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Las huellas que han dejado provienen menos de ellas mismas que de la mirada de los hombres que gobiernan la ciudad, construyen su memoria y administran sus archivos. El registro primario de lo que hacen y dicen está mediatizado por los criterios de selección de los escribas del poder. Y estos, indiferentes al mundo privado, se mantienen apegados a lo público, un dominio en el que ellas no entran. GEORGE DUBY Y MICHELE PERROT «ESCRIBIR LA HISTORIA DE LAS MUJERES» A mi hijo Samuel, por ser fuente eterna de inspiración y luz. A mi madre Ramona Valera, a quien le debo todo lo que soy. A mi padre Heriberto Pacheco, por su oportuno apoyo. A mi madrina Enma Rosa Verano Martínez, por su dedicación. A la memoria de Clara Díaz, José Orlando Suárez Tajonera, Harold Gramatges y Nara Araújo. A mis alumnos pasados, presentes y futuros. A mi legendario y amado San Antonio de los Baños. Agradecimientos A todas las personalidades de la cultura que con amor y entrega me han brindado sus testimonios para tener la satisfacción de llevar a cabo esta obra. A Zoila Lapique, fuente de obligatoria consulta en la etapa investigativa. También a Radamés Giro, por ser llave cultural y por su magisterio profesional. A mi amiga Sonnia Moro, por inspirarme para que me dedicara a esta vertiente de la historia oral y la memoria. A los investigadores Ana Cairo y Ricardo Hernández Otero, por sus recomendaciones oportunas. A mis queridos alumnos y amigos que, en unión de su familia, me han brindado su ayuda solidaria y desinteresada y me han acogido en sus hogares: Gisela Sosa, Jorge Carlos Herrero y Cristina Frutos. A mis amigos y amigas de Casa de las Américas, que me brindaron espacios de trabajo: en el Departamento de Música, a María Elena Vinueza, Layda Ferrando, Marilyn Torres, José Luis Delgado y las queridas Inés Casaña e Ivón Peñalver; en la hemeroteca, a Tomasita, William e Ileana; en la biblioteca, a Sarita y Ángel. En el Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana (CIDMUC), a mis amigas y cola-boradoras: Tamara Sevila y el resto de su tropa, así como a Grisel Hernández. También mi agradecimiento a todas las compañeras y compañeros de la Biblioteca Nacional, de la biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística, y de la biblioteca del Instituto Superior de Arte (ISA). Al Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello (CIDCC). A la Federación de Mujeres Cubanas y a la redacción de la Revista Especial Mujeres. Al Museo de la Música. Al Museo de la Danza, en particular a Aleida Beatriz Pellón. Al Museo Lezama Lima, especialmente a Israel Díaz. A Mirta Ortega González, la bibliotecaria del Arzobispado, por su atención y por permitirme acceder a imprescindibles materiales. A la profesora Pilar Fernández, por su solidaridad y aliento. A mis amigos Elier Escobedo, Annia Alomá y Rubén Darío Zaldívar, y a Yadiaris Matos, Yoan Cabrera, Jorge Luis Alemán y Janier Ballesteros, todos por su eterno apoyo. A Ignacio Fernández, administrador de la imprenta de Pocito. A mis estimadas colaboradoras: Mercedes del Sol y Teresita García, por brindarme atención exquisita en la búsqueda de materiales y fotos. A los compañeros del archivo fílmico del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), en las personas de Pablo Pacheco, Pedro Beltrán y Clara Eduard. A los compañeros del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, en especial a Víctor Casaus, María Santucho y Vivian Núñez, por estimularme y confiar en este proyecto, y también por permitirme disfrutar este paseo por la memoria y el patrimonio cultural, y a Elizabeth Hernández, madrina de estas páginas. A la editora Norma Padilla Ceballos, por su trabajo de revisión y su colaboración. La mujer, la cultura y los espacios de poder Al igual que Penélope, Sherezada tejía y destejía contando historias para ganar, en el transcurso de cada jornada, espacios de resistencia y poder. Más tarde, a través de su epistolario, Madame de Sévigné siguió tejiendo redes que rompían los límites entre cultura y política durante el reinado omnímodo de Luis XIV. Luego, algo semejante ocurría en los salones burgueses regidos por damas de alcurnia. Así, la mujer, desde las capas privilegiadas, iba tejiendo también su propia historia. Por lo que sabemos, en Cuba lo fue haciendo desde el siglo XVIII, prosiguió a lo largo de las guerras de independencia y, con otras estrategias, durante la república neocolonial. En ese sentido, dos instituciones paradigmáticas ejercieron particular influencia en la primera mitad del siglo XX. Se trata de Pro-Arte Musical y del Lyceum Tennis Club. Para entender el complejo entramado de los procesos culturales, es indispensable descifrar el juego dialéctico entre los distintos sectores sociales que intervienen en cada circunstancia histórica, portadores de específicas marcas de identidad. Cada uno conforma su espacio propio en una dinámica de coexistencia e interacción y ejerce su influencia sobre destinatarios diversos, concurrentes en ocasiones. Como sucede con tantos otros supervivientes de la época, puedo brindar mi testimonio personal de lo que representaron ambas instituciones. Asistí a los conciertos patrocinados por Pro-Arte y pude escuchar en el Auditórium, teatro de acústica privilegiada, a intérpretes de excepcional valía y amplio reconocimiento internacional. Conservé durante mucho tiempo un programa firmado por Heifetz y recuerdo de modo especial a Kirsten Flagstad –espléndida, aunque resultara una vaca sobre el escenario– y al octeto de Viena, a pesar de su escaso público, pues los habituales se inclinaban sobre todo a las celebridades de la pianística. Pro-Arte contribuyó, sin dudas, a la educación musical de un sector de la sociedad habanera y dejó huella profunda en la cultura al favorecer el nacimiento de nuestra destacadísima escuela de ballet. Había surgido en los veinte del pasado siglo, junto al renacer de la vida artística nacional. Sus animadoras se adherían al tradicional patrocinio femenino de la cultura, a la vez que apuntaban a un viraje significativo al proyectarse hacia un importante espacio público. Era el despertar de la República con la aparición simultánea de movimientos sociales y políticos, así como de la vanguardia en el campo de la creación artística orientada a la renovación de los lenguajes y a un acercamiento productivo a la cultura popular. Este viraje se manifestó en la música con la reivindicación de los ritmos de origen africano y el empeño por incorporarla al sinfonismo y a los espectáculos danzarios. La mirada hacia adentro implícita en estas búsquedas no representaba aislamiento respecto a las tendencias emergentes en la contemporaneidad. Se aspiraba, tal y como habría de plantearlo algo más tarde Alejo Carpentier, a establecer una articulación entre lo local y lo universal. El proyecto de Pro-Arte proponía una vía paralela, de acuerdo con una tradición de alta cultura. Sus patrocinadoras, procedentes de la aristocracia habanera, se habían beneficiado de refinada educación favorecedora del cultivo de las bellas artes con acento particular en la música. El desarrollo de facultades en este campo constituía un complemento para la formación de la personalidad, ajeno a intereses de ejercicio profesional. Hijas de su tiempo, dotadas de un pragmatismo de reciente estreno, se entregaron al propósito de convertir La Habana en una plaza musical de primer nivel. Se desempeñaron con extraordinaria eficiencia. Demostraron capacidades organizativas y de dirección. Ganaron en buena lid un espacio público y ofrecieron a sus espectadores temporadas inolvidables. A partir de la tercera década del pasado siglo, eficiencia y pragmatismo fueron también rasgos característicos de las señoras del Lyceum. La Sociedad cobró fuerzas cuando logró conjugar los recursos financieros del Lawn Tennis con la fuerza intelectual agrupada en el Lyceum. Profesoras en la Universidad, en la Escuela Normal, en los Institutos de Segunda Enseñanza, médicos, abogadas, odontólogas, arquitectas, trabajadoras sociales, se habían instalado en la clase media y mantenían activa la práctica de sus profesiones. Su composición ideológica heterogénea se movía entre el centro derecha y la extrema izquierda, algunas habían participado en la lucha contra el tirano Machado. Terminada esa contienda, se integraron a sus cátedras, a sus bufetes y a sus consultas. Con la administración cuidadosa de amas de casa bien entrenadas, acopiaron los medios para construir edificio propio, sobrio y funcional en Calzada y 8, lugar donde reside ahora la Casa de Cultura de Plaza. De acuerdo con un diseño integral de educación y cultura, dispusieron de salón de conferencias de uso múltiple, de sala de exposiciones, biblioteca para niños y adultos, de un tabloncillo y de aulas de clase. Prescindieron de locales para oficinas. Un pequeño espacio, a la vista de todos, garantizaba lo indispensable. Por las tardes, en atuendo camisero y rápido taconeo, de acuerdo con responsabilidades bien distribuidas, verificaban los detalles de funcionamiento general, supervisaban los preparativos de exposiciones, conferencias y conciertos y comprobaban el cumplimiento del programa mensual. Prescindiendo de gustos personales, abrieron las puertas a la vanguardia. Presentaron por primera vez en Cuba una muestra de obras de Pablo Picasso. Ofrecieron espacio público a las voces del exilio español y latinoamericano. La biblioteca puso al servicio de muchos las novedades del momento. En impecable filipina blanca, el portero, un mulato al que crecieron canas en la institución, recibía a los visitantes. El convidado de piedra, mugriento, dormía en la sala de conferencias. La asistencia social procuraba encaminar la solución de los casos que acudían en busca de ayuda y se constituyó en el núcleo gestor de la carrera universitaria dedicada a la especialidad. Mientras tanto, Nuestro Tiempo sentaba las bases de un programa cultural proyectado hacia el porvenir. Rescatar los intrincados vericuetos de la memoria sobrepasando el dulce encanto de la nostalgia es tarea necesaria para comprender, con vistas al presente y al futuro, la enorme complejidad del tejido social.