Fernando Venegas Espinoza DE TRALCA-MAWIDA A SANTA JUANA Despliegue Histórico de una Localidad en del Biobío (1550-1980)

Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso © Fernando Venegas Espinoza, 2014 Registro de Propiedad Intelectual Nº 247.119 ISBN: 978-956-17-0616-3

Derechos Reservados Tirada: 500 ejemplares

Ediciones Universitarias de Valparaíso Pontificia Universidad Católica de Valparaíso Calle 12 de Febrero 187, Valparaíso E-mail: [email protected] www.euv.cl

Impreso por Salesianos S.A.

HECHO EN ÍNDICE

PRÓLOGO ...... 7

INTRODUCCIÓN...... 9

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA E HIPÓTESIS DE TRABAJO ...... 9

METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN...... 10

ENFOQUE DE ESTA INVESTIGACIÓN, ESTADO DE LA CUESTIÓN Y MARCO TEÓRICO...... 12

El escenario de esta historia...... 14

El problema de la denominación, ¿quiénes habitaban el espacio de esta historia antes del arribo de los europeos?...... 18

La llamada guerra en los bosques del sur: sus etapas ...... 28

La importancia de los fuertes en la conquista de América y en la contención de la frontera del Biobío en Chile...... 36

CAPÍTULO 1 DE ZONA DE RESISTENCIA A BALSEADERO Y ENCLAVE DEL AVANCE ESPAÑOL. TRALCA-MAWIDA DURANTE LA CONQUISTA...... 49

CAPÍTULO 2 SANTA JUANA DE GUADALCÁZAR EN EL SISTEMA DE FUERTES DE LA FRONTERA DEL BIOBÍO (1626-1723)...... 67

CAPÍTULO 3 SANTA JUANA DE GUADALCÁZAR EN EL SISTEMA DE FUERTES EN LA “NUEVA FRONTERA” DEL BIOBÍO (1723-1810)...... 85 6 Fernando Venegas Espinoza

CAPÍTULO 4 DE LAS GUERRAS POR LA INDEPENDENCIA HASTA LA OCUPACIÓN DE LA ARAUCANÍA POR EL ESTADO CHILENO: LA PLAZA DE SANTA JUANA ENTRE DOS CRISIS (1810-1860) ...... 123

CAPÍTULO 5 EL DESARROLLO DE LA MINERÍA DEL CARBÓN Y SUS REPERCUSIONES EN EL ENTORNO RURAL: EXPANSIÓN AGRÍCOLA Y CAMPESINIZACIÓN (1860-1960)...... 141

A MODO DE CONCLUSIÓN PINCELADAS SOBRE EL ARRIBO DE LAS FORESTALES Y LA DESCAMPESINIZACIÓN EN SANTA JUANA ...... 163

FUENTES Y BIBLIOGRAFÍA ...... 171 7

Prólogo

Pocos lugares reflejan mejor la complejidad de la sociedad fronteriza que la antigua localidad de Santa Juana. Su ubicación, a orillas del río Biobío representa una paradoja. Por un lado, mantuvo una condición periférica, semiaislada por su condición ribereña, sin cumplir realmente funciones urbanas hasta entrado el siglo XX. Su misma situación, por otra parte, en mitad de la ruta que se internaba hacia Arauco por las alturas de Patagual, como acceso principal del verdadero “muro” natural que representaba el gran río, le otorgaron una centralidad en varios momentos críticos de la llamada Conquista y los siglos coloniales. Algo similar ocurrió en tiempos republicanos. En los estertores de las guerras de independencia, sus capítulos más crueles se pelearon en un radio de cien kilómetros a la redonda de la localidad surgida junto al fuerte y el antiguo vado. Durante el resto del siglo XIX continuó la inestabilidad y la violencia en la zona, la que vive una segunda coyuntura crítica en los años de la ocupación definitiva del territorio de Arauco. Hacía falta, por lo mismo, para una adecuada inteligencia de los procesos, una mirada moderna, apoyada en las herramientas combinadas de la antropología y de la historia. Es lo que nos ofrece, sobradamente, el trabajo de Fernando Venegas Espinoza. Pasa revista a las diversas visiones que se han planteado sobre la conformación y la distribución espacial de los rewes y aillarewes ma- puche. Con ello, nos ofrece una perspectiva renovada sobre los habitantes de la región, antes de la ocupación hispana. El inicio de la guerra disloca profundamente la sociedad indígena y genera una lógica de mestizaje y confrontación, que irá evolucionando con el tiempo, hasta constituir un enclave fronterizo. Es lo que finalmente estudia el profesor Venegas, con un enfoque micro- histórico. Antes todavía de concentrarse en el desarrollo particular de Santa Juana, vuelve la mirada hacia el campo contrario. Analiza la línea de fuertes españoles y su función defensiva, en diversas épocas, con buen acopio de fuentes y materiales y una mirada crítica y personal. Concluye que no cabe estudiarlos en su individualidad, sino como un sistema, en que el colapso de algunos de ellos determinó, en varios momentos, la caída de la región en poder de los . El desafío que planteaba el cruce del río, ya sea con fines bélicos, de comercio o aun espiritua- les, es también reseñado, recurriendo a interesantes testimonios. Cuando ya la guerra amaina, el libro vuelca la mirada a los procesos regionales en que la comarca de Catiray, con su valle y 8 Fernando Venegas Espinoza serranías, tuvo participación. La colonización espontánea de la frontera, el suministro agrícola a la población minera de Lota o el negocio maderero fueron moldeando el devenir económico y demográfico de Santa Juana. De esta forma, el libro va identificando los procesos y circuitos que dinamizaron la economía local y que explican su temprana, aunque breve capitalidad del departamento de Lautaro, entre 1841 y 1865. Posteriormente, la habilitación de la ruta costera por San Pedro y Coronel; la construcción del Puente Ferroviario (1889) y el Carretero (1943), frente a Concepción, fueron privando al río de sus funciones de transporte y apartaron al pueblo del camino. Entonces fue el ferrocarril, que pasaba por Talcamávida, el punto de conexión con la urbe penquista, que implicaba el azaroso cruce del Bío-Bío. Para los años recientes, bien apoyado en entrevistas y en la memoria oral de los antiguos san- tajuaninos, el autor reconstruye el iter de la ciudad, desde su modesto pasado agrícola hasta su presente forestal. Son testimonios necesarios, pues humanizan y ponen rostro a procesos que pueden resultar áridos y casi mecanizados. Se aprecia como graves eventos han desaparecido de la memoria y se acumulan, en cambio, percepciones propias del semiaislamiento que los infor- mantes experimentaron por largos años, hasta la construcción del actual camino. El texto que prologamos se escribió como parte de un proyecto de puesta en valor del Fuerte de Santa Juana, a cargo del destacado arquitecto patrimonialista Carlos Inostroza. Celebramos ambas iniciativas, que bien se complementan y, como ocurre con los trabajos microhistóricos, puede iluminar e inspirar otros esfuerzos similares. De Tralca-mawida a Santa Juana… suma una obra más a la prolífica pluma de Fernando Venegas, doctor en Historia y actual Director del Departamento de Ciencias Históricas y Sociales de la Universidad de Concepción, donde se halla realizando una encomiable labor. Afincado en la zona de Concepción hace pocos años, se ha inte- grado positivamente al trabajo académico, pues el presente no es primer aporte historiográfico a la Región. Valoramos, en consecuencia, el empeño de su autor, quien como parte de un equipo multidisci- plinario, ha logrado concluir un trabajo riguroso y no exento de agudeza analítica. Ojalá que los trabajos del Fuerte queden tan bien logrados como esta investigación que los acompaña. Serán dos pasos muy notables para la comprensión, pero sobre todo para la revaloración, a partir de una localidad significativa, del legado y la sociedad fronteriza.

Armando Cartes Montory 9

INTRODUCCIÓN

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA E HIPÓTESIS DE TRABAJO El presente trabajo es una parte del producto de una investigación encargada por la Dirección de Arquitectura del Ministerio de Obras Públicas de la Región del Biobío a la Consultora EstudioCe- ro, para la Restauración y puesta en valor del Fuerte Santa Juana, correspondiendo al proyecto N° 30096057-0. Se trató de un estudio que fue realizado por un equipo multidisciplinario dirigido por el arquitecto Carlos Inostroza1. Lo que publicaremos en este libro corresponde en gran parte a la investigación histórica que se realizó para ese proyecto, la cual podría insertarse dentro de los llamados estudios fronterizos, pues se trató de comprender el origen y proyección de una localidad en el tiempo, desde su pa- sado indígena hasta su presente origen urbano, en el ámbito de la frontera del río Biobío. Los estudios fronterizos han sido una importante forma de problematización del pasado colonial que ha permitido para el caso chileno significativos avances en la comprensión de las diversas fronteras que se conformaron en lo que posteriormente llegará a ser Chile, y muy particularmen- te de la frontera del río Biobío. Establecido ciertos marcos generales que se siguen discutiendo, pensamos que es necesario avanzar hacia un conocimiento más específico del funcionamiento de esa frontera, cuestión que se puede realizar a partir de enfoques microhistóricos y/o de his- toria regional2. La hipótesis de este trabajo es que el área de Santa Juana, en los albores de la conquista Tralca (trueno), Mawida (montaña), es por una parte, un reflejo desde lo general de cómo se desarrolló el conflicto entre hispanocriollos y los antiguos mapuches del sur y de la transición que se produ- ce desde el siglo XVIII al siglo XX de ser espacios de conquista y colonización a ser lugares en los que por diferentes factores, la población comienza a adoptar características urbanas. Por otra, el estudio de la historia asociada al fuerte es demostrativa que los enfoques desde lo particular

1 http://estudiocero.cl/index.swf 2 Esta cuestión la discutimos ampliamente en nuestra tesis doctoral todavía inédita: Venegas, Del Asocia- cionismo rural a la asociatividad urbana. Protagonismo de la sociedad en la construcción de los espacios locales. Limache, 1860-1960 (, Universidad de Chile, 2014), pp. 9-33. 10 Fernando Venegas Espinoza permiten apreciar aspectos que las miradas más amplias no alcanzan a percibir. Haciendo una am- plia generalización pensamos que los fuertes, en la medida que fue avanzando la colonia, se van a consolidar como ámbitos representativos del mayor despliegue del estado español asociado a las reformas borbónicas. En la conquista, en lo que al “enemigo interno” o “doméstico” se refiere, para el caso de la experiencia histórica del “reino de Chile”, los fuertes fueron más bien un pro- ducto de la iniciativa privada. Durante el siglo XVII, a partir de , en su articulación, equipamiento y dotación se aprecia una mayor presencia del estado, pero en su construcción pro- piamente tal, siguen siendo más bien un reflejo de la iniciativa de los privados, cómo que durante esa centuria predominaron los fuertes de empalizada, con viviendas interiores de techos pajizos y de planta cuadrada, rodeada por un foso. Sólo algunos fuertes como el de Arauco incorporaron una nueva materialidad en su construcción. Ya en el siglo de la Ilustración, a partir de la articulación de una nueva frontera contra el “enemigo interno” por Gabriel Cano de Aponte, las importantes modificaciones que se hicieron al ejército, la optimización que se hizo a su abastecimiento, y una cada vez mayor presencia de profesionales formados al alero del Real Colegio de Ingenieros de Madrid, los fuertes y las plazas fortificadas experimentarán su etapa de mayor atención del estado, en tanto, por lo menos en varios de los fuertes situados en torno a la línea de Biobío y el Laja, su estructura experimentó significativas transformaciones al construirse plantas pentagonales, de vértices angulados a través de baluar- tes, utilizándose la piedra como elemento constructivo. No obstante, en el caso de la plaza de Santa Juana, el lugar elegido para levantar el fuerte y los terremotos (como el de 1730 y 1751), fueron limitantes relevantes a este tipo de obras. Los fuertes de empalizada eran menos impo- nentes y parecían más vulnerables, pero eran más fáciles de reconstruir y menos costosos de reparar. Finalmente, los fuertes fueron un espacio a través del cual las misiones, especialmente las jesuitas del siglo XVIII, contribuyeron a la conformación de una cultura popular marcada por la conexión entre el calendario agrícola y el devocional, entre lo humano y lo divino que se va a proyectar en la larga duración, a pesar del avance de la urbanización, viniendo a entrar en una crisis más profunda, con el avance de las forestales en la década de 1970. En el caso de Santa Juana, el relativo aislamiento al encontrarse en la ribera sur del Biobío, conectada sólo a través de los boteros, contribuyó grandemente en ello.

METODOLOGÍA DE LA INVESTIGACIÓN Este trabajo, como ya ha sido señalado, se inició como parte de una investigación multidisciplina- ria cuyo propósito es poner en valor el fuerte Santa Juana. La primera inspección ocular del sitio se hizo con el arquitecto Carlos Inostroza, posteriormente se realizarían otras con los demás integrantes del equipo, para dimensionar de mejor manera el contexto de la historia que debíamos entender y estudiar. La búsqueda de documentación fue realizada por dos investigadores. La que se encuentra en el Archivo Nacional Histórico de Santiago, además de la que se encuentra disponible en catálogos y fondos documentales en la web fue rescatada por el historiador Boris Jofré. El trabajo etnográ- fico, la entrevista a informantes claves, la búsqueda y revisión de documentación en la localidad de Santa Juana –además de la revisión de Notariales en el Archivo Nacional de la Administración De Tralca-mawida a Santa Juana 11 de Santiago–, el reconocimiento general del entorno, el análisis de las fuentes y la elaboración del documento final fue realizado por el autor de este trabajo. La primera etapa de la investigación fue orientada a la búsqueda de bibliografía tanto general como específica de las relaciones fronterizas como del rol que tuvieron los fuertes en su funcio- namiento. Al mismo tiempo se revisó bibliografía y fuentes que permitiesen hacer un análisis de la evolución que va a tener el poblado de Santa Juana entre el siglo XIX y XX, tanto desde el punto de vista de la historia como de las tradiciones y cultura popular local y regional. En este punto fue que se procedió a la digitalización de todos los libros de actas que se conservan en Relaciones Públicas de la Municipalidad de Santa Juana, más otro que está en la biblioteca comunal, aunque por los propósitos de este trabajo para esta investigación no fueron revisados exhaustivamente. En segundo lugar, se buscó información referida tanto al fuerte Santa Juana en lo particular como de Ingeniería militar en general. En este punto, hubo una especial preocupación en inquirir y en- contrar para esta investigación: 1) planos históricos correspondientes a Santa Juana y 2) mapas que ilustrasen el contexto que esta ocupaba dentro de la frontera permanente establecida por el gobernador Alonso de Ribera en el Biobío (1601-1604), 3) mapas que reflejasen los procesos que se vivieron en este espacio durante los siglos XIX y XX. 4) Documentación en general del fuerte. Para el siglo XVII, con el trabajo realizado por Alonso González de Nájera, se cuenta con una refe- rencia notable para caracterizar cómo funcionaban los fuertes en términos sociales y culturales. Nos parece que para el siglo XVIII, sobre todo durante la segunda mitad, los informes son más técnicos: describen el estado de las murallas, de las habitaciones, el armamento, pero poco dicen de la vida que se desarrollaba allí. El otro énfasis de esta investigación estuvo puesto en la realización de trabajo etnográfico cuyos objetivos fundamentales fueron los siguientes. Entrevistar a informantes claves que otorgasen información histórica asociada a la localidad de Santa Juana que nos permitiese comprender el contexto histórico en el que se desplegó, no sólo la historia del fuerte, sino también del poblado, tales como la problemática de el cruce del río, el destino de las poblaciones indígenas, entre otros aspectos, y que contasen con archivos fotográficos que pudiesen dar cuenta de ese pasado. Se entrevistó a las siguientes personas: Orlando Pereira (ex corresponsal de diarios regionales en Santa Juana, el informante que más colaboró en el trabajo etnográfico); Andrés Ortiz (trabajador Municipal, encargado de obras del fuerte Santa Juana de 1980); Carlos Abdenour (comerciante; Gustavo Moya (botero, residente en Santa Juana); Baldomero Jofré (botero, residente en Santa Juana); María Medina Medina (cantora de ciudad); Jackeline Ríos (Informante de Santa Juana); Andrés Espinoza Guzmán (Movilizador Estación de Talcamávida); Katherine Riveros (nieta de Luis Oliva, propietario de terreno en donde estuvo emplazado fuerte Talcamávida); Depo Linares Al- tamirano (comerciante); Hemérito Sanhueza Pezo (botero residente en Talcamávida); Sergio Or- tiz (Quilacoya); Lidia Vergara (Bajo Curalí); Juan Jofré Torres (descendiente mapuche, Alto Curalí); Bernardo Catril (Alto Curalí); Erasmo Catril Vergara (Alto Curalí). La documentación reunida fue analizada y contrastada. En el caso de las entrevistas, las pregun- tas se hicieron a partir de cuestionarios específicos en donde la historia de vida del relator fue el hilo conductor. * * * 12 Fernando Venegas Espinoza

Antes de entrar al desarrollo de este trabajo, quisiéramos agradecer a quienes contribuyeron a que este pudiese llegar a buen término. En primer lugar a Carlos Inostroza, por invitarnos a par- ticipar de EstudioCero y con ello permitirnos comenzar a conocer el sur de Chile de manera más profunda. A su vez, agradecer a la Dirección de Arquitectura del MOP por autorizar la publicación de este texto y al Consejo Nacional del Libro y la Lectura por financiar su publicación. En Santiago, el trabajo de rescate de documentación en archivo realizado por Boris Cofré y la generosidad de Ignacio Chueca, que colaboró con documentación inédita. En la Universidad de Concepción, el apoyo del personal de la Sala Chile que hasta hace poco tiempo dirigía don Eugenio Flores. Ya en Santa Juana, agradecer las facilidades que nos dio el personal municipal y muy especialmen- te los vecinos de Santa Juana que se transformaron en informantes claves. Muy especialmente agradezco a Orlando Pereira que me recibió en su casa como a un familiar y que puso su tiempo generosamente a disposición para comprender de mejor manera la historia de esta localidad. Por último, agradecer las observaciones y comentarios del Dr. Eduardo Téllez; y al Dr. Armando Cartes por darse el tiempo de leer este trabajo y prologarlo. Dedico este libro a mi hija Antonia y a la memoria de mi bisabuela materna Margarita Pino Osorio, nativa de Santa Juana.

ENFOQUE DE ESTA INVESTIGACIÓN, ESTADO DE LA CUESTIÓN Y MARCO TEÓRICO Este estudio histórico ha sido enfocado desde la microhistoria, cuyos propósitos son estudiar problemas generales en ámbitos acotados, sin partir de la premisa que ello se está haciendo porque se trata de un espacio importante, lo que hemos denominado como historia localista o regionalista . En este caso, a partir de los objetivos que se nos han impuesto a desarrollar, la pregunta que subyace a este trabajo es dar cuenta del despliegue histórico de una localidad en la frontera del Biobío. Esa es una pregunta que se podría responder estudiando cualquiera de las ciudades o pueblos que tuvieron su origen en fuertes. En este caso se hizo en Santa Juana porque lo que interesaba era volver a poner en valor su fuerte, pero no porque se considerase que fue la fortificación más significativa de todas las que se emplazó en el Biobío. Otra cuestión a considerar es que la respuesta a esa pregunta será desde lo particular y en consecuencia, de ningún modo corresponde a la única posible. El primer trabajo realizado exclusivamente sobre Santa Juana es el de Elsa Montero de Tórtora3. Se trata de un libro de divulgación relacionado con la primera intervención relevante de la que se tiene conocimiento fue realizada durante el siglo XX, para poner en evidencia el fuerte. Es histo- ria localista, en el sentido que se trata de resaltar la historia de Santa Juana por un conjunto de atributos que la constituirían en un reducto privilegiado de la historia de Chile colonial. En este relato, todos los gobernadores, desde Valdivia en adelante habrían circulado a través de lo que ella denomina como valle de Catiray.

3 Elsa Montero de Tórtora, Lo que fue Catirai y es Santa Juana de Guadalcázar (Chile), 1967. De Tralca-mawida a Santa Juana 13

Un estudio a tener presente fue el realizado por el profesor Recaredo Vigueras a principios de la década de 19804. El primer propósito de Vigueras fue derribar los mitos que había levantado Elsa Montero Tórtora. Entre otros, que el nombre original del valle no fue Catiray sino Tralca-mawida; que no fue un vado sino un balseadero; o que no es cierto que fuese el lugar favorito de los go- bernadores para cruzar el Biobío en sus avances hacia el sur. De ese entonces es también una recopilación de fuentes realizada por un conjunto de profesores y estudiantes de la Universidad de Concepción: Víctor Bustos, Abner Castillo, Leonardo Mazzei, Osvaldo Ziolkowsky y Sergio Concha5. La compilación, que no está publicada y que se encuentra en la Sala Chile de la Biblioteca Central de la Universidad de Concepción, parece estar basada en parte relevante en otra investigación de la que daremos cuenta más adelante, del antropólogo Jorge Brousse Soto. En la etapa inicial de este estudio fue un apoyo importante. Posteriormente constatamos una serie de inconsistencias metodológicas en la transcripción de documentación y la omisión de citar las fuentes. El seminario de Abner Castillo, se apoya del trabajo al que esta- mos aludiendo, aunque aporta perspectivas desde su óptica como arquitecto6. Recientemente, Luis Eduardo Meza hizo un estudio sobre el impacto de la política económica neoliberal ejemplificándolo en Santa Juana. A pesar de estar enfocado en un tiempo histórico bastante más contemporáneo, permite apreciar las desestructuraciones que produjo la expan- sión de las explotaciones forestales desde la década de 19707. Santa Juana también ha sido objeto de estudios asociados al rescate de la cultura popular de base campesina, aquella que comenzó a ser olvidada cuando irrumpieron las forestales. Desta- can los trabajos realizados por el Grupo de Proyección de Folklore “Pehuén” de la Universidad de Concepción, entre ellos, los de Patricia Chavarría8 y Sylvia Gutiérrez9. También encontramos un estudio referido a la radiodifusión local10. Sobre las fortificaciones, en lo específico, el estudio realizado por Gabriel Guarda, Flandes India- no, es de revisión obligada para entender la lógica global en la que operaron los fuertes y plazas

4 Recaredo Vigueras, Realidad Histórico – Geográfica del Fuerte Santa Juana de Guadalcázar y su Comarca (Santa Juana, 1982). 5 Víctor Bustos S., Abner Castillo A., Leonardo Mazzei D.G., Osvaldo Ziolkowsky S., Sergio Concha P., Fuerte de Santa Juana de Guadalcázar. Documentos utilizados para su restauración (Concepción, Oficina de Res- tauración y Departamento de Historia Universidad de Concepción, 1982). 6 Abner Castillo, Construcciones Militares Españolas en la frontera de Chile. Santa Juana de Guadalcazar. Una metodología de restauración (Concepción, Tesis Arquitectura, 1981). 7 Meza S., Luis, Política Económica Neoliberal y Comunas Rurales de la Provincia de Concepción. El caso de Santa Juana, 1975-2000 (Tesis para optar al grado de Magíster en Historia, Universidad de Concepción, 2008). 8 Grupo de Recolección y Proyección de Folklore “Pehuen”, Santa Juana y su Folklore (Sindicato de Prof. EE. Particulares, Administrativos y Técnicos Universidad de Concepción, 1979). 9 Sylvia Gutiérrez B., (Recopiladora), Vamos que se acaba el baile. Cuecas de Santa Juana (Concepción, Fondart, 2000). 10 Héctor Arratia Bartlett y Claudio Flores Ramírez,La Radio Comunitaria. Un medio para el desarrollo social y cultural en la comuna de Santa Juana (Universidad de Concepción, Tesis para optar al Título de Periodista, 1995). 14 Fernando Venegas Espinoza fronterizas instaladas por los españoles ya sea para defenderse contra el “enemigo externo” o contra el “enemigo doméstico”11. Más específicamente, la tesis de Jorge Brousse Soto, constituye un esfuerzo relevante para explicar la lógica de las fortificaciones que operaron en la frontera del Biobío entre el siglo XVI y el siglo XIX12. Una de sus limitantes, no ajena a este estudio, es la falta de documentación directa que aluda a ellas, por lo que el antiguo trabajo realizado por Francisco Astaburuaga Cienfuegos sigue estando vigente13. En esta memoria destaca un estudio de caso del fuerte Santa Juana, en el que se recomendaba impulsar trabajos de excavación y restauración, “de acuerdo a las técnicas y modalidades desarrolladas por el método arqueológico”14. Las historias de Chile de Barros Arana y Sergio Villalobos, nos fueron útiles, por las aproximaciones generales que hacen para entender el funcionamiento de los fuertes más allá de lo meramente militar15. Por supuesto, en este trabajo fueron muy importante los estudios fronterizos, entre los que destacan los de Sergio Villalobos. A su vez, hemos considerado los aportes que se han venido realizando desde la antropología, con especialistas como José Manuel Zavala y Guillaume Boccara. Desde la historia regional, los trabajos realizados por Leonardo Mazzei y Arnoldo Pacheco desde la Universidad de Concepción. En lo que a materia de conceptos se refiere, hemos considerado desarrollar cuatro. El primero está relacionado con el escenario de esta historia al momento del choque entre ibéricos y los gru- pos humanos que vivían en esta área. Segundo, el problema de la denominación de los referidos grupos humanos. Tercero, las etapas de la guerra que se desarrolló en los bosques del sur según la bibliografía actualizada. Y, finalmente, el significado de los fuertes en la frontera del Biobío.

El escenario de esta historia En primer lugar, el espacio en que se desarrolla esta historia. Desde lo local, correspondería a Tralca-mawida, y sólo desde el siglo XVII comenzaría a ser conocido como Santa Juana, al ser bautizado con ese nombre el fuerte que fue emplazado en ese lugar en 1626. Este terruño estaba en la ribera sur del río Biobío, en un área que los españoles denominarán genéricamente como estado de Arauco, concepto sobre el cual existen dudas si correspondió al valle de Arauco o al conjunto de valles y montañas que conforman la cordillera de Nahuelbuta o que se desprenden de ella16. Según la propuesta de los antropólogos José Manuel Zavala y Tom D. Dillehay, la acep-

11 Guarda, Gabriel, Flandes Indiano. Las fortificaciones del Reino de Chile, 1541-1826 (Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1990). 12 Jorge Brousse S., Las fortificaciones españolas de la línea de la frontera y sus áreas circunvecinas en Chile Central entre los siglos XVI al XIX (Concepción, Memoria de Antropología, 1973). 13 Astaburuaga C., Francisco, Diccionario Geográfico de la República de Chile (Santiago, 2a ed., 1899). 14 Brousse, Las fortificaciones españolas…, p. 81. 15 Por ejemplo: Sergio Villalobos, Historia del Pueblo Chileno, Tomos 1 a 3 (Santiago, Ed. Zig-Zag & Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 1980 - 1983). Además, Historia del pueblo chileno, tomo 4 (Santiago, Editorial Universitaria, 2000). 16 Según José Manuel Zavala Cepeda y Tom D. Dillehay, pese a que los testimonios de Alonso de Ercilla y Zúñiga y el informe de Miguel de Olavarría apuntan a que el estado de Arauco era un espacio limitado al valle de Arauco, en tanto los acontecimientos y dinámicas descritos en esas crónicas se “desarrollaron en De Tralca-mawida a Santa Juana 15 ción de estado de Arauco que ha prevalecido es la que propone que se trataría de un concepto surgido de la dominación española y más precisamente, bajo el dominio de . En tanto, su hipótesis es que el concepto de estado de Arauco respondería más bien a que la organización sociopolítica que los europeos encontraron allí era representativa de una realidad que la polisemia de significados del concepto, que servía para caracterizar desde una monarquía hasta una república, permitió identificar de esa manera17. En efecto, el registro arqueológico para el periodo prehispánico tardío estaría dando cuenta que ese territorio –y particularmente el área Purén-Lumaco–, es representativo de procesos sociales que venían desarrollándose en los Andes centrales y meridionales desde el 1300 en adelante18. En segundo lugar, Zavala y Dillehay señalan que al comparar diversas fuentes tempranas se ex- presa una tendencia que les permite afirmar que el mencionado estado de Arauco se habría divi- dido en cuatro grandes provincias que corresponderían a las cuatro grandes cuencas o conjuntos de cuencas que se desprenden de la cordillera de Nahuelbuta: Arauco, , Purén-Lumaco y Mareguano-Catiray19 (Ver Mapa 1). Los autores proponen en una mapa referencial y no exacto, que insertamos en la página siguiente la ubicación de las mencionadas provincias. También pre- sentan el posicionamiento geográfico de las provincias tomando como referente la cordillera de Nahuelbuta (Figura 2).

Figura 1. Diagrama del posicionamiento geográfico de las Cuatro provincias en relación con la Cordillera de Nahuelbuta. Esquema tomado de Zavala & Dillehay20.

Arauco Marehuano Noroeste Noreste Tucapel Purén Suroeste Sureste

En este sentido Zavala y Dillehay postulan que la división cuatripartita del territorio que se pro- longó en el tiempo –y que se proyectó por ejemplo en el kultrún– debió ser anterior a la conquis- ta, siendo semejante con los “modelos cuatripartitos de estructuración político-territoriales del

un área mucho más extensa, que corresponde en términos generales al conjunto de valles y montañas que conforman la cordillera de Nahuelbuta o se desprenden de ella”, “es posible sostener que la designación “estado de Arauco” da cuenta de la existencia, al menos desde mediados del siglo XVI, de un gran espacio geográfico constituido en torno a la cordillera de Nahuelbuta donde operaba un sistema de alianzas de unidades político-territoriales claramente distinguibles por su capacidad de resistencia y dinamismo; se trataba de una suerte de federación de valles que se interconectaba a través de la cordillera y que, en ciertas ocasiones, actuaba conjuntamente en acciones militares o de negociación con los nuevos invasores”. En “El ‘estado de Arauco’ frente a la conquista española: estructuración sociopolítica y ritual de los Araucano- Mapuches en los valles Nahuelbutanos durante los siglos XVI y XVII”, Chungara, Revista de Antropología Chilena, Volumen 42, Nº 2, 2010, pp. 433-435. 17 Ídem. 18 Ibídem, pp. 441-446. 19 Ibídem, pp. 435-436. 20 Ibídem, pp. 438. 16 Fernando Venegas Espinoza mundo andino establecidos por Murra (1975), Rostowrowski (1988) y Netherly (1993) y, por lo tanto, puede indicar un contacto cultural directo o indirecto muy temprano entre los habitantes de Nahuelbuta y el mundo andino”21. Mapa 1. Ubicación aproximada de las cuatro provincias del estado de arauco. Esquema tomado de Zavala & Dillehay22.

Finalmente, los antropólogos ya citados señalan que cada una de las grandes unidades político- territoriales designadas como provincias o como estados, “se presenta a su vez como un sistema de alianzas de unidades territoriales menores situadas generalmente al interior o próximas al

21 Ibídem, pp. 438. 22 Ibídem, pp. 437. De Tralca-mawida a Santa Juana 17 valle principal que da nombre a la provincia o estado. Dichas unidades menores son designadas en los documentos tempranos con el término de levo. Es sobre la base de los levo que los espa- ñoles procedieron a repartir la población local y a organizar la dominación sobre ella al sur del río Bío-Bío”23. Esta terminología se va a ir perdiendo con el tiempo y a comienzos del siglo XVII los Levo eran denominados como Rewe y las provincias o estado como Ayllarewe, que habría sido la unión de nueve Rewe, aunque los documentos dan a entender que ese número no era siempre el mismo, pudiendo ser un número inferior de Rewe24.

Figura 2. Niveles de inclusión sociopolítica según terminologías de los siglos XVI y XVII. Esquema tomado de Zavala & Dillehay25.

Según documentos tempranos Según documentos posteriores (s. XVI) (fines s. XVI y principios s. XVII

Levo Rewe

Provincia o Estado Ayllarewe

Estado(s) de Arauco Estado(s) de Arauco

Los autores no están seguros que el ayllarewe corresponda a lo que posteriormente van a ser los vutanmapu (término que aparecería en la documentación por primera vez en 1613), ya que “el denominado estado de Arauco correspondía más bien a un conglomerado relativamente de- limitado y acotado a la cordillera de Nahuelbuta y a su área de influencia, lo que no significa que dicho conglomerado no pudiera rearticularse, en ciertas ocasiones, con otros conglomera- dos para conformar grandes alianzas regionales del tipo vutanmapu”. En ello difieren de Francis Goicovich, que propone que para entonces el estado de Arauco ya era un vutanmapu, aunque coinciden con él en que se trataba de una alianza interlocal26. Ahora bien, para Zavala y Dillehay, para comienzos del siglo XVII el Ayllarewe de Catiray habría estado compuesto por ocho Rewes de los cuales Talcamávida o Talcamahuida o bien Tralca-mawida, habría sido uno de los que par- ticipó más activamente de las reuniones entre hispanocriollos e indígenas entre 1605 y 161427. En consecuencia, de seguir a Zavala y Dillehay podría afirmarse que la región comprendida por Arauco, Tucapel, Purén y Catiray correspondió al “estado de Arauco”. Sin embargo, no todos los historiadores y antropólogos están de acuerdo en que el estado de Arauco correspondería a un espacio más amplio de lo que representa como topónimo, aunque ello en sí mismo no niega

23 Ídem. 24 Ibídem, p.441. 25 Ibídem, p. 443. 26 Ibídem, p.441. 27 Ibídem, p. 442. 18 Fernando Venegas Espinoza las reflexiones ya citadas28. Lo otro que puede afirmarse es que Tralca-mawida, Talcamávida o Talcamahuida –en donde se emplazaría el fuerte Santa Juana en 1626–, correspondió a un Levo o posteriormente a un Rewe de –utilizando la terminología con la que fue denominada por los europeos– la provincia de Catiray.

El problema de la denominación, ¿quiénes habitaban el espacio de esta historia antes del arribo de los europeos? Tradicionalmente a las sociedades indígenas que vivían entre Copiapó y el seno de Reloncaví se les ha denominado de dos formas. Latcham (1924) propuso que estas poblaciones se podían di- vidir en tres grupos: los Picunche (al norte del Biobío), los Mapuche o Araucanos (entre el Biobío y el Toltén) y los Huilliche (Desde Toltén hasta Chiloé)29. Tomás Guevara (1925) por su parte propuso que los Mapuches eran una sola etnia dividida en cuatro grupos: los Picunche (Copiapó-Rapel), los Promaucaes (Rapel – Itata), los Araucanos (Itata – Toltén) y los Huilliche (Toltén-istmo de Reloncaví)30. Luis C. Faron (1956) indicó que los Araucanos eran una sola unidad que englobaba a los Picunche- Araucano al norte, Mapuche-Araucano al centro y Huilliche-Araucano al sur31. En 1980 Sergio Villalobos propuso el término Mapuche para referirse a los indígenas situados desde el río Choapa hasta la isla de Chiloé, indicando luego que entre el Choapa y el río Itata do- minaron los picunches o gente del norte, entre el Itata y el Toltén seguían los Araucanos y desde el Toltén hasta la isla de Chiloé los huilliches o gente del sur32. En 1982 Villalobos dio además una explicación respecto de las diferencias en el uso del concepto araucano que se generaban entre antropólogos o historiadores: “Para los primeros son los nativos que vivían entre el río Choapa y el seno de Reloncaví y comprendían por lo tanto, a picunches, mapuches y huilliches, que poseían una misma cultura y lengua. Los historiadores consideran como araucanos a los denominados mapuches por los an- tropólogos, que habitaban al sur del Maule al llegar los conquistadores y luego al sur del Biobío, y cuyo límite meridional se situaba en el río Toltén. A nuestro juicio, es necesario ponerse de acuerdo para evitar confusiones. De acuerdo con la tradición historiográfica, pensamos que debe darse la designación ge- neral de mapuches a los que vivían al sur del Choapa y la específica de Araucanos a los

28 Guillaume Boccara, Los Vencedores. Historia del Pueblo Mapuche en la época colonial (Antofagasta, IIAM, 2007), p.15. 29 Ricardo Latcham, La organización social y creencias religiosas de los antiguos araucanos (Santiago, Im- prenta Cervantes, 1924). 30 Tomás Guevara, Historia de Chile. Chile prehispano, Tomo 1 (Santiago, 1925). 31 Boccara, Los Vencedores…, p.16. 32 Sergio Villalobos, Historia del Pueblo Chileno, Tomo 1 (Santiago, Zig-Zag & Instituto Chileno de Estudios Humanísticos, 1980), p. 72. De Tralca-mawida a Santa Juana 19

que dominaban desde el Maule o el Biobío hasta el Toltén. Las razones de este predica- mento son muy variadas. Dado que la palabra mapuche significa gente de la tierra, es lógico aplicar este nombre a quienes tenían esa característica y hablaban el mismo idioma. Mapuches podían ser tanto los araucanos como los picunches y los huilliches: todos ellos podían reconocerse en esa palabra. El nombre de araucanos fue dado por los españoles a los aborígenes que habitaban en la localidad de Raghco o Arauco y por extensión a los que poblaban entre el Biobío y el Tol- tén. Siendo éste un nombre impuesto por los extraños, este hecho lo descalifica para los antropólogos, en lo que hay una inconsecuencia. Si esa razón no fuese válida para desig- nar a los comarcanos, menos lo sería aún para hacerla extensiva a picunches y huilliches. Por otra parte, en la arqueología ha sido frecuente designar a pueblos o culturas con nombres muy posteriores, así, por ejemplo, se habla del periodo Musteriense y del Mag- daleniense o del hombre de Pekín y del de Neanderthal. En Chile se ha denominado cultura de Arica y de San Pedro de Atacama a la de grupos que indudablemente no se autodesignaron de esa manera, en el último caso de acuerdo con el concepto sitio-tipo. Es necesario también mantener una misma designación para referirse a un pueblo antes y después de la conquista, de manera que no haya confusión. En tal caso, la designación histórica de araucanos aparece consagrada por el uso y es prácticamente imposible cam- biarla. No sería conveniente distinguir entre mapuches y araucanos según la época. En el fondo, esta diferencia en las designaciones se ha debido al divorcio entre la antro- pología y la historia, que han dividido abruptamente el estudio de un mismo pueblo. El problema se hace patente cuando se estudia conjuntamente la época precolombina y la histórica, en que una sola designación se hace imprescindible”33. Por su parte, el etnohistoriador Osvaldo Silva (1994) consideró a los mapuches como un grupo étnico que se localizó desde el valle del Aconcagua hasta el golfo de Reloncaví. En su caracteri- zación siguió la clasificación de sus sistemas agrícolas que se desprende del análisis del cronista Gerónimo de Bibar. Distingue cinco grandes agrupaciones: a) mapuche con agricultura intensiva (entre el Aconcagua y el Cachapoal); b) mapuche con agricultura de secano (cuenca de Rancagua al sur del río Maule), y, c) mapuche con agricultura de roza (al sur del río Maule). Estos últimos presentaban tres variaciones en la medida que se avanzaba hacia el sur: 1) agricultores, ganade- ros y pescadores; 2) agricultores, ganaderos, pescadores y canoeros y 3) agricultores, recolecto- res, pescadores, mariscadores y canoeros34. En 1985 el Museo de Arte precolombino hizo una exhibición sobre el arte mapuche que tenía como propósito mostrar cómo el aborigen adoptaba técnicas y materiales introducidos por el

33 Sergio Villalobos, Carlos Aldunate, Horacio Zapater, Luz María Méndez, Carlos Bascuñán, Relaciones Fron- terizas en la Araucanía (Santiago, Ediciones Universidad de Chile, 1982), pp.11-12. 34 Osvaldo Silva, “Hacia una redefinición de la sociedad Mapuche del siglo XVI”, Cuadernos de Historia 14, Universidad de Chile, 1994, pp. 7-19. 20 Fernando Venegas Espinoza europeo y los sintetizaba con sus propias imágenes a través de los medios de expresión autócto- nos35. A su vez explicitaron que: “Los españoles dieron a este pueblo el nombre de araucano y reconocieron la autonomía de la nación araucana. Hoy se prefiere usar la denominación de mapuche, término que ellos usan para identificarse. La presencia actual de esta cultura, en nuestra población, es un testimonio vivo de su permanencia a través del tiempo y nos recuerda que ella es parte integrante de nuestra nacionalidad”36. Aldunate al igual que Villalobos profundizó en la cuestión conceptual, al preguntarse si la palabra adecuada era la de mapuches o araucanos. Al respecto, planteó que: “El español acostumbraba a dar a los indígenas el nombre del lugar que habitaban. Son corrientes las menciones de indígenas imperiales, purenes, tucapeles, etc. Es así como a los integrantes del pueblo que ocupaba Arauco, uno de los principales “estados” indíge- nas, se les denominó araucanos. El primero en usar de este nombre en un sentido más ge- nérico, para designar a todos los indígenas que habitaban al sur de Chile hasta Chiloé, fue don Alonso de Ercilla precisamente en su monumental poema épico La Araucana. Quizá por esa razón, este apelativo se popularizó, usándose aún hasta nuestros días como un gentilicio aplicable a todos los pueblos que hablan la lengua mapuche. Debido a la impre- cisión del término araucano y, fundamentalmente a que por respeto a los pueblos, hoy se recomienda denominarlos con el nombre que ellos mismos se dan, es que actualmente se usa el término mapuche para individualizar aquellos que los españoles encontraron ocupando las actuales regiones de la Araucanía y Los Lagos y cuyos descendientes viven en estas mismas tierras hasta nuestros días”37. En consecuencia, Aldunate indicó que el concepto adecuado para referirse a las poblaciones indígenas situadas tanto en el pasado como en el presente, entre el Itata y el Seno de Reloncaví, era el de mapuche, aunque limitó sus alcances contemporáneos a ese mismo espacio, descar- tando u omitiendo que los mapuche migrantes residentes en ese entonces en Santiago, pudiesen considerarse de esa manera. En 1998 el antropólogo francés Guillaume Boccara, hizo una revisión crítica de la utilización del concepto mapuche realizada tanto por historiadores como por antropólogos, haciendo notar como ya se ha hecho explícito, los desacuerdos existentes entre los especialistas respecto del significado de conceptos como mapuche o araucano, para concluir que: “mientras algunos ven mapuches allí donde manifiestamente no los hay, víctimas de una mirada propia del siglo XX, en el cual la utilización del etnónimo mapuche se encuentra bien establecida, otros extienden una denominación (araucano), empleada de manera

35 Museo Chileno de Arte Precolombino, Mapuche (Santiago, Museo Chileno de Arte Precolombino & Ilustre Municipalidad de Santiago & Fundación Familia Larraín Echenique & Compañía General de Electricidad Industrial, 1985), p.5. 36 Ídem. 37 Ibídem, p. 21. De Tralca-mawida a Santa Juana 21

errónea por ciertos españoles de la época colonial, al conjunto de los habitantes de los territorios ubicados entre los ríos Biobío y Toltén”38. Tomando en cuenta una certera observación realizada al uso de estos conceptos y otros por el etnolingüista Adalberto Salas (1992) que afirma que las denominaciones examinadas correspon- den a “distinciones realizadas por académicos a partir de necesidades derivadas de sus propias disciplinas”, y apoyándose en el etnohistoriador Horacio Zapater (1992) y en el historiador Fer- nando Casanueva (1981) para quienes los indígenas en cuestión se denominaron reche (“gente de verdad”, “gente auténtica”), Boccara señaló: “No desestimamos el utilizar términos conocidos por todos, ni el peso de la historia y de las proyecciones de la realidad presente sobre un pasado aun poco esclarecido. Pero al parecer, este uso insistente remite también a una concepción histórico – antropológica que tiende a considerar a las etnias como cosas o como entidades desde siempre presen- tes, a las que el etnohistoriador no tendría finalmente más que exhumar de las profundi- dades del pasado, sin tener en cuenta los diferentes estratos o capas de sedimentación que contribuyen a su formación. Esta persistencia sería entonces la expresión de una concepción estática de cultura y de la sociedad, las cuales solo se transformarían por la corrupción de su esencia. De manera que toda modificación que condujese a una etnia a alejarse de una supuesta tradición inmemorial, representaría un paso irreversible hacia la pérdida de la identidad original y la marca de una aculturación impuesta”39. En consecuencia, Boccara comparte las afirmaciones de Salas y Zapater que a la llegada de los españoles no había ni una etnia araucana o mapuche que englobara la totalidad del territorio comprendido entre los ríos Biobío y Toltén, ni etnia picunche al norte ni huilliche al sur: “Si hubiera que emplear un término para designar a los grupos conocidos bajo el nombre de picunche, mapuche y hulliche, diríamos –ateniéndonos al primer diccionario publi- cado en 1606 por el jesuita Luis de Valdivia–, que estos indígenas eran reche. Para estas poblaciones su frontera norte se encontraba en los alrededores del río Mapocho, y la sur aproximadamente a la altura del istmo de Reloncaví. Hablaban una misma lengua (a pesar de variaciones regionales) y tenían una religiosidad coincidente en muchos puntos. Sin embargo, existían numerosas diferencias entre estos grupos, principalmente en su organización social y en lo concerniente al lugar y las formas de asumir la guerra. Nos parece, desde este punto de vista, necesario operar una distinción entre tres grandes conjuntos reche: los del norte (los llamados picunche), que fueron rápidamente domina- dos por los españoles y entraron en un profundo proceso de deculturación. Los del centro (los llamado mapuche o araucanos), que resistieron pagando el precio de enormes trans- formaciones sociales; y los del sur (los llamados huilliche), que opusieron una resistencia tan sólida como la de sus vecinos del norte de la época colonial, pero que sufrieron un profundo proceso de desestructuración durante la época republicana”40.

38 Boccara, Los Vencedores…, p.17. 39 Ibídem, pp. 19-20. 40 Ibídem, p.20. 22 Fernando Venegas Espinoza

Si Boccara propone el concepto de reche para las poblaciones situadas entre el Mapocho y Chiloé para el siglo XVI, ¿qué sentido histórico propone para el término mapuche? El autor indica que es hacia 1760 cuando aparece mencionado por primera vez el mencionado etnónimo mapuche. En tanto los documentos del siglo XIX indicarían que los indígenas del centro sur se autodenomi- naban mapuche. En consecuencia, la hipótesis de Boccara es que: “La conquista engendró efectos perversos (inesperados) a través de la puesta en marcha de una formidable dinámica de concentración sociopolítica, de transformación de la ló- gica económica y de unificación del sentimiento identitario. La historia de la resistencia indígena adquiere, con esto, un nuevo sentido, deviene la historia de un paso, de una transculturación de los reche del siglo XVI a los mapuche del siglo XVIII”41. Según la propuesta de Boccara los mapuches como una nación surgen por un proceso de etno- génesis hacia el siglo XVIII. Nuestras investigaciones en la materia nos llevan a estar parcialmente de acuerdo con Boccara. Aunque su propuesta es sugerente es incorrecto que en la documenta- ción del siglo XVI no se aluda a los Mapuche. En la obra de Pedro Mariño de Lobera (1528-1594), que ha llegado hasta nosotros (con las modificaciones del jesuita Bartolomé Escobar), se consig- na que cuando Diego de Almagro arribó con su hueste hasta Jupisa (Tupiza), llegó un indio llama- do Huayllullo que venía desde Chile con el presente acostumbrado que se ofrecía a los Inca. Y se especifica: “el cual tenía en Chile dos gobernadores de aquel reino puestos por su mano, el uno en el valle de Mapuche, y el otro en el de Coquimbo…”42. El tesoro que llevaba el citado indígena habría ascendido a la suma de doscientos mil pesos de oro, “que valían trescientos mil ducados”, así es que motivó a los españoles a apurar el tranco en su periplo rumbo a Chile (valle del Acon- cagua). La pregunta lógica es, ¿a qué se refiere Mariño de Lobera con la denominación el valle de mapuche? La respuesta la habría dado el mismo cuando señala que enterados los indígenas del arribo de los europeos, nombraron como representante a Michimalongo. Aunque su relato en ese apartado no se ajusta a lo que han referido cronistas más confiables como Gerónimo de Bibar43. Según Mariño, mientras los indígenas se preparaban para resistir, los ibéricos: “llegaron al valle de Mapuche,… hizo asiento en quince de enero de mil y quinientos y cuarenta y uno, donde halló un cacique llamado Vitacura, que era indio del Perú puesto en este valle por el gran rey peruano; el cual habiendo conquistado parte del reino de Chile, tenía puestos gobernadores con gente de presidio en todas las provincias deste valle de Mapuche…”44. Finalmente Mariño de Lobera explica que Michimalongo se opuso a que los ibéricos cimentaran la conquista, determinando junto a su gente, oponerse “sin dilación a ella haciendo guerra a hierro, y fuego por la defensa de su patria, y conservación de su libertad, impidiéndoles a los

41 Ibídem, p. 21. 42 Pedro Mariño de Lobera, “Crónica del Reino de Chile”, En CHCh, Tomo VI (Santiago, Imprenta El Ferrocarril, 1865), p. 21. 43 Bibar, Gerónimo. Crónica y relación copiosa de los Reynos de Chile, Transcripción paleográfica del prof. Irving A. Leonard (Santiago, Fondo Histórico y Bibliográfico José Toribio Medina, 1966). 44 Mariño, “Crónica del Reino de Chile”, p. 45. De Tralca-mawida a Santa Juana 23 cristianos sus intentos, sin descansar un punto hasta salir con el suyo. Y en razón de esto partió luego con su ejército muy ordenado marchando a toda priesa para Mapuche con grande orgullo, y lozanía, cantando victoria, como si ya la hubiera conseguido”. Finalmente los indígenas fueron derrotados en ese enfrentamiento con los europeos y sus yanaconas45. Respecto a estos textos tomados de Mariño de Lobera, es evidente que el término “valle de Mapuche” alude a lo que se conocerá como valle del Mapocho y a las poblaciones que en las pro- banzas de mérito son nombradas como Mapochoes. Es decir, puede afirmarse que los mapuches eran los habitantes del valle homónimo, que es donde los ibéricos fundaron Santiago de la Nueva Extremadura (12 de febrero de 1541)46. ¿Cómo un término asociado a una realidad geográfica determinada posteriormente va a transformarse en un concepto definidor de las poblaciones situadas más al sur y particularmente allende el río Biobío? Sólo podemos enunciar la pregunta. En sintonía con lo recién señalado, no estamos de acuerdo con Boccara en denominar a las po- blaciones indígenas situadas entre el Mapocho y Chiloé como reche. En definitiva, estaríamos cambiando un concepto, el de mapuche, por otro, el de reche. No hemos encontrado constancia documental para el siglo XVI que las poblaciones indígenas locales situadas del río Aconcagua al sur se autodenominaran de esa manera. Por el contrario, en la medida que la conquista va avanzando, la desestructuradora intervención económica de los ibéricos (el reparto de indíge- nas en encomienda, el traslado forzoso de pueblos), da cuenta de sociedades indígenas mucho más fragmentadas, en concordancia con la organización sociopolítica con que han sido carac- terizados, la tribal. No obstante, la historiografía reconoce que la conquista contribuyó a una complejización de estas estructuras sociopolíticas (el avance hacia formas más confederadas)47, en tanto últimamente la antropología considera que estos cambios no habrían operado sólo por la coyuntura de enfrentarse a una invasión sino como consecuencia de procesos de más larga duración que se insertan en los cambios culturales que se estaban produciendo en los Andes centrales y meridionales48. Quizá es en razón de lo anterior que la tesis de Boccara, dentro de las publicaciones que he- mos podido revisar, ha tenido una aceptación parcial. El arqueólogo Francis Goicovich se refiere a las poblaciones indígenas situadas entre el Itata y el Toltén para los siglos XVI y XVII como reche-mapuches49. Por su parte Jimena Obregón y José Manuel Zavala utilizan el concepto de Araucano-Mapuche en un estudio referido a la persistencia de la esclavitud indígena en Chile

45 Ibídem, p. 46. 46 Fernando Venegas E., Hernán Ávalos y Andrea Saunier, Arqueología e Historia del curso medio e inferior del río Aconcagua, 300 a.C. – 1600 d.C., (Valparaíso, Ediciones Universitarias de Valparaíso, 2011). 47 León S., Leonardo. “La guerra de los Lonkos en Chile central, 1536-1545”, Revista Chungará Nº 14, sep- tiembre 1985, Universidad de Tarapacá, Arica, 91-114. 48 Zavala y Dillehay, “El ‘estado de Arauco’ frente a la conquista española…”, pp. 433-435. Ídem. 49 Francis Goicovich V., “Entre la Conquista y la Consolidación Fronteriza: Dispositivos de Poder Hispánico en los Bosques Meridionales del Reino de Chile durante la etapa de transición (1598-1683), Historia 40, vol. 2, 2007, pp. 311-332. 24 Fernando Venegas Espinoza

Colonial después de su abolición50. José Manuel Zavala y Tom D. Dillehay, aunque prefieren la denominación de Araucano-Mapuches, en tanto sus estudios se han referido a las poblaciones situadas en el cuadrante oeste al sur del río Biobío, no desconocen la problemática de la que da cuenta Boccara. En efecto, ellos señalan que: “Durante los siglos XVI y XVII, los mapuches no son designados como tales. En general, los españoles se limitan a llamarlos “indios de la tierra” o “in- dios de Chile”. En su caso, adoptaron el término compuesto “araucano-mapuche” que propuso Jimena Obregón-Iturra (Obregón-Iturra y Zavala 2009), por la ventaja “de dar cuenta de una sola vez de los dos etnónimos de mayor difusión en la literatura especializada en inglés y en castella- no para referirse a los habitantes de La Araucanía”51. Zavala y Dillehay recogen entonces la propuesta de Obregón para referirse a los pueblos situados al sur del río Biobío. En consecuencia, la misma observación que realizó Adalberto Salas en 1992 podría volver a reiterarse. De nuevo se trata de distinciones conceptuales realizadas por acadé- micos a partir de necesidades derivadas desde sus propias disciplinas pero que no responden a lo que se desprende de un análisis crítico de las fuentes. En enero del 2001 se conformó la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato de los Pueblos Indí- genas. El su informe final recoge los conceptos que la ONU sugiere para referirse a los indígenas en términos universales y entrega una visión académica y al mismo tiempo “oficial” respecto de la historia de las sociedades indígenas. Se toma la definición internacionalmente aceptada realizada por Martínez Cobo, quien establece la conquista como un elemento central, en tanto diferencia a los grupos indígenas de los no indígenas. La definición de pueblos indígenas con la que se trabaja es la siguiente: “Son Comunidades, Pueblos y Naciones Indígenas, los que, teniendo una continuidad histórica con las sociedades anteriores a la invasión y precoloniales que se desarrollaron en sus territorios, se consideran distintos de otros sectores de las sociedades que ahora prevalecen en estos territorios o en partes de ellos. Constituyen ahora sectores no do- minantes de la sociedad y tienen la determinación de preservar, desarrollar y trasmitir a futuras generaciones sus territorios ancestrales, y su identidad étnica como base de su existencia continuada como Pueblo, de acuerdo con sus propios patrones culturales, sus instituciones sociales y sus sistemas legales”52.

50 Jimena Paz Obregón I. y José Manuel Zavala C., “Abolición y persistencia de la Esclavitud Indígena Colonial: Estrategias Esclavistas en la Frontera Araucano-Mapuche”, Memoria Americana 17 (1), 2009, pp. 7-31. 51 Ibídem, pp. 449. 52 También se tomó como antecedente el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en países independientes, que considera indígenas a quienes descienden “…de poblaciones que habitan en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la Conquista o la Colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas o parte de ellas”. Así mismo se cita a la Ley Indígena para señalar que esta considera como indígenas a “los descendientes de las agrupaciones humanas que existen en el territorio nacional desde tiempos precolom- binos, que conservan manifestaciones étnicas y culturales propias siendo para ellos la tierra el fundamento principal de su existencia y de su cultura”. Informe de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato de los Pueblos Indígenas, Cuerpo 1, p. 6. http://biblioteca.serindigena.org/libros_digitales/cvhynt/ De Tralca-mawida a Santa Juana 25

No está de más insistir en que estas definiciones están en un marco en que se busca que los es- tados consideren como una condición esencial para el desarrollo su diversidad étnica y cultural, más que propender a una homogeneización social. Además, son definiciones que están hechas desde el presente y para el presente, ya que lo que interesa es dar cuenta de la conexión entre las sociedades indígenas actuales respecto de las pretéritas, pero lógicamente no se trata de una definición de las sociedades indígenas prehispánicas. Ahora bien, en el informe la referencia a los indígenas desde una mirada retrospectiva y en particular de los mapuches se hace utilizando los conceptos de Pueblo Mapuche, antiguos mapuches, pueblo(s), cultura(s), antigua(s) cultura(s), grupo(s), grupos indígenas, indígenas, poblaciones y sociedad (es). A su vez, en este informe se caracteriza a los mapuches de la siguiente manera. Desde el punto de vista de su origen, se indica que provienen de formaciones humanas antiguas como la llamada cultura Llolleo, lo que mostraría una transición norte-sur. Siguiendo a Carlos Aldunate indican que al sur del río Itata, desde el 500 d.C. se produjeron distintos desarrollos culturales alfareros sobre una matriz que les imprime una cierta homogeneidad. Estos desarrollos se produjeron en tres sectores geográficos. En el norte fue desde el río Ñuble e Itata hasta el Cordón de Mahuidanche-Lastarria. Se esta- blecieron grupos humanos en la cordillera viviendo esencialmente de la recolección que han sido identificados como complejo Pitrén. Su cerámica está vinculada a procesos formativos sep- tentrionales y sugiere procesos de difusión andinos, que le aportaron el cultivo del maíz que sembraron junto a la papa. A fines del primer milenio se constatan nuevas influencias desde el norte que contribuyeron a la expansión del cultivo de maíz, complementándolo con los porotos, ají, zapallo y quinoa. También se domesticaron los chiliweke o llama de los Andes. Estos influjos originaron lo que los arqueólogos denominan como complejo Vergel, el que se establece sobre Pitrén. En el sector meridional, en el área del cordón transversal Mahuidanche-Lastarria, altura Lon- coche, hasta el golfo de Reloncaví, las condiciones ambientales de alta pluviosidad y humedad dificultaron el desarrollo de la agricultura. Grupos del complejo Pitrén se desplazaron hacia estos espacios en el 600 d.C., permaneciendo allí hasta la conquista europea. En el sector oriental, precordillera y pampas argentinas ubicadas en el norte y en la provincia de Neuquén, se hace referencia a una posible presencia de una fase del complejo Pitrén que se asentaría en esos lugares a fines del año mil, aportando rasgos a las pampas orientales y al sur de Mendoza. La diferencia entre el complejo Pitrén y el complejo el Vergel fue que mientras el primero habría tenido un carácter más recolector, el segundo habría sido más bien agricultor. De allí que el com- plejo el Vergel no se desarrollara en espacios desfavorables para la agricultura. En consecuencia, para quienes participaron de esta investigación particular sobre los mapuches, los especialistas Rosamel Millaman, José Quidel, Victor Caniullán, Rolf Foerster, Jorge Pinto, Raúl Molina, Martín Correa, Manuel Muñoz Millalonco, Ana María Olivera y José Bengoa, su cultura: 26 Fernando Venegas Espinoza

“surge de estas culturas anteriores, representada en sus antepasados Pitrén y El Vergel. Al paso del tiempo, en cientos de años se fueron expandiendo esos rasgos culturales y homogeneizándose, hasta llegar al año mil de nuestra era a constituir lo que ya puede ser reconocido plenamente como cultura mapuche. Este pueblo fue conocido por los conquistadores con el nombre genérico de araucano, usado por primera vez por don Alonso de Ercilla en 1589, aunque a menudo se usaron otros gentilicios que aludían a las diferentes localidades de origen (por ej. Purenes), o a puntos cardinales de los que procedían, respecto de los referentes (picunches, picuntos, huilliches)…”53. Finalmente, cabe señalar que en la actual página web del Museo Chileno de Arte Precolombino de Santiago de Chile, en el Item pueblos originarios de Chile, se refieren al pueblo mapuche igual- mente proyectando el concepto desde tiempos prehispánicos hasta el presente. “El mapuche es el grupo indígena más numeroso del país. A la llegada de los españoles, habitaban gran parte del sur de Chile, dividiéndose en subgrupos según la zona geográfi- ca. Los primeros investigadores reconocieron a los picunches, que poblaban desde el río Maule hasta los ríos Itata y Bío Bío; los araucanos, desde estos últimos hasta el Toltén; los pehuenches en la zona cordillerana, desde Chillán hasta Antuco, y los huilliches entre el río Toltén y el golfo de Corcovado, incluida la isla de Chiloé. Es decir, los mapuches ocupaban ambientes y paisajes diversos, que iban desde la región subandina hasta la costa y desde climas templados cálidos a climas fríos lluviosos, lo que implicaba diver- sas adaptaciones y consiguientes diferencias culturales. Los cambios ocurridos durante la Conquista y la Colonia española produjeron una notable unidad cultural y, sobre todo, política y social de este grupo. Luego del sometimiento a la República de Chile, una parte considerable de este pueblo migró a la ciudad. De hecho, actualmente, la mayoría vive en asentamientos urbanos y no en el campo, concentrándose en las ciudades de las regiones de la Araucanía y la Metropolitana, seguidas por la región de Los Lagos y la de Bío Bío”54. En este enfoque los mapuches son considerados las poblaciones que tradicionalmente han sido denominadas como descendientes directos de las culturas arqueológicas prehispánicas Pitrén (100 -1100 d.C.) y El Vergel (1100 – 1450 d.C.). Igualmente se tiene una idea inclusiva de los mis- mos, en el sentido de que no solamente las poblaciones denominadas tradicionalmente como picunches y huilliches son consideradas como mapuche, sino que también se reconoce como tales a los pehuenches que se situaban en la cordillera entre Chillán y Antuco.

53 Ibídem, Cuerpo 1, pp.14; ver además Cuerpo 2, pp. 70-94. 54 http://www.precolombino.cl/mods/culturas/etno.php?id=112 De Tralca-mawida a Santa Juana 27

Figura 3. Esquema propuesto por el Museo de Arte Precolombino para explicar el surgimiento y proyección en el tiempo de las poblaciones mapuches55

La pregunta que sigue es cómo denominaremos en este estudio a las poblaciones situadas entre el Itata y el Toltén, subrayando que los análisis del pasado más lejano no son una negación de la realidad en el presente. Dicho lo anterior, para los siglos XVI y XVII, pensamos que ni los términos Mapuche o Reche son apropiados para referirse a los pueblos originarios que vivieron entre el Aconcagua y Chiloé. Se ha insistido en que la población que moraba en este espacio tenía rasgos culturales comunes, sin embargo, si reconocemos que se trataba de sociedades segmentadas o tribales, sociedades sin estado, parece un contrasentido caracterizarlos a través de categorías culturales integradoras. Compartimos la tesis de Boccara en el sentido que el Pueblo Mapuche como lo conocemos en el presente surge por un proceso de etnogénesis hacia el siglo XVIII. Las relaciones con los hispanos los llevaron a definir nuevas identidades en lo sociopolítico, en lo económico y en lo cultural, sin negar que tuviese elementos culturales comunes, pues sin duda es evidente que estas socieda- des están conectadas con los grupos humanos que se desarrollaron, según han determinado los arqueólogos, entre el Itata y Chiloé, desde aproximadamente el 1250 d.C. Sin embargo, no estamos de acuerdo en que los denominados mapuches-araucanos (habitantes entre el Itata y el Toltén), fueron más belicosos que sus vecinos del norte, los nombrados tradicionalmente como picunches. En realidad, como lo pudimos demostrar en una investigación que realizamos sobre los indígenas del Aconcagua, todas las poblaciones locales viniendo desde el norte de Chile, opusieron tenaz resistencia a los conquistadores. Sin embargo, ella no pudo sostenerse por un conjunto de factores, entre los cuales –para el caso del Aconcagua y el Mapocho–, destacan el haber sufrido el doble impacto de dos expediciones importantes (Almagro – Valdivia), su menor número comparativamente con las poblaciones situadas al sur del Biobío, y por vivir en un espa- cio más favorable al asentamiento europeo, además de sus propias divisiones internas56. No siendo apropiado, desde nuestra perspectiva, muy especialmente para el siglo XVI, utilizar conceptos generalizadores para referirse a las poblaciones indígenas entre el Aconcagua y el Seno de Reloncaví, una posibilidad es referirse a ellas según los nombres de las localidades a las que fueron asociadas por los europeos durante este periodo y que a su vez, suelen ser coinciden- tes con los Lebos o Rewes. En el caso de esta investigación, se trataría de los Tralca-mawida. El problema de esta caracterización, es que al sur del río Biobío estas categorías se visibilizan en las fuentes más bien en los albores del siglo XVII, cuando producto de la guerra contra los europeos

55 Idem. 56 Venegas, Ávalos, Saunier, Arqueología e historia. 28 Fernando Venegas Espinoza se había producido una enorme caída demográfica además de reubicaciones espaciales que no necesariamente conocemos. Sin embargo, nos parece una posibilidad más representativa del pasado. Por otra parte, aunque el concepto de estado de Arauco haya denotado una forma de organiza- ción regional nativa y no el dominio que estableció Pedro de Valdivia por la merced de tierra que se autoadjudicó, en sí mismo, sigue siendo un concepto asociado a los conquistadores, principal- mente a partir de la obra de Alonso de Ercilla. Ellos son los que denominaron al territorio en cues- tión como Arauco y desde allí se desprendió el concepto generalizador de Araucanos. Pensando no en lo que es más cómodo para los investigadores sino en las realidades de las cuales la inves- tigación debe dar cuenta, no es adecuado referirse a las poblaciones que habitaron al sur del río Biobío como Araucanos, porque no tenemos evidencias que se identificaran en su conjunto de ese modo, por el contrario, la gran cantidad de Rewes revela una identificación mucho más rica y diversa. En consecuencia, por una parte, los conceptos de Araucanos, Mareguanos o Catirayes, Tucapelinos y Pureninos (en plural), podrían ser representativos de unidades regionales, en tanto las denominaciones de los Rewes entre las cuales se encuentran los de Arauco, Colcura, Curi- lemu, Angolmo o Talcamávida entre muchos otros, pueden ser más representativos de lo que fueron las sociedades con las que se encontraron los europeos en los albores de la conquista. Otra posibilidad está en referirse a las poblaciones entre el Itata y el Toltén, y sobre todo en el delta temporal comprendido entre los siglos XVI y XVII, utilizando los conceptos universales con los que trabajó la Comisión Nuevo Trato: pueblo(s), cultura(s), antigua(s) cultura(s), grupo(s), grupos indígenas, indígenas, poblaciones y sociedad (es). En relación al concepto de “antiguos mapuches del sur” (que trabaja José Bengoa), haremos uso de él pero con el resguardo que efectivamente los mapuches fueron en realidad las poblaciones que al momento del arribo de los europeos vivían en el valle del Mapocho. Por ello, vale la precisión de “antiguos mapuches del sur”, en el entendido que los mapuches que reconocemos y que se auto-reconocen como tales hoy surgieron por un proceso de etnogénesis hacia el siglo XVIII. Por último, señalar que con esta propuesta no pretendemos dar cerrada esta discusión sino dar cuenta de nuestra posición frente a la misma en este trabajo.

La llamada guerra en los bosques del sur: sus etapas ¿Cuál es el marco histórico general en el que se inserta el establecimiento de fuertes en esta historia? Como lo señalamos al comienzo de esta investigación, una respuesta a esta pregunta puede provenir del ya clásico enfoque de los estudios fronterizos, iniciado en Chile por Mario Góngora y Rolando Mellafe, pero profundizado a comienzos de la década de 1980 por historia- dores como Carlos Aldunate, Horacio Zapater, Luz María Méndez, Carlos Bascuñán, Jorge Pinto y muy especialmente por Sergio Villalobos57. Estas perspectivas se plantearon críticamente frente

57 Los estudios fronterizos arrancan del discurso que dio Frederick Jackson Turner en 1893, en la Universidad de Chicago, durante la conmemoración del cuarto centenario del “descubrimiento de América”. Turner planteó allí una idea que profundizaría después, en la que señaló que “la frontera norteamericana, escena- rio de la lucha de los pioneros contra una naturaleza hostil, había contribuido al desarrollo del individualis- De Tralca-mawida a Santa Juana 29 al mito de la guerra de Arauco, un conflicto que tradicionalmente se había señalado como exten- diéndose por más de trescientos años, hasta que se produjo la consolidación de la ocupación de la Araucanía por el Ejército de Chile en 1883, lo cual se explicaba por el carácter guerrero de los mapuches. Según Villalobos, esta concepción era una “consecuencia del racismo de comienzos de siglo XX” mantenida por inercia del prejuicio. Los mapuches araucanos, según los denomina, fueron un pueblo guerrero, sino que las circunstancias que les tocó vivir los llevó a desarrollar esas habilidades. Dice Villalobos: “La conquista les obligó a redoblar los esfuerzos bélicos y pudieron enfrentar con éxito a los invasores, resultando de aquí una pregunta decisiva. ¿Cómo pudieron vencer a los

mo, la iniciativa personal y la capacidad de improvisación en la organización de la nueva sociedad. Según esta tesis, el continuo avance de los colonos sobre las tierras aparentemente baldías del oeste habría jugado un rol crucial en el desarrollo del sistema democrático norteamericano y habría sido un factor determinante en la formación del carácter nacional”. A su vez, planteó que fue en la frontera en que se conformó la his- toria americana y no en las influencias provenientes de Europa. Estas perspectivas analíticas influenciaron a diversas historiografías, como la canadiense y la mexicana. En el caso de la historiografía norteamericana es para mediados de siglo XX, con Henry Nash Smith, que aparecen los primeros cuestionamientos al lla- mado “mito agrario” construido por Turner. En 1961 se funda la Western Historical Quarterly, cuya principal preocupación fue estudiar la expansión y el desarrollo de la frontera, contradiciendo la idea de Turner “del pionero americano construyendo un mundo más primitivo, un retorno a tiempos más antiguos”. Para Silvia Ratto, si bien la generación de la postguerra se despojó del mito agrario, “mantuvo aspectos como la doc- trina del progreso”, con una mirada entusiasta sobre la historia del oeste. Para 1970, en el contexto de los cuestionamientos a la Guerra de Vietnam, las discusiones sobre el racismo, la pobreza y de carácter ambien- tal, es que se comenzó a plantear que la historia del oeste no debía mirar solamente el lado del progreso, “sino que debía incluir lo que llamaban el lado oscuro de la expansión: el violento proceso de ocupación que sustrajo al oeste de sus originales poseedores y la violencia con la cual este fue asegurado contra los reclamos continuos de las minorías”. Se trata de la New Western History (NWH), que propone tratar el oeste no como frontera sino como región, haciendo énfasis en problemas como “los conflictos de clase, género y raza; el impacto de la expansión sobre el medio ambiente y los estudios culturales”. Resulta menos sencillo distinguir lo singular de estos enfoques en la medida que son parte de la renovación historiográfica europea y norteamericana iniciada a fines de la década de 1960. Los enfoques de la NWH influenciaron los estudios de la frontera mexicana (bordeland); en el caso de los estudios fronterizos, se ha dado que si bien el con- cepto de frontera es ampliamente utilizado, no faltando las referencias a Turner, en realidad los enfoques han avanzado sobre los mismos problemas que han venido a renovar la historiografía norteamericana. El problema en cuestión está ampliamente desarrollado en: Silvia Ratto, “El debate sobre la frontera a partir de Turner. La New Western History. Los bordelands y el estudio de las fronteras en Latinoamerica”. En Bole- tín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera Serie, N° 24, 2° semestre 2001, pp. 105-126. Para Villalobos, siguiendo a Walter Prescott Webb, la pequeña historia fronteriza de cada región o país se sitúa dentro del marco mayor de la ‘gran frontera’, que se abre a partir del “descubri- miento de América”. Señala que esta es una historia muy distinta a la planteada por Turner y que se enlaza con las ideas de Webb: “Entre sus rasgos distintivos está el hecho de no ser solamente un frente pionero, sino que ha sido un área en expansión y contracción donde la existencia de los pueblos nativos ha jugado un papel de primera magnitud por el volumen de la población y, en algunos casos, por su alto nivel cultural….”; agrega que las mayores consecuencias de la realidad fronteriza fueron “el mestizaje y la transculturación, que dieron características propias a los pueblos latinoamericanos”. Sergio Villalobos, Vida Fronteriza en la Araucanía. El mito de la Guerra de Arauco (Santiago, Editorial Andrés Bello, 1995), pp.11-12. 30 Fernando Venegas Espinoza

castellanos en circunstancias que otros de los pueblos radicados en Chile fueron vencidos con rapidez?”58. La explicación que da estaría primero en el peso del número. Los araucanos fueron el grupo hu- mano más significativo al que enfrentaron los españoles. Segundo, “la desorganización social en la que vivían”, en el sentido que adolecían de una autoridad central –a diferencia de los Incas y aztecas– como de autoridades locales que tuviesen un real poder. La cohesión lograda era cultu- ral y no política. En tercer lugar, sus hábitos alimenticios recolectores y su escasa dependencia de la agricultura. Otro aspecto decisivo fue el escenario natural, que facilitó “el despliegue defensi- vo” y dificultaron la operatividad de las armas y la táctica de ataque española59. La propuesta temporal realizada por Sergio Villalobos, establece que las relaciones fronterizas en la Araucanía se desarrollaron en dos grandes etapas. La primera de ellas, caracterizada por el estrépito de la lucha inicial, comienza con la campaña que inició Pedro de Valdivia que llevó a la fundación de Concepción (1550) y se prolongó hasta la rebelión indígena que, comenzada en 1654 concluyó en 1662. Dentro de esta primera etapa, a su vez, hay dos subetapas. La pri- mera va desde 1550 hasta 1598 (en que muere el entonces gobernador Martín García Oñez de Loyola, en Curalaba), “son las décadas de mayor dureza y corresponden a la imagen corriente de la guerra de Arauco”. En este lapso, puntualiza: “…la frontera es de lucha, reina la inestabilidad permanente y ningún establecimiento o actividad de los cristianos se mantiene si no es bajo la presencia de las armas. Durante esos años hubo contactos de todo tipo, roce sexual, trans- culturación y algún comercio, pero de manera eventual y sin constituir todavía un sistema de relaciones fronterizas”60. La segunda subetapa se extiende desde 1598 y 1662, en que los españoles –a través del proyecto de Alonso de Ribera– renuncian a la conquista de la Araucanía, y establecen como frontera el río Biobío, con una línea de fuertes y un ejército profesional que va a ser sostenido por el Real Situado que proviene de las cajas reales del Perú. Estos recursos van a dinamizar la empobrecida economía nacional. La idea era ir penetrando gradualmente en la Araucanía, siempre protegién- dose las espaldas y desechar las modalidades de poblamiento extensivo de los primeros años por inseguras y arriesgadas. Durante este periodo, además de las ofensivas españolas que eran impulsadas teniendo como base de apoyo los fuertes, destaca lo que Villalobos denomina el quimérico proyecto de Luis de Valdivia, de guerra defensiva, en que los fuertes iban a operar como contención de las avanzadas indígenas y en donde en vez de las incursiones militares, se enviarían misioneros a la Araucanía. Villalobos subraya que este proyecto fracasó esencialmente porque sincrónicamente (en 1608) el Rey había autorizado la esclavitud de los indígenas rebel- des, lo cual fue aprovechado por los europeos para hacer malocas –incursiones a la Araucanía con el fin de hacer esclavos–, y para comercializarlos, contribuyendo con ello a contrarrestar la caída demográfica y los requerimientos de mano de obra de la mitad del territorio que ya había sido dominada. Esto es, la guerra se transformó en un negocio, a diferencia de la primera etapa

58 Sergio Villalobos et al., Relaciones Fronterizas en la Araucanía, p.24. 59 Ibídem, 24-26. 60 Sergio Villalobos, La vida fronteriza en Chile (Madrid, Mapfre, 1992), pp. 225-226. De Tralca-mawida a Santa Juana 31 que había sido más bien de exterminio de las poblaciones locales. La respuesta por parte de los indígenas a estas incursiones fueron los malones –entradas de los indígenas para cautivar mujeres u obtención de ganados–. Quienes llevaron las malocas a su mayor expresión fueron el gobernador Antonio de Acuña y Cabrera y sus cuñados Juan y José Salazar, lo que motivó el gran alzamiento general de 1654-1662 que pone fin a este periodo. Finalmente, el ya mencionado autor señala que a partir de entonces comienza el segundo gran momento de esta historia, en que predominan: “los tratos pacíficos, se desarrolla el mestizaje, el comercio se hace estable, aumenta el roce cultural, se desenvuelven las misiones y se consolidan formas institucionales en el contacto oficial. Los choques armados son esporádicos y muy espa- ciados en el tiempo”. Este periodo va desde 1662 hasta 1883. En consecuencia, en la larga duración y hasta que finalmente la Araucanía fuese “Pacificada” – según el entonces no polémico concepto– en la segunda mitad del siglo XIX, lo que predominó fue la paz, por sobre el conflicto, el cual se dio de forma esporádica y por situaciones puntuales. Otro aspecto relevante desde las perspectivas de Villalobos es que estas relaciones fronterizas se dieron bajo el propósito de intentar imponer la cultura occidental por sobre la cultura indígena, en tanto el autor indica que: “Es preciso definir las fronteras, entonces, como las áreas donde se realiza la ocupación de un espacio vacío o donde se produce el roce de dos pueblos de cultura muy diferen- te, en forma bélica o pacífica. Generalmente el pueblo dominante procura imponer sus intereses y su organización, tareas que pueden prolongarse hasta muchos años después de concluida la ocupación antes de dar pleno resultado. Violencia, primitivismo, despojo de la tierra u otros bienes, desorganización social, impiedad, gran riesgo en los negocios y reducida eficacia de la autoridad, son algunas de la características de las fronteras”61. El interés por explicar la conformación del pueblo chileno y una mirada evolucionista, le llevan a hacer más énfasis en las fusiones y traslapamientos que en las resistencias y pervivencias. De este modo, para el citado historiador, “la incorporación oficial y definitiva, que se inició en 1862 y tardó veinte años en quedar consumada, debe ser entendida como el perfeccionamiento de la incorporación espontánea y que se venía produciendo desde la época colonial a través de la convivencia. Porque aun cuando los araucanos vivían en relativa libertad, habían sufrido un influjo tan grande que estaban adaptados al contacto, lo necesitaban e incluso tenían lazos de dependencia de las autoridades”62. Una interesante interpretación del concepto de frontera es la aplicada a la historia de América Hispana por Armando de Ramón, Ricardo Couyoumdjian y Samuel Vial. Para estos autores, a partir del largo camino que ha seguido el concepto de frontera del tratamiento que le dio Turner, la definen como “una zona de interrelación y de contacto: un sitio donde se cruzan distintas influencias políticas, económicas, sociales y culturales. Puede marcar el límite entre territorios bajo distintas jurisdicciones, pero también puede constituir el límite de una expansión territorial,

61 Villalobos, Relaciones Fronteriza…, pp. 15. 62 Ibídem, pp.22. 32 Fernando Venegas Espinoza llegando a ser, en este último sentido, una frontera en constante avance y penetración”63. Plan- tearon que las características más relevantes de una frontera eran dos. Primero, que cuentan con un punto en torno al que existe un establecimiento o población permanente, a partir de la cual se comienza a generar una relación con los pueblos situados allí y en donde se establecen relacio- nes motivadas por los requerimientos de abastecimiento y seguridad. Segundo, el avance de esta frontera está asociado al interés de los conquistadores de encontrar imperios y ciudades que les proporcionarán fama, honores y riqueza. De lo anterior resulta que la frontera corresponde a un “lugar de encuentro conflictivo o pacífico, pero siempre de intenso intercambio”64. En su estudio hicieron énfasis en la frontera más que como proceso de ocupación del suelo, en la idea de frontera bélica móvil. En ese punto, para América distinguieron tres modalidades. Primero, aquella frontera que se generó por el avance en las Indias de potencias no españolas trasladando a este espacio los conflictos e intereses europeos. Un par de ejemplos de lo anterior corresponde a las incursiones corsarias en las Antillas o en el Océano Pacífico. Segundo, fronteras derivadas de conquistas inconclusas, debido al enfrentamiento con “tribus indígenas nómadas que resistieron la conquista”. Finalmente, también se refieren a un tipo de frontera interna y dife- rente de las anteriores, relacionada con la bandeira, la cual fue se desarrolló a partir del impulso de los “propios mestizos paulistas”65. Historiadores como Jorge Pinto y Leonardo León también han estado preocupados de entender el funcionamiento de la sociedad fronteriza durante la ocupación de la Araucanía. Sus investiga- ciones son muy relevantes ya que además de respaldarse en un sólido basamento documental (más que un fundamentalismo teórico), demuestran que la frontera del Biobío seguía más viva que nunca a fines del siglo XIX, y que por lo tanto, este tipo de enfoques sigue siendo una al- ternativa de análisis. En los estudios de Leonardo León, la principal crítica que se ha realizado a los estudios fronterizos de condenar al indígena a una historia asociada a la frontera y que al desaparecer aquella desparecen estos, pierde sentido, en tanto la frontera sigue vigente no sólo a fines del siglo XIX sino también durante el siglo XX, periodo del que hay escasos estudios bajo esas perspectivas, siendo materias que han sido abordadas más bien por la Literatura. Basta volver a leer Montaña Adentro o la Flor del Quillén de Marta Brunet para volver a encontrar los mismos tipos fronterizos de los que se refiere León66. Este autor tampoco se plantea en la lógica de dominadores versus dominados, lo cual de nuevo es un ejemplo que las herramientas con las que se trabaja (en este caso los estudios fronterizos) no explican o no condicionan las respuestas que puedan darse. De hecho, nos parece que León no está en la línea de plantear la ocupación de la Araucanía como el final de un proceso o como el inicio de la conformación definitiva del pueblo chileno, sino por el contrario, como una verdadera catástrofe tanto por la dramática desestruc- turación del orden sociopolítico de los mapuches, como por la ola de bandolerismo a la que se empujó a los afuerinos (violencia mestiza) que arrastró tanto a indígenas como a inmigrantes

63 Armando de Ramón, Ricardo Couyoumdjian, Samuel Vial. Historia de América I. La gestación del mundo hispanoamericano (Santiago, Editorial Andrés Bello, 1992), p.314. 64 Ibídem, p. 315. 65 Ibídem, p. 316-317. Estos problemas son tratados en extenso entre las páginas 314-366. 66 En Marta Brunet, Obras completas (Santiago, Zig-Zag, 1962), pp. 359-388, 417-452. De Tralca-mawida a Santa Juana 33 producto del vacío de poder que se generó en la zona. El estado terminó con una forma de or- denamiento del espacio, pero no fue capaz, por lo menos no todavía en el 1900, de articular una nueva y por sobre todo, eficaz67. El punto es importante porque precisamente esa ha sido una de las críticas de quienes han enfo- cado los estudios indígenas desde las relaciones interétnicas. Primero, su carácter etnocéntrico en relación al avance europeo y el poco valor que se daría a los indígenas en este enfoque; se- gundo, el que al explicar la historia indígena a partir de las relaciones fronterizas, se genera un reduccionismo, pues se remite a un periodo (colonia) y región particular (en este caso la Arau- canía), en tanto, las relaciones interétnicas comenzarían con el arribo de los españoles y todavía no concluyen68. Podríamos agregar que esas relaciones comienzan mucho antes, sabiendo que uno de esos momentos corresponde a la llegada de los Incas a Chile central y su avance hacia el sur, hacia el siglo XIV. En sintonía con lo anterior, un segundo enfoque de la problemática que nos ocupa es el desa- rrollado por el filósofo José Bengoa. Este autor visualiza dos grandes momentos en la historia de la guerra. El primero corresponde al siglo XVI. Para este trabajo es importante que al arribo de los europeos Bengoa caracterice a los antiguos mapuches del sur como una sociedad ribereña: “Era esta una región densamente poblada, en la que sus habitantes habían desarrollado una cultura con sistemas de convivencia y organización eficientes. La vida productiva y social transcurría al borde de los ríos que cruzan por todas partes la Araucanía. Las canoas circulaban trayendo y llevando productos y personas que reunían en ‘lugares señalados’ donde se comía, se bebía y se administraba la justicia. Eran los aliwen, lugares de en- cuentro, recreación y donde se trataban los asuntos de buen gobierno. El poder político residía en los jefes de las grandes familias quienes urdían la paz mediante alianzas ma- trimoniales. Era una sociedad donde la sociabilidad era permanente. Por ello se había desarrollado un amplio sistema de cortesía, lo que permitió que la vida transcurriera sin necesidad de crear un estado centralizado, un poder externo a ellos mismos, a las fami- lias. Esa sociedad de subsistencia, sin acumulación de excedentes, no estaba preparada ni dispuesta al trabajo forzado, ni menos para servir a los extranjeros. Cuando éstos llegaron se produjo un choque brutal…”69. Según propone Bengoa, los antiguos mapuches del sur se enfrentaron a los europeos mediante una guerra ceremoniosa y ritual, ligada más a la religión y ostentación que “al sometimiento, que al arte de matar y exterminar…”. El enfrentamiento con los españoles los obliga a secularizar su forma de luchar, pero en veinte años su población es diezmada por los españoles: “Muertes en batalla, crueldades, enfermedades, hambre, conducen a que en un corto periodo más de

67 Leonardo León, Araucanía: la violencia mestiza y el mito de la “Pacificación”: 1880-1900 (Santiago, Uni- versidad Arcis, 2005). 68 Rolf Foerster y Jorge Vergara, “¿Relaciones interétnicas o relaciones fronterizas?” Historia Indígena N° 1, 1996, 9-33. 69 José Bengoa, Historia de los antiguos mapuches del sur. Desde antes de la llegada de los españoles hasta las paces de Quilín (Santiago, Catalonia, 2007), p.21. 34 Fernando Venegas Espinoza un millón de habitantes que habitaban en lo que hoy es el sur de Chile disminuya a menos de doscientos mil…”70. A pesar de haber estado a punto de sucumbir, el triunfo de Curalaba (1598) permitirá el inicio de una nueva etapa, en la que se va a producir la refundación de la sociedad indígena, aunque sobre bases distintas de las prehispánicas: “Habían adoptado los animales y semillas europeas, muchos españoles y criollos vivían entre ellos o eran sus cautivos y principalmente cautivas, muchos jefes incluso eran hijos de madres españolas. Cambia la guerra y se desequilibra. En las márgenes del Biobío el Padre Luis de Valdivia, jesuita, construye Catiray. Es el sueño de la convivencia pacífica entre esa cultura religiosa católica y los indígenas. Sueño frustrado en Elicura, donde, en la hasta hoy denominada ‘agüita de la perdiz’ mueren tres curri patiru, ‘padres de negro’, a manos de los mapuches, en un confuso episodio. Pasan los años. Sigue la guerra, pero queda en el aire la posibilidad de lograr nuevas tratativas de paz. El primer parlamento es con el Gobernador del Reyno en Quillín y firman las paces, con la mayor solemnidad. Se inicia un largo periodo de dos siglos de vida independiente en la Araucanía que posibilitó la existencia actual de la sociedad mapuche”71. Durante este periodo es que se produce el tránsito desde la original sociedad ribereña a otra ga- nadera, que va a cruzar la cordillera y va a dominar la pampa: “Se transformaron en maloqueros, arreadores de ganado, gente brava que formó una de las culturas ecuestres más importantes de América y cuyos territorios durante dos siglos unían el Pacífico con el Atlántico”72. Un tercer enfoque es el que ha sido propuesto por el antropólogo Guillaume Boccara y del que ya hemos hecho referencia anteriormente. Para Boccara, en primer lugar, los pueblos indígenas situados entre el Itata y el Toltén habrían correspondido a los reche, los cuales, por un proceso de etnogésis, conformarán en el siglo XVIII, los mapuches. En segundo lugar, Boccara decons- truye la hipótesis de las relaciones fronterizas y entre varios alcances, le hace, a nuestro juicio, dos importantes. Primero, el no considerar que a pesar que las relaciones fronterizas fueron cada vez más importantes entre hispanos-criollos e indígenas, entre otros actores, la voluntad de sujeción de los indígenas nunca desapareció por parte de los europeos. De lo que se trató entonces fue que se comenzaron a utilizar técnicas más modernas de “civilización”, pasando de una lógica explotación-dominación a otra de asimilación-civilización. Segundo, Boccara subraya que la imposición de un modelo no se hace sólo mediante el uso de armas de guerra: “…no es porque desaparece la conquista por las armas, que la violencia de la imposición arbitraria de una forma sociocultural (mediante los medios más sutiles de la política) debe ser entendida como paz”. En definitiva, siguiendo el análisis que hace del poder Michel Foucault, su propuesta es que el tránsito de una guerra total y encarnizada a la búsqueda de relaciones pacíficas no fue tanto producto de las llamadas relaciones fronterizas, sino de la implementación de nuevas formas de poder, dominación y gobierno.

70 Ibídem, pp.21-22. 71 Ibídem, p.22. 72 Ibídem, pp. 23-24. De Tralca-mawida a Santa Juana 35

La propuesta de Boccara es que el poder predominante entre 1541-1641 (hasta el Parlamento de Quillín) fue el soberano. Este periodo “se caracteriza por la guerra a sangre y fuego y por la paz esporádica”. Los dispositivos de poder predominantes son “la encomienda, el esclavismo, la maloca, la expedición guerrera, el fuerte, y en un nivel discursivo, el requerimiento”73. En tanto, entre 1641-1810, la forma de poder predominante fue el civilizador, adelantado ya por el Jesuita Luis de Valdivia, con su proyecto de guerra defensiva (1612-1624). Es en esta etapa en donde, si bien, la guerra dejó de ser el mecanismo principal de sujeción, surgieron otros, que se desarrolla- ron “a partir de los dispositivos originales de la misión, del parlamento, del control del comercio, etc.”74. En consecuencia: “lo que se establece entre los siglos XVII y XVIII constituye una nueva tecnología de poder que tiene como principal objetivo normalizar, contabilizar, disciplinar o, en una sola palabra y retomando la expresión de la época, ‘civilizar al indígena’…lo que emerge durante esta nueva época histórica es otra manera de hacer la guerra, una guerra silenciosa: la política”75. Según los lineamientos propuestos por Guillaume Boccara, la presión colonial ejercida sobre las poblaciones indígenas entre el Itata y el Toltén, a pesar de su resistencia, va a tener un profundo efecto: “Los indígenas guerreros mutan en hábiles comerciantes, raiders (maloqueros) y ganade- ros. Los caciques conocen un incremento espectacular de su riqueza y se vuelven diestros negociadores políticos. Las reestructuraciones económicas actúan en el sentido de un au- mento de la potencia guerrera y tienden a reforzar la independencia política y económica de los grupos insumisos de las tierras del interior. Los indígenas llegan incluso a invertir la relación fuerza a su favor. La sociedad colonial-fronteriza depende de los grupos rebeldes para su aprovisionamiento en ponchos y ganado”76. En relación a la comentada propuesta, Francis Goicovich plantea que el periodo que va desde 1598 hasta 1683 está cruzado por un conjunto de situaciones que permiten consignarlo como una etapa específica en las relaciones interétnicas que se gestaron al sur del Biobío. En primer lugar, la derrota española en Curalaba evidenció lo ineficaz del modelo con que los conquistado- res esperaban dominar a los indígenas, que por lo demás había fracasado ya en los inicios de la Conquista en Tucapel (1553). A pesar de ello, se siguió intentando reconstruirlo, lo cual fracasó no sólo por “un complejo entramado de alianzas socioterritoriales indígenas”, sino además por “la implementación de un nuevo modelo de dominación que tuvo en la Compañía de Jesús a su alma gestora”. En 1683 dos situaciones favorecieron la imposición del proyecto jesuita. La aboli- ción legal de la esclavitud y la profundización de la labor de los misioneros77.

73 Boccara, Los Vencedores, p. 231. 74 Ibídem, pp.254. 75 Idem. 76 Ibídem, pp.304-305. 77 Francis Goicovich V., “Entre la Conquista y la Consolidación Fronteriza: Dispositivos de Poder Hispánico en los Bosques Meridionales del Reino de Chile durante la etapa de transición (1598-1683), Historia 40, vol. 2, 2007, pp. 311-332. 36 Fernando Venegas Espinoza

Respecto de los planteamientos analizados, y sin desconocer los distintos énfasis, nos parece que las propuestas de Boccara y Villalobos son complementarias. Una diferencia relevante estaría en que mientras el enfoque de las relaciones fronterizas hace énfasis en una mirada de historia social de larga duración, el enfoque de las relaciones de poder lo hace más bien desde una óptica de historia política. La otra diferencia es que para Villalobos, la historia de la frontera vendría a concluir en el siglo XIX con el avance del Estado Nacional y la integración de su territorio a la eco- nomía mundial. Lo que vendría después es la conformación de una sola historia, la nacional, en la que los mapuches aportan a través del sincretismo cultural. Para Boccara en tanto, el avance del Estado sobre los mapuches no significa a su vez el avance hacia la conformación de un solo pueblo mestizo, sino que, nos parece, en sintonía con Jorge Pinto, el tránsito de una nación o de una cultura hacia la exclusión78. Por nuestra parte, pensamos que la línea fronteriza del Biobío a partir del siglo XVIII fue una con- secuencia de la falta de recursos materiales y humanos de las autoridades hispanocriollas para dominar a los mapuches más que producto de un poder que hiciera énfasis en la labor civiliza- dora de los misioneros. Asimismo, los parlamentos fueron un mecanismo adicional para intentar asegurar la estabilidad de la frontera, más que el propósito de querer lograr civilizar a quienes en no pocos documentos oficiales se les siguió considerando como enemigos. Por otra parte, y a pesar que todavía hay especialistas que siguen refiriéndose al avances del es- tado chileno sobre la “Araucanía” como pacificación79. En este trabajo, la consideraremos como una ocupación.

La importancia de los fuertes en la conquista de América y en la contención de la frontera del Biobío en Chile Las fortificaciones españolas en América y Filipinas fueron construidas esencialmente para de- fenderse del enemigo extranjero (ingleses, holandeses y franceses). Sólo se reconocen dos áreas en donde se construyeron fortificaciones orientadas hacia el “enemigo interno”: en las fronteras de conquista de México y Chile. Para el caso de México, en el siglo XVI su establecimiento fue producto de la valorización minera que se hizo de los territorios del norte con la consecuente expansión hispana sobre ellos, que fue resistida por los Chichimecas. Junto con los conquistadores, fueron los misioneros franciscanos y agustinos los que inicialmente intentaron ocupar y controlar los territorios. La construcción de presidios (fuertes) fue iniciada por el virrey Martín Enriquez de Almanza en 1568. Se erigieron para proteger el tráfico en los despoblados por los que pasaba el “camino real de tierra adentro”, los asientos mineros, los poblados y para la defensa de los indígenas que no se opusieron al avan- ce europeo. El carácter de estos fuertes habría sido esencialmente defensivo. Cuando hacia 1590

78 Jorge Pinto Rodríguez, La formación del Estado y la nación, y el pueblo mapuche. De la inclusión a la exclu- sión. (Santiago: Dirección de Bibliotecas Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2003). 79 Por ejemplo, Manuel Ravest M., “Arauco…Siempre Arauco”, En Cornelio Saavera, Documentos relativos a la Ocupación de Arauco, que contienen los trabajos practicados desde 1861 hasta la fecha (Santiago, Cáma- ra Chilena de la Construcción, Pontificia Universidad Católica de Chile, DIBAM, 2009), pp.ix-lix. De Tralca-mawida a Santa Juana 37 se logró la paz con los Chichimecas, ya se habían establecido más de 50 presidios. Muchos de ellos devendrían posteriormente en pueblos y ciudades. Como es sabido, el avance hacia el norte no se detuvo y se proyectó hasta Santa Fe (río Grande). En esta zona, los presidios construidos en el siglo XVI sólo fueron dos. En el siglo s. XVII sumaron doce. Ya en 1764 había treinta y cinco, contabilizándose treinta y dos en 1771. Estos se situaron en Sonora, Nuevo México, Santa Fe, Texas, Coahuila, Nuevo Santander, Nuevo Reino de León y Nueva Galicia: en el presente, norte de México y sur oeste de Estados Unidos. En Chile, como es sabido, las fortificaciones españolas fueron levantadas esencialmente en el contexto de la conquista de las poblaciones aborígenes y de los territorios situados al sur del Toltén y particularmente del río Biobío. Gabriel Guarda en una mirada que abarca los siglos XVI al XVIII señala que entre el Itata y el Bio- bío se levantaron noventa y siete defensas, entre el Biobío y el Toltén (Araucanía) ciento cincuen- ta y cinco, y entre el Toltén y el Seno de Reloncaví veintisiete. En consecuencia, está claro que la complejidad de la frontera del llamado Reino de Chile fue mayor que la mexicana. En contraste, durante el siglo XVI, a diferencia de los presidios mexicanos, la mayoría de las forti- ficaciones que se construyeron no tuvieron un carácter permanente o fueron efímeras. Algunas de ellas eran “tugurios” que se componían de “unas estacas de madera por muralla y una casa pajiza por medio”. También contaron con torreones de los mismos materiales. No se conservan planos de ninguno de ellos. En consecuencia, aunque no se puede negar la preocupación de los gobernadores por sostener la presencia hispana en este espacio, es inobjetable que los recursos que dispusieron para ello fueron insuficientes. Eran los encomenderos y vecinos de ciudades como Santiago o Concepción los que debían sostener la conquista con derramas (contribuciones forzosas). Es relevante considerar que tampoco se contó con un ejército profesional, los que combatían eran huestes de vecinos. En el siglo XVII, en el gobierno de Alonso de Ribera, esta disposición cambió de modo importante. Ha sido recalcado que la derrota hispanocriolla de Curalaba (1598) y el arrasamiento de las ciuda- des del sur que le siguió, llevó obligadamente a establecer como frontera el río Biobío. Sin embar- go, puede decirse que ello en estricto rigor sólo fue de modo inicial, pues hasta comienzos del siglo XVIII, la frontera que se estableció a través de la disposición de fuertes en espacios estratégicos, partía desde el curso medio del río Biobío –donde confluye el río Duqueco–, hasta su desemboca- dura, pero, sin renunciar del todo a la conquista de la Araucanía, como lo prueba el establecimiento de los fuertes de San Ignacio de Boroa y Paicaví en 1606, y los de Encarnación y Repocura, en 1666 y 1694 respectivamente. Con Ribera esa frontera se consolidó además con el establecimiento de un “ejército profesional” y la consecución de recursos permanentes para su sostenimiento (real situado). Sin embargo, en la práctica las situaciones no funcionaron del todo bien. Por ejemplo, es sabido que las remesas del real situado solían retrasarse. Los virreyes hacían descuentos impor- tantes de las mismas. No todo se enviaba en dinero y un monto relevante se remitía en especies80.

80 Sergio Villalobos, Historia del pueblo chileno, tomo IV (Santiago, Editorial Universitaria, 2000), pp.35-36. 38 Fernando Venegas Espinoza

Ilustración 1. Corresponde a una reconstitución ideal del fuerte con empalizada y foso de principios del siglo XVI. Ilustración 2. representa la reconstitución ideal del Fuerte de Arauco de acuerdo a las informaciones otorgadas por el gobernador Alonso de Ribera. Ambas ilustraciones fueron realizadas por el historiador Sergio Villalobos (Historia del Pueblo Chileno, tomo iv, pp. 33-35).

Respecto de las fortificaciones, y a pesar de contarse con mayores recursos para su levantamien- to y mantención, la mayoría siguió construyéndose de empalizada. Sergio Villalobos, apoyándose en las críticas observaciones realizadas por Alonso González de Nájera, testigo directo desu situación, señala al respecto: “Las fortificaciones erigidas en la Araucanía fueron de diverso tipo. En algunos casos no pasaron de ser elementos defensivos, como fosos y empalizadas de carácter circunstan- cial. Hubo albarradas o armazones de troncos y palos bien trabados, situados, por lo ge- neral, en pasos estrechos para detener principalmente la acometida de la caballería. Los fuertes o castillos fueron las defensas más estables, aunque variaron mucho en sus carac- De Tralca-mawida a Santa Juana 39

terísticas. Los más sencillos, construidos con rapidez, eran empalizadas de cuatro metros de alto con un portón de madera recia, rodeado de un foso de poco ancho y profundidad. Unos pocos ranchos en el interior albergaban una guarnición reducida, encargada de vigi- lar los movimientos de los nativos. A este tipo se refiere un documento de 1621: ‘son algo más de una cuadra, cercados de unos palos hincados y dentro unos bohíos de paja en que los españoles se alojan; en éstos están los soldados desnudos, descalzos y en algunos moliendo trigo que muelen a fuerza de brazos, en unas piedras”81. En relación con estas fortificaciones Villalobos expresa que no pocas de ellas tuvieron empaliza- das más elaboradas, amarradas por dentro con “cintas” o “travesaños atados a los troncos por látigos de cuero de vaca”. No obstante, solían dejar huecos, “por donde los asaltantes metían sus lanzas y herían a los defensores”. En los ángulos exteriores de los muros, “se construían cubos o baluartes, que sobresalían para dominar con sus tiros el campo cercano y los lienzos o muros de cada lado. En ellos se ubicaban los cañones y en parte los mosquetes y arcabuces. Estos últimos se colocaban en troneras estrechas practicadas en los lienzos”82. La entrada solía estar custodiada por “un puente levadizo, un portón, un rastrillo, reja o trama de palos duros”, que se alzaba desde el interior con roldanas. En el interior, a un metro y medio de distancia de la empalizada exterior, se levantaba otra, de dos metros de alto, en la que se hacía un relleno de fajina y tierra. Con ella se conformaba un te- rraplén para que circulasen las rondas. Siempre en el interior, el jefe, los oficiales y el sacerdote, “disponían de casas de adobe con techo de teja, mientras los soldados vivían en barracas de madera o generalmente en ranchos de paja. Para guardar las botijas de pólvora se cavaba un polvorín o se erigía uno con gruesas paredes de adobe y cubierta de teja. Solía haber alguna caballeriza de palos y paja, un molino y una herrería. La capilla, de adobe y teja, era infaltable”83. Villalobos da además otra referencia importante. Los fuertes con muros de adobe fueron es- casos, quizá sólo fueron aquellos a los que se les asignó más importancia estratégica: Arauco, Yumbel, Nacimiento y Purén. “Sus muros, de un grosor de un metro diez, se asentaban sobre bolones de piedra a nivel del suelo y en el remate superior eran protegidos con paja para reducir el deterioro por las lluvias. Por el lado interior, también tenían un pasadizo descubierto, hecho del mismo modo que en los fuertes de madera. El de Arauco, al comenzar el siglo, tuvo un aspecto muy singular; a la manera de las casas de Castilla, ofrecía al exterior los muros y los teja- dos de las viviendas, y para contener a los atacantes disponía de cubos y troneras en las gruesas paredes. Obedecía al propósito de batir a los indígenas al aproximarse, sin llegar

81 Ibídem, pp. 32-33. 82 Idem. 83 Ibídem, p. 33. 40 Fernando Venegas Espinoza

a la lucha cuerpo a cuerpo. La carencia de un pasadizo para los centinelas y defensores era una falla grave. Tenía, además, inconvenientes en sus detalles, como ocurría con las troneras, alargadas y estrechas, que perforaban los muros sin abrirse en ángulo hacia fuera, obligando a disparar en una sola línea de fuego”84. El valor de estas fortificaciones estuvo en el rol que tuvieron en el sistema de fuertes en la fronte- ra establecida por el mencionado Alonso de Ribera. Gabriel Guarda explica que es a partir de este momento que comienza a imponerse el término genérico de plazas de la Frontera, “para designar el conjunto de fortificaciones dependientes unas de otras que, como una cadena, terminan por guarnecer los puestos claves de aquella agitada zona en los márge- nes de los Ríos Biobío y Laja, con sus respectivos afluentes”85 . Guarda insiste en un aspecto que no es menor en el ejercicio que realizamos. La visión fragmen- taria o localista de cada uno de estos fuertes desvirtúa absolutamente su sentido. La importancia de entender su lógica dentro de una mirada de conjunto es reforzada por los informes –realiza- dos por oficiales, ingenieros militares o sacerdotes–, que se hicieron sobre estos durante el siglo XVIII, la mayoría de los cuales suelen abarcar la totalidad de las plazas fronterizas. En consecuen- cia, más allá del análisis puntual que pueda realizarse del fuerte Santa Juana, “…la Frontera […], parece obedecer a un plan general donde el papel de cada una de las partes es sólo un engranaje dentro del funcionamiento del conjunto. Cabe agregar que los mandos, sino las mismas guarniciones, van rotando de un punto a otro y bene- ficiándose del tecnicismo que se ha ido adquiriendo dentro del servicio de estas plazas, completamente distinto al que caracteriza a las guarniciones costeras. Aún más, parte importante de la ocupación de los gobernadores del Reino la absorbe la atención de la frontera. No en vano su rango es de Capitán General”86. En este trabajo nos alejaremos de la propuesta de Guarda en el sentido que el término plaza for- tificada, como lo apreciaremos concretamente más adelante, producto de la influencia francesa, va a llegar a España en el siglo XVIII, siendo utilizado como sinónimo de fortaleza, a diferencia del siglo XVII en donde fortalezas y fuertes aparecen en los documentos como conceptos equivalen- tes. Cuando se quiere resaltar la importancia de una fortaleza, Alonso de Ovalle lo hace indicán- dolas como “principales”. Las fortalezas emplazadas en los bosques del sur tuvieron un carácter sistémico desde un comienzo: Arauco, Tucapel y Purén debían apoyarse entre ellas y de hecho, así lo hicieron aunque frustradamente87. El otro concepto que se utiliza con frecuencia en el siglo

84 Ibídem, p.34. 85 Gabriel Guarda, Flandes Indiano. Las fortificaciones del Reino de Chile, 1541-1826 (Santiago, Ediciones Universidad Católica de Chile, 1990), pp.199. 86 Ibídem, pp. 201. 87 Según el Diccionario de la RAE de 1737, entre las acepciones de Fortaleza están: “incapacidad u dificul- tad de algún sitio, para ser vencido o penetrado por su natural aspereza y fragosidad. Se llama también cualquier lugar bien flanqueado y defendido. Dividese en regular e irregular. Fortaleza regular es la que tiene todos sus lados y ángulos iguales: Irregular la que tiene los lados o ángulos desiguales”. En tanto, por Fortín se entiende, “Aquella obra que se levanta para defender el ejército en campaña, que viene a ser una De Tralca-mawida a Santa Juana 41

XVII es el de Tercio, para referirse a una unidad militar que era situada en un lugar considerado estratégico para el control de una región. Una segunda situación muy importante, a pesar de tratarse de la “amenaza externa” fue el cada vez más continuo arribo de piratas y corsarios a las costas chilenas: ingleses a fines del s.XVI, holandeses y franceses durante el siglo XVII. Ello tuvo como uno de sus momentos culminantes la ocupación holandesa de Valdivia (1643). Lo anterior se tradujo en una mayor preocupación del estado español por la frontera chilena en tanto se temió que los “enemigos externos” se aliaran “con los internos”. A estas alturas, Chile era valorizado como la llave de entrada al Pacífico. A la luz de la bibliografía y documentación revisada para esta investigación constatamos que para el caso chileno, fue durante el siglo XVIII, y en particular durante la segunda mitad de ese siglo, que la presencia del estado en materia de fortificaciones va a ser más relevante de lo que había sido hasta ese momento. Ello se aprecia incluso respecto de la frontera que hasta ese momento había ocupado la atención preferente, la del “enemigo externo”, con la atención que se puso en la fortificación de la Isla Más Adentro del archipiélago de Juan Fernández, lo cual va a disuadir que esta siguiese siendo utilizada como recalada de corsarios y piratas, como venía ocurriendo fortaleza, que aunque más débil que la plaza, y que sus líneas de defensa no llegan a seiscientos pies, o las distancias de las puntas o ángulos de los baluartes distan menos que setecientos pies, es suficiente y de mucha utilidad para el fin a que se dirige. Llámase también fuerte de campaña”. Otra acepción de fortín es “pequeña fortaleza, en sitio que no está poblado”. Fuerte es definido como “fortaleza o sitio fortificado, para poderle defender con poca gente de la fuerza del enemigo”. Como plaza es definido un “lugar ancho y espacioso dentro del poblado, donde se venden los mantenimientos, y se tiene el trato común de los veci- nos y comarcanos. // Cualquier lugar fortificado para que la gente se pueda defender del enemigo // Sitio determinado y preciso para que pueda estar una cosa, donde hay otras de su especie”. En Real Academia de la Lengua Española, Diccionario de la lengua castellana en el que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las frases o modos de hablar, los proverbios o refranes y otras cosas convenientes de la lengua. Dedicado al Rey Nuestro señor Don Felipe V (Que Dios Guarde) a cuyas reales expensas se hace esta obra. Madrid, Imprenta de la Real Academia Española: Por los Herederos de Francisco del Hierro, 1737, pp. 296, 391-392 y 807. Por su parte, el especialista José Almirante y Torroella define plaza de la siguiente manera: “Su sentido militar más general es el de ciudad murada, aunque no se le añadan adjetivos, como fortificada, fuerte o de guerra. Madrid y otros puntos sin fortificar son militarmente plazas, es por extensión. En este concepto general, una plaza tiene varios adjetivos, que se definen en su lugar alfabético: abastecida, abierta, amenazada, acordonada, aislada, armada, artillada, asediada, avanzada, bloqueada, ceñida, cercada, conjugada, cortada, desmantelada, fluvial, fronteriza, guarnecida, hambreada, marítima, observada, pertrechada, rebasada, sitiada, socorrida, etc.- PLAZA DE ARMAS suele confundirse en el lenguaje vulgar con plaza FUERTE O DE GUERRA. Los ingenieros llaman técnicamente plaza de armas ENTRANTE O SALIENTE a las del CAMINO CUBIERTO, cuya intención atribuye Zastrow a Gerónimo Cattaneo (Brescia, 1571). También son PLAZAS DE ARMAS ciertos trozos de PARALELA (V.e.v.). o TRINCHERA, desti- nadas en el ataque a recibir y cubrir grandes SOSTENES. Y en fin, PLAZA DE ARMAS, es en el tecnicismo general, el puesto de reunión, de formación, de ALARMA, de cualquier pueblo, CAMPO, POSICIÓN o CAN- TÓN. En la fortificación antigua de BALUARTES CON FLANCOS REFORZADOS de varios órdenes, plaza baja solía llamarse al FLANCO BAJO: así como plaza ALTA al Caballero (V.e.v.) como más DOMINANTE.- Por otra parte, PLAZA tiene un sentido más personal, individual. Un batallón tiene “tantas plazas”, tantos hombres: plaza DE PREST, plaza de RANCHO, el soldado bajo el aspecto administrativo. plaza VIVA y al contrario plaza MUERTA, volante o supuesta (…). Por otro lado PLAZA es puesto, empleo, oficio. Borrar, suprimir la plaza. – Fama u opinión: pasar plaza de valiente.- Hacer lugar, despejar.- Sentar plaza, alistarse de soldado”. En Diccionario militar, etimológico, histórico, tecnológico, pp. 911-912. 42 Fernando Venegas Espinoza desde el siglo XVII88. Lo que indicamos va a ser reforzado con un conjunto de medidas relaciona- das con las reformas que se hicieron en el plano de la defensa americana, como la creación de un ejército de dotación permanente y de las milicias89. A lo anterior se le debe agregar la impor- tancia de los parlamentos. En ese sentido, independientemente de la terminología que propone Boccara (el tránsito de un poder soberano a otro civilizador desde el siglo XVI al XVIII), creemos que lo fundamental es que asociado al reformismo Borbón, la presencia del estado español en la frontera fue mayor. En con- secuencia, sin desconocer los cambios en el manejo de la defensa americana y particularmente en relación a la guerra de Arauco, y la conexión que ello tuvo con las nuevas concepciones del poder europeas, no se puede dejar de tener en consideración la variable espacio-temporal para la comprensión del problema. En efecto, si hacemos ucronía e invertimos la situación, resulta im- posible pensar que dispositivos de control como las misiones o los parlamentos fuesen eficaces en la conquista del territorio durante el siglo XVI; de hecho, no lo fueron ni siquiera a comienzos del siglo XVII a pesar de los empeños de Luis de Valdivia. Para entonces, lo que interesaba a los conquistadores era obtener fama, poder y riqueza y a la corona, que todo lo anterior se lograra sin desconocer la autoridad real, es decir, que en América no se reeditara la experiencia feudal90. También es importante tener claro que estamos hablando de un espacio periférico en relación a la conquista de las llamadas Indias Occidentales. Pues si la Araucanía hubiese sido un punto de ingreso de los conquistadores equivalente a la Española en las Antillas, la población aborigen habría desaparecido totalmente. Nos parece que un primer cambio relevante respecto al manejo de la guerra en el siglo XVIII fue el introducido en el gobierno de Gabriel Cano de Aponte, con motivo del alzamiento mapuche de 1723. En efecto, puede decirse que Cano de Aponte estableció una nueva frontera. Desde su perspectiva, mantener los fuertes al sur del Biobío, además de imponer a la real hacienda grandes gastos que no se compensaba con los beneficios que se generaban, eran motivo de in- tranquilidad para los indígenas, y razón de trances y conflictos permanentes, “sin que sirviesen en nada para adelantar la conquista definitiva de aquella parte del territorio que no debía llevarse a cabo sino con elementos militares de que el reino no podía disponer. Las campeadas hechas en el territorio enemigo no producirían tampoco resultado positivo, desde que los indios, bastante adiestrados en la guerra, sabían evitar todo combate que pudiera serles desastroso”91. En razón de lo anterior, el gobernador decidió abandonar y destruir los fuertes situados al sur de la raya del Biobío y levantar otros en la ribera norte de la hoya hidrográfica de ese río con los

88 Fernando Venegas E., “Juan Fernández, un archipiélago en el océano de la Historia”, en Sergio Elórtegui F., Archipiélago Juan Fernández. Guía de Exploración Naturalista. Explora Conicyt & Taller La Era, 2006. 89 En relación a estos aspectos, seguimos los planteamientos de Juan Marchena, Ejército y milicias en el mundo colonial americano (Santiago, MAPFRE, 1992). 90 Armando de Ramón et al., Historia de América, pp.199-200. 91 Ibídem, pp. 42-44 De Tralca-mawida a Santa Juana 43 cuales esperaba cerrar todas las entradas por las que los indígenas pudiesen ingresar a territorio dominado por los hispanocriollos. Según explica Barros Arana, en octubre de 1724: “…se retiraron las guarniciones de Colcura, Arauco y Tucapel, se demolieron los fuertes y se transportaron a Concepción las armas, la tropa y las familias que allí se hallaban. En diciembre, se envió otra división que penetrando el valle central despobló los fuertes de Purén y Nacimiento, el primero de los cuales se hallaba sitiado por los indios desde hace varios meses. A fines de 1724 fueron retirados todos aquellos fuertes y retiradas sus guarniciones al norte del Biobío. Se dio principio a la construcción de nuevos fuertes, todos los cuales recibieron los mis- mos nombres de los que acababan de ser abandonados. En el delta formado por los ríos Duqueco y Biobío, a orillas de este último y un poco más arriba del sitio que en años an- teriores se erigió la plaza de San Carlos, se levantó el fuerte Purén. Diez leguas más abajo, y siempre al norte del Biobío, y casi frente del lugar donde había existido el fuerte Naci- miento, se construyó otro con el mismo nombre. Dieciocho leguas más abajo se hallaba el fuerte Talcamávida, que fue conservado, pero cuyas defensas se reforzaron. Mucho más al poniente todavía, en las alturas de Hualpén, casi en la embocadura del Biobío, se esta- bleció otro fuerte con el nombre de Arauco, que sólo subsistió algunos años. Por último, al pie de la cordillera al norte del río de la Laja se levantó otro fuerte que fue denominado Tucapel, con el cual se creía cerrar la entrada de los Indios puelches y pehuenches al te- rritorio que ocupaban los españoles”92. La determinación del gobernador tuvo ácidos detractores, que la consideraron un grave error que se explicaba sólo por el afán de eximir a familiares de sus responsabilidades en el alzamiento de los indígenas. Vicente Carvallo y Goyeneche por ejemplo indicó que: “el público graduó de impremeditada y de acelerada la resolución del gobernador Cano de Aponte, que de nada más pudo servir que de emprender nuevos gastos en su reedifi- cación, y conoció que ella no tuvo otro objeto ni más designio que cortar la insurrección a toda costa, como causada por la codicia de su sobrino (Salamanca), y en una gran parte por el mismo en su delincuente tolerancia y disimulo. Pospuso los intereses del estado, del real servicio y del bien común, y sacrificó el real erario por salvar la conducta de su pariente. La moral y la filosofía que con esto se hace, yo no la entiendo, ni menos puedo concebir como estos gobernadores puedan resarcir los daños y perjuicios de tanta grave- dad que causan por capricho y por interés particular”93. Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo con aquella apreciación. También hubo quienes la consideraron acertada, como fue el caso del jesuita Joaquín Villarreal: “Si los fuertes, dice recordando estos sucesos, no nos defendían ni ofendían al enemigo, ¿de qué servían? De nada más que de conservar unos ranchos cubiertos de paja y cerca- dos de una mala estacada, pues, a excepción de Arauco, a esto se reducían los fuertes, y

92 Idem. 93 Ibídem, pp. 42-44 44 Fernando Venegas Espinoza

de mantener un pedazo de terreno en que había muy pocas familias españolas, y que, so- bre no valer a razón de un real de plata por fanega (medida agraria equivalente a 64 áreas y media), se puede recuperar en todo tiempo; y claro está que por unas conveniencias de tan poca monta, no era justo dejar expuesta la frontera a las hostilidades de los indios, constituirse en la precisión de juntar dos veces al año a costa de crecidos caudales, que no había, un cuerpo numeroso de milicianos para socorrerlos de víveres y municiones, y exponerse a perder el reino o a que durase la guerra treinta o cuarenta años”94. Las apreciaciones del sacerdote son interesantes además por el énfasis que hace en que las forti- ficaciones, salvo la de Arauco, no fueron más que “unos ranchos cubiertos de paja y cercados de una mala estacada”. Es decir, si bien, la institucionalización del ejército profesional en los albores del siglo XVII trajo consigo, como dice Gabriel Guarda, la circulación de personal proveniente de los tercios de Flandes e Italia, cuyo conocimiento necesariamente fue puesto en vigor en las obras emprendidas en la frontera, comparativamente a las fortificaciones portuarias que se emprendieron durante la segunda mitad de esa centuria en Valdivia, no recibieron una atención equivalente de parte del estado, siendo más bien comparables en términos constructivos con las obras defensivas que levantaron los conquistadores en el siglo XVI95. Una segunda iniciativa significativa que se desplegó durante todo el siglo XVIII hasta los albores del siglo XIX, fueron los parlamentos y visitas a la frontera. Es cierto que estas disposiciones no eran nuevas, no obstante, van a ser claves en el propósito de mantener las relaciones pacíficas dentro de la nueva frontera ideada por Cano de Aponte. Sin desconocer la importancia que tuvo la realización de cada uno de ellos, nos parece que fue el realizado en Negrete por el ya referido Cano de Aponte, en 1726, uno de los más trascendentales, puesto que sentó las bases esenciales de las relaciones que se esperaba construir entre indígenas y españoles en el futuro. Entre otras cosas, reguló los conchavos –el comercio, una de las materias en que se producían más abusos por los hispanocriolloss– determinando que estos se realizasen “en los tiempos y parajes en que se han de celebrar tres o cuatro ferias al año, o las más que se juzgaren necesarias…”. También se prohibió la extracción de indios por los españoles. José Antonio Manso de Velasco (1733-1745), visitó la frontera y celebró el parlamento de Tapi- hue (1738). Además de ratificarse los acuerdos generales tomados anteriormente, se exigió a los indígenas que consintiesen el ingreso de los misioneros a sus parcialidades. Para este goberna- dor, el interés por mantener la nueva frontera radicaba más en la falta de recursos para impulsar una campaña de exterminio o de dominación total de los indígenas que en la creencia de que era la política el camino para civilizarlos. Por ello le escribirá al monarca: “Es constante que los indios conservan en sus corazones el nativo y heredado odio a los españoles considerándolos intrusos en sus tierras, y usurpadores de la libertad y ocio que tanto aman con una gran falta de fe en sus palabras y operaciones; circunstancias que debe hacer en nosotros mayor y más preciso cuidado y vigilancia de conservar esta corta tropa y las pequeñas guarniciones de los fuertes, porque ordinariamente de la confianza en una

94 Idem. 95 Guarda, Flandes Indiano, pp. 233. De Tralca-mawida a Santa Juana 45

falible y aparente seguridad, se han originado muchos desgraciados sucesos como los que a tanta costa ha experimentado este reino con orgullo y soberbia de los indios. Los vicios que más reinan en la dureza de sus corazones, son muchos; pero especialmente y con exceso, los de la embriaguez y la poligamia, pues aquel que tiene más mujeres se reputa entre ellos por el más rico, como que compradas, según sus estilos, las tienen por esclavas. La palabra evangelio la oyen con poco aprecio y con menos fruto, sin que el gran celo de los misione- ros, que trabajan con inútil fatiga, consiga otro que el de los párvulos que bautizan en las temporadas que entran en sus tierras, y son felices en morir en las ordinarias y continuas embriagueces de los padres y de las madres, que, enajenadas, se hallan incapaces de admi- nistrarles el preciso nutrimento; pero en llegando, por su desgracia, a edad adulta, siguen ciegos los heredados errores y vicios que los hacen semejantes a los brutos, declinando a fieras, de las que no se diferencian en las costumbres. El medio único que yo encuentro para reducirlos a vida sociable es el poderoso brazo de V.M., el estruendo del cañón y el respeto del fusil que tanto temen, y restableciéndose los fuertes en situación donde se hallaban al tiempo de la sublevación del año 1723, o en otros sitios donde parecen más convenientes y seguros, se les fatigue con un cuerpo de mil hombres existentes, bien disci- plinados y pagados puntualmente con las demás providencias de municiones y pertrechos, que siéndoles respetable, les impondrá la ley, como creo se ejecutará, con poca efusión de sangre, para imponerlos en lo que como legítimos vasallos de V.M. deben observar y guardar, sacándolos de infieles esclavos del demonio a fieles esclavos de Dios, y que con- gregados vivan en pueblos. El extraño medio de capitular con estos indios, siendo vasallos de V.M., llenándolos de dádivas o agasajos, a cuyo fin tiene destinados V.M. 1.500 pesos en cada situado para atraerlos, me ha sido en sumo grado repugnante, porque comprendo lo indecoroso al honor de las armas de V.M.; y aunque en verdad lo parece a la vista, es un acto cuasi preciso, según nuestra constitución. Y para poder extinguir y quitar de raíz esto que aquí reputan como ley precisa, no encuentra mi desvelo otro medio más eficaz que el que llevo expresado para reducirlos a pueblos y a que vivan en política cristiana”96. Desde las perspectivas de Manso de Velasco, no siendo de fiar los acuerdos tomados en los parlamentos y pareciéndole que la cultura occidental no había podido penetrar en la Araucanía, lo único seguro para dominar aquellas poblaciones era el uso de la fuerza. En tanto aquello no se realizara, lo que había que hacer era “conservar la corta tropa” y “las pequeñas guarniciones de los fuertes”, con el más “preciso cuidado y vigilancia”. En esta observación crítica de Manso de Velasco, creemos visualizar dos iniciativas más que se van a desarrollar en el futuro –sin duda en el contexto del llamado Despotismo Ilustrado–, y que en complemento con la decisión de conformar una nueva frontera y proseguir con los parlamentos y su consiguiente inspección a las plazas fronterizas, va a ir estableciendo hacia la segunda mitad del siglo XVIII, una presencia cada vez más efectiva y disuasiva del estado. Manso de Velasco sentenció que con el más preciso cuidado y vigilancia había que conservar la corta tropa. Sabido que los Borbones introdujeron una serie de reformas tendientes a mejorar la

96 Barros Arana, Historia General de Chile, tomo 6, p. 1723. 46 Fernando Venegas Espinoza defensa de sus colonias, entre las cuales estuvo el perfeccionamiento del ejército americano y la creación de las milicias. Chile se benefició de esas medidas en lo general pero también se debió considerar su situación particular97. Según Barros Arana, si bien Alonso de Ribera se dio cuenta de la deficiente organización de las huestes, intentando conformar en los albores del siglo XVII un verdadero ejército permanente, como tal este no se regularizó sino bajo “la administración de algunos de los gobernadores del siglo siguiente, que introdujeron el régimen que los reyes de la casa de Borbón habían implantado en España”. Y bien, fue precisamente José Antonio Manso de Velasco quien en 1753, siendo virrey del Perú, estableció su organización, fijando el total de pla- zas en 1.113 hombres. En 1778 en el gobierno de Agustín de Jáuregui se hizo una transformación substancial que redistribuyó los cuerpos del ejército y aumentó su dotación a 1.900 efectivos. Barros Arana explica con claridad y precisión que: “El régimen de esos cuerpos y orden de ascensos fueron establecidos bajo la misma base del ejército permanente de España, y se conservó inalterable hasta la época de la revolu- ción de la independencia. Ese ejército estaba distribuido en varios cuerpos de las tres armas. La infantería era for- mada por dos batallones, uno de ocho compañías y 700 plazas, que residía en Concepción con el cargo de defender la costa y los fuertes de la frontera; y otro de seis compañías y 500 hombres, que estaba establecido en Valdivia. Los artilleros formaban sólo dos com- pañías, una fija de 50 hombres en Concepción, y otra de 60 en Valparaíso. La caballería formaba igualmente dos cuerpos, ambos de dragones, uno denominado “dragones de la frontera”, establecido en la provincia de Concepción y compuesto de 400 hombres, distribuidos en ocho compañías, y otro llamado de “dragones de la reina”, que residía en Santiago y que constaba de una sola compañía con 50 hombres. Los dragones, crea- dos en los ejércitos franceses a mediados del siglo XVI; eran arcabuceros montados que combatían indiferentemente a pie o a caballo, según las condiciones del terreno, y que se repartían en tiradores para atacar al enemigo por los flancos. En Chile, los dragones eran verdaderos soldados de caballería, armados de carabina y sable, a diferencia de los otros cuerpos de la misma orden, que sólo usaban arma blanca. Don Ambrosio O’Higgins, como comandante de dragones y como general en jefe del ejército, los había disciplinado convenientemente y utilizado sus servicios en la defensa de la frontera”98. El gobernador tenía el mando de todas las tropas como capitán general. Cuatro jefes militares nombrados directamente por el rey, comandantes de plazas, estaban bajo sus órdenes, siendo el más relevante el Intendente de Concepción (desde 1786), “de ordinario un brigadier o un coro- nel, que con un sueldo de 4.000 pesos anuales tenía el mando inmediato de todas las fuerzas de la frontera”. El gobernador de Valdivia, regularmente un coronel de ejército o un brigadier, era el jefe de todas las fuerzas de la plaza y gozaba de un sueldo de 3.000 pesos anuales y de una ración de víveres calculada para seis personas. El gobernador de Valparaíso, gozaba de sueldo similar, sin ración, pero su cargo era menos importante por el reducido número de tropas. El gobernador

97 Barros Arana, Historia General de Chile, tomo 6, pp. 338-344 98 Ibídem, pp. 342-343. De Tralca-mawida a Santa Juana 47 de Juan Fernández, tenía el sueldo más bajo, 1.200 pesos, y disponía de un destacamento de 50 soldados de infantería que además operaban como artilleros. El que los gobernadores de Chile y los virreyes del Perú nombraran a los jefes y oficiales del ejército se prestó para malas prácticas, ya que fueron dispuestos en cargos claves, “parientes y favoritos, muchas veces de reconocida incapacidad”. Ello llevó a que se concentrase en el rey, el derecho a hacer todos los nombramientos, los cuales se hicieron en españoles o en irlandeses de nacimiento. Los americanos también eran admitidos, aunque en menor medida. Barros Arana explica que: “Los soldados, cabos, sargentos y tambores, eran, casi en su totalidad chilenos de ori- gen. Muchos militares más entendidos y experimentados que habían servido en el reino desde los tiempos que se siguieron a los primeros años de la conquista española, reco- mendaban al criollo de Chile, ya fuera de pura sangre española, ya mestizo de español y de india, como un soldado excelente, vigoroso, sobrio, sufrido en las marchas, dócil en la disciplina, pronto a aprender en el manejo de las armas y las evoluciones, resignado para soportar las mayores privaciones, y dotado, además, de un valor que en ocasiones ne- cesarias iba hasta la temeridad. Algunos de los jefes preferían a los soldados que venían de España, y así lo hicieron presente al rey. No existía un orden regular de enrolamiento, ni se exigía para ser soldado otra condición que la de tener una salud robusta. Muchos individuos se alistaban voluntariamente en el ejército; otros eran reclutados con más o menos violencia entre los vagos de las ciudades y de los campos, que no tenían ocupación conocida; y con frecuencia se condenaba a servir en los cuerpos de línea, particularmente en las guarniciones de Valdivia y de Juan Fernández, a los delincuentes de hurtos y de pendencias. La disciplina militar, observada con toda rigidez, sino bastaba para corregir- los definitivamente, servía para mantenerlos sumisos”99. A partir del gobierno de Manso de Velasco se comenzó a regularizar en el “Reino de Chile” el servicio militar. Nótese las diferencias importantes respecto del siglo XVII, según lo que indica Barros Arana. “Los sueldos de los oficiales y la tropa se pagaban con la más escrupulosa puntualidad, y no daban origen a los escándalos y abusos de otros tiempos. Oficiales de cierto mérito, que habían venido de España, con el cargo de instructores, enseñaban el uso de las armas y las evoluciones militares. Cuidábase cuanto era posible de mantener el buen equipo del soldado; pero a pesar del gasto considerable que este ocasionaba, el vestuario y el arma- mento de la tropa dejaba mucho que desear. Ninguno de esos cuerpos tenía banda de música; algunos tambores y algunos cuantos pífanos servían para tocar llamada e indicar los movimientos en las paradas militares”100. En 1777, en el gobierno de Agustín de Jáuregui se introdujo otra reforma relevante: la organiza- ción de las milicias. Todo hombre libre, entre los 15 y los 45 años estaba obligado a servir en ellas. Sólo se exceptuaron a los “eclesiásticos, jueces, abogados, notarios, procuradores de la ciudad,

99 Idem. 100 Idem. 48 Fernando Venegas Espinoza médicos, boticarios, procuradores, administradores del tesoro real, sacristanes, maestros de es- cuela y gramática y los factores de la renta de tabacos; pero los hijos, dependientes o sirvientes estaban sujetos al servicio obligatorio”. Las milicias se distribuyeron en cuerpos de infantería y caballería. Guarnecían las poblaciones en las que no había tropa de línea, “recibiendo una módi- ca gratificación por cada día de servicio”. Debían acuartelarse y marchar donde se les mandase cada vez que hubiera peligro de invasión extranjera o de conmoción interior. Barros Arana agrega que estas halagaban la ambición de los colonos y que: “los títulos y galones de comandante o capitán de milicias, eran considerados una alta y honrosa distinción por los hombres más ricos y considerados de la colonia, los cuales, además, solicitaban con empeño para sus hijos el título de cadete, cuando apenas conta- ban éstos con cuatro o cinco años de edad”. Cabe señalar que al menos en la organización del Ejército establecida por José Manso de Velasco se omite la existencia de 80 “indios soldados” que debían residir en los fuertes de Santa Juana, Talcamávida, San Cristóbal y Nacimiento, gozando de dos pesos de sueldo al mes101. Ahora bien, según da a entender Barros Arana, hacia finales de la colonia el servicio militar im- plicaba un gasto anual de 277.938 pesos, esto es más de las 2/5 partes de la suma de todos los gastos del “reino” y prácticamente la mitad de las entradas fiscales. A pesar de ello, el historiador creyó que era insuficiente en caso de tener que enfrentar una invasión extranjera. La otra idea señalada por Manso de Velasco, la de conservar con el más preciso cuidado y vigilancia “las pequeñas guarniciones de los fuertes”, viene a completar lo que a nuestro juicio evidencia el mayor despliegue del estado que se había realizado hasta entonces en este ámbito. Nos referimos en este caso al cada vez mayor tecnicismo presente ya no sólo en la conformación de las plazas fortificadas costeras, sino también en las fronterizas. Ello se expresó en que los encargados de su reparación, construcción o funcionalidad, van a ser en un porcentaje importante egresados del Real Cuerpo de Ingenieros de Madrid. En sus obras dice Gabriel Guarda, “Es perceptible una cre- ciente evolución de sus fábricas, de ser al principio de sello marcadamente europeo, aun medie- val –recordemos el uso de torres, cadenas para cegar puertos, etc.–, a adaptarse en seguida a las nuevas condiciones impuestas por el medio americano”102. Guarda registra que entre 1645 y 1822 hubo 44 egresados del Real Cuerpo que hicieron planos o escritos sobre Chile, sumando 226 de los primeros y 49 de los segundos. La mayoría de ellos se concentra en la segunda mitad del siglo XVIII. La nueva frontera establecida en el Biobío durante el siglo XVIII no sólo avanzó sobre el río hacia la cordillera, sino que además tuvo una doble línea de fortificaciones con las que se establecieron en el río Laja. En los mapas de fines de siglo se hace una distinción permanente entre los fuertes y las plazas fortificadas. Mientras los primeros fueron establecidos con fines muy específicos, las plazas estaban en la lógica del sistema de fuertes que operaban en la frontera.

101 AGI, Chile, 433 102 Guarda, Flandes Indiano, pp. 234.