Émile Zola: El Olor De La Tierra
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Émile Zola: el olor de la tierra A poco más de cien años de la muerte de Émile Zola, su obra es más citada que leída. Los “Rougon Macquart”, sin embargo, merecen una buena inmersión, y en su compleja arquitectura figuran bloques como “Germinal” o “La bestia humana”, que están entre las mejores novelas francesas de todos los tiempos. Texto: Carles Barba De los cinco colosos que sustentan el edificio de la gran novela realista francesa (Stendhal, Balzac, Flaubert, Zola y Proust), el penúltimo ha sido durante el siglo XX el menos leído y el más cuestionado. Ya Gide se dolía del hecho en una anotación de su Diario: “Considero el descrédito actual de Zola como una monstruosa injusticia que no honra a los críticos de hoy en día. No ha habido novelista más personal ni más representativo”. Tal negligencia contrastaría con el papel central que jugó Zola en su propia época como chef d’école del movimiento naturalista (aglutinando a su alrededor a colegas como Maupassant, Huysmans o Céard) y con la enorme influencia que sus ideas y su obra tuvieron en otras literaturas coetáneas; en particular, sobre la española y catalana. En efecto, narradores del fuste de Pardo Bazán, Clarín, Galdós y Blasco Ibáñez absorbieron a su modo las teorías deterministas defendidas por el francés en su manifiesto La novela experimental (1880) y, en Catalunya, Narcís Oller recabó de él un prólogo militante para su relato La papallona . El naturalismo zolesco irradiará también hacia Estados Unidos y Rusia, y la complacencia en la descripción de lo bajo y ruin se reflejará lo mismo en los novelones de un Thomas Wolfe o un Frank Norris que en los amplios frescos sociales surgidos al calor de la Revolución de 1917. Qué duda cabe, en todo caso, de que la posteridad de Zola se ha visto lastrada, a partir de su muerte en 1902, por la voluntad programática que recorre su ciclo de ficciones y que lo lleva a querer insuflar en sus tramas un espíritu de observación análogo al de la ciencia. A Zola, por otro lado, y a la escala gigantesca de su empresa novelística, le ha condicionado (para bien y para mal) el precedente de La comedia humana de su admirado Balzac. Con la serie de los Rougon Macquart , Zola habría querido diseccionar a la sociedad del Segundo Imperio, del mismo modo que La comedia humana refleja el mundo de la Restauración. Pero, en opinión de algunos críticos, a Zola en ciertos volúmenes le habría faltado el genio sin par que por lo general arde en los episodios balzaquianos. “Es un escritor de brocha gorda”, ha dicho Carlos Pujol del padre del naturalismo, y mucho antes su contemporáneo Barbey d’Aurevilly había señalado gráficamente: “Es el Miguel Ángel del fango”. Su aparente tosquedad, de cualquier manera, lo habilita como un muralista incomparable de la salvaje vida rural o de los submundos parisinos. A medida que añade nuevos injertos al árbol de los Rougon Macquart , afortunadamente su poética se libera de los corsés científicos en los que ha ido a abrevar su concepción del oficio y cuaja en un estilo genuino y personal, un verdadero estilo que (como advirtió un coetáneo) “penetra en la carne y hace latir la sangre”. SI HAY ACEITE NO HAY HAMBRE Émile Zola nace en Paris en 1840, hijo de una borgoñona, Emilie Oubert, y de un italiano, Francesco Zola, ingeniero que había trabajado en la construcción de la primera línea de ferrocarril entre Linz y el Budweiss, en Austria. Cuatro años más tarde, en 1844, el padre recibe el encargo de construir el canal de agua potable de Aix-en-Provence, y para allá marchan los tres. Desgraciadamente, una neumonía se llevará la vida del patriarca en 1847 y a partir de entonces la viuda y su hijo afrontarán una época de deudas y estrecheces que marcarán el carácter de nuestro personaje. Inscrito en el Liceo Bourbon de Aix, Émile hace amistad con dos futuras glorias de la pintura y la astronomía, Paul Cézanne y Baptiste Baille. La soleada Provenza pondrá en la orfandad del adolescente notas de luminosidad y alegría, y el paisaje de pinos y olivos de Aix le servirá más adelante como abigarrado escenario de un buen puñado de ficciones. “La vida es una lucha; aceptemos la lucha y no retrocedamos ante las fatigas ni ante los disgustos”. Estas palabras las pudo experimentar a lo vivo Zola sobre todo entre 1858 y 1862, cuando con sólo 18 años pasó por el rito iniciático de la conquista de la gran metrópolis. Napoleón III remodelaba París con gran aparato y confiaba al barón Haussman la tarea de abrir largos bulevares y amplias perspectivas, pero al joven de Aix le tocó irse a malvivir al extrarradio para pasar toda clase de privaciones. Entra en el instituto Saint-Louis como becario, pero no consigue terminar el baccalauréat y tampoco logra llevar adelante los estudios de Derecho. Se emplea en el puerto y sólo dura dos meses. En ese período, él y su madre se ven obligados a cambiar de vivienda y de barrio hasta trece veces, y en lo más crudo del invierno Émile pasa semanas enteras recluido en su habitación y enfundado en una manta, por tener su atuendo empeñado. Llegó a alimentarse sólo con una dieta de pan untado y por eso pudo decir retadoramente: “Mientras tenga aceite, un escritor no se muere de hambre”. Y es que, en medio de las más duras adversidades, Zola estaba ya determinado a triunfar en la literatura y alentaba un romanticismo avivado en febriles lecturas de Hugo y de Musset. En 1862, su ingreso en el sello Hachette lo salvó de una existencia de paria peligrosamente infecunda. A través de la editorial, conoció personalmente a algunos literatos de moda (Renan, Saint-Beuve, Taine…), y, gracias a su cargo de jefe de prensa y publicidad, pudo familiarizarse con los engranajes comerciales del mundo del libro. En 1864 le ocurre otro acontecimiento importante: conoce a Eleonore Alexandrine Meley, que se hace llamar Gabrielle, y que será su esposa durante 38 años. Al año de casados, Alexandrine le revela un secreto muy íntimo: a los 17 años dio a luz a una hija, a la que tuvo que abandonar en manos de la Asistencia Pública. Émile y Alexandrine formarán un matrimonio sin hijos, y él no será padre hasta mucho más adelante, cuando se una de tapadillo a otra mujer. VIDA, LUCHA, INTENSIDAD… En el siguiente lustro, Zola se lanza briosamente al ruedo, desplegando una actividad feroz, lo mismo en la narrativa que en el periodismo. En 1864 publica su primer título de ficción, Cuentos a Ninon ; en 1866 aparece la novela La confesión de Claudio y en 1868 logra un pequeño éxito con el melodrama Teresa Raquin , un relato pasional de celos y crimen. Paralelamente, se pone a trabajar para diversos diarios ( L´Evenement , Le Siècle …) y ejerce por un lado la crítica literaria y, por otro, se foguea como crítico de arte, escribiendo textos donde defiende el impresionismo emergente de Manet, Monet, Pissarro y de su compañero de provincias Paul Cézanne. En esos años acuña su famosa definición de la obra de arte (“un rincón de la creación visto a través de un temperamento”) y posa para Manet, que le retrata en su gabinete, con reproducciones en la pared del fondo de la Olimpia del propio Manet y de Los borrachos de Velázquez. Para entonces, Zola ha resuelto ya reflejar la realidad sin afeites y puede sostener con aplomo: “Me importa poco la belleza o la perfección. No me preocupan los grandes siglos. Lo que me interesa es la vida, la lucha, la intensidad”. Y, alentado por la lectura de una obra científica en boga, la Introducción al estudio de la medicina experimental de Claude Bernard, se pone a barruntar la puesta en marcha de un vasto fresco novelesco, la singladura de una familia del Segundo Imperio que, lejos de obrar libremente, opera inducida por las leyes de la herencia y la fisiología. Haciendo uso de los contactos obtenidos a su paso por Hachette, Zola convence al publicista Georges Charpentier para que le sostenga económicamente a largo plazo y, gracias a una mensualidad pactada de quinientos francos, se pone manos a la obra, decidido a levantar acta notarial de su propia época. “Si no puedo avasallar con mi calidad, avasallaré con mi cantidad”, avisa. Y, en efecto, entre 1872 y 1876, primero a través del periódico y luego en forma de volúmenes, va dando a la imprenta La fortuna de los Rougon , La jauría , El vientre de París , La conquista de Plassans , La falta del padre Mouret y Su Excelencia Eugène Rougon . Como hiciera Balzac en novelitas como El padre Goriot o César Birotteau , Zola describe aquí los tejemanejes de unos personajes pequeñoburgueses que, desde la provinciana Plassans (trasunto de Aix) y desde los despachos ministeriales de París, se aupan hasta los centros de poder e imponen una implacable dinámica marcada por el caciquismo, la mundanidad fatua y todo género de corrupciones. Tras estas primeras entregas de los Rougon , nuestro autor aplica su lente sobre el pueblo llano y consigue su primer bestseller , L’assomoir (La taberna ), un áspero cuadro de gentes que se dan a la bebida, se prostituyen y sucumben a una espiral autodestructiva. Con La taberna , aparecida primero en forma de folletín, Zola consigue dos cosas: provocar un escándalo que le hace por fin popular y vender 50.000 ejemplares, que le rentan jugosas ganancias. El dinero obtenido le permite adquirir una magnífica casa de campo en Médan, a la orilla del Sena y no lejos de París, que llena de gatos y monos (Gadir acaba de publicar, por cierto, su fábula El paraíso de los gatos ) y en cuya sala de billar se hace grabar el escudo de armas de sus antepasados italianos.