MANUEL DOMINGO Y SOL Un hombre de corazón Julio García Velasco

Salamanca 2008

CONTENIDO

1. Nacido a orillas del Ebro. 2. Retrato humano del Beato Manuel 3. Un cura que hablaba en voz alta con Cristo en el Sagrario 4. El maravilloso lema de “hacer siempre el bien” 5. Mosén Sol lo vendió todo por los jóvenes 6. Un cura que se encontró con un seminarista hambriento, y halló el tesoro de la “llave escondida”. 7. Un gran creyente que comprometió a los seglares en los “negocios” de Dios 8. ¿Qué hacía un cura de Tortosa en los ambientes romanos? 9. Un sacerdote que no quiso trabajar solo. La Hermandad de sacerdotes operarios diocesanos 10. En invierno se apagó el Sol

Nota previa

Los destinatarios de este librito son toda clase de personas, por lo cual he omitido todo lo que llamamos aparato científico. Todo lo que se afirma se puede documentar científicamente. La base fundamental de los datos es el estudio y lectura que durante algunos años realicé en los Escritos del Fundador, que se encuentran en el Archivo General de la Hermandad en Roma. Me ha sido muy útil la “Vida del Siervo de Dios Don Manuel Domingo y Sol, Apóstol de las vocaciones, Fundador de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús. Escrita por Don Antonio Torres Sánchez, Pbro., de la misma Hermandad. Tortosa. Imprenta moderna de Algueró y Bayes 1934. De gran interés informativo y científico me ha servido la gran Obra “Mosén Sol” de F. Martín Hernández y Lope Rubio Parrado, Ediciones Sígueme, Salamanca 1978 He tenido en cuenta, además, algunas informaciones y opiniones contenidas en “mosén Sol”, de Juan de Andrés Hernansanz, 1970, en “Perfil del Operario. Diez rasgos esenciales”, de Julio García Velasco, y “Valores humanos en el apóstol de las vocaciones”, de Urbano Sánchez García. El nombre dado al Beato es muy aleatorio: varía según las circunstancias, el tono del escrito, y hasta la simpatía del autor. Pienso que todos son válidos para expresar la figura, el afecto y la significación del Beato Manuel Domingo y Sol en la vida de la Iglesia y entre los interesados, simpatizantes y amigos de la Hermandad de Sacerdotes Operarios Diocesanos del Corazón de Jesús que él mismo fundó.

1 Nacido a orillas del Ebro

Tortosa y el río Ebro son inseparables. El río llega a Tortosa, fatigado ya del largo, y a veces penoso, recorrido: desde el humilde nacimiento a borbotones, monte arriba, cerca de Reinosa, en Cantabria (Fontibre), luego la ansiosa bebida del agua de los neveros que le van haciendo río, el trazado de curvas peligrosas entre rocas y maleza, más abajo la pérdida generosa de caudal regando tierras sedientas, el beso silencioso y eternamente repetido a los muros del Pilar de Zaragoza, y finalmente la llegada, presintiendo ya muy cercano su destino, a la ciudad de Tortosa. La ciudad está orgullosa de su río. A una ciudad sin río se diría que le falta algo. En Tortosa, los balcones de los palacios y casas señoriales se asoman a su paso. La catedral gótica, consagrada el año 1597, elegante se mira en el espejo navegante de sus aguas. Y arriba, en lo más alto,toma nota de su paso el Castillo del siglo X que mandó construir Abderramán III, escoltado por las montañas de Beceite, en un entorno que aúna la belleza monumental de la ciudad con los atractivos de los diferentes enclaves naturales que lo rodean. El río, envuelto en mil batallas, ha ido acogiendo para la mar un gran número de cuerpos humanos sin vida. El Castillo ha sido protagonista y testigo de todo ello. La ciudad, se ha alegrado muchas veces y se ha engalanado de fiesta en muchas ocasiones a su paso, pero también, en ocasiones, lamentablemente, ha sufrido la alarmante subida del nivel de sus aguas, que han inundado los bajos de la mayor parte de las casas de la población. Pero ahí siguen, siempre unidos, el río grande de España y la ciudad cargada de historia, hoy envejecida y más pequeña. Pero siempre estarán orgullosos los tortosinos de haber merecido su ciudad el título de “Fidelísima y Ejemplar”, y más recientemente el de “Muy Noble y Humanitaria” que ostenta su escudo. Bien podría aplicárseles a ellos lo que uno de nuestros clásicos dijo de los leoneses: que “no hay hombres más moridos de amores por su tierra”. La vida social de Tortosa se nutrió perennemente de la savia de la fe. Evangelizada, según cuentan antiguas tradiciones, desde los albores mismos del cristianismo, por San Rufo, su primer Obispo, bautizado y discípulo de San Pablo, con el que vino a España, conservó integra y floreciente su fe, vigorizada, siglos después, con la predicación de San Vicente Ferrer, y mantenida a través de los tiempos gracias a los apostólicos desvelos de los religiosos de diversas órdenes: Franciscanos, Recoletos, Carmelitas, Mercedarios, Capuchinos, Dominicos, Trinitarios Calzados, Jesuitas..., que se fueron estableciendo en ella. Pues aquí, a orillas del Ebro, el 1 de Abril de 1836, en la calle del Ángel, número 18, nació Manuel Domingo y Sol. ¡Qué contradicción que fuera Viernes santo, el día de la más grande oscuridad y tinieblas que ha tenido lugar en el mundo, cuando viene a la tierra de Tortosa el niño Sol! Sus padres, modelos de esposos cristianos, pertenecían socialmente a la clase de payeses acomodados, y espiritualmente figuraban en el grupo de las familias más distinguidas de la ciudad por su práctica y tradicional religiosidad. Seguro que no tuvieron que pasar por la catequesis parroquial de preparación para el bautismo, (en una familia de 12 hijos, los padres y padrinos ya se lo sabrían todo, digo yo) y así, inmediatamente, el 2 de abril, Sábado santo, recibió solemnemente el bautismo el niño Manuel, en la Catedral de Tortosa. Fue un acto solemne en medio de una gran piedad y silencio, a pesar de la “nube” de niños que se agolpaban alrededor de la pila bautismal. Por cierto que no me olvidaré nunca de aquel bautizo que hice allá por el año 2000. La catecúmena, supongo yo de unos dos años, debía ser de armas tomar; todo el mundo la miraba durante la ceremonia, extrañados de su conducta ejemplar en manos de su madre. Pero hete aquí que al terminar de derramar yo el agua sobre su cabecita, la pequeña levanta seriamente el dedito y le dice al papá: “¡¡Y ahora el chupapús!!”. El coro de niños, y los mayores también, se rieron de lo lindo. Sabemos que el Beato acostumbraba a celebrar gozosamente el aniversario de su bautismo. Leemos en una carta: “Aniversario de mi bautismo. Dale gracias a Jesús Sacramentado…”. El neófito, la “nueva planta” que nace de las aguas de la pila bautismal, ha brotado en una familia buena, de auténtica solera cristiana, la “tierra buena y generosa” del evangelio. Su padre, Francisco Domingo, un hombre honrado y buen cristiano, era maestro tonelero. Su madre, Josefa Sol, se distinguía por su gran corazón. Amaba mucho y amaba a todos, con una preferencia muy destacada por los pobres. A quienes la reprendían por sus “excesos de caridad”, les respondía, aludiendo a las dos puertas de su casa: “las limosnas salen por una puerta y entran por la otra”. Dios no se deja ganar en generosidad. Doña Josefa enseñó a rezar a su hijo Manuel y le llevaba con frecuencia al templo parroquial. El Beato recordaba en cierta ocasión: “cincuenta años hace que, conducido por una mano cariñosa, venía yo a este templo”. El amor a los pobres lo aprenderá también de su madre, de manera sobresaliente, y será una de las características más significativas de su talante humano y espiritual: “La pobreza, dirá, merece siempre todos los respetos y atenciones”. El 18 de septiembre de 1890 escribirá: “En el colegio de san José (fundado por él mismo para seminaristas pobres) se reparten todos los días 400 raciones a los pobres, y viene allí toda la miseria de Tortosa”. Miseria, sí, pero el sabía muy bien que nunca se debe humillar al pobre, porque es un hermano a quien tenemos que ayudar, teniendo siempre presente que “hay que ejercitar la caridad con garbo y muy de corazón”. Sabemos que lo que recibía por su ministerio de vicario y los estipendios de misas iban a parar a los pobres. “Mi familia me alimenta y me viste”. Con eso tenía bastante. María, su hermana, obsequiaba de su parte, sus ropas nuevas a sacerdotes pobres. Le parecía una exageración, pero Manuel le decía: “Debemos practicar la caridad cuantas veces sea conveniente y, una vez convencidos de la necesidad, socorrerla, aunque para ello tengamos que vender la camisa”. “Tienes a quien parecerte…”, le dirá su hermana. «Estando mi hermano en casa, solía ésta decir, no tengo nada seguro». Ni siquiera lo estaba del todo la comida del día, pues en ocasiones echaba mano Don Manuel de las viandas ya preparadas para obsequiar a sus visitantes o a los mendigos.

“Rumor de ángeles”

No lo saben los miles y miles de interesados, devotos o como se quiera llamar, del tema de los ángeles, pero el Beato Manuel era un gran devoto del santo Ángel y de los santos Ángeles. En la familia se tenía una gran devoción al santo Ángel cuya capilla se encontraba enfrente de su casa. Mosén Sol acostumbraba a recurrir a los ángeles de las personas a quienes tenía que visitar para tratar asuntos importantes. Vamos, que los “usaba” como Embajadores o gente de fiar que le prepararan el terreno. Y algo muy sorprendente que casi nadie sabe: tenía unas ganas locas de alzar un monumento en la cumbre del Cerro de los Ángeles al santo Ángel de España.Allí subió un día, de paso por Madrid, para reconocer el terreno y echar líneas y planes. Se lo contará por carta a un sacerdote operario: “el lugar me gustó mucho…y se enardecieron mis deseos de levantar un monumento al santo Ángel de España. Subimos al pilar que señala el centro de España –o “de la mitad de medio mundo” , como decía el sacristán de la ermita”. El anteproyecto no se pudo realizar, pero qué bueno que hubiéramos tenido en medio de España, bien clavado en el centro, al Ángel protector, antes de que llegara el día negro en que España se dividiera en dos bandos horriblemente enfrentados. No obstante, a lo largo de toda su vida fue constante el “rumor de ángeles” que le traían mensajes de Dios, que le acompañaban en sus caminos, que le guardaban en los peligros. Tal vez sean estos tres rasgos: la piedad profunda (la misa y la oración), el amor a los pobres y la devoción al santo Ángel, los valores más importantes que infundió Dª Josefa Sol en el corazón de su hijo Manuel.

2 Retrato humano del Beato Manuel

Mucha gente tiene una idea bastante deformada de lo que es un santo. Es verdad que nos hablaron de los santos de hace siglos, de hombres y mujeres como gentes que ni comían, ni bebían, ni apenas dormían, y tenían visiones, éxtasis y cuando venía a bien hacían algún milagro que otro. Nos gustaba eso más que el saber que eran humanos, que tenían defectos, que luchaban contra las tentaciones y que, a pesar de todo, estaban locamente enamorados de Cristo y, por él y su reino, se sentían capaces de todo, con las bienaventuranzas evangélicas como los valores y criterios de su vida y conducta ¿Cómo era mosén Sol? ¿Qué aspecto físico tenía? ¿Cuáles eran los rasgos más significativos de su personalidad? Creo que lo humano es lo primero. Vamos a verlo.

La realidad física

Quienes le conocieron nos han dejado escrito que mosén Sol, o don Manuel como lo llamaban otros, era “alto, quizá un metro setenta y cinco centímetros de talla, recio, de complexión vigorosa. Rostro agraciado, simpático, ojos y cabellos castaños, calvicie prematura. Mirada mansa, bondadosa”. Pero hay algo inexplicable: resulta que a los 65 años la salud del beato comenzó a deteriorarse. Normal que a esa edad comenzaran las goteras. Pero lo extraño es que no comenzaran antes., El doctor Vilá decía a los colegas médicos que no se explicaba la vida de Mosén Sol, por la bradicardia que tenía: su corazón latía de una manera perfectamente rimada, pero con una frecuencia de 36 sístoles por minuto. ¿Cómo se explica esta deficiencia constitucional con un vigor físico extraordinario hasta los 65 años? ¿cómo un cerebro mal nutrido pudo soportar un trabajo intelectual tan grande? y ¿cómo su corazón “tan vulnerable” pudo resistir los continuos sufrimientos de sus tareas apostólicas? El doctor Vilá no acierta a comprenderlo e intuía que su dinamismo era una gracia de Dios. El buen doctor no sabía lo que más adelante confesaría un día el mismo Mosén Sol: que su vida “era un milagro de Jesús sacramentado”. “De la bradicardia, decía el doctor Vilá, debería seguirse atonía de vigor físico, de cerebro. Pero nada de esto le ocurría, pues resistía un trabajo cotidiano capaz de fatigar a cualquier individuo joven…; las obras por él emprendidas y desarrolladas demuestran lo gigantesco de sus facultades psíquicas”. Sabemos que practicó la natación, atravesando en sus años jóvenes el Ebro por la parte más ancha. A este respecto, recordamos una anécdota simpática: afirma el canónigo tortosino don Julián Ferrer que mosén Sol “se bañó hasta los 70 años. Un día (¿en Benicasim?) estaba para tronar. Don Manuel invita, se lanzan al mar, les sorprende la tormenta y se refugian en una caseta. Y comenta don Manuel: “Xiquet, xiquet, no digas a nadie que mosén Sol ha hecho a los setenta años esta calaverada”. “Juan Bautista Calatayud, un sacerdote operario que convivió varios años con don Manuel, subrayaba a propósito de su perfil físico lo siguiente: “trabajaba desde la mañana hasta la noche con actividad febril, sin experimentar cansancio. Y emprendía largos y molestos viajes”.

Corazón grande. Afectividad y ternura

Cuando hablamos de corazón hablamos del símbolo de la vida afectiva. Quien posee un buen corazón posee buenos sentimientos, especialmente el amor. Por el contrario, mal corazón se asigna a la persona insensible, propensa al odio, la envidia y el rencor Corazón grande es la característica más acusada de la personalidad de mosén Sol. Al verle cual era: cariñoso, afectuoso…hubo quien exclamó en cierta ocasión: “qué bien puesto tiene el nombre de Sol”. Don Rogelio Chillida, magistrado de Valencia, en la oración fúnebre que pronunció, con su pizca de exageración debida al gran amor y veneración que tenía a mosén Sol, dijo solemnemente: “No es posible concebir, en lo humano, espíritu más sensible, corazón más tierno, trato más dulce que el de don Manuel. Ciertamente, tenía grandes dotes para ganarse amigos. Alguien que le conoció muy bien le retrató así: “Era de los que atraen desde el primer momento en que se les ve; era un verdadero conquistador de voluntades. Todos se acercaban a él con cariño y le dejaban con pena” (José Vergés). “A todos amó, a todos cuidó con entrañas de padre” (Revista “El Correo Josefino” 1926, 49) “Tan sincero e intenso cariño profesaba él a todos y a cada uno, que son varios los que confiesan haber creído ser ellos los predilectos de don Manuel”. He aquí algunos testimonios de quienes lo conocieron y gozaron de su cariño y amor de padre: “Corazón grande, sensible, generoso, ardiente. Todo salía del corazón en aquel hombre, criado para la patria del amor” (Dr. José Solé) El joven seminarista Enrique Plá, futuro cardenal y arzobispo de Toledo, fue uno de los componentes del primer grupo que don Manuel llevó a Roma para inaugurar el Pontificio Colegio Español. Cuando le preguntaron sobre el Fundador del Colegio, entre otras cosas, dijo: “Dios le dotó de un gran corazón capaz de amar mucho a muchos, y su misión era ir ganando corazones por el amor”. Sabemos que la Sagrada Escritura atribuye a Dios Padre también entrañas de madre, Pues bien, mucha gente sintió a don Manuel tierno como un padre y dulce como una madre. Un botón de muestra: un día tardaba mosén Sol en regresar a su casa. Alguien va a buscarlo en el confesonario y nos lo cuenta: “allí le encontré abrazado a un ancianito, al cual con fuerte voz consolaba. Lloraba el ancianito a más no poder, y mosén Sol, con aquel corazón de buena madre, le estaba acariciando, apretándole contra su pecho” (p. 25) Si el corazón se le partía ante las necesidades de los hombres, en su trato de padre, amigo y madre con ellos, no iba a ser menos en su relación y cercanía con el Señor. Un sacerdote, muy próximo a él, comenta: “Cuantas veces tuve la dicha de darle la santa comunión, temía no le diera un síncope, por lo delicado de su salud, al recibir al Señor con aquellos afectuosos suspiros que le hacían latir el corazón con violencia” (Tomás Cubells) Las monjas “disfrutaron” del corazón grande y bondadoso de mosén Sol. Se podrían multiplicar los testimonios, pero sólo ofreceré dos de entre tantos. Vale la pena traerlos aquí. La Madre Victoria, Priora de las Concepcionistas de Benicarló, dice que “Mosén Sol no conocía límites, ni le sufría el corazón verme apenada bajo ningún concepto. Si alguna vez, al despedirme en el sagrado tribunal (de la confesión), le parecía que yo no estaba satisfecha, me llamaba con ternura: «Hija mía, ¿qué tienes?, ¿no estás bien?, quédate tranquila...», y otras expresiones semejantes, que bastaban para sosegar el ánimo más turbado del mundo. Más adelante, estando ya en este convento de Benicarló, y habiendo sufrido grave quebranto mi salud, era para alabar a Dios ver las diligencias que hizo para curarme. No hay madre tan solícita y cariñosa que así se desviva por la salud de una hija querida, como mi amado Padre se desvivió por mí en aquella ocasión”. Rivalizaban en amarle y disputábanse su predilección, mostrándose las religiosas de los diversos conventos en que confesaba, santamente celosas por parecerles que Don Manuel prefería y estimaba más a alguno que a otros. Le llamaban con el suave y hermosos título de padre, pero no por pura fórmula, sino por espontáneo y vivo sentimiento y arraigada convicción de que lo era; y en los últimos años, cariñosa y familiarmente, con el de abuelito; así como Don Manuel les trataba a ellas de «mis nietecitas». Una religiosa le escribe: «Carísimo e inolvidable padre: permítame el que así le llame, puesto que más que de tierno padre, son de cariñosa madre para conmigo los afectos de usted. Y, además de esto, yo no sé qué nombre darle que le sea más propio que el de padre de huérfanos...» Todo lo dicho no quita el que mosén Sol no tuviera momentos de enfado, de indignación y mal humor. Encontramos frases que nos lo muestran humano, con malos momentos, como nosotros, gracias a Dios. Decía en cierta ocasión: “Tengo los nervios alterados por mi poca fe” “Estoy de mal humor, rabio, me enfado, riño”. Es decir, mosén Sol, era un hombre con una personalidad muy rica, con una grandeza de corazón y una afectividad exuberante que le empujaba, a veces, a reacciones primarias menos acertadas que él, sin embargo, terminaba superando con su virtud y visión de fe. Después de todo lo dicho, no tiene nada de extraño que, desde su profundo sentido común y la experiencia personal, repitiera en sus charlas a los miembros de la Hermandad que fundó, de la que hablaremos más adelante, en el capítulo 9: “Los operarios han de ser distinguidos en talento y sobre todo de buen carácter y juicio, hombres de corazón”. E insistía: “nuestra misión no la podemos desempeñar sin ser muy espirituales, santos, y hombres de corazón… Y no basta tener esa santidad sacerdotal, no basta que seamos sacerdotes muy espirituales, tenemos necesidad de algo más los operarios: Hemos de ser hombres”. Mosén Sol lo tenía muy claro: la base de todo está en lo humano: si fallan los cimientos… ¿qué vamos a construir? Ante todo, hemos de ser hombres, y luego, por la fe, podremos llegar a ser hombres en plenitud, en Cristo. Esa es nuestra gran vocación, la primera y fundamental.

3 Un cura que hablaba en voz alta con Cristo en el Sagrario

A la edad de 15 años mosén Sol ingresó en el seminario diocesano. Una vez instruido convenientemente en las primeras letras, estudió las Humanidades en el Colegio de San Matías. Y el primero de octubre de 1851 ingresó en calidad de alumno interno en el Seminario Menor de Tortosa. Cursó allí tres años de Filosofía; y en la antigua residencia de Jesuitas siete de Teología y uno de Derecho Canónico. Los tres últimos, como alumno externo, y todos con excelentes calificaciones. Fue ordenado sacerdote en Tortosa el día 2 de Junio de 1860, a la edad de 24 años. Y celebró su primera Misa en Iglesia de San Blas, el día 9 de Junio de 1860. Hay algo que llama poderosamente la atención, y es el hecho de que Don Manuel, dotado de un espíritu tan inteligente y fervoroso, llegara al sacerdocio sin haberse formado un ideal concreto en cuanto a preferir unos u otros ministerios en su futura vida sacerdotal. Pero ésa es la verdad. No sentía un deseo ni aspiración alguna determinada. En un apunte autobiográfico, él mismo lo declara y hasta se maravilla de ello: Mi ordenación. Inexplicable indiferencia para todo cargo o empleo. Dejarme a las eventualidades de la Providencia. Repulsión a todo beneficio colativo. Inclinación a compañerismo. Afecto a la dignidad sacerdotal.» Su primer destino fue La Aldea (Tortosa) Un buen comienzo, humilde, para ir templando el espíritu apostólico que le ardía por dentro. Las primeras misas nunca se olvidan. Recordaré siempre mi primera misa en el salón que hacia de capilla, en un Hospital. Cuando me dirijo al altar, nadie me conocía, una señora un tanto mayor, enlutada, me dice ¡Bienvenido! Y yo la respondo con toda cortesía y afecto: ¡Bien hallada! Y ella, inmediatamente me corrige: “No, que Bienvenido es el nombre del difunto”. La presentación del joven pastor Mosén Sol a sus feligreses no pudo ser más afectuosa, seria y sincera a la vez. Además, era la Cuaresma. Leemos en sus apuntes: «Grande es la carga y la responsabilidad que pesa sobre mí; grande la cuenta que tendré que rendir a Dios de mi ministerio; pero confío en la bondad y misericordia de Dios Nuestro Señor, que me dará fuerzas para poderlo desempeñar. También de vosotros espero que no habréis de ser, como los hijos de Israel, reacios y sordos a las voces amorosas que el Señor os dirija por mi conducto en este santo tiempo de cuaresma; que seréis asiduos en asistir a los divinos oficios y en venir a escuchar mis instrucciones para disponeros a hacer una buena y santa confesión, y poder de ese modo presentaros puros y limpios al Señor para recibirle en la Sagrada Comunión. ¡Madre Santísima de la Aldea, Consuelo de la ciudad de Tortosa, he aquí la sagrada promesa, que os hago en nombre de estos mis feligreses, de los que Vos sois Patrona!...» Extraordinarios e infatigables esfuerzos tuvo que hacer Mosén Sol para que todos cumpliesen con el precepto de la confesión y comunión, anual. «No descansaba ni dormía», declaró más tarde a uno de sus compañeros. Confesar a gente que lo hacía una vez al año, y algunos más de tarde en tarde, no sería cosa fácil. Supongo que a nuestro mosén Sol le pudo pasar de todo, como a mi que, a poco de estrenarme como cura, se me acerca un buen hombre de pueblo y me dice, a la puerta del confesonario, así de primeras:—¿Se puede? — Hombre, le dije yo, un poco estrechos vamos a estar, será mejor que se quede ahí, a la puerta. Mosén Sol, el nuevo cura recorrió todas las casas de sus feligreses. A los que no podía encontrar en ellas por hallarse todo el día en las faenas del campo, iba allí a visitarles y hablarles, apareciendo entre ellos como por casualidad y cautivándolos con su trato humilde, jovial y cariñoso, a fin de ganarlos a su causa, dejando deslizar oportunamente un consejo, una reprensión, un estímulo, conforme lo pidiera el caso y la persona. No nos es posible precisar a qué medios y recursos apostólicos, o a qué actos de mortificación o de caridad se refiere don Manuel, al escribir, en ciertos papelitos que empleaba para atraer a los más reacios, estas palabras: «Lo hago por V.; y antes de acostarme, y al levantarme por la mañana voy a pedir a la Virgen de la Aldea la bendición para V., para que le dé salud y gracia para hacer una buena confesión en esta cuaresma, para que ya que vivimos en la tierra tan separados, podamos al menos hallarnos juntos en el cielo”. Los primeros 13 años de su sacerdocio, fueron de una actividad desbordante, como veremos en seguida ¿De dónde le venía la fuerza? ¿Con quién hacía sus planes? Muy fácil. El podía decir, con Juan de la Cruz:

“¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, aunque es de noche! Aquella eterna fonte está escondida, ¡qué bien sé yo do tiene su manida!, aunque es de noche. aquesta viva fuente que deseo, en este pan de vida yo la veo, aunque es de noche”.

Ese pan de vida, el pan de la eucaristía sostenía y explicaba el milagro de su vida. Con él, con Jesucristo sacramentado, el gran amigo, hablaba, frecuentemente en voz alta, creyéndose solo en el templo. Un día, como cuenta su biógrafo Juan de Andrés, al darse cuenta de que estaba allí, en la penumbra, un sacerdote operario, le dijo:”Bien habrías podido toser”. Sin la eucaristía, mosén Sol no hubiera hecho nada. La eucaristía explicaba el milagro de su vida. Muchas veces afirmaba: “Nuestra obra ha brotado del Corazón de Jesús Sacramentado, silencioso, olvidado, desconocido, ultrajado”. Por eso decía a sus operarios, “el amor a Cristo en la eucaristía debe ser el sentimiento peculiar, constante, tierno, interior de nuestros corazones. Este amor y este sentimiento encierra y produce la perfección, es la fuente de bendición para las obras todas de nuestras manos, el que nos excita a activar nuestros objetos y la fortaleza para todas nuestras circunstancias”. Por ello, “Jesús Sacramentado ha de ser el apoyo, aliento, consuelo y anhelo de todo nuestro corazón, la llama que ha de vivificarnos… Nuestra vida ha de ser el amor y reparación al Corazón de Cristo Jesús, puesto que a él hemos consagrado nuestro cuerpo, alma, intereses, ambiciones, fuerzas y cuanto tenemos”. Podemos afirmar que la espiritualidad del Beato Manuel Domingo y Sol se centraba en la Santísima Eucaristía. Cristo eucaristía lo era todo para él. “Una de las cosas, decía, que nos avergonzarían en el cielo, si allí pudiese haber confusión, sería el pensar que le hemos tenido en la tierra, y no nos absorbió toda la vida, todo nuestro corazón”. Por eso, legó a la Hermandad ese espíritu como uno de sus fines principales. Este amor a Jesús en la Eucaristía es, concretamente, el manantial de su entrega para trabajar en la delicada y difícil misión de formar a los futuros sacerdotes. En cierta ocasión escribía: “si descendiéramos al fondo, al manantial de los sentimientos de nuestra piedad, tal vez encontraríamos lo que no habíamos reparado ni discurrido: que el origen de nuestro deseo por el bien y fomento de las vocaciones eclesiásticas, de que Dios tenga muchos y buenos sacerdotes, ha sido nuestro instintivo amor a Jesús Sacramentado”.

La eucaristía y el milagro de un sacerdocio santo

Lo predicaba a todos los sacerdotes: “Ser sacerdotes y santos en medio del mundo es un milagro, y ese milagro lo haremos, y este milagro no se hará sin combates, tentaciones, penas, contradicciones, desmayos, temores, escrúpulos. Pues bien, cuando las tentaciones nos persigan y las ocasiones nos atemoricen y las dudas nos aflijan y las contradicciones nos desmayen, y las pasiones nos agiten, si estamos acostumbrados a acudir a Jesús Sacramentado, aunque nos parezca no tener fe y estar en tinieblas, una visita silenciosa al tabernáculo arrancará una compunción, tal vez una lágrima, que disipará nuestras dudas, calmará nuestra agitación y temores, devolverá la alegría y la paz. La experiencia os lo dirá”. Mosén Sol construyó un Templo de Reparación en Tortosa, donde reposan sus restos. Y hubiera querido establecer uno, al menos, en cada diócesis de España, para que se encendieran en el amor de Cristo todos los corazones, templos que fueran como auténticos “oasis” en el desierto de la vida, faros de Luz en medio de la tiniebla de nuestro mundo. En su tiempo, como muchos otros apóstoles, Mosén Sol hablaba mucho de la reparación. El la entendía vivía, como un estudiar los sentimientos de Cristo Redentor del hombre, para convertirlos en el motor de toda su actividad pastoral. La espiritualidad eucarístico reparadora, en la intuición y vivencia de Mosén Sol, nos pide “apropiarnos” los sentimientos de Cristo Siervo, Profeta y Pastor, en la oración de cada día; acoger en la celebración eucarística el don que el Padre nos hace en Jesucristo “muerto por nosotros y resucitado para justificación nuestra” (Rom 4,25), y comprometernos a hacer todo lo posible para que los demás también puedan compartirlo. Este era su espíritu eucarístico reparador.

4 El maravilloso lema de "hacer siempre el bien"

Cuando don Manuel abría confidencialmente su corazón a sus amigos operarios, contándoles su vida, les decía: “Una ilusión santa parecía querernos lanzar al mismo tiempo a todos los campos”. Por eso, amigos “Que no se diga de un operario que pudo hacer un bien y no lo hizo”. Este era el lema de su vida, la actitud permanente de su inquieto corazón. Sabemos que eran muy escasas las horas que dedicaba al sueño, durante las cuales se le oía suspirar, recitar oraciones y diversas jaculatorias. “Las horas de sueño, comentaba, son las que más me duelen. Nunca puedo alcanzar el término de mis deseos”. “Pídale a Dios que me de días de 48 horas y que me libre de la miseria de dormir”. Por otra parte, decía: “A pesar de nuestra indiferencia y sinceridad de corazón, ni nos dejaban satisfechos nuestros voluntarios ministerios, ni nos llenaban bastante los que se presentaban a nuestra vista, prescritos por la obediencia”. Será Dios mismo quien le irá abriendo el horizonte. Por lo pronto, tenemos que recordar que a mosén Sol le toca vivir en unas circunstancias muy difíciles. La Revolución septembrina de 1868 fue origen de tristísimas y funestas consecuencias para Tortosa, al igual que para España entera. Expulsados de la ciudad los Jesuitas el 1.º de octubre, fue convertida en Hospital su casa del Arrabal del Jesús; en el Seminario, del cual se incautó la Junta revolucionaria, fueron instalados los Juzgados; y el Colegio de Santiago y San Matías, asaltado violentamente por el populacho, destinado a cuartel de «los Voluntarios de la Libertad». En la ciudad, decretado por el Ayuntamiento el matrimonio civil, comenzaron a celebrarse algunos inmediatamente. Al mismo tiempo se declaraban suprimidas las misas que por tradición secular venían celebrándose en el Oratorio dedicado al Santo Ángel, Patrono de Tortosa. Quedó prohibido llevar pública y solemnemente el viático a los enfermos, y al clero asistir a los entierros. En 1870 ordenó el Ayuntamiento a los serenos que sustituyeran el tradicional y cristiano «¡Ave María Purísima!» por el grito de «¡Viva la Soberanía nacional!» repetido por tres veces, y en 1873 por el de «¡Viva la República española!». Eran frecuentes las sangrientas y brutales represalias de los revolucionarios, contra los tortosinos alistados en las filas del ejército carlista; los encarcelamientos en masa, los destierros y malos tratos infligidos a honrados y pacíficos ciudadanos, y aun a sacerdotes; Todo esto hacía vivir a la gente en constante temor y desasosiego, en un vivir sin vivir. Pues bien, este era el cuadro sombrío en que debía operar y desarrollarse el intrépido y ardoroso corazón de Mosén Sol. Apenas tomó posesión nuestro joven sacerdote de su cargo de Vicario de Santa Clara, se vio obligado, por efecto también del movimiento revolucionario, a desplegar toda suerte de actividades y estrategias a fin de impedir que se cumpliera la amenaza de expulsión de las religiosas de su monasterio, decretada por el Gobierno, para convertirlo en hospital militar de guerra. Ante semejante peligro, «el caritativo corazón de Don Manuel – dice una clarisa– se destrozaba de dolor y pena. ¡Cuánto trabajó y sufrió, junto con otras personas que le querían, sacrificándose de día y de noche, para poder conseguir dejarnos en el retiro del claustro. Verdaderamente, fue para nosotras un cariñoso padre, que siempre vivirá en nuestros corazones». Mosén Sol no se daba por vencido: celebraba misas, oraba y hacía orar por esa intención, y redactó en 1868 los borradores de varias cartas que, firmadas luego por la Abadesa, enviaban las monjitas a la Condesa de Reus, doña Francisca Agüero, esposa del general Prim, suplicando que interpusiera en favor de ellas la poderosa influencia de su marido para que se frustraran los planes del Gobierno revolucionario. En esta ocasión, la intervención de la Condesa obtuvo felicísimo resultado. No sólo las clarisas, sino las religiosas de Tortosa en general, y más especialmente las de la Purísima, se vieron envueltas en aquellos turbulentos días por amenazas de expulsiones. Acérrimamente batalló Don Manuel a favor de todas ellas desde la prensa, publicando vibrantes artículos en defensa de los conventos de religiosas, «eternos centinelas –escribía– de las generaciones, a través de la noche de los siglos, que nos elevan de continuo a la idea de una vida superior a la del cuerpo...Son las religiosas, lámparas del Santuario, dedicadas a arder ante Dios durante el sueño de nuestra tibieza y de nuestra indiferencia...» La “Juventud católica de Tortosa” Para contrarrestar los efectos desastrosos de la Revolución en el orden religioso y social, concibió Don Manuel la idea de realizar dos obras eficacísimas para las necesidades del momento. En primer lugar, organizó en 1869, La «Juventud Católica» de Tortosa. Él mismo nos lo cuenta: “España estaba bajo la presión de una atmósfera asfixiante de desbordamiento de pasiones, y casi diríamos de impiedad, en aquel nuevo orden de cosas, después de la tempestad del 68. Se me acercaron entonces dos o tres jóvenes de los que habían sido mis discípulos en el Instituto, pidiéndome una organización semejante a la que había iniciado la juventud católica de Madrid. Consulté con el Prelado Señor Vilamitjana, que lo aprobó, y provoqué una reunión en una casa que servía de escuela de latín, porque el Seminario estaba confiscado por la revolución. Les expuse el pensamiento de constituir la Juventud Católica con las bases de la de Madrid y un reglamento particular, que allí se empezó a discutir. No sólo se recibió muy bien la idea, sino con entusiasmo tal, que no se presentó dificultad que no se venciera, dispuestos no sólo a defender las convicciones católicas que habían recibido de sus familias, sino a combatir con denuedo con la palabra y con la propaganda del bien. El resultado fue asombroso. Baste decir que la atmósfera que reinaba cambió por completo, y con veladas, peregrinaciones, funciones religiosas, etc., salvaron la fe. «El objeto de esta Asociación –decía el reglamento de la «Juventud Católica» de Tortosa– es el que se instruyan con asiduidad los socios de la misma en los principios de la ciencia y de la moral católica; animarse mutuamente a encender en sus corazones el fuego de la religión; propagarle por todos los medios legítimos y defender con todas las fuerzas los derechos, preceptos y disposiciones del catolicismo... Serán medios para instruirse: la lectura de periódicos, folletos, libros selectos de moral católica, de controversia, de historia y literatura; las conferencias privadas y las públicas y periódicas, como también las consultas con personas instruidas... Para atender debidamente a la instrucción, se procurará, aparte las suscripciones ordinarias a revistas, periódicos, etc, formar una biblioteca escogida, para uso de los asociados, en el local de las reuniones... La Junta se compondrá de un presidente, un vice–presidente, dos secretarios, un tesorero y tres vocales... Las sesiones públicas se verificarán en fechas variables, a juicio del presidente, que las señalará con la oportuna anticipación. Serán medios para propagar la idea católica, además de los discursos de las sesiones públicas, la impresión de hojas y folletos, el establecimiento de alguna biblioteca popular, la enseñanza voluntaria y gratuita, etc ... » Ostentando la representación de la «Juventud Católica» de Tortosa fue Don Manuel a Roma en octubre de 1878, formando parte de la Peregrinación organizada por la «Juventud Católica» de Cataluña, y al regresar dio en el Círculo de su ciudad una conferencia relatando las impresiones de su viaje. Una de las iniciativas de la Academia de la «Juventud» fue la de establecer «Escuelas nocturnas para obreros y artesanos», siendo nombrado Don Manuel Director espiritual de las mismas «por el voto unánime de los señores de la Junta”. Aparte de las energías de orden moral e intelectual que derrochó Don Manuel en esta empresa apostólica, contribuyó también económicamente al desarrollo de la misma, como suscriptor siempre y como Mecenas muchas veces, según consta en sus libretas de cuentas. Del 7 al 11 de diciembre de 1887 se celebró, organizada por la «Juventud Católica», una Asamblea de Asociaciones Católicas. De tan notable acontecimiento decía la prensa católica de aquellos días: «La diócesis de Tortosa ha sido la primera en España que ha llevado a la práctica este gran pensamiento y esta obra predilecta de León XIII». Alguien ha escrito que fue aquella Asamblea el origen de los futuros Congresos Católicos Nacionales; por lo menos, bien puede asegurarse que fue como un ensayo anticipado de los mismos. Se reunieron en aquella ocasión hasta 748 asambleístas. “Pero, lamentaba don Manuel, vinieron después otros acontecimientos, cesó aquella lucha, que era la que alimentaba el entusiasmo y unía a todos en un mismo parecer, sin distinción de opiniones, y aquella pléyade de valientes se retiró a sus campamentos...”.

La prensa

En su incesante afán de combatir el mal por todos los medios posibles, se sirvió también Don Manuel, del arma poderosa de la prensa. Para salir al paso y contrarrestar los efectos demoledores producidos por cierta publicación tortosina sectaria y blasfema, comenzó a editar en 1871, en unión con su amigo don Enrique de Ossó, un periódico semanal titulado «El Amigo del Pueblo», «que recibieron –dice el mismo Don Manuel– con gozo indecible los buenos católicos en aquellos aciagos días». Por la lectura de los borradores que se conservan de artículos de Don Manuel, podemos apreciar que su estilo periodístico era siempre vivo y ardoroso. Sus escritos fácilmente se convierten en soflamas. Al hacer la presentación al público de «El Amigo del Pueblo» y exponer cuáles eran las aspiraciones simbolizadas en la bandera que se disponía a enarbolar, declaraba que descendían al palenque de la prensa para defender sus convicciones religiosas y al catolicismo, de las calumnias de sus enemigos. Se enardecía y se mostraba lleno de santa indignación al protestar contra «el estupor y la apatía que domina –escribía– en los hombres de orden... No podemos comprender la duda, la vacilación y menos la cobardía. Cuando todos convenimos en que ha llegado el momento de la actividad para lograr el triunfo del catolicismo y de la monarquía, no comprendemos la resignación de algunos resueltos a no salir de su cómodo quietismo, apoyados en la ilusión de un feliz porvenir, sin poner siquiera su mano para conducir una piedra para el edificio que es indispensable levantar ... » En sus apuntes autobiográficos, declara Don Manuel haberle sido ofrecida por estas fechas una cátedra del Seminario y haber renunciado a ella para poderse dedicar con mayor empeño a sus numerosas empresas apostólicas. Aceptó, en cambio, el nombramiento episcopal de Bibliotecario o Director de «El Apostolado de la Prensa» o «Biblioteca Popular», que tenía por objeto propagar por la diócesis lecturas piadosas y morales. Como siempre, mosén Sol fue siempre el alma y el principal agente de aquella oportuna y beneficiosa Institución. En la Circular que redactó para anunciar el establecimiento y fines del «Apostolado de la Prensa», ponderaba las excelencias de ésta como medio eficacísimo para difundir el bien y reprimir el mal, para impedir arrancar la fe, como algunos desearían, si fuera posible, del pueblo español. Para contrarrestar los efectos del mal y sostener a las almas fieles, afirmaba cómo, de tres años a esta parte, han surgido en España un sinnúmero de asociaciones destinadas a la propaganda de buenas lecturas... Y afirmaba: “ No se nos diga, no, que el mundo no está ya más que para apostolados de hierro y de fuego. Eso no sería más que la excusa de los que, parapetados detrás de su ciego egoísmo, y a pesar de llamarse católicos, quieren eludir el asociarse y trabajar por disminuir los males que nos agobian y las catástrofes que nos amenazan. Es cierto que por nosotros mismos, por grandes que fueran nuestros esfuerzos, nada podríamos, que la obra de la regeneración de la sociedad es toda de Dios. Pero Dios cuenta con la libre cooperación nuestra para realizar por la prensa sus grandes designios sobre la sociedad. Tal es el deber de cada católico, en mayor o menor grado, según su posición y talento. La victoria es segura: Sólo falta para alcanzarla un poco de calor religioso de parte de todos, para curar los corazones heridos por el error y la mentira; un esfuerzo constante hacia el bien. Lo demás, toca a Dios; así como también el señalar la hora y el momento del triunfo del bien, y del resultado de nuestra pequeña cooperación”. A impulsos del entusiasmo que sentía en orden a propagar las buenas lecturas, concibió don Manuel posteriormente, y lo tenía planeado, aunque no pudo ponerlo por obra, el proyecto de una Editorial, que había de llamarse «Imprenta Católica de San José». ¡Es que este hombre no paraba!

Su apostolado en el confesonario. Fomentador de vocaciones religiosas

Es otro de los campos de enorme actividad de aquel cura santamente “ambicioso” Vale la pena recordarlo. Las confesiones suponían un gran esfuerzo, para los sacerdotes, sobre todo de paciencia, especialmente cuando por Cuaresma pasaban a confesarse, porque sí o “porque tocaba” casi todos los hombres del pueblo. Mosén Sol dedicó infinitas horas al confesonario. Los conventos de clausura, y las parroquias, a las que acudían, sobre todo, chicas seglares atraídas por la fama de aquél sacerdote santo, fueron testigos de un ministerio que produjo grandes frutos de vida cristiana y de santidad. Antes del alba salía ya de casa para dirigirse al convento de Santa Clara. Por ser todavía noche cerrada, y muy deficiente el alumbrado público de gas, o por estar con frecuencia apagados ya los faroles del mismo, en las primeras horas de la madrugada, solía utilizar una sencilla linterna, que dejaba en el banco de piedra del porche de la iglesia del monasterio, de donde la recogía, al clarear el día, su doméstica. Allí, a solas, pasaba Don Manuel largas horas ante el sagrario, desahogando los fervorosos sentimientos de su corazón, hasta que empezaban a ir llegando penitentes. Declaraba un sacerdote de la diócesis de Tortosa que no sabía explicarse cómo se las arreglaba Mosén Sol para encauzar en breve tiempo y hacer entrar a las mujeres por los senderos de la perfección: «Yo las confesaba años y más años con la mejor voluntad, y no conseguía hacerlas salir de los moldes ordinarios. Iban mis feligresas a Tortosa, se las recomendaba a Mosén Sol, o daban ellas casualmente con su confesonario, le trataban sólo unas cuantas semanas, y volvían sabiendo de materias de oración, ganosas de amar a Jesús cada día más y ser sus reparadoras, y comulgaban con mucha frecuencia. Quedaba yo maravillado y confundido de estas súbitas e inesperadas metamorfosis en simples mujeres del pueblo. Tengo todavía algunas, y de las más modestas familias, que practican con asiduidad edificante, levantándose a media noche, la Hora Santa todos los jueves del año. Y esto data de la primera vez que se confesaron con mosén Sol”. Muchísimo tiempo y energías dedicó nuestro Beato a la dirección espiritual, de las jóvenes en proceso de acompañamiento y discernimiento vocacional, además de las religiosas de los distintos conventos de la ciudad y de los que él mismo fundó en otros pueblos o ciudades. ¿Cómo resistía tanto su delicado corazón? No sabemos. Pero, tal vez por eso, una hija espiritual suya le escribía desde Valencia: «No, no se canse de vivir, Padre mío. Yo creo que hay alguna alma que le cede a V. R. graciosamente todos los años de vida que el Señor quiera, a fin de que dilate más y más el reino de Cristo en todos los corazones. Y después, ¡qué premio tan grande va a tener, Don Manuel!» El Señor le concedió una vocación especial para tan delicado ministerio del acompañamiento espiritual. Tenía, desde jovencito, tan alta estima y afecto hacia las almas consagradas a Dios en la vida religiosa, que a los quince años, ya que no podía hacer otra cosa por ellas, redactaba una solicitud para demandar limosnas con el fin de proporcionar la dote a una joven que deseaba ingresar en el convento. Aparte las religiosas, eran numerosísimas las personas piadosas que frecuentaban su confesonario. Mosén Sol no escatimaba por su parte, incomodidades, gastos y fatigas para ayudar y servir a sus dirigidas. El mismo, cuando se trataba de vocación auténtica, las acompañaba a los conventos, a veces muy distantes, en donde habían de ingresar, y más adelante, cuando en sus viajes se le presentaba ocasión para ello, se detenía a visitarlas. “Lo mismo fue salir yo de esa, declaraba el canónigo de Tortosa y futuro cardenal Sanz y Forés, amigo de D. Manuel, que hacer explosión las vocaciones comprimidas o en infusión, y poblarse los claustros, en cuanto a la tibieza de mis prisas y rabietas se sobrepusieron los ardientes rayos del Sol. ¡Bien!» A este respecto, la religiosa tortosina Sor María de Papua nos cuenta: «Recuerdo haber oído contar a mi tía Cinta que desde pequeña la dirigía don Benito Sanz y Forés, el cual, al trasladarse a Madrid, dijo a mi tía que no podía seguir dirigiéndola espiritualmente, y le añadió: «Te he buscado un Director, que no te pesará jamás. Mira: es muy joven de edad, pero de mucha virtud. Yo te aseguro que es un sacerdote que promete y que dará mucha gloria a Dios». Tan satisfecha quedó mi tía del nuevo guía de su espíritu, que mientras vivió Don Manuel, no tuvo otro». Muchas jóvenes de fuera de Tortosa iban a confesarse con él. La Madre Rosalía del Niño Jesús, egregia teresiana, confiesa de si misma que contaba solo quince abriles cuando oyó resonar en sus oídos el nombre de Mosén Sol: «Ponte buena, hija mía, –decíame mi madre– : disponte para ir a Tortosa con el intento de ver a Mosén Sol, al varón santo de Dios.» Imposible me parece pintar con viveza de colores la impresión que en mi corazón hizo la vista de aquel venerable sacerdote: venerable, digo, por el aire de santidad que se vislumbraba ya en aquel varón de solos treinta y ocho años. Comencé a trabar amistad con él, sentíame movida por el atractivo de los dones de naturaleza y gracia con que le plugo al Señor adornar el corazón de su siervo...Mezclando la gravedad con el agrado, llevaba tras sí las almas. Mortificaba mucho a las que querían ser religiosas y sabía herir muy hondo». ¿No es verdad que esta pedagogía tan profunda, nos recuerda a santa Teresa y a san Juan de la Cruz? Cuando tenía clara la vocación de alguna de ellas, no escatimaba Don Manuel toda clase de esfuerzos y sacrificios para ayudarles a realizar sus santos deseos. Les costeaba parte de la dote; se servía de sacerdotes amigos para que las enseñasen a manejar el breviario, y a algunas hasta a leer y escribir; y de otras hijas espirituales, para que las instruyesen en otros menesteres, como planchar, hacer flores, etc. A muchas, para que pudiesen entrar sin dote, del que totalmente carecían, les costeaba las lecciones de canto y música,