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El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta Entre el mito político y la modernidad fílmica

ISAAC LEÓN FRÍAS

El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta

Entre el mito político y la modernidad fílmica

ISAAC LEÓN FRÍAS Colección Investigaciones El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Entre el mito político y la modernidad fílmica. Primera edición digital, marzo 2016

© Universidad de Lima Fondo Editorial Av. Manuel Olguín 125, Urb. Los Granados, Lima 33 Apartado postal 852, Lima 100, Perú Teléfono: 437-6767, anexo 30131. Fax: 435-3396 [email protected] www.ulima.edu.pe

Diseño, edición y carátula: Fondo Editorial de la Universidad de Lima Ilustración de carátula: Imagen de la película Dios y el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha Cortesía: Tempo Glauber Rua Sorocaba 190, Botafogo, Río de Janeiro

Versión ebook 2016 Digitalizado y distribuido por Saxo.com Peru S.A.C. www.saxo.com/es yopublico.saxo.com Teléfono: 51-1-221-9998 Dirección: calle Dos de Mayo 534, Of. 304, Miraflores Lima - Perú

Se prohíbe la reproducción total o parcial de este libro sin permiso expreso del Fondo Editorial.

ISBN versión electrónica: 978-9972-45-326-7 A Desiderio Blanco, muy querido amigo y maestro.

Y a la memoria de Raúl Ruiz, cuya visita de varias semanas a Lima, junto con Valeria Sarmiento a comienzos de 1970, fue una fiesta interminable.

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Índice

Propósito y agradecimientos 13 Introducción 17 1. Las imprecisiones de una noción 17 2. La bibliografía en cuestión 22 3. Las insuficiencias del material fílmico 27 4. La historia oficial 30 Primera parte: Los marcos y los activos de los nuevos cines 35 Capítulo I: Contextos 37 1. El surgimiento de un nuevo cine 37 2. Las industrias del pasado 42 3. Auge y decadencia de la industria 47 4. Antecedentes de los nuevos cines en América Latina 51 5. Una nueva generación de cineastas 55 6. Los nuevos cines en el mundo 57 7. Los desplazamientos en el espacio audiovisual 60 8. El contexto sociopolítico 64 9. El año 1968 70 10. Del boom narrativo a la fraternidad continental 74 Capítulo II: Cartografías 83 1. Aparición de los nuevos cines 83 2. Los países con industria fílmica 85 2.1 Las rupturas en 85 2.2 El nuevo cine mexicano en el interior de la industria 97 2.3 Brasil en ritmo de cinema novo 104 3. Los países con escasa o incipiente actividad fílmica 116 3.1 El cine cubano de la revolución 116 3.2 La encrucijada chilena 121 3.3 Colombia y la vocación documental 127 3.4 Bolivia y Sanjinés 130

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3.5 Perú, fuera de la órbita del nuevo cine 135 3.6 Uruguay y el cine de cuatro minutos 138 3.7 Venezuela: de Araya a Chalbaud 140 3.8 Un paisaje fragmentado 144 Segunda parte: Posiciones y raíces de los nuevos cines 149 Capítulo III: Teorías 151 1. Alcances 151 2. Argentina: hacia un tercer cine 155 3. Bolivia: por un cine para el pueblo 165 4. Brasil: la estética del hambre y de la violencia 169 5. Cuba: la tesis del cine imperfecto 174 6. Colombia y Uruguay: el cine de urgencia 181 7. Otros cines, otros manifiestos 184 8. Los limitados márgenes de las teorías 188 9. La cuestión del autor y de la industria 189 10. La creación grupal y colectiva 192 11. En nombre del pueblo 194 12. Nacionalismo, cultura, Tercer Mundo y revolución liberadora 197 13. Los equívocos de una teoría política del cine 198 14. El inicio de la nueva historia 202 Capítulo IV: Filiaciones 205 1. La diversidad de las fuentes 205 2. El neorrealismo 207 3. Fuentes documentales 215 4. Eisenstein y la vanguardia soviética de los años veinte 221 5. Plataformas intertextuales 227 5.1 El indigenismo 229 5.2 El modernismo brasileño 231 5.3 Realismos literarios 233 5.4 Las huellas de Brecht 239 Tercera parte: La modernidad fílmica y los nuevos cines latinoamericanos 245 Capítulo V: Modernidades 247 1. La cuestión de la modernidad 247 2. Las cuatro edades del cine 250 3. El clasicismo y la modernidad en el arte 253 4. El modelo clásico en el cine 257 5. El cine moderno 261 ÍNDICE 11

6. Las plataformas de la modernidad 264 7. Modernidad deliberada y nuevos cines latinoamericanos 268 8. Continuidad y crisis del modelo clásico en México y Argentina 271 9. El influjo de las nuevas olas y del cine de autor contemporáneo en América Latina 274 10. Una modernidad mestiza 277 Capítulo VI: Documentales 281 1. Propuestas tipológicas 281 2. La mirada y la voz 285 3. Las marcas del directo 290 4. El enfoque etnobiográfico 295 5. El documental de denuncia 299 6. El collage político 303 7. El punto cubano 312 8. El metadocumental 318 9. Balance y liquidación de un ciclo 322 Capítulo VII: Ficciones (in) 327 1. Los relatos canónicos del nuevo cine 327 2. La trilogía del sertón 329 3. De la antiépica urbano-pueblerina a la épica militante 338 4. Soy Cuba 346 5. La insurgencia andina 357 6. México: de Reed a Canoa 361 7. La hora de Chile 367 8. Brasil: segundo y tercer tiempo 375 Capítulo VIII: Ficciones (ex) 385 1. Los márgenes del centro 385 2. Conatos de modernidad en la industria mexicana 386 3. Retratos urbanos 392 4. Intimidades 400 5. La trilogía en blanco y negro 407 6. Rupturas estéticas en México y Brasil 413 7. Rupturas estéticas en Argentina 419 8. Los pliegues de la memoria 425 Final: Paisaje después de la batalla 431 Bibliografía 439

Propósito y agradecimientos

Este es un trabajo que me daba vueltas desde hace al menos veinticinco años. Tuve la oportunidad de asistir, muy joven y como crítico de la revista Hablemos de Cine, a los célebres festivales de Viña del Mar en 1967 y 1969, en los que se impuso la noción de un “nuevo cine latinoamericano”, y traté de ver en esos años el mayor número posible de películas que correspon- dían a esa corriente, de escribir sobre ellas y de entrevistar a sus realizado- res. En Hablemos de Cine hicimos, de 1967 a 1973, una amplia cobertura de ese nuevo cine, aun cuando las películas que lo representaban casi no se veían en Lima. Más adelante, en 1979, compilé, para las ediciones de cine de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una selección de entrevistas con realizadores sudamericanos titulada Los años de la con- moción, publicada previamente en Hablemos de Cine. Después he tratado el tema en artículos, charlas en el país, y en diversas universidades y foros extranjeros, clases regulares (por ejemplo, en el curso de Cine Peruano y Latinoamericano) y mesas redondas, pero me hacía falta un trabajo de mayor amplitud, como el que me ha permitido el Instituto de Investigación Científica de la Universidad de Lima. Hasta ahora la tónica de mis textos ha sido periodística o ensayística, con muy escasas citas en trabajos de cierta amplitud. Los requerimientos de una investigación académica y las características de la temática tratada me han exigido abundar en citas que, en varios casos, expresan ideas o impresiones de forma mucho más satisfactoria de la que, seguramente, lo hubiese hecho yo. De cualquier modo, he intentado lograr un equilibrio, en busca siempre de la estricta pertinencia de la referencia o del comentario citado, en una línea de elaboración que es personal, controversial y, por tanto, materia de debate. Es larga la lista de agradecimientos y puedo cometer imperdonables omisiones, pero aquí trataré de recordar a todos. En primer lugar, a los ami-

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gos que han leído los textos originales y me han hecho valiosas sugerencias y observaciones: Ricardo Bedoya, Desiderio Blanco, Emilio Bustamante, Gustavo Castagna y Jorge García. También a Mimi Benavides, quien ha buscado en las bases de datos informáticos de la Biblioteca de la Universi- dad de Lima textos que, de otra forma, no hubiese conocido. Asimismo, a los amigos que, desde diversos países, me han enviado DVD de películas difícilmente localizables. Jorge García, en Argentina; Ignacio Aliaga y Car- men Britto en Chile; Orlando Mora en Colombia; Luciano Castillo en Cuba; Guadalupe Ferrer y Francisco Gaytán, de la Filmoteca de la UNAM; Nelson Carro, de la Cineteca Nacional de México; así como un amigo peruano “exiliado” en México desde 1984, Walter Vera. Desde España, María Luisa Ortega me ha facilitado documentales cubanos, y desde la Universidad de Stanford, Jorge Ruffinelli, quien debe tener la videoteca más completa que existe sobre el cine latinoamericano de todos los tiempos, me ha hecho llegar películas de Brasil, Venezuela, Colombia y otras partes. Miguel Mejía me ha proporcionado en la facultad copias de películas que los propios amigos de fuera no encontraban o no querían mandar, debido a la pobreza de la imagen. Gracias a todos ellos he podido tener una perspectiva mayor de la que hubiese tenido de haberme limitado al escaso material disponible en Lima y de haber confiado en una memoria demasiado cargada de imágenes cinematográficas vistas a lo largo de varios decenios. Es verdad que una parte del material visto deja muchísimo que desear —como lo comento más adelante—, pero al menos permite un mí- nimo de información “directa”. También agradezco a todos los autores que cito, incluso a aquellos con quienes entablo un diálogo discrepante, porque me han estimulado a am- pliar o complementar la línea de una reflexión crítica que, por cierto, está muy lejos de cerrarse. Muchos de los autores citados son conocidos o ami- gos en diverso grado de cercanía. No menciono los nombres porque sería una lista muy extensa, pero me gustaría que todos ellos pudiesen leer el libro y expresar sus opiniones, convergentes o divergentes. Hay quienes ya no están entre nosotros, por ejemplo algunos amigos realizadores. Para ellos llegué tarde con el libro. Uno de esos amigos directores era Glauber Rocha, a quien conocí en Río de Janeiro en marzo de 1967 y que en la madrugada de una larga reunión que compartimos, en la cocina de un departamento sanisidrino, diseñó en marzo de 1973 un proyecto para sacar adelante la producción de cine en el Perú. Otro, Tomás Gutiérrez Alea, Titón, a quien acompañé en la cele- bración de su último cumpleaños en diciembre de 1995 en su casa de La PROPÓSITO Y AGRADECIMIENTOS 15

Habana. Tuve un largo vínculo, desde 1967, con el buen amigo Raúl Ruiz, quien, después de haber dirigido a Catherine Deneuve, John Malkovich, Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Isabelle Huppert y otras figuras de esa talla, siguió siendo, hasta el final de su vida, el mismo amigo campechano de siempre, y con quien se compartían chistes y anécdotas en un café de París, casi como en el café Bosco de Santiago, treinta años antes. Por el lado de los críticos e historiadores del cine que ya partieron, quiero, igualmente, destacar a los buenos amigos Emilio García Riera y Homero Alsina Thevenet, muy influyentes en el espacio de la cultura ci- nematográfica en México y en Argentina-Uruguay, respectivamente, pese a que Homero no se ocupó de manera prioritaria del cine de la región, como sí lo hizo García Riera con el cine mexicano. También a Carlos Monsiváis, notable ensayista y una de las personalidades más agudas y divertidas que he conocido, y con el que hubo tantos y largos intercambios verbales sobre cine y películas, y sobre notables actores de reparto de los años treinta y cuarenta en Hollywood, como Edward Everett Horton o Thomas Mitchell. Aunque suene a “disco rayado”, porque se repite en muchos libros, agra- dezco también la paciencia de Rosita, de la Tere y de la Mati, a quienes les he quitado horas de atención, reconcentrado en la visión de películas, la consulta de libros o la escritura del texto. No sé si a las chicas más adelante les interesará leer lo que escribo en este libro. De ser así, compensaré un poco (o al menos eso me gustaría) el tiempo que no les he dispensado.

Introducción

1. Las imprecisiones de una noción

En los años sesenta el paisaje del cine latinoamericano deja de ser lo que había sido hasta ese entonces, al menos en sus líneas principales, las que provenían de los estudios mexicanos y argentinos. La presencia de películas latinoamericanas había sido constante y, en ciertos momentos, creciente, desde los años treinta, de modo que el público que asistía a las salas (a las de estreno y a las de barrio) estaba habituado a ver, en mayor o menor vo- lumen, cintas producidas en esos dos países. Ese estado de cosas empieza a cambiar en los años sesenta, en los que se reduce la circulación de filmes argentinos y los mexicanos van perdiendo pantallas, mientras que la políti- ca de géneros dentro de esas cinematografías se va modificando. En rigor esas industrias atraviesan por una etapa de crisis que no remon- tan en términos económicos y que permitirá la aparición de realizadores con propuestas distintas que apuntan a las estructuras económicas y orga- nizativas, a los estilos fílmicos y a la misma función social del cine. El recla- mo de un cine independiente, frente a las empresas fílmicas relativamente cerradas en sí mismas, está en el origen de la renovación que se intenta impulsar, incluso desde el interior mismo de esas empresas. Hubo con anterioridad producciones independientes o intentos de apar- tarse de lo más o menos establecido. Pero durante casi tres décadas, la pro- ducción de los estudios mexicanos y, en menor medida, argentinos marcó pautas, modeló géneros y subgéneros, potenció figuras y temas, y ganó un mercado continental relativamente sólido. Ese predominio se ve debi- litado en el curso de los años sesenta, aunque ya venían de antes algunos de los factores que producen el debilitamiento. En este contexto de crisis industrial se genera un nuevo cine que también tiene antecedentes y cuyo principio podría incluso situarse unos años antes. Si no lo hacemos así, es

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porque en la década del sesenta se va constituyendo una pequeña conste- lación que hace uso expreso de esa noción y que aspira a crear una suerte de corriente regional. La expresión “nuevo cine latinoamericano”, que tiene tras de sí esa as- piración de un cine independiente, se hace conocida a fines de los años sesenta y alude en buena medida a las películas de carácter más abierta- mente crítico y cuestionador del orden establecido que se hacían en diver- sos países. Ese nuevo cine aparece en oposición al tradicional, al viejo, al industrial; en otras palabras, al que había tipificado, especialmente en los países con mayor producción fílmica de la región, la imagen o las imágenes que se tenían de lo que era el cine hecho en América Latina. Pero también en algunos países con escasa producción y sin una tradición fílmica propia hay expresiones de un cine de denuncia que se asimilan a la tendencia que se va configurando. Sin embargo, el abanico cubierto por la noción de nuevo cine latinoame- ricano era bastante amplio y sus límites no quedaron del todo establecidos, pues en rigor no se llegó a definir con un mínimo de precisión un territorio suficientemente delimitado en el que la noción pudiera aplicarse. Se vivía en ese entonces una etapa político-social muy agitada, y de alguna forma parte del cine hecho en esas circunstancias se veía atravesado por ese esta- do de agitación. Un cine de esas características no tenía precedentes, como tampoco los tenía la historia de la región, sacudida en la década del sesenta por los ecos de la revolución cubana y por un proceso de radicalización política creciente. Como no había ocurrido antes, una fuerte ideologización se arraiga en la posición conceptual y en la práctica de muchos cineastas, y no solo de la región. Basta con recordar que a finales de los años sesenta el franco-suizo Jean-Luc Godard se adhiere a una posición maoísta y se aboca a realizar un cine de carácter político no ajeno a la vocación por la experimentación, que desde sus inicios asumió el cineasta. De ese impulso surge más adelante el grupo Dziga Vértov y la elaboración de trabajos audiovisuales bastante her- méticos si se comparan con otras propuestas más didácticas de esa misma época. Lo menciono a modo de ejemplo relevante de lo que se hacía en el periodo del posmayo francés y que, de alguna manera, formaba parte del “aire del tiempo”. David Bordwell y Janet Staiger afirman:

El más famoso de todos los colectivos militantes probablemente sea el grupo Dziga Vértov, compuesto por Godard, Jean-Pierre Gorin y quizá algunos otros miembros. Este grupo celebraba la muerte del cine de au- INTRODUCCIÓN 19

tor y afirmaba que en las producciones del grupo todos los trabajadores cobraban lo mismo y cada plano era sometido a una discusión política. Las películas del grupo Dziga Vértov, rodadas en 16 milímetros y con equipos de sonido muy limitados, ‘partían de cero’ deliberadamente. Tra- bajando a partir de imágenes y sonidos inicialmente simples y comparán- dolos entre ellos con propósitos políticos (Bordwell, Staiger y Thompson 1997: 431).

En América Latina, las opciones expresivas se abren al formato de 16 milímetros, bastante extendido en el cine “alternativo” de otras regiones, que con cámaras más livianas y grabadoras sincrónicas (la combinación Arriflex-Nagra) hacen más accesible el manejo de una tecnología asociada todavía a las cámaras grandes y pesadas, a los estudios y a la parafernalia de una producción compleja y cara. Las cámaras de video analógico no constituyen aún un recurso disponible, y será en el curso de los setenta cuando pasen a formar parte de la aparatología audiovisual estándar, des- pués de su utilización en prácticas eminentemente televisivas en el curso de los sesenta. Ya podemos ver desde aquí que no hay una coincidencia de propuestas, pues algunos cineastas elaboran sus películas en 35 milímetros, dirigidas al público de las salas comerciales. Quienes las hacen en 16 milímetros las amplían a 35 milímetros, en algunos casos, en función de las pantallas de salas de cine, o en otros apuntan a audiencias más restringidas (obreros, universitarios, militantes de partido, sindicatos, comunidades campesinas, etcétera) en salas más pequeñas equipadas con proyectores de 16 milíme- tros. Esta es, desde ya, una de las divergencias que singularizará el periodo de lanzamiento de la noción de “nuevo cine latinoamericano”. Por un lado, una producción concebida para el circuito comercial, aunque de caracterís- ticas muy distintas a las tendencias de la producción previa o simultánea, porque las cinematografías mexicana y argentina siguen discurriendo por los derroteros genéricos, aunque sin la solidez de otros tiempos. Por otro, una producción hecha fuera del sistema, donde había sistema, para un pú- blico que no es el de las salas comerciales. Con esa flexibilidad, la idea del nuevo cine prende y se arraiga cu- briendo las películas cubanas; las del cinema novo; las del boliviano Jorge Sanjinés; El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín; Valparaíso mi amor, de Aldo Francia; Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz; La hora de los hornos, de los argentinos Solanas y Getino, entre otras procedentes de Colombia, Vene- zuela, México y Uruguay. Fuera de las circunstancias y condiciones puntuales en que esas pelícu- las se producen, hay un hecho notorio: la escasa circulación que alcanzan, 20 ISAAC LEÓN FRÍAS

incluso dentro de sus propios países en algunos casos. Con una Cuba ex- pulsada de la Organización de Estados Americanos (OEA) y sin relaciones diplomáticas con los países miembros de esa comunidad, con la excepción de México, sus películas no se exhiben sino en los espacios alternativos; es decir, auditorios de universidades, sindicatos, comunidades agrarias, etcéte- ra. Las películas del cinema novo tienen magros resultados en la taquilla de las salas brasileñas y prácticamente no se conocen en el territorio sudameri- cano. Más bien se exhiben, y con relativo éxito, en festivales europeos y en salas de París. Parte de ese cine se exhibe también en Cuba. Entonces la idea de ese nuevo cine latinoamericano tiene en esos años algo de clandestino, de transgresor e, incluso, de subversivo. No obstante, la expresión se extiende y se convierte poco a poco en una categoría que se acepta sin discusión, pese a la insuficiencia de su definición y de sus alcan- ces. No solo una categoría, por vaga que sea, sino también un membrete, un rótulo y una bandera. Incluso ella se continúa usando durante la década siguiente, cuando buena parte de América del Sur estaba caracterizada por la instalación de dictaduras militares muy represivas, que imponen severas restricciones a la posibilidad de un cine como el hecho en años anteriores. Con la bandera de un nuevo cine se contribuye, incluso, a una ilusión que durante un tiempo trasciende las fronteras de la región: la ilusión de un cine en lucha y con espacios crecientes de exhibición, alentada incluso por inte- lectuales de Estados Unidos y Europa, cuando en verdad, y salvo la produc- ción cubana, es un segmento más bien minoritario, cuando no claramente tangencial, con escasa incidencia en las salas de cine, casi monopolizadas por las cintas de las distribuidoras estadounidenses. Ascanio Cavallo y Carolina Díaz afirman:

Aunque tuvo el indiscutible beneficio de otorgar un lugar al cine del con- tinente dentro de los muy breves recuentos que le han dedicado los ‘tex- tos mayores’..., el concepto de ‘nuevo cine latinoamericano’ merece una profunda revisión teórica. La heterogeneidad de sus prácticas, las inmen- sas divergencias entre sus postulados y las todavía mayores distancias entre sus resultados de mediano y largo plazo imponen esa obligación a los estudiosos del cine del continente (Cavallo y Díaz 2007: 265-266).

El Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, cuya primera edición se desarrolla en 1979, hace de esa categoría una suerte de work in progress: la estabiliza, la vuelve permanente, aun cuando en ese tiempo ya no correspondía mantenerla, si con ello se aludía a lo que previamente se había querido delimitar, como la eclosión de diversas expresiones fílmicas en el marco de los años sesenta y comienzos de los setenta. INTRODUCCIÓN 21

La noción que instala el festival termina por flexibilizar en exceso lo que, en rigor, cubre un lapso más o menos acotado, asumiendo en defini- tiva lo nuevo como un contínuum, como lo que va surgiendo año a año en los espacios más diferenciados de la producción de cada país y ni siquiera siempre, porque se incluyen propuestas muy conservadoras desde el punto de vista del estilo o del abordaje del material, sea en el campo de la ficción o en el de la no ficción. En otras palabras, ese nuevo cine latinoamericano, al que alude el Festival de La Habana, no es el de los años sesenta y co- mienzos de los setenta, que es objeto de tratamiento en este estudio, sino el que se hace a partir de fines de los setenta, que ya no es igual ni se inscribe en el mismo marco histórico. El uso del término como recurso de identidad del festival alusivo a un universo tan diverso, como es el cine de tantos países (casi todos, además, muy variados en su interior), se aplica en una etapa de la historia en que las posibles afinidades del periodo que va, aproximadamente, de 1965 a 1975 ya no existen. Ahora, si por nuevo cine se quiere aludir a lo actual o recien- te, y a la vez a lo original o distinto, mal se usa el término, pues lo mismo podrían hacer todos los festivales del mundo con el material que exhiben en las secciones competitivas, cosa que resulta absolutamente prescindible, pues eso está implícito en la plataforma de cualquier festival que como pri- mer objetivo muestra lo más relevante del cine de la actualidad. Entonces estamos ante un asunto de marketing político más que otra cosa. Ya son más de treinta años de Festival de La Habana y de invariable “nuevo cine”. Hay que señalar que, junto con la actividad fílmica, hay también elabo- ración teórica, pero ninguna que tenga un propósito totalizador. Glauber Rocha escribió algunos textos, mayormente, sobre el cine de su país y, de forma específica, sobre el cinema novo. Sanjinés teorizó sobre el significado de sus películas en el marco boliviano y andino. Solanas y Getino formu- laron la propuesta de un “tercer cine”, la más extrema entre las que se hi- cieron en esos tiempos y la de mayor alcance, pues no se limitó al espacio argentino. Julio García Espinosa, por su parte, escribió también un ensayo sobre lo que llamó el “cine imperfecto”, que generó debate. Esos y otros escritos tienen que considerarse un intento de comprensión del fenómeno, en el carácter, digamos, complementario (y más que eso, en realidad) que tienen en relación con algunas de las manifestaciones puntuales que se agrupan en la expresión del nuevo cine latinoamericano. Sin embargo, y como ocurre casi siempre, es en las películas, mucho más que en los escritos, donde se pueden rastrear no solo la impronta de una época y las tensiones de un momento histórico, sino sobre todo esas marcas narrativas y estilísticas que permiten dar cuenta de las afinidades y 22 ISAAC LEÓN FRÍAS

de las particularidades propias de un corpus fílmico con límites no siempre precisos. Hay que aclarar que la imprecisión de los límites podría excluir a títulos que merecerían ser considerados para efectos del trabajo y, por otro lado, hay películas que se han perdido o que por diversas razones no son accesibles. De todas formas, y como se verá más adelante, atenderemos con la mayor amplitud posible a esa flexibilidad que supone aplicar el término. En general, es aún escaso el trabajo de investigación de carácter compa- rativo aplicado a los cines de América Latina, y eso se percibe, asimismo, respecto a la etapa que queremos cubrir. La mayor parte de los textos se concentra en el marco de una cinematografía determinada, de la obra de un autor o de una temática. Hay poquísimas visiones de alcances integradores. Paulo Antonio Paranaguá afirma: “La historiografía latinoamericana se ha desarrollado casi enteramente dentro de un marco nacional” (Paranaguá 2003). Eso, sin duda, dificulta una mejor comprensión de esa etapa tan significativa, que constituye un “parteaguas” entre el antes y el después del cine de la región. Pero, a la vez, es un estímulo para asumir esa tarea.

2. La bibliografía en cuestión

Este trabajo quiere ser un aporte a una mejor ubicación y conocimiento de las diversas iniciativas que convergen en ese concepto y en el contexto en que se sitúan. Aunque se ha escrito ya sobre ese periodo y sus manifestacio- nes cinematográficas, aún no se ha hecho —como hemos adelantado— un análisis suficientemente abarcador. Más aún, la mayor parte de los acerca- mientos tienen propósitos claramente apologéticos y acríticos, y no solo los realizados hace treinta o más años, sino también algunos de estos tiempos. No haré un levantamiento bibliográfico exhaustivo, ni mucho menos, pero sí trazaré un pequeño mapa de los principales textos que han abordado el fenómeno de los nuevos cines de manera más o menos integral, dejando de lado aquellos que se concentran en cines nacionales y que serán menciona- dos más adelante, cuando corresponda hacerlo. Dejamos de lado también, en este apartado, las menciones a revistas, a diccionarios de realizadores o películas y a los libros que exponen las teorías y los pronunciamientos de los cineastas latinoamericanos en esos años, las que se expondrán y deba- tirán en el capítulo sobre los principales enfoques teóricos. Un pequeño libro de Julianne Burton, una de las principales estudiosas estadounidenses de los nuevos cines de la región, permite hacer un segui- miento de la bibliografía en el periodo 1960-1980 (Burton 1983). A él se suma el opúsculo que publiqué como separata en la Universidad de Lima INTRODUCCIÓN 23 en 19971 y, con un propósito de carácter analítico y reflexivo, el libro de Paranaguá, Le miroir éclaté. Historiographie et comparatisme (Paranaguá 2000), no traducido al español. El primer libro de pretensiones amplias sobre el tema no fue escrito en nuestra región, sino en España por Augusto Martínez Torres, que a la fecha acumula una amplísima bibliografía, especialmente en el terreno de los diccionarios y panoramas del cine español y de otros países, sin excluir el cine mundial en su conjunto. Es coautor del libro Manuel Pérez Estremera, cuya vinculación posterior con el cine de América Latina ha sido intensa, especialmente a través de Televisión Española, fuente de producción parcial de numerosas películas de la región. El libro Nuevo cine latinoamericano es un acercamiento muy sumario y parcial, con errores y vacíos informativos y menciones o comentarios de películas no siempre vistas por los autores. Tiene el mérito de ser el primer libro sobre la materia, pero sus insuficien- cias han ido en aumento con la perspectiva del tiempo (Martínez Torres y Pérez Estremera 1973). Antes de ese libro, y no está consignado en la bibliografía de Burton, apareció en Italia el volumen Il nuovo cinema degli anni ’60, donde apare- cían, probablemente por primera vez en una publicación de esas caracterís- ticas, algunos capítulos dedicados a los nuevos cines en Brasil, Argentina, Cuba, México y otros países. El autor, Lino Miccichè, era el director de la Muestra Internacional de Cine de Pésaro, que contribuyó a promover los nuevos cines en general y, en lo que nos interesa especialmente, los de América Latina. Una vez más, el enfoque es muy periodístico y la informa- ción apenas cubre lo fundamental (Miccichè 1972). Si bien no está referido con exclusividad al nuevo cine de América Latina, el libro de Guy Hennebelle Quinze ans de cinéma mundial, 1960-1975 (Edi- tions du Cerf, París, 1975), publicado en español en dos volúmenes en 1977, tiene una sección dedicada al cine de América Latina, una de cuyas partes, la dedicada a Brasil, está escrita por Jean-Claude Bernardet. La mirada es muy panorámica y muy sesgada por una visión combativa del cine. Las observa- ciones más precisas provienen de la pluma de Bernardet (Hennebelle 1977). La Dirección de Difusión Cultural de la UNAM publicó en 1972 y 1979, respectivamente, dos volúmenes con textos y entrevistas a realizadores. El primero, titulado Hacia un tercer cine, compilado por Alberto Híjar (Híjar

1 El ensayo “Un registro de las bases bibliográficas y documentales para el estudio comparado en las historias de los cinematógrafos de América Latina” lo he incor- porado al libro Tierras bravas (textos sobre cine peruano y latinoamericano) de próxima publicación. 24 ISAAC LEÓN FRÍAS

1972), y el segundo, Los años de la conmoción. Entrevistas con realizadores sudamericanos 1967-1973, por Isaac León Frías, a partir de materiales pu- blicados previamente en la revista peruana Hablemos de Cine (León Frías 1979). La chilena Zuzana M. Pick publica en Canadá el libro Latin American Filmmakers and the Third Cinema, antología dedicada a varios países y al trabajo de realizadores como Glauber Rocha, Miguel Littín, Mario Handler o Jorge Sanjinés, y a grupos como Cine Liberación (Pick 1978). Ya no consignado en la bibliografía de Burton, en 1981, se publica en París el libro sobre el tema más ambicioso, hasta esa fecha, Les cinémas de l’Amérique Latine, coordinado por Guy Hennebelle y Alfonso Gumucio Da- gron, y con textos de los coordinadores y de Octavio Getino, Paulo Antonio Paranaguá, Julianne Burton, Peter B. Schumann, Isaac León Frías, Rodolfo Izaguirre, entre otros. Es un volumen de más de quinientas páginas que, si bien abarca el pasado de los cines de la región, se centra principalmente en lo hecho en las últimas dos décadas. Aun siendo muy irregular, se convirtió en su momento en el reference book por excelencia sobre la materia (Hen- nebelle y Gumucio Dagron 1981). En 1987, y presentado como el primer libro sobre la historia del cine latinoamericano publicado en nuestros países, aparece Historia del cine latinoamericano, escrito por el alemán Peter B. Schumann, uno de los res- ponsables del Foro del Cine Joven del Festival de Berlín y comprometido en el estudio del cine de nuestra región desde 1967, cuando asistió al Festival Latinoamericano de Viña del Mar. Con poco conocimiento directo del cine hecho antes de los años sesenta, el libro recoge informaciones de aquí y de allá y, en lo que se refiere al periodo que aquí nos convoca, la perspectiva es poco más que informativa y panorámica (Schumann 1987). En México se publica en 1988 en tres volúmenes Hojas de cine. Testi- monios y documentos del nuevo cine latinoamericano, una acumulación un tanto desordenada de textos, sin un claro criterio editorial, que permi- ta situar, comentar o ampliar la vasta información que allí se cubre. Una limitación bastante común en trabajos similares que se abocan al registro de documentos, reseñas y otros textos entresacados de diversas revistas o libros (Hojas de cine 1988). Julianne Burton publica en 1990 el libro The Social Documentary in Latin America, con textos suyos y, entre otros, de Michael Chanan, Jean-Claude Bernardet, Zuzana M. Pick, Robert Stam, Is- mail Xavier y Ana M. López. Son textos más enjundiosos que los recogidos en otras antologías y tienen un campo de delimitación más preciso en tanto se concentran en el documental. Aun cuando trascienden el marco histórico del periodo de los nuevos cines, está presente, ciertamente, ese periodo, y con frecuencia las observaciones y los análisis son valiosos y convierten a INTRODUCCIÓN 25 este libro en uno de los de mayor interés en la perspectiva de la compren- sión de la línea documental (Burton 1990). Otro libro de Julianne Burton, que —a diferencia del anterior— ha sido traducido al español, es Cine y cambio social en América Latina, en el que se incluyen entrevistas a realizadores latinoamericanos (Burton 1991). Por cierto, y de aparición muy posterior, la obra maestra del acercamiento al género es Cine documental en América Latina, editado por Paulo Antonio Paranaguá, con textos, entre otros, de Alfonso Gumucio Dagron, Ricardo Bedoya, Jorge Ruffinelli, Vicente Sánchez-Biosca, José Carlos Avellar, Juan Antonio García Borrero y Marina Díaz López. Ningún otro libro sobre el tema tiene la amplitud ni el rigor que tiene este, aunque las más de qui- nientas páginas no pueden pretender una exhaustividad, por otra parte improbable en cualquier empeño de esta naturaleza, y, aunque igualmente trasciende el lapso histórico que cubrimos, aporta muchos datos y arroja lu- ces sobre el documental del periodo de los nuevos cines (Paranaguá 2003). Del mismo Paranaguá hay otro libro imprescindible, Tradición y moder- nidad en el cine de América Latina, no estrictamente limitado al periodo de los nuevos cines, pero con varios capítulos dedicados a él. Es, por otra parte, y hasta donde conozco, el primer ensayo que articula, a través de varios tópicos, diversas relaciones en torno a los cines latinoamericanos a partir de los ejes de la tradición y la modernidad (Paranaguá 2003). Antes de ese libro, él publicó en Brasil Cinema na América Latina, un primer acercamiento panorámico a la historia comparada del cine en Brasil y en los países de habla hispana del continente (Paranaguá 1984); y en Fran- cia el texto de su tesis doctoral, Le cinéma en Amérique Latine. Le miroir éclaté, historiographie et comparatisme, en el que analiza precisamente las fuentes bibliográficas que están en la base de las reflexiones y análisis que se desarrollan en Tradición y modernidad en el cine de América Latina. No se agota en lo anterior su aporte, pues se encargó de la coordinación de tres volúmenes que acompañaron amplias retrospectivas de cine brasi- leño, cubano y mexicano en el Centro Georges Pompidou, de París. Solo faltó la retrospectiva del cine argentino para cubrir las cinematografías con mayor volumen de producción, pero, entre otras razones, las limitaciones del material fílmico de ese país, que comentamos en el apartado siguiente, impidieron su realización. Los volúmenes mencionados llevan por título, respectivamente, Le cinéma brésilien, Le cinéma cubain y Le cinéma mexi- cain, y cuentan con colaboraciones de varios de los mayores conocedores de esas cinematografías, casi todos los cuales son citados a lo largo de este libro, por estas y otras contribuciones al estudio del cine de esos países (Paranaguá 1987, 1990, 1992). 26 ISAAC LEÓN FRÍAS

El carrete mágico. Una historia del cine latinoamericano, del británico John King, publicado inicialmente en inglés en 1990, se edita en español en 1994, y, pese a sus insuficiencias, es tal vez el más confiable de los libros ge- nerales escritos por europeos o estadounidenses sobre el cine de la región. De todas formas, no deja de ser un breviario —como muchos otros—, por lo que apenas unos cuantos temas son tratados y otros quedan fuera (King 1994). En 1996 apareció South American Cinema, con textos de Timothy Barnard, Peter Rist, Ana López, Paul Lenti e Isaac León Frías (Barnard y Rist 1996). En los últimos años han salido varias publicaciones que retoman el tema. Una de ellas es Las fuentes del nuevo cine latinoamericano, de la chilena Marcia Orell García, un trabajo poco acucioso y un tanto disperso (Orell García 2006). Octavio Getino y Susana Velleggia escribieron El cine de las historias de la revolución (Getino y Velleggia 2002) y, en la misma tónica, la segunda ha escrito, luego, La máquina de la mirada (Velleggia 2009). Por su parte, el mexicano Ramón Gil Olivo aborda el tema en Cine y liberación. El nuevo cine latinoamericano 1954-1977 (Gil Olivo 2009). Son libros de utilidad informativa, y sin duda más metódicos que otros anteriores, pero en ellos se hacen reseñas o se glosan textos, sin una perspectiva analítica que tome distancia de esa época, de las teorías que se sustentaron, de las posiciones que se esgrimieron. Gil Olivo, por ejemplo, ya afirmaba en un artículo previo: “No cabe la menor duda de que las últimas tres décadas han demostrado plenamente la validez de los planteamientos que llevó a cabo el nuevo cine a lo largo de su accidentada existencia” (Gil Olivo 1999: 50). ¡Ni la menor duda! Como si no hubiesen pasado cuarenta años y se tratara de hacer una defensa o respaldo casi incondicional de una corriente que, a estas alturas más que nunca, requiere observarse sin la pasión o el compro- miso político que hace algunas décadas enturbiaban la posibilidad de una lectura y una valoración más justa y ecuánime. De eso se trata, entonces, en este libro: de aportar luces para entender un poco más qué ocurrió en esos años de conmoción en algunos de nues- tros países, cómo se perfiló la noción de un nuevo cine, en qué medida se diferenció del anterior, qué alcance tuvo, cuáles fueron sus rasgos dis- tintivos y sus diferencias. Asimismo, de entender si se puede hablar con propiedad y rigor de un movimiento regional, y, de ser así, cuáles fueron sus límites. También, y este aspira a ser uno de los aportes principales del libro, de qué manera se integraron esas corrientes en las tendencias de la modernidad cinematográfica vigentes esos años en Europa y otras partes. Debo reconocer que el único que trabaja en la línea de una comprensión global del cine en América Latina, que supera el mero recuento de datos, INTRODUCCIÓN 27 las comparaciones estadísticas o la repetición de lo ya sabido y conocido, es Paulo Antonio Paranaguá. Este libro, en una medida importante, es tri- butario de lo que ha venido trabajando el amigo brasileño, y en muchos pasajes establezco un diálogo implícito o explícito con él, diálogo que, con referencia a un asunto puntual, es —como se verá— discrepante. Hay que reconocer en Paranaguá, además de la erudición y la capacidad analítica, su contribución al cuestionamiento de la “historia oficial” de los nuevos cines que los libros mencionados de Gil Olivo, Getino y Velleggia no hacen sino avalar. También he de reconocer el trabajo que Octavio Getino viene haciendo desde hace muchos lustros, especialmente en el registro del cine latinoa- mericano de los últimos cuarenta o cincuenta años y en el levantamiento de una información con frecuencia dispersa acerca de la producción, la distribución y la exhibición del cine y del audiovisual en la región y los pro- blemas que se confrontan. A ese trabajo, al que se ha sumado Susana Ve- lleggia, sobre todo en lo referido a los nuevos cines, haré asimismo muchas menciones y, aún más, a la teoría del tercer cine que elaboró Getino junto con Fernando Solanas. Sin embargo, el diálogo con los amigos y colegas argentinos es mucho más discrepante que concordante. En esas discrepan- cias se sostiene una parte de la argumentación crítica que se formula en este libro2.

3. Las insufi ciencias del material fílmico

Un serio problema que confronta la investigación del cine latinoamericano proviene de las graves limitaciones en la obtención de las copias de pe- lículas. Se podría pensar que tal inconveniente es un asunto del pasado, cuando las copias fílmicas latinoamericanas eran prácticamente inaccesibles fuera del país en que habían sido producidas y ni siquiera eso, pues no ha- bía facilidades de acceso a ellas, y los servicios prestados por los pocos ar- chivos audiovisuales medianamente equipados eran muy restringidos, fuera de que no contaban con la totalidad ni mucho menos del material existente. Frente a esa situación pretérita, pareciera que hoy, gracias al DVD, el pa- norama es totalmente distinto. En realidad, esa impresión es engañosa, pues si bien se puede acceder, en principio, a un volumen relativamente elevado

2 Estando el libro en proceso de edición, me entero del fallecimiento de Getino. Se pierde con él a una de las figuras históricas de ese nuevo cine que tratamos en es- tas páginas. Y se pierde la posibilidad del debate —público y privado— que había imaginado sostener con Octavio a partir de los temas que aquí se confrontan. 28 ISAAC LEÓN FRÍAS

de títulos, el estado de ellos deja mucho que desear. Me explico: a diferen- cia de lo que ocurre en Estados Unidos o en varios países de Europa, donde se digitalizan los originales fílmicos mediante un proceso muy prolijo de transferencia, eso no sucede en la región, a no ser que se trate de produc- ciones recientes y ni siquiera en todas. Pero las películas con más de veinte o treinta años de vida casi no se reprocesan para efectos de digitalización. Se copian directamente de la proyección en pantalla o en moviola o, peor, se transfieren de una copia en VHS no siempre de buena resolución visual. En Argentina, por ejemplo, la situación es realmente bochornosa, pues casi no se puede acceder a las películas de ese país hechas antes de 1980 en copias que no sean de calidad muy pobre o francamente lamentable. ¿Cómo se puede apreciar así, para poner un ejemplo, la imagen fotográfica de un notable director de fotografía como Ricardo Aronovich? Por compa- ración, en México y en Brasil las cosas no pintan tan mal, pues se viene haciendo un trabajo de digitalización más constante, pero por debajo de los estándares de las copias editadas por los sellos estadounidenses o británi- cos, que han impuesto las vallas más altas de calidad digital. Sin embargo, falta mucho por hacer y existen grandes vacíos, que provienen en parte de las limitaciones de los archivos públicos y privados, de problemas legales referidos a derechos sobre las películas, a pérdidas de negativos, etcétera. Una de las cinematecas mejor provistas de material latinoamericano, especialmente el que se realizó a partir de 1960, la Cinemateca de Cuba, se ha visto afectada desde 1990 por los cambios y el posterior colapso de la Unión Soviética, lo cual trajo consigo la casi eliminación de las favorabilísi- mas condiciones del intercambio comercial con la isla y, en lo que concier- ne a la Cinemateca, la disminución de calidad o pérdida de material, por limitaciones presupuestales y cortes de energía eléctrica que han afectado enormemente la conservación de rollos que requieren de niveles de tempe- ratura y humedad graduados según el tipo de material (soporte en nitrato de celulosa o acetato, blanco y negro o color, etcétera). Por lo tanto, se han mellado seriamente las posibilidades de ese archivo para apoyar un proyec- to consistente de mantenimiento de películas y acceso a la digitalización. A lo anterior se suma el hecho de que los negativos de muchas películas de países sin archivos confiables en los años sesenta y setenta se perdieron o fueron destruidos, y las copias que han quedado son de difícil acceso y poseen un nivel de calidad muy dudoso. Por si fuera poco, hay cineastas que no facilitan en absoluto la difusión de sus películas, como Jorge San- jinés, cuyos filmes no han sido digitalizados, al parecer por el temor del realizador a que sean inmediatamente pirateados. Hoy —como se sabe—, si ese temor se lleva al extremo, nadie digitalizaría nada, porque, en la situa- INTRODUCCIÓN 29 ción actual, no es posible impedir la piratería audiovisual, y la única salida realista es encontrar mecanismos y modalidades de restringir en un mínimo posible el efecto de la piratería, bajando precios y operando en un merca- do que ofrezca una base segura. Por poner un solo ejemplo: las escuelas, universidades, bibliotecas y galerías de arte en Estados Unidos y Canadá constituyen un “mercado” confiable de adquisición de películas. Por eso, a la hora de afrontar cualquier investigación que tenga por ob- jeto el pasado del cine en América Latina, esas limitaciones saltan a la vista, y cuanto más nos alejamos en el tiempo, peor aún. Cuesta trabajo encontrar reproducciones digitales y, con frecuencia, hay que echar ojo a copias que dejan muchísimo que desear y que a veces ni siquiera permiten que se aprecien en una medida decorosa los valores expresivos dispensados por las películas de origen. Por ello, lo que se tiene finalmente es una visión muy pálida (literal y metafóricamente) de originales cuyos atributos audio- visuales ni siquiera se vislumbran en esa suerte de remedo imperfecto que se ve en la copia digital. En torno a este asunto se hace necesaria una acción conjunta tendente a formar un fondo de películas digitalizadas que puedan servir de material para cursos de escuelas y universidades, para la exhibición de cinematecas y otras salas especializadas, y también para el interés o la curiosidad de cualquier aficionado, y no digamos ya para el trabajo de investigación, por- que es penoso tener que escribir a partir de la visión de algunos DVD que apenas si ofrecen una visión desvaída del original. En esta acción conjunta tendrían que estar presentes las cinematecas y los archivos regionales, los organismos estatales de promoción del cine, Ibermedia y Filmoteca Nacio- nal de España. Incluso Ibermedia podría ser el ente coordinador. Por cierto, no se trata de digitalizar de cualquier manera, porque de poco serviría contar con un material en el estado en que se encuentran hoy las imágenes en DVD de numerosas películas transferidas del VHS o de proyecciones en sala, o las cintas en fílmico que no han sido restauradas. Aunque no en la totalidad ni mucho menos del acervo fílmico, porque hay archivos y, eventualmente, empresas que han digitalizado con mayor o menor cuidado una cierta cantidad de filmes, se impone para muchos otros títulos un tra- bajo previo de restauración a partir de los negativos o de internegativos en el caso de que no existiesen los primeros, antes de dar el paso a la copia digital. Hay que destacar el aporte de algunos archivos de la región, en primer lugar la Filmoteca de la UNAM y la Cinemateca Brasileira de São Paulo, y luego la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, la Cineteca Nacional de Chile y la Cinemateca Nacional de Venezuela. También la Cinemateca 30 ISAAC LEÓN FRÍAS

Boliviana está poniendo lo suyo y otras lo hacen en menor medida, debido a diversos obstáculos, como los que afectan a la Cinemateca de Cuba, a los que ya hemos hecho referencia. Si no se consigue dar “visibilidad” al acervo fílmico de nuestros países, no se podrá confrontar lo que se ha escrito o se escribe sobre tantas películas que ni se conocen ni se ven. Y, aunque hay mucho que se ha perdido, hay también mucho que se puede rescatar, tal vez no en los negativos originales, porque constituyen una buena cantidad las películas que existen en copias en 16 o 35 milímetros y se hallan en las bóvedas de productoras o distribuidoras, en laboratorios, en los anaqueles de canales de televisión, en azoteas o baúles privados, fuera de lo que, al menos catalogado si no restaurado, se encuentra en los archivos fílmicos. Las limitaciones señaladas afectan, inevitablemente, un trabajo de inves- tigación como el que nos hemos planteado, pues no solo es meramente un trabajo libresco y hemerográfico, sino también de revisión fílmica. Más aún, el carácter controversial que en muchos puntos posee la argumentación que sostenemos requeriría de un cotejo bastante más prolijo, que parte de la propia textura de las imágenes, y si en esa textura priman la opacidad, la oscuridad, la débil resolución visual, el sonido deteriorado, se ve inevita- blemente dañada una comprensión que no se puede limitar al vago registro de lo representado o lo narrado. Pero como no se puede esperar a tener las condiciones óptimas para afrontar la investigación, hemos optado por dar el paso, con plena conciencia de esos escollos y aun a riesgo de que el análisis o la evaluación se vean en una cierta medida disminuidos.

4. La historia ofi cial

A fines de los años sesenta, al consagrarse la noción del nuevo o los nuevos cines en América Latina, y como suele ocurrir en estos casos, se produce de inmediato una cierta resonancia periodística que se extiende por diversos países y llega a América del Norte, a Europa y, en menor medida, a otros continentes. Es verdad que ya el cinema novo había abierto la trocha y el documental cubano y otras expresiones como el nuevo cine argentino de comienzos de esa década, por ejemplo, contribuyeron en mayor o menor medida a proyectar una imagen de novedad a unas cinematografías antes prácticamente reducidas al espacio complementario de la producción de Hollywood, a la dosis “hispana” proporcionada por las industrias nativas de la región en las pantallas del continente, que sin duda era significativa (entre el 10 y el 20 por ciento de la cobertura de salas). Los espacios minori- tarios de las páginas de espectáculos estaban dedicados a la pequeña esfera de las pocas “estrellas” y de otras figuras populares, salvo en México y Ar- INTRODUCCIÓN 31 gentina (o, también, en Brasil), los principales países productores. Escasas eran las críticas favorables o los textos que ponderaran, desde una mirada no farandulera, el panorama o las tendencias de lo que se hacía. La resonancia periodística de esos nuevos cines, en todo caso, no tuvo el alcance de la que se concedió al boom literario, entre otras cosas, porque, mientras las novelas de Cortázar, García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa, et- cétera, circularon por todas partes, no ocurrió lo mismo con esas películas que, en su mayor parte, apenas se conocían de oídas, incluso (no todas, claro) en sus mismos países de origen. También porque el prestigio de la literatura estaba mucho más extendido en el medio periodístico, cultural y social que el del cine, todavía en la percepción mayoritaria un simple entre- tenimiento de fin de semana, cosa que —hay que decirlo— no ha dejado de ser en la actualidad, cuarenta y pico años más tarde o, en todo caso, se ha extendido a ser un entretenimiento de cualquier día y a cualquier hora, gracias al DVD y a la bajada de películas en la pantalla informática. De cualquier manera, a esa “novedad” aportó mucho la situación de inestabilidad política que se vivía en la región, acicateada por el triunfo de la Revolución cubana y el discurso político a favor del pueblo y en contra de la burguesía y del imperialismo. Como que nacía el cine que se unía a esa lucha en contra del viejo cine de la región, pero también del cine estadounidense hegemónico. Y aun cuando casi no se vieran esos nuevos filmes, se fue instalando el supuesto de tal novedad, y a ello contribuyeron periodistas, críticos de cine, intelectuales y, ciertamente, los mismos cineas- tas, y de manera especial los que tuvieron más tribuna para hacerse notar: Glauber Rocha, Fernando Solanas, Octavio Getino, Jorge Sanjinés, Miguel Littín, entre otros. No se puede desconocer, tampoco, y sería injusto ponerlo en duda, que esa afirmación de novedad cinematográfica tenía un sustento legítimo, por- que para casi todos, si no para todos quienes lo hicieron, ese nuevo cine significaba el rescate de varias cosas, en principio, muy valiosas: la libertad de expresión en un medio tan comercial y regimentado como el de la indus- tria fílmica y en el de sociedades bastante conservadoras en el orden de las representaciones permitidas; la reivindicación de las fuentes consideradas más legítimas de las propias historias y tradiciones locales; el rescate de la dimensión social del cine entendido como un estímulo a la conciencia del espectador frente a temas sensibles o controversiales; la defensa de op- ciones expresivas o políticas que antes no habían tenido posibilidades de desarrollo o, si lo habían tenido, de forma muy precaria. Sin la menor duda, todo eso constituía una aspiración legítima y un avance en términos culturales y políticos, una promesa de cambio en las 32 ISAAC LEÓN FRÍAS

estructuras de las industrias constituidas o de la creación de otras nuevas, así como de formas distintas o alternativas de comunicación. Además, ya podemos adelantar que eso no solo fue un buen deseo o una aspiración, pues esos nuevos cines produjeron un número variado de películas expre- sivamente valiosas que contribuyeron a establecer opciones que, también en otras latitudes, pugnaban por hacerse de un lugar en esa misma época. Sin embargo, desde esos primeros años, se constituyó no en la totalidad de esos nuevos cines, pero sí en varios de sus representantes más notorios, y de muchos otros voceros y epígonos, una suerte de discurso cerrado y excluyente, casi un conjunto de mandamientos o prescripciones que nos podrían hacer denominar a ese movimiento como el Dogma de los sesen- ta, por analogía con el Dogma 95 de los cineastas daneses. La dimensión fuertemente ideológica y política que el movimiento alcanzó hizo que se identificara con una modalidad superior de arte, como una categoría ética, política y estética por encima de cualquier otra en el campo del cine. A esa imagen de “superioridad” contribuimos muchos, y no me excluyo de ese empeño al que, desde hace mucho, no puedo ver de la misma forma como lo veía en el momento de su nacimiento y desarrollo, y en el contexto que entonces se vivía. A partir de esa época se fue instalando una versión no ya afirmativa, sino triunfalista, apologética, indiscutible, de la absoluta validez de las teorías y de las prácticas. Los problemas y las dificultades que el movimiento con- frontó provenían de la represión política, del imperialismo estadounidense, de la exclusión que hacían los canales de la exhibición comercial, etcétera. Es decir, la autocrítica casi brilló por su ausencia, y no se discutieron y siguen sin discutirse suficientemente, sobre todo por los iniciadores y prin- cipales representantes de esos nuevos cines, las limitaciones que podían tener sus formulaciones, la validez o pertinencia de ellas, los problemas de comunicación con el público, etcétera. Por eso se ha creado una “historia oficial” del nuevo cine latinoame- ricano, la que se sigue reproduciendo —como hemos visto— con muy pocas excepciones, y eso en una época de mucha mayor apertura de la que había, no digamos ya en los años sesenta, sino en los mismos setenta y ochenta, en los que intentar un balance crítico, desde una perspectiva no complaciente, al nuevo cine latinoamericano se consideraba casi un acto de alta traición o de favorecimiento de los intereses de los enemigos de la revolución latinoamericana. Es la hora de terminar, y desde hace un buen tiempo, con esa historia oficial, como con cualquier otra de esa naturaleza, y eso pasa por la revisión, el cotejo y el análisis. Las visiones del pasado no INTRODUCCIÓN 33 pueden ser inmovilistas ni se pueden imponer sobre ellas artículos de fe. A esa revisión quiere contribuir este trabajo. La primera parte tiene —como se verá— un carácter más informativo. El primer capítulo se dedica a los antecedentes históricos y a los factores con- textuales que rodearon la aparición de esa corriente. El segundo pasa revis- ta a las expresiones fílmicas renovadoras en los países en que ello ocurrió. A pesar del énfasis informativo, no dejan de incluirse en ellos reflexiones sobre las circunstancias y sobre los resultados, y se cotejan posiciones y discrepancias. Los capítulos tercero y cuarto, que corresponden a la segun- da parte, plantean el debate en torno a las teorías y a las “filiaciones”, tanto fílmicas como literarias. La tercera parte es más propiamente analítica y constituye, hasta donde conozco, la principal novedad en textos dedicados a ese periodo en los que el asunto de la modernidad fílmica y la pertenen- cia a una constelación mayor en el contexto del cine mundial casi no se han tratado a propósito de las películas latinoamericanas. Como se verá, hay allí un acercamiento diferenciado a los documentales y a los relatos de ficción.

Primera parte Los marcos y los activos de los nuevos cines

Capítulo I: Contextos

1. El surgimiento de un nuevo cine

En el curso de la década del sesenta se suceden en América Latina varios empeños fílmicos ubicados en el común denominador de “nuevos cines”. Recordemos que en esos mismos años y en los que los anteceden el térmi- no se aplicó en otras partes con una frecuencia sin precedentes en la histo- ria del cine mundial. Eran, en efecto, los años en que emergían como nunca antes tendencias renovadoras en varias cinematografías europeas y de otras latitudes, que incorporaban miradas distintas a las conocidas y que, de una manera u otra, con mayor virulencia o no, se confrontaban con lo que se hacía o lo que estaba instalado como norma de calidad o de buen hacer. Aunque, en rigor, el de América Latina no es un movimiento generacional, sino que tiene varias de las características propias de esos movimientos: la juventud de la mayor parte de sus miembros, la disposición de modificar tanto estructuras de producción como modos narrativos y estilos, la apertu- ra a asuntos y tratamientos antes ajenos o esquivos, la actitud de confronta- ción frente a la institucionalidad imperante. El argentino Tzvi Tal afirma, con especial atención a Argentina y Brasil, que

Todos eran miembros de una joven generación decepcionada del cine comercial hecho en las industrias locales que no lograron consolidarse... Abrevaban en fuentes teóricas y cinematográficas que incluían hitos en la tradición del cine comprometido con el cambio social: el montaje soviético de los años veinte, especialmente en el cine de Eisenstein; el realismo poético francés de los años treinta que había florecido con el efímero alza del Frente Popular antes de la Segunda Guerra Mundial; el neorrealismo surgido de las ruinas de Italia de la posguerra; el documen- talismo inglés que había contribuido a construir una identidad nacional resaltando la responsabilidad social: las concepciones estético-políticas

[37] 38 ISAAC LEÓN FRÍAS

del dramaturgo Bertolt Brecht, quien había participado en la era dorada del cine alemán entre la Primera Guerra Mundial y el ascenso de los nazis al poder en 1933 (Tal 2005: 76).

A ellas hay que agregar la actividad de algunas individualidades que aportan con sus films y desde estas tierras al llamado cine de la modernidad y que preceden o coinciden con ese nuevo cine en su afán por modificar o ampliar los espacios de lo representado y los modos de representación. Leopoldo Torre Nilsson en Argentina, Alejandro Jodorowsky en México y Walter Hugo Khouri en Brasil son algunos de los más notorios. Tampoco son ajenos para estas individualidades los desajustes con la industria, los problemas de distribución, los escollos que plantean las juntas de censura y otros organismos gubernamentales o militares, las dificultades para la exhi- bición, la incomprensión de las audiencias e incluso de una crítica periodís- tica poco dispuesta a aceptar la remoción de sus criterios y modos de ver. No obstante, tendrán una cierta repercusión internacional y contribuyen a “ventilar” e incluso cambiar algunos de los supuestos casi invariables que sostenían tanto las expectativas del público mayoritario como los sistemas o formatos de la crítica tradicional. Por cierto, en esos años se multiplican las individualidades o los grupos que, desde postulados renovadores, pugnan en otras latitudes por hacerse de espacios en el competitivo universo de la exhibición, menos cerrado entonces de lo que está en los últimos tiempos, pero siempre dominado por la distribución estadounidense y, donde las había, las industrias locales. En América Latina, desde la Primera Guerra Mundial, la distribución de Hollywood marca las reglas de juego y deja apenas algunos resquicios para otras cinematografías del Viejo Continente. Sin embargo, en el curso de los años cincuenta y sesenta, y con la estabilización de las industrias europeas luego de la Segunda Guerra Mundial, operan canales regulares de distri- bución de películas procedentes de los principales centros de producción europeos, y así se estrenan con cierta regularidad, por lo menos en algunas capitales latinoamericanas, incluida Lima, películas británicas, españolas, alemanas y, sobre todo, francesas e italianas3. Por otra parte, en la década del cincuenta la industria mexicana man- tiene una enorme fuerza y una “cuota de pantalla” muy significativa en toda la región. En el curso de los años sesenta, la tendencia es al decreci- miento. Mientras tanto, la producción argentina, más afectada por diversas

3 Para los temas de producción y circulación de películas se puede consultar el libro de Joël Augros (2000). PRIMERA PARTE 39 dificultades, sufre altibajos en los años cincuenta, al tiempo que se reduce progresivamente la circulación de las películas de ese país en el mercado la- tinoamericano. Pero la cuota del cine latinoamericano industrial, sobre todo el mexicano, sigue presente, y es la que permite reconocer aún al cine de habla española del continente, cuando aparecen las manifestaciones de ese nuevo cine finalmente muy poco accesible a la distribución continental4. Pues bien, entre nosotros el primero de los movimientos renovadores tiene su centro en Buenos Aires y se le conoce como la Generación del Sesenta o Nuevo Cine Argentino. Poco tiempo después aparece el llamado cinema novo, que será el más significativo de todos y el que mayor reper- cusión internacional obtendrá. En esos mismos años, y aunque está menos definido que los anteriores por el adjetivo ‘nuevo’, se desarrolla en Cuba el cine que genera la revolución iniciada en 1959. Esas películas aparecen como una clara ruptura con las que se hacían en el pasado y, por lo tanto, constituyen una corriente innovadora que influirá sobre otras posteriores en diversos puntos de la región. El hecho de que sean obras gestadas en el interior de un proceso revolucionario les aporta, además, el aura de lo provocador, de lo radical, más aún si se tiene en cuenta que durante varios años esas películas circularán en otros países casi como un material clan- destino. En México, por su parte, se esboza hacia 1965 una tendencia en el in- terior del mismo complejo industrial que se presenta como diferenciada frente a los esquemas argumentales y a los tratamientos dominantes en la vieja industria que vive en ese tiempo un periodo de severa decadencia. Esa tendencia se afirma de 1970 a 1976, y se afianza, entonces, la noción de un “nuevo cine mexicano”. En las cuatro cinematografías mencionadas es una producción que se vale de los recursos técnicos e industriales existentes, aunque en el caso de Argentina y Brasil se manifiesta a través de nuevas empresas (la de Luiz Carlos Barreto en Brasil, por ejemplo) y, ciertamente, nuevos realizadores. La experiencia cubana es sui géneris, pues no hubo allí una industria previa, sólidamente constituida, aunque sí una producción constante que en la década del cincuenta dependió en parte del capital y de la industria mexicanos. La creación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinemato- gráficos (ICAIC), a poco tiempo de la toma del poder por los que habían

4 Véase en relación con este y otros puntos tratados en el presente apartado los libros de Emilio García Riera (1985), César Maranghello (2004) y Juan Antonio García Borrero (2007) sobre las cinematografías mexicana, argentina y cubana, respectiva- mente. 40 ISAAC LEÓN FRÍAS

iniciado la lucha en Sierra Maestra, trajo consigo la puesta en marcha de una pequeña industria, la primera que se instala en la región desde el apa- rato estatal. En la primera mitad de esa década aún no se propone, al menos no de manera clara o manifiesta, la idea de un cine regional más o menos arti- culado a partir de características comunes, es decir, aquellas que podrían definir una propuesta novedosa y alternativa. Más aún, hacia 1965 el cine argentino que se gesta a inicios de esa década se encuentra casi desplazado en el panorama de la industria local, convertido ya en un emprendimiento económicamente inviable. En la segunda mitad de los años sesenta aparecen otras iniciativas, in- dividuales o grupales, en la propia Argentina y en otras partes. El grupo Cine Liberación, que encabezan en Argentina Octavio Getino y Fernando Solanas, la obra del boliviano Jorge Sanjinés, la labor documental de Jorge Silva y Marta Rodríguez en Colombia, de Mario Handler en Uruguay, las películas de ficción de Miguel Littín y Raúl Ruiz en Chile. En ese contexto, los festivales de cine de Viña del Mar (Chile) en 1967 y 1969, la Muestra Documental de Mérida (Venezuela) en 1968 y la de Pésaro (Italia) también en 1968 levantan la bandera del nuevo cine latinoamericano (Cine Cubano 1962). Antes de ampliar la información acerca de esos encuentros, hay que señalar que no fueron los primeros que acercaron a los cineastas latinoame- ricanos. Hubo algunos que se realizaron con anterioridad, pero dos de ellos son especialmente significativos: el que se desarrolló en 1958 en Montevi- deo y el que se realizó en el festival italiano de Sestri Levante en 1962. En Montevideo se organiza el Primer Encuentro Latinoamericano de Cineastas Independientes, y allí se plantea la necesidad de la unión y se crea una co- misión coordinadora que —por lo visto— no prosperó. El Festival de Sestri Levanti reunió al grupo más amplio de cineastas latinoamericanos del que se tiene noticia hasta esa fecha. Allí estuvieron, entre otros, los argentinos David José Kohon y Rodolfo Kuhn, los brasileños Anselmo Duarte, reciente ganador de la Palma de Oro de Cannes con El pagador de promesas (1962), Gustavo Dahl y Glauber Rocha, el cubano Alfredo Guevara, el venezolano Carlos Rebolledo y la escritora mexicana Elena Poniatowska. En el docu- mento final se defiende la opción del cine independiente, sin que se haga ninguna mención expresa a la noción de nuevo cine. Se acuerda también convocar una conferencia latinoamericana de cineastas independientes. No se ha encontrado información que confirme si esa iniciativa se concretó. Todo indica que no fue así. PRIMERA PARTE 41

Es muy difícil detectar el origen exacto de la expresión “nuevo cine lati- noamericano”. Sí parece existir un cierto consenso en que fue en el Festival de Cine de Viña del Mar y Primer Encuentro de Realizadores Latinoameri- canos, desarrollados en febrero de 1967 en esa ciudad de la costa chilena, donde se gesta de manera más clara esa expresión. Si bien no era —como ya dijimos— la primera vez que se producía un encuentro de cineastas de diversos países de la región, sí parecía que lo fuese, y allí se recogió lo que se había venido articulando de manera separada en diversos países. Asistie- ron los argentinos Rodolfo Kuhn, José David Kohon y Simón Feldman, los documentalistas brasileños Geraldo Sarno, Sergio Muniz y Eduardo Cou- tinho, el cubano Alfredo Guevara, presidente del ICAIC, los venezolanos Margot Benacerraf y Carlos Rebolledo, y, por cierto, los chilenos Miguel Littín, Raúl Ruiz, Helvio Soto, además de Aldo Francia, director del festival, entre otros. En el encuentro de realizadores se fue perfilando la idea de un nuevo cine organizado en torno a ciertas propuestas comunes y a la posibilidad de establecer canales conjuntos que permitieran circular las películas por diversos países. Por primera vez se establecieron en el continente ideas que se habían venido conversando en festivales europeos, como los de Santa Margherita y Sestri Levante en Italia, más que en el propio territorio subcon- tinental. Esos festivales europeos se convierten en las plataformas pioneras para los cines de la región. Aunque el carácter político ya estaba presente en este encuentro, y no podía ser de otro modo, debido a la presencia cuba- na y de otros, podríamos decir que el énfasis estaba puesto en la necesidad de un cine “social” hecho dentro de las estructuras económicas disponibles o las que se pudieran crear en el caso de los países que no contaban con un aparato de producción y distribución, que apuntara a la conciencia de los espectadores. La Muestra Documental de Mérida de 1968 y el Festival de Viña del Mar de 1969 refuerzan el concepto del “nuevo cine latinoamericano”, con un sesgo más claramente político. En Mérida los principales premios fueron entregados a Santiago Álvarez y a Jorge Sanjinés, ambos por el conjunto de su obra, y a La hora de los hornos. A la edición de 1969 en Viña asisten los argentinos Jorge Cedrón, Gerardo Vallejo, Octavio Getino y Fernando Solanas, los cubanos Alfredo Guevara, Santiago Álvarez, Octavio Cortázar y Pastor Vega, los bolivianos Jorge Sanjinés y Óscar Soria, el colombiano Carlos Álvarez, el uruguayo Mario Handler, entre otros. El encuentro de realizadores en ese festival asume un carácter casi par- tidista en el sentido militante de la palabra. Aquí se esboza de manera más 42 ISAAC LEÓN FRÍAS

clara la idea de un cine de apoyo a los procesos de cuestionamiento del orden existente y la opción de las salidas revolucionarias. Aun cuando la entonación enfática viniera principalmente de los cineastas argentinos, los cubanos son los que toman la batuta y promoverán más tarde las iniciativas integradoras que apuntalan el proyecto de una unión de cineastas latinoa- mericanos: el Comité de Cineastas de América Latina, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. A la edición viñamarina de 1969 asistió el conocido documentalista ho- landés de larga trayectoria Joris Ivens, director del corto A Valparaíso (1962), quien fungió un poco de figura de padrino en el evento. Además de su iti- nerario militante (Ivens registró documentales tanto en la España en guerra de fines de los treinta como en el Vietnam de los sesenta), en A Valparaíso reunió entre sus colaboradores a algunos cineastas chilenos, entre ellos Sergio Bravo, como asistente de dirección. Su presencia en ese país influyó sin duda en el Cine Experimental de la Universidad de Chile, dirigido por Pedro Chaskel, y en el incremento de cortometrajes que se producen en los años siguientes, un poco el fermento de los largos que se realizan a finales de esa década. Sin embargo, antes de seguir con la gestación del movimiento del nue- vo cine latinoamericano, conviene remitirse al pasado de la industria y las prácticas fílmicas en el continente para situar mejor esta etapa de cambio.

2. Las industrias del pasado

En América Latina hubo dos grandes industrias entre la década del treinta y la del cincuenta, la mexicana y la argentina. Y una tercera de carácter más intermitente, la brasileña. Antes, durante el periodo silente la industria no floreció en ninguno de nuestros países, pese a lo cual hubo una actividad más o menos continua que no llegó a crear las condiciones para un despe- gue industrial. El público de ese entonces prefirió con holgura los produc- tos provenientes de los estudios estadounidenses y en menor medida de los europeos, y —a diferencia de lo que ocurrirá después— no prestó una atención especial a lo hecho en casa. Lo que ellos (Norteamérica y Europa) ya habían consolidado en sus respectivos países —estrellas, políticas de producción, géneros, estudios de filmación—, en América Latina era todavía una tarea por hacer. Aun así, se hizo cine, especialmente documental e informativo, pero también de ficción. La casi total desaparición de esas películas dificulta tener una PRIMERA PARTE 43 visión suficientemente clara y comprensiva de esa protohistoria del cine en la región y constituye, ciertamente, un grave vacío frente a la posibilidad de establecer lazos o nexos como los que, mal que bien, se han podido fijar en otras latitudes, aun con la desventaja que supone el que solo una pequeña parte de la producción haya sobrevivido. Es decir, si en otras partes fue una pequeña fracción la superviviente, en América Latina esa fracción es escasí- sima y, tratándose de una producción irregular, discontinua, artesanal y casi restringida al territorio nacional o, más bien, provincial o local, se pierde casi del todo una vía de conocimiento que en otras partes puede al menos vislumbrarse con mayor claridad. Por ejemplo, y si nos referimos a la obra de dos conocidos e importan- tes realizadores estadounidenses, muchas de las películas realizadas por David W. Griffith o John Ford en el periodo silente están perdidas quizá para siempre, pero es posible tener una comprensión —limitada, parcial, aproximativa— de ellas por los datos argumentales, material gráfico (fo- tos, carteles), referencias periodísticas y, especialmente, por las políticas de género ya establecidas o en vías de establecimiento en las compañías hollywoodenses. Es verdad que la ausencia de esas películas constituye un serio vacío que impide un mejor seguimiento de la progresión artística de esos cineastas, pues ver esos filmes no es solo una cuestión de conocimien- to notarial, pero si dejamos de lado ese asunto (capital, desde una perspec- tiva estética), se cuenta con más instrumentos para “llenar” esos vacíos que de los que disponemos para hacerlo con las cintas silentes latinoamericanas perdidas. La investigación ha permitido hacer un levantamiento informativo de buena parte de la producción silente en casi todos los países, y los estudio- sos y archivistas coinciden en que es muy escaso lo que se ha conservado y que las posibilidades de aparición del acervo perdido son muy limitadas, pese a lo cual no se desecha en absoluto que ello ocurra eventualmente, especialmente por lo que pudieran tener algunos archivos estadounidenses y europeos. De hecho, cada cierto tiempo aparece algún material y no se puede —ni se podrá— considerar cerrada la lista de películas recuperadas5. La incorporación del sonido contribuyó en todo el mundo al asentamien- to de las cinematografías nacionales, pues el registro oral y el musical, así como caracterizan las sonoridades propias de un país, también favorecen los apegos del público. Eso que da una nueva dimensión a la producción

5 Véase, para el caso del cine mudo, la página web The Silent Era, en la que, lamen- tablemente, el cine latinoamericano está totalmente ausente. Algo así habrá que hacer desde la región y a través de los archivos fílmicos. 44 ISAAC LEÓN FRÍAS

de Hollywood y que marca las diversas identidades de las cinematografías europeas ocurre en México y Argentina. El sonido se convierte en esos paí- ses en el factor decisivo del despegue y, después, de la consolidación de la industria. No es el único, desde luego, pero sí el que se halla en el punto de partida. Gracias al sonido, los acentos locales e idiosincráticos se difunden, del mismo modo que los intérpretes imponen sus presencias con el apoyo de sus voces y, algunos de ellos, de las melodías que entonan. Pocos años antes el medio radial había instalado el registro sonoro al amparo de las ondas electromagnéticas, pero las figuras de las radios no tenían rostro. En México y Argentina algunas de esas figuras, y especialmente los cantantes, adquieren una fisonomía visible al pasar a la pantalla grande. En ellos, junto a quienes provenían del teatro, de los espectáculos de va- riedades o incluso del cine estadounidense (el caso de Dolores del Río o el más fugaz de Lupe Vélez en México) está el germen del estrellato, que no tendrá la dimensión del poderoso vecino del norte, mas sí un relieve que en estas últimas décadas prácticamente no existe. Así, México va establecien- do, poco a poco, el estrellato más arraigado en el continente, después del estadounidense, con una enorme proyección allende las fronteras del país norteño. Según Carlos Monsiváis:

La influencia de la cinematografía nacional pronto se extiende en Amé- rica Latina. En todo el continente la escena es la misma: se acude al cine para enterarse de los temas de conversación de la siguiente semana, a ratificar y rectificar la nueva cultura familiar, a memorizar las atmósferas indispensables (Monsiváis 1994: 91).

Asimismo, con el sonido empiezan a configurarse los géneros de mayor arraigo a nivel continental, y no solo en México y Argentina. En México, se desarrollan el melodrama urbano, mayormente arrabalero, y la comedia en sus vertientes ranchera y urbana, siempre con una infaltable cuota de canciones, más abundante en la comedia ranchera y, en orden decreciente, en el melodrama y la comedia urbana. En Argentina, se trabajan el melo- drama y la comedia urbana, principalmente. Por cierto, los intercambios no estuvieron ausentes. La comedia introdujo componentes melodramáticos y viceversa. No son los únicos géneros destacables. México y Argentina cultivaron modalidades propias del policial, de la épica (cercana al wéstern en México; en Argentina es la épica gauchesca de la independencia y de la pampa), del horror (más copioso en México), del espectáculo musical, entre otros. Para México, Monsiváis señala: PRIMERA PARTE 45

La idea de la diversión autoriza la difamación de la realidad (el campo de las comedias rancheras es de cuento de hadas)... se convierte el entrete- nimiento en filosofía de la vida, y se canjea la épica de la historia por la épica rebajada y fantástica que complementan las risas y las lágrimas de los domingos por la tarde (Monsiváis 1994: 91).

Tango, de Luis Moglia Barth, es el título fundador en Argentina. En Méxi- co, el melodrama Santa, pero el que marca el despegue internacional de la cinematografía norteña es Allá en el Rancho Grande, lo que convierte a esa industria en el Hollywood chico, al decir de Carlos Monsiváis. Nótese que esos hitos iniciales están ligados a los dos géneros más vinculados al des- pliegue musical en la región: el melodrama y la comedia ranchera. Como ocurrió en los estudios de Hollywood desde los años diez, en los de México se van configurando las identificaciones entre la estrella y el género, aunque esas identificaciones no fueran ni mucho menos monolíticas, salvo escasísi- mas excepciones, como la de la gran estrella de esa cinematografía, Mario Moreno, Cantinflas. Así como Cantinflas es el representante por excelencia de la comedia bufa (es uno de los pocos que nunca incursionó en otros géneros), Jorge Negrete lo es de la comedia ranchera, Arturo de Córdova y Dolores del Río del melodrama, y Pedro Infante de la comedia costumbrista y también del melodrama ¿Por qué México y Argentina? ¿Por qué no otros países? Porque México y Argentina poseían en esos años una solidez económica ausente en los otros y además contaban con un volumen de población urbana y un mer- cado interno relativamente grandes. A eso se suma el arraigo no solo local de ritmos musicales, el bolero y la canción ranchera en México, el tango y la milonga en Argentina. Incluso la música caribeña es asimilada por la industria mexicana y será el soporte musical de las rumberas (Ninón Sevilla, Tongolele, María Antonieta Pons...) con la orquesta de Pérez Prado y otras. También cuenta el hecho de que ambos países tenían zonas de influencia regional, México en Centroamérica, el Caribe y la población hispanohablan- te en Estados Unidos, pero también en América del Sur. Argentina, princi- palmente en Uruguay, Paraguay, Chile, el Perú, Bolivia y Colombia. En este último país, la muerte de Carlos Gardel en un accidente aéreo en Medellín en 1935 lo “gardeliza” aún más de lo que estaba y lo apega a la adhesión al tango y a las películas . Por eso, el éxito interno se multiplica en su salida al exterior, y el territorio latinoamericano se convierte en el espa- cio de la distribución de esas dos industrias con un nivel de popularidad que hoy podría resultar poco comprensible. 46 ISAAC LEÓN FRÍAS

Al respecto, Carlos Monsiváis dice:

No creo exagerado un señalamiento: varias generaciones latinoamerica- nas extraen una porción básica de su formación melodramática, senti- mental y humorística del equilibrio (precario y sólido a la vez) entre el cine de Hollywood y las cinematografías nacionales. Miles de películas aportan el idioma de las situaciones límite, las canciones que son voce- ro de la época, los rostros de excepción o de todos los días, el habla incomprensible y por lo mismo muy expropiable, y la ubicación de los elementos caricaturales de la ignorancia, la barbaridad y la gazmoñería (Monsiváis 2000: 61).

En algunos otros países hay, por cierto, brotes de producción, incluso importantes. Uno de ellos es Chile, un país que exhibe una cierta conti- nuidad fílmica, pero dentro de un volumen muy limitado. En Cuba hay también una producción continua, y es el único país del área caribeño- centroamericana en el que se hace cine regularmente. Es decir, es una pro- ducción local que supera en volumen incluso a la que se realiza en varias naciones sudamericanas. En Colombia, el Perú y Venezuela, por ejemplo, las iniciativas son más aisladas, aunque en el caso peruano hubo un inten- to de levantar el volumen de producción en la segunda mitad de los años treinta, que culminó con la llegada de la Segunda Guerra Mundial, que trajo consigo la virtual desaparición de la película virgen con la que se abaste- cían las cintas locales. En Venezuela hay también un brote de producción con algunos títulos significativos hacia 19506. El caso de Brasil es muy particular. El país con el mayor territorio geo- gráfico de la región no consigue establecer una industria sólida y su pro- ducción tiene constantes altibajos, y desplaza en algunos periodos el eje de la producción de los estudios de Río de Janeiro a los de São Paulo. Por lo demás, y con contadísimas excepciones, es una producción para el merca- do local, y en una pequeña proporción para el de Portugal. Aun cuando se pueda especular con la cercanía entre las lenguas castellana y portuguesa, el hecho es que el portugués constituye una de las barreras que dificulta difundir las películas brasileñas (el costo del doblaje y del subtitulado tam- bién contribuyen al efecto disuasivo), pero sobre esa barrera está la escasa comunicación que generan con el público de otras partes, por ejemplo, las llamadas “chanchadas”, que son comedias populares cariocas de un humor

6 Además de los libros de García Riera y Maranghello ya citados, puede leerse para ampliar la información proporcionada en este apartado los libros de Paulo Antonio Paranaguá (1984), sobre las cinematografías de América Latina, y de Fernão Ramos (1987), sobre la historia del cine brasileño. PRIMERA PARTE 47 local, producidas principalmente por la compañía Atlántida, y también la ausencia de figuras de convocatoria amplia, como las que tuvo México y, en menor medida, Argentina. La gran figura brasileña de las décadas del treinta y cuarenta se hace internacionalmente conocida no a través de las películas que interpretó en su país, sino de las estadounidenses que la tuvieron como exótica cantante y bailarina tropical. Me refiero a Carmen Miranda, quien fue en su momento una de las pocas grandes figuras de origen latinoamericano en el escenario fílmico hollywoodense. Si las películas brasileñas casi no tuvieron difusión más allá de sus fron- teras, no ocurrió lo mismo con las películas argentinas y mexicanas dentro de Brasil, pues hubo un flujo constante de cintas de esas cinematografías en las pantallas de Río, São Paulo, Porto Alegre, Belo Horizonte y otras grandes ciudades, así como en las más pequeñas. Las comedias de Mario Moreno, Cantinflas, alcanzaron una popularidad inusitada en el enorme país atlánti- co, considerando que el recurso más peculiar del humorista eran los juegos verbales, pero también los melodramas con María Félix, Dolores del Río, Arturo de Córdova, entre otros. Como para confirmar que los brasileños son más receptivos al español que los hispanohablantes al portugués.

3. Auge y decadencia de la industria

No se podría entender la solidez del cine que se hizo en la región durante casi tres décadas sin la solvencia económica, tecnológica y profesional de las empresas cinematográficas, así como de la infraestructura y amplitud de los estudios. Al respecto, Octavio Getino señala:

Nacidas con el auge del cine sonoro en algunos países de la región, estas empresas reprodujeron el modelo industrial hollywoodense: gigantescas instalaciones, grandes plantas de personal fijo, tecnologías modernas para su tiempo, desproporcionados depósitos de utilería y escenografía..., es decir, un modelo que por su incorporación acrítica al espacio nacional resultaba desproporcionado con lo que estaba ocurriendo en la econo- mía y en la industria de cada país. Sus componentes más significativos aparecieron en la Argentina de las décadas de los veinte y los cuarenta con los ya desaparecidos , Lumiton, Argentina Sono Films, capaces de realizar los procesos integrales de una producción. En Chile intentó hacerse algo parecido con la empresa estatal Chile Films, creada a fines de 1941. En México, con la política nacionalista de Láza- ro Cárdenas, el Estado financió la creación de los primeros estudios de cine..., los estudios Clasa (Cinematográfica Latinoamericana S. A.), imple- mentados en 1938. No mucho después aparecerían los estudios América 48 ISAAC LEÓN FRÍAS

y Churubusco-Azteca, promovidos con el apoyo de Estados Unidos y destinados a repetir el modelo industrial hollywoodense. Algo semejante ocurrió en Brasil, a partir de 1941, con Atlántida Cinematográfica, empre- sa radicada en Río de Janeiro, que, de ocho largometrajes producidos en 1943, saltaría a 21 seis años después (Getino 1987: 33).

El cine mexicano y el argentino empiezan a tener un enorme éxito in- terno y una proyección continental alrededor de 1935. Hacia 1940 México se convierte en la principal potencia industrial del cine de la región, pero Argentina mantiene un volumen de producción respetable. Sin duda la es- tabilidad que ofrecen las sucesivas administraciones del Partido Revolucio- nario Institucional (PRI), en México, contribuye a esa posición de superio- ridad, mientras que en Argentina las turbulencias políticas tienen efectos perturbadores en la actividad fílmica. Pero también la cercanía geográfica de México con Estados Unidos y la asociación que establecen al inicio de la Segunda Guerra Mundial favorecen los intereses de la producción fílmica de ese país, mientras que la posición de neutralidad argentina inhibe a Es- tados Unidos del envío de película virgen, un bien relativamente escaso en el periodo de la guerra. En realidad, durante la guerra, Estados Unidos le deja a México parte de su mercado continental que, años después, y sobre todo en el curso de los cincuenta, recupera para su industria fílmica, con lo que le asesta un duro golpe a la industria vecina7. En relación con la presencia del cine de esos países en la región, Carlos Monsiváis afirma:

A la dictadura de Hollywood las cinematografías nacionales oponen va- riantes del gusto, que derivan de la sencillez y simplicidad en materia de géneros fílmicos, de los presupuestos a la disposición, de métodos para entenderse con la censura, de estilos de los directores, de capacidad de distribución internacional, de aptitudes actorales, de formación de los argumentistas, etcétera. Hollywood intimida, deslumbra, internacionaliza, pero el cine de América Latina depende de la mimetización tecnológica y el diálogo vivísimo con su público, que se da a través de lo ‘nacio- nal’: afinidades, identificación instantánea con situaciones y personajes (la simbiosis de pantalla y realidad), forja del canon popular (Monsiváis 2000: 62).

Argentina no consolida un estrellato de alcance continental tal como lo hace México. Incluso la inesperada muerte del cantante y actor Car- los Gardel en un accidente aéreo en la ciudad de Medellín en 1935 priva

7 Maranghello explica esas circunstancias con mayor extensión en la página 112 del libro citado. PRIMERA PARTE 49 a Argentina de su figura más internacional. Gardel había consolidado su imagen protagónica no solo de la canción popular porteña, sino también del cine en castellano. Era la gran figura latinoamericana de la canción, sin que esto signifique que, salvo alguna rara excepción, interpretara temas no argentinos. Pero, asimismo, había filmado varias películas “hispanas” de la Paramount, primero en los estudios Joinville de París y luego en los estu- dios Astoria de Nueva York, con muy buena acogida en los diversos países del continente, y se dirigía a continuar a sus 45 años una carrera de seguro privilegiada en su país. Su muerte impidió que eso ocurriera y no hubo luego ningún cantante- actor que cubriera el espacio dejado por Gardel. Por cierto, esas produccio- nes estadounidenses en español protagonizadas por Gardel difundieron lo “argentino” internacionalmente, antes de que lo hicieran las propias pelí- culas argentinas sonoras, por lo que de algún modo fue Gardel la primera figura internacional de un cine de la “argentinidad” no hecho en Buenos Aires, sino en estudios de París y Nueva York por productores de Estados Unidos. En México, en cambio, Tito Guizar se convierte en un actor cotizado a partir del éxito de Allá en el Rancho Grande, y unos pocos años después aparecen las figuras de Jorge Negrete y Pedro Infante, entre otras, que lle- gan a tener una proyección seguramente cercana a la que hubiese podido tener Gardel en el cine de no mediar el infausto desastre aéreo. A falta de un gran actor-cantante en las empresas bonaerenses, la gran figura argen- tina de actriz-cantante será Libertad Lamarque, cuyos filmes Madreselva y Besos brujos se convierten en grandes éxitos continentales a fines de los treinta. Sin embargo, y para mala suerte del cine de su país, Lamarque se enemista con la todopoderosa Eva Perón en 1946 y se traslada al país de la competencia, donde proseguirá su carrera. Casi una ironía para la indus- tria argentina, pues su figura de mayor proyección internacional se pasa al bando mexicano. Por su parte, otras populares intérpretes argentinas, como Nini Marshall o Tita Merello, no trascendieron las fronteras rioplatenses con la misma fuerza, pues su idiosincrasia era más porteña y, por tanto, más eficaz en el contacto con las audiencias argentinas o uruguayas, lo que no significa en absoluto que no alcanzaran grados variables de popularidad en otros países, como también ocurrió con el cómico Luis Sandrini y otros intérpretes. En relación con Argentina, César Maranghello afirma:

A partir de 1933, el cine argentino ofreció a su público una ilusión de uniformidad, y cumplió un papel similar al del criollismo literario. Su dis- curso sintetizó el naturalismo fotográfico y rescató los modos de hablar 50 ISAAC LEÓN FRÍAS

de los argentinos. Así, el público participaba activamente en las funcio- nes y se emocionaba cuando se denunciaban situaciones de injusticia... También se fue dibujando un mapa de preferencias temáticas: un cine conservador y populista que trabajó con la nobleza de los humildes y el despotismo de los ricos. El melodrama se codeó con el sainete y las co- medias costumbristas aportaron mensajes moralizadores. El cine clásico ofreció una tradición narrativa que perduró hasta el fin de la era de los estudios, y que luego heredaría la televisión (Maranghello 2005: 70-72).

La llamada época de oro del cine mexicano, que alcanza su etapa de apogeo en los años cuarenta, empieza a debilitarse en la década siguiente. Otro tanto ocurre en Argentina, aunque en este caso el debilitamiento se inició antes. Esas cinematografías —a diferencia de lo que luego afirmaron los voceros de los nuevos cines— harán un importante aporte a la constitu- ción de un cine nacional y popular, aun cuando, y en contra de una cierta ortodoxia marxista, ese cine no proviniera del pueblo, sino de sectores empresariales que orientaban la producción y lo hacían dentro de esa diná- mica en la cual la respuesta del público significaba la posibilidad o no de continuar en una dirección determinada. Al respecto, Jesús Martín-Barbero observa:

El cine medía vital y socialmente en la constitución de esa nueva expe- riencia cultural, que es la popular urbana: él va a ser su primer ‘lenguaje’. Más allá de lo reaccionario de los contenidos y de los esquematismos de forma, el cine va a conectar con el hambre de las masas por hacerse visi- bles socialmente. Y se va a inscribir en ese movimiento poniendo imagen y voz a la ‘identidad nacional’. Pues al cine la gente va a verse, en una secuencia de imágenes que más que argumentos le entrega gestos, ros- tros, modos de hablar y caminar, paisajes, colores. Y al permitir al pueblo verse, lo nacionaliza... Con todas las mistificaciones y los chauvinismos que ahí se alientan, pero también con lo vital que resultaría esa identidad para unas masas urbanas que a través de ellas amenguan el impacto de los choques culturales y por primera vez conciben el país a su imagen (Martín-Barbero 1987: 181).

El debilitamiento interno que se inicia en los años cincuenta en México y se acentúa en Argentina tiene varias causas: desgaste de los géneros (de su funcionamiento expresivo) por repetición banalizada de temas y moti- vos, muerte o decaimiento de las figuras dominantes de la actuación y de la dirección, estructuras técnicas y administrativas muy cerradas y burocra- tizadas, con escasa apertura a los cambios y a las potenciales novedades. Pero el factor capital está en la incorporación y gradual crecimiento del medio televisivo, especialmente en México. Mientras que los años cincuenta muestran una industria hollywoodense que responde con habilidad a los PRIMERA PARTE 51 desafíos de la televisión emergente (en pantallas chicas y en blanco y ne- gro), que empieza a afectar la asistencia a las salas, no ocurre lo mismo en México o Argentina. Hollywood se abre a las pantallas anchas, a la tercera dimensión y al cinerama, al sonido estereofónico, al technicolor, que se va extendiendo progresivamente y que va siendo acompañado por otros re- gistros cromáticos, y con ellos a los espectáculos musicales, de aventuras y épico-históricos envolventes. En cambio, el crecimiento de la industria televisiva que se instala para convertirse poco a poco en la gran industria audiovisual, en primer lugar en México, será a la larga el golpe mortal para la actividad fílmica, aunque el decaimiento no se perciba de forma inmediata y se prolongue por varios años. Al respecto Paulo Antonio Paranaguá, dice: “La televisión solo conso- lida su posición en México, Brasil y Argentina en la década de los sesenta y avasalla a todos los demás medios en la década de los setenta. Antes de eso, no compite con el cine o por lo menos no afecta a su público” (Here- dero y Torreiro 1996: 281). En ese proceso, el cine en México y Argentina, además de perder el monopolio audiovisual que ostentaba, va quedando relegado a un segundo lugar en términos de preferencias del público. De allí que el decrecimiento de los volúmenes de producción, la pérdida pro- gresiva de los mercados extranjeros y la ausencia de brújulas en el interior de esas industrias cierran una relativamente larga y próspera etapa, que no se repetirá posteriormente. De manera lenta e irreversible, la situación se va modificando, y en ese contexto surgen propuestas individuales o empeños más o menos aso- ciados o conectados que apuntan a un nuevo cine. Otro tanto ocurre en Brasil, que en los años cincuenta experimenta el mayor desafío industrial: la creación en São Paulo de grandes y complejos estudios de la compañía Veracruz, cuyo fracaso, después de algunos títulos notorios, entre los que se cuenta O cangaceiro, de Lima Barreto, termina con las ilusiones de una industria que quería hacerse no solo a lo grande, sino también casi a la manera de Hollywood y que estimula sin proponérselo el surgimiento del cinema novo, como una reacción a ese sueño elefantiásico de reproducir los estudios californianos en tierras tropicales. Cierto, no fue la única ni la principal razón que explica la aparición del cinema novo, pero es una de ellas, y no poco significativa.

4. Antecedentes de los nuevos cines en América Latina

Los factores mencionados no son los únicos que crean las condiciones favorables al cambio; existen asimismo otros muy importantes que tienen 52 ISAAC LEÓN FRÍAS

que ver con la aparición de una generación de cineastas jóvenes, con los procesos políticos que se viven en la región y el mundo, con la influencia de lo que ocurre en otras cinematografías, tanto en Estados Unidos como en países de Europa y, en menor medida, de Asia y África, y también con procesos culturales que se viven en todos o, de manera particular, en al- gunos países. Estos grandes temas serán tratados con cierta amplitud más adelante. Lo que a continuación reseñaremos son los antecedentes de las nuevas actitudes o miradas frente al cine en el interior de las industrias la- tinoamericanas o en sus márgenes. Cabe señalar que hacia fines de los cincuenta y comienzos de los se- senta hay una perspectiva fuertemente crítica del pasado fílmico, casi un rechazo o una negación a lo hecho antes, con algunas excepciones. Aquí se repite un poco, mutatis mutandis, lo que podemos comprobar en los años cincuenta con el grupo de la revista Cahiers du Cinema, más tarde el cogo- llo de la nouvelle vague francesa, y con otros grupos o individualidades de los movimientos renovadores de otras partes, como el claro distanciamiento frente al cine hecho antes, llamado en Francia el “cine de papá”. Pero así como la nouvelle vague reivindicó algunos nombres, algunos “padres”, también eso ocurrió, aunque en menor medida, en el ámbito la- tinoamericano. En México, por ejemplo, hay una figura ahora indiscutida, pero que durante los quince años de su actividad regular en esa nación no tuvo el reconocimiento que alcanzará más adelante: Luis Buñuel. En efecto, el español afincado en México empieza a lograr una aprobación cada vez mayor a partir de sus últimos largometrajes mexicanos, Nazarín y El ángel exterminador, y, en medio de los dos, el español Viridiana, Palma de Oro del Festival de Cannes de 1961. Antes solo Los olvidados había concitado la casi unanimidad en el balance de las opiniones y comentarios favorables. Una mayor atención a la obra mexicana de Buñuel por parte de la nueva crítica de ese país, así como de algunos de los futuros realizadores, rescata de manera entusiasta el talento de un autor capaz de extraer de argumentos más o menos convencionales, personajes, situaciones, detalles o atmós- feras que alcanzan una capacidad inquietante o perturbadora, irónica o irrisoria, fantástica u onírica. Se descubre o redescubre la dimensión de extrañamiento que suscitan películas como Él, Ensayo de un crimen (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz), Subida al cielo, Susana, El bruto, Don Quintín, el amargao, entre otras. Buñuel pasa a ser, sin discusión, el gran autor del cine mexicano, entendiendo la autoría como esa disposición o capacidad para personalizar las películas con motivos propios y un estilo distinguible, en este caso dentro de un trabajo creativo de equipo y en el interior de una maquinaria industrial. PRIMERA PARTE 53

Además de Buñuel, algunas películas, más que realizadores propiamen- te, aparecen como antecedentes de las nuevas posiciones. Varias de ellas se asocian al documental o a los modos de la ficción que se nutren de referen- cias documentales o de las marcas del realismo, como el que inspiran las obras del neorrealismo italiano, y también de ese realismo social español que representa, por ejemplo, Surcos, de Nieves Conde. En la producción mexicana, Redes, de Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann; Raíces, de Benito Alazraki; Torero, del español afincado en México Carlos Velo, son algunos de esos títulos —digamos— precursores. Como lo es también la nueva novela mexicana, la que ejemplifica Juan Rulfo, que tendrá una in- fluencia muy ostensible en esa primera promoción del nuevo cine mexica- no que vendrá luego, como la encontramos también en el cine argentino de comienzos de los sesenta en relación con algunos de sus narradores contemporáneos. Más que en otras partes, en México también ejercen una influencia las artes plásticas: no por nada el prestigio artístico del México del siglo XX provino en primer lugar de sus famosos muralistas. Pero no son ellos los que ejercen esa influencia directa, sino más bien pintores con- temporáneos de los cineastas como José Luis Cuevas o Vicente Rojo. En Argentina hay dos nombres que preceden la aparición de la gene- ración que apunta al cambio. Ellos son Leopoldo Torre Nilsson y Fernan- do Ayala, realizadores que —como Buñuel en México— trabajan en la industria, pero con propuestas expresivas más personales. Torre Nilsson, especialmente, es la figura autoral más notoria del cine del país del sur en las décadas del cincuenta y sesenta, y sus fricciones con la censura, más una clara proyección a los festivales internacionales y la difusión, al menos parcial de su obra, le dan una notoriedad más allá de las fronteras de su país que no tuvo ningún otro director argentino de su época. Torre Nilsson encarna, entonces, una independencia creadora que funciona como un re- ferente en la actitud que inspira las producciones de los cineastas jóvenes a inicios de los sesenta. Hay, además, diversas cintas argentinas cuya temá- tica social está dominada por el realismo, que se pueden reconocer como antecedentes: desde Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, hasta Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril; desde Apenas un delincuente, de Hugo Fregonese, hasta La patota, de Daniel Tinayre; desde Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos, hasta El secuestrador, de Leopoldo Torre Nilsson, hijo de Torres Ríos. Cierto, es un realismo reconstruido parcialmente en los estudios y con actores profesionales conocidos, pero hay incursiones en escenarios natu- rales, capitalinos, provincianos o campestres, un registro más seco y una voluntad testimonial. Por otra parte, y fuera de esa tradición, igual que en 54 ISAAC LEÓN FRÍAS

México la narrativa que se despliega en esos años es también una fuente de influencia. Por ejemplo, los textos de Beatriz Guido o los relatos de Julio Cortázar. En Brasil hay un antecedente cercano que tiene la particularidad de integrarse al cinema novo, el realizador Nelson Pereira dos Santos. Pereira filmó en 1956 y 1957 las dos primeras partes de una trilogía que no pudo culminar, Río, 40 grados y Río, zona norte. Casi una variación de los títulos emblemáticos del neorrealismo italiano (Roma, ciudad abierta, Alemania, año cero, Roma, hora 11), esos filmes, tributarios del neorrealismo cuya incidencia en los nuevos cines trataremos más adelante, produjeron una cierta conmoción entre los espectadores jóvenes habituados a un espectá- culo más apegado al exotismo o al carácter pintoresco de ciudades, lugares y personajes. Ya en los años sesenta, Pereira dos Santos dirigirá una de las películas de bandera del cinema novo: Vidas secas, basada en una obra del escritor Graciliano Ramos, una de las figuras literarias de referencia en el nuevo movimiento. Hay otro nombre, anterior, que se rescatará de una tradición muy cues- tionada, como se puede leer en el libro Revisión crítica del cine brasileño, de Glauber Rocha, el cineasta de proa del cinema novo. Es el de Humberto Mauro, nacido en Minas Gerais e iniciado en el periodo silente, cuyas pelí- culas Brasa dormida, Sangue mineiro y Ganga bruta pasan a ser parte de ese acervo creativo del que se nutren los cineastas del cinema novo (Rocha 1971: 27-39). En otras partes, incluida Cuba, no hay antecedentes locales rescatables por los realizadores de esos países, aunque en el caso cubano la negación oficial de todo lo hecho antes impidió una evaluación más ecuánime de la historia fílmica prerrevolucionaria, y solo el mediometraje El mégano (1956), codirigido por Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, fue reivindica- do como precursor de lo que se hará a partir de 1959. En Bolivia la obra del documentalista Jorge Ruiz opera como una referencia significativa, aunque no tenga el peso que algunos autores alcanzan en otros países. A tener en cuenta que, salvo en México y Argentina (y parcialmente en Brasil), donde hay una continuidad histórica, en los otros países el cine avanza de mane- ra intermitente, accidentada y discontinua, y en ese proceso lo anterior se olvida, se ignora o, simplemente, no existe más o existe como una mera referencia “de papel”, es decir, solo consignada en libros o revistas. No era ese el caso de Jorge Ruiz, pues siguió haciendo cine en la década del sesen- ta, aunque no dentro de los moldes de lo que se consideró el nuevo cine. PRIMERA PARTE 55

5. Una nueva generación de cineastas

Hasta la década del cincuenta, la mayor parte de los realizadores hizo ca- rrera en las industrias de sus países, desde funciones complementarias y ayudantías hasta acceder finalmente a la dirección, sin haber pasado antes por la universidad o las escuelas profesionales, que, además, prácticamen- te no existían. Después de la guerra, hay un número creciente de jóvenes con vocación de cineastas que se forman en escuelas y, como en América Latina no había en ese entonces ninguna que pudiera llamarse tal, los que sienten el llamado de la vocación optan por hacerlo en Europa y, en menor medida, en Estados Unidos. Son varios los futuros directores de los años sesenta que siguen estudios en Europa en la década del cincuenta o en los mismos sesenta. En el Centro Sperimentale di Cinematografia, de Roma, los cubanos Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa, Néstor Almendros, el argentino Fernando Birri, los brasileños Gustavo Dahl, Paulo Cesar Sarace- ni, Trigueirinho Netto y Luís Sérgio Person, los venezolanos Enver e Ivork Cordido, el chileno Héctor Ríos, y ellos son solo los nombres de mayor prominencia posterior. En el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos de París (Idhec) en- contramos a los brasileños Ruy Guerra (de origen mozambicano) y Eduardo Coutinho, los venezolanos Margot Benacerraf, Carlos Rebolledo, Fina Torres y Luis Armando Roche, el colombiano Francisco Norden, los mexicanos Felipe Cazals y Paul Leduc, el argentino Humberto Ríos. En otras escuelas europeas se forman la colombiana Marta Rodríguez, el hispano-colombiano José María Arzuaga, el chileno Patricio Guzmán, entre algunos más, con- siderando siempre los nombres más representativos, pues la cantidad es mayor y continúa en las décadas siguientes. Que la mayor parte de los que activan el nuevo cine que se hace en el continente desde fines de los años cincuenta y durante las dos décadas siguientes provengan de escuelas europeas explica en parte la adhesión o la simpatía por estilos como los que propicia el neorrealismo en Italia o la nouvelle vague en Francia, o géneros como el documental, que se ven favorecidos a fines de los cincuenta por la aparición de nuevas cámaras, la mayor disposición al manejo manual de ellas, etcétera. En 1956 se crea el Instituto de Cinematografía de la Universidad Nacional del Litoral de Santa Fe (Argentina), dirigido por Fernando Birri, un centro de formación tributario de las propuestas del neorrealismo y del género documental. En Chile aparece el Instituto Fílmico de la Universidad Católica de Santiago en 1955, y la Universidad de Chile crea un departamento de cinematografía, dirigido por el documentalista Sergio Bravo, en 1960. Más 56 ISAAC LEÓN FRÍAS

adelante, en 1963, la UNAM abre el Centro Universitario de Estudios Cine- matográficos, que se mantiene hasta la actualidad como uno de los centros de formación fílmica más solventes de la región. Por esas escuelas pasarán otras figuras de esa generación que propician cambios. Asimismo tienen un rol relevante en mayor o menor medida los cineclu- bes, las cinematecas, las revistas de cine y algunos críticos. Por ejemplo, en México la revista Nuevo Cine, en la que participan el crítico Emilio García Riera y los realizadores Manuel Michel, Eduardo Lizalde y Jomi García As- cot, promueve a inicios de los sesenta una renovación del cine de su país, y en ella se encuentra el origen de En el balcón vacío, un filme de García As- cot de carácter independiente, inusual en el panorama del cine de México. En Brasil los críticos Paulo Emílio Sales Gomes y Alex Viany (este también realizador) son dos de los promotores de un cine despojado de los atuen- dos tradicionales del cine de género. Otro tanto ocurre en Cuba en los años cincuenta a través de la Cinemateca y de la sociedad Nuestro Tiempo, en las que participan varios de los futuros cineastas de la revolución8. Es decir, se va construyendo una nueva manera de ver el cine. Antes los cineastas, que podían tener incluso un soporte intelectual propio, eran hombres de la industria y concebían el cine como un medio de comunica- ción dirigido a satisfacer las expectativas del público. No dejó de hacer eso Buñuel o el propio Torre Nilsson. Cierto, Buñuel supo activar su propia poé- tica dentro de los entresijos del relato de género. No fue más allá porque los productores no se lo hubiesen permitido. Por su parte, Torre Nilsson apuntó a un público de clase media muy extendido en el país y capaz de sostener una línea de producción que en otras partes, y en el propio México, hubiese sido seguramente insostenible. Pero no se arriesgó demasiado, ni tampoco le interesó hacerlo, en formulaciones estéticas que pudiesen poner en difi- cultades la comunicación. Torre Nilsson era un hombre de la industria, hijo de un realizador de la etapa del auge de la cinematografía porteña y forjado desde chico en las tareas fílmicas. En cambio, los que llegan a la industria o a la actividad fílmica en paí- ses sin industria serán desde fines de los cincuenta titulados en escuelas o

8 La Sociedad Cultural Nuestro Tiempo fue fundada en La Habana en 1951. Formada por artistas e intelectuales de inclinación o militancia socialista, reunió entre sus miembros a varios de los más prominentes representantes del ICAIC, como Alfredo Guevara, Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea y José Massip. Tuvo activa participación en la vida cultural de Cuba, y sufrió censura y presión constante hasta la llegada de la revolución, en que la sociedad se disuelve y la mayor parte de sus integrantes se incorpora a diversas instancias del nuevo gobierno. PRIMERA PARTE 57 gente que proviene de la crítica y del cineclubismo, y que establecen una relación distinta con la industria y con el cine que tienen en mente. No es el caso de la totalidad, por supuesto, sino de los que promoverán la idea y la práctica de un cine diferente, que acentúa la función social, la libertad de expresión creativa o las banderas de la autoría. De ese fermento se nutre la mayor parte de los que constituyen la punta de lanza de los cambios que insurgen en los años sesenta. Buena parte de los jóvenes que forman el movimiento del cinema novo proviene del cine- clubismo y en una cierta medida también de la crítica en una etapa en la que ser crítico y ser cineclubista eran las dos caras de la misma moneda. Estamos, entonces, ante una generación “extendida” (porque entre ellos po- día haber diferencias de diez o más años de edad) que se confrontará con la realización fílmica a partir de una capacitación profesional previa o de una formación especializada por la práctica de ver cine con ojos analíticos. Una generación con un concepto claro de lo que quería hacer y que se distancia de la mayor parte de los referentes tradicionales de sus propias industrias o prácticas cinematográficas y que apunta a una expresión distinta. Una generación, por último, que en consonancia con los cambios cinematográ- ficos que se operan en otras latitudes y con el contexto político-social que se vive en sus países y en la región, promueve una ruptura con el pasado y el inicio de una nueva etapa.

6. Los nuevos cines en el mundo

La segunda mitad de los años cincuenta es el marco en el cual empiezan a florecer diversos movimientos renovadores en el interior de cinematografías consolidadas o en sus áreas periféricas, sobre todo en el continente euro- peo. El neorrealismo italiano había propiciado después de 1945 una manera distinta de acercarse a la realidad exterior y había convertido el testimonio social en una aspiración privilegiada. En ese influjo, al que se suman otros más, tradiciones y circunstancias locales y el deseo de mayores cuotas de libertad, aparece un grupo de películas polacas, entre las que sobresalen las que dirige Andrzej Wajda (Generación, La patrulla de la muerte, Cenizas y diamantes) y, más adelante, en el borde del inicio de la nueva década, las obras iniciales del free cinema británico y las de la nouvelle vague. No son las únicas, pues junto a las anteriores, y ya a comienzos de los años sesenta, en Italia surge una nueva generación con el poeta Pier Paolo Pasolini y los jóvenes Bernardo Bertolucci y Marco Bellocchio, entre otros, que perfila nuevos modos de encarar la creación. En Checoslovaquia se va 58 ISAAC LEÓN FRÍAS

gestando una corriente contestataria que caracterizará el periodo de la lla- mada Primavera de Praga, cuando el presidente Alexander Dubček promue- ve un modelo de “socialismo con rostro humano”. En esa misma década, en España, Alemania y Suiza hay novedades que configurarán corrientes como el Nuevo Cine Español, la Escuela de Barcelona, los nuevos cines alemán y suizo. Al otro lado del Atlántico, en Nueva York y en Montreal, aparecen corrientes alternativas de signo contrario a las tradiciones fílmicas de sus países9. Casi todos estos movimientos suponen un cuestionamiento del orden industrial hegemónico y sus modelos expresivos. Preconizan un cine de au- tor, en el que la subjetividad del creador o el compromiso social reemplace a los imperativos económicos y a las demandas del mercado, sin que todos ellos hagan tabla rasa de la existencia del público de las salas comercia- les, ineludible audiencia de los que harán películas dirigidas a esas salas. Pero es un tiempo de “pulseo” en el que se suceden las películas con un fuerte componente “experimental” o, al menos, con propuestas distintas a las precedentes o simultáneas en sus respectivas cinematografías, pues la aparición de estas corrientes no termina ni mucho menos con las líneas de una producción “tradicional”, aun cuando inevitablemente la afecta, como ocurre de manera especial en Francia, donde el remezón que produce la nueva generación obliga a un cierto replanteamiento de las políticas de pro- ducción de las empresas locales y una “modernización” parcial de motivos argumentales y rasgos de estilo. Por cierto, hay diferencias muy claras entre cada movimiento e, incluso, dentro de ellos. Pero tienen en común un espíritu similar que se sacude de las formulaciones canónicas, que apela a distintos tipos de ruptura (del encadenamiento del relato, de la modulación del registro interpretativo, del empleo de la cámara, del ritmo, del acompañamiento musical...) y que muestra situaciones o imágenes antes ausentes o tratadas de otra manera. También en el Oriente se producen cambios. Una generación joven irrumpe en el panorama de la poderosa cinematografía japonesa, con nombres que luego han tenido un peso considerable como los de Nagisa Ōshima, Shōhei Imamura, Hiroshi Teshigahara, entre otros. En la India, el bengalí Satyajit Ray es una figura precursora de una posición minoritaria, pero relevante de cara a Occidente, frente al gigantesco volumen de pro- ducciones salidas sobre todo de los estudios de Bombay, del llamado Bo- llywood. Egipto, la potencia cinematográfica del mundo árabe, no es ajena

9 Sobre el tema es de utilidad el libro de Monterde, Riambau y Torreiro (1987). PRIMERA PARTE 59 a los cambios, que en el terreno político se expresan en la figura de Gamal Abdel Nasser. Un realizador como Youssef Chahine sobresale en la búsque- da de una expresión personal no desligada de las tradiciones genéricas de esa cinematografía, pero sí claramente diferenciada10. En el continente africano, especialmente en algunas antiguas colonias francesas, sin industrias fílmicas locales, como en Senegal, aparecen tam- bién propuestas innovadoras, como las que representa Ousmane Sembène. El influjo del documentalista francés Jean Rouch es notorio en esos países, y no solo en la producción documental, sino también en las ficciones que suelen alimentarse de acontecimientos contemporáneos o del pasado histó- rico, sobre todo el que está ligado a la dominación colonial. De todos esos movimientos, sin duda el más influyente es la nouvelle vague11, no solo a nivel de su país, sino también a escala internacional. Incluso varios de los realizadores que diez años más tarde contribuyen a transformar el cine estadounidense (desde Arthur Penn hasta Martin Scor- sese, Peter Bogdanovich y Brian de Palma) reconocen el efecto que tuvo en ellos el descubrimiento de películas como Los 400 golpes y Una mujer para dos, de François Truffaut; Sin aliento y Una mujer es una mujer, de Jean-Luc Godard; Los primos y El bello Sergio, de Claude Chabrol. Así como una mayor libertad en el acercamiento a temas como las rela- ciones de pareja, la conducta individual, las manifestaciones del deseo eró- tico y tanático, la nouvelle vague propicia una reelaboración de la escritura clásica, una disponibilidad para alterar las reglas tradicionales en el uso de la iluminación, del montaje y de la propia dirección de actores. Las rupturas de la continuidad, el aire de espontaneidad, el tono que a veces roza el do- cumental están presentes en la búsqueda de estilos renovadores. Asimismo, hay que destacar el nuevo curso que el documental asume en estos años. Con la aparición de cámaras más livianas, grabadoras sincroni- zadas que permiten registrar el sonido de manera simultánea, película de mayor sensibilidad a la luz y utilización de la llamada iluminación disponi- ble (la que está en el ambiente), sin necesidad de focos y reflectores adicio- nales, se articulan corrientes documentales en Francia (el cinéma vérité, de Jean Rouch y Edgar Morin), Estados Unidos (el cine directo que representan Richard Leacock, D. A. Pennebaker, Robert Drew y los hermanos Albert y

10 Véase el libro de Alberto Elena (1999). Allí el autor se aboca a las cinematografías de África, Oriente Medio y la India, y señala los cambios que se producen entre los años cincuenta y sesenta, en consonancia con los de otras partes, pero asimismo con sus propias especificidades culturales y nacionales. 11 Véase el libro de Carlos F. Heredero y José Enrique Monterde (2002). 60 ISAAC LEÓN FRÍAS

David Maysles), el Quebec canadiense (Pierre Perrault, Michel Brault, Clau- de Jutra...) y en otras partes. Estas corrientes documentales se orientan al registro etnográfico o sociológico, a la encuesta y al reportaje, y sus pro- cedimientos técnicos y expresivos son incorporados por las ficciones de la nouvelle vague y de otros movimientos, lo que asimismo se reproducirá parcialmente en América Latina, que ve el resurgimiento del documental en los años sesenta y la implantación de formulaciones expresivas derivadas del cinéma vérité y de la nouvelle vague. Otra manifestación propia de la segunda mitad de los años cincuenta y los primeros años sesenta es la acentuación de lo que se conoce como el cine de la modernidad, que en realidad cubre las expresiones de las “nue- vas olas”, pero también el aporte de individualidades ajenas a cualquier movimiento y que provenían de los cuadros de las propias industrias de sus respectivos países, aunque con características más personales, como los ita- lianos Michelangelo Antonioni y Federico Fellini, el francés Robert Bresson y el sueco Ingmar Bergman. Se trata de autores irreductibles a patrones ge- néricos o a la pertenencia a una determinada escuela o corriente. Tienen en común, sí, una radical diferenciación frente al estilo clásico, que en el caso de Bergman y Fellini se va haciendo más notoria a partir de Las fresas sal- vajes y La dolce vita, respectivamente. Los realizadores de la “modernidad” trasladan a la diégesis fílmica la incertidumbre, el malestar, las confusiones y las dudas existenciales de la época12. Ese, el de los nuevos movimientos y el de esos y otros autores, es el cine que la crítica destaca y los cineclubes promueven al paso de los años cincuenta a los sesenta. Ese sustrato tendrá también una clara influencia en el nuevo cine de América Latina, y pode- mos verlo en las películas de Glauber Rocha, en los cineastas argentinos de la Generación del Sesenta, desde David José Kohon hasta Leonardo Favio, en los filmes de Raúl Ruiz, en Memorias del subdesarrollo, y en varios otros.

7. Los desplazamientos en el espacio audiovisual

En el curso de los años cincuenta, el cine comienza a dejar de ser lo que había sido a medida que la televisión va tomando una posición cada vez más significativa en el ámbito casero y familiar. Es decir, el cine deja de ser el único espectáculo audiovisual y comparte ese lugar con la imagen elec- trónica todavía en blanco y negro, y con una calidad visual precaria. Aun

12 Uno de los pocos libros en español que se aproxima al tema es el de Domènec Font (2002). PRIMERA PARTE 61 así, la televisión le resta público al cine, y a partir de esa década se inicia un proceso gradual de disminución de la asistencia a las salas que no ha cedido con el tiempo. Ese proceso comienza en Estados Unidos y en Euro- pa, y es más lento en América Latina. Los años cincuenta, al respecto, son bastante prósperos para el espectáculo cinematográfico en los países de la región, atraídos por las novedades que vienen de los estudios de Los Án- geles y las nuevas condiciones de las salas (pantallas anchas, estereofonía). Incluso, en términos cuantitativos, el volumen de la producción local es muy elevado en México, que alcanza 136 largometrajes en 1958, la más alta de su historia (García Riera 1985). Pero ya en ese entonces iba creciendo la semilla de lo que vendrá más tarde. Salvo en unos pocos países como México, Brasil y Cuba, donde la te- levisión se instala relativamente temprano, en 1950, o en Argentina al año siguiente, en la mayoría se incorpora ya muy avanzados los años cincuenta o a comienzos de los sesenta, y, en todo caso, es en la década del sesenta en que se va afirmando una producción local en diversos registros, desde los espacios noticiosos y de opinión hasta la producción de espectáculos musicales y de telenovelas, que se suman a los telefilmes y otros programas procedentes de los estudios de Hollywood, cada vez más dedicados a ela- borar material para la pantalla chica. Por otra parte, de manera progresiva se va incrementando el horario de programación, al inicio reducido a unas pocas horas al día. No están fuera de la pantalla de televisión las películas hechas para la pantalla grande. No todas, pero sí muchas, por ejemplo las del catálogo de la Warner de los años treinta y cuarenta protagonizadas por figuras de la talla de Humphrey Bogart, Bette Davis, Errol Flynn, James Cagney, Ida Lupino y otras, que se exhibieron con amplitud en los canales de diversos países de la región.

A diferencia de lo que ha ocurrido en España y en otros países europeos, donde la televisión se insertó socialmente como una institución pública, en América Latina, con la excepción de Chile, donde la televisión nace cultural, en los demás países su origen ha sido comercial, con algunas variantes e intermitentes énfasis nacionalistas... lo predominante ha sido una televisión comercial, aliada con y protegida por el poder político, que en algunos países, como México, se ha caracterizado por ser preci- samente una televisión comercial-gubernamental” (Orozco 2002: 16-17).

En forma creciente, entonces, la televisión en nuestros países se va ha- ciendo de una porción cada vez mayor y, sobre todo, cada vez más di- versificada de la oferta audiovisual, hasta convertirse en la industria más poderosa de lo que Román Gubern llama la “iconósfera contemporánea” 62 ISAAC LEÓN FRÍAS

(Gubern 1987)13. Hacia 1970 ya no hay vuelta de tuerca posible. A pesar del atractivo que la pantalla grande sigue ejerciendo, el desplazamiento parcial de la imagen de la gran sala a la de la pequeña sala resulta incontenible. La industria fílmica hollywoodense —lo sabemos— sobrevivió a esa amenaza y a varias otras que vendrían después, pero el estatus de privilegio que mantuvo por varias décadas se vio inevitablemente mellado, y esa fractura contribuye a que empiece a ser “pensado” de otra forma. Me explico: hasta los años cincuenta las industrias cinematográficas de todas partes, y Amé- rica Latina no fue la excepción, dispensaron el patrón excluyente de gratifi- cación audiovisual de las expectativas del público, el que venía a través de los modelos genéricos y de las incitaciones a la emoción violenta, a la risa, al llanto, al miedo, al sentimiento amoroso, etcétera. En otras palabras, además de ser la única pantalla, se consideraba el cine como un medio de entretenimiento y de evasión de las preocupaciones y rutinas cotidianas, y poco más que eso. La pérdida del protagonismo au- diovisual único facilita un cuestionamiento de ese supuesto profundamente arraigado en la mentalidad de los públicos. La idea de que el cine puede ser algo más que un medio de entretenimiento se extiende en ciertos círculos. Eso no era una novedad, pero la experiencia de la primera vanguardia de los años veinte, y la de otras posteriores, era prácticamente desconocida, así como el trabajo de John Grierson y de otros documentalistas, o los intentos del llamado cine de arte. Se va abriendo, así, un espacio de intervención en la actividad fílmica que se percibe como relativamente novedoso, ali- mentado por la crítica, los cineclubes y otras instituciones, que alienta el surgimiento de los nuevos cines. Ese nuevo espacio de intervención casi no tiene precedentes en Amé- rica Latina, a diferencia de Europa o del mismo Estados Unidos, donde ya existía, por pequeño que fuera, y a él contribuye la “renuncia” de un sector del público que deja de ir a las salas comerciales con la frecuencia de antes, y que encuentra en cineclubes y salas de arte un espacio preferencial. Eso facilita que se vaya formando una nueva audiencia, minoritaria pero activa e influyente. Sin ese nuevo público no se podría entender el surgimiento de propuestas fílmicas distintas de las conocidas. Sobre la formación de ese público, Paranaguá señala:

13 La iconósfera explorada por Gubern comprende la fotografía, el cartel, la historie- ta, la imagen cinematográfica y la imagen electrónica. Todavía en 1987 la imagen informática no había alcanzado el relieve que tuvo después, y a la que el propio Gubern le ha dedicado otras publicaciones. PRIMERA PARTE 63

Durante la Segunda Guerra Mundial, los productores tradicionales de Argentina y México intuyeron que el público se transformaba, que una diferenciación creciente se instalaba entre las capas populares más po- bres y la nueva clase media. Esos productores trataron de responder y de capitalizar la situación, promoviendo películas ambiciosas, supues- tamente más cultas (es decir, más acordes a la noción académica de cultura en vigor, a menudo inspirada en clásicos de la literatura). Pero la auténtica renovación de la mirada y de las exigencias ocurre en círculos restringidos y no en la clase media en su conjunto (Heredero y Torreiro 1996: 282).

Yo agregaría que esa expansión de un sector más amplio de espectado- res se produce en mayor volumen en Argentina (especialmente, claro, en Buenos Aires, a la que se puede agregar Montevideo, los dos ejes urbanos del Río de la Plata), en la que una educación pública muy solvente y una tradición cultural, alimentada por el contacto permanente con Europa, sos- tienen el fortalecimiento de una audiencia muy sólida, lo que ha hecho que durante muchas décadas Buenos Aires haya sido una referencia casi obliga- da cuando se trata de ponderar la variedad de las carteleras de estrenos y la presencia de títulos que en otras capitales brillan por su ausencia. En todo caso, el soporte fílmico siguió siendo el material único e indis- pensable para hacer películas. El video ya se utilizaba en la televisión, pero todavía no se habían explorado sus aplicaciones en función de la pantalla grande. El propio Jean-Luc Godard, que en otras condiciones hubiese tal vez emprendido sus propuestas más radicales en soporte videístico, no lo hizo, ni lo hicieron otros grupos o colectivos militantes. El video no permi- tía un mínimo de calidad que no fuera para sus aplicaciones en la pantalla electrónica de la televisión. Entonces los que se proponían usar la imagen en movimiento en fun- ción de las pantallas comerciales o de cualquier pantalla que no fuera la de televisión recurrían inevitablemente a las cámaras de 35 o 16 milímetros e incluso al súper 8, entonces de gran expansión como el recurso básico para las home movies. Muy distintas hubiesen sido las cosas de haberse conta- do en aquel momento con la tecnología de hoy. En tal sentido, y casi por completo cerrados los circuitos televisivos para difundir un nuevo cine, la única opción posible era la de hacer películas (cortas o largas, en 35 o 16 milímetros) para las pantallas y salas en capacidad de convocar a un nutrido volumen de asistentes. Por eso, incluso, las modalidades más radicales no podían prescindir de la cámara, los insumos, el laboratorio y demás que traía consigo la opción fílmica, y ese es uno de los asuntos mayores que se confrontan, pues supone una capacidad presupuestal a la que muchos no tenían acceso. 64 ISAAC LEÓN FRÍAS

Las condiciones de cada país, el hecho de contar o no con una industria fílmica, las modalidades y características del cine por hacer y de los obje- tivos deseados fueron modelando las formas como se utilizan los recursos técnicos. No aplica el mismo uso la tendencia renovadora en el cine de Mé- xico que las películas que se realizan en Chile al calor de la radicalización política de fines de los sesenta. No es igual, tampoco, el que hace el cinema novo que el de las propuestas del cine de cuatro minutos en Colombia o Uruguay. Unos apuntan a las grandes salas, otros a los auditorios de aso- ciaciones o sindicatos, a salas improvisadas o a proyecciones al aire libre; pero todos tienen en común el soporte fílmico como la base técnica del material por exhibirse. Todavía estaba lejano en esos tiempos (y ni siquiera se vislumbraba) el horizonte digital que viene cambiando y ensanchando el paisaje audiovisual de una manera muy rápida en los años que corren del nuevo milenio.

8. El contexto sociopolítico

Como se sabe, América Latina se debate en los primeros sesenta años del siglo XX, con muy pocas excepciones (Chile, Costa Rica, México, Uruguay), entre los gobiernos civiles y los militares. Los golpes militares son moneda común y las dictaduras que instalan forman parte de la tragicomedia del continente, algunas tan prolongadas como la de Juan Vicente Gómez en Venezuela, la de Rafael Trujillo en República Dominicana, la de Alfredo Stroessner en Paraguay y la dinastía Somoza en Nicaragua, y otras muchas de duraciones menores, pero con frecuencia cruentas y casi tan despóticas como la de los “tiranos banderas” del continente. El sistema democrático, legalmente establecido en todas las constitucio- nes nacionales, se muestra mayoritariamente frágil. La debilidad de las insti- tuciones, escasamente consolidadas pese a los años transcurridos desde los nacimientos de las Repúblicas, facilita ese vaivén que, con las excepciones mencionadas, será la señal de identidad más persistente en la vida nacio- nal de los países de América Latina. Por cierto, ese estado de cosas facilita la aparición de políticos salvadores que proceden de las filas civiles, pero también militares, y que diseñan proyectos como el Estado Novo en Brasil e identidades políticas fuertemente arraigadas como el “cardenismo” en México o el “peronismo” en Argentina, que son el embrión, junto con otras organizaciones de masas como el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, el APRA en el Perú o el Partido Acción Democrática en Venezue- la, de la acentuación de las tensiones a favor de posiciones más radicales. PRIMERA PARTE 65

Los grupos de poder derivados de los estratos privilegiados durante la etapa colonial o los que se forman posteriormente entre la población de origen español o los extranjeros que van llegando de Inglaterra o Italia, de Alemania o Palestina, entre muchos otros orígenes, dominan pirámi- des sociales fuertemente diferenciadas. Durante el siglo XX, los intentos reformistas tropiezan con los intereses de las cúpulas económicas, ligadas con frecuencia al capital estadounidense. Aun así, los gobiernos populistas, como el de Lázaro Cárdenas en México, el de Getúlio Vargas en Brasil y el de Juan Domingo Perón en Argentina, además de nacionalizar empresas y medios de producción, alientan la esperanza de un futuro más prometedor para las expectativas de las grandes mayorías promoviendo la industrializa- ción de esos países a partir, fundamentalmente, de las empresas nacionales, con la que se inician la política de sustitución de importaciones que será gravitante en esos países (y también en algunos otros) durante las décadas del cuarenta y cincuenta, con las leyes de apoyos y subsidios que, cierta- mente, también alcanzan a la industria cinematográfica. En palabras de Jesús Martín-Barbero:

De 1930 a 1960 el populismo es la estrategia política que marca, con mayor o menor intensidad, la lucha en casi todas las sociedades latinoa- mericanas. Primero fue Getúlio Vargas en Brasil, conduciendo el proceso que lleva de la liquidación al ‘Estado oligárquico’ al establecimiento del ‘Estado Nuevo’... En 1934, Lázaro Cárdenas asume la presidencia de Mé- xico y propone un programa de gobierno que, retomando los objetivos de la Revolución, devuelva a las masas su papel de protagonista en la política nacional... En Argentina, las masas sacan de la prisión a Perón en 1945, quien es elegido presidente en 1946 e inicia el gobierno populista por antonomasia de América Latina (Martín-Barbero 1987: 174-175).

En relación con Brasil, Tzvi Tal señala:

El gobierno de Kubitschek y Goulart se caracterizó por la exitosa puesta en práctica del desarrollismo económico: captación de capitales extran- jeros mediante ventajosas regulaciones impositivas, apertura a la pene- tración de inversiones extranjeras en sectores de la economía que el populismo nacionalista había concebido de interés para la integridad y la soberanía nacional... La concertación de intereses políticos y econó- micos con la cúpula militar, al que el régimen varguista y sus sucesores le habían impedido desarrollar una organización nacional y neutralizado su combatividad, aseguró la tranquilidad social necesaria al proyecto. En este pujante periodo desarrollista, que la memoria brasileña recuerda como una ‘Edad de Oro’, el cine nacional no era considerado por la bu- rocracia económica ni por la política gubernamental como una industria importante (Tal 2005: 37-38). 66 ISAAC LEÓN FRÍAS

La política de sustitución de importaciones continúa en la década con los llamados gobiernos desarrollistas, a partir de las tesis de la dependencia, y se prolonga en los años setenta y poco más en algunos países, hasta que el fracaso del modelo alienta las políticas liberales. Además de las medidas económicas, que en México, por ejemplo, incluyen la reforma agraria y la nacionalización de las empresas petroleras, los tres gobiernos señalados que, justamente, corresponden a los países de mayor importancia cinema- tográfica en América Latina, ejercen una influencia decisiva en la marcha política, apoyando la creación o el fortalecimiento de organizaciones obre- ras y campesinas y fortaleciendo los partidos políticos que les servían de sustento. Con Lázaro Cárdenas se forma el Partido de la Revolución Mexicana, que luego se convertirá en el Partido Revolucionario Institucional. Getúlio Vargas es el artífice de la consolidación del Partido Trabalhista Brasileiro. Perón, por su parte, a partir de la confluencia de algunos partidos, funda el Partido Peronista en 1947, más tarde convertido en el Partido Justicialis- ta. Con todas sus contradicciones y sus roces o conflictos con los partidos comunistas, se trata de grandes organizaciones de masas que arraigan en los sectores populares y en amplios segmentos de las capas medias. Pese a que algunas de esas experiencias políticas, y otras de signo parecido, culmi- nan de manera traumática (el suicidio de Getúlio, la caída del gobierno de Perón, el derrocamiento del guatemalteco Jacobo Arbenz...), se expande la idea o la aspiración mesiánica de un cambio o transformación social radical, a la que adhieren mayoritariamente los votantes. Los años cincuenta están entre los más sobresaltados del siglo, pues en ellos se produce, además de los finales violentos señalados y las cau- sas que los motivaron (resistencias en los ámbitos de las fuerzas armadas, los sectores empresariales, la Iglesia...), la Revolución boliviana de 1952, el periodo de la violencia en Colombia, desde el asesinato en 1948 del líder populista liberal Jorge Eliécer Gaitán, que libran sin declaración de guerra los partidos Liberal y Conservador, que llega hasta 1958 y que constituye el germen de la formación de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colom- bia (FARC) y otras organizaciones; la lucha guerrillera en la Sierra Maestra cubana, comandada por Fidel Castro. Sobre ese punto, y en referencia a las experiencias pioneras de Fernando Birri, Getino y Velleggia consideran que “el marco histórico internacional y regional había contribuido, asimismo, a la existencia de ese cine. La década del cincuenta se inició con la guerra de Corea y terminó con el triunfo de la Revolución cubana. Esos años estuvieron signados por acontecimientos memorables, como la victoria vietnamita en Dien Bien Phu, el ascenso de PRIMERA PARTE 67

Nasser al poder en Egipto, el comienzo de las guerras de liberación en Vietnam y Argelia, la rebelión del Sahara occidental, la independencia de Guinea. Mil trescientos millones de asiáticos hablaron por primera vez sin intermediarios en la Conferencia de Bandung, en 1955, y al año siguiente, Nasser, Nehru y Tito sentarían las bases del que pronto sería llamado Movi- miento de Países No Alineados (Getino y Velleggia 2002: 38). La Revolución cubana, que se trae abajo el 1 de enero de 1959 la dic- tadura de Fulgencio Batista, instala el sueño de una revolución socialista hecha a partir de la lucha armada y ejerce una enorme influencia en los cuadros intelectuales y políticos de la región. Pero la política y la economía de los años sesenta tienen otros inspiradores menos radicales de los que provienen del marxismo. Uno de ellos está en los teóricos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), que elaboran una teoría de la dominación y la dependencia y proponen un modelo de desarrollo económico desde dentro, con protecciones a la industria local y sustitución de las importaciones, que redefine el rol del Estado en la regulación del mercado, tal como se había ejercido en las décadas anteriores. A este nuevo impulso en la línea de lo que se había venido aplicando, particularmente durante los gobiernos populistas como los de Perón y Getúlio Vargas, se le llama el modelo desarrollista. Estas teorías se arraigarán en movimientos políticos centristas, algunos de los cuales alcanzarán el poder en esa década, como la Democracia Cris- tiana en Chile, uno de los países en los que arraigó el desarrollismo, y la coalición entre Acción Popular y la Democracia Cristiana en el Perú. Las dificultades que confrontan esos gobiernos y las resistencias al cambio por parte de los grupos económicos más poderosos favorecen las posiciones más radicales. La juventud universitaria y parte de la intelectualidad adhie- ren a los postulados revolucionarios. De México a Argentina la inquietud y el fermento izquierdistas extreman el discurso. Organizaciones de guerrilla urbana, como los tupamaros en Uruguay, o de guerrilla afincada en el cam- po, como las FARC, ejercen una acción violenta inusitada en el contexto de la región. Estados Unidos vive una etapa de auge económico en los cincuenta tras la guerra de Corea. La industria, el comercio y el casi pleno empleo elevan el nivel de vida de la población. La administración republicana, asimismo, a la vez que estimula golpes militares y trata de orientar el curso político de los países de América Latina, favorece la adquisición de materias primas a precios relativamente altos, lo que inyecta recursos a la economía de muchos países que se manifiesta en el crecimiento de ciudades y servicios, y en una cierta modernización de sociedades más o menos tradicionales. 68 ISAAC LEÓN FRÍAS

Respecto a América Latina, John King afirma:

Los años sesenta auguraron un periodo de crecimiento económico en la región. En el periodo de 1960 a 1969 el producto bruto interno creció a un promedio de 7,2 por ciento. En esta era se esperó que la moder- nización económica, liderada por las estrategias de desarrollo industrial promovidas por la Cepal, eliminara la dependencia de la producción pri- maria” (King 1994: 104-105). Por su parte, Martín-Barbero sostiene: “Si la primera versión latinoamericana de la modernidad tuvo como eje la idea de nación —llegar a ser naciones modernas—, la segunda, al iniciarse los sesenta, estará asociada a la idea de desarrollo. Versión renovada de la idea de progreso, el desarrollo es concebido como un avance objetivo, esto es... un crecimiento económico y su consecuencia ‘natural’ en la democracia política... En la mayor parte de los países latinoamericanos, los años sesenta vieron un considerable aumento y diversificación de la industria y del mercado interno. Pero vieron muy pronto también el sur- gimiento de contradicciones insolubles... el desarrollismo demostró... el fracaso del principio político de la ‘modernización generalizada’ (Martín- Barbero 1987: 194).

A inicios de los sesenta se instala en Estados Unidos el gobierno del demócrata John F. Kennedy, que reemplaza varios años de predominio republicano y parece traer vientos nuevos para su país y para los vecinos al sur de Río Grande, los que se expresan en iniciativas como el programa Alianza para el Progreso, que implica a profesionales estadounidenses en actividades de salud, construcción, educación y otras en varios países del continente. El asesinato de Kennedy y más tarde los de su hermano Robert y de Martin Luther King, el líder pacifista de la lucha por los derechos ci- viles, afectan la imagen renovadora de un gobierno que ya en 1962 había pasado por la experiencia del bloqueo de los barcos soviéticos antes de lle- gar a Cuba, lo que puso al mundo al borde de una tercera guerra mundial, y que, a partir de 1965, se compromete en la enojosa guerra de Vietnam, que tendrá un saldo negativo para Estados Unidos desde el punto de vista ético, político y militar. En el marco de los primeros años de guerra surge en el enorme país del norte el movimiento de la contracultura que se manifiesta en la música, en el cine, en la literatura, en las modas y en las costumbres. Ese movimiento de signo crítico objeta desde diversas formas expresivas no solo al Gobierno estadounidense, sino también al mismo modelo de sociedad arraigada en el país. La capacidad de difusión estadounidense a escala internacional hace que muy pronto los efectos del movimiento contracultural se conozcan y se expandan, pero al mismo tiempo la industria del espectáculo los va “do- mesticando” y los despoja de sus aristas más conflictivas o radicales. PRIMERA PARTE 69

Asimismo, en Europa se produce en 1968 la enorme movilización de jóvenes conocida como el Mayo francés, una suerte de revuelta libertaria que arrastra a los partidos de izquierda y que termina por ser anulada, en parte por la posición negociadora de esos partidos que intentaron sacar provecho de la coyuntura en función de ganancias sindicales y partidarias. Lo que ocurre en Francia se reproduce en menor medida en otros países, como Alemania e Italia. Checoslovaquia experimenta un proceso político de apertura, inédito en el bloque de países de la órbita soviética, en procura de un socialismo de “rostro humano” que culmina con el ingreso de los tanques rusos a Praga en 1968. La división del campo socialista entre los dos grandes colosos, la Unión Soviética y la República Popular de China, que se produce a comienzos de los sesenta, también tendrá efecto en algunos países, y con ello o bien se quiebra la hegemonía que en el espacio del marxismo-leninismo mantenían los partidos comunistas asociados a la Unión Soviética o bien se introducen serias dudas sobre la legitimidad del patrocinio ejercido por el partido go- bernante de la Unión Soviética sobre los partidos comunistas del resto del mundo, incluido este continente. A partir de esa división, la proliferación de movimientos de izquierda adscritos al marxismo-leninismo constituye una de las constantes más marcadas del proceso político en curso en la América de habla hispana y portuguesa. No es casual que esos acontecimientos y esos procesos políticos influ- yan de una manera u otra en el cine que se hace en América Latina, y es menos casual aún que eso se pronuncie en la segunda mitad de los sesenta cuando las propuestas de cambio social de signo renovador o moderado se consideran fracasadas y la efervescencia política aumenta de manera consi- derable. El fracaso de la experiencia guerrillera del Che Guevara en Bolivia y su ejecución sin juicio previo no amilanan a las tendencias radicales, y más bien alientan la búsqueda de soluciones violentas que irán atizando las respuestas tanto o más violentas de las Fuerzas Armadas y los grupos de poder. Carlos Monsiváis escribe:

Con la invasión estadounidense de Santo Domingo en 1965 y la muerte del Che Guevara en Bolivia en 1967, el predominio de la izquierda en las universidades públicas se acrecienta. Si el marxismo había sido la cosmovisión belicosa de una minoría, de pronto, y gracias muy especial- mente a generaciones de profesores partidarios de la Revolución cubana y a la toma de editoriales como Siglo XXI, que divulgan los manuales de Marta Harnecker entre otros libros catequísticos, centenares de miles de estudiantes en toda América Latina adquieren nociones de marxismo 70 ISAAC LEÓN FRÍAS

y, en una minoría importante de casos, se comprometen emocional y/o políticamente con la izquierda (Monsiváis 2000: 138-139).

Por su parte, John King considera:

Los nuevos cines crecieron en un ambiente de optimismo a partir de finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta en diferentes partes del continente: Castro, en Cuba; Kubitschek, en Brasil; Frondizi, en Argentina, y Frei, en Chile. El entusiasmo fue generado por dos proyectos políticos fundamentalmente distintos que sirvieron para modernizar y radicalizar el clima social y cultural del continente: la Revolución cubana y los mitos y realidades del desarrollismo... Los nuevos cines crecieron en una imaginativa proximidad con la revolución social (King 1994: 103- 104).

En 1970, el gobierno de la Unidad Popular, bajo la presidencia de Salva- dor Allende, se instala en Chile y con ello se activa una nueva propuesta revolucionaria: lograr el socialismo en un régimen de democracia repre- sentativa. Esa propuesta no excluye, ni mucho menos, que en otras partes prosiga la lucha armada desde las posiciones en los frentes urbanos, como la que activan los tupamaros en Uruguay o en el espacio de las áreas de montaña como los movimientos colombianos de las FARC o del Ejército de Liberación Nacional (ELN). Además de constituir un nuevo faro para la izquierda latinoamericana, el gobierno de Allende transita por una orilla opuesta a la de otros gobiernos sudamericanos que provienen de golpes militares y de carácter derechista, como los de Brasil, desde 1964, Bolivia y Uruguay. El Perú, en cambio, ex- perimenta un gobierno militar inédito que estatiza yacimientos petrolíferos y dicta una ley de reforma agraria. Hasta que el 11 de setiembre de 1973 se cierra trágicamente la experiencia de la Unidad Popular y, en alguna medi- da, al menos simbólicamente, acaba el nuevo cine latinoamericano.

9. El año 1968

1968 es un año particularmente relevante en el mundo occidental y, natural- mente, en el marco histórico que rodea al nuevo cine latinoamericano, pues en ese año parece concentrarse la crisis del sistema político imperante y la emergencia de lo nuevo. Al punto de que hay quienes consideran 1968 casi como un “año de síntesis” del siglo XX por la trascendencia de algunos de los acontecimientos que ocurren. Lo “nuevo” no apunta, necesariamente, a la revolución socialista, como pasa, por ejemplo, con el Mayo francés, no necesariamente conducente a esa revolución, o al menos no como estaba PRIMERA PARTE 71 concebida por los ideólogos de la izquierda marxista. Pero lo “nuevo” sacu- de, si no los cimientos sociales, sí el conformismo de las capas favorecidas por las economías europeas en expansión. En Estados Unidos, 1968 es un año traumático en el campo político, pues son asesinados Martin Luther King, el líder negro de la lucha pacífica por los derechos civiles, y Robert Kennedy, precandidato del Partido Demó- crata a las elecciones presidenciales. Lo que no tuvo ese país en 1968 fue una manifestación musical como el Monterey Pop Festival, que se realiza en junio de 1967, ni el imponente encuentro musical de Woodstock, en agosto de 1969, cuyo significado —como se sabe— trasciende ampliamente el campo de la música popular y se convierte en el alegato público más contundente en contra de la guerra y a favor de una mentalidad totalmente distinta a la que primaba en la sociedad de ese país. Por las características de 1968, el de Woodstock mereció estar ubicado en ese año o, al menos, el de Monterey, pero eso no significa que el rock no aumentara la intensidad y la creatividad que había venido ofreciendo y que el compromiso político de sus intérpretes no se manifestara de una forma u otra en el convulsionado contexto que se vivía entonces. Prosperan las protestas activadas principalmente por los jóvenes en las capitales más opulentas. La “sociedad de consumo” es cuestionada aquí y allá, y la obra de teóricos como los alemanes Herbert Marcuse y Wilhelm Reich, críticos de ese modelo, alcanza una difusión antes insospechable. Estos impulsos de signo libertario, inspirados más que por el marxismo- leninismo por los socialismos utópicos del siglo XIX y otros fermentos con- ceptuales del siglo XX, coexisten con las reivindicaciones y luchas conduci- das por los partidos comunistas y otros en los países europeos, sobre todo en Francia, Italia, la República Federal de Alemania y, en menor medida, España y Portugal, todavía regidos por las dictaduras de Franco y Oliveira Salazar, respectivamente. En Estados Unidos, y por extensión, aunque con menor intensidad, en Inglaterra y otros países europeos, está en plena ebullición el movimiento de la contracultura que algunos han llamado el auge de la cultura under- ground. Como que esa cultura subterránea sale a la superficie y adquiere un protagonismo antes desconocido y que se revelará muy pronto transitorio y estructuralmente débil, aunque varias de sus expresiones serán incorpo- radas muy pronto a esa institucionalidad ante la cual surgieron como una respuesta combativa o alternativa. Mario Maffi sostiene: “El término un- derground se difundió hacia 1963. Entonces tenía una aplicación limitada: se refería a cierto tipo de cine, de diarios y revistas, con una connotación de carácter estrictamente lingüística —underground = subterráneo, irre- 72 ISAAC LEÓN FRÍAS

gular, clandestino— y un vago sentido de conspiración. Pero a partir de 1963 (fecha aproximada) el término se fue extendiendo poco a poco a un campo cada vez más vasto, identificándose finalmente con una parte de la subcultura juvenil (aunque no exclusivamente juvenil) de Estados Unidos y, por reflejo, de otros países. Así, pues, el underground indicaba aquella ‘nueva sensibilidad’ —y sus productos culturales y sociales— nacida origi- nariamente en los años cincuenta y convertida en la década sucesiva en una ‘nueva cultura’, ‘cultura alternativa’, ‘contracultura’” (Maffi 1975: 13). 1968 es también el año del célebre levantamiento parisino de mayo, iniciado por los jóvenes universitarios, que remeció la aparentemente ina- movible Quinta República presidida por el general Charles de Gaulle. La resonancia, que ese acontecimiento de trascendencia histórica alcanza, identifica a 1968 casi como el año del Mayo francés. Los levantamientos estudiantiles y otros se repiten, además, en otras ciudades europeas, y el clima de insubordinación al orden establecido se respira en muchos países y no solo de Europa, sino también en América del Norte, en la que la in- quietud contestataria se manifiesta en diversas universidades, aunque sin la intensidad de los sucesos que dejaron varios muertos en la Universidad de Berkeley cuatro años antes. Sin embargo, las protestas en contra del incre- mento de la participación estadounidense en Vietnam (alrededor de medio millón de militares) hacen más intensas las movilizaciones de carácter do- minantemente juvenil. La intervención soviética al amparo del Acuerdo de Varsovia en Praga, que apoyó Fidel Castro, trae consigo distanciamientos y escisiones en el conjunto de las fuerzas de izquierda y acentúa en muchos la imagen de la Unión Soviética como un régimen imperial incapaz de permitir cualquier asomo de cambio o apertura en los países de su órbita política. Por su par- te, en China se va desmoronando ese año la catastrófica experiencia de la llamada revolución cultural, iniciada en 1966 y alentada por , cuyo fracaso termina por favorecer el modelo de apertura capitalista en la economía del país a partir de 1976, después de la defenestración de la “Banda de los Cuatro”. Esas sacudidas de ultramar o las que se producen más allá del Río Gran- de llegan a la región tamizadas por las circunstancias locales y regionales y constituyen un acicate para los procesos de radicalización con un signo no libertario, sino marxista-leninista, aunque en modo alguno unificado, pues son los tiempos en que las posiciones maoístas se consolidan en algunos países (en otros apenas sí tienen una mínima presencia), el trotskismo toma mayor fuerza (en Argentina, por ejemplo) y aparecen otras variantes de menor influjo. Pero, sin duda, la adhesión cubana a la Unión Soviética será PRIMERA PARTE 73 uno de los factores unificadores de mayor incidencia en los movimientos políticos y culturales de América Latina, y eso se hace manifiesto en la constitución —digamos— “orgánica” del nuevo cine latinoamericano. Cabe mencionar una experiencia francesa del 68, que logra una repercu- sión indudable más allá de las fronteras de su país: la formación de los lla- mados Estados Generales. Hagamos un poco de historia: antes de los acon- tecimientos de mayo, se produce en París la destitución de Henri Langlois, el legendario director de la Cinemateca Francesa, y como consecuencia de ello hay una protesta de los cineastas, comandados por quienes estaban más ligados a la nouvelle vague, Truffaut, Godard, Malle, Resnais y otros. A raíz de esas protestas, que culminarán con la restitución de Langlois en su cargo, los cineastas se organizan en una suerte de comité político que de- rivará, luego de las movilizaciones de mayo, en la formación de los Estados Generales del Cine, que asumen posiciones más radicales y que están en el origen de la derivación de Godard hacia el trabajo militante y de otras experiencias parecidas. Los Estados Generales franceses serán un poco el modelo implícito del intento de dar a ese cine latinoamericano en formación una organicidad que, por diversas razones, no llega a tener, pero a eso apuntaron las pro- puestas e iniciativas en los festivales de Viña del Mar, Mérida y Pésaro, así como el liderazgo cubano y el rol del ICAIC que se afirman como ejes po- líticos para los cineastas del continente. En México se produce el 2 de octubre la llamada matanza de Tlatelolco, en la que trescientos estudiantes en huelga son baleados por fuerzas mili- tares, y al parecer también por paramilitares, en la plaza de las Tres Cultu- ras en Tlatelolco, del Distrito Federal, durante una protesta. Esa matanza, siempre silenciada por el gobierno, al punto que se ocultó la cifra exacta de víctimas, pues se reportó una cantidad muy reducida de fallecidos, ocurre diez días antes del inicio de los Juegos Olímpicos, que reunió en México a delegaciones provenientes de todas partes y, en alguna medida (pese a estar minimizada por el régimen que conducía Echeverría), empañó su realización. Para México, y de manera especial para los jóvenes y los sectores polí- ticos más radicalizados, es una experiencia traumática. Y el efecto se pro- yecta a otras partes, como un llamado de atención de lo que puede ocurrir en cualquier momento. Lo de Tlatelolco viene a ser un acicate más para la prédica revolucionaria y la lucha contra el sistema político imperante, más tal vez en otros países que en el propio México, en el que la lucha política se ve fuertemente mediatizada y la acción de los grupos guerrilleros, com- parativamente menor que la de otras partes, es muy pronto derrotada. 74 ISAAC LEÓN FRÍAS

Aunque no tiene relación con lo anterior, al año siguiente se produce en la ciudad de Córdoba el llamado “cordobazo”, un movimiento de protesta popular, que es un nuevo capítulo de las gestas populares que se suma en el imaginario político a la matanza de Tlatelolco, con un saldo distinto, cier- tamente, porque el “cordobazo”, aunque finalmente neutralizado, es de al- gún modo el inicio del periodo político más intenso y violento de la historia argentina del siglo XX, que se prolonga hasta 1976. Juan Pablo Silva afirma:

El ‘cordobazo’ puede ser visto como el principio de un decenio plagado de conflictos laborales en varios países de América Latina. Conflictos que subrayan de manera elocuente las profundas transformaciones a nivel político-sindical que venían experimentando las clases trabajadoras a lo largo del siglo XX y que tuvieron como resultado una radicalización de la insurgencia de las bases (Silva 2011: 15).

Ese mismo año se produce en el Perú el golpe militar que derriba al gobierno de Fernando Belaunde Terry e instala en la presidencia al general Juan Velasco Alvarado. Entre los decretos leyes del gobierno militar está la ley de cinematografía, promulgada en 1972 con una orientación pro indus- trial y cuyas aplicaciones empiezan a percibirse dos años más tarde. En 1968, finalmente, a efectos de esta exposición, pues la relación de acontecimientos podría extenderse, se realiza la Conferencia Episcopal de Medellín, con el estímulo del Concilio Vaticano II (1962-1965), que fue un impulso renovador significativo desde la cúpula del Vaticano. En Mede- llín se confrontan las posiciones teológicas más avanzadas, aquellas que acercan el marxismo a la doctrina social de la Iglesia y que dan lugar a la Teología de la Liberación, lo que once años más tarde sería ratificado, aun- que de manera algo tamizada, en la Conferencia Episcopal de Puebla. Esas posiciones se extienden en diversos círculos católicos en América Latina y se expresan también en el terreno político. Por ejemplo, en Chile durante el gobierno de la Unidad Popular fue muy activa la participación de militantes católicos a favor del proyecto socialista, y eso, incluso, se manifiesta en el terreno cinematográfico. Una película como Ya no basta con rezar, de Aldo Francia, es una demostración de esa corriente.

10. Del boom narrativo a la fraternidad continental

En el campo de la cultura y las artes no se puede soslayar el encumbra- miento del grupo de escritores de diversos países, unidos por factores ge- neracionales (no todos), afinidades ideológicas y sensibilidades literarias próximas, pese a los estilos particulares claramente diferenciados unos de PRIMERA PARTE 75 otros. Es el llamado boom de la narración literaria de los años sesenta. Para algunos —como se sabe— el apelativo fue un recurso de marketing inventado por el escritor y editor catalán Carlos Barral. De cualquier modo, y aunque no designe a un movimiento en sentido estricto, da cuenta de un fenómeno sin precedentes, pues si antes hubo pertenencias o adhesiones a ciertas corrientes, más allá de las fronteras nacionales (durante el moder- nismo, por ejemplo), estas no tuvieron la repercusión que el boom alcanzó en su momento. Algunos ensayistas han indicado las relaciones que se establecen entre esa corriente literaria (corriente de individualidades, en realidad) y el con- texto político de esos años, y, en especial, con la Revolución cubana. Entre ellos, Joaquín Marco sostiene:

Todo ello debe conjugarse con la aparición de un fenómeno político...: la Revolución cubana. La experiencia castrista interesó en mayor o menor grado a latinoamericanos y españoles, y los novelistas de la nueva novela la arroparon cuidadosamente. No podría explicarse el éxito en ciertos sectores de la literatura latinoamericana, ignorando lo que significó la existencia del régimen de Fidel Castro (Marco 1987: 39).

Sin duda, ese puede ser un factor que juega un rol importante en la gran resonancia que esa nueva novela alcanza, pero hay otros varios factores, algunos de los cuales explica el propio Marco, como los antecedentes lite- rarios en la región (y fuera) que crearon las condiciones para la aparición de los nuevos escritores y la apertura del mercado editorial español, antes muy limitado por la censura franquista, a la publicación de novelas latinoa- mericanas. Podría ser tentador especular en supuestas analogías entre lo que se produce en los campos literario y fílmico, pero se trataría de un mero in- vento, de una fantasía porque, en realidad, no hay paralelos posibles que se puedan establecer, más allá de unas pocas coincidencias. Una de ellas es que la nueva novelística latinoamericana prospera en la misma década que ese nuevo cine sobre el que estamos indagando y que ambos representan tendencias de cambio que se afirman en lo artístico y en lo político. A nivel individual existen algunas conexiones puntuales, pues Gabriel García Már- quez es el autor de la historia de Tiempo de morir, el primer largo de Arturo Ripstein, y junto con Carlos Fuentes elaboró el guion de esa película. De García Márquez es también el argumento de En este pueblo no hay ladrones, de Alberto Isaac. De hecho, García Márquez es, entre los escritores del boom, el que ha te- nido mayor vinculación con el cine, pero eso está fuera de su pertenencia al 76 ISAAC LEÓN FRÍAS

grupo o a la onda que motivó al fenómeno de la literatura latinoamericana de esos años. Lo mismo se puede decir de otros escritores que, como el ar- gentino Cortázar, fueron adaptados en películas de esa misma época. Pero, en general, son escasas las obras de los autores del boom adaptadas por los cineastas latinoamericanos en esos años, aunque hubo vínculos cercanos entre los escritores y los cineastas mexicanos. Sin embargo, salvo García Márquez y Fuentes, esos escritores no estaban incorporados al boom, de modo que esa conexión entre la “literatura y el cine” pasa solo parcialmente por el boom y eso en México, si exceptuamos la relación de algunas pelícu- las del argentino Manuel Antín con algunos cuentos de Cortázar. Recordemos, de todas formas y a manera de información complementa- ria, que los títulos más célebres de los autores del boom que se publicaron en los sesenta fueron, entre otros, La ciudad y los perros (1962), La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa; El coronel no tiene quien le escriba (1962) y Cien años de soledad (1967), de García Márquez; Historias de cronopios y de famas (1962) y Rayuela (1963), de Julio Cortázar; Tres tristes tigres (1968), de Guillermo Cabrera Infante; La muerte de Artemio Cruz y Aura (ambas de 1962), de Carlos Fuentes. Si se buscase algún otro punto en común, además de los anotados, entre esta corriente literaria y las tendencias del nuevo cine no podría establecer- se, desde luego, con las modalidades más radicales de este último, con el “núcleo duro”. En cambio, sí se podrían establecer coincidencias entre los escritores del boom, muy celosos de la autonomía de su producción lite- raria, aun quienes más cercanos pudiesen estar de las posiciones políticas más radicales, con las tendencias que reivindicaron en el cine latinoame- ricano el rol del autor. Porque en la creación literaria, por más próximos que estuviesen de la órbita política cubana, ni García Márquez ni Cortázar transigieron en su radical independencia creativa y en su visión de que la literatura no debe estar al servicio directo de causas políticas. Es pertinente destacar, asimismo, y por eso procede la mención hecha, que la difusión que obtienen los libros de estos escritores y la existencia supuesta o real de una tendencia diferenciada que este grupo representó, es un precedente o, al menos, un referente para la concepción de un nuevo cine. Es también el que mayor sonoridad o repercusión mediáticos alcanza en esos años, ciertamente muy superior al que pudo tener el nuevo cine de nuestros países a escala internacional. Una ventaja comparativa es que los libros circulan o, mejor, para ubicarnos en la perspectiva de esos tiem- pos, circulaban con mucha mayor facilidad que las películas, y uno de los más graves escollos de ese cine fue su limitada capacidad de circulación. PRIMERA PARTE 77

Por último, la eclosión de ese movimiento literario en esos años es una coincidencia en una década en la que se encuentran otras aproximaciones latinoamericanistas. Una de ellas ocurre en el terreno de la música popular, aunque no a la manera de un movimiento o un grupo más o menos orquestado proceden- te de varios países. Lo que encontramos en esos años es, si se quiere, la pérdida de la hegemonía de las tradiciones afincadas en México, Argentina, Cuba y Brasil, principalmente. México había sido (y no dejará de serlo del todo, claro) la tierra de la ranchera, del corrido y del bolero, y eso marca de manera indeleble la producción de películas de las décadas del treinta al sesenta, aun cuando, tierra de integración al fin y al cabo, los ritmos cari- beños también se afincan allí, el tango no está ausente y menos desde que Libertad Lamarque se instala en el país. Así como los ritmos populares locales y otros singularizarán las cintas mexicanas y contribuirán poderosamente a su toque de “mexicanidad” (aun en el caso de los ritmos extranjeros), la producción de la etapa clásica ar- gentina es indesligable del tango como la del Brasil de la samba y del carna- val. Es decir, pese a la amplitud musical que puede encontrarse en México (hay que recordar que, en cierto modo, México hace suyos el danzón y el mambo, ambos de origen cubano, entre otros ritmos), se puede comprobar en los años de predominio de la industria un claro nacionalismo musical, signo como otros de un periodo histórico de afirmación interna, de con- solidación de sistemas políticos, economías, culturas y tradiciones propios. En los años sesenta los ritmos se diversifican como nunca antes. El pop y el rock, de origen estadounidense, se van arraigando aquí y allá. La bossa nova carioca es uno de los mayores aportes a la música popular no solo de Brasil, sino también de la región. En Cuba surge la nueva trova y los cantautores empiezan a prodigarse en diversos países. Simultáneamente se afianza la canción folclórica, de origen campesino y pueblerino, represen- tada, entre otros, por los argentinos Atahualpa Yupanqui o Jorge Cafrune o el neofolclor que difunden los grupos chilenos Inti Illimani y Quilapayún. En cierta medida, todo eso forma la nueva canción popular latinoamerica- na, más allá de sus orígenes locales, y se difunde en ámbitos públicos o en programas radiales más o menos diferenciados y compartidos por una au- diencia regional que en mayor o menor grado lee a los escritores del boom y participa de inquietudes comunes. Más adelante, en la segunda mitad de los años setenta, la salsa se constituirá por un tiempo en una suerte de se- ñal de identidad de lo latino, más allá de su origen neoyorquino y caribeño o, mejor, de esa amplia “República del Caribe”, que incluye a Cuba, Puerto 78 ISAAC LEÓN FRÍAS

Rico, Panamá, Venezuela, parte de Colombia, entre otros. Por cierto, el cine de los sesenta y el que viene después recogen, a veces de manera muy sin- crética, esa amalgama de ritmos. También el teatro experimenta una renovación y, signo de esos tiempos, una mayor carga de ideología política en esos años. Las teorías del alemán Bertolt Brecht o del polaco Jerzy Grotowski, así como las de The Living Theatre, se arraigan en diversas prácticas. Grotowski fue el creador del concepto del “teatro pobre”, que incorporaron diversos autores y grupos, mientras que su influencia no solamente se hace presente en el teatro, sino también en el cine. Destacan en ese contexto el brasileño Augusto Boal, creador de la teoría del “teatro del oprimido” y director del Teatro de Are- na, así como el colombiano Enrique Buenaventura, fundador del Teatro Estudiantil de Cali (TEC), dos de los más afirmativos en sus posiciones de izquierda, así como tal vez los más influyentes teatristas en el panorama re- gional. Ambos compartieron las tesis de la creación colectiva y la participa- ción del público que tantos seguidores han tenido entre los grupos teatrales de la región. Es conocida la propuesta de Boal de “borrar las fronteras entre actores y público” (Boal 1982). Son muy importantes, igualmente, los grupos de teatro universitario (en Chile y en otras partes), así como la experiencia de grupos teatrales, como la Candelaria en Bogotá, Galpón, en Uruguay, Fray Mocho (y su director, Óscar Ferrigno) en Buenos Aires, grupo del cual surge Osvaldo Dragún, el autor de mayor relieve en su época. Están, asimismo, el grupo ICTUS en Santiago de Chile y Rajatabla en Caracas. En esta última ciudad, precisa- mente, surge el Nuevo Grupo, formado por los dramaturgos Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud, quienes lideran la renovación de las prácticas escénicas en esa ciudad y ejercen una influencia que va más allá de su propio país. Ellos serán, además, los que, en el marco de todo el subcontinente mayor relación tienen con la actividad cinematográfica y con lo que se conocerá, más allá de los límites del periodo que estudiamos, el nuevo cine venezolano, sobre todo Chalbaud, quien es el más prolífico de los cineastas venezolanos contemporáneos, y luego Cabrujas en el campo del guion. Es una década en la que aumentan las visitas de los grupos teatrales a otros países, así como los encuentros y los festivales de teatro, con lo cual se van estableciendo relaciones y vínculos antes inexistentes, en los cuales, por cierto, está presente la identificación política y la búsqueda de la unión y la solidaridad latinoamericanas. Conviene subrayar la gravitación que las nuevas propuestas teatrales alcanzan en esos años de la mano de Grotows- ki y Eugenio Barba, entre otros, más allá de las fronteras latinoamericanas, PRIMERA PARTE 79 porque en ellas se intentó, con mayor éxito, al menos temporal, uno de los objetivos que se perseguirá en las propuestas más radicales de los cines de América Latina: la creación compartida y la participación activa de los espectadores, que se presenta asimismo en conciertos de música pop, en las performances de actores o cantantes u otras prácticas de representación que se extienden en esos años. Al respecto, Mario Maffi afirma:

La revolución efectiva de la concepción teatral, el abatimiento de unos cánones ya caducos y la nueva visión del teatro como compromiso so- ciopolítico, procede hasta cierto punto tanto en lo que se refiere a los significados como a las estructuras, del ‘nuevo teatro americano’. Es pro- bable que ninguna experiencia cultural underground haya producido un impacto semejante: ni siquiera el cine... Quizá sea justamente la ausen- cia de barreras entre el escenario y la platea, la extensión de lo real, el carácter no de ficción, sino de compromiso-presión inmediatos sobre la realidad, lo que ha contribuido al estallido del ‘nuevo teatro’ más allá del ámbito underground. El ‘nuevo teatro’ ha tenido especialmente... el gran mérito de regresar a formas teatrales comunitarias, rituales populares, de redescubrir el origen de la experiencia teatral en el rito, en la fusión de danza, la música y la palabra, en la participación física de toda una colectividad sin distingos entre actor y espectador (Maffi 1972b vol.: 83).

Ahora bien, y con la excepción del caso venezolano, la conexión entre ese nuevo teatro y el nuevo cine de los sesenta fue casi inexistente. Por ejemplo, ninguna pieza de Augusto Boal fue adaptada por el cine en Brasil, y tampoco fuera, igual que las obras del colombiano Enrique Buenaventu- ra. Con el nuevo teatro de esos años, la conexión de los cineastas fue aún menor que con la nueva novela. No obstante, ese nuevo teatro constituye otro de los grandes impulsos renovadores en el nivel de las formulaciones expresivas y en su afirmación de la necesidad del cambio social, así como en la reivindicación de la fraternidad latinoamericana. También —como adelantamos— la renovación de la Iglesia católica constituye un aporte, no siempre directo, al movimiento que estamos rese- ñando en este apartado, porque —desde su propio espacio— favorece la demarcación de lo nuevo frente a lo viejo o tradicional. Sobre esa renovación, Cavallo y Díaz dicen:

Los sesenta fueron años de intensos cambios en la Iglesia católica mun- dial. El papado de Juan XXIII modificó el estilo de severidad doctrina- ria marcado por sus antecesores, e inició lo que sería la más profunda transformación de la Iglesia en cinco siglos: el Concilio Vaticano II, un esfuerzo de aggiornamiento a las nuevas realidades del mundo, que se 80 ISAAC LEÓN FRÍAS

vio rápidamente asociado —en especial en los países del Tercer Mun- do— a una participación más activa de los eclesiásticos en los programas de cambio social (Cavallo y Díaz 2007: 99).

Pues bien, a la Teología de la Liberación, que empalma con las tenden- cias solidarias continentales, se puede agregar el nombre de un pedagogo de orientación socialista y cristiana, el brasileño Paulo Freire, autor de Pe- dagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad, quien, al ser exiliado por la dictadura brasileña después del golpe de 1964, se radicó en Chile, donde siguió aplicando su programa durante el gobierno de Frei. Las teorías educativas de Freire se arraigan en varios países y constituyen, también, uno de los puentes culturales e ideológicos que acompañan otras manifestaciones propias de la década del sesenta, en las que un segmento pequeño pero muy activo de la población católica, absolutamente mayorita- ria en la región como se sabe, adopta posiciones socialistas sin renegar de su credo religioso. Por último, y sin ánimo exhaustivo, en los años sesenta se perfila una tendencia casi sin precedentes en la región: un sentimiento latinoameri- canista que se arraiga en diversos segmentos —especialmente entre los jóvenes y la población ilustrada, además de las vanguardias políticas— y que se expresa en la idea de la “patria grande”. Como que, de algún modo, resurge el ideal bolivariano de los años independentistas con mayor exten- sión y cobertura geográfica, pues abarca Brasil y las naciones caribeñas. Ese sentimiento opaca un tanto las fricciones o las rivalidades tradicionales existentes entre algunos países que comparten fronteras, y es muy distinto a ese afán panamericanista que, en el marco de la segunda guerra y los años posteriores, es impulsado por la política exterior estadounidense, como un modo de afianzar el apoyo de los países del “patio trasero”. Tampoco está ligado al proyecto de Alianza para el Progreso, que impulsa Kennedy desde los comienzos de su gobierno de tres años. En ese sentimiento latinoamericanista cuenta de manera prominente, por cierto, la reivindicación del pueblo y de lo popular que se expresa en diversos tipos de asociaciones, movilizaciones, proyectos sociales y cultu- rales, propuestas de escritores y artistas y, evidentemente, en la actividad política y gremial. Al respecto, García Canclini afirma:

Esta tendencia cobró forma en Brasil y en otros países latinoamericanos a partir de los años sesenta. Escritores, cineastas, cantantes, profesionales y estudiantes reunidos en los Centros Populares de Cultura (CPC) brasile- ños desplegaron una enorme tarea difusora de la cultura, redefiniéndola PRIMERA PARTE 81

como ‘concientización’... A finales de la misma década, el grupo Cine Liberación propuso en Argentina, y extendió luego a otros países, un ‘cine acción’, que quebrara la pasividad del espectáculo y promoviese la participación... Del mismo modo que los CPC invirtieron la caracteriza- ción folclórica de lo popular: en vez de definirlo por las tradiciones, lo hicieron por su potencia transformadora; en vez de dedicarse a conservar el arte, trataron de usarlo como instrumento de agitación (García Canclini 2001: 248-249).

A propósito de los CPC, traigo a colación un comentario de Paranaguá:

En efecto, el cinema novo es socialmente un subproducto del movimien- to estudiantil y del Centro Popular de Cultura, que le confieren una sin- tonía perfecta con la efervescencia intelectual del momento, con énfasis en la música, el teatro, la literatura, las artes plásticas, la arquitectura. La integración del cine con las demás expresiones de la cultura brasileña nunca había sido tan íntima, sin que ello redundara en desequilibrios (Paranaguá 2003: 233).

Esa mística de lo popular, asumida en la práctica artística y comunicati- va que apunta a la “concientización”, o a la creación de un público nuevo o distinto al anterior, está presente, de manera declarada o explícita, en muchas de las actividades que se generan en esos años y que se proyectan más allá de las fronteras nacionales y tratan de diseminarse por los diversos países del subcontinente, desde México hasta Argentina. Por primera vez se gestan corrientes y movimientos desde ámbitos diferentes que apuntan a trascender los límites de los territorios provinciales o nacionales, intentando superar la tradicional “balcanización” del área latinoamericana. Todo ello conduce a que el afán de unidad regional que se impulsa en esos años, y que procede de los propios países de la región, tenga un sesgo claramente reivindicativo, independentista (se menciona, incluso, “la segunda independencia” de América Latina), opuesto a la cada vez mayor hegemonía estadounidense en nuestros países. Es un latinoamericanismo de izquierda, aunque en muchos casos sus componentes privilegien lo afec- tivo por encima de lo ideológico. En el imaginario que se va formando, la idea de “los Estados Unidos de América Latina”, del futuro socialista y otras similares flotan y se extienden. La conocida “Canción con todos”, que po- pularizó Mercedes Sosa a fines de esa década, es una clara expresión del deseo de unidad, como casi diez años más tarde las canciones “Plástico” y “Siembra”, del panameño Rubén Blades, en los años de lucha del Frente Sandinista en contra de la dictadura de Somoza. Es verdad que ese sentimiento tenía tras de sí una historia que se expre- sa en lo político y en lo cultural. Desde los años veinte, los movimientos 82 ISAAC LEÓN FRÍAS

socialistas impulsan el ideal de la unidad latinoamericana, y luego las edi- toriales, especialmente las de México D. F. y Buenos Aires, contribuyen a la circulación de la literatura y la ensayística producida en esos y otros países. Acerca de este proceso, Carlos Monsiváis escribe en Aires de familia:

El clímax de tal actitud es Canto general (1949), de Pablo Neruda, de pretensiones felizmente desmesuradas. A partir de la convicción comu- nista, Neruda quiere nombrarlo todo de nuevo, concentrar en el poema la América Latina entera: la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia, la voluntad de resistencia, la grandeza de los trabajadores, las esencias nacionales, la revolución. Y el resultado es portentoso, no obstante caídas lamentables en el realismo socialista, el culto a Stalin y el voluntarismo político (Monsiváis 2000: 136-137).

El Canto general y, por cierto, Veinte poemas de amor y una canción desesperada (que no comparte el mismo impulso social que el anterior) constituirán en los sesenta dos de los referentes literarios básicos a nivel de toda la región. Ese sentimiento compartido juega un rol, sin duda, muy relevante en la propuesta de un cine nuevo que trasciende fronteras y que antes de los sesenta no hubiese encontrado ese fermento, fuera de que tampoco existían esas otras condiciones que hemos reseñado. Ello, sin embargo, no debe lle- var a pensar que se vivía en esos años un sueño común y una mística que agrupara a las grandes mayorías. Porque los anhelos latinoamericanistas fermentan en segmentos minoritarios y, casi siempre, con un nivel educa- tivo relativamente alto. Por oposición, los sentimientos nacionalistas arrai- gados, las aversiones a los ciudadanos de países fronterizos u otros, el re- pliegue en las tradiciones locales, la sobrevaloración de lo propio, etcétera, siguieron teniendo mucha fuerza, y esos serán algunos de los escollos con los que tropieza la idea y la posibilidad de un nuevo cine a escala regional. Capítulo II: Cartografías

1. Aparición de los nuevos cines

Hay que establecer la diferencia entre las novedades en el interior de las cinematografías con industria propia y las otras. En el caso de las primeras se produce, si no una situación de vacío propiamente, sí un notorio decai- miento, pero la base tecnológica y logística se mantiene mal que bien. De allí que, de algún modo, en México, Argentina y Brasil hay una cierta con- tinuidad, pese a los cambios. Me explico: los movimientos que surgen en estos países, con alguna excepción, no aspiran a terminar con la industria, sino a modificarla, a darle una nueva orientación. En México no se registra ninguna propuesta que cuestione la existencia de una industria y otro tanto ocurre en Argentina, hasta la aparición del grupo Cine Liberación, que tam- poco lo hace de una forma taxativa, pero al menos alienta implícitamente un modelo distinto de cinematografía. En Brasil tampoco se produce una ruptura con el modelo industrial. Lo que podemos ver en esos tres países es lo que ocurre en otras partes: cuando mucho el deseo de tomar la fortaleza o al menos de tener en ella una capacidad de gestión y de producción en términos distintos a los que se venían ejerciendo. Los nuevos movimientos aspiran a lograr una mayor cuota de libertad creativa, de independencia en el interior del sistema. En México, la solidez del PRI en el gobierno y en toda la administración públi- ca nacional no deja un margen muy amplio a los cineastas jóvenes que van perfilando una nueva imagen de ese cine dentro de una estructura cada vez más atada al Estado. Esto no indica necesariamente censura o mediatización de los proyectos fílmicos, pero sí inevitablemente un cierto compromiso implícito con el Estado favorecedor. En Argentina, la propuesta de los ci- neastas de inicios de los sesenta tiende a cubrir una franja de la producción, sin aspirar a mucho más que eso. Es probable que el movimiento argentino

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hubiese alcanzado una vida más larga de imperar allí las condiciones de México. Pero, pese a las ayudas que esos cineastas pudiesen haber tenido, para ellos el reto de enfrentar un mercado difícil resultó mucho más des- gastador. El cinema novo, comparativamente el más orgánico y, sin duda, signi- ficativo de todos, se inserta también, con nuevos productores, directores, técnicos y actores, en el sistema de producción brasileño y, un poco a la manera de la nouvelle vague, toma el poder, con la diferencia de que en el caso francés ese poder correspondía a una de las industrias con mayor continuidad y solidez en Europa, lo que no era para nada comparable en Brasil. Es decir, el cinema novo produce un remezón tremendo en una in- dustria débil y le cambia el rostro al cine del país. Aun con las dificultades de comunicación con el público local que varias de las películas confron- tan, el cinema novo obtiene una repercusión mediática que no alcanzan los movimientos —digamos— congéneres en México y Argentina. Es verdad que en Brasil, además, hay figuras líderes que no hay en otras partes. El ascendiente moral que tiene Nelson Pereira dos Santos, el único cineasta “mayor” que se integra a un movimiento, y el peso de Glauber Rocha, de personalidad deslumbrante, no tienen parangón. Rocha que, en palabras de José Carlos Avellar, “vive el cine de manera integral, con la cabeza, con el corazón y con el estómago, lanzando sus diablos sobre el mundo” (Avellar 1991: 102) es —podemos decir— la gran figura no solo del nuevo cine de su país, sino de todo el que se hace en América Latina en esos años. A ello se suma la notoriedad internacional del cinema novo, que se traduce en los reconocimientos festivaleros, los números especiales en revistas europeas y la exhibición relativamente exitosa de algunas de las películas en salas de París y de otras ciudades europeas. Por otra parte están las nuevas cinematografías o los intentos marginales en países sin una industria fílmica propiamente dicha. En Cuba, que tenía un pasado fílmico relativamente débil, y parcialmente atado a la industria mexicana, se crea el ICAIC a poco de imponerse la revolución, y a par- tir de allí se forja una pequeña industria centralizada por el Estado y de características totalmente distintas a las que se conocían antes en toda la región. Cuba es un caso aparte y el único en el cual la producción, finan- ciada por el Estado, y realizada por un colectivo de cineastas identificados con la ideología del régimen, no entra en colisión ni con la estructura de producción que se va estableciendo ni con los canales de distribución y exhibición, también a cargo del Estado. En Cuba se puede hablar de un nuevo cine de un modo literal, pues se edifica una nueva infraestructura, nuevos cuadros técnicos y artísticos, y se PRIMERA PARTE 85 elaboran filmes que no tienen precedentes en la isla. En alguna medida, el cine que se hace es la negación de lo hecho antes, su antítesis. Aunque algo parecido se podría decir de la experiencia del cinema novo, este sigue conviviendo en las salas con modalidades fílmicas que venían del pasado, e incluso se pueden detectar nexos con expresiones anteriores, por más rechazados que pudieran estar en boca de sus realizadores. En todo caso, no se produce aquí la ruptura radical que encontramos en Cuba, a tono con el cambio de sistema político-económico. En Bolivia, el periodo está marcado por un realizador, Jorge Sanjinés, cuyas películas le dan por primera vez proyección internacional al cine de ese país mediterráneo. El de Sanjinés es uno de los nombres más distingui- bles en el panorama del cine de los años sesenta, y, por un tiempo y más allá del carácter de denuncia política de sus filmes, es el cineasta boliviano, pues su nombre representa al cine de su país. En Chile hay un movimiento documental y, luego, algunas propuestas ficcionales que se materializan en los últimos años sesenta y que coinciden con los festivales de Viña del Mar, a partir de lo cual se habla del nuevo cine chileno. En Uruguay, con una sólida tradición cineclubista y crítica, pero sin pro- ducción fílmica, hay un brote de cine militante y no hecho en función de las salas comerciales, similar a lo que ocurre en Colombia, país en el que asimismo se manifiesta una corriente documental no directamente asociada a fines de denuncia o agitación. Venezuela es otro país que registra una producción, sobre todo documental, que se asimila a los vientos que soplan en esos tiempos. Veremos más en detalle lo que ocurre en cada país, antes de establecer si es factible una articulación de esas corrientes y de algunas otras.

2. Los países con industria fílmica

2.1 Las rupturas en Argentina

A diferencia de lo que ocurre en otras partes, la experiencia argentina es sui géneris. Es decir, en otras partes hubo un movimiento, una corriente o un impulso más o menos focalizado, más o menos unitario, más o menos ho- mogéneo o, incluso, un movimiento de las proporciones del cinema novo que opaca a otro que aparece posteriormente en Brasil. Incluso en México, donde la corriente que aporta cambios es más imprecisa, hay comunes de- nominadores que permiten acotar ciertos linderos en los que se enmarca. 86 ISAAC LEÓN FRÍAS

En cambio, en Argentina hay, por lo menos, tres momentos o, más bien, tres emprendimientos, independientes uno de otro, que configuran peque- ñas constelaciones. El primero se perfila hacia 1960, y es el que se conoce como Generación del Sesenta, a la que se llamó en su época el Nuevo Cine Argentino, cuya duración se extiende hasta 1965. El segundo corresponde a la tendencia del cine político que surge en 1968 con La hora de los hornos y que se prolonga hasta 1975-1976 con las películas de Raymundo Gleyzer y otros, antes de que la dictadura militar que se inicia ese último año termine prácticamente con la vida de ese cine y de algunos de sus miembros, como Gleyzer, uno de los “desaparecidos” en ese primer año aciago del último régimen militar que ha gobernado Argentina. El tercero se ubica de 1969 a los primeros años setenta, aunque aquí resulta más difícil señalar una fecha aproximada de cierre. Es el que moviliza el conocido como Grupo de los Cinco, formado por Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Raúl de la Torre, Néstor Paternostro y Juan José Stagnaro. Es preciso referirse al marco político y cinematográfico de Argentina en esos tiempos para ubicar en ese contexto el surgimiento de esas tendencias. Después de la caída del gobierno de Perón en 1955, el país se ve sumido en un largo periodo de inestabilidad institucional. En 1958 es elegido presiden- te el radical Arturo Frondizi, después de un accidentado gobierno a cargo de la administración militar, pero en 1962 otro golpe cierra esa experiencia política. En 1963 hay una nueva elección en la que sale ganador el también radical Arturo Illia (el peronismo estaba proscrito) y, una vez más, un golpe lo desaloja de la presidencia en 1966. Habrá que esperar hasta 1973 para que el Partido Justicialista llegue al poder, como anticipo de la etapa más cruenta de la historia argentina del siglo XX. En 1957 se emite un decreto ley que crea el Instituto de Cinematografía y un fondo de fomento que se aplica con criterios muy conservadores y que no favorece, propiamente, al movimiento del Nuevo Cine Argentino. Paralelamente la industria local venía decayendo ostensiblemente. Con tres nuevos canales televisivos en Buenos Aires a fines de los cincuenta, hay una notoria disminución de la asistencia del público a las salas, y la producción se reduce a 32 títulos, en 1958, y a 23, en 1959, frente a un promedio cer- cano a las quinientas películas extranjeras (Maranghello 2004: 150). En esas circunstancias va apareciendo un puñado de cintas que supone el ingreso a la producción de un grupo de realizadores que, con alguna excepción, no provenían de los cuadros subalternos de la industria, como había ocurrido habitualmente. Igual que en otras partes, estos realizadores, que procedían de la crí- tica o de la actividad intelectual, rechazan casi en bloque el pasado de la PRIMERA PARTE 87 cinematografía nacional. Casi en bloque porque hay dos directores previos cuya obra constituye una suerte de puente con lo que traen los nuevos di- rectores. Ellos son Leopoldo Torre Nilsson, hijo —como hemos visto— de uno de los cineastas más prestigiosos de la etapa clásica de la industria argentina, y Fernando Ayala, de reciente aparición en esa cinematografía con El jefe (1958) y El candidato (1959). Torre Nilsson había realizado ya la parte más enjundiosa de su filmografía (La casa del ángel, Fin de fiesta, El secuestrador y La caída; poco después vendría La mano en la trampa). Torre Nilsson y Ayala aportan filmes que incorporan un punto de vista personal y un estilo visual y narrativo más afín con las preocupaciones autorales que en ese entonces sacudían los predios de la crítica y del cine- clubismo, así como espoleaban a diversos realizadores en otros lugares del mundo. Con la perspectiva del tiempo no es posible suscribir la posición de rechazo estético al cine que precedió a la obra de Torre Nilsson y de Ayala en los años cincuenta (y al de las décadas previas), pues hay muchas películas de la etapa clásica que han sido revaloradas y, probablemente, otras lo sean más adelante. Pero, en todo caso, ellas estaban más ligadas a un cine de estudio y a una política de temas o géneros, algo semejante a lo que ocurre en México, donde también hubo un rechazo casi general del cine anterior, y, por cierto, a Estados Unidos, de donde surge el concepto de “cine de estudios” y la política de géneros que se imponen. No por nada el modelo hollywoodense es el que se reproducirá, con todas las distancias y diferencias que quepa hacer, en buena parte de las cinematografías del mundo. México y Argentina no fueron las excepciones. Por cierto, ese es el periodo en el cual se acentúa la crisis de la industria argentina, situación que favorece la irrupción de propuestas fílmicas antes difícilmente incorporables a las políticas de las grandes empresas. Sobre este punto, Abel Posadas advierte:

Hubo una diferencia tajante entre el cine de estudios y el que vino des- pués. El cine viejo fue el culpable de todos los males para quienes pre- tendían organizar un cine nuevo. No se tuvo en cuenta que, además de la producción estándar, el estudio había educado visualmente y durante tres décadas, no solo al país sino también a los habitantes de Iberoamé- rica (Wolf 1992: 238).

En La obra de Ayala y Torre Nilsson en las estructuras del cine argentino, Tomás Eloy Martínez señala:

La revolución del 55 estableció una desorientación general en la indus- tria, agravada por luchas de facciones internas dentro de ella y cerrada por una crisis que mantuvo paralizada a la producción durante parte del 88 ISAAC LEÓN FRÍAS

56 y casi todo el 57... Dentro de tales estructuras industriales se formaron y realizaron su obra Leopoldo Torre Nilsson y Fernando Ayala. Los dos implican una reacción fuerte contra las corrientes comerciales previas y un viraje hacia el examen sistemático de la realidad argentina más profunda; los dos están apuntalados por una formación estética y profe- sional sólida, por una voluntad de independencia industrial... Entendidas como punto de partida para un cine argentino distinto, sus obras pare- cían implicar así no solo un cambio, sino también una profecía (Martínez 1961: 13-14).

En todo caso, en La casa del ángel o en Fin de fiesta, en El jefe o El can- didato, se advierte una clara inflexión, pues no están atadas de la misma manera a esos condicionamientos de la industria que los productos de la etapa clásica. En ese sentido, las películas de los nuevos directores pro- longan o extreman las propuestas de los nombres citados, principalmente en dos líneas: una, de carácter más testimonial o social, representada por las que dirigen el actor chileno afincado en Buenos Aires Lautaro Murúa (, Alias Gardelito), el santafecino Fernando Birri (Tire dié, Los inun- dados) y el porteño José Martínez Suárez (Dar la cara). La otra tiene un sesgo más intimista, volcada a relaciones de pareja (Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn, o Prisioneros de una noche, de David José Kohon) o a la persistencia de experiencias del pasado, como en la obra de Manuel Antín (La cifra impar, Circe, Intimidad de los parques). En el contexto de la Generación del Sesenta, aunque sin pertenecer al grupo impulsor, surge un nuevo realizador, venido de la actuación, Leo- nardo Favio, que con Crónica de un niño solo (1965), hace una película sorprendente por el rigor de un tratamiento que le debe mucho a la estética de Robert Bresson y que aventaja en talento creativo al grupo representa- tivo de la Generación del Sesenta. Más adelante veremos cómo las fuentes del cine de la modernidad, de las nuevas olas europeas y, por cierto, del neorrealismo italiano influyeron en las formas expresivas de los cineastas argentinos y también de otros. Por el momento, quiero dejar consignada esa atadura que no es, necesariamente, un lastre, como lo demuestra de manera ostensible la filmografía de Favio. Gustavo Castagna señala en torno a esa generación:

Dos hechos incentivaron a los futuros realizadores que, a comienzos de la década del cincuenta, convergían en las butacas de las recién nacidas salas de arte y ensayo. Por un lado, el derrocamiento de Perón desen- cadenó una aparente libertad que los jóvenes espectadores de Gente de Cine y Núcleo interpretaron como condición y paso previo antes de colocarse tras las cámaras. El otro factor estaba relacionado con el mo- mento que vivía nuestro cine y consistía en la caída irremediable de los PRIMERA PARTE 89

estudios cinematográficos de décadas pasadas... Además, la pérdida de los mercados a manos de México comenzaba a notarse en una economía desprotegida y también imposibilitada de estimular a una política de de- fensa del cine nacional (Wolf 1992: 245-246).

En el caso de los realizadores del Nuevo Cine Argentino de los sesenta hubo un intento auténtico de búsqueda de una expresión personal, clara- mente diferenciada de lo hecho antes, y para ello el recurso de unos modos de narrar que demostraban validez en otras partes parecía legítimo. Más aún, cuando se trata de un grupo de cineastas de clase media cultivada, formado en una tradición cosmopolita y, especialmente, europeísta como la argentina. El propio Castagna apunta en otro texto:

La breve historia de la Generación del Sesenta —aproximadamente de 1958 a 1965— muestra diferencias temáticas y formales entre la mayoría de sus títulos representativos. Desde la apelación a un neorrealismo pro- vincial y de denuncia que no omite el sarcasmo en Los inundados (1962), de Fernando Birri, hasta los personajes con conflictos existenciales de- rivados del cine de Michelangelo Antonioni en Los jóvenes viejos (1962), de Rodolfo Kuhn, pasando por las problemáticas de la Gran Ciudad, ahora gris y melancólica que se ve en Tres veces Ana (1961), de David José Kohon, o en Los de la mesa diez (1963), de Simón Feldman, por no hablar del ajuste de cuentas con el cine de los estudios, la corrupción en el deporte y el debate universitario en Dar la cara (1962), de José A. Martínez Suárez, o la revisión feroz y crítica de ciertos ambientes míticos que identificaban a la Argentina de décadas anteriores en Alias Gardelito (1962), de Lautaro Murúa (Peña 2002: 107).

Añade Castagna:

En estas películas de la Generación del Sesenta, y no son las únicas de aquel entonces, se refleja un amplio y heterogéneo abanico de preten- siones estéticas y temáticas. Por eso es imposible reducir este periodo de nuestro cine a una uniformidad de criterios de puesta en escena. Los directores de la Generación del Sesenta, en ese sentido, conformaron un grupo disperso, sin objetivos claros... Sin embargo, constituyeron la primera época de nuestro cine donde los procedimientos fílmicos y las discusiones de las obras importaban más que el glamour actoral y el apoyo inmediato del público (Peña 2002: 107-108).

Sin embargo, la experiencia de esta generación terminó siendo frustran- te. Además de las dificultades de financiación que no se vieron aliviadas por un fondo de fomento que favoreció a los productos de la Argentina Sono Film, la poderosa empresa de la familia Mentasti que sobrevivió a la 90 ISAAC LEÓN FRÍAS

crisis de los cincuenta, aunque con menos fuerza que antes, las cintas de los nuevos realizadores tuvieron un público muy limitado (no podía ser de otra manera por el carácter de las propuestas) y serios problemas para trascender el mercado local. El estrangulamiento económico terminó, en- tonces, con esta iniciativa, hasta ese entonces inédita, en la historia del cine argentino. Sobre este punto, Paula Félix-Didier afirma:

La renovación de los sesenta se planteó en términos estéticos y expresi- vos, pero no en relación con las estructuras de producción y exhibición: la atención estaba puesta en cambiar las películas en el supuesto de que la industria se actualizaría con la simple incorporación de los nuevos talen- tos... Nunca se planeó una alternativa al circuito tradicional, al que tampo- co se logró obligar a aceptar las películas argentinas que a priori juzgaba poco rentables o inconvenientes para sus intereses (Peña 2002: 17).

Por su parte, Marcelo Cerdá resume el aporte de la generación así:

Fue un cine independiente en conflicto con el modo de producción in- dustrial y en desamparo frente a la distribución y la exhibición; un cine de autor, inaugurador del discurso que reclama para sí el derecho a la au- tonomía expresiva. Hizo suyo el compromiso con la realidad del entorno, la narración de su contemporaneidad en tramas predominantemente ur- banas, de enfoque grupal o generacional; indagando en los desajustes de una modernidad indigente, no hizo propia sin embargo la representación de un sujeto colectivo generador de una praxis concreta. Fue suya una política de la imagen que hizo de la misma objeto de experimentación y de reflexión crítica. Abordó con valor la disyuntiva propia de la época. Según el modo en que la salvaran, las trayectorias se distanciarían en adelante: la militancia, el ostracismo, la docencia, la persistencia tenaz en un cine de autor, la concesión al cine de la industria, el exilio y la muerte (Lusnich y Piedras 2011: 344).

En el Festival de Viña del Mar de 1967 estuvieron presentes algunos argentinos de la Generación del Sesenta (Feldman, Kohon, Kuhn), y allí se vieron dos o tres filmes de su cosecha. En ese contexto y de manera táci- ta estaban “incluidos” dentro de ese nuevo cine que prácticamente allí se inaugura. Pero dos años y medio más tarde, en la siguiente edición de ese festival, esos cineastas y sus películas, que ya eran cada vez más aisladas en 1967, no aparecen, salvo una, Breve cielo, de Kohon, que es casi ignora- da en un contexto en el que no tenía cabida un cine de carácter intimista como el que se expresa en ese filme. Asistió sí el entonces crítico y más adelante realizador y novelista Edgardo Cozarinsky, pero ajeno del todo al PRIMERA PARTE 91 militante equipo argentino que dominó el festival. Como que el cine de la Generación del Sesenta, con algunas pocas excepciones, fue excluido del movimiento del nuevo cine que se gestaba y ya no aparece más en balances o reseñas relativas al movimiento, cuyos inicios, por otra parte, empiezan a cifrarse para algunos en 1963 y para otros en 1965. No hubo, al respecto, ni hay todavía el menor consenso en lo que se refiere al posible punto de partida del movimiento y no faltan quienes lo sitúan en la aparición de Río, cuarenta grados, de Pereira dos Santos, en 1955. Antes de pasar a la segunda corriente argentina, cabe destacar el rol desempeñado por Fernando Birri al margen de la Generación del Sesenta, primero porque su primer mediometraje (prácticamente un largo en su primera exhibición), Tire dié, es anterior a ella, y especialmente porque esa cinta señala un derrotero que más adelante será retomado, precisamente, por quienes postulan un cine de carácter básicamente documental, aunque con una instrumentalización política e incluso partidaria, que va más allá de las propuestas de Birri. Si hay un cineasta argentino que será reivindica- do por las tendencias más radicales de la segunda mitad de los sesenta, ese es precisamente el santafecino Birri, a quien además se le ha llamado el “Pa- dre del Nuevo Cine Latinoamericano”. Al respecto, Juan Pablo Silva afirma:

Existe cierto acuerdo entre cineastas y estudiosos del cine en que la bús- queda por realizar una cinematografía realista, crítica y popular impulsa- da por Birri y su grupo es uno de los elementos precursores de lo que más tarde se llamaría nuevo cine latinoamericano, y que el documental Tire dié constituye un punto de referencia ineludible para los cineastas de la región que buscaban nuevas formas de expresión cinematográfica (Silva 2011: 3).

Entonces el segundo emprendimiento a destacar es el del cine políti- co que inaugura La hora de los hornos, de Fernando Solanas y Octavio Getino, y que responde al proceso de radicalización política que se vive en el país a fines de los sesenta en plena dictadura militar. El grupo Cine Liberación, que encabezan esos dos cineastas adscritos a los cuadros de la izquierda peronista, no tiene por objetivo ingresar al sistema tradicional de producción, y tampoco lo hubiera logrado en las condiciones políticas del momento. Apunta a un público distinto y a una metodología diferente. Hay una teoría detrás de la propuesta de La hora de los hornos, que se enuncia en la tesis de un tercer cine, opuesto a los productos regulares de la in- dustria (primer cine) y a las películas de autor (segundo cine). Aun cuando reconocen la superioridad ética y estética del “segundo cine”, lo consideran 92 ISAAC LEÓN FRÍAS

finalmente inválido como manifestación de una pequeña burguesía que no encaja con las expectativas y necesidades del pueblo14. De cualquier modo, La hora de los hornos, que se divide en tres partes y dura cuatro horas, tiene una primera parte expositiva que se vale de los recursos de la estética publicitaria y de procedimientos visuales de choque, en alguna medida próximos a los que emplea el cubano Santiago Álvarez, para producir un efecto emocional de sacudimiento. La segunda y tercera parte son reportajes testimoniales tratados de otra manera. Las propuestas del grupo Cine Liberación privilegiaron el documental, como igualmente lo hicieron otros grupos, y no solo en Argentina, en esos años. Sobre La hora de los hornos, Juan Pablo Silva afirma:

Aunque es una obra abierta en su conjunto, esto no significa que en ella encontremos una plurisignificación, ni mucho menos una multiplicidad de lecturas posibles. La hora de los hornos es marcadamente inequívoca e incluso panfletaria... exhorta continuamente al espectador, está estruc- turada de forma ensayística utilizando una serie de citas de importantes intelectuales (como Sartre, Fanon o Césaire)... El documental recurre a una retórica audiovisual-textual que tiene como fin generar la toma de conciencia a través del uso de la pantalla en negro... En otros momentos, la voz en off desempeña un rol de anclaje, restringiendo la polisemia de las imágenes y produciendo un efecto desmitificador (Silva 2011: 9)15.

Después de La hora de los hornos, el grupo Cine Liberación hace otros filmes, entre ellos El camino hacia la muerte del viejo Reales, de Gerardo Vallejo, o Los hijos de Fierro, de Solanas, que combinan la ficción y el do- cumental, siempre en función de llegar a la conciencia de los espectadores, pero sin repetir la forma del primer filme, que se reproduce más bien en el formato del corto. Ana Laura Lusnich afirma:

Otro problema que nos interesa exponer se vincula a las disputas cul- turales que en el mundo entero caracterizaron las décadas del sesenta y setenta, las cuales en el medio cinematográfico nacional y regional aparecieron inscritas en una serie de términos dicotómicos que enfren- taban las nociones de universalismo/regionalismo, vanguardia/tradición, documental/ficción. Respecto de estos debates, los filmes emblemáticos del grupo Cine Liberación manifiestan estas tensiones de forma perió-

14 En el capítulo 3 exponemos y debatimos los enunciados de Solanas y Getino. 15 En la cita, Silva hace una mención implícita a la noción de “obra abierta”, sustenta- da por el italiano Umberto Eco, como aquella cuya construcción “abierta”, es decir, no pautada por reglas de sentido más o menos claras o unívocas, permite una lectura plural del sentido. Véase el libro del autor (Eco: 1962). PRIMERA PARTE 93

dica y productiva, explorando las alternativas que ofrecen los registros documental y ficcional para el testimonio y la crítica de las coyunturas históricas... (Lusnich 2009: 52).

Según Paranaguá:

El tercer cine tuvo más seguidores en Europa y Norteamérica —entre al- gunos tercermundistas de imaginación febril y generoso voluntarismo— que en Argentina y en América Latina. En general, la adhesión al tercer cine parece inversamente proporcional a la productividad: en México o en Francia sirve de caución a un cine militante que vegeta en la margina- lidad y desaparece en cuanto el documental social adquiere visibilidad. Lejos de inaugurar un movimiento, el tercer cine entierra el cadáver del Nuevo Cine Argentino, cuyas expectativas ya estaban frustradas (Parana- guá 2003: 214).

También en el cine político de estos años, aunque desde otra perspec- tiva militante, Raymundo Gleyzer realiza, primero México, la revolución congelada, en el país del norte y, luego, Los traidores, en Argentina, además de otros cortos. El proyecto de Gleyzer y del grupo Cine de la Base era uno alternativo al de Cine Liberación, pues asumía una posición muy crítica del peronismo, como se manifiesta, por ejemplo, en la película Los traidores, filme de ficción hecho con un estilo semidocumental que escapa un poco a la tónica dominante de los trabajos del grupo. El mismo Octavio Getino (con Susana Velleggia) comenta las diferencias de las posiciones de Cine Liberación y Cine de la Base, pero no en términos políticos, sino estéticos y comunicativos:

En la obra de Gleyzer, a diferencia de la de Cine Liberación, no estaba tanto la decisión política de innovar en materia de lenguaje cinematográ- fico, sino de utilizar las estructuras narrativas tradicionales, aquellas que eran propias del primer cine, para abordar temas políticos conflictivos y vedados al cine industrial, al menos en Argentina. En ese sentido, Los traidores se emparenta al cine del realismo crítico de décadas atrás o al que emerge en los años sesenta y setenta, con obras como El jefe, de Ayala; Dar la cara, de José Martínez Suárez; Operación Masacre, de Jorge Cedrón; Quebracho, de Ricardo Wullicher, o La Patagonia rebelde, de Héctor Olivera. Un estilo, además, muy presente en la mayor parte del cine comprometido de América Latina. Baste recordar la producción de la mayor parte del cine cubano, diversas obras del cinema novo o las primeras del grupo Ukamau (Getino y Velleggia 2002: 53)16.

16 No creo que se pueda adscribir la estética de Los traidores a la de ese primer cine, que —como se verá— es un concepto muy general. Los traidores está mucho más 94 ISAAC LEÓN FRÍAS

El texto menciona algunos títulos muy relevantes en los primeros años setenta, como Operación Masacre, Quebracho, La Patagonia rebelde o la propia Los traidores, todas, concebidas en función de la exhibición en salas públicas, confrontaron problemas con la censura y tuvieron mayor o menor éxito en el momento de su estreno con el retorno del gobierno peronista. La Patagonia rebelde, por ejemplo, contó con una gran asistencia y generó mucha polémica. Cabe señalar que en esos años el cine italiano, principalmente, alenta- ba un filón político de denuncia que se inicia con La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo, un filme de enorme resonancia, y que continúa entre varios otros con películas como Investigación de un ciudadano sobre toda sospecha, de Elio Petri; Sacco y Vanzetti, de Giuliano Montaldo; El caso Mattei o Manos sobre la ciudad, de Francesco Rosi. Gian María Volonté fue el intérprete más característico. En Francia, Costa-Gavras representó ese cine político y Z fue un filme equiparable en impacto a La batalla de Argel. Por cierto, esa corriente política europea (aunada a los nuevos vientos que soplaban en la producción estadounidense y otras) contribuyó en alguna medida al clima político reinante en el cine de la región. En relación con esa adhesión preferente al documental, Pablo Piedras escribe: “En términos generales, es posible proponer que el documental político y social argentino de las décadas del sesenta y setenta —aquel realizado por Fernando Birri y los integrantes de la Escuela Documental de Santa Fe, Fernando Solanas, Raymundo Gleyzer—..., comparten una simi- lar filiación con el documental expositivo de los referentes fundacionales como Robert Flaherty, el documentalismo de la GPO de John Grierson y de la Escuela Documental Británica. Aunque existen marcadas diferencias narrativas y estéticas entre todos esos filmes, los mismos comparten en gran medida una línea persuasiva, pedagógica y argumentativa... Con obje- tivos diferentes, el documental político-militante de los sesenta y setenta... privilegia el establecimiento de pactos comunicativos unívocos con el es- pectador. Se retoman en ese sentido algunas de las ideas griersonianas que definen al cine como una máquina de educar y convencer, con una utilidad social precisa” (Lusnich y Piedras 2011: 56)17. Este segmento de la producción argentina es el que se identificará con la noción del nuevo cine latinoamericano que ponemos en discusión en

cercana a una estética posneorrealista, así como a los otros ejemplos que se men- cionan. 17 El GPO es la General Post Office británica, institución en la que Grierson desarrolló buena parte de su obra documental. PRIMERA PARTE 95 este estudio. De hecho, los festivales de Viña del Mar, Mérida y Pésaro consagraron internacionalmente a La hora de los hornos, la convirtieron en un paradigma del cine de esos tiempos, y no solo del continente, y la im- pusieron como una suerte de modelo por seguir y de emblema del nuevo cine latinoamericano en boga. Al lado de este filme, los títulos exponentes de la Generación del Sesenta, que habían sido exhibidos y reconocidos en el Festival de Mar del Plata de 1967, quedaban prácticamente descartados, más aún cuando se trataba de una corriente finiquitada, pese a que algunos de sus representantes continuaron haciendo cine de manera irregular y muy espaciada. El radicalismo del grupo que realizó La hora de los hornos se vio confrontado con el curso de los acontecimientos y la evolución política de Argentina que en los convulsos años setenta impidieron que se afianzara, pues sus gestores fueron obligados a exiliarse, como ocurre también con varios otros de Brasil, Chile y Uruguay. Como balance de la experiencia del grupo de cine político argentino de la época, Silva sostiene:

La eficacia del Nuevo Cine Argentino se localiza —a mi juicio— en el plano simbólico: en su capacidad para impregnar los imaginarios de un contenido radical en el cual las imágenes han sustituido a los objetos y en que los discursos audiovisuales y textuales se imponen como un su- plemento al cual le apremia asumir la representación de un proletariado que no ha alcanzado la condición de sujeto. Esta urgencia por absorber y asumir la representación del pueblo y de lo popular no logra institu- cionalizarse en el transcurso de la historia de este movimiento. Y es tal vez esta no-institucionalización la que le imprime a la práctica cinema- tográfica del periodo un carácter distintivo respecto a los nuevos cines desarrollados en otras partes del mundo (Silva 2011: 16)18.

La tercera tendencia es la del Grupo de los Cinco, tal vez la de menor repercusión entre las tres. En alguna medida, este grupo se enlaza con la Generación de los Sesenta en tanto que reivindica postulados personales y se distancia notoriamente de la producción dominante. Pero una carac- terística común del grupo es que proviene del campo de la publicidad audiovisual. Intentaron hacer un cine con pocos recursos y equipo mínimo y con formulaciones más o menos experimentales, dejando de lado en va- rios casos la dramaturgia comparativamente más accesible de la generación precedente, salvo en algunas películas de Antín. “Trabajaron con equipos reducidos, película ultrasensible, cámaras livianas, técnicos noveles y pla- nes de filmación sin límites de tiempo”, en palabras de César Maranghello

18 Silva identifica el nuevo cine argentino con la corriente del cine político. 96 ISAAC LEÓN FRÍAS

(Maranghello 2004: 193). De este grupo destacan The players versus los án- geles caídos, de Fischerman, y Tiro de gracia, de Ricardo Becher, de carácter más experimental. Raúl de la Torre, en cambio, realizó Juan Lamaglia y Sra. y Crónica de una señora, con un lenguaje exigente, más próximo al de cierta modernidad en el uso de la cámara fija y extensos diálogos, pero con mayor capacidad de comunicación. Tampoco las condiciones políticas y de la exhibición cinematográfica permitieron que esta tendencia pudiera desarrollarse más allá de un lapso limitado. Estableciendo vínculos entre la Generación del Sesenta y el Grupo de los Cinco, Rafael Filipelli considera:

Es bastante obvio que tanto a Antín o Kuhn como a Fischerman o Pa- ternostro, las nuevas olas de fines de los cincuenta y principios de los sesenta... les eran no solo afines sino también un espacio de influencias estéticas, narrativas y temáticas. Sin embargo, cuando el Grupo de los Cinco filma sus primeras películas (las únicas en tanto grupo), las cosas en el mundo y en el cine habían cambiado considerablemente. Jean-Luc Godard... había roto no solo con un cine producido en relación conflic- tiva con la industria, sino con sus propios compañeros de la nouvelle va- gue... En este marco de radicalización estética europea, de cine militante latinoamericano que se proyectaba... en sindicatos y sociedades barriales, y de radicalización política en todas partes, el Grupo de los Cinco repre- senta el último intento de hacer películas con un sistema de producción que no dependiera de la industria, pero que no obligara a la completa marginalidad alternativa, y encontrara un circuito de distribución que no estuviera solo basado en el abandono definitivo de las salas de cine (Tirri 2000: 13-14).

No se puede dejar de mencionar una cinta atípica realizada en 1969, que, con el correr de los años, se percibe como uno de los más agudos registros de su época en una narración metafórica: Invasión, dirigida por Hugo San- tiago sobre un guion que escribió con Jorge Luis Borges. Por cierto, Borges no era bien visto desde las perspectivas “progresistas” de esos años, y la historiografía acerca del nuevo cine de los años sesenta jamás incluyó ese título dentro del movimiento. Tampoco es que Santiago hubiese querido incorporarla a esa corriente. Se trata nítidamente de un proyecto personal y ajeno a casi todo lo que se hacía en esos años. Un filme que está entre lo más avanzado estéticamente en el cine argentino de los sesenta, al lado de la “trilogía en blanco y negro” de Favio. Invasión es una película moderna, sin estridencias ni marcas de estilo ostensibles, una de las parábolas políti- cas más lúcidas de esos tiempos efervescentes. PRIMERA PARTE 97

2.2 El nuevo cine mexicano en el interior de la industria

Hasta antes de la década del cincuenta casi no se encuentran producciones de carácter independiente en México. En el curso de los cincuenta aparecen algunos títulos que se consideran precedentes de un cine independiente en el país del norte. Uno de ellos es Raíces, de Benito Alazraki, producida por Manuel Barbachano Ponce, un nombre muy relevante en el panorama de una producción diferenciada en el contexto del cine mexicano. Raíces ofrecía un aire semidocumental en el espacio indígena en que la acción (di- vidida en cuatro historias) se asentaba. Torero, que dirigió el español Carlos Velo, es otra producción de Barbachano Ponce, con un carácter también ostensiblemente documental, pese a sus lados ficcionales. Entre otros títulos de carácter independiente se puede señalar Yanco, de Servando González, estrenado en 1960. Son los años en los que se procesa el decaimiento de la industria mexi- cana y la ausencia de opciones que posibilitaran la vuelta a esos años prósperos que se iban alejando cada vez más, conforme pasaba el tiempo. La producción de los estudios disminuye fuertemente a comienzos de la década del sesenta, y en ese contexto se plantea la necesidad de un nuevo cine. En 1961 aparece la revista Nuevo Cine, que propone la necesidad del cambio en la industria y defiende un cine de autor. Dos años más tarde se crea el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC), como una unidad de la UNAM. Por su parte, la Reseña de Festivales Cinematográ- ficos de Acapulco, iniciada en 1958, difunde las obras del cine más reciente y exigente que se realiza en esos años a nivel internacional. Un aire de novedad es proporcionado por las primeras películas del español Luis Alco- riza, guionista de Luis Buñuel, entre otras de la celebérrima Los olvidados. El grupo de la revista Nuevo Cine reunió a los críticos Emilio García Rie- ra, Carlos Monsiváis, Gabriel Ramírez y José de la Colina, al lado de futuros realizadores como José Miguel (Jomi), García Ascot, Manuel Michel, Paul Leduc y Rafael Corkidi, así como al escritor Salvador Elizondo, entre otros. Incluso, un jovencísimo Arturo Ripstein estuvo a punto de incorporarse cuando la revista dejó de salir en 1962, después de su sétimo número. Si las condiciones hubiesen sido favorables, allí se podría haber iniciado el nuevo cine mexicano que tardará algunos años en concretarse, pues solo uno de esos realizadores, García Ascot, pudo filmar en ese mismo 1961 el largo En el balcón vacío. Los otros se incorporaron en años posteriores y durante los concursos que se organizan para promover el cine independiente. En los primeros años sesenta, Alcoriza dirige lo que con el tiempo ha pasado a ser casi una trilogía sin pretender serlo: la “trilogía de la T” podría- 98 ISAAC LEÓN FRÍAS

mos llamarla, Tlayucan, Tiburoneros y Tarahumara. Son películas de am- bientación costera, pueblerina o campesina, con un aire semidocumental y un registro de relato distendido. No son las únicas relativamente novedosas o diferenciadas en su época, pero aportan sin duda una nueva imagen, más aún porque —a diferencia de lo que ocurre con varias películas posterio- res— obtienen cierto éxito en su país y se difunden en festivales y, también, por los canales de la distribución internacional del cine mexicano que aún se conservan, pese a que ya no tienen la fuerza de las décadas anteriores. Esas épocas en las que en muchos países de la región prácticamente no había semana en la que no se estrenara alguna cinta procedente de los es- tudios de Churubusco o de los que precedieron al enorme complejo fílmico inaugurado a mediados de los cuarenta, el más grande y solvente que haya existido en América Latina. García Ascot, un español radicado en México, como García Riera y De la Colina, dirigió, a partir de un guion escrito junto con García Riera y María Luisa Elío, En el balcón vacío, en torno a una mujer radicada en México que ha vivido la experiencia de la Guerra Civil española. El filme es uno de esos aislados exponentes de un cine hecho al margen de la industria, en 16 milímetros y con un presupuesto mínimo, que estimularon la posibilidad de una producción de características parecidas, pero dentro de la industria. En 1965 se celebra el I Concurso de Cine Experimental de Largometraje, organizado por el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográ- fica (STPC). En 1967 se realiza un segundo concurso, de menor resonancia que el primero. Estos certámenes suponen el lanzamiento de una gene- ración de directores que contribuirán a un cambio de rostro (parcial, sin duda) de la industria mexicana, cada vez más venida a menos. Allí aparecen Rubén Gámez, Alberto Isaac, Salomón Laiter, Manuel Michel, Archibaldo Burns, entre otros, que hacen películas curiosas o novedosas en el panora- ma de su país. En ese contexto emergen otros realizadores que alcanzarán después ma- yor notoriedad y significación. Uno de ellos es Arturo Ripstein, hijo del pro- ductor Alfredo Ripstein, quien realiza en 1965 Tiempo de morir, con guion de Gabriel García Márquez, y luego Los recuerdos del porvenir y La hora de los niños, en las que, dentro de la industria o fuera de ella, intenta elaborar propuestas personales. Otro, con estudios en el Instituto de Altos Estudios de Cinematografía (IDHEC, por sus siglas en francés de Institut des Hautes Études Cinématographiques) parisino, es Felipe Cazals, quien se da a cono- cer con La manzana de la discordia y Familiaridades. Dos egresados del CUEC, Jorge Fons y Jaime Humberto Hermosillo, destacan en sus primeras obras: El quelite y Los nuestros, respectivamente, ambas de 1969. Paul Leduc PRIMERA PARTE 99 será el quinto de los más notorios realizadores de esta generación. También egresado del IDHEC, filma en 1970 uno de los títulos más emblemáticos de esos años, Reed, México insurgente. En esos mismos años, el chileno Alejandro Jodorowsky, uno de los fundadores con Fernando Arrabal del teatro Pánico, hace en México sus dos primeros largos de carácter esotéri- co, Fando y Lis y El topo, con lo que contribuyen al cambio de imagen que proyecta el cine mexicano. De manera algo tardía, si se le compara con lo ocurrido en Argentina y Brasil, se configura una suerte de nuevo cine, tal como sostenía desde su nombre la revista que fundaran García Ascot y los otros cineastas y escrito- res que mencionamos. Sin embargo, no tanto a fines de los sesenta, sino a inicios de la siguiente década, lo que se conoció inicialmente como el cine independiente (aunque varios de sus títulos se hicieron dentro de la indus- tria), se convierte en el nuevo cine mexicano, y eso debido en buena parte a que la propia industria, absorbida por el Estado mexicano en un caso sin precedentes en un régimen no socialista, y distinto de lo que ocurrió en Cuba en 1959, quiere promover un cambio de políticas de producción y convertir a los jóvenes cineastas en los puntales de ese cambio. En 1970 prácticamente se estatiza la industria fílmica. Ya el Banco Cine- matográfico, la distribución y la exhibición de películas mexicanas estaban desde hacía varios años a cargo del Estado, con lo cual se configura un cua- dro insólito en el contexto latinoamericano, pues, a excepción de Cuba, por razones obvias derivadas del modelo político del país, no había precedentes ni tampoco experiencias posteriores similares. Quedaron fuera unas pocas empresas a cargo de una producción rutinaria que, no obstante, mantenía una cierta cantidad de títulos. De cualquier modo, lo que ocurre en México no es propiamente la asimilación del cine por un Estado que quiere servir- se de las películas para fines de educación, propaganda u otros, sino que intervenía el Estado para levantar una industria en crisis, para reemplazar a los viejos productores y dar un nuevo aire a la cinematografía en su conjun- to, con las dificultades y contradicciones que suelen procesarse en el inte- rior de los aparatos administrativos, más aún en el caso del enquistamiento de un partido político como el PRI en el manejo político del país y sus instituciones. Los realizadores independientes dispondrán de un mayor vo- lumen presupuestal y de allí surgen varias películas valiosas, pero también hay otras en las que el talento no está a la altura de la inversión económica. Como dato harto revelador se puede consignar que en la ceremonia de entrega de los Arieles (los premios nacionales a la calidad cinematográfi- ca), el 22 de abril de 1975, el presidente Echeverría reprendió a los viejos productores allí presentes (Gregorio Walerstein, Raúl de Anda, Guillermo 100 ISAAC LEÓN FRÍAS

Calderón, entre otros) y les dio las gracias, para que se dediquen a otra ac- tividad. Eso está registrado al menos en el documental Perdida, de Viviana García Besné. Echeverría reprocha a los productores por hacer cintas de muy baja calidad y aboga por la necesidad de un cine distinto que aporte un mayor nivel a la educación, a la cultura y a la identidad mexicanas. Es decir, un jalón de orejas a los viejos y una tácita palmada en el hombro a los jóvenes. Por primera vez, a excepción de Cuba, donde por otra parte no conviven “los viejos y los jóvenes”, el paternalismo gubernamental decreta lo que se debe hacer y no hacer, aunque, a la vista de los resultados, es muy probable que Echeverría no haya estado muy satisfecho con el material pro- ducido, pues las expectativas de los gobernantes en materia de cultura no suelen coincidir con lo que un grupo de cineastas jóvenes de esos tiempos podía proponerse hacer en sus películas19. De cualquier modo, ese episodio filmado evidencia el rol determinan- te que asume en esos años el Estado mexicano, y el futuro inmediato de esa cinematografía estará fuertemente ligado a esa atadura. Esa situación proseguirá hasta nuestros días, aunque no en las mismas condiciones que durante el periodo 1970-1976, con lo que se adelantará a lo que más tarde se convertirá casi en un clamor de los cineastas de otros países de la re- gión: el pedido de apoyos económicos al Estado para la financiación de las películas20. Aun cuando no se adviertan en esta generación las afinidades que unie- ron a la generación argentina del sesenta o al cinema novo, no hay duda de que se puede rescatar el común distanciamiento de los postulados ge- néricos del melodrama o del humor, el cuestionamiento de tradiciones y conductas, la incorporación de un erotismo y unas cuotas de violencia antes ausentes, así como la búsqueda, en mayor o menor medida, de una escritu- ra audiovisual diferenciada. Aun así, hay trazos narrativos que unen a algu- nas de las películas con el cine del pasado, pues en México no se produce ese cambio que encontramos en el nuevo cine argentino de los sesenta o la clara ruptura que hay en los filmes brasileños del cinema novo. Ciertamente la temática política estuvo atemperada, pues el PRI gobernaba y los realiza- dores no tuvieron la total libertad para escribir guiones que pudieran crear

19 Perdida es un documental filmado en 2009, en el que la realizadora Viviana García Besné explora a través de material fílmico y entrevistas la historia de los Calderón, su propia familia materna, uno de los troncos familiares más prominentes dedica- dos a la producción cinematográfica en México. 20 Ese episodio está reseñado igualmente por Emilio García Riera en el libro Historia documental del cine mexicano, vol. 17 (García Riera 1995: 117). PRIMERA PARTE 101 dolores de cabeza a los encargados de la administración de la producción. Hubo sí una política tercermundista que favoreció, por ejemplo, la presen- cia del chileno Miguel Littín, después de la caída del gobierno de la Unidad Popular, pero las películas de esos años fueron cautas en cuanto a la crítica del statu quo político o a la revisión de la historia mexicana del siglo XX. Se pueden diferenciar dos etapas más o menos distinguibles en térmi- nos cronológicos y de resultados expresivos. La primera es la que va de 1965 a 1970, y la segunda de 1971 a 1976, cuando, durante el gobierno de Luis Echeverría, el exactor Rodolfo Landa (en realidad, Rodolfo Echeverría, hermano del presidente) es el director del Banco Nacional Cinematográfico. Esta segunda etapa corresponde a la casi total estatización de la producción fílmica. Mientras que en la primera etapa los nuevos realizadores hacen sus primeras películas y varios de ellos no logran continuidad, en la segunda se confirma el talento de los nombres más significativos. Son los años en que se reúne el mayor número de obras valiosas de esa cinematografía, como no se ha repetido más tarde. Allí están El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein; El cumpleaños del perro y La pasión según Berenice, de Jaime Humberto Hermosillo; Canoa y El apando, de Felipe Cazals; Los días del amor y El rincón de las vírgenes, de Alberto Isaac; Los albañiles, de Jorge Fons...; y la propia Reed, México insurgente, que se estrena a comienzos de 1973, a las que se pueden sumar Mecánica nacional y Presagio, de Luis Alcoriza; entre otras. Según el crítico e historiador Emilio García Riera:

Nunca antes habían accedido tantos y tan bien preparados directores a la industria del cine, ni se había disfrutado de mayor libertad en la realiza- ción de un cine de ideas avanzadas. A pesar de que una censura previa, con todo muy fuerte, impidió muchas veces el abordar crítico de temas políticos y sociales de actualidad, y a pesar de que el cine se hizo eco de una retórica oficial tercermundista poco avalada por una política conse- cuente, los nuevos cineastas resultaron capaces, por cultura y por oficio, de reflejar en sus películas algo de la complejidad y la ambigüedad de lo real (García Riera 1985: 295).

A diferencia de los filmes de la Generación Argentina del Sesenta o del Grupo de los Cinco de ese mismo país, esta corriente del cine mexicano industrial se vio, pues, muy favorecida por las circunstancias políticas, pero comparte con las tendencias de cambio porteñas el no haber sido incorpo- rada al bloque del nuevo cine latinoamericano. Ello, en primer lugar, porque las cintas de la primera etapa mexicana, salvo una que otra, no tuvieron un carácter marcadamente “rupturista” ni ofrecieron entre sí afinidades claras. Las otras se realizaron en un momento de declinación para ese nuevo cine 102 ISAAC LEÓN FRÍAS

latinoamericano de los sesenta, pues las condiciones cambiaron drástica- mente en los países del cono sur y en Brasil, donde se inicia el periodo del repliegue y del exilio, pero también cambiaron en Cuba y no precisamente para bien. Entonces es una etapa de relativa afirmación autoral en el cine de México, pero sin mayor contacto con lo que ocurría en otras partes ni tam- poco mayor incidencia en el público de ese país o en el de los otros, pues la caída de los mercados mexicanos en el extranjero prosiguió de manera irreversible. Una de las pocas excepciones es la de Paul Leduc, cuyo Reed, México insurgente y sus documentales Etnocidio: notas sobre el mezquital (1976) y más tarde Historias prohibidas de Pulgarcito (1980), sobre la lucha guerrillera en El Salvador, lo asimilaron, aunque tardíamente, a la corriente promovida en gran medida desde La Habana. Decíamos que el régimen de Echeverría pudo proyectar una imagen triunfalista de un cine mexicano de autor en expansión. En realidad ese impulso se ve amortiguado desde 1977, en que el gobierno de López Por- tillo elimina el Banco Nacional Cinematográfico y los productores privados intentan ganar terreno para terminar de hundir poco a poco la vieja y flo- reciente industria mexicana, mientras que los cineastas independientes se mantienen con dificultades y con un ritmo de producción irregular en la mayor parte de los casos. En relación con esa etapa hubo, sin embargo, voces muy críticas en Mé- xico, como la de Jorge Ayala Blanco, quien en su libro La búsqueda del cine mexicano, que cubre el periodo 1968-1972, afirma:

La industria cinematográfica del nuevo régimen da una oportunidad de expresión fílmica a toda una generación de cineastas (cosa inusitada en la historia del cine mexicano), pero al mismo tiempo limita de mil ma- neras esa expresión. Precensura, poscensura, autocensura y censura por omisión (protección financiera y legal del Gobierno a la perpetuación de los vicios de la industria cinematográfica establecida) siguen dominando el panorama creativo” (Ayala Blanco 1986: 10).

En La condición del cine mexicano, Ayala es, igualmente, muy enérgico y cáustico al referirse a la “generación echeverrista” y a los críticos que la ampararon, dando cuenta de las mediatizaciones y los límites de una pro- ducción financiada por el ente estatal en condiciones discriminatorias, aun cuando reconoce logros expresivos como los de Canoa y Cadena perpetua, filmes que analiza con amplitud (Ayala Blanco 1986). No se puede dejar de mencionar un documental mexicano de 1969, El grito, producido por el CUEC y dirigido por Leobardo López Aretche, quien se suicidó en 1970. El grito registra la movilización que culmina en la matan- PRIMERA PARTE 103 za de la plaza de Tlatelolco en 1968, durante el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, y sus imágenes de puño en alto, hechas con pasión y furia, forman el registro fílmico tal vez más acorde con el espíritu del nuevo cine latinoa- mericano hecho en México en ese tiempo. Según Eduardo de la Vega:

A poco más de treinta años de los hechos que motivaron la realización de El grito, la cinta de López Aretche ha acrecentado su innegable va- lor testimonial; ello a pesar de las evidentes limitaciones que lastran la mirada del realizador, derivadas a la vez de una pretensión de fidelidad absoluta al registro de los sucesos” (De la Vega 1999: 71).

No es la única cinta alusiva a esos hechos ni tampoco la única de carác- ter claramente marginal de ese periodo, por supuesto. Allí están también otras, especialmente documentales. Sin embargo, en el balance, lo hecho en México no tiene el mismo peso de lo aportado en otros países, si lo queremos ubicar en el movimiento que se afirma en la segunda mitad de los sesenta. Haciendo referencia al cine independiente mexicano de la segunda mi- tad de los sesenta, Lino Micciché parece comentar puntualmente El grito, aunque en realidad los ejemplos que anota previamente son Juego peligroso, Los recuerdos del porvenir, La manzana de la discordia, Familiaridades y La hora de los niños.

Como toda estructura rigurosamente cerrada (se puede pensar en la rela- ción entre Hollywood y el underground en Estados Unidos en los años sesenta), el cine mexicano está originando por contraste un cine marginal de rechazo global, donde bajo el signo de una sugestividad exasperada y polémicamente exhibida están los síntomas de un diálogo imposible: el que la nueva generación de intelectuales mexicanos buscó al inicio de los años sesenta y que fue sofocado en sangre en 1968, con la matanza olímpica de la plaza de las Tres Culturas (Micciché 1972: 127)21.

Ese cine marginal que vislumbra Micciché no se manifestó como tal, pues en buena medida los cineastas aprovecharon los cauces ofrecidos por la industria a cargo del Estado. En tal sentido, El grito queda como una obra un tanto aislada, aun cuando prosiga en México una producción de bajos costos al margen de la industria, tanto la que administra el Estado como la que estaba a cargo de los productores privados.

21 Una parte del díptico de Juego peligroso está dirigida por Ripstein; la otra, por Luis Alcoriza. 104 ISAAC LEÓN FRÍAS

2.3 Brasil en ritmo de cinema novo

El movimiento más significativo en el cine latinoamericano ha sido, sin duda, el que se produce en Brasil a inicios de los años sesenta, poco des- pués del que surge en Argentina. Pero el impulso que se produce en Brasil tiene un alcance mucho mayor que el del vecino, aun cuando las condicio- nes políticas del gran país atlántico no fueron, precisamente, favorables a partir de 1964, con el golpe militar que derroca al gobierno progresista de João Goulart. Como en todos los casos similares, el cinema novo no surge por gene- ración espontánea, sino que proviene de diversos factores y circunstancias que motivan su aparición y desarrollo. Ya hemos apuntado que Brasil ha- bía tenido una historia fílmica muy accidentada. El centro principal de la actividad productiva había estado en Río de Janeiro, hasta 1960 la capital del país, y en São Paulo. El género, básicamente carioca, de la chanchada, comedia popular con números musicales y componentes costumbristas, era la modalidad de mayor arraigo. Entre los años treinta y cuarenta, la compa- ñía Cinédia, junto con la Brasil Vita Filmes, tuvo una producción continua, y entre los años cuarenta y cincuenta la Atlántida potenció el género en el que figuras humorísticas como Oscarito y Grande Otelo sobresaldrán. En la década del cincuenta, asimismo, se desarrolla la experiencia fallida de la compañía Vera Cruz, para ser la más grande empresa productora de la América de habla española y portuguesa, con imponentes estudios ubica- dos en San Bernardo, muy cerca de São Paulo, como alternativa de rango técnico y expresivo superior a la tradición de la chanchada. La Vera Cruz se plantea como una empresa llamada a elevar industrial- mente el nivel del cine brasileño, pero también para hacerlo estéticamente. Para ello contratan realizadores extranjeros, como los italianos Adolfo Celi y Luciano Salce, incorporan promisorios talentos locales, como los reali- zadores Lima Barreto y Tom Payne, y se proponen trascender el mercado brasileño. Es decir, es la primera propuesta orgánica en Brasil de levantar una industria con proyección internacional. Con 18 largometrajes en su haber y con un gigantesco forado económi- co, derivado del oneroso mantenimiento de estudios y técnicos, así como la débil recaudación obtenida, la Vera Cruz naufragó estrepitosamente. El mayor éxito de la compañía, O cangaceiro, fue distribuido por la Columbia Pictures, la empresa estadounidense que mejor ojo tuvo para el potencial latinoamericano; también tuvo a su cargo la distribución en el ámbito lati- noamericano, fuera de México, de las películas de Cantinflas desde los años cuarenta. O cangaceiro, dirigida por Lima Barreto con pretensiones épicas, PRIMERA PARTE 105 dio a conocer internacionalmente el universo del bandolerismo nordestino, retomado en los años sesenta por Glauber Rocha y otros realizadores. Se- gún Paulo Antonio Paranaguá:

Las contradicciones de la experiencia de la Vera Cruz, el hibridismo de sus producciones, la extensa gama de tensiones internas o externas con- centradas en unos pocos años, resultan en parte del desfase histórico, puesto que el periodo corresponde a la transición entre el sistema de estudios y el cine de géneros, por un lado, y los impulsos de renovación de los sesenta, por otro (Paranaguá 2003: 159).

Ana M. López ha afirmado de modo desafiante, un poco para alentar la investigación y la búsqueda:

Algo perversamente quiero sugerir que es posible que Vera Cruz y sus películas —y no el cinema novo— fueran la experiencia más marcada para el futuro de la producción audiovisual brasileña”. Según López, que también rescata las grandes chanchadas como Carnaval Atlântida, “O cangaceiro no es una parodia (como Carnaval Atlântida), pero su auto- consciente mezcla de estilos funciona tan eficientemente como la parodia para desnaturalizar y reposicionar el texto dentro de un nuevo espacio único para la representación cinematográfica. Este espacio es, claro, el sertón, un nordeste que nunca había sido llevado a la pantalla... que aquí se convierte en un espacio explícitamente cinemático (López 1999: 173).

Hay, por lo visto, mucho pan por rebanar en la investigación del pasado de nuestras cinematografías. Por otra parte, en los años cincuenta se extiende en Brasil un movi- miento cineclubista muy activo, en el cual participan varios de los que más tarde animan el lanzamiento de la nueva generación, así como se formulan propuestas teóricas de los críticos Paulo Emilio Sales Gomes y Alex Viany, entre otros, cuestionando el cine realizado bajo el paraguas industrial en el país y apuntando a una renovación de la que el mismo Viany quiere ser partícipe, pues tiene también una labor como director. No es menos significativo el clima de resurgimiento cultural que se vive en esa época y que se manifiesta en la creación de Brasilia, diseñada por el arquitecto Oscar Niemeyer, la investigación sociológica y económica del Instituto Superior de Estudios Brasileños (ISEB), la propia dinámica de los partidos políticos, entre ellos el legalizado Partido Comunista, y la eferves- cencia artística que hace surgir la bossa nova, el nuevo teatro y otras prác- ticas creativas, entre las que se integrará el cine. Desde 1946 Brasil había vivido un periodo de estabilidad democrática y el gobierno de Juscelino Kubitschek (1956-1961) le dio un impulso económico sin precedentes. 106 ISAAC LEÓN FRÍAS

En el campo fílmico propiamente dicho se presentan en la segunda mi- tad de los cincuenta algunas novedades. Dos de ellas son las películas, Río, 40 grados (1955) y Río, zona norte (1957), de Nelson Pereira dos Santos, y la tercera, O grande momento (1958), de Roberto Santos. Pereira dos Santos no concretó la que hubiera sido tercera parte de una trilogía, planeada para ser filmada en 1958. Las dos películas de Pereira dos Santos y la de Roberto Santos aportan un aire nuevo al cine del país, al retomar postulados neo- rrealistas en contra de una tradición más bien apegada a las ataduras del estudio, a los guiones de hierro o a un humor cercano a los espectáculos de variedades. Aun cuando hay un grupo de realizadores que defienden criterios auto- rales desde fines de los años cincuenta, entre ellos Walter Hugo Khouri, la generación que impulsa el cinema novo reivindica esas tres películas como claras antecesoras del movimiento al que luego se integra Pereira dos San- tos casi de manera natural, pese a la diferencia de edad (diez años mayor que el promedio de los realizadores jóvenes), continuando con una obra relativamente amplia. Roberto Santos, en cambio, solo hace otra película en 1966, A hora e vez de Augusto Matraga, también asimilada al movimiento. Antes de seguir adelante con el cinema novo nos detendremos un tanto en la mención de algunas películas que, en los años sesenta, realiza Walter Hugo Khouri, considerado por una tendencia de la crítica brasileña como uno de los cineastas brasileños del cine moderno, junto con Rubem Biáfora, Flávio Tambellini, Jorge Ileli, entre otros. Ese sector de la crítica, cuyo repre- sentante más prominente fue Antonio Moniz Vianna, mantuvo una posición bastante adversa a las películas del cinema novo, con pocas excepciones, y, por su parte, los cineastas del movimiento y los críticos que lo apoyaron rechazaron tanto a ese sector crítico como a las películas que defendían. Esa fue una de las grandes controversias cinematográficas en Brasil en los años sesenta22. Pues bien, ya va siendo hora de revisar esas películas ajenas al cinema novo que ofrecen, sin duda, zonas de interés desde la perspectiva más amplia de un nuevo cine de la región y no desde la que se fijó programá- ticamente para los nuevos cines de esos tiempos. Así, se puede comprobar cómo el de Khouri fue un estilo personal, con notorias influencias de An- tonioni, pero con una identidad propia, sobre todo en Noche vacía (1964), su filme más conocido; El cuerpo ardiente (1965), el episodio a su cargo en

22 En el texto de Ramos se consigna información sobre el debate crítico de esa época y sobre el desarrollo del cine brasileño en su conjunto en esa etapa tan significativa de su historia. PRIMERA PARTE 107

Las cariocas (1966) y Las amorosas (1967), una suerte de tetralogía de la incomunicación carioca. Según Ramos, en estas películas hay “un director próximo a la narrativa moderna del cine europeo... Un ritmo lento acom- paña el desenvolvimiento de personajes inmersos en una existencia vacía, teniendo como escenario de fondo la realidad urbana” (Ramos 1987: 366). Paulo Antonio Paranaguá sostiene:

El cinema novo fue el primer movimiento cinematográfico latinoame- ricano, tomando la palabra en el sentido en que es empleada por los movimientos de vanguardia intelectual a lo largo del siglo XX. Fue algo más que un grupo o una generación... Tampoco fue una escuela artística, pues la pluralidad de personalidades y expresiones era una de sus carac- terísticas fundamentales. El cinema novo surge liberado de una fórmula industrial por el fracaso de las experiencias de los años cincuenta. Tam- poco se siente comprometido con la discusión de una ortodoxia estética, por más novedosa que sea, como ocurrió con el neorrealismo italiano (Paranaguá 2003: 232).

Si bien el cinema novo “surge liberado de la fórmula industrial”, no ofrece una clara propuesta para modificar las estructuras industriales y más bien se va integrando al circuito de la producción y la distribución al que aporta una fisonomía distinta. Asimismo, y a pesar de los lazos creativos que unen a los miembros del movimiento, no existe un proyecto estético común y cada cual se orienta según su propio camino. Hubo textos de Glauber Rocha y de algún otro, pero ningún manifiesto programático ni nada parecido. Cierto es que se perfiló un horizonte creativo abocado a afirmar un cine nacional, popular (aun cuando una buena parte de las pe- lículas generaba resistencias en el público) y nuevo, con estilos ajenos a los que habían primado, y vinculaciones con las propias tradiciones culturales del país y de otras partes, así como con el acervo fílmico más valioso del cine mundial del pasado y contemporáneo. La eclosión, propiamente, se produce a inicios de los sesenta. En 1962 se estrena Barravento, el primer largo de Glauber Rocha; Mandacaru ver- melho, de Pereira dos Santos; Asalto al tren pagador, de Roberto Farías; Os cafajestes, de Ruy Guerra; Bahía de todos los santos, de Trigueirinho Netto, y Cinco vezes favela, un largo de cinco episodios dirigidos por Marcos Fa- rías (Um favelado), Miguel Borges (Zé da cachorra), Carlos Diegues (Escola de samba Alegria de Viver), Joaquim Pedro de Andrade (Couro de gato) y Leon Hirszman (Pedreira de São Diogo). Este último tiene una particular importancia simbólica, pues representa una suerte de manifiesto estético- audiovisual grupal, y tres de sus directores (Diegues, Joaquim Pedro de An- drade y Hirszman) se convierten más adelante en parte del núcleo central 108 ISAAC LEÓN FRÍAS

del cinema novo, al lado de Pereira dos Santos, Rocha y Saraceni. De hecho, el modo de aproximación y la sensibilidad que transmiten los cortos, en esa encrucijada en que la ficción y el documental se entreveran, se abre hacia ese nuevo abordaje estético de la realidad social de Brasil (Río de Janeiro, en este caso) que el movimiento irá registrando. No es menos novedoso el primer largo de Rocha, filmado en su Bahía natal, y Mandacaru vermelho, rodada en el nordeste, que anticipa Vidas secas y el espacio del sertón nor- destino, de presencia tan notoria en una parte no mayoritaria pero sí muy significativa del cinema novo. A propósito de esa región, Getino y Velleggia apuntan:

La región del nordeste del país, conocida como el sertón, constituyó el principal escenario para algunas de las más importantes experiencias del cinema novo en sus inicios. Una región sacudida por el hambre, la agi- tación política, la organización de las ‘ligas campesinas’ y la ocupación de tierras y haciendas. Es en este escenario donde, casi al mismo tiempo, entre 1963 y 1964, Nelson Pereira dos Santos, Ruy Guerra y Glauber Rocha logran las más memorables obras de esos años (Vidas secas, Os fuzis y Dios y el diablo en la tierra del sol, respectivamente). También el sertón y sus habitantes serán actores protagónicos de los documentales del realizador Geraldo Sarno (Getino y Velleggia 2002: 60).

En palabras de José Carlos Avellar:

El cinema novo, suele decirse, nació de un diálogo entre documental y ficción; Viramundo, de Geraldo Sarno, y Vidas secas, de Nelson Pereira dos Santos, Memoria do cangaço, de Paulo Gil Soares, Dios y el diablo en la tierra del sol, de Glauber Rocha, y Os fuzis, de Ruy Guerra, docu- mentales unos, ficción otros, cada uno a su manera en el mismo espacio real y en el mismo espacio dramático; nacieron todos del deseo de actuar con la cámara y crecieron en un diálogo imaginario (y organizado por Buñuel) entre el cine-ojo de Vértov y el cine intelectual de Eisenstein. Recordemos una vez más la expresión ‘neosurrealismo’. Glauber llamó en cierta ocasión neosurrealismo a concebir un filme en el que el punto de vista de la cámara no está determinado por la escena, sino que, por el contrario, es el ojo que actúa libremente y compone una escena com- pletamente hecha para él (Avellar 2002: 208)23.

23 En la página 165 de ese mismo libro, Avellar cuenta que la palabra “neosurrea- lismo” fue utilizada por Glauber en varios textos y “representa con exactitud el cine que Glauber soñó para la América Latina: neo-sur-realismo: neosurrealismo del sur”. La gravitación de Buñuel en la concepción del cine de Glauber se puede leer en las páginas 40 y 41 del mismo volumen, en las que Avellar cita el texto “Nosso senhor Buñuel”, escrito por el cineasta brasileño y que recuerda un tanto el estilo de los que escribía Godard, por quien Rocha sentía, asimismo, una enorme PRIMERA PARTE 109

Avellar establece de manera muy sugestiva, a partir de la habitual agude- za verbal de Rocha, los cimientos de la “escritura” fílmica del cinema novo, especialmente la que marca los primeros años del movimiento. En los años siguientes viene la consagración. En 1964 se realizan dos de los títulos emblemáticos del movimiento: la ya mencionada Vidas se- cas, de Pereira dos Santos, y Dios y el diablo en la tierra del sol, de Rocha. El año anterior se habían realizado Ganga Zumba, de Diegues; Os fuzis, de Guerra; Garrincha, alegria do povo, de Joaquim Pedro de Andrade, y Porto das Caixas, de Saraceni. Es decir, el cinema novo estaba en marcha. Sin embargo, en marzo de 1964 se produce el golpe militar que encabeza el mariscal Castelo Branco y que inicia una larga etapa dictatorial, cuyos efectos se sentirán también en el cine. Aunque el empuje de esa generación no se cortó y la censura gubernamental dejó espacios abiertos, el discurso político se va haciendo más alusivo en relatos que se concentran de manera creciente en el ámbito urbano, a diferencia de la mayor pluralidad geográ- fica que se encuentra en la producción de los años anteriores. En 1966 es fundado el Instituto Nacional de Cine, muy cuestionado por los cineastas brasileños del movimiento. El crítico brasileño Jean-Claude Bernardet señala que, después del golpe, “se abandona la temática del sertón: el ambiente de los filmes se urbaniza y los protagonistas no son ya los campesinos sino ciudadanos proceden- tes de las clases medias” (Hennebelle 1977: 245). Del periodo posterior al golpe son representativos O desafio, de Saraceni; A falecida, de Hirszman; Menino de engenho, de Walter Lima, y O padre e a moça, de Joaquim Pedro de Andrade, las cuatro de 1965; así como A grande cidade, de Diegues, y A hora e vez de Augusto Matraga, de Roberto Santos, ambas de 1966, Terra em transe, de Rocha, y El justiciero, de Pereira dos Santos, las dos de 1967, entre otras. En varias de estas películas, el lenguaje audiovisual, ya de por sí exigen- te en las óperas primas, se hace más complejo e incluso hermético, lo que reduce la asistencia del público, pese a la enorme resonancia periodística que el movimiento había logrado captar desde sus primeros momentos.

admiración: “Hay en el cine aquellos que hacen escultura (como Resnais), los que hacen pintura (como Eisenstein), los que filosofan (como Rossellini), los que hacen cine (como Chaplin), los que hacen novela (como Visconti), los que hacen poemas (como Godard), los que hacen teatro (como Bergman), los que hacen circo (como Fellini), los que hacen música (como Antonioni), los que hacen ensayos (como Munk y Rosi) y los que, dialéctica y violentamente, materializan el sueño: ese es Buñuel”. 110 ISAAC LEÓN FRÍAS

Este será el talón de Aquiles del cinema novo, pese a lo cual —y a diferen- cia de lo ocurrido en Argentina con la Generación del Sesenta— la activi- dad prosigue y se diversifica. El propio Bernardet ha sido muy enérgico en su descripción de la falta de comunicación con el público en unas películas que se proponen rescatar componentes populares:

Consideremos la austeridad de Vidas secas y el barroco flamígero de Dios y el diablo en la tierra del sol: ambos filmes convocan a un espec- tador cansado de la narración y del montaje tradicionales... Su estética rebuscada concierne a un público cultivado... Durante su primera fase, el cinema novo fue, pues, un cine sin público. Y sobre todo un cine sin el público que los autores decían buscar: el público popular. Tanto más cuanto que no se trató de rebasar el marco de las salas de cine... No se procuró, en fin, entrar en contacto con ese público en otras condiciones que las que imponían los circuitos comerciales. Por otro lado, las formas de producción apenas permitían una rentabilidad de los filmes fuera de esos circuitos (Hennebelle 1977: 242-244).

En otro texto, Bernardet afirma:

Decir que Dios y el diablo en la tierra del sol es un filme popular es idea- lismo y mixtificación... Entre la constatación de que un filme es popular por estar basado en problemas que conciernen al pueblo, de que se vale de formas populares y de allí la conclusión de que es popular y desti- nado a ser comprendido por un público popular, es una confusión muy grande. Por un efecto de autosugestión, repitiendo una determinada pa- labra, se llega al convencimiento de su veracidad. Podemos repetir tanto cuanto deseáramos la palabra popular: Dios y el diablo en la tierra del sol y el cine brasileño no se van a volver más populares por eso (Bernardet 1967: 136-137).

King apunta, al respecto, citando un análisis de José Carlos Avellar:

Aquí se articula una de las paradojas del cinema novo: intenta crear un cine popular, pero no para el consumo popular, un cine político fuera de los partidos políticos formales y una industria que no produce películas industriales (King 1994: 158).

Tzvi Tal considera que

Las películas del cinema novo expresaron la identificación con lo nacio- nal y lo popular, pero sus formas y contenidos reflejaban la visión de la clase media intelectual que aspiraba a aliarse con las masas... Era una imagen acorde con el populismo paternalista brasileño, que expresaba los intereses de élites y dejaba fuera de la pantalla la movilización popu- lar” (Tal 2002: 47). PRIMERA PARTE 111

Agrega Tal:

Los cinemanovistas negociaron su identidad creativa con la hegemonía político-militar que impuso el Ejército en 1964 y persistió 24 años. Casi todos continuaron en la actividad... aceptando las limitaciones y los be- neficios implicados en la cooptación. Muchos desarrollaron una estética alegórica en la que encontraron refugio la crítica social y la creatividad reprimida. La huida al pasado... y el enfoque antropológico sobre la cultura popular fueron también recursos de resistencia..., dando lugar al tropicalismo (Tal 2005: 80).

El Acta Institucional 5, del general Costa e Silva, de diciembre de 1968, limita drásticamente las libertades, ya reducidas y mantenidas con dificul- tad, y afecta decididamente al movimiento cinematográfico en su conjunto. Aun así, la producción de los cineastas del movimiento sigue en marcha, y a 1969 corresponden varios títulos valiosos como Macunaíma, de Joaquim Pedro de Andrade; O dragão da maldade contra o santo guerreiro, también conocido como Antônio das Mortes, de Rocha; Brasil ano 2000, de Walter Lima; y Os herdeiros, de Diegues. De 1970 son Azyllo muito louco, de Perei- ra dos Santos; Os deuses e os mortos, de Guerra; Pindorama, de Jabor. De 1971, A casa assassinada, de Saraceni; Como era gostoso meu francês, de Pereira dos Santos. Y de 1972, São Bernardo, de Hirszman; Os inconfiden- tes, de Joaquim Pedro de Andrade; Quando o carnaval chegar, de Diegues. Dice Tzvi Tal:

A partir del Acta Institucional número 5 se desarrolló el tropicalismo, un modo estético que se difundió también en otras artes y particularmente en la música popular... El tropicalismo cinematográfico profundizó la perspectiva antropológica sobre la cultura popular y dejó de lado la vi- sión anterior, cuando las imágenes del pueblo y sus creencias estaban dictadas por la convicción de que el pueblo alienado necesitaba la tutela pedagógica de la élite creativa (Tal 2005: 54).

Robert Stam y Ella Shohat establecen las similitudes y las diferencias entre el modernismo brasileño de los años veinte y el tropicalismo de fines de los sesenta en los siguientes términos: El movimiento antropofágico brasileño mezclaba los homenajes a la cultura indígena con el modernismo estético. De hecho, no solo se auto- denominó modernista, sino que se consideró a sí mismo como aliado y conceptualmente paralelo a los movimientos de vanguardia europeos como el futurismo, el dadaísmo y el surrealismo. Mucho después, el movimiento llegó a la industria del cine brasileño mediante el movimiento cultural de- nominado ‘tropicalismo’, que surgió en Brasil a fines de los años sesenta. 112 ISAAC LEÓN FRÍAS

Como el modernismo brasileño (y a diferencia del modernismo europeo), el tropicalismo fundió el nacionalismo político con el internacionalismo estéti- co. En su versión reciclada de los años sesenta, la ‘antropofagia’ supuso una superación de la oposición maniquea del cinema novo entre ‘cine brasileño auténtico’ y ‘alienación hollywoodense’. El tropicalismo del teatro, la música y el cine yuxtapuso agresivamente lo folclórico y lo industrial, lo autóctono y lo extranjero. Su técnica favorita era el collage agresivo de discursos, la antropofagia de distintos estímulos culturales y en toda su heterogeneidad (Stam y Shohat 2002: 302). Fernão Ramos establece tres momentos diferenciados en la evolución del cinema novo a partir de 1963, en que destacan tres películas “principales” (o “líderes” podríamos decir, también) en cada uno de ellos, a las que se suman varias otras. La primera “trinidad”, según Ramos, está compuesta por tres películas de 1963: Dios y el diablo en la tierra del sol, Los fusiles y Vidas secas, y “está marcada por la imagen realista del nordeste seco y distante, del pueblo nordestino y su condición de explotado y por la ausencia del hábitat natural de los propios cineastas, jóvenes de clase urbana” (Ramos 1987: 348). La segunda “trinidad”, que es posterior al golpe militar de 1964, está formada por El desafío, de Paulo Cesar Saraceni, El bravo guerrero, de Gustavo Dahl, y Tierra en trance. Esta segunda “trinidad” “es contemporá- nea de un momento de fuerte autocrítica” (Ramos 1987: 348). Según Ramos: “En El desafío surge por primera vez en el cinema novo el propio mundo del cineasta en el centro de la ficción que elabora. El resultado final es una profunda insatisfacción, teniendo siempre al lado la idealización (en forma más tenue) del universo popular” (Ramos 1987: 348). La “segunda trinidad” corresponde a la etapa que va del golpe de 1964 al Acta Institucional 5 (el golpe dentro del golpe) y forma, en términos de Randal Jonson y Robert Stam, “la segunda fase” del cinema novo (Jonson y Stam 1982: 36). La tercera “trinidad” realizada a fines de la década, “con fuertes tonos alegóricos y con la preocupación de representar a Brasil y a su historia” (Ramos 1987: 359), está formada por El dragón de la maldad contra el santo guerrero, Los herederos, de Carlos Diegues, y Los dioses y los muertos, de Ruy Guerra. Ramos opina que la opción por la gran producción y el mer- cado aparece de manera nítida en El dragón de la maldad contra el santo guerrero y con este filme se perfila la alegoría tropicalista que se manifiesta también en Los herederos, Brasil año 2000, de Walter Lima Jr.; Los dioses y los muertos, Pindorama, de Arnaldo Jabor; Asilo muy loco, de Pereira dos Santos, y, entre varias otras, Macunaíma, la película de mayor acogida del público de todas las que se hicieron en ese periodo con las “banderas” del cinema novo (Ramos 1987: 376-379). PRIMERA PARTE 113

En estos últimos años se produce el exilio de Glauber Rocha, los motivos y la visualización de varios de los filmes del periodo se aproximan —como se ha señalado— a la estética tropicalista y aparece una corriente marginal conocida como udigrudi (variante fonética portuguesa de underground). Esa corriente marginal no es precisamente una modalidad dentro del mo- vimiento, aunque algunos de sus representantes se iniciaron al amparo de ese gran paraguas que era el cinema novo, sino que es vista por diversos analistas como un movimiento autónomo. El propio Glauber Rocha, a quien se le atribuye el uso por primera vez del término udigrudi, dijo (citado por Fernão Ramos): “Los filmes udigrudi son ideológicamente reaccionarios por psicologistas y porque incorporan el caos social sin asumir la crítica de la historia, y formalmente por eso mismo son regresivos” (Ramos 1987: 389). El teórico brasileño Ismail Xavier considera:

[...] el cinema marginal opone su dosis amarga de sarcasmo y a finales de la década (del sesenta), la ‘estética del hambre’ del cinema novo en- cuentra su desdoblamiento radical y desencantado en la llamada ‘estética de la basura’, donde la cámara en mano y la discontinuidad se alían a una textura más áspera del blanco y negro que expulsa la higiene in- dustrial de la imagen y genera gran malestar. Júlio Bressane, Andrea To- nacci, Luiz Rosemberg, João Silvério Trevisan, Neville d’Almeida, Carlos Reichenbach, Ozualdo Candeias, entre otros, marcan su oposición a un cinema novo que buscaba salir del aislamiento y se volcaba a un estilo más convencional por su empeño en estabilizar la comunicación con el público... rechazando lo que calificaban de concesiones de los que hasta entonces fueran sus compañeros de ruta, los líderes del cinema margi- nal adoptan un papel profanador en el espacio de la cultura: rompen el ‘contrato’ con los espectadores y se niegan a aceptar las consignas de una izquierda biempensante, tomando la agresión como un principio formal del arte en tiempos sombríos (Xavier 2000: 61-62).

Por su parte, Tzvi Tal sostiene:

Contrariando el trayecto de los cinemanovistas veteranos, un nuevo proyecto cinematográfico surgió entre cineastas más jóvenes, que pre- firieron producir sus filmes sin recurrir al dinero oficial. Concentrados en pequeñas productoras paulistas situadas en el barrio Boca de Lixo (literalmente ‘basurero’) y otras ciudades, sus filmes practicaron lo que se denominó ‘estética basura’: hechos en la marginalidad, sin medios técnicos suficientes, desdeñando las convenciones genéricas conocidas y sin preocupación por la ‘calidad’ cinematográfica... Los filmes udigrudi contenían violencia, pornografía, crimen, suicidios y absurdo en propor- ciones desacostumbradas. Constituían un ataque a la aristocracia acadé- mica denominada cinema novo y, en lugar de denunciar el subdesarrollo, eran subdesarrollados en sí mismos” (Tal 2005: 55). 114 ISAAC LEÓN FRÍAS

Fuera de Brasil, el cinema marginal se ha conocido poco y ha estado un tanto oculto por la primacía que siguieron teniendo las películas de los nombres más notorios del cinema novo. No obstante, se impone una recon- sideración de esta corriente y no solo por los logros estéticos, que los tuvo, sino, y en una perspectiva de conocimiento de ese periodo, por lo que significó como una modalidad de provocación artística (y también política) y a su manera como puente entre algunas vanguardias y movimientos del cine hecho antes en otras partes y el que se haría años más tarde, por ejem- plo, en la llamada estética posmoderna. En esa misma época, el chileno Alejandro Jodorowsky exploraba a su manera territorios parecidos a los del udigrudi brasileño en sus cintas mexicanas El topo y Fando y Lis. No son lo mismo, por cierto, pero hay algunas vibraciones consonantes. Un filme como Mató a su familia y fue al cine, de Júlio Bressane, cons- tituye desde el título un desafío a la “normalidad” del cine de la región (y no solo de la región), y lo es también a su manera a la ortodoxia de una parte de ese nuevo cine latinoamericano en construcción. Es desde ya una corriente que hace lo que en esa época aún no se conocía como lo políti- camente incorrecto. Esa postura irrespetuosa e insolente no cabía, claro, ni dentro de los parámetros institucionales ni tampoco en los postulados de un cine de testimonio crítico o de rescate de las raíces culturales y nacio- nales en boga. Pues bien, y dejando por ahora al cinema marginal, que cubre una bre- ve etapa, hay que decir que las presiones de la dictadura no terminan con el cinema novo, pero lo afectan y lo conducen por un cauce de carácter más abiertamente metafórico de lo que había podido ser antes, como una manera de defenderse ante cualquier censura. Luego algunos realizadores (Joaquim Pedro de Andrade y Hirszman) irán espaciando sus películas; otros, como Diegues, mantienen una producción regular en búsqueda de un público más amplio, y el movimiento deja de ser lo que fue en años anteriores. Como que la ausencia de Glauber, un líder sui géneris, pero líder al fin y al cabo, más las nuevas condiciones políticas terminan por hacer inevitable el cambio del curso. Para ilustrar las nuevas condiciones que se crean en los años setenta, cito un texto de Maria Alzira Brum:

Los primeros años de la década de los setenta fueron vividos como los tiempos del ‘milagro brasileño’, caracterizado por el desarrollo de la in- dustrialización y el crecimiento de la clase media bajo el impulso de la dictadura militar y con la ayuda política y económica de Estados Unidos. El decidido apoyo del gobierno a la implantación y desarrollo de una red nacional de televisión —parte esencial del proyecto de integración na- PRIMERA PARTE 115

cional ambicionado por los militares— contribuyó a un gran perfecciona- miento de este medio... La Red Globo, inaugurada en 1965, impuso muy rápidamente un alto patrón de calidad técnica, no tardando en iniciar la emisión en color (1972). En cambio, el cine se encontraba a comienzos de los setenta en una situación muy distinta de la que poco antes había permitido el surgimiento del cinema novo y el cine marginal. El discur- so político y nacionalista del cinema novo se había diluido frente a las nuevas realidades, en tanto que las imágenes “sucias” y la fragmentación narrativa del cine marginal no agradaban al público, cada vez más acos- tumbrado a los altos estándares técnicos de las imágenes televisivas. En cuanto a la censura tampoco le agradan ni el uno ni el otro. Todos estos factores pesarían de forma determinante sobre la producción cinemato- gráfica, que responderá a tales procesos aumentando su producción y su presencia en el mercado con películas de carácter más comercial, como es el caso de las comedias con fuerte componente erótico (pornochan- chadas) (Elena y Díaz López 1999: 245-246).

Con el cinema novo pasa lo que ha ocurrido a lo largo del siglo XX con otros movimientos, y es que tienen una aparición bulliciosa, una enorme vitalidad en sus primeros tramos y una duración relativamente breve, y eso que podríamos decir que en el caso brasileño la extensión fue mayor que en los casos del neorrealismo italiano y la nouvelle vague, por mencionar los dos movimientos más notorios del cine sonoro mundial. Más aún, hay que insistir en que tal duración no se despliega en las condiciones relati- vamente estables en las que se han producido otros movimientos renova- dores. Al menos estable en lo que toca a la institucionalidad política, pues toda expresión renovadora es síntoma de una situación de crisis o cambio. En Brasil, a poco de la insurgencia del movimiento, se quiebra el orden democrático, y los marcos en que se organiza el gobierno militar se van modificando y se endurecen, o moderan de manera muy cambiante. Pero se trata, sin duda, del movimiento expresivamente más rico y va- riado, el que ofreció un arco más abierto de posibilidades, el que se abrió en mayor medida a las búsquedas y a las exploraciones, el más expansivo en términos creativos, más allá de los altibajos que pudo tener y fuera de cualquier intento de mitificación. Para decirlo en palabras de Paranaguá, que recogen el estilo verbal de Rocha, pródigo en esos binomios, “el ci- nema novo fue carioca y paulista, mineiro y nordestino, épico e intimista, realista y alegórico, blanco y mulato, indio y algunas veces negro, literario y musical, teatral y poético, pesimista y eufórico, trágico y cómico con una pizca de melodrama, comprometido y enajenado, total y parcial, crítico y contemplativo, mesiánico y agnóstico, fatalista e ingenuo, sutil e histérico, apocalíptico e integrado, revolucionario y reformista, elitista y populista, 116 ISAAC LEÓN FRÍAS

nostálgico y profético, nacionalista y cosmopolita, desesperado y orgiástico, machista y femenino, dionisiaco y reprimido, local y universal” (Paranaguá 2003: 235). Señal de exuberancia, pero también de contradicciones y a veces des- encuentros.

3. Los países con escasa o incipiente actividad fílmica

3.1 El cine cubano de la revolución

Con la creación del ICAIC en marzo de 1959 se produce, en primer lugar, un corte abismal con el cine realizado en años anteriores en Cuba. La escasa infraestructura existente será sustituida, y los cuadros técnicos y creativos se renuevan en casi su totalidad a partir de la incorporación de intelectuales y profesionales que se integran al ICAIC. La novedad de una producción que se construye prácticamente desde la nada favorece, en principio, una amplitud no disponible en ninguna otra cinematografía de la región. Me explico: el ICAIC es un organismo oficial, estrechamente unido a un proce- so político de carácter revolucionario, pero los postulados de la producción no tienen antecedentes, por lo menos no los tienen en el contexto del área latinoamericana, es decir, se construyen a medida que se hacen las pelícu- las. De allí que se inicie algo nuevo a tono con las necesidades y exigencias del proceso. Por otra parte, debe recalcarse el hecho de que el ICAIC estuvo formado y dirigido desde un principio por cineastas o candidatos a serlo, y no por funcionarios o administradores. Eso es importante porque, desde los pri- meros tiempos, hubo fricciones entre el ICAIC y otros órganos de la revolu- ción, como la televisión o las Fuerzas Armadas, que tenían departamentos de cine y una línea de producción propia. Los criterios que rigieron en esas dependencias estaban mucho más condicionados por requerimientos educativos y propagandísticos, mientras que el ICAIC intentó preservar los fueros estéticos. Todavía no se ha escrito la historia que consigne las ten- siones entre esas diversas dependencias, así como las que se produjeron en el interior del ICAIC. Que se construya prácticamente desde la nada no significa que no exis- tiera previamente una actividad fílmica sostenida. No solo en noticiarios, también en la producción de largos, prácticamente la única con una relativa continuidad en Centroamérica y el Caribe, y superior en volumen a la que PRIMERA PARTE 117 se hacía en la mayor parte de los países sudamericanos. Concretamente, de 1948 a 1958 se hicieron en Cuba nada menos que 62 largometrajes, 27 de los cuales eran coproducciones (Podalsky 1999: 164). Salvo Argentina, Bra- sil y México, ningún país alcanzó esa cifra en ese periodo. Es decir, hubo una pequeña industria en Cuba que la historia oficial silenció y los años sesenta quisieron arrojar al olvido. En esa pequeña industria se puede re- tener por ahora el nombre de Manuel Alonso, quien dirigió Siete muertos a plazo fijo (1950) y Casta de roble (1954). Esta última mereció en su momento opiniones favorables de Gutiérrez Alea y de Guillermo Cabrera Infante en publicaciones cubanas. Sin embargo, se hace tabla rasa de todo lo anterior, de modo tal que esa producción queda excluida para la exhibición y para el conocimiento, a la manera de los libros que el Índex prohibía desde los tiempos de la In- quisición. El caso cubano, desde luego, es tal vez el más radical en cuanto a las negaciones del pasado, pues con las diferencias de las circunstancias locales esa fue la lógica dominante durante el periodo de los nuevos cines en la región. Entonces lo que se propone en Cuba es la construcción de una nueva industria y, simultáneamente, de un nuevo cine, y no tanto por oposición o diferenciación con el anterior, sino, simple y llanamente, por exclusión y descarte, como si no hubiese existido nunca. Juan Antonio García Borrero afirma:

Creo que los cineastas del ICAIC se propusieron metas más ambiciosas que la simple apología del sistema. Se trataba de, además de defender a la revolución, crear una industria fílmica en el país partiendo prácti- camente de cero y al mismo tiempo un movimiento artístico que fuera capaz de oponerse al discurso hegemónico, mostrando por primera vez en la pantalla a la ‘verdadera América Latina’ (García Borrero 2007: 157).

Por cierto, la novedad es rotunda en términos políticos, pero no lo es necesariamente en el terreno fílmico, pues se adoptan en un inicio proce- dimientos documentales que vienen de experiencias anteriores o se en- cuentran en trabajos simultáneos de otras partes. Por lo tanto, no es que se invente una nueva formulación genérica, sino lo que se va configurando es una opción, un estilo documental más o menos propio. Esa dominante do- cumental personalizará los primeros años de la producción cubana, incluso en el terreno de la ficción, muy influido por los modos de la no ficción. Se ha especulado con la incidencia que pueden haber ejercido en la isla cineastas como Cesare Zavattini, el guionista por antonomasia del neorrea- lismo, los franceses Chris Marker y Agnès Varda, el holandés Joris Ivens, entre otros. 118 ISAAC LEÓN FRÍAS

En relación con Zavattini, Pedro Loro opina:

A Cuba le interesaba el neorrealismo en la medida en que Zavattini formaba parte de él. Por eso lo escogieron a él y no a cualquier otro miembro del movimiento. A la postre, los cubanos, sumidos en su propia odisea, no se acercaron al hombre con la misma cordialidad con que lo hiciera Zavattini. Su discurso resultó más crítico, más didáctico de lo que hubiera deseado el italiano, la revolución reclamaba demasiada atención y había que mantener la independencia artística (Loro 1996: 66).

De los otros, se puede detectar el influjo de Ivens en la práctica docu- mental de Santiago Álvarez, por ejemplo. Sea como fuere, lo cierto es que la práctica del Noticiero ICAIC, de los documentales didácticos y otros irán perfilando un cierto estilo, en alguna medida ligado al cinéma vérité o al cine directo, más que al neorrealismo propiamente dicho que suele esgrimirse a propósito de los inicios del cine producido por el ICAIC, motivado en parte por la estancia de Gutiérrez Alea y García Espinosa en el Centro Sperimentale di Cinematografia, de Roma, y por películas como Historias de la revolución, el primer largo de Gutiérrez Alea, que se inspira parcialmente en Paisà, de Roberto Rossellini. En otras palabras, el laboratorio que significa para el cine cubano trabajar ampliamente con el documental, cosa que no era tan fácil y accesible en otros países, va configurando una práctica y, en cierto modo, un estilo que se prolongan en las experiencias ficcionales. Esa atadura será muy clara a lo largo de los años sesenta y ejerce influencia en otras partes. Más adelante el desarrollo del cine de ficción en Cuba seguirá otros derroteros, pero eso será notorio recién en el curso de los años setenta. Sin embargo, Jorge Luis Sánchez González sostiene:

Ninguno de los fundadores de la reciente industria de cine..., con la excepción de Santiago Álvarez, fueron ni serán los más experimentados en la realización de documentales. Fundamentalmente se entrenan en el dominio del lenguaje del cine y para esto hacen documentales. Este, y no otro, puede ser el meollo de tanto documental menor producido en el periodo, con independencia de la filiación, o no, de sus directores a la revolución (Sánchez González 2010: 59).

De cualquier manera, y al margen de las motivaciones, los primeros años permiten una mayor seguridad en el manejo de la no ficción, mientras que las exploraciones en el campo de los relatos se ven claramente atrave- sadas por la práctica documental, como se aprecia en Historias de la revo- lución, de Gutiérrez Alea, y Cuba baila, de García Espinosa. El Noticiero ICAIC, dirigido por Santiago Álvarez, aporta a la historia de los informati- PRIMERA PARTE 119 vos latinoamericanos un tono enérgico y un ritmo con frecuencia agitado, inédito en una modalidad documental más bien plúmbea y almidonada, como la que se ejerció a través de los años en los países de la región, sin que se conozcan excepciones, pues fue uno de los rubros más rutinarios y previsibles de la producción. En esa práctica continua se basa el desarrollo de un estilo, que luego Álvarez aplicará en sus cortos o mediometrajes de no ficción registrados en su país y en diversas partes del mundo con un tratamiento muy propio y que lo convirtieron en una suerte de Dziga Vértov caribeño. Allí están como ejemplos los cortos Now o LBJ y los mediometra- jes 79 primaveras o Hanói, martes 13. Como afirma García Borrero:

Mientras que otros documentalistas de la época se pronunciaban por el abuso del cine encuesta, o la filmación fría en los lugares donde acon- tecen los hechos, muy dentro de la tradición impuesta por Flaherty y compañía, Santiago Álvarez termina depurando ese estilo que alguna vez llamara ‘documentalurgia’, y en el que cada vez se hace más precisa su capacidad para hacer del montaje (visual, pero sobre todo sonoro) el vehículo a través del cual transmitir su mensaje (Paranaguá 2003: 68).

Las obras de ficción que, junto con las propuestas documentales de Ál- varez, dan proyección internacional al cine de la isla, se realizan mayormen- te en la segunda mitad de los sesenta. De esos años son el mediometraje Manuela y el largo Lucía, de Humberto Solás; La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez; Aventuras de Juan Quin Quin, de García Espi- nosa; La odisea del general José, de José Massip, y, la más célebre de todas, Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea. Sin querer forzar paralelos con el cine soviético de los años veinte, los años sesenta ven en Cuba un proceso con algunas características comunes en el sentido de la búsqueda de una fisonomía propia elaborada a partir de un trabajo novedoso y la apuesta por un estilo o, mejor, de un pequeño abanico estilístico, destinado a abordar la actualidad o el pasado histórico visto en función del presente. Esos filmes, junto con los documentales de Santiago Álvarez, dieron una enorme proyección internacional al cine cubano, y todos ellos, de una manera u otra, ofrecieron propuestas novedosas y atractivas, usando recur- sos distintos: la crónica histórica mezclada con la encuesta periodística (La primera carga al machete), la comedia en la tradición de la picaresca y del esperpento (Aventuras de Juan Quin Quin), la épica desdramatizada (La odisea del general José), la ficción y el ensayo (Memorias del subdesarrollo), la reelaboración del melodrama en clave operática (Lucía). A propósito de Lucía, Lino Micciché dice: “El primer episodio, de tono viscontiano, es un 120 ISAAC LEÓN FRÍAS

melodrama. El segundo tiene trazos del primer Lattuada; es un drama con catarsis final. El tercero, de sabor germiano, es una comedia” (Micciché 1972: 121)24. El clima político cubano de esos tiempos permitió, hasta cierto punto, el despliegue creativo, como lo había permitido también la consolidación del Estado soviético en los efervescentes años veinte para la producción fílmica del país en la que Eisenstein, Pudovkin y Dovjenko destacaron en la ficción, mientras que Vértov y Medvedkin abrieron caminos en sus experiencias no ficcionales o fronterizas. Solo hasta cierto punto en Cuba (otro tanto habría que decir de la Unión Soviética en los años veinte) porque hubo películas que no se exhibieron y realizadores, como Fausto Canel y Eduardo Manet, que sintieron que no había condiciones favorables para desarrollar sus pro- pias películas y optaron por el exilio. Esas obras de ficción asimilan la influencia documental, usan la cámara en mano, de la fotografía contrastada en blanco y negro, del montaje frag- mentado, del tono de crónica o reportaje, reformulan o replantean los mol- des del género épico, del melodrama o de la comedia, así como del acer- camiento al pasado histórico o al presente. También, como en Memorias del subdesarrollo, un muy consistente mosaico estilístico, otean el retrato nostálgico y la introspección individual. Los años setenta ven el repliegue parcial de esa ola creativa. En estos tiempos un filme como Memorias del subdesarrollo, con un punto de vista tan particular en el abordaje de las incertidumbres de un burgués que per- manece en La Habana en los primeros años de la revolución, no hubiera sido posible. Las necesidades de afianzar el sistema hicieron que las po- líticas culturales limitaran algunos márgenes de libertad creativa, sin que lograran eliminarlos del todo, pues también a inicios de los setenta hay películas que ofrecen valores expresivos indiscutibles. Pero el cine cubano va perdiendo la originalidad de sus mejores películas de los sesenta. Pocas películas posteriores, si las hubo, alcanzaron los niveles de Lucía o Memo- rias del subdesarrollo. Sobre el particular, Paranaguá afirma:

Los cineastas cubanos gozaron entonces de una singular autonomía den- tro del polémico cuadro de la sociedad revolucionaria que motiva la

24 Para Micciché, el “filtro italiano” está en todo el filme. Germiano hace referencia a Pietro Germi, el autor de Divorcio a la italiana y Seducida y abandonada, entre otras comedias, que marcaron la segunda parte de su obra, pues la primera, hasta Maldito embrollo, está marcada por el drama de resonancias neorrealistas. PRIMERA PARTE 121

partida de intelectuales ligados a la primera fase del proceso. Los cineas- tas no esquivan las dificultades y teorizan en una línea simultáneamen- te militante e independiente de los estereotipos populistas y ‘realistas socialistas’. Esa orientación aproxima a Cuba a las cinematografías es- tatales más lúcidas (Polonia y Hungría) en cuanto consigue conjurar la discontinuidad de la producción típica del subdesarrollo. No obstante, una inflexión es patente en la década del setenta, en la que se evita lo contemporáneo. El largometraje privilegia las reconstrucciones históricas o los enfrentamientos más recientes del periodo prerrevolucionario y posrevolucionario (Paranaguá 1984: 77).

3.2 La encrucijada chilena

Con una producción intermitente que nunca permitió la consolidación de una mínima industria, pese a los intentos de la empresa estatal Chile Filmes en los años cuarenta, en Chile se inicia una línea de trabajo documental en 1957 con la creación del Centro de Cine Experimental, dirigido por Sergio Bravo. Los cortos Mimbre, de Bravo, y Andacollo, de Jorge di Lauro y Nieves Yankovic, se abren a la visión de una dimensión campesina o pueblerina no tratada antes o, al menos, no de la manera sobria y matizada con que se hace en esos primeros trabajos y en otros que vienen luego. Esos son algu- nos de los precedentes más significativos de lo que aparece más adelante y se concreta en la segunda mitad de los sesenta desde ese nuevo modo de aproximación en un medio, como tantos otros, apegado al largometraje de ficción. En torno a ese periodo de primacía documental, Jacqueline Mouesca señala:

Varios de los chilenos que participaron en aquellos encuentros [se refiere a los festivales de Viña del Mar de 1967 y 1969], habían ya comenzado a trabajar desde fines de los años cincuenta y comienzos de los sesenta con una línea en la que el repudio a las falsificaciones de la realidad nacional presentadas por el cine de ficción chileno, y el rescate más profundo de la identidad nacional, formaban parte de su línea de principios cinemato- gráfica. Lo muestra la labor del Instituto Fílmico de la Universidad Católi- ca con las películas de Rafael Sánchez y del Centro de Cine Experimental de la Universidad de Chile, que no solo cobija el trabajo de Sergio Bravo y Pedro Chaskel, sino que da cabida a algunos cineastas emergentes que luego optarán por el cine de ficción, como Miguel Littín, que filma Por la tierra ajena, y Helvio Soto, Yo tenía un camarada, ambas de 1964 (Mouesca 2005: 74). 122 ISAAC LEÓN FRÍAS

A Chile, y en concreto a la ciudad de Viña del Mar, le corresponde] —como hemos visto— haber sido el espacio en el que se formula de mane- ra explícita el concepto del nuevo cine latinoamericano. Para ello la cuota inicial chilena era aún modesta, como se pudo ver en el Festival de Viña del Mar de 1967. Apenas algunos cortos, los de Sergio Bravo, pero también otros más recientes a cargo de los recién llegados a la dirección Miguel Littín (Por la tierra ajena), Patricio Guzmán (Electroshock), Pedro Chaskel (Aborto) y Helvio Soto (Yo tenía un camarada), cuatro de los nombres más importantes del cine de los años siguientes y, ciertamente, del cine de la Unidad Popular del periodo 1970-1973. Esos cortos de denuncia, bastante crudos en general, apuntan, sin embargo, a algunos de los derroteros que animan la producción documental o de ficciones realistas en otras partes. Ese mismo 1967 la producción de largos se incrementa, y uno de ellos, Largo viaje, del veterano Patricio Kaulen, es en la perspectiva del tiempo uno de los más valiosos de esa época y, sin más, de toda la historia del cine chileno. No se vio así en ese entonces, pues se le asoció con el “viejo” cine mexicano, sin que se apreciara el valor de una mirada social que incorpo- raba la tradición del esperpento, tan vinculada a la obra de Buñuel, en una cinta que guarda no pocos puntos de contacto con el estilo buñueliano y que ostenta, además, una construcción narrativa impecable. A la incom- prensión estética de Largo viaje, se sumó —como afirma Ascanio Cavallo— el hecho de que Kaulen fuera un hombre de la industria y presidente de la empresa Chile Filmes durante el gobierno de Eduardo Frei. Kaulen, por tanto, y en expresión de Cavallo, ‘no encaja con la noción de un nuevo cine chileno’” (Cavallo y Díaz 2007: 120). La asociación con el nuevo cine se aplicará a los realizadores que surgen en esos años. Además de los mencionados, Aldo Francia, fundador del Cine Club de Viña del Mar que origina los festivales, en sus primeras ediciones dedicado al cine del país, y a partir de 1967 al cine de América Latina. Fran- cia dirigió Valparaíso, mi amor en 1969. Ese mismo año, Raúl Ruiz hace su primer largometraje, Tres tristes tigres, el primer paso de la obra más prolífi- ca que un cineasta de la región haya realizado en las últimas décadas, con la salvedad de que buena parte de su filmografía a partir de 1974 ha sido producida y filmada en Francia y en otros países de Europa. A esos dos largos se suman Caliche sangriento, de Helvio Soto, sobre un episodio de la guerra del Pacífico en 1880, y El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín, crónica de ficción en torno al asesinato de una mujer y sus hijos a cargo de un campesino ignaro y de la posterior rehabilitación del convicto antes de ser ejecutado. Estas cuatro películas constituyen el caballo de batalla del cine del país sureño para ofrecer una imagen distinta PRIMERA PARTE 123 de las que predominaban en la producción anterior y para hacerse de un espacio en el marco de ese nuevo cine continental que el Festival de Viña consagra en las dos ediciones finales de la década del sesenta. Una tercera edición que, con retraso, debió realizarse en noviembre de 1973, se frustró debido al golpe militar del 11 de setiembre de ese mismo año. De las cuatro películas, dos ingresan de manera más “natural” —di- gamos— a la corriente apuntalada por el Festival de Viña: Valparaíso, mi amor y El chacal de Nahueltoro, ambas por su carácter fuertemente rea- lista. En cambio, Tres tristes tigres, a la que no se le puede imputar falta de realismo, no tiene en cambio esa nota de testimonio social de las otras dos y se ofrece como una suerte de registro de situaciones de un grupo de personajes de la clase media citadina, en un estilo muy fresco y directo, y con un uso de las elipsis y del espacio fuera de campo muy cercano al de algunas nuevas olas europeas. Caliche sangriento apela a la fórmula de la aventura en el desierto para elaborar una mirada amarga a la inutilidad de una guerra que terminó sirviendo a los intereses imperialistas británicos en la óptica del filme. En relación con la identificación que se tiende a hacer entre los primeros largos de Francia, Littín y Ruiz, Cavallo y Díaz opinan:

[...] la posición de Tres tristes tigres dentro del cine chileno es singular tanto en su origen como en sus relecturas posteriores. No adscribe a una escuela preexistente, ni crea ninguna a la larga. Tampoco encaja en el cuadro polarizado de visiones vigentes en los sesenta —cine de aspi- ración popular-comercial versus cine social-político —, ni se alinea, en ninguno de sus puntos, con las otras dos obras a las que usualmente se le ha asociado, Valparaíso, mi amor y El chacal de Nahueltoro (Cavallo y Díaz 2007: 249).

Jacqueline Mouesca, quien ha publicado varios libros sobre el cine chi- leno de las últimas décadas, pregunta

[...] ¿nuevo cine chileno? ¿Fue arbitrario llamarlo así o no? Pareciera ser que no, aunque no se trate exactamente de un movimiento, al modo del cinema novo, ni tampoco, para cotejarlo con algo más cercano, las características de lo que fuera la Nueva Canción Chilena, que aparece de manera más articulada, con aire de equipo que reconocen fuentes de origen comunes y propósitos artísticos explícitos compartidos por todos (Mouesca 2006: 332-333).

En efecto, no estamos ante un movimiento mínimamente orgánico, pues fueron las circunstancias creadas por la obra de los documentalistas, la situación que vivía el país, el influjo de otras corrientes y, luego, el acceso 124 ISAAC LEÓN FRÍAS

de un gobierno de izquierda los que acercaron a realizadores que —como Littín y Ruiz— tenían proyectos creativos muy diferentes, como se mani- festó desde el primer momento y se comprueba en el desarrollo posterior de sus respectivas obras. Hubo, evidentemente, razones coyunturales de motivación más política que artística en la constitución de un “movimiento”, que de tal tenía muy poco y que, incluso en los años de la Unidad Popular, tampoco se consolida. La necesidad de instalar “bases locales” para apunta- lar la idea del nuevo cine en la región forzó la “asociación” de realizadores y películas que, bien vistas, tenían muy poco en común, como ocurre entre El chacal de Nahueltoro y Tres tristes tigres. Cavallo y Díaz señalan que la versión estándar en torno al nuevo cine chileno, noción que discuten y analizan, ha encumbrado a las películas de Francia, Littín y Ruiz como las más importantes de ese supuesto movimien- to, anulando casi todas las demás que se hicieron en esos años.

La evolución posterior de los realizadores de estas tres películas debería haber sido la lápida definitiva de la Versión Estándar, pero esta se ha mostrado sumamente resistente. Miguel Littín se encaminó —como ya lo insinuaba El chacal de Nahueltoro— por la exploración del mito, desde el prisma no del realismo naturalista, sino del realismo mágico. Aldo Francia no se sintió cómodo en la observación neorrealista y pasó al cine militante en el único largo que rodó después de Valparaíso, mi amor. Raúl Ruiz ha acumulado evidencia mundial acerca de que su interés esta- ba mucho menos en la épica social que en la epistemología, confirmando el complejo estatuto de Tres tristes tigres (Cavallo y Díaz 2007: 36-37).

Con la llegada al gobierno de la Unidad Popular en 1970, Chile se con- vierte en un polo de referencia no solo político, sino también cinematográ- fico. Las expectativas de lo que allí se podía procesar en términos de un nuevo cine al amparo de un proyecto de socialismo en democracia sirven, si no de modelo, sí de faro potencial para otras experiencias. No olvidemos que estamos en una etapa de radicalización (en Argentina, Uruguay, Boli- via, en menor grado Colombia y Venezuela; está el caso sui géneris del Perú también). La marcha accidentada del proceso, del gobierno de los mil días, se reproduce asimismo en el cine que se realiza, antes de que el putsch mi- litar termine con la vida de Salvador Allende y con el sueño del socialismo en un régimen de democracia representativa. En los tres años de la Unidad Popular se incrementa notoriamente la producción. Se potencia Chile Films y se crean grupos de cineastas. Se formula un manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular, en el que se enfatiza la necesidad de hacer un ‘arte revolucionario’. Chile Films, que había sido reactivada durante el gobierno PRIMERA PARTE 125 de Eduardo Frei (1964-1970) y que había contado en esos años con la con- ducción de Patricio Kaulen, pasa a ser presidido por Miguel Littín. Al respecto, Jacqueline Mouesca y Carlos Orellana señalan:

Como en muchos otros frentes de la vida nacional, esos mil días fueron apenas un tiempo de ensayos, de titubeos, de luchas por superar las que- rellas internas y las contradicciones. Fue un error intentar la concentra- ción en un organismo único un conjunto de tareas que por su vastedad y complejidad exigían una descentralización, ejes de decisión diferentes. Mezclar funciones como el apoyo a la formación de nuevos cineastas, la producción de películas y la distribución comercial, no solo con los pro- pios filmes, sino también con todo lo relacionado con la programación de la totalidad de las salas del país... no era la fórmula más aconsejable, por no decir que era abiertamente desatinada”. Para graficar esas con- tradicciones, Mouesca y Orellana ofrecen el ejemplo de dos costosos proyectos de superproducción histórica dedicados a las biografías de Balmaceda y Manuel Rodríguez, que excedían los recursos disponibles y que —según el “cuoteo” partidario— debían ser dirigidos uno por un socialista y el otro por un comunista, y que finalmente no se realizaron porque hubieran puesto a Chile Films al borde del colapso económico (Mouesca y Orellana 2010: 132-133).

Casi una historia de humor negro que hubiese podido ser el sustento de una película de Raúl Ruiz. La producción de Chile Films terminó favoreciendo a los documentales, ejemplos de los cuales son los largometrajes El primer año y La respuesta de octubre, de Patricio Guzmán; El diálogo de América, de Álvaro Covacevich, sobre un encuentro entre Fidel Castro y Salvador Allende, y Compañero presidente, de Miguel Littín. El cine de ficción se hizo por las vías indepen- dientes: Littín dirigió La tierra prometida, cuya posproducción se hizo fuera del país, después del golpe. Aldo Francia hace su segundo y último largo con Ya no basta con rezar, y Helvio Soto, Voto + Fusil y Metamorfosis del jefe de la policía política, en la línea de los títulos de las comedias negras de denuncia del italiano Elio Petri en esos años. El documental de mayor resonancia sobre ese periodo es La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, cuya primera parte, La insurrección de la burguesía, se estrena en 1975; la segunda, El golpe de Estado, en 1976; y la tercera, El poder popular, en 1979. Es decir, las tres se exhiben después del fin del gobierno que presidió Allende, y, obviamente, fuera de Chile. El material filmado salió de Chile y Jorge Ruffinelli señala: “De hecho, como el mismo autor cuantificó, el 95 por ciento de la película es el material filmado directamente. El 5 por ciento restante consiste en algunas tomas sacadas 126 ISAAC LEÓN FRÍAS

de los noticiarios de Chile Films, la toma de Henrichsen y su muerte (con que se cierra la primera parte y se abre la segunda) y el bombardeo de La Moneda”. El propio Ruffinelli explica que el resultado final no correspondía a lo que inicialmente Guzmán y su equipo se habían planteado:

La batalla de Chile comenzó a gestarse, ya no en las calles de Chile o en un estudio de París, sino en el cuarto de edición del ICAIC y dentro del contexto de la Revolución cubana. Lo que hoy conocemos como La batalla de Chile habría sido diferente de haber sido montada en otro país (Ruffinelli 2008: 94-95)25.

Por su parte, Raúl Ruiz, con ese ritmo bulímico de actividad que ha man- tenido a lo largo de su obra, dentro y fuera de Chile, realiza en esos tres años una docena de filmes, entre cortos y largos. Algunos de estos últimos fueron Nadie dijo nada, La colonia penal, La expropiación, Realismo socia- lista y Palomita blanca (terminada veinte años más tarde), un muestrario del talento del autor para combinar elementos documentales y de ficción, armar relatos que parecen ir cambiando de rumbo y transformar el carác- ter aparente de las propuestas. De algún modo, ese tejido enmarañado del gobierno de la Unidad Popular se refleja más que en los documentales con sabor oficial de Littín y Guzmán, en los relatos esquivos de Ruiz. Como sea, la producción chilena de esos años parece querer integrar- se muy formalmente a la tónica de un nuevo cine hecho desde el aparato del Estado o —como en el caso de Ruiz— desmarcarse por la vía de un tratamiento muy peculiar y, por supuesto, nada oficial, de lo que podía concebirse como un “arte revolucionario”. La opción de Ruiz se ratificó en Diálogos de exiliados, su primera película francesa, muy incómoda por su tono desenfadado y crítico para los intereses políticos del exilio chileno. Mouesca y Orellana concluyen: “Cualesquiera que hayan sido los altiba- jos en estos tumultuosos ‘mil días’, hay un hecho cierto: se consolida en el periodo la presencia de tres cineastas fundamentales en la historia del cine chileno: Miguel Littín, Raúl Ruiz y Patricio Guzmán” (Mouesca y Orellana 2010: 135).

25 Leonardo Henrichsen fue el camarógrafo argentino que registró en un inédito “plano subjetivo” al oficial chileno que lo apuntó directamente (y lo mató luego) durante el “tancazo”, el intento previo de levantamiento militar que se produce en Santiago el 29 de junio de 1973. PRIMERA PARTE 127

3.3 Colombia y la vocación documental

Si todavía en Chile se puede especular sobre si hubo o no un nuevo cine, en Colombia el panorama es más desordenado y las piezas para recomponer el tablero parecen estar más sueltas y dispersas. Aun así, hay realizadores y películas, sobre todo en el terreno documental, que apuntan en la misma dirección que lo visto en otras partes. Más aún, el aporte colombiano de los años sesenta y setenta en la línea del testimonio social es uno de los más destacados de la región, junto con el de los brasileños (especialmente, los documentales que produce Thomaz Farkas en São Paulo) y el de los cuba- nos. Lo que ocurre en Colombia es que esa producción documental, que escasamente llega a las salas comerciales, tiene una difusión muy restringi- da y no alcanza el conocimiento que en otras partes tiene la producción de largos de ficción. Más allá de la situación coyuntural de Colombia o de los países de la región, esa “disminución” del documental frente a la ficción ha sido una constante histórica en todas partes26. La investigadora Juana Suárez afirma: “Con sus particularidades, el con- texto colombiano no era ajeno a la efervescencia cultural y política que hizo del cine latinoamericano de aquel tiempo un instrumento de con- cientización política, pero la suma visual de producciones colombianas no participó de la agenda nacionalista y revolucionaria promulgada en otras arenas. Ningún largometraje representó realmente un desafío al Estado y... no se redactaron manifiestos o documentos que galvanizaran una paridad de pensamiento y objetivo político del cine que se estaba produciendo” (Suárez 2009: 121). Sin una tradición documentalista en el país, es una realizadora colom- biana, Gabriela Samper, la primera que compone un filme significativo (otro tanto ocurre en Venezuela con Margot Benacerraf), Páramo de Cumanday, de corte etnológico en torno a la tensión que se establece entre un hombre y las duras condiciones geográficas del páramo. En El hombre de la sal, realizado igual que el anterior en 1965, se registra el trabajo de un campe- sino que se opone a cambiar los tradicionales procedimientos artesanales ante los procesos de industrialización de la sal. A propósito del trabajo de Gabriela Samper, señala Juana Suárez en su libro Cinembargo Colombia:

Su trabajo estaba inspirado, tanto temática como estéticamente, por el legado poético y visual de Robert Flaherty, en particular la empresa épica que supuso Nanuk, el esquimal... De ahí que Samper usualmente esco-

26 Para el conocimiento de ese periodo en el cine colombiano, es muy útil el libro de Hernando Martínez Pardo, Historia del cine colombiano (Martínez Pardo 1978). 128 ISAAC LEÓN FRÍAS

giera protagonistas individuales para desglosar narraciones elípticas y episódicas que dan cuenta de la supervivencia en condiciones adversas (Suárez 2009: 61).

Esa praxis etnológica tenía puntos de contacto con la que en esos mis- mos años realizaba en Argentina el documentalista Jorge Prelorán. Es en Los santísimos hermanos, sobre una secta religiosa que huye de las regiones de mayor violencia en el país, que Samper incorpora la nota de la denuncia política, lo que muy pronto la convierte en una cineasta sospechosa para el poder político, a la que luego se acusa de pertenecer al Ejército de Liberación Nacional (ELN) y es encarcelada durante cinco me- ses con los también cineastas Carlos y Julia Álvarez. En estos dos últimos, el carácter político de sus filmes estaba más fuertemente marcado. Carlos Álvarez es el mayor exponente en Colombia de lo que se dio en llamar el cine “urgente”, formado por cortos o mediometrajes en los que primaba el registro o el testimonio directo sobre la elaboración fílmica. Asalto, reali- zado con su esposa Julia, ¿Qué es la democracia? y Colombia 70, junto a Un día yo pregunté, son las cintas más características de esa propuesta sin duda esquemática, hecha en función de la denuncia y la impugnación. Se trata de trabajos muy directamente coyunturales que, en la perspectiva del tiempo, dan cuenta sobre todo del nivel de radicalismo político al que se llegó a fines de los sesenta y a inicios de la década siguiente. Era el cine de eslóganes, el cine como parte de las tareas de agitación y propaganda, atado a la movilización política de esos tiempos. Aun así, los filmes de los Álvarez logran en esos años mayor notorie- dad que los documentales que tendrán una mayor permanencia y que son los que realizan la pareja Marta Rodríguez y Jorge Silva, el primero de los cuales es Chircales. Rodríguez y Silva parten de una acuciosa investigación, lo que será la constante de su obra en conjunto, hasta la muerte de Silva en 1984, y luego de Rodríguez a solas. Siguen Planas. Testimonio de un etnocidio, Campesinos y Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, para no desbordar los límites temporales de este trabajo. Salvo Planas, son docu- mentales de larga preparación en los que el universo campesino aparece en su dimensión cotidiana, familiar y laboral, pero también en su resistencia a las condiciones desventajosas de vida en las que se encuentran. Según Isle- ni Cruz Carvajal: “El trabajo de estos realizadores puede sintetizarse como una gran crónica sobre el exterminio de las comunidades, especialmente indígenas y campesinas, acosadas por todas las formas de violencia de la historia latinoamericana de los últimos cinco siglos” (Paranaguá 2003: 206). PRIMERA PARTE 129

En 1977, y ya fuera de los límites que nos hemos fijado, pero muy aso- ciado con ese periodo, los cineastas caleños Carlos Mayolo y Luis Ospina realizan un semidocumental titulado Agarrando pueblo, que constituye una suerte de respuesta crítica a una ola de documentales miserabilistas que se hacen en Colombia y en otras partes. Agarrando pueblo es una mirada iró- nica a un tipo de tratamiento en ese entonces propio de cierto cine tercer- mundista, que luego se ha convertido en moneda común en cortos, repor- tajes televisivos, noticiarios y en los llamados reality shows. Por cierto, ese mediometraje, “políticamente incorrecto” en su época, generó controversia y rechazos. No era fácil salir de los cauces establecidos, y se sentía como una provocación inaceptable que se pusiera en tela de juicio la validez ética y política de esos documentales del subdesarrollo, a veces financiados por organismos europeos. Aparte del documental, más vinculado a los festivales que lanzan o rati- fican la existencia de un nuevo cine en la región, hay algunos largometrajes que dan cuenta de propuestas novedosas. En realidad, el largometraje había sido en Colombia un bien escaso, y después de un cierto número realizado en los años veinte, las dos décadas siguientes no aportaron prácticamente nada. En los años cincuenta hay algunas cintas aisladas, pero es en los se- senta en que aparecen El río de las tumbas (1964), de Julio Luzardo; Raíces de piedra (1963) y Pasado el meridiano (1966), ambas de José María Arzua- ga, un cineasta español radicado en Colombia. Son expresiones de un cine de inquietud social, alusivas al periodo de la violencia en Colombia (años 1948-1958, de enfrentamientos entre liberales y conservadores) en El río de las tumbas, y a situaciones de marginalidad en los largos de Arzuaga. En estos últimos hay un tratamiento desdramatizado y distendido, cercano al que se elaboraba en otras latitudes. Su carácter relativamente excepcio- nal en el interior de la cinematografía de su país y su carencia de vínculo directo con otras expresiones que en esos años se hacían en otros países latinoamericanos los excluyó de cualquier pertenencia a la noción de nuevo cine en la región. El crítico italiano Lino Micciché escribió:

El director más significativo del cine colombiano es indudablemente José María Arzuaga, español residente en Bogotá, al cual se debe Raíces de piedra, donde con claro pero vigoroso tono realista se denuncia la dra- mática condición de miseria de la población marginal bogotana; y Pa- sado el meridiano (prohibida por la censura gubernamental), donde el tema de la muerte, ya presente en Raíces de piedra es un leitmotiv del filme en oposición a la negligente indiferencia burguesa... Poco perma- nece, en cambio, del grupo de cineastas que vuelven a Colombia en el 130 ISAAC LEÓN FRÍAS

curso de los años sesenta después de hacer estudios de cine en el extran- jero y llamado por cierto generoso periodismo bogotano, la generación de los maestros (Micciché 1972: 129)27.

3.4 Bolivia y Sanjinés

De manera, en principio, inesperada por tratarse de un país de escasa y muy local obra fílmica, Bolivia tiene un lugar prominente en el nuevo cine que se genera en la región en la segunda mitad de los años sesenta, debido a las películas de Jorge Sanjinés, el realizador boliviano de mayor relieve nacional e internacional. Al respecto, Micciché afirma: “Si no fuese por un cineasta, Jorge Sanjinés, salido si se puede decir de la nada a fundar un cine boliviano, la situación del cine en Bolivia sería más atrasada que la colom- biana, venezolana o peruana” (Micciché 1972: 132). Como se verá luego, no es que Sanjinés salió de la nada, pero es cierto que sin su contribución es muy probable que Bolivia no hubiese estado presente en este panorama. Un antecedente que marca al cine boliviano de los años sesenta es la existencia del Instituto Cinematográfico Boliviano (ICB), creado luego de la revolución del 9 de abril de 1952, cuando el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), liderado por Víctor Paz Estenssoro, toma el poder e inicia una serie de reformas radicales. El ICB, que es casi un precedente del ICAIC, aunque sin la amplitud de atribuciones de este último, tiene en común con el ICAIC el haber surgido al calor de una insurrección. El ICB realiza alrededor de 150 noticieros de 10 minutos de 1953 a 1956, así como un buen número de cortos. De 1957 a 1964, el ICB estuvo dirigido por Jorge Ruiz, el más importan- te cineasta boliviano de esa época, que promueve el documental como la modalidad más relevante, haciendo notoria una tendencia desde los predios de una entidad oficial de una manera que aún no se había manifestado en otras partes, hasta la aparición del ICAIC. Ruiz había dirigido, entre varios cortos, el mediometraje en 16 milímetros Vuelve, Sebastiana (1953), un título muy significativo en Bolivia y en el área andina, aunque no se viera en otros países, exceptuando los festivales en los que obtuvo varias distinciones,

27 La llamada “generación de los maestros” estaba formada por cineastas colombianos procedentes de escuelas europeas que no hicieron lo que se esperaba de ellos, pues se dedicaron mayormente a la publicidad o al corto institucional. Entre ellos se encuentran Guillermo Angulo, Jorge Pinto, Álvaro González y Francisco Norden. De la “generación de los maestros”, Pacho Norden fue el único que incursionó en el largometraje (Valverde 1978). PRIMERA PARTE 131 y las proyecciones especiales. Vuelve, Sebastiana, filmada en color, una opción cromática aún inusual en esa época, cuenta el viaje de una niña chipaya al altiplano aimara y el descubrimiento de un mundo desconocido, antes de regresar en compañía de su abuelo. El registro etnológico está atravesado por una vibración poética muy notoria, y a la vez adecuada a la propuesta de “historia de aprendizaje” que el filme presenta. Alfonso Gumucio Dagron afirma:

Vuelve, Sebastiana sienta las bases para el nacimiento de un nuevo cine en Bolivia y se adelanta sobre el cine que se hacía en otros países del continente en esa época. El propio Sanjinés cita la película como un precedente de su cine. Ruiz dio en Vuelve, Sebastiana ‘derecho en la imagen’ al pueblo campesino de Bolivia, mientras que el comentario no contribuía a ir más lejos en el planteamiento. Sanjinés, más tarde, abrirá la banda sonora a la expresión del campesinado. Y lo hará porque los medios técnicos de los años sesenta le permitirán hacer, lo que Ruiz no podía aún, o muy difícilmente, en los años cincuenta. Sanjinés nació al cine cuando ya era posible el cine sonoro sincronizado, pero Ruiz llegó del cine mudo, y a lo largo de su nutrida carrera no pudo acostumbrarse a una utilización más ágil y directa del sonido. La mayor parte de sus fil- mes fueron siempre con un comentario agregado a posteriori (Gumucio Dagron 1983: 169-170).

Vuelve, Sebastiana ostenta, entre otros, el mérito de haberse adelantado al trabajo que los cineastas cusqueños desarrollaron desde 1955 en la región de la antigua capital de los incas. En el ICB, Jorge Ruiz dirigió el largometraje La vertiente, un proyecto de apoyo a la apertura de un canal de agua potable. Sin embargo, según el registro característico del director, combinación más o menos ecléctica de una línea argumental en un contexto de carácter documental, se ofrece una visión de los trabajadores en actividad, sin que el filme deje de lado su perfil propagandístico de la política de desarrollo campesino impulsada por el gobierno de Hernán Siles Zuazo. En suma, los trabajos de Ruiz y de otros promovidos por el ICB, desactivado en 1966 por el dictador René Barrientos, constituyen de alguna forma el germen de lo que más adelante veremos en el cine del país altiplánico. La importancia que los documentales y algunos trabajos de ficción, o fronterizos, del ICB tienen en la perspectiva de su época y en relación con el cine que viene después, configura un caso singular en la región, pues ello lleva a considerar la existencia de una continuidad en el cine boliviano no de un corte o una ruptura como se presenta en casi todos los demás países. 132 ISAAC LEÓN FRÍAS

Al respecto, Carlos Mesa Gisbert sostiene:

No creo que se haya producido una ruptura radical entre el cine de los cincuenta (el ICB) y el cine posterior. Sería una paradoja desvalorizar la producción de una empresa que produjo Aysa (Derrumbe) y Ukamau. Es cierto que entre estos filmes y los noticieros de la época hay una dis- tancia, y también que entre Un poquito de diversificación o La vertiente y Yawar Mallcu o El coraje del pueblo hay una distancia de enfoque formal, de propuestas ideológicas y de logros cualitativos, pero no por contradic- ción o por oposición, sino por enriquecimiento. Me parece claro que en ese salto se da el aprendizaje sin perder la ligazón con los antecedentes... En ese periodo clave se resume el sentido de la continuidad de una cine- matografía forjada al calor de una experiencia revolucionaria excepcional (Mesa Gisbert 1985: 14)28.

Una vez más, se ratifica el efecto que la revolución de 1952 tuvo en el cine de ese país y en la separación de ese antes y después que la creación del ICB tendrá en la historia del cine de Bolivia como antecedente inmedia- to y paso previo a los cambios que se producen en el cine de ese país en el curso de los años sesenta. Como se puede ver, tal reconocimiento no se encuentra en ninguna parte. Pues bien, ya decíamos que la figura que dominará el escenario fílmico boliviano en los años sesenta es la de Jorge Sanjinés, con estudios en el Instituto Fílmico de la Universidad Católica de Chile. La figuración de Sanji- nés no se reduce a los límites de su país, sino que alcanza una proyección internacional inusitada, pues logra ser el primer cineasta del bloque andino que obtiene prestigio y reconocimiento allende las propias fronteras. Por cierto, no es un cineasta oficial ni Bolivia vive los años de afirmación de su obra durante el gobierno del MNR, derrocado por el golpe de Barrientos en 1964, en lo que será el inicio de una nueva y larga etapa de sucesión de gobiernos civiles débiles y dictaduras militares. En una de esas aparentes contradicciones que, no obstante, es posible encontrar en contextos pareci- dos, Sanjinés realiza una obra personal sin que parezca que ello afecte las políticas institucionales en el interior de las cuales trabaja. Al menos hasta que el estado de cosas llega a un punto en el cual la continuación parece imposible, como le ocurrirá, finalmente, a Sanjinés.

28 Un poquito de diversificación económica es un corto de 1955 codirigido por Ruiz y Gonzalo Sánchez de Lozada, más adelante presidente de Bolivia. También el autor del libro, Carlos Mesa, accedió a la presidencia de su país, lo que constituyó un caso inédito en la región en que dos hombres tan vinculados al cine ejercieron esa función política. PRIMERA PARTE 133

Antes del paso al largometraje, Sanjinés realiza algunos cortos, entre los cuales hay dos especialmente destacables. Uno de ellos es Revolución, tal vez el ejercicio más eisensteiniano que se haya hecho en América Latina (fuera de ¡Que viva México!, claro está), una suerte de compendio de La huelga y El acorazado Potemkin en diez minutos aplicado a la realidad contemporánea de Bolivia, signada por el hambre y la represión. El otro es Aysa, no un corto, sino un mediometraje sobre los esfuerzos laborales y la tragedia final de un minero. Sanjinés pone a prueba en estos trabajos un estilo que se desarrollará a partir de Ukamau, su primer largo, en el que cuenta con la colaboración del guionista Óscar Soria, quien venía de las canteras del cine boliviano de los años cincuenta y que será un colabora- dor clave en la obra de Sanjinés, desde sus primeros cortos, y más tarde de Antonio Eguino. Ukamau, filmada en 1965, se hizo con los auspicios del ICB, cuando Barrientos, después de haberlo cerrado el año anterior, lo reabre y encarga la dirección a Sanjinés. En los dos años y pocos meses que duró la adminis- tración del cineasta se hicieron casi treinta entregas del noticiario, algunos documentales, un medio, Aysa, y un largo, Ukamau. Contra lo que se po- dría temer, Sanjinés no se convierte en un cineasta oficial del régimen, pues se vale de los recursos disponibles para hacer obra propia, explorando en el terreno de ficciones realistas muy ensambladas con el espacio social en el que se sitúan. Tanto así que fue Ukamau la razón por la cual Barrientos despide a Sanjinés y a todo el equipo del ICB, y clausura de forma definitiva la existencia de la institución que había activado la práctica del cine en un país sin industria. Ukamau cuenta la historia de la venganza del campesino Mayta al mes- tizo Rosendo, que ha violado y asesinado a su esposa, Sabina. El relato es muy claro y directo, las oposiciones muy nítidas, la valorización de los tipos físicos y del medio ambiente, así como el planteo de los conflictos ofrecen una potencia expresiva inusual. Eso hace que la cinta se convierta rápida- mente casi en el prototipo de un cine de denuncia social instalado en el corazón del universo campesino, como antes no se había visto en la región andina o, a secas, en la región latinoamericana. Constituida por Sanjinés, el guionista Soria, el director de fotografía Antonio Eguino y el sonidista Ricar- do Rada, el equipo básico del primer largo de Sanjinés, en 1968 se crea la empresa Ukamau Limitada y realiza ese mismo año Yawar mallku (Sangre de cóndor), el segundo largo de Sanjinés, que supera la factura técnica del anterior y radicaliza la visión crítica, pues incorpora una dimensión política, que apenas estaba insinuada en el primer largo, visto por algunos como un simple enfrentamiento étnico entre el indígena y el mestizo. 134 ISAAC LEÓN FRÍAS

Yawar mallku relata la experiencia de dos hermanos, Ignacio y Sixto. Ignacio es el protagonista de la primera parte del filme; herido como conse- cuencia de su enfrentamiento con los “cuerpos de progreso” estadouniden- ses que esterilizan a las mujeres en un programa de apoyo a la reducción de la natalidad, llega a la ciudad de La Paz y busca a su hermano, obrero en una fábrica de textiles, quien no logra que Ignacio pueda ser atendido. La segunda parte tiene como personaje central a Sixto, quien, después de la muerte de su hermano, regresa a su comunidad de origen para proseguir en la lucha, asumiendo su condición de campesino previamente negada en su intento de incorporarse a la vida urbana. En lo que forma casi una trilogía, Sanjinés dirige en 1969 El coraje del pueblo, inspirado en la matanza de mineros en las minas de San Juan en 1967. Aprovechando las condiciones favorables del gobierno de tendencia izquierdista del general Juan José Torres, derrocado en 1971 y más tarde asesinado en el exilio en el curso de la Operación Cóndor, Sanjinés realiza una obra épica aún más contundente en términos de impugnación política que la anterior. Según Getino y Velleggia:

El tema de la identidad cultural y de la violencia —no solo física, sino también simbólica—, que ejerce la cultura hegemónica blanca y mestiza contra los grupos indígenas de la región andina, es una preocupación que atraviesa todas las obras de Sanjinés. Su problematización introduce una nueva y diferenciada perspectiva al cine latinoamericano que aporta, indudablemente, a su diversidad y mayor vigor (Getino y Velleggia 2002: 59).

El golpe militar del general Banzer obliga a Sanjinés a dejar el país, y sus dos siguientes películas son filmadas en el Perú y Ecuador, los otros dos polos principales del universo andino. En el Perú realiza en 1974 El enemi- go principal, en torno a los abusos de un gamonal, el juicio popular en el que una columna guerrillera administra la condena que el pueblo otorga al gamonal y la represión que el Ejército peruano, instruido por conseje- ros estadounidenses, efectúa de manera sangrienta, narrado con un temple épico próximo al de El coraje del pueblo. En Ecuador dirige en 1977 Fuera de aquí, en la que narra la lucha de los campesinos frente a los grupos re- ligiosos evangélicos y a las empresas mineras. Estas dos películas confirman a Sanjinés como el cineasta que en mayor medida representa un cine de afirmación campesina posindigenista, más allá de su propio país, porque el universo representado es similar y la temá- tica sigue la misma línea de continuidad, casi como si se tratara de la misma nación quechua-aimara. Esto le otorga un perfil muy peculiar que con el tiempo y las circunstancias cambiantes se diluye un tanto en su obra. Pese PRIMERA PARTE 135 a que Sanjinés sigue siendo fiel en lo esencial a sus propuestas iniciales, la contundencia expresiva de sus primeras películas se va diluyendo, salvo en La nación clandestina (1989). Según Paranaguá: “Sanjinés representa a su manera una fusión de tradición y modernidad, tal como estas tendencias coexisten en Bolivia: la herencia comunitaria, por un lado, y las aspiracio- nes socialistas de un movimiento obrero minoritario pero muy influyente, por otro” (Paranaguá 1996: 345). Otro nombre importante es el de Antonio Eguino, quien, tras haber sido el director de fotografía de Yawar mallku y El coraje del pueblo, abre una vía distinta a la recorrida por Sanjinés, en Pueblo chico y Chuquiago, pelí- culas realizadas durante la dictadura militar de Hugo Banzer y ejemplos de un cine de observación de conductas ancladas en diversos estratos sociales del país. En el caso de Chuquiago, el relato se organiza en cuatro historias y cubre diversos espacios urbanos y sociológicos de la ciudad de La Paz. Estas dos películas de los años setenta mantienen de algún modo en el interior de Bolivia el aliento de un nuevo cine que tendrá luego, como en otros países, una difícil y azarosa continuación, en medio de una situación política bastante incierta e inestable.

3.5 Perú, fuera de la órbita del nuevo cine

El cine peruano suele quedar fuera de los panoramas o los repertorios del nuevo cine latinoamericano de los sesenta. Si se revisan los textos que hacen el registro de lo ocurrido en esos años, son muy escasos los que mencionan al Perú, y si lo hacen casi no hay referencia directa a obras o títulos. No obstante, y aunque parecen no calificar para tal denominación, hay algunas experiencias que se pueden considerar, no porque se asocien necesariamente a la corriente, muy plural, como se está viendo, de ese nue- vo cine, sino porque poseen algunos rasgos que, de una manera u otra, las acerca a ciertas formulaciones propias de esos años. En primer lugar, las que provienen del movimiento documental que tie- ne por sede el Cusco, la antigua capital del Imperio incaico, y tierra de con- notados fotógrafos como fueron, entre otros, Martín Chambi y Juan Manuel Figueroa Aznar. Precisamente dos de los documentalistas cusqueños más destacados fueron Manuel Chambi y Luis Figueroa, hijos de esos fotógrafos. También ellos se iniciaron en la fotografía fija y se vincularon al Foto Cine Club del Cusco, fundado a fines de 1955, el mismo día en que se cumplían los cincuenta años del nacimiento del cinematógrafo. El Foto Cine Club del Cusco rebasó los límites habituales de esas asociaciones (la proyección de 136 ISAAC LEÓN FRÍAS

películas seleccionadas, la difusión de la “cultura cinematográfica”) para orientarse principalmente en la realización documental. Los documentales del movimiento cusqueño, más tarde llamado de ma- nera muy generosa la Escuela del Cusco por el historiador del cine francés Georges Sadoul (Sadoul 1964), tuvieron un carácter etnográfico, es decir, se abocaron al registro paciente de ceremonias, festividades y rituales en la ciudad del Cusco, y, especialmente, en otros pueblos y comarcas de esa región andina. En ese empeño sobresalen los trabajos de Chambi, con fre- cuencia realizados con el fotógrafo también cusqueño Eulogio Nishiyama, como Corpus del Cusco, Carnaval de Kanas, Lucero de Nieve o Gran Fiesta de Chumbivilcas, muy austeros y rigurosos registros de conductas sociales, sin la intervención del narrador ni la tónica celebratoria de los documen- tales bolivianos de Jorge Ruiz. En tal sentido, hay en los documentales cusqueños una suerte de depuración expresiva y de ausencia de cualquier señuelo de tipo indigenista. Eso no ocurrió, sin embargo, en el largo de ficción Kukuli, estrenado en Lima en 1961 que, de alguna manera, cerró la andadura del Cine Club Cusco, pero que permanece atada a una visión panteísta de la naturaleza, a una glorificación del hombre y de la mujer de los Andes, a una exaltación del folclor y las tradiciones mitológicas. En cierta medida, a la vez de ser la primera película peruana que evoca, y de modo eufórico, la estética indi- genista, Kukuli es también casi el testamento estético de una corriente que tuvo su periodo de mayor vigencia en las primeras décadas del siglo XX. Cinta aislada en la historia del cine peruano y andino, pieza suelta que no tuvo continuidad, aun cuando seis años más tarde dos de sus realizadores intentaron sin éxito seguir esos pasos con Jarawi, basada en un relato de José María Arguedas. No parece casual que Chambi no participara en el proyecto de Kukuli, que fue codirigida por Figueroa, César Villanueva y el fotógrafo Eulogio Nishiyama, aunque la dirección de actores y probablemente la concepción del encuadre estuvieron a cargo de Figueroa. Kukuli, que tiene el mérito de ser el primer largometraje hablado en la lengua quechua y filmado por un colectivo provinciano, y no por realizadores de una ciudad capital y ligados a un instituto estatal de cine como fue el caso de Jorge Ruiz y el ICB, ofrece una concepción visual y sonora casi opuestas a la de los documentales de Chambi. Lo que es aquí fruición plástica y apoteosis musical, en los docu- mentales de Chambi es mirada contemplativa y paciente. Ese acercamiento vincula el estilo (casi el estilo sin estilo) de Chambi con los modos clásicos del registro etnográfico, pero también con una voluntad —digamos— “mo- PRIMERA PARTE 137 derna” de distanciación, de no intervención, de casi suspensión de la figura del realizador o del camarógrafo. Más adelante surge en Lima la participación de un periodista y hombre de teatro en el yermo panorama fílmico local, Armando Robles Godoy, cuyas películas apuntan a reproducir ciertas formas del cine de la moder- nidad como la construcción temporal discontinua, las asincronías sonoras, el montaje fragmentado. Una vertiente del cine de la modernidad que se rechazaba en esos años de mayor radicalización y que, en todo caso, se aceptaba solo en formulaciones documentales como las de Santiago Álva- rez. En sus tres películas más notorias, filmadas de 1967 a 1972, que son En la selva no hay estrellas, La muralla verde y Espejismo, Robles Godoy se basa en experiencias biográficas y en diversas fuentes novelescas y fílmicas para elaborar relatos muy cargados de resonancias significativas y sugeren- cias que se quieren poéticas e inefables. El de Robles es un emplazamiento individual, incluso fuertemente individualista, y por tanto ajeno a lo que se hacía en esos momentos en otros países, justo los años en que se asentaba la idea del nuevo cine latinoamericano, a la que Robles permaneció total- mente ajeno. En los primeros años setenta, en el periodo de mayor efervescencia polí- tica durante el gobierno militar de Juan Velasco Alvarado, encumbrado por un golpe militar que dejó fuera al gobierno reformista de Fernando Belaun- de Terry, se hicieron algunos documentales próximos al espíritu de lucha de otros realizados en años anteriores en países vecinos. Casi todos estos documentales fueron producidos por el Sistema Nacional de la Movilización Social (Sinamos), órgano gubernamental de apoyo a la acción política del régimen. Sin embargo, prácticamente no se vieron, pues trascendió que la dirección del Sinamos o el poder político central los consideró políticamen- te muy radicales. Algunos de esos documentales fueron hechos por Fede- rico García y el más conocido de todos, el mediometraje Runan Caycu, en torno a las tomas de tierras que derivaron en la aplicación de la reforma agraria, fue dirigido por Nora de Izcue. Posteriormente, y como consecuencia de la ley de promoción fílmica promulgada por el gobierno militar, en 1972 se abre un nuevo capítulo en la historia del cine peruano que, en el terreno del largometraje, se ini- cia en 1977. Ese año se estrena una película de ficción, con fragmentos documentales de Federico García, también en torno a la reforma agraria, Kuntur Wachana (Donde nacen los cóndores), filmada casi tres años an- tes y estrenada tardíamente, cuando Velasco había sido reemplazado en la presidencia por el general Morales Bermúdez y la orientación política del 138 ISAAC LEÓN FRÍAS

régimen militar había descartado prácticamente el ala izquierdista. Ese fil- me que exalta la lucha de los campesinos contra el poder de los gamonales y que incorpora al líder histórico indígena Saturnino Huillca, asimilable también al concepto del “nuevo cine”, se estrenó a destiempo y se insertó más bien en el periodo de vigencia de la Ley 19327 y en la búsqueda de la construcción de un cine nacional con capacidad de llegada al público. Eso ha ocurrido con otras películas estrenadas mucho tiempo después de su filmación en condiciones históricas distintas a las que prevalecían cuando fueron hechas29.

3.6 Uruguay y el cine de cuatro minutos

Sin tradición fílmica propia y con un mercado interno muy pequeño, aun- que sí con un legado cineclubístico y crítico muy sólido y asentado, Uruguay alberga a fines de los sesenta un brote de producción que no apunta a las salas comerciales, sino a la conciencia política de los espectadores; brote de producción que no tendrá continuidad, hasta que en el cambio de siglo una generación joven impulsa lo que hasta ese momento parecía inviable en el país de Artigas: una producción en el terreno del largometraje. Pues bien, el de fines de los sesenta es el llamado cine de los cuatro minutos, que im- pulsa Mario Handler y quienes con él activan poco después la Cinemateca del Tercer Mundo. Es un cine militante que coincide con el periodo en que se intensifica la radicalización política en Uruguay y aparece el movimiento tupamaro. Un cine que, obviamente, no apunta a las salas comerciales y que se inserta en una propuesta alternativa que no concilia —como ocurre en esos mismos años en Venezuela— con las posibilidades de la dación de una ley que favorezca la producción local. El de Uruguay es un empeño asociado a una coyuntura política muy precisa y con objetivos muy claros, aun cuando estuviera movilizado por cineastas, y no por cuadros de parti- dos de izquierda. La respuesta militar y el golpe que impone a Bordaberry como el presidente civil de un gobierno de base militar, clausura la lucha de los tupamaros y la actividad de los cineastas que se van al exilio en 1973. Uruguay había sido la sede en 1958 del Primer Encuentro Latinoame- ricano de Cineastas Independientes, organizado por el Departamento de Cine Arte del Sodre, y a ese encuentro asistieron, entre otros, el brasileño Nelson Pereira dos Santos, el peruano Manuel Chambi, el chileno Patricio

29 Para un mayor conocimiento de esa etapa del cine peruano, se pueden consultar los libros del crítico e investigador Ricardo Bedoya (Bedoya 1995 y 1997). PRIMERA PARTE 139

Kaulen, el boliviano Jorge Ruiz y los argentinos Fernando Birri, Leopoldo Torre Nilsson, Simón Feldman y Alejandro Saderman. En ese encuentro se hizo un llamado a la búsqueda de una mayor libertad creativa y a la unión de los cineastas de la región. Al año siguiente Ugo Ulive realiza el mediome- traje Un vintén p’al Judas, de notoria influencia neorrealista según quienes vieron el filme hoy perdido, y en 1960 el propio Ulive hace otro filme de vocación crítica de la realidad social de su país, Como el Uruguay no hay. Esas dos películas se señalan como precedentes de la corriente de fines de los sesenta. En palabras del crítico uruguayo Ronald Melzer:

A fines de los años sesenta, ya había en Montevideo... un puñado de cineastas identificado con el cine militante, de ‘armas tomar’, urgente y combativo... Nunca se plantearon volver a fundar —o fundar— la indus- tria cinematográfica o, si lo hicieron, esta solo quedó en el terreno de las intenciones verbales. Había otras urgencias... y el problema del mercado seguía siendo el mismo... sus películas ni continuaban una tradición ni se comunicaban con el público a partir de pautas narrativas ya asumidas (Melzer 2003: 139-140).

En esa corriente —ya lo dijimos— la figura de Mario Handler es central. En 1966, Handler dirige el mediometraje Carlos. Cine-retrato de un cami- nante en Montevideo, una crónica documental en torno a un marginal que sobrevive a duras penas. En 1967 y en codirección con Ulive, Handler filma el primer título abiertamente político que es Elecciones, sobre los modos como se maneja una campaña política. Uruguay se inserta así en la onda de ese nuevo cine que se consagra en el Festival de Viña del Mar. El mismo Melzer opina que

[...] las dos mejores películas de ese periodo, los documentales Carlos (Handler 1965), un emocionado seguimiento —cámara en mano— a un marginado en pleno Montevideo, y Elecciones (Ulive y Handler 1967), una mirada aguda, despiadada e inteligente a la democracia partidista de entonces, fueron percibidas fundamentalmente como sendas demos- traciones de que ciertas experiencias productivas y estéticas eran posi- bles y estaban intrínsecamente vinculadas a la realidad del país (Melzer 2003: 140).

Al año siguiente, Handler compone un corto de seis minutos, de carácter casi programático, Me gustan los estudiantes. Al decir programático no ha- cemos referencia a un programa político, sino a un programa comunicativo, pues lo que se propone es la utilización del medio cinematográfico a efectos de sacudir o remover al espectador. Me gustan los estudiantes sería más o menos un equivalente en corto y en versión desprolija de lo que la primera parte de La hora de los hornos es en el largometraje. El corto contrapone las 140 ISAAC LEÓN FRÍAS

movilizaciones estudiantiles con la conferencia de jefes de Estado realizada en Mar del Plata, que contó con la asistencia de Lyndon B. Johnson, el man- datario estadounidense de la época. Me gustan los estudiantes se convierte en una suerte de modelo de un cine de agitación-propaganda, y su hechura algo accidentada es asimilada por algunos a la idea de un cine imperfecto, que propuso en esos años el cubano Julio García Espinosa, idea en realidad bastante más especulativa y conjetural que programática. La identificación del cine imperfecto con la forma desaliñada, con los cortes abruptos o el so- nido poco audible generó una comprensión más bien pueril de la propuesta de García Espinosa y no pocas confusiones. Otros cortos siguieron: Líber Arce, liberarse (1969), sobre el asesinato de un dirigente estudiantil, y Uruguay 69: El problema de la carne (también de 1969), ambos de Handler, y La bandera que levantamos (1971), de Mario Jacob y Eduardo Terra, que registra la campaña electoral del Frente Amplio y su líder, Líber Seregni. Otro nombre significativo en esta etapa del cine uruguayo es el del productor y distribuidor Walter Achugar, vinculado a la mayor parte de los proyectos que se realizan en estos años en Uruguay, pero también a los de otros países en la onda de ese nuevo cine que se trataba de impulsar.

3.7 Venezuela: de Araya a Chalbaud

Otro de los países de la región con una producción discontinua a lo largo del tiempo, Venezuela, tuvo, no obstante, de 1949 a 1953 un impulso de producción promovido por la empresa Bolívar Films, cuyas ocho pelícu- las, dirigidas principalmente por argentinos y mexicanos, tuvieron un look muy solvente, similar al de las producciones de las mayores industrias de la región. La balandra Isabel llegó esta tarde fue, entre ellas, la que logró una mayor difusión y reconocimiento internacionales. Al respecto, Rodolfo Izaguirre afirma: “La proposición de Bolívar Films era producir de mane- ra continua, de crear un volumen de producción... De esta forma Bolívar Films puso en marcha toda una compleja infraestructura, moderna en su momento, y activó un impulso empresarial hasta el día de hoy irrepetible... Si exceptuamos a Christensen en los dos filmes que dirigió, el resto resultó un fracaso. Ninguna de las películas logró superar el nivel de La balandra Isabel llegó esta tarde” (Acosta 1997: 124)30.

30 Izaguirre hace referencia a las películas El demonio es un ángel (1949) y La ba- landra Isabel llegó esta tarde (1950), ambas dirigidas por el argentino Carlos Hugo Christensen para la Bolívar Films. PRIMERA PARTE 141

De ese periodo es una película ajena a la Bolívar Films, que ha sido res- taurada en años anteriores, La escalinata (1949), del pintor César Enríquez, uno de los escasos intentos latinoamericanos de aproximación a la estética neorrealista. Filmada en los terrenos de un rancho (población marginal en la parte baja de Caracas), y en otros espacios de la ciudad, la película tiene el mérito de ofrecer una visión de los vínculos de los personajes y el entorno social de una manera inusual no solo en Venezuela, sino también en toda la región, pese a que el “realismo” de algunos intérpretes sea muy discutible y a que la perspectiva edificante de la historia afecte la posibili- dad de un resultado más convincente. Una figura precursora muy respetada es la de Margot Benacerraf, una de los primeras cineastas de la región en hacer estudios en el IDHEC parisino. La obra de Benacerraf, más tarde directora de la Cinemateca de Venezuela, es muy breve; solo dos trabajos documentales, Reverón (1952), en torno a la obra del célebre pintor venezolano, y Araya (1958), su aporte más celebrado y premiado por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci, por sus siglas en francés de Fédération Internationale de la Presse Cinématographique) en el Festival de Cannes de 1959, un documental de ochenta minutos sobre los trabajadores de una inmensa salina en la pe- nínsula de Araya, en la región oriental de Venezuela. Sin atarse de manera canónica a las raíces flahertianas, la película despliega de manera muy per- sonal esas dos vías que supo conjugar el documentalista estadounidense: la observación a un tiempo etnológica y poética de una comunidad, cuyos rituales cotidianos en relación con la naturaleza que los envuelve parecen destinados a repetirse de manera indefinida. Araya, por mucho tiempo un filme “maldito” y solo estrenado veinte años más tarde en su país, tuvo muy buena acogida en los escasos circuitos alternativos (festivales, algunos cine- clubes) en otros países de la región. Benacerraf asistió a la edición del Festival de Viña del Mar de 1967, que exhibió su película y contribuyó a hacer de Araya un precedente especial- mente valioso del cine documental en la región y de ese nuevo cine en gestación. María Luisa Ortega anota:

Araya constituye el exponente máximo de un cine documental de transi- ción: comienza a manifestar una sensibilidad social y el deseo de repre- sentar las condiciones de vida de pueblos olvidados por las actualidades y el documental ‘institucional’ precedentes, pero a diferencia del talante de denuncia y urgencia que presidirá la producción de las dos décadas siguientes, queda fascinado —en una vena clásica que lo emparenta con Hombres de Arán, de Flaherty, o Farrebique, de Rouquier, por las po- 142 ISAAC LEÓN FRÍAS

tencialidades de experimentación plástica que ofrece la mirada sobre las formas tradicionales de trabajo artesanal y rural— (Elena y Díaz López 1999: 141-142).

Hacia fines de los años sesenta, los cineastas venezolanos se encuentran en un periodo de búsqueda de una ley de cinematografía, algo similar a lo que ocurre en el Perú. Una ley que proteja y estimule la producción local. Este propósito, insostenible en ese entonces en un país como Venezuela, no fue óbice para que se realizara un cine documental de carácter crítico, próximo a los objetivos de agitación de los cortos realizados en Uruguay o Colombia. Jesús Enrique Guédez tiene a su cargo tres de los documentales más significativos del periodo correspondiente al auge de la corriente más radical del nuevo cine latinoamericano: La ciudad que nos ve (1967), Los niños callan (1970) y Pueblo de lata (1973), en los que se denuncian las mi- serables condiciones de vida del pueblo venezolano. Otro de los nombres relevantes de esa etapa es el de Carlos Rebolledo, cuyo corto Pozo muerto, codirigido por Edmundo Aray, sobre la explotación petrolera en el país a cargo de empresas extranjeras (1966) es considerado el iniciador de esa corriente documental. Venezuela, tres tiempos (1973), del mismo Rebolledo, continúa en la línea de Pozo muerto. En 1968 se crea el Departamento de Cine de la Universidad de Los Andes en Mérida, dirigido por Rebolledo, que organiza ese mismo año la Primera Muestra del Cine Documental Latinoamericano, que es el tercer pie del trípode en el que se “oficializa” el concepto del “nuevo cine”, cuyos otros pies son los festivales de Viña del Mar de 1967 y 1969. En la Muestra de Mérida se gesta el Comité de Cineastas de América Latina, recién cons- tituido como tal en 1973, como una instancia de coordinación en función de articular propuestas conjuntas de producción y proyectos de distribución y exhibición de películas, entre otros objetivos. El Departamento de Cine produce en su primer año siete cortos, entre ellos TVenezuela, de Jorge Solé, y Caracas, dos o tres cosas, del uruguayo Ugo Ulive, en la línea de los documentales de denuncia. A mediados de los años setenta, y como ocurre también en el Perú, se inicia una etapa de producción de largometrajes, al amparo de una legisla- ción, en la que realizadores como Román Chalbaud y el mexicano Mauricio Walerstein realizan filmes que alcanzan una cierta repercusión que trascien- de las fronteras de Venezuela. Ya antes de ese periodo, Chalbaud, hombre de teatro y televisión, había dirigido Caín adolescente (1959) y Cuentos para mayores (1963), que se adelantan en más de una década a la continuación de una filmografía que será con el tiempo la más prolífica en Venezuela, y PRIMERA PARTE 143 que de alguna manera señala el derrotero de un cine afincado en la ciudad, que se convierte en la tendencia dominante. Al respecto, Rodolfo Izaguirre afirma:

El carácter urbano vendría a ser una constante o denominador común del cine venezolano. La marginalidad ha ejercido una suerte de inevitable fascinación impactante sobre nuestros cineastas, y es de ella de donde extraen las agónicas historias de delincuencia juvenil y de abrumados outsiders o desamparados antihéroes en películas más realistas unas que otras; de mayor intensidad crítica algunas; de elemental naturalismo otras (Avellar 1991: 168).

La obra de Chalbaud, entonces, alcanza sus perfiles más claros en La quema de Judas (1974), Sagrado y obsceno (1976) y El pez que fuma (1977), como una “estética de la marginalidad urbana”. Aquí estamos ya en el límite de los marcos cronológicos del periodo investigado. La inclusión de estas películas como pertenecientes al nuevo cine latinoamericano obligaría a hacer otro tanto con las películas de Lombardi y García en el Perú; pero eso significa forzar las coordenadas y el alcance, además de los linderos históricos, que el concepto supone, pues lo que ocurre en Venezuela, el Perú, Colombia y otros países en el curso de los años setenta, y de manera más clara en la segunda mitad de esos años, apunta a la creación de una pequeña o mediana industria fílmica, y no es eso, precisamente, lo que define el accionar de ese nuevo cine, aunque no siempre, desde luego, se excluyan los espacios abiertos dentro de la industria o de la institucionali- dad cinematográfica establecida. Acerca de ese periodo, Getino y Velleggia señalan:

Al promediar los años setenta, el cine venezolano entró en una etapa preindustrial, permitiendo la aparición de importantes obras del cine de autor e independientes, financiadas por el otorgamiento de créditos blan- dos a la producción y algunas inversiones privadas. Entre ellas figuraron las destinadas a indagar críticamente diversos aspectos de la sociedad y la cultura del país, como Cuando quiero llorar no lloro y Crónica de un subversivo latinoamericano (1973 y 1975, respectivamente), de Mauricio Walerstein; La quema de Judas (1974), de Román Chalbaud, Juan Vicente Gómez y su época (1975), de Manuel de Pedro. Se trató, en suma, de la continuidad de un proyecto de dignificación de la cultura y el cine na- cionales, a través de vías tradicionales, pero compatibles con una misma vocación de cambio (Getino y Velleggia 2002: 100). 144 ISAAC LEÓN FRÍAS

3.8 Un paisaje fragmentado

Como se puede desprender de la información correspondiente a cada país, si intentamos tener una visión de totalidad, nada parece favorecer a la posi- bilidad de una corriente mínimamente homogénea. Que hay una situación de subdesarrollo y de enorme desigualdad social compartidas no cabe la menor duda, pero el nivel de desarrollo de la actividad cinematográfica lo- cal, la coyuntura política, las realidades particulares de cada país y los mo- dos como los cineastas se insertan en ellas hacen que las diferencias sean más grandes que las similitudes. La propuesta integracionista no encontró condiciones favorables ni al nivel de los países considerados individual- mente ni en el conjunto. La balcanización de las naciones latinoamericanas seguía siendo casi tan fuerte como lo había sido desde que los procesos independentistas se pusieron en marcha a comienzos del siglo XIX. Por otra parte, la distribución internacional hegemónica siguió tan insta- lada como siempre o, incluso, más aún debido a la debilidad creciente de las industrias argentina y mexicana. El sueño de un cine nuevo no puede ocultar que se vieran en esos años, y sobre todo después de 1965, mucho menos películas latinoamericanas de las que se habían visto en años pasa- dos. El mismo debate —a veces manifiesto; otras, implícito— entre la ne- cesidad de una industria o la prescindencia de ella, contribuyó a favorecer a ese “enemigo” imperialista que era permanentemente acusado de ser el causante del estado de cosas, el cine incluido. Con la excepción parcial del cine cubano en su propio mercado, las pelí- culas de Sanjinés en Bolivia, algunas chilenas como El chacal de Nahueltoro o Valparaíso, mi amor en su propio país y, de manera más limitada, algunos títulos del cinema novo o del cine mexicano, la exhibición en salas del res- to de los títulos que de una forma u otra adhieren al nuevo cine, pasaron sin pena ni gloria. Como hemos visto, muchos no se integraron al circuito comercial y tuvieron otros canales de exhibición. Algunos ni siquiera se exhibieron. Esto no habla mal de esas películas, simplemente señala que, al margen de la validez o pertinencia de esas propuestas, las condiciones de exhibición dentro de un mercado y unas expectativas poco favorables no contribuyeron a que pudieran asentarse y permitieran la creación de un público propio. La situación política aportó también lo suyo, excluido el caso de Cuba, donde el cine estaba dentro de la política cultural de un régimen socialista y, por ende, los límites de lo que se podía hacer y decir tenían marcos más o menos rígidos. Es verdad que en los años sesenta esos marcos se flexibi- lizaron un poco más de lo que se vería en las dos décadas siguientes, pero PRIMERA PARTE 145 aun así y —como lo afirmó el propio Fidel Castro— “dentro de la revolu- ción, todo; fuera de la revolución, nada”. A buen entendedor, pocas pala- bras. También hay que excluir a México, donde el apoyo del Estado creó facilidades para hacer un cine distinto, pero no en condiciones libérrimas ni mucho menos. El cinema novo luchó denodadamente para sacar adelante sus proyectos, pero con frecuencia la exigencia expresiva de sus películas no encontró la recepción deseada en el público. Las posiciones de los movimientos tampoco eran compartidas por todos, especialmente en Argentina y Brasil, las dos “potencias” sudamericanas. Al respecto, Tzvi Tal señala:

Los cinemanovistas admiraban la independencia que atribuían al autor cinematográfico surgido con la Nueva Ola y lo consideraban como op- ción relevante a la situación de dependencia del cine brasileño... En cambio, los cineastas políticos argentinos habían sido testigos del fracaso del cine de autor... Mientras que los segundos actuaron en una sociedad fracturada por la opción dicotómica peronismo-antiperonismo, los pri- meros comenzaron a actuar en una sociedad con un gobierno populista local... para luego ser cooptados por la dictadura militar... Los cineastas del grupo Cine Liberación abrevaban en el revisionismo histórico, se con- sideraban interpretadores de la sabiduría popular encargados de repre- sentarla. También el Cine de la Base consideraba al cine como vehículo de contrainformación. Todos ellos consideraban que el rol del cineasta no era mostrar el camino apropiado sino ser un intelectual orgánico vinculado a las luchas populares reales, mientras que la organicidad era una idea que el discurso de la izquierda populista brasileña no difundía y los cinemanovistas no practicaron en forma consciente y deliberada (Tal 2005: 77-80).

Esas diferencias, desde luego, eran cruciales, más aún por el modo tan perentorio como se planteaba en esos años la realización cinematográfica en el contexto del propio país y de la región. Hacer películas no era un asunto cualquiera; era la manifestación de un compromiso que trascendía a la propia individualidad. El pueblo, la nación, la cultura, la revolución social y el destino histórico eran conceptos repetidos por unos y otros, aunque con una connotación mucho más ideológica que científica. En esa línea, el propio Tzi Tal afirma:

“Las concepciones de Frantz Fanon sobre el papel del intelectual en la lucha de liberación nacional eran compartidas en ambos países, pero el lugar desde el cual los cineastas las difundieron era distinto. Los ci- nemanovistas continuaron la tradición de la novela de realismo social... En cambio, los argentinos continuaban la tradición del cine testimonial iniciada en la escuela dirigida por Birri... y ya no se conformaban con 146 ISAAC LEÓN FRÍAS

testimoniar, exigían luchar mediante el cine. Los brasileños se conside- raban cineastas cuyos filmes... debían ser exhibidos en las salas comer- ciales para lograr la adhesión del público masivo, exigían el apoyo del Estado populista en defensa de la producción nacional contra el domi- nio imperialista de las empresas de Hollywood... los cineastas políticos argentinos vieron a la producción y la distribución clandestina como el modo apropiado de actuar considerando el estado de las luchas sociales y la exclusión de las masas... Los cinemanovistas reafirmaban su indivi- dualismo, eran una ‘generación’ o una ‘ola’ de jóvenes preocupados por la situación nacional que construyeron respuestas estéticas particulares a los interrogantes cardinales del momento, sin haber desarrollado una práctica política coordinada ni orgánica. Los cineastas del grupo Cine Li- beración, por el contrario, eran activistas que se veían a sí mismos como guerrilla cinematográfica (Tal 2005: 78-80).

El cine cubano tiene continuidad en las décadas posteriores, pero no se repite una experiencia como la de Lucía y menos como la de Memorias del subdesarrollo. Los mismos trabajos documentales de Santiago Álvarez pierden el vigor de los realizados en los años sesenta, y eso no solo es atribuible a una coyuntura menos tolerante con las búsquedas expresivas, pues se percibe una cierta repetición y alargamiento excesivo en sus do- cumentales de los años setenta, que de todas formas mantienen destellos y aciertos parciales. El cinema novo se amplía y diversifica y va perdiendo la identidad de los primeros años. Quedan en activo en el interior de Brasil varios de sus representantes natos (Pereira dos Santos, Guerra, Diegues, Walter Lima Jr., David Neves, Hirszman, Joaquim Pedro de Andrade, et- cétera), pero trabajando ya en otras condiciones. La muerte relativamente temprana de Glauber, Hirszman, Joaquim Pedro de Andrade y Neves parece marcar simbólicamente el fin de una generación y de una corriente, pero en verdad cuando estas se producen, después de 1980, ya el cinema novo como tal no existía. El nuevo cine mexicano tuvo también una vida relativamente breve. Luego permanecen los realizadores más talentosos (Ripstein, Leduc, Cazals, Fons, Hermosillo), pero algunos se van debilitando en el camino y otros hacen una obra muy espaciada, como Fons. Hermosillo tuvo una etapa creativa muy apreciable, pero más tarde se fue eclipsando, y solo Ripstein, después de un periodo bastante irregular, continuó con casi una decena de títulos notables a partir de El imperio de la fortuna. Las otras propuestas o se vieron interrumpidas por los golpes militares o —como en la producción argumental en Colombia y Venezuela— intentaron conciliar un cine de vo- cación crítica con la capacidad de comunicación al público de las grandes salas. PRIMERA PARTE 147

En todo caso, el cine cambió en América Latina. No pudo ser lo que se quiso que fuera en esta década, pero algo de ello quedó, para bien y para mal, en las décadas siguientes. La búsqueda de estilos propios y diferencia- dos, el reencuentro con las raíces nacionales y culturales, el enfrentamiento de la actualidad... en la diversidad de las condiciones de cada país. Pero tampoco volvió a ser lo que había sido en su etapa de apogeo industrial, cuando el modelo clásico arraigó en las industrias constituidas y permitió una cierta homogeneidad estilística que, más allá de la ubicación geográfi- ca, las variaciones genéricas, los acentos orales, las sonoridades musicales y otros detalles, acercaba a las películas argentinas y mexicanas. Eso no se repite más, pues lo que viene más tarde deriva en un hibridismo que en cada país se procesa de un modo particular, sin que se vislumbren las continuidades que en el pasado habían permitido tener un sólido mercado continental y sin que, ya en el reino de la televisión, con cadenas tan pode- rosas como Televisa, en México, y Rede Globo, en Brasil, ese renacimiento fuese al menos concebible. Entonces, ese nuevo cine latinoamericano de los sesenta y comienzos de los setenta es más una ilusión, un deseo y, claro, una necesidad políti- ca, que una opción real y consistente. Difícilmente podía serlo porque un movimiento no es solo la suma de varias partes independientes entre sí, sino que supone un conjunto de afinidades que no encontramos en esas partes que formaban un todo muy poco articulado. La ideología marxista y la mediación cubana no fueron suficientes para hacer de esa “necesidad” algo más que un impulso de unificación que se vivió en tiempos duros, en tiempos de sangre y fuego que poco o nada favorecieron la consolidación de un ideal de integración planteado en uno de los periodos más conflicti- vos de la historia política continental en el siglo XX. Sin embargo, si no un movimiento regional, hubo sí, y mal que bien, corrientes nacionales, o al menos intentos de formarlas, y hubo también en ellas, y fuera de ellas, obras valiosas y novedosas que aportaron a una apertura del cine hecho en América Latina a las tendencias expresivas más avanzadas del cine mundial. Y ese aporte no se hizo desde la mímesis o la reproducción, sino desde la creación a partir de las propias circunstancias. Allí están Dios y el diablo en la tierra del sol o Vidas secas, Alias Gardelito o Crónica de un niño solo, Memorias del subdesarrollo o La primera carga al machete, Largo viaje o Valparaíso, mi amor, Araya o Chircales, Canoa o Reed, México insurgente, entre varios otros títulos, incluidos cortos y me- diometrajes.

Segunda parte: Posiciones y raíces de los nuevos cines

Capítulo III: Teorías

1. Alcances

Se imponen algunas precisiones sobre el alcance de la noción de teoría en el caso de las tendencias emergentes que son la materia principal de nuestro trabajo. Para ello es preciso ir un poco más lejos y observar qué ha pasado con otras construcciones teóricas previas. ¿Se puede constatar la existencia de un marco teórico en los diversos movimientos o corrientes que han acontecido a lo largo de la historia del cine? La respuesta puede parecer contradictoria, sí y no. En algunos casos hubo una sustentación teórica explícita, como en la vanguardia soviética de los años veinte y, en otros, esbozos de teoría, como en la vanguardia francesa de esa misma dé- cada o la tendencia documental británica liderada por John Grierson en los años treinta. También propuestas no necesaria o suficientemente articula- das, como en el neorrealismo italiano o la nouvelle vague francesa, en torno a los cuales hay mucho material escrito por realizadores y teóricos, pero sin tener el carácter de un marco conceptual orgánico. Si de prescripciones se trata, la única conocida está en el decálogo de los cineastas daneses del Dogma 95, pero no es en absoluto una teoría ni nada que se le parezca. La elaboración conceptual ha sido más bien escasa por parte de los rea- lizadores, a excepción hecha de los soviéticos en los años veinte. Fueron ellos, además, los que juntamente con algunos teóricos y realizadores fran- ceses, sentaron las bases de una teoría cinematográfica que permanecerá por mucho tiempo como “la teoría” que gobierna la comprensión del cine como fenómeno estético. Es la teoría que articularon el alemán Rudolf Ar- nheim y el húngaro Béla Balázs, a partir de la acumulación de los aportes previos y con los agregados de la propia cosecha de estos autores. En realidad, más que una concepción integral del cine como arte o len- guaje, de la creación fílmica o del fenómeno cinematográfico en su conjun-

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to, es una elaboración conceptual o, más bien, diversas elaboraciones más o menos convergentes que construyen una suerte de modelo o patrón de los mecanismos expresivos del filme, una suerte de sistematización del “lengua- je cinematográfico”, muy marcado por las condiciones específicas del cine durante los años culminantes del periodo silente. De allí, por ejemplo, el enorme peso que en esa elaboración teórica tiene la operación del montaje y sus funciones expresivas, operación que se vio notoriamente modificada por la incorporación del sonido. Hay luego un vacío que se sacude un tanto con los aportes teóricos del francés André Bazin y del alemán Siegfried Kracauer en los años cincuenta, que asumen la experiencia de los veinte primeros años del cine sonoro y los aportes del neorrealismo italiano. Aportes que no intentan transformar o modificar el aparato conceptual preexistente, pero que inevitablemente cuestionan algunos de sus fundamentos. En todo caso, la teoría fílmica ha estado signada más que por los propios realizadores (con la clara excepción, una vez más, de los nombres más ca- racterísticos del cine soviético de los años veinte: Eisenstein, Vértov, Pudo- vkin, Kuleshov...), por intelectuales que han contribuido a ofrecer visiones más abarcadoras o que han ido renovando o modificando perspectivas consideradas hasta ese momento más o menos estables o suficientes. Con frecuencia el impulso hacia la teoría ha provenido de coyunturas de apari- ción de nuevas corrientes o propuestas estéticas, y muy poco de coyunturas de cambios tecnológicos (la incorporación del sonido, del color o la impo- sición de la pantalla panorámica, por ejemplo) o de cambios institucionales profundos, como el desplome de los estudios en los años sesenta, para mencionar solo datos anteriores o simultáneos al periodo de los años se- senta y comienzos de los setenta. Pero no solo las nuevas corrientes o pro- puestas estéticas han contribuido a “mover” el panorama teórico. También la aparición de matrices conceptuales, como las que movilizan la semiótica, la antropología estructural, el psicoanálisis lacaniano, el marxismo en la lectura de , entre otros, en el curso de los años setenta31. De cualquier manera, y aun cuando no necesariamente tengan una pre- tensión abarcadora, en el marco latinoamericano de los años cincuenta y sesenta, se perfilan algunas elaboraciones teóricas que, por cierto, no se limitan a lo estrictamente cinematográfico, sino que apuntan a una visión

31 Esas matrices conceptuales tendrán una enorme gravitación en algunos países eu- ropeos y también en los nuestros, aunque de manera bastante más matizada, salvo el marxismo althusseriano, que alcanza una cierta difusión favorecida por las tra- ducciones de los libros de Althusser. SEGUNDA PARTE 153 del conjunto de la sociedad. Es decir, estamos ante propuestas que desbor- dan la dimensión estética y asumen el contexto histórico como parte esen- cial. No es que eso no ocurriera antes, pues está presente de una forma u otra en las diversas perspectivas teóricas europeas, dominantes hasta ese entonces y después, también. Pero, en el caso de nuestra región, esa teoría está marcada a fuego por la coyuntura histórica y más que asuntos ligados al lenguaje o a la pertinencia de determinadas operaciones expresivas, es el sentido (el porqué y el para qué) de lo que se hace, es la función social del cine y la utilidad que puede tener en los procesos de cambio, lo que se pone en cuestión. Es muy propio de estas elaboraciones que empiecen por perfilar un diagnóstico del presente y del pasado de la propia cinematografía, del cine regional o, también, del cine del mundo, y a partir de ese diagnóstico, con frecuencia muy sumario, se plantean las propuestas de cambio o renova- ción siempre de signo bastante radical. Incluso la opción expresiva se asu- me como la consecuencia de una opción frente a la realidad social que, con frecuencia, es una opción frontalmente política, es decir, instrumentalizada para los fines políticos. La respuesta que el documentalista Santiago Álvarez profirió en uno de los debates del Festival de Viña del Mar en noviembre de 1969 es muy reve- ladora: “Antes que cineasta, soy un agitador político”. Por cierto —y como veremos—, no es que todas las elaboraciones estuviesen supeditadas a la instrumentalización política del cine en un sentido partidario y militante, pero es bastante claro, y probablemente no lo haya sido tanto en otros contextos, que aquí la teoría está fuertemente ligada a las necesidades de una práctica política (partidaria o no), enraizada en los entresijos de unas circunstancias particularmente sensibles en la historia de la región. De allí que buena parte de lo que se propone tenga un carácter fuertemente co- yuntural. Según Getino y Velleggia:

Los manifiestos, artículos y ensayos brotan de los grupos formados por cineastas, devenidos en ‘teóricos de urgencia’, con la intencionalidad de promover el debate, no ya en torno a lo específico del cine en general —al estilo de los teóricos europeos clásicos o las vanguardias del mismo origen—, sino sobre su misión de cara a las necesidades históricas y par- ticularidades socioculturales de cada país de la región latinoamericana y de esta en su conjunto (Getino y Velleggia 2002: 121).

Es acertada la afirmación de Getino y Velleggia en el sentido en que parte de la argumentación de los cineastas de la región durante esos años 154 ISAAC LEÓN FRÍAS

ha sido recogida después en otros ámbitos de la cultura en nuestros países, e incluso en Europa.

Al plantear una ruptura contra la hegemonía cultural y comercial e in- troducir el concepto de ‘soberanía cultural’, impulsan la apertura de los espacios de pantalla a las distintas cinematografías, particularmente las del llamado Tercer Mundo, estableciendo como paradigma la noción de ‘diversidad cinematográfica y cultural’ (Getino y Velleggia 2002: 122).

En efecto, se ha podido comprobar en las últimas décadas cómo se ha extendido ese concepto trascendiendo las fronteras de la región tercer- mundista y llegando, incluso, al mismísimo Viejo Mundo, que se siente amenazado por el enorme poder de las cadenas estadounidenses de comu- nicación. De manera especial, y frente a los tratados de libre comercio, la defensa que los representantes del cine y de la cultura europeos, liderados por Francia, ha venido haciendo bajo la bandera, primero, de la “excepción cultural” y, luego, de la “diversidad cultural”, tiene antecedentes claros en las luchas de los cineastas latinoamericanos ante esa situación de dominación. Incluso —como señalan Getino y Velleggia—

La nueva generación de cineastas latinoamericanos se anticipa a las ela- boraciones sobre políticas culturales de la Unesco y las de los comu- nicólogos que, con los auspicios del organismo, abogarán a partir de 1976 por la diversificación y democratización de las relaciones comuni- cacionales Norte-Sur, esgrimiendo los principios del denominado Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación (Nomic) (Getino y Velleggia 2002: 122).

Pues bien, hay cuatro países en los que se produce una elaboración teórica que ha tenido mayor resonancia. No son los únicos, pero sí los que mayor influencia han alcanzado, a tono con la propia producción fílmica. Argentina es uno de ellos, y probablemente allí se elabora la perspectiva más abarcadora en términos de función social y política del cine. Brasil es otro de los países en los que podemos constatar la existencia de propues- tas, menos articuladas que las argentinas, pero con un peso indiscutible en la producción del cinema novo. Bolivia ingresa también al mapa de la pro- ducción teórica regional. Y, finalmente, Cuba pone lo suyo, aunque en me- nor medida de lo que se podría pensar dadas las condiciones del proceso cinematográfico cubano en el contexto de una revolución social. Es decir, la producción teórica no estuvo en Cuba a la altura de las circunstancias, pues pudo ser mayor de lo que fue. Debe aclararse desde ya que esas propuestas están ligadas a contextos y a prácticas muy puntuales. En Argentina fueron Solanas y Getino quienes SEGUNDA PARTE 155 proponen la tesis del tercer cine, eje fundamental de la teoría del grupo Cine Liberación. Por su parte, el grupo Cine de la Base se desmarca en va- rios puntos de la propuesta del anterior. En este país ni la Generación del Sesenta ni el Grupo de los Cinco produjeron una teoría que pudiese resultar relevante para los fines de este capítulo. Realizaron una obra que puede analizarse en términos de aporte a una comprensión teórica del cine de ese país, pero eso es otra cosa, pues lo que nos interesa en este punto es la propuesta textual específica. No es que ellos no tuvieran ninguna, sino que no alcanza el grado de articulación que tiene la que elaboraron Solanas y Getino o la que aparece en los otros países señalados. En Brasil, los teóricos Paulo Emilio Sales Gomes y Alex Viany, así como el cineasta Glauber Rocha, aportan elementos de reflexión a una propuesta que, a partir de la experiencia de lo hecho en ese país atlántico, se abre a la necesidad de un cine distinto, en concreto de ese cinema novo que Rocha impulsará junto con los compañeros de su generación. En Bolivia, por su parte, Jorge Sanjinés es quien le da forma a la teoría de un cine revolucio- nario en un país de mayorías indígenas. En Cuba la elaboración teórica es bastante menor y está menos articulada. No existe, ni mucho menos, nada equivalente a lo que se encuentra en la Unión Soviética de los años veinte. Pero sin ser un teórico, que no lo era en absoluto, Santiago Álvarez con- tribuye a un nuevo concepto del noticiario y del documental en el cine de la región, y Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea y también Alfredo Guevara, presidente del ICAIC y figura central en el desarrollo del cine cu- bano desde 1959, contribuyen a la reflexión sobre el rol no solo del cine en Cuba, sino también en toda la región, y en esta reflexión el texto “Por un cine imperfecto”, de García Espinosa, es el que mayor incidencia ha tenido. En Colombia, Chile, Uruguay y Venezuela también hay propuestas, pero o son más coyunturales aún que las formuladas en los cuatro países se- ñalados, o tienen un menor grado de influencia o, también, pueden ser asimiladas a las que se generan, especialmente, en Argentina, porque están ligadas a las urgencias de la actualidad y a la función de combate, o de participación en el combate político, que se asigna al cine.

2. Argentina: hacia un tercer cine

El precursor y, en cierto modo, el iniciador de una reflexión acerca de la necesidad de un cine distinto en Argentina (y más allá de ese país), en la línea de lo que más tarde se perfila como el nuevo cine latinoamericano, es Fernando Birri. En el artículo “Cine y subdesarrollo”, de 1962, aboga a favor del cine documental, del cual era una suerte de cruzado. Allí se puede leer: 156 ISAAC LEÓN FRÍAS

¿Cómo da esa imagen el cine documental? La da como la realidad es, y no puede darla de otra manera. Esa es la función revolucionaria del do- cumental social y del cine realista, crítico y popular en América Latina. Y al testimoniar —críticamente cómo es esta realidad —esta subrealidad, esta infelicidad— la niega. Reniega de ella. La denuncia, la enjuicia, la critica, la desmonta. Porque muestra las cosas como son, irrefutablemen- te, y no como querríamos que fueran (o como nos quieren hacer creer —de buena o mala fe— que son)... Consecuencia —y motivación— del documental social, del cine realista: conocimiento, conciencia, insistimos, toma de conciencia de la realidad. Problematización. Cambio: de la sub- vida a la vida. Conclusión: ponerse frente a la realidad con una cámara y documentarla, filmar realistamente, filmar críticamente, filmar con óptica popular el subdesarrollo. Por el contrario, el cine que se haga cómplice de ese subdesarrollo es subcine (Hojas de Cine 1988: 22).

Birri levanta la bandera de un cine social, básicamente documental, aunque sin mencionarla expresamente parece no excluir la ficción. Su ra- zonamiento es el que se repite en muchos de los que han escrito sobre los supuestos del cine que se requería en la región en función de la toma de conciencia de los espectadores. El inglés Michael Chanan asocia esa posi- ción de Birri con la idea de “concientización”, impulsada por el educador brasileño Paulo Freire, no exclusivamente en relación con el cine, sino con las diversas prácticas educativas de las que los medios de comunicación forman parte. En ese mismo texto, Birri demanda la participación de los Estados y la promulgación de leyes o disposiciones que favorezcan la producción, dis- tribución y exhibición de las películas. Es decir, aboga por un cine realista que llegue al público a través de las grandes salas, proponiendo hacerlo a bajos costos y con la mayor autonomía posible. “Las limitaciones técnicas de toda índole, para nosotros, cinematografistas latinoamericanos, deben transformarse en nuevas soluciones expresivas, si no queremos correr el riesgo de quedar paralizados por ellas” (Hojas de Cine 1988: 21). Es decir, defiende la idea de un cine pobre, adecuado a las condiciones del subdesa- rrollo y capaz de operar en los circuitos comerciales en pos de la formación de un público cada vez mayor. Las propuestas de Birri producirán efecto tanto en la idea de un cine independiente, que ya venía siendo materia de debate en varios países, como en las teorías posteriores, entre ellas las del tercer cine que formulan Fernando Solanas y Octavio Getino, en las que ya no hay espacio para el enfoque de Birri, que podríamos llamar “reformista” para diferenciarlo de los postulados de Solanas y Getino que descartan los posibles apoyos es- SEGUNDA PARTE 157 tatales y se sustraen del circuito habitual de la producción, la distribución y la exhibición. El texto “Hacia un tercer cine” es un verdadero manifiesto programático, casi el texto conceptual por excelencia de lo que se impone en esos tiem- pos como nuevo cine latinoamericano, más aún que otros redactados por Glauber Rocha, de nombres más altisonantes y de un carácter si se quiere más de proclama que de programa (la estética del hambre, la estética de la violencia) que no tienen la ambición ni los alcances del que suscribieron So- lanas y Getino. Por cierto, y de entrada, podemos señalar algo más o menos obvio: que la idea del “tercer cine” procede de la concepción política de un Tercer Mundo, muy en boga en esos años sesenta, como no lo había estado antes, cuando apenas si se mencionaba ocasionalmente. También la idea del tercer cine se asocia a la “tercera vía”, que Perón defendía en contra de las vías capitalista y comunista, aunque esas dos vías recusadas, igual que esos dos primeros mundos, no fueran en rigor equivalentes a los del primer y segundo cine cuestionados32. En primer lugar, en el texto se plantea la oposición entre países coloniza- dores y países colonizados y neocolonizados, una oposición que actualizó en esos años el escritor antillano Franz Fanon (Fanon 1963). A partir de esa oposición se enuncia que no es posible aspirar a una política reformista, y la posibilidad de hacer un cine militante antes de la revolución es un hecho comprobable, por ejemplo, “en los newsreels americanos, los cinegiornale del movimiento estudiantil italiano, los filmes de los Estados Generales del cine francés y los de los movimientos estudiantiles ingleses y japoneses, continuidad y profundización de la obra de un Joris Ivens o un Santiago Álvarez” (Solanas y Getino 1973: 57). Con esos referentes se conforma, de hecho, una suerte de patrón o modelo. Sigue luego la oposición entre el trabajo intelectual y artístico en la cultura hegemónica y en la cultura de la “liberación”, “la cultura de ellos y la cultura nuestra”. La descolonización de la cultura aparece como el reto a responder. “La cultura de un país neocolonizado, al igual que el cine, son solo expresiones de una dependencia global generadora de modelos y valores nacidos de las necesidades de expansión imperialista”. “Copista, traductor, intérprete, cuando más espectador, el intelectual neocolonizado será siempre empujado a no asumir su posibilidad. Crecen entonces la in- hibición, el desarraigo, la evasión, el cosmopolitismo cultural, la imitación artística, los agobios metafísicos, la traición al país”. “Las burguesías nativas

32 “Hacia un tercer cine” apareció publicado por primera vez en octubre de 1969 en la revista Tricontinental de La Habana. 158 ISAAC LEÓN FRÍAS

de las ciudades puertos como Buenos Aires y sus correspondientes élites intelectuales constituyeron desde el origen de nuestra historia la correa de transmisión de la penetración neocolonial”. “Los medios masivos de comu- nicación tienden a completar la destrucción de una conciencia nacional y de una subjetividad colectiva en vías de esclarecimiento”. “Ideas como ‘la belleza es en sí revolucionaria’ o ‘todo cine nuevo es revolucionario’, son as- piraciones idealistas que no afectan el estatuto neocolonial, en tanto siguen concibiendo el cine, el arte y la belleza como abstracciones universales y no en su estrecha vinculación con los procesos nacionales de descolonización” (Solanas y Getino 1973: 57-64). Sobre la base de esas ideas se estructura la propuesta central del texto: la existencia de tres cines, que, aun cuando el subtítulo los sitúe en Argentina, es claro que se aplica a todos los países “neocolonizados”, según la lógica precedente. Los autores señalan que en los inicios de la historia del cine podían diferenciarse cinematografías como la alemana, italiana o sueca con características culturales nacionales, y esas diferencias, al límite, “hoy no existen”. Paralelamente a la expansión del imperialismo yanqui, dueño de la industria y de los mercados, las fronteras se esfuman. Incluso —advierten Solanas y Getino— los “filmes monumentales” recientes de varios países socialistas son “monumentales ejemplos de la sumisión a todas las proposi- ciones impuestas por los modelos hollywoodenses que —como bien diría Glauber Rocha— dieron lugar a un cine de imitación” (Solanas y Getino 1973: 64-65). Los autores afirman que el cine estadounidense impone no solo sus modelos de estructura y lenguaje, sino también modelos industriales, co- merciales y técnicos. La cámara de 35 milímetros, 24 cuadros por segundo, lámparas de arco, salas comerciales, producción estandarizada, castas de cineastas, etcétera. Ese modelo que se reproduce en todas partes y también en Argentina, que en sus palabras es una industria raquítica, corresponde al primer cine. El segundo cine es el cine de autor, de expresión o nuevo cine, y signifi- ca un progreso en tanto reivindicación de la libertad del director. Es un cine que empieza a generar sus propias estructuras de producción y exhibición (cineclubes, salas de arte), así como ideólogos, críticos y revistas especia- lizadas. Y también genera una ambición equívoca: competir con la gran fortaleza con la utópica aspiración de dominarla. Es un cine que el sistema necesita para “decorar de amplitud democrática” —según los términos em- pleados— sus manifestaciones culturales. Frente a esos dos modelos (el dominante y el subordinado) se propone la idea de un tercer cine, orientado por organizaciones políticas revolucio- SEGUNDA PARTE 159 narias, que se valen para ello de la simplificación de las cámaras, de las grabadoras, los nuevos pasos de película, la película “rápida” que puede imprimir la luz ambiental, los fotómetros automáticos, el sincronismo audio- visual, etcétera. El modelo del tercer cine privilegia el registro documental tal como se señala expresamente. “El cine conocido como documental con toda la vastedad que este concepto hoy encierra, desde lo didáctico a la reconstrucción de un hecho o una historia, constituye quizá el principal basamento de una cinematografía revolucionaria”. Levantan como opciones centrales el “cine panfleto, cine didáctico, cine informe, cine ensayo, cine testimonial”. Pero no solo se postula una propuesta de conocimiento crítico y ana- lítico de la realidad social, sino también un llamado a actuar sobre esa realidad, de allí que no se conciba como una producción aislada de los mo- vimientos de masas, sino estrechamente unida a ellos. “No es simplemente cine testimonio, afirman, sino, ante todo, cine-acción”. El texto incluye, para el contexto argentino y el de los países de la re- gión, la noción de un cine-guerrilla, paralelo al de otras formas de lucha que apuntan al mismo objetivo revolucionario y, por tanto, integrado en una estrategia de combate político y en redes de exhibición ajenas a los circuitos comerciales. El espectador, en esta perspectiva, deja de ser pasivo y pasa a ser protagonista (Solanas y Getino 1973: 64-87)33. No es mi propósito hacer un análisis puntual y detallado de la teoría del tercer cine y señalar sus limitaciones e insuficiencias, sino referir ese cuer- po conceptual al cine que se adhiere a tal propuesta, pero no se pueden dejar de lado algunas simplificaciones motivadas en buena medida por el calor de un momento político muy efervescente. Entre otras, no es verdad que Hollywood inventara prácticamente el modelo que se impone a nivel mundial en los años de la Primera Guerra Mundial. Las empresas Pathé y Gaumont instalan en Francia, antes que Hollywood, un patrón industrial y narrativo, que luego la industria estadounidense consolida. No es verdad, tampoco, que solo en los inicios se pueda hablar de cinematografías na- cionales. Hay cinematografías nacionales en Francia, Alemania, Inglaterra, España, Suecia y otros países europeos a lo largo de muchas décadas. Tam- bién en Japón, India, China, Egipto y otras naciones asiáticas. ¿No es acaso un cine nacional el que se hace, por ejemplo, en la Italia fascista de los años treinta o en la Alemania nazi de esa misma década,

33 El texto completo de Solanas y Getino se puede leer en las páginas 64-87 de Cine, cultura y descolonización. 160 ISAAC LEÓN FRÍAS

pero también en la Italia del crecimiento económico de los años cincuenta y sesenta? ¿Y el cine de Japón de esa época y antes? ¿Y el de India a lo largo de su historia? Y así muchos otros, incluidos los cines argentino y mexicano entre los años treinta y sesenta, con todos los sesgos propios de un cine nacional y popular que no se genera a partir de organizaciones populares, que es lo que ocurre, asimismo, en las cinematografías europeas, japonesa, india; es decir, aquellas que operan en el régimen de la libre empresa. Pero también es un cine nacional el que se estructura a partir de un modelo es- tatista, como el soviético. Por su parte, el llamado cine de autor no es necesariamente un cine marginal o alternativo, como se ha visto a lo largo de la historia, pues anida también en la gran industria, como ocurrió en la propia Argentina con las películas de Torre Nilsson y Ayala o, antes que ellos, Mario Soffici, Hugo del Carril, Lucas Demare o Carlos Hugo Christensen, al menos en algunas de sus cintas. Establecer esa diferencia en términos tan tajantes significa des- conocer los intersticios de un sistema y la posibilidad de hacer, en términos de Martin Scorsese, un cine de contrabandistas o un arte termita, tal como lo llamaba Manny Farber, en referencia a esas películas de serie B (como las de Tourneur, Joseph Lewis, Edgar Ulmer y otros), pero significa desconocer, también, a esos realizadores que como Hitchcock, Hawks, Lang, Lubitsch, Minnelli, Mankiewicz, Anthony Mann y muchos más hicieron obra de autor trabajando para las majors de la enorme fábrica hollywoodense. La teoría de Solanas y Getino privilegia un cine de conocimiento directo, y descuida casi por completo las posibilidades de la ficción, casi en opo- sición a buena parte de lo que en esos años hacía el cinema novo. Y, por cierto, limita el auditorio de ese tercer cine a una audiencia convencida o en vías de convencimiento. Se dejaba de lado por completo el cine hecho para las grandes pantallas y en la práctica se desconocía la función de entreteni- miento que a lo largo de la historia del siglo XX la institución cinematográfi- ca había promovido, y no solo en los países de economía capitalista, pues la propia Unión Soviética, y los países de Europa Oriental adheridos a la órbita soviética después de la segunda guerra, incorporaron esa función social, aunque ciertamente con menos énfasis que el procedente de otras partes y sobre todo de los estudios de Hollywood. Según Martín-Barbero: “La crítica del goce tiene razones no solo estéticas. Los populismos, fascistas o no, han predicado siempre las excelencias del realismo y han exigido a los artistas obras que transparenten los significados y que conecten directamente con la sensibilidad popular” (Martín-Barbero 1987: 54). El concepto del documental, por su parte, “con toda la vastedad que este concepto hoy encierra” no se puede aplicar, como se hace en el manifiesto, SEGUNDA PARTE 161

“a la reconstrucción de un hecho o una historia” porque eso es, prácticamen- te, la negación del documental. Toda reconstrucción es una simulación, y, si se sostiene una afirmación como la que formulan Solanas y Getino, habría reconstrucciones que son documentales y otras que no lo son, con lo cual se crea un impasse conceptual, pues quién y cómo señala los límites entre lo que es “reconstrucción documental” y lo que no pertenece a esa categoría. Si bien este asunto no está desarrollado en la teoría, sino apenas anota- do, el enunciado en sí mismo es notoriamente insostenible y, además, una forma de mitificación del documental como la modalidad por excelencia del quehacer fílmico en la etapa prerrevolucionaria. Hay que aclarar, para que no quede ninguna duda al respecto, que la “reconstrucción” supone puesta en escena; es decir, trabajo orquestado con intérpretes, escenarios organizados y dispuestos para los fines deseados, técnicos diversos, etcéte- ra, y eso es propio del terreno de la ficción y no del documental. Otra cosa es la “construcción”, operación compartida por la ficción, el documental y cualquier otra modalidad fílmica o videística. En tal sentido, todos los docu- mentales son “construidos”, pero no es eso a lo que se refiere el enunciado de “Hacia un tercer cine”, sino a una casi exclusión del trabajo en el terreno de la ficción, otorgándole al documental una suerte de “pureza” ideológica original que no es tal. En una oportunidad, Emilio García Riera señaló en una conferencia en la Universidad de Lima34 que le tenía más confianza a la ficción que al documental, porque la primera partía de mentiras para contar, en muchos casos, verdades, mientras que el documental con frecuencia se valía de la apariencia de verdad para contar mentiras. Dice García Canclini:

Algunos realizadores de cine popular critican toda forma de represen- tación ficticia de la realidad y sostienen que la cultura y el arte deben ser solo actos. En el libro de Solanas y Getino esta exigencia fue llevada hasta la exasperación: su propuesta se reduce a convertir “espectadores en actores”. Sin embargo, el cine es una de las artes en que la distancia entre realidad y representación, entre pantalla y platea es más abismal... ¿No hay una cierta simplificación utopista en ese esfuerzo de un sector del arte contemporáneo de disolver absolutamente la representación en la acción? (García Canclini 1977: 255).

34 En setiembre de 1981, Emilio García Riera y Carlos Monsiváis visitaron Lima, acom- pañando una retrospectiva de películas mexicanas de los años treinta restauradas por la Filmoteca de la UNAM. 162 ISAAC LEÓN FRÍAS

La propuesta de un cine didáctico, destinado a aumentar el nivel de in- formación y conocimiento de una audiencia predispuesta, excluía de lleno todo lo demás, y deja “libre” el funcionamiento de los espacios tradicionales de exhibición, mientras no llegara el momento de la revolución. Es decir, estamos frente a una concepción vanguardista de la práctica política y de la práctica fílmica. El cine elaborado para las minorías politizadas e identifica- das con un proyecto que, además, en el caso de Argentina, tenía la particu- laridad de insertarse dentro del movimiento justicialista, y excluía por tanto a otras propuestas radicales de izquierda, como la sustentada por el grupo Cine de la Base, y en menor medida por otros grupos que no consideraban al peronismo un movimiento auténticamente revolucionario. Por otra parte, la idea del primer cine partía de una concepción total- mente maniquea de la relación dominador-dominado, muy presente en la teoría social y en la visión de la comunicación de esos años, como lo ex- presa, por ejemplo, el investigador belga Armand Mattelart en varios de sus libros35. A ese respecto, Martín-Barbero hace una crítica muy lúcida al mo- delo teórico, que se puede aplicar no solo al cine, sino también a la acción de diversos medios masivos. Dice Martín-Barbero:

De la amalgama entre comunicacionismo y denuncia lo que resultó fue una esquizofrenia, que se tradujo en una concepción instrumentalista de los medios de comunicación, concepción que privó a estos de espesor cultural y materialidad ideológica. Con el agravante de que reducidos a herramientas los medios eran moralizados según su uso: malos en manos de las oligarquías reaccionarias, se transformarían en buenos el día que el proletariado los tomara en las suyas. Esa era la creencia, salvo en ciertos reductos militantes en los que el pecado original de haber nacido capi- talistas condenaba a los medios masivos hasta la eternidad a servir a sus amos... Una concepción ‘teológica’ del poder —pues se lo pensaba omni- potente y omnipresente— condujo a la creencia de que con solo analizar los objetivos económicos e ideológicos podía saberse qué necesidades generaban y cómo sometían a los consumidores. Entre emisores-domi- nantes y receptores-dominados ninguna seducción ni resistencia, solo la pasividad del consumo y la alienación... (Martín-Barbero 1987: 221-222)36.

35 Véase Mattelart (1972, 1973, 1977). Son únicamente tres de los varios libros escritos por Mattelart solo o en colaboración, al menos desde 1970, primero en Santiago y de manera muy intensa durante el gobierno de la Unidad Popular hasta el golpe militar de 1973. Luego prosiguió en los años siguientes fuera de Chile en esa misma línea de investigación. 36 A propósito de esos “reductos militantes” que menciona Martín-Barbero, hay que recordar que en Francia circuló en esos años la tesis de que el aparato cinema- SEGUNDA PARTE 163

En lo que toca al concepto del segundo cine anida en las tesis expuestas un rechazo a la idea del artista individual, pero también a las posibilidades de renovación expresiva vía el trabajo creativo personal. Se cuestiona el experimentalismo, de modo parecido a lo que cuarenta años antes había hecho el “realismo socialista” soviético frente al arte de vanguardia, incluso de la propia Unión Soviética, como el que representaron Eisenstein y Me- yerhold en los años veinte. Una vez más, una cita de Martín-Barbero es muy elocuente al respecto:

Lo que se condena como asocial por individualista o antisocial por bur- gués, es el experimentalismo: la capacidad de experimentar y desde ahí cuestionar las ‘pretensiones de realidad’ que encubría el realismo. Rea- lismo que es asumido como el gusto profundo y el modo de expresión de las clases populares. La paradoja toca fondo: la invocación al pueblo es solo para oponer el conservadurismo de su gusto, su ‘buen sentido’, a la revolución que está transformando el arte. Y la continuidad que se reclama con el pasado es ‘la continuidad con los valores culturales de la época burguesa socavados por los movimientos modernistas’. Se apela al pueblo, pero en el sentido más populista y más negativamente románti- co: para exaltar como criterios básicos de la ‘verdadera’ obra de arte la simplicidad y comprensibilidad por parte de las masas (Martín-Barbero 1987: 30).

Fuera de las insuficiencias de una teoría muy sesgada y muy limitada en sus aplicaciones, la experiencia histórica demostró poco después que el radicalismo de esas posiciones conducía inevitablemente a un callejón sin salida signado por la reacción de dictaduras inclementes, como la que precisamente costó la vida de treinta mil personas en Argentina, según las cifras oficiales, y clausuró prácticamente la aspiración de un tercer cine. Más tarde no se volvió a hablar de ese ilusorio tercer cine. La teoría del tercer cine, en todo caso, no tuvo casi repercusión ni en Cuba ni en Brasil. Aunque esa teoría pudiese sonar más papista que el Papa, las condiciones en que se desarrollaba el proceso cubano no le permitían asimilar para sí esa propuesta de un cine de lucha y de guerrilla. Brasil, por su parte, vivía a fines de los sesenta en un régimen de dictadura que no

tográfico contenía en sí mismo la marca hereditaria de la sociedad en que había surgido (la sociedad capitalista, claro) y que, por lo tanto y de manera inevitable, la ideología generada por esa sociedad se reproducía en cualquier uso que se le diera a ese aparato. Esa tesis, impulsada por el grupo Tel Quel de manera más amplia, fue aplicada al cine especialmente por la revista Cinetique y, de un modo más ma- tizado, por los mismos Cahiers du Cinéma, a comienzos de los años setenta. Véase Cine contra espectáculo seguido de técnica e ideología (Comolli, 2010). 164 ISAAC LEÓN FRÍAS

hubiese permitido tales efusiones combativas, pero incluso antes, durante el gobierno de Goulart, el cinema novo sigue sus propios derroteros, más cercanos a los de un segundo cine, en la terminología de Solanas y Getino, que a los de ese tercer cine. En Argentina, la tesis del tercer cine orienta la práctica del grupo Cine Liberación, pero no se adhieren a ella, al menos de manera explícita, otros grupos políticos que tienen diferencias, por ejemplo el ya mencionado Cine de la Base, ligado al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), de orientación trotskista. En otras partes podemos constatar afinidades con esa teoría, aunque no esté enunciada de la misma manera. Por ejemplo, en la práctica de Mario Handler y la Cinemateca del Tercer Mundo uruguaya, ligados al movimiento tupamaro o la de Carlos Álvarez en Colombia. También en esos casos se trata de la propuesta de grupos vinculados a una organización política de izquierda que no es la organización o el Partido Revolucionario único, sino una entre varias facciones de un movimiento de izquierda caracterizado por la atomización. Por lo tanto, esas propuestas político-fílmicas resultaban controversiales en el propio abanico de los movimientos de izquierda y no constituían necesariamente la guía para todos. Una clamorosa limitación práctica de una teoría que, justamente por su simplificación, parecía no tener fisuras. Los partidos comunistas pro soviéticos de los países sudamericanos, por ejemplo, no vieron con buenos ojos, en la mayor parte de los casos, pro- puestas que consideraban extremistas y que atentaban contra la política de alianzas con los sectores considerados progresistas, alentada por esos partidos. Una expresión de esa política de alianzas fue la Unidad Popular, que ganó las elecciones en Chile en 1970, con un presidente que no perte- necía al Partido Comunista de Chile, sino al Partido Socialista, miembro de la Internacional Socialista, formada —como se sabe— por organizaciones socialdemócratas, aquellas que en el pasado fueron enemigas declaradas de los partidos comunistas y de la Tercera Internacional, que agrupaba a los partidos que adherían a los principios del marxismo-leninismo y al lideraz- go de la Unión Soviética. La teoría del tercer cine queda, entonces, encapsulada en el periodo en que fue enunciada, pues sus propios autores no la han retomado con poste- rioridad, aun cuando Getino ha proseguido en la investigación y Solanas en la realización, la que ha alternado con la dirigencia política, siempre dentro de las filas justicialistas, pero en esos márgenes que permiten un movi- miento tan heteróclito como el que fundó el general Juan Domingo Perón. En su momento, no obstante, fue la teoría que sonó mejor que ninguna, pues se avenía, por analogía lingüística, con la noción del Tercer Mundo y, SEGUNDA PARTE 165 claro, con la idea de un Tercer Mundo en lucha y en trance. Era la respuesta fílmica a la lucha política de los pueblos colonizados y, para el caso, de Argentina y la región latinoamericana. Pero era una respuesta fílmica que no podía ser individual ni aislada, sino integrada a un movimiento con una conducción y unas bases. La noción del tercer cine se limitó entonces a un circuito cerrado, con una retroalimentación limitada y con notorias insufi- ciencias para abordar el conjunto de los procesos cinematográficos, los que abarcan desde la producción hasta la exhibición en salas. Más allá de esas insuficiencias, hasta qué punto la teoría del tercer cine se materializa en las películas del grupo Cine Liberación. Un rápido vistazo permite afirmar que La hora de los hornos es, sin duda, si no la ilustración, sí la puesta en práctica (la puesta en escena o en imágenes) de la teoría. Lo que vino luego son los documentales de propaganda en torno a la figura de Perón, más convencionales en su factura, y luego Camino hacia la muerte del viejo Reales, que dirigió Gerardo Vallejo, y Los hijos de Fierro, de Sola- nas, que no son documentales, aunque utilicen algunos insumos no ficcio- nales y trabajen la granulación de la imagen, los movimientos de cámara o el montaje a la manera del documental.

3. Bolivia: por un cine para el pueblo

En el libro Teoría y práctica de un cine junto al pueblo, Jorge Sanjinés elabo- ra una reflexión a partir de los antecedentes del cine boliviano y, de manera particular, a desde sus propias películas y la comunicación que estas han establecido con el público de su país. De entrada sostiene: “El cine boliviano nace y se desarrolla siguiendo dos caminos diferentes y contrapuestos: el uno junto al pueblo y el otro contra el pueblo” (Sanjinés 1979: 13). Reconoce que “el proceso y la convul- sión social que desencadenó la revolución de 1952 tuvo mucho que ver con la toma de conciencia de los cineastas comprometidos... de esa conciencia en compromiso con el pueblo nace una actitud militante” (Sanjinés 1979: 15). Sanjinés formula una autocrítica en relación con sus primeras películas al decir:

Las primeras películas del grupo Ukamau mostraban el estado de pobre- za y miseria de algunas capas de la población... fueron las proyecciones populares, en las minas o barrios marginales las que les abrieron los ojos a esos jóvenes cineastas... se dieron cuenta de que la miseria era mejor conocida por el pueblo que por los cineastas que intentaban mostrarla... La respuesta, entonces, era clara: al pueblo le interesará mucho más co- nocer cómo y por qué se produce la miseria... Era ya una regla encontrar 166 ISAAC LEÓN FRÍAS

siempre en el análisis de las causas al imperialismo estadounidense... Asimismo, no era menos importante el papel nefasto que juega la clase dominante, la burguesía entreguista (Sanjinés 1979: 16).

Después de señalar las limitaciones de sus dos primeros largometrajes, Sanjinés afirma:

Los caminos de la muerte (película que después de filmarse en un 60 por ciento no pudo ver la luz a raíz de un sabotaje) y El coraje del pueblo constituyen los dos intentos del grupo para llegar al cine revolucionario. En las dos películas citadas se empleó un método reconstructivo que tenía un principio similar al de las leyes de la dialéctica: la de los cam- bios cuantitativos en cualitativos... toda esta estructura que eliminaba las limitaciones y los vicios de la argumentación era a su vez respaldada por la intervención presente y viva de los propios protagonistas y testigos de los hechos que autointerpretaban sus experiencias, dando de esta manera el toque de irrefutable al documental. Se había eliminado de esta manera la intervención de actores y se daba paso a la participación popular colectiva, que permitió, a su vez, la práctica de un cine de reali- zación horizontal; es decir, una realización con un nivel de participación en el trabajo creativo muy grande por parte de grupos o personas que creaban directamente, al mismo tiempo que la obra se hacía (Sanjinés 1979: 22-23).

La explicación sugiere una suerte de cine de expresión grupal, de rea- lización colectiva, y no fue exactamente eso, pues si bien participaron mi- neros y pobladores en El coraje del pueblo, desempeñan allí un rol similar al que en otros casos desempeñan los actores profesionales o los extras. Lo que se aplica en El coraje del pueblo es una metodología parecida a la que Eisenstein utilizó en El acorazado Potemkin: la minimización de las indivi- dualidades y la exaltación del protagonismo colectivo, además de la apolo- gía de las luchas populares y el lamento por las tragedias sufridas a causa de la represión. Sin embargo, y como idea, la propuesta de una “realización horizontal” no aparece ni siquiera en la teoría del tercer cine. En verdad, no hubo una concreción de tal propuesta en ninguna parte y menos en unas películas, como las de Sanjinés, hechas en función de las grandes pantallas, aunque ciertamente con un punto de partida totalmente distinto al común denominador de lo que el público boliviano solía ver en esas mismas pan- tallas. El solo hecho de la tecnología propia de la producción fílmica inhibía la procedencia de una “realización horizontal”, muy sugerente en el plano declarativo, pero virtualmente irrealizable. Continuando con su exposición, Sanjinés asevera: “Esta experiencia obli- ga a pensar en otro problema que el grupo venía discutiendo: el fenómeno SEGUNDA PARTE 167 emocional... no solamente no se debía rechazar el poder de excitación afec- tiva que puede producir el cine sobre el espectador, sino también utilizar este poder para despertar una preocupación profunda, que, partiendo del choque emotivo, se prolongue hacia un estado de reflexión que no abando- ne al espectador al caer el telón, sino que lo persiga, obligándolo al análisis y a la autocrítica. Esto estaba en oposición a la concepción de un cine que busca crear solo la ‘distancia’ entre el espectador y la obra para no perjudi- car el proceso reflexivo y racional. Se pensó que la afectividad —propia de la naturaleza humana— no solo no era un impedimento sino que también podía ser un medio para provocar una conciencia más profunda”. Luego dice: “Se pensó que eliminada la trampa de la ‘identificación’ con el perso- naje ‘actor’... podría producirse una identificación con un grupo humano, con el pueblo que reemplazaba el protagonismo individual, poniendo en juego un viejo impulso atávico, el impulso de ‘solidaridad de grupo’... Los contenidos revolucionarios que son concebidos con una consecuente ac- titud revolucionaria encuentran formas que les corresponden, y estas no pueden sino obedecer a las necesidades de comunicabilidad... He aquí el problema fundamental del cine revolucionario” (Sanjinés 1979: 22-23). En el texto seleccionado se expresa uno de los asuntos más importantes de la teoría del grupo Ukamau, “el problema fundamental del cine revolu- cionario”, en los términos de Sanjinés. Uno de esos puntos medulares poco abordados en la elaboración teórica —más bien escasa, ya lo dijimos— que se produce en esos años: la relación obra-espectador o mensaje-receptor para decirlo según la ya canónica teoría de la comunicación. La teoría del grupo boliviano toma distancia de los postulados del dramaturgo alemán Bertolt Brecht respecto a la neutralización de la identificación emotiva con los personajes y al “distanciamiento” racional del espectador, asumiendo, en cambio, la vía de la identificación, pero no con los personajes individuales, sino con grupos humanos que en sus películas eran concretamente mineros o campesinos. Es decir, la identificación con el pueblo o con la masa en el sentido en que Eisenstein lo planteaba en sus películas silentes y de manera modélica en El acorazado Potemkin. En rigor es una actualización de los postulados eisensteinianos en una época y en un contexto distintos a los que corresponden a esa “década prodigiosa” del cine soviético. Esos postulados —insisto— se aplicaron de manera más clara y “didác- tica” en El acorazado Potemkin y, en menor medida, en La huelga, pues las otras películas de esos años tuvieron una carga visual y un uso del montaje que exigían un mayor esfuerzo de comprensión y seguimiento. Al decir “di- dáctica”, no quiero transmitir la idea de un didactismo escolar, aleccionador ni tampoco propagandístico en un sentido llano, pues no era así en abso- 168 ISAAC LEÓN FRÍAS

luto y por eso la he entrecomillado. Se trata más bien de una realización modélica, ejemplar a su modo, de una propuesta dialéctica en la que las oposiciones son muy nítidas y no circulan a través de esa progresión menos “rectilínea” que podamos ver en Octubre y La línea general. En Octubre, especialmente, es notoria la propensión barroca que Eisenstein llevaría a sus puntos de culminación en las dos partes de Iván el terrible. No se puede inferir del funcionamiento de El acorazado Potemkin ni tampoco de La huelga el posible nivel de influencia que pudieran ejercer emocionalmente y, asimismo, racionalmente, en la toma de conciencia de una situación de manifiesta injusticia por parte de los espectadores. De ma- nera prejuiciada y simplista, muchas autoridades políticas y juntas censoras le atribuyeron durante mucho tiempo a El acorazado Potemkin un poder subversivo que nadie había probado, lo que hizo que recién en 1971 esa película se estrenara comercialmente en el Perú, después de varias décadas de prohibición. Es decir, y planteándolo como simple hipótesis, pues no hay manera de comprobarlo, si esa película pudo tener en la Unión Soviética de esos años iniciales de la revolución una influencia sobre los especta- dores de su país, la tuvo porque estaba enmarcada dentro de un proceso en el que los medios de comunicación de ese entonces, la escuela y todo el aparato político apuntalaban la necesidad de reforzar las convicciones socialistas. Una o cien películas por sí solas no movilizan procesos. Pue- den contribuir a desencadenar una tensión previa o aportar motivaciones a una coyuntura determinada, pero poco más que eso. Los temores de las viejas censuras se demostraron como antojadizos y, ciertamente, represivos cuando las cortinas censoras de las industrias y de la exhibición fílmicas se vinieron abajo. Todo lo anterior apunta a hacer notar que lo que podía funcionar en el contexto de la Unión Soviética en los años veinte no tenía por qué funcio- nar en la Bolivia de fines de los sesenta. Desde luego, la teoría puede ser coherente, más aún porque está enunciada a partir del “trabajo de campo” y de la experiencia acumulada en los primeros años de existencia del grupo Ukamau. Pero hay en ella una notoria magnificación de las posibilidades, no digamos del cine porque eso es muy vasto, sino de unas pocas pelícu- las. Más allá de ese público relativamente indiferenciado que asiste a las salas comerciales y que podía procesar la visión de esos filmes de distintas maneras, las otras proyecciones apuntaban a esos públicos segmentados y, en principio, ya identificados con esas propuestas, como los estudiantes universitarios, sindicatos obreros, mineros, campesinos y organizaciones políticas, es decir, el mismo espectro al cual se dirigieron los filmes del grupo Cine Liberación en Argentina. SEGUNDA PARTE 169

Entonces, la teoría podía explicar el funcionamiento interno de las pe- lículas y las metas u objetivos a los que apuntaba, pero deducir a partir de ello el influjo que podían ejercer (a no ser en el circuito de los convencidos) era francamente aventurado. Esa limitación de la teoría es, una vez más, expresión de una perspectiva frente a la acción del cine que solo contem- plaba una parte del gran auditorio potencial, el de los sectores politizados. Por otra parte, hay afirmaciones que, ya en sí mismas, son insostenibles, como la siguiente: “Un filme sobre el pueblo hecho por un autor no es lo mismo que un filme hecho por el pueblo por intermedio de un autor” (San- jinés 1979: 61). Ese es uno de los sofismas más extendidos en esos años y no resiste el menor análisis porque puede ser muy altruista y solidario como aspiración, pero es inviable: ¿cómo hace el pueblo para expresarse a través del autor?, ¿no es acaso el propio autor quien, incluso con investigación, dinámicas grupales y encuestas de por medio, está decidiendo qué comu- nicará y cuál es la forma de hacerlo? Tanto así que ese tipo de afirmaciones prácticamente no se ha repetido posteriormente y queda como una de las señales de identidad de esos años de ilusiones revolucionarias, sacudidos muy pronto por los años de plomo que instalan las dictaduras militares.

4. Brasil: la estética del hambre y de la violencia

Paulo Emilio Sales Gomes escribió en 1973 un texto que apareció más tarde incluido en su libro Cinema: trajetória no subdesenvolvimento (1980), no traducido al español. El texto tenía por título el que será luego del libro, sin la palabra inicial y que en español se conoce como Trayectoria en el sub- desarrollo. Sales Gomes, cuyo ensayo sobre el realizador francés Jean Vigo es una referencia obligada en torno al autor de L’Atalante, era uno de los pocos críticos brasileños respetados por los realizadores del cinema novo y había demandado en diversas ocasiones la necesidad de una renovación estética en el cine de su país. El artículo traza una mirada a la historia del cine brasileño (como lo había hecho también una década antes, y desde su propia óptica, Rocha en Revisión crítica del cine brasileño) y comienza así:

Los cines americano, japonés y europeo no han sido jamás subdesarrolla- dos. Los cines indio, árabe o brasileño no han dejado nunca de serlo. En materia de cine, el subdesarrollo no es una etapa, un estadio, sino un es- tado: los filmes de los países desarrollados no han pasado nunca por ese estado, los otros tienen la tendencia de instalarse allí. No es en sí mismo 170 ISAAC LEÓN FRÍAS

que el cine puede llegar a encontrar las energías que le permitan escapar a la condena del subdesarrollo, incluso cuando una coyuntura particular- mente favorable permite hacer películas (Sales Gomes 2000: 21).

En su recorrido incluye al cinema novo, del que afirma: “En su conjunto el cinema novo constituye un universo único y mítico integrando el sertón, la favela, los suburbios, los pueblos del interior del país y los del litoral, el baile popular y el partido de fútbol” (Sales Gomes 2000: 36). Sales Gomes destaca la novedad que supone el movimiento en la historia del cine de su país y de la producción cultural en su conjunto, pero no elabora una com- prensión de su aporte, más allá de los apuntes del buen escritor y ensayista que fue. Incluso no conceptúa al movimiento como de ruptura con el pasa- do, a diferencia de lo que piensan Glauber Rocha y otros. Al respecto, Ismail Xavier afirma:

Él delinea los movimientos más significativos, iniciativas de diferentes generaciones que obtuvieron mejores resultados cuanto más profunda- mente comprendieron el mecanismo de la ‘situación colonial’... en 1973 destaca al cinema novo y al cinema marginal como dos buenos ejemplos de creación en la adversidad, pero recuerda hasta qué punto la comedia popular —la chanchada de 1940 y 1950— también supo a su modo enfrentarse al atraso económico, encontrando una fórmula comunicativa de la película de bajo presupuesto en conexión con el mercado. Si en la historia del cine brasileño se da esa recaída en los estancamientos de la producción, hay también un esfuerzo de continuidad que él destaca, convocando todas las tendencias a tener un lugar en el proceso, con el fin de trazar las líneas maestras de lo que podría observarse, liminarmen- te, como un sistema en movimiento (Xavier 2000: 57-58).

No es la misma percepción la que encontramos en Glauber Rocha. Así como la figura líder del cinema novo, Rocha fue también su principal repre- sentante textual. Más que un teórico propiamente dicho, fue un ensayista y en muchos casos un cruce de poeta y ensayista, como el argentino Fernan- do Birri. Glauber aportó a sus textos esa cuota de agitación, de desenfreno, de histeria (Raúl Ruiz ironizó alguna vez acerca del “materialismo histérico” de los cineastas brasileños) que también encontramos en sus películas. Sus escritos están formulados más desde la pasión que desde el razonamiento, pero así, no obstante, llega a redondear intuiciones y frases que se con- vierten un poco en eslóganes o en proclamas. A falta de una elaboración orgánica, esas reflexiones pasionales constituyen el sustento, por limitado que sea, de la visión de la cabeza del movimiento en relación con su praxis y la de sus colegas. SEGUNDA PARTE 171

En la introducción de su libro Revisión crítica del cine brasileño, que traza un panorama muy personal de los antecedentes del cine de su país y los inicios del cinema novo, Glauber afirma:

En la tentativa de situar al cine brasileño como expresión cultural, adopté el ‘método del autor’ para analizar su historia y sus contradicciones. El cine, en cualquier momento de su historia universal, solo es superior en la medida de sus autores. En este campo, en el conflicto de un revolu- cionario comunista como Eisenstein o de un poeta surrealista como Jean Vigo, entran todas las contradicciones económicas y políticas del proceso social. Si el cine comercial es la tradición, el cine de autor es la revolu- ción. La política de un autor moderno es una política revolucionaria: en los tiempos de hoy, ni siquiera es necesario adjetivar a un autor como revolucionario, porque la condición de autor es un sustantivo que asume todo... El cine es una cultura de la superestructura capitalista. El autor es enemigo de esta cultura, predica su destrucción, si es un anarquista como Buñuel, o su domesticación, si es un anarquista como Godard; lo contempla en su propia destrucción, si es un burgués desesperado como Antonioni o se consume en ella, en protesta pasional si es un místico como Rossellini; o predica un nuevo orden, si es un comunista como Visconti o Armand Gatti (Rocha 1971: 17-18).

Casi como una declaración de principios, Rocha asume la autoría fílmica como propia y la defiende en su condición revolucionaria, “antisistema”. En sus palabras, el cine de autor traduce inevitablemente las contradicciones sociales y las contradicciones en el interior de la industria. A partir de este enunciado se explica que no solamente Glauber, sino también el conjunto de realizadores del movimiento brasileño, empezando por el más veterano, Nelson Pereira dos Santos, reivindicaran en sus películas la perspectiva del autor y la defendieran en oposición, principalmente, a la chanchada y a la pornochanchada, que era la versión actualizada del tradicional subgénero carioca. Podrá verse que estamos aquí en la línea de buena parte de los movimientos de vanguardia que en esos años pugnaban por hacerse de un espacio en diversas cinematografías del mundo, incluida la Generación Ar- gentina del Sesenta. No necesariamente con el sesgo izquierdista del texto de Rocha, pero sí en esa afirmación autoral que el realizador de Dios y el diablo en la tierra del sol propone de esa manera casi visceral, que era tan propia de su temperamento. Como se verá, esa “declaración de principios” diverge de manera muy clara de los postulados del tercer cine para los cuales el cine de autor, sien- do superior al primer cine (comercial, industrial), formaba parte del sistema al que se debía combatir. Tomando la expresión de Solanas y Getino, Rocha defiende el “segundo cine” y no hay ningún texto posterior, aun en sus con- 172 ISAAC LEÓN FRÍAS

tradicciones y estados de ánimo cambiantes, que modifiquen esa toma de posición del libro publicado en 1963, justo en los albores del movimiento. Por cierto, no hubo tampoco en el momento en que la teoría del tercer cine se hace conocida ninguna confrontación con los cineastas brasileños, entre otras cosas porque después del Acta Institucional 1, el propio Glauber prác- ticamente decreta el fin del cinema novo y se va al exilio. Es decir, el cine brasileño vive en esos años una etapa muy difícil en la que lo importante es sobrevivir más que entrar en controversia con nadie de fuera, más aún cuando las películas del cinema novo ya habían sido incorporadas al movi- miento del “nuevo cine latinoamericano”, promovido en esos años. De cualquier modo, esa discrepancia teórica sirve para ilustrar de ma- nera muy ostensible que las posiciones a favor de un nuevo cine admitían serias diferencias provenientes en parte de las propias condiciones de cada país y de cada cinematografía, del momento político y de la inscripción de los proyectos individuales o de grupo dentro de esas industrias o fuera de ellas. En la célebre exposición Estética del hambre (conocida también como Estética de la violencia), leída por su autor en la Reseña del Cine Latinoa- mericano en Génova, en enero de 1965, Rocha afirma:

Sabemos —nosotros que hicimos estos filmes feos y tristes, estos filmes gritados y desesperados donde no siempre la razón habla más alto— que el hambre no será curada por los planeamientos de los gabinetes y que los remiendos del tecnicolor no esconden, sino agravan sus tumores. Así, solo una cultura de hambre manando de sus propias estructuras pue- de superarse cualitativamente; y la más noble manifestación cultural del hambre es la violencia... Para el cinema novo, el comportamiento exacto de un hambriento es la violencia... El cinema novo: una estética de la violencia... El cinema novo es un proyecto que se realiza en la política del hambre y sufre por eso mismo todas las debilidades consecuentes de su existencia (Rocha 2004: 40).

¿Materialismo histérico? Sí, en parte, pero también la enunciación dra- mática y apasionada de una necesidad de hacer cine a contracorriente en medio de una situación social convulsa en la cual Rocha opera como sen- sible antena receptora, como si todos los temblores del subdesarrollo lo afectaran. Su estética del hambre puede no ser una definición exacta de su propia obra, pero ha terminado por ser, más allá de su vaguedad, un modo de dar cuenta de ese cine brasileño de los años sesenta, pero también el de otras partes de América Latina, de Asia y África. Dicho como lo hace Glauber, suena a un llamado a soliviantar los ánimos de los cineastas del SEGUNDA PARTE 173 continente, más aún cuando en ese mismo texto afirma que el cinema novo trasciende las fronteras brasileñas. No hay ninguna propuesta metodológica, como en Sanjinés, ni el menor rasgo programático, como en la tesis del tercer cine. Los enunciados son elocuentes, pero no tienen ni pretenden tener alcances teóricos, lo que sig- nifica que la obra fílmica, tanto de Rocha como la de sus colegas, no fue, precisamente, la consecuencia o la materialización de postulados previos conceptualmente formulados, sino una obra que se fue haciendo sobre la marcha a partir, sí, de búsquedas expresivas comunes. Sin embargo, y aunque menos conocido que los anteriores, uno de los textos más lúcidos de Rocha se titula El cinema novo y la aventura de la creación, de 1967. Aquí hace un recorrido por el cine brasileño, tomando como referencia inicial O cangaceiro para reflexionar sobre varios temas cruciales: la imitación de las fórmulas hollywoodenses, la necesidad de con- quistar al público sin valerse del populismo, el desafío que supone un cine original, la exigencia de ir ganando un espacio local creciente y, además, hacerse conocido en el resto del mundo, sin renunciar a su originalidad... Escribe Rocha:

El cinema novo, rechazando el cine de imitación y eligiendo otra forma de expresión, también ha rechazado el camino más fácil de este otro lenguaje típico del llamado arte nacionalista, el ‘populismo’, reflejo de una actitud política típicamente nuestra. Como el ‘caudillo’, el artista se siente padre del pueblo: la frase clave es ‘hablar con simplicidad para que el pueblo entienda’... Comunica en general las mismas alienacio- nes del pueblo. Comunica al pueblo su mismo analfabetismo, su misma vulgaridad nacida de una miseria que le lleva a considerar la vida con desprecio... (Rocha 1969: 23-24).

El cinema novo en cada filme comienza desde cero, como Lumière. Cuan- do los cineastas están dispuestos a comenzar desde cero, a crear un cine con nuevos tipos de intriga, de interpretación, de ritmo y con otra poesía, se lanzan a la peligrosa aventura revolucionaria de aprender mientras se realiza, de unir paralelamente la teoría a la práctica... El público se siente arrojado de las salas de proyección, obligado a leer un nuevo género de cine: técnicamente imperfecto, dramáticamente disonante, poéticamente rebelde, sociológicamente impreciso como es imprecisa la misma socio- logía oficial brasileña, agresivo e inseguro políticamente, como la misma vanguardia política de Brasil, violento y triste, mejor dicho más triste que violento como nuestro carnaval que es mucho más triste que alegre” (Rocha 1969: 25). 174 ISAAC LEÓN FRÍAS

Leído en su conjunto, el texto tiene ese lado “maniaco”, para decirlo en la jerga psicoanalítica, esa suerte de frenesí que encontramos en la escri- tura y también en las películas de su autor. Pero el cuadro ofrecido, con la pasión a veces quejosa de su prosa, nos dice mucho de la lucha que los realizadores del movimiento libraron esos años por hacerse de un espacio propio en el cine de su país y por lograr acercarse a su público en las sa- las comerciales, sin renunciar a sus búsquedas estéticas ni al impulso de hacer un cine valioso culturalmente y en búsqueda de una comunicación laboriosa. El deseo de que el cinema novo sea el cine brasileño aparece como una aspiración, como una meta que parecía, si no cercana, al menos factible. Pero el texto casi no hace referencia al contexto político que tendía a cerrarse en Brasil. Los años siguientes demostrarán que la “aventura de la creación” confrontaba otras dificultades tan serias como el problema de la comunicación con el público, pero más conflictivas y perentorias.

5. Cuba: la tesis del cine imperfecto

Aun cuando, y como hemos adelantado, no hubo en Cuba una producción teórica orgánica, sí se escribió mucho y se reflexionó acerca de la función del cine en una sociedad socialista, y en otras en trance o en lucha para llegar a ella. Al respecto, Getino y Velleggia escriben: “Eran años de crea- tividad en todos los planos, de invenciones teóricas y formales, de apostar a la creencia de un cercano luminoso futuro. Las afirmaciones podían ser efectuadas con la misma visceralidad que las contraafirmaciones. Se trataba de una búsqueda y de un debate abierto e inconcluso en cuyo proceso —a nivel interno e internacional— se intentaba elaborar un pensamiento teórico legitimador de las experiencias cinematográficas que se estaban llevando a cabo en cada país del mundo subdesarrollado” (Getino y Velleggia 2002: 81). A efectos de la exposición se puede mencionar, en primer lugar, un texto de Alfredo Guevara, “Reflexiones en torno a una experiencia cinema- tográfica”, publicado originalmente en la revista Cuba en enero de 1969. En este, después de trazar un panorama muy crítico de los antecedentes del cine que se inicia en su país en 1959, Guevara afirma: “... la primera tarea es que se impusiera un movimiento cinematográfico de intención revolu- cionaria. Y eso solo podía lograrse:

a) Rompiendo monopolios y abriendo posibilidades; introduciendo y ampliando la circulación de más y mejores filmes, asegurando la va- riedad y modificando los niveles de información hasta convertirlos, en tanto que apertura, en un salto cualitativo liberador. SEGUNDA PARTE 175

b) Reencontrando y reconstruyendo, con la vida y en la vida, la propia imagen y con ella el contacto con la realidad... Forjar una nueva ci- nematografía, promover el desarrollo de una cinematografía cubana y de su vocación latinoamericana. c) La consecución de las anteriores premisas hace posible que nuestro cine contribuya a invertir la indefensión convirtiéndola en fuente de resistencia, vindicación y violencia anticolonial y, finalmente, en una ruptura revolucionaria” (Velleggia 2009: 351-352).

Es un texto declarativo y muy general, que sirve como orientación y guía. De hecho, la figura de Guevara es clave en el desarrollo del cine cu- bano, más que la que cualquier ejecutivo o productor haya podido tener, con las diferencias del caso, en ninguna otra cinematografía del continente. Miembro del Partido Socialista Cubano y de la Sociedad Nuestro Tiempo, cercano a Fidel, es nombrado presidente del ICAIC desde su fundación y tendrá un peso considerable en la marcha del cine cubano durante las déca- das siguientes. Guevara no articuló una teoría, pero en varios de sus textos aparecen esas líneas matrices que enuncian la función social del cine que se asumió en el proceso que se vivía en Cuba. Como hemos visto, el cine de no ficción es el primero que se elabora en la isla y por ello el noticiario y el documental serán los formatos favoreci- dos. En relación con ellos y, de manera particular al segundo, el documen- talista Santiago Álvarez publicó en 1964 el artículo “La noticia a través del cine”, en el que levanta la importancia de estas modalidades fílmicas y la forma de encararlas en la cinematografía de su país:

Creemos que un noticiero de cine tiene que disponer en su elaboración de los elementos de la más avanzada técnica cinematográfica, utilizando los medios y equipos más modernos para poder lograr eficazmente el objetivo de información y divulgación a él encomendados... Una noticia debe ser filmada para el cine con una óptica audaz, constantemente re- novada. Que ayude a un montaje que deje de ser el típico y convencional montaje de la mayoría de los noticieros cinematográficos del mundo... Cada medio de expresión emplea su propio lenguaje; si la banda sonora de un noticiero de cine se parece a la de la radio, si el montaje de la imagen se parece al de la televisión, un noticiero cinematográfico deja de ser tal para convertirse en un producto híbrido, ineficaz y herrumbroso (Alsina y Romaguera 1985: 179).

Por lo pronto se sostiene la necesidad de trabajar con las técnicas más avanzadas, lo que en el molde de la no ficción no era factible en el marco de otras cinematografías de la región. Es decir, no lo era en relación con un 176 ISAAC LEÓN FRÍAS

cine de vocación crítica y testimonial. Menos aún en los países sin industria que echaron mano a cámaras de 16 milímetros y condiciones muy limitadas de trabajo, de donde surge la idea de un cine pobre, de un cine de la urgen- cia y otras denominaciones parecidas. Cierto, el que Álvarez pudiera contar con los recursos técnicos de que dispuso y con el apoyo de un organismo como el ICAIC, que tuvo un buen equipamiento, hizo posible una línea de producción que no tiene parangón en ningún otro país de la región. También se enuncia la necesidad de una “óptica audaz” y la función del montaje y el sonido que, en efecto, tendrán una identidad muy propia y diferenciada, probablemente la más diferenciada que se haya logrado crear en la historia del cine de nuestros países. Eso —hay que decirlo— está muy unido a la actividad de Álvarez y no se instala como algo estable y perma- nente en la producción del ICAIC. Sin embargo, los textos que mayor resonancia tendrán son los que es- cribe el realizador Julio García Espinosa, principalmente “Por un cine im- perfecto”, de 1969, publicado en la revista Cine Cubano, e “Intelectuales y artistas del mundo entero, desuníos”, de 1973. Sin duda, el primero es el más difundido, pero a la vez el que ha producido mayores equívocos. Vea- mos algunas de las reflexiones contenidas en el texto:

La mayor tentación que se le ofrece al cine cubano en estos momentos —cuando logra su objetivo de un cine de calidad, de un cine con signi- ficación cultural dentro del proceso revolucionario— es precisamente la de convertirse en un cine perfecto... Una nueva poética para el cine será, ante todo y sobre todo, una poética ‘interesada’, un arte ‘interesado’, un cine consciente y resueltamente ‘interesado’; es decir, un cine imperfec- to. Un arte ‘desinteresado’ como plena actividad estética, ya solo podrá hacerse cuando sea el pueblo quien haga el arte... La divisa de este cine imperfecto (que no hay que inventar porque ya ha surgido) es: ‘No nos interesan los problemas de los neuróticos, nos interesan los problemas de los lúcidos’, como diría Glauber Rocha... El cine imperfecto halla su nuevo destinatario en los que luchan. Y, en los problemas de estos, encuentra su temática. Los lúcidos para el cine imperfecto son los que piensan y sienten que viven en un mundo que pueden cambiar y revo- lucionariamente (Velleggia 2009: 357-366).

Sigue afirmando García Espinosa:

El cine imperfecto es una respuesta. Pero también es una pregunta que irá encontrando sus respuestas en el propio desarrollo. El cine imperfec- to puede utilizar el documental o la ficción o ambos. Puede utilizar un género u otro o todos... El cine imperfecto puede ser también divertido. Divertido para el cineasta y para su nuevo interlocutor. Los que luchan no luchan al margen de la vida sino adentro... El cine imperfecto no es SEGUNDA PARTE 177

exhibicionista en el doble sentido literal de la palabra. No lo es en el sen- tido narcisista; ni lo es en el sentido mercantilista, es decir, en el marcado interés de exhibirse en salas y circuitos establecidos... Al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo se puede hacer con una Mitchell que con una cámara de 8 milímetros. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva... El cineasta de esta nueva poética no debe ver en ella el objetivo de una realización personal. Debe jerarquizar su condición o su aspira- ción de revolucionario por encima de todo. Debe tratar de realizarse, en una palabra, como hombre y no solo como artista. El cine imperfecto no puede olvidar que su objetivo esencial es desaparecer como nueva poética... El arte no va a desaparecer en la nada, va a desaparecer en el todo (Velleggia 2009: 367-368).

Según Getino y Velleggia:

A diferencia de los teórico-cineastas de otros países de América Latina, cuyo quehacer se desenvuelve por entonces en la oposición o la resisten- cia al poder instituido, García Espinosa es parte de un poder en proceso de institucionalización. Su preocupación es avanzar desde la teorización en torno al cine y al arte en general, hacia las líneas directrices de una política cultural (Getino y Velleggia 2002: 149).

Como sea, el texto de García Espinosa, que no es lo suficientemente puntual como para perfilar con toda claridad su razonamiento, así como las modalidades y condiciones específicas de su materialización, produjo tanto apoyos entusiastas como controversias. Según Carlos Campa:

En gran medida, la popularidad de este ensayo deriva, sobre todo, del contexto en que se produjo y de la fortuna de una expresión. Resalta- mos la importancia del contexto histórico porque 1969 es un momento culminante de todo lo que se conoce como nuevo cine latinoamerica- no..., pero también es un momento importante de teorización de ese cine emergente. Así, el texto de Julio García Espinosa hay que leerlo en relación con lo que fueron las manifestaciones teóricas de la ‘estética del hambre’ de Glauber Rocha o del tercer cine, de Fernando Solanas y Octavio Getino. Se trata de un momento también de efervescencia de la causa antiimperialista (décimo aniversario de la Revolución cubana, movimientos contra la guerra de Vietnam, guerrillas en algunos países la- tinoamericanos y en el continente africano...), lo que hacía que el tipo de propuestas de estos manifiestos contara de entrada con una receptividad favorable (Campa 2008: 54-56).

La oposición entre el arte “desinteresado” y el arte “interesado” debe entenderse como la antinomia entre un arte proveniente de la expresión 178 ISAAC LEÓN FRÍAS

personal, un poco la visión romántica del arte, en últimas “el arte por el arte” (“desinteresado”), y el que se realiza con propósitos, si no propiamen- te “instrumentales”, sí más precisos e intencionados; en el contexto de los enunciados de García Espinosa, el arte comprometido con la sociedad a la que pertenece sería el arte “interesado”. La idea de fondo de García Espino- sa es más o menos clara: les cabe a los cineastas la tarea de hacer un cine revolucionario, mientras que las condiciones históricas no permitan que sea el propio pueblo el creador artístico. Esa proyección escatológica puede entenderse, claro está, como utópica, pero es perfectamente comprensible desde la visión marxista de la historia. Lo que les corresponde a los cineas- tas —según García Espinosa— no es hacer un cine “perfecto”, acorde con los modelos industriales y estéticos de las grandes potencias, sino un cine “imperfecto”, en que el cineasta no es un autor o un artista, sino una suerte de artífice de la creación que no deja su lado personal “creativo”, pero lo subordina a las necesidades de una expresión, finalmente, revolucionaria. El enunciado de un cine “imperfecto” fue percibido por algunos, no precisamente como “la idea de que lo importante no es la perfección esté- tica... sino una textura abierta que invita a la participación del espectador en la construcción del sentido” (García Espinosa 2009: 365-367). Más bien se percibió como la licencia para hacer un cine descuidado o desprolijo y se conjugó con la práctica de los grupos más radicales y las modalidades más “pobres” o más escasas en términos presupuestales. Pero la desproliji- dad no está contenida, necesariamente, en la propuesta de García Espinosa que, al respecto, peca de cierta vaguedad. A diferencia de la tesis del tercer cine que, aun cuestionando la “perfección” del modelo estadounidense, no renuncia al buen acabado de la obra (y allí está La hora de los hornos para demostrarlo), el rechazo de García Espinosa a la obra “perfecta” por su rela- tiva imprecisión parece abrir las puertas a una cierta “liberalidad” en lo que se refiere al asunto de la factura técnica y expresiva. Por otro lado, y aquí sí el enunciado es nítido, la apertura al documental y a la ficción tanto como a los diversos géneros se diferencia de la tesis de un tercer cine apoyado, fundamentalmente como se ha visto, en ciertas variantes del documental. De cualquier modo, y al calor del momento en que fue formulada, la propuesta del realizador cubano no tuvo una concreción demostrable ni en su país ni en otras partes, en buena medida porque en los términos en que se planteó no hubiese sido muy fácil la “verificación” de sus posibles aplicaciones. Por otra parte, en esos momentos de enorme agitación políti- ca, cada cual hacía lo que podía dentro de las condiciones propias de cada país, incluida Cuba. Y muchos de lo que hacían cine de denuncia o no se propusieron, o no tenían las condiciones para hacerlo, un mínimo de proli- SEGUNDA PARTE 179 jidad, lo que derivó en un “verdadero cine imperfecto”, pero no a la manera del formulado por García Espinosa. Al respecto, Susana Velleggia afirma:

La crítica que se le suele hacer al cine político es su carácter panfleta- rio, que iría en desmedro del nivel artístico. Eso es cierto en muchos casos donde la idea de efectividad política en relación con el espacio destinatario, la urgencia por responder a situaciones de coyuntura y/o la pobreza extrema de recursos, materiales, técnicos y creativos, desplaza a los procesos de indagación profunda de la realidad y a una mayor búsqueda artística y estética. Proliferó, también, en la época de auge del cine político, un tipo de filme ‘de denuncia’ plagado de estereotipos, por demás simplista en su discurso y de severas falencias realizativas que, obviamente, no llegaban a cumplir los propósitos —políticos— que se proponía en relación con sus hipotéticos destinatarios (Velleggia 2009: 172-173)37.

En el texto “Intelectuales y artistas del mundo entero, desuníos”, y de- trás de lo que parece una proclama, García Espinosa reflexiona sobre los medios de comunicación en las sociedades contemporáneas, para proponer una nueva dramaturgia.

No hay nueva dramaturgia si no hay una nueva proposición en la rela- ción realidad-ficción... El realismo implícito en los nuevos medios nos ha hecho perder la noción de realismo... La habilidad de la dramaturgia tradicional para convertir la ficción en realidad o la realidad en ficción ha sido dramáticamente hipertrofiada en los nuevos medios... En lugar de evidenciar la ficción como una categoría más de la realidad, los nuevos medios con todo su poderoso realismo la han disimulado aún más como ficción... En el cine esta dramaturgia tradicional apenas ha sido alterada... Sin embargo, en los nuevos medios existe como en ningún otro medio de expresión, la posibilidad de restituirnos la realidad (Velleggia 2009: 374-376).

La invocación de una nueva dramaturgia se queda en el nivel del diag- nóstico, sin duda agudo, en el que las ideas no se cotejan con experiencias tangibles. No es que haya que esperar un recetario, pues las teorías no son recetarios, pero a la propuesta general le hace falta un complemento, de la misma forma que ocurre con la idea del cine “imperfecto”. El texto activa reflexiones valiosas y moviliza inquietudes, pero no va más allá.

37 Chanan ha publicado uno de los libros de referencia básicos en la biblio- grafía del cine cubano, The Cuban Image (Chanan 1985). 180 ISAAC LEÓN FRÍAS

Otro texto, que tuvo menor resonancia que los de García Espinosa, pertenece al realizador Tomás Gutiérrez Alea y a otro momento, pues fue publicado inicialmente en La Habana en 1982. En realidad no es un artículo, sino un libro, Dialéctica del espectador, en el que reflexiona sobre varios temas capitales que van de lo popular al “cine de ideas”, del espectador contemplativo al espectador activo, de la identificación y el distanciamien- to, incorporando a Eisenstein y a Brecht. Varios de esos temas trascienden los asuntos ligados a la época y al movimiento que estamos tratando, pero hay un apéndice en el que evalúa Memorias del subdesarrollo, pasados los diez años de su estreno en el Festival de Pésaro de 1968. El comentario es muy pertinente frente a la propuesta metodológica, asociada en particular al documental, y a la comprensión unívoca del efecto del cine que muchos postularon en los años sesenta y que podemos cotejar en algunas de las elaboraciones teóricas o reflexiones que se ofrecen y comentan en este capítulo. Dice Gutiérrez Alea, aludiendo al fenómeno de la “manipulación”:

Es en el cine donde este mecanismo se descubre de una manera más ob- jetiva porque el cineasta trabaja con imágenes —y sonidos— que cons- tituyen un material capaz de proporcionar, más que el material propio de las otras artes, una ilusión de realidad. Fragmentos de la realidad son aislados, separados de su propio contexto y dispuestos de tal manera que signifiquen algo específico y a veces algo muy distinto de lo que significarían en otro contexto. Por eso podemos decir que el cine mismo es una de las manifestaciones más evidentes de lo que podríamos llamar ‘el arte de la manipulación’, ya que los filmes constituyen el resultado de una operación de ‘manipulación’ del cineasta sobre los elementos —el material— que le ofrece la realidad en su sentido más amplio (Gutiérrez Alea 1983: 92-93).

Esa reflexión conduce a Gutiérrez Alea a comentar su propia película, en la que, a través de una narración que yuxtapone la ficción y el documental en una suerte de collage, ofrece una perspectiva no unívoca de la “realidad” que muestra desde la visión de su protagonista. Memorias del subdesarrollo pone en jaque una teoría como la del tercer cine y similares, y lo que apun- ta Gutiérrez Alea, sin hacer una referencia explícita a esas experiencias, que no es el caso, resulta muy concluyente como cuestionamiento tácito a unas modalidades del documental y del uso del montaje que “manipulan” las imágenes de manera parecida a la que practica la publicidad audiovisual, aunque con un signo ideológico contrario. Lo que en los años sesenta no se vio con claridad, o no se señaló con la suficiente elocuencia, es que la coartada ideológica no hace al documental SEGUNDA PARTE 181

(ni a la ficción, tampoco) menos “manipulado” cuando obedece a propó- sitos de concientización, propaganda o agitación. No es, por lo tanto, que la “realidad” se transmita de manera “objetiva”, sino que hay siempre una operación por la que las imágenes y los sonidos se van asociando de una forma determinada, y eso es simple y llanamente una “fabricación” que in- valida la idea del cine como espejo y reflejo. Incluso la denominación del “cine de lo real”, muy en boga en Francia y en otras partes en estos tiempos, es altamente equívoca. Eso se postuló en la década del sesenta en América Latina, sin que se evaluaran ni siquiera mínimamente las implicancias que el reduccionismo de un modelo didáctico y propagandístico podía tener en la formación de una conciencia “manipulable”, muy mal entendida como conciencia revolucionaria.

6. Colombia y Uruguay: el cine de urgencia

Carlos Álvarez fue uno de los abanderados de lo que se llamó en algunos países el “cine de urgencia”, es decir, el que se hacía para enfrentar pro- blemas inmediatos y contribuir con ellos a la formación de conciencia de los espectadores. En el texto “El tercer cine colombiano”, escrito en 1975 e incluido en el libro Sobre cine colombiano y latinoamericano, enuncia los postulados del tercer cine colombiano, propuestos en 1968, y los comenta desde la perspectiva de 1975. Por razones prácticas, reúno cada postulado, seguido por el comentario, a diferencia del libro, en que primero menciona los postulados y más adelante los va comentando uno a uno. “Algunos de los postulados teóricos del tercer cine colombiano que da- tan de 1968 son los siguientes:

1. “El cine para América Latina tiene que ser un cine político”. Es cierto, en América Latina la vida política se nos mete por todos los poros. La violencia cotidiana, signo indudable del Tercer Mundo, nos abarca en cada minuto desde la mañana hasta la noche. Toda esa violencia cotidiana, soterrada, cruel, asesina, es la que conforma ese mundo político apremiante y opresivo. Entonces ¿cómo no hacer un cine que refleje todo este mundo y que no sea radicalmente y abier- tamente político?... Por lo tanto, no exageramos cuando pedimos y practicamos un cine de resonancias políticas explícitas. 2. “Tiene que ser el cine de los cuatro minutos. Su tiempo clave”. El cine de los cuatro minutos fue una variante táctica para un cine subdesarrollado... Al hacer filmes de cuatro minutos que abarcaran hoy el problema de la mendicidad, mañana el de la alienación religio- sa, pasado mañana el de la represión estudiantil y así sucesivamente podríamos tocar muchos temas y abrir la discusión sobre puntos que 182 ISAAC LEÓN FRÍAS

permanecían ocultos u olvidados. Claro que son filmes “incomple- tos”, más bien “provocadores” que apenas enunciaban el problema y que eran “completados” por los espectadores. 3. “Será hecho con las mínimas condiciones. No importa tanto la hechu- ra como lo que se diga”. Las condiciones para hacer un cine “aparte” en Colombia continúan casi iguales. Puede haber más medios, pero continúan siendo los más precarios imaginables... En una época se disculpó la mala factura de los filmes por su contenido, pero ese es un gran error. Una cosa es trabajar con pocos medios y otra cosa trabajar sin aplicar lo mejor posible esos pocos medios para obtener el mejor filme posible. 4. “Tiene que ser cine documental”. Es cierto. El cine de los países subdesarrollados debe ser fundamen- talmente el cine documental. Nos permite aproximarnos más fielmen- te a la realidad que urge mostrar. Exige menos aparataje cinemato- gráfico..., pero sobre todo permite que el realizador saque su obra de la realidad más objetiva, haciendo diluir todas sus aspiraciones de “director de cine” en la necesidad de ser fiel y combativo trabajador por el cambio de esa realidad. 5. “Hoy peleamos con el cine en la mano. Mañana las condiciones cam- bian y pelearemos con otra cosa. No somos inmutables. Es decir, este cine como todas las actividades en América Latina tendrá que ser terriblemente dialéctico”. ¿Cómo no ser dialéctico? Cuando optamos por el cine que camine al lado del pueblo, ¿cómo ser inmutables cuando el pueblo tiene todo por cambiar, todo un mundo por ganar?... Cuando la lucha se da en tantos terrenos, ¿cómo vamos nosotros a proclamar sagrado nuestro oficio de cineastas, si lo que queremos es estar al lado de ese pueblo que lucha por conquistar, arrebatándola, su vida futura de hombres plenos, no recortados?” (Álvarez 1989: 96-99).

Para no repetir algunas de las observaciones ya hechas, en particular en torno a la tesis de Solanas y Getino y a las reflexiones de Gutiérrez Alea, po- demos advertir en los postulados de Carlos Álvarez una versión reducida de la misma tesis de los realizadores de La hora de los hornos. Incluso al men- cionar el tercer cine colombiano está reproduciendo esa denominación. La reproduce en pequeño: aquí la duración de la película es de cuatro minutos y aquí la elaboración teórica no tiene la organicidad de la que elaboran los cineastas argentinos. Se quiere aplicar a las condiciones colombianas —un país sin industria fílmica y con medios técnicos limitados— una práctica política que se vale de la cámara y del filme con características y objetivos similares, aunque no todo es igual. No lo es la propuesta de duración, ni lo es el explícito llamado al descuido en la hechura, que el propio Álvarez reconocerá como un error en los comentarios que formula posteriormente. SEGUNDA PARTE 183

Esa concepción “vanguardista” del trabajo fílmico derivó en una muy escasa llegada de esos cortos a sus destinatarios, lo que unido a la represión política dificultó enormemente que fueran conocidos en los mismos seg- mentos de espectadores que hemos señalado en el caso argentino. Pero hay dos ideas que, sin ser por cierto exclusivas de los postulados de Álvarez, pues también están en otras formulaciones, aquí se frasean de manera muy ostensible. La primera es la justificación del rol central del documental por el hecho de que se aproxima más fielmente a la realidad objetiva. La idea del documental como “reflejo de la realidad” y no como construcción, pre- dominante en esa visión mesiánica de las posibilidades del cine, se asocia a la idea de lo sagrado que, pese a que él la refiere al oficio del cineasta, en rigor la está recuperando para la práctica del militante que se vale del cine. El cine político se convierte, por tanto, en una suerte de cine sagrado que comunica verdades. La imagen documental se inviste de la supuesta objetividad de lo real para ensanchar la conciencia de los espectadores. La otra idea, implícita en la anterior, es la del cineasta como un mediador entre esa realidad objetiva y el espectador, casi un sacerdote o un pastor religioso que transmite la palabra divina. El rol de intermediario inhibe al cineasta de internarse por los caminos de la ficción, casi una herejía para una concepción que sacraliza el registro documental como una forma supe- rior de conocimiento de una realidad que se impone por sí misma, sin las mediaciones de la técnica y del lenguaje audiovisual. Por cierto, no hay nin- guna forma superior de conocimiento de la realidad ni esta se impone por sí misma, pues siempre están de por medio las operaciones de selección y montaje de imágenes y sonidos que activa el realizador. No hay realidad “objetiva”, hay una “mirada” del realizador sobre hechos, situaciones o per- sonajes que pasan a formar parte del universo fílmico. En Uruguay, y en ausencia de textos puntuales sobre la posición de los cineastas que formaron la Cinemateca del Tercer Mundo, recurrimos a una entrevista con Mario Handler en el Festival de Viña del Mar de 1969. Dice Handler:

Filmar para nosotros es el acto de documentar. Nuestra situación cine- matográfica es esa: no tener material filmado en archivo, no tener un trasfondo estudiado política y socialmente y no tener una tradición cine- matográfica. Y, además, no tener detrás un país más o menos industria- lizado, más o menos próspero... el cortometraje tiene mayor urgencia y la ventaja de la rapidez con que se hace y se ve... Nos hemos propuesto agotar los temas uruguayos: las elecciones, Punta del Este como balnea- rio de la burguesía internacional, el problema de la carne, después llega- remos al problema de la lana, de las luchas estudiantiles... Poco a poco estamos narrando la historia uruguaya... Estamos en la etapa de testimo- 184 ISAAC LEÓN FRÍAS

nio y apoyo fuerte en la realidad para olvidarnos de todos los intentos a nivel latinoamericano de cine teatral y del cine de expresión puramente interna (León Frías 1979: 279-280).

En esa misma entrevista, Handler cuestiona las experiencias en el campo de la ficción hechas en Cuba y Brasil:

Yo no creo mucho en Lucía. No creo en el derecho del artista a expre- sarse, sino más bien creo en la necesidad objetiva de dejarlo que se ex- prese para ver si encuentra algo... En Memorias del subdesarrollo como en Lucía no veo nada que no haya sido hecho ampliamente por artistas del mundo capitalista. Solás debe mucho a Visconti. A mí el Visconti que me interesa es el de Rocco y sus hermanos, Ossessione, La tierra tiembla, pero no me interesa el de Senso ni el de El Gatopardo... En el caso de Brasil también estoy confuso... Me parece que Brasil tiene una fuertísima y fabulosa tradición que me atrae. Y ahí hay una cosa fabulosa en la que apoyarse —y Glauber lo hace bien—, pero también una cosa peligrosa que es lo atrayente. Y lo atrayente en este momento no es lo revolucio- nario (León Frías 1979: 285).

La retórica es parecida a la de Carlos Álvarez, así como la propuesta de un cine urgente y de cortos que documenten los problemas sociales. El cine como espejo de la realidad, como testimonio de situaciones y conflictos planeado para las mismas audiencias minoritarias. A diferencia de Brasil, Bolivia y Cuba que se enfrentan al público de las grandes salas, aquí como en Argentina y Colombia esas salas quedan al margen. El cine político tiene otra duración, otro público y se vale de otros canales. Diferencias claras de propuestas y metodologías que conviven en el interior de un concepto de nuevo cine en el que, desde un comienzo, hubo notorias contradicciones que casi no pudieron procesarse porque la dinámica histórica es tan rápida que esas contradicciones no tuvieron el tiempo suficiente ni tampoco las condiciones para delinear un movimiento con un mínimo de homogenei- dad. Como que la afirmación de lo nuevo dentro de una prédica política de izquierda fue suficiente para que en el campo de los enunciados teóricos se constituyera, o se quisiera constituir, una suerte de fermento común que pasó por alto diferencias nacionales, industriales, generacionales y también conceptuales y programáticas.

7. Otros cines, otros manifi estos

Aun cuando México fue, si se quiere, el único país con una industria fílmica sólida que no tuvo un lugar prominente en la configuración dominante del nuevo cine latinoamericano, sí produjo, no teoría, pero sí algunos manifies- SEGUNDA PARTE 185 tos que cabe reseñar a fin de tener un panorama un poco más amplio. Un primer manifiesto es el que se publica en el número 1 de la revista Nuevo Cine, que empieza por mencionar “la superación del deprimente estado del cine mexicano” y la necesidad de una nueva promoción de cineastas. Asimismo defienden el derecho a la libertad del cineasta frente a las con- diciones que imponen los que monopolizan la producción de películas. El manifiesto aboga también por el corto y el documental, la necesidad de una institución formativa de cineastas, apoyo al movimiento de los cineclubes, a la formación de una cinemateca, al cine experimental y al estudio e inves- tigación del cine mexicano, entre otros requerimientos (Nuevo Cine 1961). Las propuestas del manifiesto de la revista que reunió a realizadores y a críticos están claramente enmarcadas en la reivindicación cultural y artística del cine, dominante en esos años, más que en la reivindicación política y revolucionaria que se impondrá años después. Algo similar se podía rastrear en otros países en los que se intentaba formar una industria y en los que existían pronunciamientos parecidos. El manifiesto no significó el surgimiento de un movimiento, como sí ocurrió en el caso del célebre manifiesto de Oberhausen, en el que un grupo de cineastas inicia, práctica- mente, el movimiento del cine alemán en la República Federal Alemana, en 1962. Pero el manifiesto de la revista mexicana anticipa el surgimiento del movimiento de cine independiente y la corriente de ese nuevo cine que se va formando dentro de la industria y que tiene su expresión más clara en los primeros años setenta. Más adelante, en 1975, en el periodo de expansión del movimiento ge- nerado a partir de la virtual estatización de un alto porcentaje de la produc- ción, un grupo de cineastas, entre los que estaban Paul Leduc, Felipe Ca- zals, Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Alberto Isaac y Sergio Olho- vich (el único ausente, entre los nombres más prominentes del movimiento, fue Arturo Ripstein), publicó el Manifiesto del Frente Nacional de Cinema- tografistas, como una manera de ratificar lo que venían haciendo. En el manifiesto reconocen que, al haber asumido el Estado la responsabilidad integral de la producción, se crean condiciones favorables para la “creación de un auténtico arte cinematográfico nacional comprometido con el destino histórico y las necesidades de las grandes mayorías”. Sostienen que “nues- tro compromiso como cineastas e individuos es luchar por transformar la sociedad creando un cine mexicano ligado a los intereses del Tercer Mundo y de América Latina, cine que surgirá de la investigación y del análisis de la realidad continental” (Hojas de Cine 1988: 129-131). Entre otras declaraciones, el manifiesto rechaza todo mecanismo de censura, afirma la necesidad de que el creador cinematográfico tenga in- 186 ISAAC LEÓN FRÍAS

jerencia en las decisiones económicas, temáticas y organizativas relativas a sus películas y sostiene la necesidad de recuperar un mercado continental, junto con otras cinematografías del continente, para recuperar millones de espectadores de habla hispana. Era el momento en que la distribución de cintas mexicanas se restringía cada vez más, en el que Brasil, Bolivia, Chile, Uruguay, el Perú y, muy pronto, Argentina, vivían bajo dictaduras militares, y la “primavera” creativa cubana era cosa de los años sesenta. La integra- ción con otros países y la ampliación del mercado eran una utopía aún más lejana de la que podía haber sido pocos años antes. Ese mismo frente tuvo escasa existencia porque lo que parecía muy promisorio en 1975 inició al año siguiente un rápido repliegue con el gobierno de José López Portillo, y las condiciones cambiaron para esos cineastas. El manifiesto queda, en- tonces, como un texto declarativo más que se estrellaría muy pronto contra una realidad política irreversible. En Chile tampoco encontramos propiamente una elaboración o una sín- tesis teórica, como la que hubo en otras partes. Sin embargo, y a poco del triunfo del socialista Salvador Allende y los partidos que forman la Unidad Popular, un grupo de cineastas se pone de acuerdo en ciertos lineamientos básicos. Eso motiva al llamado Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular, que redactan Miguel Littín, una de las cabezas visibles del nuevo cine que se gestaba en Chile, y Patricio Castilla. El manifiesto parte del compromiso político de los cineastas, en el en- tendido de que el cine es un arte y de que, por imperativo histórico, es un arte revolucionario que no se impone por decretos ni puede ser sectario, que es un derecho del pueblo y que debe estar al alcance de todos los tra- bajadores del cine. Afirma también la necesidad de encontrar un lenguaje propio y que el carácter revolucionario proviene del contacto de la obra con su público y en su repercusión como agente activador de una acción revolucionaria. El manifiesto es, ciertamente, muy general y declarativo, pero tiene la particularidad de ser el único que se hizo dentro de un gobierno de vo- cación socialista en el continente, porque en Cuba no se formuló ningún manifiesto, y por ello las propuestas de los cineastas chilenos asumen la consonancia que tienen con los objetivos del gobierno de la Unidad Popu- lar. Es claro que en ese contexto no tenía sentido una propuesta como la del tercer cine expresamente enfrentada a los gobiernos de turno. Y, por cierto, los deseos de los cineastas chilenos se toparon con diversos proble- mas políticos y administrativos, entre ellos la exigencia de la participación SEGUNDA PARTE 187 de miembros de las diversas organizaciones de la alianza gubernamental en los equipos de rodaje (Orell García 2006: 124). Sobre la declaración de los cineastas chilenos, Mouesca opina:

El Manifiesto de los Cineastas de la Unidad Popular procuraba ser no solo un cuerpo de principios, sino también una suerte de guía programá- tica del trabajo cinematográfico concreto. El documento es el producto de un estado de ánimo dominado por las visiones extremas del sector más radical del mundo cultural, lo que explica la agresiva subjetividad de sus postulados, envueltos en solemne lenguaje retórico. Hoy, muy poco de lo que ahí se dijo se puede seguir sosteniendo (Mouesca 2005: 75).

Incluso prácticamente nada de lo formulado allí pudo concretarse en el marco del gobierno de la Unidad Popular. En Venezuela, el grupo Cine Urgente, cuyos principales representantes fueron Jacobo Borges y Josefina Jordán, elaboró también un pronuncia- miento en el que se decía:

Cine continuo, realizado no como una verificación, sino como una parti- cipación en un proceso activo. Un cine abierto, no solo por su estructura, sino por su relación actor-espectador. Cine hecho no solo por militantes, sino también por los participantes en la acción, quienes van reflexionan- do y discutiendo durante todo el proceso, que engloba dialécticamente la acción misma, el acto de la filmación y la visualización cinematográfica, hasta llegar a la crítica de las ideas que generan la propia acción. En es- tas experiencias, que aún son elementales, está el germen de un trabajo que rebasa las categorías cine, teatro, etcétera, para convertirse en una “acción cultural revolucionaria”. Sin negar las otras, esta experiencia es la que más nos interesa. Su desarrollo no es posible sino a través del desa- rrollo y la necesidad del propio movimiento revolucionario38.

El de Cine Urgente era también una propuesta de un cine militante con características similares a las que se desprenden de la idea del tercer cine formulada en Argentina, que tuvo algunas extensiones en diversos países (en Colombia de manera expresa, como se ha visto) y que, en general, no alcanzaron a tener un tiempo de vida suficiente como para que se pudie- ran establecer los términos de correspondencia entre la teoría y la práctica fílmica.

38 Citado por Carmen Luisa Cisneros en su texto “Tiempos de avance: 1959-1972” (Acosta 1997: 141). 188 ISAAC LEÓN FRÍAS

8. Los limitados márgenes de las teorías

Por cierto, ni antes ni después de los años sesenta y comienzos de la dé- cada siguiente se hicieron elaboraciones teóricas o manifiestos como los de esos años, a no ser que las primeras tuviesen un carácter más puntual o más referido al pasado o a la contemporaneidad, pero en plan más bien analítico o reflexivo. En otras palabras, más que los realizadores, fueron escritores, críticos de cine o historiadores los que pensaron acerca del cine de sus respectivos países, pues no se conoce ninguna teoría o explicación más o menos metódica que tuviera un alcance regional. Los manifiestos que se hicieron antes o los que, por cierto, se han formulado con posterioridad no han pretendido postular una modalidad o una forma de hacer cine en el tono tan imperativo que predomina en los que hemos comentado. Es cierto que lo que parecía propugnar una cierta permanencia no llegó a tener sino una vida muy corta, aunque algunas de esas ideas siguieron alimentando, en forma más silenciosa, clandestina o atemperada, experiencias posterio- res de menor ambición o riesgo. También algunas de esas ideas se “expor- taron” a otras tierras o fueron utilizadas por académicos de otras latitudes, entre otras cosas para contribuir al mito de esa revolución en trance que supuestamente se vivía en la región. Por otra parte —como se ha visto— detrás de la imagen de unidad y solidez que la noción de un nuevo cine latinoamericano combativo sugería, se ocultaban —y a veces no tanto— diferencias tangibles y, más incluso que en las formulaciones, en la práctica que las alimentaba o sustentaba. Al respecto, Paranaguá afirma:

Aunque algunas proclamas escritas de Birri tuvieran vocación o pre- tensión de manifiesto, jamás fueron reconocidas o aceptadas por sus contemporáneos porteños. Tanto Solanas y Getino como Birri hicieron proposiciones que recortaban el campo de las posibilidades formales o pretendían radicalizar dividiendo y excluyendo. Los manifiestos de Glauber Rocha no eran menos radicales, pero tuvieron la virtud de no predicar formas exclusivas y sumar individualidades más allá de sus ca- racterísticas propias. En México los procesos de renovación fueron todos ellos encauzados burocrática o institucionalmente desde arriba por las convocatorias sindicales de los concursos de cine experimental (1965 y 1967), por la Dirección de Cinematografía (en la administración de Ro- dolfo Echeverría, 1970-1976)... o por la participación de las escuelas de cine en la producción. Hasta algún atisbo de autoorganización —como el Frente Nacional de Cinematografistas— tuvo una existencia burocrática, vegetativa y efímera (Paranaguá 2003: 215). SEGUNDA PARTE 189

En relación con Cuba, sobre la cual se suele tener una actitud muy poco inquisitiva, Paranaguá es bastante claro al decir:

Cuba plantea otras interrogantes. Tanto la reflexión, la elaboración y el trabajo colectivo como el papel desempeñado por la revista Cine Cubano y el liderazgo mesiánico de Alfredo Guevara, sugieren la existencia de un movimiento cinematográfico, y no de una mera suma de individua- lidades en una unidad de producción oficial... Sin embargo, la apertura internacional del ICAIC coexistió con una sistemática preocupación por la delimitación del territorio en el plano local... La rara mezcla de hetero- doxia estética y mesianismo político, tan típica del barroquismo discur- sivo de Alfredo Guevara, tiende a caracterizar al cine cubano como un movimiento sui géneris, sometido siempre a los impulsos desde arriba, con una recortada posibilidad de acción de sus creadores (Paranaguá 2003: 215 y 219).

La revista Cine Cubano, órgano del ICAIC, será durante el periodo y también, después, la principal plataforma de las propuestas teóricas cuba- nas y otras. En sus páginas se encuentran los textos y también las entrevis- tas con los realizadores que, de una manera u otra, redondean o matizan las ideas-fuerza que motivan su desempeño artístico o comunicacional. Pero no se puede encontrar en Cine Cubano casi ningún tipo de observación o toma de distancia frente a esas elaboraciones. Cine Cubano fue una revista de carácter apologético y, por tanto, una herramienta significativa en la construcción de la idea del nuevo cine latinoamericano. También aportó a esa idea, sin ser una revista oficial y menos de un organismo como el ICAIC, la peruana Hablemos de Cine. Igualmente en sus páginas se incluyeron los textos “Hacia un tercer cine” y “Por un cine imperfecto”, entre otros, al lado de numerosas entrevistas, sin una perspec- tiva crítica o analítica suficiente, y los artículos de crítica contribuyeron a proyectar la imagen triunfante de un cine en ascenso. Es decir, Hablemos de Cine se dejó ganar por el entusiasmo movimientista, aun cuando en el Perú no existiese en esos momentos nadie que reivindicara en su práctica fílmica esos postulados renovadores, y no tuvo frente a ese cine que se hacía en la región el mismo filo crítico que tuvo para el que se hacía en el Perú y en otros lugares, en parte, es verdad porque ese cine no estaba al alcance.

9. La cuestión del autor y de la industria

Uno de los asuntos controversiales en torno a los nuevos cines de la región es el que compete al rol del realizador. Ya desde los años cincuenta la re- vista Cahiers du Cinéma hizo de la llamada “política de autores” uno de 190 ISAAC LEÓN FRÍAS

sus caballos de batalla en el debate crítico. Los nuevos cines que surgen desde mediados de esa década afirman con fuerza la legitimidad del con- cepto de autor, antes poco afirmado como tal, no al menos como parte de la propuesta estética que lleva a cabo la generación crítica que desemboca en el grupo de realizadores de la nouvelle vague y que se repite en grado menor y con otros matices en Inglaterra, Italia, Alemania y en los países del bloque de Europa socialista, empezando por Polonia y poco después Hungría y Checoslovaquia. En otras latitudes hay también una reivindicación de la función creativa del realizador, y América Latina no será la excepción. La Generación Argen- tina del Sesenta, el cinema novo, el cine independiente mexicano, incluso una parte al menos de los realizadores cubanos del ICAIC defienden la au- tonomía artística del director, aunque en este último país con importantes matices particulares, condicionados por las características de la producción y la ubicación del cine dentro del aparato estatal de un gobierno socialista. Pero, sin duda, una de las banderas más firmes de las nuevas generaciones se sustenta en la necesidad de una expresión libre de tutelas comerciales o administrativas, así como de las censuras estatales, y eso deriva en la afirmación del carácter autoral de la expresión cinematográfica que está presente en algunos de los movimientos que emergen en esos años. En Argentina, Brasil y México la lucha de los realizadores pasaba por la negación de un cine “indiferenciado” de productores y géneros codificados y, por tanto, del rescate de la libertad del artista. Es el autor contra la indus- tria, un poco como lo que se experimenta en otras partes, en Francia, en Alemania o en el propio Estados Unidos. Sin embargo, donde se afirma la noción de autor es, precisamente, donde hay industrias, fuertes o débiles, es decir, donde hay fuerzas centrífugas que supuestamente niegan, coartan o limitan drásticamente las posibilidades de un trabajo fílmico más dejadas al libre albedrío del responsable creativo, el director. Más aún, hay aquí una clara apuesta por hacer de la industria una plataforma para un cine de ex- presión personal, y al decir expresión personal no aludo a un cine onanista o hermético, pues la expresión personal no está reñida en absoluto —como se demuestra en diversas expresiones artísticas y no solo en el cine— con el “compromiso” social o incluso político. Recuérdese a Eisenstein no más. Una parte, entonces, de esos nuevos cines, además de su inserción den- tro de la industria, está concebida en la lógica del proceso canónico de producción-distribución-exhibición, aun cuando aspire a modificar las ca- racterísticas del producto y a aportar a las películas una cuota de novedad o de transgresión frente a los códigos genéricos establecidos y con ello establecer un vínculo distinto con el público de las salas, contribuyen —di- SEGUNDA PARTE 191 gamos— a una mayor sensibilización estética y reflexiva. En Cuba y en el México de la industria casi en su mayor parte estatizada esto no sonaba a ilusión, sino que se vislumbraba posible, aunque no tardara mucho tiempo en demostrarse las dificultades para que tal empeño se concretase. En Ar- gentina las cosas fueron bastante más problemáticas, mientras que en Brasil todo parecía marchar viento en popa hasta que el golpe militar de 1964 trajo consigo serias sombras que, no obstante, no impidieron que la fuerza del movimiento, en las nuevas condiciones que había creado en el cine bra- sileño, siguiera adelante, aunque en una situación que no era ni podía ser la que alentó el surgimiento del cinema novo y que fue haciendo que, por las propias presiones de la administración gubernamental, las cosas fueran cambiando. Hay que recordar que en el impulso del cinema novo no solo hubo realizadores, sino también técnicos, actores y productores como Luiz Carlos Barreto, con un proyecto empresarial, con una idea del cine pensado en función de las grandes salas y de las audiencias principalmente urbanas. Los realizadores del movimiento querían llegar al público y eran conscien- tes de los problemas que podían suscitar sus propuestas, pero pugnaron por lograr una comunicación, por más esquiva que esta fuera en una buena parte de sus películas. Sin más, el cinema novo quiso ser el cine brasileño de los sesenta y de ahí en adelante, quiso ser el cine nacional, que —según la perspectiva de sus gestores— no había existido nunca antes en el país, y para eso era indispensable la plataforma industrial, pues no se concebía otra forma de lograrlo y menos en un territorio de la extensión geográfica de Brasil De cualquier manera, el rescate de la expresión personal está en el ori- gen del cinema novo como de esos otros dos movimientos mencionados. Este es un punto claro de separación con las tendencias más politizadas que ubican al realizador como un intermediario del pueblo o, incluso, como el transmisor de decisiones colectivas, como hemos visto en la concepción de Sanjinés. En este asunto, algunos desfases temporales contribuyeron a mi- tigar una controversia que, sin duda, hubiese sido mayor si las películas de la Generación Argentina del Sesenta o las obras iniciales del cinema novo se hubiesen realizado de 1967 a 1970, la etapa más efervescente y politizada del cine hecho en estas tierras. Podemos especular con que, si las coyunturas políticas no hubiesen de- rivado en las dictaduras del cono sur y otros países, el debate sobre la cues- tión del autor se hubiese acentuado como consecuencia de la negación del “segundo cine”, que postulaba el grupo Cine Liberación. Aun así hay una carta muy reveladora de Glauber Rocha a Alfredo Guevara en la que dice: 192 ISAAC LEÓN FRÍAS

En Viña del Mar (no me acuerdo el año), fuimos sorprendidos por la acu- sación de Solanas: para él y para un grupo de cineastas revolucionarios presos, La hora de los hornos era el verdadero cine revolucionario y no- sotros, los brasileños, que luchábamos contra una dictadura implacable, estábamos ‘comprometidos con el sistema’ (Bentes 1997: 403)39.

10. La creación grupal y colectiva Conviene ampliar un poco más la reflexión sobre un asunto medular en diversas propuestas de esos años que trascienden el ámbito estrictamente fílmico, pues lo que se propuso para el cine, también quiso hacerse con medios bastante menos tecnificados como el teatro, la literatura, las artes plásticas y, por lo tanto y en apariencia, más cercanos a una práctica en mu- cho menor medida atravesada por mediaciones operativas (cámara fílmica, mesa de montaje, registro sonoro, laboratorio, etcétera) bastante especiali- zadas como las del cine en esa época. Eso no significa, por supuesto, que esas otras disciplinas artísticas no requirieran de un grado de competencia y, sobre todo, de habilidad o talento creativos, y la habilidad y el talento no son fácilmente reproducibles y menos multiplicables. El ideal participativo y comunitario alimentó en teóricos y artistas la ilusión de que no solo era deseable, sino también posible un arte en el cual el creador redujera drás- ticamente su participación en función de la participación de muchos; es decir, de ese pueblo organizado del que el artista se sentía parte. Cedamos el uso de la palabra a Néstor García Canclini, quien ha estu- diado bastante bien el tema:

En los sesenta, el auge de movimientos democratizadores generó la ex- pectativa de un arte que superaría su aislamiento e ineficacia vinculándo- se de otro modo con los receptores individuales y aún con movimientos populares. El balance poco alentador de esos intentos lleva a ir más allá de una simple evaluación de sus logros (García Canclini 2001: 138).

García Canclini quiere responder a los interrogantes de si es posible o no abolir la distancia que existe entre los artistas y los espectadores, y si es que tienen valor los intentos de reconvertir los mensajes artísticos en función de públicos masivos. Después de debatir algunos argumentos y concluir en la inviabilidad práctica de esas iniciativas, vuelve sobre el tema que nos interesa destacar ahora y que expone con claridad:

39 El festival al que alude Glauber es el de 1969. Él no estuvo presente ni en la edición de 1967 ni en la de 1969, pero en ambas hubo una nutrida representación brasileña. SEGUNDA PARTE 193

La tercera ruptura, que se creyó la más radical respecto de la autonomía y el aristocratismo del campo artístico, sería promover talleres de creati- vidad popular. Se trataba de devolver la acción al pueblo, no populari- zar solo el producto, sino los medios de producción. Todos llegarían a ser pintores, actores, cineastas. Al ver murales de las brigadas chilenas, obras teatrales de participación dirigidas por Boal en Brasil y Argentina, por Alicia Martínez, en el Teatro Campesino de Tabasco, en México, los trabajos de los colombianos Santiago García con La Candelaria y Enrique Buenaventura con el Teatro Experimental de Cali, las películas de Sanjinés y Vallejo, comprobamos que los aficionados pueden pro- ducir obras valiosas sin atravesar por diez años de escolaridad artística. Pero después de haber padecido tanto terrorismo estético involuntario de quienes creen que el mejor método creativo es la buena voluntad participativa, que la calidad se mide por la nitidez ideológica y esa nitidez por la adhesión acrítica a una ideología, me pregunto si no ha jugado un papel central en las experiencias felices la intervención de profesionales talentosos como los nombrados. No estoy exaltando nada que se parezca al genio, sino solo la capacidad de artistas bien formados en su oficio, en las reglas autónomas que hacen funcionar el campo plástico, teatral o cinematográfico, dúctiles para imaginar procedimientos de apertura de los códigos autónomos, para volverlos verosímiles a artistas y públicos no especializados (García Canclini 2001: 138).

Aun teniendo la certeza de la buena voluntad e, incluso, del convenci- miento de quienes se sentían parte de un proyecto de liberación nacional y continental que comprometía, finalmente, a las mayorías y, sobre todo, a esas mayorías excluidas de los beneficios del sistema, resulta difícil concebir a estas alturas que pudiese haber sido formulada una tesis de participación popular creativa como la que se movilizó en esos años. Podemos decir que esa tesis fue, particularmente en el campo del cine, una modalidad de au- toengaño para quienes la promovieron porque si, en el mejor de los casos, se construía un argumento a partir de la experiencia compartida de mu- chos, esa experiencia era inevitablemente filtrada en el plano del guion y de la realización por uno o unos pocos. No cabe la menor duda, por ejemplo, de la participación decisiva del guionista Óscar Soria y de Jorge Sanjinés en las películas bolivianas y en su capacidad expresiva. Casi como la imagen en el espejo, se reprodujo en esa tesis la dinámi- ca discursiva del partido de izquierda (y no solo de izquierda) en la que se apela al plural (nosotros, el pueblo, las mayorías, etcétera) para tomar decisiones finalmente individuales o de la cúpula partidaria. Esa dinámica que supuestamente se alimenta de una práctica democrática, participativa 194 ISAAC LEÓN FRÍAS

y horizontal, y que hace de manera permanente ostentación de esa forma de proceder, termina siendo una estratagema de manejo político. Porque las decisiones prácticas e inmediatas para elaborar el guion y realizar una película no se toman ni en asamblea ni en una comisión política. Las toman el o los responsables creativos. Ni en la Unión Soviética de los años veinte, ni en la del periodo del Realismo Socialista, ni en la China de la Revolución Popular se hicieron películas a partir de una creación grupal o colectiva, y eso que se contaba, en principio, con las condiciones objetivas para que tal experiencia hubiese sido, al menos, intentada. Pero ni siquiera se propuso, y si hubo alguna propuesta no se llegó a aplicar. En torno a estas propuestas, García Canclini afirma:

Su acción política y social suele ser de corto alcance, con dificultades para edificar opciones efectivamente alternativas, porque reinciden en los equívocos del folclorismo y del populismo. Como ambos, eligen ob- jetos empíricos particulares o ‘concretos’, absolutizan sus rasgos inmedia- tos y aparentes, e infieren inductivamente —a partir de esos rasgos— el lugar social y el destino histórico de las clases populares. Imaginan que la multiplicación de acciones microgrupales engendrará algún día trans- formaciones del conjunto de la sociedad, sin considerar que los grandes constituyentes de las formas de pensamiento y sensibilidad populares — las industrias culturales, el Estado— sean espacios en los cuales haya que hacer presentes los intereses populares o luchar por la hegemonía. Aís- lan pequeños grupos, confiados en reconquistar la utopía de relaciones transparentes e igualitarias con el simple artificio de liberar a las clases populares de los agentes siempre externos (los medios, la política bu- rocratizada) que los corrompen, y dejar entonces que emerja la bondad intrínseca de la naturaleza humana (García Canclini 2001: 140).

11. En nombre del pueblo

La noción de “pueblo” implícita en esas formulaciones era, además, una abstracción bienintencionada que no se cotejaba con un espacio social que era, en verdad, muy heterogéneo. Al respecto, Gilles Deleuze dice:

Lo que acabó con la esperanza de la toma de conciencia fue justamente la conciencia de que no había pueblo, sino siempre varios pueblos, in- finidad de pueblos, que quedaban por unir o bien de que no había que unir para que el problema cambiara. Ello hace que el cine del Tercer Mundo sea un cine de minorías, porque el pueblo no existe más que en un estado de minoría (Deleuze 1987: 291). SEGUNDA PARTE 195

Esa abstracción de pueblo debe hacerse notar también respecto a las au- diencias de las salas comerciales y hacia las cuales se dirigían algunas de las propuestas reivindicativas o revolucionarias, como si se pudiese considerar como una “unidad social” un público claramente segmentado en capas y espacios sociales distintos. Siguiendo con su razonamiento analítico, García Canclini culmina su aproximación al tema así:

Es sintomático que después de la proliferación de esas experiencias du- rante dos decenios —los sesenta y setenta—, se hayan empobrecido en número y calidad, sin producir en ningún país la disolución del campo artístico en una creatividad generalizada, desprofesionalizada, que borre la distancia entre creadores y receptores. En los ochenta, casi todos los grupos se disolvieron y se tiende a restaurar la autonomía del campo, la profesionalización y revaloración del trabajo individual (no necesa- riamente individualista). Como esto ha ocurrido también en Cuba y Ni- caragua, no es posible culpar a las ‘condiciones objetivas hostiles del desarrollo capitalista’ o a las ‘contradicciones burguesas de los artistas’ de la declinación de la utopía. Más bien habría que pensar si la socialización practicable no sería, en vez de la abolición del campo artístico y la trans- ferencia de la iniciativa creadora a un ‘todos’ indiscriminado, la demo- cratización de las experiencias junto con una especialización profesional más accesible a todas las clases (García Canclini 2001: 249).

Habría que subrayar que en la práctica teatral, donde se lograron los ma- yores avances en el deseo de la creación compartida o colectiva y en el in- volucramiento de los asistentes al espectáculo durante la década del sesenta y en que parecía, por tanto, más factible el ideal de un modelo de creación y de espectáculo alternativo, tampoco funcionó la propuesta, más allá de un periodo y de unas condiciones específicas, que fueron las de esos años. Los cambios políticos, tecnológicos y otros relegarán ese modelo en prove- cho de una potenciación de las formas institucionalizadas de hacer teatro. “Que el pueblo se narre a sí mismo... es la consigna generalizada en ese nuevo cine”, afirma García Canclini. ¿Significa que únicamente será popular un cine filmado, distribuido, exhibido y juzgado por obreros? Observamos dos posiciones acerca de la constitución de un discurso popular en el cine latinoamericano... una tendencia documentalista y otra que podríamos lla- mar de elaboración crítica. La primera incluye obras generalmente basadas en un realismo ingenuo, que puede operar de distintas maneras: conside- rando que lo popular es lo que el pueblo dice, la apariencia más exterior de su comportamiento o lo que, desde una concepción política apriorística, se juzga representativo de sus intereses... En este conjunto encontramos 196 ISAAC LEÓN FRÍAS

infinidad de cortos y largometrajes, pero sobre todo de cortos... en los que el discurso cinematográfico se presenta homogéneo, sin incertidumbres, oponiendo buenos y malos. Falta la conciencia de que el discurso popular no es nunca natural, sino resultado de un trabajo y una lucha con las con- venciones perceptivas y lingüísticas establecidas, con los hábitos sensibles del espectador comercial” (García Canclini 1977: 238-239). En relación con lo que llama la tendencia de elaboración crítica, García Canclini ejemplifica con las películas Yawar mallku y El coraje del pueblo, de Sanjinés, y Reed, México insurgente y Etnocidio: notas sobre el mezquital, de Leduc, indicando que no se documenta directamente la realidad, sino que se muestra, en el caso de Sanjinés, la evolución conflictiva de la toma de conciencia de un pueblo, y en el de Leduc, se supera el naturalismo po- pulista y la reproducción acrítica (García Canclini 1977: 239). Por su parte, Juan Pablo Silva considera que

[...] en la construcción de lo popular que se realiza bajo el nuevo cine, se incurre en una doble ideologización de lo popular. Por una parte, los sujetos populares son seres reales e históricos que están más allá de las adscripciones que el mundo artístico-intelectual les puede asignar. Por la otra, se articula una serie de estrategias de dominación en la medida en que quienes expresan y representan lo popular son intelectuales que, si bien procuran desprenderse de la mirada burguesa en la cual se han formado, no logran despojarse del todo de ciertas prácticas hegemóni- cas: el hablar por el pueblo, el hablar acerca del pueblo, el construir un discurso en el cual se habla del pueblo con palabras prestadas, cargadas de sentido social y expresadas por los portavoces de lo popular que en este caso son los cineastas. Por lo tanto, estas representaciones no logran que el pueblo hable en lugar de ser hablado, ratificando así la famosa expresión de Karl Marx: ‘No pueden representarse a sí mismos, deben ser representados’ (Silva 2011: 17-18).

En realidad la revolución tecnológica que ha traído consigo la amplia- ción creciente del horizonte digital está permitiendo más que nunca, si no el advenimiento de la utopía, sí la posibilidad de acceso a la creación de un volumen cada vez más grande de interesados. Cierto es que los canales mayoritarios de difusión están prácticamente copados por las empresas he- gemónicas transnacionales o locales, pero internet, que está todavía en sus comienzos, y ya ha cambiado de manera antes impensable los modos de información y comunicación, e incorporando en ello a cada vez más gente, puede seguir dando sorpresas. SEGUNDA PARTE 197

12. Nacionalismo, cultura, Tercer Mundo y revolución liberadora

La afirmación de la nación enfrentada a un enemigo implacable (el imperia- lismo estadounidense) está presente en casi todos los postulados teóricos o programáticos. Hay una situación de dependencia económica y cultural, apuntalada por las élites locales y los gobiernos “entreguistas”, que impide no solo un mínimo de justicia distributiva, también el desarrollo del poten- cial cultural de la nación. La idea de una cultura “alienada” estaba amplia- mente extendida en esos años, y en ello el cine ponía su cuota, según el discurso de izquierda hegemónico. En la tesis del tercer cine se enuncia con total claridad el levantamiento del ideal nacionalista y la necesidad de creación de una cultura que, en las circunstancias de lucha contra los poderes internos y exteriores, es una cul- tura revolucionaria. Es una lucha que se internacionaliza por la similitud de condiciones propias de los países dominados. De allí la defensa unilateral de una cultura revolucionaria nacional e internacional tercermundista y la virtual negación de la cultura occidental (europea y estadounidense), con las excepciones que contribuyan a la mística de la revolución. En esos años, en los movimientos izquierdistas y en los sectores allegados se cantan las coplas republicanas y socialistas de la Guerra Civil española, los temas de los grupos Quilapayún e Inti Illimani o las canciones de Víctor Jara, es decir, la llamada música de protesta y, si algo más, el folclor difundido en medios estudiantiles e intelectuales. Prácticamente todo lo demás es rechazado por “comercial” o “elitista”. Tercer cine, ergo, tercera cultura, descontaminada de cualquier rasgo que no pase el examen de los requerimientos nacionales y culturales que impone la condición de países dependientes en lucha. Visto desde la perspectiva actual, tales afirmaciones y tal fervor resultan no solo maniqueas, sino fuertemente simplistas. Pero ese fue el razona- miento de base de una teorización que no siempre halló consonancia com- pleta en las obras que quisieron ejemplificarla. Robert Stam afirma:

Algunas de las primeras discusiones tercermundistas sobre el nacionalis- mo adoptaron como un axioma que la cuestión era simplemente expul- sar lo extranjero para recuperar lo nacional, como si la nación fuera el cogollo de la alcachofa al que se llega pelando las hojas de fuera o como si, por usar otra metáfora, la nación fuera una forma ideal esculpida que aparece dentro de un bloque de piedra... Las naciones-Estado del conti- nente americano, de África y Asia... a menudo encubren la existencia de naciones indígenas dentro de ellas. Segundo, la exaltación de lo ‘nacio- nal’ no proporciona ningún criterio para distinguir lo que vale la pena 198 ISAAC LEÓN FRÍAS

mantener dentro de la ‘tradición nacional’... Una idea de nación unitaria apaga la ‘polifonía’ de voces sociales y étnicas dentro de las culturas he- teróglotas” (Stam y Shohat 2002: 278-279).

El propio Stam ofrece datos para indicar cómo las culturas nacionales están atravesadas por orígenes y tradiciones no propias, como Brasil, donde el fútbol es de origen británico, las palmeras de la India y la samba de Áfri- ca (Stam y Shohat 2001: 279), a lo que se podría añadir el origen africano de la macumba y europeo del carnaval y la santería. La idea, entonces, del carácter sincrético de las culturas urbanas (y también, en otra medida, las campesinas) latinoamericanas no está asumida en el discurso revoluciona- rio ni en la utopía de un “purismo” cultural imposible. Llevado al extremo sanguinario acceder a ese purismo es lo que se ensayó en Camboya du- rante el poder de los jemeres rojos. En el caso de la Revolución Cultural en China se formuló la idea de una “nueva cultura socialista”, que descartara por completo tanto la influencia de Occidente como la cultura tradicional de origen feudal. Stuart Hall, uno de los impulsores más importantes de los estudios cul- turales, señala que la mayoría de las naciones modernas están formadas por culturas desiguales, que las naciones están compuestas de distintos géneros, clases sociales y grupos étnicos, que no se puede hablar de una cultura ni una identidad nacional unificadas y que las naciones modernas son todas híbridos culturales (Hall 2010: 384-385). Ese hibridismo, que se ha ido acentuando en la medida en que los procesos de globalización han ido en aumento, estaba por cierto fuertemente arraigado en las culturas latinoamericanas de la primera mitad del siglo XX.

13. Los equívocos de una teoría política del cine

En el libro El cine de las historias de la revolución, Getino y Velleggia resu- men algunos de los enunciados del cine político de los sesenta que mere- cen ser comentados. Uno de ellos afirma lo siguiente:

Un fuerte descentramiento del propio campo que torna al cine conscien- temente permeable a las condiciones extracinematográficas —históricas, sociales, políticas, culturales— de cada país, en el marco de las movili- zaciones y las luchas culturales que agitan a las sociedades latinoame- ricanas en los sesenta. De allí que, desde las distintas experiencias, se reivindique la más amplia diversidad de opciones conceptuales y estéti- cas como la forma natural del cine, frente al modelo dramatúrgico y es- tético —pretendidamente universal— del cine-espectáculo hegemónico o de aquel otro cine que, habiendo aportado a la transformación, no se SEGUNDA PARTE 199

consideraba apropiado a las propias condiciones sociohistóricas (Getino y Velleggia 2002: 18-19).

De ese enunciado se puede inferir lo mismo que del razonamiento de Fidel en su discurso a los intelectuales cubanos: “Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Es decir: “La más amplia diversidad de opciones conceptuales y estéticas”, pero fuera de lo que denominaron el primer y el segundo cine, con lo cual se excluye una gran variedad de posi- bilidades y se recorta en la esfera de lo ‘político’ una comprensión, que po- dría ser más amplia y abarcadora, de un arte inserto en una perspectiva de cambio. Ese enunciado no es en absoluto inclusivo y mantiene, de manera un poco más eufemística en relación con las formulaciones de las tesis del tercer cine, el purismo que los autores asumen sin la menor reserva, como si ese enunciado siguiera teniendo plena validez y como si en el año de la publicación del libro, 2002, no se hubiesen producido los reveses históricos de las posiciones socialistas en América Latina y en el mundo, incluido el derrumbe de casi todos los Estados de economía centralizada y control po- lítico de los partidos comunistas. Otro de los enunciados dice:

La adjudicación de un papel activo y subjetivo al director y a los es- pectadores en la formación de los significados de las obras. Del lado del director-autor (se trate de una persona o un colectivo) esto implica descartar la ‘objetividad’ con respecto a la realidad enfocada, en cuanto canon rector de los preceptos artísticos y estéticos que sustentan el realis- mo cinematográfico. El afán de objetividad (mostrar la realidad tal cual es) es desplazado por la asunción plena de la subjetividad de quien se acerca a la realidad para registrarla. Habida cuenta de que ese ‘registro’ nunca es neutro, la mediación del emisor del discurso y su ideología deben hacerse explícitas. El cine político se propone llevar este postula- do a un punto de tensión extrema. Del lado de los receptores, conferir al público una participación activa en la construcción de significados constituye una elección no solo derivada de las opciones ideológicas de los emisores-autores, que procuran que cada espectador se convierta en un actor del cambio social más allá del espacio de proyección, sino que también obedece a un imperativo moral. ‘Liberar’ al espectador de la magia alienante del espectáculo constituye el paso necesario para su liberación de las condiciones opresivas en que se desenvuelve su vida (Getino y Velleggia 2002: 19).

Frente a la idea de registrar la “realidad tal cual es”, defendida por el colombiano Carlos Álvarez y por otros cineastas o grupos (idea que sigue teniendo defensores), que es, ahora como antes, una idea insostenible, Ge- tino y Velleggia subrayan la idea de la “asunción plena de la subjetividad” 200 ISAAC LEÓN FRÍAS

que en la teoría del tercer cine no está ni siquiera insinuada, probablemente porque en esos tiempos hacer afirmación de subjetividad resultaba altamen- te sospechoso, como resabio de individualismo o subjetivismo burgués. Tanto así que Sanjinés es bastante explícito al respecto:

El cine burgués, en sus mejores obras, es el cine del autor que nos trans- mite una visión subjetiva de la realidad y del director que intenta sedu- cirnos con su mundo propio, o que en última instancia lo proyecta hacia nosotros sin ningún propósito de hacerlo comunicable, o sea, importán- dole solamente que reconozcamos su existencia (Sanjinés 1979: 74).

Esa era la visión de lo “subjetivo” que se expresaba en esos años. De cualquier manera, la posición en contra de la “neutralidad” (en rigor, nunca el discurso artístico es neutro) solo apunta a acentuar la intenciona- lidad del cine político. En ese punto se concentra la subjetividad, con lo cual, por supuesto, el concepto de lo subjetivo se encapsula y se domestica. Por otro lado, la “construcción de significados” por parte de los receptores tiene serias limitaciones en ese cine de propaganda. ¿Qué posibilidad de construcción, a no ser muy reducida y mediatizada, pueden tener si la obra transmite una ideología de manera explícita y lo hace en forma didáctica? Otro enunciado resumido es el siguiente:

Asimismo, la voluntad de demoler la institucionalidad industrial del cine- espectáculo de Hollywood (la “fortaleza” en palabras de Godard) que recorre los nuevos cines que se multiplican en ese entonces por el mun- do... es otro de los condicionantes cinematográficos común a las diver- sas experiencias latinoamericanas. En algunos casos ella obedecerá a la intención de construir otra institucionalidad industrial (verbigracia: Cuba y Brasil) y en otros a utilizar los márgenes como los únicos espacios posibles para hacer un cine “de cara al pueblo” (como lo definiera el boliviano Sanjinés). Entre los últimos se encuentran las experiencias de producción y difusión que se realizan en la clandestinidad al amparo de organizaciones políticas y sociales populares, en los países donde imperan dictaduras militares (Argentina y Bolivia) y el cine político en el exilio (Chile). Entre las principales líneas de ataque al cine hegemónico figuran: la deconstrucción de la dramaturgia tradicional y el lenguaje fílmico que la expresa; la sustitución del principio de verosimilitud — minuciosamente elaborado por el cine de género industrial— por el de verdad o autenticidad, con la consiguiente problematización del sistema de géneros y la búsqueda de una nueva estética; cambios en los modos de producción y circulación de las obras, así como en la relación obra- espectador y valorización de las culturas populares de cada espacio. El desplazamiento de los artificios del espectáculo por un nuevo actor, lo SEGUNDA PARTE 201

popular, constituido en sujeto del cine y de la historia, se manifiesta tan- to en los temas y motivos seleccionados cuanto en el tratamiento de los mismos (Getino y Velleggia 2002: 20).

Aun cuando los autores hacen notar que se debe entender esa teoría en relación con sus circunstancias, no hay ni siquiera un mínimo —digamos— de duda de su validez en esas circunstancias pretéritas, pues parece reafir- marse sin la más mínima observación y sin que se repare en los supuestos discutibles que allí se mencionan, entre ellos la idea de lo popular a la que ya hemos hecho referencia y que tantos equívocos e ilusiones ha aportado a la construcción de una idea del cine político como la del tercer cine. La negación del cine hegemónico parte de una serie de simplificaciones que no podemos detallar ahora, pero, por lo pronto, no es verdad que el cine político que postularon Solanas y Getino amplíe necesariamente “la cons- trucción de sentidos” de una manera más amplia o plena del que ha sido hecho dentro de los estudios hollywoodenses. Sería una falsedad absoluta, por cierto, decir que el cine de los estudios trabajó a favor de la “polisemia” del sentido, pero en muchísimas películas del periodo clásico y posteriores podemos encontrar una riqueza en la “construcción del sentido” que no se halla ni por asomo en una alta proporción del cine político latinoame- ricano, muy esquemático, maniqueo y simplificador en sus formulaciones y totalmente plano en su tratamiento audiovisual, con las excepciones que más adelante veremos y algunas otras más. Por otra parte, y reconociendo —cómo no— la necesidad y la validez de la búsqueda de nuevos modos de comunicación con el espectador, antes y ahora, no se entiende cómo la “deconstrucción de la dramaturgia tradicio- nal y el lenguaje fílmico” puede insertarse en un proyecto de cine político en América Latina o en cualquier parte del mundo. Eso no fue más que una ilusión de fines de los sesenta y de los años siguientes. Esa fue la postura de la revista Tel Quel, eso fue lo que intentó hacer Godard después del 68 parisino, eso fue lo que, de otra manera, hizo el francés Marcel Hanoun, y todo ello no condujo sino a un serio impasse, que el propio Godard tuvo que reconocer, sin dejar de hacer un cine “deconstructor”, pero ya sin la pretensión de que pudiese situarse en el circuito de un cine marginal o alternativo de carácter político. Aun en el caso de que la propuesta decons- tructora en el cine político de la región no llegara a esos extremos, resulta contradictoria con muchos postulados de la teoría del tercer cine. Porque cualquier cine “deconstructor” apunta, inevitablemente, no a un segmento popular, sino a esas minorías de las salas de arte que están en condiciones —y no siempre— de acceder a la sofisticación de un cine “deconstructor”. 202 ISAAC LEÓN FRÍAS

Que se haga es válido y defendible, mas no que se quiera implicar en los mecanismos de un cine político y menos aún que se le asigne un certificado de cine popular40.

14. El inicio de la nueva historia

En la perspectiva de los que teorizan sobre los nuevos cines, no hay en sus países una tradición precedente. El pasado industrial, donde lo hubo, está prácticamente negado. Lo poco que se rescata es, con escasas excepciones, ajeno a esa tradición industrial. Los nuevos cines se edifican casi sobre el vacío. Esto es radical en el caso cubano, donde la negación es terminante. Para Guevara y la generación inicial del ICAIC, el cine empieza en Cuba a partir de 1959. Todo lo anterior es recusado y excluido, por no contribuir con la construcción de una cinematografía nacional. Rocha es también lapi- dario con la tradición comercial del cine de su país. Los géneros populares son rechazados por el autor de Tierra en trance sin miramientos. Solanas y Getino, por su parte, descalifican casi toda la historia del cine argentino separada en las nociones de primer y segundo cine. En México, donde no hay propuestas de la misma envergadura, también se manifiesta de una forma u otra, porque ya venía de antes y con fuerza (en la opinión cultural “informada”, en la crítica, en la visión de diversos realizadores, etcétera), un cierto consenso en contra, si no de la totalidad, sí de una buena parte de la tradición industrial, aunque —y como hemos señalado— los realizadores del “nuevo cine mexicano” ni rompen con las estructuras industriales ni se desapegan del todo de la tradición genérica de su país. Y, por cierto, el prejuicio culturalista en contra del cine mexicano (recuérdese la expresión “hay películas buenas, regulares, malas y mexica- nas”) arraigado en los círculos más instruidos de la región, más el rechazo generalizado en los sectores vinculados a los nuevos cines en los otros paí-

40 El término ‘deconstrucción’ procede del filósofo Jacques Derrida, y, con la influen- cia de Roland Barthes y Julia Kristeva, se utilizó en el análisis de los filmes, espe- cialmente en el periodo de mayor vigencia académica de la teoría estructuralista (segunda mitad de los sesenta y primera de los setenta). Según Aumont y Marie: “En lugar de reconstituir el significado de un filme, hay que romper el mecanis- mo, crear contrastes, cambiar el orden de los elementos”. La teoría de la ‘decons- trucción’ se aplicó también a la práctica cinematográfica, entendiéndose como la puesta en evidencia de los mecanismos de construcción expresiva y de “la ilusión de transparencia” del relato. Los ejercicios deliberados de ‘deconstrucción’ fueron, invariablemente, bastante crípticos en la línea de la negación de cualquier capaci- dad de estímulo placentero proporcionado por las imágenes audiovisuales. SEGUNDA PARTE 203 ses, contribuyó a esa imagen sombría y a una suerte de “leyenda negra” en torno al cine del pasado mexicano y latinoamericano en general. No hubo el menor interés en estudiar o conocer mejor lo que se había hecho antes o lo que se hacía fuera de la órbita de los nuevos cines, e, in- cluso, la mínima atención que se les prestara resultaba estéril y sospechosa y no servía para nada a los fines de las urgencias revolucionarias. Como que en esa década se suspendieron, con poquísimas excepciones, las investiga- ciones históricas. Tuvo que pasar un buen tiempo para que, sin complejo de culpa, críticos e historiadores voltearan la mirada hacia ese pasado “ver- gonzoso” antes negado. Mucho más tarde, por ejemplo, aparece en Cuba un libro de Arturo Agramonte y Luciano Castillo, Ramón Peón, el hombre de los glóbulos negros (Agramonte y Castillo 2003)41, en el que los autores revisan el itinerario de ese precursor del cine en la isla y nombre importante en lo que allí se hizo entre los años treinta y los cincuenta. Esa tarea era impensable en la década del sesenta. En torno a esa negación, Paranaguá escribe y no solo en relación con el cine cubano, pues incluye también al cinema novo y a los nuevos cines del continente:

La visión predominante tiene el siguiente presupuesto implícito: la histo- ria empieza con el cine de los años sesenta, lo anterior es una prehistoria, con aislados pioneros en el mejor de los casos. La concepción cíclica de la historia aplicada paralelamente al desarrollo de los nuevos cines privilegia la ruptura y la expectativa de la revolución, en lugar de la evo- lución, la transición y la transformación (Paranaguá 2003: 170).

Julie Amiot señala “el mito del punto cero” (Amiot 2008: 37) a propósito del cine cubano, es decir, el inicio de un proceso histórico totalmente des- gajado de lo anterior. La creación del cine cubano se origina en la funda- ción del ICAIC, en la que se hace borrón y cuenta nueva de todo. Casi por decreto se inicia ese nuevo cine sin pasado que es el que comienza con la revolución. Ni siquiera se trata, en rigor, de una posición dialéctica, pues la negación borra prácticamente la existencia de ese cine que, mal que bien, tuvo en Cuba una presencia significativa como no encontramos en otros países, a excepción de los que contaron con estructuras industriales sólidas. El crítico cubano Luciano Castillo dice al respecto:

Desde sus inicios, la dirección del ICAIC tuvo una marcada voluntad de partir de cero. Negar íntegramente todo el cine realizado en Cuba antes

41 Publicado en una primera edición en Cuba y en una segunda edición por la Uni- versidad Autónoma de Guadalajara. 204 ISAAC LEÓN FRÍAS

de 1959 fue una estrategia que siguió durante tres décadas. Esta cuestio- nable política en lo relativo a la prehistoria del nuevo cine cubano impi- dió durante treinta años la exhibición en los cines, sin excluir las sedes de la Cinemateca de Cuba, o la televisión, de los títulos sobrevivientes del cine cubano prerrevolucionario (Castillo 2006: 24).

Pero así como un cine sin pasado es también uno con clara orientación teleológica. Es un cine de vocación mesiánica que viene a contribuir al cam- bio revolucionario y a insertarse en la génesis del nuevo orden. Es fundador y se abre a ese nuevo mundo que la revolución trae consigo. A su modo, las teorías instalan casi una épica conceptual (que es, en verdad, una retórica conceptual) eufórica y triunfalista. Las dificultades y los conflictos parecen desvanecerse o, al menos, reducirse en la apuesta decidida por una línea de trabajo fílmico asociada con las necesidades del pueblo, aunque eso pasara por filtros distintos, pues en Brasil, por ejemplo, esa asociación no estaba reñida con la libertad del realizador para asumir la aventura de la ficción y hacerlo desde enfoques distintos. Capítulo IV: Filiaciones

1. La diversidad de las fuentes

Ningún movimiento artístico, cultural o político ha nacido por generación espontánea. Tampoco los productos del llamado nuevo cine latinoameri- cano, cuyos límites y alcances estamos explorando. En la primera parte hicimos referencia a los orígenes de los movimientos de ruptura y a los antecedentes que, dentro de los diversos países, precedieron la aparición de las corrientes de los sesenta. Interesa ahora explicar con mayor deteni- miento cuáles fueron las fuentes expresivas de las que se nutrieron esos movimientos. Las más significativas, por cierto, provienen de la misma his- toria del cine, y una de las más mencionadas es el neorrealismo italiano. Otra es la tradición del documental. En menor medida, la escuela soviética de los años veinte. Por ejemplo, Octavio Getino y Susana Velleggia dicen acerca de ese periodo:

Es posible verificar la influencia de los tres movimientos de ruptura de la historia del cine, asumidos en diferentes grados y combinaciones en cada caso particular. Ellos son: a) el cine soviético del periodo clásico —prerrealismo socialista— tanto en la vertiente de ficción (Eisenstein y Pudovkin, principalmente) como en el documental (Vértov y la poco recordada experiencia del cine-tren de Medvedkin); b) el neorrealismo italiano de la posguerra, sobre todo el del primer periodo (Rossellini, De Sica, Germi, el Visconti de La tierra tiembla y Rocco y sus hermanos); c) el cine de autor francés que da comienzo a la nouvelle vague (Truffaut y Godard). También es perceptible la influencia del cinéma vérité de Jean Rouch en algunos casos; pero sobre todo la obra de los dos grandes del documental político moderno: Joris Ivens y Chris Marker. A ellos habría que agregar algunas obras y realizadores claves de cada país, cuyas anti- cipaciones se procura profundizar (Getino y Velleggia 2002: 19).

[205] 206 ISAAC LEÓN FRÍAS

En el caso de México y en el de la Generación del Sesenta de Argentina, en los que no hay, propiamente, ruptura, sino más bien renovación, están presentes de algún modo algunas tradiciones fílmicas locales, lo que no ocurre en el cinema novo ni en el cine cubano, o si se presentan es de una manera muy débil y tangencial. En una película como la cubana Lucía se pueden percibir algunas huellas un tanto diluidas del melodrama mexicano, especialmente en el primer episodio (hay, incluso, una caracterización de la actriz Raquel Revuelta que la acerca físicamente a María Félix) y en menor medida en el segundo, aunque esas huellas se entremezclan con varias otras muy prominentes. A propósito, el melodrama mexicano también había in- fluido en el cine de la isla, vía, entre otros, del cubano Ramón Peón, quien dirigió muchas más películas en México que en Cuba; pero los realizadores cubanos de la revolución se desapegaron de esa tradición melodramática, como también de aquella que venía de la comedia o de las rumberas. Vamos a ver de qué manera y hasta qué punto es posible advertir esas influencias. Aun cuando aparece en el listado de Getino y Velleggia, y tal vez porque corresponde a las franjas más personales de esas corrientes, es menos generalizada la mención a la influencia de Godard y la nouvelle vague y, también, la de otros nuevos cines y, en general, la del llamado cine de la modernidad, pero estos serán temas que se verán en la tercera parte y a propósito de las referencias puntuales a las películas. Hay otras fuentes que no provienen del cine, sino de la narración litera- ria, especialmente de aquella que hace del realismo social su señal de iden- tidad más nítida. También de la narrativa y del arte indigenistas, al menos en lo que corresponde a los primeros trabajos de Sanjinés. En menor medi- da, la línea del llamado realismo mágico, que si bien ha estado presente de manera intermitente en el cine de América Latina de las últimas décadas, no lo estuvo sino de modo muy atemperado en los sesenta y comienzos de los setenta. También se han establecido vínculos entre el modernismo literario y artístico brasileño con el cinema novo. La vinculación con estas fuentes también será materia de este capítulo. Igualmente la mención de algunos antecedentes plásticos y fotográficos y la asimilación de algunos postulados de Bertolt Brecht. Lo anterior no significa que esas fuentes expliquen por completo ni mu- cho menos los rasgos principales que caracterizan las obras del nuevo cine latinoamericano, más aún considerando que estas se presentan como reno- vadoras y diferenciadas, pero sí ofrecen claves para definir un poco mejor la cuota de renovación que estas películas traían consigo. SEGUNDA PARTE 207

2. El neorrealismo

Como se sabe, el neorrealismo es un movimiento cinematográfico que se inicia en Italia al término de la Segunda Guerra Mundial. Es un movimiento que nace sin la conciencia de serlo y que se va haciendo tal dentro de un proceso. Es decir, en 1945, apenas terminada la contienda bélica, Roberto Rossellini estrena Roma, ciudad abierta, que relata un episodio inspirado en la lucha contra la ocupación nazi en Roma en la etapa final de la Segun- da Guerra Mundial. La novedad estaba en el tratamiento narrativo y en la puesta en escena, obligada en parte por las difíciles condiciones técnicas del momento y el magro presupuesto disponible. Pero ese tratamiento pro- venía también del modo de hacer cine de Rossellini que procedía de un mé- todo, una “forma de mirar”42. El método de concentrarse en la interacción de los personajes en el encuadre, prescindiendo casi de primeros planos y privilegiando, por tanto, el componente de proximidad o cercanía de uno y otro (o de unos y otros), en un registro de “crónica dramática” más que de historia dramatizada según las reglas de composición narrativa clásicas. Ese registro se acentúa en sus siguientes largos, Paisà y Alemania, año cero, que con la anterior ahora se conocen como la trilogía de la guerra. Asimismo, Rossellini perfila una relación entre personajes y espacio so- cial distinto al que se ejecutaba habitualmente en el cine de estudios. La filmación en escenarios naturales apoyaba, ciertamente, la impresión de realismo que esa relación transmitía con fuerza. Poco después del estreno de Roma, ciudad abierta se habla de un cine neorrealista en relación con un realismo previo, más literario que cinematográfico, el que representó el escritor Giovanni Verga, aunque hay otros “realismos” nacidos en el cine, como el llamado “realismo poético” francés de la segunda mitad de los años treinta, que anteceden a la “escuela italiana”. A partir de esa cinta consi- derada fundadora se continúan haciendo filmes sobre la base de algunos supuestos que se hacen comunes: inspiración en hechos reales contempo-

42 Gian Piero Brunetta, uno de los mayores estudiosos del cine italiano, considera que “la característica dominante del magisterio rosselliniano no solo consiste en su carencia, sino incluso en la negación de un método, en su carácter asistemático, en la ausencia de una poética fuerte y manifiesta capaz de orientar su recorrido” (Quintana, Oliver y Presutto 2005: 65). Coincido con Brunetta solo en el entendido de un método riguroso o “formal”, como también en que no encontramos en su obra una “poética fuerte y manifiesta”, pero no creo en la carencia de un método rosselliniano, pues lo hubo en un sentido muy distinto al de la mayor parte de los autores fílmicos. En Rossellini es un método que procede, justamente, de un modo de aproximación a los seres y a los ambientes, imbuido por esa voluntad de mos- trar, de dejar ver de manera clara y precisa. 208 ISAAC LEÓN FRÍAS

ráneos, escenarios naturales, actores no profesionales en la medida de lo posible, aire de cotidianidad... Se trata de una modalidad de realismo social, que si bien tenía antecedentes en la historia del cine, por primera vez se veía como el común denominador de toda una corriente. El neorrealismo no fue una corriente orgánica, como no lo ha sido casi ninguna de las que han existido, pero esas características imprimirán no solo los filmes de Rossellini, sino también La tierra tiembla, de Visconti, y varias otras cintas que en esos años realizan, entre otros, Alberto Lattuada, Pietro Germi, Giuseppe de Santis, Carlo Lizzani y, de manera prominente, Vittorio De Sica en compañía del guionista y casi ideólogo del movimiento, Cesare Zavattini. Es, por cierto, la primera manifestación histórica en contra del cine de los estudios, aunque un poco más adelante, y una vez que los enormes es- tudios romanos de Cinecittà son rehabilitados como tales, después de servir parcialmente para otros fines (cuartel, hospital), algunas películas que se adscriben al movimiento se filman casi íntegramente en el interior de Cine- città. Un título emblemático del neorrealismo como Umberto D., de Vittorio De Sica, se rodó en interiores y “calles” de los estudios romanos, aunque la impresión visual que estos producen sea similar a la de las auténticas calles romanas de Ladrones de bicicletas. El neorrealismo dio mucho que hablar en los años de la posguerra y por un buen tiempo y no solo en Italia, pues los postulados neorrealistas parecían de aplicación universal y, con mayor razón aún, tercermundista. En cierta medida los nuevos cines europeos de fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta se nutren, y de manera declarada, de algunas propuestas neorrealistas, pero también lo hacen Satyajit Ray en India, Ous- mane Sembène en Senegal o Youssef Chahine en Egipto. Y los ecos de ese movimiento llegan hasta el siglo XXI. América Latina no estuvo al margen de esa influencia, pero esta se ha sobrevalorado, pues un examen de lo que puede adscribirse, aunque no de forma integral, a la estética neorrealista, que tampoco fue unitaria ni monolítica, muestra que tal influencia fue menos extendida de lo que se le puede haber atribuido. Según Paulo Antonio Paranaguá:

La versión canónica de la historia, la leyenda dorada del nuevo cine latinoamericano, resume la aportación neorrealista a dos pioneros: el brasileño Nelson Pereira dos Santos y el argentino Fernando Birri, a los que se añade un cortometraje cubano, El mégano (Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea, Cuba, 1955). Esa venerable trinidad supone un SEGUNDA PARTE 209

neorrealismo químicamente puro, por supuesto militante, capaz de des- embocar en la renovación de los sesenta. Ni el original en Italia corres- ponde a un esquema tan homogéneo, ni el impacto en América Latina se limitó a los sectores intelectuales y artísticos de izquierda (Paranaguá 2003: 170).

En verdad, los dos títulos iniciales de la filmografía de Pereira dos Santos poseían de manera innegable una influencia neorrealista, incluso desde su misma formulación, como ya hemos mencionado. Se trataba, por cierto, de reforzar la presencia del marco citadino, antes tangencial o reconstruido en estudio. El espacio carioca de las chanchadas, así como el Buenos Aires arrabalero de las comedias o los melodramas argentinos se perfilaba en los estudios de la Atlántida o de Argentina Sono Films. Pereira dos Santos se abre a los exteriores urbanos y lo hace sin echar mano a las bondades turís- ticas, al atractivo de las playas o a las garotas de la en ese entonces capital brasileña. Es decir, se instala una nueva mirada en el ámbito urbano y en las relaciones que se establecen entre los personajes, mayormente marginales. Por otra parte, está Fernando Birri, formado en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma, en los años en que el neorrealismo, aunque decaía en la práctica, mantenía una vigencia en la teoría y en una cierta prédica docente y periodística. No olvidar que el neorrealismo surge como una opción no solo estética, sino también ética, pues se entiende como un modo más auténtico, responsable y “comprometido” de afrontar desde el cine el universo social. Por eso, tanto sectores de la izquierda marxista como de los predios del catolicismo hicieron propio el aporte y el legado neorrealista y los años cincuenta serán un periodo en el cual esa “recu- peración”, desde tribunas distintas y opuestas, marca el desarrollo de las teorías, del ejercicio de la crítica y del cineclubismo, e influye también en las prácticas fílmicas, como las de las nuevas olas a las que hemos hecho referencia. En el campo de la teoría y la crítica, la confrontación mayor, y no solo en torno al neorrealismo, se produce entre el francés André Bazin, el teórico más influyente de la posguerra y uno de los fundadores de la revista Cahiers du Cinéma, y el crítico marxista italiano Guido Aristarco, director de la revista Cinema Nuovo. Pues bien, la impronta neorrealista arraigó en Birri y lo llevó a formar la Escuela de Cine Documental en Santa Fe. El corto Tire dié, un documental sobre los niños que piden limosna al paso del tren en tierras santafecinas, es una manifiesta apelación al realismo de la imagen o realismo de la re- presentación, como se le ha llamado también. Y en su siguiente trabajo, Los inundados, sobre una familia obligada a desplazarse de un lugar a otro, asume la ficción, pero desde la óptica de una crónica filmada casi íntegra- 210 ISAAC LEÓN FRÍAS

mente en exteriores. Como ya se ha dicho, Los inundados no es una crónica neorrealista en sentido puro, pues incorpora componentes de la tradición picaresca ligados a la herencia cultural hispánica. El corto El mégano, que motivó el entusiasmo del mismísimo Cesare Za- vattini en una visita a La Habana antes de la revolución de 1959, estaba rea- lizado por dos egresados del Centro Sperimentale, Gutiérrez Alea y García Espinosa, que pasarán a ser dos de los puntales del ICAIC. En oposición a la tradición fílmica del país, los dos realizadores se abren a una experiencia inédita en el campo del documental, incorporando en ello el legado de la práctica neorrealista. Sin embargo, la probable influencia neorrealista en América Latina an- tecede al periodo de los nuevos cines y puede rastrearse desde fines de los años cuarenta en algunas obras, como la argentina Pelota de trapo, de Leopoldo Torres Ríos; la venezolana La escalera, del pintor César Enríquez; la también argentina Las aguas bajan turbias, de Hugo del Carril; la mexi- cana Raíces, de Benito Alazraki, como, un poco más tarde, la brasileña O grande momento, de Roberto Santos. Pero así como en Europa hubo pelícu- las que se adelantaron a los “descubrimientos” neorrealistas (desde La Terre, del francés André Antoine, hasta Ossessione, de Luchino Visconti, pasando por Toni y La vie est à nous, de Jean Renoir), también en la región hay an- tecedentes en el propio cine de los estudios que parecen anticipar ese tipo de acercamiento. Es decir, la búsqueda de un realismo social aparece en el cine argentino y mexicano, sin renegar de la filiación genérica y, por tanto, sin quebrar los patrones dramáticos propios de esas filiaciones. De allí que se pueda rastrear una vocación realista que antecede o coincide con los inicios del movimiento italiano y que tiene particularidades propias que se ven reforzadas en el curso de los años cincuenta y sesenta. Por señalar unos pocos ejemplos, en Argentina, Prisioneros de la tierra, de Mario Soffici, se arraiga en el norte del país para explorar enfrentamien- tos sociales. En México, Campeón sin corona y ¡Esquina bajan...!, de Ale- jandro Galindo, rastrean aspectos de la vida en barrios y calles del Distrito Federal. No podemos decir que sean, necesariamente, “neorrealistas”, como no lo es, tampoco, el drama criminal argentino Apenas un delincuente, de Hugo Fregonese, con algunos exteriores de Buenos Aires. Son obras de género en las que el entorno citadino (aunque esté procesado en exteriores de estudio) adquiere un registro más ostensible como marco de personajes y situaciones de mayor enjundia social. Sin embargo, hay allí una savia, una mordiente casi testimonial de situaciones que se arraigan en espacios arrabaleros, marginales o campesinos en los que se respira un aire distinto al común de la producción. SEGUNDA PARTE 211

Es decir, podemos hablar de una línea realista propia, local, que se despliega en diversos cines de la región. En Argentina se manifiesta en algunas películas como Kilómetro 111 (1938) y la ya citada Prisioneros de la tierra (1939), de Mario Soffici; El cura gaucho (1941) y Los isleros (1951), de Lucas Demare; Surcos de sangre (1950), Las aguas bajan turbias (1952) y Las tierras blancas (1959), de Hugo del Carril, entre varias más. A propósito de unas declaraciones de Soffici sobre su método de trabajo, Ana Laura Lusnich señala:

En este sentido, en el momento en que Mario Soffici opinaba que “no basta con ir al lugar y decir venga la cámara acá, sino que tiene que ha- berlo pensado, haberlo estudiado”, se refería seguramente a la necesidad de eliminar el rasgo pintoresco del ambiente y, por el contrario, al interés de cargarlo de aquellas características capaces de expresar los conflictos latentes o explícitos, con especial referencia a las dicotomías campo/ciu- dad, centro/interior, urbe/periferia (Lusnich y Piedras 2011: 85).

En México encontramos el realismo costumbrista de Alejandro Galindo en títulos como ¡Esquina bajan...!, Hay lugar para dos o Los Fernández de Peralvillo, el realismo populista de Ismael Rodríguez en Nosotros los pobres, Ustedes los ricos o Pepe El Toro, el realismo “negro” de Roberto Gavaldón en La otra, En la palma de tu mano y La noche avanza, entre otras expresiones de cine arrabalero y/o cabaretero, como Distinto amanecer, de Julio Bracho, o Víctimas del pecado, de Emilio Fernández. En todas ellas se apunta de una manera u otra a conflictos sociales, básicamente urbanos, sea con el control que ejerce Galindo o el desborde de Ismael Rodríguez, para men- cionar a los dos realizadores más identificados con la temática social en el cine mexicano de los cuarenta y comienzos de los cincuenta. Precisamente en esta línea de “cine social mexicano” se puede ubicar un filme al que en una primera impresión se le podrían atribuir rasgos neorrealistas. Me refiero a Los olvidados, de Luis Buñuel. Un barrio de ca- racterísticas marginales, jóvenes que sobreviven valiéndose de pequeños hurtos, relaciones marcadas por intereses y pequeñas vendettas. Es verdad que el neorrealismo contribuyó al protagonismo de niños y adolescentes (Lustrabotas, Ladrones de bicicletas, Alemania, año cero...), pero es verdad también que el periodo de la posguerra acentúa la figuración de chicos como una forma de testimoniar el desamparo de la condición humana. Allí están, entre otros, En un lugar de Europa, El niño del cabello verde, Juegos prohibidos. Pero, en todo caso, el protagonismo adolescente (por otra parte, único e irrepetible en la obra del cineasta aragonés) y el lado social —di- gamos miserabilista— que Los olvidados tiene, y nunca tan acentuada esa 212 ISAAC LEÓN FRÍAS

dimensión en el cine de su autor (Viridiana es un escalón menor), parecen inclinarla hacia la trinchera neorrealista. En realidad, poco tiene que ver Los olvidados con el influjo neorrealista, más allá de esos rasgos aparentes y de que haya sido filmada en 1950, en el periodo en que el movimiento italiano había logrado reconocimiento y respeto. Buñuel fue muy explícito acerca de su posición crítica sobre el neorrealismo, considerando que ofrecía una visión parcial y limitada de la realidad. Pero, al margen de lo que pudiera decir su autor, la sola película basta para demostrar por qué no corresponde al universo neorrealista. Los olvidados no es un testimonio crítico, no es una crónica de hechos en tor- no a un motivo problemático ni apela a sentimientos de solidaridad como Ladrones de bicicletas o Milagro en Milán. Es una versión descarnada de un pequeño rincón marginal que apunta a otros derroteros: las pulsiones eróticas y, sobre todo, tanáticas, el desamparo de unos seres que parecen arrojados a una suerte de purgatorio, la irrupción manifiesta o sugerida de la dimensión onírica y surreal en medio de situaciones en primera instancia ajenas por completo a esas notas. Sin embargo, sin ser para nada neorrealista, Los olvidados sí participa de algunos rasgos (por transformados o procesados de otro modo como están) de ese realismo social heterogéneo y variado al que hemos aludido. El realismo social, por otra parte, se acentúa también en el mismísimo cine estadounidense (y de la televisión emergente), además de otras cinemato- grafías (Alemania, Japón, Francia, Inglaterra, en mayor o menor medida) que han pasado por la experiencia de la guerra y que se aproximan de un modo distinto, por la vía de la crónica, del relato criminal o de una repre- sentación más seca o escueta, a hechos o situaciones de la segunda guerra o de la inmediata posguerra. Sería una exageración atribuir un influjo neo- rrealista totalizador a la búsqueda de una mayor cuota de realismo en esos años traumáticos. A propósito del posible influjo neorrealista en América Latina, Parana- guá afirma:

Al ubicar al neorrealismo italiano como un factor de deflagración del cinema novo y del nuevo cine latinoamericano, se lo está caracterizando como una influencia externa, sin duda determinante, pero nada más que eso... en contra de lo que supone la historiografía, detectamos la existen- cia de un neorrealismo latinoamericano entre los fenómenos característi- cos de la transición entre el modelo industrial de los estudios y el ‘cine de autor’ o cine independiente... En lugar de una mera influencia externa, tenemos una tendencia interna, operando en una escala, un espacio y un tiempo amplios. Suponer que neorrealismo hay uno solo —como la SEGUNDA PARTE 213

madre o, mejor, la matriz italiana— equivale a imaginar que no existe un barroco latinoamericano, puesto que sus raíces son europeas (Paranaguá 2003: 170).

El razonamiento de Paranaguá merece algunas precisiones. Empezando por el final, es discutible la comparación del neorrealismo con el barroco, pues este último es un estilo muy amplio y poco homogéneo que cubre un ciclo de la historia del arte (en la música, en la pintura y las artes figurati- vas, especialmente) que trasciende a un solo país o lugar y que encuentra continuaciones o rebotes en diferentes partes e incluso épocas. El barroco se asienta en Europa en el periodo de la contrarreforma y se extiende a las colonias de España en el Nuevo Mundo, configurándose una red muy vasta de manifestaciones artísticas que en tierras americanas adquieren fisono- mías particulares. En torno a este tema, el conocido historiador del arte Arnold Hauser sos- tiene que “el barroco comprende esfuerzos artísticos tan diversificados, los cuales surgen en formas tan varias en los distintos países y esferas culturales que parece dudosa la posibilidad de reducirlos a un común denominador” (Hauser 1969: 97). En cambio, el neorrealismo se asocia muy directamente a una corriente del cine italiano entre 1945 y 1953, aproximadamente. El neo- rrealismo no configura un ciclo en la historia del cine, tal como se puede atribuir al barroco en su fase de apogeo, y tiene, además, una fuerte iden- tidad nacional. Algo similar ocurre con la nouvelle vague francesa o el free cinema británico, que son, igual que el neorrealismo, experiencias únicas e irrepetibles como tales. No son ciclos que tengan una cierta permanencia, sino más bien movimientos casi coyunturales y pasajeros, pues apenas si alcanzan poco más de un lustro, en el mejor de los casos. Que la nouvelle vague y, en menor medida, el free cinema ejercieron una influencia aquí y allá está fuera de toda duda, pero no hay modo de trasplantar esas corrientes en otros espacios. Con el neorrealismo ocurre, en verdad, algo peculiar y distinto, y es que el nombre alude a un modo de conexión con la realidad que ha sido y es una categoría filosófica, un con- cepto estético, una escuela artística (o más de una) y otras cosas. Sin más, la noción de realismo es una de las más trajinadas en diversas esferas, y en el campo del cine ha sido materia de numerosas interpretaciones y debates que aún prosiguen y seguramente no terminarán de procesarse. Entonces por semejanza lingüística pareciera que se puede inferir de la matriz italiana el uso de la expresión neorrealismo latinoamericano, pero esa inferencia trae consigo más confusiones potenciales que señales claras de identidad, por la enorme identificación que existe entre la noción de 214 ISAAC LEÓN FRÍAS

neorrealismo y la corriente de posguerra en el cine italiano que, en rigor, no renovaba ningún realismo fílmico previo, sino que implantaba una mo- dalidad propia y más o menos tipificada de realismo social. Tanto así que, luego de ese periodo, no se ha vuelto a identificar ninguna película italia- na como neorrealista, sino en todo caso posneorrealista, fuera de la frase “neorrealismo rosa”, que se aplicó a una línea de comedias iniciadas por Pan, amor y fantasía en el periodo inmediatamente posterior, y nada más. También porque en el caso de nuestros países procede con mayor pro- piedad dar cuenta de estilos realistas que han ido cambiando con el tiempo, con influencias mayores, menores o inexistentes de esa matriz italiana. De otro modo habría que estirar el alcance temporal del posible “neorrealismo latinoamericano” a películas de diversas épocas (por ejemplo, Estación cen- tral o Pizza, birra, faso), y ello significaría atribuirle al término “neorrealis- ta” una estricta categoría estilística y el neorrealismo italiano fue más que eso, como también lo fueron la nouvelle vague o el free cinema. Es decir, hay un estilo o, mejor, componentes estilísticos comunes en el interior del neorrealismo, pero está presente también una impronta temporal, socioló- gica y tecnológica muy datada y acotada por una circunstancia histórica. El neorrealismo, como tal, está unido al paisaje italiano, a la imagen en blanco y negro, a las calles de Roma, aunque también al Berlín destruido, a Anna Magnani y Aldo Fabrizi, pero también a Lamberto Maggiorani y a Carlo Battisti43. En otras palabras, el neorrealismo no es “exportable”, como tampoco lo son la nouvelle vague y el free cinema, y como no lo fueron antes ni el ex- presionismo alemán ni el surrealismo francés de los años veinte, lo que no quiere decir que no se puedan rastrear diversas huellas posteriores, a veces prominentes, otras moderadas o leves, de esas matrices. Lo que sí hace el neorrealismo italiano es poner sobre el tapete, colocar en la agenda de su época la necesidad de un abordaje distinto al que había casi monopolizado el campo de la ficción, es decir, la puesta en escena propia de los estudios, arraigada en todos los complejos industriales cine- matográficos del mundo. Y ese rescate, que ejercerá una influencia prolon- gada en el cine de su país, también la ejerce en otros de diversas partes del mundo y no por eso se habla de neorrealismo británico a propósito de los largos iniciales de Tony Richardson, Karel Reisz y Lindsay Anderson. Ni tampoco de neorrealismo francés aplicado a películas de la nouvelle vague, que, como Vivir su vida, Adiós Filipinas, El fuego fatuo, El bello Sergio, Los

43 Lamberto Maggiorani y Carlo Battisti, quienes no eran actores, protagonizaron La- drones de bicicletas y Umberto D., respectivamente. SEGUNDA PARTE 215 primos, Las buenas mujeres, Los 400 golpes y tantas otras, podrían adherirse en un alto grado al patrón estético neorrealista. Más aún, buena parte de los movimientos posteriores al italiano que en el mundo han sido, asumen, si no todas, casi todas las reivindicaciones neorrealistas, incluso el Dogma 95, y no por eso son “neorrealistas”. Por tales motivos es más propio indagar en ese realismo o en esos rea- lismos propios de nuestra región que, sin duda, fueron marcados por el movimiento italiano desde fines de los cuarenta y especialmente en el curso de los cincuenta y sesenta, pero no de un modo tal que se pueda considerar una influencia decisiva (salvo casos particulares), y pese a que varios de los realizadores latinoamericanos procedían del Centro Sperimentale de Roma, donde Zavattini oficiaba de sumo sacerdote del movimiento, y pese a que él mismo estuvo en Cuba y vio en el proceso revolucionario en marcha la posibilidad de aplicación de postulados neorrealistas que, no obstante, no se concretaron en una práctica fílmica de características similares a las que se ubican en la península italiana en el periodo de la posguerra.

3. Fuentes documentales

Si al neorrealismo se le atribuye una fuerte influencia en la ficción realista del nuevo cine latinoamericano, es mayor aún, como no podría ser de otro modo, la que se le atribuye a la tradición del documental estadounidense y europeo en la no ficción de ese nuevo cine. En realidad, el documental es- tuvo presente en América Latina desde el periodo silente y en varios países, sino en todos, fue el principal rubro de la actividad fílmica. El documental en términos amplios y también, de manera más acotada, en una de las formulaciones más codificadas a lo largo de varias décadas, el noticiario. Tanto en los países con industria como en los que no la tuvieron, como Colombia, el Perú y Venezuela, donde hubo una continuidad histórica en la elaboración de noticiarios. Sin embargo, no es esa tradición documental e informativa la que irriga- rá los nuevos cines, pues tanto el documental como el noticiario se hicieron mayoritariamente de manera muy adocenada, con la infaltable, invasora y altisonante voz en off del narrador y con propósitos muy llanamente o muy ramplonamente informativos, didácticos, patrióticos, turísticos, propagan- dísticos o enaltecedores, o todo eso junto. Por cierto, como en casi todo, hubo excepciones, pero estas fueron poco relevantes en el conjunto o muy marginales en el acceso al público, como los documentales de la Escuela del Cusco o los que realiza el boliviano Jorge Ruiz para el Instituto Cinema- 216 ISAAC LEÓN FRÍAS

tográfico Boliviano (ICB) o el brasileño Humberto Mauro para el Instituto Nacional do Cinema Educativo (INCE). Cabe señalar en el abundante trabajo documental de Mauro para el INCE la serie Brasilianas, siete cortos realizados de 1945 a 1956. Fernão Pessoa Ramos ha escrito que “en la serie Brasilianas encontramos condensado qui- zá el filón más fértil del trabajo de Mauro en el INCE. La preocupación por las tradiciones y costumbres de un Brasil rural en desaparición es abordada en tono melancólico y triste, en que el testimonio de las canciones ocupa un lugar central. La temática de la nostalgia y de la desilusión, privilegia- da en la obra de Mauro como un todo, encuentra aquí el medio para su plena expansión” (Paranaguá 2003: 135). La línea marcada por el trabajo documental de Mauro no tendrá una continuidad consistente en ese género durante los años sesenta, abocados sobre todo al reportaje y al documental de denuncia, pero sí en las décadas posteriores. Nótese que tanto el trabajo de Ruiz como el de Mauro están producidos por entidades estatales que tuvieron en esos países, como en ningún otro de la región, un rol decisivo en la promoción del documental, como ocurrió con la Office Nationale du Film en Canadá, impulsada por John Grierson y Norman McLaren. No se puede desprender de lo anterior que el íntegro del trabajo de Mauro y del INCE, así como lo realizado por el ICB, tuvieran un carácter nítidamente diferenciado del tono mayoritario en que se ejercía el docu- mental en nuestros países. Alfonso Gumucio Dagron lo evidencia, cuando relata la visita de John Grierson a Bolivia, luego de haberse entusiasmado con algunos cortos de Jorge Ruiz en el Festival del Sodre de 1958:

Su optimismo en cuanto al cine boliviano decayó al de que las películas que Ruiz había llevado a Montevideo eran una excepción en medio de un panorama cinematográfico dominado por los documentales de propaganda financiados por las agencias estadounidenses (Gumucio Dagron 1983: 193).

Entonces la línea documental asociada al nuevo cine surge más bien en contra de esa tradición, como una negación o una superación de ese documentalismo oficial u oficioso, muestrario de acontecimientos, efeméri- des, logros y triunfos diversos. Con la Revolución cubana de 1959 se activa una producción documental inédita (que incluye el Noticiero ICAIC), pues es muy diferente a lo que se había hecho antes. Además de la dimensión didáctica, se acentúa el carácter político de signo izquierdista, a tono con la orientación del proceso. Esta corriente documental ejerce una clara in- fluencia en una parte de lo que luego se hará en otros países de la región. SEGUNDA PARTE 217

El cinema novo alberga también obras documentales que obtienen una cierta resonancia local e internacional. Ya desde la primera mitad de los años sesenta, que son —como se ha visto— los más encendidos del movi- miento, el documental adquiere un peso mayor y se convierte para algunos en el dispositivo casi excluyente en la búsqueda de un cine revolucionario, como sostiene la teoría del tercer cine. Frente a la tradición industrial, apo- yada en el registro de una ficción que se considera mixtificadora, popula- chera o evasiva, el documental opera, en esa visión, como una suerte de revelador de la realidad social y sus contradicciones, como una forma de cine más “puro”, librado de las supuestas contaminaciones de la ficción. Pero más que historiar el desarrollo del documental, lo que interesa en este apartado es hacer referencia a esas influencias que las modalidades del género más significativas reciben en esos años. Por lo pronto, la más notoria es también la más cercana en el tiempo, la que proviene del documental de reportaje que renuevan tanto la corriente del cinéma vérité en Francia y el Quebec canadiense, como la del cine directo en Estados Unidos. Es decir, la que lidera por una parte el etnólogo francés Jean Rouch y por otra los documentalistas estadounidenses Richard Leacock, Robert Drew, D. A. Pennebaker y los hermanos Albert y David Maysles. Al respecto, una vez más Paulo Antonio Paranaguá señala con mucha precisión lo siguiente en el libro Cine documental en América Latina:

Cualesquiera que sean los problemas en materia de periodización, la historia del cine está radicalmente dividida por una fractura técnica: el advenimiento del sonido. Cine mudo y cine sonoro tienen entre sí tantas diferencias que no resulta exagerado hablar de una verdadera revolu- ción, tecnológica y estética. Pues bien, para el documental la gran ruptu- ra, la auténtica revolución ocurre con la llegada del sonido directo. Hasta entonces, el documental podía describir al otro, pero no brindaba acceso a su palabra. La voz cantante, la voz dominante, la voz en off, equivalía a la voz de su dueño, por no decir la voz de Dios. Las nuevas tecnologías favorecen una liberación de la palabra, descubrimiento inédito que in- troduce un poco de polifonía en discursos hasta entonces perfectamente controlados y unívocos (Paranaguá 2003: 53-54).

En efecto, la incorporación del sonido directo marca una línea divisoria, aunque eso no significa ni mucho menos que todo el documental posterior se haga con sonido directo ni tampoco que desaparezca la voz del narrador que identificó a noticiarios y documentales por tanto tiempo, eso que, en palabras de Jean-Louis Comolli, era (y es todavía) “el comentario dominante dicho con toda la autoridad requerida por la famosa voz on, voz del guía, 218 ISAAC LEÓN FRÍAS

voz de lo alto, desde arriba, desde la cumbre hacia la base, de la luz a las tinieblas, del saber a la ignorancia” (Comolli 2002: 218). A partir de la incorporación del sonido directo, muchas de las expe- riencias más valiosas del género se hacen, sí, empleando las posibilidades que la grabadora Nagra y alguna otra, sincronizadas a la cámara Arriflex, permitían. Hoy, después de algunas décadas en que el reportaje televisivo abunda en el uso de la entrevista y la confrontación, parece tan “natural” ese procedimiento que se diría que siempre fue así. A comienzos de los sesenta, eso era una novedad y fue utilizada como tal en función de ese registro testimonial tan caro a las experiencias de un cine que se planteaba a partir de presupuestos conceptuales muy distintos de los que habían pri- mado en el terreno del documental. Esa novedad suponía una forma de democratización de la imagen do- cumental en el sentido de la recuperación de la voz de cualquier individuo, era como darle la “palabra al mudo”, si parafraseamos el título del libro de Julio Ramón Ribeyro. A partir de allí se abre una nueva frontera para el género, y, más que las pantallas de cine, serán las de televisión las que muestren las posibilidades del sonido directo, las que poco después son activadas por el video analógico emergente, que se convertirá en el disposi- tivo de registro audiovisual que alterna con la transmisión en directo en el espacio de la pantalla chica. Por eso, y ciñéndonos al campo cinematográfico, para cualquier cineas- ta comprometido con un proyecto social, el sonido directo constituía una herramienta de exploración que no tenía antecedentes, pues los únicos que hablaban hasta ese entonces en la imagen documental eran los narradores, o, si no, los maestros, los especialistas en algún tema o las personalidades que tenían algún tipo de figuración, y todos ellos porque se les incorporaba la voz que era registrada en una grabadora separada de la cámara o pos- grabada en cabina. A partir del sonido directo, el más irrelevante vendedor ambulante o el más remoto indígena de la Amazonía podía ser entrevistado y los vecinos de un condominio discutir entre ellos los problemas comunes relativos a sus viviendas, o los miembros de un sindicato hacer lo propio en torno a los asuntos o reclamos laborales de una empresa u organización. En Brasil las películas que produce Thomas Farkas son una demostra- ción de las posibilidades del sonido directo. Por ejemplo, los cuatro que forman la primera serie en blanco y negro del proyecto A condição brasilei- ra, filmados en 1964 y 1965, y que son Viramundo, de Geraldo Sarno; Nos- sa Escola do Samba, de Manuel Horacio Jiménez; Subterrâneos do futebol, de Maurice Capovilla, y Memória do cangaço, de Paulo Gil Soares. Estos cuatro mediometrajes fueron reunidos en 1968 en el largo Brasil verdade, SEGUNDA PARTE 219 pero no han tenido como episodios de un largometraje la repercusión lo- grada previamente. La segunda serie en color está compuesta por dieciséis documentales filmados en 1969 y 1970 en torno a la cultura del nordeste brasileño. Cabe destacar que, frente a la casi centralización del cinema novo en Río de Janeiro, el movimiento documental promovido por Farkas tuvo su epicentro en São Paulo. En Cuba diversos cortos, como los de Sara Gómez, Octavio Cortázar o Nicolás Guillén Landrián, también exploran las posibilidades del sonido directo, y en Colombia hacen lo propio Marta Rodríguez (había sido estu- diante de Cine Antropológico en el Museo del Hombre de París y discípula de Jean Rouch) y Jorge Silva. En Argentina, hay un cineasta solitario, en el sentido de que no se adhiere a ningún movimiento, que es Jorge Prelorán. Con estudios en la Universidad de Berkeley, Prelorán se aboca en los años sesenta a un cine etnográfico y científico en comunidades de provincia y espacios naturales en el territorio argentino, sin hacer en absoluto un cine de denuncia social, pero sí recuperando la voz de quienes antes habían sido solo sujetos de contemplación visual sin derecho a la palabra. Ahora bien —y como señala Jorge Ruffinelli—, hay una cualidad “hasta cierto punto neutra, políticamente” en los documentales de Prelorán, “como si se limita- ran a mostrar la ‘realidad’ y todo intento de cambio quedara en el dominio del espectador” (Paranaguá 2003: 164-165). Tanto La hora de los hornos como la trilogía La batalla de Chile, los pro- yectos documentales más conocidos y más ambiciosos (testimonial y esté- ticamente) del nuevo cine latinoamericano son demostraciones, entre otras, de la incorporación del sonido directo a través de la entrevista o del debate. Pero los procedimientos de la encuesta no se limitan al documental, pues también se hacen presentes en la ficción, como es el caso del filme cubano La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez, en el que se apela a declaraciones de los protagonistas de la gesta histórica de la independen- cia cubana de la soberanía española (ciertamente interpretados por actores) declarando delante de la cámara, como si absolvieran los interrogantes de un reportero televisivo. Además del sonido directo se aprovechan también las posibilidades de la movilidad de la cámara en mano que los cineastas estadounidenses y los gestores del cinéma vérité venían explorando, y que será una de las marcas más visibles del documental cubano y de otras partes y que se arraigará también en el cine de ficción, como en La primera carga al machete, pero también en Lucía, El chacal de Nahueltoro, Dios y el diablo en la tierra del sol y Antonio das Mortes, entre muchas otras. La cámara “libre” es uno de los recursos más propios de los nuevos cines. 220 ISAAC LEÓN FRÍAS

El influjo que viene de esas modalidades casi coetáneas del documental que fueron el cinéma vérité y el cine directo no son las únicas. Hay otras que vienen de antes. El estadounidense Robert Flaherty es una referencia inequívoca en el caso de Araya, el documental de Margot Benacerraf, pero también se asoma en las imágenes del mediometraje Ocurrido en Hualfin, y de los largos Hermógenes Cayo o Cochengo Miranda, de Jorge Prelorán. No es el documental de la cámara en mano o de la urgencia testimonial, sino un documental más reposado y decantado, no muy abundante en esos tiempos en los que, más que seguir ciclos de vida, interesaba registrar el presente en sus aristas más sensibles o álgidas. Mayor relieve tuvo, entonces, el influjo de documentalistas como Joris Ivens, cronista de hechos históricos, no exento en absoluto de un toque poético, que se puede rastrear, por ejemplo, en algunos trabajos de Santia- go Álvarez. Sus documentales en torno a la guerra de Vietnam, El cielo y la tierra y Paralelo 17, incidieron en la obra de Álvarez y de otros cineastas de este y otros continentes44. En esa misma época y poco después Emile de Antonio aplicaba procedimientos similares en Rush to Judgment, In the Year of the Pig y Millhouse: A White Comedy en el documental de denuncia es- tadounidense. Poco, en cambio, se ha indagado en la posible influencia de John Grierson y la escuela británica, pese a la presencia del documentalista inglés en el Tercer Festival Internacional de Cine Documental y Experimen- tal organizado por el Sodre en Montevideo en 1958, en el que manifiesta su entusiasmo por los primeros largos de Pereira dos Santos y los cortos de Manuel Chambi y Jorge Ruiz. En relación con lo afirmado por Alberto Elena y Marina Díaz López de que “si la influencia de Grierson y la escuela documentalista británica se dejó sentir con fuerza en cineastas como el boliviano Jorge Ruiz o la ve- nezolana Margot Benacerraf...” (Elena y Díaz López 1999: 14), admito que eso puede tener cierta validez en el caso de Ruiz (y el propio Ruiz lo reco- noce), pero es más relativo a propósito de Reverón o Araya, de Benacerraf, ni siquiera si se mencionara específicamente a Drifters (1929), que si, por una parte, es la más flahertiana de las cintas de Grierson, tiene un carácter vanguardista que la aproxima, asimismo, al montaje del cine soviético de esos años y de manera más clara al de Eisenstein y Vértov, como lo señala François Niney (Niney 2009: 11). Más bien, donde la influencia de Grierson

44 “Ivens era un icono de la izquierda mundial, puesto que había registrado, con su lirismo singular, los comienzos del poder soviético, la Guerra Civil de España, la revolución en China, la insurgencia en Vietnam y otros procesos de liberación en el auge de la descolonización” (Cavallo y Díaz 2007: 27-28). SEGUNDA PARTE 221 puede ser rastreada es en la línea del documental político, aunque con una intencionalidad distinta, porque Grierson es muy enfático al unir la función social del documental con la creación artística. Al respecto, señala:

El documental realista, con sus calles y ciudades y suburbios pobres, y mercados y comercios y fábricas, ha asumido para sí mismo la tarea de hacer poesía donde ningún poeta entró antes y donde las finalidades suficientes para los propósitos del arte no son fácilmente observadas (Alsina y Romaguera 1985: 151).

Precisamente el soviético Serguéi M. Eisenstein ejercerá, sí, una cierta influencia en el cine mexicano, especialmente a partir del documental in- acabado ¡Que viva México!, y en otros países de la región, no desde ese documental, sino —no faltaba más— de la más célebre de sus películas, El acorazado Potemkin, pero eso será objeto de tratamiento en el siguiente apartado. No se puede dejar de lado el hecho de que esas influencias que provie- nen del documental inciden, asimismo, en diversas ficciones de esos años. Entre otros estudiosos del documental en América Latina, Julianne Burton (Burton 1990) destaca que algunos de los más memorables títulos de ese periodo tienen cercanos lazos con los modos del documental, entre ellos Los fusiles y Como era gostoso o meu francês; El chacal de Nahueltoro, Tres tristes tigres y Valparaíso, mi amor; Tarahumara y Reed, México insurgente; El coraje del pueblo y Chuquiago; Memorias del subdesarrollo y La primera carga al machete.

4. Eisenstein y la vanguardia soviética de los años veinte

Paranaguá sostiene:

Cuando se habla de influencias no significa forzosamente mimetismo. De todas maneras, la originalidad y el mimetismo están enredados en un laberinto donde no siempre resulta fácil orientarse. En la modernidad, la reproducción, la copia, la citación, las variaciones, la metamorfosis son procedimientos típicos de una intertextualidad proliferante” (Paranaguá 2003: 40).

Así es, y concretamente, así fue en ese periodo de cambios donde en alguna medida parecía que el cine se estaba rehaciendo. Eso también se advierte en la influencia del cine de la vanguardia soviética luego de treinta y más años. 222 ISAAC LEÓN FRÍAS

Aunque lejana en el tiempo, las huellas del cine soviético de los años veinte se dejan sentir en algunos trabajos documentales de los sesenta. Cierto es que la adhesión a ese cine es en varios casos más declarativa que otra cosa, pero sin duda podemos advertirla parcialmente en la obra sesen- tista de Santiago Álvarez, en La hora de los hornos, incluso en los relatos de ficción de Glauber Rocha o de Jorge Sanjinés. Conviene, no obstante, hacer algunas precisiones para no recaer en lugares comunes o generalida- des sobre reapropiaciones del montaje tal como se concibió en la “década prodigiosa” del cine soviético. Por lo pronto, hay que decir que este es uno de los temas menos tra- bajados en los acercamientos a esa franja que constituye la materia de este libro. Se menciona la influencia o se da por sentada, pero poco más que eso. Por enésima vez, diremos para empezar que la función expresiva del montaje está en la base de las elaboraciones teóricas y la práctica fílmica de los realizadores de la vanguardia soviética. Pero, entre ellos, las posiciones más “avanzadas”, radicales y experimentales en el empleo del montaje co- rresponden a Serguéi M. Eisenstein y a Dziga Vértov. Comparativamente, la narración de los filmes de Vsévolod Pudovkin, Alexander Dovzhenko y Lev Kuleshov sigue reglas de causalidad algo más “establecidas” y el montaje es más asociativo, más “griffithiano” en cierto sentido. Es verdad que el aliento de las películas de Pudovkin y Dovzhenko (La madre, La tierra, Arsenal, Tempestad sobre Asia...) posee una carga social y política que corresponde al periodo en que fueron realizadas y que no está presente en la obra de Griffith, la cual no tiene ni mucho menos el mismo signo ideológico; pero la concepción del montaje en esos realizadores deriva del modo como la ejerció el cineasta estadounidense, con las variantes que el estilo de esos realizadores les imprimieron. En otras palabras, en estos casos podemos hablar de una evolución más que de un cambio notorio en el terreno de las operaciones de montaje. En cambio, la ruptura con el montaje de Griffith es manifiesta en el caso de Eisenstein y Vértov, ciñéndonos estrictamente a la obra de los años vein- te. Salvo en El acorazado Potemkin, que potencia la dimensión “patética” mediante un relato épico con secuencias más definidas y un ordenamiento narrativo más claro, las otras tres realizaciones silentes de Eisenstein di- suelven la estructura del relato a través de un montaje que apela a diversas combinaciones de carácter intelectual. Esas combinaciones también están presentes en El acorazado Potemkin, pero lo están de una forma más clara, más integrada al desarrollo de la “historia”, con mayor concreción —podría- mos decir— frente a esa cuota de abstracción de las otras tres películas que SEGUNDA PARTE 223 son menos “narrativas” y poseen un nivel diegético más elaborado y some- tido a un proceso de intelectualización que, en todo caso, en El acorazado Potemkin es bastante más accesible. En La huelga, por ejemplo, Eisenstein impone el recurso del llamado montaje de atracciones, las imágenes-choque, lo que encontramos también, otra vez, en El acorazado Potemkin, pero investidas —como ocurre en la célebre secuencia de las escaleras de Odessa— de una densidad dramática dilatada por el efecto de amplificación temporal que aplica Eisenstein, lo que le confiere una intensidad patética que no hallamos de la misma forma en La huelga en la que el proceso de tipificación de las oposiciones tiene un mayor nivel de abstracción (la célebre escena de la represión obrera que se intercala con la matanza de las reses en el matadero), sin los primeros planos ni los movimientos de cámara ni el aliento trágico de la secuencia de la represión en la escalera de Odessa. Es decir, en la vanguardia soviética de los años veinte, muy marcada por una concepción constructivista presente en diversas artes, y también en el cine, donde el montaje (término que tiene un origen industrial y fabril) realiza esa operación “constructora”, Eisenstein representa la búsqueda de un constructivismo orgánico45. Por su parte, Vértov es —por decirlo así— una versión más libre, ex- plosiva y también lúdica del montaje, como lo demuestra en su obra maes- tra, El hombre de la cámara. Allí queda graficado un constructivismo más aleatorio y abierto (los procedimientos de animación, ralentí, congelado, división del encuadre, etcétera), bastante menos orgánico si lo comparamos con el que se expone en los filmes eisensteinianos. Como se sabe, la emergencia de la etapa sonora y las estabilizaciones de las industrias, comprendida la soviética, y la implantación en ella de las tesis del “realismo socialista”, relegaron el peso “intelectual” del montaje durante las siguientes décadas, lo que no significa que no existieran ex- cepciones o que la función asociativa y condensadora del montaje no se hiciera presente. Incluso, en las llamadas “secuencias de montaje” dentro de la producción estadounidense, como la que da inicio, por ejemplo, a Héroes olvidados (The Roaring Twenties, Raoul Walsh, 1940). Una variante de estas es el notable “noticiario” que se exhibe al inicio de Ciudadano Kane. El documental, por su parte, siguió utilizando de una manera u otra modali-

45 He ejemplificado con La huelga y El acorazado Potemkin, pero igual, o más aún, cabe destacar la construcción narrativa de Octubre, sus operaciones de montaje, la inclusión de carteles, etcétera, como un antecedente claro de algunas de las pelí- culas que se hacen en América Latina en la década que analizamos, entre ellas La hora de los hornos. 224 ISAAC LEÓN FRÍAS

dades de intensificación en el uso del montaje (en la escuela británica de los treinta, por ejemplo) y otro tanto lo hicieron las vanguardias posteriores. En los años sesenta, algunas ficciones y también documentales retoman la herencia soviética del montaje. En América Latina lo comprobamos en el corto Revolución, de Jorge Sanjinés, eisensteiniano avant la lettre, pese a que Sanjinés haya afirmado que en ese entonces no conocía a Eisenstein. También en Ukamau y Yawar mallku, cintas que al mismo tiempo tienen una clara deuda con el indigenismo. El protagonismo individual de los primeros largometrajes de Sanjinés no excluye la huella eisensteiniana en algunas composiciones, “modelado” de rostros y cuerpos y contrastes de montaje. En cambio, El coraje del pueblo, Fuera de aquí y El enemigo princi- pal, a pesar de su protagonismo colectivo y la incorporación de componen- tes marxistas más explícitos, son menos eisensteinianas en su tratamiento visual y narrativo. En la peruana Kukuli está, también, la fuerte impronta del cineasta naci- do en Riga, y eso se puede notar en las composiciones mayestáticas, en el empleo de los contrapicados, en los saltos espaciales y de racor ajenos a la continuidad clásica, aunque no tanto en las “colisiones” que están presentes en otras experiencias. Por ejemplo, en La hora de los hornos. Allí podemos ver dos secuencias muy gráficas: la que alterna las imágenes de un mata- dero con aquellas extraídas de spots publicitarios, casi una actualización de la secuencia final de La huelga, así como la escena de las estatuas en el cementerio de La Recoleta, que recuerda un poco algunos momentos de El acorazado Potemkin y de Octubre, es verdad que con una correspon- dencia musical que no está presente en esas cintas silentes, pero que no es en absoluto contradictoria con los postulados de Eisenstein en torno a la relación de contrapunto entre el sonido y la imagen, que formuló como una propuesta frente a los riesgos de una estética que se atara al diálogo o a la música en el advenimiento del sonoro. Hay que aclarar, por si hiciera falta, que no todo montaje fragmentado puede ser atribuido a Eisenstein o a Vértov, pues eso sería un craso abuso y, por tanto, es claro que La hora de los hornos prodiga por ratos el montaje atomizado de carácter periodístico o publicitario ya habitual en los años se- senta. Ese carácter de collage de La hora de los hornos, que se asocia igual- mente a otras vanguardias de los veinte (la francesa y la vertiente rítmica y abstracta de la vanguardia alemana) también está presente, y en mayor medida aún, en la obra del cubano Álvarez, así como está presente en esta última la influencia de Eisenstein y, además, la de Vértov. En los documentales de Santiago Álvarez cabe incluso afirmar la supre- macía de la herencia vertoviana, por cuanto el montaje es arrollador y el SEGUNDA PARTE 225 ritmo agitado, y por ratos entrecortado, alcanza una enorme intensidad, po- tenciada por los componentes sonoros y, de manera particular, la música (la canción “Now”, interpretada por Lena Horne e inspirada en el tema musical hebreo “Hava Nagila”, en Now; “In-a-Gadda-da-Vida”, de Iron Butterfly, en 79 primaveras). Pero, además, el estilo de Álvarez, como el de La hora de los hornos, tiene de Vértov la concepción integral del filme que cambia de tono, de registros visuales, y que hace notar que se trata de una construc- ción. Cierto, una construcción a la manera del collage, como veremos más adelante. Eso que era lo propio de El hombre con la cámara, aunque sin la profusión de agregados que en los documentales de Álvarez, así como en La hora de los hornos, incorporan la utilización de insumos múltiples (imágenes de archivo o extraídas de otras películas, carteles, animación, fotos fijas, además de diversas alteraciones de la imagen a la manera o no de Vértov, etcétera) para configurar una totalidad significativa, por otro lado acorde con una época en la que se intensificaba en una parte de la produc- ción el uso del montaje fragmentado y en la que la urgencia del testimonio se imponía con vehemencia. Urgencia que, en el caso de América Latina y otros continentes, se asociaba con la necesidad del cambio revolucionario. Sin ánimo de exhaustividad, otro realizador latinoamericano que asume parcialmente la herencia eisensteiniana es Glauber Rocha. Por cierto, no solo se advierte en su bastante compleja propuesta estética esa herencia; también la de otros nombres capitales, como el de Orson Welles, cuyo ba- rroquismo reprocesa el brasileño, y aunque parezcan contradictorias con la anterior, y también contradictorias entre sí, las de Roberto Rossellini y Luis Buñuel, sin olvidar al Jean-Luc Godard coetáneo y la inserción plena de Rocha en el cine de la modernidad. A propósito de esas herencias, José Carlos Avellar menciona en su mo- nografía acerca de la obra de Rocha, una declaración del autor en torno a un proyecto que no concretó, el de América nuestra:

Ideas para la puesta en escena: la inocencia de Lumière, la escenografía de Méliès, la grandeza de Griffith, la dialéctica de Eisenstein, la poesía de Renoir, la fuerza de Welles, la invención de Godard, la irreverencia de Buñuel (más el romanticismo), el sentimiento de Visconti, de Bernardo [Bertolucci], el amor, la intuición de Rossellini, de Gianni el rigor, y algo de Straub, el misticismo de Kazan + cine americano, Bresson, el aturdi- miento del cine y la pasión de Glauber Rocha (Avellar 2002: 160).

Ni los “cahieristas” en su etapa anterior a la nouvelle vague hubiesen sido tan abrumadores en ese entusiasmo exaltado por el cine de sus maestros. Tampoco se encontraría una declaración de este tipo en ningún otro de 226 ISAAC LEÓN FRÍAS

los realizadores latinoamericanos de esa generación, más bien proclives a negar, a silenciar o a minimizar posibles influencias. Pues bien, en títulos como Dios y el diablo en la tierra del sol y, en menor medida, Tierra en trance y Antonio das Mortes hay, por un lado, “soplos” de la épica eisensteiniana y, por otro, un empleo bastante recurrente de los saltos en la continuidad espacial. Como si se mezclara a Eisenstein con la cámara en mano. El irrespeto del racor clásico era también habitual en el uso del montaje de Godard, un autor al que Rocha no escatimó elogios y con el que coincide en la propuesta de un estilo radicalmente moderno. Ya hemos mencionado, además, al escribir sobre la teoría de Sanjinés, la confrontación entre algunos postulados de Eisenstein con lo que el grupo Ukamau quiso hacer en su práctica fílmica. Se puede agregar que también en el caso del grupo boliviano se despliega una épica con ciertos ribetes hieráticos y una propuesta que involucra un montaje de choque, con una voluntad dialéctica, aunque sin el lado vanguardista del realizador soviético y dentro de una construcción narrativa más llana. De cualquier manera, es otro ejemplo de la impronta eisensteiniana en el cine de la región en los bullentes años sesenta. En relación con esas huellas, Paranaguá observa:

El neorrealismo puede reforzar la corriente documental, mientras el do- cumental social británico contamina la renovación del cine de argumen- to. La importancia de ambos no disminuye la presencia ni la atracción de maestros anteriores, como Robert Flaherty... Ocurre lo mismo con la oposición Eisenstein-Zavattini, que resume dos polos entre los que oscila la renovación latinoamericana de los sesenta. En teoría el montaje eisensteiniano puede contraponerse a las lecciones del neorrealismo. No obstante, la influencia concreta de ¡Que viva México!... pasa más bien por la plástica visual, por la incorporación del muralismo, el grabado y la fotografía moderna al estilo cinematográfico (Paranaguá 2003: 40-41).

Justamente la otra vía de aproximación al cine de los soviéticos es la que proviene de ¡Que viva México!, ese fresco inconcluso en cuatro partes, que hubiera sido la única experiencia no ficcional en la obra largometrajística de Eisenstein. No ficcional es un decir, porque de las imágenes de ese filme (como se sabe, utilizadas en dos o tres selecciones, además del montaje que realizó Mary Seton y del que tuvo a su cargo Grigori Aleksandrov, quien participó en el rodaje del filme, en una versión supuestamente más afín al proyecto de su autor) se puede desprender con claridad que no era un documental ortodoxo ni mucho menos, sino un filme atravesado por pe- queñas incursiones ficcionalizadas. Es decir, ¡Que viva México! se perfilaba como uno de los tantos avatares del documental híbrido. Pese a que quedó SEGUNDA PARTE 227 sin terminar, las imágenes, que nunca fueron montadas por su director, pu- dieron ser vistas, y ya en el documental Redes, de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel (1934), se detecta la sombra de ese filme. Se puede agregar que, antes de iniciar la filmación de esta película que el autor no llegó a montar, Eisenstein dirigió en México un corto documental de 12 minutos El desastre en Oaxaca, recuperado en los años noventa por el Museo de Arte Moderno de Nueva York y que —según Eduardo de la Vega— anticipa el tratamiento del paisaje y de los cuerpos del largo inconcluso (De la Vega 1994: 47). Es clara la incorporación, no tanto del montaje, sino del lustre visual y la composición de los encuadres de ¡Que viva México!, sobre todo en exterio- res campestres y también urbanos en varias películas de Emilio Fernández, debido en una buena medida al trabajo fotográfico de Gabriel Figueroa, uno de los virtuosos (si no el más) de la dirección de fotografía en el cine mexi- cano clásico. Las películas de Fernández (María Candelaria, Enamorada, La perla, Maclovia, Bugambilia...) se nutren en parte de esa iconografía campesina y pueblerina que exhibe ¡Que viva México!, así como, cierta- mente, del legado de los pintores muralistas de ese país (Rivera, Orozco, Siqueiros). Con esa doble raíz —¡Que viva México! y los muralistas— cuyas relaciones examina el propio Eduardo de la Vega en el libro Del muro a la pantalla. S. M. Eisenstein y el arte pictórico mexicano, las imágenes del cine del Indio Fernández diseñaron una visión majestuosa del paisaje, la arqui- tectura citadina y los campesinos mexicanos (De la Vega 1997). Sin embargo, en los años sesenta casi no se advierten indicios de ese filme o de la plástica eisensteiniana, ni tampoco de Figueroa, en buena me- dida porque se privilegia un concepto muy diferente de la imagen fotográ- fica (sencillez de la composición, sobriedad visual, ausencia o limitación de angulaciones marcadas, distinto “modelado” de cuerpos y objetos, etcétera) y porque, en cualquier caso, es más bien por el tratamiento del montaje por donde se pueden establecer algunos vínculos, como se ha visto. Asimismo, hay una clara propensión a los relatos anclados en la gran ciudad o en ám- bitos pueblerinos, pero ajenos a la impronta indigenista.

5. Plataformas intertextuales

Ya hemos adelantado que el boom de la narrativa latinoamericana no tuvo nada que ver, ni en su origen ni en su desarrollo ni en sus características, con el cine de los años sesenta, aunque probablemente el marketing que benefició a los escritores del boom también ayudó a que, al menos, algu- nas películas despertaran interés, especialmente en ciertas metrópolis euro- 228 ISAAC LEÓN FRÍAS

peas, como los filmes brasileños de Rocha y otros. En todo caso, los sesenta son años en que diversas expresiones artísticas de la región, incluidos la música, la pintura y el teatro obtienen reconocimiento internacional. Una parte del cine más destacado, inquieto o renovador de los años sesenta en América Latina se inspiró en obras literarias, o trabajó directamente con al- gunos escritores, y por tanto conviene revisar algunas de estas conexiones y la influencia que pudieron haber tenido, sin que ello signifique que las obras o los guiones de origen hayan sido determinantes ni mucho menos en los logros potenciales de las películas. Las novelas o los cuentos de origen, el guion original y otros son insumos que los filmes procesan para bien o para mal, pero allí están y se incorporan de un modo u otro al espacio diegético del filme. Pero hay algo más que nos interesa poner de relieve en estas conexiones cine-literatura, y es el asunto de algunas matrices de origen literario que se trasladan o se avienen a la escritura fílmica, como el indigenismo, el mo- dernismo brasileño o el realismo social, con lo cual ya no es solo un asunto de adaptación puntual de una novela, sino también de “apropiación” de una cierta constelación estilística. Van por ese lado, especialmente, los vínculos que planteamos en este apartado porque apuntan a una dirección más o menos común en términos de “plataforma intertextual”; es decir, como un conjunto de manifestaciones procedentes de diversos medios y lenguajes que apuntalan una corriente, tendencia o “supergénero” estético-narrativo (el “realismo mágico”, por ejemplo). Conviene distinguir, por lo pronto, diversos orígenes literarios en la constitución de unas películas que aspiraron claramente a no ser meras adaptaciones, sino recreaciones de materiales previos. Ya desde los años cuarenta tanto en México como en Argentina, así como en otros países, la adaptación de obras clásicas de la literatura europea constituía una opera- ción de legitimación cultural de un medio considerado por los círculos más ilustrados de las sociedades locales como indigno de la categoría artística. También algunos autores locales fueron incorporados a esa operación, aun- que ello no constituía una novedad, pues desde los años del cine silente se hicieron adaptaciones, como en Colombia con la conocida novela María, de Jorge Isaacs. Cuatro son las principales vías de acercamiento a esas fuentes que nu- trieron parte de los nuevos cines de los sesenta, la parte menos extrema en sus postulaciones políticas, pues además del documental, ajeno a esa impronta literaria, las películas de Sanjinés tampoco se basaron en referen- tes literarios, aunque no se desprendieron del todo de algunas raíces nove- lescas o plásticas, como veremos luego. Esas cuatro vías son las siguientes, SEGUNDA PARTE 229 según un orden más o menos cronológico: el indigenismo, en el caso de los países andinos y México; el modernismo, en Brasil; los “realismos” lite- rarios, incluido el “realismo mágico”; y la influencia de Bertolt Brecht. Sin ánimo de exhaustividad, veremos una a una estas vías.

5.1 El indigenismo

La vigencia del indigenismo como un movimiento de reivindicación del nativo tiene lugar en las primeras décadas del siglo XX, especialmente en el campo de la literatura, las artes plásticas y la música, pero también en las mismas ciencias sociales, y se manifiesta de preferencia en los países que cuentan con una gran población campesina de origen prehispánico: el mundo andino (Perú, Bolivia, Ecuador y, en menor medida, Colombia), Mé- xico y Guatemala al norte. Hubo una tradición indigenista muy notoria en esos países que, incluso en nuestros días, no ha desaparecido del todo. José Miguel Oviedo señala al ensayista peruano José Carlos Mariátegui como el mayor teórico y difusor del indigenismo en su fase contemporánea. “La visión indigenista de Mariátegui... funde el espíritu revolucionario de la vanguardia y el marxismo para crear una utopía cuyo héroe es el hombre andino” (Oviedo 2001: 451). Ningún otro autor en la región aportó tanto a la comprensión de los problemas del indígena y de la tierra como lo hizo Mariátegui, y de ahí a la teorización de lo que se venía haciendo en el terre- no artístico había solo un paso para quien, a la vez que ensayista de temas ideológicos, sociales y políticos, era un atento seguidor de las manifestacio- nes del arte contemporáneo, incluido el cine. Ángel Rama, uno de los estudiosos más conspicuos de la literatura indi- genista y mestiza en América Latina, y especialmente en el Perú, afirma: “La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo, Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indi- genista y no indígena” (Rama 1985: 140). Rama agrega:

Este término, ‘indigenismo’, quedó acuñado por la generación posmo- dernista latinoamericana, siendo ella la que le confirió un significado con el cual fue aceptado en todo el continente. Como en los ejemplos paralelos y contemporáneos del ‘negrismo’ antillano y el ‘revoluciona- rismo’ mexicano, se trató de una formulación local, peculiar, referida a la problemática cultural de la región, de esa tendencia generalizada, regionalista, criollista, nativista... su franco y duro realismo; sus esquemas mentales simples, contrastados, rotundos... su fuerza, que le otorgó una 230 ISAAC LEÓN FRÍAS

nota recia y áspera; su espontáneo emocionalismo elevado a la categoría de valor estético y moral... todos esos rasgos pueden encontrarse en las novelas, las obras de arte, los estudios sociales o económicos, las consig- nas políticas de la época (Rama 1985: 181).

No hubo en el Perú de esos tiempos un cine indigenista, pues no parece serlo el documental del italiano Pedro Sambarino, Inca Cuzco (1934), del que se conservan algunos fragmentos. El propio Sambarino, cuyo trabajo transcurrió entre el Perú y Bolivia, hizo en el país altiplánico documentales sobre la temática indígena. A propósito de este punto, cabe aclarar que no es lo mismo una estética indigenista que una que haga del universo andi- no o indígena en general su objeto de observación, y es por ello que los indicios con que se cuenta no avalan la consideración de los documenta- les de Sambarino como pertenecientes a la corriente que tratamos en este apartado y que serían más bien un registro casi meramente fotográfico de celebraciones y actividades. Durante la etapa de consolidación de la industria, en México hubo una influencia muy clara de la estética visual indigenista, especialmente por el lado de los muralistas, pero también de fotógrafos como Manuel Álvarez Bravo, quien incluso colaboró con Eisenstein en el rodaje de ¡Que viva México! y más tarde incursionó como realizador en el cine documental. La impronta del indigenismo se manifiesta en las películas campesinas de Emilio Fernández y en muchas otras, tanto en el terreno de la ficción (Tizoc, de Ismael Rodríguez, por ejemplo) como en el documental (Raíces). En el periodo de los sesenta, el indigenismo se modera en México, pues ya no era políticamente correcta una visión reivindicativa e idealizada de las etnias autóctonas. Aun así, todavía se puede percibir un cierto halo indige- nista en la representación de la comunidad indígena en Tarahumara y muy poco más, entre otras cosas porque esa temática apenas estuvo presente en el cine mexicano de esos años, casi totalmente abocado a los asuntos urba- nos, en la línea de un cine de preocupaciones sociales asociadas a la gran urbe del Distrito Federal. Más bien, es en el sur andino donde podemos percibir la supervivencia de la estética indigenista en Vuelve, Sebastiana y en Kukuli, y neoindigenista en Ukamau y Yawar mallku, estos dos últimos los títulos más notorios en el abordaje de la situación del indígena aimara en las punas bolivianas46.

46 En relación con Kukuli, suerte de iniciadora de una “nueva etapa” del largometraje peruano, Ricardo Bedoya (Bedoya 1992: 151) afirma: “Si hubo una mirada de vo- cación originaria y primitiva en Kukuli, ella no fue la del descubridor embriagado con su posibilidad de revelar el mundo —como en los cortos de Chambi—, fue SEGUNDA PARTE 231

Cierto, no es que Sanjinés suscriba ni mucho menos una herencia cultu- ral frente a la cual toma una cierta distancia. No se puede decir en rigor que la obra de Sanjinés sea la de un cineasta neoindigenista, salvo en Ukamau, donde sí lo es, y en menor medida Yawar mallku, aunque no se trate de un neoindigenismo programático ni mucho menos. Yawar mallku, desde una óptica marxista, establece algunas diferencias con el largo anterior. Sin embargo, no se desprende del todo de una visualización que enaltece la figura del indígena y de su espacio geográfico y que levanta su imagen con el ímpetu plástico de las representaciones del indígena en actitud recia y viril. Gumucio Dagron le atribuye a Ukamau un carácter “arguediano”, en referencia al escritor boliviano Alcides Arguedas, el autor de Wara Wara (en la que se basó la película silente del mismo título que dirigió José María Velasco Maidana) y Raza de bronce, la novela indigenista boliviana más notoria (Gumucio Dagron 1983: 210). Bolivia parece ser, además, el único país de la región que cuenta con una producción de temática indígena en el periodo silente, tanto en el corto como en el largometraje. Además de Wara Wara, hay otros dos largos, La profecía del lago, del propio Velasco Maidana, y Corazón aymara, de Pedro Sambarino. A diferencia de Wara Wara, que ha sido rescatada y restaurada, las otras dos están perdidas. Sin embargo, sería un poco aventurado supo- ner que en esos empeños hay una mirada indigenista, a no ser la que se desprende de la novela del Arguedas boliviano, que sin embargo no impli- ca, necesariamente, que el tratamiento de la película transmita esa mirada. De hecho, Wara Wara, de Velasco Maidana, y de manera muy curiosa en una época marcada fuertemente por el indigenismo, propone un “encuen- tro” de razas y culturas, en una reedición, en el contexto de la conquista del Imperio incaico, de la historia de Pocahontas y John Smith.

5.2 El modernismo brasileño

Los historiadores y teóricos del cine brasileño le atribuyen una especial importancia a la herencia del movimiento modernista que en los años vein- te irrumpió en el espacio cultural del país con propuestas novedosas, en alguna medida cercanas a las que las vanguardias europeas, especialmente la francesa, activaban en esos años. Sin embargo, a diferencia de la van- guardia francesa en la que el cine tuvo un lugar muy significativo, en el mo-

más bien la que se posó sobre aquellos procedimientos fílmicos capaces de dar cuenta de la esencialidad poética del drama del paisaje, en el que la pureza de los campesinos idealizados era reflejo de la nitidez del cielo”. 232 ISAAC LEÓN FRÍAS

dernismo brasileño este no estuvo incluido, salvo en una experiencia única, atípica e incluso algo tardía, la del poeta Mário Peixoto en el largometraje Límite (1933), el filme de vanguardia silente más significativo realizado no solo en Brasil, sino también en toda América Latina, que por muchos años apenas si se pudo ver muy esporádicamente. Ahora bien, salvo en un caso particular, no existen vínculos directos en- tre el movimiento cinematográfico brasileño de los sesenta y el modernismo que se inicia en la década del veinte y se prolonga en la siguiente. Ese fue un movimiento plural que abarcó literatura, pintura y música, a diferencia del carácter específicamente fílmico del cinema novo. Aun así, se considera al cinema novo como una suerte de resurgimiento de ese espíritu vanguar- dista fuertemente enraizado en la identidad cultural brasileña y, por lo tan- to, comprometido con ese intento de fusionar referentes del arte contempo- ráneo con temas y motivos de la realidad nacional. Un ejemplo extrafílmico de esa tendencia es el que representa el compositor Heitor Villa-Lobos, figura mayor del arte musical brasileño del siglo XX, cuya música se incluye en Dios y el diablo en la tierra del sol y en otros títulos del cinema novo. Es, entonces, el espíritu renovador del modernismo el que se advierte en las películas del cinema novo, con una manifiesta búsqueda de lo propio. Ismail Xavier sostiene:

En parte inspirado en las vanguardias históricas europeas de principios de siglo, el modernismo de 1920 creó la matriz decisiva de esa articu- lación entre nacionalismo cultural y experimentación estética que fue reelaborada por el cine en la década de 1960 como respuesta a los de- safíos de su tiempo. Fueron estas preocupaciones modernistas las que definieron el mejor estilo del cine de autor (Xavier 2000: 65).

Más allá de que se intente, desde la reflexión teórica, establecer un puente histórico entre dos etapas culminantes de la producción cultural en Brasil, hay algunos datos que permiten validar los vínculos entre esa co- rriente de los años veinte y el cinema novo, especialmente mediante la obra de Joaquim Pedro de Andrade, el realizador que en mayor medida funciona como “bisagra” entre su generación y esa precedencia creativa. Macunaíma es la película de Joaquim Pedro que expresa de manera más clara ese vínculo porque adapta una novela de Mário de Andrade, nombre clave del modernismo, escrita en 1928. Se trata de una versión libre adaptada parcialmente al momento de la filmación (1969). La crítica francesa Sylvie Pierre señala: SEGUNDA PARTE 233

Esta película representa un punto de unión, una muestra evidente de la relación entre cinema novo y modernismo. Se trata de la adaptación de una de las obras literarias más destacadas del modernismo, realizada por un cineasta que consagró la mayor parte de su obra a mostrar la predilección que tenía por esta literatura, empezando por sus primeros cortometrajes. El primero de ellos sobre Manuel Bandeira, gran poeta seguidor del modernismo desde los años veinte. La película O padre e a moça (1965) es la adaptación de un poema de Carlos Drummond de Andrade, quien también formó parte del movimiento modernista. Hacia el final de su carrera, Joaquim Pedro dirigió la película O homem do Pau-Brasil, basada en la biografía de otra gran figura del modernismo, el escritor Oswald de Andrade... Tampoco hay que olvidar que fue el hijo de uno de los máximos exponentes de la intelectualidad brasileña, Ro- drigo Melo Franco de Andrade, una especie de Malraux brasileño (Pierre 2000: 104-105).

Añade Sylvie Pierre:

Sin ninguna duda, Joaquim Pedro de Andrade es el cineasta más directa y literalmente relacionado con el movimiento modernista. En su obra podemos encontrar una especie de resurrección, sin intermediarios, de los pilares de este movimiento. Simbólicamente, Joaquim Pedro reunió a todos los Andrade del modernismo... Mario Oswald o Carlos Drummond no eran de la misma familia, ni tenían relación con Joaquim, quien per- tenecía a la aristocracia ya que descendía de una familia de la élite social e intelectual de Minas Gerais (Pierre 2000: 105)47.

Paranaguá, por su parte, señala que

La filiación entre el modernismo literario y el cinema novo tiene su mejor representación en el realizador Joaquim Pedro de Andrade. La deuda con la novela regionalista está presente en las adaptaciones de Nelson Perei- ra dos Santos y Walter Lima Jr.; la invención del lenguaje de Guimarães Rosa, en Glauber Rocha; la influencia del pensamiento antropológico y sociológico, en Carlos Diegues (Paranaguá 2003: 234).

5.3 Realismos literarios

En alguna medida, las ficciones del nuevo cine latinoamericano reproducen algunas diferencias y matices de las vías del realismo en la narrativa que

47 La misma autora aclara que en Brasil llamar a los personajes conocidos por sus nombres, y no siempre por sus apellidos, es algo común. También lo hacemos en estas páginas. 234 ISAAC LEÓN FRÍAS

se construía en la región y que a mediados del siglo XX y, sobre todo, en la generación del boom y sus alrededores alcanza su punto más alto de ebullición. Me refiero principalmente a esa tensión, que se presenta a veces en el interior de una misma novela, entre un realismo de carácter descrip- tivo o también introspectivo y otro que convive con una dimensión irreal o fantástica. Estas son dos de las fuentes que alimentan a las ficciones y que provienen de diversos autores. No es mi propósito, ni tampoco soy un especialista en la materia, ingresar en un terreno de debate que compete a la crítica literaria, pero en lo que toca al periodo que analizamos, podemos ver ese espacio, más que de confrontación o de tensión, que no lo fue, sí de cotejo o de desplazamiento entre variantes de representación que ya tenían una historia previa y que luego seguirán alimentando al cine posterior. De manera especial, a partir de los años veinte, durante el auge del in- digenismo, la formación de los partidos comunistas y la intensificación de las movilizaciones políticas, juntamente con la “modernización” de las so- ciedades nacionales, en medio de hondas diferencias económicas y étnicas, se acentúa la literatura de carácter social y se exploran las vías del realismo. A partir de allí diversos escritores asumen el compromiso social de la lite- ratura: Rómulo Gallegos, en Venezuela; Miguel Ángel Asturias, en Guate- mala; Graciliano Ramos y Jorge Amado, en Brasil; Martín Luis Guzmán, en México; Roberto Arlt, en Argentina; Enrique Amorim, en Uruguay; etcétera. En los años sesenta, la narrativa escrita y, en menor medida, la drama- turgia ofrecen materiales que coinciden con la visión de realizadores que toman distancia con la tradición impuesta por la industria y sus derivados. Narrativa que de una forma u otra se aviene, además, a una contemporanei- dad que se desea asumir con energía, aun cuando la ubicación de los rela- tos pueda no coincidir con la actualidad inmediata o cercana. Es, más bien, una cuestión de modo de acercamiento, de punto de vista. Esa contempo- raneidad del punto de vista se asocia a la temática social, pero también a los procedimientos narrativos. Puede que Julio Cortázar no apunte a temas sociales explícitos, pero su escritura revela capas más o menos ocultas del mundo de su tiempo y lo hace de una manera novedosa. Por esta vía de las fuentes literarias propias circula la mayor parte de lo que se realiza en esos años. Bien entendido, lo que se realiza a partir de una base literaria que no es —como se ha visto— lo que predomina en el concepto del nuevo cine. La tendencia, entonces, es a “nacionalizar” los soportes literarios del guion, y no porque antes no fueron guionistas locales los que predominaran, sino porque, y sobre todo en los años cuarenta y cincuenta, se echó mano a muchas obras del acervo literario mundial, acer- vo literario que se sometió a los dictámenes de los esquemas genéricos. En SEGUNDA PARTE 235 los años sesenta, la orden del día —por decirlo así— es apelar a los propios escritores y, en alguna medida, avanzar con ellos, despojando a los relatos fílmicos de esos revestimientos melodramáticos u otros con que antes se “filtraban” las tramas novelescas. Los realismos contemporáneos que estaban a la orden del día se impo- nen no como modelos, pero sí como referentes a los que se apela: novedad fílmica, por lo tanto, y también novedad (o relativa novedad) literaria. La operación no siempre funcionó satisfactoriamente, pero supuso en su mo- mento una posibilidad de encuentro que como tal tendría que abordarse con mayor amplitud y detenimiento. Más aún porque esa relación ha prose- guido y se han adaptado posteriormente, entre las de otros autores, varias obras de García Márquez, pero cualquier consideración que se pueda hacer sobre ese vínculo desborda los límites de este trabajo. Según Paranaguá:

La relación con la literatura tal vez constituya otra diferencia entre el ci- nema novo, el nuevo cine argentino y los ímpetus renovadores en Méxi- co. Ni la vanguardia porteña ni los escritores de la Revolución mexicana parecen atraer a la generación del sesenta. Es cierto que Hugo Santiago escribe el guion de Invasión... en colaboración con Jorge Luis Borges, pero se trata de un argumento original de Borges y Adolfo Bioy Casares... El Nuevo Cine Argentino prefiere recurrir a escritores coetáneos como David Viñas, Julio Cortázar, Juan José Saer, Osvaldo Dragún, Bernar- do Kordon o el paraguayo Augusto Roa Bastos. Asimismo, el mexicano Paul Leduc no adapta una de las consagradas novelas de la revolución sino al periodista estadounidense John Reed (Reed, México insurgente, 1970), mientras sus compañeros de promoción colaboran con los mis- mos escritores que frecuentaron las funciones de cineclub, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Jaime Sabines, Juan de la Cabada, Inés Arredondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Sergio Magaña, sin olvidar al maestro de todos ellos, Juan Rulfo. De los mayores, solo José Revueltas, veterano guionista, mantuvo el diálogo y la colaboración con los estudiantes y los cineastas de la generación de 1968 (Paranaguá 2003: 240-241).

A lo anterior, Paranaguá agrega:

México y Argentina parecen emular o acompañar el boom de la narrativa latinoamericana, al paso que el cinema novo trata de reanudar el hilo perdido de las vanguardias del siglo XX. En este aspecto, Cuba tiene una evolución sintomática. Durante los primeros años de la Revolución, la carencia de guionistas idóneos lleva a colaboraciones con autores con- temporáneos como José Soler Puig, Onelio Jorge Cardoso, Eduardo Ma- net, Edmundo Desnoes, Miguel Barnet, José Triana o Jesús Díaz. Pero, 236 ISAAC LEÓN FRÍAS

luego, “el ICAIC recurre a escritores consagrados en el periodo prerrevo- lucionario después de que la contemporaneidad se volvió absolutamente conflictiva: surgen entonces en las pantallas obras de Fernando Ortiz y Alejo Carpentier, por no hablar de los decimonónicos José Martí, Ansel- mo Suárez Romero y Cirilo Villaverde (Paranaguá 2003: 241).

Con la salvedad de la emulación o el acompañamiento del boom litera- rio, que están en todo caso muy acotados en cierta parcela del cine argen- tino y mexicano de ese periodo, revisemos un poco esos apoyos literarios. Empezando por el realismo social más explícito, justamente encontramos en México al escritor José Revueltas, un activo guionista y no en el periodo del nuevo cine mexicano, sino antes. Revueltas fue el guionista de varias películas de Roberto Gavaldón, y guionista también de La ilusión viaja en tranvía, de Buñuel, una razón más para revisar una etapa del cine mexica- no que, fuera de ese país, se conoce muy poco en estos tiempos. Una de las novelas de Revueltas de mayor impacto, El apando, dirigida por Felipe Cazals en 1976, se convirtió en uno de los títulos más notorios de ese nue- vo cine mexicano en su etapa de ascenso, antes del término del gobierno de Echeverría. Pareciera algo contradictorio con lo dicho antes que, salvo por El apando, comience por mencionar a un autor que tiene una escasa participación en esa época. Lo hago porque Revueltas es una influencia muy fuerte en ese periodo, como escritor y como activista político, y de no haber mediado las condiciones de inestabilidad en que vivió sus últimos años (falleció en 1967) es muy probable que su contribución a ese cine in- dependiente en gestación hubiese sido bastante más productiva. Vicente Leñero es otro escritor muy activo como guionista desde co- mienzos de los años setenta en una tónica realista. Suyos son los guiones de Los albañiles y Cadena perpetua. Carlos Fuentes tiene una conexión muy activa con el cine independiente mexicano de los sesenta. Es guionista, junto con Gabriel García Márquez de Tiempo de morir, el primer largo de Arturo Ripstein, de la adaptación de Pedro Páramo, que dirigió Carlos Velo, de Un alma pura, de Juan Ibáñez, basada en un relato suyo, entre otras, aparte de sus relatos adaptados al cine. Al respecto hay que destacar que el “estamento” literario mexicano de esos años fue tal vez el más cinéfilo en la historia del siglo XX en América Latina y participó de una forma u otra, y no siempre como guionistas o como adaptadores de sus propios relatos. Además de Fuentes, allí está García Márquez, quien ya residía en el Distrito Federal, Salvador Elizondo, Vicente Leñero, José Luis González de León, José de la Colina, Carlos Monsiváis, el propio Octavio Paz, entre otros. A ellos se pueden sumar los pintores José Luis Cuevas y Vicente Rojo. SEGUNDA PARTE 237

En Chile, Carlos Droguett pertenece a esa misma línea de exploración de un realismo duro, y una de sus novelas más conocidas, Eloy, fue llevada al cine por el fotógrafo boliviano-argentino Humberto Ríos en 1969. Graci- liano Ramos, nombre prominente en la novela social brasileña, es el autor de Vidas secas y San Bernardo, que Pereira dos Santos y Hirszman, respec- tivamente, adaptan en dos de las obras más apreciables del movimiento. Más tarde, el propio Pereira dos Santos dirigiría Memoria de la cárcel, otra adaptación de Ramos. En Venezuela, Román Chalbaud impulsa un teatro realista que más adelante será la base de su primera película, Caín adoles- cente, basada en su pieza teatral homónima. Por otro lado, está la vertiente que el cubano Alejo Carpentier llamó lo real maravilloso en el prólogo de la novela El reino de este mundo y que se confunde un poco con lo que, después de la publicación de Cien años de soledad, se consagró como el realismo mágico. Por cierto, y si se toma la expresión al pie de la letra, los realismos mágicos son variados. Si lo vemos en una perspectiva geográfica, uno de ellos es el colombiano-caribeño, otro el argentino de un autor como Cortázar, y otro, más cerca del primero, el del mexicano Juan Rulfo. Y las variantes podrían seguir. En una perspectiva estilística, las modalidades individuales son, asimismo, múltiples. Sin em- bargo, la noción de realismo mágico que mayor resonancia ha conseguido es la que deriva de la narrativa de García Márquez. Joaquín Marco afirma:

La nueva novela utiliza un sistema de referencias en la que no se halla ausente el mundo mágico. Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, el propio Jorge Luis Borges, entre otros, lo extraen de sus tradiciones na- cionales o de lecturas. Cortázar también muestra una atención preferente hacia lo mágico situado en el mundo urbano. Pero García Márquez lo ex- plicita y logra nuevos significados... García Márquez demuestra en Cien años de soledad que lo maravilloso convive con lo cotidiano y, a través de un lenguaje evocador y preciso, es posible hacer vivir lo inverosímil y convertirlo en verídico y poético (Marco 1987: 316-317).

Como se sabe, la relación de García Márquez con el cine ha sido profu- sa desde sus tiempos de periodista y está ligado muy fuertemente, aparte del cine independiente mexicano de los sesenta, a dos de las iniciativas cubanas más notorias: la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños. Ahora bien, y en lo que corresponde a este apartado, dos de los guiones más visibles del escritor colombiano en los años sesenta no avalan, precisa- mente, su condición de máximo exponente del realismo mágico. Ellos son 238 ISAAC LEÓN FRÍAS

el ya citado Tiempo de morir y En este pueblo no hay ladrones, que realizó Alberto Isaac, a partir de un relato del colombiano. No es que no se pueda encontrar en ellos (o, mejor, en las películas resultantes) “indicios” de ese realismo mágico presente en sus cuentos y novelas, pero se encuentran de un modo muy atemperado, por lo que finalmente terminan integrándose más bien a un realismo costumbrista con mayor filo crítico y ciertamente más seco y elíptico que algunos precedentes en el cine de México o de otras partes. La adaptación de Pedro Páramo, la extraordinaria novela de Juan Rulfo, a menudo considerada en los predios del realismo mágico, estuvo a cargo de Carlos Fuentes, pero no encontró en la película filmada por Carlos Velo en 1968 la potenciación de esa atmósfera ambigua e inquietante propia de la novela. La película estaba llamada a ser en su momento la gran obra fíl- mica del realismo mágico mexicano, pero no lo fue, entre otras cosas, por la elección del estadounidense John Gavin en el rol protagónico, un serio error de casting. En 1976 se hizo una nueva versión de la misma novela, esta vez sin Fuentes. El propio Rulfo escribió el argumento de El gallo de oro y fue guionista o coguionista de varias cintas mexicanas; entre ellas escribió los textos para La fórmula secreta, de Rubén Gámez, un curioso mediometraje entre el do- cumental y la ficción, que no es precisamente muy rulfiano, aunque instala una atmósfera poética muy peculiar y distinta a otras que se intentaron crear en ese periodo. Las obras del argentino Cortázar llevadas al cine se asocian a una mo- dalidad de realismo fantástico en el que se hace patente la quiebra o la ambivalencia de la realidad exterior y prosaica, como se evidencia en La cifra impar, Circe e Intimidad de los parques, de Manuel Antín. También es muy significativa la contribución de Jorge Luis Borges, de quien ya se habían adaptado sin mayor trascendencia algunos de sus cuentos en el cine argentino, al largo Invasión. Es un relato escrito con Adolfo Bioy Casares, especialmente para Hugo Santiago, y el propio Borges se encargó del guion con el director. Invasión es, entre otras cosas, una extrañísima historia de amenaza de ocupación de una ciudad por enemigos de origen desconoci- do, que, sin ser ciencia ficción ni relato de espionaje, crea una atmósfera de indudable realismo mágico o fantástico en una modalidad casi intrans- ferible, aunque recoja ecos lejanos de algunas cintas silentes de Fritz Lang. Borges declaró en una entrevista: SEGUNDA PARTE 239

Hemos intentado (no sé con qué fortuna) un tipo nuevo de filme fan- tástico: un filme basado en una situación que no se da en la realidad y que debe, sin embargo, ser aceptada por la imaginación del espectador... hemos inaugurado un género nuevo —me parece— dentro de la historia del cinematógrafo (Oubiña 2002: 100-101).

No es un género nuevo, claro, pero sí es uno de los avatares más curio- sos del realismo fantástico en el cine de América Latina.

5.4 Las huellas de Brecht

Entre los postulados teóricos del dramaturgo Bertolt Brecht hay dos que son fundamentales y que, por cierto, puso en práctica en sus piezas y en las escenificaciones a su cargo. Estos son el concepto de “distanciamien- to” y el de la “dramaturgia épica”. Con el distanciamiento, Brecht intenta eliminar del texto teatral los componentes sentimentales que favorecen los mecanismos de identificación del espectador, de tal manera que se estimule la comprensión racional y crítica del espectáculo. La dramaturgia épica — según Patrice Pavis— “designa para Brecht una forma teatral que utiliza los procedimientos de comentario y distancia narrativa para describir mejor la realidad social considerada y contribuir a su transformación” (Pavis 1980: 56). No se alude al concepto de épica histórica o aventurera, sino a un sen- tido distinto, el que busca un efecto reflexivo a través de los parlamentos, pero también de carteles, visualizaciones o canciones, entre otros recursos. Brecht se inspira en la noción del poema épico de la antigüedad que incluía voces, música y acciones, y que configura una modalidad de teatro. De ahí la propuesta de un teatro épico que no apela a la identificación, sino al cuestionamiento. “El teatro épico de Brecht rechazó el teatro clásico, demandando en su lugar una estructura narrativa que era interrumpida, fracturada, digresiva. La tendencia general era de argumentación más que de representación. El espectador tenía que permanecer fuera del drama más que ser empujado a su interior. El personaje era considerado como un epifenómeno de los procesos sociales más que la expresión de la voluntad individual y el de- seo. La estrategia narrativa dominante era de montaje, la yuxtaposición de unidades autocontenidas, más que de crecimiento orgánico y evolución de una estructura homogénea. Al margen de los objetivos generales del teatro brechtiano (...el cultivo de un espectador pensante activo, la desfamiliari- zación de realidades sociales alienantes, el énfasis en las contradicciones sociales...), Brecht también propuso técnicas específicas para alcanzar estos objetivos: el rechazo de héroes/estrellas, interpelación directa al espectador, 240 ISAAC LEÓN FRÍAS

despsicologización. En términos de actuación, Brecht defendió un doble distanciamiento: entre el actor y el papel, y entre el actor y el espectador” (Stam y otros 1999: 227). Hasta donde conozco no se ha estudiado aún en profundidad la in- fluencia de esos postulados en el cine, pero sus manifestaciones se pueden rastrear, especialmente en el cine de la modernidad, por ejemplo en la abundante filmografía de Jean-Luc Godard (La chinoise es, quizá, la más brechtiana, al menos de la primera parte de su obra), y casi en el íntegro de la filmografía de Jean-Marie Straub (un modelo de la “dramaturgia épica” sería Sicilia). Quien ha ofrecido un resumen muy acertado de los aportes de Brecht al teatro, también aplicables al cine, más aún que en el libro que hemos men- cionado en la última cita, es precisamente Robert Stam en su libro Teorías del cine. Después de mencionar el vínculo del dramaturgo alemán con el cine (su participación en el filme alemán Kuhle Wampe y el guion de Los verdugos también mueren, de Fritz Lang) y de señalar la influencia del autor en diversos cineastas (entre ellos: Welles, Godard, Resnais, Duras, Straub- Huillet, Fassbinder, Makavejev, Oshima, Rocha y Gutiérrez Alea), además de las obras de Brecht adaptadas al cine, hace un listado del que reproducimos o parafraseamos los puntos que encontramos más significativos.

• La creación de un espectador activo, en oposición al pasivo creado por el teatro burgués. • La transformación del deseo del espectador en vez de su satisfacción. • El rechazo de la oposición entretenimiento/educación que da por sentado que el entretenimiento es inútil y la educación no ofrece ningún placer. • La crítica a los abusos de la empatía y el pathos. • El rechazo de una estética que apunta a potenciar un sentimiento único y abrumador. • La crítica del esquema destino/fascinación/catarsis, típico de la trage- dia aristotélica, a favor de la representación de gente corriente que crea su propia historia. • El arte como llamado a la acción, en que se lleve al espectador no a contemplar el mundo, sino a cambiarlo. • El personaje como contradicción, como escenario en el que se encar- nan las contradicciones sociales. • Efectos de alienación que descondicionen al espectador y “extrañen” el mundo social en el que vive. • El teatro entendido como arte crítico y a la vez divertido, análogo en ciertos aspectos a los placeres del deporte o del circo. SEGUNDA PARTE 241

• Hacer un teatro de “interrupciones”, antiorgánico y antiaristotélico, basado en sketches, como el music hall o el vodevil. • El rechazo de héroes/estrellas y de la dramaturgia que construye hé- roes mediante la iluminación, la puesta en escena y el montaje. • La despsicologización de un arte en función de esquemas colectivos de comportamiento, más que en los matices de la conciencia in- dividual. • Interpelación directa al espectador. En el teatro hay que dirigirse directamente al público, y también en el cine personajes, narrador e incluso la cámara se han de dirigir directamente al público. • Interpretación distanciada. Distanciamiento entre el actor y su papel, entre el actor y el espectador. • Separación de elementos, de modo que las escenas y las pistas (mú- sica, diálogo, letra de canciones), en vez de de reforzarse entre sí, se desacrediten mutuamente. • Reflexividad, técnica que permite al arte revelar los principios de su propia construcción (Stam 2001: 176-177).

Vale la pena haber consignado la síntesis de Stam porque, en primer lugar, se asocia a diversos postulados del cine de la modernidad y de las nuevas olas europeas, con lo que se puede tener una idea más aproximada del influjo que ejercieron las tesis brechtianas en los cineastas de esa época de cambios. Por cierto, eso no quiere decir que todas las propuestas bre- chtianas fueran asimiladas por unos y otros, lo que no es así, en absoluto. Cada uno tomó de ellas lo que les servía para sus propósitos expresivos, como hizo por ejemplo el alemán Hans-Jürgen Syberberg, que no menciona Stam en su relación de cineastas influidos por los postulados del autor de Madre Coraje. Y aun cuando la relación de Brecht con el cine fuera anterior a ese periodo, es muy claro que su mayor gravitación sobre realizadores, y también teóricos y críticos, se produce en la década del sesenta, aunque sin duda se prolonga en las siguientes. Esos postulados, unos más que otros, se pueden rastrear, asimismo, en las teorías que se elaboran en estas tierras, en las del tercer cine y las co- rrientes militantes, en la estética del hambre y de la violencia, en la del cine imperfecto, en las de Sanjinés, y se pueden, rastrear, asimismo, en algunas películas de esos años. No a la manera de aplicaciones mecánicas porque los postulados brechtianos no configuraron un recetario fácil de aplicar, ni mucho menos, y en el caso de las propuestas de no ficción (que no están contempladas como tales en la teoría brechtiana, la que siempre asume la presencia del actor como parte fundamental de la representación) tienen sus propias especificidades. Sin embargo, algunos teóricos o artistas en 242 ISAAC LEÓN FRÍAS

diversos puntos del planeta rechazaron ciertas propuestas de Brecht, sobre todo aquellas referidas a la función de entretenimiento que el alemán res- cató. Las teorías latinoamericanas, en tal sentido, no fueron precisamente muy proclives al estímulo del entretenimiento, visto como algo propio del “primer cine” y de las modalidades establecidas por los medios de comu- nicación masivos. Al respecto, el propio Stam sostiene:

Una teoría basada únicamente en las negaciones de los placeres conven- cionales del cine —la negación de la narración, de la mímesis, de la iden- tificación— nos deja en un callejón sin salida, en una anhedonia donde al espectador no le queda prácticamente nada con lo que conectar. Para que sea efectivo, un filme debe ofrecer un quántum de placer, algo que descubrir, ver o sentir. El distanciamiento brechtiano, al fin y al cabo, solo podrá ser efectivo si existe algo —una emoción, un deseo— respecto a lo que distanciarse. Limitarse a lamentar los deleites del público frente al espectáculo y la narración delata una actitud puritana respecto al placer del cine. De poco les sirve a las películas ser ‘correctas’ si a nadie le in- teresa participar en ellas (Stam 2001: 179).

En efecto, y como Stam lo sostiene de manera tan nítida, se elaboró una teorización que exigía del espectador una participación racional y reflexi- va, descartando prácticamente las menores cuotas de placer y de diversión que pudiesen recibir. El placer se volvió en esos tiempos altamente “sospe- choso”. Una perspectiva marxista extremadamente “monástica” y temerosa de la menor infiltración “burguesa” cercenó (o, al menos, quiso hacerlo) cualquier estímulo placentero, que incluso puede encontrarse en las formas “deconstructoras” o “reflexivas” del cine de la modernidad y de otras van- guardias. Ni Un perro andaluz ni los filmes de Resnais o Antonioni descar- taron en absoluto el estímulo placentero en aras del distanciamiento o la re- flexividad. Tampoco lo hizo el cine de Godard, minando las convenciones del lenguaje narrativo establecido. Por cierto, muchas de las aplicaciones fílmicas en la región, incluso amparadas en el radicalismo de las teorías, no excluyeron el componente placentero que se puede encontrar, incluso, en una cinta tan hipercrítica como La hora de los hornos. Volviendo de manera más puntual al influjo del dramaturgo alemán, quien en mayor medida incorpora componentes brechtianos en el cine latinoamericano de los sesenta (sin cercenar, tampoco, los estímulos placen- teros, que provienen de su propia concepción barroca) es Glauber Rocha, y las películas en que estos se hacen más explícitos son Dios y el diablo en la tierra del sol y Tierra en trance, un original relato en torno al poder político en el que los procedimientos que apuntan al distanciamiento del SEGUNDA PARTE 243 espectador y contribuyen a la reflexión aparecen muy bien engarzados. Esto no quiere decir en absoluto que se trate de una propuesta didáctica y unidimensional, que tampoco era el teatro de Brecht, pues es una cinta muy exigente y, como casi siempre en Rocha, cargada de alusiones metafóricas. Se pueden hallar, asimismo, rasgos brechtianos en Canoa, del mexicano Cazals, especialmente en el personaje del narrador que interpreta Salvador Sánchez, en Aventuras de Juan Quin Quin y en Memorias del subdesarro- llo, pero en esta hay también un lado proustiano, que no corresponde para nada al anterior, aunque tampoco entra en colisión ni mucho menos, entre otras filiaciones que subyacen en un filme muy complejo y plural. Más bien, Los hijos de Fierro, de Fernando Solanas; La tierra prometida, de Miguel Littín, y Reed, México insurgente, de Leduc, se adhieren en mayor medida a la “dramaturgia épica”, y no porque estén ambientados en exteriores casi en su totalidad, sino por el efecto de distanciamiento, de “enfriamiento” dramático y la concepción de los roles, menos personales que arquetípicos, y en todo caso, aún teniendo una carga personal notoria, como la del John Reed que interpreta Claudio Obregón, la caracterización rehúye la menor acentuación “psicológica”. El trazado de personajes arquetípicos a la manera de Brecht se manifies- ta de manera especial en Los hijos de Fierro, que reelabora Martín Fierro, el poema épico de José Hernández, situándolo en una aparente intempo- ralidad, pero haciendo referencias claras a la situación histórica de los casi últimos veinte años de Argentina contados a partir de la caída del gobierno de Perón en 1955, con personajes-tipo que son alegorías del líder justicialis- ta y de las luchas del país (los hijos). Además, a diferencia de las películas de Rocha, de construcción disímil y abierta, La tierra prometida, Reed, Mé- xico insurgente y Los hijos de Fierro dejan ver la presencia del método, la arquitectura de la construcción, el sistema formal-ideológico sobre el que se apoyan, y en tal sentido podrían ser consideradas más “programáticamente” brechtianas, aunque de ninguna manera pueden ser reducidas a ese mode- lo, no solo porque admiten otras influencias (la del húngaro Miklós Jancsó, también brechtiano a su modo, pero no solo brechtiano, en el caso de La tierra prometida, para poner un solo ejemplo), sino también porque tienen en definitiva una fisonomía propia, un temple particular y diferenciado.

Tercera parte: La modernidad fílmica y los nuevos cines latinoamericanos

Capítulo V: Modernidades

1. La cuestión de la modernidad

Uno de los temas más escasamente trabajados en el ámbito de la crítica y de la reflexión acerca del cine latinoamericano de los años sesenta, y no solo de ese periodo, es el de la inserción del llamado movimiento del nuevo cine en el marco de la modernidad y, de manera más específica, en el de la modernidad fílmica. Es decir, de qué manera esas nuevas expresiones, más allá de insertarse en proyectos políticos o en la misión o la voluntad de renovar o modificar estructuras industriales y de crear nuevos modos de re- lación con el público, elaboran propuestas coincidentes o discrepantes con una estética que, a nivel internacional, aparecía si no como una negación, sí como una alternativa a lo que se conoce como el estilo clásico o el modelo clásico. No quiere decir esto que esa estética sea inmanente; es decir, que no esté conectada con los marcos políticos, los procesos de producción y el asunto crucial de la comunicación con los espectadores, que lo está y en alto grado, pero para efectos del análisis, y sin dejar de lado alusiones per- tinentes a esos factores, nos centraremos en el debate sobre esos vínculos que se revelan a nivel de los “textos”, en este caso las películas, así como en las operaciones de producción del sentido: los tratamientos audiovisuales, los estilos. En América Latina se reprodujo, mutatis mutandis, el cuestionamiento severo o la negación del cine de la industria, es decir, del modelo clásico, y por ello resulta pertinente examinar si ese cuestionamiento se asocia y de qué modo a la estética de la modernidad que se incorporaba en Europa y otros lugares del mundo en esa misma época. Para eso es preciso revisar primero, de manera muy sintética, y en lo que compete a los alcances de este trabajo, el asunto de la modernidad vinculado a la cultura y al arte, y siempre, desde luego, a nuestro centro de interés: el cine latinoamericano de los años sesenta y comienzos de los setenta.

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Como se sabe, existe un cierto consenso en que la noción de moderni- dad se asocia a la revolución industrial y a los procesos que desencadena. El siglo XIX estaría atravesado por esas corrientes de modernidad tecnoló- gica y económica que se instalan también en los programas políticos, edu- cativos, científicos, culturales y artísticos. Pero nos interesa aquí centrarnos en la modernidad propia del siglo XX, la que se vincula a la expansión de los medios de transporte (el automóvil, el avión) y de comunicación (el cine, la radio, más tarde la televisión...) al crecimiento urbano y demográfico (a la sociedad de masas), a los avances en la industrialización económica y a la mayor tecnificación de las sociedades, porque ese es el contexto global en el cual se inscribe nuestro trabajo. Según este punto de partida, el cine sería una clara manifestación de la modernidad, pues surge prácticamente en el umbral del nuevo siglo, y por primera vez en la historia instala un disposi- tivo tecnológico en la base de un medio de comunicación y a la vez gran espectáculo público y, asimismo, en la base de un arte que se irá formando. Es decir, por primera vez se asocia el arte a la máquina. Parece no haber discrepancias en el hecho de considerar al cine una consecuencia de la modernidad y casi un emblema de ella en ese proceso gradual mediante el cual se va instalando a nivel mundial y en el que con- vergen la estructura empresarial de tipo industrial y, por ende, las funcio- nes especializadas, la base tecnológica inédita y el carácter envolvente del espectáculo luminoso en la sala oscura. Pero donde sí hay discrepancias es en la consideración estética, pues hay quienes sostienen que la modernidad no está solo en el invento y en sus aplicaciones, sino también en el aspecto creativo que ese invento trae consigo al reproducir imágenes en movimien- to extraídas sin agregados de ámbitos diversos de los espacios públicos, o de estudios o foros, con escenarios y figurantes. En otras palabras, que la modernidad estética se puede rastrear desde los orígenes mismos del cine. Esa posición no es refrendada por todos, pues hay teóricos, historiado- res y críticos, sobre todo en Europa, que consideran la existencia de dos etapas claramente diferenciadas (que no son las únicas, desde luego), no en términos necesariamente cronológicos, en la historia del cine: la que corres- ponde al clasicismo y la que corresponde a la modernidad. El clasicismo se asocia al periodo de auge de los estudios y, de manera particular, al sistema hollywoodense, aunque puede extenderse a buena parte, si no a toda esa producción engendrada dentro de las condiciones de las industrias estables, cuyo fin principal era lograr la mayor comunicación posible con los espec- tadores. Esa producción que coincide, precisamente, con el predominio del rodaje en estudios, de la división de la producción en series, géneros y TERCERA PARTE 249 rangos presupuestales y el encumbramiento del star system. La modernidad surge en el momento de la crisis del sistema industrial tradicional y el adve- nimiento de los movimientos renovadores. Aquí se presenta un problema de ubicación y es el desfase entre lo que se considera la modernidad en las artes, digamos tradicionales, y la que, según esa división, corresponde al cine. Es decir, se ha establecido casi consensualmente que las artes tradicionales acceden a la modernidad en las primeras décadas del siglo XX, casi al tiempo en que el espectáculo cinematográfico se establece a nivel planetario y cuando el lenguaje de las imágenes en movimiento se encontraba aún en una etapa muy temprana de su desarrollo. Pero ese desarrollo se conduce por los linderos de los modos visuales afines a la tradición figurativa y los modos narrativos propios de la narrativa del siglo XIX y no por los que trae consigo la revolución plástica y novelística del nuevo siglo, aun cuando las posibilidades de que se siguiera el otro camino (el de las otras artes) estaban potencialmente presentes. En- tonces, en rigor, no se puede deducir que se esté configurando una estética moderna como la que caracteriza las manifestaciones principales de la pin- tura y la novela de ese tiempo, salvo en las vanguardias de los años veinte que, precisamente, están activadas, entre otros, por artistas de diversa pro- cedencia, como el fotógrafo Man Ray, los pintores Fernand Léger, Salvador Dalí o Marcel Duchamp. De allí que para diversos teóricos, desde André Bazin hasta David Bord- well, esa etapa inicial (también llamada primitiva o formativa) es el preludio de una edad clásica que se pone en marcha a partir del aporte que significa la “sistematización” del lenguaje narrativo, que desarrolla el estadounidense David W. Griffith en Nacimiento de una nación e Intolerancia, junto con otros cineastas coetáneos. Entonces no es que el cine no hubiese podido ser estéticamente “moderno” desde sus inicios o desde esos vanguardistas años veinte. Pudo serlo, y si no lo fue, se debió a que las decisiones in- dustriales (y, ciertamente, las expectativas del público) apuntaron a la línea narrativo-representativa que terminó imponiéndose. Visto así, el clasicismo estético del cine coincidirá con el auge de la mo- dernidad en las otras artes y la llamada modernidad fílmica recién empieza a perfilarse después de la Segunda Guerra Mundial y tiene su periodo de apogeo en las décadas del sesenta y setenta. Esta posición, más o menos consensual en los espacios de la crítica y de la reflexión sobre el cine desde la perspectiva francesa y sus áreas de influencia, no es aceptada en todas partes, ni siquiera necesariamente por todos los estudiosos franceses como veremos a continuación. 250 ISAAC LEÓN FRÍAS

2. Las cuatro edades del cine

En el libro La pantalla global. Cultura mediática y cine en la era hiper- moderna, Gilles Lipovetsky y Jean Serroy establecen una cronología que reseñaré porque es de gran utilidad, no para tomarla al pie de la letra o aplicarla tal cual, sino porque, siendo muy controversial, sirve a los efectos de la reflexión. Estos autores están entre los que sostienen la idea de la modernidad artística del cine desde sus inicios. Señalan, en primer lugar, la desaparición del cine “clásico” y añaden:

evidentemente, no es la primera vez que el cine ‘revoluciona’ sus princi- pios. Incluso podría decirse que su historia consiste en una sucesión de transformaciones y replanteamientos. La invención del sonoro, el paso del blanco y negro al color, la aparición de las pantallas rectangulares, las rupturas estilísticas de los años cuarenta (el neorrealismo) y los sesenta (las nuevas olas) redefinieron profundamente y reinventaron el cine (Li- povetsky y Serroy 2009: 16).

A la luz de los cambios que advierten, proponen una evolución del cine en cuatro fases. Una primera que corresponde al cine silente y que caracte- rizan como de una modernidad primitiva.

Carente de modelo, identificado desde el principio con un espectácu- lo ajeno, toma provisionalmente el teatro como referencia y filma far- sas breves, vodeviles y escenas dramáticas. Conforme adquiere entidad, descubre otras ambiciones, se vuelve complejo y no teme recurrir a la literatura novelesca. Va abriéndose camino: la interpretación acentuada- mente expresionista de los actores compensa con mímica hipertrofiada la ausencia de diálogos; el estilo es alegremente melodramático; la técnica, pese a estar en evolución, sigue siendo irregular. Por medio de decora- dos y maquillajes exagerados, de imágenes brincadoras y aceleradas, se está constituyendo un arte que, con sus obras maestras, configura un modo de expresión radicalmente nuevo, capaz de mostrar al mundo como ningún arte hasta entonces. Modernidad primitiva no significa de ningún modo modernidad primaria. De Intolerancia a El viento, de Las tres luces a Amanecer, de Griffith a Sjöström, de Lang a Murnau y a las obras maestras del expresionismo, el cine, arte moderno, entra en la mo- dernidad del arte (Lipovetsky y Serroy 2009: 27).

La segunda fase es la de la modernidad clásica,

Va desde comienzos de la década de 1930 hasta la de 1950; es la edad de oro de los estudios, la época en que el cine es el principal entrete- nimiento de los estadounidenses, la época en que se convierte en todo TERCERA PARTE 251

el mundo en el ocio popular por excelencia. En principio se debe a la revolución técnica del sonoro, que eclipsa rápidamente al mudo y obli- ga a los creadores, hasta entonces reticentes ante lo que creen va a ser un simple teatro filmado, a aprender el nuevo lenguaje y a inventarle una gramática... En ese contexto, las películas siguen un esquema na- rrativo claro, fluido, continuo, que busca la verosimilitud para conseguir la participación inmediata del espectador. Debe parecer que la historia se cuenta sola, debe exponer una cronología lineal, enganchando las diversas acciones a una intriga principal. La historia se organiza según un desarrollo lógico o progresivo que excluye la ambigüedad en bene- ficio de la transparencia del relato. Nada se muestra por azar, nada debe parecer superfluo, incongruente o confuso, todo está organizado para que el relato conduzca al desenlace final: el cine clásico guía, dirige la comprensión de la película desde un punto de vista único y omnisciente. Lo que cuenta es una historia básicamente finalista. Incluso cuando se arriesga a ciertas audacias —voz en off, flashback— sigue aferrado a mo- dos narrativos simples. Al favorecer el rodaje en estudio, da prioridad al decorado, generador del clima de la película. Y para encarnar personajes de psicología bien definida, da los mejores papeles a las estrellas, cuya notoriedad es una garantía del éxito popular de la película (Lipovetsky y Serroy 2009: 17-18).

La tercera fase —según Lipovetsky y Serroy— discurre entre los años cincuenta y los sesenta y corresponde a la modernidad vanguardista y emancipadora.

En 1941 Orson Welles, con Ciudadano Kane, trastorna radicalmente las estructuras narrativas continuistas: deconstruida, fragmentada, ha nacido la primera película abiertamente moderna. Aparecen más signos precur- sores con la ruptura estética que crea en Italia un neorrealismo surgido en buena medida de las desgracias de la guerra... entre fines de los años cincuenta y toda la década del sesenta, la nouvelle vague francesa, el free cinema inglés, el cine contestatario de la Europa del Este, el cinema novo brasileño; luego, en los años setenta, la nueva generación que invade Hollywood... Se trata ahora de contar de otro modo, de liberarse de la dictadura del argumento, de rodar en la calle, de pulverizar las normas convencionales del montaje, de cambiar el juego teatral de las vedettes por la naturalidad de los actores nuevos, de independizar la producción (Lipovetsky y Serroy 2009: 19-20).

La cuarta fase es la que llaman hipermoderna y se configura después de los años ochenta, y es la fase de la pantalla global, que se activa con las nuevas tecnologías de la comunicación en la época de la globalización económica y la internacionalización de las inversiones financieras. 252 ISAAC LEÓN FRÍAS

Son los tiempos del mundo-pantalla, de la todopantalla, contemporá- nea de la red de redes, pero también de las pantallas de vigilancia, de las pantallas informativas, de las pantallas lúdicas, de las pantallas de ambientación. El arte (arte digital), la música (el videoclip), el juego (el videojuego), la publicidad, la conversación, la fotografía, el saber: nada escapa ya a las mallas digitalizadas de esta pantallacracia” (Lipovetsky y Serroy: 22).

En realidad, el libro de Lipovetsky y Serroy se dedica, después del enun- ciado de estas fases, a la cuarta y última, que no nos interesa a efectos de la exposición. Pero sí recuperamos la segunda y tercera porque conducen a ese punto de intersección que se plantea también en el cine latinoame- ricano de los años sesenta y que estamos explorando. Conviene, no obs- tante, hacer por lo pronto un par de precisiones en torno a la propuesta de Lipovetsky y Serroy, dejando de lado el debate sobre lo que constituye la materia principal del libro, la cuarta etapa, donde los autores hacen ob- servaciones muy agudas, pero generalizan en exceso a partir de ellas en lo que se convierte por una parte en un atractivo, pero, por otra, ese atractivo deviene en un tanto retórico, un ejercicio de adjetivos aumentativos.

1) Colocar dentro de la etapa de la modernidad primitiva el íntegro del periodo mudo es no solo flexibilizar en exceso esa categoría, sino también agrupar dentro del mismo saco propuestas tan notoriamente distintas como pueden ser El gran robo al tren, de Edwin Porter; y Napoleón, de Abel Gance; El pibe, de Chaplin, y Entreacto, de René Clair; El gabinete del doctor Caligari, de Wiene, y Berlín: sinfonía de una ciudad, de Walter Ruttmann. Es decir, en la modernidad primi- tiva se están mezclando etapas de desarrollo, estilos y propuestas narrativas distintas, el cine de Hollywood, el de la Unión Soviética, la producción industrial y la no industrial. Un amasijo demasiado variado como para estirar tanto un concepto que no puede ser tan inclusivo y en el que prácticamente se identifica el cine silente en toda su amplitud con la modernidad primitiva, lo que significa que la modernidad clásica, entonces, no tuvo nada que ver con esa etapa. 2) La llamada modernidad vanguardista y emancipadora está muy in- suficientemente sustentada, y prácticamente se limita a dar cuenta de lo que historiadores y críticos han señalado como los puntos de partida de esa “ruptura”: Ciudadano Kane y el neorrealismo italiano. Es muy poco decir y menos aún explicar un proceso bastante más complejo por el simple señalamiento de su “origen” y de algunos es- cuetos rasgos. TERCERA PARTE 253

3. El clasicismo y la modernidad en el arte

Las divisiones estéticas o estilísticas de la historia del cine suelen incluir en el lugar central de ese desarrollo histórico las etapas clásica y moderna, no siempre sucesivas o separadas cronológicamente, como hemos anticipado. Esa división reproduce la que se ha venido aplicando en el terreno de las artes plásticas, de la música, de la danza, del teatro y de la literatura. En todos los casos se trata de conceptos muy controversiales en sí mismos y, desde luego, más aún en sus aplicaciones. Sin entrar aquí en el debate de esos conceptos, quiero recoger simplemente el sentido que me interesa res- catar a efectos de establecer en lo posible un paralelo con el empleo que se hace de ellos en relación con el desarrollo artístico del cine. Fijar con exactitud los límites de lo clásico en el arte es una tarea com- plicada, si no improbable. Eduardo Russo sostiene:

La condición de clásico, la atribución de clasicismo, atraviesa numerosos ámbitos que no se limitan al campo de lo estético. El vocablo nos acom- paña desde la antigüedad... clásica... Orden, equilibrio, estabilidad, in- cluso fortaleza y durabilidad fueron atribuidos a formas de pensamiento, del arte y de la técnica... Literatura, teatro, música, pintura y arquitectura, por citar solo algunos referentes destacados en la discusión de estas ca- tegorías, cuentan con sus respectivos clasicismos. El cine, aunque no sea el arte sintético que imaginó Ricciotto Canudo, el creador del Manifiesto del Séptimo Arte, integrador y consumación del proyecto artístico de las artes liberales, sí está conformado por intrincadas formas de hibridación. De todas maneras, si reuniésemos las distintas modalidades de los clasi- cismos (y neoclasicismos, para completar) de las artes citadas y las orga- nizáramos en un solo cuerpo, el extraño artefacto que resultaría de esa operación poco y nada estaría relacionado con los modos de producir y ver los filmes que designamos... como referentes propios del cine clásico (Russo 2008: 12).

Sin embargo, no hay duda de que en la concepción del clasicismo que se atribuye al cine (o a uno de sus periodos) subyace la idea de un arte basado en el equilibrio de las partes y en la consonancia de todos sus componen- tes en función de un conjunto o una totalidad relativamente armónicos. Es decir, aquello que, salvando las diferencias puntuales de escuelas o estilos, se puede encontrar en las obras pictóricas que, desde el Quattrocento, han destacado la primacía de la perspectiva y el enfoque de lo representado; de las composiciones musicales sinfónicas y líricas que se producen desde el siglo XVI; de la escritura novelesca y dramática que se instala a partir del Renacimiento, etcétera, hasta la llegada del siglo XX, en que empiezan a producirse cambios sustanciales en el panorama de las artes. Todas esas 254 ISAAC LEÓN FRÍAS

manifestaciones, sin entrar en detalles (importantes, sin duda, pero no per- tinentes a efectos del alcance de nuestra explicación) corresponden a la am- plia etapa del clasicismo, entendido como una gran categoría que engloba, visto así, modalidades o estilos particulares como el barroco, el manierismo y otras. Esas que también se aplican, con frecuencia, al cine. El llamado estilo clásico en el cine, entonces, recoge de esa tradición varios de sus atributos más característicos, como las reglas de la perspectiva y los centros de atención muy claros y pronunciados, el orden y la relativa simetría de las partes, el modelo aristotélico de la narración y la represen- tación, la construcción audiovisual sin “fisuras” o quiebres pronunciados, la “legibilidad” del relato, etcétera. La modernidad en el arte, en cambio, se instala en las primeras décadas del siglo XX. La renovación del espacio plástico, iniciada por el impre- sionismo, se radicaliza con las prácticas del cubismo, del dadaísmo, del surrealismo y de otras vanguardias. La novela pierde sus vectores clásicos en las obras de James Joyce, Marcel Proust y más tarde Franz Kafka y los narradores estadounidenses (Faulkner, Dos Passos...). La poesía, igualmen- te, se abre a formas de composición más libres y abiertas. La música ingresa con Stravinsky, Béla Bartók y los maestros de la atonalidad en una etapa muy distinta a las anteriores. Con ellos y otros se inicia el periodo de la modernidad artística, y las primeras décadas del siglo son muy activas y productivas en esta ruptura epistemológica en la perspectiva integral del arte. Las proporciones clásicas son reemplazadas por configuraciones apa- rentemente arbitrarias, aleatorias, “desordenadas”. Se pierden o se diluyen esos “centros” o puntos nucleares de organización que caracterizaban las creaciones artísticas hasta el siglo XIX. En torno a este asunto, José Antonio Monterde escribe:

Cabe reseñar... que las trazas más significativas de esa modernidad en el campo de la literatura, las artes plásticas, la arquitectura o la música pasan por aspectos como la crisis de representatividad que desemboca en la ruptura de los valores miméticos; la pérdida de confianza en la relación referencial que conduce al predominio del carácter inmanente del signo sobre sus funciones trascendentes; la disolución del vínculo jerárquico entre forma y contenido; el rechazo de la estructura lógica del discurso; la preeminencia de un nuevo psicologismo que adquiere su fundamento central en la nueva vivencia del tiempo; la tendencia a la fragmentación, sea caótica o analítica, en la perspectiva utópica de una síntesis totalizadora; la reafirmación de los planteamientos hermenéuti- cos sobre los meramente denotativos o descriptivos; la instauración de la autorreflexión y los metalenguajes como dispositivo central del funcio- namiento artístico, etcétera. Todo ello nos conduce a una preeminencia TERCERA PARTE 255

de las poéticas sobre las estéticas, desde un paradigma común a todas las artes que pasaría por la explicitación de la conciencia del lenguaje como correlato siempre a la crisis de centralidad del sujeto (Monterde y Riambau 1996: 18).

Entonces, si ya la ubicación de aquello que sea común al arte clásico no es tarea fácil de establecer, menos lo es en relación con el arte moderno, pero al margen de definiciones o conceptualizaciones simplificadoras, po- dríamos decir, con muchas reservas, que el arte clásico privilegia la “trans- parencia” de la representación y el sentido, mientras que el arte moderno lo hace con la “opacidad” o la “elusión” de una y otro. Ahora bien, con el cine se presenta un desfase, y es que su aparición histórica coincide casi con la terminación del periodo de dominación clásica, por así decirlo, y la aparición de las corrientes de modernidad artística. De allí que la mención de una etapa clásica resulte para algunos una más que discutible aplicación de una periodización que puede tener pertinencia para las artes tradiciona- les, pero no para el cine. De cualquier modo se admite que el cine nace recogiendo la herencia de las manifestaciones culturales que vienen del pasado: la representación figurativa inaugurada por la pintura renacentista y continuada en el siglo XIX por la fotografía; la frontalidad dominante de la fotografía y del teatro; las reglas aristotélicas de las grandes novelas, pero también de los relatos en serie del siglo XIX, entre otras. Es decir, hay una suerte de posta entre una conformación cultural-comunicativa, anclada en el periodo del clasi- cismo en el sentido amplio en que lo estamos planteando, y el empuje que el arte cinematográfico transmite desde sus primeros tiempos en función de un tipo de narración-representación afín a esos modelos artísticos. Pero afín solo hasta cierto punto, lo que le aporta al clasicismo, especialmente al estadounidense, una fisonomía muy particular que, de ningún modo, puede verse como una continuación histórica puntual del clasicismo en el conjunto de las artes. Al respecto, Jesús González Requena señala con claridad:

Si el cine clásico americano pudo configurarse como un cine de géne- ros, fue, precisamente, porque siguió una senda del todo diferente y, de hecho, insólita en la evolución del arte occidental del siglo XX: la del re- torno hacia formas narrativas de índole épica, cuya crisis aparentemente definitiva habían proclamado el arte y la literatura europeos desde que las tendencias realistas se impusieron en estos a lo largo del siglo XIX. Así, los géneros más característicos del cine clásico —como el wéstern, el relato de aventuras o el policiaco— manifestaban un rechazo abierto de la complejidad psicológica de la novela o del drama naturalista para 256 ISAAC LEÓN FRÍAS

optar por una caracterización épica y, por ello mismo, estilizada y em- blemática de los personajes, siempre más próximos a los de los mitos y leyendas... que a los personajes de la novela o del teatro decimonónico... Y lo mismo podríamos decir de los otros dos grandes géneros del cine clásico: el melodrama y la comedia. Pues frente a la configuración del relato de acción —ya fuera en forma de wéstern, policiaco, bélico o de aventuras— en torno a la figura prometeica del héroe... el melodrama se conformaba, a su vez, como ámbito de despliegue de su réplica fe- menina: la heroína que padecía con una dignidad no menor los golpes del destino. Y esa dialéctica simbólica entre lo masculino y lo femenino daba, a su vez, su sentido a la comedia clásica, en la que, si cabe, la estilización del universo narrativo alcanzaba sus cotas más altas —espe- cialmente en su vertiente musical—... sin recurrir a patrón psicologista alguno (González Requena 1996: 483).

Por eso, y sin dejar de reconocer que la argumentación que sostenemos es provisional y discutible, nos inclinamos a pensar que, de manera cierta- mente aproximativa, se puede hablar de un periodo clásico en el desarrollo del cine que convive con multiplicidad de expresiones modernas en el terreno de las diversas artes. Incluso hay que admitir que esa modernidad artística llega relativamente temprano a la institución cinematográfica con las vanguardias de los años veinte (el expresionismo, las vanguardias fran- cesas, el “abstraccionismo” alemán, el movimiento soviético, ciertas tenden- cias documentalistas o realistas, etcétera) y más adelante se puede registrar la presencia de otras. Podríamos hablar, por lo tanto, de una premoderni- dad estética a propósito de esa etapa muy fecunda en el desarrollo del arte fílmico. Sobre ese punto, Mauricio Durán afirma: “Durante los años veinte, en la última década del cine mudo, se da un capítulo importante en la historia de este arte joven. Un cine de vanguardia que en países como Francia, Rusia, Alemania, Italia, etcétera, explora las posibilidades expresivas y poéticas del cinematógrafo. Se alimenta y recicla de las vanguardias artísticas modernas, a las que devuelve y aporta también sus novedosas técnicas y formas, rea- lizando propuestas y obras que alimentarán la sed experimental de esos fructíferos años”. Así fue, pero habrá que esperar a la segunda mitad de los cincuenta para que se perfile una etapa, si no dominada, sí fuertemente marcada por la estética (o las poéticas, para decirlo al modo de Monterde) de la modernidad (Durán 2009: 92)48.

48 En este utilísimo ensayo, Durán establece relaciones entre el cine (principalmente de los años veinte) y las vanguardias de esa época: el futurismo, el cubismo, el constructivismo, la abstracción, el expresionismo, el dadaísmo y el surrealismo. TERCERA PARTE 257

4. El modelo clásico en el cine

Uno de los conceptos que sobrevuela permanentemente en críticas y textos sobre cine y películas es el referido al estilo clásico. Ya hemos visto cómo en su clasificación, Lipovetsky y Serroy incluyen la etapa de la modernidad clásica que, para otros autores, significa la unión de términos antitéticos u opuestos. Ese es también el sentido al que me inclino: no precisamente el que manejan los autores citados, pues creo en la separación de esas etapas y no me parece muy pertinente diferenciar una modernidad clásica de otra “vanguardista”, entre otras cosas porque el uso tan indiscriminado de esas combinaciones produce más confusiones y equívocos que otra cosa. Ya es bastante con que se apliquen términos tan elásticos como el de “clasicismo” y, sobre todo, el de “modernidad” para que se sumen a ellos combinaciones que, en vez de fijar con mayor claridad territorios conceptuales más preci- sos, contribuyen a embrollarlos aún más. Hay que decir que el debate sobre el clasicismo y la modernidad en el cine ha sido promovido principalmente en el interior de la crítica y la teoría fílmica en Francia, y de allí se ha extendido a otras partes. En los años cin- cuenta, los críticos de la revista Cahiers du Cinéma emplearon, sin ánimo de sistematización, esos términos, y de alguna manera los fueron instalando en el debate estético en torno al cine. Es significativo, al respecto, el céle- bre escrito de Jacques Rivette, “Lettre sur Rossellini”, uno de los textos de batalla en las posiciones teórico-críticas defendidas por la revista Cahiers du Cinéma, en el que analiza el filme Viaje a Italia, y lo considera un pa- radigma de la modernidad. Volveremos sobre el tema. A propósito del ‘clasicismo’ en el cine, Jacques Aumont y Michel Marie consideran que se trata de una palabra

en un sentido retomado por la historia del arte, para designar un periodo de las formas fílmicas... se trata de un periodo de la historia del cine, de una norma estética y de una ideología. La periodización es incierta, pero a menudo se considera que la época clásica culmina a fines de los cincuenta, con el desarrollo de la televisión —que asesta un corte defi- nitivo a la preponderancia del cine como medio de comunicación— y la emergencia del “nuevo cine europeo”, que pone en entredicho el estilo de la transparencia. El comienzo es más difícil de fijar, pero se remonta por lo menos a los años veinte, decenio durante el cual la industria ho- llywoodense ya constituyó su estructura oligopólica, y cuyo estilo ya está definido (Aumont y Marie 2006: 46).

Sin embargo, no ha sido en Francia sino en Estados Unidos donde se ha estudiado, con el rigor anglosajón, las características, no solo del “estilo clá- 258 ISAAC LEÓN FRÍAS

sico”, que es la expresión que más se ha arraigado en la terminología crítica, sino del “modelo clásico”, una forma más precisa y atinada de dar cuenta de una modalidad fílmica que no se define solamente por la combinatoria de ciertos rasgos expresivos, sino que también tiene una entidad algo más amplia y compleja. En Estados Unidos, David Bordwell es el estudioso por excelencia del periodo clásico hollywoodense, cuyo modelo coincide en rasgos generales con lo que el teórico Noël Burch, también estadounidense, pero de larga permanencia en Francia, denomina Modo de Representación Institucional (MRI) (Burch 1987)49. Veamos. Lo que define el clasicismo en el cine es un sistema de produc- ción-realización, el que caracteriza básicamente al cine de estudios, cuya vi- gencia se ve afectada por la aparición de los nuevos cines desde mediados de los cincuenta y por el propio desgaste de la dinámica del sistema. El cla- sicismo se instala en las películas de los grandes complejos de producción que eran las compañías productoras y no solo en Hollywood, sino también en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia, Japón, India, Rusia, etcétera. Es de- cir, en las industrias más sólidas. También, y esto requeriría una explicación mucho más pormenorizada, en las industrias fílmicas argentina y mexicana. Ahora bien, ese modelo tiene en cada industria una fisonomía propia, espe- cialmente en el nivel narrativo-representativo. Afirma González Requena:

Mientras el cine europeo prosiguió la tradición realista de la literatura y del teatro decimonónico, tanto en su temática como en sus modos narra- tivos más característicos —en los que la complejidad psicológica de sus personajes constituía un factor determinante—, el cine americano em- prendió de manera cada vez más acentuada una vía del todo diferente: la de una progresiva estilización formal y un rechazo de todo patrón realista —y especialmente el psicológico— para apuntar hacia formas narrativas de índole épica” (González Requena 1996: 482).

49 El Modo de Representación Institucional (MRI) no es totalmente equivalente al mo- delo clásico, aun cuando Burch lo aplica a las formas codificadas en la industria, considerando que se sustenta en un espacio-tiempo diegético envolvente y en la claridad y precisión de los significantes audiovisuales, es decir, y con sus propias palabras, en la presencia de un “espacio habitable”. En tal sentido, hay una coinci- dencia con la propuesta de Bordwell, pero su modelo está puntualmente aplicado al cine estadounidense en el periodo señalado, mientras que el de Burch —y lo dice expresamente— coincide con esa noción canónica de “lenguaje cinematográ- fico” establecido, “normalizado”; la noción de MRI se puede aplicar indistintamente a cualquier expresión fílmica, de características similares, más allá del perímetro hollywoodense (Burch 1987). TERCERA PARTE 259

Por cierto, es en Hollywood donde el clasicismo se encumbra y alcanza su mayor grado de decantamiento. Y lo hace porque allí se articulan de una forma casi “ejemplar” el funcionamiento de las empresas, el de los géneros y motivos temáticos, y el aura y la habilidad de los actores: el studio system, el genre system y el star system. El estilo clásico se fue gestando de manera progresiva durante la etapa formativa (1886-1910) y se consolida en las películas de David W. Griffith, pero también en las que realizan Cecil B. DeMille, William Ince, Charles Chaplin y otros pioneros en la temprana década del diez, justo cuando el funcionamiento narrativo, propio de ese estilo, se convierte en la marca de fábrica de la gran industria californiana. A partir de ahí se abre una larga etapa de depuración gradual, que se fortalece con la llegada del sonido. En el imprescindible El cine clásico de Hollywood, David Bordwell, Janet Staiger y Kristin Thompson dan cuenta de la articulación entre un modo de producción y un estilo:

Un sistema de práctica cinematográfica, por tanto, consiste en una serie de normas estilísticas ampliamente aceptadas que soportan un sistema integral de producción cinematográfica que, a su vez, las soporta a ellas. Estas normas constituyen una serie de supuestos de cómo debe com- portarse una película, acerca de qué historias debe contar y cómo debe contarlas, acerca del alcance de las técnicas cinematográficas y sobre las actividades del espectador. Estas normas formales y estilísticas se crearán, tomarán forma y encontrarán apoyo dentro de un modo de producción (Bordwell, Staiger y Thompson 1997: XIV).

Es inseparable entonces el modo como funciona el estilo de la estructura productiva en la que se inserta y que lo hace operar de esa manera, y no de otra. Por eso resulta más adecuado hablar de un modelo para dar cuen- ta de esa convergencia. El trabajo ejecutado por los tres autores sobre el modelo en el Hollywood del periodo anotado podría reproducirse en otras industrias nacionales dentro del mismo periodo, poco más, poco menos, y se verían, seguramente, enormes similitudes y también puntos de diferen- cia. Pero se constataría, sin duda, la existencia de modelos similares. Otro tanto cabría hacer en el cine mexicano y argentino, con lo cual, hipótesis de trabajo, estaríamos ante una gran configuración estilística, sustentada en bases semejantes (empresas, géneros, estrellas), con el fin de alcanzar la mayor eficacia narrativa y capacidad comunicativa, que es lo que podemos englobar en el modelo clásico. Para concretar, a efectos de nuestro empeño, podemos decir que el mo- delo clásico se estructura narrativamente según reglas de causalidad, eco- nomía dramática, perfil bastante claro de los personajes, división metódica 260 ISAAC LEÓN FRÍAS

y progresiva de escenas, disposición ordenada de espacios y modulación relativamente simétrica de tiempos. Y, de manera simultánea, el lenguaje audiovisual se hace extremadamente funcional según reglas de claridad y visibilidad. Ni los movimientos de cámara son violentos o arbitrarios, ni los ángulos picado y contrapicado muy acentuados, ni la escenografía resulta perturbadora ni la iluminación excesiva en sus contrastes o la imagen abu- siva en distorsiones. La actuación, por su parte, respeta, en términos generales, el modelo del actor “funcional” (sobriedad y naturalidad dentro de ciertos límites interpre- tativos) y el montaje, elaborado a partir de un empleo muy medido de la continuidad y las leyes del racor, evita los saltos o las discontinuidades que puedan “descolocar” al espectador. El sonido, finalmente, es igualmente legible, sin que, por ejemplo, los ruidos impidan la audición de las voces (salvo casos especiales y justificados por la narración). Todo ello contribuye a configurar ese “espacio habitable” que menciona Noël Burch. Cierto el modelo no era monolítico, y ahí están las diversas variantes que aportaba la personalidad del autor. Por ejemplo, un Hitchcock, para algunos uno de los puentes entre el estilo clásico y el moderno; un Sternberg, un Lubitsch, un Ford y, más adelante, un Mankiewicz, un Preminger, un Ray, un Aldrich, entre otros. Lo mismo ocurre con algunas modalidades en el interior de un género, como la del filme noir, dentro del género criminal, que Bordwell examina en el mismo libro (Bordwell, Staiger y Thompson 1997). Pero la configuración estilística del modelo clásico tiende a lo que se conoce como la “invisibilidad”, la “transparencia” o, llanamente, el “estilo invisible” e incluso ahí, en el reino de esa invisibilidad que, por otra parte, no todos respetaron, se podían advertir rasgos peculiares o diferenciados. Más aún, Russo afirma que

si se trata de clasicismo, el del cine es de un tipo insólitamente sui géne- ris. Un poco frankensteiniano para evocar como símil a una criatura muy apropiada, ya que el cine insiste en presentarse como una combinatoria, un montaje asombrosamente efectivo de elementos heterogéneos, como forma artística inventada y de características levemente monstruosas, res- pecto de los requisitos de artes más tradicionales y de diversas maneras consagradas. La construcción de eso que en el cine se ha denominado clasicismo es una configuración que, en cierto modo, guarda una curiosa falta de proporción respecto de algunos de sus correlatos, tanto en térmi- nos estructurales como temporales. Sin embargo, el recorrido del término se ha demostrado de una eficacia extrañamente eficaz. No por excéntrico ha modelado ciertas prácticas y percepciones del cine, ofreciendo un núcleo estabilizador a partir de la confluencia de prácticas y aspiraciones varias, de índole espectacular, tecnocientífica y estética” (Russo 2008: 13). TERCERA PARTE 261

En efecto, así ha sido, y son esas constantes, dentro de un abanico relati- vamente flexible, las que permiten identificar un contínuum narrativo-visual a lo largo de un periodo temporal más o menos amplio. Aumont y Marie señalan que

la norma estético-ideológica del cine clásico hollywoodense... se define sobre todo por su objetivo —comunicar una historia con eficacia—, ya que los elementos estilísticos que implica solo permanecen estables en el nivel de los grandes principios: montaje en continuidad, “centrado” figu- rativo en el plano, convenciones relativas al espacio y al punto de vista, montaje paralelo de varias acciones, unidades escénicas y principios de découpage (Aumont y Marie 2006: 46).

5. El cine moderno

A diferencia del clásico, resulta muy aventurado mencionar un “modelo de cine moderno” porque aquí es más inestable esa ecuación entre modo de producción y estilo. En las películas que podemos considerar propias de la modernidad coexisten modos de producción diversos: tanto el indus- trial como modos periféricos o casi artesanales. Asimismo, si en el caso del estilo clásico se pueden establecer con cierta claridad mecanismos de regulación y estabilización narrativa y audiovisual, el llamado cine moder- no está dominado por la dispersión y es abiertamente heteróclito. Lo que define al cine moderno es la negación o el apartamiento o, también, la “re- lativización” de los procedimientos del estilo clásico. No el “reciclamiento”, la parodia o el revival, que serían más bien posmodernos, para utilizar la categoría que Lyotard, Lipovetsky y otros autores consagraron en las últimas décadas del siglo XX. Según Monterde, el paso del clasicismo a la modernidad cinematográ- fica podrá entenderse como derivado de una estética de la permanencia a otra de la transitoriedad (Monterde y Riambau 1996: 36). En los términos acuñados por el filósofo francés Gilles Deleuze, sería el paso de la “imagen- movimiento”, especialmente en su modalidad de “imagen-acción”, a la “ima- gen-tiempo”, aunque Deleuze no hace mención expresa de los paradigmas clásico y moderno (Deleuze 1984). Monterde respalda el concepto de Modo de Representación Institucional de Burch, aplicado al modelo clásico para repetirlo en relación con el cine moderno. Así, considera que hay un Modo de Representación Moderno (MRM) y también habría Modos de Represen- tación Alternativos (MRA), como el llamado cine de vanguardia, o “varian- tes definibles desde instancias institucionalizadoras diferenciadas nacional, 262 ISAAC LEÓN FRÍAS

estética o ideológicamente, tal como ejemplifican el expresionismo o el Kammerspiele alemanes, el impresionismo francés o el cine revolucionario soviético” (Monterde y Riambau 1996: 22-45). Monterde define la modernidad a partir de la noción de “conciencia lin- güística”, de la que deriva la tendencia hacia la reflexividad. Afirma: “El én- fasis estilístico no solo se ofrece como revelación de la conciencia discursiva y lingüística del relato sino de la inequívoca presencia del sujeto enunciador encarnado en la figura del ‘autor’” (Monterde y Riambau 1996: 36). El texto ofrece algunas pistas para ubicar ciertos rasgos definitorios del cine moder- no, pero no construye, ni mucho menos, un paradigma teórico que permita establecer las bases de un Modo de Representación Moderno. Mientras que tal propuesta no sea sistematizada, encuentro muy discutible usar ese con- cepto y mantengo mis reservas en el sentido de considerar aún inoperativa la idea de un modelo (el Modo de Representación es eso, finalmente) de cine moderno, pues, y para poner un ejemplo, son enormes las diferencias que separan a Todo comienza en sábado, de Karel Reisz, una de las pelícu- las iniciales del free cinema británico, continuadora a su manera de la tra- dición realista de esa cinematografía, y Crónica de Anna Magdalena Bach, de Jean-Marie Straub, de un hieratismo ascético pronunciado. Entonces el cine moderno es una constelación tan disímil que no es fácil establecer una caracterización que se pueda comparar con la del modelo clásico. Por otra parte, también se podría considerar “moderna” o, mejor, “pre- moderna” la etapa de las vanguardias de los años veinte, clara manifestación antitética del modelo clásico estadounidense y de otras partes, incluidos los que se gestaban en los países donde esas vanguardias ocurren: Francia, Alemania, Unión Soviética, principalmente. Incluso esa “premodernidad” vanguardista tiene la peculiaridad de haber sido materializada cuando el modelo clásico recién se asentaba e institucionalizaba. Por cierto, algunos componentes de esas vanguardias reaparecerán en otras posteriores, inclui- das las que se desenvuelven desde la segunda mitad de los años cincuenta. Se tiende a atribuir, sin embargo, los orígenes de la modernidad que se gesta desde la segunda mitad de los cincuenta, a los aportes de Ciudadano Kane y el neorrealismo italiano, dos líneas que tienen muy poco o nada en común, pues la película de Orson Welles está hecha íntegramente en estu- dios (y no lo oculta), con escenografías encrespadas, actuaciones “marca- das”, iluminación expresiva y compleja estructura narrativa, mientras que el neorrealismo prescinde del estudio (o, al menos, aparenta hacerlo), afirma la naturalidad de la actuación y simplifica el tramado narrativo. Pero son dos vías alternas que conducen a esa gran configuración que se conoce como el cine de la modernidad. Pues, por un lado, el cine de TERCERA PARTE 263 la modernidad acentúa el artificio, la construcción excesiva o zigzagueante (Fellini a partir de 8½, el propio Welles de El proceso, Resnais, Losey, Ku- brick, parcialmente Visconti...) y, por otro, en la línea si se quiere dominante de la modernidad, se impone la reducción expresiva vía la contención, la parsimonia rítmica, la reducción del relato a sus trazos más escuetos, dis- tendidos o elípticos (Antonioni, Bresson, Eustache, Straub, Forman, Rivette, Herzog, Wenders) o vía el desahogo emocional o los sacudimientos interio- res (Cassavetes, Pialat, Pasolini, Fassbinder) y un poco de los dos en la línea más “novelesca” de la modernidad, la que representan Truffaut, Chabrol, Rohmer, Bertolucci, los británicos, Saura y otros. Eduardo Russo asevera:

La del cine moderno fue una época de movimientos —conjuntos colec- tivos gestados a la sombra de conmociones sociales y promotores de un programa (o al menos un conjunto de inquietudes) común— que puso en tela de juicio el valor de la representación concedido a la imagen en pantalla, tanto como su realismo, que habían sido pilares del efecto de lo real propio del clasicismo. Un claro exponente de la modernidad en el cine —aunque difícilmente se le pueda considerar “movimientista”— es, por ejemplo, Viaje a Italia, de Roberto Rossellini. Allí los largos y erráticos paseos por Nápoles, el lugar de espectadora asignado a Ingrid Bergman y sus prolongados tiempos en espera de un marido esquivo prefiguran las experiencias que buena parte de las ficciones de la década siguiente no cesaría de explorar, desde Jacques Rivette a Michelangelo Antonioni o Jean-Marie Straub (Russo 1998: 180).

Por su parte, Domènec Font sostiene:

Los años sesenta se abrieron a una explosión de movimientos y escuelas que, tarde o temprano, desembocarían en una dispersión singular. Y en ese paraguas de la modernidad caben, en principio, todas las opciones: la nouvelle vague francesa y el cinema novo, el nuevo cine alemán na- cido de Oberhausen y la escuela checa, el New American Cinema y el movimiento del Quebec Libre, el nuevo cine japonés y las experiencias de cine africano, asiático o de países de América Latina (Font 2002: 18).

Podemos decir que la modernidad irrumpe en la obra de los realizado- res de los nuevos cines, así como en la de aquellos que no pertenecen a ningún movimiento propiamente dicho, de manera más nítida en esa vuelta de la década del cincuenta a la del sesenta. Es decir, y para usar la expre- sión de Russo, es solo una parte, sin duda muy significativa, la que tiene un carácter “movimientista”. La otra no lo tiene en absoluto. Y si ya unir las modalidades de los diversos movimientos (y también las individualidades dentro de ellos: Godard y Resnais dentro de la nouvelle vague, por ejemplo) 264 ISAAC LEÓN FRÍAS

es muy laborioso y complejo, hacerlo además con todas las individualidades que forman el cine de la modernidad es una tarea ímproba. Entonces, bien visto, el llamado cine moderno no solo no constituye un “modelo”, como el clásico, sino tampoco, y mucho menos, un “estilo”, ni siquiera en ese sentido amplio y general que puede designar un “estilo clásico” más o menos arquetípico. No existe en absoluto un estilo moder- no, hay una pluralidad de estilos que pueden asociarse a una estética de la modernidad o, si se quiere, a una poética o, más bien, a un conjunto de poéticas, para volver una vez más sobre la expresión de Monterde, si se entiende la estética como una conformación integrada y orgánica, pese a la variedad y posible disimilitud de los elementos componentes, y la poética como una atribución de diferenciación más ligada a las propiedades de una obra creativa particular (Monterde y Riambau 1996). Joël Magny afirma que la definición de cine moderno es, en compa- ración con el clásico, “más discutible y aleatoria” y se ha establecido por oposición al clasicismo. “Como en las demás artes, la modernidad en cine implica un abandono de la ingenuidad, de la inmediatez en la captación de la realidad por la cámara” (Magny 2005: 23-24). Esa comprensión abre un abanico muy amplio de posibilidades expresivas que difícilmente pueden establecer una categoría orgánica.

6. Las plataformas de la modernidad

Pese a las dificultades para fijar un campo más o menos definido al que aplicar la noción de cine moderno, sí se puede convenir en la existencia de comunes denominadores que nos permiten entrever el panorama; existen lo que algunos han llamado “los parámetros de la modernidad”, entendien- do la noción de parámetro en el sentido de datos o factores que permiten calificar o ubicar un fenómeno o una situación. Podemos llamarlos, asimis- mo, plataformas, que es un término suficientemente flexible y dúctil si se lo considera en su significado más “móvil”. A ellas se puede apelar si que- remos ofrecer un territorio mínimamente firme o despejado (que no lo será del todo, pues los accidentes y las malezas aparecen aquí y allá), que nos permita luego hacer cotejos o establecer correspondencias con las películas latinoamericanas, pues de eso se trata en este caso. No de profundizar en el horizonte del cine moderno en Europa, Estados Unidos, Japón o India, sino de detectar aquello que facilite establecer puentes con lo que se manifiesta en nuestra región en el curso de esos mismos años. TERCERA PARTE 265

En propiedad, lo que el cine moderno más radical pone encima de la mesa es la desarticulación del relato tradicional —heredero de las an- tiguas formas decimonónicas— y la apertura a nuevos postulados en torno a la narratividad. Frente a un cine de integración narrativa funda- do sobre el montaje en continuidad y la construcción de una diégesis transparente, un cine de dispersión narrativa, repleto de vacíos y elipsis y fundamentado en nuevas relaciones con el espacio-tiempo. De los tres regímenes narrativos estudiados por Casetti y Di Chio en su ensayo programático Cómo analizar un filme, narración fuerte, narración débil y antinarración, parece claro que el cine moderno está escorado hacia los dos últimos. No quiere decirse que la acción carezca de importancia, como ocurría en las narraciones fuertes del periodo clásico, sino que las situaciones contadas tienen una apariencia más opaca y los personajes se tornan más enigmáticos (Font 2002: 264-265)50.

El texto de Domènec Font no es una síntesis de esas “plataformas”, pero sí una buena guía inicial para adentrarse por los territorios escurridizos de esos “paisajes de la modernidad” que enuncia el título de su libro. Para seguir con el libro de Font, aquí va una referencia al que se puede considerar una suerte de cineasta-faro de la modernidad, Jean-Luc Godard. Dice Font:

Pero es Godard el cineasta más preocupado por los avatares del relato y, por consiguiente, quien revolotea con mayor intensidad en la búsqueda de un lenguaje poético. A través de una gramática experimental que pul- veriza todas las fronteras de la sintaxis fílmica —racores, plano-contra- planos, elipsis, miradas a cámara— viola la continuidad diegética de los relatos con la utilización formal de viñetas, cartoons y frases escritas o en voice over, y experimenta con el color, la imagen y el sonido. En el cine de Godard, el plano brusco y el trávelin, la frase publicitaria y la cita, el diálogo y la lectura, el sonido-ambiente y el silencio se organizan alterna- tivamente como una composición. Y eso hace imposible una estricta de- marcación de planos y secuencias según las leyes del decoupage clásico. Son momentos singulares en función de su textura (Font 2002: 268-269).

La narración, entonces, parece perder la brújula que con tanta firmeza gobierna el orden del relato clásico. La impresión, por tanto, es de desor- den, de carencia de “prolijidad narrativa”. El relato es quebradizo, en unos casos; y en otros, puede estar fuertemente centrado en una situación o en unos pocos personajes de los que la no se despega la cámara. Suele no haber escenas climáticas y los finales son más abiertos o elusivos. Los

50 El libro de Francesco Casetti y Fernando Di Chio, Cómo analizar un filme, fue publicado en español por Paidós, Barcelona, en 1991. 266 ISAAC LEÓN FRÍAS

personajes pueden tener amplias zonas de indefinición o ambigüedad y, por lo tanto, no poseen el mismo espesor de aquellos que pueblan los relatos clásicos. Eso se manifiesta, incluso, en la falta de glamour de los actores, en el desgarbo de conductas y gestos. En algunos casos se alteran los nexos temporales y se confunde el presente con el pasado, el estado de vigilia con el del sueño, la fantasía y la “realidad” se entreveran sin señales de diferenciación. En otros, el “realismo” es llevado al extremo de la abs- tracción, cuando las acciones se paralizan o se desecan y el ritmo se hace monocorde. La modernidad admite el flujo dinámico o raudo, pero también la cadencia monótona. Si el estilo clásico impone una cierta simetría en las operaciones audio- visuales, en el cine moderno prima la asimetría, los “desajustes”. Un trávelin puede ser “excesivamente” alargado como el trávelin final de Los 400 golpes. La duración del encuadre puede casi saturar como en varios tramos de La aventura o La noche. El montaje hacerse tan “arbitrario” o “saltarín” como en Sin aliento o Adiós Filipinas. Por si quedan dudas hay que decir que la aparición del cine moderno no trae consigo la desaparición del cine clásico, aun cuando lo parezca, si se toman en cuenta los límites temporales atribuidos al “cierre” de este último y a la eclosión o, mejor, a la “maduración” del primero. El cine mo- derno modifica algunas zonas del panorama cinematográfico, pues ingresa en parte a las salas comerciales. Incluso desde los años sesenta las mismas distribuidoras estadounidenses se encargan de muchas películas de Felli- ni, Bergman, Truffaut, Visconti, Buñuel, del mismísimo Godard, etcétera, convertidos en realizadores con un público fiel, especialmente en varias capitales y ciudades europeas, pero también en otras de América Latina y del Norte. En esta época la prensa, la crítica cinematográfica, los premios de los festivales, la labor de los cineclubes y cinematecas contribuyen a la difusión y al conocimiento de los movimientos y los autores de esa línea de produc- ción, de límites por cierto borrosos, que David Bordwell llama de manera muy poco feliz “el cine de arte y ensayo”, con lo cual no hace el aporte que de él se podría esperar a la comprensión de una tendencia propia del periodo que va de la segunda mitad de los años cincuenta hasta aproxima- damente fines de los setenta, aunque sus extensiones se prolongan más allá de esos años, como que la obra de algunos de esos realizadores igualmente trasciende esos límites. Bordwell coloca en un saco demasiado grande a un bloque que no puede ser reducido a esa categoría, pues es una enorme sim- plificación, casi un expediente de facilidad para un investigador tan escru- puloso como el estadounidense. Más aún, hubiese sido de enorme utilidad, TERCERA PARTE 267 entre otras cosas, para los fines de este trabajo, contar con un acercamiento más “fino” a ese cine de la modernidad, desde la perspectiva de Bordwell (Bordwell y Thompson 1995 y 1996). De cualquier modo, a Bordwell lo que es de Bordwell. Pese a la inade- cuación del nombre “de arte y ensayo” y a una menor elaboración analítica que la aplicada al “cine clásico”, encontramos en su trabajo algunos rasgos de caracterización que sirven para reconocer procedimientos propios de esa gran constelación del cine de la modernidad, especialmente en La na- rración en el cine de ficción (Bordwell 1996: 205-233). Allí Bordwell perfila tres “esquemas procesales”: el realismo o la verosimilitud “objetiva” (en los escenarios, la iluminación, los modos de comportamiento, la construcción episódica, las “lagunas” en las historias, los “tiempos muertos”, etcétera); el realismo o la “verosimilitud subjetiva” (disyunciones temporales, “difumina- do” de las fronteras entre estados de vigilia y de sueño, entre la memoria y la fantasía, etcétera); y el “comentario narrativo abierto” (la presencia noto- ria del autor “intrusivo”). Los años ochenta parecen marcar una suerte de terminación simbólica de esa configuración expresiva, pues en esa década mueren algunos de los más calificados representantes del cine de la modernidad, entre ellos los franceses François Truffaut y Jean Eustache, el alemán Rainer Werner Fassbinder, el ruso Andréi Tarkovski, los italianos Elio Petri y Valerio Zur- lini, el canadiense Claude Jutra, los estadounidenses Andy Warhol y John Cassavetes, el checo Evald Schorm, a los que se pueden sumar los veteranos Luis Buñuel, Joseph Losey, Jacques Tati y Orson Welles. En 1990 fallecen el francés Jacques Demy, el georgiano Serguéi Parajanov y el suizo Michel Soutter. En lo que nos toca más de cerca hay tres pérdidas muy sensibles para Brasil y para América Latina: nada menos que Glauber Rocha, Leon Hirszman y Joaquim Pedro de Andrade, tres de los talentos más notorios del cinema novo y del cine brasileño, sin más. Es verdad que para ese en- tonces los movimientos se habían diluido, pero la impronta del cine de la modernidad permanecía. Los años noventa y la primera década del 2000 han visto el desarrollo de una suerte de “segunda modernidad” o neomodernidad, pero este es un tema que no desarrollaremos más allá de esta breve mención, aunque es un asunto de absoluta vigencia que merece tratarse a fondo, no solo en sí mismo, sino en lo que tiene de “continuación” y, a la vez, de diferenciación con esa modernidad de los años sesenta y setenta. Por otra parte, no se puede desconocer que algunos de los represen- tantes de los movimientos de ruptura no se instalaran en forma definitiva en los predios de la modernidad fílmica, sino que accedieron a una suerte 268 ISAAC LEÓN FRÍAS

de entente cordiale entre el clasicismo y la modernidad. Es lo que ocurrió, cada quien a su modo, con los franceses Demy y Truffaut e, igualmente, con Claude Chabrol, representante de un neoclasicismo de buena ley. De otra manera, también con los italianos Petri y Zurlini, los británicos Reisz, Richardson y Anderson, el sueco Vilgot Sjöman, entre otros. Incluso se pueden advertir niveles o grados de asunción de la modernidad: Godard, Straub o Garrel la incorporan de manera más acentuada y notoria que otros. La modernidad como paso o escalón hacia un punto de encuentro estilístico, en el caso de los antiguos críticos de Cahiers du Cinéma, estaba en alguna medida anticipada por su apego a ciertos modos del cine clásico (estadounidense y francés, principalmente), aunque no en todos ellos o, al menos, no de la misma manera, pues, pese a su mayor incorporación a un cine de la modernidad, Rohmer y Rivette no se sustraen de las fuentes del clasicismo, especialmente el de Jean Renoir (a su modo, también, un precursor de la modernidad), en la dialéctica de la vida y la representación, tan presente en las corrientes de la modernidad, pero las incorporan a una escritura fílmica mucho más afín a la constelación estética prevalente en esos años. Además, el cine moderno en sus manifestaciones más pronunciadas no significa tampoco una ruptura completa ni mucho menos con el clásico, pues hay una serie de puentes y vínculos que se pueden establecer. A modo de ejemplo, Bordwell y Staiger sostienen:

No existe ninguna alternativa pura y absoluta a Hollywood. El uso que hace Godard de las convenciones de Hollywood (incluso en su obra posterior a 1968), los préstamos que toma Rainer Werner Fassbinder de los melodramas y las películas de gánsteres, la revisión que Rivette hace de Lang o la que Jancsó hace de Ford, todo atestigua la tendencia de los realizadores por utilizar el clasicismo como punto de referencia” (Bord- well y Thompson 1995).

En menor escala, también, se puede apreciar en los nuevos cines latinoa- mericanos de los sesenta: Ford, nuevamente, en algunas películas de Rocha, el melodrama de época y el wéstern en Humberto Solás, la épica histórica en La primera carga al machete...

7. Modernidad deliberada y nuevos cines latinoamericanos

Como el debate de la modernidad en el cine tiene en Francia su principal foco de desarrollo, nos remitiremos a dos autores que ofrecen sus perspec- tivas personales sobre el tema y enriquecen la comprensión del fenómeno. TERCERA PARTE 269

Uno de ellos es Fabrice Revault d’Allonnes, quien en un estudio sobre la luz en el cine hace observaciones muy sugestivas sobre la diferenciación del paradigma estilístico del clasicismo y el de la modernidad (si cabe llamarse paradigma, asunto muy controversial). Dice Revault d’Allonnes:

En el clasicismo se produce una luz de espíritu teatral. Expresiva, retó- rica: dramatizada, psicologizada, metaforizada y electiva. Que participa de un sentimiento y un sentido pleno y transparente (obvio). Luz con- notada, codificada: el mundo se nos entrega con su interpretación ya elaborada, enseguida descifrable... que fundamentalmente no procede del mundo, sino que es proyectada sobre él y lo hace inteligible. En la modernidad se reproduce una luz de espíritu... documental. Literal, tal cual; no dramatizada, no psicologizada, no metaforizada e igualitaria. Que refleja sentimiento y sentido abierto u opaco (obtuso), al hilo del mundo. Que va en el sentido del sinsentido encontrado... que fundamen- talmente procede del mundo, emana de él, y lo mantiene ininteligible (Revault d’Allonnes 2003: 9-10).

A propósito de la filmación en estudio y, por ende, del modelo clásico, afirma el propio autor:

En el estudio se pueden recrear ex nihilo las luces deseadas, partiendo de la nada, de la negrura, y controlarlas de principio a fin, al milímetro. Se puede fabricar de la A a la Z, organizar y dominar su mundo —decora- dos e iluminación—... testimonio de ello es la propia historia del estudio, nacido realmente en la Alemania expresionista. Se trata, desde su origen, de aislarse del mundo para dotar de un marcado significado a seres y cosas —actores, decorados, iluminaciones—, cuando en realidad el mun- do no conoce semejante evidencia de sentido. El cine moderno tendrá por definición tendencia a no iluminar, o lo menos posible (porque es necesario): es la mejor manera de no aportar un sentido que no emanaría libremente del propio mundo. A iluminar (puesto que es necesario) de manera ‘insignificante’, sin que las luces y sombras que viven su vida natural, dibujen un sentido dramático o metafórico evidente (Revault d’Allonnes 2003: 18).

En realidad, Revault d’Allonnes se refiere concretamente a una de las tendencias del cine moderno, la que deriva del neorrealismo y del Rossellini de Viaje a Italia y que incluye a Rivette y Rohmer, Godard y Straub-Huillet, Antonioni y Bresson, Pialat y Cassavetes, entre otros. Esa caracterización de modernidad excluye a los que el escritor francés considera “barrocos” (We- lles, Fellini, Visconti, Tarkovski, Raúl Ruiz, la primera época de Bergman, la segunda de Fassbinder, Werner Schroeter, etcétera), categoría que explora “todas las formas y todos los estados posibles de la luz”, por lo que, y eso 270 ISAAC LEÓN FRÍAS

los enlaza con los cineastas modernos, “dar varios sentidos a la luz es fre- cuentemente una manera de expresar una carencia de sentido del mundo” (Revault d’Allonnes 2003: 34). Por su parte, Jacques Aumont, uno de los teóricos del cine más pro- ductivos de los últimos tiempos, defiende la idea de la modernidad de las vanguardias de los años veinte y la atribuye, aunque de manera matizada, también a Welles y Rossellini, e indica que con ellos el cine sale por prime- ra vez de una modernidad únicamente vanguardista o únicamente técnica (Aumont 2007: 40). Considera, sin embargo, que más que hablar de moder- nidad conviene hacerlo de modernismo, “es decir, modernidad consciente de sí misma, afirmativa, audaz... una modernidad más deliberada, más re- flexiva, capaz de teorizarse a sí misma, más consciente de su situación en una historia de la cultura, y que sabe criticarse para reforzarse” (Aumont 2007: 41). No voy a incrementar las citas de los autores que han contribuido a fijar el territorio del cine de la modernidad porque, a partir de lo registrado, y de manera especial en el último párrafo de lo que escribe Aumont, se perfila con claridad el puente, quizá central, que une a esa modernidad en marcha a nivel internacional con la que se vislumbra en estas tierras, al margen de que se acepte o no su utilización del término “modernismo” como una denominación más idónea. Los nuevos cines que se generaron en América Latina tenían un proyecto de modernidad cinematográfica, sin que este fue- se necesariamente explícito en todos. Sí lo fue en la Generación Argentina del Sesenta, en el movimiento del cine cubano y, claro, en el cinema novo, es decir, en los que activaron una propuesta estética más ostensible, en los que afirmaron o, al menos, no excluyeron los fueros del cine de autor, aunque esto no signifique que —como en el caso de los cubanos y en una cierta medida también de los brasileños— no hubiese en esa búsqueda de la modernidad cinematográfica una búsqueda paralela de afirmación de la modernidad política que era, en la concepción de la época, la modernidad socialista y revolucionaria. Allí está, también, parte del cine militante —no todo— y de quienes tomaron partido por el documental social o etnográfico y que, con mayor o menor interés declarado de formar parte de una tendencia estética que trascendía fronteras, sí ejercieron una praxis creativa consonante con esa gran constelación que en ese entonces se extendía en diversas partes. Incluso podemos aplicar, casi tal cual, la afirmación de Revault d’Allonnes de que la luz empleada por quienes asumieron la modernidad cinemato- gráfica en América Latina era una luz “insignificante”, no “dramatizada” ni “psicologizada”, salvo en quienes ese escritor consideraría cineastas “barro- TERCERA PARTE 271 cos”, como es el caso de Manuel Antín, de Humberto Solás, parcialmente Leonardo Favio y algún otro representante en rigor de la modernidad en la línea que podríamos llamar barroca, si agregamos el calificativo de Revault d’Allonnes, diferenciándola de un clasicismo de estirpe barroca, como el que desplegaron Sternberg, Ophüls, los primeros Welles, Mankiewicz, en parte Minnelli, Sirk, Bergman en los cuarenta y cincuenta, entre otros. No es el caso de un “barroco” como Glauber Rocha, al menos no en la conceptualización del trabajo con la iluminación que perfila Revault d’Allonnes, porque Glauber fue radicalmente moderno en el empleo de la luz, aunque otros rasgos de su estilo permitirían ubicarlo dentro de una estética barroca, de un barroquismo febril y desaforado, pero que escapan a esa condición sine qua non que el francés establece en su definición del estilo fílmico barroco. Porque el empleo de la luz en Barravento, Dios y el diablo en la tierra del sol, Tierra en trance, Cáncer y Antonio das Mortes proviene de fuentes naturales (o si no lo son, apenas si se revelan como tales), y tiene esa peculiaridad casi secamente documental, sin la menor acentuación, en la línea de los trabajos de los cineastas de la nouvelle vague y otros. La conceptualización de Aumont, por su parte, se aplica como un guante a lo que podemos comprobar en el periodo analizado en la región: un cine reflexivo y consciente de su situación en la historia de sus respectivos paí- ses y en la historia del mundo. Consciente, además, de un pasado histórico y cinematográfico frente al cual la necesidad del cambio pasa por la afir- mación de un modo de comunicación que, forzosamente, está abocado a establecer otras formas de vínculo con los espectadores, de manera similar a lo que en otras partes se hacía. En definitiva se afirmaba una modernidad “deliberada” cuyos rasgos puntuales veremos más adelante. Volveremos a continuación y brevemente a la etapa clásica en la región, para luego reto- mar los recorridos de la modernidad en estas tierras.

8. Continuidad y crisis del modelo clásico en México y Argentina

Asignatura pendiente: un estudio de las constantes estilísticas en la produc- ción argentina y mexicana entre 1930 y 1960-1965 (no coincide exactamente con los años que estudian Bordwell, Staiger y Thompson en Hollywood), y también en Brasil, sin dejar de lado la producción de otros países. Pero, cla- ro, el peso de las industrias mexicana y argentina es considerable, y es allí donde se gesta un modelo narrativo que bien podríamos llamar el modelo clásico latinoamericano. 272 ISAAC LEÓN FRÍAS

Por lo pronto, las industrias se constituyen en esos dos países de habla hispana cuando ya el modelo clásico estadounidense estaba plenamente instalado y ejercía una fuerte influencia a nivel mundial. En México y Ar- gentina no se propone un modelo alternativo en términos estructurales, sino en todo caso una adecuación del modelo estadounidense (que se veía como el “modelo” por excelencia) a las condiciones y necesidades locales. Es decir, esos dos países reproducirán los cimientos básicos de la gran in- dustria hollywoodense a nivel ciertamente más limitado. A su manera, Mé- xico y Argentina fueron nuestros Hollywood del norte y del sur de América Latina, casi como dos filiales en castellano de una suerte de gran emporio único, que, claro, no lo era en absoluto la industria cinematográfica a nivel mundial, pese a la hegemonía estadounidense. Las industrias fílmicas en México y Argentina se edifican, entonces, so- bre fundamentos similares a los de Hollywood, y, eso sí, generan sus mo- dalidades genéricas propias, así como su propio star system. Por ejemplo, la comedia ranchera es intransferible a cualquier otro lugar que no sea el país de los charros, así como el melodrama en México y en Argentina, con aque- llo que los une y lo que los diferencia, posee asimismo una identidad clara- mente distinguible, esa “identidad latinoamericana” que hace de ese género, cuyas prolongaciones vemos hoy en día en las telenovelas, el más peculiar y arraigado en la región. De cualquier manera, la consolidación industrial fue estableciendo esquemas narrativos y genéricos, modos de contar, formas de componer las imágenes, registros interpretativos..., es decir, fue edificando un estilo que tiene mucho en común con los parámetros del estilo clásico estadounidense en lo que toca a la fluidez, legibilidad y economía narrativa y audiovisual, aunque con particularidades y rasgos propios que permiten afirmar la existencia de auténticos cines nacionales con patrones industrial- estilísticos muy afines. Un dato relevante: no solo las cifras de asistencia, sino también el testi- monio de muchos espectadores que vivieron en ese periodo lo acreditan, es que el aficionado podía pasar de ver una película hablada en inglés a otra hablada en español sin el menor inconveniente. Los códigos audiovi- suales tenían mucho en común y la “normalización” en el uso mayoritario del lenguaje fílmico permitía ver, más allá de las particularidades de lengua, ubicación, actores y género, una y otra como parte de un paisaje conocido, familiar y “normal”. Eso no excluye que la consideración y el reconocimien- to sociales favorecieran a las películas estadounidenses, mucho mayores en volumen, además. La continuidad de la práctica apenas si se ve alterada en lo que se refie- re a los tratamientos fílmicos en el curso de casi treinta años y si —como TERCERA PARTE 273 hemos visto— se perfilaron autores, estos pudieron identificar un trazado propio sin entrar en conflicto con las normas narrativas y estilísticas domi- nantes. Un caso de especial interés es el de Luis Buñuel, un cineasta con un pasado ligado al más radical cine de vanguardia y cuya obra posmexicana estará también marcada por la independencia creativa, la adhesión mani- fiesta a un surrealismo renovado y puesto al día e incluso la “incorporación” al cine de la modernidad entonces en pleno auge. Es decir, un realizador tan identificado como Buñuel en “el antes y el después de México” con una propuesta fílmica tan fuertemente individual, premoderna en la etapa silente y moderna desde Viridiana y, sobre todo, El ángel exterminador, se adapta en México a los modos del clasicismo, aun- que transgrediendo sutilmente sus límites, perfilando un caso totalmente atípico en la historia del cine, pues hubo los que se desplazaron de formu- laciones clásicas (por híbridas que fueran) a los fueros de la modernidad, como Bresson, Bergman, Fellini, y, de manera más moderada y fronteriza, Visconti y Kurosawa. Se puede dar por seguro que, de haber seguido fil- mando en México, las películas de Buñuel hubiesen sido diferentes a las que hizo en los cincuenta, pero es que las condiciones cambiaron y en los sesenta el paradigma clásico estaba ya en cuestión y las aperturas a formas distintas se habían ampliado. La misma El ángel exterminador lo demuestra. Buñuel, en tal sentido, supo registrar muy bien el aire de los tiempos que corrían. No es que las marcas expresivas características del cine mexicano des- aparecieran con la crisis de los años sesenta, pero el modelo clásico no sigue funcionando como antes. Otro tanto, y más aún, ocurre en Argentina. Eso no significa, de ninguna manera, que estemos ante el paso del clasicis- mo a la modernidad, que no se presenta tampoco masivamente en ninguna parte del mundo, ni siquiera en Francia. Es la quiebra o la “rajadura” de un sistema expresivo que pierde la línea de flotación. Como si se empañara en forma definitiva una superficie vidriada, la fortaleza del modelo se de- bilita notoriamente. Ya no se puede hablar, por tanto, del mantenimiento de un estilo clásico, aunque —y como sucede en muchas otras partes— se hereden inevitablemente algunos modos narrativos y estilemas propios de la tradición precedente y se pueda hablar después de un neoclasicismo de buena ley, de un academicismo adocenado o de una aplicación rutinaria o chapucera del lenguaje estándar, todos provenientes de ese instrumental expresivo que se asentó en el periodo clásico de esos países. A diferencia de Hollywood, donde el sistema se va reacomodando en los sesenta y, luego, se renueva y refuerza en la década siguiente, no ocurre lo mismo en las industrias tradicionales de la región, en las que no hay reno- 274 ISAAC LEÓN FRÍAS

vación en el sentido en que, si bien, se mantendrán de manera accidentada y algo volátil, no alcanzan a instalar una nueva fase de desarrollo mínima- mente sólida como para ser cotejada con la que caracteriza el periodo clá- sico. No vuelve a funcionar un modelo como el de antes ni otro distinto. La producción va perdiendo las líneas de reconocimiento que antes la hicieron tan popular y conocida y apenas si quedan en el terreno de algunos subgé- neros (en la comedia, por ejemplo) pálidos destellos de tiempos mejores. La modernidad, en su sentido más riguroso, llegó a cuentagotas y hubo —como veremos— realizadores que supieron asumirla de una manera más integral y otros que lo hicieron de manera parcial o limitada, permanecien- do la mayoría al margen de ello, sin poder ya participar debidamente del amparo de un sistema industrial-expresivo que antes sirvió de cortina pro- tectora, pero que en esos años aparecía desvencijado o seriamente dañado. Un caso de interés, pero que escapa a los límites temporales de nuestro trabajo, es el del argentino Adolfo Aristarain, representante a su manera de un regreso al clasicismo cuando el modelo ya no existía, con lo cual se mantiene (renovado y actualizado) el estilo, pero desapegado de un modo de producción que no era más el que primó a lo largo de casi tres décadas.

9. El infl ujo de las nuevas olas y del cine de autor contemporáneo en América Latina

Por diversas vías se puede rastrear el influjo de esas dos líneas convergentes en la constelación de la modernidad, aunque es menester aclarar que los rasgos de la “estética” moderna en los nuevos cines latinoamericanos de los sesenta no son únicamente un asunto de influencia, pues hay también aportes indiscutibles provenientes de estas tierras. Es decir, hasta cierto punto se establece una suerte de diálogo creativo entre las experiencias que se procesan aquí con algunas de Canadá, Estados Unidos, Europa y otros continentes. De ningún modo, entonces, se puede reducir lo que hay de moderno en las propuestas de cineastas como Gutiérrez Alea, Santiago Ál- varez, Solanas-Getino, Leon Hirszman, David José Kohon, Leonardo Favio, Miguel Littín, Aldo Francia y otros a un asunto de asimilación —por lograda que fuera— de fuentes foráneas. Menos aún en el caso de Glauber Rocha o Raúl Ruiz. Tal vez las “hue- llas” de esas influencias se puedan ver con cierta nitidez en la posterior obra europea de Rocha (Cabezas cortadas, El león de siete cabezas), más intencionalmente “modernas” y cosmopolitas, pero no en sus películas bra- sileñas de los sesenta, con la excepción parcial de Cáncer. Incluso, en su TERCERA PARTE 275

último filme, La edad de la tierra, desmesurado y volcánico como es (como un mar de lava y magma que se desborda), Rocha parece volver, aunque de modo distinto al de sus primeros largometrajes, a las fuentes primigenias, como que estaba consustanciado con su propio medio en el que encuentra el combustible que no tuvo o no encontró durante su exilio. No es el caso de Ruiz, menos ligado que Rocha a las raíces y circunstancias locales, como lo ha demostrado en la abundancia de su filmografía europea. Pues bien, a partir de esas dos líneas convergentes (la de las nuevas olas y las del cine de autor hecho al margen de esas olas), las vías que se abren son muy variadas y provienen de diversos realizadores o corrientes. Ya se ha mencionado la impronta godardiana, especialmente en Rocha, aunque igualmente se puede advertir en parte en Tres tristes tigres, de Ruiz. Hay resonancias epigonales, que discutiremos más adelante, de los primeros Resnais en algunos filmes de Manuel Antín, la impronta de Antonioni está presente en algunos realizadores de la Generación del Sesenta como Ko- hon, Kuhn y Favio, pero de una manera matizada. También las huellas de Antonioni se manifiestan en algunas películas del brasileño Walter Hugo Khouri, ajeno al cinema novo, pero cercano a la estética de la modernidad, vía principalmente la potenciación de los tiempos “vacíos” o “muertos”, que también se hallan en Los canallas, de Ruy Guerra. El estilo de Bresson tam- bién es asimilado por Favio, especialmente en Crónica de un niño solo, la que igualmente posee resonancias de Los 400 golpes, de Truffaut. El free cinema británico es —según Jorge Luis Sánchez González— el referente estético de varios documentales mal vistos por las autoridades del ICAIC a comienzos de los sesenta, como P. M., de Sabá Cabrera Infante (hermano de Guillermo) y Orlando Pérez Leal; Gente en la playa, de Nés- tor Almendros; El parque, de Fernando Villaverde, y Gente de Moscú, de Roberto Fandiño, realizadores todos ellos que después se fueron del país. Esa tendencia tributaria del free cinema —según el propio Sánchez— ani- ma también Iré a Santiago, de Sara Gómez; Asamblea general, de Tomás Gutiérrez Alea, y En un barrio viejo, de Nicolás Guillén Landrián, entre otros trabajos de ese periodo. Recordemos que el impedimento del estreno de P. M., cuyas imágenes mostraban ambientes nocturnos de La Habana dominados por el licor y la farra, terminó con el célebre discurso de Fidel a los intelectuales que se resume en la frase “dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada”, que marcó los derroteros permisibles del cine cubano (Sánchez González 2010: 60). El free cinema incide asimismo en la parte más “social” de la Generación Argentina del Sesenta. Por otra parte, Visconti es una referencia ineludible en el primer capítulo de Lucía y no está del todo ausente en algunas es- 276 ISAAC LEÓN FRÍAS

cenas de Memorias del subdesarrollo, como las que muestran la juventud del protagonista. El tono general de las primeras películas de Carlos Die- gues, Walter Lima Jr., Gustavo Dahl, Paulo Cesar Saraceni, Leon Hirszman y Joaquim Pedro de Andrade remite al que caracteriza la soltura y la re- lativa apertura del sentido en diversos movimientos coetáneos. Y no nos extendemos en lo ya dicho a propósito de las filiaciones al cinéma vérité o al documental antropológico contemporáneo y a otros estilos, como el del húngaro Miklós Jancsó, presente sobre todo en el Littín de La tierra prome- tida y Actas de Marusia. De cualquier manera, la influencia, asimilación o incorporación de una manera u otra de esos y otros autores o movimientos no es un criterio de validación estética ni un certificado de pertenencia a una corriente del arte cinematográfico en ese entonces en plena vigencia. Es solo la comproba- ción de un hecho que ni les da ni les quita en términos de logros o alcances expresivos a los cineastas latinoamericanos y a sus películas. Es decir, nin- guna es mejor o peor porque tenga algo de Godard, Antonioni o Bresson. Si se mencionan esos vínculos, es solo para dar cuenta de la existencia de “afinidades electivas”, para decirlo a la manera de Goethe. Hay vasos co- municantes que permiten ubicar, no a todo el “nuevo cine latinoamericano”, pero sí a algunas de las obras a las que se atribuyó esa filiación, dentro de la corriente de la modernidad fílmica. Pero, a contrapelo, de lo que sostuvieron los teóricos y voceros más notoriamente militantes (incluido Rocha, que lo era, y cómo, del cinema novo), hay que dar espacio, igualmente, a películas que no estuvieron vis- tas en su momento ni como representantes de los nuevos cines ni como expresiones de modernidad. Por ejemplo, los documentales de Prelorán; la brasileña Noite vazia, de Khouri; Largo viaje, del chileno Kaulen, incluso La muralla verde, del peruano Robles Godoy, entre otras, sin contar las películas de la Generación Argentina del Sesenta (con la excepción de las cintas de Birri y alguna otra que sí se vieron como parte del nuevo cine) y las del Cinema Marginal brasileño, en su época y todavía ahora excluidas o ignoradas. También hay películas que, si bien no fueron excluidas, han sido un poco dejadas de lado como las colombianas Raíces de piedra o Pasado el meridiano. Las películas mexicanas de Jodorowsky, bien conocidas en cier- tos círculos de aficionados “de culto”, podían ser vistas como “modernas”, pero a nadie se le ocurrió ubicarlas en el movimiento del nuevo cine y, ni siquiera, en el terreno más restringido del nuevo cine mexicano. Por eso, y para decirlo de una manera clara, no todo el “nuevo cine” latinoamericano de esos años ingresa automáticamente a la categoría de la modernidad es- TERCERA PARTE 277 tética, ni todo lo que puede incorporarse a la modernidad forma parte de ese nuevo o nuevos cines. El debate está abierto. Se impone, pues, una revisión de lo que se ha establecido como canó- nico en las historias y diccionarios del nuevo cine latinoamericano, termi- nando así con el níhil óbstat ideológico-estético que ha venido siendo el criterio de calificación de lo que ingresa a la categoría más o menos cerrada de ese movimiento plural. En verdad, nada está cerrado, y hay seguramente bastante más de lo que incluiremos en nuestros análisis que merece con- siderarse, incluidas esas películas cubanas de los realizadores que pasaron al exilio. Otra razón que hace imprescindible el rescate físico, en primer lugar, de tantas cintas que resultan de muy difícil acceso. Cuando se trata de películas, no podemos limitarnos a los comentarios o referencias escritas.

10. Una modernidad mestiza

No es cuestión de jugar con las palabras, pero en estos tiempos en que el concepto de “hibridismo” está tan extendido, y a propósito de manifestacio- nes culturales tan dispares como la música, la gastronomía, la historieta, la publicidad o la arquitectura, no es inexacto en absoluto aplicar el término a esa corriente —como hemos visto— nada orgánica, que se desarrolla en el periodo que estamos examinando en la región. Aun a riesgo de abusar de la terminología de moda y, según los análisis de García Canclini, podríamos afirmar que siempre el cine tuvo en la región un carácter híbrido, como lo tuvo todo el cine en general, pues el cinematógrafo de los Lumière no na- ció como una tabla rasa, y ya desde sus primeros tiempos asimila diversas fuentes combinadas (de la fotografía, del teatro, de la novela, del cuento tra- dicional, del folletín, de la historieta naciente, incluso...), y esa “contamina- ción” de influencias plurales se puede ver con mucha claridad en el llamado periodo formativo, el que va desde 1896 hasta 1910, aproximadamente. Volviendo a nuestra región, hasta 1960 (siempre como fecha tentativa), el hibridismo estuvo más “enmascarado” en tanto que los géneros y las series establecieron una cierta codificación identificatoria, lo que permitía que nos situáramos en un terreno familiar y conocido, lo que es, precisamente, pro- pio de los géneros. Pero esos géneros se forman a partir de matrices previas locales o foráneas, y ninguno constituye un conjunto “puro” en el sentido literal de la palabra. Eso no existe en ninguna parte y menos seguramente en una región, que de la dependencia española pasó a recibir múltiples influjos provenientes, además de España que sigue muy presente en la cul- tura y en la vida de los países de habla castellana, también de Inglaterra, de Francia, de Italia y de Estados Unidos (y de otras partes), pero igualmente 278 ISAAC LEÓN FRÍAS

de sus propios procesos culturales, de sus olas migratorias, sin contar los cambios internos y la movilidad social y demográfica. De cualquier modo, el funcionamiento de los géneros impone una red de convenciones que parecen aislarlos de componentes ajenos, lo que en realidad nunca fue así, pues, además de no haber “pureza” de origen, siem- pre era posible un cierto margen de sorpresa, de novedad, de cambio. No hay que rastrear demasiado en la producción mexicana y argentina para encontrar esas “disonancias” en el interior de películas que, a primera vista, parecen indiferenciadas de sus congéneres. Con la quiebra de los modelos genéricos, las experiencias fílmicas se abren, y de manera incluso inevitable, a un mayor hibridismo, el cual mo- tivará un cine de características más explícitamente mestizas, y no por alu- sión al color de la piel que se muestra, sino a las propias características que exhibe. En primer lugar, porque las propias sociedades latinoamericanas atraviesan etapas de cambio social y cultural más acentuadas. Las propues- tas fílmicas se abren a un campo de experimentación inédito en la región, al menos en la proporción en que eso se produce, y el grueso de la pro- ducción —digamos— convencional también está obligado a “acomodarse” de alguna manera, pues se ve inevitablemente afectado por el proceso de desgaste de la industria (o de las prácticas de producción en los países sin industria), y los procesos de cambio que vienen de adentro y de afuera. Una de las manifestaciones más notorias del mestizaje al que apuntamos está en la reducción de los límites separadores de la ficción y del documen- tal, límites que habían edificado terrenos claramente diferenciados y que de modo muy fugaz y aislado, y en cierto sentido más sencillo, se combinaban o en prácticas documentales (como la de Jorge Ruiz en Bolivia) o en las de ficción tipo Redes o Raíces, prácticas de “borrado fronterizo” que también se ejercitaron en Estados Unidos, por ejemplo en muchos cortos didácticos. Pero la simultaneidad de registros documentales y ficcionales alcanza otro nivel en los años sesenta, y no solo en América Latina, claro, sino también en las nuevas olas y, de modo muy acusado, en la francesa, sobre todo en su etapa inicial. Las nuevas condiciones de filmación y la simplificación tecnológica, más la incorporación del sonido directo, contribuyen a esos nuevos modos de entrelazar esos dos registros. El mestizaje también se expresa en esa combinatoria de influencias fíl- micas que vienen desde el pasado, más por la vía “cultivada” o “selecta” que por la vía popular, que antes había irrigado las matrices regionales de los géneros populares. Porque, en rigor, una buena parte de lo que se plantea como nuevo en los cines de América de habla española y portuguesa está TERCERA PARTE 279 tamizada por el filtro de ciertas expresiones cinematográficas más bien mi- noritarias o muy apegadas a una circunstancia histórica determinada, y ya en ese entonces (años sesenta) clausurada. Esas influencias se entrelazan con fuentes de las propias historias o tradiciones locales y, por cierto, con los datos o el registro de la realidad contemporánea que se despliegan a través del documental, la ficción o las modalidades fronterizas. En relación con esta segunda forma de mestizaje, y como una extensión del capítulo que dedica al neorrealismo en el libro Tradición y modernidad en el cine de América Latina, Paranaguá sostiene:

Aparte del hibridismo del modelo de referencia, el neorrealismo latinoa- mericano adopta formas híbridas porque es el producto de una serie de impulsos, a veces convergentes y otras veces divergentes. Neorrealismo italiano, documental social y cine inglés, realismo socialista, dramas so- ciales de la Warner compiten en un mismo campo cultural. Muchas veces se contraponen, otras se mezclan. Las nuevas formas no surgen tampoco de la noche a la mañana, ni de manera cristalina, sino que nacen con la marca de las anteriores modalidades. Por supuesto, la combinación entre el melodrama y el neorrealismo puede rastrearse también en Italia, no es una exclusividad de América Latina. Pero la carga de religiosidad del melodrama mexicano o el cinismo sentimental del tango argentino y sus derivados fílmicos se refleja de manera particular en las películas latinoa- mericanas de la transición (Paranaguá 2003: 205).

Ciertamente, y apelando a los términos contrapuestos del título del libro de Paranaguá, la combinatoria entre la tradición y la modernidad enten- didas aquí como dos matrices culturales, que implican maneras de “ver” la realidad, géneros, modos y límites de lo representable, mecanismos de apelación, etcétera, es asimismo otra manifestación del hibridismo. No hay duda de que eso está presente en otras cinematografías ajenas a la región, y no solo está presente, sino que también es aún más “fuerte”, como lo será con mayor intensidad en la corriente (muy vaga y porosa) de la llama- da posmodernidad de las últimas décadas del siglo XX. Pero —como en todo— la combinación de lo tradicional y lo moderno en América Latina tiene sus propias especificidades, las que no se pueden generalizar ni con- fundir con las que se manifiestan en otros contextos (Norteamérica, Europa, India, Egipto o Japón, por ejemplo). Aclaro que en esta última referencia a la combinación de tradición y modernidad no hacemos alusión específica a lo “moderno fílmico”, aunque inevitablemente también está incorporada implícitamente esa dimensión, pues en el campo de la “intertextualidad” no es posible aislar de manera radical ningún factor. Pero el acento está puesto, en este caso, en el significado de la interculturalidad de los términos “tradi- cional” y “moderno” y no en sus formulaciones fílmicas propiamente dichas. 280 ISAAC LEÓN FRÍAS

Por último, y sin querer agotar ni mucho menos la exposición del tema, que está apenas enunciado en este apartado, menciono, aquí sí, una rela- ción que está en la médula misma de las aplicaciones de la modernidad fílmica como tal en la región (y fuera, también, pero eso lo dejamos de lado ahora): la combinación del componente de la reflexividad que —como se ha visto— es un elemento clave de la estética de la modernidad, y el rea- lismo en su lado social, que está presente de manera rotunda en el periodo que analizamos. Frente a las teorías que identificaban el realismo con lo burgués y la reflexividad con lo revolucionario, alentadas por la revista Cinétique a fines de los sesenta, con lo que se excluía prácticamente todo el cine que se había hecho y se hacía en el mundo, Stam, Burgoyne y Flitterman-Lewis afirman que

Reflexividad y realismo no son necesariamente términos antitéticos. Una novela como Las ilusiones perdidas, de Balzac, y una película como Todo va bien, de Godard, pueden ser vistas como reflexivas y realistas al mis- mo tiempo, ya que iluminan las realidades cotidianas de las encrucijadas sociales de las que emergen, mientras que también recuerdan a los lec- tores/espectadores la naturaleza construida de su propia representación. Más que polaridades estrictamente opuestas, el realismo y la reflexividad son tendencias interpretativas capaces de coexistir dentro del mismo tex- to. Sería más exacto hablar de un “coeficiente” de reflexividad o realismo, y reconocer al mismo tiempo que no es una cuestión de una proporción determinada (Stam y otros 1999: 229-230).

Esa combinatoria de reflexividad y realismo aparece, de manera diversa, en varias de las expresiones más asimilables a la estética de la modernidad en el cine de los años sesenta, pues se encuentra en Dios y el diablo en la tierra del sol, en Vidas secas, en Lucía, en Memorias del subdesarrollo, en 79 primaveras, en la primera parte de El chacal de Nahueltoro, en La hora de los hornos, en Invasión, en Tres tristes tigres, en Los hijos de Fierro, en Crónica de un niño solo y en varias otras de las películas que serán materia de análisis en los capítulos siguientes. Más allá de la afiliación genérica, a veces también incierta, esos rasgos se pueden rastrear en aproximaciones documentales, ficciones fronterizas o ficciones más claras y definidas. Capítulo VI: Documentales

1. Propuestas tipológicas

Así como ocurre con la ficción, usualmente dividida en géneros, que ope- ran como franjas o territorios relativamente autónomos, al menos en la producción industrial mayoritaria, en el campo documental también se han ensayado clasificaciones o taxonomías, que —como asimismo se presenta en el caso de ficción— no siempre cubren la totalidad del espacio o no evitan superposiciones y trasvases. La diversidad fílmica suele ser más hete- rogénea de lo que a veces se cree. Sin embargo, hay propuestas de clasifi- cación que, sin ser indiscutibles, ofrecen la virtud de la utilidad, que no es poco en estos casos. Ha sido Bill Nichols, uno de los mayores estudiosos de las aplicaciones del documental, el que ha esbozado, en primer lugar, una tipología del género, pero consignaremos aquí la que, sobre la base de la propuesta de Nichols, elabora Julianne Burton, aplicable (aunque no en exclusividad) al cine que se realizó en estas tierras de 1958 a 1970. Según la autora, la mayor parte de los documentales de ese periodo corresponde a esos tipos. Veamos cuáles son y cómo están caracterizados:

• Modo expositivo, con la voz del narrador omnisciente, imágenes ilus- trativas y predominio del sonido no sincrónico. Se enfatiza en la ob- jetividad, la generalización, la economía del análisis y se privilegia el conocimiento. Se omite el proceso de selección y presentación de ese conocimiento. Como ejemplos señala La batalla de Chile y O engenho. • Modo observacional, caracterizado por la voz del observado en una dirección verbal indirecta, imágenes de observación y predominio del sincronismo sonoro y largas tomas. Se enfatiza en la imparciali- dad, detalles íntimos y la textura de la experiencia vivida, compor- tamiento de los sujetos dentro de las formaciones sociales (familias,

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instituciones, comunidades) y en momentos de crisis personal o his- tórica. La interacción entre el observador y el observado se limita a un mínimo. Ejemplos: Ciclón y Carlos, ambos con sonido sincrónico; el primero sin sonido hablado y el otro con “entrevistas indirectas” en voice-over. • Modo interactivo, con la voz del cineasta que se dirige a los acto- res sociales, imágenes de testimonio y demostración, predominio de monólogos o diálogos con variado uso de entrevistas en dirección directa o indirecta. Se enfatiza en la parcialidad, la interpretación, la experiencia vivida por los actores sociales. Los cineastas reconocen su intervención directa o indirecta. Esta es la práctica del cinéma vérité que proponían Jean Rouch y Edgar Morin. Burton pone como ejemplos Por primera vez, Hablando del punto cubano y Hombre marcado para morir, un documental que Eduardo Coutinho filmaba en 1964, pero que debido al golpe militar brasileño solo pudo termi- nar en 1984. • Modo reflexivo, con la voz del cineasta en metacomentario, imágenes de “reflexión”, predominio de estrategias que generan conciencia de los aparatos del cine. Se enfatiza en la duda epistemológica, las inter- venciones (de)formativas de los aparatos fílmicos, se cuestionan las convenciones de la representación realista tanto como el estatus del conocimiento empírico, las experiencias vividas y los procesos de in- terpretación interactiva. Ejemplos: Grandes eventos y gente ordinaria, de Raúl Ruiz, y Diario inacabado, de Marilú Mallet, producciones francesa y canadiense, respectivamente, de dos cineastas chilenos (Burton 1990: 3-6).

Burton señala que hay combinaciones de dos o más de esos tipos y que son muy pocos los documentales que se adscriben a uno solo de ellos. Como ejemplos de combinaciones menciona a Tire dié, La hora de los hor- nos, O homem de couro, Tiempo de audacia, El hombre cuando es hombre. Aparte señala que hay categorías adicionales del documental social que se superponen con uno o más de los modos precedentes, entre ellas la etnográfica, la biográfica, la agitacional, la poética, la celebrativa, la perfor- mativa, la compilación, el collage, la reconstrucción y la hibridización de la ficción y el documental. Como toda tipología, la de Burton es discutible y restrictiva, pero si la menciono es porque la considero útil, no para aplicarla al pie de la letra, pero sí para tener un referente que sirva a los efectos de ubicar metodológi- camente algunas de las modalidades documentales. El estadounidense Bill Nichols retoma luego la tipología que su compatriota Burton había repro- TERCERA PARTE 283 cesado y la reproduce, con un alcance internacional y no solo aplicada al espacio latinoamericano (Nichols 1997). Aclaro que en el enunciado de su tipología, Burton agrega ejemplos de títulos de otras procedencias que no he incluido para no hacer más extensa la relación, con lo que hago notar que esas modalidades documentales no son privativas de nuestra región. Pues bien, Nichols recupera las modalidades expositiva, observacional, interactiva y reflexiva y hace precisiones muy pertinentes, casi ninguna referida al documental latinoamericano, pero de las que se pueden infe- rir aplicaciones válidas para las experiencias de los años que tratamos. El documental expositivo corresponde, grosso modo, al documental clásico, tanto en sus postulaciones más convencionales como en las más creativas (desde Hombres de Arán hasta Noche y niebla, de Alain Resnais). Un claro ejemplo del documental expositivo es Memorias de un mexicano, un filme compuesto íntegramente en 1950 por Carmen Toscano a partir de los ma- teriales que había rodado su padre, Salvador Toscano, durante los años de la revolución agraria. Que sea una modalidad que corresponde a la forma clásica del género no quiere decir que no se haya seguido usando luego y con amplitud. La televisión en las últimas décadas ha hecho uso y abuso de este “formato”. También en los documentales de los años sesenta se em- plearon formas expositivas, aunque con frecuencia combinadas con otras. De hecho, lo que se considera como “cimas” de la corriente documental del periodo (que cubre asimismo los años setenta), La hora de los hornos (en su primera parte) y La batalla de Chile pertenecen a esa modalidad, aunque La hora de los hornos se combina con otras, especialmente con la reflexiva (Nichols 1997: 65-114). La modalidad observacional fue bastante aplicada desde los años cin- cuenta en la región y no estuvo ausente en los años sesenta y siguientes. Además de los ejemplos que pone Burton, podemos agregar los documen- tales de Jorge Prelorán y parcialmente los brasileños de la productora de Thomas Farkas, entre otros. El modo interactivo estuvo presente, pese a no ser el más notorio o recurrente, como lo fue en la práctica del francés Jean Rouch y de los canadienses Pierre Perrault y Michel Brault. En realidad, las propuestas de Jean Rouch (y Edgar Morin) de lo que inicialmente se cono- ció como el cinéma vérité, por analogía con el kino pravda (cine verdad), postulado por Dziga Vértov en los años veinte, eran un modo que combi- naba lo observacional con lo interactivo, con mayor peso de este último, y con una participación activa del realizador. En otras palabras, había un lado intervencionista del cineasta que se hacía incluso presente en la diégesis del filme, como lo hubo en la práctica documental de Vértov. Las aplicaciones estadounidenses del direct cinema fueron bastante menos intervencionis- 284 ISAAC LEÓN FRÍAS

tas. Por cierto una “vulgarización” de la modalidad interactiva, muy común en las últimas décadas, es la de las talking heads. La modalidad de la representación reflexiva está subdividida por Nichols en dos variantes principales. Una de ellas es la reflexividad política, esa que hallamos en La hora de los hornos, en varios de los documentales de Santiago Álvarez, en Elecciones y Me gustan los estudiantes, de Mario Han- dler. Otra es la reflexividad formal, presente en 79 primaveras, de Santiago Álvarez (sin excluir en absoluto la dimensión más acentuada de reflexividad política) y en un filme de ficción encabalgado parcialmente en el documen- tal, Memorias del subdesarrollo. Es la variante reflexiva en la que se hacen presentes los mecanismos del cine, eventualmente las prácticas del rodaje o la puesta en evidencia de la ilusión de la imagen o del relato. Precisamente la teoría de la deconstrucción era una manifestación extrema de la modali- dad de la representación reflexiva. Sin excluir otras tipologías posibles, también es factible caracterizar los documentales latinoamericanos del periodo según su objeto de atención y combinarlos con las modalidades que establecen Burton y Nichols. En algunos, como Carlos, es un individuo el que convoca la cámara y el segui- miento del realizador. En otros al individuo se incorpora el núcleo familiar, como en Hermógenes Cayo (Imaginero) y Cochengo Miranda. Otros son “retratos de familia”, como Araya o Chircales. Los hay que se concentran en grupos marginales, como en Tire dié o Viramundo, y los que se atienen a eventos colectivos, como en Elecciones, Me gustan los estudiantes, El grito, Oiga, vea o Chiaraje. También los que abordan procesos histórico-políticos de mayor envergadura, el filón épico por excelencia del documental, como en La hora de los hornos, La batalla de Chile y varios filmes de Santiago Álvarez, entre los cuales están Hanói, martes 13, Golpeando en la selva, La guerra olvidada o 79 primaveras. Según el alcance del objeto, el tratamiento inevitablemente varía, desde la distancia de la cámara, la duración del encuadre, la utilización del so- nido, las articulaciones del montaje, la cadencia rítmica, etcétera. Mientras que el encuentro con individuos o pequeños grupos tiende a favorecer las aproximaciones ligadas al documental de observación o de interacción, con predominio de la expansión temporal del plano, el abordaje de eventos o procesos suscita el empleo de los métodos expositivos o reflexivos, con un mayor peso de la discontinuidad cronológica y, por tanto, una presencia más activa y dinámica del montaje. No se espere un trabajo exhaustivo sobre los documentales de la moder- nidad en los años sesenta y los inmediatamente posteriores. Lo que viene es solamente una selección, algo así como una muestra de lo que se hizo, TERCERA PARTE 285 tratando de incluir los más notorios, los que definen o se acercan a alguna de las tendencias que se promovieron en esos años y también algunos otros hasta ahora poco considerados o simplemente ausentes en los balances del cine de ese periodo que merecen ser incluidos, más aún que otros de mayor notoriedad o reconocimiento por razones políticas.

2. La mirada y la voz

Si Araya hubiese sido hecha en algún país europeo, muy probablemente se le habría asignado una ubicación afín a la de esos títulos consagrados del documental con los que se suele asociarla, como Hombres de Arán, Farre- bique o la misma La tierra tiembla, de Luchino Visconti, una ficción con actores no profesionales y filmación in situ, en el pueblo siciliano costero de Aci Trezza. Es decir, formaría parte de una categoría modélica y ejemplar, donde, más allá de la impugnación ética que se desprende de sus imágenes, hay una construcción equilibrada, simétrica, en la que, a pesar del texto literario que se superpone al desarrollo visual, es este último el que por sí solo transmite ese aliento de rutina activa y fatigada a la vez que baña la totalidad de la película. Sin embargo, y pese a la validez que tiene el hecho de asociarla a esas apreciables predecesoras, vista en el marco de la región adquiere otra di- mensión, pues no es propiamente una de esas obras de referencia obligada, ya que durante mucho tiempo fue una cinta muy poco vista y solo conocida de oídas. Filmada en 1959, se estrenó en Venezuela, su país de origen, en 1977, lo que significa que estuvo prácticamente al margen de la dinámica del cine de ese país; es decir, fuera del cotejo que se establece en la suce- sión de estrenos o de exhibiciones públicas habituales en el común de la producción. Tampoco es que se conociera en los otros países de la región, mas sí —como hemos adelantado— en algunos festivales internacionales, en lo que en su tiempo parecía ser el destino ineluctable de una porción del cine latinoamericano independiente. Varios otros documentales desconocidos en sus países de origen eran motivo de reconocimiento y aplauso fuera de ellos, pero apenas en unos cuantos festivales o muestras. Araya no llegó a ser, entonces, lo que pudo haber sido de haberse estre- nado y difundido en su momento: una suerte de filme-faro de una estética documental depurada y ajena a la tónica del documental institucional pri- vado o estatal, mayoritario en la región. Es cierto que, si de antecedentes se trata, la serie Brasilianas, del brasileño Mauro, algunos cortos del boliviano 286 ISAAC LEÓN FRÍAS

Jorge Ruiz y, también, los que tuvo a su cargo el peruano Chambi, preceden en la región al documental de Margot Benacerraf en la línea de la observa- ción detenida del trabajo en contacto con la naturaleza o de ciertas prácti- cas sociales de grupos campesinos o aborígenes. Pero Araya se alza como un bastión aislado, como una obra única, casi insular y sin continuidad. Por lo pronto, y literalmente, sin continuidad en la carrera de su directora, pues Benacerraf no concretó ningún proyecto posterior, entre los que estuvo una anunciada adaptación del relato de García Márquez, La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada. Pero, asimismo, sin continuidad en el interior de la cinematografía venezolana y, sin más, de la región, pues las experiencias documentales posteriores se orientan por otros derroteros. No obstante, Araya es un punto de intersección, que conecta una parte de la tradición más respetable del género con las aperturas que en esos años se producen en otras latitudes. No es la primera que acomete la du- reza del trabajo físico como su motivo recurrente. De algún modo, desde el semidocumental mexicano Redes, de Fred Zinnemann y Emilio Gómez Muriel, también ligado, como Araya, al espacio marino y a sus linderos, el trabajo en condiciones más o menos desfavorables ha estado presente en el cine de América Latina, aunque más asociado al universo de la ficción. Pero sí es la primera en el registro del largometraje que muestra de una manera distinta el despliegue y el ritmo del trabajo en una construcción cinematográfica tan sólida y con un punto de vista, nunca intrusivo, sino auscultador y penetrante. Estamos ante una comunidad dedicada a extraer la sal en una salinera del litoral venezolano y son tres familias las que constituyen el eje sobre el que girará la atención principal de la directora: la familia Ortiz, que se dedica a extraer la sal durante el día; la familia Pereda, que lo hace durante la noche; y la familia Ortiz, que no es salinera, sino pescadora. La película sigue las rutinas laborales de hombres, mujeres y niños durante un día en contacto directo con una naturaleza a la que están atados de manera indi- soluble. El texto verbal indica que desde hace 450 años los que viven en la península de Araya ejecutan las mismas labores, pero bastan las imágenes para saber, si bien no con la precisión cronológica del texto, que lo que hace esa gente forma parte de una práctica ancestral, como un destino que se impone, y que refuerza la propia construcción temporal de la cinta. No hay en este documental venezolano el menor afán manifiesto de de- nuncia, casi en oposición a lo que será más tarde moneda corriente del gé- nero en la región y también en otras partes. Tampoco se prescinde de una elaboración visual refinada, aunque ella no tenga acentuaciones de ningún TERCERA PARTE 287 tipo. Esto, una vez más, pone de manifiesto el carácter dual de una pro- puesta que se aviene al impulso creativo de la mejor tradición documental, aquella que no temía conjugar la observación rigurosa con la vena poética, y a la vez se anticipa en el registro de una mirada crítica a las condiciones de vida en la región, de una forma más acuciante que antes no se había hecho. María Luisa Ortega afirma:

Las imágenes del filme no están condicionadas por la urgencia de do- cumentar la miseria y el subdesarrollo, sino por dignificar la figura del hombre que vive de sus manos por medio de un depurado tratamiento formal y plástico que alterna largos planos con secuencias basadas en un montaje rítmico y rimado de diversas angulaciones en las tomas (Elena y Díaz López 1999: 144).

Tire dié, casi coetánea de Araya (en realidad, fue iniciada en 1958 y cul- minada en 1960) es un mediometraje que, de entrada, tiene un destino di- ferente al de la cinta venezolana, pues ejercerá una mayor influencia, cierto que también reforzada por la notoriedad de su realizador, en ese entonces director de la Escuela de Cine de Santa Fe. A diferencia de Benacerraf, Fer- nando Birri era un maestro de cine cuya posición teórica se conocía. Más aún, nadie como él había levantado antes la bandera del documental en la región, un género que el público asociaba con los informativos o los cortos de divulgación, y no con el registro de la encuesta social que el italiano Cesare Zavattini proponía desde la cátedra del Centro Sperimentale di Ci- nematografia de Roma, o desde propuestas fílmicas como la de Amores en la ciudad. Y aunque la obra de Zavattini prácticamente no se asocia al do- cumental, sino a la ficción realista tipo Ladrones de bicicletas o Umberto D., su prédica no lo excluía —como se demuestra—, precisamente, en Amores en la ciudad, donde los seis episodios no son ficcionales (aun cuando haya procedimientos de dirección de actores) y como se demuestra también en el ascendiente que tuvo sobre Birri y, luego, sobre los cineastas cubanos, por hacer referencia a quienes más cerca estuvieron del guionista y profesor italiano. Pues bien, Tire dié es, si no el primer documental-encuesta en la región, sí el que hace del procedimiento un recurso que puede y que será utilizado una y otra vez y que, con el correr del tiempo, se incorpora a las técnicas del reportaje televisivo. En tal sentido, es un documental pionero, “abreca- minos”, y no lo es tanto como fórmula o procedimiento, como “empaque” documental podríamos decir, sino principalmente como actitud, como una nueva mirada que da cuenta, en este caso, de una manifestación de la mar- ginalidad social, antes ausente o apenas vislumbrada en el registro docu- mental. Cabe señalar de paso que la ficción sí lo hizo, por ejemplo, en Los 288 ISAAC LEÓN FRÍAS

olvidados, pero en muchos otros filmes también, es verdad que en general con un tono edificante y un final redentor ausentes en el célebre filme de Buñuel. Como en muchos otros trabajos de no ficción de esos años, Tire dié se inicia ofreciendo datos y cifras estadísticas acerca de la ciudad de Santa Fe, pero lo que podría verse como una enunciación ilustrativa está cargada de una ironía que precede la presentación de un espacio suburbano en las cercanías de los rieles del tren que conducen a las ciudades de Rosario y Buenos Aires. El documental se centrará, luego, en algunas de las familias del lugar y en el relato de lo que hacen para sobrevivir, para terminar fi- nalmente en la práctica habitual de un grupo de niños que pide dinero al paso del tren (de allí el título; el “tire dié” hace referencia al pedido de que se tiren diez centavos) que avanza lentamente por un puente. En esta parte final, que es de lejos lo mejor de este mediometraje, se concentra principal- mente la impugnación que transmite el filme y que funciona a la manera de una secuencia “climática”, si utilizamos el término habitualmente aplicado a los relatos de ficción. En el dramatismo (nunca enfático o estridente) de las imágenes de los chicos que se arriesgan al correr por la estrechez lateral del puente para solicitar la limosna, se encuentra el aporte decisivo del filme. Al respecto, Clara Kriger escribe:

La enunciación ubica al espectador en el interior del tren, convirtiéndolo en un pasajero privilegiado, que ve a los niños a partir de un conjunto de planos cortos en movimiento, tomados desde las ventanillas. De esta manera el filme no se limita a mostrar, sino que escoge una puesta en escena útil para acentuar la situación social que intenta poner en evi- dencia. Delimitando un espacio interior para su público (separado tras una ventanilla o una pantalla) que no da cabida a los excluidos, obliga al espectador a ver en primer plano la cara de cada niño que pide y a detenerse frente a sus gritos agudos e insistentes (Paranaguá 2003: 190).

Aquí está uno de los aciertos fundamentales de esta obra: la confron- tación que establece entre el ojo del espectador y el grupo de niños, un grupo menoscabado por la marginación social que ve pasar el tren (metá- fora del país formal) desde cuyas ventanas apenas se le arroja unas cuantas monedas. También en la línea del cine-encuesta, con la particularidad de concen- trarse en un solo y único personaje, el mediometraje uruguayo Carlos, cine- retrato de un “caminante” en Montevideo se aproxima de otro modo a la marginalidad, mediante el reportaje de un vagabundo en una ciudad y en TERCERA PARTE 289 un país por mucho tiempo considerado la “Suiza de América”. Al margen de si se trata o no del primer “retrato” documental que se aparta de las figuras habitualmente retratadas o retratables, según los criterios periodísticos o estéticos vigentes, Carlos aplica la metodología del cine directo, y muestra al personaje en diversos momentos, así como reproduciendo de manera asincrónica y con la voz over de tono casi confesional del mismo, hablando de sus experiencias y vicisitudes. Aun cuando Carlos pueda parecer un cuerpo extraño, casi el detritus de una sociedad que lo ignora, el tratamiento visual de Mario Handler nos confronta con un contexto subdesarrollado, sin que se trate, por otro lado, de una visión miserabilista, como la que es puesta en jaque por Mayolo y Ospina en Agarrando pueblo. Al respecto, Mirito Torreiro menciona que el

hallazgo fundamental es el haber trazado el retrato de una ciudad, no a partir de lo habitual, sino desde la mirada de un excluido. La mímesis entre mirada y punto de vista se hace, así, ejemplar: esa imagen tomada como al sesgo de una sociedad que se pretende burguesa, pero que está en vísperas de la ruina (Paranaguá 2003: 211).

Es relevante, asimismo, que sea un marginal el protagonista, y no un trabajador cualquiera que fuese, pues así el contraste entre la ilusión de una sociedad estable y próspera y la realidad de una exclusión tan manifiesta se hace clamoroso. Más aún, porque lo que dice Carlos da cuenta de alguien que tiene clara conciencia de su situación. Como era usual en esos años en la región, el cineasta no se hace presente y recoge lo que dice el personaje, sin agregar ninguna otra voz, ni tampoco hacer sentir la presencia de la cá- mara. Ciertamente el hecho de que no se trate de entrevistas registradas en vivo contribuye a ese efecto y “encubre” un tanto el registro de la filmación que se evidencia más en el reportaje con mirada a la cámara. Es claro, al respecto, el trabajo previo ejecutado por Handler en la pre- paración del mediometraje y en el acercamiento a un vagabundo con el que ha alcanzado —como se aprecia en las imágenes— un cierto grado de confianza y la disposición de estar frente a la cámara, sin que eso genere inhibiciones o incomodidades. En otras palabras, sin que la persona encua- drada haga notar o sentir que está siendo encuadrada. No es, entonces, la cámara que llega de inmediato para enfocar e interrogar a un extraño. En tal sentido, y este es uno de los puntos que acercan el documental a la ficción, no deja de haber en la película un cierto lado de protagonismo individual, como podría tenerlo el personaje único de un relato de ficción, y no porque haya el menor vedetismo por parte de Carlos, que no lo hay, ni tampoco por los ángulos de la cámara o algún efecto de iluminación. Por 290 ISAAC LEÓN FRÍAS

el contrario, el registro visual es de una rusticidad evidente y por completo ajeno al menor interés en proporcionar a la imagen algún grado de refina- miento fotográfico que sí se manifiesta, en cambio, en otros documentales que tienen en la miseria social su centro de atención. Si hay un protago- nismo con “visos ficcionales”, es porque la presencia reiterada de Carlos lo instituye como un personaje que “se va construyendo”, aunque no al modo canónico en que una ficción lo haría. En ese proceso de conocimiento que se despliega lentamente en los treinta y poco minutos que dura el medio- metraje, y como consecuencia en parte del contacto previo y, también, de una cierta preparación de las escenas, se vislumbran el peso y la entidad existencial de quien no es solo un sujeto de referencia o el signo vivo de la estadística de los homeless en Montevideo. Julianne Burton observa:

A lo largo del filme hay un impulso hacia la poetización del material seguido por el rechazo de ese impulso. Ciertos temas visuales emer- gen: la dicotomía entre el interior y el exterior de las casas, marcada especialmente por los desplazamientos del vagabundo que generalmente duerme al aire libre; los ‘mirones’ que observan desde la seguridad de su espacio privado: la repetida composición de los primeros planos de Carlos con otra figura remota sobre la línea del horizonte, un individuo aislado, pero nunca separado totalmente del contexto social; el motivo de las cosas tiradas, sugiriendo el estatus de Carlos como una persona tirada (Burton 1990: 61).

Se puede discutir la afirmación inicial del impulso poético rechazado, pues el tratamiento no parece validar tal afirmación, pero sin duda el aná- lisis de Burton demuestra agudeza al plantear algunas observaciones que apuntan a hacer notar que el espacio físico favorecido al interior del filme es el espacio público, y no como un espacio compartido, que es lo propio del espacio público, sino como un espacio segregado. En otras palabras, lo que muestra Carlos es el hecho de “estar en la calle” en su sentido literal más radical, que es el “no tener donde caer”, si no es el de habitando pre- cariamente en el espacio público.

3. Las marcas del directo

Más aún que en la deambulación urbana de Carlos, en los documentales paulistas de Thomas Farkas encontramos las aplicaciones más metódicas del cine directo. Más metódicas no quiere decir que sean miméticas, pues el cine directo, a diferencia del neorrealismo, por ejemplo, es una metodo- logía de trabajo audiovisual y, por lo tanto, una plataforma abierta a muchas TERCERA PARTE 291 y muy variadas formas de uso. No es —como antes decíamos a propósito del neorrealismo italiano— una “escuela” nacional. El cine directo proponía un acercamiento observacional y no interven- tor, un poco a la manera del célebre Primary, de Richard Leacock y los hermanos Albert y David Maysles, en el que se siguen recorridos, mítines y debates de los precandidatos demócratas Humphrey y Kennedy en 1960. La serie La condición brasileña tenía ese mismo propósito, aun cuando las circunstancias locales y la vocación de los cineastas brasileños le aportan un sesgo crítico que no encontramos en Primary y en otros exponentes de la corriente documental estadounidense, cuya tendencia a la neutraliza- ción del punto de vista era manifiesta. Según Farkas, apenas conocían la propuesta del cine directo, por lo que se desprende de lo que dice que se trata más de una coincidencia que de una influencia propiamente dicha. De cualquier modo, esos años estaban marcados por el deseo renovado de registrar el universo circundante de un modo distinto del que había preva- lecido en el cine de América Latina, y las nuevas tecnologías y los impulsos fílmicos que venían de diversas partes tenían —como hemos visto— varias características comunes. No es solo observacional el enfoque de los mediometrajes brasileños, pues incorporan la entrevista, es decir, el modo interactivo, pero de una manera más cercana a las maneras de la encuesta y no de ese contacto per- sonal y “cordial” que varios otros documentales de la modalidad interactiva establecen en esos años, deteniéndose y explayándose en el diálogo, en el registro del testimonio, en la historia personal y familiar recogida. En ese sentido, los documentales producidos por Farkas se aproximan a esa ver- tiente de “reportaje periodístico”, que, sin los “vicios” del reportaje al uso, practicaron los exponentes del cine directo en Estados Unidos y otras partes. En el caso de la serie La condición brasileña, hay que agregar la presen- cia de Fernando Birri, cuya escuela documental era bastante reconocida en esos tiempos, y que se vinculó con Farkas al inicio del proyecto, al que de algún modo aportó conceptualmente, y de manera particular la de Edgardo Pallero, quien será el productor ejecutivo de los cuatro mediometrajes ini- ciales, y también de los que se hicieron más adelante, tras participar en la producción de Tire dié y Los inundados. El rol desempeñado por Pallero es especialmente significativo en la marcha del nuevo cine latinoamericano de los sesenta, y sobre todo en el terreno documental, pues después de esos hitos argentinos y brasileños en la construcción de la idea del nuevo cine, es el responsable de la producción de La hora de los hornos y, posterior- mente, de Los hijos de Fierro, entre otros títulos de la etapa más eferves- cente del cine en el Cono Sur; además de participar activamente en las pro- 292 ISAAC LEÓN FRÍAS

puestas de acercamiento que surgieron a raíz de los festivales de Viña del Mar y la Muestra Documental de Mérida. De algún modo, Pallero, desde la producción ejecutiva, toma en el Cono Sur y Brasil la posta dejada por Birri, quien se ve presionado a abandonar Argentina en 1964, viajando a México y después a Cuba, para instalarse luego por varios años en Italia, casi una vuelta a sus orígenes cinematográficos; pero ya con el neorrealismo en el pasado y con otro contexto político y cinematográfico. De los cuatro documentales que constituyen la primera parte de la se- rie La condición brasileña, Viramundo, de Geraldo Sarno, ha tenido un ligero mayor reconocimiento, seguido por Memoria do cangaço, de Paulo Gil Soares. Viramundo registra el testimonio de un grupo de campesinos del nordeste brasileño que migran a São Paulo en busca de trabajo. Por su parte, Memoria do cangaço se concentra en develar la tradición de los can- gaceiros, los bandoleros del nordeste que Dios y el diablo en la tierra del sol venía de incorporar a la estética del cinema novo. Memoria do cangaço es, a su manera, un complemento informativo y referencial (y más que eso, claro) del célebre filme de Glauber Rocha. Las dos películas están filmadas con sonido sincrónico y se apoyan fun- damentalmente en la entrevista, sin ocultar en el encuadre al entrevistador interrogando al entrevistado, lo que posteriormente no ha sido común, sal- vo que se trate de un periodista o un investigador conocido o, como en el caso, de los documentales del estadounidense Michael Moore, el realizador desempeñe el rol simultáneo de conductor protagónico de la investigación documental. No está ausente en los documentales brasileños la voz en off del narrador, pero estos se desmarcan ostensiblemente de una larga tra- dición en que la voz del narrador lo cubría todo. Por primera vez de una manera amplia y abarcadora, experiencia que no se repitió durante todo el periodo del nuevo cine latinoamericano, las dos partes de La condición brasileña, que no tuvieron ningún apoyo institucional, intentaron ofrecer una visión de la realidad social brasileña. En torno a esa intención, José Carlos Avellar afirma:

Estos más de veinte documentales sobre el fútbol, el cangaço, la Iglesia, el migrante del nordeste en São Paulo, las escuela de samba de los fa- velados de Río, los cantores y los artesanos del cuero del sertón, revelan nuestra condición... mostrando todo lo que allá, tanto en el lugar seco y sin nada, sertón, desierto grande, como en la favela de mucha gente sin nada, hace la mano del hombre que fertiliza la tierra, hila las cuerdas, si- gue el rastro del agua, trabaja el cuero, cose el disfraz, golpea el mortero, toma con las puntas de los dedos los pequeños bocados de harina del recipiente de calabaza” (Paranaguá 2003: 304). TERCERA PARTE 293

Viramundo es, probablemente, el ejercicio más depurado de ese bloque de películas, con una solidez estructural que pocos documentales alcanza- ron a tener en la región en esos años. Los testimonios son harto reveladores de los desequilibrios entre el ámbito urbano y el campesino y, de manera puntual, entre la gran urbe industrial de São Paulo y las tierras del nordeste, de donde proceden los migrantes sin trabajo que aparecen en la película. Jean-Claude Bernardet considera a Viramundo un hito en el cine brasileño, porque incorpora, y no solo en el documental, a los trabajadores. Bernardet es tal vez, dentro de los estudiosos del cine de Brasil, quien más analizó el perfil social de las películas del cinema novo, y señala que en su primera fase el cinema novo se interesó casi exclusivamente en los temas rurales. Bernardet especula que la ideología del cinema novo estuvo asociada con la noción de “desarrollismo”, formulada por algunos ideólogos del Instituto Brasileño de Estudios Avanzados (ISEB), para quienes los grandes enemi- gos del desarrollo en Brasil eran el capitalismo internacional y la estructura agraria, los latifundios. Por eso los realizadores del cinema novo, según Bernardet, se abocan a la temática del campo (Burton 1990: 217-237). Con el golpe militar de 1964, las cosas cambian y la atención se des- plaza al espacio urbano. En ese contexto surge Viramundo, que es, en esa perspectiva, un título de transición, pues une la problemática del campo y la de la gran ciudad mediante el desplazamiento de mano de obra, de la migración de los campesinos y su difícil inserción en la urbe paulista. Una suerte de cinta “bisagra” entre la tendencia que la precede y lo que viene a continuación, abocado principalmente a historias y situaciones en el marco urbano. La propia obra de Glauber Rocha lo ejemplifica a su modo en el paso de Dios y el diablo en la tierra del sol a Tierra en trance. José Carlos Avellar da cuenta de los dos grandes segmentos del docu- mental de Geraldo Sarno así:

En su primera parte, hecha casi solo de entrevistas, la imagen parece estar allí solo para dar voz y figura a los otros; es como si el documento estuviera en busca de sí mismo a través del cine. El filme avanza como una conversación, en verdad, como dos conversaciones superpuestas: la que ocurre dentro de cada plano y la que resulta del montaje de los testimonios, hecho de modo tal que cada uno prosigue, amplía, confirma o niega lo otro... En su segunda mitad, Viramundo pasa a comportarse como un cine en busca del documento. Ninguna entrevista, solo regis- tros de los mecanismos asistenciales creados para decirle al migrante que llegaba del campo cómo comportarse en la ciudad (Paranaguá 2003: 188-189). 294 ISAAC LEÓN FRÍAS

El cine directo también está en la base de Chircales, el documental de Marta Rodríguez y Jorge Silva. Aunque en este caso el sonido no es sin- crónico, esto no significa que no se escuchen las voces de los personajes entrevistados, pero esas voces aquí se han trabajado en una banda sonora más elaborada, en la que los ruidos y la música desempeñan un rol distin- to al que tienen, por ejemplo, en los documentales brasileños producidos por Farkas. Chircales, por otra parte, es el producto de un proceso de in- vestigación y de una larga preparación y filmación que va de 1967 a 1972. Durante esos años los realizadores convivieron con una familia de alfareros, los Castañeda. Dice Isleni Cruz:

Chircales se planificó, se imaginó, se filmó, se reconstruyó y se estruc- turó con la participación de todos. De ahí su verdad, su poesía y sus inevitables efectos sociopolíticos. El proceso de elaboración del ladrillo, con su ritmo pesado y monótono, fue una decisión colectiva para insertar en su ‘ilustración’ la cantidad de referencias que explican las causas y las consecuencias destructivas de una situación que también implicaba a otros sectores sociales que vieron en Chircales un reflejo análogo al suyo (Paranaguá 2003: 209).

Chircales posee puntos de contacto con Araya, que es —como hemos visto— un documental pre-cine directo. Los puntos de contacto están, prin- cipalmente, en la observación de las actividades de grupos familiares, en un caso dedicados a extraer la sal y a la pesca, y en el otro a fabricar ladrillos. En ambos casos, es el relato de una tarea dura y repetitiva, el registro de unos seres entregados a una existencia sacrificada para ganarse el pan de cada día. Pero mientras que Araya se centra en la observación y edifica a partir de ella una especie de sinfonía visual, Chircales apunta al documental reflexivo, donde los protagonistas van tomando conciencia de su propia situación, sin que además la película se limite al seguimiento de las rutinas laborales, las condiciones de vida y los testimonios, sino que se comple- menta con informaciones, imágenes de archivo y audiciones radiales, entre otros elementos de apoyo. Es decir, el documental colombiano, y en ello los diez años de diferencia con el venezolano no son poca cosa, asume una perspectiva ideológica más explícita y más ligada también al contexto político de esos años. A propósito de Chircales y las realizaciones de Silva-Rodríguez, el crítico colombiano Juan Diego Caicedo ha escrito:

La militancia que pasó a la historia no tuvo que ver mucho con el pan- fleto. Chircales (1966-1972), Campesinos (1975) y los trabajos posteriores TERCERA PARTE 295

de Jorge Silva y Marta Rodríguez, aunque afectados a ratos por la conven- cionalidad de la denuncia, impuesta verticalmente a la realidad analizada, sobre todo por el tratamiento sonoro, fueron obras ejemplares por su rigor estructural, sus aciertos plásticos y fotográficos. Crítica social efec- tuada sobre la base de una investigación y una convivencia largas con las personas acerca de las cuales se habla, empalma con una propuesta vi- sual consistente, ajena al tráfico de simples consignas (Caicedo 1998: 86).

4. El enfoque etnobiográfi co

A diferencia de Viramundo, Memoria do cangaço o Chircales, los docu- mentales del argentino Jorge Prelorán, de similar vocación investigadora, se ofrecen desde un prisma distinto, ajenos a la perspectiva crítica, a la ambi- ción totalizadora, al énfasis reflexivo. Sin embargo, tal como en Chircales, el cineasta argentino se acerca a las historias familiares en pequeñas comu- nidades no urbanas, pero al hacerlo no intenta desmontar las estructuras de explotación y abuso ni indagar en la conciencia de sus entrevistados acerca de la situación que viven, al menos no para indagar en la experien- cia de la explotación. No es que la visión del documentalista escamotee las condiciones de pobreza o las limitaciones de los seres que habitan sus obras, ni tampoco que adorne o suavice las aristas conflictivas que se van insinuando. Lo que no hace, y eso lo sitúa en un lugar particular y distinto en el panorama de su época, es “procesar” de modo menos explícito en el montaje, en la narración en off o en otros procedimientos de la enunciación fílmica, un enjuiciamiento de lo que muestra o registra. Por ello, a nadie se le ocurrió en los tiempos del documental militante considerar a Prelorán parte del movimiento de renovación que se gestaba, aun cuando codirigiera dos de ellos con Raymundo Gleyzer (Ocurrido en Hualfín y Quilino), cuyas posiciones políticas y su notoria inscripción en el terreno del documental político son conocidas. Respecto a esa ubicación peculiar, Jorge Ruffinelli afirma:

De ahí la cualidad hasta cierto punto neutra, políticamente, de sus do- cumentales. Incluyendo los dirigidos junto con Raymundo Gleyzer..., la exhibición de la pobreza no llevaba necesariamente a levantar banderas de protesta social o de denuncia política, como si esos documentales se limitaran a mostrar la ‘realidad’ y todo intento de cambio quedara en el dominio del espectador (Paranaguá 2003: 64-65).

Hay que señalar, en relación con lo anterior, que en los documentales que hizo con Gleyzer primó el acercamiento habitual de Prelorán, conside- rando también que Gleyzer se encontraba aún en una primera etapa de su 296 ISAAC LEÓN FRÍAS

carrera documental y no había abrazado la militancia activa, que más ade- lante marcará su andadura en el terreno del cine. Por eso es claro que Ocu- rrido en Hualfín y Quilino se ubican dentro de las constantes de la obra de Prelorán que es, a su manera, la obra de un artesano, como aquellos que repetidas veces abordó en sus filmes; es decir, la de un cineasta que se propuso un trabajo paciente, meticuloso y de “perfil bajo”, en el sentido de no aspirar al estatus del autor ni —como hemos indicado— inscribirse en la tónica documental en ese entonces mayoritaria. Incluso —a diferencia de los cineastas-etnólogos que en otras latitudes afirmaban el carácter si se quiere “científico” de su actividad— Prelorán no defendió la posición del antropólogo o del científico social. Graciela Taquini ha precisado la posición de Prelorán en el amplio es- pectro del cine de vocación antropológica señalando:

La ortodoxia del cine antropológico como instrumento científico impone algunas reglas. Poco trato del entrevistado con el equipo técnico. Evitar la reconstrucción de eventos. Mínima distorsión del tiempo y la continui- dad. Los hechos deben presentarse en el orden en que van ocurriendo e idealmente deben tener la misma duración. Si hay manipulación, se debe explicar cómo y por qué se ha hecho. El sonido debe ser sincrónico, la cámara debe usar planos abiertos que representen la figura humana. En todas las acciones se deberá registrar su proceso: el inicio, su desarrollo y el final. Se deberá poner énfasis en uno o dos individuos y no en masas anónimas... Prelorán no cumplirá casi ninguno de esos preceptos, por- que su aproximación no es científica (Taquini 1994: 10).

En efecto, de las imágenes de sus filmes se desprende esa voluntad de conocimiento que no pasa por la mirada fría del etnólogo, sino por el afán de comprensión del ser humano al que está mostrando como un “igual”, y no como el objeto de una observación científica. El propio Prelorán caracterizó sus películas como etnobiográficas y les confirió con el término un matiz peculiar que las distingue de otras aproxi- maciones, aunque en esta línea Chircales también se puede incorporar a esta calificación. Homero Alsina Thevenet señala que Prelorán utiliza con fundamento el calificativo “etnobiográfico”. Alsina escribe:

Su procedimiento ha sido elegir una zona geográfica y humana parti- cularmente crítica, acercarse a sus habitantes, dejar que esos hombres, mujeres y niños se expresen después ante la cámara y los micrófonos. La tarea supone, ante todo, una larga etapa conducente a entrar en confian- za con los protagonistas, para que sus actitudes y palabras sean en defini- tiva una manifestación espontánea y no una recreación (Alsina 1991: 55). TERCERA PARTE 297

No es que el registro adoptado por Prelorán no tuviese precedentes en la región. El trabajo de Humberto Mauro para el INCE brasileño, y de ma- nera especial la serie Brasilianas ya mencionada, abundó en la muestra de artesanos y trabajadores de diversos oficios. Otro tanto hizo Sergio Bravo en Chile, aunque no con la profusión de Mauro, pues perfila en Mimbre, Trilla, Día de organillos y Láminas de Almahue, entre otros cortos, un objeto de atención similar y una sensibilidad parecida. El cusqueño Manuel Chambi prefiere los grupos y las manifestaciones colectivas del trabajo campesino, pero también de las danzas y las celebraciones, y en su mirada hay, asimis- mo, un intento de comprensión que no pasa por el filtro “científico” ni la in- tencionalidad antropológica. Prelorán pertenece a esa estirpe, pero con una identidad propia, pese a que no hay en su obra las “marcas de estilo” más o menos notorias que caracterizan la filmografía de muchos documentalistas. Sin que ello quiera decir, ni mucho menos, que era un documentalista “sin estilo”, lo que sería una afirmación temeraria. Al respecto, Ruffinelli considera:

Prelorán se dedicó a trazar, durante medio siglo, buena parte del mapa humano, cultural y social de Argentina y otras partes de América Latina. Para ello empleó diferentes procedimientos y preocupaciones vinculados con el estilo, desde una serie de principios casi inalterables: una foto- grafía nítida y sin excesivo movimiento, que observa con atención a la vez que respeta (ante todo la intimidad) a sus personajes; ese respeto ya mencionado, que a menudo se transforma en darles la palabra —aunque esto se hace en la banda sonora y no en el estilo de entrevista o encuesta directa—; una atención seria y sin prejuicios a las expresiones culturales diferentes (fuesen mitos o prácticas de curanderismo no sancionados por nuestra cultura); una conciencia histórica que vincula distantes pasados (el Imperio incaico, por ejemplo) con el presente; un sentido melancóli- co de la pérdida (regiones sumidas en el descuido y el olvido oficiales) (Paranaguá 2003: 167).

De la obra de Prelorán correspondiente a la etapa que cubrimos se pue- den destacar de manera especial tres títulos: el mediometraje Ocurrido en Hualfín (1967) y los largos Hermógenes Cayo (Imaginero) (1969) y Cochengo Miranda (1975). Como era habitual en sus trabajos, en los tres casos el rea- lizador alternó largo tiempo con los protagonistas de sus abordajes docu- mentales y, por lo tanto, el resultado, fruto de un largo proceso, deja sentir la larga maduración que se ha obtenido y que se advierte en una cadencia sin fisuras ni sobresaltos. En Ocurrido en Hualfín, Prelorán y el correaliza- dor Raymundo Gleyzer ofrecen un “retrato de familia”, con la particularidad de que no es un retrato a la manera tradicional de una familia de “buena posición”, sino la indagación de una historia genealógica a través de cuatro 298 ISAAC LEÓN FRÍAS

miembros de la familia Figueroa, del valle de San Fernando de Hualfín, en la provincia norteña de Catamarca. En una primera parte, Cuando quede silencio el viento, es Temístocles, de 80 años, un coplero ciego, el más viejo de los Figueroa, el centro principal de atención. La segunda parte, Greda, tiene a Justina como personaje central, y la tercera, Elinda del Valle, se cen- tra en Antonia y su hija Elinda, una de las nietas de Temístocles. Como en Araya, pero con un tratamiento temporal distinto y con otra cadencia rítmica, Ocurrido en Hualfín da cuenta de una “genealogía de la pobreza”, que se transmite de generación en generación, sin que ningún evento histórico altere el curso de los acontecimientos para quienes viven una existencia precaria y marginal. En el episodio Greda se advierte — como en el trabajo de los salineros de Araya— la rutina de una labor ar- tesanal, concentrada aquí en la elaboración de ollas y vasijas de barro, sin que tal actividad reporte otra cosa que el escaso ingreso para sobrevivir. Sin embargo —y como se ha adelantado—, no hay el menor “latiguillo” denunciativo ni en la narración, que se va alternando con el habla en off de los personajes, ni en los procedimientos de planificación o angulación, ni en el montaje que evita contrastes o acentuaciones. Es decir, la presenta- ción de las condiciones de vida y las declaraciones bastan por sí solas para que el espectador elabore su propia reflexión, sin que los procedimientos expresivos lo empujen a hacerla. En Hermógenes Cayo (Imaginero), un santero de la Puna, en Miraflores de la Candelaria, es el personaje central. Escultor en madera de objetos re- ligiosos, las manos del artesano creador de imágenes sacras en madera se revelan tan significativas como su rostro, y el tallado paciente de un Cristo se convierte casi en una síntesis del estilo cinematográfico de Prelorán. En este caso, sin embargo, y a diferencia de Ocurrido en Hualfín, fotografiada en blanco y negro, el director utiliza el registro cromático e inviste a las imágenes de una pátina estilística en las que las tonalidades del color y los matices de la iluminación desempeñan un rol muy significativo, y otorga un nivel de dignidad y de belleza al trabajo del santero sin por ello alterar un registro de observación muy ceñido a las rutinas del protagonista. Cochengo Miranda, por su parte, se concentra en un puestero (un peón del campo) y sus familiares más cercanos, en el lado oeste de la también norteña provincia de La Pampa. El peón de este documental es también poeta, lo que, como en el caso de Hermógenes Cayo, hombre que practi- ca a conciencia su arte, le otorga al personaje una dimensión especial, a la que desde luego se siente muy atraído el realizador, pero sin hacer de ella un motivo de magnificación humana ni mucho menos. No se pierde la TERCERA PARTE 299 perspectiva de un observador-participante, aunque este segundo atributo tenga una notable capacidad elusiva. Como en casi todos los documentales de Prelorán, la historia de Cochengo Miranda, sin perder en absoluto su raigambre absolutamente documental, posee la solidez del retrato de los personajes construidos en la ficción. En tal sentido, Ruffinelli afirma: “Sus documentales son como los cuentos, tienen principio, medio y fin. Y como los filmes de ficción más memorables, también ellos se recuerdan por sus personajes y los que estos proyectaron, como experiencias de vidas que valieron la pena vivirse” (Paranaguá 2003: 177-178). Una propuesta de observación sin testimonios orales ofrece el documen- tal Chiaraje, del peruano Luis Figueroa. El realizador se acerca a un ritual ancestral en las alturas de Canas, una provincia del Cuzco, en el que los jóvenes de dos comunidades, luego de una prolongada celebración y en estado etílico, se enfrentan a pedradas lanzadas por hondas durante varias horas. La película sigue el desarrollo de la parte festiva, para concentrarse después en el enfrentamiento, sin que medie ningún agregado tremendista a lo mondo cane (“perro mundo”). Figueroa registra de un modo casi quirúrgico los incidentes que se van produciendo, manteniendo siempre la distancia del observador y sin com- prometerse con ninguno de los bandos ni transmitir una posición condena- toria del ritual, por cruento que sea, cosa que en ningún momento intenta ocultar la cámara.

5. El documental de denuncia

Este es una de las vetas más profusas, aunque notoriamente afectada en muchas de sus expresiones por el afán llanamente propagandístico o im- pugnador, con verbo encendido, abundancia de carteles y marchas, fotos fijas o material fílmico de archivo. No obstante, hay algunos títulos que, sin perder su carácter y su filo denunciante, ostentan una construcción dife- renciada, un propósito investigador más agudo y riguroso o, finalmente, un nivel de protesta visceral y rabiosa, o de mirada inquisitiva e irónica, que superan los tópicos de esta modalidad. En el primer caso se sitúa Revolu- ción, el corto de Sanjinés; los documentales de Mario Handler Elecciones (codirigido por Ugo Ulive) y Me gustan los estudiantes, en el segundo, y también el corto venezolano ¡Basta!, de Ugo Ulive. El grito, del mexicano Leobardo López, es un exponente (tal vez el único) en el que la protesta trepa a un nivel de sacudimiento. Finalmente, Oiga, vea, de los colombia- nos Carlos Mayolo y Luis Ospina, ejemplifica la cuarta variante apuntada. 300 ISAAC LEÓN FRÍAS

Inspirado en el 9 de abril de 1952, fecha en la que se desborda la pro- testa popular en La Paz, que motivará la insurrección encabezada por el Movimiento Nacionalista Revolucionario, Revolución es un corto de solo diez minutos, filmado en 16 milímetros. Un primer segmento muestra la mi- seria, principalmente, urbana en Bolivia, con imágenes contundentes en su visualización de la marginalidad social. Un segundo segmento, más breve, presenta una manifestación, mientras que una unidad militar se aproxima. En un tercer segmento, también breve, se da cuenta, elípticamente, de un fusilamiento. En el cuarto irrumpe la protesta popular. No hay texto verbal, solo música y ruidos, con lo que se crea un contrapunto muy sugestivo y, a la vez, muy eficaz entre las imágenes y los sonidos. Julianne Burton se- ñala: “Si las técnicas empleadas por Sanjinés en Revolución provienen de los tiempos de Eisenstein, también se adelantan al más formalmente inno- vador de los documentalistas latinoamericanos, Santiago Álvarez” (Burton 1990: 56). Elecciones podría verse como la versión tercermundista de Primary. Aquí también vemos un proceso en el que compiten dos candidatos. Pero mientras que en el documental de Leacock y los hermanos Maysles la ob- servación y el seguimiento son rigurosos, en Elecciones el tratamiento es muy distinto y se apoya con frecuencia en la fragmentación de las imáge- nes, en los primeros planos de gestos o expresiones y en el carácter de farsa que alcanzan los comportamientos y las situaciones que se muestran. Con menores recursos, Me gustan los estudiantes, con el fondo musical de la canción con letra de Violeta Parra que interpreta Daniel Viglietti, alterna una conferencia de presidentes del continente en Punta del Este, con gru- pos de estudiantes que protestan por la presencia del presidente estadouni- dense, Lyndon B. Johnson, en la conferencia, enfrentados con la Policía. Sin narración ni grabación de voces o discursos, Me gustan los estudiantes utiliza lo que Burton denomina una narración “sustituta”, aquella que está proporcionada por el tema musical que acompaña las imágenes de este corto de diez minutos (Burton 1990: 64). Una experiencia de denuncia por las vías del estímulo visceral es la de ¡Basta!, que el uruguayo Ulive, radicado en esos años en Venezuela, filmó en ese país. Un corto construido en la forma de un mosaico, y cercano a los que utilizan la técnica del collage, que alterna una autopsia, imágenes de las calles de Caracas, un coito y un recorrido por un hospital psiquiátrico y una incursión a una zona guerrillera. Documental, sin duda, de choque y tremendista, dice de él Ambretta Marrosu: TERCERA PARTE 301

Entre los documentales políticos latinoamericanos de los años sesenta y setenta, ¡Basta! se destaca por preferir la metáfora a la denuncia, el efectismo emocional a la realidad conmovedora de los ‘condenados de la tierra’, la visión real de la guerra de guerrilla a los iconos de los héroes. El mensaje político, sin embargo, queda varado históricamente en el mito romántico, guevarista, de la lucha armada” (Paranaguá 2003: 331-332).

También en Venezuela, La ciudad que nos ve, de Jesús Enrique Guédez, un corto que se interna en la representación de la miseria, no se limita como otros al regodeo “miserabilista”, sino que ofrece una perspectiva más vital, en la que los pobladores marginales exhiben actividad y dinamismo dentro de las duras condiciones de vida y trabajo. Ya hemos situado El grito en el panorama del cine mexicano (véanse las páginas 102-103), así como la superioridad expresiva, pese a sus limitacio- nes, que ostenta frente al grueso de los documentales de carácter militante que en esos años se hicieron en México. Sin embargo, no es redundante dar cuenta de algunos aspectos más puntuales. Como en el corto Revolución, también hay aquí una división entre cuatro partes, con la diferencia de que este es un largometraje, y el diseño visual no remite a Eisenstein o a El acorazado Potemkin. Cada parte corresponde a uno de los meses (de julio a octubre) en que ocurrió la movilización estudiantil en el México de 1968. Ese recorrido cronológico, que sugiere la crónica de unos hechos —los “cuatro meses que sacudieron México”, si parafraseamos el título del relato periodístico de John Reed, Los diez días que conmovieron al mundo, sobre la Revolución de Octubre—, no está acompañado por carteles explicativos, pero sí por un comentario en la voz de la periodista italiana Oriana Fallaci, que constituye uno de los puntos más discutibles del filme. La crónica de los sucesos no tiene el carácter periodístico que se espe- raría si se tratara de un reportaje televisivo o un simple acopio de imágenes articuladas de manera progresiva. Por el contrario, el material es, con fre- cuencia, disgregado, incluso un tanto caótico, pero eso contribuye a apor- tarle ese aire entre tumultuoso y frágil que el encadenamiento de las imá- genes va transmitiendo hasta las que aluden a la matanza del 2 de octubre. Digo aluden porque no hay registro fílmico o fotográfico de la masacre (o, al menos, no se conoce), y la escena culminante, que en otros casos hubiese sido la escena climática por excelencia, está apenas sugerida elípticamente. 302 ISAAC LEÓN FRÍAS

A propósito del filme, el crítico Jorge Ayala Blanco afirma:

El pudor del documental es conmovedor; pero no es el pudor de la reticencia beata, sino el del hombre íntimamente comprometido que no quiere mistificar mínimamente los acontecimientos, ni imponerles un sentido arbitrariamente, ni ir más allá del impulso ordenador, precla- ramente subjetivo y confiado en la intrínseca carga sensible y política” (Ayala Blanco 1986: 335).

El propio Ayala Blanco reconoce que

es evidente que el valor político de El grito se reduce mucho a causa de que sus intenciones analíticas son prácticamente nulas, que su material sensible pasa de la máxima sobriedad objetiva a la reproducción de fra- ses efectistas de la Fallaci, realzando una dimensión fundamentalmente sentimental” (Ayala Blanco 1986: 335).

Con todo, tiene esas cualidades testimoniales “en bruto”, sin, para poner un ejemplo comparativo, el ordenamiento claro y preciso o el rigor en la observación del documental probablemente más revelador en torno a un fenómeno ocurrido ese mismo año, y al cual hicimos referencia antes, el “mayo francés”; esa película es Grands soirs & petits matins (1978), dirigida por el fotógrafo y realizador estadounidense William Klein, en la que no se superpone ninguna voz que no sea la de los participantes en marchas o asambleas. En una época en que la seriedad e, incluso, la gravedad y el dramatismo eran moneda común (casi condición sine qua non) en los abordajes docu- mentales, los caleños Mayolo y Ospina instalan el sentido del humor, la iro- nía y el carácter provocador en el corto Oiga, vea, sin que eso disminuya la dimensión crítica que este posee. Esa misma perspectiva se acentuará más adelante en Agarrando pueblo, lo que produjo en su momento la acusación de anarquismo e irrespeto a los realizadores, en un periodo marcado por los dogmas del pensamiento de izquierda para los cuales los tópicos de la realidad social y política no debían librarse al juego o a la irrisión, a no ser que hicieran referencia a los sectores sociales encumbrados, los gobiernos locales o a los representantes o agentes del imperialismo estadounidense, empezando por los presidentes, como Lyndon B. Johnson, objeto de burla en el corto LBJ, de Santiago Álvarez. Oiga, vea podía ser “recuperada” por- que ponía el ojo crítico en el poder político, pero con Agarrando pueblo la reacción de los representantes de la izquierda fue muy distinta. Oiga, vea manifiesta una saludable independencia estética, aun cuando los recursos de que dispuso la producción eran bastante escasos y el aca- bado del filme no posee la solidez de otros empeños parecidos financiados TERCERA PARTE 303 por instituciones estatales o privadas, entre otras cosas, porque ni siquiera contó con un guion previo. El corto muestra imágenes de los VI Juegos Pa- namericanos de Cali y lo contrasta con las de diversos habitantes de pobla- ciones marginales, ajenos a los fastos de la fiesta deportiva y desprotegidos por esas autoridades que sostienen la celebración de esa fiesta. Los planos se contraponen a los discursos oficiales y evidencian las contradicciones entre la prédica gubernamental y la realidad cotidiana de los sectores mar- ginados.

6. El collage político

En este rubro se reúne lo más celebrado del documental latinoamericano de los sesenta y lo que podríamos considerar las “puntas de lanza” del género en el nuevo cine de ese periodo: los documentales de Santiago Álvarez y La hora de los hornos, en su primera parte, que es la más conocida y difundida. Como hemos visto, el corto Revolución, de Sanjinés, es casi un primer paso, un esbozo, si se quiere, de la dirección que siguen esos filmes en los que se yuxtaponen materiales diversos: fotos fijas, carteles, filmaciones de archivo, animación, al lado de registros contemporáneos de los propios directores. La propuesta no era novedosa si la situamos a escala mundial. Ya El hombre con la cámara, de Dziga Vértov, precursora en muchos sentidos, anticipaba las posibilidades combinatorias del lenguaje visual en un mon- taje arrollador, aunque no era, precisamente, la técnica del collage lo que allí primaba. Aun así, el collage se perfilaba, se insinuaba, como también lo hacía de modo más notorio (dadaísmo de por medio) en algunas obras de la vanguardia francesa de los años veinte, con la particularidad de que a Vértov le interesaba de manera central la recuperación de las imágenes “reales”, mientras que la propensión de la vanguardia francesa fue princi- palmente a crear un universo ilusorio, alucinatorio y cuasi fantástico, como en los cortos de Man Ray o en Ballet mécanique, del pintor Fernand Léger. En los años sesenta y al impulso de los nuevos cines europeos encontra- mos en la obra de Jean-Luc Godard y del yugoslavo Dušan Makavejev, entre otros, aplicaciones muy próximas al collage51. Pero es en América Latina

51 Un emprendimiento político radical en el cine asociado a las operaciones del co- llage tuvo por exponente principal en esos años al filósofo francés Guy Debord, conocido principalmente por su libro La sociedad del espectáculo. Debord era la fi- gura central del situacionismo, un movimiento que abogaba por una revolución en el terreno de la cultura y del arte. Pese a considerar a sus películas como no-cine, pues se fabricaron en oposición a todo lo que se hacía en los terrenos del docu- 304 ISAAC LEÓN FRÍAS

donde el collage tendrá expresiones muy claras en el terreno del cine polí- tico, no solo en la obra de Álvarez y en La hora de los hornos, sino también en los cortos de un cineasta cubano poco conocido y además muy poco difundido en su época y después, Nicolás Guillén Landrián, sobrino del célebre poeta cubano del mismo nombre y primer apellido. La propuesta de Guillén no es similar a la de Álvarez, como anotaremos más adelante. Igualmente algunas películas brasileñas de fines de los sesenta y de los años siguientes no necesariamente con fines de eficacia política directa ni en el espacio documental utilizan procedimientos del collage. No haría falta recalcar que el cine directo y las operaciones de encuesta social eran las que primaban en esa época y a ellos se atribuía el sentido de responsabilidad y de probidad ética que debía tener el documentalista que se respetara como tal. Mucho se escribió sobre la superioridad moral y po- lítica de esa modalidad expresiva respetuosa de la “realidad” y compatible con el análisis crítico o la denuncia. El referente de Tire dié operaba, si no como un modelo invariable, sí como un punto de partida del que no cabía alejarse mucho. De una forma u otra, las realizaciones que hemos reseñado participaban de ese espíritu, aun cuando algunas, sobre todo Revolución, forzaban un tanto sus límites. Con las películas de Santiago Álvarez se produce un giro muy pronun- ciado, pues no suscriben las tesis del cine directo, sino que las invierten a favor de unos procedimientos de intervención sobre los materiales fílmicos que Leacock, Drew y los hermanos Maysles no hubiesen aceptado. Álvarez “manipula” los recursos de la imagen y del sonido y las combinaciones y contrapuntos entre los dos en función de una recreación, es decir, de una elaboración formal que se vale, entre otras cosas, de trucos ópticos, de fragmentaciones, de sobreimpresiones, de ralentís, de “juegos” de montaje, ajenos a la ortodoxia documental dominante en quienes representaban en esos años la avanzada del género. Es decir, con Álvarez se pierde el pru- rito de “objetividad” que algunos sostenían en relación con los fueros del documental respetuoso de su supuesta función social. Quien se aproxima a Álvarez en Estados Unidos es Emile de Antonio, un documentalista po- lítico que en In the Year of the Pig (1969), sobre la guerra en Vietnam, y en Milhouse: A White Comedy, sobre Richard Nixon (un poco el equivalente en larga duración del corto LBJ, de Álvarez), utiliza procedimientos similares a los del cineasta cubano, aunque sin llevarlos a ese extremo de intensidad audiovisual propia de este último.

mental y la ficción, los filmes de Debord apelaron, en la tradición del dadaísmo y del surrealismo, a procedimientos del collage, entre otros. TERCERA PARTE 305

La práctica que obtiene Álvarez en la dirección del Noticiero ICAIC La- tinoamericano le permite salir del “libreto” tradicional de esa modalidad documental tan rutinaria y estándar, liberarse del comentario en off omni- presente, dejándolo fuera o limitándolo al máximo, aportar una cuota de emotividad a las imágenes, dar al montaje una función rítmica más acentua- da y también componer, a través del corte, asociaciones y relaciones inédi- tas en la tradición de los informativos. Ciclón (1963) registra las imágenes devastadoras del paso del huracán Flora por la zona oriental de Cuba, y deja muy pronto el comentario del narrador para que las imágenes y los ruidos produzcan un efecto dramático, que desborda el terreno periodístico y el carácter de atadura referencial que suelen tener los noticiarios, para instalarse casi como un no documental, a la manera de lo que, con otros procedimientos, activa Resnais en Noche y niebla en relación con el proceso de Núremberg y el campo de concentración de Dachau. Los filmes en los que el estilo de Santiago Álvarez se consolida y alcanza su máxima potencia son, principalmente, Now (1965), Cerro Pelado (1966), Hanói, martes 13 (1967), LBJ (1968), Despegue a las 18 y 79 primaveras (1969). Digo su máxima potencia porque de eso se trata. El de Álvarez es un cine que aprovecha las posibilidades expresivas, no del documental como tal, sino del medio fílmico aplicadas al material documental, para producir un efecto de sacudimiento, de estremecimiento dramático y ético. En el nú- cleo de su estilo está la función activa del montaje, con la cual crea efectos de exaltación (Cerro Pelado), ironía (LBJ), indignación (Now) o, esa alter- nancia de afirmación revolucionaria, horror y melancolía, entre otros estí- mulos afectivos, apuntalados en la mejor de sus películas: 79 primaveras. En relación con el estilo de Álvarez, García Borrero afirma: “Mientras que otros documentalistas de la época se pronunciaban por el abuso del cine encuesta, o la filmación fría en los lugares donde acontecen los he- chos, muy dentro de la tradición impuesta por Flaherty y compañía, San- tiago Álvarez termina depurando ese estilo que alguna vez llamara “docu- mentalurgia”, y en el que cada vez se hace más precisa su capacidad para hacer del montaje (visual, pero sobre todo sonoro) el vehículo a través del cual transmitir su mensaje” (Paranaguá 2003: 160). Los filmes de Álvarez llevan un poco al extremo los límites del docu- mental y no porque en ellos se realice una operación fronteriza, como las que en estos últimos tiempos son habituales, entre el documental y la ficción, sino porque, procediendo con materiales extraídos del registro de lo “real”, los reprocesa de tal forma que obtiene, finalmente, una totalidad creativa en la que, sin perderse los puentes de conexión con las situaciones a las que se alude, se configura un objeto estético autónomo. 306 ISAAC LEÓN FRÍAS

Se dirá, y con razón, que eso se manifiesta en cualquier documental y más en aquellos que ostentan un nivel de creatividad como los que comen- tamos en este capítulo; pero en el caso de los de Álvarez podríamos decir que esta autonomía estética se acentúa y se radicaliza, lo que no era en absoluto usual en el campo del documental político. El estilo de Álvarez, al combinar materiales diversos, se aproxima a las técnicas del collage audio- visual y aporta a la construcción de sus filmes un toque experimental muy acusado que, incluso en algunos tramos, puede afectar la eficacia persuasi- va o, en todo caso, limitarla a una audiencia más informada y “cultivada”. En otras palabras, hay una dosis de “sofisticación audiovisual” en el dise- ño de las imágenes, al que aplica constantemente diversos efectos ópticos, y en la combinatoria del montaje, así como en el registro sonoro, y especial- mente la música y los ruidos. Con ello se genera un ritmo raudo, que tiende a intensificarse por ratos, y que se aproxima a esas modalidades fílmicas vanguardistas, sobre todo de los años veinte, pero también otras posterio- res, y a ciertas expresiones del nuevo cine europeo de esa década como A Hard Day’s Night y, sobre todo, Help!, de Richard Lester, anticipos, como también lo es en cierta manera el estilo de Álvarez, de los videoclips tele- visivos de décadas posteriores. John Mraz menciona la “forma dramática” del montaje de Álvarez, derivada del “principio dramático” de Eisenstein, es decir, “el significado es esencialmente el resultado de tomas independien- tes y el discurso visual se articula a través de las relaciones creadas por un montaje envolvente. El montaje añade la yuxtaposición de sonidos —usual- mente música—, no derivados de la fuente visual” (Burton 1990: 133). María Luisa Ortega anota que “Now... es, junto con LBJ, el epítome de los efectos collagísticos generados no tanto por el montaje de materiales absolutamente heterogéneos, sino por la truca y otros instrumentos ópticos que operan sobre ellos. A partir de un principio de ensamblado visual que debe tanto al acompañamiento rítmico-emocional como a los contrapuntos referenciales establecidos por la letra de la canción ‘Hava Nagila’, interpre- tada por Lena Horne, la fragmentación y el montaje de la imagen fotográfica (mediante el cortado y el pegado, pero también mediante bruscos zooms y barridos) somete al espectador a todo tipo de shocks sorpresivos” (García López y Gómez Vaquero 2009: 117-118). 79 primaveras es la culminación expresiva de la metodología estética del documentalista cubano. Con motivo de la muerte del líder vietnamita Ho Chi Minh, Álvarez compone casi con virtuosismo algo así como una elegía, pero sin dejarse ganar por la tristeza o la melancolía, que también están presentes, solo que sobrepasados por la fuerza aluvional de la corriente de imágenes que se suceden y que suscitan la indignación o la exaltación fren- TERCERA PARTE 307 te a una lucha efectuada con enorme desventaja tecnológica. Utilizando — como de costumbre— material de archivo, fotos, escaso rodaje a cargo del director y un inspirado uso de la música, el filme asocia el entierro de Ho Chi Minh a la larga lucha de liberación y a la violencia del accionar militar estadounidense. El tramo más intenso es el que, con el acompañamiento de la pieza musical del grupo Iron Butterfly, “In-a-Gadda-da-Vida”, que se escucha como si estuviese compuesta especialmente para este filme, y para este segmento específico, las imágenes de artilleros que disparan de mane- ra febril “rompen” las perforaciones de la película, afectan el movimiento y “queman el celuloide”. Es decir, como en Persona, de Ingmar Bergman, que, en un momento dado, y después de mostrar la dificultad de comuni- car del personaje que interpreta Bibi Andersson, se ve que la película “se rompe”, y produce un efecto de enorme extrañeza, en 79 primaveras, esta “afectación” del soporte fílmico mismo transmite con inusitada fuerza la violencia de la guerra. El investigador estadounidense John Mraz opina: “La belleza y la fuerza de este excepcional filme logran quizá la más fina articulación en el cine documental de la energía explosiva que caracterizó la efervescencia cultu- ral de 1965-1970, no solamente en Cuba, sino también a escala mundial” (Burton 1990: 144). Aun si no se toma lo dicho por Mraz al pie de la letra, 79 primaveras es, sin duda, uno de los trabajos audiovisuales más represen- tativos del género en el panorama del cine de esos años a escala planetaria. Como se sabe, en la década del setenta, los documentales de Álvarez, a la par de su mayor duración (hizo varios largometrajes), vieron reducida la capacidad innovadora de los precedentes y se fueron haciendo más con- vencionales, más expositivos en un sentido canónico, aunque sin dejar de lado ciertas operaciones características de su estilo. Mraz apunta una expli- cación en el sentido de que el periodo más creativo de Álvarez coincide con la efervescencia sociopolítica de 1965-1970. Después de 1970 la reorienta- ción política en Cuba favorece la “institucionalización” de la revolución y, por lo tanto, afecta el “vuelo” creativo del cineasta (Burton 1990: 148). Esa tesis, por cierto, es sostenida por otros estudiosos del cine cubano, entre ellos Juan Antonio García Borrero, y se ve muy claramente confirmada por la reducción de los motivos de actualidad en la ficción en beneficio de los acercamientos a episodios del pasado y también en el mismo hecho de que Álvarez, ya entonces el más “internacionalista” de los cineastas cubanos, se consagre en mayor medida aún a episodios o eventos históricos extranjeros o a la glorificación de Fidel Castro, sin el filo creativo de su mejor época. Por ejemplo, el documental de largometraje Piedra sobre piedra (1970), filmado en el Perú, que entrelaza los efectos del terremoto de ese mismo 308 ISAAC LEÓN FRÍAS

año con la exaltación de las medidas reformistas del gobierno militar, no tiene ya ni el ritmo ni la agudeza de sus cortos anteriores y se resiente por un punto de vista algo complaciente y propagandístico, sin esa fuerza interior que sacudía sus mejores películas. Porque en todas ellas hay un in- equívoco carácter propagandístico, pero —como ocurre con El acorazado Potemkin, para poner un ejemplo célebre— ese carácter propagandístico no opaca ni disminuye de ningún modo la riqueza creativa que ellas exhi- ben y que no es simplemente una cuestión de “forma”, sino de capacidad de transmitir emociones a través del virtuosismo del tratamiento. También en La hora de los hornos se produce ese encuentro entre la necesidad de la eficacia política y la experimentación que usa materiales heteróclitos en una formalización inusual. Ya hemos dado cuenta de las formulaciones teóricas de Solanas y Getino y su concepto de un tercer cine, del que La hora de los hornos sería el portaestandarte. Ahora nos in- teresa, no esas formulaciones, sino la película como tal. Recordemos que está dividida en tres partes. La primera parte, subtitulada Neocolonialismo y violencia, es la única que se planeó de cara a las exhibiciones públicas habituales, es decir, en salas de cine y otras, y tiene una duración de 90 minutos. La segunda parte, Acto para la liberación, dura 120 minutos y está dedicada básicamente a los testimonios de lucha sindical y política de militantes peronistas. La tercera, Violencia y liberación, de 45 minutos, se apoya en cartas, reportajes e informes. Las dos últimas están concebidas en función de una audiencia militante o de posiciones cercanas a la militan- cia activa, y tienen un tratamiento notoriamente distinto al de la primera parte, que comentaremos. Es decir, el registro documental de la segunda y tercera partes no corresponde a ese encuentro que mencionamos al inicio del párrafo, pues están realizadas según una metodología documental más instalada, la de la entrevista o la del informe. Que esa última metodología se aplique, en este caso, a una audiencia más reducida y que la metodología —digamos— novedosa o experimental apunte a un público mucho mayor es una de las peculiaridades de esta pro- puesta única en el marco del cine latinoamericano de esos años, pues no tiene precedentes ni continuaciones, ya que el gran proyecto posterior en el terreno de la no ficción política, que coincide en “ambición documental” o incluso la desborda y que es La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, se aviene a un tratamiento de observación y seguimiento, a partir de materia- les filmados por diversos camarógrafos, incluidas entrevistas, es decir, un formato bastante asentado y muy distinto al de la primera parte de La hora de los hornos. TERCERA PARTE 309

Por otro lado, y en lo que se refiere al sustrato político militante, en la segunda y tercera partes de La hora de los hornos, la posición peronista es explícita, manifiesta y reiterada. En cambio, no lo es en la misma medida en Neocolonialismo y violencia, que resulta mucho más asimilable por las posiciones de izquierda no necesariamente comprometidas con el proyecto justicialista. Además, aun cuando Neocolonialismo y violencia arraiga en la situación coetánea y en la historia política argentina, el “diagnóstico” puede ser aplicado grosso modo a otros países de la región, mientras que las otras dos partes son inequívocamente locales. Robert Stam señala que La hora de los hornos reúne dos vanguardias: la formal y la teórico-política.

La película rescata la antigua analogía de la cámara y del fusil y la dota de un significado revolucionario preciso... Al mismo tiempo, el lenguaje experimental de La hora de los hornos está indisolublemente vinculado a su proyecto político: es la articulación del uno con el otro lo que genera el significado del filme y le da relevancia. Es en esta ejemplar lucha en dos frentes, más que en la especificidad histórica de su política, donde La hora de los hornos conserva en parte una vitalidad como modelo. Los acontecimientos que siguieron, si no han desacreditado los análisis políticos, sí los han relativizado a fondo... bajo las arremetidas de la re- presión interna y las amenazas exteriores, las llamas revolucionarias se quedaron en ascuas y la mayoría del Tercer Mundo se tuvo que ajustar a las precarias expectativas de una era de neoliberalismo y de programas de austeridad del FMI (Stam y Shohat 2002: 258-259).

En rigor, el rol de película casi fundadora de una estrategia fílmica llama- da a contribuir de manera temporal (temporalidad que podía durar varios años en las perspectivas de ese momento histórico) se convierte con el tiempo en una obra típicamente coyuntural, expresión de una corta etapa de efervescencia que muy rápidamente se diluyó. De alguna manera, La hora de los hornos aspiraba a ser, de forma declarada, lo que en su momen- to fueron Roma, ciudad abierta o Sin aliento, sin que estas lo pretendieran: la iniciadora de una etapa de cambio profundo en la estética cinematográ- fica, unida directamente a la dimensión política en La hora de los hornos, lo que no ocurría con las otras dos, al menos no de la manera abierta, mi- litante y propagandística del documental argentino. Ese cambio profundo se arraigaba en el significado del filme y en su relación con el público. La aspiración o, mejor, la propuesta concreta del documental argentino apun- taban a una “lucha” cinematográfica que cambiara la metodología narrativa de las películas y las relaciones con el espectador. Finalmente, La hora de los hornos permanece no como la iniciadora de nada que lograra una mí- 310 ISAAC LEÓN FRÍAS

nima continuidad, sino como una obra encapsulada en su época, síntoma de un momento de convulsión que no tuvo continuidad o, al menos, no la tuvo tal como se podía prever en ese entonces. Sin embargo, y de allí la mención a “la vitalidad como modelo” que anota Stam, esa coyuntura, que acaba poniendo en duda un trabajo político que se proyectaba a un futuro que se frustró muy pronto, no reduce el valor expresivo de la propuesta del filme, como tampoco se ven afectados los logros de los documentales El triunfo de la voluntad u Olimpiada en sus dos partes, de la alemana Leni Riefenstahl, que aportaban a la ilusión del advenimiento de un régimen (el Tercer Reich) que debía durar mil años, como lo concebían sus ideólogos. Este paralelismo no quiere en absoluto sugerir una comparación entre la ideología nazi y la que se enarbola en La hora de los hornos, sino simplemente abonar a la idea de que, más allá de las ambiciones e intenciones que están detrás de las obras fílmicas, estas permanecen por sus propias cualidades y no por lo que aporten necesaria- mente a “la marcha de la historia”. Ese es el caso de La hora de los hornos. Por cierto, hay quien dirá que la película de Solanas y Getino se anticipa a una etapa que aún no ha llegado. Simple especulación. Más bien, lo que se puede reconocer es lo que hay de “diagnóstico” en ella, entendida como examen político de un periodo, como síntoma de una etapa revulsiva, como expresión de una formulación estética llamada a promover un acercamiento distinto al cine. Por lo demás, pasados más de cuarenta años, no podemos decir que La hora de los hornos haya tenido una influencia que se pueda comparar con la de El nacimiento de una nación, El acorazado Potemkin, Ciudadano Kane y, otra vez, Roma, ciudad abierta o Sin aliento, para men- cionar algunos títulos notoriamente “movilizadores” en la historia del cine. Se podrá replicar que el documental argentino no aspiraba a esa influencia, pues la de esas cintas fue una influencia fundamentalmente estética, que se advierte en las formulaciones narrativas mayoritarias o minoritarias que se desarrollarán luego. Yo respondería que aspiraba a ejercer una influencia mucho mayor aún, precisamente por la articulación de ese doble discurso político y estético, y por su dualidad de obra al mismo tiempo “destruc- tora” de modalidades de cine negadas (el “primer” y el “segundo” cine) y “constructora” de un discurso fílmico nuevo y revolucionario. A su modo, La hora de los hornos se presentó como una obra de cierre e inicio, por lo tanto una obra de carácter “apocalíptico”, de fin de una época y comienzo de otra de signo contrario. Nunca antes, además, se había sustentado de modo tan perentorio una toma de distancia con las modalidades de cine existentes, que se expresó en el enunciado del primer y segundo cine; es decir, todo lo que no fuera un cine de vocación y destino transformadores. TERCERA PARTE 311

La hora de los hornos es, sin duda, uno de los filmes más representativos de lo que fue ese nuevo cine latinoamericano de los sesenta, y una obra que, pese a que no puede desligarse de esos componentes de cine-acción que postulaban sus autores (es decir, la obra hecha para la movilización, para el debate, para el impulso a la acción práctica), y sin que se melle su dimensión reflexiva, se eleva creativamente, aun en sus extremos revulsi- vos y provocadores. Clara Kriger señala que la cinta refuerza la llamada “estética latinoamericana”, con lo que alude a ese cine político inspirado en el de Joris Ivens y puesto de manifiesto en las prácticas de Santiago Álvarez y otros (Paranaguá 2003: 320). Yo diría que incluso la “fuerza”, en el sentido de llevarla más allá de los límites alcanzados, en esa búsqueda de combinación del ensayo audiovisual con la metodología del collage. Y aun, en contra de lo que sostenía Solanas al decir que el filme era un anti- espectáculo, La hora de los hornos no deja de serlo en ningún momento e, incluso, podríamos decir lo es de manera visible e incluso ostentosa por el despliegue de recursos audiovisuales que dispensa. Le tomamos la palabra otra vez a Clara Kriger, tal vez la mayor estudiosa del cine argentino durante el peronismo:

Privilegiando la significación sobre la continuidad espacio-temporal, el montaje trabaja con oposiciones de las que parten estímulos y provo- caciones para que el espectador reflexione. En ese sentido, debemos recordar algunas escenas, ya emblemáticas, en las que se desarrollan contrapuntos muy significativos. Una de ellas nos traslada a la margina- lidad de una villa miseria. La cámara, siempre en movimiento, muestra los rincones sórdidos del espacio que alberga a dos hombres violentos que pelean por algo que desconocemos. Luego la cámara busca entre los pasillos y encuentra a algunos jóvenes que esperan ser recibidos por una prostituta. La mujer come y descansa antes de que llegue el próximo cliente. Son imágenes que nos ubican en el centro de la miseria, aunque el impacto es aún mayor si tenemos en cuenta que mientras todas ellas nos golpean, escuchamos el contrapunto que presentan los acordes de la canción patria ‘Aurora’, dedicada a la bandera nacional (Paranaguá 2003: 321-322).

Sigue Kriger:

Otra secuencia ya consagrada está precedida por un cartel en el que se nos informa que ‘lo que caracteriza a los países de América Latina es su dependencia económica, política y cultural’. Luego, en un afán de de- velar o expresar la situación de subdesarrollo en forma desnuda, vemos a un grupo de vacas desangrándose en el matadero, intercalándose con imágenes que nos remiten a la sociedad de consumo y de la mercantili- zación cultural. Una sucesión de planos cortos con publicidades de las 312 ISAAC LEÓN FRÍAS

principales marcas internacionales y representaciones referenciadas con el pop-art se mezclan con planos más largos en los que el ganado muere sin rebelarse. La música mediática que acompaña estas escenas evoca a Bach con tonos de jazz y se hace más provocadora cuando vemos el ma- zazo feroz sobre la cabeza de los animales. El contraste intenta expresar una variedad de prácticas violentas que se instrumentan para concretar la dependencia económica y cultural. Finalmente, se ofrece al espectador el primer plano del ojo de una vaca que ya ha sido golpeada y parece reclamar una respuesta (Paranaguá 2003: 322).

Robert Stam anota: “Como celebración poética de la nación argentina, es ‘épica’ en el sentido clásico de película muy larga y ambiciosa, y también en el brechtiano, y combina materiales dispersos (documentales, informes de testigos, anuncios de televisión, fotografías) en un rico tapiz histórico. El filme es un compendio cinematográfico cuyas estrategias van del didac- tismo más descarado a la estilización operística, y se vale de la ficción y de documentales, bien de vanguardia, bien mayoritarios. Hereda y amplía el trabajo de Eisenstein, Vértov, Ivens, Rocha, Birri, Resnais, Buñuel y Godard” (Stam y Shohat 2002: 258-259). Se puede discutir lo de “amplía”, pero lo que no está en duda es, utili- zando otro galicismo, la operación de bricoleur que hacen los realizadores al combinar no solo materiales fotográficos y fílmicos, entre ellos fragmen- tos extraídos de películas recientes (Tire dié, Viramundo), y no solo notas de actualidad, sino ese arsenal de recursos visuales y sonoros que se des- pliegan.

7. El punto cubano

Fuera de Santiago Álvarez, quien ha concentrado buena parte de la atención que se ha dispensado al documental cubano de la primera década de la revolución, hay otros documentalistas que cuentan con una obra no solo estimable, sino bastante reveladora de un periodo en el que un cierto mar- gen de libertad permitió hacer lo que ya en los años setenta hubiese resul- tado una herejía. Me refiero especialmente a los cortos de Nicolás Guillén Landrián y de Sara Gómez, una cineasta conocida por su único largo, una ficción fronteriza, De cierta manera, quienes, después de un largo periodo de relativo olvido, en los últimos años han sido objeto de estudio por parte de especialistas, sin excluir algunos de la isla como Luciano Castillo, García Borrero, Jorge Luis Sánchez González y otros, así como de publicaciones especializadas, entre las cuales está Archivos de la Filmoteca, de Valencia, cuyos valiosos números monográficos han aportado materiales sobre los TERCERA PARTE 313 motivos que tratamos en este libro y que nos han servido de referencia o complemento en varios tramos. También es apreciable la labor documental de Octavio Cortázar, compa- rativamente más difundida en su época, en la que si bien Guillén y Gómez pudieron filmar sus cortos, no tuvieron la misma suerte en lo que respecta a la exhibición, pues casi no se vieron fuera de Cuba, mientras que los cor- tos de Cortázar y —no digamos ya— los de Álvarez alcanzaron una cierta difusión en muestras, festivales, programación de cinematecas o de ciertos canales de televisión. Ni siquiera en la misma Cuba de esos años, los cortos de Guillén y Gómez tuvieron una exhibición comparable a la de los otros. De cierta manera, que es uno de los mejores largometrajes cubanos de los setenta, tuvo mejor suerte. En ninguna parte de la región como en Cuba se hicieron tantos docu- mentales en esa época. Las condiciones de una producción centralizada por el Estado y al servicio de las necesidades del proceso lo permitieron. De hecho, sin esa plataforma no hubiese sido posible. La experiencia previa en otros países había demostrado que solo el apoyo de organismos estatales, como el caso del INCE brasileño o el ICB boliviano, garantizaba una conti- nuidad sostenida en la práctica documental. Más adelante, lo hará también el apoyo de la televisión (local o extranjera), los estímulos legales (la llama- da ley del “sobreprecio”, en Colombia, por ejemplo) u otros soportes. Pero en la década del sesenta las cosas eran más difíciles para el documental, aunque algunos como Prelorán contaron con financiación de universidades o, incluso, de un filántropo. En tal sentido, una iniciativa como la de A condição brasileira es particularmente plausible, dado que no tuvo ningún apoyo institucional. Pues bien, en esta vertiente del documental cubano que representan Guillén, Gómez y el propio Cortázar, aunque lo de este último resulte más asimilable a las necesidades políticas del proceso, se produce un desplaza- miento del centro a la periferia. Así, se pasa de las luchas revolucionarias, la mística socialista, los documentos de injusticia y explotación social, a los testimonios de campesinos o trabajadores no necesariamente ligados al tema político, a los excluidos de las bondades de la revolución o a mani- festaciones culturales como la santería, tan arraigada en la isla. El paso de ese centro cinematográfico político a una periferia, ciertamente inestable y frágil, se expresa también en la filmación fuera incluso de la gran isla, como hizo Sara Gómez en la llamada trilogía de la Isla de la Juventud. Cabe señalar que, al menos, dos de los cortos iniciales que no se exhi- bieron al público por no tener la aprobación del ICAIC (ni de las instancias más altas) y que fueron Gente en la playa, de Néstor Almendros (1960), 314 ISAAC LEÓN FRÍAS

y, especialmente, P. M., de Sabá Cabrera Infante y Orlando Jiménez Leal (1961), han sido materia de examen y debate en los últimos tiempos. Los que han visto esos cortos señalan que estaban claramente inspirados por los cortos de los realizadores británicos del free cinema, lo que en principio estaba plenamente aceptado por el consenso de los realizadores cubanos. Pero que se mostrara a la gente divirtiéndose en la playa, aunque por lo visto no había nada de complaciente en el punto de vista adoptado por Al- mendros, o a los noctámbulos habaneros en bares y cabarés, por más que la metodología de acercamiento remitiera al free cinema, no estaba bien visto, de cara a la situación que se vivía en Cuba, especialmente en 1961 con la radicalización del proceso. Por cierto es dable pensar que si esos dos cortos hubiesen provenido de cualquier otro país, con los respectivos cambios de ubicación, pero con un objeto de observación y un tratamiento fílmico similares, el escozor causado por el hecho de que fueran cubanos no se hubiese presentado. A propósito de P. M., García Borrero ha escrito:

Los directores de P. M. [...] jamás llegaron a imaginar que aquel material que habían querido realizar según la técnica del free cinema, sin más pretensiones que el homenaje a una La Habana bohemia y nocturna, se convertiría en uno de los filmes cubanos más mencionados de todos los tiempos. El documental, de unos quince minutos, retrataba aquellos am- bientes nocturnos en los cuales podía encontrarse a ese tipo de cubano bebedor, mujeriego y algo marginal, en una Habana que no era preci- samente la que se estaba mostrando en los periódicos nacionales de la época (García Borrero 2007: 69).

Por cierto no es que los documentales de Guillén o Gómez mostraran ambientes playeros o bohemios. Ya la demarcación estaba hecha y no cabía volver sobre tópicos descartados. Lo que ellos hacen es algo parecido a lo que se decía durante el gobierno de la Unidad Popular en Chile: aprovechar los intersticios legales para introducir cambios. En el caso cubano no eran los intersticios legales, sino los “estéticos”, es decir, aquellos que pudiesen ser aprovechados a partir de propuestas a priori aceptadas por la política de programación del ICAIC, y no para meter “de contrabando” nada que fuera “contrarrevolucionario”. Lo que hacen es, simplemente, tomar sutilmente una cierta distancia frente a las prácticas mayoritarias en el documental que se producía en la isla. En relación con los cortos de Sara Gómez, García Borrero comenta:

A diferencia de Santiago Álvarez y el grueso de los documentalistas del momento, que más bien transformaban la cámara en una perpetua afir- mación, en consonancia con la euforia plural del instante, Sara hizo de TERCERA PARTE 315

su obra documentalista todo un vehículo para insertar el beneficio de la duda en las discusiones de entonces, con esa soltura y libertad que cualquier intelectual necesita para expresar sus propias contradicciones en la vida... Desde luego, el Poder no siempre entendió ese tipo de presupuesto artístico, por lo que mucho de su cine documental también terminó resultando parte de lo que otras veces he llamado ‘cine cubano sumergido’... La filmografía de Sarita es aún modélica por dos razones. Primero, porque desafió el poder ‘estético’ que entonces imperaba. Sus películas no se parecen a los documentales que entonces se producían, más habría que decir que, en realidad, nunca quiso que se parecieran... Y segundo, porque su cámara escrutó en contradicciones que la imagen de entonces, tan sumida en la épica del instante, tan poseída de su fe en un progreso ya para siempre imparable, apenas tenía tiempo de observar (Paranaguá 2003: 181).

Sobresalen de manera especial en la filmografía de Gómez tres cortos filmados en la antigua Isla de Pinos (rebautizada como Isla de la Juventud), que son En la otra isla, Una isla para Miguel (ambas de 1968) e Isla del te- soro (1969), y en los que los personajes que ofrecen testimonios son margi- nales que están en proceso de “reeducación”. Como se puede suponer, los testimonios no poseen esa carga afirmativa de tantos otros, empeñados en ponderar los logros de la revolución, y sí dan cuenta de una dimensión hu- mana más frágil y quebradiza, aquella que no se encontraba ya no solo en el documental cubano, sino tampoco en buena parte del documental social que se hacía en los otros países de la región, esos lados del ser humano que las propuestas de no ficción de esos años casi no vieron o no quisieron ver. Por su parte, Guillén Landrián utilizó en sus cortos procedimientos simi- lares a los de Santiago Álvarez, pero creando con ellos un sentido distinto. Guillén utiliza el soporte del corto informativo o del didáctico (o ambos a la vez) para invertir, por la vía lúdica, el ingenio o el humor, los presupues- tos contenidos en los esquemas de esas modalidades más bien formales y biempensantes en cualquier lugar donde sean hechas. Comentando Coffea Arábiga (1968), un corto de 18 minutos, considerado el mejor de su autor e incluido en la serie Documentales Científico-Populares, Alberto Elena se- ñala que la modernidad formal del filme, aun haciendo uso de los mismos recursos de Álvarez (collage, rótulos, reciclaje de materiales heteróclitos, montaje disociativo entre imagen y sonido), conduce a juegos que nada tienen que ver... con la construcción de un discurso afirmativo, sino volun- tariamente fragmentario y con una lúdica propensión a la incertidumbre frente a toda clase de certezas y consignas52.

52 La cita está contenida en un texto de María Luisa Ortega (Ortega 2008: 88). 316 ISAAC LEÓN FRÍAS

Paulo Antonio Paranaguá agrega:

Tales recursos en Coffea Arábiga cobran un sentido que jamás encontra- mos en los cortos de Santiago Álvarez, todos ellos ‘políticamente correc- tos’. El blanco principal de las sucesivas rupturas es el propio cuerpo de la película, su continuidad, fluidez y homogeneidad, así como el género del documental didáctico en el que esta debería inscribirse, con su peda- gogía utilitaria. Cuando al final surge el nombre de la serie... parece una última ironía (Paranaguá 2003: 318).

En lo que corresponde a Octavio Cortázar, encontramos en su obra o, al menos una parte de su obra documental, pues también incursionó en la ficción, una saludable salida al espacio extraurbano o al medio campe- sino y una saludable salida también del discurso oficial u oficioso. De allí proceden sus títulos más valiosos: Por primera vez, Acerca de un personaje que unos llaman San Lázaro y otros llaman Babalú, Hablando del punto cubano y Al sur de Maniadero. En ellos hay un tratamiento que privilegia la sencillez del trazo, el registro de lo que se dice de manera espontánea, incluidos quienes practican la santería, tan arraigada en la población his- tóricamente más desamparada de la isla caribeña. En Por primera vez se da cuenta de una experiencia pionera: la proyección de cine en una co- munidad que nunca antes había tenido la oportunidad de verlo. El corto de Cortázar es el que, además, por primera vez (y eso no es lo que está sugerido por el título) utiliza el sonido sincrónico en el cine cubano. Como en algunas expresiones del cinéma vérité, el final de Crónica de un verano, por ejemplo, donde un grupo dialoga con los realizadores respecto a lo que se ha visto antes, es decir, en torno a su propia participación, en Por primera vez, la experiencia de la visión de un filme de Chaplin es registrada y comentada con algunos de sus primerizos espectadores. El corto tiene el valor del descubrimiento en un doble nivel: la cámara descubre a los que a su vez están descubriendo el cine, con lo cual se configura, además, una suerte de modalidad tercermundista de “cine dentro del cine”. Hay, al menos, otros dos mediometrajes que merecen destacarse dentro de una variante de documental “interpretativo” o parcialmente actuado, en esta selección que no es exhaustiva, ni mucho menos. Ellos son Hombres de mal tiempo (1968), de Alejandro Saderman, un argentino afincado en Cuba por más de diez años, y Escenas de los muelles (1970), de Óscar Valdez. En Hombres de mal tiempo se reúne a un grupo de añosos veteranos mambises que participaron en la batalla de Mal Tiempo contra las fuerzas españolas a fines del siglo XIX. Con ellos se dialoga y, ante la preparación de una TERCERA PARTE 317 representación a cargo de actores de los recuerdos evocados, esos mismos veteranos ofician de consejeros y asesores, con lo cual se instala en el corto una curiosa dualidad entre el testimonio y la representación interpretativa, que encontramos de otra manera en algunos trabajos recientes del brasile- ño Eduardo Coutinho, como Jogo de cena (2007) o Moscou (2009), lo que aporta a Hombres de mal tiempo casi un rol precursor de una modalidad muy vigente en la primera década del siglo XXI. Pero, asimismo, Hombres de mal tiempo es precursora en el sentido del registro de la memoria que el documental de los últimos tiempos viene explorando. Hasta ese entonces, la “recuperación del pasado” por la vía del testimonio directo estaba muy poco explorada en la región, y la película de Saderman vino a abrir una veta de una forma tal que Julianne Burton llama “la fiesta de la memoria” (Burton 1990: 69). Escenas de los muelles está dirigida por Óscar Valdez, a quien se debe uno de los documentales cubanos más valiosos de los años sesenta, Va- queros del Cauto (1965), una recia aproximación al trabajo ganadero en la región del Cauto, así como otro muy destacado que hizo en 1971, Vida y muerte en el Morrillo, que evoca el asesinato en 1933 de un ministro que aplicó medidas consideradas en ese entonces políticamente muy radicales. Escenas de los muelles enfrenta una situación de actualidad, y de carácter algo embarazoso para la sensibilidad política de esa época en Cuba, por cuanto confronta opiniones discrepantes sobre asuntos de la ética socialis- ta de los dos personajes principales. El tono dramático y el registro visual adoptados por Valdez se aviene al objeto de atención, en el intento de reve- lar un aspecto de la vida en Cuba (los efectos en las relaciones interperso- nales de la marcha de la revolución) casi excluidos de la producción local. Sobre Escenas de los muelles dice García Borrero:

Inspirado en el Lionel Rogosin de On the Bowery (1956), Óscar Valdez se propuso realizar un filme que registrara en forma de crónica las rela- ciones entre Raúl y el Moro, dos estibadores de los muelles habaneros, cuya amistad de alguna manera se había visto afectada por los cambios sociales que acontecían a su alrededor. Pero —a diferencia del grueso de los documentales cubanos de entonces, que abusaban de la encuesta fría y la descripción prosaicamente analógica de los hechos— Valdez uti- lizaría el método de la puesta en escena y el cine directo, como resortes reveladores de los conflictos de sus personajes... Lo más valioso de Esce- nas de los muelles está relacionado con su nueva propuesta de ‘realismo’ documental y con la inserción de una ambigüedad narratológica que aún contraría los postulados estéticos y éticos pregonados por el grueso de la producción de entonces (Paranaguá 2003: 334). 318 ISAAC LEÓN FRÍAS

8. El metadocumental

Decíamos que uno de los rasgos que caracteriza la modernidad fílmica es la reflexividad, entendida como la conciencia clara y manifiesta del realiza- dor, o del equipo creativo, en relación con el trabajo audiovisual efectuado y a su espacio de acción. Ciertamente esa conciencia no es una cuestión meramente declarativa o intencional, sino que se manifiesta en la obra ter- minada y proyectada o emitida. La reflexividad, entonces, atraviesa de una manera u otra el conjunto de las propuestas documentales incluidas en este capítulo, pero hay algunas en las que se expresa de forma más acentuada, y pone en evidencia de manera más o menos sutil, más o menos prominen- te, los mecanismos del cine, de la creación audiovisual, del propio género, de una determinada modalidad o de modos específicos de utilización. La noción de metadocumental se asocia con estas propuestas y atañe a varios de los que han sido objeto de atención en las páginas precedentes, como La hora de los hornos, 79 primaveras, Coffea Arábiga, Hombres de mal tiempo, Escenas de los muelles, algunos cortos de Sara Gómez, entre otros. Empero, hay al menos dos experiencias en las que el carácter metadocu- mental asume un rol central, y ellas son el mediometraje Agarrando pueblo (1967), del dúo colombiano Mayolo y Ospina, y el largo Hombre marcado para morir, un proyecto que el brasileño Eduardo Coutinho inició en 1964, interrumpió por el golpe militar y finalizó veinte años más tarde. Se puede ver que los dos trasponen los límites temporales de la época que confron- tamos, pero los incluimos porque están muy ligados a ella, tanto así que no se encuentra una ligazón similar en ninguno de los filmes de ficción posteriores; es decir, no se conoce ninguna metaficción alusiva a lo que se hizo en ese periodo, tal como los dos títulos que comentamos en relación con el documental. Agarrando pueblo es una mirada crítica y burlona a las expresiones de esa modalidad documental, muy abundante en Colombia, pero presente también en otros lugares, que hacía de la miseria un espectáculo compla- ciente y compasivo, y de allí el término “pornomiseria” que los directores caleños y otros usaron en esa época. Hombre marcado para morir, por su parte, se articula sobre el material editado por Coutinho en 1964 y el que, con una parte de las mismas personas, se filma de 1981 a 1983. Es una ex- periencia que se repite en otras latitudes, como la que el francés Georges Rouquier realiza en (1983), que vuelve al mismo pueblo en el que casi cuarenta años atrás había hecho Farrebique (1946), o el de Después de tantos años, un documental en el que Ricardo Franco retoma en 1994 a los miembros de la familia del poeta español Leopoldo Panero, después de que El desencanto, de Jaime Chávarri, los mostrara por primera vez en 1976. TERCERA PARTE 319

Agarrando pueblo es, a su modo, una película de cierre de un periodo por la vía de la ironía, de la puesta en duda de la legitimidad de una opción de denuncia for export, hecha para verse más que en los propios países de origen, en festivales o en canales televisivos de Europa. En rigor es una notoria práctica fronteriza, pues se combinan en ella registros directos con escenas preparadas a la manera documental, pero con dirección de actores. Su ubicación dentro de este capítulo obedece principalmente a la vincula- ción que establece con el universo de ese género. La película de Mayolo y Ospina se presenta como el más enérgico cuestionamiento fílmico no solo de la utilización de la miseria como bandera de denuncia, sino también de los diversos procedimientos que una parte del cine del Tercer Mundo emplea para “justificarse” como tal, elevando a la categoría de productos del folclor local las favelas de Río o las rancherías de Caracas, la violencia delictiva o la mendicidad callejera. Con la particularidad de que Agarrando pueblo no se vale de un discurso fílmico serio o grave, sino de los modos del grotesco y del esperpento, un poco como si se ingresara al ambiente de Los olvidados, de Buñuel, para cargar las tintas y para hacer una carnavali- zación sórdida de la miseria. Al respecto, Isleni Cruz Carvajal señala:

Alejados deliberadamente del izquierdismo militante de denuncia, Ospi- na y Mayolo lanzan en 1978 lo que podría considerarse su tesis fílmico- política: Agarrando pueblo, protesta escandalosa contra un modelo de documentalismo nacional e internacional que para entonces —y aún hoy— explotaba con descaro todo tipo de penurias tercermundistas... Contrainformativa de principio a fin y en todos los sentidos, se trata de una mezcla entre puesta en escena y realidad sobre un típico grupo de rodaje que por encargo de la televisión alemana persigue horrores socia- les arquetípicos, pasando por encima de los principios más elementales de la ética profesional, del sentido de la información y —por supuesto— de la investigación sociológica. Agarrando pueblo parte del metalenguaje para desarticular una forma viciada de hacer cine ‘social’ y ‘testimonial’ en nombre de la justicia y de la denuncia. Su contrapropuesta va desde el método de trabajo con actores reales que de modo consciente participan representándose a sí mismos y cuestionando finalmente el documentalis- mo instituido hasta el hecho de evidenciarse a sí misma y autodestruirse mostrándonos en su conclusión que ella también es un ‘documental’ que ha manipulado todo lo que acabamos de ver (Paranaguá 2003: 238).

Más allá, incluso, del cuestionamiento directo a la utilización de los tó- picos de la miseria social, Agarrando pueblo puede leerse como una puesta en jaque de los usos manipulatorios del filme y no solo en el terreno del documental, sino también en la propia ficción que en esos años, y después, 320 ISAAC LEÓN FRÍAS

igualmente abundaba en relatos de la marginalidad, no muy escrupulosa- mente concebidos y realizados. Hombre marcado para morir es, comparativamente, un proyecto mucho más ambicioso y complejo en el que dos segmentos temporales se combi- nan y alternan. De 1962 a 1964, Coutinho filmó una película con algunos líderes campesinos del nordeste brasileño, que fueron detenidos con oca- sión del golpe militar de ese mismo año, junto con miembros del equipo de rodaje. Se rescató el material filmado, pero se quedó guardado hasta que en 1984 Coutinho lo retoma, reencontrándose con las imágenes de João Pedro Teixeira, cuyo asesinato era el punto de partida del documental inconcluso de 1964. Así se va enhebrando el material en blanco y negro del primer ro- daje con el que se filma en color en los primeros años ochenta, de manera que la película se convierte en un juego de espejos en el que dos momentos de la historia brasileña se confrontan, sin que en ello el realizador busque afinidades o correlaciones directas. Por el contrario, cada parte de los dos segmentos temporales tiene sus especificidades y la riqueza expresiva de la película proviene, precisamente, de la combinación que por ratos se siente azarosa, de escenas que le van dando una dirección no siempre clara, como en el común de los documentales, al curso narrativo del filme de Coutinho. En un comentario de la película, Consuelo Lins señala la inscripción de Hombre marcado para morir en la línea trazada por el cinéma vérité, de Jean Rouch, en el sentido de plantear, como lo hicieron otros documenta- listas latinoamericanos de ese periodo (Sarno, Prelorán, Rodríguez-Silva), la interacción entre el cineasta y los personajes a los que se “motiva”, en ese “cine-trance” en palabras de Rouch, contrariamente a la modalidad del directo estadounidense, “donde la realidad es filmada como si la cámara no estuviera allí, sin entrevistas, sin miradas hacia la cámara... en las películas de Coutinho, el mundo no está listo para ser filmado, sino en constante transformación, y él va a intensificar ese cambio” (Paranaguá 2003: 228). Ese mismo carácter de cine dialogante, común a los documentalistas cita- dos, es el que menciona Javier Herrera, a propósito de Hombre marcado para morir:

La planificación, en el caso de Coutinho, adquiere todas las caracterís- ticas de un ritual cuyo epicentro es, precisamente, su aparición (la de Coutinho, nota de I. L. F.) para encontrarse con el Otro y dialogar con él, y subrayamos ‘dialogar’ porque lo distingue muy bien de ‘entrevistar’, aunque ambas formas de comunicación oral tengan en común a la pre- gunta como medio de indagación (Herrera 2003: 56). TERCERA PARTE 321

Precisamente esa idea de “transformación” logra en Hombre marcado para morir un grado de concreción inusual en el género, pues la “transfor- mación” ha estado mucho más ligada en el tiempo a las prácticas del relato de ficción o de la corriente experimental, donde los flujos narrativos o la libertad de la experimentación permiten, a priori, una mayor facilidad para encarar cambios de curso o dirección, replanteos, desdoblamientos del rela- to, entrecruzamiento de tiempos narrativos, etcétera. No abundan los docu- mentales en los que esa idea alcance la presencia y la potencia que tiene en este filme brasileño, en el que, una vez más, hay un trabajo fronterizo, con procedimientos ficcionales que se superponen, sin quebrar la naturaleza predominante documental, sino más bien para apuntalarla. La transformación, entonces, apunta a los personajes, a Elizabeth Teixei- ra, la viuda del dirigente asesinado, a su familia, a la comunidad de Galilea, y también a la construcción (y deconstrucción) del tiempo narrativo, que a su vez alude a un tiempo histórico hecho de marchas y contramarchas, pero en constante modificación. Es la transformación, asimismo, de Brasil, de las condiciones políticas, de las organizaciones de campesinos, de las luchas populares... Además de transformación, hay otra constante notoria: la discontinuidad, la quiebra, el desorden. Cierto, está el salto de casi vein- te años, pero es la propia construcción del filme la que va instalando una progresión cargada de hiatos, de vacíos, de saltos inesperados. Es decir, la transformación, no a partir del orden, sino de la ausencia de orden, lo que metaforiza condiciones de subdesarrollo muy arraigadas en esas décadas en Brasil y en toda la región. La impresión que produce Hombre marcado para morir como un work in progress, como un documental “haciéndose” y, por ello, mutando una y otra vez, contribuye a hacer de esa estructura en formación y en cambio tal vez el aspecto central en la propuesta creativa, y plenamente asimilable a las búsquedas expresivas de la modernidad estética en el cine. Julianne Burton señala:

Coutinho utiliza tres voces narrativas, combinando diversas clases y ca- tegorías de imágenes (y sonidos)... el material contemporáneo, filmado en color durante 1981-1982 usa un estilo asociado con el periodismo de investigación televisivo y es continuamente yuxtapuesto a las imágenes históricas en blanco y negro. Estas últimas son de varios tipos: secuencias construidas con artículos periodísticos y otros documentos; fotografías fi- jas; filmaciones de archivo; fotos del rodaje de los primeros años sesenta y, lo más importante, el material inconcluso filmado en ese tiempo que 322 ISAAC LEÓN FRÍAS

es parcelado de modo tal, que su función de ‘imágenes de ilustración’ de la autobiografía que se cuenta —las entrevistas que están en el centro de la parte contemporánea— es suprimida, trazándose un puente entre un pasado truncado y un presente incierto (Burton 1990: 384).

9. Balance y liquidación de un ciclo

La batalla de Chile, además de ser un testimonio de parte de las circunstan- cias y eventos que derivaron en la caída del gobierno de la Unidad Popular, es también, aunque no pretenda serlo, una especie de balance simbólico de una época o, mejor, del fin de esa época a escala regional. Si —como se ha dicho— La hora de los hornos marca el cénit de un proceso en alza, La ba- talla de Chile da cuenta de la derrota de ese proceso. Pero no solo da senti- do al cierre de ese proceso político que se jugó en Chile sus últimas cartas. A su manera, La batalla de Chile es también el responso del movimiento del nuevo cine latinoamericano, casi la inscripción lapidaria de su terminación. Si Agarrando pueblo tomaba distancia de ese cine (en realidad, parte de él) por el camino deconstructivo de una “pornomiseria” en vías de hacerse, en La batalla de Chile el fracaso del proyecto de socialismo en democracia que se registra convoca el sentimiento de frustración y el dolor de la pérdida. De la pérdida de la ilusión por lo que pudo ser el comienzo de una nueva era. Pero también la pérdida de la posibilidad de un nuevo cine, tal como se había concebido en años anteriores. Como si en esa casi ceremonia fúnebre que constituye el filme se congregara el impedimento de seguir adelante de toda una generación de cineastas, y no solo de los documentalistas, pues asimismo se incluyen los que se movían en el terreno de la ficción. Atención, no quiero decir con ello que los realizadores que surgieron al calor de los años sesenta, y sobre todo aquellos más identificados con las posiciones “de avanzada”, no continuaran con su obra, pues es claro y notorio que los cinemanovistas brasileños continuaron filmando, aunque Glauber lo hiciera en esos años en Europa y no en su propio país. Lo mismo ocurrió con Miguel Littín, Fernando Solanas o Jorge Sanjinés, quienes por varios años hicieron películas fuera de sus países natales. Lo que quiero decir es que no se pudo seguir adelante o, si se hizo, ya las condiciones no eran las mismas, en el empeño que motivó a que se realizaran películas como El coraje del pueblo, La hora de los hornos o El chacal de Nahueltoro, ni tampoco las que caracterizaron la obra de los representantes del cinema novo. Salvo el caso de Glauber Rocha, quien en su regreso a Brasil, después de casi una década, “murió en su ley”, cinematográficamente hablando, al TERCERA PARTE 323 hacer una película, la última de su filmografía, más radical aún estéticamen- te que las que había hecho antes y que fue La edad de la tierra (1980), los otros modificaron o ajustaron sus propuestas. Es verdad que, en tiempos recientes, Solanas parece haber retornado a su punto de partida al compo- ner, hasta la fecha, seis documentales que, de algún modo, lo enlazan con sus inicios, pero la formulación que anima a estos últimos, entre los cuales están Memoria del saqueo (2004) y La dignidad de los nadies (2005), no es la que caracterizó a La hora de los hornos. Una vez más hay que decir que lo que se conoce como el cine latinoa- mericano del exilio no lo es en absoluto. Son realizaciones de latinoameri- canos exiliados más o menos incorporadas a la industria (o a la periferia de la industria) de otras partes, por más referidas que estén a sus respectivos países de origen, como ocurrió de manera especial con los chilenos, o son coproducciones internacionales, como fue el caso de Miguel Littín en La viuda de Montiel, El recurso del método o Alsino y el cóndor. Pero aun con la ligazón latinoamericana que mantuvo Littín, y salvo por Actas de Marusia, si se la ubica de manera más precisa en ese nuevo cine mexicano que aún estaba en proceso en esos años, y no en el llamado cine chileno del exilio, lo que se conoce y acepta como el movimiento del nuevo cine latinoameri- cano ya había dejado de existir. Por eso afirmamos que La batalla de Chile marca, simbólicamente, el final. Si nos ponemos rigurosos en términos de la cronología que hemos propuesto a efectos del trabajo, solo entraría la primera parte, La insurrec- ción de la burguesía concluida en 1975 y, forzando un poco las cosas, la segunda, El golpe de Estado, de 1976, pero quedaría fuera El poder popular, que cierra la trilogía en 1979. Sin embargo, y pese a que en cada una de ellas hay una unidad y una relativa autonomía, La batalla de Chile funcio- na como una totalidad, pues no es una trilogía al modo como se habla de la trilogía de la revolución, que hizo Fernando de Fuentes en El compa- dre Mendoza (1933), El prisionero trece (1934) y Vámonos con Pancho Villa (1936), o la también llamada trilogía en blanco y negro de Leonardo Favio, formada por Crónica de un niño solo, Romance del y la Francisca y El dependiente, pues en estas cada película es totalmente autónoma y ni siquiera fueron concebidas para formar una trilogía, sino que el calificativo ha sido colocado muchísimo después, del mismo modo que de un tiempo a esta parte se habla de la trilogía de la guerra en relación con las tres pri- meras películas del polaco Andrzej Wajda, así como igualmente se aplica lo de la trilogía de la guerra a las tres películas neorrealistas de Roberto Ros- sellini en torno a episodios de la Segunda Guerra Mundial y la inmediata posguerra. 324 ISAAC LEÓN FRÍAS

En todo caso, La batalla de Chile se terminó más tarde debido a las cir- cunstancias, pues habiéndose iniciado la producción en Chile, el material filmado salió del país después del golpe, y la posproducción se hizo en las salas de edición y sonido del ICAIC. Por cierto, lo que se inició como una crónica de la marcha del país en un tercer año muy crítico durante la admi- nistración de la Unidad Popular, se convirtió, finalmente, en el balance de todo ese periodo histórico que culmina en el golpe militar del 11 de setiem- bre de 1973. Es muy probable que la primera parte de La batalla de Chile se hubiese sumado a los dos documentales que Patricio Guzmán había reali- zado previamente, El primer año y La respuesta de octubre, ambos de 1972. El curso de los hechos marcó el destino de ese documental en formación. En La insurrección de la burguesía el acento está puesto en la acción emprendida por los sectores políticos y económicos opuestos al proyecto de la Unidad Popular y las maniobras que realizan para debilitar al gobier- no. El golpe de Estado apunta —como su título lo indica— al derribo del régimen y la muerte de Salvador Allende, después de dar cuenta de las tensiones que vivió el país entre los sectores políticos en pugna. La tercera parte, El poder popular, es menos una crónica de hechos que un acerca- miento, registrado principalmente en octubre de 1972, a la organización de los sectores de apoyo al gobierno, especialmente obreros y campesinos, y el debate teórico que se procesaba en ese entonces. Por cierto, y con la perspectiva del tiempo, se podrían hacer muchos reparos a la visión que ofrece Patricio Guzmán, y no tanto por lo que muestra, sino por lo que omi- te, en especial sobre las contradicciones y falencias en el interior del propio gobierno y de los sectores políticos de apoyo. No es el propósito de este apartado analizar políticamente a la trilogía, sino relevar sus aportes como documental político y ubicarla —como hemos hecho— en el panorama de su época. Siendo un testimonio de parte de manera explícita y declarada, La bata- lla de Chile no es un panfleto. Más bien se observa en ella la voluntad de clarificación, la abundancia de datos y referencias como para que se tenga una comprensión lo más amplia posible (ciertamente orientada por el punto de vista de Guzmán y su equipo), desde la mayor racionalidad, así como la exclusión de recursos irónicos o burlones o de cualquier apelación senti- mental que pudiese afectar la línea de racionalidad político-periodística que ordena el sentido transmitido. Al mismo tiempo, y entre líneas, podemos sentir la pasión que anima esa construcción fílmica y ese punto de vista. Es verdad que pocas veces en la historia del cine un proceso tan significativo como el del gobierno de la Unidad Popular ha sido registrado de la mane- ra como se ha hecho aquí. No hay nada similar, por ejemplo, en relación TERCERA PARTE 325 con los tres años de la Guerra Civil española o con los últimos de la Unión Soviética. No se trata solo de ponderar la “excepcionalidad” documental que exhi- be La batalla de Chile, sino también especialmente de enfatizar esa sensa- ción de fragilidad, de debilidad y, ciertamente, del dramatismo provocado por quienes desafiando a fuerzas tan poderosas, se aventuran al desastre, que transmiten las imágenes del filme. María Luisa Ortega señala:

El rodaje, lejos de ser indiscriminado o responder a la inmediatez de los acontecimientos como en ocasiones, nos invita a pensar que el más puro estilo de cine directo que muestran algunas de sus escenas, estaba pro- gramado y estructurado, lo que permitió ejercitar técnicas de filmación y un tratamiento estético de las imágenes poco habitual en un documental testimonial. Intentando no perder la frescura y la espontaneidad, se pri- vilegiaron las tomas largas, unos planos secuencia que si en la ficción re- fuerzan el realismo, en el documental crean en ocasiones un paradójico efecto ficcional en el espectador avezado. Y, sin embargo, las imágenes, el cuadro móvil, los reencuadres, los cambios de foco, la puntual apari- ción en pantalla de miembros del equipo o de Guzmán con su micrófono invitan al espectador a adoptar la posición de observador participante, más aún cuando el filme nos muestra personas y acontecimientos captu- rados por la cámara en el vórtice de un conflicto emblemático de nuestra historia contemporánea (Elena y Díaz López 1999: 290).

El análisis de Ortega continúa así:

El filme hace un uso consciente del poder a un mismo tiempo testimo- nial y dramático de estas imágenes, imágenes de la ‘historia haciéndose’. No obstante, la voz over crea, en contraposición, un efecto distanciador que aleja la identificación emocional y fomenta la reflexión, rompiendo todo efecto de transparencia, pues, aunque habla en presente, remite continuamente a un futuro conocido y en función del cual adquieren su sentido los acontecimientos narrados y el carácter de los testimonios recogidos (Elena y Díaz López 1999: 290).

Robert Stam hace una aguda aproximación comparativa entre La hora de los hornos y La batalla de Chile, y afirma:

La principal diferencia de estrategias entre La hora de los hornos y La batalla de Chile tiene que ver con la posición que se hace adoptar al es- pectador. Mientras que en La hora de los hornos se aprecia un constante esfuerzo por alcanzar un efecto retórico, La batalla de Chile se aleja de la retórica y se concentra en registrar unos hechos que pasarán a la historia. No hace ningún esfuerzo proselitista, y quizá por eso es conmovedora... 326 ISAAC LEÓN FRÍAS

Aunque son dos películas autorreferenciales, La batalla de Chile logra su reflexividad mostrando signos del proceso de producción (deficiencias de sonido, se oye la voz de ‘corte’, etcétera), en lugar de mediante ironías intertextuales. Las dos películas despliegan sonido y música de maneras muy diferentes: mientras La hora de los hornos usa música no diegética (clásica, pop, ópera, tango) con fines didácticos e irónicos, La batalla de Chile solo contiene música diegética (la percusión de las manifestacio- nes, la música marcial de los desfiles militares). Mientras las estrategias de montaje de La hora de los hornos revelan la influencia no solo de Eisenstein y la vanguardia, sino también de los anuncios de televisión, la edición de La batalla de Chile es muy modesta. Favorece las secuencias de una sola toma en una especie de bazinismo politizado que respeta no solo la integridad espacio-temporal de los materiales, sino también la integridad de la gente que habla, incluidos los que discrepan de los cineastas (Stam y Shohat 2002: 269).

No se ha repetido un proyecto fílmico como el de La batalla de Chile en la región. Tal vez porque no haya vuelto a presentarse una coyuntura tan extremadamente trágica, con la muerte de Allende como episodio cul- minante, y con una dimensión mitológica que ha ido en aumento con los años. Tal vez porque la televisión asumió de manera casi exclusiva el domi- nio del reportaje de actualidad y limitó el espacio documental en la pantalla grande. Tal vez porque el compromiso político de los cineastas de la región ya no es lo que fue en esos años. Hay, probablemente, una mezcla de todo eso, pero la revitalización del género en la última década, y no solo a escala latinoamericana, puede favorecer una línea de ensayo documental que tuvo en La batalla de Chile una valiosa concreción. Capítulo VII: Ficciones (in)

1. Los relatos canónicos del nuevo cine

Por motivos de diferenciación, voy a establecer una separación entre los relatos que en mayor medida se identifican con el llamado movimiento del nuevo cine latinoamericano, y aquellos que se identifican en menor grado o no se identifican en absoluto. Cuando digo se identifican, no me refiero a que esa identificación provenga del deseo expreso de su realizador ni al acatamiento de una cartilla de requerimientos. A diferencia del movimiento Dogma 95, que acostumbraba a estampar un sello de pertenencia en las películas adheridas a su ideario estético (al decálogo del movimiento), eso no ocurrió en los años sesenta y setenta en América Latina. La identificación aludida corresponde, entonces, a la atribución que se les asignó en su mo- mento o a la que se hizo después, primero en los propios predios latinoa- mericanos, y sobre todo por quienes tenían interés de apoyar y fortalecer la idea de un nuevo cine. A ese objetivo contribuyeron también algunas publicaciones (especializadas o no), así como festivales, cineclubes y un sector de la crítica periodística. Antes de que se instituyera la noción de nuevo cine en el Festival de Viña del Mar de 1967, solo las películas brasileñas, como parte del cinema novo ya consagrado, habían sido ubicadas en la posición de vanguardia fíl- mica de la región. Cuando ya buena parte de los movimientos cinematográ- ficos, surgidos en Europa, Asia, Estados Unidos o Canadá, habían fijado sus coordenadas de modernidad, y ante la aparición del cinema novo, este será “incorporado” a esa ola internacional de los nuevos cines en el mundo. Es el único caso en la región. Otras corrientes no estaban consideradas. Ni la generación argentina del sesenta ni el cine cubano en gestación recibieron la aceptación de festivales y publicaciones especializadas en el “club” inter- nacional de los nuevos cines, aun cuando en algunos ámbitos se reconocía,

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sin duda, el aporte de algunas películas argentinas o de ciertas realizaciones cubanas, sobre todo documentales. El reconocimiento internacional del nuevo cine cubano llega en los úl- timos años de la década, cuando se conocen los filmes que alcanzan la mayor proyección internacional, Lucía, Memorias del subdesarrollo, La pri- mera carga al machete, La odisea del general José, así como los documen- tales de Álvarez, Cortázar y otros. Justo en la época en que se constituye la noción de nuevo cine latinoamericano, pone también su cuota la mayor visibilidad que adquieren las películas cubanas, antes muy relegadas a cir- cuitos restringidos y con escasa proyección en festivales. En ese entonces, además, los festivales eran muy pocos en el continente y mucho menos numerosos de lo que son ahora en la propia Europa, pero ya eran —como lo seguirán siendo— importantes tribunas de lanzamiento. Mientras tanto, la Generación Argentina del Sesenta, que se fue apa- gando ya antes de alcanzar la mitad de la década, no accedió a ese re- conocimiento. Al Festival de Viña del Mar 1967, al que asistieron algunos representantes de esa generación y donde se instituyó una suerte de “acta de pertenencia” al nuevo cine, varios de ellos fueron implícitamente in- corporados; tanto Kohon, Kuhn y Feldman (que estuvieron presentes), así como Murúa, Antín, Favio y, por supuesto, Birri. Poco tiempo después, sin embargo, casi no son mencionados o, si se les menciona, es de modo muy tangencial, en balances o panoramas que pretenden cubrir los nombres de los representantes “natos” del nuevo cine. Apenas si quedan Birri y, en me- nor grado, Rodolfo Kuhn, cuya posición política adhiere a los postulados en ese entonces en boga. Por cierto, películas como Alias Gardelito y alguna otra son reivindicadas, pero en conjunto, considerada como un bloque, la Generación Argentina del Sesenta desaparece del listado de realizadores y de películas. Con la irrupción de La hora de los hornos y la demarcación que Solanas y Getino establecen frente al “segundo cine” parece no quedar lugar para nadie que no sea Birri. Es muy probable que —como ya he conjeturado antes— de haberse mantenido en Argentina y en la región condiciones políticas similares a las de esos años finales del sesenta, las tensiones laten- tes con los realizadores y películas del cinema novo pudiesen haber dado como resultado algo así como una expulsión de estos últimos de los predios del nuevo cine, por no corresponder a los postulados radicalizados que en ese entonces primaban. Asimismo —y como también hemos visto—, las circunstancias hicieron que la película de Raúl Ruiz Tres tristes tigres fuera incluida, pues si nos atenemos a la perspectiva más explícitamente ideolo- gizada del nuevo cine, Tres tristes tigres no calificaría. TERCERA PARTE 329

Entonces la selección para este capítulo de los títulos asimilados al nue- vo cine deriva, básicamente, de la consideración que en ese entonces y más tarde se les dispensó como tales. No implica, por tanto, ningún juicio (o prejuicio) de radicalidad política ni tampoco de superioridad estética frente a los títulos que serán materia de comentario en el último capítulo. Por eso se leerá en las páginas siguientes comentarios de las películas de Glauber Rocha, de Vidas secas, Los fusiles, los títulos cubanos ya mencionados en este apartado, los primeros largos de Sanjinés, El chacal de Nahueltoro, La tierra prometida, Valparaíso, mi amor, Tres tristes tigres, Macunaíma, Los traidores, Reed, México insurgente, Canoa, entre algunos más. Aclaro que para este capítulo he seleccionado películas por países, a diferencia del anterior, en que lo hice a partir de las variantes documentales, con la excep- ción del apartado cubano. Para las ficciones “canónicas” (aunque —como se verá— no todas, necesariamente, lo son), el marco nacional resulta más operativo y funcional, más práctico para el abordaje de los filmes.

2. La trilogía del sertón

En rigor no existe una trilogía del sertón, y si la mencionamos es con una clara dosis de arbitrariedad. Lo que existe son tres películas de “lanzamien- to” del cinema novo realizadas en 1963 y 1964, que tienen por escenario los territorios campestres del nordeste brasileño53. De alguna manera, estas películas aportan casi un sello inicial al movimiento porque ellas fueron las que alcanzaron mayor difusión y reconocimiento internacional. Es decir, con ellas se empieza a hablar de un nuevo cine efectuado en el sur del continente y, por coincidencia, y no por ningún plan concertado, las tres comparten un escenario común y le confieren un sesgo campesino y levan- tisco a la tendencia que surge en el inmenso país del oriente sudamericano. Cabe destacar, una vez más, la importancia que adquiere en Vidas secas, Los fusiles y Dios y el diablo en la tierra del sol la geografía nordestina como espacio soleado, agreste y duro porque allí se afinca una visión, no solo de esa región deprimida, sino también de algún modo del país en su conjunto, como si en esos territorios interminables se concentrara la tragedia del sub- desarrollo y como si —para decirlo en los términos de Glauber Rocha— allí estuviera el caldo de cultivo de esa “estética del hambre y la violencia” que el cineasta promovió para el cine de su país. En el sertón, además, se dan

53 De lanzamiento consagratorio, podríamos decir, pues hay títulos que anteceden, entre ellos Cinco veces favela, casi el manifiesto fílmico inaugural del movimiento. 330 ISAAC LEÓN FRÍAS

a conocer algunas de las líneas estilísticas que identificarán al cinema novo o, más precisamente, al cinema novo de los orígenes. El realismo desecado hasta el extremo de Vidas secas, la violencia cortante de Los fusiles, la abun- dancia expresiva de Dios y el diablo en la tierra del sol. Vidas secas (1963) es el quinto largometraje de Nelson Pereira dos San- tos, el “veterano” del grupo iniciador de la corriente renovadora. Basado en la novela homónima de Graciliano Ramos, la acción se ubica en 1941 y cuenta la historia de la pareja de campesinos sin tierra Fabiano y Vitoria, junto a sus dos hijos y a la mascota Baleia, de muy significativa presencia, obligados a desplazarse en busca de un lugar en el cual trabajar y habitar, en medio de una prolongada sequía. La acción sigue el penoso desplaza- miento en los terrenos resecos, muestra luego a la familia en un provisional espacio de trabajo, habitando una casa y desempeñando Fabiano faenas campestres, especialmente como vaquero, para finalmente terminar de nue- vo en el vagabundeo. El filme parece refrendar en una primera impresión el calificativo de neorrealista que se le atribuye a las dos primeras películas del realizador, Río, 40 grados y Río, zona norte. Sin embargo, siendo en el nivel de la historia y las situaciones narradas, inequívocamente realista, incluso de un realismo puro y duro, Vidas secas elabora un tratamiento visual y un ritmo narrativo que —a contramano de la estética neorrealista— configuran una modalidad de realismo estilizado, casi ascético. Jean-Claude Bernardet sostenía en 1967 que en Brasil el filme fue erróneamente conside- rado como naturalista, casi un documental, cuando representa el más alto grado de abstracción en el cine brasileño (Bernardet 1967: 66). A su manera, brasileña, rústica y nordestina, Vidas secas tiene algo del aura luminosa y austera del cine del danés Carl Theodor Dreyer. En primer lugar, precisamente, por el tratamiento de la luz, que constituye uno de los logros mayores de la cinta. Como anota Jorge Ruffinelli:

La sequedad y aridez de la zona desértica en que fue filmado Vidas secas (Palmeira dos Indios, de donde era Graciliano Ramos, el autor del libro) se traslada al filme gracias a una notable fotografía de Luiz Carlos Barreto, quien experimentó con la luz cruda, sin contrastes, que el sol a rajatabla daba sobre seres y cosas. El calor y la sequía son dos elementos funda- mentales de Vidas secas, así como el efecto aletargante que tiene sobre los personajes (incluida la expresiva perrita Baleia)” (Ruffinelli 2009: 66). Víctor Manuel Amar Rodríguez señala que la luz del sertón es el verda- dero aglutinador del filme, “un sol que envuelve tanto al hombre como al paisaje, quemando y secando todo, inclusive la propia vida” (Amar Rodríguez 1994: 108). TERCERA PARTE 331

Cierto, el ascetismo de Dreyer tiene otras implicaciones y el de Vidas se- cas es un universo sin Dios posible, y el milagro brilla por su ausencia. Pero no deja de haber un lado, y muy prominente, de sufrimiento y suplicio en esos seres lanzados a tolerar las altas temperaturas de los exteriores nordes- tinos. En especial, la escena del “sacrificio” de Baleia54, que concentra un poco el sino trágico de quienes parecen no tener otra alternativa que una muerte que llega, sin que haya habido posibilidad de disfrute previo. Esta es una de esas pocas cintas en las que, sin ningún tipo de agregado y sin que se busque hacer notoria la metáfora, la condición de los seres humanos y del animal casi se iguala, como si la humanidad y la animalidad (al menos, la del perro) se tocaran y se intercambiaran en la geografía del sertón. A diferencia, además, del cine “de cámara” de Dreyer, ubicado en espa- cios mayormente cerrados (lo que no excluye la intensa luminosidad anota- da) y con un rol central desempeñado por la palabra (Ordet se ha traducido, precisamente, como La palabra), Vidas secas, fuera de la apertura geográfi- ca del espacio del sertón, reduce a un mínimo los diálogos, como si casi no tuviesen nada que decirse los personajes, al extremo de que el momento más “dialogado”, lo que ofrece es un cruce de voces de Fabiano y Vitoria, en una comunicación de sordos, cada cual empeñado en transmitir sus propias angustias. Por lo demás, la comunicación es casi silenciosa, sobre todo entre los miembros de la familia. Al respecto, Helena Salem escribe:

La película Vidas secas fue fiel en la letra y en el espíritu al libro de Graciliano Ramos. La misma concisión, sobriedad, depuración, la misma poesía y el silencio casi total de los personajes. Porque en aquella vida de gente-animal no se habla, las personas también se van secando in- ternamente. La única música del filme es el ruido de la yunta, nada más (Salem 1997: 163).

Según Tzvi Tal:

La estética de Vidas secas reprodujo los valores del neorrealismo italiano. El filme, realizado con bajos costos, trataba sobre gente marginal repre- sentada respetuosamente, el tono era seudodocumental. Fue filmado en un sitio auténtico, con iluminación natural, y el montaje sirvió solo a la continuidad del relato. Por el contrario, el brillo enceguecedor de las tomas reflejaba la sequedad y el calor que, de modo metafórico, creaban la sensación de una situación que no se podía soportar más. El paisaje árido expresaba las vidas sin futuro de Fabiano y su familia. Su ubicación en la base de la escala social fue resaltada cuando el perro de la familia

54 Sacrificio, en un doble sentido: el que se atribuye a quitarle la vida a un animal enfermo o senil y el sentido de privación de algo que es muy querido o apreciado. 332 ISAAC LEÓN FRÍAS

recibe un punto de vista propio, al igual que sus amos, cumpliendo el rol de una figura-espejo que reflejaba a la familia: vida de perros como un destino impuesto a las masas brasileñas (Tal 2005: 97).

A diferencia de Vidas secas, la acción de Los fusiles se sitúa en los prime- ros años sesenta, aunque esa ubicación cronológica no le otorga un carácter de actualidad al relato, como tampoco la localización a comienzos de los cuarenta de la historia de Vidas secas, la confina a un pasado, cercano, pero pasado al fin. Es decir, en ambos casos se representa una situación que se percibe como duradera, prolongada, casi permanente, más allá de los datos circunstanciales de la época. Una clara diferencia con la filiación neorrea- lista que se les atribuye y, sobre todo, a Vidas secas. Las películas neorrea- listas italianas, y sobre todo las de Vittorio de Sica-Cesare Zavattini, daban cuenta de casos humanos, representativos de carencias sociales, dentro de una etapa determinada de la historia italiana, muy ligada al contexto de la posguerra. En cambio, no ocurre lo mismo en Vidas secas o en Los fusiles, que se insertan en unas condiciones sociales más arraigadas y estructurales. Un poco como pueden serlo las de La tierra tiembla, lo que no excluye que esta tenga claros atributos neorrealistas. Pues bien, Los fusiles relata una historia de trazos sencillos, pero sin la elocuencia narrativa de Vidas secas. Me explico: en Los fusiles un grupo de soldados se instala en una pequeña población nordestina con el fin prin- cipal de vigilar un establecimiento de alimentos y evitar que sea objeto de saqueos de una comunidad hambrienta, durante un periodo de sequía. A ese grupo se une, por casualidad, un camionero, Gaúcho, que es amigo de uno de los soldados y que finalmente muere, por disparos de los mismos soldados, cuando estos abandonan el pueblo, llevándose las provisiones del depósito. La muerte del Gaúcho es causada por su reacción desesperada ante el retiro de los alimentos. Al mencionar la elocuencia narrativa quise decir que los trazos de la his- toria son muy claros y rotundos en Vidas secas, sin que para ello requieran de sobreexplicaciones o subrayados. Es la elocuencia de lo simple y directo. En cambio, la de Ruy Guerra es una propuesta estética cercana a una mo- dernidad estilística más ostensible, pues ni los diálogos ni las situaciones por sí mismas aluden a conflictos o a oposiciones precisas. La construcción tiene un carácter elíptico y esquivo, aunque se respira constantemente una tensión contenida, la que se desbordará al final, pero tampoco de un modo estentóreo. Se ha mencionado que Los fusiles tiene algo del wéstern esta- dounidense. En efecto, por el ambiente, el carácter rudo de los personajes, la tensión constante e, incluso, la presencia de las armas, aunque estas por sí solas no son, claro está, una condición de semejanza con ese género. Al TERCERA PARTE 333 estar ligadas con otros componentes similares adquieren un mayor grado de asociabilidad con la mitología del fusil, propia del género del Oeste es- tadounidense. Gaúcho también parece ser un personaje de la mitología de ese género; en vez del vaquero, el camionero del que se sabe muy poco y cuya individualidad opera como una conciencia crítica frente a los soldados y a los campesinos del lugar. Tzvi Tal dice, a propósito de Gaúcho:

El oficio de conductor obliga a deambular, y la denominación ‘gaúcho’ y su accionar evoca al ‘jinete errante’ de los wésterns hollywoodenses, que caracterizan a esa figura como un justiciero que arriba al pueblo, ordena las cosas y continúa su rumbo. Pero este filme sale del molde hollywoo- dense y concibe la figura del protagonista como un mártir cristiano que se sacrifica por los seres humanos (Tal 2005: 101-102).

Hay también un núcleo narrativo propio del wéstern (así como de otros géneros, del bélico o del terror, por ejemplo), que es el de un grupo o un comando acosado o amenazado. No obstante, aquí la situación de amenaza no es manifiesta, como en otros casos, pues está siempre latente, y no deja de haber a lo largo del desarrollo del relato un lado sinuoso e inquietante. Es una amenaza elusiva, más “climática” que tangible, y una vez más el tratamiento de la intensidad luminosa opera como un catalizador de esa tensión, de manera distinta a la de Vidas secas. Mientras que la luz solar de Vidas secas aplana y fatiga, la de Los fusiles más bien aturde y sobresalta. Esas asociaciones con el wéstern son, ciertamente, parciales, ya que el filme de Ruy Guerra no es, en absoluto, una versión local de ese género, sino una propuesta con entidad propia y con referentes nordestinos muy nítidos. No es, propiamente, un filme de género, como no lo son en rigor la mayor parte de los comentados en los dos capítulos finales de este libro. No lo es ni quiere serlo, pues aspira a ofrecer un cuadro conflictivo dentro de ese es- pacio agreste del sertón, a través de una escritura audiovisual notoriamente diferenciada de cualquier adherencia a las características del wéstern. Por otra parte, siendo un filme muy “físico”, tiene a la vez una marcada dimensión conceptual, y tanto los diálogos como el estilo de actuación contribuyen a apuntar ese lado reflexivo. Al respecto, el propio Tal afirma:

La estética de la película representa una concepción dialéctica del con- flicto social aplicando opuestos cinematográficos. En la fotografía en blanco y negro hay un contraste manifiesto. En la edición hay saltos entre fragmentos seudodocumentales y otros escenificados. Se destaca la contradicción entre la tecnología, que toma forma en las armas de los soldados, y la falta de ella al lado de los aldeanos. Excepto camiones y fusiles, que constituyen una expresión simbólica del conflicto entre ‘or- 334 ISAAC LEÓN FRÍAS

den social’ y ‘movilidad y cambio’, no se ven en el filme accesorios que den una sensación de actualidad. El ambiente es casi abstracto, aunque bien anclado en el paisaje característico de la zona (Tal 2005: 102).

La actuación en el filme, desprendida de los matices psicológicos pro- pios de la narrativa clásica, deja siempre zonas oscuras o imprecisas en los personajes y particularmente en el que, sin ser tampoco un protagonista al modo usual, ni estar revestido de las propiedades del héroe, asume un rol central, el camionero Gaúcho. Un rol central un tanto impreciso y, en cierto modo, algo accidental, pero rol central al fin y al cabo porque se trata del personaje que tiene una presencia más diferenciada, y es —como señala- mos— mal que bien la “conciencia” crítica en el interior de la historia. El estilo de la interpretación es, asimismo, muy particular y ajeno por comple- to al glamour de los actores que desempeñan roles en los relatos de acción. Según María Alcira Brun, Guerra se apoyó en los métodos propios de los movimientos de renovación teatral de los años sesenta en Brasil, como los que proponía Augusto Boal, inspirados en las técnicas de Bertolt Brecht y Erwin Piscator; de allí que “el método de “laboratorio” utilizado por Guerra está directamente asociado con estas ideas, aspirando justamente a que ab- sorbieran el ambiente del interior del país (Elena y Díaz López 1999: 176). Y con ello ofreciéndole una especificidad que hace tan distinguible Los fusiles dentro de la producción brasileña de esa época. Dios y el diablo en la tierra del sol es la obra más fulgurante de esta supuesta trilogía inicial del cinema novo y en ella se manifiesta la persona- lidad de un autor sin precedentes en la historia del cine latinoamericano. Si de buscar comparaciones se trata, se puede apelar a Sin aliento, de Godard, como se ha hecho otras veces, y no faltan puntos de contacto muy signi- ficativos entre uno y otro, pero tal vez el título que se puede evocar con mayor pertinencia aún, y el autor detrás de ese título, es Ciudadano Kane y Orson Welles, respectivamente. Por su carácter de “ruptura” y a la vez su configuración poliédrica y envolvente. Al margen de que el estilo de Welles es una de las tantas influencias que se pueden encontrar en el segundo largometraje de Glauber Rocha (y en otros, también), dotado de esa propensión barroca tan propia del autor estadounidense, Dios y el diablo en la tierra del sol permanece como un hito no solo en el cine de su país, sino de toda la región, y no por ejercer una in- fluencia directa, como pudo hacerlo Ciudadano Kane en algunas películas negras de los años cuarenta y muchas otras posteriores (todavía se extiende el influjo de ese filme). Dios y el diablo en la tierra del sol, en cambio, es irrepetible y no tiene ese caudal de “aprovechamiento” que ofrece el filme TERCERA PARTE 335 de Welles, pues el de Rocha es fuertemente anárquico y desordenado desde el punto de vista del trazado estilístico —como veremos luego—, cosa que no afecta en absoluto la solidez de una propuesta única en el cine de la región. Pero Dios y el diablo en la tierra del sol admite muy difícilmente el ejercicio manifiesto de alguna influencia directa posterior, como igualmente podemos decir de Tierra en trance y O dragão da maldade contra o santo guerreiro. Dios y el diablo en la tierra del sol se inicia con la huida del vaquero Ma- nuel y su mujer Rosa, después de que, en defensa del intento de agresión del coronel Moraes, Manuel lo mata con su machete. La pareja es acogida por el predicador religioso Sebastião y sus seguidores y, más adelante, por el cangaceiro Corisco, enfrentado con sus huestes a los terratenientes de la zona. La aparición de Antonio das Mortes, un “matador de cangaceiros”, le da un giro a la historia, pues causa la muerte de Sebastião y posteriormente elimina a Corisco. Al final, Manuel y Rosa huyen en dirección al mar. La historia está narrada en una construcción con marcadas discontinuidades, pese a que el eje temporal es continuo. La impresión que produce es que las secuencias están incompletas y que faltan planos o, también, que hay movimientos de cámara inopinados o bruscos y saltos de eje imprevistos. Algunos críticos brasileños en la época de su estreno la descalificaron por desprolija y técnicamente imperfecta. Algo similar había ocurrido con las primeras películas de Godard en la mismísima Francia, donde cargos pare- cidos le fueron lanzados. En realidad, Dios y el diablo en la tierra del sol, imbuida de una fuerza interior que parece estar desarmando todo el tiempo la posible armonía de un relato que podría haber sido hecho a la manera clásica, está organi- zada de un modo deliberadamente “errático”, casi a tono con esa fe ciega con que el santo Sebastião predica y mueve a sus seguidores, o con la que Corisco ejecuta la violencia. La forma narrativa del filme transmite, preci- samente, el desorden de un universo convulso, es casi el “grito” del sertón nordestino. Es un filme cargado de “turbulencias” y donde no hay ni línea recta posible ni esperanza de calma o reposo. Y aunque pudiera parecer contradictorio con un estilo tan tembloroso como el que se muestra, Dios y el diablo en la tierra del sol instala una iconografía muy poderosa y recor- dable, especialmente en las figuras de Corisco y Antonio das Mortes, pero también la de Sebastião, Manuel, Rosa y los campesinos, así como igual- mente los territorios nordestinos en los que se desenvuelve el vagabundeo de los personajes que casi no tienen rumbo o, si lo tienen, es ese rumbo en dirección al mar, hacia el final, que recuerda un poco al de Los 400 golpes, de Truffaut, aunque con un sentido muy distinto. 336 ISAAC LEÓN FRÍAS

A la fuerza del filme contribuye una banda sonora muy rica en la que los temas musicales desempeñan un rol central, tanto los fragmentos de las Bachianas brasileiras, de Heitor Villa-Lobos, como la música cantada, compuesta por Sergio Ricardo con letra de Glauber, que comenta los in- cidentes de la historia, sin tampoco pretender redondear el sentido, sino dejando siempre un margen de incertidumbre. Lo mismo podemos decir de la sonoridad de las voces y de las frases, que no por sentenciosas algu- nas de ellas (“la tierra es de los hombres, no es de dios ni del diablo”, por poner un ejemplo relevante) disminuyen ese carácter al que aludimos. El empleo tiene un lado, ciertamente, brechtiano; pero el posible “didactismo” está (como también en varias piezas de Brecht) atravesado por la pasión y la poesía. A propósito de Dios y el diablo en la tierra del sol, José Carlos Avellar escribe, citando a Marcel Duchamp:

La obra es una expresión en estado bruto, que debe ser refinada por el espectador, igual que se procede con la miel de caña para llegar al azúcar puro. La relación espectador/filme parte para Glauber de un sentimiento idéntico: el filme como una expresión incompleta, la miel de caña que debe refinar el espectador... Con un filme acabado, con una obra tradi- cional y cerrada no se da la menor posibilidad de diálogo con el espec- tador, debido a que se plantea algo acabado, algo que ya está definido (Avellar 2002: 55-56).

El empleo de la música prácticamente no tiene precedentes en la región y vale no solo por la originalidad del tratamiento, sino también por la ade- cuación que logra tener en el conjunto de un filme, de corte tan abierto e “irregular”, que establece incluso una línea propia, con una dinámica que, integrada al flujo de las imágenes, alcanza al mismo tiempo una relativa autonomía. Robert Stam ubica a Dios y el diablo en la tierra del sol entre las

películas que ofrecen una simbiosis provocativa de oralidad y música, y señalan la posibilidad de una estética transformada en la que la música no se subordina a la imagen y la diégesis, sino que formaría una especie de matriz primordial de la que surgiría la película. La música entonces podría desempeñar el papel en el cine que a menudo ha desempeñado en la vida comunitaria o del pueblo, donde es una presencia vigorizante, a la vez artística, espiritual, práctica, cuya función es comunitaria, en lu- gar de individualista y consumista (Stam y Shohat 2002: 183).

Esa presencia la encontramos también en otras ficciones de la época, por ejemplo en Lucía, especialmente en la tercera historia, parcialmente TERCERA PARTE 337 en Memorias del subdesarrollo y también en Tierra en trance, sin que esta última repita o continúe tal cual con el modo como se usa la música en Dios y el diablo en la tierra del sol. Stam precisa:

Los romances de ciego de Dios y el diablo en la tierra del sol, de Rocha, basados en la ‘literatura de cordel’ del nordeste brasileño le dan una dimensión ‘épica’ en el sentido de la épica folclórica y en el sentido brechtiano, dando pie a cambios de tono, sustituyendo el diálogo, des- encadenando el movimiento de la cámara, sacando moralejas (Stam y Shohat 2002: 193).

Por otra parte, hay una dimensión mitológica en este filme de Rocha que, aunque no presente por vez primera ese universo milenarista y legen- dario, poblado de caracterizaciones muy fuertes, se instala de manera tal que produce la impresión de un filme fundador, de una obra de apertura en la que una galería de tipos humanos antes desconocidos asoman con una vehemencia tal que imponen su presencia y lo hacen en un paisaje agreste y peculiar, distinto y menos vistoso o llamativo que el de O cangaceiro, de Lima Barreto, casi el modelo al que se contrapone el filme de Rocha, con una modulación del relato, y por ende del montaje, así como de la ilumi- nación y de los escenarios a la manera “bárbara”, un poco como Pier Paolo Pasolini lo hacía en algunas de sus películas (Edipo Rey, Medea, Porcile, por ejemplo). A esa dimensión mitológica apunta, asimismo, la exuberancia estilística, con una cámara casi en permanente movimiento, a tono con lo que acontece en un relato en el que no hay ni calma ni descanso posibles. Ya se ha señalado la importancia que la “literatura de cordel” tiene en la película, pero no está de más volver sobre ella. Remito a un texto de Alberto Elena:

Combinando elementos extremadamente heterogéneos, que van de la iconografía del wéstern... a la tradición operística, del folclor popular a la herencia brechtiana, Dios y el diablo en la tierra del sol es un abiga- rrado y barroco manifiesto en el que todo parece caber desde la mirada apasionada de su autor. Sin embargo, el auténtico modelo, la verdadera línea de fuerza que organiza la narración, ha de buscarse en la ‘literatura de cordel’, característica del nordeste brasileño, explícitamente evocada y recreada por Rocha y por el compositor Sergio Ricardo en las canciones del filme, por no hablar de propia aportación intradiegética de algunos de sus personajes. Las andanzas de Manuel y Rosa, dos pobres campe- sinos del sertón, por esa tierra del sol que no saben si es de Dios o del diablo, pero que en cualquier caso es seguro que no les pertenece, re- 338 ISAAC LEÓN FRÍAS

miten de inmediato a numerosos episodios históricos inmortalizados por esa ‘literatura de cordel’ o por clásicos como Os sertões, de Euclides da Cunha (Elena y Díaz López 1999: 179)55.

3. De la antiépica urbano-pueblerina a la épica militante

La obra de los realizadores argentinos de la Generación del Sesenta favo- rece las pequeñas historias, especialmente en el marco de la gran ciudad capital, Buenos Aires, de modo que la imponencia de la urbe se contrapone a la “nimiedad” de los amores fugaces o desencontrados, a las frustraciones y desencantos cotidianos, a los lastres del pasado que afectan la estabili- dad del presente. Pero no todo es la gran ciudad, pues también la ciudad de provincia, el pueblo o, excepcionalmente, el campo, son escenarios de historias de tonos parecidos, con la excepción de Los inundados, el filme de Fernando Birri que constituye un caso único y aislado, ajeno a la tónica prevalente, más bien seca, grave, intimista o reflexiva, del conjunto de esas películas que emergen a fines de los cincuenta y comienzos de los sesenta. Los inundados, además de su ubicación extraurbana, es lo que se conoce como un relato coral y tiene un tono parcialmente festivo (el buen espíritu ante la adversidad), del que carecen las cintas de los otros realizadores argentinos. Es verdad que la misma ubicación de Birri en ese periodo de la historia del cine argentino es excéntrica, por cuanto ni es un realizador porteño, o formado y residente en Buenos Aires, como son los otros, ni par- ticipa de las mismas inquietudes del grupo central (Kuhn, Kohon, Feldman, Martínez Suárez, Antín, Murúa...), ligados, aunque de manera periférica, a la industria, y sobre todo a una tradición cultural más abigarrada y capitalina, con los matices que cabe establecer entre ellos. En lo que sí se aproxima Birri a los otros, además de compartir anhelos de independencia comunes y deseos de renovación de las estructuras del cine argentino, es en la afirmación de un cine menos atado a las conven- ciones de los géneros y más ligado al aire cotidiano, así como la negación de las grandes gestas o las historias ejemplares. Más aún —y como hemos visto—, Birri es un hombre que nace al cine con una vocación de docu- mentalista, y ella se manifiesta no solo en Tire dié, sino en su primer largo

55 La “literatura de cordel”, muy difundida en Portugal y Brasil (especialmente en el nordeste), estaba compuesta básicamente por composiciones poéticas hechas en pliegos de papel que se colocaban en cuerdas. Estas composiciones se inspi- raban en hechos cotidianos o en sucesos históricos, un poco como los corridos mexicanos. TERCERA PARTE 339 de ficción, Los inundados. Esa vocación documentalista no era compartida por los realizadores de esa generación, abocados más bien a la ficción. Los inundados se ambienta en la provincia de Santa Fe y narra la his- toria de una familia, los Gaitán, que junto con otras sufren los efectos de las inundaciones que los afectan en las tierras de esa región del norte ar- gentino. La película se inicia mostrando a unos animales, en lo que es una constante en el cine de vocación social en América Latina (Buñuel es un referente al respecto, pero no es el único), que en este caso se ven afecta- dos por una inundación que alcanza las casas precarias de quienes viven al lado de un río. Comienza, por tanto, lo que sería el drama de unos desplazados por el flagelo de la naturaleza, pero que en este filme será el vagabundeo semi- humorístico de esos mismos desplazados. Relato de recorrido, de traslados constantes, Los inundados se convierte en una sugestiva metáfora de la si- tuación de los que no tienen un lugar estable y seguro para vivir, tan exten- dida en nuestras tierras, pero lo hace en un registro que, sin dejar de zaherir a las autoridades incompetentes y a los políticos que medran de ese estado de cosas, mantiene un tono de humor y de liviandad, ajeno por completo a los estereotipos de la obra de denuncia social.

“La principal originalidad de Los inundados —sostiene Paulo Antonio Paranaguá— es la fusión entre una materia documental, frecuentemente presente en el cuadro, y un argumento de resorte cómico, expresado en un ritmo que otorga pausas y tiempo para la descripción... Aunque en primer plano los personajes actúen en forma exagerada, en el segundo plano, el espacio y la figuración tienen densidad social” (Paranaguá 2003: 188).

Cercana, sin duda, a la estética neorrealista (escenarios naturales, actores no profesionales, al menos no del medio fílmico, realismo de la represen- tación en primer grado), la película de Birri aporta no solo el arraigo san- tafecino de unos personajes inéditos en el cine argentino, sino también el toque amable y festivo del que solían carecer los filmes neorrealistas, con la excepción de Milagro en Milán, un caso sui géneris (realismo combina- do con una dimensión poético-mágica), y en el cual la dosis de “realismo maravilloso” es ciertamente más acentuada que la que podemos encontrar en Los inundados. A propósito de los actores del filme, Clara Kriger señala: “Los intérpretes eran payadores, actores de variedades, circo, radioteatro, conjuntos filodramáticos, inundados y habitantes de la ciudad de Santa Fe” (Elena y Díaz López 1999: 160-161). 340 ISAAC LEÓN FRÍAS

Más allá de las vicisitudes propias de la historia que les toca vivir, la si- tuación de la familia Gaitán, y de las otras que la acompañan, permite dar cuenta de un segmento popular que, padeciendo la tremenda contrariedad de no poder establecerse en ninguna parte, no está necesariamente lapida- do por los designios de la injusticia y la explotación. En tal sentido, Jorge Ruffinelli anota:

La película es un sabroso retrato de la cultura popular, puntuado por sambas camperas de Ariel Ramírez y por payadores vernáculos. Sin em- bargo, nada más lejos del folclorismo... Lo que distingue la visión de Birri sobre sus coterráneos, a diferencia de tantas películas sociales de la épo- ca, es el calor humano con que se diseñan los personajes. Aunque todos viven al borde de la excentricidad, el humor no se produce a su costa, sino a la de las situaciones vividas” (Ruffinelli 2008: 59). Según Kriger, “el humor, el sarcasmo y la esperanza poética permiten abordar la reali- dad presentada en toda su complejidad... Por eso, un optimismo poético envuelve la sordidez de la situación y la convierte en una caricatura que llega a todos los rincones de la sociedad, empezando por los desdenta- dos habitantes de vagones abandonados (Elena y Díaz López 1999: 161).

Es posible que el momento en que Los inundados fue realizada y estre- nada —no sin dificultades con la censura y con el propio Instituto Nacional de Cinematografía— favoreciera esa mirada, no complaciente, pero sí dis- tendida, que unos años más tarde pudiese haber sido tachada como con- descendiente por los comisarios de cultura que fungían en la realización, la crítica y la cultura cinematográfica. Tal vez, incluso, la propia posibilidad de existencia de este filme peculiar se hubiese truncado. Lautaro Murúa da el paso del campo a la ciudad, el que va de Shunko a Alias Gardelito. La primera se ambienta en el área rural de Santiago del Estero y narra la incorporación a una pequeña comunidad de un maestro, interpretado por el propio Murúa, que venía precedido por un trabajo acto- ral de varios años en el cine argentino. El filme es el relato de un doble des- cubrimiento: el que efectúa el maestro en contacto con los niños y también los adultos de esa comunidad en la que se habla español y quechua; y el de los habitantes de esa tierra que parece insular, frente a lo que les proporcio- na el “extranjero”, que no se conduce, por cierto, a la manera del maestro tradicional. Shunko evita los riesgos del didactismo en un tratamiento no sensiblero ni paternalista, y se abre a la comprensión de un universo ajeno, haciéndolo en trazos sencillos, cercanos por ratos a la observación docu- mental, con un ritmo que se distiende para seguir pequeños incidentes. La modesta cotidianidad de Shunko se traslada a Buenos Aires en Alias Gardelito, uno de los mejores filmes de comienzos de los sesenta en Ar- TERCERA PARTE 341 gentina. Aquí Toribio, un joven con aspiraciones de cantante radial, se ve confrontado a una realidad que lo conduce a prácticas delictivas que ter- minarán con su vida. A lo largo de ese recorrido a la muerte en un basu- rero en plena calle, con la que comienza y se cierra el relato, Toribio se relaciona con tres mujeres de las que se aprovecha de una forma u otra. Alias Gardelito es algo así como una crónica de auge y decadencia, pero no de un gánster de Chicago, sino de un vulgar delincuente en un Buenos Aires que —como en otros filmes de esa época— se aleja por completo de la imagen si no idealizada, sí amable y costumbrista de tantas películas argentinas de estudio. El auge y la decadencia, por otra parte, casi se con- funden en términos visuales y dramáticos, porque la cinta no altera el tono ni marca diferencias climáticas, salvo en las sombrías secuencias inicial y final. Y aunque la trama parece apelar a esquemas de un realismo social radical (la imagen del basurero en la cúspide de esa radicalidad), ni el trazo de las actuaciones, ni el manejo de la luz, ni el abordaje de los escenarios, ni tampoco la cadencia del montaje refrendan esa impresión realista que proporcionan los datos de la historia. Al respecto, Gonzalo Aguilar ha escrito con agudeza:

La complejidad de la estructura y el tipo de procedimientos utilizados aleja a Lautaro Murúa del realismo... Alias Gardelito podría haber sido una saga realista, una especie de Ilusiones perdidas de los bajos fondos. Sin embargo, el tratamiento dado al material fílmico hace de Alias Gar- delito un filme de ruptura, alejado de los códigos narrativos del realismo. Mientras el realismo encadena la imagen a una estructura narrativa fuer- te, el cine de Murúa compone lo que denominaré imagen flotante, una imagen que no se define por el papel que juega en la historia, sino por su capacidad de provocar las preguntas del espectador. Esto se logra por su carácter de inconclusa, de inmotivada, de interrupción en el discurso. Esto no quiere decir que se abandone la narración ni que todas las imá- genes sean flotantes: la convivencia de las tomas convencionales y de las imágenes flotantes hace que ambas interactúen... Lo que domina Alias Gardelito —antes que la narración— son los ritmos y los climas (Aguilar 1994: 20-25).

En efecto, esa impresión de “imágenes flotantes”, que se asocian a un contexto sórdido, pero también al recuerdo semisonambúlico de alguien que está a punto de morir de manera ominosa, caracterizan la tónica de una modalidad de relato que no encontró en ese entonces continuación en la obra de Murúa (que se interrumpió durante diez años para seguir otros vectores más tarde) ni en el cine argentino; aunque, de otro modo, las pri- meras películas de Leonardo Favio ofrecen también una demostración de la capacidad sugestiva de otras “imágenes flotantes”. 342 ISAAC LEÓN FRÍAS

Esa antiépica del periodo inicial del nuevo cine argentino de los sesen- ta se revierte una vez que las posiciones políticas se extreman. Ya hemos dicho que La hora de los hornos es la prueba más elocuente de la épica do- cumental. Pero también la ficción política asume ese registro, tanto en sus manifestaciones cercanas a una narrativa más armada y clásica como puede ser la de Los traidores o, en mayor medida, La Patagonia rebelde, como en sus manifestaciones experimentales del tipo El camino hacia la muerte del viejo Reales y, sobre todo, Los hijos de Fierro. En rigor, Los traidores no es un relato épico en el sentido de gesta colectiva; es una variante de thriller político, con esa carga conspirativa y paranoide que suelen tener los filmes de esa categoría. Pero no es un thriller convencional, sino una suerte de crónica semiperiodística en torno a un sindicalista, Roberto Barrera, que pasa de ser un gremialista activo a un burócrata sindical que favorece sus propios intereses y los del empre- sariado que lo financia. Hay algo en Los traidores de esos entretelones de los grupos mafiosos en los relatos gansteriles estadounidenses, pero con un registro más austero y casi documental, incluidas imágenes extraídas de los acontecimientos de la época, como el “Cordobazo”. La cinta de Gley- zer incluye a actores profesionales, pero también otros que son auténticos sindicalistas, lo que aporta a esa impresión de hechos recogidos in situ que las imágenes ofrecen. La afirmación sindicalista que atraviesa la película contribuye a ese efecto de épica revolucionaria y clasista. Aunque ajena a la tónica militante que predomina en las cintas que comentamos en esta parte y seguramente ubicable con mayor pertinencia en el siguiente capítulo, no se puede excluir, por referencia a la dimensión épica y política, La Patagonia rebelde, filmada en 1974. La película se ins- pira en un libro de Osvaldo Bayer, que alude a una sangrienta represión durante el gobierno del radical Hipólito Yrigoyen en la provincia de Santa Cruz, en 1920. La matanza de obreros de las haciendas agroindustriales de la zona en huelga es el colofón trágico de la historia que el filme relata. Si bien la hechura de la película que dirige Héctor Olivera remite a la solidez narrativa de la tradición clásica, no hay duda de que incorpora una dimen- sión reflexiva mucho más acentuada, en que la alianza del poder político, militar y empresarial (con intereses británicos en juego) se muestra con una contundencia inusual. La Patagonia rebelde fue una producción de la em- presa Aries, de propiedad de Fernando Ayala y Héctor Olivera, que tuvo a su cargo los títulos más rentables del cine argentino de los años setenta, los que protagonizaron la dupla Jorge Porcel-Alberto Olmedo (Los caballeros de la cama redonda, Los doctores las prefieren desnudas, La guerra de los sostenes, Expertos en pinchazos, etcétera). TERCERA PARTE 343

Pese a que las películas que dirigieron Ayala y Olivera ofrecían la cara “autoral” de la Aries, el hecho de que La Patagonia rebelde fuese una pro- ducción de esa empresa, la descalificó a priori para un cierto sector de la crítica que la acusó de oportunista. Tzivi Tal la caracteriza como “lucrativa nostalgia por la masacre de obreros” (Tal 2005: 140). Por otra parte, poco o nada tenían que ver Ayala y Olivera con la noción de nuevo cine todavía en boga, aun cuando Ayala representara en su momento la transición del cine argentino de géneros al de autor que se hace de un espacio a comienzos de los años sesenta. De cualquier modo, la película pudo exhibirse debido a la apertura política del momento, pero con amenazas y dificultades. Según Daniel López: “Una película que comienza con el asesinato de un teniente coronel y que además era utilizada políticamente en algunas de sus exhibi- ciones por el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) podía llegar a causar, involuntariamente, muchos problemas” (López 2008: 214). La exhibición durante cuatro meses fue muy exitosa y tuvo alrededor de millón y medio de espectadores. Probablemente, sin proponérselo su director, estableció un nexo casual con Los traidores, en tanto que esta se asociaba de manera visible al mismo ERP argentino, uno de los movimientos radicales que atizó el fuego que terminaría en el golpe militar y la brutal represión posterior. En el otro frente, el peronista, aunque en la línea de la izquierda radical de ese movimiento, están las propuestas asociadas al grupo Cine Libera- ción, que no son ficciones en el sentido pleno de la palabra, como lo es La Patagonia rebelde, y ni siquiera en un sentido más laxo, como el que se manifiesta en Los traidores. Las propuestas de Cine Liberación están a medio camino entre el documental y la ficción, y ofrecen el interés y la novedad de corresponder a una búsqueda, a un camino expresivo propio que las circunstancias políticas impidieron continuar poco tiempo después. A esa búsqueda corresponden El camino hacia la muerte del viejo Reales, que dirigió Gerardo Vallejo, y Los hijos de Fierro, de Fernando Solanas. La experiencia de La hora de los hornos no generó una continuación en el mismo registro por parte del grupo Cine Liberación porque, incluso los documentales dedicados a Perón y al movimiento justicialista a cargo de Solanas y Getino (Notas sobre actualización política y doctrinaria para la toma del poder y Perón: la revolución justicialista, ambos de 1971), no tie- nen las mismas características de La hora de los hornos y —como sus títulos lo enuncian— son trabajos de propaganda política manifiesta, aunque no por ello necesariamente convencionales o de fórmula, como pueden ser otros. No obstante, no hay punto de comparación posible entre estos traba- jos fílmicos y el largometraje que levantó la tesis del tercer cine. 344 ISAAC LEÓN FRÍAS

En El camino hacia la muerte del viejo Reales, en la que Solanas y Getino participaron elaborando el guion, Gerardo Vallejo retoma la familia tucu- mana que había mostrado en el corto Las cosas ciertas. Con el predominio del registro documental, al menos de la “tónica documental”, incluso en las escenas actuadas, el viejo Gerardo Ramón Reales y sus tres hijos relatan las condiciones de existencia en los ingenios azucareros tucumanos. Se inser- tan dos anexos documentales sobre la provincia y sobre las luchas de los campesinos tucumanos, con lo cual se acentúa el carácter de cine-ensayo que ostentaba en mayor grado La hora de los hornos. A propósito del filme de Vallejo, Tzvi Tal sostiene:

El camino hacia la muerte del viejo Reales... mezcla el testimonio social y la representación fílmica al describir la vida y las luchas de los traba- jadores rurales. Los familiares y vecinos del viejo Reales y sus hijos... se representan a sí mismos sin vestuario ni escenografía, y sus verdaderas vidas se transforman en la trama. Sin embargo, el padre y los dos hijos constituyen una metáfora familiar del proletariado rural, e incluso del pueblo, en la lucha por la existencia. La hermandad y la separación entre los hijos representan las contradicciones que dificultan la construcción de una unión popular. La anhelada unión de la ‘familia argentina’ era considerada en esta película y en otras del grupo una condición nece- saria para una lucha política que logre tomar el poder y conformar una Argentina diferente, con el proletariado y Perón conduciendo las masas (Tal 2005: 238).

Mucho más ambiciosa y compleja es Los hijos de Fierro. Solanas se inspi- ra en el personaje central del gran poema épico nacional argentino, Martín Fierro, de José Hernández, para elaborar una visión metafórica del pero- nismo durante el periodo 1955-1973; es decir, desde la caída del gobierno de Perón hasta su regreso al país. El filme se divide en tres segmentos: La partida, El desierto y La vuelta (en la obra de Hernández solo aparecen el primero y el tercero), y en ellos narra, progresivamente, la separación de Fierro de sus hijos, la deambulación de estos últimos en su propia tierra, y el regreso del héroe. Pero no se trata de una narración ejecutada según las reglas canónicas del guion y la realización, sino de una propuesta en la que el texto (los poemas del libro de Hernández adaptados por Solanas, respetando la métrica original) sustituye por completo a las posibles voces de los intérpretes, mientras que las imágenes, a través de los personajes metafóricos, aluden a hechos de significación colectiva e histórica. En el libro en el que coteja el cinema novo con la producción del grupo Cine Liberación, Tzvi Tal escribe a propósito del filme: TERCERA PARTE 345

El ambiente de leyenda y la épica reinante en la película se logran por el diseño de imágenes simbólicas sobre la base de acontecimientos reales, un tiempo cinematográfico difuso referido a procesos históricos, un na- rrador externo que se expresa en una locución de armoniosa voz, títulos e inscripciones cuyo diseño gráfico se parece al de los libros de leyendas. La música está basada en ritmos argentinos populares urbanos y campes- tres como el tango y la milonga (Tal 2005: 127-128).

Los personajes no son individualidades, sino figuraciones de individuos o comunidades. Fierro representa a Perón (aunque el nombre de Perón no se menciona), pero también es de algún modo una suerte de héroe nacio- nal sin nombre, expresión de una lucha ancestral del pueblo argentino. Los hijos heredan las banderas de las reivindicaciones encarnadas por el padre. El Hijo Mayor, la bandera de la Independencia; Picardía, el segundo hijo, la de la Justicia; y el Hijo Menor, la bandera de la Soberanía, una trinidad equivalente en cierto modo a los principios enarbolados por la Revolución francesa. Ciertamente los hijos son la concreción del pueblo argentino, al que se le ha quitado el padre (obligado a salir al exilio) y que bregan por mantenerse unidos y traerlo de vuelta. Esto, que dicho así suena a una abs- tracción extrema, se traduce en la película en una curiosa visualización muy fuertemente telúrica. Es decir, las imágenes remiten en una parte considera- ble del filme a exteriores de la pampa argentina, donde los hijos de Fierro se enfrentan constantemente a las fuerzas del Comandante, otra figuración metafórica, en este caso de los grupos de poder que intentan prolongar la situación de opresión del pueblo. Luciano Monteagudo afirma:

El filme se expresa a través de un tiempo y una geografía míticas, que obligan constantemente al espectador a realizar un proceso de reflexión crítica. Lo que se ve en Los hijos de Fierro es una transposición de Argen- tina: el país como metáfora de sí mismo. Un siglo de vida nacional se su- perpone en la pantalla, como si desde 1872 (el año de la primera edición de Martín Fierro) hasta 1972 los conflictos y los anhelos de un pueblo fueran los mismos. El espacio cinematográfico también está trabajado en el mismo sentido: la inmensidad de la pampa y de las fábricas... parecen converger en una suerte de Aleph, donde se desarrolla el eterno combate entre los hijos de Fierro y el comandante (Monteagudo 1993: 30-31).

Solanas privilegia los planos generales, produciendo un efecto de ale- jamiento muy marcado, que lleva al extremo un procedimiento que el ci- neasta húngaro Miklós Jancsó convirtió en señal de identidad estilística en películas como Los desesperanzados, Rojos y blancos o Salmo rojo: el alarga- miento de la duración del plano en imágenes de espacios abiertos. Con la 346 ISAAC LEÓN FRÍAS

particularidad de que la cámara en mano se mueve de una forma distinta en Los hijos de Fierro y, además, los encuadres no componen las coreografías habituales de los filmes de Jancsó, en los que hay una estilización mucho más acusada. En cambio, en la película de Solanas las imágenes son bastan- te austeras y, al mismo tiempo, tienen ese lado seco, primitivo y “bárbaro”, que también encontramos en las de Glauber Rocha, con un grado de barro- quismo que el filme de Solanas no tiene. Los hijos de Fierro es, sin duda, uno de los ejercicios más atípicos del periodo y, aunque pueda resultar saturante por la dilatación del metraje y, claro, la exigencia de una formalización tan diferenciada, es uno de los aportes más relevantes a un cine de vanguardia política y estética, en algu- na medida cercano también al que Jean-Marie Straub componía al otro lado del Atlántico56.

4. Soy Cuba

En la segunda mitad de los sesenta se concentran los títulos más significati- vos que el cine cubano aporta a la ficción. A la ficción estrechamente ligada a la Historia y especialmente al pasado, pues tres de los títulos más notorios se afincan en el periodo de la guerra de independencia de España librada por el pueblo cubano a fines del siglo XIX (La odisea del general José, La primera carga al machete y la primera parte de Lucía, cuya duración es casi la de un largo), y los otros corresponden a los años treinta (segundo episodio de Lucía) o al periodo de la revolución (Manuela, Memorias del subdesarrollo, Aventuras de Juan Quin Quin, el tercer episodio de Lucía), pero invariablemente, y pese a la diferencia de géneros y tratamientos,

56 Otras dos películas argentinas en la línea de un cine político radical que, al menos citaremos, son Operación Masacre, de Jorge Cedrón (1973), inspirada en el relato de Rodolfo Walsh, sobre el fusilamiento en 1956 de un colectivo de militares y civiles que pretendió reponer a Perón en el poder, después del golpe del año an- terior; y Quebracho, de Ricardo Wullicher (1974). Operación Masacre se ubica en las posiciones peronistas, pero no pertenece a Cine Liberación; fue producida bajo la forma de una cooperativa y filmada clandestinamente. Quebracho, en la que participan figuras muy destacadas como Héctor Alterio, Lautaro Murúa, Juan Carlos Gené, Walter Vidarte, entre otras, está más ligada al cine de la industria, y tiene por materia prima la explotación y la resistencia de los obreros en los quebrachales del Chaco en los años veinte. Con todas sus diferencias de tratamiento (Operación Masacre es más “periodística” y concentrada en el proceso que culmina en el fu- silamiento sin juicio previo), ambas tienen en común el registro medio ficcional y documental, así como la propuesta de una comunicación más llana y directa. TERCERA PARTE 347 ligados a la situación histórica con la que estos filmes dialogan en forma notoria y permanente. Desde luego, el punto de partida es la revisión de la historia pretérita y la proyección de una nueva mirada sobre ella. Frente al tono grandilo- cuente y patriotero de las reconstrucciones de las gestas independentistas, el cine cubano incorpora las características de la crónica de supervivencia en La odisea del general José, la modalidad del reportaje televisivo en La primera carga al machete y los fastos operáticos en Lucía 1895. Desde las propuestas expresivas hay un claro deslinde con las opciones tradicionales, una explícita negación de los esquemas canónicos de la épica aventurera o guerrera. La odisea del general José se inspira en el desembarco y extravío en el oriente cubano del general José Maceo y un grupo de seguidores en 1895, durante la guerra contra el poder español local. El relato de 68 minutos, am- bientado en exteriores boscosos, constituía la materia prima ideal para una anécdota de aventura en la variante de la lucha por la sobrevivencia en un territorio adverso. Sin embargo, la realización de Jorge Fraga lo reduce casi al esquema del género, descargando el suspenso, reduciendo a un mínimo las potencialidades espectaculares de la historia y aportándole, así, un tono de inmediata cotidianidad, por lo que se ven favorecidos los más pequeños incidentes, especialmente después de que Maceo pierde a sus compañeros y afronta el sentimiento de soledad y abandono, además del hambre, la sed, la intensidad de la lluvia y otras dificultades causadas por el extravío en una zona montañosa y selvática. La extrema funcionalidad del relato se aviene al intento de situar la peripecia en un nivel muy “fenoménico”, es decir, en el registro más inmediato de la vida del protagonista confrontado a una situación-límite. Santiago Juan Navarro sugiere: “Si el texto remite a un acontecimiento de los orígenes de la guerra de 1895, el subtexto aquí viene dado por la per- vivencia del ‘foquismo’, tras el fracaso de la expedición del Che a Bolivia” (Navarro 2008: 149-151). Un documental de Richard Dindo realizado en 1994, Ernesto Che Gue- vara, diario de Bolivia, reafirma iconográficamente esta lectura (sin hacer la menor alusión a la película de Jorge Fraga, que no viene al caso en la elaboración documental del cineasta suizo), pues allí se puede comprobar en las imágenes del entorno selvático vacío, que transmiten la frustración de un intento revolucionario fallido, las duras condiciones de soledad y ais- lamiento que vivieron el Che Guevara y sus acompañantes. Distinto a La odisea del general José es el caso de La primera carga al machete, una propuesta marcadamente épica que se basa, como La odisea 348 ISAAC LEÓN FRÍAS

del general José, en hechos reales, en este caso la toma de Bayamo por el ejército libertador cubano, con la decisiva participación de los mambises, los negros cubanos que utilizaban el machete como arma y cuya contri- bución al triunfo militar es resaltada por la película. La novedad de esta cinta de Manuel Octavio Gómez radica en la utilización de procedimientos propios del reportaje contemporáneo: la entrevista, el seguimiento de la cámara, la locución a cargo de narradores... Es decir, se inserta en una situación ubicada en 1868, cuando se inicia la llamada guerra de los diez años, una metodología de aproximación audiovisual propia del siglo XX. Más aún, de la segunda mitad del siglo XX, cuando las cámaras se simpli- fican y el reportaje televisivo se multiplica. Ese “desfase” de localización histórica y procedimientos expresivos no produce, sin embargo, un resul- tado artificioso o una impresión de falsedad57. Sí, desde luego, supone un trabajo de estilización, aun cuando lo que se quiere lograr —y aunque pa- rezca contradictorio, se logra— es una imagen de apariencia documental, como si los hechos que se muestran ocurriesen en el momento mismo de la filmación. Una impresión semejante a la que transmite, al menos en parte, La pasión según San Mateo, de Pasolini, donde los escenarios naturales, los actores no profesionales, la imagen en blanco y negro y la cámara en mano “observadora” generan ese efecto de “inmersión” en el pasado de la cámara documental. La primera carga al machete se anticipa, de cierto modo, a toda una corriente de “falsos documentales” que se vienen haciendo aquí y allá en estos tiempos, sin que esta calificación tenga una carga valorativa, pues hay “falsos documentales” que son magníficos expresivamente, como hay otros que no lo son. Por supuesto que no era la primera experiencia en esa dirección ni mucho menos, pues, por ejemplo, el británico Peter Watkins había realizado para la BBC un muy logrado falso documental en 1967, The War Game, sobre los efectos de un supuesto ataque atómico, y este tampo- co era el primero que hacía algo así. La originalidad del filme cubano está, no tanto en que no se conozca un precedente de ese calibre en la región, sino en el acierto que significa “mirar el pasado con los ojos del presente”, si entendemos por eso la aplicación de procedimientos que conciernen, en principio, a las técnicas documentales. Más aún, hacerlo en relación con uno de los materiales más potencialmente “periodísticos” y llamativos como son los hechos de guerra.

57 Hay que decir enfáticamente que siempre hay un “desfase” entre la representación del pasado histórico y los procedimientos que se aplican para captarlo y recrearlo, por más clásicos y “transparentes” que estos sean. TERCERA PARTE 349

Alicia Salvador ha escrito:

La película simula presentar el pasado desde el propio pasado: adquiere la apariencia de un documental fruto de imágenes y voces registradas en el momento de los acontecimientos. Pero en tal ficción no hay pre- tensión de engaño al público... es más bien una opción que se decanta por situar al espectador ante la imagen y los testimonios, a partir de los cuales deberá reconstruir la lectura de ese pasado. Aparentemente toda la película podría parecer un flashback: la inician y terminan imágenes de los efectos mortíferos de la carga al machete, subrayadas por la voz y la imagen de un cantor de gesta [Pablo Milanés] que nos dará las claves interpretativas y será uno de los elementos vehiculares entre pasado y presente. Sin embargo, no es un flashback de desarrollo lineal... Las di- ferentes secuencias tienen como hilo conductor las sucesivas apariciones del juglar, así como otros tantos intertítulos que nos presentan la acción o los personajes. No hay narrador al uso, aunque sí la voz en off de un hipotético locutor de noticiario, recurso utilizado para ofrecer ciertas informaciones de carácter histórico o para simular acciones presentes (Elena y Díaz López 1999: 220-221).

La misma autora anota:

Diversas técnicas se combinan, aplicadas en función del tipo de secuen- cia y del medio al que, se supone, pertenecen... son denominador común el uso de cámaras ligeras, utilizadas manualmente, que producen conti- nuo movimiento cuando se supone que filman acciones no preparadas —intervención de la fuerza, enfrentamientos, etcétera—, llegando a ve- ces al absoluto desenfoque; cuando la escena simula ser una entrevista a varios personajes, apenas hay montaje, y una cámara única va, sin corte, de un personaje a otro (Elena y Díaz López: 221-222).

Esa amalgama de recursos, a los que se suma el empleo del sonido directo, y no solo en las entrevistas, es la que genera ese “aire de actuali- dad”, aun cuando haya plena conciencia (para el espectador cubano, pero también para todos los demás) de que esos hechos mostrados evocan las guerras de independencia del siglo XIX. En el proyecto del ICAIC de celebrar los cien años de las guerras de independencia, al que pertenecen La odisea del general José y La primera carga al machete, Lucía, de Humberto Solás, es el que tiene las mayores ambiciones expresivas. “Organizado como un tríptico, cada una de sus par- tes está ambientada en un momento clave de la historia cubana (1895, 1932 y 196...). En los tres casos la protagonista es una mujer llamada Lucía. Si bien los periodos escogidos podrían calificarse de épicos (la guerra contra la metrópolis colonizadora, la lucha contra la dictadura de Machado y la cam- 350 ISAAC LEÓN FRÍAS

paña de alfabetización tras el reciente triunfo revolucionario), los personajes seleccionados siguen las pautas de los protagonistas de la ficción histórica propuestos por György Lukács en su teoría de la novela y el drama históri- cos (seres anónimos que encarnan la conciencia histórica de una nación en un periodo de cambio). Las tres Lucías sirven a Solás para ilustrar de forma simbólica la ardua construcción de la nación cubana a lo largo de un siglo” (Navarro 2008: 145)58. El episodio de Lucía situado en 1895, en la etapa culminante del pro- ceso de independencia cubano, tiene un lado más canónicamente épico, en especial en la parte final con la batalla que enfrenta a los españoles con los patriotas criollos y los mambises. Hay similitudes con el tratamien- to efectuado en La primera carga al machete, y la fotografía en blanco y negro de alto contraste, así como la movilidad de la cámara, acentúan el parecido. Pero hay también claras diferencias porque en el caso de la película de Humberto Solás no hay “simulación documental”, aun cuando se empleen procedimientos propios del documental, muy arraigados en el cine de ficción cubano de esos años. Sin embargo, y fuera de ese colofón épico, el primer episodio de Lucía se inscribe más bien en la tradición de las novelas que asocian el destino de los personajes, sobre todo femeninos, al destino de una nación (la mismísima Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, y su celebérrima versión fílmica; novelas y películas mexicanas de la revolución, entre otras) y, al mismo tiempo, se inscribe en la estirpe del melodramma italiano. Con ello, por cierto, estamos ante una modalidad ostensible de “épica sentimental”, que no son otra cosa que esas historias de amores desgraciados en el marco de periodos de cambio radical, inde- pendencia, guerra o revolución. Es, a su vez, una de las expresiones más acusadas del estilo barroco du- rante ese periodo y, sin más, en toda la historia del cine de América Latina. Se han señalado ya las diversas influencias que convergen en el filme, las de Visconti y Welles, las de los polacos Wajda y Kawalerowicz, entre otras, filtradas por el uso de una cámara documental, por ratos desmelenada y paroxística. De cualquier modo, Lucía 1895 convoca a la modernidad fíl- mica, pese a que lo hace desde las matrices argumentales del clasicismo, aquellas que cuentan la historia de una mujer de la alta burguesía cubana decimonónica que, a una edad madura, se enamora locamente de un atrac-

58 Iván Giroud cita unas declaraciones del director. Empleando un símil arquitectóni- co que, en el caso de los dos primeros episodios se aplica perfectamente al estilo audiovisual, el propio Solás afirma: “Lucía va del barroco (1895) al neoclásico (1932) y termina en la arquitectura de soluciones prácticas (196...)” (Torreiro, 2008: 139). TERCERA PARTE 351 tivo varón cubano-español, que oculta el engaño que somete a la mujer en su condición de espía del reino de España. La intensidad con que Solás transmite la pasión desbordada de Lucía irriga todos las operaciones expresivas en una espiral de sacudimiento au- diovisual, con lo que, a la vez que se refuerza la potencia dramática, se produce un efecto simultáneo de distanciamiento. Es decir, Solás trabaja casi sobre una cuerda floja, conciliando los contrarios: el éxtasis pasional y la carga reflexiva que se desprende de los recursos empleados en la acen- tuación sentimental, incluida la movilidad de la cámara, musicalización y la dirección de actores que tiene en la prima donna Raquel Revueltas a una suerte de Francesca Bertini caribeña, de diva en altísimo registro interpre- tativo, acercándose la película en algunos aspectos (no en el caribeño) a las búsquedas que en esos tiempos empezaban a explorar los alemanes Werner Schroeter y Rosa von Praunheim. En la ubicación contemporánea, con la revolución de 1959 como sepa- radora de las aguas en la historia del país, el mediometraje Manuela y el tercer episodio de Lucía ensayan claves distintas, utilizando aquí la forma sustantivada de clave aplicada al lenguaje musical. Manuela es un drama intimista, pese a situarse en el marco de la lucha guerrillera contra el go- bierno dictatorial de Batista. Lucía 196... es una comedia que, no obstante, contiene asimismo componentes melodramáticos, pero —ya lo decía— en una clave diferente a la del primer episodio. En otras palabras, el barroquis- mo está domeñado en estos mediometrajes, en los que la vena sentimental, constante en la obra de Solás, está presente, pero de manera más “ecuá- nime” en Manuela y de forma a veces agreste, bulliciosa o alcohólica en Lucía 196... (como hay también un registro sentimental “alcohólico” en la mejor secuencia de Lucía 1930, casi al final). Manuela es un preludio moderado de lo que viene luego en Lucía, y no solo en el primer episodio, sino también en Lucía 1932, que recoge la visualización tenue y, por ratos, algo difuminada del estilo de estudio carac- terístico de esa década en Hollywood, pero también en Francia y otros paí- ses. Aunque fuertemente pasional (pasión amorosa y política a un mismo grado), el tono de este episodio es más sosegado, aunque siempre surcado por tensiones y conflictos. Como en el anterior, el “peso de la Historia” cae sobre la protagonista, pero hay en ella un mayor grado de conciencia que el de la Lucía finisecular del primer episodio. El tono vira hacia el humor reflexivo, puntuado por las estrofas de la guajira Guantanamera, en la Lucía 196... La revolución ha triunfado, las condiciones sociales han cam- biado, pero las conductas no se modifican así no más, y el machismo sigue 352 ISAAC LEÓN FRÍAS

galopante, más aún en el campo, de muy arraigadas tradiciones patriarcales. Aquí, no obstante, la joven Lucía se apresta a decidir acerca de su destino. En un contexto visual documental, el ambiente de la granja colectiva y de los caminos y campos adyacentes le aportan al episodio una savia más próxima a la de los nuevos cines (cámara en mano, actuación muy suelta, diálogos coloquiales, aire de espontaneidad, fotografía en blanco y negro bien modulada), sin por ello afectar las raíces genéricas en las que la pe- lícula se inscribe (parcialmente la comedia italiana y esas modalidades de “melocomedia”, propias de ese país, como pueden ser Divorcio a la italiana o Seducida y abandonada, de Pietro Germi), sobre la base de un guion muy bien armado. A propósito de Lucía, Paranaguá afirma:

Después de la aparente simplicidad de Manuela, el realizador despliega una gama de estilos, figuras y procedimientos que confiere a cada Lu- cía una expresión original y perfectamente adecuada, y constituye una demostración de las posibilidades del cine, en su dimensión más lírica y más ambiciosa. La yuxtaposición de cada parte del tríptico produce un efecto coral (Paranaguá 1990: 143).

Así es, la película de Solás se abre como un abanico de posibilidades distintas y, a su manera, complementarias. Como un desafío de cara a de- sarrollos expresivos que —como también ocurre con Memorias del subde- sarrollo— no encontraron canales que los favorecieran, lo que no significa que la obra posterior de Humberto Solás, y pese a sus altibajos, no sea una de las más apreciables del cine cubano de la revolución. No solo como abordaje de la contemporaneidad, Memorias del subde- sarrollo es la propuesta fílmica más avanzada del cine cubano del periodo (y, finalmente, de toda su historia), sino también como maridaje arriesgado de procedimientos expresivos que logran un nivel de integración sorpren- dente. La película de Gutiérrez Alea, basada en un relato del también cu- bano Edmundo Desnoes, se centra en Sergio, un hombre cercano a los 40 años, de familia acomodada y con veleidades de escritor, que permanece en Cuba, luego de la partida de sus padres y esposa en 1961. El relato no es otra cosa que el testimonio de una inadecuación, de un desbalance, los que sufre el protagonista en relación con su familia y su pasado, por un lado, y en relación con el proceso revolucionario, que no logra comprender y asimilar. El testimonio no se organiza a partir de una historia elaborada al modo tradicional, sino a través de una organización fragmentada de secuencias, en la que se combinan registros distintos, a la manera de un mosaico que se va armando y que no termina de armarse, pues el final no TERCERA PARTE 353 clausura la historia, sino que la cierra de manera suspensiva durante el epi- sodio de la crisis de los misiles. El recurso articulador se encuentra en una voice over, la de Sergio, uno de los mayores aciertos del filme, que comenta con agudeza y de manera constante las impresiones de lo que observa, escucha, recuerda o registra de la ciudad que lo rodea, del país, de su pasado, de su propio presente du- bitativo y de un futuro personal totalmente incierto. Esa voz transmite una lucidez que le permite distanciarse casi de todo y, por lo tanto, no compro- meterse ni implicarse con nada ni con nadie. Sin embargo, esa conciencia oralizada funciona como un contrapunto en relación con las situaciones presentes o evocadas, con las imágenes de la actualidad inmediata o de los recuerdos en flashbacks, incorporados como parte del flujo de esa concien- cia que se despliega a lo largo del filme. Como pocas veces en el cine de América Latina, la voz del protagonista genera un espacio sonoro con una autonomía que se sostiene de manera admirable a lo largo del relato. Pero esa autonomía es, ciertamente, relativa porque hay una fuerte e inequívoca ligazón entre el flujo de la voz y el ámbito visual. No son, pues, comparti- mentos separados, sino complementarios. La película no solo alterna el presente y el pasado que activa la voz del protagonista, sino que incorpora la visualización de deseos (con la mucha- cha de la limpieza Noemí, por ejemplo), así como fragmentos documentales (los invasores de playa Girón detenidos, el hambre en América Latina, los aprestos bélicos de octubre de 1962 ante la amenaza de la intervención estadounidense, entre otros), que constituyen un peculiar collage, como lo define el propio Gutiérrez Alea dentro del filme, haciendo de sí mismo sin que se mencione su nombre, después de la exhibición de las imágenes que la censura había cortado años atrás, y que se incorporan en el relato a partir de las palabras que repite Elena, casi como la invocación mágica del “asa, nisi, masa” felliniano de 8½. Ambrosio Fornet ha señalado que Memorias del subdesarrollo es de hecho un collage, en el cual se entrelazan y se confunden la épica y el drama individual, el documental y la ficción, Brecht y Eisenstein, el fuego de la pasión revolucionaria y la fría elegancia del escepticismo burgués (Paranaguá 1990: 137). Uno de los aspectos más sugestivos que ofrece el filme de Gutiérrez Alea es el que está vinculado a la situación de subdesarrollo, que no está tratada a partir de datos, cifras estadísticas o imágenes representativas (esas que abundan en los documentales miserabilistas), sino en torno a actitudes y conductas, como las que se observan (y comentan) en relación con Elena, el personaje que en mayor medida transmite aquello que el protagonista con- sidera el meollo de la condición subdesarrollada. Por cierto, en la subtrama 354 ISAAC LEÓN FRÍAS

que ofrece el vínculo que se establece entre Sergio y Elena, se invierte por completo la lógica que anima los amores interclasistas en la radionovela y su continuación, la telenovela latinoamericana, pues no solo no se idealiza ni se romantiza un vínculo problemático, sino que también se evidencia el abismo que los separa y el vínculo culmina de manera insólita (no se sanciona al burgués, como se podría esperar de una moral socialista), con la absolución de Sergio de la acusación de aprovechamiento sexual de la jo- ven. Es verdad que la película deja ver que las prácticas y las retóricas judi- ciales siguen siendo similares a las que existieron en el pasado, esas que se satirizaron en los años cincuenta en la comedia radial cubana La tremenda corte. Por cierto, y como todo en el filme, la relación de la pareja está vista a través de la mirada y la voz del protagonista, lo que pone en “desventaja” a Elena, pero ese es el punto de partida de toda la construcción del filme. Sobre ese modo de recrear el subdesarrollo, presente y elusivo a la vez, Isleni Cruz Carvajal opina:

La poética de Memorias del subdesarrollo se determina confrontando la desestabilización de unos procesos mentales con la incongruencia vir- tual del fenómeno: la forma de los estados que actúan en dimensiones psíquicas inspiran una orquestación cuyos múltiples ángulos sobre la realidad se disponen como analogía de esa constitución que hace del subdesarrollo un organismo fragmentado, discontinuo y sin relaciones visibles entre sus componentes. Al tiempo de desactivar algunos de los profundos mecanismos que delimitan la conciencia política individual, el tratamiento fílmico-dramático trasciende hasta ser significado vital del presente, logro nunca antes visto de modo tan operante en la filmografía del impulso revolucionario (Elena y Díaz López 1999: 205).

Una variación posterior en la línea de Memorias del subdesarrollo es De cierta manera, el primero y único largo de Sara Gómez, terminado por Gutiérrez Alea y García Espinosa, tras la temprana muerte de la realiza- dora. Gómez consideraba como su maestro a Gutiérrez Alea y por ello no sorprende que en su largo continuara en parte la experiencia fronteriza y sincrética de Memorias del subdesarrollo. Incluso Luciano Castillo plantea una interrogación:

¿Hasta qué punto fue el aporte de Tomás Gutiérrez Alea en la dramatur- gia de un filme como De cierta manera, realizado por la documentalista Sara Gómez, que compartiera con Titón la pasión por el género y hasta apareciera fugazmente entre el público en la secuencia de la mesa redon- da en Memorias del subdesarrollo? (Castillo 2005: 43).

En todo caso, y dejando abierto el interrogante, Gómez venía de demos- trar personalidad propia en un género tan codificado como el documental TERCERA PARTE 355 de carácter didáctico, tal como lo hemos expuesto, y por ello, aun cuando se le pueda conceder a Gutiérrez Alea algún grado de influencia o partici- pación (sin más, es uno de los dos que terminó la película), no se le puede retacear a la directora los méritos (si no todos, buena parte de ellos) de esta curiosa experiencia fílmica. Pues bien, De cierta manera comienza como una película documental sobre las poblaciones marginales de La Habana y su incorporación a la so- ciedad a través de proyectos de construcción y, sobre todo, de educación, con narradores en off que, a la manera de los reportajes informativo-peda- gógicos, explican y comentan los problemas acarreados por esa situación. La entrevista a una maestra, Yolanda, que reflexiona sobre las dificultades que se afrontan, y que coteja ella misma en esos barrios, se encadena con una historia de ficción, la que une a la maestra con Mario, un trabajador del barrio. Según Marina Díaz López, la “historia de amor servirá de pretexto para analizar... la visión femenina del momento histórico cubano y su consi- deración sobre la pervivencia de las formas de la sociedad patriarcal” (Elena y Díaz López 1999: 258). Esas que también se exponen en Lucía. La propia Díaz López señala que la visión femenina de esta cinta hizo que “fuese pro- fusamente utilizada por la teoría del cine feminista de los ochenta, como es el caso de los conocidos trabajos de Annette Kuhn y E. Ann Kaplan” (Elena y Díaz López 1999: 259). Sin embargo, ese cruce entre la ficción y el documental continúa de manera muy libre, recogiendo, como pocas películas cubanas hasta ese entonces, actitudes, conductas y modos de hablar característicos de pobla- dores de origen social humilde y de mentalidades tradicionales. En palabras de Iván Giroud, cerrando un texto sobre la película de Gómez, “nadie ha vuelto a hablar con la voz del barrio, nadie en la historia del cine cubano ha vuelto sobre esos pasos, mientras el tiempo pasa y la marginalidad crece y se expande” (Torreiro 2008: 83). En cambio, es muy distinta a Memorias de subdesarrollo la película de Julio García Espinosa, Las aventuras de Juan Quin Quin, también de am- bientación contemporánea, sin la precisión que la de Gutiérrez Alea ofrece en términos cronológicos, debido en buena parte al background documen- tal muy notoriamente datado (los años 1961 y 1962, cruciales en el curso que toma la revolución) en el que se instala. Más aún, y a diferencia de bue- na parte de las películas comentadas en este apartado, la cinta de García Espinosa no tiene la atadura documental o la apariencia semidocumental de las otras, sino que se plantea abiertamente como una ficción o, si se quie- re, como una neoficción, en el sentido de que se elabora en el cruce de la novela picaresca (por ejemplo, el uso de “capítulos” del tipo “De cómo Juan 356 ISAAC LEÓN FRÍAS

Quin Quin...”) y el relato de aventuras. Neoficción que incorpora imágenes documentales, pero las sumerge en el flujo narrativo de una historia que se vincula con los referentes sociales e históricos de una forma distinta. Las aventuras de Juan Quin Quin participa a su modo de esas inquie- tudes renovadoras que en Inglaterra puso en práctica un realizador como Richard Lester, incorporando el humor a relatos de aventuras con toques musicales, adelantándose a lo que más tarde se llamaría la sensibilidad posmoderna. Un espíritu similar puede encontrarse en este filme cubano, una experiencia única y relativamente aislada de tratamiento humorístico a partir de la creación de personajes sobre la base de estereotipos en los que se mezclan referentes de géneros populares y datos de la realidad cubana. Siendo una cinta de espíritu festivo, desenfadado y antisolemne, no deja de apuntar hacia la toma de conciencia de los personajes centrales, una varian- te de Don Quijote y Sancho Panza. El relato cuenta la historia de Juan Quin Quin y José, conocido como el Hachero, que viven una serie de situaciones propias de la comedia: de trabajar en un circo pasan a organizar la primera corrida de toros en Cuba; de hacer de faquir, torero, monaguillo o del propio Jesucristo, Juan termina convirtiéndose en guerrillero. Hay, sin duda, un nivel alegórico en este fil- me que, por caminos distintos, se acerca también a lo que, de un modo aún más irreverente y disolvente, hacía (y seguirá haciendo) el chileno Alejan- dro Jodorowsky en México por esos mismos años. Es verdad que en la pelí- cula de García Espinosa hay un sustrato político que no existe (al menos, no de la misma manera) en Jodorowsky, pero no dejan de haber involuntarios puntos de contacto en esa sensibilidad freak que expone el filme cubano, a contracorriente de las otras películas de esos años producidas por el ICAIC. Heliodoro San Miguel escribe:

Hay en Las aventuras de Juan Quin Quin una ruptura de las estructuras narrativas convencionales, un uso de modelos específicos procedentes sobre todo de los distintos géneros que son descontextualizados y utiliza- dos para expresar otros contenidos distintos de los esperados, e incluso añadiendo un homenaje humorístico a los grandes clásicos (el montaje de los misiles, a lo Eisenstein). En la misma línea, la película adopta libre- mente elementos de vanguardia junto a otros procedentes de la cultura pop y de masas (los bocadillos con los pensamientos de los personajes). La música es usada de la misma manera, yuxtaponiéndola a la misma imagen que sirve de comentario. Incluso el montaje rompe a veces la regla básica de la continuidad. Todo ello crea un distanciamiento tanto emocional como crítico, impregnado de influencias brechtianas (incluso TERCERA PARTE 357

en el uso de carteles), que reclama una participación más activa del pú- blico frente al efecto narcótico de las convenciones narrativas tradiciona- les (Elena y Díaz López 1999: 200).

El propio San Miguel sostiene: “Con ello García Espinosa intentaba po- ner en práctica lo que más tarde alcanzaría formulación teórica en el ma- nifiesto Por un cine imperfecto” (Elena y Díaz López 1999: 200). Es posible que haya sido así, pero García Espinosa no persistió en el intento, por lo que no hay continuidad advertible en la sucesión de su obra. Si se quiere buscar una posible plasmación del manifiesto (que no teoría, en un sentido estricto) más adelante, se puede encontrar, mal que bien, en las películas del udigrudi brasileño, aunque estas nunca se asumieron como expresión del manifiesto ni tampoco pretendieron incorporar una dimensión política a la manera como la concebía García Espinosa. El udigrudi tuvo un carácter anarquizante, que no es precisamente a lo que apuntaba la idea de un cine imperfecto. Sin embargo, y a su modo, esas películas brasileñas podrían verse como una modalidad “heterodoxa” del cine imperfecto.

5. La insurgencia andina

Los primeros largos de Jorge Sanjinés fueron rápidamente ubicados en los lugares más prominentes del nuevo cine latinoamericano. Además de su posición política y su carácter de denuncia enérgica, se vieron también favorecidos por provenir de un país sin mayor tradición cinematográfica y ubicado entre los más pobres y económicamente desiguales del continente. Pero hay un factor crucial en la adhesión que produjeron esos filmes, y está en la recuperación, desde una óptica marxista, del indígena. Hasta ese en- tonces no se había visto en el cine de la región un indígena con el rifle en alto y comprometido con la lucha revolucionaria. Son los indígenas —como se sabe— los que representan en “estado puro” la explotación de la Colonia y de los gamonales y señores de la tierra, de manera que el levantamiento, no ya de la imagen del indígena y de la tierra que lo rodea, sino de su rol en el combate por el cambio social, le aportaba a esas películas casi una categoría de reparación histórica, de justicia simbólica. Los dos primeros largometrajes de Sanjinés brevemente reseñados en las páginas 133-134 confirmaron su prestigio de cineasta combativo y ofrecen datos contradictorios con referencia a una estética de la modernidad. Tanto en Ukamau como en Yawar mallku hay historias ejemplificadoras, más próximas a una narrativa tradicional. Los personajes tienen rasgos arquetí- picos, los conflictos se anudan de manera muy clara, la progresión es unidi- 358 ISAAC LEÓN FRÍAS

reccional, sin ser el montaje necesariamente continuo. Incluso las imágenes neoindigenistas de Ukamau, con la exaltación del indígena, de su entorno y de la lengua aimara, apuntan en la línea de un cine social reivindicativo, del que podemos encontrar expresiones en el pasado del cine latinoamericano, por ejemplo, en Las aguas bajan turbias o Las tierras blancas, del argen- tino Hugo del Carril, comparativamente menos esquemáticas en el diseño humano y social que las de Sanjinés. El temple reivindicativo se acentúa en Yawar mallku, donde la dimensión política es más explícita y la denuncia de las esterilizaciones de las campesinas a cargo de los “cuerpos de pro- greso” (pequeña variante de los “cuerpos de paz” reales), compone una parábola bastante didáctica (casi caricaturesca, en verdad) de los abusos del imperialismo estadounidense en los pueblos andinos. Aunque el relato ofrece saltos temporales, estos por sí solos no son una demostración de una dramaturgia renovada. Los mismos juicios que emite Carlos Mesa Gisbert ratifican la pertenen- cia (al menos, parcial) a una estética en la que la intencionalidad narrativa se asocia a la intencionalidad visual en el sentido de configurar una obra redonda y clausurada:

Ukamau es una película extraordinariamente cuidada en lo estético, y creo que es el filme plásticamente mejor logrado de todos los realizados por Sanjinés hasta hoy. El aprovechamiento del paisaje altiplánico y del lago con toda su fuerza telúrica se une perfectamente al contenido temá- tico. Junto a Yawar mallku es una afirmación de las grandes posibilida- des del blanco y negro, porque está concebida en función de los grises y de los contrastes extremos. En la película encontramos secuencias de gran belleza pictórica (el entierro, los viajes en barca a Copacabana, el camino de venganza en medio de la niebla) (Mesa Gisbert 1985: 86).

Es verdad que en el marco del cine boliviano, y de la región en su conjunto, esas películas no tenían precedentes y, por tanto, se alzan como expresiones diferenciadas y, en tal sentido, originales. Pero –a diferencia de lo que hallamos en las experiencias de otras partes y que estamos comen- tando en este capítulo— las primeras cintas de Sanjinés no se asocian con la misma intensidad a ese “magma” expresivo renovador de la modernidad estética porque están atadas a modos narrativos y también a modos de visualización, de raigambre clásica, como los que observa Carlos Mesa, sin calificarlos como clásicos. Esto, ciertamente, y por sí mismo, no les da ni les quita nada en términos de relieve o valor cinematográfico. Tan creativa y lograda artísticamente puede ser una obra “clásica” que una “moderna”. En principio, no hay superioridad de una sobre la otra. Ahora bien, sí se puede objetar en los dos primeros largos de Sanjinés un esquematismo dramático TERCERA PARTE 359 que afecta un resultado que pudo ser más convincente de haberse trabajado con mayores matices, aunque pudiese haber disminuido con ello la carga persuasiva buscada por el director. Hay que repetir, entonces, que el punto de pertinencia que define este capítulo no es tanto la valoración cualitativa de las películas sobre las que se centra el comentario (aunque no se excluyan impresiones valorativas), sino su vinculación con el cine de la modernidad que en esos años había sentado sus reales (coyunturalmente en muchos casos) en algunos segmen- tos de la producción en Europa, América del Norte, Asia y otros continentes. Como en el cine de estos tiempos, en nuestra región se combina con frecuencia, y especialmente de 1967 a 1973, la vanguardia estética y la van- guardia política, esa asociación se ha aplicado casi mecánicamente a todo lo que se hizo en esos años, y no siempre fue así, como ya lo hemos dicho a propósito del documental, en que es preciso separar el trigo de la paja. Otro tanto ocurre en la ficción. La valoración política es la que ha orientado el juicio acerca de las películas de Sanjinés. Y no solo el juicio de los otros, sino también del propio realizador, como lo expresa al diferenciar Ukamau de sus películas posteriores (Sanjinés 1979). En esa dirección, hasta hoy se atribuye a Ukamau una posición ideo- lógica tibia y se ensalza el radicalismo de Yawar mallku y de El coraje del pueblo. Sin embargo, no se halla en ese radicalismo, cuya eficacia política es un asunto que tendría que analizarse con otros instrumentos de me- dición, el estatus estético moderno de esas películas. Es decir, en las dos primeras hay una clara atadura a una tradición narrativa que propone li- neamientos que apuntan a consolidar un sentido muy claro. A diferencia, El coraje del pueblo ostenta un registro casi periodístico, es una crónica de la lucha de los mineros contra los militares, con una aplicación eisensteiniana del protagonismo colectivo que se prolonga en sus siguientes largos, hasta que más adelante retoma los roles protagónicos en La nación clandestina (1989), considerada por varios críticos e historiadores como el mejor filme de Sanjinés y en que hace uso sistemático del plano secuencia y del montaje alterno. El británico David M. Wood sostiene en su análisis del corto Revolución y de Ukamau: “Emplean técnicas estéticas derivadas de la modernidad eu- ropea y las tradiciones de la vanguardia para representar la ‘autenticidad’ cultural y revolucionaria de sus indígenas” (Wood 2006: 63). Creo que eso es claro, y no admite discusión en el caso de Revolución. Sí admite discu- sión respecto a Ukamau, a no ser que el concepto de “modernidad” haga referencia, como parece ser en el texto de Wood, a aquella que ejemplifican las vanguardias europeas de la década del veinte y de manera particular la 360 ISAAC LEÓN FRÍAS

vanguardia soviética. El “respaldo” estético en algunas fuentes del cine eu- ropeo (el de entonces, pero también el de antes) es un común denominador de los nuevos cines latinoamericanos de los sesenta. Ese es el que se puede encontrar en los primeros largos de Sanjinés, pero proveniente en parte del cine de Eisenstein y en parte de la tradición de un cine social más o me- nos inspirado en las concepciones del encuadre, la composición visual y el montaje del cine soviético de los años veinte y filtrados por una narrativa tradicional a lo largo de las décadas siguientes, incluso en el cine de Amé- rica Latina. Pero esas mismas fuentes, ese sustrato de la vieja vanguardia abren en Ukamau y Yawar mallku algunas zonas intersticiales —podríamos decir— en las que la construcción del sentido se aviene a formulaciones menos canónicas. Es decir, hay componentes parciales en los primeros largos de Sanjinés que anticipan una progresión expresiva que culminará en el logro que constituye La nación clandestina, donde el relato se arma mediante diver- sas vías o líneas narrativas y con un grado de complejidad mayor. El intento de reducir la continuidad del montaje aparece ya en sus primeros largos. Asimismo, hay una tendencia a la sobresignificación, a partir de la construc- ción visual, que estiliza de un modo tal que supera o va más allá del nivel realista de las historias. Por cierto, esto último lo encontramos de manera prominente en el universo indígena de las películas del Indio Fernández, pero en este el punto de vista está como sacralizado, pues hay una mirada deslumbrada y jubilosa del indígena (María Candelaria, Río Escondido, La perla, Maclovia), mientras que en las películas de Sanjinés el acento está puesto en la construcción de un espacio altiplánico y unos pobladores na- tivos en busca o en defensa de su propia identidad a través de la lucha y el enfrentamiento social. Los personajes se elaboran con una disminución de componentes psicológicos, lo que se va haciendo progresivamente más notorio en Yawar mallku, El coraje del pueblo, El enemigo principal y Fuera de aquí, y se configura una modalidad de “estoicismo interpretativo” en la sequedad gestual y verbal. En El coraje del pueblo, los planos se alargan, la movilidad de la cámara se acentúa, el protagonismo es compartido y el carácter de crónica que reconstruye una matanza hace que se sienta menos la función del director como dueño del destino de sus personajes, que es lo que se percibe en los dos primeros largos. Ese distanciamiento (relativo y moderado si lo com- paramos con otras expresiones de esos tiempos, Los hijos de Fierro, por ejemplo), continúa en El enemigo principal. TERCERA PARTE 361

Sobre esta película, Pedro Susz comenta:

Rompiendo con las formas dramatúrgicas típicas del cine occidental, en un proceso de búsqueda de estructuras narrativas adecuadas a las per- cepciones espacio-temporales del espectador andino, Sanjinés recons- truye la historia de un campesino de la comunidad de Tincuy asesinado por el hacendado del lugar... La aparición de un grupo guerrillero lleva el conflicto hasta el extremo al hacer justicia por mano propia, fusilando al hacendado y sus matones. Pronto se desata la represión... El relato elude la intriga y el suspenso convencionales, introduciendo un narrador que anticipa los acontecimientos. También ha sido eliminado el protagonista individual a favor del protagonista colectivo, vale decir la comunidad (Susz 1991: 162).

Por su parte, Luis Espinal afirmó: “Dentro de la filmografía de Sanjinés, esta cinta es un paso más en la evolución para crear un lenguaje cinema- tográfico no convencional ni individualista, sino más andino y colectivo” (Gumucio Dagron 1985: 107)59. En esa misma línea se desenvuelve Fuera de aquí que —como en El enemigo principal— mantiene la distancia de la cámara, privilegia el plano-secuencia, reduce a un mínimo los primeros planos e instala una dimensión reflexiva que no es contradictoria con la fuerza de las imágenes. Entonces lo que vemos en el caso de Sanjinés es una gradual marcha hacia una “modernidad vanguardista y emancipadora” en la expresión fílmica, para usar los términos de Lipovetsky y Serroy men- cionados en la página 251. El “lenguaje andino y colectivo”, más una pro- puesta que un logro pleno en verdad, mencionado por Espinal, no prosperó por diversos factores que el devenir de la Historia introdujo en el cine y la sociedad latinoamericanos, pero ahí quedan esas obras como expresiones de una búsqueda que casi no ha tenido continuación ni en la obra de San- jinés, en la que La nación clandestina es un punto de culminación, pero también de inflexión, ni en otras.

6. México: de Reed a Canoa

El único país que no se vio representado en la camada de películas que configuraron las tendencias del nuevo cine latinoamericano en la segunda mitad de los sesenta fue, curiosamente, México. Es decir, el país con mayor producción fílmica desde mediados de los treinta parecía quedar fuera,

59 Gumucio cita un texto de Espinal publicado en el semanario paceño Aquí en agos- to de 1979. Espinal, un sacerdote jesuita, cineasta, periodista y crítico de cine, fue asesinado el 22 de marzo de 1987 por un comando paramilitar en La Paz. 362 ISAAC LEÓN FRÍAS

y los filmes independientes que se hicieron en esos años, algunos de los cuales comentaremos en el capítulo octavo, no se conectaron con la co- rriente que unía a Cuba con algunos países de América del Sur. Ni siquiera el documental El grito trascendió las fronteras mexicanas. Así, el primer título mexicano que se incorpora, propiamente, al acervo del nuevo cine latinoamericano es, sin duda, el primer largo dirigido por Paul Leduc, Reed, México insurgente, pero lo hace en un momento de declive del movimiento, después del cenit que significan los últimos años sesenta. Digamos que, por coincidencia, Leduc era el cineasta más comprometido con las posiciones de la izquierda marxista dentro del grupo de directores que en esos años ingresan al campo de la realización, con propuestas distintas a las que mar- caron las tradiciones de la industria de ese país. Inspirado en la célebre crónica periodística del estadounidense John Reed, autor, asimismo, de otra crónica memorable, Los diez días que con- movieron al mundo, sobre la Revolución de Octubre en 1917, Leduc hizo con pocos recursos y con cámara de 16 milímetros un filme cuyas propor- ciones épicas se ven drásticamente anuladas en un tratamiento antiépico60. Debe aclararse que la opción por el paso de 16 milímetros no provino de las limitaciones presupuestales, pues no le hubiese supuesto mayor proble- ma hacerlo en 35 milímetros en un medio en que no resultaba demasiado oneroso emplear cámaras profesionales, más aún contando con la sólida infraestructura de la que se disponía. La opción por el 16 milímetros fue estética, pues Leduc quería lograr un tipo de imagen que sugiriese antigüe- dad y que tuviese el aire de un viejo documental. El filme, tintado en sepia, fue ampliado luego a 35 milímetros para su pase en salas, pero en primer lugar para acentuar esa impresión de aspereza y de falta de acicalamiento de la imagen. El protagonismo fue confiado a un actor mexicano, Claudio Obregón, que habla como mexicano. Es decir, sin eliminar la referencia a la identidad estadounidense del cronista, no se modifica en absoluto el acento original del actor, poniendo en evidencia el parti pris expresivo asumido por el rea- lizador, en contra de cualquier expectativa de fidelidad étnica o lingüística. Más allá de esta licencia, no hay nada que traicione o altere sustancialmente el libro de John Reed, aunque la película no es una adaptación fiel y se per-

60 Entre los realizadores de su generación (Ripstein, Hermosillo, Cazals, Fons...), Le- duc es el único que no ha tenido producción de los organismos estatales y Reed tampoco la tuvo. Leduc ha trabajado con otras fuentes de financiación nacional (productores privados, universidades, cooperativas) o extranjeras. TERCERA PARTE 363 mite incluir situaciones que no están en la obra publicada por el periodista estadounidense. La película está construida de forma episódica, en secuencias relativa- mente largas y muy poco dinámicas, contra lo que cabría esperar de una “crónica de guerra”. Se privilegia de manera rotunda lo que no pertenece a los campos de batalla, sino a sus márgenes, así como también a los momen- tos de descanso o de calma, en los que Reed dialoga o entrevista a algunos de los personajes de la gesta revolucionaria (el encuentro con Pancho Villa constituye una de las mejores escenas del filme). Según Leonardo García Tsao:

Una de las intenciones primordiales de Leduc fue, de entrada, desmi- tificar un género que en el cine nacional se había prestado sobre todo a la mistificación, el culto oficial de los caudillos y el folclor... Bajo las enseñanzas del cine directo, Reed, México insurgente recrea la mirada documental para describir en episodios las andanzas de su personaje epónimo en la revolución y su gradual compromiso con la causa... Reed puede definirse como el documental de una representación de la revolu- ción, desde una perspectiva de izquierda (Torreiro 2008: 203-204).

Por su parte, Jorge Ayala Blanco escribe:

La epopeya es en Reed, México insurgente un objeto indirecto. Aunque la gesta sea vista a través de los ojos de un periodista, como en el relato bé- lico clásico de Aventuras en Birmania, de Raoul Walsh, la iconografía de la exaltación apenas se genera. No se trata de una visión de las batallas desde la retaguardia, porque los resultados de esas batallas entrevistas serán siempre súbitos y aleatorios, sino de los trabajos y los días detrás de la línea de fuego: los trabajos del temor y la difícil reflexión, los días de la espera y el desplazamiento. Jamás el simple reflejo (ya inconcebi- ble por lejano) de la realidad, sino la realidad de ese reflejo (imaginario, artístico, sintético) (Ayala Blanco 1974: 98).

Es decir, Reed, México insurgente no es, en rigor, una “película de gue- rra” o, en todo caso, lo es desde esa perspectiva indirecta, que señala Ayala Blanco. No es, por tanto, que se escamoteen las escenas de batallas o enfrentamientos, pues la propuesta de Leduc apunta a dar cuenta de al- gunos espacios o situaciones anteriores o posteriores y siempre cercanos a los escenarios bélicos. Tanto así que, por poner un ejemplo relevante, cito nuevamente a García Tsao:

En su afán de desdramatización, Leduc procura también la antiépica so- bre todo en las secuencias de batalla. Para acentuar qué tanto Reed se ha mantenido al margen de la lucha, uno de los mejores momentos de la película lo muestra siempre rezagado en relación con los revolucionarios 364 ISAAC LEÓN FRÍAS

durante un ataque sorpresivo de los federales. El largo e improvisado travelling shot de Reed, corriendo entre el polvo levantado por los jinetes que lo han dejado atrás, expresa sin palabras las dificultades de ser un testigo objetivo de la historia (Torreiro 2008: 204).

Felipe Cazals realiza tres películas entre 1975 y 1976 que configuran casi una trilogía, Canoa, El apando (o Celda de castigo, como se estrenó en algunos países) y Las poquianchis, una trilogía de una violencia visceral, inusual hasta ese entonces en el cine mexicano. Entre ellas, Canoa es la que alcanza la mayor repercusión en México y fuera de él. Es uno de los mejo- res filmes mexicanos del periodo y está conectado, indirectamente, con la matanza de Tlatelolco, que hasta ese entonces no había sido aludida en la producción ficcional de ese país. Canoa se ubica en el pueblo de San Miguel Canoa (Puebla) en setiembre de 1968 y narra la visita que hacen al lugar cinco trabajadores de la Univer- sidad de Puebla, con la intención de subir a una montaña adjunta. Azuzados por el cura del lugar, que acusa a los jóvenes de ser infiltrados comunistas, los pobladores sacan a la fuerza a los trabajadores de la casa en la que han encontrado abrigo y los golpean con fuerza, y como consecuencia mueren dos de ellos en el linchamiento al que son sometidos. Esta historia no está narrada en forma continua, pues el filme se inicia en la redacción de un diario, donde un periodista recibe la noticia del linchamiento. Sigue un falso documental que muestra la vida de San Miguel Canoa y el poder que ejerce el párroco. Los testimonios de un testigo (el actor Salvador Sánchez hablando ante la cámara como si fuera un testigo real) y, luego, el de otros más, incluido el cura, se van alternando con la crónica de los acontecimien- tos. Así, la película va estableciendo de manera constante un contrapunto reflexivo y distanciador, que funciona de modo muy convincente, en una peculiar integración de procedimientos periodísticos y mecanismos ficcio- nales que a ratos parecen confundirse. Inspirada en hechos reales, la solidez del guion, escrito con Tomás Pérez Turrent, contribuye a la potencia de una puesta en escena que funciona a la manera de un thriller, dentro de la ambigüedad señalada por los recursos de desdramatización brechtiana que se utilizan. Se ha puesto de relieve la aparente contradicción entre una producción financiada por un gobierno, cuyo presidente, Luis Echeverría, era el secretario de gobernación cuando se produjo la hecatombe de la plaza Tlatelolco. Jorge Ayala Blanco anota, al respecto, ciertas ambigüedades que encuentra en la película de Cazals que resume en la sentencia: TERCERA PARTE 365

Como alegoría de los cruentos sucesos antiestudiantiles de 1968, Canoa puede resultar muy irritante. Finca su semejanza metafórica en un hecho límite y aberrante, cuya conclusión presenta cuidadosamente invertida la situación prevaleciente durante los turbulentos meses (julio-octubre) del movimiento estudiantil (Ayala Blanco 1986: 303).

Según Ayala Blanco, el que los trabajadores (o parte de ellos) sean res- catados en el último momento, malheridos como están, por las fuerzas policiales, les otorga a estas un papel que invierte el que desempeñaron en la represión de Tlatelolco y otras menos masivas que tuvieron lugar en el país” (Ayala Blanco 1986: 303-304). En su análisis de la película, el propio Ayala señala con acierto los regis- tros que maneja, cuando dice:

Crónica multívoca de los hechos, reportaje sensacionalista, vivisección de mentalidades y fuerzas sociales en pugna, alegoría histórico política, filme-ensayo, semidocumental novelado, recuento de testimonios trans- feridos, remanente fantasioso del cine hiperviolento, morbo sanguinolen- to en estado puro... Canoa no es solo una película susceptible de inspirar múltiples lecturas, sino que exige todas ellas. O sea, encuesta testimonial, doble reconstrucción en cine directo y ficción clásica, ruptura constante y sistemática de la impresión de realidad, distanciamiento brechtiano con narrador campesino, sobredramatización de los hechos (Ayala Blanco 1986: 301-302).

La película, con todo, instala esa atmósfera hiperrealista que prosigue en El apando y Las poquianchis, con la diferencia de que El apando, basada en el relato de José Revueltas, se edifica como una ficción más ostensible, mientras que Las poquianchis está a medio camino, narrativamente de las dos anteriores. El apando es una incursión en el universo carcelario, tra- tado con una brutalidad probablemente no repetida en ninguna cinta del subgénero de cárceles y presidios. Las poquianchis se inspira en otro caso criminal, el de tres mujeres que eliminan a un grupo de prostitutas al que explotaban en la región de El Bajío, en la que los campesinos sobreviven con dificultades. La película alterna los testimonios campesinos y el cuadro de la región, con la reconstrucción ficcional de los crímenes de las mujeres conocidas como las poquianchis, con desajustes expresivos causados por esa alternancia (especialmente derivados de la parte documental), que no se encuentran en Canoa. De cualquier forma, Cazals pone de manifiesto una modalidad de tratamiento de la crueldad y la violencia física (en Las po- quianchis, por ejemplo hay un brutal e inesperado golpe con una plancha) por la que se siente, simultáneamente, fascinación y repulsión. 366 ISAAC LEÓN FRÍAS

En esa misma etapa, en el límite temporal del estudio que realizamos, el chileno en el exilio Miguel Littín realiza en 1975 Actas de Marusia, una producción mexicana que se inspira en sucesos acaecidos a principios del siglo XX en el norte de Chile y que giran en torno a la violenta represión de una huelga minera por parte de tropas del ejército del país sureño. Un poco en la línea de La Patagonia rebelde, el filme de Littín es una virulenta denuncia de la violencia represiva (se puede leer de manera muy notoria la alegoría de la destrucción militar del régimen de la Unidad Popular muy reciente). Pero Actas de Marusia apela a un violentismo estentóreo (la “des- pachurrada masacrofilia” —dice— con la virulencia de ese entonces, Ayala Blanco (Ayala Blanco 1986: 205) en una representación un tanto inflada, pero al mismo tiempo, superficial, de los hechos que registra. Para el espa- ñol Alberto Elena, “en Actas de Marusia la épica revolucionaria —refrenda- da por la participación de especialistas en el cine político de la época como Volonté y Theodorakis— se decantaba hacia fórmulas simplistas alejada de la complejidad de sus primeros trabajos” (Elena 1993: 259)61. Jacqueline Mouesca hace un comentario más matizado, pues señala:

El resultado es desigual. El filme tiene algunos de los mejores momentos del cine de Miguel Littín. Entre ellos, la calidad de la ambientación... La atmósfera del poblado minero con sus casas, sus mujeres, sus asambleas sindicales; el clima que aporta la presencia de la fuerza militar represi- va: la escena del tren; algunas de las secuencias de la masacre... Pero el milagro no se produce. Hay un equilibrio que se rompe... porque el realizador forzó el recurso alegórico hasta convertirlo en porfía retóri- ca. No bastó —para citar un detalle— con mostrar que la represión era sangrienta; se juzgó necesario juntar todos los efectos que concurrieran a probar que la historia de las luchas obreras es en Chile una ininterrum- pida cadena de violencia, un inagotable y caudaloso río de sangre; y la intención se vuelve a la larga contra quien la ideó: el drama no llega hasta la tragedia, bordea peligrosamente, en cambio, los límites de lo grotesco (Mouesca 1988: 98).

En realidad, la categoría de representante del nuevo cine latinoamerica- no quiso avalar un proyecto que, además, tenía el alibí de ser la primera producción importante de un cineasta chileno en el exilio, pero terminó demostrando que la película llevaba al exceso el cine de denuncia, y no proseguía esa búsqueda que el propio Littín había explorado en El chacal

61 Elena menciona al actor italiano Gian Maria Volonté y al compositor griego Mikis Theodorakis, muy identificados con las posiciones marxistas y participantes en diversos proyectos fílmicos europeos de signo izquierdista. TERCERA PARTE 367 de Nahueltoro y en La tierra prohibida. Una cinta del año anterior de Raúl Ruiz, Diálogos de exiliados, su primera producción francesa, que no gustó nada ni a los exiliados chilenos ni a buena parte de los cineastas de la región de posiciones políticas de izquierda, era la contracara absoluta de Actas de Marusia: antiépica y encerrada en un espacio casi único, antiso- lemne, sin el menor latiguillo crítico y llena de una ironía muy sutil, que desmitificaba muy pronto la imagen de un exilio combativo, casi en oposi- ción a lo que vendría después, a esa tendencia de los cineastas chilenos que dio pie a que se hablase del cine chileno en el exilio.

7. La hora de Chile

Es una coincidencia, y no un proyecto concertado, que las tres películas chilenas que se incorporan desde su primera exhibición (si no, antes) a los predios del nuevo cine latinoamericano hayan sido filmadas en 1969 y estrenadas en el Festival de Viña del Mar de ese mismo año. Es una coinci- dencia, asimismo, que se trate de tres de las mejores películas de la historia del cine del país sureño. Son distintas entre sí, aunque dos de ellas —El chacal de Nahueltoro y Valparaíso, mi amor— tienen soportes realistas, más apegados al cine directo en el caso del filme de Littín, y al neorrealis- mo en el de Aldo Francia. En cambio, la sensibilidad de Tres tristes tigres conecta, más bien, en una producción muy modesta, con los nuevos cines europeos de los sesenta. En todo caso, las circunstancias favorecieron a que las tres pasaran a ser muy pronto consideradas casi como la “trilogía” epónima del nuevo cine chileno y el aporte sustancial de ese nuevo cine chileno al movimiento del nuevo cine latinoamericano en construcción. Ya hemos mencionado las observaciones de Jacqueline Mouesca62 a la pertinencia de la noción del nuevo cine chileno. Al respecto, Cavallo y Díaz, tomando una noción de David Bordwell, cuestionan la que ellos llaman “versión estándar” del su- puesto nuevo cine de ese país que ha colocado esas películas (sobre todo las de Littín y Francia) en la cima, más por razones políticas que estéticas. En el libro Explotados y benditos. Mito y desmitificación del cine chileno de los 60, que ya hemos citado, los autores señalan:

En el entusiasmo producido por la sensación de un turning point para el cine chileno, muy pocos se detuvieron a reparar en el hecho de que esas tres películas tenían poco en común y que, en cuanto a propuestas estéti-

62 Véase la página 123 de este libro. 368 ISAAC LEÓN FRÍAS

cas, señalaban caminos sustancialmente diferentes. Esa falta de reflexión convirtió al ‘nuevo cine chileno’ en una vaguedad que persiste hasta aho- ra y que, por lo mismo, ha sido administrada desde intereses y variables muy distintos de los del análisis fílmico (Cavallo y Díaz 2007: 30).

Como sea, y dejando por ahora el asunto de la improbable existencia de un movimiento de nuevo cine en Chile, no cabe duda de que cada una de estas películas constituye un aporte en la línea de un cine distinto al tradicional, visto no solamente en la perspectiva chilena, sino también latinoamericana en su conjunto. Hay otra película previa, Largo viaje, que comentaremos en el siguiente capítulo, y que merecería incorporarse al grupo, pero que fue descartada de la pertenencia al nuevo cine latinoame- ricano en su momento y después, El chacal de Nahueltoro se basa en un hecho criminal —el asesinato de una mujer y sus cinco hijos por un andariego sin oficio, casa y pertenen- cias— para construir un relato en cinco segmentos: La infancia de José, Andar de José, Persecución y apresamiento, Educación y amansamiento, La muerte de José. La película se divide estilísticamente en dos partes ní- tidamente diferenciadas. La primera cubre los tres primeros segmentos, en la que con un estilo documental (cámara en mano, imagen desprolija, ac- tuación “natural”) y con un montaje discontinuo en el que se incorporan insertos de diversos momentos temporales, se llega en la parte culminante a la secuencia, entrecortada, del crimen grupal. La segunda reúne los dos últimos segmentos y, en un estilo más reposado, da cuenta de la transfor- mación del homicida en sus niveles de conocimiento y conciencia, para ser finalmente fusilado. Alicia Vega señala en su análisis:

En toda la primera parte la cámara juega un papel básico, ya que se in- corpora plenamente a la búsqueda de las relaciones que José establece con su medio; en ese sentido es dinámica, vital. Ya sea en subjetiva de José, o en falsa subjetiva, la cámara en mano compone las situaciones con sentido indagador... En la segunda mitad de la película vemos que todo cambia y con ello también la puesta en cámara. Se vuelve estática. Se limita a fotografiar los planos necesarios para contar lo que el rea- lizador desea expresar; de tal modo que ya nada surge de la situación misma, sino de la obediencia a una idea anterior a la escena, que se ha prefijado sin indagar (Vega 1979: 152-153).

En efecto, el filme muestra ese desbalance. Mientras que en la primera parte todo parece provenir de las fuerzas del azar y la violencia irracional y latente que, motivada por el alcohol, se desboca con inclemencia; en la segunda hay un destino establecido, un norte claro y con ello una privación TERCERA PARTE 369 de lo que en la primera parte tiene el valor de lo telúrico y de lo humano, aún en su dimensión más bárbara, a flor de piel. En la segunda, la requisi- toria contra la pena de muerte se hace demasiado explícita en ese proceso de “humanización” del ignaro al que se le corta la vida, después de haberlo hecho consciente de sus actos. Aun así, el valor de la primera parte es ex- cepcional y la secuencia del asesinato, con un notable trabajo en la relación del campo visual y el fuera de campo, vista desde la cámara móvil, lo que permite sugerir, sin mostrar directamente, la muerte de los niños, es una de las más logradas en el cine de esos tiempos. Cavallo y Díaz coinciden con esa impresión al decir:

Con todo, la capiti diminutio que introduce la segunda parte no alcan- za a anular el extraordinario vigor de la primera. Con su aproximación descarnada, y a ratos cruel, a la desgracia cósmica de José del Carmen Valenzuela en los primeros 48 minutos, El chacal de Nahueltoro sigue siendo una de las piezas mayores de toda la historia del cine chileno, y un pivote de la producción de los sesenta (Cavallo y Díaz 2007: 135).

Por su parte, Sergio Navarro justifica el cambio al afirmar:

Llama la atención que el filme se estructure en dos partes diferenciables. En efecto, los tres primeros capítulos corresponden a la crítica del cine clásico... Los últimos dos segmentos, en cambio, detienen el ‘impulso inicial’ y se centran en la ritualidad de los sistemas dominantes (Navarro 2009: 97).

Para Navarro, las dos partes son expresiones o “movimientos desmitolo- gizadores” distintos, y en tal sentido igualmente válidos para transmitir la propuesta del filme. Valparaíso, mi amor es, sin duda, una de las películas latinoamericanas del periodo que, en mayor medida, se nutre de las fuentes neorrealistas, entre otras cosas, porque tiene como personajes a niños y adolescentes en desamparo. La película cuenta la historia de una familia que migra del campo a los cerros de la ciudad porteña y sus infortunios a lo largo de los pocos meses que cubre el relato. Dividida en seis bloques, los títulos de los primeros apuntan a los padres, Mario y María, y los siguientes a los hijos, Chirigua, Antonia, Marcelo y Ricardo. El que cada uno de los segmentos lleve el nombre de uno de los miembros de la familia no significa, necesa- riamente, que esté centrado en él, pues en varios de ellos la importancia de unos y otros es compartida. A veces es, simplemente, una cuestión de leve acento. La película de Aldo Francia se ofrece como una crónica dramática fa- miliar, no tanto de estirpe viscontiana —como se ha apuntado en varias 370 ISAAC LEÓN FRÍAS

ocasiones (ni del registro seco de La tierra tiembla ni del temple operático de Rocco y sus hermanos) —, sino más bien de estirpe rosselliniana, del Rossellini de Alemania, año cero, con todas las diferencias de ubicación geográfica e histórica, así como argumentales, que hay entre una y otra película. Por lo pronto, Valparaíso, mi amor capta el entorno físico de una ciudad tan peculiar como la del primer puerto chileno, de un modo muy adecuado, pues la ciudad se instala como la geografía propia de esa familia migrante, una geografía hosca y extraña, pero a la vez próxima y deseada. Francia obtiene esa difícil adecuación entre los personajes y el medio do- cumentalmente presente, eso que Rossellini mostraba con maestría en sus películas neorrealistas o en el ciclo con Ingrid Bergman. Siendo una obra de testimonio social, y de manera puntual de testimo- nio de desgracias —desde el encarcelamiento de Mario, el padre, hasta la prostitución de Antonia, pasando por la muerte de uno de los hijos y la conversión en delincuentes de los otros dos—, Valparaíso, mi amor neutra- liza cualquier posible efecto melodramático (también aquí más en la línea de un Rossellini que de un De Sica, por ejemplo), y rehúye, asimismo, el tono aleccionador, diferenciándose muy notoriamente de la segunda parte de El chacal de Nahueltoro. Hay en el tratamiento narrativo de la película casi una suspensión o amortiguamiento de los conflictos potenciales, como si lo que les ocurre a sus personajes formara parte de una situación social establecida y “normalizada” y de cuyos engranajes no se pueden sustraer. No obstante, no hay el menor determinismo en los recursos de la puesta en escena —como puede haberlos, por ejemplo, en la estructura de Largo viaje—, y todo parece librado a un azar que, en verdad, no es tal. A tal efec- to, el empleo del plano-secuencia y la casi eliminación de primeros planos contribuyen a esa impresión de normalización mencionada. Héctor Soto afirma:

En su tiempo Valparaíso, mi amor no generó entre los críticos el furor minoritario que provocó Tres tristes tigre, de Raúl Ruiz, ni alcanzó tam- poco la repercusión pública que tuvo El chacal de Nahueltoro, de Miguel Littín. No estaba tan amparada por pretensiones autorales, seguramente, y era más ecléctica en términos políticos y expresivos. Pero sospecho que el tiempo no debiera haberla perjudicado mucho (Soto 2007: 479).

Mi impresión es que el tiempo más bien levanta los méritos de una pe- lícula que, en efecto, pudo no ser apreciada en toda su dimensión en una etapa en la que se esperaban propuestas más ostensiblemente críticas o polémicas. TERCERA PARTE 371

Por su parte, Tres tristes tigres no se propone como testimonio de una situación social, a la manera de las anteriores. Basada en la obra teatral homónima de Alejandro Sieveking, Ruiz efectúa en su primer largometraje exhibido una operación que repetirá con frecuencia en su obra posterior: invertir o alterar los postulados iniciales de una novela o una obra de teatro, un género o un registro (por ejemplo, minar la impresión “objetiva” de un documental). En este caso, el soporte melodramático de una pieza consti- tuida por personajes claramente definidos y situaciones fuertes se convierte en una especie de crónica muy abierta en la que se borran esos rasgos o definiciones, porque a fin de cuentas el melodrama se diluye. En el filme se muestra un ambiente de clase media más bien baja, efecto al que con- tribuyen las mismas características de la producción, en el que unos pocos personajes alternan en largas secuencias de intercambio verbal, en las que el juego de palabras, y no tanto por lo que se dice, sino por el modo de de- cirlo (el trabalenguas del título es muy elocuente), desempeña un rol central en la construcción del filme. Según Jacqueline Mouesca,

Tres tristes tigres aparece sólidamente inserta en ciertos ambientes ur- banos de Santiago: los bares, los hoteles de citas, las quintas de recreo, que están mostrados con rara autenticidad. Pero no se crea por eso que es una película ‘santiaguina’, entendido esto en un sentido costumbris- ta. El autor está más preocupado por el lenguaje, y, en el caso de sus personajes, más le interesa el uso que ellos hacen de aquel que sus pro- pias conductas. Son las imágenes verbales las que con más propiedad nos acercan a las vidas de estas capas medias enredadas en el arribis- mo, la monotonía, la ambigüedad y una cierta picaresca (Mouesca 1988: 112-113).

Hay una línea argumental en el filme, aunque esta sea “débil”, frente a la dramaturgia clásica. Al respecto, Cavallo y Díaz sostienen:

Se ha dicho con cierta frecuencia —y en ocasiones con el estímulo del propio Ruiz— que esta película no tiene una trama en el sentido tradicio- nal; que no hay un hilo narrativo que evolucione, ni un conflicto central ni los consabidos subconflictos. Esta interpretación arranca de las opera- ciones de desdramatización que continuamente realiza Ruiz y de la fuerte carga surrealista que tienen algunas escenas... Pero la historia existe, es fuerte y tiene un subtexto sombrío que recorre de manera subterránea todo el desarrollo... La narración, totalmente lineal, transcurre en cuatro días, al comienzo de los cuales Rudy intenta atraer a un inversionista, para lo cual necesita que Tito le lleve unos planos. Pero la situación de este se complica —y el cumplimiento de su sencilla tarea se dilata de for- ma inaudita— por la presencia de un visitante provinciano, Luis Úbeda, 372 ISAAC LEÓN FRÍAS

y de su hermana Amanda, a la que no ha visto en mucho tiempo... La película se estructura sobre la alternancia entre las actividades diletantes de Tito y las imprecisas operaciones comerciales de Rudy (Cavallo y Díaz 2007: 251).

Y termina con una implacable y peculiar golpiza intermitente que Tito le propina a Rudy, después de que este se ha acostado con su hermana. En esa progresión, que se siente quebradiza y zigzagueante, hay un cier- to aire de imágenes “flotantes”, como las que atribuye Gonzalo Aguilar a Alias Gardelito, un filme que comparte algunos trazos con Tres tristes tigres, empezando por ese aire de “indefinición” dramática y ética del punto de vista del realizador, como si se dejaran circular las secuencias un poco al desgaire, impresión que es más acusada en Tres tristes tigres. Es verdad, por otra parte, que Alias Gardelito es más sombría y neoexpresionista y que desde la escena inicial marca un derrotero (trágico) que no encontramos en el filme de Ruiz, que tiene un tono mucho más liviano, por ratos cercano al de una comedia de situaciones. Cavallo y Díaz anotan que Ruiz

Estructura las secuencias de modo que cada una contiene muchos inci- dentes —la mayoría verbales— y algunas situaciones de completo ab- surdo. Las secuencias operan como unidades autónomas, que podrían independizarse (relativamente) de la película. En cambio, la película no funcionaría sin ellas, sin su ordenamiento y cadencias particulares (Cava- llo y Díaz 2007: 254).

Los autores citados agregan:

Para decirlo de algún modo, el grosor del campo visual engulle a la del- gadez del hilo narrativo. Ruiz funda con esta película un ‘barroco chile- no’, donde la emoción estética nace de un doble movimiento de acumu- lación y dispersión de detalles. Se trata de un ‘barroco’ sui géneris, que no se define por la recarga de las imágenes —como en Orson Welles, por ejemplo, o como en muchas películas posteriores del propio Ruiz—, sino por el efecto de dispersión que producen los razonamientos de los personajes al desviarse de la lógica lineal para avanzar hacia motivos inesperados. En esa dispersión radica, al mismo tiempo, su especificidad ‘chilena’ (Cavallo y Díaz 2007: 263).

Los autores de Explotados y benditos caracterizan algunos rasgos cen- trales del estilo de Tres tristes tigres y a la vez lo insertan en la idiosincrasia chilena, un perfil que, luego de la salida del país, ya no será igual en la obra posterior del realizador, con la excepción de Diálogos de exiliados, muy ligada a la primera parte de su filmografía, pues aunque estén en París TERCERA PARTE 373 se trata de chilenos hablando en su propia lengua y a su manera y compor- tándose como tales. Cavallo y Díaz agregan que ese doble movimiento de acumulación y dispersión proviene de la aplicación de varias opciones del lenguaje audiovisual, entre ellas la cámara en mano y en movimiento muy cerca de los actores y en largos planos-secuencias, así como el fuera de campo, de donde provienen expresiones, ruidos u ocurren cosas que no se ven, como que las situaciones, especialmente en bares o locales públicos, desbordan lo que puede aparecer en el campo visual (Cavallo y Díaz 2007: 263-264). Vale la pena citar el párrafo de un texto del actor y músico, colaborador de Ruiz, Waldo Rojas, a propósito del estilo de Tres tristes tigre, porque ofre- ce una denominación ingeniosa y porque da cuenta del “método de trabajo en las horas de descanso”, de Ruiz, es decir, fuera de las horas de trabajo propiamente dichas (de preproducción, rodaje y posproducción), al menos durante los primeros años de su obra en Santiago:

El nombre buscado para bautizar nuestra ‘estética’ surgió entre broma y broma, entre plato y plato, una noche cualquiera: realismo púdico. El principio activo del realismo púdico consiste en considerar la noción de realidad, no ya como lo dado, como lo descubierto, absoluto, sublunar e impávido, sino como un sistema de ocultamientos... Todo el resto, consecuencias éticas o estéticas, políticas y sociales se daban por añadi- dura. Acto seguido, hacíamos abandono definitivo del título de artistas e intelectuales por el de simples parroquianos (García Vásquez y Calvo 1983: 141)63.

Podríamos incluir otras películas chilenas de Ruiz de los primeros años setenta, como Nadie dijo nada, que tiene similitudes con Tres tristes tigres; El realismo socialista, en la que pone en entredicho algunos supuestos del documental, o Palomita blanca, que dejó filmada pero inconclusa en 1973, y culminó casi veinte años más tarde. Sin embargo, y como este no es un trabajo exhaustivo, las dejamos de lado y pasamos a dar cuenta, finalmente, en este apartado dedicado al cine chileno, del segundo largo de Littín, La tierra prometida, lo que, desde luego, no deriva de preferencias, sino de su relevancia para los efectos de nuestro trabajo. La tierra prometida fue el gran proyecto de ficción de Littín durante el gobierno de la Unidad Popular, que se vio interrumpido tras el golpe, con la película casi concluida. La cinta narra el recorrido de una comunidad

63 A Waldo Rojas se le olvidó, o no lo quiso decir, tal vez por razones pudorosas, que el “realismo púdico” no solo surgió entre broma y broma, entre plato y plato, sino también entre trago y trago. 374 ISAAC LEÓN FRÍAS

campesina, de simpatías socialistas, a comienzos de los años treinta en bus- ca de un lugar donde instalarse y trabajar. Tras haber encontrado la “tierra prometida”, en la zona central del país, fundan el pueblo de Palmilla y más adelante tienen noticias de la República Socialista de Marmaduke Grove (que duró doce días), debido a lo cual afirman aún más sus posiciones po- líticas, tratando de difundir su mensaje, más allá de su territorio. Eso trae como respuesta que los terratenientes y las autoridades del lugar entren en conflicto con los campesinos, y se produce finalmente una intervención del ejército que termina masacrándolos. Como se puede desprender de la historia, estamos ante una propuesta claramente épica, pero no es la épica habitual, pues se privilegia la dimen- sión colectiva y los planos de gran amplitud, dentro de una concepción visual influida por el estilo del húngaro Miklós Jancsó, en ese entonces uno de los realizadores más fuertemente diferenciados en el panorama de los nuevos cines europeos. La tierra prometida, en tal sentido, tiene una dimensión coral muy marcada y un ritmo más o menos parejo, sin las va- riaciones que suelen darse en el interior de los relatos épicos más o menos convencionales. También están presentes en el filme algunas resonancias del estilo de Glauber Rocha y especialmente el de Dios y el diablo en la tierra del sol. La elección del fotógrafo brasileño Affonso Beato, responsable de la fotografía de O dragão da maldade contra o santo guerreiro, no era accidental. Peter Rist sostiene:

Littín trata de crear su propia forma épico histórica chilena, simultánea- mente mítica y dialéctica. Como Rocha, Littín crea personajes basados en figuras históricas o míticas, cuyo estatus es ambiguo, como la mujer que representa a la Virgen del Carmen. Nelson Villagra, como Durán, se convierte en el arquetípico campesino chileno. Como Jancsó, Littín ela- bora largas tomas de estilizada actividad colectiva, donde se combinan la música y el movimiento..., pero, a diferencia de su mentor, Littín utiliza los paneos, y el movimiento de la gente, los caballos y un emblemático tren representan un significado positivo del cambio (Barnard y Rist 1996: 227-228).

La tierra prometida aparece como el primer paso de un intento de cine colectivo en la obra de Littín, tal vez excesivo y por ratos muy “teórico” en el sentido de hacer notar en demasía sus plataformas conceptuales y estéticas, pero sin duda diseña un camino que pudo tener continuaciones relevantes. Ya lo dice Jacqueline Mouesca:

Los elementos de recreación de la historia chilena, tan cara a Miguel Littín, le llegan al espectador un tanto estereotipados por la intención TERCERA PARTE 375

simbólica y la insistencia en la alegoría. Estos elementos no son siempre concordantes con el logro poético por una cierta manía en el énfasis y en la grandilocuencia; son rasgos que se verán también en su película siguiente, Actas de Marusia (Mouesca 1988: 96).

Sí, pero pese a ese recargamiento La tierra prometida es una obra esti- mable, lo que no se puede decir de Actas de Marusia, en la que, y aquí sí, se estereotipa de manera algo burda la propuesta épica que había iniciado Littín con su segundo largometraje.

8. Brasil: segundo y tercer tiempo

Recojo —tal como lo hice con la trilogía nordestina— la propuesta de las “trinidades” de Fernão Ramos a propósito de la segunda etapa del cinema novo. No solo la propuesta genérica, sino también los títulos que Ramos considera representativos: Tierra en trance, O desafio y O bravo guerreiro. Pero añado uno más, a manera de introducción, A grande cidade, de Carlos Diegues. Por cierto, Ramos no es el único que erige a la trilogía nordestina como emblemática de la etapa de consolidación del cinema novo. Recordemos que Jean-Claude Bernardet fue el primer crítico que visua- lizó de manera muy clara, en el libro Brasil em tempo de cinema, ese paso de las representaciones en el sertón, como las más relevantes entre 1963 y 1964, a aquellas que se ubican en el entorno urbano y que marcan el perio- do posterior al golpe militar. Para Bernardet, salvo algunas excepciones, el pasado del cine brasileño había empleado la ciudad “prácticamente reduci- da al ambiente de las comedias musicales y carnavalescas, a las chanchadas cariocas, fenómeno importante porque, bien o mal, la ciudad empezaba a tener un tratamiento cinematográfico... la chanchada no representaba un punto de vista crítico sobre la ciudad, pero revelaba, a veces irónicamente, ciertos trazos de la vida cotidiana” (Bernardet 1967: 83-84). En la etapa que sigue al golpe militar de 1964 aumenta considerable- mente el número de películas ambientadas en el medio urbano, y con ellas se va configurando una reflexión sobre diversos tópicos asociados a la gran ciudad, especialmente Río de Janeiro y São Paulo, que si bien po- dían haber sido tratados previamente tanto en el documental como en la ficción (no podemos olvidar el rol desempeñado por Río, 40 grados y Río, zona sur, así como el de O grande momento, en la prehistoria inmediata del cinema novo), adquieren modos de abordaje distintos y, justamente, un tono reflexivo relativamente inédito y provocado en buena medida por las circunstancias políticas. 376 ISAAC LEÓN FRÍAS

Incluyo A grande cidade por su carácter “transicional” o, mejor dicho, por ser una obra en la que se establece el puente entre el campo y la ciu- dad, y lo hace, además, empleando recursos de raíz documental, entre ellos la cámara en mano y el sonido directo, lo que, asociado a la historia que se cuenta, le aporta un lado fuertemente fronterizo entre el documental y la ficción. A grande cidade relata las tribulaciones de una muchacha del nor- deste que se desplaza a la “gran ciudad”, Río de Janeiro, en este caso, para encontrarse con quien, antes un hombre del campo, se ha convertido en un delincuente. La relación esperanzada de la joven se torna cada vez más incierta y conflictiva, y Carlos Diegues sigue el periplo de la protagonista sin recargar el drama y manteniendo un tono austero, manteniendo los vín- culos entre su personaje protagónico y el espacio urbano. Frente a A grade cidade, tanto O desafio como O bravo guerreiro son proyectos más complejos, e igual que Tierra en trance, son películas que revelan, en palabras de Fernão Ramos, la “crisis ética” (Ramos 1987: 369) que viven en primer lugar los propios realizadores y que se desplaza al te- rreno de la ficción. O desafio, de Paulo Cesar Saraceni, es sin más el relato de una crisis, la que experimenta un periodista, ajeno al asedio amoroso de la esposa de un empresario y a su propia actividad laboral. Según Ramos: “En O desafio surge, por primera vez en el cinema novo, el propio mundo del cineasta en el centro de la ficción que elabora. El resultado final es una profunda insatisfacción... en un ambiente de completa decadencia y exas- peración” (Ramos 1987: 359). En O bravo guerreiro, de Gustavo Dahl, el protagonista es un político que se encuentra presionado por compromisos populares y por su implicancia en un partido de posiciones centroderechis- tas, al que se vincula con el objeto de obtener beneficios en provecho de las causas populares. Ramos afirma: “Siendo un poco posterior a O desafio y Tierra en trance, O bravo guerreiro mantiene un diálogo activo con la problemática suscitada por esos dos filmes. El universo del joven de clase media urbana que no encuentra horizontes en su medio social y que ya no mira la utopía popular con la misma intensidad de años antes” (Ramos 1987: 361). El final de O bravo guerreiro es bastante elocuente: el joven político con el cañón de un revólver colocado en la boca. Al lado de esas dos películas despojadas, más bien secas, de protago- nistas definidos (aunque “débiles” en términos de la dramaturgia clásica) y de pocos personajes de relieve, Tierra en trance es una película coral y exuberante. Según Isleni Cruz Carvajal: TERCERA PARTE 377

Todo cuanto emocionalmente ha significado la historia contemporánea de América Latina, y todo cuanto de esto haya recogido el cine como prolongación de tanta vida convulsionada por el desasosiego histórico, quedó transcrito para siempre en Tierra en trance” (Elena y Díaz López 1999: 193).

Bueno, Glauber Rocha no lo hace apelando a ninguna modalidad de realismo, sino a través de una poderosa estilización, en la que se combinan escenas casi documentales (las menos) con muchas otras atravesadas por un barroquismo que se va intensificando, por acumulación de escenas, a lo largo del filme (“el exceso voraz y famélico del barroco crítico”, lo llamó Arnaldo Jabor)64. Tierra en trance es una extraña alegoría sobre el poder político en Bra- sil, y en América Latina en su conjunto. La acción se ubica en el imaginario país El Dorado, nombre con el que los colonizadores españoles designaron esa supuesta tierra de abundancia ubicada en algún lugar remoto de la Amazonía. El poeta Paulo Martins, víctima agonizante de un atentado, mo- viliza los recuerdos, a la manera de flashbacks que, luego, pierden relieve como tales en la sucesión de las escenas. Esa evocación muestra la relación de Paulo con dos aspirantes a la presidencia de El Dorado: el derechista con rasgos paternalistas Porfirio Díaz y el populista Felipe Vieira, gobernador de la provincia de Alecrim. Finalmente, y con el apoyo de los medios de comunicación, Díaz se hace del poder y Paulo Martins muere. Por cierto, esta brevísima reseña dice muy poco de un relato que no vale por la anécdota, sino por la representación que instala de un medio en que la relación entre el poder y el pueblo (del que se habla todo el tiempo, pero al que casi no se ve) es absolutamente vertical, pese a los discursos cargados de promesas y buenas intenciones. Robert Stam señala: “Tierra en trance retrata el populismo de izquierda como un baile de máscaras seu- dodemocrático, como un carnaval trágico” (Stam y Shohat 2002: 272). Pero también hace algo similar, aunque no precisamente seudodemocrático, con el despotismo de derecha. En medio de ese baile de máscaras, Paulo es el intelectual lúcido, absorbido, quiéralo o no, por esos personajes y esas situaciones de las que no logra sustraerse. Es el personaje trágico, y lo es desde un inicio, pues el atentado mortal sugiere de entrada el fracaso y la derrota. La puesta en escena del filme evidencia en toda su dimensión afiebrada el baile de máscaras. Stam considera:

64 La frase de Jabor aparece citada en Stam y Shohat 2002: 274. 378 ISAAC LEÓN FRÍAS

La estética barroca de Tierra en trance está ligada a la de uno de los géneros menos realistas: la ópera. Rocha, un admirador apasionado del “cine-ópera” de Welles y Eisenstein, hace que la música de ópera, espe- cialmente Verdi y su epígono brasileño, Carlos Gomes, invada la banda sonora. La misma muerte de Paulo recuerda las prolongadas agonías de la ópera en las que los personajes mueren de manera elocuente, interminable y con voz en pecho... El golpe de Estado, por ejemplo, se representa no como un ejercicio de fuerza de nuestro tiempo, sino como intrigas de palacio barrocas, una usurpación, una coronación (Stam y Shohat 2002: 272).

A diferencia, por ejemplo, de los modos operáticos de Lucía 1895, más arraigados en la tradición italiana, pero también en los melodramas latinoa- mericanos, de los que se distancia, sin perder su lado patético e intenso, Tierra en trance tropicaliza y “brasileñiza” a su modo esa herencia y la pasa por el filtro de Brecht, pues incorpora algunos mecanismos del teatro épico brechtiano, haciendo gala de una imaginación creativa que proviene de la amalgama de elementos culturales propios, en ese estilo abigarrado e intransferible que era el de Glauber Rocha. Stam anota:

La narrativa descarrila constantemente, se deconstruye, se reelabora mientras la discontinuidad espacio-temporal se exacerba por movimien- tos de cámara vertiginosos, jump-cuts y una banda sonora discontinua y autónoma. La película escenifica un diálogo conflictivo de estilos y retóricas para que el significado en parte emerja de la tensión creativa entre diversas modalidades de écriture fílmica. Rocha devora los estilos cinematográficos con un entusiasmo antropófago: junto a la influencia de Welles, están los estilos del cine directo (entrevistas mirando a la cá- mara, luz ambiental) y montaje eisensteiniano (faux raccords, personajes socialmente emblemáticos). En lugar de simplemente citar el intertexto fílmico, Rocha lo transforma (Stam y Shohat 2002: 273).

Tierra en trance es uno de los mayores aportes de Rocha, del cinema novo y del cine latinoamericano de los sesenta a la estética de la moderni- dad. Es una de las pocas películas, como lo son también Dios y el diablo en la tierra del sol y O dragão da maldade contra o santo guerreiro, que pueden confrontarse de igual a igual con los filmes que en esos años ha- cían Godard o Pasolini. Que eso haya provenido de un cineasta “instintivo”, pese al sólido bagaje cultural que poseía, dice mucho del carácter excep- cional de las películas de Rocha en el marco de la región. Tanto así que los representantes más avanzados de la crítica y la creación cinematográfica en Europa (Godard, entre ellos) reconocieron en Rocha a un talento inusual en el marco del continente americano, al sur de Río Grande. TERCERA PARTE 379

Valga una extensa cita de Ismail Xavier para ponderar el aporte del fil- me, y más allá de él, de la obra brasileña de Rocha:

Organizado como una totalidad cerrada, el universo diegético del cine de Rocha se diseña a través de una teatralidad evidente que ofrece, me- diante el ritual, un sentido de participación cósmica a los dramas de los personajes. La resonancia mítica que busca se apoya, en primer lugar, sobre el ceremonial de la puesta en escena, pero gana su mayor fuerza y su consistencia por la presencia, en la estructura misma de la narración, de una banda musical densa, muy cargada de sentido, que interviene siempre para ‘contaminar’ los espacios de la escena... Contrastes, des- equilibrios, excesos de todo orden. El cine de Rocha opera una tensión particular entre la parte y el todo. El movimiento totalizador se toca con una interminable acumulación de elementos, de una sucesión de detalles que desafían la síntesis (Paranaguá 1987: 148).

Sigue Xavier:

Si el cinema novo ha querido poner en ecuación a Brasil y siempre lo ha pensado como un todo, Rocha más que nadie ha encarnado esa gran ambición del diagnóstico nacional, afrontando los problemas estéticos que el discurso de la totalidad implica... Siempre metafórico, alejado del naturalismo, Rocha ha buscado responder a sus interrogantes ideológicos y a su nacionalismo cultural, practicando un cine de autor moderno, in- ventando su propio lenguaje. Si ha buscado apoyo en algunos maestros —Eisenstein, Welles, Visconti, Buñuel— y ha dialogado con las voces del cine contemporáneo, de Godard a Straub, ha trazado en esta condensa- ción un recorrido totalmente original cuya tendencia creciente subraya el aspecto experimental de su trabajo (Paranaguá 1987: 149).

Para la tercera etapa, que cubre de 1969 a 1973, no me ciño a la “tercera trinidad” de Fernão Ramos, pues de ella solo mantengo O dragão da mal- dade contra o santo guerreiro, incorporando otras dos cintas capitales en el devenir del cinema novo: Macunaíma, de Joaquim Pedro de Andrade, y São Bernardo, de Leon Hirszman. Desde luego, y a diferencia de la selec- ción de las películas realizadas en otros países como Cuba, Chile o Bolivia, que no admiten mayores dificultades, la producción del cinema novo fue relativamente amplia y por eso no es fácil escoger lo más representativo ni hay consensos sólidos al respecto. Puestos a comentar solo unos cuantos títulos, es inevitable excluir a varios que podrían estar perfectamente pre- sentes. Son los riesgos de este tipo de aproximaciones que no pretenden, ni podrían hacerlo, cubrir ni la totalidad ni tampoco una franja más extendida de la que aquí cubrimos y que, ciertamente, puede resultar desfavorecedora de los méritos de películas no incluidas, en nombre de las limitaciones a las que hemos aludido. 380 ISAAC LEÓN FRÍAS

Pues bien, y aun cuando el término cinema novo se siguió utilizando, es claro que en esta etapa se van afirmando las propias obras personales que se hacen minoritarias en el interior de la industria. Además de Rocha, cuya última película brasileña, antes de dejar el país, es O dragão da maldade contra o santo guerreiro, Joaquim Pedro de Andrade y Leon Hirszman, dos de los nombres capitales del movimiento, pugnan por materializar sus pro- pios proyectos, apoyándose en obras literarias, no por el prestigio que estas tuviesen, sino por elaborar con ellas discursos fílmicos que fueran a la vez expresión personal y abordajes de realidades culturales y sociales del país. En el caso de Macunaíma, Joaquim Pedro —como ya lo hemos señalado en el apartado sobre el modernismo brasileño (páginas 231-233) — se basa en una novela de Mario de Andrade y se ofrece como una alegoría histórico- antropológica muy peculiar de Brasil. La película se inicia con el nacimiento de Macunaíma, a quien su madre concibe de pie. Macunaíma, ya un hombre (interpretado por el popular in- térprete de chanchadas, Grande Otelo, un actor afrobrasileño de talla muy reducida), cae entre las piernas de la madre en una humilde vivienda. La alegoría se instala desde el inicio. Niño y adulto a la vez, el protagonista vive algunas experiencias “descubridoras” en su lugar de origen, en plena región amazónica, para luego trasladarse a la “grande cidade”, transformado mágicamente en un joven rubio y hermoso, junto a sus hermanos, en busca de la Mairiquitá, una piedra preciosa con poderes mágicos, que le hace confrontar diversas situaciones inesperadas y excéntricas,

“La antropofagia es la clave de toda la película, así como de la novela que le dio origen —afirma Jorge Ruffinelli—, y se trata de una reflexión fragmentaria, satírica, alucinante sobre el Brasil contemporáneo. Las alu- siones y referencias abundan en el periplo de Macunaíma, ante todo la visión moral de un país que se destroza y se devora a sí mismo, que vive de la inventiva pícara, del robo y la violencia, pero también se abandona, como Macunaíma al volver, o muere ante las alucinaciones... La historia es abierta y episódica, sin eje que la vertebre, salvo la presencia transi- tante y metamorfósica del héroe. El humor corrosivo resulta grotesco, constante e igualmente orientado contra conservadores, anarquistas y revolucionarios, pero en esa estructura aditiva sin tregua hay algún epi- sodio gratuito y otros más significativos” (Ruffinelli 2009: 96).

Joaquim Pedro de Andrade compone una geografía mítica, tanto en el espacio selvático como en el de la urbe. Filmada en Río, el diseño visual de la película combina elementos de diversas ciudades, de modo que se genera una ciudad que parece la suma o la combinación de varias, sin ser ninguna de ellas en particular, lo que es un modo de representar el país, TERCERA PARTE 381 como si por un lado ese escenario selvático y pintoresco tuviese una loca- lización precisa y única, y esa ciudad fuese también “la ciudad”, reducción sincrética de una visión mítica. Por cierto, todos los personajes pasan por ese mismo filtro. Aun cuando la película puede dar pie a reflexiones socio- lógicas, el relato escapa a cualquier reduccionismo y tiene una capacidad de sugerencia metafórica muy flexible. Al respecto, María Alzira Brum sostiene que ni Macunaíma representa la “identidad del brasileño” ni tampoco se refiere a la migración a las grandes ciudades.

La emigración sirve más bien a la construcción de la imagen de un ser sin proyecto entre la civilización y la barbarie, cuya mala dicha es la infancia eterna. El ‘héroe sin ningún carácter’ está en la zona intermedia entre el primitivo y el civilizado. La emigración es así una metáfora del contacto conflictivo entre dos mundos regidos por la misma regla: la devoración (Elena y Díaz López 1999: 226).

Macunaíma, pese a no ser en absoluto un relato “fácil”, obtuvo un gran éxito, y ello se debe, probablemente, a que supo modular las claves “antro- pofágicas” en un relato abierto, pero nutrido de componentes de las tradi- ciones cómicas populares, incluso de la chanchada, y no es accidental la presencia de Grande Otelo, el protagonista de varias de las más calificadas representantes de ese cine popular carioca. Como el italiano Totó en las pe- lículas de Pasolini, el pequeño actor iniciaba en el filme de Joaquim Pedro la etapa “madura” de su carrera interpretativa. A Totó le duró poco el tiem- po de vida, mientras que el de Grande Otelo se prolongó por varios años. En São Bernardo, Leon Hirszman adapta un libro de naturaleza muy dis- tinta como el de Graciliano Ramos, un novelista de estirpe realista, y autor —como ya vimos— de la novela homónima que está en la base de Vidas secas, de Nelson Pereira dos Santos. Frente a la aparente dispersión narrati- va de Macunaíma y al carácter carnavalesco de sus personajes, en el filme de Hirszman, la narración en flashback está sólidamente construida, y tanto su protagonista como los que se vinculan con él tienen trazos personales y de actuación muy sobrios, incluso adustos. Frente a la amplitud geográfica de la primera, y a la variedad de escenarios, São Bernardo está concentrada principalmente en una casa-hacienda, y frente a la relativamente breve du- ración de los planos de Macunaíma, Hirszman opta por el plano de larga duración, el llamado plano-secuencia. Tras el suicidio de Madalena, su esposa, Paulo Honorio recuerda su pasado como peón de campo en el nordeste y su conversión en terrate- niente, al haber aprendido a leer y escribir en prisión, y después de haber 382 ISAAC LEÓN FRÍAS

sido vendedor viajero. Tras establecerse en la plantación de São Bernardo, desposa a Madalena, una maestra de escuela, y establece con ella una re- lación contrariada, en la que se confronta la ambición excesiva de Paulo y su apego a sus posesiones materiales, con la visión socialista de Madalena y su interés por la literatura y el conocimiento de la sociedad. A través de esa historia, el drama personal de Paulo y el sistema social que hace de la desigualdad uno de sus fundamentos básicos se revelan de manera impla- cable, en un tratamiento de extremo rigor, ante el cual Peter Rist menciona las huellas de Robert Bresson (en la dirección de actores, por ejemplo) (Bar- nard y Rist 1996: 167), mientras que Randal Jonson y Robert Stam ponderan la estructura dialéctica del filme en la cual “las relaciones entre el sonido y las imágenes, donde uno es dinámico mientras que las otras son estáticas, o viceversa, permiten a la audiencia cambiar la perspectiva de un elemento al otro” (Jonson y Stam 1982: 207). Hay que destacar el equilibrio que logra Hirszman entre las dimensiones personal y social de sus personajes, sin convertirlos nunca en tipos repre- sentativos de una condición social, sino descubriendo en ellos esos matices propios e irreductibles que, por ejemplo, en esos mismos años el italiano Bernardo Bertolucci extraía de sus personajes que también poseían esa doble dimensión de manera muy acusada. Cerramos este apartado brasileño con otra película de Glauber Rocha, O dragão da maldade contra o santo guerreiro (o Antonio das Mortes), en la que el cineasta bahiano retoma uno de los personajes centrales de Dios y el diablo en la tierra del sol, y lo sitúa en una ambientación por ratos incierta y en otros contemporánea, tal como vemos en la parte final, como si el ma- tador de cangaceiros convertido en luchador social prolongara en el tiempo la presencia del mito. En este filme, el asalariado de los terratenientes que se dedica a luchar contra los bandoleros es nuevamente contratado para matar al cangaceiro Coirana, lo que hace en una escena que es un prodigio de movimiento interno casi coreográfico, que recuerda algunos enfrenta- mientos de samuráis en los filmes de Akira Kurosawa, pero con la cámara móvil y temblorosa de un modo que no se podría hallar en las cintas épicas del cineasta japonés. Más adelante, sin embargo, Antonio das Mortes, en alianza con el profesor y el cura del pueblo, se enfrenta a las fuerzas de los latifundistas que lo han contratado, en una lucha cuya visualización recuerda un poco las escenas de violencia en los wésterns de Sergio Leone. Pero no es que haya en realidad una combinación (para nada impro- bable) entre el estilo de Kurosawa y el de Leone, sino que Rocha, con la avidez expresiva que lo caracteriza, echa mano a recursos de origen distinto TERCERA PARTE 383 para gestar un resultado que poco tiene que ver con esos referentes. Acierta David Oubiña al decir:

¿A qué se parece un filme de Rocha? Se podría decir: la épica de Eisens- tein arrasada por el vandalismo de Godard. Pero eso solamente explicaría algunas líneas de filiación... Si los filmes de Glauber Rocha están domina- dos por una impronta brutalista, no hay que ver allí ningún primitivismo, ningún naturalismo, ninguna intuición. Rocha no ignora nada, absorbe todo; pero para ponerlo vorazmente en trance (Oubiña 2000: 60 y 64).

Es cierto, las posibles citas o influencias son solo referenciales, porque Glauber tiene la habilidad de instalar, y con qué grado de concreción, su propio universo, fagocitando fuentes diversas, que pueden ser incluso contradictorias. En él, desde luego, la representación se origina a partir de un lenguaje visual entrecortado, expresión “incierta” de unos personajes y situaciones inestables. De allí los saltos, las discontinuidades, la aparente falta de lógica o de claridad en la sucesión de los hechos. Si ya Dios y el diablo en la tierra del sol se presentaba como una obra de difícil lectura por las libertades que el director se tomaba en la construcción narrativa, la dificultad es aún mayor en O dragão da maldade contra o santo guerreiro, pese al empleo del color y a la relativa acentuación “coreográfica”. Dice David Oubiña:

Si Antonio das Mortes vuelve sobre las mismas cuestiones que Dios y el diablo en la tierra del sol, pero con un tono más desencantado, es porque entre ambas se ha instalado Tierra en trance y el tropicalismo. Pero Rocha no ha reemplazado a sus personajes arquetípicos sino que ha modificado sus relaciones, orientándolas en una multiplicidad de sen- tidos más inestables, conflictivos e impredecibles. El propio Antonio das Mortes, que ejecuta a Corisco en Dios y el diablo en la tierra del sol, se rebela contra la opresión en Antonio das Mortes y encuentra la muerte a manos de un nuevo cangaceiro en Idade da terra. Los personajes son depredadores: se devoran unos a otros y en esa relación antropofágica hay siempre una liberación (Oubiña 2000: 63).

Capítulo VIII: Ficciones (ex)

1. Los márgenes del centro

Pudiese haber dudas o, incluso, alguna certeza, sobre la no pertinencia de alguno de los títulos que hemos incorporado dentro de los “canónicos” del nuevo cine. La Patagonia rebelde, por ejemplo, se percibe como un infiltrado. También un poco la trilogía de Felipe Cazals, salvo Canoa. Al- guna otra, quizá. Lo que viene en este capítulo, en cambio, casi no admite discusión, pues está fuera del cogollo del nuevo cine. Apenas si algunos títulos mexicanos, ya fuera del periodo de auge del movimiento, podrían discutirse como pertenecientes al “centro” y también los argentinos, en un momento —como ya dijimos— incorporados “naturalmente” al movimiento naciente, pero luego más o menos desembarcados, aunque el desembarco fuese más implícito que manifiesto. Pero la mayor parte de los títulos que consignamos en este capítulo o fueron explícitamente excluidos, o no fue- ron considerados o resultaron tardíos. Sin embargo, perteneciendo o no al nuevo cine latinoamericano, en todos ellos se descubre o la adhesión (intencional o no) a las estéticas de la modernidad, en unos más que en otros, o al menos la presencia de com- ponentes que los acercan a esa matriz estética. Adelanto que hay dos títulos notables de Luis Buñuel de los años sesenta que, si hiciésemos un balance completo del cine moderno en América Latina durante esa década, no po- drían ser de ninguna manera excluidos. Me refiero, claro está, a esa enorme obra maestra que es El ángel exterminador y al mediometraje Simón del desierto. Ellas son dos de las películas que marcan el “ingreso” de Buñuel al cine de la modernidad que, luego, se despliega en sus producciones france- sas y en Tristana. Pero como el techo que cubre nuestro acercamiento no es el de la modernidad, sino el de los nuevos cines, Buñuel, ya un cineasta plenamente consagrado a inicios de los sesenta y con una obra considera-

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ble a cuestas, no puede ser incorporado. Otra película que podría también incluirse es La mano en la trampa, del argentino Torre Nilsson, pero vale la misma razón de fondo: Torre Nilsson no forma parte del nuevo cine latino- americano de los sesenta. Aclaro, asimismo, que la selección que sigue es eso, una selección, por lo que “no están todos los que son”, como tampoco están todos lo que son en el capítulo de los títulos canónicos. Naturalmente sería largo y laborioso hacer listados. Las exclusiones mayores del capítulo anterior están en el aporte brasileño, y eso, probablemente, también se repite en este, con el añadido del mexicano, pues hay una amplia franja de cine independiente mexicano, formalmente desde 1965, pero en realidad no solo desde ese año del Concurso de Cine Experimental, sino incluso desde antes. Así es, son los riesgos y las renuncias de este tipo de trabajo. De todas formas, he intentado registrar una buena parte de lo que considero más representativo, entre lo que puede haber algunas películas que seguramente no todos hu- biesen considerado dignas de aparecer. No puedo alardear de haber visto todo lo que se hizo y ni siquiera de haber revisado una parte nutrida de lo que había visto y conocía. Mis va- cíos más prominentes están, precisamente, en la producción brasileña y mexicana de esos años. Acepto, por lo tanto, que lo que podría pasar como un descarte es simple y llanamente un desconocimiento. En buena hora si este trabajo motiva el señalamiento de lagunas o la necesidad de incorpo- rar títulos que merecen tener un lugar. En todo caso, repito que aquí no se busca la exhaustividad, sino solamente una representatividad aproximada, más aún porque, como ya he anotado, es el primer trabajo, hasta donde conozco, que se propone situar la presencia de la estética de la modernidad en el nuevo cine de la región. En este capítulo no todos los apartados están asociados a países dis- tintos, como en el anterior. Más bien, son la minoría. Aquí resultaba más conveniente abrir abanicos que cubrieran películas de distinta procedencia, casi tanto como lo que hicimos en el capítulo dedicado a los documentales.

2. Conatos de modernidad en la industria mexicana

La primera manifestación en la industria mexicana que marcaba un claro punto de inflexión en relación con los géneros establecidos fue obra de un conocido argumentista de origen español, Luis Alcoriza, cuyo amplio aporte guionístico encontró su mejor canal en diez de las películas que dirigió su coterráneo Luis Buñuel, desde El gran calavera hasta El ángel extermina- TERCERA PARTE 387 dor, incluidos Los olvidados, Él y La ilusión viaja en tranvía. No es que Alcoriza haya sido el Jean-Claude Carrière de la etapa mexicana de Buñuel, pero no cabe duda de que contribuyó a la solidez, al menos, de varios de esos guiones que están, precisamente, en la base de algunas de las mejores películas mexicanas del autor de Un perro andaluz, y concilió sus propias inquietudes creativas con las que don Luis supo plasmar en México. Son tres las películas iniciales que dirige Alcoriza en la primera mitad de los años sesenta, sobre la base de sus propios guiones, en las que esa nueva mirada se pone de manifiesto con mayor capacidad de observación. Como hemos indicado ya en las páginas 97 y 98, esos filmes son Tlayucan, Tiburoneros y Tarahumara. No forman parte de ningún movimiento ni tampoco Alcoriza pretende con ellos hacer la revolución dentro de la indus- tria ni mucho menos. Lo que hay en ellas es un punto de vista de autor, y ese punto de vista coincide con el de algunas búsquedas propias de esos tiempos en otras latitudes, aunque no por ello las cintas de Alcoriza pierden su capacidad de comunicación con el público. En otras palabras, la cons- trucción narrativa de Tlayucan, Tiburoneros y Tarahumara supo mantener, a través del diseño de los personajes y de las situaciones, de las cuotas de humor, erotismo (discreto, pero sugerente) y crítica social, puentes eficaces de relación con la disposición o expectativa de un amplio sector de los espectadores de ese entonces (vistas ahora seguramente esas películas no funcionarían de la misma manera). No se trata, entonces, de obras repre- sentativas de un nuevo cine, pero sí propuestas algo diferentes que, a su manera, van abriendo camino, aunque luego la continuidad de la obra de Alcoriza fuese bastante irregular. Las tres tienen en común la ambientación extraurbana. Tlayucan se sitúa en un pequeño pueblo de Morelos y los protagonistas son el campesino Eu- femio y su mujer, Chabela, confrontados con un ciego y una solterona que envidian las prácticas sexuales de la pareja. La acción de Tiburoneros se ubica en la costa de Tabasco (unas pocas escenas tienen lugar en el Distrito Federal) y sigue los pasos de Aurelio, un tiburonero, patrón de un barco, que establece una relación libre con Manela y duda entre la atadura a su vida laboral en el pueblo costero y su regreso a la capital, donde lo espera su esposa. Como en la película anterior, el “principio del placer” es el que termina imponiéndose, y este es uno de los aspectos más sugestivos de las dos películas, pues instalan vínculos de deseo que no están atravesados por la tradición moralista que condicionó varias décadas de cine mexicano y que apenas si Buñuel pudo capear. Pero, bueno, ahí también estaba Alco- riza que puso lo suyo. Tarahumara, por su parte, se ambienta en la Sierra Tarahumara, en el estado de Chihuahua, y relata la visita de un antropólogo 388 ISAAC LEÓN FRÍAS

que se va involucrando poco a poco de manera personal en la vida de una comunidad. Emilio García Riera escribe:

De T en T, Luis Alcoriza pareció llevado por el prurito de Cada vez más lejos (segundo título de Tarahumara), y la película mantuvo el empeño ya probado por Tlayucan y Tiburoneros de reconocer nexos con comu- nidades más o menos primitivas: si Tlayucan fue ubicada en un pequeño pueblo quizá cercano a la capital y Tiburoneros llegó a la costa, Tara- humara llevó a su héroe, un antropólogo chabochi (extraño, en lengua tarahumara) a una de las partes más remotas e inexploradas del territorio mexicano: una zona montañosa del suroeste del estado de Chihuahua. Cada vez se iba más lejos también en la profundidad de los nexos: en Tlayucan, los personajes quedan en su lugar; en Tiburoneros, la costa triunfa sobre la capital en el ánimo del héroe; en Tarahumara, el prota- gonista sucumbe en su generoso intento de hacer suyas las causas de la comunidad indígena (García Riera 1994: 109).

Sin embargo, no son películas que estén animadas por ninguna idea- lización de la vida en esas comunidades, aunque sí se pueda ver en ellas el atractivo de unos comportamientos menos atados a los códigos sociales occidentales. Es muy rescatable la forma como esos ambientes son registra- dos, lejos de cualquier inclinación antropológica, incluso en Tarahumara, donde los indígenas, aun siendo muy convincentes, no dejan de hacer notar que están encarnados por actores profesionales. La mirada de Alcoriza no es la del documentalista ni la del antropólogo o de ambos a la vez. Es la de un cineasta que trajina la ficción, pero en estos casos con insumos más arraigados en esas zonas periféricas de la geografía mexicana, a las que se acerca de manera solidaria y comprensiva. Jorge Ayala Blanco destaca los aportes de las películas de Alcoriza, afirmando que “Tlayucan tiene la originalidad de redescubrir la provincia mexicana”. A propósito de Tarahumara dice: “Por primera vez en el cine mexicano, el tema de los indígenas se trata con la aspiración de abarcar la totalidad de sus implicancias estéticas y extracinematográficas [sociales y políticas]. Tarahumara quiere unir el cine científico y el narrativo”. De Tiburoneros señala que “es una obra serena, lacónica y seria. La película más homogénea y personal de Alcoriza” (Ayala Blanco 1968: 104, 200 y 288). Quiero aclarar que, al entresacar esas frases de la integridad de cada uno de los espacios dedicados a esas películas por el autor, no se puede intuir la argumentación completa de Ayala, que es muy clara y precisa. De todas formas, lo que ahora se quiere indicar es el valor de redescribimiento que realiza el cineasta en ámbitos geográficos, antes vistos de otra forma TERCERA PARTE 389 en el panorama del cine de ese país. Y no solo eso, pues Alcoriza utiliza un tipo de observación de aire ‘documental’, muy llana y directa, apelando a la sobriedad visual y al registro dramático distendido. Es muy expresiva, al respecto, la escena de la caza de tiburones al inicio de Tiburoneros, que remite simultáneamente a la tradición de Redes, pero también al filón de las aventuras de Howard Hawks tipo Tiburón (Tiger Shark, 1932). En 1964 y 1965 hay dos empeños que tienen bases comunes: En este pue- blo no hay ladrones y Tiempo de morir, óperas primas de sus respectivos realizadores, el exnadador y periodista Alberto Isaac, y Arturo Ripstein, hijo de Alfredo Ripstein Jr., uno de los productores más prominentes del cine mexicano tradicional. La primera se basa en un cuento de García Márquez y la segunda es una historia creada por el propio escritor colombiano y con guion de su colega mexicano, Carlos Fuentes. Lo que suena como una irrupción del boom narrativo latinoamericano en el cine del país del norte, no lo fue realmente, aunque —como ya hemos visto— la relación de los narradores y el cine fue relativamente constante, sin que por ello se pueda establecer una plataforma literario-fílmica común, ni en México ni en otras partes. De todas formas, en ambas películas asoman esbozos de tratamientos fílmicos que se apartan de los modelos clásicos. En este pueblo no hay la- drones narra una historia mínima, en la que Dámaso, un joven del lugar, que tiene a su mujer embarazada, roba tres bolas de billar en una sala de juego. Se le atribuye el robo a un albino y más adelante el protagonista intenta devolver las bolas robadas. Por cierto, no es tanto la anécdota la que importa, sino los pequeños detalles de las conductas, la atmósfera del pueblo, el ritmo lánguido que se instala. Dice Ayala Blanco:

El director, basándose en el estilo grávido y progresivo de observación social de García Márquez, identifica el apacible ritmo de su filme con el desesperante acontecer cotidiano de un mísero pueblo en el que, com- pletamente adormecido por un atraso de siglos, no sucede nada... En este pueblo no hay ladrones es una película de inspiración posneorrea- lista, narrada con un lenguaje de objetividad casi hawksiana, compues- to exclusivamente de planos americanos y de conjunto, pero que con- serva siempre una perspectiva bondadosa y crítica (Ayala Blanco 1968: 309-310).

Tiempo de morir narra el regreso de Juan Sáyago, un expresidiario, a su pueblo y la confrontación forzosa con los hermanos Trueba, hijos del hombre al que mató en un duelo, lo que motivó su encarcelamiento. Con un cierto sabor de wéstern, por la indumentaria de los personajes, las carac- terísticas del pueblo y el tema de la venganza, el filme se decanta hacia la 390 ISAAC LEÓN FRÍAS

observación del peso de una tradición en la que dominan los sentimientos del honor familiar mancillado. Pese a que se pueden intuir algunos ecos de A la hora señalada, de Fred Zinnemann, en la espera de la llegada del “momento decisivo”, el tratamiento de Tiempo de morir (eso que Francesco Rosi no logró satisfactoriamente en su versión fílmica de Crónica de una muerte anunciada) genera una oposición implícita entre la indolencia que trasunta el protagonista y el halo de tragedia (la muerte anunciada) que se respira en la sucesión de las imágenes y en esa cadencia casi lapidaria que se instala en el relato. Aun cuando se pueda objetar desniveles de actuación, excesos senten- ciosos en algunos diálogos y, por ratos, un cierto estancamiento, la película ofrece las rutinas de un pueblo cualquiera con un ritmo distendido y con el uso de una cámara en mano que, a contrapelo de la duración más o menos dilatada de las escenas, dinamiza levemente el campo visual. Afirma Ayala Blanco:

La violencia está implícita y sus colaterales (hispanoamericanos: la de- nuncia del machismo; universales: la justicia primitiva y la moral trá- gica del héroe solitario) se sustituyen por temas como el irracionalis- mo reinante en los pueblos aislados en espacio e historia, por el peso de conceptos intemporales como la fatalidad y la muerte (Ayala Blanco 1968: 339).

Otra película que, como las anteriores, logró una cierta difusión inter- nacional, y que dio que hablar en su época, es Los caifanes (1966), de Juan Ibáñez. En ella, y sobre la base de un guion escrito por el propio Ibáñez y, otra vez, Carlos Fuentes, se cuenta la aventura de una noche vivida por una pareja de jóvenes de “familias bien”, en compañía de cuatro “caifanes”65. Aun cuando el “relajo” que experimenta ese grupo desigual (lo que empie- za como una situación forzosa se va “normalizando” en apariencia, sobre todo por parte del único personaje femenino) alcanza un nivel eufórico y destemplado, hay notorias inverosimilitudes en la construcción de los personajes, especialmente en los “caifanes”, mecánicos de oficio que, sin embargo, son capaces de recitar citas muy culteranas y tener reacciones difíciles de concebir y que están puestas, más para ofrecer una visión digna de los pobres que para otorgarle un estatus de credibilidad al relato. Es verdad que Los caifanes no se ofrece, en rigor, como una película realista y la ambientación nocturna y el aire felliniano que tienen varias es-

65 “Caifán, un sujeto que tiene cierta preeminencia entre sus prójimos” dijo, entre otras acepciones, el mismo Ibáñez en una entrevista. Citado en García Riera 1994: 144. TERCERA PARTE 391 cenas (del Fellini “posneorrealista” de Los inútiles, pero también del Fellini “onírico” de Julieta de los espíritus) y los agregados grotescos que aportan a la “mexicanidad” de la historia, contribuyen a ese efecto de “ensoñación”. Pero aun así, como que la película, en su intento de observación de dife- rencias sociales (imagen externa, vestimenta, uso del lenguaje oral, conduc- tas...), está a medio camino de un cierto realismo de comportamientos y la clara estilización cromática y escenográfica de los interiores de cabarés y otros lugares que se suma al grotesco de varias escenas, una de ellas la que tiene lugar en una funeraria. Finalmente, cerramos este apartado con otra película de Luis Alcoriza, Paraíso, que —a diferencia de las tres que hemos comentado— se sitúa en un balneario muy conocido y turístico, Acapulco, pero para narrar una historia que no exalta en absoluto los atractivos del lugar. Historia de las relaciones que se establecen entre un grupo de buceadores y unas chicas semiprostituidas, el filme ofrece una cara oculta, un trasmundo, en ese “pa- raíso” de la naturaleza y del ocio, y lo hace en el tono de cotidianidad que Alcoriza logra en sus mejores películas, aunque Paraíso no está a la altura de Tiburoneros o Tarahumara. Emilio García Riera opina:

Así, el director tuvo materia de sobra para insistir en sus ideas favoritas: el desprestigio de un medio social mitificado por la convención (en este caso el “paraíso tropical” acapulqueño) y la exaltación del amor, la amis- tad y la solidaridad. No se excluía la sugerencia de una homosexualidad latente en los buceadores que se manoseaban y sobaban de continuo en un ambiente de despreocupación, provisionalidad, borracheras, relajo, violencia, sensualidad y amargura no demasiado recóndita. Bien ambien- tada y desarrollada, la película no alcanza sin embargo los valores docu- mentales deseados por su realizador (García Riera 1994: 277).

Ayala Blanco, en cambio, señala que Paraíso es el filme más “personal, libre y franco” de Alcoriza. Dice Ayala:

De entre todas las opciones que se le presentaban como enfoques po- sibles —panfleto social, vivisección etnológica, nota roja, comedia, dra- ma distanciado, aventura pintoresquista, reportaje novelado—, el relato eligió un punto de vista... que va del análisis del grupo humano a la intimidad amorosa, pasando por momentos fuertes de la vida aventurera, azarosa y en el límite, sin que los personajes se den muy bien cuenta de ello... De allí el estilo sereno, la comunicación funcional, el ritmo equili- brado, el transcurrir de la película como una corriente que se ensancha y se adelgaza bajo la brisa y las opresiones del sol, en forma de alabanza a la amistad, al desarraigo, al amor carnal y al instante compartido que libera del peso del tiempo, del apremio monetario y de la necesidad (Ayala Blanco 1986: 137-138). 392 ISAAC LEÓN FRÍAS

3. Retratos urbanos

Así como ocurría con los ambientes campestres, la ciudad fue tradicional- mente reconstruida en los estudios. Churubusco, Lumiton, Argentina Sono Films o la Atlántida, entre otras, edificaron los ambientes urbanos que arrai- garon en la percepción del público durante varios lustros. A propósito de Buenos Aires, por ejemplo, Daniel López señala:

Desde que el cine argentino existía, Buenos Aires fue su cara más visi- ble... Una ciudad que en las décadas de los treinta, cuarenta y la primera mitad de los cincuenta era más bien intuida por el espectador, ya que en esos años solía filmarse en estudios, en los que se reconstruían calles y edificios que daban al espectador la sensación de que la cámara salía al aire libre cuando esto no era cierto (López 2000: 145).

Se utilizaban, sí, los stock shots que mostraban exteriores auténticos o back projections para algunas escenas callejeras (no todas y no siempre) y de manera especial para aquellas que ubicaban a los actores en el interior de un vehículo en marcha. Y eso vale no solo para la producción en Amé- rica Latina, sino también para Estados Unidos, Europa y otras partes. Fue parte indispensable del régimen de producción que primó de manera muy firme desde los inicios del sonoro hasta los años sesenta en que las cosas —como hemos visto— cambian. Pues bien, para Daniel López, Prisioneros de una noche, de David José Kohon, fue la primera película argentina en 1960 que “muestra la Buenos Aires de siempre con un aire renovado” (López 2000: 145). No es que antes no se hubiesen mostrado ya exteriores reales de la gran urbe porteña; la diferencia está en que en Prisioneros de una noche, como en las francesas Bob el jugador, de Jean-Pierre Melville, o Sin aliento, de Godard, las calles y los ambientes públicos operan como las grandes venas a través de las cuales se desplaza el flujo exterior de los acontecimientos y también el flujo afectivo. Es decir, la ciudad, nocturna y céntrica principalmente, en el caso de Prisioneros de una noche, impone su cadencia, sus andares, sus matices y particularidades. Dice López: “Nadie mostró Buenos Aires como Kohon, nadie extrajo de ella su real atmósfera, su vibración, sus recovecos. Respiraba el pulso de su ciudad, la utilizaba como fondo (misterioso, hostil, amargo, esperanzado) para los pequeños dramas de sus criaturas” (López 2000: 146). Eso que se hace patente en Prisioneros de una noche, se extiende con matices varios en Tres veces Ana, que trataremos con mayor extensión en un apartado posterior. Prisioneros de la noche sigue los encuentros y des- encuentros de una pareja de extraños entre sí que se conocen casualmente TERCERA PARTE 393

(no en Buenos Aires, sino en una ciudad de provincia), pero cuya relación se desenvuelve durante dos días en la capital del país. Desde el barrio de Retiro hasta el Abasto, incluida la avenida Corrientes y otros puntos conoci- dos, la ciudad se despliega de manera envolvente en el vínculo intenso, y a la vez frágil e incierto, de la pareja. Pero —como en los filmes de Melville y Godard citados— no es la ciudad “turística” ni los lugares en sí mismos los que acogen la atención de la cámara, sino el entorno como espacio ordina- rio de desplazamientos, compras o diversiones. Cierto que en Prisioneros de una noche, como en otras, se carga de tintes más bien ajenos o indiferentes, como ocurría también en algunas de las obras señeras del neorrealismo italiano (como Ladrones de bicicletas o Umberto D., de Vittorio De Sica), pero no se enfatiza ni se agudiza esa “indi- ferencia”, como si encontramos en otros filmes de la Generación Argentina de los Sesenta, tal como Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn, por ejemplo, en que la composición del encuadre tiende a mostrar en algunos tramos los “vacíos” entre los personajes y el espacio urbano-arquitectónico. En un texto sobre la Generación de los Sesenta, el crítico argentino Gus- tavo Castagna señala:

La generación del sesenta sintió las influencias del cine proveniente de Europa. Algunos, como Rodolfo Kuhn y Manuel Antín, no ocultaron ja- más la visión de los films de Antonioni y Resnais y la literatura à la page (Marguerite Duras, Alain Robbe-Grillet) y otros, como David José Kohon, insistieron en documentar Buenos Aires con una puesta realista, pero con una estética salida de las calles de París y de las playas italianas. Martínez Suárez y Simón Feldman, en cambio, desestimaron la europeización de la época para insertar sus historias en un ‘neorrealismo cotidiano’ (Wolf 1992: 248-249).

En efecto, podemos apreciar en Dar la cara, de Martínez Suárez, que es otro título muy relevante de esa etapa del cine argentino, una valoración del medio urbano y de diversos ambientes, sin que haya esa presencia tan acusada como en las películas de Kohon. No es que exista una “neutrali- zación” del entorno, pero sí una presencia más anclada en la “vida diaria”, una presencia que no se hace notar demasiado. Dar la cara cuenta la historia de tres jóvenes que han hecho el servicio militar y cuyas existencias siguen distintos derroteros: mientras que uno ingresa a la actividad cinematográfica, el segundo se dedica al ciclismo y el tercero a la práctica política en la universidad. Así, los trasfondos de la industria fílmica comercial, los arreglos bajo la mesa en el juego ciclístico y los vericuetos de la política universitaria están vistos por el filtro crítico del filme. Se ha objetado cierta tendencia al verbalismo y a la acentuación de la 394 ISAAC LEÓN FRÍAS

denuncia que hace Martínez Suárez en las tres instancias en que se desen- vuelve el relato66. Sin embargo, hay que rescatar ese aire de inmediatez de los personajes y esa tónica fluida que conecta con ambientes distintos, sig- nados por intereses o distorsiones similares, a través de los cuales se traza un cuadro (un tríptico, en realidad) de la vida en la ciudad, en un registro cercano al de una crónica dramática. En otra referencia comparativa con el estilo del clasicismo argentino, Héctor R. Kohen escribe:

Si el espacio escenográfico del cine clásico es, antes que la reproducción de un fragmento del mundo, la ilustración de una idea o concepto que precede a cada uno de los filmes que produce, el de Dar la cara se construye, a modo de inventario, en la yuxtaposición de los lugares que trazan el mapa de la polis: un cuartel, el velódromo, las oficinas de una productora cinematográfica, basurales, las aulas —también los baños— de la universidad, pensiones de estudiantes, pisos lujosos y departamen- tos baratos y, articulando todo, las calles. Martínez Suárez se demora en ellas, las elige —en tanto espacio que vincula lo público y lo privado— para insertar un tiempo que no es otro que el presente de la realización del filme (España 2004: 436).

En Brasil, Roberto Farías realiza en 1962 una película que obtiene una cierta resonancia, dentro de su país y fuera de él, Asalto al tren pagador. Se especuló en esos años sobre la posible adherencia de esa cinta al cinema novo, pero en realidad Farías venía de hacer chanchadas, no tenía ninguna conexión con los realizadores que forman parte del movimiento e, incluso, el cinema novo aún no se había constituido notoriamente como tal. Por otra parte, Asalto al tren pagador es un thriller, una muestra de un subgénero criminal muy prolífico, el que delata su propio título, el de asaltos organiza- dos a bancos y otras entidades, trenes, vehículos de carga de valores, etcé- tera. La película de Farías tiene el ritmo de una obra de género y, por tanto, no corresponde a los postulados que empezaban a perfilar lo que luego se define como el cinema novo. Sin embargo, la aparición casi simultánea de algunos títulos del movimiento, así como los de otros posteriores, hicieron que, equivocadamente, se metiera Asalto al tren pagador en el mismo saco y no le correspondía. Fernão Ramos aclara que con la consolidación del cinema novo en 1963- 1964

66 El modelo triádico —observa Héctor R. Kohen— es muy común en Argentina, pero también en México y en otras partes. En España 2004: 436. TERCERA PARTE 395

se hace posible el establecimiento de límites en relación con la narrativa clásica del tipo de El pagador de promesas y Assalto ao trem pagador. El consenso de que el cinema novo debía buscar algo más que la simple empatía del espectador para las causas populares, más allá de cuestionar el lenguaje-fruición, desemboca en el aspecto “ético” de la representa- ción de la verdad... La realidad-verdad no debe, entonces, estar dispuesta en forma narrativa de manera de regalar a los ojos del espectador, sino impidiendo la identificación (actitud éticamente loable), llevar al especta- dor, por su propio esfuerzo, a esa verdad (Ramos 1987: 357).

El propio Ramos señala a continuación que a partir de 1966-1967 esas teorías empiezan a ser reformuladas, pero ya previamente se había hecho una clara división que excluía a Asalto al tren pagador. Entonces, se preguntarán algunos, ¿a cuento de qué la incluimos en este apartado? Pues ocurre que el tratamiento del filme tiene un carácter casi periodístico y está filmado en exteriores naturales de Río. Es verdad que el solo hecho de la filmación en exteriores no hace que una película se integre automáticamente en las estéticas de la modernidad. Incluso no podríamos afirmar con certeza que Asalto al tren pagador, tan próxima narrativamente a ciertas obras estadounidenses del subgénero, pueda plantear dudas al res- pecto. Pero, en todo caso, es uno de esos títulos fronterizos que contribuye a ofrecer una visión algo diferente del universo social carioca. La historia se inspira en un caso real (el asalto de un tren correo en 1960) y la película se desplaza de las favelas de las laderas de Río al emblemático barrio de Copacabana, y no es que el aspecto social sea secundario o derive de los datos ligados a la procedencia de los participantes en el robo, pues a Farías le interesa destacar esa dimensión de su película (otra razón por la que se le quiso asimilar al cinema novo) y lo hace notorio. De cualquier modo, Asalto al tren pagador, que no era ni mucho menos el primer acer- camiento, rodado al aire libre en Río, se anticipa a otros muchos relatos ur- banos y ofrece, aun dentro de los pliegues del género, una mirada distinta a la complejidad social de la que seguirá siendo la ciudad más cosmopolita de Brasil. En Colombia hay un realizador un tanto marginal, si se quiere, que es el español radicado en Bogotá, José María Arzuaga, con amplia dedicación a los spots publicitarios. Arzuaga dirige en 1963 el largo Raíces de piedra y, en 1966, el también largo Pasado el meridiano. También a propósito de esas dos películas, que tuvieron una presencia muy limitada en la cartelera colombiana y casi no se han visto fuera, se habló en su momento de la influencia neorrealista, ya convertida en lugar común cuando se trataba de ubicar películas de fuerte arraigo social en una etiqueta. No es que no 396 ISAAC LEÓN FRÍAS

exista tal influencia, y el propio Arzuaga lo reconoció, pero es muy simpli- ficador querer explicar obras con características propias y diferenciadas a partir de una rotulación tan flexible. Por lo pronto, Raíces de piedra fue rea- lizada de manera muy precaria, y eso se percibe en el acabado de la cinta. Tampoco es que Pasado el meridiano haya sido una producción boyante ni mucho menos, pero comparativamente significa un claro avance en relación con la anterior. Raíces de piedra, cuyo guion original no fue elaborado por Arzuaga, se centra en el vínculo que se establece entre un lumpen y un obrero de construcción, y a partir de allí, aunque sin el menor toque de denuncia, la película ofrece un cuadro muy amargo de la marginalidad social. Es de destacar en ella algo que estará mejor administrado en Pasado el meridia- no, lo que se puede llamar un “realismo sucio”, al que contribuye la propia imagen fotográfica, los escenarios y, en el caso de Raíces de piedra, los pro- pios actores. Las dos películas poseen una apariencia desprolija y un ritmo distendido, y eso contribuye al efecto que se ha propuesto el realizador a tenor de ese “realismo sucio”, al que he aludido. En Pasado el meridiano, un ascensorista intenta conseguir el permiso de los responsables de la em- presa de publicidad para la que trabaja, con el fin de asistir al sepelio de su madre en su pueblo natal. No lo consigue, pero en la imposibilidad de lograrlo juega su personalidad indolente y apagada, la misma que se pone de manifiesto en la relación con su pareja. Juana Suárez señala:

Arzuaga se interesa por un retrato urbano que abre espacios de reno- vación en su intento de lograr un lenguaje específico para capturar la relación entre sujeto y espacio. Esta herencia será retomada por directo- res como Víctor Gaviria. De hecho, una mirada minuciosa a Rodrigo D y Pasado el meridiano señalaría coincidencias en muchas secuencias: la ducha fría en la terraza de Medellín y de Bogotá, respectivamente, con la soledad de los personajes de espaldas a la ciudad: el cuerpo de la mujer muerta en la calle que causa curiosidad, pero —como cuerpo ajeno— los transeúntes no parecen solidarios ni capaces de hacer nada al respecto: los contrapicados en edificios en construcción e, igualmente, una serie de traveling que hacen ver al individuo (Rodrigo en la de Gaviria, Augus- to en la obra de Arzuaga) como en huida de la ciudad, como incapaces de acoplarse a ella (Suárez 2009: 145).

Acierta Suárez cuando hace ver que la presencia de la ciudad está “a espaldas” de los personajes, como algo ajeno, en una sensación parecida, aunque no formulada visualmente de la misma manera, a la que se despren- de de las imágenes de Carlos, con el personaje del vagabundo, ajeno por completo al entorno montevideano. TERCERA PARTE 397

Esa visión de la ciudad se manifiesta tanto en Raíces de piedra, de forma más tosca, como en Pasado el meridiano, en la que hay una especie de corriente invisible entre el ascensorista y los espacios por los que circula que, a su manera, “absorben” la débil energía que proyecta el personaje. Un protagonista opaco y una ciudad opaca: eso es lo que nos deja ver y sentir Pasado el meridiano, y no porque la ciudad sea así necesariamente en la experiencia directa, sino porque las imágenes del filme la transmiten así y porque ese es el punto de vista de su realizador. Hicimos antes una breve referencia, en el capítulo titulado Cartografías, a una película chilena, en general muy subvalorada en la época de su estre- no67 y que en los últimos tiempos ha sido sometida a una revisión que per- mite descubrir en ella valores expresivos de primera línea. Se trata de Largo viaje, de Patricio Kaulen, tal vez el caso más clamoroso de incomprensión e injusticia crítica en el marco de ese periodo, incomprensión e injusticia de las que no me puedo sustraer. Ante el fallecimiento de un párvulo, se celebra el velorio en el que la criatura muerta es expuesta con alas de ángel en la sala donde se realiza el acto. Una vez que el féretro es retirado para hacer el “largo viaje” de la casa al panteón, quedan las alas que su hermano mayor recoge y emprende un recorrido, tratando de alcanzar a su padre que traslada el pequeño ataúd. En una construcción de acciones paralelas, se van enlazando pequeños episodios que dan cuenta de variopintos perso- najes y situaciones con quienes se ve confrontado el niño de ocho años en su pequeña aventura por calles y barrios de Santiago, en las que se siente un completo extraño. Según Cavallo y Díaz:

El ‘largo viaje’ no es... un trayecto físico, sino uno espiritual. En el limita- do espacio que el niño debe atravesar —y que para el padre es también difícil, pero alcanzable en una mañana—, se le interponen numerosos

67 Y no solo en la época de su estreno. La misma Jacqueline Mouesca, una de las investigadoras más acuciosas del cine chileno, afirma en Plano secuencia de la memoria de Chile (Mouesca 1988: 34-35): “La recreación del rito popular en torno a la muerte de los recién nacidos, le sirve al cineasta como hilo conductor para mostrar aspectos de la vida de la ciudad y de sus diversos sectores sociales: bur- gueses, marginales, prostitutas y sus explotadores. Es solo una débil tentativa de aproximación a una temática social ausente hasta ese entonces en el cine chileno”. En New Cinemas in Latin America (Nowell-Smith 1889: 740-746), Michael Chanan escribe, reseñando los tres títulos “canónicos” del supuesto nuevo cine chileno: “El cine de ficción rompe a partir de ese momento... con el paternalismo oficialista de Largo viaje (1967), de Patricio Kaulen, aunque esta última revela una temática chilena auténtica”. 398 ISAAC LEÓN FRÍAS

submundos. Su rasgo común es que todos ellos son también pequeños; por eso reencuentra a los personajes que se cruzan —a menudo sin saberlo— en su pequeña odisea... En su dimensión social es la ciudad vista como barrio, como un lugar que necesita de la apropiación de los personajes para ser aceptados en ella... En una dimensión más abstracta, esta estrategia describe también a la ciudad como el objeto de un plan maestro, superior, cuyas partes son ligadas por seres alados; un espa- cio donde la idea de comunidad depende más del espíritu que de las acciones humanas que la empujan a la desintegración (Cavallo y Díaz 2007: 67-68).

Además de apropiación de la ciudad, lo que ofrece Largo viaje es la ex- periencia del descubrimiento, que se acentúa porque es vivida por un niño de 8 años. En tal sentido, Largo viaje es una de las más penetrantes pelícu- las latinoamericanas, y no solo del periodo del nuevo cine, que convierte ese descubrimiento en una fuente de revelaciones para el niño —y para el espectador—, en la que poco a poco van apareciendo, desapareciendo y volviendo a aparecer los personajes y los submundos que en ese trayecto se muestran. Hay, al menos, dos escenas de la película de una potencia visual digna de Buñuel, y que fueron, acaso, las únicas que muchos críticos reconocie- ron en su momento como escenas logradas: la del velorio del “angelito” y aquella de la libación semiorgiástica de los muchachos ladrones debajo del puente, al lado del río Mapocho68. Son, sí, las escenas en las que se decanta la intensidad de la película, especialmente la primera (como puede ser la cena de los mendigos en Viridiana), pero el altísimo nivel expresivo de estas escenas no puede soslayar la calidad de todas las demás, pues no desequilibran el conjunto ni crean el menor desajuste. Es cierto que la escena del velorio es la más larga, y en ella, como pocas veces en el cine de América Latina, las manifestaciones de una costumbre ancestral en fa- milias pobres de Chile y otras partes alcanzan una dimensión testimonial y, al mismo tiempo, poética, que no se encuentra así no más en los mismos documentales que registran prácticas y rituales sociales. Pese a que en la página 143 advertimos que a mediados de los años setenta se inicia una etapa de impulso industrial de la actividad fílmica en Venezuela y se incrementa una producción de largos que habría que consi- derar dentro de las condiciones de una cinematografía que aspira a lograr un público local estable, voy a comentar con brevedad el primero de los tres

68 Alicia Vega destaca la escena del velorio y la del robo como las mejores en Re- visión del cine chileno, pp. 129-130. TERCERA PARTE 399 filmes del dramaturgo Román Chalbaud, que se ubica en ese margen flexi- ble que hemos establecido hacia mediados de los setenta cuando el pano- rama que caracteriza la situación fílmica en la región, especialmente el de los años 1967-1973, se desdibuja bastante. Esos filmes están basados, como buena parte de lo que ha dirigido en cine Chalbaud, en sus propias piezas teatrales, y constituyen lo que Álvaro Naranjo llama un “trío fundamental en la obra de Chalbaud” (Naranjo 1984: 29) y son La quema del Judas (1974), Sagrado y obsceno (1976) y El pez que fuma (1977), el último de los cuales no solo es el mejor, estéticamente hablando, de los tres, sino lo mejor que haya hecho nunca Chalbaud y, por cierto, uno de los títulos mayores en la historia del cine de su país. Aun cuando no hay en el estilo de Chalbaud, un hombre del nuevo teatro venezolano, y muy influyente como anotamos en otra parte, una apuesta marcada por un estilo de avanzada, sino más bien por la búsqueda de conciliar una dramaturgia comunicativa con una propuesta de explora- ción crítica personal, hay que reconocer en La quema del Judas una mirada auscultadora y una tónica dramática que se permite algunas incursiones no-realistas, esas que permearán fuertemente la estética más abigarrada y esperpéntica de El pez que fuma.

Por lo general —dice Naranjo— los temas predilectos de Chalbaud per- tenecen al mismo catálogo de la marginalidad y lo popular; para dar vida a sus historias se introduce con especial fascinación en el ámbito tumultuoso de los barrios, la promiscua casa de vecindad, o se ocupa en espiar la terrible existencia en medio del mundo oprobioso del lupanar (Naranjo 1984: 54).

En La quema del Judas se cuenta la historia, evocada en flashbacks, del asalto a un vehículo de valores frente a una entidad bancaria realizado por un grupo guerrillero, en el que muere un agente de la policía. Finalmente se descubrirá que el policía muerto, de cuyo pasado se ocupan diversas secuencias intercaladas, era en realidad un delincuente infiltrado, pero las necesidades del homenaje póstumo a un supuesto luchador de la policía tienen mayor peso que la revelación de la verdad. La quema del tradicional muñeco de Judas en el Domingo de Resurrección cierra irónicamente el relato. Diversos ámbitos institucionales y urbanos se entremezclan en la dinámica de un relato, configurando lo que Naranjo llama “una especie de fresco donde el cineasta compone una imagen múltiple de la sociedad venezolana actual... apartado felizmente de una esquemática postura de denuncia social, sin proponerse un cine expresamente reivindicativo, Chal- baud describe con frescura y sorprendente fidelidad, ese medio popular y sus personajes singulares... en las secuencias se alternan o se mezclan el 400 ISAAC LEÓN FRÍAS

tratamiento farsesco y el dramático con una sorprendente facilidad” (Naran- jo 1984: 55).

4. Intimidades

Una vez más, películas muy distintas entre sí, como las que se confrontan en los dos apartados anteriores, se reúnen aquí. En este caso, el leitmo- tiv proviene del carácter de relatos de pocos personajes, con tendencia a los espacios cerrados (incluso claustrofóbicos), un poco en oposición a los “retratos urbanos” que hemos destacado, con la excepción parcial de las argentinas Los jóvenes viejos y Tres veces Ana. Los jóvenes viejos, sin embar- go, no tiene a Buenos Aires, sino a Mar del Plata como escenario central y, además, en temporada invernal, es decir, una ciudad casi vacía, al menos tal como la vemos y, en cierta medida, “cerrada”. Tres veces Ana alterna es- pacios abiertos y cerrados, pero las escenas más significativas ocurren en estos últimos. Otro tanto podemos decir de la mexicana La pasión según Berenice, que tiene a una ciudad de provincia, Aguascalientes, como esce- nario general, pero también en este caso el relato tiende a los interiores, y en los mismos exteriores hay una impresión de ciudad casi vacía. Por otra parte, dos de las películas mexicanas (Familiaridades y La hora de los niños) son producciones hechas fuera del marco industrial de ese país. Se hicieron con muy pocos recursos y la elección de interiores como locus es casi excluyente. Se ha dicho que la órbita antonioniana planea en esas películas sureñas, mientras que la buñueliana en las mexicanas. Si bien hay algo de eso, se ha exagerado esa influencia, especialmente en el caso del cine argentino del periodo. Veamos una a una las películas seleccionadas en este apartado. La pri- mera, Los jóvenes viejos, de Rodolfo Kuhn, muestra la vida disipada de tres amigos que, después de una noche de farra con tres mujeres con las que se conectan en la calle, viajan a Mar del Plata, “ligan” a tres muchachas con las que establecerán vínculos íntimos, pero fugaces. Los motivos del vacío existencial, el tedio y la incomunicación que en esos tiempos se aplicaban, casi como de manual, a las películas de Antonioni, fueron y son también colacionados a propósito de Los jóvenes viejos69. Jorge Ruffinelli señala, por

69 Como ocurre con frecuencia en el cine latinoamericano del periodo clásico, di- versas películas de los sesenta tenían a los jóvenes como protagonistas —y la búsqueda de una mayor autonomía personal de los jóvenes es uno de los motivos más reiterados en el cine de este periodo—, pero la mayor parte de las veces los personajes están interpretados por actores que son, o parecen, menos jóvenes que TERCERA PARTE 401 ejemplo, que “toda la secuencia en Mar del Plata podría pertenecer, en efec- to, a un filme de Antonioni, por la lentitud y la inanidad de las acciones, los escasos diálogos, el ánimo cansino de los personajes” (Ruffinelli 2009: 63). En un texto publicado en 1992, Gustavo Castagna, comentando algunas películas de la Generación del Sesenta, sostiene:

Aquellos personajes de Kuhn, Kohon y Torre Nilsson poseen un indiscuti- ble origen en el cine de Antonioni. Mientras que los directores argentinos construyeron filmes abstractos con una total ausencia de crescendo dra- mático, las películas de Antonioni proponían un inconfundible lenguaje figurativo, provisto de “tiempos muertos”, planos largos, composición del cuadro en profundidad, paisajes urbanos y objetos que se integraban a la puesta en escena con la intención de crear los climas psicológicos que vivían los personajes. También característicos del cine de los sesenta, los personajes de Antonioni caminaban interminablemente por playas, desiertos, castillos y casas desoladas, traduciendo la ‘desdramatización’ de sus historias con aquellas constantes de su lenguaje fílmico. La Gene- ración del Sesenta copió la puesta en cámara de los filmes de Antonioni contemplando los problemas generacionales de los jóvenes de Barrio Norte y Olivos. Pero —a diferencia del autor de La noche— nuestros personajes, evadidos a lugares turísticos de inmediato reconocimiento, necesitaron de la palabra para subrayar su hastío y, consecuentemente, simular la nula marcación de una puesta en escena (Wolf 1992: 251)70.

Me parece que ya es hora de hacer una revisión profunda de las pe- lículas de los realizadores de esa generación y de poner un poco entre paréntesis la reiterada alusión al estilo de Antonioni. No conozco ni un solo estudio orgánico de la obra de esa generación, solo artículos, comen- tarios de películas, opúsculos de la obra de unos pocos (Murúa, Antín), y tengo la impresión de que varias de sus películas se han convertido en “víctimas de Antonioni”, como también Noche vacía y algún otro filme del brasileño Walter Hugo Khouri. No es que esa influencia esté ausente, pero se ha magnificado y se ha perdido de vista la especificidad de unas cintas que —como Los jóvenes viejos— tienen características propias y no son, ni mucho menos, reflejos miméticos del estilo de Antonioni u otros. Lo mis- mo ha ocurrido con las películas del periodo más fecundo de la obra de

los personajes que interpretan. En Los jóvenes viejos, Jorge Rivera López tenía más de 30 años, mientras que Emilio Alfaro y Alberto Argibay bordeaban los 30. Ade- más, el look de la época no contribuye a afirmar la juventud de los protagonistas, sino que los hace parecer aún mayores. Emilio Alfaro (Carlos Hugo en la ficción), por ejemplo, es un estudiante de tercer año de Derecho. 70 Castagna hace una referencia muy directa a Los jóvenes viejos y también a Los in- constantes (1962), el segundo largo de Kuhn, ambientado en Villa Gesell. 402 ISAAC LEÓN FRÍAS

Torre Nilsson (1956-1961)71, en las que se alude con frecuencia a las huellas del cuarteto formado por Bergman-Buñuel-Welles-Wyler, sin que se precise muchas veces aquello que las distingue, aun incluso con esas “marcas” de los autores aludidos. Dejando de lado a Torre Nilsson, quien no pertenece al movimiento, hay que reconocer, sí, en los realizadores de esa generación una posición más italianófila que francófila, salvo Antín, pero esa inclinación no se percibe en ellos como una nota impostada o como una pesada prótesis agregada al cuerpo de los filmes, sino que aparece integrada al cuadro fílmico de una clase media y media alta capitalina que, de una manera u otra, comparte rasgos y señas de identidad con las mismas capas sociales del país del otro lado del Atlántico y principal suministro migratorio a Argentina desde el siglo XIX. Habría que explorar con mayor detenimiento esa posible influen- cia italiana, así como los puntos coincidentes y diferentes producidos por ese encuentro en el trazado narrativo y estilístico de las películas de esa generación. En realidad lo que vemos en Los jóvenes viejos, un relato de encuentros y desencuentros, es una puesta en escena muy “marcada” (las escenas de ex- teriores en el malecón y en la playa de Mar del Plata, por ejemplo), y de allí proviene, incluso, una cierta “dureza” que no encontramos en Prisioneros de una noche o Tres veces Ana, pues en Kohon hay una mayor soltura, una fluidez que hace que el paso de una situación a otra, o el mismo desarrollo interno de las escenas, se sienta como algo más natural y relajado, menos presionado por la composición del encuadre. Es verdad que, además, las películas de Kohon tienen una carga emocional más a flor de piel, aunque evitando siempre cualquier asomo de sentimentalismo, mientras que Los jóvenes viejos, Los inconstantes y Pajarito Gómez (1965), de Kuhn, son com- parativamente más frías, afectivamente más secas. Es verdad, igualmente, que en ambos realizadores no hay concesiones a las expectativas del es- pectador medio ni se apunta a los finales felices, pero las cintas de David José Kohon poseen un carisma que no hallamos en las de Rodolfo Kuhn, lo que, por cierto, no hace por ello necesariamente mejores a las primeras, sino diferentes. Ese carisma se encuentra en Tres veces Ana, un tríptico (o una tríada) que narra tres historias con personajes del mismo nombre, interpretadas por la

71 Es el periodo en el que se sitúa el llamado ciclo claustrofóbico de Torre Nilsson. Ver Peña 1993: 15. TERCERA PARTE 403 misma actriz, María Vaner, una de las “musas” de esa generación72. Vaner representa en La tierra a la vendedora de una juguetería y estudiante de dactilografía, que tiene un romance con el empleado de una fábrica, queda embarazada y aborta, y retoma finalmente el vínculo. En este episodio, Ko- hon pone de relieve una vez más su gran capacidad para registrar los espa- cios urbanos naturales, en este caso de predominio diurno, a diferencia de la nocturnidad de Prisioneros de una noche. En El aire, Ana es una joven de buena posición que lleva una vida bastante libre y reacia a los compromisos. Una escena de alcohol y sexo en la casa de un balneario se adelanta, curio- samente, a la escena del grupo en la cabaña de El desierto rojo, con la que tiene notorio parecido. Un antonionismo “profético” se podría decir. Finalmente, en La nube, un solitario diagramador de un diario, que ob- serva en uno de sus paseos callejeros el bello rostro de una mujer en la ventana de un segundo piso, se ve posteriormente “visitado” por ella, con la que, y sin dejar la habitación, conversa, pasea y va al cine, hasta que des- cubre que ese bello rostro corresponde al de un maniquí. Tres fisonomías de mujer, pero también de hombre, pues los roles masculinos desempeñan una función sustancial en los relatos y de manera más pronunciada en el tercero. Tres aproximaciones a vínculos de pareja, de grupo y, también, vín- culos “imaginarios”, marcados en mayor o menor grado por la desilusión y la desesperanza. Kohon no hace del intimismo un programa estético, sino que lo asume de modo “normal” y cotidiano, en relatos que están a medio camino de la escritura clásica y moderna. Walter Hugo Khouri es otro realizador sobre el que pesa el “síndrome Antonioni”, sobre todo en sus películas de los años sesenta, y, de manera central la más conocida, Noche vacía. Sin duda, esta es una de las películas brasileñas de los sesenta que en mayor medida empalma con una de las tendencias del cine europeo de la modernidad de esos años, en cuanto que se centra en unos pocos personajes, básicamente dos parejas, en un ambiente acomodado de São Paulo, para narrar, en un ritmo muy relajado, lo que ocurre durante una noche de placer y desencuentros. Khouri no era, precisamente, un cineasta de ciudad, a diferencia de la mayor parte de los realizadores argentinos de la Generación del Sesenta. Al respecto, Jean-Claude Bernardet dice: “En su primer filme realmente urbano, Khouri demuestra sensibilidad en relación con el ambiente de la ciudad. Los perso- najes existen en las calles de São Paulo” (Bernardet 1967: 98). Y no solo en

72 María Vaner (María Luisa Aleandro, nombre de pila), hija de los actores Pedro Aleandro y María Luisa Robledo, es la hermana mayor de Norma Aleandro, una de las actrices más conocidas del cine argentino de las últimas décadas. 404 ISAAC LEÓN FRÍAS

las calles paulistas, sino también en esos interiores que los dos hombres de negocios compartirán con las dos mujeres a las que recogen en medio de la noche, y que podrían hacer pensar en un cineasta de larga experiencia en faenas ubicadas en los ámbitos de la metrópolis paulista. Con el concurso de actuaciones muy convincentes, Khouri instala una atmósfera cargada y un tempo narrativo dilatado, en los que el licor y las irrupciones de la sexualidad operan como válvulas de salida en unos per- sonajes de interioridades semitapiadas. Dice Fernão Ramos: “La futilidad existencial de los protagonistas, la angustia de los mismos frente a su reali- dad, es absoluta... la intención del filme... es la de profundizar ese clima y acentuarlo al máximo a través de un ritmo lento... Ritmo lento y personajes inmersos en una existencia vacía” (Ramos 1987: 366). Eso que dicho ahora suena a lugar común, era en ese entonces parte de una búsqueda no siem- pre coronada con éxito, que en el caso de Noche vacía alcanza un nivel satisfactorio, logrando, entre otras cosas, escenas de un erotismo realmente turbador, que el propio Khouri dilapidó más adelante en operaciones del tipo Amor, extraño amor, sobre la vehemente iniciación sexual de un púber con mujeres mayores. Hacemos ahora el salto del sur al norte para ubicar en México algunos relatos correspondientes a esa onda “intimista”, para nada contradictoria con otras líneas o registros que aparecen o se cruzan en cada una de esas películas y que, por cierto, e igual que a las anteriores, no se las puede encasillar en una clasificación o tipo. Familiaridades y La hora de los niños —ya lo adelantamos— son dos producciones independientes y notoriamen- te “experimentales” en los inicios de la carrera de Felipe Cazals (Familiari- dades es su segundo largo) y de Arturo Ripstein (La hora de los niños es su tercer largo). Mientras que la película de Cazals es una especie de comedia (“comedia absurda” la ha llamado su propio director) (García Tsao 1994), en la que una joven es visitada en su departamento por dos extraños promo- tores comerciales; en la de Ripstein, los padres de un niño lo dejan a cargo de un payaso durante varias horas de la noche. Ajenas a cualquier marco genérico (lo de “comedia absurda” no es una tipología genérica), las películas se avienen a su propia lógica interna. Fa- miliaridades no es “intimista” stricto sensu, sino que lo es sin querer serlo, es decir, se establecen relaciones inesperadas entre extraños que llegan a un nivel de “familiaridad” también muy extraño. La hora de los niños tam- poco lo es en un sentido ortodoxo, pues igualmente son dos extraños los que se vinculan: un niño y un payaso cuya función es distraerlo y del que el niño parece ajeno. Es muy poco lo que ocurre, más allá de los chistes y relatos del payaso contratado para entretener al niño. En ambos casos lo TERCERA PARTE 405 que cuenta es, realmente, una cierta dimensión de absurdo, por la vía de un humor rarísimo, la primera; y por la de un estiramiento del tiempo en torno a una situación única, la segunda. Familiaridades está hecha prácticamente en montaje continuo, y no solo eso, sino que hay una casi invisibilidad de los cortes, en tanto que en La hora de los niños el peso de la temporalidad es contundente. Ayala Blanco, con su habitual agudeza crítica, dice acerca de La hora de los niños:

Descendiente de la austeridad de Bresson, inscrita en la boga Straub, continuadora de las preliminares experiencias de inmovilidad antiplástica realizadas por Andy Warhol (Kiss, Sleep, Haircut, de 1963-1964), utilizan- do sistemáticamente tomas que duran de dos a cuatro minutos, fijándose con frecuencia en elementos mudos o inertes (una lámpara de mesa, la nuca de un payaso, una puerta entreabierta), emparentada con la estética del ‘elogio a la materia’, que inauguró en nuestro cine La manzana de la discordia, sin otras sorpresas de estilo que una pantalla treinta segundos en negro, a manera de largo parpadeo suspensivo, y el tronar de una tempestad al irrumpir sin maquillaje el personaje adulto, La hora de los niños es la mejor película de inspiración neoyorquino-germana que ha producido el nuevo cine mexicano (Ayala Blanco 1986: 442-443)73.

Dentro ya de la industria, Ripstein dirigió una de las películas que sirvió de caballito de batalla para la difusión oficial del “nuevo cine mexicano” en 1973. Al margen de ese patrocinio estatal interesado, El castillo de la pureza es una película que se defiende por sí sola y que constituye otro aporte en ese proceso que vivió el cine mexicano en el primer lustro de los años setenta a favor de un cine distinto. Muchísimo menos radical, por cierto, que la experiencia-límite de La hora de los niños, El castillo de la pureza se concentra en el interior de una casona, en la que un padre mantiene prác-

73 Ayala menciona La manzana de la discordia, otra cinta independiente de Felipe Cazals, filmada en 1968, y de 75 minutos de duración, que no hemos incluido en este apartado porque, esta sí, escapa del todo al motivo general que articula este segmento. Pero se trata, sin duda, de uno de los trabajos más originales del nuevo cine mexicano, en el que Cazals detiene o mueve la cámara a contrapelo de lo habitual, así como del mismo modo acerca o aleja el plano, pero no por un mero afán de juego estilístico, sino como una forma de construir el sentido. Dice Ayala en el mismo libro: “Heredera del realismo indirectamente fragmentado de Resnais y del realismo generosamente disperso de Godard, La manzana de la discordia rompe de un solo tirón con el relato tradicional y bien urdido... desnudez absoluta de los hechos fílmicos; renuncia ascética y desafiante al aparato narrativo, a las convenciones genéricas, a la progresión tonal e incluso a las necesidades dramáti- cas” (Ayala 1986: 431). 406 ISAAC LEÓN FRÍAS

ticamente encerrados a su mujer y a sus tres hijos. Del exterior solo llegan voces y ruidos. Las pocas veces que sale el padre apenas si se perciben pequeñas parcelas, casi siempre desiertas, de los exteriores. Esa mirada impiadosa, que con el tiempo se irá decantando en la obra de Ripstein, aparece en esta película y se hace más aguda en el personaje del padre, un hombre obsesivo y encerrado —más que el resto de su familia— en sus temores y fobias. Por cierto, Ripstein controla el material narrativo, de forma que el melo- drama latente —que incluye el acercamiento incestuoso entre dos herma- nos, hombre y mujer— se quede en ese nivel, lo que hace aún más duro y opresivo el clima del encierro. El castillo de la pureza admite, sin duda, lecturas metafóricas, una de las cuales deja entrever la situación de una cla- se social —o de una tradición social— encerrada y ajena al mundo, como si los ecos de Tlatelolco y lo que eso representó en el país no se escucharan en absoluto. Pero, al margen de cualquier pista metafórica, incluso las que conectan la película de Ripstein con El ángel exterminador, de Buñuel, El castillo de la pureza vale por su capacidad para hacer funcionar ese micro- mundo represivo y autodestructor. Desde luego, y con referencia a Buñuel, no se puede obviar que el papel protagónico esté a cargo del actor Claudio Brook, quien en El ángel exterminador era el mayordomo y en Simón del desierto, el anacoreta en lo alto de una columna. Asimismo, Rita Macedo, quien también actúa en el filme de Ripstein, era la prostituta fascinada con el cura protagonista de Nazarín. Como en varias de las películas de la Generación Argentina del Sesenta, el estilo de esta película de Ripstein, así como el de otras varias de ese pe- riodo, incluida La pasión según Berenice, de Jaime Humberto Hermosillo, parece buscar un equilibrio entre modos de comunicación fílmica prove- nientes del acervo clásico y la apertura a la modernidad. La familia no está vista como hubiera podido ser antes, incluso si se trataba de la misma his- toria que está inspirada en un caso periodístico. Con certeza, otro hubiera sido el modo de abordar la historia y otra la moral proyectada. En la obra de Ripstein ni el tono ni el ritmo ni la dirección de actores ni la evolución dramática ni la mirada del realizador son los mismos. Entonces, si de hecho hay diversas resonancias del pasado fílmico mexicano, estas se integran en un tratamiento que apunta a la perplejidad, al desconcierto. Dice bien Paulo Antonio Paranaguá: “Con su diálogo implícito con la tradición y con la contemporaneidad, El castillo de la pureza es una de las obras más ori- ginales de los años setenta, cuando renace la esperanza en un nuevo cine mexicano” (Paranaguá 1997: 95). TERCERA PARTE 407

La pasión según Berenice, de Jaime Humberto Hermosillo, no tiene la cerrazón física de El castillo de la pureza, pero sí carga con el estigma de una cerrazón emocional que afecta a la protagonista, una mujer de provin- cia. Viuda, que vive y cuida a su madrina enferma, una usurera de profe- sión, Berenice establece un vínculo amoroso con Rodrigo, hijo del fallecido médico que atendía a su madrina y que es médico también. El viaje de este último a la capital, que deja sola a la mujer, hace salir a flote la violencia acumulada de Berenice, quien prende fuego a la madrina inconsciente en la cama y la cubre con billetes y documentos bancarios. La casa se incendia y Berenice se va. Las apariencias y las formalidades de la vida burguesa de provincia se dan la mano con las turbulencias interiores, y en ello acierta Leonardo García Tsao cuando señala que La pasión según Berenice denota la doble influencia de Douglas Sirk, el maestro del melodrama, y de Luis Buñuel (Paranaguá 1992: 239). Cierto es que el melodrama está atenuado al máximo, liberado de todas las potenciales escenas de clímax, y el influjo buñueliano está asimis- mo muy filtrado, sin los aguafuertes propios del cineasta aragonés. Hermosillo privilegia el plano secuencia (también lo hacía y de forma creciente, Ripstein), como igualmente el protagonismo femenino, en este caso una variante de madame Bovary en Aguascalientes del siglo XX. La permanente contención del tono impide el menor desborde e, incluso, el “estallido” final, o la pira del sacrificio, está modulado de manera muy “ecuánime”, sin que la planificación ni el ritmo se alteren. Aunque de ma- nera distinta a Rispstein, más apegado al fait divers, a una crueldad en sordina y a una turbiedad emocional y social finalmente devastadoras, el cine de Hermosillo, que disecciona relaciones de pareja (heterosexuales u homosexuales) tan erotizadas como conflictivas, accede en La pasión según Berenice a lo que hubiese podido ser una escritura fílmica de transición en el marco del cine mexicano. El tiempo y las condiciones cambiantes de la industria hicieron que Hermosillo, después de algunos otros logros, reto- mara por completo la vía experimental en una producción independiente, con más fracasos expresivos que aciertos. Mientras que Ripstein logró más adelante la consolidación de su estilo y su visión negrísima del mundo, al lado de la guionista Paz Alicia Garciadiego, al menos de 1985 a 1996, vale decir, entre El imperio de la fortuna y Profundo carmesí.

5. La trilogía en blanco y negro

Como se puede ver, este no es un trabajo que privilegia la perspectiva del capítulo de la historia del cine latinoamericano que abordamos desde el án- 408 ISAAC LEÓN FRÍAS

gulo de los realizadores o autores. Son, más bien, los procesos, las corrien- tes, las ideas y las obras los que están en el centro principal de atención. Na- turalmente se mencionan y se destacan algunos nombres imprescindibles, pero no con la intención de reseñar su filmografía y ni siquiera de hacer un análisis en profundidad de las películas que escogemos y que tratamos de situar en un momento determinado y en relación con sus aportes ex- presivos. Ha sido el caso, por ejemplo, de Glauber Rocha, de quien hemos reconocido, sin la menor duda, un peso autoral considerable. Otro es el caso de un cineasta argentino, que en 1965 se da a conocer con Crónica de un niño solo, Leonardo Favio, hasta ese entonces conocido como actor, especialmente en los filmes de Leopoldo Torre Nilsson, a quien siempre consideró su mentor y maestro. Aun cuando no interesa aquí abundar en las características personales, el caso de Favio es muy peculiar, por decir lo menos. Aunque ligado a To- rre Nilsson, Favio no era un hombre de formación académica ni aparentes veleidades intelectuales. Sus películas no son una prolongación o una conti- nuidad de la obra del autor de El secuestrador, ni por otra parte se inscriben propiamente en la obra de la Generación del Sesenta, aunque a veces se le asimila a esa corriente, como un representante tardío. Hacia fines de la déca- da del sesenta, y después de haber realizado los títulos que consignamos en este apartado y que no tuvieron un buen rendimiento en la taquilla, Favio se convirtió en un popular cantante de baladas, y esa actividad y la celebridad que le trajo eclipsaron otras facetas de su actividad, las de actor y director. De cualquier manera, y dentro de una manifiesta independencia creati- va, Favio realiza en pocos años tres de las mejores películas de los sesenta que, por razones de distribución y, en su caso, autonomía completa frente a la corriente de los nuevos cines, no alcanzaron mayor difusión, ni siquiera dentro de las fronteras de su país. Ellas son la ya mencionada Crónica de un niño solo, El romance del Aniceto y la Francisca (1967) y El dependiente (1968). Véase que, especialmente en los años de estas últimas, el concepto de nuevo cine está en boga, pero casi no se aplica a las películas de Favio, quien tampoco se sintió parte de ningún movimiento. Sin embargo, son tres las películas que con mayor derecho y merecimientos se ubican en el campo de la modernidad fílmica, con el mismo título que las de Glauber Rocha, de quien en cierto modo Favio es la antítesis, pues ni era hombre de movimiento fílmico74 ni cumplió ninguna función de líder ni tenía ese lado

74 Leonardo Favio fue un militante del peronismo, pero no vinculó esa militancia, al menos directamente, a su producción fílmica, salvo en el documental concebido para la televisión, Perón: sinfonía del sentimiento (1999). TERCERA PARTE 409 exuberante del cineasta bahiano, cuyas declaraciones siempre eran pro- vocadoras y controversiales. Alberto Farina opina: “Favio, desde el inicio, produjo un cine de sentimientos que, como los barrocos católicos, persigue convencer a través de la emoción, nunca de la razón... Combinó sus influen- cias europeas con sus raíces más populares” (Farina 1993: 8). Esas “raíces populares” se notan menos que las influencias europeas en su “trilogía en blanco y negro”, a diferencia de la parte posterior de su obra, pero no están de ningún modo ausentes, aunque se integran de un modo totalmente distinto a lo que se conceptuaba como “popular” en esos años. Crónica de un niño solo, dividida claramente en dos partes, se concentra en la primera en un reformatorio donde un huérfano, Polín, está recluido. En la segunda se siguen las andanzas un tanto erráticas del adolescente, hasta que es, finalmente, detenido por un guardián. Con frecuencia se ha colacionado Los 400 golpes, de Truffaut, a propósito de Crónica de un niño solo y, en efecto, hay elementos comunes, pero Gonzalo Aguilar y David Oubiña los diferencian de un modo muy preciso:

La mirada de Truffaut no abandona nunca su entonación romántica: un punto de vista lírico empeñado en adoptar la óptica del niño y resca- tar desde allí sus pequeños descubrimientos cotidianos... La cámara de Truffaut preserva al niño de la contaminación adulta y la oposición que plantea es: niños imaginativos/adultos no compresivos. De Truffaut a Favio media la distancia que va de un filme-poesía a un filme-crónica. Favio también posee un profundo amor por su personaje, pero Crónica de un niño solo no es un filme cándido. Porque aquí no hay lugar para la inocencia. Toda la poesía de Favio cabe en la dolorosa elocuencia de las imágenes... La belleza terrible del filme de Favio radica en la intensi- dad desesperada que adquiere la mera sobrevivencia... La cámara nunca es cómplice de Polín, conserva la implacable imparcialidad del plano secuencia... Es cierto que el mundo adulto constituye en ambos casos la jurisdicción del castigo. Pero el espíritu que anima a Truffaut es el de la rebeldía; el de Favio, en cambio, es el del testimonio (Aguilar y Oubiña 1993: 27-28).

Al menos, hay dos películas latinoamericanas anteriores en las que se puede encontrar una sensibilidad cercana a la del primer largo de Favio. Una es la muy conocida y difundida Los olvidados, de Buñuel, y la otra, mucho menos conocida y escasamente difundida, El secuestrador, de Torre Nilsson75. El motivo de los adolescentes marginados en los suburbios de

75 Paulo Antonio Paranaguá señala con agudeza que Los olvidados y El secuestra- dor mantienen un diálogo divergente con el neorrealismo: el diálogo de Buñuel 410 ISAAC LEÓN FRÍAS

México D. F. y Buenos Aires está presente, sin ánimo pedagógico y biem- pensante (más allá de algunas ironías en Los olvidados), en esas dos pelí- culas y, pese a la mirada solidaria de sus directores, la visión que se ofrece de ese universo adolescente es devastadora. Incluso, aunque tratada de otro modo, hay una violación en El secuestrador, que también aparece en Cróni- ca de un niño solo. Digamos que, con todas sus diferencias, hay una cierta continuidad entre esos tres largos que, seguramente, constituyen lo mejor que se ha ofrecido desde estas tierras de la infancia física y emocionalmente desamparada, fuera de los cauces del melodrama y la sensiblería. A diferencia del relato buñueliano, tan surcado por las marcas del esper- pento, y del filme de Torre Nilsson, tal vez el más ligado al neorrealismo en toda su obra, el de Favio propone una estética muy distinta, que está fuerte- mente marcada por el estilo del francés Robert Bresson (como que también hay inequívocos indicios de Buñuel), una vez más, no como una copia o re- petición, sino como una notable reformulación. Esa reformulación propia se produce, especialmente en la primera parte, en el interior del correccional. Sobre este punto, Aguilar y Oubiña mencionan el referente más claro de Crónica de un niño solo, que es Un condenado a muerte se escapa, y afirman:

En Bresson el espacio se presenta como ‘fragmentación’, hay un clima de encierro que impregna cada plano y que proviene de un desmembra- miento que aísla y que hace a la acción transcurrir en el vacío... En este sentido, el cine de Favio es bressoniano, no solo por la importancia que adquiere la puesta en escena sino también porque se trata de algo más que de una escenografía (despojada, cuidada, geométrica), encuadre y montaje, que construye un espacio fragmentado y liberado de coordena- das espaciales previas... La ‘cosa vivida’ es el aspecto afectivo que Favio sugiere de otro modo que Bresson. En Un condenado a muerte se escapa no sabemos nada del preso —no conocemos siquiera su rostro, principio de toda afectividad, ni de su contexto social ni de sus faltas: el deseo de que escape se relaciona con el rechazo que nos provoca el encierro—... En Favio, la configuración de la ‘cosa vivida’ se debe a que el espectador acepta desde un principio acompañar a Polín. Este acompañamiento no excluye el distanciamiento: a la vez que el espectador vive las desventu- ras de Polín, las ve desde afuera. En Favio, como en el neorrealismo, la cosa tocada de Bresson es desplazada en función de la cosa vista (Aguilar y Oubiña 1993: 30-33).

es conflictivo, mientras el diálogo de Torre Nilsson es convergente (Paranagua, 2003: 195). TERCERA PARTE 411

Sin ánimo de extender el análisis de una película excepcional, menciono la secuencia en que se produce en el espacio en off la violación del niño de rasgos frágiles en el campo, mientras que Polín, recostado en un árbol, no intenta hacer nada para impedirlo. Estamos aquí casi en la apoteosis de la “cosa vivida”, con una tensión, una intensidad y un patetismo no contradic- torio en absoluto con una fuerte dosis de pudor y contención, en los que juega un rol fundamental la música de Cimarosa. En esta misma escena, la materialidad del ambiente cercano al río, que evoca algunas naturalezas de Jean Renoir (como escenario, pero también como clima emocional), no deja de tener también resonancias bressonianas, como señala Farina:

Hay un momento en que los chicos que están por atacar al futuro violado se pasan un cigarrillo entre ellos. La cámara se sostiene un plano secuen- cia sobre el río, está la mano que entrega el ‘pucho’ y la del otro que lo toma y sale del cuadro... Bresson utilizaba con frecuencia esta idea del valor desocupado: un personaje que escapa y deja el espacio vacío hasta que vuelve a ocupar ese lugar... Favio también ‘desocupa’ una mitad de la imagen, cargando de significado y tensión ese vacío (Farina 1993: 12).

El romance del Aniceto y la Francisca se divide en tres partes. En la primera, “De cómo se encontraron”, se conocen Aniceto y la mucama Fran- cisca y se van a vivir juntos a un pequeño cuarto. En la segunda parte, “Comienzo de la tristeza”, Aniceto establece un vínculo con Lucía, y en la tercera, “Y unas pocas cosas más”, Aniceto se queda solo, después de que Francisca lo deja y Lucía lo rechaza. Finalmente, Aniceto es asesinado, al salir de una casa en la que ha intentado robar un gallo. También sobre los motivos de la soledad y la depravación, con la diferencia de que Aniceto es un adulto, el filme se articula a partir de un constante desajuste: entre los personajes, entre ellos y el entorno y también entre los planos que articulan las escenas. Dicen Aguilar y Oubiña:

Si, convencionalmente, el primer plano es la dimensión de la expresión y el plano general constituye la dimensión de la situación, el plano medio es la coordenada de la interacción... En Favio el uso frecuente del plano general y del primer plano resulta ‘molesto’, perturba la visión normal y tiende a eludir la naturalidad de la representación cuando los planos no están encadenados [neutralizados] por el plano medio... En todos los casos, el contraste que surge del salto entre los planos y las imágenes provoca la separación de sus elementos narrativos. Así, el montaje más que otorgar fluidez a los fragmentos, propicia su aislamiento mutuo... Todos estos elementos estructuran una narración de estados de ánimo más que de acontecimientos, y construyen un ambiente que impregna a los personajes, a los objetos, al espectador y a la relación entre estos. El ánimo de lo vacuo y austero marca el ritmo del filme (Aguilar y Oubiña 1993: 45-46). 412 ISAAC LEÓN FRÍAS

En El romance del Aniceto y la Francisca, los diálogos son ocasionales (salvo en la escena de la escenificación teatral), y es una voz en off la que ofrece información, lo que contribuye a hacer aún más “desasidos” a los personajes, lo que genera que las imágenes adquieran esa sensación “flo- tante”, que Aguilar atribuía a ciertas escenas de Alias Gardelito (Aguilar 1994: 23). Probablemente este sea el filme que más lejos ha llevado en el periodo de los años sesenta, pero incluso después la alteración del relato tradicional, la destrucción de la idea de un espacio diegético integrado, sin que se altere el principio de la continuidad narrativa. En El dependiente, el mecanismo de la distancia-afección, que Aguilar y Oubiña ubican en el punto de vista adoptado por Favio en sus películas, ad- quiere otro tratamiento76. Aquí se narra una historia de trazos argumentales muy simples, pero muy sutil y ambigua en su observación de personajes y situaciones. El protagonista es Fernández, empleado de una ferretería, enor- memente tímido e inseguro, que conoce a una joven a la que visita, hasta casarse con ella. La película alterna escenas diurnas en la ferretería con escenas nocturnas en una especie de salón-jardín (casi un escenario tea- tral) en la casa de la señorita Plasini, que vive con su madre. Estas escenas son encuadradas desde un eje visual lateral en un plano abierto, y se van ofreciendo como un ritual, con la joven casi en silencio y con movimientos muy pausados. A diferencia de las dos películas anteriores, aquí no se percibe esa sen- sación de ruptura espacial, sino de continuidad y repetición. De repetición obsesiva, porque los personajes no parecen estar librados a esas fuerzas que los empujan hasta dejarlos inermes. Si Crónica de un niño solo y Ro- mance del Aniceto y la Francisca son películas “descentradas”, El depen- diente es, por el contrario, una película “centrada”, pero ello no implica una mayor conexión emocional entre los personajes, tan encerrados en sí mismos, como pueden serlo los protagonistas de las anteriores. Es simple- mente una forma distinta a través de la cual, y con un rigor que podríamos calificar de implacable, Favio se interna en unos vínculos, finalmente, tan vacíos como los de sus dos primeras películas. Lo que parece vislumbrarse como una historia de amor, tal como ocurría en Romance del Aniceto y la Francisca, se disuelve con rapidez y termina por minar completamente las supuestas bases iniciales.

76 El modo distancia-afección se produce en “el encuentro entre la distancia que el espectador puede establecer con el filme y los procesos afectivos que lo incluyen en el relato”. En Aguilar y Oubiña 1993: 12. TERCERA PARTE 413

Por otra parte, Polín y Aniceto son marginales y solitarios, pero final- mente más “cercanos” o, en otras palabras, poseen un registro afectivo más accesible, aún en esas zonas imprevistas en las que se manifiestan reaccio- nes que tal vez no hubiésemos anticipado. A diferencia de ellos, en Fernán- dez, especialmente, pero también en las Pausini, hay un lado extrañísimo, excéntrico, casi de personajes “lunares” y de una dimensión muy hermética. Tanto así que El dependiente está a un paso de ser una comedia negra, sin llegar a serlo tampoco. Pero Favio parece moverse en una delicada cuerda, y consigue un personalísimo y duro retrato de la vida en provincia.

6. Rupturas estéticas en México y Brasil

En este apartado, y en el siguiente, nos abocamos a las experiencias más avanzadas en materia de transgresión de los códigos narrativos y audiovi- suales. Aquellas que se ubican, más o menos, en los predios de lo que se conoce como el cine experimental o de avant-garde, aunque la mayor parte de estas películas haya alcanzado difusión comercial o se ha convertido en obras de culto, ese fenómeno aún escaso en los años sesenta y muy exten- dido en las últimas décadas. El caso de Alejandro Jodorowsky es totalmente atípico. Chileno de na- cimiento, con residencia en París en los años cincuenta, donde conoció al célebre mimo Marcel Marceau y dirigió un cortometraje, La cravate, muy marcado por la influencia de Marceau, Jodorowsky es uno de los funda- dores del Teatro Pánico, con el escenógrafo francés Topor y el dramaturgo español Fernando Arrabal, quien también incursionó en el cine. El Teatro Pánico tenía raíces surrealistas y era, claro, muy fuertemente experimental. Algunas de esas obras son puestas en escena por Jodorowsky en México, hasta que decide el paso a la realización en dos películas independientes, sin financiación estatal, y claramente marginales: Fando y Lis (1967) y El topo (1970). Rodadas con dificultades y no exhibidas en las mejores condi- ciones, las películas logran muy pronto un reconocimiento, especialmente en círculos festivaleros y de aficionados fuera del país, y se convierten en una avanzada de lo que más adelante se conocerá como el cult film. A ellas se suma una tercera, que igualmente consideraremos, y que es La montaña sagrada, filmada en México en 1972, también con dificultades y, finalmente, hablada en inglés, por la exigencia de un coproductor estadounidense que se sumó al proyecto. Se podría argumentar en el sentido de que esas películas no tienen espa- cio en este libro porque son parte de la obra de un creador “cosmopolita”, que así como las hizo en México, las pudo hacer en otra parte, como de 414 ISAAC LEÓN FRÍAS

hecho ocurrió con las últimas que dirigió. Se puede argumentar, asimismo, que no forman parte, ni lo pretenden, del nuevo cine que se gestaba en México, pero esto último no es totalmente cierto porque, de hecho, las dos primeras de Jodorowsky se presentaron en festivales y muestras como parte de ese nuevo cine que se hacía en el país del norte, aunque su ubicación en esa corriente (tan amplia y difusa, como hemos visto) pueda discutirse. De cualquier manera, esas películas están ahí, son parte del cine reali- zado en esos años, y por controversiales que sean (tienen, probablemente, tantos detractores como defensores) ofrecen pistas que corresponden a las búsquedas (minoritarias, en ese entonces) de algunos cineastas latinoame- ricanos, menos permeables a las presiones políticas que apuntaban hacia formas realistas, y pertenecen, asimismo, a ciertas vías de la modernidad, que es el tema que nos convoca en esta última parte del libro. Justamente, en un periodo en que el cine de la región estaba dominado por las tendencias de signo realista, y aun cuando el grado de realismo pudiese ser relativizado como hemos visto en varios casos, las películas de Jodorowsky aparecen como una provocación, como un reencuentro con las fuentes de las lejanas vanguardias, y especialmente las francesas, de los años veinte, a lo que se suman las exploraciones más contemporáneas en los terrenos del esoterismo-magia-orientalismo a los que Jodorowsky era afecto. Fando y Lis es el relato del viaje que hace una extrañísima pa- reja, formada por un joven, Fando, y por Lis, una paralítica, hacia la mítica ciudad de Tar. A lo largo del camino se encuentran con personajes y si- tuaciones curiosas e inesperadas que hacen que se postergue la llegada a la ansiada ciudad de Tar. La película se divide en cuatro cantos y —como señala García Riera—

hace aparecer entre muchas otras cosas un gramófono, muñecas, un ra- tón blanco, un titiritero interpretado por el propio Jodorowsky, huevos rotos que ensucian manos, un piano en llamas, un cementerio de auto- móviles, jaulas, una araña quemándose... y un perro con una flor en la boca... (García Riera 1994: 257).

Lo anterior da cuenta de un rasgo prioritario en el cine de Jodorowsky: el abigarramiento visual y narrativo, porque no es solo la multiplicidad de objetos, animales y seres humanos que aparecen en estados o figuraciones bizarras, sino que también la misma dinámica del relato se presta a cruces, variaciones y a una notoria impresión de desorden. Según Andrea Chignoli: Jodorowsky buscaba volver a las raíces del surrealismo. TERCERA PARTE 415

En su intento de transgredir los límites de la concepción del arte del espectador, encontramos la herencia surrealista, tan bien resumida en el lema épater le bourgeois. Digna heredera del legado surrealista, la obra fílmica de Jodorowsky utiliza los tres procedimientos que definen al movimiento: la yuxtaposición radical, el uso del azar y la negación de la belleza como valor estético esencial (Chignoli 2009: 16).

El topo ha sido llamado un wéstern zen y se organiza en tres episodios (Génesis, Profetas y Salmos). El personaje principal, interpretado por el mis- mo director vestido de negro, enfrenta, junto con su hijo desnudo, a la pan- dilla de un coronel y más adelante busca a los Cuatro Maestros del Revólver a los que va derrotando uno por uno en enfrentamientos a cada cual más estrambótico. Como en Fando y Lis, tanto la fisonomía de los personajes como la extrañeza de las situaciones dejan la sensación de un espectáculo cargado de rituales y de claves religiosas o metafísicas. Dice Chignoli:

Fiel a su actitud transgresora, Jodorowsky crea un héroe que no está enfrentado a la dicotomía barbarie/civilización como en los wésterns tra- dicionales, sino más bien a la contradicción interna entre inconsciencia e iluminación. Un conflicto espiritual de clara inspiración oriental (Chignoli 2009: 34).

La montaña sagrada, el proyecto más ambicioso del chileno hasta ese entonces, tuvo un rodaje mucho más accidentado, se presentó en el Festival de Cannes de 1973, fuera de competencia y como producción estadouni- dense, y se estrenó en México en 1975 en una versión recortada por la cen- sura. Es la historia de nueve personajes, entre los cuales está el Alquimista, interpretado por Jodorowsky, en busca de la montaña sagrada del título a la que, finalmente, no logran acceder. Por cierto, no se trata de persona- jes “llanos”, sino cargados de una simbología esotérica, inspirada en las enseñanzas del místico Gurdjieff. La película se construye a partir de una estructura episódica, en la que no hay un personaje central, pero sí —como es habitual en su autor— el abigarramiento visual y la multiplicación de detalles insólitos, de animales y otros seres que mutan y se transforman. Una vez más, frente al entusiasmo de los exégetas, mayormente extran- jeros, la crítica mexicana puso serios reparos, como se puede leer en este texto de García Riera:

Ya en 1975 se me hizo obvio ante la cinta que el paso del tiempo podía ser cruel con los desenfrenos del esoterismo, con la búsqueda sistemática de efectos insólitos chocantes y con la grave solemnidad afectada por Jo- dorowsky en la posición de gran revelador de verdades que resultan pro- 416 ISAAC LEÓN FRÍAS

fundas y ocultas de tan elementales (eso se supone, claro). Aún más que Fando y Lis y El topo, la película expresaba a mi parecer un desacuerdo entre la fértil imaginación del showman Alexandro y sus pretensiones de ideólogo trascendental. Sus obsesiones y gustos —bestiario, mutilaciones, transformaciones, devoramientos— tendían a expresarse en el cine por medios acumulativos. Así, el espacio y el tiempo de la obra resultaban sobrealimentados con abuso y por ello mismo negados. Dicho de otro modo: se veía tanto en la película que acababa uno con la sensación de no haber visto nada (García Riera 1995: 33).

Aun así, no se puede dudar del relieve que esas películas tienen, y no solo en el panorama mexicano (el interés por la obra de Jodorowsky ha ido en aumento) y la contribución, por discutible que sea, a formulaciones fílmicas ajenas a los patrones clásico-realistas. Es evidente la búsqueda que, desde sus propias obsesiones, hace el realizador en procura de un estilo propio que estimula el orden de lo físico, lo sangriento, lo corrupto o lo escatológico, y que —en mi opinión— llega a su expresión más lograda en Santa Sangre (1989). Hay otra película mexicana de carácter experimental que ganó el pre- mio del Primer Concurso de Cine Experimental organizado en 1965: es el mediometraje de 45 minutos La fórmula secreta, de Rubén Gámez, a medio camino de la ficción y del documental y con un propósito político que se perfila a lo largo del metraje, aunque no a la manera de los documenta- les o relatos de denuncia convencionales. La cinta se inicia con la cámara “revoloteando” en la plaza del Zócalo por algunos minutos. Siguen, luego, tomas en las que campesinos o pobladores miran en silencio directamente a la cámara; imágenes religiosas, una transfusión de Coca-Cola en lugar de sangre; el degüello de una res, en una de las imágenes más impresionantes del filme; la persecución de un charro a caballo a un caminante en una ciudad a quien enlaza y arroja luego al pavimento, etcétera. Es decir, se trata de imágenes en las que no existe una lógica aparente, algunas de las cuales reaparecen en algunos tramos del metraje, y que están acompañadas por un texto de Juan Rulfo, recitado por el poeta Jaime Sabines, así como por piezas de Vivaldi y Stravinski. Todo ello no da por resultado un trabajo gratuito, sino que contribuye a ofrecer una visión metafórica (aunque las metáforas no son sencillas ni transparentes, en este caso) de la sociedad mexicana en años marcados por la inquietud social. Así, la película va alternando el dinamismo con que se muestran algunas situaciones (como el enlazamiento del transeúnte) con otras fijas en las que pobladores miran con fijeza en dirección de la cámara, como interpelando al espectador. Al respecto, Jorge Ayala Blanco afirma: TERCERA PARTE 417

El tema central de La fórmula secreta podría ser la pérdida de identifica- ción del mexicano con su propio ser. Gámez evoca con cólera y arbitraria obstinación los mitos ancestrales, coloniales hispánicos y modernos que enajenan la reificada individualidad del mexicano actual... Las metáforas visuales se imponen de una manera casi fisiológica. El director (y fotó- grafo) desencadena la crueldad: nos conduce en un vértigo incontenible hasta las raíces de nuestro ser nacional (Ayala Blanco 1968: 329-330).

Vamos a incluir en este apartado dos películas brasileñas de la corriente marginal: El hombre de la luz roja y Mató a su familia y fue al cine. Dos precisiones se imponen de entrada. La primera es que esa corriente bra- sileña hubiese merecido mayor espacio que el que aquí le dispensamos, porque es eso, una tendencia significativa y diferenciada. La otra es que son muy distintas a experiencias como las de Jodorowsky y La fórmula secreta, siendo también manifiestamente vanguardistas. No hay en las brasileñas esa proliferación de imágenes con “valor agregado” que encontramos en Jodorowsky, ni tampoco llevan el relato a ese extremo de disolución o, en todo caso, si lo hacen, es de otra manera, como veremos enseguida. Si las incluimos aquí, es porque, a su modo, menos programáticamente vanguar- distas y más próximas a fuentes de raíz realista, afectan de manera muy ostensible las modalidades del relato clásico-realista. El bandido de la luz roja, dirigida por Rogério Sganzerla, es el relato de una vida violenta ordenado en forma acronológica. Es decir, es el “desor- den” narrativo el que se impone en una construcción en que ni las imáge- nes ni los sonidos respetan las preceptivas del orden y del montaje tradicio- nal. Incluso, para Jorge Ruffinelli, El bandido de la luz roja es más radical en su forma que Sin aliento, de Godard, con la que tiene en común ser una historia de perseguidos. El propio Ruffinelli señala que la comparación no va más allá, pues “Sganzerla reconstruye la sintaxis del relato, lo instala en la voz radiofónica de dos locutores, en las marquesinas de los edificios, en las páginas de los periódicos, como si la plataforma fílmica fuera solo una síntesis de todas las demás” (Ruffinelli 2009: 98-99). En alguna medida, El bandido de la luz roja se adelanta en el tiempo a una cinta como Asesinos por naturaleza, de Oliver Stone, pero lo hace de una manera mucho más anárquica. Robert Stam afirma que la película

organiza un collage improbable de materiales preexistentes y clichés en lo que es una refundición irónica de géneros. Con la historia del ascenso y la caída de un famoso forajido mitificado por los medios de comunica- ción de masas, Sganzerla muestra una apertura antropófaga a influencias intertextuales, entre las que figuran Hollywood y los medios de comu- nicación de masas. Al rechazar el purismo del cinema novo, pone a Ho- 418 ISAAC LEÓN FRÍAS

llywood enfrentado a Hollywood mediante tácticas de collage discursivo en un estilo que luego sería llamado ‘posmoderno’. Sganzerla llama a la película ‘un filme summa, wéstern, documental, musical, historia de de- tectives, chanchada y ciencia ficción’, y la convierte en una recopilación de pastiches, una especie de escritura cinematográfica entrecomillada (Stam y Shohat 2002: 302-303).

El bandido de la luz roja produjo la reacción contraria de los represen- tantes del cinema novo, y especialmente de Glauber Rocha, quien no ahorró calificativos para descartarla como regresiva. La estética basura, que reivin- dicaron Sganzerla y los cineastas del grupo marginal, escandalizó a quienes se sentían dueños de la verdad cinematográfica en relación con su país. Sin embargo, y aunque el udigrudi brasileño no impusiera una corriente duradera ni mucho menos, intentó una aproximación combinando compo- nentes populares y otros, en un ejercicio de sincretismo que constituye una novedad en el cine latinoamericano de su época y que, en efecto, anticipa algunas manifestaciones del estilo posmoderno posterior, como si, en cierta medida, la película de Sganzerla fuera una suerte de laboratorio en la que se buscan con entusiasmo y gozo soluciones a los problemas que se atribuían al cinema novo y a otras postulaciones alejadas del interés del público. Sin embargo, Ana López matiza diciendo que

El bandido de la luz roja se considera un filme de transición entre la es- tética del cinema novo y la ruptura del cine marginal. Se encuentran las huellas del estilo alegórico del cinema novo en las representaciones de la historia brasileña, su focalización en la sociedad urbana de consumo y la ‘basura’ social que produce (Barnard y Rist 1994: 151).

Otro filme fuertemente provocador, ya desde su título, es Mató a su familia y se fue al cine, de Júlio Bressane. De manera parecida al navajazo inicial de Un perro andaluz, de Buñuel, el filme, a poco de iniciado, pre- senta el doble asesinato del padre y de la madre, el segundo de los cuales se ofrece en el espacio fuera de campo, que Bressane utiliza con acierto. El ingreso al cine, después del crimen, le aporta al filme un carácter que mantendrá a lo largo de todo su metraje: la combinación de los hechos que ocurren en la historia que ve en la pantalla el hijo asesino y los que corres- ponden a su propia vida, y que en general están marcados por la violencia y la muerte. De allí los cambios súbitos, los desdoblamientos, la pérdida de cualquier vector realista que permita una lectura fácil de la película. “Cine dentro del cine”, poco presente en el panorama fílmico de la región durante esos años, Mató a su familia y se fue al cine es una obra claramente meta- lingüística que hace evidente la función de la cámara y las operaciones del relato en la creación de la violencia y, por cierto, de esa ferocidad que anida TERCERA PARTE 419 en las imágenes del filme, con una carga fuertemente autodestructiva. ¿La violencia contra los padres en el filme es una forma de exorcizar el peso de esas figuras paternas del cinema novo, que eran a fines de los sesenta sus realizadores más connotados, especialmente Rocha y Pereira dos Santos? Es una posible lectura, pero más allá de eso se manifiesta en el filme de Bres- sane, de una modernidad estética radical, el deseo de “deconstruir” los mo- dos habituales en que el cine trata los motivos de la violencia y la muerte.

7. Rupturas estéticas en Argentina

Ya mencionamos en las páginas 95 y 96 la presencia marginal, pero signifi- cativa, del llamado Grupo de los Cinco en Argentina, un pequeño colectivo formado por los realizadores Alberto Fischerman, Ricardo Becher, Néstor Paternostro, Raúl de la Torre y Juan José Stagnaro, cuya obra, breve como grupo, se ubica de 1968 a 1972, aunque se incluye una película de Stagnaro de 1975, Una mujer, que se preparaba desde 1968. Que hayan aparecido en el momento en que el cine militante sentaba sus reales es un dato revelador de que se “cocinaban” otras inquietudes en el ambiente bonaerense, muy nutrido por las influencias culturales que venían de otras partes y que en- contraban en la capital argentina un fermento poco común en otras grandes ciudades sudamericanas. La del Grupo de los Cinco fue una iniciativa a favor de un cine perso- nal, de carácter más ostensiblemente experimental (algo menos en Raúl de la Torre) y, al mismo tiempo, pensado para ser visto por un público (por minoritario que fuera) en salas comerciales y otras. Es cierto que el balance económico —como suele suceder en estos casos— no favoreció al grupo, como tampoco la situación política. Asimismo, el nuevo cine, más o menos institucionalizado en esos años, lo ignoró olímpicamente, más aún cuando la producción del grupo Cine Liberación y, en menor medida, el Cine de la Base y otros, parecía copar el espacio para el nuevo cine, convertido en el tercer cine, en el panorama argentino. De cualquier manera, estamos aquí ante propuestas que se acercan a las que en otras latitudes se gestaban, con un cuestionamiento muy claro de los usos convencionales del lenguaje audiovisual. Según Néstor Tirri, esas propuestas, en el plano de la producción, del estilo y de la relación con el público, persisten “como un modelo remoto y anticipatorio de lo que hoy conocemos como ‘cine independiente’” (Tirri 2001: 8). Rafael Filipelli señala que “el grupo tenía una idea de producción y una idea de distri- bución que, para decirlo en la lengua franca de la época, implicaba una posición reformista: intervenir diferencial e independientemente dentro de 420 ISAAC LEÓN FRÍAS

los espacios instituidos, en lugar de retirarse de ellos para impugnarlos de manera radical” (Tirri 2001: 14). Pero en el orden estético, la posición no era, precisamente, “reformista”, por más que la ortodoxia de las tesis de Cine Liberación los relegara al “segundo cine”. Por el contrario, se trata de posiciones creativas muy abiertas y novedosas, en las que cuenta de manera muy relevante el empleo de un montaje que esos realizadores heredaron de su práctica publicitaria y reformularon en sus obras de ficción. Existe una opinión coincidente en el sentido de que The Players versus Ángeles caídos es la mejor de las películas del grupo, así como Alberto Fis- cherman, la figura de mayor peso en él. La película se basa en un argumen- to que parece una extravagancia: dos grupos de actores se enfrentan por la posesión de los estudios Lumiton de Buenos Aires. The Players resultan ganadores y ocupan la parte baja del estudio, en la que se encuentran los decorados y la utilería. Los Ángeles caídos, por su parte, ocupan la parte alta y se desplazan entre los andamios, desde donde esperan el momento de la venganza. Sin embargo, hacia la mitad del filme se celebra una gran fiesta en la que participan todos y que será el único momento de encuentro armonioso de unos y otros. Esta escena central es presentada con un cartel de carácter metalingüístico que dice: “La fiesta de los Espíritus filmada por el grupo de los cinco”. De carácter notoriamente lúdico, el relato no se atiene a ninguna lógica dramática y evoluciona de manera imprevista. La nota del azar se hace aún más notoria por el hecho de la concentración física, a diferencia de otros filmes de construcción abierta, donde la diversidad de ambientes y de situa- ciones favorece el predominio de lo aleatorio. Filipelli apunta:

La consigna ideológica y estética del filme podría encontrarse en un cartel que se repetía en Week End, de Godard: ‘Película haciéndose’. En verdad, la vaga trama del filme es una suerte de juego donde se muestra el irse haciéndose y no el resultado. El espectador se enfrenta con una especie de narración que lo induce a pensar que absolutamente todo puede suceder (Tirri 2001: 19-20).

Por su parte, César Maranghello afirma:

La película no solo no oculta el proceso de su factura, sino que lo ex- hibe en toda su ambigüedad. El tema de la verdad y la mentira es, en el fondo, el único verdadero... Es un filme experimental en el sentido más amplio del término: tono insólito, forma desconcertante y estructura aparentemente antojadiza... The Players participan de juegos que tienen TERCERA PARTE 421

mucho del teatro del Absurdo, las técnicas de Grotowsky y un tufillo a los esquemas de las primitivas terapias grupales (Tirri 2001: 31-32).

The Players versus Ángeles caídos es, sin duda, una de las pocas pelí- culas latinoamericanas de esos años que se aproxima al gran proyecto go- dardiano de un film en train de se faire, pero sin hacer copia ni calco, sino asumiendo los riesgos de una apuesta difícil, más aún por la concentración espacial, que puede ser más “manejable” en la puesta en escena de un John Cassavetes, por ejemplo, pero que resulta más riesgosa cuando se plantea en términos tan libres, juguetones y aleatorios. El segundo filme en importancia del grupo es —también en opinión bastante coincidente a la que me sumo— Tiro de gracia, de Ricardo Becher. La película cuenta, de una manera mucho menos “teatral” y estilizada que la del filme de Fischerman, las andanzas de Sergio Mulet en sus noches de farra con amigos, sus aventuras amorosas y sus intentos de lograr trabajo en el campo. Dice Daniel López:

El filme es muy franco y osado en materia de sexo (los personajes mas- culinos se intercambian mujeres con suma facilidad), incluye flashbacks y recurrentes fantasías que el espectador debe separar por sí mismo de la historia ‘real’; experimenta con la banda sonora de una manera muy sutil pero perceptible; muestra los primeros signos de la violencia urbana que se avecinaba: de alguna manera ‘se caga’ en la precisión de encuadres y montaje... Es un filme vital, atrevido y también divertido (López 2000: 176-177).

López señala un aspecto que, en razón del registro de la realidad social inmediata o de la perspectiva no precisamente feliz o gozosa (sino todo lo contrario) de diversos autores, no estaba precisamente arraigado en el cine de esos años en la región. Por motivaciones ideológicas o por la transferen- cia de la propia subjetividad se tendió a hacer, no digamos un cine solemne, aunque a veces podía serlo, pero sí un cine serio, grave, adusto, preocu- pado, en algunos casos sombrío y terrible. Tiro de gracia, como también The Players versus Ángeles caídos, ofrece una mirada distinta, que no es en absoluto una mirada frívola, superficial o despreocupada, sino que asume el relato de una forma como, asimismo, lo hacía, al menos parcialmente, el Godard de los años sesenta, anterior a La chinoise y Week End o la Věra Chytilová de Las margaritas. Precisamente esa tónica vital, atrevida, irre- verente y a la vez lúdica y divertida, sin que eso descarte otras notas más sombrías, encontramos en el joven Godard, en ese Godard más “impulsivo”, 422 ISAAC LEÓN FRÍAS

si lo comparamos con el de las películas posteriores a 1980. Pero, una vez más, valga la referencia en términos de comparación y no de la asimilación de una película que, como Tiro de gracia, ofrece una identidad claramente diferenciada77. Hubo otro grupo argentino, formado por Julio Ludueña, Miguel Bejo y Edgardo Cozarinsky, de los cuales el tercero es el único que tendrá luego continuidad en la actividad fílmica, sobre todo en Francia. Aparecieron poco después del Grupo de los Cinco, reivindicando similares posiciones experimentales, a las que unieron visiones políticas más o menos radicales, pero no militantes, salvo en el caso de Cozarinsky, el menos “político” de los tres. El carácter de alegorías políticas separó a este grupo del de los Cinco, y, asimismo, nunca concibieron sus películas en función de las salas comer- ciales. Por las limitaciones de la exhibición y los problemas con la censura, la vida del grupo fue muy breve y apenas realizaron unas pocas películas: Alianza para el progreso (1970) y La civilización está haciendo masa y no deja oír (1973), de Ludueña; La familia unida esperando la llegada de Ha- llewyn 1971), de Bejo, y... (Puntos suspensivos, 1970), de Cozarinsky. Vale la pena detenerse brevemente en una de ellas, Alianza para el progreso, en la que, a la manera de los morality plays medievales —como anota Néstor Tirri (Tirri 2001: 89)— se construye una historia fuertemente alegórica con personajes que representan al empresariado, a los militares, a la guerrilla y, entre otros, a Estados Unidos y a la clase media argentina, en- carnados estos dos últimos por actrices. Con una manifiesta “teatralidad”, se trata de un filme que invoca postulados brechtianos y que intenta renovar el enfoque más o menos establecido de los problemas políticos en el cine de la región, a través de un tratamiento antirrealista. Muy distinta a todas las anteriores, es una obra excepcional dirigida por Hugo Santiago en 1969, Invasión, que —como ya hemos señalado— se basa en un relato de Jorge Luis Borges (y Adolfo Bioy Casares), quien escri- bió el guion junto con Santiago, de modo que se puede afirmar que este fue el aporte a la creación fílmica más importante en la vida de Borges, pese a haber trabajado en otros guiones, entre ellos el de Les autres, una cinta francesa del mismo Hugo Santiago, de 1974. Invasión ha sido calificada como un thriller de política-ficción, en uno de esos habituales intentos por delimitar en términos de modalidades de género a todas las películas en

77 Recordemos que hay otras películas latinoamericanas del periodo que escaparon a los tonos grises cargados de la época, como es el caso de Los inundados, Las aventuras de Juan Quin Quin, Macunaíma, algunos títulos del udigrudi brasileño. Pero son una pequeña minoría en el conjunto. TERCERA PARTE 423 que tales modalidades parecen aplicarse. Pero, en rigor, es un relato refrac- tario a esas calificaciones, aun cuando muestre resonancias diversas, desde el Fritz Lang de las historias urbanas de su periodo silente, hasta Alphaville, de Godard. Con componentes de una intriga de espionaje, pero claramente descontextualizada78, Invasión se ubica en una ciudad, Aquilea, 1957, tal como aparece al inicio, y cuenta los afanes de resistencia de una organiza- ción que trata de impedir la instalación en la ciudad de una emisora radial que operaría como “cabecera de playa” de una presunta invasión. De entrada, y a diferencia de cualquier thriller, los datos son inciertos, pues no se conoce la identidad de unos y otros, ni las causas que produ- ce la supuesta invasión. Los “defensores” de la ciudad son los personajes principales del relato, y en ellos se concentra el objeto de atención visual central en la historia, pero no se constituyen, propiamente, en “héroes” ni se establece ese perfil claro de “buenos” y “malos”, habitual en los relatos de género. El carácter que sí tienen los defensores es el de “víctimas”, pues el relato avanza a través de una seguidilla de muertes. En esta línea, David Oubiña ha señalado con agudeza:

Invasión es, ante todo, un espacio legendario donde es posible escenifi- car una trama de aventuras sobre el mito del coraje: su máquina narrativa es un compuesto de criollismo y de fantástico... El éxito de una trama así entendida no radica en la pobre verosimilitud realista, sino en la pe- ricia de un estilo que pone a funcionar de manera eficiente un juego de elementos formales que en ningún momento renuncian a su diferencia... Invasión no intenta en ningún momento borrar las huellas del referente, sino que todo su esfuerzo apunta a desrealizarlo. Aquilea es y no es Bue- nos Aires. O mejor, Aquilea podría ser Buenos Aires despojada del color local que le imprimió la estética realista (Oubiña 2002: 77-78).

En relación con el diseño urbano-arquitectónico del filme, expresión gráfica de una historia de acosados (presentes en el campo visual) y acosa- dores (casi siempre, ausentes), Oubiña sostiene:

La cartografía muestra un compuesto urbano, un territorio sintético... Es- pacio atiborrado, barroco, Aquilea aparece como un lugar reconocible y extraño. El resultado es un lugar inquietante y familiar a la vez... El montaje, que hace posible la construcción de la ciudad, rige también las inflexiones de la trama. Las exigencias del policial hacen que el relato

78 En las intrigas de espionaje suele haber datos muy precisos de ubicación geográfica y cronológica, antecedentes, referencias contextuales, así como de las identidades (claras u oscuras; más bien lo último) de los personajes. Por comparación, la intriga de Invasión es más “abstracta”. 424 ISAAC LEÓN FRÍAS

circule de un muerto a otro; pero en Invasión eso no supone un desa- rrollo del conflicto hacia su resolución... Siguiendo los enfrentamientos entre invasores y defensores, la narración salta de una frontera a otra, de un punto cardinal a otro. Porque no hay desplazamientos entre esos diferentes puntos, la ciudad de Aquilea está hecha de sitios decisivos, no de trayectos. En el espacio pleno de Invasión lo obturado son las co- nexiones entre los fragmentos, los espacios intermedios, las transiciones, los blancos. El filme no narra, en el sentido tradicional, sino que circula a través de situaciones aisladas que funcionan como microrrelatos. Y no los encadena en una causalidad dramática, sino que los pone en contacto violentamente, prescindiendo de toda mediación (Oubiña 2002: 78-79).

Nótense las diferencias entre esa forma de organizar la ciudad y la su- presión de los trayectos, oponiéndola a lo que hace en sus policiales Jean- Pierre Melville, donde los trayectos son esenciales, como momentos de trance de cara al destino de los personajes, como dilatación del espacio y, simultáneamente, del tiempo, como recorridos que a la vez crean y reducen la tensión, como tramos en los que el estilo del autor parece decantarse. Véanse, especialmente, El círculo rojo, Un flic y Hasta el último aliento. La originalidad de Invasión va por otro lado y en esa línea recupera fuentes lejanas, de esos ámbitos urbanos concebidos por Lang y Sternberg que entusiasmaban a Borges y que la fotografía de Ricardo Aronovich parece evocar en parte y especialmente en los trazos nocturnos que se muestran en Invasión. Sin embargo, y con todo lo extraña que puede resultar esta historia de los defensores de una ciudad amenazada, no hay nada en la película que muestre ostensiblemente las formas de ruptura que hemos indicado en las otras películas argentinas o también en las mexicanas y las brasileñas de propuestas avanzadas. Invasión no es —digamos— una película programá- tica ni ostensiblemente moderna, como sí lo son o quieren serlo las otras. Su modernidad se desprende de una forma muy sutil de organizar el relato, de configurar identidades, de crear una geografía urbana ominosa, tras la apariencia de una intriga misteriosa, con resonancias fantásticas. Jorge Ru- finelli afirma:

La índole fantástico-metafísica de Invasión no está solo o principalmente en el tema de una ‘invasión’ incontenible de fuerzas extrañas, sino en un subtexto o subtema que hipotéticamente es el central: invasores y defen- sores no son otra cosa que criaturas de la ficción de don Porfirio, que en el tablero de su historia compone el juego mayor y gratuito (Ruffinelli 2009: 89). TERCERA PARTE 425

Dice también Ruffinelli:

Un mapa de la ciudad que aparece al comienzo y en otros momentos, permitiría hablar de un juego de ajedrez, no solo porque se le parece, sino porque la organización de los movimientos en el tablero de parte de don Porfirio recuerda la de un jugador con sus caballeros, torres, alfiles y peones (Ruffinelli 2009: 88).

8. Los pliegues de la memoria

Los motivos de la memoria han adquirido en las últimas décadas un peso considerable tanto en el campo de la ficción como en el de la no ficción. No tenían la misma relevancia en los años sesenta o, al menos, no la tenían casi en el marco del cine latinoamericano. La propuesta de documentales como Noche y niebla, de Alain Resnais, en 1956, o de La jetée, de Chris Marker, en 1962, no era muy común en esos tiempos. Fue, precisamente, Alain Resnais quien, con esas simplificaciones habituales de cierta crítica, se convirtió en el “cineasta de la memoria”, sobre todo a partir de sus dos primeros largos, Hiroshima, mi amor y El año pasado en Marienbad, asociados al llamado nouveau roman, el que le aportó al tratamiento fílmico de la memoria una forma distinta a la que, por ejemplo, el alemán William Dieterle había ma- terializado en melodramas románticos tipo El retrato de Jennie. Unas pocas realizaciones de los años sesenta apuntan en América Latina hacia un tratamiento distinto de los pliegues de la memoria en la ficción, mientras que algunos documentales —como hemos visto (Hombres de mal tiempo, Muerte y vida en el Morrillo)— lo hacen por la vía de la evocación dialogada. Esas experiencias ficcionales se aproximan a las que tienen lugar por esas mismas fechas al “otro lado del charco”, y en parte provienen de las inquietudes literarias de esos años en la dirección de un cuestionamien- to más a fondo aún que de las estructuras temporales se venía haciendo en la novela occidental, desde el Ulises, de Joyce; En busca del tiempo perdido, de Proust, o Manhattan Transfer, de Dos Passos. Hay un largo de escasos setenta minutos de inicios de los sesenta, que es En el balcón vacío, del español afincado en México Jomi García Ascot, en el que el motivo de la memoria se constituye no solo en la razón dramática de la historia, sino también en el motor expresivo. El filme comienza en Navarra y en diversas escenas se descubre el clima de amenaza en que vive una niña y el desplazamiento forzoso que se ve obligada a hacer con su hermana y su madre, primero, a Valencia, y, luego, a París. Más adelante la protagonista, interpretada por María Luisa Elío, autora del argumento, apa- 426 ISAAC LEÓN FRÍAS

rece ya mayor en el exilio mexicano y recrea imaginariamente recuerdos del pasado durante los años de la guerra. Se trata de un relato intimista, muy marcado por la nostalgia y el senti- miento de pérdida. Dice Ayala Blanco:

A semejanza del primer largometraje de Alain Resnais (Hiroshima, mi amor), García Ascot evoca una catástrofe colectiva a través de una me- moria individual, de una conciencia que no puede olvidar. Solo que el realizador hispano-mexicano no incluye la irrupción del recuerdo como elemento narrativo: refiere los hechos cronológicamente, dándole al pre- sente los tonos íntimos y silenciosos del recuerdo. La guerra española nunca será, pues, el incentivo de una reconstrucción o de una interpre- tación histórica, sino que será el trasfondo dramático, la causa eficiente de ese desgarramiento interior de Gabriela que la edad agrava... Unas cuantas imágenes de la evacuación de Barcelona en 1939 bastan para volver sensible la tragedia colectiva, de la misma manera que los trávelin del museo atómico hacían tangible el genocidio de Hiroshima (Ayala Blanco 1968: 322).

En Argentina, Manuel Antín es el realizador que aborda los motivos del pasado y la memoria en sus primeras películas, desde una construcción temporal que altera la continuidad, y se convierte en el autor de una línea expresiva claramente diferenciada. Esas películas son La cifra impar (1961), basada en el cuento de Julio Cortázar “Las cartas de mamá”; Los venerables todos (1962), sobre un guion del propio realizador; Circe (1963), inspirada en el cuento del mismo nombre de Cortázar, y finalmente Intimidad de los parques, que adapta los cuentos Continuidad de los parques y El ídolo de las Cícladas, también de Cortázar. Salta a la vista la ligazón que se establece entre tres de estas películas con la narrativa cortazariana, que vista así, ais- ladamente, parecería refrendar una supuesta asociación entre el “nuevo cine argentino” y la nueva novela (el boom). Pero el de Antín es un caso muy particular, a pesar de los nexos literario-fílmicos que se pueden establecer y algunos mecanismos de construcción narrativa comunes, estamos ante dos orbes lingüísticos y estéticos distintos, y no hay, por tanto, ni afinidad ni correspondencia (salvo en el nivel de la anécdota y, otra vez, de ciertos procedimientos de construcción temporal) porque el funcionamiento lin- güístico es distinto en los cuentos y en las películas. Como ocurrió, exageradamente, en relación con una supuesta gravi- tación del estilo de Michelangelo Antonioni79 en las películas de David

79 Sí convendría rastrear con mayor detenimiento la influencia de Antonioni en una parte del cine latinoamericano de los años noventa y sobre todo de la primera dé- TERCERA PARTE 427

Kohon y, sobre todo, Rodolfo Kuhn, también se ha sobredimensionado la influencia de Alain Resnais en las películas iniciales de Antín. Es cierto que se pueden establecer relaciones, una de las cuales está en la importancia que para Resnais tenía el soporte literario (Marguerite Duras en Hiroshima, mi amor, Alain Robbe-Grillet en El año pasado en Marienbad, el guion de Jean Cayrol en Muriel y el de Jorge Semprún en La guerra ha terminado, etcétera), además de la voluntad explícita de quebrar la continuidad del montaje clásico. Pero de allí a inferir una repetición mimética o casi de las operaciones expresivas resnaisianas, hay una enorme diferencia. Para efectos de nuestro trabajo nos centraremos en dos de esos cuatro títulos, que son La cifra impar y Circe. Aun cuando se puede considerar Los venerables todos como la mejor película de Antín, tiene una construcción temporal distinta, y, por su parte, Intimidad de los parques, más cercana como organización cronológica a las dos primeras, es la más débil de las cuatro80. En La cifra impar, Luis y Laura viven en París, pero reciben extra- ñas cartas de la madre de Luis, anunciándoles la inminente visita de Nico, el hermano menor de Luis, que había sido novio de Laura y que falleció dos años antes. El dato “imposible”, procedente de un lapsus, un error o quién sabe qué de la madre de Luis, se convierte para Laura en una obsesión. En Circe, Delia, una joven que se confina en su hogar, después de la muerte de dos novios (uno al salir de la casa de Delia de un ataque al corazón y el se- gundo por suicidio), se ve visitada por un pretendiente, y el misterio de las dos muertes se hace presente y afecta el vínculo que se va estableciendo. Películas que trabajan sobre el misterio y la extrañeza, la incertidumbre y la ambigüedad crecientes, a partir de una “normalidad” que poco a poco va siendo infiltrada, hay en ellas un trabajo muy elaborado en el nivel de la composición visual y la iluminación, con inclinación a un barroquismo que el “retorcimiento” de las anécdotas (y no porque sucedan muchas cosas) y la manera como se articula el montaje, estableciendo vínculos esquivos, contribuyen decididamente a acentuar. Es más, en el conjunto de realizado- res que constituye la Generación Argentina del Sesenta, el de Antín pasa a ser el estilo fílmico más “notorio”, aunque no lo es en un sentido afectado, preciosista o virtuoso, y el barroquismo de Antín es menos prominente que, por poner un ejemplo de ultramar, el de Joseph Losey en Eva o El sirviente.

cada del 2000, como igualmente en una parte muy significativa del cine de autor europeo y asiático de las últimas décadas. 80 Intimidad de los parques fue una coproducción peruano-argentina, filmada en Lima y Machu Picchu, con Francisco Rabal, Dora Baret y Ricardo Blume en los roles protagónicos. 428 ISAAC LEÓN FRÍAS

En todo caso, es en la exploración temporal, a partir de los indicios de una ominosa realidad oculta, donde se activan las referencias a aquello que parece haber quedado atrás (y lejos en el caso de La cifra impar) y que, sin embargo, se hace presente de manera sugerida, velada, inesperada y siempre extraña o desconcertante. Esta exploración acerca las películas de Antín a una de esas “plataformas” de la modernidad que en Europa estaba representada principalmente por el francés Alain Resnais (luego se incor- porarán los escritores Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet, no por ca- sualidad colaboradores estrechísimos de los dos primeros y muy debatidos largos de Resnais), pero de una manera distinta que procede de los recursos literarios empleados por Cortázar antes de que Resnais hiciera sus célebres Hiroshima, mi amor y El año pasado en Marienbad. A propósito de las asociaciones que se hicieron de La cifra impar con El año pasado en Marienbad, David Oubiña dice:

Más allá de la influencia estilística de Resnais, el dispositivo de tiempos en La cifra impar se comporta de manera distinta y casi opuesta a la del filme francés. En El año pasado en Marienbad, los tiempos son capas flotantes que se dispersan, sin un centro fijo, y cuyo valor de presente, pasado o futuro es inestable. El trabajo que Resnais realiza sobre la me- moria tiende a la constitución de lo que Deleuze denomina ‘tiempo no cronológico’, en que capas de tiempo paradójicas, hipnóticas, alucinato- rias se caracterizan a la vez por ser un pasado pero siempre venidero. La estrategia narrativa de Cortázar y Antín no consiste en disolver las direcciones temporales o su valor absoluto, sino en cuestionar ciertas certezas sobre el mundo. La emergencia del pasado y su invasión sobre el presente producen una oscilación que impide discernir lo real de lo alucinado... En Resnais, el relato es una circulación sin centro a través de mundos que se multiplican, mientras que en Antín y Cortázar es un pasaje que oscila entre dos mundos paralelos. Deriva versus péndulo. Dispersión versus desdoblamiento (Oubiña 1994: 15-17).

En relación con Circe, Oubiña considera:

Como La cifra impar, Circe trabaja sobre la oscilación entre la serie del presente y la del pasado. Pero en este caso, el pasado funciona como un bloque de dos laterales que accionan por fragmentos sobre la his- toria central. No la explican (como en La cifra impar, en que la serie pasado/Buenos Aires proporciona retrospectivamente la prehistoria del conflicto), sino que le confieren una dimensión siniestra: lo terrible es la repetición... Lo que Antín conserva de un filme a otro es el concepto de la narración como una continuidad imposible: el relato es una conexión de fragmentos heterogéneos que entran en una relación de extraña flui- dez. Poner en contacto sujetos aislados (Los venerables todos), fragmentos de voces (La cifra impar), fragmentos de relatos (Circe), fragmentos de TERCERA PARTE 429

tiempos (Intimidad de los parques). Dentro de la mecánica de los pasajes cortazarianos, lo siniestro se constituía como emergencia de lo obturado (en La cifra impar) o como repetición de lo diferente (en Circe) (Oubiña 1994: 22-23).

En el Perú hay también un realizador preocupado por las conexiones entre el presente y el pasado, fuera de los modos tradicionales del relato fílmico. En sus tres primeros filmes de ficción, En la selva no hay estrellas (1967), La muralla verde (1970) y Espejismo (1973), Armando Robles Godoy construye historias, con guiones ciertamente menos sólidos que los de La cifra impar y Circe, en los que la memoria se activa, el relato se bifurca, se entrecruzan los tiempos y, por tanto, el montaje se convierte en el recurso central para generar una dinámica de intersecciones cronológicas. En las películas de Robles Godoy, los exteriores desempeñan un rol crucial, que no tienen las primeras cintas de Antín, más cerradas espacialmente, más concentradas en ámbitos interiores, más “películas de cámara”81. En la selva no hay estrellas es, argumentalmente, casi un relato de aventuras en la selva peruana, en la que un aventurero le roba el oro a una mujer blanca que vive en una remota comunidad. También lo es, en parte, La muralla verde, en la que una joven pareja con un pequeño hijo intenta establecerse en otro lugar de esa enorme franja amazónica y para ello se ve obligada a enfrentar las dificultades de la naturaleza, menos oprobiosas, sin embargo, que las dificultades burocráticas que el relato cronológicamente entrecortado va ofreciendo. Está claro que no es la aventura en cuanto tal lo que interesa al reali- zador peruano (aunque lo mejor de En la selva no hay estrellas se asocia, precisamente, a la aventura), sino que la aventura es en su perspectiva solo un componente (el componente épico, podríamos decir) de una tragedia en la que los protagonistas (motivados por la avaricia o por el deseo legítimo de establecerse como colonos en la selva) son las víctimas y de la que, finalmente, las escenas funcionan como retazos que van “reconstruyen- do” el orden inicial. Sin embargo, y a diferencia de las películas de Antín que hemos considerado, las de Robles no instalan el misterio ni generan ambigüedad. Más aún, el sentido no es en ellas elusivo o “negado”. Por el contrario, el sentido termina siendo muy claro. No hay “agujeros negros”, como sí los hay en Antín.

81 Las películas de “cámara” son como las piezas musicales con pocos instrumentos. Pocos personajes, escasos escenarios, peso central del diálogo. Dreyer fue uno de los grandes maestros de un “cine de cámara”. También Bergman en varios de sus filmes, incluido el último, Sarabanda. Fassbinder llevó al barroquismo sus filmes de cámara.

Final: Paisaje después de la batalla

Llegamos a la recta final y reaparece la pregunta: ¿hubo un nuevo cine en América Latina en los años sesenta y la primera mitad de la década siguien- te? Ciertamente lo hubo, y son numerosas las películas que dan cuenta de ello. No solo fueron “nuevas”, sino que además consiguieron un nivel promedio superior al de las décadas precedentes y posteriores. No por el hecho de ser “nuevas” (la novedad no otorga automáticamente categoría es- tética), sino porque había talento detrás de la cámara y una mirada distinta, más acorde con lo que se hacía en otras partes. Que haya sido la “década prodigiosa” del cine en la región podría discutirse. Puede haber sido la mejor, como la década del cincuenta fue la mejor en la historia del cine estadounidense en el nivel de calidad estética, pero suena excesivo hablar de una “década prodigiosa”, como se la califica. Otra pregunta que se impone: ¿ese nuevo cine configuró un movimien- to? Aquí la respuesta requiere varias precisiones que, inevitablemente, re- toman argumentos expuestos en las páginas previas del libro. La corriente más cercana al carácter de movimiento es la brasileña; es decir, el cinema novo. Hubo allí una relativa mayor unidad de criterios, una posición grupal compartida, una voluntad de rescate de tradiciones y componentes popu- lares reelaborados en formas fílmicas distintas a las que hasta ese entonces habían primado, un deseo de modificar las estructuras de la industria bra- sileña, de convertirse en un cine nacional y popular, y de establecer nexos distintos con el público. También hay un colectivo de cineastas en Cuba, animados por la dinámica de la revolución en marcha, que configuran una corriente propia que —a diferencia de la brasileña— está promovida por el Estado cubano e incorpora un componente político afirmativo que no tenía el cinema novo. En México, también se perfila, aunque con menor claridad, una corriente alentada por el Estado, sin la carga política ni del cine cubano, ni tampoco del brasileño, con algunas excepciones. Pero sería

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una inexactitud hablar de un movimiento en México, cuando en todo caso es una tendencia que cristaliza en los primeros años setenta, durante el gobierno de Echeverría, y nada más. La Generación Argentina del Sesenta es, asimismo, una corriente que trata de hacerse de un espacio en una industria hostil y, finalmente, no lo consigue. El nuevo cine chileno es muy coyuntural y pasajero y no está unido por nexos sólidos. Cada uno de esos cines, en todo caso, tuvo su propio espacio, sus propias características, sus propias dificultades y sus propias especificidades. Por ello hablar de un nuevo cine latinoamericano como una unidad de tendencias es formular un concepto que no se atiene a lo ocurrido en cada país y en el contexto de la región. Hubo, notoriamente, un movimiento, el brasileño y, luego, corrientes o tendencias más o menos articuladas, algunas independientes y desprotegidas y otras avaladas por el Estado. Si se ha perfilado la noción de un nuevo cine latinoamericano es porque hubo una voluntad política (o político-estética) signada por la necesidad de la unión, frente a la manifiesta dispersión existente; por lograr un frente común ante el poderoso oligopolio de las distribuidoras estadounidenses; y por fomentar un cine en función de un cambio social radical. Es decir, y aun cuando ello no se concreta de manera definitiva, la noción de nuevo cine latinoamericano tiene un claro sesgo ideológico-político, y su enun- ciado más nítido es el que formulan Solanas y Getino en la tesis del tercer cine, que apunta a un trabajo militante. Allí se dirigía la plataforma que se fue gestando en los festivales de Viña del Mar y otros. Con discrepancias y matices significativos, como que la situación (política, social, cinematográfi- ca) no era igual en todas partes, y mientras que en Colombia y Uruguay los cineastas extremaban las posiciones “antisistema”, en el Perú y Venezuela se pugnaba por obtener una legislación que favoreciera la producción local. Antes que plantearlo en singular, sería más adecuado en todo caso ha- cerlo en plural: los nuevos cines de América Latina. De hecho, Paranaguá diferencia de manera rotunda el cinema novo del (en singular) nuevo cine latinoamericano (Paranaguá 2003). Con la misma rotundidad habría que di- ferenciar el nuevo cine mexicano del boliviano y del chileno o del cubano. La unión parcial que se crea en la segunda mitad de los sesenta articula políticamente lo que en ese momento tenía una cierta relevancia, de la que terminó excluido el nuevo cine argentino de la primera mitad de esa década y el nuevo cine mexicano en ciernes. Pero esa articulación se des- morona cuando las condiciones políticas sudamericanas, con las brutales dictaduras de por medio, cierran las compuertas, no solo al cine militante, sino también a cualquier otro que pudiese resultar incómodo. Una película FINAL: PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA 433 como La Patagonia rebelde, por ejemplo, no se hubiese realizado de nin- guna manera en el periodo 1976-1983 e, incluso, ninguna que ofreciese una mínima parte de lo que se consideraba provocador en la cinta que dirigió Héctor Olivera. Sin embargo, el mito persiste y se continúa con la monserga de un cine de combate y en lucha contra el poder y la industria, sin que se consideren variantes ni diferencias. Por ejemplo, Ramón Gil Olivo afirma categórica- mente: “Realizado fuera y en oposición a los sistemas de producción exis- tentes, el nuevo cine latinoamericano fue, de hecho, compañero de viaje de movimientos sociales que buscaban la transformación radical de las estructuras económicas y sociales” (Gil Olivo 1999: 60). Este tipo de enun- ciados se sigue profiriendo, contribuyendo al mito combativo, a la idealiza- ción de ese periodo que hemos intentado cubrir y debatir. Y la afirmación no corresponde enteramente a la verdad porque no todo lo que se hizo en esos años se realizó fuera y en oposición a los sistemas de producción existentes. Eso vale para la obra inicial del grupo Cine Liberación o para las pe- lículas del Cine de la Base. Vale para las películas de Carlos Álvarez o de la pareja Rodríguez-Silva en Colombia, para el cine de Handler, en Uru- guay. Pero no vale para las películas chilenas ni para las de Sanjinés. No vale para las películas mexicanas, con algunas pocas excepciones, como El grito, y, solo hasta cierto punto, Reed, México insurgente, de producción independiente, pero distribuida por los canales de la Pelmex. No vale para el cine cubano del ICAIC, tampoco para el cinema novo, que no se hizo en oposición a los sistemas de producción existentes, sino a los conceptos que regían el sistema, que no es lo mismo. Ya hemos visto que el cinema novo no fue un movimiento antiindustrial, sino que intentó hacer películas distintas valiéndose en lo fundamental del mismo sistema de producción. Otro autor, Paul A. Schroeder Rodríguez, en un texto de reciente pu- blicación, incorporando la idea de una “fase neobarroca” en el nuevo cine latinoamericano, afirma:

El nuevo cine latinoamericano se desarrolló en dos fases sucesivas aun- que no exclusivas la una de la otra. La primera fue una fase militante cuya estética documentalista predomina en los años sesenta, cuando muchos cineastas vieron su trabajo como parte integral de un proyecto de libera- ción política, social y cultural. La segunda fase, neobarroca, predomina en los años setenta y ochenta. Durante esta segunda fase muchos de los mismos cineastas que habían sido militantes en los años sesenta recon- ceptualizan su trabajo para responder a un proyecto más complicado: de- sarrollar el equivalente cinematográfico de un discurso político pluralista 434 ISAAC LEÓN FRÍAS

identificado con una emergente sociedad civil y opuesto al autoritarismo y monologuismo de los regímenes autoritarios que se impusieron en la región a partir de los finales de los sesenta. Estéticamente se trata de un cine que oscila entre el espectáculo (por ejemplo, La montaña sagrada, Alejandro Jodorowsky, México-Estados Unidos, 1973) y el realismo (por ejemplo, Bye Bye, Brasil, Carlos Diegues, 1980), y que frecuentemente combina ambas tendencias en lo que Daniel Sauvaget llama el barroco social (Schroeder 2011: 16)82.

En rigor el concepto de “neobarroco” se podría aplicar por completo a varias películas de la “primera fase”: por ejemplo, a Dios y el diablo en la tierra del sol, a Lucía, a Memorias del subdesarrollo, a El desafío y a El bravo guerrero, entre otras influidas por la estética documentalista, de modo que no es un atributo para nada propio de la supuesta segunda fase. Incluso se pueden considerar “neobarrocos” algunos documentales de Santiago Álva- rez y la mismísima La hora de los hornos. En todo caso, las diferencias de tratamiento más marcadas se hallan en la evolución del cinema novo y la aparición de la tendencia tropicalista, precisamente porque se trata de un movimiento (el único) de una cierta duración y una amplia producción, pero ni siquiera en ese caso se puede hacer una partición estilística tan radical como la que hace Schroeder. Igualmente es un abuso terminológico hablar de un cine militante, ge- neralizando a todo el supuesto movimiento del nuevo cine en su “primera fase”. ¿Eran, en rigor, películas militantes Vidas secas, Los fusiles, La gran ciudad, Menino de ingenio, Ukamau, Tres tristes tigres, El chacal de Nahuel- toro, Valparaíso, mi amor, Lucía, La primera carga al machete, Memorias del subdesarrollo, títulos “canónicos” de los años sesenta? No lo eran, al me- nos no en un sentido político directo y mucho menos partidario; por tanto, generalizar la idea de la militancia como un rasgo compartido por todas las películas es incurrir en un craso error. Militantes eran los documentales de Álvarez, los de Handler y Carlos Álvarez, La hora de los hornos, entre otras, es decir, solo una porción del cine que se hizo en la región y que cuestionó, hasta cierto punto, la idea de la autoría, que no estaba cuestionada (y, por el contrario, en alguno de los casos, incluso magnificada) en esas pelícu- las que he mencionado y en otras que no tenían un carácter “militante”. Incluso en las películas “militantes” hubo una clara autoría creadora, como apreciamos en los documentales de Santiago Álvarez (¿alguien lo pondría en duda?) o en la misma La hora de los hornos. Y autoría —como ha apun-

82 Schroeder ha debido decir “no excluyentes”, en vez de “no exclusivas”. El significa- do es distinto. FINAL: PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA 435 tado Robert Stam—, que se alimentaba de referentes del cine y de la cultura occidental (europea y estadounidense), de esa misma cultura colonizadora condenada en la teoría del tercer cine (Stam y Shohat 2002). Pero lo más importante: ¿cómo determina Schroeder ese marco temporal que cubre tres décadas y por qué el presunto nuevo cine latinoamericano no va más allá de los años ochenta? El texto no lo explica, y distingue dos etapas globales a partir de unos pocos brochazos, saltando a la garrocha las diferencias propias de cada país, porque si en Sudamérica se impusieron dictaduras militares, eso no pasó ni en Cuba ni en México. Entonces, ¿por qué Cuba y México tendrían que haber reproducido las mismas tendencias estéticas de los países del Cono Sur? ¿Qué razón política explica que se haga La montaña sagrada en México y Bye Bye, Brasil en el gigantesco país sudamericano, películas que Schroeder vincula en su texto como ex- presiones cinematográficas de un “proyecto político pluralista”? No creo, en absoluto, que respondan a tal “proyecto”, entre otras razones, porque el caso de Jodorowsky es sui géneris y no es un cineasta del nuevo cine latinoamericano de los sesenta, como lo son los que hemos mencionado líneas arriba y lo es el mismo Carlos Diegues. Ya he apuntado las razones por las que he incluido a Jodorowsky, como lo he hecho con otros “excluidos”, y la única que lo vincula en términos de “nuevo cine latinoamericano” es su elusiva vinculación con la vertien- te del llamado nuevo cine mexicano, y nada más. Pero a Jodorowsky le interesó siempre sacar adelante sus propias películas y poner en ellas sus obsesiones e inquietudes de artista, más allá del país en que filmara. En tal sentido, es claramente un artista sin “nacionalidad”, y lo digo sin el menor matiz despectivo o minimizador. Esa ha sido su opción. En cambio, Carlos Diegues sí era un hombre del cinema novo, comprometido con el cine de su país, y en Bye Bye, Brasil intentó de manera expresa hacer una película con mayor capacidad de comunicación, sin perder por ello el lado reflexivo y la cuota personal. Por otra parte, Schroeder ejemplifica su sustentación de la fase “neoba- rroca”, que según él predomina en los años setenta y ochenta, con una película anterior, de 1967, Tierra en trance, y con otra que no es latinoame- ricana, sino italiana, aunque dirigida por Fernando Birri, Org (1978)83. La

83 Org es una obra de producción y rodaje muy accidentados, iniciada en 1967 y culminada recién en 1978, y casi totalmente desconocida en América Latina en su momento y después. Durante mucho tiempo se conoció la existencia nominal de la película, pero nada más que eso. Extraigo del libro Soñar con los ojos abiertos, del propio Fernando Birri, parte de la reseña argumental allí consignada. Aunque 436 ISAAC LEÓN FRÍAS

película de Birri sintoniza, desde luego, con inquietudes estéticas y filosó- ficas propias de esos años, que también repercuten en nuestro continente, pero, con todo lo personal que tiene, es impropio asimilarla al cine de la región, y además presentarla como uno de los “modelos” de la segunda fase del NCL. Aun cuando en una secuencia de Org, algunos realizadores latinoameri- canos explican sus posiciones, eso no “latinoamericaniza” una obra radical- mente experimental, expresión de un “cine cósmico, delirante y lumpen”, tal como lo llamó el propio Birri. Org es una película atípica e inclasifica- ble. Con mayores razones se podría decir que son “latinoamericanas” las producciones europeas de Glauber Rocha, Cabezas cortadas y El león de siete cabezas, o, más aún, que son “chilenas” Actas de Marusia, de Littín, o Llueve sobre Santiago, de Helvio Soto, porque están realizadas por chile- nos, con historias que se ambientan en Chile y con la “herida abierta” por la debacle del gobierno de Allende, pero no lo son, ni se puede pretender que lo sean, por más referentes “chilenos” que tengan. Que puedan existir afinidades entre Org y La edad de la tierra no hace que la primera pueda ser asimilada al cine latinoamericano ni a una supuesta segunda fase, para mí inexistente, de ese nuevo cine latinoamericano que, como tal, es decir, como “proyecto”, más que como realidad orgánica, culmina su andadura hacia mediados de los años setenta. Lo que viene luego es otra fase (u otras fases) de las cinematografías de la región, que estando más cercanas aún no se han categorizado, y esta es otra necesidad que se plantea a la investigación y a la reflexión sobre la “historia comparada” del cine en la región, entre otras cosas, para que no se siga reproduciendo el mito de una fase militante, como lo hace Schroeder en el texto que hemos cuestionado. En todo caso, no creo que sea correcto caracterizar el periodo de los años setenta y ochenta como “neobarrocos” en respuesta a una situación política, sin establecer las diferencias entre los distintos países y también las que se manifiestan dentro de cada uno de ellos y las particularidades en cada caso. Eso que precisamente no se hace o se hace muy poco cuando se generaliza indebidamente, dando por hecha la existencia de un nuevo cine regional que fue más una aspiración, un deseo y un proyecto que una realidad mínimamente orgánica.

—según su autor— se trata de un no-filme, y “en gran medida es indefinible, tiene una historia: la de tres personajes centrales (el rubio Zohomm, el negro Grr y la rubia Shuick) con el ogro típico de los cuentos infantiles, y una aventura adánica y edénica, solo que en vez de un solo Adán hay dos (uno blanco, uno negro) para la Eva que, al final, explica la naturalidad y el placer de tener dos amantes” (Birri 2007: 388). FINAL: PAISAJE DESPUÉS DE LA BATALLA 437

Al respecto, Cavallo y Díaz argumentan con claridad:

Parece evidente hoy, con cuatro décadas de distancia, que la identidad política que se le atribuyó en su momento es insuficiente para sustentar la idea de un movimiento fílmico; que las influencias que se les supo- nen (neorrealismo, nouvelle vague, cinéma vérité) fueron asimiladas y procesadas de maneras muy diferentes; y que el “tener un nombre y la coherencia suficientes para promover debates sobre su dirección” son supuestos retóricos y no autorizan a revestirlo con una comunidad de principios que no tuvo ejecución práctica sino de manera episódica y ocasional (Cavallo y Díaz 2007: 266).

Continúan Cavallo y Díaz:

Michael Chanan se ha quejado, con cierta razón, de que la crítica que ha admirado algunas películas latinoamericanas de los 2000 (‘la buena onda’), ignore la existencia del ‘nuevo cine latinoamericano’ de los años sesenta. La ignorancia será siempre un defecto mayor para toda crítica cultural. Pero al mismo tiempo convendría preguntarse si la conceptuali- zación que se hizo entonces tuvo la solvencia necesaria para perdurar en la memoria; si no hubo en ella más prisa y pasión que rigor intelectual: y si se la puede seguir usando sin ninguna revisión, a pesar de su osten- sible pérdida de vigencia (Cavallo y Díaz 2007: 266).

Son más las negaciones las que unen a los autores y obras categorizadas como “nuevo cine latinoamericano”, según Cavallo y Díaz. El rechazo de Hollywood, apoyado en la oposición nacionalismo-imperialismo, vigente en esos años. El rechazo de las industrias locales, especialmente en Ar- gentina y Brasil. La negación de los géneros populares locales, como el melodrama o la comedia; el rechazo de los miembros de las industrias fílmicas establecidas; el rechazo del cine no militante o no manifiestamente político. “Así, el ‘nuevo cine latinoamericano’ pudo ser una práctica social oposicional —definida por su rechazo al statu quo—, pero sus diferencias temporales, espaciales y formales fueron tantas como las de las culturas y realidades políticas de cada país” (Cavallo y Díaz 2007: 267-268). Frente a esa perspectiva de un nuevo cine más o menos ortodoxa e institucional, sería más conveniente abrir el abanico e incorporar esas otras expresiones que hemos atendido en este libro y que darían, hipotéticamen- te, un panorama más abarcador y comprehensivo. Pero no es mi intención hacer una propuesta de ampliación de esa categoría y pedir que entren en ella los que en aquel tiempo eran los réprobos, los marginales o los independientes a la manera de un Prelorán. Que todos ellos, los ortodoxos y los heterodoxos, hicieron un cine nuevo es un hecho que —creo— no admite discusión. Por eso se puede afirmar con certeza que en esos años 438 ISAAC LEÓN FRÍAS

hubo una comprensible y legítima voluntad de renovación y, sobre todo, que se hizo un conjunto de películas con propuestas expresivas “nuevas”, que contribuyeron a enriquecer el abanico de la estética de la modernidad y el acervo cultural del país en que se hicieron y de la región en su con- junto. Eso es lo que permanece y lo que se debe rescatar, pero poniendo muy seriamente en duda —como lo hemos hecho— la existencia de un movimiento regional, de algo más que un proyecto concebido y alentado al calor de los debates políticos y culturales de esos “años de la conmoción”. Bibliografía

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