Christian Jacq La Reina Libertad 1. El Imperio De Las
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CHRISTIAN JACQ LA REINA LIBERTAD 1. EL IMPERIO DE LAS TINIEBLAS Tebas última zona libre del territorio egipcio, 1690 antes de Jesucristo Inmóvil desde hacía más de media hora, Ahotep vio al último guardia que pasaba ante la puerta principal de palacio. Aprovechando los escasos minutos de intervalo antes del relevo, la hermosa muchacha morena, de dieciocho años, saltó a un bosquecillo de tamariscos, donde se ocultó hasta el anochecer. Hija de la reina Teti la Pequeña, Ahotep había recibido un extraño nombre, cuyo significado era múltiple: «la luna está en plenitud», «la luna se ha apaciguado» o también «guerra y paz», pues, según los sabios, la luna era un dios guerrero que llevaba en sí el misterio de la muerte y de la resurrección. La guerra... No había otra solución para librarse de los invasores hicsos que controlaban el país, a excepción de Tebas, la ciudad santa del dios Amón. Gracias a su protección, el templo de Karnak y la ciudad próxima habían sido respetados por los bárbaros, pero ¿por cuánto tiempo? Los hicsos, más numerosos que una nube de langostas, habían llegado por el Delta hacía cuarenta años. Asiáticos, árabes, cananeos, sirios, caucásicos, minoicos, chipriotas, iraníes, anatolios, entre otros, llevaban el cuerpo acorazado. Utilizaban extrañas criaturas de cuatro patas con una gran cabeza, más altas y rápidas que los asnos. Los caballos tiraban de cajas montadas en ruedas, que avanzaban a una increíble velocidad y habían permitido a los agresores exterminar a los soldados del faraón. Ahotep maldecía la blandura y la cobardía del pobre ejército tebano. Ciertamente, era incapaz de medirse con las poderosas y numerosas tropas del ocupante, provistas de armas nuevas y terribles. Pero la inacción conducía directamente al aniquilamiento. Cuando Apofis, el jefe supremo de los hicsos, decidiera arrasar Tebas, los soldados egipcios huirían y la población sería aniquilada, a excepción de las hermosas mujeres, ofrecidas al placer de los soldados, y de los niños robustos, sometidos a la esclavitud. Los últimos hombres libres de la tierra de los faraones agachaban la cabeza, incapaces de reaccionar. ¿Qué quedaba del maravilloso reino de los constructores de pirámides? Una provincia atrapada en una tenaza, entre el ocupante del Norte y sus aliados nubios del Sur; un templo levantado por Sesostris I y abandonado, y un palacio que ya nada tenía de real. Sin la obstinación de Teti la Pequeña, habrían suprimido incluso la Casa de la Reina, y los tebanos, como los demás egipcios, se habrían convertido en servidores de los hicsos. Aislada en exceso, la madre de Ahotep comenzaba a debilitarse, mientras los partidarios de la independencia de Tebas veían cómo su número se reducía día tras día. Si solo quedara una persona resistiendo, esa sería Ahotep. La muchacha no temía el combate, ni el sufrimiento, ni la muerte. Incluso con un puñal en la garganta, se seguiría negando a doblegarse bajo el yugo de los hicsos. Los cortesanos se burlaban de ella y la trataban como a una loca, más divertida que peligrosa. Hacían mal. Ese día comenzaba la guerra de la liberación, con una insurrecta de dieciocho años como único soldado y un cuchillo de sílex bien afilado como única arma. El relevo de la guardia se había efectuado; Tebas se dormía. Hacía ya mucho tiempo que no se organizaban banquetes en la sala de recepción de ajadas pinturas, que nadie tocaba música, y que ningún faraón subía a un trono desesperadamente vacío. Ahotep quiso olvidar esa visión que le desgarraba el corazón y corrió hacia el embarcadero. En el muelle había un inutilizable carguero, una barcaza que antaño había servido para transportar bloques procedentes de las canteras de gres, cerradas por el ocupante, y varios esquifes pequeños. Entre estos, había una barca en buen estado, el medio de transporte que Ahotep pensaba utilizar para salir del reducto tebano. Con agilidad, la muchacha bajó a la barca y tomó los remos. Puesto que navegaría hacia el Norte, la fuerza de la corriente le sería favorable. Nadie surcaba el río por la noche, pues escondía numerosos peligros: hipopótamos, cocodrilos, remolinos... Ahotep no tenía otra opción. «Y cuando no se tiene otra opción - solía proclamar en voz alta y fuerte-, ¡se es libre!» Con decisión, la princesa comenzó a remar. Dado que nadie había sido capaz de indicarle con precisión dónde terminaba la zona libre y dónde comenzaba el territorio ocupado, lo descubriría por sí misma. Los consejeros más pesimistas suponían que los hicsos habían avanzado mucho desde la reciente toma del poder por parte de Apofis, cuya cruel reputación superaba la de sus predecesores, e instaban a Teti la Pequeña a abandonar Tebas sin más tardanza. Pero ¿dónde podrían vivir seguros? Según Ahotep, el único refugio era el ataque. La primera escaramuza se produciría en la línea de demarcación y, si era necesario, sería la propia princesa quien mandara los jirones de los regimientos egipcios. En los últimos cuarenta años, miles de sus compatriotas habían sido aniquilados. Los hicsos creían que podían actuar con toda impunidad y seguir haciendo que reinara el terror en las Dos Tierras ,. Muy pronto, Ahotep iba a demostrarles lo contrario. Nunca una princesa egipcia, acostumbrada al lujo de la corte, se había visto obligada a.manejar unos pesados remos, a riesgo de estropearse las manos. Pero la supervivencia del país estaba en juego y la hermosa morena solo pensaba en el objetivo que debía alcanzar. Algo golpeó la barca y estuvo a punto de hacer que zozobrara; afortunadamente, el equilibrio se restableció por sí solo. Ahotep descubrió una masa oscura que se alejaba golpeando el agua con un feroz coletazo. Un cocodrilo importunado. Rechazando el miedo, Ahotep prosiguió. Gracias a su excelente vista y a la luz dispensada por la luna llena, evitó los restos de un barco y un islote herboso, en el que dormían unos pelícanos. En las riberas, se veían casas abandonadas. Temiendo la llegada de los invasores, los campesinos se habían refugiado en Tebas. A lo lejos divisó una humareda. Ahotep redujo la velocidad, se dirigió hacia la orilla y ocultó la barca en una espesura de papiros, de la que salieron unas zaidas cuyo sueño había sido turbado. Temiendo que sus gritos dieran la alarma, esperó. Después escaló el talud y se encontró en medio de un trigal abandonado. ¿La humareda procedía de una granja incendiada o de un vivaque hicso? En cualquiera de los dos casos, el enemigo estaba muy cerca. -Dime, niña -preguntó una voz agresiva-, ¿qué estás haciendo aquí? Sin vacilación alguna, Ahotep se volvió y, blandiendo el cuchillo de sílex en la mano derecha, se arrojó sobre el adversario. M atadlo -ordenó Apofis, el jefe supremo de los hicsos. El joven rucio vio llegar su muerte. Sus grandes y dulces ojos reflejaban una total incomprensión. ¿Por qué matarlo a él, que, desde que tenía seis meses, nunca dejó de llevar cargas tan pesadas que le habían combado el espinazo? ¿Por qué a él, que había guiado por los senderos a sus compañeros de infortunio sin equivocarse nunca? ¿Por qué a él, que siempre había obedecido las órdenes sin rechistar? Pero su patrón era un mercader de la península arábiga al servicio de los hicsos que acababa de fallecer a consecuencia de una embolia. Entre los ocupantes, era costumbre sacrificar los mejores asnos de un caravanero para arrojar sus despojos a una escueta tumba. Indiferente a la matanza, Apofis subió lentamente los peldaños que llevaban a su palacio fortificado, en el corazón de la ciudadela que dominaba su capital, Avans, fundada en una zona fértil del nordeste del Delta. Alto, con el rostro castigado por una prominente nariz, las mejillas blandas, hinchado el vientre y pesadas las piernas, Apofis era un gélido quincua enano de voz ronca, cuya mera visión daba miedo. Se olvidaba su fealdad cuando uno se concentraba en su indescifrable mirada, que abordaba al interlocutor por debajo y penetraba en él como la hoja de un puñal. Era imposible saber qué pensaba el señor de los hicsos, el tirano de Egipto desde hacía veinte años. ¡Qué acceso de orgullo cuando Apofis pensaba en la invasión de los hicsos! ¿Acaso no había terminado con trece siglos de independencia egipcia? Desconocidos por el ejército del faraón, los carros y los caballos procedentes de Asia habían sembrado el pánico, lo que había hecho fácil y rápida la conquista, tanto más cuanto que numerosos colaboradores, como los cananeos, no habían dudado en traicionar a los egipcios para ganarse la gracia de los vencedores. Aunque bien pagados, los mercenarios habían vuelto sus armas contra la infantería egipcia, atacada así tanto desde el exterior como desde el interior. Y no eran los fortines del Delta, demasiado escasos, los que podían detener la oleada de los invasores. -¡Hermosa jornada, señor! -exclamó el controlador general Khamudi, inclinándose. Con el rostro lunar, unos cabellos muy negros pegados a su redondo cráneo, los ojos levemente rasgados, las manos y los pies gordezuelos, pesada la osamenta, Khamudi, pese a sus treinta años, parecía mayor. Ocultaba su carácter agresivo bajo una fingida untuosidad, pero todos sabían que no vacilaría en matar a quien se interpusiera en su camino. -¿Han terminado los incidentes? -¡Oh, sí, señor! -afirmó el controlador general con una gran sonrisa-. Ningún campesino se atreverá ya a rebelarse; no lo dudéis. Apofis, en cambio, no sonreía nunca. Su rostro solo se alegraba en una circunstancia: cuando asistía a la agonía de un adversario lo bastante insensato como para oponerse al dominio de los hicsos. Precisamente, una aldea cercana a la nueva capital había protestado contra el insoportable peso de las tasas. Khamudi había soltado de inmediato a sus feroces perros, piratas chipriotas que los hicsos habían sacado de las cárceles egipcias.