Capítulo 9 ARQUITECTURA Y ARTE COLONIAL DE HISPANOAMÉRICA
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Capítulo 9 ARQUITECTURA Y ARTE COLONIAL DE HISPANOAMÉRICA Para facilitar la tarea del lector, el capítulo ha sido dividido geográficamente en dos regiones: la que abarca México, Centroamérica y el Caribe; y la que corres- ponde al resto, es decir la Sudamérica hispana. Se sigue el orden cronológico yen- do de norte a sur y mencionando en primer término la arquitectura, para seguir con la escultura (retablos, pulpitos e imaginería) y concluir con la pintura. Abordado el tema pero todavía en el terreno de las generalidades, hay que acla- rar que hubo tres tipos principales de arquitectura que correspondían a la organi- zación de la sociedad colonial: la religiosa, la civil (administrativa y militar) y la privada. El 90 por 100 de las obras de mayor interés arquitectónico entran en la primera categoría. Por lo general las ciudades importantes poseían una catedral, más un mayor o menor número de iglesias parroquiales en manos del clero secular. Pertenecientes a las órdenes religiosas existían, además de los conventos, las igle- sias y capillas que de ellos dependían. No obstante, también estaban a cargo de las autoridades eclesiásticas los hospitales, escuelas, colegios, universidades. A me- dida que los fondos de la Iglesia aumentaban, su enriquecimiento se manifestaba en el tamaño y magnificencia de sus instalaciones. En cuanto a la arquitectura civil hay que comprender que ella pone de mani- fiesto los rasgos de la vida colonial; es decir, comparados con algunos establece- mientos religiosos, los edificios públicos se revelan casi espartanos en su extrema sencillez. Por último, la arquitectura privada comprende al menos dos tipos de mo- radas: la urbana y la rural. Las influencias son de doble carácter: por un lado el modelo andaluz-levantino, la casa baja de patios y azoteas; el otro resulta más con- centrado en un solo bloque, a menudo con algún piso alto y techo de tejas, esque- ma que proviene del norte de la península. En el terreno de las generalidades hay que aclarar que México, Centroamérica y el Caribe eran las áreas más abiertas a la influencia hispánica. Algunas otras en Sudamérica —como Quito, por ejemplo— al atraer a muchos religiosos que llega- ban al Nuevo Mundo procedentes sobre todo de Italia, Flandes o Alemania, pre- sentaban caracteres propios. O sea, que los desarrollos culturales fueron más origi- nales —no de nivel más alto, por cierto— en los actuales Ecuador, Perú y Solivia que en las regiones equivalentes del hemisferio norte. 2 6 6 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA En el sigo xvi las órdenes religiosas —franciscanos, dominicos, agustinos y mercedarios— competían entre sí en la exploración y catequización de los indios y la consecuente labor de erigir iglesias y conventos. Durante este «período heroi- co», el estilo dominante en arquitectura presenta rasgos del gótico, particularmen- te la técnica de las bóvedas de crucería; aunque también encontremos artesonados mudejares, fachadas y claustros platerescos, además de planteamientos «herreria- nos» (de Juan de Herrera, 1530-1597, arquitecto de El Escorial). Más tarde, a mediados del sigo xvii y hasta casi el fin del xviii, será el triunfo del barroco, hasta que hacia la conclusión del siglo aparezca un estilo cortesano y afrancesado, el rococó, y más tarde otro movimiento —mucho más importante— que es el que conocemos con el nombre de neoclásico. No obstante, hay que adver- tir que el de «estilo» es un concepto europeo poco adecuado para este contexto que, en realidad, precisa de una nueva nomenclatura y clasificación de las tipolo- gías hispanoamericanas, para poder ser estudiadas desde el propio continente y no desde fuera como hasta ahora se ha hecho. MÉXICO, CENTROAMÉRICA Y EL CARIBE Arquitectura Apenas descubiertas las islas del Caribe, los conquistadores —soldados y frailes— se lanzaron a un vasto programa arquitectónico cuya intensidad y calidad no iban a poder mantener por mucho tiempo, cuando comprendieran el gigantesco conti- nente que se les ofrecía a espaldas de esos bastiones insulares. Los primeros edificios que todavía permanecen en pie en la ciudad de Santo Domingo, nos recuerdan la magnitud del programa, aunque éste no llegara a ser completado nunca ni allí ni en Cuba o Puerto Rico. Esa precoz oleada constructo- ra había contado con los materiales locales y el empleo de las técnicas europeas. Cuando los únicos elementos a mano eran el adobe y la paja, los propios coloniza- dores se construían bohíos parecidos a los que se hacían los indios. En cambio, cuando pretendieron tener edificios más nobles tuvieron que apelar a maestros de obras y escultores que llegaron directamente de España. Como puede suponerse, estas primeras manifestaciones abarcan estilísticamen- te desde el gótico hasta el Renacimiento italiano, entendido al pie de la letra o en su versión española que llamamos plateresco. A veces los artesonados copiaban los modelos clásicos que consisten en casetones de madera labrada; otras, se trataba de repetir los modelos mudejares, lo que se conocía entonces como «carpintería de lo blanco». Estas últimas cubiertas que formaban polígonos estrellados fueron muy apreciadas durante toda la Colonia, puesto que no constituían solamente una for- ma refinada de expresión artística, sino que hasta se revelaron como procedimien- to ingenioso en una zona donde había escasez de troncos de gran escuadría. En Santo Domingo el mejor edificio de la época es, sin duda, la catedral que ordenó levantar el primer obispo, Alessandro Geraldini, italiano amigo personal de los Reyes Catóhcos. Si bien la construcción no puede jactarse de ser esbelta, al menos resulta muy digna. Las naves van cubiertas de bóvedas góticas de cruce- ría, mientras que la fachada —en estilo del quattrocento— ostenta una doble por- ARQUITECTURA Y ARTE COLONIAL 2 6 7 tada con un curioso efecto de trompe l'oeil. Vemos aquí la pretensión de un huma- nista que no pudo por menos que asegurarse que su propia sede, la primera crono- lógicamente en toda América, mostrara algún rasgo de su gloriosa tierra natal. No obstante, este lujo era poco frecuente. En el llamado Alcázar o casa de Die- go Colón encontramos una especie de fortaleza —desdichadamente hoy restaurada con exceso— que presenta en sus dos frentes sendas loggias de arcadas, como las que más tarde le copiará en México la casa de Cortés, en Cuernavaca. Se conservan también los conventos de San Francisco (1544-1555) y de La Merced (1527-1555) cuyas estructuras son básicamente góticas, y si el primero es hoy sólo una ruina imponente, el segundo se mantiene todavía en pie. Los vestigios del hospital de San Nicolás (1533-1552) muestran que era de planta cruciforme como los que la corona española había mandado ejecutar en Santiago de Compostela y en Toledo. En cuanto a las obras, un poco posteriores, llevadas a cabo en Cuba y Puerto Rico, puede decirse que resultan mucho más modestas que las de ese brillante co- mienzo dominico. Aparte de algunas pocas iglesias, lo principal de esos puntos es- tratégicos —arquitectónicamente hablando— son siempre las fortificaciones llama- das entonces «castillos», que llegarán a su pleno esplendor solamente en los próximos dos siglos, como ya veremos más adelante. En el caso de México conviene aclarar que, desde un principio, el propio rey de España había asignado las distintas regiones a cada una de la principales órde- nes. Las cuales habían ido llegando según la siguiente cadencia: primero los fran- ciscanos en 1524, después los dominicos en 1526, tercero los agustinos en 1533 y por último los jesuítas en 1572. Los franciscanos, tal vez por ser los más antiguos, obtuvieron un lugar privilegiado: Puebla y Tlaxcala, poblaciones que se habían mos- trado amistosas con el invasor. Los dominicos debieron dirigirse más al sur, a tie- rras calientes sometidas a frecuentes sismos, lo que les obligó a desarrollar solucio- nes propias. Por último, los agustinos lograron la concesión de las tierras hacia el norte del valle de México y parte de Michoacán. En esta lista quedan sin contar los establecimientos de los jesuítas que son posteriores en medio siglo. Para apreciar el sentido y el funcionalismo de estas casas religiosas, no debe- mos compararlas con los edificios europeos del mismo período, sino retrotraernos a la Europa del siglo xi, época en que la población, a pesar de haber sido cristia- nizada, practicaba todavía creencias locales y seguía peligrosamente expuesta a las periódicas invasiones de pueblos no convertidos. En México y Guatemala el come- tido de los frailes era, pues, en principio el mismo: la evangelización de un territo- rio no del todo pacificado. La mejor solución para los religiosos fue, por lo tanto, la de asentarse ellos mismos en la tierra, trabajándola para hacerla productiva, al tiempo que acometían la «conquista espiritual» de las almas. De este modo el con- vento se convertía en una especie de «cabecera de puente», una base operacional que fuera a un mismo tiempo: fortín, iglesia y hacienda agrícola para hacer vivir a una comunidad indígena amistosa. El convento tipo, de cualquier orden y en cualquier región, consistía en una iglesia amplia y fortificada, unida a dependencias subsidiarias, un claustro y un huerto. Frente a la iglesia se extendía un gran atrio amurallado con varias puertas de entra- da. En ese espacio al aire libre se alzaba una cruz de piedra delante mismo del tem- plo, y se veían: una «capilla abierta» o «de indios», desde donde se podían seguir 268 HISTORIA DE AMÉRICA LATINA los oficios sin entrar a la iglesia y, en los ángulos, las «capillas posas», donde se detenían las procesiones. En una descripción más detallada, agreguemos que la planta típica del templo era de nave única con cabecera poligonal, de muros lisos que llevaban contrafuer- tes al exterior y, entre ellos, se abrían altas ventanas que impedían cualquier intru- sión extemporánea.