El Caballero De La Reina Isabel / Carolina-Dafne Alonso-Cortés
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1 2 3 Carolina-Dafne Alonso-Cortés EL CABALLERO DE LA REINA ISABEL Knossos 4 Copyright: Carolina-Dafne Alonso-Cortés Román. [email protected] Editorial KNOSSOS. Madrid, 2013 www.knossos.es D.L. M.7582-2013 ISBN: 978-84-940045-7-5 311 ÍNDICE I. En Honor a la Verdad II. Mi Padre III. Con Mi Madre, en Arévalo. IV. Las Gentes de Castilla V. El Reinado de Enrique VI. En la Corte de Enrique VII. Mi Cuñada VIII. Alfonso IX. El Primer Amor X. Mi Caballero XI. Vientos de Boda XII. Reencuentro XIII. Una Importante Decisión XIV. Fernando XV. La Boda XVI. Primeros Sobresaltos XVII. Amores de Fernando XVIII. Adiós a Mi Hermano Mayor XIX. Problemas con Fernando XX. Mis Hijos XXI. Una Gran Familia XXII. Primeras Batallas XXIII. La Conquista de Málaga XXIV. El Heredero XXV. A las Puertas de Granada XXVI. Conquista de Granada XXVII. Ritos Desconocidos XXVIII. Los Judíos XXIX. Las Guerras de Italia XXX. Las Indias 312 XXXI. Mi Vida en la Corte XXXII. Las Obligaciones de una Reina XXXIII. Bodas de Isabel XXXIV. Viaje a Aragón. XXXV. En el Reino de Aragón. XXXVI. Mi Príncipe XXXVII. Con la Iglesia Hemos Topado XXXVIII. Caminos XXXIX. Miguel XL. Juana XLI. Seguridad en Castilla XLII. Flandes XLIII. Gonzalo XLIV. Juana Otra Vez XLV. Catalina XLVI. Desvelos XLVII. Testamento Epílogo Nota del Transcriptor Índice Personajes relacionados con Isabel 5 -Y en la eternidad, más allá del tiempo, donde no existe el sufrimiento podréis quizá besar mis manos, Capitán... Eduardo Maquina: El Gran Capitán. De mediana estatura, muy blanca y rubia, los ojos verde azules, el mirar gracioso, la cara muy hermosa y alegre... Hernando del Pulgar, Retrato de Isabel. 6 I. EN HONOR A LA VERDAD Me desperté sobresaltada, con un martilleo en las sienes. El viento del norte azotaba los muros y oí un resbalar de cascos en el puente levadizo, seguido de voces masculinas. Al mismo tiempo, alguien aporreaba el portón. -¡Ah del castillo, abran! -¡Ni que quisieran echarlo abajo! -suspiré. Un criado que había atravesado el patio, desde torre hasta la muralla, abrió la contrapuerta y los gritos dejaron de oírse. Lo mismo ocurrió ayer, cuando unos mensajeros vinieron a anunciarme que el cardenal Cisneros estaba a punto de hacerme una visita. -Será por ver si he redactado ya mi testamento, y querrá prepararme a bien morir -le dije a Fernando. -Y hasta es posible que venga ya de luto. Como buen fraile, come de lo ajeno y guarda lo suyo; por eso mis damas lo llaman fray Pedir y fray Nodar. -No sabe ya dónde escarbar -gruñó él. -Viene con muchos credos y salves, pero lo que busca es nuestro dinero, y secarnos la bolsa. -Yo sonreí. -No hay que enfrentarse con la Iglesia, marido. Pues, aunque no haya papa excomulgado, no faltará alguno que nos excomulgue... *** Dicen que una mala noche la pasa cualquiera, pero yo las paso todas. Durante estos últimos días no he podido abandonar la cama; aún así, algunos extranjeros han venido a visitarme y los he recibido; y, aunque me sentía mortal, he tratado de atenderlos lo mejor posible. A principios de julio ya se supo en algunas ciudades el aprieto en que estaba, y organizaron procesiones y rogativas para mi curación. Desde que estoy en Medina duermo menos que nunca y cada día como menos, por lo que he adelgazado mucho. Pero, aunque mi salud va de mal en peor, aún me sigo ocupando de los asuntos del gobierno. Esta mañana el cardenal hizo su aparición en mi alcoba; iba ajustándose los hábitos que el aire había alborotado. -Buenas, señora -dijo. -Nos habéis dado un buen susto. Traté de sonreír. Tenía yo puesta una camisa de dormir de lienzo blanco, y la cubrí discretamente con la colcha. -Os hacía fuera de Castilla -le dije. Él esbozó una mueca que pretendía ser amable. -Tenéis que firmar unas cartas para el extranjero -indicó. Sin más preámbulos, me tendió recado de escribir. Le mostré un asiento cercano. En cuanto pude, le devolví las cartas firmadas. -¿Está bien así? -Les dio un vistazo con sus ojos agudos. 7 -Desde luego, señora -afirmó, con una inclinación. Se dio la vuelta y, santiguándose, abandonó la alcoba. *** Empezaré diciendo que vine al mundo en uno de los palacios reales de Madrigal de las Altas Torres; y reconozco que siempre he deseado morir aquí, en Medina del Campo, donde mi padre mandó construir este castillo de la Mota. Más tarde ordené yo que lo ampliaran, hasta dejarlo como está. Asentado sobre una pequeña colina tiene el aspecto de un navío de guerra, con sus cuatro recintos de fosos, sus muros de ladrillo, barbacana y plaza de armas, troneras y arpilleras. Lo rematan cuatro garitas de atalaya almenada, que flanquean los ángulos de la torre. De esto hace ya más de veinte años. Al mismo tiempo mandé colocar a la entrada mi escudo junto al de mi marido; cerca fundé la iglesia de santa María la Real, y no reparé en gastos, pues encargué a los mejores pintores que decoraran los evangeliarios y salterios. En el castillo preparé estancias de recibo y salones, así como un gran comedor; todo lo adorné con arcones de nogal y bargueños taraceados en nácar y bronce. En el refectorio hice colocar una mesa alargada de grueso tablero y cajones con tallas, y un armario con celosías en las puertas, para que se ventilaran las comidas. Además, dispuse a mi gusto dormitorios y habitaciones para el servicio Pues bien, ya estamos en el mes de noviembre, y he cumplido cincuenta y tres años. Tanto tiempo en la corte, que acorta la vida, y tanto cabalgar, dicen los médicos que me han acarreado esta hinchazón de piernas y estas pústulas que están acabando conmigo. Me agradaría volver a respirar al aire libre, montar a caballo, como siempre he hecho. Pero un día me sentí maldispuesta; me vinieron unas fiebres tercianas, de forma que apenas he podido escribir, y tengo mi correspondencia atrasada. Luego me han sangrado dos veces y estoy algo mejor: he llegado a andar unos pasos, y hasta me senté en el estrado con mucha alegría para ver danzar a mis damas. De todas formas, sé que no voy a sanar del todo de esta enfermedad. Aunque mis vestidos son corrientes, pues no suelo usar en ellos más que paño de lana, todavía me agrada deslumbrar a los nobles y al pueblo si lo aconseja el protocolo, luciendo hermosos trajes y valiosas alhajas. Desde aquí distingo un oratorio, todo de concha, dentro de un camarín adornado con damascos moriscos; para alegrarme la vista han extendido delante un rico tapete de terciopelo carmesí, y al pie de mi cama una alfombrilla de vivos colores. Veo que han dispuesto sobre una de las sillas un brial de raso morado con castillos y leones, por si me quisiera vestir, con labores recamadas en oro, esmaltes y perlas, y una diadema con una delicada toca. Sé que todo es cosa de Beatriz Galindo, a quien llama la Latina; con ella estudié latín, para poder entenderme con los embajadores extranjeros, de forma que he llegado a hablarlo y a escribirlo con bastante facilidad. Por su edad, Beatriz puede ser mi hija, pues aún no ha cumplido los treinta. Procedía de Salamanca; en cuanto se vino conmigo la nombré camarera mayor, y autoricé su matrimonio con un caballero de mi corte. 8 Ella nunca fue hermosa, ni siquiera en su juventud. Tiene el cabello liso y el rostro pecoso, pero en sus rasgos hay algo que atrae y sus ojos, muy vivos, denotan un ingenio poco común. Además de ser mi profesora ha sido amiga y consejera, tanto en los momentos difíciles como en mis más notables empresas. De tiempo en tiempo, un oficial llega ante mi cámara; ahí se detiene y cuchichea con mi camarera. Quizás ella le diga que no se me puede inquietar, porque estoy muy enferma. Más tarde, Beatriz se asoma en silencio para observarme, o toma asiento en el sillón con respaldo de cuero, mientras yo me hago la dormida. Anoche llevaba un candil en la mano derecha, y un tazón humeante en la otra. -Os traigo un poco de caldo -dijo, con voz de terciopelo. -Tomadlo despacio. Me pareció que la sopa contenía pequeños trozos de gallina, y no la rechacé. -No me apetece, pero al menos estará caliente. -Coméis muy poco de un tiempo a esta parte, Isabel -observó. -¿No os encontráis bien? -Bueno, podría estar peor. Hoy, como siempre, me ha visitado el médico. No es ninguna eminencia, aunque le pago por serlo, pues mis ministros me lo dan por bueno y algunos de ellos, si cayesen malos, seguro que no se ponían en sus manos. A otros los rechazaron por no aumentar los gastos de la corte; en fin, que Dios es el que sana y el médico el que cobra, y el mío por el hecho de serlo tiene derecho a servirse de varios coches y carruajes. Le cuesta subir las escaleras y llega jadeando ante mi puerta. Hoy le he dicho al verle entrar: -Señor, volvedme de ese lado, que de éste ya estoy asada. -Él ha movido la cabeza. -Majestad, nunca pierde el humor. -Es lo único que me queda -he contestado yo. Se acercó a mi lecho, y noté de cerca su resuello. -Hay que repetir las sangrías -me dijo. Yo arrugué el ceño. -Me tratáis como si fuera una homicida. -Él inspiró profundamente. -Perdonad un instante, señora. He de auscultar vuestro corazón. Le he rogado que en lugar de sangrías, purgas y ventosas, me prescriba un poco de vino, que llaman caldo de parras.