rturo Cantero Sarmiento nació en ALas Palmas de Gran Canaria en 1931. Vivió desde niño en un ambiente fa- miliar de elevado nivel cultural y decidido compromiso antifranquista. Ha desempeñado una intensa labor periodística y es el autor de un libro de gran significación: "Las Palmas 1950: vida, hechos y milagros de la famosa Igbsia Cubana ". Esta obra, que relata sus vivencias juveniles junto a un grupo de amigos, es al mismo tiempo un retrato de Las Palmas de hace 40 años, y una lúcida crítica a la Dictadura y a la represión se- xual, vistos siempre tras el prisma del hu- mor. Este grupo burlesco juvenil fue ori- gen, en parte, del movimiento Canarias Libre, por lo que fue detenido junto a Fernando Sagaseta y otros conocidos opositores al régimen. Encarcelado en marzo de 1962, fue juzgado por un Tribunal Militar en juicio sumarísimo. En homenaje a las mujeres de los pre- sos políticos ha escrito el libro: "Mujeres canarias en lucha", que próximamente verá la luz.

LA SOMB EL AGUAIRO

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Porrada: IDAFE ESTUDIO

O CENTRO DE LA CULTURA POPULAR CANARIA Y EDITORIAL PRENSA CANARIA. S.A. A mi querida esposa Gabriela

A todos aquéllos que aún aman a Gran Canaria

Al Pueblo de Agüimes

A la Ciudad de Las Palmas de G. C., a quien tanto debe el Archipiélago Canario

a casa de los Bordón está cerca del camino. Fue el viejo L abuelo Nicolás quien empezó a construirla sobre el erial de su propiedad, empleando adobe, piedras y palos. Los únicos supervivientes familiares de la terrible epidemia de cólera de 1851, fueron el propio Nicolás, cincuentón por aquel tiempo y SU hijo menor Antonio. Padre e hijo participaron en la tarea de abrir una enorme fosa común en las afueras de la Villa de Agiiimes, donde fueron enterradas las doscientas doce vícti- mas del pueblo. Antonio, superando harnbrunas y calamidades, pudo al fin mejorar la casa, quedando tal y como está hoy. El viejo Nicolás sólo le había abierto un ventanuco, pero su hijo a la muerte de aquél, amplió la luz por dos grandes huecos. Además, separó el corral de la vivienda, añadiendo un modesto espacio para ape- ros y almacén. Una pequeña parra pretende poner una nota de alivio a la vivienda. La tierra, bien arrifada, se adivina debida- mente trabajada. La propiedad está no muy lejos de la airosa iglesia de Agüi- mes que, aún en construcción, se asoma por encima del caserío blanco. Un camino de bestias sube del pueblo hacia la cumbre, hacia el pago de Temisas. Es tierra áspera de arrifes y secano, y 10 ARTURO CANTERO SARMIENTO todos los arbustos inclinan su cabeza hacia el sur, obligados por el fuerte viento casi constante. El terreno colindante a la casa, está otra vez plantado de hortalizas, papas y batatas, así como de trigo y cebada. La gente trata de superar los sustos de los vaivenes de la cochinilla, las tuneras van siendo arrancadas poco a poco, respetándose solamente aquéllas que se aprove- chan para cierre de linderos. Al otro lado de la vereda, un pequeño montículo protege del viento reinante sobre el hogar y la finca de la familia Bordón. El terreno tiene un centenar de pasos, lo justo para sobrevi- vir. Durante el auge de la cochinilla, fue cuando Antonio Bor- dón pudo mejorar la vivienda, dotándola de los muebles preci- sos, en especial un enorme arcón de tea donde se guardan ropas y recuerdos. Por único adorno, un cuadro de la Virgen del Rosario la patrona de la Villa, preside la entrada a la habitación principal. En el corral perduran unas cuantas cabras y gallinas que alivian la economía familiar. El burro y el cerdo hubieron de venderse para salvar las oscilaciones de la cochinilla. Pero, aun así, los Bordón pueden considerarse afortunados, la modesta propiedald destaca orgullosa entre los chamizos de braceros y vareadores de almendras y aceitunas, sólo son mejo- res las casas del centro que se apiñan alrededor de los dos templos parroquiales: uno, la modesta ermita donde aún se ce- lebran los oficios, y otro, el templo de noble porte que pronto se terminará. Y luego están la mujer y el muchacho, su hijo Anselmo. Al principio, nadie se atrevía en la Villa a hablar de María Soledad, la esposa de Antonio. Son muchas las extrañas histo- rias que se cuentan y el temor refrena las lenguas. Antonio tiene un carácter difícil y violento, pendenciero y bebedor. Hace ya unos veinte años, marchó a trabajar a las salinas del Conde en las llanadas del sur. Una noche, en la casa Condal de Juan Grande, una vez concluidas las tareas, se reunieron braceros y obreros, a beber y tocar la bandurria. Se formó un baile de taifas. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 11

Nadie sabía cómo, pero apareció por allí una extraña mujer que recientemente se había establecido en los contornos. No era alta, pero sí esbelta, bien proporcionada y vestida, llamando poderosa- mente la atención aquellos bellos ojos azules color zafiro y sobre todo, sus manos blancas no acostumbradas al trabajo. Entre aquellos hombres ennegrecidos de sudor y solajeros, su piel resaltaba brillante entre los candiles de aceite en la noche. El caso fue que Antonio bailó una y otra vez con la descono- cida, hasta que el empleado del Conde Ramón Corujo, el único que estaba vestido de limpio, quiso cortejarla. Bordón, que le sobrepasaba la cabeza de alto, de un empellón lo lanzó contra la pared. Los hechos sucedieron luego rápidamente: el agredi- do salió de la habitación regresando enseguida con una hoz en la mano, casi todos estaban bebidos y nadie tuvo tiempo de intervenir. Ea hoz por un momento brilló amenazante sobre la cabeza de Antonio, quien paró el golpe, devolviendo una cu- chillada que penetró en el hombro de Corujo, que se desplomó en el acto. Se apagó el candil y, en la confusión, desaparecieron el hombre de Agüimes y la bella desconocida, nadie se hubiera atrevido a parar a aquel hombre, enloquecido repentinamente por los celos y el deseo de aquel amor fulminante. Se supo que llegaron, luego de andar toda la noche, a la casa de la vereda en las afueras de la Villa y que depositó a la mujer en su hogar al tiempo que, amenazadoramente, exigió su custo- dia a su propio padre. Acto seguido, Antonio Bordón tomando el asno, siguió el camino de Temisas huyendo de la justicia. Ramón Corujo, el galante empleado del Conde, pronto se restableció, la herida no le había afectado ningún órgano vital. Aquella gran cicatriz pondría aviso a refrenar su desenfado con las mujeres. Tal circunstancia hizo olvidar pronto la bús- queda y Antonio Bordón regresó para unirse para siempre a María Soledad. En la Villa, al atardecer, las comadres se reunían en pequeños grupos comentando el escándalo, pues Antonio y María Sole- 12 ARTURO CANTERO SARMIENTO dad vivían juntos sin estar casados. Ella al principio se dejó ver algunas veces en la Plaza, entre la vieja ermita que aún oficiaba y el nuevo templo que se construía, pero como la gente huía en cuanto aparecía, terminó por encerrarse con la familia Bordón -padre e hijo- a cal y canto en la casa al borde de la vereda. Las mujeres pudieron contemplar asombradas aquella vestimenta propia de las señoras de Las Palmas: brillante justillo emballe- nado que ensalzaba su cintura de avispa, espléndida blusa de seda y chaquetilla, medias asimismo de seda, zapato escarpín con tacón alto de madera plateada y ricos aderezos en la gar- ganta. Poco a poco se supo de su vida anterior. Se decía había casado muy joven en Las Palmas y que pronto se cansó del marido, pulido alfeñique sin más bríos. Inesperadamente viu- da, se sabe que marchó a Madrid, viviendo un tiempo con un hidalgo. Mujer culta, estuvo dedicada a la enseñanza particular de hijos de gente adinerada, lo que terminó de asustar a su timorato amante, en desacuerdo con tal plebeya actividad. Para colmo se metió en política, terreno vedado a las muje- res que se considerasen damas, discutiendo ásperamente en reuniones de salón, defendiendo a los isabelinos y atacando rudamente a conservadores y carlistas. El hidalgo se alarmó y la dejó. Hay misterios insondables en la conducta humana. Sea como fuere, es evidente que la personalidad de María Soledad, sufrió un cambio traumático por la fractura del fracaso de su segunda unión sentimental. Cuando regresó a Las Palmas, le fue impo- sible ninguna convivencia social al sentirse cruelmente recha- zada. Entonces fue cuando proyectó utilizar el escaso dinero aho- rrado y aislarse en alguna casa almenada, en algún descampado del deshabitado sur. Fue Ramón Corujo, hombre apuesto, en- greído y sin conciencia, quien la descubrió e invitó aquella noche al baile de taifas de Juan Grande, su coto privado de LA SOMBRA DEL AGUAIRO 13 andanzas. No podía sospechar en su cálculo, que había puesto en buen camino el definitivo rumbo que iba a tomar la vida de la desilusionada María Soledad. Fue aquella noche cuando el gigantesco Antonio Bordón y María Soledad se enamoraron como locos, con una pasión que parecía absurda y que duraría hasta la tumba. Él analfabeto, brutal; ella culta, delicada de cuerpo y salud. Seguramente ella se entregó, hastiada de tanto intelectual de pacotilla, sintiéndo- se de improviso atraída por la protección de aquella fuerza primitiva. Lo cierto es que Antonio Bordón amansó el carácter, pasan- do de ser un risco a una mopa. En el pueblo se comentó que en cierta ocasión, a prima noche, bajaba Corina la tuerta por la vereda a su chamizo de recoger unos matojos. Se armó de valor e hizo un rodeo hasta la casa de los Bordón. Mirando por la única ventana de la vivienda atisbó a contemplar al gigante arrodillado en el suelo, descansando su cabeza sobre el regazo de María Soledad que, sentada en una silla, leía un libro en alta voz, bajo la luz mortecina de la lámpara de aceite. Tal conducta era asombrosa, no cabía duda: lo había embrujado. Se decía además que ella estaba excomulgada. Como quiera que au- mentaba el sobresalto en el pueblo por rumores y cotilleos, amenazando en terminar en un motín, el cura de la Villa se decidió a visitar el hogar de los Bordón. Allá fue D. Juan Pedro Saavedra. Nicolás y Antonio estaban recogiendo la cebada para la trilla y hubo de esperar largo rato. Al fin hablaron, el cura con cierto temor a la reacción del hijo, propuso, sin más, santi- ficar su unión pecaminosa. Antonio y María Soledad dieron su consentimiento con una sola condición: se negaban a perder el tiempo aportando papeles, permisos e investigaciones, o no habría boda. Don Juan Pedro Saavedra que era hombre prácti- co, se agarró sin más a la ocasión de salvar aquellas almas. Días después, en una tarde de verano, María Soledad, la Dama Blanca, Antonio y Nicolás Bordón, vestidos con sus 14 ARTURO CANTERO SARMIENTO mejores galas bajaron vereda abajo en dirección a la Villa. En la pequeña plaza, entre el templo y la ermita, se aglomeraba en sus bordes todo el pueblo expectante. No se había reunido tanta gente en Agüimes desde hacía doce años, cuando pasó por allí el padrito Antonio María Claret. En contraste, sólo cinco per- sonas asistieron a la ceremonia: el cura, el monaguillo, los contrayentes y el viejo Nicolás Bordón, ya sexagenario y acha- coso que oficiaba como único testigo. Durante mucho tiempo comentaron las comadres cómo retumbó dentro de la ermita la voz potente del novio afirmando: jsí quiero! Diez minutos más tarde, salían camino arriba, acallándose poco a poco la agitación. asados unos dos años murió Nicolás, quedando sola la pareja. Fue entonces cuando Antonio y María Soledad, derribaron el primitivo tragaluz de la casa, sustituyéndolo por dos airosas ventanas. También encalaron la vivienda, pintando en sus bordes una tira de añil. Además, separaron el establo del hogar, hasta entonces demasiado próximos, así: el cerdo, el burro, cabras y gallinas, inauguraron nuevo cobertizo. La corta propiedad había sido en buena parte plantada de grandes tune- ras de un llamativo verde charolado. La cochinilla daba tam- bién algunos dineros a los pequeños propietarios. Antonio y María Soledad pudieron tomar braceros que ayudaran a cons- truir un pequeño almacén y cuarto de aperos, ofreciendo de salario dos almudes de cebada. De vez en vez, Antonio montaba en el asno con las alforjas y descendía hasta el centro del pueblo, donde los Artiles y los Melián estaban amasando una gran fortuna. Ellos eran los in- termediarios, los receptores de la mercancía de la comarca, los únicos que tenían capacidad para enviar al muelle de Las Pal- mas, o bien a la rada de las Isletas cuando la bandera negra avisaba del peligro del oleaje, la cochinilla que salía para el extranjero. En realidad, el pequeño propietario, casi en su tota- 16 ARTURO CANTERO SARMIENTO lidad analfabeto, cobraba una comisión que le permitió mejo- rar someramente. Las dos o tres familias pudientes de la Villa se habían hecho con extensas propiedades en los tiempos de la desamortiza- ción, rematando en subastas una serie de terrenos mal atendidos por el clero. Dotados de ilustración o asesoramiento y medios, engañaban fácilmente a jornaleros y pequeños propietarios. Con el paso del tiempo, la Villa se acostumbró a ver juntos a la dispareja Antonio y María Soledad, él alto y corpulento, ella débil, blanca y de ojos azules. Aunque Antonio había amansa- do su carácter, de cuando en cuando le relampagueaban brotes de irascibilidad, malas pasadas que luego tenía que lamentar. Y una vez fue a mayores; en cierta ocasión bajó un mes de febrero hasta las Cruces para ayudar a una matanza de cochinos y Bordón anunció que pronto sería padre. Nadie lo esperaba, habían pasado años de la boda y María Soledad había sido dada por baldía por las comadres del pueblo, cuya opinión era que ya no estaba en edad de concebir. El caso es que en medio de las copas de vino fuerte con que los dueños obsequiaban a los que ayudaban, Calixto Artiles, niñato emparentado con el cacique, se permitió una broma pe- sada. Aludió a la tardanza en ser padre, comentando maliciosa- mente su falta de hombría al efecto, según se atribuía. Fue quizás que la sangre de los gallos de pelea había enarde- cido los ánimos. Una de las atracciones era que habría sueltas de parejas y se había improvisado la empalizada para los gla- diadores. Las riñas fueron rápidas, sangrientas, y las apuestas habían caldeado el ambiente. Y encima el vino. A Antonio Bordón lo traicionó su antigua furia, ciego de rabia por la burla cruel, de repente lo vio todo negro. Diría después que no podía recordar cómo rompió una vara de la cerca de los gallos y se fue contra Calixto, al que arreó un tremendo golpe en la cara. El impacto lo dejó como muerto, arrancándole de cuajo dos dientes delanteros. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 17

Días después, dos alguaciles a caballo se llevaron a Antonio Bordón a la cárcel de Las Palmas. Fue la primera vez que estuvo allí, juzgado, condenado y encerrado en la prisión, maz- morra húmeda que se encontraba en los bajos del Ayuntamien- to, frente a la Catedral y plaza de Santa Ana. Pero Bordón no tuvo ojos para la magnificencia que lo rodeaba, cavilando con pena en la oscuridad de las noches, qué sería de María Soledad y de su próximo hijo. Unos meses más tarde fue puesto en libertad. Habían pesado la espontaneidad de los hechos y su posterior arrepentimiento, por añadidura, parece que el párroco de la Villa Don Juan Pe- dro Saavedra había intercedido por él. Pero el hecho determi- nante fue bien otro: se estaba gestando una abierta rebelión antiborbónica, los absolutistas preparaban un pronunciamiento y los liberales enterados de la conjura, necesitaban desalojar a delincuentes y presos de menor cuantía de la cárcel ciudadana, para encerrar allí a sus adversarios políticos. En el fondo del bolsillo y amarradas en un sucio pañuelo, a Antonio Bordón le quedaban algunas monedas. En un figón de la calle del Toril, compró pan negro, brecas asadas y aceitunas negras para el viaje. Una diligencia salía aquella misma maña- na desde la plaza del Pilar, junto a la Catedral, hacia Telde, gastando en ello todo el capital que le quedaba. Arrancó el armatroste de seis mulas por el camino de Pico Viento arriba, hasta culminar la Ermita de Tafira. Torció luego barranco abajo a la sombra de Bandama, hasta Marzagán y el palmita1 del Valle de Jinámar. Ya bajo el peso de fuego de un implacable mediodía de agosto, llegó al barrio de San Francis- co de Telde, lugar convenido como fin de la etapa. Antonio Bordón, como si tuviera moscas de caballo, salió a paso rápido en dirección al sur, pasando santiguándose por los Llanos de Jaraquemada, lugar de moriscos y santiguadoras. Sólo pensando en María Soledad, no oyó las descaradas invita- ciones de las negras andrajosas, que sentadas a la puerta de sus 18 ARTURO CANTERO SARMIENTO chamizos, con las piernas abiertas, amamantaban a sus niños o abanaban un brasero de piñas. Andando sin poner los pies en el suelo, pasó Cuatro Puertas y Aguatona, bajando desde el Inge- nio hacia el barranco de Guayadeque, cuando ya el sol se po- nía. Anunciándose las sombras de la noche, vio la montaiia que- rida que señala el centro de la comarca, el Roque Aguairo, que desde niño había visitado para contemplar lo más de cerca posi- ble las águilas carniceras abalanzarse sobre los gazapos. Mien- tras subía por la parte opuesta del barranco, recordó cómo en cierta ocasión siendo casi un niño, su padre lo envió a buscar una baifa que se había escapado y cómo se vio feo para arreba- tarla de las garras (de las aves de presa. Echó por un atajo, calculando que acortaría la andadura sin pasar por el centro de la Villa. Al fin llegó a la casa al borde de la vereda ya de noche, cuando sus pies sangraban. Y con el corazón en un puño tocó ... Segundos después, oyó el llanto de un niño, seguido de pa- sos descalzos apresurados y del ruido de una taramela que se desatrancaba. Y allí en la puerta apareció María Soledad. Bajo la luna llena, tenfa el pelo enteramente suelto a ambos lados de los hombros y una saya blanca le llegaba hasta los pies. Son- reía demacrada con sus ojos aún hermosos. La pareja se fundió en un largo abrazo sin mediar palabra alguna. selmo Bordón nació a poco que los alguaciles se lleva- an detenido a su padre. María Soledad sintió los dolo- res del parto al agacharse en el corral, cuando intentaba ordeñar la cabra. Un violento tirón la obligó a recogerse sobre sí misma. El niño nació sin ayuda. Después del parto apareció la vieja vecina, la tuerta Corina, que fue quien rompió con sus dientes el cordón umbilical, aseó y limpió a la criatura y a la madre. Fue la tuerta quien salvó la situación, atendiendo la casa y la hacienda como pudo. Al día siguiente, el cabeza de familia arrastró hacia la choza de la vecina, un saco de papas, otro de trigo y algunas hortalizas. María Soledad, la Dama Blanca, ya no pudo tener más hijos. Pareció volcar toda su ternura sobre Anselmo, dando un poco de lado a su fornido progenitor, que resignado se replegó sobre si mismo. A los pocos años se vio que el niño sería casi tan alto como su padre y de tez blanca como 1a madre. María Soledad puso todo su empeño en instruir al muchacho, le enseñó a leer y a escribir, así como las cuatro reglas y lo suficiente de Geo- grafia e Historia. Dos veces a la semana bajaba a la Villa donde aprendía Historia Sagrada. Ei nuevo párroco, apoyado por el cacique, fulminaba y excomuigaba a la maldita República, ene- 20 ARTURO CANTERO SARMIENTO miga de Dios y de los ricos, que se había adueñado del país. Gritaba abiertamente contra el nuevo régimen, ante la sonrisa cómplice del alguacill y del cacique. Y cada día, cuando el niño Anselmo Bordón ascendía por la vereda hacia su hogar, María Soledad le explicaba en secreto las cosas de otra forma, así en la mente de Anselmo fue creciendo una conciencia rebelde y contradictoria. Por otro lado, el niIño de la casa de la vereda era el único de la doctrina que sabía leer y escribir, y que por ello era el designa- do para ayudar al sacerdote en los oficios. Las beatas contem- plaban embobadas domingo tras domingo, cómo el niño de tez blanca y pelo ensortijado leía sin equivocarse las Epístolas de San Pablo y otras lecturas piadosas. Fue en años posteriores, por el tiempo en que volvió a esta- blecerse la sacrosanta monarquía de los Borbones bajo la testa de Alfonso XII, cuando las cosas empezaron a complicarse: por un lado, el cacique y sus allegados galleaban como nunca, apretando aún más el dogal a medianeros y jornaleros. Martí- nez Campos había restaurado todos los poderes absolutos. Y por otro, la salud de la familia Bordón empezó a resque- brajarse. La madre, a pesar de no llegar a los cincuenta años, se apagaba a ojos vista en una vejez prematura. Y para colmo, al fornido Antonio le atenazaban de vez en vez unos calambres extraños que le quebraban las piernas. Una tarea abrumadora cayó sobre el muchacho, que hubo de multiplicarse, hasta los estudios con su madre fueron abandonados. Tuvo que aprender y ayudar en las tareas culinarias, atender a los animales, soco- rrer a su padre a plantar papas y millo y sobre todo a peinar las tuneras pacientemente, para recoger y llevar a la Plaza de la Villa aquellos blancos bichitos que tan bien pagaban los extran- jeros. María Soledad, la Dama Blanca, murió sola. Una mañana, su última mañana, marido e hijo tomaron el burro y llevaron el millo tostado al molino, para hacer el gofio que escaseaba. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 21

Y entonces María Soledad, sintiéndose morir, se incorporó lentamente, apretando los dientes de dolor a cada movimiento. Salió al patio como una sonámbula, tomó una palangana y se lavó la cara cuidadosamente. Luego se sentó y se peinó, tirán- dose de los cabellos hacia atrás hasta hacerse daño. Pareció poner especial esmero en arreglarse los rizos que le caían sobre su frente, tal y como los tenía cuando enamoró a Antonio Bor- dón en aquel baile de taifas en Juan Grande. Tuvo que hacer esfuerzos para levantar la gruesa tapa del arcón de tea, y sacar sus mejores galas que guardaba celosamente. María Soledad se vistió de la misma forma en que estaba cuando conoció a su marido: la magnífica blusa de seda azul y atractiva chaquetilla exterior, colocada sobre su airosa cintura todavía ensalzada con el brillante justillo emballenado, las medias de seda y elegantes zapatos escarpín de tacones altos y madera plateada. Y tras colocarse abalorios en la garganta y maquillarse el rostro, se acostó lentamente en el gran catre matrimonial transida de do- lor. Su último movimiento fue para intentar estirarse con las manos los pliegues de la ropa. Así la encontraron esposo e hijo. Con esa vestimenta fue enterrada María Soledad en el huerto, bajo la parra. Antonio Bordón al principio pareció enloquecer de pena, luego se sumió en un largo letargo. La mayor parte de aquel invierno la pasó echando las boñigas prensadas de estiércol en el fogón, gastando indiferente las reservas. Durante horas se quedaba mirando el fuego, como interrogando a las llamas si era cierto que María Soledad, la esposa y compañera con la que había vivido veinte años, había desaparecido para siempre. Al fin el añoso tronco fue recuperando la normalidad, incor- porándose a la vida cotidiana. Pero ya no fue el mismo, de aquel golpe no se recuperaría jamás. Trabajaba muy lentamen- te y sólo a ratos. Como si se hubieran puesto de acuerdo, padre e hijo hablaban sólo lo indispensable, sobrellevando el dolor cada uno por su lado. El timón de las decisiones familiares 22 ARTURO CANTERO SARMIENTO pasó poco a poco a manos de Anselmo, en aquellos días acia- gos en los que la cochinilla sufría una nueva crisis que anun- ciaba su fin. nselmo Bordón estaba durmiendo tirado boca abajo, en el cuarto de los aperos, fuera del hogar. Había tirado unos sacos sobre el piso de tierra, huyendo del calor y de las pulgas de la casa. Su propio brazo, doblado debajo de la cara, le servía de almohada. Sintió que su padre le tocaba suavemente la planta de los pies, luego más impacientemente zarandeándole las rodillas. Levántate ya, hay mucho que hacer, gruñía irritado. Anselmo recordó la tarea que le aguardaba, pero le dolía la cabeza e intentó seguir durmiendo, aunque sabía que era inútil. Evocó cómo la noche anterior se habían reunido furtivamente varios chicos del pueblo, su amigo Santiago Manuel el de Tunte había regresado .a Agüimes, trayéndose una bota de guindilla, la be- bida que hacían allí. Primero la captó con cautela, luego siguió tomándose sorbos de aquel fuego rosado, hasta que se sintió mareado. Se le vino al pensamiento con inquietud cómo Ana Melián la hija del cacique, chica sobrada de carnes, guapetona y desenvuelta, había intentado coquetear con él en las sombras del atardecer, bajo las acacias que están junto al convento. También probó varias veces la guindilla y con una risa tonta sin ton ni son, le había manoteado la cara, seguramente se 24 ARTURO CANTERO SARMIENTO avergonzaría al recordarlo. Se le acercó tanto que había sentido los grandes pechos de Ana, fuertemente aprisionados bajo la blusa, apretarse contra su cuerpo. Un nuevo aviso del viejo le sacó al fin de tales embelesos. ¿Es que acaso vas a estar ahí todo el día?, tronó. Mira que te doy con el bastón, amenazó. Anselmo tiró rabioso los sacos a un lado y se puso en pie. Mientras se mojaba la cabeza en la pileta tratando de refrescarse, oía a su padre que farfullaba tras él: No sé cómo puedes estar por ahí de noche con este tiempo, le recriminaba, hubo temporal de viento otra vez, sopló de Arinaga hacia arriba que es el peor. Este polvo no me deja respirar. Anselmo evocó cómo efectivamente la tarde anterior, el maldito siroco africano barría las hojas resecas con sordo rumor en la plaza solitaria, entre la iglesia y la ermita. El viejo continuó dando órdenes: el viento anoche tiró las piñas al suelo. Quince días antes hubiera sido un desastre, pero ahora estaban casi a punto. Hay que recoger las mejores y almacenarlas y las otras para pienso. Hay que contratar a un par de braceros que quieran descamisarlas, eso nos llevará tiempo. Pero ¿y la cochinilla?, preguntó Anselmo. &NOibas a limpiar las tuneras y llevarlas a la Plaza? No, las piñas son ahora más urgentes, no podemos darnos el lujo de perderlas. La cochinilla puede esperar aún dos o tres días. Además, añadió sombrío como hablando consigo mismo, hay rumores muy feos. cordaron repartirse el trabajo. El muchacho terminaría 1 descamisado y selección de las piñas, mientras que Antonio Bordón bajaría a la Villa para regatear algunas libras del blanco bichito. Trabaja bien, le advirtió el padre con voz sorda. Y vigila a esos dos, dijo señalando con la cabeza a dos jóvenes que espe- raban, que se ganen bien el salario. Esos dos gemelos son más dados a bailes de taifas y a robar tunos que a trabajar. Yo hubie- ra contratado a otros, mas no había en la Villa otra gente des- ocupada. Efectivamente, Tomás y Emiliano Álvarez eran dos herma- nos mellizos que rozaban la veintena, iguales como dos gotas de agua e hijos de Enrique el arriero. Morenos cetrinos, con cierto mestizaje en la piel que habían heredado por igual, eran de gesto pícaro, dispuestos siempre a toda clase de pillerías, preocupados sólo de vivir al día sin pensar en el mañana. De vez en vez, descalzos y desarrapados se metían en las huertas, hartándose de manzanas, peras y algún que otro huevo cmdo, que se zampaban a escondidas. Varias veces fueron conduci- dos al alguacil, quien los sacudió a vergajazos en la plaza públi- ca y luego en su propio hogar su enfurecido progenitor, Enrique 26 ARTURO CANTERO SARMIENTO el arriero, completaba la tollina con fustazos de mayor cuantía. Quedaban baldados y quietos por unos días y vuelta a empezar. Antonio Bordón había contratado a los gemelos de mala gana. No había encontrado a nadie más, pero al fin y al cabo eran amigos de Anseiimo, lo que lo tranquilizaba algo. Además -calculaba Antonio- lo que restaba se haría en una jornada. Traspuesto el viejo Antonio vereda abajo con el burro y las alforjas, los muchachos se dieron a la tarea. A los pocos mi- nutos el sudor les resbalaba por sus torsos desnudos, el calor era insoportable. Anselmo se irguió por un momento, lim- piándose el sudor de los ojos con el dorso de la mano, miró: no se veía el Aguairo, una espesa capa de polvo africano aplastaba la comarca. Los pájaros habían enmudecido y has- ta los guirres habían desaparecido, escondiéndose en los ra- jones del Aguairo hasta que amainara el viento. Dicen los viejos del pueblo, comentó Anselmo, que si este tiempo si- gue una semana más vendrá la cigarra. Los gemelos asintie- ron, contemplando el polvo que subía del sudeste, amenazan- do otra vez temporal de viento. Lo único que nos faltaba, remató Anselmo. ¿Te vienes con nosotros al Guayadeque en cuanto termine- mos la tarea? preguntaron los gemelos. Allí refrescaremos del maldito bochorno. Además, puede que bajen algunas mucha- chas dijo Emiliano guiñando un ojo. Es el único sitio donde la gente podrá aliviarse, corroboró Tomás, con este tiempo Arina- ga está imposible por las olas. Con el sol declinando, bajaron la vereda. Iban aprisa, apro- vechando la luz para descender por un peligroso escarpe, lugar vertical sobre el barranco por donde dicen que, siglos atrás, habían escapado los esclavos moriscos del señorío de Agüi- mes, antes de incorporarse a la corona de Castilla. La temperatura en el barranco era al menos soportable. Un manchón de álamos y cañaverales se agarraba a sus bordes. En los días más crudos del invierno era casi un umbroso río y aun LA SOMBRA DEL AGUAIRO 27 con aquel tiempo tan desfavorable, restaban unos hilos de agua fresquísima que venía de las cumbres. Parecía que todos los pájaros de la zona se habían concentrado allí, chillando y dis- putándose las ramas y oquedades de las rocas. No fue fácil encontrar un charco apropiado, los buenos ya estaban ocupados. Después de refrescarse con deleite, casta- ñeándoles los dientes, lanzándose piedras y jugando con el agua, Emiliano Álvarez observó señalando a unos cien metros: lo dije, allí hay gente de la Villa. Aquella es Ana Melián, si mis ojos no me engañan. Y provocando a su amigo Anselmo mur- muró fingiendo un suspiro: dicen que está enamorada de ti. Pues a mí me importa un rábano, contestó Bordón ruborizándo- se. No te hagas el tonto, picó Tomás, ella está como una manza- na madura, bien entrada en carnes. Y además, su padre, aunque es un gorrón asqueroso, es rico. Anda, vamos allá con el grupo. Pero mira, siguió Tomás, más allá hay más gente, no estoy seguro quiénes son. Me parece son del Ingenio, creo conocer a algunos. Se formó un grupo algo numeroso, intercambiándose frases y bromas. Al fin habló uno del Ingenio, alto, desgarbado, peli- rrojo y con la cara llena de pecas: de nuestro pueblo se está marchando gente a Las Palmas, ayer se largaron dos y mañana lo harán otros dos, yo quiero irme pero mi padre trata de retenerme. Sea como fuere, continuó el pelirrojo, la gente se irá pues dicen que el precio de la cochinilla bajará aun más. Los ingleses están pagando a los intermediarios la mitad de lo que pagaban el año pasado. Y dicen que terminará por irse al carajo, ya no quieren al bichito. El grupo asintió, quizás lo peor no era lo que dejaría de ganarse, sino que habría que volver a quitar las tuneras y meter simientes a toda prisa tratando de sobrevivir. El padre de Anselmo lo pensó bien, afirmó Tomás Álvarez, pues plantó sólo una parte de nopales, dejando el resto para seguir viviendo. Sí -respondió picado el pelirrojo- porque él tenía hueco suficiente para eso, pero mi padre tiene sólo un dedal y tuvo que jugárselo todo a una carta. 28 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Efectivamente, la situación era trágica para muchos: habién- dose lanzado a mejorar sus viviendas, gastándose además, a lo mejor en ropa y a lo peor en ron, con préstamos a cuenta de la cochinilla. Ahora los caciques, en combinación con las casas prestamistas amenazaban con ejecutar las hipotecas. Se generalizó la discusión en pequeños grupos, hablando todos a la vez. Quienes únicamente se mantenían risueños eran los gemelos, nosotros -decían riéndose- no tenemos otras tu- neras que una maceta en nuestra ventana. Ana Melián gritaba bravucona arropada por un par de chicas adulonas de sus dine- ros: lo que sucede es que hay mucho gandul por ahí, el que trabaja podrá pagar. ¿Y si viene la cigarra qué? gritaba enga- llado el pelirrojo del Ingenio. Pero vamos a ver, preguntó alguien al del Ingenio, ¿a qué van a Las Palmas? Se volvió a hacer el silencio, el grupo se sentó en círculo para escuchar la respuesta. El aludido, sintién- dose importante corno centro de la reunión, se irguió aún más, carraspeando todo colorado entre sus pecas: Las Palmas está creciendo enormemente a toda prisa, la gente va a borbotones y aun así hacen falta más brazos. En lo más al norte de la capital, en un lugar inhóspito llamado las Isletas se está construyendo un nuevo Puerto, del Refugio le llaman. Ya están llegando muchos buques más y se hace urgente mejorar la carrete- ra hasta allí. Además también llegan los ingleses, se están instalan- do en un barrio para ellos, con todas las comodidades que tie-nen en su país. Están montando casas carboneras para alimentar a los barcos, así como muchos comercios. Y aunque los salarios que pagan son bajos, ya empiezan a subir, necesitan atraer gente. Volvió a generalizarse la discusión. Era jugársela, abando- nar la tierra vender su cuatro arrifes e instalarse allí. De Telde e Ingenio ya muchos se habían marchado. Y en un mar de dudas, la juventud se dispersó, el calor estaba amainando. En efecto, el avispado Tomás ÁJvarez observó: miren, aunque ya casi no se ve nada, la hierba del acantilado se inclina otra vez hacia el LA SOMBRA DEL AGUAIRO 29 naciente. Efectivamente, convino Anselmo, el aire va desde la cumbre hacia el mar, barranco abajo. Ya no hay peligro de que nos invada la maldita cigarra, remató Emiliano. El grupo, escarpando a tientas los bordes del Guayadeque regresaba a sus casas. Pero entonces ocurrió algo raro, Ana Melián, brillándole los ojos se quedó atrás, empujando a sus acompañantes a que marcharan. Los gemelos hicieron lo pro- pio, dando fingidos suspiros. iVen tú aquí! Exclamó Ana imperante una vez se vio sola con Anselmo. Ayúdame, la suela del zapato se me ha estropea- do. Busca al oscuro una tirijala para sujetarlo. No veo nada, murmuró Bordón con voz asustada. Eres tonto, le respondió con voz dura echando a andar resueltamente hacia el grupo de álamos, por aquí tiene que haber alguna. Ven, lo provocó ahora con insinuante voz baja, jo es que me tienes miedo? Anselmo temblando le puso una mano en el hombro, pero fue Ana la que tomó la iniciativa. Se le tiró al cuello jadeando ruidosamente de pasión. Anselmo le devolvió el abrazo y la besó con deseo, sujetándola enseguida contra un árbol junto al cañaveral. Ana se reía quedamente al principio, Anselmo inexperto manoteaba entre sus ropas intentando quitárselas. Ana entonces empezó a enfurecerse y a fingir terror. Anselmo finalmente ciego la de- rribó violentamente y la poseyó, mientras Ana reía, lloraba, abrazaba y arañaba a su galán. Bordón se levantó alarmado de un salto, cuando una lechuza voló sobre ellos. Desandando el camino salió del bosquecillo de álamos intentando ordenarse las ropas. Ana, ceñuda, cami- naba detrás. Estaba despeinada, rota la blusa, sucia la falda y llevaba un zapato en la mano. Llegaron al pueblo sin hablarse. ¡Eres un cerdo!, escupió ella rabiosa. ¡Y tú una zorra provoca- dora!, gritó él a guisa de respuesta. Se separaron sin hablarse.

siguiente día, el rumor corrió por la Villa como un eguero de pólvora: Anselmo Bordón, el hijo de Anto- nio y de la Dama Blanca, había violado a Ana Melián, la gorda, la hija del cacique. ¡Tenía que pasarle eso!, murmuraban sin recato las comadres arrimadas a los muros y en la acequia comunal. ¡ES una calen- tona asquerosa!, gritaba bajo el convento Juana Curiel, ¡Quiso seducir a mi marido que en paz descanse, que podía ser su padre! Juana, alta, recia y combativa odiaba a muerte al cacique y a su familia. Cierta vez estuvo vareando almendras y luego le pagaron la mitad de lo convenido. José Antonio Melián alegó que fue Juana Ba que le robó un lechón que desapareció de su finca y se lo restó del salario. Juana CurHel, insolente y peleona, siempre lo negó, aunque las malas lenguas observaron que por aquellas semanas engor- dó misteriosamente sus buenas libras. Nunca se pudo probar y ahora se vengaba gritando: jAna MeHián es una zorra! José Antonio Melián el cacique, temido por su brutalidad, viváa en el centro del pueblo, frente a la ermita. Abrió brusca- mente un portón, apareciendo con un látigo en la mano y enro- jecido de ira amenazó a Juana: ¡Brete a tu casa bruja del demo- 32 ARTURO CANTERO SARMIENTO nio o te coso la piel a fustazos! José Antonio, cetrino y algo encorvado, era desagradable de por sí: la cara mostraba pústu- las de una antigua viruela, el dorso de las manos peludas como un mono, vestía siempre cerrado de negro. Y para colmo avaro hasta lo inverosímil: antes de echar las trancas de la casa, con- taba los sacos de papas en el almacén, el ganado y hasta sus gallinas ponedoras. Una vez en la alcoba, bajo el candil de aceite de la mesa central, contaba con sus dedos negros y hue- sudos, las monedas que guardaba en el arcón y las papeletas amarillas de los pagarés con los que tenía atrapado a medio pueblo. Desconfiaba de todo el mundo, hasta de su propia mu- jer, por lo que después del recuento, corría los cerrojos lenta- mente y colgábase el manojo de llaves en el cuello. Si advertía que algo faltaba, aunque fuera un botón, estaba días amargo y cejijunto. En vez de hablar, ladraba. ( Ahora, ante la pública humillación de su hija, se comportaba como un lobo enjaulado. No sabiendo con quién meterse, la emprendió contra su consorte, Inocencia, mujer grandullona y taciturna: jEn vez dt: estar todo el día de visiteos y de alegatos con el cura, deberías vigilar a la niña, la calentona ésa! bramó. Inocencia no se arredró, respondiendo resueltamente: ¡Tiene a quién salir! ¿Cuántas veces te he trincado con las vareadoras, granuja? José Antonio abriió de una patada la habitación en que había recluido a Ana e hizo una señal de cabeza. Salieron ambos cruzando la plaza hacia el convento, allí le esperaba el cura. Había aceptado ser nntermediario y hablar con las monjas para que encerrasen allí a la heredera única de los Melián. Para mayor seguridad, el propio sacerdote había expedido horas antes una carta lacrada dirigida al Sr. Obispo, dándole cuen- ta de los hechos y solicitando el enclaustramiento. La misi- va la llevó urgentemente Enrique el arriero, el padre de los gemelos, que viajaba incansable con sus mulas por toda la geografía insular. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 33

Inocencia, aunque avergonzada por el escándalo, considera- ba excesivo el castigo y trató de interponerse. El marido le dio un manotazo apartándola. iVete a tus cosas, no te metas!, aulló. El pueblo expectante se agolpó silencioso en los bordes de la plaza, bajo un ambiente tenso. Algo terrible podía pasar. José Antonio retornó pronto desde el convento a su casa, saliendo enseguida con el trabuco cargado y dos enormes mas- tines que el año anterior había comprado a un campesino de Teror, o, mejor dicho, se había quedado con ellos en pago de una deuda que no pudo satisfacerse. Con la cara que parecía de piedra esculpida y el bigote ne- gro, lacio, a ambos lados de la comisura bucal marcada por un rictus más amargo que la retama, emprendió el camino subien- do hacia la tierra dura, ladera arriba. Andaba despacio, sin dignarse saludar a nadie, llevando el trabuco cruzado por de- lante del pecho y en cada mano la correa de un perro. El gentío, sin respirar, expectante, le abría paso arrimándose a las cercas de las huertas. Quien único se atrevió a romper el silencio fue la valiente Juana Curiel. A sus espaldas, pero a prudente distancia, gritó para que todo el mundo lo oyera: ¿A dónde vas ahora desgra- ciado, acaso el Anselmo tiene ? ¿Acaso el muchacho es de acebuche? Dime José Antonio -proclamaba a voces- ¿qué pasó entre Ana y el Sacristán? El pueblo en peso no pudo reprimir una carcajada unánime al recordarlo. Efectivamente, la niña de los Melián no era normal, eso era fuego. Una tarde entró la gorda en la ermita, a hacer sus rezos vespertinos. Al final, quedaron solos Ana y el Sacristán, hom- bre atolondrado y flaco como un perro. Se decía que Perico el Sacristán se autoflagelaba para ahuyentar las tentaciones de la carne. Cuando el servidor de la Iglesia se retiró a la sacristía, Ana fue decidida detrás. Al cabo de un buen rato, salió Perico dando gritos y metiéndose tras las higueras que están en la huerta cercana, se desnudó de cintura arriba, arreándose una 33 ARTURO CANTERO SARMIENTO tremenda leñada con un vergajo. Nunca se supo qué fue lo que pasó, porque ambos se cerraron en banda. Con una parsimonia que daba miedo, José Antonio Melián se dio la vuelta y gritó desencajado: ¡Cuando le ajuste las cuen- tas al Bordón, te buscaré, bruja, para arrancarte la lengua! 1 joven Anselmo estaba almacenando las papas cuando llegó Antonio apoyándose en los bastones, renqueante, asfixiado por el esfuerzo, desalado de temor. ¡Vete enseguida, huye del pueblo! Viene el padre de tu amiguita con los perros y el trabuco, esa mala bestia es capaz de todo. Anselmo apenas tuvo tiempo de tomar un zurrón, meterle algo de fruta y salir a espetaperros. Cogió el mismo sendero que tomó su padre mu- chos años antes, cuando huyendo de la justicia subió por el camino de Temisas hacia la cumbre. Cuando llegó Melián y no pudo encontrar al vástago de los Bordón por sitio alguno, le salieron por la boca espumarajos de rabia. El pueblo temeroso no lo había seguido. Años atrás, la sangre hubiera corrido junto a la casa de la vereda, pero enton- ces no hubo resistencia, Antonio Bordón renqueaba con los bastones y eso lo salvó. Quien pagó fue Juana Curiel. Estaba inclinada en el tanque comunal lavando sus ropas, cuando el desalmado de José Anto- nio, azuzó a los perros contra ella. Derribada en el suelo, se agitaba intentando inútilmente incorporarse. Acudieron a los gritos varios vecinos que, a duras penas, con palos, piedras y a patadas pudieron apartar a los animales. 36 ARTURO CANTERO SARMIEKTO

Juana, piltrafa humana humeante, fue llevada cuidadosamente a su humilde morada después de ser curada primariamente. Los que la vendaron y llevaron, contaron que era difícil encontrar algún lugar de su cuerpo que no estuviese dañado, una llaga viviente. Fue depositada amorosamente en el colchón que se encontraba sobre el piso de tierra, en el centro de la única habitación. Los ojos permanecían cerrados y respiraba afano- samente, su cara tenía la palidez premonitoria de la muerte. De vez en cuando se quejaba blandamente. Las comadres se turnaron a todas horas. A la noche del se- gundo día, abrió los ojos y habló quedamente: si moría, desea- ba ser enterrada lo más cerca posible de donde nació. Su madre la había traído al mundo en una casa de adobe que ya no exis- tía, señaló el lugar exacto: era un áspero prado en las faldas del Roque Aguairo, una enorme higuera vieja indicaba el sitio. Murió de madrugada. Los hombres construyeron un féretro descubierto y la colo- caron allí. Nadie lloraba, las mandíbulas se cerraban crispadas en un ambiente de furia contenida. Al iniciarse el cortejo fúnebre, el cura le dio la última bendi- ción. Acudieron todos los vecinos de la Villa, a excepción del alguacil y del cacique, la casona almenada de éste permaneció cerrada a cal y canto. Andando por el antiguo camino que con- duce hasta Temisas, estaba esperando a la puerta de su casa el viejo Antonio Bordón, sumándose a la manifestación penosa- mente, apoyándose en los bastones de leñabuena. Pensaría tal vez que era a su hijo Anselmo a quien le correspondía ir sin vida sobre aquella angarilla, en lugar de Juana Curiel. De vez en cuando se detenía la comitiva, depositándose la angarilla en el suelo. Los niños corrían haciendo rodeos, aña- diendo amapolas rojas al féretro. Cuando la vereda torció a la izquierda buscando las faldas del Aguairo, ya el cadáver no se veía, inundado entre las amapolas y las flores blancas del taji- naste. Era algo extraño, algo así como un acto de afirmación LA SOMBRA DEL AGUAIRO 37 colectiva. Juana Curiel no había sido más o menos querida que cualquier otro vecino, era la aparición de una conciencia co- lectiva, de protesta ante la brutalidad del caciquismo. Ya cercanos al Aguairo, notaron que el tiempo refrescaba. Embozados hombres, mujeres y niños, se acercaron al prado donde descubrieron los restos de adobe de la antigua casa. Eligieron el lugar junto a la higuera grande, y con palas y picos se cavó un hoyo profundo, había que resguardar de los guirres y los cuervos los restos de Juana Curiel. Mientras los hombres trabajaban agrandando la fosa, una extraña mujer, Jacinta, la hilandera de la Villa, entonó una salmodia que no se sabía si era un rezo, un canto o un llanto. Más bien parecía un lamento que las rocas de la montaña devolvían fantásticamente. jMadre -exclamó un niño asustado cogiéndose a sus faldas- es el Aguairo que contesta! ¿No lo oyes? Caminando en fila de uno, se inició el retorno. Metiéndose la noche prematuramente en las hondonadas de los barrancos mientras se mantenía la luz en las cresterías, pronto se pudo ver la fantástica procesión de antorchas que marchaba por el campo. Abrían la marcha los cazadores, hombres jóvenes en general, luego mujeres y niños, cerrando la marcha los hom- bres maduros. Un centenar de pasos más atrás, solitario, lu- chando con sus bastones para no perder contacto, renqueaba Antonio Bordón. En una loma del poniente hacia la cumbre, se encontraba el pastor Pedro Camacho, cuidando su hato de cabras. Crédulo, simple y convencido de que se trataba de una procesión de ánimas en pena, se arrebujó aterrorizado en su manta de piel de oveja. Castañeándole los dientes se escondió en una oquedad entre las rocas, metiendo la cabeza hacia el suelo. Allí estuvo totalmente inmóvil, hasta que notó que el sol le calentaba la espalda. Fue Pedro Camacho quien divulgó que todos los días, al amanecer, el alma de Juana Curiel en forma de paloma blanca 38 ARTURO CANTERO SARMIENTO se posaba en lo alto del Aguairo. Luego bajaba aleteando hasta la higuera. Hasta que no desaparecía, no se atrevían los guirres a emerger e iniciar sus cacerías. Durante mucho tiempo, cami- nantes y pastores eludieron aquellos parajes, porque se decía que dos grandes perros negros buscaban de noche el alma de Juana Curiel para despedazarla. Manos piadosas plantaron una modesta cruz, afianzada tos- camente con unas piedras. Aquel invierno llovió copiosamente y en la siguiente primavera las ramas crecieron hacia arriba, abrazadas a la cruz. De noche el viento soplaba lamentándose desde el Roque Aguairo hacia la mar. Un buen día apareció una madera grabada junto a la tumba, que simbolizaba la inquina de un pueblo contra un caciquismo bestial, que había tomado a la víctima como emblema de su opresión. Decía: "Juana. Murió asesinada en Agüimes. 1885". Vino un Juez de Las Palmas que tomó declaración al caci- que, que no pudo eludir dos semanas de cárcel. La familia movió influencias y dinero, y todo quedó en nada: la versión oficial fue que los animales se habían escapado en un descuido. Desde entonces, un muro invisible pareció separar al caci- que y su familia del resto del pueblo, que quedó aislado de todos. egresada la comitiva fúnebre a Agüimes, se arremolinó instintivamente en la plaza. Nadie dio consigna alguna, nadie gritó órdenes. Los hombres se armaron de horcas, palos y cuchillos, y se fueron aglomerando delante de los muros almenados que señalan la vivienda y propiedades de los Me- lián. De pronto, atacaron en silencio el portón principal, que no cedió. Se oía el furioso ladrar de los dos mastines, seguramente encerrados en el patio interior. Aunque la casona estaba en silencio y no se advertía luz alguna, se adivinaba detrás de la ventana del alto la silueta siniestra de José Antonio. En efecto, allí estaba con el trabuco preparado, dispuesto a disparar si alguien conseguía penetrar en la propiedad. Inocencia, su mujer, se había metido bajo el catre matrimonial e imploraba la protección de todos los santos del cielo. Fueron los gemelos Tomás y Emiliano quienes descu- brieron en la pared, por la parte de atrás, una especie de gatera escondida entre la hiedra. No comunicaba directamente con la casa, pero sí con el establo. Lanzando antorchas sobre el techo, los manifestantes consiguieron incendiar el corral, mugían las vacas corneando asustadas la empalizada pugnando por salir, 40 ARTURO CANTERO SARMIENTO relinchaban los caballos y aleteaban desesperadas las gallinas ahogadas por el humlo. Entonces los dos perrazos, dando la vuelta por dentro del patio interior de la propiedad, atacaron como fieras. Miguel el herrero, que había traído el bielgo de la trilla, acertó a meterle las púas por la garganta y, apretando con todas sus fuerzas, no aflojó hasta sentir los estertores del bicho. Un revoltijo de gua- dañas, palos y cuchillos cayó sobre el segundo animal, que quedó descuartizado en medio del patio. José Antonio Melián, sintiéndose acorralado empezó a dis- parar a ciegas. Afortunadamente, no hubo más víctimas porque la noche y el humo hacían muy difícil orientarse. La gente retrocedió temerosa al oír las descargas, nadie se atrevió a intentar penetrar en la casona . El cacique estaba agazapado en lo alto de la empinada escalera exterior que daba al segundo piso, se sabía que él era el único que -exceptuando el alguacil- tenía armas de fuego en la Villa. De pronto se oyó en el exterior un galope cercano como de alguien que huía. Era el alguacil que, avisado por el alarmado cura, partía a pedir ayuda. El sacerdote pretendía sin conse- guirlo llevarse bien con todos los vecinos, jugar a dos cartas. Bendijo el cadáver de Juana Curiel intentado acercarse al pue- blo amotinado, pero no se atrevió a acompañarlo hasta el Ro- que Aguairo por temor a enemistarse con los Melián. El alguacil, por su parte, tenía un excelente caballo que cono- cía el camino de Telde con los ojos cerrados, la noche, pues, no sería obstáculo, allí, en el barrio de San Francisco, acuartelaba la guarnición. Al rayar el alba, una docena de caballos entró en tropel en la Villa, mandados por un oficial. Pero ya nadie asediaba las al- menas que protegían la casa del cacique. Se limitaron a apagar los rescoldos del fuego y a montar guardia. Cuando días más tarde, apareció el Juez que interrogó y ordenó encarcelar brevemente a Juan Antonio Melián por la LA SOMBRA DEL AGUAIRO 41 muerte de Juana Curiel, también hizo un inventario de las pér- didas del cacique, implantando de acuerdo con el alcalde -na- turalmente el propio Melián-, nuevos impuestos para resarcirle de los destrozos y daños sobre la cabaña. Durante días hizo muchas preguntas a los que el propio Juan Antonio Melián consideraba sospechosos de promover la revuelta, mas nadie habló, nadie había sido, nadie había visto nada, nadie había oído nada, nadie había oído hablar de Fuenteovejuna. La causa contra los vecinos se sobreseyó. Poco a poco, la propia inercia de la vida normalizó la activi- dad en la Villa. Al ano siguiente se plantó, se segó, se recogió el millo y el trigo, se hizo el gofio y el pan. Los hombres continuaron viviendo, bebiendo, cantando o llorando. Nacie- ron niños y murieron viejos. Todo siguió igual, lo único que había cambiado era que, cada madrugada, una paloma blanca se posaba en la cima del Roque Aguairo que vigila el sureste grancanario y a poco descendía hasta la tumba de Juana Curiel, hija adoptiva del pueblo de Agüimes.

nseImo Bordón recaló en Las Palmas, varios días des- ués de acaecidas aquellas convulsiones en la Villa de Agüimes. Subiendo por la vereda que lleva a Temisas, dobló luego hasta toparse con el barranco de Cazadores, bajando al rumbo desde allí a las Breñas. Preguntando a un pastor, tomó como referencia el pico de Bandama, dirigiéndose en tal dirección, pero la oscuridad se le echó encima y se vio obligado a pasar al descampado aquella noche otoñal. Lloviznaba. Se puso en marcha nada más despuntar el día, friolero y hambriento. Por allí por el Palmita1 -a caballo entre Telde y el Lentiscal- pudo encontrar acomodo. Aró todo el día para una campesina cuyo marido se había marchado a Cuba. A la noche, la mujer le ofreció un tazón de leche recién ordeñada, pan y gofio, durmiendo a pierna suelta en el pajar ca- liente. A la tarde siguiente, descendiendo Guiniguada abajo, se encontró entrando en Las Palmas por el barrio de San Roque. El corazón se le sobrecogió: la Catedral y todas las iglesias, lanzaban redobles a muerto, crespones negros colgaban de to- das las casas de conveniencia, un aire fúnebre pesaba en el ambiente. Preguntó a un transeúnte: ¿De dónde sales tú? ¿Es que no sabes que ha muerto nuestro Rey, Alfonso XII? 44 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Rebuscandose en los bolsillos, se encontró con dos reales. Tenía hambre otra vez y en la calle del Toril pagó un real por pan, cebollas y morena frita, que devoró inmediatamente. Intentando buscar acomodo, subió nuevamente desde el cen- tro por un callejón empinado hasta la Ermita de San Nicolás. Poco más arriba no había sino chamizos y pequeños grupos familiares que intentaban calentarse alrededor de braseros pro- tegidos entre piedras. Le llamó la atención un enorme coberti- zo, rodeado de gente andrajosa a la puerta, esperando algo. ¿De qué se trata?, inquirió. Estamos esperando a Carmelo el bardino, cobra diez céntimos por dormir. Le informaron que tal individuo vivía por debajo de la ermita, en una casa de alto y bajo. Suele aparecer a las nueve, ya debería estar aquí. Apareció el bardino enteramente cerrado de negro, una ca- chorra mugrienta bien enterrada en la cabeza, zapatones tachea- dos y una tirijala oscura que pretendía hacer el oficio de corbata. A Anselmo le dio un vuelco el corazón, pues su mala catadura le recordó la de José Antonio Melián, el cacique del Aguairo. Abrió un enorme candado y se puso en la puerta con un platillo en la mano como si fuera un lazarillo, cada individuo echaba una moneda en el plato, niños incluidos, sólo pasaban sin pagar los lactantes. Antonio el bardino con la mirada codiciosa atendía la operación sin distraerse, como si le fuese en ello la vida. Anselmo interrogó el cielo como consultándolo, empezaba a chispear otra vez y no tenía dónde ir. Después de un largo titubeo puso una moneda en el plato del avaro y entró. Lo primero que vio fue el suelo, lleno de una especie de colchone- tas de un color indefinible. Se tendió con prevención en una de aquellas piedras y trató de conciliar el sueño. Imposible, llora- ban los niíios, refunfuñaban los hombres tratando de imponer silencio. Y, además, las chinches y los mosquitos. Acostado boca arri- ba, pronto sintió en sus espaldas un sudor pegajoso, apenas se podía respirar allí, el hedor era inaguantable. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 45

Después de revolverse un rato, Anselmo se incorporó al cabo, dirigiéndose a la puerta dispuesto a marcharse. Estaba force- jeando con el candado, cuando un viejo que dormitaba cerca de la entrada, susurró irritado: ¿Por qué no te estás quieto? No me dejas dormir. ¿Pretendes romper el candado y salir? Pues has de saber que el bardino cierra para que nadie entre sin pagar. No volverá hasta las siete, y si rompes la puerta te denunciará a los gendarmes y te meterás en un buen lío. Bordón, tras pensarlo, decidió que lo mejor era resignarse por aquella noche. Precisamente lo que le convenía era pasar lo más desapercibido posible ante la justicia por unos días. Con el lío de Agüimes, a lo peor andaban buscándolo. Dime viejo: ¿Y qué hago para orinar? Allí al final, donde están las mujeres hay un agujero en el suelo. ¿Acaso no te llega el pestazo? Y visible- mente disgustado le volvió la espalda. Cuando Carmelo el bardino abrió, Anselmo fue el primero en salir. Se quedó un buen rato mirando a las gaviotas del cielo, mientras respiraba ruidosamente, hinchando los pulmones ex- pulsando los miasmas de la noche. Estaba aún con las manos en los bolsillos, cuando vio bajar en dirección a la ermita un extraño vehículo, una gran carretilla de mimbre de una sola rueda delantera. La conducía un joven más o menos de su edad, que luchaba con esfuerzo contra el desnivel del piso, tirando hacia atrás con toda energía. Pero cuando llegó a su altura, cogió un bache inesperado y volcó, rodando su carga en todas direcciones: coles y numerosas piñas recién arrancadas. El mu- chacho enderezó trabajosamente la carreta, mientras soltaba un variado repertorio de palabrotas. Durante un buen rato, Anselmo ayudó en silencio a colocar la carga en su sitio. ¿Por qué has hecho esto? le preguntó francamente. Bordón advirtió en el joven una mirada de nobleza. No tengo nada que hacer, me aburría. ¿Acaso has dormido ahí?, volvió a preguntar señalan- do al cobertizo con la cabeza. Es un decir, contestó Anselmo. Lo suponía. Pues has cometido un error, porque se está mejor a 46 ARTURO CANTEiRO SARMIENTO la intemperie que en la guarida de Carmelo el bardino. Guárda- te tus monedas. El muchacho, mientras se tomaba un respiro secándose la cara con un pañuelo, continuó explicando: cada día están vi- niendo familias enteras de las medianías y de otras islas, pues aquí encuentran trabajo, ahora hay mucha demanda. Y el bardi- no, que no tiene alma, ha inventado ese sucio negocio, ojalá el diablo lo haga reventar. Bueno, me llamo Ezequiel Amado y soy de aquí, le dijo súbitamente, dándole un fuerte apretón de manos. Si no tienes nada que hacer ayúdame a llevar la carga ahí cerca, al Camino Real, bajando de la Ermita de San Nicolás hacia la izquierda. Mi madre tostará el :millo en nuestra casa y luego lo molerá, le sale un gofio muy bueno. Y yo soy Anselmo Bordón de Agüimes, que precisamente busco trabajo, díjole respondiendo al saludo y percibiendo que una corriente de simpatía se había establecido entre ambos. Ezequiel informó a Anselmo: Sí, hay trabajo seguro en el Puerto de las Isletas, pagan a los peones una peseta y media al día, un salario decente. Yo mismo voy allá por etapas, depende de lo que tenga que ayudar a mi padre. Pero ahora por unos días no se te ocurra ir, pues está todo parado por la muerte del Rey. ¿Sabes?, murió de un ataque de tis. Mientras -propuso Ezequiel- vamos a trabajar en el chin- chorro. Así que descarguemos las piñas y luego bajamos a la caleta de San Telrno, hoy no hay olas. La casa de Amado estaba en el mismo Camino Real, que va desde fuera de la Portada subiendo al risco de San Nicolás, un lugar de paso muy transi- tado. Resultó ser un hogar modesto pero aseado. El edificio estaba bien encalado y las ventanas pintadas de un verde desa- fiante. Una gran enramada de geranios asomaba por la azotea. Salió la madre, una mujer rebosante de salud, que pretendía aparentar autoridad y le salía buen humor. ¿Dónde estabas, muchacho? Otra vez se te volcó el mimbre, seguro, estaba ya LA SOMBRA DEL AGUAIRO 37 inquieta. Bueno, vete a San Telmo con tu amigo si quieres, le dijo cordialmente mientras examinaba a Anselmo con disimu- lo. La cala de San Telmo estaba transformándose rápidamente, una ola de actividad y de progreso sacudía a Las Palmas, cuyo motor estaba en el Puerto de las Isletas. Se plantaban airosas palmeras en aquel amplio espacio que estaba terraplenándose, cuya orilla daba sobre la playa, pedrea barrida ruidosamente por la marea y que estaba siendo limpiada de restos de lanchas, áncoras, cadenas viejas y hierros retorcidos. Un poco más al sur, tras la calle de la Marina, se divisaba la ermita de los mareantes y Ios astilleros, que tenía los días contados por el nuevo puerto. Ezequiel presentó a su nuevo amigo al grupo que estaba allí. Esperaba un hombre de edad mediana, que era al parecer el propietario de varias lanchas que se disponían a salir a pescar. Tenía el pantalón recogido hasta las rodillas y se cubría la cabeza con una boina vieja. Fumaba una pipa retorcida de la que chupaba con tenacidad. Anselmo observó admirado que, a pesar de ir descalzo, andaba con desenvoltura sobre la maris- ma. Joven -habló- dinero no pagamos, el salario será dos o tres peces, depende de lo que capturemos. Isabel Amado, la hermana de Ezequiel, estaba a la puerta cuando los dos jóvenes regresaban con la pesca. De lejos miró sin recato: su hermano era más bajo, tenía el pelo rizado y los ojos ligeramente saltones; su amigo era más alto, más blanco y bien parecido. Al acercarse, Anselmo e Isabel quedaron exami- nándose con curiosidad durante unos segundos, hasta que ella, viéndose sorprendida en la contemplación, entró en la casa ruborizándose levemente. Se asomó la madre: ni hablar de quedarse en el chiquero ese de Carmelo el bardino. En un momento arreglaremos el cuarto de la leña y las herramientas en la azotea. Cerca está la cabra, que, de todas formas, olerá mejor que el negocio del bardino. 48 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Además, remató dirigiéndose resueltamente a Anselmo: ¿quién te va ahora a asar las brecas? A la hora, estaba toda la familia en agradable reunión, pala- deando la sopa de pescado. El cabeza de familia, Juan Amado, hombre de estatura mediana y aún entero, explicaba a su espo- sa: creo que tendré que dedicarme a otra cosa, en nuestros cultivos hay cada vez más gente alrededor. Pongo cercas, pero aun así entran y me ponen todo perdido, cada vez hay más casas. Dentro de poco el risco de San Nicolás estará todo fabri- cado, ya lo verás. Yo también estoy cavilando sobre eso, dijo Josefa, la madre, si la gente sigue viniendo sería cuestión de pensar si nos convendría abrir una tienda, un bochinche o algo así. Pero, exclamó dando un alegre manotazo a la mesa, ahora no dejen enfriar la sopa que me ha salido muy buena. Y tú, métele mano al gofio, no tengas miedo, dijo dirigiéndose ama- blemente al invitado. Isabel comía en silencio. No sabía por qué pero se sentía incómoda, colocada frente a Anselmo sus ojos se encontraban a menudo por más que quería evitarlos. Bordón por su parte pensaba, comparando mentalmente a Jsa- be1 con Ana, la dichosa niña del cacique. Aquello era un saco de papas y esto una ~nuchachaencantadora. Efectivamente, la hermana de Ezequiel no era corpulenta, pero garbosa y bien proporcionada. Morenilla, ojos grandes, un ligero rosicler de pecas y la nobleza y el buen humor de toda la familia. Ezequiel habló luego sin parar, era bastante charlatán. Fíjen- se si el luto es riguroso, que ayer domingo por la tarde, las autoridades no dejaron echar las cometas desde las azoteas de Vegueta. El pasado clomingo había una grande y blanca, con un sol rojo dibujado. Tenía navajas bajas colocadas -explicaba con los ojos brillantes de entusiasmo- porque cada vez que una se le acercaba, izas!, al suelo. De tanto que hablas -le interrum- pió la madre- no tienes tiempo de comer. ¿Y tú en Agüimes no tienes cometas?, preguntaba al invitado. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 49

Tomó luego la palabra Juan Amado, dirigiéndose a Anselmo, aconsejándolo. Ezequiel trabaja en la construcción de los mue- lles allá en la Isleta, una semana sí y otra no. Como ya sabes, tenemos unos cercados por aquí cerca y yo solo no me basto. Por otro lado el transporte a la Isleta lleva mucho tiempo, por lo que es casi imposible ir y volver en el mismo día. Aunque eso pronto se solucionará, están trabajando a toda prisa, pero de momento no se puede. Así que lo que te aconsejo, es que busques acomodo por un lugar que le llaman Guanarteme, ya hay un centenar de viviendas, los que vienen de Lanzarote y Fuerteventura prefieren irse allí, a aquel descampado. ¿Y sabes tú -volvió a explicar el incansable Ezequiel- por qué se llama Puerto de la Luz? Pues porque, siglos atrás, una luz misteriosa salía de Guanarteme, llegaba al Castillo de San- ta Catalina y desde allí a la Ermita de la Virgen. Y luego andan- do por el borde de las Isletas hasta perderse en el mar, frente al Roque y el Nido ...

asado el duelo oficial por el fallecimiento del Rey Al- fonso XII, Anselmo Bordón tomó una madrugada el mastrote de mulas que salía de San Telmo con dirección a las Isletas. Observó que desde la carcomida muralla hacia el norte -derruida en algunos trechos- ya se advertía una calle, cuyas modestas viviendas de una planta se alejaban casi un kilóme- tro. Más allá dominaban el arenal y el viento. Fue fácil encontrar trabajo. Estuvo cuatro semanas seguidas sin descansar un solo día, cobrando unas cantidades que, para él solo, eran más que suficientes. Pero nunca vio a Ezequiel, luego sabría que a su amigo lo habían destinado donde coloca- ban los bloques de arranque del futuro muelle de Santa Catali- na, mientras que a él lo enviaron lejos del mar, en las faldas de las piconeras de la Isleta. La necesidad engendra enseguida la solidaridad: un grupo de cinco jóvenes se organizó pronto en una especie de comuna. Entre todos levantaron en Guanarteme cuatro paredes, dotándolas de los enseres indispensables para pernoctar y cocinar a la caída de la tarde. Se turnaban en todo. Había un mesón-almacén junto a la Ermita de la Virgen, mas comer allí no resultaba económico. Así que se organizaron, trayendo las viandas desde Las Palmas. 52 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Además de Anselmo, los otros cuatro miembros eran: Juan Alvarado de San Cristóbal, Leopoldo Santana de San Roque, José Ramírez que venía de Valleseco y Juan Soto que procedía de Jandía. Sólo los dos primeros tenían casa en Las Palmas y regresaban regularmente los fines de semana a descansar y a ver a la familia. Los otros dos y Anselmo Bordón se veían forzados a permanecer allí. Nosotros, afirmaba el bromista de Pepe Ramírez, somos ciudadanos de Guanarteme por la gracia de Dios. Tardaban sólo una media hora andando desde el chamizo de Guanarteme hasta el lugar de trabajo. Luego al atardecer, con aquellas soberbias puestas de sol como teatro, preferían regre- sar sin prisas, bordeando la playa del Arrecife. Los días buenos se bañaban en ella, pero cuando el tiempo era malo, las olas llegaban a pasar por encima del istmo. Un ingeniero informó un día a Anselmo de que cuando se terminaran los dos muelles, el dique y el contradique, las olas nunca volverían a separar la Isleta del resto de la isla. La playa -comparó- actúa como cordón umbilical. Una vez en el chamizo, trataban de no aburrirse. Juan Alvarado se había traído su timple, que furrungueaba bastante bien. Tam- bién cantaba, con la voz salitrosa de los roncotes de San Cristó- bal. Era el único -aparte de Anselmo- que podía leer y escribir con dificultad. Todos se sorprendieron de cuánto sabía Anselmo, asombrándose de que su propia madre hubiese sido la profeso- ra. Tiempo tenían de hablar y cada uno contó sobre su lugar de procedencia; así se comprendieron mejor. Leopoldo el de San Roque era bregador de lucha canaria y se dedicó a enseñar a los demás, pero era muy fuerte y nadie podía con él. Tiraba a sus compañeros con toda facilidad, mientras sonreía por entre sus dientes paletudos. Manuel Soto se notaba que tenía ansias por comunicarse con todos, contaba cómo allá en la deshabitada Jandía, cuando su padre lo enviaba a llevar el ganado a pastar, pasaron meses, en algunas ocasiones, sin que pudiera hablar LA SOMBRA DEL AGUAIRO 53

con ningún cristiano. Y finalmente, Pepe Ramírez que no era exactamente de Valleseco, sino de Valsendero. Era el único que tenía novia, el que además alegraba las reuniones de la cuadri- lla contando innumerables chistes, casi todos de un color verde subido. Todos reían cuando se ponía romántico y suspiraba mirando a la luna llena, afirmando que veía allí la cara de su amada, de Pinito, su enamorada de Valsendero. Había decidido levantar el vuelo, tenía una carretada de hermanos y cada uno habría de salir adelante por sí mismo. En cuanto pudiera - aseguraba- se traería a Pinito para aquí debajo. Habían pasado tres semanas juntos y ya habían intimado. Aquella mañana, una carretilla mal conducida cayó violenta- mente por un terraplén e hirió a Juan Alvarado. Quiso parar el golpe que se le venía encima y se cubrió instintivamente con la mano. El impacto lo recibió en la mufieca, sintió un dolor agudo y seguidamente el brazo le quedó inerte. Fue conducido a lo que ya era el arranque del muelle de Santa Catalina, allí se había instalado un servicio de auxilios primarios. Un practi- cante le vendó y entablilló el miembro dolorido y le advirtió que, al menos durante una semana, no podría trabajar. Si no obedecía, podría haber complicaciones. Resultaba un contratiempo, no sólo para Juan Alvarado sino para todo el grupo. Sentados bajo el carburo, acordaron que durante aquella semana, todos trabajarían dos horas extras dia- rias para el compañero afectado. ¡Me aburriré!, decía mostran- do su brazo entablillado, ¿Cómo podré tocar el timple ahora? Sí, le respondió raudo Pepe Ramírez, pero podrás guisar para todos, no creas que vas a gandulear, no te dejaremos. Durante una semana, el buenazo de Juan Alvarado quedó encargado de ir al Mercado de Las Palmas, comprar las vituallas colectivas y cocinar en el chamizo de Guanarteme para todo el grupo. Así aprendieron que es más fácil luchar contra las adversidades si estaban unidos que individualmente. Un sentimiento de her- mandad se soldó entre ellos. 54 ARTURO CANTERO SARMIENTO

A la cuarta semana de trabajo, Anselmo cobró la paga y decidió pasar en Las Palmas un par de días de descanso. Mien- tras se removía dentro de la diligencia zarandeada por los ba- ches, miraba con ansiedad, no sabía por qué, la muralla que en su día cerraba a la Ciudad por el norte. Luego de preguntar en algunos establecimientos de la Peregrina y los Malteses, en- contró unos zapatos adecuados que sustituyeran sus gastadas alpargatas. Después regateó con tenacidad de campesino dos camisas y unos calzones nuevos. E instintivarnente, sin darse cuenta, dirigió sus pasos al Camino Real, hacia el risco de San Nicolás. Por un momento se interrogó sin encontrar respuesta, por qué había tratado de acicalarse. No lo sabía. Cuando llegó frente a la casa de Juan Amado, se quedó con el brazo levantado, sin atreverse a tocar. Entonces comprendió por qué había venido hasta allí. Se abrió la puerta y apareció Isabel, ambos quedaron mirándose con la boca abierta. Fue ella la primera en sobreponerse de la sorpresa: tanto tiempo sin saber de ti, mis padres decían que a lo mejor te habías marcha- do a Cuba sin despedirte. Pues no, ya lo ves, sólo que he estado trabajando todo el tiempo y ya tenía ganas de ver gente, eso es todo. De pronto sintió que alguien le saltaba por la espalda, casi derribándolo del susto, era Ezequiel. iAl fin te dejas ver, granuja! exclamó riéndose, parecía que la tierra te había tragado. Oye, observó inoportuno: ¿Y por qué te has puesto tan guapo? Pareces un señorito de Vegueta, a lo mejor es por Isabel, ésta me ha preguntado varias veces si te había visto. La aludida quedó grana como un tomate: ¡Cállate idiota, no dices sino tonterías! Se informaron: Ezequiel había ido pocos días a las Isletas, había estado acarreando papas, zanahorias y piñas desde la plataforma hasta el mercado de la Ciudad, nuevamente remo- zado. El viejo no podía con todo, además se pasaba más tiempo peleándose con los nuevos vecinos que trabajando, la gente seguía instalándose en las inmediaciones y pisando los sem- LA SOMBRA DEL AGUAlRO 55 brados. Tendría que poner perros. Isabel por su parte estaba haciendo lo de la casa, porque su padre estaba precisamente arriba y su madre en el lavadero. Ezequiel subía a la plataforma para ayudar al viejo. Oye, dijo Ezequiel, esta noche te quedas aquí. A menos que te hayas vuelto tan fino que no quieras oler nuestra cabra. iJa, ja! ¿Dormir en una pensión? Si, hay una en la calle Remedios y otra en Triana, pero son muy caras para un maúro como tú. En cuanto a un hotel de esos nuevos que están abriendo, están atestados de ingleses, todos copados. Además, ellos son muy delicados y en cuanto se enteren que trabajas de obrero en las piconeras no te dejarán ni entrar, para ellos nosotros olemos mal. ¿Te has vuelto loco o qué? A la prima te vienes por casa y se acabó, y mañana a la noche regresas a Guanarteme. Bueno ya subo para la plataforma, que luego el viejo se calienta si me demoro. Por vez primera Anselmo e Isabel se quedaban solos, al fin podía mirarla a sus anchas. Con sus dieciocho abriles era loza- na como una manzana, ni alta ni baja, ni delgada ni exuberan- te, por supuesto no tenía nada de fea, sin destacar tampoco por una belleza excesiva. Una mirada pícara, con unas pecas que, en Iugar de un defecto, eran un adorno gracioso. Una propor- cionalidad que atraía irresistiblemente al vástago Bordón. No, no sabía leer ni escribir, el cura de la Ermita de San Nicolás había dicho que eso era cosa de hombres. Sólo estaba apren- diendo a coser. ¿Pero es posible que todavía no conozcas Las Palmas? No, respondió Anselmo, aún no he tenido tiempo de nada, soy un recién llegado, a ver si tú me ayudas. Pues claro hombre. Du- rante las dos horas siguientes, recorrieron pausadamente lo prin- cipal de la Ciudad, enseñándole ella todo lo que sabía: la Cate- dral, las Casas Consistoriales, la Audiencia, el Teatro Cairasco, la Alameda donde estuvo un gran convento de monjas. Dice mi padre, informó Isabel, que justo en el año de mi nacimiento fue 56 ARTURO CANTERO SARMIENTO cuando lo derribaron. Ya atardecía cuando llegaron a la casa del risco, los viejos se alegraron sobremanera de verlo, hasta el punto de que Josefa, la madre, le dio un gran abrazo como si fuera un antiguo conocido. A la noche, estaba acostado Anselmo Bordón sobre una carretada de heno limpio en la azotea. Tenía los ojos abiertos y no podía dormir, miraba al cielo por una rendija que se abría en el techo del cuarto de las herramientas. Olía a leña recién partida. Oyó entonces unos pasos livianos que se acercaban, era Isabel. Mi madre te envía esta manta, de madrugada puede darte frío, dijo con un hilo de voz. Al acer- carse Isabel al camastro, sus manos se encontraron involunta- riamente. Bordón tiró suavemente de ella hacia sí e Isabel no se resistió, sus rostros quedaron cercanos. Entonces la besó, fue un beso robado, furtivo, fugaz. Isabel asustada de sí misma, salió corriendo azorada. A la mañana siguiente, cuando se despidió de la familia, ella no estaba. Montado en un carromato, cavilaba absorto mientras regresaba hacia las Isletas, haciendo caso omiso del viento, el polvo y la arena: he metido la pata, en cuanto Isabel lo cuente, no me dejarán entrar en la casa. Soy un idiota y además un desagradecido, se han portado conmigo como si fuera de la familia y lo he estropeado por una tontería. ¿Por qué no supe controlar el deseo de besarla? Isabel se ha enfadado y por eso no quiso estar presente cuando me despedía. Y lo peor de todo es que no sé lo que me pasa, pero deseo desesperadamente verla otra vez. Como si quisiera olvidarse de todo aquello, trabajó frenéti- camente. Pepe Ramúrez el de Valsendero notó el cambio: a lo mejor -dijo con sorna- ya hay dos enamorados en el grupo. A la semana siguiente ocurrió un accidente grave. Un gran pedrusco se desprendió de la piconera, rodando hacia el cam- pamento. Los trabajadores se dispersaron despavoridos, mas una esquirla partida cayó en la cabeza de Juan Soto, que quedó en el suelo gravemente herido. La piedra, después de varios LA SOMBRA DEL AGUAIRO 57 zigzag, se abatió sobre la improvisada techumbre donde Juanito Matos, un contable enviado desde Las Palmas, hablaba con el capataz Pedro Oramas mientras revisaba papeles y discutía con éste. Oramas resultó milagrosamente indemne, mas el infortu- nado contable se llevó la peor parte, evidentemente murió en el acto con el pecho hundido. Urgentemente se organizó el traslado del fallecido y del heri- do, todo el mundo quedó consternado. Ramírez, Juan Alvarado y Leopoldo Santana, quedaron de acuerdo con Anselmo para regresar aquella misma tarde e interesarse por el amigo común. Pero había que sobreponerse a las adversidades porque la jornada laboral continuaba inexorable. El capataz Oramas, apenas repuesto del susto, comentó hablando como consigo mismo: ¿Y dónde encuentro yo ahora a alguien que sepa de números? Anselmo Bordón que lo había oído se ofreció. ¿Tú? Díjole mirándolo de través, desconfiado. ¿De verdad sabes leer, escri- bir y hacer cuentas? Bueno, pues vamos a probar. Hubo primero que reorganizar los papeles que quedaron dis- persos en el suelo, algunos estaban manchados en los bordes con la sangre del infortunado Juanito Matos. Mira, le informó, estos palotes están apuntados por mí. Los largos son las carre- tadas grandes, las de cuarenta y cuatro kilos cada una. Los pequeños son las de veintiocho kilos. Hay que averiguar cada día el número total de lo transportado. No es fácil, ten en cuen- ta que este grupo de papeles son los que se han enviado hacia allá, dijo señalando al sur vagamente, por donde saldrá el mue- lle de Santa Catalina y estos otros de color azulado, es el mate- rial que se ha llevado hacia el naciente, más allá del Castillo, donde se construye el contradique de La Luz. No pueden mez- clarse, díjole severamente. Pedro Oramas siguió explicando: Además, si tienes tiempo, aquí están los días trabajados por los hombres de nuestro equi- po durante la semana. Hay que separarlos individualmente y calcular a una peseta y media por día. Y ten en cuenta que hubo 58 ARTURO CANTERO SARMIENTO gente que trabajó el domingo, ese día se paga a tres pesetas, el doble. ¿Oíste? Cuando terminó la jornada laboral, Anselmo entregó al capa- taz los papeles. Con la punta fina del lapicero, los trazos pare- cían claros. Oramas quedó sorprendido, quedándosele mirando de reojo. Bueno, enviaré tus cuentas a Las Palmas a ver qué dicen, yo no entiendo de esto. Pero Bordón tenía la cabeza en otro sitio. Regresaban los compañeros a la Ciudad con el alma en vilo, para saber el alcance de la lesión de Juan Soto, el amigo majorero. Al llegar al Hospital de San hllartín -realmente el único de la isla- les advirtieron al grupo de compañeros que el herido estaba agoni- zando. No, no se podía pasar, en todo caso que entrase uno solo. Un pesado silencio se hizo entre los hombres, que queda- ron mudos, cabizbajos. El sudor, el esfuerzo, la convivencia y el trabajo, habían echado raíces entre ellos. Penetró Anselmo que fue conducido a un gran corredor, allá al fondo se había colocado un biombo, a fin de evitar a los demás enfermos el terrible espectáculo de la agonía de un se- mejante. Juan Soto trataba de agarrarse a la vida, tenía los ojos abiertos, pero cuando Bordón se colocó ante él comprobó la evidencia de que no veía. Hablaba. Anselmo se agachó, acercando el oído tratando de comprender qué decía. Deliraba, creía encontrarse entre sus montañas de Jandía y dirigía a su ganado de cabras a los pastos. Así murió, sus ojos abiertos parecían expresar el deseo de abarcar con la mirada el cielo azul de su Fuerteventura. Anselmo salió abatido del Hospital. Se hizo cargo de enviar a sus padres sus ahorros y sus escasas pertenencias. ías más tarde, se ofició un funeral en la Catedral por los dos fallecidos. El Sr. Obispo, lleno de majestad, desta- có el sacrificio de estas vidas que -recalcó- no eran las prime- ras, en una obra de gran contenido económico y social. El templo estaba lleno: el Cabildo catedralicio, militares empa- vesado~,los políticos, la nobleza. En la parte trasera se apiña- ba el pueblo. De pronto, Anselmo notó que alguien le rozaba el hombro. Se volvió y quedó perplejo: era Isabel. isalgamos! bisbiseó ella. Ya fuera Bordón le escudriñó los ojos, no, no parecía enfadada. ¿Cómo supiste que estaba aquí? Creía que no querías verme, susurró azorado en voz baja. Me enteré de lo del acci- dente y supuse que vendrías. Clavó sus ojos en él: no, claro que no estoy enfadada. Yo también necesito verte más a menudo, dijo quedamente, así que cada sábado cuando sueltes podremos vernos. De tal forma, sencillamente, sin más, se cerró el pacto entre Anselmo e Isabel. A los pocos días, Pedro Oramas, el capataz del sector, llamó a Anselmo: mira, mañana preséntate en las oficinas, vas a traba- jar allí. ¿Oíste? Es en la calle Viera y Clavijo, pregunta por la Cía. Swanston, todo el mundo sabe dónde es. 60 ARTURO CANTERO SARMIENTO

No tuvo que preguntar mucho para localizarlas, cuando llegó a las oficinas ya le estaban esperando. Se presentó ante Mr. Harrisson, alto, flaco, desgarbado, de grandes lentes de miope. Tenía el pelo alborotado y un permanente camango avinagrado en el gesto. ¿De manera que tú eres Bordón? Ah bien, pues siéntate. Mira, los números que me trajo el capataz Oramas son elementales, pero están correctamente verificados. ¿Quién te enseñó? le preguntó en un castellano sorprendentemente co- rrecto. Bueno, vamos al grano: supongo que te interesa trabajar aquí, estarás mejor y ganarás más, pero no perdonamos la falta de puntualidad. Nos importa más un buen contable auxiliar que un obrero, éstos los hay a montones. Seguidamente lo llevó a otra habitación, presentándole a otro inglés, Mr. Stimpson jefe de contabilidad, con el que tendría que trabajar. Era cincuentón, calvo y siempre vestido de punta en blanco. Chapurreaba un castellano detestable. Le señaló una mesa cercana, ése sería su lugar. Por Mr. Stimpson supo que unos cuatro años atrás, la Cía. Swanston se había adjudicado el concurso de las Obras del Puerto de La Luz. Él conocía a toda la gente importante de Las Palmas, incluso una vez saludó al Ministro de Ultramar, Don Fernando León y Castillo, quien los animó a realizar las obras de la forma más eficaz posible. Mr. Simpson, informó seguida- mente a Anselmo de que él en Inglaterra practicaba el noble deporte de la hípica, que su país poseía la flota más importante del mundo y que Inglaterra había sido elegida por Dios para gobernar a todas las razas. Los dos años siguientes fueron plácidos. Se consolidó su relación con la familia Amado y sobre todo con su novia Isa- bel, iba todas las tardes a verla. Su cambio de lugar de trabajo facilitó el noviazgo, pues asimismo mudó de domicilio, alqui- lando dos habitaciones por allí por el Terrero, junto al Guini- guada. Con emoción se despidió de sus amigos de Guanarte- me, todo el mundo se alegró sin reservas de su ascenso. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 61

Allí, en la casa del Camino Real, Anselmo hablaba con Isa- bel a través de la ventana. En ocasiones, el vástago de los Bordón era frenado en seco: ¡NO se arrime tanto, guarde las ganas para después del cura! Se oía a Isabel, entre seria y risueña añadir: ¡Si te crees que yo soy como la gorda de Agüi- mes te equivocas! ¡Desapártese un poco más! Definitivamente, hubo cambios importantes en la familia Amado. Después de un largo consejo familiar en el que partici- pó Anselmo, se decidió vender las huertas de la plataforma para comprar y montar un bochinche. Calcularon que el dinero de la venta sería suficiente para adquirir, acondicionar y suministrar las mercancías necesarias. Padre e hijo despacharían ron, cer- veza y vino del Monte. La madre, Josefa, freiría sardinas y carajacas. El risco seguía poblándose y la clientela parecía ase- gurada. Con Isabel no había que contar, los novios anunciaron su boda para dentro de quince días y que se irían a vivir a las habitaciones que Anselmo había alquilado en el Terrero. La noticia no sorprendió a nadie y alegró a todos, sobre todo a Josefa, la madre, quien, emocionada y secándose disimulada- mente una lágrima, abrazó a Bordón confesando: No sé por qué, pero desde que te vi por vez primera, tuve el extraño presentimiento que esto terminaría así. Se casaron en la Ermita de San Nicolás, los padrinos fueron los padres de Isabel, fue una boda sencilla. Juan Amado, no acostumbrado a la corbata ni a zapatos nuevos, se pasó la cere- monia moviéndose incómodo, hasta el punto de que el cura le mandó estarse quieto de una vez. Ya fuera de la ermita, se formó la consiguiente tertulia entre los invitados, allí se encontraban sus antiguos camaradas de trabajo. Anselmo supo que el grupo se había finalmente disuel- to y que el enamoradizo Pepe Ramírez se había casado de forma extravagante con Pino la de Valsendero. Él mismo lo relató así entre las carcajadas de todos: 62 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Pues sí señores, ya estaba harto de esperar. En Valsendero no hay ni cura ni iglesia, sólo una minúscula ermita carcomida y abandonada. Así que alquilé una mula en Teror y aparecí por Valleseco sin avisar a nadie. Dispuesto a no perder el tiempo busqué al cura, al que encontré recolectando mandarinas en un huerto de su propiedad. Sin decirle ni una palabra, lo agarré por un brazo y lo sub$a empujones a la mula. ]Él se resistía, pero yo lo engañé, diciéndole que un cristiano se estaba muriendo en Valsendero y que tenía que ir para la extremaunción ésa, o como se llame. Luego me metí en casa de Pinito que estaba cocinando coles y sin dejarla reaccionar la agarré de un brazo y la metí en la ermita. ¿Dónde está ése que se está muriendo?, me preguntaba el cura intrigado. Aquí somos dos los que nos estamos muriendo, pero por casarnos, que somos los novios, de forma que casémo- nos ya, que estoy harto de esperar. La familia de Pinito estaba al principio indignada: ¿Dónde se ha visto una novia oliendo a fritangos y coles guisadas? Esto es una vergüenza. Pero cuando salimos de la ermita cogidos del brazo, la propia madre estaba muerta de risa. ¡Vaya boda estrafalaria! Bueno, pues una boca menos, al menos déjense ver por aquí de vez en cuando. Y sin más palabras de allá ni de acá, me despedí de la numerosa familia -la mía y la de ella- y monté a la novia en la mula. Su vieja hacía ahora pucheros. El que estaba furioso era el sacerdote, parecía que echaba humo: iAh bandido, de forma que ahora sales con que los tres no cabemos en la mula! Dime: ¿y cómo regreso yo a Valleseco ahora? Son ocho kilómetros o más. No te apures, alguien com- pasivo te prestará un burro, aunque tampoco te vendría mal caminar algo de vez en cuando. jY gracias por todo, csmpañe- ro! Se instalaron en una casita en Guanarteme, ya se habían construido más de cien viviendas, en larga hilera hacia el po- niente. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 63

Eran por cierto casi vecinos de Leopoldo, que se había lleva- do consigo a su anciana madre. Esas dos familias intimaron. A Leopoldo, el victorioso bregador de San Roque también le ha- bían sucedido cosas. Invencible hasta que se enfrentara al míti- co Matías Jiménez, así lo contó: me entrenaron concienzuda- mente y organizaron un encuentro en Telde. Yo creía, sonreía el paletudo, que mano arriba iba a ganar. Pero Matías Jiménez, a pesar de tener el doble de nuestra edad, me metió tres talegazos seguidos sin contemplaciones. El dinero de la apuesta se lo llevó él. El que vivía nuevamente en San Cristóbal era Juan Alvarado. En Guanarteme no me hallaba, nací junto al Castillo y allí moriré, afirmaba. La carretera al Puerto ya se había terminado, desde la Plaza del Mercado hasta allá se iba ahora mejor. Todo mejoraba velozmente a ojos vista en aquel final de siglo y Juan Alvarado prefería el palizón del viaje de ida y vuelta diarios, con tal de volver a vivir donde nació. De carácter tranquilo y bonachón, los domingos temprano compraba longorones del chinchorro y su vieja se los asaba en el brasero. Luego tomaba su timple y la botella de ron, y empe- zaba a tocar y a cantar, sentado en una piedra, mirando hacia el mar. Mientras tiraba de la botella, se iba quedando más y más cuajado, como un beletén. A la tarde ya tenía una chispa consi- derable y el timple se le caía de las manos, entonces se levanta- ba y se iba a dormir hasta el siguiente día. Dispersos los contertulios, Anselmo e Isabel, bajaron la cuesta hacia el Terrero, hacia su nuevo hogar, amorosamente cogidos de la mano.

nselmo salió de las oficinas de la calle Viera y Clavijo, iba de mal humor. Mr. Stimpson, estaba cada vez más apergaminado e insoportable, lo de menos eran sus impertinen- cias cuando se trataba de cuestiones laborales sin importancia, lo peor eran sus comentarios hirientes sobre la superioridad britá- nica. Pero había que olvidarse, ahora lo esperaba Isabel, a la que el matrimonio había sentado, embelleciéndola extraordinaria- mente. Cada vez se querían más, sonrió al evocarlo. Recordó además que hoy tocaba clase de escritura y gramáti- ca. Consciente del valor de la cultura, había centrado todas sus energías en enseñar a su joven esposa. Isabel era una alumna aprovechada que avanzaba rápidamente, Bordón enseñaba con la misma tenacidad que su madre, María Soledad la Dama Blanca, había proyectado sobre él mismo veinte años atrás. Dobló Malteses arriba penetrando en los frondosos arcos de la Alameda, mas cuando se disponía a continuar hacia el Terre- ro, una figura vagamente conocida se le interpuso. Tardó unos segundos en recordar quién era, se trataba de su amigo Emilia- no Álvarez, uno de los gemelos e hijo de Enrique el arriero. Se abrazaron con sorpresa. ¡Casi no te conozco, carajo! ¡Qué cam- bio, estás vestido como un señor! Te he buscado, he pregunta- 66 ARTURO CANTERO SARMIENTO do a un montón de gente, al fin te encuentro. ¿Pues qué pasa? Se trata de tu padre, tienes que regresar a Agüimes, pues está muy mal. Se nos va, Anselmo. Ven, vivo aquí mismo, dijo Bordón lívido. Lo mejor es que duermas en casa y mañana temprano salimos para la Villa. Le presentó a Isabel, quien enterada del motivo de la visita, deter- minó ir con su marido. No quería quedarse con el remordi- miento de no haber conocido a su suegro y, por otra parte, deseaba con curiosidad contemplar la casa y el pueblo de Anselmo. Emiliano notificó que el arriero de Agüimes era ahora él mis- mo. Su viejo no se valía y su hermano Tomás se había marcha- do a Cuba. El trabajo era ahora mucho más fácil, pues se ha- bían abierto buenas carreteras a distintos lugares de la isla, Telde, San Mateo, Teror, Arucas, Gáldar y estaban haciendo otras. Mafiana llegarían rápidamente a Telde, ya no había que subir a Marzagán, sino que por la playa de La Laja se seguia hacia el sur, atravesando un túnel. Luego a Agüimes -siguió informando Erniliano- la nueva carretera llega cerca del Inge- nio, un año o dos más y se culminará. En mi carromato tardare- mos la mitad del tiempo de antes, ya lo verás. Todo va mejor, lo que si está feo es la cochinilla, aquello se ha venido totalmente al suelo y la gente trata nuevamente de volver a los cultivos de siempre para sobrevivir. Lo malo es que hay mucha gente deses- perada, los prestamistas tienen cogido al pueblo por el cuello. ¿Y José Antonio Melián, el cacique? Murió, respondió Emiliano, debió haber reventado antes, jno lo sabías? Aquella noche durmieron poco: acodados sobre la mesa central de la habitación principal, Emiliano el arriero contó los cam- bios y sucesos acaecidos en la Villa de Agüimes. Ansclmo bebía las novedades sin pestañear. Ya no existía la ermita vieja ni el convento de las monjas, hace dos años un tremendo incendio terminó con ellos. El año pasado se inauguró el nuevo templo que al fin se terminó, fueron de Las Palmas el Sr. Obispo y un sinfín de curas. Por LA SOMBRA DEL AGUAIRO 67 cierto que tu amiguita Ana Melián aprovechó el incendio para huir. Tuvo primero un montón de líos, al principio con uno que estaba podando los arbustos del convento, luego con otro del Valle de los Nueve que suministraba sacos de papas a las mon- jas, después con el nuevo Alguacil ... Tras huir se plantó en Las Palmas, imagínate, con la cantidad de machos sueltos que hay aquí, las zampadas que se habrá pegado. Qué raro, observó Anselmo, esto no es tan grande y nunca la vi. No te extrañe -aclaró el arriero- se sabe que estuvo poco tiempo. La madre, la gorrona de Inocencia, vino volando a Las Palmas con la intención de atajarla. La llevó a un médico de Vegueta, un sabio según dijeron, creo que explicó que Ana tiene una enfermedad que le llaman fuego ulterino o algo así. Finalmente se ha comentado en Agüimes que han hipotecado propiedades y que se habían establecido las dos en Madrid, la bruja y la gorda. ¿Y cómo murió el cacique? Inquirió Anselmo. Emiliano, tomo un vaso y se sirvió agua, mientras pensaba. Tras una larga pausa, con voz sombría, continuó hablando: En los últimos meses de su vida parecía haberse vuelto loco, se había empeñado en que Juana Curiel estaba viva. Tenia terribles pesadilks por las noches, la Inocencia cerraba las ven- tanas a cal y canto para que no se oyeran los alaridos de terror de su marido. Desde luego no era remordimiento, sino odio acrecentado, nunca fue tan ruin como en los últimos meses de su vida. De vez en vez, iba despacio a la cuadra y sacaba su mejor caballo. Se lo ensillaba Rafael el morisco, un pobre diablo de Juan Grande que había tomado como criado, dicen que por la comida se dejaba hasta pegar. Tomaba el criado el ronzal y sacaba a la bestia camino del Aguairo. El cacique, todo cerrado de negro y con la cachorra enterrada hasta las cejas no saludaba a nadie. La carabina la llevaba en bandolera, cruzada por de- 68 ARTURO CANTERO SARMIENTO

lante del pecho, la gente se apartaba con odio y temor. Al pasar por tu casa, ordenaba al criado detener el caballo por un instan- te y, sin murmurar palabra, le mostraba el puño cerrado con uñas de cernícalo a tu padre en muda amenaza. Luego seguía su andadura torciendo hacia la izquierda. Se le había metido entre ceja y ceja que tenía que eliminar a la paloma, que año tras año, mes a mes y día a día se posaba en el Aguairo. Dicen las comadres que es el alma de Juana Curiel la mártir de Agiiimes y al loco de José Antonio Melián se le había metido en la cabeza que aún vivía y que disparando contra la paloma mataría definitivamente a Juana. Yo mismo -prosiguió Emiliano con voz ronca- se lo oí a Pedro Camacho, el pastor, un día que bajó a la Villa. El cacique se acercaba sigiloso al Aguairo, mas mucho antes, como adivi- nándole las intenciones asesinas, el ave levantaba vuelo y des- aparecía. Melián esperaba acechando su vuelta, en cierta ocasión estu- vo dos días seguidos al asedio. Después, loco de rabia dispara- ba varias veces al cielo, lanzando terribles blasfemias que el eco del Aguairo parecía devolverle. Luego emprendía el regre- so cada vez más amargo, más demacrado. Ni el cura ni Inocen- cia pudieron convencerle para que no volviera. La última vez qule regresó de los altos, parecía sostenerse a duras penas sobre el caballo. Y de pronto, delante de su casa, cuando Rafael el morisco se aprestaba a abrirle el portón, le acometió un temblor extraño. Le sobrevino un vómito de san- gre y, al tiempo que lanzaba un lamento de lobo herido, cayó sobre el polvo. Entre Inocencia y el criado, lo arrastraron aden- tro con gran esfuerzo. La noche de la agonía de José Antonio Melián fue siniestra, dijeron que el demonio se apoderó de la Villa por unas horas. Se levantó súbitamente un viento de horno del sudeste, un huracán. Se secaron las cosechas y los matos, recuerdo las ramas desgajadas batiendo la plaza del pueblo. Aquella noche LA SOMBRA DEL AGUAiRO 69 de infierno, los perros del lugar aullaron como llorando, aún se me ponen los pelos de punta al recordarlo. Y para colmo la lechuza. Anidó en lo alto de la iglesia nueva y ululó toda la noche. Puertas y ventanas fueron cerrándose aterrorizadas por tanta coincidencia, sólo Miguel el herrero que es muy valiente, armado de una tiradera, lanzó inútilmente piedras contra el campanario, tratando de ahuyentar al ave de mal agüero. El sacristán juró que aquella noche, las lápidas de los sepulcros que están en el interior de la ermita, se movieron porque sus ocupantes gritaban, queriendo celebrar la muerte de José Antonio Melián. Cuando amaneció el nuevo día de un sucio polvoriento, los habitantes de Agüimes contemplaron horrorizados cómo una nube roja se abatía sobre el pueblo, un aluvión de langosta, terminó con lo poco que quedaba. En vano, el sacerdote con el incensario y el agua bendita trataba de exorcizarlas. Sí, era posible que Satanás por unas horas se hubiese apode- rado del pueblo, celebrando tal vez, que iba a cobrar con segu- ridad el alma del cacique. Todos los perros murieron extraña- mente aquella noche, así como numerosos cerdos, cabras y gallinas. Nadie quedó indemne. El entierro de José Antonio Melián fue al peso del mediodía, bajo un calor bochornoso. Se abrió el portón de la casa almena- da y apareció Inocencia tirando de la brida, era la única persona que asistía a la ceremonia, el resto del pueblo se había encerrado en sus casas a cal y canto, abrumados ante tanta premonición, mientras el criado Rafael el morisco había huido asustado. Avanzaba lenta Inocencia, tirando de la mula y luchando contra el huracán de polvo y viento, sus ropas se le enredaban alrededor de su corpachón. Las ruedas del carromato chascaban partiendo ramas abatidas y aplastando una repugnante masa de langostas muertas. A unos cincuenta pasos estaba el cura, sujetándose la sotana contra el ventarrón, pues el cacique sería la última persona que 70 ARTURO CANTERO SARMIENTO habría de enterrarse dentro de la ermita, a la vieja usanza. Des- de hacía tiempo, José Antonio Melián se había pagado su ni- cho. Levantó entonces la cabeza el sacerdote y un temblor su- persticioso se apoderó de él. En frente, en la iglesia nueva, una invasión de lagartijas subía por la pared exterior. Y una hilera de cuervos, alineados con simetría militar, posaba junto al cam- panario. Empezaron todos a graznar a la vez, era sin duda la música de despedida que brindaban al cacique. Y para terminar la ceremonia, apareció esa extraña mujer, tú la conoces Anselmo, Jacinta la hilandera, la que se entremete siempre entre los hombres a cantar en los Ranchos de Ánimas. Se colocó detrás del féretro y comenzó a cantar, su voz era distinta, tenía un deje de extraña alegría. Y aún más rara era su vestimenta, ella que siempre vestía de luto riguroso, entonaba las coplas vestida de vivos colores de fiesta y con una gran flor roja en la cabeza. Su potente plañido se oía entremezclado con el clamor del viento, los rezos del cura y el graznido de los cuervos. Pero aquel día funesto aún no había terminado. Nada más enterrado el cacique, se proclamó el incendio en la ermita vie- ja, trasladándose enseguida al convento colindante. Nadie trató de ayudar, de sofocarlo, el pueblo anonadado de tanto presagio se había marchado a las afueras. Las monjas salieron despavo- ridas huyendo del fuego, momento que aprovechó, por cierto, Ana Melián para evadirse para siempre de la Villa. Pero a los pocos días, de madrugada, una suave lluvia rege- neradora despertó repiqueteando alegremente sobre los tejados de los campesinos. Los meses siguientes fueron el principio de una nueva era: los surcos se llenaron, acequias, albercas y es- tanques de lluvias mansas. Las siguientes cosechas fueron de una fecundidad asombrosa, las mejores de toda la historia de la comarca. Las vacas parieron dos terneros, lo mismo las cabras, los cerdos y las ovejas que nacieron por pares, las gallinas nunca pusieron tanto. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 71

Dijeron que, el primer día de lluvia, las comadres al salir para otear el cielo vieron una paloma blanca que giraba pausada- mente en el cielo, dando vueltas por encima del campanario de la Villa. Volvió la paz. Volvieron a reunirse los jóvenes y volvió a oírse el canto de nuestras isas y folías. Volvieron los hombres a enardecerse con las peleas de gallos y las luchadas. La gente siguió naciendo, creciendo y enamorándose. Nuevamente tuvi- mos esperanzas de nuestra tierra, de nuestro trabajo y de nues- tras cosechas. Y entonces lo comprendimos. Las cosas podrían irnos mejor o peor, mas en los momentos de tribulación alguien nos prote- gía con su sombra, era la querida montaña, el tótem misterioso, el roque Aguairo, donde siempre al amanecer una paloma grá- vida aparecía posada en la cima.

uando aún no había amanecido, Isabel Amado sirvió tres tazones cargados de café bien caliente, que su mari- do y el arriero tomaron en silencio. Y sin más preámbulos, a poco rodaban por las huertas de los Reyes hacia el sur. Anselmo admiraba los riscos de la playa de la Laja que pare- cían caer sobre ellos, nunca había contemplado esa perspectiva, se trataba del nuevo trazado hacia Telde que acortaba conside- rablemente el trayecto, llegarían con rapidez. Y mientras Bor- dón cogía silencioso la mano a su mujer, un tremendo remordi- miento se apoderaba de él. HabPa dejado a su padre ya bastante mayor. ¿Cómo se las había arreglado solo? ¿Cómo era posible que nunca hubiera pensado que podía haber necesitado ayuda? Casi tres horas después, el empedrado terminaba. Trabajaba una cuadrilla con picos y palas en medio de una desagradable nube de polvo. Pero ya quedaba poco para concluirla, la carre- tera estaba a un tiro de piedra del Ingenio, ahora tomarían el antiguo trazado. En una de las vueltas lo vio fugazmente. Anselmo atisbó el Aguairo con rara emoción mientras un nudo le apretaba la garganta, alli estaba vigilante el guardián de la Villa de Agüi- mes. Tomó a Isabel por un hombro y se lo mostró, la esposa se 74 ARTURO CANTERO SARMIENTO bebía el paisaje con los ojos, pues nunca había pasado de Telde hacia el sur. El panorama cambió bruscamente cuando el tiro con las dos mulas bajó con precaución hacia el cauce verde del Guayade- que, enfrente estaba el bosquecillo de álamos, por encima de la otra cresta del barranco asomaba orgulloso el nuevo templo. Emiliano Álvarez avivó el tiro de los animales, quienes tensa- ban el esfuerzo como si adivinaran el fin del trayecto. Oye, dijo de pronto Anselmo, no pases por la plaza, sigue hacia arriba, hasta nuestra hacienda. El arriero asintió en silencio mientras fustigaba a las mulas, quedaban sólo unos minutos de andadu- ra. Paró finalmente el mastrote y Anselmo bajó rápidamente dando la vuelta por detrás del carro, ofreciendo la mano a Isabel para ayudarla a apearse. Entonces, cuando la encaró de frente se percató que estaba extrañamente pálida. ¿Qué te pasa, te encuentras mal?, preguntó a su mujer. Tal vez sea del emba- razo. Durante un instante Anselmo quedó mudo de la sorpresa, luego, mirando la cara pícara de Isabel, fue incapaz de enfadar- se con ella. ¿Qué embarazo? ¿Porqué no me lo habías dicho? Bueno, respondió Isabel tocándose el vientre con pudor, aún no estoy completamente segura, a lo mejor por eso me he mareado un poco. Si te lo digo -añadió- no me hubieras deja- do venir y yo no quería que vinieses solo. Anselmo desarma- do, la abrazó cariñoso sin más palabras. Luego se despidió de su amigo. Bueno, adiós y gracias por todo, no lo olvidaré, dijo Anselmo agradecido. Tengo que seguir murmuró Álvarez, así que a ver cómo encuentras a tu viejo. Acto seguido volvió su rostro hacia la casa del camino. La cara se le transformó, una nube de inquietud se apoderó de él. A un centenar de pasos estaba la hacienda, todo denotaba deca- dencia y abandono, :la techumbre estaba hundida por una esqui- na y la ventana mayor estaba desencajada. Las tuneras habían sido arrancadas y una mirada hacia los surcos indicaba que no LA SOMBRA DEL AGUAIRO 75 estaban debidamente atendidos. Cuando Anselmo acortó la dis- tancia que le separaba de la casa donde nació, pudo ver algu- nos aperos de labranza apoyados en el lavadero. ¿Tan mal estaba su padre que no tenía fuerzas para guardarlos? Observó que la cuadra estaba vacía, algunas gallinas picoteaban indife- rentes frente al almacén, se habían escapado y merodeaban ajenas a los ladrones y a los guirres. ¡Padre!, llamó Anselmo con la voz quebrada. ¿Dónde estás? Una especie de gruñido le respondió: ¡Aquí! Se dio cuenta entonces de que la puerta de la casa estaba entornada y en la penumbra, en un sillón de mimbre roto, descansaba el cuerpo grande y enfermo de Antonio Bordón. El anciano cuando vio a su hijo, tomó el bastón e hizo un esfuerzo para recibirlo en pie, mas, dándose por vencido, volvió a sentarse pesadamente ha- ciendo crujir los mimbres. Tenía una gran pelambrera blanca y el pantalón aparecía roto por uno de sus bordes, eran evidentes el descuido y el desaseo. Anselmo se agachó para abrazarlo en silencio, luego se vol- vió y vio a su mujer que esperaba contemplando la escena. Mira padre, es Isabel, mi esposa. jAsí que te has casado! Pues muy bien, veo que eres una guapa muchacha. Pasa mujer, no te quedes ahí, añadió roncamente. ¿Y tú cómo estás?, preguntó Anselmo a su padre inquisitiva- mente una vez acomodados. Pues fastidiado hombre, por eso le pasé aviso a Enrique el arriero, para que enviara a su hijo a buscarte, él va a Las Palmas con frecuencia. Me duelen los huesos y cada vez me cuesta más andar, por eso cultivo sólo lo necesario para no morirme. Y no digo nada si intento agachar- me o atender a los animales, es como si tuviera un perro pega- do aquí, afirmó tocándose la espalda con un gesto de dolor. Ya no valgo nada y esto no puede seguir así, tendremos que deci- dir algo. Pero bueno, dime ahora cómo te ha ido a ti, no he sabido nada. Pues desde que marché a Las Palmas huyendo de la rabia 76 ARTURO CANTERO SARMIENTO

del cacique -empezó a relatar Anselmo-, trabajé al principio en la construcción de los muelles, viviendo en grupo con una cua- drilla de compañeiros, todos buena gente. Uno de ellos por cierto murió en un accidente. Pero después conseguí emplear- me de oficinista en Las Palmas, gracias a lo que me enseñó mamá. La familia dle Isabel también es de Las Palmas, allí nos casamos y vivimos, incluso tenemos unos ahorrillos. Por Emi- liano Álvarez he sabido lo de la muerte del cacique, del incen- dio y de todas las demás novedades. Por cierto, padre -siguió Anselmo crispándose-, quiero ex- plicarte una cosa de hombre a hombre. No importa que Isabel esté delante pues ella lo sabe, de esto hemos hablado entre nosotros. Isabel se removió en la silla, ruborizándose en silen- cio. Cuando yo estuve con Ana en el barranco, me di cuenta de que no era virgen. Lo que sucedió fue que ella se había enamo- rado de mí y no sabía cómo agarrarme. Cuando le dije clara- mente que eso no era posible, se puso como una fiera y en venganza azuzó a su padre contra mí. Yo no la violé, ella me puso todo en bandeja, casi me obligó a ello. En el fondo es una infeliz, una enferma, ésa es la verdad. selmo e Isabel trabajaron con ahínco en la casa y en la acienda. Se repuso el techo y las ventanas, así como la cerca. Plantaron trigo, cebada, hortalizas y papas. Arreglaron el pozo que tenía partido el cigüeñal, y derribaron y limpiaron parte de la cuadra -ahora vacía- y el pequeño almacén. Refor- zaron el gallinero y limpiaron la parra. Dentro de la vivienda fue Isabel quien tomó el mando, tiran- do enseres rotos y martilleando otros nuevos. Juan Amado su padre, era un mañoso carpintero e Isabel muchas veces le había ayudado. La casa y la finca tomaron el aspecto risueño de antaño, incluso en cierta ocasión, Isabel fue a la Villa y, después de larga búsqueda, pudo pintar las ventanas de la casa. Las coma- dres contemplaron con curiosidad y simpatía a la joven esposa de Anselmo Bordón, el hijo de Antonio y de la Dama Blanca. El padre se esforzaba en no pasar por inútil, a veces con gesto achacoso se levantaba del desvencijado sillón de mimbre y trataba de ayudar. Anselmo e Isabel lo dejaban hacer, aun a sabiendas de que su actividad era más un estorbo que otra cosa. Una noche después de la cena, sentados bajo la lámpara de aceite, Anselmo preguntó de sopetón a su padre: Bueno, viejo, 78 ARTURO CANTERO SARMIENTO dime, ¿qué pasó con la cochinilla? Mira, antes de contestarte quiero decirte una cosa. Estos días te he estado observando, viendo que trabajas como un condenado, como si me quisieras pagar una deuda atrasada. Anselmo se removió inquieto en la silla, su padre le tocaba una fibra delicada. Pues no tienes por qué sentir remordimiento -prosiguió solemnemente el viejo- ¿qué podías hacer? No había posibilidad de que te quedaras, el cacique te hubiera echado los perros. Juana Curiel, como sabes, fue la que pagó. Aunque -siguió pensativo- Pedro Camacho el pastor, asegura que está viva y que se aparece sobre el Aguairo. Tuviste que huir. Luego, ya se sabe, la vida es dura, tú te has casado y tienes ahora otras obligaciones. Por mi parte te digo que yo me siento pagado por la vida, el haber permanecido junto a tu madre durante veinte años ha sido una compensación maravillosa para mí, que me ha hecho olvidar todas las penali- dades. De manera --remató elevando bruscamente la voz casi gritando- que no sientas remordimiento, carajo. Anselmo sintió entonces una rara placidez espiritual. como si le hubieran quitado un peso de encima, un acrecentado amor a su padre por su generosidad. Antonio Bordón continuó hablan- do: en cuanto a la cochinilla te diré que se terminó para siem- pre, los ingleses ya no la quieren. Pero las deudas hubo que pagarlas de todas formas a los intermediarios de aquí. A poco de marcharte tú la empezaron a pagar a la cuarta, luego a la décima parte. Mucha gente se quedó con lo puesto y hubieron de largarse a Las Palmas, a Cuba, a las salinas del Conde. Ejecutaron las hipotecas sin piedad, el intermediario de los ban- queros ingleses en la comarca es Calixto Artiles, ya lo conoces a ése que llaman el desdentado. Como habrás oído decir, las paletas que le faltan se las arranqué yo en una pelea, cuando se burló de mí, murmi~randoque yo era poco hombre y que por eso había tardado en preñar a tu madre. Por ello estuve en la cárcel. Anselmo e Isabel no pudieron menos que sonreír. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 79

Pues bien -siguió Antonio en su monólogo- ese hijo de puta aún me odia a muerte, a pesar del tiempo que ha pasado. Gra- cias a que mi préstamo era pequeño, pensaba comprar una vaca en San Mateo cuando cayó definitivamente el precio de la di- chosa cochinilla. Le propuse renovar a la baja, pagándole la mitad, pero él en venganza se negó. Un día de súbito, apareció por aquí el desdentado con el Alguacil y tuve que entregar el cerdo y el burro. Y menos mal porque si me quitan la tierra y la casa, hubiera muerto en la miseria. Cuando tú eras un muchacho -recordó el viejo- en la primera baja de la maldita cochinilla, también se me llevaron el ganado. Luego la cosa aguantó, la gente esperaba ver si se enderezaba. Ahora, veinte años después, ya se ve que definiti- vamente esto terminó y por segunda vez, quienes salvan la propiedad son los animales. Y además, hubo otra circunstancia desfavorable que hasta ahora te he guardado en secreto. Tuve que pagar un soborno, para que no hicieras el Servicio Militar. Un día fui a Las Pal- mas y pude entrevistarme con el Médico militar. Le ofrecí cuarenta almudes de cebada y varios sacos de papas y aceptó, me extraña que creyeras que el ejército se había olvidado de ti, que todo fue un error. No, ellos no se olvidan, fue tu pa- dre quien pagó. Te digo que la conciencia me remordió tiempo por ello, pero hubiera sido un desastre que perdieras varios años inútilmente. Y además, maldita sea, todo el que puede lo hace. Anselmo e Isabel se dieron sus vueltas por la Villa y com- probaron que las cosas habían mejorado, aunque ésa era sólo la apariencia. El caciquismo en su expresión más descarnada ha- bía desaparecido, pero un nuevo sistema de opresión lo había sustituido, atenazando a todo el pueblo. Ya no aparecía José Antonio Melián con el látigo y la carabina a exigir el pago de un préstamo, ahora Calixto el desdentado, pulcro y oliendo a jabón, sin salir de su casa, enviaba al Alguacil con un fleje de 80 ARTURO CANTERO SARMIENTO papeles y una orden de presentarse en el Juzgado de Las Pai- mas si la deuda no se satisfacía en cuarenta y ocho horas. Una tarde Anselmo e Isabel fueron a visitar a Enrique el arriero, también apalastrado en su casa por el reuma. A pesar de ser analfabeto, resumió con gran lucidez la diferencia entre el fallecido cacique y Calixto Artiles. Ése -afirmó refiriéndose al desdentado- tiene el alma tan negra como el cacique, no lo olvides, la única diferencia es que uno huele a brillantina y el otro olía a mierda, pero el desdentado es tan implacable como Melián. Uno amenazaba con la carabina y éste envía al Algua- cil con la carabina, es lo mismo. No lo olvides Anselmo, ambos son hijos de Caín. Una tarde, mientras cogían y almacenaban las papas, el ma- trimonio habló libremente. El viejo Antonio allá en la cocina daba buena cuenta de un tazón de tabefe y no podía escuchar. Isabel lo planteó: La vida en Las Palmas es mucho más cómo- da, tú te estás matando aquí más bien por sentimentalismo, esto tiene poca salida al menos de momento. Además, concluyó su razonamiento con una amplia sonrisa, ya es seguro que estoy embarazada y deseo que mi hijo nazca en Las Palmas. Desde mi risco de San Nicolás, estoy acostumbrada a contemplar el mar, ¿sabes? Antes de conocerte a ti, cada vez que sentía ma- gua, bajaba al muelle de San Telmo a contemplar las olas y me tranquilizaba enseguida. Me es difícil vivir sin ver el mar, aquí no es lo mismo, Arinaga está muy lejos, tú mismo lo reconoces. Anselmo convino en que su mujer tenía razón. Pero, ¿y qué hacemos con mi padre? ¿Y si nos lleváramos al viejo con noso- tros? Nada más planteado, la negativa de Antonio Bordón fue ter- minante. Tu madre me hizo jurar en cierta ocasión que moriría en esta casa, donde nos habíamos amado. Ella decía que yo era como un gran árbol que sólo podría vivir arraigado a nuestra tierra, que en cualquier otro lugar moriría. Y volviendo la cabe- za al sur, dijo señalando al Aguairo: Mira, ahí está la montaña LA SOMBRA DEL AGUAIRO 81 que da sombra a todos los que vivimos en la Villa. No, no iré a Las Palmas -afirmó con determinación- yo terminaré aquí, Anselmo. Y además sería inútil, porque presiento que será den- tro de muy poco. Se planteaba un tremendo problema: tenían que permanecer allí, no podían abandonar al terco anciano. Pero no hubo que esperar mucho tiempo, un mes después, durante una tarde lluviosa de aquel noviembre, Antonio Bor- dón se llevaba pausadamente su brazo derecho al pecho, mien- tras respiraba afanosamente. Al acostarse rogó ser abrigado con la zamarra grande de piel de oveja. Cuando el día aclaró, Isabel fue la que se alarmó de la extra- ña quietud de su suegro. Se acercó descalza y dio un grito,, llevándose las manos al seno. Antonio estaba con los ojos fijos en el techo y la boca abierta, con un gesto desafiante que pare- cía de rabia. Los bigotes otrora gallardos caían fláccidos, pare- cía haber envejecido terriblemente en sólo una noche. El brazo derecho se extendía hacia el suelo, mientras la mano izquierda se aferraba desesperadamente a la camisa como pidiendo aire. Entre Anselmo e Isabel recompusieron el cadáver. Hecho esto, Anselmo se sentó derrumbado junto al lecho mortuorio y evocó sin saber por qué su infancia. Se vio entonces muy pe- queño, sentado junto a su blanca madre bajo la parra, dele- treando m-a = ma; m-e = me. Vio a su padre, fuerte y vigoroso cómo abría los surcos sin esfuerzo mientras decía: "Si aprendes bien la lección, madre te preparará un postre para la comida". Y creyó recordar a su madre sonriendo aprobatoriamente, mien- tras acariciaba su rubia cabeza y le ordenaba amorosamente las guedejas. Conocida en la Villa de Agüimes la muerte de Antonio Bor- dón, vino mucha gente sencilla a ofrecerse para lo que fuera menester. Por lo visto, nadie guardaba en la memoria los malos arrebatos del difunto y sí su amor al trabajo y a la tierra, la defensa de su dignidad. 82 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Entre todos cavaron una fosa junto a la parra, donde Anselrno recordaba estaba su madre. Así estarán juntos otra vez, pensó. Clavaron una cruz con un tablón grabado: Antonio Bordón: 1829-1890. Plantaron unas adelfas y alguien hincó un tronco joven de sauce llorón, para que Antonio y María Soledad, la Dama Blanca, tuvieran sombra cuando el fuerte viento de agos- to abrasara la tierra del sureste grancanario. nmediatamente después del entierro de Antonio Bor- dón, el matrimonio decidió regresar a Las Palmas. Emi- liano viajaría dentro de dos días, venía obligado a transportar una carga de cebada a Telde y desde allí iría de vacío hasta el Puerto de La Luz, de forma que lo mejor era esperar y regresar juntos. Tomaron del almacén unas papas, vendiendo las demás antes de marcharse, así como las gallinas. Las frutas y las hortalizas se las regalarían al propio Emiliano y a su padre. Trancaron cuidadosamente puertas y ventanas, diciendo men- talmente adiós con el corazón tenso. Anselmo se preguntaba cuándo podría volver a contemplar el terruño amado. Instinti- vamente miró hacia el Aguairo como pidiendo protección, le- vantando el brazo izquierdo a guisa de despedida. Hasta Telde todo fue normal, el arriero paró las mulas en San Francisco donde entregó la carga, aprovechando para dar a los animales pienso, aguada y descanso. Pero nada más pasa- dos los siete ojos del puente de Telde camino a Las Palmas, Isabel empezó a encontrarse mal. A la palidez se le sumó un sudor frío y fatigas. Al paso por el Valle de Jinámar eran tan continuos los vómitos que hubo que hacer escala. Habló sacan- 84 ARTURO CANTERO SARMIENTO do fuerzas, sonriendo a su marido como pidiéndole perdón: creo que voy a abortar, así que en lugar de seguir hasta casa, quiero que me dejes en el Hospital de San Martín, dijo en un murmullo. Anselmo intentaba animarla sonriendo amargamen- te. Cuando pasaban bajo los acantilados de La Laja y Emiliano Álvarez castigaba a sus mulas tratando de avivar el paso, Isabel sufrió un desvanecimiento, derrumbándose sobre el hombro de Anselmo Bordón, que tuvo que sujetarla con fuerza para que no cayera. En el Hospital de San Martín la bajaron en volandas, el rostro presentaba un inquietante rictus demacrado, tenía los ojos cerrados y el pelo junto a las sienes aparecía pegado por el sudor. Hazme un último favor Emiliano, pidió Anselmo al arriero. Vete al número 42 de la calle Real, ya sabes, desde S. Nicolás al Camino Nuevo. Pregunta por Juan Amado, es el padre de Isabel y explícale dónde estamos y qué nos pasa. Dos horas después, un practicante salía y se encaraba con Anselmo: la criatura se ha perdido. Pero tu mujer es sana y fuerte, ya tendrán más hijos. Se ha recuperado con rapidez, por lo que sólo se quedará hasta mañana, no tenemos sitio para cosas menudas como ésta, añadió brutalmente. Súbitamente, al igual que en viejos tiempos, Anselmo sintió que alguien saltaba sobre sus espaldas hasta casi derribarlo. Era su cuñado Ezequiel, que nunca perdía el buen humor. Rió a gritos: ¿Por qué esa cara de funeral? Si te lo piensas, no ha pasado nada, tendrán una caterva de hijos ya lo verás, mano- teaba. Vamos dentro a ver a mi hermanita y quita ya esa cara que hoy es domingo. Isabel Amado estaba sentada en la cama como si nada hubie- se pasado. Cotorreaba junto a ella su compañera de habitación, una mujer de edad mediana de la Isleta, que tenía un brazo entablillado. Explicaba que el brazo se lo había partido el bruto de su marido. Pero él quedó peor te lo aseguro, afirmaba toda LA SOMBRA DEL AGUAIRO 85 privada, así aprenderá a no beberse la mitad del jornal con los amigotes. Y bajando la voz, señalando detrás de la pared aña- dió: él está en la parte de los hombres. Isabel callaba y sonreía. Anselmo la abrazó en silencio, con emoción; Ezequiel por su parte la zarandeó por un hombro y le acarició la cabeza. Mañana vendrán unos días a casa a descansar, tanteó Ezequiel sin mucha convicción. ¡Ni hablar!, saltó Isabel con insospe- chada energía, estoy deseando llegar a nuestro hogar en el Te- rrero. Las habitaciones llevan meses cerradas, el dueño pensará que nos hemos muerto. Tenemos que reorganizarlo todo.

fectivamente, la vida se reorganizó nuevamente alrede- dor del mutuo afecto de Anselmo e Isabel. Bordón vigi- laba a su joven esposa, intentando averiguar hasta qué punto le había afectado la maternidad frustrada. No, no parecía que le hubiese dejado secuelas, era una valerosa mujer. Pero a todo esto, las reservas económicas se habían esfuma- do y no había que pensar en acudir en demanda de ayuda de Juan Amado y familia, que bastante tenían con sacar adelante el establecimiento de su propiedad. Urgía pues volver a trabajar. Anselrno intentó inútilmente incorporarse a su puesto en la calle Viera y Clavijo. Le recibió agriamente Mr. Stimpson: ¿Qué te creías?, el recado que nos pasaste era que necesitabas un mes de permiso y han pasado más de cuatro, así que el puesto lo ha ocupado otro, gritó en un español detestable. La entrevista con el envarado Mr. Harrisson resultó sin em- bargo mejor. Siento lo de tu padre, me dijeron que falleció. En cuanto a tu puesto, tuvimos que contratar a un sustituto. Por mi parte -añadió con su voz pausada de bajo- hubiera aguantado un tiempo a tu vuelta, pero ése -dijo señalando a la puerta de la oficina de Mr. Stimpson- estaba insoportable, protestando con- 88 ARTURO CANTERO SARMIENTO tinuamente que se le acumulaba el trabajo. Ya lo conoces, es un gruñón, aunque la tarea la tiene al día. Pero no te vayas tan deprisa, que estaba pensando en algo. Como sabrás, hace tres años se inauguraron las líneas maríti- mas entre las islas, los correíllos. La cosa ha tomado auge y me parece que están buscando un contable, el negocio lo lleva un paisano mío, Mr. Miller. Así que te escribo esta nota -sacó del tintero un largo plumín y garrapateó sobre un papel que entre- gó a Anselmo después de pasarle cuidadosamente el secante- y la entregas al jefe de las oficinas. Pregunta por el Sr. Matos, lo encontrarás junto a las carboneras del muelle de Santa Catali- na, allí ha instalado su despacho. Anselmo se despidió agradecido. Aquellos ingleses eran unos tipos extraños, estaban creando riqueza, aunque desde luego, meditó Anselmo, lo hacen en su propio provecho. Son tenaces, pero al mismo tiempo cerrados en sí mismos, en su propio mundo y eso les resta simpatía. Tomó el tranvía a vapor que se había inaugurado reciente- mente y fue en dirección a Santa Catalina. Mientras viajaba, constató el enorme cambio que se estaba operando en Las Pal- mas en aquellos años finales del siglo, sólo había estado unos meses en Agüimes y advertía numerosas novedades. Rememoró que hacía sólo unos años, había pasado aquellos arenales sobre caballerizas, por un camino infernal, esquivando hondonadas y pedruscos. Ahora la carretera aparecía aplanada y la Ciudad crecía hacia el norte tal como vaticinara León y Castillo a los escépticos. El arrabal llegaba hasta el barranquillo, junto a la finca de D. Cayetano Lugo. Observó que el propietario había construido un rústico paseo de tierra, escoltado a ambos lados por frondosos árboles, paralelos a una acequia que corría hacia el naciente. Luego contempló por primera vez el gran andamiaje de ma- dera del Hotel Santa Catalina, rodeado de huertas ajardinadas, coto ferozmente guardado para sí por los hijos de la Gran Bre- taña. Más al norte empezaba el arenal. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 89

Pero también el Puerto de las Isletas se poblaba alrededor del negocio marítimo, buques, almacenes, oficinas, talleres, peque- ños astilleros y carboneras. Anselmo, escudriñando el entorno con curiosidad, advirtió tres grupos de habitáculos: uno lejano, allá junto a la Ermita de la Virgen cerca del Castillo de La Luz; otro inmediato, junto al trazado de un parque que se estaba gestando, allí en la entrada al muelle de Santa Catalina; y final- mente un tercero, una hilera camino hacia Guanarteme. Pero ya no existían los chamizos en los que él y sus compañeros se vieron obligados a pernoctar, sino una serie de modestas casas terreras que intentaba ordenar una calle hacia el poniente. No le fue difícil a Anselmo encontrar las oficinas auxiliares de la casa Miller. Allí estaba D. Eugenio Matos, que llevaba el negocio. Resultó ser un individuo rechoncho y bigotudo, bro- mista y trabajador, una rara combinación de hombre de nego- cios y juerguista empedernido. Invitó a Bordón a sentarse. Tú eres Anselmo Bordón, de Agüimes, jno es cierto?, le saludó cordialmente mientras se retorcía hacia arriba las guías del bi- gote. Anselmo lo miró asombrado. Sí, yo soy, pero jcómo lo sabe? Pues mira, este trasto se llama teléfono, es uno de los primeros que se instalan en Las Palmas. Ya te enseñaré cómo funciona, es de gran utilidad para hablar con los británicos instalados en Triana y Viera y Clavijo. Hace un rato Mr. Harrisson me avisó de que venías para acá, me dio buenas referencias de ti. El Sr. Matos invitó a Anselmo a sentarse. Según explicó, el volumen de negocios estaba creciendo rápidamente y había demanda de trabajo. Para personas medianamente preparadas es fácil encontrarlo ahora -aseguró- lo malo es el enorme nú- mero de analfabetos que todavía hay, y, claro, de esta forma, resulta que casi todos los puestos decentes son para los de fuera. Mientras esto sea así -recalcó con un cierto deje de irrita- ción- la emigración a América seguirá. Por eso le comenté a Mr. Harrisson que te prefería a ti si eras de la isla. No le gustó que se lo dijera, pero se lo largué. 90 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Anselmo estaba pensando que le agradaría tener como jefe a aquel personaje medio estrafalario, cuando Don Eugenio Matos continuó: tendrás dos compañeros de trabajo, Guillermo López y Rodolfo Jiménez, que no se encuentran ahora, realizan diver- sas gestiones, enseguida los conocerás. Protestan con razón de que están desbordados, yo mismo he insistido ante Mr. Miller la urgencia de contratar a otra persona, así que empiezas mañana mismo, llegas en el momento justo. El Sr. Matos tiró de la cade- na de su reloj de bolsillo que por su longitud parecía un ancla y se sobresaltó cuando comprobó la hora. Te lo resumiré breve- mente porque tendré que irme enseguida: hay tres buques gran- des, el León y Castillo, el Viera y Clavijo y La Palma, que son exactamente iguales. Tenemos que atender con estos tres barcos dos líneas fundamentales: la primera es, Las Palmas-Arrecife- Puerto de Cabras-Gran Tarajal y vuelta a Las Palmas. La si- guiente singladura será al revés, partiendo desde el Puerto de La Luz hacia Gran Tarajal y regresando por Lanzarote. La otra línea -continuó locuaz D. Eugenio- es Las Palmas- Tenerife-La Palma-Hierro-Gomera-Tenerife y vuelta a Gran Canaria. La siguiente singladura seguirá desde Tenerife al re- vés, tocando primero en La Gomera y regresando a Santa Cruz por La Palma. ¿Entiendes? Existen además otros cuatro barcos pequeños, igualmente idénticos entre sí: Lanzarote, Fuerteventura, Hierro y Gomera. Mayormente realizan las líneas a Ifni, Cabo Juby, Tan-Tan y la Güera. iBueno, ya te lo aprenderás todo! La tarea de cobrar a los pasajeros es lo de menos, aún no son muchos. Pero hay que verificar la carga, el agua, los víveres y el carbón. Y ojo, mucho ojo, no se nos vaya el baifo con los controles de Policía y Sanidad, nos puede costar un disgusto con los ingleses, son muy puntillosos con esto. Además, hay que informar diariamente por teléfono a nuestra Central en Triana de los kilos de carga y combustible, incluso los domin- gos, para eso se establecerá un ciclo de turnos entre ustedes LA SOMBRA DEL AGUAIRO 91 tres. Afortunadamente -afirmó D. Eugenio Matos con un sus- piro de alivio-, no tenemos nada que ver ni con la Oficialidad ni con la marinería, Mr. Miller prefiere llevar eso directamente, de lo contrario el trabajo nos ahogaría. Eugenio Matos, ya de pie, terminaba de hablar, se marchaba. El año pasado -se ufano- Obras Públicas recibió de la con- cesionaria Swanston y Cía., los primeros 434 metros del mue- lle. Quedan aún unos diez o doce años de obras, así que es seguro que todo irá a mejor, a menos que se arme un follón de los grandes, lo que no me extrañaría, pues los alemanes están buscándole las quisquillas a Inglaterra.

sí comenzó un nuevo ciclo en la vida de Anselmo e l4.lsabel. Y como también las cosas iban bien para la fa- milia Amado -el bochinche se había convertido en tienda mo- desta- una relativa prosperidad alcanzó a toda la familia. Aun- que Bordón no lo advirtiera, era Isabel quien llevaba las rien- das en el hogar. Cuando llegaba el marido de mal humor por algún asuntillo de trabajo, Isabel se le colgaba del cuello y le empezaba a abrumar con arrumacos, hasta que él terminaba por soltar la carcajada. Don Eugenio Matos, el jefe de las oficinas de la Cía. Miller, tomó definitiva simpatía por Anselmo. Un día, preguntó a su jefe si era pariente de un tal Juanito Matos, que trabajó también para los ingleses hace años. Quedó emocionado Don Eugenio cuando supo que Anselmo había presenciado la muerte de su hermano en las piconeras de la Isleta y que su carrera adminis- trativa empezó a causa de ese hecho desgraciado, ya que hubo de sustituirlo allí mismo. Pero a pesar de todo, no era fácil trabajar a las órdenes de D. Eugenio. Era soltero -iUstedes tres son bobos, ahora fastídien- se!-, decía dirigiéndose a sus subordinados. Se corría unas juergas tremendas por Vegueta, acoplándose a timples y guita- 94 ARTURO CANTERO SARMIENTO rras. Frecuentemente terminaba ensopado de vino y ron. Su padre, con excelente situación económica y presumiendo de medio aristócrata, se indignaba de las aficiones plebeyas de su hijo mayor, que completaba el cuadro como organizador de peleas de gallos, luchadas en el barranco y líos de faldas más o menos sonados. Era, por lo demás, un feroz patriota grancana- rio lleno de contradicciones: defendiendo al pueblo a su mane- ra, pero escudándose a veces tras su privilegiada situación so- cial. Lo asombroso era su capacidad de recuperación. En más de una ocasión se le había visto amanecer por las altas calles de Vegueta templado como un requinto e ir a su casa en la calle del Espíritu Santo. Una vez allí se metía en el cuarto de baño, sumergiéndose en la bañera con agua fría, echándose una y otra vez agua por la cableza, espumarrajeándosela a gusto. Fue por cierto una de las pirimeras familias canarias que instaló baño completo, novedad importada precisamente a través de la pro- pia Cía. Miller. ¡ES lo mejor que han inventado los ingleses!, decía riéndose. Luego, aún oscuro tomaba el tranvía que iba a Santa Catali- na. En un pequeño habitáculo, tenía D. Eugenio Matos albor- noz, calzoncillos de baño con peto, pantuflas y toallas. Si aún se notaba con resaca, era de verlo cómo salía en albornoz como si fuera un fantasma, dirigiéndose en rápidos pasos hacia la playa del Arrecife -que ahora llaman Las Canteras- para darse helado chapuzón. Ya de vuelta, los asombrados transeúntes de Santa Catalina terminaron por acostumbrarse a ver a aquella extraña aparición que atravesaba a toda prisa la plaza aplanada para dirigirse sin saludar a nadie hacia las carboneras de la Cía. Miller. Cuando llegaban los oficinistas Guillermo López, Rodolfo Jiménez y Anselmo Bordón, ya estaba el jefe impecablemente vestido, con las guías enhiestas del bigote y sentado ante su escritorio, la seriedad personificada, las bromas se habían ter- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 95 minado. Su capacidad organizativa era enorme, trabajando a un ritmo feroz y exigiendo a los demás lo mismo que él se impo- nía. Era el único que se atrevía a discutir ásperamente con los ingleses, saliéndose siempre con la suya por un sencillo motivo: porque en la oficina, él tenía siempre razón. Pero si durante la jornada laboral era implacable, cuando terminaba el trabajo y regresaban todos juntos a casa en el tranvía, bromeaba alegremente con sus subordinados como uno más. Volvía a ser el amigo en lugar del jefe. Los compañeros de Anselmo eran Rodolfo Jiménez y Gui- llermo López. Con éste último -Don Guillermo le llamaban- Bordón nunca pudo intimar. Rodolfo se burlaba abiertamente de su compañero, comentando que lo de "Don" no era por la edad, sino por la calva. Hombre bastante mayor, puntilloso y aseado, vivía en una vieja casa junto a la Plaza de San Antón. Era de madrugón y misa diarias, así como de procesiones y novenas. Protestaba contra el relajamiento de las costumbres, a la aparición de fantasmas ensabanados que trataban de ahuyen- tar con tal engaño a los incautos transeúntes, y dejar así campo libre a algún caballero adinerado para asuntos de faldas, decía mientras miraba de reojo significativamente a su jefe. Desaprobaba asimismo, el que en aquel caluroso verano, la gente fuera a bañarse por la noche a la pedrea de San Agustín, sin delimitación tajante de sectores para cada sexo, según re- calcaba con retintín. Y para colmo, lo que más le envenenaba era que en su propio barrio, casi junto a la misma ermita, se estuvieran instalando mujeres de vida dudosa. Trabajaba con alguna lentitud, pero con una pulcritud raya- na en la cursilería. Serio y envarado, era a pesar de todos sus defectos un buen camarada, Anselmo al menos nunca tuvo en- contronazos con él, aunque consciente de que su compañero se había situado aposta en su torre de marfil. En cambio Anselmo Bordón sí que trabó amistad con el otro oficinista, Rodolfo Jiménez. Era casado, unos años más que él 96 ARTURO CANTERO SARMIENTO y vivía en la calle La Cuna, a caballo entre Santo Domingo y San José. Le gustaba la picareta y de vez en vez, se cogía sus roniadas hasta quedarse con la camisa por fuera. Pero sólo los sábados por la noche -puntualizaba- porque me quedo baldado para el trabajo, yo no soy como Don Eugenio, ése es una mula, que se empurra la cabeza con agua y se queda tan fresco otra vez. Rodolfo contaba cosas interesantes. Relató a Anselmo en la oficina cómo en cierta ocasión, cuando él tenía unos diez años, su padre lo llevó de la mano a la Plaza de Santo Domingo -a cien pasos de mi casa, puntualizó- porque iban a probar por primera vez la luz eléctrica en público. No te imaginas lo que es eso, fue tal la impresión que aquella noche no pude dormir. Por cierto -informó- los ingleses, siempre los dichosos ingle- ses, están preparando el tendido que alumbrará las calles prin- cipales de la ciudad dentro de pocos años. La central estará situada en la Plaza de la Feria. La mujer de Rodolfo se llamaba Adela Santana, de San José. De novios eran casi vecinos y Adela, feúcha pero simpática, se las ingenió para engatusar10 y ponerlo delante del cura de San- to Domingo. Tenían un niño como de dos años. Adela, con el fin de amarrar corto a su marido, arreglaba unos tollos como para chuparse los dedos. Y allí, en su casa de la calle de la Cuna, invitaban a Anselmo e Isabel, sumándose con frecuencia Ezequiel Amado. Y mientras las mujeres hacían coro aparte, hablando de telas y de lo caro que todo se estaba poniendo, los hombres se sentaban delante de las botellas de ron que traía Anselmo -ése era el trato, tú pones el beberío y yo los tollos- y se ponían morados discutiendo de la última luchada en el ba- rranco y de gallos ingleses. ¡Prefiero que te cojas la mamada en casa, que no por ahi!, gritaba risueña Adela. Y siempre, ya bien colmado de ron, Rodolfo sacaba la mis- ma cantinela: ¡La monarquía es una mierda y todos los ricos son unos bandidos!, gritaba purpúreo de ira. Y entonces, Adela cerraba pausadamente las ventanas a la calle para que no se LA SOMBRA DEL AGUAIRO 97 oyeran las protestas de su marido, ya dos veces habían venido los gendarmes a amenazarlo, no quería disgustos. Pudieron saber que el padre de Rodolfo había sido un fer- viente republicano, que había recibido palos y prisión después de la restauración borbónica. iMartínez Campos es un cabrón!, remataba furioso el oficinista. Y a continuación se iba a dormir la mona. De allí salían reculantes y con la lengua estropajosa. Isabel en el centro, sujetando por la cintura con un brazo a su marido y con el otro a su hermano. Ocurría que Ezequiel no aguantaba nada, así que primero había que subir de la Alameda arriba hacia San Nicolás para dejarlo en su casa y luego retroceder al Terrero, al hogar.

XVIII

ero de aquella amistad habría de salir algo muy impor- tante, que marcaría para siempre a Anselmo Bordón e Isabel Amado. Rodolfo Jiménez tenía desde siempre otra gran afición: el amor a la isla. Así, cada vez que podía tomaba manta, morral y cantimplora y desaparecía durante algunos días en el interior de Gran Canaria. Rodolfo explicaba con pasión cómo eran los pueblos, caseríos y paisajes que había visitado en solitario, irritándose asombrado de lo poco que los grancanarios conocían su isla. Y poco a poco, empezaron a organizarse excursiones, ya existían líneas más o menos regu- lares de mastrotes de mulas, así que solían ir hasta donde llega- ra el empedrado de las carreteras y luego desde allí, andando. Tomaban largas veredas, con sol o con frío, con viento o con lluvia, abriendo la marcha Rodolfo, luego Anselmo e Isabel cogi- dos de la mano y cerrando filas Ezequiel, refunfuñando con sus pasos cortos y a menudo quedándose atrás. ¡Ahora sí que se puede conocer la isla -proclamaba entusiasmado el guía del grupo- ya hay carreteras! La del centro llegaba hasta San Mateo, peinaron primero la Vega de Arriba y Sataute, el Guiniguada, Lentiscal y Bandama. Luego en cierta ocasión, mejor pertrechados, subieron desde la Vega de Arriba -la antigua Tinámar- hacia la cumbre. 100 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Cuando asomaron la vista en la Cruz de Tejeda, quedaron mudos de emoción. El Roque Nublo emergía azul y gris con hierática majestad, rompiendo las nieblas. Anselmo Bordón nunca había contemplado tan de cerca el monolito central de la isla y recreándose en él percibió entonces que podrían existir otros paisajes más bellos que aquél, pero que allí se evocaba algo ancestral y epopéyico, una atracción misteriosa como el rito de un tótem. El Bentayga y el Fraile que le acompañan, parecían formar una unidad inseparable. En un par de años el matrimonio conoció la isla y entonces Anselmo e Isabel empezaron a desarraigar localismos, sintién- dose integrados en el entorno insular común a todos, sin dejar al mismo tiempo de amar aquellas señales de identidad que habían contemplado desde el uso de la razón. Anselmo e Isabel meditándolo, convinieron en que cuando desde niño se contempla una montaña, un barranco o un gran árbol, se termina por reproducir de memoria hasta los más pe- queños detalles, imprimiendo un carácter especial al entorno. Así ocurrió a Isabel con las montañas de las Isletas y a Anselmo con el Roque Aguairo, el vigilante de la comarca que le vio nacer. De tal suerte empezaron a amar a la isla, a sentirse fundidos a ella íntegramente. Amaron a Teror y al Osorio, a Valleseco y a un bellísimo sendero que les llevó a un lugar de cuevas llamado Artenara. Y desde allí al rumoroso Tamadaba, donde -porfiaba Rodolfo- habían estado Adán y Eva. Amaron a la Vega de Arucas, a Moya, al bosque de los Tiles, a la selva donde el legendario Doramas burló una y otra vez a los invasores, y al barranco de Azuaje donde las flores tapan el camino que conduce a Valsendero. Admiraron la enriscada carretera del norte que finalizaba en Agaete, cuyo trazado recién concluso, costara al ingeniero Juan de León y Castillo tantos quebraderos de cabeza. Bebieron en el Cenobio de Guía el sabor ancestral del canarismo y en Cál- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 101 dar y su ubérrima campiña, sede del Guanarteme. Más lejos, la sombra lejana de Tamadaba y más allá, los recortes imponentes de los dientes de la sierra del barranco de la Aldea, donde un pueblo heroico luchaba sin descanso por la propiedad de la tierra, de su tierra. Aprendieron a amar a Telde la cuna del Faycanato, que se consolidaba uniéndose los primeros asentamientos de San Fran- cisco y San Juan, con el de arriba, con los Llanos de Jaraquemada que crecía casi insolentemente. Ya sólo quedaban vestigios de la población morisca, restando tal vez, indicios de reuniones de judíos y brujas, que celebraban después de la media noche, sus conjuros y aquelarres en las lomas del poniente. Contemplaron el umbroso Valle de los Nueve que escondido se encarama hacia la cumbre, hacia las fértiles llanadas de Valsequillo. Por cierto, que allí cumplió Isabel Amado un de- seo antiguo: creyendo sentirse embarazada de nuevo, quédose contemplando fijamente a la imagen de San Miguel, convenci- da que si así lo hacía, la criatura que llevaba en su seno sería tan hermosa como el mancebo que se exhibía en la ermita. El empedrado de la carretera sólo llegaba a Valsequillo, mas Anselmo, Isabel y Ezequiel, empujados por el fervor místico de Rodolfo Jiménez en su empeño de dar a conocer paisajes nuevos, llega- ron en volandas hasta Tenteniguada, donde los pájaros eran tantos que decían los campesinos que allí no quedaban insectos y sí el manto amarillo de la flor de la retama y del blanco del tajinaste. El gran roque, e1 montañón que se yergue junto a los Marteles por debajo del Saucillo, era el tótem que protegía la comarca. Donde Anselmo sustituyó como guía al andariego Rodolfo, fue cuando decidieron visitar a la zona de Ingenio y Agüimes, su Agüimes. Anduvieron primero sin entrar en la Villa, barran- co arriba, por el Guayadeque. Anselmo vio el grupo de álamos que bordeaba el barranco e identificó mentalmente el lugar exacto: sí, fue allí donde la ninfómana Ana Melián lo obligó a 102 ARTURO CANTERO SARMIENTO copular. Era la primera vez que conocía mujer y el recuerdo de aquel encuentro, todo furia, sin rastro alguno de ternura, le dejó un estigma desagradable. Asqueado por el recuerdo, volvió la cara hacia el otro lado del barranco. Quedáronse niaravillados del milagro de tantos vestigios in- tactos de nuestros ancestros, que parecía se invitaba a gritar a aquellas cuevas que los mostraran, que no se escondieran, que salieran a recibir a los visitantes. Al atardecer, los caminantes llegaron a la casa junto a la vereda que conduce a la cumbre, la cuna de los Bordón. La casa propiamente dicha se mantenía incólume, mas no así el resto. El cuarto de aperos estaba parcialmente caído y la parra se hallaba mustia, su tronco retorcido se agarraba a la tierra. En cambio como contraste, el sauce llorón había crecido extraor- dinariamente, así como las adelfas que montaban guardia sobre la tumba de sus padres. Anselmo se entretuvo un rato afianzan- do la cruz en el suelo, mientras observaba la tierra de la finca: las señales de los surcos eran tenues, barridos por el tiempo, aplanados por el viento del norte. El arrife seguía señalando mudo a los visitantes cuáles eran los límites de la propiedad sobre la que había construido el abuelo Nicolás ]Bordón y que había heredado el gigante Anto- nio, su hijo. Era la propiedad que había sido testigo de un amor inmenso, incomprensible, donde el propio Antonio había lleva- do a la mujer pálida, misteriosa, insondable, la de las manos blancas, hasta que la muerte los separó. Fue allí donde la Dama Blanca engendró a su único hijo, a un nuevo Bordón. Anselmo de un empujón abrió la carcomida puerta. Un he- dor a cerrado y a moho se abatió sobre los visitantes. Pasaron los cuatro la noche allí, escuchando el gañido de los ratones, el ulular de una lechuza que había anidado entre los muros del antiguo almacén y el silbo del viento norte, siempre del norte, que se colaba por las rendijas de las ventanas. XIX

1 siguiente día, fueron a visitar la casita de los Álvarez, el arriero y sus hijos gemelos. Al pasar por el centro del pueblo, Anselmo advirtió que el aspecto era distinto, la ermita vieja había desaparecido enteramente, así como el convento. La nueva iglesia se erguía gallarda dominando la blanca Villa, dando sombra a unos contertulios. Bordón instintivamente ami- noró el paso y torció el rostro: allí estaban charlando, guardán- dose del sol de la mañana, Calixto el desdentado, un nuevo Sacerdote y el Sargento de la Gendarmería. Cuando reconocie- ron a Anselmo guardaron silencio, el militar agachó el morro sombrío, quedándose mirando fijamente a la esquina por don- de habían desaparecido Bordón y los tres desconocidos. Ya cercanos al hogar de los Álvarez, sí se encontraron otras caras familiares. En medio del camino, Jacinta la hilandera rogaba a Miguel el herrero, tiznado como de costumbre, le compusiese lo antes posible los dientes de la aventadora que se le habían roto. Miguel quedó por un momento con la boca abierta, luego saludó efusivamente a Anselmo, dándole una fuerte palmada en el hombro. ¿U cómo por aquí? Pues ya lo ves, de visita tan sólo. ¿Y ésos? preguntó de nuevo el herrero, señalando con la 104 ARTURO CANTERO SARMIENTO vista a los acompañantes con gesto curioso. Familiares, respon- dió Bordón lacónicamente, vamos ahí delante a visitar al arrie- ro. Pues ya no viven aquí ¿Y eso?, inquirió ahora intrigado Anselmo. Según informó Miguel, el viejo Enrique ya no se valía, se había quedado casi ciego y además había perdido el juicio, no hablaba sino desatinos. Se pasaba el día sentado delante de la puerta de su casa sin hacer nada, murmurando ininteligible- mente. Emiliano se lo había llevado a Telde donde se había instalado, no iba a abandonar al viejo. Del otro hermano, To- más, lo único que sabía era que un buen día le entró la rebelina de Cuba y se largó. La razón que dio Emiliano para irse a Telde, era que le que- daba más a mano Las Palmas, a donde había de ir con frecuen- cia, dijo Miguel socarronamente, mas todo el mundo sabe que se ha ido a vivir con una negra de Jaraquemada, alta, esbelta y de ojos como espejos, sin duda alguna, porque ella lo embrujó. Jacinta la hilandera, que hasta entonces se mantenía al margen de la conversación, se entremetió con desparpajo: dicen que la negra lo obliga a yacer con ella dos veces al día, dijo con una risita. Isabel ruborizada miraba al suelo. Bueno me voy, tengo que asar las piñas. Y tú -se dirigió imperante al herrero-, no te olvides de mi aventadora. El caso es -siguió Miguel el herrero ignorando a la resabida hilandera- que nuestro amigo Emiliano está flaco como un perro, con un brumero metido entre ceja y ceja, por aquí no ha aparecido más. ¿Y qué otras novedades hay en la Villa?, inquirió Bordón deseando cambiar de tema. Pues poco de bueno, la gorda Ino- cencia ha vuelto ¿no la has visto? Pues si pasaron por la Plaza, tuvieron ustedes que cruzar bajo sus ventanas, seguro que ella te ha visto a ti. Se pasa el día en la penumbra acechando a todo el que pasa, no tiene otra cosa que hacer, al parecer se hartó de correr tras su niña en Madrid. En cuanto al desdentado ése, es LA SOMBRA DEL AGUAIRO 1O5

peor que un buitre tiene a todo el pueblo atrapado con los intereses de sus préstamos, maldito sea, tu padre en lugar de partirle dos dientes debió romperle la cabeza. Despedidos del herrero, Anselmo propuso ir al Aguairo aquella misma tarde, a visitar la tumba de Juana Curiel, la mártir de Agüimes. Los silenciosos Ezequiel y Rodolfo, asintieron ense- guida. Anselmo e Isabel subieron con la mirada puesta en la montaña guardiana de la comarca. Cuando llegaron, ya a media tarde, contemplaron admirados su tumba: adornada con numerosas flores aún frescas, incluso una mano solícita había engalanado la cruz de madera. La tarde apacible y calurosa, invitaba al descanso, Isabel propuso ex- tender las mantas en aquel prado y pasar allí la noche. Alguien se acerca, observó Rodolfo. Anselmo semicerró los ojos intentando identificar al visitante que se acercaba, sí, no cabía duda, era Pedro Camacho el pastor, detrás de él se divisa- ba el polvo de su ganado de cabras. Había cambiado, envejeci- do súbitamente. Se cubría los hombros con una manta de piel de oveja, que no abandonaba ni durante el asfixiante levante, ni con las granizadas de febrero. Tenía el cabello enmarañado, las cejas blancas quemadas por el sol y una desaseada barba. Hola -murmuró a guisa de saludo- tengo a mi hato por aquí cerca y vine a ver quiénes eran. iCuánto tiempo sin verte, Anselmo, hola gente! ¿Qué hacen por estas montañas? Pedro desaconsejó suplicante que pernoctaran en aquel lu- gar. Descendiendo hacia el sur, a una hora de camino -asegu- ró- había un lugar más abrigado llamado Casa Pastores, él mismo llevaba allí su ganado. Mientras bajaban, Pedro Cama- cho explicó a los caminantes su negativa a pernoctar allí: du- rante la noche se aparecía el alma en pena del cacique José Antonio Melián, que caminaba lentamente entre aquellos mato- rrales arrastrando una pesada cadena incandescente. Maldecía y blasfemaba, gritando que había sido condenado, hasta que encontrase la paloma blanca, donde había hallado cobijo el 106 ARTURO CANTERO SARMIENTO alma de Juana Curiel. Y a continuación -continuó relatando el crédulo pastor- se suelen oír las risas de los demonios, chas- cando como ladridos cortos, burlándose del sufrimiento de aquella alma desesperada. Al amanecer, cuando Isabel y Ezequiel Amado, Rodolfo y Anselmo, descendían hacia la Villa para desde allí regresar a Las Palmas, el propio Bordón, sintiéndose como atraído por una llamada misteriosa, se volvió y miró al tótem, al Aguairo, que vigilaba inmóvil aquel sector de nuestra Gran Canaria. Allí estaba incólume y poniéndose la mano sobre los ojos a guisa de pantalla, creyó ver él también -¿o fue una ilusión?- cómo una paloma volaba dando vueltas sobre la cima de la montaña ama- da. a vida recuperó su cadencia normal: la Ciudad, el traba- jo la familia, los amigos. Aquel sábado de Gloria, Anselmo fue a trabajar de mala' gana. No era nada agradable laborar entre dos festivos, pero había tarea y comprometido su palabra. El día anterior viernes Santo, habia ido con su mujer a escuchar los misereres que cantaban las monjas lúgubremente en las iglesias y a contem- plar las procesiones. Cuando salió de casa, Isabel dormía pláci- damente, la besó en la frente y murmuró en un susurro: no te olvides, no debes ir a ver las aleluyas, te pueden dar un golpe y no quiero disgustos con tu embarazo. Ésa era la novedad, Isabel comunicó a su marido que creía estar encinta de nuevo y Anselmo, recordando lo sucedido, la obligó cariñosamente a no moverse sino lo necesario, no que- ría arriesgarse otra vez a una nueva pérdida, ambos deseaban ardientemente un hijo. La precaución de Anselmo era justificada. Efectivamente, aquella mañana y tras la procesión del Resucitado en San Fran- cisco, el pueblo iría en tromba a la Catedral, pues cuando se oyese el estruendo de la losa sobre el pavimento anunciando el momento exacto de la resurrección y empezaran a sonar las 108 ARTURO CANTERO SARMIENTO campanas del sábado de Gloria, caerían del cimborrio las alelu- yas, que el crédulo pueblo se disputaría a golpes, espectáculo que por lo visto servía de regocijo a las clases altas que natural- mente no participaban, limitándose a divertirse con la contem- plación del tumulto y las peleas. La cosa siempre terminaba con contusiones y Anselmo no quería preocupaciones. Cuando el tranvía atravesaba el puente entrando en Triana, oyó cómo las campanas de la Catedral iniciaban la primera señal, siendo imitadas inmediatamente por el clamoreo en to- das las iglesias. Una vez en las oficinas e iniciado en la tarea habitual, Anselmo examinó la documentación que tenía delante de la mesa: aque- lla mañana arribaría el "León y Castillo" procedente de Teneri- fe. Habrá que comprobar el pasaje, el carbón, la aguada y la carga -pensó Bordón-, será rutinario. Recordó que además tendría que recoger los partes de Sanidad y Policía. Pero, durante la mañana, empezó a oírse un extraño bullicio que llegaba del muelle de Santa Catalina, ruido de vítores, tambores, cornetas, así como el estallido de cohetes. Sigan ustedes -orldenó D. Eugenio Matos- voy a ver de qué se trata. Pero era tanto el alboroto, que Anselmo, Rodolfo y D. Guillermo terminaron por salir, daba la impresión de que allí se había desplazado media población, se divisaban pancartas y banderas en medio de la muchedumbre. En aquel momento pasaba el alcalde, D. Francisco Manrique de Lara, algo había sucedido. Una hora después llegó excitadísimo D. Eugenio. Son nuestros representantes, gritó, que regresan de Tenerife. ¿Se imaginan ustedes lo que pasó ayer? Eugenio Matos explicó lo sucedido, era realmente increíble. El domingo de Ramos, se habían desplazado a Tenerife com- promisario~de todas las islas al objeto de elegir Senador ante las Cortes. La lucha se centraba entre León y Castillo por Las Palmas y el General Valeriano Weyler por Tenerife. La pugna parecía que ha.bía sido amarrada y bien atada de antema- LA SOMBRA DEL AGUAlRO 109 no, pues por el número de representantes que tenía Tenerife, el resultado no podía escapársele. Mas ya el lunes, martes y miércoles Santo, los compromisa- rios fueron vejados públicamente, sin duda con la intención de amedrentarlos, sobre todo los de La Palma y La Gomera. Había dudas y rumores sobre cuál sería su voto. El jueves por la noche, fue atacado el Hotel donde se hospedaban los palmeros, debidamente aleccionados por alguien. Ea votación tuvo lugar el viernes Santo: los representantes de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y La Palma, apoya- ron a los de Gran Canaria. León y Castillo 77 votos; Weyler 74 votos. Los compromisarios fueron acorralados en el Motel: piedras, palos, insultos. Hubo que recurrir al Ejército, para, con grandes dificultades embarcarlos en el buque "León y Castillo" en di- rección a Las Palmas, acababan de llegar. ¿Y saben ustedes cuál es en realidad el problema?, pues ése, dijo señalando dramáticamente hacia los muelles. Ya hemos culminado el de Santa Catalina y avanza rápidamente el de La Luz. Aún con la obra a medias, el tráfico de buques de Las Palmas dobla al de Tenerife y, desgraciadamente, el progreso de nuestra isla es interpretado por lo visto como una ofensa. Hasta hoy -recalcó lentamente D. Eugenio- no era divisio- nista, mas si nuestro progreso molesta, el menor de todos los males es la separación provincial, no hay otra solución posible. Con lo sucedido ayer, la Diputación Provincial de Canarias es un cadáver. Toda aquella arenga explicativa la había expuesto D. Euge- nio en la acera, delante de sus oficinas, ante la evidente aproba- ción de un grupo de mirones congregados. Bueno, entremos ya, exclamó con gesto cansado pasándose la mano por el cabe- llo tratando de ordenárselo. Una vez dentro, un tanto inesperadamente D. Eugenio Matos se dirigió agriamente a Rodolfo: sé que tú eres republicano y 110 ARTURO CANTERO SARMIENTO no lo tomo a mal, pero incluso desde tu punto de vista, te digo que León y Castillo tendrá razón a la larga. Algunos murmuran que es un déspota y puede ser cierto, pero ten en cuenta que él es liberal. Dime: jsabes tú cómo son los otros, los conservado- res? Pues en un pueblo de Tenerife que se llama Adeje -dijo levantando la voz- aún se practica el derecho de pernada. Y lo que sucede en las demás islas es aún peor, no voy a explicártelo porque ni siquiera lo creerías. Y calmándose súbitamente remató en un murmullo: esta- mos en el buen camino, no lo duden ustedes. La tarea ahora es conseguir que el pastel crezca y el pastel está creciendo a velo- cidad asombrosa. Mira Rodolfo, le dijo como para intentar con- graciarse, es cierto que hay enormes injusticias, pero no tengas la menor duda de que a medida que la tarta crezca, aquéllas retrocederán. Luego habrá que repartir mejor la tarta, pero ésa es otra cuestión, eso ninguno de nosotros lo veremos, musitó removiéndose inquieto en sus propias contradicciones. XXI

ubo dos circunstancias que obligaron a aplazar el mejor conocimiento de nuestra isla amada, las excursiones. De un lado, el embarazo de Isabel que ya era evidente y de otro, un asombroso acontecimiento que cayó como una bomba, sacudiendo los cimientos de la Casa Miller y tensando el ritmo de trabajo. En adelante, ya no sería tan sencillo buscar huecos libres para ausentarse de Las Palmas. Una mañana, al incorporarse los oficinistas al trabajo, se en- contraron al propio Mr. Miller con la cara alterada. Le acom- pañaba un envarado inglés al que no conocían y dos policías, que buscaban no se sabia qué papeles. El caballero resultó ser el Cónsul de S.M. británica, amigo de Mr. Miller, que había sido llevado allí para allanar dificultades ante la Policía. Mr. Miller anunció con voz descompuesta que Don Eugenio Matos había sido asesinado la noche anterior, ordenando que no tocaran ningún papel hasta que la Policía terminara el regis- tro. Buscaban por si hallaban alguna pista sobre el móvil del crimen. Eugenio Matos desde hacía tiempo llevaba una doble vida. Como oficinista era serio, honrado, laborioso. Pero en cuanto venía el fin de semana se echaba la camisa por fuera y al pare- 112 ARTURO CANTERO SARMIENTO cer no se contentaba con guitarras y jaranas de media noche para el día, sino que pasó a mayores. El terreno del honor ajeno es siempre peligroso y cometió el error de suponer que la digni- dad de los demás no era cuestión tan grave. Su amor por el pueblo se convertía en una abstracción cuando se aprovechaba, tal vez inconscientemente, de su condición social. Eugenio Matos había conocido en cierto baile de taifas a una tal Maruca la de San Roque y se había quedado encandilado. Luego la había visto un par de veces pasar por los arcos de la Alameda con tal garbo y vaivén que la boca se le había queda- do seca. Desde entonces empezó a asediarla. Maruca tenía sólo dieciocho años, pero ya hacía dos que estaba casada con Juanote el turronero, llamado así porque toda su familia se dedicó a tal oficio. Hasta tal punto estaba arraigada la profesión que cuando Juanote anunció a la pa- rentela que se embarcaría próximamente para la costa en el bergantín "El Besugo", iniciándose en las faenas de la pes- ca, hubo quien le negó el saludo. Pero a Juanote le importó un pito, se casó con Maruca y se fue a vivir por allí, cerca de la casa de los Picos. Maruca era una mujer lo que se dice imponente. Alta, de busto lleno y empertigado, y de cintura de avispa. Y para colmo, camina- ba meciéndose como un velero en alta. mar. Cuando bajaba al centro y pasaba por la calle de Triana, hasta los caballeros que- daban sin resuello e interrumpían la conversación esperando que pasara. El personal masculino se sacudía nervioso como si tuviera moscas de caballo ante aquella provocación. Maruca, que no tenía mucho seso, era demasiada mujer para Juanote, al que empezó a corroerle el martirio de los celos. Empezó a mirarse al espejo complacida y a sentirse halagada por los mirones. Eso fue al principio. Juanote era simple pero no bobo y empezó a oír rumores raros a cuenta de sus forzadas ausencias en la costa. Una no- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 113 che, en la tienda de Juan Amado y cuando tomaba unas copas, se enzarzó en una pelea terrible con otro costero, al que se le escapó un comentario más bien trivial sobre la belleza de su mujer. Su vida se convirtió en vinagre puro. La concordia en el matrimonio desapareció completamente, transformándose en un infierno de celos y asechanzas. Quizás un hijo hubiera arreglado las cosas, mas Juanote no le gallaba uno, encelando encima su amargura de padre fracasado. Maruca no era inteligente. Ante los gritos de su marido, que había pasado de las voces a las cachetadas y, casi por llevarle la contraria, empezó a consentir los requiebros de sus admirado- res y, lo que es peor, había terminado por aceptar los regalos de su principal y más tenaz sitiador, Don Eugenio Matos, sin me- dir lo peligroso de tal compromiso. Alguien dijo haberlo visto salir de su casa de San Roque a altas horas de la madrugada. A poco, volvió Juanote de la costa, oliendo a pescado y a odio ... Nunca se supo cómo el costero se enteró de la infidelidad de Maruca. El caso fue que una tarde se festejaba en San Nicolás un baile de taifas, la celebración del bautizo de una criatura cuya madre trabajaba para la familia Matos, Don ~u~enioera el padrino. Juanote no estaba convidado. Alguien recordaría más tarde, cómo le vieron pasar y repasar por delante del portón donde guitarra y bandurria animaban la fiesta. Pasada ya la mediano- che y cuando salían marchándose los últimos invitados, arrima- do a la puerta se despedía el padrino del padre del neófito. Mientras, una sombra se arrastraba como un gato agazapada a la pared. El cuchillo le penetró por la parte lateral del cuello. Bastó un solo tajo, Matos se desplomó sangrando como un baifo dego- llado. Luego, pasos de huida y gritos de auxilio, acudieron despavoridos los vecinos, fue inútil la demanda de ayuda, el galán yacía muerto sobre las piedras del mal empedrado risco. 114 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Se supo que pocas fechas después, la gendarmería había detenido a Juanote, que había intentado esconderse en los altos de San Lorenzo. La Policía buscaba en las oficinas de la Cía. Miller alguna prueba, dinero, carta o presente de la víctima a Maruca la de San Roque. XXII

las dos semanas de tan sangriento suceso que conmo- Avió a toda la Ciudad, apareció por las oficinas el propio Mr. Miller acompañado de un jovenzuelo imberbe, de pequeña estatura. Impecablemente vestido, utilizaba bombín, monóculo y bastón. Fue una mala premonición el que, durante la presen- tación del nuevo jefe de oficinas, Mr. Mac Dowell, que así se llamaba, cometiera la torpeza de no tomar la mano a sus subor- dinados, sino que con ostensible desdén se limitara a arrugar el labio superior pretendiendo con ello una condescendiente son- risa de saludo. Las manos de Pos tres indignados oficinistas quedaron ridículamente extendidas en el aire a la espera de la respuesta. Efectivamente, tal y como se temía, Alexander Mac Dowell resultó insoportable. Debía ser alguien recién llegado oliendo a Imperio Británico, alguien muy importante dentro de la colo- nia inglesa. Desde el principio, Alejandrito -como se le bauti- zó entre los oficinistas- puso evidente empeño en poner distan- cias entre aquellos plebeyos y su sacrosanta persona. Por ejem- plo, cuando alzaba su blanquísima mano y tomando con gesto dengoso la campanilla que estaba en su escritorio, agitándola blandamente llamando a alguno de sus subordinados, jamás 116 ARTURO CANTERO SARMIENTO permitió que nadie se sentara en su presencia. Había que per- manecer en pie, casi en disposición de firme, mientras recrimi- naba con voz histérica el más ligero error con una odiosa risita de conejo. Resultó para colmo que Alejandrito no era muy trabajador y sí un fresco. Le gustaba regalarse de buena mesa al mediodía, acompañado de vino del Monte. Por lo visto, el vino de la tierra y las mozas eran lo único que apreciaba de Canarias, lo demás para él era despreciable. Después de los embostes del mediodía, en lugar de volver a las oficinas, prefería echarse una plácida siesta y quedarse luego por la tarde en su chalet, tomando té y divirtiéndose practicando con algún señorito amigo suyo, un nuevo juego que sus compatriotas habían importado de la India, llamado tenis. Más adelante trató de implantar una nueva moda, que fue lo que terminó por agriar las relaciones con sus empleados. Era obligación ofrecer una serie de datos por teléfono a la Central de la Cía. en la calle de Triana, lo que se hacía siempre a la hora de cerrar. Alejandrito declaró a poco que una copia del resumen diario de las operaciones debían llevársela a su casa. Los ánimos estaban exaltados. Era un inconveniente añadido y un gasto inútil de tiempo y dinero, pues el portador del billete informativo tendría que tomar el tranvía dos veces al regreso, primero hasta la casa de Alejandrito, que vivía en las cercanías del Hotel Santa Catalina, y luego volver a tomarlo de nuevo hasta Vegueta. Y sobre todo era una humillación. Aquella tarde se inauguraba la nueva obligación. Para evitar oídos indiscretos, Anselmo Bordón, Rodolfo Jiménez y D. Gui- llermo López, cerraron las puertas para echarlo a suertes y fijar -maldita sea- un turno rotatorio. Por allí, D. Eugenio Matos había dejado olvidada una manoseada baraja y pusieron boca abajo el as de bastos, el de espadas y el de oros. Quien sacara el basto iría aquella tarde, el de espadas mañana, el de oros al tercer día y así sucesivamente. Rodolfo tomó con mimo un LA SOMBRA DEL AGUAIRO 117 naipe y lo levantó, era la espada; el bueno de D. Guillermo López miró su baraja de raspafilón y en su cara se reflejó la más sentida resignación cristiana: aquella tarde le tocaría a él. Anselmo quedaría para el tercer turno. Cuando Bordón escudriñó al día siguiente el rostro de D. Guillermo, notó que algo desagradable había sucedido la tarde anterior. Pero como no podían hablarse sino en susurros por la cercanía de Alejandrito, convinieron haciéndose señas en dejar la conversación para la tarde. Cerradas de nuevo las puertas, D. Guillermo, que era desde luego el menos proclive a las rebel- días, habló con un silbido rabioso: ustedes pueden hacer lo que quieran, pero yo no iré más. Según explicó, llegó a la espléndi- da casona de los Mac Dowell, se dirigió a la puerta principal y tocó. Como insistiese, le abrió finalmente un criado compuesto con librea que más bien se asemejaba a un almirante. Lo miró despectivamente de arriba a abajo y lo reprendió severamente: ¿cómo se había atrevido a tocar por la puerta principal? Tendría que dar la vuelta y avisar por la puerta de la servidumbre. Sí, el señor estaba, pero se encontraba jugando al tenis y no podía molestársele, debería entregar el billete a la doméstica. Luego para colmo, la sirviente se tomó el tiempo que quiso para abrir, él no volvería más. No fue difícil llegar a un acuerdo, aunque los tres eran cons- cientes de lo serio que sería buscarse un nuevo empleo. Rodol- fo no iría aquella tarde, ni Anselmo la siguiente, había que aguantar de momento el temporal a ver qué sucedía. Alejandrito tomó la campanilla y la agitó no tan blandamen- te como de costumbre, llamando a Rodolfo Jiménez. Una vez el empleado delante de su mesa, empezó a gritarle. Mr. Mac Dowell había perdido la flema británica, se quitó el monóculo y daba golpes sobre la mesa mientras Rodolfo miraba fijamen- te hacia el techo. Vociferó algo sobre la "informalidad canaria". Cumpliendo lo pactado, Rodolfo por su parte permaneció sor- do, ciego y mudo. 1 18 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Los gritos continuaron acrecentados al siguiente día. Pero Anselmo añadió algo de su propia cosecha: en cuanto Alejandrito empezó a reprenderlo, se volvió tranquilamente a su escritorio, dejándolo con la palabra en la boca. El inglés quedose lívido rumiando venganza: era la guerra. La próxima jornada le tocó a D. Guillermo López, que tenía edad de ser su padre. Como pudo aguantó el chaparrón, Alejandrito vociferaba amenazando con buscarse empleados ingleses. Montados en el tranvía, mientras atravesaban los arenales de las Alcaravaneras en dirección a Las Palmas, convinieron en que estaban en una situación límite y había que tomar una decisión heroica: mañana no irían a la oficina, se presentarían en la calle de Triana para entrevistarse con el jefe supremo, con Mr. Miller. Rodolfo Jiménez insistía en que no era fácil susti- tuirlos por empleados ingleses, por un lado porque cada uno cobraría al menos el doble de lo que cobraban ellos y, por otra parte, porque el aprendizaje, conocer la tarea, llevaría bastante tiempo. No, no era fácil la sustitución, se lo tendrían que pen- sar. Se vieron en el Puente de Piedra. Anselmo llegó primero y divisó a poco a D. Guillermo López, que se dirigía presuroso al lugar de la cita. Mientras llegaba, Anselmo pensó que de los tres, era el que más había cambiado. Quizás, porque siendo con diferencia el más viejo, se había colocado al principio aparte, pero ante el peligro común, las reticencias habían desaparecido y el compañerismo se había fortalecido. Se saludaron lacónica- mente y a poco divisaron a Rodolfo que bajaba Catedral abajo. Descendieron Malteses a toda prisa en dirección a Triana, el día había amanecido desapacible, el mar se batía embravecido, llo- vía con fuerza y se oían truenos lejanos. ¿Era premonitorio? Se les hizo saber que Mr. Miller estaba ocupado, pero que los recibiría al cabo de media hora. Durante la espera, Rodolfo murmuró sombrío que en su casa no sabían nada. ¿Y ustedes han dicho algo? Ninguno había dicho nada. D. Guillermo lo resumió diciendo que si había malas noticias ya habría tiempo LA SOMBRA DEL AGUAIRO 119

de explicarlas y que si no las había, de nada serviría amargarle la vida a la familia. Anselmo añadió que su mujer esperaba pronto un niño y que, mientras, le ahorraría cualquier preocu- pación. ¡En mal momento, maldita sea -masculló con rabia- si no fuera por Isabel, ya le habría partido la boca al enano ese! Al fin Mr. Miller los hizo pasar, el hecho de que no se mostra- se sorprendido de la presencia de los empleados en horas de trabajo evidenciaba que ya había sido informado por teléfono. Anselmo como portavoz del grupo explicó lealmente la situa- ción, quejándose del trato despótico y de los caprichos de Mr. Mac Dowell. Con el Sr. Matos trabajábamos aún más -dijo-, pero lo hacíamos con gusto, ahora en la oficina hay siempre un ambiente tenso que repercute negativamente en el trabajo. Mr. MilIer permaneció impenetrable mientras hablaba Bor- dón. Con maestría diplomática y midiendo cautelosamente las palabras, empezó por reconocer que Mr. Mac Dowell era muy joven y que carecía de experiencia en la dirección de empresas. No obstante -recalcó- en una Sociedad, el sentido de la disci- plina y el principio de autoridad había que mantenerlo. Sí, reco- noció Mr. Miller en su monólogo, desde luego ustedes no tie- nen por qué llevarle a su casa los datos del trabajo, yo hablaré con él. Eludió prudentemente cualquier referencia al trato que había recibido D. Guillermo López por parte de la servidumbre de Alejandrito y terminó exhortándoles a trabajar con la misma eficacia, como lo habían hecho hasta el presente. Esto es una referencia favorable a ustedes tres -puntualizó Mr. Miller- así que les ruego hagan lo imposible por mejorar el ambiente. No, desde luego no habrá despidos a menos que la situación se haga imposible, de forma que vayan ustedes tranquilos al Puerto, que cuando lleguen yo ya habré hablado con Mr. Mac Dowell. Salieron de la oficina central de Triana como aliviados, como si pesara cada uno de ellos veinte kilos menos. Haciendo un cuidadoso examen de lo dicho por Mr. Miller, llegaron a la conclusión de que, en cierta forma, Alejandrito había sido des- 120 ARTURO CANTERO SARMIENTO

autorizado. Daba la impresión de que, aunque impuesto por alguien muy influyente, Mr. Miller no estaba satisfecho ni mu- cho menos de su tarea. En tal caso, también era un problema para él. XXIII

ubo acontecimientos en la familia Amado. El feliz naci- miento de María del Pino Bordón Amado, los unió aún más si cabe. Cada día, bien Juan Amado o bien Josefa, bajaban del Camino Real al Terrero a ver a su nieta, especialmente la abuela pareció encariñarse con la criatura. El matrimonio se turnaba en sus tareas en el negocio -que había pasado definiti- vamente de bochinche a establecimiento- para visitar a la nena. Por su parte, Ezequiel se casó rápida e inesperadamente. Sucedió que se encontró la víspera de San Juan a la tarde con Juan Alvarado, el antiguo compañero de trabajo de Anselmo. Los dos iban a lo mismo: primero se había concertado un en- cuentro de lucha canaria en el mismo Guiniguada, vendrían importantes luchadores de Telde y de Arucas, que se medirían con los de la capital. Y luego, ya anochecido, se prenderían inmensas fogatas en honor de San Juan, una pugna entre los barrios vecinos de San Roque y San Nicolás que se repetía cada año, compitiendo por la hoguera mayor, que ardería en la cima de sus montañas respectivas. Los voluntarios se contaban por docenas. Juan Alvarado le confesó a Ezequiel sus problemas, había perdido el empleo y estaba pasando un mal momento. Éste le 122 ARTURO CANTERO SARMIENTO prometió decírselo a Anselmo, quien tendría la suerte de enro- larlo como marinero en el "Viera y Clavijo". Mr. Miller echó la baza decisiva. Debido a tal encuentro, Juan y Ezequiel comenzaron a verse con mayor frecuencia. Los domingos, la hermana de Juan coci- naba allá, en su minúscula casita de San Cristóbal, unos sucu- lentos caldos de pescado. Juan seguía soltero y con sus pacífi- cas costumbres dominicales: el ron y la guitarra. Rosa Alvarado era ya una media solterona. No era fea de rostro, pero sí seria, adusta y con un carácter silencioso e intro- vertido. No se sabe cómo fue, el caso fue que al mes, Ezequiel y Rosa se casaron en la Ermita de San José y se instalaron en la pequeña habitación de soltera de Isabel, allá en el hogar de los Amado, en el Camino Real. Juan -inquirió Ezequiel la víspera de la boda-, ¿por qué no te casas? Tu madre murió y ahora Rosa se marcha, te quedarás muy solo y eso no es bueno. Ni hablar -murmuró sonriendo señalando a la guitarra- yo ya estoy casado con ésta, no hay problemas me las arreglaré solo. Además, de vez en cuando iré de visita. La vista del Castillo no me la quita nadie, de aquí me llevarán para las Plataneras cuando me toque y no antes, mira, me queda ahí cerca, dijo hablando como en un sueño, acari- ciando el instrumento como si fuera un niño.

Durante el último decenio del siglo XIX, una extraordinaria dinámica se había apoderado de Las Palmas. Terminado el muelle de Santa Catalina, avanzaba la obra del muelle de La Luz, su finalización se tocaba con la mano y ya estaba en la mente de los hermanos León y Castillo la impulsión de un muelle parale- lo igualmente en dirección norte-sur, que serviría para enmar- car el futuro gran puerto. Se ejecutaban fastuosas viviendas en los dos barrios princi- pales, Triana y Vegueta, por parte de las capas dirigentes. Des- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 123 pués de la apertura del Hotel Inglés en la plaza de San Bernar- do y del Santa Catalina, se habían inaugurado otros varios, desbordados aquéllos por la afluencia de visitantes. Artistas y hombres de negocios hacían habitualmente la escala Europa- América en Las Palmas, enriqueciendo el nivel cultural de la población con tales contactos. Por otra parte, la ciudad se pre- paraba para la inauguración del alumbrado eléctrico público, dado que las pruebas ensayadas años atrás en la Plaza de Santo Domingo habían resultado satisfactorias. El puerto aumentaba rápidamente el tráfico, sobre todo las líneas extranjeras. Ya no se limitaba a la presencia familiar de aquellas chimeneas de los correíllos interinsulares que se ase- mejaban a cigarros puros anillados, coexistían los grandes tra- satlánticos británicos con los bergantines que iban y volvían de África aportando sustanciosa pesca. E1 tráfico, asegurada la aguada y el combustible, se acercaba cada vez más confiado al Puerto de La Luz, la aguada tras costosa acometida desde la Ciudad y el combustible complementado por una sombría nota de inquietud: la deforestación de las zonas arbóreas más cerca- nas al recinto portuario. Día a día llegaban los grandes troncos cortados en caravanas desde el Monte Lentiscal, Arucas y Moya, que habrían de abastecer las calderas de los buques a vapor. En la calle de Triana se abrían nuevas casas comerciales, así como en la zona portuaria, casas carboneras, pequeños astille- ros, suministros navales, aceites, pinturas, herrerías y carpinte- rías de ribera. El desarrollo cultural para las capas dirigentes era paralelo: se había erigido el Teatro Tirso de Molina junto a la Alameda de Colón, la Ciudad tenía orquesta propia consolidada, habién- dose instalado el Maestro D. Bernardino Valle que la dirigía. Aunque con evidente sabor provinciano, los actos culturales se multiplicaban y varios periódicos competían entre sí. Al pueblo también le llegaban las migajas y el analfabetismo -aún en proporción lamentable- retrocedía a ojos vista. 124 ARTURO CANTERO SARMIENTO

La Ciudad crecía ávida hacia el norte, la antigua portada y su muralla ya no eran sino un recuerdo para los más viejos, la urbe se consolidaba hasta la hermosa arboleda de la finca de D. Cayetano Lugo. Allí empezaba la vida privada de los ingleses, laboriosos y emprendedores, pero también soberbios y distantes. Una serie de quintas y espléndidas mansiones habían nacido a la sombra del Hotel Santa Catalina, que parecía indicar su centro. Algunos osados se atrevían a construir alguna que otra vi- vienda por allí, por los arenales de las Alcaravaneras, y luego más al norte, ya se enlazaba con el fortalecido barrio de Santa Catalina, desatándose con furia la fiebre especulativa en la clase dirigente local, que se enriquecía rápidamente lanzándo- se como locos sobre los terrenos de la Isleta y aledaños, des- amortizados por el ]Estado. El tótem de las tres montañas de la Isleta estaba cada vez más hollado, los cazadores ya casi no se aventuraban en busca de conejos, perdices, tórtolas y palomas, que empezaban a escasear. La cinta que transportaba viajeros y mercancías desde Ve- gueta al Puerto, ya seguía desde Santa Catalina hasta la entra- da al muelle de La Luz en los confines de La Isleta, el peligro de "simún7' o de movimientos de arenas, era una evocación. Ya había dos tranvías a vapor que prestaban el servicio y próxima- mente habría cuatro unidades. Las salidas de la calle de la Carnicería eran cada media hora y no cada hora. El motor que generaba toda aquella actividad era obviamente el Puerto de La Luz. En menos de veinte años se había doblado la población, no sólo por la inmigración, sino por el saldo posi- tivo de nacimientos sobre defunciones. Paradójicamente la na- talidad asiática en todo el archipiélago, había retrocedido en el Real de Las Palmas, mas la introducción de hábitos higiénicos y una somera mejora sanitaria, habían compensado con creces la reducción de los nacimientos. El fenómeno que dinamizaba a la economía capitalina, termi- nó irradiando a toda la población isleña, se constataba en todos los LA SOMBRA DEL AGUAIRO 125

pueblos el sostenimiento o quizás aumento del número de bocas, a pesar de la emigración hacia Guanarteme y la Isleta. En todo esto pensaba Anselmo Bordón, mientras contempla- ba las novedades que día a día sorprendían al viajero hacia el puerto. Tal vez tendría razón su antiguo jefe, D. Eugenio Matos, que hasta su muerte estuvo convencido de que lo importante era que "creciera la tarta". Pero, ¿no sería peligroso ceñirlo todo a eso? Eso era bueno, pero ¿en qué momento habría que empezar a exigir el reparto del pastel? ¿Sería tal vez cierta la afirmación de Matos, que eso no lo veríamos ninguno de nosotros? El dinero se movía, era evidente y los sueldos habían subido. Pero al mismo tiempo, la vida se encarecía, tal vez más rápida- mente aún. Se había iniciado un cierto culto al consumismo b que estaba ahogando a la clase media. Él mismo examinó su vida: no pasaba ninguna calamidad, sus necesidades primarias estaban a salvo, pero no pasaba de una modesta rutina. A ve- ces, conseguía unos ahorrillos, que por cualquier imprevisto se llevaba el viento: una avería en la cocina, unas sillas nuevas, un poco de pintura, una enfermedad ... y vuelta a empezar de cero. Unos pocos amasaban grandes fortunas, pero se consolaba ton- tamente pensando que la mayoría estaba mucho peor: recorda- ba a San José, San Juan, San Nicolás, San Roque, Guanarteme, la Isleta, que sobrevivían como podían. Anselmo e Isabel lo habían sopesado. Ella deseaba trabajar y aportar su esfuerzo a la economía familiar, no veía otra forma de progresar. Aunque gracias a su marido había aprendido a leer, escribir y una educación sumaria, los trabajos administra- tivos estaban cerrados para la mujer, habría en todo caso que encontrar una tarea física. La niña no sería obstáculo, quedaría bajo la vigilancia de la abuela las horas que fuesen precisas. Anselmo accedió sin de- masiado entusiasmo, se rompía el hábito sacrosanto de "la mu- jer en casa y el h~mbreal tajo". 126 ARTlJRO CANTERO SARMIENTO

Las oficinas y almacenes de la Cía. Miller se habían amplia- do y se contrató a un grupo de mujeres para realizar la limpieza diaria, entre ellas Isabel. Anselmo habló con Mr. Miller y el trato quedó cerrado, afortunadamente, Alejandrito no tenía nada que ver en el ajuste. Por otra parte, la mano de obra femenina era más barata que la masculina ... Uno de los inconvenientes sopesados era que Anselmo e Isabel no coincidirían en sus viajes. Ella y dos compañeras más, tendrían que tomar el tranvía de las siete, una hora antes que su marido. Al principio fue una incomodidad para una mujer joven y atractiva, verse en un tranvía de madrugada, atestado de hombres rudos que las miraban como bichos raros, luego se acostumbraron. Antes del mediodía regresaba Isabel, tomaba la niña de casa 1 de los Amado y preparaba el almuerzo con prisas esperando la llegada del esposo. Por la tarde, Bordón volvía a la oficina, mientras su mujer se quedaba en casa. Finalmente, la familia subía al hogar de los Amado para que la pequeña María del Pino durmiera con su abuela. Una tarde supieron por cierto, que Rosa esperaba un hijo: a Ezequiel la boca le llegaba hasta las orejas. Las dos mujeres que viajaban con Isabel Amado eran Basilia la desteñida y Carmela la claca, ambas del risco de San Nico- lás. Basilia era una mujer joven pero de escaso atractivo, debía su apodo a su cslox de piel y pelo sin brillo, desvalido. Unos ojos tristes miraban constantemente al suelo, tímidos y huidi- zos, era la imagen de una persona infeliz. Casada con un bron- co roncote que la golpeaba por épocas, cada vez que le daba por ensoparse de ron en el establecimiento de Juan Amado. Carmela la claca tampoco estaba en buenas relaciones con su consorte, pero por la otra punta, en este caso era Pancho el flaco el que estaba amargo. Carmela, que era inmensa de carnes y de fuerzas, rebosante de baña y de vigor, remataba su aspecto con un bozo de bigote en la cara. Pancho el flaco era pintor -de LA SOMBRA DEL AGUAIRO 127 brocha gorda claro- y cuando largaba al atardecer sus instru- mentos de trabajo y llegaba al hogar, Carmela lo agarraba por el cogote y le husmeaba cuidadosamente el aliento, rastreándo- le los olores como si fuera un perro perdiguero. Como Pancho el flaco oliera a ron, Carmela la claca tiraba su brazo inmenso y le arreaba la trompada del cochino. Quedaba entonces Pancho tuntuneando, momento que aprovechaba Carmela para cogerlo -una mano por el pescuezo y otra por los fondillos- y tirarlo sobre el catre matrimonial como si fuera una piña descamisada. Cuando Anselmo se enteró de que la claca acompañaría a su mujer en el tranvía, sonrió tranquilizado. Efectivamente, al segundo día viajaban las en la plataforma del tranvía, cuando Daniel, carbonero de la Miller se acercó sigilosamente a Isabel. Carmela lo estaba acechando con el rabillo del ojo, esperó que se pusiera a tiro y entonces, alargando como un rayo su manaza le retorció el brazo sin compasión. Daniel dio un aullido de dolor retrocediendo preci- pitadamente. Tu mujer está negra del carbón, bramó Carmela, apártate y no tiznes a nadie más. Una unánime carcajada esta- lló en el tranvía, desde entonces nadie se metió con Isabel Amado.

XXIV

todo esto, Alexander Mac Dowell -vulgo Alejandrito- se había apaciguado, o por lo menos eso fue lo que creyeron Anselmo y sus compañeros de oficina. Mr. Miller debió echarle una buena bronca, porque Alejandrito empezó a acudir por las tardes a su despacho, aunque con evidente mala gana. No volvió a mencionarse la absurda pretensión de servir- le a domicilio los resúmenes cotidianos. En realidad, las relaciones entre Mac Dowell y sus subordi- nados no mejoraron, lo que ocurrió fue que el británico se encerró vengativo en su torre de marfil. Empezó a llegar por las mañanas antes que nadie y a dejar instrucciones por escrito. No volvió a utilizar la maldita campanilla para abroncar a sus subordinados, pero tampoco volvió a dirigirle la palabra a nin- guno de los tres, ni a permitir desde luego que nadie que se la dirigiera. Si alguien deseaba alguna aclaración, debería expre- sarlo por escrito. La oficina había pasado de un infierno a una tumba silenciosa. Así pasó casi un año. Hasta que llegó la catástrofe. Isabel se asustó cuando sospechó la tempestad que se aproxi- maba. Alejandrito llegaba antes que los demás para escribir sus odiosos recaditos y empezó a fijarse descaradamente en la atractiva 130 ARTURO CANTERO SARMIENTO limpiadora a la que empezó a rondar. Por cualquier motivo se levantaba de su escritorio, fingiendo buscar algún papel que estuviera donde ella estaba trabajando. Isabel pedía fervorosa- mente a la Virgen del Pino estar equivocada, que aquello eran figuraciones suyas. Hasta que un día, el hombrecito armándose de valor se acer- có sospechosamente a Isabel más de lo conveniente. Trémula de nervios, le advirtió con un hilo de voz: iPor favor Míster, no lo intente que esto puede terminar mal! Su voz más que una súplica sonó como una amenaza. Mac Dowell retrocedió rega- ñando silencioso su labio superior en señal de desdén. Aquella noche Isabel no pudo dormir. ¿Qué haría? No podía seguir trabajando allí y menos aún explicarle a Anselmo sus motivos, sabía que su marido odiaba profundamente a Alejandrito y temía sería peor, así que decidió mentir: ¿Sabes -le dijo cariñosa- no me amaño a dejar a Mari Pino con mi madre, pienso que lo mejor es que deje de trabajar, al fin y al cabo económicamente siempre hemos ido escapando. ¿Qué te pare- ce? Pero boba -se rió Anselmo un poco perplejo- si tu madre está chiflada con la niña y además tú estás protegida por Carmela la claca. Isabel guardó silencio y pensó que lo mejor era seguir un tiempo, tal vez el maldito inglés se olvidaría de ella. Pero no, Mac Dowell no estaba dispuesto a olvidar a su presunta presa y volvió a la carga con mayor ímpetu. Aquella madrugada, Isabel besó apresuradamente la frente del marido: me voy corriendo, son ya las siete menos cuarto voy justa de tiempo. Duerme un rato, añadió bisbiseando a su oído, es aún pronto para ti. Anselmo no pudo dormir más. Sintió inquieto cómo puertas y ventanas chascaban un mal ventarrón premonitorio. Al cabo escuchó, no la lluvia mansa que alegra a los campesinos, sino las gruesas gotas que teclean avisando la desgracia. Recordó que allá en el sur, en el Aguairo, cuando se anuncia el mal LA SOMBRA DEL AGUAIRO 131 tiempo se cubre siniestramente la cima del Roque, girando alre- dedor los remolinos de polvo. Contaron que así sucedió la tarde infausta del asesinato de Juana Curiel y también cuando falle- ció el cacique, que murieron hasta los perros porque tuvieron miedo de seguir viviendo, ante el anuncio de que en la Villa había quedado suelto el demonio, que habría de hacer presa en todos los espíritus, menos en la paloma incólume que fue con- cebida por el alma de Juana Curiel. Anselmo, asustado por un trueno se sentó bruscamente en la cama. Sin saber el motivo se vistió rápidamente, como si tuvie- ra prisa y se dirigió angustioso al tranvía. Tomó el que salía del potrero a las siete y media, en lugar del habitual a las ocho. Cuando Bordón penetró en las oficinas, oyó un ruido de forcejeo y de muebles que se movían, un rumor de jadeos que llegaban al parecer del almacén colindante al despacho de Alejandrito. Cuando penetró de un salto, vio como en una pe- sadilla a Isabel, que con la blusa rota luchaba bravamente de- fendiéndose del cobarde ataque del inglés que la tenía abraza- da, sujeta contra la pared. Anselmo, silbándole la respiración en la garganta, dio un golpetazo en el hombro a Mac Dowell obligándole a girar en redondo, quedándose los dos hombres frente a frente. El británico quedó aterrado por la inesperada aparición de Anselmo, que se le tiró encima con el rostro des- encajado. Bordón le llevaba media cabeza y unos veinte kilos de peso. Y en aquel instante, afluyó a Anselmo la mala sangre de su abuelo Nicolás y la furia ciega de su padre Antonio: loco de rabia pegó un tremendo puñetazo sobre el rostro odioso de su jefe, abalanzándose sobre él. Cayeron ambos al suelo, el inglés debajo, las manos de Anselmo se ciñeron como una tenaza sobre el cuello de Mac Dowell, que con los ojos fuera de las órbitas y la respiración estertorosa se esforzaba por libe- rarse. En aquel instante, un pesado objeto cayó del aparador junto a los dos hombres, era un antiguo reloj estropeado desde mucho tiempo atrás. Como en un sueño, Anselmo tomó el bronce 132 ARTURO CANTERO SARMIENTO y lo lanzó con furia contra el rostro despavorido de Alexander Mac Dowell, que veía aletear la muerte sobre él. Un chasquido reveló que el hueso de la ceja derecha del británico había cedi- do hecho añicos, Mac Dowell perdió el conocimiento. Anselmo Bordón levantó de nuevo el objeto para aplastarle la cabeza al ofensor, cuando Isabel, dando un terrible alarido le detuvo el brazo impidiéndoselo: ¡Déjalo, que lo matas! Anselmo se incorporó con cara de loco, mirando a su mujer con extrañeza, como si la viera por vez primera. Como en una pesadilla contempló a sus pies el rostro machacado de Alexander Mac Dowell. os gendarmes condujeron a ~nselmba la Prisión, ence- rrándolo en las mismas mazmorras en que también es- tuvo su padre, Antonio, igualmente por defender con violencia el honor de los suyos. A los dos meses, Isabel pudo obtener permiso para visitarlo, dirigiéndose anhelante a los bajos del Ayuntamiento, en la emblemática Plaza de Santa Ana. Escudri- ñando la vista, pudo verlo tras unas rejas negruzcas, estaba considerablemente más delgado. ¿Cómo estás? ¿Cómo está la nena?, fue lo primero que preguntó. Todos estamos bien y te mandan recuerdos y ánimo. ¿Y tú? Isabel le informó: Alejandrito no había muerto, pero tendría secuelas de por vida. Se te ha instruido proceso, mas un famoso abogado, D. Eduardo Benítez González, te defenderá. Tú lo debes de conocer -trató de ani- marlo Isabel- es amigo de la familia Matos, el que fue tu jefe en las oficinas, te visitará dentro de unos días. La entrevista con el Sr. Benítez fue corta, pero concisa. Como buen abogado sabía separar lo fundamental de lo accesorio y le aleccionó concretamente: la no premeditación de la agresión y la defensa del honor, puntos esenciales que pueden conducir a la absolución. Existe una enorme efervescencia social -le co- mentó- que es favorable a mis tesis, todo puede salir bien. 134 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Anselmo fue conducido esposado a la Audiencia Provincial, el gentío era enorme. Bordón creyó verse rodeado de rostros animosos, casi de admiración, pareció percibir murmullos de ánimo. Al llegar finalmente a la Iglesia de San Agustín, un aplauso estalló sobre él. El abogado D. Eduardo Benítez tenía razón, existía un sote- rrado resquemor popular ante el dominio que ejercían "gentes de fuera", especialmente los británicos. La violenta reacción de Anselmo en defensa de su honor ofendido, caló sobre cada grancanario como una respuesta de la dignidad colectiva ava- sallada: era la réplica del subconsciente. Cuando Anselmo Bordón vio a Mac Dowell le resultó extra- ño, casi irreconocible, aquel odiado hombrecito tenía el cráneo hundido en la parte de la ceja. Durante la vista, su abogado -también canario- pareció actuar rutinariamente, sin excesivo entusiasmo, con voz monocorde y sin énfasis, relató el ataque de celos del subordinado y la brutal agresión al honorable jefe. Estaban citados como testigos de cargo Mr. Miller, Mr. Swanston y el propio Cónsul de S.M. Británica, pero ninguno de los tres compareció. Alejandrito se vio solo, rodeado de una presión hostil, invisible, era evidente que la colonia británica no deseaba verse identificada en una acción odiosa, empezaba a detectarse un cierto ambiente de animadversión y lo mejor era mantenerse al margen de lo que era sin duda un asunto personal. Isabel Amado tuvo una intervención valiente, clarificadora, lo mismo que Rodolfo Jiménez y D. Guillermo López. Anselmo fue escueto, dijo que actuó impulsado por la rabia y que no recordaba detalles. D. Eduardo Benítez estuvo brillantísimo, destacando la hombría de bien de su defendido, del deber de salvar el honor mancillado. Cuando el anciano Juez declaró la libertad sin cargos para Anselmo Bordón, natural de la Villa de Agüimes y residente en Las Palmas de Gran Canaria, de treinta y tres años de edad, LA SOMBRA DEL AGUAIRO 135 hijo legítimo de Antonio y María Soledad, casado con Isabel Amado, de profesión empleado, la Sala estalló en vítores y finalmente Anselmo fue sacado en volandas, estrujado por el abrazo de amigos y desconocidos.

Anselmo e Isabel vivieron unos días de paz familiar e intimi- dad amorosa. Una tarde recibieron en su casa del Terrero la visita de Rodolfo Jiménez, el incansable andariego de nuestra isla, con Adela, su mujer. Te voy a proponer una cosa -empezó sin rodeos- y no me digas que no, porque ahora estás en paro. ¿Recuerdas nuestras excursiones y caminatas por toda la isla? Pues ahora que viene la Semana Santa, me tocan unos días de vacaciones, total que me largo a caminar por ahí y tú te vienes conmigo. Verás lo bien que te viene después del encie- rro. Pues sí, respondió Anselmo dubitativo, pero ¿y las muje- res? ¿Querrán venir con nosotros? Adela saltó como un vola- dor: iYo ni hablar! Camina tú si quieres, aún recuerdo la última vez que fui contigo, estuve una semana en la cama baldada de cansancio. Anselmo miró interrogador a su mujer quien con- testo: y yo por esta vez tampoco. Con todo el lío tuyo, he tenido muchas veces que dejar a María del Pino con mis pa- dres y no quisiera cargarlos más. Y como Anselmo tratase de insistir, Isabel terminó: vete tú solo, hombre, que a mí no me importa, tú disfrutarás y te lo mereces, además es sólo por unos días. El plan era marchar en una diligencia que salía de vez en vez desde Telde hacia el sur y que, tras pasar por Agüimes, bajaría a las llanadas de la costa hasta llegar a un mesón -cruce de caminantes- que se erige desafiante al viento y al polvo. Acu- den allí los cabreros para llenar sus morrales, así como los que van o regresan de trabajar en las salinas del Conde y de Juan Grande, se llama Sardina del Sur, allí termina el trayecto. 136 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Así lo hicieron. Tras una pausa, ya andando, empezaron a subir hacia lo alto por un camino de bestias recién mejorado, que conducía hacia Tirajana: Santa Lucía y Tunte. ¿Y después? Rodolfo Jiménez, brillándole los ojos decía: después iremos a un lugar que no te lo voy a decir, aguántate y verás. Los cami- nantes, después de admirar el verdor exuberante de Santa Lu- cía, bajaron al cauce del barranco de Tirajana, para -tras bor- dear el riachuelo- subir nuevamente a Tunte, abrazada a um- brosos pinares. Poco antes de llegar al pueblo, en los últimos recodos del camino, cuando pasaban sobre la Hoya de Tunte, se tropezó Anselmo con un antiguo conocido de la infancia, Santiago Ma- nuel, que seguía yendo y viniendo desde Tirajana a Agüimes mercadeando lo que salía. Abrió los ojos asombrado, plantán- dose en medio del sendero: ¿Tú no eres acaso Anselmo Bordón de Agüimes, hijo del Aguairo, de Antonio y de la Dama Blan- ca? Se abrazaron. ¿De manera que de paso?, pues aquí no hay dónde cobijarse, así que tú y tu amigo se quedan en Monte Pobre subiendo a la izquierda antes de entrar en Tunte, allí tengo mi casita. Ascendiendo el montículo por un atajo, Santiago Manuel volviéndose les mostró a lo lejos la montaña de Ansite, que se mostraba detrás del extenso palmeral. Allí, explicó conciso, fue donde resistieron los últimos isleños. Llegaron luego a una llanada, apretando el paso porque empezaba a llover copiosa- mente. La casita era de piedra y adobe y un tenue humo blanco aún salía por la chimenea. Reavivado el fuego, se acercaron al horno, calentándose. Al rato, Santiago Manuel se levantó dirigiéndose solemne a un ropero, de donde tomó una botella de un líquido rosado y tres vasitos que llenó hasta los bordes. ¿Te acuerdas de esto, Anselmo? Es la guindilla que se hace aquí en Tunte, cuando la llevé por vez primera a Agüimes nadie la conocía, todos uste- des se emborracharon. La gorda Ana Melián, la hija del caci- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 137

que, también la cogió buena y por culpa de eso, empezó el lío entre tú y ella, ¿lo recuerdas? Bien, pues para celebrarlo volva- mos a emborracharnos ahora. Y tú también, forastero, se dirigió dominante a Rodolfo. Santiago Manuel ofreció aceitunas negras y pan moreno. La lámpara de aceite chispaba sobre los comensales. Mientras co- mían y paladeaban la traicionera guindilla, inquirió a Anselmo: ¿No te has enterado de los últimos sucesos de Agüimes? Como Bordón negara con la cabeza, Santiago el de Tunte inició un monólogo: Todos nosotros decíamos que Pedro Camacho el pastor, era un visionario, un simple y que todo lo que había dicho sobre Juana Curiel era invención suya. Hasta el mes pasado eso era lo que creía mucha gente, hasta que Luisa la de las Crucitas pasó cerca de la tumba de la mártir en dirección a Mogán, de donde, como sabes, son sus padres. Iba acompañada de una niña hija suya, así como de doce años, llamada Agustina. La muchacha desde pequeña se le torcía la cabeza hacia la dere- cha, tenía un brazo medio inerte, haciendo todo el trabajo con el izquierdo. Lo contó la propia Luisa, que no siguió hacia la cumbre, sino que despavorida regresó a Agüimes. Se puso en medio de la Plaza dando gritos, mostrando a su hija sana, curada por Santa Juana Curiel según pregonaba. Se reunieron muchos vecinos y explicó a gritos que la niña se acercó a la tumba y haciendo un pequeño rodeo se arrodilló sobre la hier- ba. En el momento en que se recogía, cayó fulminada por un temblor extraño, así estuvo un rato en el suelo, como muerta. De pronto se levantó riéndose a carcajadas, tenía el cuello derecho y los ojos brillantes. Tomó el hatillo con su inútil brazo derecho y regresaron a la Villa. Santiago Manuel hizo una breve pausa para servirse otro vasito, Rodolfo y Anselmo lo miraban de hito en hito sin decir palabra. Éste le interrogó: ¿Y tú que piensas? Yo no creo nada respondió el mercader, lo único que les digo es que casualmen- 138 ARTURO CANTERO SARMIENTO te yo estaba en Agüimes, iba en dirección a Juan Grande a llevar melaza y otras cosas y desde luego la niña manejaba normalmente los brazos por igual. Incluso presencié cómo el cura salió de la iglesia ante el alboroto y que tomando a la muchacha por un brazo la metió para dentro, trancando la puer- ta del templo para que nadie pudiese pasar. Al parecer estuvo mucho tiempo haciéndole preguntas, sin sacar nada en claro. A los pocos días empezaron las peregrinaciones al Aguairo, primero desde Agüimes, después desde el Ingenio, Carrizal, Ti- rajana y otros lugares. El cura de la Villa se marchó a Las Palmas a hablar con el Obispo y en la misa del siguiente domingo, se subió al púlpito y prohibió las visitas a la tumba. Explicó que Juana Curiel no podía ser una santa, porque siempre había esta- do contra los que mandan, contra el poder constituido y que además nunca iba a misa. Afirmó que todo aquello era un inven- to de los pobres que preparaban una nueva rebelión contra los ricos. ¿Y saben lo que pasó entonces? -terminó Santiago Ma- nuel-, pues que la gente abandonó la iglesia en tromba. Sólo se quedó el alcalde, que es ahora Calixto el desdentado, y su fami- lia, en el banco reservado para ellos. También se quedó el sar- gento de la gendarmería, con sus mostachos y su mala leche. Las peregrinaciones al Aguairo han seguido. A la mañana siguiente el tiempo era maravilloso. Olía a tierra mojada y el verde del pinar era centelleante. Vives muy solo aquí, observó RodoHfo. Sí, desde el suceso del oso la gente tiene miedo de vivir por aquí, el pueblo sigue siendo supersticioso. ¿Qué es eso del oso?, preguntó Anselmo. Pues sí, cuando era niño, estuvieron en Tunte por las Fiestas de Santiago unos pruebistas, gitanos a1 parecer. Exhibían un oso en la misma plaza del pueblo, que se escapó una noche matando a un ternero. Los cazadores acorralaron al animaI, dándole muerte en esta llanada. Sí hombre, hasta se escribieron romances sobre ello. Los amigos se despidieron. Bueno adiós, gracias por la hos- pitalidad. Dime, preguntó Rodolfo, ¿Por aquí se sigue a Fataga LA SOMBRA DEL AGUAIRO 139 y Arteara? Efectivamente, le explicó el de Tunte, no tienen que regresar al pueblo, sino simplemente seguir pinar abajo hacia el sur, pronto verán el mar. Descendiendo, Rodolfo caminaba ligero, conduciendo a Bordón hacia su gran sorpresa: el Oasis de Maspalomas. Descansaron un rato en Fataga y ya a la altura de Arteara, sondeó Anselmo: bueno, ya está bien. Vamos a Maspalomas, jno es cierto? Pues sí, ya queda poco jno notas cómo aumenta el calor? Ya he notado cómo la tabaiba ha sustituido al pinar, lo sospechaba, sabía que estaba por aquí, he oído hablar de ese enorme arenal pero nunca lo he visto. Son muy pocos los que lo han contem- plado -recalcó Rodolfo con firmeza- y es un pecado no verlo, aunque sólo sea una vez en la vida. ¿Ves aquellas grandes aves? Pues son grullas, quiere decirse que ya queda poco. Cuando Anselmo Bordón llegó al Oasis, percibió que la madre naturaleza había puesto allí su mano. Un extenso palmeral abrazado de cañaverales subía desde el mu- gido del mar hacia adentro, junto a una límpida charca. Las siluetas de las grullas hieráticas se recortaban inmóviles sobre las copas de los árboles; las aguilillas por el día y las lechuzas por la noche, perseguían a conejos, perdices y palomas. Un estruendo ensordecedor de canarios, mirlos y capirotes alegra- ban el ambiente. Los montículos de arena barridos por el vien- to sólo hollados por las patas de las gaviotas o de algún roedor que huía presuroso a esconderse entre los tarahales. Al oscure- cer, la luna rielaba sobre Ba charca, donde los peces al saltar, mostraban brillantemente su torso. Anselmo comprendió que estaba contemplando una natura- leza virgen, inmutable desde hacía siglos. Miró hacia atrás, hacia el palmeral y hacia las cumbres. Fíjate Rodolfo, desde aquí también se divisa el Roque Nublo. Sí, recalcó el interpela- do, el Roque se divisa desde aquí, desde la Aldea de San Nico- lás, desde Las Palmas, desde toda la isla. Es el tótem supremo de Gran Canaria.

XXVI

uelta la vida a su cauce normal, se planteaba la necesi- dad de incorporarse al trabajo. Durante su tiempo de reclusión, los suegros de Anselmo volcaron su ayuda sobre la pareja. Aunque Juan y Josefa Amado nada decian, Isabel perci- bía que eran demasiadas bocas para vivir del establecimiento, Ezequiel y Rosa ya tenían un hijo y ocho personas eran dema- siado peso. Pero en cuanto Bordón trató de abrirse camino de nuevo, comprobó lo contradictorio de su nueva situación. Se dio cuen- ta una tarde que acudió al Hotel Inglés en la plaza de San Bernardo, se necesitaba un empleado, pero en cuanto lo vieron, no lo dejaron ni pisar el umbral: ése no, seiíaló hacia la calle despectivo el gordinflón gerente que lo administraba. La colonia británica y su estamento colaborador más afín, respetaban la decisión de la Justicia, pero no parecían perdo- narle su triunfo moral. Había otro código, una norma no escri- ta, por la que los servidores debían rendirse al de los señores. Pasó de un empleo insignificante a otro. Primero en la tienda de un hindú recién establecido. Cobraba una miseria por un horario larguísimo, casi la mitad de lo que llegó a cobrar en la 142 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Cía. Miller. Luego de cerrar el establecimiento, tenía que reali- zar tareas de contabilidad y clasificación de mercancías para el siguiente día. Y encima, el ladino del propietario alardeaba cínicamente que era un privilegiado, que de todos los que tra- bajaban allí, era el único que cobraba. Efectivamente, los otros tres desgraciados que allí estaban -paisanos del dueño- presta- ban sus servicios a cambio de comida y habitación. Luego estuvo un tiempo en una relojería de un viejo alemán -Herr Keim- en la calle del Toril. Alto, gruñón y desgarbado, enterado de su tropiezo en la Cía. Miller casi lo empleó por su fobia antibritánica. Anselmo, le cerraba la contabilidad de sus cuatro números, le limpiaba y ordenaba la tienda, le hacía reca- dos y hasta arregló una silla desvencijada. ¡Me cago en la Real Flota de S.M. Británica, mal rayo se la coma! gritaba en un mal español con acento canario. iJediondos! ¡Viva el Kaiser!, aña- día resentido de envidia. Tan pintoresco sujeto era casado con una canaria y aparte los latiguillos del lenguaje, se le había pegado de la tierra su des- medida afición por la cocina isleña, más de una vez se había quedado tupido de tanto tollo, su plato favorito. Por lo demás era teutón fanático, sólo iba a los Conciertos en el nuevo Teatro Tirso de Molina que se había inaugurado frente al mar, cuando la orquesta tocaba a Beethoven y a Brahms. A la salida, seguía los pasos al Director que marchaba siempre a la Alameda, para allí abordarle pidiéndole que diese más obras de Wagner. El paciente Bernardino Valle, escuchaba impasible al exaltado Herr Keim, bajo los frondosos arcos de la Alameda. Anselmo por fin encontró un empleo mejor, vendiendo telas en una tienda en la calle de los Malteses. El horario era largo y extraño, descansaba a mitad de semana y trabajaba los domin- gos, es cuando compran todos los extranjeros, es necesario abrir ese día, insistía el dueño. Con todo, el propietario Juan Ayala no parecía demasiado avaro y Anselmo e Isabel volvie- ron a respirar económicamente. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 143

Bordón tenía como compañero de trabajo a un tal Mateo Guerra. Hombre de edad mediana, procedente de los altos de Guía, pequeño y de pelo rizado, arrastraba una penosa cojera. Mateo tenía una gran manía, que era una verdadera obse- sión: Cuba. No hablaba de otra cosa. Allí uno escupe en el suelo -afirmaba- y brinca el dinero. Contaba la historia de uno de su pueblo, de otro de Moya y de un tercero de San Mateo, que se habían ido con lo puesto y que habían regresado carga- dos de plata. Mateo hablaba, hablaba y hablaba de Cuba, antes, en y des- pués de la jornada laboral. Era tan grande la tabarra, que en cierta ocasión, Anselmo ya harto lo paró sin contemplaciones: Si es tan fácil, ¿por qué no te vas tú y me dejas descansar el oído? Porque con esta cojera -contestó el de Guía señalándose el pie- no se puede trabajar en la caña, ni en nada. De lo contrario, dijo soñando con acento convencido, sería rico, com- praría un terreno en Santa Cristina, cerca de mi pueblo, que es el lugar más hermoso del mundo y me fabricaría una casita. Plantaría al menos, adelfas, acacias y algunos sauces llorones, es tierra de ovejas y vacas, y me tumbaría al atardecer a ver el cielo, no tendría que ver más a ése, dijo señalando con el pulgar a D. Juanito Ayala, que andaba para allá dentro traquinando unas telas nuevas. Anselmo casi compadecido no volvió a me- terse con Mateo: los infelices no pueden sino soñar -meditó- ¿por qué quitarles la ilusión si es lo que les sostiene? Con todo, fue Mateo Guerra quien filtró en Anselmo el gusa- nillo de Cuba. Incluso una noche, ya en la cama, lo comentó tímidamente con Isabel: ¿Qué te parece a ti? Las Palmas sigue mejorando, pero su primer ciclo de crecimiento rápido se ha ralentizado, ahora entramos en un desarrollo más pausado. No entiendo de eso -le interrumpió la esposa-, ¿qué quieres decir- me? Pues que encontrar ahora empleo ya no es tan sencillo como hace quince años, es difícil medrar. Hay otra posibilidad que últimamente he estado rumiando, que son nuestras tierras 144 ARTUKO CANTERO SARMIENTO en Agüimes, la finca es buena, aunque pequeña. De momento -le interrumpió Isabel con determinación- deja esa idea. Y hay una tercera posibilidad: Cuba, si es tan fácil como asegura el soñador de Mateo, se podría probar. Sería sólo por un tiempo, reunir dinero y volver a la tierra, entonces resultaría distinto y cabría volver a plantearse el establecerse allá abajo, a la som- bra del Aguairo. Bien, planteó Isabel con sentido práctico, pero ¿qué haría yo mientras tanto? Pues he pensado, dijo Anselmo cautelosamente, como tanteando el terreno, que lo mejor en tal caso sería que tú te vinieses conmigo y que, mientras, María del Pino se quede con tu madre. Se me encoge el corazón con sólo pensar en dejar a la nena, murmuró Isabel dubitativa. A mí también, pero no creo que haya mejor solución, además tu madre tiene verdadera locura por Mari Pino y, por otra parte, sería por poco tiempo, pongamos un año, o dos a lo sumo. Sí, es lo mejor -concedió Isabel- además, dijo abrazando tierna- mente a su marido, si tú te vas solo puedes enredarte con algu- na mulata, jcrees que lo voy a permitir? Anselmo, halagado por el giro que había tomado la conversación, la besó apasiona- damente: tú sabes que a mí sólo me gustan las de pelo castaño, con algunas pecas, nacidas en el Camino Real y que se llamen Isabel. Entonces -continuó la esposa ronroneando como una gata- ¿yo lo hago mejor que Ana Melián, la gorda de tu pueblo, o no? Anselmo, atraído por la picardía de su mujer, la abrazó con deseo y apagó la luz. Según las cuentas de Isabel Amado, posiblemente aquella noche quedó nuevamente embarazada. XXVII

ye, dime: he oído decir que Cuba está revuelta, que hay guerras y revoluciones. ¿No sería peligroso ir ahora? A Mateo Guerra le hablaban de Cuba y se quedaba trabado, lo sabía todo, parecía muy informado. Sentados en la Alameda, explicó a su compañero de trabajo que hacía más de treinta años la colonia estaba en franca rebeldía y que los levanta- mientos se sucedían una y otra vez. Es una guerra perdida para España -dijo bajando temeroso la voz mirando hacia los lados- tarde o temprano nos echarán de allí, pero es peligroso comentarlo, ni se te ocurra. Lo del riesgo es relativo, en realidad los insurrectos actúan contra el esta- mento militar, funcionariado y sobre todo contra los hacenda- dos españoles. Con el trabajador de momento no se meten, máxime si eres pichón. Además las revueltas son fundamental- mente en el interior, en La Habana hay tranquilidad. ¿Pichón has dicho?, inquirió Anselmo, explícame qué es eso. Pues pichón significa canario o descendiente de isleño, has de saber que al canario lo consideran medio cubano, quizás por- que hemos sabido integrarnos en aquella tierra. Mateo siguió explicando: España lo ha intentado todo en vano, por las buenas y por las bravas, es muy fácil: ellos quie- 146 ARTURO CANTERO SARMIENTO ren ser independientes. Hace unos pocos años se rechazó inclu- so en las Cortes Españolas una serie de reformas para frenar abusos que no se llegaron a aplicar. Se impusieron los partida- rios de la mano dura, yo opino que será peor. Como sabrás, Valeriano Weyler sustituyó recientemente a Martínez Campos como Gobernador de Cuba y, según noticias que están llegan- do ahora, perpetró una matanza horrible en una isla que se llama Pinar del Río, no servirá de nada. Sea como fuere -continuó Mateo enardecido-, un tal José Martí, el líder independentista cubano recién fallecido, dio a conocer en el exilio las bases de la Constitución de la isla que se aprobó el año pasado. El Gobierno Español pretende ignorar todo esto y, mientras, los americanos están metiendo la nariz todo lo que pueden. Dime, sondeó Anselmo, ¿qué quieren los norteamericanos según tú? Mateo contempló por un instante la pelea de dos gorriones sobre sus cabezas, disputándose un nido donde pernoctar y continuó, ahora solemne. No olvides nunca lo que voy a decir ahora: los americanos desean que Cuba cambie de amo, que nos vayamos los españoles para ponerse ellos en su lugar. Dime Mateo, ¿y qué papeles hay que arreglar? Sí, me parece que estoy decidido a la aventura ... A la noche siguiente, se reunía toda la familia Amado en su casa. En un ambiente de zozobra, Anselmo e Isabel comunica- ron su decisión de marcharse a Cuba a probar fortuna y que pedían a los viejos atendiesen mientras tanto a su nieta. Juan y Josefa Amado aceptaron amargamente la decisión, mas Josefa puso una condición: hizo jurar al matrimonio que sería por poco tiempo. Si fracasaban, que no tuviesen reparos en volver, sea como suceda -afirmó con los ojos humedecidos por la emoción- aquí siempre tendrán su casa. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 147

Bordón presentó una instancia en el Ayuntamiento de Las Palmas dirigida al señor alcalde, declarando que él y su esposa Isabel, solicitaban permiso para emigrar a Cuba. Era obligatorio presentar tres testigos que no fueran de la familia, que avalasen bajo juramento que los emigrantes no tenían causas pendientes con la justicia, deudas que satisfacer, ni públicas ni privadas, que eran de buenas costumbres y que tenían dinero suficiente para sufragarse el viaje. Sus antiguos camaradas Rodolfo Jimé- nez y D. Guillermo López, que seguían trabajando en la Cía. Miller bajo un nuevo jefe, así como el propio Mateo Guerra, tuvieron la amabilidad de declarar en la diligencia exigida. Como quiera que la última condición aceptada no era cierta, el funcionario municipal que atendió a Anselmo le manifestó enigmáticamente que eso podía solucionarse con la consignata- ria en la calle de los Malteses, donde habría de pagar una onza. Allí le darían la Comendaticia o Licencia de embarque. Cuando pidió la referida Licencia, se quedó asombrado al conocer la cantidad que le pedían por dos personas. Si no tenía dinero para el pasaje no había problemas -le dijeron- pero habría de firmar un contrato de trabajo por diez meses, o bien un doble contrato por cinco meses cada uno. Anselmo rechazó en redondo ésta última posibilidad. Leyéndolo detenidamente, empezó a percatarse de la gran trama organizada, aquello era la renuncia a cualquier libertad, un regreso voluntario hacia la esclavitud durante casi un año. Al llegar a La Habana, los emigrantes contratados no podrían abandonar el buque hasta tanto que fueran "custodiados" por quienes los conducirían a las plantaciones de caña u otros centros de trabajo, donde se les daría alojamiento y alimentación. Hasta que no se extinguiera el contrato no habría sueldo. El que huyese antes de cumplir el tiempo estipulado -se decía- sería declarado prófugo ante la justicia y encarcelado. Una frase sibilina se le quedó grabada a fuego en el cerebro: "las mujeres y niños que no pudiesen realizar trabajos fuertes, podrían complementar sus obligacio- 148 ARTURO CANTERO SARMIENTO nes con otras tareas...". Yo estoy dispuesto a pasar por todo, pero Isabel no, ni hablar. A Bordón se le pusieron los pelos de punta mientras inter- pretaba su significado y con la Comendaticia en la mano se fue a ver a Mateo. ¡Mira que maravilla tengo que firmar!, le gritó casi increpándolo. Mateo no se inmutó, ni pestañearon sus ojos azules. Yo nunca dije que regalasen el pasaje, claro que es un abuso, pero quien aspire a medrar en Cuba tiene que pasar por ese infierno. El ser pobre será siempre una maldición ¿no lo sabías? No te alborotes y te diré lo que han hecho muchos: han dejado que su mujer viva fuera del campamento de trabajo, com- prometiéndose el marido a responder por los dos. Es el doble de tiempo, pero en teoría salvan esa circunstancia ... y digo en teoría, porque como quiera que durante tu encierro no te paga- rán sueldo alguno, la mujer mientras se verá obligada a sobre- vivir por sí misma, sin ayuda alguna. Bueno sea como fuere, -dijo Mateo molesto- aún no puedo hablar, espera a que termi- ne de trabajar y luego te lo sigo explicando en la Alameda. Ya sentados, y Bordón más apaciguado, Mateo continuó: Hay dos posibles soluciones, una: si puedes pagar una parte, la contrata de trabajo se te reduce proporcionalmente, eso puedes pactarlo, tú eres hombre de letras, a ti no te engañarán. ¿Y la otra posibilidad?, preguntó Anselmo. Vete a Arinaga, por allí están saliendo barcos de vela, hasta ahora sólo te había hablado de la emigración legal. Existe también la clandestina, pero eso prefiero que lo compruebes por ti mismo, si eliges ese sistema luego no vengas a quejarte, le advirtió. Bordón empleó varios días en ir y volver. No encontró quién lo llevara de Agüimes a Arinaga, así que, ardiendo de impa- ciencia, en unas dos horas se plantó andando en aquella costa inhóspita. La playa estaba vacía, sólo había un pequeño velero aparentemente deshabitado, que, sin velamen, era zarandeado por las olas cerca de la orilla y un viejo que sentado delante de su choza hervía algo en un caldero. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 149

Amigo, jsabes si ese barco se marcha a Cuba? ¿Cómo es que no hay nadie? Sí, para allá irá, murmuró el anciano mirándolo atravesado. Dentro de tres días verás el gentío, la tripulación se ha ido de juerga a Las Palmas. Pero el velero está demasiado a la vista, insistió Anselmo, jes que acaso no vienen por aquí los gendarmes? iJi, ji, ji!, se rió el viejo sibilinamente, tú eres bobo. Claro que vienen por aquí, ellos cobran por no ver nada. Ya, lo entiendo ¿y quién me puede informar si puedo enrolar- me? Yo mismo te lo digo respondió. Están haciendo creer a un montón de ilusos que el viaje es un paseo y que Cuba es Jauja. Por aquí embarca quien le da la gana, no hacen falta papeles oficiales, pero cuando llegues -si es que llegas porque comerás sólo las sobras que dejen los marineros- te conducirán a un campo de trabajo donde pasarás dos años hasta que pagues el pasaje, pondrán un negro detrás de ti con un látigo. Y si llevas mujer, el capitán se acostará con ella, lo mismo que la tripula- ción, o la echarán a los tiburones. Explícame viejo porque no lo entiendo: si las condiciones de trabajo son peores que las oficiales, ¿por qué mucha gente acu- de a la emigración clandestina? El anciano empezó a comer mientras ponía punto final a la conversación: los que deben dinero o tienen asuntos pendientes con la justicia no pueden emigrar legalmente, ni tampoco los que quieren escaparse del Servicio Militar. Lo que ignoran es que el campo de trabajo que les espera es peor que el cuartel. Anselmo ya había renunciado mentalmente al viaje, cuando fue Isabel quien dio la solución. ¿Sabes Anselmo?, los planes hay que cambiarlos, yo no puedo ir. No voy a imponerte nada elige tú libremente, o vas tú solo o nos quedamos los dos, yo estaré conforme con lo que tú decidas. Me refiero a ir legal- mente, lo otro por lo que me has contado sería un disparate. Bordón tardaba en reaccionar, no comprendía. Pero, ja qué se debe ese cambio? Pues ni más ni menos que vuelvo a estar embarazada y ya sabes lo arriesgado que es para mí. Estoy 150 ARTURO CANTERO SARMIENTO segura -continuó evocando con picardía- de que me quedé aquella noche que tú me hablaste por vez primera de marchar- nos a Cuba. Sí, cuchicheó Anselmo sonriendo levemente al recordarlo, aquella vez estábamos como dos gatos en celo, fue lo que se dice una orgía privada. Ambos se echaron a reír, jchis! que despiertas a Mari Pino, dijo Isabel ruborizada y contem- plando con dulzura a la niña. Los siguientes días los ocupó Anselmo en pactar la comendaticia definitiva. Al ir solo, la contrata se reducía a cinco meses. Había algo de dinero e Isabel empeñó algunos objetos regala- dos por su abuela materna. Al final, el infierno por el que tendría que pasar Anselmo Bordón sería de dos meses, fue imposible reducirlo más. Por otra parte, Isabel y la nena se irían a vivir con la familia Amado. Desde ese día dejarían de pagar el alquiler de su hogar en el Terrero y venderían algunos muebles. Llegó un día con todos los papeles en regla y anunció: salgo dentro de dos semanas. Isabel con un nudo en la garganta le hizo prometer que, si las cosas no iban bien, no estaría más de dos años. Creo que es el tiempo límite -murmuró con voz contenida- que puedo aguantar sin verte. Hay mulatas guapas, no te enredes con ninguna de ellas, dijo Isabel llorando y rién- dose a la vez. Anselmo Bordón, salió de Gran Canaria hacia La Habana, en los primeros días de febrero de 1898. XXVIII

uando llevaban dos semanas de navegación y presu- Cmiendo el pasaje el pronto término del viaje, el buque fue sacudido por inquietantes rumores. Apiñados los viajeros bajo el puente de mando, compareció el capitán para anunciar que el barco no atracaría en La Habana, sino en un lugar llama- do Matanzas. Informó al consternado pasaje de que un buque norteamericano llamado Maine, había sido dinamitado y hundi- do dentro del puerto de La Habana, y que los Estados Unidos habían declarado la guerra a España, culpándole de este suce- so. La postura española era que se trataba de una auto-agresión, que serviría de justificación a los americanos para intervenir en Cuba. Era la guerra. Siguió explicando el Capitán -ahora en tono de mitin patrió- tico- que la flota española se dirigía a Cuba, y que el Goberna- dor de la colonia, Weyler, había sido sustituido por un tal Ra- món Blanco, hombre aun más duro que el anterior. Éste había ordenado cerrar al tráfico el puerto de La Habana, que quedaba a disposición del Ejército y de la Marina. Mientras se acercaban al atraque, Anselmo Bordón fue ente- rrado junto al resto del pasaje en una asfixiante bodega. Apiña- dos durante horas, lloraban los niños, se desmayaban las ma- 152 ARTURO CANTERO SARMIENTO dres, mientras la oficialidad pactaba el desembarco. Finalmente fueron conducidos y encerrados en unos vagones de ganado, era la primera vez que veía una locomotora. Por aquella vetusta maqui- naria fueron arrastrados durante varias horas hacia el interior, bajo un calor insoportable. Bordón, arrimadas las narices a las grietas de los tablones, podía contemplar el exterior, un campo tan distin- to al nuestro. Se extrañó de observar de trecho en trecho, piquetes de soldados al borde de la vía y sospechó que aquel despliegue nada tenía que ver con la guerra contra los yanquis. El punto de destino resultó un enorme recinto rectangular vallado, idéntico a un campo de concentración. Bordón advir- tió un soldado armado de fusil, subido a una rústica torreta de madera. Al penetrar en el campo de trabajo, trincó los dientes y pensó: Son sólo dos meses, tengo que aguantar como sea. In- voluntariamente leyó un gran anuncio: "Plan de colonización". Inmediatamente se organizó el campamento, hombres y mu- jeres fueron separados en distintos cobertizos. Un conato de rebelión fue abortado con la presencia amenazadora de negros con látigos, los matrimonios hubieron de resignarse a vivir separados. La colchoneta designada a Anselmo resultó de un color inde- finible, era evidente que durante años no había sido lavada. La primera cena consistió en unas judías negras que habla que masticar con tenacidad, acompañadas de un pan aun más oscu- ro que las judías. Anselmo nunca olvidaría aquellas primeras impresiones. Antes de apagar las luces, un capataz advirtió amenazadora- mente que la falta de puntualidad en el horario establecido sería castigada severamente y, riéndose con chasquidos de cha- cal, aconsejó que a nadie se le ocurriera la idea de intentar evadirse sin haber cumplido el tiempo de la contrata, había órdenes -¿sería cierto?- de tirar a matar. Bordón tuvo la ilusión por un momento de que nuevamente, su cultura superior a la media le serviría para eludir los trabajos 1.A SOMBRA DEL AGUAIRO 153 más penosos. A1 día siguiente, un individuo tocado de jipijapa, camisa blanca, bigotillo y pelo engominado fue a visitarle para proponerle trabajar en suministros y control de consumo, se- gún manifestó. Se había olvidado de que en la Comendaticia era obligación consignar su grado de instrucción. Anselmo ce- rró los ojos y en un instante evocó cuando, gracias a las ense- ñanzas de su madre, la Dama Blanca, sustituyó en las piconeras de la Isleta al contable Juanito Matos, alcanzado por un des- prendimiento mortal. Fue conducido por el del bigotillo a unos grandes almacenes, donde precisamente en aquel momento, unos chinos descargaban bultos de un gran carromato. Los exa- minó con curiosidad, nunca había visto gente de aquella raza. Y cuando inspeccionaba mentalmente la cocina colindante, un hombre se le plantó delante y se le abrazó efusivamente. Apar- tándolo a fuerza de brazos, le miró fijamente a la cara, recono- ciendo después de mucho esfuerzo a Pepe Ramírez, su compa- ñero de trabajo y habitáculo por aquellos años en que se inicia- ron las obras del Puerto de la Luz. Sí, era Ramírez, evidente- mente envejecido y amargo, el enamoradizo camarada de Valsendero, que ya no reía. ¿Cómo por aquí Anselmo? ¿Así que a ti también te engaña- ron? Mira, yo trabajo ahí en la cocina, es una suerte dentro de lo que cabe. Ahora no podremos hablar7 pero mañana es do- mingo y tenemos media jornada libre. No lo hacen por noso- tros, sino porque esos buitres, nuestros guardianes, lo quieren para sus borracheras. Así que mañana, después de eso que lla- man almuerzo, nos veremos bajo aquellas acacias.

XXIX

e tumbaron sobre unos hierbajos Anselmo y su antiguo amigo, mirándose fijamente mientras se abanicaban fuer- temente con unas hojas de palma. Un soldado de mostachos caí- dos dormitaba en la empalizada con el arma entre las piernas. Unas raras aves parecidas a buitres sobrevolaban el campamento. Son zopilotes, aclaró Ramírez, a esta hora tiran la basura. Bueno, rompió fuego el de Valleseco, dime cómo te ha ido y cómo es que has venido. Pues al principio todo me fue muy bien -empezó Anselmc-, trabajé en oficinas durante años. Me casé con una chica de Las Palmas como recordarás, tú acudiste a mi boda, tengo una hija y mi mujer está nuevamente embarazada, por eso no pudo venir conmigo. Afortunadamente, masculló Ramírez cortante. Bordón, fingiendo no haber oído la observación siguió ha- blando. Últimamente tuve una pelea con un inglés, le partí la cara cuando debí partirle al alma. Ellos, como sabes, siguen siendo los amos y ahora nadie me daba trabajo importante. Uno de Guía me animó que se podía hacer fortuna y aquí me tienes. No pude pagarme el pasaje completo y me tuve que comprometer por dos meses. Si son sólo dos meses de trabajos forzados -porque son trabajos forzados- puntualizó Ramírez, podrás aguantar sin volverte loco. 156 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Luego tocó a su antiguo amigo, quien habló largamente. Mien- tras exponía sus vive~icias,Anselmo pudo advertir cuán cambiado estaba. Ni una sola vez se había reído, qué distinto de antaño, cuando no pasaba un minuto sin contar un chiste. Algo terrible le corroía el alma, se notaba que estaba roto por dentro. En Cuba, se está sustituyendo el trabajo esclavo por el asala- riado o supuestamente asalariado. El motivo no es otro que se empieza a palpar que aquél es menos rentable. La Comendaticia es una barbaridad, están sacándole a los que firman diez veces lo que vale el pasaje y la manutención, un inmenso y asqueroso negocio. Este infame lucro está ideado por los grandes hacen- dados, españoles la mayoría y también cubanos, es igual quién sea el explotador, con ramificaciones hasta Canarias incluida, también los ingleses colaboran en ello a través de las consigna- tarias y hasta los propios ayuntamientos. Aquí está pringada mucha gente importante, sería imposible mantener todo este tinglado sin el apoyo del Gobierno Español en Cuba. A la gente la engañan diciéndole que vengan, que con el trabajo pagarán el pasaje desde España, pero nada le dicen de las condiciones que hay que soportar. Muchos se han contrata- do durante años y desesperados han entregado a sus mujeres, otros finalmente se han suicidado. ¿Cómo es eso?, inquirió Anselmo cada vez más pálido por la ira. ¿Ves aquellas barra- cas? Pues el piso de arriba son los Pupanares, si alguna mujer joven desea "voluntariamente" acortar el plazo de su marido o de ella misma, no tiene sino que acostarse con el hacendado o los oficiales, por una noche le descuentan una semana. Bordón, sintió cómo le rechinaban los dientes. Cuando salgas de aquí, vete a La Habana y busca a la Aso- ciación Canaria de Beneficencia y Protección Agrícola, así se llama. A1 menos han conseguido que el Gobierno inspeccione y controle la extinción de las malditas comendaticias, de otra forma estaríamos aquí de por vida. Esta gentuza ha empezado a cumplir rigurosamente con los plazos, gracias también a los LA SOMBRA DEL AGUAIRO 157 escritos clandestinos de los herederos espirituales de un gran patriota de aquí: José Martí. Pero vamos a ver Pepe, le interrumpió Anselmo: jacaso cuando salgamos de aquí no estaremos bien? ¿Qué crees que sucederá ahwa con los yanquis? ¿Quién ganará la guerra? Todo el mundo sabe que Estados Unidos aplastará rápida- mente a España, eso se lo he oído decir hasta a los oficiales más fanáticos. Pero hay otra guerra paralela y es la que libra el pueblo cubano contra los hacendados, hay un alzamiento gene- ral en todo el país, en el que muchos canarios luchan a favor de Cuba y en contra de España, pero nadie reconoce oficialmente esta verdad. Ya oirás hablar de un tal Comandante Ramírez, es canario y se llama igual que yo -díjole brillándole los ojos- es uno de los caudillos de la insurrección, tiene en jaque a la gendarmería en el interior. Al pueblo cubano -siguió el de Valleseco- le espera con seguri- dad una enorme decepción. El ejército español se irá y será susti- tuido por el ejército yanqui, es igual quién esté, seguirán macha- cando al guajiro. Y en cuanto a ganar dinero, fíjate lo que te digo, Anselmo: es cierto que hay gente que ha hecho fortuna, pero ésos son uno de cada cien. Y además otra cosa, para hacer dinero has de ser implacable, si tienes un mínimo de conciencia, de cora- zón o de compasión, aquí sobras. Es una lucha de fieras y, o te conviertes en una hiena o lo mejor es que te vuelvas a Canarias. Se hizo un espeso silencio, sólo roto por los graznidos de los zopilotes disputándose los restos de la basura. Al rato fue Anselmo el que habló: Bueno Pepe, ya he conversado sobre mí y tam- bién me has informado sobre Cuba, pero de ti no me has dicho ni una palabra. Cuéntame. Ramírez se revolvió inquieto, se le tensaron las mandíbulas denunciando la tempestad que llevaba dentro. Y con voz sorda volvió a tomar la palabra. Ganados por la propaganda -siguió- , mi mujer, Pino la de Valsendero, y yo decidimos venir, estába- mos cansados de no salir de la pobreza. Además, creíamos ser 158 ARTURO CANTERO SARMIENTO víctimas de una especie de mal de ojo, pues perdimos tres ni- ños, uno tras otro. El venir a Cuba era una especie de volver a empezar, intentar nacer de nuevo. Salimos en un pesquero de ésos que van a la Costa, embarca- mos clandestinamente en Arguineguín. Las condiciones resul- taron horrorosas y Pino, mi querida novia de Valsendero, no aguantó. Unas fiebres extrañas hicieron presa en ella y murió en mis brazos. Rogué al capitán que me permitiera enterrarla en Cuba pero fue imposible, al tercer día ya olía mal, la tiramos al agua y tuve que contemplar cómo los tiburones despedaza- ban su cuerpo aún joven, el cuerpo de Pinito la de Valsendero. La voz de Ramírez se le quebró al final de la frase. Bordón, respetuoso con el dolor de su amigo, aguardó en silencio. Al fin, medio repuesto pudo seguir: En cuanto a mí me restan unas semanas, mi contrata es de dieciocho meses saldré poco antes que tú. Pero no iré a La Habana, ni tampoco regresaré a Las Palmas. Tú tienes por quién luchar, yo ya he perdido la ilusión, me iré a la manigua y me uniré al destaca- mento de mi tocayo Ramírez y sus guerrilleros. El pueblo me- rece que luchen por él, pelearé contra los malditos hacendados españoles que fueron los que nos han traído engañados aquí, y cuando los yanquis ocupen su puesto, entonces lucharemos contra ellos. Mi único deseo es morir con el fusil en la mano, he visto en mi vida tanta basura, que ya no me resta otro deseo. Los dos amigos se levantaron. Anochecía y la guarnición a lo lejos encendía las farolas. Como preparados para una parada militar, una fila de zopilotes habían ya terminado con las in- mundicias y dormitaban haciendo plácidamente la digestión. Regresaron hacia los cobertizos. Anselmo, que caminaba de- trás, observó cómo su amigo y compañero de trabajo y de cautiverio, andaba con la cabeza gacha, arrastrando los pies y apretando fuertemente los puños de aquellas manos envenena- das, que con tanta ternura habían abrazado un día a Pino la novia de Valsendero, la que fuera su mujer. XXX

nselmo inició sus tareas en el almacén de suministros y Acontrol de consumos, donde tenía que elaborar una doble contabilidad, de una parte las partidas que iban entrando y de otra, las raciones que se iban consumiendo. El hombre del bigo- tillo, la gomina y oliendo a jaboncillo, había por lo visto delega- do sus funciones en una especie de capataz, el gallego Sousa que era por lo visto quien tendría que fiscalizar a Bordón. Tal indivi- duo andaba siempre fisgoneando entre el almacén y la cocina en no se sabe qué misteriosos trapicheos. Llevaba siempre una sucia camisa por fuera de los calzones, que al parecer fue blanca en su día, fajín negro y alpargatas. Su presencia era delatada a distancia por el insoportable olor que despedía, se murmuraba que la últi- ma agua que le cayó encima fue la del bautismo. Al personal de cocina lo trataba como si fueran siervos de la gleba y peor aún a los chinos que venían a descargar los suministros, con ésos utili- zaba el látigo. Era odiado por todo el campamento. Durante la primera semana dejó hacer a Anselmo, aunque vigilándolo con el rabillo del ojo. Pero si el capataz Sousa era despreciable, quizás aún peor era su jefe, el cubano Renato- bien-peinado. Al concluir aquella primera semana, llamó a Anselmo a su despacho y -cosa insólita- con una mueca de 160 ARTURO CANTERO SARMIENTO hiena que pretendía ser una sonrisa, lo invitó a sentarse. Sacó un vaso y se sirvió un whisky, luego tomó una pitillera invitan- do a su subordinado. Anselmo denegó con la cabeza mientras observaba a Renato: era de estatura media, y estaba impecable- mente vestido, lucía una límpida chaqueta blanca y camisa de igual color. Tenía un recortado bigotillo e iba perfectamente peinado, lleno de gomina el cabello y oliendo a perfume bara- to. Mientras se abanicaba lentamente con el sombrero de paja, Anselmo observó con repugnancia aquellas manos blanqueci- nas de señorita. He examinado tu trabajo de estos días y está muy bien, dijo con voz atenorada. En cuanto a suministros nada que objetar, pero en cuanto a consumos, de aquí en adelante lo harás de otra manera. Por cada dos sacos de arroz que se gasten has de anotar tres, el saco sobrante se lo entregarás al gallego Sousa, que lo esconderá en aquella habitación que está detrás del lavadero. Y lo mismo harás con las papas y las judías. Renato-bien-peinado, interpretando que el silencio de Anselmo era aprobación, fue más explícito. Todo en la vida es negocio y éste es un comercio que yo comparto con la oficialidad. Si eres discreto tendrás otras ventajas -siguió- como participar de la cocina de los militares, carne de vaca, leche y huevos. Además te prestaré alguna que otra vez alguna mujer, de esas que por una noche desean rebajar la contrata una semanita. Anselmo sintió que le crujían los dientes y que se hacía sangre en Ias palmas de las manos cerrando los puños con furor, nunca había tenido tantas ganas de estrangular a alguien. Renato-bien-pei- nado, creyendo ganado a su interlocutor terminaba. Tú y yo somos personas cultas que comprendemos estas cosas. Y en confidencia te diré que cuando estés con una mujer aquí en el campamento, has de saber que estás siendo observado. Sí, se mofó mientras lanzaba una risotada mirando al intrigado Anselmo, el pago que le damos al capataz Sousa es que le dejamos mirar por una ranura prelparada al lado del cobertizo. Es un infeliz, LA SOMBRA DEL AGUAIRO 161 un pobre diablo impotente, que se conforma con masturbarse mientras los demás actúan. Si a mí me da igual, a ti tampoco puede importarte, qué carajo. Anselmo se levantó y salió lentamente sin decir palabra, luego acercándose a la empalizada vomitó de asco. Pasó otra semana. Una tarde el capataz Sousa se encaró con Bord6n. El jefe está rabioso, sigues haciendo las cosas de la misma forma y no como te han dicho. La próxima semana vendrán los del Gobierno a revisar la contabilidad y todo lo demás. A ellos desde luego les da igual, pero serán acompaña- dos de un representante de la condenada Asociación Canaria de Beneficencia ésa, maldita sea, así como de un delegado del Obispado, y ésos no se prestarán a nada. ¿Entiendes o no? Ahora mismo me dices si las cuentas vas a seguir haciéndolas igual o qué. Anselmo se le acercó y mirándolo de arriba a abajo, le escupió una sola palabra: iigual! Al siguiente amanecer, fue conducido a las plantaciones de algodón.

Cada día, cuando regresaban al campamento, Bordón toma- ba una piedrecita blanca y la depositaba debajo del colchón, las contó comprobando que ya había cuarenta y cinco, tocaba la libertad con los dedos de la mano. Aquella tarde tendría una sorpresa, en la puerta del cobertizo le esperaba Pepe Ramírez, lavado, limpio y bien vestido. Quería despedirme para siempre de ti Anselmo, le confesó emocionado. Sacó un papel y desdoblándolo se lo mostró. Mira, ya he pagado mi pasaje y estancia, salgo en libertad ahora mismo. Anselmo, he sabido el motivo por el que dejaste de trabajar en suministros y quiero decirte que lo esperaba, no creía menos de ti. Sí, respondió Bordón sombríamente, pero hay una nueva circunstancia, he tomado una grave resolución y estoy confuso 162 ARTURO CANTERO SARMIENTO porque no sé cómo lo haré. El caso es que no deseo volver a Las Palmas ni quedarme aquí, sin liquidar antes a esas dos ratas, al Sousa y al Renato, gente así ensucian el mundo. Ramírez, posándole fuertemente su mano sobre el hombro, le conminó: No lo hagas, tú tienes por quién luchar, no te compliques. Y además no podrás hacerlo porque yo me adelan- taré. Te lo explicaré: me uno a la guerrilla y dentro de unos días, después de que tú salgas, el destacamento de mi compa- dre Ramírez atacará el campamento. Tengo contactos. Renato- bien-peinado y el Sousa están desde hace tiempo en la lista negra, serán los primeros en ser fusilados. Y, agachándose, Pepe Ramírez, el enamorado de Valleseco, tomó el hatillo y marchó para siempre con paso pausado, decidido. Anselmo con un nudo en la garganta, vio por última vez sus anchas espaldas, pasar el control militar y desaparecer campo traviesa. Dos semanas después salió él mismo, se marchó sin despe- dirse de nadie, sin mirar atrás. XXXI

legó a los arrabales de La Habana oculto en un vagón de mercancías. Fue descubierto por uno de los propieta- rios, que transportaba madera a la capital. Lejos de enfadarse lo observó con una sonrisa cómplice. Seguro que eres pichón, es decir, canario. Y seguro que bus- cas trabajo. Pues bien allí, ya entrando en La Habana a medio kilómetro a la derecha, hay un bar llamado "El Bentayga", donde se reúnen paisanos tuyos. Suerte amigo y espero que no hayas estropeado mi madera. Anselmo se había imaginado muchas veces cómo sería su llegada a la capital de la isla, lo que nunca pudo imaginarse era que llegaría desde el interior, andando por una carretera. Pare- cía absurdo. Preguntando localizó "El Bentayga", donde pronto saludó a varios paisanos. Enseguida se enteró de que hacían falta brazos para segar piñas de un propietario de La Palma, establecido desde hacía años. Como la finca estaba a mano y de momento no tenía otra cosa, Anselmo estuvo varios días trabajando allí. Al terminar la faena se percató de que nadie cobraría dinero, sino en especies, en realidad a los trabajadores les convenía más de esa forma y así lo habían pactado: la piña se vende bien 164 ARTCRO CANTERO SARMIENTO y nosotros aprovechamos la hoja para forraje, le explicó uno de los asalariados. Lo malo para ti, dijo aviesamente, es que noso- tros tenemos carrito y burro, y tú ni una cosa ni la otra. Mira paisano, le indicó el palmero que escuchaba la plática, allí en aquella cochera hay multitud de trastos viejos, probablemente podrás hacerte con alguno que te sirva. Encontró después de mucho revolver un pequeño carricoche, estuvo largo tiempo limpiándolo, engrasándole las ruedas y atornillando aquí y allá. Bueno, ya tengo un vehículo, aseguró ufano a Rafael Con- cepción, el palmero, de manera que cargo mi mercancía y me largo a venderla. ¿Y el burro? De momento, respondió Bordón optimista, yo haré de jumento. Cosas peores he pasado. Y así fue cómo Anselmo Bordón se convirtió en transportista forrajero. Pronto tuvo su propio asno. Empezó a vivir modesta- mente pero sin agobios. Sucedieron muchas cosas en Cuba en aquellos tiempos agitados, Anselmo observaba atentamente lo que ocurría a su alrededor y empezó a tener magua de la tierra, de la familia y sobre todo de Isabel, su mujer.

Isabel Amado recibió al fin carta de La Habana. Josefa hubo de ayudarla a rasgar el sobre, eran tales los nervios y el temblor de sus manos. Reunida solemnemente la familia en la mesa central del co- medor, Isabel inició la lectura con la voz velada por la emoción, nadie pestañeaba. Juan Amado tenía sobre sus rodillas a Mari Pino su adorada nietecita de cuatro años; su mujer a Luisa, la otra niña de Isabel, aún casi un bebé; Ezequiel se rascaba dubi- tativamente la cabeza y a su lado Rosa con su pequeño hijo.

Mi querida Isabel: Antes que nada espero que estés bien y tan guapa como siempre, lo mismo que Mari Pino que ya debe de estar gran- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 165 dita. Ardo en deseos de saber si tuviste un varón u otra niña, confío en que todo haya salido sin problemas. Haciendo cálculos, mi nuevo hijo debe tener cerca de medio año, espe- ro conocerlo pronto. Saludos a Juan y a Josefa, a Ezequiel y a Rosa, y a su niño Gabriel, supongo que todos se encuentran bien. Yo también estoy bien aunque es mucho lo que he pasado. Para empezar, durante el viaje empezó la guerra entre los americanos y España. Todo el mundo dice que fue una pro- vocación de los yanquis, que buscaban lo que fuera para intervenir. Sea como fuere, el caso es que nos encerraron en la bode- ga del barco como si tuviéramos la culpa de algo. Al final nos desembarcaron a muchos kilómetros de La Habana, in- formaron al pasaje de que las autoridades prohibieron se utilizara el puerto para los civiles, quedó para uso militar. Luego metidos en unos vagones de ganado nos trasladaron a un campamento de trabajo, que ellos llaman "Plan de colo- nización". Aguanté porque eran sólo dos meses. El trabajo durísimo, la comida fatal, ninguna comodidad. Digan por todos sitios que nadie venga que es un engaño, que reúnan como sea el dinero del pasaje, que no se comprometan con la maldita Comendaticia. Los planes de colonización son un sucio negocio, organi- zado antes por las autoridades españolas y ahora por los yanquis. Hay toda clase de abusos, sobre todo con las muje- res, no sabes Isabel lo que me he alegrado de que no hayas venido, me hubieran fusilado porque hubiera sin duda mata- do a alguien. Lo que he visto, algún día te lo contaré. Por cierto jsabes a quién me encontré en el Campamento? Pues a Pepe Ramírez el de Valleseco, que estuvo trabajando conmigo en las piconeras de la Isleta. Quizás no te acuerdes, lo invitamos a nuestra boda y todo el mundo se reía cuando 166 ARTURO CANTERO SARMIENTO ya fuera de la Ermita de San Nicolás, estuvo explicando cómo llevó engañado al cura de Valleseco hasta al domicilio de la novia en Valsendero para que los casaran. ¡Casi raptó a la mujer ! Pues casi no lo conozco, amargo y concentrado. Me contó que se trajo a Cuba a su mujer, se embarcó clandestinamente en un mal velero desde Arguineguín. Ella murió a bordo, de unas fiebres. Salió del campamento por cierto poco antes que yo, y acabo de enterarme de que, unido a una banda de patriotas, asaltó la fortaleza donde estuvimos, fusilando a cuatro: dos oficiales y dos civiles que eran dos canallas, un tal Renato y un tal Sousa. Como sabrán, Cuba ya no pertenece a España. La armada española quedó destruida y en diciembre pasado se firmó la paz en París. Quienes mandan ahora aquí son los yanquis, el Gobernador es el General norteamericano Wood, que desem- barcó al mando de seis mil soldados de su país. En general, el pueblo cubano se ha llevado una tremenda decepción y las guerrillas pelean ahora contra su nuevo ocupante. Uno de los jefes rebeldes era canario, se llamaba también Ramírez y murió en combate. El otro Ramírez, nuestro conocido de Valleseco, me han dicho que huyó a un lugar que llaman Sierra Maes- tra y que anda por allí. Se preparan elecciones aquí en Cuba. En realidad es igual que haya elecciones o no, porque si las hay, los americanos se las arreglarán para que salga el que ellos quieren, siempre suce- de así. Pero paso seguidamente a hablarte de mí, ahora me en- cuentro más animado. Desde que salí del campamento me dedico al transporte de forraje, desde las fincas a los esta- blecimientos ganaderos. Tengo un carro y me he comprado un caballo. Vivo normalmente y ahorro algo, próximamente empezaré a enviarte dinero. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 167

Pero he empezado a dudar Isabel. Me han ofrecido asun- tos en los que se puede ganar dinero, bastante dinero, pero son negocios sucios, repugnantes y yo no sirvo para eso. Claro que se puede vivir decentemente aquí Isabel, pero de la misma forma en que se vive ahí o en cualquier otro lugar, trabajando honradamente para vivir al día. Es cuestión de irlo meditando. Y nada más, un fuerte abrazo para todos y mi entero amor para ti. Te quiere tu marido, Anselmo.

Isabel no pudo contestar la carta de su esposo. Era la primera de Bordón, que en su atolondramiento se olvidó de poner fecha y dirección.

XXXII

ivía en una mole de cemento, no había nunca visto lo que era una moderna colmena. Era un edificio en las afueras de seis plantas, de los más altos de La Habana. El propietario era un argentino que vivía en el último piso, ocu- pándolo enteramente. Tenía un negocio de ultramarinos en la planta baja, que él mismo y su mujer trabajaban noche y día. Las restantes cuatro plantas eran pequeños habitáculos que él llamaba viviendas: dieciséis en total. Todas iguales, un reduci- do saloncito y una habitación grandita. Y nada más. En cada planta había un servicio y una cocina común. La mayoría de las viviendas estaban atestadas, casi todos inmigrantes, matrimonios e hijos. Vivían españoles, portugue- ses e italianos, así como cubanos del interior. La Habana estaba recibiendo campesinos, atraídos por el imán de nuevos nego- cios, ahora más fáciles después de la llegada de los america- nos. Anselmo pudo saber que entre los inquilinos habitaba también un paisano de Santa Brígida, pero por lo visto era tanto su afán de trabajo, que nunca tuvo oportunidad de conocerlo. Para Bordón, el habitáculo tenía sus ventajas. Era barato y quedaba cerca del potrero donde largaba cada tarde su carro y el caballito. Su pequeñez no era obstáculo, dado que no hacía 170 ARTURO CANTERO SARMIENTO falta más para una sola persona. Y sus inconvenientes: a cada momento surgían peleas disputándose la vez en los servicios. Italianas y sobre todo portuguesas belicosas, se arreaban sarte- nazos en la cabeza discutiendo a gritos por la cocina o los platos. A menudo Anselmo esperó pacientemente el final de alguna trifulca para poder guisarse algo. De noche, colocados los brazos bajo la cabeza y consultando con la lámpara, se dedicaba a pensar. Le estaba enviando regu- larmente dinero a Isabel, pero eso era semejante a trabajar en la Isleta, viviendo aparte de la familia y remitir el sueldo a Las Palmas. Por otro lado, no se permitía el menor lujo para sí. Por eso aquel domingo hizo una excepción y se dirigió al centro de La Habana, cerca del malecón. Nunca había estado en un cabaret y durante un buen rato estuvo embobado contemplando aquel anuncio, mirando a aquellas imponentes mujeres tan escasas de ropas, qué barbaridad. Una vez dentro, quedó aturdido por las luces, la música, el bullicio y el humo de los cigarrillos. Examinó a una mujer que de lejos parecía joven y rubia, pero que cuando se le acercó comprobó que no era tan joven, observando además sorprendi- do que la raíz del pelo lo tenía oscuro. Le pidió un whisky por curiosidad, nunca había probado esa bebida que no le gustó, le supo a madera antigua. La mujer insistía para que pidiera otra copa, acercándose a Anselmo, que hipnotizado no podía apar- tar sus ojos del corpiño descaradamente abierto de la hembra, insinuando sus senos imponentes medio desnudos. En aquel momento las bombillas parpadearon anunciando el espectácu- lo, unas muchachas bailando un descarado can-can, levantando impúdicamente al unísono las piernas. Cuando el ambiente se normalizó, se le acercó un hombreci- llo de mala catadura invitándolo a sentarse en una mesa vecina. Eran varios y habló un individuo de traje cruzado que fumaba ostentosamente un gran puro. Ofrecía un negocio, que sólo era LA SOMBRA DEL AGUAIRO 171

apto -eso lo recalcó- para hombres de pelo en pecho. Pagaban bien, por una semana de trabajo ganaría cada uno el sueldo de varios meses. Bordón escuchó atentamente, se trataba de lo siguiente: los llevarían en un barco a la isla de Pinos y allí recogerían un cargamento de esclavos negros, procedente de Haití. En la pro- pia embarcación los trasladarían hasta la costa de Matanzas, cerca de La Habana, allí recogerían la mercancía, nadita más, trabajo fácil y plata abundante. Pero él exigía gente sana, al negro accidentado o enfermo habrían de eliminarlo ellos mis- mos, nada de balas: degüello y a los tiburones. Me hacen falta cuatro hombres, terminó el del traje cruzado, al que le interese que venga aquí dentro de tres días a esta misma hora, y el que no venga -dijo enseñando un diente de oro en una mueca amenazadora- mejor es que mantenga el pico cerrado. Que sepan que aquí en La Habana no es menester curas ni cementerios para enterrar a un individuo. illarito, no? Anselmo salió del cabaret y contó el dinero, por dos copas de whisky le habían cobrado más que por una pipa de vino en el Monte Lentiscal. Ir a un cabaret era una vanidad estúpida, no, él no volvería más.

XXXIII

ue bastante después cuando Anselmo tuvo una nueva oportunidad de ganar dinero fácil. Transportando forra- je a una granja de cerdos, supo que el propietario tenía innume- rables animales enfermos afectados de triquinosis. El Goberna- dor General de Cuba -el General Wood- habiendo sido infor- mado, ordenó una inspección veterinaria para sacrificar a los animales e incinerar sus restos. El hacendado -un millonario cubano con el alma más negra que Judas- estaba de acuerdo en sacrificarlos, mas de ninguna forma incinerarlos. Sus proyectos eran otros, salar sus carnes y no enviarlas a La Habana como solía hacer, sino al Oriente hasta la provincia de Holguín, donde no existía control sanita- rio. Hombres bragados habrían de llevar el producto en ferroca- rril y luego desde allí en carruajes, la inspección ferroviaria era prácticamente nula y si surgía alguna no habría problema: pla- ta. Y si aun así el funcionario de turno se ponía impertinente, pues la otra solución: plomo. Reunidos al azar varios forrajeros, alguien hizo ver tímida- mente al granjero que podrían haber muchos muertos. Almagro -que así se llamaba- se puso entonces serio y respondió cor- 174 ARTURO CANTERO SARMIENTO tante con el supremo argumento, que el negocio era el negocio. Además -añadió- los yanquis se hacen los melindrosos cuando les conviene, yo sé lo que hacen ellos por ahí, cosas mucho peores, son unos hipócritas. El hacendado propuso a Anselmo una paga suculenta por tal negocio. El de Agülmes, sin contestar siquiera, puso su caballi- to al trote en dirección a casa. No fustigó al animal, dejándolo ponerse al paso, Anselmo necesitaba pensar ... Subió pausadamente la larga escalera hasta su quinto piso, sacó papel y lápiz e intentando abstraerse de los gritos proce- dentes de la cocina común, escribió:

La Habana, día de todos los Santos de 1899: Mi querida esposa Isabel, espero que al recibo de ésta te encuentres bien, al igual que las niñas Pino y Luisa, que estoy deseando verlas. Saludos como siempre a toda la fa- milia. Sigo bien, viviendo en la misma dirección que te di en mis últimas cartas, barrio Amapolas, El Salto, 14-59. La Habana. Estoy de acuerdo contigo en que te hayas mudado otra vez al Terrero, es una gran casualidad que se haya podido apalabrar la misma casa que tantos recuerdos bonitos tiene para los dos. En realidad estás recibiendo más dinero que cuando yo estuve con los ingleses. Me quito un peso de encima por tus padres, ellos siempre han sido muy buenos, pero aunque tú me escribas que el establecimiento va bien, son muchas bocas y prefiero que vivamos con lo nuestro. Ezequiel no es ninguna carga desde luego: según me cuentas, él se mata a trabajar. La política aquí sigue revuelta. Dentro de poco habrá elecciones, los yanquis apadrinan a un tal Tomás Estrada que naturalmente ganará. Los opositores, adictos al pueblo cubano han ido cayendo uno tras otro, baleados o compra- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 175 dos. Lo que sí es asombroso es la cantidad de negocios sucios que están proliferando y el número de ricachones que están apareciendo de la noche a la mañana. ¿Te acuerdas Isabel cuando hace meses te escribí que me habían ofrecido un dineral por llevar esclavos negros desde la isla de Pinos a la manigua? Pues después he desechado igualmente trans- portar maderas podridas para la construcción, adulteración de licores y venta de niños de esclavas negras. Yo sigo con mis forrajes y mi caballito, pero cada vez más me planteo si vale la pena, hoy me ha sucedido otra cosa que me hace meditar nuevamente. Me han ofrecido gran cantidad de di- nero por unirme a una banda y transportar carne de cerdo a las provincias orientales de la isla. El caso es que la carne está en malas condiciones y habrá muertos. Me asusta Isabel la sangre fría con que actúa mucha gente, pasando sobre lo que sea con tal de ganar dinero, la vida del pueblo no tiene ningún valor. Así no. Y además hay otra cosa Isabel (no le leas esto a la fami- lia): yo te necesito. Llevamos veintiún meses separados y no puedo aguantar mucho más tiempo sin mujer. Tú sabes lo que esto significa para un hombre de treinta y cinco años en la plenitud de la vida. Pero aún hay otra cosa. Últimamente veo en sueños nues- tra Ciudad, nuestros pueblos, nuestros campos, nuestras playas, nuestros bosques, nuestras montañas. No se por qué, pero he soñado varias veces y he visto al Roque Aguairo, mi Aguairo, presintiendo como si me llamara, es extraño. Por eso Isabel, te comunico que me doy a mí mismo un plazo corto. Si no consigo un golpe de suerte sin recurrir por supuesto a ninguna fechoría, me volveré. Dime en tu con- testa qué piensas: o tú te vienes o yo regreso. Un fuerte abrazo de tu marido que te quiere, Anselmo

XXXIV

ólo en una ocasión, realizó Bordón un viaje largo dentro S de Cuba. Había posibilidades al fin de hacerse con un buen puñado de dinero sin problemas de conciencia, se había comprometido a transportar una importante partida de ladri- llos, cemento, vigas y otros materiales de construccjón. Hizo números y llegó al convencimiento de que era absurdo intentarlo con su caballito y su carro, el volumen a acarrear eran palabras mayores y, además, quedaba muy lejos, tuvo que consultar un mapa para saber a dónde tendría que ir. Llevaría la mercancía en el tren, hacia el naciente, hasta la provincia de Pinar del Río. En la pequeña ciudad parada final, buscaría la forma de agenciarse carros y mulas, e ir unos treinta kilómetros más hacia el interior, hasta el pueblo de Cerro Grande. Tras comprar los materiales solicitados, montó en el ruinoso tren de mercancías, traqueteando a la vertiginosa velocidad de veinte kilómetros por hora. Los problemas para Anselmo em- pezaron en Pinar del Río, porque una cosa eran los treinta kilómetros que faltaban examinados en el mapa y otra, la reali- dad. Supo que tendría que salvar treinta kilómetros vereda arri- ba, subiendo escarpes, bordeando montafias y vadeando ria- chuelo~. 178 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Le costó enorme trabajo obtener los cuatro carros y las ocho mulas que necesitaba, por fin las consiguió tras incansable re- gateo, subiendo el precio previsto. Por otra parte, el propietario de los animales y los carros exigió, no sólo el pago total por adelantado, sino además una cantidad supletoria en garantía, que devolvería al regresar. Usted parece buena persona -decía tenaz- pero ¿quién me garantiza que una vez descargados los carros, no sigue monta- ña arriba y desaparece por el norte de la sierra bajando hacia el mar en lugar de regresar? A Bordón no le cupo otro remedio que avenirse. Resuelto este problema surgió otro, aun más difícil si cabía: Necesitaba tres personas, una para cada carro. Había soñado idílicamente que él marcharía a la cabeza en el primer carro y que, atados los otros, pasearía caminando por una carretera normal. Imposible, habría que vigilar constantemente la carga y sus ataduras, espolear a las acémilas en los pasos difíciles. Unos alegaban no poder dejar las faenas agrícolas, otros pe- dían demasiado. Al fin, Anselmo pudo contratar razonablemente a tres porteadores de lo más original: un viejo rocoso, su hijo y su nieto, conocidos como Don Juan Sarmiento, Juan Sarmiento y Juanito Sarmiento, siempre que podían trabajaban juntos. Los apalabró con el tiempo justo para escaparse de una catástrofe, porque los materiales habían quedado en la estación y el tren carecía de empleados que manipulasen la mercancía. El maqui- nista amenazaba con emprender el viaje de vuelta llevándose la carga otra vez, así que Bordón pactó con la familia Sarmiento descargar las existencias y luego volverlas a manipular en su punto de destino, allá arriba en Cerro Grande. Al iniciarse el viaje, Anselmo observó a sus colaboradores: Don Juan parecía físicamente bastante fuerte; Juan estaba des- de luego en todo el vigor de su vida, calculó tendría su edad o tal vez algo más; y finalmente el nieto Juanito Sarmiento, jo- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 179 venzuelo de algo más de quince años que era ya el más alto de los tres. Muchacho de grandes ojos taciturnos, tenía el cabello largo cogido atrás en una trenza. De su análisis dispuso que Juan Sarmiento -que parecía el más fuerte- abriera la marcha con el primer carro, mientras él llevaría el último. De ésta forma podría vigilar al viejo y al jovenzuelo de cuyo vigor no se fiaba, que conducirían los carros segundo y tercero. Nada más iniciada la cabalgata, Anselmo reconoció mental- mente cuán equivocado estaba. Al vadear un riachuelo, el pri- mer carromato quedó atascado y entonces el abuelo saltó ágil- mente como una cabra montés, dándole órdenes a su hijo y gritándole cómo tenía que hacer las cosas. Afianzándose a una rueda con una insospechada fuerza, pudieron salir del atollade- ro. Anselmo se percató de que quien dirigía todo en realidad era Don Juan Sarmiento, que tenía un mal genio de todos los de- monios. De vez en vez miraba al nieto dándole órdenes e inclu- so en varias ocasiones gritó descaradamente al propio Bordón. Anselmo sonrió para sí, llegando a la conclusión que estaba en buenas manos. Y si el viejo era experto, el muchacho ya se las sabía todas. En una ocasión se detuvo, se había percatado con su mirada de águila de que el carro de Anselmo llevaba una cincha floja, él mismo le explicó cómo tenía que sujetarla. Finalmente arribaron a Cerro Grande. A ojo de buen cubero aquel pueblucho serrano no tendría más de quinientos habitan- tes. No hizo falta preguntar por el gran hacendado, por Gumersindo Sánchez, cacique de la comarca y líder local del Partido Libe- ral Patriótico. En lo alto de un pequeño montículo, se erigía una enorme mansión almenada un tanto destartalada, tenía que ser allí, la propiedad destacaba insultante sobre el resto de cabañas de la aldea. Ahí está el hacendado Gumersindo Sánchez, carraspeó Don Juan Sarmiento, por lo visto nos ha visto llegar. Anselmo, bo- quiabierto, contempló cómo salía a la terraza un hombre de 180 ARTURO CANTERO SARMIENTO pequeña estatura, de una inmensa humanidad, la gordura le bañaba todo el cuerpo. Era un personaje de edad mediana, de enormes mostachos, que se cubría la cabeza con un sombrero descomunal, portando además pistola al cinto. Detrás de él se alinearon seis sonrientes mujeres, así como una treintena de niños de todas edades. Son sus mujeres y sus hijos, murmuró irónicamente Don Juan mientras se atusaba el bigote. Bordón dudó haber oído bien y quiso confirmarlo: ¿Todas esas mujeres e hijos son suyos? Así es, y sepa que no hay celos ni peleas entre ellas, todas se llevan muy bien. No sé cómo se las arregla, yo no tengo sino una y está todo el día peleándose conmigo. Dejen la mercancía ahí, ordenó el hacendado desde lo alto con una vocecita atiplada, señalando el porche. Se dirigió a Bordón: Tú eres Anselmo el pichón, jverdad? Pues en cuanto mis criados cuenten y examinen el material, sube a mi casa a cobrar. Una hora después, el inmenso Gumersindo Sánchez estaba sentado en una silla turca contando monedas. Bordón lo observaba mientras oía risitas a su espalda, eran las mujeres del terrateniente que examinaban descaradamente al visitante. ¡Ustedes adentro, ordenó risueño a sus hembras sin moles- tarse en mirar, o cojo el látigo! Y luego dirigiéndose a Anselmo le preguntó de sopetón: ¿Te gustan? Pues no pienso prestarte ninguna, yo me basto para todas. Bueno ahora en serio -siguió- todo está bien, toma la plata acordada y algo más, porque no hay roturas. Los pichones son gente seria, la verdad es que la mayoría de los cubanos somos unos granujas, los españoles quizás peor y para que te enteres: los yanquis son los peores de todos, digan lo que digan los curas, no tienen alma, piensan en dólares, comen dólares y cagan dólares. Tienen una moneda en vez de corazón. Bueno, terminó mientras se levantaba trabajosamente, vete ya, tengo que atender a mis hembras. Es muy tarde, esta noche se quedarán ustedes aquí, pregúntale a cualquier criado cuál es tu habitación. XXXV

la luz de una vela, Bordón contó la plata y luego con un ápiz empezó a hacer números en la libreta. Los mate- riales comprados y los gastos: el tren, el alquiler de carros y animales, así como los porteadores, se habían llevado una parte del negocio. Pero aun así había sobrado una cantidad conside- rable. El hacendado sería un tipo estrafalario y mujeriego, mas había pagado espléndidamente, era la primera vez que conse- guía un pellizco importante. Los Sarmiento habían decidido regresar de madrugada, en- tregarían tres carros y sus mulas. Bordón pensó con calma, que no tenía por qué apurar la bajada desde Cerro Grande y decidió regresar unas horas más tarde con el último carro, se tomaría más tiempo para descansar en la mansión del cacique. Creía que viajar con el armazón vacío y cuesta abajo no ofrecería problemas, pero no contaba con la lluvia. Cuando llevaba una hora de camino, observó inquieto las copas de los árboles combadas amenazadoramente sobre su cabeza y el ulular del viento cada vez más bronco. Empezó a llover. Anselmo, comparando mentalmente con las lluvias de Canarias pensó que lo nuestro era una broma, esto sí que era agua, qué barbaridad. 182 ARTURO CANTERO SARMIENTO

En un santiamén se borraron todos los senderos. Además tuvo que bajarse para sujetar a las mulas, que se encabritaban asustadas por los relámpagos y los estampidos de la tormenta. En una vuelta cerrada, una de las bestias resbaló sobre el barri- zal arrastrando el carro y a la otra mula a un terraplén. Bordón oyó un chasquido y contempló consternado cómo se había par- tido el eje de una cle las ruedas. Maldiciendo y aterido de frío, no tuvo más remedio que desenganchar tras grandes esfuerzos a los animales, sacándolos de la hondonada. El carro quedó en el fondo de hoyo. Mientras la lluvia le azotaba la cara, arrimado a un árbol trataba de guarecerse del temporal que no tenía trazas de amai- nar, esperando no sabía qué. Incrédulo vio entonces cómo avan- zaba penosamente hacia él un negro que tiraba de un burro. Montaba una mujer arrebujada en una manta, al parecer con una criatura en brazos. No te quedes ahí que vas a coger una pulmonía, le conminó el negro. Vente con nosotros y tráete también a las mulas, va- mos a la casa de Arquímedes el santero. Queda a medio kiló- metro como mucho, es el único vecino que vive por aquí. ¿Y quién es ése? preguntó Anselmo. Un santo varón que cura enfermedades y adivina el futuro, nosotros le llevamos el niño, que está poseído por el diablo, nos han asegurado que Arquímedes lo sanará. Vamos que se hace tarde. XXXVI

os caminantes llegaron empapados a la casa del tal Ar- L químedes. Era un anciano centenario, apergaminado y cadavérico, de luengas hilachas blancas de barba de chivo. Estaba sentado en cuclillas sobre una espesa y mugrienta al- fombra en la habitación principal, una suerte de gran salón abierto al exterior, a cualquier visitante. Absolutamente concentrado, ajeno al fragor de la tempes- tad, revolvía sosegadamente unas pócimas. La habitación era realmente siniestra, varias lámparas de aceite ardían en pequeños nichos dedicados a santos irreconocibles. Por do- quier se repartían numerosas conchas marinas, así como trián- gulos y misteriosos signos cabalísticos, brebajes, probetas y ungüentos. Junto a un apelmazado colchón de paja, sin duda el lecho de Arquímedes, un búho disecado taladraba al visitante con la mirada. Caprichosamente repartidos, compartían el espacio cuer- vos, serpientes, un pequeño caimán y otros trabajos de un taxi- dermista, altares mugrientos y útiles que parecían de alquimia. Sólo se aliviaba un corto espacio distinto, una mesa atestada de libros donde Arquímedes con una larga pluma de ganso anota- ba sus descubrimientos científicos. Detrás de la mesa, presidía 184 ARTURO CANTERO SARMIENTO un cuadro de calidad más que dudosa, que representaba a la Virgen con el niño Jesús. Alrededor de Arquímedes bullían varias mujeres entrando y saliendo, todas sobrinas del Maestro, pues según se divulgaba, Arquímedes era virgen. Los caminantes esperaban silenciosos en la habitación, el matrimonio de negros con su niño y Anselmo. Sin levantar la cabeza, Arquímedes ordenó a las mujeres: Alojen a los huéspe- des, que se sequen y descansen, denles sopa de coles y que duerman. Atiendan también a sus animales. Esta noche cuiden sus cuerpos -añadi6 como para sí-, que mañana atenderemos su espíritu. Mañana amanecerá diáfano, sin nubes ni tormentas y los espíritus estarán más sosegados. Los visitantes fueron conducidos a la cocina donde se les ofreció un cazo de verduras y medio pan. Luego penetró Anselmo en un largo y semioscuro corredor donde estaban instalados varios camastros. Además de los cuatro recién llegados se adi- vinaba la presencia de otros refugiados o visitantes. Bordón apenas durmió. Mientras luchaba contra las chin- ches, cavilaba a qué extraño lugar había llegado y cómo recu- perar el carromato. Al día siguiente, Anselmo y los negros fueron conducidos ante Arquímedes. El viejo estaba sentado junto a la mesa y machacaba algo con un almirez. Sin atender a los visitantes siguió un buen rato escribiendo anotaciones y, alternadamente, triturando parsimoniosamente. Al fin levantó la cabeza con gesto doloroso y murmuró sin dirigirse a nadie en particular: Preparo mis aleaciones, busco la piedra filosofal que aclarará todos los problemas. Según las matemáticas y teniendo en cuenta todas las combinaciones posibles, la descubriré en los próxi- mos cien años. Anselmo interrumpió al viejo con cierto desdén. Perdone Arquímedes pero a mí nada de eso me interesa, no vine volun- tariamente sino que la tempestad me obligó a buscar refugio. LA SOMBRA DEL AGUAlRO 185

El carro partió un eje y cayó a una hondonada, busco ayuda para recuperarlo y nadita más. Lo sabía, no seas impaciente, -le recriminó dulcemente Arquímedes- si has venido y estás aquí es porque estaba escrito, los medios por los que el destino se ha valido es lo de menos. Si no deseas sanar tu espíritu inquieto eso es cosa tuya, allá tú, tu tortura interior y otras cosas más las percibí enseguida. Si sólo deseas ayuda material la tendrás, hombre de poca fe, mira, ya llega mi ahijado Cagliostro, él es un buen herrero y te ayudará. Cagliostro resultó un hombre de edad mediana, baja estatu- ra, nervudo y de anchas espaldas. De aspecto agitanado, tenía una negrísima barba cubierta de rizos, pendientes en las orejas y una mirada ardiente. Se dirigió a Bordón: ¿De manera que el carro es tuyo? Lo he visto al pasar y sé qué es lo que tiene estropeado, espera un poco aquí que tengo unos quehaceres, enseguida buscaré las herramientas precisas. Mientras, acom- paña al santero. Arquímedes hizo una señal con el dedo y el negro Raúl, su asustada mujer y el niño se acercaron. El niño tiene convulsio- nes, dicen en el pueblo que el demonio se ha apoderado de su cuerpo, dijo el padre tembloroso. Ni ella ni yo lo creemos, añadió señalando a su mujer, así que hemos venido preguntan- do por los caminos en demanda de ayuda, es fama que tú, viejo santero, has curado a otros. Y dicho esto la mujer se arrodilló ante Arquímedes. El anciano se persignó y rezó un santiguado. Luego tomó varias conchas marinas y las arrojó rodando sobre la alfombra, como si fueran dados. Quedó un buen rato absorto, examinando en qué posición habían quedado, como queriendo descifrar algo. Sé que el niño tiene dos años y se llama Raúl como tú. Se levantó lentamente y tomó a la criatura en sus brazos, que lo miraba silencioso con los ojos desorbitados. Arquímedes lo depositó de pie sobre la mesa y empezó a examinarle detallada- mente los dedos, las muñecas, los brazos, el cuello, el pecho, 186 ARTURO CANTERO SARMIENTO las espaldas, las piernas. Se detuvo especialmente en la colum- na vertebral que palpó centímetro a centímetro. No, dictamin6 finalmente Arquímedes, el pequeño Raúl no tiene el demonio en su cuerpo, aunque si tiene maleficio y malas influencias. Lo primero de todo has de cambiarle de nombre, en adelante se llamará Aguairo. Anselmo que hasta el momento había estado distante, dio un salto como si lo hubieran pinchado con un alfiler. Se precipitó sobre el anciano y le gritó: ¿Cómo has dicho? ¿De dónde has sacado ese nombre? Arquímedes hizo una larga pausa y rezó otra oración. Luego, dirigiéndose sin prisas a Bordón, le habló suavemente. Eres impaciente porque tienes el espíritu lleno de dudas, no inte- rrumpas, escucha si lo deseas. Y volviéndose a Raúl siguió aconsejándole: El rezo y la oración son muy importantes, pero a veces la imploración es inútil, la Virgen, San José y San Juan están demasiado solicitados, es mucha la gente que acude en su demanda. En cambio hay otros santos desconocidos como San- ta Juana, la mártir del Aguairo. Dirigirás a ella sus oraciones, ya ha curado a otros, el niño tomará el nombre de la montaña bajo la cual está enterrada la santa. Observen, aquí pueden verla, y retrocediendo el santero hasta uno de los altarcitos, tomó un icono y abriendo sus maderas laterales mostró su conte- nido. Anselmo cada vez más confuso fue sacudido por un temblor nervioso, colocado detrás del negro Raúl y su familia, contempló una mujer arrodillada que elevaba sus ojos al cielo y a cada lado, dos enormes perrazos la atacaban ferozmente. Un aura cubría el cielo donde se percibía la leyenda: "Santa Juana, mártir del Aguairo, despedazada por dos perros". Detrás, un mediocre pintor había, no obstante, sabido identificar la silueta de la montaña emblemática de la Villa de Agüimes. Y sobre el montículo, aparecía hierática la figura de una paloma blanca. Anselmo casi asustado no pudo reprimirse y volvió a inte- rrumpir a Arquímedes. Dime viejo, ¿cómo es que sabes todo LA SOMBRA DEL AGUAIRO 187 eso? ¿Quién pintó el cuadro? Habíamos quedado -lo interrum- pió el santero- en que no te interesaban las cuestiones espiritua- les sino las puramente materiales, mira ahí llega mi ahijado Cagliostro con tus dos mulas, ve con él, soluciona tus cosas y vuelve de nuevo si quieres. Ausente Bordón, el nigromante se sentó en la alfombra diri- giéndose ahora a la madre del niño. La oración sola desde luego no basta, precisó. Has de guisar para el muchacho duran- te veinte días, una taza de agua de hoja de la hierba mora con dos ancas de rana. Las ranas han de ser cogidas en la charca de algún barranco sobre las doce de la noche, cuando esté la luna llena. Tu marido habrá de cazar una lechuza, o mejor si es un búho, al que darán muerte y le sacarán los ojos, que trabarán en la pared del dormitorio del niño en lugar bien visible. Mientras, rezarán siete padrenuestros y siete avemarías a Santa Juana, la mártir del Aguairo, han de fijar los tres la mirada en los ojos del ave, si no, no servirá. Así habrán de estar un tiempo, luego volverás para decirme que el niño Aguairo no ha vuelto a tener convulsiones. Pueden irse ya. Raúl se arrodilló ante Arquímedes y le besó la mano. ¿Cuánto es, maestro? La voluntad, nada más que la volun- tad, aquí no cobramos el bien que hacemos, respondió el ancia- no. Al peso del mediodía, Anselmo y Cagliostro regresaron con el carro y las mulas. Pero sin embargo Bordón no traslucía el contento por haber resuelto su problema, pensaba intrigado en Arquímedes, en lo que había visto y oído. Estaba resueltamente decidido a interrogar al santero. ¿Era un sabio, un farsante o tenía algo de ambas cosas? Pero Anselmo no tuvo oportunidad de empezar a hablar, Arquí- medes dominaba siempre la situación y volvió a tomar la iniciativa. Dime joven, ¿tú la conociste, verdad? ¿Conocer a quién? Pues a Juana, la santa del Aguairo, ¿a quién va ser? Bordón quedó absorto un buen rato. Sí, respondió al fin ¿Cómo lo sabe? Pues porque llevas el aura, eso la gente no lo ve, yo sí. Sólo la reflejan aquéllos 188 ARTURO CANTERO SARMIENTO que han tratado a algún santo milagroso, lo percibí al primer ins- tante, cuando tú entraste con las dos mulas. Anselmo quedó nuevamente pensativo, recordando cómo el ca- cique José Antonio 1Melián lo buscó para matarlo, cuando supo que Ana, su hija única, lo había incitado a poseerla. Recordaba cuando su padre pudo avisarle a tiempo, poniéndose a salvo por minutos, huyendo camino arriba en dirección a Ternisas. No se atrevió a aclarar al anciano que fue por su culpa por lo que murió Juana Curiel, el ruin cacique desahogó su rabia en aquella inocente. Arquímedes habló de nuevo. Tú eres pichón, es decir natural de Canarias. ¿Sabes una cosa?, mi abuelo era de la isla de Canaria. Paisanos tuyos fueron los que trajeron aquí a la santa, ella hace milagros, el primero fue la curación de la niña Agusti- na, la hija de Luisa la de Mogán, que pasó cerca del Aguairo, tú debes saberlo. Anda, joven, dijo Arquímedes súbitamente imperante, toma ese taburete y siéntate en él. Déjame primero consultar las conchas marinas, ahí está acumulada la sabiduría del mar, el cielo y la tierra. Volvió a hacerlas rodar sobre la mugrienta alfombra, estudiando atentamente cómo habían quedado. Dame ahora tu mano -le pidió-, voy a leerte tu sino. Anselino se resistió levemente, mas el anciano sonriendo por vez primera le explicó: No te preocupes que nada voy a pedirte a cambio, te voy a hacer este servicio porque te veo atormentado, indeciso. Mis sobrinas te pedirán sólo tu voluntad ellas se ocupan de tales cosas, sólo el arreglo del carromato y el alojamiento, si lo de- seas. Somos varios los que vivimos en estos parajes, tú nos darás la limosna que te dicte tu conciencia. Este servicio lo haré de corazón, gratuito como siempre. Vencido Anselmo por la bondad del viejo, se dejó tomar la mano. Arquímedes, que estaba medio ciego, palpó los dedos uno a uno, así como las palmas, los dorsos y las muñecas, mientras murmuraba para sí extraños rezos. Al cabo de un ex- haustivo examen, Arquímedes habló largamente. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 189

Anselmo, pichón de la Gran Canaria, eres tonto. Dime, hom- brede Dios: ¿por qué quieres desarraigarte de la tierra? Tu sino y tu futuro están allí, a la sombra del Aguairo, con los tuyos, con tu tierra. Leo en la palma de tus manos que tienes un tesoro, una mujer maravillosa como hay muy pocas. Ella pena por ti noche y día, vete, regresa, únete a ella para siempre, no la hagas padecer más. Anselmo lloraba en silencio. Hay hombres -continuó- que pugnan por buscar nuevos horizontes, sacrifi- cando sus propios tótems, sin darse cuenta de que aun en el caso de que consigan mejoras materiales, lo harán anulando su propia identidad. El sacrificio será el desarraigo de su tierra, que es lo mismo que morir para intentar vivir mejor, una vanidad inútil. Tú, joven Anselmo, eres de esa clase de hombres que no pueden medrar en otra sementera distinta a la suya -seguía en su largo monólogo el maestro- sólo podrás ser feliz enterrán- dote, identificándote con todo aquello que de niño y de joven has mamado y vivido. Por eso debes volver. Toda tu inquietud, tu desasosiego, proviene de la lucha que sostienes por destacar en un medio que te es extraño. Te he observado bien, tienes la tez blanca y la mirada dulce que sólo se te oscurece con la cólera. Los ojos claros suelen heredarse por línea materna, tu forma de mirar denuncia que tú aquí no sirves, eres incapaz de ser ruin e implacable. Ésta es tierra de lobos, Anselmo, por cada mil inmigrantes muertos o fracasa- dos, hay uno que se cree triunfante, ése que bebe diariamente la hiel de la rivalidad cotidiana y ha dejado atrás la fraternidad. He leído en tu mano que últimamente has soñado mucho con tu tierra, jverdad? Anselmo afirmó con la cabeza. Lo sabía -si- guió Arquímedes-, tú no eres creyente religioso, lo sé, pero cree al menos que todo hombre aprende a identificar, a amar, a integrarse con las montañas, las peñas, los valles de su infancia. Por muchos años que hayan pasado, las ve en sueños, pudiera dibujar sus trazos más leves, notará el más mínimo cambio -un 190 ARTURO CANTERO SARMIENTO

árbol que ya no existe-, lo percibirá inmediatamente, son los tótems sagrados, son la deidad. Sé que en tu isla hay roques sagrados que identifican misteriosamente sus moradores; sé que existe el Roque Nublo, que es en tu tierra el tótem supremo que atrae sobre sí la admiración; sé que en tu pueblo, de donde es Juana la Santa, hay otro que es el Aguairo, donde, no es casua- lidad, la mártir hizo su primer milagro. He leído la palma de tus manos e interpretado la posición en que han caído las conchas marinas y me han revelado que tienes en tu isla tierras que no dan fruto, abandonadas lastimo- samente en tu huida. Regresa, oblígalas a que den bienes, tu mujer te seguirá a donde sea si lo haces pronto, no te inquietes por ello. Pero por 10 mismo te advierto lo que me dicen las conchas: no la pongas a prueba mucho tiempo más, porque ella es joven y hermosa y su sino se puede quebrar. Al oír esta última frase que sonaba a advertencia, Bordón se revolvió in- quieto. Anselmo, si amas la tierra, lucha, pelea por ella, conseguirás la paz y el equilibrio. Vive a la sombra del Aguairo, donde se encuentra la tumba de Juana la mártir. Y fíjate lo que te digo ahora porque ya termino: ustedes los pichones, son panteístas sin saberlo. Bueno, vete ya. Cuando llegues a La Habana tendrás noti- cias. Arquímedes quedó absorto, los ojos cerrados, inmóvil, la respiración agitada, como agotado por un gran esfuerzo. Anselmo pensaba en silencio, sólo se oía el chisporroteo de las lámparas ante los iconos, entretanto el búho que colgaba por encima de la mesa parecía interrogar inquisidoramente al visitante. Mientras Bordón rodaba en el lento tren de regreso hacia La Habana, su mente era un enjambre de dudas, estaba confuso y trataba de ordenar sus pensamientos, Arquímedes era mezcla de filósofo, santero, adivino, hechicero, alquimista, sacerdote, benefactor, maestro y embaucador. ¿A qué carta quedarse? Desde LA SOMBRA DEL AGUAIRO 191

luego no fue difícil deducir que el carro se me había roto, me vio llegar con las mulas del ronzal en medio del fragor de la tempestad. Tampoco era difícil saber que procedía de Canarias, nuestra forma de hablar nos delata, a buen seguro conoció a gen& de Gran Canaria y posiblemente del sur, ellos le conta- rían lo que sucedió con la pobre Juana Curiel y todas las habla- durías que se cuentan de ella. Pero, ¿cómo adivinó que estaba casado y que Isabel me ama tan intensamente como yo la amo a ella? ¿Cómo supo que estoy atormentado por las dudas?, dijo que por la forma de mirar. Y ¿cómo adivinó que tengo tierras abandonadas? Arquíme- des acierta al afirmar que el emigrante tiende a convertirse en lobo solitario y me ha incitado a regresar. Y lo que es revelador es que me ha puesto frente a frente a un deseo oculto que hasta hoy no había querido reconocer, el que últimamente haya so- ñado recordando los paisajes de la isla con detalle quiere decir que deseo integrarme a la tierra. ¿Será cierta la afirmación del santero que los canarios somos panteístas sin saberlo? Cuando Bordón bajó del cansino tren, se dirigió a su habitá- culo sin prisas, meditando lo sucedido, al tiempo que sentía el peso de las monedas de plata en el pantalón. Cuando llegó al portal de la colmena, Juan Alcaraz, el propietario argentino, anunció a Anselmo con la voz cantarina de los americanos del sur: tenés un telegrama para vos, lo he metido por debajo de vuestra puerta. Anselmo subió los escalones de tres en tres, encendió la luz, rompió el sobre azulado y leyó: Vuelve. Isabel.

XXXVII

ientras el buque "Camagüey" calentaba calderas, el pasaje con destino a Las Palmas subía presuroso la escala, dos suboficiales comprobaban la documentación. Anselmo había podido conseguir un minúsculo camarote con dos literas, su compañero de viaje resultó ser un tal José Guillén que regre- saba a Artenara -o más concretamente a Acusa Seca- según manifestó. Salí de mi pueblo con lo puesto, me largué caminando a Las Palmas, no tenía dinero ni para la diligencia. No poseía sino esta misma maleta de madera que ves, ahora vuelvo con la misma maleta pero colmada de plata y billetes. Para ello me he pasado doce años cortando caña sin respirar y metiéndome en cuantos negocios podía, ahorrando hasta el último centavo. ¿Qué te parece paisano? Además ... Pero Anselmo no tenía ganas de conversación, el viaje iba a durar más de dos semanas, estaba sumido en sus propias re- flexiones y no estaba dispuesto a aguantar a aquel charlatán que no le dejaría pensar. Al segundo día de travesía, contemplando el horizonte, ob- servó de lejos a su compañero de camarote que charlaba con un individuo de mala catadura. Al verlo más cerca, vio que era un 194 ARTURO CANTERO SARMIENTO hombrecillo atildado, cuyas manos finas se adornaban de un grosero anillo con una piedra verde y otros adornos. Fumaba con afectación una larga boquilla y comprobó con desagrado sus enormes uñas de los dedos meñiques, con las que se rasca- ba las orejas con fruición. Su cara le pareció siniestra. A poco advirtió cómo Guillén y el hombrecillo jugaban unas manos de cartas. Aquella noche, acostados en sus literas y dispuestos al sueño, el hablantín de José Guillén volvió a tomar la hebra. Hoy estaba aburrido -empezó a charlar- y he echado unas manos de cartas por entretenerme. He perdido algo, pero no importa, con el dine- ro que tengo podría adquirir unas tierritas en mi pueblo, pero no pienso volver allá arriba. Me compraré una casa de alto y bajo en Las Palmas, yo viviré arriba y la otra la alquilaré. O tal vez sea mejor poner un bar en los Arenales o mejor aún en el Puerto. Oye, ¿y tú de dónde eres? Anselmo se puso la almohada encima para no escucharlo, tratando de dormir. Al siguiente día, vio cómo el de Artenara seguía jugando a las cartas con el tahúr y otros varios y, sin saber por qué, tuvo la intuición que se entendían entre ellos. Esta vez se situó donde pudiera ver las manos del individuo, manejaba las cartas con una destreza asombrosa, notoriamente era un profesional del juego. Guillén lívido y sudoroso, perdía billete tras billete que iban engrosando los montoncitos de los otros jugadores. No cabía duda de que estaban desplumando a aquel infeliz. Cada noche que pasaba, José Guillén transmitía sus inquie- tudes a Anselmo Bordón, hablando cada vez más lentamente, con cautela, empezaba a mostrarse cada vez más desconcerta- do. Oye paisano -habló en el camarote-, ese peninsular, ese maldito granadino me ha ganado un montón de dinero, ni sé cómo. La maleta se me ha vaciado una cuarta parte, mira. Y abriendo el candado con una llavecita levantó la tapa de madera y mostró su contenido. Anselmo se asustó del bajón que habían dado los billetes, aquello era un atraco y decidió intervenir. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 195

Óyeme bien -le dijo en tono duro-, no juegues una mano más, ese rufián es un jugador profesional y jamás podrás ganar- le. ¿Me has entendido? Hace dos días me puse a observarlo y realiza filigranas con las manos -añadió Bordón con voz ronca, con rabia- y aún te digo más, estoy casi seguro de que los otros dos que participan forman una misma banda, de la que el grana- dino es el jefe. Por amor de Dios, no juegues más. ¡NO!, exclamó explotando el infeliz. ¡Tengo que recuperar algo de lo perdido! A partir de ahora, jugaré con reserva, seré muy cuidadoso. Anselmo tuvo entonces conciencia de que Guillén había sido corrompido por el vicio del juego y que estaba per- dido. Dos noches después, el de Artenara llegó radiante al camaro- te. ¿Sabes? Estoy recuperando terreno, hoy he ganado. ¿Cuán- to?, inquirió Anselmo desconfiado. Tal y como sospechaba, le habían dejado ganar unas apuestas miserables para entusias- marlo y que arriesgase en los días venideros. Te están haciendo la cama, te digo que lo dejes o terminarás mal. ¡Idiota! Y Bordón tapándose la cabeza con la manta le vol- vió la espalda con rabia. Desgraciadamente los temores de Bordón se confirmaron. A la siguiente noche, José Guillén llegó hundido, desesperado. He vuelto a perder -gimió- he jugado fuerte porque creía que iba a seguir ganando y no ha sido así. ¡Abre la maleta, coño! ¡Muéstrame cuánto te resta! ¡Te lo advertí! La maleta estaba casi vacía, le quedaría a lo sumo una cuarta parte. Vuelvo a repetirte por última vez, no juegues más. No puedo, respondió Guillén lloroso, hay algo que me atrae misteriosamente, ahora tengo que seguir, tal vez tenga al final del viaje algo de suerte, algo podré recuperar. Anselmo le volvió la espalda indignado de su poca fuerza de voluntad, no lo entendía, parecía contra- dictorio que un hombre que tuvo el coraje de aguantar doce años sin darse respiro y ahora era incapaz de apartarse de la maldita baraja. 196 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Eran los últimos días de travesía y Anselmo se propuso olvi- darse de su compañero de camarote, necesitaba replantearse todo. No vuelvo derrotado -se decía-, tengo algo de dinero que he ganado honradamente. No es desde luego cantidad que solu- cione la vida, pero es una buena ayuda. Arquímedes razonaba que arraigándome a la tierra es como reencontraría mi paz interior, no ha dicho que me fuera a enriquecer, sino que halla- ría el equilibrio íntimo. Además, nunca he creído que el dinero deba ser un fin en sí mismo, las riquezas no sirven para nada si no hay algo más. Tomaré a Isabel y a las niñas y me marcharé a la sombra del Aguairo, pero -monologaba- ¿y si Isabel se niega a ir? Ella está integrada a su risco de San Nicolás, su tótem son las mon- tañas de la Isleta. El santero está seguro de que ella me seguirá a donde yo vaya, es desde luego una mujer maravillosa. Pero por un momento se estremeció con otra frase de Arquímedes, que más parecía una amenaza que un parecer: "no la pongas a prueba más tiempo". Por un momento empezó a repasar casos conocidos de matrimonios destrozados para siempre por culpa de la maldita fiebre del oro del Caribe. Ella era de carne y hueso, ¿cuánto tiempo podría aguantar el peso de la soledad? Era imposible saberlo, las palabras del santero "no la pongas a prueba" sonaban en su oído torturándolo. Tal vez había sido una temeridad dejarla sola dos años, es muy atractiva, es curio- so pero había ido embelleciendo con el tiempo. Hizo cuentas: la había conocido quince anos atrás y llevaban trece de casados. Entonces era una chica simpática que simple- mente "estaba bien", ahora, quizás porque tenía más aplomo era una mujer realmente bella, el matrimonio le había sentado. ¿Y las niñas? No, para ellas no sería problema adaptarse a una nueva vida, María del Pino ya estaría rozando los seis años y Luisa, a la que no conocía, año y medio. Rememoró que ya sería padre de un hijo de diez años si Isabel no hubiese perdido, hay que tener mucha precaución si vuelve a quedarse embarazada. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 197

Y existía además otro problema: jcómo sería la enseñanza de las niñas en Agiiimes? Al parecer las cosas iban mejorando, aunque muy lentamente. Seguramente lo mismo que hizo su madre María Soledad con él, tendría que hacerlo con sus hijas, una persona sin cultura estaba indefensa ante la vida, como el polluelo ante el guirre. Otra cosa eran la casa y la finca. Habría que trabajar duro para crear un hogar cómodo, seguramente habría que desechar enseres desvencijados, haría falta mobiliario y otras cosas, para eso sí tenía dinero. También comprarían animales, la tierra era buena y Anselmo pensaba diversificar los cultivos. A medida que pensaba cómo podrían resolverse las cosas, se iba tranquilizando. Acodado en la barandilla y contemplando las olas, se daba cuenta asimismo, de lo mucho que le debía a Rodolfo Jiménez. ¿Seguirá trabajando en la Miller? Seguramente sí, antes de venir a Cuba oí decir que el canalla de Alejandrito se había largado de la isla y que en su lugar tenían nuevamente un jefe isleño. Él me enseñó a amar a Gran Canaria a su manera, quizás de la mejor forma: incitándome a conocerla. Es asombroso el enorme número de personas que aún no han descubierto luga- res como Maspalomas, Tamadaba o Guayadeque. Nuestra isla es pequeña, pero inmensa por su contenido, por su variedad admirable. Vuelto a la realidad, notó que el número de gaviotas había aumentado considerablemente. Y también percibió lo que siempre advierten los que después de un largo período regresan a Cana- rias: nuestro mar nos parece de un azul más intenso. Un subofi- cial se aprestaba a comunicar algo y Bordón se acercó a escu- char: esta noche sería la última vez que dormirían a bordo, al día siguiente al atardecer, el "Camagüey" atracaría en el Puerto de La Luz, en Las Palmas. Cuando Anselmo se retiraba a su camarote después de la cena, tuvo un percance. Se le acercó el atildado andaluz, el 198 ARTURO CANTERO SARMIENTO bribón de la baraja y le paró. ¿Desea usted jugar unas manos a los naipes conmigo? Mañana es el último día. Bordón tuvo la sospecha de que ya habían terminado de desplumar a José Guillén, el de Acusa Seca, y que buscaban otra víctima. Por un instante la mala sangre de los Bordón reapareció en él, el hombrecillo le llegaba a la barbilla y Anselmo, presa de un furor repentino, lo agarró por el cuello atenazándolo contra la pared, los ojos del peninsular se le salían de las órbitas. ¡La próxima vez que me dirijas la palabra rata asquerosa, te retuerzo el pescuezo como a una gallina! iQuítateme delante! El tramposo, asustado, echó a correr huyendo de aquel loco. Cuando momentos después entró en el camarote para dormir a bordo por última vez, vio a José Guillén sentado con la cabe- za baja, era la imagen de la desolación: a sus pies yacía abierta la antigua maleta de madera. Estaba completamente vacía. Le- vantando los ojos llorosos murmuró: jme puedes hacer un fa- vor? Préstame unas monedas, fui caminando de Acusa Seca a Las Palmas, al menos no quisiera regresar andando otra vez, no tengo fuerzas para ello. Anselmo compadecido, sacó un duro de plata y se lo puso en la mano. Con esto tendrás de sobra, pero dime, ¿qué piensas hacer? No lo sé, a lo mejor alguien me contrata como pastor. Al menos allí tengo una cueva, un techo, porque en cualquier otro lugar no poseo ni siquiera eso. Salí con ésta maleta de madera vacía y regreso tal y como me marché. Desnudo me largué y desnudo vuelvo, intentaré consolarme pensando que todo ha sido un sueño. XXXVIII

omo sucede siempre después de un largo viaje, el pa- C saje estaba inquieto, moviéndose de un lado para otro sin motivo aparente. Anselmo trataba en vano de ver algo, aquel invierno se prolongaba más de lo previsto en nuestras latitudes y el tiempo había dado súbitamente un cambio asom- broso. El mar se había tornado verdoso, plomizo y las nubes sombrías amenazaban lluvia, mientras el "Camagüey" se mo- vía acunado por largos bandazos. Brumas bajas se arremolina- ban cerca del buque impidiendo descubrir la costa, el número de gaviotas seguía aumentando ostensiblemente y en dos oca- siones, los inmigrantes pudieron contemplar el espectáculo de rapidísimas toninas saltando sobre las olas, cruzar por delante del barco perdiéndose hacia el norte. Bordón, agarrado a la pasarela por sotavento para librarse de alguna ducha imprevista, pudo entrada la tarde distinguir las sombras de la costa norte de Gran Canaria. Sí, aquello era la montaña de Gáldar, más a la derecha se atisbaban los riscos de Tamadaba y, más lejos aún, las crestas que descen- diendo se hunden en la Aldea. Era evidente que el achacoso "Camagüey" terminaría la singladura dentro de un par de ho- ras, navegaba recto hacia el naciente con el sol justo en la 200 ARTURO CANTERO SARMIENTO popa, paralelo a la costa norte de la isla. Aunque con retraso, al fin llegaba. Y entonces, Anselmo Bordón empezó a identificarse con el paisaje, a soñar o recordar con un nudo en la garganta. Arquí- medes el santero sostenía que los canarios éramos panteístas sin saberlo, podía ser o no cierto, pero la verdad es que si no se ama donde se vive, es imposible encontrar la paz interior. Aña- diendo con la memoria lo que creía contemplar, recordó el blanco caserío de Agaete con todos sus detalles que, subiendo desde el pintoresco barrio de pescadores de Las Nieves, junto al Dedo de Dios, se encaramaba por el umbroso valle de Los Berrazales. Evocó cómo una vez, esperaron el crepúsculo en aquel valle, entre la flor modesta de la salvia y la llamarada de oro del madroño, mirando la imponente bajada desde Tamadaba y contemplando las rientes cascadas, porque Rodolfo Jiménez había jurado que a aquella hora se veía la silueta dormida de la princesa Guayar- mina en las crestas que cerraban el barranco: resultó cierto. Recordó a Tamadaba, pinar rumoroso, donde aún vagaban los espíritus de los príncipes rebeldes que prefirieron la muerte a perder la libertad. Cuando sopla la ventisca al atardecer, si se agudiza el oído, se oye pasar sobre las copas de los árboles las protestas de nuestros ancestros. Recordó que, un poco más al sur, los largos escalones monta- ñosos que desde lejos dibujan la punta de la Aldea, señalando el lugar donde aquel pueblo indómito llevaba siglos luchando por la propiedad de la tierra en aquel valle bronco, donde hor- talizas rodeadas entre tabaibas y cardones, eran obligadas por la mano del hombre a dar fruto. Mirando a Gáldar, cuyo monte Ajódar el cansino "Camagüey" dejaba ya atrás, recordó su ubérrima comarca, no por casuali- dad principal asentamiento aborigen, que se alargaba desde la costa, allí donde el viento es soberano donde sólo el magarzo y el tarahal se agarran desesperados al pedrisco y donde las ga- viotas asemejan cohetes vivos, hasta Juncalillo, frontera de pi- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 201 nares y volcanes apagados, donde viven el extraño acanto y la modesta flor del hibisco, púdica doncella que sólo muestra en invierno sus encantos. Recordó a Guía, su hermana norteña. Pudo reproducir men- talmente las Cuevas de Valerón y el despeñadero de Silva, a donde le llevó también por vez primera Rodolfo Jiménez, quien le explicó que aquello no fue habitáculo como muchos creían, sino silos, almacenaje de alimentos y, en todo caso, reclusión de harimaguadas que se preparaban para el amor. A medida que recordaba, Anselmo se sentía integrado en la gran comunidad, en la unidad natural que representa la isla. Vio a Moya sobre un risco, que trepando desde el mar conti- nuaba por la selva de Doramas, allí donde la floresta era tan espesa que el sol nunca llegaba al suelo. Rodolfo mostró a Bordón el fayal, el aceviño, el brezal, el mocán y también la flor roja del bicácaro, que tiene la campanilla al revés, no porque se aver- güence de su belleza como dice la leyenda, sino porque desea pasar desapercibida para vivir mejor eternamente. Recordó a la fontana de fuentes de Fontanales, a la maravilla de los Tiles y sobre todo a Santa Cristina, porque de allí proce- día por cierto Mateo Guerra, quien con sus ojos inocentes de soñador aún creía que existía El Dorado al otro lado del Atlán- tico. Él no deseaba en realidad la fortuna, sólo hubiera querido lo suficiente para instalarse allí, donde él insistía que debió estar el Parnaso. Al lado Firgas con dos barrancos increíbles, Azuaje y las Madres, senda umbría que llega hasta Valsendero. Por aquella senda subía Romeo -Pepe Ramírez- suspirando por encontrar a su Julieta, abriéndose paso entre el amarillo de la retama, el amarillo de las cañahejas, la flor amarilla del airoso codeso y luego, ya más arriba, el amarillo del naranjero salvaje. Subía a ver a su Pino a la que desposó y que terminó muriendo de calamidades en la bodega de un velero, porque salió buscando una ilusión, sin saber que la ilusión por vivir ya la habían 202 ARTURO CANTERO SARMIENTO conquistado entre los dos. Pepe Ramírez, alma noble que, como todos aquellos que toman partido por la igualdad y la fraterni- dad, se castigó en venganza a sí mismo para terminar su vida, luchando con las armas en la mano. Viendo a la derecha a Arucas y su emblemática montaña, que ya rebasaba el "Camagüey", la recordó tal y como la dejó, creyendo percibir el olor del romero y del alhelí. Dominando el feraz valle, se levantaba orgullosa dándole personalidad a la comarca, donde Anselmo recordó que durante mucho tiempo, Rodolfo Jiménez estuvo como un poseso buscando los restos de una cruz de madera, donde dicen fue enterrado el caudillo Doramas después de ser asesinado por la espalda. Recordó que desde allí trepaba un hermoso camino hasta Teror, santuario de la Patrona, la Virgen del Pino. Nunca olvi- daría el impacto que le causó aquella exhibición de balcones de tea atestados de flores, coronados en homenaje al visitante por enormes verodes. Al principio no supo si eran las buganvillas y los geranios los que sostenían los balcones, o eran éstos los que soportaban a las flores. Recordó cómo en cierta ocasión subió una empinada cuesta hasta Valleseco con el incansable Rodolfo, a la vera del Osorio, tierra colorada empapada de castaños, porque no creía que por allí había un lago que los vecinos habían de cruzar montados a caballo. Le enseñó Lanzarote, donde acaso vecinos de Arrecife se habían instalado allí dándole su nombre. Evocó cómo al principio el nombre de Valleseco le pareció una burla, hasta que comprobó que aquel valle era menos verde que los de Madre del Agua y Valsendero que lo escoltaban. Recordó cómo andando por el Guiniguada arriba -palabra que supo que en el lenguaje aborigen significaba "agua constantev-, saliendo por las huertas aledañas de nuestra Ciudad, se pasaba por la fuente de la Angostura escondida entre álamos, lentiscos y dragos gloriosos, para llegar a Sataute, rodeada de sorpresas insólitas, Pino Santlo y Bandama, nido de águilas y lechuzas. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 203

Y poco más arriba recordó a la Vega de Arriba, Tinámar, huertas de tierra roja, frontera entre la medianía y la cumbre, sinfonía de almendros y castaños, salpicados por la flor blanca del tajinaste y la roja del bicácaro. Y aún más alto, situado bajo el tótem del Saucillo, bosquecillos de bencomia y la modesta flor del gamonal. Y vigilantes sobre la cumbre, Nublo, Bentayga y Fraile, que parecen vestidos en sinfonía de piedra azul durante el estío y brumas y cuervos en invierno, pequeñísimos caseríos dispersos como náufragos entre riscos. Y allá al fondo Tejeda, que más parece protegida que amenazada por aquellos colosos. Recor- daba cómo supo atónito por boca de Rodolfo Jiménez, que el gran tótem de Tamarán, el Roque Nublo, apuntaba al cielo colocado exactamente en el centro geográfico de la isla por los cíclopes, no por casualidad, sino porque era un altar que llama- ba a los que se sentían integrados en la madre-isla. Recordó a Artenara tierra de alfareros, pórtico de entrada al umbroso Tamadaba donde no se ve a la gente, porque es co- marca de cuevas calientes en invierno y frescas en verano. Su imaginación le llevó a Telde, cuna del Faycanato, donde los asentamientos de San Juan y San Francisco estaban siendo desbordados por los llanos de Jaraquemada, allí donde el clero confinó a moriscos, negros, judíos y brujas hechiceras. Telde es diversa, múltiple, versátil, de paisajes escondidos. En lo alto, los senderos cumbreros de Cazadores y Las Bre- ñas, tunos y vinagreras. Más abajo barrancos fertilísimos: Valle los Nueve, Jinámar, Marzagán y sobre todo el barranco de los Cernícalos, a donde Anselmo fue conducido porque se negaba a creer que entre ñameras y aves de rapiña fuera posible bañar- se entre cascadas ocultas. Qué contraste con Cuatro Puertas o el bronco puertito de Melenara donde la aulaga y el tarahal crecen en desorden peleando contra el viento. Recordó Anselmo que por encima de la montaña de Las Pal- mas una fértil llanada le condujo a Valsequillo, cuando su mujer, 204 ARTURO CANTERO SARMIENTO encontrándose embarazada, quiso contemplar a San Miguel, cre- yendo que de esta f'orma, la criatura que llevaba en su vientre sería tan bella como el Santo. Evocaba cómo de allí siguieron hacia Tenteniguada entre sauces y álamos, y después al Monta- ñón y los Marteles, un rosario de romeros, helechos y mocanes, junto a sauces, pinos y el fruto agrio del naranjero salvaje. Recordó cuando conoció el mundo encubierto de Tirajana, ascendiendo desde los juncos y palmitales de Santa Lucía y su barranco, junto al testigo horadado de Ansite, cuyo agujero se le antojó a Bordón la lanza traidora que atravesó de pecho a espalda el noble cuerpo de aquéllos que prefirieron morir con honor a vivir en la esclavitud. Recordó a Tunte, colocado bajo la protección de Risco Blan- co en el farallón de la cumbre. Y desde allí, dejando a la dere- cha el pinar, descendiendo hacia Fataga y Arteara, el pino va cediendo espacios a palmeras y vinagreras, después el tabaibal y el cardonal, y luego, oliendo ya el salitre del mar, la aulaga y el tarahal. Recordó cómo se sintió identificado con la maravilla de Mas- palomas y cómo la primera vez que se encontró ante el milagro de aquellas dunas, se arrodilló besando el suelo antes de hollar- las, como cuando se pide perdón al amante al que se le ha causado un mal involuntario. Soñaba Anselmo identificándose con el barranco de Argui- neguín y su pueblito, donde nunca olió tan intensamente a peces y saladares, junto a la exuberante hondonada del cauce conviviendo el helecho y el junco con el sauce y el romero. Y más allá recordó a Mogán, donde si se llegaba por mar, se subía del azul más cegador que nunca habían visto sus ojos hacia el verde, hacia el lindo caserío afianzado entre sembra- dos. Y si se entraba por Ayacata, se bajaba del verde hacia el azul bruñido. Recordaba que allá fue para ver si era cierto lo que le había explicado Rodolfo Jiménez, que por aquellos con- tornos había montañas pintadas con los colores del arco iris. LA SOMBRA DEL AGUAIRO 205

Cuando había terminado de evocar la isla a la que regresaba para siempre, se percató de que tenía a su derecha el tótem de las tres montañas de la Isleta y a la izquierda, la sombra negruzca de la Catedral. Recordando entonces a Las Palmas, a la que ya tenía delante, se imaginó el Guiniguada corriendo y a su vera Vegueta, la cuna de Canarias y padre de Gran Canaria, que de tal suerte vertebraría el nacimiento del Archipiélago. Cuando el cansino "Camagüey" se metía entre la tijera de los muelles de La Luz y Santa Catalina, Anselmo tuvo la certeza de que eran brazos de bienvenida que se cerraban alrededor de su cuerpo.

XXXIX

ituado en lo alto de la escalerilla, Bordón fue el último en descender. Si alguien lo hubiese observado, pensaría que no tenía interés en pisar tierra, cuando la realidad era lo contrario, la emoción le retardaba culminar la singladura. Antes de bajar por la pasarela, lo último que vio fue la figura patética de José Guillén, que con su estropeada maleta de ma- dera, regresaba desnudo, vencido, a Acusa Seca. Meditó que lo que le había sucedido era un ejemplo más entre aquellos que por causas diversas acaban víctimas de sí mismos. Pensando en Arquímedes llegó a la conclusión de que el problema principal de José Guillén -como tantos otros miles de inmigrantes anónimos derrotados- no era regresar sin dinero, sino conseguir integrarse otra vez. Dime -le había preguntado el santero a él mismo-, ¿por qué quieres desarraigarte? Bordón deseó entonces fervientemente que aquel viajero fracasado como tantos otros, encontrase la paz entre sus montañas de Artenara. Al menos la paz. Anselmo bajó finalmente del buque y besó el suelo. No, no tomaría el tranvía, sería más apropiado ir hasta el Terrero en un carromato, así podría saborear los cambios que se hubieran producido. Y paralelamente pensaba en Isabel y las nifias, ¿cómo estarían? ¿Y el resto de la familia? 208 ARTURO CANTERO SARMIENTO

Abordó a un carretero que terminaba de descargar unos sa- cos en el mismo muelle de Santa Catalina. Quiero ir hasta el Guiniguada -lo abordó- así veré bien todos los cambios desde que me fui. ¿Indiano, verdad? ¿Mucho tiempo fuera? Lo suficiente para hartarse, respondió Bordón. Dígame: jcómo anda esto? El del carromato resultó un charlatán. Pues sí, todo mejora rápidamente, hay más barcos, más negocios, más comercio y más trabajo. Los ingleses han traído mucho progreso pero ac- túan como en tierra conquistada y por otra parte, sus aliados, los ricachones, se lo tragan todo. A los pobres nos llegan las migajas. Y añadió con tono resignado rascándose la cabeza: Pero tal vez sea esto preferible a nada. Bueno, vámonos ya. Bordón examinó al del carro. Barbudo y mal trajeado, tenía no obstante una chispa de agudeza en sus ojos. Sentó al inmi- grante en el travesaño delantero, mientras tiraba sin contem- placiones el equipaje de Anselmo en la parte posterior. El caba- llo estaba bien enseñado, nada más sintió el chasquido del látigo en el aire, arrancó al trote corto. Al pasar por delante de las carboneras de la Cía. Miller, evocó multitud de vivencias, segundos después, vigilante, desem- bocó en el Parque comprobando su consolidación como centro comercial. En aquel instante Anselmo dio un brinco. Anoche- cía y de pronto se encendió el tendido eléctrico. ¡Caramba -ex- clamó complacido-, así es más bonito! iDe manera que tam- bién ha llegado aqul! Sí -respondió el conductor- últimamente lo que más ha mejorado es lo público: alumbrado, monumen- tos, jardines, aceras y todo eso. Pero otras cosas que se han hecho no me han gustado. ¿Por ejemplo? Bueno -siguió dubi- tativo-, quizás son cosas personales. Verá, yo soy cazador em- pedernido y hasta hace dos años, los domingos tomaba la esco- peta y me iba a caminar por la Isleta, siempre cobraba conejos o palomas. Ahora los militares lo han vallado todo y la mayor parte es zona prohibida. La caza se ha extinguido, no entiendo que eso fuera necesario. Pues a lo mejor -le contradijo Anselmo- LA SOMBRA DEL AGUAIRO 209 a la larga puede resultar un beneficio, no todo va a ser espacio a ocupar, ya veremos. Mire, llegamos a las Alcaravaneras, ya se ha empezado a construir por aquí, Las Palmas dejará de parecerse a una longa- niza, la tendencia es construir de sur a norte, llenar ese espacio. Dejando atrás los arenales y las mansiones de madera que construyeron los británicos, atravesaron el barranquillo y el paseo arbolado de D. Cayetano Lugo, mientras encaraban a lo lejos la mole oscura de la Catedral. Al llegar a la Ermita de San Telmo y penetrar en la Ciudad propiamente dicha, Anselmo pudo comprobar que la muralla había desaparecido, sólo quedaban testigos junto al Castillo del Rey. A partir de este momento, Bordón quedó ciego para todo lo que le rodeaba, se acercaba a su hogar y ya no tuvo pensamien- tos sino para Isabel y las niñas. Él necesitaba reintegrarse en sus orígenes, en la Villa, en la tierra que le vio nacer. Arquímedes le había asegurado que su mujer le seguiría a donde fuera, siempre y cuando no rebasara un límite de tiempo que el santero nunca le aclaró. Ahora se le planteaba de golpe la gran incógnita que lo torturó durante el viaje de regreso: ¿y si Isabel se negaba a enterrarse allí? En tal caso significaría la ruptura, la nada. Con inquietud rememoró entonces cómo Isabel ya estuvo en Agüimes cuando murió su padre y no quiso integrarse allí. Se dio cuenta de que para Isabel sería reconvertirse a una nueva vida, un enorme sacrificio, no tanto por la disminución previsible en comodidades y servi- cios, sino porque habría de abandonar sus tótems, sus horizontes habituales que llevaba grabados en su memoria con leche materna: las montañas de la Isleta, la contemplación de la Catedral, del Guiniguada y del mar, en Agüimes no había gaviotas. Y además, las niñas. ¿Habría posibilidad de educarlas? Seguramente las posibilidades se limitarían a las primeras letras en la Parroquia, lo demás correría de su cuenta, si era así, 210 ARTURO CANTERO SARMIENTO volvería a renacer la actividad protectora de la Dama Blanca sobre él y de él mismo sobre Isabel. Anselmo ordenó al carretero que en vez de cruzar sobre el puente del Guiniguada, tirase hacia la derecha, hacia el Terre- ro. La boca la tenía seca, mecánicamente se palpó el corazón que le golpeaba brutalmente el pecho. Tuvo entonces la revela- ción de que la lentitud en llegar obedecía al miedo que tenía él mismo a enfrentarse con la reacción de Isabel ante su decisión. A unos cincuenta metros de la casa el corazón se le paró. Allí estaba, había sido avisada por una extraña intuición. A la puer- ta de la casa, con una sonrisa luminosa que le resplandecía la cara, con los mismos flequillos que tenía sobre la frente, con el mismo rubor y las mismas pecas que delataban su timidez, reaparecía como cuando la conoció, era evidente que se había arreglado con una evocación juvenil. Pero al mismo tiempo que joven, relucía la serena belleza de la mujer madura. En sus brazos, una niña como de dos años le miraba con unos ojos que sin duda había heredado de la Dama Blanca, aquélla era Luisa, a la que veía por vez primera. Recordó que gracias a ese embarazo se rompieron todos los planes y que gracias a tal casua- lidad, Isabel escapó a innumerables sufrimientos. A su lado María del Pino, tan grandita que le fue irreconocible. Bordón se tiró del carro, al tiempo que su mujer dejaba a la niña en el suelo cuidadosamente. Se abrazaron ebrios de emo- ción. Durante tres días, Anselmo e Isabel no salieron de la casa. Trataban de reencontrarse corporal y espiritualmente, necesita- ban saciar el hambre de amor antiguo y sobre todo, tenían que discutir el futuro, hablar, hablar, hablar, llegar a un acuerdo, tomar una decisión. Al tercer día, el matrimonio y las hijas subieron al Camino Real a visitar a la familia Amado. El tiempo parecía no pasar por los rocosos Juan y Josefa, seguían al frente del estableci- miento con la misma energía de siempre. Ezequiel y Rosa LA SOMBRA DEL AGUAIRO

Alvarado su mujer, vivían ahora en lo alto, la azotea se había edificado parcialmente y vivían independientes. Todos trabaja- ban en el negocio. Rosa tenía un niño y esperaba otro. Ezequiel armó un alboroto: besuqueó a su hermana, estrujó a su cuñado mientras voceaba por "la vuelta del hijo pródigo" e hizo mil carantoñas a sus sobrinas. Al igual que antaño se senta- ron todos alrededor de la gran mesa familiar, la única diferencia era que ahora presidía la reunión una bombilla eléctrica. Anselmo habló: Isabel y yo hemos discutido nuestro futuro y hemos tomado la determinación de abandonar el Terrero e ir- nos a vivir a Agüimes. El dinero que traigo es suficiente para poner la finca en marcha y dotar a la vivienda de las comodida- des indispensables. Volveremos a tener animales. Confiamos en que por allí las cosas habrán mejorado, por otra parte, he visto en el Caribe procedimientos agrícolas que no conocía, todo irá bien. Ustedes decidan lo que crean más conveniente - respondió Josefa con cierto deje de inquietud en la voz-, lo único que quisiera es que esto no signifique una ruptura, no me amaiiaría a no ver a mis nietecitas. No se amargue Josefa -objetó firmemente Bordón- para Isa- bel será duro arrancar de aquí, pero ella irá a donde yo vaya. No obstante la única condición que me ha impuesto es que los visitemos con frecuencia. Los transportes supongo mejorarán más, el hilo umbilical con la familia no se romperá jamás, lo prometo. Nunca olvidaré -añadió con emoción- cómo llegué a Las Palmas: perseguido por el cacique de la Villa, hambriento y desnudo. Aquí he trabajado aportando algo de mí mismo al progreso que vemos hoy, aquí conocí la paz y el amor, de aquí son mis hijas, pero mis raíces, mi tótem, están más al sur. Anselmo Bordón e Isabel Amado bajaron desde la vereda hacia la casa y la finca un luminoso día de mayo. El carro con las pertenencias familiares quedó en el sendero a la espera de sus amos. Anselmo llevaba en sus brazos a la pequeña Luisa, mientras Isabel conducía de la mano a María del Pino. 212 ARTURO CANTEiRO SARMIENTO

Allí estaba la casa, deteriorada por el tiempo pero en pie. Al lado estaba el almacén y el cuarto de aperos; la parra antigua y el macizo de adelfas daban una leve sombra. El sauce llorón que se plantó a Ia muerte de Antonio estaba extraordina- riamente hermoso, sobre una de sus ramas cantaba desafiante un canario de monte, indignado por aquellos intrusos que inte- rrumpían su soledad. Mira -rió Isabel-, nos da la bienvenida. En el suelo, bajo la parra, se hallaban las tumbas del abuelo Nicolás y de sus pa- dres, Antonio y María Soledad, la Dama Blanca. Al llegar a la puesta, y como obligado por un poderoso ins- tinto, se volvió Bordón y contempló el terreno que habría de sustentarle: le pareció enorme, inmenso, todo el espacio estaba débilmente marcado por surcos antiguos. Miró más arriba y vio al Aguairo, nunca lo había visto tan diáfano como en aquel atardecer, como si quisiera proteger su entorno. Y advirtió entonces cómo una paloma, haciendo cír- culos concéntricos, terminó por posarse en el tejado de su casa y de sus descendientes. En aquel momento, Anselmo sintió que una fuerza misteriosa le atraía hacia aquella tierra, que era su tierra, que le llamaba a integrarse dentro de ella. " La sombra del Aguiairo " fue ñnafista en : S &el Premio de Novela Prensa Canaria. Es un& rroveh cuya trama se inicia en la Villa de Agiiimes, a findes del si- glo pasado. Narra la azarosa vida de un pquefio pro- pietario agn'cola que hostigado por la crisis de la co- chinilla y un caciquismo brutal, tiene que huir a LaLs Palmas. Allí se encuentra con una ciudad en prowo de crecimiento explosivo. señuelo del Caribe que estalla la guerra entre Estados Unidos y kspd encaja en Cuba y decide regresar a su AgEzimes atit En toda la obra h se pierde: el Aguairo, el tot de Agüimes.