de dominación que se inserta dentro del ámbito social generando múltiples opresiones. Otras autoras, dentro del mismo

“canon” como Gertrudis Gómez de Avellaneda, Rosario Castellanos y Marvel Moreno, incurren en una conducta igual de cuestionable cuando, tratando de llevar a sus textos la forma como el patriarcado oprime a otras mujeres y algunos otros hombres tanto como a las mujeres, terminan fetichizando a todos ellos dentro de su propia mirada más blanca, coincidiendo con lo que afirma

Gloria Anzaldúa: “the fact of pinpointing and dissecting racial, sexual or class ‘differences’ of

203 women-of-color, whitewomen not only objectify these differences, but also change those differences with their own, white, racialized, scrutinizing and alienating gaze” (xxi).

Una escritura más consciente de estas posicionalidades, amén de la ampliación del público lector más allá de los grupos de “mujeres letradas” o de los y las entusiastas de las mal llamadas “letras femeninas”, serían el punto de inflexión para hablar sobre una literatura pos- feminista; subgénero que apenas si empieza a gestarse en América Latina con los textos de autoras como Mayra Santos-Febres, Pola Oloixarac y Guadalupe Nettel. Varias de las obras escritas por estas últimas trascienden la opresión sistemática para analizar la manera como la situación opresiva se encuentra más allá del patriarcado y del hecho de ser mujer. Santos-Febres, por ejemplo, en su texto Sirena Selena vestida de pena (2000), se aleja de la figura de la mujer biológica para hablar de la mujer performativizada y de los juegos de poder a los que esta se enfrenta por ser, al mismo tiempo, fetiche y poseedora (literalmente) del falo. Oloixarac, por otro lado, en Las teorías salvajes (2008), cuestiona el hecho de que exista una escritura femenina mediante la adopción de códigos lingüísticos típicamente masculinos como los que se encuentran en las novelas de la beat generation. Nettel, finalmente, en su obra El cuerpo en que nací (2011) prueba los límites de la “liberación femenina” retratando a una madre cuyo desafío a las estructuras patriarcales la lleva, a un tiempo, a desentenderse por completo de la crianza de sus hijos. En suma, la lucha de la clase mujeres es, hoy por hoy, mucho más compleja que la resistencia frente a la domesticidad a la que fue sometida por siglos; consecuentemente, existe un alto nivel de anacronismo en pensar a las mujeres desde la categoría “mujer”, de la misma manera que no se puede asumir que todo hombre se encuentra dentro del grupo de los hombres.

4.2. Clase, Historia y discurso.

204 La postura sobre la clase en las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, por supuesto, no es homogénea, a pesar de que, como se reconoció en el capítulo anterior, sus posicionalidades individuales se encuentran más o menos circunscritas a las de la mujer más blanca o la mujer de clase media. Esta situación no es obligatoriamente negativa, pues como sostiene Donna Haraway, “With the hard-won recognition of their social and historical constitution, gender, race and class cannot provide the basis for belief in ‘essential’ unity. There is nothing about being ‘female’ that naturally binds women” (295) y más adelante agrega,

“Cyborg imagery can suggest a way out of the maze of dualism in which we have explained our bodies and our tools to ourselves. This is a dream not of a common language, but of a powerful infidel heteroglossia” (322). En este sentido, no existe una forma única de vivir cada intersección, menos una estrategia unívoca de opresión, de modo que tampoco puede afirmarse una total identificación entre mujeres (dominadas). Suscribiendo a Haraway, se prefiere comprender que cada individuo es la conjunción de varias piezas ensambladas, y por contrapartida desmontables, y que las identidades no son estáticas ni idénticas. Las novelas que aquí se analizan representan, en lo que a clase se refiere, la individualidad de cada una de las autoras.

Ahora, el hecho de que cada escritora tenga una percepción distinta sobre la clase, no implica que sus apreciaciones no compartan un sustrato social común, como se reconoce con

Ponce de León: “In Colombia… social classes are determined by economic power; what prevails in Colombian society in overcoming the social discrimination is the level of education and the economic capacity of its members” (2014a 18). En otras palabras, la forma básica de clasificación social se encuentra más en la estratificación que en la pertenencia a grupos, en los términos que se ha reconocido antes, haciendo que las fronteras entre el supremacismo y la simple descripción de una relación entre clases, sean bastante tenues. No sorprende, entonces, que la misma Ponce de León concluya que el escalar en la pirámide social se convierte en un

205 objetivo individual, a despecho de lo que ocurra con los asimilados del grupo (2014a 18). Sobre esta base pueden empezar a rastrearse las distintas formas como las autoras comprenden la clase en sus textos.

El primer acercamiento debe hacerse, sin duda, a la ausencia de marcadores de clase en

Triquitraques del trópico. Dentro del poblado de Calamoima “como uno no hay dos”: la novela, tal vez en razón a que quiere mostrar un pueblo tan pequeño que no se pueden formar asociaciones entre sus habitantes, termina por hacer de la calamoima una comunidad de estilos de vida, sin más articulación entre ellos que su pertenencia a esa entidad denominada “pueblo”. En

Calamoima hay un boticario, Honorio Musuca; un inspector de salud, Eudoro Bermúdez; una maestra, la señorita Valsemina; unas damas de vida licenciosa, las hermanas Eufrosina y Eugenia

Calvo; una telegrafista, Temilda y un conservador reconocido, don Eusebio Conejero, entre otros.

La suma de individualidades, incluso cuando empieza La Violencia, no forma una clase.

Tampoco forman clase los policías conservadores ni los subversivos liderados por los Aguirre: todos ellos se encuentran asociados voluntariamente a su forma particular de lucha y son conscientes de cuáles son sus estrategias para prosperar en ella. De otro lado, no puede admitirse que el pueblo sea, en sí mismo, una clase pues este tiene una personalidad derivada del hecho de ser reconocido por sus habitantes como una entidad que, a pesar de lo abstracta, es superior a ellos mismos, situación que, por lo demás, daría al traste con el requisito de sanción pública para constituir la clase del que se habló unas líneas atrás.

Lo interesante, al menos en el caso particular de los subversivos, es que estos tienen motivos distintos para lanzarse a la lucha: mientras Antucar Pardo lo hace para defender los colores del partido, como convencido viche que fuera antes de alzarse en armas, Juanole se va para el monte como una forma de honrar la memoria de su padre; mientras Juancho es un convencido guerrillero, formado dentro de la ideología de la izquierda socialista, lo único que

206 lleva a los hermanos Conejero a unirse a las tropas es desafiar la autoridad de su padre. En este orden de ideas, a pesar de que su finalidad revolucionaria sea la misma, la divergencia de sus motivaciones insinúa que hay cierto nivel de impersonalidad en su asociación, forzando la conclusión de que, aun cuando no constituyan una clase tienen conciencia de clase y, lo que es más, “una concepción del conflicto de clases: cuando la percepción de la unidad de clase está ligada a un reconocimiento de la oposición de intereses con otra clase u otras clases” (Giddens

128 cursivas en el texto). Merced a las aproximaciones que se harán más adelante a las formas de lucha de cada grupo y su rol de víctimas o victimarios, es importante tener en cuenta este vínculo que se establece entre los subversivos y la manera como logran aunar esfuerzos de cara al enfrentamiento contra la hegemonía.

Bastante se ha anticipado sobre la manera como Soraya Juncal comprende la clase en

Jacinta y la violencia, sin embargo, no se ha mostrado esta percepción de manera articulada.

Podría afirmarse que la novela muestra las clases desde lo que puede denominarse un binario cerrado. En tal binario, más que por su movilidad, los personajes se asocian por la bondad o maldad explícita de sus actuaciones; partiendo de la base de que el texto no es demasiado generoso al expresar las motivaciones de los personajes o, dicho en términos más simples, los personajes carecen de profundidad. Coincidencialmente, quienes obran con bondad en la novela son siempre los ricos; Clarita, doña Julia, doña Pepita, el Padre Zamora, el matrimonio Choucair, el embajador Carlos Darío, Sergio padre y Sergio hijo, son los únicos autorizados por la narradora para comportarse con magnanimidad porque les nace del corazón. No sobraría agregar que la narradora, muy a tono con las voces de novela de folletín que resuenan en su texto, no para mientes en encabezar con la palabra “lujoso/a” todas las descripciones de los espacios donde interactúan sus personajes aristócratas, sin llegar a criticarlos, pudiendo llegarse a concluir que

207 hay en la autora cierta admiración por su estilo de vida, amén de un inconfesado deseo de encontrarse a su altura por medio de la adulación.

Frente a los pobres, por otra parte, la novela de Juncal introduce una dicotomía: de un lado se encuentran aquellos que son perversos por naturaleza, como los secuaces de Fermín, que no se motivan a obrar con rectitud en ningún momento de la trama, razón por la cual todos son castigados con la muerte. De otro lado están los pobres que no pueden ser del todo malos, como

Jacinta, Ojos de Plomo y el mismo Fermín. Los dos primeros quedan desprovistos de cualquier posibilidad de obrar más allá de la inercia de su propia condición vergonzante y, lo que es más, puede considerarse que ambos se encuentran inscritos en la visión romántica del pobre-noble, manufacturada por la clase media, de la que habla Dorothy Allison (33). Jacinta solo es buena porque sufre mucho y porque, siendo pobre, no obra como los bandidos; Ojos de Plomo es bueno porque cuida a Manfredo Villaveces, luego de que él mismo lo secuestra, y lo pone en manos de

Mauricio Zamora para que pueda volver a su casa. El caso de Fermín es distinto; no puede afirmarse que sea como sus hombres porque, de hecho, dentro de la misma irracionalidad que lo lleva a secuestrar a Jacinta, es capaz de ser su caballero andante cuando la salva de ser devorada por el tigre; empero, es imposible desconocer que se comporta como el más pobre entre los pobres cuando decide desertar de su movimiento y vivir una vida “normal” con Jacinta, a pesar de que tiene medios para vivir holgadamente por el resto de su vida. El único acto de generosidad que tiene, y que con poco margen de error dimana de la misma visión del pobre-noble de la que se habló antes, es negar que alguna vez conoció a Jacinta, logrando que a esta se le perdone la vida, minutos antes de ser puesta en la guillotina.

La propuesta de Fanny Buitrago en Cola de zorro se plantea como una alternativa al binario cerrado que se reconoció en Juncal. En este caso, puede afirmarse que la clase se representa desde un binario abierto en tanto las diferentes clases expresadas en el texto se

208 determinan siempre por relaciones de oposición circunscritas a diversos contextos de interacción.

Partiendo, por ejemplo, del personaje de Ana González se puede llegar a la conclusión de que esta se encuentra tanto dentro de la clase a la que pertenece su familia política, merced a la posición social que alcanza tras el matrimonio con Lucas Reyes, como se encuentra fuera de la clase pseudointelectualoide que le hace corte a su marido y se obsesiona con sus tertulias literarias. Otro tanto puede sostenerse con respecto a Morelia, la hermana de Ana, quien no termina de encajar dentro de la familia Benito Viana, aun siendo la progenitora de su único descendiente legítimo, pero es en razón a sus vínculos con dicha familia que puede agenciarse una vida profesional como publicista y no perder el roce social que la familia de su desaparecido compañero le procura. Como puede observarse, en ambos personajes existen manifestaciones distintas del concepto de clase, no necesariamente sujetas a medios económicos.

Por otra parte, el hecho de que la narradora de Buitrago sea tan enfática en referirse a colectividades, y a muy pocos individuos, para hablar de los pobladores de Opalo, prueba a las claras una verdadera intención de mostrarlos como clases asociadas desde distintos tipos de sumisión. Ya se ha dicho que la figura hegemónica es la de Esaú Centeno, el padre, el verraco engendrador de hijas; estas, a su vez, se encuentran sometidas a la voluntad de Centeno, a sus maridos y a la madre, Ana María Thamar Natividad Viana. Los maridos de las hijas de Centeno se encuentran sometidos a este, y las mujeres que no descienden del padre, como Narcisa y

Cipriana, están sometidas a los vaivenes en la voluntad del pueblo a su favor o en su contra.

Dicho de otro modo, no solo existen asociaciones más allá de los lazos familiares o de afinidad que unen a unos con otros, hay situaciones de sometimiento en las que se pone de presente que las mujeres se encuentran en lo más bajo de la escala social en la República Independiente de

Opalo. Habría que hacer hermenéutica muy fina del texto para llegar a dictaminar que la narradora se propone hacer un sinécdoque de Colombia, pero la idea no sería del todo

209 descabellada si se tiene en cuenta que la liberación del pueblo no la propician ni el ejército, ni una clase en particular; se precisa de personas que se encuentran en los márgenes, fuera del dominio de la hegemonía, como Enmanuel y Evelyn-Evelyn, para lograr la caída del patriarcado. La alusión, por lo menos a la lucha guerrillera, no puede ser más clara.

Por último, sería poco coherente no mirar, dentro de toda la propuesta deconstructiva de

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, la manera como las clases son, asimismo, deconstruidas. De base hay una representación mimética de la burguesía por medio de la

“primera vida” de Ana: una niña de clase alta, estudiando en un colegio de monjas y siendo educada dentro del modelo de vida que se espera para una mujer de similares características. Esta circunstancia se comunica a los demás hombres y mujeres coetáneos a la protagonista de la novela y la narradora de Albalucía Ángel se encarga de recalcar in extenso la forma como la clase se refuerza con el linaje. La estabilidad de la categoría empieza a fracturarse desde que Ana se reencuentra con Lorenzo y con Valeria; no solo experimenta, desde la primera visita que les hace, la dureza de la vida en condiciones económicas precarias, sino que empieza a fascinarse con las formas de lucha que los hermanos emplean para combatirlas. Así las cosas, Ana empieza a vivir dos clases de forma paralela: la de su posición social, que tiene en su casa con Sabina y su insistencia por que cumpla las órdenes de su madre, y la de su relación con Lorenzo que, aspira, encuentre un comienzo oficial en su fuga para La Arenosa, a pesar de que ella no tenga muy claros los objetivos de esa fuga.

La dicotomía de Ana, que podría interpretarse como “privada”, se refleja en el ámbito público en tanto la narradora no permite que el colectivo subversivo termine metido todo en el mismo saco: unos son los bandidos, que despojan al padre de Ana de una de sus tierras; otros son los bandoleros, quienes persisten en las actividades subversivas durante el Frente Nacional, y unos más son los miembros de los movimientos estudiantiles, acosados frenéticamente por

210 miembros de la policía. La dislocación de las reivindicaciones de cada uno de los grupos, en sintonía con lo que se afirmó respecto de los diversos comandos de los Aguirre, pone de presente el hecho de que, así estos no se constituyan en una clase, se encuentran dispuestos a hacerle frente una clase otra —la burguesía, la hegemonía, los terratenientes— para lograr sus objetivos.

El entrañable Lorenzo, por otra parte, vive una vida similar a la de Ana en el sentido de que es una y varias a la vez. Desde el punto de vista socioeconómico, es claro que Lorenzo pertenece a una familia de extracción media-baja, sin linaje como se estableció antes y con varias lagunas en su ancestro que solo dejan su condición de donnadie al descubierto. Su vida cambia, no obstante, cuando ingresa a la cárcel por primera vez y empieza a relatar su presencia allí; en ese momento, se transforma en la imagen de la clase “delincuente común”, sin más preocupaciones que la calidad de la comida en presidio y los avances homosexuales que, en ocasiones, tiene que capotear. La estrategia narrativa se hace contundente cuando se revela que

Lorenzo pasa a ser prisionero político; el trato cambia, las preocupaciones se hacen más agudas y las vidas de los demás reclusos empiezan a cobrar mayor relevancia en su propio relato: ha ingresado a una nueva clase y se hace tan consciente de su posición dentro de ella que no puede más que comunicarla a través de las cartas que, como señal de auxilio, le envía a Ana permanentemente. El hecho de que esta última clase no alcance un nivel mayor de degradación se debe, en gran parte, a la profunda soledad por la que Lorenzo tiene que pasar cuando empiezan a torturarlo: la narradora deja entrever que no es el único, pero no ofrece al lector la oportunidad de comparar su experiencia con la de otro u otra para determinar el mecanismo de asociación de esta clase.

Como puede observarse, no es suficiente el concepto de clase social, entendida solo desde el plexo económico, para abarcar las propuesta que las autoras quieren comunicar a través de sus textos. La clase entraña prácticas ajenas al patrimonio de quienes se asocian dentro de la misma

211 y, de hecho, la sujeción de lo uno a lo otro, tiende a alinderar estilo de vida con posición social, como ocurre en el caso de Juncal. En términos generales, puede sostenerse que la representación de las clases en los textos entraña tanto una descripción de circunstancias de asociación, como una estrategia narrativa para comunicar las formas de lucha desde las que se pretende acabar con diversas formas de opresión. Esta es la razón por la cual, así no pueda afirmarse que existan clases representadas en el texto de Romero, sí puede reconocerse que a partir de las diferencias que separan a subversivos de policías hay una conciencia de lucha de clases frente a ellos. En el caso de Buitrago y Ángel las posibilidades son mucho más amplias: no solo hay convergencias y divergencias entre las clases que se antagonizan, no siempre de manera recíproca, sino que se reconoce la pertenencia de cada uno de los individuos a varias clases, no articuladas entre ellas, al mismo tiempo.

Hasta el momento, el presente trabajo se ha enfocado casi exclusivamente en el carácter ficcional de las obras que aquí se analizan, llegando apenas a insinuar las maneras como figuras públicas de la época se insertan en los textos. Sin perder este rumbo, pero reconociendo la importancia de la fuente histórica dentro de las novelas, es necesario hacer un acercamiento panorámico a aquellos calcos que las autoras hacen para desarrollar su proyecto narrativo. La idea de acercarse a la Historia detrás de las historias se justifica, como afirma Michel de Certeau, porque “la noción de una ‘coherencia social’, de un ‘complejo’, de una mentalidad o de un

‘específico colectivo’ —tiene un ‘carácter operatorio’; es un instrumento de análisis, ni evidente ni claramente definido por sí, pero necesario para la inteligibilidad de la historia. Deja aparecer una ligazón sincrónica entre los sistemas mentales y las espiritualidades que allí se inscriben”

(2006 47). Es decir, es dentro del análisis de las clases donde se puede evidenciar la manera como la ficción se ensambla a la construcción de los imaginarios colectivos o, lo que es lo mismo, a aquellos hechos que, así sean tamizados por la conciencia narrativa del historiador —o

212 la conciencia histórica del novelista—, revisten una importancia singular dentro de un conglomerado social específico; como afirma Certeau “Bajo su forma narrativa, el texto histórico ensarta, como perlas, una serie de acciones que ha seleccionado y que da valor. Compone así, de manera más o menos alusiva, una cartografía de esquemas corporales: maneras de mantenerse, reñir, reunirse, saludar, etcétera” (1993 12); de alguna manera, los textos literarios, y en especial aquellos que encuentran parte de su materia prima en sucesos históricos, como los que aquí se analizan, hacen lo mismo desde una perspectiva que, no por menos descriptiva se encuentra menos comprometida con la verosimilitud de los hechos narrados.

Este trabajo no busca discutir el carácter histórico o historiográfico de los textos; procura, más bien, visualizar aquellos eventos, personas y lugares de la Historia de Colombia que resultan relevantes en el desarrollo de la trama en cada una de las novelas. En otras palabras, en esta parte del análisis se pretende hacer una extracción de algunos elementos que resultan ostensibles dentro de las obras, sin que por ello se llegue hasta el paralelismo, coincidiendo con Wai-Chee Dimock cuando afirma que es preferible dejar de ver la Historia como la identidad de la Literatura “in favor of concepts such as discrepancy, noncoincidence, off-centeredness… to make it less metonymic, less confident about the genetic alignment or interpretive concentricity between text and history, and less assured of a generalizable relation between part and whole” (91). El objetivo, en este sentido, es mostrar cómo se lleva a cabo una construcción identitaria de clase a partir de la recreación, o la performatividad ficcional, como se ha denominado antes, de ciertos eventos con incidencia decisiva dentro del imaginario de La Violencia.

Esta percepción de la clase comunicada a través del lenguaje de los hombres; en el entendido de que aquí las autoras echan mano de un constructo que, cuando no proviene de su propia experiencia, ha sido tamizado por la hegemonía patriarcal; remite al mimetismo como forma de comunicación de la experiencia de la mujer que escribe, mas añadiéndole la necesaria

213 materialidad, como se comprende con Rosemary Hennessy “the discourses that constitute the material structures through which ideology works are shaped by the material relations which comprise economic and political practices. This means that “reality,” whether in the form o

“women’s lives” or feminist standpoint, is always social” (1993 75). Dicho de otra manera, se trata a aquí de agenciar la representación de la clase en el texto con aquellas prácticas que determinan el punto de vista de la autora, sin necesidad de llegar hasta el punto de asumir el compromiso de esta con las ideas que predica, mas conceptuando sobre los móviles de las mismas.

Ha lugar comenzar esta parte del análisis con Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón debido a que es la única de las novelas que pretende contar la Historia, o al menos parte de ella, desde los entresijos de la trama. Ya se ha hablado sobre la manera como la narradora de

Ángel relata la muerte de Gaitán, reconstruye el Bogotazo y recrea algunas de las vivencias del 9 de abril en Pereira. Asimismo se han hecho acercamientos a la forma como la autora rescata notas de prensa, declaraciones públicas de bandoleros y entrevistas a personalidades de la época para mostrar, en paralelo, La Violencia y las violencias que los colombianos, a lo largo y ancho de la región andina del país, deben vivir durante este período. Las coincidencias entre Historia e historia son tantas que la edición de 2015, sobre la que se trabaja en este proyecto, es mercadeada con el rótulo de “novela histórica”, postura que no puede sostenerse aquí, teniendo en cuenta que hay una separación perfecta de esferas: por un lado va el devenir de Ana, por otro va La

Violencia, sin que en sus cruces pueda afectarse la percepción de lo histórico, ni la ficcionalidad de las vivencias de la protagonista. La novela de Ángel aquí se entiende como documento34 pues,

34 “Objetivación de un mensaje en un soporte físico potencialmente transmisible en el espacio y el en el tiempo y actualizable como fuente de información para la generación de una información o para la toma de decisiones” (López-Yepes 281).

214 no buscando acomodar la Historia, sí echa mano de las fuentes que la informan para dar una visión sobre el momento histórico por el que atravesó el país.

De este modo, y de cara al tema puntual de las representaciones de clase con incidencia en el imaginario de La Violencia, amén de las que se han tratado a lo largo del presente trabajo, se encuentra una que resulta neurálgica y es la de las víctimas. La estrategia de Ángel, sutil pero contundente, es convertir a don Anselmo, recién llegado de Guadualito tras larguísimas jornadas de caminata por las montañas, en el oráculo que presagia las desgracias que se avecinan: “allá acabaron con la familia de los Rojas, sólo quedó el muchacho, Teófilo, y esa noche nos tocó ver una fosa donde los chulavitas habían apelmazado a diecisiete… Mi compadre Etelberto… cuando esa mañanita entró en el pueblo, se encontró con la cabeza de un niño de tres meses clavada en una estaca y al frente la del padre ensartada en otro postre” (156-157); la única alusión ahistórica en la cita es la del compadre Etelberto: nótese cómo todo lo demás se ajusta no solo a las ritualizaciones del terror, sobre las que se habló en el primer capítulo, sino a los personajes

(Teófilo Rojas) y a los lugares (Guadualito, uno de los pueblos de Cundinamarca más golpeados por La Violencia) que se constituyen en referentes históricos del conflicto. Sobre el tema de las víctimas como clase se volverá más adelante, baste por ahora concluir que esta se construye a partir, no tanto de los eventos violentos, en general, sino de la comunicación que cada uno de sus miembros hace de las violencias que ha sufrido.

La estrategia de Buitrago y de Romero, por otro lado, sí se centra en la completa ficcionalización de eventos constatados o constatables dentro de la Historia colombiana. En términos de clase, Buitrago desarrolla gran parte de su trama dentro del contexto urbano bogotano de la segunda mitad del S. XX, razón por la cual en ella pululan todo tipo de clases: aristócratas, campesinos y advenedizos de todas las pelambres —como el mismo Enmanuel, quien acecha a Malinda Cabo— se dan cita en los pasajes de la novelas. En el aspecto específico

215 de La Violencia, sin embargo, no cabe duda de que la imagen de Guadalupe Salcedo, a quien la autora cambia el apellido por el de Salgado, es el recurso histórico-literario más poderoso de toda la novela. A diferencia de Ángel, Buitrago no recopila las notas de prensa de los diarios de más amplia circulación en el país: ella misma las escribe y las desperdiga dentro de la obra como una especie de paratexto adjunto. Tales notas versan casi exclusivamente sobre Salgado y lo muestran como la cabeza visible de las guerrillas del Llano, quien se alzó en armas tras conflictos con el gamonal de su pueblo (63). En la ficcionalización de la vida de Salcedo, la autora lo establece como la génesis de la saga de Benito Viana, como ya se expresó en el capítulo anterior, pero más importante aún, Salgado pasa a ser el centro de gravitación de todas las historias que se relatan en torno a la insurgencia, a la oposición política y a la forma como el gobierno capotea ambas situaciones.

Romero, aunque tiene vínculos mucho más estrechos con la ficción que Buitrago, no deja de valerse de algunas figuras notables de la época para dar testimonio del vínculo de su novela con la situación colombiana de la época. En este sentido, por la obra se pasean personajes como

Dumar Aljure, guerrillero de los Llanos, a quien la narradora le pone como padre a Gildardo

Cherfen; un comerciante inescrupuloso que intoxicó, y en muchos casos llegó a causar la muerte, a varias familias de Bogotá vendiéndoles decoraciones de pastelería mezcladas con vidrio molido; e incontables grupos de migrantes libaneses, estadounidenses y gitanos, fenómeno común en la Colombia de la segunda mitad del S. XX. El personaje que, no obstante, no deja dudas sobre la intención de Romero de ficcionalizar la figura del subversivo es Juan Aniceto, el primero de los Aguirre, a quien la autora también llama “El Palomo”. Reinaldo Aguirre Palomo, reconocible dentro de la categoría de los que Hobsbawn denomina “bandidos sociales”, desarrolló actividades subversivas en del Norte del Tolima, región próxima a La Paz de

Calamoima de donde Romero es oriunda. Armando Moreno, tras ubicar su nacimiento en 1909 y

216 su suicidio en 1940, lo perfila así: “El ‘Palomo’ Aguirre es un personaje que está a horcajadas entre lo anónimo, la oralidad, lo textual, los testimonios judiciales, un pasado que se desvanece y quienes no dejaron un testimonio personal” (295). Sin lugar duda, su figura de leyenda se encontraba más que presente en las conversaciones de infancia de la autora, de modo que la transformación de la persona en personaje no es infundada; habría que investigar más a fondo sobre la figura de Aguirre Palomo para establecer cuántas deudas tiene Romero con la tradición oral y cuántas con la Historia, pero lo cierto es que el personaje subversivo se enaltece como figura transgresora.

En suma, puede afirmarse que, a pesar de que la única clase que se puede reconocer en

Guadalupe Salgado y en Juan Aniceto Aguirre es la de ser campesinos, vinculados por los abusos de las clases dominantes, su conciencia de clase y su conciencia de lucha transversalizan todo el texto, pues es a partir de sus descendientes que las autoras estructuran las distintas formas de lucha que se evidencian en sus novelas. Tales conciencias los vinculan, además, tanto con las vidas de Guadalupe Salcedo y Reinaldo Aguirre Palomo, como con las de muchos otros subversivos que vivieron por la misma época, sin por eso llegar a concluir que Romero y

Buitrago pretendan ser biógrafas de uno u otro. En términos más simples, puede afirmarse que La

Violencia, como fenómeno histórico y para las autoras en comento, tiene uno de sus puntos de partida en la desigualdad social a la que se sometió a la clase campesina del país. En un contexto sociológico, esta conclusión es una verdad de Perogrullo; en lo literario no lo es tanto: recuérdese que la tradición de las ‘Novelas de la Violencia’ enfatiza más en el enfrentamiento partidista que en las causas que llevan al conflicto. Llegar a esta conclusión reafirma la singularidad de Cola de zorro y Triquitraques del trópico en este subgénero.

Faltaría analizar los vínculos de Jacinta y la violencia con la Historia pero, y es esta probablemente la única estrategia que le funciona, Juncal prefiere no hacer este tipo de

217 exploración y usar a Colombia como muletilla —que no como recurso retórico— para comparar los paisajes de los distintos “países” por los que deambulan sus personajes. A esto debe agregarse que, aunque la novela refleje con fidelidad los valores laureanistas, e incluso podría llegar a afirmarse que critica la pasividad de Ospina Pérez con respecto a la aprobación de la pena de muerte, en ningún momento llega la narradora a afirmar que exista algo que se oponga al mismo nivel, es decir, no se puede afirmar que existe oposición política dentro de la novela más allá de las actividades subversivas; no hay un “Partido Liberal”. Si a esto se agrega que los personajes de subversivos, salvo la asimilación que se ha hecho de Mauricio Zamora con Camilo Torres, son todos iguales los unos a los otros, lo único que quedaría por rescatar sería la rocambolesca descripción del “equipo de comunicaciones” de Fermín, “no solamente es un reloj, también sirve de teléfono; moviendo este botón la tapa se abre, se descuelga la bocina y puedo así comunicarme con mis hombres; cada uno de ellos posee un reloj de pulso, que no es tal reloj sino un teléfono en miniatura; oprimiendo este otro botón me contesta Gavilán” (145). No sobra recordar que tales equipos de comunicación, al menos para la época en la que la novela se publicó, solo existían en las películas de espías y, por lo regular, eran portados por miembros de la KGB; poco margen de duda se tendría para afirmar que la obra permite vislumbrar la paranoia que embargaba al país a la sazón, en particular a los siempre temerosos conservadores frente a la “amenaza moscovita”.

Para cerrar esta sección es importante reconocer la manera como se establecen estructuras de dominación, basadas en la clase, a través del lenguaje y el discurso. Ante todo, debe reconocerse la amplitud de este tema, razón por la cual se limitará a dos de sus variables. Por una parte, se hablará del lenguaje como forma de manifestar la pertenencia a una clase y de tomar distancia de una clase-otra; por otra, se entenderá el discurso como las formas de representación social usadas por las clases dominantes para mantener control sobre las dominadas. El sustrato común de ambas posturas se encuentra en Chela Sandoval cuando afirma que en las condiciones

218 culturales posmodernas hay una fragmentación del sujeto que acarrea el fin del ego burgués así como las psicopatologías asociadas al mismo, de modo que no puede hablarse de un ser sensible, sino de un ser con diversas intensidades que derivan en una forma particular de euforia al punto que se pierde la postura desde la que se habla (21). En este sentido, aquellas personas que viven en condiciones de subalternización, rara vez pueden valerse de una sola forma lingüística para dirigirse al poder, pues esto podría entorpecer sus oportunidades de sobrevivir, por el contrario, prefieren apelar a cuantos recursos tengan a su disposición para mantenerse y luego cambian a otros, como método de supervivencia (Sandoval 28-29). De este modo, la adquisición del lenguaje dominante es un mecanismo de respuesta frente a la opresión que ofrece una doble garantía: por un lado, permite que el dominante convenga en que el dominado es un interlocutor válido y decida escucharlo, por otro, legitima al dominado para responder.

Para hablar de la manera como el lenguaje señala la pertenencia a una clase determinada ha lugar reconocer que este es una construcción social que tiene como paradigma a quienes lo articulan con menos dejos o “más correctamente”, esto es, aquellas personas que han tenido cierto nivel de educación, lo que en el caso latinoamericano suele estar ligado a una estabilidad económica no viable para todo el conglomerado social. Así las cosas, cuando existe suficiente convicción en el manejo del lenguaje, se produce lo que Karina Bidaseca denomina una “voz alta… un conjunto de prácticas, discursos, estrategias y dispositivos que cristalizan en un determinado bloque ‘consensual’ que legitima el dominio de determinados grupos sociales sobre otros”. Más adelante, Bidaseca agrega que la “voz alta” no es esencialmente hegemónica, pero sí la que se impone sobre todas las demás (204). Este último aspecto es lo que permite analizar los textos literarios desde la perspectiva de lenguaje-clase: los sistemas de dominación más amplios, por supuesto, se encuentran en el poder central representado por los dirigentes políticos o todos aquellos —hombres— que se encuentran en posiciones de mando; con todo, a través del mismo

219 lenguaje, de la “voz alta”, se imponen sistemas de dominación más pequeños que se recargan sobre personas con una voz “más baja”, dando lugar a un sinnúmero de agresiones que impregnan su forma de actuar.

El caso ejemplar, dentro de las novelas en análisis, lo constituye Cola de zorro. Ya se había advertido sobre la mal disimulada homofobia de la narradora —imposible saber si de

Buitrago—, mas no se había elaborado sobre el particular porque las expresiones arteras en contra de los homosexuales son, en la novela, manifestaciones puntuales de clase. Vale anotar que para la época de publicación de la obra, la palabra “marica” es un insulto de gruesísimo calibre35 y condena, tanto la orientación sexual del hombre, como su amaneramiento, así se trate de un hombre “masculino”. Ha lugar observar cómo se usa la palabra a lo largo de la obra:

“Prontoooo… maricas! ... El que mucho duerme lo capan más temprano” (21), grita Manuel el viejo a sus hombres; “Sigue por ahí, y la próxima generación nos traerá una tanda de jorobados o de maricas que es peor” (194), le espeta Malinda Cabo a Lisa Reyes, a propósito de su relación con su primo Rodrigo; “Malinda…! Bellas Artes tiene una fama espantosa. Todos los maricas famosos de Bogotá estudiaron allí” (219), se aterra Lisa cuando su prima le anuncia que piensa dedicarse a ser ilustradora. Sobre estos tres epígrafes podría afirmarse, con algo de razón, que la expresión corresponde al carácter de los personajes que la usan; empero, no puede dejar de notarse que los tres la están usando como una forma de distanciarse de la clase “maricas” por medio de su inferiorización: Manuel el viejo establece su jerarquía, Malinda los asume como una aberración de la naturaleza, Lisa como desviados sociales, todos los constituyen como un otro repugnante y que no tiene nada que ver con ellos a nivel social. Lo que sorprende, después, es que la narradora en tercera persona se valga también de este tipo de registro:

35 Definitivamente no como en el momento actual, cuando hombres y mujeres, especialmente en Colombia y Venezuela se llaman “marica”, más bien, como muestra de su cercanía.

220 Y las maricas elegantes, con sus zapatos charolados y las sonrisas clorofiladas, al tanto de

los espectáculos del día “Querido, hay una exposición en el Museo. También tengo dos

pases para el ballet ruso… Algo increíble, lo repetiré por ti, sensacional, no los bodrios

que vemos a diario. Ay, deja esa cara de pasado. Chinche. Tienes un saco divino,

exactamente divino. Adoro tu manera de vestir”. Cazando un muchachito varado, que se

trance por tres comidas diarias, un baño con ducha de agua caliente, e invitaciones

culturales (231).

El contexto en el que se da esta imagen es el de la descripción que hace la narradora sobre la floreciente clase bohemio-intelectual bogotana de mediados del S. XX y de su clásico sitio de reunión, el café El Cisne, famoso por ser el punto de encuentro de los Nadaístas. Lo que resulta notable es la manera socarrona como la narradora está presentando a las personas de las que habla: valiéndose del estereotipo —los zapatos charolados—, de expresiones maniqueas —la repetición de “divino”—, de la feminización —el “las” de la primera cláusula— y la visión del pederasta —el muchachito varado—, clásica en las percepciones prejuiciadas sobre los homosexuales. Sin caer en un innecesario “presentismo”, mas teniendo en cuenta que la descripción de “las maricas elegantes” nada le aporta al desarrollo de la trama, se hace claro que hay un motivo ulterior en el desarrollo de esta parte del texto, motivo que, en definitiva, es la censura de esa clase desde la “voz alta” que Buitrago puede usar en su novela.

Por su parte, Ángel busca mostrar la forma como chocan las clases cuando sus voces disuenan, cuando quien debe tener la “voz baja” trata de usar la “voz alta” y quien se encuentra en una posición jerárquica superior se encarga de ponerlo en “su lugar”. La carrera periodística de Lorenzo es un buen ejemplo de ello: “El día que escribí un artículo diciendo que Cassius Clay era un tipo cojonudo porque se iba a dejar meter a la cárcel en vez de ir al Vietnam, el director me llamó… ¿se está creyendo más que los americanos, o qué es la cosa, joven… de Clay usted

221 explica cómo dejó a Liston y ya está” (131). Por supuesto, la vena revolucionaria de Lorenzo es traslúcida en este aparte, mas es consciente de la situación de desventaja en la que se encuentra, razón por la cual decide editar el artículo al gusto del director; dicho de otro modo, acata la postura del clase del superior y se reinserta en la suya propia, usando el lenguaje que la clase a la que pertenece el director quiere que use. Esto por no ahondar en la tipología ideológica que subyace a tal postura y recordar la alineación de Colombia con Estados Unidos durante los primeros años de la Guerra Fría.

Con rebeldía, pero manteniendo su estado de subordinación, Lorenzo llega al siguiente artículo:

Cuando Tommie Smith ganó la prueba de doscientos metros en las olimpiadas y levantó

su puño enfundado en un guante negro, el jefe de redacción me pasó la noticia y me dijo:

de esa vaina del guante ni una palabra, escribe no más que el negro ese ganó la prueba de

200 metros y listos, cómo no, dije yo, que en esa época era un caído del zarzo que le hacía

tragar a la gran masa de lectores todo lo que el jefe me hacía tragar a mí, pero no creas.

Yo sabía que los americanos sólo consideran compatriotas a los negros cuando se trata de

victorias olímpicas (132).

De nuevo, Lorenzo está reproduciendo el lenguaje de la Guerra Fría, pero desde su propio frente, mimetizándose en una obediencia a las órdenes de quien tiene la “voz alta”, pero reflexionando sobre las distintas implicaciones que tiene el guante negro en el contexto amplio de las consignas políticas de la época y en el contexto del movimiento de los Derechos Civiles en Estados Unidos.

Sabe de sobra que el antiamericanismo es un delito y que sus consignas son asumidas, en cualquier caso, como simpatías pro-soviéticas; el hecho de que se autodenomine “caído del zarzo” —que, en buen colombiano, equivale a “mentecato”— es sintomático de su rechazo al lenguaje de clase que tiene que reproducir, haciéndose cómplice del mismo, sin pertenecer a la

222 clase que lo preconiza. En cierto modo, el hecho de que simpatice con los negros estadounidenses muestra su deseo de “alzar la voz”.

De cara a la segunda postura; el discurso, como forma de representación social que permite controlar a las clases dominadas se propone, desde luego, a partir de su carga ideológica.

La relación de recíproca significación entre los conceptos de discurso e ideología hace que se precise establecer una base uniforme para hacer los análisis literarios correspondientes. Sin pretender definir exhaustivamente el concepto de “discurso”, resulta claro que los textos literarios, como ya se ha dicho antes, son una práctica discursiva que se origina en las representaciones de los autores y se materializa en la escritura; al menos en este sentido particular, el material discursivo es dado de antemano. La ideología, por otra parte, se refiere a la manera como se estructura la percepción de lo social; en palabras de Hennessy, a la par que moldear la identidad de a través de la organización de las diferencias sociales y de legitimar las relaciones humanas de explotación y dominación, “Ideology offers the individual an imaginary relationship to the material inequities they live, a relationship that has material consequences in that it shapes desires and actions, even though it may be at odds with other cultural knowledges or with what people may ‘know very well’” (2000 19). Hasta este momento podría afirmarse que el punto de vista ideológico se da en sentido unívoco, de los individuos menos favorecidos hacia aquellos con mayor agencia —económica, social o sexo-genérica—. No obstante, resulta claro que las diferencias señaladas por Hennessy se pueden dar en cualquier nivel donde haya relaciones de alteridad, más aún si esta se traduce en otredad, de suerte que las representaciones sociales se establecen en todas las direcciones: de mayor a menor, de menor a mayor y entre iguales.

Uno de los rasgos sobre los que más se ha hablado, a lo largo del presente trabajo, es del enconado catolicismo que adorna a Jacinta y la violencia; no habría motivo para no hablar de él

223 en el ámbito ideológico y las formas como este se representa. “Los esposos Choucair se habían convertido a la religión católica días después de contraído su matrimonio por el rito judío. Ambos se querían entrañablemente y les era imposible vivir separados uno de otro; sin embargo estaban de acuerdo con el divorcio” (60). Una vez más, la imagen proyectada por la narradora de Juncal bordea la herejía: si los Choucair habían pasado por un proceso de conversión, ¿cómo era posible que siguieran estando de acuerdo con el divorcio, en el entendido de que, según el texto, tal aquiescencia es inescindible al hecho de ser judío?, ¿quién falló al dejar esta mácula en los buenos padres adoptivos de Sergio, el sacerdote que los bautizó o ellos mismos? Pareciera ser que en la cosmovisión de quien narra no existen más católicos que los que nacen dentro de la

Iglesia, de modo que, implícitamente, está dando a entender que quienes nacen en las demás religiones se encuentran condenados por el simple hecho de nacer. En pocas palabras, la narradora está negando el ecumenismo católico que, incluso para la época de la publicación de la novela ya era un principio reconocido por Roma; las fuentes que informan la ideología de la novela, puede afirmarse, se encuentran caducas.

Sin hacer más preguntas retóricas, es evidente que se está tratando de atacar la corrección moral —moral aquí entendida como moral católica— no solo de los judíos, incluso de los conversos, sino de todas aquellas personas que se encuentran de acuerdo con el divorcio. Las razones las espetará Sergio en la infame reunión en la casa de Doña Pepita: “el divorcio es la desmoralización, el verdadero desamparo, la frustración, el derrumbe de los más sagrados deberes y los más bellos ideales; terminada la familia, los afectos sufrirían el más espantoso choque, la niñez necesita de cariño, comprensión, amor; con el divorcio, estos sagrados sentimientos no existirían” (196) la emotividad del discurso, a cuyo final merecerá los aplausos del Cardenal que se encuentra en la reunión, refleja con claridad las estrategias ideológicas empleadas por las religiones, en general, para mantener la adhesión de sus fieles. Aun así, lo que

224 más refleja la adopción de esta estrategia discursiva es la superioridad moral con la que Sergio remata su intervención: “Lamento no estar de acuerdo con el señor ministro, ya que nuestra religión católica es tan diferente de la suya, y la solución que propone para el abandono de esposas e hijos por parte de padres irresponsables, vendría, por el contrario, a agravar el problema” (197). Sergio no tiene autoridad para hablarle de tú a tú a un ministro, no tiene un cargo público, apenas si se ha recibido como médico, de hecho ni siquiera se sabe cómo o por qué fue invitado a la reunión pues, en ningún momento, ha interactuado con Doña Pepita y, a pesar de todo esto, la propia obra legitima el discurso unas líneas después afirmando que la finalizar las discusiones “quedó definitivamente rechazado el proyecto sobre el divorcio en el país” (197). Otro triunfo de la clase de los “buenos” frente a la de los “malos” en la, más que comprobada, narración esencialista de la novela.

La segunda destrucción de Calamoima, por otra parte, tiene una capa discursiva que se puede analizar tanto dentro como fuera del texto. La cuestión se plantea así: Juanole y sus hombres se tienen una escaramuza con la policía y logran dar de baja a varios agentes, las represalias no se hacen en esperar y, días después, el pueblo está cundido de policías, obviamente conservadores. Por unos días el pueblo es gobernado manu militari y, justo antes de las fiestas patronales, se decide el incendio del mismo.

La noche anterior, los policías habían estado bebiendo en la tienda de Agripina, y en el

colmo de la borrachera, después de decir todos los insultos que agotaban el diccionario,

contra los viches, se salieron a la mitad de la plaza para desafiarlos: «Cornudos, cobardes,

en este pueblo se acabaron los machos, aquí no queda ni un maldito macho que nos

aguante»; luego hicieron tres disparos a la ceiba, y empezó la lluvia de bazooca (Romero

220).

225 La legitimación que les asiste a los policías emana de la protección que les brinda el gobierno, lo que de entrada les garantiza impunidad e inmunidad en el ejercicio de sus deberes, haciendo que estos, a pesar de encontrarse en una clase similar a la de los calamoimas, se sientan superiores a ellos y con facultades suficientes para agredirlos. Por esta razón es posible determinar que, a pesar de encontrarse embriagados, se encuentran facultados tanto para desafiar a los hombres de

Juanole —o a todos los viches, en general— y a empezar la destrucción del pueblo a través de un acto discursivo tan contundente como disparar.

Con todo, la línea que mejor muestra la postura ideológica de la narradora es la forma como el periódico cubre el incendio de Calamoima: “Las gentes… estaban escuchando las palabras del pastor cuando empezaron a observar que el recinto se llenaba de humo… El fuego había comenzado en la misma cocina de la casa cural, donde la sirvienta fritaba unos pollos para el desayuno del padre Agapito” (223). En otras palabras, se miente descaradamente sobre las causas del incendio, buscando prevenir que se afecte el estatus quo del gobierno central, el mismo que facultó a los policías para proceder. Es obvio que la intención autoral es revelar las tácticas usadas por el estamento para encubrir sus propios desmanes y garantizar su posición de dominio sobre los ciudadanos.

Sea a través del lenguaje, o del discurso, es claro que el uso del mismo conduce, indefectiblemente al sostenimiento de una clase que manda y una clase que obedece. Los textos de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, desde distintos puntos de vista, muestran la forma como se establecen estas estructuras. Hasta aquí se han observado sus manifestaciones desde el punto de vista de quienes oprimen, en la sección siguiente se analizará la manera como estas encuentran su sustrato público, su aparente legitimidad.

4.3. Sujetos hegemónicos y su nexos con las víctimas y los victimarios como clase.

226

Ya en un capítulo anterior se había hablado sobre la figura de los patriarcas en las narrativas que aquí se analizan y de la manera que, desde ellos, se estructuran diversos sistemas de opresión en el contexto social en el que gobiernan. El concepto de hegemonía, por su parte, no se encuentra demasiado lejos de la compresión general de lo que es un patriarcado, mas no todas las hegemonías son patriarcales, aunque tengan características similares, ni todos los patriarcados son hegemónicos. De hecho, es posible decir que la única forma en que un patriarcado puede hacerse hegemónico es que la sociedad, a su vez, se identifique a sí misma como un patriarcado y, salvo algunos casos puntuales, tal tipo de sociedad no existe en el mundo actual. La nota esencial de la estructura hegemónica se encuentra en su sentido colectivo, en la medida en que su establecimiento obedece más a una concurrencia de voluntades que a la manifestación autónoma de una sola de ellas, y en que se instaura cuando la sociedad precisa conjurar períodos sostenidos de desequilibrio social, como afirman Ernesto Laclau y Chantal Mouffe:

«Hegemonía» hará alusión a una totalidad ausente y a los diversos intentos de

recomposición y rearticulación que, superando esta ausencia originaria, permitieran dar un

sentido a las luchas y dotar a las fuerzas históricas de una positividad plena. Los contextos

de aparición del concepto serán los contextos de una falla (en el sentido geológico), de

una grieta que era necesario colmar, de una contingencia que era necesario superar. La

«hegemonía» no será el despliegue majestuoso de una identidad, sino la respuesta a una

crisis (8).

La metáfora de la grieta describe a cabalidad la forma como la hegemonía termina haciéndose necesaria para la estabilidad del conglomerado social; esta no solo se encarga de llenar esa grieta sino que se constituye en depositaria por antonomasia de la estabilidad social, lo que garantiza su resistencia al paso del tiempo y las adhesiones que va logrando paulatinamente. No es extraño,

227 sobre estos considerandos, que la hegemonía suela conllevar a la oligarquía, o a la dictadura, ya que en un momento determinado puede llegar a detentar tanto poder que nada le cuesta abusar de

él o usarlo en provecho propio.

La presencia de una hegemonía, a la par, conlleva la polarización de las divisiones sociales, borrando todo tipo de alteridades que se encuentren por fuera de los denominados capitales. Según Floya Anthias, “What characterises social divisions at the level of hierarchical positions/difference (a pecking order of places, symbolically and materially) is inferiorisation and unequal resource allocation” (30); como puede observarse, el establecimiento de una hegemonía, aun teniendo la intención de mejorar el sistema, pasa a rediseñarlo a su propio acomodo, haciendo que las antiguas disputas muten, sin realmente haberles dado una solución de fondo. De otra parte, siguiendo a Anthias, “Unequal resource allocation indicates not only the allocation of power, authority and legitimacy in relation to political, cultural and representational levels as well as the validation of different kinds of social and symbolic capital” (30). De fondo, lo que queda tras la consolidación de las hegemonías es una redistribución de las desigualdades que, por lo general, redundan en la creación de nuevas clases subalternas, sin mejorar a las que antes se encontraban subalternizadas. En este orden de ideas, las opresiones referidas a raza, etnia, género-sexo y clase se fortalecen y los mecanismos de acceso a oportunidades políticas, económicas y sociales, para gran parte de los ciudadanos se hacen más cerrados.

La reflexión puede llevarse más allá, como lo interpreta Hennessy en Laclau y Mouffe:

“[hegemony] has two faces: an authoritarian one in which the class nature of every political demand is fixed a priori and the interests of any class are accessible only to an enlightened vanguard —the party— and a democratized one in which the democratic demands of the masses are the primary motor of history” (1993 23). De esta interpretación, el concepto de partido, entendido como canalizador de las demandas políticas, merece una consideración especial, de

228 cara al contexto histórico de La Violencia.

Ante todo, debe partirse de que Colombia, al igual que todas las naciones de América continental —salvo Guayana, Guyana, Surinam y Belice—, tiene una situación poscolonial distinta a la de las demás sociedades poscoloniales del mundo, debido a su situación de república emancipada en el S. XIX y no “devuelta” a sus verdaderos dueños durante el S. XX, como casi todos los demás países en similares condiciones. Por tal motivo es posible afirmar que las estructuras de dominación coloniales, originadas en la Conquista y asumidas tras las independencias por los hombres más blancos casi sin solución de continuidad, siguieron mutatis mutandis, hasta bien entrado el S. XX y, en algunos aspectos puntuales, hasta la actualidad.

Lo primero que debe entenderse con respecto al partido, al menos en el caso de Colombia en la época de La Violencia, es que este se comprende como una especie de ágora o senado romano donde se reúnen los patricios de cada postura ideológica. Sobra aclarar que “los patricios” son todos hombres más blancos, de clase media-alta y alta, católicos y casados, o en vías de casarse. La importancia de esta concepción del partido es que, por supuesto, de entrada está masculinizando tanto los cargos de elección pública como las cabezas visibles en las regiones; todas designadas, en esta época, desde el poder central. No en vano asevera Elizabeth

Dore que: “For practical and ideological purposes, the new [Latin American] nation-states were hierarchies of patriarchs, a few of whom had extensive political and economic powers, while most had little authority outside the bounds of their homes” (106). La tradición se sostuvo, en los términos que se han analizado en un capítulo anterior, incluso hasta mucho tiempo después de concluida La Violencia. Lo que interesa a esta parte es anotar la forma como los partidos alcanzan la hegemonía por el simple hecho de encontrarse conformados por hombres “de buena familia”, signo inequívoco de la primera faz de la que habla Hennessy, la de aquella que ejerce el poder; mientras que la segunda faz se encuentra constituida por los seguidores del partido, los

229 proletarios, obreros y campesinos de todo el país. Sin lugar a dudas, los miembros del partido se constituyen en una élite y así son asumidos por sus fieles votantes.

Dentro de las categorías de las élites estudiadas por Giddens, las colombianas podrían encontrarse entre las denominadas élite abstracta, con un reclutamiento abierto y una integración alta, y élite establecida, con un reclutamiento cerrado y una integración alta (138). Entendiendo

“reclutamiento” como la autorización de acceso a miembros de otras clases a la suya propia, e

“integración” como la interacción de tipo no asociativo con las demás clases. En el primer grupo se ubicarían las élites liberales en la medida en que estas permitían un mayor acceso de las clases populares a su círculo extenso —que no a su círculo inmediato o a los centros de poder como ocurrió con Gaitán—. En el segundo, las élites conservadoras por cuanto, a pesar de que precisaban de las masas populares para lograr su estabilidad política, el acceso a las mismas era restringido. Esto se refleja, asimismo, en la manera como Giddens entiende la posesión del poder y los rótulos que se le pueden adjudicar a quienes lo detentaban: trátese del Partido Conservador o del Partido Liberal y de que puedan responder, respectivamente, a los títulos de clase dirigente y élite de poder, lo cierto es que en ambos casos se enfrenta el ciudadano a una posesión oligárquica del poder (141) en la que, como se ha visto hasta ahora, solo aquellos que están dentro de los círculos más cercanos a las altas jerarquías sociales, pueden acceder a las jerarquías políticas.

La consolidación de la hegemonía, el sellamiento de la grieta, en el caso colombiano, vino a darse tras los primeros brotes de violencia en la transición entre Alberto Lleras Camargo — designado tras la renuncia de López Pumarejo a su segundo mandato— y Mariano Ospina Pérez.

Cuando este último asumió la presidencia convocó a la “Unión Nacional” que, según Sánchez y

Meertens, “bajo el lema ‘revolución del orden’, se proyectó como una convocatoria abierta al reagrupamiento de las clases dominantes, más allá de las fronteras partidistas” (32). Tal unidad,

230 lejos de garantizar la pacificación del país, provocó el recrudecimiento del conflicto en razón a la represión sistemática a la que el gobierno sometió a todos aquellos que no se encontraran dentro del círculo de poder. La muerte de Gaitán, la negociación del liderazgo político liberal y la presidencia de Laureano Gómez, no hicieron más que fortificar esta alianza, aun cuando los caciques liberales y conservadores vivieran por hacerse la vida imposible. De hecho, el ascenso al poder de Rojas Pinilla no hizo más que remozar la vieja maquinaria liberal-conservadora, pues tras unos cuantos meses de impopularidad, aunados a los prematuros desmanes del General, los colombianos volvieron a invocar la intercesión de los políticos que ya conocían. La situación no era muy distinta en las regiones: “En provincia los gamonales seguían mucho más aferrados a posiciones ciegamente partidistas, entre otras cosas porque de ellas dependía la supervivencia de su liderazgo político” (Sánchez y Meertens 202). De esta manera, resulta indiscutible que el

Frente Nacional fue el ascenso a entidad mesiánica de la hegemonía colombiana y la entronización de los partidos tradicionales como únicas formas de construcción política.

La importancia de reconocer este factor, reside en que los programas de los partidos, son asumidos automáticamente como imaginarios de nación; sobre estos últimos se volverá en el siguiente capítulo. Ahora, de cara al análisis de los textos de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, es menester concluir sobre cómo tales programas son llevados a los textos literarios y de cómo se insertan estos dentro de lo que se podría denominar un programa de homogenización en el que

“los de abajo” someten su voluntad política a la clase dirigente. Esto porque, tal como lo afirma

Rama

La función rectora que es anexa a la clase dominante alcanza su mayor persuasividad

cuando se ejerce (cuando se enmascara) mediante las normas de una cultura que se

decreta a sí misma como nacional, por lo tanto representativa de la totalidad de sus

ciudadanos, aunque en verdad responda, por sus orígenes, a los intereses de la clase

231 dominante, y por sus elementos componentes a la utilización de las múltiples energías y

productos de variados estratos puestos a la consecución de los fines que se propone la

clase rectora (12).

Es decir, sin entrar a hablar sobre las representaciones de nación que el partido engendra dentro de sus miembros, que algo se ha anticipado, lo que se propone en esta parte es considerar las estrategias de las que echa mano la hegemonía para perpetuarse en el poder o para promover sus propias agendas dentro de las conciencias de quienes los siguen, en las novelas en análisis. Esta consideración es necesaria porque muestra exactamente cuál es el tipo de imaginario al que se oponen los subversivos, las causas que legitiman su lucha y las repercusiones que esto tiene en que estos se constituyan, como se verá en más adelante, en víctimas o en victimarios —sin descartar que puedan ser ambas cosas en el devenir de su historia—.

El poder que tiene Manuel Viana hijo es una excelente muestra de cómo hay un poder detrás del poder y un afán de imposición de una clase sobre la otra, así estas aparenten encontrarse al mismo nivel social. Viana es el director del diario más prestigioso del país y, por lo tanto, tiene la facultad de promover o sepultar una carrera política. Diego Cabo se ha casado con su hermana y, aunque la narradora no llega a insinuar si lo ha hecho teniendo este acicate en mente, espera el beneplácito de su cuñado. Los Viana-Reyes, en pleno, dan por sentado que tendrán a un presidente de la república dentro de su árbol genealógico, incluso a despecho de lo que la matriarca Malinda Reyes piensa sobre Cabo, y solo esperan la oficialización de la mancuerna durante una cena familiar. Manuel, por su parte, jamás se ha mostrado demasiado empoderado de su condición de “hombre de la casa”, ni ha sido impositivo con el resto de los miembros del clan, aunque fue él quien dio la bienvenida a Ana González a su casa y procuró un hogar a Morelia tras la desaparición de Benito. La ratificación no llega.

232 Ciertamente, Manuel Viana a pesar de parecer un descomunal bebé sin pañales tenía el

verdadero poder en las manos. Y acababa de hachar, como un hombre perdido en la

manigua y abriéndose camino, un viejo y perdido rumor que hacía de Diego Cabo el

hombre que delatara a Benito Viana en su último viaje conocido. El hacha saltaba, sin

mango, libre de veinte años de rencor (Buitrago 246)

La decisión, por supuesto, genera todo tipo de reacciones de incomodidad en la familia quien empieza a buscar disculpas para retirarse de la mesa. Sin embargo, lo que mejor refleja el impacto de la decisión de Manuel es la forma como Cabo, a partir de ese momento, se convierte en un paria, tanto en el terreno político como en su propia casa, situación que culmina en que este decide salir de su club de abogados a fumarse un cigarrillo en la calle, como cualquier paisano, y termina con “una bala incrustada en la cabeza y tres en el pecho” (253). La muerte de Cabo refleja fielmente la canibalización a la que se somete cualquier evento con relevancias políticas y, en el contexto colombiano, la forma como uno y otro partido tratan de obtener réditos electorales a expensas del otro. Cabo era de izquierda: la derecha moderada culpó a su propio partido, de la misma manera que la extrema izquierda guardó un silencio acusador; el Partido Revolucionario, endilgó la muerte a la derecha combativa; los intelectuales marxistas afirmaron que el atentado iba dirigido contra Benito Viana, quien venía a entrevistarse con Cabo en la ciudad (253-254).

Aunque Buitrago no dice “liberal” o “conservador”, es bastante claro que busca textualizar la forma como los grupos hegemónicos diluían las responsabilidades, e incluso, desviaban las investigaciones pertinentes, en un mar de verborrea, con miras a no quedar salpicados o permitir un ataque a sus propios privilegios de clase. La posicionalidad desde la que Buitrago describe esta circunstancia, aunque política, es anti-partidista y contrahegemónica y hace una aguda aproximación a las componendas que se estilaban durante la época de La Violencia.

233 La cuestión en provincia, discutida a plenitud en Triquitraques del trópico, tiene otro tipo de matices. Ha lugar recordar que en Calamoima no hay clases, pero esto no quiere decir que no existan personas dispuestas a buscar un ascenso social por medio de la adulación a un partido o de sus candidatos. Ya algo se ha anticipado con respecto a los buenos oficios de don Eusebio

Conejero frente al partido conservador y la manera como estos nunca llegan a verse recompensados; su casa, como cualquier otra, también perece en el incendio que destruye al pueblo por segunda vez. Sin embargo, otra aproximación interesante es la que hace la narradora de Romero a Honorio Musuca, el boticario del pueblo, y los favores no pedidos que le busca hacer al doctor Antucar Pardo, aun cuando este ha decidido no llevar su campaña proselitista hasta tierras calamoimas. Tras recibir la noticia de que Pardo no llegará al pueblo, reciben a un emisario que les hace saber que “[Pardo] de palabra, les ofrecía que iban a tener carretera, alcantarillado, luz, escuelas, y que votaran por las listas que encabezaba el doctor Pardo” (78). No hay que interpretar con mucho cuidado para detectar la ironía de la expresión, lo vacío de las promesas y la marcada tendencia engañifa que se vislumbra detrás de ellas. Empero,

El boticario se hizo portavoz de las instrucciones del doctor Antucar, y le puso énfasis a la

orden de votar por las listas de su candidato. Insinuó además que el día de las elecciones,

que por primera vez se iban a realizar en Calamoima, se les repartiría un trago de

aguardiente a los que votaran por las listas del doctor Antucar Pardo, y seguramente les

darían desayuno con tamal (78).

A pesar de que la narradora de Romero se abstiene de dar señas particulares sobre Pardo, especialmente aquellas que puedan dar pistas sobre su linaje o su mayor o menor distancia con los caciques viches, lo cierto es que desde que se hable de correrías políticas, para un cargo de elección popular, el retrato que se está buscando comunicar no es precisamente el de un político menor. Lo que es más, las mismas promesas, sin importar lo vacías, están dando buena cuenta de

234 que el candidato tiene potestades más amplias de las que podría tener un alcalde, máxime si se tiene en cuenta que, para la época, alcaldes y gobernadores eran nombrados por decreto de su inmediato superior. Dicho de otro modo, el doctor Pardo tiene las herramientas para agenciarse votos gracias a sus vínculos con el partido y a la reproducción del discurso que se proclama desde

Bogotá. De más estaría señalar el indiscutible impacto que podría tener, en un pueblo casi pre- moderno, el hecho de que los visitara una persona “de la capital”, sobre todo si se tiene en cuenta la precariedad de las vías de comunicación de la que la narradora habla a lo largo de toda la novela.

Con razón, o sin ella, la narradora de Romero borrará esta imagen de Pardo y, en el capítulo siguiente, lo mostrará como uno de los cabecillas del grupo en el que se encuentra

Juanole. Esta especie de redención del personaje, que parece oscurecer la intención autoral, termina exhibiendo con claridad hasta dónde puede llegar la confianza en un sistema político disfuncional: Pardo entrega las armas, confiado en una amnistía que le ofrece el gobierno, poco después morirá cuando se le aplique la ley de fuga. En últimas, un peón más o un peón menos, es lo mismo para la hegemonía.

Como no podría ser de otra manera, la hegemonía que se preconiza en Jacinta y la violencia es la conservadora. Suficientes alusiones se han hecho, hasta ahora, a la indiscutible admiración que la narradora profesa a las clases pudientes del país y, en especial, a la forma como equipara “rectitud moral” con “observancia de la moral católica”. Así pues, no es extraño que uno de los actos hegemónicos más importantes, de todos los que se revelan en la novela sea la conmutación de la pena de Mauricio Zamora obtenida por la Reverenda Hermana Natalia del

Corazón de Jesús y Manfredo Villaveces, respectivamente representantes del catolicismo y de la clase opulenta del país.

El caso específico de Natalia resulta paradigmático en tanto ser la entenada de Doña

235 Pepita, amén de abrirle las puertas del convento, la reclasifica socialmente y la legitima para solicitar clemencia para los subversivos a personas que, en su circunstancia de hija de campesinos, no la hubieran escuchado. Lo que más sorprende, sin embargo, es el hecho de que

Natalia ingresa al convento, más que por despecho, con la firme convicción de que esa es la única forma de lograr que Mauricio recupere “el buen camino”. La primera muestra de la susodicha

“vocación” se exhibe justo después —literalmente en el párrafo siguiente— de que Mauricio asume el liderazgo de la “chusma salvaje y cruel que venía azotando al país” (Juncal 163), tras la deserción de Fermín con Jacinta. Ya antes se ha mostrado la devoción de la joven, pero para este momento, sus plegarias son, se lee en el texto, un grito implorando auxilio: “Natalia, desde su silla de ruedas pedía por el amigo… Hasta el cielo subían las plegarias de la Iglesia, unidas a las de esa pobrecita madre que había puesto en su hijo las más bellas esperanzas y a los ruegos de la triste inválida que ya nada esperaba de la vida (163-164). La narradora de Juncal muestra en la líneas siguientes cómo la situación se va haciendo progresivamente ominosa para Mauricio, hasta el punto en que Natalia tiene que ver cómo se le condena públicamente a trabajos forzados, y poco después está comunicando la decisión de esta de internarse en el convento: “No es por desengaño, Claudia María, compréndeme; en verdad que Dios me ha escuchado y ahora me llama… tengo que ir a su lado para ayudar a la salvación de muchas almas” (Juncal 180); no es preciso adivinar cuál de esas almas es la prioridad para Natalia: momentos más adelante la profesa está dando gritos de júbilo, “¡Gracias Dios mío, gracias!… Estoy segura que Mauricio se ha arrepentido y podrá volver a ejercer su sagrado ministerio con tu ayuda” (218). No sobraría recordar que una página después —la narradora no es demasiado clara en cuánto tiempo transcurre entre un evento y otro—, Natalia muere y Mauricio lanza su proclama sobre el castigo divino.

El tipo de agencia que Natalia ha alcanzado con su profesión religiosa no se relaciona con

236 su propio coraje o con el hecho de que sea una mujer excepcional —de hecho, aun en el convento es tímida y no muy activa—; tiene la voluntad de ayudar porque la narradora quiere presentarla como la agente de la salvación de Mauricio. En otras palabras, la narradora precisa mostrar cuán compasivos pueden ser los conservadores; incluso un apóstata puede ser ayudado por ellos. Para ponerlo de otra manera, la gran victoria de los conservadores será perdonar las vidas de los liberales, hacerlos rectificar sus errores y pedir el perdón de Dios, tal como Mauricio termina haciéndolo. El dios del que se habla aquí, por supuesto, es la asociación de la Iglesia Católica y el gobierno conservador; la narradora de Juncal no disocia dónde comienza y termina la jurisdicción de uno y otro, el gobierno civil es, en la novela, algo así como un animal concebido por generación espontánea y es el clero el que tiene la última palabra en cualquier discusión. En términos hegemónicos lo que esto muestra, más allá de los aspectos públicos que se estudiaron en los textos de Buitrago y Romero, es que la novela se propone la colonización de la ideología de quienes se encuentran por fuera de ella, colonización que se comunica por dos vías: por un lado, como se ha expresado antes, en la cromatización del discurso con miras a manipular al lector, mostrada en el ejemplo anterior como el supremo sacrificio que hace Natalia de su juventud y su propia vida para lograr la salvación de Mauricio; por otro lado, con la estrategia manipuladora de confundir la preferencia política con el dogma religioso y la pertenencia a un partido político como la única posibilidad de salvación de los males de la tierra. A pesar de las muchas fallas que se han señalado en la novela, su contenido político-conservador se ajusta perfectamente a las tendencias ideológicas de la época.

Bertha Hernández de Ospina, mejor conocida simplemente como “doña Bertha”, primera dama de la nación durante el gobierno de Mariano Ospina Pérez es, sin lugar a dudas, uno de los acercamientos más interesantes que hace Ángel a la clase hegemónica en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. Doña Bertha era una mujer de armas tomar, tanto que se llegó afirmar

237 que las decisiones de su marido siempre iban tamizadas por su beneplácito y que no se movía un solo cuerpo del gabinete presidencial sin su aprobación. Las habladurías en torno a la figura de doña Bertha, quien logró su curul en el congrego tras ser primera dama y participó activamente en los golpes a Laureano Gómez y a Rojas Pinilla, llegan hasta el punto de afirmar, según reza su obituario en Revista Semana: “Su valentía quedó más que demostrada el 9 de abril de 1948. Tras el asesinato de Gaitán, Doña Bertha fue a su habitación, se amarró un revolver a lo bandolera y se puso al frente de la tropa que defendió el palacio presidencial. La forma decidida como asumió los hechos la convitieron (sic) en la heroína de la jornada”, y que fue la autora de la frase “Para la democracia colombiana vale más un presidente muerto que un presidente fugitivo” cuando su marido, aparentemente, pensó en abandonar el Palacio Presidencial.

Ángel, desde su mirada “anti-establishment”, no pretende rendirle un tributo a la primera dama; de hecho, el retrato que de ella pinta se debate entre los más notables comportamientos pequeño-burgueses y el carácter de una mujer más neurótica que enérgica, más mandona que lideresa. En términos generales, como bien lo afirma Martha Luz Gómez, dialogando con la autora, “[se] establece un paralelo entre lo oficial y lo no oficial al confrontar los testimonios de varios personajes políticos… con las vivencias de testigos como el Flaco Bejarano sobre la revuelta del nueve de abril en el centro de la capital” (42), logrando mostrar “la confrontación constante entre dos ideologías: la dominante y la emergente, la del estado al mando del partido conservador en cabeza de Mariano Ospina Pérez y la de la oposición representada en la década del cuarenta por… Jorge Eliécer Gaitán” (43). En el caso específico de doña Bertha, la novela se encarga, de alguna manera, de denunciar los privilegios a los que la primera dama tiene acceso: mientras Bogotá se desangra allende las paredes de Palacio, puede darse el lujo de llamar al colegio de Gonzalo, su hijo menor, y hacerlo llevar a la Embajada Americana, luego llamar a la

Embajada y exigirles que se responsabilicen por él (Ángel 47). Conforme la narradora de Ángel

238 sigue avanzando sobre los sucesos del 9 de abril al interior del Palacio, se encontrará que, a pesar del caos reinante afuera, la primera dama sigue mangoneando a los empleados, haciendo que continúen en sus oficios y quejándose porque ni ella ni Mariano tenían ánimos para almorzar

(49). El tono con el que la narradora maneja estas pequeñas catástrofes domésticas deja entrever la insondable displicencia de la hegemonía frente a los sufrimientos del pueblo: nadie que se encuentre en Palacio se pregunta por los cientos de ciudadanos que están cayendo afuera; doña

Bertha y el presidente, en particular, parecen estar más interesados en el dolor de cabeza que les produce la asonada que en la asonada misma.

El drama privado de la primera dama y su marido adquiere tintes públicos, y por qué no decirlo, caricaturescos, cuando los delegados del Partido Liberal llegan a Palacio con la intención de negociar una coalición, o incluso un cambio de mando, para apaciguar los ánimos. Doña

Berta, por supuesto, se siente profundamente ofendida ante la menor insinuación de que su marido abandone su cargo y se dedica desatender a los visitantes durante todo el tiempo que se encuentran en su casa. En esta línea, Óscar Osorio reconoce que “se recalca la puerilidad de doña

Bertha: en momentos tan difíciles para el país su ánimo se concentra en cuidar que no se les ofrezca tinto a los liberales. La connotación de este énfasis es la insensibilidad de doña Bertha, que pone por encima del drama nacional sus pequeñas rencillas personales, es la de una clase social insensible al país” (2005 45). En este mismo tenor, es posible afirmar que la intención autoral se enfoca, primordialmente, en el hecho de que para la hegemonía lo más importante, a pesar de su declarado compromiso con lo público, se encuentra dentro de lo privado —su casa, sus sirvientes, sus afectos y desafectos—. Críticas similares seguirá recibiendo la misma clase a todo lo largo de la novela en razón a que, todos ellos, ciegos de poder, se dedican diseñar mecanismos para permanecer en él. No importan los nombres: Mariano, Laureano, Gabriel, todos ellos, a pesar de que sus enemistades recíprocas, no tienen muchas diferencias de fondo.

239 Lo más sugestivo de las representaciones de la hegemonía que hacen las autoras es la forma como estas se trasladan al imaginario de los bandos en conflicto y, de alguna manera, generan sus formas más usuales de actuar. Tómese por ejemplo el caso de Juncal: en su prédica católica, lo que mejor saben hacer los victimarios es agredir y lo único que pueden hacer las víctimas es esperar la muerte, como cualquier cristiano en el Circo Romano. No muy lejos de esto se encuentran las representaciones de Romero, los Aguirre y todos sus secuaces son tan victimarios como víctimas; empero, la narradora prefiere enfocarse en la crueldad con la que actúan los policías que los persiguen y la prevaricación con la que el poder central los condena.

En la novela de Ángel, la misma indolencia que muestra doña Bertha se reproduce en cada representación de la clase dominante que, impactada por los hechos de violencia del día, continúa con él como si no pasara nada; aun así, lo que mejor revela la postura de la autora es su deseo de darles un espacio propio a las víctimas y de “desenmascarar” a los victimarios; Ángel, por decirlo de alguna manera, los “desclasifica”. Buitrago, por último, no habla in extenso con respecto a la situación de víctimas y victimarios pero, como se dijo antes, representa el caso paradigmático de la desaparición de toda una familia por una vendetta puesta en su contra por el gamonal del pueblo; la colisión de familias, rematada por una masculinidad tóxica, es su forma de inserción dentro de estas categorías.

Para cerrar este capítulo se hará una aproximación a la clase llamada “victimarios” y a la clase llamada “víctimas”. Preliminarmente, es fundamental reconocer la insuficiencia de la teoría de Giddens sobre la clase para hablar sobre este tema: para empezar, como se expresó antes, los grupos subversivos no pueden constituirse en una clase porque entre ellos hay una forma asociativa personal, consciente, de la actividad que desarrollan y la finalidad que persiguen; de igual manera, a pesar de que los subversivos tienen conciencia de clase y conciencia de lucha, ninguna de ellas prefija el carácter atroz de sus prácticas, conjetura que puede extenderse a los

240 miembros de fuerzas armadas regulares que se ensañan con los mismos subversivos; asimismo, es claro que dado el carácter marginal de víctimas y victimarios, su absoluta falta de linaje, las posibilidades de movilidad ni siquiera existen para ellos; en similar percepción, merced a la arbitraria colectivización a las que se somete a ambos grupos, es bastante claro que estos devienen entidades específicas, claramente delineadas, y así no se les otorgue una personalidad jurídica su carácter de agrupación no deja de ser visible en el contexto social; finalmente, aun cuando se han logrado encontrar intersecciones entre factores de clase, género-sexo y linaje, salta a la vista que la posición de Giddens no resulta demasiado sensible a tales subjetividades y, aunque no cae en el esencialismo —separar la clase de lo estrictamente económico es un paso gigante en este sentido—, se echa de menos un reconocimiento más conspicuo de las otredades.

No se trata aquí de hacer un cambio radical de la perspectiva analítica del presente capítulo, se busca más bien partir de un concepto que permita discurrir en torno a las circunstancias que hacen que las víctimas y los victimarios puedan afiliarse dentro de una clase determinada, a partir de su historicidad y de las actividades que realizan o de las que son sujetos- objetos. A tales efectos es útil el concepto de habitus, propuesto por Pierre Bourdieu, entendido como la asunción de ciertas prácticas sociales coetáneas a cada individuo, a partir de las cuales, este desarrolla sus propias maneras de proceder con respecto a sus semejantes. Dicho de otra manera, el habitus se refiere a los mapas mentales por los que el individuo guía su comportamiento en sociedad y que le permiten dimensionar sus facultades y obligaciones.

La incorporación de las jerarquías sociales por medio de los esquemas del habitus,

inclinan a los agentes, incluso a los más desventajados, a percibir el mundo como evidente

y a aceptarlo como natural, más que a rebelarse contra él, a oponerle mundos posibles,

diferentes, y aun, antagonistas: el sentido de la posición como sentido de lo que uno

puede, o no, “permitirse” implica una aceptación tácita de la propia posición, un sentido

241 de los límites o, lo que viene a ser lo mismo, un sentido de las distancias que se deben

marcar o mantener, respetar o hacer respetar (1990 289).

En este sentido, el habitus permite conceder que las distintas actividades desplegadas por los individuos son formas de respuesta a las demandas del contexto que, inevitablemente, se encuentran atravesadas por las posiciones de otros actores dentro del mismo contexto. El hecho de que existan clases hegemónicas y que estas, a su vez, puedan imponerse a través del discurso hasta el punto de hacer que sus propias representaciones sean las únicas legítimas para las colectividades, revela el estrecho vínculo que existe entre lo que dice quien domina y cómo responde el dominado. El habitus acaba por engendrar clases, como lo explica el mismo

Bourdieu, porque “el conjunto de agentes que ocupan posiciones semejantes y que, situados en condicionamientos semejantes y sometidos a condicionamientos semejantes, tienen todas las probabilidades de tener disposiciones e intereses semejantes y de producir, por lo tanto, prácticas y tomas de posiciones semejantes” (1990 284). Si a esto se suma el hecho de que las clases hegemónicas, para el momento de preciso de La Violencia, están preconizando un discurso de animadversión visceral, de guerra sin tregua y a cualquier costo, y que no se toman la molestia de explicar que se trata de una guerra ideológica, más que de una batalla campal, puede concluirse que los “condicionamientos” de los que habla Bourdieu son recibidos en términos de aniquilación física, más que de imposición política.

Como es obvio, se radicalizan las diferencias y se legitiman los medios de ataque en contra de la clase-otra mediante reforzamientos positivos de las posturas hegemónicas. No sobra aquí hablar sobre cómo Miguel Ángel Builes, arzobispo de Santa Rosa de Osos y el más conservador entre los conservadores prelados, consideraba la políticas liberales como una infiltración de la masonería y una labor disociadora del socialismo y el comunismo (Zapata R

149-150), razón suficiente para perseguir a los liberales por las vías que fueran necesarias. Y no

242 habría que volver sobre las múltiples estrategias usadas por la dirigencia liberal para sacar provecho político de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, decir que el caudillo resultó siendo el primer registro de su “martirologio” es suficiente. En términos simples, el habitus permite constituir clases opuestas, un nosotros-ellos, por la simple vía de la satanización de las actividades que el otro realiza; el apuntalamiento de este tipo de idea, sobre las bases de legitimidad discursiva que asiste a la hegemonía, coadyuva en su entronización como modo natural(izado) de responder ante diversas cuestiones sociales.

Tratándose específicamente de grupos clasificados a través de criterios monetarios, o clases sociales, como en muchos casos parece ser la perspectiva monocular de la hegemonía colombiana —suficiente ilustración sobre este punto se dio en el capítulo anterior al hablar sobre linaje—, resulta obvio que la inferiorización de aquellos grupos que terminan representando los papeles de víctimas y victimarios, se da porque estos no representan ningún valor económico en el contexto amplio de la sociedad. Si a esto se añade que la asociación con un lado u otro de la hegemonía puede ser interpretada, por unos y otros, como una manera de generar mayor valor para sí mismos y ampliar la brecha que los separa de los que están con el otro grupo, es claro que la falta de acceso al mercado termina siendo interpretada como una inmoralidad innata, tal como afirma Beverly Skeggs: “It is not enough to represent them as lack or the negative experience of the dominant symbolic… But more importantly because exchange-value has always been associated with the proper and is imbued with morality, those who cannot accrue value in themselves by dominant symbolic techniques are therefore always/already read as immoral (91).

La cuestión de fondo asociada al valor de intercambio, y en un plano más amplio a los conceptos de capitales como los entiende el mismo Bourdieu, es que las clases inferiorizadas tienen una experiencia vicarial de la hegemonía adoptando o rechazando lo que, a su modo de ver, esta adopta o rechaza.

243 En términos de clase debe admitirse que, en sintonía con la generación del binario nosotros-ellos, o liberal-conservador, al interior de cada uno de los grupos existen divisiones que generan jerarquías y clases dentro de la clase, a partir del habitus. Esto es más que notorio en el caso particular de los grupos subversivos; estos no tienen necesidad de organizar sus líneas de mando copiando el modelo de las fuerzas armadas, sin embargo lo hacen, y en muchos casos desarrollan una normativa tan estricta que las vidas de sus propios camaradas en armas se vuelven tan dispensables como las de las víctimas. Más aun, el hecho de que se desarrollen este tipo de lineamientos, hace que se generen subalternidades dentro de los grupos subalternizados, poniendo a ciertos subgrupos todavía más lejos de alcanzar algún nivel de agencia y, por contraste, haciéndolos más vulnerables a las agresiones del grupo contrario. Así lo comprende

Steph Lawler, “habitus is also relational in another sense: habitus exist in relation to each other.

Because habitus are so profoundly social, they carry the traces of the lines of division and distinction along which the social is organized. That is, class, race, gender, sexuality, and so on, are all marked within the habitus” (112). No es casual que las prácticas de victimización, durante

La Violencia, se orientaran por motivos misóginos, racistas y clasistas tan marcados: la humillación del hombre-otro, en la mayoría de los casos, empezaba por humillar a sus mujeres — madre, hija(s), cónyuge—, los objetos del hogar del hombre que tienen mayor valor para él.

Dicho en términos simples, el hombre suele ser el último en ser asesinado porque en su posición de “señor de la casa” debe ver cómo se le va despojando, lentamente, de todo aquello que gobierna.

Retornando a Bourdieu, el habitus implica una aceptación tácita del constructo social; esta circunstancia resalta la precedencia del constructo al individuo, razón por la cual las nociones de violencia, dentro de la clase “víctimas”, parecen haber sido aceptadas de antemano. De esto deriva el que no parezca extraño que estas personas sean representadas, con verosimilitud, como

244 en un estado de permanente espera de la muerte, lo que resalta la precariedad de la que habla

Judith Butler: “Que nuestra propia supervivencia pueda ser determinada por aquellos a los que no conocemos y a los cuales no podemos controlar de forma terminante indica que la vida es precaria” (2015b 43). El matiz sobre esta afirmación se encuentra en el hecho de que las víctimas guardan la esperanza de que, ora los jerarcas del partido, ora “los muchachos del monte”, arrasen con el grupo que los acosa, haciendo que la precariedad pueda ser vista como una circunstancia transitoria, contingente del triunfo de un grupo sobre otro; escenario que, en el contexto de La

Violencia y dado el mesianismo de los caudillos de cada partido, se encuentra siempre “a la vuelta de la esquina”.

La situación de los grupos armados, regulares o irregulares, no es muy distinta. Cada uno se encuentra convencido de la bondad de las acciones que realiza, de modo que engrandece el eventual triunfo hasta el punto de perder la perspectiva con respecto a su importancia estratégica y al valor de su propia existencia en el marco del conflicto. La realidad se muestra cruelmente distinta como lo afirma la misma Butler: “Even though [the soldiers’] deaths are sometimes glorified, they are still dispensable: people to be sacrificed in the name of the people. An operative contradiction is clearly at work: the body that seeks to defend the country is often physically and psychically eviscerated in the course of doing its job” (2015c 17 las cursivas son propias). “La gente”, en la caso particular de La Violencia, no es “el pueblo”, a lo sumo es el partido, la nación —entendiéndola dentro de la representación hegemónica de la misma— o el programa de nación que plantean quienes se encuentran separados del poder. Sintetizando, los soldados, tanto como los subversivos, son cuerpos prestados al servicio de una agenda ajena y, como tales, no tiene mayor importancia que sobrevivan o que sean abatidos en combate.

La condición de víctima, como clase, es marcada por la percepción hegemónica de que el cuerpo es sustituible o desechable, sin importar cuál es la raigambre de ese cuerpo o dónde se

245 encuentran sus lazos afectivos. Sánchez y Meertens hablan de un primer período de La Violencia, entre 1946 y 1953, en el que la nota predominante es el terrorismo oficial, que en las zonas urbanas se manifiesta como el silenciamiento de la clase obrera y las zonas rurales como cruzada antiliberal y anticomunista, buscando la estabilidad de capitalistas y terratenientes (38); en esta coyuntura hay una necesidad en la hegemonía de imponerse sobre aquellos a quienes tiene por inferiores, provocando que víctimas y victimarios puedan diferenciarse con absoluta claridad, merced a la persecución se da de arriba hacia abajo, del dominante hacia el dominado. Para el segundo período de La Violencia, entre 1953 y 1964, en el que se imponen la crueldad desmedida y la masacre como manifestaciones extremas de poder, “en cierta medida manejadas conscientemente por los bandoleros: la necesidad de inspirar tanto admiración como temor, las dos fuentes principales de la complicidad campesina” (Sánchez y Meertens 52), como puede notarse, hay un cambio: aun cuando no se pueda afirmar que la lucha sea entre iguales, hay ataque y contraataque, de suerte tal que la divergencia entre víctimas y victimarios de la que se habló antes se hace, por decir lo menos, opaca. Sobre este segundo momento, puede concluirse que hay un enfrentamiento, más o menos directo, entre la vieja hegemonía y los bandoleros y guerrilleros que quieren constituirse, a su vez, en clase hegemónica.

Teniendo todo lo anterior en cuenta, es posible concluir que no se puede hacer un análisis de la clase “víctimas” de espaldas a la clase “victimarios”, estas deben reconocerse en esa doble categoría y, de ser posible, enfatizando en cómo los grupos subversivos son, en ocasiones, tanto lo uno como lo otro. En este aspecto puntual las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel muestran las formas más radicales de ver el conflicto y, como puede preverse, la forma más nítida de su vinculación con el subgénero de la ‘Novela de la Violencia’.

Mauricio Zamora, el cura-guerrillero-redimido de Jacinta y la violencia, nunca comete un delito distinto al de su propia rebelión en la trama de la novela. Organiza escuadrones, da

246 órdenes, dirige un operativo exitoso en contra del palacio presidencial, pero nunca llega a cometer un asesinato, una violación o un saqueo a una finca. Las ambivalencias de los sentimientos de la narradora con respecto a la historia de este hombre se hacen palpables aquí, mas basta retornar a los orígenes del personaje para reconocer, con toda la coherencia del caso, que Zamora, en su condición de oveja descarriada de la hegemonía, no puede convertirse en un delincuente común como Fermín Sánchez y sus compinches. La narradora lo destituye de la ejecución material de delitos de bandolerismo porque le resulta incomprensible que el sobrino de un embajador, que ha recibido el orden sacerdotal y que ha devuelto a un niño secuestrado a su

(millonaria) familia, sea capaz de obrar igual que un campesino sin educación y sin mas patrimonio que sus armas. Esta interpretación puede llevarse incluso más lejos: para la narradora de Juncal solo existe la complicidad cuando esta se da entre dos representantes de la clase

“inferior”, conceptos como la determinación, el concierto para delinquir y el hostigamiento escapan completamente de la conciencia de la autora al crear el personaje.

A contrario sensu, y como corolario de todo lo que se ha examinado hasta este momento,

Fermín y sus hombres son siempre los victimarios, nunca las víctimas. De hecho, en el único pasaje de la novela en el que se llega a ver alguna vulnerabilidad en Sánchez, la violación de

Olga, la experiencia lectora se encuentra más bien lejos de interpretar que tal suceso le dio un giro a su vida; antes bien, el fatídico momento, precedido por un macabro “¿Pa’ onde van los pichoncitos?” (55), se puede interpretar como el detonante de la personalidad psicópata del bandolero y el recurso por antonomasia de la narradora para “explicar” los actos de barbarie que este comete después. No se puede negar que hay un cierto nivel de mímesis en todo esto: bandidos, bandoleros y guerrilleros iniciaron su vida delictiva o revolucionaria buscando protegerse de otros grupos subversivos o de miembros de la policía o del ejército, empero, por la

247 misma falta de matices en la representación de los personajes, no se puede generar con ellos ningún tipo de empatía, mucho menos de comprensión.

Si se atiene a la literalidad del texto de Juncal, la clase “victimarios” está compuesta exclusivamente por campesinos alzados en armas que cometen masacres tan sangrientas como la de la finca de don Octavio, padre de Clarita (15-16) y la de veintiséis pasajeros de un bus intermunicipal, entre los que se encontraban un sacerdote y dos religiosas, ultimados a balazos o a punta de machete (18-21). La clase “víctimas”, por otra parte, está compuesta por un puñado de personas inocentes que, en ningún momento, previeron que la presencia de Fermín o de uno de sus hombres, en su vida, les significaría la muerte. No hace falta recurrir a la cita aquí teniendo en cuenta que, como se examinó antes, esta novela podría considerarse como parte de la Literatura de la Violencia.

Con respecto a Romero, a pesar de lo problemática que resulta su instalación dentro de los imaginarios de clase, como se ha estudiado hasta ahora, es peculiar el hecho de que el capítulo en el que mejor se evidencia la sevicia con la que las fuerzas armadas regulares agreden a los habitantes de Calamoima, sea precisamente el capítulo en el que se exhibe que los subversivos tampoco son unos santos. Por supuesto, no se trata de exigir a la autora que sea imparcial en sus imágenes de uno u otro grupo o que prefije un arquetipo para cada personaje, llámese individuo o colectividad; pero parece que por momentos cae en la contradicción: si su propósito es comunicar la situación de vulnerabilidad en la que se encuentran los muchachos de La Collareja, el paraje de reunión de los guerrilleros de Juan Olegario, ¿qué propósito tiene introducir el tema de los ajusticiamientos al interior de los mismos grupos?, ¿qué sentido hay en mostrar las conspiraciones que pueden terminar en las muertes de los líderes, solo por desacuerdos ideológicos o porque, como en el caso de Juanole, se está escapando muy seguido para encontrarse con Carmen Cabra? La narradora de Romero no trata de hacer apología de la lucha

248 armada, pero suficientes razones se han dado, hasta este momento, para afirmar que la imagen que da sobre los subversivos es predominantemente positiva o, por lo menos, no los muestra con la perversidad que lo hace la de Juncal o mediante el desarrollo de tipologías de cada tipo de grupo armado, como la de Ángel. No es demasiado sencillo leer, sin algo de perplejidad, que:

Cuando [Antucar Pardo] llegó a La Collareja, el mal genio no le había pasado, y sin

preámbulos dio orden de pasar a un muchacho, Joaquín Paredes, porque según le informó

el padre de Anatilde Joya, lo había visto charlando con uno de los policías. Argemiro

comenzó a fastidiarse por esas muertes sin fórmula de juicio, y sin esperar a que le pasara

la neura a Antucar Pardo, le advirtió que si las injusticias continuaban él formaría otro

grupo aparte, con los que no querían más matazones entre los mismos (174).

La “neura” de Antucar fue provocada porque Carmen Cabra le comunicó que “ya estaba para tres meses que no le venía la regla” (173). Es posible que la intención de la narradora de

Romero sea, simplemente, mostrar la infinita humanidad de las personas que se encuentran al interior de la lucha armada, amén de mostrar que al interior de los grupos se reproducen, en cierto modo, los mismos clasismos que ocurren en cualquier sociedad; pero, al mismo, tiempo resulta poco claro que se empeñe en mostrar al grupo de Pardo, Argemiro y Juanole como mártires cuando ellos mismos están haciendo precarias la vidas de sus hombres, como si tuvieran al enemigo adentro y su suerte dependiera de lo que cualquier sapo les pudiera comadrear.

En Triquitraques del trópico el grueso de las víctimas es puesto por la población civil: “el nuevo inspector [de Calamoima], que era un cabo de la policía, se estaba robando los ganados y mandando a castrar a los viches jóvenes… los aviones militares habían estado lanzando bombas por toda La Collareja y sus alrededores, matando familias enteras que nada tenían que ver con el movimiento alzado” (174) y, en menor proporción, por los subversivos. La población civil, incluso cuando Calamoima es incendiada, es siempre representada en colectivo y su habitus, no

249 siendo tan inerme como el de los campesinos de Jacinta y la violencia, solo se revela a partir de la victimización. Los subversivos, por el contrario, tienen un habitus más definido y se vislumbra en su forma de organizarse y perseguir a las fuerzas armadas regulares, llámense estas ejército o policía, pero al mismo tiempo por ser, paralelamente, victimarios en cuanto proceden en contra de su organización por las mismas vías que sus propios victimarios usan con ellos. Si a esto se le suma, en el ejemplo expuesto, el pasado político de Antucar Pardo antes de alzarse en armas, parece claro que es su presencia, dentro del movimiento guerrillero, la que lo contamina con la ideología de la clase hegemónica.

A pesar de que la narradora de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón no abusa de “los cortes”, es claro que tiene que valerse de ellos para comunicar eficazmente el cuadro de terror que constituye La Violencia. Por otra parte, el cuerpo de Ana, sometido por un bandido a la experiencia más violenta por la que puede pasar el cuerpo de cualquier mujer, se multiplica en los cuerpos de cientos de mujeres que tienen que pasar por lo mismo y en circunstancias aun peores.

La violencia sexual, en la novela de Ángel, mostrada de forma descarnada y sin necesidad de cromatizadores es, sin objeción, uno de los puntos donde la autora muestra su mayor nivel de compromiso feminista radical amén de su particular caracterización del habitus de la clase

“victimarios”.

Las siguientes escenas son pastiches de ejemplares de El Tiempo de la época. La narradora relata que Ana ha recibido un ejemplar de su tío Andrés y lleva teniendo pesadillas tres noches seguidas. “La policía política inicia su intervención con vejámenes golpes e insultos.

Después roba, incendia y asesina; a la postre viola, estupra y remata en actos nefandos. Primero actúa en forma reservada; posteriormente afrenta a sus víctimas ante progenitores… violenta chiquillas de ocho y menos años hasta matarlas” (306). Ya antes se había hablado sobre las labores que desempeñaba la “Gestapo Criolla”, al servicio del gobierno conservador y de la

250 manera como esta fue convirtiéndose en esa especie de hidra cuyas cabezas eran los pájaros, el ejército y la policía, entre otros. La mirada de la narradora, sin embargo, no se queda allí: “En el

Guarumo… asesinan a niña de ocho años y luego le introducen en las partes pudendas, los genitales cercenados a su propio padre. El autor del relato36 tuvo ante sus ojos las declaraciones de indagatoria” (307); si hubo una indagatoria, es natural considerar que un presunto autor material fue capturado y si fue capturado, es obvio que la narradora no está hablando de un policía o de un soldado, sino de un bandolero o un guerrillero. Tal perfil se repite en el siguiente párrafo: “Impúberes de doce y trece años aparecen violadas infamemente por cinco y diez y hasta quince forajidos y cobardes… apenas si se verifica asalto o comisión que [deje a las mujeres] ilesas” (307) nótese cómo cambia la imagen del agresor, ahora es un “forajido”, otra vez, un bandolero o un guerrillero, sin que cambie la actividad y la preferencia perversa por las mujeres más jóvenes. La misoginia se encuentra inscrita en el habitus de los victimarios quienes, para mostrar el poder de su grupo —en este punto es forzoso pensar más allá del binario partidista—, necesitan auto-validarse como machos, esto es, como animales frente a sus hembras.

El perfil se esmerila con la descripción de la masacre perpetrada por Teófilo Rojas (alias

Chispas) a los veintiún pasajeros de un bus que se desplazaba entre Circasia y Calarcá, en la región del Quindío, a los que les practicó el “corte de mica” (307) y se complementa con la siguiente síntesis:

El país se fue llenando de otros pájaros. Abarrotándose de asesinos. Cuajándose de

muertos. Congestionándose de sangre. Poblándose de miedos. Rebosando injusticias.

Hinchándose de oprobios contra el derecho humano. Cargándose, impregnándose,

plagándose. Colmándose de gritos, de amenazas, de olores pestilentes, de ríos en los que

36 Es claro que la autora se está valiendo de la mise en abyme para mirarse a sí misma escribiendo lo que se encuentra escrito en el periódico

251 la corriente parecía tinta roja de tanto desangrarse liberales y en los que las montañas

fueron bastiones bombardeados, violados, destruidos, y las ciudades se convirtieron en

lugares oscuros de ruidos apagados y pasos presurosos porque había que cobijarse antes

del toque de queda (308-309).

Aunque para el momento en el que Lorenzo se encuentra en la cárcel, como prisionero político,

La Violencia ha tomado un cariz de guerra sucia, de verdadero terrorismo de Estado, la cita anterior sintetiza, con tino, los veinticuatro años de conflicto narrados en la novela. El habitus de los victimarios, para ese momento, no ha cambiado mucho tampoco: sigue estando marcado por la animalidad del macho, la masculinidad tóxica y la sexualización de la tortura. Es, por lo tanto, interesante acercarse al habitus de la víctima a través de Lorenzo y de la forma como responde a las vejaciones a las que es sometido durante su tiempo de presidio.

“¿Es que no sabe rezar?, le gruñó, ¡rece o lo tendremos en cuenta en el prontuario!” (360) es la primera noción que brinda el capítulo sobre el trato que Lorenzo recibe dentro del presidio; más adelante se encontrará: “vinieron tres chulavos vestidos de civiles: a ver, hermano, sus papeles, y yo saqué mi cédula y ellos enverracados, como si yo fuera culpable de algo y me llevaron a trompadas hasta la camioneta… y así hasta el cuartel de la PM” (361-362); luego empiezan las torturas “y el otro cizañero intrigante diciendo que si yo amanezco y no les digo datos me entregan a los del DAS directamente y allá va a ser distinto porque otros gallos cantan en lo que llama Sala Verde y ahí te jodes dicen” (367). La valioso de llegar hasta este punto, es que ya la narradora ha relatado que Lorenzo le explica a Ana, posiblemente en una de sus cartas, que lo único que hizo antes de ser capturado fue pintarle una pancarta a Valeria para una manifestación (361), su decisión de unirse a la guerrilla y las razones por las cuales Camilo

[Torres] y el Che son visionarios (368).

252 En términos generales, el habitus que Ángel le insufla a la víctima, tal como lo hace con la clase “estudiantes”, es la del idealista que sufre por querer cambiar la realidad de injusticia en la que vive y por oponerse a un gobierno autoritario en el que todas las personas que comparten su ideología son tenidas como sospechosas. La gran particularidad de esta clase específica de víctima es que su victimización no viene dada por una situación de orden público que resulta prácticamente imposible de contener, como ocurre con las mujeres en el campo, sino que resulta de las erráticas políticas que ese mismo gobierno emplea para contener posibles rebrotes del estado de cosas anterior. Con todo, no sobra reiterar que tanto la clase “víctimas mujeres” como la clase “víctimas presos políticos” se asimilan en una cosa y es en la forma como son vejadas por una masculinidad destructiva.

Para finalizar, conviene hacer un acercamiento somero a cómo se reflejan en Buitrago los habitus de víctimas y victimarios, reconociendo que el horizonte narrativo de Cola de zorro no guarda mayores similitudes, en este aspecto puntual, con las demás novelas. De hecho, merced a que esta obra se ubica en las postrimerías de La Violencia, casi se puede afirmar que muestra cómo los intereses temáticos mutan para dar paso a representar otro tipo de violencias. Empero, la desaparición de la familia Salgado, a manos de los Viana, tiene puntos de lectura importantes desde este plexo.

El conflicto empieza cuando Plinio Salgado, capataz de los Viana, es despedido por

Manuel el viejo a instancias de su hermano, el intrigante Rosendo Viana, quien además despoja a la familia Salgado de las tierras que, a plazos, le estaban pagando a Manuel (59). La vendetta, sin embargo, despunta cuando Guadalupe Salgado tiene la osadía de ordeñar una vaca de Rosamunda

Viana, primera hija de Manuel, por solicitud de ella misma, para darle un tetero a Bernabé (60):

“De nada sirvió que aullara y me revolcara clamando la verdad. El hierro, candente, empujado por la sevicia de Rosendo Viana, señaló para siempre la piel y leyenda de Guadalupe Salgado.

253 Rosendo Viana fue asesinado una semana después” (60). Como puede notarse, Guadalupe es víctima primero y, luego, pertenece al clan de los victimarios. La idea subyacente es que existe una postura radical de imponer la ley del macho más fuerte; el hecho de que a Guadalupe lo marquen como a un animal y que Rosendo acabe “Desnucado en la armazón de una talanquera”

(60), refuerza esta idea en tanto en el habitus de la dominación masculina, como bien lo explica

Bourdieu, “La virilidad [es] indisociable… de la virilidad física, a través especialmente de las demostraciones de fuerza sexual… que se esperan del hombre que es verdaderamente hombre”

(2000 24). La fuerza sexual, en este sentido, no se encuentra tanto en la capacidad de desflorar o de engendrar, como la entiende Bourdieu, sino en el hecho de ser tan viril, tan macho, que se puede destruir la virilidad de otro hombre, sin castrarlo, imponiéndose sobre su posibilidad de reproducirse, como en el homicidio de Rosendo; o de que, cuando trate de hacerlo, la mujer note que éste le “pertenece” a un hombre: la marca del ganado Viana que se le impone a Guadalupe.

Sobre este punto específico, hay una clara coincidencia entre las posturas de Juncal,

Buitrago, Romero y Ángel: el habitus desde el que se crean las visiones de clase de víctimas y victimarios se funda, principalmente en una masculinidad tóxica o, lo que es lo mismo, en la percepción, de que los hombres están en la obligación dominar a las mujeres y, adicionalmente, a otros hombres a quienes tienen por inferiores —bien porque estos se someten a tal condición, bien porque estos están socialmente predeterminados a adoptarla—, para afirmar su propia

“hombría”. Este mismo imaginario se refleja en las víctimas en la medida en que, por un lado, hay una selección estratégica de las mismas —mujeres jóvenes, hombres que les disputan el mando— y, por otro, hay una situación de insumisión que, de todas maneras, termina aplastada frente al poderío del representante de la hegemonía masculina. No todas las autoras se identifican como feministas, pero su crítica a este sistema se encuentra ahí.

254 En general puede afirmarse que las perspectivas de clase de las autoras, aunque divergentes, comparten el sustrato común de asociarse a cierto tipo de estratificación, razón por la cual la representación de la clase, en su forma más primigenia siempre se va a relacionar con la forma como se pasa de un estrato social a otro. No obstante, los textos también hacen énfasis en el hecho de que las clases se generan por situaciones de facto como la oposición a una clase-otra o la estancia en presidio; esto da lugar a que pueda afirmarse que, no en pocos casos, un mismo personaje es copartícipe de varias clases, de manera simultánea. Ambas situaciones se resaltan, asimismo, en las consideraciones que las autoras hacen de la Historia: hay una tendencia marcada a relatar lo agreste de la vida en el campo, causa inmediata de distintas formas de violencia, y la manera como se solía sobredimensionar el peligro potencial que investían los subversivos. En similar sentido se puede hablar sobre las relaciones de dominación que, basadas en la clase, alimentan el lenguaje y el discurso que se estilan en las novelas: ambos conducen, en cualquier caso, al sostenimiento de una clase que manda y otra que obedece.

Por otra parte, los textos muestran claramente cómo las hegemonías surgen, se consolidan y operan a través del partido, así como también los “lagartos” que a ellas se arriman buscando obtener réditos sociales o políticos, y los distintos tipos de agentes ad-hoc que estos tienen en personas no directamente vinculadas al giro ordinario de la política como religiosos, primeras damas y hacendados de pueblo. No sorprende, en este sentido, que analizando el habitus de este variopinto conglomerado se pueda concluir que la oposición de clases se origina en la satanización de las actividades de esa clase-otra.

Así las cosas, se concluye llegando a reconocer que no se puede hablar de una clase

“víctimas” de espaldas a una clase “victimarios”, las acciones y reacciones de unos determinan las de los otros. El matiz estaría en que los victimarios buscan convertirse en hegemonía por

255 medio de la ritualización del terror, mientras las víctimas se identifican porque se ven avocadas a padecer una masculinidad tóxica como símbolo del triunfo de un partido sobre otro.

256 5. Las Colombias de La Violencia

5.1. Preliminar

La tendencia más reciente, en cuanto a estudios de subalternidad en América Latina, es el denominado feminismo decolonial, fruto del trabajo pionero de un grupo de teóricas que, desde comienzos del presente siglo, se han dedicado a hacer una crítica radical de las categorías analíticas del feminismo hegemónico y a denunciar los vicios de su aplicación en Abya Yala37.

Según Yuderkys Espinosa, tal corriente adolece de una pretensión salvacionista y una perversa herencia colonial que “convoca[n] a explicitar la necesidad de un feminismo que se nutre de los aportes teóricos del análisis de la colonialidad y del racismo, ya no como fenómeno sino como episteme intrínseca a la modernidad y a sus proyectos falaces ‘liberadores’” (32). La invocación de Espinosa, realmente interesante si se tiene en cuenta que está retomando conceptos como

“modernidad” y “proyecto liberador” —que en los feminismos europeos y angloamericanos fueron debatidos en los albores de la Segunda Ola—, pone de manifiesto una necesidad sentida en el continente: pensar la identidad de las naciones lejos de los anacronismos impuestos por el

Estado-nación, los nacionalismos y los movimientos patrióticos del S. XIX.

La crítica a la modernidad es clave para emprender un análisis de la nación vertida a las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel. Como se ha anticipado, aun los textos menos políticamente “confesionales”, los de Buitrago y Ángel para el caso, tal vez tratando de evitarse problemas con el gobierno, caen en la lógica de “el (subversivo) que la hace, la paga”; no sobra recordar que durante el Frente Nacional se estaba trabajando con un concepto extremado de nacionalismo, en el que se imponía el bipartidismo liberal-conservador y en el que cualquier

37 Nombre kuna que han convenido para referirse a todo el territorio continental al sur de los Estados Unidos.

257 ciudadano que se atreviera a pensar por fuera del binario era considerado subversivo. Ya se ha hablado sobre las caídas en desgracia del padre Mauricio Zamora, del estudiante de Derecho Juan

Lino Aguirre, del “niño bien” Benito Viana y del periodista Lorenzo; las autoras, a su manera particular, comprendieron que el proyecto nacional se impone de manera compulsiva sobre todos los ciudadanos, de modo que todo aquel que no se somete al mismo, está condenado a perecer.

Rita Laura Segato enfatiza en la condición “moderna” de los destinos de los descarriados en tanto:

Solo adquieren politicidad y son dotados de capacidad política, en el mundo de la

modernidad, los sujetos —individuales o colectivos— y cuestiones que pueden, de alguna

forma, procesarse, reconvertirse, transportarse y reformular sus problemas de forma en

que puedan ser enunciados en términos universales, en el espacio ‘neutro’ del sujeto

republicano, donde supuestamente habla el sujeto ciudadano universal (83).

En otras palabras, el hombre tiene la obligación kantiana de obrar de una manera que resulte universal para poder considerarse un miembro digno de la sociedad en la que vive, lo que acarrea la obligación accesoria de alinear su propio obrar con el del grupo dominante para no ingresar al grupo subalternizado. La cuestión puede, incluso, verse desde una perspectiva más amplia: que ese mismo hombre pueda inscribirse dentro de las economías del dominio, al menos en el contexto latinoamericano, acarrea su vinculación directa con todo un caudal de valores políticos,

éticos y estéticos que fueron descargados por los colonizadores, como lo reconoce Breny

Mendoza: “la experiencia colonial latinoamericana, la modernidad, el capitalismo, la construcción de la nación, y la democracia se ven vinculados orgánicamente con el colonialismo; es decir, como partes del mismo movimiento histórico que… surge solo con el ‘descubrimiento’ de América” (136). En otro tenor, la colonización de América supuso la importación e implementación de las formas de gobierno, de Estado y de mercado que se estilaban en Europa en

258 las postrimerías de la Edad Media, y el que las luchas de independencia en el continente puedan considerarse Revoluciones Burguesas, es la mejor muestra de que las colonias tenían un estilo de vida más bien europeo.

La decadencia europea en las colonias de ultramar, sin embargo, empezó a gestarse mucho antes de que los conceptos que las Revoluciones trajeron consigo pudieran extenderse en el territorio continental. En el caso específico de la América Hispánica, puede afirmarse, tal decadencia comenzó con la falta de equilibrio racial entre los blancos y los menos blancos; los españoles nunca aprendieron a mirar a los americanos como sus pares, como súbditos de la misma corona, y en razón a sus éxitos marítimos y mercantiles y a que aquellos pertenecían a la

“especie” que colonizó al resto del mundo, como lo reconoce María Lugones, hizo carrera una concepción mitológica de una humanidad en la que “la población mundial se diferenció en dos grupos: superior e inferior, racional e irracional, primitivo y civilizado, tradicional y moderno”

(2014 61). No es extraño que la traducción que hizo Antonio Nariño de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en la Nueva Granada hubiera sido, en buena parte, precursora del movimiento independentista; hablar de igualdad de derechos, en una situación de abierta discriminación como la de la América colonial era, sin lugar a dudas, seductor para aquellos que mayores perjuicios — especialmente económicos— recibían de parte de la Corona.

Ahora, como se ha sostenido en un capítulo anterior, la idiosincrasia española, en especial la referida al linaje, fue definitiva para la creación de nuevos grupos tanto hegemónicos como oprimidos, haciendo que el ejercicio del poder en las naciones independizadas fuera casi mimético de lo que se había establecido antes. Así las cosas, no es improcedente que aún hoy se hable de colonialidad y que esta, como lo afirma Diana Gómez, se piense como “parte intrínseca de la modernidad, y no uno de sus productos” a lo que más adelante agrega, “La perspectiva decolonial no se plantea por el gusto de una [teoría/praxis] distinta, sino por el reconocimiento de

259 falencias en el proyecto moderno y por las consecuencias de su contracara: la colonialidad”

(355). Asumir esta postura facilita el entendimiento de convergencias y divergencias sobre lo que se ha tenido como liberalismo, conservadurismo y grupos disidentes en las ideologías en pugna dentro de La Violencia. Asimismo, establecer los rechazos y aceptaciones a la modernidad que subyacen a las propuestas literarias de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, arroja luz sobre su mayor o menor acercamiento a modelos de nación heredados de la modernidad-colonialidad pudiendo establecer, con argumentos, si la narración se desarrolla desde una postura reaccionara, progresista o simplemente contestataria. Finalmente, a pesar de que la base epistemológica sobre la que se asienta la decolonialidad no es, necesariamente, deconstructivista o posestructuralista, el que persiga, desde la diferencia, “[propiciar] el diálogo entre los múltiples sujetos que han experimentado el colonialismo y la colonialidad del poder, para construir alternativas desde las visiones del mundo y las epistemologías que fueron devaluadas y objeto de violencia” (Gómez

358), deviene útil para los propósitos del presente trabajo en la medida en que niega, de entrada, que pueda existir una narrativa maestra sobre Colombia-nación y el nacionalismo colombiano, permitiendo la concurrencia de voces sobre la que se ha estado trabajando hasta este momento.

El presente capítulo busca hacer un rastreo al concepto de nación desde dos miradas, no necesariamente opuestas, a la Colombia (o su trasunto, como en el caso de Juncal) representada en los textos en análisis. La primera de estas miradas se dirige a la concepción del tiempo en que se representa la nación, haciendo énfasis en la controversia entre el tiempo homogéneo propuesto por Benedict Anderson y el tiempo heterogéneo propuesto por Homi Bhabha y Partha Chatterjee y mostrando las diversas consecuencias que ello trae en términos políticos e ideológicos dentro de las novelas. La segunda parte se establece como colofón general a este proyecto indagando sobre la manera como se inserta, o no, a posibles subversivas dentro de los textos, a partir del hecho indiscutible de que, si en efecto hay subversión femenina dentro de las novelas, esta no se

260 da en los mismos términos que la masculina, generando una dicotomía entre la función de denuncia del texto narrativo y una especie de sexismo internalizado por la autora o autoras en análisis. Esta última parte concluye con una aproximación a la forma como la nación colombiana, representada en las novelas, dialoga con el feminismo decolonial, en especial en términos de diferencias significativas entre modelos de nación y representaciones de subversión.

5.2. La diacronía colombiana: comunidades imaginadas e imágenes de comunidad.

La modernidad, a pesar de su vasta influencia cultural en Europa y en Estados Unidos, presenta una situación tan problemática para América Latina que no resulta descabellado afirmar que, en no pocos frentes, el continente pasó de la colonialidad (considerando dentro de esta al neocolonialismo) a la Posmodernidad, sin solución de continuidad. La cuestión se agudiza al pensar en la ubicación de las mujeres dentro del panorama político: es un secreto a voces afirmar que, cuando se dieron las declaraciones de derechos en el S. XVIII, la palabra “hombre” se refería exclusivamente a los hombres; los derechos de las mujeres debieron reivindicarse en procesos separados y con sujeción a las contingencias, primero, de la lucha antiesclavista y, después, de las diferentes guerras civiles que debieron afrontar los países americanos después de sus independencias. De este modo, aun con las buenas intenciones de los humanistas del S. XIX, la evolución política de América Latina se dio de manera desarticulada y desigual, forzando a que cualquier análisis que se quiera emprender sobre sus naciones y nacionalismos deba partir de la diferencia entre los devenires históricos específicos de cada uno de los territorios. Sobre este

último punto es necesario resaltar que al hablar de “territorios” se hace referencia no solo a la división política del continente sino, también, a la regionalización y a la división administrativa de cada uno de los países pues estas, a su vez, engendran diferencias notables tanto en materia

261 política como en cuestiones literarias; no es lo mismo, por ejemplo, hablar de narrativas de la costa norte colombiana que de las que se producen en la región andina.

En el caso específico de Colombia en la época de La Violencia, difícilmente puede hablarse de que los conceptos de nación, nacionalismo o proyecto nacional puedan localizarse con la precisión que describe Benedict Anderson en Comunidades imaginadas. En La Violencia se está frente a una nación rota, informe, en la que prevalecen los discursos partidistas y la consecuente polarización de los individuos, quienes solo son capaces de ingresar a la “comunidad imaginada” de sus copartidarios. Las contradicciones entre los sucesivos vítores que sonaron con la elección de Laureano Gómez, aun con el fantasma de Gaitán rondándolo y de su intervención en la renuncia de Darío Echandía de la contienda que le dio la presidencia, y los golpes de estado de y en contra de Rojas Pinilla, son muestra suficiente del desquiciamiento en el que se encontraba el imaginario nacional en la época. En otros términos, solo podría hablarse de nacionalismo en Colombia aceptando, casi forzadamente y en contra de lo que propone

Anderson, que en el país existían dos naciones, la liberal y la conservadora, y que a diferencia de los nacionalismos que luchan sobre la arena de la supremacía étnica, los colombianos se enfrentaban por una supremacía ideológico-política. En este orden de ideas, la primera clave sobre la que se puede asentar un análisis desde las diferencias, como se propone en los estudios decoloniales, es en torno a la forma como se concibe la nación: si esta es un todo con oposiciones en su interior o si, por el contrario, esta se entiende a partir de multiplicidades que no siempre encuentran un punto de correlación.

En términos literarios, de cara a las novelas que aquí se estudian y en razón a las dinámicas del nosotros-ellos propuestas por Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, es posible hacer este doble análisis y acudir tanto a las posturas que aluden al tiempo homogéneo en el que se da la nación, como a aquellas que sostienen que estas solo se pueden dar en tiempo heterogéneo.

262 La nación en tiempo homogéneo corresponde a la postura defendida por Benedict

Anderson; para este, la conciencia nacional empieza a gestarse en la intersección del capitalismo, la tecnología impresa y la vernaculización del lenguaje usado en los libros religiosos (63-76). Su postura, de entrada, afirma que la nación no solo es un producto moderno, es también una creación de las élites pues, obviamente, las personas letradas en la coyuntura antedicha pertenecían, en su gran mayoría, a las clases privilegiadas. Teniendo esto en cuenta, es posible aludir a un extenso pasaje, clásico en los estudios del nacionalismo, en el que Anderson afirma:

la nación [es] una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y

soberana. Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán

jamás a la mayoría de sus compatriotas, no los verán ni oirán siquiera hablar de ellos, pero

en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión… limitada porque … tiene

fronteras finitas, aunque elásticas, más allá de las cuales se encuentran otras naciones.…

soberana porque el concepto nació en una época en que la Ilustración y la Revolución

estaban destruyendo la legitimidad del reino dinástico jerárquico, divinamente

ordenado… comunidad porque… se concibe siempre como un compañerismo profundo,

horizontal (23-25).

Como salta a la vista, el autor no está haciendo un reconocimiento a aquellos sujetos, dentro de la nación, que no pueden ser comprendidos como compatriotas: (trans)fronterizos, subalternos o marginados. La importancia de hacer este reconocimiento radica en que el autor descarta, prima facie, que al interior de la nación existan factores identitarios distintos de aquellos que desembocan en su narrativa maestra y, al tiempo, sostiene que ningún miembro de la “comunidad imaginada” se queda por fuera de la nación porque todos, de una u otra manera cumplen con las condiciones necesarias para pertenecer a ella. Con todo, a pesar de que Anderson ha sido revaluado varias veces, especialmente por los autores que se traerán a colación más adelante, no

263 puede desconocerse que su postura sigue teniendo resonancias en la actualidad: que las leyes — en sentido amplio— traten de establecer tratamientos igualitarios para los ciudadanos y que estos, a su vez, tengan que reconocerlas como legítimas solo porque fueron expedidas con los requisitos formales de un proceso legislativo, es una muestra irrefutable de que el concepto de nación confinante, esencialista, se encuentra más vivo que nunca y que las aplicaciones desprevenidas del principio de igualdad, ora formal, ora material, perviven en el discurso político contemporáneo.

Antes de pasar a hablar sobre cómo las novelas de Juncal y Romero se configuran dentro de las narrativas que hablan de la nación en tiempo homogéneo, se deben resaltar dos aspectos adicionales sobre el engarce de la propuesta teórica de Anderson con la del análisis literario desde las diferencias que aquí se plantea. Por un lado, retomando lo considerado en torno a las narrativas maestras unas líneas atrás, es importante reconocer que las obras literarias de este talante procuran desarrollar imaginarios omnicomprensivos donde, a pesar de todas las oposiciones que se encuentren en pugna dentro de la nación, estas terminan reinscribiéndose dentro de la corriente de pensamiento dominante, que pocas veces se desliga de la corriente que detenta el poder de mercado. El que Doris Sommer pueda apoyarse tanto en Anderson para el desarrollo de Foundational Fictions es la mejor prueba de esto: cualquier narrativa que pudiera dar cuenta de la vida en las naciones latinoamericanas pos-independencia, ipso facto, devenía

“universal” en el territorio en el que se produjera en razón a las amplias posibilidades de identificación que las comunidades letradas podían encontrar en ellas. No es casualidad que el amor de Efraín y María, por ejemplo, fuera el paradigma del amor romántico en Colombia por más de un siglo y que se pudiera considerar como piedra angular de la identidad nacional: los mozos y mozas de familias aristócratas eran los únicos que podían acercarse a la obra de Isaacs y

264 su adhesión a los valores con los que la lacrimosa pareja comulgaba, garantía inexpugnable de que sus uniones traerían “hijos de bien” a la nación.

Por otro lado, es importante reconocer que, como lo sostiene Anne McClintock,

“Anderson neglects the fact that print capital has, until recently, been accessible to a relatively small literate elite. Indeed, the singular power of nationalism since late nineteenth century, I suggest, has been its capacity to organize a sense of popular collectivity through the management of mass national commodity spectacle” (374 cursivas en el texto). No basta con que exista un material impreso desde el cual puedan derivarse identidades, la identidad con la nación se compone también de un sinnúmero de objetos de la vida cotidiana convertidos en fetiches: banderas, uniformes, mapas, himnos y arquitecturas, entre otros, son elementos que dan verdadera forma al nacionalismo (McClintock 374-375). El presente análisis se contextualiza en materiales impresos, mas en virtud de que las novelas a analizar pueden echar mano de elementos fetichizados para mostrar la adscripción a un grupo u otro, es importante extender el concepto de

McClintock hasta la posibilidad de fetichizar, no solo los objetos sino, además, todos los elementos asociados a los campos semánticos que se pueden construir en torno a los mismos.

Dicho de otro modo, el fetiche reconocible en las narrativas que aquí se analizan, no es solo el objeto cargado de valor sentimental para el miembro de una “comunidad imaginada”, son también las actividades, fenómenos, ocupaciones e interacciones que se pueden dar en torno a ese objeto. De esto dimanará que, en pos de comunicar las filiaciones anotadas, las autoras pueden llegar a valerse tanto de la presencia de un personaje, como de su investidura y de la acción, políticamente cargada, que lleva a cabo.

Para Soraya Juncal, en Jacinta y la violencia, se ha reiterado a todo lo largo del presente trabajo, la única posibilidad de “comunidad imaginada” se encuentra en el seno de la Iglesia

Católica. Sobradas alusiones se han hecho al respecto: la interpelación que, en hombre de la fe, le

265 hace Sergio hijo al Ministro en la casa de Doña Pepita; la profesión religiosa de Natalia como acto de sacrificio, tanto religioso como político, por la salvación del padre Zamora y el castigo, casi literalmente divino, que cae sobre este último con la muerte simultánea de su amiga y de su tío. Empero, existe un aspecto sobre el que no se ha recabado suficiente y es en los destinos de

Sergio y Nazaret y León Darío y Claudia María, unidos en matrimonio. Como se sabe, tanto los orígenes de Sergio como de Claudia María son humildes: él es el hijo ilegítimo de un buen hombre, soldado enemigo de los bandoleros, y una negra campesina a quienes no les alcanzó el tiempo para amarse sin pecado; ella, por su parte, es hija de campesinos y entenada de una viuda millonaria que la ayuda a formarse como una “mujer de bien”. León Darío y Nazaret, por su parte, tienen orígenes similares: ambos pertenecen a familias que viven holgadamente en un sector en el que todo son lujos.

León Darío y Claudia María, como pareja, no tienen mayor figuración en la novela y, por lo tanto, el análisis sobre su relación puede dejarse a un lado, aunque el paralelismo —al menos en lo referido a estatus social— anotado sea obvio. Nazaret y Sergio, por otra parte, presentan una relación complicada pues creen que son hermanos y, aunque nunca se rinden a sus deseos falsamente incestuosos, la frustración sexual los lleva a tomar decisiones radicales: él, a pesar de no estar obligado a hacer año rural, “Pidió que lo mandaran para Tocuyo, el pueblecito lejano donde la miseria se paseaba por las casas desafiante y cruel” (109); ella a hacerse presa de una melancolía tan grande que empezó a afectar su desempeño académico en la universidad (114). Si en alguna de las líneas de la trama de Jacinta y la violencia se puede afirmar el peso de las novelas rosa en la creación literaria de la autora, es precisamente en el manejo que le da a esta relación: no conforme con proponerla como el “final feliz” que, de antemano se sabe que la novela tendrá, la somete a todos los giros “inesperados” del género: la inminente muerte del padre (212), el matrimonio en una capilla privada (213) y los celos de ella por la mujer negra que

266 él ha traído a la casa, cuando ya se han casado (222). Con todo, es en razón a que un hombre con sus orígenes pueda casarse con una mujer como ella, donde se presenta la nota que intersecta asuntos de colonialidad, en su aspecto específico de nación, con el dogma religioso como eje de la comunidad nacional.

El examen que hace María Teresa Garzón sobre la formación de la sociedad bogotana, resulta modélico para hacer una lectura a contrapelo de este aspecto del texto de Juncal, por cuanto esta última retoma los principios eugenésicos sobre los que se asienta el programa político de construcción de la nación y por los que abogaban los conservadores a la sazón. Había quienes creían en “la posibilidad de enrumbar la raza a través del trabajo y la educación física. Aquí, se debía persuadir el cuerpo, con dispositivos disciplinarios como el ejercicio físico, la educación, la higiene y la eugenesia del matrimonio, para unirlo a lo moral” (227). A esto puede sumarse que,

“las mujeres de élite se convirtieron en el grupo de la población donde era imperativo actuar…

Las otras mujeres… podían servir para el placer, pero no para engendrar ciudadanos útiles a la patria” (231). Sería necesario preguntarle directamente a la autora qué se proponía al crear un modelo de superación como el de Sergio, con tan malos orígenes pero tan buena estrella, a la par que uno de revés social como el de Nazaret, de tan buena familia y acabar casada con el hombre con el que creció como hermana. El quid del asunto se encuentra, quizá, en que los orígenes de ambos son, de alguna manera, espurios; baste al efecto recordar que Nazaret es hija de judíos conversos38. Así las cosas, a pesar de que Sergio no hubiera nacido dentro de un matrimonio, fue concebido en el seno de la fe católica: Clarita ya había “evangelizado” a Jacinta y el capitán, como buen enemigo de los bandoleros, no podía pertenecer a otra religión. Nazaret, por otro lado, a pesar de haber nacido dentro de un matrimonio católico, seguía teniendo la mácula del origen de sus padres, reflejada en la postura del señor Choucair frente al divorcio como se ha dicho

38 Como los padres de la María de Isaacs, pero hilar tan fino podría desviar el objeto de estudio del presente trabajo.

267 antes. En términos simples, los buenos genes de Nazaret purgan las “manchas raciales” de Sergio, mientras las raíces de este último en la fe “oficial” de la nación, borran los defectos confesionales que perviven en su futura esposa. En últimas, el intento político de Juncal se acompasa con la homogeneización de la que se ha hablado antes: todas sus uniones van a fundirse en el mismo, católico, blanco, crisol, para conformar la nación a la que la novela le apunta.

Con respecto a la fetichización de objetos de la vida cotidiana de la que habla

McClintock, Juncal deja un mensaje inconfundible sobre la impronta católica que debe adornar, no solo a la comunidad que anuncia a través de su narradora, sino también el propio oficio de narrar-escribir. La remisión a campos semánticos relacionados con cuestiones religiosas es inmarcesible y, desde luego, llega a volverse molesta. La cuestión va más allá de la simple invocación a la Iglesia-institución —línea fundamental en la historia de Mauricio Zamora y el

único atisbo de complejidad que hay en el personaje— o a lo oprobioso que resulta el que un sacerdote hubiera decidido convertirse en revolucionario, para lo cual la narradora recuerda, constantemente, que es la Iglesia (toda) la que sufre y no solo los jerarcas o la feligresía. No, la narradora de Juncal impone al lector toda una gama de objetos, ocupaciones y fenómenos que, iterativamente, revelan su profundo compromiso con el catolicismo conservador. En la novela se enuncian, por lo menos, trece lugares dedicados a la profesión de oficios religiosos, cinco sacerdotes, cinco religiosas, diecisiete momentos de oración, dos rosarios y cuatro advocaciones de la Virgen María. De igual manera, se encuentran diez términos relacionados con la práctica misionera y la palabra “florecillas”, en personificación —a la mejor usanza de los escritos hagiográficos—, no menos de diez veces. No habría que indagar demasiado en cómo se apropió

Juncal de todos los elementos a los que alude para generar el efecto de identidad que su novela busca: ya se ha dicho que Amanda Escobar nació en una región profundamente católica y radicalmente conservadora que, por lo demás, vivió como pocas los rigores de La Violencia. A

268 esto puede sumarse que, si se retorna al estilo oral en el que el texto está escrito y del que se habló en el segundo capítulo, en consonancia con que Jacinta y la violencia fue auto-publicado

—como gran parte de las ‘Novelas de la Violencia’— no queda más que ratificar lo que se entrevió en el primer capítulo: en la novela de Juncal hay un compromiso superior con la promoción de una agenda política que con la obtención de un producto literario de calidad. Que la novela haya sido publicada con el auspicio del Partido Conservador o la Iglesia Católica no es algo que deba interesar mucho a este análisis, con auspicio o sin él, el enaltecimiento de sus valores se encuentra ahí.

Flor Romero, en Triquitraques del trópico, hace una revisión de lo que, se ha anticipado, es una “comunidad imaginada” liberal. No puede afirmarse que Romero se encuentre en las antípodas de Juncal porque, a pesar de los escarceos de esta última con la política conservadora, nunca se atreve a hablar de partidos y aun cuando presente a la “revolución” o al “marxismo” como los enemigos del orden, nunca llega a analizar el significado de ninguno de tales términos lo suficiente para llegar a la conclusión de que los actores armados, en su novela, cuentan con una agenda política. La visión de Romero, por el contrario, sí es premeditadamente liberal y hace una consideración amplia sobre las razones de índole social que llevaron a humildes campesinos a convertirse subversivos e, incluso, a combinar la guerra de guerrillas con abiertas manifestaciones de delincuencia común como el robo de productos agrícolas y la extorsión. En similar tenor, la novela establece que hay otra “comunidad imaginada”, extraña y malvada, compuesta por ellos, los policías y los militares que apoyan al gobierno conservador y, por consiguiente, se ensañan con un pueblo mayoritariamente liberal. La ignorancia sobre esa otra comunidad se hace patente en que la narración solo la trae a cuento, por excepción, para hablar sobre los enfrentamientos entre los grupos comandados por los Aguirre y los regimientos de fuerzas regulares.

269 El centro de gravitación de toda la novela se encuentra, precisamente, en el “pueblo”, esa sociedad articulada de personas con roles confinados a la actividad que desempeñan, todas ellas con iguales percepciones de lo que pertenecer a esa comunidad conlleva. Aun cuando este cambie de locación dos veces y sea condenado a su desaparición, Calamoima es la “comunidad imaginada” de la narradora de Romero y es obvio que esta busca representar la “esencia” de esa comunidad a base de conductas que rubrican la solidaridad —el compañerismo del que hablara

Anderson— de los calamoimas con los “muchachos del monte”, por un lado, y con el Partido

Viche, por otro. Se ha hablado ya de la admiración que siente Sandalio Sandino por su yerno,

Juanani Aguirre; de cómo Honorio Musuca funge de agente oficioso de Antucar Pardo, cuando este se encuentra de correría electoral y no llega hasta el pueblo, e insta a sus coterráneos a votar por las listas del mismo, y de cómo Juanole Aguirre abraza la causa subversiva simplemente porque en Bogotá mataron a un líder viche. Además de estas, a lo largo de la novela pueden hallarse muchas otras situaciones de encubrimiento, patrocinio, espionaje o vinculación con la ideología de los viches, situaciones que, en la mayoría de los casos, se hacen a favor de “la causa viche” y no de uno de los individuos que luchan por ella. Es decir, a pesar de las decenas de personajes subversivos que tienen un nombre propio en la novela y del detalle con el que, adicionalmente, se habla sobre los habitantes del pueblo no alzados en armas, la narradora hace abstracción de que todos van en la misma dirección sin importar a quién benefician. Grosso modo, Calamoima es un pueblo viche-liberal porque sus habitantes hacen cosas de viches- liberales y no existe otra forma de identificarse como miembro de esa comunidad.

El indicio de aparente otredad que envisten Eusebio Conejero y el Padre Agapito puede ser interpretado, en el contexto de la obra, como la estrategia autoral para demostrar que, en la misma “comunidad imaginada”, caben algunos excéntricos pero solo porque los viches se los permiten. No sobra aquí recordar cómo en la primera toma que los hombres de Juanole y Antucar

270 hicieron al pueblo: “Antucar ordenó que le perdonaran la vida a Eusebio Conejero… pero la orden era encerrarlo en un cuarto de su casa mientras acababan con [los policías]… si el cura

Agapito Iglesias estaba en el pueblo había orden de darle una fuetera porque, según le informaron a Antucar, ya iban en dos los sermones que pronunciaba en contra de los viches” (Romero 174).

En cierto sentido, la narradora está tan convencida de la articulación de la comunidad viche que ni siquiera se plantea la posibilidad de que los subversivos sean capaces de maltratar a uno de los suyos, por más odioso que les resulte. Sin embargo, basta con que un Aguirre salga del pueblo o se sepa de su presencia en los otros pueblos de la región, para que su prontuario como delincuente común crezca exponencialmente. Ahora, podría pensarse que la misma Romero está planteando una dislocación entre la actuación del subversivo-viche dentro de su comunidad vis-à- vis su actuación en una comunidad-otra o, dicho de otra manera, que está tratando de hablar de esa nación-comunidad en tiempo heterogéneo. Tal posición sería admisible si la narradora presentara al subversivo, en las circunstancias dadas, como un verdadero delincuente, mas como la vida delincuencial no subversiva de los Aguirre es presentada en tono picaresco y sin una reflexión moral alrededor a su conducta, por parte de los otros personajes, el mensaje que queda es que al subversivo se le acepta en bloque: se le laurean las virtudes y se le perdonan todos los errores.

Retornando al uso del campo semántico como dispositivo de fetichización dentro del texto escrito, varias cuestiones pueden ser señaladas, en Triquitraques del trópico, para hablar sobre nación-comunidad. Para empezar, no puede desconocerse la caricatura que la narradora hace del padre Agapito Iglesias, particularmente en su perpetua obsesión por casar a las parejas del pueblo que, al final, no le deja más que frustraciones. A esto cabe añadir, desde el extremo opuesto, el exceso de confianza que los calamoimas depositan en la adivinación, las pociones y las artes mágicas para la solución de sus problemas. Sin retornar a las intertextualidades con Cien años de

271 soledad, lo cierto es que la narradora de Romero se está apropiando del discurso anticlericalista y burlón que, a la sazón, predominaba en una amplia facción de los liberales como se señaló en capítulos anteriores. Así, sin necesidad de llegar hasta la blasfemia o el sacrilegio, es claro que la novela busca reforzar el liberalismo de su “comunidad imaginada” mediante la asociación del discurso eclesiástico con los embelecos de un curita cascarrabias, situación que se enfatiza en que, de los pocos matrimonios que se registran en el texto, ninguno ocurre en Calamoima. En general, puede decirse que el padre Agapito, más que el párroco del pueblo, es el elemento que hace que las creencias de los conservadores se vean pintorescas y un tanto avejentadas, reforzando la idea de que lo propio, lo nacional-liberal, es necesariamente superior.

Otro aspecto a considerar, entre los fetiches de los que se vale la narradora de Romero para ilustrar la unidad de su “nación liberal”, es la históricamente comprobable pintura de las casas con los colores del partido. La idea la concibe Juan Olegario, quien en su fanatismo viche decide pintar la casa de sus abuelos en “un rojo bien encendido, como para que la gente sepa que somos viches”, ejemplo seguido sin demora “A las gentes de Calamoima les gustó tanto el combinado de las paredes de cal blancas con las puertas rojas, que todos empezaron a pintar las casas así” (114). Agripina, la esposa de Eusebio Conejero, por el contrario “conceptuó que ese color era escandaloso y servía más bien para casa de mujeres de mala vida… y mandó traer un zapolín azul rechinante, que todos inmediatamente bautizaron «azul godo»” (114). Como puede notarse, la comunidad no está hallando sus factores identitarios en un discurso, en un panfleto, en un texto; está vinculando sus afectos políticos a la pintura que ponen a sus casas. Naturalmente, con base en los epígrafes citados, ha lugar descartar que lo fetichizado sea la actividad de pintar la casa, pues la narradora no le está dando ningún mérito especial a ello, ni está afirmando que suponga un esfuerzo económico enorme o que sea un privilegio reservado a un grupo limitado de personas. El fetiche, como puede observarse, recae sobre el color que se usa para pintar que, de

272 hecho, homogeniza y se hace inherente a la identidad de los viches. El color rojo queda tan

íntimamente ligado a esta identidad que

A los quince días de la llegada de los policías, dictaron un bando haciéndoles cambiar el

color a las puertas de Calamoima; dijeron que todas debían ser azules porque en adelante

quedaban prohibidas las puertas, las ventanas y los zócalos del color rojo, y además

advirtieron que era bueno que las muchachas fueran tiñendo los vestidos, porque tampoco

iban a tolerar vestidos rosados, colorados o púrpura. Después del bando, recogieron a

todos los que tenían camisa roja, se la hicieron quitar, y a Crispín Sandino, que se negaba

a dejarse desnudar, le hicieron comer la camisa y le dieron una retreta de bolillazos que lo

dejó sin poder caminar durante quince días (131).

Nótese cómo la narración convierte al azul en verdadero objeto de opresión y cómo, a través del autoritarismo de los conservadores policías, se va recreando la imagen de víctimas y victimarios a la que se ha hecho referencia previamente. Agréguese a esto que los policías buscan monopolizar la ideología a través de la imposición del color de su partido: no se trata solamente de no usar rojo para pintar las casas, es obligatorio que estas se pinten de azul, y no se trata de que las muchachas no se vistan de rojo, se les prohíbe usar cualquier color que se le parezca. La golpiza que recibe Crispín Sandino y el mandato de comerse su camisa son muestras claras de que los policías se proponen extinguir todo lo rojo del pueblo y que la pintura de la fachada de las casas es simplemente una excusa para impulsar una agenda política de mayor calado. La cuestión más notable es que en toda la cita el azul solo se visualiza una vez, “puertas azules”, en contraste a las puertas rojas, las ventanas rojas, los zócalos rojos, los vestidos rosados, los vestidos colorados, los vestidos púrpura, la camisa roja del que se la dejó quitar y la camisa roja de Crispín. En pocas palabras, los policías, un solo cuerpo con muchas cabezas, están dirigiendo su ataque a toda una

273 comunidad de personas vinculas por su identificación con el color rojo, reforzando discursivamente la posición del enemigo y el enfrentamiento entre viches y conservadores.

En suma, es claro que los textos de Soraya Juncal y Flor Romero buscan hacer una representación más bien monolítica, compacta, de la nación. Sus novelas se basan en relaciones de oposición en las cuales los otros son el único obstáculo que tiene la “comunidad imaginada” para lograr su plena realización. Las estrategias narrativas utilizadas son diversas, no obstante, como se ha demostrado hasta ahora, las más poderosas son, en ambos casos, robustecer su discurso mediante la inclusión de objetos fetichizados, y los campos semánticos anejos a los mismos dentro del texto, mostrando a la Iglesia Católica, en el caso de Juncal, y al color Rojo, en el de Romero, como factores de homogenización por antonomasia y como génesis de las narrativas maestras de las que se alimentan sus novelas. Resumiendo, la nación en tiempo homogéneo de la que habla Anderson y que tiene acusadas influencias de la modernidad, se ajusta políticamente a lo que proponen las dos autoras que se han estudiado hasta este momento: todos los miembros de la “comunidad imaginada” coinciden en la escala de valores civiles, políticos y religiosos que deben seguir y, con base en ellos, dimensionan tanto sus propios roles dentro de la comunidad, como los de aquellos miembros de la misma a quienes no conocen e, incluso, los de aquellas personas a quienes van a tener como enemigas. Cuestiones bien distintas han de ponerse a prueba a la hora de hablar sobre las obras de Fanny Buitrago y Albalucía Ángel.

Es apenas lógico que los críticos más radicales a los procesos de modernización emprendidos sobre las “naciones del sur” sean, precisamente, quienes tuvieron que vivir el retiro de los colonizadores de sus territorios o la constante agresión de los neo-colonizadores en contra de sus economías. Ya lo ha dicho Walter Benjamin, “La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo

274 triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en la tierra”

(2014 4). La Historia nunca ha sido benigna con los vencidos y mucho menos cuando estos han sido destituidos de los medios para contar sus propias historias o cuando, para hacerlo, se les han otorgado herramientas con las que no están familiarizados y se les exige un dominio magistral de las mismas. No habría que ir muy lejos para encontrar, en la historia de Abya Yala, ejemplos de ambas situaciones: poquísimas de las historias que han llegado hasta el día de hoy, sobre la época de la conquista y la colonia, son contadas por indígenas o por afrodescendientes, en la mayoría de los casos estas se encuentran mediadas por la voz de un europeo que les encontró algún tipo de interés; en similar sentido, son contadas las obras literarias de la tradición latinoamericana que pueden ser consideradas “universales”, en gran medida porque la escala de lo “universal” está calculada con base en obras escritas en Europa occidental y anglo-Norteamérica y se requiere un tipo de escritor bastante especializado —por no hablar de un lector con un nivel superior al del simple “letrado”— para alcanzar el nivel que tal escala propone.

Uno de los puntos que marca diferencias tangibles entre Cola de zorro y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón y las novelas que se analizaron en líneas previas es que Buitrago y Ángel se esmeran en que sus textos den cuenta de una pluralidad de voces, registros, estilos y estructuras; ambas autoras se empeñan tanto en lograr una historia literariamente atractiva, como en enervar la técnica tradicional de la escritura de novelas, por medio de la inclusión de recursos no necesariamente ficcionales como testimonios, entrevistas y comerciales de radio. Si a esto se añade que no hay una distancia temporal amplia entre el final (político) de La Violencia y el año de publicación de las novelas, puede aseverarse que los recuerdos de los dieciséis años transcurridos entre la muerte de Gaitán y la toma a Marquetalia siguen vivos en la memoria de muchos colombianos pues, como asevera María Victoria Uribe: “La Violencia fue la partera de la historia reciente del país y, como evento, permanece latente en el inconsciente colectivo y

275 alimenta muchas de las manifestaciones culturales y artísticas de los últimos cincuenta años”

(2015 21). Si además se tiene en cuenta que, para esta misma época, ya ha comenzado la guerra de guerrillas con atrocidades similares o peores a las del tiempo anterior y que los políticos en el poder son los mismos —o sus delfines— de la época de La Violencia, es claro que el tamaño de la brecha temporal que separa los últimos hechos referidos por Buitrago y Ángel, incluso desde la ficción, no se refleja, necesariamente, en la situación actual de quienes las leen. Es más, puede afirmarse que ambas autoras prefieren mantener cierto nivel de verificabilidad de los hechos que sus textos narran precisamente porque, entre sus lectores, no faltará quién las pueda señalar de no ser fieles a los hechos; La Violencia fue un período tan funesto para la memoria los colombianos que, no en pocos análisis, se hace eco de lo que Uribe afirma:

La Violencia fue una compañera de infancia y un referente permanente para todos los que

nacimos bajo ese signo. Las fotografías de cadáveres desmembrados fueron un lugar

común para todos nosotros en periódicos y revistas nacionales y de provincia durante las

décadas de los cincuenta y de los sesenta del siglo XX. Crecí con el mal sabor de vivir en

un país donde los hechos de una masacre han quedado opacados por los muertos de la

siguiente (2015 7).

Por el simple hecho de formar parte de esa generación y, sin entrar en las minucias de los motivos específicos de las autoras para novelar sobre La Violencia, es claro que hay un compromiso de su parte en visibilizar aquellos aspectos de la época que los autores (hombres) no llevaron a sus textos, que utilizaron sin tener sensibilidad frente a ellos —las descripciones sobre las violencias sexuales en la obra de Ángel, en comparación con otras obras, son un perfecto ejemplo de ello— o que interpretaron de una manera tan reductivista que no dimensionaron la imposibilidad de que las culpas se endilgaran a uno solo de los bandos en conflicto.

276 Ahora, si quienes leen las novelas de Ángel y Buitrago pueden identificarse con ellas y sentirse representados en uno u otro de los grupos que estas traen a cuento, años después, es porque las escritoras están contando una historia en perpetua repetición, la historia de una nación que avanza hacia nuevas violencias que parecen calcadas de las violencias anteriores. Puede esgrimirse que lo que motiva a las escritoras a llevar a cabo este tipo de estrategia escritural es reforzar en el lector la percepción de que se le muestra La Violencia en tiempo presente, en un ahora continuo que lo asedia con su barbarie. Por tal motivo, no es posible estar de acuerdo con

Benjamin cuando afirma que la información es irreconciliable con la narración porque

la información que sirve de soporte a lo más próximo, cuenta con la preferencia de la

audiencia… reivindica su pronta verificabilidad. Eso es lo primero que constituye su

«inteligibilidad de suyo». A menudo no es más exacta que las noticias de siglos

anteriores. Pero, mientras que éstas recurrían de buen grado a los prodigios, es

imprescindible que la información suene plausible (2011 5)

En esta cita, Benjamin está haciendo un paralelo entre la información noticiosa y la información brindada por un texto literario39, mas esta postura solo es sostenible si se parte de una percepción homogénea de la nación, en la que los miembros tienen un nivel similar de acceso a los hechos noticiosos y una comprensión suficiente de los mismos para reconocer sus efectos en el devenir histórico de la nación. La posterior afirmación de que “casi nada de lo que acontece beneficia a la narración, y casi todo a la información. Es que la mitad del arte de narrar radica precisamente, en referir una historia libre de explicaciones” (2011 5) resalta el hecho de que, en la postura de

Benjamin, puede haber una distancia radical entre la “inconstatabilidad” de lo literario frente a la

“plausibilidad” de lo noticioso-informativo. De cara al análisis que aquí se hace, es claro que,

39 A propósito de una opinión emitida por el fundador de Le Figaro en la que sostenía que, para sus lectores, resultaba más importante un incendio en el Quartier Latin que una revolución en Madrid, merced a la inmediatez de la noticia (2011 5).

277 para el caso específico de las ‘Novelas de la Violencia’ esa distancia no solo es exigua, es prácticamente imposible de declarar porque los textos, sin ser novelas históricas, que ninguno lo es, están basados en hechos asociados tanto a la Historia de Colombia, como las historias personales de las autoras y las historias de todos los individuos vinculados a la nación.

Si se han ubicado las historias de las autoras como un punto intermedio entre la del país y las de los individuos es, precisamente, porque Ángel y Buitrago trabajan desde una perspectiva de nación en tiempo heterogéneo, delineando con perfecta claridad que, a pesar de que los individuos comparten un territorio y tienen una noción de lo que ocurre en otros segmentos poblacionales a los que reconocen como coterráneos, no pueden sentir como “compañeros” en los términos que los propone Anderson. Esta es una de las primeras razones que Partha Chatterjee esgrime para afirmar que: “Aun cuando las personas participaban en los mismos grandes eventos, tal como son descritos por los historiadores, sus diversas percepciones eran narradas en lenguajes muy diferentes y habitaban también universos vitales muy distintos. La nación, pese a estar siendo constituida a través de tales eventos, únicamente existía en tiempo heterogéneo” (69).

Frente a esta postura es posible imponer la reserva de que Chatterjee está hablando desde una perspectiva colonial india, en la que la brecha racial y social entre opresores y oprimidos se reforzaba en razón a las diferencias lingüísticas entre ellos, lo que hacía imposible llegar a la homogeneidad propuesta por Anderson porque, por así decirlo, en la India las comunidades nunca podrían producir los mismos textos a nivel nacional ni, volviendo a McClintock, fetichizar los mismos objetos.

En el caso específico de Colombia, siguiendo con la reserva propuesta a la afirmación de

Chatterjee, en contraste, no podría hablarse de tal agudización debido a que tanto opresores como oprimidos comparten el español como lengua y la fetichización de objetos, a lado y lado de las escalas del linaje y la clase, sería relativamente similar —los liberales siempre rojos y

278 anticlericales, los conservadores siempre azules y católicos—. Empero, en Cola de zorro y

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón estas coincidencias no instituyen un factor identitario, como se reconoce en Homi Bhabha: “Los grandes relatos conectores de capitalismo y clase hacen marchar los motores de la reproducción social, pero no proveen, por sí mismos, un marco fundacional para los modos de identificación cultural y afecto político que se generan alrededor de problemas de sexualidad, raza, feminismo [entre otros]” (22). El hecho de que, dentro de cualquier narración se puedan reconocer elementos comunes a los imaginarios de nación propuestos a la sazón, por otros autores, no conlleva que las autoras estén tratando de afirmar que toda la nación puede ser leída a través de sus textos. Por el contrario, si en Ángel, por ejemplo, hay remisiones al mito fundacional de Antioquia la grande, al Bogotazo y al surgimiento de los movimientos estudiantiles de izquierda, es porque en cada uno de tales de episodios las percepciones de nación son distintas e, incluso, opuestas. Asimismo, si es tan fino el hilo conductor que lleva del capítulo “Ana” al capítulo “Enmanuel”, y de este al capítulo “Malinda”, es porque Buitrago sabe que así pueda vincular las ideologías de sus personajes a través de los lugares comunes de la respuesta violenta a las estructuras de dominio, estas pueden adoptar carices distintos dependiendo del contexto en el que se produzcan: el patriarcado de Esaú

Centeno no es el mismo que ejerce Manuel Viana hijo, la opresión que Lucas Reyes ejerce sobre

Ana González no es la misma que padecen las mujeres Opalo.

Puede colegirse, en este sentido, que las discontinuidades sociales, los conflictos engendrados por las mismas y la consecuente fragmentariedad nacional son las vetas que Ángel y

Buitrago exploran en sus obras para mostrar que la pretendida unidad nacional, especialmente en el discurso político, no es más que una falacia empleada para perpetuar las divisiones entre personas que no comparten el mismo concepto de nación. La importancia de esa noción radica en que, a pesar de que no se pueda hablar más que desde la heterogeneidad, esta postura no es de

279 buen recibo entre las élites: estas precisan convencer a los subalternos, en especial si estos son sus seguidores políticos, de que su postura es la correcta y que solo precisan de la victoria sobre quienes defienden la opuesta —a quienes, en cualquier caso, siempre ven como una irrisoria minoría— para lograr la nación que “todos” quieren. No en vano afirma Anderson que “En

última instancia, es esta fraternidad la que ha permitido, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas maten y, sobre todo, estén dispuestas a morir por imaginaciones tan limitadas” (25). Es precisamente en este punto donde el discurso nosotros-ellos adquiere sus mayores bríos y, por supuesto, se hace progresivamente más tóxico para los miembros de una comunidad: merced a que estos se asumen como unidos por los mismos vínculos de sangre — aunque esto solo se encuentre en su cabeza imbuida de ideas patrioteras—, están dispuestos a llevar su visión de la nación hasta las últimas consecuencias.

Es así como puede explicarse que, entre las peores consecuencias del nacionalismo, se encuentre la condición patológica de querer imponerse sobre el otro grupo aun a costa de su vida.

Como afirma Gayatri Spivak “Nationalism is the product of a collective imagination constructed through rememoration. It is the comparativist imagination that undoes that possessive spell. The imagination must be trained to take pleasure in such strenuous play” (2009 86). Para hablar sobre

La Violencia como caso paradigmático de esta patología es necesario recordar que tanto la ideología conservadora, como la liberal, hunden sus raíces hasta la independencia de la Corona

Española en el S. XIX y que Simón Bolívar se reconoce como el fundador mediato del Partido

Conservador, así como Francisco de Paula Santander del Partido Liberal. La influencia de los caudillos en sus sucesores en el S. XX formó parte de la elaborada estructura que desplegaron los líderes de ambos bandos para ganar seguidores y no es extraño que, de parte y parte, haya habido evocaciones constantes a la tradición del país y a los valores heredados de los antepasados: en el caso conservador, la sumisión a Dios a través de la observancia de los mandatos de los jerarcas

280 de la Iglesia Católica; del lado liberal, la solidaridad y la bonhomía de aquellos terratenientes que trataban a sus empleados como “uno de la casa”. Si sobre tales puntos se asentaron las bases ideológicas de un partido y se estableció su escala de valores, no queda la menor duda de que los ciudadanos de a pie se sintieron conminados a formar bandos, a luchar en el presente por esa proyección fantasmática de continuidad del pasado que el partido les garantiza, condición sine qua non para construir un mejor futuro para los suyos, o como bien lo enuncia Shoshana Felman:

“What is called progress… is therefore a transmission of historical discourse from ruler to ruler, from one historical instance of power to another. This transmission is constitutive of what is

(misguidedly) perceived as continuity in history” (210).

El problema, y es aquí donde la nación deja de poder ser explicada desde la homogeneidad, es que el binarismo desde el que se proyecta es insuficiente para explicar tanto la posturas políticas disidentes —Gaitán, Rojas Pinilla en su faceta de candidato presidencial durante el Frente Nacional, el Partido Comunista—, como los proyectos insurrectos incomprensibles dentro de las violencias de La Violencia —las autodefensas campesinas sin filiación política, el bandidismo robinhoodesco, las vendettas entre esmeralderos— y las situaciones de descomposición social que se vivían en las áreas urbanas de todo el país que, salvo las puntuales intervenciones de la Policía Política, poco tenían que ver con liberalismo y conservadurismo y mucho sí, con la forma negligente como todos ejercían el poder. En pocas palabras, la nación evolucionó de distinta manera para cada uno de sus segmentos poblacionales40 haciendo que cada uno desarrollara formas de identidad nacional asimétricas, como bien se lee en

Nira Yuval-Davis:

40 Vinculados directamente con La Violencia, y en armonía con lo que se ha dicho a lo largo del presente trabajo, pueden reconocerse, por lo menos diez: conservadores/as de élite, conservadores/as de clase obrera, conservadores/as rurales, liberales de élite, liberales de clase obrera, liberales rurales, estudiantes, miembros de comunidades religiosas, miembros de la fuerza pública y subversivos lato sensu.

281 The concept of ‘nation-state’ assumes a complete correspondence between the boundaries

of the nation and the boundaries of those who live in a specific state. This, of course, is

virtually everywhere a fiction. There are always people living in particular societies and

states who are not considered to be (an often do not consider themselves to be) members

of the hegemonic nation (11).

Teniendo en cuenta que siempre habrá grupos de personas, o individuos, que no se identifiquen con la prédica de la hegemonía y que ello acarrea el reconocimiento de distintos estatus al interior de la misma comunidad, es claro que hablar de una nación heterogénea entraña la deconstrucción de una de las narrativas maestras del Estado liberal-capitalista, en razón a que se está evidenciando el agregado de agenciamientos sobre el que se soportan múltiples relaciones aleatorias entre individuos, instituciones e ideologías. Así las cosas, es razonable aceptar que hay una tendencia decolonial dentro de las narrativas que se analizan en esta parte del trabajo debido a que, como se dijo antes, se está proponiendo una manera diferente de pensar la nación, más allá del conocimiento europeo y anglo-norteamericano y, a pesar de que Buitrago y Ángel muestran marcadas influencias del “feminismo blanco”, no puede asumirse que estén jugando a las

“salvadoras blancas” o que estén denunciando los males del patriarcado solo porque el patriarcado las aburre; de hecho, el mejor indicio de que ambas autoras procuran reconocer otredades dentro de sus textos, se encuentra en que para ellas, ni todas las mujeres son víctimas, ni todos los subalternos carecen de agencia, ni todos los hombres están determinados a vivir en una actitud perennemente misógina.

Con la firme convicción de que en las novelas se reivindica una postura feminista, desde lo que se ha dado en denominar una performatividad ficcional, es claro que el punto de lectura crítico para hablar sobre la nación en tiempo heterogéneo se encuentra en rastrear las relaciones que establece el personaje subversivo con su entorno, en especial en la forma como su figura se

282 convierte en una constante a lo largo de la obra y, ora resuena desde la ausencia, ora se impone como hilo conductor a todo lo largo del texto. La concepción tradicional-moderna de la nación tiende a establecer las diferencias entre hombres y mujeres en universos simbólicos distintos que

Amelia Valcárcel denomina “el de los iguales y el de las idénticas”: “Los iguales se reconocen como individuos, por lo tanto, como diversos, dotados de esferas propias de opinión y poder. Las idénticas carecen justamente de principio de individuación, de diferencia, de excelencia de rango” (138). A lo largo de este trabajo se ha reconocido esta disparidad, se la ha criticado y se han propuesto formas distintas de concebir la relación entre hombres y mujeres dentro de las obras. En desarrollo de esto se ha llegado hasta la conclusión, ya enunciada, de que las autoras abren un espacio narrativo feminista desde la figura del subversivo, lo cual debe impactar en el contexto de la nación, enfatizando en la diferencia entre una visión esencialista y una desde lo múltiple, de la misma.

Se debe reconocer que ser “igual” o ser “idéntico”, en cualquier nación, trasciende los límites del género y se ubica, más bien, en la adscripción o rechazo de hombres y mujeres de los valores hegemónicos prevalentes en su ámbito social-nacional. Es este sentido, la nación no es una y la misma para todos aquellos que son representados dentro del texto de las novelas: por un lado, están los miembros que viven la nación como si todos fueran uno, normalmente quienes son titulares del privilegio; por otro, los miembros que la asumen tanto desde sus relaciones de oposición con quienes los oprimen, como desde su propia situación de opresores de otros miembros —la cuestión de las hegemonías como se examinó en el capítulo anterior—. La cuestión de fondo que se plantea, sin lugar a dudas, es que la complejidad de la nación no puede comprenderse desde los binarios liberal-conservador, católico-anticlerical o bueno-malo, antes bien, precisa reconocer un sinnúmero de complejidades ininteligibles desde los absolutos y es ahí donde las obras de Buitrago y Ángel presentan la mayor de sus riquezas políticas y narrativas.

283 Si se ha traído a cuento la diferencia entre iguales e idénticas de la que habla Valcárcel es, precisamente, porque el poder del subversivo radica en su facultad de pulsar distintos tipos de fibras tanto en las personas que les profesan afecto como en aquellas que los oprimen. Lo más notable es que, a diferencia de los subversivos presentados por Juncal y Romero, los de Buitrago y Ángel no mueren, su presencia sigue ahí, latente, incluso cuando ya la obra ha llegado a su final; lo valioso de esta perspectiva es que, partiendo de las distintas interacciones de los subversivos, se llega a resultados sumamente interesantes en términos de agenciamientos entre lo político, lo narrativo y el pensamiento de quienes escriben. Como se podrá observar, mientras

Ángel reivindica un espacio para que hable el subalterno, Buitrago prefiere quedarse de los personajes y explorarla hasta los rincones más profundos. En las novelas que se analizan en esta sección, la nación en tiempo heterogéneo se entiende, más allá de la “comunidad imaginada”, como “imaginaciones de comunidad” basadas en una individualidad trascendente que puede ser mimética de otras “imaginaciones” pero que, al mismo tiempo, no pretende establecer un modelo estándar de lo que es la nación.

En el capítulo tercero se llegó a la conclusión de que Lorenzo, merced a las condiciones allí anotadas, se establecía como la performatividad ficcional-política de Albalucía Ángel y, en este sentido, podría descartarse el que la propia autora le esté negando a una mujer un logro político pues, ficcionalmente, se está haciendo partícipe de ese mismo proceso por el que pasó

Lorenzo. Hasta este punto, podría afirmarse, tenemos a dos iguales Lorenzo y la narradora-autora pues ambos conservan su individualidad: él como el activista estudiantil que, es muy posible, muera por la causa; ella como la artífice de esta personalidad cautivante, consciente de su rol en la lucha por los derechos de los ciudadanos y en permanente amenaza por las fuerzas oscuras del gobierno. Por otra parte, como ya se examinará en la sección siguiente, no es que Ángel desconozca los méritos de Ana y de Valeria, sino que prefiere reservarlas para atacar otros frentes

284 dentro de la misma revolución que atrae a Lorenzo, quien, por lo demás, es el único que puede enorgullecerse de recibir el mismo tratamiento penal que los grandes cabecillas de los grupos subversivos, sin siquiera habérselo propuesto. En este orden ideas, así el subversivo sea un hombre, es la visión de una mujer la que se encuentra detrás de los ideales que este preconiza, no en balde se ha dicho antes que Lorenzo se encuentra lejos del arquetipo de celotipia y posesividad típicamente patriarcales, por el contrario, es tan consciente de su estado de subalternización que sabe que se encuentra entre iguales cuando está con sus compañeras, Ana y Valeria.

Esta interpretación puede llevarse más allá si se piensa en que, mientras el joven narra en primera persona todas las penalidades a las que es sometido, va narrando la Historia de Colombia desde la perspectiva del subalterno que no va a someterse a la hegemonía y, por el contrario, quiere tener un espacio para expresar sus propias ideas, su propio proyecto de nación. En eso radica su resistencia, en permanecer fiel a su causa sin incurrir, en ningún momento, en la delación o en la retractación. Esta es, por supuesto, la estrategia de la narradora de Ángel para expresar que Lorenzo va a luchar hasta el final y, por lo mismo, es incapaz de matarlo: él seguirá luchando hasta la última línea escrita en el texto, cada vez con menos fuerzas, cediendo de a poco, pero en la misma actitud combativa. Tal actitud, insignificante si se partiera de un concepto de nación en tiempo homogéneo —es solo un revoltoso más tratando de romper el orden nacional al que “todos” se adscriben—, tiene resonancias incontestables en la organización del segmento poblacional sobre el que las ideas revolucionarias tienen mayor influencia y engendran factores identitarios más allá de los hegemónicamente establecidos; retornando a Benjamin, aquellos con quienes la Historia nunca es benigna. A eso puede agregarse que Lorenzo, como miembro de la nación-otra y sujeto de todas las intersecciones que se han advertido hasta este momento, navega entre concepciones de nación completamente distintas a las propuestas por las hegemonía; después de todo, nadie que no llegue a lo “normal” en sus identidades —cuestión sobre la cual

285 Lorenzo solo tiene la aparente ventaja de ser hombre y heterosexual— puede preciarse de ser un miembro digno de una nación homogénea.

Como puede advertirse, hay razón suficiente para ubicar a Lorenzo como un igual- individuo dentro de la nación que propone la novela, mas su importancia en la construcción de esa nación es, si se quiere, mayor. En el mismo final abierto que propone la obra es posible asumir que la única presencia que va a acechar a Ana es la de Lorenzo; Ana sabe que Valeria ha muerto y, por lo tanto, podrá hacerle duelo; sin embargo, conservará la esperanza de que él regrese porque no sabe, a ciencia cierta, qué fue de su suerte. Las esperanzas de Ana serían reverberaciones del clamor de esa nación que no sabe del paradero de uno de los suyos y aspira a que, esté donde esté, se encuentre luchando por sus ideales así no pueda salir del anonimato.

Cabe agregar que, siguiendo las cartas que Lorenzo escribe desde la prisión, es natural asumir que la razón principal por la cual se queda solo al final de la novela es porque las mujeres de su vida están excluidas de los vejámenes a los que es sometido, de alguna manera heroica está

“poniendo el pecho” por ellas y es su propia esperanza de volverse a encontrar con ellas lo que lo mantiene vivo en tan aciagos momentos. Lo anterior sin dejar de considerar que, hilando demasiado fino, tal vez sean las esperanzas de ellas las que lo mantienen con voz dentro del texto.

Podría añadirse como colofón a esta parte que, como se sabe, tanto la desaparición forzada como la ejecución sumaria por rebelión son los delitos políticos por antonomasia y tienen como sujeto pasivo de la conducta punible, generalmente, a los miembros de la nación-otra.

Leyendo el destino de Lorenzo a la luz del iter criminis de tales delitos, de los que pudo o podría llegar a ser víctima, su muerte vendría a ser mucho más relevante que la de su hermana, a quien solo se le vería como otra estudiante caída en un enfrentamiento con la policía, mientras que el cuerpo de él, perdido entre la vida y la muerte, podría convertirse en la efigie de un debate

286 público41 en el que sus afines canibalizarían sobre él para lograr réditos políticos. Es muy posible que a la narradora de Ángel se le escape este detalle por varias razones: su compromiso con la revolución, que le impide cuestionar las estrategias de la misma para lograr movilización política; el poco conocimiento que, a la sazón, se podría tener con respecto a lo que ocurría en otros países suramericanos donde la desaparición forzada era una epidemia y la confianza ciega en las buenas intenciones de los movimientos estudiantiles, a quienes el texto muestra como las únicas alternativas sociales y políticas honestas, entre otros. Cuestionar al texto por no llegar hasta este nivel de detalle sería someterlo a una contemporización absolutamente innecesaria, razón por la cual solo se dejará enunciado. Baste reconocer, a modo de conclusión, que en la nación heterogénea que promueve la novela es la performatividad ficcional de la autora, vertida en el personaje de Lorenzo, quien goza de la mayor individuación, la opinión más importante y el carisma necesario para convertirse en un factor identitario de esa nación.

La figura de Benito Viana es, si se quiere, más importante que la de Lorenzo en la medida en que sirve como conector entre las tres partes en las que se divide Cola de zorro. A esto debe añadirse que Viana es el único de los personajes que se puede ubicar, sucesivamente, dentro de las distintas naciones propuestas por la narradora: es un foráneo dentro de la alta sociedad bogotana a la que pertenece su familia, desempeña un papel determinante en la historia de Opalo, es el promotor de un movimiento guerrillero que quiere cambiar el imaginario de nación que se presenta desde el gobierno central y fue la causa de la vendetta entre los Salgado y los Viana; esto sin dejar mencionar que, a pesar del infinito amor que predica como motor de su lucha, se abstiene de amarrarse a una sola mujer desde que conoce a Ana González, lo que da al traste con todas sus posibilidades de ser un responsable padre de familia o, por lo menos en el padre de

41 Debate que, huelga decirlo, aún no se ha dado en Colombia y, merced a que La Violencia como fenómeno político ha sido, de hecho, barrida debajo del tapete, es posible que nunca se dé.

287 alguien —recuérdese que también el que tiene con Morelia González es un hijo abandonado—.

Desde el principio de la historia se puede hallar a Benito transgrediendo las homogeneidades propuestas desde el gobierno, el patriarcado y la heteronormatividad42, dejando a su paso un sinnúmero de formas de comunidad desiguales desde las que se puede pensar la nación. Si a esto se suma que la trama no está siendo referida en forma lineal, que ostenta todo tipo de cortes y que, como se afirmó en el primer capítulo, sus vínculos con la historia de La Violencia y las características formales del subgénero ‘Novelas de la Violencia’ es apenas tangencial, es innegable que la narradora de Buitrago se está valiendo de la figura de Benito Viana para hacer una lectura de la nación en tiempo heterogéneo.

Aceptando que el leit motiv de Buitrago, más que promover la agenda revolucionaria, es cuestionar las estructuras hegemónicas de la sociedad colombiana durante los últimos días de La

Violencia y los primeros años del Frente Nacional, se puede justificar cierta armonía en que quien narra, a pesar de todas las desdichas por las que lo hace pasar, se inhiba de dictaminar la muerte del personaje. En este caso particular, empero, las causas que pueden aseverarse para que

Viana permanezca vivo son más literarias que políticas, aunque admitan una doble lectura, como pasa a explicarse. La narradora necesita darle continuidad a la vida del revolucionario para dejar entrever su presencia en cada uno de los hechos que, al interior del texto, quedan sin solución: la muerte de Diego Cabo, su posible sobrevivencia al accidente del avión que secuestró y la presencia sustituta de Enmanuel, que Claudia Viana percibe como su retorno, entre otras, son cuestiones que no podrían lograrse satisfactoriamente si Viana apareciera muerto en cualquier momento de la obra. En el fondo, el intento de Buitrago es mostrar al personaje como un hombre inescrutable, impredecible, casi paranormal, de suerte tal que cuando este se presenta en Opalo y

42 Entendida esta en el sentido amplio de que todo hombre debe convertirse en un patriarca, a través de su mujer y sus hijos, no en el sentido de heterosexualidad compulsiva como lo entiende Adrienne Rich, que no podría ser de recibo en el análisis de esta novela dada la homofobia de la que se la acusó en el capítulo anterior.

288 empieza su prédica sobre el amor, a medio camino entre el jipismo y el delirio mesiánico, el lector puede ubicarlo sin necesidad de conocer la totalidad de su historia, aun cuando el nudo de la novela, donde se revelan la traición de Cabo y el despecho producido por la muerte de Ana

González, se encuentra pocas líneas después.

Lo más interesante sobre el hecho de que Viana permanezca vivo es su presencia-ausencia que justifica el tratamiento que la narradora da al personaje de su madre, Claudia Viana. Benito es el fruto de su amor con Guadalupe Salgado, pero también la prueba viviente de su traición a

Manuel el viejo, es el hijo al que complace en todos sus caprichos materiales y políticos, pero también una obsesión que la lleva hasta el punto de hacerla delinquir. Las compensaciones, como la anotada con Enmanuel o el discreto celo que pone en la crianza de Malinda, por oposición al profundo desprecio que siente por su sobrina Lisa Reyes, no alcanzan a llenar el vacío que Benito deja en su vida —especialmente después que le ayuda a fugarse de la cárcel— y el evocar su ausencia es la mejor forma de recordarse a sí misma que este podría estar vivo. En síntesis, la complejidad del personaje de Claudia Viana se encuentra vinculada con la imagen de su hijo y preservarlo vivo en la narración, sirve al propósito de mantener circulando las cavilaciones de la madre sobre su destino.

No obstante lo anterior, al contrario de lo que ocurre en la novela de Ángel, la presencia de Benito a lo largo de todo el texto no da fe de que este se encuentre vivo: sus intervenciones son más bien contadas, sus actuaciones suelen ser referidas a partir de testimonios de oídas y su presencia-ausencia, a pesar de que inquieta a todo el país, solo es evocada de forma emotiva. La importancia de esta evocación, no obstante, radica en que revela a la perfección los profundos vínculos de este personaje con aspectos neurálgicos de la trama, haciendo que su principalidad dentro de la novela quede fuera de duda y que, a pesar de que no sea un paradigma de lucha revolucionaria —se pasa la mayor parte de la novela siendo prófugo—, pueda ser un modelo a

289 imitar por futuras generaciones de subversivos. De este modo, se abre la puerta a que, además de la lectura literaria, la presencia del personaje admita una lectura política desde la misma propuesta textual de la novela.

En un giro más afortunado de la historia que el que se señaló en Ángel, Buitrago sí profundiza en la fetichización de la efigie con afanes de figuración política. De hecho, el que se hable de una fallida reunión Viana-Cabo, el día de la muerte de este último, es una fórmula de la que la novela echa mano para demostrar cómo los políticos juegan con las versiones de la historia que mejor sirvan a sus intereses: ya se ha hablado sobre la rapiña discursiva que suscita el asesinato del caudillo y sobre cómo sus copartidarios más radicales inventaron la historia de la reunión para mantener viva la imagen de Viana, de quien no se tiene noticia hace varios años

(Buitrago 254). En análoga tendencia se enmarca el que tanto Narcisa como Evelyn-Evelyn evoquen la figura de Benito como la de un paria, un moribundo que las dejó encintas sacando fuerzas de su abatimiento tras la traición de Cabo; la grandeza que el ancestro derrama sobre

Giovel y Enmanuel, sus hijos con apellido de otro hombre, sirve como acicate de los vientos de revolución que soplan sobre Opalo desde que Enmanuel decide regresar. En cierto sentido, ambas mujeres capitalizan políticamente de la figura de Viana porque son ellas las principales beneficiarias de la caída de la república independiente que había levantado Esaú Centeno.

En términos generales, aunque quienes detentan el poder se encuentran sirviéndole al mandamás de Opalo, levantando tabernáculos al todopoderoso Manuel Viana hijo o reuniéndose en un club social con Diego Cabo, lo cierto es que la nación-otra encuentra elementos identitarios mucho más poderosos en la figura enaltecida de un hombre que vivió a contravía de todos los preceptos que aquellos promueven.

Sintetizando, Cola de zorro y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón consideran a la nación desde una perspectiva mucho más flexible, permeada por un sinnúmero de factores

290 que definen identidades para los diferentes grupos que se encuentran dentro de las mismas. Por este motivo, tanto Fanny Buitrago como Albalucía Ángel ponen especial énfasis en la individualidad de los personajes subversivos como manifestación propia de una nación-otra que, tanto se encuentra en las antípodas de una parte la hegemonía, como en el caso de Lorenzo, como puede hallarse dentro y también fuera ella, como ocurre con Benito Viana. Esta comprensión de la nación, a su vez, se robustece con la presencia de individualidades particulares que se materializan en intersecciones que responden críticamente a distintas formas interacción social.

En el caso particular de los dos subversivos en análisis se encontró que el mecanismo narrativo al que las autoras recurren para desmontar la noción de nación homogénea, es insistir en lo cerca que se encuentra la muerte para ambos sujetos, sin llegar hasta el momento consumativo del deceso, para generar la noción de que sus tareas no están acabadas, sus luchas todavía están pendientes. La heterogeneidad de la nación se da, asimismo, en la forma como las figuras de ambos subversivos son tratadas; el de Buitrago, por un lado, como reconocido cabecilla de un movimiento guerrillero, es convertido en la efigie de los movimientos que le son afines, abriendo la posibilidad de que estos obtengan réditos políticos al valerse de ella; el de Ángel, por otro, siendo un estudiante que apenas se ha sumado a las filas del movimiento pero que deja entrever que sabe más de lo que cuenta, solo por excepción podría llegar a convertirse en la imagen de algo, a saber, una víctima de la desaparición forzada o de ejecución sumaria por rebelión cuya imagen se perdería en un collage de imágenes similares. Lo interesante es que, en ninguno de los dos casos se llegaría hasta la fetichización de las imágenes: a pesar del halo de misterio que rodea a Benito Viana, la única que lo siente metafísicamente es su madre e, incluso, los políticos que creen en su lucha, no se ponen de acuerdo en cómo seguirlo; aun cuando Lorenzo sea presentado de la manera más entrañable y el lector se encariñe con él tanto o más que la narradora de la

291 novela, es bastante claro que él es solo uno más entre los muchos presos políticos que sobreabundan en la Colombia de la época.

No podría llegar a afirmarse que Buitrago y Ángel lleguen en sus obras hasta el concepto de “pos-nación”, pues a pesar de que ambas están hablando de la nación en tiempo heterogéneo y reconociendo las naciones-otras que se encuentran dentro de la misma nación, es bastante claro que ambas precisan de los valores hegemónicos, modernos, coloniales, para poder criticarlos y recrear las multiplicidades que se reconocen al interior de sus obras. Sin embargo, si ambas escritoras se dan a la tarea de desmontar gran parte del entable de las narrativas maestras de su

época es, precisamente, porque están convencidas de que lo literario, tanto como lo político y lo social, necesitan ser pensados de otra manera, lejos de las estructuras de dominación que tan perversas son para las mujeres como para los hombres que no se encuentran en posiciones de poder.

5.3. ¿Y las subversivas?

Derivado del análisis anterior, otro aspecto de las novelas que merece especial interés es la manera como a las mujeres se las aparta de participar dentro de aquellos procesos que tienen trascendencia histórica, permaneciendo a la saga de las decisiones que tomen sus “varones responsables”. Esta parte del análisis entra a elucidar las razones literarias por las cuales ninguna de las autoras incluye subversivas dentro de sus textos, aun cuando presenten personajes femeninos que tienen una agencia superior a la de la sufrida heroína o la mujer hacendosa. Como puede observarse, esta pesquisa propone un diálogo paritario con aquellos personajes que son privados de una posible carga heroica por no ajustarse al “cuerpo político”, como lo expresa

Yuval-Davis “[women] are often excluded from the collective ‘we’ of the body politic, and retain

292 an object rather than a subject position… Strict cultural codes of what is to be a ‘proper woman’ are often developed to keep women in this inferior power position” (47). El punto en discusión, grosso modo, es si las autoras llegan hasta esto porque sienten la necesidad de representar miméticamente lo que ocurre en la sociedad de la época, en cuyo caso habría que entrar a determinar si se trata de una especie de sexismo internalizado, o si por el contrario están buscando denunciar las perversiones del patriarcado, demostrando que hasta los hombres más revolucionarios y liberales son transmisores de las mismas. Esta dicotomía hace eco de lo que

Spivak, en diálogo con Hélène Cixous, afirma: “en un relato histórico en el que determinados personajes masculinos individuales o grupos de hombres resultan decisivos, la mujer o las mujeres como tales no pueden acabar de encajar en las rúbricas o categorías de periodización establecidas” (2010 178). Ya se sabe cómo dialogan estos textos con la Historia, de modo que no habría necesidad de volver sobre ello, lo que sí debe resaltarse es la cuestión sobre “rúbricas o categorías de periodización”, ¿es posible afirmar que la dicotomía tiempo homogéneo – tiempo heterogéneo en la escritura de Jacinta y la violencia, Cola de zorro, Triquitraques del trópico y

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es precisamente lo que hace que las autoras escriban desde una especie de auto-discriminación o que denuncien cómo el patriarcado también permea los movimientos subversivos? Si a esto incorporamos la lectura desde el feminismo decolonial, el corolario a esta pregunta debe ser si el sexismo o la denuncia, a su vez, engendran diferencias significativas en materia de agencia para los personajes femeninos que resisten regímenes de opresión, recordando que las formas de patriarcado que se proponen cada texto son distintas.

Antes de entrar a resolver estas cuestiones, es necesario hacer referencia a la manera como se alimentan los mecanismos de poder desde la hegemonía y la forma como estos, siendo

293 expresados en términos de esfera pública, alcanzan a permear la esfera privada de distintas maneras.

Se ha establecido en las secciones anteriores que no puede hablarse en términos absolutos con respecto a la nación, así la historia trate de establecer columnas vertebrales para la habilitación de los procesos nacionales. La idea de “nación en tiempo heterogéneo” es una contestación a que se traten de generar nuevas narrativas maestras sobre las naciones en procesos de pos-colonia o des-colonización y que estas se impongan de la misma arbitraria manera que fueron impuestas las de los primeros colonos; sin embargo, como se ha dicho antes, la idea del tiempo homogéneo goza todavía de muy buena salud y, merced a los triunfos más recientes del reaccionarismo a nivel mundial, convoca multitudes a los procesos democráticos. En sentido estricto, las naciones siguen tratando de funcionar como naciones-estado, de espaldas a las necesidades más sentidas de los ciudadanos en la periferia. En este orden de ideas “¿Puede lo público constituirse como tal sin que alguna población quede relegada a lo privado y, por consiguiente, a lo prepolítico?” (Butler y Spivak 58). Dicho de otra manera, ¿existen ciudadanos de primera y segunda categoría? En los Estados Sociales de Derecho, en general, la ciudadanía se otorga de manera constitucional de modo que es un contrasentido expresar este cuestionamiento, que esto sea cultural y socialmente aceptado es una cuestión que queda por fuera del objeto de estudio del presente trabajo; mas, si se piensa en la nación colombiana en la época de La

Violencia y en la hegemonización oligarca que se consolidó con el Frente Nacional, es bastante claro que una parte considerable de individuos quedó relegada, sus opiniones silenciadas y su presencia en la vida del estado-nación disminuida a lo mínimo.

Frente a lo anterior, cabe considerar lo que Judith Butler, en diálogo con Gayatri Spivak, afirma: “El estado deriva su legitimidad de la nación, lo que significa que las minorías nacionales que no califican para ‘pertenecer a la nación’ son consideradas como habitantes ‘ilegítimos’”

294 (65). En la coyuntura en análisis tal afirmación es dramáticamente cierta: tanto en La Violencia como en el Frente Nacional los ciudadanos asisten a unos comicios electorales, legitimando al poder por la vía de la democracia. La elección casi unánime de Laureano Gómez y la convalidación del Pacto de Benidorm por la vía del plebiscito presuponen que, democráticamente, hay sendos gobiernos legítimos dentro de ese Estado. Por la vía democrática, por lo tanto, se uniforma el criterio de lo que debe ser la nación y se espera que los perdedores se amolden a tal proyecto —poniéndolo en palabras de Anderson, que imaginen la comunidad como los ganadores la imaginan—, haciendo que quienes no se adapten sean considerados como seres indeseables para el modelo de nación propuesto. De ahí que la persecución de liberales durante la presidencia de Gómez y de estudiantes de izquierda en las de Rojas Pinilla, Lleras Camargo y

Valencia Muñoz sean legitimadas por las mayorías electorales con la consecuente deslegitimación tanto de los perdedores, como de los abstencionistas, en la contienda. Llegar hasta el punto de pedir la cabeza de estos últimos, o hacer la vista gorda cuando esta se obtiene es, simplemente, la manera como se afirma la superioridad de la nación sobre la nación-otra.

El proceso que legitima la desaparición de grupos opositores, en concordancia con lo anterior, se asienta sobre la activación de dispositivos que inflaman la aprehensión de los vencedores ante la eventualidad de que los vencidos se levanten en su contra e intenten arrebatarles el triunfo que “tanto” les ha costado. La fetichización del triunfo es, sin duda, determinante en el hecho de que este se pueda llegar a ver como un “algo” que se puede amenazar; un análisis marxista de mayor calado estaría en orden en este sentido, por lo pronto, ha lugar reconocer que en las circunstancias antes aludidas, los políticos fueron tan conscientes de la forma como sus partidarios se apropiaron de sus éxitos electorales, que poco les costó utilizar el discurso del miedo a ellos-los otros para lograr una adhesión rayana en el servilismo por parte de los electores. En estricto sentido, la victoria se convirtió en la definición de lo real para

295 conservadores y frentenacionalistas, haciendo que esta deviniera parte de su intimidad y, por lo tanto, materialización de la concurrencia entre la esfera pública y la esfera privada, como lo expresa Lauren Berlant:

When states, populations, or persons sense that their definition of the real is under threat;

when the normative relays between personal and collective ethics become frayed and

exposed; and when traditional sites of pleasure and profit seem to get “taken away” by the

political actions of subordinated groups, a sense of anxiety will be pervasively felt about

how to determine responsibility for the disruption of hegemonic comfort (287).

Si la amenaza al fetiche se convierte en piedra angular del discurso oficial y este evoluciona hasta el punto de crear representaciones sociales, el poder solamente puede ejercerse sobre bases emotivas que, si bien son más fáciles dominar, tienen la necesaria contrapartida de que los conciudadanos necesitan que su sentido del triunfo sea estimulado constantemente para mantener su conformidad frente al actuar de quien detenta la posición de mando. Estas conclusiones cambian, pero solo parcialmente, cuando se trata de hablar del bando perdedor que, no obstante, se encuentra dentro de la hegemonía. En ese caso la tendencia, más bien, es al revanchismo, a la denuncia pública, a la convocatoria al escarnio general frente a las maniobras del contrincante. La derrota también puede ser fetichizada para obtener réditos políticos y su uso es una estrategia exitosa para mantener la tensión entre los ciudadanos que son, en últimas, el brazo armado de las ideologías.

En el caso particular de Colombia durante La Violencia, habiendo percepciones contrapuestas del concepto de nación, distribuidas entre dos partidos en los que encajaba la inmensa mayoría de los colombianos, es aplicable lo que afirma Frantz Fanon: “Los partidos políticos nacionalistas no insisten jamás en la necesidad de la prueba de la fuerza, porque su objetivo no es precisamente la transformación radical del sistema [sino el poder]” (2001 52); no

296 puede afirmarse que liberales y conservadores, a la sazón, carecieran de una agenda política, empero, esta se iba ajustando a los afanes del día a día, a las componendas que debían hacer y a los errores que debían corregir; mas si se atiene al hecho de que la política se iba haciendo sobre la marcha, con más de improvisación que preparación, es claro que los éxitos y fracasos llegaban inesperadamente y que era con ellos, y no con las ideas, con lo que los jefes de los partidos debían trabajar.

Se puede llegar a así a la conclusión de que los vítores a Lleras Camargo como primer presidente del Frente Nacional y a la Junta Militar que depuso al Rojas Pinilla dictador, tanto como los que cantaron al Rojas Pinilla golpista y los que proclamaron la victoria de Laureano

Gómez, fueron cantados por los mismos individuos; liberales, conservadores, indecisos, mujeres duplicando los votos de sus maridos o de sus padres, abstencionistas, a pesar de sus diferencias políticas, depositaron su confianza en quien complacía su sed de triunfalismo o en quien se les presentaba como el mejor instrumento para cobrar venganza. La política colombiana, lejos de ser un proceso de participación ciudadana, era un tour de force para quien le cayera en suerte encontrarse en el bando ganador en cada momento. Y, mientras tanto, la nación-otra padeciendo los rigores de su precariedad.

Si se parte de que el triunfo político solapa la separación de esferas en la ideología de los ciudadanos, mostrando que lo político es personal —no al contrario—, y de que las tecnologías gubernamentales apelan a las emociones de los individuos y no a la razón o a la colectividad, es claro que el poder debe ejercerse de manera que aparente ser compartido por la hegemonía sin que revele, por un lado, que los electores han sido manipulados para obtener votos o para legitimar golpes de estado y, por otro, que no se note que fuera de la mayoría electoral y de los derrotados en la carrera por el poder existe un vasto grupo de personas cuyas posturas son habilitadas por nadie puesto que carecen de agente político. Sobre este último grupo se

297 construyen los relatos de la otredad y las diferencias y, lógicamente, se establece el feminismo decolonial como aparato teórico, como se lee en Diana Gómez: “El reconocimiento de una colonialidad del ser… nos invita a pensar cómo [el] discurso feminista se han formado y circulado, sus conexiones con la colonialidad del conocimiento y las implicaciones para la construcción de subjetividades y proyectos políticos” (360), a lo que añade más adelante, “Un camino para que las diferencias puedan ser, incluye verlas, aprender a mirarlas, radicalizar la posibilidad de su existencia y construir vías políticas que le (sic) hagan posible” (365). Es en este sentido como puede hacerse una aproximación a la ausencia de subversivas dentro de las novelas que aquí se analizan: las subjetividades de las personajes propuestas por Juncal, Buitrago,

Romero y Ángel se construyen a partir tanto de la observación de las autoras de la manera como las mujeres se vinculaban a la lucha, a veces sin necesidad de alzarse en armas, como de las relaciones de estas con los hombres, en especial con aquellos que se encontraban vinculados a los grupos de bandidos, bandoleros y guerrilleros.

Esta especie de cartografía de las relaciones entre los subversivos y sus camaradas es, justamente, lo que hace que las novelas resulten verosímiles sin necesidad de caer en lugares comunes. Ahora, que la experiencia de quienes escriben frente a los hechos que relatan en sus obras sea de primera, segunda o tercera mano, es una cuestión que debe dejarse a los historiadores literarios y a los biógrafos de las autoras; la intención del presente trabajo es sopesar, partiendo de lo relatado sobre las personajes, las causas de su aparente desdén por la confrontación armada, su ausencia en las confrontaciones estrictamente bélicas durante La

Violencia. Lo que resulta crucial a la hora de comprender los coqueteos —o rotundos rechazos— de las mujeres con la subversión es, como puede anticiparse, reconocer de qué manera se inserta la vivencia personal, el fenómeno constatado o constatable, dentro de la construcción del personaje; no se trata tanto de deducir lo que haría una mujer similar, en circunstancias similares,

298 en la “vida real”, sino más bien de preguntar cómo la experiencia real moldea al personaje; como lo reconoce Joan Scott: “It is not individuals who have experience, but subjects who are constituted through experience. Experience in this definition then becomes not the origin of our explanation, not the authoritative (because seen or felt) evidence that grounds what is known, but rather that which we seek to explain, that about which knowledge is produced (25-26). Del mismo modo, se debe reconocer cómo las experiencias textuales van cambiando al personaje conforme avanza el texto, llegando a hacer que este se acerque o se aleje de la subversión, pues en ello radica su propia evolución como personaje y, de fondo, la postura autoral sobre las razones por las cuales, incluso en textos escritos por mujeres, no haya bandidas, bandoleras o guerrilleras. La importancia de esta lectura radica en el hecho de que los lugares comunes sobre este tipo de personajes suelen ubicarlos en posiciones de confrontación o violencia solamente cuando ellas han sido sometidas, a su vez, a formas de violencia —historias de heroínas buscando venganza se cuentan por millones tanto en la alta literatura como en las novelas de supermercado—. Por supuesto, tal situación no se hace menos fehaciente ni menos literaria porque se encuentre en el lugar común, pero sí despierta suspicacias con respecto a las intenciones de las autoras cuando “permiten” que los agresores de sus personajes queden impunes, en especial porque como afirma Julia Kristeva: “when… a woman feels her affective life as a woman or her condition as a social being too brutally ignored by existing discourse of power (from her family to social institutions); she may, by counterinvesting the violence she has endured, make of herself a ‘possessed’ agent of this violence in order to combat what was experienced as frustration” (28). El que se impongan limitaciones y las personajes no puedan desfogar su frustración a través de ningún tipo transgresión, sea discursiva o física, deja un manto de duda sobre el empoderamiento que las propias autoras reconocen a las mujeres que son sus

299 personajes y, por consiguiente, en el mensaje feminista decolonial e interseccional que estas pudieran dejar a sus lectores o lectoras.

El caso más dramático, en este sentido, se encuentra en la novela de Flor Romero;

Triquitraques del trópico es, ante todo, una novela de hombres y la narradora no se molesta en disimularlo. Sí, pueden señalarse situaciones puntuales en las que las personajes tienen algo de agencia: la comerciante Lastenia Sandino, la estudiada Violeta Aguirre, las mujeres que llevan sal a La Collareja, los distintos poderes de Diva Espejo, entre otros; no obstante, de ninguna de ellas puede llegar a afirmarse un acto de subversión o de desafío al patriarcado. Antes bien, las mujeres de Calamoima se encuentran tan a gusto dentro de la estructura social masculinizada que propone el texto, que ni siquiera se plantean la duda sobre su propia opresión. Por dar un ejemplo, si se examina la respetabilidad de las mujeres en el pueblo se puede encontrar que la narradora de Romero se abstiene de juzgar a las que llevan una vida disoluta e, incluso, las presenta no pocas veces como “mujeres de la vida alegre”; empero, la narradora tampoco exalta la vida de esas mismas mujeres como una forma de hacerse al margen del dominio masculino, haciendo que la experiencia lectora se encuentre a medio camino entre lo anti-feminista y el más enconado machismo.

Frente a este panorama resulta complejo hacerse una imagen adecuada sobre la escala de valores que adopta la narradora para representar a sus personajes femeninos, lo cierto es que la mansedumbre que los caracteriza excluye, de entrada, que se pueda hablar de subversivas. Esta cuestión puede atacarse por distintos flancos, pero el más relevante es la diferenciación entre patriarcado público y patriarcado doméstico de la que se habló en el segundo capítulo.

Recordando que el patriarca privado por antonomasia es el bonachón y sexualmente ambiguo

Sandalio Sandino, resultaría contra-intuitivo pensar en que alguien desearía rebelarse en su contra; de hecho, la razón principal para que Sandalio sea una figura constante a todo lo largo de

300 la novela es su carácter de pilar de la “comunidad imaginada-liberal”, los “buenos” de la historia, de modo que su poder es absolutamente legítimo y tan incontestable que solo la brutalidad de los policías llega a ponerlo en riesgo.

En términos de patriarcado público, de otro lado, es claro que la potencia del discurso anti-conservador de la novela se encuentra representada en las prácticas represivas del gobierno y las maneras como estas son combatidas por los “muchachos del monte”, lo cual es narrado de manera convincente, como se ha expresado a lo largo de este trabajo. No obstante, sorprende que

Romero, aun ubicando su historia en la zona de influencia, teniendo el antecedente de la novela publicada por Alirio Vélez en 1962 y no pudiendo no estar al tanto de que era el terror de los conservadores, no hubiera pensado siquiera tangencialmente en un personaje similar a Rosalba

Velásquez de Ruiz, la Sargento Matacho, a la hora de formar las cuadrillas de los Aguirre. No se trata aquí de decirle a la autora quiénes o cuáles debieron ser los personajes de su obra, pero que hubiera echado mano de Reinaldo Palomo Aguirre, cuya figura se diluye entre la realidad y la invención oral, y no de Velásquez de Ruiz, cuyas acciones se encuentran plenamente documentadas, genera suspicacias con respecto al rol que Romero quiere asignarles a las mujeres dentro de la nación que representa dentro de su texto y la forma como estas agencian sus reivindicaciones. A esto habría que sumar, desde lo narrativo, el hecho indiscutible de que un personaje como la Sargento Matacho resulta mucho más original en el contexto de una obra con la extensión de Triquitraques del trópico que cualquiera de sus personajes varones; la idea de volver sobre el concepto de “satélite macondiano” y las sagas de verracos engendradores es persistente, Romero se encuentra a la altura de ello, pero olvidó que en Macondo también había mujeres capaces de dominar a esos hombres.

En conclusión, existen argumentos suficientes para afirmar que en el texto en comento no se persigue hacer un cuestionamiento de fondo a la marginalización de las mujeres dentro de los

301 movimientos subversivos; lo que es más, se reconoce una masculinización tan patente de los centros de poder que, tanto en el patriarcado doméstico como en el público, parece haber una aceptación irrestricta de que las mujeres no pueden encontrarse dentro de los mismos. En síntesis, puede percibirse en Romero cierto sexismo internalizado, cómplice de las mismas estructuras de dominación que el texto critica en varios pasajes.

Sin perder de vista que las formas de patriarcado sobre las que se habló antes son diferentes en cada uno de los textos, es posible emprender un análisis somero de las formas de subversión-transgresión de las mujeres en las novelas de Juncal, Buitrago y Ángel. En cada caso se tratará de relacionar la representación de la subversión femenina con una forma de pensamiento feminista para examinar la propuesta ideológica, en términos genérico-políticos, de cada una de las autoras. Esta parte del trabajo puede interpretarse como una adenda a la pesquisa que se ha hecho hasta ahora sobre los subversivos y sus diferentes intersecciones.

Jacinta y la violencia es una novela de mujeres; en la plétora de personajes que se encuentran dentro de la trama, son ellas quienes tienen mayor carga dramática y quienes definen los momentos clave de la novela, a pesar de que las acciones heroicas, los discursos grandilocuentes y las peripecias más relevantes se encuentren en cabeza de los personajes masculinos. Siguiendo esta línea y considerando las magras conclusiones a las que se ha podido llegar en términos de feminismo dentro de la obra, se podría llegar a la conclusión de que no hay un espacio para hablar de resistencia o de subversión dentro del texto, cuestión que se podría afinar si se tienen en cuenta las conclusiones a las que se llegó en la primera sección de este capítulo, por cuanto la resistencia es incompatible con las narrativas maestras o con los modelos esencialistas de nación a los que se circunscribe, desde todo punto de vista, la novela de Juncal.

No obstante, en el segundo capítulo de este trabajo se llegó a la conclusión de que si puede afirmarse la presencia de un patriarca dentro de la novela, no puede ser otro que Fermín Sánchez

302 merced a que es él quien maneja los hilos de la opresión en ese trasunto de Colombia que presenta la obra. Así, aunque no puede hacerse una consideración tradicional de la subversión femenina dentro de la obra, o al menos siguiendo los mismos raseros que se impusieron para hablar sobre la masculina, sí puede hablarse de formas de resistencia frente a esa especie de establishment paralelo que se da bajo la hegemonía del bandolero.

En busca de delimitar el grupo de personajes que sirven al efecto de demostrar esta aserción, es preciso tener en cuenta que no se trata simplemente de combatir a Fermín y sus hombres tête à tête pues, en los términos ideológicos de la novela, tal situación se encuentra lejos de ocurrir. Partiendo de esta premisa, también es importante excluir a aquellas personajes que, aunque la narradora les otorgue un grado de agencia superior que las demás, esta solo se demuestra en la esfera privada y no tiene mayores consecuencias en su presencia pública. De igual modo, en términos narrativos y por defecto, es necesario excluir a las que no tienen mayor participación en la obra porque estas no logran comunicar una percepción política en ningún sentido. Bajo estas apreciaciones se puede descartar: en el primer grupo, a Jacinta y a Clarita, quienes son las únicas que llegan a compartir interacciones con Fermín; en el segundo a la señora

Choucair, a Nazareth y a Claudia María, pues aunque son mujeres con cierto empoderamiento, sus decisiones están siempre sujetas a la voluntad de sus hombres; y, en el tercero, a todas las asistentas domésticas a las que se les da un espacio de participación, más bien acrítico, dentro del texto. Concretamente, puede afirmarse, que los únicos personajes que resisten al orden impuesto por Fermín Sánchez dentro de la obra son Doña Pepita y la Reverenda Hermana Natalia del

Corazón de Jesús. Ya en el capítulo anterior se ha hablado de la manera como Natalia se convierte en agente política de la ideología católico-conservadora —recluyéndose en un convento, ofreciéndose como sacrificio a Dios y firmando la carta que pide la conmutación de la pena a Mauricio Zamora—, vale ahora acercarse a la figura de Doña Pepita.

303 Prima facie, hay cierta proclividad a ver en Doña Pepita un trasunto de doña Berta, de quien se ha hablado ya en un par de ocasiones: mujer, millonaria, católica, conservadora y “de armas tomar”. El aspecto conflictivo de ello se encontraría en el hecho de que mientras, doña

Berta estaba casada con el presidente Ospina Pérez, Doña Pepita es viuda y no se hace una sola mención a su difunto marido en toda la obra. Esta última cuestión podría analizarse a la luz de las críticas que, desde el mismo texto, hace la narradora de Juncal a la parsimonia del gobierno en la aprobación del cadalso: “en todos aquellos pueblecitos que habían conocido la tragedia se crecía más y más la indignación. Se hablaba de pena de muerte, del gobierno que era incapaz de controlar a los bandoleros. Pero todo se reducía a hablar y hablar” (21), “el gobierno prometía de terminar de una vez por todas con la violencia y se repetía en todas partes que la pena de muerte sería la única solución para castigar tanto crimen” (38-39), “el pueblo en general pedía venganza; la pena de muerte era la única solución para acabar con la violencia. El gobierno prometía de nuevo la paz… Sin embargo, esas promesas no llegaban a realizarse” (70-71). Cuando, por fin, la pena de muerte de aprueba, la figura del gobierno parece disociarse de ello y, de hecho, que sea

Fermín el primero, único y último ejecutado parece reafirmar que una medida tan extrema solo podía aplicarse para que el pueblo pudiera cobrar venganza de una figura tan poderosa; que se le hubiera aplicado una pena tan sangrienta e impactante como la guillotina, “La cabeza de Fermín rodó por el suelo… aquella vida se había ya silenciado para siempre… Fermín había muerto en la forma deseada por el pueblo: humillado, vencido, sin un ¡ay! de dolor, sin un grito: sin una protesta” (208-209), solo glorifica el triunfo del pueblo sobre un tirano y justifica que la narradora vaya de perdonavidas con la figura del presidente: “Era el Jefe de Estado un hombre bueno que durante su período había luchado con ahínco para extirpar de raíz el azote de la violencia; pero sus esfuerzos eran vanos, dada la gran cantidad de delincuentes que asolaban la nación” (165). Ensamblando toda la información anterior, reconociendo a Juncal como una

304 consumada laureanista que encuentra timorato a Ospina Pérez por no impulsar la pena capital, lo que no le empece para admirar a doña Berta, podría llegar a afirmarse que sí puede haber una especie de tributo a la ex primera dama en Doña Pepita y que su viudez es un producto, más bien, del hecho irrefutable de que un marido como el ex presidente, asociado a ella, solo podría venir a obstaculizar los caros propósitos depositados en la gestión de la poderosa viuda. Teniendo esto en cuenta es posible hacer una lectura del personaje, ponderando la manera como esta se asocia a la resistencia en contra del patriarca de ese para-establishment del que se habló antes.

Una perspectiva reductivista, mas no del todo infortunada, podría arrojar lo obvio: Doña

Pepita es buena y Fermín Sánchez es malo. En la nación en tiempo homogéneo propuesta por

Juncal, las cosas son así de simples y no habría necesidad de indagaciones ulteriores. Empero, quedaría sin resolver la cuestión planteada con respecto a la dicotomía sexismo-denuncia sobre las que se refuerza este análisis. De entrada habría que admitir que ninguna de las dos situaciones se presenta de manera total: no es posible hablar de sexismo, en sentido estricto, porque Doña

Pepita, a diferencia de lo que ocurre con los demás personajes femeninos de la novela, tiene un nivel de agencia superior a todos ellos y no se siente obligada a ofrecer disculpas por imponer su voluntad. A esto podría agregarse que, si se buscara hacer la comparación, la narradora de Juncal podría haber escogido a un hombre e insuflarle los mismos valores que a Doña Pepita y, de todas maneras, no lo hizo, cuestión que resalta una especie de compromiso con el fuerte carácter de una mujer empoderada. Este análisis puede expresarse en términos más amplios en la medida en que, predicando los mismos valores conservadores, cualquier hombre o cualquier mujer puede procurarse un lugar de respetabilidad política, en especial si se tiene en cuenta que dentro del conservadurismo —en especial el estadounidense, pero puede ser aplicado a cualquier concepción política de derecha en el Estado Liberal— la filantropía es la única forma de justicia social, en la medida en que solo contribuyen al bienestar del prójimo en estado de necesidad

305 aquellos que tienen con qué y solo en la medida de su propia voluntad. En pocas palabras, la práctica de la caridad —virtud teologal— se transforma en acto político y, en el caso particular de

Doña Pepita, esto se convierte en una reivindicación constante de su compromiso con la casta a la que pertenece; de ahí que pague por la educación de Natalia, por su operación contra la parálisis en la Clínica Rochester y, posiblemente, por la dote que le exigirían para ingresar al convento; de ahí también que decida proveer la educación de Claudia María después que esta es humillada por

Ana Josefa, su tía, y Beatriz y Yolanda, sus primas (125-126) y que se haga tanto énfasis en la manera como esta comparte su dinero a manos llenas con los más necesitados. No habría que recordar aquí la ya muy comentada escena del debate sobre el divorcio para reconocer, con claridad meridiana, que Doña Pepita es una conspicua agente de la causa.

El tipo de agencia que la narradora reconoce en Doña Pepita es ambicioso en un texto tan conservador como Jacinta y la violencia y, sin duda, perfila un tipo de mujer excepcional entre todas las demás mujeres propuestas en el texto. Hay en Doña Pepita —como en doña Berta— un acercamiento sensible al feminismo conservador o individualista, aquel que enaltece la fortaleza de la mujer que sale adelante sin un hombre a su lado, pero también sin pensar en las mujeres como compañeras de lucha; como se ha observado, la viuda se encarga de educar a las hermanas pero solo porque le place hacerlo y por proporcionar más brazos a la causa conservadora —la religiosa emisaria política, la progenitora de la estirpe del abogado que logró la instauración de la pena de muerte— que porque piense que la educación de las mujeres es importante.

De cara a la cuestión sobre la denuncia contra los vicios del patriarcado, es esencial reconocer que, merced a que no se presenta una vinculación directa entre Fermín Sánchez y Doña

Pepita y que el poder de este solo la roza tangencialmente, no puede hablarse de que ella esté oprimida bajo su hegemonía o que se sienta en necesidad de denunciarla; de hecho, el que en la novela no se mencione con claridad qué piensa la viuda con respecto a Fermín, muestra a las

306 claras que ella se encuentra fuera de su radio de influencia. Aun así, es posible reconocer que, dado que Doña Pepita es autora mediata de la salvación de Mauricio Zamora, vía su apoyo a la vocación religiosa de Natalia, lo que significa un ataque “directo” a la estructura de los revolucionarios en el territorio, es claro que su compromiso católico la transforma en instrumento metafísico de la resistencia de su gente en contra de los otros.

Los criterios clasificatorios para delimitar las personajes más representativas de Cola de zorro, dentro del asunto en examen, se pueden asimilar a los usados para la novela de Juncal, exceptuando el primero, como se explica más adelante. Para empezar, deben excluirse aquellas personajes que solo tienen agencia en la esfera privada; esto conlleva descartar el análisis de personajes que, si bien tienen alguna relevancia en la trama de la novela y una construcción sugerente, como la Nacha Marenco, Thamar, la Madre, Rosamunda y Morelia González, no envisten formas de resistencia frente a los diferentes patriarcados dentro de los que son sometidas. Asimismo, debe descartarse el estudio de personajes cuya aparición, a pesar de que llegue a ser definitiva en el desarrollo de la trama como en el caso de Catalina, Narcisa, Cipriana y Lisa Reyes, se encuentra circunscrita a construir la historia de otro personaje o a coadyuvar en el desarrollo de su sino. Por último, es preciso prescindir de la presencia de Ana González dentro del grupo de personajes a los que se les pueden hallar tintes subversivos porque su único acto de subversión —ponerse una cita con Diego Cabo para visitar a Benito Viana en Bogotá—, amén de ser patrocinado por los intereses personales de Manuel Viana hijo, de lo que se podría derivar que no fue un acto de su propia agencia sino una imposición del otro patriarca de la familia, parece motivado por un profundo deseo de disgustar a su marido haciendo una pilatuna. No en vano, para evitar la confrontación directa, Ana le inventa a Catalina, quien la encubre, la historia de que

Lucas tiene una amante y de que la cita a la que acude, mientras la tertulia literaria de este se encuentra en sesión, es para poner a la mujer en su lugar (Buitrago 80). En similar sentido, es

307 necesario prescindir de la presencia de Malinda Cabo porque, a pesar de ser la única personaje que tiene la agencia suficiente para apartarse de la estructura patriarcal de su propia familia estudiando arte, haciendo caricaturas contestatarias y, finalmente, siguiendo a Enmanuel en el destino de miseria que él mismo ha escogido para sí, cada una de estas actividades las desarrolla desde la misma perspectiva burguesa en la que ha sido criada. En otras palabras, los desafíos de

Malinda a su familia se parecen más a los caprichos de una niña a la que no se le presta suficiente atención que a las decisiones razonadas de una mujer dueña de sí misma.

No puede excluirse para la novela de Buitrago, sin embargo, a aquellas personajes que combaten la opresión a pulso, bien sea por la fuerza de su carácter, bien por su arrojo, pues es ahí donde se encuentra el mayor filón de análisis en este texto. En cada una de las dos primeras partes en que se divide Cola de zorro se encuentra una personaje que, sin poder considerarse como una femme fatale o una convenenciera advenediza, tiene la agencia suficiente para triunfar sobre las imposiciones del patriarcado y generar nuevas dinámicas dentro del desarrollo general de la trama. Ahora, la línea que cohesiona el carácter transgresor de estas personajes se encuentra en su erotismo casi innato y en los diferentes usos que hacen del mismo. El poder de lo erótico que comunican las historias de Claudia Viana y Evelyn-Evelyn West, radica es su capacidad de empoderar y sincronizar los propios deseos con la búsqueda de la felicidad, como lo reconoce

Audre Lorde, “For once we begin to feel deeply all aspects of our lives, we begin to demand from ourselves and from our life-pursuits thay they feel in accordance with that joy which we know ourselves to be capable of” (57) y más adelante agrega, “The fear of our desires keeps them suspect and indiscriminately powerful, for to suppress any truth is to give it strenght beyond endurance” (57-58). Si en alguno de los textos en examen se puede hablar de pasiones incontenibles y peligrosas es en este; con cada uno de los desafíos al patriarcado estas mujeres flirtean con la muerte, merced a la violencia inherente al mundo masculino en el que viven. Es en

308 el erotismo donde Claudia encuentra la forma de liberarse de la dominación de Manuel el viejo y perseguir sus deseos por Guadalupe Salgado, es por el deseo de Enmanuel que Evelyn-Evelyn mata a Esaú Centeno y desata la revolución de las mujeres de Opalo.

El carácter de personaje principal de Claudia Viana es tan indiscutible que, a pesar de que no es una subversiva, su presencia se entiende en todos y cada uno de los movimientos de su hijo; la relación queda al desnudo cuando Claudia afirma: “mi hijo Benito Viana Reyes, desciende directamente de un mártir de la patria (Buitrago 62) y “Mi hijo puede permitirse cualquier lujo, hasta el de convertirse en un revolucionario si así lo desea” (68). Ambos epígrafes podrían resumir gran parte de la trama de Cola de zorro: la primera habla de cómo el muchacho es el fruto de la infidelidad de Claudia con Guadalupe y la muerte de este; la segunda de todo lo permisiva que, como madre, Claudia ha sido con su hijo. Por supuesto, el epígrafe que mayor interés reviste para la parte actual es el primero. Manuel el viejo, desde el principio, es caracterizado como un hombre feroz, de mal carácter y dominante con sus esposas; Claudia, por el contrario, empieza siendo una niña temerosa, abandonada por su padre y dispuesta a entregarse al viejo solo para no morir de hambre. No obstante, bien fuera por insatisfacción, bien por simple rechazo del machismo del viejo o por venganza, Rosamunda cuenta:

No sé qué fibra remota y nunca pulsada pudo tocar en Claudia Viana Guadalupe Salgado,

visión denigrante, bestial, que derrotó su marasmo y despertó en ella la hembra

apasionada. Lo cierto es que todo ese verano y el invierno siguiente, acoplaron su amor en

cobertizos y enramadas, en posesión insaciable que les vendaba los ojos y levantaba

mamparas al escándalo y los correvediles murmurantes (60).

Lo más notable de la relación extramarital de Claudia se encuentra, precisamente, en que es en el cuerpo de Guadalupe donde ella encuentra su verdadero poder y una razón de vida pues, además de haber logrado concebir a su hijo, es tras la muerte de él a manos de los hombres de Manuel

309 Viana, que ella decide tomarse en serio su papel de señora y entrar en posesión de San Miguel del

Viento con el único objetivo de destruirla; no de otra manera puede explicarse que, aun con la astucia con la que logra escalar posiciones en la sociedad bogotana, hubiera terminado en un litigio eterno con el gobierno colombiano, después de la mala venta de los predios. En el fondo, a pesar de que Claudia ama todo el lujo que le trajo haber acabado con la hacienda de Viana, sin dejar de lado los privilegios y prebendas de la vida de socialité capitalina, lo cierto es que su señorío radica en haber sepultado sus memorias de la Costa y conservar a Benito, única reminiscencia de su apasionamiento por Guadalupe.

La novela no especifica, por otra parte, que el exterminio de la familia Salgado hubiera tenido que ver con que el viejo Manuel se enterara de las infidelidades de su cónyuge y habría que forzar mucho el texto para llegar hasta esa conclusión; a esto puede añadirse que el “brazo armado” del viejo, su hermano Rosendo, fue el que causó la primera ofensa al marcar a

Guadalupe con el hierro de su familia y que, por lo tanto, la vendetta fue casada con anterioridad a la concepción y nacimiento de Benito-Bernabé; adicionalmente, con la adopción de su propio hijo, la mujer purgó su pecado e hizo que el viejo acabara reconociendo al fruto de su indiscreción como si fuera sangre de su sangre. En síntesis, es posible afirmar que la mujer se salió con la suya sin necesidad de usar los mismos instrumentos que hubiera usado el patriarca para lograr sus propósitos; si Guadalupe Salgado puso en duda su virilidad al morir asesinado por medio de terceros, Claudia acabó por castrarlo malbaratando el imperio que logró construir a lo largo de su vida y convirtiendo al hijo de su amante en listones para adornar sus cuernos.

“Evelyn-Evelyn, falda rasgada por los espinos del camino, con los párpados enrojecidos por la fuerte brisa del atardecer, fue a un extremo de la sala, levantó dos tablas del piso y sacó dos rifles del escondite” (125). La suerte de Esaú Centeno está echada y, antes de que este termine de recriminar a Enmanuel por su regreso a Opalo, será la misma Evelyn-Evelyn quien le haya dado

310 muerte. La historia de la hija del gringo Ebenezer West, que llegó hasta Opalo buscando una entrevista con Guadalupe Salgado, tiene bastantes similitudes con la de Claudia Viana: por un lado se encuentra la pasión por el hombre que la dejó encinta y desapareció, por otro la de su hijo

Giovel (Centeno) que Esaú Centeno, le arrebató dos veces —la primera cuando la hizo desprenderse de él para entregárselo como hijo a Isabel Centeno, la segunda cuando lo mató por quitarle a una de las vírgenes del pueblo—, quien fuera criado como el hermano mayor de

Enmanuel y a quien este último admiraba como tal. Paradójicamente, tanto en la historia de

Claudia como en la de Evelyn-Evelyn, el único sobreviviente es Benito, situación que no deja de alimentar esa percepción metafísica del personaje de la que se habló unas líneas atrás y, particularmente, de la forma como el linaje Salgado regresa a lo que otrora fuera San Miguel de los Vientos para seguirse vengando de la estirpe Viana —recuérdese que la Madre, Ana María

Thamar Natividad Viana, es hermana de Manuel el viejo—. En este orden de ideas, no es descabellado aseverar que sobre el cuerpo de Evelyn-Evelyn convergen tanto el deseo sexual por

Enmanuel, por quien corre la sangre de Benito Viana, como un marcado instinto de protección maternal contra el peligro de su encuentro con el patriarca de Opalo, el mismo que hubiera sentido por su propio hijo.

“Esaú Centeno desenfundó velozmente sus pistolas fanfarroneando para quebrar la voluntad de [la Madre], pero Enmanuel sabía que no pensaba disparar. Exhibición de valor y poderío, que derivaría en magnanimidad y perdón… Y el anochecer se desintegró en un hongo sangriento, provocado por Evelyn-Evelyn que disparó directo a la sien del padre” (139). Amén de las emociones traídas a cuento antes, la muerte de Centeno es una forma de emancipación para la misma Evelyn-Evelyn quien, desde que llegó a Opalo, había tenido que soportar el lastre de vivir en la nación-otra y en condición de subalterna de los subalternos. Parte de su amor por Giovel y

Enmanuel se enmarcaba, de hecho, en que cuando ambos eran niños se le enfrentaron a Esaú

311 porque este le faltó al respeto (133-134), generando el primer alejamiento entre el patriarca y

Giovel. Su subversión, de hecho, fue alimentada por esa especie de protección ad-hoc que obtuvo de los hijos adoptivos de Isabel Centeno y por años de opresión por parte de los mismos oprimidos, haciendo eco del actuar del opresor mayor. Hay, para el caso de Evelyn-Evelyn, una forma más literal de eliminar al patriarca, mas no por ello menos elaborada que la que se encontró en Claudia Viana, en tanto la propia narración se encarga de hacer un recorrido sobre cómo el asesinato de Centeno no se da en un arrebato de ira de su ejecutora sino, por el contrario, en un acto absolutamente razonado, a sangre fría.

Es posible afirmar que Evelyn-Evelyn se retribuye a sí misma, con la muerte de Esaú, por la muerte de Giovel. Esta cuestión se hace más evidente al tener en cuenta que, a partir de ese momento, la presencia poderosa del hijo asesinado empieza a hacerse menos tangible para dar paso al verdadero carácter de Enmanuel, con el mismo halo de misterio que rodeara a su padre. Si asesinar a Centeno significa recobrar a Giovel para dejarlo ir en paz, amarse con Enmanuel tiene el mismo carácter de despedida, esta vez del único hombre por el que se sintió amada: Benito

Viana.

Enmanuel dejó caer el envoltorio y abrazó con furia a Evelyn-Evelyn. Ella se dejó

estrechar, las yemas de sus dedos desabotonando la camisa azul mahón, recorriendo con

su lengua el torso caliente. Evelyn-Evelyn era sedosa, impositiva, sin movimientos

repentinos como las otras mujeres. Delgada y frágil. Entregándose por la entrega misma a

la intensidad de su deseo. Enmanuel bajó la mano y la hundió en la estrechura habida

entre los muslos, hasta que sus dedos se humedecieron y ella gimió, como una criatura.

(166).

Poco después comenzará la destrucción del último vestigio de San Miguel de los Vientos, la

República Independiente de Opalo, con el pillaje a la casa de Esaú Centeno por parte de sus hijas.

312 El hecho de que la consumación provenga de una especie de circularidad de la historia, de retorno del héroe en cuerpo ajeno, es seductor en términos narrativos porque podría hablarse de una acercamiento al realismo mágico por parte de Buitrago —Salgado encarnado en Viana encarnado en Enmanuel regresa demoler su mausoleo y el de su familia—, empero, Cola de zorro está contada de manera que se pueden encontrar explicaciones plausibles dentro de la misma realidad representada por el texto: La Violencia, encontrándose en sus últimos estertores con el desmantelamiento de las repúblicas independientes, despierta a las subalternas de su letargo y queda en cabeza suya destruir todos los vestigios del dominio que alguna vez tuvieron que sufrir.

El nivel de conciencia que alcanza Evelyn-Evelyn, merced al erotismo sexual y al erotismo materno que en ella despierta, al tiempo, Enmanuel, es la pieza que activa la revolución.

A pesar de que en Cola de zorro se puede hablar de un acercamiento sensible al feminismo radical, manifiesto en la forma como Claudia y Evelyn-Evelyn destruyen al patriarca y desmontan su hegemonía, es difícil concluir que la narradora de Buitrago está abriendo un verdadero espacio subversivo para las mujeres. Varias razones pueden esgrimirse al respecto: para empezar, la presencia inescindible de Benito Viana en la historia de ambas personajes eclipsa su talante contestatario y las reinscribe en el rol de madres o amantes luchadoras, a despecho de su calidad de mujeres completas43, rol que, a pesar de que puede ser considerado una forma de reivindicación política, está tan circunscrito a la esfera privada de las personajes que flaco favor le hace a una causa colectiva. Por otra parte no puede afirmarse con precisión cuál es la ideología política que profesan los subversivos que se encuentran dentro de la novela, merced a que nunca son mostrados en labores de organización militar, como tampoco puede evidenciarse su postura frente a que haya mujeres dentro de sus filas; no obstante, que sus puntos de contacto

43 Naturalmente, no en el sentido que lo propone Germaine Greer, más bien en la manera como son ellas artífices de sus propias decisiones y acreedoras de su propio heroísmo.

313 con las mujeres estén tan focalizados en su condición de amantes, fuerza una lectura rayana en el sexismo que, muy posiblemente, pasa desapercibida para la propia Buitrago: está bien, Claudia y

Evelyn-Evelyn encuentran su liberación en el erotismo, pero esa liberación no alcanza a llegar más allá de la aniquilación de aquel que las privó de su “femineidad”, materializada en el hombre-amante, el hombre-hijo y el hombre-hijo que devino amante. Por último, no puede dejar de pensarse que no hay una toma de postura por parte de la narradora pues las diferencias que se plantean entre las personajes que aquí se analizan, aun cuando se ajustan a un contexto de nación en tiempo heterogéneo, no resultan significativas y no arrojan nuevas luces sobre las formas de opresión que deben soportar las mujeres en general; el encomio de la agencia individual es tan acentuado que, a pesar de que puedan considerarse como subversivas, Claudia y Evelyn-Evelyn se encuentran lejos de ser parte de la subversión.

Por último, sería ocioso desgranar los personajes de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón en aras de encontrar aquellos que más se pueden acercar a la figura de la subversiva; haciendo las salvedades del caso sobre su inconcluso enrolamiento en una cuadrilla, su carácter prevalente de jóvenes activistas y participantes en manifestaciones y las conclusiones que se han expresado con respecto a Lorenzo a todo la largo del presente trabajo, es meridianamente claro que las personajes que mejor sirven al análisis de esta sección son Ana y Valeria. Es importante, sin embargo, retornar a las consideraciones que se hicieron con respecto a los patriarcados representados en la novela para demostrar cómo, a su vez, este par de mujeres los contestan.

Con respecto al patriarcado doméstico debe recordarse que gran parte del carácter de personaje principal de Ana proviene, por un lado, de que es ella el único personaje que se encuentra a todo lo largo de la obra y, por otro, de que el tiempo narrado se delimita por su día desde que se despierta hasta que entra a la ducha a regañadientes. Los sucesos de este día marcan, como ya se ha señalado, las formas como se manifiestan los sistemas de opresión al interior del

314 hogar —Sabina como portavoz de la madre y vigilante de los valores patriarcales que deben observarse dentro de la casa— y las distintas formas de resistencia que Ana opone a ellos; por supuesto, no puede decirse que la de la protagonista sea una resistencia activa, la narradora nunca deja de mostrarla como una jovencita más bien holgazana que le quiere hacer pasar un mal rato a la doméstica, mas las historias que se tejen en torno a la vida privada construyen el referente necesario para comprender por qué Ana empieza un proceso de extrañamiento de su condición social aunado a la decisión de seguir a Lorenzo y Valeria. Ya se ha hablado sobre las conflictivas relaciones de Ana con las monjas, sobre cómo desobedece la orden perentoria de alejarse de El

Tiempo para que no sepa sobre la brutalidad de los crímenes que se están cometiendo en el campo y sobre cómo, a pesar de las expectativas sexo-genéricas y de clase que se tienen sobre ella, decide enamorarse de un “inferior” social. Aun así, el punto más interesante para hablar de la manera cómo se empieza a rebelar en contra de la hegemonía doméstica es en el contacto con las distintas formas como las mujeres son degradadas tanto por los hombres como por otras mujeres; la violación de una de las empleadas de la finca, su propia violación y las caricias morbosas de

Jairo Araque —un niño de “buena familia”—, la saña de la violencia basada en el género perpetrada por los actores armados sobre los que lee siendo niña, la madre dominante, las vecinas lenguaraces, los melodramones radiales que se administra Sabina mientras hace las labores domésticas —“Perseguida hasta el catre”, por ejemplo— y que se financian con todo tipo de banalidades que propenden por el consumismo femenino, entre otros, hacen parte de un proceso de concienciación que hace que Ana se revuelva contra el estilo de vida que tiene. El que muchos críticos reconozcan al texto de Ángel como un Bildungsroman no es gratuito, la evolución del personaje es notoria, así que no es posible compartir la postura de Óscar Osorio cuando afirma:

Valeria y Lorenzo son los únicos actores que ofrecen un discurso pleno de convicción

ideológica, que actúan en función de un ideario, por una causa distinta a la de sus

315 particulares intereses. Ana hace con ellos este aprendizaje, pero la muerte de Valeria y la

clandestinidad de Lorenzo la sumen en un escepticismo político que la postra. La novela

nos propone, entonces, dos caminos para la juventud de la época: la cama, el

descreimiento, la modorra, la evasión, la renuncia (el camino de Ana); o el monte, la

lucha, la reivindicación social por vía de las armas (el camino de Lorenzo). Opción

forzada por el proceso de acallamiento de cualquier expresión en contra del sistema que

en la conciencia de Ana se inicia con la muerte de Gaitán y se consolida durante los

gobiernos frentenacionalistas (98).

Para empezar, es posible que Ana solo actúe por inercia, por la misma admiración que siente por esos hermanos que le mostraron la nación-otra y le señalaron la posibilidad de un camino distinto a la domesticidad, pero afirmar que queda “postrada” tras la partida de ambos, no solo es forzar la información que la propia novela brinda, pues no se sabe a ciencia cierta qué ocurre con Ana después, sino demeritar toda la evolución del personaje y acabar sojuzgándola por medio día de pereza. En términos simples, Osorio está interpretando a Ana en tiempo homogéneo, como si estuviera obligada a adquirir la misma conciencia política que sus mentores, el mismo tiempo que ellos; situación que se ve reflejada en el saco binarista al que terminan siendo arrojados los caminos de Lorenzo y Ana, sin siquiera abrir un espacio para estudiar la inacción de Ana como un acto político y anti-sistema en sí mismo. El hecho de que Ana no llegue hasta las armas no significa que sea un personaje sin convicción ideológica, solo tal vez que su proceso ha quedado trunco tras la muerte de Valeria y la partida de Lorenzo. Ahora, es claro que el binarismo que

Osorio está trayendo a cuento se encuentra justificado políticamente porque desde La Violencia hasta el Frente Nacional la nación se expresa en términos de “comunidad imaginada”, no obstante, es arriesgado llegar a una conclusión tan tajante en una novela cuya premisa más insigne es la de la inestabilidad de todas y cada una de las situaciones que se plantean en el

316 contexto social y político, en especial cuando la representación de los actores en conflicto nunca ha fijado una imagen modélica de ninguno de ellos. A esto se puede agregar que la narradora no da elementos para asegurar el éxito de Lorenzo en la guerrilla, ni el fracaso de Ana en el exilio, lo que de entrada invalida esa perspectiva encomiástica que Osorio quiere ver en el camino que toma él, por oposición a la visión negativa sobre lo que ella hace, que entre otras cosas no es comparable, desde ningún punto de vista.

Si ha sido posible pasar de lo doméstico a lo público en el presente análisis ha sido, precisamente, porque el proceso de crecimiento de Ana, como mujer y como aspirante a subversiva, la ha orientado por ese camino. No obstante, como se acaba de demostrar, la novela termina en el momento en que Ana ha decidido entrar a combatir ese patriarcado público, haciendo que la lectura sobre este aspecto puntual deba hacerse, más bien, desde Valeria. Ha lugar recordar que, de distintas maneras, el patriarcado público representado en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón corresponde a las élites del poder con las que se ha venido dialogando desde el principio de este trabajo y que se encuentran investidas, básicamente, por los gobernantes de turno, Mariano Ospina, Laureano Gómez y Gabriel Muñoz Sastoque —a quien, no se sabe por qué, Ángel no llama por su nombre de pila como lo hace con los otros dos—. Si se piensa en términos de nación, como ya se ha dicho, los tres mandatarios promueven un modelo homogéneo, adecuado a la percepción de sus poderdantes; que se pueda encontrar a Valeria como miembro de la nación-otra es, en rigor, lo que hace que su figura sirva al propósito de comunicar la resistencia frente al tipo de nación que dichos patriarcas quieren promover, cuestión sobre la que la narradora de Ángel es clara: los hermanos provienen de ese mundo que le es ajeno y

Valeria, especialmente, tiene el empoderamiento que Ana quisiera llegar a tener.

Valeria no es como las demás. No creas. Es alguien con algo que mucha gente envidia,

que te quisieras tú, que me quisiera yo, inclusive. No sé definirte ese algo con palabras. Es

317 su manera de pisar la tierra, de estar en ella, de ser como los árboles, ¿entiendes? Con la

raíz clavada muy adentro, en las profundidades, no lo sé: algo enredado de explicar.

Jamás la verás dándoselas de café con leche, mejor dicho: y es lo más importante (100).

Ya en el primer capítulo se hizo referencia a cómo el afecto que Ana profesa a Valeria se encuentra más allá de los simples lazos de amistad que las unieron siendo niñas y las reunieron siendo jóvenes adultas. No vendría al caso volver sobre la intensidad de esos afectos ahora, lo que importa a esta parte del trabajo es considerar la manera exultante como Ana retrata a su amiga y el punto de inflexión que su retorno significa para, consciente o inconscientemente, cambiar su vida. El alcance de la relación, más allá de la bisexualidad subyacente, se encuentra en la posibilidad que tiene Ana de reconocer su propia différence, como puede entenderse a partir de Monique Wittig: por un lado, “«las mujeres»… para tener una conciencia de clase, tenemos primero que matar el mito de «la-mujer»”, por otro, “constituirse en clase no significa que debamos suprimirnos como individuos… nos vemos también confrontadas con la necesidad histórica de constituirnos como sujetos individuales de nuestra historia” (39). Es interesante ver cómo el regreso de Valeria significa, por primera vez en la vida de Ana, que esta última se pueda sentir parte de “las mujeres”, como no se sentía desde que estaba en el colegio de monjas y se encontraba entre las niñas de su edad, y que esa asociación revista el doble carácter de reconocimiento de un “nosotras-clase-mujeres” y un “nosotras-clase-activistas”, haciendo a un lado las clases sociales de las que cada una proviene. Desde una perspectiva feminista, es claro que Ana sale de lo doméstico de la mano de Valeria y, aun cuando se queda en una situación pre- revolucionaria, desarrolla con ella su propia respuesta a las imposiciones del patriarcado público.

Resulta significativo, en similar sentido, que esa misma mujer que hace que Ana pueda pensar en colectivo tenga como adlátere al hombre que la pone en contacto con su propia intimidad, que la hace experimentar los deseos eróticos de su cuerpo acercándola a esa individualidad sobre la que

318 Ana toma control tras sobreponerse al trauma dejado por la violación. Ana empieza su camino a la adultez tras seguir a los hermanos a su casa y tomarse ese primer café que le supo a media

(101) y no puede dejar de pensarse que la alcanza cuando tiene que reconocer el cadáver de

Valeria.

Haciendo una lectura radical de la novela se podría llegar a la conclusión de que la narradora está, de alguna manera, recreando una especie de arquetipo con respecto a quienes se encuentran a lado y lado de la brecha social, especialmente en la época del surgimiento de los movimientos estudiantiles en Colombia. En esa misma lectura tendrían que volverse a estudiar las costumbres pequeñoburguesas de Ana, amén de su tardía llegada a lo político, para concluir que la razón primordial por la que Valeria está comprometida es su condición de mujer humilde y sin padre conocido, que sí conoce “el mundo real”, mientras Ana es una niña rica que no ha aprendido a vivir y no conoce el sufrimiento de la pobreza. Ambas descripciones calzarían perfectamente con la noción binarista que se tenía de los jóvenes adultos —los buenos y los estudiantes— tanto en la época de la dictadura como durante el Frente Nacional y la imagen viciada que se tenía de los estudiantes, concretamente de los que provenían de universidades públicas. Con todo, la escritura del personaje se encuentra por encima del maniqueísmo que se podría esperar cuando quien escribe hace las veces de modesto testigo del fenómeno social:

“Dicen que la agarraron como a las doce y media y la llevaron directamente a la PM y allí la interrogaron porque estaba en el grupo que se agarró a lanzarle piedra a los chulavos y a gritar viva el Che… y ella llevaba la pancarta que yo pinté la noche antes, y entonces un muchacho tiró una Molotov y organizó el desmadre” (Ángel 361). La participación de Valeria dentro del movimiento, así las cosas, podría entenderse como un desarrollo de esta percepción, la de la estudiante de escasos recursos que participa dentro del movimiento estudiantil como forma de acción política dentro de su propia lucha de clases y se asegura cierta visibilidad dentro del

319 mismo. En cierto sentido, la narradora de Ángel elogia que la organización sea lo suficientemente progresista para aceptar mujeres dentro de sus filas, tenerlas como pares de sus compañeros hombres y proveerlas del espacio de liderazgo que se les suele negar dentro de los grupos hegemónicos.

La devoción de la narradora —y de la misma autora, como se ha afirmado antes— al movimiento estudiantil se nutre entonces, tanto de su constitución en un mecanismo de resistencia frente al patriarcado público que se preconiza desde de las hegemonías, como de su carácter liberador para quienes se encuentran en estado de subalternidad, permitiéndoles combatir contra las opresiones resultantes de su propia interseccionalidad. El hecho de que Ana se encuentre a sí misma, con su cuerpo de mujer y su vena contestataria, a través de dos de sus miembros es un ejemplo de ello. Esa devoción, sin embargo, se evidencia con bastante más claridad en el relato de los universitarios muertos en la manifestación: “Hay por lo menos tres mil, a lo largo de la carrera séptima con calle trece, llevando el pabellón nacional, banderas negras, coreando el himno nacional y gritando ¡libros sí, fusiles no!” (240), sobre ellos doña

Bonifacia Sepúlveda, sastoquista radical, desde su balcón, ya ha sentenciado “A esos de abajo les va a ir mal como sigan buscándose camorra” (238). La manifestación, a propósito de la muerte

Uriel Gutiérrez Restrepo —nombre que la narradora no cambia— el día anterior, derivará en la muerte de otros doce estudiantes a manos de la policía nacional pocas horas después. Un aspecto relevante en la narración de esta matanza es la presencia de estudiantes de universidades privadas dentro de las víctimas; la narradora de Ángel le da especial visibilidad a tal situación buscando, es posible asumir, demostrar que la inconformidad de los estudiantes con el gobierno no procede solo de los estratos más bajos de la sociedad sino que, más bien, es un mal tan generalizado que los hace cruzar las distancias sociales para formar una causa común. El texto documenta la

320 tragedia desde adentro, siendo este, como se afirmó en el primer capítulo, uno de los momentos más oscuros de la dictadura de Rojas Pinilla.

La calidad sui generis de la novela de Albalucía Ángel se evidencia, a todas luces, en este aspecto puntual. Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es tan consecuente con su expresión de nación en tiempo heterogéneo que se atreve a jugar con las formas como evolucionan las luchas y los distintos caminos que pueden tomar las hegemonías para establecerse sobre los subalternos. Es posible concluir, de cara a la pregunta que orienta este capítulo, que el texto en comento, denuncia los vicios de los patriarcados a partir de la narración de distintas formas de agencia y concienciación en los personajes femeninos que se les enfrentan; tales oposiciones oscilan entre lo doméstico y lo público y cada una conlleva diferentes formas de antagonismo al poder, más o menos políticas, pero todas coinciden en una resistencia denodada las diferentes formas de normalización que procuran quienes viven la nación en tiempo homogéneo. En consecuencia, habida cuenta de que los personajes subversivos femeninos logran establecer su propia forma de rebelión y son capaces de prosperar en ella, no es factible pensar en que haya sexismo internalizado dentro del texto, antes bien, la postura frente a la relación entre hombres y mujeres dentro del contexto de la lucha política es tan paritaria que a un lector poco acucioso podría llegar a parecerle que tales vínculos solo se pueden dar en una narración utópica.

A modo de conclusión general sobre este capítulo, es posible afirmar que hay acercamientos sensibles al feminismo decolonial en las novelas de Buitrago y Ángel, mientras se siguen manejando formas, bien de feminismo hegemónico, bien de antifeminismo o incluso de sexismo, dentro de las de Juncal y Romero. El punto de partida sobre estas últimas radica en que ambas, merced a sus posturas sobre la nación en tiempo homogéneo, precisan recrear narrativas maestras dentro de las cuales su postura política o religiosa cree una brecha entre nosotros y ellos para exhibir cuál debe ser el modelo de pensamiento a seguir. En esta parte en específico, se llega

321 a la conclusión de que tanto Juncal como Romero precisan de un modelo monolítico de nación, reaccionario —así solo una de ellas sea realmente conservadora— y cerrado a formas de subversión que conlleven que las mujeres abandonen la esfera privada o su propia individualidad, cuando estas tienen algo de bríos. Es por esta razón que no se han hallado formas de subversión femenina en Romero y apenas un atisbo de feminismo conservador en el texto de Juncal pues, a pesar de que esta última es una novela que ensalza ciertas estructuras de dominio, no deja de exhibir las formas de agencia femenina que se pueden dar dentro los mismos; la novela de

Romero, por el contrario, ni siquiera se toma la molestia de arriesgarse a leer a las mujeres desde una perspectiva que no sea la de la total destitución de su agencia.

Sobradas razones se han dado, por otra parte, para afirmar que tanto en Buitrago como en

Ángel se pueden encontrar formas de feminismo decolonial en la medida en que ambas autoras están invitando a quien las lee a pensar la narrativa, la política y La Violencia misma desde perspectivas más allá de las propuestas por las mismas hegemonías. La base de esto se encuentra en que ambas escritoras reconocen que la nación se da en tiempo heterogéneo y que, por lo tanto, no existe una manera unívoca de narrar su devenir histórico; de ahí que sus textos sean tan persistentes en expresar que, normalmente, la cacareada unidad nacional sea una falacia política para perpetuar las divisiones entre ciudadanos. En similar sentido, se encontró que la narrativa de ambas autoras tiende a no mirar a los personajes desde los absolutos sino, más bien, desde individualidades que se intersectan dentro del colectivo de múltiples maneras. El aspecto más llamativo de todo esto es que ni Lorenzo ni Benito mueren dentro de los textos de estas autoras, dejando la impresión de que ambas se empeñan en que la lucha debe seguir hasta que se logre acabar con los sistemas de opresión. Una diferencia notable, empero, se encuentra en la representación de la subversión femenina: mientras Ángel busca llevar a sus subversivas hasta los límites de su propio proceso revolucionario, Buitrago piensa más bien en agencias radicales y en

322 individualidades que se sujetan fuertemente a la presencia de un varón. Lo relevante, sin embargo, es que las narradoras de ambas novelas están reconociendo que las mujeres acceden al poder cuando adquieren conciencia o dominio de sí mismas.

Lo paradójico de que se pueda hablar sobre las Colombias y no sobre Las Violencias, se encuentra en que, sin importar que se cuente la nación en tiempo homogéneo o en tiempo heterogéneo, todo lo que ocurrió entre 1946 y 1964 en el territorio nacional es transmitido por estas narraciones y heredado por todos los habitantes del país hasta el momento actual como una herida que no cierra, como una pesadilla de la que no se puede despertar, como una realidad re- conocida a más de doscientos años de vida republicana. La Violencia sigue.

323 Conclusiones

Como se ha logrado mostrar a lo largo del presente trabajo, es imposible fijar un criterio

único para hablar sobre identidades en Jacinta y la violencia, Cola de zorro, Triquitraques del trópico y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón. La mejor prueba de ello se encuentra en que, incluso hablando de identidades que se estudian preferentemente en el fuero privado, como el género y la raza, su desarrollo literario evidencia la manera como estas se proyectan en el ámbito público; no de otra manera puede entenderse, por ejemplo, que los textos cuestionen la maternidad y en algunos casos lleguen a conectar su ejercicio “inapropiado” con la decisión subversiva de los personajes masculinos. De igual modo, como se expresó en el quinto capítulo, el que se pueda llegar a la conclusión de que durante La Violencia, tanto como en las novelas que aquí se han analizado, lo político es personal —y no al contrario como se sostiene en el feminismo de la Segunda Ola—, muestra con claridad que conceptos como nación, nacionalismo y clase se encuentran vinculados a elecciones acrisoladas en las intersecciones de los individuos, bien como cualidades asumidas por el simple hecho de encontrarse en un grupo hegemónico, bien como formas de respuesta a la opresión que proviene de esos grupos-otros.

El evidente solapamiento de lo público y lo privado, el centro y la periferia, el amo y el subalterno en las novelas de Juncal, Buitrago, Romero y Ángel, por otra parte, ha obligado a abrir espacios para la consideración crítica de personajes no subversivos y, en varios casos, solo tangencialmente vinculados con la lucha de estos, para demostrar que la autoras construyen al personaje tanto a partir de aquellas acciones que realiza al interior de la trama, como de las repercusiones que su obrar acarrea para otros personajes dentro de la misma. Asimismo, el patriarcado mediado por personajes femeninos, el subversivo patriarca y el buen patriarca, entre otras formas alternativas de interpretar los sistemas de opresión, sumados a la necesidad de

324 considerar las complejidades asociadas a conceptos relativamente estables como “patriarca/do”,

“hegemonía” y “dominación”, ha llevado a revaluar los paradigmas discursivos clásicos sobre todos estos conceptos buscando resaltar que el esfuerzo deconstructivo de las escritoras —así no sea premeditado— no es, en ningún sentido, menor. Si a esto se añade una reflexión sobre el contexto hipermasculinizado en el que gestaron las obras, donde solo eran visibles los caudillos, los escritores, los subversivos, los agentes de la fuerza pública y los campesinos, se impone la conclusión de que los textos de este grupo de mujeres reivindican un punto de vista “desde la otra orilla”, así sea con la misma materia prima, acercándose de manera contundente a su inserción dentro del lenguaje de los hombres. Los distintos hados de las novelas, por otra parte, obedecen a causas inherentes a su propia propuesta narrativa e ideológica, como pasa a explicarse.

Salvando las críticas que, de la mano de García Márquez, se han hecho en torno a las deficiencias técnicas de Jacinta y la violencia, es claro que esta novela se propone brindar una perspectiva ineludible del conflicto: la de los conservadores, especialmente los que vivían en las zonas rurales del país. Puede afirmarse que el error de Juncal y lo que hace que la suya sea una novela más bien olvidable, es haber puesto sus letras al servicio de la mancuerna católico- conservadora. No se afirma que insuflar un texto literario con una ideología de derecha sea malo per se, mas el hecho de que a la narradora se la pueda encontrar, una y otra vez, asentándose en binarios monolíticos y negándole matices, incluso, a los testimonios o experiencias personales que vierte dentro del texto, evidencia que la obra se encuentra dirigida a un público lector tan específico que se vuelve hostil para cualquier otro lector o lectora que quiera aproximarse a ella.

Así las cosas, a pesar de que se encuentren ideas provocativas en la novela, como la especie de familia que constituyen Mauricio, Ojos de Plomo y Manfredo o el cuestionamiento a la debilidad moral de un militar que seduce a una campesina y la deja en embarazo, la narradora de Juncal es tan reaccionaria que termina por acomodarlo todo dentro de los exactos parámetros que la

325 ideología católica manda. Y, con todo, la negación de valores tan caros al catolicismo como el perdón de Dios a través de la Penitencia, la purificación del pecado original, o de los pecados cometidos teniendo otra confesión religiosa, a través de el Bautismo o a la idolatría que precisa de sacrificios humanos para aplacar la cólera divina, ponen de presente que en términos de fe, la novela da prioridad a la idolatría sobre la religión.

Similares conclusiones se podrían aventurar con respecto a la forma como la novela entra en una especie de relativismo moral cuando se trata de hablar de linajes y, muy especialmente, cómo hace de lo negro blanco, en más de un sentido. Suficiente ilustración se ha hecho sobre cómo Sergio, el anti-subversivo por excelencia, tiene unos orígenes más bien innobles que, sin embargo, se blanquean en virtud de su adopción por parte de los esposos Choucair —cuyos orígenes judíos acarrean otro problemas como en su momento se analizó—. Empero, la postura más ignominiosa en términos de orígenes se encuentra en los ambages de la narradora de Juncal frente a los campesinos. Como se expresó antes, todos ellos son miembros de la “raza cósmica”, razón por la cual están curtidos por el ascendiente del aborigen y, al mejor estilo laureanista, son tratados en como salvajes; la narradora, por un lado les prodiga una misericordia cercana a la lástima, mostrándolos como la población más vulnerable a los embates del conflicto; por otro lado desconoce, de hecho borra, la cuestión indiscutible de que todos los subversivos en su obra, salvo Mauricio Zamora, tienen el mismo origen campesino y marginal que aquellos a quienes se representa desde las orillas de la victimización. El único personaje que se construye sobre la intersección de ser campesino y ser subversivo, Fermín Sánchez, es tratado con tanto repudio por la propia autora que ni siquiera su propias obras heroicas hacen mérito suficiente para salvarlo de la muerte brutal que lo espera al final de la novela, en cierto sentido, la novela interpreta la muerte del bandolero como un triunfo de la civilización sobre la barbarie, haciendo uso de la barbarie misma.

326 Este análisis se comunica, naturalmente, a la forma se concibe la clase dentro de Jacinta y la violencia y en la contradicción que se presenta entre los destinos de sus subversivos insignes,

Mauricio y Fermín. Puestos a hablar sobre víctimas y victimarios, es claro que, aun cuando la narradora le rehúse el perdón divino a Mauricio, le exculpa sus faltas humanas por cuanto su clase es incompatible con la ejecución de crímenes atroces. Dicho de otra manera, Zamora solo comete delitos políticos —sedición, rebelión, asociación con fines terroristas—, nunca crímenes de guerra; más aun, en el prontuario del cura no figura una sola violación o un homicidio.

Contrario sensu, Fermín, en su acusada brutalidad, mata, viola, extorsiona, secuestra y coordina a un grupo de hombres, todos ellos tan campesinos como él, que hacen lo mismo con su aquiescencia. Paradójicamente a Fermín le llega el perdón divino de manos del mismo Mauricio, por medio de la Penitencia, pero su clase tiene que cargar con el reproche humano hasta la tumba y participar del terrorismo simbólico de la pena de muerte en una plaza pública. La exaltación de las virtudes y el descarrío de Zamora vis-à-vis la natural tendencia criminal de Sánchez y su caterva de subversivos a realizar los actos más inhumanos de los que se tenga noticia, muestra con claridad suficiente cómo la autora está situando su punto de partida en la grandeza de las

élites.

Hablando de élites, es de anotar que para la narradora de Juncal no se trata de cualquier tipo de élite, es una élite calificada y unida en torno a las enseñanzas de la Iglesia Católica, fortificación moral de la nación representada en la novela y única forma válida de comunidad imaginada para la narradora, en particular por su vehemente reiteración de objetos, actividades y prácticas relacionadas con el culto católico. La novela se apalanca tanto en esa forma de unidad nacional que es incapaz de concebir que exista algo dentro de la nación que, predicando valores diferentes, pueda ser considerado benéfico para los miembros de esa comunidad; de hecho, no es difícil entrever cómo la obra le sigue el juego al discurso frentenacionalista en el que todos los

327 subversivos eran bandoleros, todo aquel que fuera denominado “bandolero” era asesino en serie y todo asesino en serie tenía un precio sobre su cabeza. No sobraría la reiterar lo que se dijo antes: hay un modelo de nación compulsivamente impuesto y un nacionalismo tan enfermizo que es imposible encontrar bondad allende las filas del propio partido político.

Frente a este panorama, se puede volver a la pregunta que orienta este trabajo, ¿estaría justificada la exclusión de Soraya Juncal del “canon” de las ‘Novelas de la Violencia’, aun cuando Jacinta y la violencia no se separó radicalmente de la propuesta literaria de otros autores de esta misma época? La respuesta amerita una triple consideración; para empezar, desde un punto de vista estrictamente técnico la novela es tan mala como cualquiera otra de las novelas malas escritas por autores aficionados que, sin embargo, perviven en los anales del subgénero, de modo que no es su valía literaria lo que la ha condenado esta especie de silenciamiento. En términos políticos, por otro lado, bien podría decirse que la novela es una respuesta azul-godo a la roja-liberal Viento seco de Daniel Caicedo, solo que con menos muertos, menos sangre y sin pájaros defecando en las bocas de sus víctimas; empero, y esta podría ser la clave de la calidad de producto perecedero de este texto, Juncal vino a publicar catorce años después de Caicedo y, para el momento en que esta obra vio la luz, el público lector ya estaba ahíto de los panfletos novelados que, con o sin bendición de los partidos políticos, aparecían en las librerías. Esta lectura puede llevarse más allá, por último, si se hace un rastreo de la propuesta feminista incipiente que subyace al texto; en el primer capítulo se dijo que la novela parecía dirigida al

“bello sexo” conservador, postura nada contradictoria con la conclusión a la que se llegó en el quinto capítulo hablando de la agencia que la narradora le otorga a Doña Pepita, efigie del feminismo conservador; la articulación de ambas ideas arroja una deducción que aliena frente a la obra en comento, incluso a los más animosos buscadores de “letras femeninas”: el texto no le aporta nada nuevo a las mujeres, ni siquiera a las conservadoras, pues para nadie es un secreto

328 que una millonaria puede hacer lo que le venga en gana con su dinero y que poco o nada importa que su carácter sea recio o apocado, que sea lideresa o simplemente mandona, para que una plétora de voluntades se dobleguen a su paso.

Esencialista, técnicamente pobre y poco desafiante en términos políticos son calificativos que se podrían aplicar a una inmensa mayoría de ‘Novelas de la Violencia’. Sin embargo, el hecho de que Jacinta y la violencia tuviera a una mujer nacida y criada en el campo detrás de la construcción de su trama, sumado a que esta mujer no supo cómo interpelar a sus lectoras para ganar su atención en el terreno ideológico —como muy hábilmente lo supieron hacer otras mujeres, doña Berta entre ellas, a la sazón—, es en definitiva lo que hizo que la propuesta narrativa de Soraya Juncal se quedara como mero testimonio de su propia existencia. Dicho en otros términos, una propuesta feminista radical habría propiciado un espacio más seguro para la novela dentro de los clásicos del subgénero, pero la autora estaba más preocupada por loar a la

Iglesia Católica que por dar una voz a las mujeres de su tiempo, lo que terminó dando al traste con el reconocimiento de su obra como pionera entre las ‘Novelas de la Violencia’ escritas por mujeres.

Si a lo largo de la presente tesis ha habido una tendencia sostenida a analizar Jacinta y la violencia y Triquitraques del trópico en las mismas subsecciones ha sido porque, como se ha insistido, la novela de Flor Romero, aun encontrándose en las antípodas partidistas de la de

Juncal, sigue una línea de pensamiento político similar y se vale de representaciones que, en lo ideológico, tienen repercusiones análogas. Naturalmente, en lo literario existe una clara diferencia y, merced a ello, es que Romero todavía se encuentra vigente entre el gusto lector de los colombianos, a pesar de que su obra no sea demasiado popular; hay en Romero, tanto como en Buitrago y en Ángel, una verdadera profesionalización de la labor escritural y un compromiso claro con la depuración de su producto literario. No sobra, así las cosas, contemplar la posibilidad

329 de que la suerte de la novela que aquí se analiza sea más efecto de la corta experiencia de la autora en el terreno de la narrativa, quien para la época apenas había publicado dos novelas más, que resultado de la discriminación sistemática a la que se someten las creaciones literarias de mujeres. Con todo, esta última posibilidad no se puede descartar; a lo largo del presente trabajo se ha precisado regresar, en varias oportunidades, a la condición de “satélite macondiano” que enviste la novela y la forma como la narradora de Romero, a través de la superstición, hace que sus personajes dialoguen con estilemas magicorealistas. Deslumbrarse con la obra de García

Márquez y tratar de emularla, en especial cuando la novela en comento fue escrita, no tiene fatales connotaciones negativas; empero, si la crítica ha sido todo menos benigna con el clásico

La casa de los espíritus por dejar ver su ascendiente magicorealista, no deja de ser plausible la idea de que un producto más modesto como Triquitraques del trópico, aun revelando menos influencias que la novela de Allende, sea criticado con mayor inquina, al punto de hacerlo desaparecer del panorama narrativo. Tal postura se podría fortalecer en que Mi capitán Fabián

Sicachá, la otra ‘Novela de la Violencia’ de Romero, menos ambiciosa y sin tintes magicorealistas, ha recibido un tratamiento crítico mucho más benévolo y, de hecho, aparece en algunos de los catálogos del subgénero.

Las representaciones de los subversivos en la obra de Romero emergen, es posible afirmar, de una acercamiento de primera mano a los fenómenos de violencia que se vivieron en la región del Magdalena Medio, en específico en las zonas limítrofes de los departamentos de

Caldas, Cundinamarca y Tolima; de ahí que sea viable establecer similitudes entre los subversivos Aguirre y algunas figuras notables de la época como Juan de la Cruz Varela y

Reinaldo Aguirre Palomo. El hecho de que el texto sea tan enfático en que los alzados en armas son siempre hombres y que las mujeres son su punto de apoyo y no sus iguales en armas, marca una pauta sobre cierto nivel de sexismo inspirando la obra; no obstante, la narradora se solaza en

330 el intento deconstructivo de varias de las instituciones más caras al falocentrismo: la sexualidad ambigua del patriarca Sandalio Sandino, la apocada potestad de Eusebio Conejero sobre sus hijos, el emprenderismo fracasado de Rufino Esquinas y la autoridad caricaturesca del Padre

Agapito dan buena cuenta de cómo la obra trata de poner en crisis las masculinidades hegemónicas. Paradójicamente, la misma narradora se rehúsa a cuestionar las imposiciones patriarcales que las mujeres de Calamoima aceptan en su rutina diaria, incluso cuando estas poseen la agencia suficiente para desafiarlas, como en el caso de Diva Espejo que pasa de ser la bruja poderosa a la madre impertérrita del primer Aguirre.

Dado que la narración tiene su centro de gravitación en Calamoima, es difícil no pensar que hay un intento de crear una narrativa maestra de esa comunidad imaginada. Esta noción, explorada en el capítulo quinto, tiene resonancias en las categorías analizadas en todo el trabajo y encaja a la perfección con las conclusiones a las que se llegó, en particular, en los capítulos tercero y cuarto. Cuando se entra a hablar sobre cuestiones referidas al linaje es claro que la narradora de Romero monta una saga familiar que tiene orígenes “nobles” en la medida en que

Juan Aniceto es el hijo regado de un “míster”. Si se parte de que el subversivo original es un mestizo, en el sentido más estricto de la palabra, mientras todos los demás personajes carecen de una codificación racial específica, de manera oblicua se está afirmando la superioridad de los genes de Juanani; si a esto se añade que este es uno de los pocos personajes al que se le confieren características sobrenaturales en el texto, parece claro que está destinado a convertirse en el paradigma a seguir en el resto de la obra, postura que incluso se puede sostener con el tamaño de su sepelio y el tamaño del corazón que reveló su necropsia. No obstante, si existe un personaje que tenga más de delincuente común que de subversivo, ese es también el primer Aguirre, cuyo sino parece marcado por la ineptitud de sus padres biológicos; su hijo y su nieto, por el contrario, criados en el seno de familias relativamente funcionales, tienen una conciencia política superior y

331 combinan formas de lucha. Todo esto conlleva a la conclusión de que la narradora de Romero se inclina a legitimar más a las familias que tienen un padre conocido, que pueda servir como guía de su hijo, así sea para que desarrolle actividades subversivas. En síntesis, es la muerte del primer

Aguirre, con máculas en su linaje, lo que hace que los siguientes puedan salir avantes en su empresa subversiva. El relato de Triquitraques del trópico, en estricto sentido, no empieza con la llegada de Sandalio y Lastenia a Calamoima sino con el enamoramiento de Juan Aniceto Aguirre y Estrella Sandino, padres de Juan Olegario Aguirre, quien muere en el monte, comandado por su hijo Juan Lino Aguirre.

Por otra parte, en términos de clase se encontró que hay un obstáculo grande para hablar de formas asociativas no concertadas dentro de Calamoima en la medida en que la novela está construida sobre la base de que en el pueblo “como uno no hay dos”. La divergencia de motivaciones entre los mismos subversivos da al traste con que estos puedan considerarse como una clase; más aún, el hecho de que haya una organización superior de los viches dentro del texto, en comparación a la de sus rivales conservadores, muestra con bastante claridad que en la novela solo se abre espacio para las prácticas discursivas de los primeros, haciendo que esa otredad que encarnan los conservadores termine siendo vista como una especie de excentricidad dentro del mismo liberalismo. A esto puede añadirse que, si se tiene en cuenta que la única dificultad que enfrenta la comunidad imaginada calamoima es la irracionalidad de los policías conservadores, resulta comprensible que al subversivo se le acepte en bloque, se le celebran las buenas acciones y se le perdonen los desmanes; que los destacamentos que se encuentran en La

Collareja puedan ejecutar sumarialmente a sus camaradas indisciplinados, incluso a sus líderes naturales; que los demás personajes decidan hacer la vista gorda cuando son encarados con las faenas delincuenciales de sus héroes y que en el texto no haya una sola violación —como si los subversivos a órdenes de los Aguirre fueran de un tipo distinto a los representados en todas las

332 otras ‘Novelas de la Violencia’— pero sí varias hijas entregadas a los cabecillas en agradecimiento por su labor revolucionaria. Reconociendo que Romero no tiene por qué detenerse a hacer un examen ético de sus propias razones, también es cierto que el texto se queda corto en expresar los argumentos por las cuales la causa liberal es legítima cuando los héroes emplean los mismos recursos que los villanos. La simpatía de la autora por la causa liberal se puede encuadrar, cabalmente, dentro del fanatismo.

El binarismo que se presenta en Triquitraques del trópico, sumado a la distancia que subyace a las actividades que despliegan los hombres, en comparación a las de las mujeres, lleva a la conclusión de que se está frente a una novela de hombres. Tal denominación no pretende calificar el texto, empero, merced a que tales hombres son actantes en la esfera pública y los

únicos legitimados por la narradora para comunicar una percepción política, resulta claro que hay un alejamiento de la mujer autora que desestabiliza una lectura desde el feminismo. Dicho de otra manera hay, efectivamente, una masculinidad femenina en la creación de los personajes subversivos y un uso del esencialismo estratégico en la forma como estos subversivos son representados como pícaros robinhoodescos, mas es difícil emitir un juicio en términos de mimetismo pues en ocasiones llega a parecer que el texto se acomoda tan a placer dentro del lenguaje de los hombres que le cuesta salir de él. Escribir sobre los hombres o como los hombres, puede sostenerse, no es patrimonio exclusivo de los hombres; pero si una mujer defiende el discurso de estos de una manera más bien acrítica, como en no pocas ocasiones se evidenció que lo hace Romero, es claro que esta busca obtener el privilegio masculino y no la equidad entre los géneros. Si algo de feminismo se puede encontrar dentro de esta novela, es el feminismo conservador de su autora y poco más; la idea de que Romero no consiguió ser tratada como una igual entre los hombres, a pesar de que puso sus letras a su disposición, surge de contera.

333 No pretendiendo afirmar que Triquitraques del trópico sea una novela olvidable o que las razones antedichas sean suficientes para justificar su exclusión del canon del subgénero, es bien cierto que el texto tiene una posición excesivamente cómoda en cuestiones que ponen a prueba la

ética de los lectores y se hace acomodaticio a la hora de cuestionar la manera de actuar del grupo liberal. No es que Romero falle por falta de ponderación, que con seguridad nunca hubo quién se la exigiera a los demás autores de ‘Novelas de la Violencia’, pero sí porque su obra se limita a relatar hechos con una objetividad dogmática, presuponiendo un conocimiento —tal vez, incluso, una legitimación— de los mismos por parte del lector, que le ahorra a la autora el trabajo de pulir los contornos morales en la forma como tales hechos son urdidos dentro de la trama. En pocas palabras, la novela toma postura de manera solapada lo que, al menos en términos políticos, aliena a propios y contrarios: para los unos no es lo suficientemente radical, para los otros no despierta mayor interés.

La postura anti-política, el desengaño del bipartidismo y el reconocimiento de la complejidad del ser subversivo es, tal vez, lo que hace que el de Fanny Buitrago y el de Albalucía

Ángel sean, entre los textos que aquí se analizan, los que mejor relatan los fenómenos anejos a La

Violencia. Tal circunstancia se puede analizar desde varios puntos de vista pero el que marca mayor diferencia, por supuesto, es que la desafiliación de los grupos hegemónicos permite una mayor libertad discursiva dentro de las obras y un forzoso justiprecio de las acciones emprendidas por cada uno de los actores del conflicto. Sería inútil reflexionar sobre cómo dicha desafiliación puede, además, intervenir en la propuesta narrativa desde un punto de vista técnico- escritural porque ello equivaldría volver a la postura de Augusto Escobar que tanto se criticó en el primer capítulo: la asunción de que la calidad de la novela reside en que su autor se ocupa más de la literaturización que de las violencias de La Violencia; en gracia de discusión podría concederse, empero, que las obras Buitrago y Ángel han acaparado mayor atención del público

334 lector y de la crítica especializada, precisamente, porque generan reflexiones desde múltiples puntos de vista y no solo desde lo literario o lo político. Sorprende, eso sí, que no se haya hecho un trabajo comparativo entre Cola de zorro y Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón pues, a pesar de sus diferencias en términos de relato, comparten elementos comunes en su técnica deconstructiva de la linealidad de la trama, en su manera de controvertir el machismo inherente a la representación tradicional del subversivo, en el erotismo como dispositivo de empoderamiento de las mujeres, incluso en el uso de la ronda infantil “Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón” en algún lugar del texto (Buitrago 133, Ángel 166); es esta una cuestión que, necesariamente, se ha de explorar en un trabajo posterior.

Lo más interesante sobre la figura de Benito Viana es la manera como su presencia en el texto, siendo tan inasible, resulta poderosa. Benito es, al mismo tiempo: hijo de un subversivo, fruto de una infidelidad, adoptado por un cornudo y criado como si fuera suyo, niño mimado por su madre, mesías, jipi, terrorista, engendrador de hijos a los que abandona, amante de su tía

Rosamunda, objeto de obsesión de mujeres que nunca lo conocieron a fondo y un larguísimo etcétera. El caos en “las vidas” de Benito muestra, de manera muy perspicua, que la narradora de

Buitrago se esfuerza en mostrar la complejidad inherente a una figura que, en el momento en que la novela fue escrita, es visto solo desde la perspectiva de sus actividades insurrectas. Al mismo tiempo, en términos de identidades, es imposible no pensar en las maneras como el propio personaje renuncia a sus privilegios para perseguir la senda revolucionaria: es un hombre, sí, pero se separa de los hombres después de la traición de Diego Cabo; es hijo de una familia de la alta burguesía bogotana, pero eso no obsta para que decida vivir pobremente, vagando por el mundo, predicando su revolución de amor; es heterosexual, mas no heteronormativista en la medida en que no recurre a la colonización del cuerpo femenino para hacerlo parte de su patrimonio. En

335 términos simples, Viana se somete voluntariamente a múltiples opresiones, habilitando la posibilidad de hacer un análisis interseccional de su construcción como personaje.

En términos de linaje, la figura de Benito Viana agrega un aspecto casi mágico a la trama de Cola de zorro. Se sabe que Benito es hijo de Guadalupe Salgado, pero su inclinación por la vida subversiva obedece a motivos completamente distintos a los de este último, quien formara sus guerrillas luego de la vendetta en la que los Viana aniquilaran a toda su familia. De alguna manera, el que Benito regrese Opalo, otrora San Miguel de los Vientos y propiedad de Manuel el viejo, para dejar su semilla se convierte en una forma de retorno diferido del héroe cuando Giovel y Enmanuel se enfrentan a Esaú Centeno, aun sin conocer el ascendiente que sobre ello tienen las luchas de su padre y su abuelo. De cierta manera, el patriarca Manuel Viana sufre distintas derrotas en su propio territorio pero el tiro de gracia sobre su dominio lo viene a recibir, realmente, tras la muerte del patriarca sucesor, Centeno, que inicia la destrucción del último baluarte de sus dominios. Lo particular sobre este asunto es, ciertamente, que a pesar de que no podría establecerse un nexo fenoménico entre la venganza de Guadalupe y la de Enmanuel, es claro que la narradora de Buitrago se ensaña con los dominios de los Viana procurando que no quede piedra sobre piedra en ellos. El simbolismo asociado a la destrucción material del patriarcado no puede ser más nítido. Si a esto se suma que la muerte material de Esaú Centeno es provocada por Evelyn-Evelyn, a pesar de que las expectativas genéricas impongan que sea

Enmanuel quien la ejecute, no puede dejar de señalarse, desde ese mismo simbolismo, que es una mujer quien debe encargarse de iniciar la revolución de las mujeres, como en efecto ocurre cuando son las hijas de Centeno las que se congregan a vandalizar y saquear su casa.

La otra cuestión observable en la novela de Buitrago y que la hace susceptible a una lectura feminista —a despecho de lo que la misma autora pueda concebir sobre feminismo— se encuentra en la crítica radical que hace a la masculinidad tóxica. Este tema se analizó en detalle

336 en el capítulo cuarto, pero merece la pena retomarlo para demostrar cómo la figura de Benito

Viana se aparta de esa masculinidad para dar paso a que los hombres sean sus artífices. La destrucción del patriarcado concurre con la destrucción del macho, detrás de la que, a su vez, se encuentra la figura de una mujer. La ruina de Manuel Viana comienza con la infidelidad Claudia y son las acciones de esta las que acaban por definir su derrota final: hacerlo criar al fruto de su infidelidad como si fuera suyo, desmantelar sus propiedades para procurarse vida de socialité en

Bogotá, endiosar a Benito porque le recuerda a Guadalupe, todo ello en razón al destino que, a su vez, la misma familia Viana decidió para la familia Salgado. La caída de Esaú Centeno, por su parte, se empieza a gestar en los márgenes de su dominio, en los cuerpos de Narcisa y Evelyn-

Evelyn, y alcanza el punto de no retorno cuando este mata a Giovel por quitarle la virginidad a una jovencita sobre la que él mismo tenía intereses; es la misma masculinidad tóxica de Centeno la que le granjea la animadversión de sus nietos adoptivos y la que nutre el deseo de venganza en

Enmanuel. Paradójicamente, ninguno de los subversivos representados en la novela llegan a ser sometidos por los patriarcas a los que antagonizan: a Guadalupe recibe la ley de fuga por parte de la fuerza pública, Benito vive en su leyenda y su muerte no llega a ser consignada en el texto,

Enmanuel va por el mundo siguiendo su propia ley; una lectura a contrapelo de la novela arroja como resultado que, aunque no se pueda predicar que los subversivos activan la lucha de las mujeres, se solidarizan con ella hasta el punto de inspirarlas a la acción.

En sana lógica, un texto que se asiente sobre una pluralidad de voces e ideologías para desarrollar su aparato narrativo, debe propugnar porque se entienda la nación más allá de la comunidad imaginada y se la empiece a entender en tiempo heterogéneo. Benito Viana, por supuesto, enviste esa heterogeneidad como ninguno y es por esto que su presencia-ausencia es piedra angular de la trama de Cola de zorro; su resistencia a ser entendido a partir de las expectativas hegemónicas de sexo-género, de linaje y de clase, es precisamente el aspecto

337 nuclear de su condición de subversivo, más allá de su propia formación ideológica como revolucionario, a la que la narradora de Buitrago no le presta mayor atención. De este modo, el que su figura sea canibalizada por sus aliados políticos a todo lo largo de la trama, pero en especial tras la muerte de Diego Cabo, es el mejor síntoma de que la hegemonía pretende normalizar sus esquivas identidades para homogenizar la nación a su antojo. Esta puede ser la razón última por la cual no se lleva la muerte de Viana al texto: hacerlo humano, asible, abriría la puerta a tratar de entenderlo en retrospectiva, lo que conllevaría que su pensamiento se hiciera apropiable para ponerlo al servicio de esa hegemonía a la que solo nominalmente pertenecía. En el fondo, lo que hace Buitrago es criticar a la izquierda colombiana, mas poniendo de presente que existe una indiscutible necesidad de que se pueda hacer oposición —como no era posible hacerla en el año de publicación de la novela, cuando el Frente Nacional estaba operando con sus mayores arrestos—.

Desde este punto de vista resulta extraño que, a pesar de que la novela sea tan revolucionaria desde un punto de vista político, no capitalice de ello en un sentido feminista. Ya antes se advirtió cómo hay una clara apología a la supresión del patriarcado, empero el texto presenta varias deficiencias ideológicas que impiden que se le pueda declarar como una pieza que busque la emancipación de las mujeres. A pesar de que el ataque al patriarcado sea premisa capital del feminismo radical, es claro que este queda excluido cuando la lucha de las mujeres precisa un acompañamiento masculino tan palmario como el que presenta el texto —la necesidad del continuum lésbico del que habla Adrienne Rich—; podría suponerse que lo que busca

Buitrago es que haya igualdad de géneros en la participación en los procesos subversivos, pero a esto habría que oponer la situación evidente de que tanto Claudia como Evelyn-Evelyn gestaron su desdén por la persona patriarca, que no por su poder para engendrar situaciones opresivas, en circunstancias puramente pasionales; Enmanuel, Benito y Guadalupe, a diferencia de ellas,

338 planearon su insurrección tomando distancia del patriarca y aferrándose a la idea de que su lucha tenía un radio de acción más amplio que la eliminación del mismo. Asimismo, la narradora de

Buitrago se centra tanto en sus mujeres que se olvida de las mujeres, es decir, preconiza las luchas individuales de Claudia, de Evelyn-Evelyn e incluso las de Ana González y Malinda

Cabo, pero no llega hasta el punto de mostrar cómo esta luchas pueden tener un impacto más amplio, cómo pasan de lo individual a lo colectivo. Por último, no sobra agregar que por más que las mujeres en Cola de zorro tengan agencia, es bastante claro que no se preocupan por contrarrestar los sistemas de dominación con los que ellos mismas cohonestan: la servidumbre, el clasismo, el racismo y la homofobia se pasean por el texto sin que la narradora tome postura alguna en su contra.

En suma, sin llegar a afirmar que haya algún tipo de fallo que haya impedido un reconocimiento más amplio de la novela de Buitrago, sí puede afirmarse que hay una especie de corrección política que impide que este resulte provocador frente a la censura y seductor frente al público lector de libros “prohibidos”. Es un texto demasiado urbano y burgués para convocar a los amantes de “los cortes”, a los aficionados a las luchas intestinas por el poder y a los miembros de los partidos tradicionales que esperaran algún tipo de alianza por parte de la autora. De igual manera, Cola de zorro es un texto que necesita un lector calificado, lo cual iría en contra del público masivo que dio la bienvenida al grueso de ‘Novelas de la Violencia’ y lo podría encontrar confuso, caótico inclusive. En definitiva, es evidente que la novela en comento es una muestra de cómo evolucionó la narrativa colombiana en el S. XX y cómo, manteniendo el motivo canonizado por toda la producción anterior, La Violencia, empezó a conjugar fenómenos que, sin estar directamente relacionados con la misma, resonaban dentro de su campo semántico; cuestión que, sin embargo, no coadyuvó a granjearle un espacio más distinguido dentro de la tradición vernácula.

339 Habría que volver sobre los lugares comunes que se han creado dentro de los análisis de

Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón para resituar su jerarquía, tanto dentro de las obras que se analizan aquí, como de las que conforman el subgénero ‘Novela de la Violencia’ y de la literatura colombiana en general. La polifonía, el collage, la crítica a los patriarcados, la deconstrucción de la trama, la excelente selección de las piezas que informan sus pasajes basados o calcados de la vida real, la radiografía política del Frente Nacional, el discurso a favor de los movimientos estudiantiles, el erotismo insurreccional… es imposible dimensionar la titánica labor de Albalucía Ángel con una sola lectura de esta novela. A pesar de esto, del grupo de

“escritoras profesionales” cuyas obras se analizan aquí, Ángel parece ser la más inconstante con respecto a los tiempos de publicación de sus textos y la que, al menos en el papel, muestra menos producción literaria. En su aparición pública más reciente, la autora ha afirmado que parte de esto se debe a que no encuentra una editorial que quiera publicar su material, a pesar de que ella misma ha ofrecido manuscritos que dan continuidad a Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, apreciación que parece no tener demasiado fundamento si se tiene en cuenta que Ediciones

B acaba de lanzar una edición conmemorativa de esta última que ha hecho que Ángel vuelva a estar dentro de las búsquedas en librerías. Los correvediles de las editoriales en Colombia han sostenido que la autora es una vedette literaria, además de estar un tanto tocada, lo que hace que sea difícil trabajar con ella, incluso para reeditar sus textos clásicos. Esto, sin embargo, no tiene incidencia alguna en el análisis que aquí se adelanta y solo propende por poner en cuestión el hecho de que, entre lo uno y lo otro, se está poniendo en riesgo la posteridad de quien es, sin lugar a discusión, la escritora colombiana más importante del último siglo.

Historiales aparte, lo cierto es que la novela que aquí se analiza no obtiene su sitial de preeminencia de la nada, además de las características que se anotaron anteriormente hay dos desde las cuales puede afirmarse su singularidad y la manera como reinventa la forma de contar

340 La Violencia en Colombia: la primera de ellas es el reconocimiento de que La Violencia proviene de una sociedad enferma en la que la política se convierte en dogma y en la que se ha perdido, por completo, el respeto a la vida y a la dignidad humanas; la segunda es el profundo desprecio que le inspiran los caudillos a la narradora de Ángel, haciendo que su representación se dé en términos siempre negativos, reflejos de una inconfesada sociopatía. La indagación en este último aspecto es de un hondísimo calado y ha debido dejarse aparte porque podría sacar de cauce el objeto principal de este proyecto, mas no puede dejar de consignarse que aun Gaitán, con todo y el dramatismo con el que la narradora refleja su muerte, el posterior Bogotazo y el 9 de abril, asienta su legitimidad sobre un discurso que predica hacia el contrario. Sobraría aquí traer a cuento la manera como llegan Mariano Ospina Pérez, Laureano Gómez y Gustavo Rojas

Pinilla —Gabriel Muñoz Sastoque— a las páginas de la novela; cada uno de ellos con un discurso más virulento que el anterior, convertidos en todopoderosos patriarcas que ordenan el

ámbito público para satisfacer sus propios intereses, sin pensar en las vidas que sus imposiciones pueden terminar cobrando. La crítica feminista más animosa de la obra de Ángel pocas veces ha parado mientes en este tipo de patriarcado que, se puede sostener, es mucho más trascendental en el crecimiento de Ana como mujer política que la situación de sometimiento que vive al interior de su casa, máxime si se tiene en cuenta que, como se llegó a concluir en el capítulo tercero,

Ángel crea a su subversivo para representar a su yo político.

Con este antecedente, es claro que el subversivo creado por Ángel debe, necesariamente, ser de un talante en abierta oposición al caudillo; no puede buscar el poder por el poder, mancillar la dignidad de quienes se encuentran en estado de subalternidad, ni ver a las mujeres como sus inferiores; tampoco le es dable que no esté en contacto con sus sentimientos, no se atreva a llorar o se restrinja para hablar de sus miedos. En general, la narradora de Ángel está buscando, y muy posiblemente reclamando, una re-construcción de la representación del hombre que no puede

341 lograrse por una vía distinta a la de la subversión; no es descabellado pensar que la razón por la cual la narradora escoge a Camilo Torres como inspiración de la resistencia de Lorenzo es su innegable calidad de hombre nuevo, de líder capaz de abandonar sus propios privilegios —que, perteneciendo a la Iglesia Católica y a una familia burguesa bogotana como Torres, eran muchos—, para buscar un país más justo. Por demás estaría añadir que, tanto en la novela como en sus declaraciones públicas, Ángel ha sido clara sobre la devoción que le profesaba al movimiento estudiantil de los años setenta, en especial por la manera como este abrió sus puertas a las mujeres y las tuvo como compañeras en armas, amén de acortar la brecha entre clases dando la bienvenida, entre sus filas, a estudiantes provenientes de lado y lado de la escala social.

Habida cuenta de todo los anterior, no resulta extraño que la narradora termine creando un personaje tan entrañable como Lorenzo quien, aparte de estar en el corazón del movimiento estudiantil y convertirla en miembro activa del mismo, conecta a Ana con su cuerpo de mujer, atrapado en el trauma de la violación del que fuera víctima. Lo más especial sobre Lorenzo y su relación con Ana es que este se encuentra en las exactas antípodas de donde debe estar un hombre

“digno” de una mujer como ella: sin un padre conocido, sin abolengo, sin un centavo en el bolsillo y, gracias a sus posiciones de izquierda, sin un futuro que ofrecerle. La caracterización se da por partida doble: por un lado se encuentran sus relaciones familiares, Valeria y la vieja, ambas tan pobres y tan distantes de la extracción social de Ana como él mismo; por otro lado, está la comparación que la misma narradora hace entre la nobleza de Lorenzo y la de los hombres que cortejan a Ana. La elección de ella es más bien sencilla, él puede no tener linaje pero está dispuesto a mostrarle un mundo lejos de las estructuras de dominación que la han acompañado toda su vida, en particular de la violencia inherente a mantener su condición de “niña bien”, y tiene a su lado a esa mujer fascinante que es Valeria, a quien contempla con una admiración que, en no pocas ocasiones, se puede comprender como deseo. Aparte se encuentra una cuestión sobre

342 la que no se puede insistir lo suficiente: Lorenzo ve a Ana como una mujer independiente, no como su propiedad, y no exige de ella más que un poco de atención porque ella es su único consuelo cuando está en la cárcel.

Vale la pena recordar que no es Lorenzo el único subversivo que pasa por la vida de Ana; la novela es bastante clara en las diversas formas levantamiento que se dieron en los años de La

Violencia y a cada una de ellas les otorga un espacio particular, pudiendo llegarse a afirmar que la narradora de Ángel es la única capaz de diferenciar al bandido del bandolero y del guerrillero, al policía político del chulavita y el pájaro y al estudiante del agitador social. A diferencia de las otras novelas, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón no cede a la tentación de condenar a los unos y redimir a los otros. Por supuesto, tampoco puede llegar a afirmarse esa toma de postura solapada que se le endilgó a Romero pues, como ya se ha dicho, la novela se encuentra decididamente de parte del movimiento estudiantil y se resiste a señalar las actividades terroristas en las que, se encuentra documentado, sus miembros llegaron a incurrir. Así las cosas, todo aquel que antagonice a los estudiantes es, asimismo, antagónico en el texto; en este grupo entrarían los policías, el DAS y el F2 —estos dos últimos, macabras creaciones de la Guerra Fría en el país—, todos ellos involucrados, de una u otra manera, en el encierro y las torturas de los que es víctima Lorenzo. Aun así, quedan muchos subversivos por fuera de esta relación, sobre todo porque esta última es la que marca los años postreros de La Violencia, y es ahí donde la obra se hace mucho más rica en su mapeo de los diferentes grupos que actuaban en la época, mostrando las contradicciones propias del bandido que deviene bandolero, el dogmatismo católico que motivaba a los pájaros y la conformación de las guerrillas durante el Frente

Nacional, a las que busca vincularse Lorenzo.

El recorrido de la narradora de Ángel por estos grupos no es gratuito; la denuncia más categórica que hace la novela es la de la misoginia inscrita en el habitus de la clase victimarios

343 quienes, bien fueran bandidos, bandoleros o agentes de la fuerza pública, afirmaban su masculinidad y su dominio por medio de la violencia sexual, cometiendo actos nefandos en los cuerpos de mujeres de todas las edades, principalmente en las zonas rurales por las que pasaba el meridiano del conflicto. La novela se hace bastante gráfica a la hora de relatar este tipo de violencias y enfrenta los hechos como testigo ocular de los mismos, asomándose a límites solo explorados por los textos sanguinolentos de los años cincuenta. Si a esto se suma que los victimarios estaban alentados, a su vez, por diferentes tipos de caudillos —políticos en Bogotá, gamonales que en los pueblos reproducían la hegemonía de sus partidos—, la crítica férrea al patriarcado y a la propagación de masculinidades tóxicas se aplica tanto a quienes detentan en el poder como a quienes los obedecen. En últimas, a pesar de que el recorrido histórico de Ángel pueda dar la impresión de que La Violencia tiene unas causas históricas objetivamente constatables, lo cierto es que los responsables remotos de la misma son los hombres que cohonestan con todo tipo de vilezas para perpetuar su poder. De ahí también que el personaje de

Lorenzo sea tan caro a la narradora y a la trama de la novela: es él quien representa la esperanza del hombre distinto, el que puede hacer algún tipo de diferencia.

Es posible concluir, así las cosas, que la línea más fuerte de la trama de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón es, sin lugar a dudas, su compromiso feminista radical. Y contrario a lo que se podría esperar en el mismo contexto masculinizado en el que la obra vio la luz, ello no alienó a ningún lector ni impidió que la obra se convirtiera en el clásico que todavía es. Es bien cierto, de todas maneras, que la novela de Ángel, en tanto requiere del lector cierto nivel de conocimiento de la Historia de Colombia, amén de una sensibilidad especial para encontrar todos los matices que se encuentran dentro de los párrafos del texto, precisa de un lector tanto o más calificado que la de Buitrago; sin embargo, por los mismos siete años de evolución narrativa que la separan de Cola de zorro, es posible afirmar que Ángel se encontró

344 con un lector más maduro, listo para enfrentar textos menos convencionales, atento a los vientos de cambio en la producción literaria que soplaban desde América Latina y se insertaban magistralmente en las plumas de hombres y mujeres por igual. Imposible afirmar que el éxito de esta novela sea fruto de la casualidad, sí se puede aseverar que es una perfecta hija de su tiempo.

En general, es claro que los subversivos no son héroes, a pesar de que varias de las autoras aquí estudiadas jueguen con esa idea. Fermín Sánchez está más lleno de contradicciones que de matices, lo que de plano descarta que pueda ser pensado como un héroe, de modo que es

Mauricio Zamora quien puede pensarse desde este punto de vista en Jacinta y la violencia de

Soraya Juncal. Inspirado en Camilo Torres, a pesar de que renuncia a todos sus privilegios para acceder a la causa revolucionaria, es condenado religiosa y moralmente por la narradora, por agraviar a la Iglesia Católica pasándose al bando de sus enemigos, y tiene que cargar con la culpa de haber sido responsable (in)directo de la muerte de la hermana Natalia y de su tío. De los

Aguirre, en Triquitraques del trópico de Flor Romero, solo Juanani tiene tintes heroicos y estos le vienen dados, más bien, por las facultades sobrenaturales que le asigna la narradora; no se precisa de una lectura draconiana de la novela para llegar a la conclusión de que, a pesar de sus buenas acciones y de las simpatías que por su causa revela la narradora, el primer Aguirre es, a lo sumo un anti-héroe: benévolo con los calamoimas, infame con el resto del mundo. Benito Viana, por otra parte, es la forma como Fanny Buitrago en Cola de zorro afirma que los héroes solo sirven para alimentar leyendas y que, las más de las veces, sus efigies son usadas para perpetuar hegemonías en lugar de llamar a la acción. Lorenzo, finalmente, a pesar de que parece que destinado a convertirse en un mártir de la causa estudiantil, es mantenido con vida por la narradora de Albalucía Ángel en Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón para sostener, puede decirse, que solo hay momentos heroicos, no héroes, y que la lucha debe seguir adelante.

345 Más allá de las especificidades de los textos que se han examinado a lo largo del presente proyecto, una cosa es clara, tanto para La Violencia como para el conflicto que, aparentemente, va tocando a su fin: no existe una manera de alcanzar la paz sin tener en cuenta, dentro del proyecto de la misma, a todas y cada una de las identidades que han sido oprimidas a lo largo de la historia del país. Las opciones de Colombia, en este momento de su era republicana, se limitan a dos: ser interseccional o perecer.

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