Veranos niorta.les ilolores Campos-Herrero Dolores Campos-Herrero es periodista y escritora. O a la inversa, que sería difícil saber a cuál de las dos profesiones de fe se entrega con más pasión. Nació en Los Cristianos, Tenerife, pero comenzó a crecer en Lanzarote, entre largas jorna­ das escolares y veranos, casi inmortales, de sol y viento en la playa del Reducto. Sus años de forma­ ción transcurrieron en Madrid, pero Gran Cana­ ria la acogió en la década de los ochenta, y desde esa isla contempla la vida y el mundo, desde en­ tonces. Profesó fidelidad eterna a la literatpia cuando cay.) en la posada de un tal Stevenson « dejó de estrujarse las manos de preocupación! la pequeña Dorrit, el también desventuffl Copperfield y el inigualable Oliver. Por aqu época, a temprana edad, descubrió que queríí autora de libros y observar muy de cerc naturaleza humana. Un día tuvo que rendirse evidencias y como Virginia Woolf se percató c mucho que un escritor depende de los elo ajenos. Desde entonces persigue un cu( perfecto.. Ha publicado libros como de poesía C( Cbanel número cinco. Siete lunas y C domingos. De relatos como Daiquiri y é cuentos, Alejandra me mira. Fieras y ánge¡ Basara, que fue reeditado por la emisora cult Radio Ecca para ser utilizado como librd lectura en sus clases. Cuentos suyos aparecen eri siguientes antologías: Retablo y geografía de cuentos canarios. Kntologia de la literatura ca­ naria del siglo veinte, Racconti dalle Cañarle, Siete cuentos y Reincidencias, entre otros. Ejércela crítica literaria en medios como Canarias 7 y Disenso y trabaja desde 1987 en Televisión Espa­ ñola en Canarias en donde, en estos momentos, es Directora de Informativos y Programas. VERANOS MORTALES

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Dolores Campos-Herrero

Ediciones Baile del Sol VERANOS MORTALES Colección li$.m»m Wá/13

© Dolores Campos-Herrero © Baile del Sol (para esta edición) © Rafa Hierro (de la ilustración de la cubierta)

Diseño cubierta: Conchy Franchy

D.L.: SE-407-2005 en España I.S.B.N: 84-96225-48-8 Impresión: Publidisa

AEdiciones de Baile del Sol, 2005.

Apdo. Correos, 133. 38280 Tegueste Tenerife. ISLAS CANARIAS http://www.bailedelsol.org E-Mail: bailesol9iclecnet.com Sumario

Historias y mapas 9 Angeles en la carretera 11 El verano de la excavadora 17 El niño se acercó al acuario 23 El dragón que se enamoró de San Jorge 27 Venecia sin ti 33 Helga, un cuento infantil 37 Espantanubes aterriza en la Red 43 A las doce de la noche 53 Turquesa 59 Quasar 63 La expedición del 81 67

Otros casos extraordinarios 73 Noticias del fantasma . 75 Remedios de amor 85 Los tambores de las islas salvajes 91 La luna 99 Arañas 115 Espejos 119 Escamas de sirena 123 Hotel Bristol 129 ¿Para qué necesita la tinta el Architeutis? 137 Veranos mortales 143 El atropello 145 El tacto de unos dedos de pez 149 La papelera 153 Ojos de gata Christie 159 Ginebra 179 ' G de Gioconda 183 La sociedad de los viernes 187 Limpieza General 191 Estadísticas 197 El domador de pulgas 203 El camino secreto 209 El niño que no sabía respirar 213 El estilo de las rubias 217 Historias y mapas

«.Las historias soa mapas. Mapas de viajes que se han hecho, de los que podrían haberse hecho. Una ruta de Marco Polo a través de un territodo reale imaginaríof)

Jeanette Winterson Ángeles en la carretera

El ángel lo había mirado con ojos desorbitados. Era una maniobra que siempre hacía mal. Llevaba años con­ duciendo pero se notaba que le habían suspendido cinco veces en el examen práctico. Y eso que el profesor (con aquella nariz como una gran ele de principiante) nunca tuvo ocasión de verlo como ahora tomando, peligrosamente, aquellas curvas cerradas. Las alas del ángel, como plumones amarillentos, se habían agitado y habían dejado en el aire una vibración molesta. Un ruido como el de los helicópteros lejanos. Ese sonsonete que se va acercando hasta obligarnos a ta­ parnos los oídos con los pulgares de las dos manos. Los peores helicópteros, los más ruidosos, eran los que per­ seguían a contrabandistas o a las barcazas que transportaban clan­ destinamente a personas pobres. El éxito de las operaciones, por más que la propaganda in­ sistiera, era bastante lastimoso. Un balance lamentable, si tene­ mos en cuenta que, a cambio, la sordera era uno de los principales males de los habitantes que residían en la costa. En las zonas rurales, las grandes avionetas fumigadoras eran también un peligro. Cometían continuamente errores. Y el gobier-

'11' no, cada dos por tres, silenciaba incidentes como aquel del que se hablaba tanto en pequeños corros. Para erradicar no sé qué plaga de mosca blanca se utilizaron productos que ocasionaron una altí­ sima mortalidad entre la población. Una auténtica escabechina que se cebó especialmente en mujeres, niños y ancianos. Por informes secretos se supo que, después, repoblaron la zona'con los integrantes de una de las barcazas clandestinas. Una expedición en la que, por suerte, llegaron hombres ro­ bustos; mujeres en edad de procrear y algunos niños ruidosos. En el pueblo, ahora, el censo municipal era una lista muy sucinta, pero sólo era cuestión de tiempo y de saber esperar. Durante varios veranos, las estadísticas hablaron también de nueve fallecimientos diarios en accidentes de tráfico Los muy cínicos argumentaban que, total, de algo había que morir. Pero en el gobierno, la agitación no cesó hasta que algún asesor de algún cargo próximo a un ministro pensó en una solu­ ción razonable. En los periódicos, en las tertulias televisivas y en las emiso­ ras de radios de lo que más se hablaba, últimamente, era de los logros de la sociedad del bienestar. De los pasos de gigante que se habían dado en la presente década. De entre todas las modernas invenciones la que más odiaba él era la del auxilio en carretera. El ruido que hacían las unidades de salvamento era muy molesto. Por ejemplo, en ese instante, él escuchaba música de Bach. Y aquella fuga preciosa había sufrido un estertor por culpa del enviado del cielo que le tocó con su flamígera espada. Vete más despacio —dijo el antipático serafín de ojos amarillos. Por suerte, sólo lo amonestó y no hizo amago de hacerle parar y bajar la ventanilla. Como otras veces.

'12' Los ángeles le daban grima y no le consolaba nada ni le ser­ vía la idea de que, algún día, él mismo podría llegar a ser un custo­ dio de la autopista. Una vez arriba ¿se podría elegir? ¿O ese era tu destino en el supuesto de que perdieras la vida en un accidente de tráfico? Se sentía un poco confuso. Las cuestiones teológicas nunca habían sido su fuerte. Los neumáticos chirriaron un poco y por el espejo retrovisor pudo ver todavía los pies, como de centauro, del ángel que asoma­ ban por debajo de sus hábitos blancos. Otro detalle irritante. ¿Por qué los ángeles no podían vestirse como todo el mun­ do? Al menos de cintura para abajo. Porque podía entender que lo de las alas exigiera una guardarropía especial. Aminoró la marcha. Lo último que deseaba ese día era que lo siguiera un querube con sus ruidos y parafernalias. Que le echara al cogote su mal aliento cuando le pidiera que le dejase examinar su tabla de velocidad. Se preguntaba si aquel olor era el resultado del azufre que llegaba del infierno. Quedaba descartada la dieta, porque los serafines no co­ mían. Tampoco intercambiaban fluidos ni practicaban el sexo con otros ángeles o con las pecadoras del purgatorio. A su manera eran incorpóreos y, además, como no sabían lo que eran las malas pala­ bras, era difícil que se les ensuciara la boca. Era un enigma aquella halitosis. Eso, sin detenernos en el acre tufo de sus cabellos rizados como viruta de carpintero. ¿Qué clase de fijador usaban? Definitivamente, no le gustaba cómo olían los ángeles.

'13' A lo mejor venían en barca, atravesando aguas pestilentes, y era verdad todo aquello de las puertas del Hades y el paseíllo con el compadre Caronte. O tal vez, los concretos ángeles de la carretera que él se encontraba habían estado, anteriormente, destinados en Venecia. Ahora se decía que la ciudad se hundía y su antiguo aroma, en esos momentos, era hediondo. Al pasar por una rotonda, adivinó un accidente mortal y se le puso carne de gallina. Para bastante poco había servido, en aquella ocasión, el ru­ bio de las alas, destinado en aquel cruce. De hecho, aunque no quiso mirar, lo vio apesadumbrado, con la cara oculta, llorando sobre una de sus mangas de grecas doradas. Éste, se dijo, va a tener que ir a tocar la lira adonde yo me sé. Después, una vez hubo dejado atrás el nervioso rebullir de ambulancias y curiosos, se encontró con una larga pista, recta, delante de sus ojos. Entró en un túnel y uno de aquellos vigilantes movió la ca­ beza, molesto, porque había tardado dos segundos en encender las luces de situación. El error lo remedió lo mejor que pudo y siguió escuchando a Bach. Una hora más tarde, vio el letrero de una estación de servi­ cio, a un kilómetro de distancia y se prometió parar. Se sentía cansado y, si no quería quedarse dormido encima del volante, tendría que tomar rápidamente un café. Un café o dos. ¿Quince minutos? ¿Veinte? Calculó que tardaría más por culpa de aquel caracol de auto­ pista, aquel padre responsable, en coche utilitario, que lo obligaba a ir a una velocidad muy por debajo de la permitida.

• 14' Pensó que los tipos así acaban siendo ángeles y eso les estaba muy bien empleado. Suele ocurrir que en algunos de sus lentísimos avances se los traga un tráiler inmenso. Lo que él se disponía a hacer ahora era un adelantamiento indebido, porque por el carril contrario el tráfico era incesante, una serpiente multicolor que no descansaba. Adelantó, claro, y no había ni terminado de colocarse entre un flamante GTI y un todo terreno cuando, de entre los árboles de aquella •comarcal, salió el ser ondulante de todos los días. La jodída criatura de la eternidad. La criatura levantó su dedo. Lo más probable es que se hubie­ ra dado alguna que otra vuelta por el Museo porque, de repente, imitó a varios de sus antecesores en famosas pinturas. Parecía el ángel de la Anunciación pero sin poder ocultar el temblor perverso de las aletas de la nariz. ¿Disfirutarán? ¿Estarán a gusto con su misión?, se preguntó el conductor. No podía dejar de mirar aquellos labios que empezaban a ser­ monear algo y a pronunciar las rituales formas de sanción. El ángel no podía ser el mismo de antes. No se parecía y, además, nunca había oído que poseyeran el don de la ubicuidad. Ahora él estaba lejos, en otro kilómetro distante, en otro lu­ gar que lo acercaba ya al final de su ruta. El custodio de la carretera tenía aquella expresión de ira divi­ na y debía de estar diciendo algo así como que ya estaba bien, que era la quinta vez en ese día. Quiso atender a las palabras pero no pudo. Algo le nubló la razón. Antes de darse cuenta estaba buscando no sé qué en la guantera. Antes de lo que se tarda en contar hasta diez estaba saliendo de su rutilante auto.

'15' Atacar a un ángel. Ni siquiera se preguntaba ya qué conse­ cuencias tendría.

'16' El verano de la excavadora

Había un cielo encenagado. Un techo que pendía amenaza­ dor sobre la cabeza de cualquiera que se aventurara calle arriba o abajo. Cora sorbió de la taza caliente, husmeó tras los cristales y justificó su desgana. No pienso salir así se hunda el mundo, se dijo para sí misma. Y se sintió feliz, parapetada tras aquella leonera con olor a rancio y a humazo denso. Tenía suficientes provisiones para resistir un mes. Una pila de latas de alcachofas y sardinas en aceite esperaba su turno. También había café, toneladas de café. Era reconfortante tragar el aromático líquido del color de la pez. Con los posos, trataba de adivinar los movimientos de sus enemigos. Mareaba un poco la loza desportillada y se concentraba du­ rante horas en el arabesco que se formaba en el fondo. Hoy no intentarán nada, se decía finalmente con una cierta tranquilidad como de deber cumplido.

'17' Sus enemigos eran sucios y rufianescos; unos patanes. Ves­ tían, por lo general, un mono azul marino lleno de lamparones y enseñaban unos dientes roídos, por la falta de higiene o la miseria. Ella no entendía por qué sonreían como hurones y termina­ ban diciendo siempre aquello de que sólo cumplían órdenes. Bueno, esa era la facción de enemigos que le estaba permitida ver. Pero además existía otra. Otra segunda columna infinitamente peor. Más siniestra y oculta. La que formaban los engreídos mandamases que habían decidido construir una carretera.

Cora no era exactamente como aquellos indios del Canadá que habían montado sus tiendas y prendido su fijego en una hermo­ sa finca junto a un lago cuando, tras errar por muchos caminos y praderas, llegaron a la conclusión de que aquella y no otra era la tierra sagrada de sus antepasados. Los fiancionarios del gobierno también pensaban que el caso de Cora era bien distinto. A Cora simplemente no le daba la gana mudarse. Si se lo hubieran preguntado, no lo habría dicho pero si existía alguna cosa que siempre había considerado profiandamente antipá­ tica, esa cosa eran las ronroneantes autopistas; los largos caminos rectos que zumbaban todo el día y daban la impresión (a quien tenía la desdicha de tener que cohabitar con ellps)de estar asomados per­ petuamente a un avispero. En el pasado pocas veces había tenido una casa entera a su disposición, lamentaba ahora haber tardado tanto en poseer a sus anchas esa clase de refiagio; aquel sitio seguro en el que podía cantu­ rrear a cualquier hora o quedarse en pijama todo el día, sin preocu­ parse en absoluto de estar atractiva. Es más, estaba ya harta de esa manía suya anterior de mante­ nerse permanentemente guapa.

'18' Lo que le gustaba ahora era ser fea; tan fea como pudiera; fea y desagradable como las brujas de los cuentos que leía cuando era nifia. Por suerte, todos sus hombres se habían esfumado. Pero ha­ bía tenido más amantes que cualquiera de las personas que conocía. Algún marido, muchos novios y demasiados compañeros de cama que ya ni recordaba. Los últimos tres o cuatro eran los únicos que alguna vez le venían a la memoria. Y acordarse de ellos no era precisamente una experiencia excitante. Vaya que no... Al taxista, lo conoció a bordo de aquel automóvü que iba a la carrera... No paró de hablar en los diez minutos que duró el trayecto. —Cuando me pidió la recaudación, yo saqué una pequeña na­ vaja que llevo siempre, me volví y le dije, de la cárcel se sale pero del cementerio, no... —Siempre había entendido que era justo al revés —replicó Cora con una risita. En cambio, el marinero le dijo: hola, guapísima acabo de lle­ gar a tierra y me siento tan feliz que no resisto la tentación de salu­ dar a una paisana jacarandosa. El pelo le amarilleaba por el sol. Cora pensó que no tardaría en embarcarse en otro pesquero y que valía la pena pasar unas cuantas buenas semanas en su com­ pañía. Al final, librarse de aquel sujeto, le costó bastante más de lo que nunca hubiera supuesto. Acabar con aquella panda de moscones que revoloteaban por su jardín también era ahora un trabajo duro. Estuvo a punto de partirse de risa cuando la cuadrilla comen­ zó a huir despavorida.

•19* Ella ocupaba el centro del tejado y el aceite hirviendo for­ maba pequeñas crestas en su caída. En vez de congratularse por la rapidez de sus reflejos, los obreros, los empleados del gobierno, o lo que fiíeran, dijeron no sé qué de una orden judicial y de los alguaciles. Vaya pamplina... A ella, que no le vinieran con cuentos... Era divertido ver el color de ciruela de sus caras encendidas. Qué volvieran si tenían coraje. A Cora no le daba miedo nada. Siempre había demostrado que era capaz de enfrentarse a cualquier situación, por difícil que fuera. Que recordara, en su vida sólo le habían causado cierto te­ mor aquellas historias de aparecidos que le contaban de niña. Las ánimas benditas que removían, por las noches, los cacharros de la alacena. Varias podían ser las causas por las que un fallecido quería retornar al lugar en el que había vivido. Una muerte violenta, una culpa muy fuerte o una venganza. Una, en cambio, era la única manera de librarse de ellos: serrarles las piernas a la altura de la rodilla. Se le ponía carne de gallina cuando su abuela con aquellos ojos amarillos le susurraba tales cosas.

—Pero primero tienes que comprobar que verdaderamente la han palmado porque varios casos hay de muertos falsos. Cata- lepsia le llaman —concluía la anciana, perversamente, viendo su cara de espanto. Desde que su abuela había querido aterrorizarla con sus con­ sejos, le habían disgustado los asuntos de muertos. Así que quienes pensaran que ella podría tener alguna gana de darse un paseíto postumo estaban en un error inmenso.

'20' El esfuerzo de emprender tan largo camino para terminar en un sendero apestoso, no entraba precisamente en sus cálculos. Lo que pasara después del último amén, a Cora le importaba un bledo. Además, a sus treinta j ocho años, creía que estaba dema­ siado lejana la última hora. Tan distante como el olor de las viejas tardes de verano. Acercó sus labios gordezuelos a una nueva taza y repitió lo que se decía todos los días. —No me da la gana. De aquí no me muevo.

Cuando por la tarde volvieron aquellos tipos, lo hicieron con excavadoras. Los observó como alelada. Estuvo así un buen rato mientras los buldózer removían la tierra y se acercaban peligrosamente a los escalones del portón (el capataz, abierto de piernas, miraba la casa desafiante). Enseguida tuvo una idea excelente. Se firotó las manos y se puso a canturrear. Iba a empezar a buscar la sosa cáustica y el ácido prúsico. Y, ya pensaría qué más, cuando sin saber por qué se acercó otra vez a la brisa ondulante de los visillos. Los hombres estaban excitados; como niños que acabaran de encontrar en un estercolero muchos vidrios de colores. —Qué pandilla de cretinos —dijo en voz alta.

Se sentía muy tranquila. En el jardín, en cambio, todos andaban nerviosos. Revoloteaban en torno a la rara colección de grandes zapatones enharinados. Mientras preparaba su mejunje salvador. Cora recordó lo que siempre le advertía su abuela.

'21' El niño se acercó al acuario

El niño se acercó al acuario. Mira, papá, mira, gritó. Aquel pez lanzaba destellos dorados y parecía como si quisiera demos­ trarle algo; exhibir, ante sus ojos ávidos, toda la pericia que para nadar poseía. Era elegante, sagaz; de buen tamaño para ser de pecera. A esas horas, las once y media, el crío normalmente ya esta­ ba en la cama, pero ese había sido un día muy raro. Bien, mañana hablamos, de momento, ponte en contacto con la central, decía el padre, la mirada en ningún sitio, el cuerpo desordenándosele; depositando, con dejadez, todo su peso sobre una misma pierna. El teléfono portátil parecía un juguete en su mano. Sí, sí, seguro. Esta gente está muy interesada. Las franqui­ cias son el futuro. La terminal del aeropuerto estaba casi vacía, tal vez porque era sábado por la noche, o porque el verano de la ciudad se había prolongado misteriosamente, o porque nadie necesitaba, en aque­ llos momentos, escaparse a la playa. Tal vez porque costaba olvidar aquella escena, la del avión partiendo rascacielos como si fuera una tarta.

'23* El pez amarillo llevaba dos semanas viviendo en aquel de­ corado frío, un escenario de madréporas minerales y de arrecifes de plástico. Tenía los ojos muy juntos, como todos los peces. Eran dos alfileres que parecían observar al niño. Papá, papá mira, siguió insistiendo, pero ya optó por no vol­ verse. Sabía que el hombre seguiría ajeno, en sus cosas. Quizás estaba abrazado al portafolios, ahora que, por fin, se había sentado. El hombre se estaba aflojando la corbata, suavizó la voz y comenzó a conversar en un tono susurrante. Yo también te quiero, escucharon el niño y el pez amarillo. En la calle los perfiles de los edificios se habían perdidor'A esas horas, el pequeño siempre dormía. Cuando se bajó del taxi, en la puerta de la terminal, no quiso mirar alrededor. Le asustaba la oscuridad que no entendía, el frío lóbrego de la noche, el viento que le lamía la cara. Echaba de menos a su madre, pero no se atrevía a decirlo. ¿Dónde está mamá?, había preguntado varias veces, el lu­ nes y el martes. El padre lo miró como si no lo viera. O mejor, como si no atinara a comprender cómo funcionaba aquella imprecisa maqui­ naria joven. No estoy acostumbrado a tratar con crios, le dijo impacien­ te a la tía del niño. Pero ahora es tu responsabilidad, dijo la tía. El pez dorado parecía quererle, así que el niño se arrimó más a un acuario que apenas llevaba dos semanas instalado en la sala del aeropuerto. Ladeó la cabeza y empezó a cantarle la única canción que se sabía. Nadie que pasara iba a notarlo porque lo hacía bajito. La canción la había aprendido de su madre que lo acunaba así, tarareando una melodía con las uñas acabadas de pintar; el último detalle pendiente para salir de noche.

.24. Yo... ¿cuántos años tengo?, preguntaba el niño de repente. Cinco, respondía ella, soplándose las yemas de los dedos. ¿Y tu?, le señalaba con el mentón, el cuerpo entero entre las mantas. 25, 25 primaveras, ja, ja, ja, se reía ella. Y cuando yo tenga veinticinco ¿tú cuántos tendrás? Dentro de poco debería volver a preguntarlo, porque, seguía sin saberlo. Generalmente, se dormía antes de que llegara la res- puesta.- Ya se ha quedado sopa, vamonos, escuchaba siempre, entre sueños. La tía del niño también había cumplido 25 años. O eso de­ cía. Tenía un hermoso pelo rubio, pero no era tan graciosa como el pez; no le sonreía tan bondadosa y abiertamente. En el acuario, aquellas cosas minúsculas que flotaban se lla­ maban líril, el milagro de la naturaleza que se reproducía. Si no te hubieras dejado engatusar por un cuerpo bonito..., le reconvenía, al hombre ocupado, la chica rubia y guapa. Casual­ mente era su hermana y, por un error monumental, la tía del niño. Pues a saber ahora cuándo vuelve... Me dejó un mensaje en el contestador, que se iba a Madras, que te hicieras cargo del rena­ cuajo. Yo precisamente tengo una semana muy liada... Tú verás. Egoísta, pensó el hombre, pero no dijo nada. Tenía que en­ contrar la forma de decírselo a su novia. Que estaba separado y tenía familia, ya lo sabía. Lo llevaba bien. Pero no era fácil contarle que acababa de caerle del cielo un hijo de otra. Cariño, me muero por verte, le decía ahora. A lo mejor era sincero. A lo mejor, no. Su vuelo estaba retrasado; no salía hasta la una. Le quedaba tiempo para echar un vistazo al periódico del día, o para quedarse.

•25' así, simplemente sentado, viendo pasar a los escasos viajeros. Cruzó los brazos sobre el pecho y suspiró con resignación. Las luces de la sala de espera se habían vuelto mortecinas; el nifio, hecho un ovillo, estaba acurrucado cerca del acuario. Se quitó la chaqueta y lo tapó con ella. El niño dormía. Soñaba con peces dorados y madres que vuelven, dando tumbos, de madrugada.

'26' El dragón que se enamoró de San Jorge

Sabía que el tiempo de los dragones estaba a punto de con­ cluir; la edad dorada en la que fabulosas criaturas poblaban la tierra. El futuro se estaba convirtiendo en un sitio oscuro e inhós­ pito; un lugar estrecho, imposible de iluminar con sus habituales artimañas. Ahora, todo lo que tenía era pasado; días acabados; lejanas puestas de sol que parecían llamaradas. ¿Por qué se enamoró? Eso es algo que nunca sabremos. Tal vez porque se le iba la vida a cada golpe de fliego por las fauces. O porque, en las blanduras del santo, creyó entrever aque­ llas ternuras deseadas desde el principio de su vida remota. Cuando por primera vez se encontraron, no osaron siquiera mirarse de frente. Ambos sintieron temor, aunque cada uno, segu­ ramente, por una causa opuesta; por secretas intenciones nunca confesadas. Al santo le dijeron que estaba escrito que vencería a las Eier- zas del Mal y estaba ansioso porque llegara la jornada. Porque se produjera el gran instante, el duelo. ¿Con quién tendría que batirse?

'27' ¿En qué sangre, roja o negra, mojaría la punta de su lanza? El dragón, por su parte, nunca había visto un caballero con esa piel de luna, el yelmo en el que la plata estaba ya un poco abollada. Con un brillo empañado, como si la mañana fría acabase de echarle todo el aliento. —¿Eres hembra o varón? —le preguntó San Jorge, en el pri­ mer encuentro. El dragón no pudo más que reírse porque, sólo a un caballe­ ro que va a ser santo y tiene cara de niño, se le ocurre hacer una pregunta así. En su mundo no existían semejantes distinciones. Segura­ mente por eso, aquella raza, la suya, tenía los días contados. *•' ¿Hembra o varón? ¿Hombre o mujer? Le parecía el dilema más idiota al que criatura alguna pudie­ ra enfrentarse nunca. En la mirada expectante del niño belicoso vio la clase de respuesta que le agradaría. —Mujer —dijo y clavó sus ojos en los ojos del que habría de ser su rival más fatídico. Aquella noche, mientras miraba las estrellas, seguía viéndo­ los. Ojos verdes y dorados, como los de los racimos de uvas que arrancaba con los dientes. En algo tenía que entretenerse cuando, a diario, vagaba y divagaba por los campos. Era la fruta que mareaba después de que los campesinos la pisaran en algarabía de cantos, jadeos y risotadas. El robo de uvas no era el delito más terrible que se le impu­ taba. Cuando se aproximaba a las aldeas, con su andar sinuoso, todos chillaban y huían despavoridos.

•28' II

La aceptación por ambas partes del accidente que supone ser mujer, los acercó momentáneamente. El santo se sintió de inmediato atraído por la boca sensual que desprendía un aroma a clavo, una turbulencia, un calor como el de un hogar siempre preparado para recibir a viajeros extraviados. A ella —la llamaremos ella aunque los dragones, como los ángeles, nunca hayan tenido sexo— le atrajo la sonrisa triste de quien sabe que está destinado al cielo. Le gustó su sonrisa y aquellos dientes chiquitos, como las cuentas de un rosario, tan distintos a sus gigantescos molares. Desde aquel primer encuentro —venturoso y mortal— los días del dragón fueron un afán constante, un vivir sin vivir, una bús­ queda sin resultados, un echarse a los caminos por ver si habían de encontrarse de nuevo. De los santos sabemos muchas cosas. De los dragones, en cambio, tenemos tres o cuatro datos, por entero inexactos. Mientras los primeros están hechos de constancia; los se­ gundos no son otra cosa que imaginación y aire. Nunca esperan hospitalidad. Nunca tocan en la puerta de una posada. Unos son admirados y comprendidos y se aferran al recuer­ do de los hombres porque la leyenda que de ellos circula asegura que han cultivado, con creces, el trabajo, la bondad y la virtud. De la entregada vida de los dragones, de su paciencia, de su constante buen humor, de su enconada defensa de la felicidad de quienes aman, nada se habla.

'29' III

Ocurrió en mitad de una batalla. Hablamos de la segunda vez que se encontraron el dragón y San Jorge. Por aquellos días, en su convento, Paolo Ucello andaba ya obsesionado con la escamosa criatura que levanta la cabeza hacia arriba y no parece dispuesta a hacer nada para parar el golpe de la espada de bronce. Paolo Ucello nunca había visto un dragón y mucho menos al nuestro, al de nuestra historia, al pequeño dragón tan enamora­ do que es incapaz de pensar en otra cosa que no sea la piel pálida' de su caballero. También Donatello, en su estudio, planeaba ya dotarle de alas de piedra y de una cerviz malévola y callosa, un cuerpo tan demoníaco que merece ser montado a horcajadas, sin pizca de amor ni de ternura. Donatello soñó alguna vez con basiliscos y serpientes, pero nunca tuvo la fortuna de ver la cabeza flexible de nuestra hembra. El cuello hermoso, aunque airado, que se vuelve y revuelve y se resiste, apenas un momento, a ser dominado por el guerrero celes­ tial. Lo justo sería que ambos hayan pagado cara su osadía, la inexactitud de sus imágenes. Porque lo único auténtico y verdade­ ro es el hecho de que la segunda vez que se encontraron, experi­ mentaron un hondo placer. En aquella ocasión San Jorge le pidió ayuda. —Ayúdame —dijo— a resolver un enigma. Se lo explicó de forma concisa y el dragón frunció el ceño e hizo un esfuerzo considerable por estar a la altura de las circuns­ tancias.

'30' Es verdad que Jorge, que todavía carecía del título que lo ha llevado a los altares, estaba ebrio de gloria. Había bebido vino como sucede muchas veces después de las batallas fáciles. Además, había visto, sobre nubes, una multi­ tud de ángeles vengadores. Por entonces, se aventuraba en aque­ lla, una más de las muchas campañas en las que su brazo se entre­ naba y curtía para, llegado el día, estar preparado; ser digno de los designios altísimos. Era un acertijo fácil, pero aún cuando hubiese sido compli­ cado, el dragón habría dado con la respuesta. El amor es así. Se empeña en imposibles. Se da sin usuras. No se oculta ni se esconde a los ojos curiosos. San Jorge sintió en los dedos el terremoto de la piel de la extraña criatura. La criatura que el destino, por segunda vez, ponía a su alcance. Si entonces no se regalaron una cinta de colores o un estan­ darte o un rizo de cabello oscuro fue porque la despedida se preci­ pitó de pronto. Pero no sería justo decir que aquella segunda vez no hubo entendimiento, ni buena armonía, ni esa tensión que es­ pesa el aire cuando dos se atraen y se gustan. La hubo y por eso fue tan extraño el desenlace. Como si se hubieran puesto de acuerdo, se esperaron en mitad del campo. Ambos sabían que tenían una cita. El dragón soñaba y soñaba con el hombre y puede que San Jorge hubiese tenido una de esas visiones que entorpecían sus des­ cansos nocturnos. Eran más o menos las siete. Faltaba una hora para el crepús­ culo. El aire era dulce y suave y una nube remota, con forma de almena, por un momento distrajo a los amantes. Por un momento, el dragón pensó que todavía estaba a tiem­ po; que aún podría atrapar ese futuro delicioso y perfecto.

'31' Quizá pensó que por él, que no quedara. Que no habría de maldecirse ni odiarse eternamente imaginando que toda la culpa había sido únicamente suya. El dragón simplemente esperó. Habría escapado si hubiera querido. Habría vencido a su frágil rival, al niño de la piel de pez y mirada de jade. Pero simplemente esperó. Cuando San Jorge lo ensartó con su espada, el pecho le re­ ventó de pura alegría.

•32. Venecia sin ti

Pasaba las noches eti el Hotel Gabrielli, enfrente de la lagu­ na. Desde allí podía ver cómo los vaporettos traían y llevaban a las hordas de turistas que inundaban, mucho más que el agua, la ciudad de los dogos. Para los venecianos afanosos qué deben ir sorteando cuer­ pos por las calles estrechas, los visitantes son una plaga. Una mo­ lestia también, para los viajeros que se piensan más exquisitos que el resto. Esos snobs que llevan sus minúsculas libretas para ir ano­ tando cuanto ven, como si las emociones debieran siempre quedar registradas. Como si, con sentirlas, no bastara. Para mi amigo, lo supe más tarde, los turistas eran una bendi­ ción. Comía gracias a ellos. No de forma abundante pero sí, sufi­ cientemente. En su actual estado, la frugalidad era una obligación. Antes de encontrármelo por las inmediaciones del Gran Canal, el espectáculo de la mendicidad me había alterado. Había una mujer con aspecto de gitana cíngara, con un niño de cara tiznada, que quería venderme a toda costa un ramillete de hojas de mirtilo. Y por allí salmodiaba y suplicaba una limosna un hombre sin piernas y con los brazos mutilados a la altura de las manos. Sin olvidarnos del sujeto con aspecto de maleante y cara

'33' escruñilosa que no decía nada pero te miraba a los ojos, ardiente­ mente. Al desviar la mirada, sentías malestar, amenaza. A los venecianos auténticos los puedes distinguir, me dijo mi amigo, porque van trajeados y llevan portafolios. No todos irán con ese atuendo, me reí yo. No, claro que no, pero esos, los demás, están por las calles a la hora en que todavía tú sueñas. ' Yo soy de las que sueñan a todas horas. Dormida y despier­ ta, le espeté. La mujer que soñaba, apuntó él, de repente, y dijo que a mí, que me gustaban tanto los títulos, ahí tenía uno. Ahora sólo falta, apostillé yo, escribir la novela o hacer la ' película. ' Un día deberías levantarte muy temprano y asistir al trasie­ go comercial de las barcazas. Verías al cartero, en su pequeña fa­ lúa, dejando en cada casa la correspondencia y al repartidor de víveres. Te sentirías como si fueras coetánea de Marco Polo. Es muy interesante pero yo, la verdad, no me alejo mucho de los contornos de la plaza de San Marcos.

Ya les conté que merodeaba casi siempre por delante del Palacio Ducal. Porque era la zona en donde más fácilmente podía conseguirse el condumio. Es curioso pero antes de encontrármelo había pensado en él porque me había tropezado con un joven de aspecto nórdico que tomaba apuntes del natural en un cuaderno. Me quedé con ganas de hablar con el guapo pintor. Mi amigo se le habría parecido en el pasado, pero ahora no. Por la edad, porque M. ronda ya los cuarenta. Y porque las últimas transformaciones que se han producido en su vida han modificado su aspecto.

•34' A mí me costó reconocerlo.

Las chimeneas de Venecia están buena parte del año encen­ didas por lo que proporcionan abundante calor, pero hay que te­ ner cuidado. Bordear las zonas peligrosas en donde el hollín puede dejarte tuerto de un ojo. Cuando en el Museo veía las chimeneas en las pinturas de Carpaccio no se me había ocurrido esa reflexión, pero claro enton­ ces todavía no me había tropezado con M. Siempre he odiado a las palomas por eso fue más duro el encuentro. Yo rezongaba mientras veía cómo los turistas compraban bolsas de millo para alimentar a esos sucios y feos bichos. Reconozco que pensé en una solución final y sentí placer imaginando a todas aquellas volátiles, con las alas abatidas. El sádico que todos llevamos dentro, musitó mi amigo en un tono de voz que indicaba que estaba dispuesto a perdonármelo todo. Incluso eso. Pero no les he contado aún cómo se produjo el encuentro. Yo me había sentado frente al Palacio, porque los pies me dolían de tanto caminar. ¿Te acuerdas de cómo te reías de mí cuando yo cerraba los ojos y te hablaba de la vida en la que fui faquir? -dijo una voz a mi lado. Andar demasiadas horas, cansarse en exceso puede llevarte a delirar, me convencí, porque era la voz de M. pero no veía a M. por ningún lado. Claro que me acuerdo, pensé. Y bastó que lo pensara para que mi amigo lo escuchase y me respondiera. Pues aquí me tienes. El ciclo continúa, dijo.

'35' Y entonces lo busqué mejor y comprendí que allí estaba. Ustedes entenderán que mi primera reacción ñaera de asco; de te­ mor, incluso. Porque siempre me ha causado un intenso desagrado la posibilidad de que una paloma defeque en mi cabeza. No pases cuidado que no voy a hacer tal cosa, me tranquilizó. Estaba justo encima de mí, sobre el pequeño múrete. Cumplió lo que dijo, hablamos un buen rato y, desde enton­ ces, le llevé migas de pan todos los días. Venecia sin ti, no va a ser lo mismo, me confesó la víspera de mi partida.

•36' Helga, un cuento infantil

Todavía puede encontrarse, en algunos mapas, una vieja ciu­ dad llamada Hyldemoder. Era una de las principales urbes de un país que hubo una vez, pero ya no existe. Un país que no necesita­ ba nombre. Quedaba tan a trasmano que a nadie se le ocurría viajar has­ ta allí, ni mandar una carta, ni obligarle a firmar tratados o conve­ nios, ni declararle la guerra, ni mucho menos enviarle costosas piezas de seda para voracidad y disfirute de las damas de palacio. Elverhoi, que quiere decir en aquel idioma La colina de los Elfos, era un sitio pero no era un sitio. Quiero decir que no era buen lugar para andar sin compañía cuando ya es de noche. Pero la historia que les voy a contar tiene como protagonis­ ta a una joven un poco extraña. Helga, que esa es la muchacha, no era como todas las mu­ chachas. Era la única en muchas millas que vivía en una cueva, que se alimentaba de lo que pescaba y cazaba, que dormía por el día y correteaba a la luz de la luna, por las noches. No les puedo relatar ahora todo el pasado de Helga. Por ejemplo, quiénes eran sus padres ni por qué un día quiso conver­ tirse en salteadora de caminos pero no lo hizo.

'37' En este cuento, Helga domina como nadie el arte del sigilo. Alguna vez ha tenido que alimentarse de ovejas y gallinas que no carecían de dueño pero se despertaban al menor susurro. En las noches de invierno gélidas, con un viento aullador que arrecia, siempre hay quien gusta de buscar soluciones difíci­ les. No dicen «Helga nos ha matado una gallina». Asustan a los más crédulos contando que algún espíritu del mal les acecha. En la ladera, en dirección a la Colina de los Elfos, colocan ofirendas, asados de ternera, tortas de maíz, joyas preciosas. Helga los vigila pero retorcer cuellos se le ha empezado a antojar una actividad molesta. Pero aquel joven... Torkel se llama. ¿A quién le recuerda? Cada noche lo acecha cuando se entrega al amor más dulce. Lo que sucede en una casa , una de esas que apenas guardan aperos de labranza, no tiene secretos para ella. Helga ¿qué vas a hacer? Un jueves se adelanta, llega antes de la hora en que los aman­ tes se encuentran. Mata a la nifia y apaga la luz. -Querida, ¿por qué está todo tan oscuro? —se extraña Torkel. No se atreve a hablar. Muchas veces ha escuchado la voz de la joven novia y sabe que suena como un gorjeo banal. "Cfgggggggg —pronuncia, en cambio la montaraz. Y el joven se enardece y, en verdad, que así en las sombras no distingue a una de otra. Y cuando la aurora amenaza con lar^rse a su casa, la fiera empuja al amante. Lo echa sin palabras, con un gesto de apremio. Y él se lo pone sencillamente fácil... -Oh, cariño, perdona, es verdad que debo irme. Siempre piensas en todo.

'38' Cuando Torkel se marcha, Helga entierra a la muchacha debajo de un árbol. Ya pensaré de qué clase...

—En primavera, con este abono, florecerá que será una her­ mosura, se dice. Y, por primera vez, tras la crueldad de su gesto, empiezan a surgir los primeros resquicios de una Helga desconocida, capri­ chosa, contradictoria, ambigua. Antes de que amanezca está en pie y ya ha cortado flores firescas que perfuman la casa. El canto de los gallos le avisa y, con la velocidad de un gamo, huye; trepa por la falda de Everhoi, el monte que la protege. Los encuentros siguen una noche tras otra. Una de ellas, tal vez la número trece, Torkel se extraña. —Vida, mía, enciende la luz, que hace días que no veo tu cara. —Oh, cariño, comí algo en mal estado y la tengo cubierta de granos, permíteme que hoy no te la enseñe. —Alma, tu voz me suena distinta. -Oh, Torkel, amor... -dice ella, que se ha vuelto impruden­ te por culpa del deseo. -Incluso tu cuerpo parece haber madurado todos estos días. —Antes de conocerte apenas era una niña... —Cariño, prométeme que nada ni nadie nos separará —pide Torkel. —Mi vida, mi vida... —susurra la bella, a punto de perder el sentido. Cuando Torkel se va, Helga se enfrenta a la complicada si­ tuación real. Hay peligro, se dice. Un día u otro se empeñará en verme la cara.

•39' Debo estar preparada. La siguiente noche llega pesarosa. No es sólo por culpa de un vienteciUo furioso que estos días sopla por las laderas. Coloca debajo de la almohada, por si acaso, la pequeña daga de plata que una vez le re^ó un comerciante. Y justamente esa noche ¿qué ocurre? Que se le entrega un Torkel apagado. —¿Te pasa algo, mi cielo? -pregunta ella. Está cada vez más adiestrada en el lenguaje galante. —Oh, niña. ¿Cómo te lo explicaría? Agarra Helga la daga, temiendo que la mano que aletea por encima de su cabeza, que es la de Torkel, se pose en el interruptor de la lámpara. Temiendo que encienda la luz. Que descubra que es una impostora. Pero no. ¿Quién puede verdaderamente entender a los hombres? ¿Qué hace en un momento como ese con los brazos en alto como si fuera cualquier tonto que se ha caído de su montura?

—Ya me lo dirás mañana —sugiere Helga asustada y, como cada madrugada, ya lo está expulsando del lecho porque dentro de media hora cantarán los gallos y el mercado se llenará, de olores mezclados y de ruidos. La luz será su enemiga. Llevan dos meses así cuando Torkel se lo confiesa. —Mañana no podré venir. —Te echaré de menos —reconoce ella. —Tardaré tres semanas en volver. —¿Tanto? —pregunta, alarmada. —Volveré lo antes posible. No sabía cómo decírtelo... Pero mañana me caso con Laila.

'40' La vida de las indómitas se rige por otra moral distinta. Así que cuando Helga hunde la daga en el pecho de Torkel se dice que no es por ella; que es por la joven novia que ya estará echando raíces debajo del nisperero.

•41. Espantanubes aterriza en la Red

Érase un paraguas. Un paraguas de mango largo y anticuado. De interminables varillas y extremos puntiagudos. Feo, pero irresistiblemente azul. Casi nuevo. De los que, además, hablan poco. De los que presumen de aguantar no sé cuántas lunas sin dormir. Casi nuevo, pero bostezando siempre en el paragüero del cuarto de estar. Erase un paraguas sin suerte. Dorremí, a la que para abreviar llamaremos Do, lo había encontrado en el escaparate de una tienda de una ciudad de un país que viene dibujado en los mapas, pero que ahora nos distrae­ ría demasiado detallar su localización. ¿Cómo? ¿Sí, tú, el de las gafas? ¿Que no te parece serio que nos situemos tan vagamente en esta historia? Francamente, a mí me da lo mismo, pero si para ti es impor­ tante, mójate. ¿Con qué ciudad nos quedamos?

•43' ¿Con Coitnbra? Pof mí vale, lo único que nos importa ahora es que, en esa ciudad, llueva con frecuencia. De Coimbra a Las Palmas hay varias horas de avión. Era la primera vez que el paraguas salía de su escaparate y se sentía emocionadísimo. —Viajar, viajar por el extranjero, eso sí que es vida —solía decirle una cantimplora a una mochila, en sus viejos tiempos por­ tugueses. El paraguas, en el escaparate, parecía tener siempre un aire ausente, como si nada de aquello fuera con él. Como si sólo fuera un objeto. Algo que han puesto allí para decorar. La verdad es que le iba la vida filosófica y contemplativa, así que nunca lo distraían ni la gente que pegaba la nariz a la vi­ driera, ni los que exclamaban «¡qué barbaridad, a ocho euros esa birria!». Nuestro protagonista, al que de momento llamaremos sólo Paraguas, solía hacer caso omiso. Iba a su bola. A lo suyo. Pero de las largas conversaciones entre Cantimplora y Mo­ chila extraía siempre una emoción particular, un aroma ultramari­ no, un deseo de aventuras, de vida intrépida, de apasionada pa­ sión. Viva la redundancia, gritaba la cámara de video vigilancia que, no se ocupaba únicamente de registrar y grabar todo lo que pasaba, sino que, además, penetraba en lo más íntimo de los habi­ tantes de aquel escaparate. —Pues lo de apasionada pasión —a mí me gusta, defendía una cajita de música que tocaba una melodía húngara. Claro que de eso, hacía tanto que ya ni se acordaba de los acordes. —Tú eres más cursi que una pianola -gritaba una calavera- pisapapeles que había tenido que empeñar un rockero heavy. Porque, antes de que sea demasiado tarde, les aclaro que estamos en el escaparate de una tienda de empeños. Por eso y no

.44. por otra cosa se daban codazos y convivían vidas y cosas tan dis­ pares. —En Amsterdam, ocurre al revés, decía un delantal de cocina, repleto de mariposas, que llevaba cinco años sin que nadie lo viera. Delantal se ponía nervioso y se encogía cuando notaba que alguna mujer lo contemplaba. El sol lo había deslustrado un poco y, como cada vez estaba más mustio, disminuían sus posibilidades de salir de allí. Delantal tenía miedo de que alguien viniera a llevárselo. Aquella era su casa. Sólo saldría de allí con los pies por delante. ¿Qué pasa, que no hay nada más interesante que mirar en la calle?, regañaba Pisapapeles a las mujeres mironas, porque siem­ pre estaba dispuesto a defender a Delantal. Sospechamos que aquello era amor puro y, lo demás, tonte­ rías. ¿Amsterdam? ¿Amsterdam? Y ¿eso qué es? —preguntó una silla rústica que siempre quería saberlo todo. Es fácil entender esa manía porque, hasta que cayó en aquella almoneda, era el epicentro del cotilleo de una casa de mucho postín. La silla rústica siempre estaba levantando falsos testimo­ nios. Difama, que algo queda, decía ella, igual que lo hacía la dama que la honró durante muchos años con sus delicadas posaderas. Me apuesto algo —dijo Silla Rústica, por lo bajini a un ceni­ cero de plata, a que Delantal tiene una aventura amorosa con la Guía Michelín. Cobra, víbora —gritó excitadísimo un porta móvil que simu­ laba ser un elegante zapato de tacón. Las mejores horas de un escaparate llegan cuando el reloj de una catedral o una iglesia dan las doce. Entonces, muchas de las criaturas que han estado amodorradas, se espabilan. A veces los dueños de las tiendas, que suelen ser cortos de vista, no se dan cuenta.

'45' Le echan la culpa al pobre dependiente de aquel mareo de cosas mezcladas. —Paulo, te he dicho mil veces que no pongas los delantales de cocina al lado de los pisapapeles —le grita el jefe cegato al de­ pendiente cansino. Personas así qué van a comprender del amor. A Paraguas le parecía bonito aquel romance y consideraba a sus colegas, agradables compañeros de residencia. Pero, claro, para él, aqueUa no era una vida enteramente feliz. Digamos que Do lo encontró en un momento de su vida especialmente clave. Cuando se preguntaba qué es un paraguas frente a la inmensidad del universo, comparado con la edad de las estrellas, frente a los inescrutables designios de Dios. Para pensar todo eso. Paraguas no se sobraba y bastaba. Por el contrario, algo le dictaba un tomo del diccionario de María Moliner que se exhibía en el escaparate y se vendía a mitad de precio. El María Moliner sólo tenía ojos para sí mismo, así que, en esta colaboración, no quieran ver nada más allá de la camaradería. Nada de dulces y tiernos arrumacos... El día que Paraguas conoció a Do, acababa de caer un cha­ parrón. Fue por eso que aquella muchacha optó por entrar en tan peculiar establecimiento. Do tenía un sentido extraño del valor de las cosas. No le gus­ taban más porque fueran caras, modernas o llamativas o lujosas. Pensó que aquel paraguas tan grande le vendría muy bien con lo que estaba cayendo. El dueño de la tienda se lo ofreció por nueve euros y ella aceptó. El comerciante estaba deseando tener ese hueco libre en el escaparate para colocar un ordenador de segunda mano y a Do le conmovían las cosas que se han pasado de moda.

'46. Aunque los hombres del tiempo acababan de anunciar en la tele que seguiría lloviendo todo el fin de semana, lo cierto fue que cuando Dorremí, nuestra Do, salió a la calle había un precioso arco-iris en el cielo y que de los árboles se desprendían esas gotas lentas que a veces nos pillan desprevenidos j nos caen justo en mitad de los ojos. Balas húmedas de un tiroteo entre San Pedro y San Julián. Y, a pesar de que esa noche las noticias de la RTP, Radio Televisión Portuguesa, volvieron a decir que la borrasca descarga- chaparrones no cesaría hasta el jueves próximo, lo cierto fije que no llovieron piedras, ni café, ni agua. A Dorremí, Do, le dio por pensar que era el propio paraguas, tan serio, tan anticuado y tan largo, el que ahuyentaba las tormentas. Por eso, y porque estaba un poco loca y lo que más le gustaba en esta vida era fantasear y cantar, decidió que lo llamaría Espantanubes. Hasta aquí todo muy bien. Pero imaginen ustedes cómo puede sentirse alguien que, en toda su corta o larga existencia, verdaderamente, nunca ha visto llover; que no pueda brindar su galante protección a una chica musical y bonita; alguien que, de repente, se da cuenta de que todo su proyecto de vida es un proyecto inútil. Como decía en su famoso libro «Sin norte», aquel pesado autor... Ejem, siempre ol­ vido los nombres. Nadie lo notó pero Espantanubes entró en un estado catatónico, de tristeza infinita, de ensimismamiento. A diferencia de Fa, un amigo de Dorremí, Espantanubes hasta entonces tenía un buen dormir. Ahora le costaba; lo hacia a saltos, con un ojo abierto y otro cerrado como si esperase ser el primero en anunciar un nuevo diluvio universal. —Perdona, Do, bonita, no te Uamé el sábado porque me do­ lía tantísimo la cabeza que me tomé un Orfidal y me fui a la piltra —decía Fa, en ese momento, parado en la mitad del cuarto.

•47' Hasta los paraguas saben que esas cosas no deben hacerse y eso es lo que Do le decía Fa. —Fa, por favor, concéntrate, no tontees, no brujulees, no vayas de flor en flor. Gracias a que apenas echaba una siestita, Espantanubes se enteró pronto de qué iba todo aquello. Después de un par de días en el fondo de una maleta y de una semana que salió colgado del brazo de Do, sin ninguna inci­ dencia ni lluvia que registrar, Espantanubes fue a parar al sitio en el que se encuentra ahora. Es un cuarto de estar lleno de libros, (algunos más pedantes y pretenciosos que su viejo y querido María Moliner) y con un ordenador que le llenó los ojos de lágrimas. Le recordó que uno muy parecido ocupaba su lugar en el escaparate de Coimbra. Bien, pero ¿de qué vale lamentamos ahora, si lo que siem­ pre hemos querido es viajar como los antiguos descubridores y los valientes aventureros? Espantanubes era del todo incoherente. También era un poco sentimental. Tenía la autoestima por los suelos y se preguntaba qué di­ rían de él sus antiguos compañeros si supieran que aún no sabía lo que era una tormenta verdadera o un chipi, chipi, siquiera. Hasta ahora no hemos hablado de Maga Arroba porque to­ davía no pintaba nada en este relato. Pero ahora, sí. Maga Arroba tenía unas manos mágicas, de ahí su nómbrete. Podían haber abreviado su largo nombre, como Fa o haber sido bautizada Isolina, como Sol. Maga Arroba tenía dos mascotas. Un ratón, de los que se mueven y comen queso y otro ratón, de los que también se mue­ ven pero no comen queso sino que están conectado, a través de un cable, a una torre disquetera o a una pantalla de ordenador.

•48' El de aquella casa tenía chiquicientos mil megabites o algo por el estilo. Al menos de eso presumía siempre el ordenador, que se encendía cuando las luces de la casa se apagaban. Entonces se armaba la marimorena. La vieja lata de té que ahora contenía lápi­ ces y bolígrafos lo odiaba a muerte. Ese presuntuoso que nació ayer —protestaba. Idiota, cuando seas padre, comerás dos huevos —se sulfuraba una pluma sin tinta, olvidada y rencorosa, que era incapaz de en­ cajar los nuevos tiempos. Por la noche, la batalla era entre los presuntamente inmóvi­ les; entre todas esas criaturas inanimadas pero algo inestables, emocionalmente. A los cajones de la mesa del ordenador les daban ataques de locura. Y se abrían y cerraban sin parar. Y se reían de una forma tan siniestra que un cuadro que representaba a una señora mayor decía que se le ponían todos los pelos de punta porque le parecía que eso no lo hacían los cajones por voluntad propia sino porque se lo mandaban desde el más allá. Por el día, en el más acá, quienes discutían eran los amigos de Do. —Qué tal tu pecé —preguntaba Fa, que era un envidiosillo y miraba con ojos golosos la pantalla extraplana y el salvapantallas de girasoles. —Guay —decía ella. —El mío también es superchulo —se jactaba Fa. —Guapísimo. Vaya dialogo. Ya estaba a punto de bostezar cuando Maga Arroba entró en la habitación. Traía noticias de Sol. Le acababa de mandar un e-mail graciosísimo, en el que se la veía volando por los aires, como si fuera Mary Popins. Si no podía salir a la calle a luchar contra los aguaceros, por lo menos podría elevarse por encima de los tejados, llevando en

.49'

•-a^-'• los brazos a una chica guapa. Una chica como Sol. Eso fue lo que pensó el paraguas. Sol era escaladora, alpinista, deportista, montañera, senderista, voluntaria de una ONG y, además, te podía hablar, durante tres cuartos de hora y sin aburrirte, del efecto invernadero, de la desertización, de los países empobrecidos, de la fusión fría y los puntos calientes del planeta. Te podía hablar de cualquier cosa porque para eso estaba estudiando periodismo en la Universidad de Sevilla. Espantanubes se hubiera ido con ella a cualquier sitio, si no hubiera sido por un estricto sentido de la fidelidad; por ese respeto de caballero antiguo que no podía hacer otra cosa que seguir uni­ do a' Do. La melodía era conocida y desafinaba algo en el momento en que el jarrón de flores amarillas, que era un chivato, adivinó sus intenciones y le aguó la fiesta diciéndole que eso era imposible del todo. Que no se hizo la miel para la boca de un cerdo. Eso dijo. La de las flores amarillas tuvo la desvergüenza de llamarle cerdo. Estaba a punto de saltar sobre el jarrón y hacerlo añicos como ocurrió una vez, en Coimbra, con uno chino, de la dinastía Ming, cuando Maga Arroba llegó para poner paz. Siempre decía cosas misteriosas que hacían que dejaras de pensar en lo que estabas pensando. Por su parte, Sol, a la que algunos amigos llamaban Sil, era una chateadora consumada. Esa tarde, Sol—Sil discutía con un tipo de Saratoga sobre qué hacer con unas fábricas de zapatillas deportivas que bla bla bla. Espantanubes no se mostró interesado por el tema. Ni mu­ cho ni poco.

'50' Además le parecía una actividad francamente aburrida estar tantas horas mirándole la cara a semejante engreído, a un ordena­ dor tan arrogante. Por la tarde. Maga Arroba 2anjó cualquier tentativa de revuel­ ta. Pero por la noche, fue el reloj de mesa el que lo provocó todo. Atrasaba y decía cosas a destiempo. Le pidió a una termita que se apurara, que acabara ya con aquel filete de la tercera estan­ tería de libros, porque con el ruido no lo dejaba dormir. Si el reloj no se hubiese puesto tonto. Mejor dicho, histérico. Si no se hubiese puesto a sonar como si fueran las siete de la ma­ ñana, la hora de levantarse para ir al colegio o al trabajo o a dar una caminata larga por la playa de las Canteras, Espantanubes no habría aterrizado en la Red. La Red estaba a todas horas y eso lo supo por el palo de jugar al hockey que le dio un ultimátum al ordenador. O nos dejas entrar o te damos y te borramos en un periquete la memoria Ram. Ni el palo de jugar al hockey ni Espantanubes tenían la me­ nor idea de que significaba aquello. Pero se lo escuchaban a Maga Arroba. Y todo el mundo decía que ella tenía unas manos mági­ cas, que lo arreglaba todo, que hacia milagros. Y, aunque allí nadie sabía que demonios era aquello de memoria Ram, o Ying Yang, lo cierto fue que la cosa funcionó. El palo de hockey era, pese a todo, conservador, así que le dijo a Espantanubes: entra tú primero, entra tu primero, que a mí me da mucha risa. En la casa, todo estaba a oscuras. Do soñaba con un concierto de mandolinas y Ma^ Arroba, con un antivirus que acabaría con todas las plagas de gusanos. Sol-Sil también soñaba pero no sabemos con qué. Cuando Espantanubes aterrizó en la Red se sintió un poco mareado.

'51' Como todo el mundo sabe, la atmósfera del ciber-espacio es un poco más densa que la de espacio terrestre común. Y aunque con su cuerpo esbelto, (largo aunque anticuado), parecía un trapecista asustado y sin red, Espantanubes se movía con soltura. Bienvenido a este sitio, le decían los cibernautas. Como no le veían la cara no sabían que era un pobre paraguas portugués, sin más pasado que un escaparate ni más futuro que un vendedor de helados en Groenlandia. Espantanubes entraba y salía de un montón de autopistas y removía las hojas secas de algunas páginas ^veb y hasta se echó . una novia que respondía al nombre de Apasionada. Apasionada no era una chica sino una lámpara de mesa que se imaginaba viviendo otra vida mejor. Le dijo a su flamante ciber-novio que vivía en California, muy lejos de Las Palmas, así que nunca podrían conocerse. Pero, por si le servía de consuelo, le contaba que se parecía en cuerpo y alma a Jennifer Aniston. Espantanubes le mandó una respuesta entusiasmada. Nues­ tro amor, decía va a ser perfecto. Porque fíjate tú lo que son las cosas, Brad Pitt y yo somos como dos gotas de agua. Si alguna vez nos damos una cita a ciegas —decía la lámpara Aniston— me gustaría que fuera en una de esas canoas que pasan debajo de uno de los torrentes de las cataratas del Niágara. A mí no se me ocurre nada mejor —contestó el paraguas. Hablamos del paraguas conocido también como Espantanubes. Del paraguas que decía parecerse a Brad Pitt. Del adicto cibernauta que todas las noches se lanzaba a la Red con un alias. Noche Llu­ viosa, que para cualquiera sonaría prometedor. Sería perfecto, volvió a escribir sobre aquella superficie blanca. Aquella superficie líquida y algodonosa como una nube a punto de reventar.

'52- A las doce de la noche

Era boba tanta alegría. Lo certificó a solas con un mal disi­ mulado desdén. De un año para otro, nunca se acordaba, pero allí estaba, de nuevo, el indecoroso panorama: las risotadas que aca­ baban en gresca, los mal encubiertos eructos, las modestas copas para el pésimo cava; la indigestión de siempre.

Te dije que no compraras esa marca. Pues haber ido tú. Desde luego que iré la próxima vez. Contigo, siempre lo mismo. Y el turrón está mohoso. Y ¿desde cuándo te gusta? Y a ti qué te importa. Pero dime ¿estaba de oferta? ¿Lo com­ praste en una tienda de todo a un euro? No, si todavía pretenderás tener paladar, después de trase­ gar tanto y tanto. Bebo lo que quiero. Así nos va. Te callas. No me da la gana.

•53' Siempre tienes que dar la nota. Si no bebieras tanto. Idiota. Imbécil. Foca. Canijo. Bruja. tíijodeputa. Zorra. Bueno, bueno, tengamos la fiesta en paz.

Siempre llegaba el momento en que alguien fingía poner paz, cuando ya estaba claro que el duelo proporcionaría muy pocos regocijos. ¿No se atragantarían nunca con las uvas?

Que se supiera en la familia tal cosa no había ocurrido ja­ más. Dieciséis 31 de diciembre con sus dieciséis noches contem­ plando aquello.

¿Ya tienes novio? Déjala que ya tendrá tiempo. La edad del pavo. La niña bonita. No, eso son los quince. ¿No querrás quedarte para vestir santos? Pues, date prisa ¿eh?

Y el primo Nicky con aquellos ojos de hambre. Con aque­ llas miradas taciturnas pero golosas. Con unas mejillas como la grana y llena de cráteres como esta cara de la luna.

•54' Nicolás siéntate bien. Alegra esa cara. Hala, hala, a bailar un poco. Qué sosos son los chicos de ahora ¿verdad? En mis buenos tiempos, iba a dejar yo sola a un guayabo como tú. Venga, Nicky no seas tímido, baila un poco con Sheila. Uhhhhhh, se han puesto rojos. En mis tiempos, yo no necesitaba música para bailar.

Y Aurelia que come a cuatro carrillos. Sin perder ripio. Será por la prisa por lo que se le mete una hebra de jamón entre los dientes. Y mientras mueve la lengua con escaso disimulo en el vano intento de expulsar a semejante intruso, piensa que los cana­ pés, como siempre, están más tiesos que el tatarabuelo de su tío.

¿A qué no sabían que en la familia hay un vampiro? Pues sí, el tatarabuelo del tío Rosario —dice el hermano de Aurelia; un tipo que nadie sabe quien invita y que se ve siempre en la obligación de hacerse el gracioso. Se ha puesto dos dientes de ajo entre los incisivos y se ha lanzado al cuello de Edelmira. Aggggggggg —grita Edelmira. Más por horror que por terror. No le gusta nada aquel Drácula de dientes rasposos y mortal halitosis.

Aurelia te envidio. Tu infancia tuvo que ser tronchante. Tienes un hermano que ya, ya. Menudo pinta está hecho. Y sale con unas mujeres que cortan el hipo. Cada gachí.

'55' Golfo. Vividor. Los solteros sí que saben vivir. ¿Por qué no imitas a Rodríguez de la Fuente? No, no, mejor ponemos la televisión.

Uhhhhhhhhhhh. La soberana voluntad esta noche se ejerce con mucho griterío. Con rechiflas y rechuflas, con bengalas y petardazos. Damián está alongado en la ventana. Sin ningún respeto por la media noche gélida; calmosa porque aún es temprano. Gritan todos, temerosos de que la cabeza voluminosa ter­ mine pesándole más que el resto de su cuerpo enjuto y al final acabe en el asfalto, todavía limpio de serpentinas. ¿Dónde se habrá dejado a su querida? —pregunta susurrante una lengua filosa. Y la mujer de Damián, la que lleva más de veinte años casa­ da con él, se pregunta si no habrá un buen Dios que dé un empujoncito cuando se necesita.

Cariño, te vas a caer —dice en cambio. Pero si todavía no son las doce. Claro los fuegos pirotécnicos se hacen más tarde. Sólo son las once y media —apunta una cuñada, famosa por su sosería. No ha dicho nada en toda la noche y ve en ese momen­ to su ocasión de oro. Y, por supuesto, nadie la mira. Como si no hubiera dicho pío. La esfinge, la llaman. Nico, Nicky, Nicolás está jugando con las migas de pan. Cualquiera sabe lo que piensa. Sheila va y viene; del salón a la cocina, y de la cocina al salón. Está muy empeñada en despejar un mantel en el que se

'56. dibuja ya una nueva geografía; manchas de vino y grasa como nue­ vas tierras desconocidas.

¿Es así siempre? Menuda suerte. Las mías, ni un dedo mueven. Y ¿es buena estudiante? Y, desde luego, se ve que no va con esas pintas tan atroces que llevan ahora algunas niñas. ¿Verdad qué no te da disgustos?

La madre de Sheila dice que sí y dice que no. Como corres­ ponde. Y acompaña sus gestos de cabeza con una risilla cascabelera. Tal vez por esos rosetones que tiene ya en las mejillas. Efluvios de licores que terminarán en llanto.

¡Atención todo el mundo a sus puestos! Las uvas, las uvas. Uy, que me atraganto. No... todavía, no. Una... Nunca me da tiempo. Dos... ¿No las harán sin pipas? Tres.... Este año sí que va a ser bueno. Cuatro... Cállate, cotorra. Cinco... Qué estilazo tiene esa presentadora.

'57' Seis... ¿Es de aquí? Siete... Me rindo, nunca me puedo comer las uvas. Ocho... Nueve... Diez... Once y doce... Verán, el champán es superior —dice el anfitrión, firancamente achisp^ado pero ceremonioso todavía. Me encantan las burbujas... Lo prefiero afinatado. Tranquilos, tranquilos que hay cuatro botellas... Un día es un día, Sheila, Nicky... Me da en la nariz que este año sí que va a ser bueno. Me da en la nariz que te arruinará la coca. Es la primera gracia del año del hermano de Aurelia y todos han tenido que reírse.

Sheila tirita. Como la noche. Como si estuviera en mitad de la calle noctivaga. Con un traje de fiesta brillante y muy bonito. Negro y de gasa. Así le gustaría. Negro y escotado en la espalda. Ajustado a las caderas y caminando con las zapatos en la mano, por la acera. Piensa siempre que todo lo bueno está única­ mente allá afiaera. Dentro, no. Por eso huye por el pasillo en sombras. Se dice que ésta será la última nochevieja que pase en familia. La vida acaba de empezar y es larga y es hermosa y lo pro­ mete todo. La vida, se convence, le pertenece a ella sola.

'58' Turquesa

En el Gran Bazar se encaprichó de aquella piedra, aunque en ningún momento le aseguraron que se tratara de una turquesa. Tenía escaso brillo y una tonalidad opaca, pero eran precisamente esas cualidades las que terminaron cautivándola. En el centro, unas pequeñas motas grises rompían la tersura de un azul que hacía soñar con un mar en miniatura. Fue algo inexplicable, un impulso irracional, lo más incautamente azaroso. La clase de instante que le atraía. La sensación de que la piedra providencial le estaba es­ perando desde hacía tiempo. A las cosas solía otorgarle un valor mágico. Como si los ob­ jetos (ya que ella era incapaz de hacerlo) tuvieran la posibilidad de enderezar su destino. Alrededor de la piedra, la piedra vulgar, la piedra simplemente de color turquesa, había un labrado de plata de inspiración helénica. Un motivo que se repetía hasta la sacie­ dad en cualquier tienda para turistas de Atenas. Un anillo digno de la diosa Artemisa, se dijo, y cuando se lo colocó en el dedo sintió una seguridad desconocida. Para alguien que acababa de perder su trabajo no era la con­ ducta más prudente. Pero no se lo había pensado dos veces. Marcharse de viaje era su manera de ritualizar lo que debería ser una nueva vida.

'59' Había decidido comenzar el 2002 dejando atrás todos sus temores. Cuando lo pensaba, se llenaba de una valentía tan insos­ pechada que las ganas de empezar de cero se convertían en el más poderoso de los deseos. Lo peor del asunto era que esos momen­ tos de audacia se esfumaban después, con la naturalidad con que se disipan las sombras nocturnas cuando llega la mañana. Empe­ zar de^ cero suponía ser tan decidida y fuerte como para dejar de ver al hombre al que estaba ligada sentimentalmente desde hacía años. El viejo camarada de la juventud, el compañero de clase que había terminado siendo su amante. El amigo casado, el hombre deseoso de aventuras pero demasiado pusilánime para buscarlas muy lejos, para lanzarse en brazos de misteriosas desconocidas. , Sexo seguro. Los dos, en algún momento de sus vidas, ha­ bían buscado lo mismo y lo habían encontrado, sin complicacio­ nes, cada uno, en los brazos del otro. Pero los embrollos llegan solos, sin que nadie los llame, cuan­ do menos te los esperas. Justo en el momento en que más te van a incordiar. Cuando tu mundo toma la determinación de derrumbarse lo hace de forma unánime, sin dejarte un resquicio, sin poner a salvo ni un pequeño múrete. El lío se llamaba Elena y era la legítima de su propio lío. En el Gran Bazar, en Estambul, Elena era, a ratos, un nom­ bre lejano y un problema casi inapreciable. Como si no existiera. Los vendedores de las tiendas bromeaban con ella y le tira­ ban los tejos. «¿Soñarás conmigo esta noche?». «¿Quedamos para tomar una copa?». «Eres más bonita que Marta Sánchez», le de­ cían en un español seguro, aunque a veces incorrecto. «¿No quie­ res comprar una alfombra?, ¿un kilim? ¿Unos pantalones de cue­ ro?». «¿Cuánto quieres pagar?». «Tú sólo mira alfombra, sólo mira, aquí engañamos menos».

'60' «¿Tienes alguna que sea mágica?, ¿qué vuele?», se había atre­ vido a bromear ella. «Proba, Mari Carmen, proba», la llamaban desde los umbrales de los puestos de prendas de piel. Where are you from?, era la pregunta corriente y ella, enton­ ces, tenía la dulce impresión de no venir de ningún sitio. De no ir hacia ningún otro. De tiempo detenido y en suspenso. Como cuan­ do era niña. La víspera de Reyes. Esas horas lentas, como encan­ tadas, que parecían negarse a cualquier avance. ¿Existió alguna vez la calle en la que, la semana anterior, vivía? Por la mañana, en el hotel del barrio viejo en el que se alojaba, mientras desayunaba leía uno de los libros que había metido en su maleta y se tropezó con una frase de Ishiguro que no dudó en subra­ yar con el lápiz azul que, invariablemente, llevaba en el bolso. «Pero al final, decía un personaje, esta ciudad acaba derrotándote. Todo el mundo traiciona al amigo. Confías en al­ guien y resulta que está en la nómina de un gángster. Los gober­ nantes son también gángster. ¿Cómo puede un policía hacer su trabajo en un sitio como éste?». Claro que Las Palmas no era Shanghai, ni el trabajo que aca­ baba de perder, de agente de la autoridad o el orden. Análisis de sistemas, una ocupación poco adecuada para una chica, decían sus tías. ¿A ver dónde te colocas, ahora?, le preguntó su madre, sin poder evitar el tono de preocupación pero también de reproche. En el Gran Bazar, todas las mercancías parecían decirle cóm­ prame, cómprame. Y ella se sentía incapaz de no atender a ese ruego. «No pienses. No recuerdes. Pierde la cabeza. Gasta. Es sólo dinero», se dijo. Los brazos extendidos de los turcos del Gran Ba­ zar eran como las ramas del bosque animado de un cuento de mie-

'61' do, las voces subían en espiral y, en su cabeza, se mezclaban y formaban un acertijo que no conseguía desenmarañar. En el viejo café de todos los días, a dos pasos del puesto de pañuelos, le espe­ raba el Salep, esa bebida con canela, que era tan reconfortante. Resultaba absurdo pensarlo, pero Elena se había enterado de todo por su propio marido. Se lo soltó como castigo. O, tal vez, como venganza. Fue al término de una estúpida discusión domésti­ ca. Elfa lo había menospreciado y él sintió que librarse de su secreto era la mejor forma de resarcirse. Baladronadas. Vanidad masculina. Como el torero que se acostó con Ava Gardner y apresuró la faena para ir corriendo a contárselo a sus amigos. No podía entenderlo. La habían utilizado como moneda de cambio, como simple arma arrojadiza. Estaba cansada y vivir se le antojaba un gran esñierzo. El dédalo de tiendas. Más de cuatro mil. Aquel extravío de pasos. Lo que quieres y no quieres. Lo que puedes y no puedes. Lo que te parece dulce y termina siendo amargo. Todo, en el fondo, no era más que una metáfora. La vida, pero no, necesariamente, el espejo en el que veía su derrota, su particular naufragio. Como cada tarde, a las seis, un almuecín comenzó a llamar a la oración. El canto, que era intrigante, se elevaba como una débil columna de humo. Subía por encima de los tejados, de los minaretes. Por encima de los bulbos nevados de las mezquitas. Ella nunca rezaba pero esa vez se detuvo y supo que, si verdaderamente lo creía, habría algo para ella. Algo. O alguien. Otra oportunidad. Eso sí, tendrían que tomarla de la mano para llevarla por un camino recto. Porque, por más que lo intentara, iba a seguir siendo débil. «¿Qué te pasa, Mari Carmen?», le preguntó el vendedor de cerámica. Ella contestó que nada. Lo hizo con un simple movimiento de cabeza. Pero estaba llorando y estaba rien­ do. Era feliz y era desdichada. Todo ocurría al mismo tiempo. Se repitió que respirar era fácil. Para vivir (se dijo) se requie­ re, en cambio, un enorme esfuerzo.

'62' Quásar

En Amsterdam la atropello una bicicleta. No podía atender a todo. A los tranvías que aparecían de improviso como colgados de los hilos invisibles del aire. A los turistas con trenzas de Bob Marley que se le venían encima, mareados después de tantas horas en un Koffieshop. A los coches esporádicos que afinaban sus bo­ cinas y parecían dedicarle un breve y alegre saludo. «¿Quién te manda llevar esas minifaldas?», le replicaba, indiferente, su novio. Era difícil estar en todo y ella se lo había dicho varias veces. La última, ya sentada en la Plaza Rembrandt, mientras el cóndor pasaba una y otra vez por la quena de unos peruanos. «Siempre estás en las nubes», dijo el. Y ella se había preguntado si, en aquella ciudad, (hermosa sin duda), no celebrarían nunca el día del pasean­ te desconocido. La jornada en la que, los que caminan simplemente, pudieran sentirse a gusto, dueños y degustadores de las aceras, de los márgenes de los canales, de las plazas atestadas o vacías. En fin, debía de estar escrito en alguna parte que la iba a atropellar una bicicleta. Era un bici nueva, roja, reluciente. La montaba, además, una chica de no más de 30, que se deshizo en disculpas y se empe­ ñó en invitarles a algo como forma de desagravio.

'63' La chica no miraba con malos ojos a su novio, pero de eso no se dio cuenta, al principio, porque se levantó preocupada del suelo y fiíe constatando que le dolían varios huesos, que era posible que se le hinchara una rodilla y que, por fortuna, los leotardos negros que llevaba impedirían que se le vieran los cardenales y moretones que eran la fastidiosa amenaza de cada vez que se daba un golpe. Uno de los inconvenientes de poseer una piel tan blanca. La chica de la bicicleta poseía unas mejillas sonrosadas. Le sacaba un palmo de estatura y caminaba junto a su bici a grandes zancadas. El inglés de su novio era infinitamente mejor que el suyo, que era dubitativo, tartamudeante. En fin, penoso. Así que resultó natural que, mientras se dirigían hacia el café Sprit, ellos comen­ zaran a ir delante en animada charla y ella, detrás, pesarosa, con­ solándose; diciéndose que peor hubiera sido si se hubiera caído a un canal como también se temía desde el día (hacía cinco) que habían vuelto a la capital holandesa. El agua de los canales era amarronada, turbia. Arrastraba insectos, algún pato, alguna lata de coca cola y, sobre todo, una promesa de frialdad que le helaba las fantasías. Lo que más temía en el mundo era una hipotermia. Claro que también se veía luchando por quitarse los botines y hundién­ dose bajo el peso del agua, al no poder zafarse de ellos. En aquellas imaginaciones catastrofistas, nunca veía a su novio salvándola. Todo lo más dando gritos o gesticulando anima­ do como hacía ahora mientras caminaba junto a la holandesa, que lo miraba picaramente y se reía. Ella cayó en la cuenta de que hacía varios días que no lla­ maba a, C3,S3, y de que había prometido enviar una postal a los compañeros de trabajo. «En Amsterdam me ha atropellado una bicicleta, no me ha pasado nada. Ha sido divertido, aunque Fran

•64' se ha quedado preocupado», se vio escribiendo en la sobremesa de la cena. Inquieto, lo que se dice inquieto no se le veía. Estaban, en ese momento, detenidos en un semáforo. Había gente y nuevamente se había quedado ella ligeramen­ te rezagada. La luz verde acababa de encenderse. Su novio había tocado el brazo de la holandesa invitándola a cruzar. Su novio... Añoró la época en que era tan importante el más fugaz de los tactos. Aquel tocarla sin tocarla, aquella manera leve de posar sus dedos sobre sus hombros. Aligeró el paso y escuchó que Fran hablaba de Delft, de lo que le había gustado la plaza y la iglesia, y de que siempre había admirado la obra de Vermeer. No dijo nada de aquella idea tonta que ella tuvo. «Si miras durante un buen rato hacia al reloj de la torre, verás como todo da vueltas, como si fuera un », ex­ clamó ella. Fue casi un grito infantil, una excitación boba provocada por las calles vacías, por el domingo, por el frío intenso, por el viento que movía los faldones de sus abrigos. Él siguió haciendo fotos, incansable, como siempre. Aque­ llas instantáneas frías que él mismo revelaba y después pegaba en un álbum. Sus ciudades vacías de gente. ¡Con lo bien que habrían quedado, animadas por su sonrisa! «¡Hazme una!», pedía ella y entonces Fran alargaba la mano y ella le pasaba su modesta cámara automática y componía aquel gesto solitario que, a la vuelta, siempre parecía alegre.

De que ambos admiraban mucho la obra de Sebastián Salgado hablaban su novio y la holandesa, cuando llegaron al café. La chica de la bicicleta tenía los ojos brillantes y Fran pasó a contarle una de aquellas historias que ella había oído ya cientos de

.65' veces. Es verdad, que nunca se cansaba j siempre le parecían nue­ vas y descubría detalles divertidos en los que antes no había repa­ rado. Así que se olvidó del brillo de la holandesa y escuchó embe­ lesada, como hacía siempre. Hablaba Fran de los dos cursos que estudió en la ciudad de Lovaina. Fran y ella llevaban juntos cinco años. Un tiempo que le había permitido saber ya ciertas cosas. Por ejemplo, que nunca sería del todo suyo. Es, se decía, la teoría del quásar aplicada a la exclusividad amorosa. «Si tienes a tu lado, le explicaba a su hermana, un cuerpo con apariencia de estrella que emite radiaciones de gran potencia, p no sólo es imposible que únicamente tú las veas, además es, del todo punto de vista, inútil pretender ser la única beneficiaría de ellas». «Te falta autoestima», le reconvenía su hermana. La había atropellado una bicicleta y le dolían todos los hue­ sos. Así que lo más sensato sería que se volviera al hotel. «No es falta de autoestima, es amor», se repitió, mientras se levantaba de la mesa sin que apenas repararan en ella. No miró hacia atrás. Ahora notaba una cierta molestia en el hombro Í2quierdo. Era un dolor leve que sabía que iba resbalar corazón abajo.

'66' La expedición del 81

Nunca volvió a ser el mismo. El suyo no fue, sin embargo, un cambio repentino; su carácter fiae mudando sin que apenas nos apercibiéramos de ello. Atribuyo todos esos trastornos al golpe que se dio en aquel otoño del 81. Aquel año en el que él y yo, junto a un grupo de tres o cuatro amigos, emprendimos viaje a África. Fue un capricho de ellos que secundé de bastante mala gana. Porque ¿qué se me he había perdido a mi en un ballenero como el Mayunba? Con toda modestia: sólo soy un médico que ha conseguido una pequeña clientela en los contornos de C.G. y que he jurado no abandonar nunca a un amigo que es, por lo demás, extravagante y fantasioso. Me llamo Watson como podía haberme llamado Pérez o Queiroz, en el supuesto de haber nacido español o portugués. Pero soy, por una bendición de Dios, un orgulloso subdito del Imperio Británico. Habíamos oído hablar de las islas C. y algunas horas antes de que aquellas siluetas rocosas y volcánicas estuvieran a la vista, nos habíamos acodado ya en la cubierta.

'67' Un tipo rudo, que tal vez se llamaba Morgan pero que ya no recuerdo, comenzó a hablar del malvasía, ese vino aromático que algunos prefieren al jerez o al oporto. Sir Arthur nos explicó que primero llegaríamos al puerto de Santa Cruz de Tenerife y en su pequeño diario escribió, algunas notas curiosas sobre el comercio de la cochinilla. «Un derivado de un insecto que se cría en los cactus», apun­ tó esa tarde. Se preguntarán ustedes, y no sin razón, cómo estoy tan se­ guro de lo que el bueno de Arthur escribía en el pequeño cuaderno de bitácora que siempre llevaba debajo de la camisa. Les parecerá desleal pero, por las noches, cuando lo oía dor­ mir y respirar ruidosamente, yo, que era su compañero de cabina, me levantaba de la litera, caminaba con sigilo y, a la luz de esa luna que se colaba por el ojo de buey, leía cuanto consignaba en sus libretas Mis razones, que eran de peso, se resumían en dos. Por un lado, la había emprendido este hombre con una cos­ tumbre extraña. Se había empeñado en convertirme en personaje y se hacía lenguas de que había hecho de mi persona, el ayudante de un sa­ bueso muy inteligente y perspicaz. Un tal S.H. que llevaba de co­ ronilla al prestigioso servicio de Scotiand Yard. Se vanagloriaba de que su criatura, que se apellidaba Holmes, se había aficionado a la morfina como resultado de una vieja heri­ da de guerra que le importunaba a veces. Era una cicatriz profunda que le producía horribles e inso­ portables dolores. Como es natural yo me malicié peligros. —Si este Holmes —me dije— es un trasunto de mi buen ami­ go, ¿por qué no aceptar que él se esté dispensando pequeñas dosis de ese alcaloide venenoso del que acaba de hablarme?

'68' Mi sospecha se fundamentaba también en ese sueño pro­ fundo del que mi generoso amigo disfrutaba. En fin, que a eso de las dos de la madrugada yo me levanta­ ba puntualmente (resistiendo, por tanto, los insidiosos bamboleos del barco) y echaba, con extrema cautela, un vistazo a su bloc de notas. «Al secarse —escribió de la cochinilla— sirve de tinte. Un paquete de estos animalillos vale alrededor de trescientas cincuenta libras pero mucho me temo que su precio en el mercado empezará a caer. En el Times he leído que los alemanes han empezado a ex­ perimentar con tintes de anilina...» Seguir las disquisiciones de Sir Arthur no siempre era un pla­ cer. Pecaba mi amigo un tanto de arrogancia, y otro tanto, de pelmazo. Pero lo que más me irritaba era su inveterada costumbre de llevarme la contraria. Recuerdo en especial una tarde en la que discutimos mucho. Yo, como galeno, expuse los peligros que para la salud y el vigor conllevan una vida enteramente disipada. Bien, pues pese a que no pareció dispuesto en ningún mo­ mento a poner en tela de juicio el modo de vida de esos tarambanas que se pasan la vida de party en sarao, por la noche leí en su diario esta pequeña frase un tanto sentenciosa. «La molicie prematura suele tener un efecto mortal y enervante». «Hay cierto placer -bastante sutil- en la abstinencia», escri­ bió más abajo.

La noche que dejamos atrás el pequeño puerto de Santa Cruz de Tenerife fue deliciosa. Los vientos alisios soplaban en dirección noroeste y, aun­ que en aquellas latitudes octubre sigue siendo un mes caluroso, era muy agradable estar al raso.

'69' Mientras el brutal Morgan daba cuenta de un generoso es­ cocés, recuerdo que le expliqué al oído a Sir Arthur que aquello me parecía el paraíso. -Nada que ver con el insoportable clima del continente -le dije. —No obstante, no tardaremos mucho en entrar en los trópi­ cos. —Amigo mío, es la primera vez que dejo Inglaterra... —empe­ cé a decir yo. —Cuando la servilleta te resulte un peso intolerable durante las comidas y descubras que te deja un verdugón húmedo en tu pantalón de tela blanca, podrás decir que estás verdaderamente en los trópicos —me advirtió. Fue por culpa de la disentería que atacó al pinche de cocina por lo que en el siguiente puerto, el de Las Palmas de Gran Cana­ ria, tuvimos que atracar y permanecer varios días. El capitán, un hombre que había navegado lo suyo, nos su­ girió una pequeña incursión por algunas zonas abruptas del inte­ rior de la isla. Nos recomendó los servicios de un lugareño silencioso al que estuvimos esperando más de dos horas. Y lo esperamos tan pacientemente sentados en unos mojones que parecíamos estacas plantadas en mitad de los bancales de arena. A diferencia de la noche anterior, aquella era una mañana sofocante. Varios fueron los medios de transportes que empleamos para llegar a nuestro destino. Incluso hubo un trecho que hicimos en dromedario. «El camello -escribió Doyle en su bloc- es el animal más imprevisible y engañoso del mundo. Se acerca a nosotros con ese aire de amabilidad superior que afectan algunas damas de caridad»

•70' No iba a lomos de este animal cuando resbaló, perdió pie y terminó cayendo. Al principio, nos pareció que todo se quedaría en un peque­ ño susto. En un accidente sin mucha importancia. Se deslizó por aquella ladera del barranco, y mientras todos nosotros gritábamos, su cuerpo macizo daba un par de vueltas para quedarse quieto, unos metros más allá, tendido con los ojos al cielo y la cara ligeramente coloreada de vergüenza. Le pregunté azarado si se encontraba bien y él masculló al­ gunas palabras de disculpa que yo apenas escuché y con las que sin duda intentaba tranquilizarme. En la ladera de la terrible sima, en aquella caldera verdosa y bruma, algo de Sir Arthur se quedó para siempre. A veces me pregunto si la vieja conmoción no estará detrás de todas esas búsquedas psíquicas que ahora le atosigan. En los almuerzos de Lady L. siempre alguien me señala y dice: —Querido Watson, usted que es hombre de ciencia y medici­ na y, por tanto, más bien materialista y pragmático, ¿cómo se explica los caprichos teosóficos, las veleidades espiritistas de su amigo? Entonces yo pienso en aquel barranco misterioso con el que nos tropezamos camino de África, en el golpe repentino de cierto día de excursión que comenzó feliz y, simplemente, suspiro. «Es maravillosa la atmósfera de la guerra «ha escrito Doyle esta mañana. Me preocupa. Me preocupa mucho mi dulce, mi melancóli­ co amigo.

'71' Otros casos extraordinarios

Dos señores compartea un vagón de ferrocariil. Yo no creo en fantasmas, dice uno de ellos. ¿De veras?, dice d otro y desaparece.

Lord Halifax

El señor Dupont hizo una pausa. Las hormigas reaparecieron en el sombrero de copa y serraron cuatro de­ dos de la parte superior con una precisión matemática. Seguramente hubieran continuado la labor, pues ya empezaban a descender hacia el pantalón, pero otro discre­ to golpe del señor Dupont las hizo desaparecer.

Joan Perucho Noticias del fantasma

Hoy el fantasma ha vuelto. Lo he sabido, no por un arrastrar de cadenas como estúpidamente ocurre en los cuentos. Tampoco he sentido un vaho helador en el cogote ni una fuerza superior que me ha empujado a cerrar los ojos y a ponerme a hablar como lo haría en sueños. Mujer poseída y despojada de todo lo suyo. No sé cómo lo he sabido. Pero su presencia ha sido tan apabullante que no he podido resistir la tentación de contarle un chiste. El fantasma se ha quedado desconcertado porque segura­ mente no está acostumbrado a que le hagan frente, a dejar impasi­ bles a los tontos mortales. Para mí, hasta hace poco un fantasma de más o un fantasma de menos no significaba gran cosa. Pero me los tomaba muy en serio, si pertenecían a la categoría de los dolientes, de los que su­ fren más allá de la vida y de la muerte. De los que son incapaces de encontrar consuelo a su congoja. Hubo un tiempo en que esta clase de seres me interesaron sobremanera y no pretendo exagerar al utilizar esta expresión tan pasada de moda.

•75* Fue en aquella época cuando hice mi archivo de apariciones y fantasmagorías y clasifiqué a las presencias del más allá, en razón de su estatus y de los motivos que les llevan a reaparecer entre nosotros. Casas tan aburridas, un universo tan pobre. También recuerdo que estudié los rasgos que los singulari­ zan en función del lugar de la vivienda en la que tienen el capricho de aparecer. Este último inquilino, la presencia que hoy ha vuelto, no pertenece a la categoría de los fantasmas de cocina. Los de cocina son teatrales y aparatosos. Son caprichosos como niños a los que les dan pataletas. Son tan pueriles que acos-^ tumbran a hacer mucho estruendo con los cacharros, las sartenes, las marmitas y los cubiertos de plata. Mucho ruido y pocas nueces. La experiencia me ha enseñado, sin embargo, a desconfiar de los silenciosos, a temer a los que se mueven con sigilo y fingen no mirarte, ni reparar en ti como si fueras tan invisible como los hilos del aire. De los fantasmas de cocina hay que decir que hacen las deli­ cias de la gente fantasiosa porque, aun cuando no hagan nada, pare­ ce como si se estuvieran rompiendo todo el universo y su armonía. Una joven de ciudad se tropezó en una casona de campo con uno de estos especímenes y tengo que reconocer con pesar que no lo pasó bien. Terminó de perder la cordura porque, al caer la tarde, cuan­ do la joven urbana jugaba a relajarse con mil y un inventos, la presencia, la sacaba de su plácida paz de sitar indio. Aquel entrechocar de cosas, aquel desbarajuste de objetos, aquel alocado batir de cacerolas hizo que perdiera los nervios. Pese a tal barabúnda, en realidad, todo permanecía en su sitio. Los es­ tantes y los cajones junto al lavavajiUas, tan quieto como la foto perfecta en la página satinada de una revista de decoración.

•76' En fin, los bobos ectoplasmas de cocina apenas si tienen historia. No llevan mucho tiempo en el más allá y todavía echan de menos ese calor familiar que seguramente tanto y tanto valoraron en vida. A mí siempre me han inquietado los que se hacen fuerte en las alcobas, los que deciden refugiarse en el marco de la fotografía de un ser amado y, desde unos ojos familiares, te lanzan su mirada escrutadora. Su burla. Su fea risa de desconocido. Puede ocurrir que termines durmiendo con un extraño, sin saber realmente qué le ha ocurrido a ese que quisiste un día y que ahora resulta tan cambiado. ¿Podríamos jurar que la culpa de todo no la tiene esa sombra imprecisa y vaga que procede de otra esfera? El fantasma de las alcobas parece disfrutar rompiendo amo­ res, corazones, parejas. ¿Qué te ocurre, amor?, preguntas, entonces, y el que fue dulce, se da la vuelta, da un tirón rabioso a la sábana, hace puche­ ros o te eructa cerca de una oreja. Y, sobre todo, pone esa cara. La cara transparente de pensar en otra. Es la crisis de los cuarenta y cinco, lees en las revistas que encuentras en la peluquería. Las pequeñas metamorfosis, dicen, son corrientes. Ley de vida. Perfectamente naturales. Sin secreto alguno. Y en el marco de plata parece inamovible el momento feliz de aquel día. La novia sigue sonriendo con su mechón de cabello que amenaza los ojos y una mano que está a punto de moverse y se para a tiempo. El bonito dibujo de la boca, con un sí quiero, que parece un atracón de bombones y de frutas. El día aquel...

'77' Pero el novio y, después marido, se ha vuelto irreconocible. Y eso seguramente es cosa del fantasma. En el marco de plata no tiene ya ninguna de las expresiones de aquel tiempo. El brillo de determinación y cuidado se ha vuelto un molesto rictus de quien ha empezado algo que está obligado a terminar temprano.

Hoy el fantasma ha vuelto y la mujer no lo ha sorprendido jugueteando entre sus cosas sino quieto y pensativo frente al traje de hpmbre arrugado. Estático, mirando hipnotizado el bulto que formaban los pantalones, una camisa y la corbata. Aquel lío de tela, dispuesto a emprender el viaje a la tintorería.

Al principio no le he dado importancia, aunque son poco deseables las apariciones a las que les da por enredar con la ropa. Buscan un algo de quienes las visten y no pueden evitar la tentación de querer atrapar el calor, el impulso vital que las anima, la pasión casi inmaterial que las vivifica. Nunca quise aprender exorcismos, así que hoy no he sabido qué hacer para ahuyentar aquella cosa pesada que luchaba por entrar en una pernera y después, en otra. Se ha caído ruidosamente un cinturón del galán de noche y he tenido que convencerme de que ha sido cosa de nada. También las casas vacías, cuando llega la noche, se llenan de ruidos.

'78' Por entonces, cuando me interesé por este asunto, descubrí que los hay que anidan en las cañerías. Seres primarios que nunca llegaron a la mayoría de edad y buscan lugares húmedos, retornar al vientre materno, a la primera célula única. Son fantasmas gimientes como chorros de agua que nunca terminan. Pero el que hoy ha vuelto no era un fantasma de cañería. Suelo- leer hasta tarde, ovillada en mí misma, envuelta en una espesa manta de humo. Busco relatos que no se pare2can a la vida y es seguramente en esa atmósfera, conjurando palabras pro­ digiosas, como a veces he tenido la sensación de escuchar un arras­ trar de pies. El susurro de unas zapatillas de andar por casa. Ah, las almas en pena de bata y pantufla, perdidas entre alacenas. Inocentes almas en pena, siempre pendientes de suspirar a tiempo para que los mortales las noten. En fin, inmateriales de categoría ínfima. Tampoco son notables ni importantes los espíritus que siem­ pre vivieron en una biblioteca. Les da por destrozar estantes, por revolver papeles, por abrir ciertos libros por páginas atrevidas. Se asoman, imperiosos, a los ren^ones que lees porque ¿qué no darían ellos por bajar otra vez por aquellos peñascos, por aquellas letras encrespadas, por los sinuosos verbos como corrientes de ríos? Y ¿qué podemos decir del olor de la tinta? Si tuvieran que resumir en tres olores el mundo que han perdido, no lo dudarían. Uno de ellos sería el de la tinta fresca de sus novelas favoritas. Nunca me ha gustado que lean por encima de mi hombro pero hay noches en que me lleno de dulzura y apenas si los espanto. Vuélvete por donde has venido, le digo en un susurro al vie­ jo lector que me importuna.

'79' No se lo exijo. No lo pido con demasiada vehemencia. Pon­ go poca convicción porque me parece que, a lo mejor, alguna vez lo necesito. Si llegara el caso, le pediría que me ayude, que venga a auxiliarme cuando dé tres gritos. Porque al que más temo es al otro. Al que dicta palabras, nos estremece, nos posee, nos domina. Al intruso que le gusta esperarme en los espejos. Su estrategia es lenta; es lenta y concienzuda y no está ente­ ramente desprovista de lubricidad. Me abraza cuando el hombre de la casa, somnoliento aún, se levanta. Cuando se pierde camino del baño o la oficina. *'•' Me sopla en el oído como si fuéramos tres en el juego.

Empezó a beber al séptimo año de matrimonio. No puede decirse que sea un borracho pero, algún sábado y algún viernes, desaparece sin decir nada. Me quedo sola esperando a que dé se­ ñales de vida. Pero ni siquiera llama por teléfono. Suele ocurrir que escucho la vacilante llave en la cerradura y sus zapatos pesados y su paso ebrio. La frente sudorosa y roja. Desde que todo esto empezó, "sé que es inútil hacer planes. Pero, durante los primeros años, fue completamente distinto. Re­ cuerdo que adelantaba mi vuelta del trabajo y lo esperaba, perfia- mada y hermosa, para salir a cenar algo ligero. Después, un par de copas con los amigos y ese retorno a casa con la sensación de vivir en un mundo satisfecho. Ahora no. Ahora, muchas veces él prefiere beber solo. Pa­ san las horas y llega tambaleante y sin apenas mirarme, con los faldones de la camisa por fuera.

•80* Desaliñado camina hasta el dormitorio. Se zambulle, enton­ ces, en el plácido sueño de los niños. Es como si sintiera miedo de volver 3, C3.S2.. Como si acepta­ ra que ha perdido frente a un rival más fuerte. A mí también me ocurre. Abro la puerta y me quedo un rato aguzando el oído y, en el contestador automático, bailan los nú­ meros rojos de los mensajes. Pero no los escucho. No hay ninguno. Sólo el. carraspeo de quien intenta hablar y hace demasiado tiem­ po que perdió la lengua. Los sábados y viernes que espero que se canse de acodarse en una y otra barra, de repente suena el móvil que he tenido todo el tiempo al lado. Contesto sin respiración, temiendo siempre que esta vez haya ocurrido una desgracia. Iba borracho y cruzó con un semáforo en rojo. Perdió pie y se cayó en una zanja a oscuras. Conducía con un par de copas y su coche chocó contra una valla. ¿Sí?, casi grito y, al otro lado, no encuentro nada más que el carraspeo. ¿Desde dónde me llama? ¿Desde la habitación de al lado, tal vez? Con las prisas ha derribado una lámpara.

Nunca he soportado que se me queden mirando. Ni siquiera mientras duermo. Recuerdo y, es un curioso fenómeno, que siem­ pre que mi madre se paraba en la puerta de mi dormitorio de niña, yo abría los ojos y preguntaba ¿qué pasa? Eso me contaba mi madre.

'81' Desde que el fantasma ha vuelto paso las noches en vela. Miento. Hay una hora de la madrugada en que, vencida por el cansancio, me sumo en un sopor profundo. Dura lo que dura. Una, dos, tres, cuatro, cinco horas. ¿Qué hace cuando no me está espiando?

Hoy, al arrancar una hoja del calendario, me he dado cuenta de que hace ya tres meses y un día que el fantasma ha vuelto. He de decir que me siento rara. Extraña e intranquila porque no acierto a adivinar dónde se habrá metido. No lo percibo como otras veces. No noto ese esca­ lofrío que me pone la piel de gallina cuando se va acercando. Una especie de temperatura que actúa como un sensor. Ahora, no. Ahora, por más que husmeo por los rincones, no encuentro su presencia. ¿Qué clase de escondrijo habrá encontrado el maldito? - La verdad, no puedo estar tranquila sin saber exactamente por dónde anda. Me he dicho que no importa pero ha sido una forma inútil de querer tranquilizarme porque, enseguida, he perdido los nervios. ¿Dónde estás?, he gritado a pulmón abierto. Me llegó mi propia voz como si se hubiera escapado a algún sitio y volviera de lejos. Qué sensación tan extraña. Esa ha debido de ser la gota que ha colmado el vaso. Por un instante, he perdido mi autodominio, mi famosa flema. ¿Qué hago corriendo? He comenzado a abrir todas las puertas. He hurgado en el interior de todos los armarios y entonces he notado que faltaban algunas cosas.

'82' He atado cabos. Cuando sucedió, hace una hora, no supe muy bien qué estaba ocurriendo. El hombre que bebe los viernes y los sábados tenía expresión de ladrón. Se iba igual que alguien que robara en una casa ajena. Al sorprenderlo, me ha mirado con horror. Llevaba dos maletas. Sé que significa que me ha dejado, pero me resisto a acep­ tarlo. No quiero estar sola. Yoy corriendo al teléfono. Lo levanto y no escucho nada. Marco un número. ¿Diga?, preguntan al otro lado. Al lado de ese lado de donde quiera que él esté. . Quiero hablar, pero de mi boca apenas sale un ronquido. Nada. Como si yo fuera una de esos desgraciados que perdieron hace tiempo la lengua.

•83' Remedios de amor

Estaba en mitad de una siesta bochornosa cuando se le apa­ reció el fantasma. Una mujer que debió de ser gruesa en vida, a juzgar por el extenso halo luminoso que la acompañaba. Escríbeme una carta, dijo. Se preguntó si habría escuchado bien, porque, por cierto, había utilizado un tono de confianza que le resultaba intolerable. Intolerable, repitió saliendo de aquella modorra cabezona. ¿Qué clase de carta?, preguntó. Tenía tan pocos clientes que no podía detenerse en minucias. Daba lo mismo que fiaera invisible o no, de otro mundo o de este, un cliente era un cliente. De amor, claro. Sí, claro, quién va a volver del más allá para redactar una requisitoria o para escribir a los parientes; para relatar cómo va la vida y la salud. La salud, como era evidente, ya no era demasiado buena y la vida... dudaba si podría llamarse así a lo que hiciera o hiciese aquella dama demacrada que se había colado en su negocio. Se hacen trabajos, se escriben cartas, se imprimen toda cla­ se de documentos. Eso era lo que podía leerse en el pequeño esca­ parate, junto a la puerta de su establecimiento.

'85' En general, había poca faena, así que a primera hora de la tarde siempre se echaba un sueñecito leve. Un adormilamiento del que lo sacaba la campanilla que ha­ bía instalado en la puerta. Para tal fin la había colocado. Pero la mujer muerta no hizo ruido. Ella habló de repente y él abrió los ojos y se la encontró allí. Bien, una carta de amor, ¿de qué naturaleza? Hizo la pregun­ ta y preparó la libreta y el bolígrafo. A ver si se acordaba ahora de lo poco que sabía de taquigrafía. De la peor especie, dijo ella. Un amor de esos que te persi­ guen y te atontan y acaban dejándote perpleja. Sola y perpleja. Tirada, desolada, vacía. • Él mordió la tapa del Bic que tenía en la mano y no pudo evitar decir: pues si viera que lo siento... ¿Es que acaso hay alguna otra clase de amor? La mujer le espantó una mosca que le danzaba cerca de la cara, a la altura de los ojos, y él sintió ese soplo helador como de acariciar una barra de hielo. El frío que siempre había escuchado que se notaba en presencia de los aparecidos. Entonces, ¿usted es un alma en pena? ¿Tal vez se mató por desesperación o murió de tristeza porque su novio se casó con otra? Oh, no, nada de eso. Pero no me gusta hablar de mí. ¿Y qué clase de carta le escribo? La mujer, que tenía un aire desvanecido como de ahora me voy ahora me vuelvo, pareció confusa. Al de la empresa de «se hacen trabajos de imprenta, offset, huecograbado, etcétera», le dio un poco de pena. Tan escuálida, tan amarilla, con aquellos hom­ bros desnudos a los que hacía tanto tiempo que no les daba el sol. Lo habitual (aunque yo le voy a confesar que generalmente aquí no hacemos desde hace mucho tiempo, esta clase de traba­ jos) es que la carta conten^ una declaración o un reproche. O que

•86' sea simplemente una misiva triste en la que diga que lo está espe­ rando y que se le hace muy poco llevadera su ausencia. O si quie­ re, podemos copiar algún poema de Pablo Neruda. Para empezar podríamos escribir: amadísimo mío- No sé, lo encuentro demasiado íntimo. Tenga usted en cuen­ ta que es una carta de amor de una desconocida. Qué valiente es usted, exclamó el de la siesta. A la fuerza, ahorcan, suspiró la muerta. El de la imprenta y offset volvió a notar ese olor como a azufre o a incienso que dicen que se percibe cuando alguien vuel­ ve de las regiones de la muerte. Huele usted a rosas, dijo para animar a aquella valerosa ena­ morada. Me suelo poner detrás de las orejas un par de gotas de un perfume nuevo. Árbol del paraíso se llama. Usted que puede... Siempre he pensado que delante de los demás hay que apare­ cer lo mejor posible... Y que lo diga. ¿Le parece buena idea que vertamos un poquito en el papel que utilizaremos para la carta? Una excelente ocurrencia. Y dígame ¿ha encontrado muy cam­ biada la calle? Le diré que el ayuntamiento no para de hacer obras... La verdad, no me he fijado. Bueno, no voy a engañarle no es que no me haya fijado es que he venido directamente aquí, sin dar muchos rodeos. El viernes es el día que nos dejan salir y una tiene tantas cosas que resolver... Y ¿por qué ha elegido mi negocio? Es bastante modesto y está en una calle que no resulta de paso para casi nadie. Ah, no, no se engañe. Este comercio fue antes de su abuelo y antes del abuelo de su abuelo y el prestigio siempre se mantiene. A mí

'87' me lo recomendaron. Me dijeron: si el viernes vas para allá y nece­ sitas una bonita carta de amor, no dejes de ir a la papelería de Sixto e Hijos. Pues sí, ese soy yo. Y tiene muchos. Muchos... ¿qué? Hijos. Ah, no. Ese era mi abuelo. Pero sí, lo he dejado por aquello de la clientela, por ver si funcionaba lo de la fidelidad y todo eso. Yo, por si acaso, he dejado el letrero. Si sale a la puerta y mira hacia arriba todavía lo puede ver. Sixto e Hijos. ¿Y tiene novia? ¿O posibilidad de tenerla? Lo digo por el negocio, sería una pena que tuviera que encargar otro letrero.

Siempre que una mujer se le insinuaba le entraba el tembleque en las piernas. Si la mujer, además, llevaba un colorete pálido, ojeras violetas, ni pizca de rímel y un jersey negro de lo más espectral, ya directamente le entraban ganas de salir corriendo. Y eso que su psi­ cólogo se lo decía continuamente, «Sixto, lo tuyo no es timidez, es un problema de auto estima que tienes que ir dejando atrás». Pues sí, era verdad, por qué narices siempre pensaba que era poca cosa, un ser indigno de ser deseado, una lata de tío, un creti­ no que no conseguía hablar a derechas, un tipo sin músculo, sin estatura, sin apostura y con unas peligrosas entradas en la firente. ¿Le parece que me estoy quedando calvo? -le preguntó, de repente, a la de la carta. Me parece que tiene usted un rostro muy interesante. Siem­ pre he odiado a los hombres con flequillo. Y, además, ahora que lo pregunta, me voy a atrever a decírselo, la forma de su mentón es adorable. Es enérgico y suave, al mismo tiempo, algo que ya no se encuentra en los caballeros de hoy en día. Se lo digo sinceramente.

*88' Pero no cree que tengo una mirada de ir pidiendo perdón por la vida. Eso me dijo la última chica con la que salí. A las chicas de la tierra les falta distancia. Mucha distancia. Yo no se lo digo para consolarle, pero tiene esa clase de mirada que sólo poseen las personas muy inteligentes. Transmite pasión, pero también incertidumbre, perplejidad y duda. La duda es uno de los nombres de la inteligencia, eso decía la bolsita de azúcar que me tocó hoy con el cortado. Siempre me lo tomo en el bar de la esquina y me encanta esa marca de azúcar que ponen. Uno se endulza y lee cosas preciosas. ¿Sabe que es usted la primera persona que nota que llevo esencia del árbol del paraíso? Es francamente halagador —dijo la muerta. ¿Qué clase de chica debo buscar? ¿Quién crees que se ena­ moraría de mí? ¿ Una de esas espirituales que van a los conciertos de música clásica? Conocí el otro día a una que lee tres libros a la semana... Ni esa, ni la de los conciertos, le conviene. En realidad, per­ mítame que le tutee, no debes buscar sino dejarte encontrar. La mujer sonrió y enseñó unos dientes que alguna vez fueron perfectos, pero que ahora parecían un poco rebajados de tono, como de color iceberg o de fiordo noruego. Hielo de barra como los de la fábrica de la ciudad en la que Sixto vivió de niño. No debes buscar sino dejarte encontrar, repitió Sixto. Eso mismo —repitió ella. Qué bueno, parece como si lo hubieras leído en un sobre de Azucarera Blanca. Desde luego. Y a todas estas, tenemos pendiente una cartita... Ya no la necesito. Olvídala.

'89' Los tambores de las islas salvajes

Me daban ganas de matarla. Cuando se ponía pendenciera, en pie de guerra (cancaneando machacona su cancionciUa) yo cerraba los ojos y me imaginaba su cuello amarillento entre mis manos. Haría cric, crac y se rompería como un palito y se desmoro­ naría lacio hacia cualquier lado. Y si alguna vez hubiera tenido la certeza de que así iba a dejar de escuchar su voz pellejuda, juro que lo habría hecho pero no sé por qué siempre pensaba que volvería de ese sitio, (donde quiera que se encuentre) en el que todos, más temprano que tarde, acabaremos. Que debía de ser de esa clase de mujeres que se vanaglorian de conocer seiscientos sesenta y seis conjuros. Además la quería. Así que lo dejaba estar. No te hagas mala sangre, me decía. Cuando la armaba, armaba tal boruca y algaraza que no era raro percibir cómo nos mandaban callar de todos lados. Desde el cielo y el infierno. Desde todos los puntos cardinales y desde el rellano más . inmediato, nos suplicaban silencio. —Ah, no. No pienso acabar —se embravecía ella.

*91' Recuerdo que después, cuando ya lo peor había pasado, los ojos se le ponían del color de las guindas y se reía como si todo no hubiera sido más que un bromazo. Fruslería apenas que yo, tonto de mí, me tomaba demasiado a pecho. —Encanto, \ma es así, tiene su genio. Así que, ya sabes, ó lo tomas 'ó lo dejas —explotaba, jaquetona. Elenita era así. Tenía sus días. Mañanas sandungueras en las que se levantaba como un tifón y con un morro tan puntiagudo que no podía caber duda alguna de en qué dirección soplaba el viento de su descontento. —¿Para qué mierda quiero yo esto? —gritaba entonces sin que importara mucho la bagatela que se me hubiera ocurrido llevarle. -Quién sabe... -respondía, calzándome las botas de hollar caminos. —Estoy harta, bastante más que harta de ti y de tus tontos regalos —explotaba. —El que ofrece lo que tiene, no está obligado a más —volvía a replicar yo, filosóficamente; listo ya; dispuesto a peinarme el asfalto y husmear en los contenedores. —Que te jodan, maldito don nadie —gritó aquel día. La palabra resbaló desdeñosa desde sus labios hasta la pun­ ta de su estridente vestido. La palabra también se demoró por su pecho abultado como por una pendiente peligrosa y se deslizó lasciva abajo, vientre abajo. Se me saltaron las lágrimas. -Deja de llorar -se impacientó ella. Yo sabía que después se volvería toda de azúcar pero aún así, sentí en los dedos el placer del cric, crac. Ahora no me acuerdo bien de si aquella mañana llovía. Pue­ de que la cortina de agua estuviese sólo en mis ojos.

'92' Me hizo romper en lágrimas el hecho de que Elenita, mi Elenita, me dijera aquellas cosas con tan notorio ánimo ofensivo. Como si se creyera ya la reina de las pitonisas. —Soy una trabajadora psíquica —insistía siempre. Como si no fuera ella sino su prima la que vivió durante años en un carromato o una roulotte destartalada; al albur de los caminos como quien dice. Doña Importante y sus Soberbios Clientes. -Maldita bruja. La maldita bruja se quedaba ensimismada en una taza de café. Los ojos fijos en el agujero negro como si flxera un pozo oscuro. —Veo dinero y un hombre apuesto —se jactaba Yo me mondaba. Aunque la risa nunca ha sido mi fuerte. Hasta cuando era pequeño recuerdo que no había manera de sa­ carme una carcajada en condiciones. Todo lo más que he logrado siempre ha sido esbozar una sonrisilla. Una muequecita para no quedar mal en algunas situa­ ciones que la mayoría considera bastante divertidas. —Ja, ja, ja -me suelo esforzar yo. • —Un tipo guapo y con mucho de aquí -insistía ella y hacía ese significativo gesto con los dedos. —No me atormentes —le suplicaba entonces porque verda­ deramente no soy un tipo duro. Soy un hombre débil, al que después de estas y parecidas conversaciones, le costaba mucho trabajar a gusto. Los contratiempos, fiíeran de la envergadura que fueran, me ponían mohíno, desganado. Pero por alguna extraña razón, la encantadora tenía por cos­ tumbre montarme uno de sus numeritos, justo cuando yo estaba a punto de salir de casa.

•93' ¿Quién iba a poder fisgar tranquilamente después de que le hubieran puesto el corazón en un puño? A esas circunstancias, y a mi vista que ya no es muy buena, se deberá achacar el hecho, cada vez más ñrecuente, de que sean otros huroneros los encargados de encontrar esas auténticas alha­ jas que se esconden siempre en un cubo de basura. 'Nunca he sido un lince pero, bien mirado, ella era notoria­ mente injusta porque últimamente se quejaba un día si y otro tam­ bién de que sólo volviera con un hatillo de latas vacías. —Viejo tonto, sirves ya para bien poquito —me espetaba para, acto seguido, darme la espalda moviendo mucho su trasero. Como un pavo real en plena danza. ' -Elenita, no me tientes, que yo soy muy mío -le advertía. -Con la de hombres que he tenido, mira que ir a terminar con semejante birria... Así era Elenita... Tenía unos labios como de chocolate. Y resultaba tentadora aún siendo tan fondona y cuadrada. Se me derretía el corazón cuando se ponía zalamera y decía mi nombre, Damián, con todo el cuerpo. Y entonces yo adivinaba entre los dientes pequeños y rosados su también pequeña lengua de deslenguada. —Damián, Damiáncito —me llamaba con esa misma cosa oscura con la que invocan los tambores de las islas salvajes. Y cuando ocurría tal cosa, yo lo olvidaba todo. Perdía la memoria para terminar quedándome a solas con todos los sueños y todas mis nubes. Cómo iba a acordarme entonces de sus palabras afiladas, de su afición a desgañitarse, de su gusto por arremeter contra mi hu­ milde persona. No, claró que no. No me acordaba...

'94' Bien, pues en ese ir y venir consistía mi vida. Las semanas eran como racimos de uvas entrelazados. Unos traían a los otros y así sucesivamente. Cric, crac, me pedían de vez en cuando mis manos impa­ cientes. Al principio pensé que tal vez pudieran bastarse con una cachetina. Lo probé. Una pobre ajumada que recorría la noche haciendo eses, se convirtió en el centro de mi experimento. Le puse un ojo a la funerala y le arreé dos contundentes derechazos que muy pocos mocetones habrían podido soportar. Primero giró como un trompo. Después, fue inclinándose hasta el suelo para, finalmente, quedarse allí como un bulto infor­ me. De hecho, pude ver cómo a la mañana siguiente, dos basure­ ros parlanchines y distraídos a los que se les había encomendado esta zona, le daban pequeños empujoncitos con su escoba. Así, poco a poco y como al descuido, consiguieron llevarla hasta un montón de hojarascas y papeles. Lo peor fue que, una vez realizado tan insano ejercicio, no puede decirse que me sintiera orgulloso. Todo lo contrario, se me quedó como una especie de zozo­ bra y ese andar vacilante de los borrachos, aunque puedo jurar que no bebí entonces ni una sola gota de aguardiente. Bastó sin embargo aquel pequeño balanceo para que Elenita la emprendiera con mi aliento. —Hueles que tumbas —chilló como una mujerzuela. Me quedé pasmado. Elenita interpretó mi silencio como prueba irrefutable de que había dado en el blanco. Algo que sólo sirvió para empeorar las cosas como se demostró un poco mas tarde; cuando me acusó-

'95' tV ^¿^W- de carabear y holgazanear a base de bien mientras ella se partía la espalda a trabajar. —Tampoco creo que sea tan cansado echar las cartas —osé decir. Segundo gran error. Puso ojos de basilisco (nada que ver con ese dulce brillo de guindas) y me tuve que volver de espaldas para no morir fulminado. —Sal de mi casa, Damián -dijo con una determinación que nunca antes había visto. La había visto cabreada, sí, pero nunca tan resuelta. —Elenita, mi amor —probé yo. Me echó sin contemplaciones. Me dio un puntapié y me vi rodando escaleras abajo, ya sin memoria con todos mis sueños y todas mis nubes y mis únicos pantalones puestos y mi única cami­ sa sucia. Dirán ustedes que podría haber vuelto, girar en redondo e intentar suplicar o convencerla con algunas carantoñas. Ni loco. Recuerdo demasiado la acera salpicada de los restos de aquel pobre diablo que me precedió. —Ay, Elenita, fue lo único que aquel muchacho acertó a de­ cir. Se quedó blanco como el papel, con trozos de maceta en el pelo y un geranio mustio en la pechera. —Ay, Elenita —dije yo también, mientras me alejaba. La calle estaba llena de sombras. Me sentía perseguido por sigilosos fantasmas, por macumberas y chupasangres o por alguno de los seiscientos sesenta y seis conjuros que Elenita conoce. Me dio en la nariz un tufo de sangre de gallina. Eché a correr y no paré hasta, que sentí que ya no me quedaba aliento. Cosa rara, a pesar de haber galopado toda una hora, me en­ contraba aún en el mismo sitio, en el maldito portal del que había salido con tanta violencia.

•96' No estamos preparados para entenderlo todo, resolví para mis adentros. En la primera esquina vi a un carcamal que escarbaba en un cubo. A la luz de la luna su cuello se veía glorioso. Dentro de mis oídos sonó un cric crac que parecían las pri­ meras notas de una música sublime. Pensaba en ella, en Elenita, cuando extendí mis manos ha­ cia el cogote del hombre decrépito. Olía a cloaca y no le quedaba ni un diente pero me sonrió de forma tan amigable que simplemente no pude hacerlo. Perdí, sin embargo, un tiempo precioso- El mismo que ganó aquel condenado vejete que por poco me corta el resuello. -Cric, crac —gritaron también mis felices huesos traidores.

•97' La luna

Yíiie aquí, bajo este amaneceritrítado, mientras estábamos en la empalizada protegiéndonos de la lluvia torrencial, cansados pero extrañamente excitados, fue aquí, en medio de esta conñisión de voces y explicaciones donde, sigilosamente, seintrodujo eles- pectro de algo horrible y se alzó entre nosotros.

Algemon Blackwood

Me había hablado tantas veces de aquel pueblo que era como si lo conociera. Me sabía también al dedillo su vida entera, aunque su historia se me volviera confusa, a partir del momento en que decidió solicitar una plaza de médico rural. Todo comenzó para él con un viaje. Yo me vi condenada a repetir sus pasos. La nuestra era una historia común. Habíamos estado muy unidos durante años. Amigos de la infancia, de la adolescencia y de esa edad en la que, de forma inoportuna, todo se transforma y cambia. Es difícil acostumbrarse a estar lejos, a dejar de ser al­ guien necesario, imprescindible. Lo que a mí me pasó flae sencillamente que no soporté el hecho de no tener noticias suyas. Cualquiera, en mi caso, habría

'99' hecho algo parecido. Lo más taro del asunto fue que, cuando tomé la decisión de partir para buscarlo, lo mantuve en secreto. No le revelé a nadie mis propósitos. Mi proyecto de aventura.. Confieso que nunca había oído hablar de Castrillejos. Lo busqué en mapas y guías y apenas encontré referencias, pero sabía por las cartas de Antonio que había que viajar hacia el norte. - XZada nuevo pueblo que conquistaba me acercaba un poco más a mi objetivo. Estaba reconstruyendo el primer viaje de mi amigo, prolijamente narrado por él en su primera carta, y sabía que me esperaba un peregrinar de guaguas renqueantes y atestadas. Una de esas travesías por tierra que se hacen con el gesto de cansancio de los que viajan sin placer, con puro desespero. . Estaba a sólo unos kilómetros de aquel lugar, cuando supe que todavía tendría que esperar varios días. O, si nada lo remedia­ ba, una semana o dos. —Las carreteras están cortadas cada dos por tres, me dijo el conductor de una de las guaguas. Se debió compadecer de mi cara de consternación porque enseguida añadió que en épocas como aquella, en plena primavera o verano, era frecuente que pudiera reemprenderse la ruta en unas cuantas horas. Paré a reponer fuerzas en la cantina de la estación de gua­ guas y pude constatar que, en todos los sitios, hay lugareños a los que les gusta acrecentar tu incertidumbre. Dejarte claro que las cosas allí no transcurren con la misma lógica que en la ciudad. El cantinero me explicó, con una mal disimulada satisfac­ ción, que las últimas tormentas habían inundado las barranqueras y vuelto intransitables todos los caminos. Tendría, por tanto, que esperar en Medina. Intenté que no se notara mi desconcierto y me armé de una paciencia a prueba de pueblerinos que miran torvamente. De calles sin asfaltar y de no­ ches cerradas como boca de lobo.

'100' —Aquí, en cuanto caen tres gotas tenemos que aguantar in­ terminables apagones —me confió el recepcionista del hotel al que me diri^ sin más dilación. No sé si podemos llamar hotel a un modesto establecimien­ to con pocas pretensiones, y escasas comodidades. Me pregunté esos días si un invento tan antiguo como la televisión no habría llegado todavía hasta aquellos pagos. Por toda distracción, y ya en la cama, oía el ruido manso del viento, el chapoteo de los desvelados que disfirutan metiendo las botas en los charcos y el sonido de las gotas monocordes que caían en el suelo del balcón. Y así fue, con esa música, cómo la primera noche, pasé las horas. Los ojos abiertos, mirando sin ver el techo oscuro. Supongo que fiíe por culpa de la ansiedad. Pero había algo que me impedía cerrar los ojos. Cosa rara porque me nunca me ha resulta­ do difícil conciliar el sueño. Y ¿qué oaarre cuando no se duerme? Que se piensa de forma insensata. Hice lo que pude: intenté ahuyentar la opresión. Resolví tra­ tarla como si se tratase de un incómodo visitante nocturno. —Dios mío —gemí y me levanté de un salto de aquel lecho helado. Encendí la luz del cuarto y fui adonde estaba mi maleta. Allí hice lo de siempre, saqué el pequeño fleje de fotografías y me detuve en aquella en la que mis dos mejores amigos sonreían. Antonio tenía esa mirada que yo conocía perfectamente. Un gesto de determinación que, a lo mejor, ya escondía la intención de desaparecer. Porque esa era una de las posibilidades. Que se hubiese esfiímado por voluntad propia y que llevase meses pla­ neando su huida. Descubrir dónde estaba y por qué había escapado era uno de los motivos de mi viaje. Por esa causa me encontraba, helada, en una habitación ajena.

'101' En aquel cuarto desapacible, me dedicaba a mifar fotogra­ fías. A sopesar el otro pequeño paquete. Estaba atado con un fino cordel vulgar. Un nudo simple que, al deshacerse, desparramó la mitad de las hojas escritas. Eran car­ tas que me había ido enviando en los últimos meses. Cuartillas desiguales que leí tantas veces con vehemencia. Ahora volvían a ponerse ante mis ojos. Allí estaban aquellos trazos altos de escritura nerviosa. Castrillejos, me contaba, es un pueblo de calles anchas. Uno de esos lugares de empedrado incómodo que te hacen tropezar continuamente. Seguramente esa impresión de paisaje ancho la da la cir­ cunstancia de ser casi siempre un escenario vacío. Las gentes de aquí no son aficionadas a corretear de un lado a otro. Por el con­ trario, lo común es sorprenderlas atisbando la vía pública, a través de una ventana. Rostros fisgones, atrincherados detrás de cortinas como humo espeso. Como cualquier pequeña población provinciana, la gente tiene ocupaciones corrientes. Hay un panadero, un comerciante, algún maestro y habitantes de otras profesiones que, a diferencia de los de otras pequeñas comunidades rurales, parecen desarrollar la mayor parte de sus actividades laborales de forma secreta, sólo de puertas para adentro. La plaza del pueblo es una plaza desolada por la que, de vez en cuando, circula algún perro lastimero. En el centro, rodeada por una herrumbrosa verja, hay (casi como es obligado) una figura ecuestre. Es el monumento a un olvidado héroe local, al que sucesivos contratiempos han ido bo­ rrando el rostro. Las lluvias, las piedras y los excrementos de las palomas han ido haciendo su trabajo. El héroe, pese a todo, con­ serva un aire digno que, probablemente, alguna vez ñie fiero. Por­ que aquí la gente es dura.

'102' Y aquí, claro, nadie enferma con excesiva frecuencia lo que hace que un médico de pueblo como yo, con pocos amigos y esca­ samente aficionado al vino de las tabernas, tenga pocas cosas en que ocuparse. Si exceptuamos las largas veladas en la biblioteca pública, apenas tengo qué hacer...

En inyierno, a las cinco de la tarde la oscuridad es completa. Todo se vuelve una negrura persistente. Alguna vez, pese a lo lóbrego de esa noche prematura, me he aventurado por unas calles tan sólo iluminadas por el parpadeo de las luces oscilantes de al­ gunas ventanas.

Y caminando he ido perdiendo la noción del tiempo, hasta llegar a la pequeña fuente que, para algunos, marca los límites de la villa. Allí, dicen los más charlatanes del lugar, existió en otro tiempo una fortificación que cerraba el paso a los forasteros. No sé por qué cuando, en alguna ocasión, he oído este relato, he teni­ do la impresión de ser mirado de una manera maliciosa...

II

Llevo una semana en este alojamiento. Es una pensión extra­ ña, una especie de hostal vacío en el que me siento el único cliente. No es un albergue concurrido y puede entenderse porque tampoco es confortable. En el cuarto hace un frío despiadado. He estado muchas veces a punto de llamar a recepción para pedir una bolsa de agua caliente, pero finalmente he desistido. No siento ningunas ganas de toparme con el rostro inane del recepcionista. Tirito y hago verdaderos malabarismos para calen-

'103' larme los pies. Se me ocurre que caminando puedo entrar en calor pero esta se me revela como una determinación errónea, cada vez que intento poner las plantas de mis pies en el suelo helado. Inclu­ so con calcetines siento su cortante helor. Junto a la cama hay una raquítica alfombra. Es una alfombra hecha jirones. Como si hubiera sobrevivido milagrosamente a alguna re­ friega. Desde hace un par de días apenas salgo, así que práctica­ mente no sé cómo es Medina. Sé, en cambio, como es su sonido. Escucho sus ruidos, su latido nocturno. Me parece percibir algo así como un quejido. Llueve. No para de llover. Desde algún lugar me llegan también lejanos ladridos. Esta noche me dan miedo los perros que ladran y aullan a la luna. ¿Se­ rán perros o alguna otra clase de animales furiosos? Un escalofrío me recorre la espalda y decido volver a las sábanas húmedas y reAmeltas, a donde arrastro mi pequeño tesoro de recuerdos. Como quien deshoja una flor, deshago otro mazo de cuarti­ llas. Cualquiera diría que estoy haciendo un solitario de naipes, porque, al azar, consigo que sobre el regazo quede otra carta boca arriba.

La otra mañana, explica el trozo de papel, tuve un encuen­ tro extraño. Ya te he confesado mi afición a vagar por el pueblo, a aventurarme hasta las zonas menos transitadas; hasta plazas leja­ nas que parecen dormidas, olvidadas en el tiempo. En estos parajes me ocurre algo curioso. Tan pronto me siento invadido por un serenísimo estado de ánimo, como me da por arrepentirme de haber deseado ejercer mi profesión en un lugar tan apartado y triste.

•104' Una tarde, volvía yo de unas de esas extravagantes excur­ siones a las que últimamente me he acostumbrado y a las que, sin duda, me ha arrastrado el tedio, cuando me tropecé con una joven desconocida. Su parecido con Estrella era sorprendente. Pero, a diferen­ cia de nuestra común amiga, su tez era de una palidez mortal. Cuando llegó a mi altura, apresuró el paso e, incluso, bajó los ojos en un vano intento de no cruzarse con mi mirada. Sin embargo, por un instante me topé con su enfebrecido brillo. Pese a que fue un fugaz encuentro, pude también advertir que sus labios, que parecían una raya temblorosa, apenas tenían color.

Sus pronunciadas ojeras hacían sospechar que alguna clase de enfermedad la estaba minando... Esta vida apartada ha hecho que mi imaginación se desbo­ que. Así que, de repente, me vi haciendo conjeturas. ¿Qué mal ocultaba aquel talle quebradizo, aquel andar vacilante?

La desconocida apenas había sobrepasado la adolescencia. La turbación aumentó cuando percibí que la muchacha que aquella mañana se presentaba ante mí, casi como una sombra, era el vivo retrato de Estrella. Estrella hace 20 años. Ya hace doce meses que rompimos. Doce meses que no la veo. Me ha turbado mucho encontrarme con esta mujer de tan asombroso parecido.

Otra mañana más. En Medina, nuevamente llueve. Llueve con tedio e insistencia. La habitación parece invadida por un silencio hostil, pero a veces tengo la impresión de escuchar algún lamento. Ay, la imaginación, que nos juega malas pasadas.

'105' No son lamentos pero sí voces que distingo claramente aun­ que no consiga entender lo que dicen. Con este tienipecito, inclu­ so hay quien se aventura por las calles.

El año pasado estuvo lloviendo dos meses sin parar —me ha dicho esta mañana la chica que viene a limpiar el cuarto. Una mocosa de mirada fija y labios deformes. Ya me sé de memoria todas las esquinas de la habitación, así que no es extraño que me quede mirando hacia un rincón como si me hubiera vuelto loca. Me abismo y me ensimismo con mucha facilidad. El chaparrón fino pone una música en la atmósfera que produce efectos aletargantes. ' He vuelto a leer la carta. La recibí una semana después de que nuestra amiga muriese atropellada.

En esta otra hoja que me tiembla entre los dedos, decía que había vuelto a ver a la joven parecida a Estrella.

Esta vez, lejos de eludir mi mirada, me ha contemplado fran­ camente. Con un atisbo de sonrisa que apenas he sabido interpre­ tar y que sin embargo me ha parecido débilmente retadora.

La muchacha caminaba deprisa, como si en algún sitio la esperaran ocupaciones inaplazables. Su paso era ágil y, a diferen­ cia de la primera vez, todos sus movimientos revelaban la resolu­ ción y el brío de alguien que desborda lozanía. También su rostro, en donde se adivinaba el enrojecimiento de la timidez, resultaba extrañamente saludable. Le he hecho un leve saludo con la mano y ella no me ha con­ testado pero ha movido los labios como si quisiera decirme algo.

'106' Una táfzga. de viento hizo que no escuchara bien sus palabras. Cuando le rogué que las repitiera, ya se había alejado. Me pareció entender que me citaba en algún punto de la plaza de armas. Te espero, dibujaron sus labios. Por efecto de un remolino de polvo que se acercó a su ros­ tro, volvieron a ser espectrales. Eran tan parecidos a los de Estrella... Eran sus labios y su sonrisa de cuando me dijo: cásate conmigo. Todavía no consigo entender por qué le dije que no, que ya no la quería, que me ahogaba vivir con ella.

En Medina no hay grandes cosas que hacer y eso me tran­ quiliza porque estoy cansada. A pesar de que durante el día no hago nada, me siento agotada. Como quien está sin energías des­ pués de un esfuerzo considerable. Estoy a punto de meterme en la cama cuando me acerco a la ventana y separo los visillos. Por encima de los tejados y, en mitad de la noche aparentemente tranquila, sobresale una luna inmensa. Redonda. Deslumbrante. Ha dejado de llover. Podré continuar mi viaje.

Hace una semana que no he visto a la mujer que se parece a Estrella. A la mujer que, a partir de ahora, llamaré también Estrella. Pienso eft ella a todas horas. Cuando atiendo a los famélicos niños que me llegan a la consulta, cuando extiendo las recetas que les doy a sus lacónicos padres, cuando me cruzo con el párroco de sotana larga y al viento que parece que flotar en la calle vacía. Pienso en Estrella despierto y dormido. A todas horas. Cuento las horas que hace que no la veo cien, doscientas, mil. Me bulle la sangre y duermo mal porque son muchos los mosquitos que incordian mi descanso.

•107' Les gusta la sangre dulce de ciudad. Por la mañana, cuando me afeito veo los pequeños puntitos que sus inocentes aguijones me han dejado. Soñé con Estrella y le vi los ojos amarillos. Me soplaba en el interior del oído y se mofaba de mí con una risa que parecía la tos de una pequeña tísica. Estrella. He preguntado por ella al boticario y ha puesto cara de no saber o de no querer contarme nada. Aquí, ha dicho, todas las mujeres se parecen. Al cabo de los dos o tres siglos, ha bromeado el sastre, todas se parecen. El sastre fuma unos cigarrillos insoportables y apenas tiene trabajo. Los únicos trajes que tienen salida son los de pino, se ríe con ese característico humor negro que nadie le ríe. Me parece —ha dicho en otro momento— que a tu Estrella le hice uno. Qué mal gusto. Le he dicho, que es una broma de mal gusto. Vamos hombre, no es para tanto —me ha replicado.

El camino hacia CastriUejos no ha sido malo y también el viejo hostal es algo mejor que el de Medina. Eso sí, están poco acostumbrados a los desconocidos y el due­ ño del establecimiento me ha recibido con manifiesta hostilidad. Su trato se ha vuelto casi brutal cuando he cometido la tor­ peza de realizar dos o tres preguntas sobre el médico del pueblo. ¿El resultado? He tenido que pagar dos semanas por adelantado y, además, subir todos mis bultos, por mis propios medios. La escalera era empinada e incómoda.

•108' Al llegar, he deshecho mi equipaje y me he dado una rápida ducha. No he tardado más de una hora pero, cuando he salido a la calle, me he dado cuenta de que casi todos saben ya quién soy, para qué y por qué estoy aquí.

Me ha bastado un rápido paseo para entender las cartas de mi amigo. Después me ha ocurrido una cosa extraña. Cuando llegué a la altura de las murallas sentí un raro presentimiento. Y, aunque era aquel un paraje solitario, tuve la sensación de estar acompaña­ da; o más bien de estar siendo vigilada. Decidí seguir internándome por otras callejas secundarias, resuelta, sin embargo, a volver más tarde a rastrear aquellas ruinas que tenían la virtud de intranquilizarme. Entré por el dédalo de callejuelas y, aunque no me tropecé con ser viviente alguno, no pude desembarazarme de cierta impre­ sión de no estar sola. Deambular sin rumbo fijo me produjo agotamiento; decidí reponer fuerzas en una tabemucha de la que salían unos olores que no eran del todo desagradables. Entré y di buena cuenta de un plato de estofado que me sirvió una campesina colorada, que, en ningún momento, pronun­ ció una sola palabra. La sorprendí, eso si, mirándome con una in­ tensa curiosidad. Aún en verano, los días son tan cortos que, aunque apenas eran las cuatro y media, las sombras comenzaron a cernirse sobre el esqueleto de un pueblo que se me antoja fantasmal. Fue, sin duda, el vino con que acompañé el almuerzo, lo que me dio una rara valentía. En parte por la necesidad de airearme y, en parte, por esta osadía recién estrenada, volví a las murallas abandonadas.

'109' La vi cuando aún faltaba un trecho para llegar a la antigua fortificación. Llevaba una falda larga y oscura que el aire ondulaba alrededor de sus piernas. Parecía esperarme. Cuando estaba tan cerca que podría haberla tocado, movió los labios como si quisiese hablar pero lo único que hizo fue echarse a correr. Fui detrás de ella y le grité que esperara. Y su risa resultó como un eco que la noche me trajo varias veces. Después, deshice el camino y, esa noche, mi sueño fue in­ quieto. El amanecer se notaba en las pequeñas franjas que rayaban mi cuarto y en ese momento escuché voces en el pasillo. Las voces de una mujer y un hombre con un rezado ininteli­ gible. Abrí la puerta y cuando los desconocidos me vieron se hi­ cieron, sobre la frente, la señal de la cruz. ¿Dónde puedo encontrar al médico?, pregunté. Al médico puedes encontrártelo cualquier día, pero mejor que no. No te gustará -dijo el hombre. Llevaba alzacuellos. Era un cura. He viajado mucho para dar con él, se lo aseguro -le respon­ dí con rencor. La línea que separa la vida y la muerte son delgadísimas —dijo la mujer que acompañaba al sacerdote. No parecía hablar conmigo sino reflexionar en voz alta. Por alguna razón, aquel hombre y aquella mujer se marcha­ ban precipitadamente, al filo de la mañana, como un par de ladro­ nes. No dije nada que expresara mi desconfianza pero la expre­ sión de mi rostro me delató.

<110' Venimos cada cierto tiempo a limpiar el aire —dijo el cura y entonces vi el hisopo y el libro de rezos. Usted me perdonará, padre, pero soy más bien descreída -repliqué, dolida todavía por las palabras del predicador. A lo mejor no te has dado cuenta, pero este no es un pueblo cualquiera. ¿En qué sentido? —pregunté Todos están muertos. CastriUejos pertenece a la leyenda. Ni siquiera existe. Es el pueblo que aparece y desaparece. Se lo tragó un pantano hace más de un siglo. Dicen que se ha convertido en el refugio de quienes alguna vez fueron y ya no son. Esa energía de todos nosotros que persiste en algún lugar de la tierra. ¿No sé de qué me está hablando? —dije. Tampoco yo lo sé a ciencia cierta —replicó el cura. Tu médico debe formar parte de esa pandilla de espiritistas que andan molestando a los que debieran descansar para siempre. Como usted quiera —le respondí porque no estaba ya para creerme esa clase de historias. Hacía frío y decidí volver a la cama. A la mañana siguiente resolví recorrer CastriUejos de nuevo y aquel volvió a ser un pueblo obstinado, vacío. Un pueblo raro, pero un pueblo vivo. En la panadería, un grupo de mujeres comentaba un progra­ ma de televisión. El olor a pan recién hecho no era cosa del más allá.

Me sentí fuerte y decidida. Dispuesta a no dejarme vencer por los inconvenientes. Tenía que seguir buscando a mi amigo. Yo sé donde está —me dijo una voz que parecía de niña. Era la mujer de siempre, que me estaba esperando.

'111' Antes de que lle^a a su altura, se echó a caminar con paso rápido. Y, a cada trecho, se volvía hacia atrás, trataba de compro­ bar que efectivamente la seguía. A los cinco minutos de emprender la marcha, me arrepentí de estar haciendo aquello: siguiéndola sin saber a dónde me lleva­ ba. Me preguntaba si aquella Estrella a los 20 años no sería como el cura y su ayudante, otra loca de atar. Y, como si la mujer fuese capaz de adivinar mis pensamien­ tos, se volvió y pareció decirme con un gesto que ya faltaba poco. Que no desesperara. Al cabo de veinte minutos, pude ver un refugio de piedra que proyectaba su larga sombra sobre el campo abierto.

Tropecé y, en ese brevísimo instante en que mis ojos mira­ ron hacia el suelo, se produjo la transformación. La mujer no esta­ ba allí y, en su lugar, con los ojos amarillos, aquel grupo de cuer­ pos espléndidos. Tensaban los músculos, abrían la boca. Estaba rodeada. Hice un intento de correr a las cercanas calles desiertas. Ya era tarde. El círculo me esperaba. En el fulgor de uno de aquellos ojos reconocí una mirada. No estaba precisamente muerto. Se trataba de un simple cambio. Cerré los ojos resignada. Les dejé hacer y, después, la noche extraña se llenó de olo­ res. Como pude regresé al pueblo, en la pensión me crucé con varias mujeres que se hicieron la señal de la cruz. Al persignarse ellas, yo sentí como si vin sol intenso me ce­ gara. En mis ropas todavía queda el rastro encarnado de sus besos mortales. Estoy en mi habitación ahora. Paseo, como otras noches no tan lejanas. Cruzo el cuarto. Impaciente, de aquí para allá. De

'112' un lado a otro. Me siento como un animal enjaulado. Aprisionada. Inquieta. ¿Cómo voy a ocultar la herida profiínda cuando vuelva a casa? ¿Qué me va a pasar cuando salga de nuevo la febril, la luna redonda? La luna satisfecha y amarilla. Estoy condenada a no romper el círculo... Pero de mañana mismo ao pasa. Escribiré a la ciudad. Daré noticias.

'113* Arañas

La arafia en su tela es un símbolo del centro del mundo. Es un animal lunar. Es pasivo. Teje y desteje. Sus movimientos son un incesante impulso que se mueve entre lo creciente y lo decre­ ciente. En muchos mitos, la luna aparece como una inmensa araña, porque dicen que es capaz de mover los hilos invisibles de todos los destinos. Un dibujo de Odilon Redon me enseña una pequeña arañita de nueve patas. Una tejedora zancuda; amable rostro de saga in­ fantil. En las arañas, me sigue contando el libro que leo, coinciden tres sentidos simbólicos que confluyen. Es un bicho por el que puede sentirse lástima o despiadada fiereza. Sin embargo, ay, ayer, sin ir más lejos, mandé al brutal exilio a una que se creyó segura, cobijándose en una de las más ocultas molduras de la pared. Casi en el techo. Lo hice de un escobazo certero. Sin compasión por su burdo abdomen abultado, sin reparar en su cefalotórax raquítico. Hay que destacar, dice el mamotreto que ojeo, la capacidad creadora de estas hilanderas.

'115* —Y que lo digas..., pienso. Durante siglos, los Media lengua y yo hemos sido vecinos. El más anciano de todos, Medialengua, el Viejo, (de profe­ sión jardinero), ha llevado siempre un bonito brote arácnido en el cabello. En la infancia, al pasar a su lado, yo me preguntaba si le acabat)a de caer de la copa de algún árbol o, si por el contrario, en virtud de algún pacto, era un raro inquilino, alojado para siempre en su tupida melena. Tuve que quedarme, es evidente, con la segunda aunque extraña posibilidad. El viejo Medialengua habla poco. Cuando lo interrumpes, en medio de sus tareas de desenmarañar hojarascas y yerbajos malos, te devuelve una mirada hosca. -Por favor, señor -podría cortar un poco el viejo sauce llo­ rón— le pido a veces. Y entonces parece como si le hubiese dado la orden de cor­ tarle una pierna a su abuelita. -El sauce -me justifico yo- no me deja dormir por las no­ ches. Ya sé que la vida es triste. Que el sauce tiene sus problemas, como los tiene usted y como los tengo yo. Pero, por favor, o le ordena que exprese sus aflicciones más silenciosamente o mañana mismo le mete un tajo y sanseacabó. Medialengua, el Viejo, en estos casos, deja de mirarme y escupe con desdén el tabaco maloliente que masca y masca. Siente verdadera ternura por los sauces y las arañas, aunque tiene varios nietos que no ha querido conocer. La agresividad es otro rasgo que destaca en este insecto des­ tructivo, siempre según los doctos expertos en arcanos y símbolos. Al jardinero raro le gusta llevar un arácneo en el pelo porque son pequeñas bestias silenciosas pero activas.

'116' Si un día te interesas por la salud de esa planta, de olor pe­ netrante y seguramente venenosa, que has observado que el Viejo cultiva en lo más oculto del jardín, y si se te ocurre pararte a pre­ guntar algo, podrás observar que la zanquilarga de cuerpo minús­ culo no para de trazar círculos. Un día temí que acabara entrándole en la boca al maldito Medialengua. —Que se ahogue con ella y que reviente —pensé entonces, porque aunque no soy proclive a los pensamientos mortales y per­ versos, aquel día pillé al jardinero en uno de esos entretenimientos horribles. —No sea viejo verde, le dije cuando lo sorprendí juguetean­ do con una muñequita que era idéntica a mí. Tenía las manazas torpes, llenas de alfileres. Entonces, pillado in fraganti, abrió la boca. Pero no crean que lo hizo para proferir ñrases de inocencia, sílabas de asombro o cualquier otra expresión oral, propia de criaturas con inteligencia humana.

Volví a ver a la araña en peligro de acabar en el aljibe malo­ liente de su gaznate, el día que le pregunté si ya había regado el macizo de hortensias. Observé nuevamente su boca abierta. Estaba en esa incómoda posición, seguramente para que se aireara un poco. Porque, para variar, por aquella cavidad con esca­ sos dientes, no salió palabra alguna. Nada, a pesar de que le había hecho una pregunta clara, concisa, fácilmente inteligible. Desde entonces, la danza de la tejedora me deja hipnotizada. La veo y no puedo volver a pronunciar palabra hasta que empieza aquel vals por las mejillas, el mentón y la frente. Piruetas

ai7' que acaban en la gloriosa nariz ganchuda, que ha sido siempre la marca genética de mis extraños vecinos. Tiempo habrá de hablar de todos ellos. El de más edad, y por tanto con más experiencia en este mundo, es el jardinero que baila con las arañas. Un día de estos tendré que despedirlo. No contribuye a mi buena reputación el hecho de que no responda nunca a los buenos días, buenas tardes, buenas noches de los que vienen a visitarme a la finca...

Por último, puede decirse de este pequeño animal, un poco repulsivo, que invariablemente termina siendo su propio prisionero. ^ Teje una tela que lo envuelve y dé la que, finalmente, no puede salir. De eso sabe mucho el viejo Medialengua. Lo he espiado varias veces cuando el jardín está ya oscuro y todas las cosas, dormidas. Lo veo en compañía de una dama firágil, triste, quebradiza. Delgadas, las largas piernas; apretados contra su pecho, los inútiles brazos. Mucho me temo que es muda. ¿Me pregunto quién es y de dónde sale esa mujer nocturna? ¿Y me pregunto qué ha pasado con el pelo de Medialengua (sin parásitos ni inquilinos) que ahora la desconocida acaricia?

•118' Espejos

Siempre le habían encantado los espejos. Había uno en el que todavía le gustaba mirarse. Era raro porque, en general, se veía tan real, tan dramática j terriblemente real que cerraba los ojos como quien evita el vértigo de cruzar de un salto de una azotea a otra. Únicamente le dio por evitarlos cuando comenzó a crecer y a engordar. Tapó entonces algunos espejos y relegó al cuarto de los trastos muchos otros. Como si por el. hecho de ignorarse, pu­ diera cambiar algo tan sólido e incuestionable como su propia geo­ metría física. Cuando Ruth era niña, los espejos simplemente ensancha­ ban su geografía de juegos. Se sentaba firente al de luna, al que fue de su bisabuela, e intentaba encontrar amigas. Era ella misma duplicada. Y ninguna y tres o cuatro a la vez. Espectros un poquito traviesos. A los siete años una identidad es tan difusa y firágil que fas­ cina descubrirse y negarse. Igual que Narciso en la laguna. Aquella imagen especular era un divertimento que procedía de un mundo de incertidiambres y fantasmas. Un orbe de puro tanteo.

•119' '. A Su madre advirtió aquel obsesivo arrimarse a las lunas de mercurio y bromeó. —A las chinijas que se miran demasiado, les termina salien­ do el diablo. Para qué fue aquello. Fue el ábrete sésamo. La frase que la lanzó sin remedio a los brazos de la superficie más brillante; del azogue que la tentaba tanto. Ahora, es decir entonces, ya no faltaba a la cita. Todos los días. A muchas horas. Siempre esperaba atisbar el rostro de ese que sí tiene nombre. Belcebú, más negro que la pez. Le chispeaban los ojos y se le aceleraba el corazón. Más deprisa. Más deprisa. , Era ella una niña mala y la agarraría el Maligno de una pier­ na para arrojarla, por presumida y tonta, a las llamas del infierno. ¿Sería así? ¿Tendría cara de Santa María Goretti y, por consiguiente, el diablo la miraría con gesto de ya, ya; ya te pillaré algún día, cuando crezcas, cuando te olvides de la virtud? Temía que aquella superficie de plata quemara como una plancha cuando alargara los dedos, cuando le rozara la frente al Señor del Mediodía y los Calurosos Veranos. ¿Y si era él quien la tocaba? Tendría que dar un salto hacia atrás. No iba a dejar Ruth que el diablo rojo y negro se tomara confianzas. En la iglesia de Arrecife, en el cuadro que colgaba de la pared de la izquierda, se le veía verdaderamente infernal. Era cierto que no se andaba con chiquitas. Pero pasó el tiempo y Ruth terminó decepcionada. Defraudada por los espejos que parecen ocultar mundos y siempre siguen encerrados.

'120' Creció y a los espejos nunca les preguntó quién era la más bella. Incluso se volvió una de esas que, al tropezarse con un edi­ ficio acristalado, huyen de echarse un vistazo. Se le antojaban peligrosos. Tenían algo de arriesgado canto de sirenas. Le parecía que, en el momento en que se demorase en la contemplación de un rostro que en reaUdad no era el suyo, un remolino de aire y papeles la haría girar hasta desaparecer del mundo. Imaginaba una tolvanera semejante a la de esos tornados negruzcos que alguna vez había visto en la televisión. Y se veía desaparecer así como se vuelven nada, las hebras de tierra que flotan en los meses de siroco. Pero el día de su boda todos dijeron que estaba bonita. No se figuró que ñiera una exageración porque así era como se sentía. Igual que una princesa de cuento con su príncipe, en la últi­ ma página; en las fi-ases finales de las perdices. -Hija mía -dijo su madre con dos lágrimas brillantes. —Oh —exclamaban sus amigas. Tanto le dijeron y ponderaron... Sus hermanas revoloteaban a su alrededor como mariposas. Su tío, cámara en ristre, le hacía tal número de fistos, que le volvieron las tentaciones viejas. No le bastó la mirada apresurada de siempre. Ni la distraída de marcharse deprisa al trabajo. Ni la atareada de peinarse y comprobar que los labios van bien pintados. Pidió que la dejaran cinco minutos a solas. Y, como cuando era una niña, se sentó en el suelo. El vestido blanco derramado por entero.

'121' Se miró y se busco afanosamente en el espejo. Y se vio como entonces y lo vio como nunca había podido. Llevaba un rato en el otro lado, en el extraño país, acarician­ do a su viejo amado, cuando la llamaron que se hacía tarde. Volvió corriendo. También corriendo se colocó el velo y fue como distraída durante todo el camino. Dijeron que eran los nervios. Tenía un par de rosetones en las mejillas como todas las novias. La emoción, el calor y la tensión arterial que sube y sube. Ya en la iglesia, buscó el cuadro de la pared izquierda. Y cuando el cura le preguntó si quería a aquel hombre, estu­ vo a .punto de decir que no. Pero dijo que sí y, un poco más tarde, salió de la iglesia casi en volandas. Tenía una expresión lejana. Complacida y temerosa al mis­ mo tiempo. Como todas las novias. -Ya parece otra -se maravillaron sus amigas.

•122' Escamas de sirena

Era la segunda vez que encontraba aqueEo en su habitación. Una escama grande y dorada, con una curva preciosa y un tacto suave como de uñas recién esmaltadas. El viento de la costa solía dejar cosas extrañas, objetos lige­ ros y leves como cartas a medio quemar o trocitos de redes, y hasta hubo, incluso, una ocasión en la que halló, debajo de su ven­ tana, el gollete desdentado de una botella. Tuvo la rara fantasía de que había formado parte de una botella que contenía un mensaje arrojado al mar. Y por eso salió a la calle y recogió aquel vidrio precioso que ahora hacía compañía a una caracola muda. La había comprado creyendo que podría es­ cucharse el ruido del mar, pero no era cierto. Era una caracola color espuma que servía de pisapapeles y sujetaba facturas viejas y anuncios de restaurantes chinos que echa­ ban en su buzón y que a él le daba pereza tirar. A lo mejor algún día se le antojaba pedir esa clase de comida. Robinsón dándose un festín de pato laqueado y arroz tres delicias. Porque se sentía como una especie de náufrago. Estaba allí, en aquel pequeño pueblo de costa, en aquella isla, tratando de descansar.

'123* El corazón le había dado un aviso. Era joven para un infarto, pero la edad es algo caprichoso de la que nadie debe fiarse. Hacía una vida tranquila y tenía los hábitos saludables que su médico le había recomendado, pero no había renunciado a via­ jar con su ordenador portátil, ni a seguir cuidando, desde aquel lugar^apartado, algunos de los detalles de su empresa. Paseaba por el viejo muelle de los pescadores, olía la sal penetrante y, antes de que dieran las doce y el sol que fatigaba cayera sobre su cabeza, navegaba en seco. Un paseo limpio que le asomaba a su mundo de siempre, a sus amigos, a las primeras páginas de los diarios que se había pro­ metido no leer. Lo razonable era acostarse pronto. No trasnochar, no beber, no excederse en tareas fatigosas. Lo intentaba pero más de un día le habían dado las cinco de la madrugada, frente a la pantalla blan­ ca. Los dedos rápidos en el teclado; el ratón tan familiar, debajo, oculto en la palma de la mano. En aquellas vigilias era imposible no tomar un par de güisquis. La noche que chateó durante varias horas con la persona que se hacía llamar Minerva, se levantó de la silla ligeramente mareado. Reparó en aquella cosa, junto a sus alpargatas de esparto, pero no tuvo fiíerzas suficientes, ni lucidez para analizarla Una segunda escama, tal vez, con un ligero tinte rosáceo. Cree recordar que llegó dando tumbos hasta la cama, y que después soñó con criaturas que se llamaban Yahoo como en las novelas de Jonathan Swift. Ya entonces, esa noche, tuvo la impresión de escuchar un gemido, pero verdaderamente no estaba en condiciones ni de levan­ tarse, ni de reflexionar sobre el origen o el significado del llanto. A la mañana siguiente, durmió hasta muy tarde.

•124' En realidad, le sacó del sueño alguien que llamaba a la puerta; era una de sus mañanas pere2osas y en ellas se movía lentamente. Así que cuando estuvo finalmente debajo del umbral, no había nadie al otro lado. No fue entonces, sino tres días más tarde, cuando al desper­ tar sintió, a su lado, las sabanas tibias, como si otro cuerpo hubie­ se compartido con él su lecho. Y tampoco fue esa mañana, sino una semana después, cuan­ do, al caminar hasta el cuarto de baño, observó un rastro de pe­ queñas escamas de colores irisados. No tenía una buena racha y, aunque tomaba puntualmente las treinta y tantas gotas y todos los medicamentos que le habían recetado, se sentía sin fuerzas; fatigado sencillamente. Siempre hay casos que representan excepciones y le entró miedo. No había cumplido los cuarenta pero ¿quería decir eso, acaso, que estaba a salvo de otro infarto? Las revistas médicas están llenas de historias clínicas que son atípicas. Experimentó un sordo temor y el tiempo pareció ha­ cer buenas migas con su malestar. Es habitual, hasta en las mejores temporadas de verano, que haya días desapacibles, jornadas que vienen cargadas de tormenta. Aquella era una de esas y el convaleciente estuvo largas horas mirando, a través de la ventana, la lluvia y el viento. Cuando llegó la chica que le recogía la casa, y una vez a la semana le hacía comida, él estaba como ausente. Atento a sus lentas pulsaciones, así que ni siquiera reparó en que la muchacha se iba. Llegó y se fiíe. Y dado que era una mujer puntillosa y limpia le resultó extraño que hubiera dejado, junto a la alacena, aquel racimo de hojas que parecían de laurel. Laurel mojado y con olor a sal que le hicieron pensar en las escamas como uñas esmaltadas.

•125' La chica de la limpieza se había ido hacía un rato, pero en la puerta trasera, la que comunicaba la cocina con un jardincillo pe­ queño, sonó un golpe seco. Allí estaba. No habría sobrevivido, a no ser por la lluvia. La débil llovizna que le caía sobre el cuerpo magullado pa­ recía obrar como un bálsamo. .Aquí y allí su piel presentaba rasguños. Era una mujer rara, de formas extrañas y deformes. Una extraña mujer hermosa. No estaba cubierta pero en lo último en lo que repararía el hombre sería en su desnudez. A lo mejor por que era incapaz de ver tal cosa, de adivinar su significado. A la mujer (el hombre dudó si podría llamarla así) se le iba la vida. Se moría y movía los labios de la misma forma en que lo hacen los peces cuando dan sus últimas boqueadas. Con los labios, que se contraían a intervalos, parecía pedirle que le ayudara a llegar hasta el mar. No quedaba lejos pero a él le faltaban fuerzas. Intento cogerla en brazos y no pudo. Los dedos se le resba­ laron entre oquedades húmedas y peligrosas aristas. Los dedos se le enredaron en los largos cabellos que estaban enmarañados y eran verdes y foscos como las algas. Le dijo «pon algo de tu parte», pero la mujer pareció asustar­ se al escuchar aquel sonido abrupto, el de su voz y sus palabras. Todo en ella reveló que estaba aterrada e hizo un movimiento de huida. Fue un estertor que agravó la situación. Dependía de él. Nunca lo habían necesitado así. Quizá por eso sintió aquel deseo que parecía estar esperando desde el fondo de su pequeña e intrascendente historia, desde todas las noches y todos los días de su vida.

'126' No habló para no asustarla pero intentó contarle con los ojos que la llevaría hasta la orilla, aunque aquello fuera lo último que hiciera en este mundo. Y fue este descabellado propósito lo que le dio fuerzas. Lo que le permitió caminar hasta las primeras rocas; avanzar un poco más hasta que el hombre y su carga se perdieron de todo; se mez­ claron con unos de esos remolinos que, a veces, vemos; que, en los meses de agosto y septiembre, trae y lleva la marea. Pero ocurre que hay cosas que la marea como se lleva de­ vuelve. No siempre se puede morir de amor. Y después de todo, era casi seguro que, en algún recodo del tiempo, le estaría esperando un infarto.

'127' Hotel Brístol

En este barrio no hubo nunca un hotel. Había pensiones, habitaciones de alquileir, hostales baratos, fondas, hosterías. Casas de huéspedes malolientes, hospedajes humildes, camas por horas, e incluso, por apurar o ensanchar el gremio, casas de lenocinio con poca higiene y chinches en demasía. Había portales húmedos. Zaguanes con poca luz en los que era fácil colarse para pasar la noche sin pagar un duro. Pero hoteles. Lo que se dice hoteles, no había ninguno. Estoy tan seguro de ello como de mi propio nombre. Porque esta fue siempre una calleja mal empedrada por la que habré pasa­ do tantas veces como días aciagos tiene mi vida. Lo que yo recuerdo es un figón de mala muerte, que hubo hace muchísimos años y en el que nunca se me habría ocurrido entrar; una zahúrda húmeda y pestilente que frecuentaba la gente de la peor ralea. Aquella grasienta sociedad que formaban los bu­ honeros, los truhanes, los blasfemos sin motivo y los bebedores que poseen tantísima afición que apenas les importa la calidad del vino que trasiegan. El tugurio se llamaba El Parral y era un lu^r tan fétido y mal afamado que no conozco a nadie que no tuviese algún reparo en recalar por allí ni aun cuando fijese, el único disponible; la últi­ ma taberna abierta en una lluviosa noche de perros.

'129' Muy al contrario. Siempre observé que era frecuente que quien acertara a pa­ sar por la puerta, lo hiciera con zancadas rápidas. Como si algo infame hubiera ocurrido en aquel mismo sitio. O como si fuera un atajo para llegar antes y más deprisa a las calderas del infierno. Tampoco era extraño que las beatas enlutadas que van cada mañana a las siete a misa, elevaran los ojos al cielo y pisaran de puntillas las losetas podridas. Era un cruce de caminos. ¿Significaba aquello que estaba enterrado allí algún carnice­ ro de niños? La taberna, francamente, no era de mi gusto pero he de de­ cir que siempre me pareció extremado el general recelo. El temor con que la gente evitaba la tal esquina. Una prevención que ha contrastado hoy con el regocijo de un grupo de paisanos (no de la mejor sociedad, es cierto) que secreteaba en voz baja. Que alababa el buen gusto de no sé qué arquitecto. El hotel Bristol es el no va más. Luce como un árbol de Navidad en una tienda de lujo. Y en la puerta, orgulloso y bien plantado, exhibe a un porte­ ro de uniftírme. Lleva galones dorados y esa parece razón suficiente para que apenas repare en nosotros. Si asomamos la nariz para certificar el prodigio (un hotel tan elegante que hace veinticuatro horas ni siquiera existía) hay un botones inquieto, que se asoma, arruga la nariz y prepara con disi­ mulo la puntera de su pie izquierdo. Parece capaz de clavárnosla en salva sea la parte. En lo que al portero del Bristol se refiere hay que decir que tiene una mirada de agua, lejana, casi fantasmal.

'130' A lo mejor no es un hombre sino una de esas estatuas, per­ fectamente convincentes, que engañan a todo el mundo. Sorprende la indiferencia con que deja pasar a su lado a tan­ tos viajeros confortablemente abrigados. Porque en la calle hace frío. Las rutilantes luces del Bristol no bastan para caldear las aceras. Hace un frío tiritón y nos vendría bien uno de esos enor­ mes abrigos de piel de oso. Y no digamos, qué placer sería poder atufamos con un puro habano de peces gordos. Hace un frío que pela y estamos a punto de congelamos (el invierno llegó hace unas horas, de improviso, casi a traición; de he­ cho hasta anoche no tuvimos la primera helada) pero los indigentes que desde hace tiempo hemos acampado en esta calle ya nos esta­ mos frotando las manos de gusto. Entre tanto gran hombre, algún dadivoso debe haber. Jeremías volverá a su antigua especialización de abrirles la puerta de los taxis a las damas. Yo seguiré con el chucho que gimotea pisándome los talo­ nes. Los chuchos siempre dan mucha lástima. —Una limosna, por Dios, una limosna; una caridad para este pobre músico que perdió las manos. Les enseñaré como siempre mis manos monstruosas. Dada la alta calidad del hotel trataremos de aplacar a la Sinfo. Daría mala impresión que a los hombres de negocios y a las muje­ res de alcurnia les dijera aquello. -Por tres centavitos, les presto mi geranio. Soy un paria pero también tengo mi sentido de la delicadeza. Incluso a mi me hiere la franqueza de la Sinfo. Sinfo, la nin­ fo, como la llamamos. -Quiero hacerlo, quiero hacerlo, quiero hacerlo -repite la pobreciUa cuando tiene hambre. Pero le das un mendruguiUo ver-

'131« doso, de los que hemos podido pescar en los contenedores, y se le pasan las ganas de sexo. Está muy confundida, la criatura. A la Sinfo vamos a tener que mantenerla alejada del hotel Bristol. No vaya a fastidiarnos el negocio. Es cierto que también puede ocurrir que si la dejamos sola la descubran y la detengan por escándalo público, como ya ha su­ cedido más de una vez. La última, hace más o menos un año. La retuvieron en una celda un par de días y cuando salió tiritaba como una loca. Tenía esa mirada extraviada que nos da tanto pavor. Y estu­ vo un mes sin proferir palabra; aullando como una loba. • —Ustedes, ustedes no interrumpan —dice de repente un se­ gundo botones con pinta de pelotilla que ayuda a una anciana de pelo gris azulado, elegante, muy requetepeinada. —Fuera, fuera —sigue. Como si nosotros no tuviéramos tanto derecho como ellos a estar en esta acera. Al fin y al cabo, llevamos toda la vida aquí, en esta zona. —He dicho fuera —insiste, mientras el portero nos ignora como si fuéramos transparentes. Como si no hubiéramos existido nunca. El sofocante vaho que llega de mis amigos se me antoja una prueba contundente de nuestra existencia actual (aunque apenas si me atrevo a pensar qué fue de la anterior o qué será de la futura).

El Bristol, al menos vista su fachada, es una auténtica mara­ villa. Pero no somos nosotros los únicos sorprendidos por este hotel espléndido y majestuoso que marea y navega como un nue­ vo Titanic a la deriva. De todas las partes de la ciudad vienen a verlo.

'132' Admiran las animadas luces del vestíbulo, las ampulosas lám­ paras que se aciertan a ver a través de los visillos flotantes, la atinada disposición de los balcones. Los que tanto miran, hablan en corrillos y, por lo que escu­ cho, deduzco que les parece una suerte que un distrito tan humil­ de cuente ya con un establecimiento de tanta calidad; una instala­ ción modélica que le da más categoría a este barrio. Es como una estrella. Pero no les parece raro que, de un día para otro, en la noche tumultuosa, el letrero del Hotel Bristol pa­ rezca la estrella que alumbra el camino de un nuevo Salvador. El dinero, el lujo y el bienestar son ahora la única religión. Eso es lo que importa y con esa satisfacción siguen su camino. Alentados por la novedad curiosa. Unos tras otros, acuden a fisgonear desde todos los lugares. Cuando suena la sirena de las fábricas, nos preparamos para lo que se avecina. Un nuevo aluvión de mirones. Buscamos el mejor hueco de las esquinas porque es enton­ ces cuando un batallón de obreros invadirá las calles. Mientras ponen tornillos, colocan tuercas y hacen sus abu­ rridos trabajos en cadena se pasan como un cigarrillo humeante, la novedad del Bristol. Son trabajadores de trazas humildes que antes, raras veces, se aventuraban por este dédalo de calles. Ahora lo hacen nerviosos, apretando sus gorras toscas entre las manos. Nos apartamos, con una cierta devoción para que los obre­ ros también disfruten de esta magnífica panorámica. El segundo botones, el que a nosotros nos ahuyenta, a ellos, en cambio, les sonríe. Les invita a entrar. Siempre hay un escalón más abajo.

'133' Entre los obreros, hay un hombre que lleva un brazo en ca­ bestrillo; otro, un aparatoso vendaje alrededor de la frente que me temo que oculta su cabeza abierta. Veo otro grupo macilento y lívido y termino de convencer­ me de que el trabajo no es una actividad muy sana. Mezclado con esta tropilla, hay también algún sujeto colo­ radote. De los que un día se mueren de tanto atiborrarse de carne. Extiendo mi mano pedigüeña pero pasa de largo. Todos admiran el nuevo hotel, lanzan exclamaciones de jú­ bilo y alguno que otro se atreve a pisar la mullida alfombra; se atreve a caminar hacia dentro, hacia el interior suntuoso. Hace bastante que anocheció y, sin embargo, han llegado hasta aquí un grupo de tres niñas incautas; también de excursión, supongo. Qué atrevidas, podría pasarles algo. Dan saltitos y se atusan, nerviosas, sus tirabuzones largos. Una de ellas lleva un gato que se cuela entre las piernas del porte­ ro sonámbulo. —Eh, pequeñas ¿qué hacéis a estas horas tan lejos de casa? Me miran y estallan en carcajadas. —Que hombre tan tonto —dicen. Me señalan y no dejan de reír como si nunca hubieran visto un menesteroso con la nariz coloradota por su tantísima afición a los licores. El botones adulador sale e invita, zalamero, a las niñas. Son un poco cursis, con sus vestidos blancos de organdí y una cinta azul cielo en torno a sus cinturas de muñequita. Una de ellas se parece a mi madre. A la que fue mi madre cuando apenas era una cría. —Amalia, Amalia, no vayas a perderte -le gritan a la que se ha quedado rezagada mirando las monerías de un mono y un titiritero. Porque desde que está el hotel, la calle parece una feria.

'134' Hay puestos de algodón dulce y casetas para demostrar pun­ tería. Y también una casa del miedo, casi tan visitada como el vestíbulo del hotel. De la casa de los horrores paso de largo pero visitar el hotel sí que me apetece. Me pica tanto la curiosidad que me sacudo un poco el polvo de las botas (vano intento de estar más presentable) y por fin me decido. Voy a intentar burlar la vigilancia del portero de piedra, pero pierdo un tiempo precioso intentando librarme de mi faldero flaco. También él quiere ver los animados salones de los que tanta gente entra y sale. Hago un amago de colarme y no pasa nada; el portero enga­ lanado es como una figura de sal que no se mueve. Me animo y sigo avanzando pero llega el resabiado niño botones y me dice que no, que yo no puedo entrar. -¿Por qué? -me encaro. Se queda como pasmado como si le hubiera hablado en otro idioma. —Yo no soy el que hace las normas —dice con una voz de hombre mayor que no le corresponde. —Pero todo el mundo entra -protesto con el valor que me ha dado el traguito que Jeremías me ha dado. —Eso tendrás que preguntárselo a San Pedro —responde. —Y ¿por qué no a Dios? —le digo yo chungón, porque ya me toca las narices este niñato con voz de ultratumba. —Yo todavía no sé si Dios existe. —La hostia... —digo en susurro porque de repente un fiío muy Mo me ha recorrido el espinazo. —Si por mí fiiera... —dice el botones con voz cadavérica. Y es el sonido de esa voz lo que me abre los ojos.

'135' La madrugada anterior fue gélida. Jeremías, la Sinfo y yo nos refugiamos en una casa abando­ nada. Me subían las ratas por el espinazo. Por la nariz me tragaba el polvo de un jergón prehistórico. —Eh, muchachos, mirad lo que he encontrado. Eran tres pijos armados de machete. -Aggg -gfité. —Hay que limpiar las ciudades de tanta mierda. Eso fiae lo último que oí. Por suerte, fui el primero al que dieron pasaporte y me evité la pena de ver cómo golpeaban a la Sinfo. Ahora que la miro la dejaron hecha un Cristo.

—O sea que en el cielo también hay clases —le protesto al botones, cuando vuelvo a recordar que ahora estoy de mendigo en los alrededores del hotel Bristol. —A mí no me haga preguntas difíciles porque no se las con­ testo —me amenaza. El chico va vestido de verde pero tiene mi misma voz de abuelete.

•136' ,¿Para qué necesita la tinta el Architeuthis?

El día que cumplió siete años hizo propósitos serios de no crecer ya más. No se lo había planteado la víspera. Ni una semana antes cuando su padre, aquel padre solícito que la amaba tanto, le preguntó qué regalo prefería. Lo decidió nada más despertarse. El mismo día de su sépti­ mo cumpleaños. No se le pasó por la cabeza que aquello fuera algo que no estuviera a su alcance. Pero se quedó en la cama un buen rato, con los ojos cerrados. Sin hacer ruido para que nadie pensara que ya se había despertado. Estaba ocupadísíma trazando estrategias ahora que iba a ocurrir lo que nunca. Eulalia había deseado muchas veces un mundo detenido. Un mundo quieto en el que ni sus padres ni sus hermanos enveje­ cieran más allá de lo que, imprudentemente, ya lo habían hecho. Porque había cosas que, naturalmente, no estaban a su alcance. Qué pena, después de todo, tener que ser una pequeña trai­ dora. Cuando finalmente decidió abandonar la cama, Eulalia lo hizo con cautela. En cierto modo, asustada. Como quien sabe que está en el primer día de una nueva vida peligrosa.

'137' Ya tengo siete años —se repitió incrédula durante toda la mañana. Llevaba en la cara un aire de sigilo que se acentuaba cada vez que abría el libro cerrado que su padre, esos días leía. Un tra­ tado de criptozoolo^a que tenía subrayada una misteriosa frase ¿para qué necesita tinta el Architeuthis? Jira una especie con un nombre absurdo y una pregunta igual­ mente innecesaria. ¿Para qué necesito crecer?, se preguntó ella, en cambio. Pensó en las pequeñas ardillas, de tamaño diminuto y ojos sagaces. Una vez vio una. Se asustó de aquella cosa minúscula que corría y se ponía rápidamente a resguardo. Desde la copa de aquel árbol, a ojos de la ardilla, eran un grupo de humanos como todos. Pero el mundo y la ardilla estaban equivocados.

La tarde de su cumpleaños, se demoró entre los regalos que le habían hecho. Aunque ya no entretenida como otras veces, sino con una atención distante, más pendiente de los cambios sutiles que aquel séptimo aniversario podría comenzar a traerle. Por la noche cenó con poco apetito, desconcertada aún por culpa de las viejas recomendaciones paternas. —Come para que crezcas mucho. —Demasiado emociones para un sólo día —afirmó su madre, echando un vistazo al plato lleno y a los vistosos envoltorios ya arrugados de su último cumpleaños. —Ya recuperará el apetito, mañana —convino su padre.

Podría decirse que Eulalia era la niña más feliz del mundo.

•138' Le bailaba por el cueípo una alegría intensa cada vez que se empinaba a los espejos y veía su cara de siempre; la nariz diminuta como de pequeña criatura del bosque; la boca sonrosada y, sobre todo, aquellos ojos reidores y ardientes como de armadillo o, me­ jor, iguales que estrellas en un cielo de juguete. Era tan feliz que no podían alterarla las expresiones compun­ gidas de su alrededor. La avidez de cada mañana. Las enojosas ins­ pecciones oculares. Sus hermanos menores comenzaron a aventajarla en estatu­ ra y a mirarla por encima del hombro. Claro que esta circunstancia no empañó en absoluto la espléndida dicha de la niña. Sólo, en algunos segundos, el contento de Eulalia se nubla­ ba: sabía que allí adonde iba, los demás no podrían seguirla. Nin­ guno de sus seres queridos. Algún día estaría sola como el Architeutis, el calamar gigan­ te, que en las profundidades del mar apenas tiene otros enemigos que el cachalote. «Y en esa oscuridad perpetua —había marcado su padre con rotulador amarillo- el gran mamífero marino no se orienta con los ojos, sino con un sistema de radar específico que una nube de tinta oscura no puede alteraD>. Tinta entre los dedos escolares para despistar, para simular una edad detenida. Al hermoso rostro de su madre empezaban a asomarse mo­ lestos dibujos; arrugas como arabescos que escribían ya una histo­ ria diferente sobre su cara. Y el cumpleaños número cincuenta de su padre, aquel hom­ bre bueno al que amaba tanto, vino con el atisbo de una novedad: un cuerpo distinto que se ensanchaba camino de todos los horizontes. La verdad es que todo duraba lo que un suspiro. Todo me­ nos sus siete años eternos.

'139' Eulalia era como una planta que todos los días brotaba igual pero con nuevos bríos. Un reverdecer que contrastaba con aquel apagarse de los suyos. La ciencia no tenía explicaciones para su caso, así que un día decidieron buscar otras respuestas, cualquier clase de remedios. ^Espiritistas, santiguadoras, adivinas y curanderas de toda condición desfilaron por la casa intentando deshacer un maleficio. Un hechizo que era, decían, más fuerte que la vida misma. Y corrió la especie de una extraña niñita, prisionera del tiem­ po y de su cuerpo. Y entre los miles de peregrinos que venían a verla, a diario, desde muy lejos, alguien mencionó la existencia de una mujer ex­ traordinaria. —Una mujer —dijeron todos— que emplea ranas para comba­ tir el dolor. Una mujer que hace milagros. Eso sí, vivía en el otro lado del mundo.

Los cuatro hermanos de Eulalia, los que no habían desafia­ do a las leyes del tiempo, finalmente habían crecido y crecido. Incluso se habían casado y habían tenido varios hijos que ya rebasaban los siete años. Algo oscuro les hacía estremecerse cada noche. Eulalia, por su parte, habría querido tenerlos allí dónde ella estaba. Sus seres queridos. Pero en aquel mundo tan imposible apenas había sitio para uno o dos. Quién sabía si más adelante... La primera en renunciar fiae su madre. La mujer hermosa a la que la vida le escribía historias distin­ tas en el rostro, comenzó a odiarla.

'140' Pequeña bestezuela, cría de tiburón de hocico gigante, em­ pezó a llamarla en su locura. Porque no era que ya no la quisiera. No. Era otra cosa. En cambio, su padre, que para entonces tenía 64 años, no le falló. Lo abandonó todo por ella. Casa, amigos y trabajo. —Te curarás —le prometió. Había una fanática esperanza en su rostro cansado. Eulalia no supo qué decir. De qué manera mirarle.

•141' Veranos mortales

«Todas las cosas que aquírdato, o casi todas, las soñé | antes de vividas» ¡ ü o. Silvina Ocampo | El atropello

Se enamoró del hombre que la atropello y ese, después de tantos, fue su primer error. Nadie en su sano juicio habría hecho lo que hizo ella. El tipo no respetó el paso de peatones y se la llevó por delante. Se fracturó una pierna y tres vértebras y vivió un verano atroz por culpa del calor y los dolores. Dentro de lo que cabe, se sintió bien cuando, por primera vez, tuvo el honor de parar el tráfico, hacer que una ambulancia viniera a buscarla (haciendo sonar su sirena y todo) y fue el centro de interés de cuantos conductores y peatones suelen fisgonear en estos casos. El tipo conducía un coche deportivo, pero a ella no le pregun­ ten de qué marca porque nunca se fija en esas cosas. Tampoco me lo pregunten a mí porque no entiendo de automóviles ni de deportivos. En fin, era uno de esos individuos que al volante se crecen. Insultan a los que les adelantan, le ponen mala cara a las viejeciUas que pretenden cruzar por cualquier lado y no respetan, ni aunque los maten, los pasos de cebra. Claro que una cosa es ser un abusón, un maleducado y un chulo y otra muy distinta arrastrar unos cuantos metros a una po­ bre chica, miope, y tan llena de sólo huesos que parece un milagro que no se los haya roto todos, uno a uno.

•145' El romance de la chica atropellada y el amo de las carreteras no fiíe un flechazo por ambas partes. Nada de cupido con su car­ caj dorado haciendo milagritos. La muchacha siniestrada, sí. Se enamoró en el primer mo­ mento. Le produjo mucha ternura ver la cara de preocupación de aquel sádico de la velocidad. Tampoco estaba acostumbrada a que le dedicaran mucha atención. Ni en su casa, ni en el trabajo, ni en el grupo de medita­ ción al que acudía. El loco de las autopistas se puso del color de la cera, se acercó y le tocó muy suavemente una mano. «Ay, Dios mío» dijo. Se veía que lo pasaba mal. «Ay, Dios mío», volvió a repetir y, después de unos instantes de vacilación, le preguntó si estaba muy mal. Ella estaba fatal, le dolía todo y temblaba de la cabeza a los pies, pero qué iba a hacer. Le respondió que se podía estar mejor, pero que no se preocupara. «Serán contusiones, nada más», le prometió como si estu­ viera en su mano prometer tales cosas. Él, aunque tenía previsto darse una vuelta, con su deporti­ vo, por las terrazas de moda de la ciudad, (a esa hora concurridas por un montón de tías buenas, muy bronceadas y con ropas ceñi­ das) se vio obligado a prescindir de sus planes y siguió, con su coche, a la ambulancia. Para la chica, su cara de susto fue toda una revelación. Y decidió que le pondría un par de velas a la versión hindú de San Cristóbal y Santa Rita, porque en ese percance sin duda se veía la intervención divina. Con todas las mujeres, de todas las edades y todas las clases, que se encuentran disponibles, en la ciudad, para que los locos las atropellen, le había tenido que pasar, justamente, a ella. Era un mi­ lagro.

'146' El fulano del deportivo no se sintió esa vez, ni las siguien­ tes, alguien elegido para un destino superior. Se sintió obligado a llevarle bombones al hospital, hasta que, la del accidente, diez días más tarde pudo volver a su casa. Una ratonera, por cierto, en la que no se encontraba nada a gusto. Se habían intercambiado sus teléfonos. Por parte del con­ ductor homicida, porque no pensaba eludir las responsabilidades y, para eso, tenía un seguro que cubría toda clase de percances y daños a terceros. Para aquella víctima del tráfico, una más en las infernales esta­ dísticas que se dieron ese verano, porque estaba claro que ambos eran conscientes de que algo trascendente y hermoso estaba naciendo. Cuando ella le contó que le interesaba la religión oriental y le explicó no se qué del Karma y del Tantra y otras cosas de igual tenor, el recordó la edición del Kama Sutra que tenía en su casa. Pero sopesó la apariencia de su primera atropellada y decidió que no, que quiá, que no merecía la pena. Se llamaron para lo del seguro y más tarde, ella lo invitó a comer en un restaurante vegetariano. Y él acudió a la cita con flores y bombones, porque no le faltaba cierta delicadeza y cierta compasión hacia las feas. Todo un detaUe, por más que fuera un peligro de las carreteras; un tipo que no iba al cine ni leía periódi­ cos; un hortera que se quitaba la cera de los oídos con la patilla de pasta de las gafas de sol y eructaba después de las comidas. Total que, así como quien no quiere la cosa, ella lo fue enre­ dando. Y a lo mejor, porque él se dio cuenta de que por mucho deportivo que luciera, no se llevaba de calle a las chicas bien de la ciudad. Y que, por mucho que fuera al gimnasio, no poseía sufi­ ciente sex appeal ni convencía a las macizas. Y en fin, también porque un día se percató de que se le estaba cayendo el cabello y de que acababa de cumplir 38.

•147' Lo cierto es que terminó comprometiéndose y casándose con la chica que le destrozó el faro derecho de su Aston Martín. No, no, la verdad es que no era un coche tan elegante. Tampoco era un Jaguar. Lo cierto es que, fixera de la marca que fliera, gastaba mucha gasolina y lo terminó cambiando por un Renault Laguna. Cuando se casaron, ella le prometió dejar el yoga porque a él le resultaba irritante. Lo ponía nervioso verla horas y horas con aquella pinta de pajarito; las piernas cruzadas en el suelo, los ojos cerrados y el corazón en una dimensión en la que él no penetraba. Joder con el maldito yoga. Le gritaba. Ella dejó sus pretensiones espiritualistas y ese fue su segun­ do error. El tercero fue arrojarle una plancha, aun caliente, a la cabe­ za. Le rompió las gafas que acababa de recetarle la oftalmóloga. El de la carretera había entrado, hacía apenas un mes y por la puerta grande, en el escogido club de los cegatos. Nada menos que cuatro dioptrías de golpe. La del Nirvana le tiró la plancha, le rompió las gafas y él se volvió fiírioso y le agarró por uno de aquellos brazos que parecía una de las ramitas más frágiles del árbol de los deseos. Ella no dijo, ay, ay, ay, como está mandado, así que el siguió retorciéndoselo. Entonces, ella, que era muy delgada y muy ágil, le propinó una patada en la entrepierna que le ocasionó destrozos irreparables. El psicólogo de la terapia matrimonial al que tuvieron que acudir, les dijo que su caso era grave pero no irrecuperable. «Han caído presos de lo que se llama ahora la cultura del abuso», les dijo. Saber que aquello tenía nombre y era normal, les proporcio­ nó una especie de alivio. De tal forma que él pensó que, en cuanto salieran de allí, le iba a calentar las costillas y ella maquinó la for­ ma más feroz de recordarle que lo que más deseaba en este mundo era tener un hijo, y que, él, quien sabe, a lo mejor, ya no podía.

'148' El tacto de unos dedos de pez

Había llegado sola. No le importaba. Por una vez. Era un local espacioso, de los que entras y todas las miradas convergen en ti. Había humo, mucho humo, tanto humo como para que los ojos le lagrimeasen con vergüenza. Va a parecer que me han dado plantón, que acaban de abandonarme. Lo pensó pero se arrepintió en el acto. Siempre pendiente de lo que parecían las cosas. Siempre culpable. Siempre preocupada pot lo que pudiera imaginar aquella gente que no era su gente. Aquel mundo que no era el suyo. Los hombres trajeados y con corbata que no conocía; las mujeres de pantalón diplomático que llevaban portafolios y tomaban taxis con tanta desenvoltura. Le parecía que todas las vidas eran apasionantes menos la suya. Todas aquellas chicas rubias que salían de una relación para entrar en otra, que hablaban sin descanso con un micrófono pega­ do a los labios y auriculares, igual que Madonna. Cómo las envidiaba. La pantalla líquida de su teléfono móvil seguía inmóvil. Como un mar quieto; definitivo naufragio después de una borrasca.

'149' Su jefe era amigo de un tipo gordo, que a veces venía a visi­ tarle. Días de fiíria. Era jueves. Siempre. El hombre sanguíneo se le abalanzaba cuando se cruzaban por el pasillo desierto. Y le dejaba en el cuello una respiración caliente, una palma grande que mariposeaba deprisa por el escote. Y ella, que temblaba como una hoja de sauce, no encontraba fuer­ zas para decir que no. Así que, cuando los jueves, dejaba el edifi­ cio de treinta y tantos pisos y elevador panorámico, se sentía un poco manchada. El cuello rígido, los ojos turbios de desdicha. Algunos jueves se iba al cine. Ella no era Lara Croft pero soñaba con eso. Con ser de otra pasta. Hermosa como Angelina Jolie, valiente como Jodie Foster, temible como podía serlo Cate Blanchet. Lejana como Uma Thurman. Grácil y elegante como Gwineth Paltrow. Pero salía del cine y volvía a ser ella misma. La desmañada, sosa y solitaria virgen. María, la boba. Carita de tonta en el escapa­ rate de las tiendas que encontraba. En casa, le esperaba un padre que refunfuñaba. Una madre que le vaticinaba males sin nombre. Una hermana de catorce años que jugaba al hockey y tenía los dedos amarillentos de fumar ciga­ rrillos negros y una voz gruesa y una tentación de otras orillas. Su familia tampoco era su mundo. Robert de Niro pudiera haber sido su padre. O tal vez Morgan Freeman, con ese aire protector de investigador que resuelve to­ dos los casos. Para mamá, sin duda, se quedaría con la mujer de Tim Robbins; ahora no recordaba su nombre. Sí, sí, la pelirroja de Thelma y Louise. Cuando llegó al café, adoptó aires de gran mundo. Pidió una cerveza. Muy fría, por favor, muy fría. Lo dijo y la voz le salió poco convincente. La típica voz de cría, la voz de niña que no bebe.

•150. Encendió una cerilla. No vayas a hacerte pis en la cama, le dijo uno que ya estaba borracho. Y entonces ella, que empe2aba a sentirse una auténtica pro­ tagonista, se cambió de mesa. Dos euros, dijo el camarero cuando le trajo la Dotada. La cerveza fría que la llevaba en brazos hasta el umbral de la gran casa de las chicas independientes, decididas. Las chicas que viven aventuras f ománticas y se dejan fotografiar bronceadas en las pla­ yas de Fuerteventura. Ella no iba de viaje porque todo el sueldo lo entregaba en casa. Tampoco cobraba mucho. Parte de su salario, se lo ingresaba su madre en una cuenta corriente. Otra porción, se lo iba dando poco a poco, en cuentago­ tas. Niña, tú no sabes lo que es pasar necesidades. Tu vida ha sido fácil, desconoces el valor del dinero. Eso le decía su madre. Fácil, pensó y resopló y casi se quedó sin aliento cuando notó que un tipo la miraba y la miraba y la miraba. Y no dejaba de mirarla, de contemplarla, de observarla. Sacó su libreta de notas e hizo como que escribía porque de repente le apeteció que aquel hombre, de unos 35, pensara que ella podía ser una joven autora que va a un café a tomar apuntes del natural. Una joven autora de 19 años, que ha revolucionado el mun­ do de las letras. Una bellísima autora que ha sido traducida a 15 idiomas. Una espectacular autora que concede todos los días en­ trevistas y sale en la televisión, aconsejando a otros jóvenes con menos suerte y, tal vez, con un poco menos de talento. El hombre de 35 no dejó de mirarla pero no notó en sus ojos el brillo de admiración que esperaba. No le impresionaban las es­ critoras.

'151' También puedo estar haciendo la lista de la compra porque mañana doy una gran fiesta. Sí, creo que le van más las mujeres resueltas que dan fiestas y conocen a todo el que merece ser conocido en la ciudad. La Dorada firía se le estaba subiendo a la cabeza, por eso sonrió muy beatífica cuando el de 35 se levantó y sin pedir permi­ so se' sentó a su lado. ¿Eres Sara? —preguntó. No, soy María. Quiero decir, es decir, me llamo María, se atropello ella y lanzó la típica risita ebria de las chicas que no acostumbran a salir solas. En fin, de las chicas con poca suerte. Que no acostumbran a salir porque no tienen con quien. Tu voz me suena muchísimo, dijo el de 35. ¿Mi voz? —se asombró ella. ¿Tú no trabajarás en la radio o en la televisión? —siguió pre­ guntando el hombre que no tenía 35, sino diez más. No, yo trabajo en una oficina, en una empresa de seguros. Pues, de verdad, tienes una voz preciosa y te pareces a una presentadora de televisión. La voz es la misma y los ojos y la cara... Es increíble. Tienes un corte de cara y unos pómulos maravillo­ sos... Me encantaría hacerte unas fotos... Ay, a mí también me suena tu voz, dijo ella, a la tercera cerveza firía. A la quinta, en la penumbra del apartamento, se estaba qui­ tando la ropa. Se sintió, por un momento, como las chicas de pantalón di­ plomático y portafi^lios. Aquel hombre, el fotógrafo, era guapo y agradable y atento. Y, sin embargo, notó aquel escalofrío de los jueves. El tacto de unos dedos de pez.

'152' La papelera

No se sorprendió cuando encontró tres dedos en la papelera. Le extrañó, eso sí, que Mantenimiento y su Cuadrilla de Limpieza no hubiera pasado todavía por allí, con lo tarde que era. Ese trabajo estaba ya a cargo de una nueva subcontrata que a su vez había subcontratado, de una ATT, a siete hombres y siete mujeres de co­ lor y acentos extraños; limpiadores que cobraban muy poco pero que hacían su labor con eficacia, en silencio, sin malgastar palabras. Sin hacer inútiles chanzas como el anterior Equipo de Mantenimiento. Los tres dedos no era lo único que había en la papelera. Había también un paquete arrugado de una marca ligth de tabaco, la carcasa de una cinta de vídeo y un par de convocatorias urgen­ tes que alguien había archivado en el sitio erróneo. Una de las convocatorias era para una marcha pacífica por el centro de un poKgono industrial, pero lamentablemente había quedado salpicada por la sangre de los tres dedos. Habría que ser adivino para averiguar la hora. Otra noticia que no podremos cubrir —se dijo, pesarosa. Y esa mañana a ella le ocurría algo raro. Estaba descentrada como si se hubiera enamorado o algo así porque, de repente, sin saber por qué, se puso a pensar en los pobres tres dedos y en que iba a resultar bastante difícil identificarlos.

•153' Era tan calculadora que llegaba la primera, casi, casi, cuan­ do se marchaban los de la ATT de Limpieza que, por cierto, empe­ zaban su faena a las cinco en punto de la madrugada. Llegar temprano la ayudaba a observar el curso de las nue­ vas guerras y a calcular qué facción o bando llevaba las de ganar. Invitar a un café a tiempo era una victoria. * Pero lo suyo no parecía un brillante porvenir, porque a pesar de la cautela y los madrugones, nunca conseguía enterarse de nada. Esta vez, sin embargo, había tenido suerte. La fortuna de ver los efectos de uno de aquellos combates que se presumían mortales. Información es poder, solía decir uno de la planta de arriba entre el pringoso primer plato y el pringoso segundo plato del menú de la cafetería. Ella, que era secretaria, se sentaba con un grupo de chicas de distintos departamentos, pero apenas si escuchaba sus tontas conversaciones. Qué carnicería -solía decir la Ayudante Principal cuando salía de una de las reuniones de la cúpula. Y en eso, y en lo que se cocinaría en los Encuentros de Dirección, era en lo que pensaba mientras las chicas recorrían, con su chachara, todos los escapara­ tes de la ciudad. Aquella mañana miró los tres dedos y meditó un rato pero, así sin laca de uñas, era difícil imaginarlos en la mano de Astrid, la experta en Temas de Salud. El corte no era muy recto ni muy profesional, por lo que aquel anular basto, que se estaba quedando violeta y empezaba a parecer un artículo de broma, lo mismo podría haber llevado una alianza matrimonial como no. Si acaso acertara a verle alguna mancha de nicotina, como de fumador impenitente, podría aventurar una hipótesis. A saber, que los tres dedos eran del mismísimo Gran Jefe.

•154. Sí, indudablemente, sin darse cuenta, se estaba enamoran­ do, porque de repente temió lo peor, que aquellas falanges solita­ rias fiíeran del muchacho amable que le sonreía tanto; el que no paraba nunca de escribir en su ordenador. Aquella mañana iba a estar muy atenta a su llegada. Si en­ traba en la sala de redacción con guantes para el frío o con una o las dos manos escondidas en los bolsillos, la cosa estaría clara. No pudo evitar que un estremecimiento le caminara desde la espina dorsal hasta el nacimiento del cabello. ¡Dios mío, si son de él, qué sean de la mano izquierda! —se sorprendió implorando. Podía ser una cosa dramática, porque no era lo mismo pres­ cindir del anular o el corazón que de tres de un sólo golpe. Volvió a mirar a la papelera y sintió una oleada de compasión, de tonta ternura. Incluso hizo lo que nunca hubiera imaginado. Se agachó y tomó con cuidado aquellos apéndices rígidos y los envol­ vió en un pañuelo. Quizás pudieran implantárselos de nuevo. Sin sus nuevos huéspedes, la papelera, ahora, parecía otra. Las salpicaduras en el papel de la convocatoria de la marcha pací­ fica eran iguales a las de ketchup y mostaza. Cualquiera que mira­ ra pensaría que había estado desayunando perritos calientes o ham­ burguesas. La dieta que tanto despreciaba Adrián, el experto en Nouvelle Coucine y Gastronomía. Dime lo que comes y te diré quien eres -afirmaba Adrián. Que no se alimentaba de manera adecuada, eso sería lo que dirían de ella. Eso fiae también lo que pensó de Eva, la redactora de Si­ niestros y Asuntos Judiciales, a la que, despidieron, de buenas a prímeras. Si ella tuviera que estar toda la semana escribiendo de Crí­ menes y Matanzas, no se acercaría a la salsa de tomate. Eso lo

'155' tenía muy claro. Por cierto que cuando echaron a la calle a Rosa corrió el rumor de que Julio, su novio, el Redactor de Temas Teológicos y Espirituales había ingresado en un monasterio budis­ ta, en el distante Nepal. Donde Cristo perdió el mechero, exclamó la Secretaria de Recursos Humanos, que ni pasaba por ser de las más despiertas, ni distinguía de geografía o de religiones ¡Mira que largarse tan lejos! —fue lo que entonces meditó ella. Rosa se habría quedado destrozada. Sin trabajo. Sin pareja. Con aquellos problemas psicológicos de cleptómana, como Mamíe; la ladrona de la película. Todo el mundo la vio marcharse abrazada a su papelera. Y, aunque nadie lo supo a ciencia cierta, comenzó a correr el rumor de que se había llevado algunas otras cosas. «Papeles y toda esa pesca», le secreteó, una que trabajaba en Archivo. La de Julio, su novio, ñie una conversión sospechosamente rápida. Se decía que, para ser un cura truncado, se estaba marcando unas miras muy altas. «Un muchacho demasiado ambicioso. Está poniendo en aprietos al Mismísimo Gran Jefe» —escuchó entonces por los pasillos. De eso hacía ya más de un año y, aquella vez, no percibió ningún cambio notable en la duración de las horas. En cambio, aquella mañana, la mañana en que encontró tres dedos en la papelera, fue interminable. Ella estaba allí, como siempre, la primera. Después, cada cual conforme a sus hábitos, fue llegando. A las nueve en punto lo hicieron los de sueldos más modestos; después, los de la sección de Deportes y de Meteorolo^a. Al final, las estrellas del periódico y algunos jefes.

'156' Por cierto que el sol no dejó de colarse ni un momento por los grandes ventanales del edificio. No era primavera pero lo pare­ cía y todo el mundo bromeaba y fingía ser feliz. Ella rebuscó en su bolso y apretó con efiasión los tres dedos. Porque de repente supo, estaba tan claro como que era de día, que sería lo único que podría tener y guardar del joven amable. Del muchacho serio y laborioso que, hasta la misma jomada anterior, le había sonreído, puntual y cálido, cada vez que llegaba.

'157' Ojos de gata Chrístie

Odiaba las barras que se movían. Maldito vaivén. Ni que fije- ra el pasajero de un trasatlántico de lujo. Allí se veía: el flequillo salpicado por el viento, la espuma remoloneando por la quilla de un barco acostumbrando a destripar tanto mares azules como ricos de cuento habitan en la fantasía. Ricos que nunca van a ningún lado. Cosas de un viaje perpetuo le parecía aquel oleaje de cubi­ tos de hielo, el cha, cha, cha de babor a estribor de un barman arrebolado. Un barman, un si es no mariposa, que parecía siempre estar agitando la mismita coctelera. Que lo miraba tierno aunque no lo supiera. Un mareo. Un mareo o dos. Todas las barras de la ciudad conocían su chaqueta desflecada, los puños sucios, los goterones de la pechera de una camisa de oficinista recién despedido. O de borracho de siempre. Ya ni la tierra firme es como antes, se decía mientras enfilaba el pasillo. No es que viera por dónde iba, le guiaba el olfato. Iba direc­ to al olor definitivo de la letrina.

'159' Se cruzó con un balandro, ¿o era sólo una señora gorda? No lo sabía pero la mujer sí que puso cara de algo. Cara de asombro. O gesto reprobador. O mueca de asco. Hizo lo que hacía siempre. Bajarse la cremallera antes de tiempo. Demasiada prisa. Comenzó a trazar regueros acuosos como quien hace dibujos de pólvora. Bonita pólvora mojada. Y todo, todo, mucho antes de llegar al retrete. Casi al mismo instante de terminar de aliviarse, sintió unas manazas que lo atrapaban. —No me gusta tu cara —el matón lo agarró de las solapas. Lo= sacó en volandas. Lo dejó chafado entre los cubos y los contenedores de cris­ tal reciclable, pero apenas si le importó porque el caso es que eran mullidas las bolsas de basura. Casi empezó a buscar acomodo para echarse a dormir. Así es la felicidad. Así puede ser la felicidad: un montón de desperdicios blandos cuando todo va peor. Un lecho amigable en el que recostarse y perderse. -Menuda mazurca. El barman tierno que lo miraba goloso le daba cachetes como cuando era pequeño y se mareaba. —Venga, corazón, que no puedes quedarte ahí. Le daba tirones para que se pusiera en pie, el muy pelma, ahora que finalmente parecía haber llegado a puerto. Casi lo consigue. De improviso, el callejón oscuro parecía una fiesta. Dema­ siada gente. •^Muñequita linda, que no te pa^n para que hagas de samari- tana. Al barman le sobresaltó la voz familiar que ahora no espera­ ba. Pero no cejó en su empeño de levantar al hombre caído.

•160» —Qué importa el sexo si el amor es puro —seguía mofándose el otro. Eran un asco aquellas manos rojas de tanto faiey. Que te la machaquen, le replicó entre dientes. El freganchín siguió recostado contra la pared, humeándole por las comisuras el cigarro recién encendido. ¿Eddie Constantine? ¿Lino Ventura? No recordaba el nom­ bre pero pensaba que así se parecía a alguno de esos tipos duros que utilizan las manos para defenderse. Alguien con una cicatriz en la mejilla y un par de años en el correccional. —Muñequita linda, el día que me cabrees, te voy a hacer la liposucción gratis. Limpieza en seco, muchacho. Las manos... Qué manos ¿quién podría dejarse acariciar por aquellos trozos de carne, como salidos de una olla, como visceras recién hervidas? Muñequita linda, Ivonne para sus amigos, conocía demasia­ dos pringados como El Fairy. Los aguantó a millares en el mes que estuvo en la mili. Los ignoró mil días por las calles del pueblo en el que cumplió trece, catorce, quince años. Uno como El Fairy, todo borboteo de palabras, lo tiró por una ventana cuando tenía veinte, cuando la calle le parecía toda­ vía un lugar seguro. Muñequita Ivonne, como alguna vez también fue nombra­ do, aprendió a fiaerza de costillas rotas el difícil arte de callar, de apretar los dientes y de mirar a otro lado. A lo mejor El Fairy era como aquel otro, el que tenía una esvástica tatuada en la remota selva de la ingle. Le pasaba la palma por el cráneo y sentía cosquilieos travie­ sos. La vez que deseó llegar al cielo y que la eternidad fuera aquel tacto de cabellos cortos.

'161' —Venga, corazón, que la noche está muy fría. Tan espigado y flexible como un junco. Parecía débil. Pero no. Se fueron juntos, vacilantes, por el callejón de los gatos. Bajo el olor intenso de un árbol que alguien llamó, un día, de la buena sombra. Por la noche, las sombras de todos los árboles se confunden. No lo pensó El Fairy. Se le ocurrió simplemente que la noche olía a lava vajillas como sus manos y su pelo y como los pringosos billetes que no le daban para cambiar de casa. El Fairy suspiró. Maldita sea mi estampa, volvió a maldecir. Dentro le esperaban todos aquellos vasos altos llenos de carmín. Las putas y sus putos pintalabios. Las fulanas de traje de chaqueta y perfumes caros. Las vigilaba entre las ranuras de la puerta batiente. Y delan­ te del fregadero algo se le atascaba en la boca del estómago. Se bebía a veces los culiUos de güisqui, de dry martini, de wodka con naranja de los vasos pintarrajeados y le estremecía aquel sabor a hembra. Además sentía eso que debían sentir los nativos de no sé qué tribu que se comían los sesos de su enemigos para, una vez vencidos, hacerse además con toda su fiaerza. ¿Por qué no estaban todas aquellas guarras allí, en donde es­ taba él, con un oficio de firegona? Las mujerzuelas que calzan zapa­ tos de abogados, las bribonas que llenan los periódicos de mentiras, las furcias caras que sacan la lengua en las páginas satinadas. Cuando llegara a casa él también se tomaría su güisqui, aun­ que, claro está, aquel con sabor a matarratas y de marca local. Se pondría el batín de raso que le hacía parecer Fumanchú y se sacu­ diría el odioso olor. -¿Cómo te han ido las cosas, José? -le diría su mujer. Ya la estaba viendo con el mohín de la boca. Apretando el gesto para que se le noten más las arrugas como si zurcir fuera también otro esfiaerzo sobrehumano para ella.

'162' -¿Cómo te han ido hoy las cosas? -preguntaba, la muy estú­ pida. Las cosas se reducían a aquella mierda de fregar vasos y ceniceros de colillas rubias. Era un don nadie de 35 años con un curro de pobre diablo y llegaba a casa y le jodian las palabras de siempre y le fastidiaba contemplarla allí cosiendo o moviendo la cabeza de un lado a otro como un pez, una estatua de sal delante de la tele. La miró irritado y notó que otra vez había vuelto a abismarse en las tontas revistas de colores. Sonreía y movía los labios forman­ do palabras como «la bella princesa luce una figura espléndida» Cada día la veía más vieja, más fea, menos deseable. Cenó como muchas noches: sin ganas. Total sólo eran las nueve y, como otras muchas veces, se levantó de la mesa y se fue directo hacia ella. —Por Dios, por Dios —gimió. Ella se encerró en el baño. Y pensó, como otras veces, en la bella actriz que en una película se abría las venas en la bañera. Pero, por supuesto, eso era una tontería —Lujos de ricos —dijo frente al espejo. Ella además no lloraba. Era su única victoria. Al principio, eso lo enfurecía todavía más, si cabe, y le pegaba con mayor saña. Pero después terminó acostumbrándose. Tenía 39 años pero aparentaba quince más. Se consolaba pensando, que por culpa de la mala vida que José le daba. Quince años eran también los que llevaba casada con él. Había tenido miedo de seguir viviendo con su padrastro y era la más fea de cuatro hermanas; la única que todavía seguía soltera. A José le dijo que estaba embarazada y apresuraron los preparativos de la boda. Ella fue a la iglesia con un vestido blanco que era un sueño y que le regaló. Doña Justa, su patrona en el taller de costura.

'163' José estuvo todo el rato haciéndole guiños de complicidad y, mientras los invitados bailoteaban una canción que sonaba mu­ cho aquel verano, él la enlazaba por aquella cintura un poco grue­ sa que empezó a aumentar de grosor por muchas causas pero nin­ guna por culpa de su fertilidad.

-Hija mía, con eso no se juega -le dijo la echadora de cartas que un día consultó para saber si conseguiría finalmente darle un hijo Al Fairy, como ya empezaban a llamarle en el barrio. —Yo creo que Dios me castigó —se atrevió a sugerirle una vez a Concha, su amiga, la del tercero. —Ay, no, mujer, son cosas de la casualidad. Ella se miró en el espejo y el hematoma tenía ya un tono cardenal muy parecido al vestido que la princesa enseñaba esa semana en Hola. Se lo acarició y se enjuagó la boca de grutas y túneles sanguinolentos. -¿No será que te gusta? -le preguntó alarmada Concha cuan­ do se enteró de que ella nunca lloraba. Esbozó una media sonrisa ñrente al azogue picoteado y pen­ só que había salido bien librada. No le había partido ningún diente nuevo ni le había roto los dedos. Pensó en aquella vez, la mano vendada, pasando las paginas de las revistas con la izquierda. -No será que te gusta. A ella lo que más le gustaba en el mundo era bajar a la dul­ cería de la esquina a comprar El Pronto. Salía aquella tarde. Se tapó el verdugón con el pelo y se lanzó a la calle. Eran las diez menos cuarto, el bazar DoUy cerraba a las diez en punto.

'164* Pagó deprisa para que no la entretuvieran con el rollo de siempre. —Deberías denunciarlo. Un psicólogo dijo el otro día en la tele que los maridos que pegan a sus mujeres deberían someterse a tratamiento... —Sí, sí, lo haré —contestó evasiva entonces. También aque­ lla vez estaba deseando subir a casa. La princesa estaba en la portada verdaderamente preciosa y decían que tenía un nuevo romance con un magnate del petróleo. —Mag-na-te —deletreó en el ascensor. Pensaba en lo maravillosa que era y en la otra princesa, Caro­ lina, y en lo maravilloso que sería ser Carolina, así que no se molestó en leer la pintada con navaja que alguien había hecho en el ascensor. -TODAS LAS MUJERES SON UNA PUTAS -podía leer­ se en tenebrosas mayúsculas. Llevaba El Pronto apretado contra su pecho, como dando calor a tanta mujer malquerida que aparecía en sus páginas. Cuan­ do fue a meter el Uavín en la cerradura, sintió que alguien bajaba con premura por las escaleras. A esas horas solía ser Angelina, la chica que trabajaba de noche. Tuvo tiempo de entrar y protegerse con su puerta. A través de la mirilla pudo confirmar que era Angelina. Hacía el tumo de noche en un hospital. —No podrías vestirte como una señorita —refunfuñaba su padre. A esas alturas, ya no se molestaba en contestarle. Con los pantalones de cuero, el suéter negro y la chupa motera se sentía casi salvaje, un ser ñronterizo, una rebelde con causa que abomina de la sociedad y sus trampas. Llevaba el pelo corto y un mechón azulado que en el hospi­ tal se escondía debajo de la cofia blanca.

'165' Le dijo adiós al batería de un grupo que acababa de formar­ se en el barrio. No sabía como se llamaba ni de qué iba. Pero le encantó su saludo. Aquella manera de incluirla en su mundo. Pasó una Kawasakij lanzó un silbido. Estaba ahorrando. Tendría bronca con el viejo cuando lle­ gara la hora. Tendría una bronca de aupa pero qué se le iba a hacer. Era su dinero, para eso trabajaba. * Para eso y para ser feliz. Porque, para variar un poco, no esta­ ba mal tener derecho a una dosis de calor humano y agradecimiento. Dormía desde las ocho hasta la dos. Después tenía una hora para calentar las lentejas que, para que duraran toda la semana, hacía los lunes. Están muy calientes. O están muy frías. O tienen un poco de acidez. O te has pasado con la sal. No era mala persona el viejo. Tan sólo desabrido. Gélido como un iceberg. Puntual como una gripe. Aburrido como un par­ tido de fútbol. Más formal que el portavoz de una casa Real. El viejo era sobre todo viejo. —Yo diría que es demasiado exagerada esa minifalda —decía por ejemplo. —Angelina, Angelina, lo haces a propósito —le decía una vocecita por dentro. —Tal vez, tal vez —se respondía. La Kawasaki se la compraba y los pantalones de cuero y la chupa no se los pensaba quitar en todo el invierno. —No hay nada más deplorable que una mujer que no sea femenina -recriminaba papá sin dignarse levantar los ojos del pe­ riódico.

Qué femenina era mamá, se gritaba con rabia, mientras avan­ zaba con zancadas largas hacia la mole luminosa del hospital.

'166' Pues le sirvió de poco ser tan femenina. Nunca le había perdonado que se muriera. —Buenas noches, Angelina, ¿todo va bien? —Sí, gracias —contestó distraída. En el vestíbulo del hospital se cruzó con un hombre pálido.

El hombre pálido acababa de jugarse toda su vida. Era bastante rara la sensación que tenía. No era de alivio pero,tampoco de remordimiento. En una de las salas de la umi había dejado a Elisa. Le había dado una apoplejía cuando le había contado que pensaba abando­ narla. No era culpa suya, ni de Elena sino de los bombones que se hacía traer desde Austria. Ciento diez kilos de grasas y oro, colgantes. Era una montaña de carne muy frágil, a punto siempre del soponcio por cualquier nadería. Pensó que se iba a enfurecer e, incluso, se la imaginó deján­ dole tortuosos mensajes en el contestador a su amiga Elena. Tenía varias veces su peso en billetes de banco pero ningún sentido de la corrección y el decoro. La loca de Elisa. Pensó eso, que se pondría como una loca pero nunca que se fuera a morir. Bueno, todavía no estaba muerta pero casi. Elisa, loca y gorda. El sobrepeso lo fue ganando, a los tres de años de haberse casado con ella, a fuerza de abulia y seguridad.

Total, David, el guapo, estaba en el bote, ya para toda la vida. No hay nada como que papá tenga una poderosísima empresa. Estaba pálido porque se lo jugaba todo.

•167' La historia, además, con semejante soponcio, adquiría de repente otros tintes más siniestros. Elisa era inaguantable pero ¿qué padre no tomaría partido por su hija? Cuando planeó la ruptura, había imaginado que con Don Pe­ dro podría seguir manteniendo con él la misma relación profesional. Menos cordial, claro, bastante más tensa. Pero él era el ejecutivo más brillante y su apuesta, a la hora de plantearse la escapada de casa para refugiarse en los brazos de Elena, había partido de la posi­ bilidad de que su suegro no lo echase de la empresa. —Don Pedro —se dijo— es un hombre de ideas avanzadas. Le dolerá por su hija, claro, pero como hombre que es, se pondrá en mi lugar. ' La hermosa Elena era una elección razonable para cualquiera. Muy bella, muy discreta, elegante, con una educación exce­ lente. Una de las socias del bufete de la planta primera. Entre Elena y Elisa no había color. Por muy padre que se fuera... Hizo un esfuerzo por imaginar lo que sería tener una hija poco agraciada y dejar que la balanza se incline hacia el otro lado, hacia el lado de la rival. La muy bruta, mira qué darle por morirse. Primero le empezó a palpitar la papada. Aquella carne blan­ ca y temblorosa que parecía el buche de una paloma. El aparatoso collar que se le hundía bajo la grasa se le anto­ jaba algún sofisticado instrumento de tortura inquisitorial. Se fijó en aquel dogal de lujo y no en los ojos desorbitados que no habían tenido tiempo ni de llenarse de lágrimas. Se levantó del sofá y se bamboleó como una tarasca. Inmediatamente se precipitó al suelo. Una apoplejía, le acababan de decir en el hospital. Una apo­ plejía y numerosos cortes en los brazos y en la cara porque había

'168' derribado en su caída el jarrón chino de rosas y algunas otras chu­ cherías a las que tan aficionada era.

Creía que lo tenía seguro para toda la vida. Gracias al ataque no tuvo ni siquiera tiempo de decirle que se iba de casa precisamente con su amiga Elena. No haber tenido tiempo de revelar este detalle era muchísimo mejor, tal y como se habían puesto las cosas. Elena estaría esperando noticias. Pero no, antes que a Elena, habría que llamar al viejo. Era la única familia de su mujer. De momento, no le diría mucho. —Llegué a casa y la encontré extraña. Me iba ya del salón para cambiarme de ropa para la cena, cuando se incorporó y se desplomó sobre la mesita de laca china. A lo mejor lo de Elena tendría que esperar un año o dos. Las mujeres y sus prisas por atraparlo a uno. Acaso no esta­ ban bien como estaban. Elena y él se veían todos los días. Tenían un precioso apar­ tamento alquilado en el que los martes y los jueves se quedaban la noche entera; él, oficialmente trabajando. Eran jóvenes, independientes, no tenían prejuicios y él era casado, qué mejor, pues, que una relación libre de toda atadura. Así se lo tendría que decir a Elena. O lo tomaba o lo dejaba. Si Elisa se recuperaba y le venía con historias de infidelida­ des, siempre tendría el recurso de alegar que eran imaginaciones suyas. No iba a ser tampoco su primera fantasía. —Elisa, cariño, estás confijndida por el ataque. Yo nunca he hablado de abandonarte. El hombre pálido que se jugaba su vida entera, vio que por el pasillo largo se acercaba, por fin y con el paso vacilante de sus ochenta años, el poderoso Don Pedro. Y fue entonces cuando pensó

•169' que la mujer gorda que respiraba trabajosamente en la planta quinta haría bien, pero que muy bien, muñéndose de una ve2 por todas. —Estoy desolado, no sé qué ha podido pasarle. Sólo tiene treinta años y tanta enerva y tanta vida... —el hombre pálido se puso un poco más pálido, del color del papel, en el momento de estrechar a su suegro en un abrazo que quería ser caluroso; un abrazo de consuelo. • —Es un terrible castigo para un viejo ver morir a todos sus seres queridos. Seguir viviendo después de su única y muy querida hija -dijo don Pedro. Tenía los ojos enfebrecidos pero muy secos. Buscó un rincón de la sala de espera y entornó los párpados. ' A un hombre de ochenta años se le perdona siempre que se duerma en cualquier lado. No pensaba hacerlo. A los ochenta cada vez se duerme menos. Quería, no obstante, que David lo creyera dormido. Prefería consolarse solo, abandonarse a los recuerdos. A los dolientes, la noche parece calmarles un poco. Y así fue como se sintió don Pedro en aquella quietud hos­ pitalaria. Elisita, la pobre Elisa. Todavía la veía legañosa y sucia como la conoció a los dos años. Tan desnutrida que se lanzaba sobre la comida con una avi­ dez que causaba espanto. —Señor don Pedro, su mujer me ha contado que ustedes no pueden tener niños. Y perdóneme se me ha ocurrido que a lo me­ jor no les importaría adoptar uno -le dijo Doloritas, la cocinera, temblando como una hoja. Temiendo que don Pedro la despechara con un impaciente «deje, deje». Le contó Doloritas que, para coger la guagua, atravesaba un descampado y que tropezaba siempre con una niñita que daba sentimiento.

•170' —Tan hambrienta que hasta la he visto comerse las cacas de los perros. Hacía largas pausas como para darle a Don Pedro oportuni­ dad de pronunciar sus fatídicos «deje, deje». —La niña es un cielo, tiene unos ojitos azules como un ángel y sonríe como quien espera que alguien le de un poquito de cariño. Yo me paro siempre y desde que la vi, la primera vez, llevo toalli- tas húmedas para limpiarle aquella carita preciosa. Le llevo comi­ da, y con gusto me la llevaría, pera ya sabe usted que somos siete de familia y casi ni cabemos en nuestra casa. Don Pedro nunca había pensado en los niños. Es más le irritaban los continuos gimoteos de Rosa. —Estoy muy sola, muy sola. Tú no sabes lo que significa, para una mujer, un hijo. No le hacía caso porque Rosa, doña Rosa siempre había sido una tonta. Una tonta, una pacata y una cursi. La quería, claro, pero era más tonta que un cubo y eso no se podía olvidar. Pero, aquel día, sintió interés por el relato de la niña aban­ donada. —Vive en unas chabolas y he averiguado que su madre es una alcohólica que ejerce la protistución, aunque ya por poco tiem­ po porque, a los veinticinco años, tiene el hígado más picado que un colador.

Don Pedro recordaba todavía que abrió con parsimonia la caja del tabaco y se preparó una pipa. Y que, en ese momento, sólo se escuchaban los ligeros ruidillos de su rutinario preparado. Doloritas contenía la respiración. —Siga, siga —la apremió.

'171* -La borracha vive sola y cxialquier día estira la pata. A veces viene a verla un hombre de muy malas trazas, que debe de ser su chulo, y cuando eso ocurre, la nifiita aparece con la carita marcada. Doloritas se retorcía el mandil y le caían unos lagrimones redondos que se perdían entre las comisuras de sus labios. Las lágrimas corrían y Doloritas las atrapaba con la lengua cuando se acercaban al bigote. —Don Pedro, la niñita, que tiene esos ojos, azules, precio­ sos, como de gata Christíe, podría ser el consuelo de la vejez de ustedes. Y además, si nadie la salva, le digo que no dura un año.

Tenía entonces dos o tres años, o tal vez cinco, estaba tan desnutrida que era difícil averiguar su edad. Le habían ganado a la muerte unos veinticinco años. Doloritas se llevó un día a la niña de la mano y después los abogados de Don Pedro se encargaron de hacer parecer legal el asunto. Tuvo siempre mucho cuidado en no preguntar qué había sido de la borracha de la chabola que tenía un chulo. Doloritas tampoco lo mencionó nunca, aunque no fue tan longeva como hacía esperar su saludable aspecto. Se la llevó por delante un Mercedes, el día que cumplía 53. —Tienes ojos de gata Christíe —se.acostumbró también a decirle Don Pedro a Elisita. Los preciosos ojos relampagueaban cuando se le ponía de­ lante un plato de comida. -Es el hambre atrasada. Doña Rosa -explicaba Doloritas. Los niños olvidan pronto y Elisita, que a saber como se lla­ maba antes, se olvidó pronto del descampado en el que buscaba desperdicios. Ellos tampoco se encargaron nunca de refirescar su memoria.

'172' Fue todo tan fácil como cambiar de ciudad, de vecinos o de amigos. Al principio, aunque comía y comía, todo parecía acabar en algún hueco de su pasado miserable, porque Elisita continuaba siendo una adorable niña delgada. Fue, a partir de los catorce, cuando empezó a aparecer en ella el peligro de su obesidad actual. Era edad de presumir y Elisita se valió de toda clase de ar­ gucias para poder seguir llevando una talla pequeña. Don pedro nunca había oído la palabra bulimia, pero se en­ contró a una doña Rosa llorosa que le suplicaba, que le rogaba que le prometiera que no era grave. -No, no es grave —dijo él— como hacía siempre. De la bulimia salió Elisita con un bonito vestido blanco y un largo velo de novia. A partir de entonces, la pobre, volvió a comer otra vez sin tapujos. Como todos los huecos de sus años de gazuza habían sido llenados, sí que comenzó a engordar. —Tienes ojos de gata Christie —le decía Don Pedro y jamás, ni un solo día de su vida, dejo de hacerle una caricia. -Te hemos ganado veinticinco años -dijo otra vez Don Pe­ dro con los ojos abiertos. -¿Qué? ¿Cómo? ¿Pero de qué habla? -preguntó su yerno. Miró el reloj y las manecillas se acercaban a las doce, a la frontera de otro nuevo día.

La última vez que estuve enamorada fue hace por lo menos un siglo. Así me lo parece ahora. La recuerdo estos días como una experiencia remota que no tiene que ver conmigo. Ni el amor ni el dolor ni la vida. Todo es bastante ajeno. Estado de coma. Eso es lo que oigo decir.

'173* Hay una enfermera que me acaricia el cabello con lástima. —Se va a quedar en bien poco —dice alguien, mientras entre varias me dan la vuelta para asearme y hacer la cama. —Uff —resoplan —como pesa esta condenada. —Pobrecilla, mírala con esos ojos abiertos, como si nos viera. —Qué lástima, vaya ojos.

' Es verdad que tengo los ojos abiertos y que no veo pero hay algo que percibo, como los ciegos, el olor característico de las en­ fermeras de uniformes blancos que hablan y ríen mientras hacen su trabajo. Miran a David que llega con ese anonadamiento y me espía de una manera sobresaltada, como temiendo que mueva una mano y me levante a darle un papirotazo. Miran a papá y ese temblor con el que se quita la chaqueta y la dobla concienzudo. Siempre pulcro. Siempre cuidadoso. Las manos no dejan de temblarle ni un solo instante. Perma­ nentemente está aquí. Horas y horas en las que no para de mirarme. La última vez que estuve enamorada fue de un hombre que se parecía a papá. Pero yo todavía no estaba preparada para que­ rerlo y él se marchó lejos. Se marchó sin saber que yo me desperta­ ba por las noches con la misma pesadilla. Papa se moría y me veía de nuevo en aquel desierto de latas herrumbrosas, en aquel des­ monte miserable en el que un hombre y una mujer me pegaban. Me despertaba con ganas de gritar y llorar, de pedir por fa­ vor que alguien viniera a consolarme a mi cama pero me callaba. No hacía ningún ruido para no molestar a quienes siempre fueron mis padres. Para que creyeran que mi vida y mis recuerdos no exis­ tían más allá de la mañana en que Doloritas me cogió de la mano y me llevo por un laberinto de calles y me hizo entrar en un palacio. Sueño, lo he vuelto a hacer alguna de estas noches, que vuel­ vo a la chabola.

'174' —Elizabeth, Elizabeth —me llama mi madre y yo me escon­ do debajo de un colchón destripado, junto a una montaña de vi­ drios rotos. Después, cuando nadie grita mi nombre, salgo de mi escon­ dite y rondo por la casa. Primero juego a cantar una canción nueva que me han ense­ ñado. Mientras tanto doy vueltas y más vueltas. Después me subo a una caja vacía y veo, otra vez, al hombre que quiere aplastar a mamá. Pero ya no doy esos chillidos enormes. Porque a veces mi madre no es mi madre y sólo desea su botella. —Esto es lo único que quiero -me dice siempre agarrando el cuello verde. Cuando se le termine lo que hay dentro, la tirará contra el muro y yo, con los trozos de cristal, me haré una casita de muñecas. —Aggg... Ayyyyyyy —aulla. Mamá nunca es la misma; la de hoy siempre es distinta a la de ayer. —Tengo sed. Dame un poco de tu agua —le dije una vez. —Las niñas que prueban este agua se vuelven idiotas —me explicó secamente. -Dame, dame —seguía yo. -Quita mocosa -gritó y me pegó un puntapié. Me caí de espaldas y me hice daño en el cuello y me dolió durante tantos días que me daba miedo mirar la botella aunque ya estuviera rota y vacía, sin aquel líquido, capaz de convertirme en boba, como la niña extraviada que un día jugó conmigo a quitar clavos de una madera negra. Se me infectó la herida que me hice con los clavos y la made­ ra, pero Doloritas todas las mañanas, me la limpiaba con alcohol. Yo le decía, el agua que pica, no. El agua que pica, no. Teníamos nuestro escondite. Una especie de cochinera vacía en la que me lavaba y peinaba. —¿Cómo se llama tu madre? —me preguntaba.

'175' —Sinfo —le decía yo. —¿Y tu padre? —¿Qué padre? Yo no tengo ninguno. Me cantaba qué hermoso pelo tienes, carabí, qué hermoso pelo tienes, calaba y me acunaba y me hacía sentir una dicha nue­ va. Pero una vez me mordió una rata. Y era una rata enorme. Fue lo peor que, hasta entonces me había pasado. Todavía me persigue y yo me escapo por pasillos intermina­ bles de una casa cuyas habitaciones no conozco, que no sé dónde está, ni de quién es. Quiero gritar y no puedo. Imagino que si se acaba la perse­ cución será que habrá terminado todo también para mí. , Noto que una lágrima me resbala por una mejilla. Es un cosquilleo raro. La enfermera me la seca con gesto eficiente y chas­ quea la lengua. Debió de ser guapa hace tiempo, ahora algo me dice que está un poco ajada.

La verdad es que nunca te acostumbras. No, en este trabajo. Yo llevo veinte años en esta planta y siempre hay algo o alguien que te deja mal el cuerpo. La mujer que desde hace seis meses se encontraba en estado de coma, por ejemplo. Ayer llegué y no estaba. Habrá muerto pensé. Su padre, que era muy anciano, no pudo resistir verla languidecer y falleció hace cuatro semanas. Me dije que mucho mejor para ella. La pobre es­ taba cada vez peor. Ya ni sentía, ni padecía. Cada día más flaca, con aquellos ojos abiertos y quietos. Ah, ¿pero no lo sabes, salió del estado de coma y a los tres días desapareció? —me lo ha dicho esta mañana la supervisora.

•176- —Espe, no sé por qué te ha impresionado tanto el caso —me regaña. Un caso entre mil. Recuperó la conciencia pero no la razón. Cuando volvió de la antesala de la muerte, no reconocía a su ma­ rido. —No sé qué será peor —le dije porque era esa clase de hom­ bres, guapo y bien vestido, que siempre me han gustado, los que me hacen pensar en los grandes errores de mi vida. —Estaba confundida y desorientada pero, a lo mejor se recu­ pera, también de esa demencia —me confió la supervisora. El marido ha contratado a unos profesionales para que la busquen. El marido.' Hablaba despacio como si tuviera, en realidad, la cabeza en otra parte. No me miraba cuando yo le contaba que la enferma parecía haber descansado, tranquila toda la noche. Ya no vendrá más por aquí y se me irán olvidando los trazos de su cara. Lo sé. Pasaré algunos meses deseando que la casuali­ dad me lo ponga delante. Trabaja en ese gigantesco edificio de oficinas por cuyos alrededores me dejaré caer, como al descuido. Se llamaba David, pobre hombre, a saber lo que sufrirá. Por dónde andará su mujer. Fantaseo con la posibilidad de llamarlo mañana a la oficina. Le contaría que soy asistente social, además de enfermera, que suelo asistir a los sin techo, que a lo mejor en una de esas me tropiezo con ella. Que no perdiera la esperanza. Que se tranquilice, que no se desanime. Que no piense que tiene la culpa de este nuevo golpe. Sobre todo, puede que yo la busque y no la encuentre. —Lo lamento. No ha habido suerte —lé explicaría en algún breve encuentro. Podríamos tomar un café en algún sitio tranquilo. Cierro los ojos y me llega el discreto aroma que usa. Última­ mente pienso mucho en él.

»177' —Se te ve distraída, cansada, Espe. Deberías cogerte unas vacaciones —me dice la supervisora. Le tomo la palabra y por las mañanas observo a los mendi­ gos que se reúnen en la plaza de los Betancores. Beben vino de un paquete de cartón y entre ellos sólo hay una mujer. Es dulce y tiene una sonrisa desdentada. •Le doy una moneda y me da las gracias y me explica que esa mañana siente mucho más frío. —Se ve que ya el invierno está aquí —me dice con una alegría ingenua que no llego a comprender. —No dormirá en la calle ¿verdad? -No, por las noches voy a un centro -me dice mientras se llena por debajo de la blusa de periódicos atrasados. —Qué cosas pasan ¿no es cierto? —me dice mientras me se­ ñala la foto de una página. El caso de una mujer descuartizada. —Le quemaron las manos para que no se la pudiera identifi­ car por las huellas dactilares. Le arrancaron todos los dientes. Un caso sospechoso, un trabajo de profesionales. El que ha hablado es el que llaman el profesor, un antiguo catedrático que se dio a la bebida. La mujer descuartizada me deja una desazón en mitad del estómago. —Desde luego no era una de los nuestros —sentencia el pro­ fesor. No recuerdo haber visto por las calles ninguna desdichada nueva. No sé por qué ahora pienso que no voy a encontrarla fácil­ mente; que se me irá escurriendo también de la memoria como el rostro de David. Para evitar ese momento fatal, me apresuro a imaginarlo. —Qué siga bien, señorita —me grita otra mujer sin techo que acaba de llegar a la plaza.

'178' Ginebra

Nos contarás cómo te sientes ahora que has perdido tu reino. Será como escribir en el agua. Como suplicar o rogar. Como pretender recuperar un rastro después de una ventisca. Será como enderezar el rumbo cuando resulta que hace días que te has perdido y estás sin brújula; olvidada en un desierto recién dibujado, en un jardín japonés en el que por las noches hace mucho, demasiado frío. Será como saber que eres el único tripulante de un barco fantasma que se va, sin gobierno, a la deriva. La ciudad en agosto es un desierto. Un mar tenebroso. La ciudad es un horizonte africano de calor y espejismos. Un paisaje de ahogados. Pero cualquiera que supiera mirarte, po­ dría verte como la reina condescendiente. La reina Ginebra fue siempre tu fantasía favorita. La dama de Camelot cuando todavía no escuchaba parlotear a los grifos. Antes de que las sillas y los percheros y las cosas todas empezaran a darte órdenes y a obligarte a hacer cosas que no querías -Coge ese cuchillo. Mata a tu padre -te gritaban los tenedores. No recuerdas cómo te llamabas, antes de ser Ginebra. A lo mejor te llamabas Arabia, un nombre oscuro como un latido, como los ojos de un loco.

'179' Cuando empezaste a querer ser la reina de los caballeros descubriste que, en el fondo de todos los espejos de la casa, había hombres. Hombres terribles que te daban miedo como los que te espiaban de niña en los callejones. Fue por eso, para protegerte, por lo que te armaste de valor y fiaiste queriendo, uno a uno, a todos tus buenos vasallos. —Promiscuidad, ninfomanía, furor uterino —escribió el doc­ tor desagradable, el médico aquel.

Desde que vives en la calle no tiene amigos. Sólo tentadores de figuras tristes que te rodean. Los que remueven los cubos de la basura para buscarse algunas galas. —Quieres un trago, princesa —te dice el atolondrado al que podremos llamar Lanzarote del Lago. Bebe mucho y no sé, tal vez, por eso, sus ojos parecen agua­ dos, como dos charcones.

De tu exiguo reinado puede decirse que fue hermoso. Boni­ to pero fiagaz, aunque tampoco hay que dar mucha importancia a las glorias pasadas, después de todo, qué es el infortunio sino un estado necesario de la vida y las cosas. Se es infeliz para que otros sean dichosos. No les ocultaré que a veces hay quien la llama chiflada pero no importa. Va con la cabeza alta, sin ni siquiera hacer caso a lo que le susurran las latas vacías. Es más, las revienta contra un muro, negando su derecho a tener opinión propia. Entonces pasa una bandada de chiquillos y se ríen y gritan un nombre que ella ya no recuerda haber oído, que no reconoce. También la llaman vieja loca y eso sí que es un gran asom­ bro, porque con frecuencia se mira en la superficie reluciente de las tiendas cerradas, en los escaparates a oscuras, y lo que ve es

'180' esa que siempre fue: la hermosa doncella que ha llegado a ser, un poco más madura, la dulce reina Ginebra. Así la vio también la mujer que acabó descuartizada y de la que prefiere no hablar. Le prestó ropa para que no llamara la atención con aquellas cosas de hospital. Tenía unos ojos deslumbrantes, azules, muy hermosos y te­ nía miedo de las ratas. —Tú no serás mi madre ¿verdad? —le pregunto. Porque yo huyo de ella. —¿No tienes casa? —la interrogó, a su vez. —Vivo en una chabola llena de ratas —dijo fingiendo una voz de niña que ya no tenía. Cuando los tres hombres vinieron a buscarla dio saltos de alegría. —Ahora —dijo— me van a llevar a una casa en la que me darán de comer todo cuanto yo quiera. -No creo —replicó, Ginebra entre dientes. Cuando se vive en la calle hay que mirar y callar. Saber cosas y olvidarlas. Uno de los misteriosos crápulas le dio un cachete en la cara. -Pues tú si te lavaras y te pusieras nuevos dientes no esta­ rías nada mal -dijo. Se ve que debajo de la cochambre reconoció sus galas. Desde entonces, para sus adentros, lo llama Sir Galahad.

'181' G de Gioconda

A la salida del Museo, alguien le rozó los hombros. Era la hora del cierre y la gente iba abandonando las salas, y los idiomas y las palabras se alzaban unos sobre otros, como las humaredas de un incendio parecen competir en alcanzar el cielo. Algunos cuerpos tropezaban y se escuchaban fórmulas de disculpas y pasos que se dispersaban hacia quién sabe qué rinco­ nes ocultos de la ciudad. Ella andaba ajena, todavía notaba la mi­ rada fría de Ginebra Benci. Aquel retrato de una mujer macilenta, ojerosa, enferma de algo. Una composición artística en la que la cabeza aparecía rodeada de afilados y oscuros enebros; un ramaje nocturno que estaba allí, realzando la tenebrosa amargura; la de­ cepción que se escribe en los ojos. Leyó en la guía que se había comprado lo que, de aquella dama florentina y de su retrato, había escrito Vasari. Quería sen­ tarse en algún sitio a tomar algo fresco y volver a contemplar la reproducción del cuadro, pero notó una proximidad extraña. Al­ guien que la seguía y la miraba con arrobo, con asombro, maravi­ llado. No estaba acostumbrada y la halagó aquel entusiasmo de principiante, naderías de sábado.

'183' ¿Veía tal vez algo que se le escapaba al resto? No era una mujer que levantara pasiones. Siguió caminando pero alerta, por­ que no dejó de vigilarlo en las lunas de todos los escaparates. En esas vidrieras se estudiaba y trataba de descubrir alguna clase de transformación, aquello tan prodigioso que la había he­ cho sobresalir de entre todas las chicas hermosas que paseaban ese día por las calles. Ocurrió que terminó convenciéndose de su porte de reina. Era ya una muchacha nueva. Dejó volar, al viento, su arisca mele­ na y no pudo evitar, ahora, algo teatral y estudiado en su forma de caminar y moverse. Descubrirse diferente, llena de encantos, era una sensación novedosa. Algo agradable y pleno. Le habían dicho, algunas veces, que tenía sonrisa de Giocon­ da. Y a todo esto, el hechizado la miraba y la seguía. En principio, no era de los que intentan disimular. Si ella apuraba el paso, él hacía lo mismo, aunque se llevaba una mano al pecho, como si fuera muy viejo y le costara correr. Se le veía fatigado. Pero las mujeres con sonrisa de Gioconda suelen tener un corazón muy grande. Por su parte, ella decidió que por nada del mundo iba a hacerle sufrir. Se le volvieron entonces de azúcar las intenciones y, pasito a pasito, se acomodó a su ritmo, que, por cierto, era un ritmo de hombre bajo. Lo miró abiertamente pero el primer intento de sonrisa, no le salió bien. Abrió la boca, (labios carnosos y encarnados) y él reculó como si temiera que ella se lo fuera a comer de un bocado. Se preguntó si sería un hombre de los que llevan tirantes para su­ jetarse los pantalones. A ella le gustaban las prendas antiguas. No le vio los tirantes pero sí, unas manos largas; manos de color de papel. Parecía alarmado.

'184' Sus galanes soñados no habrían reaccionado así. Pero en su honor, hay que decir que, pasada la primera sorpresa, volvió a mirarla rendido, con una rara entrega. La chica cambió de táctica. Hizo como si no lo viera y puso los ojos fervorosos en los áticos de los edificios y en las nubéculas correntonas que atravesaban el cielo. Al llegar a una plaza, casi lo perdió de vista. Parecía fintar entre tanta muchedumbre en raci­ mo. Ahora era como si se escondiera. El semáforo enseñó un indi­ viduo verde y el tumulto se deshizo. El hombre gentil quedó otra vez, como desnudo, delante de sus ojos. No era tan alto como la chica, pero ella se dijo que su verda­ dera estatura era muy otra: la de su ardiente mirada de brasa. Se le veía turbado. Tragaba saliva. Se le veía blanco, pálido, titubeante. Como un barquito de vela en una marina de Lorena. La chica con cara de Gioconda atravesó el parque. Todavía no eria de noche, así que no había, aún, susurros en los bancos. Ella se paró, decidida a decirle algo. Algo como «hola, que tal» o «¿nos conocemos? o « ¿por qué me sigues»? Pero de repente el hombre ya no estaba. Los árboles, en cambio, daban sombra y dibujaban caprichosos Test, para lunáticos; promesas de amor in­ cumplidas. La muchacha giró en redondo y lo buscó sin éxito. Lue­ go se puso triste y se embebió tanto en sus pensamientos que esta­ ba como ajena cuando sucedió lo verdaderamente extraño. Lo divisó de nuevo y le hacía señas para que se acercara. Algo imposible porque, de repente, ignoraba qué ciudad era aque­ lla, ni dónde estaba el norte o dónde quedaba el sur, allí donde la aguardaba su hotel de turista, en una gran ciudad americana. En el rostro del hombre, la luz anaranjada; el reflejo de esa hora en el Arno. Se había puesto a llover y nadie pasaba. Cuando se aproximó (el Amo quedaba a la derecha), notó en la cara el vaho caliente de su boca; el peso de sus palabras que se acerca­ ban. «¿Por qué sigues enfadada?», le preguntó.

'185' «No sabría decírtelo», acertó a decir ella, antes de doblarse en dos como una marioneta que se guarda. Los que la ayudaron j se ofrecieron a llevarla al hospital más próximo se percataron de que estaba consciente pero des­ orientada; que vestía ricas telas antiguas como si acabara de salir del salón de un baile de disfraces. No era, pensaron, tan joven como, en un primer momento, les pareciera. Continuó aparentan­ do lina edad indefinida, en las siguientes horas, cuando los médi­ cos que la atendían constataron que apenas había experimentado cambios. Siguió con aquella mirada ausente, pensativa, como si, en algún sitio y en algún siglo lejano, alguien hubiera empezado a juguetear con su alma.

'186. La sociedad de los viernes

Sólo es capaz de pensar en lo que le depara un placer inme­ diato. Por eso comenzó a frecuentar la sociedad de los viernes. No tenía mucho en común con los doce restantes. Con los otros. Pero tampoco le gusta tener que conversar de forma obliga­ da, así que se dijo que seguramente no era mala cosa esa distancia que da por sentado que cualquier proximidad es inútil. Se reúnen los viernes. Trazan planes para el fin de semana y, después, el lunes, si te vi no me acuerdo. A nadie le asusta el número trece. Y a él, menos que a nadie. Es el último de cuantos han ingresado en el club. Tiene 33 años. La edad del primer hombre de barro, según los cabalistas. Los años finales de Jesús para los Evangelios. Para él, en cambio, no significan gran cosa porque no es especialmente creyente. La sociedad de los viernes es un juego. Como en todos los juegos, se representa un papel. Se tiene un nombre que no se co­ rresponde con el real. El se llamaba Udolfo. Lo eligió por la novela de Anne Radcliffe. Una escritora. Supo que existía el club por un enigmático anunció que en­ contró en el periódico. Había un número de teléfono.

'187' ¿Quieres mejorar las calles? —decía. El llamó por la memoria de Goethe. Por lo que recordaba todavía de su visita a Weimar. ¿No hubo allí otra sociedad literaria del mismo nombre? Lleva un año en esto y es ¿cómo lo definiríamos? ¿Una tarea desinteresada? ¿Una responsabilidad social? No es una ONG, desde luego. El club es de lo más exclusivo. Naturalmente, los socios fundadores se reservan el derecho de admisión. No puede ingresar cualquiera. A él, por ejemplo, le hicieron un exhaustivo examen. Hay hombres altos y bajos. Mujeres guapas y feas. Personas ricas y pobres que son de los dos géneros, masculino y femenino, al mismo tiempo pero no quieren darse por enteradas. Dieciocho años es la edad mínima. Aunque hubo una moción hace poco para rebajar en dos el tope de admisión. Dejarlo en 16. La vida se está poniendo peligrosa. ¿En dónde mejor que aquí estarán nuestros jóvenes? -sostiene con ardor un viejo de barba blanca. No sé, no sé. Mueve la cabeza lacónicamente un señor del que sólo se sabe que vive en la calle Aguadulce. En el club también hay mujeres pero ignoro por qué razón, en estas reuniones extraordinarias, se muestran muy recatadas. Como si les asustara que nuevos rostros se sumaran a los hasta ahora trece expectantes. La sociedad de los viernes se reúne como es natural exacta­ mente veinticuatro horas después de las cinco de la tarde del jueves. Robinsón siempre oficia de gran maestre y nunca sale a la calle. Se llama, en realidad, señor Robayna y trabaja como cajero en un banco. Robayna inicia siempre los encuentros con el reparto de una copita de ron miel.

'188' —¿Cómo está su señora? —pregunta a Harrison Ford, que es un tipo escuchimizado y feo con un bigotito como estela de hor­ migas. —La calima la tiene fastidiada —dice Harrison Ford. —Póngame a los pies de su señora —concluye Robinsón.

Al que se hace llamar Udolfo le irritan todas estas ceremo­ nias; todos esos preámbulos. Por lo tanto, carraspea y pone cara de mala uva. -Bien, qué tal si empezamos -dice y hace esfuerzos por no mirar a los ojos de la rubia con estrabismo. —Este fin de semana parece que se presenta bien —anota la chica que bizquea, mirando a Udolfo. Poniendo un poco de cande­ la y esperando que prenda. Como todos los viernes despliegan sobre la mesa el plano de la ciudad. Un plano coloreado de distintos tonos según los distritos. Saldrán en parejas y, como es habitual, lo echarán a suerte. —Yo prefiero esta vez la zona del Puerto. —No, ya la hiciste la semana pasada. -Pero en San Nicolás no transita un alma -se duele el veje­ te de la barba canosa. —Pero si usted tampoco está para muchos trotes... —se chotea uno que tiene la cara picada de viruela. -Cara de pina -le insulta el vejete. —Momia, carcamal —se enzarza el otro. —Vamos, vamos —tercia doña Amanda, la mujer de la que se dice que regentó un burdel. A Udolfo le ha tocado esta vez de pareja un joven de cara mantecosa. Un niñato, deseoso de emociones fuertes. Tiene du­ das. Le da que es un flojo de los que se achican en seguida. En fin, ya se verá.

'189' Ajr -.^»' Bien, le urge empezar la misión. Siente impaciencia en los dedos. Un placer helado empieza a recorrerle la espalda, a acariciarle el espinazo. —A cara descubierta —le dice con una risotada ya en la puer­ ta del local. En la calle, la noche se ha repartido generosamente; no hay un solo rincón sin sombras. Seis cuadrillas de voluntarios han salido a realizar su apos­ tolado. Allá van.

Si miraras las calles desde arriba te parecería que apenas es un tablero de ajedrez o damas. Algo tan inocente: las blancas se comen a las negras. —Ea, muchachos, a limpiar la ciudad... —dice el jefe de la batida. —Que no quede un camello ni un marica ni un moro ni un negro —recita el otro. Tan joven y ya se ha aprendido la lección...

'190' Limpieza General

La Señorita Impoluta se levantó ese día con Ganas de Lim­ pieza General. Habitualmente no soportaba el desorden, ni los pequeños remolinos de polvo que, a veces, como el descuido, se instalan en algunos rincones muy remotos. No lo soportaba y siempre había un momento fatal en que, plumero en mano, perseguía a esos viles ácaros que anidan, a sus anchas, sin que nadie les dé permiso. Anidan, por cierto, donde les da la real gana. La Señorita Impoluta había declarado la guerra sin cuartel a esas brizniUas que, al rasgar un sobre cualquiera, caen sobre algu­ nas superficies, preferiblemente blancas, para pasar desapercibi­ das por un eterno segundo infinito. Eso era lo que se creían las descocadas briznillas, pero la verdad es que nada escapaba a su ojo certero. Y por muy delgaduchas que fueran, por mucho que se camuflaran, ella siem­ pre las localizaba. —Aja, aquí estás, descarada -decía. Otra cosa que irritaba grandemente a Nuestra Señorita eran los ceniceros torcidos o ajenos a los lugares que, por lógica y ar­ monía, les suele corresponder.

'191' Tenía ceniceros, no porque aprobara esa práctica insana de inhalar de un cigarrillo y después exhalar humo. No, pero ¿qué piso que se precie ignora a los ceniceros? ¿Qué vivienda castiga tan fulminantemente a los ocasiona­ les visitantes que gustan de echarse un canuto o un pitillo rubio? Ay, había días especialmente cruentos. Era cuando ella lle­ gaba a casa con la determinación de los estrategas y con un algo en la mirada que dejaba claro que la batalla contra la mugre estaba a punto de comenzar. Nada conseguía desanimarla, aunque demasiado sabía que era una guerra desigual. Todas contra una. Porque todas las cosas, los objetos y los muebles, se empeñaban en jugar al escondite, en cambiar de sitio, en llenarse de ese brillo dorado que es el resulta­ do de acumular varias capas de polvo. Para la Señorita Impoluta no existía la palabra imposible. Ese día se levantó con la determinación de hacer de su casa una casa perfecta. Un hogar deseable y maravilloso en el que el hombre que la iba a visitar suspirase por encontrar refugio. Lo primero que decidió fue abrillantar, pulir y dar vida a todas las puertas y objetos de madera. La tarea no era moco de pavo, pero la Señorita no era una de esas flojas que se arrugan a la menor dificultad. Se alongó, se agachó, torció el torso a la derecha, lo torció a la izquierda. Hizo un juego de muñecas verdaderamente sorpren­ dente y manejó las bayetas y los paños con un virtuosismo digno de mejor causa. A las dos horas, todas las superficies de leño, castaño, nogal o cualquier otro árbol antiguo lucían de una manera esplendorosa. Ay, los suelos. Los suelos la esperaban y estaba decidida a hacer de ellos un espejo en el que mirarse.

•192' Se imaginaba a Sebastián llegando y contemplándose como Narciso en la laguna y admirándose de tantas virtudes domésticas. Que se vea, pensó, que eres una mujercita apañada. Los suelos quedaron que daban gloria. Verdaderamente se sentía la tentación de patinar sobre ellos o de bailar El lago de los cisnes. Pero ¿quién cree que la limpieza es cuestión de cinco o seis horas? No nada, de eso. Eran las once. La gran cita era a las nueve y hay qué ver la cantidad de ventanas que quedaban pendientes. Miró hacia el exterior por uno de los ventanales del salón y vio unas nubes perezosas. —A moverse, gandulas —dijo y se armó de papeles de perió­ dicos y de limpia cristales. Todas aquellas noticias que aparecían impresas y que ha­ bían resultado en su momento tan idiotas, ahora tenían una utili­ dad. Iban dejando una estela blanca en el vidrio amohinado y, poco a poco, aquellas ventanas eran tan transparentes como el aire que se respira. Una ráfaga de viento que soplara intentaría colarse pensan­ do que no existía ya ningún impedimento. Un buen ejercicio, el de limpiar ventanas. Le dolían los bra­ zos de mantenerlos en alto. También le dolían las rodillas de estar en cuclillas para dar el repaso a la parte baja de los ventanales. Sebastián vendría y echaría un vistazo al exterior y si, por casualidad —él y su inveterada manía del cigarro— se le escapaban una o dos volutas, ese sería el único vaho que iría a reposar en las limpísimas ventanas. Por cierto que unas gotas de sudor resbalaban ya por la fren­ te, el abdomen y los muslos, demasiado generosos, de la Señorita Impoluta. La Señorita Impoluta sudaba.

'193' —Pues no nos queda nada, todavía —se dijo a sí misma, des­ doblándose en General y Soldado al mismo tiempo. Hora de Instrucción. No quedaba más remedio que apencar y seguir trabajando. Los baños y las cocinas son sitios que acumulan torpezas. Así que la Señorita Impoluta se puso a silbar la melodía de El Puente sobre el tío Kwaij se llevó su preciosa colección de bal­ des, esponjas, y productos perfumados a ese lugar de la casa que, por ser indiscreto e indecoroso, nos gusta que luzca mejor. La Señorita se arrodilló y se despellejó las rodillas. Después se empleó a fondo con un héroe griego de nombre Ayax. ¿Era griego o era troyano? Se dijo que no estaba en ese mo­ mento para semejantes tonterías porque lo que importaba ahora es que, en la gran cita, todo fuera como la seda. Una hora de baños, otra hora de puesta a punto en la cocina y las tres y media que se acercaban y todavía tenía que preparar la cena. Un olor a limpio y a lejía que daba gloria le recordó que era tiempo de darse una ducha. Se la dio y observó que sus ojeras tenían un tono lila que resultaban perfectas si en el teatro hacías el papel de Margarita Gautier moribunda. No se preocupó por eso ahora porque para algo han de ser­ vir los miles de afeites que, cada año, pone en el mercado la flore­ ciente industria cosmética. Preparar la cena le iba a costar un poco más pero se resistía a llamar por teléfono a uno de esos sitios que te llevan exquisiteces a domicilio. Pensó que siempre podría decir que los había preparado ella. Pero no. Se dijo que una relación no puede construirse bien, si se construye sobre una mentira.

'194' Así que la Señorila, Impoluta, que acusaba ya un cierto dolor en la cintura y un resentimiento de los ríñones, unos órganos que en su caso eran muy poco sufridos y protestaban por cualquier cosa, se dijo «ánimo, adelante». Les aburriría si les contara ahora el menú que para la cena preparó nuestra heroína. Pero fute algo rico, algo cansado y algo prestado. Señores, a las siete la Señorita Impoluta lo tenía todo a punto. Estaba, eso si, ligeramente derrengada, algo desvaída de color y con pequeños lapsus de memoria. De repente no podía recordar el nombre del atractivo varón que la iba visitar esa noche. Nada como un copazo de güisqui para reponer fuerzas —se dijo. Y la verdad es que ella no bebía, pero tenía claro que si quería ser moderna, estar a la altura de la circunstancias y compar­ tir plenamente sensaciones con el que estaba a punto de ser el hombre de sus sueños, tendría que beber. Al primer trago, comprobó que sus mejillas se coloreaban y perdían el tono cetrino que el cansancio les había impuesto. Fantástico, exclamó. Bebió otro sorbo y vio chispiUas doradas en sus ojos. Le daban un aire piUín y menos grave y le proporcionó una inspira­ ción soberbia. Se pondría un traje negro, muy escotado, con mu­ cha espalda al aire. Además de muy hacendosa, podía ser también enormemen­ te seductora. ¿Qué perfume? Al tercer y cuarto trago tuvo clarísimo que tendría que deci­ dirse por algo audaz y no por lono de esos aromas tontorrones que utilizaba a veces, como Feminite du Bois, Eau Timide. Ah, la luz, la luz es importante.

'195' Eran las ocho cuando empezó a matizar la iluminación del living room. Luces tenues, indirectas, algunas velas. Sweet and lovely, en versión de Dexter Gordon empezó a sonar en el salón. Con una música así dan ganas de llenarse otra vez el vaso. Había sido un día largo, estaba cansada. Pero las mejillas rojas y los ojos brillantes le contaban que era feliz. * La Señorita Impoluta se sintió satisfecha de sí misma. Qué bien le había quedado todo... Era tan dichosa que apoyó la mejilla en un cojín y dejó que el timbre sonara insistente, sin descanso, sin pausa, eterna, infini­ tamente.

'196' Estadísticas

El invierno de 1999 fue dxiro. Cundió entre la población un cierto temor. Se hablaba tanto de los desastres que podrían acom­ pañar el final del milenio. Hubo familias en el extrarradio que murieron de frío. Zonas peri-urbanas, decían con meliflua hipocresía los politicastros de turno. Tampoco fue una buena temporada para los mendigos que deambulaban por el centro. Las estadísticas municipales hablaban asépticamente de un ritmo de bajas de tres por noche. Eso sí, los redactores de El Correo, el periódico local, dor­ mían tiritando pero un poco más tranquilos sabiendo que al día siguiente no tendrían que devanarse los sesos buscando un asesi­ nato triple, localizando a una nonagenaria que convivía con vein­ ticinco años de basura. Ni hacer ese reportaje de todos los años porque una comunidad de vecinos se ha empeñado en entrar en el libro de los récords gracias al sancocho más grande del continente. Que digo del continente, del planeta entero. Al periodista de El Correo no le importaba tiritar si, a cam­ bio, al día siguiente podía llenar tres páginas tranquilamente a cuen­ ta del frío polar, el cambio climático y otras zarandajas por el esti­ lo que incluían el lamentable hecho de que se había echado a per­ der toda la cosecha de plátanos, tomates y cebolla.

'197' Una circunstancia económica desastrosa que, además, im­ posibilitaría un montón de guisos en los meses venideros. El reportero de El Correo me importa poco. Quien más me inquieta en esta historia es una mujer. Una adolescente, si quieren. En realidad, una niña casi. El gélido invierno para ella trajo otras novedades. Además como se empezó a poner por primera vez unos abri­ gos -muy largos y un poco anchos, le parecía que no se le iba a notar casi nada que la barriga le crecía. Era una cosa lenta, eso ya lo sabía. Pero nuestros peores temores siempre van maniatados a un tiempo que parece que vue­ la. Ella se preguntaba cómo iba a contarlo. Para ella era un mundo, para ustedes y para mí una cuestión de 'cifras. Hay un tanto por ciento elevado de adolescentes que se quedan embarazadas. La chica del frío ya no se acordaba de cómo había sido, ni del muchacho tan guapo de cejas enarcadas, ni de tantos bumbum de tequila como se había tomado aquel desdichado fin de semana. Por no recordar, a veces, ni recordaba su propio nombre. Las primeras ganas de vomitar le entraron una mañana y su padre, que no levantó la mirada de El Correo, murmuró no sé qué de que se habría atiborrado por la noche de porquerías; de choco­ lates, polos de menta y todas esas cosas. Los padres que desayunan leyendo el periódico y sin mirar a sus hijos, suelen creer que estos se han quedado anclados para siem­ pre en una edad de helados y avariciosa tentación de caramelos. Llegarás tarde a clase, le dice su madre metiéndole prisas. Me gustaría saber, pero lo ignoro, el nombre de esta chica. Las estadísticas tienen eso.

'198' Lo malo de cuando hace mucho frío es que lo que más ape­ tece es quedarse en la cama toda la mañana. A Juan Nadie, que es de profesión parado, le cuesta des­ prenderse del edredón tan calentito. Cinco minutos más, cinco minutos más... Se repite durante una hora. Y después se levanta y la casa está vacía porque su mu­ jer se ha ido a un supermercado en el que trabaja de cajera y los niños andan ya en sus colegios y sus guarderías. Juan Nadie tendría que salir a buscar empleo, y sobre todo ahora que hay tantas agencias de colocación temporal. Tendría. Pero mira por la ventana y ve esa grisalla del cielo que a cualquiera le quita las ganas. Por lo pronto se está haciendo un cafetito bien cargado para acabar con el deseo de llorar y tener las fiaerzas necesarías. Hay que soportar el día. Mientras se toma el café mira la televisión que a esas horas, las diez más o menos, da un montón de programas todos iguales. Cuando amenaza con comenzar un avance informativo, quita la tele asustado. Seguro que sale un ministro y habla del desempleo.

Cuando hace frío y no se tiene ocupación fija, el hogar te proporciona ese merecido calor que necesitas. Y uno sólo quiere entonces quedarse en casa limpiándose una lágrima o arreglando la puerta desvencijada de uno de los pequeños armarios de la co­ cina, o el zócalo que se desprende, o la loseta de la entrada que se levanta siempre. Se podría decir que Juan Nadie tiene desde hace tiempo el síndrome del caracol pero eso es algo que no está científicamente estudiado. En cambio Juan Nadie posee un pequeño certificado médico en el que se lee otra cosa: agorafobia, histeria, neurosis depresiva.

•199' Es raro porque las estadísticas, en cambio, dicen que lo sue­ len padecer más las mujeres.

Dirección asistida, abs, elevalunas. Era un coche potentísimo, una maravilla. Aquel segundo cuerpo lo llevaba como por una nube. Pablo tenía veinticuatro años. Era guapo, rico, bien plantado. . Su metro noventa nunca fue un chascarrillo torpe ni un mal chiste. El hecho de que tengamos un cuerpo es la broma más vieja que existe, había afirmado un escritor inglés, que desde luego no había conocido a este chico. Aunque su propia piel era impecable, entre aquella carroce­ ría se sentía mucho mejor. Volaba como el viento y comprobaba a cada rato que era real todo lo que la publicidad había proclamado de aquel modelo nuevo. En el radio-casette escuchaba a Enya, esa irlandesa tan re­ lajante. Nos parece que su confortable oficina no debe estar lejos. Tal vez, en alguna de las importantes industrias que han crecido como setas en el cinturón de la ciudad. Sí, puede que lo aguarde una famosa empresa farmacéutica con una nave futurista, especialmente diseñada por algún arqui­ tecto famoso y de vanguardia. Pablo escucha a Enya, resopla de gusto porque su coche va como la seda y quizá, no lo sé, piensa fiígazmente en Paula o en Marta o en Eva. Algunas de esas chicas rubias, economistas, ele­ gantes, guapas. La pasada noche, por culpa de la ola de frío tan inusual, cayó una leve helada.

'200' La carretera patina ligeramente pero Pablo está tan feliz con su coche flamante, con su trabajo bien pagado, con su cuerpo per­ fecto de gimnasio. Y además está esa última chica... Va y se deja llevar por la voz de Enya. La voz que le propone un viaje largo. Es en un momento de descuido cuando empieza ese famoso desplazamiento. No ha probado una gota de alcohol porque lo suyo son los alimentos sanos, las bebidas sin, las dietas bajas en calorías. Pablo patina, gira el volante, hace esfuerzos por mantener el control del automó-^il pero todo es inútil. La rutilante carrocería parece haberse rebelado. Da varias vueltas como si valseara, cpmo si imitara algún extraño juego de niños. Pablo nos dice adiós. Las estadísticas nunca hablan de los fugaces pensamientos finales.

'201' El domador de pulgas

Fariñas sintió un leve cosquilleo en el bigote. A lo mejor, era el sudor que le bajaba desde la frente surcada hasta aquel labio superior, ancho y abultado, pero atravesado por una fina hilera de pelillos. Hizo un amago de llevarse una mano hasta esa parte de su rostro que siempre fue la más característica, la más sobresaliente en todos sus retratos, pero todo fue en vano. Podemos jurarles que quiso hacer una intentona, pero por una razón que desconocemos, desde el cerebro la orden no llegó a producirse y allí siguió él, bufando un poco, intentando hacer de aquella siesta del 24 de diciembre un descanso plácido. En la calle zumbaba una excavadora, seguramente arreglan­ do el pavimento para dejarlo a punto para el 5 de enero. En las orejas tenía también la molesta matraquiUa de los villancicos que se escuchaban de forma insistente en los grandes almacenes, en la consulta del dentista, en las oficinas municipales, en el hilo musical del ascensor del edificio Woerman. Sonaban panderetas y taladradoras por todas partes y el gi­ gante, porque Fariñas media por los menos dos metros de altura, sentía que todas esas cosas le estaban machacoteando.

•203' Podemos asegurar que Fariñas no se daba cuenta del todo porque estaba en esa torpe duermevela de la tarde y tales pejigueras le parecían lejanas como incomodidades que le estuvieran ocu­ rriendo a otro. En el edificio Woerman se habían esfiimado todas sus ilu­ siones. No hacía ni tres horas. , Le habían dicho que no. Había sido el mismísimo Péñate, empresario de Espectácu­ los con más de 30 años de experiencia en Canarias. Empresario, con fotografías amarillas por las paredes que certificaban que sus variedades cruzaron el Atlántico y tuvieron su día de gloria en Broadway, en Montevideo, Buenos Aires, Lima, La Habana, Asun­ ción, Caracas. El propio Péñate, que presumía de haber conquistado el Paralelo barcelonés y el Pigalle más parisino de todos los Pigalles del mundo... Las malas lenguas decían que algún otro negocio de resulta­ dos más rápidos era el que lo había depositado limpiamente en el piso número doce de aquel caro edificio, con ventanas acíistaladas desde las que podía uno dormirse mirando la playa. -Por tu madre, por los viejos tiempos, dame trabajo —había pedido Fariñas. -Chico, ¿a quién puede interesarle en estos tiempos un do­ mador de pulgas? —Lo bueno siempre tiene un público —porfiaba Fariñas, aquel grandón que caminaba de una forma extraña como si no pudiera controlar del todo sus inacabables piernas. —Ven la semana que viene, a lo mejor te consigo algún bolo por pequeños pueblos. Pero no sé, no sé, está la cosa muy, pero que muy jodida. ¿Por qué no te actualizas y cambias tu número?

'204' Lo había intentado. Claro que lo había intentado, sobre todo aquella lejana vez en que perdió todas sus pertenencias. Fue en el incendio de la caravana que compartía con Kelly, con la contor­ sionista. Se quedó sin pul^s y sin la contorsionista por que el fuego fue intencionado y, por tanto, una manera un poco rencorosa de decirle que él. Fariñas, no tenía ni idea de cómo tratar a las mujeres. Entonces lo pasó mal, tuvo una temporada de limpiador de jaulas y finalmente pudo heredar la colección de Dupont. Monsieur era un anciano de ochenta años que sostenía que el secreto de un buen domador ha sido siempre enamorar a sus fieras. Cuando Dupont, harto de tan perra vida y de tanto circo de mala muerte, dijo adiós a este mundo se consumó el acuerdo. Fariñas pagó el último viaje de Monsieur y, a cambio, como había quedado estipulado ante testigos, se quedó con aquellas pulguitas rojas saltarinas, que parecían cansadas de tanto amor porque costaba Dios y ayuda hacer carrera de ellas. Lo importante en un buen domador, se decía Fariñas, es la ilusión que es capaz de crear, porque vamos a ver ¿quién hay con tan buena vista que pueda certificar que los minúsculos insectos están haciendo lo que se les ordena? ¿Y quien hay tan bobo que, además, eso se le parezca trascendente o necesario? Lo que importa es el simulacro, el juego, el momento en que lo imposible parece probable. Dupont había bautizado a todas aquellas con nombres fantasiosos y Fariñas había continuado con la tradición.

Aquel mediodía de diciembre. Fariñas todavía no había to­ cado fondo. No tardó en despertarse con la papada sudorosa y la boca amarga. El periódico estaba deshecho a su lado como si se hubiera

'205' peleado con él. Desencuadernado y todo, aún podía leerse aquel titular que hablaba de la ola de calor que estaba haciendo que aque­ llas navidades fueran las más calurosas de cuantas se recordaban. Tenía la leve impresión de que siempre decían una cosa pa­ recida, y cuando notó que tenía la espalda empapada, por culpa de falso cuero, añoró un paisaje navideño de los que nunca se habían visto por aquí. Abetos con nieves y escarchas, patinadores por encima del Rockefeller Center... Fariñas seguiría toda su vida soñando que volvía a ser joven y conquistaba, finalmente, Nueva York. ¿Qué es un golpe de calor? —leyó en una columna del diario de la jornada anterior. La pregunta se le quedó atragantada como una espina en mitad del gaznate cuando miró el pequeño cubo transparente por el que siempre correteaban las pulgas de su sustento. Ya no hay lugar para los domadores de pulgas, le había di­ cho Péñate y eso era muy cierto, si además tus cinco dípteros dó­ ciles yacen boca arriba, con la trompa engurruñada y las patitas encogidas como de no haber podido soportar más tremendo susto. Tremendo ñie también el susto de Fariñas que vio como se esfiímaban sus últimas oportunidades de salir adelante. —Que esto me tenga que pasar la víspera de Navidad -se dolió el hombre tristemente. Iba a ser la primera Nochebuena que pasara solo después de Kelly, la contorsionista y de Omaira, la dulce. En aquel momento, toda la vida le pasó por delante de los ojos, como dicen que les ocurre a los que están a punto de dejar este mundo. Y cosa ram, en aquella lar^ sucesión de noches de pista y de pensión no había más que cansancio y deber. Como si aquella, la suya, en vez de ser la memoria de un hijo del circo, fiíera la

'206' monótona revista de un montón de noches grises de, por ejemplo, el vigilante de una obra en construcción. Claro nunca he sido un artista, reconoció y decidió hacer de tripas corazón y buscarse un empleo. Cualquiera valdría. Hasta el de vigilante de una obra en construcción de las muchas que se habían iniciado cerca del edificio Wbermati. Péñate podría ayudarle. Péñate estaba bien relacionado y podría ayudarle. Recordaba los anuncios de la cabalgata de reyes en los esca­ parates de muchas tiendas de la Naval y se dijo que podría hacer perfectamente de rey Melchor. Una ocupación que no le disgusta­ ba porque tampoco se trataba, la verdad, de tirarse de cabeza al mundo de lo prosaico. —Fariñas no se puede pasar, así tan de golpe, de ser un ilu­ sionista a ser un peón cualquiera. Los nuevos proyectos le despejaron como si una brisa de aire firesco hubiese interrumpido de repente aquel calor decembrino. Estaban calzándose sus zapatones (unas especies de barcarolas que contribuían a su andar bamboleante) cuando lla­ maron a la puerta. Se extrañó porque no solía recibir visitas. Fue hacia la entra­ da con los faldones de la camisa por fuera, aplastándose unas gue­ dejas solitarias que, a duras penas, le cubrían el cráneo. De refilón se miró en el espejo y sintió compasión de sí mismo. Y eso que el espejo de puro viejo y sucio, suavizaba bastante su aspecto de gigante acabado. Ay Fariñas, menuda sorpresa. Allí estaba Lili, la chica menudí­ sima que hacía aquel viejo número de trapecio. Tan pequeña que en vez de Lili la llamaban Liliput. La tuvo que coger al vuelo y cargarla con el esfiíerzo con que se carga una pluma porque Lili era como una de sus pulguitas, moribunda e hinchada.

'207' —No es calor, idiota —dijo ella—. Es un embarazo de nueve meses. —Todavía le quedan dos semanas —le explicaron, más tarde en el hospital. Conviene, le dijeron, que esté bajo vigilancia. —O sea que será niño y nacerá el seis de enero —pensó Fariñas complacido. ' Tendría que convencer a Lili para que se quedara. Nunca se habían llevado bien, era muy cierto, pero ahora tenía en los ojos una hartura de tumbos que antes no enturbiaban su mirada. Parecía remota la época en la que salía a la arena, refulgen­ te, con una malla dorada. La chica más diminuta del mundo, la pulga humana, había llegado. Estaba allí para salvarlo. Era Navidad y se le antojaban lejanos los días en los que el jefe de pista gritaba aquello de «la sensación, lo nunca visto, la verdadera tentación del Paraíso». Hizo una mueca y se dijo que la derrota y la soledad de tres siempre es siempre mucho menos ruidosa.

'208' El camino secreto

Hipócrates, según algunos autores, vivió liasta los 109 años. Una edad razonable para comenzar a pensar en cambiar de vida. Nada de tabaco, nada de alcohol, nada de mujeres. Eso se dijo Matías, mucho antes de llegar a la insólita longe­ vidad de Hipócrates; más o menos a los 55 porque tenía la boba esperanza de vivir casi tanto como el famoso médico griego. Sobre la tumba del galeno de la isla de Cos, durante mucho tiempo dicen que hubo un enjambre de abejas. Era creencia general que la miel de estas dulces obreras te­ nía grandes virtudes terapéuticas. Matías ha leído que las nodrizas solían curar a las criaturas que amamantaban, con la miel de sus labios. Le daban pequeños besos para sanar las aftas que en torno a la boca le salían. Las pupas sanaban y los bebés crecían sanos y aptos para marchar a la guerra. Lo que Matías no tiene claro es si el efecto benéfico proce­ día del panal de la tumba hipocrática o, por el contrario, de las dulzuras de las amas de cría. Esta especie de ayas estaba acostumbrada a tener a toda clase de bribonzuelos en sus brazos, así que conocían al dedillo las ventajas de un trato afectuoso.

•209' Se ha dicho nuestro hombre que es hora de encontrar un dig­ no sucesor, alguien a quien poder dejar nombre, honor y fortuna. Y, aunque en un tiempo se sintió atraído por las robustas mujeres de campo, ha determinado ya que buscará en otras direc­ ciones. Para tener descendencia lo ha intentado todo. Pero la natu­ raleza, que dicen sabia, es mayormente díscola y se ha empeñado en una negativa que ha dado al pobre hombre no pocas horas de desconsuelo. Ahora ha decidido que buscará otros métodos. De la adopción ni les hablo porque Matías ha estado en vein­ ticinco mil listas de espera y cada vez que en la tele ve un reporta­ je de orfanatos chinos, argentinos o tailandeses en los que maltra­ tan' a los internos, él se pone en contacto con las respectivas em­ bajadas proponiéndose como voluntario para sacar a los inocentes de aquel infierno.

Hay que decir de nuestro sujeto que es un hombre cabal. Que el mismo tuvo la mala suerte de no tener progenitores y vivir sus primeros años en una grisácea casa cuna. De ahí, tal vez, le viene su ardiente deseo de formar una familia. Como es parco de palabras, con las mujeres nunca le ha ido bien. Como que una vez dichas las frases de rigor, al pobre no se le ocurre nada más. Tampoco tiene demasiada imaginación para hacer regalos. Mas allá de un ramo de flores y una caja de bombones con forma de corazón, no se le pasa por las mientes ninguna otra cosa. Y así, la verdad, no hay forma de seducir a nadie. Alguna aventura ha tenido pero siempre con chicas un poco ligeras que no le parecieron adecuadas para madres.

•210' Los matrimonios de conveniencia —alguno conoce— le han parecido siempre una cosa muy triste. Van pasando los años y Matías ve que no llega pero tampo­ co se aleja su ilusión de ser padre. Papá, papá, papaíto, oye a veces en sus sueños. Pero después despierta en la misma habitación embarullada en la que vive solo. Él se conformaría con un único hijo. Otro Matías, como él, al que le contaría cuanto sabe, tantas cosas como ha visto. Le daría el amor que tanto le sobra porque no ha tenido nunca a quien entregárselo, y le alertaría de ciertos peligros en los que él mismo se ha visto tonta e inútilmente. Le diría: hijo no ha^s esto ni aquello ni lo de más allá. Y le explicaría que no hay que creerse todo lo que cuentan en los telediarios ni lo que aparece escrito en los periódicos. La vida, le contaría, es mucho más simple. Una vez por el parque estuvo pensando en la posibilidad de robar alguno de aquellos crios limpios y alegres que corrían detrás de sus balones de reglamento. Pero cuando se tiene tan acusado el instinto maternal, por­ que Matías sabe que ése en el fondo es su caso, no se puede privar a otra madre de su tesoro. Además, algunas de las mujeres que parloteaban en grupo empezaron a mirarlo como si fuese uno de esos desalmados que encuentran placer en hacer daño a las criaturas. Él no. El nunca ha sido de esos. Él sólo quiere tener un hijo. Un hijo para amar, para educar. Para convertir en otro Matías de bien y seguir viviendo en alguien cuando ya se haya ido. A los 109 años como Hipócrates, natural­ mente. Del médico de la isla de Cos ha aprendido que las ciudades más saludables son aquellas que están orientadas hacia el este.

'211« Se ha venido hasta aquí y lo está comprobando día a día. Las envidiables jovencitas con las que se cruza, j a las que afortunadamente ya no desea, poseen un aspecto muy sano. Tienen buen color y una piel de tonalidad canela, en conso­ nancia con una muy vo2 clara, llena de armonía. De entre todas las cosas que Matías todavía no ha probado hay sólo una. Matías es desde hace muy poco un buen amigo de las novelas. No está aún en disposición de decir aquello que exclamaba, doliente, Mallarmé «La carne —afirmaba el poeta— es triste, ay, y yo he leído todos los libros». Nuestro hombre no ha leído todos los libros ni mucho me­ nos, pero como que parece que va camino de ello. El camino que ha tomado hoy es secreto y lo lleva a un cementerio viejo. Allí, junto al silencio de las tumbas y el limo de las últimas lluvias, quiere constatar algo. Quiere comprobar —como cuenta un extraño rabino checo— si es posible crear una criatura con un poco de barro. Un golem animoso de cinco años.

'212' El niño que no sabía respirar

Había visto en la televisión un documental. Uno de esos reportajes de Discovery Channel a los que su padre fingía prestar atención. Hay que ver cosas que sean instructivas, decía todos los días, a la hora de la siesta. El ritual era siempre el mismo. Se levan­ taban de la mesa y el padre murmuraba con desgana aquello de «ya recogeremos los platos un poco más tarde». Después se sentaba en su sülón favorito que ya estaba des­ gastado y era individual. No tenía la apostura y reciedumbre de los llamados sillones de oreja. Era apenas un silloncito de una plaza aunque con cierta prosopopeya Sonia lo denominase siempre «el sofá de tu padre». Claro que eso era antes. Antes de que Sonia los abandonara. El niño era huérfano desde los catorce meses y su padre, viudo desde siempre. Porque nunca flie un marido atento ni solíci­ to, ni preocupado por nadie. Sus tías, las hermanas de su madre, lo miraban con rencor cuando por su cumpleaños venían a visitarlo. Lo hacemos por el crío, repetía siempre su abuela. Y eso que su madre había muerto por un mal de corazón que arrastraba desde los catorce años. Ni que la hubiera matado yo, refunfuñaba el padre. Y el niño pensaba en aquel rostro minúsculo de las fotos de boda. Aquella

'213' madre tan poquita cosa, tan pálida, «que menos mal que nos tenía a nosotras, porque la pobrecita ni tenía marido, ni tenía nada», recalcaba con rabia su tía Adela. «El aurista», llamaban a su padre sus tías porque decían que iba por la vida como si nada ni nadie le importase. «Es que no se preocupa ni siquiera de él, mira qué facha lleva siempre». ¿Aurista? ¡Egoísta!, zanjaba la abuela. * Sonia, en cambio, era una muchacha espléndida, de ojos verdes, dulce y paciente, de esqueleto majestuoso. El niño se ha­ bía enamorado de ella. Se había quedado fascinado nada más ver­ la, así que habría querido..., habría dado cualquier cosa porque la chica nunca los dejase. Pero su padre tenía vocación de viudo. O más bien de solte­ ro; Eso le decía Sonia cuando le pasaba el peine mojado por el pelo antes de tomarle de la mano y llevarle al colegio. Cuando iban juntos por la acera al niño le gustaba ir despa­ cio. Que sus compañeros de aula le adelantasen y volviesen, como si fueran cazadores furrivos, la mirada con muchísima precaución. Va a ser mi madre, decía, luego, con orgullo cuando le pre­ guntaban si aquella chica tan guapa era su hermana. El hermano de Andy, aquel al que la voz le había cambiado el verano pasado, le dijo algo muy cruel, algo sucio y vulgar que el niño no llegó a entender del todo. Pero a él no le importaba lo que pasara a su alrededor o lo que dijeran todos, mientras Sonia estu­ viera a su alcance. Sonia le dijo un día que iba a enseñarle a respirar. El se as­ fixiaba cuando corría y cuando subía una cuesta o cuando quería contarle algo y todas las palabras se le juntaban y atropellaban en la garganta. El niño tenía asma pero Sonia decía siempre que lo importante era saber respirar. Yo voy a clases de yoga y allí me han enseñado. Ya verás, haremos ejercicios juntos.

'214' Antes podemos merendar ¿no?, preguntó, aquella vez por­ que sentía un guitarreo en el estómago y unas ganas locas de zam­ parse un bocadiEo con pasta de nueces y avellanas. Sí, claro, antes merendaremos. No pudieron respirar jxontos, porque el padre les esperaba con el ceño fruncido. Tengo que hablar contigo dijo y le dio un empellón al niño y zarandeó a Sonia. Se fueron a la alcoba. El niño encendió la televisión y estu­ vo viendo unos estúpidos dibujos animados. En realidad, un bos­ que de animales que gesticulaban y parloteaban delante de sus narices sin que apenas pudiera escucharlos. Lo que le llegaba no era lo que le gritaba la Liebre a una Lechuza sino el lejano llanto de Sonia y el tono airado de su padre. Pero si no significa nada para mí, sollozaba ella. ¿Ese es tu sentido de la lealtad?, vociferaba el padre. Una noche... Aquella fiesta y yo me sentía tan mal y tú nun­ ca me escuchas, nunca reparas en mí; en si necesito esto o lo otro. Ni siquiera te preocupas de tu hijo. Deja a mi hijo en paz. Yo te quiero y eso no tiene por qué cambiar las cosas. Las cosas ya han cambiado. Tampoco tú eres un santo. ¿O te crees que no lo sé? Pero tenías que hacerlo con mi mejor amigo ¿no? La señori­ ta es tan hermosa, tan guapa... Cállate... A mí, una mujer no me la pega, y menos una puta como tú. Que te den... La lechuza le estaba diciendo a La Liebre que estaba dis­ puesta a hacer una competición aquella noche. Veremos quien gana, decía. Tienes ojos de inteligencia y fiaiste la mascota de una diosa

'215' pero eres una estúpida si piensas que, en velocidad, puedes ganar­ le a una Liebre. El niño pensó que la Liebre era también una estúpi­ da, igual que su padre y que Sonía que, de repente, pasaba por su lado con los ojos ciegos. Con aquellos Harneantes ojos verdes como estanques inundados. Sabía que ya nunca aprendería a respirar y por eso inclinó la cabeza, como quien está dispuesto a dejarse morir. Era un niño pero de repente se hizo viejo. Como uno de esos sabios antiguos dispuestos a que se cumpla lo que ya está escrito. Lo que siempre ha estado fijado, fatalmente, en las estrellas. Ahora ya no quiero aprender a respirar, decía y sentía que estaba engañando a los médicos cuando las ambulancias ponían: sus sirenas y los enfermeros le tomaban la mano y bromeaban con él, que estaba tan mal, en mitad de una aguda crisis de asma. No fijme a su lado, por favor —pedía el médico. Por las tardes, cuando se sentaban a ver los documentales de Discovery Channel, su padre encendía un Camel sin darse cuenta. Era un acto reflejo que enseguida remediaba. Lo siento, de­ cía. Y el niño hallaba una suerte de placer en castigarle. Porque sabía que lo estaba castigando; que todo era bastante más sencillo. Bastaba con que él aprendiera algo tan fácil. Algo tan elemental como respirar. Igual que todo el mundo.

'216' El estilo de las rubias

Lo nuestro fue una historia de amor. Un delirio a primera vista. Un no poder vivir el uno sin el otro. Ha pasado el tiempo y ha perdido apostura pero cuando se instaló en casa era bien parecido. Era como todos los ordenado­ res, un poco cabeza cuadrada, excesivamente rigorista- Para él, dos y dos jamás serán cinco y tal vez por eso nos compenetramos tanto. Desde que ocupó un rincón de mi cuarto de estar, me recla­ ma todos los días. Y en verdad disfruto con él, pero llevo una vida atareada que, a veces, no me permite acudir a sus citas. Cuando finalmente nos reencontramos, me saluda con un parpadeo furioso y eso que se supone que él es todo filamento; que posee un cerebro bien estructurado y práctico. Lo suyo se llama inteligencia artificial, frente a lo mío que es un talento natural para la discusión. Por ejemplo, de repente, él me dice. ¿Por qué no escribes un artículo sobre el azúcar? ¡Estás loco!, le digo yo. Pues vaya, un asunto tan insulso. —Pues será cualquier cosa pero insulso, no. Sólo a ti se te ocurre calificar así, algo tan dulce. Sabrás que el 510 antes de Cris-

'217' to, el azúcar llegó a Persia y el rey Darío se quedó fascinado con ella. «Esa caña que da miel sin necesidad de abejas», así la definía. —Sigue pareciéndome una tontería. Pero, para comenzar un relato, sí que me gusta. Algo así como: A veces se necesita un año para conocer a un hombre y otro año para huir de él. Ella tenía el corazón de azúcar, era blanda, indecisa, y no supo nunca quién era aquel tipo ni tomó las precauciones precisas para escapar a su in­ flujo... —Vaya, la historieta de siempre. Amiga mía, no te obceques. Por el contrario, es mucho más apasionante saber que las primeras referencias al producto del que hablamos datan de hace 5.000 años y cabe encontrarlas en la India, de donde pasaron a China y des­ pués al cercano Oriente. —La chica del corazón dulce tenía unas manos blancas y nunca pensó que se las mancharía de sangre, que estaría frente al cuerpo inerte de alguien que ni siquiera conocía. Pero cuando lo vio la primera vez supo que por él haría cualquier cosa.... —¿Con qué crímenes, eh? Pero sí para eso ya están Ruth Rendell, P.D. James o Anne Perry. No seas bobalicona... En cam­ bio le podrías sacar más partido a este simple dato: Alejandro Magno, a través de sus viajes y campañas de conquista por Asia, trajo el azúcar a la Europa Oriental, a Macedonia, en concreto, en el siglo IV antes de Cristo. —¿Cuarto? Sí, todo ocurrió en el cuarto de la víctima. Era una mujer de mediana edad, algunos signos de envejecimiento aso­ maban ya a su cara. El día antes cualquiera habría visto en ella el atractivo de la mujer madura que sabiamente ha aprendido a ocul­ tar, tras el maquillaje, los rastros del tiempo. La muerte, aquella muerte violenta e inesperada... —Que yo sepa, la mayoría de las defunciones son inespera­ das...

'218' —La mujef del cuarto (la que fue asesinada por el hombre y la chica dulce) parecía ahora mucho más vieja. Hasta podía anto­ jarse menos monstruoso haber acabado con ella; total era pura ruina. Eso fue lo que pensó la del corazón edulcorado. -Muy edificante... El colmo. Tanto perorar sobre el insensa­ to culto a la juventud y ahora resulta que te parece bien que maten a una señora porque empezaba a estar ajada. Eso no ocurría ni en la España islámica, en donde por cierto, ios árabes utilizan el azú­ car para perfumar sus platos. Del sur, el azúcar viaja hacia el resto de la Península. -No la mataron por no haber soportado bien el paso de los años. No, claro que no... El hombre indujo a la chica a tomar un cuchillo de cocina y a caminar sigilosa a la espalda de Madame X. Mientras él le hablaba, le reclamaba algo, le gritaba que le devol­ viera lo que era suyo y la otra levantaba la barbilla y le desafiaba, la pobre chica dulce le hincaba la hoja mortal. La risa de la rubia se convirtió en estertor. —Pero bueno, ¿en los relatos de crímenes no hay morenas? Siempre, el estilo de las rubias- Ademas no crees que hubiera sido más efectivo que le hu­ bieran echado alguna pócima en el café. Antes de que el azúcar entrara en la dieta alimenticia, lo utilizaban los boticarios para recetas y hasta para filtros que curaran el mal de amores. Por cier­ to, seguro que la rubia ajada es la ex-esposa del hombre y resulta que no le quiere dar el divorcio. Me apuesto un disquete y medio. -Pues has perdido la apuesta. Porque para empezar todavía no sé quién demonios es Madame X, ni cómo va acabar este em­ brollo. -Mientras tú piensas, yo te explico algo que te podrá servir algún día: la caña de azúcar se va a cultivar mucho en estas islas y por eso proliferarán los ingenios azucareros. De aquí se se expor­ tará a Puerto Rico, Santo Domingo y Jamaica.

•219' —Ya lo tengo: el inductor y la víctima se conocieron en Ja­ maica. El hizo fortuna de una manera dudosa y ahora quiere lim­ piar su pasado. Pero es más fácil blanquear el dinero negro que escribir de nuevo una historia personal. El hombre se ha inventa­ do una biografía bonita, de aventurero generoso, de humilde mari­ no al que un golpe de suerte, una herencia imprevista, lo ha con­ vertido en un caballero adinerado. —Sí, sí como en Tiempos difíciles... —No, como en El hombre de Jamaica, que ese va a ser el título del relato. —No me moriría yo por leerlo, en todo caso si transcurriera en el siglo diecisiete... los contextos históricos dan mucho juego. Pero en el siglo diecisiete no iban las damas por ahí matando a sus rivales. En ese siglo lo que ocurrió fue que el azúcar se extendió, por fin, por toda Europa. —Naturalmente, la chica del corazón de azúcar será la segun­ da víctima del guapo de las Antillas. No, no va a haber más derrama­ miento de sangre. Lo que va a ocurrir es que, por boba, va a pagar el pato. En la casa no habrá ni una sola huella del hombre... —Llevaba guantes de cabritilla... No está visto eso, ni nada. —Pues sí, llevaba guantes y, además, no van a encontrar motivos porque resulta que la rubia no es una ex amante sino su hermana. -Vaya, parricidio como en Sófocles... —La chica buena y tonta, en cambio, en todas sus declara­ ciones, va dejar claro que cree que la muerta es la antigua amante de su prometido. —¿Un chico de clase baja con oscuro pasado? Un estudio reciente revela que el consumo de azúcar tiene que ver con el estatus socioeconómico; se consume más en las clases deprimidas...

'220' —Sí, la buena chica se ha quedado deprimida. Por eso, cuan­ do la detienen, sus declaraciones son confusas, contradictorias. Además, la pobre, no sabe de la misa, la media. —El azúcar es un buen estimulante; dicen que propicia una adecuada actividad cerebral. —La chica no sabe que la rubia y el hombre han sido amantes. —Ah, un incesto como en las novelas de John Irving o en Los niños terribles de Jean Cocteau. —Pero ahora el hombre quiere ser respetable. Su hermana envejece y le repugna la idea de... —Seguir conociéndola, en el sentido bíblico... —No, de compartir con ella la herencia de un tío lejano que se enriqueció con la especulación turística de los sesenta. —Pero lo del tío no era un cuento... -Sí. No. No lo sé. En cualquier caso, al hombre le gusta auto engañarse... —Y a la dama boba ¿qué le va a pasar? —Que se va a espabilar en la cárcel y va a escribir un libro titulado: El amor. Instrucciones de uso. Y va a ser un best seller. —Qué tonta. Nada de eso habría ocurrido si hubieran sido sensatos, si hubieran charlado y arreglado sus cosillas tomando un café. Un café aromático, con dos o tres terrones. -Bien, en consideración a ti, la chica bondadosa, en la cár­ cel, se volverá adicta al azúcar... -Lo único sensato. Lo podía haber hecho desde el principio... -Para aprender se necesita tiempo... —Deja que me imagine el resto: la chica del marrón saldrá de la cárcel perfectamente instruida. Lista para entrar en el mundo del submundo. Y por si fuera poco, se oxigenará el cabello. No hay una sin dos. Después de una rubia poco honesta siempre llega otra que la deja en pañales.

•221' —La ex-convicta, naturalmente, hará indagaciones, buscará de nuevo al hombre. Necesita vengarse pero también siente una irrefrenable atracción por lo canalla, por aquel individuo que la llevó a tocar fondo. —Es el estilo de las rubias. ¿No debería llamarse así esta historia?

'222' OTROS TÍTULOS

Violeta y otras cosas primeras - José Manuel Hernández Het _ - Santiago Bergantinhos Escaleras liorizontaies - Quintín Alonso Méndez Breves atajos - Agustín Día: Paclieco En el imbondeiro - Eduardo Marrero Cruz Eclipse - Johannio Manilanda Londres - Juanjo Barral La reina de America - Jorge Majfud Vida del Gates - T.S. Noria Nacaria - Sahas Martín ti velero Libertad - Luis León Barreta El perfil de las esquinas - David Galloway La búsqueda - Miguel Al/aro Fernández Ellas y... - Magia P. Leonardo El color del viento - Quintín Alonso Méndez Historia sin cariño de Remedios Quiero Besarte - Nicolás Melíni Sociedad Sapiens .á«t¡*«»€,^P*?*:iZ^^ Una joven secretaria que asiste de lejos a las encarnizadas luchas por el poder en una poderosa empresa; un dragón, en peligro de extinción, enamorado del hombre destinado a darle muerte; jugarretas del destino; mujeres eficientes, locas de atar, hombres solitarios, mendigos, chulos y antihéroes. Esta es la galería de personajes que desfilan por los cuentos de Dolores Campos-Herrero. En Veranos mortales, la autora se empeña en mirar debajo de la alfombra, en descubrir lo que hay detrás de la realidad de apariencia más plácida. Son asaltos a la lógica que no desdeñan el juego sobrena­ tural ni las sorpresas de última hora. Relatos llenos de humor y de ternura. Historias que se empeñan en quitarle la razón a más de una voz autorizada. En las páginas de este libro, abril no es el mes más cruel. Por el contrario, el verano la temporada más peligrosa. Veranos mortales que pueden prolongarse, por qué no, hasta el 31 de diciembre.